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OSCAR WILDE por Francesco Mei 1. El sortilegio de los orígenes Oscar Wilde nació en Dublín el 16 de octubre de 1854. Sus padres, irlandeses de la burguesía media, vivían en el número 21 de Westland Row. Su padre, sir William, era médico y había alcanzado fama internacional como especialista en otorrinolaringología. Sus extraordinarias dotes de científico y de cirujano, no obstante, se acompañaban de una vida disoluta que terminó por truncar su carrera. De estatura más baja que lo normal, con brazos fuertes y largos, el cuerpo tosco y velludo, sir William tenía algo de simiesco. Pero la frente alta y espaciosa, los ojos vivos y penetrantes y la nariz finamente modelada denotaban una sensibilidad, una resolución y una capacidad intelectual superiores a la media. Era tan sucio y descuidado que G. B. Shaw, habiéndolo conocido de pequeño, lo consideraba «más allá del tiempo y del dinero, así como su hijo estaba más allá del bien y del mal». Se decía que cambiaba más a menudo de amante que de camisa. Pero la maledicencia no le había impedido a sir William conquistar una eminente posición. Por lo demás, había practicado siempre la profesión médica con dedicación absoluta. A los diecisiete años, estudiante aún, había diagnosticado un caso de cólera y durante la epidemia se había entregado a combatir la enfermedad a riesgo de su vida. Era un hombre de gran coraje y presencia de espíritu. Una vez salvó a un niño que se había atragantado con una patata practicándole una traqueotomía de urgencia con unas tijeras. En otra ocasión se curó a sí mismo de una infección bebiendo una gran cantidad de cerveza: una receta no demasiado ortodoxa, de la cual quizá cometió a continuación el error de abusar. Nada más doctorarse, durante un viaje a Egipto y Palestina acompañando a un rico paciente, tuvo ocasión de estudiar en el sitio mismo la patología del tracoma. Realizó cursos de perfeccionamiento en Londres y Viena y escribió originales monografías médicas. Hombre de múltiples intereses, se distinguió asimismo como conferenciante sobre temas arqueológicos y literarios. Publicó un ensayo sobre los últimos años de Swift, explicando cómo la laberintitis, con la consiguiente pérdida del sentido del equilibrio, había estimulado el espíritu satírico del autor de los Viajes de Gulliver. Pero su mérito mayor fue la fundación del Royal Hospital de Dublín, famoso también en el extranjero en el campo de la oftalmología y la otorrinolaringología. Sin embargo, el título nobiliario de sir le fue otorgado, curiosamente, por un estudio estadístico acerca de las condiciones de vida en Irlanda, redactado en la época de la gran carestía de 1845-1849. Contaba entre sus clientes a varias cabezas coronadas, como Napoleón III, Maximiliano de Austria y el rey de Suecia, que lo había condecorado con la orden de la Estrella Polar. La reina Victoria lo había nombrado miembro del Colegio Real de Cirujanos, en calidad de oculista personal de Su Majestad. El título era puramente honorífico, pues la reina Victoria, además de gozar de una vista de lince, se mantenía alejada de Irlanda, ya en aquel tiempo foco de independentistas y de rebeldes. Dotado de un auténtico magnetismo animal, sir William hallaba raramente obstáculos en su obra de impenitente seductor. Las malas lenguas insinuaban que los hijos ilegítimos que tenía diseminados por los alrededores de Dublín eran casi tantos como el número de deslices en su conducta. Sir William no era demasiado sutil en la elección de las amantes: no desdeñaba a las damas bellas, pero se conformaba a menudo con toscas criadas o campesinas. Por otra parte, se preocupaba por asegurar una ocupación, o una dote, a su caterva de retoños ilegítimos, igual o más de lo que se interesaba por la progenie de su matrimonio. Y se había encariñado tanto con uno de sus hijos naturales, Henry Wilson, que tras darle estudios lo tomó a su lado como ayudante en la dirección del hospital de Dublín, donde se convirtió en un buen oculista. La incontinencia sexual de sir William no atinó a calmarse tampoco después de la boda. A los treinta y seis años se casó con una muchacha de veinticinco, Jane Francesca Algee. Poetisa de inspiración patriótica, conocida por su falta de prejuicios iconoclasta, fundadora del movimiento irredentista irlandés, Jane no era el tipo de mujer que tomara excesivamente en serio las aventuras amorosas de su esposo. Más que en el amor, el matrimonio de sir William y Jane se basaba en el prestigio social y en la recíproca estima intelectual. Esta unión de dos mentes excepcionales, o si se quiere de dos instituciones, la famosa poetisa y el eminente científico, no incluía un rígido pacto de fidelidad conyugal. Era lo que se llamaría hoy
una «pareja abierta». Físicamente, marido y mujer no podían estar peor dotados: Jane sufría de gigantismo, visible sobre todo en las manos. Alta, de belleza casi estatuaria, con la mirada llameante y los mechones de color azabache cayendo sobre sus hombros, la voz vibrante y musical, era una de esas matronas victorianas más adecuadas para figurar como majestuosos ornamentos de un salón que como criaturas disponibles para los placeres de la alcoba. Hija de un abogado de Wexford y nieta de un archidiácono que con el seudónimo de Maturin había sido escritor de novela negra, Jane había perdido a sus padres a tierna edad. Tras la muerte de su padre, acaecida en la India en 1824, había crecido en casa de su tío materno George Smith, profesor de derecho en la Universidad de Dublín, que pertenecía a la burguesía protestante y anglófila de Irlanda del Norte. Es comprensible que sir William, a pesar de estar ligado a ella por un profundo afecto, prefiriese en el plano sexual los más expeditivos y fáciles amores de las criadas. Jane había manifestado un temperamento exuberante y rebelde desde los dieciocho años, cuando se había prendado de la causa del irredentismo irlandés. A escondidas de su respetable tío, fiel defensor del orden establecido, entró en el movimiento de la Joven Irlanda y comenzó a escribir poesías para el periódico independentista de Dublín The Nation. Las firmaba con el seudónimo masculino de John Fenshaw Ellis y, debido a su carácter combativo y fogoso, nadie, incluyendo al director del periódico, C. D. Daffy, sospechó nunca que el autor fuera una mujer. Cuando más adelante, por mera casualidad, se descubrió su verdadera identidad, Jane se inclinó por el seudónimo Speranza, que eligió en homenaje a los lejanos orígenes italianos que tanto le importaban, sosteniendo que su apellido Algee derivaba del de Dante Alighieri. La máscara femenina no moderó el tono de sus escritos sobre la liberación de Irlanda. El año 1848 había señalado un recrudecimiento del espíritu revolucionario tras la carestía en Irlanda y de los movimientos liberales surgidos un poco en toda Europa. Speranza-Jane se pasó a la prosa, escribiendo artículos que incitaban a la insurrección armada contra el dominio británico. Un fragmento particularmente encendido, llamado Alea jacta est, en el que Speranza exhortaba al pueblo oprimido a asaltar el castillo de Dublín y a expulsar a la guarnición inglesa, provocó la detención del director del periódico. Durante el proceso, Speranza no dudó en reclamar con valentía la paternidad del artículo incriminado para justificar al director. Ante la generosidad, pero también ante la belleza y la juventud de la culpable confesa, los jueces dictaron una sentencia leve. Seguidamente, sin embargo, el diario fue cerrado y los líderes de la insurrección fueron castigados con duras condenas. Parece que sir William estaba presente en la ardorosa exhibición de Jane y que se enamoró a primera vista de esa mujer fiera e impávida. Tres años más tarde, el 12 de noviembre de 1851, Jane Algee contrajo matrimonio con sir William y le dio tres hijos: Willie, en 1852; Oscar, en 1854, e Isola, en 1859. El matrimonio calmó el espíritu irredento de Jane, que renunció al periodismo político. Pero los cuidados familiares no la distrajeron de los intereses literarios y de las ambiciones mundanas, que cultivó con periódicas reuniones de salón en la mansión señorial de los Wilde en Merrion Square, en la plaza mayor de Dublín, adonde se mudaron a continuación. No le faltaban en absoluto dotes intelectuales para igualar, si no eclipsar, el talento científico de su marido. Sabía tres idiomas, además del inglés, y había traducido novelas del francés al alemán. Sentía verdadera pasión por el teatro griego e isabelino y se exhibía a menudo recitando algún fragmento ante amigos y conocidos. Se dice que una vez, cuando por deudas contraídas por sus gastos exorbitantes los ujieres llegaron para embargar la casa, la hallaron por completo sumida en la declamación, con voz inspirada, de un pasaje del Prometeo liberado de Esquilo, indiferente a la mezquina disposición judicial. Una multitud heterogénea de nobles venidos a menos, profesionales algo esnobs, poetas y artistas de mayor o menor veleidad frecuentaban las reuniones de los Wilde, haciendo honor tanto a la conversación como a la mesa. Las charlas, alegradas por abundantes cantidades de cerveza y de brandy, se prolongaban hasta avanzada la noche. Después de sus embarazos, Jane había perdido un poco de su exuberante belleza y sufría una languidez crónica. Utilizaba entonces el maquillaje para devolver a sus pálidas mejillas un toque de color. Tendida sobre el sofá, se envolvía en velos y encajes, en una atmósfera lánguida que ella creaba iluminando el salón con velas y lámparas rosas. Comprometida por completo en los quehaceres mundanos, ya indolente por naturaleza y más bien carente de sentido práctico, Jane tendía a descuidar la marcha de la casa, incluyendo la educación moral de sus hijos. Así, al clima de estímulos intelectuales de la residencia Wilde no correspondía un clima igualmente sano en los planos ético y religioso. Si sir William no ofrecía a sus hijos un modelo de vida ejemplar, la falta de prejuicios intelectuales y sexuales de Jane no funcionaba ciertamente como correctivo. Si alguien tenía el
mal gusto de contarle las escapadas de su esposo, decía con un altivo encogimiento de hombros: «Estoy por encima de los miasmas de los lugares comunes.» Oscar nació con dos años de diferencia respecto a su hermano mayor Willie. Parece ser que la madre, que esperaba ardientemente una niña, se desilusionó un poco. Lo que no le impidió, en homenaje al rey de Suecia, que había aceptado ser el padrino, imponerle al recién nacido un nombre decididamente marcial, rico en resonancias reales y en sugerencias románticas: Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde. En una carta a una amiga poco después del dichoso evento, Jane escribía complacida: «El niño tiene un mes, pero está tan hermoso y fuerte como si tuviera tres. Se llama Oscar Fingal. ¿No es un nombre grandioso, brumoso, osiánico?» En su primera fotografía, un daguerrotipo, Oscar no aparece demasiado «grandioso»: vestido como una mujercita, engalanado con trenzados y encajes, tiene más bien el aspecto de una muñeca regordeta y triste. Quizá Jane proyectaba sobre su segundo hijo algo de su propia exuberancia femenina, para consolarse por la niña que no había tenido, y para sobreponerse al hecho de que el primogénito hubiera heredado la complexión de su padre. Más tarde, Oscar dirá: «Todas las hijas terminan por parecerse a sus madres. Esta es su tragedia. Los hijos en cambio, no lo logran y ésa es la suya.» Sin pretender hipotetizar sobre los complejos edípicos del niño Oscar, no debemos excluir que Jane ejerciera en su segundo retoño en los años decisivos de la infancia, una influencia negativa. Desde su más tierna edad, Oscar respiró la atmósfera excéntrica del salón de Merrion Square, saturada, por decirlo como Henry James, de «perfumes intelectuales, suaves y un poco desmayados», donde Jane dominaba en el papel de «leona» literaria. Marcel Proust, cuando era niño, no podía dormirse si antes su madre no se reunía con él en el cuarto para darle el beso de las buenas noches. Oscar no lo necesitaba, porque el matrimonio Wilde acostumbraba tener a los pequeños levantados después de cenar durante sus reuniones amistosas, que se prolongaban hasta altas horas de la noche. Estas tertulias fueron la verdadera primera escuela del joven Oscar y contribuyeron a estimularle precozmente la sensibilidad y la inteligencia. Además, Jane no se cansaba de ocupar el tiempo libre de su hijo, declamándole pasajes de las tragedias griegas y amplios fragmentos de poesía moderna. Y hasta qué punto su madre exasperó su sentido estético, inculcándole una casi morbosa pasión por la literatuta, en detrimento de los juegos y ejercicios físicos comunes a los muchachos de su edad, queda demostrado por la punzante observación que Oscar hará en cuanto comience a frecuentar una escuela pública: «El fútbol será un deporte adecuado para las muchachas robustas, pero no es en absoluto indicado para los muchachos sensibles y delicados.» A los nueve años, Oscar dejó el ambiente familiar para ingresar, junto con su hermano Willie, en el colegio de niños de Portora, en Enniskillen. Una de las razones de su precoz inicio de clases fue un grave escándalo que había golpeado a su padre, por una de sus tantas relaciones extranconyugales. Como de Portora Oscar pasará luego al Trinity College y de allí a Oxford, desde ese momento sólo tendrá esporádicos contactos con su familia. Será así un «colegial» hasta los veinticinco años y, al menos en el aspecto sentimental, lo seguirá siendo durante toda su vida. Con el pasar de los años, para bien o para mal, permanecerá en cierta forma como un «eterno niño», con toda la alegría, la espontaneidad y la caprichosa fantasía de esa edad, pero también con su relativa incapacidad para madurar, por lo menos en el plano afectivo. Si bien era de robusta constitución, Oscar no demostró en Portora inclinación alguna por los ejercicios físicos violentos, típicamente masculinos, como el fútbol y el boxeo. Su temperamento casi ermitaño lo llevaba a preferir en todo caso los deportes que, como la natación, la navegación a vela o las largas caminatas por la playa, lo ponían en o contacto con la naturaleza. Sus distracciones favoritas eran la recolección de conchas en la playa y los largos ratos que pasaba mirando el movimiento alterno de las olas del mar. Con semejantes tendencias, resulta comprensible que no fuese demasiado popular entre sus compañeros. Quizá ya entonces, al igual que el Tonio Kröger de Thomas Mann, Oscar sintiera la sutil «diferencia» del artista, la exaltante y angustiosa conciencia de que algo lo separaba del común destino de los otros. En aquella época era más bien torpe de movimientos y descuidado en el vestir, y no se preocupaba de ganarse la admiración del prójimo. Tímido y aislado de sus coetáneos, proyectaba su afectividad algo frustrada en sus compañeros más pequeños, para quienes adoraba tocar el piano o recitar historias de su invención. Los muchachos se encariñaban con él. Uno de ellos, antes de tomar el tren para irse de vacaciones, se echó a llorar sin motivo y, con un gesto súbito, lo besó.
Ya desde sus años en Portora, Oscar se embebió en el estudio con una responsabilidad grande y casi desesperada. Obedecía así al impulso de su fuerte ambición, pero también a la necesidad de compensar las carencias afectivas debidas al prematuro alejamiento de su familia. Con el tiempo, la concentración mental acentuó la descompensación entre racionalidad consciente y emotividad. En Portora reveló una neta inclinación hacia las letras, y una verdadera alergia por las matemáticas y las ciencias exactas. Leía muchas novelas, sobre todo francesas, entre las que prefería las de Stendhal y Balzac. Entre las inglesas, antes que la narrativa de trasfondo social y humanitario de Dickens, le gustaban las político-mundanas, de tono aristocrático y esnob, de Benjamin Disraeli, el gran estadista conservador que sentó las bases de la política imperialista en la era victoriana. También apreciaba muchísimo a los poetas, especialmente a los románticos, y entre ellos al más sensual y estetizante: John Keats. La pasión por la literatura se vio luego intensificada por la exigencia de hallar una compensación para la serie de desventuras que bien pronto comenzaron a abatirse sobre su familia. En 1862, cuando Oscar tenía ocho años, su padre se vio envuelto en una acusación de agresión sexual contra una muchacha de diecinueve años, Moll Travers, hija de un profesor de la Universidad de Dublín. El escándalo desembocó en un sonado proceso que se prolongó durante más de dos años. Parece ser que Moll Travers tenía una ligera vena de locura. La relación se había iniciado en 1854, cuando la muchacha se había dirigido a sir William por un problema de los ojos. El doctor, como era su costumbre, no se había limitado a las atenciones profesionales. En el proceso, Moll Travers afirmó haber sufrido vejaciones. No obstante, no da la impresión de que la muchacha haya estado demasiado disgustada, ya que siguió frecuentando durante años el estudio de sir William. Es de suponer que, además de los cuidados oculares, aceptara de buen grado también las atenciones amorosas. Fue el doctor quien puso fin a la relación, quizá cansado de las exorbitantes pretensiones de la joven. Esta no aceptaba que la liquidaran a tan bajo precio. Exigía que sir William la eligiera como la mujer de su vida. El buen doctor optó por las tretas; intentó incluso enviarla a Australia, prometiéndole una «nueva vida». Pero finalmente tuvo que darle un brusco adiós. La Travers amenazó con vengarse pregonándolo todo ante la señora Wilde, pero sir William no se alteró. Jane, en efecto, no se dignó siquiera contestar la carta acusadora. El motivo era simple: «No interfiero nunca en la vida profesional de mi marido», declaró con tono despreciativo. Enconada, la Travers inundó Dublín de cartas anónimas en las que denunciaba el adulterio cometido por sir William y ella misma. La maniobra obtuvo escaso efecto, ya que el doctor Wilde, en Dublín, nunca había sido considerado un santo. Nadie daba importancia al hecho de que el ilustre clínico, que entre otras cosas se había pronunciado en defensa de la prostitución, se concediera alguna escapada extraconyugal. Pero las cosas cambiaron en ocasión de una conferencia que sir William dictó en el Metropolitan Hall. La Travers había pagado a un distribuidor de periódicos que repartió en la sala, entre los oyentes, un panfleto con una denuncia precisa: sir William Wilde se había aprovechado de ella, inmaculada muchacha de buena familia, tras haberla anestesiado con cloroformo. Para sustraerse a las voces del escándalo, Jane había viajado con sus hijos a la localidad balnearia de Blair. La persecución de la Travers llegó también hasta aquel refugio. Sin respeto alguno por la inocencia de los niños, hizo circular bajo las ventanas mismas de la casa Wilde su panfleto de denuncia. Lady Jane perdió entonces la paciencia: escribió al padre de la muchacha, expresando incautos juicios sobre la moralidad de su hija e intimándolo para que impidiera a ésta la prosecución de la campaña denigratoria. Moll Travers llevó inmediatamente a Jane Wilde a los tribunales por difamación. La tortuosa acción penal que siguió cambió pronto de imputado y de imputación, sometiendo a sir William a la acusación de estupro en perjuicio de Moll Travers. Iniciado el 12 de diciembre de 1864, el proceso concluyó dos años después con una sentencia irónica y ambigua. Los jueces reconocieron a sir William culpable de seducción, pero se limitaron a condenarle al pago de una suma simbólica de un farthing (un cuarto de un penique antiguo) como resarcimiento por la pérdida de la virtud de la Travers. El veredicto, que valoraba a tan bajo precio la virginidad de la muchacha, daba por descontado su consentimiento, demostrado por el largo período de concubinato que había seguido al hecho. Las consecuencias de la condena, si bien sólo formales, fueron sin embargo desastrosas. El doctor Wilde fue obligado a pagar las costas procesales, que sumaban más de 2.000 libras esterlinas. Pero más todavía que el quebranto económico, pesó sobre sir William el descrédito de un proceso prolongado por tanto tiempo y acerca del cual los periódicos habían inventado relatos salaces y picantes.
El padre de Oscar sobrevivió al trauma, pero no se recuperó de él. Sumido en un estado de grave depresión, perdió el interés por el trabajo y se quedó sin gran parte de su clientela. Al año siguiente, para agravar su estado, su adorada hija Isola, de ocho años, murió de escarlatina. Oscar tenía entonces trece años. Que era muy afecto a su hermana lo demuestra el poema que escribió más tarde para recordar su desaparición: Toda su cabellera de oro luminoso ahora está cubierta de herrumbre. Ella, que era joven y bella, reducida a polvo. Poco después, en 1868, sobrevino otro luctuoso accidente: dos hijas naturales de sir William perecieron de manera más bien misteriosa en un incendio desatado durante un baile. Se habló de una especie de maldición que la Travers le había lanzado. Maldición o no, a continuación de esta serie de reveses y de lutos, sir William confió el hospital a su hijo ilegítimo Henry Wilson y se retiró a la campiña. En su propiedad de Moytura, en el lago Corrib, buscó el olvido en el alcohol y murió el 19 de abril de 1876, a la edad de sesenta años. Hay siniestras analogías entre el proceso de sir William y el que su hijo Oscar padecerá a su vez más adelante; la naturaleza turbia de lo contencioso, el carácter doloso de una imputación que se retuerce en perjuicio del querellante, las desastrosas consecuencias del escándalo. Pero, más allá de coincidencias más o menos aleatorias, queda el efecto traumático de estas experiencias familiares en el jovencísimo Oscar. A pesar de hallarse lejos de casa, en el colegio, acusó las repercusiones psicológicas. A diferencia de su hermano Willie, que no tendrá inconveniente en seguir las huellas paternas (se dice que en ocasiones, cuando sir William estaba todavía vivo, padre e hijo confundían la correspondencia de las respectivas amantes), Oscar desaprobaba el desenfrenado libertinaje de su progenitor. Y no puede excluirse que, justamente por reacción contra los excesos paternos, haya concebido desde la adolescencia una especie de rechazo por el establecimiento de vínculos de compromiso con las mujeres, por lo menos en el plano sexual. El silencio que en sus escritos, y también en su conversación, rodea siempre al recuerdo de su padre (dejando de lado la vaga alusión retórica que le dedicará en De profundis) traiciona una abolición de la imagen paterna, casi una muerte simbólica. Parece que las relaciones entre hijo y progenitor no iban más allá de un frío respeto convencional. La única carta que se conserva, escrita por Oscar a su padre el 15 de junio de 1876 desde Florencia, durante su primer viaje a Italia, se limita a una descripción turística, sin el mínimo acento de afecto. A los veintidós años, es decir, en su segundo año en Oxford, recibirá con indiferencia la noticia de la muerte de su padre. En un pobre comentario suyo al respecto, la única emoción que se trasluce es el temor de tener que regresar a Irlanda: «No tengo suficiente fe en la Providencia como para creer que todo sea para mejor. Sé que no es así. Tengo un miedo tremendo de volver a nuestra vieja casa, tan llena de recuerdos...» El precoz alejamiento de su padre favoreció en él la búsqueda de un modelo más aceptable de figura masculina, que Oscar proyectó en sus profesores y más adelante en personajes más notorios de la escena mundana. En octubre de 1871, a los diecisiete años, había ingresado con una beca en el Trinity College de Dublín, en aquel entonces la más importante universidad irlandesa. Se distinguió de inmediato; superó los exámenes anuales con las calificaciones más altas y obtuvo un aluvión de premios y de medallas. En Trinity, halló un eficaz sustituto de la imagen paterna en la persona de su preceptor, el reverendo John Pentland Mahaffy, un culto y brillante pastor anglicano de unos treinta años, que enseñaba historia antigua. Mahaffy repartía su existencia entre dos grandes pasiones paralelas: la antigüedad clásica y la aristocracia. Miró pronto con buenos ojos a Oscar por su excepcional inteligencia y por su amor a los clásicos y le transmitió un entrañable culto a la nobleza anglosajona, que, a sus ojos, representaba casi una nueva encarnación de las deidades de la Hélade. Mahaffy lo apreciaba también por su espíritu cáustico y mordaz. El influjo del maestro-amigo fue muy importante no sólo para la formación intelectual y emotiva del futuro escritor, sino también para su educación como hombre de mundo, porque Oscar aprendió de Mahaffy los secretos del arte de la conversación. El
distinguido pastor se servía de una técnica casi teatral, basada no sólo en el gusto por la polémica, sino asimismo en el tono de la voz y en el juego de pausas para impresionar a su interlocutor. Y justamente gracias a estas dotes suyas se le habían abierto las puertas de la alta sociedad. El esnobismo mundano, entendido como admiración por los representantes del Almanaque de Gotha y como propósito firme de seguir los rasgos, la forma de vestir, los gustos y las maneras de éstos, se transformará para Oscar en un componente fundamental de su personalidad. Oscar se destacó en las disciplinas humanísticas, tanto que mereció la medalla de oro de Berkeley de estudios clásicos. Su tesis sobre los Fragmentos de poetas cómicos griegos de Meinike demostró, según afirmación del propio Mahaffy, que había superado al maestro en el conocimiento del mundo griego. La civilización helénica, tomada como modelo global de vida aceptado sin censuras morales, había de dejar una huella indeleble en la entera existencia de Wilde. Fue, en efecto, quizás en Trinity donde Oscar, de manera más o menos inconsciente, comenzó a elaborar su visión no demasiado idealizada del «amor griego» como parte integrante de su hedonismo de tipo pagano. Se volvió un scholar, es decir, un estudioso de antiguos manuscritos e infolios, un filólogo y un paleógrafo y especialista en historia antigua; pero al mismo tiempo, y sobre todo, un wit de primera clase, o sea, un ingenio capaz de asombrar y fascinar con una esgrima verbal efervescente y paradójica. Se resarcía de sus carencias atléticas vistiendo con inobjetable distinción y hablando de modo excepcionalmente elegante. Poco a poco aprendió, siguiendo el ejemplo de Mahaffy, a administrar su «diferencia» transformándola de desventaja en arma de afirmación social. Escribia poesías, daba discursos brillantes, afectaba poses de esteta y empezaba a ejercer un cierto ascendiente sobre los demás, justamente en virtud de lo que lo diferenciaba de ellos. Un compañero de Trinity, Horace Wilkins, lo describe como un sujeto decididamente distinto, aparentemente sin gracia en los movimientos, poco sociable pero de espíritu bondadoso. 2. Las sirenas de Oxford Oscar ingresó en Oxford el 17 de octubre de 1874 con una beca de 95 libras esterlinas para el Magdalen College. Había cumplido veinte años. Oxford le ofrecía la oportunidad de integrarse en el corazón de la alta sociedad inglesa, dado que no era sólo un gran centro de estudios, sino también el semillero de la clase dirigente. Oscar dejó Irlanda sin lamentos, porque ni Portora ni Trinity le podían ofrecer un gran futuro. «Los dos grandes vuelcos de mi vida -dirá más tarde con una pizca de ironía- fueron cuando mi padre me mandó a Oxford y cuando la sociedad me arrojó a la prisión.» La antigua ciudadela del saber, con sus edificios de estilo gótico, los muros cubiertos de vides, las ojivas de las ventanas que daban a los verdes prados a la inglesa y los sauces seculares que se reflejaban en las aguas del río Cherwell, era entonces una especie de nueva Atenas trasplantada al Norte. Conservaba toda la fascinación romántica de la «verde Inglaterra», pero estaba lo bastante cerca de Londres como para recibir los modernos influjos culturales. Al referirse a Oxford, Wilde escribirá: «Algo de belleza ha quedado en derredor, y poco importa la estupidez de maestros y profesores, cuando se puede pasear por los grises claustros de Magdalen y escuchar a alguna voz aflautada cantando en la capilla de Waynfleete, o permanecer tendido sobre el verde prado, entre las extrañas coronas imperiales jaspeadas como serpientes, y mirar el ardiente sol de mediodía que sonríe entre el oro de las banderolas de la torre, o vagar por las escalinatas de Christ Church, bajo los abanicos de sombra de las ojivas.» La austera atmósfera de antigua abadía medieval, inmersa en un idílico paisaje campestre, favorable para la meditación y el estudio, estaba atemperada por el tono brillante y un poco frívolo de una vida estudiantil que alternaba el aprendizaje académico con los deportes y la visita a los clubes exclusivos. Los estudiantes de Oxford estaban destinados por nacimiento o por nombramiento a ocupar los más altos cargos en el Parlamento, en el Foro, en la City o en la administración estatal. Además de los prestigiosos catedráticos, cada oxoniense tenía en su programa de estudios un o preceptor personal que lo orientaba. En este ambiente elitista, una jeneusse dorée protegida por los privilegios del rango y del dinero se preparaba para los futuros deberes directivos siguiendo una disciplina educativa que no se ocupaba sólo de impartir nociones de elevada cultura, sino también de inculcar seguridad en uno mismo y desenvoltura. El acceso a los clubes más aristócráticos, como el Bullington, estaba reservado a los que poseían un título nobiliario o provenían de una familia muy acomodada. Se podía hacer una excepción de tanto en tanto para el que sobresalía en las competiciones atléticas o se distinguía por un particular don de oratoria.
Oscar no tuvo dificultades en adecuarse al ambiente: lo halló incluso tan adecuado, que terminó por imponerse él mismo como un modelo de estilo. Oxford lo reveló ante sí mismo, le otorgó la conciencia de su propio valor y los instrumentos para su futuro éxito. Se concentró en el estudio, y superó con máxima calificación el primer examen sobre los clásicos (llamado Mods) en julio de 1876. Este brillante logro fue coronado dos años después por la consecución del segundo diploma de cultura moderna (llamado Greats), una vez más con sobresaliente. Pero en su inquieta experiencia intelectual, Oscar no se limitó a seguir al pie de la letra los programas académicos. Bajo el estímulo de un ambiente intelectual libre y rico en fermentos, su mente se abrió a las más dispares novedades culturales de la época. Sus intereses juveniles lo llevaron de un lado a otro; se adhirió a las teorías conservadoras de Disraeli y a las ideas liberales de Gladstone y sostuvo con idéntico entusiasmo el culto a los héroes de Carlyle y las doctrinas anarquistas y libertarias de Bakunin; no por casualidad su primera obra teatral se inspirará justamente en los nihilistas rusos. Se inscribió en la masonería, como miembro del rito escocés, y simpatizó con el naciente socialismo fabiano, fue admirador de Cromwell y de sus «puritanos de ojos severos» y experimentó un deslumbramiento bastante prolongado por la Iglesia católica. Pero finalmente, en sintonía con el espíritu fin-de siècle, descubrió que era sobre todo un decadente y un esteta. Por esta vía contribuyeron a dirigirlo los dos maestros de mayor prestigio de Oxford, John Ruskin y Walter Pater, que habían llevado hasta las últimas consecuencias los estímulos del movimiento prerrafaelista. Era una corriente artística ambigua, a medio camino entre un erotismo refinado, ligeramente perverso, y un espiritualismo arcaico, suntuoso y fúnebre. Si Swinburne, que encabezaba la denominada «escuela carnal» de poesía, se complacía en lujuriosas visiones neopaganas, David Gabriel Rossetti, en sus cuadros y escritos, se remontaba a un misticismo medieval desencarnado y etéreo, no carente de morbosos trasfondos sexuales. Del movimiento prerrafaelista, Ruskin había dado a Oxford la versión más austera, en términos de un nuevo evangelio estético-social que conciliaba el ascetismo cristiano con la emancipación de las clases trabajadoras. Oscar compartió por completo el exceso de espiritualismo de Ruskin, no tanto por la utopía de la liberación del proletariado, que mal le cuadraba a sus gustos aristocráticos, sino por la revalorización del arte como bien inseparable de los más altos ideales sociales y religiosos, contraponiéndolo al mezquino utilitarismo de la civilización industrial. Pero todavía más que por el espiritualismo de Ruskin, quedó fascinado por el hedonismo neopagano de Pater, que se demoraba en la degustación de sensaciones en las que la pasión se decantaba en éxtasis místico y adormecimiento pudoroso del espíritu. Para Oscar, en cambio, la recuperación del hedonismo pagano se perfilará, poco a poco, como el anhelo ideal de una búsqueda de placeres prohibidos y el abandono a las voluptuosidades de la carne. Pater, en el período en que Oscar se encontraba en Oxford, estaba en la cumbre de la creatividad y de la fama. En 1873 había publicado los Estudios sobre historia del Renacimiento; en 1883 seguirá la novela Mario el Epicúreo. Oscar no sólo leyó con avidez sus escritos, sino que se convirtió en el difusor de su desconcertante mensaje de vida. «Quiero comer del fruto de todos los árboles del mundo», dijo una vez, anticipando los versos de D'Annunzio: «Morder los frutos terrestres / con sólidos dientes voraces...» Y a propósito de los ensayos de Pater acerca del Renacimiento, comentará: «Fue mi libro de oro del espíritu y de los sentidos, la sagrada escritura de la belleza, y lo es hasta ahora... No viajo nunca sin él. Pero es la verdadera flor de la decadencia: las últimas trompetas del Juicio deberían haber sonado cuando fue escrito.» La muerte de su padre, en la primavera de 1876, dejó a Oscar una herencia más bien magra -el usufructo de una casita con un pedazo de tierra sin valor en Moytura- y lo colocó ante la necesidad de abrirse camino por sus propios medios. Sir William había dejado a su esposa sólo 7.000 libras esterlinas y a los hijos, el equivalente de unas 2.000. No pudiendo permitirse el tren de vida de un baronet, casi como represalia pensó, en su extravagancia, en aparentar castillos en el aire. Estaba convencido desde entonces de que «parecer» equivale a menudo a «ser», y es incluso más importante. Se propuso así, con una frase que mereció la severa reprimenda del capellán de Oxford, «vivir a la altura de sus porcelanas azules de China». Y ya en el pequeño microcosmos de Oxford comenzó a hacer del exhibicionismo su arma preferida de ascenso social. Empresa nada fácil, con una renta de 200 libras esterlinas al año entre beca y legado paterno. Pero, a falta de grandes medios financieros, Oscar descubrió que podía siempre deslumbrar, asombrar y atraer el interés hacia él con afirmaciones paradójicas y con poses desconcertantes. No podía sobresalir en los deportes,
aun cuando intentó por algún tiempo practicar la equitación para darse un cierto tono. Y en cuanto al remo, prefería asistir a las competiciones, tendido sobre la hierba admirando a los jóvenes atletas que remaban con el torso desnudo por el Cherwell. Mas sabía que podría vencerles a todos con el esplendor de la conversación: su voz cálida y musical suscitaba una fascinación irresistibte entre sus compañeros. A ello sumaba el despliegue de elegancia que para Oscar consistía en vestir a la moda, pero con un toque de extravagancia personal. Se hacía cortar los trajes a medida y vestía camisas de seda bordadas. Llevaba ambos a cuadros, tipo príncipe de Gales, a la moda de la época, pero lucía a menudo vistosas corbatas que dejaba caer flojas sobre el cuello abierto a la Byron. En las grandes ocasiones, elegía chaquetas largas de doble pechera estilo financiero. Escribe G. T Atkinson: «Wilde era una personalidad desde los tiempos de Oxford. Tenía el cabello demasiado largo, a veces con la raya al medio, a veces a un lado, y se lo apartaba del rostro con el mismo gesto que usan los hippies hoy en día. Su cara carecía de color, era lunar, con los ojos profundos y los labios finos. Mostraba una perpetua sonrisa algo afectada y reía de un modo convulso.» En el Magdalen College, Oscar tenía un delicioso apartamento de dos habitaciones con vista al río. Lo había amoblado, muy por encima de sus posibilidades, con piezas de anticuario, estatuillas griegas de Tanagra y porcelanas de Sèvres. Y, esparcidas aquí y allá, grandes copas de cristal llenas de flores. Allí recibía a sus amigos, entre grandes garrafas de ponche y bandejas repletas de puros y cigarrillos. Respetaba mucho las formalidades. Se presentaba en traje de noche y ordenaba al criado que descorchara el champán antes de servirlo en la sala, cuidando de entrar en pantuflas para no hacer ruido. En estas veladas, Wilde comenzó a revelar su talento en la conversación, alternando la discusión seria con las teorías más estrambóticas y las guerras de ingenio. «¡Cuán brillante y radiante era! iCuán gracioso y cautivador! -afirma uno de sus amigos más íntimos de entonces, William Ward-. ¡Cómo variaban sus estados de ánimo y cómo se divertía con su propia variación de humores y de ideas! Reconocía que obraba dominado por el capricho del momento. Se podía vislumbrar desde aquella época, interpretando su carácter a la luz de su vida posterior, el inicio de esas tendencias que habrían de llevarlo a la destrucción. Estaba el amor por la pose, el deseo de autoafirmación, la egolatría; pero estas características parecían, más que verdaderos defectos, simple excentricidad, y su capacidad de autocriticarse o de reírse a sus propias espaldas las volvía más que aceptables. Estábamos todos un poco deslumbrados por su franqueza y sorprendidos por el insólito punto de vista con que veía las cosas... El carácter típicamente inglés de Oxford como college masculino cerrado, donde los jóvenes cohabitaban lejos de las propias familias y en estrecho contacto entre sí en las aulas universitarias, en las asociaciones deportivas y en los clubes políticos y recreativos, favorecía una camaradería no carente en ocasiones de visos sentimentales. Los amigos más íntimos de Oscar en los primeros años de Oxford eran cuatro: William W. Ward, apodado Bouncer (Fanfarrón), que se dedicaría luego al ejercicio de la abogacía en Bristol; Richard Reginald Harding, Kitten (Gatita), que se convertiría en agente de bolsa; Charles M. Tindall, de sobrenombre Julia, también él futuro abogado, y David Hunter Blair llamado Dunskie (Negrita), que, en cambio, a su debido tiempo renunciaría al título de baronet para ingresar como prior en la abadía benedictina de Fort August, en Escocia. Los graciosos apodos femeninos, que Oscar utiliza en las cartas que intercambia con ellos durante las vacaciones, hacen pensar en un calor emotivo que rayaba en el amor. Los cuatro amigos solían obsequiarse a menudo flores, anillos y poernas, y pasaban juntos también los períodos de vacaciones, invitándose a sus respectivas casas. Quizá no se trataba de verdaderos «pecados escarlatas», como los que Oscar cometerá más adelante, sino sólo de pecadillos teñidos de rosa. Dos miembros del grupo, Ward y Blair, habían pensado en una manera de resolver sus inquietudes sentimentales convirtiéndose a la Iglesia católica, y con el entusiasmo de los neófitos trataron de arrastrar también a Oscar. Que él también estaba angustiado por problemas de naturaleza sexual lo testimonian sus poemas de esa época, en los que la nota erótica se repite con insistencia, en un alternarse de lánguidas efusiones y severos propósitos de pureza e integridad. Además de la exigencia de anclar su vida a un credo religioso fundado en firmes principios morales, su atracción por la Iglesia católica nacía de motivos estéticos. La magnificencia del ceremonial litúrgico, el esplendor del ritual y del patrimonio iconográfico, el estrecho lazo con la pintura, la música y las artes en general que caracterizaban al catolicismo, en comparación con la sobriedad del culto protestante, eran entonces en Inglaterra otros tantos motivos de fascinación para las «almas bellas» anhelantes de un firme
punto de referencia para su espiritualismo vago y suave que la Iglesia anglicana abandonaba demasiado al arbitrio de la conciencia individual. Blair pensó en cultivar la atracción de Wilde por la Iglesia católica organizando un viaje a Roma, en la primavera de 1876, que preveía hasta una audiencia especial con el Papa. Pero Oscar no tenía en su poder la suma necesaria. Blair, que debía dirigirse a Mentone para reunirse con su familia, prometió que vendría en su ayuda si lograba ganar en el casino. Pocos días más tarde Oscar recibió un giro telegráfico de 60 libras esterlinas acompañado por el triunfante comentario: «Gané en los juegos. El Vaticano nos espera. Te abraza: Hunter.» En Italia, tras haber visitado las ciudades del Norte -Milán, Verona, Venecia, Florencia-, Oscar llegó a Roma, donde lo esperaba Blair. Acompañado por su amigo, muy embebido de los ambientes vaticanos, fue recibido personalmente por Pío IX, que, al impartirle la bendición, le acarició la cabeza con las manos temblorosas, expresando la esperanza de que pronto siguiera a su compañero a la ciudad de Dios. Para Oscar constituyó una emoción más estética que religiosa. En lugar de arrodillarse en oración en San Pedro, corrió al hotel para escribir una poesía sobre las impresiones recibidas durante la visita al Vaticano. Luego fue al Cementerio de los Ingleses para llorar sobre la tumba de Keats. Y escribió otra poesía. No obstante, regresó a Oxford no sólo deslumbrado por los tesoros históricos y artísticos de las ciudades italianas, sino animado asimismo por accesos de entusiasmo «papista», que lo llevaron a expresar su lamento por el fin del poder temporal. Exteriorizó sus sentimientos antipuritanos en una serie de poesías que salieron en las revistas católicas de Dublín, con lo cual perdió muchas simpatías en los ambientes angloprotestantes. Pasó en Grecia, en compañía de su antiguo preceptor Mahaffy, las vacaciones de Semana Santa de 1877. El viaje supuso un vuelco completo en su evolución psicológica, espiritual e intelectual. Zarparon de Brindisi y, pasando por Zante, desembarcaron en Olimpia. Desde allí recorrieron a lo ancho y a lo largo, a lomo de mula, las calles del interior. Para Oscar fue como descubrir el país del alma: un mundo poblado de efebos, atletas, faunos y sátiros vestidos de dioses. Quedó tan fascinado por la Hélade que permaneció más allá del tiempo establecido. A su regreso a Oxford fue castigado por su tardanza: una multa de 45 libras esterlinas, suma igual a la mitad de su beca. Además lo suspendieron hasta el final del trimestre. Blair notó en él un profundo cambio. Abandonada toda idea de convertirse al catolicismo, Oscar se había vuelto un ferviente «clasicista». Su esteticismo, ya independizado de cualquier credo religioso, se orientaba cada vez más hacia el culto de la belleza pura, teñida de un erotismo sin prejuicios. Su comportamiento, como su manera de vestir, se hacía cada vez más extravagante. «Sentir es mejor que conocer», declara en una poesía de aquellos días. Al gran degustador de sensaciones no le quedaba ya más que la refinada búsqueda del placer. Dios no había logrado atraerlo hacia sí. El diablo aprovechó eso para arrastrarlo a su lado: se le presentó en la figura de lord Roland Gower, duque de Sutherland. De gustos insólitos y excéntricos, de unos treinta años, lord Roland tenía enormes riquezas y conocidos muy poderosos. «Es un muchacho alegre y simpático, y tiene un hermoso cabello -dijo el duque en cuanto conoció a Oscar-; lástima que tenga la cabeza llena de tonterías sobre la Iglesia de Roma y cuelgue en la pared retratos del Papa y del cardenal Manning.» A lord Roland no le llevó demasiado tiempo borrar las fantasías místicas de la mente de Oscar. Con sus insinuantes maneras de gran señor, le hizo bajar del cielo para introducirlo en los dorados reinos de la Tierra. El duque había estudiado en Oxford y regresaba de cuando en cuando para cultivar relaciones y recuerdos. Lo acompañaba su joven amante, el pintor Frank Miles, que había salido hacía poco de esa misma alma máter. El duque no tardó en hacer de Wilde su favorito; le presentaba en los salones aristocráticos de Londres y en los locales de moda. El encuentro con lord Roland fue terminante para Oscar, sea por la orientación de sus elecciones sexuales, sea por la dirección general de su vida. No es casual que sus primeros éxitos mundanos florecieran a la sombra de su relación con un aristócrata. El 19 de julio de 1879, aprobó los últimos exámenes en Oxford con las más altas calificaciones. El 20 de noviembre se le otorgó el diploma con el título de Bachelor of Arts. El 10 de junio había ganado, con el poemita Ravenna, el prestigioso premio de poesía Newdigate, reservado para los estudiantes de Oxford y que en el pasado había sido adjudicado a ilustres escritores como John Ruskin y Mathew Arnold. El premio le fue entregado solemnemente en presencia de las más altas autoridades académicas en el Sheldonian Theatre de Oxford, donde había recitado sus versos entre los aplausos del público.
Lord Roland acudía al salón de la reina Victoria, de la cual su madre era camarera de honor. Pero parece que también era un asiduo visitante de los cuarteles, donde reclutaba guardias y marineros dispuestos a satisfacer sus gustos particulares. Se murmuraba acerca de los bailes licenciosos que organizaba, junto a Frank Miles, en su fabulosa villa de Windsor. Se decía además que las frecuentes visitas del joven duque a las casas solariegas de la campiña inglesa no tenían como única finalidad el descubrimiento de curiosidades arqueológicas o la recopilación de historias de espectros, sino también la búsqueda de más excitantes divertimentos. Refinado y elegante, experto en arte y en antigüedades (su palacio de Londres constituía un pequeño museo), lord Roland era todavía más experto en el arte de gozar la vida en toda su gama de placeres, desde los más delicados hasta los más turbios. No dejó de suscitar la admiración de Oscar. Si el profesor Walter Pater había sido el maestro intelectual de Wilde en Oxford, lord Roland se convirtió en su mentor en la vida, es más, en un inigualable modelo al cual imitar. Había sido Frank Miles, en junio de 1878, quien los había puesto en contacto. Dos años mayor que Oscar, Miles era hijo de un pastor anglicano y de una pintora aficionada. Crecido en una atmósfera enrarecida y un poco morbosa, saturada de misticismo prerrafaelista, había demostrado su precoz talento decorando la iglesia local con ángeles lánguidos que semejaban melindrosos geniecillos. Gracias al apoyo de lord Roland, que lo había acogido bajo sus augustas alas, había logrado cierta fama con sus vaporosos pasteles de damas de la aristocracia y de actrices famosas. Su popularidad se debía no sólo a su excelencia como retratista, sino también a los consejos que sabía dar como experto en modas y perfumes. El encuentro con lord Roland contribuyó a liberar a Wilde de las inhibiciones y de los escrúpulos que le impedían llevar a la práctica su audaz concepción del placer; lo llevó asimismo a considerar su «diferencia», no ya como una culpa o un defecto, sino como una señal de excéntrica extravagancia que debía ser cultivada con la especial inmunidad concedida por el talento y la superioridad del título y del dinero. Si lord Roland representó para Oscar el brillante arquetipo del aristócrata que se halla por encima de las reglas de la moral común, Miles encarnó el prototipo del artista, que por derecho del ingenio podía compartir impunemente con aquél las experiencias. Con Miles, al que lo acercaban sus comunes orígenes burgueses, Oscar mantuvo una «amistad amorosa», basada esencialmente en la afinidad de tendencias y no exenta de un cierto cálculo. La asociación estaba destinada a traducirse, por lo menos durante algún tiempo, en verdadera y propia convivencia bajo el mismo techo y encontró sus cimientos en el esnobismo mundano. En el verano de 1876, poco después del viaje a Italia, Oscar fue durante una semana huésped de Miles en la casa de Bingham. No se enamoró de ninguna de las hermanas de éste, pero mantuvo con el padre, que era amigo del cardenal Newman, doctas discusiones teológicas. Oscar invitó luego a Miles a su casa de campo de Moytura, en Irlanda, situada entre lagos y montañas. Los dos amigos se recrearon, entre otras cosas, con la navegación a vela y la pesca del salmón. La estadía queda testimoniada por la curiosa imagen de dos querubines desnudos, dedicados a pescar, en un fresco sobre las paredes de la casa de Lough Fee. Los asiduos encuentros con Miles y lord Roland tuvieron el efecto de alejar poco a poco a Oscar del grupo de los amigos de Oxford, que, acostumbrado a los ambientos aristocráticos y refinados de Londres, miraba ya con una cierta suficiencia. No rompió todavía los vínculos con el alma máter, ya que continuó recibiendo una beca hasta la primavera de 1880, a pesar de no asistir ya con regularidad a las clases. Pasó la mayor parte del verano y del otoño de 1879 en Irlanda, entre Moytura y Dublín. A finales de año se trasladó con Frank Miles, a un apartamento pequeño del centro de Londres, en el número 13 de Salisbury Street. Si bien participaba activamente, con el apoyo de lord Roland, en la vida mundana de la capital, en la primera mitad de 1880 iba y venía de Oxford a Londres, quizá porque no había renunciado aún al proyecto de la carrera académica. Durante una de estas visitas al alma máter, Oscar conoció a Ronald Rodd, un novato cuatro años menor que él. Rodd era un muchacho de aspecto atractivo, de carácter dulce, de maneras refinadas y levemente femeninas. Inclinado hacia la carrera diplomática, iba a abrirse camino en el Foreign Office; en 1908 lo nombrarían embajador en Italia. En aquella época se deleitaba escribiendo poemas no exentos de inspiración. Soñador y delicado, Wilde aparecía ante sus ojos como el poeta de éxito, ya introducido en los salones londinenses. Para Oscar no fue difícil conquistarlo. El «idilio» entre Oscar y Ronald prosiguió en el verano de 1880, durante un viaje por los castillos del Loira y París. Los dos amigos pernoctaban en los hoteles bajo un nombre falso. Una carta de Oscar, a pesar de
ciertas reticencias debidas a que estaba dirigida a un muchacho de doce años, hijo de su amigo el abogado George Lewis, deja entrever reflejos de felicidad en la fabulosa descripción del paisaje: «Me he divertido mucho en Francia y he viajado entre espléndidos viñedos a lo largo del curso del Loira, uno de los ríos más bellos del mundo, que desde el mar hasta su nacimiento hace de espejo para cientos de ciudades y para quinientas torres. He ido con un simpático amigo de Oxford y, como no deseábamos ser reconocidos, él viajaba con el nombre de sir Smith, y yo era lord Robinson. Luego fui a París y lo pasé muy bien... El uso de los nombres ficticios lleva a pensar que Rodd, por razones de familia o por un natural pudor, no quería dar demasiada notoriedad a su relación con Oscar. Esta susceptibilidad se manifestará en forma más acentuada luego, cuando Oscar, durante una gira de conferencias en Norteamérica, se toma la libertad de cambiar el título y la dedicatoria de un volumen de poemas de su amigo. El libro de Rodd había aparecido ya en Inglaterra con el título, más bien ingenuo, de La margarita. Gracias al interés de Wilde será publicado en los Estados Unidos, en las ediciones de J. M. Stoddard, con el más sofisticado nombre Hoja de rosa y hoja de manzana. Wilde le añadirá un amplio prefacio, pero se apropiará también de la dedicatoria original al padre de Rodd, transformándola en la siguiente: «A Oscar, hermano del corazón, estas pocas canciones y las muchas que vendrán.» Por candor o presunción, Wilde se creía en el derecho de tomarse esas libertades, tal vez pensando que su nombre había favorecido el éxito del libro. Rodd no agradeció la iniciativa y pidió que quitaran la dedicatoria, pues la juzgaba «demasiado confidencial». Oscar naturalmente, tomó ese gesto como una ofensa y, orgulloso, rompió la amistad. Su relación con Miles se prolongó otros tres años aproximadamente, sin aparentes resquebrajaduras, pero en cierto punto terminó. No se conocen con exactitud los verdaderos motivos del alejamiento, pues Wilde fue siempre más bien sibilino al respecto. Según la versión oficial, el padre de Frank Miles, puesto en conocimiento por las voces que ya circulaban acerca de las inclinaciones de Oscar, disuadió a su hijo de la idea de convivir con el excéntrico esteta y lo obligó a separarse. Pero la hipótesis parece bastante improbable. No hay motivo para creer que el padre de Miles, de pronto, hubiera de escandalizarse por las relaciones íntimas de su hijo, reales o supuestas, con Wilde después de haber aceptado sin abrir la boca que Frank fuera el protegido, y obviamente el amante, de lord Roland. Parece que la verdad es otra, y es que lord Roland, habiendo decidido casarse para acallar las voces que corrían acerca de sus costumbres, rompió las relaciones con Miles en nombre de la respetabilidad victoriana, y Oscar ya no halló interés en proseguir su estrecha amistad con el joven pintor. Interrumpida la larga asociación con Wilde y privado de la protección de lord Roland, Frank Miles desapareció de la escena mundana de Londres. Al poco tiempo, le sobrevino una grave enfermedad mental y fue internado en un hospital psiquiátrico. Murió cuatro años más tarde, en 1887. 3. A la conquista de Londres: esnob, dandi y payaso «Qué rápido se vuelve uno famoso aquí en Londres», le dijo en cierta ocasión Wilde a Miles cuando un desconocido, viéndolo por la calle en la zona de Picadilly, murmuró con desprecio ante las personas que lo acompañaban: «Allí está ese loco de remate de Oscar Wilde.» En efecto, en Londres, Wilde quemó etapas hacia una cierta notoriedad. El oscuro estudiantillo de provincias, falto de medios financieros y de títulos altisonantes, logró volverse, en menos de dos años, prácticamente sólo con sus propias fuerzas, un «personaje» de moda en la alta sociedad londinense, conocido en los salones más selectos. Se trataba de una fama precaria y efímera, que todavía no se correspondía con una posición social ni con una reputación artística y literaria. Su ambiguo éxito se fundaba en una curiosidad entre divertida y escandalizada, inspirada por el comportamiento extravagante, la excentricidad en el vestir, las respuestas paradójicas y desconcertantes, que no obstante no dejaban de causar perplejidad o irritación. Cuando se estableció en Londres a fines de 1879, su madre, Speranza, se había ya mudado desde hacía algunos meses con su hermano mayor, Willie, que había obtenido un puesto como cronista de la vida social de Fleet Street. Zanjadas las cuestiones hereditarias y vendida la casa de su propiedad en Merrion Square, lady Wilde, inmediatamente después de la muerte de su esposo, había destruido los puentes que la unían con la provinciana Dublín, con la intención de abrir un salón literario en la capital británica. Y a tal fin, siempre en vena de grandeza, se había alojado en Park Street, en la elegantísima zona de Mayfair, que junto con Belgravia constituía entonces uno de los lugares más prestigiosos de Londres. Sólo más adelante; constreñida a pretensiones más mesuradas por la escasez de dinero, se mudó al barrio de South
Kensington, más popular, al número 1 de Ovington Square, donde sin embargo no renunció a la ambicion de tener «casa abierta», por lo general para tertulias literarias, todos los sábados por la noche. Quizá lady Wilde al principio esperaba que también Oscar fuera a vivir con ella, tal vez con la idea de ayudarlo a realizar sus ambiciones de escritor. Pero éste tenía otros proyectos. Celoso de su propia independencia, descartó no sólo la idea de vivir junto a su madre, sino también la de adaptarse a la disciplina de un trabajo regular. Tras haber excluido la posibilidad de establecerse en Oxford con una cátedra universitaria, renunció también a la perspectiva de ingresar como redactor en un periódico y prefirió perseguir la gran quimera del éxito literario y mundano. «No es cierto -dirá después- que para abrirse camino haya que empezar desde abajo. Hay que salir desde lo más alto y permanecer allí.» Su situación económica era todo menos prometedora. La renta de la herencia paterna, aun sumada a la beca que por un año recibió de Oxford, era apenas suficiente para una vida modesta, del todo inadecuada a sus aspiraciones. Se puso en contacto con los editores de Londres para conseguir que le encomendaran sus traducciones de los clásicos, pero comprobó pronto que se trataba de un trabajo cansador y mal retribuido. Volvió entonces a sus colaboraciones anónimas en los periódicos, que comenzaron a rendir un poco y que por un tiempo fueron su única fuente de ganancias. No obstante, para equilibrar la balanza tuvo que recurrir de tanto en tanto a préstamos y a otros expedientes y se vio obligado a hipotecar incluso la propiedad de Moytura en Irlanda. El apartamento donde convivía con Miles hacía de salón, además de ser taller de pintura. Los tea parties que los dos amigos celebraban regularmente a las cuatro y media de la tarde eran frecuentados por aristocráticos excéntricos, artistas de moda, grandes señoras y célebres actrices. Allí era posible encontrar personajes curiosos, como lord Houghton, coleccionista de libros eróticos, de gustos ligeramente depravados; el joven poeta Roden Noel, hijo del conde de Gainsborough; el compositor lord Arthur Somerset y el pintor de vanguardia James Whistler, que entonces pasaba por ser el más original representante del impresionismo naciente. Y, gracias al aval de lord Roland, no faltaba tampoco algún miembro del smart set, la gente selecta que rodeaba al príncipe de Gales, líder de la rebelión inconformista de Saint James. La estrella más resplandeciente entre la concurrencia del salón Miles-Wilde era en aquella época la encantadora Lily Langtry (cuyo verdadero nombre era Emily Charlotte Breton), de unos veinte años, esposa de un modesto banquero holandés. Modelo preferida de los pintores de moda, como Millais, Watts, Whistler y Burne-Jones, Lily Langtry había posado también para los dibujos de Frank Miles. Oscar, que durante un tiempo fue su secretario y le dio lecciones de arte y de cultura, aprovechó para hacerla objeto de un cortejo demasiado ostentoso para ser sincero. Le enviaba grandes ramos de lirios, en homenaje a su nombre, la acompañaba a los estrenos teatrales, la servía como caballero acompañante en los actos mundanos. Oscar trató de ganarse la simpatía de la gran actriz francesa Sarah Bernhardt, que conoció, siempre por mediación de lord Roland, dirigiéndose expresamente a París para asistir a sus debuts teatrales y yendo a recibirla al puerto de Folkestone con un ramo de lirios a su llegada a Inglaterra para una gira. «Ningún hombre alcanza en verdad el éxito si no tiene a las mujeres de su lado, porque las mujeres gobiernan la sociedad»: era un principio suyo. Pero además de apoyarse en las mujeres importantes, Wilde supo también encarnar un arquetipo, lanzar un nuevo modelo de vida. George Bryan Brummel (Beau Brummel), ya en los inicios del siglo XIX, había subrayado en Inglaterra con su vestuario clásico sobrio e impecable -chaqueta azul y pantalones negros apenas ajustados en los tobillos, zapatos de charol y calcetines a rayas- la importancia de la forma y del estilo, que debían oponerse a la creciente vulgaridad de los nuevos ricos. A pesar de no provenir de las clases altas, se había convertido en noble debido a su clara fama y fue nombrado lord. Pero había pagado en carne propia el costo de su esnobismo, cayendo en desgracia ante el priícipe de Gales, que había asumido el trono con el nombre de Jorge IV. Brummel concluyó así con la prisión y el exilio su brillante carrera de arbiter elegantiarum. Oscar, si bien se inspiró en el ilustre modelo de Brummel, le dio una interpretación original, sustituyendo la pose del dandi como defensor del ancien régime por la más sutil e irónica, pero en potencia también más subversiva, del dandi como intelectual y esteta. «Prefería asombrar más que gustar», dijo Barbey d'Aurevilly de lord Brummel. Oscar no se conformaba con asombrar simplemente, pretendía también provocar, irritar, desconcertar. Por lo menos en potencia, su juego, que oscilaba entre la adulación y la irreverencia hacia la alta sociedad londinense, acercándose casi a la revolución de Baudelaire y de los decadentes franceses, iba más allá del esnobismo tradicional: era más bien una apuesta y un desafío.
Había en él algo de irónico, pero también de inquietante, cuando se exhibía en sociedad vistiendo como esos poetas idealistas y rebeldes, como Byron y Keats, que el moralismo victoriano había apartado de su mala conciencia. Llevaba una chaqueta de terciopelo adornada con puntillas, pantalones ceñidos de terciopelo marrón oscuro que le llegaban a media pierna, largas medias de seda negra y zapatos con hebilla. Sobre la camisa de ancho cuello subido, como una especie de escote, asomaba, anudada a la Lavallière, una gran corbata floja de seda color verde pálido, contra los bordes de un chaleco bordado. En los actos oficiales, el vestuario se completaba con una levita y un sombrero de copa. Y, como accesorios usados con aire lánguido y descuidado, lucía unos guantes morados y un bastón de marfil con el pomo de plata. En el ojal, se colocaba a veces una gardenia o un clavel, pero más a menudo un lirio o un girasol. Prefería estas flores porque, por sus dimensiones, no podían sino atraer la atención. Pero en su predilección había también otro elemento: el lirio (posiblemente dorado) y el girasol eran las flores elegidas por los pintores prerrafaelistas, y lo serían todavía más para sus seguidores del art nouveau. En junio de 1881, sin que hubiera pasado siquiera un año desde su llegada a Londres, Wilde publicaba su primer libro, Poesías, en una encuadernación elegante y refinada, en vellón blanco con decoraciones de oro de tíbar. La primera edición constaba sólo de setecientos ejemplares, pero en cuatro semanas hubieron de imprimir cuatro ediciones más. Gracias a la fama que Oscar había conquistado ya en los salones, las ventas superaron los cálculos más optimistas, a pesar de los comentarios más bien desfavorables o directamente demoledores. El semanario humorístico Punch liquidó el libro con rudeza: «Estas poesías no valen nada... Se pueden definir con dos palabras: Swinburne es agua fresca.» Igual o incluso más resentido y burlón fue el juicio expresado por el presidente de la Sociedad de los Alumnos de Oxford, Oliver Elton, que revelaba la animosidad imperante ya desde entonces en ciertos ambientes contra Wilde: «Rechazamos la propuesta de adquirir un ejemplar de estas poesías por una razón muy simple, porque ya tenemos una. No negamos estas poesías porque sean superficiales -y son superficiales-, ni tampoco porque sean inmorales -y son inmorales-, ni por esto o aquello -y son esto y aquello-, sino simplemente porque no pertenecen en su mayoría a su presunto autor, sino más bien a un buen número de autores famosos con más justo mérito. Son, en efecto, de Shakespeare, de Byron, de Swinburne y de cien más que han proporcionado los fragmentos de los cuales se nos ofrece una selección.» Tras el fracaso a medias del libro de poesías, Wilde decidió apuntar al blanco que entonces prometía un triunfo bien remunerado: el teatro. Y en cuanto su amigo el empresario Norman Forbes Robertson le sugirió que escribiera algo, pergeñó Vera, un largo drama, ambicioso y resonante, en el que Wilde unía a los heroicos furores, los humores libertarios de un intelectual rebelde, simpatizante de los movimientos anarquistas y revolucionarios de los nihilistas rusos. Era una actitud ambivalente de admiración, desprecio hacia el mundo nobiliario. Vera no carecía de motivos de actualidad, ni podía haber sido menos ardiente y explosiva. Si bien se refería a la lejana Rusia zarista, el drama resaltaba el malestar político y social que ya entonces se arrastraba por las cortes de Europa. Sarajevo estaba lejos aún, pero los atentados de los anarquistas y los revolucionarios de variados colores estaban ya amenazando la seguridad de los tronos, incluido el de la reina Victoria. Y el acierto de Wilde en la elección del tema lo demuestra que el argumento del terrorismo revolucionario será abordado, en el mismo período, por dos autores como Dostoyevskiy y Henry James, el primero con Los demonios y el segundo con La princesa Cassamasima, en 1872 y 1886 respectivamente. Pero el defecto de la obra no residía en el tema, sino en la adecuación a los modelos del drama poético-romántico de hacía cincuenta años, superados por la brillante comedia de salón y por el drama de trasfondo psicológico-social. La discrepancia entre las ingenuas ambiciones literarias y la falta de oficio se traicionaba también en el tono enfático de la carta que Oscar escribiría a la actriz americana Marie Prescott, para convencerla de que llevara Vera a las tablas: «Traté de expresar aquí, dentro de los límites del arte, ese grito titánico de los pueblos por la libertad, que en la Europa de nuestros días amenaza tronos y vuelve inestables a los gobiernos desde España hasta Rusia y desde los mares del Norte hasta los del Sur. Pero no es un drama político, sino de pasiones. No se trata de teorías de gobierno, sino simplemente de hombres y mujeres: la moderna Rusia nihilista, con todo el terror de su tiranía y la maravilla de sus mártires, no es más que el fiero y ferviente telón de fondo ante el cual viven y aman las personas de mi sueño.»
El drama fue rechazado por todas las actrices de mayor fama: la Modeska, Ellen Terry y Sarah Bernhardt. No se sabe cómo, al fin logró Oscar convencer a la señora Bernard Beere, de manera que Vera habría podido subir al escenario en diciembre de 1881 en el Adelphi Theatre de Londres. Pero llegados a este punto, intervino el veto de la Corona. Justamente en el mes de marzo anterior, el zar Alejandro II había sido asesinado por un anarquista, y la familia real de Inglaterra, ligada a la corte de Petersburgo por vínculos de sangre -la zarina era hija de la reina Victoria y hermana del príncipe de Gales-, dio a entender discretamente que el espectáculo no sería de su gusto. El teatro iba a marcar desde los comienzos la ambigua carrera de Wilde. Los primeros clamores de la fama provinieron del mundo del espectáculo; pero, paradójicamente, no se debieron a lo que había escrito, sino a lo que se escribió sobre él y en su contra, pues se convirtió en objeto de ridículo y de escarnio en una revista musical. Desde fines de 1879, el caricaturista de Punch, Du Maurier, había comenzado a tomarle el pelo a los sufrientes del esteticismo, representándolos en sus dibujos humorísticos como débiles e indolentes jóvenes de largos cabellos que afectaban poses extravagantes. Al principio, Du Maurier se inspiraba en los representantes de la escuela prerrafaelista, como Swinburne y D. G. Rossetti. Su blanco fue luego haciéndose más preciso, y el personaje de Wilde aparecía cada vez más reconocible. De las páginas de Punch, la sátira pasó pronto a las candilejas, y Wilde se transformó en el prototipo del esteta lánguido que el público aprendió a reconocer, especialmente tras el éxito de la comedia satírico-musical de Gilbert y Sullivan llamada Patience, en cuyo protagonista, Reginald Buthorne, el público vio el retrato de Wilde. La obrita se llevó a escena en la Opéra-Comique de Aldwich el 23 de abril de 1881, pasó luego al Savoy Theatre y permaneció en cartel durante largo tiempo. El concurrido auditorio no albergó dudas acerca de la figura a la cual se referían los versos no exentos de hilarante humorismo: ... Una pasión sentimental de un género algo vegetal debe excitar tu lánguido spleen, un enamoramiento al estilo de Platón por una joven, un poco esquiva, insulsa, o por un no demasiado francés, francés bobón. Los filisteos pueden seguir gritando el escándalo, pero tú serás proclamado un apóstol en la elite de los estetas más alta y exquisita si paseas por Piccadilly con un tulipán o un lirio sostenido con gracia medieval entre tus preciosísimos dedos. 4. «Prima donna» en Norteamérica El éxito de Patience fue tan clamoroso que el 22 de septiembre de 1881, sólo cinco meses después del estreno en Londres, se puso en escena en Nueva York. Pero como los norteamericanos no sabían nada acerca del movimiento del esteticismo, el coronel F. C. Morse (que representaba en los Estados Unidos los intereses de Richard D'Oily Carte, el empresario teatral de la obrita) pensó en hacer llegar de Inglaterra un esteta en carne y hueso, como modelo publicitario del personaje satirizado en la comedia. Parece que la idea de contratar a Wilde con ese fin se la sugirió al coronel Morse la señora Leslie, propietaria del Illustrated Newspaper, gracias al interés del hermano mayor de Wilde, que más tarde habría de convertirse en su esposo. Oscar aceptó de inmediato la oferta que en principio preveía seis conferencias por semana sobre el tema del esteticismo, impulsado no sólo por la idea de las ganancias, sino también por la esperanza de hacerse un nombre en Norteamérica. El 24 de diciembre de 1881 Wilde zarpó en el Arizona con rumbo a Nueva York, donde desembarcó el 2 de enero de 1882. Y comenzó a asombrar a los norteamericanos en cuanto puso un pie en el Nuevo Continente. Cuando el funcionario de aduanas, a la salida del puerto, inspeccionó el equipaje del extraño individuo envuelto en un abrigo verde botella con guarniciones de piel de zorro con un sombrero de piel de foca en la cabeza, que parecía hallarse a medio camino entre un lord inglés y un actor de variedades, le preguntó con cortesía: «¿Tiene usted algo que declarar, Mr. Wilde?» «Nada -respondió el impecable dandi-
excepto mi genio.» El funcionario estuvo a la altura de las circunstancias: «Esta es una mercancía que no requiere protección en los Estados Unidos.» Los periodistas, que a la salida del puerto lo bombardearon con preguntas acerca de la travesía y de las primeras impresiones sobre el Nuevo Continente, quedaron no menos desconcertados por sus respuestas: «¿Qué pienso sobre el Atlántico? Bien, el océano Atlántico me ha desilusionado un poco. Es menos romántico de lo que dicen los versos de Byron, que no había estado nunca allí...»; «¿La diferencia entre ingleses y norteamericanos? Ninguna. Tienen todo en común, excepto, naturalmente, el idioma...»; «¿Si tengo expectativas respecto a Norteamérica? Yo no diría eso. Por ahora -observó, llevándose a la boca un pañuelo de seda bordado para cubrir un acceso de tos-, más que grandes expectativas, Norteamérica me provoca grandes expectoraciones...» Estas respuestas provocativas nacían del deseo de llamar la atención, recitando el papel del esteta correspondiente al personaje de la comedia. Pero expresaban también una buena dosis de verdad. Como representante del movimiento estético, nacido como reacción ante el materialismo de la sociedad industrial, Wilde veía en Norteamérica el símbolo mismo de la vulgaridad y del conformismo. Cuando un periodista le preguntó: «Pero en suma, señor Wilde, ¿de verdad no le gusta nada de Norteamérica? ¿No admira la velocidad de nuestros trenes y la eficacia de nuestros teléfonos como un índice de progreso?», Oscar respondió, punzante: «¿De qué sirve viajar a sesenta millas por hora? Nadie se vuelve más inteligente por ello... En cuanto al teléfono, su valor radica sólo en lo que dos personas tienen para decirse...» Wilde dio su primera conferencia una semana después del desembarco, en el Chickering Hall de Nueva York, donde se presentó con aspecto lánguido, ligeramente aburrido, vestido con el traje del personaje que debía encarnar: chaqueta de raso, chaleco bordado, calzas con adornos en las rodillas, medias de seda y corbata vaporosa. El tema oficial era el movimiento del esteticismo en Inglaterra y el renacimiento artístico y literario que había suscitado. Pero Wilde se guardó bien de caer en una aburrida exposición académica y, desgranando no obstante con generosidad ideas y teorías de Pater, Ruskin y Morris, las condimentó ampliamente con paradojas, muestras de ingenio y anécdotas personales. Tras haber explicado la importancia de las nuevas teorías estéticas sobre el arte aplicado, en el campo de las cerámicas, de las vidrieras y de las telas, para apoyar sus principios dejaba caer con desenvuelto descuido comentarios como éstos: «Hasta la duquesa de Westminster estará de acuerdo conmigo en que el valor de las cortinas de gasa es fundamental para dar tono a un salón de categoría...»; «Mi queridísima amiga, la actriz Ellen Terry, hablando de la nueva moda, me confiaba que hoy en día un escote, para ser de verdad elegante...» El éxito fue estrepitoso e inmediato. Wilde se afirmó como persona, más allá de la parte bufonesca que tenía que recitar, por sus dotes de conversador y por la fascinación de su personalidad. En realidad, a pesar de haber aceptado vestirse como un payaso para causar sensación en el gran público, seguía siendo el artista trágicamente consciente del espacio siempre más escaso en que la naciente sociedad de masas, dirigida hacia la meta exclusiva del lucro, tendía a confinar no sólo los valores estéticos, sino también los espirituales. Y entre sus frívolos aforismos no faltaba el mensaje del apóstol de la belleza y de la verdad en un mundo dominado por el código de la utilidad: «El oro no se os ha dado sólo para la estéril especulación de los mercados financieros. Este precioso metal debe dejar en vuestra historia alguna traza más bella que el orgasmo del jugador de bolsa y el pánico de la familia arruinada.» Sus observaciones acerca de la comercialización incipiente de la literatura y del arte, con la llegada de los medios de comunicación de masas, eran casi proféticas: «La prensa norteamericana de hoy parece hacer cualquier casa con tal de empujar al público para que juzgue a un escultor no por el valor de sus estatuas, sino por la manera en que trata a su mujer, a un pintor por la cuantía de sus ganancias y a un poeta por el color de su corbata...» Cuando un reportero le pidió alguna indiscreción acerca de su vida privada, le rebatió con una respuesta evasiva pero profunda: «¿Mi vida privada? Quisiera tener una, pero desgraciadamente no la tengo.» Los relatos sobre la gira, que Oscar se apresuró en enviar a amigos y amigas de Londres, estaban tal vez un poco abultados por la vanidad, pero contenían mucho de cierto. Escribía con euforia el 15 de enero, a menos de dos semanas de su llegada, a la señora Lewis, esposa de un amigo suyo abogado: «Estoy seguro de que mi éxito le habrá complacido. La sala albergaba a un público aún más amplio y más maravilloso incluso que el que tuvo Dickens. Me vi obligado a salir a escena y me aplaudieron muchas veces, y me
trataban como al «Royal Boy». Tengo más escuderos que el príncipe de Gales, que me hacen de secretarios. Uno anota todo el día mis autógrafos para los admiradores, otro recibe las flores que llegan literalmente a montones cada diez minutos. Un tercero lleva los cabellos igual que yo y se ve obligado a cortarse los mechones para las miríadas de muchachas que los piden como recuerdo. Me temo que, si esto sigue así, corre el riesgo de quedarse calvo.» El carácter un poco histriónico de la popularidad de Wilde en Norteamérica, a medio camino entre el fenómeno de feria y la estima auténtica, es asimismo la sombra de un destino. La vocación teatral, que el escritor llevaba consigo ya desde entonces, contenía en sí misma también el germen del peligro de la caída imprevista. Esos recibimientos entusiastas eran tanto más sorprendentes cuanto que, en el plano literario, Wilde en realidad no era nadie todavía. Confiaba siempre a la señora Lewis: «Usted sabe cómo me gusta la oscuridad virtuosa y por lo tanto podrá juzgar cuánto me desagrada este tratamiento de prima donna que es superior, me dicen, incluso al otorgado a Sarah Bernhardt.» En realidad, no le disgustaba demasiado que lo trataran como una prima donna. En ese papel se movía como un pez en el agua, hasta el punto de que toda Norteamérica le parecía un gran escenario para su exhibición al estilo de Kean. «La alta sociedad compite por tenerme. Grandes recibimientos, almuerzos fabulosos, muchedumbres a la espera de mi carroza -escribió a su amigo Robertson-. Graciosísimas las muchachas, muy sencillos e intelectuales los hombres. Por doquier los cuartos están llenos de lirios para mí. Saludo con una mano enguantada y un bastón de marfil, y todos aplauden. De cuando en cuando degusto champán. Tengo también un sirviente negro, que es mi esclavo: en un país libre no se puede vivir sin un esclavo...» Sin embargo, la prensa no dejaba de lanzarle numerosos ataques. Sufría incluso incidentes con el público. En la Universidad de Harvard en Boston, el 31 de enero, unos sesenta estudiantes se presentaron sarcásticamente disfrazados de «estetas»: levitas, pantalones verdes hasta la rodilla, corbatas sueltas, largas pelucas y girasoles en la mano. Pero la burla goliardesca fue pronto desmontada por Wilde, que, avisado con anticipación, se presentó con un impecable traje de noche: «Veo con placer, aquí a mi alrededor, los signos de que el movimiento estético está ya floreciendo en Norteamérica. Al observar mi entorno, no puedo menos de sentirme honrado. Temo tan sólo haber sido superado por mis propios seguidores, y me siento impulsado a susurrar por primera vez una ferviente plegaria: «¡Dios me libre de mis discípulos!"» La gira, durante la cual dio setenta y cinco conferencias, duró nueve meses y requirió una notable dosis de coraje, desfachatez y energía. Oscar recorrió el continente norteamericano incluyendo Canadá, primero de este a oeste, luego de oeste a sur, después hacia el norte y por último del norte nuevamente al oeste. Viajando hacia el oeste, lo impresionó la diferencia entre las regiones de la costa atlántica, industrializadas y apegadas a Europa, y las zonas vírgenes, casi primitivas, de lo que en aquel tiempo era todavía el salvaje Lejano Oeste. «El Oeste me gusta. La gente es más fuerte, más fresca, más sana que en el resto del país -declaró en una entrevista-. Está dispuesta a aprender. El ambiente natural le ha infundido amor por la belleza, que necesita tan sólo desarrollo y orientación. El Este es apenas un débil reflejo de Europa, y debo decir que me llevó un mes de estadía en Norteamérica hallar, volviéndome hacia el Oeste, a un verdadero norteamericano. Encontré que el público de Nueva York era frío y crítico, en cambio en Chicago y en Cincinnati la gente era tan cálida, alegre y entusiasta...» Tras el éxito de San Francisco, donde Oscar repitió durante cinco noches seguidas su exhibición en la sala del Platt's Hall, la compañía ferroviaria ofreció un tren especial para que fuera a Los Angeles. Las mujeres de California llegaban hasta el delirio por este «predicador itinerante» que, a diferencia de los tétricos y barbudos organizadores de los movimientos de vuelta a los valores espirituales originarios, las electrizaba. Su evangelio frívolo y sin prejuicios las incitaba, en nombre de la belleza y del arte, no sólo a vestirse mejor, sino también a desvestirse un poco. «Las mujeres se divierten mucho más que los hombres porque hay más cosas prohibidas para ellas. Pero van asimismo a la vanguardia en la verdadera revolución, que es la de la moda... La moda femenina tiende hoy cada vez más hacia un vestuario nature... Las mujeres podrían vestirse como flores, porque ¿qué son sino flores? Y también los hombres, por otra parte...» Eran intuiciones sobre el futuro. De California pasó a Sioux City, donde fraternizó con los indios y los buscadores de oro del Lejano Oeste. Los habitantes de Leadville, un centro minero de Colorado, conocían muy poco sobre arte y habían sido prevenidos en contra del perfumado esteta inglés que pretendía enseñarles buenas maneras. Le hicieron así saber que le habrían disparado a su agente si se hubiera atrevido a poner un pie en su ciudad. Oscar
respondió, imperturbable: «Cualquier amenaza que dirijáis a mi agente no puede intimidarme. Tengo con él una vieja cuenta que me ahorraríais saldar.» En una carta a la señora Lewis no escondió su oscura atracción hacia este mundo primitivo y semicriminal: «No sé dónde me hallo, en qué lugar, en medio de coyotes y de cañones: lo primero deben de ser una especie de precipicios y lo segundo una raza de zorros, o al revés... Encontré a unos mineros: bribones de gruesas botas, camisas rojas y barbas amarillas, simpatiquísimos... Tengo la secreta convicción de que leen a Bret Harte a escondidas; por cierto, eran casi igual de verdaderos que sus personajes, e igual de simpáticos.» No obstante, logró conquistar las simpatías de los mineros y de los fuera de la ley del Oeste, demostrando que sabía soportar varias botellas de whisky y que participaba con gusto en sus bromas groseras, tanto que le ofrecieron abrir un nuevo filón de la mina, bautizado con su nombre, y le regalaron un taladro de plata. En Lincoln, Nebraska, visitó una prisión, y en el acento de indulgencia con que habla de los presos se puede apreciar casi una premonición de su suerte: «Me han llevado a ver la gran prisión. Pobres ejemplares humanos trastornados, en horribles uniformes a rayas, ocupados en hacer ladrillos al sol, y todos de mal aspecto; lo que me consoló, ya que detestaba la idea de ver un criminal con el rostro noble. Pequeñas celdas blanqueadas de cal, de una belleza tan trágica, pero con libros. En una hallé una traducción de Dante y un Shelley. Extraño y bello me pareció que el dolor de un florentino en el exilio tuviera que aliviar, cientos de años después, la pena de un preso común en una cárcel moderna. Un asesino con ojos melancólicos -iban a colgarlo dentro de tres semanas, me dijeron- pasaba ese intervalo leyendo novelas, mala preparación para presentarse ante Dios o ante la Nada.» A principios del verano, se dirigió al profundo Sur, pasando por Georgia, Texas y Missouri hasta Nueva Orléans, y Beauvoir, en el golfo de México, donde visitó la plantación del legendario comandante de los sureños derrotado en la guerra civil: Jefferson Davis. «Le escribo desde el Sur bello, apasionado, dilapidado -decía a Julia Ward Howe-, desde la tierra de las magnolias y de la música, de las rosas y del romance: pintoresco hasta en su no lograr detener el paso de vuestros agudos y emprendedores intelectos nórdicos: vive sobre todo del crédito, y del recuerdo de algunas derrotas desastrosas... Me detuve en la casa de Jeff Davis (¡la fascinación de todos los fracasados!) y visité Savannah y las selvas de Georgia, y me sumergí en el golfo de México y participé en los ritos de vudú con los negros.» En Nueva Orléans, frente al mundo criollo, quedó fascinado por esa parte del Nuevo Mundo, agrícola y ex colonial, todavía no afectada por el comercialismo del Norte. «Sólo los indios y los negros visten de manera verdaderamente pintoresca, aquí en Norteamérica. Estoy asombrado de que hasta ahora pintores y poetas no les hayan prestado atención como objeto de inspiración...» En cuanto a los grandes magnates de la industria, los liquidó en estos términos: «Los norteamericanos guardan más que los demás el culto a los héroes. Lástima, sin embargo, que los elijan en la clase de los gángsters.» Y afirmó, a propósito del «sueño americano» del éxito: «Para los norteamericanos, el arte no tiene maravilla, la belleza no tiene significado y el pasado no ofrece mensaje alguno. Los «buenos norteamericanos» (es decir, los que amasaron fortunas) van a morir a París, los «malos» (es decir, los pobres) permanecen en Norteamérica.» De vuelta en el Sur, en la costa atlántica, a mediados de la primavera, se dirigió a Montreal, Toronto y Ottawa, hablando siempre ante plateas abarrotadas. De Canadá, hacia fines del verano, regresó luego otra vez a Nueva York; donde, terminada la gira de conferencias, se instaló, durante dos o tres meses con el fin de consolidar sus contactos con el mundo literario norteamericano y de vender sus obras teatrales. En Boston conoció al general Grant, al poeta Longfellow y a Louise May Alcott, autora de Mujercitas. Habló con Harriet Stowe, autora de La cabaña del tío Tom, y con los hijos del novelista Nathaniel Hawthorne. Fue a Louisville, en Kentucky, a visitar a Emma Speed, la nieta de Keats, que le regaló un manuscrito original del poeta, el Soneto sobre el azul. Pero la entrevista más significativa fue quizá la que mantuvo con Walt Whitman. El poeta de sesenta años, autor de Hojas de hierba, lo recibió en su casa de Courden, en Nueva Jersey, y quedó de inmediato encantado por su entusiasmo y su jovialidad. Se manifestó de acuerdo con Oscar en la exigencia de una mayor falta de prejuicios para la renovación del arte moderno, pero se apuso a su teoría del arte por el arte mismo. Mirándolo con sus metálicos ojos azules y acariciándose la barba, el viejo bardo americano le dijo: «Quien admira la belleza en sí misma va por mal camino. Mi idea de la belleza es un resultado, no una abstracción.» Hubo también algún pequeño incidente. En Toronto, Oscar tuvo problemas con un grupo de jóvenes con los cuales, quizá, se había permitido cierta libertad excesiva. En Nueva York fue estafado por un timador con
quien había trabado una incauta amistad. De mayor relevancia fue, en cambio, el encuentro, ocurrido en un tren, con el periodista británico Archibald Forbes. Ex corresponsal de guerra en los Balcanes, también Forbes se hallaba en los Estados Unidos para hacer una gira de conferencias. Los dos compatriotas no necesitaron demasiadas explicaciones para experimentar al instante una instintiva antipatía recíproca. Si la madre patria los unía con el tenue hilo de la lengua y de la tradición, un abismo los separaba en el plano de los principios y de las ideas. El coronel Forbes viajaba con el pecho condecorado con múltiples medallas, concediéndose la austera infracción de un paraguas y de unos grandes bigotes enrollados hacia arriba. Wilde llevaba, en cambio, «un abrigo ligero de color marrón, un chaleco con faldillas de seda dorada, corbata y medias azules y guantes de color limón», como dice un testigo. Pero la diferencia entre ambos embajadores de la civilización inglesa iba mucho más allá del vestido. Forbes representaba la sólida y sana Inglaterra victoriana, arraigada en las austeras tradiciones. Wilde se presentaba, por el contrario, como el embajador de la «alegre Inglaterra», difusor de un esteticismo que lindaba con una peligrosa emancipación de las costumbres. Resentido porque Wilde atraía a un público mucho más numeroso que el suyo, Forbes se lanzó a una sorda guerra contra el rival, obsequiándole con dardos ponzoñosos e insultos. Y la prensa, de más está decirlo, sacó un buen partido de esta polémica. En lo que respecta a Forbes, Wilde afectó una señorial indiferencia, hasta que se decidió a presentarle sus amables objeciones. En los meses en que se entretuvo en Nueva York, Wilde se esforzó, aunque sin éxito, por vender el guión del drama histórico Vera. En compensación, logró obtener de la actriz Mary Anderson un anticipo de mil dólares por otro drama, del cual tenía escrito apenas un bosquejo: La duquesa de Padua. El 27 de diciembre de 1882, cerrado este acuerdo, Oscar emprendió su retorno a Inglaterra en el buque Bothnia, que desde Nueva York lo llevó a Liverpool, adonde llegó a principios del nuevo año. 5. A París entre la «Bohème» y la «Traviata» Wilde decidió invertir los mil dólares de anticipo recibidos de Mary Anderson, más los provenientes del fruto de la gira de conferencias por Norteamérica, en un viaje de estudios y de placer a París. Hacia finales de enero de 1882 se instaló en el Hotel Voltaire, en la margen izquierda del Sena, donde se había alojado ya Baudelaire, con el propósito de dar cuerpo a esa imagen de sí mismo como escritor que, jugando un poco con el fraude, había intentado construirse en Estados Unidos. Decidió dar un vuelco, renunciando a las poses de galancillo mustio, para imponerse más bien como artista y literato. «El Oscar del primer período ha muerto -declaró de inmediato a su llegada a París-. De ahora en adelante nos ocuparemos del Oscar del segundo período, que no tiene absolutamente nada en común con el señor de cabello largo y girasol en la mano.» Vestido con sombrero de copa, reluciente levita negra atildada y guantes de gamuza, era fácil confundirlo con un financiero de la City o un lord de incógnito. Pero Wilde era siempre Wilde y, aun atemperando su excentricidad, no renunció a concederse un toque de extravagancia. Se cortó los largos cabellos de esteta, pero sólo por el gusto de cambiar de peinado. E, inspirándose en el busto de Nerón que había visto en el Louvre, tuvo la idea de rizarse el pelo. En París, alternó el trabajo sedentario ante un escritorio con la asidua presencia en los locales elegantes, en las galerías de arte y en las recepciones mundanas: Entre los salones literarios asistió al de Geneviève Haley, viuda del compositor Bizet, que había desposado al abogado Emile Strauss, y que brindara a Proust, en En busca del tiempo perdido, el modelo del personaje de la duquesa de Guermantes. Asistía a menudo también a las veladas en casa de madame Bagnères, otra ninfa Egeria de las letras parisinas, donde conoció a Alice Heine, nieta del poeta y esposa del príncipe Alberto de Mónaco, también ella gran mecenas de las artes. En el intento de dar el gran salto en París, Oscar apuntó sobre todo al mundo artístico y literario. Y como para empezar, envió copias de su volumen de versos a los escritores más notables, con dedicatorias no exentas de matices aduladores. Pero, más allá de su modesto libro de poemas, no tenía demasiadas credenciales que mostrar a la refinada y exigente intelectualidad parisina. Aun expresadas en buen francés, las respuestas que habían hecho su fortuna en los salones de Londres perdían mordacidad. En la Francia de la segunda República, dominada por una burguesía cauta y sustancialmente conservadora, la figura de este irlandés que ostentaba maneras de la época romántica suscitaba en ocasiones una impresión entre
sospechosa y ridícula. Dice un testigo de la época: «Era una aparición tan extraña, con sus cuellitos con solapa, sus pañuelos de colores, sus vistosos anillos y esa masa de cabello peinado y rizado de forma artificial, que yo no podía reprimir una explosión de risa casi histérica cuando entraba en un salón...» El recibimiento que Wilde tuvo en sus acercamientos a escritores parisinos fue de lo más cortés, pero frío y suficiente: Victor Hugo lo invitó a su casa, pero se quedó dormido durante la conversación. Daudet demostró una mal disimulada desconfianza. Zola lo trató con abierta antipatía. Proponiendo un brindis en su honor al terminar un banquete en la Sociedad de Autores, Zola lo apostrofó: «Y ahora monsieur Wilde deberá responder, desgraciadamente, en su bárbara lengua.» Wilde no hizo esperar la punzante respuesta: «Soy francés por elección, irlandés de nacimiento, inglés por educación y, como dice monsieur Zola, tendré que responder en la lengua de Shakespeare.» Edmond de Goncourt no escondió una cierta malevolencia anotando en su diario: «Almorcé en casa de De Nittis con el poeta inglés Oscar Wilde. Este individuo de sexo incierto, con su lenguaje de actor de segunda categoría y sus relatos llenos de fanfarronadas, nos pintó un cuadro divertido de una ciudad de Texas.» Wilde recogió más simpatías entre los pintores y los artistas. Estrechó lazos con el retratista Jacques-Emile Blanche, en esa época algo mayor de veinte años, a quien visitaba a menudo en su estudio de Auteuil, y que luego hablaría de él en sus memorias. Alternó con John Singer Sargent, un pintor de origen norteamericano que había estudiado en Italia y que entonces residía en París, el cual esbozó un retrato suyo junto a Paul Bourget en el Café Lasenne de Montparnasse. Volvió a encontrarse con el joven escultor norteamericano John Donoughe, a quien pocos meses antes había ayudado a lanzar, hablando sobre él en una conferencia en Chicago. Conoció a De Nittis, a Pisarro, Boldini y Degas. Pero quedó sobre todo fascinado con Gustave Moreau, por el suntuoso erotismo decadente que aleteaba en sus cuadros simbolistas de gusto bizantino. En París, asistió con regularidad a los estrenos de comediógoafos como Dumas hijo y Sardou. Sus ambiciones teatrales estaban, no obstante, demasiado ligadas al drama clásico en versos para pensar en tomar el modelo de las «comedias de boulevard», es decir, justamente el género que más adelante significaría su fortuna. Pero ya desde entonces Wilde no tenía problemas en admitir: «Hay mucho que aprender de los franceses en el teatro, como en literatura y pintura por lo demás. Los franceses llevan el teatro en la sangre, hasta la política de Francia es teatral...» Y luego afirmará: «Para aprender a escribir prosa inglesa, estudié la prosa de Francia.» Su encuentro más importante fue quizás el que tuvo con Stéphane Mallarmé, que en ese tiempo, cada martes, recibía en su restringido cenáculo del cuarto piso de la rue de Rome a la flor y nata de la poesía y del arte decadentes. Mallarmé, que era profesor de literatura inglesa y escribía bajo seudónimo sobre temas de moda en las revistas femeninas, acogió en su círculo al joven esteta que compartía sus opiniones acerca de la autonomía del arte, y le rindió homenaje por su traducción en prosa del Cuervo de Poe. Wilde, dirigiéndose a Mallarmé con el apelativo de maître, le expresó su agradecimiento de este modo: «El privilegio de conocer al autor de L'après-midi d'un faune es ya de por sí razón para sentirse honrado; pero hallar en él la acogida que vos me habéis demostrado es en verdad inolvidable.» No es casual que Wilde eligiera París como lugar privilegiado para completar el poema simbolista La esfinge, iniciado en los tiempos de Oxford. Esta obra más bien mediocre, que tenía ecos de Poe y Baudelaire, expresaba la atracción por un polimorfismo erótico de tonos vagamente perversos. Inquietante imagen hermafrodita de la energía sexual, en su predisposición hacia lo monstruoso y lo anormal, con sus estupros mitológicos y la desenfrenada lujuria, La esfinge reflejaba, más allá de su decorativismo, un problema auténtico en la vida de Oscar: la fascinación ambivalente que sobre él ejercía el sexo, como extrema frontera de la voluptuosidad prohibida. Se daba cuenta de que La esfinge era demasiado audaz para ser aceptado en Inglaterra, donde, en efecto, la obra vería la luz, casi a hurtadillas, sólo once años más tarde, en 1893, cuando él ya estaba definitivamente afirmado. Ahora confesaba a un amigo: «Publicaré sólo tres ejemplares: uno para mí, otro para el British Museum y otro más para el Cielo. Pero tengo mis dudas en lo que se refiere al British Museum...» Trabajó intensamente en París, sobre todo en la redacción del drama histórico en verso La duquesa de Padua, ambientado en la Italia del siglo XVI, que le había encargado Mary Anderson. Pero el manuscrito, terminado al despuntar la primavera, fue rechazado por la actriz por no ser adecuado para los escenarios de Broadway. También este drama, al igual que Vera, traicionaba la incoherente veleidad del joven autor, siempre anquilosado en anacrónicos modelos literarios. Wilde se tomó con espíritu deportivo el desprecio de La duquesa de Padua y cuando recibió la noticia dijo, riendo, a un amigo: «Adiós dólares de América. Ahora
tendremos que ser más cuidadosos en la elección de restaurantes. No podemos ya permitirnos ir a cenar con La duquesa.» En los cuatro meses pasados en París, exploró asimismo los pintorescos cafés del Barrio Latino, donde los jóvenes escritores y artistas maudits, como Moréas, Catúlle Mendès, Jean Lorrain, vivían junto a los marginados de la sociedad, drogadictos y criminales. En París el límite entre bohemia y mala vida era más sutil que en Londres. Wilde no tuvo escrúpulos en atravesarlo, tanto más cuanto que sus intereses propiamente artísticos coincidían, por lo menos en parte, con su experiencia de vida. «París, es una ciudad que me agrada mucho -escribía a una amiga-. Mientras que en Londres se tiende a esconder todo, en París se revela cada cosa. Es posible ir adonde uno desea, y nadie sueña en criticar. Yo mismo acudo a todos los lugares que pueden depararrne alguna emoción. Frecuento el Château Rouge tanto como el English Café. ¿Qué podría ser más delicioso que estas visitas a pintores, artistas, poetas con quienes se habla de nuevas ideas?...» Justamente en 1883 salía en París la serie de artículos de Paul Verlaine Les poètes maudits, en donde se exaltaba la figura del poeta como desecho de la sociedad, en el límite con la criminalidad y la locura, con el ejemplo de espíritus atormentados como Rimbaud y Corbière, en quienes la vida disoluta se correspondía con la originalidad del mensaje. Ciertamente, Wilde no dejó de acusar su influjo. Pero Verlaine, a quien halló en el Café François Perrier, sucio, malvestido y medio alcohólico, no le causó una buena impresión. El dandi londinense no pudo menos de expresar el sentimiento de ligero disgusto que despertaba en él «por su odiosa escualidez, su humildad de ex convicto y su espíritu de autodenigración». Más adelante, sin embargo, afirmará: «Hoy, para escribir algo original, un escritor debe adoptar un enfoque absolutamente diferente, o bien indagar en esas zonas misteriosas, diría que hasta turbias, de la psique donde nadie ha tenido todavía el coraje de penetrar...» No es la última de las ironías de su vida que lo acompañará en su «viaje a los infiernos» parisinos nada menos que un joven amigo de principios morales intachables, Robert Harborough Sherard, con quien entabló una profunda amistad. Wilde conoció a Sherard en el salón de una señora griega que, cuando vivía en Londres, había posado como modelo para los pintores prerrafaelistas. Bisnieto del poeta Wordsworth, Sherard se había establecido definitivamente en París, donde trabajaba como periodista. Su amistad nació por un equívoco. Wilde, como demuestra el tono apasionado de algunas de sus cartas, se sintió atraído en los primeros tiempos por Sherard, que sumaba a su apostura una auténtica pasión por la poesía, sobre todo por un impulso físico. Sherard, hijo de un pastor protestante, respondió a la amistad de Wilde con una espontaneidad dictada por la admiración, sin que jamás se le cruzara la duda de que su compañero escritor pudiera ser sexualmente «distinto». «Su conversación era hilarante como el vino, su presencia difundía una atmósfera estimulante; nos sentíamos todos exaltados por su gozoso entusiasmo -dirá sobre Wilde con un tono algo enfático-. Me parecía más un semidiós que un mortal, un brasero colmado con el fuego inextinguible del genio.» Sin sospechar las secretas intenciones de Wilde al visitar ciertos locales, Sherard se afanaba por ostentar una respetabilidad en ocasiones inoportuna. Una noche, en el Château Rouge, notando que un par de muchachotes los miraban de forma equívoca, exclamó: «El primero que ose fastidiar a este gentilhombre inglés que viene conmigo esté seguro que ha de pasar por no pocos problemas.» Oscar, a quien quizá la atención de los dos jóvenes parroquianos no le disgustaba demasiado, le susurró: «Robert, tú me defiendes a costa de mi vida.» Sherard cuenta que una vez Oscar, en el boulevard St.Michel, encontró a un joven acróbata mal vestido. En un impulso de «buen corazón», lo invitó a comer, conversó con él por largo tiempo y le ofreció asimismo algún dinero. Algo análogo sucedió también con un joven conocido en el Barrio Latino, llamado «le Petit Louis», a quien Wilde invitó a dar una exhibición privada para él en el Hotel Voltaire; luego le compró un traje y le dio el dinero necesario para que se enrolara en la marina. Hay, sin embargo, algo de cierto en el cándido juicio que Sherard, notando sólo un aspecto del personaje Wilde, dará sobre él: «Este celta lleno de dicha me mostró el lado alegre de las cosas, sugiriendo siempre la posibilidad de una grande y efervescente felicidad en el mundo, y con su exuberante vitalidad disipó las mariposas negras que oscurecían mi vida espiritual. Jamás he cooocido, en veinte años de andar por el mundo, un hombre más completamente puro en las conversaciones, o más desdeñoso del vicio en su vulgaridad y grosería.»
6. Constance: del amor «prerrafaelista» al matrimonio como compromiso A principios de mayo de 1883, Wilde abandonó París para ir a Londres, donde se alojó en una modesta pensión para «caballeros solteros» perteneciente a los señores Davies, en Charles Street, en las cercanías de Grosvenor Sguare. El balance de la temporada parisina no era muy positivo. En Francia había producido menos efecto del que esperaba; y tampoco había cumplido su objetivo de labrarse una imagen diferente de la de «mimo disfrazado», según la definición de la condesa de Bremont. En Londres, el esteticismo estaba pasando de moda. Wilde tenía que inventarse alguna otra cosa para que hablaran de él. «La sociedad debía quedar asombrada y mi coiffure a la Nerón la asombró -escribía a Sherard-. Nadie me reconoce y todos dicen que así parezco más joven, lo cual es delicioso... Me ha vuelto a atrapar la espléndida danza vertiginosa de la vida de Londres...» Pero en esta danza, si bien frenética, el dinero se ausentaba de la vorágine. Quedaba todavía la esperanza de la representación norteamericana de Vera, que tras haber sido rechazada por varias actrices estadounidenses, como Clara Morris y Rose Coughan, después de muchos retrasos estaba a punto de ser interpretada por Marie Prescott en los escenarios de Broadway. Oscar regresó expresamente a los Estados Unidos para asistir al estreno de la obra, el 2 de agosto, en el Union Square Theatre de Nueva York. Fue un fracaso absoluto; la prensa la desprestigió casi por unanimidad: «Una historia absurda», escribió el Tribune. Y el New York Times sentenció: «Inverosímil, prolija y aburrida, pura morralla.» Los primeros días de setiembre, Oscar logró organizar una gira de conferencias, en Inglaterra y en Irlanda, acerca de «El valor del arte en la vida moderna», que debía enlazarse con sus impresiones sobre Estados Unidos. La retribución era modesta: unas veinte libras esterlinas por noche. Tras dos actos de prueba, desarrollados respectivamente en la Royal Academy y en el Prince» Hall de Piccadilly, obligado por la necesidad, Wilde aceptó la gira. Esta, iniciada el 12 de setiembre en Wandsworth, lo mantuvo ocupado desde el otoño de 1883 hasta el invierno de 1885. Recorrió las zonas industriales de los Midlands, Inglaterra y Escocia, ciudades como Birmingham, Manchester, Leeds, Glasgow y Edimburgo. «Vagabundo con una misión», dijo de sí mismo. Con esa gira trató de infundir en los tétricos y humeantes centros industriales de las provincias británicas un soplo de cosmopolitismo excéntrico y refinado. Apóstol de lo bello y del buen gusto, no dudó en lanzar una especie de campaña «ecológica» afirmando la exigencia de «salvar los ríos de la contaminación, porque de lo contrario las flores se marchitarán en las orillas», y sosteniendo que «todas las chimeneas y las oficinas deberían transportarse a alguna isla alejada, para que Inglaterra volviera a ser hermosa y pintoresca como era antes de la revolución industrial». A tono con el gusto liberty que comenzaba a nacer, se manifestó también en favor de la reforma de la decoración, sosteniendo que no se podía seguir una vida «con sofás magenta y cortinas azules al estilo príncipe Alberto en las habitaciones» y que también los objetos de uso práctico debían responder a un criterio de belleza y elegancia. Eran los tiempos en que los primeros pavos reales de plata y cristal iban a ennoblecer los muebles finos y esbeltos del art nouveau. La arquitectura de las casas de campo empezaba a imitar las líneas acaracoladas de los templos hindúes y las pagodas chinas. Las cerámicas y las mayólicas de hechura artesanal iban a rescatar pronto con sus esmaltes la opacidad de los productos salidos de la cadena de montaje. A fuerza de hablar de bellas casas que había que amueblar, Wilde no pudo resistir la tentación de sentar cabeza a su vez, quizá por el cansancio de esa vida vagabunda que lo obligaba a ir deambulando de hotel en hotel, o quizá por el deseo de asegurarse un mínimo de tranquilidad y de dedicarse a escribir seriamente. ¿O será que lo impulsó la fantasía de representar, después de tantos disfraces, el papel de esposo fiel y buen padre de familia? No se puede descartar la hipótesis de que quisiera, con el acontecimiento espectacular de su boda, extender un velo sobre sus devaneos juveniles y ponerse la máscara de la respetabilidad victoriana. ¿Quizás esperaba hallar en la vida conyugal el correctivo para esas inclinaciones sexuales que, si bien manifiestas ya, pensaba liquidar como un pecado de juventud? ¿O bien, como incurable literato, consideraba también al matrimonio una composición estética, una especie de grupo de «familia con niños y señora? ¿O se enarnoró de verdad de la mujer que eligió como compañera de su vida?
En el curso de su gira de conferencias, Oscar estuvo también en Dublín, adonde, exceptuando alguna fugaz excursión estival, no había regresado en muchos años. Llegado el 21 de noviembre a la ciudad donde había nacido y crecido, se lo acogió con numerosos festejos e invitaciones para los diferentes círculos culturales. Encontró asimismo tiempo para visitar a una mujer joven que había conocido en Londres, Constance Mary Lloyd, que pasaba entonces una temporada con sus parientes maternos, en la capital irlandesa. Parece que el encuentro no fue del todo casual. Ya con anterioridad la madre de Wilde, luego de una visita que Constance había llevado a cabo junto al tío Charles Hempill en Londres, había escrito a Oscar sobre la muchacha que «le habría gustado tener como nuera». Wilde, antes de dirigirse a Dublín, le había ya encargado un anillo de noviazgo. A comienzos del otoño, Constance se había vuelto a ver con Oscar en casa de su abuelo durante una cita arreglada justamente por la madre de aquél, y había quedado fascinada por el joven esteta que aparecía ante sus ojos como rodeado por el halo del incipiente éxito literario y mundano. Siempre gracias a los buenos oficios de Speranza, Oscar comenzó a cortejar con discreción a la muchacha, en medio de ese casto pudor que entonces era la regla. Las cosas debían de haber avanzado bastante para el tiempo de su encuentro oficial en Irlanda. Oscar le pidió a Constance que lo acompañara al teatro, pero tuvo que cancelar la cita a causa de un contratiempo. Invitado por la familia de ella a tomar el té a la tarde siguiente, se presentó en la casa de Ely Street vestido de manera impecable, con una chaqueta Norfolk y pantalones de tweed. Además de la madre de Constance, se hallaban en casa también la abuela, las tías, las primas y los demás parientes de la rama irlandesa. Oscar no tuvo dificultad en encantar a todos con su conversación tan vital. Dos días más tarde, durante el fin de semana, volvió a ver a Constance a solas y le propuso oficialmente matrimonio. La primera persona a quien Constance informó fue a su hermano Otho, que había conocido a Oscar en Oxford, y le rogó que actuara como intermediario para obtener la aprobación de los familiares de Londres, tras haber logrado ya la de los de Dublín. «Oscar Wilde vino a verrne a las cinco y media y estuvo casi media hora... -le escribió-. No puedo dejar de amarlo. Cuando habla conmigo no se lo ve nunca afectado, y conversa con mucha naturalidad, aunque con un lenguaje por encima de lo común...» Dos días después le seguía el anuncio gozoso del noviazgo oficial: «¡Te doy una noticia sensacional! Oscar Wilde y yo somos novios. Sé que estarás contento, porque él te agrada...» La familia de Constance, incluyendo a la rama de Londres, no dudó en dar el consentimiento para la boda, que se fijó para la próxima primavera. Sólo una tía solterona no pudo menos de comentar ácidamente: «No me parece que Constance haya obrado con sabiduría al rechazar tres buenos partidos, para terminar casada con un hombre que tiene el aspecto de un actor de tercera categoría.» Oscar, que tuvo que abandonar Dublín para proseguir la gira de conferencias en Inglaterra, habló con entusiasmo de su noviazgo a los amigos. Escribió al escultor norteamericano Waldo Scott: «Se llama Constance y es muy joven, muy seria y mística, con ojos maravillosos y bucles castaño oscuro: absolutamente perfecta. Como es natural, nos amamos desesperadamente. Tras el noviazgo he tenido que permanecer alejado todo el tiempo, para civilizar a las provincias con mis conferencias, pero nos telegrafiamos dos veces al día, y en consecuencia los empleados de telégrafos se han vuelto en extremo románticos...» Cuando Constance se comprometió con Oscar tenía veinticuatro años, cinco menos que él. Katherine Tynar, que la conoció antes del matrimonio, la describe así: «Vestía toda de color marrón, con un sombrero de terciopelo del mismo color, adornado con una pluma... Era una criatura fascinante y delicada, más bien frágil.» La figura esbelta, el armonioso rostro ovalado y la piel pálida le conferían una gracia rara, casi adolescente. «Con su largo cuello blanco, la nariz recta y delicada, la masa de cabellos castaños en un peinado alto y tirante -afirma su atenta biógrafa Joyce Bentley-, parecía una copia de las grandes heroínas de la belleza prerrafaelista.» El abuelo paterno de Constance, Horatio Lloyd, en cuya casa vivía la muchacha en Londres, era un abogado de renombre que en sus tiempos había sido diputado por el partido conservador. Su brillante carrera no carecía de sombras. En cierta ocasión fue sorprendido en actitad exhibicionista ante unas muchachas en un parque. El desagradable incidente no le había impedido hacer fortuna como asesor de las compañías ferroviarias, con lo cual había acumulado un ingente patrimonio. El padre de Constance, Horace, a pesar de haber emprendido también la carrera legal, poseía un marcado temperamento «artístico» que lo llevó a frecuentar el ambiente de los pintores prerrafaelistas y los balnearios
de moda, donde se lo conocía como un apasionado de los juegos de azar. Su matrimonio con su prima Adelaide, que descendía de una familia de militares irlandeses, tuvo una fugaz duración. Tras la separación de los padres, Constance fue confiada a la augusta protección de lady Mount Temple, una gran dama emparentada con lord Palmerston y otros aristócratas, cuya mansión en Babbacombe Cliff era una especie de monumento al arte prerrafaelista. Lady Mount-Temple contribuyó a mejorar la educación de Constance, quien gracias a ella aprendió a hablar bien el francés y el italiano, y además desarrolló un cierto gusto por la poesía y la pintura. Pero lady Mount-Temple no sólo la influyó en el plano cultural, sino también en su educación sentimental, corrigiendo la rígida formación puritana que había intentado imponerle su madre, con la cual, por otra parte, no se llevaba demasiado bien, y llevándola a mirar con óptica idealizada el mundo de los artistas. Embebida en el espíritu romántico de su padre, a pesar del componente de moralismo victoriano aprendido de su madre, Constance se sentía inclinada a ver en Oscar la figura ideal del «artista» a cuyo abrigo se habían desarrollado sus sueños de jovencita. Por su parte, Oscar tendía a proyectar en ella la encarnación de la «cándida damisela» rodeada de un místico halo floral que alababan los prerrafaelistas. Las cartas escritas por Constance durante el noviazgo revelan una encendida pasión romántica: «No tengo fuerzas más que para amarte... Mi vida entera es tuya: puedes hacer con ella lo que quieras. Créeme, te amo con gran pasión y con todas las fuerzas de mi corazón y de mi mente... Desearía que no me quitaras el sueño por completo... Cuando seas mi esposo, te tendré aferrado con cadenas de amor y devoción, para que no me dejes nunca, ni ames nunca a nadie, mientras yo pueda amarte y confortarte... Parece que Oscar compartía estos sentimientos. En una de sus cartas escribía: «El aire está lleno aún con la música de tu voz. Mi espíritu y mi cuerpo no me pertenecen ya, pues se hallan fundidos en una especie de éxtasis exquisito con los tuyos. Me siento incompleto sin ti...» Pero su afecto hacia ella era un sentimiento demasiado espiritualizado y estetizante como para resistir mucho ante los embates del tiempo. La conciencia de la precariedad de su lazo se desliza ya en una poesía escrita poco antes de su boda: No puedo escribir un poema solemne como preludio a mi cantar; y de un poeta a un poema sólo esto puedo decirte. Si de estos pétalos caídos uno al menos te parece bello, el amor lo hará flotar hasta posarse en tu pelo. Y cuando el viento del invierno endurezca la tierra sin amor te susurrará desde el jardín y entonces entenderás. La dote de Constance, que sin contar la herencia sumaba por sí sola una renta de ochocientas libras esterlinas al año, era suficiente para que la pareja viviera sin preocupaciones. Oscar, con esos ingresos redondeados con alguna otra retribución periodística, habría podido dedicarse con tranquilidad al trabajo literario hasta alcanzar el éxito total. Constance, que no albergaba dudas acerca de su brillante futuro, no pedía más que ser su compañera devota y fiel. La boda se celebró en Londres, con una pompa un tanto extravagante, el 27 de mayo de 1884, en la iglesia de St. James, en el barrio de Paddington. Constance llevaba un vestido de raso color marfil antiguo, con el corpiño adornado con un cuello alto estilo Médici y el velo color azafrán bordado de perlas sujeto por una corona de mirto. Los pajes lucían trajes color grosella y las damas de honor, túnicas estilo imperio en tono fresa. Speranza se pavoneaba en un modelo de seda escarlata, con un sombrero de encaje blanco adornado con ramilletes de rosas naturales. El único vestido con cierta sobriedad, por una vez al menos, era precisamente el novio, que llevaba un impecable traje oscuro. Oscar llevó a Constance a París en luna de miel, al Hotel Wagram. Durante una semana, quizá para evitar una intimidad demasiado estrecha y embarazosa con su mujer, la arrastró en un torbellino desenfrenado de espectáculos, de exposiciones e invitaciones, exhibiéndola casi como una creación personal suya. Sherard,
según el testimonio explícito de su amigo, asegura que el himeneo se consumó como manda la costumbre, en una atmósfera de eufórica felicidad. Pero los deberes conyugales no impidieron que Oscar saliera por su cuenta, para restablecer ya desde ese entonces, como para desquitarse de su papel obligado de marido, los furtivos contactos con aquellos pintorescos bajos fondos que ya había explorado antes. Afirma al respecto Sherard: «Fue durante su estadía en París por esta época cuando Wilde visitó las guaridas de los más bajos criminales y los pobres vagabundos de la ciudad, los escaparates del infierno de París... etapa obligada para quien deseaba conocer los abismos de oscuridad que existen en la Ville des lumières.» En Londres, mientras esperaba que estuviese en condiciones la nueva residencia en el número 16 de Tite Street, en Chelsea, en el barrio de los artistas, el matrimonio se adaptó a viviendas provisionales, desde un hotel a una pensión. Oscar quiso que su hogar conyugal se mantuviera a la altura de su gusto. Y a él, emblema uterino del retorno al seno materno, pero también status symbol de su narcisismo de dandi, dedicó sus cuidados más atentos, como si estuviera más enamorado de él que de su consorte. La decoración fue confiada al famoso arquitecto y escenógrafo teatral William Godwin, padre del aún más conocido Gordon Craig, que luego se afirmaría como uno de los protagonistas de la revolución escenográfica del siglo XX. Godwin diseñó el ambiente a medida, de manera funcional, desde los muebles hasta el empapelado, según los cánones del naciente art nouveau. Otro amigo de Oscar, el pintor Jimmy Whistler, se encargó de conseguir sillas estilo Chippendale laqueadas de blanco y de adornar el cielo raso del salón, drapeado de brocados sobre fondo blanco crema, con plumas de pavo real de diseño japonés. Oscar, por su parte, reservó para desahogo de su propio gusto orientalista la biblioteca fumoir, decorándola con armarios moriscos, alfombras persas y pinturas de autores célebres. Sólo en el dormitorio prevaleció la voluntad de Constance, quien rechazó todo capricho modernista e insistió en amueblarlo según la sólida tradición del siglo XIX, con el lecho nupcial entronado en mitad de la habitación, la cabecera acolchada de raso y cortinas en las sobrepuertas. Relativamente austero y poco adornado era también el escritorio de Oscar en la planta baja, con vista a la calle, donde la única concesión al lujo la constituían las puertas laqueadas de rojo y una copia en yeso del Hermes de Praxiteles. Tras la mudanza a la nueva casa de Tite Street, que se llevó a cabo el 1 de enero de 1885, el matrimonio Wilde comenzó a recibir gente. El té de las cinco se servía en su salón, donde Oscar aparecía vestido de kimono, mientras que Constance se presentaba ora con un manto de adornos de brocado, como una dogaresa veneciana, ora con un vaporoso vestido de seda ligera, como una pastorcilla de Arcadia, ora con peplos neoclásicos al estilo de Paulina Bonaparte. Cuando presentó a Constance en la corte, Oscar la obligó a llevar, en homenaje a la soberana, un vestido a la moda de hacía cincuenta años, cuando la reina subió al trono. «Qué bella es Constance, parece un retrato de Lawrence -dijo a un amigo cierta vez-. Ojalá pudiera sentirme celoso de ella...» «Pienso que Oscar no se casó con una mujer, sino con un maniquí -observó, en cambio, en otra ocasión una duquesa-. Es hermosa, no se puede negar, pero deberían darle la dirección de una buena modista.» En realidad, Oscar había pretendido quizá casarse con un cuadro. El matrimonio de Wilde atravesó un período inicial sin sombras. «Experimenté una gran felicidad durante los primeros dos años de matrimonio», confesaría Constance cuando esa felicidad ya se había acabado. Llena de afecto, tras las frustraciones emotivas que habían marcado su primera juventud, proyectó sobre Oscar la ternura y la devoción de una mujer que lo veía como un ídolo. «Estaré siempre enamorada de ti, en esta vida y en la otra», le decía cuando él regresaba a casa con un ramo de rosas o cuando le ceñía la muñeca con una pulsera de brillantes. Oscar, por lo menos hasta que Constance quedó encinta, le prodigó las mismas efusiones. Lo confirma el testimonio de lord Alfred Douglas: «Ciertamente, Oscar estuvo muy enamorado de Constance (como a menudo me decía) y su matrimonio fue una pura unión de amor. En la época en que lo conocí por primera vez, él la amaba mucho, aunque con frecuencia se impacientaba con ella y la descuidaba, y le afectaba, o fingía que lo hacía, la actitud de ligera desaprobación que ella asumía al dirigirse a él.» Es verdad que a continuación, quizá justamente a partir de su experiencia personal, Oscar acuñará acerca del matrimonio algunos de sus más atrevidos aforismos, como: «La única diferencia entre un capricho y una pasión que dura toda la vida es que el capricho dura un poco más» o «Deberíamos estar siempre enamorados, por ello no deberíamos casarnos jamás.» Constance tuvo su primer hijo, Cyril, el 5 de junio de 1885. Pasó apenas el tiempo para que se recuperara del primer nacimiento cuando diecisiete meses más tarde, el 13 de
noviembre de 1886, dio a luz al siguiente, bautizado con el nombre de Vyvyan. Oscar adoraba a su modo a los niños. Le gustaba mucho jugar con ellos, bromear y contar cuentos, porque en el fondo era más niño que ellos. Pero no era ciertamente el tipo de padre que los soportara cuando lloraban por las noches. Ante Frank Harris confesó que no podía tolerar la visión de su esposa encinta, porque la gravidez despojaba al cuerpo de su natural armonía. Parece que Constance dejó de ser para él un objeto de atracción sexual, si es que lo fue alguna vez, cuando sus formas ya no pudieron servir como modelo de la Venus de Milo. Pero en el enfriamiento de las relaciones con su mujer, acontecido tras el nacimiento de los dos hijos, el verdadero motivo determinante para Wilde lo constituyó su anomalía sexual, si bien contribuyeron otras razones, como la diferencia de temperamento y la incompatibilidad de ideas. En cierto momento se estableció entre marido y mujer una especie de pacto tácito, por el cual cada uno vivía su propia vida sin interferir en la del otro. «Ahora gozo de mucha libertad», escribirá Constance a una amiga unos años después de la boda. No fue quizás una pura hipocresía prolongar el vínculo oficial para evitar el escándalo de una separación pública. Con independencia de sus escapadas eróticas bastante frecuentes, Oscar vería siempre a Constance como el puerto seguro después de la tempestad, o sentiría la nostalgia lancinante de aquella serena vida doméstica que terminaría por destruir con sus propias manos. «La base justa para el matrimonio -dirá Wilde en una comedia- es la incomprensión recíproca.» Y en cuanto a la incomprensión, en especial tras el cese de sus relaciones sexuales, los dos cónyuges tenían de sobra. Cuando, poco después de la boda, un amigo le preguntó si se llevaba bien con su esposa en el plano de las ideas, Oscar respondió: «No habla nunca, y yo me pregunto siempre en qué pensará.» En realidad, con toda la admiración que sentía hacia el talento de su marido, Constance no creía compartir su despreocupación secular. Más que a un poeta consagrado a explotar nuevas fronteras, ella veía en Wilde al hombre destinado al panteón de los «eminentes victorianos». La cualidad principal de Constance era la bondad: pero una bondad un poco rígida y estrecha, que había tal vez inspirado a Oscar la cínica frase: «Mi mujer no es fea, sino algo peor: es buena.» Devota de la Iglesia anglicana, estaba muy unida al mundo de la parroquia y participaba en las actividades de beneficencia. Su religiosidad no estaba exenta de notas esotéricas, tanto que se inscribió en la Sociedad Teosófica de madame Blavatsky, cuyas teorías sobre la metempsicosis tenían mucho éxito en los círculos espiritualistas de Londres. Oscar, no obstante su atracción estética hacia la religión católica y un fondo supersticioso debido a sus orígenes celtas, era fundamentalmente un escéptico. Cuando Arthur Balfour, el futuro primer ministro, le preguntó cuál era su religion, respondió: «No creo tener ninguna. Soy un protestante irlandés.» ¿Qué fue en realidad Constance para Oscar? ¿Una esposa-escudo cínicamente utilizada como parachoques para sus despreocupadas aventuras? ¿O fue la mujer ideal, el arquetipo del eterno femenino, buscado y eludido durante toda la vida por un artista-niño incapaz de superar los umbrales de la adolescencia? El tipo de vínculo que estableció con ella, mezcla de sincera ternura y de remordimiento, de devoción y de encubierta hipocresía, se puede interpretar quizás a la luz de aquello que él mismo escribió en una de sus últimas comedias, Un marido ideal, que señala la compleja relación con su esposa. El fracaso de su vida conougal se explica aquí como la consecuencia del idealismo de Constance: Ella. ¡No, no hables! iNo digas nada! Tu voz despierta terribles recuerdos... recuerdos de cosas que me hicieron amarte... recuerdos de palabras que me hicieron enamorarme de ti... ¡Y cómo te adoré! Fuiste para mí algo fuera de cualquier vida común, una cosa pura, noble, honesta, sin mancha. El mundo me parecía más bello porque estabas tú, y la bondad, más real porque existías. Y ahora... ¡oh, cuando pienso que de un hombre como tú construí mi ideal! ¡El ideal de mi vida! El. Es ahí donde te engañaste, en eso consistió tu error. El error que todas las mujeres cometéis. ¿Por qué vosotras, mujeres, no podéis amarnos con todos nuestros defectos? ¿Por qué nos ponéis sobre monstruosos pedestales? Todos tenemos los pies de barro, los hombres y las mujeres... No es el perfecto, sino el imperfecto quien necesita amor. Y es cuando estamos heridos por nuestras propias manos, o por manos ajenas, cuando el amor debería venir a curarnos... si no, ¿para qué sirve el amor? Tú hiciste de mí tu falso ídolo, y yo no tenía el coraje de descender, de mostrarte mis heridas, de contarte mis debilidades. Tenía miedo de perder tu amor, como lo he perdido ahora... Mientras tanto, lejos de resolver sus problemas económicos, el matrimonio había creado otros nuevos. El nacimiento de los niños había traído nuevos gastos. Con un hombre de gustos menos excéntricos y de
manos menos pródigas, la pequeña renta fija de la cual gozaba Constance hubiera sido suficiente, por lo menos para asegurarles un mínimo de tranquilidad. Quizá para protegerse de los impuestos, Oscar prefería gastar el dinero antes incluso de ganarlo. Tras una intimación de pago por parte de la Oficina de Impuestos, escribió al inspector: «Desearía que sus avisos no fueran tan alarmantes y no contuvieran amenazas tan terribles. Una multa de cincuenta libras esterlinas parece un vestigio de las torturas medievales...» Pero las muestras de ingenio no anulaban las cuentas por pagar. «Debo confesar que, por naturaleza y por elección, soy en extremo indolente -dijo en cierta ocasión-. Para mí, la labor más apropiada para el hombre es el ocio cultivado.» A pesar de esta propensión al dolce far niente, Oscar, aun renunciando al compromiso de un trabajo rutinario, se vio constreñido a llevar un cierto ritmo productivo con una nutrida serie de colaboraciones periodísticas. Además, por entonces, contribuía también en parte a la manutención de su madre, a la cual estaba más apegado de lo que parecía, si bien la visitaba con menos frecuencia tras el deterioro de las relaciones con su hermano. «Siempre colaboré en su manutención y el solo pensar que habría podido sufrir privaciones me hacía infeliz», dirá luego. Lady Wilde seguía recibiendo gente en el salón iluminado por una única lámpara de resplandor rosado, con las paredes tapizadas con sus fotografías y las de Oscar, reinando alta y majestuosa junto a la chimenea, con sus peinados pasados de moda, toda envuelta en cintas y velos, cubierta de pedrería falsa, con el rostro empolvado para esconder los signos de la edad y la palidez poco natural. Pero los muebles eran pobres, el té estaba mal servido y las personas que concurrían pertenecían a una clase cada vez más decadente del ambiente literario y de la sociedad. En su desafío ante el mundo filisteo, no obstante, no fue ella menos que su hijo. «No me importa la respetabilidad -decía con orgullo-. No pronunciéis jamás esa palabra en mi casa. Sólo los comerciantes son gente respetable. Nosotros estamos por encima de la respetabilidad.» Obligada por las necesidades económicas, lady Wilde tuvo que vender los libros de su biblioteca cuando su hijo mayor, Willie, se dedicó al ocio, al libertinaje y al alcohol. Willie había sido cronista de sociedad del Daily Telegraph. Luego había intentado el gran negocio de su vida casándose con una rica viuda norteamericana, Frankie Leslie, ptopietaria de una cadena de periódicos. Pero la autoritaria señora Frankie pidió el divorcio en cuanto notó que su esposo era un hombre más dado a las aventuras eróticas que al trabajo. Entretanto, Oscar se vio obligado a volver a la ingrata actividad de orador itinerante. Cuando también esa precaria fuente de ganancias se agotó, comenzó a colaborar en periódicos y revistas con críticas y comentarios sobre exposiciones y espectáculos. Pero los pagos eran intermitentes. Le entró la obsesión del puesto fijo: pensó en entrar en el mundo de la educación como funcionario estatal. Se dirigió a Mahaffy, su antiguo preceptor, y también a un compañero de Oxford, George Curzon, entonces director de Instrucción Pública, pidiendo una recomendación para un cargo de inspector escolar. La solicitud, por suerte, no fue aceptada. La carrera de la enseñanza no era ciertamente la más indicada para quien a continuación dirá: «No quiero ser degradado al rango de quien proporciona informaciones útiles. Por lo demás, no se puede enseñar nada que valga la pena conocerse. Sólo quien es incapaz de aprender o de hacer nada se dedica a la enseñanza...» Finalmente, en abril de 1886, Oscar obtuvo la dirección de una revista para señoras, The Lady's World, y la mantuvo hasta 1889. El sueldo era modesto, pero suficiente para las exigencias familiares. El editor Thomas Wenis Reydy había pensado en él por su competencia en temas femeninos, pero quedó asombrado cuando Oscar reveló una genial intuición de verdadero periodista aconsejando una transformación radical del periódico. «La revista así como está me parece demasiado femenina -escribió al editor- y no se dirige lo suficiente a la mujer. Nadie mejor que yo se da cuenta del valor y de la importancia del Vestido en lo que atañe al buen gusto y a la buena salud, pero me parece que el campo del mundus mulieris, el campo de la simple sombrerería y de los oropeles, está ya ocupado de alguna manera por otras publicaciones, y que nosotros deberíamos adoptar una gama más amplia, por no decir un punto de vista más elevado, y no dedicarnos exclusivamente a lo que las mujeres se ponen, sino a lo que piensan y a lo que sienten...» Wilde proseguía afirmando que había que cambiar el título de la revista y el esnob Lady's World debía convertirse en el más democrático Woman's World, que habría de hacerse cargo de las «opiniones de las mujeres sobre cualquier tema de literatura, arte y vida moderna...» Aconsejaba, por último, dejar a la moda las páginas finales y dedicar las primeras a la literatura, las artes, los viajes y los estudios sociales». Este programa, además de demostrar cómo se había anticipado Wilde a los tiempos en el tema de la liberación femenina, explica el porqué gozaba de la amistad de tantas mujeres inteligentes. Se valió ampliamente de estas amistades y logró acaparar las firmas de escritoras populares de la época, como
Ouida y Marie Corelli, y de damas de la aristocracia, como lady Salisbury, la princesa de Schleswig-Holstein y la reina de Rumania, a quienes pidió que colaboraran con florilegios del pensamiento, páginas de diario, descripciones de castillos, confidencias de tocador y de alcoba. La revista aumentó en pocos meses la tirada y se impuso entre las mejores en su campo. Pero Wilde no soportaba la rutina y comenzó a escatimar su presencia en la redacción. El editor lo toleró durante un tiempo, pero finalmente, con todo su respeto por el nexo entre genio e irregularidades, consideró que Wilde brillaba más por sus ausencias que por su genio y lo despidió. Pocos meses después, la revista interrumpía sus publicaciones. Wilde, tras un primer período de entusiasmo, se había dado cuenta de que el trabajo fijo podía convertirse en una trampa. Como el matrimonio. 7. La máscara de la respetabilidad y la polémica antipuritana Desde 1884 hasta 1890, es decir, desde los treinta hasta los treinta y seis años, la existencia de Oscar no registra episodios relevantes. Como escritor alcanzó quizás el momento decisivo de su evolución intelectual, si es que no la cima de su etapa creativa. La intensa actividad periodística, que desarrolló con excepcional eficiencia y seriedad, a menudo también con un toque de fantasía original, le permitió robustecer y afinar su prosa, forjándose un estilo que anunciaba ya el juego chispeante de los diálogos de sus comedias. Los juicios expresivos acerca de las novedades literarias y artísticas eran estimulantes y casi siempre acertados, aunque con sus ideas carentes de prejuicios y sus frases impertinentes entraba con frecuencia en polémicas y no dejaba de ganarse enemigos. Una de sus batallas verbales más resonantes fue con James Whistler, un pintor de origen norteamericano que estaba entonces entre los representantes más prestigiosos de la vanguardia artística. Whistler, que tenía veinte años más que Wilde y que al gusto por el anticonformismo unía una susceptibilidad casi histérica, era tan celoso de sus propias ideas que silbaba como una víbora ante la menor sospecha de plagio. Habiendo descubierto, lo mismo que Wilde, que la publicidad es el alma del comercio, pero también del arte en la sociedad industrial, no ahorraba esfuerzos para atraer sobre sí la atención. La maldad de Whistler estaba a la altura de su ingenio; había escrito un ensayo cuyo título rezaba: El gentil arte de hacerse enemigos. Chismoso, maligno, pendenciero, polemizaba con todos por una cuestión de principios: con quienes no compartían sus ideas, pero también con quienes las aceptaban, pues los acusaba de haberse apropiado de ellas. Whistler había encontrado en Wilde alimento para su maledicencia. Pero el juego de los dardos envenenados no siempre se limitaba al campo intelectual. El pintor había atacado personalmente a Oscar con una carta enviada a un periódico en la que escribía: «¿Pero qué es lo que pretende, este Wilde, que se pasea con abrigos de piel de segunda mano, disfrazado como un arlequín? ¿Qué sabe del arte este payaso que se considera artista sólo porque come en nuestras mesas y roba de nuestras fuentes las peras más apetitosas para convertirlas en pompa de sus charlas de provincia?» Wilde le había respondido a tono: «Yo me apropio de lo que ya es mío. Si las ideas son en verdad originales, son también fecundas, y una vez publicadas se vuelven propiedad pública. Por lo demás, las únicas ideas totalmente originales que le oí expresar a Whistler se referían a su superioridad en relación con pintores más originales que él.» Y cuando Whistler lo acusó de tener sólo «el coraje de las opiniones ajenas», Oscar lo rebatió: «La enemistad de Whistler me hace honor. Nunca somos lo bastante difíciles en la elección de los propios enemigos. Elijo a mis amigos por su aspecto, a mis enemigos por su inteligencia.» Más allá de estas polémicas, en la primera fase de su actividad de escritor los intereses de Wilde oscilaron entre el ensayo literario y el apólogo narrativo, el panfleto polémico y la investigación erudita, el tratado de estética y el relato crítico. Las incertidumbres y las vaguedades de los primeros intentos literarios que emprendió, antes de hallar su vena más original y feliz, son quizás atribuibles a las contradicciones y ambivalencias que padecía para definirse como hombre en el ámbito de la sociedad. «Yo vivo en el East End de Londres -le dijo cierta vez una escritora sudafricana, Olive Schreiner-. No es una zona de moda; pero por lo menos allí la gente no lleva máscara.» Yo, en cambio, vivo en el West End -replicó Oscar- porque allí sí la llevan.»
Wilde, que con el matrimonio se había puesto ya una máscara de respetabilidad, había decidido renunciar a las extravagancias y a las excentricidades. El, que trabajaba en el escritorio que perteneció a Carlyle, quizá tenía las mejores intenciones de adecuarse al mito del escritor maestro y profeta. Pero lejos de afirmarse en la figura del héroe victoriano, terminó por marcar, aunque sólo fuera con la gracia desenfadada del prestidigitador, su decadencia y derrumbamiento. Como todavía no osaba comprometerse férreamente con la moral dominante, jugó en este período una especie de juego del escondite, disimulando su rebelión de fondo con el preciosismo formal y moderando su actitud polémica ante el mundo burgués y puritano con la exquisita paradoja y la desconcertante ironía. El espacio literario, carente de un objetivo de valor, se disipaba así en capricho y arabesco, decoración floral, delicada ironía. Más que la obra orgánica, «constructiva», mesurable incluso en términos cuantitativos como un buen logro, Wilde ofrecía al público una frágil quincallería de salón, hecha de porcelanas exóticas, miniaturas delicadas, extraños bijoux que rozaban ya el naciente gusto liberty. La fractura entre Arte y Vida, característica de toda la cultura decadente, escondía por debajo del exquisito refinamiento de las formas un nihilismo profundo, que provenía de los fines inciertos en el plano del compromiso existencial y social. En el caso de Wilde, esta tendencia estaba acentuada por una especie de mala conciencia que lo llevaba a servirse con ambigüedad de la obra escrita como si ésta fuera un escudo con el que debía esconder, y en parte revelar, la esfera de su vida privada, ostentando indirectamente sus pecados y sus vicios en el momento mismo en que trataba de ocultarlos. Pero todo esto es recordado cuando él mismo dice de su personaje Dorian Gray: «Cuáles hayan sido exactamente sus pecados, eso nadie lo sabe.» Su excelencia como conversador, testimoniada por personalidades como Bernard Berenson y Arthur Symons, George Moore y Henry James, había hecho de él un personaje de la escena mundana. Afirma Yeats, recordando su primer encuentro con él: «Nunca había escuchado a un hombre hablar con frases perfectas, como si las hubiese escrito todas fatigosamente durante la noche, y no obstante todas tan espontáneas... Noté, también, que la impresión de artificialidad, que creo que cualquier oyente de Wiide ha experimentado, provenía del giro perfecto de las frases y de la intencionalidad que lo posibilitaba... Podía saltar sin incongruencias de un imprevisto, rápido rayo de comicidad a una elaborada rêverie.» Llegado a cierto punto, sin embargo, Wilde sintió la necesidad de revelarse no sólo como el «señor de la palabra», sino asimismo como el «señor de la pluma». Tras los infelices resultados de los primeros intentos de asalto al teatro, se replegó al medio más humilde, pero ciertamente más útil, de las colaboraciones en diarios y revistas. Desarrolló, por lo tanto, su trabajo también en las más amplias formas de las monografías críticas, de los apólogos, ensayos, cuentos y retratos verdaderos o imaginarios. En aquella época, afirma Yeats, Oscar «había renunciado a los pantalones de terciopelo e incluso a los puños vueltos sobre las mangas para comenzar a vestir de forma muy correcta según la moda del momento». Y además: «Representaba siempre una comedia en todo y por todo diferente de la que había conocido en su infancia y en su primera juventud; y no cesaba de maravillarse, al abrir sus ojos cada mañana en su bella casa, recordando que el día anterior había cenado con una duquesa que se deleitaba con Flaubert y con Pater y leía a Homero en el original... Pienso, no obstante, que, por culpa de la sangre no del todo civilizada que corría por sus venas, no podía soportar el trabajo sedentario del arte creativo y así seguía siendo un hombre de acción, que exageraba, en pro del efecto inmediato, los trucos aprendidos de sus maestros... Pero debajo de la pechera latía aún el corazón del dandi atrevido y excéntrico, y se agazapaba la intolerancia del «diferente». Wilde se transformaba así en malabarista de ideas y prestidigitador del pensamiento, trasladando su disconformidad del campo del vestir y del gesto excéntrico al menos vistoso y desconcertante, pero en realidad más explosivo, de la refinada rebeldía intelectual. Su inmensa actividad de crítico de libros ocupó una amplia gama de temas, desde estudios sobre el Renacimiento hasta la historia de las puntillas, desde los poetas románticos ingleses hasta los antiguos filósofos chinos. En el mismo momento en que ascendía a su cátedra como maestro de arte y de vida, Wilde llevaba a sus extremas consecuencias la carga de inmoralidad inherente al movimiento estético. «Para mí -dirá a continuación-, la paradoja era en el pensamiento lo que la perversión en la esfera de las pasiones.» También en los perfiles biográficos y en las investigaciones eruditas, la actitud polémica ante la cultura oficial, cuyas bases erosionaba subrepticiamente, representaba la nota dominante y se disfrazaba en el intento de minar la sociedad desde su interior.
En La verdad de las máscaras (1885) resaltaba la importancia que Shakespeare atribuía a la forma de vestir de sus personajes. «El hombre es más sincero cuando se esconde tras una máscara», sostenía Wilde. Llevando al extremo el concepto, precisaba que el hombre no funda su propia conducta sobre principios éticos inmutables, sino sobre modelos de comportamiento filtrados a través de la pantalla del arte. Defiende hasta el absurdo la tesis de la autonomía del arte con respecto a la moral, justificando los más feroces delitos en nombre de la elegancia del dandi. En la obra Pluma, pincel y veneno (1889), biografía del escritor, falsario y homicida Thomas Wainewright, aludiendo a la doble vida del protagonista, afirma: «Estos disfraces fueron las máscaras grotescas bajo las cuales prefirió esconder su seriedad o revelar su ligereza... Una máscara que dice más que un rostro. Estos disimulos intensificaron su personalidad.» En la pose del esteta que ostentaba desprecio por el código de la moral común, se podía ya entrever una velada apología de su vicio secreto: «El hecho de que un hombre sea un envenenador no prueba nada contra su prosa, aun cuando haya que admitir que la obra literaria de Wainewright no logra justificar su reputación. Pero sólo los filisteos buscan valorar una personalidad con la vulgar medida de la producción. Este joven dandi intentó ser alguien, antes que hacer algo. Reconoció que la vida misma es un arte y tiene sus modas estilísticas no menos que el resto de las artes que tratan de expresarla.» La intención de Wilde de suscitar un halo de satanismo literario a su alrededor quedó más a la vista en ese elegante desafío que es El retrato de Mr. W. H. (1889). En este «relato crítico» se burla de la opinión oficial según la cual los sonetos de Shakespeare habían sido inspirados por el amor de una mujer. Wilde sostiene que el objeto de la pasión de Shakespeare había sido, en cambio, un caprichoso actor adolescente, Walter Hughes, de humilde cuna pero de excepcional belleza, que en los dramas isabelinos interpretaba papeles de mujer. Para dar a su tesis un sabor de autenticidad, hizo que su amigo el grabador Charles Ricketts hiciera, para la cubierta del libro, un falso retrato del hipotético actor, a la manera de François Clouet. Es difícil decir si la desconcertante publicación nació en realidad de la reputación de Shakespeare, pero lo cierto es que no contribuyó a mejorar la de Wilde. La sociedad victoriana no podía perdonarle el mal gusto de presentar, en forma de picante curiosidad para el gran público, una conjetura heterodoxa, por demás intolerable incluso como investigación académica de especialistas. La obra ensayística de Wilde, en este período, refleja la compañía de jóvenes intelectuales, en su mayoría estudiantes de Oxford y Cambridge, de los cuales comenzó a rodearse tras renunciar a Constance como compañera espiritual, plasmada según su ideal de esteta. Estrecha un vínculo duradero sobre todo con Robert Baldwin Ross, destinado a ser su amigo más fiel, además de discípulo cercano, a lo largo de toda su vida, y aún más allá en tanto albacea testamentario de todas sus obras. Y en especial de las animadas conversaciones con Ross, oyente atento y receptivo pero también estimulante interlocutor, nacerán algunos de sus ensayos críticos más significativos de aquellos años. Nacido en Tours el 25 de mayo de 1869, de origen canadiense, Robert Ross se había criado en Inglaterra. Hijo del procurador general del Alto Canadá, quedó huérfano de padre cuando niño y vivió siempre con su madre. Tenía diecisiete años cuando, en 1886, conoció a Oscar, no se sabe bien si en el curso de una conferencia o en un local equívoco. Delgado y de aspecto agradable, dotado de una sensibilidad y de una inteligencia poco comunes, impresionó a Wilde por su buena disposición y gentileza de maneras, más que por atracción física. Ross, matriculado en el primer año de la Universidad de Cambridge como estudiante de historia, no logró terminar los estudios, porque abandonó la institución tras una pulmonía que contrajo cuando sus compañeros lo arrojaron a una fuente como burla por sus modales afeminados. Parece que el primer encuentro con Wilde estuvo marcado por la intimidad, pues más adelante se jactará de haber sido «la primera flor» tomada por Oscar en el jardín de Eros. El vínculo erótico inicial fue, no obstante, sublimado pronto y se trocó en pura amistad platónica o, mejor dicho, en relación entre maestro y discípulo. Wilde, en realidad, establecerá con él una hermandad juguetonamente afectuosa, considerándolo un confidente privilegiado de sus proyectos de trabajo y de sus aventuras vitales. Se tratará entonces, por lo menos en lo que atañe a Wilde, de una amistad, si bien íntima, de tonos ligeros y razonables, cultivada no sin cálculo e ironía. Si bien de similares tendencias que Wilde, el tímido y retraído Ross practicaba un tipo de homosexualidad discreta y «respetable», que trataba de salvar las apariencias. No quería «encabritar a los caballos» y habría deseado que también Oscar se comportara de ese modo. Ross logrará así atravesar sin sacudidas la época victoriana y los dos decenios siguientes. Abrirá una galería de arte y, ya afirmado como crítico y experto en pintura, desempeñará desde 1912 hasta 1914 el cargo de asesor para tasar cuadros en la Cámara de
Comercio de Londres. Pero las dificultades del proceso que habría de iniciar Douglas en su contra, a pesar de que fue resuelto a su favor, dejarán al descubierto su fibra delicada, tanto que morirá de un infarto pocos años más tarde, el 5 de diciembre de 1918. Robert Ross abandonó definitivamente Cambridge en 1889 para establecerse en Londres con su madre. Comenzaba a colaborar en los periódicos con críticas de arte y por un tiempo fue redactor del Morning Post. Fue en este período cuando Wilde empezó a invitarlo cada vez más seguido a su casa, en Tite Street, donde se quedaba para almorzar y en ocasiones pasaba tardes enteras junto a él, fumando cigarrillos egipcios y charlando de arte y de literatura. Estas conversaciones fueron probablemente la primera matriz de los dos ensayos literarios más comprometidos escritos por Wilde en esta época, cuya audacia intelectual, aunque apoyada en la paradoja, mantenía un tono de sostenida seriedad, evitando caer en la provocación como fin en sí misma. La decadencia de la mentira y El crítico como artista, aparecieron luego en 1891 reunidos bajo el título de Intentions. También aqui Wilde exponía, con una serie de aforismos desconcertantes, su teoría de la indiferencia del artista por todo principio moral y social. Pero el aspecto más interesante, desde el punto de vista de cómo se reflejó después en la vida de Wilde, era el espíritu de superioridad y de rebeldía que manifestaba en relación con la llamada mentalidad «filistea», un término acuñado por Matthew Arnold, que, no obstante, era uno de los pilares de la moralidad victoriana, con el que se indicaba la vulgaridad del burgués medio, «enemigo de la luz» y sordo ante el mensaje de la poesía. El verdadero arte, sostenía Wilde, no es más que una deliciosa mentira, y adquiere su verdadera esencia mientras deje de imitar la naturaleza o de pretender influir en la vida. «La vida imita al Arte más de lo que el Arte imita a la vida...», escribía. «El Arte es nuestra ardiente protesta, nuestro generoso intento de enseñar a la vida que debe permanecer en lo que constituye su lugar...» Situando al Arte no sólo por encima de la vida sino erigiéndolo como modelo platónico de comportamiento, Wilde hacía más que exonerar al artista de cualquier deber didáctico o compromiso edificante en relación con el público, sugería directamente que el Artista en tanto tal tenía derecho a una especie de franquicia moral. Escribía: «Lo que se define como pecado es un elemento esencial del progreso...: sin él el mundo se estancaría, o envejecería, o perdería su color. El pecado acrecienta la experiencia de la raza. Gracias a su intensa afirmación de individualidad, nos salva de la monotonía de los estereotipos. En su repudio de las nociones corrientes de moral, se identifica con la ética más elevada.» Presentados en el marco de elegantes salones de moda, en forma de diálogos entre dos dandis lánguidos y refinados, a los cuales en uno de los ensayos Wilde bautizó graciosamente con el nombre de sus dos hijos, Cyril y Vyvyan, estos «breviarios de estética» tenían toda la picardía jocosa e impertinente de los divertissements intelectuales y la espontaneidad del lenguaje hablado, y en este sentido constituyeron quizás el primer bosquejo para la elaboración de las comedias. Era la vía abierta al éxito: pero era también, en ciernes, terreno minado. La obra que suscitó mayor perplejidad en los ambientes conservadores de Londres, y que contribuyó no poco a enajenarle las simpatías del mundo aristócrata, que hasta entonces lo había mimado y protegido, fue, sin embargo, el ensayo El alma del hombre bajo el socialismo (1891). Wilde no era socialista: en su narcisismo de dandi educado con las páginas conservadoras de Disraeli, no era muy sensible a las llamadas de emancipación de las masas. Pero era irlandés, y había heredado de su madre el gusto por el gesto revolucionario. Su primer drama, Vera, se inspiraba en los terroristas rusos. Más tarde había pagado la fianza para que se concediese libertad provisional al anarquista John Barlas, que había disparado con un fusil contra la Cámara de los Comunes. Y en 1886, como único literato inglés, había aceptado firmar, a instancias de G. B. Shaw, una petición en favor de los anarquistas Sacco y Vanzetti, condenados en Massachusetts. El ensayo sobre el socialismo acentuó, no obstante, el conflicto de Wilde con la sociedad conservadora, porque sobre su fama de despreocupado viveur arrojaba ahora la sospecha de revolucionario subversivo. A pesar de polemizar con el igualitarismo socialista, cuyo peligro de involuoción hacia el totalitarismo de Estado ya denunciaba, no escondía en absoluto sus simpatías por una especie de utopía comunitaria que presuponía la abolición de la propiedad privada. Además, ponía en tela de juicio la perpetuación de los privilegios de clase. «Si el socialismo es autoritario, y si hay gobiernos armados de poder económico, así como los hay ahora armados de poder político; si, en una palabra, tenemos que habérnoslas con tiranías industriales, entonces el estado final del hombre será peor que antes», escribía casi proféticamente. Y
agregaba: «Es de deplorar que una parte de nuestra comunidad viva prácticamente en la esclavitud, pero proponer la resolución del problema esclavizando a toda la comunidad, eso es infantil.» Esta vez Oscar no parecía dejar a salvo a nadie, desde los socialistas hasta los conservadores, expresando sin pestañear verdades incontrovertibles pero incómodas e irritantes. «Hay una sola clase en la comunidad que piensa más en el dinero que nosotros, los ricos, y se trata de los pobres», observaba con punzante humorismo. Pero inmediatamente después invertía esta aparente concesión a la clase adinerada, afirmando al respecto con la calculada incongruencia de su estilo: «Los pobres son ingratos, de mal conformar, desobedientes y rebeldes. Y tienen razón para serlo: un hombre que no se sintiera infeliz en un ambiente como el que les toca vivir a los pobres y se adaptara a una forma tan baja de existencia sin protestar sería un perfecto bruto.» Su amargo mensaje político, no obstante la aristocrática desenvoltura y la ausencia de cualquier concesión a la mitología popular, no era el más adecuado para tranquilizar a los estratos más conservadores de la clase dirigente británica. «Dondequiera que haya un hombre que ejerza la autoridad, hay un hombre que resiste contra ella... -escribía-. Toda autoridad es degradante. Degrada a quien la ejerce y a aquel sobre quien se ejerce.» El establishment inglés no iba a tolerar este inconformismo subversivo en el terreno de sus más celosamente apreciados privilegios de clase. Muchos lores y magnates de la industria tomaron nota de la «traición» de Oscar Wilde. Y esperaron el momento oportuno para vengarse. *8. Entre el sueño y el tormento: de los cuentos a Dorian Gray «La falta de sinceridad -asevera un aforismo de Wilde- no es más que una manera de multiplicar los aspectos de nuestra personalidad.» En una carta a su joven admirador Philip Houghton, explicaba las razones que lo llevaban a disfrazarse ante el público para ocultar su verdadera identidad: «Para el mundo yo parezco, a propósito, tan sólo un diletante y un dandi: no es de sabios mostrar al mundo el propio corazón. Pero, al igual que la seriedad en los modales y el disfraz de bufón, la «locura», en sus exquisitas formas de ligereza e indiferencia y descuido, es el manto del hombre sabio. En una época vulgar como ésta todos necesitamos de las máscaras.» Sin embargo aun antes de que Wilde adoptara una posición de antagonismo consciente en relación con la sociedad de su tiempo, se sentía ya inclinado a cortejar la perdición, debido a su mismo temperamento céltico soñador y visionario que proyectaba la felicidad, más allá de toda forma reconocida de conducta moral, en la dimensión encantada del romance. El amor tomado como romance, es decir, como fuga a los «paraísos artificiales» del sueño, evasión hacia lo maravilloso y lo excéntrico y abandono a una mágica ebriedad, incompatible con la realidad de la vida, era un rasgo innato de su carácter, inherente a su tierra de origen e independiente de sus tendencias particulares: un dato primario de sensibilidad que las sucesivas experiencias humanas y culturales no harán más que acentuar, por encima de todo satanismo estético sintonizado en la longitud de onda del decadentismo francés. En la atmósfera del romance se pueden encasillar justamente la mayor parte de las breves relaciones sentimentales que Oscar sostuvo con jóvenes antes del decisivo encuentro con Douglas. Se trataba de relaciones desarrolladas en el tono ligero y frívolo de la coquetería, de la insinuante adulación y del juguetón requiebro galante. Sobre todo, Oscar evitaba las complicaciones de la amistad, ateniéndose a su propia máxima acerca de que «la amistad es más trágica que el amor porque es más duradera». Resulta significativo en este sentido el idilio vivido, apenas año y medio después de su matrimonio, con un estudiante de Cambridge de veintiún años: Henry Currie Marillier, que antes de matricularse en Cambridge había estudiado en el Christ's Hospital de Londres (un centro cuyos estudiantes vestían como uniforme una chaqueta azul) y que desde 1875 hasta 1884 había vivido en el número 13 de Salisbury Street, en el mismo inmueble donde Wilde se estableció por cierto tiempo. Marillier se licenciará como ingeniero agrónomo, se encargará de una edición de los primeros dibujos de Beardsley y se afirmará como crítico de arte y experto en tapices. A comienzos de noviembre de 1885, cuando se hallaba todavía ocupado con su gira de conferencias por Inglaterra, Oscar recibió una carta de Marillier en la que éste le recordaba que había sido su criado cuando tenía sólo quince años, en la época en que también él vivía con Frank Miles en el Strand. En nombre del viejo vínculo, lo invitaba a visitarlo. La respuesta de Oscar revelaba, si bien en tono burlón, un despertar de sentimientos escondidos: «Guardo un vívido recuerdo del muchacho inteligente y entusiasta de la chaqueta
azul, que me servía el café en Salisbury Street, y me alegra descubrir que es devoto de las Musas: aunque no creo que estés flirteando con las nueve al mismo tiempo. ¿A cuál amas de verdad? Acerca de mi visita, eres tú quien debe venir a mi casa, cuando pases por la ciudad, y hablaremos de poetas y beberemos a la salud de Keats.» Dos días más tarde, el 5 de noviembre, Marillier llegó a Londres, pero no pudo pasar más de una hora con Wilde, porque éste tuvo que partir con urgencia hacia Newcastle-on-Fyne, para dar una conferencia. No obstante, debió de tratarse de una hora muy intensa y deliciosamente romántica, por cuanto tres días después, el 8 de noviembre, Wilde escribía a su joven amigo: «Henry, ¿por qué me convenciste de tomar el tren? Me habría gustado ir contigo a la National Gallery y ver al pálido y malvado rey de Velázquez, al Baco de Tiziano con las panteras de terciopelo y ese extraño paraíso de Fra Angelico, donde todos parecen hechos de púrpura y de fuego, y que, sin embargo, me parece escéptico: todos difuntos y decorativos. Me pregunto si será verdaderamente así, pero me lo pregunto sin que me importe demasiado. Je trouve la terre aussi belle que le ciel; et le corps aussi beau que l'ame. Si tuviese que resucitar, me gustaría ser como una flor: nada de alma, sino perfectamente bella. Tal vez por mis pecados seré transformado en un geranio rojo. ¿Y tu trabajo sobre Browning? Tienes que hablarme de él. En nuestro encuentro hubo también un toque de Browning: intensa curiosidad, maravilla, dicha... Desearía que estuvieras aquí, Henry. Pero en las vacaciones tendrás que venir a visitarme con frecuencia, y hablaremos de poetas, ¡y olvidaremos Piccadilly! Nunca aprendí nada de quien no fuera más joven que yo, y tú eres de una juventud infinita.» Dos semanas más tarde, tras haber viajado a Cambridge para ver a Marillier, le escribió una larga carta: «¿No parece todo un sueño, Henry? Ah, ¿qué cosa no es un sueño? Para mí son, en cierto modo, recuerdos de música. Recuerdo jóvenes rostros inteligentes, y grises recortes neblinosos, formas griegas transitando por los claustros góticos, la vida que juega con las ruinas, y lo que más amo en el mundo: Poesía y Paradoja danzando juntas...» En otra misiva, escrita tres meses después desde Escocia, se podía advertir, en cambio, el tono de un idilio ya destinado a acabar, como si Oscar se hubiera percatado de que el mundo encantado de la aventura y del romance era sólo una ilusión destinada a chocar contra el muro implacable de la realidad. «Tu carta me llegó -escribía- como un tema musical impulsado por el viento de un país remoto. También tú posees el amor de las cosas imposibles -l'amour de l'impossible (¿cómo lo llaman los franceses?)- y a veces hallarás, así como yo lo he hecho, que no existe cosa igual a la experiencia romántica; hay recuerdos románticos, y está el deseo del romance, nada más. Nuestros momentos de éxtasis más encendidos no son más que sombras de lo que experimentamos en otro sitio o de lo que anhelamos experimentar algún día. Así me parece a mí, por lo menos... Hay un lugar desconocido, lleno de flores extrañas y perfumes sutiles, un país donde la dicha de todas las dichas es el sueño, un país donde las cosas son perfectas y venenosas...» Jóvenes estudiantes, actores, artistas, aspirantes a poetas y escritores se disputaban los favores de Wilde (que, no obstante, no desdeñará los fortuitos encuentros callejeros). Su fama de brillante polemista y de prosista exquisito comenzaba a difundirse en los ambientes intelectuales de vanguardia. Su casa en Tite Street se estaba convirtiendo en punto de atracción para los jóvenes artistas que pululaban en Londres y en las dos universidades más prestigiosas de Inglaterra, tanto que Wilde en un momento la bautizó como la «Academia de Chelsea». Un joven poeta de excepcional belleza, no carente de talento pero sí de escrúpulos, entró en la vida de Oscar por esta época: John Grey. Hijo de un pobre artesano, Grey había logrado abrirse camino en los ambientes literarios y mundanos de Londres gracias a sus poesías y cuentos de gusto decadente y a sus contactos con personajes notables por su nombre y su dinero. Wilde, que no fue insensible a los encantos del joven, fue su amante durante un tiempo. Además de introducirlo en el círculo de la alta sociedad, se interesó por hacer publicar su primer libro de poesías, Silver Points, que pagó él mismo y que apareció en 1893 con ilustraciones de Ricketts. Más tarde Grey se fue a vivir con un rico homosexual judío de origen ruso, André Raffaelovich, que había transformado su fastuosa mansión de Londres en un núcleo mundano de encuentros y al que Oscar definió con una frase mordaz: «Vino a Londres para abrir un salón literario y en su lugar abrió un saloon.» El pasado no impedirá que Grey se convierta al catolicismo y que se ordene sacerdote. En 1901 se mudará a Edimburgo, donde Raffaelovich le hará construir expresamente una iglesia, para que se dedique al cuidado de las almas. La literatura no se olvidó de John Grey. Es más que probable, en efecto, que Wilde se acordara de él para el título de su novela: El retrato de Dorian Gray.
Otros dos jóvenes con quienes mantuvo cierta familiaridad, en especial a finales de la década de 1880, fueron Charles Ricketts y Charles Shannon, ilustrador el primero y pintor el segundo, a quienes visitaba con frecuencia en el estudio donde trabajaban y vivían juntos. Por lo menos en este caso, se trató de una amistad estrictamente «artística» aunque cimentada en la complicidad del mundo gay. Ricketts y Shannon (quienes, entre otras cosas, dirigían una pequeña revista de vanguardia, The Dial) se encargaron de las ilustraciones y decoraciones de la mayor parte de las obras de Wilde publicadas en tomos, desde los ensayos críticos hasta los cuentos, las fábulas y las comedias. El refinado preciosismo de las ilustraciones de Ricketts y Shannon se correspondía con el exquisito decorativismo de los escritos, en especial los narrativos, de Wilde. No obstante, más allá del mero pretexto ornamental, de la sotie y del divertissement como fines en sí mismos, se puede colegir en sus escritos creativos de este período, es decir, en los cuentos y fábulas, el reflejo de un sutil malestar interior, ligado al desdoblamiento entre su vida pública y su vida privada. Wilde expresa, aquí más que en cualquier otra parte, la tendencia a refugiarse en un mundo onírico y surrealista que opone a la obsesión de lo cotidiano no sólo como alternativa, sino casi como construcción de un arquetipo a partir del cual modelar subjetivamente la existencia, dirigiéndola hacia la condición misma del sueño y del delirio. Libre de los intentos de provocación polémica, revela, en los cuentos y en las fábulas, las dudas, las angustias y las esperanzas secretas de un alma lacerada y dividida que se pregunta acerca de su conducta en la vida. El concomitante sentimiento de culpa queda apenas rescatado por la escéptica sonrisa del esteta que trata de resolver sus inquietudes en una irisada chanza. «Si el arte es un espejo, mirémonos en él para ver una máscara», dice otra máxima de Wilde. Y en este sentido la obra narrativa de este período se coloca, a pesar de la máscara de esnobismo mundano, en la misma dimensión que el romance en que se mueven sus transgresoras experiencias sentimentales. También los cuentos, no menos que los ensayos críticos, nacieron de las conversaciones con los amigos. Las fábulas, en cambio, fueron el fruto de las historias que inventaba para divertir a sus hijos Cyril y Vyvyan, pues ésta era la única manera en que, como artista, estaba en condiciones de contribuir a su educación y quizás era asimismo el único contacto verdadero que como padre lograba establecer con ellos. El motivo de la doble vida, amenazada por el presagio de un castigo posible, aunque desdramatizado en clave de juego y de humor, predomina en la serie de cuentos que escribio después de 1886 para diferentes revistas y que publicó luego en un libro en julio de 1891. Cuando escribió estos cuentos había superado hacía poco los treinta años de edad y era la primera vez que, por lo menos en prosa, se afirmaba con obras de pura fantasía. Pero el brío efervescente que lograba inyectar en las páginas con su despliegue de humor escéptico e irónico iba acompañado por una especie de oscuro malestar, casi de supersticioso terror, frente a las consecuencias de su vida extravagante. La obsesión de la desviación sexual, tomada como oculta infracción incriminable, se transparenta en las líneas de El crimen de Lord Arthur Savile (1887), que describe los grotescos intentos del protagonista por liberarse de la predicción de un quiromante, según la cual estaba destinado a mancharse con un cruel asesinato. Resulta significativa la actitud de Wilde ante la práctica del amor «diferente», reflejada en el comportamiento de lord Savile, que no se preocupa tanto por evitar el «delito», sino que estudia más bien las formas de huir de sus consecuencias penales, llevándolo a cabo de manera que no se descubra. Pero el temor a ser desenmascarado permanece: «Tal vez un día su nombre habría de aparecer como signo de oprobio a las puertas de Londres» -escribía, con profética lucidez, sobre su personaje. Las inquietudes por la indulgencia ante una forma de gratificación erótica desaprobada por la opinión pública se desprenden también de otro cuento: El fantasma de Canterville (1887), donde se lee asimismo el remordimiento por su actitud en lo que atañe a Constance. El fantasma de Canterville refleja ese remordimiento en la maldición ancestral que golpea al señor de un antiguo castillo por la crueldad demostrada hacia su mujer, asesinada en un rapto de violencia. El hilarante humorismo con que desmitifica el halo supersticioso y demoníaco ligado a la «culpa» del protagonista contiene una crítica directa a la incriminación moral contra el «vicio» practicado por él, también envuelto en el horror de una infame leyenda. La conclusión se inspira, no obstante, en un optimismo patético y sentimental: el escritor imagina que el espíritu del fantasma de Canterville es redimido al fin gracias al generoso gesto oblativo de una jovencita que, venciendo los prejuicios corrientes, acepta compartir por una noche el tormento de su alma y así lo libera de la maldición.
También sus dos volúmenes de fábulas, publicadas más tarde con el título de El príncipe feliz y otros cuentos (1888) y La casa de los granados (1891), inspiradas en parte en el folklore irlandés, revelan una fuente autobiográfica, en tanto que expresión de un fondo emotivo infantil nunca desarrollado por completo. La «diferencia» de Wilde, lejos de volverse el pretexto para una ácida crítica contra los «ídolos de la tribu», como sucederá indirectamente con sus comedias, es sufrida aquí como la dolorosa conciencia de una anomalía irreversible, apenas sublimada por la idea del sacrificio sin recompensa, y destinada a desembocar en un canto de soledad y de muerte. Lo dicho aparece especialmente en el cuento El pescador y su alma, donde la evocación de una pasión extraña y tormentosa, cuya satisfacción supone el alejamiento del protagonista de su propia alma, refleja la laceración interior de Wilde, impotente para conciliar los impulsos de Eros con su personalidad socialmente integrada. Asimismo, la fábula El cumpleaños de la infanta (donde describe la amarga desilusión de un enanito que, al descubrir que es un monstruo, se da cuenta de que sólo constituye para la princesa un objeto de cruel curiosidad) puede leerse como metáfora de la condición del artista en una sociedad que lo acepta sólo como objeto de burla y de escarnio. En otros cuentos, como El hijo de las estrellas y El mortero mágico, el acento parece desplazarse, en cambio, hacia una especie de autocrítica por el pecado de arrogancia y presunción que Wilde reconoce haber cometido desde la cúspide de su «espléndido aislamiento» de apóstol ignorado de lo Bello, además de original apologeta del Vicio. Frente a la crítica que establecía que sus fábulas eran demasiado audaces y profundas como lectura para la infancia, Wilde respondió que no las había escrito sólo para niños, sino para todo el público inglés. Lo cual era verdad en cierto sentido. Pero era una verdad mayor que las había escrito sobre todo para sí. El tema más comprometido en lo tocante a la sociedad victoriana lo confiaría a la novela que concluía su primer período como escritor de ficción: El retrato de Dorian Gray. Esta obra, en efecto, no sólo está cargada de experiencias autobiográficas profundamente sufridas, sino que también es densa en premoniciones sobre el futuro de Oscar Wilde, tanto como para constituirse en el paradigma mismo de su destino llevado a la escena del arte. La novela, que había abierto a Wilde el camino de la fama, nació casi por casualidad. Afirma el autor: «Dorian Gray es el resultado de una apuesta: la escribí en pocos días porque un amigo mío sostenía que yo no sabía escribir novelas.» A comienzos de 1890, el editor norteamericano Lippincott había llegado a Londres en busca de nuevos colaboradores para la revista mensual que llevaba su mismo nombre, el Lippincott's Monthly Magazine. Había invitado a comer a Oscar Wilde y a Conan Doyle para acordar la redacción de dos novelas cortas y publicarlas en su periódico. Nacían así dos de los personajes típicos, y casi espectacularmente opuestos, de la Inglaterra victoriana tardía: el dandi refinado que cultiva vicios exquisitos en la penumbra de los salones aristocráticos, y el detective que persigue delincuentes entre los tenebrosos callejones de Londres para entregarlos a la justicia. La novela, en su más reducida presentación original, vio la luz por vez primera en el Lippincott's Magazine, el 20 de junio de 1890. Diez meses más tarde, en abril de 1891 fue publicada en forma de libro por la editorial Ward Lock & Co., con el agregado de seis capítulos, que Wilde añadió para dar más cuerpo a la trama y para hacer menos explícita la escabrosidad del argumento. Sin embargo, un prefacio suyo más bien provocativo, repetía su tesis acerca de la autonomía del arte con respecto a la moral. Parece ser que la inspiración para la novela surgió en 1884, durante la época en que convivía aún con Frank Miles. Al entrar en el estudio de un amigo pintor, Basil Ward, había visto a un joven de extraordinaria belleza que posaba para un retrato. Permaneció largo tiempo observándolo. Cuando el joven salió, Oscar no pudo evitar exclamar: «¡Qué pena que una criatura tan encantadora tenga que envejecer un día!» Ward, que compartía sus gustos, se mostró de acuerdo, y agregó en broma: «Es cierto. Sería mejor que el muchacho quedara siempre así, y que el cuadro envejeciera y se afeara en su lugar.» En la novela, el joven y fascinante protagonista puede abandonarse con impunidad a una vida de desenfrenado libertinaje porque, gracias a un sortilegio, aparecen sobre la tela, en lugar de sobre su rostro, los signos del tiempo transcurrido y la huella de sus vicios. Dorian cae cada vez más bajo y no duda en envilecer sus manos en un horrendo delito, asesinando en un rapto de cólera al artista que pintó la tela y obligando luego a un antiguo compañero de estudios a destruir el cuerpo bajo la amenaza de un odioso chantaje. Finalmente, para liberarse de la maldición del cuadro, lo
desgarra con una puñalada, pero tras esa acción muere, viejo y marchito, mientras que en la tela reaparecen sus rasgos juveniles. El retrato de Dorian Gray, que se remonta a la tradición del cuento gótico, es esencialmente una fábula que retoma el mito fáustico del pacto con el demonio y lo combina con la leyenda de Drácula. Pero aunque la idea central tenga una fuente fantástica, la acción se desarrolla en el marco, descrito con soberbio realismo, de la alta sociedad londinense y deja entrever los bajos fondos que son su siniestro contrapunto. El mundo del vicio está más sugerido que explicitado, pero el ambiente de aristocrática elegancia en que se sitúa no hace más que acentuar el tono de turbador erotismo. Definido por Wilde como «un ejercicio de arte decorativo» en realidad Dorian Gray apunta a una verdadera y propia confesión: es un «retrato de artista» no sólo como dandi y como esnob, sino también como libertino, en el cual el autor se mira en el espejo con una complacencia narcisista que raya en la provocación. No obstante, si por un lado la novela se presenta como un bordado guante de desafío contra la alta sociedad, por otro descubre los límites de su rebeldía antiburguesa y antipuritana. La impunidad de que goza Dorian en su búsqueda de voluptuosidad es sólo aparente. Aun si nada se aprecia en su perfil superficial de joven rico y fascinante, la pintura registra paso a paso la escalofriante metamorfosis del alma. La fresca sonrisa de los labios se convierte en cínica mueca, la chispa generosa de los ojos se empaña en una mirada fría y cruel y la noble expresión del rostro se descompone en una máscara de maldad y de corrupción, hasta que el cuadro se vuelve un terrible testimonio acusador de su proceso de autodestrucción. Hay un acento sincero de arrepentimiento, y casi un deseo de expiación que parece evocar su futura condena, en el anhelo de salvación y redención que se atribuye a Dorian Gray hacia el final de la obra: «¿Es que acaso un hombre no puede cambiar? Sintió que deseaba irracionalmente la inmaculada pureza de cuando era niño, su infancia rosa y blanca... Sabía que había ejercido una pérfida influencia sobre otros, que había experimentado una dicha tremenda al hacerlo; recordaba, entre las existencias más cercanas a la suya, las más bellas y más ricas en promesas, que había conducido a la infamia. ¿Era irremediable todo esto? ¿No había más esperanza para él?... ¡Una nueva vida! Eso quería. Eso esperaba. Sin duda ya la había iniciado... Claro, su deber era confesar, sufrir una vergüenza pública, cumplir una pública expiación. Había un Dios que pedía que los hombres revelaran a la tierra y al cielo sus pecados. Nada de lo que iba a hacer habría podido purificarlo hasta tanto no hubiera confesado su pecado.» Es necesario destacar otro aspecto de El retrato de Dorian Gray no menos relevante por lo que se refiere a la experiencia autobiográfica de Wilde: su actitud ambivalente en relación con la aristocracia inglesa, acerca de la cual la novela constituye al mismo tiempo una fascinada exaltación y una sátira sutilmente irrespetuosa. Dorian Gray no es sólo un joven bello e inteligente, sino también un aristócrata dotado de un vasto patrimonio y a quien los privilegios de clase mantienen al abrigo tanto de las más elementales necesidades de la vida como de las prohibiciones de la moral común y de los rigores de la ley. El verdadero talismán que le garantiza la impunidad en su cínica prosecución del placer no es el cuadro, sino el título que ostenta y la riqueza de la que dispone. Los clubes exclusivos, las carrozas con cuatro caballos, los palcos reservados, los restaurantes de lujo, las preciosas colecciones de cuadros en cuyo ámbito se mueven, en medio de una corte de criados y sirvientes, los personajes de la novela de Wilde se configuran así como la máscara que esconde el fondo de dureza y de egoísmo, de disolución y de cínica explotación de las clases inferiores; como la máscara de una clase dirigente llegada a la cumbre de la riqueza y del poder, pero ya afectada por los signos de una grave decadencia moral. El brusco paso de Dorian Gray del salón de una fiesta mundana a las sórdidas tabernas de los fumadores de hachís y a los abyectos dormitorios de los barrios bajos de Londres hace resaltar la estridente diferencia entre dos mundos sociales opuestos que conviven en la misma metrópoli. Y es por esta «otra» Londres por la cual el autor demuestra sentir una morbosa atracción: «El litigio obsceno, el infame tugurio, la violencia brutal del vicio y hasta la abyección de la gentuza estaban más vivos para él que todas las gracias del arte, que todos los sueños de la poesía...» El retrato de Dorian Gray tuvo una acogida controvertida. La novela suscitó en la prensa un coro casi unánime de condena moralista. El Daily Chronicle la definió como «un cuento teñido por la leprosa literatura de los decadentes franceses... un libro venenoso, cuya atmósfera rezuma los olores mefíticos de la putrefacción moral y espiritual». Punch, tras haber etiquetado al libro como «morboso, malsano, demoníaco», afirmaba que el protagonista poseía todos los vicios, aludiendo en particular a la práctica del «vicio» por excelencia, que entonces se consideraba tan horrible que no podía siquiera nombrarse. Aún más virulento era el Scots Observer, que si
bien reconocía ciertos méritos artísticos del libro, traía a colación el código penal, aludiendo al reciente «escándalo de Cleveland Street» en el cual se habían visto envueltos personajes poderosos por sus relaciones equívocas con un grupo de repartidores del telégrafo. «Este cuento -escribía el crítico anónimodonde se tratan temas adecuados para la Sección de Investigación Criminal, acarrea un grave descrédito tanto para el autor como para el editor. El señor Wilde tiene cerebro, y arte, y estilo, pero si puede escribir solamente para aristócratas tarados o para obreros pervertidos, sería mejor que se dedicara a los caballos, a la sastrería o a algún otro empleo decente y hallaría más beneficios para su reputación y para la moral pública.» Otros periódicos apuntaron contra Wilde el dedo del J'accuse, denunciaron su voluntad de «corromper las mentes juveniles», «hurgar en la basura», «revolver en los albañales», complacerse en los vicios más inmundos. Paradójicamente, lo exceptuaron de las críticas algunos diarios de orientación religiosa, católicos y protestantes. The Speaker no sólo alabó El retrato de Dorian Gray como una «seria y fascinante obra de arte», sino que lo definió como una «parábola ética», destinada a sacar a la luz las terribles consecuencias del pecado. Algunas figuras de primer plano se levantaron para defender el valor de la novela. Yeats afirmó que, no obstante sus defectos, el libro era «maravilloso». Mallarmé escribió a Wilde una carta de elogio incondicional. Walter Pater, si bien adelantó alguna reserva acerca de la interpretación por completo personal que Wilde había dado de su filosofía, captó el significado moral de la obra, más allá de su aparente «inmoralidad»: «Dorian, a pesar de que no representa un experimento logrado de visión epicúrea de la vida tomada como arte bello, es en sí una bella creación... La historia es una vívida y atentamente meditada representación de la corrupción de un alma, con una moral evidente e inconfundible, por cuanto demuestra que el vicio y el delito rebajan y embrutecen a los hombres...» Preocupado, no obstante, por las reacciones de «la gente bien», consciente de no ser del todo inocente de las intenciones escandalosas que se le atribuían, Wilde trató de subrayar el valor «edificante» de la novela, dejando de lado su valor artístico. Escribía a la St. Jame's Gazette: «El pobre público, advertido por una autoridad tan alta acerca de que este es un libro malvado, que un gobierno tory debería secuestrar o suprimir, sin duda correrá a leerlo, pero, oh desilusión, hallará que se trata de una historia con una moraleja. Y la moraleja es la siguiente: todo exceso, así como toda renuncia, lleva en sí mismo el propio castigo. El pintor Basil Hallward, que venera demasiado la belleza física como la mayor parte de los pintores, muere a manos de alguien en cuya alma ha creado una vanidad monstruosa y absurda. Dorian Gray, que ha llevado una vida de mera sensación y placer, trata de matar la conciencia, y en ese momento se mata a sí mismo. Lord Henry Wotton trata de ser simplemente un espectador de la vida. Y descubre que quien rehúye las batallas queda más profundamente herido que quien toma parte en ellas.» 9. El encuentro con Alfred Douglas y el éxito teatral Tras haber cosechado una notable fama como ensayista y narrador, Oscar Wilde estaba a punto de iniciar la carrera aún más fulgurante de dramaturgo, cuando Alfred Bruce Douglas, vástago de los marqueses de Queensberry, entró en su vida. Su primer encuentro, que se produjo por mediación de su amigo común Lionel Johnson, se caracterizó por un picante sabor a complicidad y seducción. La refinada excitación intelectual y la vanidad del esnobismo mundano se entremezclaban cuando Douglas se dirigió a Tite Street, junto con Johnson, para visitar a Wilde. Oscar quedó impresionado en el acto por la excepcional belleza de Douglas, cuyo flexible cuerpo de aire adolescente parecía encarnar el arquetipo del efebo clásico: tenía veintiún años, pero no aparentaba más de dieciséis. Además, fue conquistado por el resonante título nobiliario que confería a aquel muchacho de largas pestañas y de dulce sonrisa, tan extraña e imprevisiblemente descarado, un mágico halo de romance. No muy alto, con el cabello rubio dorado, los lánguidos ojos azules y las mejillas rosadas sobre la tez pálida, Alfred Douglas reunía toda la gracia lozana de la pubertad. Pero detrás de su apariencia inocente se podía adivinar, en su fisonomía, casi una sombra de malicia y de incipiente corrupción. Ante este «bello tenebroso» Wilde experimentó quizás el escalofrío de hallarse frente a la proyección viviente del personaje soñado en El retrato de Dorian Gray. La vida imitaba en verdad al arte, tal como él mismo había escrito, ¿o acaso más bien la superaba de continuo? Por su parte, también Douglas experimentó por Wilde una intensa atracción. «Fui a visitarlo -confesará en su Autobiografía- en el estado de ánimo del admirador ciego, cuyo entusiasmo literario, cercano al
infantilismo, llega casi a divinizar al objeto de su deslumbramiento. Era el hombre más maravilloso que hubiese conocido jamás y un conversador tan extraordinario que nunca he encontrado a nadie que se le asemejara, ni siquiera lejanamente. Conquistaba con su hechizo. Uno se sentaba y escuchaba embelesado... Irradiaba humor y profesaba el culto de las cosas bellas. Brillaba por encima de los hombres de genio y de quienes pretendían serlo...» Oscar era hombre de mundo ya bastante experimentado como para darse cuenta de que Alfred Douglas era una flor demasiado rara y exquisita para pretender tomarla con la desenvuelta ligereza con que había consumado otras aventuras. Asimismo, sintió que si lograba conquistar su afecto, el joven lord podría convertirse en algo así como su alma gemela, el compañero privilegiado de su misma vivencia artística. Por el momento, Wilde respetó las formas de la buena etiqueta. Antes de despedirse de Alfred Douglas, aquella velada, se apresuró a presentarlo a Constance, invitándolo a una cena más íntima en el Abermarle Club la noche siguiente, para profundizar su amistad. En este encuentro entre ambos, Oscar elogió sin reservas los versos de Alfred y jugó con el concepto de sus afinidades en cuanto a las tendencias sentimentales y a los gustos literarios. Exaltó la gracia de sus oportunas semejanzas no menos que el esplendor de su blasón, sentando las bases de una amistad exquisitamente «platónica». Cuando Douglas regresó a Oxford, Wilde inició con él un galante intercambio epistolar, sutilmente cifrado, en el cual la efusión sentimental se derramaba en elegantes circunloquios líricos y mitológicos, donde la alusión erótica adquiría el sabor de una turbia complicidad por estar precisamente envuelta en ese velado pudor. Tercer hijo del marqués de Queensberry, lord Alfred Douglas descendía de una de las más antiguas familias aristocráticas de Escocia, cuyos orígenes se remontaban al siglo IX. El árbol genealógico de los Douglas ocupaba treinta y dos páginas del Anuario de los Pares de Inglaterra. Contaba con guerreros y caudillos famosos, pero también con feroces tiranos feudales y desenfrenados libertinos. La leyenda romántica que rodeaba al apellido Douglas (que en escocés significa «agua profunda») estaba constelada de oscuros episodios de violencias y de locura. El abuelo de Alfred, que había sido íntimo amigo de Byron, se había suicidado debido a una manía persecutoria, mientras que el bisabuelo había sido plasmado por Thackeray, en la novela La feria de las vanidades, en la figura del marqués Steyne, un aristócrata disoluto y extravagante, dedicado a los juegos de azar. El padre de Alfred, octavo marqués de Queensberry, no era la excepción a la regla. Ateo militante y pendenciero, alternaba una vida de mujeriego impenitente con la práctica de los deportes más violentos, en especial del boxeo, cuyas reglas había establecido: las famosas Queensberry rules que todavía llevan su nombre. Había despilfarrado en pocos años más de la mitad de su ingente patrimonio de 800.000 libras esterlinas entre apuestas en carreras de caballos y gastos de manutención de sus amantes. Hacía cuatro años que Queensberry se hallaba oficialmente divorciado de su esposa lady Sybil. Hija de Alfred Montgomery y descendiente por vía materna de la casa de Rosebery, la marquesa de Queensberry pertenecía a la rama más intelectual y refinada de la nobleza británica. En sus tiempos había sido una belleza famosa y había brillado en la society más exclusiva de Londres. Tras haber soportado durante años las humillaciones de su marido, había llegado a la ruptura definitiva cuando éste le había ordenado de un día para otro que abandonara su mansión de Ascot porque quería organizar allí una orgía con unas prostitutas. Exasperada por las vejaciones y las infidelidades padecidas, lady Sybil se había vengado de su esposo fomentando en sus hijos, en especial en el tercero, el odio contra su padre. Alfred Douglas había crecido así en una atmósfera de conflictos familiares atravesada por el eco de escándalos y pleitos. Sus desequilibrios de carácter, las anómalas tendencias sexuales y la intolerancia por cualquier tipo de disciplina se vieron agravados, antes que corregidos, por sus experiencias en los colegios, de los cuales lo expulsaron no pocas veces. Wilde apostó sus cartas de sutil seducción a la vanidad literaria de Alfred Douglas, urdiendo en torno de ella sus elogios y recitando su papel de escritor afirmado que dirige su benévolo interés hacia el joven dotado, movido por una espontánea afinidad. La amistad entre ambos recibía mientras tanto el sello de la aprobación oficial, por parte de las autoridades académicas como del ambiente familiar. El rector de Oxford le dijo a lady Sybil que su hijo «podía considerarse afortunado por haber atraído la atención de una personalidad tan eminente». En realidad, Wilde desempeñó un papel importante en la formación intelectual de Douglas: extendió sus horizontes culturales en una dirección inconformista y fortaleció su espíritu rebelde al despertar la conciencia de su «diferencia».
La solidaridad intelectual, así como la compensación recíproca de las respectivas neurosis, constituyeron el verdadero cimiento psicológico de su unión más que el vínculo físico en sí mismo. También Auden confirma la hipótesis de que, en el plano estrictamente físico, la intimidad entre ambos fue menos estrecha de lo que pretende la leyenda que rodea su nombre: «La atracción de Wilde hacia Douglas no fue fundamentalmente de carácter sexual: si bien existió la relación carnal como tal, los encuentros fueron esporádicos y no muy satisfactorios. Douglas llevaba ya una vida promiscua cuando conoció a Wilde, y continuó así aun después; sin que éste demostrara celos por ello...» No obstante, para Oscar el lazo se perfilaba como una pasión total, integración entre posesión física y simbiosis intelectual. Para el joven Alfred, en cambio, el acercamiento estaba esencialmente inspirado por el interés: útil como instrumento para el propio placer y medio de lucha contra su padre. Así nació un equívoco que marcará el trágico fin de su relación. Mientras tanto, aparte del intercambio epistolar, existieron entre ellos otros encuentros y contactos. Oscar estaba casi seguro de haber conquistado el corazón del joven lord cuando, a principios de octubre, viajó a Oxford para visitarlo. Fue recibido con todos los honores por el decano del Magdalen College, el doctor Warren, y por su antiguo maestro Walter Pater, ante el cual se presentó en compañía de Douglas, para alardear de su ascenso social y de la influencia que ejercía en el mundo de los jóvenes. Pero advertía ya, tal vez, una latente amenaza de traición y de desencanto que flotaba en la inquietante y agorera atmósfera otoñal de Oxford, vista ahora como un espectro de juventud. Su vaga premonición se hizo realidad algo más tarde: de regreso en Londres, recibió una extraña carta en la cual Alfred le rogaba que lo liberara de la escabrosa situación en que se hallaba enredado a causa de un menor de edad, quien por un fingido galanteo se dejó atraer hasta su casa, con el aparente consentimiento de los padres. Estos, sorprendido Douglas en plena acción, hicieron estallar el escándalo y recurrieron enseguida al chantaje. Ante la petición de ayuda, Wilde intervino con habilidad y firmeza, acallando a los padres con cien libras de su propio bolsillo. El episodio contribuyó sin duda a reforzar la amistad entre ambos, creando un ambiguo secreto entre maestro y discípulo. Pero al mismo tiempo, como era inevitable, la desplazó al terreno de una relación no sólo cultural y espiritual, sino apoyada además en una turbia complicidad. Hasta ese momento, Douglas había correspondido a los deseos de Wilde con apenas algo más que una sonrisa cautivante y lisonjera. Y no obstante, ya se consideraba con derecho a pedir ayuda financiera y protección para satisfacer sus pequeños vicios. Mientras tanto Wilde se encaminaba con paso decidido hacia el clamoroso éxito como dramaturgo. George Alexander, que dirigía el St. James Theatre, le propuso que escribiera una comedia brillante, de ambiente moderno, que tuviera en cuenta los cánones comerciales de la época. Wilde logró completar el original, entre Londres y París, tras un año de difícil trabajo en el aislamiento de una casa de campo junto al lago Windermere. La comedia, que por su título, El abanico de lady Windermere, se inspiraba precisamente en la localidad vecina, llegó a manos de Alexander a principios de junio de 1891. El empresario se mostró tan entusiasmado que ofreció a Oscar un destajo de mil libras esterlinas. Pero éste no se dejó engañar y respondió: «Tengo tanta confianza en tu excelente juicio, querido Alex, que no puedo dejar de renunciar a tu generosa oferta.» La puesta en escena de la comedia le proporcionaría, en efecto, siete mil libras por derechos de autor. Elaborado según los ejemplos del teatro francés de moda, en especial de Pailleron, Sardou y Dumas hijo, El abanico de lady Windermere, que su autor definió como «una típica comedia moderna de salón con lámparas rosas», reunía todos los requisitos para el éxito. La trama, picante y no carente de suspense, y sin embargo lo bastante tradicional como para no escandalizar a nadie, se asociaba con la chispa de un diálogo vivaz y bullente de paradojas y aforismos, que revelaba en modo inconfundible el talento de Wilde. La trama era en realidad poco más que el pretexto para una rutilante explosión de respuestas ingeniosas y calembures con los cuales Oscar transformaba el espacio teatral en una especie de gran salón. El tema del adulterio se introduce con habilidad para hacer resaltar el triunfo final de la virtud, mientras la sombra de la culpa se proyecta hacia el pasado. Para vengarse de la presunta infidelidad de su marido, la bella joven protagonista, lady Windermere, está dispuesta a ceder a la tentación de entregarse a lord Darlington, que la corteja. La salva, no obstante, la providencial intervención de su madre, la señora Erlynne, ya en su momento implicada en el escándalo, que se compromete en lugar suyo. Las formas de la respetabilidad quedan por lo tanto intactas. Pero en la figura de Erlynne, la mujer de mundo que se rescata
de sus indiscreciones juveniles con un noble gesto de altruismo materno, Wilde insinúa la idea de que la inmoralidad no es irreconciliable con los buenos sentimientos y que, al fin y al cabo, puede perdonarse. Mientras esperaba a que Alexander montase El abanico de lady Windermere, hacia finales del otoño viajó a París, donde permaneció hasta ya adentrado el invierno. Debido a la fundamental ambigüedad de su carácter, tanto en el arte como en la vida, Wilde tendía a jugar con dos barajas. El desdoblamiento del escritor reflejaba la inquietud existencial del hombre incómodo en su papel de caballero intachable, que no obstante se veía obligado a interpretar en sociedad para esconder su secreto. Si el deseo de ascenso social y económico lo impulsaba a mostrarse distinto de lo que era, su conciencia no se adaptaba a esta conveniente ficción. Durante su estadía parisina, desde principios de noviembre de 1891 hasta mediados de enero de 1892, reanudó el contacto con esos jóvenes escritores que buscaban nuevas formas de expresión en un simbolismo decadente, dirigido a exaltar el valor absoluto de la palabra por encima del lenguaje común. La capital francesa lo atraía no sólo por sus costumbres mucho más libres que en Londres, sino también por la atmósfera intelectual más estimulante y acorde con su temperamento. Huésped del embajador inglés lord Edward Robert Bulwer-Litton, ex virrey de la India, quien compartía sus gustos particulares, Wilde podía pasar de la bohemia de los encuentros estudiantiles de Montmartre y el Barrio Latino a los salones aristocráticos y exclusivos del faubourg Saint Germain, como el de la baronesa Deslandes y el de la princesa rusa Urasov. No obstante, había en él un fondo puritano que no le permitía adentrarse por completo en esta desesperada identificación de arte y vida de los poetas malditos: era demasiado inglés, demasiado apegado a la imágen aristocrática del dandi. Más que con Verlaine, sentía que podía congeniar con los escritores como Gide y Pierre Lou_s, cuya pasión de los sentidos se veía atemperada por una auténtica inquietud espiritual o con los que, como Maeterlinck y Mallarmé, lograban sublimar las pulsiones eróticas en la alquimia casi escéptica de la palabra. Un día, en el estudio del pintor Jean Lorrain, tuvo ocasión de admirar una copia de la Salomé de Gustave Moreau, en que la princesa oriental aparece desnuda, cubierta sólo por sus joyas, mientras danza ante la cabeza del Bautista. Oscar trató de reflejar en un drama en verso el clima sensual y místico de aquel cuadro. Intentó varias veces ponerlo por escrito pero el tema lo tocaba demasiado de cerca. Comprendía que sólo encubriéndolo con un aura mística y surrealista sería capaz de objetivar la batalla emotiva que lo agitaba. Quizá la relación con el joven Alfred revelaba ahora algo oscuro, movilizado en el inconsciente, que después de la nueva experiencia amorosa adquiría evidencia dramática. La inspiración decisiva apareció una tarde en que, tras regresar a su hotel en la rue des Capucines, alentado ante la vista de un cuaderno en blanco, desarrolló la idea que se le había ocurrido durante el almuerzo con sus amigos. Escribió sin pausa hasta las once de la noche, luego decidió bajar a cenar algo en el Grand-Café, en la esquina del Boulevard y la rue Scribe. Sentía que se había acercado al corazón de la trama, pero que le faltaba aún cierto elemento. Se dirigió entonces al violinista Riso, que dirigía la orquesta gitana: «Estoy escribiendo un drama sobre una mujer que danza con sus pies desnudos sobre la sangre de un hombre al que amó y mandó asesinar. Pero no logro captar bien el espíritu de la situación. Toca alguna pieza que me ponga en ambiente...» El violinista comprendió en el acto: Wilde escuchó, se hundió en la atmósfera y tomó unas notas. Esa misma noche el original quedó listo. Escribió Salomé en francés porque aspiraba a crearse una fama internacional. Pero otros motivos, de carácter estético y personal, contribuyeron a la elección. La lengua extranjera le facilitaba, por el alejamiento del lenguaje común, gastado por el uso, el intento de devolver a la palabra todo su poder evocador de sugestión simbólica y casi sacra. En el drama, libremente inspirado en el episodio bíblico, la figura de Salomé se presenta sobre un telón fastuosamente oriental, bullente de lujuria y de sangre. Princesa disoluta y cruel, enamorada de Juan el Bautista, como venganza por haber sido desairada pide al rey Herodes la cabeza del profeta, cuya boca besa luego con voluptuosidad cuando un esclavo se la presenta cercenada en una bandeja de plata. La fijación casi obsesiva de la obra resalta la postura conflictiva en relación con el sexo. No obstante, si el personaje de Salomé encarnaba el sueño decadente de la belleza carnal, la austera figura de Jookaan era el antitético ideal religioso del artista visionario, mártir y profeta, que eleva su grito de condena contra una sociedad corrupta. Antes de publicar Salomé, en una edición francesa de seiscientos ejemplares, en enero de 1892, a cargo de la Librairie d'Art Indépendant, Wilde hizo revisar el texto a sus jóvenes amigos escritores de París. Alfred
Retté y Stuart Merrill hicieron algunas supresiones, mientras que Pierre Lou_s y Marcel Schwob se ocuparon de las correcciones lingüísticas. Wilde regresó luego a Londres para supervisar las pruebas de la otra comedia que Alexander estaba montando en el St. James Theatre, El abanico de lady Windermere, que se estrenó el 20 de febrero de 1892. El éxito superó las expectativas más optimistas. Al bajar el telón, el público requirió a gritos la presencia del autor. Oscar apareció jactanciosamente sobre el escenario con un cigarrillo encendido y un clavel verde en el ojal y apostrofó a los espectadores: «Señoras y señores, me he divertido inmensamente esta noche. Los actores nos han presentado una encantadora interpretación de una comedia deliciosa y el juicio de ustedes ha sido muy inteligente. Estoy satisfecho por el gran triunfo de nuestra representación, lo cual me convence de que ustedes opinan de ella por lo menos tan bien como yo.» El abanico se mantuvo en cartel veintitrés semanas hasta el 29 de julio y luego inició una gira provincial que duró diez semanas, desde el 22 de agosto hasta el 29 de octubre. Su éxito fue tan estrepitoso que, en el otoño, se representó de nuevo en Londres desde el 31 de octubre hasta el 30 de noviembre. Se calcula que al final de la temporada Wilde había recaudado 3.500 libras. Cortejado por las duquesas y apreciado por el establishment, había llegado a la cumbre del éxito y de la fama. El dinero fluía con un ritmo que nunca había conocido. Todo permitía pensar que la veta de oro recién descubierta seguiría dando sus frutos. Otro famoso empresario, Herbert Beerbohm Tree, le había pedido ya otra comedia. Pero la celebridad obtenida con una facilidad casi asombrosa, y además unida a una riqueza de lo más inesperada, comenzaba a subírsele a la cabeza a Wilde. Su natural sencillez se desvanecía en desconsiderados arrebatos de arrogancia que comenzaban a suscitar a su alrededor enconadas enemistades, alimentadas por la envidia de lo que muchos consideraban una suerte excesiva y quizás inmerecida. El rencor profesional contra él halló una vía de desahogo, a apenas tres meses del estreno del Abanico, en la farsa musical El poeta y los títeres, de Charles Brookfield y J. M. Glover, que comenzó a exhibirse en el Comedy Theatre el 19 de mayo de 1892. En esta obra se ridiculizaba la figura de Wilde, encarnada por Charles Hawtrey, como el autor presuntuoso e imposible de conformar. Además, el escritor estuvo a punto de arrojar por la borda los frutos del éxito del Abanico cuando protagonizó una violenta polémica con las autoridades por el veto opuesto a la representación de Salomé, que debía llevarse a cabo en Londres. Motivos: inmoralidad, aun si el pretexto era ofrecido por una ley de los tiempos de Cromwell que censuraba la representación de dramas inspirados en episodios bíblicos. A fines de junio de 1892, la intervención del lord Chambelán interrumpió los ensayos de la obra, que tenía como intérpretes a Albert Darmont y a Sarah Bernhardt, con fastuosos trajes diseñados por Graham Robertson. Wilde echaba chispas: protestó airadamente en los periódicos y amenazó hasta con renunciar a la ciudadanía inglesa y con mudarse a Francia. En un reportaje de un diario francés declaraba: «Yo no soy inglés, soy irlandés, que no es en absoluto lo mismo. Claro que tengo amigos ingleses, a los cuales aprecio mucho. Pero en cuanto a los ingleses, no los quiero. Hay mucha hipocresía en Inglaterra, lo que vosotros, en Francia, criticáis justamente.» El semanario Punch se basa en estas declaraciones para mostrar una viñeta en la que el autor aparecía dibujado en uniforme de soldado francés. Pero Wilde, pasado el primer momento de irritación, volvió sobre sus pasos: a pesar de todo, estaba demasiado atado a Londres, donde El abanico continuaba cosechando éxitos. Ante el conformismo general, hubo también en esta ocasión quienes salieron en defensa del escritor, como Bernard Shaw y el crítico de teatro William Archer. Sin embargo, Archer, con muy buen tino, le aconsejaba que permaneciera en Inglaterra: «París no tiene ninguna necesidad particular de Wilde. Allí sería un talento entre tantos, obstaculizado además por el problema de tener que utilizar una lengua que no es la suya. Aquí, en cambio, el talento de Wilde es único.» El súbito ascenso de Wilde a la cumbre de la celebridad, con el éxito teatral, venció las últimas resistencias del joven Douglas y lo arrojó en los brazos del más famoso escritor de Londres. El abanico de lady Windermere estaba en cartel desde hacía algunas semanas cuando Oscar, en el marco de la notoriedad mundana, consumó por vez primera su deseo con Alfred Douglas. Una carta a Robert Ross sin fecha exacta, escrita entre mayo y junio de 1892, con su tono de sensualidad lánguida y de elegante descuido, lo confirma: «Bosie insistió en quedarse en casa para comer unos emparedados. Es en todo punto parecido a un narciso, tan blanco y dorado. Bosie está por completo agotado: yace sobre el sofá como un jacinto, y yo lo venero...»
Era la primera oportunidad en que Wilde hablaba de su rutilante nueva conquista con Ross, quien había sido durante más de cinco años su amigo más querido. La carta tenía todo el sabor de una despedida, con la cual el «príncipe de la vida» anunciaba a su «ex» la entrada en escena del nuevo favorito. Incluso el uso del apodo Bosie (de boy, «muchacho», y rose, «rosa»: «muchacho de rosa») indicaba que Oscar se hallaba ya en estrecha intimidad con el hijo del marqués de Queensberry. La satisfacción, aunque siempre velada por el disfraz literario, se adivina también en la carta que Oscar envió a Alfred un tiempo después, desde una localidad de los alrededores donde pasaba unas vacaciones, en respuesta a una poesía que éste le había escrito: «Niño mío, tu soneto es delicioso. Es una maravilla que esos labios de rosa tuyos hayan sido hechos para la música de la poesía no menos que para la locura de los besos. Tu pequeña alma dorada camina entre la pasión y la poesía. Yo sé que Jacinto, tan locamente amado por Apolo, eras tú en los días de Grecia. ¿Cuándo estarás solo en Londres y cuándo irás a Salisbury? Ve a refrescar tus manos allí, en el gris crepúsculo de lo gótico, y ven aquí siempre que quieras. Es un lugar delicioso, donde sólo tú faltas, pero ve antes a Salisbury. Siempre tuyo, con amor imperecedero, Oscar.» Alfred Douglas, por su parte, no debía de ser insensible al lenguaje florido de las efusiones de Wilde, porque atribuirá el «profundo afecto» y casi el «culto» que le profesaba precisamente al aura poética que el escritor lograba despertar a su alrededor con la magia de las palabras. En una poesía dedicada al amigo desaparecido dice: Yo escuchaba su voz de oro imponderable y musical lo veía descubrir la gracia arcana escondida en las cosas comunes, evocar de la nada sortilegios revistiendo las cosas de extraña belleza y transformando con su presencia el mundo en un paseo encantado. En esa prolongación ideal del escenario que eran los salones y los locales elegantes de la Londres fin-de-siècle, Bosie estaba ya y cada vez más a menudo en escena con su papel de príncipe azul a quien Wilde llevaba consigo como un emblema heráldico a las recepciones mundanas, a los clubes de Piccadilly o de Mayfair y a las lujosas residencias nobiliarias de campo adonde lo invitaban. Douglas observará: «Se consideraba un dandi y una personalidad social importante... La menor huella exterior de bohemia lo horrorizaba. Le interesaba pasar por caballero, por caballero de rango elevado... Y cuando logró abrirse camino en la sociedad, comenzó a considerarse una figura social sobresaliente y llegó a convencerse de que era un miembro notable de la aristocracia.» Wilde mismo dirá, aunque en tono sardónico: «El Diccionario de los Pares de Inglaterra es el único libro que un joven a la moda debería conocer al dedillo y es lo mejor que han realizado nunca los ingleses en el campo de la novela.» Y agregará: «El hombre que puede dominar las mesas de Londres dominará al mundo. El futuro pertenece al dandi. Son los refinados quienes tendrán el cetro del mando.» Si no precisamente el cetro, Wilde había alcanzado, en la primavera de 1892, el dominio de ese brillante microcosmos que era la sociedad elegante de Londres. El eco de los aplausos del Abanico había cruzado ya el océano y la comedia iba a representarse en Nueva York. No obstante, Oscar advertía en este triunfo imprevisto algo de precario y sospechoso. Pero eso no hacía más que agregarle emoción a su eufórica felicidad. «Este suspense es insoportable -dijo mientras esperaba el telegrama que anunciaría el éxito de la escenificación del Abanico en Broadway-; esperemos que dure.» Mientras tanto, se movía en la cresta de la ola de la fortuna, viviendo finalmente según el modelo aristocrático que siempre había soñado. Invitaba a conocidos y amigos a los cafés y los restaurantes más lujosos de Londres, acompañado del ya inseparable Douglas y rodeado por una corte de jóvenes acólitos siempre dispuestos a reírle sus respuestas y a admirar sus máximas inspiradas en un «cáustico sarcasmo». Por supuesto, él corría con todos los gastos. Su local preferido era el Café Royal, en la esquina de Regent Street, lugar de reunión de los profesionales, de los financieros de la City, de las celebridades de las artes y del espectáculo. En las mesitas de mármol, bajo los
espejos dorados de este santuario del éxito mundano, se encontraban a menudo Whistler y Conan Doyle, Yeats y Shaw, y pronto ingresaron Ronald Firbank y Max Beerbohm. «¿Dónde está Oscar, dónde está Bosie? ¿He visto antes a ese hombre?», se preguntará el poeta John Betjeman en 1965, al recorrer las salas del Café Royal. Los encuentros confidenciales con Alfred Douglas se desarrollaban, en cambio, en el West End, en locales más discretos, como el Berkeley, el Florence y el Willy. La efusión sentimental era favorecida, en salitas reservadas, por comidas exquisitas y licores refinados. En compañía de su amigo amado, la degustación de los más selectos placeres intelectuales y artísticos se aliaba así con los placeres de la mesa, que Wilde, por su mismo origen irlandés, había siempre apreciado y que ahora, como caballero, consideraba parte integrante del estilo de vida aristocrático. Tampoco estaba ausente la satisfacción de poder conceder al joven lord lo que él esperaba dada la altura de su rango. «Wilde me prodigaba toda clase de muestras de afecto en la época de nuestra amistad -escribe Douglas-. Cuando comíamos juntos, se acordaba de mis platos preferidos... Si estaba enfermo, nunca dejaba de traerme a la cabecera costosos racimos de uvas moscatel y periódicos ilustrados... Si en el campo yo había olvidado mis cigarrillos, y le rogaba que me los procurase, me los enviaba en abundancia... Era para mí todo lo que un corazón enamorado puede desear...» En un libro escrito muchos años después de la muerte de Wilde (y que provocó un proceso judicial) Ramsome y Ross afirmaban que en menos de tres años Wilde había gastado más de cincuenta mil libras esterlinas en Bosie. El propio escritor, en el De profundis, subrayará los daños financieros que le causó la amistad con el joven lord. Sin embargo, no resulta creíble la imagen de un Douglas ávido y parásito. No faltaron, claro está, costosos regalos, como pitilleras de oro y brazaletes de plata, pero también Douglas -de acuerdo con su testimonio- le correspondía con no menor generosidad, tanto que parece ser que obsequió a Wilde con un anillo que tenía un grueso zafiro rodeado de diamantes llamado estrella azul. Sin duda, se trató del encuentro de dos tendencias convergentes: por un lado, la de Wilde, que malgastaba las ganancias de su actividad de comediógrafo; por otro, la de Douglas, que subestimaba la importancia del dinero sencillamente porque no le había faltado jamás. Disponiendo de 1.500 iibras al año, podía permitirse viajes, apuestas en las carreras hípicas, por no mencionar las generosas recompensas para los amores mercenarios. Con su acostumbrado cinismo brillante, Wilde había escrito: «Cuando yo era joven opinaba que el dinero era la cosa más importante de la vida. Ahora que estoy entrado en años, no opino ya lo mismo: lo sé.» Cuando no vivía en Oxford, Alfred Douglas lo hacía en casa de su madre, quien disponía, además de la residencia de campo en las cercanías de Salisbury, de un ostentoso palacio en el centro de Londres, en Cadogan Street; o bien pasaba de la mansión de su tío Perry Wyndham en Clouds a la fabulosa casa de Grabbet de su primo Wilfred Blunt, sin contar la generosa hospitalidad y los regalos de su abuelo materno lord Montgomery. Escribirá, afectando un aristocrático desprecio por la vida fastuosa y opípara con que el amante pagaba a elevado precio sus favores: «Antes de conocer a Oscar Wilde, yo había recorrido siempre los ambientes más lujosos y no había conocido sino las cosas más costosas y de primera calidad. Los extras sensacionales de Wilde no se apartaban de lo ordinario, para mí. La cocina del Café Royal y del Savoy Hotel era con seguridad excelente, pero no era superior a la de una buena casa nobiliaria o a la de un buen club exclusivo. A lo largo de toda mi vida me he acostumbrado a gastar con prodigalidad, sin fijarme nunca en el dinero...» 10. El maestro y el discípulo: inspiración y complicidad La dulce vida de Oscar y Bosie en Londres duró hasta el verano de 1892. A principios de agosto, suspendido en Oxford por no haberse presentado a los exámenes, Douglas se fue de vacaciones al balneario de Homburg, en Alemania, junto a su abuelo materno Montgomery. Se instaló, por lo tanto, en el campo, en el castillo materno de Brockwell, vecino a Salisbury, para descansar sobre todo de la extenuante temporada mundana pasada con Wilde en la ciudad. Este, por su parte, el 15 de agosto se dirigió a Fellbridgs, cerca de Cromer, donde alquiló una casa en Grove Farm con Constance y los niños, para dedicarse a la redacción de una nueva comedia encargada por el joven empresario Herbert Beerbohm Tree, propietario del Haymarket Theatre.
A mediados de setiembre, estuvo en condiciones de entregar a Tree, que entonces se encontraba en Glasgow, la primera versión de Una mujer sin importancia. Tree se entusiasmó tanto que firmó en el acto, allí en el Central Hotel, un contrato para asegurarse los derechos. Wilde invitó luego a Douglas a pasar unos días con él en Cromer. La hospitalidad le fue devuelta de inmediato con una invitación en nombre de la madre del joven para que visitara Salisbury un fin de semana a principios de octubre. La marquesa, dama culta y refinada, trató a Wilde con deferencia y cortesía, expresándole su gratitud por el interés demostrado hacia su hijo, pero intentando al mismo tiempo averiguar qué tipo de influencia ejercía sobre él. Tras su estadía en Salisbury, el escritor se sintió comprometido ante la marquesa de Queensberry en lo tocante a la instrucción de Bosie. Resulta difícil decir si la «instrucción» que se proponía impartir al muchacho, a pesar de sus mejores intenciones de representar el papel de buen preceptor, correspondía con lo esperado por la madre. Wilde, de regreso en Londres a mediados de octubre, trabajaba arduamente en la versión definitiva de Una mujer sin importancia. El clima frenético de la gran ciudad no favorecía la concentración. Constance, aun cuando se sentía dejada de lado, se preocupaba por proporcionar a su esposo las mejores condiciones para su trabajo. Y pensó que un cambio de aire podía favorecer su inspiración y restablecer quizá su unión conyugal. Aprovechó así la ocasión que se le ofrecía, a comienzos de noviembre, para tomar en alquiler por cuatro meses la pintoresca villa de Babbacombe (construida sobre el diseño de Ruskin y decorada por William Morris y Burke Jones), cuya propietaria era su querida amiga Georgina Tallemache, viuda de lord Mount-Temple. Después de una semana en la monumental y solitaria villa, Oscar comenzó a aburrirse. Decidió entonces invitar a Douglas con el pretexto de ayudarlo a preparar los exámenes de Oxford. En realidad esperaba llevar a cabo de la manera más plácida el trabajo de la comedia, concediéndose también cierta distracción. Tampoco se excluye que, a pesar de mantener con Constance esa afectuosa relación que le proporcionaba un sentimiento de seguridad y casi un refugio de virtud, quisiera experimentar la emoción sutilmente pecaminosa de convivir con su amante bajo el mismo techo conyugal. Pero Constance prefirió no interferir en lo que llamaba la «vida artística» de su esposo y decidió dejar el campo libre para el amigo de turno, yéndose a su vez del lugar. Douglas llegó a Babbacombe junto con un preceptor, Campbell Dowson, también él de tendencias homosexuales, un individuo de unos veintiséis años, tímido y reservado. El pobre Dowson no resistió más de una semana los métodos pedagógicos sobre los cuales Wilde, con vistas a la reeducación de Bosie, había fundado la «Escuela de Babbacombe». El estudio y la disciplina habían sido desterrados o reducidos al mínimo. En compensación, se daba amplio espacio al desayuno, al té y a las dos comidas principales. La organización del horario escolar preveía además toda una serie de recreos especiales para las abundantes libaciones. No faltaba tampoco el tiempo reservado para los juegos de azar. En Babbacombe, en realidad, Oscar intentaba reavivar en Bosie el placer del estudio, alternando las horas dedicadas a la aplicación intelectual con los juegos y los deportes, buscando reanimar con frecuentes excursiones a la vecina Torquai la atmósfera un poco grave y aislada de la villa marítima. La gratificación de los sentidos y el placer intelectual estaban indisolublemente entrelazados en esta especie de Síbaris moderna, donde Oscar y Bosie pasaban algunas horas del día comentando el Simposio de Platón, bebiendo cócteles y fumando cigarrillos. Se deleitaban recitando versos isabelinos entre abluciones de aguas de rosas, pasando la mayor parte del tiempo en un clima de beatífico relax, entre los placeres de la mesa y los de la alcoba. Pero aquello no podía durar. Bosie, con el correr de los días, debió de cansarse de las refinadas teorías epicúreas del maestro. Avido de placeres más concretos, en cierto momento decidió abandonar la escuela de Babbacombe. Evidentemente no estaba demasiado satisfecho, por lo menos en el plano físico, de la compañía de Wilde y experimentaba la necesidad de distracciones sexualmente más excitantes, de acuerdo con sus gustos, que se inclinaban con preferencia hacia sus coetáneos o directamente hacia menores de edad. Cualquiera que haya sido el motivo, una cierta mañana Bosie se levantó, dejó atrás con un portazo las camas desordenadas de la villa semidesierta y, sin una palabra ni una despedida, desapareció en la niebla invernal, antes de que Oscar tuviese tiempo de retenerlo. Este estaba a punto de abandonarse a la desesperación, cuando poco tiempo después recibió un telegrama desde un hotel de Bristol. Bosie, con la caprichosa inconstancia de un niño malcriado (pero no carente de astucia en el juego de la aceptación y el rechazo), le declaraba su afecto y le suplicaba que olvidara las tonterías que le había dicho en un momento de rabia. Wilde, que tras la partida del joven había pasado unos
días infernales, corrió a Bristol con el corazón agitado. El imprevisto desdén de Bosie, seguido por esta reconciliación inesperada, había logrado atizar más que nunca la llama de su deseo. El anhelo de posesión física, ahora, se estaba convirtiendo en una pasión más turbia y oscura, que escapaba a su control. Bosie había comenzado ya a dirigir por su cuenta ese juego que Oscar había creído hasta ese momento tener en sus manos, con la habilidad de un prestidigitador consumado, seguro de poder concluirlo o reanudarlo a voluntad. Había comenzado lo que Wilde mismo definiría como «la tiranía del débil sobre el fuerte, que es la única que dura». Douglas, en efecto, tuvo oportunidad de dictar sus condiciones para la prosecución de su liaison: si Wilde deseaba que continuase a su lado, nada de villas aisladas, nada de estudios sobre Platón y sobre todo, nada de limitaciones para sus caprichos, para los «extras» sexuales que quisiera concederse. Debían llevar a cabo a lo grande su regreso al torbellino de la vida elegante de Londres, sin pretender disimular la verdadera naturaleza de su relación, y más aún, debían ostentarla ante los ojos de todos de la forma más evidente y outré. Douglas estaba decidido a hacer que Wilde abandonara el escondite de su ambiguo compromiso entre la ficción de la respetabilidad y la calculada infracción de las reglas. Quería poner a prueba a su amante, para saber si estaba verdaderamente dispuesto, como decía, a situar su relación por encima de cualquier otra cosa, incluyendo el éxito mundano. Por lo tanto, cuando Wilde volvió a Londres con él, lejos de establecerse en su casa de Tite Street, como habría sido natural, renunció a todo criterio de prudencia o de ahorro y tomó con Bosie unas habitaciones comunicantes en el Savoy Hotel, uno de los más lujosos alojamientos de Londres, en el centro del Strand. La excusa -por lo menos ante la pobre Constance, más alarmada que nunca por el cariz que había tomado la amistad de Oscar y Douglas- para justificar la elección de ese hospedaje decididamente por encima de sus medios fue la exigencia de una mayor libertad en sus contactos con el ambiente teatral. Durante algunas semanas el idilio entre ambos pareció marchar viento en popa, a pesar de que el joven lord había llevado consigo a un amiguito. Pero Douglas no se conformaba ya con ser servido y reverenciado en el almuerzo y en la cena, y paseado de uno a otro local de moda. Pretendía también que se hospedaran en el hotel, a cuenta de su anfitrión, muchachos de la calle que conseguía en ambientes de mala reputación o gracias a la colaboración de proxenetas complacientes. El afecto que Wilde abrigaba por él era puesto a dura prueba. La complicidad en la búsqueda de placer estaba desembocando ya en la recíproca extinción del deseo sexual. Constreñido al papel de voyeur, el escritor podía quizás hallar una malsana satisfacción en el espectáculo de depravación con que su partner intentaba demostrarle que lo había superado en su despreocupada inmoralidad, pero en el fondo no podía dejar de sentirse humillado y excluido. Entre la euforia y la depresión, arranques de resentimiento y dolorosos abandonos, la relación de Wilde y Douglas proseguía. El joven lord estaba una vez más junto al escritor cuando éste, a principios de la primavera, tuvo que ocuparse de los ensayos para la representación de Una mujer sin importancia en el Haymarket Theatre, iniciados el 23 de marzo de 1893. La comedia, que se estrenó el 19 de abril del mismo año, obtuvo un éxito superior al precedente y confrmó a Wilde como el dramaturgo más brillante de Londres. Esa misma noche, con la presencia de políticos de primera fila como Balfour y Chamberlain, el público no se conformó con aclamar el trabajo con aplausos, sino que se puso en pie solicitando a gritos la presencia del autor. Entonces un distinguido caballero, identificable por su inmaculada chaqueta blanca y un clavel verde en el ojal de su redingote, se inclinó desde un palco lateral, diciendo: «Señoras y señores, lamento informarles que Oscar Wilde no está presente en la sala, ¡pero os da las gracias de todos modos!» Una mujer sin importancia gira en torno a la situación de un caballero de mediana edad, lord Illingworth, que se encariña con su joven y prometedor secretario, Gerard, y le ofrece la posibilidad de una brillante carrera. Pero no sabe que se trata de su propio hijo, nacido veinte años antes de una mujer, la señora Abbuthnot, cínicamente seducida y abandonada. La madre de Gerard, para vengarse de la afrenta sufrida, revela a su ex amante la verdadera identidad de su protegé y convence al joven para que rompa todo vínculo con el hombre que, después de haberle negado su paternidad, pretendía reconquistar su afecto. Esta segunda comedia de Wilde concedía mucho al gusto melodramático de los golpes de efecto y de las agniciones inesperadas. Pero con respecto al Abanico revelaba una mayor seriedad de compromiso en el plano del desafío intelectual, por cuanto implicaba la denuncia de los prejuicios basados en los privilegios de clase y en el orden burgués. Y si bien el tema no era del todo original, ya que se remontaba a Le fils naturel de Dumas, su tratamiento se acercaba más bien a la problemática liberal de Ibsen, por el acento puesto en los conflictos de la mujer y de la rebeldía juvenil.
No obstante, también en esta ocasión lograba camuflar el carácter sutilmente subversivo de su mensaje mediante el diálogo paradójico e hilarante. La veta sardónica de la sátira social se disolvía en la refinada elegancia del gran humorista que, desvaneciendo cualquier dramatismo, terminaba por confirmar la estabilidad del sistema en el mismo momento en que lo hacía blanco de su certera burla. Una mujer sin importancia refleja, aunque sólo sea en forma alusiva, la situación existencial de Wilde. Desde una óptica biográfica, la comedia puede leerse como una especie de documento, de sabor curiosamente prefreudiano, en el cual el autor revela su inconsciente sentimiento de culpa respecto a Constance. Por su explícita admisión, Wilde se identifica con el rico libertino que termina por verse acorralado por la mujer a quien creía haber liquidado excluyéndola de su vida. Además, el hecho de que lord Illingworth proyecte sus simpatías sobre el joven Gerard, sin saber que se trata de su hijo, resalta el papel paterno asumido por Wilde en relación con Douglas como un elemento psicológico determinante. Fue precisamente durante el ensayo de la comedia en el día de su estreno cuando un episodio debería haber puesto a Wilde sobre aviso. Una pequeña banda de pícaros especializados en extorsiones a homosexuales lo abordó para exigirle dinero a cambio de una carta escrita por Alfred Douglas de la cual se habían apoderado por medio de un criado del joven lord. Wilde trató el asunto con cierto desprecio, comportándose con mucha habilidad y sangre fría, pero no sin una buena dosis de inconsciencia. El temor de verse fastidiado otra vez por la pequeña banda de chantajistas fue quizás una de las razones que lo impulsaron a alquilar, a principios de junio, una pintoresca casita en Goring, en las riberas del Támesis, con la intención de pasar allí el verano en compañía de Constance. La cercanía de un puerto le permitiría distraerse practicando la pesca, el remo y otros deportes, mientras se concentraba en la nueva comedia. Al escapar del infierno de Londres, esperaba recuperar su intimidad, hacerse de nuevo con el control de sí mismo, saborear la dicha de la familia y de la naturaleza. Notaba un sentimiento creciente de saciedad, casi de disgusto, por la orgía de placer a la cual se había abandonado, y ahora anhelaba un oasis de quietud, lejos de las candilejas, para reencontrarse con su faz creativa. Había considerado oportuno que Douglas regresase a Oxford, que se apartara de él por algún tiempo, ya fuera para evitar los chismes insistentes o para permitirle finalizar sus estudios universitarios. Habían acordado que el joven se reuniría con él después de haber obtenido su licenciatura, a salvo de las miradas indiscretas, para no alimentar las sospechas que el marqués de Queensberry comenzaba a abrigar acerca de su amistad. Mas Douglas, a quien no le gustaba sentirse acorralado, volvió de mala gana a Oxford y se dedicó a todo tipo de actividades, sin prestar atención seria a la preparación de sus exámenes. A pesar de haber sido suspendido por un semestre, no le habría sido difícil licenciarse después de cuatro años de frecuentar los claustros, teniendo en cuenta sus contactos. Aun cuando, como él mismo confiesa, nunca se había «tomado en serio ni la universidad, ni a los universitarios», se había ganado una cierta fama, ya fuera como poeta o como director de la revista estudiantil The Spirit Lamp. Sin embargo, en el último momento, quizá por su congénita indolencia o quizá por llevar la contraria a su padre, terminó por abandonar Oxford sin concluir su carrera. «Yo estaba atolondrado y era sumamente negligente -reconoció Douglas-. El día antes de hacer mi último examen enfermé y no pude presentarme... Las autoridades de Oxford ofrecieron concederme un título honorario, si aprobaba dos exámenes en la siguiente temporada de otoño. Pero en vista de que ello me habría obligado a pasar mis vacaciones en la universidad, preferí renunciar...» No obstante, si bien es cierto que no dedicó demasiados esfuerzos a obtener su licenciatura, no se puede descartar que en realidad lo expulsaran por algún escándalo más o menos sofocado. El hecho es que dejó plantada al alma máter a principios del verano para reunirse con Oscar en Goring. «Wilde -es Douglas mismo quien habla- se mostró feliz de que yo no hubiera logrado mi título de Master of Arts en Oxford, afirmando que era fascinante y pintoresco, y un signo de gran distinción...» También en esta ocasión en cuanto tuvo noticias de la llegada de Douglas, Constance decidió irse a Italia de vacaciones. Se rendía ante la avasalladora presencia del joven lord que había monopolizado ya el afecto de su esposo. Antes de precipitar una ruptura definitiva, prefería soportar y sufrir en silencio, renunciando a una lucha que parecía desbordar sus fuerzas. Mientras Oscar se dedicaba a la redacción de Un marido ideal, Bosie estaba ocupado en la traducción inglesa de Salomé, que aquél le había confiado para hacerle participar en su trabajo artístico. En los ratos
libres, jugaban al croquet en el prado o paseaban en bote. Sus veladas transcurrían animadas por largas horas de conversación frente a una botella de whisky o de champán. Bosie había llevado consigo a su ayuda de cámara, Granger, que se ocupaba de los asuntos domésticos. Para que la estadía fuera más agradable, Wilde hacía traer especialidades gastronómicas de la ciudad, paté de foie de Estrasburgo, frutas exóticas y vinos finos. Alentado por Oscar, además de traducir Salomé, Alfred escribía poesías, una de las cuales, inspirada en la atmósfera nocturna de la casa junto al río, había sido definida por aquél como «absolutamente encantadora». Durante algunas semanas vivieron unas vacaciones aparentemente felices en un clima de tierno idilio agreste y de fecunda solidaridad intelectual. Pero Bosie, una vez más, comenzó a notar bien pronto la falta de atracciones y placeres excitantes y experimentó casi un sentimiento de fastidio hacia su amigo, que, no obstante la fascinación del talento y el brillo de su conversación, lo utilizaba para su labor creativa, inspirándose en su bella presencia y en su vitalidad juvenil, para escribir esas comedias, vagamente perfumadas y sabrosamente pagadas, que lo habían llevado al éxito. Douglas ardía de impaciencia y no veía la hora de regresar a la ciudad. Oscar no se cansaba de adularlo, magnificando sus poesías, pero Bosie abrigaba la sospecha de que su amigo apreciaba sus graciosos pasajes poéticos sólo en virtud de su aspecto aún más gracioso. Y el hecho mismo de que Wilde le hubiese confiado precisamente la traducción de Salomé, una obra tan diferente de las comedias ligeras, le transmitía la desconcertante sensación de que se le había ofrecido una especie de espejo en el cual reflejar la turbia naturaleza de su relación. La ruptura estalló en el curso de un festivo fin de semana, cuando un grupo de estudiantes de Oxford llegaron de visita en ocasión de la regata anual en el río. Entre el déjeuner-sur-l'herbe, a base de rosbif y champán, y el himno del colegio cantado a orillas del río, se deslizó quizás alguna alusión indiscreta, alguna broma de más. El hecho es que la mañana del lunes, cuando la alegre compañía se había ido, Bosie estalló en una de sus crisis histéricas, tal vez debida a la incomodidad de su escabrosa relación, en la cual la necesidad de protección y la vanidad del éxito se entrelazaban en un sentimiento inconsciente de odio, de rebeldía, de opresión. Insultó a Oscar diciéndole que debía abandonar la ilusión de hacer de él un pequeño esclavo. El escritor, que cuando se sentía herido en su orgullo no era menos tajante, le dijo a boca de jarro que su obsesiva presencia le impedía escribir, y que con su modo de comportarse parecía hacer todo lo posible por arruinar su reputación y destruir lo que quedaba de su vida familiar. Cruzaron palabras fuertes. «Recuerdo muy bien -escribirá más tarde Wilde- que, mientras nos encontrábamos en el luminoso campo de croquet, con ese gracioso prado rodeándonos, te hice notar de qué manera nos estábamos destrozando la existencia: tú estabas destrozando la mía, y yo, evidentemente, no estaba haciendo más feliz la tuya; una irrevocable y completa separación, he ahí la única solución sabia que quedaba.» Hubo separación, pero tampoco esta vez fue irrevocable. Después del almuerzo, Douglas partió, dejando al mayordomo una carta llena de injurias contra Wilde. Pero no habían pasado ni tres días cuando, con el acostumbrado telegrama, el joven le comunicaba su desesperado deseo de volver a verlo. Oscar recibió con los brazos abiertos al «querido muchacho» que regresaba. Pero ya había pasado el verano. Cuando venció el contrato de alquiler de la casa del río, los dos amigos acordaron separarse por un tiempo. Bosie se dirigió a Burley-on-Hill para pasar allí el resto de sus vacaciones, mientras Oscar se mudaba solo a otro pueblo, Dinard, donde permaneció un par de semanas para terminar Un marido ideal. «Tenía una verdadera necesidad de quietud y de libertad, después del tremendo esfuerzo que me había impuesto tu presencia -dirá luego el escritor-. Era imprescindible para mi intelecto.» Esta afirmación corresponde, no obstante, al tiempo en que, afectado por el trauma de la prisión, llegará a culpar a Alfred Douglas por haberlo distraído de su trabajo. «Mientras estuviste a mi lado -resuena su reproche- fuiste la absoluta ruina de mi arte, y por haber dejado que te interpusieras continuamente entre el arte y yo experimento hacia ti la máxima vergüenza; el máximo rencor.» Por su parte, Douglas afirma: «Puede apreciarse toda la falsedad de estas afirmaciones, si se considera que Wilde bosquejó Una mujer sin importancia, y escribió la comedia entera, mientras estábamos juntos en Babbacombe; que compuso La importancia de llamarse Ernesto en Worthing, donde compartíamos una casa; trabajó en Un marido ideal en parte en Goring y en parte en Londres, donde estábamos reunidos todo el tiempo...» Jactancia tal vez demasiado exagerada, pero no se puede negar que aunque sin mucho mérito, por su parte, Douglas favoreció con su presencia la inspiración de Wilde, encendiéndola con un amor intensamente vivido y confiriéndole ese matiz dramático que antes le había faltado.
Un marido ideal se centra en el contlicto entre la vieja clase aristócrata en decadencia y la nueva clase burguesa, compuesta por financieros sin escrúpulos, que tratan de ocupar el lugar que corresponde a los primeros. El protagonista, sir Robert Chiltren, subsecretario del Ministerio de Asuntos Exteriores, es extorsionado por una aventurera, la señora Cheveley, que con la amenaza de revelar un desconcertante episodio de su carrera, trata de inducirlo a que apoye en la Cámara la financiación de un proyecto fraudulento relacionado con el canal de Panamá, del cual posee un grueso paquete de acciones. Finalmente, desenmascarada como ladrona por el robo de una joya, la señora Cheveley debe renunciar a su intento de estafa, y sir Robert se salva. En este drama escrito bajo la influencia de Ibsen, Wilde desplazaba decididamente su divertida ironía de los prejuicios corrientes y la apuntaba a un blanco mucho más serio y comprometido. Con la abierta denuncia de las intrigas de la diplomacia de las altas finanzas británicas, hacía referencia a un episodio de la crónica de sucesos que había ocurrido en la realidad, esto es, a la suma que Disraeli había recibido en secreto del banquero Rothschitd para apoyar a la compañía del canal de Suez. Aun salvando in extremis la integridad moral del protagonista, quien al desbaratar las maniobras de la extranjera intrigante lograba mantenerse a la altura de sus deberes como hombre de Estado, Wilde dejaba entrever la existencia de una mancha oculta en su pasado. Y la inquietante sombra se proyectaba sobre la clase política entera. Un marido ideal, además, revela a contraluz la situación conflictiva del tempestuoso vínculo de Wilde con Douglas. A pesar de la falta de una alusión directa a la cuestión homosexual, los motivos autobiográficos adquieren el sabor de una confesión casi abierta. Wiide deja entrever el elemento más estrictamente personal del escándalo que amenazaba con envolverlo. La pesadilla de la ruina imprevista, que podía golpear de un momento a otro al personaje principal, constituía la proyección misma, como en la trama simbólica de un sueño, de la alarmante condición en que se hallaba el escritor. La obra en cuestión, por otra parte, ilumina la actitud de Oscar con respecto a Constance. El protagonista del drama, atrapado en la red del chantaje, se dirige a su mujer, reprochándole el haberlo considerado un ídolo de perfección en lugar de aceptarlo y comprenderlo en todas sus debilidades, e intenta casi obtener de ella un gesto de absoluta solidaridad y un acto de salvación. A juzgar por el texto del drama, Constance seguía ocupando un sitio todavía importante en su vida. El arte y la vida parecían, sin embargo, correr ya por dos sendas diferentes en las cuales las buenas intenciones expresadas con tanta elocuencia en la ficción escénica no se correspondían en lo más mínimo con la realidad efectiva de su comportamiento. Regresó de Dinard a Londres hacia finales de octubre. Su relación con Constance, recién llegada de Italia, no había sido nunca tan tensa. La estadía en Goring con Douglas, entre camareros, fiestas y festines había terminado por costar una enormidad. Wilde no se sentía con ánimos de volver a la deprimente atmósfera de su hogar, donde lo esperaban los embarazosos silencios de su esposa. Pero tampoco podía permitirse el lujo del Savoy Hotel. Para gozar de una mayor libertad de movimiento, decidió entonces alquilar por dos meses un pied-à-terre en el número 10-11 de St. James Place. Mientras tanto Robert Ross, aprovechando el momentáneo enfriamiento de las relaciones entre Oscar y Alfred Douglas, intentaba reconquistar los favores de aquél. Convencido de que el vínculo con el joven lord tenía un influjo pernicioso sobre Wilde, se consagró por todos los medios a acentuar la ruptura que se había gestado tras la discusión de Goring. En el intento halló en Constance una verdadera aliada, que contaba con su ayuda de amigo fiel y discreto para arrancar a su esposo de las garras de Douglas. La mediación de Ross no logró resolver la situación conyugal de Wilde y su mujer, pero al menos contribuyó a acallar los conflictos y a salvar las apariencias. A decir verdad, Oscar ya no se hacía ver muy seguido en Tite Street. Pero, contrariamente a los tiempos en que vivía con Bosie en el Savoy, por lo menos ahora volvía de cuando en cuando, aunque sólo fuera entrada la noche, al hogar conyugal. En forma paralela Constance estrechaba con la marquesa de Queensberry los lazos de una nutrida correspondencia en la cual se podía leer entre líneas, dentro de los límites de la reticencia victoriana, la común preocupación de las dos buenas señoras por el giro inquietante que había tomado la amistad entre Oscar y Bosie. Mientras lady Sybil se preocupaba por su hijo, que había abandonado Oxford sin concretar nada, provocando la cólera del marqués de Queensberry, Constance temía que, además de acaparar el afecto de Oscar, lo distrajera de su trabajo y favoreciese esa tendencia suya a una vida cada vez más disipada y pródiga.
Ross no se limitó a jugar la carta conyugal, sino que también recurrió a la carta literaria con tal de sembrar cizaña entre Oscar y su odiado rival. Durante la estadía en Goring, Wilde había tenido ya algunas divergencias con Douglas debido a la traducción de Salomé, que le había confiado con la intención de que apareciera el nombre del joven lord junto al suyo en la portada del libro, cuya publicación en Londres estaba prevista para principios de otoño. El escritor, con su perfeccionismo formal, era extremadamente exigente. Y Douglas, aun conociendo bien el francés, no estaba dispuesto a exprimirse los sesos por hallar le mot juste en la versión de un texto escrito por otro. Surgían discusiones, sarcasmos, malentendidos, consejos de Oscar que pontificaba desde lo alto de su cátedra de señor del lenguaje, y réplicas rabiosas de Bosie, que tras haber sido lisonjeado por el estilo delicioso de sus poesías, soportaba mal verse criticado de forma tan intolerante. Indolente, incorregible, siguiendo siempre la ley del menor esfuerzo, decía Wilde. Presuntuoso, imposible de conformar, globo inflado, le rebatía Douglas. Unos días más tarde, una caricia, una frase tierna de Oscar y una sonrisa desarmante de Bosie lo remediaban todo. Pero el escritor seguía insatisfecho. Se confió a Ross, como a menudo solía hacer en las cuestiones más delicadas, y éste no dejó oscapar la oportunidad de impedir que Douglas se ciñese en la frente la corona de laureles de Wilde. Sugirió, por lo tanto, como alternativa que se confiara desde el principio la versión al joven Aubrey Beardsley, que había acometido ya con extraordinaria eficiencia el encargo de ocuparse de las ilustraciones del libro. También homosexual, pero de naturaleza tímida y reprimida, Beardsley odiaba a Wilde con la perfidia de quien, aun dotado de un notable talento, había carecido de la suerte y de la audacia necesarias para afirmarlo. Llevó a cabo una serie de diseños de acuerdo con su genio refinadamente perverso, que, aun en su libre interpretación del texto, en realidad casi lo superaban en belleza. Beardsley desahogó su inquina contra Wilde representándolo en el personaje de Herodes como un andrógino obeso y derrotado. Oscor era demasiado inteligente como para no reconocer la originalidad de esas ilustraciones, pero captaba también su venenosa maldad. Las definió como «crueles y pérfidas igual que el querido Aubrey, que tiene un rostro parecido a un peine de plata con cabellos de hierba verde colgando». No obstante, se dejó convencer por Ross para que confiara a Beardsley también la versión del texto de Salomé, pero luego la juzgó inaceptable cuando le fue entregado. Finalmente llegó a un arreglo; corrigió el manuscrito original en inglés que él mismo había redactado y utilizó en parte la versión de Alfred Douglas. Ross obtuvo, a pesar de todo, lo que deseaba, pues al fin y al cabo el nombre de Douglas no apareció en la portada, sino que fue relegado a una dedicatoria en las páginas interiores. Las insidiosas maniobras de Ross no llegaron a apartar a Douglas de la vida de Wilde. Sin embargo, como un agua estancada, lograron contaminar una relación ya atravesada por profundas tensiones. Douglas, a finales del verano, hizo su entrada triunfal en Londres y recuperó su puesto de gran señor junto a Wilde. Todo parecía volver a comenzar igual o mejor que antes bajo el cielo de una ciudad opulenta y un poco vulgar, ávida de experiencias mundanas, donde dos amantes se movían con un exhibicionismo algo cansado, entre los estucos dorados de los grandes hoteles, los argénteos palcos de los music halls y los salones de citas gay. Pero ambos presentían que aquella nueva temporada no podía durar mucho tiempo. Wilde escribirá al respecto: «Recuerdo que alquilé un apartamento en setiembre de 1893 para poder trabajar sin ser molestado... Durante la primera semana permaneciste lejos. En aquellos días escribí y corregí hasta el mínimo detalle -y así fue, en efecto, representado a su tiempo- el primer acto de Un marido ideal. La segunda semana regresaste y mi trabajo quedó prácticamente abandonado. Me instalaba cada mañana a las once y media en St. James Square, para tener la posibilidad de pensar y de escribir, sin las inevitables interrupciones que habría hasta en mi casa, tan quieta y tranquila. Pero todo intento resultaba vano. A las doce en punto, allí estaba tu coche detenido ante la puerta, y tú te quedabas para fumar cigarrillos y charlar hasta la una y media, cuando me veía obligado a llevarte a almorzar al Café Royal o al Berkeley. El almuerzo, con sus derroches de licor que lo prolongaban indefectiblemente, solía durar hasta las tres y media. A continuación te retirabas a casa de White por espacio de casi una hora. Reaparecías para el té y permanecías hasta la hora de vestirse para la cena. Cenabas conmigo en el Savoy o en Tite Street. Era costumbre que nos separáramos sólo después de medianoche, ya que la encantadora velada tenía que acabar en Willi's. Esa fue mi existencia, durante aquellos tres meses, cada día...» Si bien a Wilde esta bella vida no le disgustaba, se percataba de que la revisión de la comedia no progresaba y de que su cuenta bancaria se reducía más y más.
Quizá ya entonces pensaba, no sin resistencia, en librarse de la incómoda presencia del joven lord. Probablemente fue el mismo Bosie quien le informó de que la marquesa de Queensberry estaba angustiada por la vida sin rumbo de su hijo y turbada por las voces que corrían sobre el asunto de su amistad con él. Preocupada sobre todo porque su marido interviniera con una actitud violenta para romper la relación, estaba moviéndose para enviar a Douglas al extranjero y encaminarlo hacia la carrera diplomática. Adelantándose a los pasos de lady Sybil, Wilde decidió tomar en sus manos la situación, sugiriéndole él mismo que alejara a su hijo del país para sustraerlo así a la atmósfera negativa de Londres. El tono de la carta, aunque simulaba el benévolo interés de un buen maestro por su pupilo díscolo e indeciso, reflejaba la preocupación del escritor por lavarse las manos ante cualquier responsabilidad, frente a la familia de Alfred, en lo tocante al futuro del muchacho: «Bosie parece estar en un pésimo estado de salud. No duerme, está nervioso y hasta diría que histérico. Mi impresión es que está muy alterado. En la ciudad no logra concretar nada. En agosto último tradujo mi drama del francés. Desde entonces no ha llevado a cabo prácticamente ninguna labor intelectual. Hasta creo que ha abandonado -aunque sólo sea pasajero, de ello no me cabe duda- el interés por la literatura. No hace absolutamente nada, ha perdido por completo el rumbo de su vida y, a menos que medie una intervención suya o de Drumlarig, puede sucederle algo desagradable. Su vida me parece carente de objetivos, infeliz y absurda. «Todo esto es para mí causa de gran dolor y de gran desilusión, pero Bosie es muy joven, es tan terriblemente joven como temperamental. ¿Por qué no intenta arreglarle un viaje al extranjero de cuatro o cinco meses, por ejemplo con los Cromer en Egipto, donde, si fuese posible, encontraría un ambiente nuevo, amigos adecuados y una atmósfera diferente?» Las preocupaciones expresadas por Wilde se correspondían tan exactamente con las de la marquesa, que ésta no perdió tiempo y puso de inmediato manos a la obra para llevar a buen término «su» sugerencia. Gracias a su amistad con Ethel Errington, esposa de sir Evelyn Baring, entonces cónsul de Inglaterra en Egipto con el título de lord Cromer, no fue difícil para lady Sybil obtener para su hijo una invitación oficial para visitar El Cairo durante algunos meses, con el objeto de realizar prácticas como agregado en el consulado. La partida de Douglas quedó fijada para principios de diciembre. Resulta difícil decir si Oscar se sintió aliviado por haber podido desembarazarse de Bosie, al menos de momento, o si el alejamiento del joven, del cual estaba enamorado a pesar de todo, se cumplió tras una lucha dura y tormentosa consigo mismo. No se excluye la posibilidad de que hubiera entre ellos una especie de pacto, en el sentido de que debían aceptar este distanciamiento obligado como una separación temporal. Wilde parecía decidido a acabar su relación con Douglas aun cuando, después de que éste hubo abandonado Londres, no dejó de visitarlo en París, para reiterarle su platónica promesa de amor imperecedero. La marquesa de Queensberry se sintio compelida a escribir a Wilde para rogarle que no intentara bajo ningún pretexto ver a su hijo. Declarándose alarmada por lo que definía como la «degeneración» acaecida en los últimos tiempos en el carácter ya difícil de su vástago, lady Sybil introducía con mucha discreción la hipótesis de que la compañía del escritor, a pesar de sus inmejorables intenciones, lejos de corregir los defectos de Bosie, los había agravado. Dio en el blanco, Wilde respondió a la buena marquesa que se hallaba no menos satisfecho que ella por la partida de Bosie hacia otras fronteras, como por lo demás él mismo había sugerido, y le dio su palabra de honor de que no abrigaba intención alguna de viajar al extranjero para encontrarse con él. 11. De Worthing a Argelia, bailando sobre el abismo Lord Alfred Douglas habría tenido que permanecer en Egipto hasta lograr su ingreso en la carrera diplomática con un puesto fijo. En abril de 1894, siempre gracias a las maniobras de su madre, fue invitado oficialmente por lord Gurrie a presentarse en Constantinopla, para asumir un cargo de funcionario en la Embajada inglesa en Turquía. Pero precisamente la idea de un puesto fijo, que implicaba un compromiso de responsabilidad, era lo que menos apetecía el joven. Se había resignado a trasladarse a Egipto, bajo el acicate de la ira paterna y de las súplicas de su madre, con la estudiada intención de tomarse unas buenas vacaciones y escapar en la primera ocasión. Pero visto que el marqués de Queensberry, tranquilizado por la partida de su hijo y distraído por ciertos problemas legales, parecía haber apaciguado su rabia y haber adoptado su acostumbrado desinterés hacia él, Douglas pensó que había llegado el momento de recuperar su sitio en el escenario de Londres, volviendo una vez más y de manera arrogante junto a Wilde.
Aun sin rechazar la invitación a Constantinopla, decidió retresar el compromiso para ganar tiempo. Mientras tanto, para abreviar la espera, se dirigió a Atenas para pasar allí un mes de vacaciones junto a C. E. Benson, un joven aristócrata a quien había conocido durante una excursión al Nilo y que estaba emparentado con el arzobispo de Canterbury. Desde Atenas, envió a Wilde una compungida carta, en la cual, desde su dorado exilio, expresaba el deseo de reanudar la amistad interrumpida, superando los malentendidos y los roces del pasado: «Lejos de ti, mi vida ha perdido todo color, todo sentido, a veces me siento tan desesperado que tengo ganas de acabar para siempre. Si de verdad no quieres verme, por lo menos escríbeme para decirme que nuestra amistad está todavía viva, no obstante el alejamiento cruel impuesto por las circunstancias...» Durante un tiempo Wilde trató de resistirse al canto de la sirena, recordando los problemas que el muchacho le había causado, y no respondió. Pero por una ironía de la suerte, la misma marquesa de Queensberry, que le había pedido que no viera más a su hijo, a instancias de Bosie tuvo la brillante idea de dirigirse a Constance para solicitarle que actuara como intermediaria ante su marido, a fin de que éste escribiera a su adorado vástago confirmándole su amistad. Con un ánimo bondadoso que rayaba en la simpleza, Constance no vio ninguna razón por la cual Oscar, ahora que Douglas estaba lejos, tuviera que mostrarse tan descortés, y utilizó sus buenos oficios para convencer a su esposo de que le escribiera. Mientras tanto Wilde recibía una carta en la cual la marquesa le rogaba como un favor especial que respondiera aunque sólo fuese con unas pocas líneas a Bosie, que estaba tan, tan desesperado. El escritor dirá a continuación: «Tu madre, con esa falta de voluntad que la caracteriza, y que en la tragedia de mi existencia no tuvo menos peso que la violencia de tu padre, ha llegado a escribirme -y no me cabe la menor duda de que es cosa tuya- hablándome de tus ansias por recibir un escrito mío...» Lady Sybil tenía quizá la ilusión de lograr así borrar, con la elegancia de los buenos modales, una página desagradable del pasado de su hijo. Ojalá no lo hubiese hecho nunca: creyendo sepultar para siempre las cenizas de una pasión malsana, atizaba en cambio un nuevo incendio. Con la impetuosidad típica de su temperamento, que no admitía obstáculos para la realización de sus caprichos, Alfred Douglas se había trasladado desde Atenas a Florencia, decidido ya a no pisar siquiera la Embajada de Constantinopla. Y una vez en Florencia, comenzó a bombardear a Wilde con sus cartas. Esta vez Oscar no supo resistirse y le envió una misiva que presagiaba la rendición: «Tu telegrama acaba de llegar -escribía desde Londres el 16 de abril- y ha sido una alegría recibirlo, pero me haces tanta falta. El alegre, dorado y gracioso muchacho ya no está, y odio a todos los demás: son aburridos.» Decidido a proseguir su marcha de acercamiento hacia Wilde, Douglas partió de inmediato a París, no sin antes haber telegrafiado una vez más para fijar una cita «clandestina» en la capital francesa. Tras el breve tête-à-tête de París, Oscar regresó a Londres. Pero Douglas le escribió de nuevo al poco tiempo, suplicándole que se vieran en Florencia: «Pienso siempre en ti -confesaba-, que eres tan dulce, tan noble, tan tierno conmigo. Me doy cuenta ahora de que mi vida a tu lado era un soneto de poesía, mientras que hoy, sin ti, es una letanía fúnebre. No veo la hora de que estés junto a mí...» Finalizaba abril y Wilde cedió a la invitación de Bosie, que, empleando sus encantos de hechicera con traje de hombre, lo llamaba desde las riberas del Arno. Conciertos, museos, excursiones a las colinas de Fiesole y de Settignano... Etéreos colores con aires de Botticelli y sugestiones prerrafaelistas parecían teñir con las nuevas luces del idilio ese amor-desamor que, sobreviviente de tantas nubes y tempestades, volvía a florecer allí, como un madrigal, en una especie de isla encantada y sin tiempo. Esa isla sería más adelante añorada por Wilde, desde la oscuridad de la prisión, en una proyección a los lugares privilegiados del sueño decadente: Florencia, Venecia, Capri, Brujas, Corfú. Por un momento ambos amantes pensaron establecerse en una pequeña villa de Toscana, lejos de la persecución de los Queensberry y de la Inglaterra puritana. Pero Londres reclamaba imperiosamente sus derechos. Wilde tenía que abandonar lo más rápido posible la primavera florentina cargada de sortilegios y volver a las márgenes del Támesis, si quería que su nombre brillara una vez más en los carteles, y recibir así esos «papeles extrañamente coloreados a cambio de los cuales los banqueros están dispuestos a desprenderse del cobrizo oro...». Y apenas el escritor hubo regresado a Londres, Douglas -que no esperaba otra cosa- se apresuró a pisarle los talones. Oscar y Bosie hicieron su entrada, más rutilante que nunca, en la vida mundana de Londres hacia finales de abril. Perdido todo freno, el joven aprovechaba cualquier ocasión para mostrarse al lado del escritor, como si quisiera provocar ex profeso las peligrosas insinuaciones de la gente. Wilde caía en la cuenta de que su vida, con el retorno de Douglas, había tomado un nuevo cariz, imprevisible y siniestro, que dejaba escaso margen para cualquier posibilidad de compromiso y que lo exponía cada vez más abiertamente a la
amenaza y al escándalo. Pero, enceguecido por el amor hacia el joven y casi esclavo de su voluntad, se abandonaba a la suerte para disipar las nubes tormentosas que se estaban acumulando tras la intervención del marqués de Queensberry, exasperado por la rebeldía de su hijo. Hacía ya dos años que Queensberry había dado señales de vida en Oxford, cuando su vástago cursaba el tercer año, mediante una serie de cartas alarmadas. Como ex campeón aficionado de peso pluma y apostador de caballos, frecuentaba los rings y los hipódromos y había quedado desagradablemente sorprendido por las alusiones, murmuradas en los vestuarios de púgiles y jockeys, acerca de la amistad de su hijo con Wilde. Pero Bosie, que se sentía respaldado por su madre y por sus hermanos en su rebelión contra su odiado progenitor, ya desde aquel entonces le había respondido con impertinente arrogancia, diciéndole que se ocupara de sus asuntos. Durante un tiempo hubo entre padre e hijo una serie de intercambios epistolares que incluyeron también a lady Sybil, acusada por su marido en razón del giro negativo que Alfred estaba dando. Wilde, aprovechando un encuentro casual en el Café Royal, en presencia de Bosie, había tratado de apaciguar a Queensberry conquistándolo a través de su punto débil: su declarado ateísmo. Vencido por la brillante conversación del escritor, el marqués se retractó de sus palabras y llegó a escribir a Douglas que no tenía nada en contra de la prosecución de su amistad. Después, sin embargo, Wilde no procuró cultivar, si no la simpatía, por lo menos la benévola condescendencia del padre. Desde la cúspide de su éxito literario, subestimó el efectivo peso social del marqués, que, aunque no estaba muy bien visto en el ambiente aristocrático, debido a su belicoso temperamento y de sus divergencias con la reina, era no obstante un par del Reino Unido. Disponía además de un ingente patrimonio y poseía amigos poderosos. Mientras tanto las voces acerca del carácter equívoco de la amistad entre Wilde y Douglas se volvían cada vez más insistentes. Queensberry comenzó a alarmarse de nuevo e intimó a su hijo a romper la relación. Por su parte, Wilde cometió el error de despreciar desde el primer momento a Queensberry, considerando que las intervenciones admonitorias que enviaba a su vástago no eran más que una fastidiosa pero inocua molestia, y tachó al «marqués escarlata» de hombre ridículo, de mentaiidad limitada, desacreditado por completo a los ojos de la opinión pública. El marqués, no obstante, había dejado relativamente en paz durante más de un año a Oscar y a Bosie, mientras su hijo estaba matriculado en la universidad. Por aquellos tiempos, Queensberry se hallaba muy ocupado en la causa de divorcio contra su segunda esposa, una muchacha de diecisiete años que lo había abandonado apenas cumplido el mes de matrimonio, porque no soportaba sus modales violentos. Pero en el inicio del otoño de 1893, el marqués volvió a la carga, interesándose de nuevo por su hijo y por la relación de éste con Wilde. Cuando supo que Alfred había desertado de Oxford sin alcanzar su título, impuso como solución de rigor, de acuerdo con su mujer, que el muchacho fuera enviado a Egipto. Sin embargo, cuando se enteró de que su hijo había regresado a Londres, arrojando por la borda su carrera diplomática y reanudando sus relaciones con Wilde, consideró que su paciencia había llegado al límite y decidió cortar de una vez por todas el lazo entre Alfred y el equívoco esteta. Antes de intervenir a fondo, quiso asegurarse personalmente de la verdadera naturaleza de esa relación. Un buen día, a principios de mayo, después de haber vigilado con encarnizada obstinación sus rendez-vous, sorprendió a Wilde y a Douglas mientras almorzaban alegremente en el Savoy. Con astucia calculada, a pesar de la rabia que bullía en su interior, se guardó bien de abandonarse a la vulgaridad de una escena en público y aceptó sentarse a la mesa con ellos. Pero lejos de dejarse encandilar por la brillante conversación de Wilde, observó esta vez el comportamiento de la pareja con suma atención, sin perder una sola palabra de su diálogo. Oscar y Bosie, despreocupándose de las apariencias y con la intención de divertirse a sus espaldas, casi al punto de la provocación, comenzaron a desafiar a Queensberry mediante gestos significativos, miradas de complicidad, irónicas expresiones en un lenguaje no demasiado cifrado. Sin traicionar sus verdaderas emociones, el marqués se retiró disgustado. Tenía ya la certeza, constatada de vista, de que las maledicencias susurradas a propósito del vínculo escabroso entre Wilde y su hijo estaban más que fundadas. Inmediatamente después de ese encuentro, escribió una carta a su hijo comunicándole su preocupación por la vida disipada e inútil que llevaba e intimándolo sin rodeos a que rompiera su relación con Wilde. Douglas, decidido a no dejarse pisotear, le respondió en tono burlón e insolente. Nuevo sermón al viento del marqués,
y nuevos telegramas de Douglas, en un lenguaje cada vez más airado y despreciativo, reducidos a puros y simples insultos. Finalmente, en el colmo de la exasperación, Queensberry envió a su hijo una especie de ultimátum, amenazando con suspenderle la renta si no sentaba cabeza en breve. «Alfred -decía la carta-, es extremadamente penoso para mí tener que escribirte de esta forma. Pero debo hacerlo. Y ante todo, ¿tengo que pensar que tú, después de haber abandonado Oxford, como lo hiciste, en medio del descrédito (y las razónes de ello me fueron explicadas lisa y llanamente por tu preceptor), pretendes ahora no dedicarte más que al ocio más absoluto y a la diversión de los paseos? Durante todo el tiempo que pasaste en Oxford me diste a entender que tu objetivo era entrar en la diplomacia; luego me dijiste que habías cambiado de idea y que pensabas consagrarte a la abogacía. Lo que me parece es que, en realidad, no piensas hacer nada de nada. En efecto, el tiempo ha pasado sin ninguna concreción de tu parte, y ahora es quizá demasiado tarde para pensar en cualquier carrera. No obstante, me niego categóricamente a proveerte de los medios para que vivas como un indecente. Te estás labrando un futuro vergonzoso, y sería un error y una cruelded si yo te apoyara en ese camino.» Y proseguía, con tono todavía más duro y autoritario, aunque no exento de una burda ternura paterna: «Y llego ahora a la parte más penosa de esta carta, es decir, a la infame relación con ese hombre, Wilde. Esa amistad debe cesar, o de otro modo te desheredo y te corto todos los recursos, y, si es necesario, soy capaz de ir personalmente a ese desgraciado y decirle cuatro verdades; de todas maneras, lo haré. No pretendo siquiera intentar un análisis de esa intimidad vuestra; y no hago ninguna acusación, pero a mi modo de ver, como te he dicho muchas veces, "parecer" en ciertas cosas, para mí, es lo mismo que ser... Sé de buena fuente -aunque bien podría ser falso- que su esposa tiene intenciones de divorciarse debido a su conducta inmoral. Si así fuera, ¡qué buen papel el que desempeñas al mostrarte en público junto a él! El desgraciadísimo hombre a quien llaman tu padre, Queensberry. Douglas, con su tono de muchacho consentido y sabelotodo, no tardó en enviar a su padre otro telegrama lacónico y burlón, destinado a irritarlo más que nunca: «¡Qué hombrecillo tan ridículo eres!» Wilde trató de convencerlo para que atenuara los ataques contra su padre y llegara con éste a un acuerdo razonable. Comenzaba a caer en la cuenta de que si el conflicto familiar no se solucionaba, se vería envuelto en un lío. Y más tarde escribirá: «Cuando tu padre empezó a atacarme, lo hizo como si se refiriese a tu amigo íntimo, por medio de una carta dirigida a ti. En cuanto la leí, con todas esas oscuras amenazas, esas vulgares muestras de violencia, comprendí de inmediato que un tremendo peligro se perfilaba en el horizonte de mis afanosos días: te dije que no deseaba entrometerme entre los dos, en vuestro antiguo odio; que para tu padre yo constituía en Londres una caza mayor que un ministro de Asuntos Exteriores en Homburg; que no habría sido justo, ni por un momento, que yo interviniera en esa situación; que tenía algo mejor que hacer en mi vida, antes que entrar en guerra con un borrachín, declassé y deficiente como él. No logré que me entendieras. Estabas lleno de odio...» En la discusión que entre Oscar y Bosie se estableció acerca del tema, el joven lord jugó la carta adecuada. Ante la exhortación de prudencia y moderación de su amigo, le señaló una verdad muy simple: si la principal causa de fricción entre él y su padre era la amistad que había entre ambos, no había otra forma de llegar a un acuerdo con Queensberry que no fuese interrumpiéndola. ¿Era eso acaso lo que Oscar quería? ¿Debía Bosie dejar de quererlo e imponerle también a su amigo la definitiva renuncia al afecto que sentía hacia él? El marqués, visto que la suspensión de los fondos no servía de nada, advirtió a su hijo que planeaba hacerlo picadillo si lo encontraba en público con el escritor siquiera una vez más. «Inténtelo -respondió Douglas, que, cuando su padre pretendía actuar como una bestia ante él, hallaba siempre la frase adecuada para atizar su bestialidad. Y tras haberle informado, a guisa de provocación y burla, del día, hora y lugar exactos de sus citas con Wilde-: Si intenta usted atacarme, me defenderé con un revólver cargado que llevo siempre conmigo. Y si yo le disparo, o él le dispara, estaremos plenamente justificados, porque aduciremos legítima defensa frente a un violento y peligroso delincuente. Y pienso que si usted muere, no habrá demasiada gente que lo eche de menos.» Eran irresponsables baladronadas de adolescente, pero por debajo bullía un odio verdadero e implacable. Y quizá todavía más irresponsable que la actitud de Alfred Douglas fue la de Wilde, que, dejándose arrastrar por el joven lord, asumió su defensa y, más aún, lo respaldó en la rebelión contra su padre. Da fe de ello el modo brusco y agresivo con que recibió al marqués, que fue a verlo a Tite Street, el 16 de junio de 1894. El estado de ánimo de Queensberry era evidente, pues se hizo acompañar en aquella ocasión por un guardia armado.
Cuando el mayordomo anunció la llegada del marqués, Wilde invitó a su huésped a pasar a la biblioteca. La atmósfera estaba cargada de tensión. Queensberry se irguió junto a la ventana y con el tono perentorio de quien decide ir directo al grano, intimó a Oscar: -Tome asiento. El escritor, que se hallaba apoyado contra la chimenea, pasó al contraataque con aire altivo: -No permito a nadie hablar así en mi casa, ni siquiera al marqués de Queensberry. Supongo que ha venido usted a disculparse por lo que escribió acerca de las relaciones entre mi esposa y yo en las cartas dirigidas a su hijo. Podría iniciar una querella en su contra si quisiera, dada la índole de esa carta. -Usted no puede hacer tal cosa -respondió Queensberry-. Se trata de correspondencia privada, dirigida a mi hijo. Y además, no sé cómo está en realidad la situación entre usted y su mujer. Reconozco que la alusión al divorcio era pura suposición de mi parte. Pero lo que sí sé -y aquí la voz del marqués se volvió duramente acusadora- es que sus relaciones con mi hijo son indignas de una persona honesta. -¿Cómo se atreve -replicó Wilde, acusando el golpe- a insinuar semejante infamia acerca de la amistad entre su hijo y yo? -Es la pura verdad -le rebatió, impertérrito, el marqués-, sé que los echaron del Savoy Hotel por su conducta indecorosa. -Eso es mentira -negó Wilde. -Sé también -prosiguió Queensberry- que usted ha alquilado un apartamento en las cercanías de Piccadilly para estar junto a él. -Alguien le ha estado contando un montón de embustes absurdos acerca de su hijo y yo -argumentó Wilde, atrincherándose tras la obstinada negación de todo reproche-. Yo no he actuado de esa manera, y usted haría mejor en pedir cuentas directamente a su hijo cuando se trata de su vida, en lugar de contratar espías a sueldo. -¿No es acaso cierto también que pagó usted una abultada suma para recuperar la posesión de una carta indecente que había escrito a mi hijo? -La carta era muy bella -objetó Wilde- y pronto será publicada... -No sé si era bella. Sólo sé que no era el tipo de carta que se escribe a un muchacho casi veinte años menor que usted... -Pero en suma, lord Queensberry, ¿me está de verdad acusando de una conducta incorrecta con su hijo? -No digo que usted sea lo que pienso, pero aparenta serlo, lo cual es para mí igual de incorrecto... Si lo sorprendo otra vez con mi hijo en un local público, lo haré pedazos... -Mi querido lord Queensberry, no conozco las famosas Reglas de Queensberry que usted estableció para el boxeo. Pero conozco bien las «Reglas de Oscar Wilde». Si alguien osa tocarme un solo pelo, dispararé a quemarropa... Y ahora váyase. No puedo permitirle que continúe insultándome y amenazándome en mi propia casa. -Me voy. Pero permítame decir que su conducta y la de mi hijo es de un escándalo abominable, y que la cosa no va a terminar aquí. -Si se trata de un escándalo, el autor es usted y nadie más -y dicho esto, llamó al mayordomo-: Acompañe al señor hasta la puerta. Y cuide de que no vuelva a cruzar el umbral de esta casa bajo ningún pretexto -agregó, fuera de sí-. Este es el marqués de Queensberry, el más infame bruto de Londres. No le permita poner un pie en esta casa. Si Wilde estaba ya en la mira de Queensberry como objeto de feroz venganza, a partir de aquella noche, lo estuvo aún más, con escasas posibilidades de huida. El marqués, en una carta a un amigo, tuvo el buen tino de decir que su interlocutor en el curso de su altercado, había demostrado «tener cola de paja». No obstante su afectada arrogancia, Wilde quedó mucho más conmocionado por la entrevista con el marqués de lo que quiso aparentar ante Bosie, e incluso ante sí mismo. En efecto, comenzaba a advertir el riesgo mortal a que se estaba exponiendo, si bien no parecía darse cuenta de que la amenaza de escándalo no era una veleidosa intimidación, sino que respondía a una estudiada y casi maníaca voluntad sostenida por una astucia diabólica y por una aplastante disponibilidad de medios y de dinero por parte de Queensberry. En consecuencia, llegó el momento en que no pudo dejar de sentirse preocupado seriamente por los plebeyos comportamientos de Bosie, que se pavoneaba con una pistola cargada. En cierta ocasión, en pleno Café Royal, el joven lord disparó contra una lámpara diciendo que se estaba entrenando para arreglar
cuentas con su padre. A principios de julio, Oscar lo convenció para que se alejara de Londres y se retirara junto a su madre, a la casa de campo de Salisbury, hasta que las aguas se hubieran aquietado. Mientras tanto, en el aire se cernía el ciclón Queensberry, y el terreno minado en que se movía Wilde parecía cada vez más amenazante por los peligros de su doble vida. Un joven empleado de la editorial John Lane, Eduard Shellery, a quien Oscar había intentado seducir después de una cena íntima en el Abermerle Club, había reaparecido en su vida exigiéndole dinero. Y tampoco los maleantes bromeaban. Ernest Scarfe, uno de los más sucios tipejos que frecuentaban el salón de Taylor, lo presionaba para obtener un «pequeño préstamo». Otras exigencias le llegaban de Sidney Mavor, un muchacho atractivo a quien había regalado, en un impulso de extravagante generosidad, una pitillera de oro con las iniciales O. W. La voz de alarma más grave fue una redada por sorpresa de la policía en un local de reunión para homosexuales, en la que se olía quizá, sospechosamente, la marca de Queensberry. El 12 de agosto de 1894, en pleno verano, Scotland Yard irrumpió en un club privado del número 46 de Fitzroy Street, cuyo dueño era un tal John Watson Preston, durante una reunión en que se hallaban presentes Charles Parker y otros muchachos de baja calaña, con quienes Wilde se trataba habitualmente. En el curso de la redada dieciocho hombres, entre ellos dos travestis, fueron detenidos y conducidos a la comisaría de policía de Tottenham Court. El juez, tras sentenciar a todos a ser procesados, una semana más tarde absolvió a la mayoría por insuficiencia de pruebas, excepto a uno, y se limitó a imponer a cinco de ellos el pago de una multa de 40 chelines, con la obligación de observar buena conducta por un mes. Entre los sospechosos liberados figuraba también Alfred Taylor, quien antes del juicio fue retenido en prisión porque no tenía el dinero necesario para la fianza. Charles Mason, el amigo que convivía con Taylor como una especie de «marido», le pidió a Wilde un préstamo para pagar la suya. Este tuvo que negarse, no tanto por el temor de verse inmiscuido, sino porque efectivamente en ese momento no disponía de los medios para ayudarlo. El episodio, aparentemene, quedó en nada. Su única consecuencia fue que los individuos implicados en reuniones homosexuales de Fitzroy Street se vieron sometidos a la vigilancia de la policía y se los registró en una lista. Por lo demás, incluyendo a Arthur Marling, que había sido condenado, Wilde había mantenido con algunos de ellos relaciones lo bastante comprometedoras como para incriminarlo. Otro indicio no menos inquietante, y que hacía pensar en una maniobra de Queensberry, fue la extraña pesquisa que se llevó a cabo en el salón de Taylor, en Little College Street, durante la ausencia de éste. Un detective vestido de civil, que se identificó como amigo de Taylor, había hecho que el encargado de alquilar los cuartos le abriera la puerta y había revisado cajones con listas de direcciones y cartas comprometedoras. Taylor, atemorizado, se guardó bien de denunciar el abuso y prefirió tratar de borrar sus huellas, trasladándose a otro lugar, en el número 3 de Chapel Street. En realidad Taylor, a quien Wilde continuaba visitando con su habitual inconsciencia, estaba ya por aquella época bajo vigilancia policial. En esta atmósfera cargada de presagios sombríos, Oscar encontraba en su pertinaz amor hacia Bosie su único consuelo. «Mi querido muchacho -le escribió a principios del verano-, espero que hayas recibido los cigarrillos. Quiero verte. Es verdaderamente absurdo. No puedo vivir sin ti... Eres tan dulce, tan maravilloso, pienso en ti todo el día, y extraño tu gracia, tu belleza infantil, la fuerza de tu espíritu, la fantasía delicada de tu genio, siempre tan sorprendente en sus imprevistos vuelos de golondrina hacia el norte o hacia el sur, hacia el Sol o hacia la Luna; y, sobre todo, a ti...» Luego Oscar partió de vacaciones. Eligió Worthing: un pequeño puerto de mar. Una habitación para escribir, una playa para nadar, un bote para pasear por los alrededores. Niños jugando. Bosie, que iba a llegar de Londres para reavivar con su presencia el pálido sol del Norte. Una mágica pausa, ya casi la última, en el ojo del huracán que se hacía cada vez más denso en la vida de Wilde. Este, con la etérea ligereza del poeta, se elevará un momento por encima de las pesadillas que lo asedian y, del drama mismo de su vida, creará la materia del puro e hilarante juego teatral, en una temporal liberación de humor. Nacía así, entre una letra de cambio a punto de vencer y una amenaza que tenía que eludir, al tiempo que Queensberry tramaba sus intrigas en los ambientes policiales y en los bajos fondos de Londres, la que constituye quizá la obra maestra de Wilde: La importancia de llamarse Ernesto. La despiadada telaraña que urdía el marqués de Queensberry se cerraba alrededor de Oscar, mientras éste desde mediados de agosto hasta principios de octubre, casi un mes y medio, pasaba la temporada en
Worthing, la graciosa localidad balnearia vecina a Brighton, en compañía de su esposa y sus hijos, con el fin de escribir su nueva comedia, por la cual había recibido de Alexander un anticipo de 150 libras esterlinas. Wilde subestimaba las amenazas del marqués, pensando que podría librarse de ellas con un simple encogimiento de hombros, y ello queda claro en la irresponsable carta que escribió al joven lord para invitarlo a Worthing, donde planteaba sin rodeos la hipótesis de encerrar a Queensberry en un hospital psiquiátrico. Bosie se apresuró a reunirse con su amigo, aunque reservándose de tanto en tanto un tiempo para escapar a Londres y visitar el «salón» de Taylor. Los dos amigos, para hacer más agradable la temporada en el balneario, comenzaron a recorrer las playas de Worthing para encontrar jóvenes lugareños que los acompañaran en sus baños, sus excursiones en bote y otras distracciones más o menos inocentes, por ejemplo la organización de una especie de espectáculo musical con los «cantores vagabundos de las arenas». Estas distracciones playeras no impedían que Wilde trabajase, y lo que es más, parecían proveerlo de una atmósfera más acorde con su inspiración. En el curso de pocas semanas logró dejar casi listo, sin esfuerzo, el nuevo texto teatral que se basaba precisamente en la «doble vida» que Oscar y Bosie estaban llevando. En La importancia de llamarse Ernesto, el juego de los equívocos, enlazado precisamente con la práctica clandestina del vicio, creaba una serie de situaciones en el límite de lo absurdo, que al final, sin embargo, desembocaban en un final feliz. La acción de esta «farsa», como el mismo Wilde la definió, «escrita por una mariposa para las mariposas», ambientada en una casa solariega de campo, gira en torno a la doble vida del protagonista, John Worthing, pretendiente de la bella Gwendolen. Para justificar sus frecuentes escapadas a Londres, con propósitos inconfesables, inventa un inexistente inválido: Bumbury. A su vez, Algernon, un compañero de correrías tan libertino como Worthing y que éste último había hecho pasar por su hermano, intenta seducir a otra muchacha del lugar, Cecily, de la cual es «tutor» el propio Worthing. Pero cuando, a la larga, a pesar de los intentos de los dos bribones por hacerse pasar por jóvenes intachables, sus tretas están a punto de descubrirse, interviene el Deus ex machina: resulta que tanto Worthing como Algernon no son vulgares cazadores de dotes, sino descendientes de una familia aristocrática, y son por ello más que dignos de casarse con las dos graciosas doncellas. El título de la comedia juega con el hecho de que en inglés el nombre Ernest se pronuncia de modo muy semejante al adjetivo earnest, que significa «serio», «honesto». Ambos pretendientes se atribuyen el nombre falso de Ernesto, pues, a los oídos de las muchachas, suena como una garantía de respetabilidad. En esta última obra, Wilde resuelve toda la acción en la hilarante chispa del diálogo, creando un mundo autónomo, por encima de la vida, que responde sólo a la coherencia interna de los personajes completamente ficticios, lúcidos instrumentos de comicidad e irrisión. Además, el esplendor de los aforismos, en este caso, deja de insertarse como mero elemento exterior a la trama, porque la paradoja se transforma en la estructura misma de la acción y la libera de su desarrollo. Si bien mantiene siempre el tono burbujeante y ligero, esta comedia representa una sátira feroz contra la respetabilidad victoriana, cuya genial encarnación está representada por el extraordinario personaje de lady Bracknell, con su secreto apego por el título nobiliario y el dinero y con su despreciativa visión clasista de la vida. No obstante, a pesar de su efervescente atmósfera de humor y de nonsense, el mensaje final de la comedia posee un amargo tono de cinismo. Los personajes, más que como seres reales capaces de verdaderos sentimientos, terminan por comportarse como marionetas con un aire de frío egoísmo inhumano, dirigido sólo a la simulación sistemática y a la transgresión descarada. Esta actitud de inmoralidad absoluta correspondía al estado de ánimo de Wilde, que, esfumada toda sombra de temor y de culpa, se abandonaba ya con eufórica ligereza y casi impúdica inconsciencia a la persecución del placer sin escrúpulos, con la ilusión de que saldría airoso de cualquier prueba. En este período el escritor lograba conciliar su ménage familiar, integrado por Constance, la institutriz y los niños, no sólo con la presencia de Bosie, sino también con el alegre revoloteo de los muchachos del lugar, objeto de sus pequeños flirteos. Sentía una predilección especial por un cierto Alphonse, un joven revendedor de periódicos desempleado, tanto que lo llevó consigo a pasar dos días en un hotel de Brighton, donde le compró trajes nuevos y le facilitó el dinero que le permitió enrolarse en la marina.
A principios de octubre, tras la partida de Constance y los niños, Wilde y Douglas se mudaron de Worthing al Grand Hotel de Brighton. Allí, el sueño de una noche de verano sufrió una brusca interrupción. Bosie enfermó de gripe, y Wilde se dedicó a atenderlo durante cinco o seis días. El dinero comenzaba a escasear. Apenas Bosie manifestó alguna mejoría, se vieron obligados a trasladarse a una modesta pensión. Allí Wilde enfermó a su vez. Y Bosie, que no tenía la menor vocación de enfermero, en lugar de quedarse para cuidarlo, prefirió salir de paseo a divertirse por su cuenta, perdiendo todo interés por él, salvo en las ocasiones en que daba señales de vida para satisfacer sus amores mercenarios. Wilde recordará dramáticamente este desagradable episodio, hablando hasta de un intento de agresión, no se sabe cuánto de imaginario, que Douglas perpetró contra él. Según su versión, a las once de la mañnaa, mientras se hallaba confinado en su lecho por la enfermedad, vio entrar a Bosie a su cuarto como un ladrón y notó que el joven lord sin dignarse dirigirle una sola mirada, se ponía a revolver los cajones para encontrar dinero. Oscar trató buenamente de detenerlo, pero Bosie reaccionó hecho una furia y, tras cubrirlo de insultos, se retiró. Pocos minutos después, dominado por un nuevo arrebato de rabia, el joven volvió a la habitación, con «una mueca histérica y un resplandor de odio en sus ojos», y levantó la mano como si fuera a golpearlo. Afirma Wilde: «Me asaltó una sensación de horror, no sabría decir por qué razón. Salté de la cama y, descalzo como me hallaba, me precipité a la sala de estar del piso de abajo, y sólo me moví de allí cuando el propietario del hotel, atraído por mis timbrazos, me aseguró que tú habías abandonado mi cuarto y me prometió que estaría atento ante cualquier eventualidad...» Puede ser que en esta evocación de Wilde prive la alucinación de la fiebre o la deformación retrospectiva de la memoria; pero no puede excluirse la posibilidad de que Alfred Douglas, en un paroxismo de odio, haya pensado al menos por un momento en matar a su amigo. En realidad, habiendo tomado al escritor como sustituto de la figura paterna, Douglas había terminado por proyectar en él la ambivalencia afectiva que sentía hacia su progenitor. Y aunque fuera sin darse cuenta, había establecido una especie de complicidad inconsciente con su padre para llevar a Wilde a la ruina. Este, tras el episodio de Brighton, tuvo seguramente una especie de iluminación acerca del riesgo mortal de la situación en que se hallaba envuelto, pues puso en movimiento a sus abogados para que le comunicaran al marqués de Queensberry «su voluntad de no permitir ya por ningún motivo la entrada de su hijo en su casa, de prohibir que se sentara a su mesa, que le dirigiese la palabra, que caminara a su lado, que le hiciese compañía en cualquier lugar y tiempo». Esta sabia decisión que, tomada oportunamente, habría podido salvarlo todavía, quedó por desgracia en el limbo de las buenas intenciones. Cuando Wilde, ya restablecido, regresó a Londres con el propósito de mandar de una vez al diablo a Douglas y a su padre, intervino un hecho que modificó sus planes. Los periódicos publicaron la noticia de que el hermano mayor de Bosie, lord Drumlanrig, barón de Kelehad, había resultado muerto el 18 de octubre durante una partida de caza. La versión oficial hablaba de una explosión accidental de su fusil, pero corría la voz de que se trataba de un suicidio. Las circunstancias eran misteriosas. Se decía que la razón había sido una amenaza de escándalo que Queensberry pretendía concretar por la «amistad particular» de su hijo mayor con el ministro Rosebery. Enterado de la desgracia, Wilde se apresuró a escribir a su amigo para expresarle sus condolencias y le rogó que fuera a verlo lo más pronto posible. Cuando Bosie volvió a Londres, después de asistir a los funerales de su hermano, Wilde tuvo la dicha de acoger al joven amigo desesperado por tanta desventura. «Te presentaste ante mí enseguida... con los ojos nublados por las lágrimas. Y yo te abrí la puerta de mi casa, mi hogar, mi corazón. Hice mío tu dolor para ayudarte a soportarlo...» Acerca de esta reconciliación, que iba a iniciar la marcha definitiva hacia la catástrofe, Wilde hará una observación sutil, no exenta de verdad: «Los dioses son extraños. No se sirven tan sólo de nuestros vicios para flagelarnos. Nos empujan a la ruina también por medio de todo lo que en nosotros hay de honrado, gentil, humano y tierno. Si yo no hubiese mostrado compasión y ternura por ti y por tu familia, ahora no tendría que llorar, aquí, en este terrible sitio... Pero ¿hasta qué punto actuó movido verdaderamente por la ternura y la compasión, y hasta qué punto lo impulsaron el orgullo y el demonio de la concupiscencia? La trágica muerte de Drumlanrig tuvo como primera consecuencia la agudización de la contienda familiar que ya existía entre Queensberry y los suyos. Wilde, tras haber cedido a la debilidad de reanudar la relación con Alfred Douglas, cometió la torpeza todavía más grave de entrometerse en esta espinosa batalla, no sin una pizca de vanidad y de presunción, adoptando el papel de caballeresco defensor de la esposa y de los
hijos indefensos ante la prepotencia de Queensberry y formulando explícitamente su compromiso de acudir a los tribunales para hacer internar al odioso tirano en un hospital psiquiátrico. No se necesitó otra cosa para reforzar la voluntad de Queensberry en su determinación de «aniquilar» al escritor. Si hasta el momento lo habían guiado sólo sus celos y su obstinación, ahora se encontraba en la necesidad de luchar en defensa de su propio patrimonio y de su libertad personal. Entre los factores que determinaron la ruina de Wilde, se incluye aquí también su morboso esnobismo. Parece ser que perseguía seriamente el quimérico sueño de quitar de la escena al odiado marqués, para al fin entrar a formar parte de la familia Queensberry como amigo íntimo de Alfred. La intención se ve confirmada por la carta que escribió al joven lord el 5 de noviembre de 1894, tras la muerte del hermano mayor. Oscar le solicitaba que convenciera a su madre para que le otorgara una renta fija que equivalía a una «dote»: «Claro que ahora tu madre querrá concederte una buena suma. En cuanto se sienta algo mejor, estoy seguro de que lo hará. Deberían ser unas cuatrocientas o quinientas libras al año. Es absurdo que no tengas una renta apropiada a tu posición. Creo que deberías hablarle de ello a tu madre...» Entre las maniobras mediante las cuales Bosie pretendía atizar la leña del conflicto entre Oscar y su padre, figura por esta época la publicación de la novela anónima El clavel verde, que, aunque fuera en forma cifrada, exponía picantes detalles de la relación entre los dos excéntricos amantes. La novela estaba basada en el material de primera mano que el mismo Douglas había proporcionado al autor. El libro aludía claramente, con los personajes del maduro esteta Hesme" Amarinth y de su joven amigo lord Reginald Hastings, a las personas de Oscar y Bosie. Su autor era un periodista, Robert Hitchens, a quien Douglas había conocido en Egipto, durante una excursión a Luxor en barco de vapor a lo largo del Nilo. En aquella ocasión, Hitchens había hecho que Bosie le relatara los detalles más íntimos de su relación con Oscar, con el objeto preciso de utilizar el material para bosquejar una historia satírica en clave sobre los dos amantes fatales. El clavel verde, escrito con cierta habilidad, suscitó notables críticas. Hitchens había logrado reproducir de modo tan perfecto el tipo de conversación basado en aforismos y paradojas característico de Wilde, que pronto se difundió la voz de que era éste el verdadero autor de la novela. La sospecha estaba avalada por el hecho de que Wilde había sido el primero en lanzar la moda del «clavel verde» (un tipo de clavel coloreado artificialmente por un florista de París) como ambigua señal de reconocimiento de sus seguidores, que lo ostentaban en el ojal durante la representación de sus comedias. El escritor, más bien molesto por la mala jugada de Douglas, otra más, simuló indiferencia, pero al mismo tiempo se vio obligado a intervenir en la prensa para desmentir las murmuraciones. El avispero de habladurías suscitado por El clavel verde había acentuado obviamente la incómoda fama de apologeta de vicios raros y secretos en derredor de su figura. Como si eso no fuera suficiente, Oscar agregó de su propia cosecha una contribución más a su fama de corruptor de jóvenes. Hacia finales de otoño, siempre por solicitud de Alfred Douglas, aceptó colaborar con un florilegio de sus aforismos más cínicos y osés en una revista de estudiantes de Oxford, The Chamelon, de tendencia más bien equívoca. Su fragmento, Frases y filosofías para uso de los jóvenes, ya de por sí desconcertante y subversivo, apareció junto a un cuento anónimo de argumento recargadamente profano y obsceno, titulado El sacerdote y el acólito, cuya paternidad le fue atribuida. Wilde, al recibir la revista, quedó estupefacto al ver su nombre asociado a vulgaridades de esa índole y solicitó al director, John Francis Blomm, que retirara el número de la circulación. Pero la revista ya había salido, y no era fácil convencer a la gente de que el texto comprometedor no era fruto de su pluma. Mientras tanto el padre de Douglas, tras una breve pausa debida a la muerte de su hijo mayor y a los arreglos de las últimos detalles de su divorcio con su segunda esposa, reanudó su ofensiva contra Wilde. Llegado a este punto, sin embargo, el marqués cambió de táctica: evitó atacar de frente para no exponerse ante la ley, y al mismo tiempo trató de comprometerlo con la justicia sin involucrar a Douglas. Y mientras lo provocaba con una serie de afrentas astutamente calculadas, en el intento de hacer que perdiera el control de sus nervios, gracias a sus espías iba reuniendo pruebas, pagando de su bolsillo, para meterlo entre rejas. Paralelamente, el 3 de enero de 1894, se había estrenado Un marido ideal, que tras haber sido rechazada por varios empresarios, fue aceptada por Lewis Waller para el Haymarket Theatre. El éxito de la obra, a pesar de sus osadas alusiones políticas, superó también esta vez toda expectativa. El mismo príncipe de Gales, que presenciaba la representación en la primera fila, inauguró los aplausos y a continuación pidió al autor que no se modificara ni tan siquiera una línea del texto.
Aparte de alguna que otra reserva, debida esencialmente al tema y a los venenosos dardos en contra del Parlamento y el gobierno, la mayor parte de los críticos no escatimaron elogios. En especial G. B. Shaw resaltó con su agudo juicio el valor excepcional de la obra: «Para mí, Wilde es el único dramaturgo inglés verdaderamente completo hoy en día. Crea su espectáculo con todo: con el espíritu, la filosofía, la trama dramática, los actores y el público, el teatro entero -escribía el futuro autor-. La nueva comedia de Oscar Wilde en el Haymarket es un asunto peligroso, porque tiene la característica de tomar desprevenidos a los críticos. Estos ríen con los dientes apretados ante sus epigramas, como un niño que se ve obligado a divertirse en el momento mismo en que desearía abandonarse a un acceso de rabia y de llanto.» El nuevo éxito de Wilde no hizo más que atizar en su contra la animosidad de Queensberry, que tras haber intentado inútilmente sabotear el estreno de la obra arrojando puñados de zanahorias y otras hortalizas sobre el escenario, lucubraba la manera de provocar al odiado dramaturgo y de comprometerlo irremediablemente ante la opinión pública. Además de sus ingentes posibilidades y de los contactos que tenía en los ambientes de Scotland Yard, el marqués podía valerse de los numerosos enemigos que Wilde se había creado en el mismo ámbito teatral a causa de las envidias suscitadas por sus fulgurantes éxitos, así como también por las actitudes despreciativas y presuntuosas que adoptaba frente a actores, críticos y periodistas, sobre todo en los últimos tiempos. Wilde cedió a su debilidad y aceptó la propuesta de Bosie de ir juntos a Argelia, para pasar un mes de vacaciones. Precisamente cuando más necesaria habría sido su presencia en Londres, para contrarrestar las maniobras que Queensberry estaba urdiendo en su contra, huía de la odiosa realidad y del peligro para seguir a su último espejismo de placer. Después de una breve temporada en Argel, Oscar y Bosie se trasladaron a Blidah, una pintoresca ciudad situada en el centro de un oasis, donde alquilaron dos apartamentos separados, en un hotel acomodaticio, para invitar a los ocasionales amiguitos que conseguían en un nada afamado bar de las cercanías. En Blidah, Wilde encontró a André Gide, que se hallaba en Argelia en busca de experiencias interesantes. He aquí cómo evoca el escritor francés sus impresiones sobre la relación de Oscar y Bosie en la novela autobiográfica La semilla no muere: «Wilde... continuaba riendo y bromeando, cuando de pronto Douglas entró en el salón, envuelto en un manto de piel cuyo cuello levantado no permitía ver más que su nariz y su mirada. Pasó ante mí, como si no me hubiera reconocido, se irguió ante Wilde y, con voz sibilante, despreciativa, odiosa, lanzó una serie de frases de las cuales no comprendí ni una palabra, sin siquiera detenerse para tomar aliento; luego de forma brusca, giró sobre sus talones y salió. Wilde había soportado la andanada en silencio, sin responder; pero se había puesto muy pálido, y cuando Bosie hubo desaparecido, permanecimos un tiempo en silencio, el uno junto al otro. «Me hace estas escenas todos los días -dijo al fin-. Es terrible. ¿Verdad que es terrible?'...» Aquella misma noche, Gide y Wilde visitaron la ciudad, acompañados por un guía árabe. El escritor francés cuenta que Oscar, al hablar con el guía, «no se conformaba con expresar el deseo de conocer jóvenes árabes, sino que agregaba: «los quiero bellos como estatuas de bronce..."» Al día siguiente, Gide partió hacia Argel, donde Wilde y Douglas lo alcanzaron unos días más tarde. Este, que se había prendado en Blidah de un joven árabe de nombre Alí, dejó plantado a su amigo y regresó para reunirse con el muchacho en Biskra, a dos jornadas de distancia a través del desierto. La ausencia de Douglas permitió a Wilde conversar con Gide con mayor libertad. El escritor francés notó que Oscar, tras la máscara de «su excesiva seguridad, su risa ronca y su alegría alocada», dejaba traslucir una creciente inquietud. «Desde la última vez que lo había visto -escribe Gide en su Diario- estaba muy cambiado. Había menos dulzura en sus ojos, su risa era ronca y había algo de frenético en su alegría. Parecía menos seguro de agradar, y menos deseoso de lograrlo.» Wilde regresó a Londres a principios de febrero para asistir a los ensayos de su última comedia. Douglas se unió a él unos días más tarde. 12. La zorra en la trampa: el ataque de Queensberry El estreno de La importancoa de llamarse Ernesto tuvo lugar el 14 de febrero, con una afluencia de público sin precedentes, en el St. James Theatre. El empresario, Alexander, representaba el papel de John Worthing, mientras que Allen Aneysworth interpretaba a Algernon Moncrieff. Una amiga de Wilde, Ada Leverson, evoca así la atmósfera de la velada: «Cuando nos refugiamos en el teatro, ¡cuán agradable fue el contraste! Fuera, el frío; dentro, el hálito mismo del éxito: una atmósfera
perfumada, de alegría, elegancia y, en apariencia, de eterno apogeo. El autor de la comedia era fértil, inventivo, brillante y, con tanto a su favor, ¿quién hubiera podido pensar que su dicha estaba destinada a desvanecerse? ¿Que su vida se habría vuelto oscura, fría, siniestra, como la velada tempestuosa de allí afuera...? La crítica, con la única excepción de Shaw, que expresó alguna reserva en lo tocante al cinismo del mensaje, fue esta vez casi unánime en su aceptación. Aunque ello no quite que la impertinencia con que Oscar jugaba la peligrosa carta del exhibicionismo, dejando entrever sus vicios secretos y prácticamente jactándose de ellos, haya acentuado la hostilidad que los ambientes más tradicionalistas de Londres abrigaban contra él hacía ya tiempo. En realidad, Wilde tocaba en esta comedia el punto más provocador de su inmoralidad. Aunque sin nombrarlo de manera explícita, presentaba en clave de divertida irrisión lo que para el criterio corriente no era más que el vicio nefasto de peor ralea, vaciándolo de cualquier sombra de condena o remordimiento. Queensberry, enfurecido más que nunca por el nuevo éxito de su enemigo, trató de provocar en el curso de la representación un escándalo en gran escala. La maniobra fue desbaratada en el último momento, gracias a la información que le suministró a Wilde un joven amigo, A. N. Bourke, hijo de lord Majo. Una vez comunicados a la dirección del teatro, Wilde hizo fracasar los planes del marqués mandando cancelar sus reservas y pidiendo como prevención la ayuda de Scotland Yard, que movilizó veinte policías. Los guardias no dejaron que el malintencionado Queensberry pasara de la puerta principal. Este, respaldado por dos de sus gorilas, trató entonces de entrar por las puertas laterales de la galería, de los palcos y hasta del escenario. Pensaba provocar un escándalo en medio de la representación, arrojando puñados de hortalizas a los actores e inundando de silbidos la sala con el apoyo de un grupo de secuaces pagados por él. Asimismo, pretendía dirigir un encendido discurso de insultos hacia Wilde, denunciando su vida disoluta y la obra de corrupción que desarrollaba en la juventud. El intento falló. Después de caminar varias horas bajo la lluvia en las inmediaciones del teatro, Queensberry decidió finalmente retirarse. Pero antes se detuvo en la taquilla del teatro, donde depositó un ofensivo bouquet de zanahorias y otras verduras con la nota: «Al señor Wilde, con las felicitaciones del marqués de Queensberry.» Cuatro días más tarde, tras el estreno de la comedia, el 18 de febrero, Queensberry se dirigió al Abermarle Club, del que Wilde era socio, acompañado por un testigo. Allí dejó una tarjeta de visita en la cual había escrito de su puño y letra: «To Oscar Wilde, Somdomite» (A Oscar Wilde, Sodomita). Pero antes de entregar el mensaje al conserje, con astuta previsión, corrigió: «To Oscar Wilde, who poses as somdomite» (A Oscar Wilde, que se hace pasar por sodomita). Wilde, que se hallaba en casa de unos amigos aristócratas en las afueras de Londres, ocupado con su éxito reciente, recibió la tarjeta sólo diez días después. A pesar de que el conserje le aseguró que el mensaje había sido puesto en un sobre cerrado de inmediato, y que nadie lo había leído, Oscar se sintió inundado por un sentimiento de angustia y de rabia impotente. El insulto era esta vez demasiado directo, público y frontal para que pudiese fingir ignorarlo. ¿Qué hacer? Regresó enseguida al Avondale Hotel, donde residía por entonces, y escribió a Robert Ross una carta que revelaba el estado de conmoción, casi de pánico, en que se encontraba: «Queridísimo Bobbie, desde la última vez que nos vimos ha sucedido algo. El padre de Bosie dejó una tarjeta de visita en mi club, con unas palabras odiosas. La torre de marfil es atacada con un adjetivo inmundo. Mi vida entera parece arruinada por este hombre. En la arena del ruedo se juega mi vida. No sé que hacer.» Pensó también en pedir el consejo de Constance antes de adoptar cualquier decisión y le envió una nota lacónica rogándole que lo esperase esa noche. A Bosie, en cambio, no le escribió nada. Un oscuro instinto evitó que por el momento consultara con él ese asunto, pues lo sentía demasiado involucrado como para recibir de él un buen consejo. Además, precisamente esa tarde había sostenido con el joven lord un violento altercado con portazos, accesos de histeria e insultos, porque éste había invitado al hotel a un muchacho que halló en la calle. Cuando Oscar osó expresar una pequeña censura, Bosie se enardeció en su contra y le comunicó su decisión de mudarse al Cadogan Hotel esa misma noche. En Tite Street, Constance lo esperaba. Oscar le explicó todo: el insulto de Queensberry y su decisión de llevarlo a los tribunales. Ella le aconsejó que no lo hiciera, le señaló el daño que significaría para los niños el escándalo. Oscar le prometió entonces que no tomaría ninguna represalia.
Cuando regresó al hotel para escuchar la apinión de Ross, se encontró en su lugar con Bosie, que venía del Cadogan Hotel para buscar sus cosas. Le mostró el mensaje del marqués y Bosie resplandeció de gozo al decir: «Lo tenemos en nuestras manos.» Y no cejó hasta convencer a Wilde para que presentara una querella por difamación. Así, al día siguiente, Oscar se dirigió al abogado Humphreys en compañía de Bosie y Ross para iniciar la causa. El letrado le preguntó entonces cuánto había de cierto en la frase de Queensberry, y, con soberana inconsciencia, Wilde respondió que todo era falso. Bosie, entusiasmado, se ofreció incluso a convencer a su madre para que pagase las costas del proceso. Oscar autorizó al abogado a proceder. El 1 de marzo por la mañana, junto con Douglas, Wilde acudió a la comisaría de policía de Bow Street y presentó la denuncia contra el marqués de Queensberry por la nota injuriosa dejada en el Albermarle Club. Al día siguiente, 2 de marzo, la policía se dirigió al Carter Hotel y detuvo al marqués bajo la acusación formal de difamación presentada ante el tribunal de Balmorough Street. Queensberry fue liberado de inmediato tras el pago de una fianza de quinientas libras esterlinas. La causa se aplazó para la semana siguiente, con una audiencia de instrucción fijada para el 18 de marzo. Wilde acudió al despacho de Humphreys para que lo aconsejara en cuanto a la querella y contrató los servicios de sir Edward Clarke, un penalista de renombre que había ocupado a lo largo de seis años el cargo de Solicitor General, uno de los más altos puestos de la magistratura británica. Clarke, que sumaba a su eficiencia de abogado una conciencia moral íntegra, tenía fama de no aceptar jamás una causa si ésta no se hallaba legalmente fundada y con buenas posibilidades de éxito. Antes de aceptar el caso, se apresuró también a preguntarle a Wilde, bajo palabra de honor, si en la difamación de Queensberry había algún fundamento. «Ninguno -aseguró Oscar-, excepto mis escritos...» La defensa de Queensberry fue asumida, a través del estudio de Day Russel and Co., por Edward Carson, miembro del Parlamento y del Consejo de la Corona. Carson, que había estudiado junto con Wilde en el Trinity College de Dublín, había asimilado el concepto catoniano del rigor moral, en el polo opuesto al hedonismo pagano de Oscar. Aunque desaprobaba la conducta extravagante de éste, por lealtad hacia un viejo compañero de escuela, se negó a llevar la causa en su contra en los primeros tiempos. Pero aceptó cuando los asesores le mostraron el informe con los testimonios recogidos por los detectives privados de Queensberry en el curso de una investigación desarrollada en los ambientes de la prostitución masculina de Londres. Wilde tuvo que trabajar mucho con el fin de reunir el dinero necesario para los gastos del proceso. En efecto, Bosie, a pesar de sus alardes, se había echado atrás, diciendo que lo más que podría obtener de sus familiares, por ahora, era un préstamo que alcanzaba sólo un tercio de la suma requerida. Oscar tuvo que recurrir al esposo de la periodista Ada Leverson, su amiga, que era banquero. Su carta, debajo del ostentoso esnobismo, traiciona el verdadero sentimiento de malestar que experimentaba por el proceso emprendido con tanta ligereza: «Querida Leverson, ¿puedes hacerme un grandísimo favor?, ¿puedes anticiparme quinientas libras para las costas legales de este fastidioso y horrible proceso? Lord Douglas de Hawick prometió pagarme la mitad de los gastos, y lady Queensberry está empeñada en procurar "cualquier cifra" que se necesite, pero lord Douglas está en Devonshire y lady Queensberry en Florencia... Y mi abogado necesita ese dinero de inmediato...» La audiencia preliminar para completar las prácticas formales tuvo lugar en el tribunal de Great Malborough Street. La primera sesión del juicio se postergó para el 3 de abril. Wilde cometió entonces otro error fatal, el de dejar libre el terreno para su adversario, ausentándose de Londres en el momento en que su presencia habría sido indispensable para prevenir, combatir o por lo menos dificultar las maniobras del temible marqués. En cuanto obtuvo el dinero necesario para financiar la causa, cedió una vez más a las presiones de Bosie y decidió tomarse unas vacaciones de quince días, con su amigo, en Montecarlo. La temporada en la costa Azul tenía para Wilde todo el sabor de una fuga, en tanto que Douglas perseguía tal vez el intento inconsciente de impedir que el escritor meditara con calma sus acciones. La intluencia de Constance y de sus amigos más sensatos, especialmente Harris y Shaw, habría convencido a Wilde de retirarse del proceso. La ausencia de casi tres semanas, sin que Oscar lo advirtiera, jugaba a favor de Queensberry. Sus abogados tuvieron tiempo de coordinar todos los testimonios recogidos en largos meses de investigación en los bajos fondos de Londres. Las pruebas debían servir no sólo para eximir al marqués, sino también para inculpar a Wilde con un vuelco espectacular de la situación.
Entre otras cosas, Queensberry había pagado a dos ex policías que lograron meter mano en un registro en el cual constaban nombres, apellidos y direcciones de jóvenes dedicados a la prostitución y de sus adinerados clientes. Por otra parte, no había sido difícil para los dos espías localizar, uno por uno, a los muchachos de la vida y convencerlos para que declararan en contra de Wilde en un eventual proceso. Fue suficiente con valerse de sus antecedentes penales para amenazarlos, y en el caso de que no los hubieran tenido, se les ofreció una magnífica compensación para comprar su testimonio. Recurrieron incluso a los chantajistas profesionales, como Wood y Allen, Atkins y Cliburn, Charles Parker y su hermano, quienes, a pesar de haber tenido ya algunos problemas con la ley, gozaban de cierta inmunidad como informadores de la policía. Podríamos preguntarnos por qué Quensberry, disponiendo de pruebas tan aplastantes, no presentó directamente querella contra Wilde sin esperar a que éste lo denunciara por difamación. Pero el marqués tenía sus buenas razones: si lo hubiese acusado de forma directa de seducir a su hijo, el asunto hubiera sido difícil de demostrar, dado que éste, además de manifestar su consentimiento hacia el supuesto corruptor, no era en absoluto un lirio puro e inmaculado antes de conocer al escritor, y tenía a su vez mucho que ocultar. El juicio, llevado por este camino, hubiera condenado a Douglas junto con Wilde, arrojando así el descrédito sobre el nombre de Queensberry y de toda su familia. Entre padre e hijo se creó, por lo tanto, por razones diferentes, una especie de involuntaria complicidad destinada a apresurar la caída de Wilde. Por desgracia, éste sólo se dará cuenta de esta conjura a la luz amarga de la traumática experiencia sufrida, al escribir desde la oscuridad de la prisión: «Después de haber triunfado sobre mi genio, mi fuerza de voluntad, mi fortuna, exigiste, en la ceguera de tu codicia, mi propia vida. La tomaste. En el único momento supremo y trágicamente crítico de mi entera existencia, precisamente poco antes de mi deplorable primer paso hacia mi absurda acción, tu padre me atacaba, por una parte, con aquellas horribles notas que dejaba en mi club, y tú, por la otra, con cartas no menos repugnantes... Junto a vosotros dos había perdido la cabeza. Toda capacidad de decidir, de juzgar, me había abandonado. No vi ninguna salida posible, me permito decirlo con franqueza, acorralado como estaba entre vosotros dos. Ciegamente caminé dando tumbos como una vaca al matadero...» Cuando regresó a Londres con Bosie, pocos días antes del inicio del proceso, Wilde tuvo, no obstante, la cautela de pasar por el estudio de Humphreys, para examinar el expediente de la parte contraria, que, como de costumbre, había sido sometido a la consideración de su abogado. En la documentación de Carson figuraba, entre otras cosas, una larga lista de testimonios que aseveraban con pruebas irrefutables el fundamento de la acusación de «hacerse pasar por sodomita». El informe decía asimismo: ...«El susodicho Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde ha conducido a la corrupción y a la depravación las costumbres morales de los susodichos Charles Parker, Alphonse Harold Conway, Walter Grainger, Sidney Mavor, Frederick Atkins, Ernest Scarfe y Edward Shelley según lo que antecede, y el mencionado Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde ha cometido las ofensas antes nombradas y las susodichas prácticas sodomitas por largo tiempo, con impunidad y sin haber sido desenmascarado, por lo cual es de público beneficio e interés que el material contenido en el citado legajo adjunto sea dado a conocer y que el verdadero carácter y las costumbres del mencionado Oscar Fingal O'Flahertie Wills Wilde sean conocidos, para evitar que cometa otras ofensas y continúe desarrollando su obra de corrupción sobre los fieles súbditos de Su Majestad la Reina... Oscar quedó más conmocionado de lo que dejó aparentar por la lectura del expediente preparado por los defensores de Queensberry. Pocos días antes del proceso se dirigió a por lo menos cuatro de los jóvenes con quienes había mantenido relaciones comprometedoras, para convencerlos de que no declararan en su contra: Shelley, Tankard, Atkins y Scarfe. Pero Atkins y Scarfe, chantajistas profesionales, se veían obligados a hablar para no resultar a su vez incriminados, mientras que Shelley y Tankard no consideraron satisfactoria la oferta para comprar su silencio. La del marqués era mucho más jugosa. Wilde, que había llegado al límite de sus posibilidades económicas debido a los gastos del proceso y a los despilfarros de Montecarlo, no podía ofrecer a sus antiguos amigos más que una cena y alguna que otra sonrisa. Lo único que le quedaba ya y con lo que podía contar era su habilidad de actor para afrontar, sólo con el sortilegio de la palabra, el ataque certero y sabiamente orquestado de Queensberry. Estaba metido en un brete y debía pormanecer firme. Y puesto que no podía (o no quería) echarse atrás, decidió jugarse el todo por el todo. No le disgustaba, en el fondo, la idea de contraponer su improvisada y brillante pièce al inmundo manuscrito presentado por el marqués.
Bosie no cabía en sí de alegría por ser el centro de una disputa que prometía acrecentar a su alrededor el aura de fatalidad, de misterio, de ambigua fascinación ligada a su figura. Oscar, por completo esclavo de su voluntad, se dejaba influenciar y se exaltaba casi ante la idea del gran encuentro, cerrando deliberadamente sus ojos a las incógnitas que presentaba el proceso. Dos noches antes de la apertura del juicio, el 1º de abril, Wilde hizo su entrada espectacular en una representación de La importancia de llamarse Ernesto; ocupó uno de los palcos del St. James Theatre junto a Constance y a Alfred Douglas. Un murmullo de curiosidad y de sorpresa, no precisamente de aprobación, se elevó en la sala, mientras los binoculares de madreperla se enfocaban hacia él. Oscar, elegantísimo con su traje de noche, observaba con aire de suprema suficiencia la sala, mientras Bosie, a su lado, parecía enfrentarse con el público con una mueca altiva en los labios. Tan sólo Constance, que los había acompañado al teatro de mala gana, se sentía molesta. Su rostro patético y atemorizado emergía como la frágil corola de una flor ligeramente marchita a un costado de la arrogante figura del joven lord. Y mientras Oscar, al finalizar el primer acto, sonreía complacido por los aplausos dirigidos al escenario, ella sentía una mano helada que le oprimía el pecho. Sacudida por accesos de tos, por un momento tuvo la impresión de que el diluvio de ovaciones se transformaba en una andanada de silbidos, una ráfaga de insultos que los envolvía a Oscar, a ella y a sus hijos en el indecible horror de un escándalo. Paralelamente, siempre a causa de la desconsiderada ligereza de Douglas, otro grave elemento se añadía al juego con una connotación negativa para Wilde. El joven lord había insistido para que en el expediente de las pruebas se incluyera una carta estrictamente confidencial, enviada a su abuelo materno lord Montgomery por el marqués de Queensberry, que no sólo alegaba una dudosa honorabilidad por parte del premier, Rosebery, sino que además arrojaba sobre la Corona la sombra de complicidad con el escándalo. La carta decía textualmento: «Un buen día todos sabrán que Rosebery no sólo me insultó, mintiendo a la Reina acerca de lo que ella sabe muy bien, lo cual la vuelve tan sucia como Rosebery y Gladstone; sino que también ha sembrado una cizaña que durará toda la vida entre mi hijo mayor y yo.» Queensberry se refería al abuso que consideraba haber sufrido por parte de Rosebery, cuando éste era ministro de Asuntos Exteriores: mediante esa carta lo acusaba de haber intrigado, en complicidad con el ministro Gladstone y con la misma reina Victoria, para lograr que se eligiera en su lugar a su hijo primogénito, Drumlanrig, para la Cámara de los Lores. Pero el aspecto más delicado de la cuestión no lo constituía el supuesto abuso, sino las razones abyectas que, según Queensberry, habían determinado el favoritismo de Rosebery hacia su primogénito, Drumlanrig, por cuanto el ministro de Asuntos Exteriores y el hijo del marqués habrían estado unidos por una amistad particular. Cierta o no, la insinuación otorgaba a Queensberry una poderosa arma de amenaza contra el gobierno y la reina misma, ya que podía en cualquier momento volver a airear el escándalo si no obtenía la cabeza de Wilde. Esta situación, acerca de la cual Wilde lo ignoraba todo, cobró un carácter explosivo después de las indiscreciones aparecidas en la prensa francesa, en vísperas del proceso. La desgracia quiso que, en las fases preliminares, fuese invitado a formar parte del jurado, por homonimia, un periodista parisino que trabajaba como corresponsal en Londres. Al tener así oportunidad de leer los autos del juicio, el periodista no mostró miramientos y publicó amplios comentarios en los periódicos franceses, resaltando el jugoso episodio de la vieja contienda de Queensberry y Rosebery. Y puesto que mientras tanto este último había sido nombrado primer ministro, el cronista insinuó, para dar más sensación a su exclusiva, que también el premier de Inglaterra estaba involucrado en el caso Wilde. No se necesitaba más para desencadenar en la prensa parisina un avispero de obscenas murmuraciones acerca de la difusión del «vicio inglés» en los ambientes de la Corte de St. James, señalada como semillero de intriga, hipocresía y corrupción. Esas cartas, que para las estúpidas intenciones de Bosie habrían debido constituir la prueba irrefutable de que su padre era un maníaco y un alucinado, y determinar por lo tanto su incriminación, por una siniestra ironía se transformaron en el elemento quizá desencadenante de la estrepitosa condena de Wilde.
13. El primer proceso: de acusador a acusado En la mañana del 3 de abril, en compañía de lord Alfred Douglas y de su hermano, lord Douglas de Harwick, Oscar Wilde se presentó en su papel de querellante en el tribunal de Old Bailey. Llegó en una pomposa
carroza de dos caballos. Cuando, elegantísimo y seguro de sí mismo, entró al Palacio de Justicia, en la sala pequeña y abarrotada se elevó un murmullo de curiosidad. Oscar se veía en óptima forma. Después de intercambiar unas palabras con sus amigos, se sentó a la mesa de sus abogados, donde se hallaban, además de sir Edward Clarke, Charles Matthews y Travers Humphreys. De la parte de Queensberry se alineaban, junto a Edward Carson, los jurisconsultos Charles y Arthur Gill. El juez Henn Collins invitó a Queensberry a subir al banquillo de los acusados y a escuchar la lectura del auto de acusación en su contra. El marqués declaró con firmeza que era inocente de la imputación de calumnia contra Wilde, pues en su opinión las palabras escritas en la nota cuestionada respondían a la verdad. Tomó a continuación la palabra Edward Clarke, que representaba los intereses de Wilde como parte perjudicada. Con aspecto de solemne dignidad, acentuada por su peluca rizada, el ilustre jurista pronunció su larga arenga en contra de Queensberry, recitó como de costumbre el panegírico de su defendido y resaltó, además de sus méritos literarios, su respetabilidad de caballero, como marido y padre de familia. Subrayando el carácter difamatorio de la nota de Queensberry, recordó que el injurioso mensaje se había dejado en manos del portero sin sobre alguno, de manera que todos pudieran leerlo, y que cobraba por lo tanto el carácter de pública denigración. Con el objeto de disipar cualquier sospecha acerca de las motivaciones personales del insulto del marqués, Clarke pasó a continuación a hablar de la amistad de Wilde con lord Alfred Douglas y, para borrar cualquier mala impresión al respecto, recordó que su cliente había sido huésped de lady Queensberry con frecuencia y que Douglas, a su vez, había frecuentado mucho la casa de Wilde, en óptimos términos con su esposa, Constance. Evocó la serie de inmotivadas acciones persecutorias llevadas a cabo por el marqués en perjuicio de Oscar, escribiendo primero cartas lesivas para su reputación a su hijo Alfred y a otros allegados, y pasando luego a los actos de amenaza, como la visita intimidatoria a Tite Street y el vulgar intento de boicotear la representación de su última comedia. Para apoyar la tesis de que Queensberry estaba afectado de manías paranoicas, Clarke leyó las cartas enviadas por aquél a Alfred. Fue éste el primer paso en falso de Clarke. Esas cartas, a pesar de su tono resentido y de las alusiones ofensivas dirigidas contra Wilde, testimoniaban en el fondo una más que legítima aflicción de padre por la vida desordenada de Alfred, y por lo tanto terminaban por llevar agua al molino del propio Queensberry. «Si fueses de verdad mi hijo -decía una de esas misivas, con un acento de auténtico dolor ante el cual el jurado no podía permanecer indiferente-, yo habría preferido matarme antes que correr el riesgo de dar a luz una criatura como tú. Cuando eras pequeño, un día me incliné sobre tu cuna y derramé amargas lágrimas por la culpa de haberte traído al mundo. Por parte de tu madre hay cierta locura, y pocas familias en esta tierra que se hace llamar cristiana carecerían de locura si uno pudiera estudiar su historia. Por lo tanto, te concedo tus atenuantes, pues pienso que estás loco. Pero estoy muy triste por ti. ¿Quién puede asombrarse de que hayas caído presa de ese hombre?» También otra carta, escrita a su suegro, lord Montgomery, confirmaba la impresión del padre desesperado, amargado, todo menos desequilibrado: «Señor, vuestra hija está apoyando e incitando a mi hijo Alfred para que desafíe mi autoridad. Ayer por la noche, después de recibir vuestro mensaje, me llegó una carta de ella, más bien confusa y llena de reproches, en la cual sostiene que el muchacho no ha estado nunca con Oscar Wilde. En realidad, me parece que sí lo ha visto y que, es más, de ello ha surgido un escándalo. Sé, en efecto, con certeza que ambos fueron intimados a no regresar a cierto restaurante de Londres, a pesar de que el propietario no quiere confirmarlo. Este odioso escándalo dura ya años. Vuestra hija debe de estar loca para comportarse como lo hace. Evidentemente, desea que se crea que yo intento acusar de forma injusta a mi hijo. No es cierto en absoluto. Claro que estoy furioso con mi hijo, pero lo estoy sobre todo con Wilde, y se lo he dicho en su propia cara. Depende ahora de ellos dos, de Wilde y de mi hijo, decidir si continuarán desafiándome aún más. Vuestra hija no ahorra esfuerzos para incitarlos a que me provoquen. Wilde, no obstante, escondió el rabo entre las piernas cuando el otro día le dije a boca de jarro lo que pensaba de él: que es un maldito bastardo y un bellaco, como ese bribón de Rosebery...» En su alegato contra Queensberry, Clarke apuntó todos sus dardos sobre dos puntos: ia delimitación de la difamación al campo estrictamente literario, y la demostración tendiente a afirmar que el marqués era medio paranoico y sufría manías persecutorias. Pero este último aspecto era sustancialmente irrelevante, pues o bien la afirmación injuriosa de Queensberry con respecto a Wilde era falsa, y en tal caso el marqués debía
ser condenado; o bien tenía un sólido fundamento, y en este caso, habiendo actuado en nombre de la verdad y del bien público, demente o no, el imputado no podía dejar de ser absuelto. Tomó la palabra el abogado Carson, quien comenzó la defensa de Queensberry con un pequeño golpe maestro: acusó a Oscar Wilde de haber mentido respecto a su edad. El escritor había declarado, bajo juramento, que tenía treinta y nueve años, mientras que su partida de nacimiento señalaba más de cuarenta. Oscar se burló, diciendo: «No tengo intención alguna de "hacerme pasar por" joven. Treinta y nueve, cuarenta años, ¿qué más da? Si os interesa tanto este detalle, ahí tenéis la partida de nacimiento para hacer la cuenta precisa.» El detalle en sí mismo era secundario, pero desde el principio ubicaba al querellante en un mal papel frente al tribunal, señalándolo como un individuo frívolo y vanidoso a cuyas afirmaciones no se podía otorgar demasiado crédito. Carson trató, pues, de demostrar, con insidiosas preguntas dirigidas a Wilde, que todo lo afirmado por Queensberry en su nota, es decir, que el escritor se hacía pasar por «sodomita», era verdad. La naturaleza del delito por el que se acusaba a Queensberry hacía imposible declararlo inocente sin que al mismo tiempo se afirmara la culpabilidad de Wilde. Carson supo aprovechar hábilmente el arma del contrainterrogatorio que le permitía obligar al querellante a probar por sí mismo que la injuria cometida contra él no respondía a la verdad. Por exceso de presunción, por ingenuidad de artista y, sobre todo, por sometimiento a la perversa voluntad de Alfred Douglas, Wilde contribuirá a estrechar a su alrededor, uno por uno, los viscosos lazos de la condena, que al final se pronunciará contra él. Ante las preguntas capciosas de Carson, proporcionará las pruebas sustanciales de su culpabilidad, deslizándose de admisión en admisión hasta llegar a esa palabra de más que lo sentenciará a un futuro de presidiario. La brillante esgrima verbal con la cual logrará hasta cierto punto tener en jaque a Carson, con su juego pirotécnico de respuestas ingeniosas, funcionará como temporal divertimento en relación con el verdadero meollo de la contienda. En efecto, Wilde no tenía por objetivo ganarse el superficial favor del público ni derrotar a su adversario en el terreno cultural, sino inculcar en el jurado la firme convicción de que las insinuaciones en su contra carecían de fundamento. El contrainterrogatorio se prolongó hasta el segundo día en dos sesiones consecutivas. Carson comenzó su ataque con un golpe directo, tratando de insinuar la sospecha de que la relación entre Oscar Wilde y Alfred Douglas tenía un carácter lo bastante escabroso como para justificar la preocupación de Queensberry. Wilde tuvo que admitir, en primer lugar, que había alojado a Douglas en su casa, y también que había cohabitado con él en distintas localidades de veraneo, sin contar el Savoy Hotel, el Albemarle Hotel y su «estudio» de St. James Place. Carson intentó luego demoler su figura de escritor en el plano moral, obligándolo a reconocer su visión hedonista de la vida, citando a ese efecto frases y pasajes de sus obras, en especial de El retrato de Dorian Gray y de los Aforismos para la juventud, que se prestaban a resaltar no sólo su filosofía cínicamente epicúrea de la existencia, sino también a insinuar que los vicios antinaturales atribuidos a sus personajes y las máximos acuñadas para la educación de sus lectores contenían un elemento de confesión autobiográfica. Inmediatamonte después el defensor de Queensberry enfocó de nuevo el ataque sobre la escabrosidad de la relación de Wilde con Douglas, citando las cartas comprometedoras escritas en su momento al joven lord. Y para finalizar, casi en una jugada traicionera, pasó a agredir al escritor en el terreno más candente de sus relaciones equívocas con los jóvenes, en su mayoría de clase humilde, con quienes había tratado en los últimos tiempos en busca de amor mercenario. Comenzó enumerando los episodios de chantaje a los que Wilde había sido sometido por Alfred Wood, y por sus cómplices Allen y Cliburn, para la restitución de las cartas escritas a Douglas, demostrando conocer todos los detalles y pormenores de ese sucio asunto, incluidas las invitaciones a cenar, los desembolsos de dinero y las relaciones inmorales que Oscar había sostenido con el antiguo sirviente del joven lord. Sacó a relucir sin piedad los amoríos de Wilde con el joven empleado de su editorial, Eduard Shelley, obligándolo a reconocer que lo había convidado a una cena íntima en el Albemarle Hotel no precisamente por puras razones intelectuales y acusándolo de haber pasado toda la noche con su agasajado cometiendo actos de grosera indecencia con él tras haberlo emborrachado. Wilde negó de manera rotunda este último cargo, pero cuando Carson se dedicó a examinar su «amistad» con el revendedor de periódicos Alphonse Conway, de dieciocho años, a quien había conocido en Worthing, Oscar tuvo que admitir que no sólo le había hecho costosos regalos, por ejemplo una pitillera, un bastón con empuñadura de plata y un elegante traje nuevo, sino que también había pasado junto a él una noche, en el Albion Hotel de Brighton.
El intento de justificarse alegando una desinteresada simpatía de artista hacia el ambiente popular se hizo insostenible para Wilde cuando Carson trajo a colación sus asiduas visitas al salón de Taylor, recordando que éste «estaba vigilado por la policía» y era conocido por su actividad favorecedora de la prostitución masculina. El abogado defensor citó uno por uno, desde Charlie Parker y Fred Atkins hasta Ernest Scarfe y Sidney Mavor, a todos los jóvenes que Taylor le había presentado a Wilde y con los cuales el escritor había estrechado vínculos tan íntimos como para comprometerse ofreciéndoles cenas, regalos, viajes y dinero. Los desconcertantes detalles revelados acerca de la doble vida de Wilde -con datos, nombres, apellidos, direcciones, lugares de encuentros, frecuencia de las citas, importe de las retribuciones y listas de menúseran demasiado pormenorizados y precisos para que el interrogado, aun escudándose en la contundente negación de las «prácticas ilícitas», lograra desmentir la presumible verdad, si no la evidencia del cargo. En el caso particular de Charles Parker, las confirmaciones de Wilde fueron tan importantes, a pesar de sus acrobacias verbales no exentas en ocasiones de insolente impertinencia, como para equivaler a media confesión. «Taylor le presentó a un tal Charles Parker -dijo Carson-, y usted lo hizo su amigo. ¿Sabía usted que se trataba de un camarero desempleado?» «No», respondió Wilde. «Pero si lo hubiera sabido, ¿hubiera trabado igualmente amistad con él?» «Sí. Yo trato de manera amigable a cualquier ser humano que me inspire simpatía...» «¿Cuánto dinero le dio a Parker?» «Durante el tiempo en que lo traté, diría que le di cuatro o cinco libras.» «¿Por qué? ¿Cuál fue la razón?» «Porque era pobre, y porque me caía simpático. ¿Qué razón mejor podría haber?» «¿Le preguntó usted cuál había sido su ocupación precedente?» «No indago jamás en el pasado de las personas...» «¿No es cierto que ofreció whisky y champán helado a Parker y a otros jóvenes que se unieron a usted en el Savoy?», atacó una vez más Carson. «¿Qué caballero podría escatimar algo a sus invitados? El champán helado es una de mis bebidas preferidas. En contra de las órdenes expresas de mi médico.» «Nunca pienso en ello...» «Pero ¿qué había en común entre ese joven y usted?» «¿Se refiere usted a qué tipo de atracción? Se lo voy a decir: me agrada la compañía de gente más joven que yo. Me gustan su ocio y su despreocupación. No reconozco distinciones sociales de ningún tipo, y para mí la juventud, el solo hecho de ser joven, es tan maravilloso que preferiría hablar con un joven durante media hora antes que ser interrogado en un tribunal...» Se traslucía, junto con la consumada habilidad de Wilde como actor y prestidigitador de la palabra, también la ambigua contradicción de su personalidad, oscilante entre la desinhibida falta de prejuicios del artista y la terca defensa de la respetabilidad burguesa. Esta contradicción le iba a resultar fatal, a pesar de que daba la impresión de llevar las de ganar en el juego de las tretas y los retruécanos, sorprendiendo a su adversario con salidas como éstas: «Y ofreció usted una cena con gran pompa para Atkins, ¿no es cierto?» «No ofrezco nunca cenas si no son excelentes. Todo lo que hago lo hago con gran estilo.» O bien: «¿Sabía usted que Scarfe era sirviente, y que éste es todavía su trabajo?» «No. No lo vi nunca en la alta sociedad, pero él formó sociedad conmigo, lo cual es mucho más importante.» Y además: «Y ese tal Grainger, que era el sirviente de lord Douglas, ¿admitirá que lo besó usted alguna vez?» «¡Oh, por amor de Dios, no! Era un muchacho terriblemente común, es más, diría que por desgracia era muy feo. Me daba pena...» Las controversias literarias fueron para Carson sólo un elegante pretexto preparatorio para acorralar a Wilde. Apelando a su vanidad, había empezado por llevarlo a reafirmar sus teorías inmoralistas con miras a preparar así el terreno para un ataque mejor organizado mediante el cual colocarlo entre la espada y la pared. Cuando más adelante el defensor de Queensberry pasó a citar sucesos y personas, hurgando en los aspectos más equívocos de la vida privada de Wilde, el escritor comenzó a vacilar, a escabullirse, a perder el control de sí mismo. A pesar de negar rotundamente haber cometido actos contrarios a la moral en lo referente a casos particulares, dio la impresión cada vez más fuerte, por medio de una serie de confirmaciones involuntarias, de admisiones parciales y de sospechosas reticencias, de una vida dedicada a la práctica del vicio. Esas confirmaciones no sólo justificaban ampliamente la acusación de Queensberry, o sea, que «se hacía pasar por sodomita», sino que hacían pensar que lo era de verdad. El error de Wilde, debido a un fondo de indefensa ingenuidad, además de a una seguridad en sí mismo que lindaba con la presunción, fue no haberse dado cuenta de la trampa que Carson le había tendido hiriéndolo en su amor propio y en su orgullo intelectual. Durante el proceso se hallaban presentes, para brindarle su apoyo moral, todos los amigos y partidarios de Wilde: Ernest y Ada Leverson, Frank Harris, Adela Schuster, lady Mount Temple, More Adey, la señora Bernard Beere, Reginald Turner, Max Beerbohm. No obstante, a medida que Carson proseguía con su
interrogatorio no sólo el comportamiento del jurado, sino también el del público, había ido modificándose. La divertida atención con que en un primer momento se habían recibido las punzantes respuestas de Wilde había cedido paso a la ávida, casi morbosa, curiosidad de conocer detalles cada vez más escabrosos, acompañada de carcajadas groseras y maliciosas de escarnio. Por otra parte, algunas respuestas despreciativas de Wilde, algunas muestras de impaciencia y algunas explicaciones que rayaban en el sofisma no podían dejar de desacreditarlo ante los ojos del jurado, frente al cual, escudado en su derecho de conocer como artista todos los aspectos de la sociedad, había dicho con tono de desafío: «¿Por qué tendrían que salir todos mis personajes de los salones de la gente rica?» Los miembros del jurado, en su mayoría personas de clase modesta, no pudieron evitar una oleada de escandalizada indignación al oír que el escritor admitía, casi jactándose de ello, haber invitado a jovenzuelos de la calle a los lugares sagrados reservados a la elite adinerada o nobiliaria, como eran esos grandes restaurantes de moda o los hoteles de lujo, los cuales ni siquiera ellos, súbditos honrados, soñaban visitar. Carson, al finalizar la segunda jornada, había acumulado suficientes elementos como para arrojar una sórdida luz sobre la ambigua vida de Wilde. Pero antes de que la audiencia se diera por concluida, no dudó en aplicar al acusador el golpe de gracia, anunciando que la defensa estaba en condiciones de mandar comparecer, para ser interrogados como testigos, a un grupo numeroso de jóvenes con quienes el escritor había mantenido una amistad íntima, según habían admitido ellos mismos. Agregó que podría presentar también los testimonios de vecinos y personal de los hoteles, para demostrar que «el Bello y el Poeta se habían rebajado a actos innombrables con criados, caballerizos y truhanes con quienes se reunían en cuartos mal iluminados, cerrados con pesados cortinajes, saturados de perfumes embriagadores...» La segunda jornada concluía con la triunfante pregunta de Carson: «¿Podemos dudar aún del fundamento de la afirmación de Queensberry, y de que ha sido emitida en pro del bienestar público?» El procedimiento preveía que, al día siguiente, el abogado Clarke pasara a la ofensiva, llamando a lord Alfred Douglas para que declarara contra su padre. Pero después del cariz tomado por los acontecimientos, Clarke renunció a la declaración de Bosie por temor a que Carson se sirviera de los jóvenes callejeros con quienes Wilde, según decía, había cometido actos de grosera indecencia. El escritor había mantenido deslealmente a oscuras a su abogado, pero Clarke estaba ya convencido de su culpabilidad. Aquella misma noche consultó con sus jóvenes colegas Travers Humphreys y Charles Matthews. Tras las revelaciones surgidas del interrogatorio, se preocupó en primer lugar de interrumpir el curso del proceso, retirando inmediatamente la querella para evitar que el abogado de Queensberry cumpliera su amenaza de llamar a los testigos en perjuicio de Wilde. La intención de Clarke era circunscribir la controversia al terreno estrictamente literario para que aun con un fallo adverso, Wilde no fuese a su vez incriminado. Al reconocer las insinuaciones del marqués como plenamente justificadas por los contenidos de la obra de Wilde, aquél quedaría absuelto de toda acusación de calumnia. Y la causa misma se cerraría sin necesidad de recurrir a otras pruebas que podían ser extremadamente peligrosas para el escritor. «Si usted se retira de la causa ahora -dijo Clarke a Wilde-, el asombro y las murmuraciones seguirán por unos días, pero tendrá una buena probabilidad de no ser molestado por las autoridades. Si, en cambio, sigue adelante con la causa, y lord Queensberry es finalmente declarado "no culpable', no cabe duda de que lo detendrán a usted en la misma sala.» Wilde no tuvo más remedio que apoyar la decisión de sus abogados. No obstante, sin lograr aún aceptar la idea de ser derrotado, insistió para que el proceso continuara por lo menos hasta una determinada hora de la mañana, en la absurda esperanza de presenciar un vuelco en la situación. Al día siguiente, 5 de abril, al iniciarse la sesión, el defensor de Queensberry pasó de inmediato de las palabras a los hechos: pidió que se llamara a los testigos convocados para declarar en contra de Wilde: «Ahora debo atenerme desgraciadamente, a la parte más dolorosa de la causa. Debo traer ante ustedes a estos jóvenes, uno a uno, para que narren su historia, un deber desagradable para un abogado. Sólo deseo agregar que estos jóvenes deben ser más compadecidos que condenados. Cuando escuchen sus palabras, se maravillarán ustedes no ya de las habladurías llegadas a oídos de Queensberry, sino de pensar que este innoble individuo, Wilde, haya sido tolerado por tantos años en la buena sociedad, y que sus irregularidades no hayan llegado a oídos de la ley. ¿Quién puede aún dudar -prosiguió- de que Wilde no sólo se "hace pasar por sodomita', sino que practica con total desfachatez ese vicio, visitando la vergonzosa guarida de Taylor y convenciendo a jóvenes cuya condición indigente los volvía complacientes, como atestiguarán en unos minutos más las propias víctimas
de su obra de seducción? ¿Acaso no ha actuado Queensberry de acuerdo con la verdad y en pro del bien público, denunciando esta conducta oprobiosa y tratando de salvar a su hijo, tan falto de juicio, de las garras de semejante hombre? Los jurados podrán juzgar por sí mismos. Ahora escuchernos lo que tiene que decirnos este muchacho de veinte años, Charlie Parker, acerca de aquella noche en que Wilde, tras haberlo aturdido con whisky y champán, lo condujo hasta su apartamento en el Savoy Hotel para aprovecharse de él... Sir Edward Clarke, dándose cuenta de que la defensa de Queensberry se estaba transformando a ojos vista en una acusación directa contra Wilde, se aferró a los expedientes formales para regresar in extremis la causa a su terreno originario, es decir, la condena o la absoluci6n del acusado, para evitar que se desembocara en la incriminación lisa y llana de su cliente. Pidió que se suspendiera un momento la sesión del debate y salió de la sala para consultar con sus colegas y con Wilde, proponiendo que se retirara de inmediato la querella. Explicó a su cliente, todavía desconcertado y reacio, que considerando el punto al que habían llegado las cosas, convenía aceptar un veredicto de «no culpable» para Queensberry y evitar así que lo detuvieran a él. Oscar, puesto ante lo inevitable, consintió. Ya que no se encontraba en absoluto seguro de lograr suspender la causa, antes de regresar a la sala Clarke le aconsejó que abandonara de inmediato no sólo el palacio del tribunal, sino Inglaterra misma sin esperar el cierre del juicio, para anticiparse a las acciones del orden público, que seguramente abriría un proceso contra él. Clarke se ofreció incluso a favorecerlo mediante una treta, haciendo posponer las sesiones hasta la tarde para darle tiempo de tomar un tren hacia Calais. Pero Oscar se negó a aceptar esa mezquina salida. Mientras Wilde abandonaba Old Bailey por una puerta lateral, Clarke volvía a la sala y solicitaba al juez la interrupción de la sesión para una consulta con Carson. El coloquio entre los dos abogados fue breve y conciso. A su término Clarke se dispuso a hablar al tribunal y, con un tono evidentemente embarazado, anunció que, de común acuerdo con el propio interesado, había decidido retirar la querella por difamación contra Queensberry, aceptando una eventual sentencia de «no culpabilidad» a su favor. «Espero -dijo Clarke, dirigiéndose al juez- que esto ponga fin a la causa.» El juez asintió, pero se cuidó de precisar. «Un veredicto de «no culpable" significa la completa justificación de la acusación de lord Queensberry en su totalidad, ¿se da usted cuenta?» En cuanto a Carson, también aceptó la rendición incondicional de Clarke, pero con una oscura amenaza de proseguir el caso en contra de Wilde: «Si esto significa que las pruebas presentadas por mi cliente han sido reconocidas como válidas, me considero satisfecho.» «Llegados a este punto, para reducir las responsabilidades penales de su cliente, y sobre todo para prevenir su incriminación, Clarke solicitó que la opinión emitida por Queensberry respecto a Wilde se considerase válida sólo en lo tocante a su obra literaria. Pero el juez rechazó esa limitación, considerándola tardía e inoportuna. A continuación el jurado se retiró para deliberar. El sentido del veredicto ya se daba por descontado. Cuando el canciller Hallsbury preguntó a los jurados, refiriéndose a Queensberry: «¿Consideran que el acusado no es culpable, y es ésta su unánime conclusión?», el presidente del jurado respondió: «Sí, y todos nosotros consideramos que sus afirmaciones fueron expresadas en pro del bien público.» La expresión «en pro del bien público» tenía un matiz siniestro, porque al absolver a Queensberry, el jurado dejaba deslizar más o menos explícitamente una incriminación contra Wilde. Acababan de sonar las doce del mediodía. Los simpatizantes de Queensberry acogieron la noticia de la absolución con un coro de ovaciones que se extendieron a la masa de curiosos que esperaban el veredicto en el exterior. El coche intercontinental del tren especial directo a París salía de la Estación Victoria a las cinco menos cuarto. Oscar Wilde habría tenido perfectamente tiempo de tomarlo, si hubiese querido. En vez de ello, se movió como un autómata siguiendo las indicaciones opuestas de Douglas y de Ross y realizando una serie de actividades más bien fútiles y dilatorias, destinadas a postergar la angustiosa decisión de la partida. No bien hubo dejado el tribunal, antes siquiera que fuese emitido el fallo que favorecía a Queensberry, Wilde se dirigió al Holborn Viaduct Hotel donde se alojaba, para almorzar con Douglas. El joven lord lo convenció allí de mudarse a su residencia, mucho más lujosa y confortable: el Cadogan Hotel. «Nunca vi a un hombre más abatido, con los nervios destrozados, ni más ansioso por su suerte que él -escribe Alfred Douglas-. No cesaba de decirme, con lágrimas en los ojos, que todo el proceso no había sido más que una vil y espantosa conspiración en su contra, y que la incertidumbre de un futuro inmediato lo enloquecía. Y
ambos nos dábamos cuenta de que lo sucedido podía desembocar en la detención inminente de Wilde, y Oscar no temía sólo eso, sino que me dijo que probablemente a mí también me detendrían...» Vacilante entre la idea de partir enseguida hacia Francia, o permanecer a la espera del curso de los acontecimientos, Wilde fue con Douglas a consultar a su abogado Humphreys, quien le instó a huir al extranjero sin perder un minuto de tiempo. Pero Oscar, después de escuchar la opinión del experto legista, se guardó bien de hacerle caso y prefirió actuar según su propia iniciativa. De regreso al Cadogan Hotel, envió un lacónico mensaje a su esposa, a su casa de Tite Street. En él se limitaba a ponerla en guardia ante eventuales pesquisas de la policía, sin mencionar siquiera el resultado desastroso del proceso ni revelarle la dramática situación en que se hallaba. «Querida Constance, no permitas que nadie entre en mi cuarto ni en el salón hoy, excepto los domésticos. No veas a nadie, recibe tan sólo a tus amigos. Siempre tuyo, Oscar.» Mientras Wilde se debatía en la incertidumbre, Douglas trataba de convencerlo de que no se llevaría a cabo acción legal alguna en su contra. Más tarde, éste se dirigió a la Cámara de los Comunes para consultar a un primo diputado, George Wyndham, y conocer así por vía confidencial el resultado del encuentro de alto nivel entre la magistratura y el gobierno para decidir si se cerraba el caso o si se procedía a la incriminación de Wilde. Entretanto llegaron al Cadogan Hotel, durante la ausencia de Bosie, Robert Ross y Reginald Turner. Ross, considerando ya como inevitable la acusación de Wilde, insistió para que éste se apresurara a tomar el último tren a Calais de las cinco menos cuarto. Eran las tres de la tarde. Al principio, Oscar pareció dejarse convencer por los argumentos de Ross y consintió en escribir una carta al Evening News, en la cual intentaba justificar su comportamiento, deslizando tortuosamente la idea de la responsabilidad de Douglas: «Habría sido imposible para mí salir vencedor en la causa sin citar como testigo a lord Alfred Douglas en contra de su padre. Lord Alfred estaba impaciente por hacerlo, pero yo no lo permití. Antes que ponerlo en esta penosa situación, decidí retirarme de la causa y cargar sobre mis hombros cualquier vergüenza e ignominia que pueda resultar de mi querella contra lord Queensberry.» Paralelamente, Ross se dirigía al banco para retirar doscientas libras esterlinas para el viaje de su amigo a París. Cuando regresó, eran alrededor de las tres y media. Wilde habría tenido todavía tiempo para tomar el tren. Ross insistió una vez más con todas sus fuerzas; quería que partiese sin dilación. Pero Wilde dudó, diciendo que prefería esperar un momento la llegada de Bosie. Este no venía, y en realidad ya no regresaría. En cuanto supo con certeza que Wilde iba a ser incriminado, se guardó bien de poner un pie en el Cadogan Hotel, porque no quería encontrarse con su amigo en el momento de su detención, por miedo a que lo encarcelaran a él también. En cambio, casi a las cuatro, se presentó Wyndham, el primo diputado, para avisar a Wilde que el gobierno había aprobado su orden de detención y para instarlo, si es que quedaba tiempo, a que dejara el país. Inmediatamente, llegaba también un jadeante periodista del Evening News, amigo personal de Wilde, que confirmó la noticia de que la orden de busca y captura contra él ya estaba en curso. El rostro de Oscar se ensumbreció de pronto, y en un arranque de lucidez pidió a Ross las doscientas libras para llegar a la Estación Victoria y partir. Este sugirió que llamaran una carroza en el acto, para tratar de tomar el último tren a Calais. Cuando Ross le entregó el dinero, Oscar hizo un débil gesto, como para incorporarse del sillón. Pero después, cambiando imprevistamente de idea, se hundió de nuevo en su asiento y, sirviéndose otro vaso de vino hock y seltz, su bebida preferida, dijo, con una calma inspirada por una mal entendida lealtad hacia Alfred Douglas: «No puedo irme sin despedirme de Bosie. Esperemos todavía un momento más hasta que llegue.» Ross y Turner siguieron insistiendo. Con rostro impasible, Oscar aguardó el desarrollo de los acontecimientos, siempre con la ilusión de que el gobierno no permitiría su incriminación. Prefería que lo detuvieran, antes que padecer la humillación de la fuga, que, sin duda, habría dañado su nombre como dramaturgo y comprometido su carrera. Envuelto en una bata, permaneció sentado, bebiendo y charlando con sus amigos, en el salón reservado del hotel, el Cadogan's Arms, hojeando la revista Yellow Book. A las seis y diez, el mozo del hotel llamó a la puerta. «Hay alguien que pregunta por usted, señor Wilde», dijo, entrando seguido por dos agentes vestidos de civil. Wilde empalideció. El mayor de los policías se acercó al más famoso dramaturgo inglés y le dijo: «Tenemos una orden de detención contra usted, señor Wilde, bajo cargo de haber cometido actos inmorales. Tenga la amabilidad de acompañarnos.» «Y ¿adónde me van a llevar?», preguntó el escritor con la voz sacudida por un estremecimiento. «A Bow Street, señor, a la comisaría de policía», respondió el agente. Vacilando un poco por efecto del alcohol, Wilde se incorporó y,
mientras se ponía con calma el abrigo, pidió permiso al policía para escribir una nota antes de seguirlos: «Querido Bosie -decía-, estaré en la comisaría de policía de Bow Street esta noche. Me dicen que tal vez pueda salir en libertad tras el pago de una fianza. Por favor, ruega a Percy, a George Alexander y a Waller que se ocupen de eso. Y lo más importante, ven a visitarme. Siempre tuyo, Oscar.» Ross se precipitó a Tite Street para avisar a Constance de lo sucedido. Pero cuando llegó, encontró sólo al joven sirviente Arthur, por medio del cual supo que en cuanto corrieron las primeras voces sobre la detención de Oscar, Constance se había trasladado a casa de unos parientes para apartar a los niños de las repercusiones del escándalo. Ross se preocupó entonces de hacer desaparecer cualquier carta o documento comprometedor que hubiera en casa de Wilde, forzando los cajones del escritorio privado. Luego, con ayuda del criado, llenó una maleta con efectos personales y, a toda velocidad, se dirigió a la comisaría de policía para entregársela a Wilde. Pero cuando se presentó en Bow Street, le dijeron que era imposible hablar con el detenido o entregarle algo. Aturdido y atemorizado, Ross quedó por un instante inmóvil ante la escena que se desarrollaba frente a sus ojos. En la calle se aglomeraba una multitud de curiosos que comentaba lo acaecido, mientras los vendedores de periódicos anunciaban a grandes voces la edición vespertina: «¡Sensacional! ¡La victoria de Queensberry y la detención de Wilde! ¡Oscar Wilde bajo acusación!» Se apresuró a comprar un ejemplar del Daily Telegraph. En él se decía: «Oscar Wilde, que figura en la citación como "caballero" compareció ante el magistrado de Bow Street, sir John Bridge, para responder por actos contrarios a la moral y fue enviado a juicio al día siguiente, con el procurador C. F. Gill como representante de la fiscalía.» Ross, que hasta entonces había mantenido la sangre fría, tras la lectura se sintió invadido por una sensación de pánico. Se dio cuenta de que ya no podía hacer nada por salvar a su amigo de la catástrofe y que permanecer en Inglaterra era un riesgo también para él. Aterrado por la idea de verse involucrado en el escándalo, al día siguiente partió hacia Calais. Cabe preguntarse aquí por qué Wilde, a pesar de la sugerencia de sus abogados y la repetida insistencia de Ross, no huyó a Francia en cuanto se pronunció el veredicto de absolución de Queensberry. Su comportamiento se puede explicar por medio de diversas razones: una especie de psicosis ante el peligro de su inminente captura que paralizó su voluntad; el orgullo del superhombre, desconcertado, incrédulo e incapaz de aceptar la realidad objetiva de la derrota, y por último, su ceguera de enamorado que, esclavo de los caprichos de Douglas, estaba dispuesto a arriesgarlo todo, también su libertad y su vida, con tal de no perder al objeto de su delirante pasión. En realidad, no se daba cuenta, ni siquiera tras el demoledor interrogatorio de Carson y la abrumadora victoria obtenida por Queensberry, de hasta qué punto estaba decidido su adversario, con dura determinación, a llevar adelante la venganza contra él. Hasta el último momento, mantuvo la ilusión de que, aplacado por la humillación que le había infligido, no se encarnizaría con él. Por otra parte, pese a las sorprendentes revelaciones surgidas durante el juicio acerca de su vida sexual, tuvo la ingenuidad de creer que los jóvenes con quienes había tratado no declararían contra él o que, si lo hacían, nadie les daría crédito. Escribirá en el De profundis: «¿Piensas que estoy aquí en prisión a causa de mis relaciones con quienes declararon en mi proceso? Mis contactos, verdaderos o supuestos, con gente de esa calaña no podían constituir materia de interés para el gobierno o para la alta sociedad. Estos últimos vivían en la ignorancia y nada les preocupaba acerca de mis actividades. Estoy aquí por haber tratado de mandar a tu padre a la cárcel. Mi intento falló, naturalmente. Mis mismos abogados renunciaron al encargo. Tu padre volcó la situación en mi contra, me envió a prisión y me retiene todavía aquí...» Entretanto la justicia proseguía su curso, volviéndose rápidamente contra su persona. Desde el punto de vista formal, tras la retirada de la querella y la absolución de Queensberry, el caso podía considerarse cerrado. Y pareció realmente así, cuando el abogado del marqués, John Russell, declaró en pleno tribunal que su cliente no tenía intenciones de iniciar un procedimiento penal contra Wilde. Pero lejos de eso, Queensberry no pensaba darse por satisfecho con la victoria moral obtenida con su absolución, la cual, dados los elementos que tenía en su poder, no había dudado alcanzar desde un principio. Y más aún, estaba resuelto a seguir hasta el fin en su verdadero objetivo, que era poner entre rejas al escritor. El marqués no había invertido tanto tiempo y dinero, ni había acumulado una cantidad tan imponente de testimonios y de pruebas destinadas a acorralar a Wilde con sus delitos, para terminar archivando todo sin pensar más en ello. En efecto, el expediente recopilado para la defensa de Queensberry constituía ya la
base instructoria, sabiamente urdida hasta los mínimos detalles, para el verdadero proceso que el marqués había planeado entablar contra Wilde desde el primer momento. El juicio pantalla, en el cual el marqués había aparecido en el papel de acusado, había sido sólo una astuta cortina de humo para encubrir la causa auténtica, aquella en que Oscar sería declarado culpable ante los ojos de todos y condenado de manera ejemplar. Con la fijación paranoica de quien no tiene paz hasta que no vea correr la sangre de su adversario, Queensberry estaba determinado a llevar adelante su duelo sin ahorrar ataques, hasta ver a Wilde con la soga al cuello y en prisión. El terrible lord esperaba arrancar definitivamante a Alfred de la protección del odiado escritor y someterlo, lo deseara o no, a su voluntad. De esa forma, podía reconquistar el prestigio frente a su familia y aventar para siempre las intrigas de su mujer, que tendían a privarlo de sus derechos de pater familiae y de su mismo patrimonio. Finalmente, podría pasar a primer plano, ante la opinión pública, como defensor de las buenas costumbres y salvador de la moral oficial, ganando de rebote, en medio del halo negativo del escándalo Wilde, un grandeur y casi un insolente destello de gloria. Si Queensberry, tras la absolución, se abstuvo de presentar querella contra Wilde, fue sólo porque en ese caso habría debido formular la acusación explícita de corrupcion en perjuicio de su hijo, exponiendo a éste a todos los riesgos del proceso. La inculpación de Wilde tenía que ser, para sus planes, iniciativa misma de la magistratura, a partir de los cargos de sodomía por los actos que el escritor había comotido independientemente de su relación con Alfred Douglas. Queensberry utilizó la pérfida táctica de arrojar la piedra y esconder la mano. Su abogado, John Russell, inmediatamente después del veredicto de Old Bailey no perdió un minuto y envió todos sus expedientes al procurador general de la reina, Hamilton Cuffe. A pesar de que desde el punto de vista formal Queensberry no figuraba como acusador, la entrega del informe, con los explosivos documentos que contenía, era más que una invitación a la acción: era una incitación a la detención inmediata de Wilde. La engañosa carta de Russell a Cuffe, en su neutra corrección burocrática, dejaba entrever mucho más de lo que decía: «Para que no haya ningún error de juicio, considero que es mi deber enviarle a la mayor brevedad una copia de todas las declaraciones de nuestros testigos, junto con una copia estenográfica de los interrogatorios del proceso.» Más tarde, los dos abogados de Queensberry, Gill y Russell, dejaron el despacho del juez, sir John Bridge, y se dirigieron hacia la comisaría de policía de Bow Street, para solicitar de manera informal la incriminación de Wilde. No obstante, el procurador general procedió con mucha cautela y relativa lentitud. Antes de emitir la orden de busca y captura, Cuffe pidió ver personalmente a Russell, luego consultó con el jefe de la comisaría y por último se dirigió a la Cámara de los Comunes para adoptar la decisión final y discutió en persona la cuestión con el ministro del Interior, Herbert Asquith. Sólo a las cinco de la tarde, recibida la autorización del gobierno, el magistrado regresó a su despacho para firmar la orden de detención. El caso Wilde, por lo tanto, se estaba convirtiendo en un asunto de Estado. El gobierno inglés, antes de proceder a la acusación formal, le dio al escritor el tiempo y la oportunidad para partir al extranjero. Era la máxima concesión de benevolencia en su favor. La intención del establishment parece confirmada por el telegrama que el marqués de Queensberry envió a Wilde al Cadogan Hotel: «Si la nación permite que se vaya, mejor para usted; pero si se lleva a mi hijo, lo seguiré hasta donde se encuentre y lo mataré.» Sin embargo, Wilde no entendió, o no quiso entender, este gesto extremo de cortesía que se le concedía. Quizás era incapaz de tomar una decisión rápida, o bien lo retenía una tenaz confianza en sus amigos influyentes. La verdad es que decidió jugarse el todo por el todo. Y se quedó en Londres. 14. Del linchamiento moral a la condena a trabajos forzados El día después de su detención, Wilde fue trasladado a la prisión de Holloway, donde perrnaneció tres semanas esperando el inicio del proceso. El juez interviniente procedió a su incriminación en tres audiencias separadas -el 6, 7 y 9 de abril- y lo acusó formalmente de infracciones a los artículos del código relativos a los delitos previstos por el Amendment Act. El acusado fue enviado a juicio el 26 de abril. La petición de libertad bajo fianza elevada por sus abogados fue rechazada. «¡Qué desgracia! -escribió Wilde a su amiga Ada Leverson-. ¿Por qué tuvo que decir cosas tan bellas la Sibila?... Yo pensaba sólo en defender a Bosie de su padre, no pensaba en nada más, y abora... Es como si la vida me hubiera abandonado. Me siento atrapado en una red terrible. No sé adónde dirigirme...»
En realidad, su caída, que siguió a la noticia de su detención, fue tanto más precipitada cuanto mayor era la popularidad que había alcanzado. La Inglaterra puritana, asaltada por lo que Frank Harris definió como «una orgía de rencor filisteo», se abatió sobre el dramaturgo que, apenas unos días antes, había sido et ídolo mimado de la sociedad elegante de Londres, como si tratara de desquitarse por la inmerecida confianza que le había otorgado. Los periódicos competían por ofrecer al público los detalles más escabrosos del asunto, hurgando en la turbia materia del proceso y dando por descontada la culpabilidad del escritor. «Oscar Wilde fue juzgado por los diarios antes del comienzo de la causa. La multitud de reporteros apiñada en derredor de la prisión aullaba clamando por su sangre como una manada de lobos», escribió Alfred Douglas en una carta al Star. La clase media de los ingleses bien pensantes, a quienes Wilde había atacado con comentarios punzantes en sus obras, se tomaba su encarnizada revancha contra el ambiguo esteta, cuyas poses extravagantes y originales nunca había apreciado en demasía, señalándolo como un monstruo de perversión. Asimismo, la aristocracia, que hasta ese momento lo había aplaudido y protegido, considerándolo un truhán algo díscolo pero muy divertido, no dudó en abandonarlo a su suerte, vengándose así de sus alardes de superioridad intelectual y de sus ideas políticas poco ortodoxas. Pero el ataque más virulento en su contra provino tal vez del mundo literario y teatral, del cual habría sido más probable esperar cierta solidaridad. A causa de las envidias desencadenadas por su éxito, fueron precisamente esos ambientes los que encabezaron un verdadero linchamiento moral. Los actores Brookfield y Hawtrey, que entonces se hallaban representando la comedia Un marido ideal, inmediatamente después de la detención de Wilde ofrecieron una cena en honor de Queensberry: festejaron de ese modo la victoria del marqués sobre el odiado dramaturgo a cuya caída habían contribuido con sus indiscreciones acerca de las actividades del salón de Taylor. A continuación, Brookfield fue nombrado por el gobierno inglés para el cargo de censor de espectáculos teatrales, casi como premio a su contribución en pro de la moralización de la escena. A la enemistad de sus frustrados colegas de las tablas, se sumó la hostilidad no menos feroz, dictada por la perfidia y el miedo, de quienes compartían sus mismas tendencias. «Wilde no volverá jamás a levantar la cabeza -observó a este respecto el crítico de arte Gleeson White-, porque tiene en su contra a todos los hombres de vida infame.» Curiosamente, los únicos que se sentían a salvo de las garras de la ley eran los jóvenes chantajistas y profesionales del vicio que habían mantenido relaciones con Wilde, a los cuales la magistratura había garantizado inmunidad a cambio de su testimonio. De forma simultánea al embate del moralismo puritano, se desencadenó la oleada del pánico ante la posibilidad de verse involucrados en el escándalo. El temor recorrió de una punta a otra la mejor sociedad de Londres, la misma que apenas unos días atrás se habia jactado de conocer a Wilde, de codearse con él, de tenerlo entre sus huéspedes ilustres. Hasta en los círculos intelectuales y mundanos su nombre se volvió tabú, sinónimo de vergüenza y de horror. Casi todos los que tenían en sus hogares cartas o manuscritos del acusado los quemaron, por miedo a las pesquisas de la policía. Los editores y los empresarios que mantenían relaciones comerciales con el escritor participaron en el desaire. El editor John Lane retiró sus obras de la circulación, borró su nombre de los catálogos y llegó a escribir una carta al Times aclarando que no tenía nada que ver con el caso Wilde. El empresario George Alexander, si bien continuó con las representaciones de La importancia de llamarse Ernesto en el Haymarket Theatre para no perder la recaudación, hizo cubrir el nombre del autor con una banda negra en las carteleras. George Wyndham, que acababa de trasladar las funciones de Un marido ideal al Criterium Theatre, después de su creciente éxito, tuvo que recurrir a todo su coraje para no hacer lo mismo que su colega. Ya fuera por el valor intrínseco de las dos comedias, ya por la aureola de morbosa curiosidad suscitada a raíz del escándalo, las obras de Wilde siguieron en escena durante más de un mes, incluso después de su detención. Un marido ideal permaneció en cartel hasta el 27 de abril y La importancia de llamarse Ernesto, hasta el 8 de mayo. Sarah Bernhardt, a quien Wilde se había dirigido para pedirle un préstamo en París, a través de Robert Sherard, ofreciéndole a cambio los derechos de Salomé, consideró prudente no granjearse la enemistad del público inglés y le dijo con elegancia que no. No faltaron las excepciones. Antes que nadie, su amiga la periodista Ada Leverson, que además de prestarle dinero para el proceso, lo hospedaría más adelante en su casa. Por su parte, la actriz Ellen Terry, sin atreverse a más, demostró su simpatía entregándole en persona una herradura envuelta en un ramillete de violetas.
Mientras tanto la noticia del arresto había lanzando contra el escritor a la jauría de los acreedores, que, azuzada por Queensberry, consiguió embargar por orden del tribunal todos los muebles y objetos de su propiedad de la casa de Tite Street. El día de la subasta, el 24 de abril, una muchedumbre de acreedores, compradores y curiosos invadió la habitación de Wilde, hurgó en los cajones y desparrramó por el suelo cartas y manuscritos. Muebles antiguos se subastaron por pocas libras. La biblioteca de Oscar, fruto de la amorosa selección de toda una vida, fue saqueada y desperdigada. Las mejores obras se vendieron en bloque por ciento cincuenta libras esterlinas. Cuadros de autor fueron cedidos por sumas irrisorias. Objetos preciosos fueron robados en la confusión de la subasta. El subastador entregó una carta autógrafa de John Keats por treinta y ocho chelines. El empresario Alexander, aprovechando la oportunidad, adquirió por una bagatela todos los derechos de El abanico de lady Windermere y de La importancia de llamarse Emesto. La «casa bella» quedó reducida a ruinas para pagar un conjunto de deudas que no superaban las mil libras: ni siquiera un cuarto de lo que Wilde había ganado con sus comedias durante los primeros meses del año. El escritor confesará más tarde, tal vez con una pizca de narcisismo, la humillación sufrida por el reparto de sus despojos domésticos: «Que todas mis encantadoras posesiones tuvieran que ser subastadas: mi Monticelli, mi Simeón Solomón; mis pinturas de Whistler, mis pinturas de Burne-Jones; mis porcelanas; mi biblioteca con su colección de volúmenes numerados regalo de los autores, de casi todos los poetas de mi tiempo, de Hugo y Whitman, de Swinburne y Mallarmé, Morris y Verlaine; con las ediciones espléndidamente encuadernadas de los libros de mi padre y de mi madre, la serie imponente de mis premios de escuela y universidad, las éditions de luxe...» En estas circunstancias, aislado en la prisión de Holloway, abandonado por todos, Wilde no halló otro consuelo al cual aferrarse más que las visitas cotidianas de Alfred Douglas. Gracias a un permiso especial proporcionado por las autoridades, el joven lord acudió a verlo con frecuencia durante la semana previa al inicio del proceso. Y nunca hubo por parte de Wilde un intercambio epistolar más delirante y afligido que el que sostuvo con Bosie en el mismo momento en que su amigo lo arrastraba al desastre. El escritor explicará más adelante las razones psicológicas que determinaron, inmediatamente después de su detención, casi un nuevo y cálido despertar de su afecto por Douglas: «Me dije: debo mantener a toda costa este amor en mí. ¿Qué será de mi alma si voy a la cárcel sin amor? Las cartas que te envié en aquellos tiempos desde Holloway eran mi intento de mantener el amor como nota dominante de mi naturaleza... Tú eras mi enemigo, un enemigo tan encarnizado como jamás tuvo hombre alguno. Te había ofrecido mi entera existencia: y tú la arrojaste por la borda, para saciar las más bajas, las más despreciables de todas las pasiones humanas, el Odio, la Vanidad y la Codicia. En menos de tres años me habías arruinado por completo desde todo punto de vista. Por mi bien, no podía hacer otra cosa que no fuera amarte. Sabía que, si cedía a la tentación de odiarte, en el árido desierto de la vida que yo debía atravesar, cada roca perdería su sombra, cada palmera se vería entristecida, cada pozo de agua se habría contaminado...» En una carta a Ada Leverson, Oscar escribía al referirse a esas visitas de Bosie: «No es que me encuentre del todo solo. Una cosita sutil, de cabellos de oro como un ángel, está siempre a mi lado. Su presencia me cubre con su sombra. Se mueve en las tinieblas como una blanca flor...» También a Ross le confesaba: «Bosie es tan maravilloso. No pienso más que en él.» «Nada más allá de las visitas de Alfred Douglas logra despertarme a la vida...», escribía a Sherard, su primer biógrafo. Y la correspondencia mantenida en este período entre Oscar y su amigo, con sus matices de delirante erotismo que alcanzan por momentos tonos de auténtica exaltación mística, tiende a confirmar la impresión de que la tremenda situación en que Wilde se encontraba a causa de Douglas, lejos de apagar la turbia llama que alimentaba hacia él la atizaba de forma más posesiva y desesperada, teñida por una fuerte connotación masoquista. He aquí algunos fragmentos de esas cartas, de entre los pocos que sobrevivieron del epistolario que después fue destruido casi por completo por el joven lord: «Gracioso muchacho de corazón digno de Cristo, te ruego, en cuanto termines de hacer todo lo que esté en tus manos, parte hacia Italia y reconquista tu calma, y compón aquellos hermosos versos que tú sabes, con ese encanto tan singular. No te expongas a Inglaterra por ninguna razón del mundo. Si un día, en Corfú o en alguna isla mágica, hubiese una casita donde pudiéramos vivir juntos, oh, la vida sería mucho más dulce de lo que haya sido nunca. Tu amor tiene alas largas y fuertes, tu amor pasa a través de los barrotes de mi prisión y me reconforta, tu amor es la luz de todas mis horas. Si el hado nos es adverso, quienes no saben lo que es el amor escribirán, lo sé, que ejercí una mala influencia en tu vida. Si eso llega a suceder, tú dirás, tú
escribirás que no es cierto. Nuestro amor siempre fue bello y noble, y si yo fui blanco de una terrible tragedia, fue porque la naturaleza de ese amor no logró ser comprendida...» Y más aún, tras la partida de Douglas a Francia: «Estoy tan feliz de que te hayas ido. Sé lo que te debe de haber costado. Para mí, habría sido un tormento saberte en Inglaterra mientras tu nombre era citado en los tribunales... Extiendo las manos hacia ti. ¡Oh! Si pudiera vivir para tocar tus cabellos y tus manos. Creo que tu amor velará por mi vida. Si tuviera que morir, quiero que vivas una vida dulce y pacífica en algún sitio entre flores, cuadros, libros y muchísimo trabajo... Queridísimo muchacho, el más dulce entre todos los jóvenes, el más amado y el más amable. ¡Oh! ¡Espérame! ¡Espérame! Soy ahora, como siempre, desde el día en que nos conocimos, devotamente tuyo, con amor inmortal, Oscar.» Estos fragmentos de cartas se han extraído de un número de la Revue Blanche, una revista francesa de vanguardia en la cual Douglas los publicó en parte cuando Wilde ya había pasado un año en prisión. La finalidad, a su juicio, era dar publicidad a su causa en los ambientes literarios parisinos, o el intento (según sus detractores) de pavonearse como el objeto supremo del gran amor fatal que el famoso dramaturgo había alimentado por él. Considerando las circunstancias en que Douglas utilizó esos párrafos, sirviéndose de ellos además como disculpa ante la acusación de ruindad por haber abandonado Inglaterra el día anterior al juicio, existe la sospecha de que haya adoptado dicha selección por comodidad, si no directamente manipulado y retocado las frases de acuerdo con su conveniencia. Pero no hay razón para dudar de que los textos reflejan en sustancia lo que Wilde había escrito desde la cárcel de Holloway, en especial si se tiene en cuenta el estado de acentuada emotividad y conmoción mental en que se hallaba, bajo el efecto del trauma padecido. Douglas por su parte, por la misma época, representaba el papel del amigo atento y fiel que, aun a riesgo de su persona, proporcionaba al escritor el consuelo de su afecto y de su apoyo moral: «Oscar está tan enfermo, es tan infeiiz, que no tiene fuerza ni energía para escribir, y todo su tiempo está dedicado a preparar la defensa contra una conspiración diabólica cuyo poder y alcance parecen ilimitados. «A pesar de las críticas viles y brutales de nuestros inmundos periódicos, creo que él cuenta con la simpatía de las buenas personas, y que terminará por triunfar; pero antes habrá que soportar duros momentos. He decidido permanecer aquí y hacer por él todo lo posible, aunque todos me advierten que corro un gran riesgo, y mi familia me suplica que me vaya...» En su autobiografía Douglas afirmará más tarde que tras haberse quedado junto al escritor una semana, el día anterior al proceso decidió partir hacia París debido a la presión de sus familiares, del abogado Clarke y del propio Oscar: «Wilde me recordó entonces la promesa que le había hecho de no renegar nunca de él, y no obstante mi aturdimiento y mi conmoción ante el giro que habían tomado las cosas, debo decir que en ningún momento pensé en abandonarlo... Pero mientras tanto mi familia se dedicaba a presionarme para que me decidiese a dejar Inglaterra. Los abogados de mi padre me advirtieron que, puesto que mi nombre había estado asociado siempre al de Wilde y una carta que él me había dirigido se leyó en el tribunal, existía el peligro de que me detuvieran y llevaran a juicio con él... Además, Clarke me hizo observar que mi intimidad con Wilde, tras la absolución de mi padre, daba lugar a toda clase de comentarios perjudiciales y antipáticos y que, en interés del mismo Wilde, debería trasladarme al continente.» Pero lo menos que se puede decir de la versión de Alfred Douglas es que es reticente y ambigua, ya que no disipa en lo más mínimo la sospecha de que las razones que lo impulsaban a visitar diariamente a su amigo en prisión no estaban dictadas por un sentimiento afectuoso, sino por una reacción egoísta de temor. Si permaneció junto a Wilde hasta el día anterior al juicio, y si se mostró con él más cariñoso que nunca, esmerándose por ayudarlo y consolarlo con promesas de amor imperecedero, no fue por un repentino arrebato de buen samaritano, ni tampoco por sentirse atormentado por alguna sombra de remordimiento; la causa fue más bien la preocupación por evitar verse involucrado como cómplice en el nuevo proceso. Sus promesas de eterna fidelidad, sus mohínes, sus halagos, sus declaraciones de amor apasionado tenían una sola finalidad: la de asegurarse de que Wilde no lo traicionaría y de que aceptaría de buena gana cargar por su amor también con los delitos cometidos por él. Ya desde el alegato de Carson habían visto la luz distintos elementos por los cuales la conducta de Douglas daba lugar a fundadas sospechas: no sólo se lo consideraba cómplice consentidor en muchos de los delitos de Wilde, sino también culpable directo de otros que se le habían atribuido al escritor. Douglas se arriesgaba por lo tanto a ir al banquillo de los acusados, si su amigo no se comprometía a asumir la responsabilidad de gran parte de sus imprudencias. Tras haberlo impulsado a la aventura temeraria de la querella contra Queensberry, trató probablemente por todos los medios de convencer a Wilde, aprovechando el estado de
grave inestabilidad emotiva en que se hallaba, para inducirlo a identificarse con el noble papel del mártir, feliz de inmolarse por él y de ofrecerse casi en holocausto en su lugar, a fin de demostrarle hasta qué punto llegaba su devoción. Después de haber cubierto su retirada asegurándose la complicidad del silencio de Wilde en el inminente proceso, Douglas se apresuró a quemar sus naves abandonando Inglaterra y dejando a su amigo librado a su destino. Mucho más adelante, al darse cuenta de la traición, Wilde escribirá, refiriéndose al comportamiento de aquél: «Se me atribuyeron los pecados de otro. Si lo hubiese querido, inculpando a esa persona me habría podido salvar en ambos procesos, tal vez no de la vergüenza, pero sí por lo menos de la cárcel. Habría podido demostrar, si lo hubiese deseado, que los testigos de la Corona, los más importantes, haían recibido diligentes instrucciones de tu padre y de sus abogados... Y ello no sólo en lo tocante a las reservas de su declaración, sino también a las afirmaciones, a la completa y deliberada atribución de las responsabilidades, de las acciones y de las obras de otro. Habría podido salir de la sala del tribunal con una alegre sonrisa y las manos en los bolsilios, libre como el aire...» Pero en el momento del proceso, cuando todavía hubiera podido salvarse, se encontraba demasiado obnubilado por Bosie, demasiado influenciado por la dependencia emotiva que tenía respecto a él, como para ceder a la insistencia de sus abogados, familiares y amigos, que le aconsejaban deshacerse de Douglas y dejar bien claras sus responsabilidades penales. Wilde escribirá además: «Me presionaron, y mucho, para que me comportara de ese modo. Escuché fervientes recomendaciones, ruegos, súplicas de gente que tenía como único interés mi bienestar y el de mi familia. Pero dije siempre que no. No quise hacerlo. Nunca me arrepentí de esa decisión ni por un solo momento, aun durante los más amargos períodos de mi encierro. Un comportamiento semejante no habría sido digno de mí.» Es improbable que hubieran llegado a absolverlo. Negarse la atribución de los delitos que Douglas había cometido no habría bastado para exculparlo de los suyos. Mas no se puede descartar que la implicación directa del joven, al cortar a Queensberry cualquier posibilidad de vuelo, habría podido invertir el curso de la causa, desembocando en la absolución formal de Wilde. El 26 de abril se abrieron las sesiones del Old Bailey con el primer proceso auténtico contra Oscar Wilde. Duró cinco días y, después de un desarrollo dramático, concluyó con la imposibilidad formal, por parte del jurado, de llegar a un veredicto unánime de condena o de absolución. Al comenzar la primera audiencia, Wilde se hallaba en el banquillo de los acusados junto a Alfred Taylor, dueño de la casa de citas de Little College Street, con quien se lo asoció en un principio al cargo de actos inmorales y de corrupción de menores. Clarke, que se había ofrecido a defender de forma gratuita a Wilde, ya en la ruina, luchó por que se separasen ambos casos judiciales y subrayó la diferencia de la imputación específica de Taylor, que implicaba un favorecimiento de la prostitución masculina, y la de Wilde, a quien sólo se lo acusaba de actos contrarios a la moral. Pero el procurador de la Corona, Charles Gill, se manifestó inamovible en denegar la solicitud. Resulta dudosa la ecuanimidad del juez Gill cuando, en un acto discutible incluso desde el punto de vista del procedimiento, resolvió poner a Wilde y a Taylor en un mismo plano, es decir, a un ciudadano intachable, sobre el cual hasta el momento pesaba apenas la sospecha de prácticas ilícitas, y a un conocido proxeneta, un reincidente que vivía manifiestamente del producto de sus actividades como alcahuete. Aun excluyendo que el juez, bajo presiones superiores, tuviera la deliberada intención de dejar a Wilde tan malparado como fuera posible, induciendo al jurado a que se pronunciara en favor de una condena, no se puede negar que hubo de su parte una buena dosis de maligno prejuicio. Pero Gill hizo más aún: ordeno que el caso Taylor se examinara antes que el de Wilde, logrando así que el resultado negativo de la requisitoria en contra de Taylor, que se daba por descontado, comprometiera con su peso la conclusión todavía incierta y problemática del interrogatorio del escritor. Y no era esta la única irregularidad. El proceso, basado en la integración de los datos de una pesquisa privada, la de Queensberry, con los datos de la instrucción oficial, llevada a cabo por la magistratura, estaba viciado por la tendencia de los jueces a dejarse influenciar por las inferencias falseadas y sediciosas del informe precedente, y además por la presión de un prejuicio difuso y por la psicosis del escándalo. La importante intervención de Queensberry en el curso del juicio fue mucho más allá de los límites impuestos por la corrección jurídica. El marqués logró afirmar su personal espítitu de venganza por encima de la objetividad de la ley. En efecto, sus asesores legales, no conformes con haber ocultado algunas
pruebas y manipulado varias más, pervertido los testimonios y falseado la naturaleza de los hechos en su expediente, no dudaron en facilitar al juez una lista dande se mencionaban los nombres de personas poderosas implicadas en delitos de homosexualidad, con la velada amenaza de llamarlos a declarar si el proceso no se orientaba hacia la explícita condena de Wilde. La fiscalía presentó, por lo tanto, a Taylor como un abyecto corruptor de menores, un individuo que enredaba a muchachos de carácter débil y necesitados de dinero convenciéndolos para que satisficieran los infames deseos de sus depravados clientes, entre los cuales figuraba Wilde en primer término. «Acción tanto más despreciable -tronó Gill- cuanto que especula con la indigencia de los jóvenes désempleados.» Al comienzo de la requisitoria en cuntra de Wilde, el primero en declarar fue Charles Parker, que se hallaba entonces con una licencia especial del servicio militar. El testigo contó que Wilde, tras haberlo invitado a cenar junto a su hermano en el restaurante Kettner, lo había instado a acompañarlo a sus dependencias del Savoy Hotel, para un encuentro más íntimo, a solas y le había pagado una retribución de dos libras esterlinas por sus servicios. Estas citas privadas -acerca de cuya naturaleza Parker se negó púdicamente a entrar en detalles- se habían repetido otras veces, en el Savoy o en el Albemarle Hotel, o incluso en la misma habitación de Taylor y en la garçonnière de Wilde en St. James Street. Se cuidó de sostener que nunca había ejercido las prácticas ignominiosas antes de conocer al escritor. En el curso del contrainterrogatorio, Clarke logró desmontar las afirmaciones de Parker, por lo menos en lo tocante a su pretendida pureza, compeliéndolo a confesar que había ya seducido por propia iniciativa a otros hombres antes de conocer a Wilde y los había llevado a su residencia, y que había cometido otros muchos delitos y daños a diversas personas. Pero aunque Parker quedó así tan desacreditado como para volver poco fiable su testimonio, no se podía ignorar que sus repetidos encuentros con Wilde en el Savoy Hotel, confirmados por el personal del establecimiento, daban lugar a serias sospechas. Comenzó entonces el tétrico desfile de las caseras llamadas a declarar acerca de la doble vida de Wilde. En primer término, la señora Grant y la señora Gray, propietarias de las pensiones en donde Taylor había vivido, y luego una tal señora Rumsby, que había sido casera de Parker. Estas testificaciones, no obstante, no llegaron a cristalizar en una plena acusación, por cuanto las mujeres no pudieron probar de manera irrefutable el efectivo desarrollo de las «orgías» cuya concrecion tan sólo conjeturaban. Cuando después hubo que identificar a Wilde como uno de los visitantes del apartamento de Parker, el testimonio no fue más allá de la descripción, por parte de la señora Rumsby, de la sombra de un distinguido señor que se había escabullido durante la noche, en una carroza. ¿Era Wilde esta sombra o no lo era? Las acusaciones permanecían, por lo tanto, en el ámbito de la mera suposición. En este punto se llamó a deponer como testigo a Alfred Wood, quien afirmó haber sido enredado y seducido por Wiide después de una cena en el lujoso restaurante Florence, y que había recibido en compensación un reloj de plata y unas camisas de seda. Pero también Wood, ante la presión de la defensa, se vio obligado a confesar que no sólo había chantajeado al escritor para la restitución de las cartas arrebatadas a lord Alfred Douglas, sino que además había practicado ya extorsiones de ese tipo en perjuicio de otras personas, entre las cuales se hallaba un caballero de quien, de acuerdo con un cómplice, había obtenido la suma de ciento sesenta y cinco libras esterlinas. Llegó a continuación el turno del pretendido cantante Fred Atkins. A pesar de que afirmaba haber acompañado a Wilde en un viaje a París y haberse hospedado en un gran hotel con todos los gastos pagados, Atkins negó haber cometido «actos innombrables» con el escritor. En el curso de su testimonio, cayó en el imperdonable error de comprometer a dos personajes que la magistratura prefería mantener apartados del escándalo: lord Alfred Douglas y Maurice Schwabe. En su declaración deslizó que había sostenido «relaciones ilícitas» con Douglas. Además, aseguró que en París, al regresar al hotel, había encontrado a Wilde y a Schwabe compartiendo el mismo lecho. Como Schwabe era sobrino del procurador general Francis Lockwood, esta declaración sonaba algo embarazosa a los oídos del juez, quien por lo tanto decidió pasarla por alto. El abogado Clarke sacó a relucir el pasado de Atkins, preguntándole si respondía a la verdad que, mucho antes de conocer a Wilde, había convivido con un tal Burton y practicado sistemáticas extorsiones contra caballeros adinerados a quienes invitaba con ese propósito a su apartamento. Cuando Atkins lo negó, Clarke desmintió de forma rotunda lo declarado mediante la testificación de un policía que en cierta época había arrestado a Atkins y a Burton precisamente por uno de esos chantajes. El juez ordenó entonces al testigo que interrumpiera su relato, acusándolo de perjurio.
La exclusión de Atkins, que señaló un importante punto en favor de la defensa, pareció crear una seria desmalladura en la urdimbre de acusaciones contra Wilde. Quedaba, no obstante, la duda de si el magistrado había expulsado al testigo por amor a la justicia o para quitarse de en medio a un personaje incómodo para Queensberry y para el juez Lockwood. En cada caso, Clarke logró invalidar las atestaciones más graves en contra del acusado, desacreditando las figuras de los que se presentaron a testimoniar. Hasta aquí las acciones de Wilde no parecían del todo desesperadas. Si desde el punto de vista moral la imagen del escritor no dejaba de quedar comprometida de forma peligrosa por sus relaciones equívocas, en el plano estrictamente penal su culpabilidad se fundaba aún en pruebas indicativas. Todavía máa fácil fue para Clarke desbaratar las declaraciones de dos jóvenes, Sidney Mavor y Edward Shelley, sin antecedentes penales. Mavor, a pesar de admitir haber cenado con Wilde en el restaurante Kettner y haber recibido como obsequio una pitillera de plata, negó haber mantenido relaciones incorrectas con él. En cuanto a Shelley, su testificación se reveló más insidiosa, pero en última instancia no alcanzó para desembocar en un verdadero capítulo de acusación. Aunque reconoció haber acompañado a menudo a Wilde, a cenar o al teatro, y haber sido objeto, durante un encuentro en el Albemarle Hotel, de atenciones más bien fastidiosas, se negó a admitir explícitamente haber llevado a cabo prácticas infames con él. La fiscalía logró ganar terreno gracias a dos testimonios externos: un masajista y una camarera del Savoy Hotel. Los dos sirvientes afirmaron haber sorprendido a Wilde y a un muchacho desconocido, en la cama, durante el tiempo en que vivía en el hotel con lord Alfred Douglas, en dos cuartos intercomunicados. Y aquí Wilde habría podido precisar que el joven sorprendido con él en la habitación no era un desconocido: era Douglas. No obstante, debido a su exaltada lealtad hacia el amigo, se abstuvo de hacerlo. Mientras tanto, en contra de la pruderie victoriana, la camarera no dudó en denunciar el sórdido detalle de las sábanas manchadas que había encontrado, confirmando la vergonzosa relación carnal. «Temblamos al pensar que actos de este tipo pueden llevarse a cabo en un hotel de primera categoría», alegó la fiscalía. Más que en la inmoralidad del hecho, el acento recaía así, desde una óptica fundada en los prejuicios de clase, en la profanación de los locales de lujo, reservados para los señores, por parte de vagabundos y muchachos de la calle. A pesar de todo, Clarke no se dio por vencido. Con un acertado uso del contrainterrogatorio, había casi logrado dar un nuevo cariz al proceso. Si no había podido borrar por completo la sospecha acerca de la culpabilidad de su cliente, había por lo menos invalidado casi todos los testomonios en su contra y las pruebas concretas, haciendo que los «testigos de la reina» aparecieran no como jóvenes ingenuos e intachables, arrastrados por primera vez al camino del vicio por Taylor y Wilde, sino como maricas consumados y chantajistas profesionales, ya fogueados en todas las formas del delito. A efectos del veredicto, el problema no consistía en saber si Wilde tenía tendencias homosexuales, puesto que éstas no eran objeto de sanción por parte de la ley, sino en clarificar, mediante pruebas irrefutables, si efectivamente las había llevado a la práctica. Aquí Clarke, para disipar la turbia atmósfera que se había creado en torno a su defendido, y para concentrar la atención en la figura del escritor y del artista, jugó una carta peligrosa: invitó directamente a Wilde a que explicara las razones que lo habían impulsado a tratar con jóvenes de un ambiente social muy inferior al suyo. El abogado tocaba así un punto débil de la acusación de los fiscales, si bien el arma resultó ser luego de doble filo. Cuando preguntó a Wilde por qué había elegido como comensales a individuos de tan baja ralea, éste pareció ganar terreno respondiendo que le agradaba «el espectáculo de la juventud», y que no había otorgado nunca mayor importancia a las diferencias sociales. Y agregó que si había regalado a camareros y a mozos de cuadra pitilleras de plata y había ordenado que les sirvieran las mejores botellas de vino de reserva, lo había hecho porque su deseo era tratarlos no como mendigos, sino como amigos, para que gozaran, por lo menos una vez, el placer de sentirse a la altura de los caballeros. Wilde era sincero: pero su falta de prejuicios sociales y su faceta humanitaria costitúian sólo un lado de la moneda, mientras que el otro revelaba la atracción sexual y la indulgencia en lo tocante a la práctica del «vicio». Cuando a continuación Clarke le preguntó cómo interpretaba los versos de una poesía de Alfred Douglas en que se hablaba del «amor que no osa decir su nombre», Wilde aprovechó la ocasión para elevar un himno a la concepción clásica de la amistad entre hombres, que por la nobleza del concepto y la sinceridad de su acento no dejó de causar cierta impresión en el auditorio.
«El amor que no osa decir su propio nombre en nuestro tiempo -respondió Wilde- es el afecto entre un hombre joven y un hombre maduro, ese afecto sobre el cual Platón sentó las bases de su filosofía, y que puede hallarse en los sonetos de Miguel Angel y de Shakespeare. Es un afecto tan profundo y espiritual como puro y perfecto. Es el amor que no osa decir su propio nombre porque hoy en día es malinterpretado por la mayoría, y precisamente debido a esta incomprensión me encuentro yo ahora en este sitio. Es noble y bello y no tiene nada de antinatural.» Sus partidarios acogieron con aplausos este fragmento de alta oratoria que elevaba la sala del proceso, con un imprevisto batir de alas, por encima de las sucias sábanas del Savoy y de los miasmas de la mala vida. No obstante una vez más, con su apología del «amor entre hombres» aunque sólo fuera sublimado, Wilde tendía a pasar por encima de la cabeza del jurado. Además dejaba traslucir un tono de despreciativa indiferencia hacia los prejuicios del hombre común, que no habría de jugar del todo a su favor en la decisión del veredicto. Clarke pronunció el discurso final, apuntalando la absolución de Wilde con dos elementos fundamentales. En primer lugar, recordó que el acusado había iniciado espontáneamente la querella contra Queensberry, exponiéndose al escarnio del público en caso de ser declarado culpable de los delitos insinuados contra él. Luego, cuestionó la veracidad de los testimonios presentados por la fiscalía, subrayando su escasa atendibilidad y dejando deslizar que sus declaraciones habían sido compradas o forzadas. «Una prueba ya no es tal cuando existe la mínima duda de que la testificación está viciada o de que el testigo no es digno de crédito -concluyó-. Ustedes, señores del jurado, serán ahora llamados a juzgar a su semejante, a condenarlo o a absolverlo, únicamente a partir de las pruebas que les han proporcionado una banda de extorsionistas y de perjuros. ¿Podrán en conciencia estar seguros de disponer de pruebas honradas, claras, verdaderas en todos los aspectos? Si no tienen esta certeza, deben ignorarlas como pruebas. Y quedará al juicio de ustedes limpiar la figura de Oscar Wilde del fango que le han arrojado una sarta de malhechores y devolverla íntegra al arte y a la sociedad.» El juez Gill, en su exposición de cierre, se atuvo por lo menos en apariencia a un criterio de corrección forrnal. Excluyó en principio las imputaciones basadas en la obra literaria de Wilde, reconociendo que un escritor no debe necesariamente compartir los sentimientos expresados por sus personajes; descartó los testimonios de las caseras; manifestó su perplejidad acerca de algunas, aunque no todas, las declaraciones de los jóvenes prostitutos, y mostró incluso cierta reserva respecto a las declaraciones del personal del Savoy. Pero no ocultó que, en su opinión, había otros testimonios que conservaban su valor. «Su veredicto -afirmó sir Arthur en su recomendación final- debe basarse en las atestaciones que han oído; éstas tienen que probar la existencia de culpabilidad, y no sólo la sospecha de culpabilidad...» El jurado, tras cuatro horas de deliberación, regresó a la sala y anunció que no había sido posible alcanzar la unanimidad para tres de las cuatro cuestiones propuestas, mientras que en lo tocante a la cuarta, que concernía a las imputaciones de Atkins y a Mavor, el veredicto era de «no culpable». Era el 1 de mayo. Considerando la vaguedad de la sentencia, la magistratura habría podido cerrar el caso, dejando caer la causa en un definitivo olvido. En cambio, tal vez bajo presiones externas, prefirió ordenar la apertura inmediata de un segundo proceso. En la nueva acción penal se nombró como representante de la fiscalía a un jurisconsulto conocido por su intransigencia, el General Solicitor Frank Lockwood, sin descartar la recomendación, más o menos explícita por parte de las autoridades, de proceder a la condena definitiva del acusado. Esta intención preconcebida por la magistratura inglesa en relación con Wilde parece confirmada por el hecho de que el mismo Carson, en este punto, se considerara con el deber de dirigirse a Lockwood para disuadirlo de iniciar un nuevo proceso. «El pobre Wilde ha sufrido tanto -dijo Carson-. ¿No puede usted dejarlo ir?» «No puedo hacerlo -respondió Lockwood-. Si lo hiciese, se diría por ahí que el caso Wilde se cerró para no comprometer los nombres de las personalidades políticas citadas en las cartas de Queensberry.» De momento Wilde había escapado por muy escaso margen, pero la inmediatez con la que se había abierto una nueva causa en su contra dejaba poco lugar a las esperanzas de absolución. No obstante, Oscar, ilusionado por el éxito parcial del primer veredicto y enceguecido todavía por el compromiso asumido hacia Douglas, se convenció en cambio de que en esta ocasión llevaría la mejor parte. El inicio de esta nueva acción penal quedó fijado para el 2O de mayo. El 5 del citado mes, cuatro días después de la finalización de la primera instancia, Wilde obtuvo la libertad provisional y abandonó la cárcel de Holloway tras pagar una fianza de cinco mil libras. Logró reunir esa
suma gracias a un préstamo de sus amigos los Leverson y a la contribución especial del reverendo Stewart Headlam, un pastor protestante de tendencias socialistas que, aun sin conocer a Wilde, se había convencido de que el juicio no se había llevado a cabo con plena justicia. También el hermano de Bosie, lord Percy Douglas de Hawick, contribuyó en parte al pago de la caución. Ya en libertad condicional, Wilde pudo palpar de cerca hasta qué punto la acción ferozmente persecutoria de Queensberry había creado el vacío a su alrededor. Acababa de establecerse en el Midland Hotel, en St. Pancras, cuando el propietario lo intimó a desalojar el cuarto. Los esbirros del marqués lo habían amenazado con tomar represalias si el huésped indeseado no se retiraba del lugar. Una por una, todas las puertas de los hoteles de Londres se le cerraron en las narices. Mientras tanto los agentes de Queensberry seguían como sombras sus movimientos. Oscar se replegó a los barrios más alejados de las afueras de Londres, a Paddington y Notting Hill, pero no hubo una sola pensión de tercera categoría, ni siquiera las de peor fama, que quisiera concederle hospitalidad. Hasta los restaurantes se negaron a atenderlo en sus mesas. Cerca de la una de la madrugada, cansado, hambriento, sucio, con los nervios destrozados por la humillación, Wilde se vio obligado a acudir a casa de su madre, en el número 146 de Oakley Street, para pedir asilo. Tener que mendigar piedad de sus familiares fue para él un trago muy amargo. Su hermano Willie, fracasado como periodista y marcado por la experiencia conyugal con su esposa norteamericana, no ocultó su satisfacción al hallarse ante el fanooso Oscar, hasta el momento tanto más afortunado que él, y verlo humillarse implorando su hospitalidad. «Pobre Oscar -dijo a sus amigos-, llegó a la puerta de casa como un ciervo herido.» Y fingiendo defenderlo frente a sus allegados, agregaba: «Oscar no es un sinvergüenza, os lo aseguro. No es como yo: no se aprovecharía nunca de una dama, en esto se puede confiar en él ciegamente...» Su madre, Speranza, aprovechó en cambio la oportunidad de la desgracia de su hijo y se valió de ella para sentirse una vez más el centro de la atención pública. Recuperó así el pleno dominio psicológico sobre Wilde. Con la mente ya ofuscada por la arterioesclerosis y el alcohol, recordando los tiempos de su juventud, cuando se había levantado ante el tribunal para respaldar la causa de la libertad de Irlanda, Speranza no dudó en proclamar a los cuatro vientos que su vástago, como buen caballero irlandés, habría sabido enfrentar, al igual que ella, el desafío del gran artista incomprendido contra la prepotencia de la pérfida Inglaterra. Y a Oscar le dijo con aire exaltado: «Permaneceré a tu lado hasta el fin, si aceptas encararte con la frente erguida con la justicia inglesa, no importa lo que suceda. Pero si decides huir, te maldeciré por siempre y ya no te reconoceré como hijo.» Por el contrario, Willie, que había seguido con envidia el clamoroso éxito de Oscar, no renunció a tomarse la revancha, pinchándolo con sus dardos y hasta dirigiéndole sermones. No obstante, se alió con su madre e insistió, con la fanfarronería de los fracasados, para que Oscar hiciera frente con valentía al nuevo juicio defendiendo hasta las úitimas consecuencias «el honor de la familia y de Irlanda». Entre los vapores del alcohol, sugería a Oscar las respuestas que debía dar a los jueces y, palmeándole la espalda, le decía: «Oscar, siempre te advertí que a fuerza de hacer lo que te daba la gana terminarías mal. Pero ahora te enseñaré cómo debes proceder...» Los amigos más cercanos suplicaron de nuevo a Wilde que aprovechara la libertad provisional para cortar amarras, antes de que el hacha de la justicia inglesa se descargara sobre su cabeza de forma definitiva. Ada Leverson, desafiando la opinión pública, le demostraba su fidelidad aun después de la caída y lo incitaba a refugiarse en el extranjero, declarándose dispuesta no sólo a renunciar al dinero de la fianza depositada para él, sino también a prestarle la suma necesaria para la fuga. Alfred Douglas se encontraba en Normandía. Tranquilizado por no haber sido llamado a testificar en el proceso, pero ansioso ante el posible desarrollo del próximo, escribió a Wilde una carta en la cual sugería por primera vez la idea de que quizás había constituido un error entablar querella contra su padre. Y lo invitaba a reunirse con él, asegurándole que había concretado un arreglo con su hermano Percy para que éste renunciara a la devolución de la suma de la fianza. Pero Oscar se mostró inamovible. Su decisión quedó confirmada en la misiva que envió a Bosie en la víspera del nuevo proceso, poseído más que nunca por el delirio místico-erótico: «He determinado que es más noble y más hermoso permanecer aquí... No deseo que me señalen como a un canalla o a un desertor. Un nombre falso, un traslado, una vida de persecuciones, todo eso no es para mí, para aquél ante el cual tú te revelaste en la cima de esa alta colina donde las cosas bellas son transfiguradas. Oh tú, el más dulce de
todos los jóvenes, el más amado de todos los amores, mi alma se aferra a la tuya, mi vida es la tuya, en todos los mundos de pena y de placer tú eres mi ideal de admiración y de dicha...» Robert Harborough Sherard, mientras tanto, había llegado expresamente de París para buscar a Wilde y llevarlo consigo al campo para un período de reflexión y de reposo. Sherard no le ocultó su convicción de que el juicio próximo se resolvería en su contra, con la condena a dos años de prisión. Pero Oscar no prestó oídos tampoco a sus súplicas cuando el amigo le propuso que huyera a Francia con él. «Era un despojo con los nervios despedazados -escribirá Sherard más adelante-. Yacía sobre una mecedora, en un rincón entre la chimenea y la pared. Estaba enrojecido e hinchado, con la voz quebrantada, como un hombre al borde del colapso...» También Frank Harris regresó para salvar in extremis al amigo porfiado. Un día pasó a buscarlo a casa de su madre y lo invitó a almorzar con él al restaurante Pagani, para tratar de convencerlo de que abandonara Inglaterra de inmediato. Parece que Harris pretendía organizar un descabellado plan de fuga, alquilando un yate en el puerto de Erith, en la desembocadura del Támesis, para conducir a Oscar hasta la costa francesa durante la noche y eludir la vigilancia de la policía. Quizá se tratara sólo de una baladronada, pues no había necesidad de una embarcación clandestina para expatriar a Wilde: el establishment no quería otra cosa que dejarlo huir y librarse así de un asunto engorroso. Una semana antes del proceso, Ada Leverson invitó a Wilde a trasladarse en secreto a su lujosa mansión de Courtfield Gardens, para apartarlo de la atmósfera histérica de Oakley Street, donde los arrebatos visionarios de la madre y los ácidos consejos del hermano amenazaban con arrastrarlo hacia la locura. Ada logró arreglar también un encuentro entre Oscar y su esposa en su mansión. Constance viajó expresamente desde Babbacombe para verlo antes de partir hacia Suiza, a casa de su hermano, donde ya había enviado a los niños. Rogó a su marido, de rodillas, siguiendo los consejos de su abogado, que dejara el país antes del inicio del proceso y huyera de una segura condena que involucraría de manera irremediable a toda la familia en el escándalo. La conversación se prolongó dos horas y fue áspera, dramática. Incluso frente a las lágrimas de su mujer, parapetado en la actitud casi paranoica del mártir, del héroe, del superhombre, Oscar permaneció firme en su negativa, insensible ante los llamados de la razón y de los afectos más queridos. Poco después Constance escribirá a una amiga: «Qué tragedia para él, que tiene tanto talento...» ¿Por qué se obstinó Wilde en afrontar el segundo proceso? Su comportamiento puede explicarse, bajo un aspecto estrictamente jurídico, porque estaba convencido, a pesar del desarrollo nada tranquilizador del primer juicio, de que no existían pruebas para dictar una sentencia de condena. Lo animaba saber que el jurado no había alcanzado la unanimidad para condenarlo. El segundo proceso se abrió el 2O de mayo en Old Bailey. Las irregularidades de procedimiento y los favoritismos que habían caracterizado ya la causa precedente se vieron acentuados en esta ocasión por una voluntad más explícita del juez de llegar a una «ejemplar» condena. Quizá pretendía satisfacer a la opinión pública y al mismo tiempo hacerle pagar a Wilde la insolente seguridad que lo llevaba a no rendirse. En el lugar de Charles Gill, que había mostrado demasiado apego por la observancia de las normas formales, la magistratura llamó como presidente del tribunal a un juez más parcial e intransigente, Alfred Wills. La fiscalía fue confiada a un magistrado conocido por su severidad y su arribismo, sir Frank Lockwood. Clarke asumió, una vez más con carácter gratuito, la defensa de Oscar. El abogado pidió, al abrirse la sesión, que los dos casos, Wilde y Taylor, se discutieran de forma separada; y el juez admitió, por lo menos parcialmente, la solicitud. Pero se trataba de una concesión aparente, pues la separación no excluía la asociación final de ambos casos para el veredicto. Mientras tanto, a pesar de la oposición de Clarke, se decidió que Taylor fuera juzgado en primer término. Dado el peso aplastante de las pruebas en contra del proxeneta, Taylor fue hallado culpable. Pero lejos de dictar de inmediato el veredicto correspondiente, en un procedimiento más bien arbitrario se determinó postergar la sentencia para asociarla a la de Wilde. Como en un déjà-vu, desfilaron por la escena del tribunal los testigos que ya habían aparecido en el primer proceso: los mismos jóvenes prostitutos, las mismas caseras, los mismos sirvientes del Savoy... Clarke marcó un punto a su favor, al principio, haciendo que se descartara definitivamente a Shelley como testigo poco digno de crédito, en virtud de su labilidad mental y de la contradicción de sus respuestas. También se anularon las declaraciones de las caseras, debido a su carácter contradictorio y viciado por la histeria. A continuación Clarke llamó al banquillo a Wilde, quien declaró una vez más su inocencia e impugnó las declaraciones de los testigos. Pero inmediatamente después, el procurador de la reina pasó at contraataque,
sometiendo al acusado a un inflexible interrogatorio que comenzaba con la lectura de las cartas íntimas a Bosie y terminaba con el análisis de sus turbias relaciones con Taylor. Tampoco en esta ocasión la fiscalía logró probar el delito específico de sodomía de manera irrefutable, no obstante el peso de los indicios. Sin embargo, Wilde, abrumado por la presión, cayó en numerosas contradicciones y ambigüedades, que concluyeron por dar a los jurados la convicción moral, si no técnica, de su culpabilidad. El 25 de mayo fue el último día del juicio. Clarke, en el discurso final en defensa de su cliente, tras desbaratar en gran parte, aunque no por completo, las imputaciones específicas del fiscal, advirtió una vez más al jurado que no se dejara influenciar por lo que en el transcurso del proceso, y fuera de él, había contribuido a edificar sospechas y a falsear opiniones. Los invitó a atenerse estrictamente a las pruebas concretas surgidas del caso, y resumió: «En un platillo de la balanza, está la palabra de un artista que ha honrado la literatura inglesa; en el otro, la palabra de una banda de perjuros y extorsionistas. Ninguna de las acusaciones ha sido probada y Oscar Wilde tiene derecho a exigir un veredicto de absolución.» Pero Frank Lockwood, en su alegato final, se basó precisamente en esa alusión literaria para invertir el argumentoen contra de Wilde, no sin un taque de pérfida ironía y casi de complacida crueldad: «Taylor ha sido condenado por estos actos; ¿por qué Oscar Wilde debería ser absuelto? Si las pruebas no son válidas, el acusado debe ser absuelto, y si, por el contrario, lo son, debe ser condenado, cualquiera que sea su relación con el arte y la literatura ingleses.» Deade el punto de vista jurídico, la lógica era irreprochable. Pero Lockwood, en realidad, estaba jugando sucio al afirmar que Taylor había sido condenado «por los mismos actos» que Wilde, pues él mismo había reconocido desde el principio que se trataba de delitos diferentes. Por lo tanto, Clarke interrumpió al adversario, denunciando la incorrección de la referencia a Taylor. Y, señalando una vez más la altura del personaje incriminado, recordó que una sentencia de culpabilidad basada exclusivamente en las dudosas declaraciones de reconocidos criminales habría constituido una garantía de inmunidad en el futuro para todos los chantajistas de Londres. El juez Wills, en su recapitulación, a pesar de reconocer que algunos testimonios no eran del todo atendibles, y considerando en su conjunto las pruebas aducidas en contra del acusado, afirmó su personal propensión a considerarlo culpable. Especificó no obstante, simulando benevolencia, que la eventual condena le sería impuesta no por el delito liso y llano de «sodomía», sino por actos inmorales con jóvenes de su mismo sexo. También en esta ocasión hubo hasta el último momento una cierta perplejidad por parte del jurado, si no acerca de la sustancial culpabilidad de Wilde, sí por lo menos acerca de la corrección con que se había entablado y conducido el proceso. Un suceso desconcertante, que amenazó con dar un vuelco a toda la situación, se produjo cuando uno de los miembros del jurado salió de la sala de deliberaciones y solicitó bruscamente al juez que se expidiese una orden de busca y captura contra Alfred Douglas. La posición del joven lord aparecía no menos comprometida que la de Wilde, dado que su nombre había surgido varias veces en el transcurso del proceso, en estrecha relación con muchos de los delitos en que estaba implicado el escritor. El juez Wills reaccionó al principio con turbación ante esta embarazosa circunstancia, pero no tardó en parapetarse tras los procedimientos formales, respondiendo que Douglas era ajeno al examen específico del caso, y que no estaba considerado cómplice, sino más bien víctima de Wilde. Por lo tanto, nada de lo que se dijera en su contra influiría en el juicio que debía emitirse sobre Wilde, y nada más que sobre Wilde. Finalmente, después de dos horas y media de discusión, los miembros del jurado regresaron a la sala: eran las seis y media de la tarde. El veredicto, alcanzado en esta ocasión por unanimidad, reconocía a Wilde como culpable de los siete cargos que se le imputaban. Los cargos giraban en torno de «actos groseros de indecencia» cometidos con miembros del propio sexo, pero no contemplaban el delito de «sodomía» propiamente dicho, que habría implicado una pena mucho más grave. Al dictar la sentencia, el juez Wills dejó de lado la última máscara de objetividad, revelando toda la violencia de su rencor personal y de su prejuicio. Y tras haber asociado a Taylor y a Wilde en una misma condena, sentenciando a ambos a una idéntica pena, expresó sin rodeos su amargura por no poder infligirles un castigo más grave: «Oscar Wilde y Alfred Taylor -tronó-, su crimen es tan abominable que es necesario sobreponerse para lograr describirlo con palabras sin vergüenza. Prefiero no reavivar los sentimientos que deben de haber despertado en el pecho de cualquier hombre honesto los detalles de estos dos terribles procesos. No me cabe la menor duda de que el veredicto del jurado ha sido justo... Es inútil que me dirija a ustedes. Si alguien es capaz de ensuciarse con culpas como las suyas, quiere decir que ha perdido todo sentido del pudor, y no se puede esperar ejercer efecto alguno sobre él. Es éste el caso más execrable que me ha tocado juzgar.»
Y concluyó: «Es imposible poner en duda que usted, Taylor, ha establecido una especie de burdel masculino. Y que usted, Wilde, ha sido el centro de una vasta red de corrupción, de la peor calaña, tendida entre los jóvenes. Considerando las circunstancias, pronunciaré la sentencia más severa que me permite la ley. El veredicto de este Tribunal es que cada uno de ustedes sea condenado a dos años de prisión y de trabajos forzados...» Era la tarde del 25 de mayo de 1895. Los partidarios de Queensberry recibieron la sentencia con un largo aplauso. Eran casi las siete, pero la luz se demoraba todavía en el largo crepúsculo primaveral. Golpeado por la dureza del veredicto, el escritor se aferró a la barra, trató de balbucear unas palabras, pero a una señal del juez fue apresado de inmediato por los agentes, que lo condujeron a la cercana cárcel de Newgate. A partir de ese momento, Oscar Wilde fue prácticamente arrancado de la sociedad que en otro tiempo lo había aclamado, para convertirse en el número anónimo de un recluso. 15. La prisión: entre el trauma y la catarsis Desde la prisión de Newgate, donde lo encerraron inmediatamente después de la condena, Wilde fue conducido a la de Pentonville, donde permaneció hasta el 4 de julio. A continuación lo trasladaron por seis meses a la de Wandsworth, al sur del Támesis, y de allí al fuerte militar de Reading, donde permanecerá hasta el último día de los dos años de pena a que le habían sentenciado. Las primeras dos semanas de prisión fueron las más sombrías y terribles. Al sufrimiento físico, debido a las duros condiciones carcelarias previstas para los condenados a trabajos forzados, se agregaba en su caso el dolor aún más lancinante del tormento moral, debido a la conciencia angustiosa de que él mismo se había forjado con sus propias manos la ruina, y de que la pena material de la reclusión no era nada comparada con la pérdida todavía más grave e irreparable de su posición social. «Trabajo duro, cama dura y dura obtención del alimento»: éstos eran los principios básicos del sistema carcelario inglés de la época, que, lejos de tender a la rehabilitación del interno, pugnaba por quebrantar su cuerpo y su espíritu, hasta reducirlo a un despojo. En Pentonville, encerrados durante veintitrés horas al día en celdas estrechas y malolientes, en el aislamiento más absoluto, los detenidos eran obligados a cardar estopa con las manos, se alimentaban a disgusto e insuficientemente y dormían sobre un desnudo tablón de madera, bajo el control constante de los guardias, que aprovechaban la menor infracción para infligir castigos. Un olor rancio a materia putrefacta, semejante al hedor estancado de un zoológico, en el que los vapores del sudor y de los excrementos humanos se mezclaban con los fétidos efluvios de las cocinas, inundaba la totalidad del recinto celular, que se comunicaba con el exterior sólo por una reja de ventilación prácticamente obstruida por la suciedad. Las celdas, que medían poco más de cinco pasos de largo y tres de ancho, con un cielo raso muy bajo que no llegaba a superar los dos metros de altura, estaban sumergidas en una oscuridad casi completa. La tétrica atmósfera estaba apenas bañada por la luz opaca del corredor, que se filtraba por una estrecha hendidura rectangular, ubicada encima de la pesada puerta de metal, que se abría sólo durante las inspecciones. Las comidas en la cárcel consistían en una ración de porridge para el desayuno; judías con tocino rancio, o pedazos de carne flotando en un caldo grasiento, para el almuerzo; mientras que por la noche servían una sopa de avena y sebo, o bien más porridge con una taza de cacao. Estos platos causaban problemas estomacales, y más específicamente disentería, en especial a quien no estaba acostumbrado. Los servicios sanitarios, más que primitivos, constituían otra tortura. Los detenidos se veían obligados a hacer sus necesidades en la celda, valiéndose de un cubo que podían vaciar una sola vez al día: por lo tanto, desde las cinco de la tarde hasta las seis de la mañana, cuando sonaba la sirena, se veían obligados a dormir entre las emanaciones de sus excrementos. Bañarse estaba permitido tan sólo una vez a la semana, y la instalación se limitaba a una fuente de agua sucia, donde los presos debían lavarse uno a continuación del otro y secarse con un trapo común para todos. Wilde escribirá luego en la Balada de la cárcel de Reading: Cada estrecha celda en que vivimos es una sucia y oscura letrina,
y el fétido soplo de la muerte viviente ahoga aquí cada reja. Y todo, excepto la lujuria, es destruido en la máquina hecha por el hombre. El reglamento, severísimo, prescribía la segregación absoluta. Los detenidos no podían cruzar entre ellos una sola palabra, ni siquiera durante la «hora del recreo» que consistía en una caminata alrededor de un patio estrecho, en fila india, sin detenerse un minuto, bajo la estricta vigilancia de los guardias. Durante los primeros tres meses de prisión estaba rigurosamente prohibido todo contacto con el mundo exterior: no se permitían visitas, no se podía escribir ni recibir cartas, ni tampoco leer periódicos. Por la mañana, los reclusos se despertaban a las seis en punto, al sonido de un silbato. Los guardias abrían la puerta de las celdas durante algunos minutos, para que saliera el aire hediondo y viciado. La primera tarea de los presos era limpiar el piso de piedra de la celda con una escoba, jabón y un paño empapado en desinfectante. Después de la limpieza, salían al corredor y eran conducidos al patio interno, para los tres cuartos de hora de «ejercicio» diario. El trabajo forzado, que consistía en extraer con las uñas uno por uno los hilos de estopa de las sogas, duraba hasta las cinco de la tarde, con excepción de la media hora de intervalo concedida para el almuerzo. A las siete de la tarde, después de la miserable cena, se apagaban las lámparas a gas y las celdas quedaban en la oscuridad más absoluta toda la noche. El reglamento disciplinario era durísimo: a quien durante el día no hubiera cardado la cuota de estopa establecida, o hubiera hablado sin ser interpelado por un guardia, o no hubiera ordenado su celda según las instrucciones, se lo castigaba con la segregación en un lugar especial, a pan y agua. Para las infracciones más graves estaba prevista la flagelación, que consistía en un cierto número de azotes sobre la piel desnuda. Las únicas personas con quienes los presos podían relacionarse eran el médico y el capellán. Pero los doctores de las cárceles inglesas de la época, como tendrá oportunidad de denunciar Wilde, eran «brutales en sus maneras, de temperamento grosero y del todo indiferentes a la salud de los reclusos y a su bienestar». Y en cuanto a los capellanes que visitaban las celdas cada mes y medio, aun cuando se sentían animados por las mejores intenciones, no estaban en condiciones de brindar a los internos, en la abyecta situación en que éstos se encontraban, ayuda alguna, ya fuera material o espiritual. Durante su primera visita a Wilde, el capellán de Pentonville le preguntó a quemarropa: «Tenía un libro de oraciones para la mañana en su casa?» Y cuando Oscar le respondió que no, lo apostrofó con dureza: «¿Ve usted en donde se halla ahora, y a lo que está reducido?» En la Balada de la cárcel de Reading, Wilde reflejará fielmente el comportamiento hipócrita y hostil de los superiores hacia los presos: Estricto y pedante era el director al aplicar el reglamento: la muerte era apenas para el doctor un hecho científico de un momento, y el Capellán nos aturdía con sus sermones llenos de beatería. «Al principio fue peor que cualquier pesadilla jamás soñada -cuenta el escritor-. La celda era espantosa, casi no podía respirar, y lo comida me revolvía el estómago: no probé bocado durante días y días, no podía tragar ni tan siquiera el pan, y el resto era incomestible... Yacía sobre el tablón de madera y por las noches temblaba por el frío...» Agotado por la inanición, la fatiga y el insomnio, después de un mes de reclusión, Oscar se hallaba reducido a a sombra de sí mismo. Había perdido unos diez kilos y no podía sostenerse en pie por la debilidad. Vestido con el burdo uniforme de presidiario, de grandes rayas transversales blancas y negras, que le quedaba demasiado holgado, con la cabeza rapada casi al cero, salvo algún que otro mechón blancuzco, la híspida barba sin afeitar, los ojos hundidos, las mejillas magras y demacradas, se había vuelto casi irreconocible. Como consecuencia de cardar la estopa, tenía las uñas rotas y los dedos agrietados y sangrantes: sus manos delicadas de esteta estaban ahora sucias de alquitrán y cubiertas de callos.
Después Oscar confesará a un amigo: «El hambre y los castigos quebrantarían las fuerzas de cualquiera. Te despedazan cuerpo y alma. Y si resistes, te vuelven loco... El actual sistema carcelario parece tener como finalidad la ruina y la destrución de las facultades mentales del recluso...» Pero a las duras privaciones y a los sufrimientos físicos de la penitenciaría, que Oscar acusaba con mayor intensidad por estar acostumbrado a una vida de lujo y de comodidades, se agregaba en su caso, el doloroso tormento moral de su carrera literaria arruinada. En una carta escrita más tarde a Ross, expresará su desesperación por la pérdida de todo aliciente de vida, tras la expropiación financiera y el ostracismo social que Old Bailey había decretado automáticamente con su sentencia como un suplemento de la condena aún más irreparable y feroz: «Me doy perfecta cuenta de que, cuando llegue el final, volveré, en mi papel de indeseable visitante, a un mundo que no me quiere: un revenant, como dicen los franceses, de rostro gris por el prolongado encierro y arrugado por el dolor. No importa cuán horribles sean los muertos que se levantan de las tumbas, los vivos que salen de las tumbas lo son todavía más...» Pero lo que hacía intolerable su situación era el pensamiento obsesivo de haber solicitado él mismo que el engranaje de la justicia se pusiera en marcha en su contra, con el desacierto de la querella entablada contra Queensberry. «Las desgracias se pueden soportar -dirá- cuando provienen del exterior y son accidentales. Mas sufrir a causa de los propios errores, ¡ah!, éste es el aguijón de la vida.» Otra razón de amargo remordimiento era el daño que había infligido con su conducta irresponsable a su esposa y a sus inocentes hijos, cubriéndolos con la vergüenza del escándalo y del deshonor. Este tormento interior afectó de tal modo a sus facultades mentales que lo arrastró al borde del suicidio. Las murmuraciones acerca del desequilibrio nervioso de Wilde pronto se esparcieron fuera de la prisión, y un periódico francés llegó a escribir que el autor había enloquecido. El ministro del Interior, lord Asquith, se interesó entonces personalmente en el caso y a pesar de las aseveraciones del médico de la penitenciaría (que trató de restarle dramatismo al hecho, justificando la depresión de Wilde como natural consecuencia del remordimiento por las faltas cometidas) hizo que, en los primeros días de julio, el escritor recibiera la visita de un influyente diputado, R. B. Haldane, que había conocido a Wilde en sus tiempos de éxito. Haldane trató a Oscar con condescendiente humanidad, intentando levantarle la moral y de mitigar la severidad del régimen al que estaba sometido. Además de procurarle algunos libros, entre ellos los Pensamientos de Pascal y los Ensayos de Pater, que el escritor le había pedido, el diputado obtuvo su traslado a otra prisión, Wandsworth, pensando así favorecerlo, pues el establecimiento, situado en medio del campo, le permitiría gozar de un aire más sano. Por otra parte, en Wandsworth se encontraba un capellán inteligente y progresista, el reverendo Morrison, que había bregado por la reforma carcelaria y que podía serle de gran ayuda en el plano espiritual. Haldane le instó también a escribir, inspirándose en los hechos acontecidos, acerca de un tema más elevado. Tiempo después Wilde, basándose en su experiencia directa afirmará: «Privado de los libros y de toda relación humana, aislado de cualquier influencia humana o humanizante, condenado al eterno silencio, apartado de todo contacto con el mundo exterior, tratado como un animal sin cerebro, embrutecido al nivel de la más horrenda criatura, el desgraciado que se ve confinado en una prisión inglesa a duras penas puede evitar la locura.» Quién podía pensar así en escribir acerca de «un tema verdaderamente grandioso», como había sugerido Haldane, no sin cierta tartufería. El 4 de julio, casi un mes después de la visita de Haldane, Oscar fue trasladado a la prisión de Wandsworth, donde se le concedió una dieta más abundante y se le facilitaron más libros para leer. A pesar el ambiente más saludable, sus condiciones físicas no mejoraron demasiado. Tal vez el aire era más puro, por lo menos lo poco que llegaba a penetrar en las fétidas celdas, pero el alimento era igualmente nauseabundo, el trabajo no menos fatigoso y los guardias hasta más severos. Uno de ellos, con auténtico sadismo, lo obligaba a levantarse en medio de la noche y lo intimaba a ponerse descalzo de cara a la pared por el simple placer de atormentarlo. El único consuelo que Wilde halló en ese infierno fue la compasión hacia sus compañeros de desventura y la simpatía que ellos le demostraron. Dirá a Gide tras su liberación: «Durante los primeros seis meses de cárcel fui terriblemente infeliz. Estaba tan desesperado que deseaba morir, la muerte era mi único anhelo... Pero lo que me mantuvo con vida fue observar a los demás, y ver que eran tan infelices como yo, y sentir pena por ellos...» Una mañana, durante la hora de ejercicios en el patio, mientras caminaba dando vueltas mecánicamente con los otros presidiarios como caballitos en un tiovivo, un camarada le susurró: «Lo siento por usted. Sé
quién es, y entiendo que debe de ser mucho más duro para gente como usted que para gente como yo.» «No, amigo mío -respondió Oscar-, todos sufrimos de la misma manera.» El esteta refinado de vicios extraños y exquisitos, que en su carrera frenética hacia el éxito miraba con altivo desdén a la masa de los desheredados y de los vencidos, descubría ahora la existencia de una humanidad oscura y dolorida, bien distinta de la society frívola y elegante de la City londinenses. Y en su ánimo todavía agitado por el rencor y la rebeldía, quebrantado por la angustia, por la pérdida y por el remordimiento ante el error cometido, comenzaba a aflorar la pálida aurora de una paciente regeneración interior. La primera persona que lo visitó en la penitenciaría fue Robert Sherard, llegado expresamente desde París. Cuando vio a su amigo en uniforme de presidiario, se sobresaltó. Oscar, con la barba crecida y la cabeza rapada, parecía física y psicológicamente destruido. Entonces, Sherard le preguntó: «Dime, ¿cómo te encuentras? ¿Te tratan mal?» «Oh sí, la disciplina es terrible, la comida no es digna ni siquiera de un perro. Pero aún más terrible es el tormento moral. Aunque no es por eso por lo que lloro; mis lágrimas son de dolor. Es la primera vez que veo a una persona querida desde que vine aquí. Son lágrimas de afecto, de amistad...» Poco después de la visita de Sherard, Oscar recibió una carta de Otho Holland Lloyd, el hermano de Constance. Su cuñado le informaba que su esposa y sus hijos se hallaban en su casa de Bevaix, en Suiza, y que habían cambiado de apellido, optando por el de Holland. Los abogados de Constance, agregaba Otho, le habían sugerido iniciar los trámites de divorcio, pero quizá renunciaría a ello si Oscar le escribía de inmediato suplicando su perdón. Ante las noticias, Wilde quedó petrificado. Sus hijos habían cambiado de apellido, su mujer iba a pedir el divorcio. Sintió una punzada en el corazón al pensar que, obnubilado por la atracción hacia Bosie, había envuelto en la vergüenza y el desastre no sólo a su persona, sino también a una mujer que lo amaba con ternura y a unos niños inocentes... Escribió a Constance, en cuanto se lo permitieron, una carta llena de sincera emoción. No había excusas, decía, para el oprobio y la angustia que había llevado a su vida; debió de estar completamente loco, a merced del demonio de la erotomanía, para comportarse como lo había hecho en esos últimos tres años, desde que el éxito se le había subido a la cabeza. Si bien sus pecado merecían el castigo más grave, le imploraba que lo perdonase y que no lo privara para siempre de la esperanza de volver a vivir con ella y con sus hijos. Tres semanas después del envío de la carta, cuando ya no imaginaba recibir respuesta, un buen día le anunciaron la visita de Constance. En el locutorio, asaltado por un arrebato de vergüenza y de remordimiento frente a su mujer, mientras las lágrimas surcaban sus mejillas, apenas tuvo fuerza para susurrar: «Perdóname.» «Preferí venir personalmente en cuanto leí tu carta -dijo Constance-. Me han dado un permiso especial. Estaba preocupada, quería ver cómo te encontrabas.» También ella lloraba, ahora. Sostenía un pañuelo contra la boca, como para defenderse del aire fétido de la prisión y de las emanaciones mismas del mal que parecía envolverla. Desde los umbrales de ese oscuro infierno, Oscar emergía como un espectro mientras sollozaba con voz entrecortada: «No llores, Constance. No soy digno de tus lágrimas. Me doy cuenta del daño que te he hecho a ti y a los niños. Pero no fue sólo mía la culpa. Fue Douglas quien me llevó a la ruina...» Constance volvió la cara hacia otro lado, como abrumada por el horror, y murmuró algo que Oscar no logró captar y que se desvaneció en la confusión reinante como un cuchicheo acallado por un molino de viento. «Mis pecados han sido tremendos e imperdonables. Pero fue Douglas quien me impulsó a presentar la querella contra Queensberry... No logro entender cómo pude haber sido tan tonto y vanidoso, tan esclavo de su voluntad. El conocía mi punto débil... Antes estaba encandilado por él, pero ahora lo odio con todas mis fuerzas, ¡y si estuviese frente a mí, te juro que lo mataría!» Constance, conmovida por el acento de auténtico arrepentimiento que vibraba en las palabras de Oscar, y por las condiciones infrahumanas a que estaba sometido, en un arranque de renovado afecto y de profunda compasión declaró que estaba dispuesta a dejar de lado la demanda de divorcio. Consideró incluso la posibilidad de volver a vivir junto a él y a los niños cuando lo liberaran, siempre y cuando se comprometiera a no reanudar nunca más su relación con Douglas. Poco después de su visita, Constance escribía a una amiga: «No pude verlo ni tocarlo, y apenas si le hablé. En los últimos tres años Oscar fue víctima de una especie de locura erótica. Pero ahora dice que si viera a
Douglas, sería capaz de matarlo... De manera que es mejor que esa bestia se mantenga alejada de él y se conforme con haber destruido esa vida excepcional.» El encuentro con Constance pareció marcar en el ánimo de Wilde el principio de un proceso de radical revisión de su pasado, que lo llevó a fantasear con la idea de reconstruir su vida conyugal una vez alcanzada la libertad. Sobre su esposa, escribirá a Ross: «Me doy cuenta de que he sido la causa de su infelicidad y de la ruina de mis hijos, tanto que no tengo derecho alguno a contradecir sus deseos en lo más mínimo. Cuando vino a visitarme fue buena y gentil conmigo...» Mientras tanto, nacía en su interior un sordo rencor hacia Douglas, a medida que el sombrío aislamiento carcelario lo llevaba a percibir, en especial tras la visita de Constance, el funesto influjo del joven lord, que lo había arrastrado a la ruina, y la traición que había perpetrado en su contra. Sherard contribuyó a abrirle los ojos en este sentido, señalándole, entre otras cosas, que, mientras él se hallaba sufriendo las penas del infierno en la cárcel, Douglas paseaba alegremente por París y Montecarlo, hablando con despreciativa condescendencia de él como de «un hombre que se revolcaba en el polvo». Habían pasado más de tres meses desde que Oscar viera a Douglas por última vez, antes del inicio del proceso, cuando éste partió a Francia. Desde entonces el joven lord, satisfecho por no haberse visto involucrado en la condena de su amigo, no se había dignado dar señales de vida, ni con una carta ni con una visita, demostrando la más negra ingratitud por la condena que Wilde sufría en su lugar, y el más brutal desinterés por su triste destino. Oscar no encontraba paz al pensar que, después de haber purgado su pena de dos años de prisión, hundiéndose para siempre como hombre y como escritor y llevando el deshonor a su esposa y a sus hijos, no tendría ni siquiera el amargo consuelo de sentir que su sacrificio había sido apreciado y su amor correspondido. Algún tiempo después, Douglas le envió noticias a través de otras personas, pidiéndole que le escribiera. Pero Wilde, que podía recibir tan sólo una carta o visita coda tres meses, se negó, aterrorizado ante la idea de reanudar cualquier contacto con él. A principios de octubre, poco después de la visita de Constance, el escritor fue víctima de una mala caída que, descuidada desde el principio por los médicos de la cárcel, iba a influir luego muy gravemente en el deterioro de su salud. El incidente sucedió un domingo por la mañana. En el momento de levantarse, Oscar no logró incorporarse de su camastro a causa de la fiebre. El guardia llamó al doctor, que, sin molestarse siquiera en entrar a la celda, le dijo a Wilde que se dejara de comedias, intimándolo para que se dirigiera a la capilla con los demás detenidos. Sacudido por los escalofríos, Oscar se vistió y se arrastró hasta la iglesia. No bien hubo cruzado el umbral, mientras los otros reclusos cantaban los himnos religiosos, fue asaltado por un imprevisto vértigo y se desplomó desvanecido sobre el piso. La caída le provocó una herida en la oreja, cuyas complicaciones conllevaron la perforación del tímpano, que debilitó de forma permanente sus facultades cerebrales. A decir verdad, Wilde fue trasladado de inmediato a la enfermería, donde tuvo por el momento la mejor atención, pero no se le aplicaron los tratamientos adecuados dada la complejidad del órgano afectado. Los médicos subestimaron el daño. La ironía de la suerte quiso que el escritor, en medio de tantas desgracias, muriera tal vez, al fin y al cabo, precisamente por las complicaciones de una enfermedad en la cual su padre era un auténtico especialista. Entretanto, sufrió una serie de contratiempos con la justicia acerca de las cuestiones financieras relacionadas con su condena. Tuvo que presentarse en dos ocasiones, el 24 de setiembre y el 12 de noviembre de 1895, maniatado y con uniforme de presidiario, en el Tribunal de Quiebras de Londres, para responder al interrogatorio del juez durante la causa por insolvencia, entablada por el marques de Queensberry, por el pago de las costas procesales. Durante esta especie de juicio suplementario, en cierta forma más humillante que el primero, se sacó a relucir una vez más su pasado y se investigaron todos los gastos del escritor a lo largo de los años que precedieron inmediatamente al proceso. Expuesto en esta segunda ocasión a la vergüenza, fue declarado en quiebra y quedó sujeto a las providencias del caso. La ley no se limitó a ordenar que se confiscaran todos sus bienes, sino que dispuso que asimismo se hipotecaran sus ganancias futuras, hasta que no se cubriera el último penique demandado por los acreedores. Tampoco fue ésta la única humillación pública que Wilde tuvo que padecer. El 2O de noviembre se ordenó su traslado a la penitenciaría de Reading. Durante el trayecto, mientras rodeado por los guardias pasaba de un tren al otro, se vio a merced de la muchedumbre, que se burló de él señalándolo con el dedo y cubriéndolo de insultos.
He aquí la descripción que el escritor da de la penosa escena: «Desde las dos hasta las dos y media de la tarde tuve que esperar de pie en el andén de la estación de Clapham Junction, vestido de presidiario, con las muñecas esposadas, expuesto a la vista de la gente. Me habían sacado de la prisión sin el menor aviso. Creo que, de todos los objetos posibles e imaginables, yo era entonces el más grotesco. Cuando las personas me veían, reían. Con la llegada de los sucesivos trenes, la masa de curiosos aumentaba. Nada habría podido divertirlos más. Todo esto, naturalmente, antes de que supieran quién era yo. En cuanto me reconocieron, rieron aún más fuerte. Media hora permanecí de pie bajo la gris lluvia de noviembre, rodeado por la multitud, que se mofaba de mí.» La penitenciaría de Reading, una especie de cárcel-fuerte diseñada en forma de cruz, situada a unos kilómetros al sur de Londres, estaba destinada a los condenados de la Corte Marcial. A Wilde lo asignaron a la celda 3 de la galería C. El trabajo que se le encomendó consistía en coser sacos para el correo y era menos cansador que el de Wandsworth. Por el contrario, la disciplina era mucho más severa. El preso CC3, como a Oscar le gustará ser conocido en adelante, cayó en efecto bajo las garras del gobernador de la penitenciaría, el mayor Henry Isaacson, una especie de déspota militar que pretendía aplicar el reglamento con el máximo rigor. Desde el primer momento, Isaacson se propuso «bajarle los humos» sometiéndolo a toda clase de vejaciones (por ejemplo, hacer que le quitaran los libros de las manos cuando intentaba leer) aprovechando cualquier pretexto para encerrarlo en la celda de aislamiento. Tras unos dos meses de encierro en Reading, Wilde recibió, en medio de tantas desventuras, el anuncio de la muerte de su madre. Speranza expiró el 3 de febrero, ocho meses después de la reclusión de su hijo, según la versión oficial por un ataque de pulmonía, aunque en realidad su corazón no resistió el dolor por la vergüenza y el disgusto de la condena. Constance viajó expresamente desde Génova, donde se hallaba hospedada en casa de una amiga, soportando un viaje de dos días y dos noches en tren, en la época más cruda del invierno, para darle en persona la triste noticia a Oscar. La charla fue breve y penosa. Pocas palabras intercambiaron, embarazadas y amargas, marido y mujer. Constance no pudo dejar de lado en esta ocasión el problema de la separación legal, tema acerca del cual sus parientes presionaban con insistencia. La separación comportaba, entre otras cosas, que los niños fueran confiados a la custodia de la madre y alejados para siempre de la vista del padre, a quien se consideraba indigno de ocuparse de ellos. Oscar no se opuso a la petición, pero suplicó a su esposa que esperara todavía un poco, antes de tomar una decisión definitiva. Constance vaciló, se conmovió, no prometió nada, pero dejó deslizar vagamente la posibilidad de acoger a su marido bajo el techo conyugal. Wilde quedó tanto más consternado por la noticia de la muerte de su madre cuanto que le llegaba como una especie de Némesis, en el momento mismo en que se anunciaba la separación, ya prácticamente inevitable, de su esposa e hijos. Escribirá más adelante: «Su muerte ha sido tremenda para mí. Yo, en un tiempo dueño y señor del lenguaje, no poseo palabras para manifestar la angustia y la vergüenza que me atormentan.» Al mismo tiempo sus condiciones de salud, como consecuencia de aquellos duros golpes morales, seguían empeorando. Ross fue a visitarlo junto con Sherard en mayo de 1896, tras un año de encierro, y quedó aterrado por su estado de grave deterioro físico y de postración mental. Lejos de dominar la conversación, como había sido su costumbre, Oscar hablaba con monosílabos y a menudo no lograba siquiera conectar las ideas. Además se mostraba por completo apático e indiferente ante cualquier novedad. Después de la visita, Ross escribió a un amigo: «Creo que, independientemente de todo prejuicio, Oscar está arrojando su vida por la borda a causa de sus recriminaciones. Se hunde, por así decirlo, bajo el peso de un corazón despedazado... Diría que la detención, sumada al trabajo forzado y a los malos tratos, le ha ocasionado temporalmente una cierta enfermedad mental. No se interesa casi en absoluto por el arte y la literatura, habla sólo consigo mismo, como si estuviera poseído por un demonio. Si me preguntaran si lo veo a punto de morir, diría que es posible que ello suceda en los próximos meses, si bien su constitución se mantiene intacta, por razones de orden más que nada psicológicas...» Después, una vez fuera de la cárcel, Wilde respondería, con su gusto por la paradoja, a quienes le preguntaban cómo había logrado sobrevivir: «Estaba sostenido en el plano moral por un profundo sentimiento de culpa.» El nudo de amargura y remordimiento que lo atenazaba, llevándolo con una fijación neurótica a meditar una y mil veces acerca de sus equivocaciones y espejismos del pasado, si es que podía hacer florecer algún vago propósito de enmienda, era demasiado hondo y aplastante como para permitirle una salida hacia una auténtica mejora espiritual.
Entretanto, a medida que el tiempo transcurría, se acrecentaba en su ánimo el rencor hacia Alfred Douglas, fortalecido por el miedo a perder para siempre el contacta con Constance y a no ver nunca más a sus hijos. Ross y Sherard tuvieron su parte de intervención en esa intensificación de su resentimiento. Sherard le hizo saber que Douglas estaba a punto de publicar un artículo sobre él en una revista francesa, citando ampliamente las apasionadas cartas que había recibido de él desde la cárcel de Holloway, sin dignarse siquiera pedirle autorización. Oscar quedó irritado e impresionado. Al facilitar a la prensa esa escabrosa correspondencia privada, Douglas se jactaba de sostener la causa del escritor, presentándolo como el mártir incomprendido del amor «diferente». Pero todo hacía pensar que, en realidad, quería servirse del candente material para complacer su vanidad y aumentar su crédito en los círculos culturales franceses a espaldas de su amigo. De cualquier modo, Wilde, ocupado en el delicado intento de llegar a un arreglo en la situación conyugal con Constance y de recuperar la benevolencia de las autoridades con vistas a una abreviación de la pena, no consideró que fuera el momento adecuado para que se airearan sus tendencias anormales con un acto de gratuita provocación. Gracias a su amistad con el director de lo revista, Sherard logró impedir la publicación del artículo. Pero Douglas, impertérrito, volvió a la carga con su campaña «a favor» de Wilde, dedicándole unos meses después su primer libro de poemas. Una vez más se ponía en evidencia la continuidad de su escandalosa relación con el joven lord. El hecho no contribuía en absoluto a procurarle a Wilde las simpatías de la sociedad victoriana, prevenida como estaba a ese respecto y más bien escéptica acerca de sus propósitos de enmienda. Cuando Oscar descubrió las intenciones de Douglas, confesó que experimentaba una «especie de náusea por la vida». Estaba justamente preocupado por las consecuencias que ese gesto de exhibicionismo habría podido tener en sus negociaciones para evitar el divorcio de Constance, y también en las posibilidades de excarcelación anticipada. Así que se dirigió de inmediato a Ross, comunicándole su indignación hacia Douglas y rogándole que interviniera para transmitirle al joven lord su decisión de romper todo vínculo con él. Decía Wilde: «Douglas tiene intenciones de dedicarme un libro de poesías. ¿Querrías escribirle inmediatamente y decirle que no haga nada semejante? No podría aceptar ni consentir una dedicatoria de ese tipo. La propuesta resulta abominable y grotesca. Además, él posee un cierto número de cartas mías. Deseo que te las entregue en el acto y sin excepción alguna, y te pido que las guardes en un sobre lacrado. En caso de que yo muera, las destruirás. En caso de que sobreviva, las destruiré yo mismo. No deben seguir existiendo. Pensar que están en poder de Douglas es para mí horrible, y aunque mis desventurados niños no lleven mi nombre, de todos modos saben quién es su padre, y tengo que tratar de defenderlos de la posibilidad de cualquier despreciable revelación o escándalo ulterior...» En cuanto recibió de Ross la perentoria petición, Douglas replicó que se sentía «despojado de toda facultad de pensamiento y de expresión» ante el inesperado ataque de Wilde. Se guardó bien de borrar la dedicatoria de su volumen de poemas y más aún de devolver las cartas y los regalos. «Cuando Oscar salga de la prisión -fue su desdeñosa respuesta-, si es que no sabe ya qué hacer con mi amistad, quiere que le devuelva sus cartas, me lo dirá él mismo en persona, pero por ahora no acepto ni consejos ni mensajes de usted. Ocúpese de sus asuntos y deje de mi cuenta los mios...» Al mismo tiempo, a principios de junio de 1896, Frank Harris llegaba del extranjero. Enterado de las noticias acerca del deterioro de la salud de Wilde, se dirigió al presidente de la Comisión Parlamentaria para las cárceles, Evelyn Ruggles Brise, para luchar por la causa de su amigo. E intentó obtener para él la condonación de la pena. Harris consiguió pronto un permiso especial para visitar a Wiide en la penitenciaría, el 16 de junio. Para levantarle la moral, le dijo en cuanto lo vio: «¿Sabes, Oscar, que la prisión después de todo te ha sentado bien? Has adelgazado, tienes el rostro más enjuto y hasta tus ojos parecen más claros. Tienes un no sé qué de espiritual que antes no te notaba...» «Será la cura de «reposo" forzado -respondió Wilde-. Pero por dentro no sabes cómo sufro... Es terrible dejar que la mente vague por kilómetros y kilómetros de remordimiento y de recriminación sin hallar descanso...» «Pero ¿no tienes libros para leer?» «Tengo algunos, pero no los que desearía. Y además, después de un rato, mi vista se fatiga y me rindo. Intenté leer poemas griegos en el original, e incluso aprender alemán, una lengua que, no sé por qué, parece hecha a propósito para ser estudiada en prisión. Pero me siento demasiado débil... Quizá si me destinaran a un trabajo menos agotador, podría escribir algo,
sería un consuelo para mí poder desahogarme con la pluma, expresar la amargura que siento en mi interior...» «Sí, Oscar -dijo Harris-, es precisamente eso lo que deberías hacer ahora: escribir. Deberías llevar un diario, registrar los detalles de tu vida aquí dentro y la influencia que ha ejercido sobre ti... Deberías aprovechar esta experiencia para escribir algo que te eleve por encima de quienes te condenaron...» «Escribir, se dice fácil... Pero tú no sabes lo que son capaces de hacer aquí dentro. Te despedazan el cuerpo y el alma, te reducen a polvo. Son tan malos... Intentaré escribir, claro, pero no para vengarme, porque no guardo rencor hacia quienes me condenaron. Deseo solamente comprenderme mejor a mí mismo, aprender de mis sufrimientos. Para ello, no obstante, necesito una esperanza: la de abandonar pronto este infierno...» Harris le dijo entonces que ya había conversado sobre su caso con personas influyentes y que tal vez se podría presentar una solicitud de condonación para reducir la pena. Después de la afectuosa sugerencia de Harris, Wilde tramitó a fines de junio de 1897, una petición ante el Ministerio del Interior, por medio de sus abogados. En ella demandaba una abreviación del castigo, considerando su grave estado de salud, con el objeto de prevenir un deterioro irreversible de sus facultades mentales. Si bien recordaba sin falsa modestia sus éxitos como dramaturgo y como escritor, en el extenso documento enviado a las autoridades, Oscar no dudaba en reconocer el peso de sus delitos, sin buscar atenuantes ni cuestionar la equidad de la sentencia. Y más aún, llegaba a exagerar las características de sus inclinaciones patológicas, insistiendo con un placer casi masoquista en la autoacusación de «monomanía sexual». No dejaba de hacer hincapié en que, a pesar de que sus actividades pasadas habían respondido a un problema congénito, tenía buenas probabilidades de curarse de su tendencia a la inversión, si es que se lo trataba correctamente, mientras que si se prolongaba su encierro, corría el riesgo de desembocar en un verdadero desequilibrio mental. Al mencionar citas de obras de insignes criminalistas, como Cesare Lombroso o como el alemán Max Simon Nordeau, que había escrito un estudio sobre su caso, Oscar magnificaba tal vez no sin una pizca de cálculo, la gravedad de sus síntomas bajo el efecto del aislamiento carcelario. Y dejaba entrever que sólo una oportuna reducción de la condena, que le permitiera reanudar con normalidad sus relaciones humanas y sus intereses intelectuales, podía darle la esperanza de recuperar su equilibrio. Resulta difícil decir hasta qué punto, al formular esa demanda, buscaba granjearse la benevolencia de las autoridades para obtener una favorecedora condonación, y hasta qué punto, en cambio, interiorizando los motivos de la condena, estaba sinceramente arrepentido. La petición decía: «Bajo el temor acuciante de que esta insania, ya manifestada en las monstruosas formas de perversión sexual, pueda extenderse a su completa naturaleza y a su intelecto, el solicitante escribe esta apelación, rogando seriamente que se tome en cuenta a la mayor brevedad... No importa cuán horrible sea cualquier forma de locura, el terror a la locura misma no es menos paralizante y calamitoso para la psiquis.» No obstante, en su petición, Wilde se guardaba bien de atribuir su caída al efecto de un prejuicio «filisteo» o a una maquinación penal urdida en su contra. La explicaba, más bien, como la directa consecuencia de «aquellas repugnantes manifestaciones de erotomanía que lo habían llevado de un sitial elevado de gran distinción a la celda de presidiario». Había un matiz de sufrida verdad en la referencia del escritor al tormento de su lucha interior por librarse de la violenta obsesión de los deseos sexuales, ligados a los recuerdos del pasado, que el completo aislamiento y la forzada abstinencia de la prisión no hacían más que exasperar, arrastrándolo al límite de la locura. «Los delitos pueden olvidarse y perdonarse, pero los vicios siguen viviendo -escribía-. Establecen su morada en el interior de aquel que por terrible desgracia y destino se ha convertido en su víctima; quedan estampados en la carne; se expanden como una lepra; se nutren del hombre como una extraña enfermedad: ningún remordimiento, no importa cuán punzante sea, puede arrancarlos; ninguna lágrima, no importa cuán amarga sea, puede lavarlos...» El certificado del médico de la prisión, que acompañaba la petición de Wilde, desaconsejaba pérfidamente la aceptación de la demanda, desmintiendo «la existencia de locura o el riesgo de locura» del recluso. Y agregaba que «por el modo lúcido en que cita a científicos notorios y expone sus ideas acerca de la locura, Wilde revela claramente estar en condiciones de perfecta salud mental». No obstante, las autoridades del Ministerio quedaron impresionadas por el sincero arrepentimiento y la razonable argumentación que se desprendía de la solicitud. Si bien rechazaron la petición de excarcelación anticipada, trataron por motivos humanitarios de procurar al recluso un alivio de la pena, respondiendo a sus legítimos deseos en lo tocante a la posibilidad de leer y de escribir, y a la atenuación de la disciplina
carcelaria. La negativa oficial de la condonación se debió al mecanismo burocrático de la ley, y además a la falta de un suficiente apoyo por parte de la opinión pública en favor de Wilde, sobre todo después del fracaso del intento generoso realizado por Harris y Shaw, que consistió en la recolección de firmas en pro de la excarcelación en el mundo de la cultura. Todos los interpelados, exceptuando a dos viejos profesores de griego de Oxford, se opusieron a brindar su adhesión a la iniciativa. La solicitud fue secamente rechazada por la mayoría de los intelectuales, que no pensaban poner en tela de juicio su respetabilidad por una causa considerada «infamante» y «abyecta». Hasta los antiguos amigos, como el pintor Burne-Jones, se unieron a la fila de «pulgares invertidos». W H. Hunt, autor de la pintura religiosa La luz del mundo y reconocido como un espíritu abierto y huritanitario, afirmó que en su opinión habían tratado a Wilde «con excesiva clemencia». Lo que contribuyó a rehabilitar a Oscar Wilde, por lo menos en parte, ante los ojos de la sociedad británica fue el éxito de Salomé, representada en París el 10 de febrero por iniciativa del joven empresario Lugné-Poë, director del Théâtre de l'Oeuvre. El eco de los comentarios favorables en especial los del crítico Henry Bauer, que había defendido con valentía al escritor durante la época del proceso, llegó hasta Londres y flexibilizó la actitud del gobierno inglés. Si bien permanecieron firmes en la decisión de no descontar a Wilde ni un día de la pena, las autoridades no deseaban inspirar la sensación de estar encarnizándose con un escritor famoso, haciendo que apareciera ante el pueblo de Francia como un mártir de los prejuicios puritanos. «Quisiera experimentar un placer mayor -afirmó Wilde cuando se enteró del recibimiento de Salomé en París-, pero me siento ya muerto para cualquier emoción, excepto la de la angustia y la desesperación.» Más adelante, sin embargo, reconocerá que «la representación de Salomé fue el detalle que inclinó la balanza a mi favor en lo que respecta al trato en la prisión». El mayor Isaacson, director de la penitenciaría, fue remplazado a principios de julio de 1897 por el mayor Nelson, de mentalidad más magnánima y tolerante, con la expresa intención de volver menos duro el encierro de Wilde. Gracias a la benevolencia del nuevo director, los últimos diez meses pasados por el escritor en el fuerte de Reading fueron mucho menos severos. Además, se le concedió todo lo necesario y la comodidad indispensable para escribir, y se le procuraron casi todos los textos que deseaba. La vigilancia de los guardias disminuyó de forma considerable, tanto que le permitía romper la consigna del silencio absoluto con el resto de los detenidos y gozar de una cierta elasticidad de horarios. El mayor Nelson se apresuró, por otra parte, a confiar a Wilde a los cuidados de un carcelero joven e inteligente, de nombre Martin, que abrigaba una sincera devoción hacia él como hombre de cultura. Martin no ahorraba esfuerzos para satisfacer sus deseos y a menudo cerraba un ojo, a veces también dos, ante las pequeñas infracciones a los reglamentos, incluyendo, por lo que parece, el intercambio de notas no del todo inocentes con los camaradas de prisión. Cuando Wilde no se sentía bien, Martin lo dejaba descansar una hora más, por la mañana, y en ocasiones le traía a escondidas un poco de caldo para beber o alguna ración extra de comida. En este clima más distendido, a Wilde le fue posible escribir con una cierta continuidad, apaciguar el cúmulo de rencores y de remordimientos que lo atormentaban, adoptar una nueva actitud ante la existencia, madurada por medio del sufrimiento y la lección de humildad, de renuncia, de sabiduría que había aprendido. Despojándose de la ciega concupiscencia del placer, y también del espíritu de rebeldía por la condena padecida, trató de orientarse hacia una profunda transformación interior que, con independencia de cualquier código moral fríamente prohibitivo, tendía a anclarse en la base espiritual de un mensaje religioso que iba cubriendo el cálido concretarse de su inspiración de escritor sensible. En una carta a More Adey, un autor amigo suyo de fe católica que compartía sus mismas tendencias, Wilde dice a propósito del escrito en que estaba trabajando: «Acabará por tratar acerca de mi postura mental frente a la vida, del modo en que deseo reencontrarme con el mundo: de lo que perdí, de lo que he aprendido, de hasta dónde espero llegar. Al fin veo una meta hacia la cual mi alma puede dirigirse de forma simple, justa y natural...» El anhelo de regeneración y de catarsis, que lo animaba en su intento de alejarse del magma de las turbias pasiones y de la sombría desesperación que lo había acompañado, no podía esclarecerse ni decantarse para él más que mediante la criba de la página escrita y apoyándose asimismo en la atenta lectura de textos adecuados para estimular, también en el plano intelectual, una revisión radical de su filosofía de vida. Entre
los libros a los que se dedicó en este período figuran, además del Nuevo Testamento, la Historia de los papas de Ranke y la Vie de Jésus de Renan, así como Dante y los escritos del cardenal Newman y del cardenal Manning. Evidentemente, no se conformaba con recitar su papel de pecador arrepentido para congraciarse con las autoridades y rehabilitar su imagen ante la opinión pública, sino que trataba de resolver con sinceridad su angustioso problema existencial. Sublimaba sus mismas pasiones sexuales en la creación artística, desligándose de las arenas movedizas del esteticismo para encuadrar su obra, no menos que su conducta, en el firme marco de una concepción cristiana. Este intento de conversión, aun parcialmente logrado, se refleja en ese palpitante documento, a medio camino entre la desgarrada confesión autobiográfica y la denodada búsqueda de las razones últimas de la existencia que es el De profundis. Escrito en forma de una carta dirigida a lord Douglas en la cual los acentos ambigüos de la enfermedad, la jactancia y la virulenta invectiva se alternan con los de lúcida conciencia de sí y arrepentimiento sincero, De profundis, al menos en sus páginas más sublimes y sentidas, transmite un matiz de religiosidad auténtica, y se transforma casi en el grito mismo del alma que desde el abismo de la derrota, a través de la amarga experiencia de la desventura, trata de elevarse hacia una verdadera alborada de renacimiento espiritual. Wilde parece, en efecto, percibir los límites de su visión epicúrea y pagana de la vida, y entrever la importancia de la dimensión del dolor, de la privación, de la pérdida -entendida como dura renuncia voluntaria o como fracaso serenamente aceptado- para llegar a una comprensión no superficial de la realidad en su dimensión total. «Ni por un momento -escribe Wilde- me reprocho por haber vivido para el placer. Arrojé la perla de mi alma en un vaso de vino. Descendí por el sendero florido al son de los flautines. Vivía de maravilla. Pero seguir con esa existencia habría constituido un error: me limitaba. Debía proseguir. La otra mitad del jardín me reservaba también sus secretos...» Admite sus culpas y reconoce sus errores, los cuales ahora identifica no como la anomalía sexual en sí misma, sino como la provocación con que la exhibía y teorizaba sobre ella, como el exceso con que la practicaba y, sobre todo, como la presunción que lo impulsó a desafiar a la ley. Confiesa: «Debo admitir ante mí mismo que me destruí con mis propias manos y que nadie, grande o pequeño, puede destruirse más que con sus propias manos.» Y agrega: «La vida en la prisión, con sus privaciones y restricciones sin fin, despierta en nosotros la rebelión. Y lo más terrible no es ver que nos despedaza el corazón -los corazones existen para hacerse añicos- sino saber que lo transforma en dura piedra. Pero quien se encuentra en estado de rebelión no puede recibir la gracia, para utilizar la frase que tanto complace a la Iglesia, y con pleno derecho, oso decir, porque en la vida como en el arte, el estado de rebelión cierra los caminos del alma y aleja las brisas celestiales.» Asimismo, al investigar la importancia histórica de la figura de Cristo en el mundo grecorromano, Wilde tiende a rectificar su propia concepción unilateral neopagana y estetizante de la vida para reconocer toda la profundidad y el valor del mensaje evangélico, no sólo como descubrimiento del reino hasta entonces desconocido del «alma», sino también como revelación de una nueva gama de expresión en el plano del arte. «Para el artista -escribe- la expresión es la única manera de concebir la vida. Para él, callar significa morir. Pero no era así para Cristo. Con una prodigiosa amplitud de imaginación, que nos llena casi de religioso temor, eligió por Reino todo el mundo de lo inexpresado, el mundo sin voz del dolor, y le prestó para siempre su propia voz. Dio de sí mismo la imagen del Hombre del Dolor, y es así como fascinó al artista como ningún dios griego había logrado hacerlo.» A pesar de presentar a Cristo a la luz romántica que lo proclama como redentor de los humillados y ofendidos, de los sufrientes y de los oprimidos, Wilde no cayó en el espejismo populista de resolver el mensaje cristiano en un manifiesto de emancipación social o de pietismo humanitario. Más bien, precisamente gracias a su experiencia personal, capta la invitación que más se ajusta al plano religioso, en lo referente a no dejarse obstaculizar en la vida del espíritu por la quimera de los bienes materiales. Escribe: «Cristo, en realidad, no fue ni un filántropo ni un altruista. Tuvo, como es natural, piedad de los pobres, de aquellos que yacen encerrados en las cárceles, de los humildes, los miserables, pero tuvo aún mayor piedad de los ricos, de los hedonistas consumados, de aquellos que desperdician sin remedio su libertad convirtiémdose en esclavos de las cosas, de los que visten trajes finos y habitan en casas dignas de reyes. Riqueza y placer constituían para él, tragedias más grandes que la miseria y el dolor...»
Dejando de lado estas felices intuiciones, la religiosidad de Wilde estaba todavía demasiado cargada de sensibilidad estetizante para ofrecer, en especial en su interpretación personal de la «figura poética» de Cristo, fundamentaciones serias desde el punto de vista estrictamente moral y teológico. En este retrato de Cristo como artista, que peligrosamente descubre a contraluz un retrato del artista como Cristo, nos hallamos no sólo en el plano opuesto al Cristo condenador de costumbres y justiciero inflexible de la tradición bíblico-puritana, sino también en las antípodas del Cristo auxiliador y misericordioso, sí, pero no por ello menos firme en la distinción entre el bien y el mal, tal como lo define la Iglesia católica. A pesar de la fascinación del halo luminoso que lo circunda, el Cristo heterodoxo de Wilde, sin dogmas y sin tablas de la Ley, que comprende, absuelve y perdona más de lo que juzga y condena, permanece ligado a la espiritualidad decadente y en última instancia se acerca a las visiones de Kierkegaard y de Dostoyevski. Este es el De profundis tal como aparece en la versión póstuma corregida y publicada por Ross. Pero junto a esta parte más elevada y sugestiva, el texto íntegro contiene expresiones injuriosas dirigidas a Douglas, las cuales, sin importar cuán justificadas hayan estado por el comportamiento cínico e irresponsable del joven lord, que convirtió a Wilde en instrumento y chivo expiatorio de su lucha mortal contra su padre, tienden a dar una interpretación emotivamente distorsionada de los hechos, e incluso a caer en el reproche mezquino. En esta carta, en la cual Wilde habría debido testimoniar la superación de su fatal pasión por Douglas con un aura de caridad y de perdón, se advierte en cambio el eco de virulentas lides, las mismas que desde siempre constituyeron la esencia de su relación; eco agravado por el resentimiento y el odio que surgía del alto precio que había pagado por ella. Sin embargo, para justificar a Wilde, pueden mencionarse por lo menos tres atenuantes. En primer lugar, el hecho objetivo de su irracional amor hacia Douglas, correspondido o no, le había arrastrado a un duro encierro. En segundo lugar, había expiado su parte de culpa incluso con la pérdida irreparable de su familia, de sus bienes, de su posición social, mientras que el joven lord había salido del todo indemne de la tempestad, inmerso más que nunca en una vida viciosa y disipada. Por último, en la difícil situación psicológica en la que se encontraba, oprimido por los remordimientos y obsesionado por los recuerdos del placer perdido, necesitaba proyectar al exterior, personificándolo en una especie de álter ego, lo que había de patológico en el afecto hacia su ex amigo, para liberarse de ese modo de las fuerzas del mal, que estaban a punto de derrotarlo. Al acusar a Douglas de ligereza, de impulsividad, de desenfrenada búsqueda de la satisfacción de los sentidos y exhibicionismo del vicio, Wilde trataba de exorcizar en sí mismo esos defectos que tenía en común con él, para consagrarse en el futuro a la vida intelectual y artística. «Durante casi dos años llevé en mi interior un creciente peso de amargura, y ahora me siento liberado», escribió a Ross no bien terminó de compaginar De profundis, afirmando que había vertido en el texto todo su desprecio y su tristeza, sus aspiraciones y su incapacidad para realizarlas. La elaboración del De profundis lo mantuvo ocupado siete meses, desde fines del otoño de 1896 hasta mediados de mayo de 1897, prácticamente hasta su excarcelación. La obra fue redactada en grandes hojas numeradas, que llevaban en su encabezamiento el sello de identificación de la cárcel, en papel azul a rayas que le proporcionaba, uno por vez, la dirección de la penitenciaría. Cada noche, a medida que eran completadas, las hojas se depositaban en la dirección del establecimiento. Más adelante Wilde entregó a Ross el manuscrito, encargándole que lo hiciera pasar a máquina en dos copias, una de las cuales debería enviarse a Douglas, mientras que la original quedaría a la custodia de Ross. En realidad, la «carta» no llegó nunca a su destino. Robert Ross, al tanto de las palabras que concernían a lord Alfred, no consideró oportuno remitirle el explosivo documento. Oscar no insistió, satisfecho ya en su desahogo, por cuanto no bien dejó la prisión, «se dio cuenta de las reacciones imprevisibles que habría podido desencadenar». La carta, que a imitación de las de San Pablo se había titulado en su origen Epistula in carcere et in vinculis, será publicada por Ross sólo en 19O5, cinco años después de la muerte de Wilde, y de forma parcial, sin ninguna de las referencias a lord Douglas. El título fue precisamente De profundis. Algunos de los fragmentos suprimidos aparecieron en 1913, en ocasión de la disputa entre Ross y Douglas sobre el caso Wilde. En 1949 salió la edición casi completa, si bien no exenta de cortes y de errores, a cargo del hijo sobreviviente de Wilde, Vivian Holland. Pero sólo en 1961, a más de setenta años de la muerte de Oscar y quince después de la de Douglas, Rupert Hart Davies publicará la obra con su texto íntegro, a partir del cotejo entre la copia mecanografiada de Holland y el manuscrito original depositado por Ross en el British Museum con la cláusula de que no se permitiera su impresión total antes de 1959.
Mientras tanto, durante el último período de su encierro, la relación entre Oscar y su esposa se había ido deteriorando una vez más. A pesar de que Constance en un primer momento había ilusionado a Oscar con la posibilidad de recibirlo en su hogar, conmovida por su desesperada situación y por sus expresiones de arrepentimiento, las perspectivas se habían desvanecido más tarde como consecueneia de las dudas e incertidumbres que la habían asaltado, sugestionada por los parientes y preocupada sobre todo por la suerte de sus hijos. En realidad, Constance no descartaba la hipótesis de acoger a Oscar bajo su mismo techo. Pero para no exponerse a nuevas decepciones y riesgos de escándalo, deseaba estar antes segura de que su marido había terminado para siempre con la vida libertina y, más que nada, de que no reanudaría la nefasta relación con Douglas. Quería, por consiguiente, someterlo a una especie de prueba, por un período de cerca de un año. Mientras tanto, aunque renunciaba al divorcio, había iniciado los trámites de separación legal, los cuales contemplaban entre otras cosas la concesión de una renta vitalicia que le correspondería recibir a Wilde como parte del contrato matrimonial. Aún dolida por las amargas experiencias del pasado, Constance no había dejado de amar a Oscar y todavía esperaba que, curado de lo que ella llamaba su «erotomanía», su esposo volvería a hacer de ella el centro afectivo de su vida. No era, sin embargo, tan inhumana como para negarle el sustento indispensable para su futura reinserción en la sociedad y en el trabajo. Pero fue precisamente en relación con la renta como un grave malentendido hirió la susceptibilidad de Constance y la hizo dudar de la sinceridad de la «conversión» de Oscar. En efecto, Adey y Ross, a quienes Wilde había dejado la tarea de cuidar de sus intereses mientras se hallara en prisión, preocupados también, como era natural, por asegurarle en el futuro un mínimo de estabilidad económica, sin consultar a Constance se apresuraron a adquirir una renta que había ofrecido en pública subasta el Tribunal de Quiebras. Ella interpretó el gesto como una falta de confianza hacia ella y sospechó que Oscar maniobraba a sus espaldas con sus amigos homosexuales para obtener una renta fija que ella nunca habría osado negarle. Para Constance ésa era la prueba de que su marido no había renunciado en absoluto a sus costumbres, considerando los contactos que sostenía con los practicantes del «vicio». En un nuevo arrebato de celos, se afirmó en su posición, amenazó una vez más con el divorcio, se obstinó en dar la custodia definitiva de los hijos a un tutor e incluso postergó hasta una fecha indeterminada la posibilidad de un nuevo encuentro. Las laboriosas negociaciones realizadas por los abogados de Constance para definir las cláusulas relativas a la separación legal se extendieron a lo largo de muchos meses, hasta el momento de la excarcelación de Wilde. Finalmente se llegó a un acuerdo mutuo por el cual se comprometía a otorgarle a Oscar una renta de ciento cincuenta libras esterlinas mensuales, a cambio de su consentimiento para la separación y la renuncia a cualquier derecho sobre los hijos. El contrato contemplaba también una humillante condición que prohibía a Wilde frecuentar malas compañías, o amistades poco dignas, con una transparente referencia a su relación con Douglas, so pena de interrumpir el pago. El trago más amargo para el escritor no fue tanto la separación de su esposa, como la pérdida de los niños en particular de Cyril, el mayor, a quien amaba especialmente. Además de ser muy guapo, Cyril se le asemejaba por su aguda inteligencia y la vivacidad de su temperamento. En una carta a Ross, expresará toda su angustia por este alejamiento: «Había perdido el nombre, la posición, la libertad, la salud... Pero tenía aún algo hermoso, mi hijo mayor. Me fue arrebatado de pronto por la ley. Fue un golpe tan tremendo que no sabía ya qué hacer; y me arrojé de rodillas, incliné la cabeza y lloré, y dije: «El cuerpo de un niño es como el cuerpo del Señor: ¡no soy digno ni del uno ni del otro!" Ese momento fue el que me salvó. Vi que mi única salida era aceptar todo. Desde entonces he conocido un poco de alivio.» Lágrimas de cocodrilo, quizás. En realidad, Oscar no se había librado por completo de su pasado y, al considerar sus proyectos para el futuro, no había renunciado a su tenaz amor por los mancebos. Pero dado que Constance había deslizado una leve esperanza de recibirlo en su hogar, aunque sólo fuera a condición de que se mostrara merecedor de ello con su buena conducta, no descartaba la idea, todavía problemática, de reconstruir el núcleo familiar derrumbado, para abrazar una vez más a sus hijos y, quien sabe, encontrar en el afecto de su esposa un ancla de verdadera salvación. Unos días antes de abandonar la penitenciaría, Wilde recibió a los abogados de Constance para firmar el acta definitiva de separación legal. Su mujer, si bien se hallaba presente, prefirió no dejarse ver y se limitó a observarlo desde una reja escondida detrás del locutorio. Quizá se sintió tentada, en el último momento, de adelantarse y de hablarle. Pero el self control de la dama victoriana, ofendida en su más celosa intimidad de sentimientos, prevaleció sobre la andanada de emociones que la atenazaban: amor, resentimiento, piedad,
celos, pero sobre todo una infinita amargura por la crueldad de su destino. Constance salió de la prisión sin saludar a su esposo, con el oscuro presentimiento de que ya no volvería a verlo nunca más. 16. Del exilio de Berneval al regreso de Douglas La liberación de Wilde de la penitenciaría de Reading se produjo a los dos años exactos de su detención, en la mañana del 29 de mayo de 1897. Después del rechazo de la solicitud de excarcelación anticipada, las autoridades le denegaron también una demanda presentada por Oscar con el fin de obtener una condonación de una semana, como resarcimiento por la prisión preventiva que se le dictó en su momento mientras se aguardaba el juicio. La noche anterior a la excarcelación, Wilde hubo de trasladarse de Reading a Pentonville, en las afueras de Londres. La velada pasada sin dormir en Pentonville fue el último acto de su odisea carcelaria. A las seis y cuarto de la mañana, Adey pasó a buscarlo con un coche cerrado, en compañía del reverendo Stewart Headlam, el pastor que había pagado parte de la caución por la libertad condicional de Oscar. Los tres se dirigieron de inmediato a la casa de Headlam en Bloomsbury, donde un reducido grupo de amigos se había reunido para festejar su regreso a la sociedad. No bien llegó, después de dos años de reclusión, Oscar pudo experimentar el placer de bañarse, afeitarse, cambiarse de ropa y presentarse al mundo como una persona civilizada. Cuando bajó a desayunar, rasurado y perfumado, con un traje nuevo de seda azul que le había regalado Ross, parecía otra vez el elegante señor de los frívolos salones de otrora. «Sentimos todos un intenso nerviosismo y embargo -cuenta Ada Leverson, que había venido a saludarlo-. Teníamos el típico temor inglés de mostrar nuestros sentimientos y, al mismo tiempo, el natural miedo humano a no demostrarlos. El entró y en el acto consiguió ponernos cómodos. Entró con la dignidad de un rey que vuelve del exilio. Entró conversando, riendo, fumando un cigarrillo, con el cabello rizado y una flor en el ojal. Su aspecto había mejorado de forma notable, más delgado y juvenil que el Wilde de dos años atrás...» Pero de pronto Oscar quedó meditabundo un instante, luego tomó una hoja en blanco y comenzó a escribir una carta. Estaba dirigida al director de la Casa de los Jesuitas de Londres y solicitaba que lo acogiera para realizar seis meses de retiro en el convento. Hizo llamar un carruaje y ordenó que se llevara el mensaje lo más rápido posible. «Sabéis, necesito de verdad un cambio de escena -dijo Wilde-. Necesito encontrarme a mí mismo...» Alrededor de una hora más tarde, regresó el cochero con la respuesta: «Lo sentimos, pero si bien apreciamos sus buenas intenciones, no podemos aceptar su solicitud -decía-. Una decisión tan comprometida no se puede tomar por un impulso momentáneo. La resolución debe meditarse por lo menos durante un año...» Independientemente de este imprevisto arrebato místico, Oscar había acordado ya con sus amigos más íntimos, Ross y Ricketts, que se establecería de forma temporal en Dieppe, un gracioso balneario de la costa francesa, al otro lado del canal de la Mancha. Esperaba encontrar allí la serenidad para volver a escribir, lejos de las tentaciones y del clamor de las grandes ciudades, con la ilusión de rehabilitar su imagen ante el público y tal vez llegar a una reconciliación con su esposa. Otras posibilidades, como la de mudarse a un pueblo de provincias en Inglaterra, o la de establecerse en Italia, en Florencia o Venecia, quedaban descartadas por resultar deprimentes o demasiado expuestas a la curiosidad de los turistas, pora quienes Wilde se había corivertido en sinónimo de infamia. La elección había recaído en Dieppe porque, al estar situada a una corta distancia de Londres, Wilde esperaba que sus amigos lo visitaran con frecuencia, apoyándolo en la dura prueba moral y material de reincorporarse de alguna manera a la sociedad. Los más fieles camaradas, mientras tanto, le habían demostrado su solidaridad organizando una colecta para proveer a sus necesidades más inmediatas y proporcionarle un cierto alivio que le permitiera recobrar su inspiración. La colecta sumaba unas mil libras esterlinas. Habían colaborado, además de la misteriosa «señora de Wimbledon» (Ada Schuster, una rica admiradora de Wilde), que había hecho la contribución más sustanciosa, Ada Leverson, Robert Ross, More Adey y Frank Harris. Esta cantidad de dinero, que en un primer momento pareció evaporarse entre costas legales, deudas con los acreedores, gastos atrasados, se había recuperado después con lo recaudado por la venta de la casa de Tite Street. Sin embargo, hubo más adelante, sobre la marcha, una especie de competencia entre los amigos de Oscar para festejar su regreso a la vida civilizada: alguien le regaló un traje nuevo, confeccionado expresamente para la ocasión por uno de los mejores sastres de Londres; hubo quien
se preocupó por su ropa interior; quien trató de reacondicionarle una pequeña biblioteca; quien le ofreció, como Turner, una maleta y un neceser de plata. En la tarde del 21 de junio, Oscar tomó el tren hacia Newhaven, y allí se detuvo durante algunas horas en una hostería, antes de zarpar en la embarcación costera hacia Francia. En Dieppe lo esperaban Ross y Turner, quienes habían reservado ya un cuarto para él en el Hótel Saudwich registrándolo bajo el seudónimo de Sebastian Melmoth. Este nuevo nombre, que Oscar adoptó hasta el final de sus días para escapar de la morbosa curiosidad de la gente, y para crearse una especie de nueva identidad, estaba inspirado en San Sebastián, conocido mártir cristiano, mientras que el apellido había surgido de una novela negra del abuelo materno, Maturin, que llevaba precisamente por título Melmoth el errabundo. En Dieppe, para recuperarse después de dos años de cautiverio, Wilde se embriagó de aire y de sol. Visitó playas y castillos en compañía de sus dos amigos y se dedicó a nadar para fortalecer sus músculos y a dar largos paseos por los alrededores para restablecer el cuerpo y el espíritu. Pero no bien comenzó a frecuentar los bares y restaurantes, a pesar de la precaución del seudónimo, no pudo evitar atraer la malévola atención de los numerosos turistas ingleses que se hallaban de vacaciones en la pequeña ciudad. No se limitaban a rehuirlo de forma ostentosa, sino que también lo señalaban despectivamente, protestaban ante los propietarios de los locales, le causaban molestias y provocaban la desconfianza de la prefectura local. Oscar pudo así probar en carne propia la amarga verdad de los versos de Baudelaire acerca de la suerte del poeta: «Dans le pain et le vin destinés à sa bouche Ils mélent de la ceindre avec d'impurs crachats. Avec hypocrisie ils jettent ce qu'il touche Et l'accusent d'a voir mis leur pieds dans se pas...» Oscar decidió entonces cambiar de aires, buscando en las cercanías un lugar más tranquilo. Se trasladó, pues, a Berneval-sur-mer, un pobre pueblecito de pescadores de la costa normanda, donde se hospedó en una pensión familiar, el Hótel de la Plage, administrada por el bondadoso señor Bonnet. En Berneval, donde gozó de la compañía de Ross y Turner por una semana, antes de que se decidieran a regresar a Londres, Wilde pareció recuperar, por lo menos al principio, una sensación de paz y un nuevo impulso de vida. El contacto con gente sencilla y amable, que ignoraba todo acerca de su oscuro pasado, volvía a encender su deseo de trabajar y de escribir. Y como para comenzar, redactó de inmediato dos cartas abiertas para el Daily Chronicle de Londres, en las cuales denunciaba el atraso y la crueldad del sistema carcelario inglés, en especial en lo que concernía a los niños y a los enfermos mentales. Y para confirmar sus planteamientos citaba el caso de un guardia a quien habían despedido por haber regalado unos bizcochos a tres muchachitos, detenidos por robar unos conejos, que se hallaban sometidos a toda clase de privaciones; citaba además el episodio de un soldado que había sido azotado sin piedad, víctima de una acusación de falsa locura que a la postre rosultó equivocada. Siempre animado por los mejores sentimientos, le encargó a Ross que hiciera llegar pequeñas sumas, por un monto total de veinte libras esterlinas, a sus ex camaradas reclusos, como recompensa por los pequeños favores que le habían hecho, o por un impulso desinteresado de amistad y simpatía. Entretanto, en Berneval, comenzaba a recibir visitas de amigos y admiradores franceses que venían desde París. Entre otros, viajó el joven empresario teatral Lugné-Póë, responsable de la puesta en escena de Salomé, junto con el pintor John Rothenstein, y luego se presentó también André Gide. «Tienes que acompañarme a París, Wilde -le sugirió Gide-. París puede ofrecerte nuevos estímulos, darte un nuevo aliciente. Aquí estás demasiado aislado...» «No, no puedo. Por lo menos por ahora... Si volviese enseguida a París, la gente vería en mí tan sólo al protagonista de un horrible escándalo, a lo sumo al ex convicto digno de compasión. Si regreso a París, debe ser después de haber escrito una nueva comedia, un drama, un poema, algo bello. Tengo ya un tema en el que estoy trabajando, pero no sé si lo lograré. Ahora, escribir me cuesta mucho trabajo... No consigo concentrarme. En ocasiones me parece que he perdido para siempre la capacidad de crear.» Le confió a Gide su intención de escribir algo inspirado en la religión y relacionado con la experiencia por la cual había pasado. «No importa cuán terrible haya sido lo que el mundo me ha hecho» -le dijo-, lo que yo mismo me he hecho es todavía más terrible... Antes escribía para cantarle a la dicha y al anhelo de felicidad. Ahora desearía escribir para comprender mejor el dolor; mi dolor y el de los otros...»
Habló de un ensayo acerca de la figura de Cristo como personaje romántico, y tal vez otro sobre San Francisco de Asís. Mencionó el proyecto de un drama basado en la Biblia, acerca del Faraón y Jezabel... Mientras tanto otro admirador suyo, el joven pianista Dalhousie Young, de visita en Berneval, le ofreció un anticipo de cien libras para escribir un libreto de ópera sobre el argumento de Dafnis y Cloe. Pero se trataba de intenciones y promesas que por desdicha el tiempo revelaría como vanas. En realidad, Wilde, aun antes que su retorno al plano literario, debía afrontar en el futuro inmediato la solución de su problema existencial. ¿Lograría restablecer su unión conyugal con Constance? ¿Hasta cuándo resistiría vivir en el aislamiento del oscuro pueblecito normando? ¿Y hasta qué punto estaba de verdad dispuesto a renunciar a la atracción del lujo y los placeres que, además, ya no podía permitirse? Estaba, por último, el conflicto de sus tendencias particulares, que, a pesar de los sufrimientos y las privaciones de la prisión, no habían cambiado en absoluto. Durante algún tiempo, también por sugerencia de Ross, Wilde pensó seriamente en establecerse en Berneval, con el objeto de recuperar una especie de virginidad como hombre y como escritor, antes de reincorporarse a la sociedad. En efecto, abandonando el hotel, alquiló un chalé sobre el límite del bosque por el resto de la temporada. Acarició incluso la idea de construir una mansión en los alrededores para recibir allí a sus amigos. Y mientras duró el ir y venir de visitantes de Londres y París, viéndose una vez más como centro de atención, abrigó la ilusión de encerrarse en el ascetismo ermitaño, mediante el cual soñaba con desarrollar su nueva veta espiritual de artista. Con un sincero impulso místico y humanitario, visitó el vecino santuario de Santa María de Liesse. Contribuyó con generosas donaciones destinadas a poetas y artistas necesitados. Organizó asimismo una fiesta para los niños del pueblo en ocasión de las bodas de diamante de la reina Victoria, para demostrar que no guardaba rencor alguno. Pero entretanto los gastos superfluos aumentaban. Los agasajos a amigos y conocidos se prolongaban a veces durante varios días en su acogedora residencia. Distribuía dinero a diestra y siniestra, como un gran señor, como si se desquitara por las restricciones de la prisión. Así, la reserva de ochocientas libras esterlinas fruto de la colecta, que habría debido asegurarle por lo menos un año de autonomía financiera, estaba casi agotada. Puesto que el breve verano norteño, concluidas ya las vacaciones de agosto, estaban a punto de finalizar y las visitas de los amigos comenzaban a escasear, la perspectiva de pasar la larga temporada invernal en un pueblo extranjero, aislado del resto del mundo, lo llenaba de angustia. Wilde, en realidad, había planeado reiniciar lo más pronto posible la vida conyugal junto a Constance, y ello desde el mismo momento en que recuperó su anhelada libertad. Esta esperanza, dictada por la dura necesidad de reparar el desastre que se había abatido sobre él, y de evitar el proyecto de una vida vagabunda y solitaria, parecía alentada por la carta, acompañada por las fotografías de sus hijos, que Constance le había enviado poco después de su llegada a Berneval. Ese gesto afectuoso dejaba deslizar la posibilidad de conmover el corazón de su esposa y de atenuar las rígidas condiciones impuestas por los abogados en caso de una eventual reanudación de sus relaciones. Oscar había respondido de inmediato con una carta llena de arrepentimiento sincero, en la cual suplicaba que le permitiese verla enseguida y volver a abrazar a los niños. «No me avergüenzo de haber estado preso -decía-. Me avergüenzo horriblemente de mi vida pasada, que fue por completo indigna de un artista. Ahora me doy cuenta de que un artista no debería gastar sus mejores energías en la salvaje persecución del placer, que degrada el cuerpo y el espíritu, sino consagrarse a la búsqueda de la verdad y de la belleza. He sido indigno de mis maravillosos hijos y de una esposa bella y fiel. Pero ahora he aprendido la lección y no deseo más que regresar para vivir a tu lado...» No obstante, en su carta, no decía nada acerca de lo que Constance habría deseado saber sobre él: si, dejando de lado sus aventuras, estaba todavía enamorado de ella, y que no pretendía reconstruir su matrimonio como mero pretexto para una vida libertina o como un simple apoyo para recuperar su lugar en la sociedad. Pero Constance era demasiado bondadosa, demasiado consciente de la importancia que podía tener su influencia para salvar a su marido de la ruina total, como para no aceptarlo una vez más. Habría sido suficiente con que Wilde lo deseara con sinceridad. Constance, en efecto, escribió a una amiga desde Guen, el pueblo a orillas del lago de Ginebra donde se hallaba entonces: «No deseo romper por completo mi lazo con Oscar, que en este período parece muy desmoralizado. Se ve arrepentido del dolor que nos causó a mí y a los niños. Tal vez, si permanezco a su lado, logre salvarlo de males peores. Por lo demás, estoy al tanto del grave riesgo que corro. Si me resulta imposible volver a vivir con él, siempre estaré a tiempo de abandonarlo. Personalmente, pienso que el papel
que nos corresponde a nosotras como mujeres es el de consolar, y estoy convencida de que no existe persona en el mundo que pueda ayudarlo como yo.» Si bien no se hallaba del todo segura de la efectiva capacidad de su esposo para mantenerse a la altura de sus buenos propósitos y desprenderse de las aberraciones del pasado, Constance parecía conmovida por sus bellas palabras. Y le respondió con una carta interlocutoria en la cual dejaba entrever la posibilidad de reducir el tiempo de espera y le prometía además visitarlo pronto. Tenía sus buenas razones para no fiarse de los propósitos de enmienda de Oscar, a pesar de las buenas intenciones manifestadas en su papel de pecador arrepentido. Notaba, en el fondo, que no era correspondida en el afecto que sentía por su marido, y no estaba segura en lo más mínimo ni tan siquiera de su auténtica voluntad de volver al cauce de la respetabilidad. Fue así que el tiempo iba transcurriendo, de semana en semana, hasta llegar a fines de agosto. Constance se sentía confusa e indecisa, atormentada por conflictos y dudas. Después del primer intercambio de cartas, se había sumido en un absoluto silencio. Wilde había confesado a Ross, poco antes de dejar la prisión: «El estar o no casado no es cuestión que me preocupe. Durante años no he dado importancia alguna a ese tipo de vínculo. Pero pienso con sinceridad que el estar atada a mí es duro para mi mujer... Siempre lo he creído. Y aunque esto pueda sorprender a algún amigo mío, yo amo de verdad a mi esposa, y lo siento más que nada por ella... No me comprendía, y la vida matrimonial me aburrió hasta la muerte. Pero ella tenía modales dulces, un bello carácter y, en lo que respecta a mi persona, se comportó siempre con una lealtad maravillosa...» Oscar esperaba reconciliarse con Constance. Mas al mismo tiempo, con una ambigüedad que rayaba en la doblez, no había renunciado en absoluto a la posibilidad de dejar abierta una puerta para una eventual reconciliación con Douglas. Se limitó, en esta ocasión, a no dar el primer paso. Y más aún, al principio intentó alejar al demonio de la tentación y permanecer fiel a sus propósitos de no volverlo a ver. Douglas volvió a dar señales de vida en Berneval, a tan sólo una semana de la excarcelación de Wilde, con una carta llena de improperios y de insultos. Con el pretexto de pedir la restitución de su correspondencia, le exigía explicaciones por su cambio, recordándole que él había llegado a escribir hasta a la reina Victoria para impetrar la gracia en su nombre, y que si no había ido a visitarlo a la cárcel, había sido porque él se había negado a recibirlo. Wilde, decidido a no dejarse envolver, se guardó bien de contestar. Informó de inmediato a Ross que había recibido una carta «nauseabunda» de lord Alfred: «Ahora siento un verdadero terror ante ese desgraciado e ingrato joven... Lo veo como una influencia maligna. Estar con él sería regresar al infierno del cual no creo haber salido aún... Pero Douglas, después de otras provocaciones a través de la correspondencia, volvió a la carga. Cambió por completo de táctica, jugó la carta de los dulces recuerdos y se valió del tono tierno y apasionado para solicitar una cita. Wilde cayó en la trampa y respondió. Comenzaba ya a ceder. «No creas que no te amo -decía-. Naturalmente que te amo más que a nadie. Pero nuestras vidas están separadas sin remedio, y lo digo en relación con la cita. Todo lo que nos queda es saber que nos amamos, y cada día pienso en ti, y sé que eres un poeta, y eso te vuelve dos veces querido y maravilloso para mí...» Douglas, que no esperaba otra cosa, comenzó entonces a insistir en verlo, aunque sólo fuera una hora, y sugirió que llegaría a Berneval de incógnito, bajo el seudónimo de Jonquil de Vallon. Oscar, aterrorizado por la idea de perder para siempre la confianza de Constance, junto con la renta vitalicia que ella le daba, descartó en principio la idea de forma rotunda: «En este momento es imposible cualquier encuentro, tenemos que limitarnos a un intercambio epistolar, a comentar acerca de las cosas que amamos; de la poesía o de las artes llenas de color de nuestra época... Pienso siempre en ti, y te adoro siempre, pero abismos de noche sin luna nos separan. No podemos atravesarlos sin un peligro odioso y que no tiene nombre.» Pero mientras tanto la correspondencia entre ambos se hacía más densa a medida que pasaban los días, con acentos cada vez más tiernos. Y finalmente, en un momento de debilidad, Wilde resolvió fijar una cita clandestina para el 15 de junio: «Querido muchacho, dulce como la miel. Veámonos. Trae contigo todo lo que quieras, lo que obtengas de los que venden sueños y polvos de rosa, pero sobre todo tráete a ti.» Al día siguiente advirtieron a Wilde que las voces de su proyectado encuentro con Douglas rondaban los oídos de Queensberry, que lo tenía bajo la vigilancia de sus agentes. Asaltado por una crisis de pánico, Oscar se apresuró a cancelar su cita y a asegurar a Ross: «He postergado indefinidamente la visita de Bosie. He quedado muy afectado, más aún, aterrado, ante la idea de un posible escándalo o problema.» El encuentro fatal, al mismo tiempo deseado y temido, fue postergado, no anulado. Oscar ganó en prudencia, pero no suspendió el agridulce intercambio epistolar con Douglas. Trató de distraerse, de ser
paciente. Y difirió cualquier plazo para tomar una decisión, esperando con ansia, como se anhela un ancla de salvación, un signo positivo por parte de Constance. Mientras tanto su nerviosismo crecía, desembocando en una verdadera psicosis de soledad y de abandono. Y lo abrumó la sospecha de que Constance daba rodeos, postergaba a propósito su encuentro hasta fines de verano, cuando los niños ya hubieran vuelto al colegio después de las vacaciones, para no permitirle verlos. «Dice que me verá dos veces por año -se desahogaba con Ross-, pero yo quiero a mis muchachos. Es un castigo terrible y, ¡oh!, cómo lo merezco. Pero me hace sentir rechazado y malvado, y yo no quiero experimentar una sensación de ese tipo...» Wilde veía en este momento que su vida se hallaba más que nunca pendiendo de la difícil decisión: de un lado, el retorno a la familia, a la esposa, a los niños, a la virtud, a la seguridad, al decoro; del otro, el reclamo urgente de la sirena del amor y del deseo, que lo atraía aún, envuelta en los seductores velos del arte. Y una vez más, quizás a causa de la impaciencia por salir del dilema y ya no tanto por el impulso de la lujuria y el vicio, tras dos meses de tormentosos devaneos, decidió cortar por lo sano y volver con Douglas. El golpe de gracia se propinó después de un largo silencio por parte de Constance. Finalmente la mujer se hizo escuchar, a través del amigo común Carlos Blacker, comunicándole que le sería imposible visitarlo en Berneval de nuevo. Su enfermedad, debida a una caída por las escaleras en la casa de Londres, se había agravado de pronto. Preocupado de verdad, Oscar le escribió en el acto a Blacker, proponiéndole viajar en persona a Génova, donde Constance se había trasladado. Pero Blacker le dijo que su esposa prefería que no lo hiciera. Wilde recibió esta negativa temporal, que respondía tal vez sólo a una conjura de las circunstancias, como un rechazo definitivo de Constance a reanudar cualquier relación con él. La resolución le pareció tanto más dura cuanto que llegaba por intermedio de terceros. Se sintió como un réprobo, marcado y expulsado para siempre del mundo del bien, y se arrojó de cabeza al camino del mal, el único que todavía le quedaba. En su respuesta a Blacker se advierte, aun en la preocupada solicitud hacia la enfermedad de Constance, el eco sordo de una puerta que se cierra para siempre a sus espaldas: «Estoy terriblemente dolido por lo que me cuentas de Constance. No sabía que fuera tan serio... La noticia me ha despedazado el corazón. No me importa que mi vida camine hacia el desastre -es lo que tiene que suceder-, pero cuando pienso en la pobre Constance, querría sencillamente morir por mi propia mano. Pero supongo que deberé vivir mi tragedia hasta el final. No me importa. La desgracia me ha atrapado en sus redes: es tonto luchar. ¿Por qué se busca la propia ruina? ¿Por qué la destrucción nos fascina tanto? ¿Por qué, cuando nos hallamos en la cima de un pináculo, nos arrojamos al abismo? Nadie lo sabe, pero así están las cosas.» «Naturalmente, pienso que sería mucho mejor para Constance si me viera, pero ella piensa que no. Bien, tú eres más sabio. Mi vida yace en la arena; vino rojo sobre la arena y la arena la bebe porque tiene sed, por ninguna otra razón. Quisiera poder encontrarme contigo. ¿Dónde estaré en setiembre? No lo sé...» Casi con un gesto de desesperación, al día siguiente escribía a Douglas: «Tenemos que vernos cuanto antes. Si no nos encontramos, pienso que me quitaré la vida. Pero no podemos vernos aquí. Berneval se ha vuelto horrible para mí. Tenemos que vernos en una vieja ciudad con el tañido de las campanas de las iglesias en el aire y rosas que crezcan con avidez sobre las piedras en ruinas...» Bosie respondió con un telegrama: «En Ruán, pasado mañana.» El 28 de agosto, Wilde llegaba a Ruán. Quizá después de todo, «la fascinante destrucción» no le disgustaba tanto. Los dos amigos habían alquilado dos cuartos en el Hótel de la Poste. Se abrazaron llorando de felicidad, al verse después de dos años de separación. Su vínculo parecía fortalecido por la conjura que el mundo seguía urdiendo en su contra. Hasta los resentimientos y sinsabores del pasado daban nueva vida a la turbia llama. Hubo, naturalmente, lágrimas de ternura y de lamento, sueños de dicha, promesas de amor inmortal; pero al mismo tiempo, un amenazante presagio de desastre, el saber cierto de que algo se hallaba concluido y apagado para siempre. «El pobre Oscar lloró cuando nos encontramos en la estación. Paseamos todo el día tomados del brazo, o de la mano, y fuimos perfectamente felices», escribirá Alfred Douglas. Y Wilde dirá: «El encuentro fue todo un éxito. Siempre pensé que si él y yo hubiéramos muerto inmediatamente después, nuestra amistad habría terminado de una manera bella y romántica...» Wilde estaba ya decidido a intentar reconstruir su vida junto a Douglas trasladándose a Italia en su compañía, para vivir allí, con la esperanza de volver a escribir. Así fue como se puso de acuerdo con su
amigo para partir hacia Nápoles unos quince días más tarde, el tiempo necesario para arreglar sus asuntos pendientes en Berneval y para avisar a sus amigos que se encontraban en Londres. La noticia de que Oscar se había reconciliado con Douglas dejó a todos más bien desconcertados. Ross, que había trabajado tanto para su rehabilitación, lo veía ahora arrojar por la borda, en un gesto desconsiderado, todos los proyectos de reinserción social que había elaborado para él con tanto esfuerzo. Pero Wilde, ante sus protestas, se justificó con brusquedad de este modo: «Es simplemente que no puedo soportar Berneval. Casi me suicido por el aburrimiento el jueves pasado. Sí, he visto a Bosie y, como es natural, lo amo, como siempre lo he amado, con una sensación de tragedia y de ruina. Se comportó de la mejor manera, es muy dulce conmigo...» Y mientras tanto telegrafiaba a Douglas: «Mi única esperanza de volver a crear la hermosura en el arte radica en estar junto a ti... Tú logras en verdad despertar en mí esa energía y ese sentimiento de fuerza dichosa de la cual depende el arte. Todos están furiosos conmigo porque vuelvo a tu lado, pero no nos comprenden. Yo siento que es sólo contigo con quien puedo hacer algo. Reconstruirás por mí mi vida arruinada, y entonces nuestra amistad y nuestro amor adquirirán un significado diferente para el mundo entero...» Wilde se detuvo brevemente en París para obtener un préstamo por una suma necesaria, de un joven admirador norteamericano, Vincent O'Sullivan, y el 18 de setiembre tomó el tren hacia Aix-en-Provence, donde lo esperaba Douglas, junto al cual prosiguió sin más hacia Nápoles. El 2O de setiembre llegaron a esta ciudad y se alojaron por unos días en el Hótel des Etrangers. Se trasladaron luego a Posillipo, donde tomaron en alquiler por tres meses, a crédito, como era de esperar, una pomposa mansión, Villa Giudici, que tenía una espléndida vista al golfo y escalinatas de mármol que descendían hasta el mar. Contando con el nombre altisonante de lord Alfred Douglas, ambos amigos no repararon en gastos. Contrataron cuatro sirvientes: un cocinero, una camarera y dos criados (Peppino y Michele), y no renunciaron a la menor comodidad. En el intento de recrear la atmósfera del antiguo esplendor, se dedicaron a vivir la vida: baños de sol y de mar, excursiones a nado, paseos por los alrededores y, naturalmente, un intenso movimiento de pilluelos y rapaces de humilde condición para los pequeños placeres. Por otra parte, Oscar realizó un serio intento de volver a escribir. Se concentró en la redacción de la Balada de la cárcel de Reading, iniciada en Berneval e inspirada en un episodio acaecido el 7 de julio de 1896 en la penitenciaría: la ejecución en la horca de un soldado de los dragones, Charles Thomas Woodridge, de la guarnición del castillo de Windsor, condenado a esa pena por uxoricidio. Durante algunas semanas, antes de que la noticia de su liaison atravesara el círculo más restringido de los amigos íntimos para convertirse en asunto de dominio público, Oscar y Bosie gozaron de cierta tranquilidad. «La soledad de nuestra vida es maravillosa -escribió Wilde a Ross, con quien había reanudado cautamente el diálogo. «Nadie nos escribe. Es una suerte que nos amemos el uno al otro.» Y agregaba, para justificar su retorno a Douglas: «Habría podido pasar toda mi vida contigo, pero tú tienes otras exigencias que satisfacer -exigencias que como persona demasiado dulce no puedes descuidar y todo lo que pudiste darme fue una semana de compañía... Durante el último mes en Berneval me hallé en una soledad tal que me llevó al borde del suicidio. El mundo me cierra sus puertas en mis propias narices, y el portal del Amor está abierto de par en par... Mi retorno con Bosie era psicológicamente inevitable.» Y explicaba a Blacker, para mitigar el nuevo desengaño causado a su mujer: «Lamento que te lastime el que ahora me encuentre aquí. La mayoría de mis amigos se sienten heridos, pero no puedo remediarlo: debo reconstruir mi estropeada vida de la forma más adecuada. Si Constance me hubiera permitido ver a mis hijos, mi vida, creo, habría sido diferente por completo. Pero no quiso hacerlo. No me atrevo de ningún modo a reprocharle su manera de obrar, pero cada acción tiene sus consecuencias... Esperé tres meses. Al finalizar ese período largo, solitario, tuve que tomar las riendas de mi vida. Planeo pasar aquí el invierno, tal vez quedarme de manera definitiva. Todo depende, como es natural, de mi capacidad para seguir escribiendo...» Entretanto, no bien comenzó a difundirse en Londres la noticia de que «el poeta-forzado» y el joven lord habían reanudado su escabrosa amistad, la prensa inglesa se lanzó una vez más a gritar el escándalo, desencadenando una violenta campaña de hostilidad hacia Wilde. La equívoca conducta del ex convicto de Reading fue condenada al oprobio público con una acrimonia aún mayor por cuanto con el abierto reinicio de la relación con Douglas quedaba desmentida de forma clamorosa la imagen del «pecador arrepentido», purificado y redimido por el dolor, que algunos habían intentado acreditarle.
Al mismo tiempo, también la buena burguesía partenopea se alineaba junto a la sociedad victoriana para estigmatizar la presencia en Nápoles del ambiguo esteta. De estas voces alborotadas, que aludían a la pecaminosa pareja, se hizo eco Matilde Serao. El 17 de octubre de 1897, la escritora publicaba un artículo inflamado en su columna mundana de Il Mattino, dirigido por Edoardo Scarfoglio, firmada con el seudónimo de Gibus. El artículo llevaba por titulo: ¿Está o no está?, y manifestaba: «¿Cómo? ¿Oscar Wilde en Nápoles? Alguien anunció que se encuentra en la ciudad el decadente inglés que en su momento dio tanto que hablar a los cronistas con un proceso repugnante. Y debemos agradecer a los jueces británicos su severidad a la hora de imponer penas a los odiosamente pervertidos... Esté o no esté en Nápoles el esteta refinado -refinado a su manera, ¡se entiende!-, tiemblo ante el simple pensamiento de que el flagelo wildeano pueda vagar libre por Nápoles y protesto en nombre de la gente honrada que desea vivir tranquila.» A causa de los ataques de la prensa napolitana, Wilde y Douglas eran señalados en todas partes, en la ciudad y sus alrededores. Se dirigieron a Capri, en aquel tiempo refugio predilecto de los amantes irregulares y de los estetas extravagantes. Pretendían «depositar unas flores sobre la tumba de Tiberio» y visitar al médico y escritor sueco Axel Munthe, pero los echaron de Quisisana debido a las protestas de los turistas ingleses que se encontraban de vaciones allí. La campaña denigratoria de los periódicos británicos en contra de Wilde no daba señales de calmarse. En cierto punto, a petición de la marquesa de Queensberry, un agregado de la Embajada británica en Roma viajó expresamente a Posillipo para rogar al joven lord, de forma confidencial, que se alejara de Wilde: esa relacion arrojaba el descrédito sobre la entera comunidad de ingleses residentes. Constance escribió a Oscar con una indignación que, aun en medio de la manifestación de celos, traicionaba el sincero afecto que a pesar de todo mantenía hacia él: «Te prohíbo que vivas con Douglas, esa bestia; que vuelvas a esa existencia loca y degradante. No quiero que me visites en Génova nunca más...» Y confesaba a su amiga quiromante, la señora Robinson: «He comprendido que el destino de Oscar ya está trágicamente signado y que es imposible enderezar sus pasos.» Pero el precario verano del amor, después de poco más de un mes, se dirigía a su ocaso bajo el ataque concentrado de las respectivas familias. El clan de los Queensberry presionaba para que lord Alfred rompiese su lazo con el ex convicto y amenazaba con suspender por completo su ayuda económica. A su vez, Hurgrave, el abogado de Constance, comunicaba a Wilde que, si no interrumpía de inmediato su convivencia con Douglas, se vería privado para siempre de la renta vitalicia concedida por su esposa. Además se acentuaban las críticas por parte de la opinión pública. Wilde seguía protestando, ya inútilmente, ante sus mismos amigos homosexuales de Londres; explicaba las profundas razones existenciales y artísticas, sin olvidar las afectivas, que lo habían impulsado a arrojarse en brazos de Douglas. Llegó hasta a acusarlos de hipocresía, de conformismo, por su adaptación a los prejuicios de la sociedad bien pensante al pretender que él, después de haber purgado su condena, enmendase sus costumbres, o por lo menos fingiese hacerlo. Escribía a Ross: «No considero justo decir que he creado un escándalo público al reconciliarme con él. Si los periódicos dan noticia de ese hecho, yo no puedo evitarlo. Si viviese aquí contigo, lo publicarían con igual saña y vulgaridad: también si viviese con alguien de reputación inmaculada y de posición intachable. Creo que se me puede acusar tan sólo del escándalo que causé cuando me metí en problemas con la ley. Mi existencia misma es un escándalo. Mas no pienso que se me tenga que recriminar por ser motivo de escándalo tan sólo porque sigo viviendo, aunque me dé cuenta de que en realidad es así...» Mas luego, ante Turner, Oscar confesaba, con mayor sinceridad, que para él la recompensa del amor era más importante que la buena reputación y que cualquier carrera, aunque la gente dijera que al volver con Douglas se había «destruido por segunda vez»: «Desde el punto de vista del éxito mundano no sabría verdaderamente qué decir: puede que sea así, pero por mi parte siento que soy más feliz con Bosie de lo que llegaría a serlo si me devolvieran todos mis laureles. En cierta forma él es siempre mi vida: como es natural no ha cambiado y tiene siempre la misma personalidad obstinada, fascinante, irritante, destructiva, deliciosa. Si tuviésemos dinero, estaríamos muy bien, pero él vive en su estado habitual, es decir, en la bancarrota, y yo he recibido ya todos los anticipos anticipables sobre mis trabajos futuros...» En realidad, cuando se acabó el crédito de los proveedores y en la suntuosa mansión empezó a faltar no sólo el dinero para licores y cigarrillos, sino también el destinado a la comida, la aventura romántica comenzó a perder su brillo, revelando un trasfondo de miseria y desolación. Por lo demás, también la pasión fatal de Wilde y Douglas, independientemente de la «conjura» externa, pasada la primera excitación del
reencuentro y de la fuga, acusaba los signos de un desgaste inevitable. Pronto los abogados de Constance suspendieron el pago de la renta de Oscar, y lady Queensberry llevó a la práctica la amenaza de interrumpir la provisión de fondos a su hijo. Cuando la pareja se vio obligada a separarse a causa del hambre, la bandera blanca de la rendición fue enarbolada en una situación que por sí misma se había vuelto ya insostenible. Los dos amigos estaban muy cambiados incluso desde el punto de vista físico, tal como se observa en las fotos de la época al compararlas con las de dos años atrás. Oscar aparería más bien envejecido en comparación con sus tiempos de éxito: había adelgazado un poco, había perdido ese aire feliz y despreocupado de los años dorados, pero el dolor no había servido para «espiritualizarlo». Sus rasgos, luego del severo trato recibido en la cárcel, no habían adquirido nada de ascético ni de sufrimiento intelectual, sino que se habían vuelto más ordinarios y groseros. Y ahora que la chispa del genio había cesado de animarlo, se asemejaba más a un viajante de comercio, o a un banal turista, que a un escritor. Douglas, que tenía entonces casi veintisiete años, si bien mantenía su físico esbelto de adolescente había perdido la delicada armonía que caracterizaba en otros tiempos sus facciones: la nariz se había engrosado ligeramente y las mejillas ya no tenían la frescura de otrora. La máscara de muchacho mimado, incapaz de crecer, emergía con mayor nitidez a medida que avanzaba en edad. No bien comenzó a faltar el dinero indispensable para solventar las necesidades más inmediatas, la atmósfera entre ambos se fue cargando cada vez más de mezquinas recriminaciones, peleas y desconsiderados arrebatos de recíproca intolerancia. Por fin, Douglas llegó a un acuerdo con su madre y aceptó separarse de Wilde con tal de recibir la suma que requería para pagar sus deudas y partir hacia París, más doscientas libras esterlinas para resarcir al escritor por los gastos legales del juicio, contribución prometida en su momento por la familia Queensberry. En cuanto recibió la ayuda económica, se apresuró a quemar sus naves, dirigiéndose hacia Menton en la Costa Azul. Dejó a Wilde que se las arreglara por su cuenta, con el alquiler de la mansión pagado por otros dos meses y con la subvención extraordinaria de su madre para que pudiera seguir adelante unas cuantas semanas más. La separación de los dos amigos-amantes se desarrolló casi en secreto, con el mutuo consentimiento, sin dramas histéricos ni patéticos adioses. El turbador romance terminaba de forma muy calmada, con la nota prosaica, típica de la era victoriana, de la revisión de los gastos y las mutuas deudas pendientes. Douglas confiaba a su madre: «Oscar fue dulce y gentil, y será siempre para mí el modelo de lo que un caballero y un amigo debe ser. Me habría reprochado eternamente no haberlo vuelto a ver, pero ahora ya he perdido el supremo deseo de su compañía, ese que antes sentía y que me provocaba una especie de vacío doloroso cuando él no estaba conmigo.» A su vez, en una carta escrita a Ross tres meses más tarde, Wilde daba una versión «conveniente de su nueva y desastrosa experiencia con Douglas». Era una verdad a medias: «Bosie, a lo largo de cuatro meses, con una infinidad de cartas, me había ofrecido un "hogar'. Me ofrecía amor, afecto y solidaridad, y prometía no dejar que nunca volviera a pasar necesidades. Después de cuatro meses acepté su propuesta. Pero cuando nos encontramos en Aix de camino a Nápoles, descubrí que no tenía dinero, ni proyectos, y que había olvidado todas sus promesas. Su única idea era que yo consiguiera dinero para los dos. Así fue, hasta llegar a las ciento veinte libras esterlinas. Y cuando ya no pude seguir haciéndolo, me abandonó a mi suerte. Bosie vivió de esa suma feliz y contento. Cuando se trató, como es natural, de devolver su parte, se puso terrible, descortés, mezquino e indigente, salvo cuando estaban en juego sus deseos; y cuando mi renta quedó interrumpida, se marchó. Es, naturalmente, la experiencia más amarga de una vida amarga: es un golpe tremondo y paralizante, pero tenía que suceder, y sé que es mejor que no lo vea más. No quiero verlo. Me llena de horror...» En realidad, la separación de Douglas significó para Wilde un gravísimo revés. En su reanudación de una amistad estable con el joven lord, había influido no sólo la vital exigencia de reconstruirse un mundo afectivo, sino también la necesidad de recobrar su poder creativo y su nombre como escritor, al precio de derrumbar para siempre los puentes que lo unían a su mujer y de terminar definitivamente con la sociedad victoriana. La carta de la rehabilitación estaba ya perdida sin remedio, junto a la gran pasión surgida de las cenizas del desengaño. Lo que quedaba era el tenaz apego a sus inclinaciones sexuales, continuadas ahora en la más negra miseria.
Escribía a Ross: «Tú sabes cuán bellos, sabios y adecuados son los sistemas de vida que la gente te propone: cosas todas a las cuales no hay nada que objetar, salvo que no me parecen adecuadas... La mía es una mísera y sórdida tragedia, pero la manera en que gaste mi dinero es una cuestión que sólo a mí me atañe... es absurdo pensar que renunciaré a mi contacto con jóvenes únicamente porque fui condenado por ello. Los patriotas encarcelados porque amaban a su patria siguen amando a su patria, y los poetas encarcelados porque amaban a los mancebos siguen amando a los mancebos. Cambiar mi vida habría implicado admitir que el amor diferente es innoble. Para mí es noble, más noble que cualquier otra forma de amor...» Pero este jactancioso rechazo del sometimiento a las reglas, o por lo menos del cuidado de las apariencias, debía pagarlo ahora con la ruina completa, que incluía la mejor parte de su ser de artista. Confesaba a Smithers, su editor de Londres, al borde del suicidio, desesperado tras la partida de Douglas: «Soy ya un manojo de nervios, no como, no duermo, vivo de cigarrillos... He perdido el principal motor de la existencia y del arte, la joie de vivre: es terrible. Tengo deseos, y pasiones, pero la alegría de vivir se ha esfumado. Me hundo: la morgue me espera con su bostezo. Allí me dirijo para contemplar mi lecho de zinc. Después de todo, he tenido una vida maravillosa que, me temo, se ha acabado.» Tras la separación del joven lord, Wilde permaneció una semana más en Posillipo, solo y deprimido. A principios de diciembre, pasó algunos días a Taormina, como huésped del barón Von Gloeden, un excéntrico caballero alemán que tenía la afición de fotografiar a los jovencitos del lugar vestidos con trajes casi adánicos al estilo de los pastorcilios de Arcadia, en poses que él mismo definía como «nobles, desnudas y antiguas». De regreso en Posillipo a principios de enero, Oscar hubo de abandonar la mansión, de la cual los sirvientes habían huido después de robarle los trajes, y se trasladó a Nápoles, donde se estableció en una mísera vivienda en el número 45 de la calle Santa Lucía. Comía en posadas de tercera clase y vivía al borde de la miseria. Las doscientas libras recibidas de la marquesa de Queensberry se habían acabado hacía ya tiempo. Constance, aun después de la partida de Douglas, no se decidía a devolverle la renta. Para sobrevivir, Wilde tuvo que recurrir a la caridad encubierta de los amigos de Londres y a los magros y escasos «anticipos» que lograba extraerle a su editor Smithers como adelanto por su Balada de la cárcel de Reading. El último período de Nápoles fue quizás el momento más turbio y oscuro de la vida de Oscar. Las huellas de su existencia, al principiar el invierno de 1898, se pierden entre pensiones de baja ralea y cuartuchos que alquilaba por horas en las cercanías del puerto o de la estación de ferrocarril, en una especie de sombría voluntad de aniquilamiento y de degradación. A pesar de todo, hubo un momento en que intentó recuperar la fuerza para salir de la muerta cripta donde estaba cayendo. Por un instante abrigó la ilusión de reiniciar su carrera en Italia, interesándose por hacer traducir Dorian Gray y por obtener la puesta en escena de alguna de sus obras de teatro. Se armó de valentía para visitar a Eleonora Duse en San Carlos, donde ésta se hallaba trabajando por entonces, para proponerle la interpretación de Salomé. Pero la actriz, después de leer el texto, lo rechazó. No le quedaba más que descargar la espada con un golpe seco para desasirse de los engañosos resplandores del oro de Nápoles y volver a probar fortuna, aunque fuera precaria, entre las nieblas del Norte. 17. París: la evasión de los bulevares y la impotencia de crear Superado el período de confusión entre las turbias aventuras de los bajos fondos de Nápoles, Wilde halló al fin la fuerza para alejarse de los falsos espejismos de las playas mediterráneas. Decidió trasladarse a París para reanudar sus contactos con el mundo literario, en un intento ya casi desesperado por recuperar su inspiración creativa y su fama como escritor. La noticia de que la Balada de la cárcel, en la cual había trabajado en medio de grandes fatigas y angustias durante más de cuatro meses, entre Berneval y Posillipo, y que ya había enviado al editor Smithers, estaba a punto de publicarse en Inglaterra reavivó las esperanzas de Oscar. Escribía a Smithers, anunciando su próxima llegada a la capital francesa: «Es mi única posibilidad de trabajar. Siento la carencia de una atmósfera intelectual y estoy cansado de bronces griegos... Mi vida aquí ha quedado reducida a una gran ruina, y ahora no tengo cerebro ni energía. Espero realizar un supremo esfuerzo en París.»
Llegó a París el 13 de febrero. Permaneció una semana en el Hótel de Nice, de donde fue desalojado por no haber pagado la cuenta. Se mudó entonces al Hótel d'Alsace en la rue des Beaux Arts, cuyo propietario, Duporier, se mostraba más dispuesto a concederle crédito. La situación económica de Oscar al principio de su estadía parisina fue extremadamente precaria y difícil, hasta que pudo recuperar el 18 de marzo el derecho a la renta vitalicia de su esposa (aunque reducida de 15O a 12O libras esterlinas anuales, más 4O libras con carácter retroactivo), tras reiteradas súplicas y juramentos de que no reanudaría ya sus relaciones con Douglas bajo ningún pretexto. Por suerte lord Alfred, por aquella época, se hallaba de vacaciones en compañía de su madre en el Hótel de Menton y no tenía en absoluto intenciones de proseguir la íntima amistad que lo había unido a Oscar, en parte para no perder la mensualidad que le correspondía. Pero la ayuda financiera de Constance, que llegaba por mediación de Blacker y de Ross, se debía no sólo al alejamiento de Oscar y Douglas, sino también a que ya había renunciado a reencauzar a su esposo en el camino de la normalidad. Y si se sentía en la obligación de socorrerlo, era por meros motivos humanitarios. Además, tenía tal vez el presentimiento de su inminente fin. No habían pasado ni tres semanas desde que Oscar había recibido el cheque de Constance, cuando le llegó la noticia de su imprevista muerte. La información provino de lady Margaret Brooke, en cuya casa de Bagnasco, situada en los alrededores de Génova, se hallaba entonces como huésped. Constance, que hacía apenas una semana que se había sometido a una delicada intervención quirúrgica, fue sorprendida por un ataque de parálisis espinal el 7 de abril. Se encontraba en la calle. Internada en el acto en una clínica, expiró completamente sola, antes de que su amiga o sus hijos, que estaban en un colegio de Montecarlo, pudieran acudir a su cabecera. Dos días antes Wilde había tenido una especie de sueño premonitorio de la desaparición de su esposa, tanto es así que había escrito a Douglas: «Soñé que Constance había venido a verme, y yo no hacía más que repetir: "Vete, vete, déjame en paz..."» Sacudido por el funesto anuncio que cerraba de manera trágica el capítulo de su desgraciada vida conyugal, escribió a Blacker: «Supongo que ya sabes la terrible noticia. Constance ha muerto. Es verdaderamente tremendo. No sé qué hacer. Si por lo menos nos hubiéramos visto una vez y nos hubiéramos dado un beso... Es demasiado tarde: qué terrible es la vida...» Fue voluntad de los parientes que Constance fuera sepultada en el Cementerio Protestante de Génova, con su apellido de soltera grabado sobre la lápida, sin mención alguna de su matrimonio con Wilde. Este no tuvo tiempo de asistir al funeral, si bien su asistencia no hubiera sido quizá del agrado de los familiares de su mujer. Tan sólo muchos meses después, hacia fin de año, hallándose de paso por Génova, un distinguido señor de nombre Sebastian Melmoth se detendrá en el cementerio para depositar un ramo de rosas sobre la tumba. Durante la visita, Oscar caerá en una crisis convulsa de llanto por remordimiento ante el mal causado, por la suerte adversa que había marcado su unión y por la injusticia y la crueldad mismas de la vida. El comentario que figurará en una carta a un amigo permite intuir, tras la fría reserva anglosajona, todo el quebranto y la amargura reprimida de una persona que no puede evitar sentirse culpable: «Fui a Génova a ver la tumba de Constance. Es muy delicada: una cruz de mármol con hojas de hiedra oscura entrelazadas en un bello motivo. El cementerio es un jardín al pie de hermosas colinas que ascienden hacia los montes situados a espaldas de la ciudad. Fue muy trágico leer su nombre esculpido en una tumba -me refiero al apellido de ella, el mío naturalmente, no aparece- sólo: Constance Mary, hija de Horace Lloyd, Q.C., y un versículo de la Biblia. Llevé algunas flores. Quedé profundamente impresionado por el sentimiento de la inutilidad de cualquier reproche. Nada podría ser diferente, y la vida es una cosa asaz terrible.» La muerte de Constance marcó otro definitivo giro en la existencia de Wilde, por lo demás marcada de manera irreversible. En cierta forma representó un alivio y una liberación de todo obstáculo moral para sus inclinaciones sexuales y de cualquier penosa veleidad de reinserción social. Pero, por otra parte, significó también el presagio de la completa ruina, pues con la desaparición de su esposa se encontraba alejado de todo vínculo con ese mundo de respetabilidad victoriana que había sostenido, con su vivaz dialéctica de integración y de rebeldía, su entera inspiración de escritor. «Antes me apoyaba en mi personalidad -confesará a Ross-. Ahora sé que en realidad mi personalidad se apoyaba en la ficción de mi posición. Al haber perdido la posición, no veo que la personalidad me ofrezca ayuda alguna... Me siento muy humilde, además de indignado.»
En su desesperada condición de réprobo, a quien todo le estaba permitido porque ya no tenía nada que perder, Oscar alcanzó, liberado de cualquier inhibición de la moral burguesa y puritana, un torvo y casi diabólico ascetismo. Y esta actitud no carecía de una extraña liviandad y alegría, aunque fuera de forma abyecta y degradada. Escribía a Ross, con aquella vena de humor blasfemo, siempre cargado de original inspiración, más irónicamente moderno que cualquiera de sus obras destinadas a la publicación, y que de ahora en adelante teñirá la informal correspondencia con sus amigos de Londres: «Ahora viviré como el Infame San Oscar de Oxford, Poeta y Mártir. Mi tumba está justo debajo de la del Beato San Roberto de Phillimore, Amante y Mártir, santo conocido en la hagiografía por su extraordinaria capacidad no de resistir a las tentaciones, sino de proporcionárselas a los demás. Esto lo llevó a cabo en la soledad de las grandes ciudades, adonde se retiró a la relativamente precoz edad de ocho años...» Como ya no debía preocuparse por representar o recitar un papel, podía abandonarse, en el breve lapso de vida que aún le quedaba, tanto como sus magras finanzas pudieran permitírselo, a su verdadera naturaleza de fondo, jocosa, despreocupada, abiertamente irresponsable, sin necesidad de ocultamientos o de máscaras. Gozando de los pocos pequeños y efímeros placeres que todavía le quedaban -los jóvenes, el ajenjo y las informales charlas de café- pasaría sus últimos años de marginación entre la bohemia mitad artística y mitad criminal de París. Emprenderá también algún viaje ocasional a la costa Azul o a Italia, precaria evasión ofrecida por amigos más o menos interesados. Las esperanzas de volver a escribir parecían alentadas por el inesperado favor con que el público había acogido en Inglaterra la Balada de la cárcel de Reading. A pesar de cierta reserva por parte de la crítica, la obra superó en pocos meses las expectativas de venta, tanto que Smithers, que había editado sólo cuatrocientos ejemplares, no alcanzaba a satisfacer la demanda no obstante las numerosas reimpresiones. Oscar comentó: «Smithers ama tanto los libros prohibidos que prohíbe también los suyos.» Hacia finales de año la Balada llegó a la séptima edición y el nombre de Wilde, que en un principio se mantuvo bajo el seudónimo de C33 (su número de identificacion en la penitenciaría), apareció en la portada. En la Balada, Wilde no sólo había sido portavoz del sordo eco de los sufrimientos y las angustias de sus compañeros de desventura, sino que había expresado sobre todo su experiencia personal, identificándose simbólicamente con un personaje, el del prisionero confundido por su delito pasional, el uxoricidio, y condenado a pena de muerte. La crítica notó un cierto rencor no resuelto, en las páginas de la obra, entre el tono simple y abierto, que apelaba a los más elementales sentimientos humanitarios, como se desprendía del argumento extraído de un crudo episodio de la crónica de sucesos, y la presencia de movimientos estilísticos propios del Wilde de antaño, suntuoso y estetizante, no carente de sutiles ambigüedades. Pero el autor era el primero en percatarse de este desvarío derivado de la dificultad objetiva de pasar de la música irónica y ligera no libre de cinismo, inspirada en el frívolo mundo del lujo y del placer, a la nota grave y trágica fundada en la experiencia del dolor y de la pérdida. «Pienso que en conjunto está logrado -escribió a Ross-. Pero no estoy seguro de que me guste. Las feas catástrofes de la vida conllevan catástrofes en el arte.» Y agregaba: «El poema adolece de la dificultad del doble objetivo estilístico. En parte es realista, en parte poesía, en parte propaganda... En efecto, describir una prisión es tan difícil desde el punto de vista artístico como describir un sanitario... El horror de la cárcel consiste en que todo es demasiado simple y común de por sí, y al mismo tiempo tan degradante y odioso, que tiene efectos devastadores...» La Balada es un «grito de dolor», pero no constituye una verdadera catarsis. Ninguna luz, ninguna brisa celestial penetra en la sombría oscuridad de esta cárcel del alma que permanece alejada de cualquier resplandor de la gracia, cual un jirón del infierno. Wilde se limita a expresar una amarga constatación, típica del nihilismo moderno, de una condena social más irremediable que cualquier condena metafísica. En el poema, el rojo emblema de Eros se tiñe con el luctuoso e inexorable color negro de la muerte cruenta: el alegre capricho floral revela su fúnebre maraña de sádicos lazos sangrantes y, por detrás de la encendida pasión decadente, asoma la siniestra carcajada del verdugo. Confesará a Blacker, al hablar de la Balada como de su último intento de reencontrarse a sí mismo, hombre y escritor: «Es mi canto del cisne, y me desagrada partir con un grito de dolor -un canto de Marsias y no un canto de Apolo-; pero la vida, a la que tanto amé, me laceró como una tigresa... De manera que cuando vengas a visitarme, verás la ruina y el despojo de lo que una vez fue maravilloso y brillante, y terriblemente improbable.»
En realidad, la experiencia de la Balada, en la cual había depositado sus esperanzas de resurgimiento literario y de la cual obtuvo luego tan sólo migajas en el aspecto económico, no le permitirá remontar la cuesta del prestigio, a causa de los prejuicios insuperables que rodeaban su nombre. Y lo que es más, representó una gran desilusión que influyó de manera determinante en su abandono de todo resto de ambición de artista. Se convenció de que, con independencia de las obras de arte que escribiera, la sociedad inglesa no estaba dispuesta a reconocerlo y a aceptarlo, y de que si bien había expiado su pena, no había sido perdonado. El ostracismo se había vuelto más duro que nunca, en especial después de su escapada de Nápoles. «La gente hoy en día no sabe lo que es la crueldad -escribía-; esa farsa colectiva que se llama sociedad perdona a menudo al criminal, pero no perdona nunca al soñador.» Por otra parte, después del final del romance con Douglas y de la muerte de Constance, toda motivación afectiva para alcanzar la fama y el buen nombre había desaparecido para Oscar. «Creo que no escribiré más -confesaba a Blacker- La joie de vivre ya no existe, y es, junto a la fuerza de voluntad, la base del arte.» Si era cierto que había perdido la capacidad frívola y chispeante que había inspirado sus exitosas comedias, también lo era que no había adquirido una vena más seria y profunda. Cuando salió de la prisión había proyectado obras de tema religioso, pero iba a resultarle imposible imponerse a voluntad una expresión artística diferente sin sostenerla con una radical metamorfosis de vida. Sin contar con que los padecimientos sufridos en la cárcel habían destrozado su fibra y menoscabado de forma irreparable su talento creativo y su capacidad de concentración. Confesaba a Ross, tras su regreso a París: «Mi caligrafía está hecha pedazos, como mi carácter. Me he convertido en una persona hipersensible y nerviosa, prisionera del dolor...» Y al terminar el año confirmaba: «Creo que no volveré a escribir jamás. Algo en mí ha muerto. No siento ya la inspiración en mi interior. Naturalmente, el primer año de prisión me destruyó en cuerpo y alma. No habría podido ser de otro modo... No tengo futuro, querido Robbie... No creo estar al nivel de la arquitectura intelectual del pensamiento: tengo humores y momentos, y el Amor, o mejor, la Pasión bajo la máscara del amor, es mi único consuelo...» Habiendo ya renunciado a escribir libros o comedias, no obstante los esfuerzos que hacía de tanto en tanto por sentarse a su mesa de trabajo, por escapar de la soledad y del tormento de los recuerdos, dado que incluso en París había sido excluido casi por completo del mundo de la cultura oficial, debía resignarse a los encuentros casuales con periodistas de cuarta categoría, artistas veleidosos, escritores fracasados que frecuentaban locales equívocos o de baja ralea. Escribía a Ross, que actuaba como administrador suyo, para desmentir las voces que corrían en Londres acerca de su conducta disipada: «Llevo una vida muy ordenada. Acudo a cafés como el Pousset, donde me encuentro con artistas y escritores. No frecuento lugares como el Café de la Paix. Almuerzo en restaurantes modestos por dos o tres francos. Mi vida es más bien monótona. No puedo pavonearme ni ostentar: no tengo dinero ni tampoco trajes...» Era cierto que en París Wilde no nadaba en el lujo, pero no lo era tanto que su pobreza lo obligara al ascetismo de las costumbres. En efecto, había perdido el contacto con casi todos los escritores de relevancia que conoció antaño, como Henry Regnier, Jean Lorrain, Pierre Lou_s, quienes ahora trataban de evitarlo, y también la amistad con André Gide se había enfriado un poco. A lo sumo veía, de los personajes conocidos que no abrigaban prejuicios, al poeta Maeterlinck y a su esposa Georgette Leblanc, cantante de la Opéra Comique, al novelista francés Robert Scheffer, a la actriz Ada Réhan y a los escritores norteamericanos Stuart Merril, Vincent O'Sullivan y Henry Harland, ex director del Yellow Book. Pero hasta estas citas eran más bien esporádicas. El escenario principal de Oscar estaba constituido por los grupúsculos ligados a las pequeñas revistas de vanguardia, mitad anarquistas y mitad patibularios, en los cuales figuraban, entre otros, el escritor satírico Ernest La Jeunesse, ex secretario de Anatole France, y los jóvenes poetas Léon, Richtus y Rachilde. Entre estos jóvenes artistas anarquistas y rebeldes no faltaban sus fervientes admiradores, como Alfred Jarry, que debutaba entonces con textos provocadores, o como el libertario Lekoud, que le dedicó una selección de cuentos prohibidos con la siguiente dedicatoria: «Al mártir pagano torturado por la justicia protestante.» No obstante, los lugares de encuentro preferidos por Oscar en París eran en aquella época el Grand Café y el Café de la Paix por la mañana, y el Café Julien, el Café Pousset y el Bar Kalisaya en el boulevard des Italiens por la noche. Todavía más a menudo se lo podía encontrar en un pequeño bar algo equívoco del Barrio Latino, frecuentado por estudiantes sin un céntimo, pero también por cabecillas de la mala vida, travestis y mercenarios del placer.
Si bien había perdido el deseo, o la facultad misma de escribir, Wilde no había sufrido en absoluto menoscabo del brillo de su conversación maliciosa y cautivante, aunque ahora, alejado de las actrices y de las esposas de sus colegas, debía conformarse con esparcir las perlas de su preciosa oratoria entre «las bestiecillas del Barrio Latino» y los concurrentes de los cafés de Montmartre. Con sus trajes de señor de una Oxford degradada y contaminada, que tenía como cátedra las mesas de los cafés y las aceras de la rive gauche, Oscar ocupaba aún a su manera un lugar como maestro de los jóvenes artistas malditos y rebeldes. Un testigo de sus últimos años de vida, Joseph Renaud, lo evoca así: «Incapaz de escribir una línea, con el cerebro atrofiado, tenía por oyente al público que frecuentaba los restaurantes y lo invitaba a beber... Sólo le quedaban su voz musical y sus grandes y azules ojos infantiles.» Aun sin aceptar la maligna versión de Douglas, según el cual, «a fuerza de codearse con gente cada vez más baja, se convirtió en el hazmerreír de la bohemia parisina, en el objeto de las bromas del hampa de los bulevares, y en el oprobio de las letras inglesas», Oscar no podía mostrarse demasiado exquisito en la elección de sus compañías, y con frecuencia, de buena gana y a falta de otro auditorio, se rodeaba de un ambiente híbrido donde el submundo literario lindaba con la delincuencia y el vicio. En el Hótel d'Alsace, Wilde paraba bien poco, prácticamente sólo para dormir; y exceptuando los períodos de miseria absoluta, durante los cuales se dedicaba a leer en el estrecho corredor, pasaba la mayor parte del tiempo en las calles de París yendo de un café a otro hasta entrada la noche, pagando las bebidas o haciéndose invitar, y sosteniendo eventuales aventuras con los jóvenes que solían encontrarse en los bulevares. La atmósfera del hotel, situado en una callecita en la esquina de la Ecole des Beaux Arts, con su melancólico letrero, la escalera de caracol insegura y mal iluminada, los cuartos húmedos y pequeños que daban a un patio interior sin sol, no lo alentaba ciertamente a permanecer en casa trabajando. El interior de su habitación con recibidor era aún más deprimente, con sus muebles oscuros de pésimo gusto, los tapizados gastados y desvaídos, el reloj de zinc apoyado sobre un león de mármol falso y el insoportable empapelado, con sus horribles flores color escarlata. Oscar se consolaba de la miseria de su hogar y del ostracismo social en que se veía sumergido, entablando pequeños flirteos más o menos venales con los muchachos que recorrían las calles a lo largo del Sena o los locales nocturnos. El señor Melmoth se había vuelto popular en el mundo de los travestis, donde se lo consideraba una especie de cliente apreciado, no muy rico, pero siempre dispuesto a compartir todo lo que tenía con sus amiguitos. Pocos meses después de su llegada a París, había formado una pequeña corte de «aficionados» de la calle, cuyos perfiles trazaba en las cartas a sus amigos más íntimos de Londres con la gracia inspirada y espontánea del poeta que ya se encuentra por encima del bien y del mal. Entre estas nuevas flores de su «jardín de Heliogábalo» figuraba en primer plano el Petit Georges, a quien definía así: «Es muy parecido a un mancebo romano bello, moreno y bronceado, con la nariz y la boca espléndidamente delineadas, y las cortinas de la medianoche caen sobre sus ojos; las lunas se esconden en sus pliegues...» También estaban Le Premier Consul, apodado así debido a su origen corso, «con los ojos como la noche y la boca como una flor escarlata», Edmund, a quien llamaban en broma De Goucourt, y por último Herbert, de origen inglés, Marius, Cosquette y Gaston. Pero el amigo preferido de los años parisinos de Wilde era el encantador y delicioso Maurice Gilbert. De padre inglés y madre francesa, Maurice era un muchacho de espíritu simple, afectuoso y servicial, de pretensiones modestas y lleno de atenciones delicadas. Llevaba flores a Oscar cuando éste estaba enfermo y, como buen amigo que era, compartía con él no sólo las comidas en los restaurantes baratos, sino, por lo que parece, también las medicinas. Maurice, que había sido presentado a Wilde por Smithers, distribuía sus favores de forma ecuánime entre el escritor y sus «amigos de las landas puritanas» de Londres, especialmente Turner y Ross, ante quienes Wilde lo enviaba como «dulce mensajero». Si bien estaba muy encariñado con él, Oscar se mostraba tan poco celoso de Maurice que durante un cierto período no dudó en cedérselo a Douglas. Lord Alfred Douglas llegó a París a fines de abril. Se instaló en un apartamento de la avenue Klébert. Wilde lo ayudó a decorarlo, ofreciéndole su consejo para la elección del mobiliario. En lo que respecta a su vínculo, la rutilante pasión había cedido su lugar a una relación blanda, desapegada e irónica, afectuosamente teñida con pinceladas de maldad. Douglas había recuperado la ayuda paterna y se preocupaba por no perderla. Por este motivo mantenía la debida distancia con Wilde. Lo veía de tanto en tanto, más que nada para que él consiguiera algún joven de
los bulevares e intercambiar chismes y murmuraciones. Oscar se hallaba reducido a despojos, como hombre y como escritor, incapaz de salir del pozo. Douglas, por lo tanto, tuvo que renunciar a la idea de reanudar con él la dolce vita, así como al propósito de aprovechar el nombre de él para su propio ascenso en el mundo literario. En cierto sentido, los papeles se habían invertido. Ahora era Douglas el que afectaba en relación con Oscar una especie de esporádico mecenazgo, algo fastidioso y despreciativo. Este, por su parte, se veía constreñido a recurrir a la benevolencia de su noble amigo. Trataba de mantenerse en buenos términos, con tal de obtener alguna pequeña ayuda, aun cuando en lo más íntimo ya no experimentara demasiado afecto por el lord, que ahora tendía a humillarlo. Por otra parte, Douglas permanecía en París el tiempo justo para satisfacer algún capricho erótico y brillar un poco en la escena mundana. Por lo demás, regresaba con frecuencia a Inglaterra para cuidar de sus intereses, con la idea de reconquistar una posición respetable en la alta sociedad. Sus pasiones juveniles de rebeldía se habían esfumado, si bien no había renunciado a sus vicios. A fines de la primavera, se trasladó al campo desde París y más tarde partió de vacaciones por una larga temporada, con su madre, hacia una serie de localidades de moda. También Wilde, para huir del calor del verano parisino, se concedió a principios de junio las cortas vacaciones que podía permitirse; mudó sus pertenencias al Hótel Le Perreux, en Nogent-sur-Marne, donde estuvo instalado hasta fines de julio, y luego se trasladó al más modesto Hótel de l'Ecu en Chennevières-sur-Marne, en compañía de los pintores Conder y Rothenstein, cuando ya no estuvo en condiciones de pagar la cuenta en el otro hotel. De regreso a París en setiembre, intentó dedicarse al trabajo; corrigió los borradores de La importancia de llamarse Ernesto, que Smithers tenía intenciones de publicar en un libro, y trató de traducir al inglés, también para Smithers, la novela Aphrodyte de Pierre Lou_s. Pensó incluso en escribir una novela, titulada La Esfera...» Pero ya las fuerzas le faltaban. La capacidad creativa se le había agotado. Por suerte, a principios de octubre llegó a París Frank Harris, con la cabeza siempre llena de proyectos grandiosos, e intentó levantarle la moral llevándolo con regularidad a cenar a restaurantes de lujo como Maitre y Durand y facilitándole de tanto en tanto, en gesto amistoso, algunos francos. Con su temperamento de aventurero y de jugador empedernido, Harris no lograba creer que Wilde hubiese perdido de verdad todo su ingenio. Pensaba más bien que la dificultad para volver a la creación literaria dependía de su congénita indolencia. Si bien no compartía los gustos particulares de Oscar, Harris estaba convencido de que la sociedad inglesa había sido injusta con él, y que era todavía más cruel al persistir en su rechazo. Con su presencia y con su estímulo, esperaba devolver al amigo caído una nueva energía y una nueva confianza en sí mismo que lo impulsaran a luchar para reconquistar el éxito. También él, a su manera, era un inconformista y un libertino. A diferencia de otros, no pretendía reformar las costumbres de Wilde. Quería solamente que apartase de sí el trauma de los sufrimientos y de las humillaciones. Esperaba que el escritor pudiera descubrir de nuevo la afortunada veta de las comedias brillantes. Pero Oscar, que veía en la amistad de Harris tan sólo una forma de pasar el tiempo, casi no lo escuchaba. La intención de Harris era alejar a su amigo del malsano ambiente de París. Puesto que hacía poco había adquirido un hotel en Montecarlo, le propuso que se mudara con él a la Costa Azul. Durante esos meses, Harris estaba escribiendo una biografía de Shakespeare. Tenía la esperanza de que Wilde, en un clima de cordial amistad y de nutrido intercambio intelectual, recuperase la inspiración perdida. Por ello insistió particularmente para que tomara otra vez en sus manos el tema de un drama, Los esposos Daventry, y colaborara con él en dicha obra. Era una historia pasional, basada en el clásico triángulo y el supremo triunfo del amor, más allá de cualquier convención social. En su momento, se la había propuesto a Alexander. Wilde trató de explicar a Harris que, aparte de su estado de deterioro psicofísico, no estaba en condiciones de comprometerse en la elaboración de un argumento, por lo demás un mero esbozo, que por su carácter melodramático y comercial consideraba superado, e inadecuado ya para él. Mas su amigo, haciéndole ilusionarse con la perspectiva de pasar dos o tres meses de invierno en la Costa Azul, con todos los gastos pagados, y prometiéndole incluso saldar su cuenta en el hotel y las otras deudas aún impagas, insistió tanto que a mediados de diciembre logró convencerlo para que viajara con él a Napoule. En el último momento, cuando ya estaban comprados los pasajes de tren y estaban hechas las reservas en el hotel, Harris tuvo que postergar el viaje y Wilde partió solo hacia Napoule, una semana antes de Navidad.
«Tú, mientras tanto, comienza a trabajar en la comedia -le dijo-. Arréglate tú... Yo te alcanzaré enseguida, en un día o dos como máximo. Pasaremos la Navidad juntos. Cuenta conmigo. Volveré a colocarte en el pedestal...» «Ten cuidado, Frank, que los pedestales son peligrosos. Corres más riesgo de caer... En un tiempo soñaba con la gloria, ahora tengo miedo que me reconozcan...» Una vez en Napoule, abandonado a su suerte, a la espera de Harris, que no se decidía a venir, Oscar no hizo grandes esfuerzos por escribir; es más, como él mismo confesaría, «trato seriamente de permanecer un poco ocioso». Apreció la buena mesa del Hótel des Bains, donde se hallaba instalado, la vista encantadora y el aire saludable de la Costa Azul. De tanto en tanto, para distraerse, iba a Cannes y a Niza. Mientras tanto, puesto que Harris no daba señales de vida, comenzó a entablar amistad con los jóvenes pescadores de Napoule, e inició algunos pequeños flirteos. «El tiempo es encantador -escribió a Ross-. Napoule es graciosa y aburrida. Doy largos paseos por los pinares... Los pescadores de la Riviera se hallan tan libres de prejuicios morales como los napolitanos. Son muy simpáticos...» Pocos días después los pescadores de Napoule se vieron remplazados por otros personajes: «He conocido a una persona maravillosa, llamada André, con bellos ojos; y a un pequeño italiano, Pietro, que se asemeja a un San Juan joven...» Luego le tocó el turno a los de Niza: «En Niza, hermosa gente y hermosas flores. A medida que te acercas a Italia la belleza física corre a tu encuentro. He conocido a tres muchachos como estatuas de bronce antiguas, de formas perfectas...» Entre tan desbordante flora mediterránea, Oscar halló en Cannes a un joven compatriota, Harold Mellor, hijo de un rico industrial de Lancashire, heredero de un pingüe patrimonio, pero enfermo de los nervios, que arrastraba su dorada melancolía entre los hoteles de la Costa Azul y las clínicas suizas. Lo acompañaba un jovenzuelo de nombre Eolo, comprado al padre por doscientas liras, que hacía las veces de criado. Wilde pasó Año Nuevo con Mellor, brindando con copas de Pommery Greno a la salud de la reina Victoria. Por último, a fines de enero se presentó Frank Harris, que, tras haber pagado todas las cuentas pendientes de restaurantes y hoteles, se instaló con Wilde en Napoule durante quince días, sometiendo a su amigo a un tratamiento intensivo para ver si lograba redactar con él la trama de la comedia cuyos derechos ya había vendido. Vista la inutilidad de sus esfuerzos por reavivar el talento creativo de su amigo, regresó a Montecarlo, donde lo reclamaban con urgencia sus negocios de hostelería. Oscar profirió un suspiro de alivio y, una vez más en la miseria, no tuvo mejor idea que aceptar la invitación de Mellor, que entretanto había vuelto a Suiza, y se reunió con él en su villa de Gland, donde fue su huésped. En su viaje hacia Gland, junto al lago de Ginebra, Wilde se detuvo en Génova para visitar la tumba de Constance y depositar un ramo de rosas. Cuando vio la lápida tuvo un paroxismo de llanto y de remordimiento. Pero los buenos propósitos, si es que los tuvo alguna vez, duraron muy poco. Otras Erinias, más obsesivas y despiadadas que la fallecida dama caritativa de Dublín, lo perseguían. Buscó olvidar los remordimientos y las pérdidas de su vida abandonándose a la ebriedad de los sentidos. «En el camino me detuve en Génova, donde conocí a un actor joven y bello, florentino, a quien amé salvajemente. Lleva el extraño nombre de Dídaco. Era parecido a Romeo, sin la tristeza de Romeo: un rostro cincelado para el romance más sublime. Pasamos juntos tres días.» Cuando llegó a Gland, esperó tal vez que las montañas suizas, con sus vetas vírgenes, obrasen el milagro de devolverle ese empuje creativo que la Costa Azul, demasiado seductora, no había podido despertar en él. Pero el «tratamiento Mellor» fur,cionó aún menos que el de Harris. Si las distracciones en Napoule y en Cannes eran excesivas, en Gland eran muy escasas. Y la atmósfera en la casa Mellor era por completo inadecuada para escribir. La casa no podía estar en una posición más encantadora: una fachada daba al lago de Ginebra, rodeado de abetos y de pinos, y la otra se abría a la vista del Mont Blanc. Pero el Mont Blanc, como escribió Wilde, «al atardecer enrojece como una rosa, tal vez por la vergüenza de estar ante la invasión de los turistas; ha perdido su aspecto terrorífico, de manera que ahora hasta las solteronas pueden escalarlo, y sus nieves ya no son vírgenes». En cuanto a los muchachos suizos, los halló repulsivos y sin gracia: «Los suizos son feísimos, en general están tallados en madera con un hacha sin filo, o bien hechos a base de horchata: y sus vacas son mucho más expresivas que ellos.» Además quedó algo desilusionado por la hospitalidad de Mellor, que encontró tan tacaña como aburrida su compañía. Se vio obligado a beber vinos de pésima calidad y cerveza más que inferior. Los cigarrillos estaban bajo llave. De las distracciones sentimentales no aparecía ni la sombra: en suma, una vida imposible. «Es una persona obtusa y silenciosa -escribió a Ross a propósito de Mellor-, cauta y ahorradora: en las comidas sirve desagradables vinos suizos; es complicado sin ser interesante,
tiene amores "griegos" y se avergüenza de ellos; tiene montañas de dinero y vive en el terror de la pobreza. Considera que esto es una especie de pensión suiza, donde no hay cuenta que pagar...» Mientras tanto, hallándose en Gland, recibió la noticia de la muerte de su hermano mayor, Willie, acaecida en Londres el 13 de marzo en su casa de Chelsea, en el nñmero 9 de Cheltenan Terrace. Pero los lutos familiares que se habían abatido sobre él uno tras otro junto con sus tremendas desgracias lo dejaban ya indiferente. Su comentario al enterarse del fallecimiento fue cortante y casi cruel: «Supongo que ya era de esperarse. Lo siento mucho por su esposa... Entre él y yo existieron, como sabes, diferencias durante años. Requiescat in pace.» Hacía ya tiempo que entre Oscar y su hermano, que tenía cuarenta y siete años, dos años más que él, no reinaba la armonía. Se habían visto por última vez en casa de su madre, en Oakley Street, cuando Oscar estaba en libertad bajo fianza antes del segundo juicio. La experiencia había sido más bien desagradable y deprimente. Como si una oscura maldición pesara sobre el legado paterno, Wilde no logró entrar en posesión de lo que quedaba de la casa de campo junto al lago Corrib que le habría correspondido en herencia tras la muerte de Willie. La propiedad cargaba con fuertes hipotecas. Lo recaudado por su venta fue confiscado por los acreedores. Entretanto, Wilde había llegado al límite de su paciencia con Mellor. La «pensión suiza» se estaba revelando no muy diferente de otra prisión, pues el escritor, sin un céntimo, no podía permitirse ni tan siquiera la inocua distracción de visitar de cuando en cuando las ciudades vecinas. Acorralado en la villa, escatimándosele la bebida y el alimento, con Mellor encerrándose en un sombrío mutismo durante las comidas, llegado a cierto punto creyó enloquecer. Ya tenía bastante con afrontar sus propias crisis depresivas como para tener que vérselas también con las ajenas. Por consiguiente, a pesar de las escenas histéricas de Mellor, que trataba de retenerlo lamentándose porque todos lo abandonaban, en cuanto recibió el esperado giro de Ross, dejó plantada la tétrica villa a orillas del lago y decidió partir hacia riberas más amables. «Suiza -observó, al alejarse de la ingrata tierra de Calvino- no ha producido más que teólogos y sirvientes...» «Parto mañana por la mañana hacia Génova -escribió a Ross el 1º de abril-. Me quedaré en el Hotel Firenze, un pequeño hotel cerca del mar, bastante malfamé pero económico. Luego he pensado en algún sitio de los alrededores...» Por un momento la vista de las playas italianas pareció despertar en él su dionisíaco himno al placer: «Espero encontrar en Génova, aguardándome, a un jovencito llamado Edoaerdo Rolla; uno de los marinos. Tiene cabellos rubios y viste siempre de azul oscuro. Le he escrito. Después de la gélida virginidad de los Alpes Suizos, anhelo las rojas flores de la vida que salpican el pie de verano en Italia.» Desde Génova se trasladó más tarde a Santa Marghenta Ligure, donde se alojó en el Hotel Cristoforo Colombo. Durante casi un mes, vagó por las playas de la costa, desde Rapallo hasta Portofino, siguiendo las huellas de efímeros amores marineros. El diario de sus aventuras registró, no obstante, en cierto punto una página oscura (¿una detención, una extorsión o una simple cuenta de hotel pendiente?), puesto que Ross, como un buen ángel salvador, voló en su socorro desde Londres a principios de mayo, para rescatarlo de ciertas dificultades en las cuales se había visto envuelto incautamente por su exuberancia, y lo llevó en el acto de regreso a París. De nuevo en París y ya entrada la primavera, Wilde se vio más que nunca privado de dinero. Sus habitaciones en el Hótel d'Alsace estaban ocupadas, y así tuvo que pasar dos o tres semanas mudándose de un sitio a otro, parando primero en el Hótel de La Neva y más tarde en el Marsollier, en la rue de Monsigny, donde estuvo a punto de sufrir el secuestro de su equipaje debido a una cuenta no pagada. Finalmente logró regresar a la vieja pensión, donde mientras tanto se había desocupado un cuarto; todo gracias al buen corazón del propietario, Dupoirier, que no sólo aceptó hospedarlo a crédito por plazo indeterminado, sino que también se apresuró a saldar la cuenta pendiente en el otro hotel. Ahora que veía naufragar el denodado intento de Harris por devolverlo al primer plano del mundo teatral, la pobreza perseguía a Oscar con sus despiadadas fauces. Se limitaba a vivir como parásito, contando con la hospitalidad incierta de los demás y con las dádivas de conocidos y amigos. Ross tuvo que hacer milagros para asegurarle cada semana una pequeña suma recolectada entre sus simpatizantes de Londres. Y le procuraba el diriero con cuentagotas, pues conocía la prodigalidad de su amigo. Oscar no podía ya disponer siquiera de la cantidad que el editor Smithers le enviaba antaño de tanto en tanto en concepto de derechos por la Balada y las reimpresiones de las comedias. Este, arruinado por los jóvenes poetas y las bellas muchachas, estaba al borde de la quiebra. «Vea cuán innoble se ha vuelto la tragedia de mi vida -escribía
Oscar a Gide, solicitándole un préstamo de doscientos francos-. El sufrimiento es posible, y tal vez necesario, pero la pobreza, la miseria... He ahí lo terrible. Lo que ensucia el alma de un hombre...» Entre las huellas negativas que el largo período pasado en prisión había dejado en Oscar, se contaba también la tendencia, típica del ex presidiario, de valerse de todos los medios, no siempre correctos, de subterfugios y artimañas para obtener el dinero que necesitaba no sólo para sobrevivir sino incluso para satisfacer sus pequeños vicios. «Antes yo era el rey de la escena -decía-, ahora hago el papel de mendigo.» Y como para desquitarse por sus errores, se mostraba petulante e injusto hasta con quienes trataban de ayudarlo. Lucubraba pequeñas triquiñuelas para arrancarle a Ross un anticipo o un extra sobre su mísera renta. «Ya no tengo amigos -dijo en cierta ocasión al periodista Jean Lorraine-. Sólo tengo amantes.» Y era verdad en un sentido, pues al fin y al cabo se dirigía a los pocos amigos que le quedaban casi exclusivamente con el objeto de satisfacer los amores mercenarios a los que no era capaz de renunciar. Atormentaba a Frank Harris con insistentes peticiones de dinero, hasta que por fin riñeron. A pesar de que Harris había amasado una fortuna con el comercio de diamantes, terminó por responderle sin rodeos: «No puedo permitirme gastar nada que no sea para mí mismo.» Más adelante Harris tuvo problemas a causa de la comedia Los esposos Daventry. Le había comprado a Wilde un esbozo de la trama y luego presentó la obra bajo su propio nombre. Entonces llovieron sobre su cabeza coros de protestas por parte de actores y empresarios que ya poseían el copyright. Para compensar sus magros ingresos, en efecto, Wilde no tuvo escrúpulos en ceder los derechos a cuatro o cinco personas distintas: Setger, Bellew, Louis Nethersole y Ada Rehan. En ocasiones había obtenido sumas que iban de las veinte a las cien libras esterlinas. Y precisamente gracias a la famosa actriz norteamericana Ada Rehan, la suerte pareció volver a sonreír a Wilde por un instante. La actriz lo encontró por casualidad en un restaurante. Lo invitó a su mesa, donde se hallaba sentado el empresario teatral Augustin Daly, y le consiguió un jugoso contrato por la exclusiva de sus comedias en Estados Unidos. Por desdicha, tres días más tarde Daly falleció y todo se desvaneció en el aire. Algún rayo de luz parecía atravesar de vez en cuando el pantano de arenas movedizas en que Oscar se estaba hundiendo. El espejismo de la salvación se presentó cuando Douglas regresó de Inglaterra, adonde había viajado a principios del otoño para arreglar sus asuntos patrimoniales junto con su hermano, tras el agravamiento del estado de salud de su padre. El marqués de Queensberry murió en los primeros días de enero de 1899, después de haberse reconciliado con su hijo menor, a quien dejó en herencia un legado de casi veinte mil libras esterlinas. Lord Alfred regresó a Francia cargado de oro, tanto que abrió sus dos casas: una villa en Nogent-sur-Marne y un pequeño apartamento en París, en la avenue Klébert. Podía también darse el lujo de criar caballos de carreras, en las cuadras que había adquirido en Chantilly. Tenía entonces unos treinta años y era ya todo un señor, un lord inglés hecho y derecho, con una nutrida cuenta en el banco, plenamente integrado en la sociedad y citado con frecuencia en las crónicas mundanas. Abandonadas sus actitudes inconformistas y rebeldes, frecuentaba los locales más elegantes de París y se pavoneaba en los bulevares en un carruaje de dos caballos, con lacayo de librea. Douglas adoptaba ahora ante Wilde un comportamiento noblemente desencantado y algo esnob. Se complacía en representar ante él el papel del munífico señor, no del todo insensible a la desesperación de su ex amante y maestro. Su sirviente recibió la orden de servir al señor Melmoth una comida decente siempre que se presentara en su casa, aun en su ausencia. Cuando ganaba a las carreras, llegaba incluso a ponerle en las manos a Wilde un puñado de luises. Y de tanto en tanto tenía la satisfacción de invitarlo a restaurantes de lujo, por el puro placer de su compañía. En nombre de los viejos tiempos, Douglas no se negaba a representar de tanto en tanto para Oscar el papel de anfitrión. No obstante, con su mentalidad aristocrática, no llegaba a creer (o más bien fingía no creer) que su amigo dijera la verdad cuando lloraba su miseria. Y más adelante, para aliviar su conciencia, escribirá con un dejo de maldad: «Era parte de su pose el regocijarse en los detalles de su trágica condición. Apelaba a los sentimientos de aquellos a quienes encontraba; pintaba una imagen de sí mismo a la deriva, abandonado, a punto de morir de hambre (lo sorprendí utilizando esta expresión después de un óptimo almuerzo en el Paillard); a medida que continuaba con su letanía se iba sumiendo en el dolor de sus palabras, su bella voz temblaba de emoción, sus ojos se llenaban de lágrimas, y luego, de pronto, con un toque rápido, indescriptiblemente brillante e insólito, un vuelo de gaviota sobre la ola de su discurso, el tono
cambiaba y estallaba en risas, arrastrando a su auditorio, con un suspiro de alivio, en una explosión de alegría incontenible.» Wilde, que a pesar de sus desgracias no había perdido en absoluto su sentido del humor, se vengaba de la forma caprichosa e inconstante en que Douglas lo premiaba con su generosidad, y del modo por momentos desdeñoso con que se la cobraba; y no sin un poco de malicia, escribía sobre él a Ross: «Los jovenzuelos, el brandy y las apuestas monopolizan su alma. Es un auténtico avaro, pero de una especie nueva. Acumula para despilfarrar, pero despilfarra tan sólo para sí mismo...» En lo concerniente a las ambiciones literarias y mundanas de Douglas, observaba: «Me parece que la idea de Bosie de establecerse definitivamente en Inglaterra es prematura, por lo menos desde el punto de vista del reconocimiento social que tanto desea, y en gran parte en vano. Aquello sobre lo cual la gente tiene tanto que objetar no es su pasado, sino en realidad su futuro...» Mientras tanto, Harold Mellor había vuelto a dar señales de vida y lo había invitado a acompañarlo en un largo viaje por Italia. La partida tendría lugar a principios de la primavera. Todos los gastos corrían por cuenta de Mellor, como era natural. En aquella ocasión, Oscar escribió a Ross: «Espero estar en Roma dentro de unos diez días... Esta vez quiero hacerme católico de verdad, pues de lo contrario creo que, si me presento ante el Santo Padre con una vara florecida, se transformará en el acto en un paraguas o en algo igualmente terrible...» La primera etapa del viaje a Italia fue Palermo, adonde llegaron cuando comenzaba el mes de abril. Oscar no se limitó a admirar los naranjos de la cuenca de Oro y los frescos de Monrale. Tuvo también tiempo y ocasión, entre una excursión a la iglesia y otra al museo, de seducir a algún jovencito. Logró incluso robarle un beso furtivo detrás del coro, a un seminarista quinceañero, que hacía de guía en la visita a un santuario. A continuación se trasladó a Nápoles, donde permaneció tres días. Se adentró en los bajos fondos en busca de los mancebos que había conocido en los años de su estancia con Douglas. «La mayor parte de mis amigos, como sabes están presos -escribió a Ross-. Pero me encontré con unos pocos de los buenos tiempos. Me enamoré de un dios del mar que, por error, no se halla sobre las olas junto a Tritón sino en la Real Escuela Naval...» Llegó a Roma un Jueves Santo y logró que el mismo León XIII lo recibiera en audiencia, en ocasión de las festividades de Semana Santa. El cínico libertino quedó embelesado ante la hierátira figura del pontífice: «Se veía maravilloso cuando me lo acercaron sobre su trono no como un ser de carne y de sangre, sino como una pura alma de blanco vestida. Es un artista, además de santo... No he conocido nada semejante a la gracia extraordinaria de su gesto, cuando se incorporaba; a cada instante, para bendecir tal vez a los peregrinos, pero seguramente a mí...» Las frecuentes visitas al Vaticano y las bendiciones de León XIII no evitaron en absoluto que frecuentara durante su estadía en Roma compañías no del todo edificantes. A medida que avanzaba su peregrinaje al centro de la cristiandad, su agenda se llenaba en efecto de nombres cada vez más numerosos de «muchachos de la vida»: Armando, Arnaldo, Homero, Dario, Filippo, Pietro Brancadoro... Pero no había contradicción para Oscar, sediento de emociones, entre los místicos embelesos de los encuentros papales y sus flirts ocasionales con los mancebos transtiberinos. Escribía a More Adey: «Desearía que pudieras venir: en Roma cualquier mal se cura; y me gustaría ir contigo al Vaticano, donde espero que un día avanzarás gravemente con un traje medieval, con la cadena de oro del oficio, conduciendo peregrinos hasta los pies del Papa: ya he recibido la bendición varias veces, una en la Capilla privada del Vaticano... Mi posición es curiosa: no soy católico, soy tan sólo un violento "papista'... Sicilia era bella; Nápoles era malvada y lujuriosa. Roma es la única ciudad del alma...» Le confesó a Ross que no había podido resistir la tentación de una furtiva aventura erótica en los Jardines Vaticanos: «Hoy, al salir de la Galería Vaticana, con mi mente inundada de dioses griegos y de ciudadanos romanos, todos de mármol para empeorar el contraste, me encontré con que los Jardines Vaticanos estaban abiertos. Entré en aquel parque vasto y desolado, con sus jardines marchitos estilo Luis XIV, sus senderos tétricos, sus tristes bosques. Los pavos reales chillaban, y comprendí por qué la tragedia persigue los pies dorados de los pontífices. Paseé en exquisita melancolía durante una hora. Un tal Filippo, un estudiante que se me unió en la sala de los Borgia, se hallaba conmigo: hacía muchos años que el Amor no penetraba en los jardines del Papa...» La primavera romana de Wilde fue el último y breve soplo de aire sereno en una vida «fatigosa y trágica», como él mismo la definía. Tras la partida de Mellor, emprendió el regreso a París. Por un tiempo, alimentó la esperanza de obtener de lord Douglas un subsidio mensual fijo, lo necesario para redondear sus escasos fondos. Douglas disponía ya de un ingente patrimonio. Se había establecido en
Escocia de forma definitiva y había adquirido allí, junto con su hermano, un chalet de caza. Estaba pensando incluso en casarse para recuperar una imagen virgen ante la sociedad y había encontrado la muchacha indicada, rica y sin prejuicios: Olive Cunstance. Pero no estaba en absoluto dispuesto a mostrarse generoso con Oscar. Aparte de todo, consideraba que su amigo demostraba un pésimo gusto al pretender que su ex amante lo mantuviera. No obstante, Wilde esperó la ocasión. Lord Douglas hizo una fugaz rentrée en París e invitó a su amigo a cenar, en el Café de Paris, después de ganar en las carreras mil doscientas libras esterlinas. El escritor se armó de coraje y agarrando el toro por los cuernos expuso la modesta sugerencia: «Sabes, Bosie, he oído decir que, en nombre de nuestra vieja amistad, tendrías tal vez la intención de pasarme una pequeña renta fija...» Más le hubiera valido callar. «Cuando le hablé -le contará más tarde Oscar a Ross-, Bosie estalló en un paroxismo de furia y dijo que era la propuesta más monstruosa que había escuchado jamás, que nunca había pensado hacer nada semejante y que lo dejaba por completo estupefacto que le hiciera una petición como ésa... Es una historia demasiado horrorosa, que despedaza el corazón. Cuando recuerdo sus cartas de Dieppe, sus promesas de devoción eterna, sus constantes ofrecimientos en los que ponía a mi disposición su vida y sus bienes, su deseo de compensar de alguna forma la ruina que él y su familia me acarrearon... bueno, me pongo mal, me dan náuseas...» La desilusión le significó un insulto al corazón. Pero no era el único. Los síntomas cada vez más graves de la enfermedad le hacían presentir el fin ya muy cercano. No obstante, lo obsesionaba más la pesadilla de la miseria que la misma idea de la muerte. Mientras tanto, de forma inconsciente, apresuraba su venida ahogando en ajenjo los remordimientos del pasado y las oscuras perspectivas del futuro. Muchos conocidos y amigos, ante sus molestas y en ocasiones desfachatadas peticiones de ayuda, le repetían el eterno estribillo: ¿Por qué no vuelves a escribir? Wilde se justificaba diciendo -y era cierto- que ya no tenía ni la voluntad ni las facultades para ello. Confesó a la condesa de Bremond, a quien encontró a bordo de una embarcación que navegaba por el Sena: «Escribí mucho cuando aún no conocía la vida, precisamente porque no la conocía. Ahora que conozco el sentido de la vida, ¿cómo podría seguir escribiendo?» Hallándose inclinado sobre una hoja en blanco, admitió ante Sherard, que había ido a visitarlo a pesar de que sus relaciones se hallaban ya muy deterioradas tras una violenta discusión en un café: «Escribir es una tortura; pero, como dijo alguien a propósito de la tortura, de todos modos ayuda a pasar el tiempo...» Intentaba a veces con desesperación poner algo en palabras, pero las ideas se confundían en medio de sus ataques de jaqueca, y terminaba por arrojar sus notas al cesto de los papeles. 18. La muerte y los sueños de los artistas A principios de julio, su ex empresario Alexander se hallaba paseando en carruaje a lo largo del boulevard des Italiens. Lo vio mientras caminaba con paso vacilante, apoyado en un bastón, embotado por el alcohol. Lo reconoció. Asaltado por un impulso de arrepentimiento y de piedad, hizo detener el carruaje y bajó a saludar al viejo amigo. Cuando Wilde le explicó sus condiciones de absoluta indigencia y su grave estado de salud, Alexander se conmovió y le ofreció espontáneamente un subsidio mensual de veinte libras esterlinas, como resarcimiento por los derechos de las comedias que había comprado por una suma irrisoria durante la época del proceso y de la condena. Por desdicha, al fin y al cabo también la ayuda de Alexander llegaba demasiado tarde, pues Wilde, ya en los umbrales de la muerte, pudo disfrutar de ella apenas unos meses. Constreñido a medir cada penique, minado por los nuevos síntomas de empeoramiento del antiguo problema auditivo, ya no frecuentaba los cafés de los bulevares. Se negaba a ir al médico, diciendo con su inmutable sentido del humor: «Los médicos son simpáticos y comprensivos cuando estamos bien, pero pueden ser muy deprimentes cuando estamos realmente enfermos.» Permanecía casi siempre en su casa, cocinando sus propias comidas. En las grandes ocasiones se hacía subir al cuarto un vino espumoso de pésima calidad, que mandaba cargar en su cuenta del hotel. Por otra parte, a pesar de las restricciones económicas, estaba decidido a oponer, como dandi incorregible, la extrema defensa del estilo ante los insultos de la vida. No renunciaba a vestir con un cierto decoro y, a costa de saltarse alguna comida, cuando salía estaba siempre afeitado y vestido de forma inmaculada. Llevaba consigo el viejo bastón de marfil y pedrería, recuerdo de sus tiempos de antiguo esplendor. Se lo
veía atravesar, a veces, con su elegancia algo llana y demodé, los pabellones de la Exposición Universal de París, abiertos hacía poco tiempo para celebrar los fulgores del progreso bajo el sello del triunfo del art nouveau. Wilde, deteniéndose ante el puesto del escultor Auguste Rodin, le dijo: «Tan sólo los sueños de los artistas perduran, cuando todo lo demás ha terminado.» Percibiendo que se aproximaba su fin, observaba ya su vida desde una óptica de sereno desapego, justificando la experiencia del fracaso como una parte integrante, casi la más preciosa, de la existencia humana. Uno de sus últimos discípulos de los cafés de Montmartre, Laurence Housman, anotaba estas máximas del gran maestro decadente y ya caído: «La misión del artista es vivir una vida completa, y el éxito es sólo un aspecto, a menudo ni siquiera el más importante. El fracaso es el verdadero objetivo, y la inevitable conclusión, de la vida. La muerte no hace sino justificar el fracaso, porque implica el abandono definitivo de las pasiones y de los apetitos que son tan incómodos en el curso de la vida...» «Grandes desgracias y grandes éxitos son experiencias igualmente preciosas para el artista, porque le permiten verse a sí mismo tal cual es, conocer lo que hay detrás de las apariencias y, lo que es aún más terrible, leer en lo profundo de la propia alma...» Llegado al punto más bajo de su parábola, Wilde ya no se precipitaba. Se limitaba a hundirse lenta, casi insensiblemente, en las viscosas arenas movedizas del pantano que lo estaba succionando. Mientras tanto el siglo entraba en el último tramo de su recorrido circular. Oscar, símbolo embarazoso e infame de las costumbres y del gusto de una época, se perfilaba como la mala conciencia objetivada de aquella burguesía opulenta, árida y escéptica que celebraba precisamente en ese momento, no sin un toque de vulgaridad y de presunción, el comienzo rutilante de la Belle Epoque. Ahora, incluso el amor le dejaba en los labios un sabor a ceniza: «En este mundo mortal amé y traicioné, fui paloma y gavilán... Cuán horrible es comprar amor, cuán horrible es venderlo... La boca se retuerce de besos y vivo en medio de la fiebre...» Los abrazos venales de los jóvenes de los bulevares, junto con el ajenjo, eran la última droga que sostenía, y minaba al mismo tiempo, su organismo en vías de un rápido deterioro. «El amor griego -observaba aún, con su gusto por la paradoja- es uno de los vicios más saludables, porque obliga a caminar todo el tiempo...» Saludable, hasta cierto punto. Quizás esas manchas rojas que descubrió de pronto sobre su piel no se debían tan sólo a las consecuencias de una intoxicación. Mientras tanto su salud, ya afectada durante el período de su encierro y desmejorada tras una vida de disipación y miseria, sufría un franco empeoramiento. A finales de octubre, a pesar de las recurrentes jaquecas, la violencia de la enfermedad pareció ceder ante una leve mejoría. Wilde se levantó por primera vez después de tres semanas y salió, llegando a pie hasta el Barrio Latino. En el camino se detuvo en algunos bares y no pudo resistir la tentación de beber el ajenjo que los médicos le habían prohibido. Lo que más le preocupaba no era la muerte, sino las deudas que debía pagar. «Muero por encima de mis posibilidades», decía a todos sus amigos. El 3 de noviembre tuvo una brusca recaída y se vio reducido a condiciones desesperadas. En esta ocasión no había más esperanzas. Enterado de la noticia, Ross viajó de inmediato a París, donde ya se encontraba Turner asistiendo a Oscar. «Soñé que estaba cenando con los muertos», dijo el escritor a Ross y a Turner, que se hallaban junto a él. «Estoy seguro de que también allí eras el alma de la velada», respondió Turner para distraerlo. La fibra de Oscar resistió, no obstante la virulencia del ataque, casi hasta fin de mes. Pero él ya era consciente del ocaso: «Uno de nosotros debe irse», decía, mirando con fijeza el horrible papel que revestía su cuarto del hotel. El 28 de noviembre la situación se agravó. Ross, con el consentimiento de su amigo, que estaba casi en estado de coma, envió a buscar a un sacerdote de la Orden de la Pasión, Cuthbert Dunne, quien acogió a Wilde en la Iglesia católica y le dio la extremaunción. En la mañana del 30 de noviembre de 19OO Oscar Wilde, a la edad de cuarenta y seis años, moría asistido por Ross y Turner, que se encargaron de lavar y vestir su cadáver. Las monjas vinieron a velarlo. Llegó también algún que otro visitante. Los médicos firmaron el certificado de defunción atribuyendo el fallecimiento a una meningitis cerebral. Se han planteado varias hipótesis acerca de las causas clínicas de la muerte de Wilde; y muchos biógrafos, para complacer al moralismo victoriano, no han dudado en identificarlas, sin demasiado fundamento, con una forma de sífilis aguda.
En 1966 Mac Donald Critcley expresaba por primera vez la idea de que el diagnóstico más probable era «neurosífilis», acompañada sin embargo por «una supuración intracraneal consecuencia de una otitis media séptica». En un estudio atentamente documentado que apareció en la revista Acta Otorinolaryng de 1966, otro insigne especialista, Crauthorne, lograba demostrar que el fallecimiento se debió en realidad a la infección auricular contraída cinco años atrás durante su encarcelamiento, nunca curada del todo ni antes ni después de conseguir su libertad, descartando la hipótesis de la enfermedad venérea. A su vez, Ashley Robins, profesor titular de farmacología de la Universidad de Capetown, en un artículo aparecido después en la revista The Practitioner, confirmaba sustancialmente este diagnóstico, subrayando el efecto destructivo que en un organismo ya debilitado por los traumas del encierro tuvo el abuso de alcohol en una vida de penurias y privaciones alimentarias: «Después del colapso padecido en la prisión en octubre de 1895, Wilde se vio afectado por una secreción del oído derecho que lo llevó de forma progresiva a una sordera monolateral. Parece ser que la atención prodigada a Wilde en relación con esta enfermedad fue inadecuada. El problema se complicó más tarde por el hecho de que ya cerca del fin, tomaba más de un litro de brandy al día, sin contar el ajenjo y otros licores que bebía en cantidad desmedida. El ajenjo, que entonces se vendía libremente en Francia, contenía thujone, una sustancia neurotóxica con consecuencias bien conocidas a nivel psíquico. En la anamnesis de Wilde constaba por otro lado la tendencia a un precoz deterioro intelectual por acción del alcoholismo...» Incluso después de muerto, Oscar logró buscarse problemas con la ley. El comisario de la policía del distrito, acompañado por el médico forense, dudó de la identidad del fallecido: el hecho de que en el certificado de defunción se hablara de un tal Oscar Wilde mientras que la persona fallecida estaba registrada en el hotel bajo el nombre de Sebastian Melmoth no dejó de despertar en el buen émulo de Maigret fundadas sospechas de un cambio de cadáveres o de una simulación de muerte. Se llegó a aventurar la brillante hipótesis, dado que el difunto no gozaba de una reputación respetable en la zona, de que la muerte se había debido a un suicidio o a un asesinato, amenazándose por lo tanto con trasladar el cuerpo a la morgue para las investigaciones del caso. Por último, por medio de la Embajada inglesa, el misterio Wilde-Melmoth quedó esclarecido y el grotesco equívoco resuelto. Lord Alfred Douglas, que por entonr:es se hallaba en Escocia, viajó de inmediato a París, pero no llegó a tiempo ni tan siquiera para ver los restos de Oscar. Con un último gesto de gran señor, como tardía reparación por no haber ayudado a su amigo mientras vivía, quiso por lo menos honrarlo cuando muerto. Y así tomó a su cargo no sólo todos los gastos de las exequias, sino también el pago de las deudas nada exiguas que Wilde había dejado a su paso. Los funerales se celebraron con discreción el 3 de diciembre en Saint-Germain-de-Près. El cuerpo fue sepultado en el modesto cementerio de Bagneux, en presencia de un cortejo de unas diez personas, con lord Alfred a la cabeza. Entre los pocos asistentes se contaban Reginald Turner, Robert Ross, Maurice y André Gide, que depositó una corona de flores sobre el féretro. El 1º de diciembre, inmediatamente después de la muerte de Wilde, el Times dio la noticia con un comentario teñido de sosegado moralismo: «Un telegrama de la Agencia Reuter, llegado de París, nos comunica la muerte de Oscar Wilde, acaecida por meningitis, en el día de ayer. Según parece, el melancólico fin de una carrera tan prometedora tuvo lugar en un modesto hotel del Barrio Latino. Allí se alojaba el ex brillante literato, exiliado de su país y de la sociedad de sus compatriotas. «El veredicto sobre su conducta, pronunciado en Old Bailey en mayo de 1895, destruyó para siempre su reputación y lo condenó a una innoble oscuridad por el resto de sus días. Purgados sus dos años de cárcel, se encontró arruinado tanto en lo que concernía a su salud no menos que a su fama y a sus bienes. La muerte concluyó bien pronto aquella que se había convertido en una vida de infelicidad y de inútiles pesares.» También los demás periódicos se mostraron bastante reacios y reticentes al registrar la muerte de Wilde; varias publicaciones prefirieron ignorarla por completo. Muy irónicamente, Wilde murió no sólo por encima de sus necesidades, sino también antes de tiempo, ya que no vivió lo suficiente para asistir a su propia rehabilitación. Había dicho pocos meses antes: «Siento que no llegaré al fin del siglo. Los ingleses no lo soportarían.» En 19O9, a petición de Ross, los restos de Wilde se trasladarán al cementerio del Père Lachaise, bajo un monumento de mármol esculpido por Jacob Epstein, el máximo escultor inglés después de Henry Moore. Al
pie de una esfinge coronada por una tiara, que emerge con un quimérico falo de un bloque de piedra, se tallará la frase extraída de los versículos del Libro de Job (29, 22). Verbis meis nihil addere audebant et super illos stillabat eloquium meum. «Después de hablar yo, no replicaban, y sobre ellos mi palabra caía gota a gota.» ***