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1999 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
LOS MOLOCH
PRIMERA PARTE I Cuando se va por el expreso de la tarde de Carlsbad a Rothberg, capital del pequeño principado del mismo nombre, en los confines de la Turingia y de la Franconia, se espera un poco más de tres cuarto de hora en Steinach, de donde sale, el ómnibus para Rothberg. La razón de esta espera es que, el coche de Rothberg recoge también a los viajeros que vienen de Erfurt. Ahora bien, el expreso de Erfurt llega a Steinach cuarenta y siete minutos después que el de Carlsbad. Cuarenta y siete, minutos son más de lo que hace falta para visitar Steinach. Esta antigua capital del principado de Rothberg-Steinach es gobernada por los Hohenzollern desde 1866. Al lado de la estación se ha edificado una ciudad, con casas de piedra de formidable arquitectura prusiana, almacenes a la moda de Berlín y tranvías de trolley. Más abajo, hacia el río llamado Rotha, dormita la antigua ciudad de Turingia, con sus pizarras y muros de madera, Rathaus del siglo XV y estatua ecuestre del, margrave Luis Ulrico. Los extranjeros, provistos de su guía roja, van en peregrinación hasta la plaza 3
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de Rathaus, a hacer conocimiento con la cara jovial del margrave. Los prusianos de paso, desdeñando la ciudad antigua, se pasean en el Kaisertrasse, admiran la arquitectura neonacional, los tranvías eléctricos y los almacenes. La gente del país se guarda bien de dejar la sala de espera, donde, en mesas adornadas con manteles rojos y azules, se vende al por menor cierta cerveza que no tiene nada de despreciable. Diez meses de permanencia en Rothberg en calidad de preceptor del joven Príncipe heredero, me habían enseñado suficientemente el atractivo de una leal cerveza de Turingia para que, en aquella tarde de agosto brillante de amarillo sol, mi primer cuidado al bajar del tren del Carlsbad no fuese sentarme en una mesa de la sala de espera... La señorita Crescencia Binger, sentada en el mostrador, me reconoció con una sonrisa. Era la tal una personilla muy flaca y empaquetada de negro, salvo un cuello de encaje falso color tostado. Tenía la cara de un ave nocturna, el cabello pobre, la boca delgada y los ojos de color de café con leche diluido. Vino espontáneamente a de positar delante de mí el puchero de barro que bajo su tapa de estaño babeaba la espuma rubia. La buena mujer acompañó este acto con una larga mirada que parecía decir: «Con este puchero le ofrezco a usted mi vida...» La verdad era que había yo creído en otro tiempo -fatuidad muy francesa,- que Crescencia Binger estaba enamorada de mí. Pero perdí esta ilusión el día en que al entrar de improviso en la sala de espera sorprendí a esa joven sentimental abrazando con entusiasmo a Herr Graus, princi4
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pal ciudadano de Rothberg, propietario hostelero de las quintas Luftkurort, es decir, del lugar para curaciones de aire que está próximo al castillo. Mientras yo bebía los primeros sorbos siguió animando la pequeña estación el ruido de la llegada. Crescencia distribuyó otros tarros a otros bebedores con la misma sonrisa de ofrenda integral. Rodáronse equipajes y se cruzaron llamadas. Después el tren volvió a ponerse en marcha, los viajeros se dispersaron y los bebedores, ya refrescados, salieron de la estación. Yo me quedé solo en la sala de espera en conferencia con mi cerveza empezada. -¿El señor doctor espera el coche de Rothberg? -murmuró la voz encantadora, verdaderamente encantadora de Crescencia. Respondí que, esperaba no sólo el coche de Rothberg, sino también el tren que venía de Erfurt, que debía traerme, algún conocido. -¿ Ha ido el doctor a Carlsbad para preparar el viaje de Su Alteza la Princesa reinante? Esta vez me contenté con un vago signo de cabeza. Y pensé para mis adentros: «Otra indiscreción de Herr Graus... » ¡Ese hombre informa decididamente a su amada de todos los incidentes de la Corte!. La señorita del mostrador no insistió. Pareció caer en profundas reflexiones y sus ojos café claro miraron a un vago espacio. ¿Qué veía en ese espacio? ¿Un oficial prusiano, a Herr Graus, o a mí mismo? No me paré a resolver este enigma y me puse a meditar por mi propia cuenta. 5
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Eran un poco más de las tres. La sala de espera, con sus maderas amarillas y su papel imitando roble, estaba invadida por un sol oblicuo no muy ardiente que jugueteaba con el estaño de los tarros, con el cabello clarucho de la cajera, y con un espejo colgado en la pared enfrente de mí. Eché una mirada a ese espejo y me envió la imagen de un joven sentado delante de un bock. Ese joven, bastante elegantemente vestido con un terno gris de hierro, no parecía tener más de veinte años; yo sabía, sin embargo, que tenía veintiséis, puesto que este joven era yo mismo. Le miré curiosamente como se mira, a un extraño, y en seguida el joven del espejo se compuso en aspecto grave; pero su cara juvenil, regular y a la que servían de marco abundantes cabellos, y su boca, a la que costaba trabajo no sonreír, desmentían ese esfuerzo de severidad y se burlaban de él. «Luis Dubert -dije mentalmente a aquella imagen irónica,- ¿por qué tiene usted hoy ideas de color de sol?... Amigo mío, su caso de usted no es tan brillante. Es usted pobre, y pobre después de haber sido rico, lo que es peor. Hasta el año, pasado era usted un joven burgués, en París vagamente agregado a los Negocios Extranjeros y que para divertirse leía metafísica y hacía, versos invertebrados. Su padre de usted era un financiero considerable, dueño del mercado de la, remolacha. Ciertamente no se ocupaba mucho de usted ni de su hermanita Gritte. Era un financiero mundano que, habiéndose quedado viudo muy joven, se empleaba con demasiado celo en proteger a las artistas. Pero, en fin, no os dejaba, carecer de, nada, ni siquiera, de lo superfluo. La agradable 6
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inutilidad en que usted vivía el tierno cariño que, le unía a Gritte bastaban para hacer a usted dichoso. La remolacha hizo traición al financiero, que perdió al mismo tiempo la fortuna y la vida. Fue preciso poner a la inocente Gritte en Vernon, en el colegio de las hijas de los legionarios. Usted mismo se ha dado por muy contento, gracias al apoyo del ministro, con aceptar esta plaza de preceptor de Príncipe en el fondo de Alemania, con mil pesos de sueldo... Después de esta catástrofe han pasado apenas diez meses... ¡Luis Dubert, es pronto todavía para sonreír! » Así, como un inspector mal humorado golpea, el pupitre, con la regla para impedir a los alumnos distraerse, y reír, yo azotaba mi memoria con el recuerdo, de todas mis razones de, tristeza, reunidas en un haz. Uno de los recuerdos más tristes era mi llegada a Rothberg, en el invierno anterior. Era en el tiempo de Navidad... Los Pinos, las hayas y los cedros del Rotha dormían transidos bajo su manto de nieve; por primera vez subía en un coche de Herr Graus los nueve kilómetros de cuesta que separan Steinach de Rothberg. Subí entre, la noche y el viento, como el caballero del Rey de los Aulnes. ¡Qué triste noche y qué triste viento ¿No era la puerta de una prisión aquella tétrica poterna por donde se metió el coche, iluminando con sus faroles, al portero del castillo, que me, pareció el carcelero? Sin dejar de, saborear la cerveza de Crescencia Binger, me complací en evocar aquella aparición del Hof-portierKrebs a la luz amarilla de los faroles, aquel alto cuerpo galoneado, aplastado contra la pared
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para dejar pasar el coche... Y creía que había logrado ponerme melancólico... Pero dentro de mí protestó enseguida la más indecorosa alegría de vivir. La memoria del portero Krabs se borró apenas surgida como el aliento en un espejo, mientras dos caras infinitamente más graciosas, aunque desigualmente, dos caras femeninas, jugueteaban en su lugar. Volvió a ser evidente para mí que tenía veintiséis años; que en una tarde de agosto llena de sol estaba sentado delante de un tarro de cerveza sabrosa en la estación de Steinach, recién llegado de Carlsbad y esperando el tren de Erfurt. Mis manos buscaron por sí solas mi cartera en el bolsillo interior de la americana como si hubiesen querido ponerme una vez más ante los ojos las razones que yo tenía para sonreír al destino. Esas razones, eran dos cartas que, me decidí a leer de nuevo. La primera, con sello de Francia y escrita con una letra un poco masculina, decía: «¡Qué suerte! ¡Qué alegría ¡Luis querido, mañana salgo para Alemania, para el país de tu Príncipe, y, sobre todo para ti, mi hermano mayor, mi Luis... Me cuesta trabajo creer que es verdad, que es cosa de mañana, que estoy haciendo un verdadero baúl y que meto en él cierto traje, no dos ciertos trajes... Ya veréis los rothbergenses, y el Príncipe, y tú... ¿En qué estaba?... ¡Ah! Sí ¡Pensar que tu Gritte, bien viva y bien despierta tomará mañana el tren a las siete en punto de la tarde y que el martes, a eso de, las cuatro, caerá en los brazos de su Luis querido, le, deshará la raya para hacerle rabiar, le tirará 8
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del bigote, luchará a brazo partido con él y le contará su vida de estos diez meses!... Porque ya comprendes que hay un montón de cosas, que no he puesto en las cartas... Es espantoso lo que, voy a hablar el martes... Ya puedes abrir las orejas. Y tú hablarás también y me contarás todo lo que ves y cosas s y extraordinarias, pues por mucho que me, digas que eso es tan triste, siempre será más alegre que estos, muros, como hubiera dicho nuestra fundadora la madre Maintenon. ¡Viva! ¡Viva! Voy a ver a Luis... Y tú, ¿estás contento? No encuentro tu última carta bastante exuberante, bastante loca. Me dices cosas precisas y me das explicaciones sobre los cambios de tren y sobre las horas. Me importa un comino de todo eso, Luis, ¿entiendes? Quiero que estés como yo, loco de alegría ante la idea de, que vamos a reunirnos. (¿Sabes? es verdaderamente amable tu Príncipe por haberte autorizado a no vivir en el castillo durante mi permanencia, en Rothberg, vamos a hacer tú y yo una deliciosa, parejita en libertad, mientras que, si hubiera tenido que habitar en el castillo, aun contigo, me hubiera encontrado un poco atada. Yo no tengo como tú la costumbre, de las Cortes...) ¡Dios mío! ¡Cómo me voy a colgar de ti durante dos semanas!... ¡Los meses pasados lejos de ti han sido tan duros! Mucho más de lo que decían mis cartas. Me he dado cuenta de cuánta era mi dicha cuando nos veíamos todos los días... ¡Qué tonta era entonces! Me contentaba con ser feliz, sin pensar continuamente: ¡Qué feliz soy!... Ya lo ves, no sé lo que té cuento y me hago un lío; no soy como tú, especie de 9
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preceptor de Príncipe, con tus horas de trenes y tus indicaciones sobre el lado hacia el que hay que mirar el paisaje,... ¿ a mí qué me importa el paisaje, especie, de Baedeker? Sabe, sin embargo, si es que la señora directora no te lo ha escrito, que viajará hasta Erfurt con unas personas muy decentes, personal de embajada, encargado de, impedir que roben a tu Gritte en el camino. Eso sí, en Erfurt me entregan a mí misma y las personas decentes continúan hacia Dresde. No dependerá más que de mí el hacerme robar de un general prusiano en lugar de ir a buscarte. ¿No estás un poco alarmado y un poco celoso? Tú eras celoso antes de dejarme... Ea, adiós, querido Luis; te beso en la raya y me acurruco en tus rodillas como cuando hago la pequeñita. »GRITTE.» P. S.- Supongo que habrá un tennis en los dominios de tu soberano. ...Tener una hermana doce años más joven que uno, divertirse con ella primero como con una muñeca viviente y luego como con una, compañera de juegos a quien se protege, y se enseña; después, hacia la época en que uno mismo está agitado por la vigorosa juventud, verla desarrollarse y resumir las seducciones de especie, turbadora en la que un francés piensa únicamente cuando tiene veinte años, la mujer, y gozar de su compañía sin emoción; y sentir los frescos brazos de, una joven enlazarle a uno el cuello y el perfume de sus cabellos, subírsele a uno a las narices; coger la tierna mi10
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rada de sus ojos, y que todo esto sea sano, calmante y fortificante; he, aquí un goce raro reservado a los hermanos mayores que han practicado una tierna intimidad con una hermana, mucho más pequeña. que ellos. Gritte, nacida en 1890, casi no había conocido a nuestra madre, muerta en 1896. No se puede decir tampoco que conoció mucho a nuestro padre, que vivía, principalmente, fuera de su casa. Yo fui, pues, el educador de Gritte hasta la catástrofe que nos arruinó y costó la vida a nuestro Padre. Pero el bien que hice a Gritte me le devolvió ella cien veces. Esa presencia pura me impidió practicar con las mujeres en general las teorías brutales o desdeñosas de mis contemporáneos. Joven ocioso, rico y libre en París, no hice ciertamente la vida de un fraile, pero, al menos no profesé la opinión de, que «todas las mujeres son unas perdidas» ni de que el amor es un simple acto. Cuando salí para Alemania flore a en mí corazón una florecita azul de Francia. Cuando estaba evocando estos recuerdos, después de guardar la carta de Gritte en la cartera, un empleado de aspecto y traje, soldadescos entró en la sala y con voz irritada proclamó que el tren de Erfurt traía siete minutos de retraso. Después de lo cual nos miró con aire amenazador a la tierna señorita, Binger y a mí, como para advertirnos que no teníamos para qué recriminar, que un tren prusiano tiene el derecho de retrasarse y que en una línea prusiana los viajeros son súbditos del tren, emanación del Emperador. La señorita Binger escuchó aquel aviso y sufrió aquella mirada con la indiferencia de un alma completamente, desligada de todo 11
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lazo terrestre. En cuanto a mí, la irrupción de aquel funcionario me proporcionó el entreacto que necesitaban mis escrúpulos para leer, después de la de Gritte, otra carta femenina... menos perfectamente pura. Esa otra carta, más larga, estaba también escrita en francés, pero con una letra más ancha, más estudiada y de carácter claramente alemán, gracias al aspecto de las r, de las m y de las a; cuatro carillas de papel azulado, timbradas con una simple corona de oro cerrada y perfumada con un ligero olor de jicki... Los juegos de la psicología sentimental me han divertido siempre; y me confesé, sin absolverme, por ello, que los placeres nacidos de las dos cartas se mezclaban inseparables en mi gozo presente. Estaba ésta fechada de la antevíspera en el castillo de Rothberg y la había yo recibido la víspera en Carlsbad. «Ruego a usted, amigo mío -decía,- que evoque ante sus ojos (esos ojos del color del cielo de Francia) el buen retiro en que me gusta oír su voz leerme al querido Verlaine, a Baudelaire y también a Octavio Feuillet y a Jorge Sand... Se lo imagina usted, ¿verdad? La una de la madrugada. El castillo está dormido a mi alrededor. Un gran silencio, un poco medroso. Hace un momento, levantando los visillos de mi ventana, he mirado hacia el valle del Rotha; la luna ha desaparecido; pero hay tantas estrellas, y, sobre todo, nuestra Vega... (Es preciso que mire usted también la Vega en cuanto aparece, y pensará usted que mi mirada se refleja en ella). No se oía en el profundo vallé más que el murmullo del Rotha, 12
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que, salta de roca en roca como la Ilse de Heine. Enfrente de, mí las quintas de ese Luftkurort que detesto, ponían aún algunos puntos de claridad. Y yo daba a usted entonces mi pensamiento, para que usted lo pusiera pronto en su corazón como un precioso pétalo de flor. ¿Pero piensa usted siquiera todavía en nuestro triste y glorioso Rothberg ni en la prisionera lánguida que le habita, prisionera de su categoría y de su fidelidad alemana? No me atrevo a creerlo. Es usted un joven francés, es decir, un ser espiritual, encantador... y ligero. Ese viaje, a Carlsbad ha sido para usted una escapatoria de colegial; estoy segura de que en Carlsbad se ha divertido usted mucho. Ese, pueblo está lleno de, criaturas bonitas y fáciles. Y nunca se ha visto a un francés, estarse tranquilo entre fáciles y bonitas criaturas. Le regaño a usted y soy injusta. Le estimo demasiado para pensar que cierta imagen pueda ceder el campo a las de unas mujeres cualesquiera. Tiene usted el corazón muy noble y el sentido de la importancia de las cosas. Su ausencia es un servicio que usted me hace; me gusta que sea usted quien me instale y me escoja mi albergue, a fin de que en septiembre, cuando está allí lejos de, usted, pueda evocar a su vez los lugares en que viviré. (Por lo demás, yo me arreglaré con el Príncipe para, tener necesidad de usted allí durante unos días por lo menos). Estoy segura de que me encontrará usted un buen nido. No olvide usted que la sala de baños debe estar provista de un aparato para calentar la ropa. ¡He sufrido tanto por eso el año pasa-
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do, en Mariebad, donde Berta tenía que calentar directamente la ropa en un horrible hornillo de petróleo! Oigo al centinela que se pasea por el camino de ronda al pie de mi ventana; su paso sólido y disciplinado evoca para mí la seguridad y la fuerza alemanas alrededor de mi soledad. Pero ¡ay! esa fuerza y esa seguridad no bastan para mi reposo. Esta noche, como la precedente, dormiré mal… Me faltará la sensación de que no lejos de mí, en este inmenso castillo, habita mi querido enemigo hereditario. Ese, enemigo no me defiende, de los peligros físicos como el fuerte centinela alemán; pero sabe ahuyentar de mí las horribles melancolías que suben para mí de las profundidades de este valle, demasiado sublime y de las meditaciones sobre las condiciones de mi vida...¡Oh! mi poeta y profesor, su discípula quiere confesarle que se juzga aislada lejos de usted. Y siente, pena al pensar que durante cinco largas semanas, aun después de que, usted vuelva, no dormirá usted bajo su techo. He vuelto a hacer sola nuestras peregrinaciones favoritas... el María-Elena-Sítz, Grippstein, los bosques del Thiergarten, el pabellón de Caza. Los paisajes que juntos habíamos encontrado tan hermosos y risueños, habían perdido su sonrisa y hasta creo que un poco de su belleza. Pero, ¿qué digo? Olvido verdaderamente quién soy y quién debo ser. Preciso es que me inspire usted una extraña confianza para recibir de usted tales confesiones. ¿Está usted orgulloso al me»nos? Dígamelo usted para que, yo esté menos confusa Y menos irritada contra mí misma.
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Espero carta suya mañana a primera hora. Por Dios, que me le traiga usted tal como es cuando le tengo a mi lado, y no un funcionario respetuoso (como la última que he recibido). Amigo mío, estoy cansada de respeto. He vivido en el respeto en la corte de Eldenburgo toda mi juventud... He, vuelto a encontrarla como Princesa reinante de Rothberg, donde todo el mundo me respeta, hasta mi marido... a usted, mi nuevo súbdito le dispenso del deber del respeto hacia su soberana y amiga. ¿Está dicho? ¿Recibiré al fin la carta deseada, no del súbdito, sino del amigo, la carta que la amiga no se atreverá a dejar leer a la soberana? Me apresuro a cerrar esta carta; acaso la rompiese si volviera a leerla. »ELSA, Princesa de Rothberg. » «P. S- La señorita de Rothberg me recomienda que ruegue a usted que no olvide completar las cuatro copitas que faltan en mi servicio de licores, y le recuerda a usted las señas: Stinde Hoflieferant, Bergstrasse, 28. » «Segundo P.S.- ¿Creerá usted que, he tenido anoche que cenar otra vez en el castillo con él ministro de la policía, Drontheim, con su enorme mujer y con su hermana Frika? No se ha guardado ninguna precaución con Frika. Se han extraviado los dos solos en el parque inglés... ¡Piense usted con qué libertad ha latido mi corazón por usted en esos minutos¡»
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¿Es porque, he leído un momento antes la carta refrescante de Gritte?. Ahora leo esta con una sangre fría y una lucidez de notario. Sin embargo, dos días antes, cuando la recibí en Carlsbad, me trastornó un poquito. Me puse a bailar en la alfombra del cuarto del hotel, después de lo cual me miré atentamente, en el espejo del armario, me arreglé casi con ternura el cabello y la corbata y, finalmente, me declaró a mí mismo que todo se explicaba y que mi soberana, tenía buen gusto... En los alrededores de, los veinticinco años la vanidad contribuye, más que los sentidos o que el corazón a impulsar a un joven francés hacia el amor. Ocurría que, en el momento de salir de Francia estaba esperando todavía un incidente, notable en mi vida sentimental. Y éste era notable entre. todos: una Princesa reinante... Me persuadí fácilmente de que había presentido esta aventura y me había reservado para ella. Y el día en que, en Carlsbad recibí esta carta besé como un colegial los trazos que formaban el nombre de Elsa y la fotografía colocada en mi mesa y que representaba a «mi soberana» coronada y con los hombros desnudos medio cubiertos por el manto de Corte. Y me complació no observar que esa fotografía databa de diez años. Así me había portado en mi cuarto del hotel de Carlsbad después de un día consagrado al servicio de licores y a la sala de baños. Hoy, en la sala de espera de Steinach, cinco minutos antes de la llegada de, mi hermana Gritte, una maravillosa vista intelectual descomponía y analizaba para mí todas las frases de esta misma carta. Leía en ella el carácter de la Princesa. ¡Buena! ¡Oh! la bondad misma, incapaz de causar un da16
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ño voluntario y de una dulzura templada por un exagerado orgullo de su categoría (aunque no quería convenir en ello), y por un patriotismo alemán muy violento (aunque lo negaba y se burlaba por ello del Príncipe su marido). Muy influida por lo romántico y por el sentimentalismo alemán... Por primera vez comprendí que no comprendía nada de la Naturaleza y que la veía a través de los poetas. Me pareció también que carecía de tacto, lo que ya había echado de. ver anteriormente, pues las recomendaciones sobre la cristalería y la sala de baños, viniendo inmediatamente después de las efusiones y de las declaraciones amorosas me volvían a mi sitio de doméstico superior. Y la postdata relativa a las infidelidades del Príncipe y a sus amores con la señorita Frika de Drontheim, puesta como una suprema excusa del tono de toda la carta, me causaban también un ligero malestar. Pero tregua al análisis: se anuncia el tren de Erfurt. Los viajeros y los amigos de los viajeros se apresuran. Dejo mi escote en el mantel, al lado del tarro medio vacío, y, después de haber dirigido a Crescencia. Una sonrisa que ella me devolvió, si así puedo expresarme, centuplicada, corro yo también al andén. De uniforme rojo galoneado de oro, igualmente comparable a un portero de hotel que a un general boliviano, el jefe de estación de Steinach presidía la maniobra de tres baúles y un cesto de pollos, tan grave como un capitán que da un combate decisivo. «Gritte -pensaba yo investigando el horizonte frondoso por donde dentro de un momento surgiría el tren, Gritte, mi 17
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hermana, mi pequeña Providencia, a ti sola es a quien amo decididamente. ¡Abismos, del corazón! decían los románticos. Mientras yo dirigía a Gritte esta oración jaculatoria, una voz íntima protestó en mí. Y como a veces los ermitaños, en el desierto, no sabían ya si era, el buen ángel o el malo quien las cuchicheaba al oído, no supe, distinguir si esa voz era la de la conciencia, la de mi vanidad o sencillamente la de mis sentidos. «¡Ingrato! -decía esa voz…- ¿Por qué reniegas de la otra Providencia femenina que te ha acogido aquí? Recuerda tu angustia cuando entraste por la poterna del castillo... Recuerda las rebeliones de tu orgullo en presencia del mayor, Conde de Marbach, y del Príncipe, mismo... ¿Quién te ha hecho la vida soportable y hasta dulce manifestándote, atrevidamente su benevolencia, en seguida imitada por la servil pequeña Corte, por el Hof-intendente, Lipawski, por el ministro Drontheim, por los magistrados y por el capellán? Sin esa protección femenina, ¿hubieran sido tolerables tus diez meses de permanencia en Rothberg? Y, después, esa Providencia es guapa... En la víspera del ocaso quizá, pero todavía exquisita y reputada como tal en toda la comarca... Un poco artificial en su sentimentalismo y en su admiración de la Naturaleza; pero qué importa si su presencia ha coloreado para ti los paisajes que habéis visto juntos? ¡Falta de tacto! ... ¿Qué importa si su corazón es sincero y tú sabes que lo es?... ¡Alemania! ¿Puedes acusarla por amar a su país y por admirar una fuerza y una prosperidad que son reales? En fin, te ama,
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y ese es el fondo de las cosas. Déjate, amar y no raciocines tanto sobre tu dicha...» En este momento me pareció que el sol de agosto iluminaba más radiante el círculo de frondosas colinas que rodeaba a la estación. Acepté decididamente toda mi alegría de vivir y me. Decidí a beber en las fuentes, puras o no, de donde me parecía que, brotaba la felicidad. De repente, una gran locomotora desembocó del túnel próximo y acometió a la estación. Pronto toda la masa del tren se detuvo en medio de un estrépito de frenos y de ruedas rechinantes. La portezuela de un vagón se abrió justamente delante de mí, y Gritte se precipitó en mis brazos. Fue aquel un minuto sabroso. Como era yo diez centímetros más alto que ella, la levantó del suelo y mi hermana escondió la cabeza entre mi hombro y mi cara, de modo que yo sentía la frescura de su mejilla y respiraba toda la viviente juventud y todo el perfume de flor de aquel ser querido. Cuando la puse en el suelo, Gritte murmuró: -¡Ah! qué felicidad... Y colgándose otra vez de mi cuello, me besó de nuevo y por poco me deja, caer el sombrero. Entonces me cogió del brazo libre (en el otro llevaba su saquito) y me dijo mirándome de la, cabeza, a los pies: -Estás guapo como siempre, Luis... Ni uno de los hermanos de mis compañeras, a quienes veo en los días de entrada al locutorio, es tan guapo como tú... Sí, señora - añadió dirigiéndose a una honrada burguesa con un sombrero de 19
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lazos amarillos que, al lado de su esposo, abría mucho los ojos y los oídos al ver dos extranjeros tan libremente tiernos; - sí, mi hermano es muy guapo, más guapo que el adefesio de su marido de usted, con esos anteojos. -Y tú - le dije besando su mano desnuda, - eres la más encantadora francesita que se puede, expedir a la Turingia... Es lindamente agradable el ver una de tu especie cuando se ha estado privado de ellas durante diez meses... ¿Qué tal el viaje? -Excelente. Escucha. El caballero y la señora que me, han acompañado hasta Erfurt son los señores de la. Courtellerie, agregados a San Petersburgo... Tu ministro fue quien los procuró. Un poco noveleros y fastidiosos, pero muy amables conmigo... Oye otra cosa. Esto pasaba en el andén de la estación, llena del estrépito de la llegada. El jefe rojo y oro contaba con ojos severos los viajeros como otros tantos prisioneros de una reciente batalla... a la entrada del edificio, el temible anunciador de retrasos arrancaba los billetes de, manos de los viajeros como si comprobase, su orden de prisión. a lo largo del tren se cambiaron breves órdenes marciales, y el tren silbó en seco, rechinó y se puso en marcha... Nosotros entramos en la estación y esperamos nuestros equipajes. -¿Por qué me - preguntó Gritte, - esa gente galoneada de Alemania hace tantos remilgos porque, después de todo, los trenes llegan con retraso, como en Francia? Allí, al menos las cosas pasan francamente.
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- Muchas cosas - repliqué en tono dogmático, pasan aquí mejor que en Francia. Gritte me miró, y toda su linda cara redonda y de expresión decidida dibujó una pequeña mueca. Mientras esperábamos los equipajes entre la multitud disciplinada, pensaba yo: «Salí de Francia hace diez meses siendo admirador sincero de Alemania. Hoy, si no acepto íntegramente la fórmula sumaria inventada por Gritte, encuentro que contiene una parte de verdad. Lo cierto es que mi admiración por Alemania no es ya ciega ni entera. ¡Hay en ella tantas cosas que hacen daño a mi gusto latino del compás! ¡El reinado de la fuerza se ha instalado tan soberanamente en este país del pensamiento!» Gritte, en la fila, se encontraba separada de mí por la señora panzuda con su sombrero de, paja y lazos amarillos. Mi linda hermanita no cubría con semejante sombrero sus abundantes cabellos castaños. Una boina de terciopelo negro fijábase en ellos, con una aguja de cabeza de lápiz, regalo que yo le hice en los tiempos de mi prosperidad. Su esbelto talle, libre de corsé, está sencillamente sostenido por unos tirantes: que dejan al busto libre de girar sobre las caderas, todo esto en un simple traje de corte de sastres, de seda azul, con bolero; unos guantes de piel de Suecia un poco ennegrecidos por el viaje, y, debajo de la boina, la más linda cara de muchacha, con un cutis de melocotón sonrosado, nariz recta, y pequeña y una mirada gris azulada directa, valiente y franca... No se podía menos de observar a mi hermana Gritte. Producía sensación. 21
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-No es más que una colegiala de Francia, apenas salida de la edad ingrata, pensé. Y ya su reinado de gracia se establece sobre estos burgueses de, Turingia... Sin embargo, hay aquí dulces ojos azules y masas de cabellos dorados que, sirven de marco a amables caras sonrosadas. Pero esta fina esencia de feminidad que exhala Gritte, ¿no es una esencia latina?... La curiosidad que me inspiraban las maniobras de la misma Gritte me sacó de mis reflexiones. Encontrando que las cosas no pasaban en la estación de Steinach bastante a su gusto, se había salido de la fila y saltado la valla que la separaba de sus equipajes. Púsose sola a buscar el baúl, le encontró, cogió a un empleado por el brazo, y, en la lengua de Voltaire, sencillamente, le ordenó que le transportase. ¡Potencia admirable de la joven gracia femenina! Aquel mozo de carga, sucio y barbudo como un mujick, obedeció, cogió el baúl, y siguió a Gritte triunfante. Y nadie protestó en el dócil rebaño que esperaba su vez. Solamente el temible anunciador de los retrasos, habiendo visto de lejos que pasaba algo ilegal, se precipitó hacia mi hermana, pero ya el baúl, en hombros del mujick, bajaba los escalones exteriores, y era subido al coche de Herr Grauss. Me apresuré a evitar un conflicto y, acercándome al áspero funcionario, le mostré a Gritte, que la observaba con indiferencia, y pronuncié esta simple palabra: -Hofdienst. El hombre de los adornos rojos se paró en seco, me conoció, miró a Gritte y, cortado ante aquellos ojos imperiosos y claros, inició un saludo y se metió gruñendo en la estación.
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¡Hofdienst! Palabra mágica en el perímetro de los estados do Rothberg. Acababa de observar que su efecto se extendía más allá de las fronteras del principado y hasta en territorio prusiano. «Hofdienst, servicio de la Corte», dicen los diccionarios. Y esta traducción que significa, en francés una especie, de domesticidad, expresa mal lo que contiene, al contrario, de decorativo el vocabulario alemán. Nunca, por otra parte, le había visto poner coto tan bruscamente al instinto tiránico de un funcionario. Acaso, aplicándose a Gritte, habla significado para el obscuro cerebro de aquel bajo tirano que esta niña radiante era ella misma una princesita. -¡Cómo! Señor doctor - dijo una voz detrás de mí, - ¿no es un carruaje del castillo el que viene a buscarle a usted? Fue preciso que Herr Grauss me diese un codazo para que comprendiese yo que estas palabras se dirigían a mí. Después de diez meses de Alemania no estaba aún acostumbrado al título sonoro que me valían mis funciones. Me volví y conocí la fuerte constitución, la cara colorada y la lustrosa barba negra del importante personaje. Herr Graus se inclinó con una deferencia un poco irónica, y yo di la mano a aquel ciudadano principal del principado, tenido por el más rico después del Príncipe. Le respondí en alemán que, en efecto, mi hermana y yo Hamos sencillamente a Rothberg en el ómnibus, con el mismo Herr Graus, si él nos hacía el honor de sentarse a nuestro lado «en su vehículo» Yo no hablaba muy mal el alemán, pues mi primera infancia estuvo confiada a los cuidados de una adicta hannoveriense. Pero Herr Graus no admitía que un francés 23
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pudiese entender el idioma de Goethe ni hablarle de un modo inteligible, y me respondió en francés. Hablábale él como buen berlinés con lentitud extremada, con bastante corrección y con palabras demasiado escogidas. Herr Graus replicó en ese francés selecto: -Espero que a esta señorita le gustará nuestro hermoso país con sus, montañas románticas y el magnífico castillo del Príncipe. Espero que estará a gusto en Alemania y que al volver a su país y hallarse en los «boulevards» dirá a sus jóvenes amigas que no somos bárbaros. Juzgué superfluo advertir Herr Graus que mí hermana no se pasaba la vida en los «boulevards» de París ni llegaba a la Turingia creyendo encontrar en ella germanos del tiempo de Arminius. Me contenté con preguntar (en francés esta vez, pues no soy obstinado): -¿Están preparadas nuestras habitaciones, Herr Graus? -Sí, señor doctor. He hecho preparar para ustedes el departamento de la derecha, en el primer piso de la villa Else. Tienen ustedes dos piezas que comunican, una de las cuales da a la plaza y es para esta señorita. La otra tiene un gran terrado cubierto, con vistas al valle de Rotha, al Thiergarten y al castillo. No hay aquí evidentemente el lujo de la Corte, al que, está usted acostumbrado pero las vistas, son aún más admirables que las de su cuarto del castillo. Habían acabado de subir los equipajes al techo del ómnibus y subimos. Además de Herr Graus y de nosotros dos, iban en el coche la señora del sombrero de lazos amarillos y su marido, el personaje rubio con anteojos de oro. Graus me 24
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confió al oído que eran unos vendedores de telas de algodón, de Sajonia, que venían a pasar las vacaciones, en el Luftkurort porque la señora estaba un poco «anemática.» Hubiera podido corregir a Graus y decirle que se decía, «anémica.» Pero enmendar todo el vocabulario sapiente, de Herr Graus, (aunque él me lo rogaba sin cesar) me había parecido una tarea ingrata y superflua, que por otra parte hubiera quitado a su conversación francesa lo más, pintoresco que tenía. Al trote de los dos hermosos y pesados caballos bayos de Franconia, empezamos a caminar por los paseos y las calles llenas de sol de Steinach. Guiaba un cochero muy joven, casi un niño, de cabello de pálida estopa y empaquetado en una área demasiado ancha para él. En cuanto me vio me hizo un signo de amistad. Era Hans, hermano de lecho de mi discípulo el Príncipe heredero. El comerciante de los anteojos de oro y su esposa estaban sentados detrás del pescante, y Herr Graus hablaba con ellos llamándolos incansablemente «señor consejero de comercio» y «graciosa señora del señor consejero de comercio.» La manía de los títulos, ha dicho Enrique Heine, es muy alemana. Herr Graus no podía hablar con nadie sin colgarle un título. También él se hacía llamar «señor director», significando así que dirigía las quintas, el Kurhaus, los hoteles del Luftkurort y, sin duda por extensión, también la aldea y, un poco, el principado. Gritte se había instalado al lado de la portezuela y me había hecho sentarme a su lado; su manita se había colocado en mi brazo y los dos gozábamos al sentirnos apretados el uno contra el otro. Nuestros ojos miraban las mismas cosas. 25
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Primero las casas del nuevo Steinach, del Steinach prusiano: el boulevard nuevo, la Moltkestrasse y la Kaisertrasse. Todo era allí. Pesados edificios, la mayor parte de, estuco y los más recientes edificados de piedra de talla, de un estilo muy cargado, mezcla extravagante de gótico y churrigueresco. Los pisos bajos estaban adornados de abundantes y vistosos almacenes. Pasaba poca gente porque era verano, pero el pequeño tranvía eléctrico circulaba, sin embargo, entre la, estación y los arrabales. En la acera tres oficiales ceñidos en el uniforme azul hacían sonar las espuelas y los raros burgueses, hombres, y mujeres, se apartaban delante, de ellos. Se cruzó con nuestro coche un pesado camión cargado de toneles de cerveza. Una victoria bien enganchada pasó con una opulenta dama que llevaba un sombrero Gainsborough y un traje de seda tornasolada que relucía. Dos criadas con su cesta al brazo interrumpieron una conversación muy animada para contemplar nuestro ómnibus. Y esto fue todo lo que nos ofreció de, pintoresco germánico el nuevo Steinach en aquella tarde del mes de agosto. Pero de pronto tomó el coche, una vía estrecha y desembocó al fin en una plaza semicircular, bastante mal empedrada y rodeada de, casas antiguas a la moda de Turingia, unas veces de muros de madera aparente y alero rosa, como la arena del Rotha, y otras caparazonadas de, arriba a bajo de pizarras, con unas pequeñísimas ventanas abiertas en el caparazón. Hans paró delante del Rathaus, donde Herr Graus tenía algo que hacer. En el centro del semicírculo levantaba sus techos puntiagudos la antigua casa consistorial y en la 26
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planta baja las viejas covachas, alemanas bajaban hasta su mitad en el suelo, dominadas poco a poco por la plaza, que subía lentamente, en el curso de cientos, de años... De una de estas tabernas en forma de cueva, a las que, se entra por escalerillas de piedra que salen a la acera, brotaron cánticos de estudiantes en vacaciones. Uno de ellos apareció con la boina en la frente y una cicatriz en su alegre y leal cara de candidato... La estatua ecuestre de un hombre de barba, con el aspecto de un buen propietario rural a pesar de su traje militar, adornaba el centro de la plaza; era la imagen del margrave Luis Ulrico, que gobernó hacia el fin del siglo VII el pequeño Principado de Steinach. Soberano pacífico de, aquel modesto Estado, vivía en paz con sus vecinos y especialmente con el Príncipe de Rothberg, con quien casó a su hija reuniendo así los dos territorios. Steinach se convirtió en capital de Rothberg-Steinach. Steinach no tenía bajo su reinado ni la Moltkestrasse, ni la estación, ni el Denkmal de los guerreros ni los tranvías eléctricos. Pero era libre capital de un pequeño estado libre en vez de ser un lejano pedazo de Prusia... Y cuando ocurrían acontecimientos en Marruecos, los bebedores del Rathskeller (o taberna del Rathaus) seguían fumando su pipa de porcelana y bebiéndose su cerveza clara u obscura, según las épocas, del año o el gusto de cada uno, y estaban seguros de que el sultán no les impediría acabar su pipa ni su jarro... -Es bonito este rincón - me dijo Gritte mostrándome la plaza y el Rathaus. En este momento Herr Graus, volvía a subir al coche. 27
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-Usted, señorita, que viene de París, debe de encontrar fea esta parte de la población -dijo-. Pero, ¿ha visto usted la ciudad , cerca de la estación? Un día vendrá en que todo Steinach estará así, formado de casas de piedra. Gritte, repitió: -Encuentro esta plaza muy bonita. -¡Oh! -dijo Graus- usted dice eso por su urbanidad francesa, pero no puede pensarlo. Gritte no se dignó responder. El coche había vuelto a echar a andar por las estrechas calles del antiguo Steinach. Pronto fueron escasas las quintas que dormían al sol rodeadas de verdes jardines. Apareció la vega del Rotha, y todo alrededor las nobles montañas encapuchonadas de verdor. Hicimos alto delante de una casilla desde cuya ventana una mujer entregó al cochero una bandeja de estaño, en la que cada cual de nosotros depositó unos pfennigs, peaje de la carretera del Príncipe. Este incidente de otra edad divirtió a Gritte; Herr Graus pareció humillado por él y volvió la cabeza. Entrábamos en los Estados de Rothberg. El camino se reunía con el Rotha, aquí calmoso y tranquilo en su lecho de, arena roja. Los caballos, se pusieron al paso. Empezaba una cuesta de nueve, kilómetros.
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II En Steinach el Rotha conserva su apariencia de prudente río cívico, contento de estar encerrado entre sus muebles de piedra como una señora de burgomaestre en su hotel. Hasta es preciso a los curiosos de la ciudad que se divierten en observarlo desde lo alto del puente de piedra, ejecutar repetidas experiencias con corchos, cascaras de nuez y pedazos de papel para convencerse de que corre realmente y no es un estanque inmóvil ni un río pintado de color de rosa por el capricho de algún margrave de Steinach, en los tiempos en que los margraves hacían que Steinach fuese caprichosa. Porque el Rotha es ligeramente rosáceo gracias al polvo de granito rojo que acarrea en su curso y que arranca de las rocas desnudas, allá, en las alturas, cuando no es todavía más que un torrente furioso, hacia los antiguos límites de la Turingia, más allá de, Rothberg, en el Rennstieg... Fuera de Steinach conserva todavía algún tiempo su aspecto de prudente, burgués dando un paseo campestre. No está inmóvil como en la población, pero progresa dignamente entre orillas verdes cultivadas como jardines. 29
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Remontando su curso, se encuentra, a unos quinientos, metros de la ciudad un Schweizerhaus, es decir, una casita de madera rodeada de bosques que exhalan en primavera el olor de las lilas y todo el año el de las patatas cocidas y la ternera asada. Aquel es el sitio en que la juventud de Steinach va a solazarse, los domingos. Durante el buen tiempo van también por bandadas las señoras de Steinach a beber a pequeños sorbos café con leche hablando todas a la vez en torno de unas mesas revestidas de manteles multicolores... Eso sí, no hay ejemplo, de que una verdadera señora de Steinach haya llegado en su paseo a pie más allá del Schweizerhaus. Solamente los estudiantes y sus compañeras de excursión sentimental llegan hasta la garganta, repentinamente estrecha de donde se escapa, el Rotha. Y desde aquel momento, el Rotha, sabiendo que las señoras, de Steinach no pasan nunca del Schweízerhaus, se pone a dar saltos en las rocas y las ramas, del árbol de su lecho, enseñando sus bajos de espuma de encaje y el desnudo rosáceo de sus, granitos. Poco a poco, sirviendo de marco a sus piruetas, se alinean más arriba, siempre más arriba, las pendientes pobladas de hayas, de pinos y de cedros, y todo este grave verdor contrasta lo más románticamente del mundo con las piruetas y las canciones y con el descaro ruidoso del pequeño Rotha. El camino sube; los oblicuos acantilados le dominan más cada vez. Y el mismo Rotha, en aquel severo paisaje, adquiere severidad. La sombra de gigantescas paredes hace que ya no sea casi de color de rosa. Allí se convierte, en sombrío torrente. Nada de casas; ¿dónde habrían de colocarse? El camino tiene justo su 30
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sitio al lado del Rotha. Pocos transeúntes: algunos leñadores, algunos aldeanos, algunas veces un break cargado de expedicionarios, y otras un coche de la Corte tirado por cuatro caballos, que baja del castillo hacia la ciudad. Es un sitio terrible y hermoso que conmovería el alma hasta la melancolía si no se presintiera que más lejos y más alto, cuando se llegue a las cimas de aquellas montañas, la luz inundará de nuevo el valle y el pequeño Rotha volverá a ser alegre, bullicioso y rosáceo al sol. Ahora bien, haya dicho lo que quiera un filósofo suizo, los paisajes reinan imperiosamente en nuestra alma. Las hayas y los cedros del Rothathal no han oído jamás a los viajeros reír a carcajadas ni cantar canciones de concierto. El Rotha da imperiosamente el tono a las conversaciones con un sordo murmullo. La selva responde con sus mil voces de misterio, y este diálogo del valle y las montañas es, tan imponente, que las voces humanas no se atreven a turbarle. Hasta el tendero de Sajonia y su compañera habían cesado hacia el tercer kilómetro una conversación política de las más interesantes con Herr Graus, en la que se trataba de poner en claro si el Emperador conseguiría o no, ayudado por el centro católico, refrenar al sufragio universal. Los tres ahora se callaban incómodos sin saber por qué e impacientes por llegar a un sitio y a una atmósfera que se prestasen mejor a disputar sobre intereses contingentes. Pesaba, sobre sus almas el paisaje, aunque ellos no comprendiesen todos, estos graves murmullos ni la poesía de esta tristeza de las cosas. Pero Gritte y yo, apretados el uno contra 31
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el otro y silenciosos, también hacía mucho tiempo oímos muy bien lo que, murmuraban al unísono la selva de Turingia y el Rotha. «¿Qué nos importan -decían- el Reichtag, el Landtag, el centro católico, el socialismo y la democracia nacional?... Nosotros somos la vieja Alemania y hemos visto pasar por este barranco a Arminius, a Barbarroja, a Lutero y a Goethe. Y de todo lo que han hecho esos grandes hombres no queda más que un poco de pensamiento...» -¡Arre, Moschel! ... ¡Arre, Gover! ... Al paso de los dos buenos caballos bayos, que Hans excita, con un discreto silbido y acaricia en la grupa con el restaño del látigo, los kilómetros de carretera blanca se deslizan bajo el coche. De repente el sol, que nos acechaba en un recodo, muestra por encima de las negras enramadas su plácida cara germánica. He aquí la luz derramándose a cascadas sobre los escalones sucesivos que forman la puntas de las coníferas. He aquí la alegre luz de la vida que rueda hasta nosotros, cuelga una escarapela de oro del sombrero de hule de Hans, enciende astros en las gafas del tendero sajón, aclara el azul de los ojos de su compañera y desata la lengua de Herr Graus. -Wunderschoen (admirable)-dice dirigiéndose a la pareja que asiente. Después, acercándose a nosotros, habla a Gritte en francés:
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-Esta señorita no debe de estar acostumbrada a sitios tan agrestes. Esto entristece y oprime el corazón de las señoras y de las jóvenes. Pero en Rothberg ya verá usted; el paisaje, aunque quizá más bello todavía, es enteramente dulce y alegre, para los ojos, y para el alma. -No me disgusta estar triste, caballero - responde sencillamente Gritte. Herr Graus, se ruborizó como si Gritte hubiera dicho una inconveniencia. Cambió de conversación, desde entonces se dirigió a mí. -Va usted a ver mucha gente en las quintas, señor doctor. Desde, que está usted ausente han venido de todos los puntos del Imperio y hasta del extranjero. Hay ahora, justamente al lado de usted, en la villa. Else, un hombre muy célebre con su mujer, un hombre universal... Sí, un hombre universal- repite el kurdirector, satisfecho por haber sacado esa palabra de su colección de vocablos, de importancia. -Ese gran sabio- sigue diciendo el hostelero, -enseña la química biológica y la teoría de los explosivos en la Universidad de leña, que está, como esta señorita sabe probablemente, sólo a cien kilómetros al Norte de Rothberg. Es un sabio universal, como su Pasteur de ustedes, y además un filósofo. Su filosofía... ya comprenden ustedes... una filosofía, de sabio... de hombre que vive en las cifras, y en las quimeras... lejos de la práctica... Pero en Alemania, no tiene importancia que los filósofos piensen cosas quiméricas, porque aquí hay un Gobierno y soldados que protegen a las cosas reales contra los sueños de los filósofos. Ese profesor ha nacido en el 33
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valle que se extiende al pie del castillo. Nació en 1846 en casa de un zapatero de viejo. Su padre ejercía esa profesión. Y él acababa de volver a su país natal de Rothberg... Porque, ha tenido una juventud escabrosa y hasta (Herr Graus se inclinó hacia mí como para confiarme un secreto de, Estado) y hasta disentimientos con el difunto Príncipe Conrado, padre del Príncipe reinante Otto. Siguió hablando en alemán dirigiéndose a la pareja sajona. Gritte no habla, escuchado mirando alrededor de ella. Otra, vez caprichosa, la corriente de, agua saltaba a doscientos pies debajo de nosotros y llenaba de espuma las rocas de color de rosa. Como bastidores, de teatro que retrocediesen lentamente para dejar ver el telón de fondo, las montañas se separaban poco apoco y se adivinaba que pronto se iba a abrir a las miradas un vasto paisaje. -Esto es hermoso- me confió Gritte- estoy contenta. Me oprimió el brazo con su manita como si yo fuera el pintor escenógrafo de aquella bella naturaleza y hubiera que darme las gracias. Yo gozaba con su alegría; aquel sitio visto por sus ojos recobraba la gracia de la novedad que había, perdido para mí. a todo esto, oía yo distraídamente sin escucharlos, los informes que Herr Graus, seguía dando a los dos burgueses sobre, el profesor Zimmermann y sus diferencias con el difunto Príncipe Conrado... Así supe que el profesor había en otro tiempo estudiado en Iena y que en el momento de la guerra de 1870 acababa de tomar el grado de doctor. Se batió valientemente a las órdenes del Kronprinz, pero trajo a su hogar, cuando se firmó la paz, la misma repugnancia que 34
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su jefe por la guerra y por sus, horrores. Activo y elocuente, representó en aquel rinconcito de Turingia. Al partido, tan poco numeroso, que protestó contra la anexión de la Alsacia-Lorena, causa de perpetuo disentimiento político entre los dos países. Con esa serenidad en la falta de tacto que nos desconcierta en ciertos, alemanes del Norte, Herr Graus contaba todo esto sin la, menor consideración por mis oídos. -¿Querrá usted creer, señor consejero de comercio, que ese hombre que había participado de la gloria y de la unificación del Imperio, echaba pestes contra el gobierno del Emperador, contra las decisiones de la nación, y allí donde el Príncipe Conrado manifestó su acuerdo con las ideas imperiales trató de combatirle? Conrado era, sin embargo, un Príncipe adicto a, su pequeño pueblo y supo conservar la autonomía de Rothberg... Gracias a la, amistad que le unía con el gran Emperador; Rothberg no tuvo nunca guarnición extranjera en el suelo del principado; todos los soldados, todos los oficiales de la guarnición han nacido en los, Estados del Príncipe. Tiene también el curioso privilegio de un sello de correos particular, como Babiera... En fin, volviendo al doctor Zimmernann, el Príncipe Conrado estaba harto de ese contradictor, único conocido en cuanto alcanza la memoria de los hombres en los Estados de Rothberg... Se declaró enemigo del Imperio, enemigo del Príncipe y enemigo de la sociedad; se le impidió enseñar en Steinach y se le hizo la vida imposible... Entonces, fue cuando se instaló en Hamburgo, donde hizo grandes trabajos de química y biología... Publicó obras 35
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de ciencia y también de filosofía, pero puede usted creer que su ciencia vale más que su filosofía. De este modo se ha hecho célebre. Su cátedra es de las más frecuentadas de leña. Se dice además que ha inventado un explosivo de tal potencia, que con un volumen como el de una, avellana, podría hacer saltar todos los fuertes de los franceses desde Toul hasta Verdun. Pero no quiere dárselo al ministerio de la Guerra a causa de sus utopías sobre la paz y la fraternidad universales. Ignoro por qué ha venido este año a Rothberg. Cuando me escribió para alquilar una de mis quintas, previne, naturalmente, al Príncipe Otto, pero éste respondió en seguida que lo permitía, que sin duda los, años habían hecho más prudente al Zimmermann de otro tiempo y que, por otra parte, deseaba probar mansedumbre. Y se envió inmediatamente un telegrama, a los principales periódicos de Alemania y de Europa para contar esta mansedumbre del Príncipe Otto. He aquí como - añadió Herr Graus volviéndose hacia Gritte, y hablando de nuevo el francés esta señorita va a tener en la, villa Else un vecino que está todo el día manipulando, elementos químicos y dinámicos. Cuando Herr Graus pronunciaba estas palabras los, caballos llegaban a la meseta superior del camino. Hans los detuvo, ya para dejarlos tomar aliento, ya porque tenía el sentido de las bellezas de la Naturaleza y quería hacemos admirar la vista al fin conquistada después de hora y media de ascensión. El panorama se abría en el valle del Rotha, que huía, oblicuamente a cien pies debajo de nosotros en una profun36
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da garganta poblada de árboles. La aldea de Rothberg extendía sus tejados de pizarra a lo largo del tumultuoso río a este paisaje de abismo se oponía maravillosamente el de las cimas. Siguiendo la cornisa del camino, en que estábamos, la vista encontraba las, blancas villas del Kurort alineadas a la orilla del precipicio, y más lejos y más alto la enorme masa amarillenta del castillo agujereado por cien ventanas y coronado por una torre. Todo esto en un inmenso círculo de montañas vestidas de exuberante vegetación y en las que, el sol poniente, oponía la sombra y la luz como en una apoteosis. -¡Oh! Luis -murmuró Gritte estrechándose contra mícómo me gusta este país y qué bueno será volverle a ver los dos sin nadie a nuestro lado. Hans chasqueó con la lengua, Moschel y Gover tomaron un trote, tranquilo y el coche siguió suavemente el camino que nos acercaba a las quintas. Cruzáronse con nosotros algunos paseantes del Kurort, robustas señoras, bien vestidas, jóvenes con trajes de piqué blanco, estudiantes de paseo, bastón en mano, sombrero de fieltro, el lío al hombro, listos, tostados del sol y sudorosos. También pasaban hombres rubios, un poco calvos, con el sombrero de paja en la mano, la cara ligeramente abotagada y retorciendo unos bigotes claros. Encontramos el correo con el águila negra y conducido por un cochero de apariencia militar. Herr Graus saludó al águila con afectación. De vez en cuando, en el borde del camino había bancos, para que se pudiera admirar el paisaje. De repente Herr Graus tocó con aire misterioso el brazo de Hans, que puso los caballos al paso; después, con el dedo en la bo37
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ca y guiñando los ojos, nos enseñó, sentados en el banco a que íbamos a llegar, una pareja de viejos. La vieja, sensiblemente la más alta de los dos, estaba vestida con una amplia falda de tela verde obscuro, tan fruncida, que parecía sujeta por una crinolina y un delantal negro con cenefa negra. El cuerpo era también de tafetán negro con una especie de babero de niño por delante. Cubríala un sombrero de tul negro discretamente adornado de cerezas. Tenían sus cabellos ese color amarillo indefinible que toman al encanecer los que han sido en la Juventud de un rubio claro. A qué seductora cara habían debido servir de marco en los tiempos en que eran rubios, puesto que la misma vejez no había destruido todo su encanto... Cara de un óvalo fino, blanca sin palidez, apenas arrugada, de ojos de miosotis, delicada nariz y labios todavía rojos. El talle, esbelto y redondo, no se había desfigurado. La anciana tenía, en la mano derecha una planta hacia la cual se inclinaba atentamente, el viejo, la otra mano estaba en la derecha de su compañero... El hombre, por el contrario, presentaba un exacto parecido con un macaco disfrazado de persona. De su sombrero de copa alta y alas planas se escapaba una gran mecha de cabello blanco como la nieve. Su cuerpo delgado y un poco deforme, deformado acaso por la edad, flotaba en una amplia levita negra, de paño liso. Era su cara de color de pergamino, increíblemente arrugada, de, una movilidad prodigiosa y con dos ojillos negros tan vivos, que las pupilas parecían animadas de un movimiento de rotación en la órbita.
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Aquel asombroso viejecito hablaba con una animación rayana en la cólera. Parecía demostrar con la mano libre alguna, particularidad de la planta, pero la otra mano seguía enlazada con la de su tranquila y atenta compañera. -Señorita -dijo en voz baja Herr Graus inclinándose hacia Gritte ahí tiene usted uno de los más grandes dinamólogos de Alemania. Los ojos de Gritte me preguntaron. «¿Dinamólogo? -pensé- ¿ Qué quiere decir con eso este pedante? ¡Ah! sí... Tratado de los explosivos ... » . Iba a dar a Gritte esta explicación cuando apareció en lo alto de la cuesta una, nube de polvo. Hans, dirigió rápidamente el coche hacia, la izquierda. Dos jinetes seguidos de otros cinco o seis venían a nosotros al trote largo. En uno de los primeros conocí la estatura rechoncha, la ancha cara colorada y los bigotes retorcidos del Príncipe Otto, y, a su lado, la alta y flaca silueta del mayor de la Corte, Conde de Marbach. El grupo pasó al lado de nuestro coche entre un torbellino de polvo. Todos saludamos y Herr Graus, hasta dejó escapar un ¡Hoch! que se perdió en el estrépito de las herraduras... El viejo y la vieja no se movieron de su banco. Inclinados hacia su planta, siguieron estudiándola. -¿Han visto ustedes?- dijo en alemán el hostelero a los dos sajones mientras nuestro coche echaba a andar de nuevo. El doctor y su mujer ni siquiera han saludado al Príncipe. -¡Escandaloso!- respondieron juntos el tendero y su esposa.
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-Este doctor -añadió Herr Graus- es decididamente un hombre rencoroso y terrible. Me han asegurado que el telegrama del Príncipe a los periódicos de, Europa, hablando de mansedumbre respecto de él, le ha enfadado... Pero el Príncipe podrá más que él, créanme, ustedes... Y Graus, con el puño cerrado, simuló el ademán de hundir un clavo que se resiste. Rothberg, aun en el Luftkurort, dominio de Herr Graus, está todavía hasta ahora preservado de las suntuosidades, arquitectónicas de la Alemania. Herr Graus fraguaba un hotel gigantesco «al modo de las antiguas moradas de Turingia,» y exhibía a sus huéspedes el proyecto de, un arquitecto berlinés que realizaba ese deseo: una cabaña de Turingia agrandada hasta las proporciones de una estación de capital. Cuando me enseñó ese proyecto objeté que lo que conviene a un «chalet,» puede no estar bien para un palacio. Graus creyó que yo decía esto por envidia. Pero, Gott sei gelobt, Herr Graus no ha realizado todavía, el proyecto del arquitecto berlinés. Las quintas de Luftkurort son aún prudentes, casitas alemanas de ladrillos estucados, con lindos balcones de madera y el nombre de la quinta escrito sobre la puerta en caracteres góticos. Solamente a la entrada, del Luftkurort, el edificio del correo imperial impone su maciza fachada de piedra sillería, sus pesadas ventanas y su puerta, monumental. El Correo, en todos los puntos del Imperio debe evocar la dominación y el gusto artístico del kaiser. Nuestro departamento en la villa Else se componía de dos habitaciones, la de Gritte, que daba a la calle, ensanchada 40
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en este punto como una plaza pública, y la mía, que daba a un balcón, cubierto, desde el que se dominaba todo el valle y el castillo. Quise ayudar a Gritte a deshacer el baúl, pero ella me dijo que yo no entendía nada de eso y me intimó la orden de sentarme en una silla y dejarla hacer. Con tierna curiosidad la vi sacar de las bandejas, pieza por pieza, su equipo de colegiala sencillo y sin adornos. Había añadido rara hacerme honor, me dijo, algunos restos anteriores a nuestra ruina, entre ellos los dos, vestidos anunciados en su carta, dos trajes del antiguo esplendor, como decía, Gritte con resignación Los había hecho arreglar a la moda fuera del colegio, por medio de una amiga rica, la señorita Grangé, hija del director del Banco Industrial. Aquellos vestidos rejuvenecidos tenían aún cierto aspecto de elegancia. -¿No conoces el blanco? Vamos a ver, ¿ no te acuerdas? Es el que llevó al baile blanco de la embajada de Austria hace dieciocho meses. Fui con la de Grangé y con su hija, y tú fuiste a buscarme porque quería yo que me vieras en todo mi esplendor. El otro, el morado, es el qué Emery me hizo para la comida de Pascuas. Las otras, no las últimas... La última Nochebuena ha sido muy triste para tu Gritte, querido Luis, y muy solitaria. Mientras charlaba iba colocando sus vestidos y colgándolos bajo una, campana de muselina en los armarios del cuarto. -Poco me importaría -siguió diciendo- el habernos quedado pobres si esto no nos hubiera separado. Pero pensar que el ser pobres significa que a mí me encierren diez meses 41
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al año y que a ti te destierren al fondo de Alemania, es demasiado. No quiero que esto dure, y voy a procurarlo. Aquel «voy a procurarlo» era evidentemente algo cómico dicho por una muchacha de catorce anos en vacaciones. ¿Por qué no me dieron ganas de reír? ¿Reconocí en aquella voz infantil el acento del destino? -¿Es, pues verdad -pensé- que algún día saldrá de Rothberg para, no volver más? Alguna cosa sensible me hacía daño en el corazón al pensar esto, alguna cosa sensible que no se había adormecido con la llegada de Gritte. Cuando mi hermana acabó sus arreglos dio unos pasos de vals por la habitación, como tenía por costumbre, después de toda ocupación seria. Después dirigió unas cuantas reverencias a su imagen en el espejo del armario, y le dijo textualmente: -Mi querida Gritte, no eres, demasiado fea, pero estás extremadamente sucia. Tienes, polvo de Franconia y carbón de Westfalia, en la ropa, en las mejillas, y en el cabello. Despáchate a lavarte un poco. Un instante después estaba en mis rodillas. -Y usted, señor don Luis, despeje usted mi cuarto. Dentro de media hora besará usted a una Gritte tan limpia como una patena. Púsose en pie con presteza, me cogió de la mano y me condujo a la puerta, de mi cuarto, que cerró dejándome, dentro.
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Aproveché la soledad para hacer yo también algunas modificaciones en mi atavío. Pero apenas había empezado cuando llamaron a la puerta. Uno de los servidores del castillo, de uniforme verde, botas y cinturón amarillos, fieltro verde con pluma de faisán y la estrella de acero en la manga, me entregó des cartas con el timbre de la Corte, en las que conocí la letra de mi Soberana y la de mi discípulo. -No tienen respuesta- dijo el emisario, que se retiró. En el sobre de la Princesa no había más que, estas palabras en una tarjeta coronada: Wí1kommen, que quiere decir Bienvenida, y, en francés: «Cuento, con mi querida lección mañana por la mañana, a las nueve.» El joven Príncipe, más explícito, me escribía: «Mi querido señor Dubert: Soy feliz saludando a usted a su vuelta y espero que habrá usted tenido buen viaje. He leído en su ausencia Eviradnus y le encuentro muy hermoso. Pero su ausencia de usted me aburría. ¡Con qué alegría le voy a ver mañana! No me han permitido ir a ver a usted esta tarde; de otro modo me hubiera usted visto y hubiera hecho conocimiento con su señora hermana, a la que saludo. »La aprecia mucho, »MAX» «No se puede negar -pensé- que tengo dos amables discípulos. Y después de todo, el buen señor gordo con los, bigotes retorcidos no es tampoco, tan terrible como él quiere aparecer. Acabado mi atavío, me fui a inspeccionar el paisaje 43
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desde mi terrado. La vista descubría un vasto y profundo anfiteatro de bosques, un coliseo de verdor mil veces agrandado. La arena de ese coliseo era una inmensa pradera de un verde, claro, aún primavera a pesar de la estación. El Rotha se pasea por ella contorneando las alturas y cortando en ondas las hierbas. A mis pies, descendía a pico la cuesta hacia, esa alfombra de esmeralda, cuesta erizada de cedros, de los cuales los más próximos, rozaban con sus copas el suelo del terrado. Unica, construcción visible en aquel horizonte, de selvas, montañosas, el castillo, a pesar de no ser más que, un gran cuartel del siglo XVIII, con un campanario de convento, conservaba un aspecto imponente gracias al sitio y a la enormidad de sus proporciones. Desde el fondo de esmeralda hasta las lejanas cimas del anfiteatro, subían otras cuestas menos escarpadas, y, precisamente enfrente de mí, se veía un gran monte inextricablemente tapizado de árboles y contorneado por el Rotha. Era el Thiergarten, el asilo de los ciervos y donde se encuentra también el pabellón de caza del castillo. Por la derecha la vista seguía el curso del Rotha, sinuoso y chispeante hacía una pequeña aldea llamada Litzendorf, invisible desde, el sitio en que yo estaba, pero cuyos cuadros cultivados se recortaban en el terciopelo opaco de los bosques. «Herr Graus tiene razón; el paisaje es más admirable visto desde aquí. Desde aquí el aislamiento del castillo tiene algo de suntuoso...» Era, sin embargo, la fachada más triste, la fachada amarilla del cuartel, la que presentaba al valle. Veintiuna ventanas 44
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regulares la agujereaban en dos filas. La sexta, ventana del segundo piso tenía las persianas cerradas; era la de mi cuarto, que no iba yo a habitar durante unas semanas. Las tres últimas ventanas del primer piso atrajeron mis, ojos, que acabaron por no ver otra cosa; eran las del saloncillo íntimo y del cuarto de tocador de la Princesa Else. Distinguía yo las cortinas anaranjadas, y los visillos de encaje antiguo, así como el espejo ovalado del tocador. Toda esta intimidad femenina, en la que había, yo penetrado poco a poco, hacía diez meses, invadió mi recuerdo y me pareció que la, blanda brisa, que, como todas las tardes al ponerse el sol, subía del Rotha, me traía el perfume, de, lirio y de jicky mezclados que respiraba allí todos los días durante las horas de lectura y de conversación, a la blanca luz tamizada, por las cortinas, o cuando la Princesa, sentada al piano, tocaba para mí aquel preludio de «Parsifal» que yo no me cansaba de escuchar. Mi corazón se llenó de un sentimiento muy dulce, de una atracción hacia una presencia amiga... Y me reproché por la, molestia que experimentaba desde la llegada de Gritte al evocar la amiga que vivía en aquella, altiva prisión de Príncipes. «Mi tierno agradecimiento hacia esa amiga ¿ quita algo a mi cariño a Gritte? ¿Por qué no ceder al doble gozo de esa doble presencia femenina? ¡Gocemos de la gracia del presente! ¡ Gocemos del hermoso paisaje, de la luz exquisita, de la estación, de la juventud, de la afectuosa debilidad de las mujeres! ...» ¿Quién ha experimentado hacia los veinticinco anos esos impulsos hacia la, posesión de la vida de toda, la vida, 45
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con todos sus goces a la vez, los permitidos y los prohibidos?... El generoso calor de la sangre que el corazón joven envía al joven cerebro, nos embriaga. Imaginamos entonces el mundo como una encantadora y fácil presa, ofrecida a nuestra diversión... D. Juan, Lovelace, M de Camors... Esta actividad soberana victoriosa de todos los escrúpulos me pareció en aquel momento el ideal de mi vida. Y no hubiera yo sido un joven burgués parisiense enamorado de la cultura extranjera si Zarathustra no hubiera entonces recibido mis homenajes. -¡Cu-cu!- dijo una voz detrás de mí. Las manos de Gritte me ocultaron un instante el valle, el castillo y el fantasma del suprahombre. -La verdad - me dijo devolviendo la libertad a mis ojos,que tu Príncipe tiene un bonito reino. También ella extendió el vuelo de sus miradas por encima de la inmensa y profunda cuenca, del circo frondoso, del castillo montado en su colina, de las tierras, labradas del Litzendorf, del cielo que se sonrojaba antes de obscurecerse. Era la hora divina de esos sitios montuosos y llenos de bosques de Alemania, la hora en que la sombra y la luz, alternando entre las líneas sucesivas de les árboles, los destacan uno a uno en un humo de claridad. De Thiergarten salió un ciervo, después dos, y luego todo un rebaño, que andaba con precaución. Con la fina cabeza levantada al viento y al ruido, se adelantaron por la alfombra herbácea y sus sombras se alargaron oblicuamente sobre los largos hilos de sus patas. El rebaño fue a beber en el Rotha y después se dispersó en el 46
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valle, pastando la hierba. Miré a Gritte y vi que se había puesto su traje morado; nunca una silueta tan encantadora de parisiense se había aparecido, los ojos despiertos y la tez animada, en los terrados de Herr Graus. Allá, en las dos penúltimas ventanas del castillo, corriéronse las cortinas y se encendió una lámpara. La mano de, Gritte tocó mi brazo y todo su esbelto cuerpo se apoyó en el mío. -Luis -murmuró- dime que no estoy soñando y que es cierto que estoy aquí a tu lado, en la Turingia... ¡La Turingia! Si supieras cómo me acaricia y me turba ese nombre... Me parece encantado... Consiste, según creo, en que de pequeña he leído cuentos maravillosos que pasaban en Turingia. Había, entre otros, el cuento de un carbonero que vendía al diablo su corazón contra otro corazón de piedra, y que se volvía malísimo... Y después la historia de una niña que se iba, a buscar hierbas y una vieja se la llevaba a su casa, donde la tenía encerrada tanto tiempo, tanto tiempo, que cuando la niña salió, sus hermanos se habían hecho viejos. La Turingia... me la figuraba como un país de montañas y selvas, en el que viven fiadas y genios y donde habitan en unos castillos hombres armados y cubiertos de hierro... Y he, encontrado aquí, en efecto, las montañas, las selvas y el castillo; es la Turingia que yo soñaba... Solamente, me parece que ya no hay genios, ni hadas, ni hombres de armas, cubiertos con hierro... Dime, Luis, ¿qué es hoy la Turingia? ¿Reina en toda ella tu Príncipe?
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-Escucha, niña - respondí - y sobretodo, no me hagas demasiadas preguntas al mismo tiempo... La imagen que el nombre de la Turingia evoca en ti no es, inexacta; estás aquí en el corazón de la antigua Alemania y el Thuringgerwad encierra tantas leyendas, en sus bosques de cedros, como el Rheingau en sus laderas cargadas de viñas. La ley de bronce del Imperio unificándola cambiado ciertamente no pocas cosas aquí desde los tiempos del carbonero Peter, del corazón frío. Sigue habiendo hombres, de armas en Turingia, que han trocado su casco de acero por otro de cuero curtido; pero esa, transformación no ha tenido ninguna influencia en su cerebro y siguen pensando como en la Edad Media, que no hay nada más hermoso que una espada clavada en un vientre... En cambio, los genios y las hadas, tienen horror a la política universal, al imperialismo y a los artículos, de la Gacela de la Alemania del Norte. Por eso han desertado de la parte septentrional de la Turingia, demasiado cerca de Prusia y demasiado prusiana, y habitan con más gusto en la región meridional, contigua a la Franconia y a la Babiera. Se dice que el lugar preferido para sus reuniones es ahora una antigua ruta romana que recorre crestas de los montes de Turingia: el Rennstieg. Te enseñará ese antiguo camino que pasa muy cerca de Rothberg, allá, en esas montañas, enfrente de nosotros. Parece exactamente una línea de división entre las dos Alemanias: la Alemania de, la fuerza brutal, al Norte; al Sur, la Alemania de la poesía y del pensamiento. Un poeta célebre la ha cantado, y quiere para darte y darme gusto, hoy, que tus ojos ven por primera vez el Thuringgerwald al sol poniente, 48
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que leas, las estancias de Viktorvon Scheffel sobre el Rennstieg. -Entonces, Luis, ¿estamos aquí del lado de los genios, y las hadas y no del lado prusiano? -Sí, niña; Rothberg es, en efecto, un rincón de la, Alemania legendaria. Estos montes frondosos, este verde valle, este torrente rojizo, han sido largo tiempo la morada de misteriosos espíritus, guardianes, de la Alemania vieja. En este castillo, o, al menos, en el caserío en cuyas ruinas fue edificado, vivió un Emperador alemán, envenenado seis meses después de su elección, como era propio de un Emperador de la Edad Media, de larga barba y de traje de hierro. Más tarde le habitó un Emperador menos bárbaro, Ernst, que hizo de él la morada de la poesía y de la filosofía. Rothberg tuvo Princesas de belleza y gracias célebres, tal como María Elena, por el amor de la cual un bello oficial desertó y perdió la vida... Pero Ernst y María Elena, aun habiendo cambiado sus vestidos de hierro por otro de seda eran aún la antigua Alemania. -¿Y hoy?- preguntó Gritte. -Hoy, querida, el Principado es, regido por un soberano muy moderno que, aun habiendo nacido de este la de del Rennstieg toma la consigna de Berlín. Este, Príncipe reina en Rothberg, que tiene 1.800 habitantes, en Litzendorf, población industrial que cuenta 3.000, y sobre otros, 2.000 habitantes, dispersos, en los bosques. La amistad de Guillermo I con el padre del Príncipe actual valió a Rothberg el conservar una sombra de independencia; el contingente militar es reclutado en su territorio y permanece en él; y el selle, de co49
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rreos con la imagen del Emperador Hunther adornado de un casco, subsiste todavía,. Pero el Príncipe reinante, Otto, cifra toda su ambición en adaptar su dominio a la imagen de, la Prusia. Ha tomado de su dueño los, bigotes retorcidos, el gusto de los telegramas sensacionales y la manía de los, uniformes... Ya le verás; conocerás la pequeña Corte disciplinada a la prusiana: el mayor de Marbach, prusiano de origen, el Conde Lipawski, el Hof-intendente, el Barón de Drontheim ministro de policía y jefe de toda la administración, el arquitecto, el capellán, el maestro de capilla, sin contar el presidente del tribunal, que tiene su asiento en Litzendorf, y diversos funcionarios menos importantes. Toda esta gente oficial es muy prusiana, a imagen del amo, o, por mejor decir, muy cursi... Ahora, bien, es sabido que los genios, y las hadas detestan a los cursis. Por eso no los encontrarás en el territorio de Bothberg, a no ser que te pasees por el Rennstieg a la luz de la luna. -Y el Príncipe, tu discípulo, ¿es amable? preguntó Gritte después de un rato de silencio. -Es un niño de buen fondo, con resabios de cólera y de violencia, herencia de sus antepasados, y una tendencia al disimulo que procede del modo brutal, de moda en el ejército prusiano, que tiene de educarle el mayor Marbach... Conmigo debo convenir en que está lleno de amabilidad. -¿Y la Princesa? No respondí al pronto, muy contento de que el crepúsculo ocultase el rubor que subía a mis mejillas.
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-La Princesa -dije- es una, Erlenburg antigua raza alemana... Es culta y habla bien el francés... En este, momento sonaron pasos en el terrado contiguo al nuestro, y Gritte dejó de escucharme. - Mira -me dijo en voz baja- ¡el señor Moloch! Era el viejecillo del camino, con su levita negra y su sombrero de copa alta. Con las manos en los bolsillos del pantalón, estaba mirando el valle con sus ojos giratorios. «¿Por qué le llama Gritte el señor Moloch? -pensé. Después hice memoria: -¡Ah! dinamólogo. La palabra de Herr Graus... Gritte simplifica» -No se llama el señor Moloch- dije sonriendo; -se llama Herr profesor Zimmermarm. Mi hermana no respondió, pero cuando apareció a su vez la anciana, vestida esta vez con un bonito traje, de tafetán, y su mano de marfil antiguo fue a reunirse, en la balaustrada, con la mano agitada y arrugada de su marido, Gritte añadió: -Y ahí tienes a la señora de Moloch.
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III «Estos rebajamientos de alma y estas voluptuosidades de apaciguamiento no debe sufrirlos el amor,» leía la Princesa. «Su esfuerzo, por el contrario, es elevar a la persona amante o, al menos, mantenerla a su nivel, y cultivar la unión por lo que la estrecha y la hace solamente posible y real: la igualdad. Si los dos amantes están tan desproporcionados, ningún cambio ni mezcla serán posibles. No se conseguirá nunca armonizar todo con nada.» A la claridad de la mañana, filtrada por las cortinas, estaba yo escuchando este trozo, que la Princesa, acentuaba con la aplicación de una buena discípula y también con el subrayado de ciertas, palabras que hace una lectora que quiere pro bar que comprende, que aprecia y que interpreta. Estábamos en el saloncillo biblioteca, ella sentada delante de un veladorcito, y yo cómodamente instalado en una butaca. En el fondo, hacia la puerta, la dama de honor, señorita de Bohlberg, joven de unos cincuenta años, delgada y maciza al mismo tiempo y con un gran bigote, estaba bordando un mantelillo con aguja incansable y sin levantar ja52
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más los ojos. La amarillenta luz tamizada por los encajes antiguos, animaba la encantadora pieza Luis XV, gris y blanca y con armarios alambrados guarnecidos de encuadernaciones antiguas... Entre las des ventanas, el retrato del Príncipe Ernst, el abuelo que había decorado aquel saloncillo y coleccionado los libros. Tenía el Príncipe una cara fina y angulosa, de ojos, negros e inteligentes, nariz un poco gruesa y sonrisa, irónica. Muchas veces, durante la lección, mientras leía mi augusta discípula, dialogaba, yo mentalmente con el retrato del Príncipe Ernst, amigo de Voltaire, y viviente y parlante bajo su peluca de delgada, coleta anudada con una cinta color fuego. Aquella mañana me pareció que me decía: -Amigo mío, está usted haciendo decir a mi descendiente, un extraño galimatías, adornado de algunas verdades de Perogrullo. -Príncipe -repliqué para mis adentros- es verdad que eso es horrible. Piense usted, sin embargo, que antes de mi venida su descendiente se alimentaba de novelas, que pretendían ser francesa, enviadas por un editor de Leipzig. Aquello se llamaba: Carnes ardientes, Los falsos sexos, El Infierno de las voluptuosidades, ¿qué sé yo?. La dulce Elsa tomaba aquello por literatura francesa. Se dedicaba, por otra parte, a las, sobras de la escuela decadente, que floreció en París hacia 1890, y creía ver claro en aquella noche. Ahora practica a Hugo, a Verlaine, y a Balzac. Y hoy, si usted no se, opone, está leyendo a Michelet. La Princesa, continuaba su lectura. 53
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«El estado de las mujeres del Norte es muy movible. Basta, con frecuencia un poco de habilidad y de amor para convertir esa pura persona y hacerla pasar de repente a la más encantadora dulzura, a las lágrimas y a los más amorosos abandonos. El hombre debe reflexionar esto muy bien» ¡Excelente consejo del ilustre escritor!. Púseme a reflexionar en los amorosos abandonos de las mujeres del Norte, y, para dar cuerpo a mis reflexiones, miré atentamente a mi soberana. Su bata de muselina de seda, crema, de una elegancia recargada que denunciaba su procedencia berlinesa, abultaba un poco sus formas. La Princesa se vestía con más gusto en Viena o en París, pero de vez en cuando, el Príncipe hacía para ella un pedido a Berlín, obligándola a honrar la industria nacional. Alta y sólidamente hecha como la mayor parte de las eldemburguesas, Elsa había permanecido flaca y huesuda, según decían, hasta hacia unos cuatro años. Entonces se puso a engruesar su cara y sus miembros adquirieron una gracia que les faltaba y hasta se rejuveneció al mismo tiempo... Aquella mañana, mientras ella leía a Michelet con un tono tan recalcado, no tenía necesidad del complaciente esfuerzo que hacen los jóvenes para encontrar adorable el objeto de su preferencia. Deteníanse mis, ojos en la nuca rubia y mate y en el pesado edificio de cabello que la coronaba. Los cabellos, los abundantes cabellos, cenicientos, son una planta alemana. Las niñeras, como las Princesas, exponen allí cabelleras que harían exasperar a una, parisiense. Pero, aun en país germánico, el cabello de la Princesa era un raro ejemplar. Coronaba y servía noblemente de marco a una cara un poco acarnerada, 54
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que se estaba haciendo bastante original desde que se ponía, más ordinaria y a la que un observador desinteresado no hubiera podido reprochar más que cierta vulgaridad. Los ojos, no muy grandes y de un azul obscuro, tenían una mirada tan joven, tan benévola y hasta tan tierna, que iluminaban toda la cara. La primera vez que me miraron aquellos ojos, los juzgué penetrantes y me turbaron. Ahora sabía, que estaban desprovistos de toda penetración, pero que eran ricos de bondad y de una encantadora curiosidad sentimental. No veían de un modo muy perspicaz las personas y las cosas, pero querían verlas de cierta manera que deseaba el corazón. Como el cabello, como la nuca como todo el cuerpo y la fisonomía de Elsa, los ojos desprendían ese fluido cuyo nombre no se puede traducir en francés y que los alemanes llaman Gemüthlichkeit. «¡Querida Elsa -pensé,- qué agradecido le estoy a usted por haberme esperado para ser bonita!. Porque sus retratos de la primera juventud me seducen menos que la madurez presente…» -Señorita de Bohlberg dijo en este momento la Princesa, dejando el Michelet en el velador hace un hermoso sol y creo que es la hora prescrita por el médico para su paseo de usted. La de Bohlberg arrolló prontamente su labor y con aire afectado salió del saloncillo sin decir una palabra. En cuanto cerró la puerta, la Princesa me miró y se echó a reír. -¡Le odia a usted a muerte esa pobre Bohlberg. Está celosa de mí y de usted. ¡Bah! dejemos la lectura; no podía yo soportarla. Venga usted, más cerca, más cerca de mí... 55
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Fue esto dicho, seguramente, con una amable impaciencia, pero con todo, esa amabilidad ocultaba un tono de mando, el tono de las personas que toda su vida han visto muchos espinazos encorvados. Como de ordinario, aquello echó a perder mis sentimientos amistosos. Me aproximé en la actitud de recibir órdenes. -Y bien -dijo Elsa,- ¿nada más? Y se pintó en sus facciones tan cándido desengaño, que no pude menos de sonreír. Cogí la, mano que me ofrecía, y puse en ella. Los labios durante más tiempo del que marcaba la etiqueta. -¡Cómo! -me dijo- no me ha visto usted en cuatro días y son esas sus maneras... Siéntese aquí. Obedecí y me senté en una banqueta próxima a la suya. Miré aquellos, ojos azules y los vi un poco húmedos. Acaso porque había mirado una hora antes la cara, infantil de Gritte, leí en la, tierna mortificación de aquellos ojos mojados la cifra de los años. Y esto me conmovió. La fuga de la belleza femenina es impresionante. Sentí haber estado ausente; acaso al romper la costumbre había, perdido la facultad de estar enamorado. «¿Qué va a ser de mí?- pensé con egoísmo.- ¿Cómo voy a soportar la vida de Rothberg Schloss si no estoy ya enamorado? Interminables meses de invierno, ¿cómo sufriros sin una pasioncilla?» La Princesa habló con voz un poco turbada. -Amigo mío -dijo- me he sentido muy sola cuando usted estaba, ausente. El Príncipe, ha cazado y ha hecho el ejercicio 56
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con la guarnición. Yo me he paseado con la señorita de Bohlberg, a quien he mortificado cuanto he podido porque no podía disimular su alegría sabiendo que estaba usted lejos... He comprendido entonces, cuánta necesidad tengo de usted. «La verdad - pensé - que no es nada soberana. Es solamente tierna y, ¿cómo decirlo? amable. Una obrerilla de Iena no debe de recibir de otro modo a un estudiante, su amigo, que ha pasado tres días fuera de la población.» El feo sentimiento de ser el más fuerte, el extraño gusto de atormentar a, quien nos ama, y, acaso, también el deseo perverso de hacer llegar hasta la crisis aquella sensibilidad excitada, me, hicieron responder con un respeto, afectado: -Señora, a mí también se me ha hecho el tiempo largo lejos de aquí; puede Vuestra Alteza estar segura. La Princesa, retrocedió vivamente. -¡Alteza!... ¡ Me llama usted Alteza ahora!... ¿Quién le ha cambiado a usted en estos tres días, de Carlsbad? ¡Ah!. No es usted más que un francés frívolo y ligero, y haría yo muy mal de tomar cariño a un francés. Le he permitido a usted tratarme sin la etiqueta propia de mi clase, y es otra falta, de respeto el rehusar este permiso. Se levantó y para ocultar las lágrimas que apuntaban de nuevo en sus ojos, fue bruscamente a la ventana. «Su cabello es admirable y su tallo es lindo -pensé. -Decididamente tiene, razón; no soy más que un frívolo francés. Pero ¿por qué, hasta en sus momentos de pasión, carece de tacto? ¡Siempre el recuerdo de mi situación de subordi57
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nado!... ¡Siempre las palabras de permiso, obediencia y respeto!...» Cuando se volvió se había enjugado los ojos y me dijo solamente: -Lo que usted hace no está bien. Estas palabras encontraron el camino de mi corazón. Se me pasó la gana de, hacer con ella y conmigo mismo experimentos de psicología complicada, y me volví yo mismo, el estudiante, de leña, a quien su amiga de los dedos pinchados por la aguja da celos sin motivo a su regreso. Cogí los, dedos sin pinchazos de una larga, bella y noble mano que descansaba en los bordados de la bata de Berlín. Aquella mano resistió un poco, pero al fin la aprisioné. -¡Mi gran amiga!- murmuré. Elsa me dirigió una sonrisa. Gustábale esta apelación que se me ocurrió un día para hablarla, y en la que ella distinguía no sé qué ingenio francés. -¡Oh!- dijo- es usted muy amable llamándome así. Nos sentamos juntos en un sofá próximo a las ventanas. -He comprendido -siguió diciendo- qué preciosa es para mí la presencia de usted volviendo a hacer durante tres días la vida, que hacía, antes de su llegada al castillo. Había llegado a embriagarme por completo desde que estaba usted a mi lado y no me daba ya cuenta de la realidad. Mi prisión me gustaba porque había participado de su curiosidad de usted para conocer esta prisión de Príncipes. Antes nada en ella me interesaba, porque todo lo había visto desde la infancia. El palacio suntuoso, los grandes salones, las recepciones, la tie58
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sura, alemana... Usted, joven parisiense, que nunca había sido recibido en una Corte, encontraba esto nuevo. Y me divertía, explicárselo a usted todo, enseñarle el salón de los caballos, el de los, retratos, la milagrosa Virgen de acero en la capilla, la sala de los ciervos... asociar a usted -a mi vida de Princesa o iniciarme también en la suya, que yo ignoraba... ¡Nunca había hablado con un francés! -¿Y el profesor de baile?- pregunté sonriendo. - Era -contrahecho, se llamaba Birenseel, y creo que era belga... Sí, el castillo, el paisaje, la Corte, me parecían al fin vivientes y como despiertes de un sueño de quince años. Y el mismo Príncipe -añadió con una sombra de embarazo, pero con la seriedad de una persona a quien falta radicalmente el sentido de lo cómico,- el Príncipe, que se digna de tan buen grado discutir con usted, que defiende la grandeza y la belleza de Alemania contra la gracia y el ingenio con que usted las disminuye, encontraba yo que tenía unos pensamientos y un carácter que antes no sabía apreciar ni poner en claro. Le agradecía esas discusiones que animan con sus argumentos su ingenio de usted... Y el mayor de la. Corte me resultaba interesante porque le detesta a usted y no se atreve a atacarle a causa de, mi amistad. Y hasta mi pobre Bohlberg, que me divertía como un personaje de novela y que se ponía amarilla de celos, ella, que creía yo que era solamente la etiqueta vestida... Se interrumpió y me miró... Me parecía verdaderamente, delicioso de oír lo que me estaba diciendo y no lo encontraba demasiado mal dicho. Le di las gracias Y al mismo tiempo la 59
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animé a -proseguir apoyando mis labios encima del brazalete de barbada que ceñía su puño derecho. -¡Qué lástima -murmuré esta vez con acento convencido- que no pueda escribir las lindas cosas que acaba usted de decir! -¡Se burla usted!- respondió. Empleaba a menudo las locuciones de repertorio y aparte de algunos germanismos, hablaba en suma una excelente lengua francesa. Me puso la mano derecha en el hombro y prosiguió: -¿Y Max, mi pequeño Max, que le tiene a usted tanto cariño y que dice tan amablemente: «¿Mi compatriota el señor Dubert?» Porque ese ama por instinto, su lengua de usted y su país. Es el vivo retrato de su abuelo Ernst con un poco de mi corazón además. ¡Ha hecho tantos progresos desde su llegada de usted! El niño dormido que era en otro tiempo se ha despertado y héchose inteligente. Pues bien, en cuanto se ha marchado usted, Max se ha vuelto a dormir, y, con él, toda la Corte, el castillo y el paisaje del Rotha... Bohlberg ha, vuelto a sacar a relucir sus antiguas historias, que no se atrevía a contar hacía un año, las historias de su familia, que procede de Ottomar el Grande, según dice ella. Y por mucho que le decía que todo eso no me importaba gran cosa, no me perdonaba ni un Kuno, ni un Friedebrando ni un Teodulfo. En la mesa, el Príncipe y el mayor han vuelto a su discusión sobre el material de artillería. Delante de usted se callan, porque tienen miedo de que dé usted noticias a su Gobierno.
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Como si le importasen a usted algo los cañones, ¿verdad amigo mío?.. «Convencido -pensé.- Soy el francés ligero y frívolo; los cañones no tienen importancia para mí... Sin embargo, ha existido Valmy... Y hasta Saint-Privat ... » - Sí -continuó diciendo- todo me ha parecido soporífero y odioso. Así es que he querido estar sola con el recuerdo de estos diez meses. Me he negado a salir en faetón con el Príncipe, he despedido a Bohllberg y he dejado a mi pequeño Max al cuidado del mayor. He vuelto a hacer yo sola nuestras peregrinaciones por el parque... y sobre todo la de María Elena... Bajó los ojos confusa, y yo pensé: «No hay verdaderamente por qué ruborizarse. ¿Será inocente?. ¡Por un momento en que su cabeza de Soberana se apoyó en el hombro del preceptor en la gruta de María Elena!» - Todo eso -siguió diciendo,- me ha hecho comprender mejor qué vanos son los recuerdos... Desesperada me encerró aquí; y he vuelto a leer todo lo que usted me había leído... cosas francesas que me daban el sonido de su voz. Esto me encantaba y me atormentaba, mi carácter se ha hecho execrable. ¡Ayer pegué a Bohlberg porque me pinchó en la espalda al abrocharme el vestido!... Besé francamente la bella mano larga, que se iba, poniendo febril. -Yo también -respondí- he dado a usted durante estos días de ausencia lo mejor de mi pensamiento. Cuando el tren 61
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me llevaba, lejos de Rothberg, me sentía horriblemente solo. Su fotografía de usted no ha dejado un momento de estar al alcance de mi mano y de mis ojos. Y ayer mismo, en la estación de Steinach, esperando la llegada, de mi querida hermanita, volví a leer la carta de usted. -¿Verdad? -exclamó la Princesa muy alegre. Hizo un movimiento para llevarse a su vez a la boca mi mano, esta mano plebeya que tenía en la suya. Pero 1a herencia regia y la educación pudieron más que el instinto y en una encantadora, torpeza, volvió a dejar mi mano en sus rodillas. Yo pensé: «He dicho una semimentira. Leí la carta de Gritte antes que la de Elsa, y la de ésta se borró anta la. de aquélla. Pero ¿qué es una semimentira en asuntos sentimentales?» Hasta en este punto de la aventura y de mis reflexiones, había yo conservado una sangre fría casi absoluta. Me veía obrar, según la buena tradición psicológica. Pero la Princesa, después de haber detenido tan bruscamente el tierno ademán comenzado, tuvo por ello, sin duda, algún remordimiento, o bien su corazón sufrió sencillamente un impulso. Elsa murmuró: -Venga usted más cerca... Puesto que ha pesado usted en su soberana, le permito ponerse más cerca, como en María Elena Sitz. Seamos sinceros; toda gana de analizarme y de reflexionar desapareció, y tomé instantáneamente la posición, memorable entre, nosotros porque hasta entonces, había sido única, llamada de María Elena Sitz. 62
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-¡Amigo mío¡ - murmuró Elsa, esta ausencia, me ha hecho ver terriblemente el mal de mi corazón... ¡Dígame, usted si... me ama¡ Estas últimas palabras fueron un ligero aliento; preciso era escuchar de tan cerca como yo estaba para percibir lee, sonidos. Le respondí con voz cuya seguridad me asombró a mí mismo: -Sí... bien lo sabe usted... la amo. Se separó de mí, como si mi respuesta pedida por ella, sin embargo, la hubiese herido. Su cara expresaba una gran turbación y no echó de ver siquiera que se desprendía de sus cabellos un peine de concha. En seguida recorrió vivamente con los ojos toda la tranquila biblioteca y, por las ventanas, el paisaje del Rertha. -He sufrido aquí demasiado -murmuró como si se justificase.- ¡Esto no es, vivir! ¡Mis más hermosos años, se pasan en esta prisión! Le aseguro a usted, Luís -añadió volviéndose hacia mi,- que no hubiera pedido más que encontrar en el matrimonio el gozo completo de mi corazón. No crea usted que soy como sus compatriotas, que no toman en serio el matrimonio. Cuando me casaron con el Príncipe Otto tenía yo diecisiete años y era lo que uno de los novelistas franceses ha llamado: una gansa blanca. No era el ser Princesa reinante lo que me tentaba, sí el ser la, mujer de mi marido, como una pequeña burguesa. Al principio, adoptó los gustos del Príncipe Otto y me interesé por las cosas del Imperio, por los créditos militares, por la caza, por el material de artillería, por la cuestión del sello de correos de Rothberg y por el asunto 63
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de la guarnición... Sí, por todo eso me interesé porque, bien lo sabe usted, mi corazón es muy germánico y además amaba n mi marido y quería que me gustase lo que a él 1e gustaba... Solamente, deseaba que el Príncipe se interesase por todas estas cosas ¿cómo diré yo? por mí, a causa mía. Quería ser su primer cariño, su primer cuidado. Y no ha hecho falta mucho tiempo para echar de ver que yo era, ni más ni menos, la Princesa. Como en seguida le había dado un hijo, no esperaba ya nada de mí. Era yo joven, sin embargo, y bonita, aunque todo el mundo dice que ahora lo soy más. Al Príncipe le han gustado más que yo todas mis damas de honor, todas las mujeres de los funcionarios y hasta las criadas. Hoy está enamorado de esa Frika Drontheim, la hermana del ministro de la policía, una muchacha tan mal educada y tan delgaducha... Creo que no ha respetado más que a la Bohlberg... Vibrante y nerviosa, fue a abrir de par en par la ventana, respiró el aire del valle y vino hacia mí. -¡Me ahogo -dijo,- me ahogo aquí! Es esto muy pequeño para mi corazón si no hay alguien que le retenga. Esta Corte congelada en su antigua, etiqueta... este pueblo sin impulso Y vulgar hasta, en el respeto y el cariño... esta monotonía de los días siempre idénticos... todo esto no es soportable más que con el amor. Y yo no lo tengo. Ha habido días en que me he levantado como loca, resuelta a escaparme, de aquí sí no encontraba la aventura, la fantasía... No hubiera dependido más que de uno de mis súbditos, si mi cara le hubiera agradado, el aprovechar un capricho de su soberana... Vagaba por el parque, y pensaba: «Soy joven... soy bella... Entre los habitantes 64
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de este valle, ¿no habrá uno solo que sueñe con mi cara, que trate de verla más de cerca, que se deslice entre la espesura del parque para acercarse a mi, como aquel oficial que hace siglo y medio se enamoró de la Princesa María Elena?» ¡Qué indulgente hubiera, sido yo!... Las puertas del parque están abiertas, casi siempre, no hay que hacer para entrar más, que, levantar un anillo de alambre... Solamente, un antiguo letrero colgado de un árbol, dice, en los caminos que penetran en el parque: Verbotener Weg. Y este pueblo es tan servil, que no se comete jamás una infracción a la consigna. No sólo no he encontrado nunca el súbdito enamorado, como María Elena, sino que jamás un mozo ha subido los senderos, del parque para robar una flor para, su novia... Y nunca una muchacho, ha pedido a su novio que robe esa flor... Se calló, conmovida por el sonido de, sus propias palabras. -Entonces -siguió diciendo más bajo,- cuando empezaba a embotarme, en mi aislamiento, la Providencia le envió a usted... Se interrumpió otra vez y se echó a reir con su alegre risa de colegiala al recordar una imagen que vino a su memoria. -Figúrese usted -continuó,- que cuando el Príncipe, me, dijo el año pasado que había pedido a la embajada de Alemania en París, un profesor de francés para Max, me figuré en seguida a ese profesor bajo las facciones de mi antiguo maestro de baile, el belga Birenseel... Un viejecito de piernas flacas y en cuanto no era jorobado. Pero al día siguiente de su llegada de usted, adiviné que era usted un guapo mozo en 65
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el aspecto de descontento de la Bohlberg, a quien interrogué sobre el caso. «No me gusta,» me, dijo en tono afectado. a la, Bohlberg no le gustan más que las cosas feas. Le gusta 19, etiqueta, los trajes de Berlín y el mayor de la Corte. La clara risa de Elsa resonó otra vez después de estas palabras. La risa de Elsa, tenía quince años menos, que ella. Cerrando los ojos, oí reir a mi lado a una muchacha. -Usted ha cambiado mi vida -dijo poniéndose seria y sentándose muy cerca de mí en el mismo sofá.- Me he, despertado y he probado la naturaleza, los libros, la vida. No quería reconocer que usted era la causa, de esta, transformación; eso me humillaba y mortificaba mi pudor de mujer y mí orgullo de Princesa. Pero tres días de ausencia han bastado para, quitarme mi orgullo... Bajó los, ojos y no acabó la frase, sin duda para dar a entender que el pudor de la, mujer no había desaparecido con el orgullo de la Princesa. Creo que todas estas palabras femeninas en las que la ofrenda de sí misma estaba tan poco disimulada, no alteraron mis sentidos; pero embriagaron a fondo mi vanidad. Y llegué a discutir las objeciones de moralidad, lo que es señal del consentimiento del instinto. «El marido es un enemigo... un enemigo de mi país y de mi raza. Bajo sus apariencias correctas, es a veces de una insoportable insolencia. Además, es un mal marido. Es cierto que me paga, pero ¿no le doy nada en cambio de su dinero?» Cuando estaba reflexionando así, sentí que suavemente me impulsaba un brazo desnudo a adoptar de nuevo la posi-
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ción de María Elena. Mis ojos se levantaron hacia mi soberana: «Yo también estoy solo -pensé. - Somos dos desterrados.» A pesar de las resoluciones anteriores de no hacer nada en ese sentido, debí de iniciar algún ademán de aproximación, pues las miradas de Elsa entraron, por decirlo así, en las mías. «Resistir a su amor seda ridículo»-pensé en el momento en que la Princesa me miraba más amorosamente, -teniendo entre las suyas mis manos de plebeyo. Y no pude menos de imprimir en su mano un beso que fue algo más que respetuoso. ¡Beso! ademán sutil, extravagante, con frecuencia un poco cómico y a veces trágicamente conmovedor; roce de los labios que, no saben ya moverse para la palabra, después de haber dicho todo lo que, las palabras pueden expresar; beso instintivo, hereditario y, sin embargo, convencional, ¿quién te inventó, quién te perfeccionó, quién hizo de ti, en nuestra civilización harta de tradición y de historia, el rito del acuerdo pasional, la última de las escaramuzas amorosas, el sello de, la promesa definitiva y como el anillo de esponsales de la posesión? Si algunos amantes te cambian en la embriaguez de un transporte que no es ya dueño de si mismo, con cuánta mayor frecuencia eres el sencillo y cómodo fin de una situación que sin ti se, convertiría pronto en intolerable y ridícula... ¿Qué decir después de haber dicho ciertas cosas? a los pobres amantes, cortos de elocuencia les quitas hasta la posi67
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bilidad misma de hablar y los amordazas sabrosamente en el momento en que, sin duda, no dirían más que simplezas. Eres espiritual, ¡oh! beso, porque la cantidad de tonterías que, gracias a ti no se, han pronunciado, jamás, es sin duda innumerable. Pero eres también traidor. Comenzado a veces sin entusiasmo y por pura conveniencia mundana, mezclas los seres, haces brotar entre ellos, el fogoso instinto que creían domado por la urbanidad y dormido por la morfina de los usos. Hay labios que se han unido sencillamente para cumplir una formalidad sentimental y casi mundana, y perciben de repente un sabor imprevisto; las electricidades contrarias se cambian por esos polos en contacto, de tal modo, que, una vez desunidos, los dos seres no son ya los mismos que antes del beso. Por eso, a pesar de tu aspecto ritual, a pesar de tu deseo de permanecer semi-ideal, acabas por aparecernos como el signo masónico del genio de la especie, ademán inexplicable, ingenioso, falaz... -¡La Bohlberg! -exclamó de repente la Princesa. Su mano atrapó bastante hábilmente el Michelet abierto en el velador... Y yo me aparté todo lo que me lo permitió el estrecho sofá. «Las mujeres puras, dulces y fieles- leyó Elsa,- las mujeres que no tienen nada para disimular, necesitan más que las otras la confesión del amor verterse sin cesar en un corazón amante... ¿En qué consiste que el hombre aprovecha generalmente tan poco tal elemento de dicha? ... » La Bohlberg entró acompañada de esta pregunta verdaderamente angustiosa. Elsa leyó todavía dos o tres líneas y 68
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después cerró el libro y se levantó. Había reconquistado su sangre fría, pero sus ojos brillaban de felicidad. -Bohlberg, ¿se ha paseado usted bien? ¿Cómo van esos dolores? -Doy las gracias a la señora Princesa. Casi no puedo andar, la Princesa lo sabe bien. Por obedecerla, he dado dos, o tres pasos por el parque, me he arrastrado hasta un banco, y me he estado en él media hora. -¡Bueno! Eso le hará a usted mucho bien, Bohlberg. -¿ Puedo hacer una pregunta al señor doctor? -Ciertamente. -Señor doctor, ¿por qué ha traído usted de Carlsbad cristal falso en vez de verdadero cristal, para completar el servicio de Bohemia? -Señorita -repliqué,- he hecho lo que he podido. Deploro mi torpeza, pero no tengo competencia especial en cristalería. -Deje usted en paz al señor Dubert -dijo la Princesa contrariada. -¿La Princesa va a vestirse? -siguió diciendo la vieja inflexible. -¡Sí, sí! Vaya usted a esperarme en el tocador... Hasta muy pronto, señor Dubert, y gracias por su buena lección. Ese Michelet es de los autores que apasionan. La de Bohlberg salió gruñendo por la alcoba. Cuando yo me dirigía a la puerta del salón, Elsa dio detrás de mí dos o tres pasos...
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Y la puerta entreabierta, sirvió de marco a una corta réplica del gesto ritual por el cual, hace tantos siglos, el verbo amar se hace carne en los labios humanos.
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IV A ese paso alado que se tiene en los sueños, atravesó los dos salones de la Princesa, el Luis XVI y el Imperio, y después el vestíbulo donde ennegrecían las paredes innumerables cuadros de les siglos últimos, muy ledianos. La escalera, de mármol obscuro de Doschnitz, me llevó -si verdaderamente me llevó, -hasta la planta baja, por donde llegé a la columnata de barro de Grosgalitz, a la escalinata de honor y al patio... En el patio me crucé con el Hof-intendente, Conde de Lipawski, que vino a hablarme. Era el Conde un hombre de unos cincuenta años, pequeño, vivo y regordete, muy erudito por otra parte, Y cuya, amenidad estaba aguzada por un dejo cáustico. -Señor doctor -dijo,- presento a usted mis respetos, ¿Viene usted de enseñar a nuestra encantadora soberana? ¿Trabaja a su gusto de usted? -La Princesa -respondí en tono solemne,- es admirable, de inteligencia y de aplicación. -¡Muy bien! Toda la Corte nota, en efecto, desde que usted ha llegado, su gusto muy vivo por el francés, quiero 71
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decir por la lengua francesa, ¿comprende usted? Hasta la vista, dichoso doctor. Y se alejó, dicho esto, sin dejarme tiempo para replicar. Sonaron en el reloj de la torre del castillo los tres cuartos para las once -«Bueno -pensé,- tengo veinte minutos de libertad antes de la elección del Príncipe.» Me gustó tener este rato para aislarme y reflexionar. Porque la bromita del intendente, había echado una ducha a mi alegría y me hubiera molestado encontrar a Max inmediatamente. Me fuí al parque por el segundo patio y las estufas. Hacía el mismo tiempo de la vida, el tiempo que se imagina para el paraíso, el tiempo que Puvis de Chavannes hace reinar en su Dulce país. Todavía no se había evaporado la frescura que exhala durante la noche el agua temblorosa del Rotha, y, a pesar del cielo sin nubes, en el que lucía, el sol de agosto, el aire rozaba los miembros y acariciaba el paladar. Un velo ligero e invisible se extendía entre el cielo y la tierra, tamizaba la claridad y le quitaba justamente lo que hubiera tenido de excesivo. Luz, aire, color del sol, movimientos de los árboles, cuyas ramas agitaba dulcemente una imperceptible brisa; todo a mi alrededor era, voluptuosidad y alegría. Había pasado de las estufas y atravesado el jardín de la Princesa, cuyas flores sembraba y cultivaba ella con sus activas manos alemanas. Las begonias, las capuchinas y los geranios multicolores, dibujaban en él arabescos. Plantado en la cumbre misma de la colina, ese jardín se desarrollaba a lo largo y llegaba al parque que se dividía en dos regiones bien distintas. La una, que ocupaba la estrecha meseta, estaba arre72
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glada al estilo francés y databa del Príncipe Ernst. Cada, pequeño soberano de Alemania quería, entonces poseer su Versailles. Y, como en Versailles, aunque reducidos a proporciones minúsculas por la exigüidad del espacio disponible, se encontraba, allí, en efecto, un lago, un paseo e»n bronces figurando delfines y faunos y cenadores de verdor en espesuras por donde circulaban senderos misteriosos... Más lejos, la colina, en rápido declive descendía por todas partes hacia el Rotha. Este era el parque inglés, conquistado sencillamente a la selva que le rodeaba. Era también el lugar favorito de mis paseos con la Princesa. Me pareció conveniente ir a soñar un instante en la famosa gruta de María Elena. Y tomé el camino más corto atravesando el laberinto del jardín francés. Cuando pasaba por uno de los cenadores, me detuvo el ruido de dos voces. No tenía yo gana alguna de tener un encuentro o turbar una cita de las que daba allí el Príncipe algunas veces a las súbditas preferidas; pero conocí en seguida las voces, que hablaban alto sin la menor precaución. La una y la otra eran jóvenes; una voz de pollo que acaba de mudar la pluma y un claro timbre de muchacha. Aquella conversación familiar, entrecortada de risas, se cambiaba entre Gritte y el Príncipe heredero. ¿Cómo diablos se habían conocido? ¿Cómo esta Gritte había entrado en el jardín? Me aproximé despacito y los vi sentados juntos en el banco circular de madera. Un fauno de piedra, musgoso y desportillado se reía encima de ellos. Gritte tenía en la mano 73
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un ramo de rosas, y me estremecí pensando que había podido cogerlas en los cuadros del Príncipe. La muchacha escuchaba a Max, cuya silueta un poco flaca, vestida con el uniforme azul y cabos de plata, veía yo de frente, mientras que Gritte me volvía la espalda, -Cuando acabo mi lección de conversación con el señor doctor...-decía Max. -¿Qué doctor?. -Su hermano de usted, el doctor Dubert... -Mi hermano no es doctor. Un doctor, en francés es un médico. ¡No hay que hablar alemán en francés! -En fin -siguió diciendo dócilmente Max,- cuando su hermano de usted, el señor Dubert, acaba de darme la lección, voy a reunirme en el castillo con el Conde de Marbach, que me enseña el arte militar. -¿Quién es ese Conde? -Es el mayor de la Corte. Ha nacido en Bringen, en Prusia. Ha hecho la campaña de los Horreros y ha vuelto con una enfermedad del hígado. Ha estado a punto de saltar allá con una mina y desde entonces, la menor explosión le hace desmayarse. Apenas puede cazar. Y como no podía permanecer en el servicio, mi padre le ha traído aquí. -¿Qué es lo que le enseña, a usted? -El ejercicio, ante todo, como a un soldado. La táctica. La balística y a montar a caballo; él monta muy bien. Solamente -añadió el Príncipe como si temiera ser oído por su terrible mentor- no es un profesor como su hermano de usted. Tiene las maneras prusianas... ¿Sabe usted?... 74
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-¿Cuáles son las maneras prusianas ? El Príncipe miró a su alrededor con expresión medrosa... Y estuvo a punto de hablar. Pero se contentó con un gesto vago, y dijo después de un rato de silencio: -En fin, yo prefiero a su hermano de usted. -¡Lo creo! -dijo Gritte pavoneándose; -no encontrará usted muchos profesores como mi hermano. En primer lugar, es un hombre de mundo. -¡Ah! - exclamó cándidamente el Príncipe Max.-¿ Es noble?... -¡Noble!... En Francia, desde la Revolución, el ser noble o no serlo no significa nada. Hay las personas bien educadas y las que no lo están, los de buena familia y los que no lo son ... Mi hermano y yo somos de buena familia. Antes de nuestros reveses de fortuna y de la muerte de nuestro padre estábamos en relación con lo mejor que hay en París. Y si mi padre no se hubiese muerto el año pasado y no hubiésemos quedado arruinados, no estaríamos aquí ahora. -Yo -dijo Max levantando hasta Gritte sus bellos ojos grises, tan expresivos- me alegro de que el señor Dubert esté aquí. Y me alegro también de que haya usted venido. Gritte no respondió, y metió su nariz sonrosada en el ramo de rosas rojas con un ademán que no me pareció exento de coquetería. -¿Qué edad tiene usted? -preguntó la muchacha. -Trece años. ¿Y usted? -Catorce; catorce y un mes. -¿Vive usted en París? 75
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-No. Desde la muerte de papá estoy en un colegio cerca de París. -¿No ha visto usted nunca una Corte? -¿Una Corta? -Le pregunto a usted si no ha ido nunca a un sitio como éste con un Príncipe, una Princesa, un mayor, un Hof-intendente, damas de honor, una etiqueta, y, en fin, todo lo que constituye una Corte. -No -dijo Gritte haciendo una mueca.- En Francia no hay Corte. He visto fiestas en el Elíseo... que no son muy divertidas. Son, poco más o menos, como una fiesta en un ministerio. Me gustan más los bailes en las embajadas... -¿Es brillante todo eso, el Elíseo, los ministerios, las embajadas? -Muy brillante. -¿Más brillante que aquí? -¡Oh! sí. -¿Más brillante que los salones que acabo de enseñar a usted por las ventanas abiertas?... Gritte meditó un poco y respondió: -No se puede comparar. Esto, como castillo, no es muy bonito, ni muy suntuoso, ni está muy bien arreglado que digamos, según mi gusto. Pero, con todo, tiene, cierto aire. Sí, está bien; es serio; es corno debe ser. Vi que este cumplimiento, sin embargo muy moderado, hacía ruborizarse hasta la frente la linda cara de Max y le iluminaba los ojos de placer.
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-Es que, - dijo, y su voz tembló un poco nuestra familia es muy antigua. El principado no es muy grande; con Lichtenstein, es el más pequeño del Imperio. Pero nosotros somos de buena raza. Uno de mis abuelos ha sido emperador de Alemania en un tiempo en que los Hohenzollernno eran más que gente de poco más o menos. -¡Ah! ¿Cómo se llamaba? -Hunther. -¿Reinó mucho tiempo? -No. Tres meses después de su elección murió de repente. Se cree que le envenenaron. Los dos muchachos se quedaron un rato silenciosos como si su mente se hipnotizara por el gran misterio del pasado, de la historia... Y los pensamientos de Gritte trajeron a sus labios esta reflexión: -Si hubiera guerra entre Francia y Alemania, ¿tendría usted que batirse contra mi hermano? -Es preciso que no haya guerra -respondió gravemente Max.- Se dice en la Corte que los franceses la quieren; ¿ es verdad? -En Francia -dijo Gritte,- se dice que los que la quieren son los alemanes. -Algunos la desean aquí... El mayor de la Corte dice que hay que acabar de una vez. Yo no deseo la guerra. -¿ Por qué? -Se dice que me parezco a mi abuelo el Príncipe Ernst. Aquél se batió muy bien durante la guerra de los Siete años. Pero detestaba la guerra, sin embargo, y le gustaban las artes y 77
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la filosofía. Soñaba con hacer de Steinach, entonces, unida con Rothberg, otra Corte de Weimar... Hoy, Steinach es una población prusiana, separada para siempre de Rothberg. Rothberg no es más que una aldea de campesinos, unas cuantas quintas de verano y un castillo. Con mil trabajos y como un favor excepcional, conservamos nuestro sello de correos y no tenemos guarnición prusiana; somos tan independientes como el Rey de Sajonia o el Príncipe regente de Baviera. Pero sé muy bien que se nos deja esta independencia como una curiosidad. ¿Qué es una independencia que no se puede defender? Gritte murmuró: -¡Qué serio es usted! Max se sonrió. -También me gusta divertirme, se lo aseguro a usted... Pero no tengo aquí nadie de mi edad. Cuando era pequeño tenía al menos a mi hermano de leche, Hans, que jugaba conmigo... Ahora es cochero en casa de Graus, y no le veo más que por casualidad... Será preciso que venga usted al castillo; voy a decir a mamá que la invite. Verá usted qué bella y qué buena es. Quiere mucho a su hermano de usted. Esta última frase, pronunciada por aquella boca inocente, me produjo una sensación de malestar, e iba a dejarme ver para cortar la conversación, cuando de repente Max se levantó y se quedó fijo en una actitud militar. Al mismo tiempo oí pasos en la arena y vi aparecer la silueta tiesa, ceñida, calzada de botas de montar, del Conde de Marbach, rojo de emoción. 78
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-Monseñor -dijo secamente,- son las once, y Vuestra Alteza debiera estar en el castillo. Y añadió volviéndose hacia Gritte: -Y usted, ¿qué hace aquí? El mariscal hablaba alemán y Gritte no le comprendió, pero se sintió ofendida por su tono. Miró al interpelador con cierta expresión a la vez altanera e infantil que ella tomaba con las personas impolíticas, y dijo volviéndose hacia el Príncipe: -¿Quién es éste y qué quiere? El Príncipe estaba desconocido. Achicado y con los ojos bajos, parecía un niño que teme los azotes. El Conde prosiguió en frances: -¡Ah! ¿Francesa? Usted, francesita, fuera, fuera... Esto no es público; es el jardín del castillo. ¡Fuera! Gritte se levantó. -Caballero -dijo al mariscal en tono político,- está usted muy mal educado y parece usted un artista de circo con esas botas amarillas. Me voy, pues, porque con un hombre mal educado como usted, una joven no está en seguridad. Iba a coger sus flores cuando el mayor, al verlo, exclamó: -¡Flores!... ¡Rosas del jardín de la Princesa! ¡Ha cogido usted flores sin permiso! ... ¿Quiere usted dejar esas flores, ladronzuela? El Príncipe objetó tímidamente: -Señor Conde; yo se lo he permitido... -Vuestra Alteza no tiene nada que permitir y estará arrestado hoy y mañana... Vamos, en pie y al castillo. 79
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El Príncipe vacilaba. El mayor, juzgando sin duda que no obedecía bastante pronto, le cogió por un hombro y le hizo girar sobre sí mismo. Max se puso pálido, y creí un momento que se iba a arrojar contra su maestro; pero el muelle de su energía se gastó pronto. Gritte, se encogió da hombros y cogió tranquilamente las flores del banco. Aquel movimiento acabó de poner al mayor fuera de sí. -¡Deje usted las flores!...-balbució en francés- Le prohibo a usted que se las lleve. -¡Ah!... ¿Qué es esto? -exclamó Gritte saltando prestamente al otro lado del banco. Me está usted fastidiando, señor palafrenero... Trate usted de coger mis flores... Y se echó a correr con su ramo en la mano. Paróse a pocos pasos, medio inclinada, pronta a correr, en la postura de una niña que juega a las barras y tan alegre como si en efecto lo estuviese haciendo. Al ver que se burlaba del mayor, juzgué que era tiempo de presentarme para desenlazar pacíficamente aquel pequeño drama. Salí de mi escondite, y Gritte vino a mí; pero pasé a su lado y fuí hacia el Conde de Marbach. -Señor mayor -le dije,- esta joven es mi hermana. Ha entrado en el parque, porque no sabía que está prohibido. Ha aceptado las llores que el Príncipe lo ha ofrecido, y creo poder asegurar a usted que la Princesa no se enfadará... Ruego a usted que levante el arresto del Príncipe. Marbach replicó: -Señor profesor, el Príncipe heredero está bajo mi gobierno. Usted podrá estar muy al corriente de las intenciones 80
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de la Princesa, pero yo lo estoy de las del Príncipe reinante, y éstas son que su hijo observe la disciplina alemana. Estará arrestado veinticuatro horas. Vuélvase al castillo, monseñor. -Quédese aquí, monseñor -repliqué... -Me permito hacer a usted observar -dije al mayor,- que son las once dadas y que es la hora de la lección de francés del Príncipe. Me conviene dársela hoy en el parque. Por supuesto, en cuanto termine la lección, el Príncipe irá a empezar su arresto. El mayor se preguntó evidentemente si debía pasar conmigo a vías de hecho. Se calmó sin embargo, y se marchó encogiéndose de hombros y gruñendo una cosa confusa en la que distinguí el nombre de franzose junto con un adjetivo poco simpático. Gritte se quedó entristecida. -No me pongas esa mala cara, Luis -me dijo... -Es claro que hubiera hecho mejor no entrando. Pero he visto -señaló al Príncipe con un gesto de la barbilla,- que parecía aburrirse tanto... Y le he saludado. -Yo soy quien ha rogado a esta señorita que entrase -prosiguió el Príncipe recobrando su aplomo cuando el mayor estaba lejos. Tomé la expresión más seria que pude para intentar un regaño. Gritte, con los ojos un poco cargados, se volvió sola a la quinta. Yo me quedé con mi discípulo. Empezó en el banco de piedra la lección de conversación, ante, la sonrisa, burlona del fauno. Y me pareció que la Princesa tenía razón: la inteligencia de su hijo se había embotado durante mi ausencia. Tres días en las manos del 81
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mayor habían bastado para sumirle en ese sopor miedoso en que le encontré diez meses antes, al llegar a Rothberg. Evidentemente, Marbach le pegaba, según la moda prusiana, y el niño, mitad por vergüenza, mitad por miedo, no se atrevía a quejarse. Pero estaba contrayendo con ese régimen una especie de sumisión embrutecida, hipócrita y que ocultaba una rebelión de odio. ¡Cuántas veces había leído una expresión de verdadero aborrecimiento en aquellos ojos infantiles cuando miraban al mayor! Conmigo, aunque desconfiando al principio, se había domesticado bastante pronto. Y poco a poco habíamos llegado a ser buenos amigos. Su curioso temperamento se había revelado. Me di cuenta de que aquel muchacho delgado, nervioso e impresionable, herido desde la infancia en su sensibilidad un poco femenina, primero por el Príncipe y después por Marbach, había concebido un horror profundo a la disciplina brutal e inflexible que se le imponía. Fino y delicado, era un soñador de la raza de los Rothberg, una reproducción debilitada del Príncipe Ernst, nacida fuera de tiempo en el siglo del imperialismo alemán. Mi papel había consistido en calmarle los nervios y en hacerle franco. Había tomado, a instancias mías, la costumbre de mirarme a los ojos cuando me hablaba y había perdido la de disimular y mentir. En fin, su pensamiento se había mostrado tal como era, vivo, penetrante e imprevisto. Su tierna sensibilidad había cesado de temer los sofiones y la, burlas. Me quería sinceramente, y obtenía yo de él por la dulzura mucho más que el mayor con los golpes. 82
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A la media hora de lección se animó, como si se fuesen disipando poco a poco los vapores de un profundo narcótico. Me habló de Gritte y me confió su alegría por haberla encontrado. Le había dicho que hablaba bien el francés y se mostraba extremadamente orgulloso por ello. -¿Por qué no vive su hermana de usted en el castillo? -me preguntó. -Porque no tiene cargo alguno en la Corte. -¿Y si se le diera uno? Así no se volvería a Francia y la tendría usted siempre a su lado. -Gritte es muy independiente -repliqué,- y será muy mala dama de honor. Max meditó un rato y después declaró: -Si yo fuese Príncipe reinante al modo de mis antepasados, obligaría a usted y a su hermana a quedarse en mis Estados... Había recobrado su alegría y su gracia, y no quiso ya separarse de mí. Cuando se acabó la lección, tuve que acompañarle al castillo. En el momento de separarnos, volvióse a poner sombrío. -Vuelvo a la prisión -me dijo.- ¡Qué feliz es usted, señor Dubert! ¡Usted no estará nunca prisionero! - ¡Bah! -respondí,- veinticuatro horas do arresto pronto se pasan... -No dejo de estar prisionero cuando río estoy arrestado -dijo moviendo la cabeza.
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Y después de un rato de reflexión, durante el cual vi pasar por sus ojos el odio que ya le conocía, me dijo con un poco de embarazo: -¿Podría usted decir a Hans, mi hermano de leche, que venga a hablarme mañana a las dos en la entrada pequeña del parque? -La verdad es, monseñor -le respondí,- que prefiero no hacer el encargo que me da Vuestra Alteza para Hans. -Bueno, excúseme usted. Yo le haré prevenir. Y huyó con las lágrimas en los ojos. -¡Qué extraño chiquillo! -pensé al volverme.- ¿ Por qué diablos quiere hablar a Hans ?.. Habían dado las doce cuando llegué a la villa Elsa. Gritte me estaba esperando a la puerta. -¿Sigues enfadado? -me preguntó un poco ansiosa. - Nada de eso. Tu pecado no ha sido muy grave. -Mejor -dijo,- porque.. . -¿Por qué? -Porque tenía miedo de haber hecho alguna otra tontería. -¡Vamos, allá! ¿Qué tontería? -¿Te acuerdas de los dos ancianos que son nuestros vecinos, los Moloch? -¿Y qué? -Vamos a tomar con ellos la comida del mediodía el Mittagessen... Ya comprendes; la señora vino a hablarme en el balcón y me interpeló amablemente... Me preguntó quién
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eras, y como sabes que me gusta hablar de ti... Charlé con ella, y nos ha invitado a su mesa hace un momento. Reflexioné un instante. «Moloch no es muy simpático en el castillo y el Príncipe se va a enfurruñar... ¡Bah! soy libre, después de todo. Fuera de mis funciones de preceptor, no dependo de nadie más que de mí mismo.» No me disgustó afirmar públicamente esta independencia. Y dije abrazando a Gritte: -Has hecho bien en aceptar, querida. La segunda campanada llamaba a los convidados, y pasamos al comedor.
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V Herr Graus estaba enseñando con orgullo una aguada del arquitecto berlinés, Gumper, que representaba el futuro comedor del futuro hotel. Iba a ser enteramente blanco, adornado de columnas, con las paredes decoradas de ornamentos blancos en forma de rúbricas, de humo de cigarro y de tenias, y amueblado con sillas y mesas del gusto anglobelga. Por fortuna, la realización de este suntuoso proyecto se dejaba para una fecha hipotética, y los Moloch, Gritte y yo tomamos el Mittagessen en la antigua «Speisesaal» de la antigua posada, en una sólida mesa de pino de Turingia y sentados en unas sillas de paja, obra de los campesinos del Rennstieg durante las largas veladas del invierno. Cerca de nosotros estábanse alimentando unas familias alemanas presuntuosas y gastadoras, qué conservaban al alcance de la mano, en el cubo de hielo, el frasco verde de Hochheimer o el ambarino de Piesporter. Una magnífica fecundidad prolífica triunfaba alrededor de las mesitas aisladas, así como en la vasta mesa redonda. Para cada pareja de padres, gruesa madre panzuda y tetuda, 86
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cuya salud hacía estallar el corsé, y joven papá calvo, gordo, de mejillas sonrosadas, de cabello castaño o rubio y pesada cadena sobre la panza, charlaban y se atracaban de asado, de compotas y de vino cuatro o cinco retoños, frescos muchachos o niñas de ojos azulados. Tenía yo la sensación de estar en medio de una fuerte plantación humana, de una plantación duramente podada. El señor Moloch, que comía activamente, con gestos atareados, no cesaba sin embargo de hablar. Hablaba en alemán, en voz alta, sin miedo de ser oído, mientras su mujer conversaba en francés con Gritte sin perder jamás de vista a aquel gran niño de sabio. Distraído como Ampere, Moloch perdía unas veces la cuchara, otras el tenedor, otras el cuchillo; ponía la cucharilla de la sal en el tarro de la mostaza o se echaba de beber con la vinagrera. Llevaba siempre la levita negra desabrochada y una corbatita negra sobre una camisa impecablemente blanca. Sus cabellos blancos, muy finos, revoloteaban a derecha e izquierda de la frente combada y desnuda. Toda su cara de mono sobrehumano se plegaba al doble esfuerzo de la masticación y de la palabra, y las pupilas de sus ojos de pestañas amarillentas se revolvían en las órbitas, como ruedas a gran velocidad. -¡Ah! está usted en la Corte -decía.- No le envidio a usted, amigo mío. Sólo hay una cosa más ridícula que una Corte cualquiera, y es una Corte de un pequeño Estado alemán... Aquí, donde usted me ve, yo he conocido la Corte de Rothberg... He sido «hoffaehig», caballero. He atravesado, con una camisa de chorreras y una casaca de botones de plata 87
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la sala de los caballos, la de los cuernos de ciervo, y ¿qué sé yo? Y estaba orgulloso y, delante de un hombre que representaba, en suma, infinitamente menos valor social efectivo que un industrial de Westfalia o que un inteligente preparador de laboratorio, he hecho reverencias hasta verme la cara de cortesano en el suelo encerado... Y, sin embargo, no era yo entonces ni tonto ni vil... Pero era joven, y la idea de que el hijo del remendón de Rothberg-Dorf tenía un puesto en el castillo, me embriagaba las meninges. ¿Sabe usted lo que me curó de esa tontería? ¿Lo sabe usted? El buen señor gritaba: «¿Lo sabe usted?» levantando una cuchara amenazadora... La larga mano de la señora de Moloch cogió suavemente el brazo levantado de su marido y con una tierna presión le volvió a poner sobre la mesa. -Lo que me ha curado, caballero, ha sido la guerra con Francia, la campaña que he hecho en su país de usted. Tuve por jefe un verdadero héroe, que desgraciadamente para este país de Alemania, no reinó más que muy corto tiempo. Me cobró amistad a consecuencia de una circunstancia en que, teniendo necesidad de un químico para analizar un agua sospechosa, me mandó llamar a su lado. A él le debo el haber comprendido que se puede cumplir valientemente el deber de soldado y detestar la guerra. Tuve ante la vista un guerrero filósofo, un Príncipe que era un sabio. Porque había sacado la espada para defender a su patria, no se creía obligado a repudiar la herencia del pensamiento y de la bondad alemanes. Su ejemplo y ciertas palabras salidas de su boca han re-
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novado mi mente. ¡Bebo a la memoria del único gran Emperador alemán moderno: Federico III! Al decir esto, el sabio levantó el vaso, se bebió de un trago el hochheimer que contenía, y con vivo ademán le colocó vacío encima del molino de pimienta, donde se rompió en mil pedazos. -¡Eitel! -murmuró la señora Moloch en tono de dulce reproche. Reparó el desorden pronta y hábilmente ayudada por Gritte y por el solícito Kellner, mientras Moloch miraba con expresión de desafío a las personas que estaban en la mesa y a quienes el incidente había distraído. -¡Imbéciles! ¡Papamoscas! -gruñía el sabio... -¿No han visto nunca romper un vaso?... Cuando todo estuvo en orden, siguió diciendo mientras comía con velocidad extraordinaria huevos revueltos aderezados con una compota de cascabelillos: -Fui herido en el sitio de Orleans, señor doctor. Una bala tirada por uno de sus compatriotas se me entró en la sexta costilla derecha y allí se me ha estado diez años. Cuando me la extrajeron la colgué de un alambre de plata en mi laboratorio de Iena. Y escribí debajo: «Regalo de un francés incógnito al doctor Zimmermann agradecido.» Porque debo mucho a esa bala de chassepot, caballero. Volví de Francia absolutamente transformado. La guerra es horrible e inhumana. Que personas civilizadas, como usted y yo, puedan batirse porque unos imbéciles diplomáticos, que no se baten, han confundido las cartas, es una pura monstruosidad. Las 89
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personas como usted y yo, las personas estudiosas, lo comprendían en otro tiempo. Hoy, ignoro lo que pasa en su tierra de usted, pero aun la gente, de laboratorio de Alemania se está volviendo conquistadora. Pronto seré yo el único químico de Alemania que no afile el sable entre dos reacciones. -Caballero -dijo Gritte, a quien la señora Moloch había explicado en francés las últimas palabras de su marido,- ya sabe usted si quiero a mi hermano y si me desolaría el verle marcharse. Pero, si se nos apura la paciencia en Francia, tanto peor. ¡Hombres y mujeres intentaremos la aventura! -¿Lo oye usted? -continuó Moloch.- Ese es el estado mental al que nuestros belicosos han traído a la gente de los dos países... ¡Es horrible! ¡En el siglo xx!... Si supiera usted lo que oigo entro mis propios discípulos, que, sin embargo, me quieren bien y tienen confianza en mí... ¡El imperialismo, el pangermanismo, qué sé yo! Hay que tomar la Champagne y el Franco-Condado, conquistar Dinamarca, Suiza, Austria, Marruecos, el Levante, y no sé cuántas cosas más. ¡Ah! qué vanos son y qué mal han estudiado la historia de los pueblos. Creen que extender la fortuna por la guerra asegura un carácter de duración a las instituciones de los hombres... Y ni la caída del imperio de Alejandro, ni la de Roma, ni la Austria, ni la de España, ni la de Napoleón han podido desengañarlos... Creen en las cosas que funda la fuerza bruta y no ven que la espada destruye la obra de la espada. Moloch se calló. Estaban quitando la mesa y reinó el silencio en el ahumado comedor. -Observen ustedes eso -dijo la de Moloch sonriendo. 90
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Y nos mostró la puerta que del comedor daba paso a las cocinas. En aquel momento esa puerta acababa de cerrarse después de haber dado paso a los «kellners». Herr Graus solo, de levita y en pie contra aquella puerta, esperaba con una, gravedad un poco ansiosa como un general que va a dar orden de que entre en acción la reserva. En las profundidades de las cocinas resonó un timbre, y Herr Graus abrió la puerta misteriosa con un ademán seco y breve. Y salieron entonces todos los «kellners» al paso militar, el pecho arqueado y el vientre hundido, llevando cada uno en el brazo extendido el plato de metal guarnecido de pavipollos. Siempre militarmente, llegaron a la mesa que les estaba destinada y presentaron allí el plato como se presentan las armas. -¿Ven ustedes eso? -exclamó Moloch.- Esos imbéciles piensan que están tomando las provincias del Báltíco o Trieste o la Borgoña, y el tal Graus, que me parece un simple agente prusiano en el principado, se cree una especie de Gustavo Adolfo o de Bonaparte porque enseña a sus «kellners» a servir como autómatas. ¡Ah! qué buen tiempo el de mi juventud... En lugar de estas caras afeitadas y de estas casacas grasientas, qué lindas muchachas, nos regocijaban los ojos... Así disertaba el sabio, y yo pensaba: «Un hombre que dice tan ruidosamente tales cosas, no puede ser bien visto en la Corte. Decididamente Gritte me ha inducido imprudentemente a almorzar en público con él. El Príncipe lo sabrá por
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el espía Graus, y esto vendrá a complicar la diferencia que tuve esta mañana, con el mayor ... » -De modo, señora -preguntó Grítte, que seguía su conversación con la Moloch al mismo tiempo que la nuestra,que usted se casó sin saber de qué viviría... -Si, hija mía -respondió la anciana saboreando con modales del siglo pasado un flan fuertemente aglutinado con gelatina.- El doctor acababa de verse obligado a salir de Rothberg por haber pronunciado un discurso contra la anexión de las provincias francesas. Se declaró que era un peligro público... él, que tiene la religión del orden, de la armonía, y de la concordia... Le quitaron su plaza de profesor de la escuela de Steínach precisamente la víspera de nuestro matrimonio. El doctor me había conocido en Steinach, donde yo vivía en una antigua casa del Rathausplatz. -¿La plaza donde hay un hombre de bronce a caballo? -Sí... La plaza del margrave Luis Ulrico. Mi madre y mi tía se opusieron entonces a mi matrimonio porque también ellas creían que Eitel quería quemar Steinach y matar al Príncipe... Pero yo era mayor y una noche tomé el tren y me reuní con mi prometido en Hamburgo, donde se ganaba la vida trabajando para un boticario... y nos casamos -concluyó sencillamente levantándose, pues la comida había terminado. La imitamos. La señora quitó con agilidad del chaleco de su marido, la servilleta que él se llevaba metida en la abertura y le quitó las migas de las solapas de la levita. Gritte, colgada de mi brazo, los miraba a los dos con curiosidad maliciosa.
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-¿,Quiere usted -le dijo la anciana,- subir a nuestro cuarto mientras estos señores toman el café? Tengo que enseñar a usted lindas fotografías de Alemania, y el retrato del doctor a los veinticinco años. Gritte aceptó alegremente. El sabio y yo nos sentamos en el vestíbulo para tomar café. Reinaba en él una agradable frescura. Ocupáronse solamente dos mesas además de la nuestra: la una por una floreciente familia compuesta de los padres, tres hijos y una hija; la otra, próxima a la nuestra por dos señores de acento de Hannover que fumaban y discutían. Oíanse retazos de sus frases: «Expansión colonial germánica... insolencia de Inglaterra... los acorazados... los submarinos... Francia sería la prenda…» Moloch debía de oir corno yo, y me sorprendió que su viva naturaleza no sufriese una reacción elocuente. Pero eché de ver que, olvidando hasta su taza de moka, el sabio estaba sumido en la contemplación de un gusanillo verde que caminaba por la orilla de la mesa y que, caído sin duda, de la ropa de algún viajero, había logrado entrar allí. El sabio había instalado tinos gruesos anteojos, convexos en su chata nariz y miraba el ligero animalillo, alternativamente arqueado y distendido, a veces medio levantado y oscilando la minúscula cabeza como para hacer una misteriosa señal. Finalmente le cogió con precaución, le puso en su arrugada, mano y me lo enseñó asestándome miradas movibles por encima del marco de concha de los, lentes. -Mire usted, señor doctor -me dijo,- mire usted este admirable ser. Está asombrado, en este momento por la novedad del sitio que le ofrece mi mano abierta; probablemente, 93
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durante su corta existencia no ha residido aún en una palma humana. Sus órganos sensorios embrionarios tratan de forzar el misterio del mundo exterior que le oprime. Tenemos a veces vagas pesadillas que deben parecerse bastante a las vigilias de una canicula virens... Pues bien, señor doctor, voy a abrir a usted unos horizontes que la poesía tradicional de la antigüedad y de, los tiempos modernos no ha abrazado jamás con su mirada... Instaló hábilmente la canicula virens en la punta de su índice, y el bichillo verde se arrolló como un anillo alrededor de la uña. -Mire usted este insecto, señor doctor. Sabe usted que una casualidad más rara que la que nos reune a los dos en esta mesa ha hecho que el protoplasma original se ha convertido por la evolución de los años, en usted en un joven francés, inteligente y culto, y, en este ser, en una canícula virens. Una milésima de milímetro de distancia en más o en menos entre los principios esenciales, una millonésima de grado en más o en menor, en la variación de las temperaturas, y su protoplasma ontogénico de usted, doctor, hubiera hecho su evolución según una curva que le hubiera llevado a ser hoy esta canicula virens, mientras que el protoplasma ontogénico de esta canicula hubiera hecho su evolución a través de la escala de los seres hasta convertirse, o bien en el joven profesor que es usted, o bien en mí, que se la estoy enseñando. Dejó su sitio y fue a poner el animalillo en las plantas que adornaban la puerta de la quinta. Después volvió no sin haber tirado al paso una silla en la que estaban colocados 94
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todos los sombrero de la floreciente familia. Los dos alemanes del Norte habían interrumpido su conversación política para escuchamos. Moloch no se volvió a sentar, se plantó delante de mí y prosiguió, agitando los brazos, desgreñado, profético: -¿Es usted presa como yo de la emoción que conviene ante esta admirable escala de los seres, ante la grandeza de estos fenómenos evolutivos?... ¿Cree usted que ninguna imaginación de poesía griega, con sus dioses ridículos, sus diosas desvergonzadas, sus cielos de cristal y todo ese cúmulo de chocheces pueriles, puede sostener la comparación con las potentes realidades que la ciencia moderna ha resumido en la doctrina monista? No lo piensa usted, o sería un desheredado del pensamiento... He visto, caballero, mujeres, simples mujeres, llenas de admiración y de gozo en ciertas conferencias que doy en Iena sobre el monismo, conferencias privadas que he organizado sin el concurso de la administración. La armonía de las esferas, que encantaba a Escipión, no era más que un rechinamiento de organillo callejero al lado de la que los gérmenes del mundo, en perpetua vía de integración y de desagregación, hacen oir al oído ejercitado del sabio. La levita, el cabello blanco y los brazos del sabio se agitaban en cadencia mientras él declamaba así con profundo asombro de la floreciente familia y de los dos señores hannoverienses. Uno de éstos confió al otro: -¡Mir scheint, der Mann ist verrückt! ¡Ein Narr! -¡Ein gefaerlicher Narr! -replicó el vecino. 95
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El sabio no oía nada, y hubiera continuado para nosotros su predicación monista si la de Moloch y Gritte no hubieran reaparecido oportunamente en la escalera, y después en el vestíbulo. -¿Qué hay? -exclamó Moloch cuando su dulce compañera le puso la mano en el brazo- ¿A qué viene molestarme siempre? ¡Ah! señor doctor, las mujeres son un gran impedimentum…¿Dices que son las tres? Bueno, bueno, ya lo sé; voy a subir al laboratorio... Sí, sí, yo soy quien te ha dicho que me recordases la hora. Eres una buena y fiel compañera... ha llegado la hora del trabajo, señor doctor. Nulla díes otiosa… Guade usted esta máxima y obsérvela, pues la asegurará la dicha. -Tu taza de café, Eitel- le recordó dulcemente la anciana. -¡Ah! es verdad, Se bebió de un trago, excepto la mitad que se vertió en un ramo ambarino por la pechera de la camisa y el chaleco. Después se despidió de los presentes con un ademán circular, púsose en los blancos cabellos enmarañados el sombrero de copa, cogió del brazo a la señora de Moloch, que sonrió, y los dos se fueron, ella fina, alta y tranquila con su traje castaña, y Moloch colgado de su brazo, pequeño, contrahecho, saltarín, con el cabello crespo bajo el ala plana del sombrero, los faldones de la levita levantados, y hablando a voz en cuello. La opulenta familia no encontraba palabras para expresar su asombro. Los dos hannoverienses llamaron a Herr Gráus que pasaba, y le pidieron explicaciones, que, él dio en 96
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voz baja. A todo esto, Gritte, como un jilguero escapado de la jaula, se sentía molesta bajo techado. -Ahora -me dijo con autoridad,- me vas a enseñar Rothberg. Y, como Moloch a su mujer, la obedecí. Los hombres cedemos siempre a nuestro impedimentum femenino, tenga el cabello castaño o blanco. A mi lado, con paso elástico, el talle moldeado en una blusa de muselina blanca, corta falda, gris y sombrero de, paja, mi hermanita atravesó Luftkurort, y noté, sin orgullo, las miradas envidiosas que le echaban las mujeres y las otras jóvenes. Algunas eran lindas también, pero faltaba a su belleza alguna cosa, como el barniz a un cuadro: la elegancia. Los triunfantes catorce años de mi parisiense turbaron aquel día no pocas cabezas femeninas. Compramos, ante todo, dos tarjetas ilustradas, que fueron expedidas, una a la señora Goberny, profesora del colegio de la Legión de Honor, en Vernon; y otra a la señorita Grangé, castillo de Salins, Indre y Loira. Cumplido este deber, el ligero paso de mi hermanita me llevó por el camino onduloso que baja del Luftkurort a Rothberg-Dort, es decir, a la aldea misma, establecida a lo largo del Rotha. Mientras saltaba por el pedregoso sendero, tan pronto enseñándome el pesado moño castaño, tan pronto su carita vivaracha y fresca, Gritte disertaba sobre las cosas actuales. -Sabes, Luis -decía,- que es lástima que Moloch tenga ese aspecto de mono, porque no se puede encontrar tan bonita su historia con su mujer... a pesar de ser una anciana, ella es 97
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fina y diestra, casi no está arrugada y tiene un buen olor de antigua caja de perfumes. Me ha enseñado hace un momento su retrato de joven, y estaba mal vestida, pero encantadora. Me la figuro muy bien saliendo de noche, de una de esas estrechas casitas de escamas de pizarra y despidiéndose del hombre de bronce para ir a reunirse con su prometido. Esto me conmueve y me da gana de llorar y de abrazarla... Pero cuando pienso en su llegada a Hamburgo y en Moloch esperándola en la estación con sus cabellos enmarañados, su levita y su sombrero de copa alta... He visto también su retrato de joven y era más feo que ahora. Y esto me da risa. ¿Está mal hecho, verdad? Repentinamente suspendida de mi brazo, añadió proyectando sobre mí el encantador reflejo de su alma: -Es de esperar que no me enamoraré de un hombre tan feo como Moloch, ¿verdad, Luis?... Además es muy sencillo; no quiero amar a nadie más que a ti. Por poco pierdo el equilibrio al impetuoso beso que me aplicó de improviso en la oreja, y que me dejó sordo durante cinco minutos, en el preciso momento en que llegábamos a las primeras casas de Rothberg-Dorf. Rothberg-Dorf es el antiguo pueblo de Tuningia, edificado a derecha e izquierda del río, sin plan ni concierto, con revueltas imprevistas e inexplicables, construcciones remendadas de siglo en siglo y callejuelas que no conducen a ninguna parte. Las casas son de muros de madera, con un retorcido de tierra rojiza, o escamadas de pizarras desde el suelo hasta el alero. Tienen ventanas inverosímilmente pe98
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queñas, que parecen de muñecas. Detrás de los minúsculos cristales se ven tiestos de fucsias, y uno solo de ellos cubre toda la ventana. Cada una de estas casitas está rodeada de un jardínillo cercado de viejas latas muy estropeadas. Su flora estaba constituida por el momento por las flores rojas de las judías, que se crían allí con encantadora abundancia. -Es una bonita aldea -dijo Gritte olfateando con sus narices sonrosadas el olor de las judías en flor. Es un poco sucio, pero esto le hace ser más, pintoresco. ¿Pero dónde está la gente de la aldea? No encontramos más que gansos. El pueblo, en efecto, parecía desierto. La recolección retenía a todo el mundo en el campo. Y los gansos, que forman en tiempo ordinario la mayor parte de la población, reinaban en las calles y los jardines. Se les veía caminar por compañías, que unas, veces pasaban gravemente la una al lado de la otra sin querer conocerse, y otras se detenían para conversar un rato de sociedad a sociedad. Se veían también algunos que hacían visitas de un jardín a otro, y los gansos visitados los recibían con mil demostraciones amistosas. Algunos andaban errantes, como puestos en entredicho por la buena sociedad de Rothberg. -Son muy elegantes -me hizo observar Gritte.- La mayor parte están vestidos de blanco a la moda de los trajes de París. Otros tienen un chal gris echado negligentemente en punta sobre la espalda blanca. Había bandadas de gansos jóvenes y pequeños, que nos seducían por su aspecto inmaculado y modesto, como jóvenes de provincia, bien educadas, honradísimas, pero poco 99
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ingeniosas y nada instruida en la vida. Vigilábanlos, de lejos, ciertas gansas matronas, pesadas, embotadas, de aire desconfiado. Un poco antes de llegar al puente de piedra sobre el Rotha, las casitas de pizarra se separan y dejan vacío un espacio irregular pomposamente llamado Grosse-Platz. Tampoco allí había ningún habitante, pero encontramos, reunido un verdadero congreso de gansos que subían uno a uno del Rotha, donde habían ido a beber. Estábamos divirtiéndonos en mirar a los que gravemente se rascaban las narices con sus patas palmípedas, cuando se produjo un silencio de mal agüero en la asamblea hasta entonces dulcemente murmuradora. Después todos, como obedeciendo a una consigna, irguieron los largos cuellos, abrieron el pico amarillo cruzado por cómicas hendeduras y, fijándose en nosotros, hostiles, amenazadores, dejaron oir el chirrido más violento, más horrible y más injurioso. Algunos de ellos, singularmente atrevidos, salieron a nuestro encuentro. Pero veíamos bien que no nos tocarían, pues, su cólera era fingida. Estaban haciendo una manifestación, un bluff. Y al oirlos no pude menos de pensar en la Strassburger Post y en la Koc1nische Zeitung. Me creí en el caso de dirigirles una arenga. -Gansos de Alemania -les dije,- ¿habéis también vosotros recibido la consigna y conocéis que somos franceses? Gansos de Alemania, tranquilizaos y, sobre todo, callaos. Se os engaña sobre nuestras intenciones. No venimos a disputaros vuestra pitanza, ni a comernos vuestras habas ni vuestras patatas, ni a impediro, poner vuestros huevos en nuevos te100
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rritorios. Cerrad vuestros picos amarillos, que son feos así abiertos y hacen oir insoportables graznidos... Volved a vuestros trabajes y a vuestros juegos, gansos de Alemania; estos dos franceses que pasan no os quieren ningún mal. En este momento desembocaba en la Grosse-Platz un pesado y largo carro en el que los toneles de cerveza se amontonaban en pirámide; y su estrépito de hierro viejo bastó para poner en fuga a la blanca tropa, que, con las alas abiertas, y lanzando agudos, clamores, huyó a la desbandada hacia el Rotha. Gritte y yo seguimos en paz nuestro paseo por el pueblo. Enseñé a mi hermana las pocas, casas de funcionarios del principado, apenas menos sencillas que las otras, y los albergues para extranjeros que disponen algunos habitantes, industriosos. El cauce del Rotha se ensancha en aquel sitio y, en esta estación cálida sobresalían anchos espacios pedregosos, donde otras bandadas de, gansos descansaban pacíficamente en la frescura de, los cantos mojados... Mezclados con ellas, unos niños pequeños de Rothberg colegían en sacos y en cestos las, plumas blancas y el plumón dejados por los gansos en los guijarros del Rotha. Con esas plumas, y ese plumón se hacen mantas de mucho abrigo que protegen contra, el frío del invierno al estrecho lecho turingio, de una sola sábana, inhabitable e incomprensible para los Welches. En el extremo del pueblo un camino penetraba en los bosques y subía lentamente a través de los pinos y las hayas. Le seguimos, y pronto nos rodeó el misterio de, la selva y nos
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volvió lentos y silenciosos. Gritte, me cogió la mano y enlazó los dedos con los míos. «Nunca -pensé,- podré despedirme de esta manita; nunca querré mi felicidad a expensas de esta niña, ni mi alegría fuera de la suya...» Como si me hubiera adivinado y quisiera darme las gracias, la manita estrechó más fuerte la mía. «¿Qué hago entonces aquí? -me pregunté ¿Adónde voy dejando que se deslice mi corazón hacia algo que se parece al amor? ... » La manita se enlazaba con la mía y parecía decirme: «¡No te vayas! ¡No me, dejes sola! Y, por ti mismo, teme la soledad cuando ya no me tengas…» A la media hora de subida, el camino se descubrió hacia la izquierda y se convirtió en una, cornisa que dominaba como un balcón magnífico toda la vega del Rotha. Se veía de frente, más allá de esa vega, la aldea, las quintas de Graus y la fachada interior del castillo, con su patio de honor, su pórtico Imperio y el jardín donde habían cogido rosas Gritte y el Príncipe. Contemplamos un rato el maravilloso paisaje y, siempre silenciosos, volvimos a bajar hacia Rothberg-Dorf por un sendero de cabras, entre los cedros. Al pasar por el puente, observamos que los gansos no eran entonces los únicos habitantes del lugar. La población humana estaba volviendo de los campos. Sólidos campesinos fumaban la pipa en el umbral de su puerta, y charlaban las mujeres con el cuévano a la espalda, ese cuévano característico que parece que crece con la portadora. Se ven minúsculos colgados a la es102
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palda de niñas. Amables muchachas nos saludaban y nos sonreían. La mayor parte de ellas eran rubias, pero no de un rubio menos pálido que el de los niños que recogían plumas de ganso. Sus caras sonrosadas respiraban salud y recomendaban maravillosamente a Rothberg como sitio de tomar el aire. Cuando llegábamos a la villa Elsa entre los paseantes del Luftkurort, Gritte me dijo: -Luis, soy muy feliz. Tienes que prometerme que no me dejarás nunca. Yo contesté astutamente: -Tú serás la que me dejarás, querida. ¿Crees que tu marido querrá compartirte conmigo? Gritte bajó la cabeza y no habló hasta que estuvimos en nuestro cuarto. En mi mesa de despacho encontré una carta en la que conocí el sobre y el sello de la Corte. Era del mayor y decía: «Señor doctor: Sírvase usted presentarse esta noche a las nueve en el despacho de S. A., que tendrá a bien recibir a usted en audiencia privada. Su seguro servidor, EL CONDE LUCIO DE MARBACH.» «¡Bueno! -pensé.- Voy a tener que recibir una reprimenda, primero por mi disputa con el mayor, y después por haber comido con Moloch. No me encuentro hoy de humor
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tolerante y tengo tres mil marcos de economías. Si el Príncipe me fastidia, me marcho con Gritte.» Pero al pronunciar estas palabras, solo en mi cuarto, sentí en el corazón una vaga tristeza. «¿Estaré menos libre de lo que creo?» me pregunté. Y no supe responderme.
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VI Gritte y yo cenamos en el comedor general. Herr Graus, como la mayor parte de los hosteleros alemanes, no tenía mesa redonda por la noche. Gritte notó que cada miembro de una familia pedía su ración sin ocuparse del vecino. El padre comía. schnitzel, la mujer una tortilla, la hija jamón frío, el niño dulce, y nadie repartía estas cosas. Nosotros excitábamos a nuestra vez la curiosidad de nuestros vecinos repartiendo todo lo que comíamos. Cuando me marché para acudir a la cita del Príncipe, Gritte me dijo: -Me subo a acostarme, porque estoy como borracha de aire libre y me caigo de sueño. Prométeme que cuando vuelvas entrarás a darme un beso, aunque esté dormida. Se lo prometí, y cuando salía por la puerta, Gritte repitió de lejos: -¡Aunque esté dormida! De la villa Elsa al castillo hay unos tres cuartos de kilómetro, que anduve a pie en aquella noche dulce, fresca, casi fría. Al levantar los ojos contemple un luminoso ejemplar de 105
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la carta celeste con las estrellas imprimiendo manchas de oro en el sombrío azul. Delante de mí y justamente encima del castillo brillaban lar Hiades, cantadas por Homero. Arcturus guiñaba su ojo rojizo entre dos cuernos de la selva, allá, en lo más alto. Me penetró una deliciosa sensación, la de ser un ínfimo elemento del vasto universo, poco más o menos como si mi protoplasma ontogénico se hubiera convertido en el gusano verde de Moloch. Me pareció que estaba en camino para ir a ver a otro gusano tan desprovisto de importancia como yo. Nada se parece tanto a un profesor de francés como un pequeño potentado de Alemania cuando se los mira a los dos desde Arcturus. Gracias a estas reflexiones cósmicas eminentemente fortificantes, atravesó con paso firme, con el paso de un hombre libre y resuelto, la poterna del castillo, el vestíbulo y las escaleras, y llegué a la cámara del Príncipe. -¡El señor doctor Dubert! El ayuda de cámara, al proclamar así mi título y mi nombre, abrió la puerta y me introdujo. Encontré al Príncipe sentado junto a su mesa de despacho, cargada de libros y papeles. Estaba escribiendo y me hizo señal de que esperase. La mesa era maciza, de roble claro, y las sillas también de roble y tapizadas de cuero rojo, afectación de sencillez imitada del despacho de Guillermo I en Potsdam. En las paredes, retratos de Federico II y de los últimos Emperadores alemanes. En la chimenea un bronce que quería representar, con su casco y su cota de mallas, a Hunther I de Rothberg, Emperador. El Príncipe escribía muy serio. Y mientras yo esperaba en pie, me indemnizaba calculan106
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do irónicamente la influencia del trabajo actual de Su Alteza en la política europea. -Ruego a usted que se siente, señor doctor -me dijo mi soberano en tono benévolo y en muy buen francés. Me designó una butaca al lado del escritorio, me sentó y él siguió escribiendo, lo que me permitió examinarle de cerca como a un objeto visto al microscopio, pues resultaba iluminado bajo la pantalla de la lámpara. Era gordo, de cutis sonrosado y pelo rubio un poco indeciso de color, aunque tiraba a gris. El uniforme azul claro con cabos blancos le ceñía con dificultad. El cabello, cortado al rape y escaso junto a la frente, dejaba ver la piel del cráneo sembrada aquí y allá de manchas de granos. Caídos sobre los ojos azul claro, los párpados se arrugaban fuertemente en los ángulos por el guiño habitual de los miopes. Las cacerías y las expediciones al aire y al sol habían curtido su cara, cuya fuerte osamenta estaba disimulada por la grasa. Pero debajo del cuello de la levita el cuello inclinado se dividía en dos regiones, la de arriba, morena, y la de abajo, blanca. El Príncipe respiraba fuertemente mientras escribía y su boca, de un dibujo bastante noble, se movía como si fuese pronunciando las palabras que él escribía. Las guías levantadas del fuerte bigote rubio subían y bajaban al mismo tiempo, dibujando en los carrillos una sombra movible bastante cómica. Le miré con simpática curiosidad y olvidé su calidad de Príncipe; era un hombre igual a mí en el que los años marcaban su sello como en mí mismo, un hombre con un hogar
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y afecciones. ¡Y yo, que meditaba robarle algo de su bien y su reposo! -Señor doctor, sírvase usted excusarme -dijo.- Estaba terminando un telegrama que quiero dirigir al inventor americano Silversmith, que acaba de aplicar a los automóviles un ingenioso procedimiento para ponerse en marcha. Este telegrama aparecerá mañana en la Gaceta de Rothberg. Me incliné sin tratar de conocer antes que Europa este papel internacional. El Príncipe hizo un movimiento un poco impaciente y me dijo en tono brusco: -Ha tenido usted esta mañana, señor doctor, una especie de querella, o más bien, de…conflicto con el Conde de Marbach... -Monseñor -dije,- La palabra conflicto es todavía muy fuerte. El mayor dio a Su Alteza el Príncipe heredero la orden de volver al castillo a una hora en que, según mis funciones, sólo yo tenía derecho para dar una orden a mi discípulo. -¡Bien, bien! esas pequeñas. .. diferencias ocurren en todas las Cortes, y diré a usted en seguida que no me desagradan, pues muestran que cada buen servidor es celoso de su servicio y de sus derechos... No le vitupero a usted, pues, y no se lo he ocultado al Conde Lucio. Y añadió con cierta confusión: -Espero que su señora hermana de usted no le guardará rencor por haberla regañado un poco vivamente... Ha cumplido con su deber regañando a una persona que había entrado en el parque sin autorización, pero yo no querría que esa señorita nos acusase de... falta de cortesía y de galantería. 108
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Dígale usted, usted que nos conoce, que si la consigna alemana es de bronce, no por eso somos unos bárbaros. Dijo todo esto de un tirón y en un tono de jovialidad forzada. «¡No somos bárbaros!». ¡Cuántas veces este francés desterrado hacía diez meses había oído esa frase pronunciada por burgueses, por nobles y por la misma Princesa! El Príncipe prosiguió: -Por supuesto, esa señorita, durante su estancia aquí, tendrá entrada en el parque. No veo tampoco ningún inconveniente en que hable con el Príncipe heredero, que es, poco más o menos, de su edad; será para él un excelente ejercicio práctico de conversación. En cuanto a Marbach, todo está arreglado. Irá a dar a usted la mano cuando le encuentre, y deseo... espero que le hará usted una acogida amistosa. -Aseguro a Vuestra Alteza -respondí sonriendo,- que no guardo el menor rencor al señor mayor. -Bueno, bueno -dijo el Príncipe. Tosió, se pasó la mano por los escasos cabellos, apartó la lámpara y la graduó. Vi muy bien que quedaba por decir lo importante de la conversación. Recostado en su butaca, y con su mirada azul fija en mí, el Príncipe dijo brusca y casi severamente: -El señor profesor Zimmermann, ¿le ha hablado a usted del mal humor que alimenta contra mí mientras comían ustedes juntos? -Monseñor -respondí,- debo ante todo decir a Vuestra Alteza que sólo la casualidad de un encuentro entre mi hermana y la señora de Zimmermann ha sido causa de ese al109
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muerzo en común. Negarme a él, después de que había sido convenido sin intención alguna, me hubiera parecido una grosería con una mujer de edad y muy fina... Añadiré que no se ha pronunciado el nombre de Vuestra Alteza y que no hubiera yo permitido que fuese objeto de una crítica cualquiera. El profesor expuso sus ideas políticas, contó su juventud, desarrolló ideas científicas, y nada más. -¡Su juventud! ¡Sus teorías! -dijo el Príncipe con ironía recostándose en el sillón.-¡Qué loco es el tal Zimmermann. Se levantó y se puso a pasear por la vasta pieza. Yo me levanté también. -¡Qué loco! Podía ser una gloria de Rothberg. Hubiera encontrado protectores en mi padre y en mí, y ha preferido hablar mal del Imperio, de la unidad alemana y de los altos hechos del año memorable... ¡Ah! los enemigos de la potencia alemana tienen en él un aliado sincero, y comprendo que le haya a usted buscado. Pero no toleraré que renueve sus hazañas de hace treinta y cinco años. ¡Cómo! el aumento de nuestra fuerza y de nuestra prosperidad en ese tercio de siglo, ¿no le ha convencido de la cordura de nuestros padres? Hace treinta y cinco años se podía dudar y decir: «¡Cuidado! ¡Temed el hacer las cosas demasiado en grande!» Pero hoy, señor Dubert, vamos a ver, sea usted sincero. ¿Ha padecido Alemania por haberse impuesto la disciplina prusiana? ¿Ha impedido el esfuerzo militar el desarrollo de nuestra industria y de nuestro comercio? ¿ Ha limitado el aumento de nuestra raza? Somos la nación más fuerte por tierra y nuestra marina mercante cubre los mares. El universo es tributario de la in110
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dustria alemana, del comercio alemán, de la ciencia alemana... Y ahí tiene usted un hombre a quien Dios había dado un genio científico superior y al que se le ocurre insultar a un sistema que puede decirse que ha hecho sus pruebas científicamente. En nombre de no sé qué delirio de utopías sociales, protesta contra el imperialismo y el despotismo prusiano. Predica el internacionalismo y el desarme, se hace el apóstol de una especie de religión, el monismo, y sueña con instalarla en lugar de las iglesias oficiales,... Que cuente estas cosas en Hamburgo o en Iena, me importa poco, porque no me corresponde el impedirlo. Pero en Rothberg, en mi casa, en mis territorios, le recomiendo que ponga freno a la lengua. Tenía yo una gran benevolencia por él cuando llegó mientras usted estaba en Carlsbad. Le miraba como a un conciudadano que nos hacía honor y suponía que la edad le había hecho cuerdo. No tengo ninguna razón para ocultar a usted que le envié el mayor para saludarle o invitarle al castillo. ¿Sabe usted lo que respondió? ¿Lo sabe usted? Se plantó delante de mí, bien enfrente. -Respondió que mis cumplimientos le halagaban mucho y que me presentaba los suyos, pero que, sus trabajos le impedían toda distracción. Aquí tiene usted, señor Dubert, lo que ha respondido al Príncipe reinante de Rothberg. Dígame usted si es esto cortés, usted que es de un país donde todos se precian de ser corteses. Cuando los Príncipes no interrogan, está prohibido hablarles; cuando interrogan, es a veces lo más hábil no responder. La Corte en miniatura en que vivía hacía diez meses 111
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me había enseñado tales precauciones. Pero esta vez me pareció cobarde esquivar la respuesta, con más razón porque ciertas frases del Príncipe me habían revuelto un poco la bilis. -Monseñor -respondí,- si realmente importa a Vuestra Alteza mi opinión... -Ciertamente que me importa. -Pues bien, creo que Zimmermann es sencillamente un doctrinario y un obstinado. No tiene rencor contra el difunto Príncipe, ni contra Vuestra Alteza. Piensa que su visita a la Corte, sería interpretada como una especie de retractación de su conducta pasada, como una palinodia, y prefiere abstenerse. Es una actitud, si quiero Vuestra Alteza, pero toda convicción sincera impone a la larga una actitud. El Príncipe se encogió de hombros, fue hacia la biblioteca y, con esa atención extremada que se afecta cuando se piensa, en otra cosa muy distinta, se puso a examinar unas encuadernaciones. Dio después media vuelta militarmente, como en la parada, y apoyándose esta vez en los estantes, se me quedó mirando. -Usted piensa en el fondo como Zimmermann sobre la política alemana... No protesté. -Ahora bien usted es (políticamente, se entiende) un enemigo hereditario de Alemania; y estimo que las doctrinas de Zimmermann son malas y peligrosas justamente porque tienen la aprobación de nuestros enemigos.
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-He ahí un argumento, monseñor, que he oído con frecuencia, al revés, naturalmente, en boca de mis compatriotas. -No por eso deja de ser irrefutable. -No es esa mi opinión. Algunas buenas inteligencias, fuera de nuestras fronteras, juzgaban perjudiciales para Francia, en 1812, los proyectos de Napoleón. No se equivocaban; pero los pocos franceses patriotas que pensaban como ellos, no se equivocaban tampoco. -De modo que ahí -dijo el Príncipe irónicamente,- da usted a Alemania el consejo de ser acomodaticia y pacifica y de hacerse, la pequeña… -No tengo calidad para dar consejos a Alemania, pero precisamente porque soy extranjero distingo, acaso, mejor la situación de Alemania entre las otras naciones. Y Alemania me parece más amenazada hoy que ayer, porque se la juzga más amenazadora. -¿Qué pueden reprochar a Alemania? -Monseñor... -Hable usted, hable. Un oyente alemán sabe objetivar una doctrina. «¿Cómo - pensé,- podría un alemán sostener una discusión si se borrase de su vocabulario el verbo objetivar?» -Monseñor -respondí en voz alta,- se reprocha a Alemania el haber tenido la fortuna provocadora. Lea Vuestra Alteza los periódicos del mundo entero y verá que expresan esa acusación que tanto daño hizo a Francia antes del año 1870. El Imperio alemán se hace pangermanista, para emplear el término de moda. Ahora bien, ¿qué es el pangermanismo? 113
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-Es, sencillamente, reunir bajo el mismo Gobierno a los pueblos de nacionalidad y de lengua alemanas. -Es más que eso, monseñor. En el pensamiento de los pangermanistas se ve el proyecto de imponer el espíritu y la iniciativa de Alemania a toda Europa, o, por lo menos, a la mayor cantidad posible de europeos... Este pensamiento se traduce claramente, en los más audaces de vuestros publicistas. Según ellos, sólo la nación alemana tiene derecho a la expansión; la moral alemana es superior a toda moral; la fuerza alemana debe dominar a toda otra fuerza. -¡Sí! ¡Bravo, bravo! -dijo el Príncipe con una alegre risa que yo conocía en él y en otros de su pueblo, y que siempre me chocaba y me entristecía: la risa brutal, que no comprende. -¿Lo ve Vuestra Alteza? -exclamé.- Esa opinión expone a Alemania a un terrible disentimiento con los otros pueblos. Aseguro a Vuestra Alteza que, personalmente, no soy belicoso; pero prefiero correr todos los riesgos a sufrir la cultura alemana, la moral alemana, y la fuerza alemana. Antes de ser ciudadano de una Europa alemana, quiero dejar de ser europeo. ¿Había ido yo más allá de lo conveniente? Lo creí un instante porque el Príncipe se puso de repente rojo como si fuera a tener una congestión, y vi oscilar las dos guías del bigote a impulso del sobresalto de los labios. Se calmó por un esfuerzo de voluntad que hizo sobresalir las venas de su frente. Quiso probar al débil latino, que yo era, su fuerza de alma de germano.
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Distrajo su cólera, disponiendo metódicamente en la mesa los objetos de escritorio, y dijo después en tono muy bajo y como indiferente: -Repito a usted, señor Dubert, que no me extraña esa manera de ver en un extranjero, y, sobre todo en un francés que ha sufrido el peso de le espada alemana. Reconozca usted, por otra parte, que lo que me dice usted justifica la desconfianza de Alemania respecto de sus vecinos... Pero ese espíritu de crítica y de desconfianza, natural en un extranjero, no me parece tolerable en un alemán. Vea usted cuanto quiera a su amigo el doctor Zimmermann, pero aconséjele la prudencia en actos, y en palabras. Cuando se profesan tales ideas es peligroso manejar explosivos. Sonrió, ya dueño de sí, al decir estas palabras, y añadió: -Digo esto en broma, como usted comprende. No tomo a Zimmermann por un anarquista. Encuentro sus ideas mucho más temibles que sus pólvoras. Que se abstenga de toda manifestación durante su estancia en Bothberg, y le dispenso de toda simpatía y hasta de toda urbanidad para conmigo. Dígaselo usted, ¿verdad? Me miró a los ojos al decir estas palabras con una expresión imperativa muy soberana. Yo me incliné. -Cuento con ello -añadió,- y por eso mismo no veo ningún inconveniente en que usted le trate. Adiós, señor Dubert; le devuelvo a usted su libertad. Diga usted a su señora hermana que siento el incidente de esta mañana, y que me dispense...
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Al volver a la villa Elsa no me divertí ya en recorrer la carta celeste, en la que la blancura de la luna, todavía oculta detrás de las montañas, borraba poco a poco las estrellas; anduve con la cabeza inclinada. «Hace un año -pensaba,- cuando disertábamos entre camaradas, en cierto cenáculo de la calle Greuze, unos cuantos jóvenes burgueses ricos y cultos, si alguno de nosotros hubiera proferido las palabras que acabo de decir al Príncipe, se hubiera atraído los sarcasmos de todos los de más…-La palabra patriotismo -decía uno de ellos,- así como las de virtud y conciencia, deshonra a quien la pronuncia creyendo decir algo. Y yo opinaba afirmativamente, con todos los otros miembros del cenáculo. ¿Qué dicen aquellos amigos después de haber vuelto Alemania a la ofensiva con motivo de los sucesos marroquíes?... ¿Han cambiado -como yo, ellos, que no oyen rugir al monstruo más que da lejos?» Meditando de este modo entré en mi quinta, cuya puerta exterior no estaba cerrada con llave. El Luftkurort conservaba todavía la simplicidad de la antigua Alemania. A la luz de la vela, que encendí, subí la escalera y penetré en el vestíbulo de nuestro departamento. Según mi promesa, entró en el cuarto de Gritte y la besó sin despertarla en los cabellos esparcidos en la almohada. Después de lo cual, me fuí a mi cuarto. Le encontré tan bien iluminado por la luna, que apague mi miserable luminaria. La blanca claridad bañábalo todo y yo distinguía los objetos a mi alrededor.
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No tenía ninguna gana de dormir, y fuí a sentarme en el terrado junto a la separación medianera. Me parecía que aquella calma y aquel paisaje nocturno apaciguarían mis nervios, todavía un poco vibrantes. Y, en realidad, mirando aquel decorado de cuento de hadas desapareció poco a poco la irritación nerviosa que me quedaba de mi conversación con el Príncipe... Inclinéme de nuevo a la ironía, y se apoderó de mí el deseo de un encantador desquite contra aquel germano feudal. «No me ha ocultado que me considera, como un enemigo... ¡Vaya por el enemigo!... Tonto sería embarazándome de escrúpulos…» Cuando estaba meditando de este modo, oí abrirse la puerta vidriera de nuestros vecinos del otro lado de la medianería. Percibí el roce sedoso del traje de la anciana y después un Komm, Schatz pronunciado a media voz. Schatz, tesoro; este nombre cariñoso se dirigía a Moloch. El avispado viejo, se reunió, en efecto, con su mujer. -Wunderschoen -dijo mirando el paisaje. Ella repitió: -Wunderschoen. Así, pues, desde mi escondite oía yo lo que decía la pareja de ancianos. Y confieso que esto me molestó un instante... ¿Pero cómo marcharme sin revelar mi presencia? El miedo de parecer indiscreto me impuso la indiscreción. Además, seamos sinceros, la conversación de mis vecinos me cautivó muy pronto. Hablaban en voz baja, a lo que convidaba el silencio nocturno. Hablaban una linda y pura lengua 117
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alemana, de giros un poco antiguos en les labios de la Moloch; de una precisión más científica en la boca de su marido. La pantalla que nos separaba me evitó el espectáculo entristecedor de su edad; y creí verdaderamente oir algunas veces al amante de Werther conversar con Zarathustra. He aquí lo que decían: LA SEÑORA MOLOCH. -Dame la mano, tesoro mío. Te amo y soy dichosa, volviendo a ver a tu lado y como con tus ojos, este paisaje donde se despertó mi corazón... Te doy las gracias por haberme concedido esta dicha. ¿No estás tú contento de haber venido? EL SEÑOR MOLOCH.- Sí, amada mía, muy contento. LA SEÑORA MOLOCH.- Un amor que nace entre estas selvas eternamente verdes no teme a los años más que ellas. ¡Oh! sitio admirable... EL SEÑOR MOLOCH.- Sí, el sitio está bien dispuesto. Ofrece esos recortes de líneas y esas oposiciones de luz y sombra en que se complace la vista humana; pues todo goce nos viene de un ejercicio armonioso de nuestras facultades sensitivas. La vista humana encuentra aquí una recompensa para cada esfuerzo. Sin embargo, el castillo es de una fealdad extremada. Evoca a la vez el enfermero y el reitre; es un cuartel y un hospital. Y es todo eso presuntuosamente, con la idea de dominar, de ser visto de lejos y de imponer la sumisión. LA SEÑORA MOLOCH. -¡Cállate, tesoro, cállate!. .. No hables mal de ese castillo. ¡Le encontraba yo tan hermoso cuando era joven y no te conocía!... Si hoy tengo mejor gusto, 118
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gracias a tus lecciones, y veo sus defectos de estilo y armonía, insisto en encontrar que es un ornamento de este bello sitio, que perdería sin él su belleza. EL SEÑOR MOLOCH.- Es verdad que hay cosas feas felizmente colocadas que contribuyen a veces a la belleza de un conjunto, como hay doctrinas erróneas que pueden ser beneficiosas en su aplicación. Creo, sin embargo, que los habitantes de tal castillo sufren su mala influencia. En el corazón de los Rothberg-Steinach, desde que los abriga ese feo edificio, hay algo del soldadote, y del charlatán... ¡Ah! qué hermosa hoguera se haría en lo alto de la montaña con esa guarida... Un pedazo de mi «cicilita» no más grande que un salchichón de Francfort, y de repente: ¡Pum!... ¡Fuegos artificiales! (Aquí Moloch se echó a reir, y hasta creí notar que bailaba un poco en el balcón. Su mujer protestó.) LA SEÑORA MOLOCH.- ¡Oh! amor mío, no digas esas cosas... Tú, el más compasivo y el mejor de los hombres, ¿puedes querer la destrucción y la muerte de algo?... Imagina el vacío que dejaría en esa cresta el castillo que contemplaron nuestras miradas de enamorados. EL SEÑOR MOLOCH.- Dices bien, querida. También en mí hay algo todavía que ama a esa masa de argamasa y de pizarras, justamente porque su imagen forma parte de mis recuerdos, es decir, es una modificación de mi Yo... No le destruyamos pues... Que el pueblo de Rothberg se contente con destinarle a otra cosa. Que expulse de él a esos habitantes ridículos, a esa fútil Princesa, a ese Príncipe de carnaval, a ese 119
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mayor grotesco, esas damas y esos lacayos, a esas doncellas y esos guardias,... LA SEÑORA MOLOCH- Y Si el castillo se queda vacío, amigo, ¿qué van a hacer con él los habitantes de Rothberg? EL SEÑOR MOLOCH. - Que hagan un templo. ¿Por qué no? Un templo de la religión científica, un templo a la gloria de la Evolución. Hemos realizado modestamente una especie de capilla monista en Iena, gracias al concurso de mis fieles amigos y discípulos Gerta, Franz, Alberto y Miguel. ¡Imagina, mujer querida, tales reuniones aumentadas con una gran concurrencia de pueblo en un vasto edificio como este!... Como en un verdadero templo, se vería en él, en lugar de imágenes de santidad, la representación artística de las bellezas de la Naturaleza. Entre altas columnas, rodeadas de lianas, las esbeltas palmeras y los helechos arborescentes recordarían la fuerza creadora de los trópicos. En grandes acuariums, bajo las ventanas, las graciosas medusas y los sifonóforos, los corales y las asterias enseñarían las formas artísticas de la vida marina. En lugar de altar mayor, sería una Urania la que haría visible, en los movimientos de los cuerpos celestes, la omnipotencia de la ley de substancia. El pastor del nuevo culto se la demostraría a los fieles. La moral monista sería enseñada a los niños y confirmada a los adultos. Celebraríanse allí las uniones de acuerdo con el rito eterno. Puesto que a esta raza alemana le hace falta una fe y un culto, al menos practicaría una religión conforme con los datos de la ciencia y con las leyes de la razón... 120
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(La señora Moloch no respondió. Y durante un rato, el silencio admirable de la noche recogió solamente alrededor de nosotros la vida universal... En ese silencio, me pareció que ola el pensamiento de, la anciana y que este pensamiento, sometido naturalmente a la disciplina intelectual del marido, se remontaba sin embargo con complacencia a los recuerdos del pasado y a la religión de su infancia. Las palabras que pronunció después de una larga pausa continuaron la meditación que yo adivinaba.) LA SEÑORA MOLOCH.- ¿Te acuerdas, Schatz, de nuestro primer encuentro en la puerta de la iglesia de San Juan, en Steinach? Salía yo de las oraciones de la tarde, con mi tía, que era muy piadosa, un día de Pentecostés, como la Margarita de Fausto... EL SEÑOR MOLOCH. -Y yo, con unos amigos muy poco devotos, estaba mirando salir de la iglesia a las muchachas como tú. LA SEÑORA MOLOCH. -Aquel día, Eitel, vi tus ojos por primera vez, tus ojos, cuya mirada no se parece a ninguna otra. ¡Pensar que he tenido la dicha de tener para mí sola esos ojos y mirarlos toda mi vida!... ¿Hay un destino más hermoso, amigo mío? EL SEÑOR MOLOCH. -El día en que vi salir de la iglesia a la sobrina de Frau Traube, se reveló a mí también lo que tú llamas el destino, es decir, que el Genio de la especie me impuso la necesidad de reunirme contigo... Cedí deliciosamente a la ilusión con que nos engaña la eterna Maïa…Conocí los juegos con que nos divierte en su paraíso 121
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terrenal, los paseos sentimentales, las citas anhelosas, el insomnio tumultuoso de las separaciones, y también el loco deseo... ¡Oh! qué dulce engaño,... Y qué compasiva es la Naturaleza al ofrecérselo a la pobre humanidad... LA SEÑORA MOLOCH- ¡No digas que es un engaño, Eitel! ¿Hay algo más real que el amor? Es la única realidad del mundo. Los que no la conocen o la desdeñan, no han vivido. Me ha hecho latir el corazón el volver a ver la iglesia de san Juan, la estatua del Elector y el puente viejo sobre el Rotha. EL SEÑOR MOLOCH.- Y la callejuela que va de la plaza del Rathaus a la Ludwigstrasse, donde por primera vez te hablé a solas... LA SEÑORA MOLOCH.- Y el camino de Rothberg, que seguíamos en nuestros paseos de enamorados... EL SEÑOR MOLOCH.- Y la taberna del RatshskeIler, donde armé querella a un estudiante que hablaba ligeramente de tu belleza. LA SEÑORA MOLOCH.- ¡Amado mío! Te batiste por mí. Y me fuí sola a tu cuarto de estudiante, en cuanto supe que estabas herido en la frente. EL SEÑOR MOLOCH.- No bastante herido para que no tuvieras que huir de mí, dejándote entre mis manos la cenefa de tu pañoleta. LA SEÑORA MOLOCH.- ¡Cuánto rencor te tuve entonces, Eitel!... EL SEÑOR MOLOCH.- ¡Y cuánto trabajo me costó obtener otra cita!... Fue preciso para ello que el Príncipe em122
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pezara a perseguirme. ¡Oh! pequeña, tradicionalista, qué profundamente te habían inculcado las herencias el prejuicio del pudor... LA SEÑORA MOLOCH.- ¿Lo sientes? ¿No fue tu dicha mucho mayor, en Hamburgo, después del matrimonio, al estrechar contra tu corazón a la joven intacta que se habla conservado para ti? EL SEÑOR MOLOCH.- Ciertamente; pues si mi cerebro pudo librarse, mis sentidos y mis instintos conservan el doblez de los antepasados. Por mucho tiempo todavía, hasta que se realice la liberación por la naturaleza, que previó nuestro Goethe, sentiremos rondar en nosotros mismos los instintos y los prejuicios de los antepasados, como resucitados en la casa. (Los dos ancianos esposos se callaron, y durante algún tiempo no oí más que el murmullo del Rotha en lo hondo de la vega y la respiración un poco precipitada del viejo. La luna nadaba ya plenamente en el pálido lago del cielo, por encima del valle. El caos de los fondos era visible, la pradera de un verde de cuento de hadas, el Rotha chispeante, inmóvil el follaje de los árboles... En torno del astro victorioso las estrellas no eran más que gotas argentinas... La voz de la señora Moloch se dejó oir de nuevo, ligera como un aliento.) LA SEÑORA MOLOCH.- ¡Eitel! ¡Amor mío! Qué bella es la Naturaleza alrededor nuestro y cómo siento que participo de su belleza... ¿Que me importa que haya paisajes más bellos en otra parte? Este es nuestro paisaje
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y forma parte de nosotros mismos. Un poco de él morirá con nosotros. ¡Querida comarca! ¡Querida Alemania! EL SEÑOR MOLOCH.- Sí, querida, Alemania... Como el tuyo, Cecilia, mi corazón, en presencia de este paisaje, vibra al unísono de las armonías misteriosas cuyo conjunto se llama Alemania... ¡Alemania! es decir, tantos pensamientos y sentimientos nobles, tantas virtudes y actos heroicos como ilustran a la raza germánica. La Alemania es grande. Nosotros, los alemanes, somos pensadores incomparables. Hemos luchado cuerpo a cuerpo con el negro Fafner de lo Desconocido metafísico y le hemos abierto y disecado. Hemos sido también laboriosos y fieles y hemos fecundado tina tierra, ingrata que nuestro sudor ha hecho fértil. Fuimos, sin embargo, también soldados y rudos combatientes, primero al sueldo de los Príncipes, y después para defender la patria... Hoy seguimos queriendo defenderla, pero los que aman verdaderamente a la Alemania no sueña con volver a hacer de ella un pueblo de reitres al servicio de los Hohenzollern. Alemania, tu verdadero reino no es el de las almas. Tus guerreros son pacientes y disciplinados, pero, y esto les honra, no aman la guerra. No queremos cambiar el cetro de la poesía y del pensamiento contra el cetro vano que han llevado bárbaros como Gengis Kan. LA SEÑORA MOLOCH- ¡Habla, Eitel, habla! me parece que tu voz es la voz misma de Alemania y que este valle me habla por tu voz. EL SEÑOR MOLOCH.- Mírale bien, Cecilia, este valle. Tan perfectamente, alemán como es, simboliza la Alemania 124
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moderna. El hulano levanta orgullosamente su guarida y hace de él la Alemania de la fuerza brutal. Yo, simple ciudadano, estoy en pie enfrente de él, y él me mira corno un débil gusano; pero cuando el nombre de esté Otto haya caído en la fosa común del olvido en que yacen sus ilustres abuelos, cuyos nombres obscuros ha olvidado él mismo, mi nombre quedará en los labios de los hombres, porque el suyo significa la fuerza y el mío el pensamiento. Si, dos Alemanias están aquí en presencia. Dejemos a los filisteos celebrar el triunfo de la fuerza; yo quiero creer en el del pensamiento alemán. ¡Alemania del ensueño, de la poesía, del análisis; verdadera y santa Alemania, yo sigo siendo tu caballero! Así habló Moloch. Su mujer no respondió, pero un roce delicado de sedosa tela indicó que se aproximaba a su marido, y oí el ruido de un beso... ¿Fue la hora y el sitio romántico? ¿Fue el efecto en mi imaginación de las palabras que habían pronunciado los dos esposos? Ello fue que a través de la separación de madera de los dos balcones, imaginé al joven estudiante y a la graciosa muchacha de Steinach uniendo sus labios de veinte años, él con sus cabellos rubios debajo de la boina, su cicatriz en la cara y sus vivos ademanes de aprendiz de sabio, y ella, con su palidez de virgen exaltada, sus cocas de madona y el blanco cendral cubriendo castamente el pecho, en el que palpitaba el pudor. El matrimonio se entró en su cuarto sin haber pronunciado una palabra más. Cerráronse las ventanas, y yo dejé el
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rincón obscuro desde el cual les había oído, y fuí a asomarme a mi vez al balcón Y, de pronto, en el absoluto silencio en el que apenas se percibía el suave rumor del río, en aquel resplandor de encantamiento que difundía aún en el valle la luna en el momento de hundirse detrás de los frondosos montes, se repartieron las sonoridades iniciales del Preludio, que brotaban de una cámara del castillo la cámara sin luz cuyas ventanas estaban abiertas. ¡La tierna Elsa me enviaba esa llamada para decirme que pensaba en mí y que me amaba!... Después de la adorable conversación de los ancianos esposos, la dulzura alemana se imponía de nuevo a mí en aquella noche memorable. La Alemania me ofrecía, como en desquite de las brutalidades de Otto, la gracia romántica de sus sitios nocturnos, el fervor de su pensamiento, su tierna manera de comprender el amor y la divina potencia de su arte. «Moloch tiene razón.- pensé.-¿ Qué es un principillo hinchado de soberbia, qué un emperador de bigotes tiesos y mímicas feudales, al lado de las fuerzas conjuradas de la Naturaleza, del arte y del amor?... Moloch tiene razón. La Alemania de los reitres es una falsa y pasajera Alemania. La verdadera, la eterna, es la Alemania de Kant y de Schopenhauer, y de Charlette y de Werther, del Intermezzo... Es la Alemania del inmortal mago de los sonidos, que supo resumir todas las artes en la más conmovedora de entre ellas. Perezca la Alemania de los reitres, y todos los pueblos del 126
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mundo, saludando a esa patria privilegiada del pensamiento y de la armonía, exclamarán como Moloch: « ¡Querida Alemania!»
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SEGUNDA PARTE I ¿Habéis experimentado ciertas mañanas, a la hora del despertar acostumbrado, la sensación de haber dormido bastante, para satisfacer a la Naturaleza, y, a la vez, el deseo de no salir del sueño y de refugiaros en él contra la inquietud confusa del día que nace y de la vida que recomienza? En mi camita turingia, bastante poco cómoda, había, sin embargo, disfrutado aquella noche siete buenas horas de reposo. Hacía mucho tiempo que estaba percibiendo alrededor de mi semisopor llamadas de voces en los terrados de las quintas vecinas, ruido de niños en la calle y más rumores, en suma, que de ordinario. A pesar de la persiana del terrado, una alegre claridad de sol polvoreaba mi cuarto y me hacía ver color de rosa dentro de mí, a pesar de mis párpados cerrados voluntariamente... Hacía un momento había sentido rozar mis cabellos los frescos labios, de Gritte y oído su voz que me decía:
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-Perezoso, a las ocho en la cama… ¿Es porque es fiesta?... ¿No te da vergüenza? ... Yo me voy con la señora de Moloch a ver los, preparativos. Me volví hacia la pared protestando. Las palabras de Gritte: fiesta,... preparativos... habían tenido por efecto el hacerme el sueño más deseable. «Querido sueño -pensé,- red protectora contra s horas inciertas o malas, envuélveme, déjame no sentir de este nuevo día más que la claridad tamizada por mis párpados y la frescura de fin de verano que penetra por la ventana entornada… ¡Sueño, reténme!... No me acuerdo ya de, lo que me turba y me espanta despierto. No es una dolencia física; mi sangre corre viva y sana por unos miembros fuertes. No es la aprensión de catástrofes personales; no temo nada de los hombres, y dos sonrisas de mujeres me pro»meten, una el cariño y otra el amor. La causa de mi deseo de inconsciencia es algo indefinido y fuerte, pero no sé ya lo que es, y me gusta haberlo olvidado en el curso de la noche, pues no podría ya dormir si lo recordase… Envuélveme, querido sueño, y prolonga, mi olvido…» De repente, me siento en la cama, francamente despierto... En el castillo ha sonado un cañonazo, y clamores alegres lanzados desde las quintas, desde la plaza y desde todo el Luftkurort le han respondido. Mis ojos abiertos miran: el sol triunfa en mi cuarto; la sombra de una bandera, suspendida en el terrado y agitada por la brisa matinal ondea en la pared del fondo. Y en seguida sé por qué no quería despertarme a pesar de la adorable claridad, de la alegría de la calle, de la
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llamada de Gritte y de mi promesa, de reunirme dentro de un momento con la Princesa en el pabellón de caza... Hoy es el 2 de septiembre, el día de Sedán. Si se tiran cañonazos en el castillo, si los mozos y majaderos de Rothberg se visten de domingo, siendo hoy un simple miércoles, si la bandera azul de Rothberg-Steinach flota en el balcón entre el cuarto de Moloch y el mío; si los gansos grises o blancos se agitan en el Rotha con clamores más insolentes; si, en fin, esta tarde, ante la Corte y el pueblo reunido en el Thiergarten se va a descubrir entre músicas y discursos una estatua de yeso de Bismark, mientras llega el bronce que Cannistatt está fundiendo, es porque hace treinta y cinco anos, en un día de sol como éste, cayeron 17.000 franceses, y los 117.000 supervivientes no pudieron hacer más que elegir entre morir sin objeto o rendirse, por lo cual su general firmó la capitulación que entregaba a Guillermo I todos aquellos vencidos con sus águilas, sus insignias, sus armas y la espada y la fortuna del emperador. Hoy todo el Imperio alemán celebra la fiesta. Al mismo tiempo que el alfabeto gótico, los chicos de la escuela y las mocosas de los colegios han aprendido a venerar esta fecha del pasado. En ese día, se les ha dicho, Alemania ha salido viva de sus cenizas. La antigua Alemania cedió el puesto, y ante el mundo asombrado, la joven Alemania levantó su espada. Hoy es el Sedanstag. -¡Qué turbado está mi corazón! Mientras me levanto y me visto, contento porque Gritte no está presente para pre130
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guntarme y hasta para mirarme, trato de poner en claro el por qué de mi turbación. Muchos 2 de septiembre han marcado ya su cifra en mi vida, dejándome indiferente o gozoso entre la alegría o la indiferencia de todos los franceses. ¿Sabia yo siquiera el sentido de esa fecha? ¿Lo sabían alrededor de mí?... Olvido sincero o indiferencia, voluntaria, nunca esa fecha de duelo ha estorbado, en los otros años, mi paseo al Bosque, mi buen almuerzo entre camaradas, las citas de la tarde ni los placeres de la noche. Para asociar a estas palabras: 2 de septiembre, la de Sedán, es preciso que venga al pueblo vencedor, y que su alegría, siempre provocadora después de tantos aniversarios, me ofenda y me produzca un malestar físico. «Vamos a ver, ¿es culpa mía que Mac-Mahon no supiera la marcha de flanco de Federico Carlos, que se pegase imprudentemente a la vía férrea, que se replegase en Sedán, plaza detestablemente escogida, ni que en el momento en que el enemigo empezaba a envolverle firmase esta orden del día extraordinaria: «Mañana, descanso para todo el ejército.» ¡Mañana! mañana era la batalla de Sedán, ante la cual se borran Pavía y Waterloo... ¿Es culpa mía, que el general de Wimpfen quitase imprudentemente el mando a Ducrot, quien salvaba al menos los restos del ejército? ¿La tengo de que ese día pareciesen ciegos todos los que disponían de los destinos de Francia? ¿Puedo yo evitar que, desde mediados de agosto, el Emperador originase sangre?...
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He venido al mundo cuando todo esto era ya el inmutable pasado. Ningún dolor retrospectivo podrá remediarlo. ¿Se viste mi alma de luto por los aniversarios de Azincourt y Trafalgar? ¿Vístese de fiesta en los Bouvines, Patay y Austerlitz?... La vida sería una pesadilla si la obstruye se siempre con su sombra el pasado. Yo no soy responsable más que de mí mismo. Mi propia historia y la de mi país durante mi vida, con sus tristezas y sus alegrías, bastan a mi capacidad de emoción. ¡Atrás, fantasmas de la historia!» Así razona mi razón mientras que con un esfuerzo de sangre fría y de método me abrocho los botones de la camisa, escojo un traje en el guardarropa y anudo y prendo mi corbata... Y para probarme a mí mismo que no me dominan los fantasmas, me pongo a silbar una canción que los muchachos de Alemania cantan hace algún tiempo continuamente... Pero de repente me tiembla la mano y me pincho en un dedo con el alfiler de la corbata. Otro cañonazo del castillo ha retumbado en las gargantas del Rotha. ¡Es el 2 de septiembre, el día de Sedán! Por mucho que mi razonamiento se subleve, la voluntad del vencedor me obliga a no confundir esta fecha con las otras funestas. Los cañones del vencedor, sus, banderas, sus procesiones de veteranos, el clamor mismo de las bocas infantiles, me imponen la realidad de mi derrota, no como una conmemoración histórica, sino como una dura ley del presente. ¿Cómo he de poder olvidar?... El vencedor me grita, todos los años: «En esta fecha te he deshecho.» Y si me grita esto tan duramente, comprendo que es porque piensa: «Te he 132
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deshecho y no te has levantado después ni toleraré que te levantes…» Está bien; no razonemos más. Seamos impulsivos como él lo es. Puesto que ese recuerdo del odio hereditario viene a sacudir mi sopor de vencido, hoy al menos, seré el enemigo. Sólo aquí representará al vencido, puesto que el vencedor lo quiere. No me encerraré en mi casa por miedo de que digan que este francés no se atreve siquiera a presentarse... Se me verá y responderé al que me hable. Si se exceden de la medida, impondré el respeto como pueda. Sonidos de flauta en la plaza me atrajeron a la ventana del cuarto de Gritte que había salido. La flauta lanza sus chillonas modulaciones en los labios de un flautista canoso, pero de aspecto todavía vivo y robusto. Detrás de ese Tirteo marcha hacia el castillo un grupo de individuos, algunos de los cuales, atacados de reuma, pueden apenas seguir el paso de la alegre musiquilla. Son una docena, de montañas vestidos de domingo, con ramas de laurel en el sombrero y la cruz de hierro en el pecho. Algunos, para significar más gloria, llevan en banda otros laureles. Precédelos un estandarte llevado por un alto, joven imberbe, hijo sin duda de alguno de aquellos héroes. La chiquillería de Rothberg los escolta con sus gritos y sus hurras. En las ventanas de las quintas las mujeres agitan los pañuelos, y los hombres en mangas de camisa, con la navaja de afeitar en la mano y la cara embadurnada de espuma, se asoman y gritan: «¡Hoch!… » Escondido detrás de las persianas, veo alejarse hacia el castillo las espaldas cargadas de los guerreros. Pienso en 133
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aquellos de sus contemporáneos que, nacidos en la orilla izquierda del Rhin, pelearon contra éstos. Muchos han muerto ya. Los que sobreviven han sufrido, como los vencedores, bajo el sol abrumador de 1870 y bajo la helada horrible de 1871. Han hecho los mismos gestos de autómatas bajo las órdenes de sus jefes; han caminado kilómetros y kilómetros con el vientre vacío, los hombros hundidos por la carga, medio dormidos, febriles, alucinados... Han tirado, abrigados bien o mal detrás de una mata o de un repliegue del terreno, contra masas confusas que se les decía que eran el enemigo. Heridos, muchos han conocido horas de angustia en el campo de batalla, el horrible hospital de campaña, la disentería, y el tifus. Todo lo que sufrieron estos veteranos de Alemania, sufriéronlo también los de Francia, hasta. el punto de que unos y otros hubieran podido cambiar sus destinos sin ganar ni perder. Sin embargo, hoy 2 de septiembre, el francés empuja el arado o maneja la herramienta como todos los días, mientras que el alemán, vestido de fiesta y coronado de laureles, adornado de cruces y medallas, va a chocar su copa con la del Príncipe Otto en la sala de los Ciervos y a volverse con un. thaler más en el bolsillo. ¡Veterano de Francia, no haber sido vencido! Los guerreros se han alejado y yo entreabro la ventana y miro hacia la plaza. Todo el Luftkurort está en fiesta; las banderas azules con águila blanca y las amarillas con águila negra ondean a impulso de una brisa aromatizada por el 134
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aliento de los pinos. La gente que se pasea huele a domingo: paño negro y planchado recién hecho. Hace un tiempo sin nubes que Herr Graus llama, «el tiempo de Kaiser.» Dan las nueve y media en el reloj del castillo. ¡Nada más que las llueve y media! ¡Qué largo se va a hacer el día! Le organizo mentalmente... mi cita con la Princesa es a las diez y cuarto en el pabellón de caza, en el Thiergarten. El paseo durará hasta la comida de mediodía. Se inaugura a Bismarck a las tres. El Príncipe, con una sonrisa que levantaba su bigote, ha tenido cuidado de decirme que no contaba conmigo para la ceremonia. He respondido en ese tono de ironía que le exaspera, que, al contrario, asistiría, porque hay que estar informado de las costumbres de los enemigos. Pero está convenido con la Princesa que me estaré en el pabellón de caza mientras la Corte y los funcionarios se exhiben en el estrado. Esta noche, después de la cena, me volveré a mi cuarto evitando las iluminaciones, los fuegos artificiales y los gritos. En el curso de este largo día hay previsto un incidente curioso. Pegado en la pared de enfrente, un cartel rojo, manuscrito, anuncia que al acabarse la ceremonia el doctor Zimmermann, de la Universidad de Iena, dará una conferencia en el café Rummer sobre «el Sedanstag y el problema de la Alsacia-Lorena.» ¡Pobre Moloch! No tendrá muchos oyentes; acaso los cinco miembros del partido socialista demócrata de Rothberg, a no ser que le venga un refuerzo de Litzendorf. ¿Le dejarán siquiera hablar? ¡Con qué expresión leen el cartel los habitantes de Rothberg y de las quintas! ¡Cómo se enco135
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jen de hombros! Empréndense, conversaciones animadas entre los señores de levita y sombrero de copa que circulan por la plaza... ¿ Pero qué va a pasar? ¿Llega el guardia rural que llena al mismo tiempo las funciones de agente de policía. Escoltado por los curiosos, trae un puchero de cola con una brocha dentro, y, en el brazo, unas largas tiras de papel impreso. Se para delante del cartel rojo y los, paseantes afluyen a su alrededor observando la distancia respetuosa debida a un representante de la autoridad. El guardia, indiferente y metódico, extiende la cola en el revés de una de las tiras, que ha escogido amarilla, y, de dos brochazos, la fija horizontalmente sobre el cartel rojo de Moloch. En cuanto se puede leer en gruesos caracteres estas palabras: «Prohibido por la autoridad.» «¡Pobre Moloch- pensé al parar un rato después por delante del cartel tapado cuando iba al pabellón de caza.- Verdaderamente para ser sabio y filósofo ha sido demasiado cándido al pensar que toleraría, en el día de esta inauguración de la que está tan orgulloso, una conferencia sobre la abolición del Sedanstag y la neutralización de la Alsacia-Lorena... ¡Pobre Moloch!... » Mi corazón simpatizaba con el honrado y ardiente anciano en lucha con el hulano, con él llamaba al Príncipe. Mi razón también me decía que la guerra es horrible, que es absurdo degollarse porque se pronuncia la Ch de diferente modo o se ha nacido del uno o del otro lado del río... Pero ¡ay! qué ineficaz me parecía toda protesta lógica ante el ardor que el aniversario de la victoria suscitaba en la tierra germánica. 136
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Con una intelectual repugnancia de mí mismo, tenía que reconocer que si hubiera nacido germano, sería hoy partidario del Príncipe y aplaudiría la colocación sobre el cartel de la cruel tira de papel: «Prohibido por la autoridad.» Del Luftkurot al Thiergarten dura el paseo unos veinte minutos, siguiendo primero el camino de Alltendorf y después una vereda a través de la basta pradera que yo veía desde mi torrado. Pásase, por un puente rústico el ruidoso Rotha, y se penetra en seguida en los bosques majestuosos que rodean al pabellón de caza. Estos bosques cubren casi exclusivamente de hayas una colina aislada. Hízolas plantar el mismo Príncipe, Ernesto hace más de ciento cincuenta años, y no tienen por eso el aspecto tumulto de las selvas que le rodean. Los coches entran en él por anchas calles y los senderos atraviesan la espesura por curvas estudiadas. Los asientos de piedra, bajo los bosquecillos, invitan a la meditación a la lectura y al reposo... En el recodo de un camino, un pabellón hecho de troncos y ramas decora un claro artificial. De vez en cuando, una estatua vieja del gusto del siglo XVIII verdea y se ennegrece, resquebrajándose entre las ramas entrelazadas que, desde hace mucho tiempo le ocultan el sol... El alma del único filósofo salido de la ruda raza de Rothberg sobrevive en ese rincón del dominio del Príncipe. Se conserva piadosamente el banco circular en que él se sentaba, para leer a Rousseau, a Voltaire y a los Enciclopedistas, y la capilla rústica que elevó a Dios, soberano principio de las cosas, y en la que el altar está reem137
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plazado por una ventana, abierta hacia el paisaje. El pabellón de caza era su «locura». Construyó en él un teatro semejante al de Trianón, y minúsculos departamentos instalados en los sobrados servían para las cenas y también para el amor, pues, a veces, las comediantas se detenían en el pabellón, y el nombre de lo Gombault, bailarina procedente de la aldea de Chaillot, cerca de París, es célebre en el pequeño principado. La Gombault vivió tres años en el pabellón, aunque, eso si, sir, penetrar jamás en el castillo de Rothberg. El difunto Príncipe Ernst, cuya fisonomía original me había seducido desde luego, había llegado a ser para mí un conocimiento, casi un amigo. Todos sus retratos me eran familiares, había leído toda su correspondencia y hasta proyectaba ocupar los ocios del próximo invierno con una obrita sobre aquel amable soberano de ancha frente, ojos irónicos y labios voluptuosos. «Gracias, querido Príncipe -le dije mientras subía la suave, cuesta que conduce al pabellón,- gracias por proporcionar al futuro historiador de Vuestra Alteza un asilo de paz entre el estrépito guerrero de este día funesto... En el tiempo de Vuestra Alteza se hacían bellas campañas, pero nadie se creía obligado a prolongar la lucha con brutalidades más allá de la paz. Se afectaba el olvidar galantemente las derrotas del enemigo, y se rimaban canciones sobre las propias derrotas. ¡Oh pensador que os batisteis tan valientemente, según se dice, en Roswbach y en Hochkirch; Príncipe que cierto día, cuando estalló una bomba en su campamento, estando escribiendo una carta a la Gombault, exclamó sacudiendo el polvo que 138
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cubría el papel: «¡Pardiez! esos franceses son oportunos; ya no tengo necesidad de arenilla…!» querido Príncipe filósofo, gracias por este retiro y esta sombra que yo veo más majestuosa y frondosa que vos y que va a esconderme en lo posible de la victoriosa insolencia de vuestros descendientes... Príncipe Ernst, confidente y amigo mío, confieso que muchas cosas de la Alemania de hoy me horripilan y me dan un profundo deseo de volver a pasar los Vosgos y vivir en mi patria, la dulce Francia. No me hubiera quedado siquiera hasta el Sedanstag si una amable persona de la familia de Vuestra Alteza no me retuviese en la Turingia hasta el punto de hacerme olvidar mis rencores…» Meditando así, llegué a mitad del camino del pabellón de caza, al sitio en que, bajo un majestuoso amontonamiento de hayas y en el recinto de un bosquecillo de adelfas en flor, el banco del filósofo levantaba sus bases carcomidas, aunque muchas veces reparadas y protegidas de la intemperie por una techumbre bastante fea a pesar de la sombra de los bosques, la marcha me había hecho tener calor y me atreví a sentarme en el banco memorable. Me enjugué el sudor de la cara, y después, con los codos en las rodillas y la frente en las manos, cerré los ojos y saboreé la murmuradora tibieza de aquella mañana en los bosques... Sentía realmente penetrar el aire en mis venas como un dulce narcótico y embotármelas por el exceso mismo de la vida y de la fuerza que inyectaba en ellas. Las cuestas alfombradas de hojas secas y en las que huía la columnata de las hayas ondulando dulcemente, se mezclaban y se confundían ante mis ojos cerrados. Y, de repente, senta139
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do a mi lado en el banco, vi al Príncipe filósofo con sus zapatos de hebillas de plata, sus medias rojas, su calzón y su casaca de color de vino, su chaleco amarillo, su alta corbata y, en la mano, el alto bastón de puño de oro y la tabaquera de Sajonia. Separábanos su tricornio puesto sobre el banco. El Príncipe no pareció nada sorprendido de mi proximidad y hasta me habló familiarmente como si respondiese a mis Propios pensamientos. -Joven amigo -me dijo,- convengo en que es muy agradable, para distraer aquí su destierro, que haga usted el amor a mi nuera. No le haré a usted un discurso de moral; mis ideas son indulgentes respecto de las relaciones de los sexos, y, por otra parte, no me disgusta que ese soldadote de Otto sea un poco... (aquí el Príncipe pronunció claramente una palabra poco caritativa para ciertos maridos). Sin embargo, mi experiencia debe poner en guardia, a su juventud de usted contra las consecuencias de esta intriga. Mi nuera es romántica, y como posee además, un gran fondo de honradez alemana y le repugna hacer traición a su marido bajo el techo y en el mismo territorio del esposo, empieza a meditar un rapto... ¿Se ríe usted? ¿Le halaga, joven francés de veintiséis años, el proyecto de escaparse por esos mundos con una Princesa enamorada? Pero, ¿ha reflexionado usted en la condición del preceptor pobre que se lleva a una Princesa y, con ella, sus alhajas y sus rentas? - Monseñor -repliqué,- si es cierto que la Princesa quiere que se la lleven, no tiene más que dejar en Rothberg sus ren-
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tas y sus joyas. Soy vigoroso y valiente, y no me estorba el tener que alimentar a una mujer. El Príncipe, que estaba tomando un polvo de rapé, se echó a reir con tal fuerza que esparció el tabaco por su chaleco de terciopelo. -Mi joven amigo -dijo,- usted no piensa seriamente que la Princesa Elsa se conformará toda su vida con las pequeñas ganancias de burgués arruinado que podrá usted tener y que le procurarán a duras penas con qué comer y una criada para servirle. -¿No me ama entonces? -¡Bah! -En todo caso, se porta como si me amase... a cada momento me escribe billetes tiernos, me da citas y me concede furtivas caricias... ¡Oh! nada decisivo todavía... -Lo sé, lo sé -dijo el Príncipe. -¿Tendré que confesar a Vuestra Alteza que todo esto, que al principio no conmovió más que mi vanidad ha acabado por conmover mi corazón? Ahora, los días que no son el Sedanstag o que el Príncipe Otto no me pone muy nervioso con la patria alemana, siento, gracias a Elsa, algo muy parecido a la felicidad. El Príncipe movió la peluca -¡Joven! -exclamó,- su caso de usted es muy malo. Está usted en camino de olvidar que un preceptor y una Princesa no pueden jamás ser amantes durables, sobre todo si la Princesa es alemana y el preceptor francés... Yo, que era más listo y más poderoso que usted, intenté una cosa mucho menos 141
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difícil, poseer aquí una querida francesa, y durante tres años su compatriota la Gombault se esforzó lealmente por amarme y yo traté como pude de hacerme amar... Note usted que no nos disgustábamos físicamente, y que yo era francés por las costumbres y la cultura tanto como puede ser francés un hombre que ha venido al mundo entre estas sombrías montañas... Todo fue bien mientras el delirio de, los sentidos supo mantenernos en pleno ensueño; pero pasados seis meses, nuestras naturalezas adversas reaparecieron. Todo nos irritó al uno contra el otro, y tuvimos horribles querellas por las causas más fútiles. Había yo asignado como morada a mi amada el pabellón de caza, y todo el parque, en que estamos. Ahora bien, ella estaba dominada por una, sola ambición: habitar el castillo... Por más que le explicaba que el uso inmemorial de mis antepasados había respetado esta morada venerable, y que la gente de Steinach se uniría a la Rothberg para jugarme, alguna mala partida si deshonraba este asilo por torpezas amorosas ella no desistía. «Mi gentil Roberto (así simplificaba el nombre de Rothberg), me acostaré bajo las cortinas del Emperador Hunther o me volverá a Chaillot.» Jamás pude hacer entenderá aquella muchacha, que sin embargo no era estúpida, que el lecho de un Emperador alemán no está hecho para una merotriz, aunque, sea de Chaillot... Ella, por su parte, me acusaba de cierta brusquedad en el punto culminante de nuestras conversaciones y se quejaba de la costumbre, de la que en verdad no pude nunca desprenderme de apostrofarla entonces con tierno desprecio en mi lengua natal. «Llámame lo que quieras en francés, me decía; 142
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comprendo todas las pasiones de los hombres. Pero no en tu jerga de caballo; eso me quita todo placer…» Usted que es instruido, sea juez en esto: ¿es uno dueño de sus frases en tales minutos?... Todo aquello acabó como puede usted figurarse, la Gombault logró hacerme salir de mi carácter pacífico. Cuando me vio encolerizado, se hizo bufona; ahora bien, nosotros, los alemanes, no detestamos nada tanto como la ironía. En París, entre vuestros literatos, la soportaba todavía y hasta creía comprenderla. Vuelto a mi guarida de Turingia, me sacaba de mis casillas y respondí a ella a la prusiana: con golpes La Gombault, cansada de recibir latigazos, encontró medio de fugarse de mis Estados con uno de mis picadores, y se fueron a Viena, donde creo que el miserable fue ahorcado, mientras ella se convertía en querida de un banquero. Yo, amigo mío, escribí Versos franceses sobre esta traición, pero la meditación me hizo comprender que tenía, que, suceder así y que un Príncipe heredero de Alemania no puede hacer pareja con una tunantuela de Chaillot sin que resulten mil rozamientos que le serían ahorrados si el Príncipe hubiera nacido en Versailles o la tunantuela en Rudolstadt. El Príncipe, que parecía satisfecho de sus frases, se me quedó mirando con sus, ojos grises. -Monseñor -repliqué un poco picado,- ¿no cree Vuestra Alteza que, bien mirado, es menor la distancia del preceptor a la Princesa que del Príncipe a la meretriz? -No es menor más que según su sentimiento de usted, mi joven amigo. Usted tiene las ideas de un francés, y los franceses han hecho la Revolución; pero no nos consultaron 143
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para hacerla. Por otra parte, ha comprendido usted mal mi relato si cree que el gran obstáculo es la diferencia de clases; lo es la de razas, o, como usted dice en su jerga moderna el alma extranjera. -Conforme, monseñor... Pero todavía, una observación. Vuestra Alteza y la Gombault no sentían el uno por el otro más que una, atracción física bastante brutal. Mientras que la Princesa me ama. -¡A saber! -dijo el Príncipe jugando con la tapa de la tabaquera... ¿Y usted a ella? -Yo, monseñor, la amo también. En tal carcajada prorrumpió al oir estas palabras el personaje de la casaca de color de vino, que creo que iba yo a olvidar por completo las distancias sociales y a dar un bofetón al impertinente, cuando, de repente, dos brazos me enlazaron por detrás y dos manos cruzadas sobre mis ojos detuvieron mi impulso... Me defendí y, al hacerlo, ahuyenté el sopor de sueño que aquel rincón encantado me había producido. Por un esfuerzo enérgico, me volví poniéndome en pie, y me encontró frente a frente con Gritte, que se reía a carcajadas del otro lado del banco, mientras que mi discípulo Max me observaba alegremente a pocos pasos. -Está bonito, mi doctoral hermano, dormirte en los bancos apenas salido de la cama. Hace ya una hora que Enciernes y yo estamos hablando de literatura. Max vino a darme la mano. La falta de respeto de Gritte para con el hijo del Príncipe había pasado pronto de todo límite. De la palabra Erbprinz, Príncipe heredero, había ella 144
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dicho al principio Príncipe en ciernes, y después, más sumariamente, Enciemes. No le llamaba así, por supuesto, más que a solas o delante de mí. Max no protestaba, y ni siquiera veía en él ciertos movimientos de brusca brutalidad que, yo le conocía y que denunciaban de vez en cuando la ruda naturaleza de sus antepasados, bajo la dulzura maternal. Max estaba encadenado por Gritte. En la languidez de sus catorce años, adivinaba yo que mi linda hermana se le parecía como la deliciosa primera encarnación de la mujer. -¿Sabe usted señor doctor -me dijo- que me ha ocurrido muchas veces dormirme en el banco del filósofo? Creo que es a causa de las adelfas que le rodean. Y siempre he soñado con mi abuelo el Príncipe Ernst, con su casaca de color de vino. Perdóneme usted que le hayamos despertado. Mi madre está en el pabellón, y le espera a usted. Volvimos a emprender juntos el gran camino enarenado. Max apoyaba suavemente la mano en mi brazo izquierdo, y Gritte me llevaba cogido de la mano derecha... Ambos me hicieron tomar su paso de muchachos impacientes, y su charla se cruzó a mi alrededor como los anillos de un juego de cintas. -Príncipe Max, diga usted a mi hermano que empiezo a no pronunciar mal la Ch. -Sí, resulta lindo cuando usted habla, como el lenguaje de los niños pequeños. ¿ Y yo, hago progresos en francés? -Va usted hablando un poco menos mal, gracias a mí. -Y al señor doctor.
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-No, a mí sola; mi hermano no le apura a usted bastante... ¿Sabes, Luis? -añadió cambiando de conversación,- hay una porción de banderas, en el pabellón de caza, y un estrado con terciopelo rojo y franjas de oro. La estatua empaquetada de percalina parece un gran pilón de azúcar. Todo esto es muy feo, ¿verdad, Enciernes? Max hizo una mueca. Las críticas do Gritte sobre el lujo y el gusto del principado, no le hacían gracia, y se limitó a responder: -El sitio es bonito, hay hermosos árboles y la casita es graciosa... ¡Calla! un jinete... Apercibimos el oído. En el vasto silencio de los bosques oíase el trote de un caballo que bajaba la cuesta resoplando y haciendo sonar la barbada y los anillos del bocado. En la primera revuelta conocimos al mayor en su yegua Dorotea. Max dejó mi brazo y se puso a andar al paso militar. Su cara había cambiado y vuelto a tomar la expresión de astucia hostil que me había puesto en los primeros tiempos de mi profesorado. El Conde de Marbach paró en seco la yegua a diez pasos de nosotros y llamó: -¡Monseñor! Max avanzó a paso prusiano, con la mano en la visera de la gorra. -Sírvase Vuestra Alteza -dijo el Conde,- tomar el mando del destacamento que esta tarde hará los honores delante del monumento. Orden del Príncipe. Max no respondió, pero vi que se le contraían los músculos de la cara. El mayor le dio la libertad con un saludo, 146
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picó la yegua, y al pasar al lado de Gritte y de mí, nos saludó con amabilidad afectada. Vuelto a nuestro lado, Max estuvo algún tiempo silencioso. Después me dijo: -Sabe que no me gusta mandar ese destacamento y que mi padre me había dado permiso para estarme sencillamente en el estrado... Pero el mayor quiere disgustarme y disgustarle a usted; porque es el Sedanstag... Cuando yo sea Príncipe de Rothberg suprimiré esta fiesta... y si al tal Marbach puedo meterlo en una prisión, le dejaré morir en ella lentamente. Los ojos de Max se inyectaron de ese fuego que había yo visto chispear a veces en los ojos de su padre y que incendiaba, bajo el polvo de los años, las pupilas de ciertos retratos de sus antepasados. «Mi sensible y pacífico discípulo -pensé,- es de la raza de los Hunther…» Llegábamos al pabellón de caza, gran esplanada plantada de tilos y cerrada por el fondo por una especie de «Pequeño Trianón» estucado y lindamente cubierto de patina por el tiempo, con dos edificios para las dependencias, perpendiculares al principal y de un solo piso. Hacía mucho tiempo, acaso desde el de la Gambault, no se vela faisán alguno en este criadero de faisanes, cuyo guarda criaba modestamente las aves de corral destinadas a la cocina del castillo. Pero el sitio seguía siendo encantador y de una preciosa gracia antigua. Gritte tenía razón; daba pena verle ese día desfigurado por las banderas de tonos chillones, por el estrado rojo, por el rollo de percalina del monumento y por las cantinas provisionales que Herr Graus había hecho insta147
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lar. La casa misma estaba decorada con laureles que cubrían en los alféizares de las ventanas los adornos de yeso modelados por el arquitecto. En una de esas ventanas apareció una forma blanca y rubia, y mi corazón se conmovió dulcemente. «El Príncipe filósofo no entiende una palabra -pensé,- amo, soy amado... Y es delicioso.» Dejando a los dos muchachos prosiguiesen a través de los árboles, apresuré el paso hacia la casa. Entrábase a ella por un vestíbulo circular que daba acceso a una estrecha escalera de caracol. Arriba, e inclinada en la barandilla, estaba la Princesa esperándome. Estábamos los dos en esa época amorosa en la que ninguna palabra, ningún ademán, han removido todavía el revuelto poso de los sentidos, pero en la que se tiene la necesidad de la presencia, de la soledad de dos con la fuerza de una idea fija... La cita de esa mañana en la antigua morada de la Gambault no tenía otro objeto que el de procurarnos unos instantes de esa preciosa soledad. Y como ambos sentíamos todavía el uno delante del otro un poco de vergüenza de nuestra pasión, buscábamos por instinto los rincones más sombríos, aun cuando estábamos solos para no ver nuestros ojos en el momento, en que se cambiaban nuestras frases. Apenas me reuní con la Princesa, cuando su mano, fría de emoción, tiró de mí hacía el corredor más próximo vacío y obscuro, donde nos ahorramos el cuidado de buscar las palabras. En estos momentos una especie de sublevación del instinto social y del convencional pudor nos obligaba a vigilar nuestra actitud y cambiábamos frases cuya tontería y arti148
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ficio percibíamos, pero que, sin embargo, nos hacían temblar la voz. -Vamos a visitar el teatro, si usted quiere -murmuró débilmente Elsa separándose de mí.- Creo que no le conoce usted; se abre la casa tan pocas veces... -Si -respondí,- se dice que es muy curioso. Doy a usted las gracias. Y, aunque la, consecuencia natural de estas palabras hubiera sido encaminarnos al teatro, nos refugiamos de nuevo en el sitio más obscuro hasta que un eco de las voces de Gritte, y Max, que estaban jugando alrededor de la casa; vino a llamarnos a la realidad. -Vamos -me dijo la Princesa,- es por aquí. Se llegaba al escenario por una estrecha galería que recorría todo el edificio y por la que seguí la blanca silueta de Elsa. La Princesa llevaba un vestido de batista hecho en París y que la sentaba maravillosamente, así como el sombrero de pastora de paja fina que cubría su cabeza. «Sé muy bien -pensé,- que me preparo a hacer por ese traje blanco y ese sombrero de pastora locuras decisivas. ¡Oh! Princesa querida, qué elocuentes son tus labios cuando no te sirves de ellos para hablar…» Tenía yo prisa de llegar al escenario porque preveía en él soledad y rincones sombríos. No me engañaba. Aquel escenario minúsculo oculta dos excelentes rincones, el uno detrás de un bastidor cuyo lienzo hecho girones representa un bosquecillo de mirtos, y el otro a la entrada de un almacén donde, se guardaban en otro tiempo los quin149
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qués. Cuando estos dos escondites fueron debidamente visitados, fuimos a los cuartos de los artistas, que me sorprendieron por su desnudez; la sala, agradablemente decorada, nos condujo, por el corredor opuesto a los departamentos de la Gombault. Allí había buena luz, por lo que conservo memoria del lugar. Una cámara, un saloncillo y unos cuantos gabinetes sin forma eran todo el departamento. En todas partes estaba el suelo sencillamente enladrillado, de rojo, pero, en cambio, las paredes estaban adornadas con pinturas y tapices de bastante buen gusto La cama tenia el maderaje blanco con filetes rojos, y las cortinas eran de persia blanca y roja con dibujos indianos. La cama, alta y estrecha y de frontones triangulares, se parecía un poco a un ataúd montado sobre cuatro gruesas ruedas. Los muebles eran de persia, en maderas maqueadas de blanco con listones rojos. Unos cuantos lienzos medianos representaban amores a la manera de Boucher, pero peor dibujados aún que por el maestro. Los frentes de las puertas estaban adornados con camafeos, jaspeados, y el techo era tan bajo que le tocábamos fácilmente con la mano. El saloncillo de la Gombault mostraba una distinción más digna de la amada de un Príncipe. Unos cuantos lindos asientos desdorados dejaban ver el fuerte lienzo de la armadura bajo la seda azul deshilachada, en la que, entre urnas, y guirnaldas, se picoteaban unas palomas. Las paredes estaban adornadas de espejos, de arriba a abajo y en las molduras acanaladas de los marcos el oro había sido económicamente reemplazado por una pintura amarilla... Sobre la chimenea de 150
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mármol gris había un buen retrato de la comedianta vestida de baile, y con la careta en la mano. Tenía la cara redonda y sonrosada, ojos pequeños y negros, magnífico cabello castaño, y parecía bien formada bajo un flotante dominó color de fuego. Miré con simpatía a aquella compatriota que, como yo, había conocido en estos mismos lugares el destierro y el amor... Y, de repente, notó que en el lado izquierdo de la chimenea había colgado un látigo de montar con un lindo puño de oro formando guirnaldas. La Princesa, que había seguido mi mirada, me dijo: -Sí... Es el látigo del Príncipe Ernst. ¿Para qué lo quería aquí? No me lo explico... Yo, que por abundantes lecturas y por mi meditación en el banco del filósofo sabía la opinión del Príncipe sobre el alma extranjera, admiré la candidez de mi Soberana. -Aquí es -me dijo Elsa mostrándome un asiento delante, de una ventana, -donde se refugiará usted durante la ceremonia. No la escuchaba ni hacía mas que mirarla. Y no pude menos de reconocer que en aquella mañana de sol, bajo la blanca tela y la blanca paja de arroz, me encantaba. -Querida Princesa -les dije - sufra Vuestra Alteza esta confesión de su obscuro súbdito: nunca mes ha parecido Vuestra Alteza más bonita... No me costará ningún trabajo esta tarde distrarme de la ceremonia oficial que me importuna. No tendré que hacer más que contemplar a Vuestra Alteza.
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La Princesa se puso encarnada de contento y, al mismo tiempo, pareció intimidada como una niña a quien se dirige el primer piropo. Después de buscar en vano algo que responderme se contentó con decir. -Vamos a ver los trajes de la comedianta Me condujo, y a un lado del corredor abrió una puerta de una, gran pieza bastante alta extrictamente para poder estar en ella en pie. Las ventanas entornadas de la única ventana tamizaban una dulce penumbra. El aire estaba impregnado de un olor extraño y de un Olor de humanidad añeja, mezclado con esa acritud anisada que dejan los perfumes cuya alma se ha evaporado. Abrí la ventana y las persianas. Por este lado la pendiente se precipitaba abrupta y casi desnuda hacia el Rotha, mientras, que al lado del precipicio del camino descendía ondulando hasta Litzendorf. Volvíme y vi que la Princesa había abierto los armarios empotrados en la pared. El olor de carne averiada, y de perfumes añejos se exageraba en el cuarto. Había allí trajes y disfraces de la Gombault colgados de enormes ganchos roídos de moho, todo lo que debió de dejar, sin duda a pesar suyo, el día de su fuga con el picador. Faldas de Colombina, mantos de Corte, sobre todo, innumerables cuerpos emballenados campanas de seda a rayas y florecillas, brocados y algunas pieles apolilladas hasta el cuerpo, todo aquello había envuelto el cuerpo ágil y voluptuoso de la comedianta, y no habían transcurrido aún bastantes años para que no perma-
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neciese, distinto el perfume de la mujer entre todos aquellos olores de coséis pasadas y enmohecidas. -Mire usted -dijo Elsa, que tenía en la mano con gesto de repugnancia el cuerpo de un vestido;- mire usted el rudo estambre con que se forraban estas bonitas sedas... El cutis de las mujeres no era entonces verdaderamente muy delicado. No respondí; estaba evocando, no sin emoción, a la esbelta muchacha de Chaillot en este mismo sitio, escogiendo el atavío del día y ofreciendo los labios a su regio amante. ¡Ah! libertina Gambault... ¿Qué aromas embriagaban el aire de este cuarto en el que triunfó la gracia semidesnudo de tu cuerpo vicioso?... Elsa dejó el cuerpo de vestido y se volvió hacia mí. Y por mucho que esta vez entrase el sol a raudales, no consiguió que las cosas pasasen de otro modo que en los pasillos del escenario. -¿Me ama usted? ¿ No es verdad? ¿Me ama usted? -murmuró la boca, febril de Elsa. -Amo a usted -respondí. Y esta fue la primera vez que pronunció sinceramente para ella estas palabras. Pero un nuevo acceso de pudor se apoderó de la Princesa. -Vaya usted a la ventana -me dijo,- y déjeme meditar un rato. Obedecí y me asomé a la ventana... El pleno sol, lejos de serenarme, me embriagó; era tranquilo y luminoso. «Esta es -pensé, -una hora decisiva de mi vida. Mi suerte se condensa
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en este momento. ¡Bah!... ¿Qué importa el porvenir?... Quiero mi felicidad y soy dichoso…» A lo lejos, en el largo valle que recorrían mis ojos relucían las pizarras Y los pararrayos de la aldea de Litzendorf. La vida me pareció exquisita como el color del cielo y como el gusto del aire... Pero, de repente, se levantó en el aire tina nube de blanco humo y, casi en seguida, retumbó un cañonazo. En mi memoria surgió la frase evangélica: «Cantó el gallo por tercera vez.» «Verdaderamente -pensó,- no soy más que un frívolo francés. Hace un momento he sentido vibrar en mí el alma de la raza y un fuerte odio hereditario me ha azotado el corazón... Después, porque una mujer vestida de blanco me ha dado a beber el aliento de sus labios, me he convertido enteramente a la galantería. En cambio, ellos no olvidan... En la más pequeña aldea de la montaña, aun en esta lejana Turingia, resuena el cañón…» La Princesa, interrumpió mis reflexiones tocándome en el hombro. Cuando me volví, adivinó mi angustia y su causa. -Ya está usted de nuevo hostil -murmuró,- porque es hoy el Sedanstag. Ni usted ni yo habíamos nacido cuando se dio esta batalla, y es usted por eso mi enemigo en el momento en que dice usted que me: ama. ¡No es verdad! ¡No me ama usted! -Sí, amo a usted. -No -respondió con un calor que animó sus ojos y sus mejillas y la puso más bonita;- no, usted no me ama. Si me amase, su país le importaría poco. Cuando siendo joven seguí al Príncipe Otto a quien amaba entonces, olvidé a Erlen154
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burgo, y si alguna guerra hubiera armado a los dos principados el uno contra el otro, hubiera sido partidaria de Rothberg contra mi patria. No supe qué responder, y tampoco ella me exigió respuesta. Bajamos de nuevo escalera de caracol, y por el vestíbulo en forma de hemiciclo, salimos a la plaza de los tilos. El delicado encanto que nos había envuelto en la antigua morada de la Gombault, se había desvanecido. Por el contrario, en aquella explanada convertida en lugar de fiesta, todo chocaba ahora a mis ojos... Estaban colocando las cuerdas destinadas a contener al público durante la ceremonia. Traíanse en carros vasos y tazas y se instalaban cantinas provisionales. La fealdad de los regocijos oficiales triunfaba del encantador decorado dedicado a su amada por el Príncipe filósofo. -¿Dónde están su hermana de usted y el Príncipe? -preguntó Elsa.- No se los ve en ninguna parte. En efecto, los dos habían desaparecido. Preguntó al bodeguero de Herr Graus, que estaba ocupado en amontonar las botellas en una de las cantinas. -Su Alteza el Príncipe heredero y la señorita han entrado, allí hace un momento (señalaba al extremo de las dependencias), en el sitio en que se van a encerrar los coches de la Corte. Allí deben de estar aún con Hans, el hermano de leche del Príncipe. En este momento los vimos a los tres salir de las cocheras. Max se apoyaba familiarmente en el hombro de Hans y parecía darle órdenes que el otro recibía con aspecto de vaci155
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lación. Gritte iba un poco separada, y ella fue la que nos vio y dijo que estábamos allí. Max se despidió de Hans y acompañó a Gritte hasta nosotros. Tenía las mejillas animadas y veíase en sus ojos ese no sé qué disimulado y casi perverso que, de vez en cuando Id turbaba la mirada. La Princesa besó a Gritte tiernamente. Yo pregunté al Príncipe: -¿Qué diablos hacía Vuestra Alteza en las pendencias con Hans? Max, sin mirarme a la cara, murmuró: Hans nos estaba enseñando cómo se han dispuesto las cocheras para meter esta tarde los coches en la Corte. Están muy bien dispuestas como las cuadras. -Princesa -dije- ahí está el coche de Vuestra Alteza para llevarla al castillo. -¿Quiere usted que le lleve a la quinta? me respondió dirigiéndome una mirada que lo mismo era una orden que un ruego.- Pensando en eso, he hecho enganchar la carretela en vez de la victoria, y cabremos cómodamente los cuatro. -Gracias, señora -dije- Gritte y yo bajaremos a pie por el atajo. Elsa, sin responder, se separó vivamente de mí llevándose al Príncipe. Cuando estuvimos solos por los senderos del bosque, Gritte me dijo: -Luis, ¿qué te ha hecho la Princesa? ¿Por qué no has querido que volviésemos los cuatro en su coche? Detuve la ágil marcha de -mi hermanita, y le dije: -¡Escucha!
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Dominando al murmullo de las hayas y a los mil ruidos de la selva, subían clamores del valle, tanto del lado de Rothberg como del de Litzendorf. Rothberg nos enviaba las notas graves de una banda que tocaba la Guardia en el Rhin. Al acercarse al mediodía, los cañonazos del castillo se hicieron más numerosos, y llegaron a sonar cada minuto. Y respondíalos otros de las aldeas del Rotha como de los de la montaña, repercutiéndose sus detonaciones por las mil encrucijadas de las selvas de la Turingia. Los ojos de Gritte se pusieron atentos. -Escucha, todo eso -le dije.- Has nacido hace catorce años y no has oído hablar de luchas entre Alemania y Francia más que como acontecimientos históricos, como de la guerra de los siete años o de las batallas de Napoleón. Yo, más viejo que tú tampoco he conocido nada de esto más que por la historia. Jamás he visto un casco puntiagudo proyectar su sombra, en el suelo francés. Como el individuo es por sí, mismo el centro de todo, tú y yo casi no sufrimos porque se quitaron dos provincias a la madre patria, pues nunca las, conocimos francesas. Y no nos sentíamos más heridos que responsables de esta derrota. Por eso nuestras generaciones, se inclinaban más y más a la indiferencia y al olvido pacífico... Pero oye y acuérdate. El vencedor no quiere nuestro olvido y recuerda todos los años con estrépito, y jactancia el aniversario de nuestros desastres. Los jóvenes alemanes nacidos como tú y yo después de Sedán, quieren su parte de la gloria de ayer y quieren condenarnos a nuestra parte de humillación. Gritta, eres una, muchacha, de catorce años y todas estas co157
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sas te son indiferentes... Pero te casaras y tendrás hijos... y, entonces, te acordarás. Mira hoy bien la fiesta; escucha las músicas y estremécete con las salvas de artillería. No hay que perder nada de esto, a fin de que más tarde, cuando estemos en nuestra patria, festejemos también como vencidos el 2 de septiembre, recordando que a pesar de tantos años, pasados y hasta en una apartada aldea de Turingia, este día de fin de verano sigue siendo el Sedanstag... Y, ahora, vamos a almorzar.
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II Un toque de cornetas y un redoble de tambores impusieron silencio a la multitud venida de todas las aldeas circunvecinas, llano y montaña, para asistir a la inauguración del monumento provisional de Bismarck en el parque. Tambores y cornetas anunciaron los coches de la Corte. Eran las dos y media de la tarde. El tiempo, tan fresco por la mañana, se había puesto caluroso de repente á1 desaparecer la brisa que toda la mañana había soplado de la montaña. Vibraba el aire en el resplandor del sol como en el centro del verano. Y los coches de la Corte aparecieron en medio respetuoso silencio del pueblo. Los vi llegar y desfilar desde el saloncillo de la Gombault, donde me había refugiado con anticipación para no mezclarme con la multitud. Estaba solo, Gritte había preferido acompañar a los Moloch. Estaba Gritte todavía en la edad en que el calor del sol, el polvo, el ruido y los empujones de la multitud son diversiones. Creo también que quería ver más de cerca a su amigo Max con su uniforme de teniente.
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La primera carroza, azul y blanca con los colores de Rothberg-Steinach, contenía al Príncipe Otto de uniforme de coronel de hulanos. El Príncipe mandaba ficticiamente un regimiento de guarnición en lo frontera francesa. A su lado y vestido de capitán de la Landwehr, venía un viejo extenuado, director prusiano del Círculo de Steinach y que representaba en la fiesta al Imperio alemán y al Rey de Prusia. En el coche siguiente, ligera victoria lindamente enganchado por dos yeguas blancas la Princesa Elsa, sola con la Boblberg, fue muy aclamada, por el pueblo. Después venían las carretelas en que se recostaban, primero el mayor Marbach, con expresión inquieta y agitada (sin duda los cañonazos de toda la mañana le habían atacado los nervios), y después los funcionarios superiores del principado el capellán, el ministro de la policía, Barón de Drontheim, con su enorme esposa vestida de tafetán negro, y su linda hermana de muselina clara; el ministro de la vía pública y de los montes, el director de correos, el arquitecto de palacio, y, en fin, otros señores de menor importancia acompañados de sus mujeres. Algunas de éstas eran agradables, y el pueblo, al verlas aparecer, murmuraba alusiones en las que figuraba, el nombre del Príncipe Otto. El paso de la señorita Frika, sobre todo, produjo murmullos que no parecieron desagradar a esta linda y poco escrupulosa persona. En el último coche se pavoneaba, Herr Graus, un Graus de ceremonia, vestido con un frac cortado de tal modo, que parecía una casaca de Corte, la camisa de chorreras saliéndole del pecho y una doble fila de condecoraciones en la solapa
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izquierda. Era que Herr Graus había sido nombrado presidente de la comisión de la estatua. Todos estos trenes desembarcaron su contingente de bordados delante del estrado de honor, y funcionarios, dignatarios y damas se colocaron alrededor del asiento más alto, reservado para el Príncipe. Los cocheros dieron la vuelta delante del estrado y se fueron a encerrar sus coches en las cocheras. La multitud, después de haber aclamado, admiraba; multitud respetuosa y dócil, cuyas cabezas innumerables, rojas y sudorosas, se agolpaban alrededor del espacio vacío reservado delante de la estatua para el estrado de los dignatarios y la tribuna de los oradores. Las mujeres, con sus ligeros vestidos de batista, dejaban adivinar sus generosas formas; los hombres vestían la triste librea negra del domingo. Solamente algunas familias de montañeses alteraban la vulgaridad de aquella multitud con el rojo bordado de una falda de mujer, el azul de una chaqueta de hombre, alguna cofia de encajes o algún sombrero de fieltro. Los soldados encargados de mantener el orden hacíanlo rudamente. Un muchacho que tuvo la audacia de trepar a un árbol para ver mejor, fue cogido tan violentamente y castigado tan fuerte, que, en cuanto le soltaron se le vio huir como una liebre en la selva, con la cara manchada de sangre y lágrimas, renunciando al placer de ver inaugurar a Bismarck y curado de toda curiosidad. Cuando estuvo instalado todo el mundo oficial, prodújose el silencio durante el cual se cortaron las cuerdas que 161
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retenían el lienzo de la estatua. Y de repente, en medio de una inmensa aclamación y de las músicas que tocaban la Guardia del Rhin, cayeron esos lienzos. Todas las frentes estaban descubiertas y todas las miradas se volvieron hacia la alta imagen del Titán germánico, que apoyaba en su espada su pesada mano, mientras a su lado enseñaba los dientes, un dogo de ojos feroces. Mandado por el Príncipe Max, que estaba muy guapo, con su uniforme de teniente, el destacamento presentó las armas. La Princesa, en pie al lado del Príncipe, aclamaba y aplaudía también. Y yo, escondido detrás de las cortinas del saloncillo, me regañaba a mí mismo. «¿Por qué sufro? -me preguntaba.- Siento una cosa sólo comparable con el dolor causado por la pérdida de un ser querido, por lo irreparable de la muerte. Sí, es esa rebelión, esa rabia contra el destino cumplido. Razonemos, sin embargo. Es natural que este pueblo alemán celebre su advenimiento a la gloria, a la fortuna y a la dominación. Es justo que funda en bronce la imagen de los autores de su fortuna y humano que estalle su entusiasmo cuando se muestran esas imágenes en medio de un concurso de pueblo, en el día conmemorativo de una batalla, ganada... Seamos firmes... Miremos de frente la realidad. No puedo impedir que Bismarck haya existido, ni que haya fundado la unidad alemana, ni que, gracias a él, haya yo nacido en una Francia desmembrada y humillada…» Acabada la Wacht am Rhein, la orquesta empezó una larga, pieza titulada en el programa. «Sinfonía de la Victoria,» 162
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cuyo autor era Herr Baumann, maestro dé capilla del castillo. Era una composición como tantas otras de la música alemana moderna, del gusto italiano teñido de wagnerismo. Mientras la tocaban, no podía yo apartar los ojos del gigante de falso bronce pesadamente apoyado en la espada cuya punta se posaba en una roca... Esa estatua me personificaba el destino. ¿Qué es el destino de los pueblos? ¿Es su suelo, el aire que respiran, su cielo, su clima? Lo que produce en hombres una parte determinada de la tierra, ¿o es también inmutable como lo que produce en animales y en árboles? ¿O bien el destino es, por el contrario, el esfuerzo de cada individuo combinado en el espacio y en el tiempo? Es todo eso y otra cosa además. El destino es la causa imprevista que acaba por hacer inclinarse al acontecimiento. Y esta cansa no parecía entonces que era el niño milagroso que tal cual pueblo ve nacer en cierto día, el que Carlyle llama el héroe y Nietzsche el suprahombre. El destino es Juana de Arco, es Guillermo el Conquistador y es Bonaparte. El destino es Bismarck. Las teorías del héroe resultante no podrán prevalecer contra este hecho evidente: si no hubiera habido un Bonaparte, ni un Bismarck en la historia contemporánea, esta historia sería otra y no se parezca en nada a la que esos suprahombres han hecho. Ordinariamente la historia no es más que una resultante de fuerzas infinitamente pequeñas en las que cada individuo, aun los que están en el Gobierno, no tienen más que la parte de un componente elemental. Pero a ciertas horas nacen hombres que resumen en ellos una fuerza capaz de resumir y de orientar todas las demás fuerzas elementales de la nación. 163
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Esos cambian verdaderamente el destino de los pueblos y el del mundo. O, más bien, esos hombres son el destino. A la luz del gran sol, no templada ni por un soplo de brisa, veo desde mi ventana, como en una extraña fantasmagoría, la multitud sudorosa y chillona, el estrado rotoso, los soldados de Rothberg con el arma al brazo, la cara morena y el aspecto rudo; y entre los músicos, el alto maestro de capilla de cabellos grises y rizados, que se agita frenéticamente, al son de su propia música... Todo esto lo veo vagamente. No veo con claridad más que el Titán de falso bronce con el rudo puño manteniendo la espalda vertical en la roca, y el dogo feroz amenazando a su lado con los ojos y los colmillos. El sol de las tres hace lucir la pintura . Un olor de polvo y de carne fermentada, viene a mezclarse en el saloncillo de la Gombault con el olor vetusto de las paredes y el sutil olorcillo de la humanidad muerta. Me siento como embriagado. Miro al Titán de bronce, personificación del destino. Y medito sobre lo que hubiera sido el mundo si no hubiera surgido esa figura formidable. Mientras tanto continua la interminable sinfonía. 1815... Mientras los aliados entran en Francia por segunda vez allá, en el Brandeburgo, en el pequeño caserío de Schoenhausen, nace un hijo de un noblezuelo. Fue en seguida un rudo niño, aún en los tiempos en que esta cabeza estropeada y adornada con un casco presentaba rizos rubios. Maravillábanse los campesinos de verle cabalgar a galope tendido en el dominio paterno. Pasan años, y el hijo del noblezuelo 164
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es estudiante en Goettingue. Aunque sueña ya con la unidad alemana, no puede entenderse con la Burschenschaft, asociación de estudiantes que habla jurado hacer a Alemania una y libre. Esos estudiantes son racionalista demasiado habladores y demasiado judíos. Nuestro hombre se encontrará mejor en un Korps aristocrático con otros noblezuelos particularistas. Vuelve de allí hecho un irascible matón, acompañado de monstruosos dogos y después de tener veintiocho duelos, uno solo de los cuales le dejó una cicatriz. Su fuerza y su aguda ironía hácenle temible; pero le ata el tradicionalismo de la escuela romántica y doctrinaria... Funcionario un instante, el cuidado de los dominios, paternales llenos de deudas, le vuelve a llevar a la tierra, donde vive diez años siendo un noble labrador. Esta es su verdadera vida. Se interesa sinceramente por las heladas nocturnas, por los animales enfermos, por los malos caminos, por las ovejas hambrientas, por los corderos muertos, por la escasez de paja, de forraje de patatas y de estiércol. «Más, que toda la política -declara él mismo,- me conmueve una remolacha.» Pero ese rudo labrador, ese cazador brutal es un lector, y grandes paquetes de papel impreso -nada más que libros sobre la historia alemana e inglesa,- invaden su residencia. Los noblezuelos de la vecindad no vuelven de su asombro. ¿Por qué ese hombre que bebe y caza el ciervo corno ellos se divierte en leer? Bismarck es lector y es también sentimental y tierno con su hermana y su mujer... En 1849 es elegido en Rathenow diputado prusiano. Y, en cuanto habla, la camarilla real conoce que ha encontrado su orador y su jefe. 165
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No se parece nada todavía, al gran coracero que tengo delante. Es esbelto, cabelludo y barbudo entre los noblezuelos afeitados. En su cara rubicunda y curtida lucen unos enormes ojos grises, bastante bellos. Es su elocuencia embrollada corno un cielo de tempestad, pero de repente brilla, en ella el relámpago y hiere el rayo... Llama al pueblo. «Ese asno disfrazado con la piel de un león y que rebuzna en las plazas públicas.» Niega que la opinión pública sea la voluntad popular... Es solamente el soberano quien debe escuchar en Sí mismo el eco misterioso de la voluntad providencial de los pueblos. El Parlamento es una nave de locos. ¡Vergüenza, y desprecio al sistema inglés! Ciertamente, los, reyes son conducidos por ambiciosos, por cortesanos y por soñadores. Pero no por eso la soberanía real deja de ser la expresión de, la legitimidad de la nobleza. El buen maestro de capilla ha estimulado con un fuerte batutazo el celo y el ardor de sus intérpretes. El metal se desgañita, las flautas, arrojan notas estridentes y el bombo trata inocentemente de imitar al cañón... Comprendo que después del Bismarck político, Herr Baumann pretende evocar al Bismarck guerrero. ¿Por qué combinación de instrumentos y de armonías podrás, laborioso manipulador de notas, figurar esa alianza casi amorosa de la astucia y de la fuerza que distingue de todas las demás a la obra de tu héroe? ¡Al diablo tus pitos y el cómico estrépito de tus parches! Déjame soñar en lo que debió de ser el pensamiento en esa frente enorme cuando se resolvió, sin que fuese indispensable, al partido sangriento, porque ese Titán quiso las guerras... Evidente166
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mente, tenían la fe de que ciertas construcciones étnicas no se cimentaban bien más que con sangre. En 1848 no dependió más que de él el hacer, sin disparar un tiro, la unidad alemana. La Dieta de Francfort se la ofreció al Rey de Prusia. Bismarck fue quien no quiso, contra todas las voluntades, contra la Corte, sobre todo contra las mujeres de la Corte. Trágica época en la cual ese buen servidor de la Muerte, nervioso por las resistencias de la vida arranca, a veces, para calmarse al salir de una disputa las cerraduras de las puertas, con la llave... Como quiere con más fuerza que los demás, su voluntad es la que triunfa. Tres guerras en seis años; y tres veces el mismo procedimiento para emprenderlas: engañar al enemigo antes de herirle. Una diplomacia de emboscada prepara invariablemente la sangría... Más tarde, ya retirado, bebiendo cerveza, reconoce él mismo con pesada risa que esa fue su manera. Está tan orgulloso por haber engañado, siniestramente a los enemigos como de haberlos vencido en la, batalla. Su yegua alazana, con las riendas sueltas, pace los trigos verdes de Sadowa, húmedos de sangre. Aproxímase la noche. La lucha está todavía indecisa, pero parece que la Prusia ha perdido la partida. El coracero blanco carga una pistola y enciende un cigarro. Con los ojos en el horizonte, fuma con lentitud, pues ha medido su vida con la duración del cigarro... Se puede tino agarrotar más estrechamente con el destino?... Llegan las Últimas chupadas, los gritos de los austríacos anuncian la victoria y Bismarck monta la pistola... De repente, detrás de la, nube de polvo levantado por los vencedores, retumba el 167
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cañón. Es el cañón del Kronprinz. El «golpe de Capricornio» ha salido bien una vez más. Bismarck baja la pistola, arroja la punta mascullada del cigarro, y, recogiendo la yegua con riendas y espuelas, parte a galope a buscar noticias, con el corazón tranquilo... Alguien ha dicho muy justamente: Los alemanes son largos, es decir, expresan largamente, escuchan sin impaciencia los largos discursos y no se cansan de las largas ceremonias. La sinfonía de la victoria duró media hora larga. Debo convenir en que sonaron sus últimos acordes entre la distracción de toda la concurrencia. No se despertó la atención hasta que Herr Graus subió los escalones de la tribuna de los oradores... Su discurso, sin embargo, fue vulgarote. Repitió de cien maneras que la grandeza del Imperio alemán era obra de aquel hombre de yeso bronceado acompañado de un dogo, que el Imperio alemán era eterno, que era la Fuerza y la Justicia y que, el papel de todo alemán digno de ese nombre, era dar la vida por el Imperio. Insistió (con una torpeza que hizo poner mala cara al Príncipe Otto) en la importancia de esta estatua, de uno de los fundadores del Imperio en un punto del territorio que había dejado libre la magnanimidad de dicho fundador. Todo esto fue recitado en un tono de suficiencia con palabras científicas, con neologismos pomposos, con citas a diestro y siniestro de poetas y filósofos y toda la pedantería al por mayor que la enseñanza primaria alemana insufla a sus discípulos. Se le aplaudió poco. Era en Rothberg más envi-
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diado que es tímido; los demócratas socialistas de Litzendorf le acusaban de ser un espía de Berlín. Le sucedió en la tribuna el director prusiano del círculo de Steinach, flaco y largo personaje con gafas, que narró prolijamente los principales sucesos de la vida de Bismarck. Me admiró el ver cómo se entontece la historia contada por un tonto. En la charla del Kreisdirector el Titán se reducía a las proporciones de un empleado afortunado. Su trágica carrera estaba contenida entera en una hoja de servicios. «En tal año, Su Alteza el Rey Guillermo le delegó en la Dieta de Francfort, en la que se colocó inmediatamente después del delegado austríaco. En tal año fue ministro... En tal otro fue Canciller... En tal otro recibió el gran cordón del Aguila…» Así habló el subprefecto prusiano en medio de la respetuosa atención del pueblo que sudaba y de la Corte que bostezaba. Adivinábase que para su estrecho cerebro, Sadowa y Sedán no habían tenido más objeto ni resultado más notable que consagrar un funcionario excepcional, un empleado fenómeno que tuvo por mucho tiempo el privilegio de los ascensos, y de las credenciales. Cuando acababa su peroración proponiendo ingenuamente a los funcionarios presentes y futuros el ejemplo de Bismarck, aparecieron las primeras nubes en el ardiente azul del cielo y un ligera brisa hizo ondear las banderas, y los gallardetes. Tocó la orquesta una marcha y el Príncipe Otto se levantó. Prodújose un profundo silencio, tan profundo que se oían las telas crujir en los mástiles. Habló desde el estrado, y, 169
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sin duda para establecer una diferencia con los otros oradores, fue muy breve. Su voz seca era fuerte y penetrante. «Habitantes de Rothberg -dijo,- hemos querido hacer coincidir aquí tres acontecimientos: el aniversario de la victoria de las victorias; la inauguración de la estatua de uno de los más grandes alemanes que han existido, y la incorporación de los reclutas al ejército. Jóvenes soldados, contemplad a vuestro lado las caras marciales de los veteranos nacidos en el mismo suelo. Fueron los compañeros de Moltke el Grande y de Bismark el Grande. Dieron su trabajo y su sangre muchos de sus hermanos murieron en el esfuerzo. Respetad a esos veteranos y jurad imitarlos. Los tiempos son difíciles; más de uno estima que desde la fundación del Imperio no los ha habido más inciertos ni más peligrosos. Nosotros, los alemanes, queremos la paz, pero no tememos la guerra, porque Dios está con nosotros. ¡Jóvenes soldados, agrupaos detrás de vuestro Príncipe y de vuestro Emperador!» Esta vez el entusiasmo fue ardiente y unánime. Los vivas subieron en violento clamor hacia el cielo, que se iba poco a poco cubriendo de bruma y no vertía ya más que una luz tamizada. Miré a la Princesa y me la vi aplaudiendo hasta romper los guantes. Habíala ganado la fiebre germánica y aplaudía a aquel marido al que no amaba, porque había pronunciado palabras alemanas... Experimenté contra ella rencor extrañamente mezclado al deseo. Y formóse en mi mente una resolución hasta entonces indecisa. 170
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Precisamente en este momento, como si hubiera sentido que mis ojos y mi pensamiento pesaban sobre ella, Elsa miró hacia la ventana detrás de la cual sabía que estaba yo escondido. La vi decir unas palabras al oído del Príncipe, quien, después de un momento de vacilación, pareció acceder. La Bohlberg se levantó también y las dos salieron de la tribuna por una, puerta especial practicada detrás de los asientos de los soberanos. Entonces empezó el ejercicio del destacamento. El mayor había dejado el estrado y asistía a la parada mandada por el Príncipe, Max. ¡Que exactamente, desfilaban aquellos montañeses de Turingia transformados en guerreros! Un francés será siempre impresionado por el rigor mecánico de una parada a la prusiana. Siempre se encontrarán en Francia reformadores que crean que para la victoria es necesario imitar esa parada. Yo mismo no podía separar de ella los ojos. Por más que pensaba que todo aquello no era más que ritos, debo confesar que esos ritos me alarmaban como peligrosas realidades. De repente se abrió la puerta detrás de mí, y me acarició el olfato un perfume de lirio y de jicki: era la Princesa. Un guiño me hizo comprender que no estaba sola. En efecto, detrás de ella aparecieron la cara puntiaguda y la alta silueta de la Bohlberg. -¡Ah! señor Dubert -dijo la Princesa fingiendo sorpresaHabía olvidado que estaba usted aquí; perdóneme que turbe su soledad... Hace mucho calor en el estrado y me he encon-
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trado un poco indispuesta... Entonces, he pensado en este refugio donde hay más fresco y menos polvo. La Bohlberg, miraba maliciosamente al techo y toda su cara expresaba: «¡Qué piedad oir a una Princesa mentir tan torpemente, y con tanto cinismo!» Con la solicitud de un súbdito fiel me levantó y me ofrecí a retirarme. -No, por favor, quédese usted -dijo vivamente la Princesa- Sentiría mucho echarle a usted, señor Dubert... Voy solamente a descansar un momento en esta butaca... En cuanto me sienta un poco repuesta me volverá a la tribuna oficial... Pero usted, Bohlberg -añadió volviéndose hacia la descendiente de Ottomar el Grande, que estaba contemplando en los espejos del saloncillo la múltiple imagen de su angulosa persona,- no quiero privar a usted de asistir a la ceremonia en el sitio que le está reservado... Además hace aquí un poco de humedad para su reuma. -Estoy a las órdenes de Vuestra Alteza -dijo secamente la dama de honor. -Vaya usted, vaya, Bohlberg, y tranquilice al Príncipe. Dígale usted que estoy descansando un momento y que en seguida vuelvo a reunirme con la Corte... ¡Vaya usted!... La Bohlberg dio media vuelta con la precisión y la gracia de un antiguo sargento. Apenas había cerrado la puerta, la Princesa se levantó de un salto y vino a ofrecerme la mano. -¡Bese usted, mi súbdito!...
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Quitó el almohadón de un asiento, le puso a mis pies y se sentó en él. -Lo que hago es loco -dijo.- por fortuna el pueblo me quiere y le divierten mis caprichos. Pero seguramente el Príncipe me regañará esta noche, pues sus espías ordinarios le contarán que hemos estado solos. Me comprometo por usted. ¿No está usted orgulloso de comprometer a una Princesa reinante? Le aseguré que estaba inflado de orgullo. «Pero ¿por qué me lo hace decir?» objeté en mis adentros. La Princesa continuó: -Hoy estoy contenta porque he sido muy aclamada. La misma gente de Steinach, que es prusiana, me mira un poco como su soberana. Nuestra fiesta es bonita... ¿Ha admirado usted los pintorescos trajes de los montañeses? Desgraciadamente se anuncia una tempestad. Quisiera que no estallase hasta el fin. «Alma extranjera -pensé tomando la frase del Príncipe Ernst…- Olvida el sentido ofensivo para mí de lo que ella llama «nuestra» fiesta; y, sin embargo me ama.» El ruido de los vítores nos atrajo a la ventana, y vimos acabarse el ejercicio escondidos detrás de las persianas entornadas. Después de las marchas, conversiones y desarrollos en diversas líneas, el Príncipe Max condujo su destacamento en batalla ante la estatua del Titán del dogo. Listo y gracioso, corría al extremo de la fila, comprobaba la línea y volvía a colocarse delante, en su puesto de jefe. Su voz infantil, alte173
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rada por el período de muda, pero ya ejercitada en el mando, hacía funcionar unánimemente los mecanismos humanos. Es tal el atractivo de los ritos guerreros, que aquel niño de alma de filósofo parecía complacerse en su oficio de aprendiz de héroe. -¡Qué guapo es mi hijo! -exclamó la Princesa con orgullo- En caso de necesidad sería un guerrero como sus antepasados. Elsa decía esto para ella misma... Una vez más tuve la humillante convicción de que yo no era más que un accesorio en su vida, un accesorio capaz, es cierto, de usurpar a ciertas horas el puesto principal y vencer todos sus deberes sociales y conyugales, pero un accesorio. Sin embargo, dejó la ventana, se volvió al sofá desdorado y me dijo: -Siéntese usted a mi lado. Obedecí y continuó: -Ese tonto de Marbach va a hablar y dirá cosas que le irritarán a usted. Deme usted la mano y no le escuche; olvide todo lo que no sea mi persona. Le agradecí este amable, pensamiento y me arrodillé a sus pies en el almohadón, de modo que nuestros sitios de hacía un momento resultaban trocados. Se recostó en el respaldo y me abandonó su bella y blanca, mano de uñas convexas, que me llevé, a los labios... Gracias a esta condescendencia, no oí el principio del discurso de Marbach. Sentíame a la vez turbado y dichoso. Nunca me habla agitado tal necesidad de sentir a Elsa cómplice, mía. Un pueril deseo 174
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de desquite aguzaba esta necesidad, el deseo de tomar algo al que tanto había tomado a los míos, de robar al ladrón. El aire, que poco a poco se iba, cargando de electricidad, el perfume de aquella casa en la que dominaba el recuerdo de una guapa mujer enamorada, acaso no sé qué pueril sadismo al encontrarnos juntos y en tan familiar posición casi en público, todo conspiraba a enternecernos. -Dígame usted otra vez que me ama -balbució Elsa. Se lo dije, y creo que no necesité forzar el pensamiento ni la voz para decir esas palabras tan grandes que son vacías si no lo contienen todo. -Seamos prudentes -murmuró con el aliento entrecortado- Bohlberg puede entrar de un momento a otro si el Príncipe la envía a buscarme. Siéntese usted en una silla, cerca de mí. En la calma que sigue a las caricias tímidas y solamente iniciadas, oímos al Conde de Marbach que continuaba su discurso frecuentemente interrumpido por los aplausos... El Conde tenía una voz estentórea y articulaba las frases como si fuesen mandos militares. No perdimos ni una palabra. -Por muy grande -dijo,- que sea esta Alemania que tendréis quizá que defender con las armas, jóvenes soldados, pensad que es pequeña al lado de lo que será, de lo que es preciso que sea, gracias a vosotros. Dentro de un espacio de tiempo que será corto, debemos ver esto: la bandera germánica abrigará a ochenta y seis millones de alemanes, y éstos gobernarán un territorio poblado por ciento treinta millones de europeos. En ese vasto territorio sólo los alemanes ejercerán 175
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derechos políticos, sólo ellos servirán en la marina y en el ejército, sólo ellos podrán adquirir la tierra. Serán entonces, como en la Edad Media, un pueblo de dueños, que consentirá sencillamente en que los trabajos inferiores sean ejecutados por los pueblos sometidos. a su dominación... Seguí poco a poco en la cara de Elsa la impresión de estos conceptos que a mi me parecían faltos de todo sentido común, y tuve que echar de ver que la Princesa estaba de acuerdo con aquella vaga multitud que los escuchaba. Cuando, al terminar la ultima frase estalló una salva de aplausos, premio de la evocación del Imperio de la Edad Media restaurado en provecho de Alemania, la mano de la Princesa se separó de la mía y Elsa se precipitó hacia la ventana, aplaudiendo. Fue aquel un movimiento instintivo del que se arrepintió en seguida. Su mirada evitó la mía y nuestras manos no volvieron a juntarse. Me aproximé a mi vez a la ventana; decididamente, el discurso de Marbach me interesaba. El Conde continuó con la voz cada vez más ruda y el tono más violento: -Jóvenes soldados, oiréis quizá que algunos desgraciados reniegan de esta vasta esperanza que está en nuestro corazón de alemanes y en el que nos inició el héroe que tenéis delante, el Príncipe de Bismarck.. . Sí, la vergüenza de nuestro tiempo es que hay alemanes que se atreven a levantarse contra la Alemania y decir: «Te queremos pequeña». Son poco números os pero existen; casi cada población cuenta algunos. En nombre de vagas ideas de libertad y fraternidad, las mismas 176
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que Bismarck odiaba al odiar a Francia, proclaman la destitución de la fuerza, con el pretexto de hacer triunfar el pensamiento... ¡Malos ciudadanos, enemigos jurados de la patria, del Emperador y de nuestro amado Príncipe! Estoy seguro de que no existe ninguno en vuestras filas, pero sé que los hay en el principado y basta en el mismo Rothberg. ¿No hemos sufrido hoy día de conmemoración patriótica, el dolor de ver un alemán, un hijo de este Rothbeg que ha dado un Emperador a la patria anunciar en formas ambiguas, que protestaría en suma contra la erección de este monumento? La multitud gritó contra ese mal ciudadano. -Ha fijado eso en carteles en los muros de la población -prosiguió el mayor,- y los habitantes no han roto los carteles ni arrojado al imprudente... La magnanimidad de nuestro querido soberano deja a ese enemigo el derecho de habitar nuestro suelo; y nuestro soberano tiene razón, porque ese hombre no es más que un insensato. Pero vuestro deseo, jóvenes soldados, es apartaros con horror de semejante hombre, vergüenza de este país y de este tiempo… ¡Despreciadle! ¡Aborrecedle! Tales ciudadano no son dignos de enseñar a los alemanes. ¡Gloria al Príncipe de Bismarck, modelo del alemán! Un tumulto de aplausos, mezclado con un confuso rumor de la multitud acogió esta peroración. Pero en este instante ocurrió una cosa inesperada y verdaderamente extraordinaria, tan extraordinaria, que el estupor mismo que provocó la hizo posible.
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Un viejecito de cabellos blancos revueltos alrededor de su cara símica, vestido de negro y la amplia levita abierta sobre un chaleco blanco, pasó vivamente por debajo de la cuerda, que impedía a la multitud el acceso a la explanada, atravesó el espacio vacío entre la multitud y la tribuna y trepó a ella... Fue su acto tan breve o imprevisto, que nadie pensó en impedírselo. Por otra parte, el Príncipe Max que mandaba el destacamento, permaneció impasible, y cuando el mayor que estaba subiendo los escalones del estrado ocupó su asiento, se vio instalado en la tribuna al doctor Zimmermann mismo, el cual con su clara y alta voz, empezó imponiendo silencio a la multitud con un ademán. -Se me ha insultado, se me han atribuido actos y proyectos que no son míos.. . Si se me impide defenderme, el mundo sabrá por mí que el pensamiento es esclavo en el territorio de Rothberg. -¡Fuera! ¡Fuera! -aulló el mayor desde la tribuna oficial. Iba a lanzarse, cuando el Príncipe le cogió por el brazo y le hizo volver a sentarse. Moloch continuó: -Será breve. Resumiré en pocas palabras lo que quería explicar en mi conferencia. Y me permitiré recordará los compatriotas que me escuchan que yo he hecho esa guerra de Francia, obra de Bismarck. He recibido una bala francesa en la sexta costilla izquierda. El orador que me ha precedido no ha sido nunca herido, más que en la razón, y por un petardo inofensivo y tirado por un negro. Todos se rieron. El mayor, prusiano y noble, era impopular en Rothberg. 178
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-Tengo, pues -prosiguió el anciano,- algún derecho a hablar de una fiesta para la cual he pagado mi escote... Pues bien, esa guerra, en la que triunfaron la inteligencia, la voluntad y la paciencia alemanas, un hombre impidió que fuese bella, en cuanto puede serlo una cosa de muerte. -¿Quién? ¿Quién? -gritó la multitud. A pesar de sus disenciones con el Príncipe, Zimmermann conservaba con mucha gente el prestigio de su celebridad europea, y la mayor parte de los habitantes de Rothberg estaban orgullosos de él o le miraban sencillamente como una especie de iluminado y como un original. De modo que la multitud parecía hasta entonces más divertida que hostil. Cierto número de recalcitrantes gritaban solamente: ¡Fuera! pero la mayor parte de los presentes se divertían en gritar a modo de guasa: ¿Quién fue? ¿Quién fue? En la primera fila de esta multitud me vi a mi hermana Gritte, que parecía divertirse enormemente. Estaba haciendo señas cabalísticas al Príncipe Max a quien trataba en vano de hacer reir en uniforme... A su lado, vestida de tafetán berenjena, la señora de Zimmermann levantaba hacia su héroe unos ojos de éxtasis. -¿Quién fue? -gritaba la multitud. Cuando se apaciguó el tumulto, Moloch, mostrando con el dedo al hombre del dogo, al Titán de bronce, gritó: -¡Ese hombre!... Esta vez dominaron los clamores enemigos. El mayor se estremeció en su estrado; y vi palidecer entre sus cocas la cara de la Moloch. 179
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Pero la delgada y penetrante voz del sabio de cabeza blanca, forzó de nuevo la curiosidad y el silencio. -Os repito que éste ha empañado ante la historia la gloria de Alemania unificada. Alemanes que me escucháis, de nada os sirve aclamar que nosotros tenemos siempre razón y que, la historia no podrá menos de dárnosla. La historia no es escrita por los alemanes solos. La que dicta sus juicios es la conciencia universal; y esa conciencia, admirando la energía, el valor y la inteligencia de este alemán, dirá: «Pidió su éxito a la astucia y a la mentira y le deshonró por la crueldad. Su crimen ha sido más grande porque todo lo que hizo pudo hacerlo sin crueldad, sin mentira y sin astucia…» La multitud se iba poniendo amenazadora, pero algunas voces gritaban: -¡Escuchad! ¡Escuchad¡ -Sí, escuchadme -siguió diciendo Moloch.- ¿No tengo derecho a hablar hoy día de los veteranos? ¿No soy yo uno de ellos? -¡Bravo! -dijeron las mismas voces. -Os decía que la obra de este hombre hubiera podido realizarse sin tanta ferocidad. Y lo pruebo. En 1848, en la Dieta de Francfort, vino una diputación a ofrecer a Federico Guillermo IV, Rey de Prusia, la corona imperial. El soberano se inclinaba a aceptarla. ¿Quién se lo impidió? Bismarck. Ofrecida por manos plebeyas parecía que la corona imperial no valía nada. «No quiero -dijo Bismarck,- poner en los hombros de mi soberano un manto de armiño forrado de rojo.» Cuando le puso, veinte años después, en los hombros 180
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de Guillermo I, el armiño estaba sin embargo forrado de rojo, pero había proporcionado el color la sangre de dos pueblos. Hubo otra vez murmullos, pero el orador no fue interrumpido. El Príncipe Otto le escuchaba impasible. -Bismarck odiaba el rojo de los liberales -siguió diciendo Moloch,- pero amaba el rojo de la sangre. Como a los métodos de mentira y de astucia, era aficionado. a los métodos de, crueldad. Sí de crueldad -gritó Moloch con violencia a la multitud que protestaba- Y eso es lo que yo no le perdono haber manchado con astucia y crueldad la gran obra, de la unidad alemana. Ninguna guerra fue, emprendida por él sin un prólogo de mentiras: mentira en la guerra de los Ducados, mentira en la guerra de Austria, mentira en la guerra de Francia... Pero la guerra de Francia sobre todo, fue horrible, sí, horrible. ¡Una mancha en el nombre alemán! Por mucho que cubráis de estatuas suyas toda la Alemania, no impediréis a la historia el recoger, el haber ya recogido, las frases abominables que profirió del otro lado de los Vosgos. En Bazeilles declara husmeando el aire, incendiado, que el campesino francés asado huele a cebolla frita. En Tours se presenta la bandera blanca después de un intento de defensa, y el general Voigt-Rhetz cesa el fuego; Bismarck le injuria. En todas partes se indigna contra la inercia de los jefes militares para fusilar a los guerrilleros. Recomienda que se haga todo el daño posible a la población civil, porque esto dice, la dirige hacia la paz... Nada de cuartel, ni a los soldados regulares, porque «raspad al francés y encontraréis el turco…» En el sitio de 181
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París, unos pobres desarmados desentierran de la nieve, a tiro de fusil, unas patatas abandonadas; Bismarck exige que se les haga fuego. El fue quien quiso bombardear París; ¿ para qué sirvió ese bombardeo?... Criticaba, el poco gusto que mostraban los prusianos para matar a los prisioneros. «Nuestra gente fusila si hay necesidad -decía,- pero no fusila con placer.» En Commecy, la mujer de un campesino, cuyo marido ha pegado a un soldado con una horquilla, viene a implorar gracia. Bismarck la deja hablar, y pasándose suavemente la mano por el cuello, le dice: «Buena mujer, esté usted tranquila, su marido de usted será ahorcado.» Moloch se calló un instante para tomar aliento y para juzgar el efecto de sus palabras. Evidentemente causaban cierto malestar en la multitud. Ya no había protestas, sino cuchicheos. En el estrado empezaban los conciliábulos. El mayor estaba conferenciando con el Príncipe. Moloch, imperturbable, siguió diciendo: -Yo acuso a este hombre de hierro de haber manchado la historia de Alemania. Por eso me disgusta el oir a ciertos tontos ponerle por modelo a las jóvenes, generaciones alemanas. Los que os dicen eso son malos jefes que, con tales dichos, han hecho que el mundo entero desconfíe de Alemania, la que tarde o temprano padecerá por ello. Protesto, pues, en nombre del pensamiento alemán y del pensamiento humano, contra las frases dichas hace un momento sobre mí por un personaje falto de toda calidad para juzgarme. El mal ciudadano es aquel que, por pusilanimidad o por hacerse honor a sí mismo, hace traición a la verdad... 182
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El aspecto, la energía y la solemnidad de Moloch se amplificaba de frase en frase. Vi al mayor Marbach levantarse, y bajar rápidamente los escalones del estrado oficial. Moloch también le vio y frente a frente, mientras su adversario llegaba al espacio vacío de alrededor de la tribuna, gritó: -Bismarck está bien muerto. Desconfiad de los falsos Bismarck que hoy pululan en el Imperio. ¡Ahí tenéis uno! -añadió mostrando al mayor. Pálido de rabia, el mayor se detuvo y mandó: -¡Sargento Kuhler, cuatro hombres aquí para expulsar a este loco! Los cuatro hombres avanzaron con el sargento y se detuvieron vacilantes al lado de la tribuna. -¡Loco!- repitió Moloch agitando los brazos con expresión amenazadora- Mi cerebro vale cien veces lo que el de usted, pobre minus habens. No tengo más que mirar la separación de sus ojos, la forma de pera de su cabeza, la asimetría de sus orejas y de todo su cuerpo, ¡pithecanthropo! para tener la seguridad de que estoy en presencia de un degenerado. -Sacadle por fuerza de la tribuna- mandó el mayor.- ¡Pero suba usted, Kuhler! El sargento Kuhler, un pesado turingio de barba bermeja, subió los escalones; pero antes de que llegase a éste, le puso la mano en el hombro: -¡Camarada! -le dijo,- detente! No te deshonres, atropellando a un veterano de la gran guerra. Voy a bajar; déjame solamente pasar.
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El sargento apartó cuanto pudo el pecho. Moloch bajó y dijo deteniéndose al pie de la tribuna, delante del mayor. -La fuerza es estúpida. Yo podría tomar en mi laboratorio bastante fuerza en un cristal de reloj para destruir toda la que tú crees poseer contra mí, homunculus... Pero ¿para qué? La razón inmanente de las cosas podrá más que tú y que tus semejantes. Recuerda mi predicción; has querido matar a la Idea, y la Idea te matará. Dicho esto, Zimmermann, con la cabeza desnuda y el sombrero de copa en la mano, atravesó el espacio libre alrededor de la tribuna. En vano le gritaba su mujer: ¡Eitel! ¡Eitel! El sabio estaba excitado hasta tal punto que no la vio ni la oyó, y se metió en el gentío, que le dejó paso, mientras él gesticulaba y decía: «A los que han querido matar a la Idea, la Idea los matará…» Desde nuestro puesto de observación, la Princesa y yo le vimos llegar a las dependencias en que estaban guardadas las carrozas de la Corte y en las que penetró con facilidad, pues no estaban vigiladas por nadie... Unas cuantas personas seguíanle a distancia, pero un ademán del Príncipe atrajo hacia el estrado oficial la atención de la multitud. Se estableció un profundo silencio, pues todos comprendieron que el soberano iba a hablar. -Conciudadanos -dijo,- habéis oído una voz dañina. Le he dejado hablar adrede para que quede establecido que la palabra es libre en mis estados, y para probar a los enemigos de la patria que sus gritos no tienen eco en Rothberg... La fiesta que aquí nos ha reunido ha sido así más grandiosa. No ha faltado ni el bufón al triunfo de Bismarck. 184
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Conciudadanos, vais a unir todas vuestras voces para el canto sagrado de la patria alemana, la Guardia del Rhin. Estas palabras, dichas en tono claro, firme y militar, suscitaron tina sincera emoción. Los aplausos y los clamores no cesaron hasta los primeros acentos del canto nacional. Entonces todas las frentes se descubrieron, y hasta en el estrado todo el mundo se puso en pie. Las voces graves de los hombres y las más delgadas de las mujeres se unieron a los acordes de la orquesta que las sostenía. Y hubo en aquello una verdadera grandeza que yo comprendí, pues el amor de la patria cuando su expresión es digna, no hiere el corazón de un extranjero. Ni la voz de Elsa, me chocó cuando formuló las palabras del himno: «Una llamada resuena como el estallido del trueno. Como un estrépito de armas y como el ruido de las olas. Hacia el Rhin, hacia el Rhin alemán. ¿Quién quiere ser el guardián del río?…» A los últimos compases el Príncipe, y los dignatarios se levantaron mandado por Max, el destacamento de infantería se adelantó e hizo retroceder a la multitud. En el espacio libre fueron a colocarse una a una todas las carrozas de la Corte, excepto la de la Princesa. -Volveremos, juntos a pie -me dijo Elsa al oído,- por el atajo que conduce a Litzendorf. He enviado mi coche a esperarme en el Banco del filósofo. En el momento en que la Princesa decía estas palabras mis ojos tuvieron dos sensaciones simultáneas: vi al mayor subir solo en su victoria y brotar de la trasera de ese coche 185
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una viva llama blanca: después, repentina, sonora, formidable, una explosión conmovió el aire en torno de un centro movible de denso humo, que era el coche mismo. La multitud huyó dando gritos y los caballos de los otros coches se encabritaron difícilmente sostenidos por sus cocheros. La victoria del mayor, centro de la nube, fue arrastrada a gran velocidad por sus caballos, con el pescante vacío, hacia el pabellón, al que dio vuelta, y después hacia el camino de Litzendorf. -¡Corramos por allí -me dijo Elsa,- y veremos!... Por allí era el guardarropa de la Gombault, la ventana que daba al valle. Seguí a la Princesa. El coche del mayor, con la capota medio levantada, bajaba al galope de los dos caballos bayos, a punto en cada vuelta de saltar por encima de los setos. Unos soldados faltos de aliento trataban en vano de seguirle. -¡Dios mío! se va a matar -murmuró Elsa.- ¡Ah!... Retrocedió con las manos en los ojos... Los caballos se habían caído el uno sobre el otro. El coche había descrito un cuarto de círculo a través del camino, y los caballos, enredados en los tirantes, coceaban furiosamente. De repente se calmaron, y no fueron más que un montón de grupas, y de patas medio cubierto por la delantera del coche. Los soldados le alcanzaron y le rodearon. -¿Qué ha sucedido? -preguntó Elsa,- que no se atrevía a mirar. -Bajan la capota -dije, siguiendo la escena con los ojosSacan al mayor... que no se mueve. 186
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-¡Dios mío! ¿Estará muerto? Se acercó y echó por la ventana, una mirada al mismo tiempo espantada y curiosa. La multitud corría, o más bien, rodaba ya como un torrente tumultuoso hacia el lugar del accidente. Los soldados instalaron en unas angarillas el cuerpo inanimado del mayor y le subieron por la cuesta, mientras que otros separaban rudamente a los curiosos. Se levantó a los caballos, uno de los cuales cojeaba. Se examinaban los desperfectos del coche y se exploraba la caja de la trasera, negra de pólvora, y la capota rota en toda su altura. La, Princesa estaba muy turbada. -¡Un atentado en Rothberg! ¡Un atentado anarquista! ¿Quién ha podido cometerlo? Al pronunciar estas palabras hablándose a sí misma, nuestros ojos se encontraron y leyeron el mismo pensamiento. -¡El! Cree usted que ha sido él, ¿verdad? -dijo Elsa. Pero yo rechazaba ya la idea. -¡No! no ha sido él... No es posible. Conozco al doctor Zimmermann, y es el más digno y el más pacífico de los hombres. -¡Es él! ¡Es él! estoy segura -insistió la Princesa.- Solamente él maneja explosivos de esa potencia... ¿No ha amenazado al mayor hace un momento?... ¿No le ha dicho que le mataría?... ¡Oh! Luis... ¿No le espanta a usted por su Elsa que semejante hombre viva en nuestro territorio?... ¿Y si hace saltar el castillo? 187
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Se refugió en mí con un ademán tan amistoso, que estuve a punto de responder: «Pues bien, no volvamos a él…» pero la Princesa se separó. -No permanezca usted aquí, amigo mío. El Príncipe no había dejado el Thiergarten en el momento del atentado y va a hacerme buscar. Es preciso que no le encuentren a usted conmigo. Váyase usted delante, se lo ruego, y trate de que no le vean salir. -Bueno -respondí.- ¿ Por dónde salgo? -Por los bastidores del teatro. Venga usted conmigo. Seguimos el mismo corredor que por la mañana, olvidando esta vez buscar los rincones obscuros. Una puerta daba a un bosquecillo sombrío y hasta húmedo en aquel día de verano. La llave estaba en la cerradura, pero nos costó algún trabajo abrirla, pues la cerradura y los cerrojos estaban enmohecidos. -Está usted en el Thiergarten reservado -me dijo Elsa;desde aquí encontrará usted fácilmente su camino. -¿Y usted, Princesa, qué va a hacer? -Voy a esperar a la Bohlberg en el saloncillo. No puede menos de venir a buscarme. Diré que me he desmayado de miedo y que no he tenido fuerzas para bajar... En fin, yo inventaré algo. Mis labios rozaron furtiva y distraídamente la mano de la Princesa. Y tuve la prueba que la Princesa estaba, distraída en estas palabras que pronunció en seguida:
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-¿No ha notado usted que inmediatamente después de haber amenazado de muerte a Marbach, el doctor Zimnaermann se fue derecho a las cocheras? -No llevaba, sin embargo, con él ningún explosivo... -Había declarado al mayor que llevaba en el cristal del reloj con qué hacer saltar el castillo... Pero vienen... Me buscan... ¡Escápese usted!... Me empujó un poco vivamente, hacia fuera y cerró la puerta... «De este modo -pensé,- debía la Gombault echar fuera al picador del Príncipe Ernst, cuando éste se anunciaba de improviso en medio de una conversación con el tal personaje ... » Después mi pensamiento volvió al atentado, al mayor y a Zimmermann. «Elsa tiene razón; todas las apariencias están contra ese pobre Moloch. Juraría, sin embargo, que no tiene nada que ver en la aventura.» Un sendero casi borrado por la hierba y que rodeaba el teatro, me llevó a la explanada de los Tilos. La multitud era todavía compacta, había atropellado las cuerdas y se amontonaba al pie del pabellón de caza. Comprendí que habían debido de llevar al mayor al pabellón. -¿Está ahí? -pregunté a Hans,- que miraba la fachada con ojos cándidos, como si a fuerza de atención esperase ver al través. El muchacho se estremeció y dijo balbuciendo: -Sí, acaban de llevarle. Era su llegada lo que había percibido el fino oído de Elsa. 189
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La multitud se abría respetuosamente delante de mí al oir la palabra Hofdienst, que yo no dejaba de pronunciar para hacer creer que se trataba de un servicio de la Corte. Así entré sin dificultad en el pabellón y subí la escalera. La mayor parte de los funcionarios estaban agrupados en el vestíbulo y en la escalera, muy emocionados. Lo que oí al paso confirmaba la hipótesis de la Princesa sobre el autor del atentado. -No hay otro aquí que maneje la dinamita. -Es un acto de locura cometido por un loco inofensivo de ordinario, pero exasperado por la contradicción. -Le van a poner preso. -Le van a encerrar. Llegué al cuarto de la Gombault y no vi allí a la Princesa ni a la Bohlberg. Me dijeron que la Princesa no había podido soportar la vista del cuerpo inanimado, que traían, y se había hecho conducir al castillo. El mayor estaba echado en la cama, con el uniforme desabrochado y la camisa abierta. El médico de la Corte le estaba auscultando. Alrededor, el Príncipe Otto, Max y el capellán. El cuarto olía a sales y a vinagre. Cuando ya pasaba el umbral, el médico se levantó y se volvió. -Absolutamente ninguna lesión -dijo.- Un simple síncope causado probablemente por la emoción. -Cuando el mayor estaba al servicio del Emperador en el país de los Heireros -dijo el capellán,- ¿no fue víctima de una explosión de mina?
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-Sí, recibió entonces lo que llamamos médicamente «el choque», es decir, la impresión cerebral indeleble. Pero vean ustedes, ya vuelve en sí. En efecto, el mayor levantaba penosamente la cabeza en la almohada. Sus párpados se entreabrieron y murmuró: -¡No tiréis! ¡No tiréis! Quiero... quiero... Volvió a caer desmayado. En este momento observé al Príncipe Max y vi que no quitaba los ojos de la cara de Marbach. Estaba muy pálido. Al ver el movimiento hecho por el paciente, inundó sus mejillas, un finjo de sangre y vi en su mirada el relámpago de odio que había visto brillar en ella otras veces. -Señores -dijo el doctor,- habría que dejarme solo con el enfermo, si Vuestra Alteza no tiene inconveniente. Los nervios alterados adquieren un perfecto reposo. -Le obedecemos a usted, Klingenthal -dijo el PríncipeSeñores, bajemos. Justamente en este momento entraba el ministro de la policía y todos se quedaron en silencio. -¿Y bien? -preguntó el Príncipe.- Puede usted hablar, Drontheim. - Monseñor, el criminal ha sido preso en el momento en que entraba en su quinta. -¿ Ha confesado? -De ningún modo. Hasta ha dicho que ignoraba el atentado... -¡Qué impudencia!
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-Dice que ha oído la explosión, pero que creyó que era alguna pieza de fuegos artificiales. -¡En pleno día! -O algún cañonazo. -No hay cañones en el pabellón de caza. -Eso es lo que yo le he respondido. Ha declarado por otra parte que era absurdo acusarle de atentado anarquista, pues toda su vida protestaba contra una cesa semejante. El Príncipe meditó. -Quizá, después de todo, ese desgraciado no es más que un loco. -No lo creo, Monseñor -replicó el ministro de policía.Sus respuestas están llenas de buen sentido y hasta de habilidad. Para mí finge la rareza. -¿Ha pedido verme? -No, Monseñor. Ha pedido ver a su mujer y he creído que debía negárselo. Si Vuestra Alteza no ve ningún inconveniente, le mantendré incomunicado. El Príncipe reflexionó aún un momento. En la cama de la Gombault el mayor dio un gemido y articuló unas sílabas sin ilación. -Bajemos, señores. Todo el mundo siguió al Príncipe. Cuando Max pasó delante de mí, me pareció que iba a hablarme, pero su mirada se esquivó y se fue sin decir nada. La multitud aclamó al Príncipe Otto; para los habitantes de Rothberg su jefe hereditario acababa de escapar a la muerte. Y le hicieron una calurosa acogida. 192
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El ministro de la policía me ofreció amablemente un asiento en su coche para ir al Luftkurort, pero yo preferí juntarme con el pueblo, cuyas mil voces comentaban el acontecimiento. Esas voces expresaban generalmente el deseo de hacer pedazos al pobre Moloch. Las mujeres sobre todo, rebosaban de cólera y hasta de los labios de las muchachas brotaban gritos de muerte. Me encontré con el comerciante sajón y su rubia esposa, con los que había viajado un mes antes entre Steinach y Rothberg. -¿Qué horror! -me dijo el marido- Será un recuerdo para nosotros, ¿verdad Gretel? haber asistido a un atentado anarquista. -Debían hacer saltar a ese miserable con su propia dinamita -respondió Gretel,- para que resultase hecho pedazos corno ejemplo. No hay ya tranquilidad en el mundo si puede destruirnos una bomba en medio de una fiesta. ¿Sabe usted, caballero, que mi marido ha escapado por milagro de la muerte? -¡Cómo! -exclamé- ¿ Ha sido usted herido? -No -respondió el comerciante.- Yo estaba al lado del coche del Príncipe Otto, y Gretel estaba buscando el de la Princesa. Suponga usted, caballero, que hubiera sido el coche del Príncipe, el que hubiera saltado; hubiera yo muerto a la edad de cuarenta y seis años. Por fortuna el miserable, se ha equivocado de coche, y yo estaba lejos del de el mayor. Ni siquiera he visto nada. Hablando de este, modo habíamos salido del Thiergarten y, pasado el Rotha, estábamos subiendo la cuesta hacia el 193
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Luftkurort. Nos cruzábamos con piquetes de soldados: todo el destacamento había sido mantenido sobre las armas, sin duda para inspirar confianza a los buenos ciudadanos y terror a los malos. El cielo se habla obscurecido lentamente por encima de las montañas y el castillo se dibujaba de un color amarillento sobre aquel fondo obscuro. En las inmediaciones de Luftkurort vi a Herr Graus, que seguía de frac, perorando en medio de un grupo. -La policía ha puesto los sellos en el departamento y en el laboratorio. Nada podrá salir de allí; es preciso que se cumpla la ley... ¡Ah! señor Dubert -dijo al verme,- tengo que hablar con usted. Me llevó aparte como para una confidencia, y añadió: -Pasa una cosa grave, señor Dubert... Cuando han prendido al doctor, estaba en la quinta con su mujer y su hermanita de usted. -¿Y qué? -Se han llevado al doctor sin decirle de qué se trataba, y su mujer y la señorita han entrado en la quinta. Después han venido a poner los sellos en el departamento del doctor, y su señora se ha retirado al cuarto de su hermana de usted. -Ha hecho bien. -No digo que no; pero ahora la multitud está debajo de la ventana del cuarto y grita cosas poco tranquilizadoras. Dejé a Herr Graus y me eché a correr hacia las quintas. Unos treinta chillones reunidos, bajo la ventana de Gritte, gritaban: «¡Muera Zimmermann! ¡Muera el asesino! » Me aproximé a ellos y les dije: 194
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-Señores, el presunto culpable está preso. No hay en esta casa más que dos mujeres indefensas tina de las cuales es francesa, tiene catorce años y es mi hermana. Reclamo de la cortesía de ustedes que se retiren de aquí. Este discurso produjo buen efecto, y, después de unos conciliábulos, los manifestantes se apartaron y me dejaron entrar. Subí apresuradamente la escalera y llamó nombrándome a la puerta de Gritte. Me abrió ella misma, roja y animada. La Moloch estaba sentada, inmóvil y apenas más pálida que de costumbre. -Al fin estás ahí -dijo Gritte.- Ya era tiempo; esa gente creo que quiere degollarnos. -Eres una buena, muchacha -respondí besándola.- No temas nada; no hay peligro. -Yo río tenía miedo -exclamó Gritte. -El señor Dubert tiene razón -dijo la Moloch con amargura;- esos borrachos se contentarán con aullar. Pero mi marido está en la cárcel. A todo esto llegaba un nuevo grupo de manifestantes y se paraba delante de la villa Elsa. Aumentaron los gritos y una piedra fue a dar en la ventana próxima. Miré a la calle y vi a Herr Graus que acudía con un papel en la mano. Se subió en un banco delante de la villa, Elsa y dijo: -He aquí el telegrama que nuestro amado Príncipe envía en esta instante a todos los jefes de Estado y que se digna comunicaros:
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«Milagrosamente salvado del peligro que ame»naza hoy a todos los soberanos, doy las gracias a Dios, Todopoderoso que ha contrariado los efectos de un terrible atentado. OTTO, Príncipede Rothberg.» Las aclamaciones fueron ensordecedoras. Pero a la multitud le gusta más atacar que aclamar, y cuando Herr Graus se bajó del banco, brotaron más violentos los gritos de ¡Muera Zimmermann! ¡Muera el asesino! -Vénganse ustedes a mi cuarto -dije a la Moloch y a Gritte. Allí estarán ustedes en seguridad y no oirán a estos alborotadores. La Moloch consintió, pero Gritte prefirió quedarse conmigo a observar la multitud que aumentaba y seguía gritando: ¡Muera! ¡Muera! La plaza estaba ya llena de gente, que no estaba, compuesta solamente de borrachos, pues las levitas y les sombreros de copa se mezclaban con los trajes burgueses de las mujeres. Cuando hete aquí que, de repente, por las cuestas que rodeaban la plaza y bajaban hacia el Rotha, aparecieron uno, tres, diez, treinta, más de cien gansos atraídos, según su costumbre, por el ruido de los clamores humanos. Con el cuello tendido, el pico abierto y las plumas erizadas se formaron como retaguardia, detrás del ejército de los alborotadores, y me pareció que gritaban más fuerte que todos, con sus voces estridentes: -¡Muera Zimmermann!
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TERCERA PARTE I «Mi querida Gerta: Desgraciadamente, no tengo ninguna razón para escribir a usted más alegre que la última vez. Las rosas siguen en el mismo estado. Mi marido sigue estando en la cárcel de Rothberg, y le han tenido incomunicado diez días, durante los cuales no he podido tener noticias suyas. Como lo habrá usted leído sin duda en los periódicos, se ha negado a nombrar un abogado, y responde a las preguntas del juez que si a las autoridades de Rothberg les conviene representar una comedia, él no quiere desempeñar ningún papel. No ignora usted, excelente amiga, que la fuerza de alma del doctor es invencible. Aun en las pequeñas cosas domésticas, he visto que no se le puede hacer cambiar de determinación una vez tomada. Así, jamás he logrado que no coma fresas en el mes de julio, aunque siempre le hacen daño. Eitel no tendrá más que un ahogado de oficio, y aun éste no obtendrá de él ni una palabra. Nuestros enemigos están, pues, a 197
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sus anchas para hacernos daño. Puede usted figurarse mi ansiedad. Menos valiente y menos sensible que Eitel, el desenlace de este asunto me espanta. He visto al juez de instrucción y al ministro de la policía. Los dos me han acogido con tales aire de misterio y me han hablado con tales reticencias, levantan los ojos al cielo e invocando los derechos de la sociedad amenazada, que he tenido que batirme en retirada, sin obtener de ellos la menor respuesta a esta pregunta que les hacia: «¿Cómo admitir que mi marido, cuya vi»da entera es un himno a la Razón, a la Justicia, y a la Bondad, haya cometido un acto absurdo, inicuo y cruel?…» Movían la cabeza y hablaban del peligro social; nada preciso. En los vagos comentarios del ministro he creído comprender que consideran al doctor como un exaltado. Todos tratan de quimeras lunáticas las consecuencias morales y casi religiosas que él deduce de la doctrina monista. Quieren disfrazar en yo no sé qué sesiones de espiritismo y de anarquismo nuestras queridas tardes de Iena consagradas a celebrar los misterios y las bellezas de la Naturaleza. Eso le haría a usted reir, ¿verdad? así como a Frantz, a Miguel y a Alberto, si los tiempos no fuesen verdaderamente muy tristes para reir. No solamente yo no río, sino que me cuesta mucho trabajo el no llorar. Pienso que mi Eitel está solo en un inmenso cuarto de muros de piedra, probablemente húmedos. Por más que me escribe que está muy bien y en condiciones especialmente favorables para el trabajo y la meditación, sé que me lo dice para tranquilizarme... ¿ Puede su cama estar hecha 198
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como él tiene costumbre? No hay allí nadie para impedir que se destape las piernas de noche, como le pasa a menudo, porque es muy inquieto, hasta cuando duerme. ¿Y sus comidas? ¡El, que se olvida de servirse o que se sirve de un plato hasta que está vacío, meditando en los graves problemas cósmicos que sin cesar ocupan su mente! Sólo en pensar en lo que está sufriendo me quita el sueño y el apetito. Si las malas personas que le han encerrado contra toda justicia acaban por matarle, ¡ah! querida Gerta, no le habrán matado a él solo... Pero no es tiempo de recriminar, sino de hacer algo. Vuestra acción en Iena es de las más eficaces, pues provoca las protestas firmadas del cuerpo entero de profesores y la carta del decano al canciller del Imperio. En Munich circula en estos momentos otra lista bajo los auspicios del profesor Max Bischer, el sabio físico al que he escrito al mismo tiempo que a usted. En ella he visto con placer el nombre de Benedicto Kohler, que es, como usted sabe, el adversario más encarnizado de las ideas filosóficas de mi marido, y con el cual se ha tratado muy duramente. Pero todo el profesorado se ha sentido herido en la persona del más ilustre de sus miembros. Me pregunta usted, querida Gerta, cuál es aquí el estado de la opinión a propósito de este asunto. Sepa usted, en primer lugar, en qué medio político vivimos. El pequeño principado comprende unos siete mil habitantes, de los cuales hay mil ochocientos en Rothberg, tres mil en Liritzendorf, donde se encuentran las fábricas de cerámica y los otros mil doscientos dispersos en los caseríos de la montaña. Ro199
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thberg, donde está el castillo con la cárcel y que, en suma, no vive más que de la Corte y de los forasteros, es naturalmente, muy cortesano. Litzendorf, centro obrero, es liberal. Al día siguiente del atentado, los socialistas demócratas de Litzendorf se reunieron y enviaron una comisión al Príncipe para pedirle la libertad del doctor, preso sin pruebas... En Rothberg, por el contrario, se lanzaban gritos de muerte contra Eitel y hasta contra mí; el propietario de Luftkurort me echaba de la quinta y no encontraba yo asilo más que en casa del zapatero Finck, buen hombre, muy demócrata, hijo del obrero que sucedió en la misma casa al padre de mi Eitel. Hoy, gracias a la emoción del mundo sabio, a los artículos de la prensa liberal, y, sobre todo, al anuncio de que el Gobierno del Imperio, con el pretexto de reforzar aquí el partido del orden, se propone aprovechar el incidente para reemplazar la guarnición indígena por un regimiento prusiano, se manifiesta cierta reacción hasta en Rotbberg. Ninguna palabra, ningún signo injurioso contra mí ni en el Luftkurort ni en la aldea. No creo tener más enemigo irreconciliable que Herr Graus, del que he sido inquilina... Y no sabe, en suma, cuánto le agradezco su canallada, pues al expulsarme me ha dado ocasión de vivir en la casa en que el doctor fue niño. Es para mí un consuelo en mi presente miseria imaginar el desarrollo de esta admirable inteligencia, de esta viva sensibilidad, ante las mismas imágenes que están viendo mis ojos. Y usted también, estoy segura, cuando venga en delegación de los estudiantes de Iena con Franz, Alberto y Miguel, 200
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sentirá el alma llena de emoción al conocer esta morada, en la que se ha, encendido y arrojado los primeros resplandores el astro intelectual que veneramos. Este es, querida Gerta, el estado de las cosas. No es brillante, como usted ve; pero me anima el vasto movimiento de reprobación iniciado contra la iniquidad por el mundo universitario y sabio de toda la Alemania. Yo no dejaré de hablar ni de, protestar en la medida de mis fuerzas. Mi débil voz no se callará; mi débil mano no se cansará de escribir. Hoy mismo espero arrancar al Príncipe que se levante la incomunicación. Uno de nuestros amigos, un joven francés muy distinguido que tiene aquí el empleo de preceptor del Príncipe heredero, ha pedido este favor por medio de la Princesa, y tiene buena esperanza de obtenerle. Esta noche cena en el castillo; veremos si nos trae el favor prometido. Mi deseo, querida Gerta, es que usted y sus amigos vengan pronto a animarme y a ayudarme en mi misión. No tarden ustedes... Entre los cinco seremos un pequeño ejército que arrastrará a la multitud. Expresiones a Alberto, Franz y Miguel. Un recuerdo afectuoso y la expresión de mi vivo agradecimiento a los profesores, a los estudiantes y a todos los que toman parte en la agitación en favor de mi marido a usted, querida Gerta, le envío un beso, así como a la exelente Frau Rippert, su patrona. CECILIA ZIMMTERMANN.»
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El día en que se escribió esta, carta, publicada después, en un periódico liberal, donde se admiró su estilo tierno y digno, debíamos en efecto, Gritte y yo, cenar en el castillo. Según nuestra costumbre, dimos juntos, por la tarde, un paseo por la montaña. Anduvimos silenciosos, tratando, sin embargo, de ocultarnos el uno al otro nuestras preocupaciones con algunas palabras. El tiempo estaba caluroso aunque cubierto. Cuando a la caída de la tarde volvíamos al Lutfkurort, me dijo Gritte: -¿No encuentras, Luis, que Rothberg no es el mismo desde que han prendido a Moloch? Nuestro amigo no hacía mucho ruido y apenas se le veía, y, sin embargo, todo se ha puesto triste desde el Sedanstag, hasta el tiempo. «Gritte tiene razón -pensé.- Por un curioso contrasentido se hizo decir al poeta latino que las cosas tienen lágrimas; pero tienen seguramente su tristeza y su alegría, según las horas. Y otro poeta psicólogo ha expresado muy bien que esta tristeza o esta alegría de las cosas, es sencillamente que se refleja en ellas, el color gris o rosa de nuestro corazón... Un viejecito sabio, bastante cómico, ha sido arrancado de su laboratorio y arrojado en la prisión del castillo. ¡Pequeño acontecimiento! Pero la iniquidad supuesta aniquila, con todo la conciencia del mundo. Alrededor de un cristal sumergido en el agua saturada de sal, se forman y se agrupan otros cristales; así las tristezas, vagamente disueltas en nuestros pensamientos, se concretan y se sueldan en cristal melancólico en nuestras almas alrededor de esa tristeza inicial. Sí, Rothberg ha cambiado desde que Moloch está preso. Los 202
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pangermanistas tienen menos aplomo. Los socialistas hacen una fastidiosa figura de mártires. El Príncipe está nervioso, porque el gatazo Imperio, cansado de jugar con el ratoncillo Rothberg, quiere esta vez tragársele del todo. ¡Se acabaron el sello especial y la guardia indígena! El mayor se ha repuesto de las consecuencias de la explosión, pero está más irascible y más desagradable que nunca. Mí discípulo se ha vuelto a poner sombrío y taciturno; veo que me oculta algo, y no puedo adivinar que... Gritte está evidentemente menos amiga suya, sin confesarme el motivo de esa frialdad. Aun conmigo mismo veo que está inquieta, y arriesga tímidas alusiones a la posibilidad de que yo renuncie a mi empleo en esta Corte y obtenga uno en el Banco Industrial por medio de su amiga, la señorita Grangé. En cuanto a Elsa... ¡Ah!... ¡Sólo Elsa no sufre la tristeza de las cosas desde le prisión de Moloch! No se ocupa para nada de Moloch. La Princesa vive en sus sueños. Y esos sueños son la fuga por el mundo de la Princesa y el preceptor... Estoy pues, en ese punto de las relaciones en que la mujer se apodera del hombre y en que éste obedece de grado o por fuerza. Toda mi razón protesta contra la tontería que voy a cometer, y, sin embargo, cometeré esa tontería y me llevaré a la Princesa. Poseeré una mujer cuya amistad amorosa me bastaba y hacia la cual no me arrastra el amor infinito que hace aceptables todas las contrariedades… Estando yo meditando así, Gritte me miró y me dijo al llegar a la puerta de nuestra quinta:
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-Luis, estás pensando en cosas que te contrarían y que no puedes decirme. -Déjame pensar como quiera -respondí molesto por su perspicacia. -Está bien, está bien -dijo,- no creía ser indiscreta. Estuvo enfadada, conmigo hasta la hora de cenar, pero a eso de las siete y media, con el traje de muselina bordada que en otro tiempo, había «hecho» la embajada de Austria, corno ella decía en su lengua expresiva y abreviada, penetró en mi cuarto con cierto retintín, desmentido por el contento de su mirada. -Perdóname -dijo,- si te importuno, pero no tengo doncella para decirme qué tal estoy arreglada. La miré. Castamente, escotada, sus brazos apenas formados, sus hombros en los que se borraban las líneas ingratas de la infancia, su talle de niña-mujer y un no sé qué de flor todavía capullo que evocaba toda su persona, componían un conjunto de irresistible atractivo. «¡Ah! qué divina es la juventud -pensé.- Hay en el mundo un hombre dichoso, un hombre que yo ignoro, que vendrá a coger asta flor, la respirará, la cortará y se la llevará. Nadie habrá tenido su perfume más joven ni sus pétalos más frescos... Esa es una dicha que vale una vida, y yo no habré conocido tal felicidad. La flor que yo respiraré toda mi vida está ya más que a mitad marchita…» -Vamos a ver -dijo Gritte sin impaciencia girando sobre sí misma, y dejando ver su talle flexible y su tenue nuca en la que se agolpaban unos cabellos menos bonitos que los de la 204
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Princesa, pero que tenían, sin embargo, veinticinco años menos lo que se veía muy bien. -Tienes quince años, preciosa hermanita -le dije.- ¿Cómo puedes pensar que no serás esta noche la verdadera soberana? Gritte se puso encarnada de placer y me dijo levantándose hasta mi oído: -Tú también estás guapo con tu camisa de chorreras, tu casaca de Corte y tu calzón de raso negro. ¿Lo ves? no somos más que unos burgueses, pero sabemos arreglarnos mejor que todas esas muñecas, aunque sean regias... Gritte me confesó media hora después que la escena en que representaban todas esas muñecas regias no carecía de grandeza. La sala de los Guardias, la de los Estados, la de los Caballos y la de los Retratos, toda aquella serie de vastas piezas de aparato con escasos y pesados muebles a lo largo de las paredes decoradas con cuadros medianos, pero auténticos, la actitud deferente de los lacayos, casi todos personas de edad y de importancia, la impresionaron. Y es que las declamaciones sobre la igualdad no impedirán nunca a la historia el ser una cosa real, y ciertas moradas, y ciertas familias se nos aparecen cargadas de historias. En vano desplegarán su lujo un banquero enriquecido o un millonario de América; nunca podrán hacer que las cosas suntuosas sean una verdadera prolongación de sus personas, y les resultarán solamente sobrepuestas. Mientras que en la morada antigua siempre habitada por una familia ilustre, la personalidad de los habitantes, aunque sean medianos, se prolonga, y se aumenta con todo el 205
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pasado de que ellos son el presente. Todo el que no vea esto está desprovisto de sensibilidad histórica o cegado por una tonta vanidad burguesa. En el salón Imperio de la Princesa se esperó en pie el anuncio de la cena. La Princesa había cogido a mi hermanita de la mano y se la había presentado, primero a la señora de Drontheim, la mujer del ministro de la policía, gruesa dama de doble barbilla y vientre prominente, con un cuerpo exuberante sobre el que descansaba, como en un almohadón, un collar de perlas enormes; después a la linda morena, delgada y hombruna, hermana del mismo ministro, llamada Friederika, o, familiarmente, Frika; y, por último, a la señorita de Bohlberg, cuyo escote severo, sin embargo, parecía indecente; hasta tal punto lo que enseñaba estaba hecho para estar escondido. El Príncipe, en el momento en que le saludé, estaba hablando junto a una ventana con el ministro y con el mayor. El aspecto de sus caras, aunque no hubiera sorprendido a distancia las palabras «canciller» - «guarnición» - «socialismo,» me hubiera advertido que hablaban de política de Rothberg. No queriendo estorbarlos, me reuní con mi discípulo. Max me estrechó la mano y se apresuró a ir a presentar sus homenajes a su amiga Gritte. El intendente, Barón Lipawski, con su cara de prelado regordete plegada por una alegría continua, me dijo en voz baja: -Querido doctor, por usted hemos alterado esta noche la etiqueta. Está usted a la izquierda de la Princesa en concepto
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de extranjero, lo que es un homenaje a su hermosa patria. Nos vamos haciendo muy francófilos en Rothberg... Y añadió llevándome aparte con el pretexto de examinar la firma de una enorme batalla de Leipzik que ahumaba todo un lado del salón: ¿Ha observado usted la confusión de nuestros diplomáticos? Ha llegado esta noche un telegrama cifrado de la cancillería, y he comprendido que avisa a nuestro Gobierno de que debe alojar entre Litzendorf y Rothberg un regimiento de infantería prusiana. Nuestra guarnición indígena es enviada a la Alsacia-Lorena. El Conde de Marbach está aterrado y el ministro se ha pasado el día tratando de averiguar lo que hubiera hecho Talleyrand en semejante caso... En cuanto al Príncipe, a fuerza de rencor antiprusiano creo que se volviendo socialista. Y me extraña que Zimmermann no haya, dejado su paja húmeda, para venir a cenar con nosotros... Pero apresúrese, usted a ir a ofrecer el brazo a la ministra, y si le dice usted cosas verdes a la francesa, grite un poco, pues la buena señora es tarda de oído. Abriéronse, de par en par las puertas del salón, y un viejo de trazas, de embajador anunció con todo el resto de su voz deferente que sus Altezas Serenísimas estaban servidos. En presencia de las damas de largos cuerpos y tontillos, de los antiguos personajes de peluca y de los caballos dibujados y pintados por el Príncipe Conrado (el amigo de Guillermo I), atravesarnos en fila solemne los tres salones para llegar al comedor, vasta pieza elíptica exclusivamente decorada con las astas de los ciervos muertos por varias generacio207
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nes de Príncipes de Rothberg. Marbach hizo un gesto al ver que me habían colocado a la izquierda de la Princesa; pero le habían dado, como compensación, la izquierda de Frika, la favorita. A mi izquierda estaba el Conde Lipawski. La descendiente de Otomar el Grande sentábase a la derecha del ministro, el cual ocupaba la del Príncipe. Gritte estaba colocada entre el mayor y el Príncipe Max. El comienzo de la cena fue bastante triste. Los mayordomos servían silenciosamente. La mesa, radiante de vajilla y de cristal bajo los resplandores eléctricos de las arañas, aprecia pequeñita en la inmensidad de la sala de los cuernos de ciervo, y esto solo decía que no éramos un cuadro hecho para aquel marco. Mientras el ministro explicaba a la Princesa Elsa el modo de funcionar del tribunal de lo criminal de Litzendorf, a propósito del próximo juicio del pobre Moloch, el intendente me hablaba en voz baja y no inteligible para quien no estaba enteramente a su lado. -¿Le gusta a usted el adorno de esta sala? -me decía.- A mí, si no fuese un solterón, me espantaría. Pero los Rothberg-Steinach han sido siempre aficionados a este estile, de decorado. Todos han sido cazadores... y la consecuencia. Parece hecha para ellos la balada del poeta nacional de ustedes sobre la caza del ciervo... -Señor intendente, su erudición de usted deja asombrada a mi ignorancia -repliqué evitando dar una opinión sobre las desventuras conyugales de los Rothberg-Steinach. El intendente era, en efecto, culto, pero poco discreto. No escaseabalas alusiones la benevolencia de mi soberana. 208
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Precisamente en ese momento sentí un pie descalzo, un pie de honesto tamaño, apoyarse en mi tobillo descubierto por el zapato de hebilla de plata... Era mi soberana, que se proporcionaba una distracción de las confidencias, del ministro sobre el tribunal de Litzendorf. Me esforcé por hacerme el indiferente, pero, de repente, mis ojos encontraron los de Gritte que buscaban a los míos, y me ruboricé, como si las puras pupilas de aquella niña hubieran podido ver a través de la mesa. -¡Un regimiento de infantería prusiana, en Rothberg! -exclamó el Príncipe.- ¡Más prusianos aquí que rothbergenses!... ¡Jamás!... Antes iré yo mismo a ver al Emperador. -Podríamos -dijo el mayor limpiándose el bigote,acuartelarlos fuera de la población, entre Litzendorf y el castillo. -De ningún modo -respondió el Príncipe.- No quiero aquí un jefe militar que tendrá más autoridad que yo porque dispondrá de más fuerza. ¡Ah! cómo quisiera conocer al enemigo de mi casa que ha presentado al Canciller este ridículo incidente Zimmermann como una importante manifestación anarquista que compromete la seguridad del principado y exige una represión. Lipawski se aprovechó de que el mayordomo nos estaba sirviendo el steinberger para inclinarse hacia mí y decir: -Nuestro querido soberano olvida que él mismo interpretó de ese modo el incidente del Sedanstag en un magnífico telegrama. Como yo no asentía, el Conde cambió de asunto. 209
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-En realidad ¿cree usted culpable al doctor Zimmermann? -Ni un instante -respondí, tratando discretamente de separar el pie del de la Princesa. -Tampoco yo... Todo esto, en mi opinión, es un asunto de mujeres. El mayor no es solamente un insolente, noblezuelo, sino que es, como todos los nobles de Brandeburgo, un audaz cortejador. Algún marido descontento habrá puesto algún petardo en la trasera del coche y… La Princesa se volvió hacia mí y cortó nuestra conversación. -He recibido -me dijo,- una súplica de la mujer de Zimmermann, que quiere que lo permitan visitar a su marido en la cárcel. Me parece enteramente justo, y además -añadió,me ha dicho usted que lo desea, y eso basta. ¿Está usted contento de estar a mi izquierda? Estas últimas palabras, pronunciadas, muy bajo, no significaban: «¿Está usted contento de estar cerca de mí?» sino «¿Está usted orgulloso por tener un puesto de honor?» Le aseguré este orgullo, pero pensé: «Dentro de un mes, cuando seamos una pareja anónima viajando por Europa, ¿me hará sentir el honor de sentarme al lado de mi cómplice? ... » Mi corazón plebeyo se sublevó. Observé a Gritte. Parecía enteramente hecha a las costumbres de la Corte y estaba hablando muy animada con su vecino Max. Parecía hasta que le echaba una reprimenda. Max bajaba la cabeza. Hubo un momento en que él dijo una réplica bastante viva, y desde entonces Gritte estuvo silenciosa y como enfa210
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dada. La esposa del ministro de la policía no decía palabra, emparedada, en su sordera y resuelta a no perder nada de la cena, que, entre paréntesis, era magnífica. La Bothberg había cogido por su cuenta, al ministro y le estaba hablando de su propia familia y contándole que un descendiente de Ottomar desembarcó en Stettin hacia el fin del siglo octavo. -Se llamaba Engelhardo -decía en tono de suficiencia.Encontrará usted su retrato en Gotheborg. Es muy curioso. El ministro respondía, con la cabeza mientras saboreaba un helado, como hombre bien resuelto a no afrontar jamás los mares para contemplar en pintura al abuelo de la Bohlberg. A todo esto, el calor de la comida se subía a las caras con los vapores del vino. Excepto la del ministro, todo el mundo hablaba en alta voz, mientras el pie de la Princesa, cada vez más audaz, se entregaba alrededor de mi tobillo a toda una gimnasia afectuosa. El Conde Lipawski discutía con el mayor la cuestión del sello de Rothberg. El Príncipe Otto dijo dirigiéndose a mí: -¿Qué augura usted, señor doctor, de la conferencia internacional que se está verificando? -Monseñor -respondí,- no leo aquí más que los periódicos de Alemania, y no me parecen muy satisfechos. -Los pueblos son cobardes ante un estado poderoso -dijo el Príncipe.- No saben más que arrastrarse a sus pies cuando se sienten aislados y muy débiles para hacerles frente, o unirse en bandadas, como los lobos, cuando creen tener fuerza para saltarle encima... Yo creo que es un gran honor para Alemania sufrir en este momento las sospechas de Eu211
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ropa y hasta la traición de sus aliados. Se puede decir de las naciones lo que Schiller ha dicho de los individuos: «Cuando está solo es cuando el fuerte tiene más fuerza.» La pierna de Elsa tocó amorosamente a la mía como para compensar lo que las palabras del Príncipe pudieran tener de desagradables para mí. -Empiezan para Alemania los años más gloriosos -dijo el mayor con su voz de caporal encolerizado.- Demos gracias a Dios Todopoderoso de que los pueblos nos sean hostiles... Si no nos hubiera despertado ninguna amenaza de conflicto, podríamos habernos dormido en el lujo, en las artes y en el comercio, y la Alemania hubiera faltado a su misión, que es gobernar la Europa. La Europa se lo recuerda. -Tu, regere imperio populos, Germane, memento -concluyó el Príncipe levantándose de la mesa. -Principem habemus adornatum -me dijo el intendente al oído mientras yo me precipitaba hacia el robusto brazo de la ministra, admirando el gusto de los alemanes de expresarse en latín. Después de las comidas íntimas como ésta, el Príncipe Otto tenía la costumbre de llevarse burgesmente a los invitados a la sala de fumar próxima a su despacho. Era, una pieza tan sencillamente amueblada como el despacho mismo, con la sola diferencia de que los estantes, en vez de ser de roble claro, eran de caoba. Buenos sillones de cuero, a la moda inglesa, invitaban a la lectura, a la meditación o a la siesta. Cuando estuvimos todos reunidos, excepto Max, que se quedó con las señoras, el Príncipe Otto se me acercó y, eligién212
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dome él mismo un cigarro, lo que hizo palidecer de envidia al Conde de Marbach, me dijo: -Necesito hablar unos instantes con usted, señor Dubert. Pasemos a mi despacho, si usted gusta. Obedecí, y dejamos en la sala de fumar al mayor, al ministro y al intendente bastante sorprendidos. Una vez solos y a los dos lados de la chimenea, el Príncipe me dijo con una claridad afectada, y cortando su discurso con grandes bocanadas de humo: -He aquí la cosa. Ya sabe usted, señor Dubert, que yo le estimo. Piensa usted como un francés y yo como un alemán, lo que es muy natural... Y añadiré que los franceses como usted representan favorablemente a Francia en país extranjero. Supongo que no tiene usted queja del modo con que se le trata aquí. Yo recomiendo siempre que le tengan las mayores consideraciones... -Vuestra Alteza es perfectamente obedecido en ese punto- respondí. -Voy, pues, a hablar a usted como a un amigo y a pedirle francamente su concurso. Este asunto Zimmermann se va haciendo ridículo. El ministro de la policía (que no es un águila), no ha conseguido, en suma, establecer contra el doctor más que un conjunto de presunciones y nada preciso. Parece averiguado que Zimmermann salió de su casa el día del Sedanstag llevando, como de costumbre, su caja de herborizar. La dejó en las cocheras a propuesta del pequeño Hans, el hermano de leche del Príncipe Max. Hans lo ha declarado. Allí fue a recogerla el doctor cuando se le expulsó de 213
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la tribuna. Hay, pues, que admitir que había ocultado cecilita (es el nombre del explosivo que ha inventado) en la caja, y que bajo la influencia de la cólera puso el petardo en la trasera del coche del mayor... Fíjese, usted en que la envoltura no ha sido encontrada, pues si bien se recogió un fragmento que parece haber pertenecido a la culata de cobre de un cohete y una especie de rollo de metal, precisamente aquella mañana se habían ensayado dos de esos cohetes, destinados a los fuegos artificiales. Por otra parte, el efecto de la explosión no ha sido comparable con el de un cohete.La hipótesis es que el doctor se ha servido de un explosivo que él solo conoce y que puede obrar en un volunien extremadamente pequeño... ¿No habló él mismo de un cristal de reloj? Esto es lo que sostendrá la acusación. ¿Qué piensa usted? -Pienso, Monseñor, que se han condenado inocentes por menores conjeturas. -¿Pero usted cree que el doctor es inocente? Que se defienda entonces el estúpido. El juez de instrucción no puede sacarle una palabra y se niega a nombrar un abogado. Estamos, pues, obligados a discutir conjeturas. A todo esto, los periódicos satíricos de Munich y de Berlín se burlan de lo que ellos llaman el petardo de Rotbberg... ¿Ha leído usted el último Simplicissimus? Se me representa en él persiguiendo con un gran sable a unos niños que disparan cápsulas de juguete... Por otra parte, el Vorwaerts insinúa que somos mi ministro y yo los que hemos organizado el atentado. Esa arpía de mujer de Zimmermann, que parecía la más inofensiva del mundo mientras tenía su marido, se ha puesto rabiosa 214
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desde que le han prendido. Está inundando de escritos todos los periódicos de Alemania, amotina a los que ellos llaman los intelectuales, por Munich y por Dresde circulan protestas y no hay escritor a un pfennig la línea que no declare ante el universo que soy un verdugo y que Rothberg es peor que el estado ruso. Berlín aprovecha todo esto para tratar de quitarme las franquicias toleradas desde hace tres generaciones de Príncipes... En fin, se anuncia que unos cuantos estudiantes de Iena, grandes bebedores de cerveza, vendrán en cuerpo a asustar a los huéspedes del Luftkurort con su conducta y sus canciones, con el pretexto de protestar contra la prisión de su maestro. ¡Ah! maldito sea el día en que a ese viejo loco se le ocurrió poner los pies en mis Estados. Le he tenido mil consideraciones, y me ha enviado a paseo. Ha hablado mal del Imperio en un día de fiesta, delante de toda mi Corte, y me he contentado con echarle de la tribuna. Es probable, en suma, que haya tratado de hacer al mayor tina jugarreta de muchacho, jugarreta peligrosa, puesto que por poco cuesta la vida a su víctima. He escuchado la voz pública, y le he hecho prender, pero está muy cómodo en su prisión, que no es un horrible calabozo como aseguran los intelectuales... - Y, ahora, por su culpa, se me pone en ridículo y se me calumnia. Ya estoy harto. Culpable o no, pagará el disgusto que me ocasiona. El Príncipe se había levantado, y se paseaba de un lado al otro de la pieza, después de haber tirado el cigarro, con un gesto encolerizado, en la vasta chimenea. Me levanté también, resuelto a no decir palabra si no me preguntaba. Pero me 215
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admiraba, el encadenamiento de los sucesos y el ver que, según la predicción de Moloch, la Idea, por su potencia de Idea, tomaba la ofensiva contra los que querían matarla. -¿Qué dice usted? -preguntó finalmente el Príncipe, parándose delante de mí. -Monseñor, espero las órdenes de Vuestra Alteza. El Príncipe, se encogió de hombros. -¡Mis órdenes!... No tengo que dar a usted órdenes. . . al menos en esta materia. Me dirijo a usted, no como al preceptor de mi hijo, sino como a un caballero... La mujer de Zimmmermann quiere que se le permita ver a su marido... Pues bien, consiento en ello, pero con la condición de que irá usted antes a ver a ese viejo demente, y le hará ver el embarazo que nos, causa injustamente, negándose a defenderse y haciéndonos llevar solos todo el peso del proceso. Si tiene buenas razones que dar para establecer su inocencia, ¿por qué no las dice? La justicia humana, en suma, implica una especie de contrato tácito entre el acusado y el juez. El juez debe ser imparcial, pero el acusado debe tratar de esclarecer esa imparcialidad. ¿Cree Zimnermann que yo quiero condenar a un inocente? -Monseñor -dije después de una corta reflexión,- doy, ante todo las gracias a Vuestra Alteza por levantar la incomunicación, como yo le había suplicado. Mañana mismo veré al preso, por supuesto, como amigo, pues no tengo para qué mezclarme en la causa. Pero le transmitirá las intenciones benévolas de Vuestra Alteza... Y vendré aquí a decir lo que él
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me autorice a que diga después de la conversación que tengamos. La cara, del Príncipe se serenó. -Bien, bien, eso es precisamente, lo que quería de usted... Gracias... Estoy seguro de que sabrá usted dar hábilmente, este paso... Me dio la mano y me la estrechó fuertemente. Vi que estaba conmovido. «Es un buen hombre en el fondo -pensé,a pesar de que se disfrazaba de tigre ...» Llamaron a la puerta y entró un mayordomo doblado en dos. -Su Alteza la Princesa reinante previene a Su Alteza Serenísima que le espera en el terrado con las damas. -Vamos -dijo el Príncipe,- seamos galantes con las damas. No olvidemos al bello sexo... ¿ Otro cigarro, señor Dubert? ¿No? Bueno, venga usted conmigo. Me puso familiarmente la mano en el hombro y me llevó así a la sala de fumar, actitud que excitó la envidia del mayor y del ministro. Hasta me pareció que el intendente se ofendía un poco, pues mientras bajábamos al jardín encontró medio de decirme al oído: -¡Diablo! está usted en favor... ¡Ah! usted ha elegido el mejor medio, como buen francés que es... Sus abuelos de usted conquistaron la Europa empezando por conquistar el corazón de las mujeres. El terrado en que nos esperaban las, señoras era un gran espacio enarenado, sin más verdor que unos cajones de naranjos y situado en el extremo del castillo, al mismo nivel que el parque. Dominaba a pico la lazada del Rotha y se entraba, 217
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a él por una cubierta de cristales que era a la vez jardín de invierno y sala de billar. Cuando llegamos, había cerrado la noche y unas cuantas, estrellas pestañeaban inmóviles entre las gruesas nubes. Unos globos eléctricos colgados de los naranjos, iluminaban los asientos rústicos en que las señoras estaban sentadas; pero este resplandor se desvanecía a muy pequeña distancia como absorbido por la sombra que le rodeaba. Nuestra llegada fue saludada por las bromas de costumbre sobre el gusto de aislarse entre ellos que tienen los hombres y la imposibilidad en que están las mujeres de pasarse sin ellos. La Princesa me llevó pronto aparte. -Venga usted conmigo -me dijo;- miremos el precipicio en la noche obscura. Es espantoso. Y añadió llevándome con ella: -Ya sabe usted que aquí es la costumbre... Todo el mundo se dispersa. El Príncipe ha acaparado a esa mala pécora de Frika y se han ido hacia el parque. La menuda silueta de Frika, satélite de la gran figura del Príncipe se borraba ya, en efecto, hacia las regiones envueltas en penumbra que rodeaban al terrado... Alrededor de la mesa rústica en que estaban servidas las bebidas frías y los vasos, no quedaban más que la ministra, que estaba haciendo la digestión en dulce somnolencia, el mayor y el ministro, que seguían una discusión animada, y, charlando con el intendente, Max y Gritte reconciliados. Sin cuidado de ser observada, Elsa me llevó hacia el parapeto del terrado, en dirección enteramente opuesta a aquella, en que habían desaparecido el Príncipe y Frika. Estaba allí 218
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tan obscuro, que nuestros ojos no se veían, pero yo distinguía como un vapor las blancuras del traje de la Princesa y el chal que envolvían sus hombros. Elsa puso la mano en la mía, y sentí la fiebre de sus dedos. En seguida habló: -Esta noche me embriaga -dijo.- Hay tempestad en el aire y pronto va a descargar. ¡Oh! amigo mío, no podía ya pasearme sin usted. Durante la cena le veía y le tocaba al menos... Pero desde que se marchó usted con el Príncipe no podía vivir. Por eso le he enviado a usted a buscar. Oprimí tiernamente aquella larga y ardiente mano y murmuré: -Gracias. Para decir verdad, aquel aislamiento de dos casi ante la vista de otros convidados me causaba cierto malestar. No podía disimularme que mi intimidad con Elsa no era un misterio para nadie, ni que, probablemente, se la creía más culpable de lo que era... Veía esto, no sólo en las impertinentes alusiones del intendente, sino también en la obsequiosidad irónica de los servidores y en sus cuchicheos al verme; en la deferencia de Graus y de los funcionarios y en el odio creciente del mayor, que él trataba de cubrir con un esfuerzo de desdén. Hasta me parecía ver una malévola curiosidad en los ojos de los habitantes. Todo esto me disponía a la nerviosidad y a la acritud. Además mis relaciones con Elsa no tenían ya el encanto impreciso del comienzo. Empezadas sin proyecto, y sin que entrase en ellas nada de mi corazón, convencido de que eran una distracción fugitiva, una aventura de 219
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pasaje como la que todo viajero inicia y deja sin acabar, tenía que reconocer que la intriga se convertía en contrato y llegaba a ser el acto decisivo de mi vida. Y eché de ver, no sin contrariedad, que el cortejo inocente del día del Sedanstag en el pabellón de la Gombault hubiera hoy colmado todos mis deseos, mientras que el exceso probable de mi buena fortuna me alarmaba. -¡Qué silencioso está usted, amigo mío -murmuró Elsa.Esta inmensidad abierta delante de nosotros le impresiona, ¿verdad?... ¿No encuentra usted que sería bueno soñar aquí toda la noche, con las manos cogidas y sin decir nada? -Sí -respondí... Y pensé: «Puesto que así piensa, espero que se abstendrá de hablar y que me dispensará de hacerlo.» Pero las mujeres no tienen, por desgracia, ningún cuidado de ser consecuentes consigo mismas, y habiendo pagado al silencio este tributo de elogio, no cesó ya de hablar. -He sido feliz durante la cena. Estaba usted a mi lado como yo quería, pues fuí yo quien dijo a Lipawski que le pusiera a usted a mi izquierda... El intendente es listo, y ha encontrado la justificación de esta singular etiqueta en una antigua costumbre de Litzendorf, que se llamaba, el privilegio del pasajero. Un pasajero, aunque fuese un simple labrador, podía cenar una vez al año al lado del Príncipe. Y mientras los mayordomos nos servían en esta magnífica vajilla que data de Luis UIrico, miraba yo los tapices y los retratos, pensaba que esta morada histórica era mía, y que por ella y por 220
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mi estirpe, estaba yo asociada a la gloriosa historia de Rothberg y de Alemania… Y era feliz al pensar que pensaba sacrificar a usted y al amor todas estas cosas por las que tantas mujeres darían su vida. Nada es tan penoso, en un diálogo sentimental, como el desacuerdo de tono entre los interlocutores. Ahora bien, esta noche Elsa subía a un diapasón al que me costaba trabajo levantarme. El asunto que la ponía fuera de sí y la transportaba al cielo, el sacrificio que, según ella, iba a hacer al amor, tenía por infalible efecto el traerme a la tierra, inspirarme reflexiones tristes y ponerme molesto y hostil. Preciso fue que ella lo echase de ver. -Cualquiera diría - murmuró, -que no comprende usted mi alegría o que me guarda rencor por confesársela... -Perdóneme usted -respondí.- No puedo menos de medir yo también el sacrificio que usted proyecta, y vacilo antes de aceptarle... Esa es la verdad. -¡Ah! -exclamó Elsa rechazando mi mano...- Entonces no me ama usted. Pero en seguida me volvió a coger la mano y se la llevó a los labios. -Perdóneme usted a su vez; sus escrúpulos son los de un corazón delicado... Pero debe usted prescindir de ellos por mi amor. Voy a renunciar a todo por usted, familia, posición, una parte de mi fortuna y el respeto del mundo; hay que recompensarme todo esto volviéndose mi fiel súbdito. Si lo es usted verdaderamente, mirará como su más querido deber el obedecer a su soberana y en hacer lo que ella quiera. Recuer221
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de usted la historia de María Elena, la madre del Príncipe Ernst. Aquélla amó a un simple oficial a quien encontraba todos los días en el parque... El oficial se fue a la guerra, pero, un día, la Princesa no pudo pasarse sin verle, y le escribió que volviese. El oficial no vaciló, desertó, y fue fusilado... Esto es amor. Pero aquel amante no era un frívolo francés. En este momento se elevó en la noche una voz pura y bastante bonita, que cantaba el verso de Heine: Nunca sabré de dónde esta tristeza me ha podido venir: Un cuento muy antiguo en mi cabeza no deja de bullir. Era Frika, cuya sensibilidad alemana, excitada sin duda por la cálida noche tempestuosa y quizá por el steinberger, cantaba al Príncipe Otto esa copla célebre, evocadora de las viñas en que se cría la generosa uva de Steinberg. La Princesa escuchó la copla, que acabó bruscamente con una carcajada. -En otro tiempo -dijo,- se me oprimía el corazón cuando pasaban estas cosas a mi alrededor. Ahora, casi me causan placer, porque me quitan todo escrúpulo. No puedo vivir sin amor, y el del Príncipe, no es para mí. Por eso me marcho... El silencio volvió a ser tan profundo, que se oían las bolas del billar empujadas por los dignatarios... Me invadió una profunda tristeza. Tuve la sensación de que me hundía poco a poco en inextricables necesidades...
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«Se acabó -pensé,- por mucho que me defienda, se hará lo que ella quiere… ¿Pero por qué me causa tanta melancolía?» Recordé las veces que habíamos estado en aquel mísmo terrado, no hacía mucho tiempo, en noches iguales, y que mi sensibilidad se había estremecido dulcemente al verme cerca de esta misma mujer que estaba en este momento a mi lado ofreciéndose a mí por un real sacrificio. Había yo entonces tenido el deseo de sus largas manos, de su talle, de sus cabellos, de sus ojos y de sus labios... Ahora que iba a ser mía para siempre, me daba miedo el echar de ver que me hubieran bastado esos pequeños, favores y que no deseaba de ella nada más. Veía también que nunca me atrevería a decírselo y que marchaba así con ella hacia un precipicio de error sentimental más profundo que el negro abismo abierto a mis pies. Elsa escogió el momento en que yo pensaba en estas cosas melancólicas para murmurar: -Estrécheme usted contra su corazón. Obedecí. ¿No era mi soberana? Además, creo que los hombres tenemos una piedad sentimental de que no son capaces las mujeres cuando no están enamoradas. Al obedecer, sentí que mi ternura por ella no estaba muerta, sino paralizada por la pesadilla de las resoluciones próximas. La Princesa siguió diciendo con voz entrecortada: -No ceso de contar los días que me separan de la libertad... Estamos a 12 de septiembre; dentro de seis días me ha dicho usted que le dejará su encantadora hermana al día siguiente salgo para Carlsbad escoltada solamente por la Bohl223
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berg. Será el 19 de septiembre. El despido a la Bohlberg con un pretexto cualquiera y media hora despues me voy a Nicklau, donde tengo una casita mía que me legó la dama de honor que me educó en Erlemburgo... Usted pide una licencia al Príncipe y el 23 estamos reunidos en mi casa, en una morada mía, con personal adicto que obedece corno perros a su ama y lame la mano que le pegue. Así, pues, dentro de dos semanas seremos el uno del otro. Su voz se había serenado, y hablaba ahora bajo y con firmeza, corno si me estuviera dando órdenes. Yo murmuré: -¿Y el Príncipe? -Le dejaré una carta explicándole mi conducta. Como yo llegará de incógnito a Carlsbad al departamento que ha alquilado usted para mí, bajo el nombre de Condesa de Grippstein, el Príncipe tendrá tiempo de dar una explicación plausible de mi ausencia. Por supuesto, yo se la facilitaré para que nuestro divorcio tenga motivos presentables. Me atreví a objetar todavía: -¿Y Max? Elsa, suspiró, pero no pareció muy conmovida. -Dejará también una carta para Max, y con el corazón que sé que tiene, espero que no me condenará. ¿Le hará sufrir tanto mi partida? Ya no me pertenece, pues está en manos del mayor y del Príncipe. Por otra parte, no soy la primera mujer, ni aun la primera Princesa que se evade de la vida conyugal... Cada vez estoy más convencida de que obro según los designios de Dios; me guían y me estimulan una lucidez y una energía que no me conocía. 224
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El negro cielo se estremeció con un relámpago lejano. Me admiró al ver qué fácilmente las mujeres hacen desempeñar a Dios el papel de inspirador y de cómplice en sus combinaciones sentimentales. «No -pensé,- no creeré nunca que la Providencia divina se meta en tales asuntos. Es más verosímil que haya un demonio especial dedicado a servir de ayudante a los proyectos de las mujeres ganosas de aventuras... He aquí una rubia bastante perezosa y medianamente organizadora fuera de su casa, que desplega de repente una voluntad, una precisión, una habilidad y también una autoridad avasalladoras.» Y sentí la desanimación del vencido, la derrota del hombre ante el deseo de la mujer, fuerte como la fatalidad. También ella tenía conciencia de su fuerza, pues me dictaba el porvenir sin consultarme siquiera. -De este modo -concluyó,- será usted enteramente mío. Nick1au está lejos de toda población, a más de treinta kilómetros de Olbitz, que no tiene más que diez mil almas, y seremos completamente el uno del otro por toda la vida. Una voz infantil que sonó cerca de nosotros me impidió expresar hasta qué punto me encantaba este cuadro. La voz dijo bajito: -Mamá, ¿estás ahí? -No nos movamos -dijo la Princesa. Y respondió en alta voz: -Vén, Max... Estamos en el extremo del terrado... por aquí... El muchacho se lanzó hacia su madre y la besó. 225
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-No he cometido -dijo,- ni una falta de francés en toda la noche hablando con la señorita Dubert. No ha podido cogerme ni en una sola, y me debe un premio a discreción. Max había apoyado el brazo en el de su madre y se acariciaba suavemente la mejilla contra el chal en que se envolvía a mediar, aquel brazo desnudo. -¿Dónde está Gritte? -pregunté por decir algo. -El Conde de Lipawski le está dando una lección de billar. Los tres salimos despacio a las regiones iluminadas del terrado. -Mamá -dijo Max, que seguía apoyado en el brazo de su madre,- tengo una idea. La señorita Dubert debía quedarse aquí y acabar su educación conmigo. Así no se separaría de su hermano, y estoy seguro que aprendería tanto como en Francia… -Pídeselo a ella -dijo Elsa. -¡Oh! por mí, creo que no querrá... Pero si el señor doctor consintiese... Y sabes, mamá, que el señor doctor hará lo que tú quieras. Al llegar al cobertizo de cristales encontramos a Frika notablemente despeinada, que estaba tomando con una paja una limonada helada... Sentada al lado de la mesa rústica, la mujer del ministro dormía profundamente con las arrugas de la barbilla anegadas en el movible pecho. El Príncipe, el mayor y el señor Drontheim estaban sentados hablando. En el cobertizo se veía a Gritte apuntando en el billar, sobre un pie y en la posición del genio de la, Bastilla. Tenía el taco por el 226
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extremo, y estaba intentando una jugada difícil bajo la dirección del Conde Lipawski. Veíase entre sus labios la puntita de su lengua de color de rosa. -Hasta mañana- me dijo la Princesa rozándome la mano con los dedos. El Príncipe al verme, vino a mí. -Cuento con usted para lo que hemos convenido, ¿verdad, señor doctor? Yo me incliné. Tenía una gran gana de reir, porque estaba viendo al ministro de la policía aprovechar la distracción general para despertar a su mujer a fuerza de pellizcos en la amplia espalda desnuda. La buena señora se despertó sobresaltada y llena de espanto al verse sentada en presencia de los soberanos en pie... Como de costumbre, los Príncipes entraron en sus departamentos sin despedirse, y, en cuanto desaparecieron, el intendente, mandó a los lacayos que, hicieran acercarse los coches. Estreché la mano de los funcionarios y besé los dedos de la gruesa ministra y de la esbelta Frika. Un soplo de viento barría el terrado y los relámpagos palpitaban de minuto en minuto detrás de la pantalla de las montañas dibujando entonces, por un instante, los pinos en un cielo electrizado. Max vino a saludar a Gritte, que se estaba envolviendo en el abrigo, y mi hermana lo respondió con un adiós que me pareció extremadamente frío... Había yo dicho a Herr Graus que no enviase coche al castillo para Gritte y para mí mas que en el caso de que el tiempo se, echase a perder enteramente. Y 227
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ocurrió que el previsor hostelero nos había enviado su mejor carretela. Hizo bien, pues apenas habíamos pasado la poterna del castillo empezaron a manchar los vidrios gruesas gotas de lluvia. Ni Gritte ni yo hablábamos. Adivinábamos los dos que teníamos vagos secretos el uno para el otro. Cuando el coche llegaba a las primeras casas del Luftkurort, mi hermana me dijo: -¿Verdad, Luis, que no me abandonarás nunca? Mojáronse sus ojos, y yo la estreché contra mi corazón. -No, querida mía, te lo prometo. -Es que no tengo a nadie más que a ti en el mundo -añadió. Y como había que bajar, pues el coche se había parado delante de nuestra quinta, se echó el abrigo por los ojos para que el cochero no la viese llorar.
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II En Iena el célebre profesor Zimmermann daba en las salas de la Universidad un en público y oficial de química biológica y otro de química de los explosivos. Daba, además, los martes y sábados, a las cuatro de la tarde, una conferencia en la sala Germania sobre la doctrina, de la evolución monista. Estas conferencias, libres y gratuitas, no tenían nada de oficial; la autoridad las consideraba con poca benevolencia, pero la celebridad de Zimmermann y la tradición liberal de la antigua ciudad universitaria habían siempre impedido que se les pusiera ningún inconveniente. Sin embargo, el público y el tono de las conferencias monistas no se parecían en nada al público ni al tono de los cursos universitarios. El gran anfiteatro bastaba apenas para éstos, frecuentados, no sólo por los aprendices de sabio venidos de toda Europa, sino también por gran número de aficionados mundanos de ambos sexos. Las conferencias de la Germania no reunían más que unos treinta fieles, reclutados, sobre todo entre los estudiantes de filosofía. Pocos de ellos eran ricos y una sola cara de mujer se destacaba en la monotonía del grupo, pálida cara 229
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huesuda a la que unos grandes ojos azul obscuro y unos hermosos cabellos ceniza y oro preservaban de ser fea, pero que, con todo, completaba miserablemente una personilla flaca, febril y resfriada llamada Gerta Epfenhof y natural de Lubeck. Gerta no tenía más que un objeto en la vida, ser la Hipatía de la religión monista. Había dejado su patria después de la lectura del libro de Zimmermann, Los cuatro Problemas de la Naturaleza, para ir a Iena a recoger la buena de los labios mismos del maestro. Alrededor de ella se habían agrupado los más fervientes oyentes del sexo, feo, que eran Franz Kapith, de Francfort, Alberto Grippensthal, de Nuremberg, y Miguel Urnitz, de cerca de Noenigsberg. Franz era un joven regordete, de cara iluminada y lampiño como un cura. Sus facciones infantiles estaban apenas dibujadas. Resumíase a primera vista en dos piernas cortas, un vientre, dos gruesas mejillas redondas y de un rojo de ladrillo, casi ninguna nariz ni ojos, y unos cabellos que a fuerza de ser echados hacia atrás como un adorno superfluo, tomaban el partido de desertar en masa de una frente inhospitalaria. Alberto, el amigo y compañero inseparable de Kapith, era, por el contrario, un sólido bávaro de alta estatura, barba de Gambrinus, fuerza hercúlea no empleada más que en juegos llenos de inocencia, tales como llevar a pulso, por una pata, una mesa en la que iba sentado su amigo Franz. Sobresalía también en las apuestas gastronómicas, tales como la de comerse él solo un cordero. Franz y Alberto profesaban por Gerta una vehemente admiración, que era intelectual en Franz, que se jactaba 230
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de ignorar los tormentos del amor, pero aguzada en Alberto de ternura sentimental. La joven, buena camarada con los dos, no ocultaba su preferencia por Miguel, que ella explicaba diciendo que le encontraba guapo. El germano eslavo Urnitz era, en efecto, delicado de cara, con pupilas de un gris muy pálido, cabello de color de paja, de trigo, barbilla de óvalo fino, buenos dientes y bonitas manos. Aunque pobre, cuidaba su atavío, que hacía contraste con el descuido de sus dos amigos y aun de la misma Gerta. Estaba convenido entre, Gerta y Miguel que se casarían al fin de sus estudios, pues, ambos estudiaban filosofía y se, dedicaban a la enseñanza. Franz y Alberto, por el contrario, seguían los cursos de química de doctor y formaban vagos proyectos industriales. Los tres estudiantes, y la estudianta vivían en Iena en casa de la señora Rippert, viuda de un portero de la Universidad, que poseía por herencia una casita, vieja de torre triangular en la calle antigua de los Choux. Cada cual tenía allí su cuarto, los hombres en el primer piso y Gerta, en la planta baja, al lado de la señora, Rippert. La viuda del portero hacía la limpieza y guisaba para todos ellos. Gerta, por gusto de mujer de su casa, la ayudaba un poco y empleaba en esto las horas durante las cuales estaban los hombres en la cervecería, pues por muy adeptos que fuesen al neoevolucionismo, no renunciaban a las costumbres del estudiante alemán. Pero Gerta pasaba sobre todo las horas de ocio en adornar la capilla monista que había instalado en el sobrado de la casa. Allí se realizaban, muy imperfectamente, los sueños grandiosos de Moloch. Unas sábanas tendidas horizontalmente en el 231
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techo formaban la bóveda estrellada de mariposas raras y de curiosos coleópteros prendidos en la blanca superficie. En el fondo, en una mesa de tapete rojo que figuraba el altar, un aparato viejo rechazado por la Universidad y compuesto lo mejor posible, representaba el sistema astronómico del mundo. En vasares había unos frascos que contenían sifonóforos y estrellas de mar. En las paredes estaban colgados los retratos de los apóstoles de la evolución, Darwin, Claudio Bernard, Lister, y, en fin, Zimmermann. Todos los domingos, una copiosa comida, guisada por la Rippert con la ayuda de la mujer de Zimmerma:nn y de Gerta, reunía en primer lugar a los cuatro fieles, alrededor del doctor y de su mujer. Algunas veces se invitaba a algún oyente celoso de las conferencias de la Germania, raro favor muy apreciado y deseado... Después de esta abundante comunión, subían a la capilla, donde cada uno de ellos encontraba su pipa de porcelana y donde la Rippert cuidaba de que no faltase la cerveza. Las sesiones más gloriosas eran aquellas en que el doctor repetía, comentándolos, los experimentos fundamentales de la doctrina o llevaba las prímicias de algún experimento nuevo. De ordinario, la tarde se pasaba en conversación al modo de los socráticos. Con el humo de las pipas y el vapor de la rubia cerveza exaltábanse las almas. Moloch, con el cabello blanco enmarañado, hablaba hasta perder el aliento; Alberto aplaudía dando gritor de gozo y resueltamente aprobador; Franz, que tenía gustos de literato y hacía bastante bien los versos yámbicos, anotaba en sus tablillas las réplicas memorables. Gerta y Miguel hacían perpetuas obje232
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ciones, de las que triunfaba fácilmente el verbo discutidor del maestro. En esta justa, la mujer de Zimmermann no vacilaba en tomar con frecuencia el partido de la tradición, y era a ella a la que al doctor le costaba más trabajo reducir...A todo esto, la Rippert, enloquecida por el ruido y las disputas que hacían temblar la antigua casa de arcilla y madera, se refugiaba en la cocina y se tapaba los oídos para leer el evangelio del día. Nunca he puesto los pies en Iena. Jamás he asistido a los cursos públicos ni a las conferencias privadas del doctor Zimmermann. No he pasado el umbral de la casa de la calle de los Choux. No he tomado parte alguna en los oficios de la capilla monista ni en los diálogos sobre la eternidad de la materia entre el humo de las pipas de porcelana y el vapor sabroso de la cerveza… Pero he conocido al repleto Franz Kapith, al gigante Alberto y al guapo de Miguel de ojos de miosotis. Los míos han visto también a Gerta, la Hipatía monista. A todas he hablado y me han hablado con abundancia. Hasta he asistido a varios de sus diálogos, y no de los menores, a creer a Franz Kapith, el Platón de la comparosa. Esos diálogos se verificaron en la cárcel de Rofhberg, situada en el sótano de una antigua torre que está al lado de la puerta del castillo. Y aquí debo establecer la verdad contra una afirmación del Vorwoerts, a quien el celo llevó esta vez demasiado lejos: esa cárcel no es en modo alguno un calabozo infecto, lleno de bumedad verdosa y asilo de serpientes y de ratas. Es, por el contrario, una pieza espaciosa, medio practicada en la roca y que no es un sótano más que en la entrada. 233
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Debió de servir en otro tiempo de cuartel a la guardia del castillo. Está, por otra parte, bien iluminada por una ventana de medio punto debidamente enrejada y que da al prepipicio. Desde que el doctor no estaba ya incomunicado, se reunían allí todas las tardes su mujer y sus fieles discípulos venidos en delegación de Iena. Yo también iba con bastante frecuencia. Mis primeras visitas tuvieron por principal objeto decidir al doctor a defenderse y a elegir un abogado. Pero cuando me convencí de la inutilidad de mis esfuerzos, me complací en pasar un rato casi todos los días en aquella prisión elocuente. Además del placer de oír las palabras de un sabio y de sus adeptos, experimentaba allí un alivio a mis propias preocupaciones, agravadas a medida que se aproximaba la fecha fijada por la Princesa. Y mis preocupaciones iban siendo tan urgentes, que echaba a veces de menos al dejarlas a aquellas paredes que aislaban al buen Moloch del resto de los humanos o la garantizaban al menos la libertad de su pensamiento y de su corazón. Allí, en la sociedad del alegre Franz, del sólido Alberto y de la ardiente y frágil Gerta, aprendí a conocer otra Alemania que la de los cursos y los campos, la Alemania del pensamiento independiente, patriota de seguro, pero enemiga de las brutalidades groseras, de los pangermanistas, un poco quimérica, mística por herencia, y que ahora que ha olvidado la manía religiosa de los antepasados, lleva a la ciencia positiva su apetito de fe generalizadora, su afición al análisis y al sistema, al mismo tiempo que su necesidad de evocación poética... Allí conocí mejor el alma adicta y sentimental de la 234
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Moloch, y le tomó a él tal cariño, que poco a poco llegué a considerarle yo también como mi maestro. Hoy que todo aquello está hundido en el pasado y que todos los días ponen un velo de olvido entre el presente y mi estancia en Turingia, evoco ciertamente, con benevolencia, mis disputas políticas con el Príncipe Otto, mis lecciones a Max, dócil y poco inteligente, y ciertos paseos con una romántica dama rubia, cuyos largos dedos tocaban a veces el Preludio de Parsifal, pero el recuerdo más conmovedor de mi estancia lo que hace que a pesar de las jactancias imperiales y de los folletos pangermanistas quede todavía un poco de mi corazón unido a lo que Moloch llamaba su querida, Alemania, son seguramente las tardes pasadas en el calabozo del doctor preso y sobre todo aquella del 18 de septiembre en que empezó a suponerse la sentencia del Juez de instrucción enviando a Moloch ante el tribunal de Litzendorf. Mi corazón estaba entonces ansioso y sombrío. Al día siguiente se marchaban, la Princesa a Carlsbad y Gritte a París. Dos días después debía yo reunirme con la Princesa. A pesar de mis propias preocupaciones, me chocó tanto lo que aquel día se dijo, que habiendo observado que Franz tomaba notas sentado en un escabel junto a la reja, le pedí que me comunicase esas notas taquigráficas cuando las hubiese puesto en claro. Al día siguiente recibí una copia que conservo. No está escrita por el coloradote hijo de Francfort; fue Gerta quien se tomó el trabajo de copiarla para mí y de traducirla al francés. Y este al francés, aunque un poco escolar, no deja de tener cierto sabor. Por otra, parte pinta
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más fielmente aquella conversación germánica que yo podría hacerlo con mis costumbres de latino. MANUSCRITO DE GERTA. Aquel día fuirnos a la cárcel más temprano que de costumbre porque había corrido el rumor de que el juez de instrucción había dado sentencia. Y, en efecto, cuando llegamos a la puerta de la prisión, el carcelero nos dijo que esperásemos unos instantes, pues el capitán director estaba en aquel momento con el preso para notificarle su envío ante la Audiencia. Unos momentos después nos abrieron y encontramos al doctor sentado en su camastro de preso y a su mujer a su lado, enjugándose los ojos sin hablar. El doctor nos saludó. -Siéntense ustedes -nos dijo.- ¿Conocen ustedes la noticia? Voy a comparecer ante la Audiencia para responder de un atentado que no he cometido. Ahora bien, como no hay ninguna razón para que doce turingios jurados tengan más perspicacia que un solo turingio juez, pues doce por cero es cero, lo probable es que me condenen. La mujer del doctor dejó oir un sollozo ahogado. -Mujer -díjole su esposo sonriendo,- recuerda que Sócrates hizo que los esclavos de Criton llevasen a su casa a Xantippa por haber turbado con sus gritos la serenidad filosófica de su última conversación.
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La señora del doctor dejó de gemir. El profesor de francés del Príncipe Max, que estaba entre nosotros, dijo entonces: -Tengo, a pesar de todo, más confianza en la inteligencia de doce burgueses libres que en la de un funcionario siempre suspicaz y tímido. -Usted habla como un francés -replicó el preso.- Y aún, su doctrina no corresponde en Francia más que a un ideal y no a una realidad de hecho. En Francia como en Alemania, lo que se ha convenido en llamar justicia no es más que el aparato social de la fuerza. Convengo, sin embargo, en que ese aparato es particularmente, peligroso en un pequeño Estado como éste, donde la intervención de la opinión pública es insignificante y donde, además, la servil imitación de la Prusia recomienda y hace prevalecer un ideal del feudalismo. -El sentimiento de la justicia -objetó Alberto,- vive, sin embargo y vivirá siempre en el corazón germánico. -Es usted moral y patriota, Alberto -le respondió el doctor,- bellas cualidades cuando florecen naturalmente en un alma como las flores en la planta. Pero hace falta su piadosa ceguera para no ver que este país está mintiendo a su tradición y faltando a su misión, justamente porque ha abdicado ese culto de la justicia por el de la fuerza. Desde que el hombre nefasto a quien el otro día se ha digido aquí una estatua se atrevió a decir: «La fuerza puede más que el derecho,» el alma de Alemania fuá violentada. Después, uno de los cancilleres, que ni siquiera es Bismarck, ha comentado el pensamiento de su 237
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maestro diciendoá su vez: «Cuanto más fuerte se es, más derechos se tienen.» De donde deduzco que cuando no setiene fuerza no se tiene ningún derecho, lo que es mi caso actual. Por consecuencia, debo ser y será condenado. Y esta niña -añadió pasando la mano por el cabello de Gerta, que estaba sentada a sus pies,- tendrá en adelante que encargarse sola delos cuidados del culto en la capilla de la calle de los Choux. -Numerosos espíritus -objetó Franz,- defienden todavía en Alemania el partido del derecho y del pensamiento contra el reinado de la Fuerza. -No tan numerosos -exclamó el doctor levantándose de la cama en que estaba sentado y yendo hacia Franz con una agilidad que evocó ante nuestros ojos el aspecto habitual de nuestro querido maestro.- Lo que me alarma, por el contrario, es que el culto de la fuerza se impone más y más en Alemania a la inteligencia misma. Se os hace callar por el argumento de la fuerza, y os calláis. La fuerza gubernamental reina por la inquisición y la brutalidad burocrática en la intimidad misma de los matrimonios. ¿Hay un país en que el funcionario sea más intolerante y más intolerable que en Prusia y en las provincias germánicas de espíritu prusiano? Todos los discursos del soberano son himnos a la fuerza. No se puede inaugurar un hospital ni una escuela sin invocar la espada amemana. ¿Para qué? Alemania ha hecho en el siglo último una cosa magnífica: su unidad. Podría celebrarla con monumentos; sería su derecho. Y ha preferido celebrar la derrota de un enemigo accidental, a quien ha vencido porque tenía más soldados y mejores armas, contingencias que pue238
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den un día u otro volverse contra ella en sentido inverso. Pero la idea de unidad halaga menos a los devotos de la fuerza que la idea de victoria. Cada niño alemán se acostumbra así a pensar, según las palabras de nuestro amado canciller, que «el que tiene más fuerza tiene más derechos.» Y se cuida ante todo de ser fuerte o, al menos, de poder usar la fuerza a modo de derecho. -Eitel -dijo la mujer del doctor, que había enjugado sus lágrimas y seguía la coversación con maravillosa serenidad,Eitel, creo que eres injusto con nuestra querida Alemania. El culto abusivo de la fuerza, a expensas del derecho podrá seducir a nuestros gobernantes, pero la opinión sigue enamorada de la justicia. No puedes negar el gran movimiento de simpatía que se ha creado respecto de la injusticia de que eres víctima. El preso movió la cabeza. Por la reja penetraba un rayo de sol que se reflejaba en sus cabellos blancos y le formaba una aureola en torno de la frente. Se sentó en un escabel cerca de Franz, y respondió: -Querida esposa, las manifestaciones de que hablas, excepto la presencia aquí de mis discípulos (y son cuatro por junto), no prueban nada contra los hechos que deploro. Algunos periódioos y algunos intelectuales protestan porque hoy el peligro de la fuerza les parece dirigido contra ellos. Pero ellos también, creeme, están intoxidados por el incienso que sube de todas partes en Alemania hacía el dios Fuerza. El día en que los socialistas y los intelectuales alemanes fuesen los amos, apuesto a que no cambiarían las costumbres polí239
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ticas y sociales de Alemania. Seguiría triunfando la doctrina de que el más fuerte tiene más derechos. Hace treinta años los cerebros alemanes están hechos para no comprender más que esto. Y encuentro este aforismo del canciller Bulow tan bello, tan significativo y tan exactamente expresivo de la Alemania moderna, que le he grabado con el cortaplumas en la piedra feudal de este calabozo. Cuando el sol llegue al muro occidental, actualmente obscuro, le veréis aparecer. Cuando nuestro maestro acababa esta frase, designando con el dedo al muro todavía cubierto de sombra, rechinaron las cerraduras de la puerta, abrióse ésta y apareció el carcelero trayendo en una bandeja siete jarros de cerveza. La espuma rabosaba con las oscilaciones de su marcha sobre las cubiertas de estaño. Puso la bandeja en la mesa del calabozo y se adelantó hacia el doctor con la gorra en la mano, descubriendo así la frente calva de un veterano de la gran guerra. -¿El señor doctor y sus visitas -dijo respetuosamente, no necesitan nada más? -No, amigo mío, gracias -respondió el maestro. Y añadió cuando se marchó el carcelero: -¿Habéis observado qué honrado es este hombre? Nunca me ha dicho una palabra brutal y me sirve como si fuese mi criado. Sin embargo, como yo, ha defendido la patria con riesgo de su vida, sin necesitar para ello ser educado en el desprecio del derecho y en el culto de la fuerza... Cuando salga de esta cárcel, pienso dar una moneda de oro de veinte marcos a este guerrero que sigue siendo compasivo.
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El doctor, dicho esto, se acercó a la mesa, y dijo tomando un jarro: -¡Prosit! Bebió, y nosotros después de él. En seguida volvimos a nuestros sitios y reanudamos la conversación. Miguel no había dicho nada todavía. Estaba medio echado con un descuido lleno de gracia en un banco de madera, precisamente, apoyado en el muro en que Zimmermann había grabado el aforismo del Príncipe de Bulow. -Maestro -objetó,- todos los pueblos han adorado siempre al dios Fuerza. La fuerza romana sometió al Universo. La uerza, bárbara destruyó el Imperio romano. La fuerza ha desmembrado la Polonia. La fuerza francesa revolvió la, Eurpa hasta la hora en que la fuerza europea atropelló a Francia... ¿No es ésta una especie de ley étnica inevitable, y, siendo así, no se tiene alguna razón al recomendarla como válida? El estudio de la Naturaleza, que he emprendido bajo los auspicios de usted, confirma, por otra parte, el espíritu del observador en esta doctrina y muestra que si hay un Dios, ese Dios se llama Fuerza. La inteligente cara de nuestro maestro se arrugó en una contracción de risa, y una inocente carcajada de niño resonó bajo las bóvedas de piedra. En seguida amenazó con el dedo a Miguel, que conservaba una imperturbable seriedad. -¡Astuto esclavo! -exclamó.- ¡Qué bien conoce usted los procedimientos dela dialéctica, platónica! ¡Cómo sabe dar a una discusión la dirección propicia y hacer brotar las palabras que deben ser dichas!... Miguel -añadió volviéndose hacia 241
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nosotros,- acaba de proporcionarnos el mejor argumento histórico para demostrar la debilidad da la fuerza; y es que toda fuerza provoca la reacción de una fuerza adversa. La amenaza de esta fuerza adversa alarma ya a la Alemania. Nuestros gobernantes han proclamado demasiado pronto nuestra potencia; las asociaciones del ejército y de la marina se han apresurado a beber por la Alemania, dueña del mundo, nuestros dialécticos pangermanistas han advertido demasiado a los pueblos del papel de esclavos que los designan. Todos han inspirado al mundo, por la fuerza alemana, el género de respeto que se reserva a las plagas. Franz, que seguía tomando notas, murmuró: -Acaso es la amenaza de los otros pueblos lo que obliga a la Alemania a desarrollar su fuerza y a contar con ella. No bien había pronunciado estas palabras, cuando nuestro maestro, presa de la mayor agitacíón, se precipitó hacia él. -Franz -exclamó,- si piensas eso sinceramente, no eres más que un minus habens y un tonto. Franz le hizo seña de que no hablase tan de prisa, y taquigrafió como pudo: «un minus habens y un tonto.» El doctor prosiguió: -El reinado de la Fuerza fue inaugurado hacia 1848 por la Prusia a instigación de Bismarck; las guerras de 1864, de 1866 y de 1870 fueron inventadas por la Prusia que las deseaba. Es la evidencia misma, y un pithecántropo de Java lo comprendería.
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-Sin embargo -insistió bajito la mujer del doctor,- Francia ha querido mucho tiempo la «Revanche». -Señora -objetó el profesor francés,- no olvide usted que la idea de desquite no nació en Francia por el hecho de haber sido vencida, sino por el acto de despojo realizado con la Alsacia-Lorena, acto contra el cual protestó Bebel y su marido de usted. -¡Y cuánta razón tuve de protestar! -añadió el doctor- La anexión sin provecho alguno para Alemania, ha materializado y perpetuado ante los ojos de Europa el hecho de la conquista. Metz, ciudad donde nadie entendía el alemán, fue ocupada por los germanos contra el deseo de los habitantes. Esto río puede justificarse por ningún argumento más, que, por el de la fuerza. De este modo se inauguró con solemnidad un orden político fundado en la fuerza, y este orden no puede durar más que a condición de conservar consigo al dios Fuerza. De donde se deduce que la doctrina de Bismarck y de sus sucesores... En este momento el sol iluminó la pared hasta entonces sombría y se vio, grabado en caracteres góticos, el pensamiento de Bulow: El que tiene más fuerza tiene más derecho. Miguel, a quien molestaba ese rayo de sol, fue a sentarse en el grosero cofre en que se amontonaba en invierno la leña para la calefacción de los presos. -Maertro -dijo,- me hace pensar mucho su argumento de usted sobre la debilidad real de la fuerza, pero me parece que no ha respondido usted a mi principal objeción, según la cu243
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al toda la Naturaleza nos enseña el procedimiento de la fuerza y nada progresa sin ella. Con un ademán verdaderarnente profético, el glorioso preso le significó que iba a responder. Todos nos quedamos callados, pues, a pesar de todo, la objeción de Miguel nos preocupaba. -Escúcheme usted -dijo Zimmermann,- y que ese pensamiento se borre de su cabeza de una vez para siempre. Se aproxinió a la mesa, y, olvidando que se había ya bebido su jarro, cogió el de Alberto que estaba medio lleno. -El primer lugar -prosiguió- niego que las fuerzas destructivas predominen en la Naturaleza. Observo más bien el predominio de las fuerzas constitutivas y conservadoras. ¿Olvidáis que la suma de fuerzas atractivas que constituyen este simple jarro de barro (y blandía el jarro de Alberto) bastaría, si de repente dejase de mantener coherentes las moléculas que le componen, para hacer saltar esta cárcel y la roca en que está practicada? La supuesta doctrina de la lucha por la vida no es más que una superficial interpretación de los fenómenos, una interpretación de ignorantes. Las luchas destructoras que observamos en la superficie del globo, no son más que un ligero remo1ino al lado de las fuerzas formidables empleadas para constituir y perfeccionar los seres. ¡Oh Naturaleza! la lección que nos das es una lección de integración y no de destrucción... Aunque tus fuerzas ciegas, que no son conscientes por sí mismas, se choquen a veces y parezcan querer destruirse, son éstos unos accidentes pasajeros, como el encuentro en el éter de dos as244
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tros repentinamente deshechos en inútil polvo... Pero que la única fuerza consciente, la voluntad humana, pueda abusar de sí misma, contrariar su papel evidente y destruir por destruir, ¿no es un prodigioso contrasentido y una increíble aberración?... Por fortuna, el hombre, a pesar suyo, está obligado a colaborar al esfuerzo universal de la Naturaleza. A pesar suyo, la Idea de dirige hacia el fin común de integración, de conservación y de perfección. Hace miles de años que los hombres, en la superficie del globo, no tratan en apariencia más que de dominarse o de destruirse. Y, sin embargo, de siglo en ciglo, y después de año en año, la Fuerza brutal ha retrocedido ante la Idea. La Edad Media, ciega y sanguinaria, nos causa horror; y vendrán tiempos en quenuestra época nos parecerá tan bárbara como otra, Edad Media... Torpes, ensayos de reacción, como el que hace la Alemania desde Bismarck, no detendrán la evolución del mundo. Pero dejan una mancha en la historia, y me entristece que esta mancha ensucie el suelo de mi patria... El sol en su ocaso entraba ya generosamente por la reja e iluminaba las viejas piedras de los muros, en otro tiempo abrigo de la fuerza feudal y hoy todavía obstáculos a la libertad del pensamiento. Nuestro maestro las recorrió con la mirada, y adivinamos que su pensamiento desafiaba su comprensión. El doctor levantó de nuevo el jarro de Alberto, al que éste no podía menos de seguir con los ojos con alguno alarma, pues el entusiasmo lo daba sed, y perdía la esperanza de que el resto de la cerveza sirviera para apagársela.
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-Hijos míos -continuó el doctor,- yo también quiero entonar mi himno a la Fuerza, pero no como esos locos orgullosos que por la palabra fuerza entienden opresión o destrucción. Yo quiero celebrar la fuerza de conservación y de cohesión, que hace que el mundo sea mundo y que yo sea yo. La fuerza que yo celebro y en honor de la cual levanto mi jarro de cerveza, no se distingue de la Idea o es, más bien, su más perfecta expresión. ¡Idea, tú eres la verdadera fuerza pues nada vale contra ti! ¡Oh suprema fuerza de cohesión! Toda la Grecia antigua ha desaparecído bajo los escombros de la historia, y, sin embargo, vive y palpita todavía, siempre joven alrededor de Homero, de Xenefonte, de Platón y de Sófocles. En vano las legiones y las hordas han pisoteado su territorio y encadenado a sus hijos; en vano el tiempo ha hecho derrumbarse sus frontones y roído sus pórticos; la Grecia del pasado sigue siendo una cosa real y presente, infinitamente más real y más presente que la Grecia de hoy, en la que la Idea no reviste aún más que una apariencia informe... Del mismo modo, la Alemania de Bulow y aun la de Bismarck, no tienen más que una realidad pasajera ni son más que la expresión de una geografía momentánea, como el Imperio de Alejandro o de Carlos V o como la Francia de 1810. ¿Qué es Sedán? Nada. Sedán, menor que Iena, ha borrado a lIna. Y sin duda existe en alguna parte de la superficie del globo una aldea, cuyo nombre borrará algún día al de Sedán. Toda obra de fuerza brutal es en el fondo una manifestación de debilidad, puesto que está destinada a ser aniquilada por otra fuerza... Pero 246
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existe una Alemania eterna, que desafía toda brutalidad hostil de los hombres y hasta a la acción del tiempo; la Alemania pensadora, es decir, el saber particular del pensamiento humano, la vibración particular de la sensibilidad humana en la raza alemana, que le hacen comprender lo que otros pueblos no han comprendido tan bien ni sentido tan intensamente. Ponsamiento alemán, tú eres la verdadera fuerza alemana. Tú te llamas Goete, Heine, Schiller, Kant, Hegel, Schopenhauer, Nietszebel y también Bach, Beethoven y Wagner... Toda organización política y social puede ser destruida en el suelo germánico, pero nada impedirá al pensamiento y a la sensibilidad alemanas el permanecer vivas y presentes en esos grandes alemanes. ¡Oh fuerza alemana, Fuerza-Idea, más fuerte que todo, yo te venero y bebo a tu salud!... Se llevó a los labios el jarro de Alberto, y se lo bebió de un trago... Cuando volvió a ponerle en la mesa, todos, hasta el mismo Alberto resignado, fuimos a estrecharle la mano. Habíase apoderado de nosotros una violenta emoción, tan iluminado estaba su semblante y tan alto acento había tomado su voz al pronunciar las últimas palabras... El sabio murmuró, cayéndosele las lágrimas. -Gracias, amigos míos, gracias... Todavía no nos habíamos serenado y estábamos vaciando a nuestra vez los jarros de cerveza, para remojar la garganta seca por la emoción, cuando se abrió la puerta, y se presentó el llavero.
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-Señor doctor -dijo respetuosamente,- es preciso que los señores estudiantes se retiren... La señora de Zimmermann y el doctor francés pueden quedarse. Nos miramos con asombro. El inválido parecía consternado. -Acaba de llegar -dijo,- una persona de la Corte que me prohibe nombrarla, y que quiere hablar con el doctor Zimmermann sin más testigos que su señora y el profesor francés. El doctor se echó a reir. -No tratemos, hijos míos -dijo,- de comprender los caprichos de la Fuerza. Retírense ustedes y vuelvan mañana si se les permite todavía. Es posible que no tengamos ya tiempo para muchas conversaciones. Nos abrazó a todos, y salimos juntos del calabozo. El llavero cerró la puerta y nos acompañó hasta la salida de los edificios. Nos fue imposible ver al personaje de la Corte que nos hacía echar de la cárcel. ** Aquí termina el manuscrito de Gerta. Le leo con frecuencia porque evoca en mí un día memorable, en el que se decidieron cosas de mi destino casi con independencia de mí mismo, o, por mejor decir, sucesos que parecían indiferentes a mi porvenir modificaron mi corazón y mis designios.
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Cuando se cerró la puerta después de salir los discípulos, nos quedamos unos instantes solos en el calabozo los des esposos y yo. La Moloch exclamó con los ojos inflamados de amor: -Eitel, no es posible que un hombre como tú, a quien toda la Alemania pensadora quiere y admira, sea juzgado como un malhechor vulgar, como un imbécil terrorista de los que creen reformar el mundo haciendo estallar dinamita... Y es seguro que ese personaje de la Corte viene a anunciarte que te van a poner en libertad, por haberse reconocido tu inocencia. Moloch movió la cabeza y se pasó los dedos de marfil por sus cabellos blancos. -Mujer -dijo,- no te hagas ilusiones. Te repito que vivimos bajo el principado de la fuerza. ¿Para qué tratar de prever lógicamente los actos de la fuerza, que no tienen lógica? En este instante se abrió la puerta del calabozo.
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III Al abrirse la puerta del calabozo nos quedamos sorprendidos viendo destacarse en aquel cuadro luminoso la silueta del Príncipe Max, en uniforme de diario de caballería, azul con cabos blancos, y botas de gamuza. Detúvose en el umbral, con la gorra y el látigo en la niano derecha, mientras se arreglaba nerviosamente con la izquierda los cabellos rubios en la frente llena de sudor, pues era visible que había corrido. -Váyase usted, Buders -dijo al llavero. Entró, y se cerró la puerta. Entonces miró alternativamente al doctor, a su mujer y a mí. Sus labios, sus mejillas y sus párpados fueron agitados por esas contracciones conmovedoras y cómicas, llamadas «pucheros», que anuncian el llanto en la cara de los niños. Y, en efecto, antes de conseguir decir una palabra, prorrumpió en un gran sollozo... En seguida se volvió y tiró en la mesa al lado de los jarros vacíos la gorra y el látigo. El corazón de la Moloch se conmovió en el acto; la buena señora llevaba en sí el alma, maternal hasta la pasión, de las mujeres tiernas que han de250
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seado en vano ser madres. Corrió a Max y lo cogió las dos manos. -Monseñor, ¿qué tiene Vuestra Alteza? ¿Está Monseñor enfermo? Max, sin responder, miró al doctor con cara descompuesta. Vaciló aún un instante y, de repente, antes dé que Moloch pudiera impedirlo, cayó de rodillas delante de él. -¡Perdón! ¡Perdón! -gemía, mientras Moloch y su mujer trataban en vano de levantarle…-¡Perdón, señor doctor!- repetía con la rubia cabeza pegada a las piernecillas torcidas del viejo. -¿ Pero perdón de qué? -dijo Moloch con alguna impaciencia. Yo acababa de comprenderlo todo y me estaba echando en cara mi torpeza: « ¿Cómo no he adivinado antes?» -Vamos a ver, Max -dije al Príncipe tocándole en el hombro.- Levántese usted... Creo saber lo que tiene, usted que confesar al doctor. Confiéselo frente a frente, como un hombre, y no como un niño. No se apelaba nunca inútilmente al amor propio del Príncipe. Púsose en pie, se enjugó los ojos con vivo ademán y aseguró la mirada. -Señor doctor -dijo,- soy muy culpable para con usted. Le he dejado acusar y prender, y soy yo quien hizo poner el petardo en el coche del Conde de Marbach... No me arrepiento -añadió, echándonos una mirada cuyo fuego interior pareeió volatilizar de repente su llanto. Siento tan sólo que mi petardo no haya hecho saltar por los aires al Conde o que 251
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no se haya roto la crisma en la cuesta de Litzendorf... Porque le detesto y le deseo todo el mal posible. -¡Oh! Monseñor…-dijo, la Moloch en tono de reproche. Pero Moloch y yo preferíamos así al Príncipe que postrado como un niño. Con los ojos secos y con una voz que solamente denunciaba su emoción, Max continuó: -Odio al mayor porque es malo, me quiere mal y me maltrata. Ha traído a Rothberg las cústumbres de los cuarteles prusianos, donde se quiebran las piernas a los hombres, o se les arrancan las orejas o se les deja helarse de frío en las prisiones con el pretexto de la disciplina... A mí, Príncipe heredero de Rothberg, no se atreve a quebrarme las piernas, ni a arrancarme las orejas ni a meterme en prisión, pero desde los primeros días en que se encargó de mi instrucción militar (tenía yo nueve años) me ha pegado... Sí, señor doctor, sí, señor Dubert, me ha dado golpes tratando de hacerme daño, como lo hacía sin duda cuando mandaba a los prusianos... Nunca he dicho nada a nadie, parte por vergüenza, parte por miedo… Por miedo, sí, señor Zimmermann, porque ese hombre me ha vuelto cobarde, y por eso es por lo que le guardo rencor sobre todo... Me ha hecho tener miedo de ser castigado, me ha acostumbrado a mentir para no serlo, y si no he dicho en seguida que he puesto el petardo ha sido porque ese malvado me ha acostumbrado a tener miedo y a mentir. .. La escuchábamos conmovidos y entristecidos. La cara de Max se había puesto sombría y colérica; el indeciso encanto
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de la infancia se había evaporado de ella. El Príncipe siguió diciendo dirigiéndose a mí: -No he creído un instante que la prisión pudiera ser mantenida, y la señorita Dubert puede confirmarlo, pues a ella he acabado por confesarle la verdad. ¡Era tan absurda la tal detención!... El doctor Zimmermann poniendo un petardo en el coche del mayor... Todos los días pensaba yo: «Le van a poner en libertad y todo se acabará…» Esto era cobarde, lo sé, me hacía muy desgraciado, pero no me decidía a hablar y los días iban pasando y haciendo cada vez más difícil la cosa, pues se había convertido en un asunto político, en un asunto de Imperio... Berlín cambiaba telegramas con Rothberg, los demócratas de Litzendorf se indignaban y todos los periódicos comentaban el atentado de Rothberg para alarmarse o para burlarse de él. Yo estaba espantado de lo que había hecho. Señor doctor, suplico a usted que me perdone. No soy digno de llamarme Rothberg, ni de ocupar el puesto del Emperador Hunther... pues (añadió bajando la voz y con los ojos de nuevo llenos de lágrimas) no sé si hubiera confesado sin Gritte. Me había hecho prometerle que confesaría en el caso de que la causa se elevase a plenario... Por eso he venido... Y, ahora, suceda lo que quiera. Hizo un esfuerzo para contener las lágrimas, y lo logró. Y me quedé admirado al ver que, en la confesión más embarazosa, había sabido no envilecerse y hasta conservar una linda expresión de nobleza.
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-Es un bravo Príncipe -exclamó la mujer de Moloch, que no trataba de disimular su llanto de emoción.-¿Verdad, Eitel, que no le guardas rencor? Moloch dijo que no con la cabeza, pero no respondió. Estaba reflexionando con la frente llena de arrugas como si tratase de comprender una cosa inexplicable. Max se volvió hacia mí, y me dijo en francés: -¿Qué va usted a pensar ahora de su discípulo? -Pienso -respondí seriamente,- que dejar llevar a otro el peso de lo que uno ha hecho, es una fea acción... Se ha resuelto usted a repararla como ha podido, y esto está bien. Pero no puede usted impedir que el doctor haya sufrido injustamente. Toda falta tiene algo de irreparable. Max se puso muy encarnado y exclamó: -Cuando sea Príncipe reinante haré al doctor ministro de Rothberg y le daré el título de Conde y mucho dinero. Esta declaración impetuosa desarrugó al fin a Mloloch, que soltó la carcajada y dijo poniendo la mano en el hombro de Max: -Cuando usted sea Príncipe reinante, mi joven señor, es muy probable que mis títulos estén inscritos en una losa fúnebre y que mi fortuna se limite, además de a esa losa, a una buena caja de roble forrada de zinc. Entonces echará usted de ver -añadió alzando su frente de mono inteligente,- que el nombre del doctor Zimmermann estará más vivo en Alemania, y en el mundo que el del ministro de Rothberg, Conde de no sé cuantos... Por otra parte, no se cuide usted de pagarme, Príncipe, porque no he sufrido; me han tratado hu254
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manamente en los calabozos de su padre de usted. Pero, puesto que está usted destinado a ejercer un día autoridad, recuerde ante todo, como se lo decía al señor Dubert, que todo hombre digno de ese nombre debe firmar sus actos. Pierda usted además el gusto de la venganza por la violencia; la fuerza brutal no resuelve nada... A propósito -prosiguió en tono amistoso,- ¿cómo diablos se ha procurado usted el petardo? Tengo mucha curiosidad por saberlo, pues produjo un efecto verdaderamente enérgico... Siéntese usted y cuéntemelo. Ofreció a Max uno de los taburetes de paja; la Moloch y yo nos sentamos en el banco al lado de la pared en que brillaba el pensamiento de Bulow; y Moloch se sentó en su camastro. -Pues bien, oiga usted…-dijo el Príncipe, que se había serenado con la prontitud habitual en la infancia…-Hacía mucho tiempo que tenía el proyecto de vengarme del mayor porque me pegaba. Y había confiado este proyecto a Hans, mi hermano de leche, que es uno de los cocheros de Graus. Examinamos juntos, varios sistemas; el que yo hubiera preferido, naturalmente, hubiera sido batirme con el Conde y matarle... Pero no había medio. Hans, entonces, me sugirió atar un saquito de tela lleno de pólvora a la cola de la yegua Dorotea. Con el calor de la marcha, la pólvora hubiera incendiado poco a poco la trasera del animal, que es sensible, y hubiera tirado al suelo al mayor. Desgraciadamente, es buen jinete y no era seguro que cayese y se matase... Ahora bien, recordará usted que, recientemente, han tirado en París una 255
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bomba al Rey de España y con este motivo los periódicos han hablado mucho de los anarquistas y de su ciencia de la química. En la Kreuz Zeitung, especialmente, apareció un gran folletín en el que estaban admirablemente descritos todos los sistemas de bombas por un profesor muy sabio… -¡Oh, ciencia alemana! -interrumpió la Moloch con admiración. -Ese, folletín -continuó el Príncipe,- me dio la idea de fabricar un petardo, y estudié muy bien el trabajo del periódico y los tratados de química que encontré en la biblioteca del castillo. -¡Cómo -exclamó Moloch,- ¿ha consultado usted hasta tratados de química? Es muy notable y muy honroso para un joven Príncipe... Max se ruborizó, un poco confuso creyendo que el doctor se burlaba. Pero el doctor aprobaba sínceramente y le invitaba a continuar con un ademán amistoso. -Entonces ha procedido usted a la fabricación del petardo -dijo con curiosidad- ¿Córno se las ha compuesto usted? -Primero traté de procurarme un cartucho de artillería, pero como la guardia del castillo no dispara tiros, no había ninguno. Entonces Hans compró en Steinach un gran cohete, y para dar a la envoltura más resistencia, la rodeé con una lámina de zinc mantenida con alambre. -¡Muy bien! ¡Muy bien! exclamó Moloch. -Después hice una mezcla de pólvora de cañón, que cogí del almacén de artillería, carbón y picrato de potasa, que fa-
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briqué yo mismo. Añadí serrín de madera, porque había leído en un tratado que esto da cohesión a la mezcla… -¡Serrín de madera! -exclamó Moloch ponióndose bruscamente en pie... ¡Ha tenido usted la idea de poner serrín de madera!... ¿Sabe usted, querido Príncipe, que tiene usted un verdadero talento para la química?... Déjeme que le abrace, adumne proestantissime. Y, cogiendo en sus gruesas y arrugadas manos la rubia cabeza de Max, le plantó dos besos en las mejillas... La Moloch y yo podíamos apenas contener la risa, y quise dar a la conversación un sesgo mas grave. -Diga usted, Max -pregunté,- ¿qué le ha dado a usted la idea de escoger la fiesta del 2 de septiembre para consumar su atentado? -La antevíspera -dijo Max bajando la cabeza y vacilando,- el mayor me había... pegado con el bastón. Titubeó todavía un instante y añadió: -Además, no me gusta Bismarck ni ningún prusiano. Los prusianos son lobos rabiosos como Marbach. Si no hubieran existido ni Bismarck, ni los prusianos, ni Sedán, no estaría Rothberg separado de Steinach y yo reinaría un día verdaderamente en un verdadero principado... como mis abuelos. -Pero -dijo Moloch fijo en su idea,- ¿cómo colocó usted la mecha y preparó el petardo? -Tomé por mecha un cordón de cortina empapado en una disolución de clorato de potasa. Hans metió la cosa en la trasera del coche en el momento en que el cochero salía de la cochera. Y la longitud de la mecha estaba bíen calculada 257
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-añadió Max, no sin orgullo,- pues la explosión ocurrió en el momento en que el mayor se sentaba en su banqueta. -Sí -dijo Moloch,- pero el petardo tenía un defecto; la envoltura, de zinc no le daba resistencia más que lateralmente. Los gases han encontrado en los extremos una ventana por donde escaparse. Por eso hubiera sido mejor cualquier lata de conservas que el cohete blindado de zinc... ¿Comprende usted? Se suelda la lata después de llenarla, y como la soldadura es aún más resistente que la envoltura... -¡Eitel! -dijo bajito la Moloch. El marido la miró con esa expresión cómicamente furibunda que oponía a todo interruptor. -¿Qué hay? -preguntó. Pero la mirada de su mujer le calmó. -Bueno, bueno -dijo,- esto no tiene interés ahora, convenido, pero con todo, usted, Príncipe, ha mostrado una verdadera disposición para la química y ha hecho una invención personal muy ingeniosa... Muy bien, muy bien... Cultive usted la químlica, que es la madre de todas las cíencias y la clave de la filosofía moderna. En recuerdo de esto le daré a usted mi libro de los Cuatro Problemas de la Naturaleza, con una buena dedicatoria. -¡Qué bueno es usted, señor doctor! -dijo Max, que lloraba y reía al mismo tiempo.- ¡Ay! mi padre no me tratará como usted... -Confiese usted todo en primer lugar a la Princesa su madre, que es buena y dulce -insinuó la Moloch.- Gracias a
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ella he podido ver libremente a mi marido. Ella amortiguará el golpe. Los ojos del Príncipe se habían iluminado. -¿Verdad que mi madre es buena? ¡Y tan bella! No hay en Alemania más hermosa Princesa reinante... ¡Ah! si fuese ella, y no mi padre y el mayor quien se ocupase de mí, sería yo mejor y más feliz. Pero parece que es imposible y que es preciso que un Príncipe sea educado por hombres. En fin, tiene usted razón, señora. Me dirigirá a ella primero, pero no podrá impedir que mi padre me castigue duramente. -Apuesto por el contrario -dijo Moloch,- que le impondrán a usted una pena ligera, pues no se confesará oficialmente que es usted el autor del atentado y no querrán dejárselo sospechar al público. -Y después, Monseñor -añadí,- debemos estar dispuestos a pagar el precio de nuestros actos. -Lo sé, señor Dubert -me respondió mirándome de frente con el hermoso orgullo que a mí me gustaba y que le quitaba la brutalidad del mayor. -Voy a buscar a mi madre ahora mismo, y le certifico a usted que se lo confesaré todo. -Déjeme usted que le dé un beso -dijo la Moloch con lágrimas en los ojos. Y le tuvo un momento en sur brazos murmurando: -¡Linda cabecita! ¡Querido niño! El Príncipe nos estrechó la mano al doctor y a mí, y, sin decir una palabra más, dio un golpe en la puerta con el látigo. El carcelero que esperaba fuera, abrió y se apartó respetuo259
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samente. Max nos hizo desde el umbral una despedida mitad triste mitad sonriente. -Renuncie usted a ese género de experimentos -le gritó el doctor,- pero, sobre todo, no descuide usted por eso la química. Hará usted progresos en ella. Cuando se cerró la puerta, oímos a Max alejarse con paso resuelto. La Moloch se enjugó los ojos. - Este Príncipe -dijo,- tiene una excelente naturaleza. -Con algunas inclinaciones peligrosas -objeté. Moloch movió la cabeza. -¡Pobre niño! ¿Es culpa suya si ha heredado su temperamento de veinte maniacos sanguinarios cuya barbarie no tenía por límite más que la barbarie de sus adversarios?... De todos modos -añadió con su alegre risa de colegial,- qué lindo artículo para el Vorwoerts... «El Príncipe dinamitero.» -No leeremos semejante artículo, querido doctor -repliqué.- Usted se,lo ha dicho muy justamente a Max; nunca se confesará que el Príncipe heredero de Rothberg ha querido hacer saltar al mayor de la Corte. -Eitel -interrumpió la Moloch,- quiero que esta noche, para celebrar tu libertad, vaciemos una de las botellas de Joannisberg del 98 que tanto te gustan. -No cuentes con mi libertad para esta noche, ni, acaso, para mañana. Hay que dejar a las meninges del Príncipe y de los dignatarios el tiempo necesario para inventar una fábula... ¡Ah! congratulémonos de que semejante aventura nos ocurra en el siglo xx. Hace nada más que setenta u ochenta años, mi 260
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suerte hubiera sido prontamente resuelta, y la tuya también, Cecilia, y la de usted, señor Dubert, y hasta la del pequeño Hans, cuya piel, aun hoy, no pagaría yo muy cara... Todo el que hubiera conocido la verdad, hubiera sido puesto en la imposibilidad de divulgarla… A pesar de todo, el dios Fuerza, en la antigua Germania, está hoy obligado, en ciertas circunstancias, a contar con la Idea. Y sus adoradores no se atreven a veces a rendirle un culto vergonzante. Iba a despedirme del matrimonio, cuando la Moloch dijo en voz baja a su marido: -Oye, Eitel, ¿no querías hablar de una cosa al señor doctor Dubert? El sabio se pasó los dedos por los blancos cabellos. -Sí -dijo,- debería hacerlo; pero no sé cómo tomará el señor Dubert mis palabras. ¿Qué piensas tú, Cecilia? -Pienso -dijo la anciana,- que hay que hablarle con el corazón en la mano, porque es un verdadero amigo. Moloch me cogió bruscamente por un brazo y me miró frente a frente. -Escúcheme, usted -dijo;- le tengo a usted cariño. Aunque funcionario de la Corte, no ha temido usted mostrar amistad al doctor Zimmermann y le ha visitado en su prisión, después de interceder por él. Voy a darle a usted en cambio lo único que puedo, que es un consejo. No le tome usted en mala parte. Es éste: todo al mundo en Rothberg dice que es usted el amante de la Princesa Elsa... Bueno. ¿No es verdad? Pues me alegro mucho. Se decía que iba usted a cometer un rapto, y tanto Cecilia como yo encontrábamos esto lamenta261
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ble. Se hubiera usted metido en una situación violenta y difícil y hubiera perjudicado a su encantadora hermanita. Hubiera usted dado un argumento a los que de este lado de los Vosgos acusan a los franceses de frivolidad y de libertinaje... Y, en fin, hubiera usted quitado su madre a este pobre Príncipe Max... No digo que sea una madre perfecta pero es una madre, ¿verdad? Es una mujer que tiene alguna sensibilidad. Me ha hecho un poco de bien, y, ahora todavía, su intervención va ciertamente a dulcificar las cosas. ¿Qué será la vida de este adolescente cuando no tenga como educadores más que al Príncipe Otto y a alguna Frika?... Max me parece al mismo tiempo inteligente y pueril, débil y violento. Sin embargo, gobernará hombres. No contribuya usted a hacer de él un mal Príncipe... Ahora, si encuentra usted que he sido indiscreto, llámeme viejo loco y olvide lo que acabo de decir. No respondí, pero estreché la mano de los dos esposos de modo de darles a entender que su intervención ma chocaba. Y me fuí a mi casa con el corazón pesado e incierto. No pensaba ya en la aventura de Moloch, preocupado por el cuidado egoísta de mi propio porvenir, y me preguntaba: -¿Qué voy a hacer? Cuando llegué a mi cuarto eran próximamente la cuatro de la tarde, hora en que, en los días hermosos como éste, los huéspedes, del Luftkujrort recorren la montaña con una conciencia verdaderamente alemana... Sabía que Gritte había subido al Rennstieg con una familia alemana de la vecindad, cuyas dos niñas eran amigas suyas. 262
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No me disgustó encontrarme solo para soñar y meditar en mi cuarto cerrado, teniendo a mi alrededor el silencio de la casa y del país. Me senté en el terrado que domina al castillo, a la vega del Rhota y a la arboleda de Thiergarten. Mi pensamiento, como si vacilase antes de emprender meditaciones serias, revoloteó en torno de reflexiones de una insignificancia absoluta. «¡Cómo acortan los días! Apenas con las cinco, y ya acusan la belleza del paisaje les contrastes de luz y sombra, preludio de la noche. ¡Calla! han compuesto el tejado Oeste del castillo, que había estropeado la última tempestad... Las tejas dibujan un triángulo...» Después no pensé ya absolutamente nada; seguí con la vista las evoluciones de una manada de cervatillos, elegantes y tímidos que bajaban de los bosques del Thiergarten hacia el río. Y se apoderó de mí una profunda tristeza. -Vamos a ver -exclamá en alta voz;- nada está todavía consumado; mi destino está en mis manos. En lugar de tomar mañana solo el tren de Bohemia, ¿quién me impide tomar con Gritte el de Paris? Sí, no dependía más que de mí el elegir, pero con la condición de poner antes en claro lo que quería... La otra noche, cuando la Princesa me hablaba con amorosa autoridad, arreglando el porvenir, disponiendo de mí como de un bien conquistado y pesando sobre mí con todo el peso importuno de su fortuna y de su calidad de alteza, me sentí un alma de sublevado. Entonces hubiera podido decir con certeza: «Prefiero libertarme...» ¿Era lo mismo ahora, cuando meditaba
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enfrente de mí mismo? ¿Valía la pena de defender la tristeza de mi libre soledad contra una tierna esclavitud? Tenga o no Elsa la discreción y la delicadeza que fueran de desear y ahórreme o no las humillaciones de irá estado, lo cierto es que me ama. Cuando dice que me da con su amor una prueba única sacrificando tantas cosas, carece acaso de tacto, pero no de sinceridad. ¿Encontraré jamás otra mujer capaz de amarme así y de probármelo tan brillantemente?... Las golondrinas vinieron a revolotear bajo el terrado, persiguiéndose con esos agudos gritos que tienen un extraño dejo de melancolía, gritos de otoño, que evocan la tristeza de las ausencias y de los viajes lejanos. Como yo estaba perfectamente inmóvil, las golondrinas acercaban a mí sus curvas movibles, y habiéndose posado una de ellas en la barandilla del balcón, distinguí de cerca su cabecita negra, sus negros ojos, su pico negro y afilado, la rica mantilla azul obscuro de sus alas replegadas y el recorte cabalístico de su cola doblemente puntiaguda. De repente, se sumergió de nuevo en el vacío del valle, con las alas al principio activas y después inmóviles por encima de la verde arena en que corría el Retha. -Y yo también -murmuré reanudando mis pensamientos,- yo también amo a Elsa... Mil pequeños y misteriosos vínculos de ternura me han unido a ella en esta soledad que ella ha dotado para mí de un encanto imprevisto. El verdadero deber superior a todos los convencionalismos artificiales de la sociedad, ¿no es permanecerle fiel? No nos fijemos en las palabras. La moral no entra por nada en mi 264
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vacilación presente. Veo en ella, por el contrario, cierto egoísmo y como el proyecto de reservar el porvenir para una mujer más joven... ¡Vano proyecto! Una mujer más joven no me amará con el ardor de Elsa... Y yo mismo, ¿podré nunca consolarme de haber perdido su amor? -Pero soy absurdo -exclamé levantándome, irritado conmigo mismo y paseándome por el terrado.- ¿Qué es lo que quiero, en fin? ¿Qué es lo que quiero? La verdad es que no lo sabía. Me pareció, sin embargo, que si no escuchaba más que a mi impulso irreflexivo me iría, con Elsa. «Pero está ahí Gritte... Está la repugnante aceptación de la situación de un hombre pobre seducido por una mujer rica. Moloch me lo ha dicho francamente hace un momento. ¡Y cuántas veces me lo he dicho yo mismo! Sin embargo, vamos a ver. Gritte no está sola en el mundo. Solamente por excepción soy en este momento responsable de ella. Está normalmente confiada a nuestra tía, su tutora. Se va a volver a Vernon…La tía la dotará y la casará. Gritte tendrá un marido, al que seguirá, y no se ocupará de mí. Por su causa, cuando dentro de tan poco tiempo se apoyará en el brazo de otro hombre, ¿debo perder toda libertad para mi propia dicha? Por otra parte, la situación deshonrosa del preceptor seducido por la Princesa…» Hice un esfuerzo enérgico de sinceridad para no ser jactancioso conmigo mismo, lo que es muchas veces más difícil que no serlo con los demás.
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-¿Me detiene, realmente, el escrúpulo de asociar mi vida a la de una mujer más rica? En conciencia no. No me parece esto un rebajamiento moral irremediable. Lo que me irrita y me inquieta es el miedo de depender de esa mujer más rica que yo y de que ella se aproveche para oprimirme y dominarme. Es también, seamos francos, es, sobre todo, la opinión que se tendrá de esta fuga. Si las condiciones de nuestra vida común no hubieran de ser conocidas más que por Elsa y yo, me conformaría; pero me estremezco sólo al imaginar el ridículo y el deshonor públicos que persiguen al preceptor francés robado por la Princesa alemana. Y siendo así... Siendo así no sé qué hacer. Siento un atractivo de ternura y de agradecimiento por Elsa. Tengo acaso para con ella vagos deberes, pues después de todo le he dicho que la amo y no he contra dicho formalmente sus proyectos de rapto... Pero aun sintiéndome libre respecto de Gritte, en el sentido estricto del deber, quiero demasiado a mi hermanita para exponerme a perjudicarla... Del mismo modo, no me juzgo deshonrado por el hecho de seguir, siendo pobre, a una mujer rica, pero me siento disminuido por la dependencia real que de esto resulta para mí y herido por la opinión que tendrá de ello el mundo... En este punto de mis reflexiones, echó de ver que perdía pie en mi propia psicología… Mi temperamento me sugirió:Dejemos hacer... Dejemos arreglarse los acontecimientos... Dentro de tres días estaré de un lado o de otro de lo que Tiresias llameael filo del destino.- Esta solución de cobardía y 266
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de inacción satisfizo a mi pureza me asomé al balcón y miré. El sol decadente, del otoño enrojecía la maciza fachada del castillo. Parecía que estaban ardiendo las últimas ventanas, las de las habitaciones de Elsa. Las montañas, en las que ya amarilleaban las hojas de las hayas, entre la inmutable verdura de los pinos y de los cedros, se erizaban a la claridad oblicua de una infinidad de conos luminosos sobrepuestos y de innumerables agujeros de sombra... El Rhotá, negro y blanco, mugía en el fondo del abismo. Toda mi estancia en aquellas montañas me vino de golpe a la memoria: las angustias del destierro, las crueles humillaciones en presencia del mayor, del Príncipe y de Herr Graus, así como los goces de la intimidad con Elsa y los primeros contactos de nuestras manos. Recordó la lectura de Michelet, la visita al teatro de la Gombault, y, sobre todo, aquellas últimas semanas tan animadas, tan intensas, la presencia de Gritte que había renovado para mí el atractivo de los paisajes, los diálogos en la cárcel.- Todo eso, bueno o malo, hostil o amistoso, ha sido un pedazo de mi juventud y vale más que haber continuado mi tonta vida de joven burgués rico. . . Aquí he amado a mi querido país francés como jamás le había amado ni comprendido bajo el cielo de la patria. Viejo rincón de Alemania, pase lo que quiera mañana, sé bien que no te odiaré... Fuí interrumpido en mis meditaciones por un ruido, de pasos bastante pesados en la escalera de la quinta. -Será Moloch, que vuelve libre -pensé.
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Y corrí al vestíbulo para saludarle. No fue floja mi sorpresa, al encontrarme con la Bohlberg. Aquella virgen escandinava anexionada al Imperio alemán, empezó por dar un suspiro de cansancio, para reprocharme, sin duda, lo empinada que era mi escalera. Y después de haberme honrado con una inclinación de su aristocrática cabeza, me dijo: -Su Alteza la Princesa está abajo en su coche, y pregunta si el señor doctor está en estado de recibirla. -¿Su Alteza aquí?...-exclamé. La Bohlberg levantó los tristes ojos al techo como para decir: -No me haga usted responsable de la comisión que me veo obligada a hacer... La idea de semejante inconveniencia no viene de mí. -Estoy a las órdenes de Su Alteza -dije recobrando mi serenidad. -Su Alteza le manda no salir a su encuentro y esperarla aquí -respondió la dama de honor. Volvió a bajar, mientras yo, según la orden de la Princesa, la esperaba en el descansillo. En seguida apareció Elsa, seguida de la Bohlberg. -¿Le molesto a usted? -dijo con esa fácil amabilidad que es ciertamente la cualidad más indiscutible de los soberanos. Y añadió, dándome la mano a besar: -Tengo que decir a usted una palabra de parte del Príncipe. La conduje al terrado de mi cuarto atravesando el de Gritte.
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-Es encantadora, en efecto, esta vista de los terrados... Mire usted, Bohlberg. No había venido a estas quintas desde que Su Majestad la Reina de Holanda vivió en ellas una semana de incógnito... Bohlberg, vaya usted a esperarme en el cuarto de al lado... ¿El de su hermana de usted, verdad, señor Dubert? -Sí, señora -respondí bastante molesto. La Bohlberg obedeció. En cuanto se cerró la puerta, Elsa me estrechó la mano con ternura. Traía un traje de corte de sastre, hecho en Viena, todo gris y que lo sentaba admirablemente. Estaba encantadora. -Sí -dijo imponiéndome silencio con la mano,- convenido, he cometido una imprudencia... ¿ Qué importa, puesto que será la última?... Quería ver a usted y ver el sitio en que ha vivido durante un mes nuestro mes más querido. Se colgó de mi brazo y dejó pasear su mirada por la vega del Rhota, ya brumosa, por las pendientes frondosas todavía llenas de sol en sus copas y por el castillo que incendiaba el sol poniente. Y dijo, hablándose a sí misma más que hablándome: -¡Cuánto he sufrido aquí del vacío de mi corazón!... Voy a hacer una cosa que la opinión juzgará extravagante... A mí me parece la única razonable. Clavó los ojos en los míos y añadió sonriendo: -Oficialmente, he venido a su casa para decirle que el Príncipe cuenta con su discreción en el asunto de ese loco de Max. He conseguido que no se le imponga más que una semana de arresto como castigo. Hans, que es muy adicto, dirá 269
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que fue él quien puso por descuido un cohete destinado a los fuegos artificiales de por la noche... En fin, cualquier cosa. Se le darán mil marcos y se le tendrá preso quince días... Después de todo ha sido cómplice de Max y merece ser castigado. El juez ha firmado la libertad del doctor, que saldrá mañana de la cárcel... Y todo se acabará de este modo. En realidad, el Príncipe no se ha enfadado tanto como yo temía, pues esta ridícula historia le fastidiaba y así va a salir de ella... Piensa publicar en la Gaceta de Rothberg un telegrama de sensación poniendo las cosas en su punto... Y, después de todo, esas cosas me importan poco... Soy de usted -dijo más bajo,de usted, y le permito que me diga:- Te amo. Insistió en el tuteo como en un favor capital y se puso a mirarme con real ternura. ¿Por qué en aquel minuto en que se podía suponer que su presencia me embriagaría por completo, por qué me sentí más cuerdo y dueño de mí mismo que un minuto antes, cuando no tenía por compañía más que mis sueños? Acaso porque aquella visita imprevista me había desagradado un poco. La proximidad del cuarto de Gritte agravaba, mi malestar. A cada instante temblaba ver abrirse la puerta y presentarse Gritte. Mi corazón, demasiado angustiado para enternecerse, fue lúcido hasta el presentimiento. Por primera vez estuve seguro de que aquella mujer elegante y guapa, actualmente apoyada en mi brazo, no sería jamás la verdadera compañera de mi vida. Y en el momento encontré la solución del problema que había buscado en vano hacía un momento. La cuestión que había que plantear, y
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que sería la prueba suprema, me fue misteriosamente sugerida. -Sí, querida Elsa -dije,- te amo... Pero no puedo hacer lo que quieres de la manera que tú me lo propones. La Princesa retrocedió unos pasos muy pálida. - -¿Qué quieres decir?... No comprendo. -Comprendo todo el precio del sacrificio que haces y te lo agradezco. Pero yo, pobre profesor, no puedo ser el amante de una Princesa rica evadida de su trono. -¡Oh! -dijo Elsa temblando,- en qué términos me hablas... -¿Por qué retroceder ante las palabras, puesto que hay que explicarse claramente? Yo, mi querida soberana, no puedo ser más que tu marido, y tu marido pobre. ¿Quieres renunciar a tu fortuna? No te permito conservar ni un billete de Banco ni una alhaja... ¿Quieres llamarte la señora de Dubert y vivir en Francia de mi vida, de la vida que yo gane con mi trabajo?... Entonces soy tuyo. Mañana me reuniré contigo en Carlsbad, y, en cuanto la ley nos lo permita, nos casaremos y nos iremos a mi país. Elsa retrocedió un poco más y se quedó mirándome. Evidentemente se preguntaba si estaba yo en mi juicio. -Eso no es serio -dijo, y su actitud como su voz se hicieron altaneras,- no es serio lo que usted me dice. Habíase vuelto a establecer la distancia entre nosotros dos y desaparecido el tuteo. -Muy serio -respondí bastante fríamente.
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Me niego a ser el compañero asalariado, aun de una mujer a quien amo. Y, simple burgués francés, quiero vivir en Francia con mi mujer legitima, que sea mi igual. -¡Ah! -exclamó Elsa, cuyos labios temblaban,- qué mal he hecho en fiarme de usted... Ha encontrado usted ese medio para arrepentirse, pues sabe muy bien que yo no dispongo de mi nombre y de mi categoría como una obrerilla de Steinach a quien quisiera usted seducir. Más valdría decirme de una vez que ha cambiado usted de opinión y que ya no me ama. Es usted demasiado inteligente para haber pensado jamás que yo viviría con los mil quinientos pesos que usted gane con su trabajo, bajo el reinado de un abogado advenedizo y en un país podrido por la anarquía, todo para llamarme «la señora de Dubert». Cuando pronunció en tono firme y despreciativo las últimas palabras, vi que todo se había acabado, que todo lazo se rompía entre nosotros y que nada podría reanudarle... Debí cambiar de cara, porque ella echó de ver que me había herido. -No tome usted en mala parte lo que digo -añadió.Ciertamente, usted me comprende. Ningún ser en el mundo está completamente libre de vínculos. Yo rompo los que puedo romper. Piense usted en lo que le sacrifico y no me pida lo imposible. Puedo cesar de ser Princesa, reinante de Rothberg, pero no puedo cesar de ser Princesa alemana... Esto es lo que he querido decir a usted, y nada, por supuesto, que deba ofenderle.
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No respondí, y, ciertamente, mi cara no expresó ninguna irritación. Me sentía, por el contrario, tranquilo por la decisión que se habla formado en mí espontáneamente. Pero la costumbre de ver siempre ceder a todo el mundo hace que los Príncipes interpreten en el sentido de la obediencia el silencio, de sus interlocutores. -¿Verdad -me dijo Elsa,- que tengo razón y que comprende usted que la tengo? Yo respondí atrevida, y sinceramente: -Sí, veo que tiene usted razón. Y me decía en mis adentros: -Esta mujer puedo cesar de ser madre y de ser honrada, pero no de ser alemana y Princesa... ¡Es verdad! Oímos voces en el cuarto de al lado, y la Princesa me interrogó con la mirada. -Es Gritte -dije,- que sin duda vuelve de paseo y está hablando con la Bohlberg. -Vaya -dijo Elsa,- tenemos que separarnos. Piense, usted en mí. Recuerde que mañana por la mañana estaré en Carlsbad y pasado mañana en Nik1au... donde le esperaré. Y expulse usted las locuras de su cerebro. Ahora, venga era mano. Vacilé un instante, pero comprendí que no había que quererla mal, que no era especialmente insensible ni perversa, y que, en realidad, no le guardaba ningún rencor. ¡Alemana y Princesa! -pensé, y puse los labios en la punta de sus dedos. En sus ojos azules, todavía pueriles a pesar de los estragos de los años, vi reflejarse el paisaje romántico del Rotha y el cielo, 273
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en el que ya se reflejaba el fanal de Júpiter... Y el beso quo imprimí en su mano contuvo todo mi agradecimiento por el pasado y todo mi tierno pesar por un porvenir que no se realizaría... -¡Bohlberg! -llamó después de un instante de silencio. La dama de honor apareció en el umbral, y, detrás de ella, vi a Gritte inmóvil. -Se puede salir por aquí, ¿no es verdad? -dijo Elsa mostrando la puerta de mi cuarto que daba a la escalera. Respondí afirmativamente y la Princesa abrió esa puerta y salió haciéndome un ademán de adiós en el que distinguí una orden en el dedo ligeramente amenazador. Gritte, de pie en su cuarto y con una mano apoyada en la madera de la cama, no se había movido. Me acerqué a ella, y cuando estuve a su lado, pues era ya de noche, vi que su cuerpo temblaba y que estaba llorando. Hizo un movimiento de retroceso como para evitar mi contacto, mientras sus ojos cándidos y dolorosos no se apartaban de los míos. Y, de repente, comprendí que no tenía nada que explicarle, de lo que me alegré, pues no hubiera, encontrado palabras. Pero comprendí también que jamás me resignaría a ser la causa que hiciera llorar a aquellos ojos y temblar a aquel cuerpo inocente. -Gritte querida -le dije,- no temas nada. Se acabó... Mi hermana dijo que no con la cabeza, con una especie de violencia nerviosa. -Sí, hija mía -añadí,- creerme. Se acabó. No me separaré de ti y mañaa me vuelvo contigo a París. 274
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Sus ojos se iluminaron y con uno de esos vivos movimientos que la hacían ser tan graciosa, se separó, por decirlo así, las lágrimas de los ojos y se levantó el cabello que los sollozos habían hecho rebosar sobre la frente. -¿Es posible? -Es cierto. Entonces se acerco cabeza en mi hombro. -¡Gracias, Luis, gracias! Me acarició la cara con ambas manos, y murmuró: -Lo vas a sentir... Pero te querré tanto, Luis, ya verás, te querré tanto…Y después ¿sabes? Así será mejor también para ti...
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IV «Villa Elsa, 19 de septiembre. Querida Princesa: Escribo a usted en este mismo terrado en que ayer se dignó usted hacerme, tan tierna despedida que su recuerdo me turba todavía. Para escribirla me he levantado antes del alba. Todo duerme en las quintas y todo parece dormir en el castillo. La bruma azul se evapora lentamente de las profundidades en que canta el Rotha... Escribo a usted tan temprano, porque quiero que mi carta le llegue antes de la hora en que me espera usted a mí mismo. Grande amiga mía querida, en el minuto que precedió a nuestra despedida, me decía usted, entre otras frases de amor, que no podía dejar de ser alemana ni de ser Princesa... Dije que lo comprendía, y, en efecto, no mentí. Esa fórmula se me apareció como la expresión de la misma verdad y de la misma cordura. Sin embargo, ha sido reflexionando como he comprendido toda su fuerza y como ha llegado, por decirlo así, a formar cuerpo con mi pensamiento... No he dormido esta 276
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noche, Princesa; mi hermanita estaba un poco febril y la he velado hasta el momento en que su sueño se ha vuelto tranquilo. Y mi insomnio se ha empleado todo en meditar sobre nuestro asunto. Quiero hacer conocer a usted mis meditaciones y, después, la resolución que han determinado. Usted no puede dejar de ser Princesa... Me da vergüenza pensar que he necesitado un año de permanencia en tina corte alemana y la amistad de usted para llegar a comprender esto. Es cierto, sin embargo, que hace once meses, cuando llegué al castillo de Rothberg, llevaba otras ideas, las de un joven parisiense de la burguesía rica y mundana. En París había frecuentado no pocas mujeres que ponían coronas en su papel de cartas y en la portezuela de su berlina, pero sabia, como, todos los parisienses, que esto no tiene ninguna significación ni ninguna importancia. Desde que la nobleza está oficialmente suprimida y llamamos conde, marqués y hasta duque y príncipe a las personas que manifiestan el más ligero deseo de ser así llamadas. Que una señora Benoit imprima un escudo en su correspondencia y se titule baronesa de Benoit, no nos parece más chocante que ver a un Durand o a un Dupuis cualquiera firmar un libro «Oliverio de Montigny» o «Carlos de la Cerardiere». Esto no es ya nobleza, son seudónimos. Comprenderá usted, pues, que los que, como mi padre y yo, continúan por simple pereza, llamándose Dubert a secas, no sienten gran admiración ni gran respeto hacia esa multitud de noblezuelos arruinados y de tenderos puestos de limpio que pretenden aumentar la nobleza francesa.
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En este estado de ánimo llegué hace un año a Rothberg, y ahora echo de ver que tenía las ideas más falsas sobre la palabra «princesa» y hasta sobre la palabra «aristocracia». Lenta y progresivamente, he comprendido que esas palabras pueden ser más que palabras y significar realidades. Rothberg es un pequeño principado, el más pequeño de Alemania después de Lichtenstein; pero su marido de usted es, con todo, el depositario auténtico de una autoridad que le viene de una larga sucesión de abuelos; hay seres humanos que le reconocen derechos que sus antepasados reconocían a los suyos. Es un eslabón de la historia de su país, y no un caprichoso aislado que se decora, a sí mismo con un nombre de guerra. Y usted también, Princesa, es un eslabón, brillante y encantador, de la historia de Erlemburgo; su nombre evoca cierto número de hechos en el pasado y cierto número de privilegios en el presente. Esto crea una real diferencia entro usted y un burgués como yo, que no tiene en su país más que una historia anónima y los derechos de todo el mundo. Y así como no depende de mí hacer realmente noble el nombre de Dubert, así usted no puede hacer que una Elemburgo sea realmente una burguesa. Nunca seda usted más que una Princesa disfrazada... ¿He reflexionado bien? ¿He comprendido bien? Sí, ¿verdad?... Va usted a ver que no he meditado menos felizmente sobre la segunda parte de su frase. No puede usted dejar de ser alemana. Esto me parece hoy tan claro como el sol que en este momento dibuja con tanta limpieza la línea dentada de los pinos en el azul lavado 278
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del cielo matutino. Y, sin embargo, querida Princesa, cuando dejó la Francia por la Alemania, no puede usted imaginar, pues nunca se lo he dicho, hasta qué punto estaba yo imbuido en las ideas del internacionalismo. El internacionalismo es una antigua enfermedad francesa. Como los extranjeros parece que se divierten en nuestra cara, deducimos en seguida que nos quieren los declaramos hermanos nuestros y soñamos con un vasto abrazo por encima de las fronteras. Así vamos queriendo sucesivamente a la mayor parte de los pueblos extranjeros. Hoy, por ejemplo, amamos a los ingleses. En el momento en que yo llegué a Rothberg no detestábamos a los alemanes. Los jóvenes de mi generación especialmente, que no hemos visto la guerra, sentíamos poco la herida de la antigua derrota... La música de Wagner había alcanzado a muchos corazones por el camino del oído, y filósofos como Schopenhauer y Nietzsche habían conquistado nuestras inteligencias. Además, ¿qué quiere usted? cándidamente, creíamos que nos amaban ustedes... Eso sí, querida Princesa, tal ilusión no me ha durado mucho tiempo una vez pasada la frontera... La más pequeña conversación con uno de sus compatriotas de usted, la más sumaria lectura de sus periódicos, el aspecto sólo de sus ciudades y de sus fiestas, me desengañaron inmediatamente. Vuelvo a Francia, (porque voy a volver) asombrado con mi descubrimiento: ALEMANIA NOS DETESTA. No toda la Alemania, seamos sinceros. Existe un partido en la Alemania de las ideas que simpatiza con la Francia de las ideas, partido compuesto de unos cuantos sabios, de unos cuantos literatos 279
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y de unos cuantos artistas, cada día menos numerosos y, atrevámonos a decirlo, cada día menos atrevidos. Los demás obedecen a la consigna que viene del Norte y alimentan contra, Francia un extraño sentimiento lleno de contradicciones, en el que se mezclan la envidia por la elegancia, el desdén por la debilidad, la decepción por no haber destruido al vencido y el temor persistente de un desquite posible... Ocho días después de mi llegada a Rothberg, querida Princesa, sabía a qué atenerme en este punto. ¿Protesta usted?... ¿Dice usted que no es cierto y que, en todo caso, no son esos sus sentimientos? Tiene usted razón; es usted demasiado sensible para no haber permanecido un poco en la «antigua Alemania entre las personas que la rodean. Sin embargo, no se crea usted libre del modo de ver y de juzgar que más ofenden a un francés. Francia es para usted el país de la frivolidad sensual. No tenemos derecho a razonar; es preciso que cantemos. Estamos en plena decadencia, aunque somos unos histriones bastante agradables... Mire usted bien su mente, querida Elsa, y encontrará usted en ella todos estos modos de pensar y de sentir... ¿Qué quiere usted? Esto nos ofende porque lo encontramos injusto... También nosotros nos juzgamos superiores en muchas cosas a la Alemania, sobre todo a la joven Alemania, patriotera y utilitaria... Gustábamos mil cosas de la antigua Alemania, la Alemania del Danubio y del Rhin, cuando de pronto toda la Alemania, aun esa, se pone a arquear el pecho, a marchar a la prusiana y a decir:- Somos el pueblo rey...- Los franceses protestan o prefieren, a menos, vivir o menos posi280
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ble con unos vecinos tan exclusivamente satisfechos de sí mismos. El «yo» nacional es el más odioso de todos. Veo venir su objeción de usted. ¿Qué importa todo eso entre dos seres que se aman? ¿Tienen tiempo, dos seres que se aman, de discutir la política ni la sociología?... Y esta objeción parece fundada. Es claro que en la mañana en que Michelet nos predicó tan sabrosas doctrinas sobre la sensibilidad de las mujeres del Norte y la tarde en que fuimos al guardarropa de la Gombault, conocimos minutos de perfecto acuerdo, durante los cuales olvidamos el uno y el otro nuestro, nacimiento y nuestro país. Pero, querida Elsa, ¿no hemos experimentado que, pasados esos minutos, se volvían a apoderar de nosotros nuestro país y nuestro nacimiento y nos dominaban de nuevo soberanamente? Nuestras diferencias reales e invencibles reaparecían y nuestras almas se encontraban doblemente extranjeras por la casta y por la raza... Esta diferencia las había atraído al principio y hacía más conmovedores los minutos de acuerdo y de olvido, pero (confesémoslo, querida soberana) teñía de amargura y echaba a perder con un aspecto, de disputa las horas intermedias. Gracias a Dios, desde que me hizo usted el honor de permitirme que la amase, nuestras «horas intermedias» han sido muy poco numerosas. Yo tome MUY pronto al lado de usted la encantadora costumbre de perder la cabeza... pero si hubiese obedecido a su iniciativa, si me hubiera asociado a la vida que usted proyectaba, ¿no adivina usted que se hubieran multiplicado los momentos de sangre iría por las necesidades mismas de la 281
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vida común? ¿Hubiera usted podido olvidar siempre que había sido Princesa reinante que había tenido un marido y un hijo, y que ya no tenía nada de eso? ¿Le hubiera sido posible olvidar la opinión que tiene el mundo de las Princesas errantes, tan numerosas en nuestros días, sobre todo las alemanas? Todas estas cosas son también realidades como la raza y el nacimiento y no podemos impedir que se levanten delante de nosotros y dominen en nuestra vida. ¿Podría yo, fuera de los minutos de exaltación que son excepcionales, no recordar que había deshonrado mi nombre aceptando el ser (digámoslo como lo diría la opinión) mantenido por una Princesa? Sé que el honor más o menos grande atribuido al nombre de Dubert lo parece a usted una cuestión que carece de toda importancia; hasta juzga usted que el ser amado por una Princesa hasta el punto de pagarle es todo honor para un simple Dubert, lo que prueba que entre un burgués de Francia y una Princesa de Alemania, las ideas sobre el honor son inconciliables... Pues bien, puede usted creer que en Francia y entre los amigos de mi familia, el porvenir de mi hermana Gritte se comprometería grandemente si se supiese que su hermano, arruinado el año pasado, ha escogido como profesión la intendencia sentimental de una rica Princesa teutona. Crea usted, amiga mía, que todo esto que escribo apresuradamente para poner entre nosotros dos lo irremediable, no me lo dicta la razón sin que mi corazón se desgarre... Sería, ciertamente, muy dulce reunirme esta noche, con usted en Carlsbad, para que al fin nuestros amores tuvieran el complemento que no han tenido... ¡Ah! qué radiante luna de miel 282
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en el castillito de Galitzia... Todavía ignorados del mundo y pudiendo figurarnos que nos olvidaba... Pero, en conciencia, nada de eso puede ser y nos llevaría pronto al desacuerdo, al rencor y al rompimiento... Me parece indigno de nosotros dos que nuestra unión absoluta no sea más que un momento de nuestro destino. Prefiero un adiós definitivo. Porque esto es un adiós, amiga mía... Dentro de un momento voy a pedir al Príncipe Otto que me devuelva mi libertad, y esta noche me voy con Gritte a París... Me voy de Rothberg para no volver, pues estoy seguro de que no tendría otra vez en mi vida el valor de decidir lo que hoy decido. Ya me cuesta mucho trabajo terminar mi carta. La he empezado con un poco de injusta irritación o ironía mal intencionada... Es que me quedaba un poco de rencor por ciertas palabras que usted ha pronunciado. Ahora, al fin de mi mensaje, no conservo contra usted la menor animosidad de raza ni de casta... Soy un pobre muchacho muy solo, que tiene los ojos llenos de lágrimas al pensar que va a. perder a su más querida amiga. ¡Oh, dulce Elsa! Elsa de los bellos cabellos y de los ojos, bondadosos; todos los recuerdos que nos son comunes me envuelven en la hora presente... Elsa, Elsa, usted ha sido la primera pasión de mi alma, y creo que nada, podrá ya brotar en este corazón que usted ha disfrutado... Es humillante; pero estoy llorando como un niño. ¡Adiós, adiós, mi soberana, mi adorada! Pido a usted todavía perdón en uno de esos estados de ánimo en que se olvida que hay una Ale-
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mania y una Francia, ricas Princesas y pobres doctores… Un beso respetuoso en esas augustas manos…» Metí esta carta, sin leerla, en el sobre, en el que puse la dirección convenida: Baronesa de Grippstein, Grabenstrasse, 4, Carlsbad. Y fuí yo mismo a echarla al correo... La mayor parte de los habitantes del Luftkurort estaban aún durmiendo, y no me encontré más, que con unas cuantas criadas soñolientas que iban a la compra. Pero al volver a la quinta me encontré con Herr Graus, ya afeitado y vestido con un terno verde que era ciertamente debido, dada su elegancia a un sastre de Berlín. Su aspecto era alegre y me dijo. en cuanto me vio: -¿Ya de paseo tan de mañana, señor doctor? Sí ha salido usted para ver llegar la guarnición, es demasiado temprano. No llegará hasta después del Mittagessen. -¿Qué guarnición? -La guarnición prusiana que viene a ocupar Rothberg... No van a faltar ahora aquí uniformes; y esto regocija a lee verdaderos patriotas. Seguí mi camino sin responderle. ¿Qué me importaba esa historia de guanición de que me estaban llenando los oídos hacía quince días? Encerrado en el egoísmo de mis temas, sentía la cabeza y el corazón mortificados y vacíos. -¡Qué pobre arambel soy!... He afectado ironía en toda esta aventura sentimental, y hoy, que esta irremediablemente acabada, me parece que he perdido toda razón de vivir... ¿Por qué he escrito esa carta? ¿Y por qué la he escrito así? Contiene palabras y frases que causarán pena a Elsa... Y, sin embar284
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go, es sincera; tenía en el corazón ciertas cosas que no podía guardar. Ahora que me he desembarazado de ellas me parece que quiero más a Elsa. La prueba de que la quería más era que experimentaba un poco de rencor contra Gritte. Mientras me estaba vistiendo, oí a mi hermana levantarse de la cama, abrir la ventana y volverse a acostar. De ordinario, me apresuraba en seguida a ir a darle un beso, pero esta vez me quedó en mi cuarto mascullando mis melancolías. Ella fue la que llamó a mi puerta, y cuando me miró a los ojos con una expresión un poco confusa y un poco alarmada, no supe ya resistirla. -¿Quieres -me dijo tímidamente- que te haga los baúles mientras das la lección al Príncipe Max?... Verás, te los haré muy bien. Así lo convinimos, y tomamos el desayuno en buena amistad y muy juntos, como dos desterrados. Mientras se comía el último «zwieback», Gritte charlaba con los ojos pensativos. -¡Es raro! -decía.- La primera tarde que pasé aquí al llegar, hace seis meses, estaba tan encantada por encontrarme de viaje, rodeada de novedades y lejos, que hubiera querido seguir un año así, en el extranjero y contigo. Y hoy tengo tal prisa por volver a Francia que me parece que no vamos a llegar nunca... No respondí. Yo también sentía esa llamada hacia el suelo natal que llega un día a ser irresistible en tierra extranjera. Yo también, ahora que estaba, tomada mi resolución de volver, esperaba a la Francia con una impaciencia febril. 285
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Desde el terrado en que habíamos almorzado mis ojos vagaban por el paisaje del Rotha y del castillo; pero esta vez no fue el río ni el edificio lo que vieron. Una óptica mágica hizo surgir ante ellos el paisaje de la Francia lejana. -¡Querida y dulce Francia! -pensé. Y se apoderó de mí un violento deseo de volverla a encontrar, no el deseo tierno y respetuoso, de un hijo por su madre, sino el tumultuoso y apasionado de un amante que va a reunirse con la mujer adorable, imprudentemente dejada, y cuya bondad, cuya belleza y cuyo encanto le han sido revelados mejor por la ausencia. ¡Querida Francia, cuyo ideal, a pesar de la moda del día, no es aún el ser fábrica ni cuartel! Francia de Racine, y de Taine, donde los poetas no se titulan «profesores», donde no se ponen los ojos furibundos a propósito de un texto griego o de una reacción química, donde es una gracia para los sabios el disimular su sabiduría; país donde es poco el batirse bien si no es con elegancia; único país donde nada vale si no está hecho con arreglo a las leyes de la belleza, me ahogo lejos de ti, y no descansará hasta que haya vuelto a encontrar tu aire, el más sutil y el más sabroso del mundo... Gritte me revela el origen de mi fuerza y me hace saber dónde he encontrado el valor suficiente para romper un lazo sentimental que me ha desgarrado al romperse. Más que todos los motivos de razón, mi fuerza ha sido el Heimweh, como dicen aquí, la «morriña», o mal del país, esa misteriosa imanación que me atrae hacia Francia. A mí también me pareció insoportable el pasar un día más en Alemania. Elsa, al desaparecer, se había llevado con 286
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ella el adorno de ilusión que,or algún tiempo, me había hecho experimentar en Turingia una especie de felicidad. Al ir al castillo para dar al Príncipe la lección diaria, no eché siquiera una mirada a los campos, más maravillosos que nunca, sin embargo, en aquella mañana de septiembre. Al dar la última lección a aquel niño amable e inteligente, no sentí la tristeza que hubiera creído. Mi prisa de acabar, de marcharme, de entrar en mi patria, podía más que todo. Y decididamente, había agotado toda mi fuerza de sufrimiento y de tierna tristeza al escribir mi carta a la Princesa. No me quedaba más que una febril necesidad de ausencia y de fuga, Max sabía que me marchaba con licencia por una quincena, y no le dije que mi partida sería definitiva. Me era insoportable la idea de oir y de pronunciar palabras de separación. Al salir del cuarto de mi discípulo, me fui al del Príncipe Otto. Preciso era anunciarlo mi resolución, pues él también creía en una sencilla licencia de quince días. El mayordomo por quien hice transmitir mi petición de audiencia, vino a decirme que el Príncipe estaba en aquel momento en su despacho con el Conde de Marbach, y me rogaba que esperase en la sala de fumar. Cuando así lo estaba haciendo sentado en una de las butacas de cuero rojo, entró el Conde de Lipawski con una cartera debajo del brazo. Al verme me ofreció la mano. -¡Querido doctor!... ¿Viene usted a despedirse del Príncipe? -¿Se lo han dicho a usted -respondí,- o lo ha adivinado?
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-Lo sé... ¿No va usted esta noche a reunirse con la Princesa en Carlsbad, para continuar allí dándole sus excelentes lecciones? -añadió bajando hacia la alfombra sus pupilas de prelado. -Me voy a París con mi hermana - respondí bastante rudamente.- Y no tengo la intención de volver. -¡Cómo! ¡Cómo!... Es curioso. ¿A París? ¿Y sin idea de volver? Nunca lo hubiera creído... ¡Gran pérdida para el Principado, que está ya tan castigado por la suerte!... La guarnición prusiana... el sello prusiano... y la partida del doctor Dubert... Es verdaderamente demasiado para un solo día, y el Destino es severo con nosotros... El ruido de un timbre interrumpió al insoportable burlón. El mayordomo atravesó rápidamente el salón de fumar, entró en el despacho del Príncipe y salió en seguida a llamarme. Me crucé en el umbral con el Conde de Marbach, y cambiamos un saludo desprovisto de cordialidad. El Príncipe Otto estaba de pie entre su sillón y el escritorio e inclinado sobre unos papeles, más bien, según creo, para darse una actitud que para leerlos realmente. Sin mirarme, dijo: -¿Desea usted hablarme, señor doctor?… ¿Qué le trae, su licencia anual? Su tono era deliberadamente indiferente y neutro. -Monseñor -respondí,- tengo el sentimiento de pedir a Vuestra Alteza que tenga a bien relevarme de mis funciones. El Príncipe se levantó, y sin moverse del mismo sitio, exclamó: 288
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-¡Ah! ¿Y por qué? -Asuntos de familia y negocios imprevistos me llaman a París. Si Vuestra Alteza lo permite, en lugar de la simple licencia de quince días que me había concedido, saldré esta noche para Franela. -¿Para Francia? -exclamó el Príncipe, sin disimular mejor su asombro que el intendente.- ¿Verdaderamente se va usted a. París para no volver? -Para no volver, Monseñor. El Príncipe se quedó pensativo un momento y se mordió los labios, lo que hizo subir y bajar a las guías de su bigote. -Señor doctor -acabó por decir,- es indudable, que no he de retener a usted a la fuerza. Me parece usted muy resuelto para contrariar su decisión, su brusca decisión, que deploro... Sí, lo siento vivamente. ¿No es, al menos, algún asunto fastidioso el que le llama a usted a París? -No, Monseñor, cuestiones de interés y la educación de mi hermana. -¡Bueno, bueno! -dijo. Hizo una pausa, después de la cual se adelantó hasta mi y, según su costumbre, me miró bien de frente. -Supongo -dijo (y su voz era ya más natural y más amistosa)- que nadie aquí le ha faltado a usted a las consideraciones que le son debidas... Y que no se va usted descontento... -Me voy muy agradecido por la acogida que he tenido de Vuestra Alteza y de toda su Casa. 289
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-¿Verdaderamente no ha tenido usted aquí la menor dificultad... con nadie? -Ni la más pequeña. -Bien, me alegro, me alegro... Me pidió la mano y me la retuvo un momento en la suya. -Tenía usted algunos enemigos en la Corte, señor Dubert... algunos envidiosos que encontraban, sin duda, que se le trataba a usted con demasiado favor... ¿Querrá usted creer que he recibido denuncias contra usted?… Denuncias anónimas (su cara se contrajo), infamias que he rechazado con el pie y que he quemado, por supuesto... En fin, puesto que quiere usted volver a su hermoso país, celebro mucho que nos separemos siendo buenos amigos. Le voy a echar a usted de menos, señor Dubert. Es usted una buena persona y quiere usted mucho a su país. No pude menos de responder: -Monseñor, desde que vivo en el extranjero he conocido cuánto amaba a mi patria. El Príncipe sonrió. -También nosotros somos buenas personas, señor Dubert -dijo.- Francia, y Alemania son dos grandes naciones... que deberían marchar de acuerdo... Desgraciadamente, no se entienden. No digo que sea exclusivamente por culpa de Francia. Nuestro Emperador es un gran soberano, pero está, a veces, mal aconsejado. Los más fieles amigos suyos son a veces tratadas cruelmente... ¿Sabe usted, señor Dubert, que se nos pone una guarnición prusiana en el Principado? Hoy los 290
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cascos puntiagudos ocuparán el territorio del Emperador Hunther. Y el sello de correos de Rothberg será suprimido el primero de enero próximo. El pretexto para todo esto ha sido la absurda aventura de ese doctor Zimmermann que el diablo se lleve... Y, a propósito -añadió bajando la voz, -cuento con la discreción de usted acerca de la majadería cometida por el Príncipe heredero... ¿verdad? -Seguramente, Monseñor. Yo seguía en pie esperando que me despidiera. -Vaya -dijo levantando la cabeza,- aquí tiene usted un mal día... Y por añadidura, parece que se prepara una manifestación para la salida de la cárcel del doctor Zimmermann. ¿Está esa manifestación dirigida contra mí contra la Prusia? No lo sé; pero, de todos modos, tendrá molestias. Por fortuna, ese insoportable químico nos libra hoy mismo de su presencia y se vuelve a Iena con su camarilla. Es una pequeña compensación. ¡Ah! no todo es encantador en la vida de los soberanos. ¡Adiós, señor Dubert!…Conserve usted de nosotros un recuerdo un poco amistoso… y vuelva a vernos alguna vez. Le deseo buen viaje y dichosa fortuna. No hable usted muy mal de nosotros a sus compatriotas. Dígales usted, ahora que nos conoce, que no somos bárbaros. Me incliné y volví a estrechar la mano del Príncipe. En ese adiós se encontraron nuestras miradas y cambiaron un poco de simpatía humana. -¡Qué cosa más rara! -pensé atravesando los grandes salones y los vastos vestíbulos.- He aquí un hombre a quien no 291
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quiero, al que no estoy agradecido, puesto que no ha hecho más que pagarme lo que me debía, cuyo espíritu está infectado por el peor virus tudesco y cuya vida privada no es admirable... . Sin embargo, el confiado apretón de manos de hace un momento, es acaso el mejor elogio de mi abstinencia y la recompensa que mas aprecio del sacrificio sentimental que he hecho. En el vestíbulo me encontró de nuevo con el Conde de Marbach, que se iba a dar su lección de arte militar al Príncipe Max. Y no pude resistir al deseo de burlarme un poco de él. -Señor mayor -le dije saludándole respetuosamente,tengo el sentimiento de despedirme, de Vuecencia. Me voy a París. -Señor doctor -respondió en tono defensivo, que tenga usted feliz viaje. -Aprovecho nuestro último encuentro, señor mayor, para felicitar a Vuecencia por haberse al fin encontrado al verdadero autor del atentado. Esto reduce el suceso a las proporciones de un simple sainete, y vamos a leer divertidos chistes en el Simplicissimus. Creí que me iba a saltar a la cara. Su fisonomía de gato enfadado se erizó y su espalda se encorvó como para la tensión de un salto. Pero se contuvo, se encogió de hombros y me volvió la espalda sin responder. Al alejarse, le oí gruñir con desprecio la palabra, «Welche». Bajé alegremente la escalera y salí del castillo. 292
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No había dado dos pasos cuando tropecé con un grupo de gente contenida por el portero del castillo y compuesto de habitantes de Rothberg en traje de trabajo, y de buen número de huéspedes del Luftkurort. Aunque no eran mas que unos ciento, obstruían el estrecho camino entre los dos precipicios. Aquella multitud no era amenazadora, pero para ser alemana, me pareció un poco agitada. Vi en ella fácilmente a los siete demócratas socialistas de Rothberg, reforzados por unos veinte correligionarios de Litzendorf. Me dirigí a Finck, el remendón, patrón de la mujer de Zimmermann y que peroraba activamente de grupo en grupo. -¿De qué se trata, amigo Finck? ¿Van ustedes a tomar por asalto el castillo, armados con su tirapié? -¡Guárdenos Dios de entrar en esa guarida de la tiranía respondió Finck, que se servía con gusto del antiguo vocabulario de la Revolución.- Estamos esperando al doctor Zimmermann, que va a salir de la cárcel después de una detención injusta de catorce días y que me hace el honor de vivir en mi humilde casa, que es en la que ha nacido. Queremos llevarle en triunfo porque es un valiente que ve claro... Si gobernaran en el Principado hombres como él, no sufriríamos hoy que un contingente prusiano ocupe Rothberg y Litzendorf como país conquistado. En este momento se elevó una poderosa exclamación y un remolino nos empujó a mí y al grupo hacia la puerta de la prisión. La gente gritaba:
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-¡Viva Zimmermann! -y hasta (tuve que dar crédito a mis oídos):- ¡Viva la libertad¡ -La aparición del sabio fue acogida con salvas de ¡Hoch! Moloch salía acompañado por el ministro de la policía, que se despidió de él con marcas de deferencia. El sabio se adelantó con su invariable sombrero de copa alta y ala plana bajo el cual revoloteaban a derecha o izquierda los cabellos blancos. Los faldones de su levita negra, flotaban grandemente y su corbata, ya medio deshecha, marcaba el compás de su marcha. en la resplandeciente pechera de su blanca camisa. A su lado y dándole el brazo, venía su mujer, que le llevaba la cabeza y muy guapa con sus cocas y su reluciente traje de tafetán color de berenjena. Las dos caras estaban radiantes de alegría bajo la enorme puerta de piedra que les servía de marco como Una vana decoración de fuerza opresiva. Todas las cabezas se descubrieron; todas las bocas gritaron: ¡Viva Zimmermann!.. . Y yo también, sombrero en mano, saludé a la pareja simbólica de la antigua Alemania, la pareja de la ciencia valerosa y de la abnegación sentimental. Pero, de pronto, se elevó en coro detrás de la multitud un canto muy conocido en las Universidades alemanas, el canto de Roberto Prutz: Notch ist die Freiheit nicht werloren... La libertad no está perdida todavía; No hemos llegado a estar tan bajos… La libertad renace en todas las canciones Que lanza la garganta de la calandria... No, la libertad no está perdida Mientras un sólo corazón de hombro arda por ella... 294
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Los cuatro que cantaban hendieron la multitud que dejó pasar aquel grupo armonioso, y se adelantaron en orden hasta el sabio. Eran Gerta, Franz, Alberto y Miguel, los estudiantes monistas, con su gorra universitaria azul y galón encarnado. Iba Gerta de la mano de Miguel, y después venían Franz, pequeño y panzudo, y el gigante Alberto. Detuviéronse ante el sabio y su mujer, y gritaron: ¡Hoch! ¡Hoch! ¡Hoch! Moloch abrió los brazos, primero a Gerta y después a los tres hombres. La multitud, emocionada, aplaudía a cada abrazo. También aplaudió cuando Gerta y la señora de Moloch se abrazaron sin poder contener las lágrimas. Y acaso la emoción creciente hubiera hecho que los presentes se entregasen a una manifestación hostil en el recinto del castillo sin una feliz inspiración de Alberto, cuya sensibilidad se traducía siempre en actos de fuerza física. Esta vez, en el colmo de la dicha y el orgullo, cogió al sabio sin prevenírselo, le levantó en el aire, le sentó como un niño en la ancha palma de su mano derecha o hizo con la otra un respaldo a aquel asiento improvisado. La Moloch, que sabía la fuerza hercúlea de Alberto, no se asustó. La multitud se echó a reír y gritó: ¡Bravo! Alberto, entonces, se puso en marcha y arrastró a todo el mundo lejos del castillo. Gerta, la de Moloch, Franz y Miguel escoltaban al pavés viviente sobre el cual se erigía Moloch. Y la multitud acompañó aquella marcha triunfal, cantando los antiguos coros universitarios y diversos refranes latinos. Hasta oí a mi amigo el remendón Finck, lanzar sin que hu-
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biera la menor reprobación, un violento «¡Abajo los prusianos! A todo esto, Alberto, que dirigía la marcha, en lugar de seguir hacia el Luftkurort, volvió a la derecha y tomó el camino que baja a Rothberg-Dorf. La multitud le siguió, y entre los clamores, entre el polvo, entre el vuelo de los guijarros, que arrancaba al camino el roce de los pesados calzados alemanes, aquella victoriosa tromba humana, dominada por el impávido Moloch que sonreía y cuyo sombrero relucía al sol como un nimbo, llegó a la aldea y no detuvo su ímpetu hasta el puente del Rotha... Y justamente en este minuto apareció al otro lado del puente obra tropa de manifestantes que había bajado en sentido inverso hacia el río y no levantaba menos polvo ni hacía menos ruido; eran los gansos, todos los gansos de Rothberg, los adolescentes y los viejos, con las alas en batalla, los pezcuezos tendidos, y abiertos los amarillos picos, de los que se escapaban vanos clamores. Todos hicieron una ovación a Moloch libertado. Sus roncas voces gritaban distintamente: ¡Hoch! ¡Hoch! ¡Hoch! Y me pareció que un ganso viejo, levantando el pescuezo por encima de los demás, clamaba distintamente: ¡Nieder mit Preussen!... (Abajo la Prusia).
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V Cuando la antigua carretela que nos llevaba a Gritte y a mí con nuestros equipajes hacia Steinach, llegó al recodo desde donde se descubren por última vez el Lufkurort y el castillo, rogué al cochero que pusiera los caballos al paso. Y, cogidos de la mano nos volvimos para llenar bien nuestros ojos del paisaje. Eran próximamente las tres de la tarde y el cielo, estaba puro, con ligeras nubecillas muy espaciadas. Las quintas y el castillo estaban bañados por una luz más dulce que la del verano, pero casi tan brillante. El cochero paró por completo, y nos dijo volviéndose en el pescante: -¿Ha reparado su señoría que todas las ventanas del castillo están hoy cerradas?... Es que el Príncipe no está contento a causa de la guarnición prusiana que llega dentro de un momento, y ha querido protestar. No respondimos y mi mano estrechó la de mi hermanita. Ambos, sin decírnoslo, sentíamos que estábamos pensando en lo mismo, que no era, ni con mucho, lo que preocupaba al Príncipe Otto, a nuestro cochero y a la población de Rothberg... Pensábamos que habíamos mirado aquel mismo pai297
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saje pocas semanas antes, animados el uno y el otro de una confusa esperanza de sucesos nuevos, conmovedores y romántico en nuestra vida... que nos alejábamos hoy para no volver... que no se había realizado nada y que nuestro corazón estaba aún un poco dolorido de esta indiferencia del Destino. El cochero que, decididamente, era aficionado a la conversación, añadió: -¿Ha visto su señoría lo que le han hecho a la estatua del pabellón de caza? -¿La estatua de Bismerck? -Sí. Unos graciosos han puesto un bozal al dogo. En Litzendarf y en Rothberg hay personas que no quieren a los prusianos... No les irá muy bien por aquí a esos comedores de nabos... -¿A quienes llama usted comedores de nabos? -A los prusianos, pardiez. Su señoría sabe bien que los prusianos no comen más que nabos. Y arreó a los caballos para bajar la cuesta a buen paso. Pronto se estrechó y se ensombreció el paisaje. El Rotha parecía luchar en velocidad con nosotros para ver quién llegaba antes a Steinach. Las pendientes se elevaban más pinas y más altas. Todo el camino estaba bañado de fresca sombra. Gritte be abrigó con la capa y se estrechó contra mí. -Gritte... -¿ Qué, Luis? -Hay algo que no me has dicho. 298
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Sin responder, apoyó la cabeza en mi hombro, y sentí latir su corazón junto al mío. -¿Dejas Rothberg sin pena? -añadí. -Soy feliz marchándome contigo. -¡Ah! ¡mujercita! ¡Cómo sabes ya eludir una respuesta que te molesta! Te pregunto si, aun para ir a París conmigo, no tienes ninguna pena al dejar este país. -Siento dejar a la buena señora Moloch y al sabio de su marido. Me gustará encontrarlos en la estación de Steinach y viajar con ellos hasta Erfurt. El doctor y su mujer, habían, en efecto, dejado Rothberg una hora después de su libertad, según el deseo del Príncipe, y habían ido a almorzar a Steinach. El mismo tren de las tres y cincuenta debía llevarnos... Pero, decididamente, Gritte divertía mi curiosidad e insistí: -¿Entonces, querida mía, son los Moloch todo lo que sientes de Rotbberg? Gritte fijó en mí sus, ojos claros y francos. -¿Max? -preguntó. -Sí, Max… Después de un instante de reflexión, me dijo: -No lo siento mucho Vi que hablaba sinceramente. -Entonces -repliqué,- es que ha pasado entre vosotros algo que no me has contado; algún incidente que os ha alejado al uno del otro, pues erais al principio muy buenos amigos. -¡Dios mío! ¡Qué curioso eres, mi Luis! 299
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Durante unos minutos, no dijo nada más. Estábamos en el paso más sombrío y más estrecho de la garganta del Rotha, en el sitio que impone silencio por su trágica profundidad y en el que no debe oirse más que la voz de los viejos árboles y el estremecimiento del río convertido en torrente. Cuando el precipicio empieza a ensancharse y a aclararse, me dijo Gritte, sin mirarme esta vez: -¿Quieres saber lo que ha habido? Pues bien, oye... Max ha sido mucho tiempo muy cariñoso y muy respetuoso, como un joven de nuestra clase que ha sido bien educado…De vez en cuando me pedía besarme las manos…sí, las manos, ¿y qué? aunque me pongas esos ojazos, sabes muy bien que los jóvenes besan a las muchachas. Los padres hacen como que no lo saben, pero lo sospechan muy bien. Así, pues, de vez en cuando permitía a Max que me besase la mano... -¡Oh! Gritte... -Espera... Pero llegó a no bastarle esto y me pidió permiso para besarme en el cuello. Se lo negué... y él insistió. Se puso insoportable... Y un día en que estaba yo leyendo en el bosque, vino por detrás de mi a paso de ladrón y me dio un gran beso en la nuca... ¡Diablo! tan enfadada me puse, que, sin reflexionar, le planté un gran bofetón en el carrillo y un poco en la nariz... púsose rojo y hasta morado, y Como yo me había echado a correr, vino a mí con el látigo levantado... Te aseguro que me iba a pegar, pero yo le miré a lo lejos y le dije: «¡Salvaje! Dejó entonces caer el brazo y se sentó en un banco volviéndome la espalda... Le dejé allí, y me volví a la quinta. Después me pidió perdón, pero todo se había acaba300
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do. No podía yo ya estar con él como antes, pues, pensaba siempre en sus ojos furiosos y en el látigo levantado en el aire. Esto es lo que ha habido…¡Pero me haces daño, Luis! Habíala cogido en mis brazos y estrechándola fuerte, fuerte, como a una cosa mía que me hubieran querido robar y que me llevaba a pesar de todo. Y pensaba: «Querida francesita, tú también has sentido como yo el choque, la ofensa del alma extranjera. Solamente tu instinto de niña apenas mujer y todavía, no debilitado por la cobardía de las costumbres, se ha sublevado en seguida, mientras que yo he razonado tontamente y por mucho tiempo contra mi instinto. Nos acercábamos ya al Schweizerhaus cuando el cochero paró la carretela contra la cuneta izquierda y nos hizo seña de que escuchásemos. En el silencio murmurador del río, oíase distintamente el paso de una tropa que subía, aún disimulada por el recodo del camino. -Los comedores de nabos -dijo el cochero señalando hacia ese recodo con el látigo. Aparecieron primero los tambores, caja al lado y los pitos en bandolera; y después los hombres con el arma colgada de los tirantes, los brazos caídos y alineados imperfectamente, pues para subir la cuesta los habían dejado marchar a discreción. Hablaban poco al andar y marchaban con la cabeza baja, fatigados ya por otra etapa matutina. Todo el decorado de la parada prusiana resultaba abolido y no vi más que una centena de aldeanos disfrazados con un pesado traje de pa301
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ño, casi todos muy jóvenes, con las caras curtidas por la intemperie, abrasados de sol y unas facciones brutalmente dibujadas que evocaban las labores del campo. Solamente los sargentos, por costumbre, marcaban un poco el paso. El teniente, un niño de veinticinco años, mofletudo y con naciente bigote tratando de imitar las guías triunfantes del Emperador, andaba al paso prusiano, con el pecho arqueado y el cuello tiero… Los miré sin odio. «Acaso está en las filas de esta tropa el que un día me matará o caerá de un balazo tirado por mí al azar en el horizonte de una batalla…» La tropa, sudorosa y polvorienta subía hacia Rothberg. Gritte y yo la seguimos con los ojos hasta el momento en que no fue más que una nube confusa de polvo que se desvanecia en la penumbra del camino. Los pinos, los cedros y las hayas, y también las rocas en que corre el libre Rotha, parecía que los miraban como nosotros. «¿ Quiénes son estos hombres armados que no habíamos nunca visto?» ¡Selvas, rocas de Turingia, libre Rotha, miradlos bien; son vuestros dueños que pasan! Y, por ellos, estás más vencida que nosotros, vieja Alemania. La carretela volvió a tomar el trote hasta llegar a Steinach. Gritte y yo no hablábamos y nuestras manos seguían unidas. Sentíamos el uno y el otro que se rompían los últimos hilos, entre nosotros y aquel suelo extranjero, y esto nos hacía aún algún daño; pero en medio de la inevitable melan-
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colía de los viajes, empezaba a surgir en nosotros la alegría del regreso. Al pasar por lo parte vieja de Steinach se evocó en nosotros la imagen de la prometida de Moloch, con su pañoleta cruzada castamente en el pecho y sus rizos a la inglesa alrededor de la cara, escapándose de su casa para ir a reunirse en Hamburgo, con el novio proscripto… En la estación de steiriach encontramos no pocos viajeros con destino a Erfur, pero no a los Moloch. Cuando facturamos los equipajes, entré un instante con Gritte en la fonda. La cara de la señorita Binger se iluminó al verme como si me hubiera estado esperando para recobrar toda la alegría de su vida. -¡Oh! señor doctor, cuánto se hace usted desear... ¿Va usted a Carlsbad con su hermanita para reunirse con S. A. la Princesa? La fondista me echó al decir esto una mirada llena de misterio. -Precisamente -respondí divirtiéndome en confundir las cosas en el estrecho cerebro de la cajera. -No hay medio de ocultar a usted nada Pero mientras viene el tren, ¿quiere usted darme una tarjeta postal de Steinach?…Mire usted, ésta... que representa la estación sencillamente. Mientras Gritte examinaba los carteles, escribí con lápiz la dirección consabida a Carlsbad, y en el otro lado estos dos versos del Intermezzo:
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«Espesas tinieblas me envuelven, mi bien amada, desde que ya la luz de tus ojos no me deslumbra… Después fuí a echar yo mismo la tarjeta en el buzón de la estación, consciente de realizar así un acto equitativo de política sentimental. Pero me daba cuenta de que para ser sincero hubiera tenido que escribir en la tarjeta postal precisamente lo contrario de los versos de Heine. Porque entonces era cuando empezaba a ver claro en mi corazón y me parecía, que toda mi ventura, retrocedía a un pasado lejano y quimérico y que se reducía a un sueño ligero. «¡Cóma! -pensé- ¿No ha sido más que esto?» Antes de entrar en la estación, eché, con todo, una mirada de despedida a Steinach, que con su aspecto prusiano me desagradó una vez más. «Alemania prusiana -le dije,- falsa Alemania, no te echaré de menos, ni conservarás nada de mi corazón ... Cuando estaba así hablándome a mí mismo, vi que un soldado, que tenía dos caballos del diestro, me saludaba con un movimiento de cabeza. Y conocí que uno de los caballos era del Príncipe Max. Al entrar en la sala de espera, vi al Príncipe hablando con Gritte. -Está mal -me dijo en un tono de dolorido reproche que me conmovió,- está mal haber querido marcharse sin despedirce de mí... -Querido Príncipe -respondí,- yo también siento separarme de usted. Y por eso he querido ahorrarnos la tristeza de la despedida. Pero ya que está usted ahí, déjeme decirle lo feliz que me hace el encuentro. ¿Le han indultado a usted? 304
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-No -respondió (y la malicia de la infancia borró la tristeza de su cara)- he roto el arresto, sencillamente. Hoy todo está revuelto en el castillo a causa de la llegada de los prusianos... Me doblarán el arresto, pero me es igual. No me aburrirá menos libre que encerrado, ahora que voy a estar solo. En este momento una aguda voz de disputa hizo volverse a todas las cabezas de la sala. Y nos vimos a Moloch con la cara llena de polvo y sudor y gesticulando con los dos brazos, uno de los cuales blandía el polvoriento sombrero de copa y el otro un saco de viaje. -Mi caja de insectos -decía,- ¿quién me ha robado mi caja de insectos?... Hay en ella un lepidóptero que vale ciento cincuenta pesos. Y toda la flora del valle del Rotha... Me han robado mi caja de insectos mientras facturaba mi equipaje... Voy a pedir indemnización a la Compañía. Soy el profesor Zimmermann, de la universidad de Iena. La Moloch llegó a tiempo para calmar esta cólera pues traía la caja verde. Los concurrentes manifestaban cierta curiosidad alrededor de esta pareja, pero me pareció que la miraban con menos simpatía que en Rothberg. Steinach está francamente prusianizado y eran conocidas las opimones del doctor, así como su reciente aventura. Gritte, el Príncipe y yo fuimos hacia ellos, y el Príncipe saludó al doctor, que manifestó una viva sorpresa. -¡Ah! Monseñor, ¿una escapatoria? ¿O lo envían a usted a acabar sus estudios en Iena, bajo mi férula? -Me vuelvo en seguida al castillo -dijo Max un poco cortado;- he querido solamente despedirme de mi profesor... 305
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y de usted. ¿No me guarda usted rencor? -añadió el Príncipe en voz baja. -Ni el más pequeño, querido Príncipe -respondió Moloch. Y añadió dándole la mano: -Mi único deseo es que este incidente le conserve el sentido de la justicia, ya que está usted destinado a ser un día pastor de hombres. Max la dio un abrazo y le besó. Después hizo lo mismo con la Moloch y conmigo. Solamente Gritte no había sido besada, y el Príncipe se volvió hacia ella con una vacilación enteramente cómica. Ya el jefe de estación, con su rojo traje de general de opereta, estaba haciendo retroceder a los viajeros con fuertes invectivas, pues se aproximaba el tren. Gritte se puso muy encarnada. -¿No da usted un beso a su amiguita? -dije a Max. Los dos sonrieron y, con gran embarazo, se dieron un primer beso muy ceremonioso. Vi, sin embargo, que la mano de Gritte estrechaba un poco nerviosamente la mano de su amigo. -¡Eneantadores! -exclamó la Moloch. Y sus tiernos ojos se llenaron de lágrimas. Llegó el tren rechinando y exhalando como grandes suspiros por todos sus frenos. Moloch se precipitó el primero a un estribo y trató en vano de abrir una portezuela. Se la abrimos y entramos todos en el vagón.
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El Príncipe cerró la portezuela y siguió hablando con Gritte y conmigo mientras los Moloch instalaban en el fondo del coche los sacos de viaje y la preciosa caja verde. Los ojos de Max, que no querían llorar, miraban a Gritte con expresión de tierno reproche. Después se fijaron en mí, y mi corazón se oprimió, pues a través de aquellos ojos, tan parecidos a los de su madre, había visto el alma de Elsa que me decía lo que la de Max a Gritte: -¿Qué te he hecho? ¿Por qué te vas? El rojo jefe silbó. Estreché la mano del Príncipe y Gritte le dio la suya, que él besó al vuelo. -¡Adiós! -dijeron los Moloch echándose encima de nosotros. Los músculos del tren se contrajeron y la locomotora arrojó de repente su poderoso aliento. Max seguía en pie en el estribo. -¡Hasta la vista, en París! -exclamó Gritte conmovida. El Príncipe saltó al suelo, y le oímos murmurar todavía: -¿En París? ¡Ay! jamás iré…
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