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Un manual de Historia de España para Juan II: La Suma de las Crónicas de España de Pablo de Santa María. José Luis Villacañas Berlanga Preocupada por la tradición alfonsina y su transmisión, por la ingente cantidad de versiones y crónicas que produjo el taller de la corte del rey Sabio, así como por la nueva emergencia de la gran cronística de Alfonso XI, la escuela de Diego Catalán, continuada con eficacia los profesores Fernández Ordóñez y por Mariano de la Campa, que ha producido hitos científicos dignos de reconocimiento y admiración, apenas ha prestado atención a esta “Suma de las Crónicas de España”, que en su día iniciara don Pablo de Santa María, obispo de Cartagena y de Burgos, antiguo rabino de la aljama de la capital castellana. Desde luego, ni siquiera los estudiosos de su obra, que todavía espera el análisis oportuno en relación con la tradición humanista de los Martínez de Osma y de los Nebrija, han reparado mucho en esta Suma. En su discurso de ingreso en la Real Academia de la Historia, en su página 17, su mejor estudioso, Luciano Serrano, abad de Silos, se limitó a decir: “pasamos por alto un Epitome de la Historia de España, que nunca ha sido publicado y que Pablo de Burgos escribió para instrucción de su pupilo, el rey Juan II.” Con estos antecedentes, no es de extrañar que Gómez Redondo, en su monumental Historia de la Prosa Medieval Castellana, no haga mención a esta obra. En suma, no parece que esta obrilla haya merecido la atención del investigador ni desde el punto de vista de la filología, ni desde el punto de vista de la literatura, ni por supuesto desde el punto de vista de las ideas políticas. En realidad, deberíamos organizar algún estudio sobre la familia Santa María, desde este Ha-Levy hasta las últimas apariciones de este ilustre apellido en la tratadística política del siglo XVII, como ese Juan de Santa María y Portocarrero (15511622) a quien se debe un magnífico Tratado de la república y policía christiana para reyes y príncipes, y para los que en el gobierno tienen sus veces, editado en 1617. Y todo esto, pasando por los grandes cronistas castellanos y aragoneses, como Álvar García de Santa María o Gonzalo García de Santa María, a quien además debemos el tratado de pedagogía conocido como el Catón en latín y en romance, que editó Pablo Hurus en Zaragoza en 1494. Mencionar este librillo pedagógico, que editará pronto la Biblioteca Saavedra Fajardo, quizá sea oportuno aquí, porque la Suma que hoy publicamos es de hecho una obra de pedagogía real. Desde 1405 hasta 1419, año en que obtuvo la mayoría de edad, don Pablo fue preceptor de Juan II y si solo fue eso vino a resultas de los pactos entre Fernando de Antequera y Catalina de Lancaster, que contravinieron la última voluntad de Enrique III. En su testamento regio, nuestro rabino-obispo figuraba como canciller real y jefe familiar y político de la casa del rey-niño, así como albacea testamentario, con todo el poder que le confería ser la última instancia en la interpretación de sus decisiones finales. La configuración de dos partidos en la corte impuso otras conclusiones y en ellas la mediación de don Pablo debió de ser fundamental. Al final, el antiguo rabino cedió parte de sus atribuciones a Catalina y así se avino a ser el mero instructor del rey. Desde este punto de vista, la Suma de las Crónicas debió ser un trabajo específico de corte, destinado a ofrecer al joven monarca una idea sucinta de la historia
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de España. En este sentido, el resumen debió llevarse a cabo por el propio don Pablo, aunque como veremos, una última mano hizo adiciones suficientes para contar el final de la historia de Álvaro de Luna. Nuestro rabino-obispo no pudo hacerlas porque moría en 1435, un treinta de agosto. Mas en relación con el pasado, sus fuentes se pueden anticipar. San Isidoro, el Toledano, Lucas de Tuy, desde luego. Pero también la serie de crónicas reales de Ferrán Sánchez de Valladolid, conocida a la perfección y resumida con tino, a veces de forma literal. Sin embargo, el criterio que subyace a este manual de historia de España no es solo político, motivo central del cronista de Alfonso XI, sino moral. Don Pablo ha despreciado la vieja preceptiva regia basada en castigos ilustrados con ejemplos literarios, míticos o bíblicos, y ha preferido relatar ejemplos históricos. Aquí, la historia es la verdadera Magistra Vitae, aunque su enseñanza tiene que ver sobre todo con la ética que debe inspirar la vida del rey, una ética que define la personalidad regia en relación con sus naturales desde la práctica de la justicia y la benevolencia. Mas cuando vemos lo que en modo alguno incluye Ha-Levy en su libro de historia, descubrimos que ha eliminado de ella todo lo que puede tener naturaleza mitológica. Nada de la vieja historia nacional del Toledano, ni de la conexión directa del pueblo de los godos con Troya y Hércules, según dictaba el lugar común de la historia nacional medieval de los grandes pueblos con pretensiones imperiales. Nada, por tanto, del imaginario alfonsino ha traspasado a esta Suma de Crónicas, que no tiene una inspiración nacional. Lo único que toma don Pablo de De rebus Hispaniae en relación con los godos, a lo que reduce el largo, mítico y prolongado Laus Gotiae del Toledano, es el motivo por el cual los godos, inicialmente un pueblo asentado en “las Francias”, pasan a España. Don Pablo dice que Ataúlfo “oyó dezir las desmesuras e crueldades que los barbaros fazían en España. E moujose con grant piedat a las mesqujndades e grant quebranto que resçibían los de España e ayuntó sus huestes para los yr conquerir”. Rada escribe: “Ataúlfo, al tener conocimiento de los desmanes de los bárbaros, comenzó a apiadarse de las desgracias de los hispanos y a poner coto a las correrías de los vándalos”. [ed. Fernández Valverde, p. 95]. Sin embargo, don Pablo excluye de su relato todo lo demás, esa referencia entre el pueblo godo y la profecía Bíblica de Daniel, que debía parecerle una impostura y una invención. Frente a estas exclusiones, son relevantes las inclusiones. Así, el Toledano pasa de puntillas sobre Teodorico y desde luego nada dice sobre Amalarico. Sin embargo, don Pablo pone un breve, pero intenso discurso en boca de Teodorico acerca de las condiciones que debe tener el rey. Y así nos ofrece un nítido, sintético pero eficaz espejo de príncipes de naturaleza ética, que posiblemente sea el momento más directamente educativo de la obra y que por eso voy a repetir aquí: “E despues que ouo doze años que regnaua e veyendo cómmo Amalarico su njeto era de tal e tamaña hedat que podía regir e mantener los regnos de las Españas, los quales él regía por él, llamole ante sí e díxole: “mj [fol. 6v] fijo, vos ssodes en tal hedat que ya sabredes regir regno. E por ende qujero vos dexar los regnos que fueron de vuestro padre e cunple vos saber las condiçiones que deue auer el rey. Ca el rey deue ser sabidor e franco e libre e noble de coraçon e deue ser bien acostunbrado e tenprado e egual a todos e justiçiero e buen gouernador e ser sin cobdiçia sinon de honra e señorio e ser de muy buen conssejo e muy fuerte e esforçado en las batallas e amador de su pueblo e acresçentador de su tierra. Por ende, vos ruego mj fijo que aprendades esto que vos digo e que ayades sienpre en vuestro conssejo ommes de buenas conçiençias e sabidores e fijos dalgo e buenos conssejeros e de grandes coraçones, ca tales cunplen al rey auer en su consejo porque, quando les demandaredes conssejo en los grandes fechos, que los sepan e 2
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puedan dar. Nunca alleguedes a vos al vuestro conssejo ommes de baxa sangre e vil conciçión, ca tales commo estos non han buen conssejo en fechos de armas nj son para grandes fechos, ca estos non saben conssejar a los reys sinon en trianja del pueblo e en desauenençia de los fijos dalgo e todas malas costunbres. Esto por fazer de si grandes e ricos. La qual cosa ellos non han de su naturaleza. Ca non puede el rey auer más peligrosos enemjgos que malos conssejeros. Grant mengua es al rey conuersar con ommes viles. E por ende, vos mj fijo ruego vos, ssegunt lo que vos he mostrado, aplazed e honrrad los fijos dalgo e amad e regid bien los pueblos e a todos generalmente fazed derecho e justiçia, e assi sseredes amado e temido. Otrossi, vos mando que ayades por amjgo al enperador. E después que le ouo ensseñado e castigado, mandolo poner en vna cáthedra bestido de paños reales e entonçe le fizo a todos llamar rey. E él otorgole la tierra e mandole que regnase con el la reyna Amalasent su madre. E después que todas estas cosas ouo acabadas tornose para Ytalia e quedó Amalarico su njeto en el regno de España”. Resulta claro que don Pablo ha construido esta escena, que no tiene antecedentes en la Crónica del Toledano, porque ha visto en estos personajes un momento muy oportuno para reflejar su relación con un joven como Juan II, que pronto deberá ser rey en plenitud de competencias y que tiene como protectora a su madre. Así que en ella ha depositado su mejor enseñanza, que integra una visión del rey cristiano junto con la propia del rey justiciero. Pues ya no se trata solo de mantener la justicia, sino de “amar y regir bien los pueblos” y de mantener una justicia general. Ya no se trata de un discurso meramente formal. Al contrario, todas las medidas que se proponen tienen una aspiración bien definida: impedir la tiranía del privado. Por eso se debe honrar a los fijosdalgo y se debe elegir bien a los consejeros: porque se ha detectado que la forma específica de tiranía propia de la época está caracterizada por la elevación de un privado que desea por todos los medios escapar a una condición vil mediante la creación de un clima de discordia civil y una opresión general. Cuando vemos que una última mano añade la historia de Álvaro de Luna, no podemos evitar la sospecha de que alguien ha visto necesario contar esta parte final del reinado de Juan II para mostrar la verdad de las enseñanzas de este pasaje de la Suma. Juan II habría sometido a sus pueblos a un espanto justo por desobedecer esta enseñanza nítida de don Pablo. Muchas otras cosas se podrían decir de esta Suma de Crónicas, pues muchos pasajes son significativos. Por ejemplo, el hecho de que don Pablo subraye con claridad que había obispados hereditarios, como el de Sevilla, que pasó a los dos hermanos Leandro e Isidoro; o que el arzobispo de Toledo, san Julián Pomerio fuera converso y llegara a ser un santo doctor. Desde luego, no hay duda de que a don Pablo no le pasan desapercibidas las leyes godas que exigían la conversión de los judíos o su expulsión de España. Su visión del Islam es también negativa. Mahora aparece como un “maldito herege” que predica a “ssus pueblos locos”. No comparte don Pablo el goticismo de Rada, pues insiste de forma clara en que a partir de Pelayo, y por mucho que este fuera del “linage de los reyes godos”, “deste rey en adelante non fueron llamados godos”. Lo demás, la comparación entre el milagro de Covadonga y el milagro de los judíos atravesando el mar Rojo, se toma del Toledano. Sin embargo, pronto se ve la querencia de la familia de Santa María por Santiago de Compostela, finalmente un obispo de Jerusalén. Así, don Pablo sitúa en el mismo momento de Covadonga el cumplimiento de la palabra que Dios había anunciado a Santiago: “Verdadero es Dios que non quiso más ssofrir de vos tentar de aquellos que vio que non podemos ssofrir. Ca el contentaçion faze venjr provecho”. Nada de esta alabanza del titular de la sede de Santiago se ha de encontrar en el arzobispo de Toledo, la sede rival. Para este, la ruta de Santiago es 3
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mucho más tardía y solo pudo surgir cuando el peligro de los sarracenos había pasado. Entonces “los senderos secretos se fundieron en un camino público”, dice Rada, rechazando que el camino fuera fundado desde el inicio de la Reconquista. El gusto por Santiago de don Pablo es mucho más intenso que el del Toledano. Así, en el pasaje del sueño de Ramiro I, Rada se limita a decir que el apóstol se apareció para asegurarle la victoria. Ha-Levy es mucho más explícito y dice con claridad: “Sepas que nuestro sseñor Ihesu Xristo partió a todos los ángeles mjs hermanos todas las proujnçias de la tierra. E a mj solo dio a España que la guardase e amparase de los malos enemjgos de la fee”. El relato resulta ampliado todavía de una manera extraordinaria, con la promesa del paraíso para los que muriera en la batalla. La divisa de la hueste es para don Pablo: “Dios ayuda a Santiago”; mientras que para el Toledano es: “Dios, ayuda y Santiago”. Para el primero, Santiago es el mediador de la ayuda que recibe el ejército cristiano de España. El patronato de Santiago resulta así indiscutible y, con ello, la primacía hispana de su iglesia, de la que pronto su hijo, Alfonso, iba a ser deán. Para Rada, Santiago es una ayuda más. De ahí la atención que pone Ha-Ley en relatar que dos hombres buenos,”por ynqujsiçión”, escondieron el cuerpo del Apóstol ante el ataque de Almanzor. El Toledano es mucho más sibilino: Almanzor tiene el propósito de profanar el sepulcro del Apóstol, “pero espantado por un rayo, no se atrevió a hollar el lugar donde se creía que estaba el cuerpo del apóstol” [o. c. p. 208, sub. JLVB]. Desde luego, el Apóstol vuelve a aparece en la batalla del Salado. Baste esta pequeña comparación para entender que, cuando se lee teniendo en cuenta lo que incluye y lo excluye, el relato de la Suma de crónicas puede tener sumo interés. Hay desde luego una idea política basada en la primacía de Santiago, pero también en el reconocimiento de España como un poder exento del imperio [folios 22 y 23] y como una unidad política que, desde el tiempo de los godos, partía del supuesto de que su señorío no fuese repartido. Las pretensiones sobre Portugal no se olvidan: sus reyes estaban sujetos “a la casa de Castilla e que vinjesen sienpre a sus cortes”. De ahí la alabanza de Alfonso VII emperador, más explícita que en el caso del relato del Toledano. Todo lo demás, desde Fernando III y Alfonso X, aparece con un marcado tinte moralizante. El rey mítico es Fernando, desde luego, y su relación con Alfonso ya está dominada por la maldición condicional que lanzó sobre su hijo en el lecho de muerte. Fernando es comparado con Yspan, el primer rey de los hispanos, y por él se hace un “planto y duelo” como por ningún otro rey. De Alfonso no se canta su saber, sino que “empobreçió mucho los regnos de Castilla e de León”. Se celebran algunas cosas que hizo en el reino de Murcia, pero nada más. Ni un solo comentario sobre su legado sapiencial, que a un antiguo rabino debía parecerle extraño y sospechoso. Su aventura imperial es contada con toda crudeza, y se deja ver su ilegitimidad: “fue electo en discordia”. Desde luego, se subraya que hizo “grandissimas espenssas e a la fin fallose ende burlado”. Se sugiere su debilidad con los ricos hombres: “vinieron a la merçet del rey, ca les otorgó lo que ellos demandauan”. Jamás se duda de que Sancho IV fuese heredero de los reinos. En fin, todas las enseñanzas de Ferrán Sánchez de Valladolid son resumidas y su espíritu transmitido como un saber de la casa real, que no deja de narrar las discordias civiles de las minorías de Fernando IV y Alfonso XI con “espanto”. Desde luego no se aprueba la “cruel justiçia” de los reyes, ni la violencia política, ni la ira regia. Aquí, la Suma deja clara la sensibilidad del autor por los pueblos, por “las gentes menudas que non auja culpa”, por esa población que es destruida una y otra vez por los grandes. La violencia política y el asesinato como manifestación de la ira regia son una y otra vez denunciados y, en modo alguno, siente don Pablo inclinación a 4
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ocultar o exonerar a los reyes de su culpa. Al contrario: da argumentos a favor de que el crimen político siempre era ordenado por el propio rey, como ocurre con la muerte del arzobispo de Santiago don Suero, a manos de Pérez Curruchaño. En este sentido, la Crónica incorpora permanentemente elementos de censura sobre el comportamiento regio. Este racionalismo moral implica la eliminación de todos los componentes de magia y de profecía pagana que, al menos en los tiempos de Pedro I, tanto abundaron y que fueron recogidos en las crónicas reales de López de Ayala. El racionalismo judío es una y otra vez defendido por nuestro rabino, que dice con toda claridad que “el que cree en adeujnos peca grauissimamente contra Dios, ca va contra el ssu primero mandamjento que dize unum cole deum”. No se puede ser católico y creer en adivinos, asegura nuestro obispo. La censura puede dirigirse desde luego al pueblo entero, como en la descripción de la batalla de Aljubarrota, decantada en derrota por la “grant ssoberuja e mala hordenança” de los castellanos. Hay así una cierta objetividad, una cierta exterioridad en la escritura de Pablo de Burgos, que no se detiene cuando el relato llega a los antepasados inmediatos del rey. Así, Juan I muere “por su mala dicha e pecados”. Sin embargo, su padre, don Enrique III, es llamado con toda claridad “seruador e amparador de la republica” y es dibujado con las mejores galas. De él se destaca la “tuitio regnis” y el afecto místico que siente por su pueblo, actitudes que implican algo efectivo y concreto: que no “echó pedidos ni monedas” y, a pesar de ello, y por la buena administración, supo pagar sus soldadas a todos los hidalgos. Como es natural, alaba el sencillo hecho de que desterrara al Cardenal de España, don Pedro Fernández de Frías, un hombre bastante despreciado, y de quien Pérez de Guzmán nos ha dejado un retrato muy negativo. En cierto modo, Frías fue su rival palaciego y debió ser un clérigo a la usanza castellana. Don Pablo da el motivo: un ataque violento al obispo de Segovia cuando iba por las calles de Burgos hacia el palacio real. Las alabanzas dedicadas a Enrique III tienen una finalidad adicional: mostrar cómo su programa de gobierno debe cumplirlo Fernando de Antequera, cuya hazaña es narrada con detalle, así como su elevación a rey de Aragón, aunque aquí don Pablo no se engaña: fue preciso vencer en batalla a los valencianos, que estaban por el conde de Urgell. Todo el resto de la Suma hasta el final está destinada a mostrar la tiranía de Álvaro de Luna. La historia en este punto es de primera mano y debió continuarla alguien muy cercano a la casa de los Santa María. Hay que destacar que Luna salvó Granada, que podía haber sido conquistada, al recibir un gran tesoro del que se apropió. La discordia que levantó su valimiento, fue “ssaluo e vida para los moros”. El programa de los Trastámara, unidad y reconquista, se divisa en el horizonte. El origen del mal está en la privanza de Álvaro de Luna, desde luego, que hizo “grandes tiranjas faziendo echar muchos pechos e pedidos e monedas diziendo que era para guerra de moros e apropiáualo todo assí”. Las tiranías ahora se hacen a “los pueblos”, pero también se denuncia la privatización de la “corona real”. Su muerte es relatada de tal manera que Pedro de Cartagena no aparezca como traidor. Álvaro de Luna se alojó en su casa, pero no fue entregado por él. Fue el rey quien armó a la ciudad de Burgos y asaltó y combatió la casa de Pedro, “donde el dicho maestre passaua”. Tras tanta violencia política, la mano que escribió esta parte final de la Suma de las Crónicas, deja perfectamente claro que la muerte del privado fue por “sentencia e con pregón ençima de un cadahalso a vista de todo el pueblo”. No cabe duda de que fue un acto justo. “Plugó mucho a los pueblos e comunjdades del regno”, acaba la Crónica. Escrito privado, escolar, poco lucido. Todo esto se puede decir, sin duda, de esta Suma de Crónicas. Pero no por ello es menos significativa e importante para conocer la 5
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mentalidad de las elites cercanas a la familia Santa María de la primera mitad del siglo XV. Por eso, debía estar en nuestra Biblioteca, que por lo demás, tanta atención ha prestado a esta gran familia española.
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