HACIA LA RECONSTRUCCIÓN DEL PAÍS Territorio, Desarrollo y Política en regiones afectadas por el conflicto armado
Fernán E. González G., director Odecofi • Camilo Echandía Castilla • Ana María Arjona Ana Clara Torres Ribeiro • Clara Inés García • Teófilo Vásquez • Jorge Restrepo Omar Gutiérrez Lemus • Silvia Monroy Álvarez • Arturo García Durán • Jorge Iván González Adolfo Meisel • Gabriel Misas • Francisco de Roux • Fernando Escalante Gonzalbo Daniel Pécaut • Jenny Pearce • Mauricio García Villegas • Gloria Isabel Ocampo Ingrid J. Bolívar Ramírez • Gustavo Duncan • Mauricio Romero • Mauricio García Durán
ODECOFI / Observatorio Colombiano para el Desarrollo Integral, la Convivencia Ciudadana y el Fortalecimiento Institucional COLCIENCIAS / Instituto Colombiano para el Desarrollo de la Ciencia y la Tecnología Francisco José de Caldas CINEP / Centro de Investigación y Educación Popular
Las ideas expuestas en este libro son responsabilidad de sus autores y no re-flejan necesariamente la posición de las entidades participantes y convocan-tes al seminario.
Hacia la reconstrucción del país: Territorio, Desarrollo y Política en regiones afectadas por el conflicto armado © CINEP-ODECOFI Carrera 5ª No. 33A – 08 PBX (57-1) 2456181 • (57-1) 3230715 Bogotá D.C., Colombia www.cinep.org.co www.odecofi.org.co Editor: Fernán E. González González Coordinación Editorial: Helena Gardeazábal Garzón Corrección de Estilo: Álvaro Delgado G. Diseño y diagramación: Carlos Cepeda Ríos Carátula: Larry Escobar Impresión: Ediciones Ántropos Ltda. ISBN: 978-958-644-121-6 Septiembre de 2008 Impreso en Colombia – Printed in Colombia
ÍNDICE
REFLEXIONES INTRODUCTORIAS Fernán E. González G.
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I PARTE: TERRITORIO Y CONFLICTO
Ponencias Camilo Echandía
73
Ana María Arjona
105
Panel 1 Ana Clara Torres
168
Clara Inés García
173
Teófilo Vásquez
194
Jorge Restrepo
198
Omar Gutiérrez
205
Discusión y preguntas
213
II PARTE: ECONOMÍA Y CONFLICTO
Ponencias Arturo García
221
Jorge Iván González
237
Panel 2 Adolfo Meisel
256
Gabriel Misas
264
Francisco de Roux
269
Discusión y preguntas
281
III PARTE: CIUDADANÍA Y CONFLICTO
Ponencias Fernando Escalante
287
Daniel Pècaut
310
Panel 3 Jenny Pearce
324
Mauricio García Villegas
330
Gloria Isabel Ocampo
335
Ingrid Bolívar
341
Gustavo Duncan
346
Mauricio Romero
350
Discusión y preguntas
352
CONCLUSIONES Mauricio García Durán
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AGRADECIMIENTOS
El seminario “Hacia la Reconstrucción del País”, que originó los artículos aquí reproducidos; y el posterior ejercicio de corrección y edición de este libro, son fruto del apoyo intelectual, económico y logístico de muchas instituciones, y del trabajo esmerado de muchas personas. Nuestra lista de agradecimientos comienza por los conferencistas y autores que de forma generosa y desinteresada aceptaron participar en el evento, nos regalaron sus escritos y estuvieron siempre dispuestos a aportar correcciones y nuevas versiones de sus trabajos preliminares. A Fernando Escalante, Daniel Pécaut, Jenny Pearce, Ana Clara Torres y Ana María Arjona, muchas gracias por aceptarnos una invitación que implicó un desplazamiento de miles de kilómetros. A los conferencistas nacionales Gabriel Misas, Arturo García, Fran-cisco de Roux, Gustavo Duncan, Mauricio García Villegas, Mauricio García Du-rán, Camilo Echandía, Mauricio Romero y Adolfo Meisel les agradecemos por acompañarnos en estos primeros momentos de recorrido de Odecofi. Y a los conferencistas Jorge Iván González, Clara Inés García, Gloria Isabel Ocampo, Jorge Restrepo, Teófilo Vásquez, Omar Gutiérrez e Ingrid Bolívar, miembros de Odecofi, les damos gracias por su participación y sus aportes para el diseño del Seminario. También agradecemos a las instituciones que nos patrocinaron. En especial a Colciencias, que, además de apoyar la agenda investigativa de Odecofi, aportó también a la financiación del evento, en el que nos apoyó con entusiasmo. En especial a Angélica Barrantes, Juan Plata y Hernando Sánchez. Otras instituciones y personas como Marcela Villamizar en Ecopetrol, Everardo Murillo en ISA, Claire Launay en IRG, Hans Blumenthal y Marta Cárdenas en Fescol, Adolfo Meisel en el Banco de la República en la sede de Cartagena y Astrid Martínez y Elizabeth Melo en Empresa de EnergÌa de Bogotá, EEB, nos apoyaron en la gestión de recursos económicos de sus instituciones. Agradecemos especialmente el apoyo de la GTZ, no solo en el aspecto de apoyo financiero sino por su asesoría y acompañamiento metodológico en la realización de las mesas temáticas de discusión. Este agradecimiento se refiere particularmente a la
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ayuda prestada por Javier Moncayo y su equipo. Por último, la Universidad de San Buenaventura en Cartagena nos acogió en su sede y puso a disposición nuestra todos los recursos logísticos necesarios para la realización del evento. En especial, queremos mencionar el apoyo incondicional del padre Alberto Montealegre González, OFM, Rector de la Universidad de San Buenaventura en la sede de Cartagena, por su apoyo generoso y comprensivo tanto a la composición del grupo de Odecofi como a este seminario. Finalmente agradecemos al Centro de Investigación y Educación Popular –Cinep– y al Grupo de Investigación en Desarrollo Social –Gides– por comprometerse en la coordinación y preparación del evento. Para la preparación de la organización del Seminario en los aspectos académicos fue invaluable la colaboración de Silvia Otero como asistente de la dirección de Odecofi y miembro del grupo del Cinep. Para la parte logística y administrativa del evento fue muy importante el apoyo constante de Martha Montaña como asistente administrativa de Odecofi. Y en ambos aspectos, fue definitiva la colaboración de María Clara Torres, Diego Quiroga y Eliana Duarte, del equipo del Cinep. En el Gides, fue invaluable el apoyo de Rocío Venegas, Giselle Serrano, Ledis Múnera e Inés Fuentes. Y a las personas encargadas de la preparación y corrección de este libro: Silvia Monroy por su excelente relatoría, Diego Quiroga por la trascripción de las conferencias y Álvaro Delgado por la corrección de estilo del manuscrito final. Y finalmente, agradecemos el cuidadoso trabajo editorial de Helena Gardeazábal y la labor de impresión del grupo de Ediciones Ántropos Ltda. A todos y todas, muchas gracias por permitirnos entregar hoy el primer libro de Odecofi, que esperamos sea el inicio de una colección de publicaciones encaminadas a iluminar los esfuerzos de tantos compatriotas empeñados en la construcción de una Colombia mejor.
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REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
Desarrollo y ciudadanía en regiones afectadas por el conflicto armado Fernán González*
El presente libro, y el seminario cuyas memorias reproduce, representan un esfuerzo por crear un espacio de reflexión y diálogo entre la academia, tanto nacional como internacional, interesada en la solución del conflicto colombiano y en los esfuerzos que, desde diferentes espacios de la sociedad civil, han emprendido múltiples iniciativas de desarrollo integral, paz y civilidad en regiones afectadas por el conflicto armado. Este empeño pretende superar la tradicional incomunicación entre el enorme e importante acumulado de estudios sobre el conflicto armado que se han venido adelantando en Colombia durante los últimos años, las labores investigativas que se realizan sobre las movilizaciones sociales por la paz y la búsqueda de salidas negociadas de la confrontación y la riqueza de experiencias de múltiples organizaciones y grupos sociales encaminadas al desarrollo, la convivencia ciudadana y el fortalecimiento institucional en regiones golpeadas por la violencia, de modo que se garantice la vigencia del Estado Social de Derecho consagrado en la Constitución y las leyes. La necesidad de este intercambio nos motivó a convocar un seminario internacional dirigido a propiciar momentos de encuentro de los miembros del Observatorio Colombiano para el Desarrollo Integral, la Convivencia Ciu* Director de Odecofi, investigador del Cinep, ex director de la misma institución y profesor universitario. Politólogo de la Universidad de los Andes en Bogotá - Colombia e historiador de la Universidad de California en Berkeley.
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dadana y el Fortalecimiento Institucional (Odecofi) con académicos nacionales y extranjeros que se han ocupado de temas análogos en sus respectivos países y a escala global, lo mismo que con grupos y organizaciones vinculados a programas y laboratorios de paz y convivencia, organizaciones de cooperación internacional, programas de desarrollo, paz y civilidad y organizaciones sociales. Este intercambio permitiría establecer mecanismos de mutua cooperación, que pueden incidir en el diseño de políticas públicas más acordes con los resultados de las investigaciones académicas y la experiencia acumulada por los programas regionales. Así mismo, sería ocasión para que los acopios investigativos de la academia colombiana enderezados al diálogo se proyecten sobre los resultados de otros países. El encuentro se prestó para presentar a todos los invitados la propuesta y los avances logrados por el Observatorio antes mencionado, Odecofi, que es una asociación de grupos de investigación que ha sido seleccionada por Colciencias como centro de excelencia en el área de las ciencias sociales. La creación de esta clase de centros obedece al interés de Colciencias de apoyar un tipo de investigación que sea relevante para la solución de los problemas que afronta el país, estimule la cooperación entre diferentes grupos de estudiosos e impulse la interacción de diversas disciplinas científicas. En nuestro caso, nuestra propuesta respondía a la necesidad sentida de establecer un diálogo entre las experiencias acumuladas, tanto en las iniciativas de la sociedad civil en paz y desarrollo como en la indagación académica propiamente tal. En buena parte, esta necesidad surge de las labores de acompañamiento, asesoría y evaluación de diversos proyectos de desarrollo, paz y civilidad emprendidos por investigadores de los centros asociados, que coinciden con el creciente interés de los participantes de tales programas de sistematizar las experiencias y proyectarlas al ámbito nacional e internacional.
El desafío de Odecofi El desafío que nos hemos planteado los miembros de Odecofi puede resumirse en la siguiente pregunta: ¿es posible crear desarrollo integral y sostenible, convivencia ciudadana y fortalecimiento institucional en regio-
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REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
nes afectadas por el conflicto armado, insertadas de manera subordinada en la economía nacional y caracterizadas por relaciones políticas de estilo clientelista? La urgencia de responder a esa pregunta explica el sentido del esfuerzo combinado de los diferentes equipos asociados en este Observatorio, que intentan contribuir a la reflexión a partir de disciplinas diversas y percepciones regionales distintas. Los equipos que se han unido en este esfuerzo son: el grupo Estudios del Territorio, del Instituto de Estudios Regionales (Iner) de la Universidad de Antioquia, que tiene sede en Medellín y que se dedica al estudio de los procesos de construcción social y cultural de los territorios; el Observatorio de Coyuntura Socioeconómica del Centro de Investigaciones para el Desarrollo (CID), de la Universidad Nacional de Colombia, sede de Bogotá, centrado en los temas de la geografía económica y el desarrollo desigual de las regiones; el Grupo de Estudios en Desarrollo Social (Gides), de la Universidad San Buenaventura, que opera en su sede de Cartagena y está dedicado a los temas de desplazamiento forzado y desarrollo regional; el Centro de Recursos para el Análisis del Conflicto (Cerac), centrado en la economía política del conflicto armado y en la información estadística y cartográfica sobre el mismo; el grupo del Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia constituido como observatorio de las relaciones entre Estado y sociedad en contextos locales, enfocado en la etnografía del Estado y su construcción regional y local; y, finalmente, el equipo de Violencia Política, Paz y Construcción del Estado, del Cinep, que hace el seguimiento de la dimensión territorial de la violencia en relación con los procesos de construcción del Estado en Colombia. Esta composición de Odecofi muestra una destacada riqueza interdisciplinar, porque combina esfuerzos de economistas, geógrafos, sociólogos, antropólogos, politólogos e historiadores en la búsqueda de una comprensión compleja de la situación que afrontan las regiones colombianas afectadas por el conflicto armado y de las posibles soluciones. La combinación de equipos de investigación, nacionales y regionales, permite enmarcar estos asuntos en un contexto amplio, nacional e internacional, al tiempo que reconoce las
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particularidades de las problemáticas regionales y puede insertarse en ellas de manera creativa. En último término, la relación estrecha con las numerosas iniciativas que han surgido en esas regiones —como ocurre con los programas regionales de desarrollo, paz y civilidad— evita que los estudios se reduzcan al estrecho campo de la academia y se traduce en recomendaciones de políticas de carácter público puestas a consideración del Estado y la sociedad en general. Esta interdisciplinariedad, junto con la ubicación geográfica de los diferentes centros y programas, explica la selección de las regiones y territorios escogidos como escenarios de nuestras pesquisas. De esa manera partimos de búsquedas insertadas en los ejes macrorregionales del conflicto, como ocurre con las macrorregiones del sur-suroccidente y el oriente-nororiente del país, a cargo de los equipos del Cerac y el Cinep; las investigaciones que operan en ejes de carácter meso, como las subregiones del oriente y el Urabá antioqueños, a cargo del Iner; y la subregión de los Montes de María, entre los departamentos de Sucre y Bolívar, donde confluyen los esfuerzos del Gides, el Cinep y el Observatorio de las relaciones Estado-sociedad en contextos locales, de la Universidad de Antioquia. Incluso funciona un eje más microrregional, representado por algunas localidades del Putumayo (a cargo del Cinep) y por barrios marginales de Montería, que se enmarca en una observación más regional, relacionada con la situación de los departamentos de Córdoba y Sucre y que está a cargo del Observatorio de las relaciones de Estado y sociedad en contextos locales, que funciona igualmente con apoyo del Cinep. La combinación de equipos nacionales y regionales de Odecofi hace que estas investigaciones regionales no se analicen como casos aislados sino en relación estrecha con lo que pasa en el ámbito nacional. En ese sentido, el equipo de coyuntura económica del CID asume los estudios regionales como casos piloto que vincula con la desigualdad del desarrollo regional, la geografía económica y los cambios de la economía a escala global, mientras que el equipo “Violencia política, paz y construcción del Estado” busca interrelacionar la vida política regional y local con las transformaciones políticas del orden
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REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
nacional y mundial, teniendo en cuenta las particularidades regionales y la manera como la gente experimenta la política en su vida cotidiana. Como se deduce de la composición de Odecofi, nuestros proyectos combinan, con base en un acercamiento inter e intradisciplinar, el análisis de la manera diferenciada como el conflicto armado ha afectado a las regiones, según sean las particularidades de su configuración social, la manera diferenciada como esas regiones se han implantado en la vida económica y política de la nación y el estilo diverso como se relacionan con las instituciones estatales. Este acercamiento supone un cierto distanciamiento de las percepciones homogenizantes sobre el Estado y la sociedad que están normalmente implícitas en la formulación de políticas públicas en materia económica y política, pues estimamos que el funcionamiento de las instituciones estatales, el impacto de las reformas institucionales y de las políticas económicas y el funcionamiento de la normatividad oficial del Estado registran importantes diferencias en sus efectos, según sean las relaciones de las instituciones y las políticas públicas con las especificidades de las distintas regiones. De ahí que nuestro seminario asumiera como punto de partida la inserción diferenciada del conflicto armado en el espacio y el tiempo, expresada en las variaciones regionales y temporales del conflicto y las modificaciones de las lógicas de los actores armados, muy ligadas a los procesos de configuración social y cultural del territorio y a la inserción desigual de regiones y subregiones en la vida económica, tanto nacional como mundial. Dentro de ese marco diferenciado del conflicto y el desarrollo, nos preguntamos sobre el margen de maniobra de que disponen los pobladores en medio de la confrontación y sobre las posibilidades de sostener relaciones de ciudadanía en regiones que estuvieron o siguen estando influenciadas por los actores armados, de una u otra orientación ideológica, y que se caracterizan por relaciones sociales y políticas de corte clientelista. Estas ideas explican la organización del seminario en torno a tres grandes temas de discusión, que son introducidos por dos ponentes principales, enri-
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quecidos luego por un panel de comentaristas especializados y comentados finalmente por el público asistente. A esta organización del debate corresponde la división del libro en tres partes: la primera está dedicada al tema de conflicto y territorio; la segunda, al de economía y conflicto, y la tercera a la relación de ciudadanía y conflicto. Como conclusiones del evento —y del libro— aparecen algunas consideraciones sobre el reto de las ciencias sociales en esta temática.
Conflicto y territorio La relación entre conflicto y territorio fue introducida por dos ponencias centrales, de alguna manera complementarias entre sí: Camilo Echandía presentó su análisis sobre los cambios recientes del conflicto armado y la violencia en su dimensión territorial, mientras Ana María Arjona analizó las interacciones complejas que se presentan entre actores armados, población civil y poderes locales en regiones afectadas por la guerra. Estas presentaciones centrales fueron complementadas por los comentarios y anotaciones de un panel de especialistas compuesto por Ana Clara Torres Ribeiro, Jorge Restrepo, Teófilo Vásquez, Omar Gutiérrez y Clara Inés García.
Los cambios recientes del conflicto armado En su presentación, Camilo Echandía comenzó por reconocer que los avances del Ejército habían debilitado notablemente a las Farc, obligándolas a replegarse hacia sus zonas tradicionales de retaguardia y a disminuir notablemente sus actividades ofensivas. Estos cambios representarían una modificación del modus operandi de la guerrilla, que se limita ahora a acciones intermitentes y esporádicas regresando a su táctica original de golpear y correr por parte de pequeñas unidades, para reducir al mínimo sus bajas y costos de operación, sin comprometerse en confrontaciones bélicas directas, que actualmente le serían desventajosas. La nueva situación muestra, además, cambios en la geografía de la confrontación, que no son resultado de la iniciativa de los grupos irregulares sino, fundamentalmente, del aumento de la capacidad de combate de la fuerza pública. Debido a esos cambios en
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REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
la geografía del conflicto, la mayor intensidad de la violencia vuelve a ubicarse en zonas predominantemente rurales, normalmente apartadas de los sectores más dinámicos de la economía, que se localizan casi siempre en las áreas planas más integradas a los principales centros de la producción y el consumo. Las gráficas de Echandía evidencian, en general, un ostensible descenso de la actividad guerrillera a partir de 2003 y especialmente en 2007, cuyo nivel se asemeja al registrado en 1996, con acciones concentradas principalmente en el sabotaje de la infraestructura y no propiamente en los combates contra la fuerza pública. El autor hace notar que las estrategias del Ejército y las Farc se mueven con lógicas diferentes: la fuerza pública tiene como objetivo principal lograr el pleno control territorial del suroriente del país, mientras que las Farc han renunciado a la defensa de sus territorios tradicionales para buscar el control de zonas estratégicas que garantice su supervivencia, como en el caso del suroeste colombiano o del Catatumbo, donde la presencia de las fuerzas gubernamentales es menor. El grupo insurgente ha recurrido así mismo a ataques esporádicos en zonas diferentes de las del Plan Patriota, para tratar de diluir y dispersar el mayor esfuerzo militar desplegado contra su retaguardia estratégica. Con relación al ELN, Echandía señala que este grupo ha sido todavía más golpeado por la ofensiva militar, las incursiones de los grupos paramilitares, las continuas deserciones y las contradicciones con las Farc. Todo eso redujo su actividad, incluso la involucrada en los sabotajes contra la infraestructura económica, que antes era su operación más recurrente. La presión paramilitar, particularmente, los forzó a replegarse a zonas montañosas donde han tenido que buscar el apoyo de las Farc, con las cuales han terminado por cohabitar o actuar coordinadamente, como ocurre en las regiones más altas de la serranía de San Lucas, en el sur de Bolívar, la serranía del Perijá en el Cesar y la Sierra Nevada de Santa Marta y los departamentos del Valle del Cauca, Cauca y Chocó. En algunas regiones, grupos del ELN han consolidado alianzas con las Farc u otros destacamentos armados en su afán de garantizar corredores para el tráfico de narcóticos, aunque en otros parajes, como los departamen-
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tos de Arauca y Nariño, las dos agrupaciones continúan enfrentándose por el dominio de corredores estratégicos. En Nariño hay alianzas entre el ELN y grupos paramilitares ligados al narcotráfico. Y lo mismo ha ocurrido con las Farc en el sur de Bolívar, Urabá, Córdoba, el Bajo Cauca antioqueño, el sur del Cesar, Meta y Vichada. En cuanto a las autodefensas, es obvio que la desmovilización de buena parte de sus destacamentos provocó una importante disminución de sus actos de violencia, especialmente en Antioquia. Sin embargo, señala el autor, la persistencia de retaguardias armadas encargadas de mantener el control sobre los gobiernos locales y el negocio del narcotráfico, la supervivencia de agrupaciones que nunca se desmovilizaron, el propósito de la guerrilla de recuperar la sujeción de zonas de alto valor estratégico, el surgimiento de los llamados grupos “emergentes” y la capacidad de las Farc para realizar acciones aisladas enderezadas a multiplicar los escenarios de la confrontación, están comenzando a producir un cierto aumento de los homicidios en varias regiones del país. Las nuevas agrupaciones no tienen la misma presencia de que gozaban las que se desmovilizaron, pero cubren entre 100 y 200 municipios y cuentan con 5.000 miembros, según diversas fuentes. Su acción se localiza en La Guajira, norte y sur del Cesar, Córdoba, Magdalena, Bolívar, Norte de Santander, Urabá y el occidente de Antioquia, Vichada, Meta, Guaviare, Casanare, Arauca, Nariño, Tolima, Putumayo, Caquetá, Chocó y Caldas. Además, observa Echandía, la reducción de la violencia en las zonas controladas por los grupos paramilitares puede obedecer también a la consolidación de su dominación en ellas, que hace innecesario el recurso a la violencia indiscriminada y masiva, como sucede en los casos del departamento de Antioquia y su capital, Medellín. Este descenso contrasta con lo que ocurre en zonas donde el control territorial permanece en disputa, lo que explica el incremento de los homicidios en departamentos del sur y el occidente, como Putumayo, Valle del Cauca y Cauca; de la costa Caribe, como Córdoba, Magdalena y Cesar; del nororiente, como Norte de Santander, y del oriente como Arauca y Casanare. Es visible la lucha por el control del
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REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
norte del Valle, la salida al océano Pacífico (entre Buenaventura y Tumaco), las fronteras con Ecuador y Venezuela, los ríos del Chocó y los accesos al Pacífico desde este departamento. Por eso, concluye Echandía, no parece exagerado inferir que en el momento actual el país podría encontrase en la etapa previa a una nueva escalada de violencia.
La “agencia” de la sociedad La anterior descripción general de la evolución territorial del conflicto y su diagnóstico un tanto pesimista enmarcan las percepciones de la presentación hecha por Ana María Arjona, preocupada por dilucidar cuánto margen de acción mantiene la población frente a la presencia fluctuante de los actores armados en sus territorios. Arjona enfatiza reiteradamente la complejidad de las interacciones entre grupos armados y comunidades de las “zonas de conflicto”. En primer lugar, señala que la presencia de los actores armados es muy heterogénea, según sean las circunstancias, y que no es reducible exclusivamente a la coerción armada, pues a veces los insurgentes regulan la conducta de los pobladores en lo público y lo privado y, exigen, a cambio, retribuciones económicas. Por otra parte, pese a los altos niveles de victimización que sufre, la población no combatiente mantiene cierta capacidad de “agencia”, algún margen de maniobra: hay comunidades que han exigido explícitamente respeto por su autonomía, mientras otras han encontrado en un grupo armado una fuente de autoridad y gobierno con la que antes no contaban. De ahí la necesidad de comprender los diferentes tipos de interacción que operan entre civiles y combatientes, a fin de superar la visión dicotómica que contrapone víctimas a “simpatizantes” entusiastas, cosa que impide analizar los efectos de las complejas transformaciones que tienen lugar en estas comunidades. La asunción de las relaciones de la población con los actores armados en términos de colaboración o participación, originada en adhesiones voluntarias de tipo ideológico, suele llevar a estigmatizar a las poblaciones que de diversas maneras se relacionan con los combatientes, movidas por razones muy distintas de las simpatías ideológicas. Por eso,
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insiste Arjona, para entender la reacción de la gente frente a los armados hay que enmarcar las acciones que éstos adelantan en los contextos locales, a fin de indagar, por sus propósitos concretos, la dinámica específica que adoptan en las localidades y el comportamiento que exigen a la población. De ahí su insistencia en el carácter interrelacional de los comportamientos, tanto de los actores armados como de las comunidades. Para entender esa interacción, Arjona parte del supuesto de que los grupos insurgentes requieren crear un orden social propicio en los territorios donde pretenden establecerse: para asegurar su supervivencia necesitan abastecerse de comida, abrigo y ropa en lugares lejanos e inhóspitos, objetivo que exige cierta colaboración de la población vecina; pero, igualmente, el mantenimiento del control territorial reclama un nivel mínimo de obediencia y suministro de información por parte de las comunidades locales. En algunos casos exigen contribuciones ocasionales de la población para financiar su lucha, así como cierta legitimidad, nacional o internacional. Además, deben reclutar seguidores. Pero el orden de los actores armados no es uniforme sino que depende de la organización y del poder local previamente existentes en las comunidades: el nivel de cooperación que logran está determinado por la manera como la comunidad reacciona frente a ellos. La comunidad puede oponerse, obedecer pasivamente o brindar apoyo y obediencia, que no es siempre voluntaria ni ilimitada. La obediencia sería limitada si únicamente incluye conductas relacionadas con el uso de la fuerza, y amplia si involucra conductas en la esfera económica y la vida familiar. Un nivel nulo de cooperación puede presentarse cuando la comunidad logra oponerse por medio de la resistencia (violenta o pacífica) o la neutralidad. También puede haber niveles medios, cuando la comunidad se acomoda pasivamente a la situación y obedece en un espacio limitado de la vida local. Y hay altos grados de cooperación cuando la comunidad brinda obediencia y apoyo en múltiples campos de la vida local. Para Arjona, el problema que afrontan los actores armados en estas interrelaciones es que la coerción violenta solo logra márgenes pobres de
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REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
cooperación, muy dependientes de la amenaza creíble de represalias y reducidos al control policivo del orden local. Cuando el grupo armado está interesado en mantener el control del territorio, necesita de una cooperación estable y duradera, para la cual la violencia es insuficiente y hasta contraproducente. De ahí el imperativo de establecer un nuevo orden local, que no puede erigirse en el vacío sino a partir de un orden preexistente en la comunidad, que ya posee una forma particular de resolver sus tensiones; si el grupo armado somete a la comunidad a la fuerza, solo obtendría un nivel mínimo de cooperación, insuficiente para sus propósitos. Solo en los casos en que el poder local sea muy débil e impere la anarquía, el grupo armado puede convertirse en el gobernante de hecho: solo allí puede lograr un grado alto de cooperación, porque la débil organización social hace poco probable la resistencia. Allí su poder puede consolidarse por el papel que el grupo insurgente comienza a cumplir en la comunidad como juez, policía, conciliador, defensor del ambiente y garante del orden. Este control de la vida local puede transformar las preferencias de los pobladores y conducir incluso a la adhesión ideológica. De ahí la importancia de la segunda parte de la hipótesis de Arjona: el papel determinante del sistema de autoridad que existía previamente en las comunidades, y que está determinado por una historia en la que pueden haber intervenido múltiples factores, tales como el tipo de poblamiento, los movimientos migratorios, la efectividad del Estado, el papel de las diferentes iglesias y la presencia de actores no estatales, legales e ilegales. La relación de las comunidades frente a los actores armados depende de la existencia o inexistencia de sistemas de autoridad eficaces y arraigados en la localidad: si el sistema de autoridad es fuerte, el orden impuesto por el actor armado será predominantemente de ocupación militar, que logrará solo obediencia pasiva en lo militar y un bajo nivel de cooperación en el terreno civil. En esa situación, la población no necesita la imposición de un orden externo, que considerará como una afrenta a su autonomía; además, la existencia de estos poderes locales consolidados facilita la acción colectiva para expresar su rechazo por medio de la resistencia activa o pasiva, la neutralidad o la negociación.
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En cambio, allí donde el sistema de autoridad es intermedio, no plenamente consolidado, el grupo optará por infiltrarse en los poderes locales existentes para gobernar en la sombra: entonces la comunidad acepta la presencia del grupo armado pero limita su obediencia y apoyo a ciertas esferas de la vida local. En ese caso, la comunidad no es del todo impermeable a la acción del nuevo actor armado, porque la autoridad existente no cuenta con el pleno reconocimiento de la población y su acción es menos eficaz; allí las agrupaciones armadas recurren a la estrategia de la infiltración, mediante la penetración en sectores o individuos, lo que puede conducir a un gobierno en la sombra de los agentes armados o a la captura total del orden: en el primer caso, esto llevaría a un nivel intermedio de cooperación, con obediencia y control limitados, y en el segundo a un alto estadio de cooperación. Otra variable del problema se presenta cuando hay competencia entre los grupos armados, porque ella conduce a una opción por mecanismos de violencia y terror, que lleva a la imposición de un orden local coercitivo. Si no hay competencia, el grupo armado busca penetrar la comunidad o sectores de ella, eliminando a los que considera obstáculos para la creación del nuevo orden local que pretende instaurar. Posteriormente va ampliando su injerencia en la comunidad y adoptando medidas dirigidas a consolidar su presencia. Obviamente, el nuevo orden instaurado no es fijo ni estático sino que puede ser transformado por la llegada de un nuevo grupo armado o la presencia de otro actor que opere como detonante de la movilización social. Igualmente, el orden puede verse modificado por cambios radicales de la economía local, regional y nacional, lo mismo que por la presencia institucional del Estado o la inserción formal de la comunidad en la vida política de la región. Esta situación, sostiene Arjona, explica el recurso al terror por parte de los destacamentos armados cuando el valor estratégico del territorio hace necesario un alto nivel de cooperación, que no puede lograrse fácilmente o en corto tiempo; en ese caso, el actor armado destierra o elimina a la población y la “repuebla” con inmigrantes más “cooperativos”. Esto sucede, por ejemplo, en los anillos de seguridad próximos a campamentos importantes o a corredores de alto valor estratégico. Por eso la disputa del territorio entre dos o
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REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
más agrupaciones armadas puede alterar el horizonte de tiempo que define la estrategia del grupo en referencia; en este caso el corto plazo es prioritario, pues no se puede esperar a una consolidación lenta del orden local En estas interacciones entre población civil y sujetos en armas, subraya la autora, los intereses y cálculos racionales son solo una parte del fenómeno, lo que obliga a indagar por los distintos mecanismos mediante los cuales la dinámica del conflicto puede transformar las creencias y las preferencias de la población. En particular, es fundamental preguntarnos por la manera como los grupos armados, al insertarse en la vida local, logran despertar emociones, transformar discursos compartidos y conducir a nuevas formas de interpretar la realidad local. Por lo demás, Arjona matiza las explicaciones del conflicto armado basadas en la llamada precariedad del Estado y se acerca de alguna manera a nuestra conceptualización de presencia diferenciada del Estado. Ella hace distinción entre los casos donde la presencia de las instituciones estatales es precaria y no existen formas sólidas de autogobierno local, y las zonas mayormente insertadas en la vida política y económica del orden nacional. En el primer caso los grupos insurgentes pueden alcanzar una influencia más amplia y directa mediante un sistema de control social, pero en el segundo optan por formas de infiltración que le permiten ejercer poder de otra manera. Esta situación también incide en la diversificación de las formas de victimización de la población civil y determina las alternativas que ella tiene frente a los actores armados. De ahí que su análisis tienda a concluir que las interacciones presentadas son el resultado de los procesos locales preexistentes y no la expresión directa del respaldo a la agenda política y a la lucha del grupo insurgente. Por eso carece de todo fundamento la estigmatización que como simpatizantes se hace de los civiles que conviven con un actor armado.
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Las experiencias del Brasil, el Oriente antioqueño y las macrorregiones estudiadas por Cinep-Cerac Las ponencias centrales de Echandía y Arjona fueron comentadas por varios analistas, a partir de sus correspondientes experiencias académicas y nacionales: Ana Clara Torres Ribeiro, basada en sus estudios sobre el Brasil; Clara Inés García, que ha investigado en el oriente antioqueño, y Jorge Restrepo, Teófilo Vásquez y Omar Gutiérrez, que adelantan investigaciones del Cerac y el Cinep en el sur y el oriente colombianos. Ana Clara planteó la necesidad de adoptar marcos de análisis más generales de la situación de América Latina, que enmarca en el concepto de crisis societaria, que afecta nuestra comprensión, tanto de la sociedad como del Estado. En ese escenario conviene comprender la centralidad actual del territorio, cosa que implica una nueva mirada de las relaciones sociales, que afecta nuestras visiones de la economía, la sociología, la antropología y el conjunto de las ciencias sociales. Para ella, esta territorialización de la reflexión guarda relación con la crisis de los debates de la política: la política se territorializa pero no se discute. De ahí la importancia de discutir la centralidad de la reflexión sobre el territorio, tanto la asentada en el pensamiento hegemónico, que es el de los gobiernos, como en el no hegemónico, que reflejan diversas miradas sobre el sentido de la territorialidad como producto de la interacción entre territorio y sociedad. Por eso Ana Clara, al referirse a la ponencia de Echandía, anotó que se trata no solo de la localización de los conflictos sino del significado que para sus habitantes tienen los lugares donde se combate y de su relación con las prácticas sociales de la gente en su territorio. Para ella, Echandía mostraba una interpretación de la conflictividad que iba más allá de los discursos corrientes y ligaba las macrotendencias con las microtendencias. Como elemento subyacente en su texto, señala el no reconocimiento del opositor, con las consecuencias violentas que emanan de ese no reconocimiento. Como muestra su experiencia investigativa desarrollada en Río de Janeiro, Brasil, el no reconocimiento lleva a la fragmentación del opositor, lo que provoca
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REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
una conflictividad infinita originada en el recurso a la solución militar, que deja de lado cuestiones más complejas. Además, Torres no vio muy claro el sentido del incremento y de los cambios en las tendencias de los homicidios que fueron señalados por Echandía. Torres destacó la creación de un lenguaje interrelacional por parte de Ana María Arjona y su insistencia en los universos relacionales que son esenciales para la comprensión del conflicto. Afirmó que su propuesta es muy innovadora porque ambienta y reconoce la complejidad real de las relaciones sociales en este mundo tan violento, así como el carácter cambiante de las comunidades y las guerrillas. Clara Inés García, por su parte, se refirió a las ponencias centrales y las relacionó con su experiencia investigativa en el oriente antioqueño, que contrasta con las tipologías de Ana María Arjona. Allí no se trata de un grupo armado que se inserta en un territorio y busca la colaboración de la comunidad, sino de un orden local ya establecido que se resiste frente a los cuatro grupos armados que actúan en la región. La acción militar de las Farc, las AUC y el Ejército obliga al ELN a modificar su relación con la población, en cuyo orden social había participado antes, para adoptar pautas similares a las del resto de actores en armas. Esto explica, según ella, la reacción de resistencia de la población frente a los cuatro factores de guerra, que se concreta en la creación de uno de los más activos laboratorios de paz colombianos. Para explicar el asunto, García analiza las principales tendencias que se observan en la dinámica de transformación territorial del oriente de Antioquia. En primer lugar, el conflicto armado ha profundizado la brecha entre los “dos orientes”: el del altiplano —urbanizado, industrializado y fuertemente interconectado— y el de las vertientes campesinas históricamente periféricas y sujetas a la presencia guerrillera. En segundo lugar, ha transformado la producción de sentidos de lugar mediante la recuperación de la memoria de la movilización social y regional de finales de los años ochenta, que ha sido proyectada al presente.
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La brecha entre el oriente lejano y el cercano se produce por la reactivación de la economía del altiplano después de un decaimiento inicial, y por la desocupación del oriente lejano, cuya población campesina se desplaza como resultado del escalamiento de las acciones de las Farc y el ELN en el primer momento y del avance del Ejército en el segundo. Pero dentro del “lejano oriente” también se produce una fractura interna, ya que el territorio de las grandes obras de infraestructura recibe ahora un tratamiento militar por parte del Ejército y los paramilitares, distinto de los operativos de la fuerza pública contra la guerrilla en la zona de los “páramos”: en esta última la gente se siente víctima del Ejército y de las Farc, no de los paramilitares. Pero ahora, en la franja de los cultivos cocaleros asentados en tierras de páramo, actúan guerrillas y paras, lo que contrasta con la existencia de guerrilla en los reductos marginales del resto de subregiones del oriente. La puesta en marcha de “intereses estratégicos” en torno de la infraestructura y los cultivos ilícitos obliga a un trato diferencial de la zona de “páramos”, que la relegará a mayor abandono. Esta dislocación territorial, según García, tiene su correlativo en dos discursos contrapuestos sobre el manejo futuro de la región: uno pugna por fraguar en el altiplano una “región metropolitana” muy directamente imbricada con el área metropolitana de Medellín y que enfatiza la lógica de la competitividad y el desarrollo; el otro propugna la existencia de la “provincia del oriente antioqueño” en su integridad, que enfatiza las lógicas política y de identidad cultural. La autora subraya además el contraste del oriente con otras regiones de Antioquia, como Urabá y el Bajo Cauca: el oriente antioqueño no “produce” internamente, grupos paramilitares, sino que los recibe de regiones vecinas, como el Magdalena Medio, el nordeste antioqueño y el Valle de Aburrá. Este contraste se expresa en las diferencias que hay en el número de desmovilizados en tales áreas. Y destaca una característica importante: los grupos del ELN que operaban en el oriente (el Carlos Alirio Buitrago y el Bernardo López Arroyave) tenían una raigambre regional. Esto, opina la investigadora, imprimió un carácter especial a las posibilidades que tuvieron las primeras
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REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
reacciones colectivas contra los efectos de la guerra, pues las raíces y lazos familiares y de vecindad que mantuvieron los miembros de estos dos frentes con los pobladores de la región muy posiblemente facilitaron el éxito de los acercamientos humanitarios impulsados por alcaldes y asambleas comunitarias: los individuos armados procedían de las mismas comunidades que les reclamaban. Estos comentarios, que mostrarían un caso especial de construcción de orden social con participación de un grupo guerrillero, fueron reforzados por Teófilo Vásquez, quien destacó la importancia que Ana María Arjona otorgó a la capacidad de agencia de la población civil, lo mismo que a la no reducción de la acción de los grupos armados a la sola violencia. Sin embargo, le preocupa el exagerado carácter abstracto de su tipología y subraya la importancia de considerar las dinámicas históricas de largo y mediano plazo que dan sentido a esos procesos de construcción de tipologías. Por ejemplo, si se introduce la dimensión histórica se hace evidente que no todas las regiones de colonización son necesariamente anómicas, por los diferentes grados de cohesión social que se presentan en ellas. Hay regiones de colonización que han recibido éxodos masivos de pobladores que vienen escapando de conflictos agrarios antiguos, y estas sociedades colonizadoras traen consigo una cierta cohesión social y una cierta identidad, así su presencia sea nueva en el territorio. Es el caso de las colonizaciones armadas y de las colonizaciones con identidades partidarias previas. Con respecto de la exposición de Echandía, Vásquez señaló la coincidencia de sus pesquisas con las tendencias encontradas por las investigaciones del Cinep-Cerac y con su opinión acerca de que la confrontación armada no se enmarca en un modelo evolutivo lineal sino que su lógica depende de los cambios de los actores armados, según sus ajustes a las coyunturas. Sin embargo, anotó algunos puntos de divergencia en torno a la correlación entre el número general de homicidios y el de los homicidios propiamente políticos: al menos en algunas regiones de la macrorregión del sur del país, manifestó, no se presenta esa correlación, aunque ella ocurre donde hay negocios ilícitos, como el de la coca.
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Jorge Restrepo, por su parte, se refirió a las presentaciones de Ana María Arjona y Camilo Echandía. Señaló también las cercanías de sus enfoques con las investigaciones del Cerac y el Cinep en las macrorregiones del sur y el nororiente del país, en lo referente a la comprensión y reconstrucción metodológicas del territorio, a pesar de las dificultades de la información geográfica. Con respecto a la presentación de Arjona, contrastó los acumulados de la discusión sobre el ordenamiento territorial, elaborados en diferentes ámbitos, con el ordenamiento territorial de hecho construido por los actores violentos, aunque destacando que éste surge por la falla de las instituciones. En ese sentido, opina que el grupo Odecofi no debería llamarse “observatorio para la convivencia ciudadana y el fortalecimiento institucional” sino observatorio del conflicto y las fallas institucionales: para él, el surgimiento de la violencia tiene que ver con esa falla institucional. Por eso, los programas de desarrollo y paz tienen que contribuir a la creación de instituciones que resuelvan de una manera no violenta los conflictos que estamos analizando y que, por supuesto, no puedan ser “cooptadas”, capturadas o penetradas por los mismos grupos violentos. Sobre la exposición de Echandía, Restrepo recoge la discusión entre violencia homicida general y violencia relacionada con el conflicto armado y señala las posibles diferencias entre los niveles nacional y regional en los distintos periodos. A propósito de la relación entre la reducción de la violencia y la negociación con los paramilitares, introduce matices regionales: “En subregiones como las de Nariño —afirma— hemos encontrado un deterioro generalizado de la situación, directamente asociado con el proceso de desmovilización paramilitar; en otras regiones y subregiones, como Antioquia y Medellín, ha sucedido lo contrario: una reducción de la violencia, pero con dificultades serias y marcadas por el miedo para la reconstrucción de la vida en comunidad sin violencia”. Por eso, sostuvo, las negociaciones de paz no bastan sino que hay que crear instituciones que resuelvan los conflictos, porque la mayoría de ellos está asociada principalmente a problemas de distribución de ingresos, acceso y uso del territorio.
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REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
En ese sentido, echa de menos en ambas presentaciones la falta de discusión en torno a las causas de la violencia y las fracturas o puntos de divergencia a las que responde: Ana María habla del control de la población mientras Echandía se refiere a la búsqueda de rentas legales o ilegales como determinantes de la presencia de los actores armados. Y subraya la interpretación de Camilo sobre los cambios que la acción del Ejército ha producido en la guerrilla, como su renuncia a defender territorios y su repliegue a zonas periféricas, cosa que estaría mostrando que su meta actual es asegurar su supervivencia. Para Restrepo, es necesario buscar apreciaciones complementarias, como la mirada sobre las divergencias de intereses y preferencias sociales y políticas en relación con las fallas institucionales, la diferente sedimentación de la sociedad, la inequidad en la propiedad de la tierra, la desigualdad del ingreso y las oportunidades. Finalmente, Omar Gutiérrez se refirió a las ponencias de Arjona y Echandía con base en el proyecto de investigación que está adelantando en el oriente y nororiente del país para la alianza Cerac-Cinep. Empezó por explicar la metodología con la que emprendió la subregionalización de esas grandes macrorregiones, teniendo en cuenta el impacto que provoca la actividad de las diferentes agrupaciones armadas y las dinámicas demográficas, económicas, sociales y políticas, así como la diversa manera de presencia de las instituciones del Estado en esos espacios. A partir de ese acercamiento, señaló que comparte la apreciación de Ana María Arjona sobre la no pasividad de los pobladores frente a la presencia cambiante de los actores armados pero anotó le necesidad de agregar una visión más histórica y cualitativa al esfuerzo lógico de clasificación que ella intenta. Para eso, aduce como ejemplos la colonización del sur de Bolívar, el poblamiento del Sarare y el proceso mítico de establecimiento de las columnas de marcha en la zona del Ariari y el Guayabero, muy ligadas a la presencia de la guerrilla desde sus inicios. Esta diferenciación explica que en algunas zonas haya una fácil implantación de grupos armados ilegales y que en otras esa implantación haya sido mucho más problemática. Además, señala la necesidad de diferenciar más claramente en ambas ponencias los niveles
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urbano y rural, y pone como ejemplo lo que ocurre en las áreas urbanas de Barrancabermeja, Cúcuta y Saravena. Igualmente el tipo de economía: la implantación de un grupo armado tiene diferentes características entre una zona de colonización campesina y una zona productora de coca. Por eso, en muchas de las regiones observadas en su trabajo de campo, él encuentra unas sociedades o comunidades organizadas, nada anómicas, en contra de lo que ordinariamente se piensa al considerar únicamente la existencia en ellas de actividades ilegales. Allí operan organizaciones, a veces ligadas con actores armados, que asumen funciones estatales, crean cierta institucionalidad y preanuncian de alguna manera cierta presencia del Estado en territorios llamados periféricos o marginados. La charla de Ana María Arjona le suscita una serie de preguntas sobre el concepto, los tipos y la permanencia de las territorialidades ante los cambios del conflicto, lo mismo que sobre la porosidad de las fronteras entre los grupos ilegales y los espacios donde ellos están presentes. Y formula una pregunta sobre la actividad de tales destacamentos en las regiones: ¿les basta una presencia militar directa o necesitan otra relación, más delicada y compleja, con la población? Con respecto a lo dicho por Camilo Echandía, Gutiérrez reitera la necesidad de advertir las diferencias rurales y urbanas, y señala que en el extremo oriente del país las Farc y el ELN no se han replegado hacia las zonas periféricas y selváticas sino hacia las zonas de frontera y otros sitios estratégicos. Esas áreas pueden ser consideradas como periféricas si la mirada parte del centro del país, pero no lo son desde una óptica internacional. Además, aclaró que la política de “seguridad democrática” no se ha reducido, al menos en algunos territorios, al mero control militar sino que implica un intento de implementación de una nueva noción de lo público, un nuevo estilo de relaciones entre el Estado y la población civil. Hay algunos intentos de posicionar mejor al gobierno y al Estado por medio de los procesos electorales y del apoyo a grupos muy cercanos al gobierno, acompañados por mecanismos que integran, de alguna manera, a algunos sectores socioeconómicos, pero que marginan a otros, considerados más débiles o con menor capacidad de
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REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
representación y poder real en las zonas. Según él, esta doble situación está creando nuevas fracturas sociales que pueden alimentar así mismo renovadas expresiones de violencia en el futuro. Una vez terminados los comentarios de los especialistas se abrió la discusión general en la que los expositores y comentaristas aclararon algunos de sus puntos de vista al responder a las interpelaciones del público. Ana María Arjona afirmó que su trabajo sobre las tipologías de las interacciones entre actores armados y población civil estaba respaldado por una base empírica de estudios de caso, encuestas y entrevistas en profundidad. Por eso, agregó, el análisis teórico no descarta el trabajo de campo ni el trabajo histórico. No desconoce entonces la variabilidad de las comunidades y de los grupos armados, ni la sucesiva transformación de las comunidades por la presencia de los distintos grupos armados, pero muestra casos concretos donde una “misma” comunidad, con características culturales, étnicas e históricas comunes, responde frente a la incursión de los grupos armados con expresiones organizativas diferentes. Por su parte, Camilo Echandía definió su trabajo como un intento de interpretar las estrategias militares dentro de un cuadro más general del conflicto bélico, y señaló que su enfoque se concentra en la presentación de las tendencias más gruesas y la relación entre la continuidad de la lucha armada y las otras expresiones criminales. Aclaró algunas dudas metodológicas sobre sus datos, pero insistió en la coincidencia entre la dinámica de la violencia general y la violencia desplegada por los grupos armados y las organizaciones al servicio del narcotráfico, que ve respaldada por la información de Clara Inés García sobre el oriente de Antioquia, el Bajo Cauca y Urabá. Sobre la relación entre la violencia política y la violencia total, Echandía aclara que es muy difícil establecer cifras definitivas, debido al enorme subregistro existente, aunque es posible establecer esa correlación en regiones específicas, como los departamentos de Arauca, Casanare, Meta, Guaviare y Putumayo. En torno a las estrategias que los gobiernos locales deberían adelantar para aumentar la capacidad de resolución de los conflictos en el marco del
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fortalecimiento institucional, Jorge Restrepo reiteró su énfasis en la necesidad de ese fortalecimiento, si se tiene en cuenta que hay un amplio rango de instituciones, como las de disuasión, persuasión, inclusión, creación de oportunidades o de capacidades de desarrollo. Habló también de un proceso de victimización de las comunidades por el empleo conflictivo de los recursos agroindustriales o agroeconómicos, que obligaría a diseñar estrategias centradas en la protección de la propiedad y no de la persona. Finalmente, para el estudio de los órdenes locales, Ana María Arjona sugirió comparar una sociedad democrática con una dictadura, con el propósito de averiguar los efectos que provoca el hecho de vivir en una zona disputada donde no hay lazos constructivos con los actores armados. En esos sitios, se podrían combinar formas de reparación y reconciliación, tanto sicológicas como simbólicas, encaminadas a la superación de traumas colectivos e individuales. Pero, en casos donde se encuentre una cultura jurídica diferente de la oficial del Estado o una imagen negativa del Estado, el tratamiento del posconflicto tendría que centrarse o enfocarse en el ámbito institucional. Para recuperar la autoridad de las instituciones en una comunidad dominada por un grupo armado ilegal, sin afectar a la comunidad, habría que recurrir a esquemas de participación que permitan reconocer su proceso sin estigmatizarlo. Con respecto a los paramilitares desmovilizados, su reintegración dependería de la existencia o ausencia de simpatías con que cuenten en las regiones. Y sobre políticas de paz centradas en la sociedad y no en el Estado, considera que no ve una disyuntiva entre sociedad y Estado. En torno a la recuperación de miembros combatientes por parte de una comunidad autárquica, Arjona admitió la posibilidad de negociación en los casos en que el grupo armado ha reconocido la capacidad de resistencia de las comunidades. Y aceptó que no veía diferencia clara entre combatientes y no combatientes, consagrada en el derecho, sino que precisamente su interés investigativo se concentra en los que están en la mitad de los dos.
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REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
La problemática del desarrollo en zonas afectadas por el conflicto En una perspectiva semejante a la presentada por Arjona sobre las relaciones entre población civil y actores armados, en algunas regiones afectadas por el conflicto armado se han venido desarrollando múltiples y diversas iniciativas de la sociedad civil para buscar alternativas de desarrollo y convivencia que conduzcan a una paz sostenible. Entre ellas se destacan los llamados programas de desarrollo y paz y propuestas similares con diversos nombres, de los cuales ha sido pionero el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, liderado por el padre Francisco de Roux, ex director del Cinep y actualmente provincial de la Compañía de Jesús en Colombia. La experiencia de algunos académicos como asesores o evaluadores de varios de esos programas ha llevado a plantear preguntas sobre las posibles lecciones que pueden sacarse de las experiencias de los programas y laboratorios de desarrollo y paz para el diseño de políticas públicas y el mejoramiento de las iniciativas regionales en el aspecto económico. Más allá del impacto visible en el mejoramiento de las condiciones de vida de los participantes en los proyectos de los programas, varios economistas se preguntan sobre la posibilidad del acumulado de esas experiencias para la superación del desarrollo desigual e inequitativo de esas regiones y sobre el posible impacto de las investigaciones de la geografía económica en tales experiencias. Siguiendo el mismo estilo de la parte anterior, el tema central fue desarrollado por dos ponentes principales, Arturo García Durán y Jorge Iván González Borrero, con comentarios posteriores de Gabriel Misas, Adolfo Meisel y Francisco de Roux y un debate de los expositores con el público asistente. En primer lugar, Arturo García esbozó elementos de las complejas relaciones entre desarrollo y conflicto para resaltar la importancia central del tema de las instituciones; de ahí pasó a identificar posibles aportes de los programas regionales de desarrollo y paz, enderezados a anticipar los retos que afrontan los programas, tanto de investigación como de intervención.
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Relaciones entre economía y conflicto: aportes de los programas de desarrollo y paz García inició su intervención aclarando que abordaba el tema desde su propia disciplina, la economía, aunque reconocía que el problema del desarrollo debería analizarse en una perspectiva integral, que tuviera en cuenta los aportes de la economía, la ciencia política, la antropología, la geografía y la historia. Para él es claro que la relación entre desarrollo y paz es de doble vía: la economía influye en el conflicto y el conflicto en la economía, pero no se trata de una relación unívoca, porque la dimensión económica no es el único determinante de la guerra o la paz en una región, pues hay que considerar otros factores, como los políticos y los institucionales. Entre los factores económicos que pueden incidir analiza la pobreza, la inequidad y las formas organizativas de la producción. Con relación a la pobreza, es obvio que la mayoría de los conflictos se presenta en países pobres; en ese sentido, el caso de Colombia, una nación de ingresos medianos, es un tanto insólito. En los países pobres la opción por alistarse en un grupo armado ilegal o involucrarse en cultivos ilícitos puede ser atractiva para los que tienen poco o nada que perder. Sin embargo, no es un factor que explique la existencia de una insurgencia, que está ausente en muchos países de extrema pobreza. En Colombia, el mapa de la violencia tiende más bien a coincidir con las regiones de rápido enriquecimiento. En nuestro caso, para obtener una explicación más certera, sería más conducente, en vez de acudir a los sectores que generan valor agregado, donde el trabajo tiene una participación significativa en la producción e impulsa una mejor distribución, recurrir al estudio de la inequidad, especialmente en regiones de explotación de recursos naturales —petróleo, carbón, ganadería extensiva, esmeraldas, banano, coca—, donde la riqueza está más asociada a la extracción de rentas y el mercado no estimula la mejor distribución de la riqueza. En tercer lugar, García consideró la relación del conflicto con la forma de organización de la producción. Para ello, comparó el contraste entre la economía del Eje Cafetero, centrada en pequeñas y medianas parcelas, y la
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REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
economía de las grandes haciendas de la cordillera, con el dilema actual de la palma aceitera entre un modelo monocultivador de plantación y un esquema de pequeñas parcelas, combinado con otros productos. La contraposición de los dos modelos tiene implicaciones diferentes para la política y la economía, las directrices ambientales y la seguridad alimentaria. Además de este ejemplo, el autor subrayó la importancia de los encadenamientos productivos para el desarrollo regional: es muy distinto un producto que se vuelve motor de otra serie de actividades económicas de una región, que un producto de enclave que deja muy poca riqueza en la región. Como no siempre es posible alcanzar un encadenamiento productivo, habría que recurrir a impuestos locales o regalías para lograr la distribución equitativa de los recursos creados como sustituto de esos encadenamientos. Si no hay encadenamientos productivos ni reinversión de la riqueza por la vía fiscal, la creación de bienes es altamente inequitativa y se presenta la coexistencia de gran prosperidad y enorme pobreza, nada favorable para la paz y el desarrollo. Después de considerar el impacto del desarrollo sobre el conflicto, García pasó a analizar los efectos negativos del conflicto sobre el desarrollo. En primer lugar, dijo, eso obliga a dedicar recursos para dotar a los ejércitos, en vez de destinarlos a actividades productivas y servicios. Las fuentes de financiación de los actores armados son, para el caso colombiano, los cultivos ilícitos, el robo de gasolina, el secuestro, la extorsión y el saqueo del erario público, que desestimulan la actividad productiva y se expresan en deficientes servicios públicos para la comunidad. Además, las actividades vinculadas al narcotráfico provocan cambios culturales, como la cultura del dinero fácil, que atenta contra la creación de riqueza y desestimula la actividad legal. Según García, todos estos problemas tienen como origen la incapacidad del Estado para mediar en los conflictos, garantizar condiciones mínimas de vida y reprimir conductas que contradigan los acuerdos básicos. Esta falencia institucional se presenta especialmente en los rangos locales del Estado, pero en todos los niveles brotan las contradicciones de un modelo institucional estandarizado que no tiene suficientemente en cuenta las particularidades regionales. Obviamente, a esta incapacidad del Estado corresponde una falla de la sociedad, que se ha mostrado incapaz de elegir gobiernos capaces de manejar esos problemas.
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En ese contexto general, Arturo García ubica los posibles aportes de los programas de desarrollo y paz, los PDP, cuya responsabilidad destaca por los relativamente altos recursos que han recibido y por las expectativas que han despertado. En primer lugar, señala el hecho de haber erigido la dignidad humana como punto de referencia para la valoración de las alternativas de desarrollo y haber propuesto como única alternativa una intervención integral que incluya la atención humanitaria, el desarrollo de una base económica y la reconstrucción de lo público. Luego, la promoción de valores de honestidad, transparencia y participación, lo mismo que la prioridad dada a la inclusión social como prerrequisito para el desarrollo de grandes proyectos. El principal aporte de los PDP es, según este autor, la vasta muestra de experiencias concretas donde se han aplicado esos principios. Sin embargo, sostiene García, los PDP tienen todavía por delante un largo camino de retos: la necesidad de diferenciar entre problemas de atención humanitaria y posibilidades de desarrollo, sin forzar el paso de los primeros a los segundos; el diseño de una visión coordinada de las regiones; el enfrentamiento a los círculos viciosos en los problemas de correlación especial, y finalmente el reto de que su mirada trascienda el microescenario y se proyecte hacia horizontes más amplios. Para ello es necesario abandonar los entornos geográficos no favorables, que necesitarían un gran esfuerzo para ser alterados, y garantizar masas críticas mínimas, ya que acciones marginales y de escaso impacto se diluyen en el espacio y el tiempo: hay que asegurar concentraciones territoriales mínimas, sin hacer imposible la atención a todos los municipios que lo necesitan. Para ello debe trabajarse en la propagación de impactos mediante la réplica de experiencias exitosas, la expansión de las que ya funcionan, la búsqueda de encadenamientos y el efecto en las políticas públicas. Tales efectos podrían lograrse con el acompañamiento a la formulación o ejecución de planes de desarrollo municipales, la formulación de políticas públicas en asuntos específicos y el apoyo a las iniciativas de otros PDP en sus campos respectivos, que puedan proyectarse a escala municipal o regional, lo mismo que el asesoramiento a otros programas o iniciativas similares.
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Además de estos aportes específicos, los PDP deberían participar en debates públicos sobre asuntos estratégicos del país, como el acceso a la tierra, la distribución del ingreso, el desafío ambiental y la negociación con grupos armados ilegales. García señala como reto central el problema del aprendizaje y la sistematización de las experiencias acumuladas por los PDP para su proyección en políticas públicas. En las conclusiones de su exposición García comparó esas experiencias exitosas con otras fallidas, para destacar dos diferencias fundamentales. En primer lugar, la aproximación integral a los temas que combinan el acercamiento de la economía y la consideración de procesos organizativos, dinámicas políticas y desarrollo institucional. La división de las ciencias permite profundizar en los problemas pero limita la necesaria visión de conjunto: la aplicación de la ciencia económica como el estudio del uso eficiente de los recursos escasos necesita de instituciones adecuadas y socialmente aceptadas. En segundo lugar aparece la capacidad de aprender de las experiencias desarrolladas, que a veces no se logra, por la falta de una sistematización rigurosa de las mismas. De ahí la importancia de la inversión en la investigación, en contra del criterio cortoplacista de atender rápidamente a las poblaciones necesitadas. En ese sentido, concluye García, los PDP pueden ser considerados como proyectos de investigación aplicada que contribuyen, en términos de apropiación social del conocimiento, al beneficio de las poblaciones afectadas por el conflicto armado interno.
Una mirada a los PDP desde el circuito económico de Lonergan En un sentido similar, la presentación de Jorge Iván González Borrero también partió de su visión sobre los programas de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, pero con una referencia teórica a las ideas básicas del concepto de circuito económico desarrollado por Bernardo Lonergan, filósofo y teólogo jesuita, cuyas implicaciones quiere aplicar al análisis de los laboratorios de paz, los PDP e iniciativas similares. La obra de este autor ha inspirado tanto la reflexión teórica como la formulación de diversos proyectos de desarrollo de Francisco de Roux, que encuentran su culminación en la propuesta del PDP;
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igualmente, ha alimentado buena parte de la reflexión y las investigaciones de Jorge Iván González.1 De acuerdo con González y de Roux, la concepción lonerganiana de circuito económico es un instrumento adecuado para entender la forma como interactúan los PDP con su contexto regional, al mostrar la dinámica de la producción de excedentes: la situación ideal sería que la población y la región que arrojan excedentes puedan disfrutarlos, pero la realidad de muchas regiones, como el Magdalena Medio, es que no pueden mejorar su nivel de vida a pesar de las riquezas que producen; es más, en algunos casos la bonanza económica provoca el deterioro de las condiciones de vida de la población. Para el caso del Magdalena Medio, González recoge la afirmación de de Roux en el sentido de que su estructura económica no conduce a la acumulación de excedentes en la región, sea por las fallas del capital social, sea por la manera como su producción se articula con los circuitos económicos regionales o nacionales o por el tipo de comportamiento de dichos encadenamientos. Si parte de esos excedentes se invirtiera en la región, podría acelerar las economías locales y regionales. Contra esa estructura, los PDP apuntan al disfrute colectivo del excedente producido. Para ello, recurren a la idea del circuito lonerganiano, de acuerdo con el cual, para que la mayoría pueda apropiarse de los excedentes hace falta una mediación redistributiva entre la producción de bienes básicos y los excedentes, ya que las fuerzas autónomas del mercado no garantizan que el cierre de los circuitos favorezca el mejoramiento del estándar de vida. De ahí la necesidad de incidir en la política fiscal a través de las instancias nacionales, regionales y locales, que tienen capacidad de modificar la función distributiva.
1 El pensamiento económico del jesuita canadiense Bernardo Lonergan (1904-1984) es relativamente desconocido en nuestro medio, pero sus ideas sobre la circulación buscaban una reorientación fundamental de la macroeconomía: en 1930 la depresión de Canadá despertó su interés en el estudio de la naturaleza de los ciclos económicos. Estos acercamientos a la economía se plasmaron en dos trabajos: For a new Political Economy y An esssay in circulation analysis. A pesar de que sus horizontes intelectuales abarcaban la filosofía de la historia, la cultura y las ciencias sociales y económicas, es más conocido por sus obras teológicas y filosóficas, como su libro Gracia y libertad: la gracia operativa en el pensamiento de Santo Tomás de Aquino, Verbum:Word and Idea in Aquinas,; su libro Insight: a study of human understanding busca acercarse al acto de entender como condición de posibilidad de la epistemología, la metafísica, la ética, la teología, con referencias al entender en ciencias naturales, matemáticas, física e historia. Su libro Method in Theology pretendía incorporar las ciencias históricas en la teología.
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Para eso González presenta una relectura de la idea lonerganiana de circuito económico y ahonda en algunas de sus intuiciones básicas, a fin de rescatar las potencialidades del análisis dinámico de los circuitos. Para Lonergan, la finalidad última del proceso productivo es mejorar el nivel de vida, lo que no se logra cuando solo se busca aumentar las ganancias. Para ello, el proceso productivo debe estar mediado por una función distributiva. La intuición básica de Lonergan consiste en que, cuando la economía avanza, la función distributiva debe hacer que los excedentes se reflejen en un mejor estándar de vida de la población. Por eso considera inaceptable que los excedentes se destinen a la producción suntuaria, cuando todavía hay necesidades básicas insatisfechas en la mayoría de la población. Para él, la causa de la recesión es precisamente la ruptura entre las dinámicas de las máquinas y las de los bienes básicos: cuando los excedentes se destinan a la producción de bienes de lujo solo se benefician unos pocos, porque la mayoría de la población no tiene la capacidad adquisitiva para adquirir tal tipo de bienes. En resumen, la distribución debe permitir que el aumento de los bienes de capital se manifieste en un crecimiento de los bienes-salarios; si la producción se concentra en bienes suntuarios, que solo una minoría puede consumir, no se incentiva la demanda agregada ni se favorece el bienestar de la población. Por eso, para lograr la apropiación del excedente producido los PDP necesitan la mediación de la función distributiva. Por eso mismo los niveles territoriales deberían tener la autonomía fiscal de una instancia con capacidad distributiva. Desde esta perspectiva, el circuito lonerganiano no puede operar en regiones como el Magdalena Medio, los Montes de María o el oriente antioqueño, porque allí no se ha constituido una unidad fiscal autónoma. La organización institucional más cercana sería una asociación de municipios con criterios impositivos homogéneos (impuestos predial, de plusvalía, de industria y comercio, etc.). Es un error pretender que haya transferencias de excedentes dentro de zonas inhabilitadas para realizar tareas distributivas. Sin embargo, anota González, la importancia central que Lonergan atribuye a la función distributiva no está acompañada de un análisis sobre las tareas del Estado, que serían necesarias para lograr la transferencia óptima de recursos.
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Otra limitación de los PDP que señala González, a partir de Lonergan, es que a veces no tienen en cuenta los obstáculos estructurales que limitan los encadenamientos dinámicos: entre los principales limitantes estructurales hay que considerar el crédito, las vías de comunicación y la tierra, que afectan el ciclo puro e impiden el cierre del circuito. Para Lonergan, la disponibilidad de crédito nuevo es una condición indispensable para que no haya interrupción en el dinamismo del ciclo puro. Sin vías no se consolida el mercado interno. Y sin la distribución de la tierra no es posible la competencia. El proceso de creciente concentración de la tierra que viene soportando Colombia en los últimos veinte años es incompatible con el ciclo puro lonerganiano. González aclara que la lucha contra la concentración de la tierra no implica necesariamente reforma agraria: el cobro adecuado de los impuestos prediales sería un mecanismo alternativo. En resumen, mientras en Colombia no se consolide el mercado interno, es imposible el funcionamiento adecuado del ciclo económico. La importancia del tema distributivo debería conducir, en la perspectiva de Lonergan, a que los PDP reconozcan la importancia de las instancias políticas que determinan la función distributiva y, en segundo término, a poner en evidencia los obstáculos estructurales que impiden el cierre del circuito. Mientras no exista una ley de ordenamiento territorial, la función distributiva pasa por las asociaciones de municipios y por los departamentos. Esto debería conducir a rescatar la tarea fundamental que debe cumplir la democracia representativa, pues los concejos municipales suelen ser muy tímidos en la aprobación de impuestos distributivos, especialmente los que tienen que ver con la gestión del suelo (predial, valorización y plusvalías). En resumen, la idea del circuito lonerganiano, con la importancia que otorga a la función distributiva, conduce necesariamente a la necesidad de recuperar la política en los espacios locales y regionales. Esto nos conduce al tercer tema de nuestro seminario, centrado en las posibilidades de la vida ciudadana en contextos marcados por el conflicto armado y por relaciones políticas de corte clientelista.
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REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
Los PDP en el contexto de la economía nacional y regional Las presentaciones de García y González fueron reforzadas por un panel de especialistas. Gabriel Misas situó la discusión sobre el modelo económico de los PDP en el contexto de la evolución de la economía nacional, mientras Adolfo Meisel señaló que el modelo de desarrollo imperante producía una ampliación de las desigualdades regionales, que se hacía evidente en el caso de la costa Caribe. Francisco de Roux, por su parte, amplió la exposición de la experiencia concreta del Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio. Misas inició su comentario sobre la intervención de Jorge Iván González basada en Lonergan partiendo del análisis de lo que ha sucedido en el último medio siglo en la vida económica del país, cuando del régimen de acumulación basado en la sustitución de importaciones se pasó al modelo de apertura económica. El paradigma de la sustitución de importaciones pretendía impulsar el desarrollo a partir del fomento del mercado interno mediante la imposición de altos niveles de protección en favor de la producción nacional, tanto agraria como industrial. En los comienzos del proceso, en los años treinta, predominaban los bienes agrícolas sin procesar, algunos productos procesados y servicios públicos, sin que hubiera un proceso de distribución que pudiese sostener una gran demanda de bienes manufacturados: la producción industrial colombiana se caracterizaba por una gran gama de bienes ofrecidos en pequeñísimas cantidades, y más de la mitad de la población estaba en el sector informal. Por ese motivo el modelo fue incapaz de inducir un proceso generalizado de desarrollo. En el modelo de la apertura se suponía que iba a producirse mayor inclusión y una ruptura de los monopolios, pero lo que ocurrió fue algo muy distinto: una pérdida radical de la importancia de los subsectores de bienes intensivos en manos de obra y de los subsectores que generan encadenamientos productivos. Para confirmar esta afirmación, Misas recurrió a la información sobre el grupo metalmecánico, que sufrió una caída muy drástica de su participación en la producción nacional: estas industrias emplean mano de
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obra altamente calificada y originan grandes encadenamientos hacia atrás. En cambio, el sector de transformación de recursos naturales ha aumentado de manera considerable, como en el resto de países de América Latina, pero con el agravante, para el caso colombiano, de que este proceso de transformación de recursos naturales se concentra en productos que necesitan, a su turno, un alto contenido de insumos importados. Tal ocurre con la industria textil, los aceites y las grasas. Por eso, afirma Misas, la apertura fue impulsada por la gran industria manufacturera, que reemplazó valor agregado nacional por valor agregado externo. Además, la apertura convirtió a muchas de las empresas en importadoras de bienes terminados. Esta transformación dio lugar a un descenso notorio, tanto de los salarios como de la participación de la remuneración de los trabajadores en el valor agregado, acompañado del aumento apreciable del consumo intermedio sobre el valor de la producción. Eso quiere decir que hemos tenido un proceso masivo de sustitución de valor agregado interno por valor agregado externo. La disminución de los salarios refleja un marcado desinterés del sector manufacturero frente al mercado interno, porque lo que está creciendo es la transformación de recursos naturales, que tiene un mercado exterior. Ello se refleja en la concentración de los grandes grupos económicos en la producción de bienes no transables y en las áreas que el gobierno ha privatizado, como los servicios públicos, mientras las inversiones se han volcado hacia el exterior. El mercado interno se considera marginal. Por otra parte, la adaptación de las empresas a las nuevas condiciones de la competencia internacional las ha llevado a romper los compromisos institucionalizados con sus trabajadores en el ámbito interno, y ahora recurren a la subcontratación con terceros, con lo cual se acrecienta el trabajo informal. O sea, que el modelo de desarrollo adoptado desde antes pero reforzado ahora por los procesos de apertura, no crea las condiciones para hacer que el excedente se traduzca en mayor nivel de trabajo con más y mejores empleos. De ahí la supuesta paradoja de un crecimiento de la producción industrial con un aumento del desempleo: lo que sucede es que los sectores altamente generadores de empleo han rebajado su participación en el producto y, al
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contrario, los sectores intensivos en capital han aumentado sus niveles de producción, con tamaños de plantas enormemente elevados pero que no crean encadenamientos hacia atrás. La manera como el actual gobierno concibe el desarrollo agrícola muestra una tendencia semejante: la profundización de este proceso de “reprimarización” de la economía colombiana, que necesita seguir manteniendo salarios muy bajos para poder competir en mercados que son profundamente fluctuantes. En resumen, el problema de cómo retener los excedentes de la producción en las regiones productoras y fortalecer el mercado interior de ellas no solo no se está solucionando sino que tiende a agravarse porque la única manera de crecer que la economía colombiana ha encontrado, hasta ahora, es la de disminuir la participación de los salarios dentro del presupuesto nacional, lo cual no redunda en el mayor bienestar de la población. Adolfo Meisel señaló, además, que esos modelos de crecimiento conllevan un aumento creciente de las desigualdades regionales, como puede apreciarse en las cifras del ingreso per cápita calculadas por el Centro de Estudios Ganaderos y Agrícolas, Cega. Su exposición comenzó valorando el hecho de que el país fuera pensado desde las regiones. Uno de los mayores problemas de la planeación económica colombiana, indicó, es no tener en cuenta la enorme heterogeneidad de las regiones en materia económica, geográfica y cultural. Por ejemplo, los esquemas de descentralización suponen que las regiones tienen la misma capacidad institucional y el mismo nivel de desarrollo. Con base en las gráficas que presentó, se observa que el conjunto del país tiende a nivelarse por lo bajo, mientras que Bogotá tiene un ingreso per cápita que está muy por encima del promedio nacional. Este proceso de ascenso económico y demográfico de la capital viene ocurriendo desde la segunda mitad del siglo XX y va rompiendo el equilibrio que existía, desde los tiempos coloniales, entre diversos polos de desarrollo que contaban con una red importante de ciudades intermedias. Una de las razones del auge de Bogotá tiene que ver con el aumento del tamaño del Estado. El resultado de este proceso es la configuración de una periferia compuesta por los departamentos de menor ingreso por persona, que son básicamente los de
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las costas Caribe y Pacífica, que contrasta con un área central, conformada por el eje Bogotá-Antioquia-Valle del Cauca-zona cafetera (zona andina). La pobreza relativa está en la periferia costera, donde se asienta la mayoría de la población indígena y afrodescendiente del país. Esta estructura centroperiferia está relacionada con los problemas actuales del conflicto armado. Con relación a la ponencia de García, Meisel se muestra de acuerdo con las tres variables que él señala para la distribución espacial del conflicto en Colombia —la pobreza, la equidad y la organización de la producción—, aunque considera que habría que agregar la variable geográfica de la distribución del conflicto. Destacó la anotación de García sobre la excepcionalidad de la violencia colombiana, en el sentido de presentarse en un país de ingresos medios, pero no cree que la producción de carbón tenga que ver con el conflicto. Además, dijo, es importante diferenciar el conflicto según las regiones, y subrayó que el rápido crecimiento económico de algunas de ellas tiende a estar caracterizado por una gran desigualdad de oportunidades y recursos. Opina que el caso de las zonas ganaderas de la costa Caribe tiene que ver más con las enormes desigualdades que conlleva: no son propiamente zonas de bonanza sino regiones que se han caracterizado, desde hace muchos años, por un nivel muy bajo de crecimiento per cápita, comparable con el de los países del África tropical, que son los de menor crecimiento en el mundo. Con respecto a la ponencia de González, Meisel afirmó que no veía cómo articular los trabajos de Lonergan, que enfatizan en el apoyo a la producción de bienes de consumo frente a los suntuarios, con la conclusión que deduce: la necesidad de trabajar con los concejos municipales. El investigador expresó además ciertas inquietudes sobre el tema del ordenamiento territorial, pues considera que hay pocas regiones con claras diferenciaciones en lo cultural y económico; la costa Caribe no es una región económica desde el punto de vista de muchas metodologías, pero algunos hablan de ella por razones más que todo culturales. En la parte final del debate, Francisco de Roux se mostró de acuerdo con los comentarios generales de Misas y Meisel y con las apreciaciones de García
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y González sobre el Programa de Desarrollo y Paz, y optó por referir la historia y los propósitos del Programa. Señaló que la paz depende del desarrollo que se alcance y que el Programa había optado por hacer desarrollo en medio del conflicto, sin esperar a la pacificación de la región. En segundo lugar, destacó la importancia del conflicto para la vida social: el conflicto llama la atención sobre problemas estructurales no resueltos, y por eso hay que partir de ellos para la discusión y elaboración de proyectos. En tercer lugar, se trata de un proyecto realizado con la gente y que parte de las experiencias regionales para realizar el sueño de construir una nación desde las regiones. De ahí la importancia de compartir experiencias y reflexiones académicas. Hechos estos plantamientos generales, describió la manera como se fue elaborando el mapa operativo de la región a partir de las experiencias de la gente, que quería priorizar la vida con dignidad. Basándose en descripciones muy ingenuas de las cosas, el Programa fue llegando a descripciones más exploratorias y formulaciones más rigurosas. De Roux subrayó el énfasis puesto en la dignidad humana como un punto de referencia absoluto, que sirvió de base para dialogar con los diferentes grupos armados de la región, legales o ilegales. En esos diálogos se encontraron dos perspectivas de desarrollo contrapuestas: en primer lugar, la del Estado y el establecimiento, centrada en la explotación y extracción primaria, que busca extraer los recursos naturales, renovables y no renovables, a fin de producir energía y hacer del Magdalena Medio una plataforma exportadora. Esto se explica por las potencialidades de la región, que posee carbón, oro y petróleo y tiene posibilidades de producir biodiesel. Pero en este modelo no se necesita tanta gente: bastan las 350.000 personas de Barranca, Aguachica y Puerto Berrío y la población sobrante se puede repartir entre Cartagena, Bogotá y Bucaramanga. En cambio, el modelo que propone el Programa consiste en impulsar el desarrollo con la gente, articulada con la naturaleza, por medio de la fijación de los excedentes en la región: el desarrollo que se pretende pasa por crear las condiciones para que un pueblo pueda vivir su dignidad de la manera como la gente quiere vivirla, a partir de su cultura y su identidad. Para los economistas tradicionales se trataría de convertir la necesidad sentida en
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demanda efectiva: esto se lograría por medio de los impuestos, a fin de que la intervención del Estado pueda activar las economías locales y regionales. El Programa parte de la participación de la gente en la producción para que pueda acceder a los bienes y servicios que elija. Hay que producir un flujo sostenible de la vida que se quiere, pero no basta producir cachamas sino que hay que tener un flujo continuo de cachamas durante todos los días del año. De Roux habla de la producción de pescado, que ha venido disminuyendo sistemáticamente y que tiene una gran importancia cultural como elemento esencial de la dieta, y alega que la recuperación del dinamismo de la pesca exige echarse atrás en la cadena productiva: rescatar primero los espacios cenagosos, recuperar las ciénagas, restaurar los cauces de las fuentes de agua que llenan las ciénagas y recuperar los bosques colombianos. El expositor concluye afirmando que el logro de un desarrollo que traiga la paz al territorio del Magdalena Medio, caracterizado por una cultura de enclave, es un problema político serio: la exportación del petróleo y el resto de minerales responde a un modelo económico que trata de convertir a la región en una plataforma de exportación dentro del dilema terrorismo-antiterrorismo. El modelo del Programa, en cambio, busca romper definitivamente con ese esquema por medio del diálogo continuo con los actores que están en la guerra, del lado que sea, partiendo de la dignidad humana, la seguridad humana y los derechos humanos.
Ciudadanía, soberanía e institucionalidad en regiones afectadas por el conflicto El debate sobre las transformaciones del conflicto armado, las relaciones de la población civil con los actores armados, las experiencias acumuladas en las iniciativas de desarrollo y paz, el modelo de desarrollo que eso implica y su contraste con el modelo económico, trae consigo preguntas de carácter más político. Ellas tienen que ver con las posibilidades de desarrollar relaciones de convivencia ciudadana y garantizar el funcionamiento de instituciones estatales en regiones afectadas por el conflicto armado y caracterizadas por tradiciones políticas de corte clientelista, donde el Estado está lejos de
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detentar el pleno monopolio de la coerción y la justicia. Para discutir esta temática se invitó a Fernando Escalante y Daniel Pécaut como conferencistas centrales, y como miembros del panel de comentaristas a Jenny Pearce, Gustavo Duncan, Mauricio García Villegas, Ingrid Bolívar, Gloria Isabel Ocampo y Mauricio Romero.
La preocupación sobre la debilidad del Estado En primer lugar, Fernando Escalante Gonzalbo se refirió al problema de la debilidad del Estado y señaló que, en relación con la definición clásica de Estado, surgen demasiadas situaciones extrañas como para que puedan ser simplemente descartadas como anomalías: los casos de los taxis piratas de Ciudad de México, los gobiernos paralelos del Ejército Zapatista de Liberación en Chiapas, los mungiki de Mathare, en las afueras de Nairobi, y Hezbolá en el sur del Líbano, se mueven en una situación ambigua frente a la ley y al Estado; no sustituyen del todo al Estado ni pueden tampoco prescindir de él. Y en América Latina señala el surgimiento de resultados extraños en los sistemas representativos recién restaurados: Alberto Fujimori, Abdalá Bucaram, Carlos Saúl Menem, Efraín Ríos Montt, Vicente Fox, Hugo Chávez, Evo Morales y Ollanta Humala. Allí, bajo formas más o menos conocidas, persisten el autoritarismo, la arbitrariedad, la demagogia y sobre todo la corrupción. De ahí su interés por esos que Clifford Geertz llama “lugares complicados”: ni modernos ni tradicionales del todo, ni tampoco en tránsito de lo uno a lo otro. Este interés por estas situaciones extrañas y difíciles de definir se enmarca en una preocupación por el Estado, obsesiva y desorientada, que hace parte del espíritu del tiempo. No basta recurrir al diagnóstico obvio de la inexistencia, en nuestros países, de la “cultura cívica” que el Estado moderno necesita para funcionar. Pero el problema no es moral sino de estructura política: no existen las virtudes cívicas que imagina el modelo republicano porque no existe la forma de Estado que tendría que servirles de soporte. No se puede exigir la obediencia del ciudadano a la ley cuando el Estado no es capaz de garantizar la seguridad en el orden cotidiano y hay otros actores
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con poder para imponerse o, al menos, para torcer sistemáticamente el funcionamiento de las instituciones estatales. Por eso se obedece, naturalmente, a quien puede ofrecer seguridad, bajo formas clientelistas, corporativas, comunitarias o de cualquier otro tipo. La preocupación por el problema del Estado responde a la proliferación de casos semejantes en el resto del mundo. La aparición de agresivos movimientos étnicos, religiosos, separatistas, y de catástrofes como las de Ruanda, Liberia y Sierra Leona; la inestabilidad crónica de Sri Lanka, Pakistán o Líbano; el fracaso de las políticas de impulso al desarrollo prácticamente en todas partes y el nuevo terrorismo islámico plantearon la necesidad de hacer compatible esta preocupación con el lenguaje dominante, neoliberal y democrático. En este contexto, los atentados del 11 de septiembre de 2001 convirtieron a los “Estados fallidos” en una de las preocupaciones mayores del gobierno estadounidense: esos Estados sin capacidad de control territorial, que podían servir de refugio o base de operaciones de grupos terroristas, guerrillas o redes del crimen organizado. Y el Banco Mundial cambió las condiciones para sus préstamos: sin orden institucional y Estados eficientes no es posible el desarrollo. Para algunos pesimistas, no hay solución: el modelo moderno de Estado no tiene futuro en la mayor parte del mundo; para otros, en esos lugares complicados es posible la reconstrucción del Estado mediante una combinación de reformas administrativas, fiscales y políticas que garantice la transparencia, la representatividad y la eficacia. En opinión de Escalante, parte del problema reside en que la debilidad del Estado es siempre relativa, pues depende de lo que se espere de él y de cómo se lo defina. Ordinariamente hablamos del Estado de derecho, con monopolio de la coerción legítima pero dentro de la legalidad. Además, subraya el investigador, la mayoría de los estados débiles siempre lo han sido, pero antes no se les prestaba atención, por diversas razones, entre ellas, que muchas veces se consideraba al Estado como el enemigo, cuyo poder excesivo debía ser disminuido. Se estimaba también que los estados autoritarios eran fuertes. Hoy sabemos que un Estado autoritario puede ser débil por su precaria institucionalidad, su ineficiencia administrativa o su ilegitimidad. Pero somos
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igualmente conscientes de que la liberalización y desregulación no requieren de menos Estado sino de un Estado diferente, que despolitice las decisiones y las ponga al margen de la argumentación política. Tampoco se tienen muy claros los criterios sobre la supuesta debilidad del Estado. Algunos indicadores parecen obvios, como los frecuentes golpes de Estado, los cambios constantes de constituciones, la persistencia de las guerras civiles, que tenderían a mostrar que en América Latina los estados nunca han sido fuertes. Otros índices más sólidos serían la debilidad fiscal y financiera, la incapacidad administrativa y la fragilidad jurisdiccional. En muchos de nuestros países la capacidad de recaudación de impuestos es muy baja, en parte por la pobreza generalizada pero también por la estructura impositiva, muy ligada al sistema político: pocos contribuyentes, muchas exenciones, altas tasas de evasión, predominio de impuestos indirectos y regalías. Esta baja recaudación tributaria llevaría a la debilidad financiera del Estado, cuyos recursos serían insuficientes para cumplir las funciones a las que está obligado legalmente. Y ambas cosas inciden en la debilidad administrativa basada en una burocracia mal formada y mal remunerada, sin capacidad profesional, sin incentivos serios para desempeñar su labor con honestidad y eficacia. Todo lo anterior redunda, para Escalante, en la debilidad jurisdiccional, la incapacidad habitual para imponer el cumplimiento de la ley como norma habitual, uniforme, incontestable. Esto se refleja en la impunidad generalizada, la informalización de la economía, la corrupción, el tráfico de influencias, la inequidad en la administración de justicia, la escasa presencia de instituciones estatales en algunas partes del territorio y, en el extremo, la posibilidad de “privatizar” la fuerza pública y sobornar a policías o militares con cualquier propósito. Escalante aclara que todos ellos son indicadores pero no causas de la debilidad del Estado: no se pueden tratar los síntomas sin un diagnóstico del problema, como se ha intentado recientemente, con resultados que dejan bastante que desear. Las reformas inducidas por los organismos internacionales han producido estados más rígidos, con una administración más complicada, pero también más ineficientes: o sea, estados todavía más débiles.
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El autor sostiene que ni siquiera está seguro de que la debilidad estatal sea un problema: en ocasiones, algunos rasgos de esa supuesta debilidad, como el clientelismo y el cumplimiento selectivo de la ley, pueden ser recursos indispensables para asegurar la gobernabilidad. Estas reflexiones lo llevan a pensar que el problema de la concentración del poder estatal es un problema de política práctica, que no depende solo de la ley, que puede ser incluso un obstáculo para la concentración del poder y, por lo tanto, paradójicamente, un obstáculo para la consolidación del Estado. Además, conviene siempre recordar que muchos de los estados considerados débiles, como Chad, Camerún, Nigeria o Perú, por ejemplo, han podido suprimir rebeliones, sofocar guerras civiles y movimientos secesionistas: su capacidad política no depende de criterios abstractos, sino de prácticas concretas. Estas consideraciones llevaron a Escalante a preguntarse cuál es el modelo de Estado que subyace en estas preocupaciones. Comenzó por recordarnos, en primer lugar, que se trata de una elaboración abstracta, a la cual los estados realmente existentes tratan de aproximarse pero sin reproducirla plenamente; y, en segundo lugar, que la idea de Estado es producto de la tradición intelectual europea, que pone como ejemplo los estados europeos. El contraste con este modelo ideal hace que nuestros estados aparezcan siempre como defectuosos, deficientes y limitados, que se definen a partir de lo que no son. Por otra parte, tampoco podemos descartar el modelo por ser importado, porque en América Latina lo asumimos, desde el comienzo, como nuestro ideal de organización política, que inspira el espíritu y la letra de todas nuestras constituciones. No es posible entonces, en nuestro repertorio cultural, imaginarnos otro orden político legítimo que no se base en la igualdad ante la ley, la igualdad de derechos, la libertad individual, la soberanía del Estado. Escalante afirma que el Estado consiste en dos cosas: una idea de autoridad soberana, racional y neutral, y un conjunto de prácticas concretas que despliegan esa lógica y a las que esa idea otorga sentido y coherencia. La idea de Estado hace aparecer coherentes, como partes de un todo, a funcionarios, oficinas y trámites burocráticos, pero, a su vez, las prácticas
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hacen verosímil la idea del Estado en la vida cotidiana, en la que introducen disciplinas espaciales y temporales por medio de regulaciones procedimentales y jerarquías acordes con una lógica general, ajena a la voluntad de los individuos concretos. Esto crea la ilusión de exterioridad del Estado como el corazón del modelo: la idea del Estado supone una separación nítida entre lo público y lo privado, entre Estado y sociedad, como réplica de la distinción kantiana entre el ámbito exterior de la legalidad y el ámbito interior de la moralidad; estas separaciones presumen también, en última instancia, una distinción entre el reino de la razón, impersonal y universal, y el de los intereses, emociones, sentimientos, vicios y virtudes particulares. El problema es que esas distinciones no son automáticas sino que deben ser construidas y hacerse creíbles: la lógica racional del Estado y su disciplinamiento de la sociedad, que tratan de impulsar sus funcionarios, pueden desvirtuarse cuando se aplican en lugares concretos donde existe una trama densa de relaciones de clase, étnicas o de parentesco, con estructuras tradicionales de poder no estatal, a cuyos intereses el Estado debe acomodarse. En ese campo intermedio se sitúa la actividad política concreta: en el encuentro entre dos tipos ideales extremos: el del funcionario estatal, sujeto a controles burocráticos y carente de margen personal de maniobra, y el del activista, que puede ser un cacique político o un líder social, gremial o político. Allí es posible emplear recursos del Estado con algún margen de discrecionalidad. Al respecto, Escalante recurre a ideas trabajadas por Ingrid Bolívar y nuestro equipo del Cinep sobre las negociaciones de los actores en la configuración del Estado en el ámbito regional2 y la manera diferenciada como la lógica institucional se interrelaciona con los poderes locales y regionales en esos espacios ambiguos.3 En tales negociaciones también puede apreciarse
2 Ingrid Bolívar, “Transformaciones de la política: movilización social, atribución causal y configuración del Estado en el Magdalena Medio”, en Mauricio Archila et al., Conflictos e identidades en el Magdalena Medio, 1990-2001, Bogotá, Cinep, 2006. 3 Fernán González, Ingrid Bolívar y Teófilo Vásquez, Violencia política en Colombia. De la nación fragmentada a la construcción del Estado. Bogotá: Cinep, 2003.
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la fuerza relativa del Estado, según que logre o no imponerse con facilidad sobre los poderes fácticos o quede subordinada a ellos. La llamada “presencia diferenciada del Estado” no es solo un problema de recursos económicos sino también de arbitrios políticos y culturales que hacen que las instituciones estatales sean fuertes en unos campos y débiles en otros. Incluso un mismo funcionario u oficina estatal puede actuar con perfecta legalidad en la contratación de obras públicas, pero tiene que recurrir a otros métodos para resolver una disputa agraria. Por estos matices, Escalante se distancia de las apreciaciones catastrofistas sobre la debilidad del Estado: no siempre está al borde de la guerra civil, asila a terroristas o sirve de base a la delincuencia organizada. Tampoco representa necesariamente un obstáculo para el desarrollo. Es cierto que la mayoría de las empresas prefieren las garantías que ofrecen los estados fuertes a sus inversiones, pero a veces puede ser mejor negocio invertir en estados débiles, pues la corrupción, la guerra interna y la incapacidad estatal producen oportunidades para subordinar la lógica estatal a los intereses particulares. Por otra parte, la población al margen de la economía formal no podría subsistir sin una cierta flexibilidad en la aplicación de la ley. Obviamente, la debilidad estatal es ciertamente un obstáculo para una planeación adecuada del desarrollo y una distribución equitativa de costos y beneficios. Después de este distanciamiento, Escalante se aproxima a la realidad de los estados concretos a partir de los procesos progresivos de concentración del poder en los países europeos y del consiguiente despojo de autoridad jurisdiccional a los cuerpos intermedios, pero aclarando que éste no significó necesariamente su pérdida de autonomía. Esta concentración del poder se fue institucionalizando bajo la forma del Estado, apoyándose en la integración física del territorio y en el desarrollo de mercados nacionales: esto culminó en cierta homogeneización del espacio donde los individuos se encuentran como ciudadanos, capaces de encarnar una racionalidad de validez universal de la que resulta el interés público. En ese espacio homogéneo, instituciones como los partidos políticos, las iglesias y los sindicatos aparecen como anomalías que interfieren en los procesos racionales de argumentación pero
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deben ser toleradas por razones prácticas; además, allí se hacen presentes poderes fácticos, como caciques y clientelas, que no pueden ser justificados normativamente y que obstaculizan el proceso racional de construcción colectiva que caracteriza la vida ciudadana en una verdadera democracia. El problema de este contraste entre los ciudadanos racionales, que buscan reflexiva y desinteresadamente el interés público, y las clientelas irracionales que pretenden ventajas particulares, es que tiende a convertir la defensa de la cultura cívica en lenguaje de clase. En la práctica, la diferencia es menos nítida: nunca desaparecen las estructuras intermedias como formas de reconocimiento y participación, que articulan y organizan intereses particulares y traducen —ajustan, moderan— las prácticas estatales. El supuesto básico de que las formas clientelistas son un obstáculo para el funcionamiento estatal, pues no es, para Escalante, tan obvio como se cree: en algunos casos la debilidad no es tanto un problema como una solución en situaciones donde la aplicación estricta de la ley provocaría efectos catastróficos para el orden social: la desigualdad social hace imposible el cumplimiento uniforme de la ley. En resumen, sostiene el autor, para buena parte de la población las formas clientelistas constituyen el único acceso posible al campo político y la única manera de exigir y ejercer sus derechos. Por eso, en resumen, Escalante cree que no hay necesariamente incompatibilidad entre clientelismo y ciudadanía. El investigador intenta observar el fenómeno desde el sentido inverso: ¿qué representa para el Estado ese necesario acomodo con los poderes fácticos? Normalmente se lo mira como síntoma de debilidad estatal, pero puede estimarse también como una forma de consolidar el poder político. En primer lugar, hay que recordar que el poder no es exclusivo del Estado y que la concentración del poder en el Estado no es nunca completa; por eso el mantenimiento de la gobernabilidad supone cierto compromiso con los que pueden resistirse al poder estatal. Esta situación es similar a la transición del Estado medieval al Absolutismo, lo que permite comparaciones útiles con los procesos de expropiación del poder de los notables locales, las corporaciones e iglesias, pero con una diferencia fundamental: ahora existe ya la
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forma Estado, cuyo lenguaje legal transforma prácticas e instituciones, así su autoridad efectiva sea limitada. La conversión del cacique en delegado estatal y la vulnerabilidad de los contrabandistas y comerciantes informales evidencian los cambios producidos por la figura del Estado: el encuentro de las lógicas produce una zona fronteriza que muestra, a la vez, la debilidad del Estado de derecho y la producción de una forma eficaz de poder; en esa zona coexisten los recursos y la autoridad del Estado con la arbitrariedad de los poderes sociales. En esa frontera conviven igualmente formas cuasi estatales con alguna legitimidad, como en el caso de Hezbolá en Líbano, o con prácticas predatorias dispersas, como en el Congo, Sierra Leona o extensas zonas del territorio colombiano. O partidos políticos que institucionalizan el conjunto de los intermediarios, como en el caso del PRI mexicano. Sin embargo, lo más frecuente es una forma de parasitismo recíproco: los políticos y funcionarios estatales aprovechan, desde sus posiciones, recursos del poder informal, mientras los grupos informales de poder ganan influencia al beneficiarse de la complicidad del Estado. Este panorama se torna más complejo con la globalización, que facilita la formación de mercados informales e incluye en los espacios nacionales a actores difícilmente ubicables jurídica y políticamente, como Acnur y las ONG, pero la necesidad de autorización de su presencia por parte del Estado puede redundar en el aumento de la concentración estatal de poder. O sea que, precisamente, la debilidad estatal puede inducir una acumulación de poder en redes informales, clientelas y caciques; según Escalante, este sistema ha sido llamado por Achille Mbembe “gobierno privado indirecto”,4 de manera semejante a lo que caracterizamos como “dominio indirecto del Estado” en el caso colombiano, a partir de la conceptualización de Charles Tilly.5 Para el autor, es posible que esta acumulación de poder llegue a producir un Estado más cercano al modelo, incluso a partir de conductas criminales.6 Esas zonas liminales, de gran productividad política, concluye Escalante, seguirán aumen4 Achille Mbembe, “On Private Indirect government”, en Mbembe, On the Postcolony, Berkeley: University of California Press, 2001, p. 66 y ss. 5 Charles Tilly, 1993, “Cambio social y revolución en Europa, 1492-1992”, en Historia Social, No. 15, invierno 1993, pp. 78-80. 6 Achille Mbembe, op. cit., p. 93.
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tando pero su forma concreta solo puede conjeturarse a partir del análisis de las estrategias particulares de los distintos actores en cada caso. Finalmente, el expositor terminó contrastando el proceso mexicano de formación del Estado con el colombiano. En el México posrevolucionario se produjo una temprana integración del territorio, movilidad social, reforma agraria, modernización económica y, sobre todo, un sistema de incorporación nacional de clientelas y corporaciones con el arbitraje de la Presidencia de la República, que redundó en la consolidación de la autoridad política pero no en el Estado abstracto del modelo. Apoyado en un texto de Rafael Segovia,7 Escalante sostiene que la función del Estado mexicano creció contra su voluntad pero que los grupos económicos y sociales insertados en él han dejado engastados en su proyecto modernizador unos residuos institucionales que equivalen a una planta trepadora que sostiene a un viejo edificio que ha destruido parcialmente. Los intentos de arrancar esa trepadora, en años recientes, han ido debilitando al Estado federal frente a los gobiernos locales, al aislarlo de la densa trama de arreglos políticos informales, y la pérdida de coherencia ocasionada en el sistema político nacional ha traído consigo un “retroceso” en el proceso de concentración del poder: México es ahora un Estado más moderno, más eficiente, más vigilado, pero también más rígido y más frágil.
Los problemas de la ciudadanía en Colombia ¿Cómo se puede vivir la ciudadanía en un contexto de conflicto? Daniel Pécaut señala lo paradójico de la pregunta, ya que los conflictos armados que transcurren en Colombia nada tienen que ver con los conflictos ordinarios que atraviesan las sociedades democráticas. En ese sentido, el sociólogo francés replantea la pregunta formulando otros interrogantes previos: ¿hasta qué punto se podría hablar en Colombia de ciudadanía y de instituciones más o menos estabilizadas antes del episodio de la violencia reciente? Para responder, señala tres factores que explican la tradicional estabilidad polí7 Rafael Segovia, Lapidaria política, México: FCE, 1996, p. 53.
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tica del país: la hegemonía de las elites civiles sobre las fuerzas militares, reducidas a simple fuerza policial destinada a mantener el orden público; la multiplicidad de elites políticas y económicas, ligadas a intereses regionales, cosa que impidió la concentración de poder en un Estado centralizado o en un caudillo y que terminó configurando algo parecido al modelo liberal de Estado, aunque distante del liberalismo doctrinario; y la subordinación de las clases populares a las elites por medio de los partidos políticos, que han preservado la hegemonía de las elites y se han convertido en los puntos de referencia para la actividad y la cultura políticas. A pesar de este modelo limitado de poder, en Colombia la ciudadanía ha sido siempre algo limitado, algo precario y dudoso, pues lo importante es la pertenencia a las redes de poder de corte clientelista; a diferencia de las naciones del Cono Sur, aquí no se logró ampliar la inclusión política ni configurar una ciudadanía social, con derechos sociales de carácter también universal. Aunque en los años treinta se introdujeron algunas reformas sociales y políticas, la Violencia de los cincuenta acabó con lo poco que había. No existe entonces en Colombia una verdadera ciudadanía moderna, aunque hubo siempre una muy fuerte participación política, promovida por el sentimiento de afiliación partidaria y las lealtades a las redes de los partidos. Sin embargo, precisamente la Violencia de los cincuenta produjo efectos paradójicos: reforzó la subordinación de las clases populares y mantuvo así la dupla estabilidad institucional-ciudadanía precaria; conservó el peso del país periférico y rural en la vida política de Colombia a pesar de la creciente urbanización; privilegió el empleo de la fuerza como el fondo de las relaciones sociales y políticas, más allá de las reglas institucionales y legales, convirtiendo a la Violencia en un “imaginario colectivo”, dominado por una violencia que habría regido desde siempre todas las relaciones sociales y basado en una sustancialización: la cultura “naturalmente” violenta de los colombianos. A su lado, entre amplios sectores de las clases populares, marcharía una especie de “cultura del resentimiento”, muy visible en los reclamos de Manuel Marulanda sobre la pérdida de sus gallinas y marranos en el bombardeo de Marquetalia. Se trata de una humillación imborrable que marcó para siempre
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“la identidad campesina”, así como de una interpretación de la historia a partir de una pérdida inicial. Esto condena a vivir la historia, no en relación con un horizonte de espera y de futuro, sino como una eterna repetición. Después de haber analizado los problemas previos de la ciudadanía, reforzados por la Violencia de los cincuenta, Pécaut pasó a referirse al conflicto reciente. Las estrategias de los actores armados no pueden analizarse solo a partir de sus declaraciones manifiestas, que, por lo demás, son escasas; es sorprendente el silencio relativo de las Farc, que no han desarrollado ningún cuerpo doctrinal para conseguir la adhesión de la juventud radicalizada. Además, la definición de sus estrategias se complica por la dimensión plural de sus acciones, que buscan el control de la población, la acumulación de recursos económicos y la mayor capacidad militar recurriendo a la protección o la intimidación. Y también por los cambios de procedimiento, según momentos y regiones: en algunos momentos y situaciones puede ser fundamental la dimensión económica pero en otros no; además, los actores van definiendo sobre la marcha su conducta a mediano y corto plazo, en función de las interacciones con el resto de agrupaciones armadas. En seguida Pécaut se pregunta sobre las actuaciones políticas concretas de los actores armados frente a la población civil para hacerse reconocer como actores políticos, actuaciones que resultan mucho más útiles para analizar sus estrategias que sus formulaciones discursivas. En primer lugar, recurren al control sobre los territorios y sus pobladores, de acuerdo con su importancia estratégica (corredores de comunicación, cercanía a las fronteras), la presencia de economía cocalera o de recursos mineros o la precariedad de la implantación de las instituciones estatales. Pécaut insiste en que, a medida que se prolonga el conflicto, las características sociales y culturales previamente existentes en esos territorios intervienen cada vez menos y cuenta más la dinámica misma de la confrontación. En segundo lugar, esta influencia depende cada vez menos de la adhesión de sus habitantes y mucho más del uso de la intimidación y el terror: la prioridad de los actores armados no es convencer a la población sino obtener su sumisión sustituyendo las redes políticas preexistentes y tomando el control de las instituciones locales. Y, en
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tercer lugar, ocurre la multiplicación de las atrocidades y actos de crueldad, que obligaron al gobierno a dar un tratamiento político a los paramilitares; en el caso de las guerrillas, que han perpetrado menos masacres, la manipulación de sus secuestrados, y especialmente de los “políticos”, demuestra que buscan acceder a un estatus político por esta vía. Finalmente aparece el manejo de importantes recursos económicos, entre los cuales los provenientes de la droga, estrechamente ligados a las repercusiones internas y externas del tráfico de drogas. Esas actuaciones afectan, obviamente, la relación de la población con los factores armados, analizada por Ana María Arjona, cuya exposición le suscitó algunos interrogantes. Está de acuerdo con que la inmersión de la población en el conflicto la obliga a adaptarse a la presencia de los actores armados; por eso acepta sus tipologías, que expresan las diferentes situaciones. Pero le parece demasiado simple analizar esta relación en términos de sentimientos o intereses personales, aunque ellos puedan existir en algunos momentos. Las Farc han recibido buena acogida en muchas zonas de colonización campesina y especialmente en áreas de cultivos de coca, pero las carencias ideológicas de los actores armados hacen que las adhesiones de los pobladores no puedan asimilarse a convicciones muy sólidas ni tengan tampoco un impacto profundo sobre la evolución del conflicto; lo importante es la capacidad de intimidación y coerción. Por eso Pécaut sugiere rehacer la tipología y distinguir dos situaciones: la del monopolio casi total del control local, como ha sido el caso de las Farc en algunas regiones durante muchos años y como ahora puede ser el caso de los paramilitares en otros tantos departamentos, y la situación donde ningún grupo armado tiene el control total sino que hay competencia, que representaría casos muy importantes ocurridos en Colombia en los años recientes. Allí no existen fronteras claras entre los actores armados e impera la desconfianza de la gente porque no saben a quién obedecer: es el fenómeno de la desterritorialización, que convierte al territorio en un mero campo de relaciones de fuerza, donde no juegan las preferencias individuales o colectivas de la población y menos todavía las identidades previas. Esta situación está hoy
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REFLEXIONES INTRODUCTORIAS
muy extendida: de ahí la actitud de cautela de la población frente al actor actualmente en el control, porque puede cambiar mañana. Incluso en zonas paramilitares, como Urabá, la gente acepta el dominio de los paramilitares porque restablecieron el orden, pero no se atreve a hablar de política ni a discutir las medidas de los paramilitares. La gente ha aprendido a no confiar demasiado en los vencedores de hoy, porque ellos pueden ser los vencidos de mañana. Por todo eso, Pécaut admite que existen múltiples modalidades de relaciones de la población con los grupos armados, pero lo que cuenta no es la opinión ni los arreglos entre la población y los grupos sino el poder de esas organizaciones. Más adelante Pécaut manifestó su distancia frente a la estimación del conflicto colombiano como un conjunto de escenas locales, desconectadas y autónomas entre sí. La capacidad del Frente Nacional para superar el conflicto armado de los años cincuenta se basaba en la referencia al nivel nacional del bipartidismo para solucionar los conflictos locales. Pero la situación actual es un tanto diferente. En los cincuenta existía todavía una sociedad jerarquizada basada en el respeto a la influencia de los notables sobre las redes de poder. Ahora esa jerarquía fue trastocada por la economía de la droga: clases emergentes ascendieron al poder local y, a veces, hasta al nacional. Pero esta ruptura de la estructura jerárquica no produjo una sociedad más igualitaria sino una profundización de las desigualdades sociales. El resultado es un fenómeno general de “desafiliación” que debilita la identificación colectiva: solo quedan adhesiones instrumentales o un individualismo “negativo”, que no es portador de una pretensión emancipadora. Sin embargo, Pécaut acepta la posibilidad del surgimiento de redes horizontales que expresen nuevas formas de solidaridad y resistencia, aunque por ahora carezcan de expresión política. Por ejemplo, entre los desplazados que hay en Colombia se mantienen formas de solidaridad y, más generalmente, de “civilidad”. Pero la civilidad es solo un componente de la ciudadanía, pues no implica necesariamente adhesión a las instituciones ni apropiación de los derechos: se reduce a prácticas horizontales de reconocimiento recíproco entre la gente que está bajo las mismas condiciones. Esto no permite, de
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acuerdo con Pécaut, hacerse demasiadas ilusiones. Esas relaciones están atravesadas por la desconfianza, producto de sus pasadas experiencias. Persisten muchas distancias entre los desplazados por los paramilitares y los desplazados por las guerrillas, y aún mayores entre los desplazados y aquellos que no han vivido esa experiencia. Los sufrimientos recientes y la exacerbación de las desigualdades sociales pueden desembocar en una nueva cultura del resentimiento. Por eso, concluye Pécaut, las iniciativas de la “sociedad civil” no bastan para reconstruir ciudadanía: es esencial la evolución de las instituciones en sentido democrático. En esa perspectiva, el investigador subraya la importancia que adquiere la tarea de la Comisión Nacional de Reconciliación y Reparación y la Comisión de la Verdad Histórica: no se trata solamente de “reparar” sino que también hay que dar un sentido a lo que sucedió, mediante la construcción de relatos que permitan expresar las diversas experiencias y aceptar la legitimidad de las múltiples versiones que se produzcan sobre los hechos. Éste puede ser quizá un momento inicial para la formación de sensibilidades democráticas.
¿Es posible crear ciudadana en contextos afectadas por el conflicto y el clientelismo? Frente a los comentarios pesimistas de Pécaut sobre las posibilidades de crear ciudadanía a partir de las iniciativas de la sociedad y los análisis de las características de nuestros estados, destacadas por Escalante, comentaristas del panel siguiente, entre ellos Jenny Pearce, Ingrid Bolívar, Gloria Isabel Ocampo, Mauricio García Villegas, Gustavo Duncan y Mauricio Romero formularon sus opiniones desde diferentes puntos de mira. Jenny Pearce, sin descartar el pesimismo de los análisis intelectuales, hizo un llamado al “optimismo de la voluntad”. Para ello, destacó la importancia de la vigencia del concepto de sociedad civil, que nos hace pensar en la forma de construir un Estado de derecho y garantizar el ejercicio de la ciudadanía. En ese sentido, la relación del conflicto y los problemas estructurales la llevó a pensar en la diferencia entre la adaptación a los órdenes de facto, analizada por Ana María Arjona, y la construcción de ciudadanía, presentada
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por Pécaut. Su experiencia de trabajo de campo le ha permitido descubrir en muchas zonas de conflicto algo más positivo que la mera resistencia: formas de desafío de los habitantes locales y regionales al dominio de los actores armados, expresiones que, a su modo de ver, constituyen bases para una especie de protociudadanía. Esas formas reflejan el carácter paradójico de la violencia, que, de manera simultánea, impide y fomenta la participación. En su trasegar investigativo se ha visto sorprendida por las múltiples manifestaciones de organización de la gente destinadas a reclamar sus derechos en medio del conflicto; aunque muchos han muerto en esos intentos, allí aparece un ejercicio de ciudadanía latente, sin que la esencia de la ciudadanía sea reconocida por los actores armados y, a veces, ni siquiera incluso por el propio Estado. En ese escenario Pearce destacó la importancia del esfuerzo de Odecofi, que tiene la ventaja de acercarse a las regiones para investigar, junto con los actores sociales, los posibles factores que hacen posibles estos esfuerzos de protociudadanía, y analizar hasta qué punto ellos pueden ser base de una posible ciudadanía en el futuro. Su experiencia investigativa la ha llevado a superar la concepción pesimista sobre la desaparición de la sociedad civil ante la presión de los factores de violencia, y su mirada es menos homogenizante y más contrastada: existen regiones, como el oriente antioqueño, con honda permanencia de la organización social, como destacó Clara Inés García. Más aún, habría que destacar la cantidad de gente que, como las mujeres de Yopal en 1999, se atreve todavía a movilizarse en medio de la violencia. En su estudio sobre esas formas de participación, realizado conjuntamente con organizaciones sociales locales, se han identificado muchas acciones que están en la base de un ejercicio de ciudadanía, como la deslegitimación de la violencia doméstica, la inclusión de la violencia como una cuestión de políticas públicas, el cuestionamiento a relaciones de género que fomentan prácticas violentas, la búsqueda de relaciones respetuosas entre los sujetos. Pearce aporta una serie de testimonios en ese sentido. Esta experiencia la hace pensar en reconocer esas acciones como un ejercicio de construcción de ciudadanía, pues la emergencia de sujetos de
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derecho reside en el fondo de la realidad de la ciudadanía: la publicidad de formas de violencia como la doméstica y otras, las introduce en la esfera pública, cuestiona las relaciones que producen violencia y propone relaciones constructivas entre los sujetos. La violencia implica también la negación del cuerpo, la inexistencia del otro y el cierre de los pluralismos. Esas actividades participativas rompen los ciclos generacionales que reproducen la violencia y, al hacer de la violencia privada una cuestión pública, abren un espacio de acción cívica como base de la ciudadanía. Por eso, concluye Pearce en referencia a lo afirmado por Pécaut, los colombianos están construyendo, en medio de la violencia, las bases para la ciudadanía. Por su parte, Mauricio García Villegas complementó las ponencias introductorias con base en un estudio sobre el funcionamiento de los aparatos de la justicia en contextos violentos: partió de lo que denominamos “presencia diferenciada del Estado” para presentar tres distintas manifestaciones del Estado en relación con la sociedad civil. En ese contraste, el Estado “camaleónico” se adapta a las diferentes situaciones y actúa con procedimientos modernos en algunos sitios, muy distintos de otros donde prácticamente no existe el Estado, y en situaciones intermedias, donde las instituciones estatales están en pie pero no funcionan como tales sino que deben negociar continuamente con los poderes realmente existentes. A esa presencia diferenciada del Estado corresponden diversos comportamientos de la sociedad civil: algunos de sus sectores manejan las instituciones estatales casi como su propiedad privada, pero otros están en situación de orfandad, sin capacidad de acceder al Estado ni hacer respetar su derecho. Y allí también hay una posición intermedia: algo que se parece al concepto de sociedad civil relativamente organizada. El interés de las investigaciones de DeJusticia, el Centro de investigaciones de derecho, justicia y sociedad, se concentra en ese país difuso: una investigación se dedica a la situación de los jueces en zonas de conflicto armado y otra a la cultura del incumplimiento de reglas en América Latina. Empieza mostrando el poco interés de las ciencias sociales por el problema de la justicia, un desinterés que es extraño en politólogos y estudiosos de la violencia,
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pues García está convencido de que solo los aparatos de justicia pueden lidiar con los paramilitares. Las investigaciones de DeJusticia pretenden ubicarse dentro de una perspectiva política de la justicia como elemento fundamental del conflicto y de la violencia en que vive Colombia. Para ello hicieron entrevistas en profundidad a los jueces de territorios donde operan agrupaciones armadas ilegales (entre 350 y 400 municipios) y encontraron que muchos de esos funcionarios son inocuos, ya que hacen muy poco en términos de administración de justicia porque no reciben casos sobre los cuales decidir, toda vez que los conflictos fundamentales se resuelven en otros ámbitos. Esta percepción fue comprobada por la información que los jueces envían trimestralmente al Consejo Superior de la Judicatura. Al clasificar 450 municipios según la presencia de uno u otro actor armado, se pudo observar que los municipios pacíficos, sin presencia de grupos armados ilegales, tienen mayores entradas y sentencias por hurto que los otros. Lo mismo ocurre con las lesiones personales. Además, si se analiza la pirámide de la litigiosidad, que mide la parte de los conflictos que llega a la justicia, se tiende a pensar que ha habido una relación proporcional entre el incremento de la presencia de los actores armados y el incremento de la conflictividad homicida. O sea, que a mayor comparecencia de grupos armados corresponde un mayor aumento de esta conflictividad y una más aguda disminución de la justicia. Hasta ahora tendemos a ver, todavía sin suficiente evidencia —advierte García Villegas—, que en 2002 la relación entre el cúmulo de justicia y la criminalidad real es más importante en los municipios pacíficos, pero habría que pensar también que las prácticas de delincuencia común son menos frecuentes en municipios bajo el control de los actores armados ilegales. Por su parte, Gloria Isabel Ocampo parte de las inquietudes de Pécaut sobre las dificultades de construir ciudadanía en contextos de conflicto bélico prolongado y de la incertidumbre que éste siembra en la población. Ocampo comenta también las dudas de Escalante sobre los problemas que resultan de tomar el caso europeo como punto de referencia para reflexionar sobre nuestra vida política, lo mismo que sus afirmaciones sobre la ilusión
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de exterioridad como esencial al Estado y sobre la construcción cotidiana de éste por medio de prácticas que exceden lo que se considera estatal. Su punto de partida es lo local, que no está necesariamente aislado de espacios más amplios. Su percepción, basada en investigaciones adelantadas en los departamentos de La Guajira y Córdoba y en el municipio de Medellín, es que la gente tiene una idea de la importancia del Estado pero no tiene ninguna claridad respecto de lo que sería ese Estado. La gente común solo aspira a que exista un Otro, que pueda situarse con legitimidad por encima de la sociedad y que garantice la realización de las ideas locales, que tienen que ver básicamente con la justicia. Por eso, ante la ausencia de ese Otro, la gente hace arreglos para garantizar la solución de las tensiones de acuerdo con dichas ideas locales de justicia. En ese sentido, la investigadora opina que el poder paramilitar llegó a constituirse como la imagen especular del Estado: Carlos Castaño actuaba como una referencia mítica (a la manera del Estado), cuyas normas era acatadas con solo nombrarlo. Por eso mismo Ocampo cuestiona la visión dicotómica que presenta la sociedad civil simplemente como cómplice o víctima de los actores armados y que está implícita en las posiciones de los actores enfrentados. En ese sentido, complementa la presentación de Ana María Arjona con una visión situacional, puesto que la posición de los individuos y de la sociedad respecto del grupo armado puede variar de acuerdo con las circunstancias concretas, que son esencialmente inestables, especialmente en circunstancias en que la sociedad dispone todavía de márgenes de negociación. En ellas, los individuos y las colectividades desarrollan competencias para transitar entre sistemas normativos disímiles e interpretar, en su favor, reglas distintas a las oficiales. Esto, gracias a que el paraestado también necesita legitimar su dominio. Por eso habría que tener en cuenta las circunstancias que tornan funcionales a paramilitares y políticos clientelistas, en el sentido de que proporcionan a la población sensaciones de protección y seguridad: los sectores populares se sienten representados por los políticos clientelistas, que les permiten acceder a bienes y servicios. Esta situación otorga a la política un lugar determinante en la vida cotidiana de la gente de Córdoba, que busca permanentemente
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estar informada de la coyuntura política local y regional porque ella incide en su supervivencia. Por eso la autora reconoce que el clientelismo, a pesar de sus efectos negativos, conserva cierta funcionalidad como mecanismo de integración y mediación entre la sociedad y el Estado. Finalmente, Ocampo mencionó que este tipo de relaciones entre Estado y sociedad se presenta dentro de un proceso de modernización del Estado, que coexiste con la instauración de un estilo presidencial en una relación de tipo populista con los sectores populares que incluye prácticas como la dádiva directa, la apelación a la emoción y la personificación del Estado en el gobernante: los auxilios parlamentarios, que permitían a los caciques regionales utilizar recursos públicos para mantener sus clientelas, fueron reemplazados por subsidios y otro tipo de auxilios que el Estado entrega directamente, pero personalizados en la figura del Presidente; es más, tales subsidios son percibidos por la gente como una dádiva directa del primer mandatario. Estas prácticas corresponderían a una crisis del modelo de presencia diferenciada del Estado. Habría que preguntarse entonces por el impacto de estas medidas, que implican una mayor integración selectiva de los sectores subalternos a través de programas focalizados, sobre los mecanismos institucionales de mediación y sobre la clase política. Los comentarios de Ingrid Bolívar se refirieron, en primer lugar, a la multiplicidad de competencias entre las elites que producían algo parecido al modelo liberal, como señaló Pécaut, para preguntarse sobre el significado que esto tiene para la expansión y transformación del campo político. Más adelante se refirió a la insistencia de Pécaut en que el conflicto colombiano no se reduce a una serie de escenas locales desligadas entre sí, para destacar otra idea de este autor sobre la ciudadanía como capacidad de ligar la historia personal con un relato colectivo. Bolívar se interroga por las historias que cuenta la gente en sus regiones, sus puntos de referencia centrales y la manera como reeditan la alusión a la violencia. Un tercer comentario sobre la intervención de Pécaut tiene que ver con la pregunta sobre qué tipo de referencias a la política proyectan los actores armados. La afirmación de Pécaut de que las Farc no han producido discurso escrito habla de una comprensión determinada de
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la política centrada en la discusión ideológica. Para la autora, la definición de política es ya objeto de la lucha política, y nuestra tarea es discernir qué formas asume la política en determinadas situaciones y por qué. La definición de política no se hace de conformidad con los propósitos explícitos de los actores políticos, que han variado históricamente, ni por los medios utilizados; de ahí la necesidad de revisar nuestra experiencia y nuestras formas de conocimiento sobre la política. Con relación a la exposición de Escalante, Ingrid destacó su invitación a comprender esos espacios liminales como productivos para la conceptualización de la política. Para ello, recordó la distinción que este autor hacía entre los que han leído “El Príncipe”, de Maquiavelo, y “El Principito”, de Saint-Exupery. Sostuvo que la mayor parte de los que trabajan en programas de paz y desarrollo y otras organizaciones sociales solo han leído “El Principito”. El problema que resulta de no haber leído “El Príncipe” es que se nos escapa la lógica del oficio de los políticos y el cómo de las relaciones de poder, carencia que tratamos de suplir por medio de la buena intención y la buena voluntad. La investigadora recalcó la consideración de Escalante sobre la no linealidad de los procesos de formación del Estado, que contradice nuestra tendencia a reflexionar siempre sobre la política tomando como referencia el Estado, como aspiración o como destino, lo que nos impide percibir la existencia de otro tipo de órdenes políticos, que también están funcionando, de manera operativa y efectiva. Además, Bolívar también subrayó la afirmación de Escalante sobre la necesidad de que los funcionarios estatales respeten la legalidad, pero afirmó que nunca se ha estudiado la realidad y la trayectoria de esos funcionarios, a pesar de nuestra constante relación con ellos y del hecho de que muchos miembros de los PDP han pasado a ser funcionarios locales o regionales. Haría falta analizar esas lógicas y los desafíos que afrontan. Finalmente, Bolívar destacó un problema señalado tanto por Escalante como por Pécaut: la analogía de nuestra situación con los conflictivos procesos de concentración del poder en los estados europeos que existieron entre los siglos XVII y XIX tiene límites porque hoy ya existe un sistema internacional de estados. Para la autora, ese contraste se traduce en una pregunta sobre
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el conocimiento que queremos construir de nuestras sociedades. Partiendo de la afirmación de Escalante sobre los que no ven mexicanos en México, ella se pregunta a quiénes vemos cuando hacemos formación política o informes para las agencias internacionales: gente inculta, ignorante, manipulada por gamonales. A veces no somos conscientes de que para analizar nuestra experiencia estamos utilizando unas categorías impuestas por grupos dominantes: por ello, en los libros científicos que utilizamos no encontramos Estado, ni partidos ni sociedad civil ni ciudadanía, sino clientelismo. Sin embargo, la gente de las regiones y pueblos distantes sigue anhelando la presencia del Estado: no hay allí agencias del Estado pero la población sigue quejándose de que “el Estado nos abandonó, el Estado nos hace falta, el Estado está ausente”. El encuentro de Odecofi con la experiencia de la gente que comprende el sentido común de los pobladores puede darle un lugar analítico a este contraste, para traducirlo en libros que los científicos sociales sí pueden leer. Los comentarios de Gustavo Duncan comenzaron por destacar una idea común en Pécaut y Escalante: el consenso de que el Estado moderno de corte liberal es hoy la única opción posible, pero que pueden existir otras formas de orden social no articuladas discursivamente. El problema es cómo explicar las causas y la permanencia de esas “zonas grises” e indagar en las posibilidades de transformarlas en un orden moderno. Para ello, Duncan se centra en la discusión sobre la permanencia de las relaciones clientelistas que caracterizan ese orden social, para investigar por qué la transición de esas relaciones clientelistas y las tensiones entre fracciones se producen en Colombia de forma violenta. Para ese análisis hay que recordar un aspecto normalmente olvidado: por qué la población otorga poder a los caciques y cuál es el alcance de ese poder. En el caso colombiano ese respaldo no se reduce al aspecto electoral y al de prestigio social, sino al militar, que permite el reclutamiento de ejércitos. Y esto nos trae al tema del dominio de las elites, que, como señalaba Pécaut, han utilizado mecanismos clientelistas para mantener subordinadas a las clases populares.
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Duncan anota que en los años más recientes se ha operado una gran transformación, que inclusive puede ser considerada como una revolución en las elites colombianas, sobre todo en las regionales y en esas zonas grises: la aparición de los guerreros y los empresarios del narcotráfico. Según este autor, no fueron las oligarquías tradicionales las que crearon los ejércitos de las autodefensas con suficiente disciplina y capacidad de fuego para imponerse en las regiones, aunque se presentan variaciones regionales: algunos jefes provenían de clases altas y otros de origen más popular. Pero unos y otros lograron trasformar radicalmente las relaciones clientelistas, hasta convertir su poder local en estados de hecho, especialmente en zonas rurales, yendo más allá del tradicional control de los caciques sobre el presupuesto público y la burocracia. Otro rasgo de esa transformación es la aparición de los empresarios del narcotráfico, que manejan una lógica empresarial diferente de la que emplean los empresarios racionales de corte weberiano: logran crear nuevas fuentes de ingreso dentro de los limitados mercados de sus regiones, pues su control del poder local y regional, gracias al narcotráfico, los capacita para cobrar impuestos a las multinacionales del banano y del carbón. La presencia de estos empresarios permite que las nuevas elites regionales puedan negociar en mejores condiciones con el centro político y la comunidad internacional. Además, el acceso al consumo y los cambios culturales que eso implica modificaron la situación de las poblaciones: el acceso a mercados y excedentes del mundo externo ha permitido la solución del problema de vivienda y nutrición por medio de la monetarización económica en las grandes ciudades. Estos cambios no pasan por el discurso ideológico, lo que sería un esperpento, pero representan la configuración de órdenes sociales espontáneos que no necesitan argumentos lógicos para convencer a la población, aunque se imponen de tal manera que resulta difícil su transformación, incluso por los propios jefes paramilitares hoy desmovilizados. Estos cambios no son solo productos de la interacción de los protagonistas sino también del contexto social en que actúan: los actores armados solo controlan hasta donde la sociedad se deja controlar. Sin embargo, no se trata de una situación estática,
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pues creería que la acumulación de recursos del narcotráfico ha posibilitado también grandes transformaciones sociales, como la acumulación de grandes núcleos de población en capitales y centros urbanos que se acercan a la aglomeración de la población, que es una condición mínima del proceso de modernización. La creación de mercados de consumo en las zonas grises, no regulados por el Estado, como ocurre con los “sanandresitos” y las ventas ambulantes, permite el acceso a ciertas mercancías y servicios del mundo globalizado. Finalmente, los comentarios de Mauricio Romero mostraron cierta inquietud frente a la afirmación de Fernando Escalante en torno a la posibilidad de que la democracia y la prosperidad pudieran surgir del crimen, situación que sería terrible en el contexto colombiano, aunque reconoce que éste ha sido el caso en otros países. Se refirió al tema de la competencia entre las elites, señalado por Pécaut, para subrayar que las Farc tienen una mirada totalmente homogénea de las elites conservadoras y liberales, que desconoce sus fisuras internas y sus diversas facciones. La existencia de diferentes facciones conservadoras se hizo evidente en las negociaciones fallidas de Betancur y Pastrana con las Farc, que nunca contaron con el apoyo del grueso de los partidos, ni con los gremios empresariales ni con el Ejército. A propósito de las actuales negociaciones del presidente Uribe con las autodefensas, que incluyen a sectores del narcotráfico, Romero se pregunta qué se puede hacer con los actuales estados grises, y propone la idea, señalada por Jenny Pearce, de insistir más en el “optimismo de la voluntad” que en el “pesimismo del intelecto” para identificar focos de ciudadanía en las regiones que puedan competir con los poderes de facto que dejó la desmovilización de las AUC. La discusión pública de este panel se centró, al principio, en la definición de actor político. Pécaut reiteró que éste no se definía por sus discursos ni propuestas sino por su acción. En ese sentido se mostró muy crítico del balance de acciones de las Farc, que han sido incapaces de construir modelos de sociedad local en sus zonas de influencia, e insistió en la necesidad de que los actores armados participen del debate público. Sobre las jerarquías sociales, admitió que las elites colombianas se han transformado: algunas de
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las tradicionales han perdido importancia, en un contexto de rápidos cambios de ascenso y descenso. Reiteró así mismo su interés en la necesidad de hacer memoria e historia en Colombia para romper con las visiones mitológicas que suponen una situación inmutable desde el siglo XIX hasta hoy. Para ello, agregó, es preciso el reconocimiento de las diversas memorias existentes en relación con la experiencia del conflicto. Finalmente, destacó la fortaleza de la población que vive en áreas de conflicto armado. Recordando un recorrido que hizo por el Chocó, lamentó que los académicos hagamos lo mismo que los políticos: llegar a la población, echar un discurso y salir después de dos días, dejando a las poblaciones en un estado mayor de vulnerabilidad. Por su parte, Fernando Escalante reconoció que su frase sobre la posibilidad de que la democracia surja del crimen puede suscitar escándalo. Sin embargo, señaló que la importancia de la frase radica en que las comunidades puedan instrumentalizar la violencia. Resaltó el comentario de Gloria Isabel Ocampo sobre el sentido de seguridad que el clientelismo proporciona a las clases populares, y lo reforzó con una alusión al Ejército Zapatista, que consiguió ventajas incluso para los no zapatistas de Chiapas. Se refirió a la afirmación de Ocampo sobre la necesidad de justicia por un tercero, para insistir en que la gente pide justicia y no ley, lo que refleja una cultura política elaborada, en la cual las personas creen que debería haber un vínculo entre la ley y la justicia. Citó varios ejemplos de México para sustentar su tesis de que la debilidad estatal podía tornarse en una solución de los problemas. Sobre la posibilidad de reconstruir el Estado recordó que primero habría que reflexionar sobre qué se espera de él: en vez de preocuparse porque el modelo clásico de Estado está fuera de nuestro alcance, es más importante entender las formas concretas de concentración del poder que están emergiendo. Sobre la contraposición entre clientelismo y ciudadanía, opinó que ella partía de una definición conceptual y dicotómica que opone ciudadanos virtuosos y racionales a clientelistas bárbaros y egoístas: a veces la defensa de una ciudadanía ideal abstracta puede convertirse en lenguaje de clase. Al término de las intervenciones, Jenny Pearce reconoció que la mayor debilidad de la acción civil en zonas de conflicto es su poca incidencia en la
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formulación de políticas públicas, pero sostiene que esto se puede ir modificando, y culminó su intervención alertando sobre el riesgo de que las reformulaciones académicas terminen cortando procesos de organización social que se apoyaban en conceptos previos. Como respuesta a la pregunta de cómo articular academia, organizaciones sociales e instituciones gubernamentales para la transformación positiva del conflicto, propuso una transformación de la academia destinada a reconsiderar las bases de la investigación para vincularla a los procesos de los actores sociales. Hay una necesidad urgente de que todos los intelectuales asuman su responsabilidad en la transformación social para ofrecer apoyo a los procesos que se están llevando a cabo en las regiones, expresó. Esta última afirmación de Jenny Pearce, junto con su llamado al optimismo de la voluntad y al reconocimiento de actitudes de protociudadanía puestas de manifiesto en las movilizaciones sociales en defensa de los derechos, es una buena conclusión para este recorrido comentado por nuestro seminario. El contraste entre las transformaciones recientes del conflicto armado, que preludian más una nueva fase de éste que el inicio del posconflicto —que puede presentarse en algunas situaciones—, así como la necesidad de analizar los órdenes sociales previos de las comunidades, pueden señalar la existencia de cierto margen autónomo de maniobra de tales comunidades. El desarrollo de las iniciativas de los PDP y otras similares muestra que ese margen existe, a pesar de todas las dificultades. La pregunta sigue siendo: ¿esas iniciativas y movilizaciones pueden constituir, junto con los mecanismos de inclusión clientelista y populista, puntos que permitan ir profundizando en la construcción de verdadera ciudadanía? Y en relación con las posibilidades de un desarrollo interno de las regiones afectadas por el conflicto armado, se presenta un interrogante relacionado con el anterior: ¿hasta qué punto hacen falta relaciones basadas en la ciudadanía para lograr instituciones locales y regionales que incidan en la creación de mecanismos redistributivos para lograr que las regiones y localidades se beneficien de los excedentes que se producen en ellas?
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De ahí los retos que se plantean a la investigación e intervención sociales en dichas regiones, que nos obligan a investigadores y personas vinculadas a las iniciativas de la sociedad a desplegar todas nuestras habilidades para lograr la producción de un conocimiento más comprensivo e integral de nuestra realidad de conflicto y de sus alternativas de solución. Esos retos, comentaba Mauricio García en la sesión de cierre del seminario, incluyen dar cuenta de las distintas temporalidades del conflicto y la paz, de las relaciones entre ellas y de los principios y fundamentos normativos que subyacen en las categorías y conceptos que utilizamos. Además, es necesario traducir el conocimiento alcanzado sobre la realidad, sobre el conflicto y la violencia, en políticas públicas que sean alternativas concretas para la construcción de una sociedad más justa, sostenible y en paz y en instrumentos de formación sociopolítica para el empoderamiento de los actores sociales y las organizaciones de la sociedad civil, para que puedan desempeñar el necesario papel en el proceso de construcción de Estado y de consolidación de una ciudadanía más real.
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I PARTE TERRITORIO Y CONFLICTO
Dimensiones territoriales del conflicto armado y la violencia en Colombia Camilo Echandía Castilla*
En esta ponencia se sostiene que si bien es cierto que las Farc han sido debilitadas en forma importante en las áreas centrales de país, aún mantienen su retaguardia y la capacidad de realizar acciones con el propósito de multiplicar los escenarios de la confrontación, sin tener que comprometerse en una lógica bélica directa que en las circunstancias actuales sería particularmente desventajosa para el grupo guerrillero. Por otra parte, a pesar de que en los últimos años se ha producido una importante caída en las manifestaciones de violencia: se señala que la persistencia, con posterioridad a la desmovilización de las autodefensas, de retaguardias armadas encargadas de mantener el control sobre los gobiernos locales y el narcotráfico, los enfrentamientos que se producen entre estas estructuras y el propósito de la guerrilla de recuperar el control de zonas de alto valor estratégico, han comenzado a incidir en los índices de homicidio en varias regiones del país.
* Profesor titular de la Universidad Externado de Colombia e investigador del Centro de Investigaciones y Proyectos Especiales (CIPE) de la misma universidad; catedrático de universidades nacionales y extranjeras; asesor y consultor de entidades gubernamentales en asuntos de paz, violencia, derechos humanos y Derecho Internacional Humanitario. Esta ponencia se elaboró en el marco del proyecto “Seguimiento y análisis del conflicto armado en Colombia” de la línea de investigación sobre Negociación y Manejo de Conflictos del CIPE de la Facultad de Finanzas, Gobierno y Relaciones Internacionales.
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Cambios recientes en el conflicto armado Lejos de enmarcarse en un modelo evolutivo lineal, la confrontación armada en Colombia se explica más bien por las sucesivas rupturas que originan cambios en la conducta de sus protagonistas. Así, las organizaciones guerrilleras comenzaron, a partir de los años ochenta, a dar cumplimiento a sus principales objetivos de carácter estratégico: acumular recursos económicos, desdoblar frentes con el propósito de ampliar su presencia territorial y aumentar su influencia a nivel local. Con la diversificación de su presencia territorial, la insurgencia logró expandirse hacia zonas altamente ventajosas para el desarrollo de la confrontación, sin que ello implicara la pérdida de influencia en las áreas de implantación histórica.1 La evidencia contenida en el gráfico 1, permite constatar el incremento en la capacidad ofensiva de las Farc y el ELN derivada de esos cambios en sus estrategias y la acumulación de recursos. La evolución de la confrontación armada que había venido mostrado, durante largo tiempo, una correlación de fuerzas desfavorable al Estado, se escala desde 1999 principalmente como consecuencia de los combates librados por las FF.AA. con los grupos irregulares. Y a partir de 2003, el mayor esfuerzo militar permite retomar la iniciativa en la confrontación y poner el balance de fuerzas a favor del Estado. La decisión del gobierno de Álvaro Uribe de combatir sin tregua a la guerrilla ha hecho que estos grupos retomen los comportamientos propios de la guerra de guerrillas, propios de su experiencia anterior, y opten por replegarse hacia zonas de refugio, lo cual se ha expresado en el descenso de su operatividad en el nivel nacional. En efecto, ante su inferioridad militar, las organizaciones guerrilleras han tenido que limitar sus propósitos a copar algunas posiciones estratégicas, 1 Trabajos como los de Bejarano, Echandía, Escobedo y León, 1997, Echandía, 1999, Vélez, 1999, Sánchez y Núñez, 2000 y Bottía, 2002, muestran que la lógica en la expansión de la guerrilla se encuentra altamente relacionada con la búsqueda de objetivos estratégicos, representados en recursos mineros, cultivos ilícitos, actividades dinámicas y un nivel de urbanización superior al de los municipios donde la guerrilla hizo presencia inicialmente.
I PARTE : TERRITORIO Y CONFLICTO
Gráfico 1. Evolución de la actividad de los GAI y los combates de las FF.MM. (1987-2007) Las Farc y el ELN ponen en marcha la realización de acciones contra la fuerza pública con el propósito de “despedir al presidente Gaviria” y hacer demostraciones de fuerza ante el nuevo gobierno. Tras la terminacion de las negociaciones con las Farc el gobierno Gaviria da inicio a la guerra integral.
Se produce la más fuerte escalada guerrillera en la administración Samper en medio del sabotaje de las Farc al proceso electoral del 26 de octubre.
Las Farc con el ataque a la base de las delicias inician la campaña mas importante contra la fuerza publica.
Las acciones de las Farc llegan a un nivel muy alto como respuesta a la ofensiva militar contra Casa Verde.
Las Farc registran su mas elevado nivel de acividad tras la terminacion de las negociaciones con el gobierno Pastrana.
La recuperacion de Mitú que coincide con el reinicio de las negociaciones con las Farc marca el comienzo de la transformación militar en el gobierno Pastrana. El gobierno Uribe logra una clara superioridad militar y obliga a los grupos irregulares a disminuir su accionar.
Las guerrillas responden a la iniciativa de paz del gobierno Barco escalando las hostilidades.
Fuente: Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario.
recurriendo principalmente al minado de los accesos, conducta que ha resultado especialmente costosa para la Fuerza Pública que sufre más víctimas por efecto de las minas que en la confrontación directa con el enemigo. El modus operandi de la guerrilla comienza a caracterizarse por la realización de acciones intermitentes mediante la operación de pequeñas unidades que utilizan la táctica de golpear y correr. Aplicando el principio de economía de fuerza, buscan reducir al máximo sus bajas y los costos de operación, mientras que la Fuerza Pública ha tenido que redoblar sus esfuerzos para
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atender los incidentes que se presentan en diferentes sitios de la geografía nacional. Como se observa en el gráfico 2, después de haber registrado en 2002 su nivel más elevado, la guerrilla comienza a disminuir su actividad armada por cuenta de la mayor presión del Ejército, que se expresa en un número creciente de combates librados principalmente con las Farc. Si bien es cierto que esta caída en el accionar de los grupos irregulares se viene produciendo desde 2003, como se observa en el gráfico 3, es importante tener en cuenta que dicha reducción se hace más profunda en 2007 cuando la actividad guerrillera se sitúa en un nivel que se puede comparar con el que registró en 1996. Sin embargo, esta comparación, que se establece de acuerdo con el número de acciones realizadas, no es válida si se tiene
Gráfico 2. Acciones grupos irregulares y combates FF.MM. - (enero-junio)
Fuente: Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario.
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I PARTE : TERRITORIO Y CONFLICTO
Gráfico 3. Actividad armada de los grupos irregulares 2002-2007 (enero - junio)
Fuente: Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario.
en cuenta que hace diez años las Farc contaban con un poderío tan elevado que les permitió emprender la ofensiva que concluiría con la toma a Mitú en 1998, lo cual es hoy impensable. Por otra parte, el gráfico 4, muestra que la reducción se registra principalmente en la ejecución de sabotajes contra la infraestructura, mientras que las acciones dirigidas contra la Fuerza Pública presentan mayor estabilidad. Esta conducta es particularmente interesante pues si bien la guerrilla, para evitar su derrota, ha recurrido al sabotaje como una de sus principales armas, el hecho de que su empleo intensivo se concentre sólo en momentos de escaladas pone de presente que la obtención de los recursos necesarios para lograr sus objetivos de largo plazo depende de no impactar en forma grave la economía del país.
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Gráfico 4. Acciones más recurrentes en los grupos irregulares 2002-2007 (enero - junio)
Fuente: Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario.
Los cambios en la geografía de la confrontación armada, que se pueden observar en los mapas adjuntos, se producen fundamentalmente por el aumento de la capacidad de combate de la Fuerza Pública y no como resultado de las acciones por iniciativa de los grupos irregulares. En la medida en que la mayor intensidad del conflicto se vuelve a expresar en zonas ante todo rurales, los escenarios más afectados se encuentran apartados de las actividades económicas más dinámicas, que se encuentran localizadas en las áreas planas integradas a los principales centros de desarrollo nacional. De aquí que los combates de las FF.MM. determinen la focalización y las principales continuidades geográficas que se observan en los mapas de 2006, que muestran una gran diferencia con respecto a los correspondientes al año 1998 cuando se advertía que los énfasis espaciales no guardaban relación con
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I PARTE : TERRITORIO Y CONFLICTO
Cambios en la geografia de la confrontacion armada (1998-2006)
Fuente: DAS. Procesado y georreferenciado por el Observatorio del Programa Presidencial de DH y DIH. Viceperesidencia de la República. Base cartográfica IGAC. Manejo del sistema georreferenciado de datos: Luis Gabriel Salas Salazar.
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Fuente: DAS. Procesado y georreferenciado por el Observatorio del Programa Presidencial de DH y DIH. Viceperesidencia de la República. Base cartográfica IGAC. Manejo del sistema georreferenciado de datos: Luis Gabriel Salas Salazar.
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Fuente: DAS. Procesado y georreferenciado por el Observatorio del Programa Presidencial de DH y DIH. Viceperesidencia de la República. Base cartográfica IGAC. Manejo del sistema georreferenciado de datos: Luis Gabriel Salas Salazar.
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Fuente: DAS. Procesado y georreferenciado por el Observatorio del Programa Presidencial de DH y DIH. Viceperesidencia de la República. Base cartográfica IGAC. Manejo del sistema georreferenciado de datos: Luis Gabriel Salas Salazar.
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los combates, sino con el accionar de los grupos irregulares que desbordaba, en aquel entonces, la capacidad de contención de la Fuerza Pública. En todo caso es importante tener en cuenta que el Ejército y las Farc transitan por caminos diferentes en lo que tiene que ver con las estrategias para ganar la guerra, tal como se observa en los mapas adjuntos. En efecto, mientras que la Fuerza Pública ha priorizado como objetivo principal lograr el pleno control territorial del suroriente del país, para conseguir lo cual desplegó el Plan Patriota, las Farc han renunciado a la defensa de su territorio buscando en cambio el control de zonas estratégicas que garanticen su supervivencia, como el suroccidente del país o el Catatumbo donde la presencia de la Fuerza Pública es menor. En este mismo sentido, en los escenarios diferentes a los del Plan Patriota, las Farc están recurriendo a la realización de “paros armados” (Chocó, Huila, Putumayo, Nariño y Arauca), ataques contundentes contra la Fuerza Pública (Córdoba y Norte de Santander) y emboscadas a unidades militares y de policía (Nariño, Putumayo, Santander, Norte de Santander y Cesar). Esta evidencia muestra el propósito de las Farc de tratar de diluir y dispersar el mayor esfuerzo militar desplegado contra su retaguardia estratégica. Como se puede apreciar en el gráfico 5, entre 2005 y 2007 en 21 departamentos, los combates realizados por iniciativa de las FF.MM. superan los niveles de actividad armada de los grupos irregulares, siendo Antioquia, Meta, Tolima, Caquetá, Casanare, Cesar, La Guajira y Magdalena los departamentos donde la ventaja de la Fuerza Pública es mayor. Pero en cambio, en Cauca, Valle, Nariño y Putumayo, departamentos del suroccidente del país, la capacidad de contención del Ejército es menor que el accionar de las Farc. El impacto de la ofensiva militar contra la Farc en los últimos seis años se expresa en la pérdida del 50% de sus integrantes, el repliegue forzado hacia zonas donde ya no se encuentran a salvo, una ostensible caída en su accionar armado y en su capacidad de maniobra, que reflejan también las dificultadas cada vez mayores en la obtención de las finanzas. Todo lo an-
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Distribución espacial del accionar de las Farc y los combates de las FF.MM (2006)
Fuente: DAS. Procesado y georreferenciado por el Observatorio del Programa Presidencial de DH y DIH. Viceperesidencia de la República. Base cartográfica IGAC. Manejo del sistema georreferenciado de datos: Luis Gabriel Salas Salazar.
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Fuente: DAS. Procesado y georreferenciado por el Observatorio del Programa Presidencial de DH y DIH. Viceperesidencia de la República. Base cartográfica IGAC. Manejo del sistema georreferenciado de datos: Luis Gabriel Salas Salazar.
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Gráfico 5. Comparación departamental de la iniciativa de las FF.MM. y de los grupos irregulares 2005 2007 (enero junio)
Fuente: Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario.
terior son síntomas inequívocos de un debilitamiento sin antecedentes en la organización guerrillera. El más duro revés para las Farc se produce hacia mediados de 2008, cuando en desarrollo de una operación llevada a cabo en un territorio selvático del suroriente del país controlado por el frente 1, las FF.MM. lograron liberar sanos y salvos a Ingrid Betancourt, a tres contratistas estadounidenses y a once integrantes de la Fuerza Pública. No parece exagerado afirmar que éste ha sido uno de los golpes más contundente asestado por el Ejército a las Farc en toda su historia, por haber logrado el rescate de los 15 rehenes: esta acción representa una derrota mayor que haber dado de baja a algunos de
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sus jefes, pues pone al descubierto la vulnerabilidad de la organización que optó por la táctica del repliegue a las áreas más apartadas como un propósito esencial para garantizar la integridad de su retaguardia estratégica. En lo concerniente al ELN, el impacto de la ofensiva militar, las continuas deserciones y las contradicciones con las Farc en los escenarios donde esta guerrilla es más fuerte, parecen pesar más en la situación actual de la organización que las alianzas que recientemente ha sellado para mantenerse en pie en otros escenarios. Es notoria la reducción de su accionar, aún en lo que se refiere a los sabotajes contra la infraestructura económica que era su acción más recurrente. No obstante que los combates librados con las FF.MM. han sido importantes en el debilitamiento del ELN, la actuación de los grupos paramilitares en este proceso es un factor que no puede dejarse de lado. Las autodefensas lograron penetrar las zonas de elevado valor estratégico para esta agrupación y golpear las estructuras pequeñas, que se vieron forzados a replegarse hacia las zonas montañosas donde han tenido que buscar el apoyo de las Farc. En efecto, el ELN y las Farc han terminado cohabitando, y en algunos casos actuando coordinadamente, en las regiones más altas de la Serranía de San Lucas en el sur de Bolívar, la Serranía del Perijá en Cesar y la Sierra Nevada de Santa Marta. Por otra parte, en el Valle, Cauca y Chocó, algunas estructuras del ELN han decidido estrechar vínculos con las Farc o con nuevos grupos armados con el fin de garantizar corredores para el narcotráfico y participar en otra actividades ilegales, lo que les ha permitido en alguna medida actuar con autonomía frente al Coce.2 En otros escenarios los enfrentamientos entre el ELN y las Farc están a la orden del día. En Arauca, las contradicciones alrededor del control de los recursos económicos y los corredores que conducen a territorio venezolano, han generado cruentos enfrentamientos que han arrojado muchos muertos 2 Internacional Crisis Group. Colombia: ”¿Se está avanzando con el ELN?”. Bogotá/Bruselas, octubre de 2007.
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entre ambas fuerzas. Así mismo, en Nariño, el ELN que ha establecido vínculos con nuevas bandas al servicio del narcotráfico, se disputa con las Farc el control de corredores estratégicos, cultivos de coca y laboratorios para el procesamiento de droga. Cabe señalar que las alianzas con grupos armados ligados al narcotráfico no han sido ajenas a la Farc. En efecto, en el sur de Bolívar, Urabá, Córdoba, el Bajo Cauca antioqueño, el sur de Cesar, Meta y Vichada, al menos seis frentes de las Farc han establecido pactos para el manejo de los cultivos de coca, la protección de los laboratorios y la utilización de las rutas para sacar la droga. Por otra parte, incluso antes de que concluyera el proceso de desmovilización de las estructuras paramilitares, comienzan a aparecer estructuras armadas en zonas estratégicas donde ellas actuaban, fuertemente vinculadas al narcotráfico y otras actividades delictivas. De acuerdo con la Misión de Apoyo al Proceso de Paz de la OEA, en su Octavo Informe de febrero de 2007, los grupos que han surgido en los escenarios donde tuvieron influencia las autodefensas son alrededor de 22, con cerca de 3.000 integrantes: es evidente que cuentan con algunos de los desmovilizados que se han rearmado. Estos grupos, que están muy lejos de tener la presencia territorial de que gozaban los grupos desmovilizados, se localizan, según la Policía, en 102 municipios de 17 departamentos, aunque otros estudios dan cuenta de su presencia en cerca de 200 municipios a través de 34 estructuras conformadas hasta por 5.000 hombres.3 Las regiones donde actúan son: La Guajira, norte y sur del Cesar, Córdoba, Magdalena, Bolívar, Norte de Santander, Urabá y el occidente de Antioquia, Vichada, Meta, Guaviare, Casanare, Arauca, Nariño, Tolima, Putumayo, Caquetá, Chocó y Caldas. Es importante tener en cuenta que no todas las estructuras son posteriores a la desmovilización de las autodefensas. Algunas nunca hicieron parte de las
3 Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación, “Disidentes, rearmados y emergentes ¿bandas criminales o tercera generación paramilitar?”, agosto de 2007.
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negociaciones, como las Autodefensas Campesinas del Casanare y el Bloque Cacique Pipintá en Caldas. Otras se encuentran bajo el mando de personas que se apartaron del proceso de negociación como Vicente Castaño, Pedro Oliverio Guerrero Castillo (“Cuchillo”) y los mellizos Mejía Múnera.4 Grupos, como “Los Machos” y “Los Rastrojos”, se encuentran al servicio del narcotráfico en el norte del Valle y se extienden rápidamente a las zonas de influencia de las autodefensas en la costa Pacífica. Según las investigaciones adelantadas por las autoridades, las estructuras que son cada vez más visibles por los hechos de violencia que protagonizan, rendían cuentas a los ex jefes de las autodefensas y por esta razón fueron extraditados a los Estados Unidos5. Pese a que se ha querido presentar a estas estructuras como el resultado de brotes aislados de criminalidad, que están muy lejos de tener la presencia y el poderío de los grupos que se desmovilizaron, se puede reconocer en los mapas adjuntos la existencia de un patrón que determina su aparición: la presencia del narcotráfico en zonas donde las autodefensas lograron el predominio frente a la guerrilla, mediante el recurso a las masacres y los asesinatos. Como se aprecia en el gráfico 6, no son pocos los escenarios departamentales donde, después de producirse la acción de las organizaciones armadas contra los civiles, se registra la disminución de las masacres, cometidas principalmente por los grupos paramilitares o de autodefensa. Esta reducción coincide con la consolidación, por parte de este actor, de su dominio: por eso, en este nuevo contexto, el recurso a las masacres, como forma de violencia masiva, se torna innecesario.
4 Hasta mayo de 2008, cuando Víctor Manuel es dado de baja y Miguel Ángel capturado por la policía, los hermanos Mejía Múnera lideran al grupo que registra el crecimiento más rápido. 5 Según la Policía las “Águilas Negras” y en general los grupos emergentes tienen lazos con los ex comandantes de las autodefensas. El Tiempo. 25 de agosto de 2007. “Grabaciones: la prueba de que Macaco le hizo conejo a la paz”, El Espectador, semana del 23 al 29 de septiembre de 2007. “El reciclaje de Jorge 40”, El Tiempo, 13 de abril de 2008 “Las jugadas secretas de Macaco” y El Tiempo, 14 de mayo de 2008 “Intimidades de la extradición para”.
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Gráfico 6. Evolución de las víctimas de masacres según departamentos
Fuente: Observatorio del Programa Presidencial de Derechos Humanos y Derecho Internacional Humanitario.
La evidencia disponible sugiere que las estructuras armadas que se presentan como “bandas criminales emergentes” serían, en realidad, retaguardias que desempeñan la función de garantizar el control sobre el narcotráfico y los gobiernos locales, entre otras actividades propias del crimen organizado, sobre todo en espacios consolidados por las autodefensas. Tampoco se puede perder de vista que el poder mafioso en el nivel local y el narcotráfico son aspectos inherentes al paramilitarismo que se mantienen intactos, pese a la desmovilización de una parte importante de su componente armado.
Dinámica regional de la violencia Si bien es cierto que se produce, a partir de 2003, una importante reducción en la violencia, como se observa en el gráfico 7, es importante recalcar
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que esta tendencia se relaciona, en primer lugar, con la conducta de las autodefensas que dejan de recurrir a las masacres tras haber logrado su consolidación en amplios territorios, y, en segundo lugar, con el repliegue de las guerrillas de escenarios donde la Fuerza Pública logró retomar la iniciativa en la confrontación armada. De aquí la muy significativa disminución de los homicidios que se viene produciendo en departamentos como Antioquia, que a su vez explica la caída en la violencia global del país. Es preciso llamar la atención sobre la información contenida en el gráfico 8, donde se registran los cambios ocurridos, en el nivel departamental, de la tendencia de los homicidios en el primer semestre de 2007 comparado con el mismo periodo del año anterior. A partir de la comparación de las cifras se tiene que los homicidios aumentan en algo más de la mitad de los 32 departamentos del país. Si se tienen en cuenta las consideraciones realizadas sobre la dinámica de la reciente aparición de estructuras armadas que se proponen, por una parte, garantizar el control logrado por las autodefensas desmovilizadas y, por otra, disputarle a grupos rivales el dominio de determinados territorios, se puede explicar el incremento de los homicidios en departamentos del sur y occidente como Putumayo, Valle y Cauca, de la costa Caribe como Córdoba, Magdalena y Cesar, del nororiente como Norte de Santander y del oriente como Arauca y Casanare. En el oriente del país, “paisas” y “llaneros” protagonizan una fuerte disputa para lograr el control de las rutas y el negocio de la coca en Meta y Guaviare. El grupo de los “paisas” está liderado, al parecer, por “Macaco” y Vicente Castaño quienes, aliados con Daniel Rendón, alias “Don Mario”, se proponen lograr el control sobre las rutas de tráfico de droga hacia Venezuela y Brasil.6 Para impedir que los “paisas” cumplan su cometido, Pedro Guerrero, alias
6 “Segunda guerra de los paras en los llanos deja ya 350 muertos”, El Tiempo, 23 de septiembre de 2007.
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Comparación de la localización de los grupos “emergentes” con la presencia anterior de las autodefensas, las zonas coqueras y los municipios impactados por la violencia paramilitar
Fuente: Procesado y georreferenciado por el Observatorio del Programa Presidencial de DH y DIH. Viceperesidencia de la República. Base cartográfica IGAC.
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Fuente: Procesado y georreferenciado por el Observatorio del Programa Presidencial de DH y DIH. Viceperesidencia de la República. Base cartográfica IGAC.
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Fuente: Datos SIMCI. Procesado y georreferenciado por el Observatorio del Programa Presidencial de DH y DIH. Viceperesidencia de la República. Base cartográfica IGAC.
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Concentración de asesinatos cometidos por grupos de autodefensas en Colombia. 1998 - 2001
Fuente: Procesado y georreferenciado por el Observatorio del Programa Presidencial de DH y DIH. Viceperesidencia de la República. Base cartográfica IGAC.
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“Cuchillo”, con el apoyo de “El Loco” Barrera y Los Mellizos Mejía, habrían conformado, junto con Martín Llanos, el Bloque de Los Llaneros.7 Por otra parte, en Casanare comenzó a formarse, hacia finales de 2005, en el norte del departamento un grupo liderado por Orlando Mesa Melo, alias “Diego”; pero debido a la presión militar esta estructura tuvo que replegarse hacia Arauca y Vichada, donde se ocupa de la protección de cultivos y laboratorios para el procesamiento de coca. Las estructuras que compiten por el control del narcotráfico en el oriente del país, tendrían sus ojos puestos en el corredor de movilidad que, a través de Casanare, se establece hacia Meta, Vichada y Arauca. En el suroccidente, aunque las estructuras de las AUC comenzaron su desmovilización hacia finales de 2004, continúan teniendo presencia grupos armados muy poderosos al servicio de narcotraficantes del norte del Valle, quienes, a través de sus ejércitos privados, —“Los Rastrojos” y “Los Machos”—, protagonizan una fuerte disputa por el control de posiciones vitales para el narcotráfico. En el norte del Valle es evidente que estas organizaciones recurren a la violencia con el propósito de monopolizar el negocio de la coca, su procesamiento y rutas de transporte. Uno de los puntos neurálgicos en la zona es el Cañón de Garrapatas, un corredor natural que da salida al Pacífico chocoano. A partir de 2005, el principal foco de violencia en el Valle se localiza en Buenaventura, municipio que concentra, a nivel nacional, el mayor número de asesinatos y masacres. El narcotráfico explica el interés de la guerrilla y las estructuras armadas que se le oponen por lograr el control de las redes de canales naturales que existen entre Buenaventura y Tumaco. Estos canales permiten, entre otros, transportar por vía fluvial droga, armas e insumos entre los dos puertos, sin necesidad de salir al mar, donde la Armada tiene presencia. 7 “Guerra entre paisas y llaneros incrementa el sicariato en Villavicencio”, El Tiempo, 16 de enero de 2007; “Los del Meta y Guaviare buscan alianza con Martín Llanos”, El Tiempo, 8 de abril de 2007; “La guerra en el Llano no ha parado”, El Tiempo, 2 de junio de 2007.
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Gráfico 7. Dinámica de los homicidios y las masacres 2002 - 2007 (enero - junio)
Fuente: Policía Nacional.
En Nariño, aunque las masacres se comienzan a registrar a partir de 1999, es en los años 2001, 2002 y 2005 cuando cobran el mayor número de víctimas, coincidiendo con la expansión de las AUC a través del Bloque Libertadores del Sur (BLS). Pese a la desmovilización de esta estructura hacia mediados de 2005, la violencia se intensifica por cuenta de la pugna entre las Farc y los grupos armados al servicio de narcotraficantes del norte del Valle del Cauca, especialmente en Ricaurte y Tumaco. El incremento de la violencia en estas zonas revela la decisión de la guerrilla y el narcotráfico de lograr, a sangre y fuego, el control de la carretera al mar y el puerto de salida para la droga producida en la costa Pacífica nariñense.8
8 “La costa pacífica de Nariño se convierte de la Tranquilandia de las Farc y los paramilitares”, El Tiempo, 29 de mayo de 2005.
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Gráfico 8. Cambio en los homicidios según departamentos 2006-2007 (enero - junio)
Fuente: Policía Nacional
Desde finales de 2005 entra en acción la Organización Nueva Generación (ONG), cuyos miembros fueron reclutados en Putumayo y Valle entre el personal que no se desmovilizó con el BLS.9 Su surgimiento coincide con la expansión de “Los Rastrojos” que se mueven desde su base en el Valle del Cauca hasta la frontera con Ecuador, pasando por Cauca, Nariño y Putumayo.10 Hacia finales de 2007, la captura de Diego Montoya trajo como consecuencia una disputa entre los mandos medios de “Los Machos” por lograr
9 “Aparecen 12 nuevos grupos paras”, El Tiempo, 16 de octubre de 2005. 10 “Los grupos que crecieron a la sombra del proceso de paz”, El Tiempo, 31 de mayo de 2006; “Ríos de Nariño nuevos campos de batalla”, El Tiempo, 9 de abril de 2007.
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el predominio dentro del grupo.11 Las contradicciones al interior de esta organización facilitan el camino a los “Rastrojos”, que han hecho alianzas con estructuras de la guerrilla, y adoptan ahora el nombre de “Rondas Campesinas Populares” y se enfrentan con la retaguardia del “Bloque Pacífico”, que se hace llamar “Águilas Negras”.12 De otra parte, la muerte de Wilber Varela en Venezuela, hacia comienzos de 2008, a manos de uno de sus lugartenientes, apodado “Comba”, es el resultado, al parecer, de una alianza entre los “Rastrojos” e integrantes de los “Machos” que decidieron terminar con el largo enfrentamiento que habían sostenido sus jefes eliminando a Varela. Adicionalmente, “Comba estaría buscando aliarse con Daniel “el Loco” Barrera y con “Cuchillo”.13 En el noroccidente del país, aunque la disminución de la violencia en la región ha sido muy importante con posterioridad a la desmovilización del Bloque Bananero en el Urabá antioqueño y del Bloque Elmer Cárdenas en el Urabá chocoano, ambas estructuras pertenecientes a las AUC, el narcotráfico persiste con gran dinamismo y comienzan a emerger la delincuencia común, la amenaza de una incursión de la guerrilla y el rearme de estructuras bajo el mando de ex- líderes de rango medio en las estructuras desmovilizadas.14 Hacia el occidente de Antioquia, pese a la desmovilización de los grupos de autodefensa con presencia en la zona en 2005, uno de sus jefes, “René”, quien se fugó de la zona de concentración en Santa Fe de Ralito, asumió, posteriormente, el liderazgo de las “Águilas Negras” en los municipios de Salgar, Titiribí, Santa Bárbara y Amagá.15 Tampoco se puede perder de vista que la presencia de las autodefensas, en el pasado, y actualmente, de las bandas emergentes en el occidente de Antioquia, responde al propósito del
11 Hacia finales de 2007, más de medio centenar de muertos en Valle y Chocó arrojaba el enfrentamiento entre “Capachivo”, la mano derecha de Diego Montoya que lidera uno de los bandos y el ala más dura de la estructura sicarial del capo. 12 “Guerra entre segundos de don Diego asusta de nuevo en el norte del Valle”, El Tiempo, 30 de diciembre de 2007. 13 “El hombre que traicionó a Varela”, El Tiempo, 3 de febrero de 2008. 14 . “Sigue Impacto para en Urabá”, El Tiempo, 6 de junio de 2007. 15 “¿Se acabaron los paras en Antioquia?, El Tiempo, 4 de marzo de 2006.
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narcotráfico, hoy en día vigente, de lograr el dominio sobre un extenso corredor entre Urabá y el suroccidente colombiano. A partir de 2005 la actuación de los grupos irregulares, se vuelve a expresar en el aumento de los índices de homicidios en varios de los municipios del Bajo Cauca antioqueño y su entorno. El aumento de los asesinatos selectivos en zonas de fuerte dominio de las autodefensas, donde se ha informado sobre la presencia de retaguardias de los grupos que no se desmovilizaron, y en el nuevo escenario, donde la guerrilla de las Farc se ha impuesto la meta de volver a las zonas de donde fue desterrada, explican la tendencia ascendente de la violencia.16 En Chocó, desde comienzos de 2004, aproximadamente 6.000 habitantes de las poblaciones ubicadas sobre el río San Juan, en un tramo de 130 kilómetros entre Fujiandó y Andagoya, en los municipios del Medio San Juan e Itsmina, quedaron atrapados en medio de los enfrentamientos entre el grupo de las AUC bajo el mando de “El Alemán” y el Frente Arturo Ruiz de las Farc, que se disputaban el control de la coca en esta zona de la selva chocoana.17 Hacia finales de 2005, San José del Palmar vivía una situación semejante por cuenta de los enfrentamientos protagonizados entre las Farc y las “Autodefensas Campesinas del Valle”, grupo que hace parte de las estructuras armadas al servicio del narcotráfico en el norte de este departamento.18 Istmina se ha convertido no solo en el epicentro del comercio de coca, sino en el sitio de llegada de los desplazados de los 18 pueblos del San Juan. Algunos buscan refugio y sustento en las minas de oro que circundan la población y que también se están disputando los “Rastrojos” y las “Águilas Negras”. En medio de esta competencia por el control de la zona y los recursos se produjo una masacre de seis mineros.19 16 “Masacres y combates en zonas de desmovilización de las AUC”, El Tiempo, febrero 14 de 2006. 17 “Los cadáveres van río abajo por el San Juan”, El Tiempo, 29 de agosto de 2004. 18 “Los grupos que crecieron a la sombra del proceso de paz”, El Tiempo, 31 de mayo de 2006. 19 “Rastrojos y Águilas Negras desangran a Istmina”, El Tiempo, 13 de noviembre de 2007.
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La mayor parte de los pueblos y pequeños centros urbanos a lo largo de los ríos Atrato, Baudó y San Juan, han tenido una fuerte presencia de las autodefensas, en tanto que, los pueblos ubicados en sectores más altos, han registrado principalmente la presencia de las Farc. Cada uno de estos grupos, mediante el establecimiento de retenes ilegales, ha tenido control sobre tramos de los ríos y carreteras para impedir el movimiento de personas y productos. En la costa Caribe, durante la expansión de las AUC entre 2002 y 2003, estos grupos incrementaron la violencia, con el propósito de afectar de manera contundente a la guerrilla, impidiendo su movilidad entre la Serranía del Perijá, la Sierra Nevada de Santa Marta y la Ciénaga grande del Magdalena; además, buscaban controlar el narcotráfico, el contrabando y la venta ilegal de gasolina; y dominar toda la costa, así como la frontera con Venezuela. Después de librar la más fuerte disputa entre los grupos irregulares por el predominio, las Farc no tuvieron opción distinta a la de replegarse en las zonas más altas de la Sierra Nevada. En ese momento las autodefensas procedieron a desmovilizarse, lo que en un principio se traduce en la disminución de la violencia. Pero, posteriormente la tendencia vuelve a ser ascendente, debido a la reedición de la disputa por el control de las rutas de la coca de la Sierra Nevada, protagonizada por una estructura que asume, bajo el mando de los Mellizos Mejía, el nombre de “Los Nevados”, basado en retaguardias de los grupos desmovilizados.20 Córdoba es otro escenario donde la violencia se incrementa por los enfrentamientos entre grupos ilegales por el control de la coca. En el sur del departamento la pugna es protagonizada por Daniel Rendón, “Don Mario”, quien controla los laboratorios en Valencia y Tierralta, basado en estructuras
20 Los Nevados comenzaros a gestarse en enero de 2006, tras la desmovilización del bloque Tayrona, al mando de Hernán Giraldo quien vendió a los Mellizos Mejía el reducto que no se desmovilizó. Ya en 2001, para ingresar al proceso entre las AUC y el Gobierno, Víctor Manuel Mejía había adquirido la franquicia del bloque “Vencedores de Arauca”. Con esta estructura y ex paramilitares de Sucre, Bolívar, Córdoba y Antioquia se proponen controlar las rutas del narcotráfico desde Nariño hasta La Guajira rumbo a Centro América, así como desde los llanos hasta Norte de Santander rumbo a Venezuela. “Los Nevados, el cartel de la mafia que le declaró la guerra al Estado”, El Tiempo, 16 de diciembre de 2007.
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conformadas por desmovilizados de las AUC como “Los Traquetos”, “Águilas Negras”, “Los Gigantes”, “Vencedores del San Jorge” y “Los paisas”.21 En el nororiente, del país, después de la desmovilización del Bloque Norte de las AUC, que tenía influencia sobre Cesar y Norte de Santander y se enfrentaba con la guerrilla en las estribaciones de la Serranía del Perijá, comienza a tener presencia un grupo, en un principio, sólo en el Catatumbo, pero que se expande, rápidamente, a las estribaciones de la Serranía del Perijá, la provincia de Ocaña y el sur de Cesar. La persistencia de altos niveles de violencia en el nororiente del país tiene que ver con la disputa entre facciones del Bloque Central Bolívar, que asumen el nombre de “Águilas Negras”, y del Bloque Norte de las AUC heredadas por los Mellizos Mejía, por el control del sector que conecta el sur de Bolívar con el Catatumbo y Venezuela: éste es un corredor donde el narcotráfico se mantiene muy activo y la guerrilla ha dado muestras de fortalecimiento, lo que permite, a su vez, prever que se van a recrudecer aún más los enfrentamientos entre grupos irregulares.22 Por último, es importante referirse a algunas de las más importantes ciudades donde la violencia viene registrando cambios. En Bogotá, a partir de 2002, las autodefensas hacen su arribo desde los Llanos Orientales. Las Autodefensas Campesinas del Casanare, que no ingresan al proceso de paz, registran en 2005 un proceso acelerado de recomposición y reclutamiento en Bogotá: esto produce una fuerte disputa con el Frente Capital, apéndice del Bloque Centauros de las AUC, por el control de un conjunto de actividades ilegales muy rentables. Se registran episodios de vendettas en el Sanandresito de la 38, Kennedy, Puente Aranda, Los Mártires, San José y la Plaza España, que elevaron el índice de homicidios en la capital del país.23
21 “En Córdoba van 46 muertos por coca”, El Tiempo, 2 de febrero de 2008, 22 “Hay grupos emergentes en la mitad del país”, El Tiempo, 16 de julio de 2007. 23 De acuerdo con lo informado por las autoridades, las facciones del BC y las ACC se reparten las oficinas de cobro en el Sanandresito de la 38, Santa Fe, 7 de Agosto, Corabastos y Restrepo que cuentan con al menos 300 hombres. El Tiempo, 30 de octubre de
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I PARTE : TERRITORIO Y CONFLICTO
El incremento reciente de las muertes se relaciona no sólo con la pugna por el control de sectores y actividades ilegales dentro de la ciudad, sino también con el traslado de la disputa entre “paisas” y “llaneros” en el oriente del país, que se expresa en el enfrentamiento de tres organizaciones mafiosas en Bogotá.24 Un grupo de esmeralderos aliado con “Don Mario”, otra agrupación asociada con “El Loco” Barrera y un bando conformado por ex integrantes del Bloque Central Bolívar, se han propuesto lograr el control sobre el negocio de la prostitución y los sanandresitos en la capital.25 En lo concerniente a Medellín, se registra desde 2003 una disminución en el nivel de violencia que coincide con la terminación de una cruenta lucha por el control de diferentes sectores de la ciudad entre el Bloque Cacique Nutibara y el Bloque Metro de las AUC y en la que también participaba la guerrilla. Cabe anotar que la desmovilización de las autodefensas en la capital antioqueña, y la reducción de los asesinatos cometidos por estas organizaciones, han sido determinantes en la disminución de la violencia en el nivel global. Sin embargo, algunos informes de prensa señalan que, con posterioridad a la desmovilización de la estructura bajo el mando de “Don Berna”, siguen teniendo presencia en sectores de ciudad estructuras armadas dedicadas al ajuste de cuentas y la extorsión.26 También se afirma que el recrudecimiento de la violencia en Medellín a partir de 2007 responde a la guerra que se libra por el control de las comunas entre una estructura delincuencial proveniente de Urabá, bajo el mando de Daniel Rendón, gente de Wilber Varela, capo del norte del Valle, aliado con los Mellizos Mejía y narcotraficantes de la oficina de Envigado.27 Por eso, la 24 De acuerdo con el Observatorio de Seguridad de la alcaldía el enfrentamiento entre mafias explica el 45% de las muertes que se producen en Bogotá. El Tiempo, 22 de noviembre de 2007. 25 “Alarma por casos de sicariato en Bogotá”, El Tiempo, 22 de febrero de 2007. 26 “El Pacificador”, Semana, 24 de abril de 2005; “La mano invisible de Don Berna” Cromos, 5 de junio de 2005; “Alarma en comuna 13 por reclutamiento forzado de menores”, El Tiempo, 5 de agosto de 2005; “Traslado de Don Berna dispara las extorsiones en el municipio de Itaguí”, El Tiempo, 31 de octubre de 2005. 27 “Don Berna negocia en secreto con E.U”, El Tiempo, 26 de agosto de 2007; “Lucha subterranea por las comunas de Medellín”. El Tiempo, 9 de diciembre de 2007; “Alarma por homicidios en Medellín”, El Tiempo, 17 de julio de 2008.
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HACIA LA RECONSTRUCCIÓN DEL PAÍS
Misión de Apoyo al Proceso de Paz de la OEA advierte, en uno de sus últimos informes, que ni en las comunas de la capital paisa, ni en otras zonas del país donde hubo control de las autodefensas, la desmovilización y el desarme han significado el fin del paramilitarismo.28 En conclusión, la pérdida de territorio por parte de las guerrillas, el incremento y la efectividad en los combates, y la ofensiva del Ejército en las zonas donde estos grupos se han replegado, son los principales indicadores que muestran el cambio en la correlación de fuerzas a favor del Estado. No cabe duda que en los últimos años el creciente esfuerzo militar contra la insurgencia y las negociaciones adelantadas por el gobierno con los grupos paramilitares han producido en el país una tendencia descendente en las principales manifestaciones de violencia. Sin embargo, la acción persistente de estructuras armadas que no se desmovilizaron, la rápida aparición de otras en zonas donde actuaban las autodefensas y el interés de la guerrilla en copar algunos escenarios que estuvieron bajo el control de los grupos desactivados, son los factores que permiten explicar el elevado número de muertes que se sigue produciendo y la tendencia ascendente que muestran los homicidios en no pocas regiones del país. Por lo tanto, no parece exagerado inferir que en el momento actual el país podría encontrase en la etapa previa a una nueva escalada de violencia, cuyo trasfondo es el contexto del conflicto armado y la persistencia del narcotráfico y el paramilitarismo.
28 “Paramilitarismo no se ha acabado: OEA”, El Tiempo, 12 de diciembre de 2007.
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Grupos armados, comunidades y órdenes locales: interacciones complejas* Ana María Arjona**
1. Introducción “Las Farc lo eran todo en esta vereda. Ellos tenían la última palabra en todas las disputas entre vecinos. Decidían qué se podía vender en las tiendas, la hora en que debíamos irnos a la casa cada día y quién debía irse y no volver nunca más a la zona. Ellos decían cuál era el castigo para quien desobedeciera (…) También manejaban los divorcios, las herencias y los conflictos por linderos. Ellos eran los que mandaban aquí. No el Estado”.
* Para hacer justicia a los comentaristas de la presentación de Ana María Arjona, conviene aclarar que los comentarios y la discusión posterior se refieren a la exposición oral que ella hizo en Cartagena durante el seminario. El texto actual fue fruto de una reelaboración cuidadosa de la autora, que tuvo muy en cuenta esos comentarios, lo mismo que algunas discusiones, observaciones y reflexiones posteriores de varios analistas. ** Candidata al doctorado de Ciencia Política de la Universidad de Yale y Master en Ciencia Política de la misma institución, realizo estudios de postgrado en Sociolo-gía en la Universidad Complutense de Madrid y es economista de la Universidad de los Andes. Agradezco por sus valiosos comentarios a las siguientes personas: Ingrid Bolívar, Laia Balcells, Regina Bateson, Jon Elster, Fernán González, Stathis Kalyvas, Pablo Kalmanovitz, Eudald Lerga, Marcela Meléndez, Silvia Otero, Mauricio Romero, Ian Shapiro, Vivek Sharma, Teófilo Vásquez, María Alejandra Vélez y Elisabeth Wood, así como a los participantes del Seminario de ODECOFI. Francisco Gutiérrez hizo valiosas sugerencias sobre el proyecto de investigación y tanto él como Camilo Echandía y Rodolfo Escobedo brindaron un apoyo fundamental para el trabajo de campo. Agradezco especialmente su ayuda. La Fundación Harry Frank Guggenheim y al Premio Robert Leylan de la Universidad de Yale proporcionaron financiación para escribir la tesis doctoral de la que se desprende este artículo. El Social Science Research Council (SSRC), la Academia Folke Bernadotte de Suecia, el Centro de Estudios Internacionales MacMillan de la Universidad de Yale y la Escuela de Graduados de la misma universidad apoyaron con becas de investigación el trabajo de campo.
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“Nosotros sí interactuamos con las Farc todos esos años. Un poco más de dos décadas. Ellos venían, pasaban, nos decían cosas, pedían que hiciéramos ciertas cosas, como no hablar con el Ejército (…) Luego empezaron a poner normas y a decirnos cómo hay que hacer las cosas. Quisieron tomarse todo el poder sobre esta gente y esta tierra. Pero no pudieron. Tuvimos que obedecerles en ciertas cosas, claro, porque ellos tienen las armas. Pero nosotros somos la autoridad aquí. La gente nos reconoce como la autoridad. Ellos no nos podían quitar eso. Aquí no nos gobernaron”.
Estos son testimonios de los habitantes de dos veredas vecinas pertenecientes a un municipio del interior colombiano. Sus recuerdos no difieren de los de varios líderes, campesinos y pobladores locales que conocen bien la historia reciente de la región: la presencia de las Farc no fue homogénea en las diferentes veredas del municipio. En algunos lugares los combatientes (y milicianos) intervenían hasta en el más mínimo asunto de la vida privada de los civiles, mientras en otros se limitaban a regular unas cuantas conductas. En algunos casos asistían a todas las reuniones de las juntas de acción comunal y no pasaba nada sin su conocimiento y su autorización, mientras en otros los civiles tenían cierta autonomía y los líderes de siempre conservaban su papel en la resolución de disputas, convocaban reuniones y lideraban iniciativas. Del mismo modo, mientras en unas zonas a la mayoría de la gente no le molestaba la presencia de las Farc, en otras había un sentimiento generalizado de recelo. En una vereda, incluso, la gente se les enfrentó. La historia de estas veredas ilustra la complejidad de las interacciones entre grupos armados y comunidades de las “zonas de conflicto”. Además de valerse de la violencia, los grupos armados pueden “ocupar” territorios de maneras muy distintas: regulando la vida pública de la comunidad, fijando normas de conducta en la vida privada, estableciéndose en los espacios de poder de la administración pública, haciendo exigencias económicas o interviniendo en diversas expresiones de participación política de los ciudadanos.
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La vida de la población civil en este contexto no resulta nada fácil. Muestra de ello son los altísimos niveles de victimización de la población no combatiente que caracterizan a las guerras civiles, muy superiores a los encontrados en las guerras internacionales (Fearon y Laitin, 2003). Pero la muerte y el destierro no son la única forma de victimización que padecen estas comunidades. La imposición, el desdén por sus tradiciones y sus formas de organización, al igual que la transformación del orden social y político en sus territorios, constituyen procesos de cambio dolorosos que tienen importantes consecuencias en la vida cotidiana durante la guerra, y aun en el posconflicto. Podría hablarse de una victimización que también es social y política. Ahora bien, a pesar de ser constantemente víctimas, los civiles mantienen su capacidad de agencia, esto es, de elegir su conducta, aunque en ocasiones cuenten con un margen de maniobra muy reducido. Pese a que la vida en las zonas donde los grupos armados están presentes es sumamente difícil, asumir que quienes viven allí no pueden más que huir o callar implica negar los diversos comportamientos —muchos de ellos conmovedoramente heroicos— que tienen lugar a lo largo y ancho del país. No solo se presentan varios casos de comunidades que han exigido respeto y distancia por parte de los actores armados de un modo explícito;2 también hay innumerables ejemplos de comunidades que han hecho exigencias a guerrilleros y paramilitares y han logrado preservar en mayor o menor medida su autonomía. Tanto en Colombia como en otros conflictos armados existen poblaciones que han encontrado en un grupo armado una fuente de autoridad y gobierno con la que antes no contaban. Conocer y entender los diferentes tipos de interacción entre civiles y combatientes en el espacio local es importante, por varias razones. En primer lugar, un mayor conocimiento de las diversas situaciones de la población civil en medio del conflicto constituye un componente fundamental del diagnóstico de la guerra y de lo que ella supone para el país que la sufre. Asumir que la experiencia de quienes conviven con los actores armados se reduce 2 Me refiero a las Comunidades de Paz que han hecho pública su exigencia a estos actores.
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a ser víctimas o “simpatizantes” entusiastas impide analizar los efectos de las complejas transformaciones que tienen lugar en estas comunidades. Por otra parte, como sugiero en otro lugar (Arjona, 2008), cabe esperar que la manera en que una comunidad experimenta la presencia de grupos armados en su territorio tenga implicaciones de largo plazo que trascienden el final del conflicto. Si la guerra toma distintas formas a lo largo del territorio nacional, la forma como las diferentes comunidades se ven afectadas por ella no puede ser la misma. Si no entendemos mejor cómo se vive la guerra y en qué medida dicha experiencia difiere entre territorios y poblaciones, difícilmente podremos identificar los retos que nos trae el posconflicto y responder a ellos. Adicionalmente, si, como lo sugiere la literatura sobre guerras irregulares, la población civil desempeña un papel central en la definición de la capacidad militar y política de los bandos en disputa, entender mejor la manera como ésta se acomoda a los bandazos del conflicto resulta clave para estudiar las tácticas de estas organizaciones. Avanzar en nuestra comprensión de dichas tácticas nos ayuda a desentrañar la compleja evolución del conflicto y su diferenciación regional. Este artículo presenta una mirada tentativa a los distintos modos de interacción entre grupos armados y comunidades locales en las zonas donde los primeros están presentes de un modo permanente.3 Para ello se centra en tres preguntas: ¿cómo abordan los grupos armados a las comunidades que viven en los territorios donde ellos buscan asentarse?, ¿de qué manera reaccionan dichas comunidades?, ¿qué dinámicas locales resultan de la interacción entre los dos actores?4 El argumento central sostiene que la naturaleza de la guerra irregular lleva a los grupos armados a interesarse por crear cierto orden en los territorios donde buscan establecerse. Este orden, sin embargo, no se construye de
3 Esto es, cuando mantienen una forma de presencia continua (y no esporádica) en la zona, a través de milicianos o combatientes. 4 El argumento forma parte de mi tesis doctoral. Es tentativo en la medida en que el proyecto de investigación está aún en curso.
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manera uniforme ni opera del mismo modo en los distintos territorios. La variación se explica, en buena medida, por el sistema de autoridad vigente en la comunidad a la llegada del grupo armado, el cual define tanto el espacio en que éste puede insertarse como la capacidad de resistencia de la población. Anticipándose a la reacción que una comunidad dada pueda tener a distintas estrategias, el grupo armado decide embarcarse en la construcción del tipo de orden local del que espera mayores ventajas. Otros factores, como la competencia entre actores armados, su organización interna y el valor estratégico del territorio, también influyen en las estrategias del grupo. Los mecanismos y microfundamentos que explican la relación entre el sistema de autoridad de la comunidad y la reacción de la población civil ante las estrategias del grupo armado incluyen no solo el cambio en las alternativas disponibles para los actores locales y los costos asociados a ellas, sino también la transformación de sus creencias y preferencias. Por tratarse de una versión preliminar de una investigación que todavía está en curso, la evidencia empírica que presento tiene un carácter puramente ilustrativo. No pretendo presentarla como una validación empírica del argumento sino como fragmentos provenientes de distintas etapas de mi trabajo de campo que sirven para fundamentar supuestos, describir los fenómenos a los que hago referencia e ilustrar los procesos que pretendo analizar. Este material proviene de entrevistas en profundidad, entrevistas semiestructuradas y encuestas con civiles y desmovilizados (de grupos guerrilleros y paramilitares) realizadas en diversos municipios de distintas zonas del país.5 Me permito describir la manera como está organizado el texto. Comienzo por discutir algunos puntos de partida para el análisis de la situación de la población civil en medio del conflicto (sección 2). En la tercera sección discuto los objetivos del grupo armado a escala local y las estrategias disponibles para alcanzarlos. Las siguientes cuatro secciones exploran con cierto detalle 5 La recolección de información cualitativa contó con la valiosa colaboración de un grupo excelente de asistentes de investigación a quienes agradezco por su interés en este proyecto y su trabajo. La encuesta forma parte de un trabajo colaborativo con Stathis Kalyvas.
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el proceso de creación de cuatro órdenes locales que surgen a partir de la interacción entre grupos y comunidades diferentes: el de control social, el de ocupación militar, el de infiltración y el coercitivo. Por último, presento las conclusiones. Antes de comenzar el análisis es importante aclarar algunos términos recurrentes en el texto. Con la denominación grupo armado me refiero a una organización que es creada por fuera de la ley y utiliza la violencia como medio para alcanzar un fin determinado. Este fin puede consistir en el cambio de una política pública, un cambio en el partido o dirigente que ostenta el poder o una transformación del sistema político o económico.6 Utilizo el término combatiente para referirme a los miembros de tiempo completo de los grupos armados, lo cual suele implicar que se trata de personas que han asumido un compromiso de largo plazo con la organización y han recibido entrenamiento. Bajo esta definición, los milicianos son civiles que cooperan con el grupo armado de una manera particular. A lo largo del artículo usaré indistintamente los términos zonas de guerra y zonas de conflicto, con los cuales me refiero a los lugares donde hay presencia continua de alguno de los grupos armados al margen de la ley. Por último, utilizo el término comunidad para referirme a la población que habita un territorio local. La comunidad puede definirse tanto con base en límites territoriales como con base en la calidad de las relaciones humanas, sin referencia alguna a un lugar (Gusfield, 1975). En este artículo utilizaré el término basándome en una combinación de ambas perspectivas, donde la comunidad es el conjunto de personas que habitan un lugar determinado y mantienen entre sí la mayor parte de sus relaciones sociales frecuentes. En este sentido, la localidad no es el municipio sino la vereda, el pueblo (dependiendo de su tamaño) o el barrio. Considero esencial desagregar la unidad de análisis más allá del municipio debido a que la variación del fenómeno de
6 En este sentido, el argumento tal y como está planteado aquí versa sobre grupos paramilitares y guerrilleros pero no sobre las fuerzas armadas estatales. Sin embargo, algunos elementos del análisis son aplicables al Ejército, en particular cuando adopta estrategias de contrainsurgencia propias de la guerra irregular.
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estudio —el tipo de interacción entre grupos armados y población civil— varía no solo dentro de las regiones sino también dentro de los municipios. A lo largo del texto presento argumentos y material empírico que soportan esta afirmación.7
2. Tres puntos de partida para el análisis de la situación de la población civil en medio del conflicto ¿COLABORACIÓN O PARTICIPACIÓN? En la literatura internacional (especialmente en historia y ciencia política) se suelen utilizar dos términos para referirse a la manera como la población puede involucrarse con un grupo armado: colaboración civil y participación. Ambos tienen serias limitaciones, ya que suelen partir de supuestos erróneos y favorecen lecturas simplistas de la situación de los civiles en zonas de guerra. Primero, en su uso más frecuente los dos términos suelen asumir que se trata de un apoyo voluntario derivado de posiciones ideológicas favorables hacia el grupo en cuestión, lo cual es empíricamente falso.8 Como sugiero más adelante, son muchas las razones que pueden llevar a los civiles a actuar de un modo que favorece a los grupos armados. Solo en algunas ocasiones su conducta está basada en la intención de respaldar o promover a un bando de la guerra o su agenda política. La falsa presunción de estas motivaciones es problemática, no solo porque impide describir y entender la conducta de los civiles, sino también porque da lugar a afirmaciones peligrosas sobre la responsabilidad de las poblaciones que conviven con combatientes. Esto mismo ocurre con el término base social (de la guerrilla o de los paramilitares), frecuentemente utilizado en Colombia. Su uso suele llevar a que las comunidades que conviven con los grupos armados por un periodo largo 7 González et al. (2003:50) resaltan esta variación al interior de un mismo municipio. Diversos estudios de caso encuentran la misma heterogeneidad, por lo general presentada contrastando las zonas rurales y las urbanas. 8 En este artículo presento tanto argumentos teóricos como evidencia empírica en contra del supuesto de que la ideología es la única motivación (o la más frecuente) del apoyo de los civiles a los grupos armados que están presentes en su territorio.
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sean estigmatizadas como pro guerrilla o pro paramilitares, independientemente de cuáles sean los factores que permitieron la presencia continuada de dichas organizaciones en su territorio y de los motivos que llevaron a algunos (o muchos) civiles a cooperar con ellos. La segunda razón por la que son problemáticos los términos tradicionales de colaboración y participación es porque ambos reducen un fenómeno complejo a la disyuntiva entre dos conductas. La colaboración suele designar la provisión de bienes, información y ayuda logística; los civiles, por lo tanto, pueden colaborar o no hacerlo, sin lugar a matices. La participación, por otro lado, suele reducirse al alistamiento como combatiente, lo que lleva a diferenciar únicamente a los participantes (es decir, quienes ingresan en los grupos) de los no participantes (esto es, todos los demás).9 En la práctica, sin embargo, existen muchos otros tipos de conductas que favorecen de un modo u otro a los grupos armados y forman parte de lo que estas mismas organizaciones conciben como colaboración o ayuda. La obediencia a sus normas, por ejemplo, es un componente esencial de la colaboración. Pero equiparar la obediencia con actos como el alistamiento voluntario carece de sentido, ya que se trata de conductas que suponen decisiones esencialmente distintas, aún si son influidas por factores similares.
LA “CAPACIDAD DE AGENCIA” DE LA POBLACIÓN CIVIL “La comunidad estaba cansada de la guerra; estaban cansados de ser el blanco de todos los grupos armados, de sufrir las consecuencias de la guerra. La gente estaba aterrorizada, tenía mucho miedo y sin embargo fue capaz de tener voz y de comenzar a ayudar a que las Farc salieran de la zona” (habitante de Apartadó, Antioquia). “No se pueden doblegar las conciencias con las armas. Si [las Farc] vuelven ahora la gente no se dejaría. Denunciarían” (habitante de una vereda del departamento de Cundinamarca).
9 Dos importantes excepciones son los trabajos de Petersen (2001) y Wood (2003).
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Hasta ahora he señalado los problemas inherentes a la lectura tradicional, según la cual los civiles colaboran o participan motivados por el deseo de ayudar al grupo armado. En particular, he resaltado que conceptualizar de esta manera la conducta de las poblaciones locales no solo niega una gran diversidad de motivaciones para actuar de maneras que favorecen a estos grupos, sino que, además, alimenta la estigmatización de las comunidades que conviven con estas organizaciones. Ahora bien, la opción opuesta, en la cual se califica a estas poblaciones como víctimas que aceptan pasivamente la voluntad de los actores violentos, es igualmente problemática. Si bien es cierto que los grupos armados victimizan y que todos los miembros de las comunidades que conviven con actores armados son de alguna manera víctimas de la guerra, este calificativo es insuficiente para identificar y entender las distintas situaciones en que tiene lugar dicha convivencia. A pesar de sufrir los ataques de los grupos armados, los civiles tienen “capacidad de agencia” —esto es, de tomar decisiones—.10 Ello, desde luego, no quiere decir que todas las opciones estén disponibles ni que los civiles puedan por defecto enfrentarse a los grupos armados. Pero la condición de víctima no anula los otros aspectos de la vida, incluida la manera como las personas se acomodan, resisten o sobrellevan la presencia de actores armados en sus comunidades. Hace falta, más bien, entender la experiencia de la victimización en contextos específicos y preguntarnos por la forma como individuos y comunidades reaccionan ante ella.
LA IMPORTANCIA DE LA PERSPECTIVA Y DEL CONTEXTO Dadas estas limitaciones, propongo diferenciar la “colaboración” desde la perspectiva del grupo armado (esto es, en un sentido amplio que abarca todas las conductas de los civiles que benefician al grupo, independientemente de sus motivaciones), de la “colaboración” desde la perspectiva del civil (esto 10 El término ‘agencia’ (o ‘capacidad de agencia’ o ‘agencia humana’) puede ser entendido desde diversas perspectivas (Emirbayer y Mische 1998). En este artículo me refiero a la capacidad del individuo de tomar la decisión de actuar de una manera particular dado un conjunto (más o menos reducido) de alternativas. En este sentido, la agencia se contrapone a un enfoque determinista según el cual la voluntad no juega un papel importante en la acción ya que ésta está determinada por uno o varios factores estructurales.
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es, como conducta de aquellos civiles que buscan ayudar o beneficiar al grupo armado). El número de conductas de las que el grupo se beneficia es, por definición, mayor que el de las conductas motivadas por el deseo de los civiles de ayudar al grupo. Utilizaré el término cooperación para referirme a las distintas conductas que los civiles adoptan por cualquier motivo y que benefician a los grupos armados. De este modo, tanto la provisión voluntaria de información como la entrega de una res por temor a represalias constituyen formas de cooperación. Con este término espero evitar la estigmatización como partidarios del grupo armado (basada en un supuesto erróneo) de quienes se ven precisados a cooperar con el mismo. Para identificar las conductas que pueden favorecer al grupo armado y que, por lo tanto, constituyen formas de cooperación civil, es esencial preguntarse por los objetivos de estas organizaciones en el nivel local y, a partir de ellos, por la manera como los civiles pueden ayudarles a alcanzarlos. Así mismo, para entender las reacciones de los civiles ante la presencia de estas organizaciones en su territorio es fundamental contar con una idea más clara de qué es aquello a lo que reaccionan y en qué contexto lo hacen. Para ello se debe partir de una percepción más detallada de lo que buscan los grupos armados en los territorios donde se asientan y de qué hacen para obtenerlo, e indagar por las dinámicas locales que resultan de su conducta. Hace falta, además, tener en cuenta el carácter interrelacional tanto del comportamiento de los actores armados como de las comunidades. Estos son los objetivos de la siguiente sección.
3. La interacción local entre grupos armados y comunidades “Cuando los paras llegaron no hicieron reuniones. Se metieron de noche. Recogieron a los que se iban a llevar. A otros los mataron aquí (…) Picaban a la gente11 y mataron a varios niños pequeños”. “Prohibieron la venta de bazuco y marihuana en el barrio y les hacían exámenes a las prostitutas
11 Se refiere al asesinato y descuartizamiento con machete.
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para verificar que no tuvieran enfermedades de transmisión sexual”. “Ellos [los paramilitares], por ejemplo, traían una máquina picadora a un pueblo y la ponían al servicio de los campesinos, pavimentaban las vías y arreglaban el pueblo”. “Protegían las especies silvestres en peligro: si se les cazaba, se les capturaba o se les dañaba, era motivo de castigo”. “Las autoridades del Estado eran fachadas. Simplemente se les informaba lo que se iba a hacer, se les citaba para informarles. Además, [los paramilitares] tenían sus propios políticos que ellos lanzaban, apoyaban y promovían”. “Los funcionarios les rendían cuentas a las AUC” (testimonios de habitantes de diferentes zonas del departamento de Córdoba). “Cuando la guerrilla [Farc] llegó (…) al principio organizó a la gente en organizaciones comunitarias, fue organizando las juntas de acción comunal para que hicieran gestión. Dentro de las labores que realizaban hacían mingas comunitarias y apoyaban el cooperativismo entre veredas. También auxiliaban con drogas a la población”. “Se sabía que hacían ajusticiamientos en algunos lados y que imponían su justicia.” “La guerrilla organizaba fiestas y eventos para la gente. También daban órdenes y normas de convivencia, como no robar; ponían letreros en diferentes partes donde decían algunas cosas, como el deber de presentarse ante las juntas de acción comunal”. “Ellos castigaban a las personas chismosas y los casos de infidelidad (…) Con las prostitutas también había reglas: las censaban, tenían que tener un responsable que la guerrilla conociera y mantenerse en la zona un mínimo de tiempo (un mes, por ejemplo)”. “Tampoco dejaban pescar con arpón ni con barredora. También había prohibición de cazar ciertos animales en vía de extinción y talar bosque”. “El grupo cobraba un impuesto a las personas que vendían coca y otro a quienes compraban. Después fue diferente y ellos compraban la coca, pero eso era más adentro del Yarí” (testimonios de habitantes de diferentes lugares del departamento de Caquetá).
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Violencia, amenazas, organización social, gobierno de hecho, populismo y clientelismo armado son algunos de los términos que recogen la diversidad de prácticas de los grupos armados que estos testimonios describen. Para identificar y entender mejor tales conductas, así como sus efectos sobre la población civil, es fundamental indagar los objetivos que persiguen tales organizaciones a escala local y las posibles vías para alcanzarlos. Igualmente hace falta pensar en el carácter interrelacional de la conducta de los grupos armados y la reacción de la población civil. Al analizar la manera como estas organizaciones se asientan en comunidades diferentes, esta sección pretende dar un paso en esa dirección: ¿cómo y por qué lo hacen? ¿de qué manera transforman el orden de cosas, y qué reacción pueden encontrar por parte de la población civil?
LOS OBJETIVOS DE LOS GRUPOS ARMADOS EN EL NIVEL LOCAL Para entender los objetivos de los grupos armados en el espacio local es necesario indagar por el tipo de confrontación militar que protagonizan. En la mayoría de las guerras internas, la lucha se libra de manera asimétrica en el territorio (Balcells y Kalyvas, 2007). Mientras algunas zonas son fuertemente azotadas por todos los bandos, en otras no se ve pasar jamás a un solo combatiente. En las llamadas guerras irregulares esta asimetría es todavía más profunda. Estas confrontaciones se caracterizan por la ausencia de líneas de frente y porque la victoria se centra en el control del territorio más que en la victoria en el campo de batalla (McColl, 1969; Kalyvas, 2006). En ese sentido, la diferencia con la guerra regular, donde los ejércitos luchan en el campo de batalla y avanzan en conjunto, es fundamental. En ella los bandos luchan por derrotar al enemigo en encuentros frontales, atacando a su tropa y su armamento. En la guerra irregular, en cambio, los encuentros militares son menos comunes, mientras que el dominio de territorios locales constituye el principal objetivo de los bandos en disputa. Esta naturaleza de la guerra irregular tiene dos implicaciones centrales sobre el comportamiento de los grupos armados hacia los civiles: una relacionada con su supervivencia y otra con su estrategia militar. Inicialmente,
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la naturaleza del grupo irregular conlleva limitaciones que dificultan su autosuficiencia. El abastecimiento de comida, abrigo y ropa para su tropa es difícil, especialmente en lugares alejados de campamentos y zonas de refugio. Esta situación hace de la población civil un recurso esencial, por razones de supervivencia, ya que ella puede proporcionar los productos necesarios para garantizar la alimentación y el vestido de los combatientes. En segundo lugar, la centralidad del control territorial propia de la guerra irregular hace de los civiles un recurso invaluable para el grupo armado, por razones militares. Controlar un territorio requiere el ejercicio de ciertas conductas por parte de sus habitantes, ya que son ellos quienes pueden proporcionar información sobre el enemigo y sobre los pobladores locales que le brinden ayuda. El control exige, además, un nivel mínimo de obediencia a los dictámenes del grupo armado, especialmente en el plano militar. Adicionalmente, ante la presencia de fuerzas enemigas, los civiles pueden proteger la identidad de los combatientes ocultándolos o haciéndolos pasar por locales.12 Por último, el grupo necesita a la población civil para crecer, ya que de ella provienen los combatientes. Esta importancia de la población civil para el modus operandi de un grupo insurgente ha sido reconocida por líderes de organizaciones guerrilleras, historiadores militares y politólogos (p. e., Guevara, 1960; Kalyvas, 2006; McColl, 1969; Mao, 1937; Thompson, 2002; Trinquier, 1964). La metáfora de Mao Zedong, en la cual la población civil es descrita como el agua en que nadan los rebeldes, ilustra hasta qué punto es fundamental para un grupo irregular contar con la ayuda de los civiles. Para muchos analistas, en una guerra irregular la victoria —tanto de los insurgentes como de sus oponentes— depende en buena medida de la colaboración de los civiles (Kalyvas, 2006).13
12 Kalyvas (2006:89) se refiere a esta capacidad de los combatientes de esconderse y hacerse pasar por pobladores locales como el ‘problema de identificación’ en las guerras civiles. 13 Estos autores suelen hablar de colaboración civil. Siguiendo la discusión de la segunda sección de este artículo, me referiré a las conductas de la población civil que favorecen a un grupo armado como ‘contribución’
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Por otra parte, el grupo armado tiene necesidades económicas: debe financiar su lucha. Si bien puede esperar el abastecimiento de su tropa a partir de contribuciones ocasionales de la población civil, necesita armamento y los recursos indispensables para financiar sus operaciones. Debido a que la centralidad del control territorial impone a la organización el modus operandi, una manera útil de resolver el problema de financiación —especialmente ante la ausencia de diásporas o gobiernos extranjeros que proporcionen apoyo— es buscar que el poder territorial se traduzca también en poder económico. Por lo tanto, la búsqueda del control territorial adquiere una importancia que no es solo militar sino también económica. Por último, el grupo persigue así mismo crear una imagen nacional e internacional de su organización que lo muestre como legítimo y militarmente poderoso. La percepción dentro del país importa porque su reputación puede afectar la reacción de comunidades locales ante su presencia y el apoyo de la población en general ante una eventual victoria militar, así como sus posibilidades a la hora de sentarse a una mesa de negociación. En cuanto al plano internacional, es posible que los grupos que dependen de la financiación de diásporas, Estados o sectores civiles extranjeros necesiten contar con una imagen sólida y favorable, más que aquellos cuyas fuentes de financiación son puramente nacionales. De igual modo, los grupos que, ante una eventual victoria, temen represalias por parte de países vecinos (o que esperan su apoyo), pueden estar más interesados en labrar su imagen en el plano internacional. Dado que la mayoría de los recursos debe destinarse a la conquista y mantenimiento del control territorial, el grupo tiene incentivos para utilizar dicho control en el propósito de ganar visibilidad como actor político. Dado que la cooperación civil es fundamental para alcanzar el control territorial y las ventajas que de él se derivan, para entender qué buscan los grupos armados en el nivel local hace falta indagar por lo que dicha cooperación supone.
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¿EN QUÉ CONSISTE LA COOPERACIÓN CIVIL QUE BUSCAN LOS GRUPOS ARMADOS? A partir de la definición presentada en la segunda sección del artículo, uso el término cooperación civil para designar las conductas de los civiles que benefician al grupo armado, independientemente de las motivaciones de quien actúa. Dichas conductas pueden consistir en obediencia o en actos de apoyo. La obediencia reúne todos los casos en que un civil lleva a cabo un acto después de recibir la orden respectiva por parte de un grupo armado. Los actos de obediencia pueden ser aquellos que siguen órdenes expresas y directas, tales como “Juan, traiga agua para los combatientes”. Así mismo, pueden ser actos que siguen normas generales impuestas a una población o a un segmento de ella, tales como “Nadie puede salir de la casa después de las siete de la noche”. El apoyo consiste en actos que no están precedidos por una orden expresa ni una norma establecida por el grupo armado que defina dicho acto como obligatorio: por ejemplo, la provisión de información sobre el grupo enemigo o el alistamiento voluntario. Es importante insistir en que el apoyo, como lo defino aquí, no presupone ninguna motivación. Lo mismo ocurre con la obediencia. El nivel de cooperación que logra alcanzar el grupo armado en un territorio está determinado por la reacción de la comunidad ante su presencia. Ésta puede oponerse, obedecer pasivamente o brindarle obediencia y apoyo. De otro lado, tanto la obediencia como el apoyo pueden ser limitados o amplios, según sea su dominio, es decir, según sean los ámbitos de la vida local en que tengan lugar. Por ejemplo, la obediencia sería limitada si únicamente incluye conductas relacionadas con el uso de la fuerza, y amplia si incluye conductas de la esfera económica y la vida familiar. El grupo prefiere un escenario en que cuenta con apoyo y obediencia en múltiples ámbitos de la vida local. Podemos identificar cinco niveles de cooperación civil: i) La cooperación nula, que tiene lugar cuando la comunidad logra oponerse al tipo de presencia que el grupo armado ejerce (o pretende ejercer) en el 14 Puede decirse, con razón, que la neutralidad y la resistencia constituyen reacciones diferentes por parte de la comunidad. Sin embargo, ambas constituyen formas de desobediencia al actor armado que se traducen en un nivel de cooperación nulo.
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territorio, y niega su obediencia y su apoyo. Esta oposición puede tomar la forma de resistencia (violenta o pacífica) o neutralidad.14 ii) La cooperación mínima, que se presenta cuando la comunidad intenta oponerse a la presencia del grupo armado pero es obligada a obedecer por la fuerza. iii) La cooperación baja, cuando la comunidad se acomoda y obedece pasivamente en un ámbito limitado de la vida local. iv) La cooperación media, cuando la comunidad brinda obediencia y apoyo en un ámbito limitado de la vida local. v) La cooperación alta, cuando la comunidad brinda obediencia y apoyo en múltiples campos de la vida local. Ahora bien, si la cooperación civil es tan importante para los grupos armados, éstos tienen incentivos claros para elegir estrategias que les permitan alcanzarla. ¿Cuáles son las estrategias posibles y en qué condiciones optan por una u otra?
LA VIOLENCIA COMO ESTRATEGIA: SUS EFECTOS Y SUS LIMITACIONES La violencia es evidentemente una de las vías por las cuales los grupos armados buscan alcanzar sus objetivos. Aunque sus efectos sobre la cooperación civil parecen evidentes —se trata del bien conocido poder coercitivo—, son más complejos de lo que suele pensarse. A continuación discuto tres tipos de mecanismos distintos por medio de los cuales la violencia afecta la conducta de los civiles: primero, la transformación de los beneficios y costos asociados a alternativas diferentes;15 segundo, la creación de nuevas preferencias o motivaciones, incluidas las diferentes emociones; tercero, la transformación de las creencias de los civiles sobre diferentes estados de cosas. 15 Payoffs en el lenguaje de los economistas.
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El primer mecanismo por medio del cual la violencia afecta los costos asociados a alternativas disponibles es evidente: al lanzar amenazas creíbles, el grupo armado hace de ciertas conductas una alternativa muy costosa. Este es el mecanismo que suele estar implícito en el análisis del poder coercitivo de la violencia. Según el argumento tradicional sobre el poder disuasivo de la violencia (p. e., Bentham, 1830; Becker, 1968), ella resulta útil para moldear el comportamiento cuando es percibida como un castigo suficientemente probable y severo en comparación con el beneficio que podría obtenerse actuando de otro modo. Este es, sin lugar a dudas, uno de los efectos principales del uso de la violencia por parte de los grupos armados. Cabe esperar que muchas instancias de cooperación sean el producto del deseo de evitar la victimización. La violencia también está en capacidad de modelar el comportamiento de los civiles al despertar emociones, las cuales “pueden ser tan fuertes que acallan todas las demás consideraciones” (Elster, 2000: 9). Como es evidente, la emoción más común que despierta la violencia es el miedo, al cual los humanos suelen responder huyendo o defendiéndose (LeDoux, 1996). En el contexto de una comunidad que se enfrenta a un actor armado, las opciones de defensa son bastante reducidas, por lo que cabe esperar que la huida sea más común que la defensa. Existen, sin embargo, otras reacciones al miedo. Según LeDoux (1996: 134), ellas incluyen “el ensimismamiento, la inmovilidad y la sumisión”. Psicólogos y politólogos que han investigado guerras civiles y dictaduras han encontrado evidencias de la presencia generalizada de estas reacciones al miedo en la población civil (p. e. Torres-Rivas, 1999; Lechner, 1988; Lira, 1990a y 1990b; Merloo, 1964). En el caso colombiano, un ejemplo de la incapacidad de reacción de quienes sufren o presencian la violencia está ilustrado por lo que Pécaut (1999) llama la banalización del conflicto, en la cual los civiles asisten impasibles al empleo generalizado y cotidiano de la violencia. La violencia puede, por lo tanto, lograr obediencia por medio del temor. Esta obediencia es sustancialmente distinta de la que resulta del cálculo de los costos y beneficios asociados con una acción prohibida: ante el miedo, la
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persona no puede incorporar en su decisión el valor esperado de la sanción por el incumplimiento. Simplemente, por efecto del terror, obedece siempre. La contraposición que algunos autores hacen entre la coerción y la dominación apunta a la diferencia entre estos dos mecanismos (p. e., Hollister, 1948). Por otra parte, el uso de la violencia puede tener una serie de efectos adicionales, en dependencia de quiénes sean las víctimas. Cuando las personas están siendo asesinadas, la idea de que algunas de ellas son las “adecuadas” puede llevar a mejorar la imagen del grupo armado. En una comunidad donde la violencia es ejercida por otro grupo, como los delincuentes comunes, las riñas u otro tipo de conflictos han traído inseguridad y los habitantes locales necesitan protección. Los grupos armados que analizamos suelen explotar esta necesidad convirtiéndose en garantes del orden público, lo que les permite ganar el reconocimiento de algunos pobladores. En esto consisten las tristemente célebres “campañas moralizantes” de los grupos armados: olas de violencia contra ladrones, violadores y otros delincuentes comunes que trastornan la vida local.16 En este sentido, e independientemente de las ideologías y las preferencias políticas de los civiles, la presencia del grupo armado puede ser vista como un cambio positivo. Diversos autores han encontrado en esta mejora de las condiciones de seguridad una fuente importante de simpatías hacia los grupos armados. (Taussig, 2003: 3133), por ejemplo, ilustra este punto en su descripción de los efectos de la “limpieza” iniciada por los paramilitares en un pueblo colombiano. Según el autor, los civiles se mostraban satisfechos por la disminución de los robos y los asesinatos, lo que los llevó a ver con buenos ojos la presencia de los paramilitares en la zona.17
16 Estas campañas tienen otros fines estratégicos, como lograr el monopolio del uso de la violencia y aumentar el control social sobre la población. Volveré a este punto más adelante. 17 Es importante resaltar que las creencias positivas sobre el grupo no presuponen un acuerdo sobre el uso de la violencia. Aquí pueden intervenir distintos mecanismos sicológicos. Precisamente porque se trata de un contexto de guerra, los civiles pueden valorar la nueva seguridad aún si ésta es el resultado de medios que, en otro contexto, no aprobarían. Los mecanismos de ‘pensar con los deseos’ (wishful thinking), la reducción del ‘efecto de disonancia’ (Festinger 1957) y las ‘preferencias adaptativas’ (Elster 1983; Sen 1987) pueden explicar este fenómeno. En general, las poblaciones parecen ser mucho más permisivas con los medios que usan sus gobernantes en contextos de grandes dificultades económicas e inseguridad.
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Los grupos armados parecen ser muy conscientes de los réditos que pueden obtener trayendo “seguridad” a una comunidad. En diferentes entrevistas hechas a comandantes medios de grupos guerrilleros y paramilitares quedó claro que lo que algunos llaman la pacificación abre puertas importantes hacia la comunidad. Un antiguo combatiente de las Farc sugiere que “traer seguridad a una población desprotegida y aburrida de los robos y las riñas deja ver los beneficios que nuestra presencia puede traerle a la gente”. El análisis que hizo un periodista del modus operandi de algunos grupos paramilitares colombianos describe este patrón en términos similares: “la entrada [de los paramilitares] a las ciudades se da usualmente a través de los barrios más marginales, donde la presencia del estado es débil y la provisión de servicios públicos insuficiente. Los paramilitares comienzan por matar a ladrones y drogadictos con el fin de traer una sensación de seguridad a los habitantes (…) Esto ayuda a entender, en parte, por qué en los barrios más pobres de [diferentes ciudades colombianas] los asesinatos han aumentado mientras los robos han disminuido”.18 Así mismo, varios autores han señalado el papel central que ejercen los grupos armados al controlar ciertas violencias en las zonas donde están presentes (p. e. Cubides et al., 1998). Por último, la violencia puede cambiar la conducta de la gente si dar lugar a emociones diferentes al miedo. Entre quienes son allegados a las víctimas, la violencia solo puede llevar a una obediencia forzosa, marcada por la tristeza y la indignación. También es posible que, al despertar emociones como la venganza y el odio y crear creencias negativas sobre el grupo, esta violencia pueda derivar en resistencia o en el deseo de apoyar al bando contrario. Diferentes autores han documentado esta situación.19 Si bien la violencia puede lograr cierta cooperación de los civiles por medio de estos distintos mecanismos, se trata de un nivel pobre de cooperación: cuando hace alusión a obediencia forzada (motivada por el deseo de evitar un castigo), la cooperación está condicionada a un monitoreo creíble
18 Revista Semana, 23 de abril de 2005. 19 Por ejemplo Uribe (2001) sobre Colombia y Wood (2003) sobre El Salvador.
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y puede desaparecer cuando el control territorial se ve amenazado. Es decir, se trata de un nivel mínimo de cooperación. Así mismo, la obediencia y el apoyo que el actor armado puede lograr mediante el mantenimiento del orden público se reduce a conductas limitadas al ámbito policivo y solo se mantiene en la medida en que el grupo solo acuda a la violencia con ese fin. Es decir, únicamente permite al grupo obtener un nivel bajo de cooperación. Por último, aunque la violencia atemoriza y el monitoreo puede llegar a ser innecesario en medio de una población sumida en el terror, ciertos actos de apoyo no provendrán nunca del miedo. Aún más: ante la llegada de otro actor igualmente violento, la población puede dejar de obedecer. Ya que el grupo armado está interesado en obtener y defender el control de territorios, le interesa alcanzar una cooperación civil estable y duradera. Al lograr una cooperación que, por lo general, es condicional y limitada, la violencia resulta ser una estrategia insuficiente (e incluso contraproducente). En otras palabras, contrario a lo que suele pensarse, la violencia por sí sola no puede crear todos los tipos de cooperación que el grupo armado necesita. Por eso los grupos buscan la obediencia y el apoyo también por otras vías.
OCUPACIÓN MILITAR, INFILTRACIÓN Y GOBIERNO DE HECHO: LA CREACIÓN DE NUEVOS ÓRDENES LOCALES COMO ESTRATEGIA
“Las AUC regulan mucho la vida de los civiles. Le dan orden al barrio para mantener el control” (habitante de Barrancabermeja, Santander).
Si la violencia no puede por sí sola lograr la cooperación civil que el grupo armado necesita, ¿cuál es la alternativa? A pesar de que las palabras guerra y orden parecen antónimos, la creación de un nuevo orden local resulta ser una de las estrategias principales de los grupos irregulares. Mientras la anarquía trae grandes obstáculos a quien busca tener el control, el orden ofrece múltiples ventajas. Para comenzar, un orden basado en reglas claras que se hacen cumplir aumenta la capacidad de monitoreo del grupo (tanto de los
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habitantes permanentes como de los forasteros). De otro lado, la creación de un nuevo orden local permite al grupo armado influir en la vida de los civiles de maneras que, con el tiempo, pueden originar obediencia y apoyo. Además, dicha influencia puede ser utilizada para crear un orden de cosas favorable en términos financieros o políticos. Por ejemplo, el grupo puede instaurar reglas sobre la actividad económica en la zona que le permitan un cobro organizado y rentable de impuestos o su participación directa en actividades lucrativas. También puede utilizar su poder local para aprovechar espacios políticos y administrativos útiles para diversos fines. Por ejemplo, la captación de los espacios de poder en las instituciones formales puede permitir la apropiación directa de recursos públicos con destino a las arcas de la organización armada. Así mismo, puede brindar espacios útiles para su visibilidad como actor político, tanto en el nivel nacional como en el internacional. Por último, la creación de un nuevo orden de cosas también posibilita al grupo armado poner en práctica algunos de sus postulados ideológicos. Un grupo de izquierda puede, por ejemplo, emprender una reforma de la propiedad de la tierra o regular los salarios de los trabajadores. ¿Qué características debe tener ese nuevo orden local para favorecer al grupo armado? Volvamos por un momento a los objetivos que esta organización persigue al asentarse en un territorio local: buscar el control del territorio y la cooperación civil, lo cual es valioso como instrumento para mantener el control y también por razones de abastecimiento. Pero el control es multidimensional. Si bien lo que cuenta en la confrontación es el control militar o la soberanía —es decir, la capacidad de excluir al enemigo del territorio—, tal control es mayor en la medida en que el soberano lo consiga también en otros ámbitos, además del puramente militar. Adicionalmente, contar con un control que va más allá de lo militar le permite al grupo utilizar su soberanía para alcanzar otros fines, tales como obtener recursos para financiarse o para avanzar en el plano político. Por lo tanto, ese nuevo orden es más útil para el grupo armado si le permite obtener un mayor dominio sobre distintos campos de la vida local. En otras palabras, el mejor escenario para el grupo armado es el que lo convierte en el gobernante de hecho y le permite ejercer
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su poder para crear un nuevo orden de cosas, a la medida de sus necesidades (no solo militares sino también de otra índole). Pero un nuevo orden no se instaura en el vacío: se crea sobre un orden existente, donde conviven los miembros de una comunidad, quienes tienen capacidad de agencia. Esta comunidad cuenta con una forma particular de llevar sus asuntos; un conjunto de problemas por resolver y de problemas resueltos; unas prácticas sociales, económicas y políticas; en fin, una manera de vivir. Es de esperar, por lo tanto, que la posibilidad de convertirse en el gobernante de hecho que instaura un orden de cosas a su medida no exista de manera uniforme en todos los lugares donde los grupos armados quieren asentarse. Aún más: cabe esperar que en algunos casos hacer eso sea contraproducente, ya que si la comunidad se opone a la presencia del grupo, éste obtendría una cooperación pobre; si el grupo le gana el pulso a la comunidad y la somete por la vía armada, obtendría un nivel mínimo de cooperación donde solo tendría lugar una obediencia forzosa; si la comunidad logra sostener su oposición, el grupo cosecharía un nivel nulo de cooperación, en el cual los civiles ni le obedecen ni lo apoyan. Por lo tanto, el grupo tiene incentivos para autolimitar sus aspiraciones y calibrar su estrategia de modo que evite la oposición y asegure el mayor grado de cooperación posible. Mientras en algunos territorios optará por convertirse en el gobernante de hecho para instaurar un orden local plenamente influenciado por él, en otros optará por la creación de un orden menos intrusivo. La decisión de optar por un orden u otro en un territorio dado depende de las expectativas que el grupo abrigue sobre la reacción que tendría la comunidad ante las distintas alternativas. Cabe esperar que dichas expectativas sean realistas, por dos razones. Por un lado, estos grupos aprenden a punta de ensayo y error. El aprendizaje institucional permite calibrar cada vez con mejor acierto el resultado de las distintas estrategias en contextos diferentes. En el caso colombiano, varios autores han señalado que en sus comienzos los grupos paramilitares intentaban quitarle el control a la guerrilla únicamente mediante el uso generalizado de la violencia. Pero con el tiempo los comandantes se dieron cuenta de que la violencia, por sí sola, no podía
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conquistar el apoyo civil y el control, lo que los llevó a interesarse también por gobernar (p. e. Gutiérrez y Barón, 2006: 270; Romero, 2003). Por otra parte, existen canales por los cuales algunas organizaciones que tuvieron éxito en guerras irregulares han transmitido las lecciones que aprendieron. Esta difusión de ideas sobre cómo luchar en un conflicto irregular ha sido especialmente importante en las guerras de la segunda mitad del siglo XX. Los documentos de Mao (1937) y Guevara (1960) han sido leídos por la gran mayoría de los líderes de movimientos revolucionarios, no solo de Suramérica y Centroamérica sino también de África y Asia. Es más: los dirigentes de diversos grupos guerrilleros recibieron un entrenamiento similar y adoptaron explícitamente los mismos principios estratégicos de la lucha de guerrillas.20 En el contexto colombiano, los grupos paramilitares se “beneficiaron” del aprendizaje de antiguos miembros del EPL, ex combatientes israelíes y miembros retirados de la fuerza pública; además, según algunos de sus jefes, estudiaron el modus operandi de la guerrilla y trataron de convertirse en su “espejo” (Aranguren, 2001). ¿Qué explica la reacción de una comunidad determinada ante las distintas estrategias de los grupos armados? La hipótesis que propongo apunta al papel que desempeña el sistema de autoridad de la comunidad en el momento del arribo del grupo armado. Por sistema de autoridad entiendo el conjunto de normas que regulan la interacción humana de la localidad dada. Dicho sistema puede variar en tres dimensiones: primero, el reconocimiento de las normas como válidas (o legítimas) por parte de los miembros de la comunidad; segundo, su eficacia (es decir, si son obedecidas por la mayoría); y tercero, su arraigo en la población. El sistema de autoridad de una comunidad está determinado por su historia, en la que pueden intervenir múltiples factores, tales como su poblamiento, los movimientos migratorios, la presencia del Estado, el papel de diferentes iglesias y la presencia de actores no estatales, legales e ilegales.
20 Agradezco a Stathis Kalyvas por destacar la importancia de esta difusión de ideas en el nivel transnacional.
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Mientras más ineficaz, menos arraigado y poco reconocido sea el sistema de autoridad, más fácil será para un actor armado asentarse como un nuevo gobernante de hecho que centralice el poder e instaure un orden local a la medida de sus necesidades. Los mecanismos detrás de esta relación causal son dos. Primero, el sistema de autoridad define las oportunidades del grupo para ocupar espacios vitales de la vida local y, desde allí, influir en ella. Sistemas de autoridad diferentes implican que el grupo armado puede encontrar aceptación en la comunidad si adopta un papel pero no otro. Segundo, las comunidades que cuentan con un sistema fuerte de autoridad se caracterizan por presentar una mayor cohesión social y una mayor capacidad organizativa; dado que estos dos factores conllevan una mayor competencia para resolver problemas de acción colectiva (Ostrom, 1990), estas comunidades poseen una más alta posibilidad de iniciar y sostener un movimiento de neutralidad o de resistencia. Cuando el sistema de autoridad es más débil, dicha capacidad es menor. Como sugerí antes, dado que optar por una estrategia que despierte resistencia acarrea el peor de los escenarios posibles (en el mismo el grupo logra un nivel nulo o mínimo de cooperación), el grupo tiene incentivos para autolimitar su intervención y optar por un orden menos intrusivo en aquellos casos en que anticipa una alta probabilidad de oposición. Esta interrelación entre el sistema de autoridad de la comunidad, la estrategia del grupo armado y la reacción de la población civil, lleva a la creación de tres tipos de orden local: i) En las comunidades donde el sistema de autoridad es débil —en otras palabras, ineficaz, poco reconocido y poco arraigado—, el grupo opta por la creación de un orden al que me referiré como orden de control social. Este nuevo orden se caracteriza por la transformación de múltiples dinámicas locales que, a través de diversos mecanismos, favorecen la obediencia y el apoyo de la población civil en diversos espacios de la vida local. El grupo, por lo tanto, alcanza un alto nivel de cooperación.21 21 El concepto de orden alternativo insurgente propuesto por Uribe (2001) comparte rasgos con el orden de control social. Sin embargo, según la tipología que propongo, los órdenes alternativos insurgentes pueden ser órdenes de control social u órdenes de infiltración.
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ii) En las comunidades que cuentan con un sistema de autoridad fuerte —eficaz, reconocido como válido por sus miembros y arraigado en ellos— el grupo armado opta por instaurar un orden de ocupación militar. En él, la comunidad se limita a obedecer de forma pasiva únicamente en lo referente al plano militar, lo cual solo permite al grupo contar con un bajo nivel de cooperación civil. iii) En comunidades que tienen un sistema intermedio de autoridad, en el cual el reconocimiento, el arraigo y la eficacia no están tan consolidados, el grupo busca crear un orden de infiltración donde pueda gobernar a la sombra, utilizando diferentes fórmulas. La comunidad acepta su presencia pero suele limitar su obediencia y su apoyo a ciertas esferas de la vida local. Por lo tanto, el grupo encuentra una cooperación intermedia. Como se verá, en algunos casos este orden puede transitar hacia un orden de control social donde el grupo alcance un alto nivel de cooperación. En cada uno de estos órdenes el grupo alcanza el mayor nivel posible de cooperación, dado el sistema de autoridad de la comunidad. Por lo tanto, el grupo no tendría ningún incentivo para optar por otro tipo de orden local. Como sugiero más adelante, hay un cuarto tipo de orden local —al que llamo coercitivo—, cuando el grupo se relaciona con la población civil exclusivamente por medio de la violencia o el terror. Para hacer más explícito el argumento, la Tabla 1 muestra los resultados que el grupo obtendría en las posibles situaciones hipotéticas. En las secciones 4, 5, 6 y 7 exploro la manera como los grupos armados penetran en la comunidad e instauran cada uno de estos órdenes locales. En el análisis discuto con más detalle el argumento y los mecanismos y microfundamentos que lo sustentan. Tres factores adicionales influyen en la elección del grupo armado: la competencia entre diferentes actores armados, el valor estratégico del territorio y la capacidad política y militar del grupo en general o de una unidad particular. Por diferentes razones, estos factores pueden llevar a que el grupo adopte el terror como estrategia e instaure un orden local coercitivo. Por un lado, pueden alterar la importancia relativa del corto y el largo plazos, haciendo
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Tabla 1. Niveles de cooperación civil en diferentes escenarios de interacción entre grupos armados y comunidades Sistema de autoridad de la comunidad Débil Tipo de orden local que el grupo armado pretende instaurar.
Intermedio
Fuerte
Coercitivo
Nula o mínima
Nula o mínima
Nula o mínima
Ocupación militar
Baja
Baja
Baja
Infiltración
Intermedia o alta
Intermedia o alta
Nula o mínima
Control social
Alta
Nula o mínima
Nula o mínima
* Las celdas grises indican los patrones de interacción más frecuentes, según el argumento.
de la construcción de otros órdenes locales una opción menos tentadora que el uso exclusivo de la violencia. De otro lado, pueden llevar a que el grupo vea más fácil “eliminar” a la población mediante el desplazamiento masivo o, incluso, la aniquilación, en lugar de intentar lograr su cooperación. Esta medida puede ir seguida de la “reubicación” de poblaciones cooperantes en dicho territorio. La sección siete explora el proceso que lleva a los órdenes coercitivos. Vale la pena insistir en que las estrategias de los grupos armados, los sistemas de autoridad y los patrones de creación de órdenes locales identificados en esta sección son tipos ideales y como tal no pretenden describir todos los casos que en realidad se observan. Se trata más bien de herramientas analíticas que ayudan a capturar aspectos centrales de la interacción entre grupos armados y comunidades locales y, por ello, permiten entender una dimensión importante de la forma que toma la guerra local, así como de sus complejas implicaciones sobre la población civil.
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ETAPAS DEL PROCESO DE CREACIÓN DE UN NUEVO ORDEN LOCAL Antes de pasar al análisis de la creación de los distintos órdenes locales, es importante identificar las etapas generales que supone este proceso. Aunque se trata de una sucesión compleja de eventos, es posible identificar tres etapas ideales (Figura 1). Los segmentos grises simbolizan el periodo en que dos etapas se sobreponen y donde el paso de una a otra es difuso. En la primera etapa el grupo armado no tiene una presencia en la localidad, por lo cual permanece vigente un orden local preexistente. Este orden puede ser producto de diversas experiencias, incluida la presencia de grupos armados en el pasado o en el presente. El proceso de creación de un nuevo orden comienza cuando el grupo armado se interesa por controlar este territorio. Lo primero que el grupo hace es acopiar información sobre la comunidad que allí habita. Los combatientes suelen recoger esta información de un modo discreto, por lo general mediante visitas clandestinas o por medio de personas que conocen a la comunidad y proporcionan datos. Estas actividades no suelen trastornar el orden local preexistente. La segunda etapa varía en función de la presencia de otro grupo armado en el territorio. Cuando existe competencia, el grupo opta por el uso de la violencia y, a medida que ésta se intensifica, transita hacia un orden local coercitivo. Como se verá más adelante, el grupo que logra expulsar al enemigo puede iniciar un nuevo proceso de construcción de un orden local. Si en el territorio no existe otro grupo armado, la segunda etapa consiste en el comienzo del proceso de construcción del nuevo orden local. Para ello, la agrupación intenta penetrar a la comunidad o a un sector de ella mediante diversas estrategias. En esta etapa la organización también acostumbra identificar a quienes podrían convertirse en un obstáculo para la creación del nuevo orden local que pretende instaurar. Estas personas corren el riesgo de ser seriamente advertidas, expulsadas o asesinadas. El proceso puede durar unas semanas, meses o años.
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Figura 1. Etapas del proceso de creación de orden local
El paso de la segunda a la tercera etapa es difuso. Tras haber penetrado en la comunidad y tender algunos lazos con ella, el destacamento comienza a adoptar medidas dirigidas a consolidar su presencia y ejercer un papel específico en la vida local. La injerencia del grupo va creando nuevas expresiones que, con el tiempo, llevan a la consolidación de un nuevo orden. En él encuentra determinado nivel de cooperación civil y una capacidad mayor o menor de utilizar su control para otros fines. Como cualquier régimen, el nuevo orden local que se instaura no es eterno, ni fijo ni estático. Ese orden local puede ser transformado por la llegada de un nuevo grupo armado o la presencia de otro actor que actúe como detonante de la movilización social. Incluso, puede verse modificado por cambios radicales de la economía local, regional y nacional, lo mismo que por la presencia institucional del Estado o la inserción formal de la comunidad en la vida política de la región. En este sentido, las tres etapas son una herramienta analítica que resulta útil para analizar los procesos de cambio. No se trata de un esquema capaz de capturar en estas tres etapas la historia de cualquier comunidad (a lo largo del conflicto armado). Se trata de un proceso en el cual el orden exis-
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tente es interrumpido en ocasiones (en las llamadas etapas de transición), y esas interrupciones pueden ser extremadamente largas y traer consigo un desorden generalizado con mayores o menores niveles de violencia. Puede pensarse en un continuo en que en la mayoría de los casos se pasa de un orden a otro mediante cambios más o menos lentos y más o menos violentos. De hecho, Colombia cuenta con numerosos casos de poblaciones que han hecho el tránsito de un orden local a otro, bajo múltiples actores armados, uno detrás del otro, por décadas.
4. El orden local de control social ORDEN PREEXISTENTE, TRANSICIÓN Y CONSOLIDACIÓN DE UN ORDEN DE CONTROL SOCIAL
“Aquí no había Ejército. Había solo inspecciones de policía. La presencia del Estado era nula, porque los programas sociales que había no respondían a las verdaderas necesidades del municipio. La explotación que vivían los obreros por parte de los empresarios era muy fuerte y el Estado nunca se pronunció al respecto. Como no había presencia del Estado, la población comenzó primero a ver a los grupos guerrilleros como esos que cumplían las funciones del Estado. Comenzaron a otorgarles ese poder de reinar en el municipio (…) Había todo un contacto con la población, porque la población no conocía otra instancia reguladora” (habitante de Apartadó, Antioquia). “En las veredas los paras eran una especie de paraestado que solucionaba todos los problemas de los civiles, desde deudas hasta maltrato familiar (…) A los jóvenes les gusta mucho ser paras y los que no lo son los admiran y respetan. Las niñas se ‘derriten’ por los comandantes y los combatientes. Siempre tienen carros, mucha plata y armas” (habitante de Granada, Meta).
Testimonios como éstos son comunes en zonas donde la presencia del Estado ha sido tradicionalmente débil y las comunidades no han tenido la
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posibilidad de crear y sostener mecanismos propios y arraigados para organizarse y resolver sus conflictos. Al no contar con instituciones reconocidas y eficaces, estas comunidades suelen carecer de una entidad que actúe como garante de los acuerdos y monopolice el derecho a la venganza mediante un sistema de justicia. Así mismo, si hay delincuencia u otros problemas de orden público, no existe una instancia centralizada o una norma suficientemente arraigada que permita resolverlos. Sumada a esto aparece la ausencia de bienes públicos, los cuales son difícilmente provistos en una comunidad que carece de una autoridad clara o de un arreglo institucional que vele por su sostenimiento o permita la acción colectiva necesaria para ello (Ostrom, 1990). Dada la necesidad de una fuente de orden público y la débil organización social necesaria para sostener un movimiento de resistencia, el espacio que estas comunidades ofrecen para que un actor que aspira a gobernarlas llene el vacío es inmenso. En esto coinciden los pobladores de diversas zonas rurales y urbanas. Por ejemplo, un habitante de Apartadó afirma lo siguiente: “No había garantías para la población. A todos los grupos les quedaba muy fácil llegar acá porque antes no había nada. Nadie conoció otra manera de gobernar que la que imponían los grupos, tanto los guerrilleros como los paramilitares” (habitante de Apartadó, Antioquia).
Así mismo, un ciudadano de Montería dice lo siguiente sobre la presencia de las AUC en Córdoba: “La poca presencia del Estado propició la creación de las AUC. La gente estaba esperanzada de que tal vez así fueran a encontrar en las AUC la solución a sus problemas sociales” (habitante de Montería, Córdoba).
En contextos como estos, el grupo armado no encuentra mayores obstáculos para tomar el poder y convertirse en el gobernante de facto. Dicho poder se basa en las armas y la débil organización social, que hace poco probable
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la resistencia. Pero, además, se basa en el papel que el grupo comienza a cumplir en la comunidad. Al actuar como juez, policía, conciliador, defensor del ambiente y garante del orden, el grupo se convierte en un actor central que controla múltiples ámbitos de la vida local. Con el tiempo, esa función transforma dinámicas locales y, con ello, algunas creencias y preferencias de los civiles. En este nuevo contexto puede haber múltiples motivaciones para obedecer, e incluso para realizar actos de apoyo.22 El grupo armado no tiene ningún incentivo para optar por otras estrategias, ya que, al convertirse en el gobernante de hecho, obtiene todas las ventajas que ofrece el hecho de establecerse en un territorio y encuentra poca resistencia. De un lado, el grupo logra el nivel de cooperación civil más alto posible: obediencia y apoyo amplios, cosa que, como sugiero más adelante, es el resultado de su influencia en diversos campos de la vida local. De otro lado, ostentar un poder que va más allá de lo militar y permite organizar de un modo u otro a la comunidad también brinda al grupo la oportunidad de transformar el orden económico, político y social de maneras que le resultan favorables. Por ejemplo, el grupo puede organizar ciertas actividades económicas para obtener beneficios a partir de impuestos o, como sucede en Colombia, centralizando la plantación, producción o comercio de recursos valiosos, como la coca. Así mismo, el grupo puede interferir en las reglas del juego político para poder apropiarse de las finanzas públicas locales, penetrar instituciones cuyos favores (u obediencia) pueden resultar útiles o transformar prácticas sociales susceptibles de poner en riesgo el control militar (como prohibir fiestas que atraen la presencia de soldados y policías). En conclusión, esta estrategia brinda las mejores opciones para lograr la cooperación civil y el control del territorio, mientras ofrece ventajas adicionales para las finanzas y el manejo político. Cualquier otra estrategia en este contexto llevaría a un
22 La facilidad con la que los grupos armados pueden penetrar comunidades que no cuentan con una presencia institucional ha sido reconocida por varios académicos y analistas del conflicto colombiano. Véase por ejemplo González (1997); González et al. (2003); LeGrand (1994); Molano (1994); Uribe (2001).
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resultado más pobre desde la perspectiva del grupo armado que opera en una guerra irregular. ¿Cómo logra el grupo instaurar ese nuevo orden local? En la primera etapa el grupo armado recoge información sobre los miembros de la comunidad: quiénes son, qué problemas enfrentan, qué necesidades existen, quiénes podrían convertirse en aliados importantes, de quiénes cabe esperar la mayor reticencia, qué divisiones internas existen y cuáles son los principales problemas que afectan a la comunidad? Un desmovilizado de las Farc recuerda ese proceso con estas palabras: “Cuando estábamos llegando a la zona, mandaban [a los combatientes] a ir casa por casa, vereda por vereda: ‘Hagan censo de población y mapa’. Luego, en otro viaje: ‘Vayan a una vereda más y se devuelven’. Así se construía el corredor. Algunos sitios habían sido antes del movimiento. En esos llegaban en comisión, unas dos personas. Ellos van hablando con los campesinos. Se empieza a reactivar el vínculo”.
En una segunda etapa los combatientes llegan a la zona, bien sea vestidos de civil o vistiendo su uniforme militar. Combinan la provisión de bienes privados –como mercados para familias necesitadas o asistencia a enfermos– con la organización de la comunidad para proveer o regular un bien público. En algunas ocasiones el grupo adopta tempranamente el papel de garante de la seguridad mediante la amenaza, el destierro o el asesinato de ladrones, violadores y otros tipos de delincuentes. Estas conductas tienden a ser vistas como mejoras para la comunidad y difícilmente suscitan rechazo. Con el tiempo, pueden llevar a la aceptación y gratitud de algunos pobladores. Las palabras de un desmovilizado de las Farc en este sentido son ilustrativas: “Cuando usted llega a esas zonas (…) y le ayuda a una persona a levantar la casa, o aparece con un mercado en una casa necesitada, o logra orga-
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nizar a la comunidad para construir algo, como un camino (…) luego esas personas no le negarán su ayuda, así tengan que arriesgar su propia vida. Y así, poco a poco, van siendo más y más, hasta que se puede llegar en grupo y de uniforme a la zona a organizar en serio a la comunidad”.
Desde la perspectiva de los pobladores, esta presencia incipiente puede vivirse como la de un agente que propone organización, orden y una serie de cambios positivos (ya sean individuales o referidos a toda la comunidad). En este sentido, aceptar su presencia no supone aliarse con un bando del conflicto armado. Más bien, se trata de permitir a un actor que continúe con una serie de prácticas que traen beneficios y son valoradas y que, además, cuenta con una gran capacidad de ejercer violencia. En este contexto, algunos pueden aceptar la presencia del grupo por la expectativa de cambios positivos, otros por el temor a su poder coercitivo y otros por reciprocidad.23 Así lo sugieren algunos habitantes de un municipio de Cundinamarca al referirse a los primeros años de convivencia con las Farc: “Cuando llegaron dijeron todo el discurso, con confianza: que conocen a tal compadre, al otro. Poco a poco crearon una telaraña social que avanzó rápido. También con relaciones amorosas (de guerrilleros y civiles) y con plata: al que no tenía para el mercado se le daba y a otros para pagar deudas. Ayudaron a muchos. Incluso contrataban una orquesta para fiestas dos días seguidos. La mitad de la cerveza la pagaban ellos y mandaban asar novillos completos. ¿Quién no iba a coger fuerza así?” (habitante de una vereda del departamento de Cundinamarca).
Lentamente se inicia la transición hacia la tercera etapa cuando se instaura un orden de control social. Para ello el grupo comienza por establecer algunas normas de comportamiento y da muestras claras de su poder como actor armado. Poco a poco va expandiendo su influencia a otras áreas de la vida local, hasta consolidarse como el gobernante de hecho. Dicho go-
23 Sobre la reciprocidad como factor explicativo de la participación civil en guerras civiles véase Wood (2003).
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bierno centraliza todo el poder: mantiene el orden público; por lo general, regula diferentes bienes públicos; establece mecanismos para solucionar los conflictos privados e inclusive instaura un nuevo código de conducta para la comunidad (que regula, por ejemplo, el trato intrafamiliar, la manera de vestir o el comportamiento sexual). La evidencia de la adopción de estas prácticas por parte tanto de grupos guerrilleros como de paramilitares es abundante. En el campo periodístico, hace algunos años una noticia sobre la captura de un comandante de las Farc reveló que esta organización disponía, incluso, de una oficina de quejas abierta al público en Caquetá.24 En 2004, cuando comenzaban las negociaciones entre el gobierno y las AUC, Santafé Ralito (Córdoba) fue descrito por el periódico El Tiempo con la siguiente frase: “En esta zona de Córdoba, donde los paramilitares adelantarán su negociación con el gobierno, el Estado se llama ‘08’”.25 Según el artículo, “08” se encargaba directamente del hospital, los colegios, la delincuencia, el comercio y el mantenimiento de las carreteras. Diversos estudios de caso proporcionan también un abundante material sobre las prácticas de índole estatal que adoptan en muchos territorios los diversos grupos armados que han operado en Colombia (p. e. Aguilera; Gutiérrez y Barón, 2006; Madariaga, 2006; Torres, 2004). Con ocasión del trabajo de campo de esta investigación, en algunas comunidades las conversaciones aludían una y otra vez a todo tipo de prácticas reguladoras puestas en marcha por estas organizaciones. Una persona entrevistada en un municipio del Meta describió la presencia de los paramilitares en su pueblo de la siguiente manera: “Ellos tienen una gran influencia en la manera en que la vida de la gente está organizada. Aquí son algo así como el Estado. Regulan todo y ponen normas como, por ejemplo, no violar, no robar o no pegarles a los niños”.
24 El Tiempo, 8 de febrero de 2005. 25 El Tiempo, 16 de mayo de 2004.
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En el otro extremo del país, un habitante de la ciudad de Cúcuta describió así la presencia de otro grupo paramilitar: “Los paramilitares se convirtieron en la ley. Ellos resolvían los problemas entre vecinos y la gente los buscaba para resolver sus asuntos. Pusieron normas sobre la vida cotidiana. Prohibieron el pelo largo y los aretes en los hombres. También erradicaron a todos los jóvenes que [usaban] drogas”.
A medida que el grupo armado ejerce como gobernante de hecho va logrando consolidar un sistema de control social que transforma de diversas maneras la vida de la comunidad. Cambia el orden público, la economía, las prácticas políticas y, también, el conjunto de derechos y obligaciones de los individuos. En medio de esta red de normas y sanciones —y también bajo el influjo de un gobernante que controla todo—, el nivel de obediencia es alto y los actos de apoyo son cotidianos, aunque esto no implique el respaldo a su lucha ni a su actividad armada, como lo sugiere el testimonio de un campesino que convivió por más de quince años con las Farc: “Aquí les regalaban la comida [a las Farc] y se les ayudaba cuando pedían algo (…) La gente acudía a ellos para resolver cualquier asunto. Todos iban a hablar con ellos (…) Yo creo que el setenta por ciento de la gente reconocía las mejoras de la comunidad pero no sus ideales [de las Farc]. Creían más en el trabajo local pero no en su proyecto político. [Por ejemplo,] sí hubo muchos que se fueron con ellos [como combatientes] por gusto, pero por lo general sus padres no estaban de acuerdo” (habitante de una vereda de Tierralta, Córdoba).
HACIA LA COOPERACIÓN EN UN ORDEN DE CONTROL SOCIAL: MECANISMOS Y MICROFUNDAMENTOS
¿Cuáles son los mecanismos mediante los cuales un orden de control social transforma el comportamiento de la población civil? En lo que sigue sugiero
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que la obediencia masiva y los actos de apoyo (más o menos cotidianos) son el producto de múltiples motivaciones y complejos mecanismos que pasan por la transformación de preferencias, creencias y alternativas disponibles. Primero, en cualquier zona donde están presentes de modo permanente los grupos armados la violencia cumple una función esencial. Como lo señalo en la tercera sección de este artículo, hay diversos mecanismos por los cuales el empleo de la violencia (y la amenaza) transforma la vida local y el comportamiento de los individuos. Muchos de estos mecanismos tienen lugar cuando el grupo armado busca instaurar un orden de control social, aun si una parte importante de la población tiene una percepción positiva de dicho gobierno, de sus efectos o de algunos de sus componentes. Esta combinación de temor y reconocimiento es palpable en las memorias de muchos: “Aquí a la gente le impusieron estos grupos. Nadie los quiso, pero su presión era tan fuerte y su ejercicio de poder tan contundente, que a la gente le tocó aceptarlo. Igual, era la única institucionalidad que conocían” (habitante de una vereda de Antioquia). “Hasta ese momento en las zonas rurales [la relación con las Farc] era más como de un respeto impuesto. No los veían como héroes pero tampoco como asesinos” (habitante del departamento de Sucre).
El segundo mecanismo está relacionado con la creación de creencias positivas respecto del grupo armado. Al proporcionar a la comunidad (o a ciertos individuos) algo que necesita, el grupo da razones para creer en su compromiso con los asuntos de la población. Los civiles estarán más dispuestos a obedecer y respaldar a un actor que ellos estiman que trabaja por el bien común, tanto porque esperan beneficios para sí mismos o para su comunidad, como porque se guían por principios morales elementales, como el de reciprocidad. Este proceso se apoya también en el manejo del discurso, como se verá más adelante. El testimonio de varios mandos medios y de combatientes de base encargados del trabajo con las masas o el
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trabajo social describe este tipo de necesidades como la mejor oportunidad que tiene el grupo de crear una base social. Un antiguo comandante medio de las Farc detalló la situación en los términos siguientes: “La mejor manera para penetrar un territorio es identificando lo que la gente necesita. Aún más, lo que la gente sueña. Si la organización tiene la capacidad de trabajar directamente por ese resultado, o presionar a las autoridades locales para que lo hagan, debe hacerlo. ¿Por qué? Porque ésta es la mejor manera de ganarse a la gente, de crear una base social”.
Un tercer factor muestra que, al gobernar tanto la vida privada como pública, el grupo armado se convierte en un actor local muy poderoso. Esta importancia no radica solamente en la capacidad de infligir violencia: debido a su capacidad de decidir prácticamente sobre todos los asuntos locales y ser el artífice de muchos cambios, la mayoría de los civiles abriga razones para estar en buenos términos con los combatientes. Aquellos que quieren acceder al poder, por ejemplo, tienden no solo a obedecer sino también a apoyar al grupo, como lo harían con cualquier otro gobernante. Otros, cuyas actividades dependen en mayor medida de las decisiones del grupo, pueden verse precisados a obedecerle y apoyarlo con el fin de estar en buenos términos con él. Es el caso de algunos comerciantes, que en ciertas zonas deben contar con el permiso de las Farc o las AUC para llevar a cabo sus actividades. Lo mismo puede ocurrir con los transportadores y los trabajadores y empresarios de otros sectores económicos. De este modo, al convertirse en el factor clave para tener acceso a los derechos básicos, las oportunidades y los recursos, el grupo armado ocupa un lugar paradójicamente parecido al del cacique en un sistema clientelista.26 En cuarto lugar, el grupo ejerce influencia en las creencias y preferencias de los individuos mediante el manejo del espacio donde se intercambian ideas.
26 El término ‘clientelismo armado’ ha sido usado para referirse a dos prácticas distintas (aunque relacionadas entre sí). Una se refiere a la apropiación de recursos públicos (Álvaro 2007; Peñate 1999; Rangel 1998; Sánchez y Chacón 2006). A esta práctica
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Al vigilar lo que se dice y lo que se calla, los grupos pueden, con el tiempo, obtener un poder enorme sobre los discursos disponibles y su validación. Aunque limitado, el poder sobre lo que se dice suele dejar secuelas en lo que se ve, lo que se interpreta y lo que se piensa, como bien lo saben los líderes autoritarios que, aun cuando se sienten muy poderosos, se desvelan por controlar los flujos de información.27 El quinto mecanismo mediante el cual el orden de control social transforma el comportamiento de los civiles es más complicado: la obediencia a un actor reconocido como una autoridad.28 Este instrumento incluye dos etapas. En la primera los civiles reconocen al grupo armado como una autoridad; en la segunda, dicho reconocimiento conduce a la obediencia. ¿Qué puede llevar a un civil a reconocer a un grupo armado como una autoridad?29 Siguiendo el trabajo de diferentes autores, se pueden identificar dos vías por las que puede surgir dicho reconocimiento: a través de emociones, como el miedo y el respeto (Ball, 1987; Maquiavelo, 1988) y en el curso de la formación de nuevas creencias, ya sea a partir de un proceso de racionalización basado en la propia experiencia (Elster, 2007) o de un adoctrinamiento. Si bien estos mecanismos también pueden tener lugar en tiempos de paz, es importante señalar que los grupos armados que instauran un orden de control social suelen limitar la libre expresión y la deliberación, los cuales afectan tanto la imagen del gobernante como la capacidad de los
me referiré más adelante. La segunda acepción del término se refiere a la centralización del poder y la ‘influencia’ de un actor sin el cual los ciudadanos no pueden acceder a recursos, trámites o servicios (Sousa Santos y García Villegas 2001). 27 Aquí cabría una larga lista de fuentes académicas, periodísticas y nombres propios tanto de dictadores como de presidentes en regímenes democráticos. 28 La autoridad es uno de los conceptos más complejos de la teoría política, pero también uno de los más relevantes. A pesar de los problemas que puede acarrear el uso de este término, es necesario para capturar el mecanismo al que me refiero aquí. Parto de la definición de Hannah Arendt (1993:93) donde la obediencia a una entidad reconocida como autoridad “excluye el uso de medios externos de coerción; donde la fuerza es utilizada, la autoridad como tal ha fallado”. Al mismo tiempo, “la autoridad es incompatible con la persuasión, la cual presupone igualdad y opera a través de un proceso de argumentación. Cuando los argumentos son utilizados, la autoridad se deja en suspenso… Si la autoridad debe definirse, debe hacerse en contraste tanto a la coerción por la fuerza como a la persuasión a través de argumentos”. 29 En otro lugar exploro este punto de un modo más exhaustivo (Arjona 2007).
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civiles de cuestionar su comportamiento, y mucho más de discernir. Por lo demás, el hecho mismo de vivir durante años bajo el gobierno de un actor que lo domina todo puede llevar a transformar las creencias sobre la legitimidad de ese actor para gobernar, ya sea por el reconocimiento de su labor o por el mecanismo conocido como “reducción del efecto de disonancia” (mediante el cual la persona intenta inconscientemente reducir la distancia entre sus preferencias y sus creencias). Si, además, la agrupación cuenta con un nivel alto de cooperación, esta aceptación generalizada —aun si no está basada en un acuerdo con el grupo o sus intereses— puede contribuir a ampliar el halo de prestigio, poder y eficacia que se va creando alrededor del grupo armado. En cuanto al paso del reconocimiento de un actor como autoridad a la obediencia, diferentes investigadores han señalado que el mismo hecho de reconocer a una entidad como autoridad suele llevar a la obediencia. Con base en sus experimentos, Milgram (1974) afirma que “existe una propensión en la gente a aceptar las definiciones de una acción por parte de una autoridad legítima”. Otros experimentos realizados por psicólogos encontraron la misma relación entre el reconocimiento de la autoridad y la obediencia.30 Si bien puede decirse que se trata de una correlación muy bien documentada, los mecanismos que la sustentan todavía no han sido enteramente entendidos. ¿Por qué la obediencia arranca del reconocimiento de una persona como una autoridad? En otro lugar sugiero que diversos mecanismos pueden estar detrás de esta relación (Arjona, 2007), así: i) la creación de nuevas creencias: cuando un civil reconoce a un grupo armado como una autoridad, puede adoptar creencias basadas parcial o totalmente en las creencias del grupo, lo cual favorece la obediencia; ii) el hábito, en el cual puede tener un papel central la formación de preferencias patológicas (Elster, 1983; Sen, 1987); iii) las emociones, de las cuales quizás la más importante es el sentimiento de admiración, que Arendt (1979: 307) identificó como central en la obediencia a los regímenes totalitarios.
30 Por ejemplo, Mantell (1971) y Martin et al. (1976).
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La siguiente descripción de la presencia de las Farc en el sur de Colombia sugiere que al crear un orden de control social el grupo busca, entre otras cosas, precisamente convertirse en una autoridad reconocida: “El gran proyecto de (...) las Farc (...) pretendió por más de cinco años imponer su propio sistema de gobierno. ‘Aquí somos la primera autoridad’, sentenciaron las Farc en un comunicado (…) Y de eso dan fe los habitantes de Miraflores, Cartagena del Chairá, El Retorno y Calamar, al mostrar los carnés que certificaban su identidad y nacionalidad: farianos”.31
Por último, el hecho de que el grupo armado sea una autoridad reconocida por muchos abre aún más el abanico de los tipos de apoyo que pueden brindar los civiles. Una vez que saben que otros miembros de su comunidad ven al grupo armado como una autoridad, aquellos que quieren alcanzar un mayor reconocimiento, estatus o prestigio, bien pueden encontrar en el apoyo al grupo la mejor manera de lograrlo. Un claro ejemplo es el reclutamiento, motivado muchas veces por el deseo de adolescentes de ganar posición social, respeto y admiración.32
5. El orden local de ocupación militar “La comunidad era cerrada y no hablaba con ellos (…) Había varias formas de organizarse. Lo que pasaba normalmente era que pedían colaboración para realizar ciertas actividades, como un arreglo a vías, pero había resistencia de la comunidad indígena” (habitante de resguardo indígena, Caquetá).
Una comunidad que cuenta con un sistema de autoridad eficaz, válido y arraigado supone un reto bien diferente para el grupo armado que pretende controlar su territorio. Por un lado, la población no necesita de ningún ente
31 El Tiempo, 4 de abril de 2005. 32 Para una discusión de la evidencia empírica que apunta a la existencia de este patrón en distintas guerras irregulares ver Arjona (2005).
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ordenador que ejerza las funciones de una autoridad inexistente. Todo lo contrario: dicha autoridad existe, es reconocida por los miembros de la comunidad y su función reguladora funciona. Por lo tanto, los civiles no verán con buenos ojos la oferta de un actor externo que se presenta como el líder de nuevas iniciativas para organizar la vida local. Más bien la tomarán como una imposición y una afrenta a su autonomía. La fortaleza de este sistema de autoridad facilita también la acción colectiva. Al contar con unas normas (formales e informales) compartidas, reconocidas y arraigadas, esta comunidad tiene una mayor capacidad para organizarse y sostener un proyecto común.33 Si un grupo armado intenta gobernarla, lo rechazará. Este rechazo puede consistir en la negociación (por lo general a través de sus líderes), la neutralidad o la resistencia. La negociación consiste en permitir al grupo un tipo específico de presencia en su territorio, definido por un conjunto de prácticas que respeten la autonomía de la población y permitan al grupo armado cierto nivel de control territorial. La neutralidad supone declarar su territorio como propio y libre de la presencia de ese factor armado (o de todos). La resistencia puede consistir en una lucha armada, un movimiento pacífico o el compromiso colectivo de utilizar las herramientas de los débiles –para emplear el término de Scott (1985)–, que consiste en pequeñas instancias de resistencia cotidiana.34 En este contexto, el grupo armado que intenta crear un orden de control social enfrenta una alta probabilidad de tener que elegir entre atender las exigencias de una comunidad sólida y organizada o enfrentarse a su oposición. Si negocia —esto es, si accede a limitar sus pretensiones—, optará por crear un orden local de ocupación militar donde limita su intervención a un
33 La importancia de la existencia de normas compartidas en la acción colectiva ha sido señalada por diferentes estudios teóricos y empíricos. El estudio de Olson (1990) sigue siendo la referencia por excelencia. Sobre los resultados de estudios en economía experimental véase por ejemplo Ledyard (1995) y Offerman (1997). 34 Diferentes autores han señalado que la resistencia sólo es posible cuando existe una fuerte cohesión social. Las reflexiones de Molano (2004) sobre la tensión que existe entre la autoridad indígena y las Farc son particularmente interesantes a la luz de este argumento: el autor describe la resistencia pacífica característica de diversos grupos indígenas como una consecuencia directa de la fuerza de su autoridad y su reconocimiento por parte de los miembros de la comunidad.
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plano puramente militar que no amenaza el orden y el autogobierno de la comunidad (aunque puede implicar actos de violencia contra ella). En este orden, el grupo contará con un nivel bajo de cooperación. Si no negocia y logra someter a la comunidad, ésta obedecerá de manera forzosa, por lo que el grupo solo obtendrá un nivel mínimo de cooperación. Si no consigue someter a la comunidad, obtendrá un nivel nulo de cooperación. Dados los posibles escenarios, a la agrupación le conviene autolimitar su estrategia y optar por la creación de un orden local de ocupación militar. Al igual que en otros territorios, la creación del orden de ocupación militar comienza cuando el grupo acopia información sobre la comunidad. En la etapa de transición contacta a los dirigentes e intenta penetrar de algún modo en las redes y los estamentos de poder. Aquí puede encontrarse con las exigencias formales de la comunidad o con una resistencia más pasiva, que simplemente le cierra espacios. Puede, incluso, presentarse una etapa de violencia en la cual el grupo pone a prueba la capacidad de reacción de la población. En la tercera etapa, cuando el grupo armado ve en la comunidad una amenaza creíble de resistencia, crea un gobierno mínimo, que consiste únicamente en la regulación de conductas directamente relacionadas con la seguridad, tales como el porte de armas, el empleo de la violencia, la movilidad en el territorio (de bienes y personas) y la relación con bandos enemigos, mientras se abstiene de intervenir en otros escenarios de la vida comunitaria. El grupo puede incluso abandonar el propósito de asegurar para sí el monopolio del derecho al castigo y la venganza, ya que para ello la comunidad apela a sus propias instituciones. En un orden de ocupación militar, los mecanismos que obran detrás de la obediencia limitada son, evidentemente, mucho más simples que aquellos que llevan a una cooperación amplia en el orden de control social: la población obedece estas normas a cambio de evitar su victimización. Si bien dicha presencia supone un riesgo y constituye una forma de imposición, está lejos de
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atentar contra su autogobierno, del mismo modo que un grupo armado que busca instaurar un orden de control social. Dadas las difíciles condiciones de la vida civil en medio del conflicto armado, lograr una presencia puramente militar constituye una forma de adaptación riesgosa y heroica, como algunos de sus artífices lo reconocen: “En esta zona la guerrilla quería atraer a los presidentes de las juntas de acción comunal para aumentar su poder. La mayoría aceptaron. Les tocaba, también. Los de [esta vereda] no. Pero nos molestaban mucho (…) Claro que nos tocaba obedecer en ciertas cosas (…) Pero a los que hemos tenido poder de tiempo atrás, la autoridad, nos tenían que respetar. Por eso no nos mataron (…) [Como líder] yo me mantuve en lo mío, a pesar de las amenazas” (dirigente comunitaria, vereda de Cundinamarca).
Los casos de resistencia más conocidos en Colombia provienen de comunidades indígenas. La mayoría de estas poblaciones cuenta con mecanismos bien identificados de orden social, profundamente arraigados en sus miembros. Los intentos de los actores armados por gobernarlas suelen encontrar evasiones, desafío o resistencia activa.35 Un ex comandante de las Farc se refirió a esta situación en los siguientes términos: “Cuando uno está patrullando [territorios indígenas], ellos pretenden que no hablan español; se quedan ahí, mirándolo a uno sin decir nada, sin ni siquiera asentir con la cabeza. Es imposible obtener nada de ellos”.
En el mismo sentido, un habitante de Toribío, miembro de un resguardo indígena, describió el comportamiento de las Farc en su zona de la siguiente manera:
35 Esto no quiere decir que los miembros de grupos indígenas (y sus líderes) hayan logrado evitar la victimización. Desafortunadamente diversas comunidades han sufrido ataques por parte de todos los actores armados. Como se verá en la sección siete del artículo, diversos factores pueden llevar a un grupo armado a victimizar a una población a pesar de que al hacerlo logre obtener un nivel de cooperación nulo o mínimo.
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“Ellos [las Farc] impusieron normas sobre violar y robar pero la sociedad civil no siguió sus normas como ellos querían. Con el tiempo, esas normas desaparecieron” (habitante de Toribío, Cauca).
En mi trabajo de campo he encontrado casos de resistencia también en comunidades campesinas. Aunque de menor envergadura que los movimientos de resistencia indígena o las comunidades de paz que se han dado a conocer, estas colectividades también han hecho exigencias a los grupos armados y han logrado limitar su intervención. Uno de estos casos, presentado en el norte del país, corresponde a un grupo de colonos que en la década del cincuenta arribaron a un terreno virgen y fértil. Dado que, en su mayor parte, provenían de la misma región, estos colonos crearon formas propias de organización social y económica. Llegaron a tener, incluso, cooperativas que eran propietarias de reses y funcionaban con base en normas acordadas que la mayoría obedecía. Cuando las Farc arribaron al territorio e intentaron convertirse en el nuevo gobernante, la comunidad optó por defender su autonomía. El líder, que en su momento visitó al comandante para pedirle que limitara sus intervenciones en la comunidad, recuerda esa entrevista con estas palabras: “Le dijimos a [el comandante] que no queríamos milicianos en la zona, que no hacía falta. ‘Si lo que necesitan es algo de información, se la daremos. Pero no necesitamos ni orientación ni directrices para saber qué hacer. No necesitamos nada de eso. Tenemos claritico qué hacer’. Y al final el comandante aceptó” (habitante de una vereda del departamento de Córdoba).
6. El orden local de infiltración “El nivel de organización al comienzo era de bajo perfil. Reuniones clandestinas, nombres clandestinos, panfletos. Todo el mundo sabía que el presidente de la junta de acción comunal era guerrillero, o que ellos lo habían puesto ahí, pero solo después de un tiempo esto se hizo público (…) Los dirigentes sindicales eran los dirigentes políticos de los grupos guerrilleros” (habitante de Apartadó, Antioquia).
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“[En esa época] el ELN permeó todas las instancias del gobierno local. Los paramilitares están dentro de las instituciones, en puestos altos y de mucha influencia… Se quedan con la mayoría de las licitaciones y deciden a quién emplean en Ecopetrol” (habitante de Barrancabermeja, Santander).
Estos testimonios provienen de comunidades cuyo sistema de autoridad puede describirse como un punto intermedio entre aquellas donde el grupo armado consigue instaurar fácilmente un orden de control social y aquellas, fuertes y organizadas, donde los espacios para un nuevo gobernante están cerrados. En estas comunidades existe un sistema de autoridad más maduro que en las primeras, pero, a diferencia de las últimas, es inestable, fragmentado o poco arraigado. Por ello suponen un reto diferente para los grupos armados interesados en controlarlas. Al igual que en las comunidades que cuentan con un sistema de autoridad fuerte, la llegada de un actor externo que intenta insertarse en la población mediante la adopción de funciones que corresponden a la autoridad vigente despierta sospechas y recelo. Para un combatiente —civil o de uniforme— no es fácil introducirse lentamente, mediante el ejercicio de papeles propios de un líder. Otros ya desempeñan ese cargo y estarían en condiciones de movilizar al menos a un sector de la población en defensa del orden local preexistente. Este rechazo podría llevar a la resistencia, lo que terminaría en un resultado pobre para el grupo armado: en el mejor de los casos (si gana en la contienda) obtendría una obediencia forzosa y en el peor (si pierde) una cooperación nula. Al igual que en las comunidades que disponen de un sistema de autoridad fuerte, el grupo armado tiene razones para autolimitar sus aspiraciones. Pero existe una posibilidad intermedia entre el control social y el control puramente militar: la infiltración. Debido a que el sistema de autoridad no cuenta con el arraigo o el reconocimiento de la mayoría, o enfrenta problemas de eficacia, la comunidad no es del todo impermeable a las actividades de un actor externo. En la estrategia de infiltración, el destacamento intenta
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penetrar en ciertos sectores o individuos, por conducto de los cuales puede ganar poder y transformar algunas situaciones locales. Con el tiempo, esta estrategia puede conducir a un orden donde el grupo armado gobierna en la sombra o, si logra la captura total de los estamentos infiltrados, a un orden de control social donde se convierte en el gobierno de hecho. En el primer caso alcanzaría un nivel intermedio de cooperación, que le aporta obediencia y apoyo limitados. Bajo el esquema de control social podría obtener un alto nivel de cooperación, con obediencia y apoyo en diversos campos de la vida local. En ambos casos el resultado sería superior al que encontraría apostando por un orden de control social desde el comienzo y desatando la resistencia, o instaurando un orden de ocupación militar. En la primera etapa el grupo recoge información sobre los distintos sectores de la comunidad y las posibles fracturas de su sistema de autoridad. El grupo identifica divisiones y tensiones que pueda explotar para presentarse como el aliado de un sector que, más adelante, le permitirá acceder a más poder. La segunda etapa se inicia cuando el grupo armado se muestra a dicho sector como un colaborador de la movilización ya en marcha, o como un líder que pretende iniciarla y fortalecerla. Es importante resaltar que el actor armado puede ofrecer este apoyo tanto a las masas como a las elites. Desde luego, un destacamento de izquierda tendrá más facilidad para hacer creíble su alianza con trabajadores y campesinos que con la elite, mientras un grupo de derecha tiene un vínculo más natural con empresarios, terratenientes y dirigentes. Sin embargo, estas agrupaciones pueden presentarse como aliados eficaces de los sectores de la población que aparentemente son contrarios a su lucha.36 Aunque la movilización de un sector de la población en una comunidad que cuenta con un sistema de autoridad intermedio no es fácil,37 a medida
36 Diversos estudios de caso han documentado la capacidad de los paramilitares de contar con la cooperación de trabajadores y campesinos y de las Farc de lograr alianzas con las élites políticas o económicas, por ejemplo a cambio de seguridad (ver por ejemplo Torres 2004; Gutiérrez y Barón 2006). 37 En este sentido, Pécaut (2001) señala que los grupos armados tienen dificultades para insertarse en comunidades que cuentan con formas de organización social fuertes.
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que el grupo alcanza éxitos —como sostener un paro, convocar gente a una protesta, mejorar la seguridad o hacer creíbles las amenazas del movimiento—, la aceptación inicial del papel que cumple el grupo en el territorio va creciendo y su presencia se va consolidando. En un municipio de Casanare, un habitante recuerda de la siguiente manera la reacción inicial ante la formación de grupos paramilitares: “A algunas personas les gustó [la presencia de las ACC], por la idea de no dejar meter a la guerrilla, pero por los muertos les daba miedo. A otros también les gustó su llegada porque acabaron con los ladrones” (habitante de Villanueva, Casanare).
Desde luego, esa aceptación inicial no suele ser generalizada y precisamente por ello los grupos necesitan infiltrar a un sector específico y contar con su apoyo. En Puerto Berrío el respaldo inicial provenía de las elites pero no de la población en general: “Los comerciantes y ganaderos los conformaron. Ellos estaban felices. La población en general tenía miedo, no podían hablar ni quejarse”. “Había posiciones encontradas. Algunos estaban felices, otros tenían miedo. No hubo posibilidad de resistencia” (personas de Puerto Berrío, Antioquia).
Con el tiempo, el grupo va desempeñando un papel cada vez más importante en las decisiones cotidianas de la comunidad, es consultado por los dirigentes comunitarios o las autoridades y su gestión comienza a ser reconocida. Los despliegues de su poder coercitivo también contribuyen a consolidar una imagen de poder y eficacia. Con el tiempo, el grupo se va convirtiendo en parte constitutiva del liderazgo de la comunidad. En un municipio de Casanare las ACC lograron, con el paso del tiempo, ejercer poder a través de su influencia sobre distintos estamentos de la sociedad local: “Se sabía que ellos tenían su gente en la Alcaldía y que las decisiones pasaban por sus manos, principalmente si estaba un contrato de por medio, porque ellos tenían sus propias cooperativas de trabajo a las que les
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debían dar el contrato, o si era algo pequeño el contratista debía darles un porcentaje” (habitante de Villanueva, Casanare).
La transición hacia la tercera etapa se produce cuando el grupo ejerce su poder más allá de su papel como actor de la movilización. Este ejercicio del poder puede realizarse a través de tres fórmulas distintas, que operan separadamente o de manera simultánea. Primero, la cooptación. El grupo armado conoce las virtudes de centralizar el poder. Por eso se apropia poco a poco de los espacios que ocupaban los líderes vigentes en el orden preexistente e instrumentaliza sus redes sociales y su autoridad, a las cuales ya ha accedido mediante su papel como aliado en la movilización.38 Con el tiempo, la cooptación puede convertirse en un gobierno de hecho y permitir la creación de un sistema de control social. En este escenario el grupo puede lograr obediencia y apoyo amplios por vías similares a las descritas en el caso de la creación del orden de control social. La segunda fórmula es el cogobierno. En este caso el grupo decide no atentar contra el sistema de autoridad existente porque puede desatar un movimiento de resistencia. Por tanto, divide el poder de modo que la comunidad preserve su autogobierno pero el grupo armado pueda influir en ciertos ámbitos de la vida local. En este contexto, el grupo obtiene un tipo de cooperación civil, consistente en actos de obediencia y apoyo limitados al ámbito en que la agrupación cuenta con poder; por ejemplo, en lo relacionado con un movimiento social o con las reglas del juego que operan en un sector económico. En este caso, mientras los civiles pueden aceptar que han de obedecer ciertas órdenes (por ejemplo, sobre participación en actos de protesta y el uso de la violencia), no estarán dispuestos a obedecer órdenes sobre el manejo de sus asuntos personales (tales como sus relaciones sociales o sus familias). Se trata, por lo tanto, de un nivel intermedio de cooperación.
38 La instrumentalización de movimientos sociales, organizaciones locales y líderes ha sido reconocida por otros autores. Por ejemplo Pécaut (2001).
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Cabe esperar, sin embargo, que el grupo intente constantemente preparar el terreno para una forma de gobierno más intrusiva, que conduzca a niveles más altos de cooperación civil y control territorial. En algunas ocasiones el poder de hecho del grupo armado habrá crecido hasta tal punto, que habrá sido capaz de capturar el reconocimiento y la adhesión con los que contaba la autoridad en el orden preexistente. Cuando dicha autoridad se diluye con la del grupo, el paso hacia un orden de control social puede darse sin encontrar oposición. La tercera fórmula es la captura del proceso democrático. En este caso el grupo manipula las elecciones y la designación de funcionarios públicos mediante la intimidación o la concertación de acuerdos. Por esta vía el grupo obtiene el poder sobre diversos espacios de la vida local, aunque de un modo menos abierto que bajo el esquema de un orden de control social. Sin embargo, con el tiempo, la identidad de quien gobierna en la sombra es conocida y la diferencia entre uno y otro factor se diluye. En Granada (Meta) la infiltración del gobierno local pasó por la cooptación de funcionarios, así como por la captura del proceso democrático mediante la intervención en las elecciones municipales: “El gobierno local siempre ha tenido mucha influencia de los grupos armados, pues les conviene ser amigos; si no es por las buenas (recibiendo plata y seguridad), es por las malas (amenazas, muertes, secuestros). A la mayoría de los concejales y alcaldes que no han querido colaborar los han matado (...) En la época de la zona de distensión, la influencia de la guerrilla en la elección de alcaldes y concejales era muy fuerte” (habitante de Granada, Meta, 2006).
7. El terror y el orden local coercitivo “La táctica [de los paramilitares] aquí fue el terror y por eso las masacres fueron tan salvajes (...) Aquí los paras no llegaron a imponer normas
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como tal. Lo que hicieron fue terminar [matar] a quienes les parecieron colaboradores de la guerrilla” (Habitante de Sucre).
Estos testimonios hablan de una violencia que no viene acompañada de regulación, infiltración o negociación. En lugar de presentarse como un actor que pretende ordenar de un modo particular a una comunidad combinando la violencia con otras prácticas, el grupo armado llega como un predador dispuesto únicamente a aniquilar. He repetido en el artículo que la violencia forma parte de las distintas estrategias que el grupo armado puede adoptar para crear un nuevo orden local. En cada estrategia, sin embargo, el grupo emplea la violencia en el marco de una manera particular de abordar los asuntos civiles. Existe otra posibilidad, en la cual la violencia no es parte de una estrategia más amplia sino su único componente. Podemos designar esta estrategia como “el terror”. En este caso el grupo no regula, no ordena, no gobierna: su único objetivo es aterrorizar a la población y eliminarla, ya sea mediante su aniquilamiento o su desplazamiento masivo.39 Existen diversos escenarios en los que un grupo armado puede optar por el terror. Primero, donde el valor estratégico del territorio implica la necesidad de contar únicamente con un nivel alto de cooperación o, en su defecto, con un territorio despoblado. En el primer caso, si el grupo no cree que pueda lograr esa cooperación amplia por parte de la comunidad (o piensa que dicho proceso será demasiado largo), puede optar por el terror para desterrar o eliminar a la población y “repoblar” la zona con migrantes cooperantes. Es lo que ocurre en los anillos de seguridad próximos a campamentos importantes o a corredores de alto valor estratégico. En el segundo caso el grupo puede optar por eliminar la población del territorio mediante el desplazamiento o la aniquilación, para dejarlo vacío y sujeto a un control puramente militar.
39 Desde luego las otras estrategias pueden incluir altas dosis de violencia. Incluso, pueden tener etapas en las que el grupo sólo usa la violencia y no regula ni ordena. Sin embargo, es importante diferenciar estos casos en que la violencia forma parte de una estrategia más amplia que incluye una forma de gobierno, de ésta donde esa etapa de gobierno nunca llega.
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En un segundo escenario, la disputa del territorio entre dos o más grupos armados puede alterar el horizonte de tiempo que define la estrategia del grupo. Mientras a éste le interesa asegurar su control del territorio a largo plazo —y por ello se embarca en lentos procesos de construcción del orden local—, cuando disputa el control con otros actores el plazo corto se convierte en la prioridad. En su lucha contra el enemigo, el grupo suele optar por el uso de la violencia sin combinarla con otras estrategias dirigidas al ordenamiento. En algunas ocasiones puede buscar la cooperación de ciertos individuos de quienes puede esperar simpatía por su causa, especialmente víctimas del bando enemigo. Sin embargo, la estrategia con el grueso de la población consiste en acudir a la violencia, con el triple fin de castigar a los cooperadores identificados, despertar temor a fin de que quienes cooperan con el enemigo pero no han sido aún identificados abandonen el territorio, y crear incentivos contra la cooperación con el bando enemigo en el futuro. Un tercer factor está asociado con la estructura organizativa del grupo armado en general o de una unidad específica. Una primera relación entre la estructura organizativa y la conducta con la población civil tiene que ver con el factor tiempo: en sus inicios el grupo armado no ha podido aún sacar provecho del aprendizaje institucional que le permita, a punta de ensayo y error, afinar sus estrategias. Debido a la ausencia de ese proceso de aprendizaje, es común que sus comandantes tiendan a ver en la violencia una herramienta eficaz y suficiente para controlar territorios. Como lo señalé atrás, diversos autores han sugerido que en sus inicios los paramilitares creían que el uso exclusivo de la violencia era una estrategia eficaz, pero que con el correr del tiempo fueron viendo la necesidad de optar por otras prácticas, incluida la regulación de la conducta civil por otros medios. Otro aspecto relevante es la formación de los combatientes y el tipo de ideología y discurso que está vivo en la organización. En opinión de un ex comandante de las Farc que se desempeñaba en el terreno político, la organización ha descuidado el entrenamiento de sus combatientes, “lo cual ha resultado en muchos errores con la población civil”. En el mismo sentido, varios entrevistados —desmovilizados tanto de las Farc como de los grupos
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paramilitares— describieron como novatos a los comandantes que no cuidaban el trato con la población civil, o, simplemente, como “malos comandantes”. Para un antiguo comandante medio de las AUC, “toda la población es importante. Cuando se maltrata a un pueblo y no se da nada a cambio de estar en su territorio, el comandante comete un error. Mejor dicho, no es un buen comandante. Sin la población de nuestro lado no hay posibilidad de ganarle a la guerrilla”. Incluso la incapacidad de tener en cuenta las particularidades culturales de una región a la hora de establecer un sistema regulador puede afectar la reacción de la comunidad ante la presencia del grupo armado. Diversos factores pueden determinar el tipo de entrenamiento que reciben los combatientes y el clima ideológico de la organización, tales como los orígenes del grupo, sus objetivos, las características de sus líderes, su disciplina interna y su estructura jerárquica. La estrategia del terror se traduce en el despoblamiento total del territorio o en un orden local coercitivo caracterizado por la incertidumbre y el miedo, donde los individuos pierden los puntos de referencia con los que contaban para organizar su vida. Esta situación presenta diversas características, descritas por Daniel Pécaut como una guerra contra la sociedad (2001), tal como aparece en su aproximación a la situación de la guerra en Colombia y en su análisis del terror como estrategia (1999). En tal situación los civiles deben acomodarse continuamente a los vaivenes de la violencia y la imposición. El silencio, la ruptura de lazos sociales y el abandono de puntos de contacto entre los miembros de la comunidad son algunas de las consecuencias que se derivan de la estrategia del terror. El nivel de cooperación que el grupo encuentra en este contexto es mínimo: una obediencia forzosa en la que intervienen varios de los mecanismos por medio de los cuales la violencia puede moldear la conducta civil (como señalé en la tercera sección de este artículo) y ningún acto de apoyo. Es importante resaltar, sin embargo, que aun con posterioridad a una etapa de terror el grupo armado puede optar por otras estrategias para embarcarse en la construcción de un orden local distinto. De hecho, en muchos casos en que se ha presentado una disputa entre dos actores, el que gana
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cambia su estrategia y crea un nuevo orden local. Es el caso de muchos lugares que vivieron crudas batallas entre grupos guerrilleros y paramilitares en medio del terror y que, tras la victoria de los últimos, fueron escenario de un orden de control social o de un gobierno a la sombra bajo un esquema de infiltración.
8. Conclusión En este artículo he abordado la interacción entre grupos armados y comunidades a partir del análisis de las distintas maneras como los primeros intentan obtener control sobre territorios locales y las dinámicas que dichos intentos desencadenan en la vida de la comunidad. El planteamiento parte del reconocimiento del carácter eminentemente estratégico que tiene para los grupos armados su relación con la población civil: de su cooperación, que defino como actos de obediencia y apoyo, depende en buena medida su capacidad de obtener y mantener el control. A la vez, el argumento parte de un tratamiento de los civiles como actores que, a pesar de vivir en un contexto marcado por la violencia y el miedo, pueden optar por diferentes alternativas, esto es, tienen capacidad de agencia aun cuando ella esté reducida a unas pocas alternativas. Si bien la violencia es una de las principales vías por medio de las cuales estas organizaciones intentan alcanzar sus objetivos, es insuficiente: la coerción solo puede traer formas de cooperación civil limitadas, condicionales e inestables. Por ello, los grupos combinan el uso de las armas con otras prácticas. Su estrategia consiste en crear un nuevo orden de cosas en las comunidades donde intentan establecerse. Dicho orden permite moldear la conducta de los civiles y la manera como funciona la vida económica, política y social, de tal forma que resulte favorable para el grupo. Por ejemplo, la expedición de normas de conducta le facilita controlar mejor, tanto a los habitantes locales como a los forasteros. Al cambiar las pautas de la actividad económica puede recaudar impuestos e incluso involucrarse directamente en ciertas actividades económicas. Igualmente puede transformar el juego político para obtener recursos públicos, visibilidad política y expansión de
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su poder. En otras palabras, el grupo armado está en condiciones de obtener múltiples ventajas al convertirse en el nuevo gobernante de hecho y utilizar su poder para crear un nuevo orden local en función de sus intereses. Pero la creación de un nuevo orden de cosas no puede producirse de manera uniforme en los distintos territorios. Las comunidades que allí habitan pueden oponerse al grupo armado que intenta instaurar un nuevo orden local, obedecer pasivamente o brindarle tanto su obediencia como su apoyo. Dicha reacción depende de su sistema de autoridad: su eficiencia, su reconocimiento como válido por parte los miembros de la comunidad y su arraigo definen el espacio donde el grupo armado puede insertarse en el seno de la comunidad, así como la capacidad de ésta para iniciar y sostener una acción colectiva dirigida a oponerse al grupo. Debido a un proceso de aprendizaje institucional, los grupos aprenden a incorporar en sus cálculos las expectativas sobre la manera como las distintas comunidades reaccionan ante diferentes estrategias. Por eso calibran sus estrategias según el tipo de comunidad de que se trate, lo que lleva a la formación de órdenes locales diversos: optarán por instaurar un orden de control social en aquellas comunidades que cuentan con un sistema de autoridad débil (ineficaz, poco reconocido y poco arraigado); un orden de ocupación militar en aquellas comunidades que cuentan con un sistema de autoridad fuerte (reconocido, arraigado y válido), y un orden de infiltración en aquellas comunidades que cuentan con un sistema de autoridad intermedio. Los mecanismos y microfundamentos que explican los diferentes efectos de las estrategias de los grupos armados en cada tipo de comunidad obedecen a cambios complejos de las dinámicas locales y sus efectos sobre la conducta de los civiles. Al influir en diferentes aspectos de la vida local, los grupos logran incidir en las creencias, preferencias y alternativas disponibles de los civiles a través de diversos mecanismos. Los más evidentes son aquellos que llevan a cambios en los costos y beneficios asociados a diferentes alternativas, especialmente a través de la coerción y la centralización del poder. Otros tienen que ver con la formación de creencias (esto es, ideas sobre diferentes estados de cosas) que favorecen a la imagen del grupo armado
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entre los miembros de la comunidad y perjudican a la del enemigo; también se pueden formar creencias sobre la comunidad misma (sus necesidades, sus posibilidades, su identidad), que afectan la conducta. De otro lado, al suscitar emociones como temor y respeto, admiración y reconocimiento, el grupo es capaz de afectar el comportamiento de maneras menos evidentes pero muy profundas. Como lo señalé en la introducción, el argumento se desprende de un proyecto de investigación que aún está en curso y es, en esta medida, una propuesta tentativa. Por la misma razón, la evidencia empírica que presento tiene un carácter puramente ilustrativo que no pretende validar las hipótesis planteadas.40 A pesar de su carácter tentativo, el argumento y el material empírico tienen algunas implicaciones que vale la pena señalar. En términos generales, el análisis sugiere que las relaciones entre los niveles micro y macro no son tan simples ni evidentes como muchas veces se pretende (en particular en la literatura internacional sobre guerras civiles que se centra en la comparación entre países para investigar fenómenos tan disímiles como el origen de las guerras, su duración, los niveles de violencia, el reclutamiento o la forma en que finalizan). Más bien, existen lazos complejos que hacen que, en el agregado, los fenómenos no sean la simple suma de sus partes. Esta anotación respalda lo que diversos autores han señalado sobre el conflicto colombiano (p. e. González et al., 2003; Pécaut, 2001) y sobre las guerras civiles en general (p. e. Kalyvas, 2006). El argumento también apunta al carácter endógeno de los eventos que tienen lugar en el curso de la guerra, tales como la violencia, las relaciones de los actores armados con la población civil y la manera como diversos actores se involucran en la confrontación en los ámbitos militar, económico 40 Para ello, el diseño de la investigación consiste en combinar el material de las entrevistas semi-estructuradas y en profundidad con una comparación controlada de casos y el análisis de las implicaciones del argumento sobre el reclutamiento haciendo uso de datos estadísticos. El proyecto también incorpora en el análisis elementos clave del conflicto como las fuerzas estatales y el narcotráfico. Aunque el argumento, tal y como está planteado aquí, tiene implicaciones sobre ambos, no los aborda directamente. Por último, el proyecto indaga de una forma más directa por las diferencias entre el comportamiento de grupos guerrilleros y paramilitares.
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y político. En línea con lo que autores como Pécaut (2001) y Kalyvas (2006) han señalado, las condiciones iniciales de la guerra tienen una débil capacidad explicativa de diversas facetas de su evolución. En cuanto a la manera de entender el comportamiento de combatientes y civiles, es importante insistir en el carácter eminentemente estratégico de los actores armados; en cambio, hace falta abordar la situación de la población civil de un modo más complejo, en el cual los intereses y cálculos racionales son solo una parte del fenómeno. Hace falta indagar en los distintos mecanismos por los cuales las creencias y las preferencias pueden ser transformadas por las dinámicas del conflicto. En particular, es fundamental preguntarnos por la manera como los grupos armados, al insertarse en la vida local, logran despertar emociones, transformar discursos compartidos y llevar a nuevas formas de leer la realidad local. Si bien la violencia y el miedo permean todos estos procesos, hace falta indagar las distintas maneras en que éstos configuran la vida local y la conducta individual. Por otra parte, el argumento sugiere que dos afirmaciones aparentemente contradictorias sobre la expansión de los grupos armados, recurrentes en la literatura, tienen sentido. La primera sostiene que la precariedad estatal explica el surgimiento y expansión de los grupos guerrilleros. Nuevos enfoques teóricos y estudios empíricos están en contra de esta tesis y señalan que dicha precariedad no explica la evolución del conflicto y que, por el contrario, la descentralización política y la inserción económica son los factores determinantes de la expansión guerrillera. El análisis presentado en este artículo insinúa que, si bien en las zonas de presencia precaria del Estado, donde las comunidades no cuentan con formas sólidas de autogobierno, los grupos insurgentes pueden alcanzar una influencia más amplia y directa mediante un sistema de control social, en regiones mayormente insertadas en las esferas política y económica opta por formas de infiltración que le permiten ejercer poder de otra manera. Dado que el ejercicio de dicho poder se traduce en mayores rentas y mayor visibilidad política en los municipios “insertados” que en los “aislados”, los grupos lograrían implantarse más fácilmente en los últimos pero buscarían, de todos modos, asentarse en los primeros por otras vías.
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En cuanto a la interacción entre grupos armados y comunidades, es importante resaltar que, si bien la guerra siempre trae consigo victimización en las zonas donde los grupos están presentes, tal fenómeno tiene lugar no solo en distintas proporciones sino también en diferentes contextos y procesos de transformación de la vida local. Para entender los efectos del conflicto sobre las poblaciones que lo viven cotidianamente es necesario explorar las diversas maneras como la presencia de los grupos armados transforma la vida local. Para hacerlo, es fundamental preguntarnos por las alternativas de la población civil. Hacerlo no implica negar su victimización ni la difícil situación que enfrentan. Más bien, se trata de entender su complejidad y los distintos procesos que la acompañan. Al indagar en las distintas formas como grupos armados y comunidades interactúan en el contexto de diversos órdenes locales, resulta evidente que la cooperación civil dista de ser la expresión directa del respaldo a la agenda política del actor armado y de su lucha. El análisis sugiere que, por lo general, tanto la obediencia como el apoyo (en la acepción de ambos términos que propongo) son el resultado de procesos locales donde la guerra, como contienda entre organizaciones que defienden ideales opuestos, pesa muy poco, mientras la vida cotidiana, donde todo está en juego —desde conservar la existencia hasta contar con una escuela o poder vender un producto en la tienda—, es la protagonista. En este sentido, colaborar con un grupo armado puede ser la manera de evitar la victimización; alcanzar objetivos privados como el reconocimiento, el estatus o la posibilidad de continuar ejerciendo una actividad económica; actuar con reciprocidad o, incluso, obedecer a una autoridad reconocida. En otras palabras, la cooperación civil tiene que ver mucho más con el papel que los grupos armados desempeñan como actores locales, que con su posición como bando en una guerra que se libra a escala nacional en defensa de unos u otros intereses. De lo anterior se sigue que carece de fundamento la estigmatización que como simpatizantes se hace de los civiles que conviven con un actor armado. Si bien algunos pueden optar por cooperar con un grupo guerrillero o paramilitar por considerar que su lucha es justa, viable o conveniente, la
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gran mayoría lo hace porque, más que grupos armados que luchan por uno u otro fin, para la comunidad local se trata del gobernante de hecho del que depende todo: una fuerza que infiltra una serie de estamentos de la estructura local y que, por esta vía, controla diversos componentes de la vida de la comunidad, o un ejército de ocupación que ejerce un control militar estricto. Por cumplir estos papeles en la escena local, los grupos logran erigir un orden de cosas donde las personas tienen la necesidad o el interés de obedecerles y apoyarlos, por razones que, en la mayoría de las ocasiones, tienen poco que ver con la guerra y las ideas que, en teoría, enarbolan quienes la libran. Por lo demás, independientemente de los motivos para cooperar con el actor armado de turno, la victimización de poblaciones civiles y su instrumentalización como blancos militares —sea por parte de las organizaciones guerrilleras o paramilitares o por parte de las fuerzas estatales— son claramente inmorales e ilegales, a la luz tanto del ordenamiento jurídico colombiano como de los tratados y convenciones internacionales. Esta dislocación entre la cooperación y el respaldo sugiere también que el apoyo popular con que cuenta el proyecto político de los grupos armados de carácter nacional no puede medirse con base en el territorio que dominan. Así mismo, el hecho de que un grupo armado cuente con colaboradores locales no implica que haya querido o sabido representar los intereses de las comunidades a las que pertenecen. Indica más bien que tales agrupaciones han sabido explotar estratégicamente las necesidades comunitarias y acomodarse a sus fortalezas para sacar el mejor provecho posible. Por último, el argumento tiene algunas implicaciones claras sobre la responsabilidad del Estado y la sociedad civil ante la difícil situación de las poblaciones que viven en medio del conflicto. Por un lado, es claro que, si bien la precaria presencia estatal no es una condición indispensable para que un grupo armado pueda insertarse en una localidad y obtener cooperación civil, tal carencia favorece la debilidad de los sistemas de autoridad de las comunidades y, por esa vía, facilita la implantación de esas organizaciones como gobernantes de hecho. Por lo tanto, una más acabada presencia del Estado como autoridad reconocida, legítima a los ojos de los pobladores,
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arraigada y obedecida, puede ser la fórmula más eficaz contra la expansión de los violentos. Para esto es fundamental que no existan territorios donde la presencia del Estado sea exclusiva y puramente represiva. Ya que un sistema de autoridad fuerte no proviene únicamente del Estado, el fortalecimiento de las comunidades constituye una alternativa por la que pueden apostar tanto las entidades estatales como las organizaciones de cooperación internacional y el conjunto de la sociedad civil. Dicho fortalecimiento puede no solo derivar en sistemas de autoridad reconocidos como válidos y eficaces, que ante la presencia de actores armados ilegales permitan la auto-organización de las comunidades, sino también favorecer su capacidad de iniciar y sostener de manera colectiva iniciativas propias que ayuden a menguar su intervención en la vida local o, por lo menos, a sobrellevar mejor su impacto. Por todas estas razones parece evidente que, para entender la situación de la población civil en medio del conflicto, conviene estudiar las variadas formas que toma la guerra en el espacio local. Dicha variación implica que el tipo de experiencias que los civiles recogen de su interacción con los grupos armados y la manera como éstas los afectan no son los mismos en las diferentes regiones y municipios, y ni siquiera en cada uno por separado. Es de esperar, además, que en el posconflicto las comunidades que han experimentado la guerra de manera diversa enfrenten distintos retos y oportunidades para sanar las heridas y transitar exitosamente hacia la paz. Si bien queda todavía un largo recorrido para entender cabalmente cómo varían estos órdenes locales y de qué manera influyen en fenómenos como la victimización, el desplazamiento, el reclutamiento, la fortaleza institucional o la participación política, los elementos de análisis presentados aquí sugieren que es importante continuar esta línea investigativa.
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PANEL 1 Territorio y Conflicto COMENTARIOS DE ANA CLARA TORRES RIBEIRO* En primer lugar, me gustaría subrayar la necesidad de trabajar marcos más amplios de análisis de la situación del mundo y de América Latina, cuyos países han terminado actualmente por militarizar toda la vida, incluso la cotidiana, para hacer frente a los grandes desafíos de la humanidad y a los problemas de los conflictos armados. Por eso me parece que estamos frente a una crisis que se puede denominar crisis societaria: se trata no solamente de una crisis social sino de una crisis societaria, o sea, una crisis de la comprensión de lo que significa estar juntos los unos con los otros, y con muchos otros. Esto significa una visión comunicativa y comunitaria que afecta toda la experiencia humana, que se refleja en la naturaleza, en los índices de mortalidad infantil. Y un poco más, en la crisis de África. Se trata entonces de una cuestión de conjunto, una crisis societaria que se desarrolla de manera distinta en cada sociedad y cada comunidad. Por eso las maneras distintas como se presenta esta crisis deben ser analizadas en cada región, a fin de tener una comprensión del sentido de los conflictos, lo mismo que de la pérdida de esperanza de los jóvenes. Esa crisis es también una crisis de la concepción del Estado tal como se lo pensaba desde el siglo XVIII. Hay una necesidad de reinventar el Estado junto con la nación, porque, de lo contrario, la violencia será la norma continua. Hay una verdadera necesidad de discutir sobre la cuestión del poder, de sus nuevos contenidos, lo mismo que sobre el problema del gobierno, y no solamente el tema de la gobernanza o de la gobernabilidad. Es el problema
* Doctora en Sociología, Universidad de São Paulo, profesora del Instituto de Investigación y Planeación Urbana y Regional, (Ippur), de la Universidad Federal de Río de Janeiro e investigadora del Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico.
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del gobierno en el sentido clásico, así como del sentido clásico del Estado y la necesidad de recuperar plenamente el problema de la institucionalidad colectiva. Nos encontramos, de alguna manera, dentro de una pauta transnacional, que es un problema que transforma la problemática de la política en el mundo actual. En este escenario se necesita comprender la relevancia actual del territorio, que es el tema que estamos tratando. Anteriormente, los científicos sociales consideraban que pensar sobre los territorios era cosa de los geógrafos, pero actualmente toda la gente habla de espacio y territorio. Esa centralidad del territorio hace que yo crea pertinente reflexionar más detenidamente sobre sus razones: ¿por qué la centralidad actual del territorio? Esta centralidad está vinculada justamente a la crisis del Estado y a la crisis societaria, que obligan a cambiar la visión, no solamente debido a las técnicas que viabilizan la cartografía para toda la gente, sino también a causa de una nueva perspectiva y una nueva lectura de las relaciones sociales que pasan por la cuestión del territorio. Esta nueva perspectiva territorializante y territorial de las relaciones sociales cambia la visión de la economía, de la sociología, de la antropología y de todas las ciencias sociales. Por una parte, esta territorialización de la reflexión guarda relación con la crisis de los debates de la política: la política se territorializa pero no se discute. No se discuten los partidos, ni las ideologías, ni los proyectos de país, pero se debate el territorio. Antes, todo el tema del territorio estaba vinculado con la geopolítica; actualmente, el territorio está incluido en todos los debates de las Ciencias Sociales, pero sin política. De alguna manera hay una disolución de la política dentro de la territorialización de la propia política. Esta es una forma de control de la reflexión política. Para comprender la centralidad que ha adquirido la reflexión sobre el territorio es necesario pensar hoy el hacer hegemónico; hay que reflexionar sobre cómo se logra hoy hegemonía para pensar la política. Y para pensar el hacer hegemónico, creo que hay que comprender mejor el increíble cambio tecnológico, cuyas consecuencias estamos viviendo. Hoy, el hacer
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hegemónico, la territorialidad y la territorialización tienen un efecto estrategizante, que convierte en estratégicas todas las acciones. De esta manera se produce una exacerbación ideológica de la acción estratégica, que es una de las características del hacer hegemónico. De otra parte, el dominio de las nuevas tecnologías construye una nueva mirada del mundo, orientada por la territorialización de los mercados. Hay también una mirada que parte de la escasez de recursos: es una estimación estratégica sobre el territorio que significa la presencia de los intereses, sobre todo en una perspectiva de eternización de aquellos que están hoy en el gobierno. Por tanto, es importante tener una lectura de esta otra mirada hegemónica del mundo, la mirada de los gobiernos, pero también es necesario, por otra parte, reconocer las lecturas no hegemónicas del territorio. Se presentan así otras lecturas del territorio que necesitamos valorar, porque la estrategia es el privilegio discursivo de un actor, pero también una disputa entre diferentes actores, una disputa de los sentidos de la misma estrategia. La perspectiva territorial no hegemónica necesita también ser conocida. En esta perspectiva la gente trabaja cada vez más la noción de territorialidad. Nosotros no trabajamos con el territorio, trabajamos con territorialidades. Esto significa que hay una mixtura entre territorio y acción de la sociedad, que desarrolla este producto único que es la territorialidad. Por otra parte, no se trata solo del tema de la localización de los conflictos armados sino también de lo que significan los lugares donde se combate para la gente que los habita. Esto significa una relación con las prácticas sociales de la gente en su territorio: por una parte, la comprensión del lugar de la intervención, el escenario de los ataques armados, y, por otra, la memoria, la sociabilidad, el espacio banal de toda la gente a la que le gustaría estar junto con toda la otra gente. Así, el territorio no es solamente una dimensión de la política sino también una dimensión de la sociedad, la cultura y la sociabilidad. Por eso hay
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diferentes lecturas del territorio, que son lecturas legítimas pero no necesariamente legales o legalizadas. Esto produce una conflictividad cada vez más central en el mundo contemporáneo, en las diferentes escalas de realización de la vida colectiva. Hay una disputa del sentido en torno al territorio. Creo que es necesario poner atención a esta dimensión de las luchas sociales actuales, que son, sobre todo, luchas territorializadas, donde están involucradas las cuestiones identitarias con una inmensa complejidad. Es una visión que antagoniza, con una lectura exclusivamente centrada en la lucha por los recursos económicos del territorio. Hay un conflicto cultural latente, no necesariamente armado, entre la lectura más ancestral, histórica y proyectiva de la sociedad, y una lectura más política, estratégica y geopolítica del mismo territorio. Hay una confluencia de territorialidades que enmarca mucho el mundo contemporáneo: ante él hay que responder por medio del reconocimiento de una cronotopía de nuestras sociedades latinoamericanas –como lo ha formulado Carlos Fuentes, inspirado en Jorge Luis Borges– que permita comprender mejor el espacio-tiempo de la vida colectiva, de la sociabilidad, del sentido de estar juntos, el espacio-tiempo de la perspectiva de futuro y del hacer sociedad. Después de esta reunión de pequeñas ideas y aportes sobre el territorio me gustaría hablar rápidamente sobre las exposiciones. He leído los textos y tengo algunas preguntas que tal vez puedan serles de utilidad. De una parte, creo que el texto de Camilo Echandía habla de la interpretación de la información: no nos presenta solamente un conjunto de informaciones sino que nos muestra también un cierto conflicto de interpretación. Sustenta, de una manera bastante osada, que la conflictividad va más allá de lo que se reconoce hoy en los discursos más corrientes. Hay entonces una disputa de interpretación de la información, con una ligazón muy fuerte con las microtendencias. Por eso es necesario trabajar no solamente las macrotendencias sino también las microtendencias. Aunque son más difíciles de detectar, ellas se mueven dentro de los síntomas del cambio de sentido de la acción, que es muy rápido. Y creo que muchas veces nuestra información queda retardada frente a la velocidad de los procesos de cambio.
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O sea, es un tema que es técnico, pero que también es analítico, muy vinculado al análisis de la complejidad. Además, tiene que ver también con el tema de las microtendencias, que obliga a recurrir a otro tipo de información, no solamente aquella más formalizada. De otra parte, me preocupa un elemento subyacente en el texto, que no es muy claro para mí pero sobre el cual me gustaría escuchar más: tiene que ver con el no reconocimiento del opositor y con las consecuencias de ese no reconocimiento del opositor. Si no se reconoce al otro, la consecuencia puede ser la destrucción del opositor: la resolución negativa de los conflictos, y no la positiva. La razón de esa resolución negativa es que el opositor se fragmenta, lo que produce una conflictividad infinita. Esto es lo que ha sucedido en Río de Janeiro, Brasil, con la experiencia del narcotráfico, cuya solución ha sido también de naturaleza militar: cortar la cabeza de una organización militarizada puede producir una infinita conflictividad. Por eso no resulta muy sencilla la destrucción del opositor por medio de las armas, sino que la solución del problema involucra cuestiones mucho más amplias y complejas. Echandía nos habla de homicidios que se reproducen y que están creciendo, pero cuyo significado no es muy claro. Esto indica que la conflictividad sigue aumentando, pero no se sabe cuál es el sentido de dicho aumento: liderazgos más jóvenes, niños en la guerrilla, significan cambios en el sentido de la conflictividad y una imposibilidad de negociación. Es una cuestión muy seria que me preocupa mucho, y no solamente con referencia a Colombia, sino que es una cuestión general del conflicto en todas las partes del mundo. De otra parte, me gustaría decir que me encantó el trabajo de Ana María Arjona, porque está dedicado a la creación de un lenguaje conceptual y teórico extremadamente necesario, que tiene en cuenta los universos relacionales, ya que los conflictos no eliminan las relaciones sociales porque ellas son en verdad básicamente conflictivas. Las relaciones sociales no llevan necesariamente a conflictos pero tienen siempre un potencial conflictivo. Por eso creo que si eliminamos el conflicto en el análisis de las relaciones sociales no vamos a poder entender la sociedad. El abordaje de Ana es importante para el tema de los universos relacionales, que es indispensable para comprender
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el contenido cultural de las resistencias sociales, lo mismo que el contenido cultural de la militarización de la experiencia colectiva. Es esencial considerar ese contenido cultural, como también los universos relacionales y el potencial instituyente de la guerrilla: ¿cuál es su potencial para crear normas e instituciones?, ¿cómo ocurre esto en la transmisión del conocimiento de los procesos y la lucha por el control del territorio? La propuesta analítica de Ana María Arjona es muy innovadora porque ambienta y reconoce la complejidad real de las relaciones sociales en este mundo tan violento, tan conflictivo y asustadizo. Sin duda, es importante reconocer la complejidad del Otro, de la comunidad, que no es siempre la misma, que tiene o no tiene un pasado, que es un grupo indígena o una comunidad campesina. Esto produce diferencias enormes entre las situaciones surgidas por efecto del conflicto armado. Por otra parte, creo que la guerrilla tampoco es siempre la misma, sus grupos no son siempre los mismos, como tampoco su composición social ni su formación política e ideológica. Así que la variedad es doble: por un lado, la de las comunidades; por otro, la de las guerrillas, que debe ser muy grande. No estoy enterada de la situación concreta aquí presentada, pero creo conocer un poco la cuestión de la transformación social, que debe ser bastante compleja por parte de los grupos guerrilleros. Esta variedad de ambas partes debe tenerse en cuenta cuando se piense en la cuestión del conformismo, la aceptación y la colaboración de la comunidad.
COMENTARIOS DE CLARA INÉS GARCÍA* Territorio y conflicto. Tensiones y tendencias de la transformación regional. El caso del oriente antioqueño La ponencia de Ana Arjona plantea unas hipótesis y una metodología muy útiles para el análisis de nuestra compleja realidad colombiana. Pero, por esa * Investigadora del Instituto de Estudios Regionales, INER, de la Universidad de Antioquia y miembro de Odecofi. Socióloga de la Universidad Javeriana con maestría en Políticas Sociales de la Universidad de Grenoble, Francia, y candidata al doctorado de la Escuela de Altos Estudios de Ciencias Sociales de Paris.
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misma complejidad, siempre habrá casos y situaciones que se salen de los tipos pensados. Ana propone una tipología de órdenes locales organizados de acuerdo con el tipo de inserción del grupo armado que llega por primera vez a un territorio y el tipo de colaboración que la población urde en el tercer momento del proceso. Sin embargo, el caso que voy a exponer —el del Oriente antioqueño— salta del viejo orden local y del arribo de los nuevos actores armados a la zona, a una acción de resistencia frontal a todos ellos. Esa región de Colombia se sitúa por fuera de la tipología propuesta por Arjona, porque, si bien eran comunidades campesinas que tenían de vieja data un orden local construido con el ELN, en un término demasiado corto —menos de diez años (1996-2004)—, esta población se vio sometida a la incursión en su territorio de una guerra total entre cuatro grupos armados, lo cual impide cualquier tipo de colaboración o acomodo con ninguno de ellos. Me explico: Alrededor de 1997, y coincidiendo regionalmente con la tendencia nacional de expansión y escalada armada que muestra Camilo Echandía en su exposición, las Farc irrumpen de manera agresiva y generalizada en la región: no solo copan el territorio sino que se enfrentan bélicamente al ELN y se convierten en uno de los tres agentes (junto con las AUC y el Ejército) responsables de su práctica desaparición de la región. En este contexto, el ELN cambia sustancialmente su manera de relacionarse con la población y desarrolla pautas similares a las que estaban imponiendo las Farc. Simultáneamente comienza la arremetida paramilitar, que a partir del 2002 es continuada por la guerra generalizada que entabla el Ejército nacional de acuerdo con la política de Seguridad Democrática del presidente Uribe. En otras palabras, de un momento a otro la población del Oriente antioqueño se vio sometida a una guerra total, en la cual desapareció el viejo actor armado con el cual había logrado establecer un “orden local”; tres actores diferentes (Farc, AUC y Ejército), sucesivamente pero de manera muy inmediata, coparon el territorio a sangre y fuego. Justamente esa razón explica por qué en esta región la reacción de la población haya sido la de resistencia
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frente a todos los actores armados, y que, a partir de ella encontremos hoy allí uno de los pocos Laboratorios de Paz del país. Analicemos entonces las principales tendencias que se observan en la dinámica de transformación territorial del Oriente antioqueño, producida en su historia más reciente y signada por el conflicto armado. Y hagámoslo a partir de dos preguntas: • ¿Cuáles fueron los principales factores que, a partir del conflicto armado, afectaron la forma de apropiación del territorio y cuál es el resultado que se observa hoy en la organización espacial de la región y en su geografía socioeconómica y política? • ¿Cuáles son los rasgos más notorios que, a partir de la producción de las subjetividades colectivas desencadenadas por el conflicto armado, aportan nuevas bases a la reconfiguración de la región? Un análisis panorámico del Oriente antioqueño nos permite afirmar que las principales transformaciones que han ocurrido en los últimos diez años se producen por la tensión entre dos fuerzas contrapuestas: • La primera está configurada por los efectos que tiene el conflicto armado sobre la economía, la demografía y las formas del control político-militar de la región. En conjunto, estos efectos han acentuado notoriamente la brecha entre los “dos orientes”, el del altiplano –urbanizado, industrializado y fuertemente interconectado– y el de las vertientes campesinas históricamente periféricas y sujetas a la presencia guerrillera. En otras palabras, una parte de la incidencia del conflicto armado sobre el territorio ha sido la aceleración de la fractura entre los dos orientes. • La segunda la configura el efecto que tiene el conflicto armado sobre la producción de sentidos del lugar. La reacción colectiva ante el conflicto se ha valido de los recursos simbólicos que la anterior época del conflicto armado (finales de los años 80) había enterrado —me refiero a la memoria
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Mapa 1. Geografía y localización del Oriente antioqueño
Fuente: elaboración Odecofi-Iner, basado en Cartografía Planeación Departamental, Gobernación de Antioquia.
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sobre la movilización local y regional— y ha proyectado en el presente, de manera novedosa, esa capacidad de organizarse, actuar y pensarse. En otras palabras, el conflicto armado activó también una respuesta social que tiende a darle mayores y renovados recursos simbólicos y políticos al Oriente antioqueño como entidad territorial vivida, pensada y proyectada.
Las fuerzas que dislocan Los nombres asignados socialmente y por tradición a las más protuberantes diferencias socioterritoriales de la región han sido los de “oriente cercano” y “oriente lejano”. Tal es la base de la cual partimos para analizar las dinámicas y transformaciones acaecidas en los últimos diez años a raíz del conflicto armado. Tres son los procesos que se activan o desencadenan con tal conflicto, para producir un primer gran resultado socioespacial: el ahondamiento de la gran fractura que diferencia al “oriente cercano” del “oriente lejano”. Estos procesos son: • Por efecto del conflicto, la economía del altiplano decae inicialmente, para luego reactivarse y aumentar notoriamente su asentamiento industrial. Si bien los niveles de violencia, vividos y medidos en términos del número de homicidios, secuestros y “vacunas” afectaron el nivel de inversión en el altiplano durante la época de la escalada del conflicto (1999-2003), la Seguridad Democrática aplicada en la región —factor que el empresariado resalta con mayor fuerza— los recuperó con creces; es más, posibilitó su aceleración. Al lado, observamos una vertiente hacia el sur y el Magdalena Medio, poblada por campesinos, que se estanca o retrocede por cuenta de la guerra. Las narrativas sobre desplazamiento, abandono total de veredas y condiciones del retorno son lo suficientemente ilustrativas.
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Gráfico 1. Matrículas y renovaciones del registro mercantíl en el Oriente antioqueño, por subregiones
Fuente: ACER (2007). CEO - Cámara de Comercio del Oriente Antioqueño.
→ Se ahonda la diferencia entre oriente cercano y lejano… • El oriente lejano se desocupa. En un primer periodo el desplazamiento masivo se produce por la escalada armada de las guerrillas ELN y Farc. En un segundo momento la reacción paramilitar, junto con la intervención masiva del Ejército, lo acentúa. En términos del índice de impacto del desplazamiento, basado en la población de 1993, el “oriente lejano” muestra índices que oscilan entre 33% y 116%. Y si la política de seguridad democrática permite —en palabras de sus empresarios— la nueva bonanza económica en el altiplano, no pasa lo mismo con la deseable recuperación demográfica y económica de las subregiones del oriente lejano; allí la seguridad democrática está directamente asociada al efecto del bombardeo, el desplazamiento y el abandono de la agricultura, y los beneficios de la
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”seguridad”, que supuestamente se procurarían en el mediano plazo, por sí solos, no producen el milagro del retorno y la reactivación de la economía campesina. Mediante el coeficiente de variación, observamos también el grado de disparidad de la participación que tienen los distintos municipios en la población total del oriente antioqueño. Así, a pesar de que parecía haber una tendencia general de posicionamiento del altiplano, ella se acelera de manera brusca en el último periodo censal, que fue el que experimentó el conflicto armado. → Se ahonda la diferencia entre el oriente cercano y el oriente lejano… • En el oriente “lejano” se acentúa un oriente “más lejano”. A causa del conflicto armado se observa también que dentro del “lejano oriente” se abre una brecha: la zona que era asentamiento de las grandes obras de infraestructura de las décadas anteriores (años 60-80) recibe del paramilitarismo y el Ejército un tratamiento militar distinto del que se observa en la zona llamada de “páramos”. Por un lado, el paramilitarismo tuvo en los páramos una presencia y una actuación mucho más “débiles” que en el resto de zonas; allí es el Ejército el que fundamentalmente ha llevado a cabo las operaciones militares contra la guerrilla. Los indicadores de esta diferencia se muestran en el desplazamiento y en los mapas de acciones armadas efectuadas en el territorio, distribuidas por actores. La población lo manifiesta de manera clara en sus percepciones: “Aquí somos víctimas de las Farc y del Ejército, no de los paramilitares”. Otro indicador, el más diciente y significativo, es la actual presencia de actores armados en la zona: en la zona de cultivos de coca de los “páramos” campean todavía la guerrilla y los paramilitares, mientras en el resto del territorio la población percibe la presencia guerrillera de manera mucho más notoria que en los pequeños reductos marginales que se perciben en las otras subregiones del oriente lejano. Los “intereses estratégicos” —los que velan por infraestructuras y los que se arman en torno de los cultivos ilícitos— parecen dejar la zona de “páramos” sometida a un trato diferencial que la relegará a mayor abandono.
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Mapa 2. Índice de impacto del desplazamiento y principales destinos intrarregionales de la población desplazada
Fuente: SUR - Acción Social. Censo de Población 1993 - DANE.
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Gráfico 2. Coeficiente de variación de la concentración demográfica del Oriente antioqueño
Fuente: Censos de Población 1964, 1973, 1985, 1993 y 2005 - DANE.
→ Se ahondan las diferencias internas en el oriente lejano… • A partir de ese núcleo inicial de coca en el más apartado de los orientes lejanos, y en medio del “éxito” de la política de seguridad democrática, los cultivos de coca se expanden a sus anchas a lo largo del territorio que anteriormente era dominio guerrillero y sobre el cual el Ejército colombiano ha recuperado su control. El oriente lejano en su conjunto parecería haber sido reconvertido en territorio para la producción de coca. No deja de plantearse como un gran interrogante lo que significa la asociación de estos tres procesos: desplazamiento masivo de la población campesina del oriente lejano y cientos de veredas despobladas, muchas aún vacías, recuperación por Ejército del control militar del oriente lejano (guerrilla arrinconada y paramilitares desmovilizados) y expansión de los cultivos de coca a lo largo del mismo. En la zona se habla del asocio entre un poder paramilitar que no acaba de desmontarse y esta nueva dimensión territorial de la coca.
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Mapa 3. Presencia de cultivos de coca en el Oriente antioqueño, 2004
Fuente: con base en la cartografía regional de cultivos ilícitos del Simci, Policía Nacional.
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→ Se ahonda la diferencia entre el oriente cercano y el oriente lejano… La fuerza que hala hacia la “dislocación” del territorio, hacia la profundización de la brecha que diferencia el oriente cercano del lejano, puesta de manifiesto en estos tres procesos —económico, demográfico y político-militar—, tiene su correlativo en los discursos. No es gratuito encontrar en la región dos discursos contrapuestos sobre el manejo futuro de la misma: el que pugna por fraguar una “región metropolitana” en el altiplano, muy directamente imbricada con el área metropolitana de Medellín, y el que propugna la existencia de la “provincia del Oriente antioqueño” en su integridad. Para el primero prima la lógica de la competitividad y el desarrollo económico (ver el índice de competitividad regional en el Mapa No. 6). Para el segundo predomina la lógica política y de identidad.
Las fuerzas que construyen subjetivamente la región La segunda tendencia que queremos resaltar aquí la configuran los procesos que, a partir del conflicto armado, actúan en un sentido articulador o cohesionador de la unidad espacial que venimos analizando. Encontramos básicamente de dos tipos de procesos: los político-militares y los que tienen que ver con la construcción subjetiva y simbólica de la región. a) La acción armada que refuerza la unidad de significación que tiene el territorio Voy a poner cuatro ejemplos: • Si hacemos el simple ejercicio de observar el comportamiento geográfico del conflicto armado a lo largo de una serie temporal pertinente, vemos que en Antioquia hay tres territorios (Urabá, Bajo Cauca y Oriente) que por sus características geográficas, políticas, económicas y socioculturales configuran “objetos” de interés geopolítico para el conflicto armado, aunque ello se presente en tiempos distintos. Ese solo hecho habla de que, por encima de las grandes diferencias internas que existen en sus
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Mapa 4. La expansión de la coca en el oriente lejano
Fuente: con base en Cartografía Regional de Cultivos ilícitos de Simci. Policía Nacional
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Mapa 5. La fractura y la grieta del Oriente antioqueño
Fuente: elaboración propia.
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Mapa 6. Indicadores de competitividad municipal
Fuente: Grupo de Estudios Regionales. Centro de Investigaciones Económicas. 2007.
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respectivos territorios, hay relaciones y características que hacen que los actores conciban, deseen e intervengan como una unidad de significación. Observemos lo dicho a partir de algunos mapas. En estos casos, el conflicto está subrayando el carácter “regional” de esos territorios. • El Oriente antioqueño no produce, internamente, grupos paramilitares, pero sus regiones vecinas sí lo hacen. Y es a partir de ellas (Magdalena Medio, Nordeste antioqueño y Valle del Aburrá) que el paramilitarismo incursiona y actúa en el Oriente antioqueño. Como indicador del fenómeno podemos mencionar que la desmovilización de quienes actuaron en esta región se produjo en las zonas vecinas. Así lo manifiesta también el número de desmovilizados en los municipios del “lejano oriente” antioqueño, que grosso modo oscilan entre cinco, siete y diez personas por municipio. Es muy distinto un proceso de desarrollo y paz en una región donde se asienta una significativa cantidad de desmovilizados (casos de Urabá o Magdalena Medio, por ejemplo) al de una región que, a pesar de haber sido igualmente golpeada por estos grupos como las demás, no los contiene en su seno en las etapas de posconflicto. Esta podría ser otra manifestación de los comportamientos específicos del conflicto armado ligados al territorio y de cómo ello puede incidir en los procesos del conflicto y construcción de paz ligados a ellos. • En el caso del Oriente antioqueño podríamos decir que los grupos del ELN que allí actuaron —el Carlos Alirio Buitrago y el de Bernardo López Arroyave— tienen una raigambre regional y eso —me atrevo a afirmarlo— imprimió un carácter especial a las posibilidades que tuvieron las primeras reacciones colectivas contra los efectos de la guerra, pues las raíces y lazos familiares y de vecindad que tuvieron los miembros de estos dos frentes con los pobladores de la región muy posiblemente facilitaron el éxito de los acercamientos humanitarios impulsados por alcaldes y asambleas comunitarias: se trataba de individuos armados que procedían
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Mapa 7. Acciones armadas en Antioquia, 1993-2001
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Fuente: Banco de Datos Noche y Niebla, Cinep.
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2001
Fuente: Banco de Datos Noche y Niebla, Cinep.
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Mapa 8. Oriente antioqueño presencia paramilitar
BLOQUE METRO
ACCU
PARAMILITARES DE RAMÓN ISAZA
Fuente: Observatorio de Derechos Humanos de la Vicepresidencia de la República.
de las mismas comunidades que les estaban reclamando y que por tanto tenían razones subjetivas que tendían a facilitar sus decisiones. • Por último, quiero destacar el hecho de que la guerra ligó muy estrechamente el destino del “oriente cercano” al del “oriente lejano”. Parafraseando al profesor Alejandro Grimson, la guerra trajo “la periferia al centro”, pues el “oriente lejano”, sin dejar de ser “lejano” en términos de desarrollo desigual, deviene estratégico en la guerra y por tanto se convierte en
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“central”, tanto para las políticas de seguridad democrática como para las políticas y programas de desarrollo y paz. La mejor muestra de ello es la espacialidad de las inversiones del Laboratorio de Paz: b) La construcción de actores regionales Una de las bases de la construcción subjetiva de toda región es la formación de actores regionales, de actores que interpreten el territorio como unidad de significación, que propongan proyectos sobre él, que interactúen, unos confrontándose, otros aliándose, siempre en función de tales proyectos. En la última década el conflicto armado arrojó, por reacción, nuevos actores regionales en el Oriente antioqueño. Los actores institucionales y de la sociedad civil que operaban sobre el territorio eran de carácter sectorial y solo uno1 abordaba el territorio integralmente. Actores regionales que con anterioridad a este periodo se habían forjado al calor de reivindicaciones o proyectos regionales, habían hecho parte de una corta historia en el primer quinquenio de los años 80, historia que fue segada por el paramilitarismo de la época. Es el conflicto armado reciente el que desencadena una serie de procesos que llevan a la formación de nuevos actores regionales. Por el corto tiempo de que disponemos en este certamen, contentémonos con enumerar los principales: la Asamblea Provincial Constituyente del Oriente Antioqueño, el Consejo de Alcaldes del Oriente Antioqueño, la Asociación de Mujeres del Oriente Antioqueño (Amor), Prodepaz (una ong) y las redes de asociaciones de desplazados y de víctimas de la violencia. Gracias a estos actores regionales el Oriente antioqueño cuenta hoy con un Laboratorio de Paz que recibe el apoyo de la comunidad internacional y del gobierno nacional. Ellos cuentan con el nivel más amplio de construcción subjetiva de la región. Vale la pena destacar que hay otros niveles —intermedios y micros— donde este proceso de construcción subjetiva de la región también se ha venido presentando. Quiero destacar dos de ellos: 1 Corporación Autónoma Regional de los Ríos Negro y Nare (Cornare).
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Mapa 9. Inversiones del balance social del Laboratorio de Paz, 2006
Fuente: elaboración Odecofi-Iner. Basados en Procepaz (2007). Participamos del Desarrollo Territorial. Balance 2006. Rionegro, mayo de 2007.
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• Las redes, organizaciones y eventos que se desarrollan en la región a propósito de la construcción de ciudadanía, de organización de mujeres, de víctimas, de desplazados, de reconciliación, de la Asamblea Provincial y de programas de desarrollo y paz en general han implicado la movilización periódica de cientos de pobladores y de líderes locales de unos puntos de la región a otros. Estos recorridos físicos, acompañados de los contenidos de los eventos que los promueven, originan redes de interconexión subjetiva entre pobladores y organizaciones y producen representaciones acerca de los distintos lugares frecuentados como partes del “oriente antioqueño”. • Esas mismas redes y eventos han sacado a numerosas localidades del aislamiento en que han solido estar, así algunas no sean protagonistas del movimiento regional. Les han proporcionado al menos conciencia de pertenecer a un conjunto espacial mayor, denominado “oriente antioqueño”, y de compartir similares problemas con otras localidades del mismo. El significado que hasta el presente ha alcanzado esta construcción subjetiva de la región ha sido innegable; sin embargo, a largo plazo, sus posibilidades están sujetas a la manera como se vayan resolviendo dos tipos de tensiones: • La primera se juega entre las fuerzas que impulsan los intereses económicos centrados en el altiplano (que puede redundar en una brecha cada vez mayor entre los dos orientes) y las fuerzas que promueven el fortalecimiento del Oriente en su integridad y su complejidad regional, tensión que hemos pretendido desarrollar en esta intervención. • La segunda tensión, bastante más compleja que la primera, se sitúa dentro de la propia fuerza que construye subjetivamente la región, toda vez que en ella interactúan diversas dinámicas encontradas. Enumeremos las cuatro que por ahora nos parecen las centrales: a) las viejas y las nuevas maneras de hacer política (la política-politiquera y clientelista vs. la construcción de ciudadanía y de participación social);
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b) la disparidad de los compromisos de los actores involucrados en el proyecto regional (entre los actores empresariales, los políticos y el sector social); c) las diferencias de orientación frente a temas tan claves para el proyecto regional como son las posturas y acciones ante la reconciliación y los énfasis entre el desarrollo o la ciudadanía; d) el reto de conciliar la construcción de región fortaleciendo la institucionalidad sin que ésta ahogue la fuerza de la acción colectiva y las iniciativas no formales de la sociedad civil, las cuales han sido la base que en la actualidad anima, y de la cual dependió en el pasado, el novedoso proceso que hoy se aglutina en el Laboratorio de Paz del Oriente antioqueño.
COMENTARIOS DE TEÓFILO VÁSQUEZ* En primer lugar, me parece importante, como se expone en el último libro del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (Iepri), la capacidad de relacionar macroestructuras con micromotivos, a la cual nos invita la tipología que está construyendo Ana María Arjona sobre las relaciones entre actores armados y población civil. Otro tema que abre el trabajo de Ana María es una idea que nosotros también hemos venido apoyando: la de que la gente también tiene “agencia”, lo que supone acabar con el mito de que existe una población civil totalmente pasiva e inerme y totalmente subordinada a los actores armados. En cambio, ella presenta toda una gama de posibilidades de relaciones, en una tipología donde la gente también tiene “agencia”, donde conserva cierto margen de maniobra. Además, ella subraya algo importante: que no todo es violencia en la relación entre el actor armado y la población civil, aunque es cierto que la relación pasa preferentemente por la violencia, además de otras opciones. Sin
* Investigador de Cinep y miembro de Odecofi. Sociólogo de la Universidad Nacional y estudiante de la maestría de Geografía de la Universidad de los Andes.
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embargo, me parece que tal vez la tipología, al tratar de formalizar mucho, se vuelve tan abstracta que, al momento de analizar casos empíricos, sea absolutamente general y pueda ser aplicable a n casos o a ningún caso. Por eso, también me parece importante subrayar los aspectos sincrónicos de la relación entre las comunidades y los actores armados. Esto quiere decir que es necesario relacionar más la construcción de tipologías abstractas con las dinámicas históricas. Porque considero que son las dinámicas de largo y mediano plazo —sin casarme con el historicismo— las que dan sentido a esos procesos de construcción de tipologías. Entre otras cosas porque en Colombia podemos encontrar muchos ejemplos de cambios históricos de larga duración en el relacionamiento entre las Farc y la población civil o entre los paramilitares y la población civil. Además, yo intentaría reconstruir mejor la definición de lo que Ana María Arjona denomina regiones anómicas: no basta que sean regiones de colonización reciente, porque los procesos de colonización son diferenciados según el grado de cohesión social que exista en las regiones. Por esa razón observaba antes que hacía faltar introducir una dinámica y una comprensión histórica a la tipología de las relaciones de la población civil y los actores armados. Esa diferenciación hace que no todas las regiones de colonización sean necesariamente anómicas, porque hay regiones de colonización que han recibido éxodos masivos de pobladores que vienen escapándose de conflictos agrarios antiguos: estas sociedades colonizadoras traen consigo una cierta cohesión social y una cierta identidad, así su presencia sea nueva en el territorio. Esta colonización hunde sus raíces en un proceso identitario preexistente: estoy hablando de las colonizaciones armadas y de las colonizaciones con entidades partidarias previas. Es más, incluso es posible seguir la pista de estos procesos por medio de la comparación con la investigación que estamos realizando el Cinep y el Cerac en el sur del país, dentro del proyecto de Odecofi. Allí puede observarse el peso y la importancia que tienen los procesos de colonización que ocurrieron en el Caquetá, lo mismo que el peso que aún tiene la colonización del norte
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de ese departamento. Esta colonización, con influjo comunista y liberal, se puede contrastar con la colonización conservadora del sur del departamento. Por eso no es casual que los grupos paramilitares hayan entrado por el sur y no hayan logrado penetrar mayormente en el norte del Caquetá. Esto permite afirmar que hay procesos de larga duración que explican el hecho de que haya sociedades colonizadoras que no son anómicas, sino que representan fuertes procesos identitarios de vieja data. Con respecto a la exposición de Camilo Echandía, cuyos temas de trabajo se acercan más a los míos, me parece importante destacar la coincidencia de las tendencias de los datos, que señaló en su introducción. La comparación de sus datos con los recogidos por el Banco de Datos de Derechos Humanos del Cinep y los que allegamos ahora conjuntamente con los colegas del Cerac, muestra algunas diferencias de la información concreta pero indica, al tiempo, una gran coincidencia en la apreciación de las tendencias generales. Una de las coincidencias con Echandía es algo que dijo al comienzo de su exposición, que también me atormentaba a mí: que la confrontación armada no se enmarca en un modelo evolutivo lineal sino que su lógica depende de los cambios de los actores armados, según sus ajustes a las coyunturas. Esta aparente carencia de lógica quiere decir que las dinámicas temporales de la evolución del conflicto armado van muy al albur de las vicisitudes estratégicas de los puntos de inflexión de paz o guerra, según sean las posiciones adoptadas por el gobierno de turno. No existe un proceso acumulativo, sino que hay puntos de inflexión que se pueden quebrar o devolver, según las circunstancias. Los actores armados están más motivados por lo que Daniel Pécaut llama las interacciones estratégicas de los otros actores armados, que los atan más de lo que ellos quisieran admitir. Esto permite explicar por qué el conflicto armado es tan variable. Me parece también importante subrayar todo lo que representó Mitú como punto de quiebre, en el sentido de dar por terminada la etapa que algunos llamaron, talvez un poco ingenuamente o talvez pensando con el deseo, el salto de la guerra de guerrillas a la guerra de posiciones. Mitú fue un punto
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de inflexión que hay que abonárselo a las Fuerzas Armadas, un punto de inflexión casi simultáneo con el proceso de diálogo de las Farc con Pastrana. Esto hay que enfatizarlo porque a veces existe el mito de que Pastrana aplazó la solución militar mientras se puso a negociar con las Farc. Creo que esto hay que revisarlo, porque para nadie hay duda de que el gobierno Pastrana puso, mediante la primera fase del Plan Colombia, la cuota inicial, tanto de la reingeniería de las Fuerzas Armadas como de lo que hoy ha logrado el presidente Uribe con su “seguridad democrática”. Sin embargo, me gustaría discutir algunos puntos de divergencia con Camilo Echandía. En primer lugar, no he encontrado, al menos en todas las subregiones de la macrorregión del sur que estoy investigando, una correlación positiva entre el número general de homicidios y el número de homicidios políticos, aunque es cierto que esa correlación existe en el nivel nacional. Si se afina la información, no solo sobre acciones bélicas sino también sobre homicidios políticos, se encuentra que en el nivel regional se presentan variaciones en las tendencias. Puedo hablar de los casos y subregiones del sur del país, que estudié más a fondo, municipio por municipio y provincia por provincia: allí encontré que en algunas regiones ocurre exactamente al revés, pues en ciertos casos el número de homicidios políticos es casi que inversamente proporcional al número general de homicidios. O sea, son casos en los que aumentan los homicidios políticos y baja el número general de homicidios. Esto indicaría que allí existe lo que yo denomino monopolios parciales del uso de la fuerza. En cambio, creo que, en general, la correlación entre el número de homicidios políticos y el número total de homicidios es positiva donde hay negocios ilícitos, como la coca, pero es inversamente proporcional en las regiones donde la importancia reside en el control militar del territorio, como en los casos de Bogotá y Cundinamarca. Por último, me parece que el estudio de Camilo Echandía con respecto a las Farc nos debe hacer reflexionar a todos nosotros, especialmente a quienes estamos vinculados a los programas de desarrollo y paz, sobre la necesidad de
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pensar si el repliegue que ha adoptado este grupo es un repliegue unilateral, fruto de un acto de decisión política, o un repliegue forzado por la presión del Ejército. Esta reflexión es fundamental para pensar y vislumbrar nuestras acciones hacia el futuro. Con respecto a los paramilitares, tendríamos también que aclarar si las denominadas bandas emergentes lo son realmente, especialmente donde no había condiciones estructurales maduras para que se diera un proceso de reinserción, sea porque había coca o sea porque había otro competidor, como las Farc. En un estudio con el Cerac vimos que donde los paramilitares no tenían el monopolio parcial de la fuerza fue menos exitoso el proceso de paz, y en cambio fue exitoso donde sí lo tenían. Esto presentaría dos posibilidades. La primera sería cuando las bandas emergentes son expresión del resentimiento de los grupos armados en regiones donde, por razones macroestructurales o por micromotivos, no había condiciones para un proceso de paz; la segunda situación se presentaría donde esas bandas serían, pensando “maquiavélicamente” —cosa que no siempre está mal—, simplemente retaguardias estratégicas de los grandes jefes de la negociación para el caso de que el proceso de paz con las autodefensas fracasara. En este momento no me atrevería a inclinarme por alguna de las dos alternativas, tanto para el caso de las Farc como para el de los paramilitares.
COMENTARIOS DE JORGE RESTREPO* Mis comentarios van a referirse a las presentaciones de Ana María Arjona y Camilo Echandía en el contexto de nuestro intento de tratar de entender las relaciones entre territorio, conflicto y violencia en Colombia, para empezar a construir, si se quiere, una metodología conjunta de carácter inter y trans disciplinario sobre el tema. Con esto quiero insistir en que lo que estamos tratando de construir en Odecofi es una metodología y unas aplicaciones para entender esos territorios, que son al tiempo territorios de violencia, paz y desarrollo, donde están presentes unas instituciones que evolucionan en
* Director del Centro de Recursos para el Análisis de los Conflictos, miembro de Odecofi. Economista de la Universidad Javeriana y doctor en Economía del Royal Holloway - Universidad de Londres. Profesor de la Universidad Javeriana.
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el espacio y en el tiempo y que determinan y configuran tanto el equilibrio entre violencia y paz como los resultados en términos de desarrollo. Esta labor, de tipo colaborativo, puede alimentarse muy bien tanto del trabajo académico que hace Camilo Echandía como del que realiza Ana María Arjona. Dos estudios muy diferentes pero que nos aportan, hasta cierto punto, visiones complementarias, sugestivas, a veces contradictorias, como lo señalaba antes Teófilo Vásquez. Todo ello hace muy útil este tipo de diálogo. En primer lugar, vale la pena destacar la similitud de enfoques, no solo en términos del objeto de estudio sino en la referencia a lo local y a las diferentes maneras de entender lo regional como territorio. Por ejemplo, lo primero que hemos hecho con el trabajo de Odecofi sobre las macrorregiones del sur y el nororiente del país —en un proceso relativamente doloroso, tengo que decirlo— es tratar de entender qué es el territorio, cómo se lo construye metodológicamente y cómo se lo define, especialmente con las dificultades que hay en materia de información geográfica y la baja calidad de la información frente a todo lo que se querría encontrar en el proceso de investigación. En su análisis, Ana María Arjona hace mucho énfasis en el territorio como una realidad transformada por efecto del control de los grupos violentos en una acción planeada y dirigida a controlar la población, sin hacer una diferenciación entre los grupos armados ilegales, como también se les llama, y otros grupos violentos, que podrían incluir a las fuerzas del Estado, que también ejercen la violencia. El problema de si se trata o no de violencia legítima para mantener el control de la población sería motivo de otra discusión. En ese sentido es muy interesante ver cómo esta coerción se puede modelar sobre la base del territorio ya existente. Entiendo el trabajo de Ana María Arjona como un ejercicio metodológico que parte de un territorio existente, donde ya operan unas relaciones económicas individuales y unas interacciones entre comunidades, y donde intervienen los grupos violentos para producir una transformación del territorio, lo que ella llama ordenamiento territorial. Me pareció muy interesante ver cómo Colombia, que ha estado discutiendo y
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buscando durante muchos años el ordenamiento territorial, se encuentra ya, hasta cierto punto, nos dice Ana María, con un ordenamiento territorial que ha pasado por el filtro de la violencia y es por tanto un resultado de ella. Por mi parte, yo insistiría en que esa forma institucional —violenta, si se quiere— de ordenamiento territorial surge precisamente por la falla de las instituciones. A veces comento que Odecofi no debería llamarse “observatorio para la convivencia ciudadana y el fortalecimiento institucional” sino observatorio del conflicto y las fallas institucionales, porque este ordenamiento territorial impuesto por los grupos armados en la interacción con las comunidades surge de la falla institucional misma. Allí vuelvo a una pregunta que estamos tratando de formular en Odecofi: ¿por qué surge la violencia? La pregunta se refiere tanto a la violencia asociada al conflicto como a la violencia homicida, a la de los grupos organizados, a la violencia asociada al desplazamiento o a la violencia que está asociada a otras formas visibles de afectación de las personas y las comunidades. ¿Por qué surge esa violencia, una violencia que tiene tantas dimensiones? El énfasis, creo, está en tratar esa falla institucional. Si se pretende, por parte nuestra, dar respuestas a las comunidades, los programas de desarrollo y paz, las empresas que tienen interacción con las comunidades y explotan actividades económicas en esos territorios, tenemos que buscar crear instituciones que resuelvan de una manera no violenta los conflictos que estamos analizando y que, por supuesto, no puedan ser “cooptadas”, capturadas o penetradas por los mismos grupos violentos. De una u otra manera, se trata no solamente de estudiar y dialogar con la visión de otros investigadores sino también de ir más allá y ver cómo se pueden construir instituciones, en primer lugar para poder reducir la violencia, y, en segundo lugar, para poder desarrollar esos territorios en una concepción amplia, es decir, cómo incrementar la capacidad territorial de resolución de conflictos y la capacidad productiva para resolver los demás problemas de desarrollo.
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Me pareció muy interesante la manera como Ana María Arjona se refirió, al final de su charla, al posconflicto, que debe verse como una intervención estratégica sobre una región o un territorio. El desplazamiento forzado de la población, el retorno o el restablecimiento de pobladores, tanto de víctimas como de victimarios, las fórmulas de construcción local de la memoria —sobre todo de la memoria de la violencia— y la restitución de bienes son todos elementos que tendrán un impacto importante en el nivel regional y la configuración territorial. La operatividad o no de las instituciones en el posconflicto de una región particular puede impactar en las comunidades de manera muy precisa. Para considerar un caso específico, un posconflicto manejado de modo desordenado puede revictimizar a algunas comunidades, tanto receptoras como expulsoras de víctimas y victimarios, y provocar toda suerte de problemas y dificultades de orden político y social. Una serie de preguntas como éstas pueden encontrar una guía en la investigación de Ana María. Antes de pasar a la presentación de Camilo Echandía quiero insistir en la necesidad de ver cuáles son los enclaves del conflicto. Hay una palabra anglosajona, cleavages, que me parece muy útil para tratar de volver a considerar esa pregunta. Yo me atrevería a decir que tanto en el enfoque de Camilo como en el de Ana María noto una ausencia: no se siguen preguntando por qué sucedió la violencia que afectó a nuestros territorios; un poco menos en el de Ana María, porque ella nos está diciendo que existen unas formas de interacción que pueden explicarnos el tipo de violencia que se presenta y la intensidad de de esa violencia. Volviendo a las presentaciones de esta mañana, quiero llamar un poco la atención en torno a que nosotros sí tenemos que preguntarnos cuáles son las causas y los enclaves del conflicto: es decir, en qué está arraigado el conflicto, no como forma de justificación del mismo sino a manera de explicación, para poder guiar la intervención tanto en el conflicto como en el posconflicto. Ana María nos dice que el control, en términos de participación de la población civil en el conflicto —las formas en las cuales se tejen relaciones entre los grupos armados y las comunidades—, puede resultar en una institu-
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ción ordenadora de carácter violento. En el caso de Camilo Echandía se hace mucho énfasis en la búsqueda de rentas, en la presencia de rentas legales e ilegales que pueden ser depredadas por los grupos violentos, y en la manera como eso también suscita la presencia de los grupos. Esto determinaría no solamente la presencia sino también su dinámica, su actividad y su ocupación del territorio en forma violenta. Recuerden que Camilo decía que la capacidad de acción del Ejército es lo que determina lo que hace la guerrilla como reacción —en palabras textuales—. O sea, que el determinante de la violencia es la acción del Ejército; que la conflictividad se sostiene en ciertas zonas por la capacidad de respuesta del Ejército, que configura nuevos escenarios. Esta respuesta ha llevado consigo un repliegue forzado de las fuerzas de la guerrilla, que se ha visto forzada a abandonar algunas áreas. Esto significa que la Farc ha renunciado a defender sus territorios tradicionales y que lo que guía hoy en día su movimiento es la supervivencia, porque ellas necesitan ocupar lugares donde no haya presencia de la fuerza pública. Todas estas son figuras de la dinámica del conflicto que aparecen tanto en el trabajo de Ana María como en el de Camilo e indican en parte que el sustrato de la lucha está en la necesidad de controlar o buscar rentas. Quisiera decir que debiéramos buscar otras visiones complementarias. Por ejemplo, la visión del economista diría que lo que está en realidad detrás de un conflicto es una divergencia de intereses y preferencias entre grupos. Sin profundizar mucho en el tema, podríamos hablar de divergencias de intereses que pueden tomar características étnicas, religiosas, productivas, geográficas, ideológicas, de propiedad y uso de la tierra, renta e ingreso, etc. En mi opinión, para entender el fenómeno violento en Colombia hay que revisar de nuevo estas tesis. En Colombia es común afirmar que el conflicto colombiano no es un conflicto ni étnico ni religioso, pero yo insisto en que, en términos de apertura metodológica, tenemos que revisar esas tesis para ir más allá de decir que se trata simplemente de una búsqueda de rentas, un control de rentas o una dinámica militar de corto plazo. Esto no significa que la búsqueda de rentas no sea importante, ya que es parte de la ecuación para entender el conflicto: es cierto que desde los años ochenta el tema de la viabilidad financiera es uno de los elementos claves para entender la intensificación del conflicto en esos
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años, y hoy día su declive. Sin embargo, de hecho, la misma teoría económica afirma que la intensidad del conflicto está primordialmente determinada por la distancia que exista entre los grupos que estén enfrentados en el conflicto, en términos de sus preferencias sociales y políticas. En este aspecto volvemos a caer en la falla institucional que impide resolver el conflicto pero que también incide en determinar cuáles son las razones para el conflicto. En este aspecto observamos una coincidencia muy profunda entre el trabajo Cinep-Cerac y el trabajo que muestra Ana María, porque la evolución institucional, relacionada con lo que en el Cinep llaman la sedimentación de la sociedad, determina bastante la capacidad institucional para resolver el conflicto. La diversidad —expresada en las características que mencioné— puede darnos la clave para entender el conflicto. Para tratar de explicar este conflicto tal vez podemos estar hablando de formas de inequidad horizontal entre grupos que pueden tomar formas de profunda polarización ideológica, o de razones étnicas y raciales e incluso de ausencia de oportunidades, y de la diferencia de oportunidades de los grupos enfrentados. Además de estudiar la falla institucional, creo que, para entender el conflicto, es necesario volver al tema de la propiedad de la tierra, la desigualdad del ingreso, la diversa capacidad de influencia de las personas. Y a la cuestión de cómo las instituciones, que se supone que están para resolver el conflicto y proteger a las personas y las comunidades, por el contrario, en muchos casos se han erigido en parte de él, al victimizar poblaciones y perpetuar las razones profundas del conflicto. Para terminar, quiero explorar la manera como estos análisis se relacionan con las hipótesis que sugiere Camilo Echandía en su intervención. En primer lugar, la correlación entre la violencia homicida general del país y la violencia asociada al conflicto armado. En este punto me atrevería a decir que este es un fenómeno complejo en el buen sentido de la palabra, y es complejo porque está sujeto a muchas influencias. Concretamente, Teófilo anotaba un elemento de esta complejidad al señalar que lo que es cierto en el nivel nacional de la
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relación, que muestra una correlación que es incitada por los grupos armados, no se vislumbra necesariamente en los niveles regional y local. Ello permitiría concluir que en este caso las hipótesis son ciertas, pero lo que hay que hacer es problematizarlas. Si bien en lo nacional la violencia del conflicto puede determinar la violencia homicida, esto no necesariamente sucede en el nivel local, o en todos los periodos. En últimas, estas relaciones complejas suponen que no se sostienen ni en todo tiempo ni en todo lugar. Un segundo tema que valdría la pena analizar con Camilo es el de la transformación de la violencia. Yo estaría de acuerdo con que ha habido un proceso de reducción de la violencia —Teófilo también lo mencionó—, que está asociado con el proceso de negociación con los paramilitares, que yo no llamaría de paz. Sin embargo, ese proceso de reducción de la violencia ha presentado una complejidad enorme, porque se ha pasado de una violencia letal que ha disminuido a una violencia no letal que ha aumentado mucho más, con una gran heterogeneidad regional. Por ejemplo, como anotaba Teófilo, hay subregiones como las de Nariño, donde hemos encontrado un deterioro generalizado de la situación directamente asociado con el proceso de desmovilización paramilitar. Pero en otras regiones y subregiones ha sucedido exactamente lo contrario: un proceso de reducción de la violencia no letal y de la letal, pero con dificultades serias para la reconstrucción de la vida en comunidad sin violencia, como en el caso de Antioquia y Medellín. Hay factores como el miedo y el temor, que son muy difíciles de medir pero que parece que sí están presentes en nuestro posconflicto paramilitar. Finalmente, estos procesos de transformación del conflicto en el posconflicto muestran que las negociaciones de paz no son la solución completa. Aquí vuelvo al tema del desarrollo: me atrevería a decir que la concepción que estamos tratando de construir en términos de desarrollo es una concepción de posconflicto donde se logra reducir la violencia pero no transformarla. Esto solo se alcanzaría por medio de instituciones que resuelvan los conflictos, pues creemos que la mayoría de los conflictos —en lo que hemos encontrado— están asociados principalmente a problemas de distribución de ingresos, acceso y uso del territorio.
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COMENTARIOS DE OMAR GUTIÉRREZ* Mis comentarios afrontan el desafío de poder decir algo nuevo sobre conflicto y territorio después de las ponencias y comentarios que se han escuchado. Sin embargo, a partir de la investigación que estoy desarrollando sobre lo que hemos denominado macrorregiones del oriente y nororiente de Colombia, que cubre una o dos regiones, según la óptica que se adopte, voy a intentar hacer algunos comentarios puntuales al esfuerzo de clasificación lógica que intenta Ana María Arjona sobre las relaciones entre los actores armados y la población civil, y el análisis de las transformaciones recientes de los actores armados que presentó Camilo Echandía. Mis comentarios parten de un trabajo de investigación que hemos venido realizando en el Cinep, que trata de complementar, con una mirada paralela, las investigaciones que han venido realizando Teófilo Vásquez y el grupo del Cerac en el sur del país. En primer lugar, quiero mostrar este intento de construir una subregionalización del oriente y nororiente del país de manera similar al trabajo antes mencionado (ver Mapa 1). Para explicar sintéticamente la manera como se ha construido esta subregionalización de las dos grandes macrorregiones, el oriente y el nororiente colombianos, empezaría por decir que se ha realizado por medio de la consulta de fuentes de distinto orden. Por una parte, estudios anteriores, información secundaria, pero también he hecho uso del trabajo de campo en algunas de estas zonas, utilizando la experiencia acumulada en investigaciones anteriores, tanto en esas regiones como en otras similares. Se trata, como ha dicho antes Jorge Restrepo, del resultado de un ordenamiento territorial producido por el conflicto, así como de otras expresiones relacionadas con la manera como se han ido espacializando algunas dinámicas demográficas, económicas, sociales y políticas.
* Investigador del Cinep y miembro de Odecofi. Sociólogo de la Universidad Nacional de Colombia y magíster en Ciencia Política, Economía y Relaciones Internacionales del Instituto de Altos Estudios para el Desarrollo - Universidad Externado de Colombia y I.E.P, Paris. Consultor de varios organismos multilaterales.
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Fuente: Cerac - Cinep. Junio 7 de 2007.
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En esta primera construcción acudimos metodológicamente a una división que tiene como unidad los municipios. Por ejemplo, en la primera subregión, la de Caño Limón, ustedes pueden ver la manera como se ha asentado en el espacio una serie de relaciones de diverso tipo, social, político, económico, que permiten agruparlas en un cierto nivel de unidad socio-espacial que puede contradistinguirse del de otra subregión, espacialmente muy cercana y que comprende la zona de Saravena, Fortul y Tame. Por otra parte, la subregión de Caño Limón estaría compuesta por Arauca y Arauquita, que se diferenciarían de los municipios del sur, como Puerto Rondón y Cravo Norte, que están ubicados en el mismo espacio departamental pero cuyas características y actividades están más ligadas al Casanare y Vichada. Para el caso específico de otras subregiones, como el Magdalena Medio, acudí a mi experiencia previa en el trabajo que ha venido desarrollando el Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, como base de su subregionalización. Además, este tipo de subregionalización tiene también en cuenta la presencia que el Estado y los diversos actores armados han hecho en el territorio. Solamente para mencionarles un caso, la vertiente número 5 del mapa, que aparentemente no tiene unidad y está diseminada entre diversos departamentos, al observarla en detalle, analizando algunas tendencias espaciales y acudiendo a unas fuentes históricas, presenta rasgos muy similares. Por eso se optó por definirla con una subregión específica. La anterior presentación se inscribe en una investigación en curso que todavía no tiene el nivel de concreción que ha logrado Teófilo Vásquez. Sin embargo, permite señalar ya algunas dinámicas que necesitan, por un lado, ser profundizadas por una investigación más concreta de sus especificidades particulares, aunque, por otro, permiten ya insinuar algunas generalizaciones de más largo plazo sobre la manera como estos territorios han venido configurándose territorial, social, económica y políticamente. Además, este trabajo en curso permite acercarse al análisis de las trayectorias regionales, un poco más contemporáneas, como se muestra en el Mapa 2.
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Este mapa es un ejercicio de espacialización y subregionalización que va más allá del municipio y de la división político-administrativa, porque tiene en cuenta tendencias un poco más específicas, ligadas a fenómenos actuales. Por ejemplo, hace quince o veinte años habríamos encontrado menos diferencias y mayor homogeneidad en la zona del Ariari y del Duda-Guayabero, así que la división sería distinta de la actual, cuando la configuración espacial de la región debe mirar una serie de dinámicas sobre el territorio, tales como la presencia del Estado, la presencia de grupos armados, algunas transformaciones de tipo económico como las ligadas al petróleo y a la presencia de cultivos de uso ilícito, fundamentalmente de la coca. Esta subregionalización dinámica es el fundamento para esta investigación en curso, que supone la construcción de una metodología de análisis, de carácter muy particularista, centrada en el análisis cualitativo del territorio. Dentro de esta perspectiva se ubican mis comentarios sobre algunos elementos de las ponencias anteriores que creo importantes. En el caso de Ana María Arjona consideraría —esto parecería una verdad de Perogrullo pero creo que es importante advertirlo— que el análisis de la relación entre población civil y grupos armados debe, de entrada, diferenciar de qué grupo particular estamos hablando, aunque se corra el riesgo de caer en una especificidad muy casuística. Esto por muchas razones: la presencia de tales grupos en el territorio ha sido distinta y sus móviles también son distintos. Para decirlo en otras palabras, habría que agregar una visión más histórica y cualitativa a ese esfuerzo lógico de clasificación que intenta Ana María Arjona. Compartiendo su idea principal y los comentarios de Teófilo Vásquez, hay que insistir en que los pobladores nunca han sido pasivos frente a la presencia de estos grupos; se puede observar claramente que han tenido siempre una relación muy cambiante. En ese sentido, hay que atreverse a decir, por ejemplo, que el poblamiento y la configuración espacial de algunas zonas de Colombia han estado profundamente ligados a la presencia de estos grupos armados y específicamente de la guerrilla. Podría mencionar varios casos: la colonización del sur de
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Mapa 2
Fuente: Cerac - Cinep. Septiembre de 2007.
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Bolívar, el poblamiento del Sarare, el proceso mítico de establecimiento de las columnas de marcha en la zona del Ariari y Guayabero. Esa relación muchísimo más dinámica hace que en algunas zonas haya una fácil implantación de grupos armados ilegales y que en otras esa implantación haya sido mucho más problemática; incluso podría decirse que la génesis de esos grupos está a veces muy articulada a la historia de las regiones. Además, habría que señalar un aspecto importante, que toca a las dos ponencias: la necesidad de diferenciar los niveles rural y urbano en las lógicas territoriales de los actores armados. Por ejemplo, en mi zona de estudio hay por lo menos tres ciudades que en los últimos diez años han sufrido dinámicas supremamente importantes de violencia y conflicto armado, que habría que diferenciar de la violencia de las área urbanas: Barrancabermeja, Cúcuta, Saravena. Sería muy importante advertir esas diferencias en el análisis. Hay que tener en cuenta que las zonas rurales tampoco son homogéneas —parece otra verdad de Perogrullo pero lo importante es dar información y sustento a lo que se dice—, ya que la implantación de un grupo armado tiene diferentes características entre una zona de colonización campesina y una zona productora de coca. En otros casos, como Arauca, se puede ver curiosamente que hasta hace poco tiempo existía una presencia muy importante de los grupos guerrilleros en zonas relativamente urbanas, situación que no se reduce solamente a los casos de Saravena y Arauca. Sería muy importante avanzar en este aspecto. La experiencia de trabajo en el campo, viajando y conociendo algunas dinámicas locales —y esto es un convencimiento personal— permite advertir que existe, parafraseando a Gramsci, una génesis social del Estado. Se puede observar que en algunas regiones existe ya una sociedad o comunidad organizada, nada anómica, a pesar de que podría pensarse lo contrario si se consideran solo, a simple vista, las actividades ilegales. Esas regiones engendran tipos de organización que asumen funciones de Estado. Para no ir muy lejos, está el caso de las Juntas de Acción Comunal, que cumplen funciones estatales en zonas de poblamiento muy precario.
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Ese nacimiento social del Estado se relaciona a veces con la presencia de actores armados, fundamentalmente de la guerrilla pero a veces también de los paramilitares: ambos, como advierte Ana María Arjona, configuran cierto tipo de órdenes. Por eso podría afirmarse que en estos procesos de poblamiento y colonización no solamente hay violencia y elementos anómicos sino también configuración de órdenes que, a veces, no son tan radicalmente diferentes al estatal. Por eso, cuando el Ejército y algunas instituciones del Estado aparecen en esas zonas, se articulan incluso con el funcionamiento de las Juntas de Acción Comunal y con las organizaciones sociales existentes. Aunque pueda sonar atrevido decirlo, en algunos casos podría decirse que la guerrilla ha creado institucionalidad y ha preparado alguna presencia del Estado en territorios llamados periféricos o marginados. Escuchando a Ana María Arjona, estaba pensando que se podría hablar del concepto de territorialidades: ¿Es posible? ¿Se mantienen esas territorialidades tal como se conocieron en los años sesenta y setenta? ¿O la degradación del conflicto ha imposibilitado la permanencia de esas comunidades? Y finalmente, ¿qué tan porosas son esas fronteras entre los grupos y los espacios donde están presentes estos grupos ilegales? Hace algún tiempo la Universidad Nacional publicó un artículo de Daniel Pécaut que advierte sobre eso. Otro cuestionamiento es a qué tipo de territorialidades nos estamos refiriendo ahora. ¿Qué presencia están ejerciendo los actores armados en las regiones? ¿Necesitan ellas una presencia militar directa o tienen ya otro tipo de presencia y una relación mucho más delicada con la población, que es difícil de percibir para un observador externo? Con respecto a lo dicho por Camilo Echandía, habría que reiterar también la necesidad de advertir, como lo dije antes, las diferencias rurales y urbanas. Por ejemplo, mi trabajo de campo y la revisión de la información pertinente me habían permitido detectar que en algunos lugares de la zona del nororiente las dinámicas de violencia y conflicto armado tienen una intensificación “tardía”. Además, con relación a la presencia de las Farc o el ELN en ciertos puntos estratégicos, como el extremo oriente del país, del que me estoy ocupando ahora, señalaría que el retraimiento de la guerrilla no está
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dirigido solamente hacia las zonas periféricas y selváticas sino también hacia las zonas de frontera. Este es un elemento muy importante para la actual coyuntura porque la presencia de los actores se ubica en sitios neurálgicos, que talvez se consideren como zonas periféricas desde el centro del país, pero que, para una óptica internacional, representan puntos centrales de las transformaciones geopolíticas. Además, diría también que el esfuerzo del Estado por medio de la política de Seguridad Democrática en algunos territorios no se ha reducido solamente al control militar del territorio y la población sino que indicaría, en cierto sentido, un intento de implementación de una nueva noción de lo público, que implicaría un nuevo estilo de relaciones entre el Estado y la población civil. Incluso hay algunos intentos de posicionar mejor al gobierno y al Estado por medio de los procesos electorales y del apoyo a grupos muy cercanos al gobierno. Esto va acompañado por mecanismos que integran, de alguna manera, algunos sectores socioeconómicos, pero que marginan a otros, considerados más débiles o con menor capacidad de representación y poder real en las zonas. Desde mi punto de vista, esta doble situación puede provocar nuevos conflictos, porque está creando nuevas fracturas sociales que pueden alimentar nuevas expresiones de violencia en el futuro. Por otra parte, en algunas regiones se puede advertir que la población civil se rehúsa a la marginación: ensaya estrategias de adaptación al conflicto apropiándose y haciendo suyo el discurso institucional, pero dentro de una concepción que introduce muchos matices frente a la acción del Estado.
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DISCUSIÓN Y PREGUNTAS Relatoría de Silvia Monroy*
En la discusión con los comentaristas y los participantes del público general, Ana María Arjona respondió a los cuestionamientos sobre la dificultad de trabajar con tipologías y sobre la aparente homogeneidad que atribuye a los actores armados en detrimento de una consideración mucho más heterogénea de las comunidades, mostrando que su trabajo tiene una base empírica que suprimió para delimitar su presentación oral. Esta base empírica corresponde al estudio de tres casos de Cundinamarca y Córdoba, donde realizó un análisis histórico, tanto de las localidades antes de la llegada de los grupos armados como del momento de su incursión. Aclara que su investigación contempló los resultados arrojados por la aplicación de 800 encuestas entre desmovilizados y 600 entre civiles. Además, realizó entrevistas en profundidad con desmovilizados guerrilleros y paramilitares, tanto dentro como fuera de las cárceles. Según ella, las tipologías muestran un cierto estado ideal de las cosas, pero constituyen, de todos modos, valiosas herramientas de análisis. A su modo de ver, el análisis teórico no descarta el trabajo de campo ni el trabajo histórico. En respuesta a varios comentarios de los expertos invitados, asegura que su interés por enfatizar los rasgos más generales y abstractos hizo que su presentación oral no considerara de la misma manera los grados de variabilidad de las comunidades y de los grupos armados. Así mismo, afirma que no desconoce tampoco la sucesiva transformación de las comunidades por la presencia de los diferentes grupos armados. Citando el caso de localidades
* Antropóloga de la Universidad de los Andes, Bogotá, y magíster en Antropología Social por la Universidad de Brasilia, donde se encuentra actualmente realizando estudios doctorales en Antropología Social. Fue docente e investigadora en el Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia.
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que han pasado de la ocupación de la guerrilla a la de los paramilitares, asegura que es posible observar una especie de continuo en los órdenes locales cambiantes, pese a que también puedan identificarse puntos de ruptura. En relación con el comentario de Omar Gutiérrez sobre la diferencia entre los tipos de colonización y las manifestaciones del conflicto armado, responde que su trabajo comparado en tres veredas de un mismo municipio de Córdoba muestra efectivamente que una “misma” comunidad, con características culturales, étnicas e históricas comunes, responde frente a la incursión de los grupos armados con expresiones organizativas diferentes. Por su parte, Camilo Echandía define el interés de su trabajo como un intento de interpretar las estrategias militares en un cuadro más general del conflicto armado, y señala que su foco se concentra en la presentación de las tendencias más gruesas y la relación entre la continuidad de la lucha armada y las otras expresiones criminales. Aclaró que considera muy importantes los comentarios de Gutiérrez y Torres Ribeiro sobre la relevancia de los microanálisis, pero que hizo énfasis en las tendencias macro por petición expresa de los organizadores del seminario. Echandía invitó a participar en la Mesa de Trabajo sobre los escenarios y las transformaciones de los actores armados en Colombia, pues esto permitiría profundizar en algunos puntos de su exposición. Se refirió a la pregunta de Teófilo Vásquez sobre si la disminución de la operatividad de las guerrillas era resultado de una decisión estratégica o una respuesta forzada por la presión militar. En la mesa de trabajo se podría también avanzar en la discusión sobre la naturaleza de las bandas emergentes, para intentar contestar a la pregunta de si ellas funcionan como retaguardias de grupos desmovilizados o si se trata, más bien, de nuevos grupos con una expresión criminal. Posteriormente, aclara que la metodología de su trabajo se basa en la comparación de los bancos de datos de la Presidencia de la República y del Cinep, que es una tradición inaugurada por Mauricio García Durán en su libro “De la Uribe a Tlaxcala: procesos de paz”, publicado por el Cinep. Coincide con Teófilo Vásquez en la similitud de las tendencias encontradas en ambos
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estilos de información y reconoce la complejidad del intento de realizar una comparación del cuadro de violencia global con la violencia correspondiente a grupos organizados y a la violencia derivada del conflicto armado. Hace esta aclaración al citar trabajos previos de Teófilo Vásquez: añade, no obstante, que las investigaciones realizadas por el Observatorio de Derechos Humanos muestran que sí existe una coincidencia entre la dinámica de la violencia general y la violencia desplegada por los grupos armados y las organizaciones al servicio del narcotráfico. A partir de la exposición de Clara Inés García sobre el caso del oriente de Antioquia, lo mismo que de la información sobre regiones como el Bajo Cauca y Urabá, sostiene que no tiene dudas sobre la estrecha relación que existe entre la dinámica de los homicidios en su conjunto y la que surge de la violencia derivada de los protagonistas de la confrontación armada. Más adelante cita el estudio realizado en 1987 por los violentólogos, que estima que la participación de la violencia política solo equivalía entonces a un porcentaje entre 10% y 15% del conjunto de la violencia homicida del país. Trae a colación el estudio de Francisco Gutiérrez Sanín aparecido en el libro “Nuestra guerra sin nombre”, publicado por el Iepri, que estima en un 25% la participación de la violencia política en el total de la violencia colombiana. En este punto, Echandía habla de la dificultad de establecer cifras definitivas o de calcular ese porcentaje, lo que se hace aún más difícil debido al enorme subregistro que existe, cuando ni siquiera la justicia consigue determinar quién ha perpetrado la mayoría de los homicidios ocurridos en el país. Lo que sí se puede concluir es que el análisis enfocado sobre determinadas regiones hace más evidente la relación entre la dinámica de la violencia global y la perpetrada por los actores armados. Esto queda comprobado en una investigación reciente del Observatorio de Derechos Humanos de la Vicepresidencia de la República sobre los departamentos de Arauca, Casanare, Meta, Guaviare y Putumayo, donde la correlación entre las altas tasas de homicidios en general y las tasas de homicidios cometidos por grupos organizados coinciden en un 90%. Sin embargo, en este escenario causa mucha sorpresa la correlación del 25% encontrada en el departamento del Valle, dato que pone de relieve la dificultad de interpretación de los registros existentes.
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I PARTE : TERRITORIO Y CONFLICTO
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HACIA LA RECONSTRUCCIÓN DEL PAÍS
Ante la pregunta formulada sobre las estrategias que los gobiernos locales deberían adelantar para aumentar la capacidad de resolución de conflictos en el marco del fortalecimiento institucional, Jorge Restrepo respondió que éste era también un tema para ser profundizado en la Mesa de Trabajo. No obstante, intentó hacer un esbozo de respuesta insistiendo en que la construcción de instituciones era la única salida que podía perdurar en el tiempo, en un contexto de la heterogeneidad regional del conflicto armado. Invitó luego a tener en cuenta que hay un amplio rango de instituciones, como las de disuasión, persuasión, inclusión, creación de oportunidades o de capacidades de desarrollo. Por tanto, la respuesta institucional debe ser diferenciada. La policía comunitaria, por ejemplo, puede funcionar en ciertas regiones como institución de disuasión, persuasión, cohesión y administración de justicia, pero en otras no. De igual manera, Jorge Restrepo habla de un proceso de victimización de las comunidades por el empleo conflictivo de los recursos agroindustriales o agroeconómicos. A diferencia del caso citado de la policía comunitaria, aquí habría que diseñar estrategias centradas en la protección de la propiedad y no de la persona. En los casos de conflicto político, el foco debería ser el análisis de la institución que está fallando para tratar de contrarrestar los efectos de esa falla. Para cerrar la sesión de debate, Arjona hace algunos comentarios frente a cinco preguntas que le fueron hechas por la audiencia. En primer lugar, afirma que para estudiar los órdenes locales como si fueran regímenes se podría usar la comparación entre una sociedad democrática y una dictadura. Para analizar lo que llama órdenes coercitivos, una pregunta pertinente sería: ¿cuáles son los efectos a largo plazo de vivir en una zona de disputa, donde no hay lazos constructivos con los actores armados? Según Arjona, se podrían emplear estudios realizados sobre los efectos de la dictadura en la población civil. La respuesta estaría en una perspectiva que contemple formas de reparación y reconciliación, tanto sicológicas como simbólicas, encaminadas a la superación de traumas colectivos e individuales. De otra parte, afirma que es posible encontrar una cultura jurídica diferente de la oficial del Estado o una imagen
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negativa del Estado en situaciones donde una comunidad se desarrolla al lado de un grupo armado. En ese caso, el tratamiento del posconflicto tendría que centrarse o enfocarse, como primera instancia, en el ámbito institucional y no tanto en la superación de la “traumatización colectiva”. En relación con el proceso de los desmovilizados, habría que diferenciar la existencia o ausencia de simpatías con los paramilitares en las regiones. De eso dependería una reintegración social de los desmovilizados que contemple sus expectativas individuales y locales en la escena del posconflicto. Otra de las preguntas a la que responde Ana María Arjona es cómo pueden las instituciones estatales recuperar su autoridad y reincorporar el orden en una comunidad en conflicto, dominada por un grupo armado ilegal, sin que la comunidad resulte afectada. Arjona asegura que la salida sería la constitución de esquemas de participación que permitan que la comunidad no estigmatice su propio proceso, sino que lo reconozca a la luz de un proceso participativo. A la pregunta sobre el desarrollo de la paz, ligado a la sociedad y no al Estado, afirma que no ve una disyuntiva entre sociedad y Estado. En este sentido, trae como ejemplo el caso de una comunidad beligerante de Cundinamarca que invadió tierras y tuvo enfrentamientos armados con las autoridades locales, pero que, años después, eligió concejales comunistas. Ese fenómeno se ha prolongado por varias décadas. Ante la pregunta sobre la posibilidad de que una comunidad autárquica no solo hiciera resistencia sino se empeñara también en recuperar a integrantes que hubieran pertenecido a grupos armados, Arjona respondió que existe posibilidad de negociación si el grupo armado ha reconocido la capacidad de resistencia de las comunidades, que las hacen un “resistente creíble”. Para reforzar su respuesta cita algunos casos trabajados por Ricardo Peñaranda entre comunidades indígenas del Cauca; esas comunidades lograron recuperar individuos reclutados por grupos armados y en algunos casos esos individuos fueron juzgados por la propia comunidad de acuerdo con sus formas de justicia tradicionales. Aclara que estos casos no solo se presentan entre indígenas, pues ella encontró, dentro de su información empírica, dos casos correspondientes a grupos campesinos con una fortaleza similar.
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I PARTE : TERRITORIO Y CONFLICTO
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HACIA LA RECONSTRUCCIÓN DEL PAÍS
Para finalizar, Arjona respondió a la pregunta de si sus análisis sobre la población civil tenían en cuenta el principio de distinción entre combatientes y población civil prevista en los convenios de Ginebra, los tratados de derechos humanos y la Constitución colombiana. En caso afirmativo, de qué forma lo tendrían en cuenta y, en caso negativo, por qué. Arjona aclara que, a su modo de ver, no hay una diferenciación clara entre combatientes y no combatientes, y que, precisamente, una de las preguntas de su investigación pretende indagar por los que están en el punto medio entre ambos. Según ella, la categoría de miembros de un grupo armado se refiere a aquellos combatientes de tiempo completo; la población civil, por su parte, estaría conformada por simpatizantes, colaboradores y no colaboradores. En el caso de los milicianos, no los consideraría combatientes sino colaboradores que probablemente están en un estadio de colaboración plena. La razón de esta caracterización es que ellos no reciben un entrenamiento, ni van al campamento guerrillero, ni se dedican al combate de tiempo completo, y no visten uniforme. Lo que tendrían efectivamente sería un nexo con el grupo armado y, por lo tanto, cumplirían con algunos papeles específicos dentro de la comunidad.
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II PARTE ECONOMÍA Y CONFLICTO
Desarrollo y conflicto: los retos para el trabajo y la investigación Arturo García Durán*
La presente ponencia es complementaria, en cierta manera, del trabajo que he venido haciendo en Colciencias para apoyar temas de prospectiva de este centro de excelencia. Quisiera hacer un reconocimiento a Guillermo Llinás, con quien he venido desarrollando este proyecto de prospectiva y vigilancia tecnológica y discutido muy de cerca estos temas. En esta presentación me propongo abordar, a manera de ensayo, cuatro temas básicos. Primero, esbozar algunos elementos de las relaciones entre desarrollo y conflicto, que por cierto son bastante complejas; segundo, resaltar la importancia del tema institucional como elemento central de estas relaciones; tercero, identificar lo que considero podría ser el aporte de los programas regionales de desarrollo y paz (PDP), como programas de intervención, a la superación de los problemas de desarrollo y paz; y cuarto, anticipar los retos conceptuales que afrontan los programas de intervención e investigación para ir más allá de lo que tradicionalmente se ha hecho, que es claramente insuficiente a la luz de situación de muchas regiones del país.
* Economista de la Universidad de los Andes, Bogotá y master en Economía del London School of Economics; profesor de la Universidad de los Andes y la UIS. Director Ejecutivo de la Fundación Ideas para la Paz, ex funcionario del Departamento Nacional de Planeación. Consultor de entidades gubernamentales y de programas regionales de paz y desarrollo.
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HACIA LA RECONSTRUCCIÓN DEL PAÍS
1. Relación entre conflicto y desarrollo El análisis sobre la relación entre conflicto y desarrollo lo haré fundamentalmente desde el punto de vista de la economía, que es mi área de competencia. Sin embargo, tal como Odecofi lo plantea, el abordaje de un tema como el desarrollo debe tener una perspectiva integral donde, al menos, se consideren las contribuciones de la economía, la ciencia política, la antropología, la geografía y la historia. Sin embargo, metodológicamente el tema puede ser abordado a partir de una de estas áreas para profundizar en ella, a sabiendas de que en una etapa posterior algunas de las proposiciones iniciales deben complementarse e incluso replantearse, conforme se consideran esas otras dimensiones. En ese sentido es muy relevante partir del tema del desarrollo para abordar el de la construcción de la paz. Tal como lo plantea Francisco de Roux en el último número de los “Pertinentes del Magdalena Medio”, “Tomamos el nombre de ‘desarrollo y paz’ porque el desarrollo sostenible e integral que hacemos busca hacer los cambios estructurales necesarios para que la paz sea posible”. En este planteamiento se considera que el desarrollo que se obtenga, en buena medida crea condiciones favorables o perjudiciales para la paz. Sin embargo, la relación entre desarrollo y conflicto opera en los dos sentidos: de la economía hacia el conflicto, y viceversa. Empecemos analizando cada uno por aparte.
1.1 EFECTOS DE LA ECONOMÍA EN EL CONFLICTO La estructura y la dinámica económica crean condiciones que pueden favorecer un desarrollo en paz o en violencia, pero ésta no es una relación unívoca. En el mundo se tienen experiencias de países con economías de mercado con muy diversos resultados en términos de violencia y conflicto. Eso pasa igualmente en las economías socialistas.
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II PARTE: ECONOMÍA Y CONFLICTO
Con esto se quiere resaltar que lo económico no es el determinante único ni final de la situación de convivencia en una región. Es necesario considerar otros factores, como las dinámicas políticas o los desarrollos institucionales. Por supuesto, algunas alternativas de desarrollo ayudan más que otras, particularmente cuando de manera explícita se trabajan los aspectos que pueden afectar más sensiblemente la convivencia. De los muchos factores del desarrollo económico que influyen en la paz quiero centrar la atención en tres, estrechamente interrelacionados: la pobreza, la inequidad y la forma de organización de la producción.
Pobreza Al dar un vistazo general a los países que soportan conflicto armado, se encuentra que muchos de tales conflictos se concentran donde existen los mayores problemas de pobreza. Los conflictos armados no son un problema de los países con ingresos altos. Incluso tampoco de los de medianos ingresos, por lo que el caso colombiano resulta un tanto atípico. Al tratar de entender las razones de esta relación se encuentra que la pobreza hace que haya poco que perder, o menos que perder, al participar en un conflicto armado. En términos económicos se podría afirmar que el costo de oportunidad es bajo, y en tal sentido una opción como el reclutamiento por parte de grupos armados ilegales, a pesar del riesgo que conlleva, puede resultar atractiva para amplios grupos de la población. Igual criterio concurre en lo que puede ser el involucramiento de campesinos en la siembra de cultivos ilícitos y, en general, en cualquier actividad ilícita, por pocos que sean los beneficios que finalmente les reporte. No se requiere ofrecer mucho si la alternativa es quedarse sin empleo e ingresos, cuando existe una familia que alimentar. En estos términos la pobreza es un factor que se debe tener en cuenta, pero que no explica realmente la existencia de un conflicto armado. En una situación donde todos son pobres es muy probable que no se presenten
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movimientos revolucionarios, ni siquiera protestas. En otros casos la pobreza puede explicar un comportamiento individual para la búsqueda de unas mínimas condiciones de vida, pero no explica que exista una situación de insurgencia. Este planteamiento es contraevidente en el caso de Colombia, donde bien podría afirmarse que el mapa de los conflictos armados tiende a coincidir con el mapa de la riqueza, no con el de la pobreza.
Inequidad La existencia de riqueza y diferencias significativas entre distintos grupos de la población crea la situación perfecta para una disputa distributiva. Esta situación, al menos en el caso colombiano, podría explicar el conflicto armado mejor que la pobreza. El mapa de la violencia en Colombia, como lo han detallado múltiples autores, coincide en buena medida con el mapa de la riqueza, particularmente aquella asociada con los recursos naturales: petróleo, carbón, ganadería extensiva, esmeraldas, banano, coca, etc. Como elemento común de estas regiones está la existencia de productos donde la riqueza está más asociada a la generación de rentas que a la de valor agregado. Cuando el valor agregado es importante en la producción, el trabajo tiene un valor significativo y la distribución de la riqueza tiende a ser más equitativa. Cuando la producción está asociada a la extracción de una renta, el mercado no ofrece elementos claros para la distribución de la riqueza. Se presenta una disputa distributiva que solo va a resolverse en el plano político, en contextos donde las instituciones suelen ser débiles y donde fácilmente termina primando la ley del más fuerte.
Organización de la producción Igual que la pobreza o la inequidad, la forma específica que tome la organización de la producción puede ser determinante para el desarrollo y la paz. Colombia ha tenido experiencias que, vistas en retrospectiva, la marcaron
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II PARTE: ECONOMÍA Y CONFLICTO
significativamente, y podría decirse que estamos ad portas de llegar a una situación similar. A finales del siglo XIX y comienzo del XX se optó por la caficultura de pequeñas y medianas parcelas, en lo vendría a denominarse, con el tiempo, como el Eje Cafetero, en contraposición del desarrollo de grandes haciendas cafeteras en la Cordillera Oriental del país, entre los Santanderes y Cundinamarca. Cada una de estas alternativas tenía implicaciones muy diferentes para el desarrollo económico y político. De manera similar, hoy en día el país enfrenta un dilema equivalente con la palma de aceite, donde un modelo de plantación y monocultivo se confronta, en cierta manera, con un modelo alternativo de pequeñas parcelas, que se combina con otros productos. La palma de aceite enfrenta enormes debates, todavía no resueltos, asociados a problemas como su impacto ambiental o sus implicaciones sobre la seguridad alimentaria. De hecho, podría no ser un buen ejemplo, pero ilustra cómo, dependiendo de la forma en que se organice la producción, se producirán efectos muy diferentes en el desarrollo y el conflicto. Adicionalmente, el aceite de palma es un producto que, llegado el caso, podría desarrollarse a gran escala, con posibilidades de impacto regional y nacional. En el desarrollo de una región influyen significativamente los encadenamientos que pueden presentarse. Una cosa es una actividad productiva con pocos encadenamientos a escala local, y otra, muy distinta, es una iniciativa que se vuelve motor de una serie de actividades en el entorno regional. En actividades tipo enclave se ve una gran riqueza pero queda poco localmente, por lo cual no es extraño que se desenvuelva una disputa distributiva. En algunos casos los encadenamientos no resultan tan factibles: no es posible construir una refinería en cada municipio que tenga producción petrolera. En ese caso la alternativa son los impuestos (impuestos de renta, de industria y comercio, regalías, etc.), los cuales pueden considerarse como
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sustitutos de los encadenamientos y una forma de distribución de los beneficios asociados a una riqueza. Detrás de la forma específica de organización de la producción, de los encadenamientos y de la tributación, se está definiendo la dinámica económica, que varía enormemente, según las opciones que se presenten. Desarrollos regionales montados sobre sistemas productivos que arrojan rentas más que valor agregado, sin mayores encadenamientos ni reinversión de la riqueza por vía fiscal, tienden a ser excluyentes por su propia naturaleza y están en la base de una situación un tanto paradójica: la coexistencia de enormes riquezas con una gran pobreza. Claramente, estas son formas de organización de la producción que no resultan favorables para la paz ni para el desarrollo. Un último asunto sobre la organización de la producción: es indispensable que la producción sea eficiente, particularmente en los productos transables que traen ingresos a una región; de lo contrario, no existiría la posibilidad de crear una riqueza sobre la cual se produzca el desarrollo. Pero, igualmente, es importante la consideración de la propiedad, no solo por los efectos que tiene sobre la producción (sin que sea muy clara la relación entre distribución y eficiencia —economías de escala versus empeño del propietario—), sino también por las implicaciones políticas asociadas al hecho de ser o no ser propietario. El escenario es muy distinto si se trata de una región de propietarios o una región de asalariados, así los niveles de vida sean equivalente. Esto nos lleva de nuevo al problema de la inequidad, referido anteriormente, pero no solo en términos de ingreso sino también de activos, allí donde se tienen situaciones de inequidad claramente inaceptables en el campo y la ciudad. Finalizaría este aparte resaltando que cada uno de los componentes mencionados (pobreza, inequidad y organización de la producción) es importante, pero que es más importante la interacción de estos elementos. Como se plantea más adelante, para el desarrollo resulta más pertinente la acción colectiva que el comportamiento individual.
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II PARTE: ECONOMÍA Y CONFLICTO
1.2 EFECTOS DEL CONFLICTO SOBRE LA ECONOMÍA Mientras las consecuencias derivadas del desarrollo pueden ser positivas o negativas para la paz, según las características que tengan, los efectos del conflicto armado sobre el desarrollo son fundamentalmente negativos. El primero y más obvio de los efectos negativos es la dedicación de recursos a actividades no productivas. Para sostener un conflicto armado es necesario destinar grandes recursos a crear, dotar y mantener ejércitos. Todos los recursos dirigidos a este fin son recursos que dejan de financiar los bienes públicos o privados que demanda la población, con la consecuente disminución de bienestar que eso implica. Este argumento es válido tanto para los recursos que manejan los grupos armados ilegales como para los que se asignan a las fuerzas armadas del Estado. De hecho, una medida de la intensidad del conflicto es la magnitud de los recursos que se gastan en la parte militar. Lo que sigue es identificar de dónde vienen esos recursos y las consecuencias que eso acarrea. Las posibles fuentes de financiación son varias. En el caso colombiano aparecen, entre otros, los cultivos ilícitos, el robo de gasolina, el secuestro, la extorsión y el saqueo del erario público. Cada una de estas formas de financiación tiene, a la vez, diferentes consecuencias negativas sobre el desarrollo productivo. La extorsión y el secuestro implican la depredación de empresas o individuos, lo que entraña, en general, un desestímulo de la actividad productiva. La propiedad privada puede y debe tener limitaciones en función del bienestar general, pero esas limitaciones deben ser claras, no discrecionales. Incluidas dichas limitaciones, debe respetarse la propiedad privada. De lo contrario nadie, en tanto que corra el riesgo de perder lo que invierte, tendría el menor interés de invertir para producir. El robo del erario público conlleva también una depredación de las organizaciones públicas, que provocaría deficiencias en la prestación de los
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HACIA LA RECONSTRUCCIÓN DEL PAÍS
servicios a la comunidad, factor que también tiene un impacto negativo en el bienestar de la población. Adicionalmente, actividades como los cultivos ilícitos producen cambios en la cultura y el comportamiento. Por un lado aparece la cultura del dinero fácil, que es lo que más atenta contra la creación de riqueza. Por otro lado, la existencia de actividades ilícitas muy rentables puede terminar desestimulando la actividad legal (menos rentable con un mayor esfuerzo), con el gran riesgo de que, cuando terminen los ciclos de las actividades ilícitas, sea poco factible retornar a las actividades legales. Las maneras como el conflicto armado afecta el desarrollo tienden a expresarse más fuertemente conforme se avanza en ese desarrollo. En situaciones de atraso hay poco que depredar. Conforme se avanza, tienden a acentuarse los efectos negativos sobre el desarrollo, al extremo de llegar a frenarlo.
2. Falencia institucional básica En el origen de todos estos problemas aparece la incapacidad del Estado para: a) mediar en los conflictos, en cuanto son problemas básicos de convivencia, que van de pequeñas disputas personales a fuertes enfrentamientos entre grupos de poder por motivos como la distribución de la riqueza, el acceso a la tierra, etc.; b) garantizar mínimas condiciones de vida, y c) reprimir expresiones que no corresponden a los acuerdos socialmente aceptados. Esta falencia aparece en el nivel local del Estado, para el cual problemas de esta dimensión exceden con frecuencia su capacidad de manejo, con el agravante de que, cuando se presentan dichos problemas, el Estado nacional no suele acudir en apoyo del Estado local. Implícito en todo esto, a lo largo y ancho del territorio, encontramos el supuesto de un Estado estándar que no tiene en cuenta las grandes diferencias que existen entre las regiones. Políticas generales iguales no provocan los mismos efectos en las distintas regiones. Un buen ejemplo es la transformación
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II PARTE: ECONOMÍA Y CONFLICTO
de los antiguos “territorios nacionales” en departamentos hecha por la reforma constitucional de 1991. No por adoptar esos territorios la misma estructura administrativa que los departamentos lograron los mismos resultados en términos de bienestar. Por supuesto, la incapacidad del Estado refleja a su vez una falla de la sociedad para proveerse de unos gobiernos que sean capaces de manejar estos problemas. Aquí se entra en el campo de la dinámica política, que es fundamental en el análisis del conjunto de problemas pero que excede el tema que busca tratar esta ponencia. A estas alturas de la exposición se observa que el desarrollo económico y el conflicto tienen una estrecha relación con el desarrollo que vayan experimentando las instituciones. Es justamente en este escenario donde surgen los PDP con una propuesta innovadora de intervención.
3. Aporte de los PDP Provistos ya de una visión general de las relaciones de conflicto y desarrollo, ilustrada con unos pocos ejemplos, así como del papel de las instituciones, vale la pena dar una mirada al aporte de los PDP. Es importante aclarar que ellos no son las únicas iniciativas en este campo. En el país existen muchas otras que igualmente trabajan por la construcción de la paz. Sin embargo, por varias razones, conviene hacer referencia específica a los PDP, que tienen, por cierto, una gran responsabilidad con todo el país por el monto de recursos que han canalizado (de los mismos pobladores —especialmente en especie—, del Estado —en los distintos niveles— y de la cooperación internacional). Tales recursos, aunque son siempre insuficientes para el trabajo que los PDP se proponen adelantar, son muy superiores a los de la gran mayoría de iniciativas similares. Otra responsabilidad reside en la amplia convocatoria que han despertado.
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Además del monto de recursos invertidos y la convocación, estas iniciativas son muy importantes porque se han mantenido por un tiempo significativo dentro de un mundo cortoplacista, donde todo cambia con los relevos de gobierno, y esa permanencia permite valorar sus resultados en el tiempo. Como punto de partida para estimar la contribución de los PDP hay que resaltar dos hechos: primero, las regiones donde operan sufren las peores condiciones de desarrollo y paz; segundo, aún más importante: las políticas y los programas que han funcionado adecuadamente para muchas otras regiones del país, no dan allí los resultados esperados. Partiendo de esta perspectiva, a juzgar por las evaluaciones que se han hecho de algunos de estos programas y en particular la “estimación de resultados e impactos tempranos” en la que participé, los PDP pueden mostrar importantes aportes: 1. Hacer explícito un punto de referencia claro para la valoración de las distintas alternativas de desarrollo: la dignidad humana. Este concepto, arraigado entre los PDP, tiene igualmente una importancia significativa en el ordenamiento legal colombiano. Se encuentra en el primer artículo de la Constitución como referencia obligada para resolver problemas en los cuales hay en disputa derechos fundamentales de las personas. Se trata de un concepto que existe, pero que poco se aplicaba en la práctica. Recuperarlo y darle el realce que le corresponde es ya, de por sí, un gran aporte. 2. Partir de una propuesta que plantea una intervención integral como única alternativa para enfrentar los problemas de estas regiones. En esta estrategia se incluyen: a) la atención humanitaria, b) el desarrollo de una base económica, y, c) la reconstrucción de lo público. 3. Promover unos valores que suelen sonar un tanto extraños en medio de un entorno tan negativo: honestidad, transparencia, participación, etc.
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4. Dar alta prioridad a la figura de la inclusión, incluso como prerrequisito para el desarrollo de grandes proyectos, lo cual incluye hacer a los pobladores partícipes de su propio desarrollo y darles la posibilidad de interactuar con los grandes actores de poder. 5. Todo lo anterior corresponde, en buena medida, a los resultados directos que han tenido los PDP, pero, en mi concepto, el principal aporte de ellos es el de disponer de una variada muestra de experiencias en las cuales se han aplicado los principios anteriormente mencionados. Este es el insumo principal para promover un debate, no sobre teoría y conceptos, sino sobre experiencias prácticas para las opciones reales de desarrollo de estas regiones. Los PDP no tienen el propósito de ser una alternativa para atender las necesidades de los pobladores, aunque con frecuencia se siente esa tentación. Los PDP deben estimarse como laboratorios de la sociedad destinados a encontrar formas alternativas de intervención que resuelvan los problemas de estas regiones, que por mucho tiempo no han encontrado alternativas.
4. Retos para avanzar en el desarrollo y superar el conflicto armado, pero también para la investigación En la dirección de encontrar alternativas para las regiones que han sido afectadas por el conflicto armado, los PDP han hecho un gran aporte al país pero el camino que queda por recorrer es todavía más largo. Lo que se hizo con gran esfuerzo ha sido importante, pero hacia adelante se afrontan nuevos retos. Quiero exponer los que considero los más importantes: • La urgencia de diferenciar los problemas de atención humanitaria de las posibilidades de desarrollo. Con frecuencia se tiende forzar el paso de la atención humanitaria a programas de desarrollo, cuando en muchos casos no existen las condiciones para ello.
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HACIA LA RECONSTRUCCIÓN DEL PAÍS
• El no funcionamiento de las regiones como unidades con unas mínimas capacidades efectivas de coordinación. Todo municipio quiere hacer y tener de todo. Esto no es factible. Falta una visión regional de conjunto. • La existencia de serios problemas de correlación espacial que configuran lo que se podría denominar círculos viciosos, que potencialmente tienen la capacidad de convertirse en círculos virtuosos, pero sobre la base de mayores esfuerzos respecto a lo que serían programas de intervención en otras zonas, para romper las condiciones adversas. • Finalmente, el reto central que tiene los PDP es trascender. Primero, porque se lo proponen ellos mismos, de lo contrario no tendría sentido llamarlos programas regionales de desarrollo y paz. Segundo, porque en la dinámica que han puesto en marcha se ha concentrado tal cantidad de recursos y entidades, que solo tiene sentido para hacer cosas que sean significativas. Por eso es necesario: -
Superar los entornos que no les favorecen, debido a la alta correlación geográfica negativa que tienen estas regiones, lo cual equivale a presentar situaciones del tipo de círculos viciosos, que solo con un gran esfuerzo coordinado pueden llegar a convertirse en círculos virtuosos. Lo anterior también podría interpretarse en términos de la existencia de situaciones del tipo trampa de la pobreza. Ante factores tan adversos del entorno solo es factible salir de esa situación dando grandes saltos que permitan alterar las condiciones del entorno. Esto significa que acciones marginales no producen impacto.
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Derivada del primer punto aparece la necesidad de garantizar masas críticas mínimas en los procesos de intervención. Acciones muy pequeñas se desvanecen en el territorio y en el tiempo. La implicación operativa es uno de los problemas más críticos: ¿cómo lograr ciertas concentraciones territoriales mínimas sin poner en riesgo la posibilidad de atender a todos los municipios que lo necesitan?
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II PARTE: ECONOMÍA Y CONFLICTO
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En parte la respuesta a esto está en lograr la propagación de impactos por varias vías: copiar experiencias exitosas, expandir aquellas que ya funcionan, buscar encadenamientos, etc. En esta dirección la mayor propagación ocurrirá conforme se logre impactar en las políticas públicas o en general en los problemas de lo público, lo cual a su vez podría ocurrir por las siguientes vías: Acompañamiento a la formulación o ejecución de planes de desarrollo municipal. Formulación de propuestas de políticas públicas en asuntos específicos (por ejemplo: educación, salud, procesos productivos, seguridad, etc.), en niveles definidos (municipal, departamental o nacional), donde se cuente con interlocutores definidos y con capacidad de decisión. Apoyo a las iniciativas que vienen desarrollando los PDP en cualquiera de los temas de su campo de acción y que puedan proyectarse en los niveles municipal o regional. Éste podría ser el caso de proyectos productivos o de propuestas educativas que pudiesen llegar a tener carácter regional. Asesoramiento a los PDP, especialmente los más nuevos, o a similares iniciativas de la sociedad civil para la formulación de sus programas de acción, a objeto de que logren mantener, desde un principio, la perspectiva de impactos regionales. Participación en debates sobre temas públicos que correspondan a problemas estratégicos del país, aunque no sean tan concretos como los de la actividad anterior. Ahí podrían abordarse temas como el acceso a la tierra, las negociaciones con los grupos armados ilegales, la distribución del ingreso, el problema ambiental, etc. En cualquier caso estos asuntos se trabajarán siempre con base en la experiencia de las regiones y teniendo en cuenta los efectos que podrían arrojar sobre ellas.
Queda un reto que he dejado para el final, en parte porque corresponde a la secuencia operativa en que se van abordando los problemas por parte
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de los PDP, pero igualmente porque constituye el tema central de este seminario: el problema del aprendizaje. Por el énfasis en la acción que tienen los PDP, se tiende a valorar poco la sistematización de las experiencias y el aprendizaje que emana de ellos. En un principio lo más importante es llegar a la población que está padeciendo los problemas de atraso y violencia, pero con el tiempo debe ir adquiriendo mayor importancia el aprendizaje, la proyección en terrenos comunitarios y la formulación de políticas públicas. Adicionalmente, los problemas que deben abordarse no son los tradicionales. Corresponden a asuntos que bien puede considerase que hacen parte de la frontera del conocimiento en la economía, en términos de aplicar los conceptos que se han formulado desde hace mucho tiempo atrás, como externalidades, propagación de impactos, economías de escala, efectos crecientes, existencia de condiciones perfectas de competencia, cambio de las instituciones, etc.
A manera de conclusión El desarrollo es un inmenso reto. Ese desafío es mayor cuando se tiene, además, un conflicto armado de por medio. Pero los países y las regiones con severos problemas de pobreza o conflictos armados no están condenados eternamente a vivir esa situación. Existe un buen número de experiencias donde en tiempos relativamente cortos (medidos en décadas, no en años) se logran cambios radicales de bienestar de la gran mayoría de la población. Esto muestra que es posible hacer el camino. Sin embargo, a la par que se tienen estas exitosas experiencias, suele presentarse, de manera bastante anónima, un sinnúmero de casos donde iniciativas con la mejor intención terminan en fracasos. Infortunadamente, estas experiencias fallidas o aún sin un final feliz son mucho más abundantes que las exitosas.
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¿Qué diferencia hay entre unas y otras? Resaltaría dos aspectos. Primero, la aproximación integral a los temas. La economía aporta muchos elementos pero no es la única área de conocimiento que debe considerarse. Procesos organizativos, dinámicas políticas y el desarrollo institucional que se vaya presentando son tanto o más importantes que las condiciones económicas que se logren. El avance del conocimiento ha llevado a una creciente división de las ciencias. Esta división permite profundizar en los problemas, pero a su vez limita una visión de conjunto, que en determinados momentos puede ser más importante. Aplicar la economía, entendida como el estudio del uso eficiente de los recursos escasos, cuando se parte de unas instituciones adecuadamente desarrolladas y socialmente aceptadas, puede ser lo más conveniente. Si no se cumplen tales condiciones, esa aplicación puede traer efectos nefastos. Por el contrario, en regiones donde justamente se está en proceso de construir o consolidar una institucionalidad, o ambas cosas, lo más pertinente es trabajar desde una perspectiva de la economía política. En tal sentido, esto sería un llamado a recuperar una disciplina un tanto olvidada. El segundo elemento es la capacidad de aprendizaje a partir de las experiencias que se vienen desarrollando. Desgraciadamente, con mucha frecuencia se aplica el adagio según el cual quien no conoce la historia está condenado a repetirla. Los problemas a los que se enfrenta el desarrollo, como, por ejemplo, la puesta en marcha de proyectos productivos, no son nuevos. Cambian los actores, los productos y las circunstancias del entorno, pero en su esencia los desafíos son los mismos. El problema es que suelen desconocerse otras experiencias que ya se han tenido e incluso a veces no se aprovechan adecuadamente experiencias de un mismo programa, porque no se sistematiza la información ni se asumen de manera rigurosa los aprendizajes que puedan derivarse de ellas. Hay que señalar que la ejecución y el aprendizaje con frecuencia se miran como opuestos. Un gasto en investigación puede estimarse como recursos que se pierden para atender a poblaciones que están necesitadas. Puestas las
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cosas así, no hay discusión alguna. Nada hay más importante que atender a las poblaciones que enfrentan necesidades, y cuantos más recursos puedan dedicarse a ese propósito, tanto mejor. Sin embargo, este camino puede llevar a una trampa peligrosa. Por la vía de la cobertura nunca van a alcanzarse efectos importantes de manera directa por parte de organizaciones que apoyan el desarrollo. Eso no es factible porque no hay tantos recursos como se desearía, y no es conveniente en la medida en que ello podría llevar a la desinstitucionalización. El mayor aporte que pueden hacer las organizaciones de la sociedad civil que trabajan en proyectos de desarrollo (como los PDP) es encontrar alternativas de inclusión que tengan posibilidades de ser aplicadas en forma masiva a grandes grupos de población. Partir de experiencias concretas es fundamental para obtener el respaldo que da la experiencia y saber que efectivamente se trata de opciones reales, pero igualmente es esencial validar dichas opciones y tener certeza de que se trata de opciones reales. En ese sentido los PDP pueden considerarse como programas de investigación aplicada cuyo fin último sería ver qué tanto aportan en términos de conocimiento social en beneficio de las poblaciones más pobres, en regiones atrasadas y afectadas por el conflicto armado.
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El circuito de Lonergan, la función distributiva y los programas de desarrollo y paz Jorge Iván González*
Introducción Estas páginas tienen una doble finalidad. Primero, exponer algunas ideas básicas del concepto de circuito económico propuesto por Lonergan y, segundo, mostrar las implicaciones que podrían derivarse de él para el análisis de los laboratorios de paz (LP) financiados por la Unión Europea, los programas de paz y desarrollo (PD) financiados por el Banco Mundial y, desde una perspectiva más amplia, el conjunto de programas de desarrollo y paz (PDP). El trabajo de Lonergan ayuda a pensar sobre la forma como interactúan los PDP en un contexto regional. El circuito lonerganiano ha sido considerado como un instrumento apropiado para entender la dinámica que sigue la producción de excedentes y de bienes básicos. Lo ideal, dice de Roux, sería que las personas que generan los excedentes puedan disfrutarlos. En la realidad no sucede así y, a pesar de vivir en regiones muy ricas, estas comunidades no logran mejorar su estándar de vida. Peor aún, es frecuente que la bonanza económica esté acompañada de un deterioro de sus condiciones de vida. * Filósofo de la Universidad Javeriana, Bogotá; magíster en Economía de la Universidad de los Andes; doctorado en Economía en la Universidad de Lovaina. Profesor de Economía de la Universidad Nacional de Colombia, ex decano de la misma facultad, investigador y ex director del Centro de Investigaciones para el Desarrollo, CID, de la misma institución. Miembro de Odecofi. Agradezco los comentarios de María Virginia Angulo, Marta Cardozo y Rubén Maldonado.
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“Se está en la presencia de una estructura económica, que, por fallas en el capital social, por la forma como este capital se articula con los circuitos económicos existentes en la Región, y por el modo de comportamiento de los mismos encadenamientos económicos (por razones locales, nacionales e internacionales), lleva a que los actores más generadores de valor agregado bruto, o no tengan condiciones para acelerar su velocidad de acumulación, como ocurre con la producción campesina, o deban dirigir la gran mayoría de sus excedentes a la construcción de capital social en el resto del país por ser empresa estatal, como es el caso de Ecopetrol, sin utilizar con un sentido de Región los excedentes que dejan en el Magdalena Medio, o tengan un ritmo significativo de aceleración en la producción de excedentes pero no encuentren condiciones objetivas, ni tengan intereses subjetivos, para invertir en la Región, y sacan de ella gran parte de los recursos que, de invertirse con criterios productivos en el Magdalena Medio, podrían acelerar la economía local” (de Roux, 1996: 68).
La preocupación de de Roux es pertinente. Es inaceptable que los excedentes que arroja la región no favorezcan a sus habitantes. Los PDP le apuestan a la creación de riqueza y al disfrute colectivo del excedente. Cada uno de estos dos objetivos tiene retos intrínsecos. Por el lado de la riqueza, los PDP deben superar obstáculos que impiden el cierre del ciclo lonerganiano entre los bienes básicos y los excedentes (máquinas e inversión). La mayoría puede apropiarse de los excedentes si las interacciones entre la producción de bienes básicos y de maquinaria están mediadas por una función distributiva. Las fuerzas autónomas del mercado no garantizan que el cierre de los circuitos favorezca el mejoramiento del estándar de vida. La relevancia de la distribución obliga a que la dinámica de los programas se inscriba en un espacio que sea compatible con cierto grado de autonomía fiscal. La dimensión fiscal incluye los ingresos y los gastos. Para que los excedentes permanezcan en la región es necesario impactar en la política fiscal. Por esta razón es fundamental que los PDP incidan en las instancias nacionales, regionales y locales, que tienen capacidad de modificar la función
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distributiva. En las democracias representativas estas instituciones son los concejos, las asambleas y el Congreso.
Una relectura del circuito monetario de Lonergan La obra económica de Lonergan es dispersa y discontinua a lo largo de los años. Como anotan sus editores,1 los escritos sobre la economía y los circuitos corresponden a distintos momentos de la vida del autor. Pese al notable esfuerzo que hacen los editores, la falta de continuidad dificulta la lectura de los textos recopilados. Y las confusiones son especialmente notorias en el análisis de los circuitos. En los documentos originales la notación y su significado cambian. A juzgar por los comentarios de los editores, la unificación de los símbolos fue una tarea ardua. No obstante estos esfuerzos, la edición final continúa siendo farragosa. Las categorías analíticas que utiliza Lonergan no son exactamente las mismas que emplearon los economistas de su época. Es especialmente difícil de entender el significado preciso de la distinción lonerganiana entre el ciclo de los negocios y el ciclo puro. El autor presenta de forma confusa los diagramas de fase y, en general, los instrumentos analíticos de la economía dinámica. En la figura anexa presento mi versión del circuito monetario de Lonergan. Me he basado en la propuesta que hacen los editores en 1999. Debe tenerse en cuenta que, entre 1944 y 1998, el autor modificó seis veces su diamante. En la reconstrucción que propongo mantengo los principios básicos lonerganianos y trato de simplificar lo mejor posible la notación y las interacciones entre las variables. No pretendo hacer una interpretación adecuada de Lonergan sino ahondar en algunas de sus intuiciones básicas, con el fin de rescatar las potencialidades del análisis dinámico de los circuitos. El proceso productivo es “el conjunto de actividades agregadas que tienen su origen en las potencialidades de la naturaleza y que culminan en el
1 Ver Lawrence, Byrne y Hefling (1999) y Lawrence (1999).
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Figura 1. Diagrama de flujos de los circuitos monetarios
Fuente: Diagrama propio, inspirado en la versión propuesta por los editores en 1999. Ver Lonergan (1983: 55).
estándar de vida” (Lonergan, 1983: 20). Esta definición es dinámica y toma numerosos elementos de la escuela austriaca de economía. Para Böhm-Bawerk (1895, 1895b: 1896), uno de los principales economistas austriacos, solo existen dos factores de producción primarios: la naturaleza y el trabajo. En el proceso productivo que se realiza a lo largo del tiempo, estos factores se agotan en el producto. Quedan subsumidos en el bien final. En la producción se realiza un doble proceso. Por un lado, los factores se consumen en el bien final y, por otro lado y de manera simultánea, el producto va adquiriendo forma. La emergencia del producto es consecuencia del agotamiento de los factores (Hayek ,1934).2
2 La función de producción de Hayek es dinámica por naturaleza. Esta aproximación es completamente distinta de la función de producción Cob
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Lonergan reconoce que la naturaleza es un factor de producción básico y que el proceso productivo es dinámico e intertemporal. El proceso productivo comienza con la naturaleza y termina en el estándar de vida. Visto así, la producción puede tomar días y meses. La transformación de la naturaleza tiene sentido únicamente si mejora de manera sustantiva el estándar de vida. En palabras de Kalecki (1954), la principal tarea de la producción es garantizar la disponibilidad de los bienes-salarios, que son un componente sustantivo del estándar de vida. La finalidad última del proceso productivo, dice Lonergan, es mejorar el estándar de vida. Cuando la producción se realiza únicamente con el fin de aumentar la ganancia, los ciclos no conducen a un ascenso continuo del estándar de vida. OE es la oferta excedentaria, DE es la demanda excedentaria, OB es la oferta básica, DE es la demanda básica, FD es la función distributiva. β es el flujo de la demanda básica, β es el flujo de la oferta básica, δ es el flujo de la parte de la oferta básica que es asimilada por la demanda excedentaria, δ es el flujo de la parte de la oferta excedentaria que es asimilada por la demanda básica. ε es el flujo de la oferta excedentaria, ε’ es el flujo de la demanda excedentaria. κ1, κ2, κ3 y κ4 representan los flujos de DE, DB, OE y OB que llegan y salen de la función distributiva. Lonergan distingue la producción básica de la producción excedentaria.3 A la primera corresponden la oferta básica (OB) y la demanda básica (DB), y a la segunda la oferta excedentaria (OE) y la demanda excedentaria (DE). La producción básica se expresa en bienes básicos, o bienes-salarios. La producción excedentaria representa las máquinas, y cualquier modalidad de inversión que aumente el stock de capital. Las interacciones entre la producción básica y la excedentaria se realizan mediante el dinero. Las conexiones entre los circuitos son de naturaleza monetaria.
3 La categoría excedentario es una traducción del término surplus de Lonergan (1983). El autor se refiere al basic stage y al surplus stage. El primer término cubre las interacciones que se presentan entre los bienes básicos, y el segundo corresponde a las relaciones que tienen lugar entre los bienes excedentarios.
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Un “estado básico del proceso productivo puede definirse como el agregado de las tasas de producción de bienes y servicios en proceso y que tienen una correspondencia punto a punto con el estándar de vida emergente” (Lonergan, 1983: 29). Con respecto al estado excedentario “es un agregado de tasas de producción de bienes y servicios en proceso en una correspondencia punto a línea, o punto a superficie, o más alta, con los elementos constitutivos del estándar de vida” (Lonergan, 1983: 31-32). El estándar de vida emergente es la agregación de las tasas de cambio de los productos que conforman el estándar de vida. Entre un ciclo y el otro, el estándar de vida mejora. El conjunto de cambios corresponde al estándar de vida emergente. El proceso productivo, mediado por una función distributiva adecuada, debe llevar a una elevación progresiva del estándar de vida. Estos cambios en el estándar de vida corresponden a la fase emergente. En cada nuevo circuito mejoran la cantidad y la calidad de los bienes básicos, y por ello el estándar de vida se eleva. La relación entre la producción y el bien final es de muy diverso tipo. Puede ser punto a punto, como la que existe entre la harina y el pan: unos gramos de harina terminan convirtiéndose en pan y solo en pan. La correspondencia punto a línea significa que el factor de producción puede utilizarse para hacer más de un bien. El horno sirve para producir más de un pan. La relación punto a superficie expresa procesos más complejos: la caldera sirve para hacer hornos que, a su vez, se utilizan para producir varios panes. Es posible dar un paso adicional en la secuencia, y la correspondencia punto a volumen sería la que existe, por ejemplo, entre la máquina que hace las calderas y el pan. La secuencia causal podría llevarse ad infinitum.4 En síntesis, mientras que la producción básica se refleja de manera directa en los bienes que componen el estándar de vida, la producción excedentaria solo lo hace de manera indirecta.
4 Y ésta fue una de las grandes preocupaciones de la escuela austriaca. Es necesario que la secuencia de factores productivos tenga un punto de partida, porque de lo contrario se llegaría a una regresión infinita hacia atrás.
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β Y β son los flujos que equilibran la oferta y la demanda básicas (OB = DB). Un flujo es un cambio en el tiempo, y en equilibrio, 1. 2. t es el tiempo; ε y ε' son los flujos que equilibran la oferta y la demanda excedentaria (OE = DE). 3. 4. Estos equilibrios son monetarios y no reales. Los flujos que permiten establecer los puentes entre los estados básico y excedentario son δ y δ'. La relación entre la oferta del estado básico (OB) y la demanda del estado excedentario (DE) es posible gracias a δ. De manera similar, δ' representa el vínculo entre la oferta del estado excedentario (OE) y la demanda del estado básico (DB). Las interacciones implícitas en δ y δ' son muy importantes porque informan sobre las transferencias operativas que se llevan a cabo entre ambos estados. En el esquema de recurrencia de Lonergan, el movimiento circular debe llevar a mejoras progresivas en los estados básico y excedentario. El estado excedentario necesita bienes elaborados en el estado básico (flujo δ). El ejemplo típico es el consumo de bienes-salarios que realizan los trabajadores que producen máquinas. De manera similar, el estado básico demanda bienes realizados en el estado excedentario (flujo δ'). Al incluir las relaciones entre los estados básico y excedentario, los equilibrios de oferta y demanda podrían representarse así: 5.
β = β' + δ
6. ε' = ε + δ'
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El conjunto de ecuaciones muestra que el equilibrio general del sistema exige la perfecta articulación entre los estados básico y excedentario. Si β = β' → δ = 0. De la misma manera, si ε' = ε → δ' = 0. El sistema llega a un equilibrio en el que las variaciones intertemporales son iguales a cero. El balance final se manifiesta en términos de flujos. El estándar de vida emergente es compatible con los equilibrios de los estados básico y emergente. Estas identidades expresan dos intenciones fundamentales de Lonergan. La primera es la necesidad intrínseca de la articulación entre los estados, y la segunda es la convergencia hacia el estándar de vida. Existe una proporcionalidad armónica entre los estados. La creación del excedente debe ser compatible con la producción de bienes básicos. La concatenación es posible porque la convergencia se alcanza a través de los cambios en el estándar de vida. El equilibrio entre sectores no se plantea teniendo como referencia la identidad entre la oferta y la demanda de bienes, o entre la oferta y la demanda de dinero. El estándar de vida es el sitio de llegada. En el equilibrio convencional, las relaciones entre el precio y las cantidades son, utilizando el lenguaje de Lonergan, punto a punto. Y las interacciones correspondientes son atemporales. En el modelo alternativo de Lonergan el equilibrio únicamente se consigue cuando cada uno de los estándares de vida emergentes subsume la totalidad de los resultados de los estados excedentarios. Hay equilibrio cuando, en cada fase del circuito, las máquinas producen bienes que son completamente incorporados en el nuevo estándar de vida. Destaco tres diferencias de la propuesta de Lonergan frente al modelo Arrow y Debreu (1954), que es una versión acabada del equilibrio walrasiano. La primera tiene que ver con el carácter emergente del estándar de vida. Para Lonergan, las tasas de variación del estándar de vida están influenciadas por el stock existente. El pasado importa. La segunda diferencia se origina en la relación que existe entre el estado excedentario y la emergencia del estándar de vida. Las secuencias punto a línea, punto a superficie, punto a volumen, etc., ponen en primer plano los vínculos intertemporales del proceso productivo. Arrow y Debreu descartan la dinámica: suponen que cuando una
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cantidad se presenta en dos momentos del tiempo debe ser considerada como dos cantidades distintas. La tercera diferencia está relacionada con el método recursivo, defendido por Lonergan y rechazado por la economía convencional que se ha construido sobre el principio de aciclicidad. Para Lonergan es inaceptable que el excedente se destine a la producción de bienes de lujo. Para evitar que ello suceda se requiere que en el centro del diamante exista una función distributiva (FD) que efectivamente logre canalizar los excedentes hacia una elevación del estándar de vida. En todas las etapas del proceso se busca que haya consistencia entre los estados excedentarios y básicos. Los flujos κ1, κ2, κ3 y κ4 representan las transferencias que garantizan que los excedentes mejoren el estándar de vida. Destaco dos grandes líneas del pensamiento de Lonergan. La primera es la importancia del tiempo, que es un legado de la escuela austriaca y de Keynes. La dinámica se expresa de manera privilegiada en el circuito monetario, que tiene relación con Quesnay, Knight y Keynes. La segunda es la distribución, que está asociada a los nombres de Keynes y Kalecki. El tiempo es inherente al circuito y la distribución tiene que ver con la forma como el producto total se distribuye entre bienes básicos y excedentarios.
La dinámica y el circuito monetario El circuito de Lonergan está fundado en el método recursivo, que marca una diferencia sustantiva con la economía tradicional y permite abordar con toda radicalidad la dimensión temporal de la teoría austriaca.5 Lonergan define así la recurrencia: “Una serie de leyes clásicas forma una cadena cuando la consecuencia de cada ley anterior de la serie es una condición de la siguiente ley de la serie. Tales series se convierten en un esquema de recurrencia cuando la
5 La tensión dinámica no se aplica sólo a la economía sino que es un principio básico del pensamiento de Lonergan. Ver, además, Lonergan (1957, 1971).
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consecuencia de la última es una condición de la primera. Por ejemplo, si A entonces B; si B entonces C; si C entonces D...; si X entonces A” (Lonergan, 1983: 3).
Esta causalidad circular, o ciclicidad, es rechazada por la corriente principal de la economía, la cual está construida sobre el principio de aciclicidad, que niega la causalidad circular y afirma la causalidad lineal.6 El principio de aciclicidad se define así: si A entonces B; si B entonces C; si C entonces D...; no es posible que X entonces A. El principio de recurrencia lonerganiano pone en primer plano las secuencias causales circulares. El mundo de Lonergan es auténticamente cíclico.7 La teoría económica ha enfrentado dos visiones del tiempo. Una, defendida por los austriacos y recogida por Lonergan, pone todo el énfasis en el ciclo. Otra, que es constitutiva del corpus de la teoría convencional, pone en primer lugar el estado estacionario y la tendencia. Lonergan examina la dinámica a partir de los circuitos monetarios. Sus ideas tienen origen en la visión fisiocrática de la circulación de la sangre. Desde el siglo XVIII la influencia de la biología en el pensamiento económico ha sido una constante. Marshall (1898) afirma que la biología, y no la matemática, debe ser la disciplina auxiliar de la economía. La matemática, dice, sirve para analizar problemas sencillos, pero es insuficiente para comprender los aspectos complejos de la realidad. La matemática no lineal es difícil de manejar y no permite captar los procesos circulares. Lonergan acepta la teoría del circuito, pero no le da la connotación biológica que tuvo en sus comienzos. En sus discusiones con Clark sobre la naturaleza del capital, Böhm-Bawerk (1895, 1895b, 1896) pone en evidencia la relación entre los procesos cíclicos, 6 Una prueba de este desprecio por la ciclicidad es el olvido en que ha caído el texto de Hicks (1979) en el que defiende la circularidad de la causalidad. 7 El método dinámico también lo utiliza Lonergan (1957, 1971, 1971 b) en sus trabajos de filosofía y teología. De manera más concreta, en su análisis de la tensión planteada por Tomás de Aquino entre la libertad humana y la influencia de la gracia divina.
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dinámicos y erráticos, inherentes a la naturaleza de cada firma, y la tendencia armoniosa propia del estado estacionario. En el mundo dinámico, argumenta, las firmas se parecen a las gotas de agua de una catarata: llegan y se van. La destrucción de cada gota es creativa. La catarata existe porque las gotas se destruyen. Desde lejos, el torrente de agua parece armonioso y estable, como la tendencia del estado estacionario. Böhm-Bawerk critica a Clark porque, en sus análisis de los ciclos económicos, mira únicamente la tendencia (la catarata), sin tratar de indagar por la forma como las gotas mueren y nacen, en una compleja interacción de destrucción y creación. El estado estacionario, concluye Böhm-Bawerk, no es un buen instrumento para entender la naturaleza de los procesos intertemporales. El circuito lonerganiano es de flujos monetarios. Y en todas las relaciones importan las tasas de variación. Lonergan no se inclina por la tendencia sino por el ciclo, y en este sentido su posición se acerca más a la de Böhm-Bawerk que a la de Clark. Lonergan diferencia el ciclo puro del ciclo de los negocios. El primero se deriva del principio de recurrencia. Hay un permanente ir y venir entre los estados excedentario y básico, pero en una lógica siempre ascendente. El ciclo puro siempre avanza. Son fases hacia adelante que Lonergan llama expansión básica, expansión proporcional, expansión repetida, etc. La interacción entre la aceleración de los estados excedentarios y básicos siempre es expansiva. La armonización/desarmonización entre ambos estados determina el ciclo puro. En cada vuelta del circuito, el estándar de vida tendría que ir mejorando. Los saltos cualitativos permiten que en cada vuelta el nivel sea superior al anterior. Los cambios en las condiciones de vida van a la par con la acumulación de capital. Las máquinas deben servir para mejorar la productividad de las industrias que fabrican bienes-salarios. Si hay más excedentes, crecen las transferencias hacia el estado básico y ello se manifiesta en un mejor bienestar de la población. En el ciclo puro la dinámica siempre es positiva, porque se trata de dos ritmos de aceleración. La sincronía tiene que ser conseguida por la función distributiva. El ajuste no es fácil, porque la distribución no resulta de los procesos endógenos de los ciclos. Es el resultado de una decisión política. Y si la función de distribución no corrige la asimetría de los ciclos puros, la economía cae en el típico ciclo de los nego-
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cios, con expansiones y recesiones. En las fases del ciclo de los negocios sí pueden presentarse procesos de desaceleración (recesión). El ciclo puro se transforma en un ciclo de los negocios debido a la “falta de adaptación” de los “agentes humanos” (Lonergan, 1983: 115). En la presentación lonerganiana la interacción entre ambos ciclos no es muy clara. El autor tampoco precisa qué significa la “falta de adaptación”. En lugar de tratar de entender la intrincada lógica argumentativa de Lonergan, rescato su intuición básica: cuando la economía avanza, la función distributiva debe permitir que los excedentes se reflejen en un mejor estándar de vida. La ruptura entre las dinámicas de las máquinas y de los bienes básicos ocasiona recesión. La fase depresiva del ciclo de los negocios tiene lugar cuando los excedentes se destinan a la producción de bienes de lujo. En este caso solo unos pocos se benefician, porque la mayoría de la población no tiene la capacidad adquisitiva para comprar los bienes de lujo. Las máquinas destinadas a la fabricación de bienes de lujo contribuyen a mejorar el bienestar de los ricos pero no favorecen el crecimiento del estándar de vida. Como la función distributiva no logra que los bienes excedentarios (las máquinas) mejoren el estándar de vida general, el ciclo puro es reemplazado por el ciclo de los negocios, y la economía entra en recesión. En ambos ciclos el pasado incide en el presente, y por esta razón el modelo de Lonergan es dinámico. En el ciclo de los negocios, y de acuerdo con la expresión de Juglar, “la expansión es la causa de la recesión”.
La función distributiva La función distributiva contribuye a mejorar el estándar de vida si garantiza la convergencia entre los circuitos excedentario y básico. Lonergan no profundiza en las características políticas que debería tener la función distributiva, ni se pregunta por la forma institucional más adecuada para garantizar que la distribución cumpla su propósito. El tema es complejo porque la distribución puede mirarse del lado de los factores (capital y trabajo), o desde la perspectiva del ingreso y la riqueza.
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La relación capital/trabajo incide en el peso relativo de las ganancias de los empresarios y del monto de los salarios. El segundo camino corresponde a las políticas públicas que modifican la distribución, bien sea por el lado de los impuestos o a través del gasto. Aunque el tema distributivo siempre es político, los organismos de la democracia representativa suelen concentrarse en las políticas de la tributación y del gasto público. El vínculo entre las instancias políticas, la relación tecnológica y la distribución factorial es indirecto. Por ejemplo, las medidas cambiarias que toma el gobierno inciden en el costo del capital y, por tanto, en la distribución del ingreso entre asalariados y capitalistas, pero esta secuencia es más difícil de seguir que el impacto de una reforma fiscal en el ingreso disponible de los ricos y de los pobres. En el circuito lonerganiano el tema distributivo tiene que ver, fundamentalmente, con la participación factorial en el producto final. La relación tecnológica debe garantizar que los asalariados dispongan de los recursos necesarios para consumir los bienes básicos, así que la distribución es inseparable de la tecnología.8 Inspirado en Kalecki y Keynes, Lonergan aspira a que los cambios cíclicos en el estándar de vida se reflejen en un mejoramiento de las condiciones de bienestar de la mayoría de la población. Cada vez que el ciclo avanza hacia un nuevo nivel debe observarse una elevación del estándar de vida que sea compatible con los aumentos del excedente. Gracias a la función distributiva, los logros que se consigan en el estado excedentario se expresan en un mejor estándar de vida general. En otras palabras, la distribución debe permitir que el aumento de los bienes de capital se manifieste en un crecimiento de los bienes-salarios. Los excedentes, expresados en máquinas, no deben servir para producir bienes de lujo. Según Kalecki (1954), la producción de bienes de lujo, que únicamente una minoría puede consumir, no favorece el bienestar colectivo, porque no incentiva la demanda agregada. En los términos de Lonergan, este principio kaleckiano se traduce en la siguiente secuencia circular:
8 La relación entre la relación tecnológica y la distribución la analiza cuidadosamente Edgeworth (1904).
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7. más y mejores máquinas → más y mejores bienes-salarios → más y mejores máquinas... Si el circuito entre los estados básico y excedentario es armónico, los bienes nuevos contribuirán a mejorar el estándar de vida del conjunto de la población. Como el punto de referencia de Lonergan es el estándar de vida, el juicio sobre la bondad del ciclo depende de que el aumento de la inversión y de los bienes de capital se refleje en un mejoramiento del estándar de vida. Pero esta dinámica únicamente es factible si la función distributiva avanza en la dirección adecuada. Volviendo a los PDP, la apropiación del excedente por parte de las comunidades locales requiere la mediación de una función distributiva. Es necesario que el nivel territorial tenga autonomía fiscal. Sin ella, la tarea distributiva no se puede llevar a cabo. De allí se derivan conclusiones importantes que inciden en la definición de los alcances de los PDP. Para que el circuito lonerganiano mejore las condiciones de vida de la población es indispensable que exista una instancia con capacidad distributiva. Desde esta perspectiva, el circuito de Lonergan no puede operar en regiones como el Magdalena Medio, los Montes de María o el oriente antioqueño, porque allí no se ha constituido una unidad fiscal autónoma. La organización institucional más cercana sería una asociación de municipios con criterios impositivos homogéneos (impuestos predial, de plusvalía, de industria y comercio, etc.). El municipio tiene un instrumento distributivo muy poderoso que se deriva de la gestión del suelo, tal como lo dispuso la Ley 388 de 1997. El diamante lonerganiano muestra que es un error pretender que haya transferencias de excedentes dentro de zonas que no pueden realizar tareas distributivas. La función distributiva tiene una jerarquía de preferencias: los factores, el ingreso y, finalmente, el gasto. La sustitución capital/trabajo juega un papel crucial, tanto por las implicaciones tecnológicas como por sus efectos en el empleo.
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La importancia central que Lonergan le atribuye a la función distributiva no está acompañada de un análisis sobre las tareas del Estado. El autor no discute el tipo de Estado que sería más conveniente para lograr la transferencia óptima de recursos.
Los equilibrios del ciclo y los limitantes estructurales El equilibrio del circuito de Lonergan requiere que se superen los obstáculos estructurales que limitan los encadenamientos dinámicos. Los cuellos de botella deben tenerse en cuenta en el diagnóstico. Esta verdad elemental frecuentemente se olvida en la formulación de los PDP. Entre los principales limitantes estructurales menciono el crédito, las vías y la tierra. Estos obstáculos son sustantivos porque afectan el ciclo puro e impiden el cierre del circuito. Para Lonergan, siguiendo a Hayek (O’Brien de Neeve, 2004),9 la disponibilidad de crédito nuevo es una condición indispensable para que no haya interrupción en las dinámicas del ciclo puro. Sin vías no se consolida el mercado interno. Y sin la distribución de la tierra, como diría Walras (1926), no es posible la competencia. Walras pensaba que el Estado debe ser el propietario de la tierra. En los últimos veinte años se ha ido consolidando en Colombia un proceso de concentración de la tierra. Esta lógica es incompatible con el ciclo puro lonerganiano. La lucha contra la concentración no implica, necesariamente, reforma agraria. Hay otros mecanismos, como el cobro adecuado de impuestos prediales (Pnud, 2003). Lonergan no propone una reflexión sistemática sobre los limitantes estructurales que podrían impedir el cierre del circuito. Esta preocupación es explícita en Keynes y en Kalecki. Mientras en Colombia no se consolide el mercado interno, es imposible que haya un cierre de los circuitos. La falta de armonización del ciclo puro se refleja en un ciclo de los negocios con recesión y depresiones.
9 Ver, además, O’Brien de Neeve (1997).
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Conclusiones De los distintos aportes de Lonergan rescato los siguientes: Primero, el mercado tiene límites intrínsecos y es importante reconocerlos. Las potencialidades del mercado no pueden absolutizarse porque la confianza en su autonomía se traduce en un empeoramiento de las condiciones de vida de la población. Lonergan dice que el equilibrio entre la oferta y la demanda ha sido considerado como una “ley de hierro” y que la defensa de tal principio ha ido en detrimento del estándar de vida de la población. En Lonergan los equilibrios no son de precios y de cantidades. El equilibrio fundante resulta de la armonía entre los estados básico y excedentario. Segundo, la economía debe crear mecanismos que permitan que las ganancias aumenten y que los salarios sean suficientes para que las familias adquieran los bienes necesarios para gozar de un mínimo estándar de vida. Tercero, el circuito económico debe ser una pieza central del análisis. La secuencia virtuosa sigue este orden: producción de bienes básicos, producción de excedentes (bienes de capital), compatibilidad entre oferta y demanda. Si los excedentes aumentan, se esperaría que el estándar de vida mejore. Para que ello sea posible se requiere que la función distributiva permita que el excedente se convierta en un mejor estándar de vida. El circuito monetario de Lonergan tiene tres grandes virtudes: asume la dimensión temporal, pone en el centro el tema distributivo y muestra que los avances en la producción deben servir para mejorar el estándar de vida del conjunto de la población. Desde la perspectiva de Lonergan, los PDP deben avanzar en dos direcciones: primero, darle importancia a las instancias políticas que determinan la función distributiva y, segundo, poner en evidencia los obstáculos estructurales que impiden el cierre del circuito. Mientras no exista una ley de ordenamiento territorial, la función distributiva pasa por las asociaciones de municipios y por los departamentos. Sería ideal que los PDP pudieran incidir también en la transformación de la función distributiva nacional a través del
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Congreso, el Departamento de Planeación Nacional, etc. La relevancia de la función distributiva lleva a rescatar la tarea fundamental que debe cumplir la democracia representativa. Los concejos municipales han sido muy tímidos en la aprobación de impuestos distributivos, especialmente los que tienen que ver con la gestión del suelo (predial, valorización y plusvalías). En este campo el margen de acción es muy amplio.
REFERENCIAS
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Hayek Friedrich von, 1934. “On the Relation Between Investment and Output”, Economic Journal, vol. 44, No. 174, junio, pp. 207-231. Hicks John, 1979. Causality in Economics, Oxford University Press, New York. Kalecki Michal, 1954. Teoría de la dinámica económica. Ensayo sobre los movimientos cíclicos y a largo plazo de la economía capitalista, Fondo de Cultura Económica, México, 1956. Lawrence Frederick, 1999. “Editor’s Introduction”, en Lawrence Frederick, Byrne Patrick, Hefling Charles, ed. Collected Works of Bernard Lonergan, vol. 15, Lonergan Research Institute, University of Toronto Press, Toronto, pp. xxv-lxxii. Lawrence Frederick, Byrne Patrick, Hefling Charles, 1999, ed. Macroeconomic Dynamic: An Essay in Circulation Analysis. Collected Works of Bernard Lonergan, vol. 15, Lonergan Research Institute, University of Toronto Press, Toronto. Lonergan Bernard, 1957. Insight: A Study of Human Understanding, en Crowe Frederick, Doran Robert, ed. Collected Works of Bernard Lonergan, vol. 3, Lonergan Research Institute, University of Toronto Press, Toronto, 2005. Lonergan Bernard, 1971. Method in Theology, University of Toronto Press, Toronto, 2003. Lonergan Bernard, 1971b. Grace and Liberty: Operative Grace in the Thought of St. Thomas Aquinas, Darton, London. Lonergan Bernard, 1983. Macroeconomic Dynamic: An Essay in Circulation Analysis, en Lawrence Frederick, Byrne Patrick, Hefling Charles, ed. Collected Works of Bernard Lonergan, vol. 15, Lonergan Research Institute, University of Toronto Press, Toronto, 1999.
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Marshall Alfred, 1898. “Distribution and Exchange”, Economic Journal, vol. 8, No. 29, marzo, pp. 37-59. O’brien De Neeve Eileen, 1997. “Sospecha y recuperación: aproximaciones éticas a la economía”, Method, Journal of Lonergan Studies, vol. 15, No. 1, pp. 29-49. O’brien De Neeve Eileen, 2004. Interpretando la teoría general de la dinámica económica de Bernard Lonergan: ¿Acaso completa a Hayek, Keynes y Schumpeter?, Instituto Thomas More, Montreal, mimeo. Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, Pnud., 2003. El conflicto, callejón con salida. Informe Nacional de Desarrollo Humano para Colombia 2003, Pnud, Bogotá. Walras León, 1926. Elementos de economía pura (o teoría de la riqueza social), Alianza, Madrid, 1987.
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PANEL 2 Economía y Conflicto COMENTARIOS DE ADOLFO MEISEL* En primer lugar, quiero subrayar la importancia de pensar el país desde sus regiones, enfatizada por los organizadores del evento, porque uno de los problemas de la planeación económica en Colombia es precisamente el no reconocimiento de que el país es un país de regiones muy heterogéneas, tanto en sus niveles de desarrollo como en su geografía y sus aspectos culturales. Por ejemplo, muchos de los problemas que afronta la descentralización es que la legislación pertinente supone que las regiones tienen la misma capacidad institucional y los mismos niveles de desarrollo económico. Esto se hace evidente en los planes de desarrollo que operan en Colombia, pues en todos ellos, sin excepción, está ausente la problemática regional. Antes de comentar las dos ponencias centrales no quiero hacer una presentación elaborada sino solo mostrar tres gráficos que ilustran de alguna manera la evolución reciente de las desigualdades regionales en Colombia utilizando las cifras del ingreso per cápita calculado por el Cega, que refleja el nivel de ingresos de sus habitantes mejor que el PIB. Por ejemplo, si se utilizan las cifras del producto interno bruto per capital, La Guajira aparece con un producto por encima del promedio nacional, ya que ahí se encuentra el Cerrejón en la zona norte, lo que afecta enormemente el valor de la producción y el PIB. Sin embargo, los ingresos del Cerrejón no se perciben en La Guajira, cuyo ingreso per cápita sigue estando bastante por debajo del promedio nacional. Así, aunque hay una relación muy estrecha entre ingresos
* Economista de la Universidad de los Andes, estudios de maestría y doctorado en Sociología en la Universidad de Yale, maestría y doctorado en Economía en la Universidad de Illinois, en Urbana. Investigador del Banco de la República en la sede de Cartagena.
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II PARTE: ECONOMÍA Y CONFLICTO
Gráfico 1. IDB per cápita como porcentaje del nacional, 1975 - 2000
Fuente: Banco de la República.
per cápita y cualquier índice de pobreza, no la hay necesariamente entre el PIB per cápita de un departamento y los indicadores de pobreza. Lo que vemos gráficamente es que el país se ha venido nivelando por lo bajo (ver Gráfico 1). Esto significa que estamos en un proceso de desarrollo donde el conjunto del país no está convergiendo, pero la razón que hace que los ingresos per cápita del país no converjan en su conjunto tiene que ver con la situación de Bogotá. Esta no convergencia significa que los diferentes entes territoriales se están nivelando por lo bajo mientras que Bogotá tiene un ingreso per cápita muy por encima del promedio nacional. Además, su participación en el ingreso nacional continúa aumentando. La participación de Bogotá (ver Gráfico 2) en el ingreso nacional —y esto no tiene nada que ver con la descentralización— es un proceso que viene desde la segunda mitad del siglo XX, cuando se inicia el proceso de ascenso
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económico y demográfico de la capital. De Colombia solía decirse que era uno de los países de desarrollo regional más equilibrado en el contexto latinoamericano, pues tenía varios e importantes polos de desarrollo. En 1945 todavía era Medellín la principal ciudad industrial y Barranquilla tenía gran importancia como ciudad portuaria, mientras que el papel de Cali en el occidente era preponderante en el nivel industrial. Además, había una importante red de ciudades intermedias. Eso ha cambiado en la medida en que el crecimiento de Bogotá ha sido vertiginoso, por varias razones que no es del caso profundizar, aunque una de ellas es el aumento del tamaño del Estado. Como resultado de este proceso (ver Mapas 1 y 2) se ha ido configurando una periferia compuesta por los departamentos de menor ingreso per cápita, que son básicamente los de la Costa Caribe y Pacífica, que contrasta con un área central, compuesta por el eje Bogotá-Antioquia-Valle del Caucazona cafetera. El grueso del país está concentrado en la zona andina y la pobreza relativa está en la periferia costera, donde se asienta la mayoría de la población indígena y afrodescendiente del país. Y esta conformación de una estructura centro-periferia tiene relación con los problemas del conflicto armado en Colombia. Entrando ya a comentar las ponencias del día de hoy, empezaría por destacar que la presentación de Arturo García señalaba tres variables importantes para el análisis de la distribución espacial del conflicto en Colombia: los temas de la pobreza, la equidad y la organización de la producción. Estoy en general de acuerdo con que estas variables, con las precisiones que él hizo, son importantes para analizar la geografía del conflicto colombiano, pero creo que hay una variable fundamental que él no tuvo suficientemente en cuenta en su discusión: la variable geografía. Si a las tres variables anteriores añadimos el componente geográfico, el análisis se hace más completo, ya que también hay un componente geográfico en la distribución espacial del conflicto —las regiones montañosas, de baja densidad de población, de características selváticas—. Además, Arturo García anotaba algo que es singular y que valdría la pena mirar con mayor
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Gráfico 2. Paricipación de Bogotá en el IBN, 1975 - 2000
Fuente: Banco de la República.
atención: que Colombia constituye un caso excepcional entre los países de ingresos medios, porque en ellos hay muy pocos con este tipo de conflictos internos. Precisamente por esta razón hay que preguntarse por el papel que desempeña en el conflicto la singular geografía colombiana, una de las geografías más quebradas y complejas del mundo —porque no solo importa el terreno sino también las características que presenta ese terreno. Me sorprendió la mención del área productora de carbón como zona de conflicto, porque las zonas donde está concentrada la producción de carbón en Colombia no se caracterizan precisamente por el conflicto. A no ser que estemos hablando de un conflicto de largo aliento que viene desde mucho antes del carbón. Pero, según mi percepción, el fenómeno de la producción del carbón no ha contribuido per se al aumento de los conflictos, a diferencia de lo que sucede en las zonas bananeras y petroleras y de otros productos de “bonanzas”.
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Mapa 1. Ingreso per cápita como porcentaje de la media nacional - 1975
27% - 69% 70% - 100% 101% - 120% 121% - 236%
Fuente: Banco de la República.
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Mapa 2. Ingreso per cápita como porcentaje de la media nacional - 2000
27% - 69% 70% - 100% 101% - 120% 121% - 236%
Fuente: Banco de la República.
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García mencionó también algo que es importante subrayar: la necesidad de distinguir diferentes tipos de zonas de conflicto, pues unas zonas de conflicto corresponden a las áreas de colonización, en muchos casos reciente, donde se presenta un rápido crecimiento económico, que es un patrón que ha sido observado por varios investigadores. Sin embargo, también hay zonas de conflicto que no presentan un rápido crecimiento económico. De ahí la importancia de considerar también el tema de la organización de la producción, pues normalmente el tipo de producción de esas zonas tiende a estar caracterizado por una gran desigualdad de oportunidades y recursos. Estas grandes desigualdades, al lado de una estructura social muy polarizada, hacen que estas regiones sean fácilmente propicias para la captura de grupos violentos. Yo creo que este es el caso de las zonas ganaderas de la Costa Caribe, que no son propiamente zonas de bonanza sino todo lo contrario: son regiones que se han caracterizado, desde hace muchos años, por un nivel muy bajo de crecimiento per cápita; en los últimos cincuenta años el ingreso per cápita de la Costa Caribe ha tenido solamente crecimientos del 1% en promedio anual. Este crecimiento es comparable, en términos internacionales, con el de los países del África tropical, que son los de menor crecimiento en el mundo. Buena parte de esto tiene que ver con el lento crecimiento de las áreas de la economía legal, normalmente zonas de ganadería, cuya estructura de ingresos es bastante desigual. Tal desigualdad hace que sus pobladores sean relativamente fáciles para la captura de grupos violentos. Este conflicto es muy diferente del que se presenta en las zonas de colonización. Con relación a la ponencia de Jorge Iván González, no logré articular dos aspectos de su trabajo: básicamente, la relación de la presentación inicial con sus conclusiones. Su ponencia hace referencia a los trabajos de Lonergan, que enfatizan, entre otros aspectos, el favorecimiento de la producción de bienes de consumo y el desestímulo a la producción de bienes de lujo hasta que el consumo básico esté satisfecho. En el fondo, lo que se presenta es, claramente, la defensa de un ideal igualitario que necesariamente llevaría —pienso— a un tipo de estructura política donde sea posible el estableci-
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miento de esas condiciones por la vía impositiva, creo. Sin embargo, no vi la relación de estos planteamientos sobre la construcción de una sociedad donde primero se solucionan los problemas de los consumos básicos y una vez estén satisfechos se avanza en los consumos definidos como suntuarios, con la necesidad de trabajar con los concejos municipales, que es la conclusión que saca. Sobre todo si se tiene en cuenta el estilo clientelista de política que suele imperar en muchos de ellos. También Jorge Iván González enfatizó en que la situación ideal sería que estuviera ya definida la instancia regional en Colombia, porque parte de las dificultades que afrontamos reside en que no se está avanzando en el ordenamiento territorial. Si no hablamos de un ordenamiento territorial ideal, sino del ordenamiento territorial que está establecido por la Constitución colombiana de 1991, sabemos que la regionalización del país quedó en el vacío en la medida en que se creó una instancia regional pero sin recursos. En realidad, yo creo que hay pocas regiones con claras diferenciaciones en lo cultural y económico. Por ejemplo, la Costa Caribe no es una región económica desde el punto de vista de muchas metodologías —no todas—. Algunos sectores de la Costa tienen interés en la regionalización por razones identitarias más o menos comunes. Pero eso no es cierto en otras partes del país. En esto reside una de las razones políticas por las cuales se han presentado ya en el Congreso diecisiete proyectos de ley para decidir sobre el ordenamiento territorial. Hasta ahora, ese proceso no ha sido exitoso. Pero, incluso si llegare a ser exitoso, dados los límites que la Constitución impone y los distintos intereses presentes, una ley de nuevo ordenamiento territorial sería bastante sosa en sus consecuencias.
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COMENTARIOS DE GABRIEL MISAS* Mi intervención en este seminario quiere tocar dos puntos tratados por los ponentes: uno, que se refiere al aspecto metodológico de la presentación y el otro, que está dedicado a la discusión sobre el régimen de acumulación o forma de distribución de nivel nacional. La propuesta metodológica de Jorge Iván González a partir de Lonergan me permite retomar una discusión que tengo con él sobre los esquemas de reproducción ampliados, sobre cómo lograr que el excedente producido en la región o en el país pueda ser utilizado y apropiado en función de la población. O sea, cómo lograr cambiar las formas de vida de la población, que es la definición clásica de desarrollo. En otras palabras, cómo lograr que el proceso de producción se convierta en un proceso de desarrollo, que se mide por medio de las mejoras en el nivel de vida de la población. Para desarrollar estas ideas empiezo por analizar lo que ha pasado en Colombia durante el último medio siglo a partir del régimen de acumulación basado en la sustitución de importaciones. Este régimen tenía como propósito global desarrollar un proceso centrado en el mercado interno por medio de la imposición de altos niveles de protección en favor de la producción nacional, tanto agraria como industrial. El resultado de este proceso, iniciado a principios de los años cuarenta y vigente hasta el inicio de los noventa, no fue capaz de inducir un proceso generalizado de desarrollo. A pesar de las enormes fallas de la información, que dificultan calcular en detalle las variaciones de los índices de precios desde los años treinta hasta los ochenta, se pueden observar claramente algunos cambios. En los inicios del proceso, en los años treinta, predominaban los bienes agrícolas sin procesar, mientras que en los ochenta se presentaba una combinación
* Economista de la Universidad Nacional de Colombia con maestría en Ciencias Económicas de la Universidad Católica de Lovaina. Actualmente director del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales, Iepri, de la Universidad Nacional de Colombia, de la que es igualmente profesor titular. Fue vicerrector académico, decano de Ciencias Económicas, consultor y asesor de entidades nacionales e internacionales.
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entre productos agrícolas sin procesar, productos procesados y servicios públicos. Nunca ha habido un proceso de distribución que hubiera podido sostener y ampliar una demanda grande de bienes manufacturados. Por eso, las misiones como la de Currie en 1949 o los estudios del Banco Mundial en los años ochenta encontraban que la producción industrial en Colombia se caracterizaba por una gran gama de bienes ofrecidos en pequeñísimas cantidades. Esta caracterización estaba íntimamente ligada a la función de distribución. Además, cabe recordar que la inmensa mayoría de la población económicamente activa de este país, más de la mitad, ha estado siempre ubicada en el sector informal. Esto nos da una característica de ese régimen de acumulación profundamente excluyente que hemos tenido en Colombia. Veamos ahora qué sucede con el proceso de apertura. El discurso teórico de la apertura suponía que iba a haber una mayor inclusión y que se iba a producir la ruptura de los monopolios, etc. Es interesante analizar cuáles han sido los resultados que se han obtenido en los últimos tiempos. Si dividimos el sector manufacturero colombiano en cuatro grandes grupos, siguiendo a Katz, podemos analizar los subsectores de la metalmecánica, la industria automotriz, los alimentos, bebidas y tabaco y las industrias tradicionales de uso extensivo de mano de obra. En este análisis se va a encontrar lo siguiente: una pérdida radical del grupo metalmecánico en el último periodo, particularmente entre 1990 y 2005, cuando las industrias metalmecánicas han perdido el 41% de su participación en la industria nacional. Hay que recordar que estas industrias emplean mano de obra altamente calificada y cuentan con grandes encadenamientos hacia atrás porque utilizan materias primas nacionales y permiten participar a las grandes, medianas y pequeñas empresas en el proceso productivo. Por ejemplo, esto se puede ilustrar con el caso de las autopartes, que eran pequeñas y medianas empresas que a su vez subcontrataban a empresas más pequeñas, lo que originaba un muy importante encadenamiento productivo hacia atrás: este grupo ha mostrado una caída muy drástica.
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De otro lado, además, el sector de bienes intensivos en mano de obra también se ha visto reducido de manera sistemática. Tanto este subsector como el anterior son fundamentalmente transables. Por el contrario, el sector de transformación de recursos naturales ha aumentado de manera considerable, en más de catorce puntos en el periodo 1990-1996. Este desarrollo es muy similar a lo sucedido en el resto de países de América Latina. Con el agravante, para el caso colombiano, de que este proceso de transformación de recursos naturales se concentra en productos que necesitan, a su turno, un alto contenido de insumos importados. Por ejemplo, la industria textil, hasta los años noventa se abastecía de producción nacional de algodón en un 99%, pero hoy solo utiliza no más del 5% o 7% de producción nacional. Igual sucede con los aceites, las grasas y otra serie de productos, con un alto componente de insumos importados. En ese sentido, se puede afirmar que la apertura fue impulsada por la gran industria manufacturera, que reemplazó valor agregado nacional por valor agregado externo. Además, la apertura convirtió a muchas de las empresas en importadoras de bienes terminados. El resultado de esta forma de crecimiento es haber dado lugar, en primer lugar, a una drástica caída de más de once puntos del valor real de los salarios, lo que representa una gran disminución de la participación de la remuneración de los trabajadores dentro del valor agregado. Y, en segundo lugar, a un aumento apreciable de más de cuatro puntos del consumo intermedio sobre el valor de la producción. Esto quiere decir que cada vez introducimos mayor cantidad de productos importados en nuestros procesos productivos, al tiempo que vamos aumentando la participación de los insumos importados (alrededor de tres puntos) dentro del total de insumos de nuestra producción. Eso ha dado lugar a un proceso masivo de sustitución de valor agregado interno por valor agregado externo. Mientras los industriales, durante el periodo 1950-1970, estaban interesados teóricamente —y acomodando
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las expresiones— a aumentar los salarios para negociar con los sindicatos e incrementar el mercado interno, en los últimos años ha sucedido todo lo contrario. Esta disminución de los salarios refleja un marcado desinterés del sector manufacturero frente al mercado interno porque lo que está creciendo es la transformación de recursos naturales, que tiene un mercado exterior. Entonces vemos aquí una enorme disyunción entre los procesos de crecimiento de los grandes grupos económicos, que se han concentrado, por una parte, en la producción de bienes no transables y en las zonas que el gobierno ha privatizado como los servicios públicos, y, por otra parte, se han volcado hacia las inversiones en el exterior. Los grandes grupos, como Santodomingo y el Grupo Antioqueño, etc., están haciendo inversiones en el exterior, lo que muestra que consideran el mercado interior como marginal. Pero, a la vez, la forma de adaptarse a las nuevas condiciones de la competencia internacional ha sido romper los compromisos institucionalizados en el nivel interno. Esto es, los compromisos establecidos con sus trabajadores: hoy en día prácticamente ninguna empresa tiene convenciones colectivas, casi la totalidad de las grandes empresas tiene acuerdos colectivos y, en cambio, hay un recurso enorme de trabajo contratado con terceros. Lo que más ha crecido es el trabajo informal, la subcontratación, el Outsourcing. El resultado de todo esto —volviendo a la pregunta inicial— es que no se están creando las condiciones para hacer que el excedente se traduzca en mayor nivel de trabajo con más y mejores empleos Por eso es falsa la dicotomía que el gobierno ha mantenido en el sentido de que el empleo tiene que crecer cuando la producción industrial crece. En realidad, está sucediendo todo lo contrario: la producción industrial se ha multiplicado por 2,62 pero el empleo ha disminuido. La razón es, como ya vimos, que los sectores altamente generadores de empleo han rebajado su participación en el producto y, por el contrario, los sectores intensivos en capital han aumentado sus niveles de producción, con tamaños de plantas enormemente elevados pero que no generan encadenamientos hacia atrás.
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Y la gran importancia, señalada por Arturo García, de las formas de producción se constata en la manera como se concibe el nuevo desarrollo agrícola, como está claramente planteado en el Documento Prospectivo 2019. Vale decir, además, que ese decreto, tal como lo señala en el prólogo Santiago Montenegro, es de puño y letra del propio presidente Uribe. Lo que representa este decreto es la reafirmación y profundización de este proceso de “reprimarización” de la economía colombiana. Y la única manera de hacerlo es seguir manteniendo salarios muy bajos para poder ser competitivos en mercados que son profundamente fluctuantes. En los últimos años, hasta hoy, tenemos un crecimiento enorme de los bienes primarios de exportación, cuyos precios están expuestos a caer si se presenta una recesión internacional. Hace unos cuatro años, José Antonio Ocampo, en un interesante trabajo sobre el proceso de exportaciones de América Latina durante más de cien años, encontraba cómo era muy cierta la vieja tesis de Prebisch sobre el deterioro de la relación de precios de intercambio para los países exportadores de bienes primarios. Obviamente, a corto plazo la situación puede cambiar a veces, pero se mantiene la tendencia a largo plazo. En resumen, la propuesta de cómo utilizar el excedente para fomentar el desarrollo interno enfrenta enormes problemas en el país porque el régimen de acumulación que se ha establecido en Colombia —desde antes, pero reforzado ahora con el proceso de apertura— es profundamente excluyente. En consecuencia, la situación se ha agravado de forma tal, que la única manera de crecer que la economía colombiana ha encontrado hasta ahora es disminuyendo la participación de los salarios dentro del presupuesto nacional. Obviamente, esto no permite dar lugar a un nivel mayor de bienestar. No estamos creando más y mejores salarios: ese es el gran reto que tenemos al frente
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COMENTARIOS DE FRANCISCO DE ROUX* En vez de hacer comentarios detallados sobre las ponencias centrales de Jorge Iván González y Arturo García, quiero hacer algunas referencias históricas sobre el proceso del Programa de Desarrollo y Paz, para seguir la sugerencia que hizo Juan Plata en su introducción, en el sentido de que, para entender la historia, hay que comenzar por contarla. Pero también quiero subrayar la importancia de lo que aportaba Jorge Iván González sobre el papel significativo de la función distributiva y del lugar que la política tiene en ella. Lo mismo que la llamada de atención de Arturo García para que trascendamos el estado actual de los programas de desarrollo y paz para ir logrando la apropiación social del conocimiento originado en los mismos programas. Además, en el primer comentario de Adolfo Meisel encontré un importante llamado de atención para que consideremos cuidadosamente el sentido de lo regional y de la desigualdad creciente del desarrollo regional. Además, también comparto la idea de la presentación de Gabriel Misas acerca de cómo vamos perdiendo la participación del trabajo en el conjunto de la producción del producto interno bruto, lo que incide en la creciente dificultad de acceder a los bienes de la canasta familiar. Quiero reiterar que nosotros estamos haciendo programas de desarrollo y paz, aunque ya nos lo dijo Arturo García. Nosotros creemos que la paz que podemos conseguir depende del tipo de desarrollo que hagamos. Además, quiero subrayar que hacemos desarrollo en medio del conflicto armado. No somos partidarios de la idea de “primero pacifique y después traiga inversión para que la inversión haga el desarrollo”, pues, para nosotros, el conflicto es importantísimo. Precisamente por esto nos interesa tanto este proyecto, porque el conflicto nos llama la atención sobre los puntos donde existen problemas estructurales no resueltos.
* Provincial de la Compañía de Jesús en Colombia, ex director del Programa de Desarrollo y Paz del Magdalena Medio, ex director del Cinep, donde fue también investigador. Maestría en Economía de la Universidad de los Andes, master en Economía de la London School of Economics, Doctor en Economía de la Universidad de París.
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A la vez, el conflicto es completamente dinámico en el debate social. De ahí que nosotros no hagamos proyectos meramente para superar la pobreza o porque haya grupos de desempleados, sino que buscamos dónde hay conflictos en las regiones para convertir esos conflictos en mesas de discusión y a esas mesas de discusión en proyectos. Y, por medio de los proyectos, tratamos de tocar los problemas estructurales que hay en la región a sabiendas de que cada respuesta parcial es incompleta, pero siendo a la vez conscientes de que la respuesta total no puede darse de una sola vez. Lógicamente, es un trabajo que estamos realizando en conjunto con mucha gente de las regiones. Afortunadamente contamos en este seminario con la presencia de Ginny Luna, nuestra coordinadora de la red de los Programas de Desarrollo y Paz en todo el país. Ya que partimos de las experiencias regionales de esos programas para nuestro intento soñado de construir una nación desde las regiones (Ver Mapa 1). Por eso me parece fantástico tener esta oportunidad de compartir juntos experiencias y reflexiones académicas, pues nosotros somos muy conscientes de nuestras limitaciones académicas para el planteamiento de conocimiento riguroso en este campo. Este es el Magdalena Medio (ver Mapa 2). Antes de analizarlo quisiera llamar la atención sobre la intervención en las regiones, para mostrarles cómo se construyó este mapa. Nosotros fuimos preguntando a las comunidades por qué una región donde caben todos y todas tiene tantos excluidos. Es decir, una región que produce tantas riquezas. Por ejemplo, este contraste se observa en la foto de San Pedro Frío, el pueblo colombiano más rico en producción de oro (ver Imagen 1). Y esta es la otra pregunta: ¿por qué en una región apasionada por la vida hay tantos asesinatos? Esa cartelera (ver Imagen 2), del año pasado, alude a un “positivo” del Ejército que mató a Alejandro Uribe, un minero de la cordillera de San Lucas, al cual presentó luego como guerrillero. Cuando planteamos estas dos preguntas en Barrancabermeja, la gente nos respondió: “Usted no puede entender lo que está pasando aquí con la
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Mapa 1 Red de Programas de Desarrollo y Paz
Fuente: Grupo Paz y Desarrollo -DNP Fuente: Red Prodepaz.
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Mapa 2. Magdalena Medio
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Imagen 1. San Pedro Frío
exclusión y la violencia si no se va al municipio vecino de Yondó”. Y de Yondó nos mandaron a Cantagallo y de Cantagallo a San Pablo y de San Pablo a Santa Rosa; de Barrancabermeja nos rebotaron a San Vicente de Chucurí y de ahí a Cimitarra; de Cimitarra a Landázuri y de ahí a Puerto Berrío. En la respuesta a estas preguntas los pobladores iban tratando de encontrar una manera de definir lo que estaba pasando, que incorporaba un territorio hasta cuando se consolidaron unos límites totalmente agibles y flexibles. Pero, de otro modo, sus respuestas daban cuenta de un problema regional que era a su vez de violencia y pobreza. Cuando terminamos de elaborar el primer mapa, una mujer que estaba con nosotros en la ciénaga de San Silvestre escribió sobre el mapa “primero la vida” y nosotros añadimos “la vida con dignidad”. Quiero hacer una llamada de atención sobre esto porque va a tocar estas evaluaciones y transformacio-
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Imagen 2
nes que se vienen haciendo dentro del programa para subrayar los puntos en los que nosotros hacemos más insistencia. Nosotros partimos de definiciones muy descriptivas e ingenuas de las cosas, pero, con el avance de los trabajos, hemos ido transformando los conceptos para pasar luego a definiciones cada vez más exploratorias y algo más explicativas, y a tratar de darles mayor rigor a los conceptos. De ahí la gran importancia de esta discusión. Pusimos nuestro énfasis en la dignidad porque en el grupo la centralidad en los derechos humanos era muy fuerte. Como ustedes recuerdan, la Carta de los Derechos Humanos pone como eje que todos los seres humanos tienen igual dignidad; de allí se siguen los derechos, etc. Quisiéramos solamente recordar
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que para nosotros está claro que la dignidad humana es absoluta: la dignidad humana no depende del Estado, la dignidad —por decirlo de alguna forma muy descriptiva— es el valor que los hombres y las mujeres nos otorgamos simplemente por ser seres humanos y que queremos también darles a los otros. En la ética liberal kantiana esto está perfectamente establecido cuando afirma que usted no puede utilizar a una persona como medio porque todas las personas son un fin en sí mismas. O que usted debe tratar a los demás como quiere que los demás lo traten a usted. Y en la tradición judeocristiana, amar a Dios, amarse a uno mismo y amar al hermano es un solo mandamiento. Este mismo mandamiento de amor universal muestra la grandeza del ser humano. Y ustedes saben que la dignidad no puede crecer: los que son aquí doctores no tienen mayor dignidad que los que cursan el primer año de universidad. Ni se puede disminuir por tener el sida o estar en la cárcel. En lo referente a la dignidad humana, estamos todos en el mismo plano. Este planteamiento de la dignidad nos sirvió de base para discutir con las Farc, el ELN, los paramilitares y el Ejército. En esos diálogos hay algo que es central para nosotros: empezamos por hacerle sentir al interlocutor que, así como nosotros respetamos su dignidad, respete él la nuestra. Estas son fotos de guerrilleros del ELN (ver Imagen 4) erradicando minas “quiebrapatas” después de una discusión con la comunidad. La Imagen 5 muestra una reunión con las Farc para liberar a un ingeniero de Fumpat que había sido secuestrado por ellos. Estas reuniones ilustran el punto en que quiero centrarme más: nosotros encontramos una región donde hoy en día se presentan dos perspectivas de desarrollo. Obviamente, esta es una presentación simplificada, casi una caricatura: de un lado, una perspectiva presentada por parte del establecimiento, por parte del Estado, donde se busca solo la explotación y extracción primaria; se pretende extraer los recursos naturales renovables y no renovables para convertirlos en transables, a fin de producir energía y hacer del Magdalena Medio una plataforma exportadora. Esto es algo fácilmente
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explicable porque nosotros tenemos una montaña que produce carbón, una montaña que produce oro, una planicie cruzada por un río que permite sacar las cosas producidas directamente a Miami. Aquí existe la posibilidad de producir biodiesel y extraer, hoy en día, petróleos profundos. Para eso usted no necesita a la gente, sobran las ochocientas mil personas del Magdalena Medio; basta con quedarse con la gente de Barranca, Aguachica y Puerto Berrío, que son solamente trescientas cincuenta mil personas. Y se pueden repartir los demás entre Cartagena, Bogotá y Bucaramanga. Nosotros estamos apuntando a otra cosa: el desarrollo en la gente, donde la gente, articulada con la naturaleza, pide una enorme conectividad en la totalidad del procedimiento. Este modelo fija los excedentes posibles en las regiones: por supuesto, de aquí no nos vamos a ir. Quisiera detenerme un momento para profundizar la conversación sobre qué es lo que nosotros
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Imagen 4
Imagen 5
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entendemos por desarrollo, que es el punto fuerte de nuestra discusión. Nosotros pensamos que de lo que aquí se trata es de crear las condiciones para que un pueblo pueda vivir su dignidad de la manera como la gente quiere vivir. Esta es una definición evidentemente muy abstracta pero que supone unas cosas que son básicas para nosotros. Es claro que no podemos desarrollar la dignidad, lo que tenemos que desarrollar son las formas como la gente quiere expresar su dignidad, compartir su dignidad y vivir su dignidad con los demás. Y esto supone por lo menos tres cosas: primero, que la gente sabe lo que quiere vivir: este es un primer esfuerzo, de tipo cultural y simbólico muy hondo, de apropiación del territorio y de la cultura; segundo, que la gente quiere acordar la forma de vivir su propia dignidad, que es el problema de la política y de la manera como vamos a manejar los recursos públicos; y tercero, el punto en el que quiero profundizar un poco más: cómo producir las condiciones de la vida que se quieren vivir. La pregunta sobre cómo producir la vida querida se traduce, para los economistas, en cómo convertir la necesidad sentida en demanda efectiva. Para ello había dos formas posibles: una, por medio de los impuestos, para que el Estado pueda activar las economías locales y regionales y haya una demanda estatal sobre los bienes que la gente requiere. Pero también habría otra, a partir de la participación de la gente en la producción: producir las acciones, las actitudes, el trabajo, los bienes y servicios de la vida que se desea, y meter a la gente en la producción para que la participación de la gente en la producción le permita acceder a los bienes y servicios que busca. Aquí el problema es que hay que producir un flujo sostenible de la vida que se quiere: a nosotros no nos sirve un proyecto de peces para sacar una camada de 30.000 cachamas para un pueblo, sino que hay que tener un flujo continuo de cachamas durante todos los días. Y así con los demás productos. Y, como bien nos lo explicaba Jorge Iván González, estos flujos se aceleran si se insertan en un circuito que genere procesos de desarrollo hacia atrás.
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Con relación al ejemplo de los peces —y con esto concluyo—, un estudio, que nos hizo el año pasado la Corporación Colombia Internacional para un seminario con los pescadores del Magdalena Medio, mostraba que hoy en día 95.000 personas participan directamente en los proyectos del programa en el Magdalena Medio: entre ellos hay 15.000 pescadores. Por otra parte, nosotros hicimos un estudio que dio como resultado que la oferta de pescado que hacía el Magdalena Medio en la zona era de 17.000 toneladas, mientras que el año pasado la oferta fue solo de 750 toneladas. Esto es especialmente significativo para la gente del Magdalena Medio, especialmente para los ribereños, para quienes parte esencial de la vida querida en su cultura reside en que la gente no se siente desayunada si no se come un bocachico acompañado con un pedazo de plátano o de yuca. Ahora todo eso se acabó. Recuperar la posibilidad de que los pobladores ribereños vuelvan a tener el bocachico para el desayuno de todos los días supone echarse hacia atrás en la producción: hay que rescatar primero los espacios cenagosos, hay que suprimir la propuesta bárbara, que lanzó la Universidad Nacional, de ponerle cemento al río; hay que volver a recuperar las ciénagas donde se produce el bocachico. Supone que hay que echarse hacia atrás y restaurar los cauces de las fuentes que llenan las ciénagas; hay que echarse hacia atrás y recuperar los bosques colombianos. Hay que terminar dando un debate en el Congreso colombiano para salvar el Magdalena Medio. Todo esto para poder disponer del desayuno que quiere la gente del Magdalena Medio como bien final. Me gustaría discutir después puntos como el de la palma africana, que daría material para un debate bien interesante. Otro asunto que quisiera tocar es que nosotros hemos saltado a dar un debate en los concejos municipales para desarrollar con Planeación Nacional el Conpes regional. Y a discutir con las grandes empresas que están invirtiendo en la región sobre cómo garantizar que en todo lo que se haga en la región esté primero la vida de los pobladores. Tenemos una mesa de discusión con Ecopetrol en el proyecto entre Ecopetrol y la OXY en El Centro, de Barrancabermeja; además, la mesa muy dura de discusión con Río Tinto, sobre el carbón de la cordillera de los Yariguíes y el municipio de El Carmen; y la mesa sobre la producción de oro
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en la cordillera de San Lucas, lo mismo que la discusión con los palmeros respecto al biodiesel, y ahora la mesa con Isagen acerca de la construcción de la hidroeléctrica del río Sogamoso. Todo esto muestra que es un problema muy serio poder lograr el tipo de desarrollo que traiga la paz al territorio, caracterizado por la cultura de enclave. La presencia de Ecopetrol, el caso de las extracciones mineras, responden a un modelo de economía que trata de hacer del Magdalena Medio una plataforma de exportación dentro del dilema terrorismo-antiterrorismo. Nosotros queremos escaparnos definitivamente de ese esquema. Por eso buscamos el diálogo continuo con los actores que están en la guerra de todos los lados, partiendo de nuestra concepción de la dignidad humana, la seguridad humana y los derechos humanos.
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DISCUSIÓN Y PREGUNTAS Relatoría de Silvia Monroy*
En relación con los comentarios realizados por Misas y Meisel, Jorge Iván González insistió en que su propuesta consiste en un llamado a las instancias que efectivamente pueden incidir en la redistribución de recursos; en el ámbito local, este sería el caso específico de los concejos municipales. Y fue enfático en afirmar que en este tipo de instancias se pueden lograr establecer márgenes de acción. Por su parte, García reforzó su idea de la necesidad de la sistematización de las experiencias logradas en los Programas de Desarrollo y Paz; además, señaló otro aspecto que dejó de lado en su presentación: la diversidad de los grupos de trabajo que participan en estos programas y que, a la postre, contribuyen a una mayor dispersión del conocimiento adquirido. En el espacio destinado para las preguntas del público, Francisco de Roux respondió a los cuestionamientos que se le hicieron sobre el papel de los imaginarios de afrodescendientes e indígenas en relación con la producción, señalando la importancia de las potencialidades de las regiones respecto de los productos finales. Por ejemplo, en Barrancabermeja podría transformarse el etileno en polietileno para producir sillas, mesas, aspas de ventiladores, etc., utilizando la creatividad y mentalidad de la gente y articulándola con la dinámica económica general. Un proyecto de ese estilo ofrecería, a un mismo tiempo, empleo y excedentes para la región. Como respuesta a una pregunta relacionada con la preservación de ciertos elementos éticos en la práctica de investigadores y facilitadores de paz sin
* Antropóloga de la Universidad de los Andes, Bogotá, y magíster en Antropología Social por la Universidad de Brasilia, donde se encuentra actualmente realizando estudios doctorales en Antropología Social. Fue docente e investigadora en el Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia.
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relegar a éstos a una dimensión exclusivamente discursiva, de Roux mostró la necesidad de establecer un eje articulador ético y no religioso en la discusiones con guerrillas y paramilitares sobre el problema del narcotráfico, que permita viabilizar otras alternativas de desarrollo en las zonas afectadas por el conflicto. Por su parte, para responder a una pregunta sobre los aspectos económicos del actual esquema de “Seguridad Democrática”, Gabriel Misas se remitió a una investigación realizada por la Cepal con base en una encuesta aplicada en 36 empresas colombianas. Antes de 1998, los empresarios consideraban que el conflicto solo los afectaba de una forma indirecta y la mayoría de los inconvenientes que encontraban para la producción tenían que ver con problemas ligados al transporte y a la infraestructura vial. Ya en el periodo entre 1998 y 2003 la desconfianza de los empresarios fue en aumento, junto con los índices de afectación derivados del conflicto armado. En esta etapa el principal recelo era la posibilidad de que regiones enteras del país fueran tomadas por la guerrilla, especialmente a propósito del proceso de negociación de Andrés Pastrana y de la instauración de la zona de despeje. En relación con el esquema actual de “Seguridad Democrática”, la principal preocupación apuntada por Misas tiene que ver con la inversión en la guerra, que equivale a 6,3% del producto interno, pues cree que este monto de inversión es insostenible a largo plazo. Además, la concentración de fondos en el esfuerzo militar va acompañada de la reducción sustancial de los recursos para el Instituto Colombiano de Bienestar Familiar y el Sena. El aumento de la inversión en la guerra va de la mano de un aumento en los gastos de seguridad social, lo cual impide la perpetuación —por lo menos desde una perspectiva fiscal— del conflicto armado y de la política de “Seguridad Democrática”. Ante una pregunta hecha por el público sobre la relación entre los Programas de Desarrollo y Paz y la formulación efectiva de políticas públicas, Arturo García volvió a reiterar la importancia de la sistematización de las experiencias de estos programas como paso previo para el establecimiento de políticas públicas efectivas. García respondió a otra pregunta del público sobre la relación entre recursos públicos, recursos privados y propuestas específicas
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de redistribución, haciendo explícita su reflexión sobre la desigualdad como un efecto de la naturaleza de las propias instituciones del Estado. En esta misma línea, alguien del público formuló a Jorge Iván González una pregunta sobre la posibilidad de las políticas públicas para modificar las relaciones sociales. En su respuesta, González volvió de nuevo al tema de la actuación de los concejos municipales, cuya potencialidad para incidir en los cambios es diferenciada, según las regiones y localidades. Para ilustrar su respuesta, el conferencista contrasta el caso del funcionamiento del concejo municipal de Cartagena con el de Bogotá: en el primer caso el funcionamiento estaría regido por relaciones clientelistas y dominado por la burocracia local, mientras en el segundo se observa un funcionamiento más ágil y eficiente, lo que configuraría un escenario con un mayor margen para la intervención en la redistribución. Si bien Cartagena, Medellín y Bogotá muestran economías favorables para el periodo 2003-2004, el problema estaría en las instituciones que tienen posibilidades de redistribución en el seno del modelo de democracia participativa.
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II PARTE : ECONOMÍA Y CONFLICTO
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III PARTE POLÍTICA Y CONFLICTO
Menos Hobbes y más Maquiavelo Notas para discutir la debilidad del Estado Fernando Escalante Gonzalbo*
Si se lee la prensa con un poco de atención, el Estado empieza a resultar algo bastante extraño, que no encaja casi en ninguna definición. Ante esa incongruencia, lo más cómodo es hacer a un lado las noticias estridentes y descontarlas como anomalías. El problema es que son muchas. Por ejemplo, a fines de 2007 el gobierno de Ciudad de México anunció un programa de regularización administrativa de los llamados taxis “piratas”, es decir, los que circulan sin autorización: en unos cuantos días entregó documentos para otorgar licencias a más de veinticinco mil vehículos. Solo un diputado local protestó, y eso sin mucha energía, porque el programa era “un poco excluyente”, pues no estaba abierto a cualquiera que quisiese una licencia de taxi, sino tan solo a quienes ya circulaban de modo irregular (en particular —eso no lo dijo— a los afiliados a organizaciones como Panteras, Pancho Villa, Campamento 2 de Octubre, más o menos cercanas al partido que gobierna la ciudad). Por otra parte, hace casi una década el EZLN formó en Las Cañadas, Chiapas, la zona de su mayor influencia, una serie de municipios autónomos
* Licenciado en Relaciones Internacionales y doctorado en Sociología del Colegio de México, donde ha sido profesor investigador, coordinador académico y coordinador general académico.
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bajo su control. Sus límites coinciden exactamente con los de la división administrativa vigente, su régimen de propiedad es el mismo y, de hecho, en todos ellos hay también autoridades municipales elegidas de acuerdo con la legislación mexicana. En muchos casos, el ayuntamiento constitucional y el autónomo despachan incluso en el mismo edificio: uno por la mañana y otro por la tarde. Resuelven problemas distintos, con procedimientos distintos, y permiten tejer una complicada red de apoyos exteriores por medio de partidos políticos, organizaciones no gubernamentales, iglesias. Otro ejemplo, un poco más lejano: desde hace casi veinte años en Mathare, una barriada de las afueras de Nairobi, las funciones cotidianas de gobierno y policía están a cargo de los mungiki. Es una organización difícil de definir: según a quién se lea, se trata de una secta, una organización criminal, étnica, un grupo paramilitar, religioso o político. Venden protección, cobran el suministro de agua y energía eléctrica tomadas de las redes públicas, organizan el comercio informal y controlan el transporte colectivo: son kikuyu y al parecer tienen ritos de iniciación y juramentos que recuerdan los de los Mau-Mau, la misma beligerancia retórica —antioccidental, tradicionalista— y una relación densa y ambigua con el gobierno de Kenia. Hay situaciones similares donde se mire. En el sur de Líbano, por ejemplo, es Hezbolá quien brinda servicios de salud, educación, seguridad, y en el centro de Liberia la plantación de caucho de Firestone es casi una sociedad aparte, como lo son las empresas mineras en Congo o los campamentos de refugiados bajo responsabilidad de Acnur en Chad o Tanzania. En ningún caso esas otras organizaciones sustituyen directamente al Estado ni tampoco podrían prescindir de él: sus funciones no están nunca del todo claras, ni tampoco su ubicación con respecto a la ley. De hecho, lo que hace que sean reconocibles como situaciones similares es precisamente esa ambigüedad. Es lo que me interesa explorar.
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1. El espíritu del tiempo La preocupación por el Estado, una preocupación casi obsesiva y un poco desorientada, es parte del espíritu del tiempo. Y es producto sobre todo de la incomodidad que provocan esos que Clifford Geertz llamaba “lugares complicados”: no del todo modernos ni tradicionales, ni tampoco en tránsito de lo uno a lo otro; lugares de fronteras cambiantes y ambiguas, donde todo parece tener doble fondo, y que piden, para ser entendidos, menos Hobbes y más Maquiavelo.1 En Latinoamérica el tema, con todas sus variaciones, es una de las secuelas del desencanto democrático del fin de siglo. No tiene ningún misterio. En muy poco tiempo, los sistemas representativos recién restaurados comenzaron a producir resultados extraños; por abreviar, mencionemos a Alberto Fujimori, Abdalá Bucaram, Carlos Saúl Menem, Efraín Ríos Montt, y después Vicente Fox, Hugo Chávez, Evo Morales y Ollanta Humala. Bajo formas más o menos conocidas persistían el autoritarismo, la arbitrariedad, la demagogia y sobre todo la corrupción. Y los diagnósticos, por regla general, se orientaron en primer lugar hacia lo más obvio: en nuestros países no había la “cultura cívica” que el Estado moderno necesita para funcionar. En el fin de siglo se multiplicaron los estudios sobre ciudadanía y cultura política, guiados por una primera conjetura que se puede enunciar en dos frases: el arreglo institucional más o menos moderno, democrático, liberal, era un cascarón vacío porque le faltaba la materia prima, porque entre nosotros no había ciudadanos sino clientelas, corporaciones, intereses particularistas, inciviles.2 Hubo estudios interesantes, proyectos ambiciosos como el del Índice
1 Clifford Geertz, “What is a State if it is not a Sovereign? Reflections on Politics in Complicated Places”, Current Anthropology, vol. 45, No. 5, diciembre de 2004. 2 En México es muy notable: ante el desencanto con el gobierno de Vicente Fox, sin la posibilidad de culpar al PRI de la corrupción y el autoritarismo, muchos comenzaron a buscar el problema en la falta de valores democráticos o de virtudes cívicas en la sociedad mexicana. No obstante, ninguno de los estudios recientes sobre cultura política mexicana tiene la agudeza y complejidad del análisis de hace tres décadas de Rafael Segovia, La politización del niño mexicano, México: El Colegio de México, 1975.
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de Desarrollo Humano del PNUD, y una extensa y animada discusión histórica.3 En las conclusiones ha habido de todo: especulaciones culturalistas a la manera de Huntington, conjeturas sobre el capital social y sobre la dimensión subjetiva de la política.4 Me interesa una deriva menos llamativa, casi de sentido común. La falta de virtudes cívicas no es un problema moral, sino de estructura política. Sencillamente, en nuestros países no ha habido las condiciones materiales para el desarrollo de una cultura política individualista, de obediencia incondicionada y confianza en la legalidad. Y no la ha habido, entre otras cosas, porque no hemos tenido un Estado, digamos, de traza hobbesiana, que es acaso la pieza fundamental del modelo.5 Para expresarlo con una fórmula muy simple, no hay ciudadanos porque no hay Estado. O con algo más de exactitud: no existen las virtudes cívicas que imagina el modelo republicano porque no existe la forma de Estado que tendría que servirles de soporte.6 Me detengo un poco en esto. No se puede esperar una obediencia inmediata e incondicionada de la ley, como se esperaría del ciudadano ideal, si el Estado no es capaz de garantizar la seguridad en el orden cotidiano, si hay otros actores con poder para imponerse o, al menos, para torcer sistemáticamente el funcionamiento de las instituciones estatales. Es un problema de supervivencia. Sirve de ejemplo cualquiera de nuestros países en el siglo diecinueve, y también las zonas de colonización tardía en Colombia a mediados del siglo veinte: se obedece, naturalmente, a quien puede ofrecer seguridad, bajo formas clientelistas, corporativas, comunitarias o de cualquier otro tipo. El comportamiento cívico forma parte de nuestro repertorio cultural, pero no siempre es una opción factible.
3 Solo como ejemplos: Hilda Sábato (coord.). Ciudadanía política y formación de las naciones. Perspectivas históricas de América Latina, México: FCE, 1999; Antonio Annino (coord.) Historia de las elecciones en Iberoamérica, siglo XIX, México: FCE, 1995. 4 Cuento entre ellos, por ejemplo, los trabajos de Norbert Lechner, Los patios interiores de la democracia, México: FCE, 1996, o Lechner, Las sombras del mañana, Santiago: LOM, 2004. 5 Cuando digo de traza hobbesiana quiero decir: pacificación y desarme general, concentración del poder, supresión de jurisdicciones de cuerpos intermedios, constitución de una autoridad soberana. 6 Por ejemplo: Marco Palacios, Parábola del liberalismo, Bogotá: Norma, 1999.
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En el resto del mundo sucede algo similar: poco a poco, en la década de los años noventa, comienza a adquirir preeminencia el problema del Estado. En el origen de esta preocupación están los desequilibrios provocados por la nueva globalización, la aparición de agresivos movimientos étnicos, religiosos, separatistas, catástrofes como las de Ruanda, Liberia y Sierra Leona, la inestabilidad crónica de Sri Lanka, Pakistán o Líbano, todo lo cual se hace mucho más visible tras el fin de la Guerra Fría, lo mismo que el fracaso de las políticas de impulso al desarrollo prácticamente en todas partes. También está, desde luego, el nuevo terrorismo islámico. La dificultad conceptual y política en los noventa consistía en hacer compatible la preocupación por la debilidad del Estado con el lenguaje dominante, neoliberal y democrático. En todo caso, era imposible desentenderse del tema. A partir de 2001, como consecuencia de los atentados del 11 de septiembre, el problema de los “Estados fracasados” se convirtió en una de las preocupaciones mayores del gobierno estadounidense: desaparecida la Unión Soviética, la principal amenaza para la seguridad internacional estaba —según el diagnóstico dominante— en los Estados sin recursos ni capacidad de control territorial, que podían, por eso, servir de refugio o base de operaciones a grupos terroristas, guerrillas o redes del crimen organizado.7 Por otro lado, el Banco Mundial modificó sus criterios de evaluación y comenzó a exigir, como condición para otorgar préstamos, que se adoptaran determinadas medidas para prevenir la corrupción. La idea de fondo era muy sencilla: sin un adecuado orden institucional, sin garantías jurídicas y administración estatal eficiente, es imposible el desarrollo. Para los más pesimistas es un problema sin solución. En tono más o menos dramático, más o menos sensato, muchos han llegado a la conclusión de que el modelo moderno de Estado no tiene futuro en la mayor parte del mundo y que debemos más bien acostumbrarnos al lento descenso hacia
7 Sirve como indicio de esa preocupación el Índice Internacional de Fracaso del Estado, elaborado anualmente por The Fund for Peace, Carnegie Endowment for International Peace y Foreign Policy (ver “The Failed States Index, 2007”, Foreign Policy, julio-agosto, 2007).
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el caos.8 Con más optimismo, si no con mejores fundamentos, numerosos gobiernos, organizaciones no gubernamentales y organismos financieros proponen una reconstrucción del Estado en esos lugares complicados mediante una combinación de reformas administrativas, fiscales y políticas para garantizar la transparencia, la representatividad y la eficacia. De un modo u otro, la preocupación por el Estado forma parte del espíritu del tiempo.
2. ¿Qué es un Estado débil? La debilidad del Estado siempre será relativa: depende, entre otras cosas, del término de comparación y de las expectativas que se hayan puesto en él. Y depende también, es obvio pero no sobra decirlo, de la definición que se tenga de Estado. En general, hoy se piensa que la fortaleza del Estado como Estado requiere no solo el monopolio de la violencia, no solo la capacidad coercitiva, sino también el cumplimiento más o menos regular de la legalidad. Es una definición discutible pero sirve como punto de partida. Es decir, cuando se habla del Estado se piensa en un Estado de Derecho.9 La mayoría de los “Estados débiles” de hoy han sido débiles siempre. Esto no se había visto antes, o por varias razones no se le había prestado atención. En primer lugar, por la idea, bastante sensata por lo demás, de que los Estados autoritarios, dictatoriales, capaces de interferir políticamente en los mercados, eran por esa razón Estados fuertes. En segundo lugar, porque en el lenguaje político dominante en las últimas décadas del siglo veinte el enemigo era el Estado, que siempre resultaba excesivo: lo que hacía falta en todo caso era limitar su poder, restarle facultades, quitarle recursos, disminuirlo; la idea de fortalecerlo parecía absurda. 8 Es la tesis que ha expuesto en términos trágicos y en general poco convincentes Robert Kaplan, en The coming Anarchy. Shattering the Dreams of the Post Cold War, Nueva York: Vintage, 2001. Más mesurado, más reflexivo, Robert Cooper llega a una conclusión similar en The Breaking of Nations. Order and Chaos in the Twenty-First Century, Nueva York: Atlantic Monthly Press, 2003. 9 Por esa razón, entre los indicadores que se usan para medir el “fracaso del Estado” suelen estar la legitimidad del poder público y el respeto de los derechos humanos, por ejemplo.
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Hoy sabemos que ambas ideas tienen que matizarse. Sabemos que un Estado puede ser aparatoso, entrometido y arbitrario y ser, al mismo tiempo y por esa misma razón, débil: porque gasta mucho más de lo que tiene, porque su institucionalidad es precaria, porque no puede racionalizar su operación, porque es ineficiente o falto de legitimidad.10 Y sabemos igualmente que la liberalización, la desregulación y la privatización no requieren menos Estado sino otro Estado, que funcione con otras reglas y otros propósitos. Transferir decisiones o funciones al mercado significa en un sentido concreto despolitizarlas, ponerlas fuera de la esfera de la argumentación pública, nada más: todo mercado necesita del Estado en cuanto necesita leyes (y legisladores, funcionarios, jueces y policías). Volvamos al principio: la debilidad del Estado es siempre relativa y depende siempre del término de comparación. Busquemos algunos. Los hay muy ostensibles, que se antojan casi de sentido común: la frecuencia con que se dan golpes de Estado, por ejemplo, la facilidad con que se puede hacer caer al gobierno, la necesidad de redactar nuevas constituciones, la persistencia de guerras civiles. Todos son signos de que el poder público no tiene un asiento muy sólido. Si los usásemos como indicadores, tendríamos que concluir que en América Latina no ha habido nunca Estados muy fuertes. Pueden emplearse otros criterios, acaso más sólidos. ¿En qué se reconoce a un Estado débil? Hay que mencionar, para empezar, la debilidad fiscal: son Estados con muy baja capacidad de recaudación, en parte debido a la pobreza, sin duda, pero también debido a la estructura del sistema impositivo, a que hay pocos contribuyentes, a sistemas plagados de excepciones y altas tasas de evasión. Eso se puede estimar con varios indicadores: el volumen de la recaudación comparado con el producto, los porcentajes que corresponden a impuestos directos e indirectos o los que provienen de otras fuentes, como la renta petrolera.
10 El caso mexicano es ejemplar: setenta años de estabilidad política y gobiernos del PRI, con un extenso sistema de educación pública y regulación de todos los mercados, daban la idea de un Estado no fuerte, sino fortísimo. Y no: era un Estado incapaz de cobrar impuestos, en bancarrota casi permanente, con una burocracia ineficiente y enormes dificultades para que se cumpliera la ley.
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Otro criterio: la debilidad financiera. Sin recursos suficientes, el Estado no puede cumplir con sus funciones: no puede ofrecer servicios públicos de mínima calidad, no puede mantener los sistemas públicos de educación y salud, no puede invertir en infraestructura, es decir, no es capaz ni de promover el desarrollo ni de mitigar la desigualdad. Pero está obligado a hacerlo, legal y políticamente, de modo que tiene que gastar mucho más de lo que tiene. No es difícil imaginar indicadores. Otro más: la debilidad administrativa. El Estado es relativamente más débil cuando tiene una burocracia mal pagada y mal formada, sin capacidad profesional, sin incentivos serios para hacer su trabajo con honestidad y eficacia. Y, por supuesto, si la corrupción, la pequeña corrupción de los empleados de ventanilla pudiera medirse, sería un indicador útil, lo mismo que la incompetencia: ausentismo, irresponsabilidad, errores de procedimiento en los trámites, predominio de vínculos clientelistas. Podría también hacerse el cálculo de las iniciativas públicas que no fructifican, desde proyectos de expropiación hasta desarrollo de infraestructura, programas de reforma que no pueden ponerse en práctica. Agreguemos un último criterio, difícil de medir pero imprescindible: lo que podría llamarse la debilidad jurisdiccional. El Estado es débil cuando no puede imponer el cumplimiento de la ley como norma habitual, uniforme, incontestada. Es un problema que tiene muchas vertientes: la impunidad, por ejemplo, el porcentaje de delitos que quedan sin castigo; la magnitud de los mercados informales; la corrupción, el tráfico de influencias, la inequidad del sistema de administración de justicia; la escasa presencia de representantes e instituciones del Estado en algunas partes del territorio; en el extremo, también la posibilidad de “privatizar” la fuerza pública y sobornar a policías o militares con cualquier propósito. En general, como es lógico, son fenómenos que suelen ir juntos, incluso en un círculo vicioso: sin recursos no hay burocracia eficiente y por lo tanto no hay capacidad de recaudación, por cuya razón faltan recursos. Y la política
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transita por otras vías, predominan otros recursos. Un caso típico: Colombia, a fines del siglo XIX, según la descripción de Marco Palacios: “Un minúsculo país oficial no podía gobernar ni administrar el país. Hacia 1875 el número de empleados públicos de la Unión y de los Estados rondó por los 4.500. En estas condiciones, el poder político nacía, retoñaba y fluía en las redes informales y tradicionales. El Estado no podía ser, sobre todo en los niveles locales, más que una de tantas expresiones de combinaciones familiares y clientelares a través de las cuales se identificaron y confrontaron veredas, municipios, cantones, provincias”.11
Aclaremos un punto: todos ellos son indicadores a partir de los cuales puede apreciarse la debilidad estatal, son manifestaciones pero no causas de esa debilidad. Tratar de corregir esos rasgos directamente, sin otro diagnóstico más claro sobre el origen del problema, es comenzar a construir la casa por el tejado o poner la carreta delante de los bueyes. Es lo que se ha intentado en los últimos años, con resultados que dejan bastante que desear: ya que no se pueden cobrar los impuestos directos y que, además, es necesario crear condiciones ventajosas para la inversión, se prefiere un aumento de los impuestos indirectos; para evitar el desequilibrio financiero se reduce el gasto público, se eliminan subsidios, se privatizan funciones; para evitar el desorden burocrático se propone la desregulación, la liberalización de los mercados, la intervención de la sociedad civil; se imponen reglas rígidas para las adquisiciones de los gobiernos, sistemas de vigilancia y contraloría de los altos funcionarios, incluso con mecanismos de sanción externa, como los que establece el Banco Mundial. El resultado, en términos generales, es el que podía haberse esperado: Estados más rígidos y con menos recursos de operación política, con tramos de la administración muy encorsetados y amplios espacios de poder político cada vez más opaco, poderes locales apoyados en redes informales. Es
11 Marco Palacios y Frank Safford, Colombia. País fragmentado, sociedad dividida. Bogotá: Norma, 2002, p. 456.
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decir, a fin de cuentas, Estados seguramente más débiles y sin duda más frágiles. Insisto: los indicadores no son explicaciones. No podemos poner remedio al problema porque no conocemos las causas de esa debilidad.12 Seamos un poco más agresivos: ni siquiera estamos seguros de que sea un problema, o en qué términos y para qué sea un problema. Porque resulta que muchos de esos rasgos de debilidad, desde el clientelismo hasta varias formas de corrupción o el incumplimiento selectivo de la ley, son recursos indispensables para la gobernabilidad: un poco de orden, un poco de autoridad (que es, dicho sea de paso, el primer requisito, absolutamente infaltable, para la existencia de algo que pueda llamarse Estado). La concentración del poder es un problema práctico, que no depende de la ley o no solo de la ley. Idealmente, la autoridad política se funda en el derecho: cuando se puede contar con la vigencia del Estado, la legitimidad y la legalidad se identifican y casi se confunden. En la práctica, el derecho puede incluso ser un obstáculo para la concentración del poder, y por lo tanto, paradójicamente, un obstáculo para la consolidación del Estado. Sirve de ejemplo el caso mexicano. Hay dos momentos fundamentales en el proceso de formación del Estado: la intervención francesa entre 1862 y 1867, que fue la primera guerra propiamente nacional, y la revolución de 1910. La concentración del poder fue, en ambas ocasiones, un hecho militar, que se consolidó después mediante la organización de una maquinaria política de clientelas más o menos disciplinadas: la de Porfirio Díaz y la del PRI. Por otro lado, conviene tener presente que Estados muy débiles, con cualesquiera criterios que se empleen para evaluarlos, como Chad, Camerún, Nigeria o Perú, por ejemplo, han podido suprimir rebeliones, sofocar guerras
12 Los intentos de explicación más o menos sistemática de la debilidad del Estado van por un camino muy distinto: preguntan sobre todo por la estructura social y la organización del campo político. Por ejemplo, Joel Migdal, Strong Societies and weak States. State-Society Relations and State Capabilities in the Third World. Princeton, NJ: Princeton University Press, 1988.
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civiles y movimientos secesionistas, aparte de que mantienen sus fronteras y organizan la extracción de recursos naturales con relativa normalidad. Ni su capacidad política ni su legitimidad dependen de criterios abstractos, normativamente defendibles, pero no son por eso menos reales.
3. ¿Cuál era el modelo? ¿Cuál es el problema? No hace falta que nadie nos recuerde que el Estado del que se habla en la literatura académica, en la prensa, en los discursos políticos, es un modelo, una elaboración abstracta que tiene muy pocas posibilidades de materializarse. Los Estados concretos, los realmente existentes, se aproximan más o menos al modelo pero nunca lo reproducen con exactitud. Tampoco hace falta que se nos recuerde que, como idea, el Estado es producto de la tradición intelectual europea, derivado de las ideas de Hobbes, Locke, Kant, y que en la práctica, los que nos sirven de ejemplo para seguir son los Estados europeos. Eso hace que los Estados del resto del mundo aparezcan siempre defectuosos, deficientes, limitados, porque no reproducen exactamente el modelo o porque no poseen los mismos rasgos que los europeos. Es una crítica un poco descaminada, que nos obliga a concebir el Estado y la política a partir de lo que no son. Pero es igualmente un error desestimar el modelo porque ha sido importado y no responde a estas otras realidades. Aclaremos eso, porque importa. El modelo del Estado moderno con todos sus atributos —soberanía, representación, igualdad, libertad, democracia— es nuestro modelo de organización política. No tenemos otro en América Latina.13 Las ideas a las que responde el modelo estatal forman parte de nuestro idioma normativo desde hace siglos, están en la letra y en el espíritu de todas nuestras constituciones, sobre todo las que han sido redactadas
13 En muchos aspectos, desde luego, nuestro Estado es diferente del europeo, como producto de una historia diferente, pero no es otra forma política. Ver Marcello Carmagnani, El otro Occidente. América Latina desde la invasión europea hasta la globalización, México: FCE, 2004.
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como programas de transformación social, a sabiendas de que el orden es distinto. En nuestro repertorio cultural no hay la posibilidad de imaginar un orden político legítimo que no cuente con la igualdad ante la ley, la igualdad de derechos, la libertad individual, la soberanía del Estado. El Estado es al menos dos cosas. Es una idea y un conjunto de prácticas. Es la idea de una autoridad única, superior, racional, ajena al conflicto social, y un conjunto de prácticas concretas: edificios, uniformes, sellos, trámites, oficinas, reglamentos, personas concretas que vigilan, autorizan, juzgan y castigan. La idea da coherencia a las prácticas y las hace significativas. Aparte de la coordinación material que pueda haber entre distintas oficinas, funcionarios y trámites, es la idea del Estado la que las hace aparecer como partes de una misma cosa y permite ver en cada una de ellas al Estado: hace abstracción de la situación particular, la borra como relación social concreta. Por otro lado, las prácticas estatales no solo despliegan la lógica del Estado en los hechos, sino que contribuyen a darle verosimilitud a la idea, producen lo que Mitchell llamó el “efecto Estado”,14 porque son instrumentos de disciplina: deciden la distribución y el uso del espacio, organizan horarios y calendarios, regulan conductas, imponen jerarquías y procedimientos, distribuyen recursos, todo ello de acuerdo con una lógica general, abstracta, ajena a la voluntad de los individuos concretos que vigilan, aprueban, autorizan. Esa ilusión de exterioridad del Estado es el corazón del modelo. Los demás rasgos —soberanía, legalidad, racionalidad, eficacia— son derivados. En lo esencial el Estado, la idea del Estado, supone una separación nítida entre lo público y lo privado, entre Estado y sociedad, réplica de la distinción kantiana entre el ámbito exterior de la legalidad y el ámbito interior de la moralidad, que se supone que es también, en última instancia, una distinción entre el reino de la razón —objetiva, impersonal, universal— y el de los intereses, emociones, sentimientos, vicios y virtudes particulares.
14 Mitchell Timothy, “Society, Economy and the State Effect”, en Aradhana Sharma y Akhil Gupta (eds.), The Anthropology of the State, Londres: Blackwell, 2006.
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La idea del Estado depende de esa línea de demarcación que lo separa y lo distingue de la sociedad. Pero no puede darse por descontada: hace falta producirla, hacerla creíble y legítima. En el modelo, los funcionarios no hacen más que imponer la racionalidad general y abstracta del Estado, que trabaja como un mecanismo para disciplinar a la sociedad. Pero, en los hechos, las prácticas estatales ocurren en un espacio concreto, en un lugar con mejores o peores comunicaciones, con mil o cien mil habitantes, más o menos recursos, empleo, con una trama densa de relaciones de clase, de parentesco, étnicas, y con estructuras tradicionales de poder no estatal. Y todo eso implica la posibilidad de que la lógica del Estado se desvirtúe en el proceso de acomodo entre los distintos intereses sociales y la racionalidad estatal. Porque entre el Estado y la sociedad está la política. Digamos en un aparte que la política en el orden moderno es básicamente un sistema de mediación entre los intereses sociales y el Estado, con distintos grados de eficacia, independencia o poder. Es posible imaginar dos tipos ideales, en los extremos: el empleado público, que debe su influencia estrictamente al puesto que ocupa y no tiene ningún margen de maniobra personal, y el agitador, sea un líder social o un cacique, sin ninguna clase de vinculación institucional; entre ellos, dirigentes sindicales o gremiales, funcionarios de partidos políticos, representantes populares, alcaldes, gobernadores, etcétera. El poder político se produce precisamente en el terreno intermedio, donde es posible emplear recursos del Estado con algún margen de discrecionalidad. Es sumamente elocuente el análisis de Ingrid Bolívar sobre la configuración del campo político en el Magdalena Medio a fines del siglo XX. El orden institucional del Estado es solo uno de los recursos que emplean los diferentes actores, incluso los actores armados: pero todos ellos tratan de aprovecharlo. Y sus estrategias terminan produciendo espacios ambiguos, donde se negocian las relaciones de poder.15 15 Ingrid Bolívar, “Transformaciones de la política: movilización social, atribución causal y configuración del Estado en el Magdalena Medio”, en Mauricio Archila et al., Conflictos e identidades en el Magdalena Medio, 1990-2001, Bogotá, Cinep, 2006.
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A partir de ello se puede inferir otro indicador de la fuerza relativa del Estado. Es fuerte cuando la lógica desplegada a través de las instituciones logra imponerse con razonable facilidad, por encima de los poderes fácticos o la influencia personal de la clase política, y es débil, en cambio, cuando ella resulta subordinada a cualquier otro interés. Vistas las cosas así, se entiende bien que no es solo un problema de dinero o de la capacidad y formación de la burocracia: las prácticas estatales, con todo y su pretensión de autoridad, son recursos que se introducen en un campo político donde hay otros muchos más, de distinta naturaleza: recursos económicos, culturales, simbólicos. Y se entiende igualmente, imagino, que, con ese criterio, el Estado puede ser más o menos fuerte en algunos terrenos pero débil en otros. Para Colombia, por ejemplo, Fernán González, Ingrid Bolívar y Teófilo Vásquez han hablado de una “presencia diferenciada del Estado”.16 En ocasiones es una diferencia en la materialidad del Estado: oficinas y dependencias de gobierno, servicios públicos, funcionarios, fuerzas de policía. A veces la diferencia está en la capacidad para imponer la racionalidad estatal, cuando se tropieza con otros poderes sociales. Sucede también, y no es tan extraño, que un mismo funcionario o una misma dependencia pueda actuar con perfecta legalidad en la contratación de obras públicas, digamos, pero que tenga que recurrir a otros métodos para resolver una disputa agraria. El mismo Estado puede ser fuerte para arreglar su política monetaria y débil para controlar los mercados informales. El bandolerismo político de mediados de siglo es un caso extremo, pero no insólito: la misma clase política podía organizar elecciones, discutir en el parlamento, elaborar leyes, organizar y proteger partidas de bandoleros y decidir su aniquilación, unos años después: “Las disidencias tácticas de los partidos y los gamonales negociaron, sobre la base del poder que les había dado el mismo bandolerismo, su incorporación al sistema político
16 Fernán González, I. Bolívar y T. Vásquez, Violencia política en Colombia. De la nación fragmentada a la construcción del Estado. Bogotá: Cinep, 2003.
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nacional y desde las gobernaciones y ministerios planearon la gran cruzada de exterminio”.17 ¿Cuál es el problema? En las hipótesis más catastróficas un Estado débil, es decir, uno que no se ajusta al modelo, está siempre al borde de la guerra civil y termina por ofrecer asilo a grupos terroristas, sirve de base a la delincuencia organizada y es una amenaza para la seguridad y la estabilidad regional.18 Es un poco exagerado. Según otra hipótesis, mucho más socorrida en los tiempos recientes, la debilidad del Estado es un obstáculo para el desarrollo. Veamos. El punto de partida es discutible: se supone que la vigencia del Estado de Derecho es una condición indispensable para el desarrollo económico y el bienestar, y como ejemplo se señala a los países europeos, donde resulta que coinciden el desarrollo, la riqueza, el bienestar y un Estado bastante parecido al del modelo. Ahora bien, esa coincidencia no implica un nexo de causalidad. Dice que ambas cosas, el desarrollo económico y el Estado de Derecho, forman parte de un mismo proceso histórico en el que hay que incluir, además, siglos de concentración paulatina del poder, la colonización del resto del mundo, una larga serie de guerras en el continente y dos catastróficas guerras mundiales, por lo menos. La correlación no es enteramente espuria, pero hace falta verla con cuidado. Las empresas, los inversionistas prefieren las garantías que ofrece un Estado relativamente fuerte, a menos que sea un mejor negocio invertir en Estados débiles. La corrupción del poder público puede ofrecer oportunidades que de otro modo serían imposibles, pues las zonas turbias, con escaso control por parte del Estado, también permiten enormes ganancias: los diamantes ensangrentados de Sierra Leona son un caso particularmente 17 Gonzalo Sánchez y Donny Meertens, Bandoleros, gamonales y campesinos. El caso de la violencia en Colombia, Bogotá: Punto de Lectura, 2006, p. 346. 18 “Los Estados más débiles no solo son un peligro para ellos mismos, sino que pueden amenazar el progreso y la estabilidad de países a medio mundo de distancia”, The Fund for Peace and Foreign Policy Magazine, “Failed States Index 2007”, Foreign Policy, julio-agosto, 2007.
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escandaloso, pero que en algunos rasgos puede asimilarse a la explotación de minas y maderas en buena parte de África, por ejemplo. Las deficiencias del Estado de Derecho tampoco han sido un obstáculo para el crecimiento económico reciente de China e India. Incontables empresas, de todos los ramos, han prosperado durante décadas en América Latina gracias a la debilidad del Estado, gracias a su incapacidad para hacer cumplir las leyes, gracias a la facilidad con que la lógica estatal puede ser subordinada a intereses particulares, o incluso gracias a su escaso poder real de expropiación. Colombia fue durante muchos años un caso ejemplar: el país iba mal, la economía iba bien. La economía de un país puede crecer con un Estado débil y pueden hacerse muy buenos negocios —negocios legales también—, incluso durante una guerra civil.19 Por otra parte, la población de los países pobres que no tiene acceso al mercado formal no podría subsistir sin una cierta flexibilidad en la aplicación de la ley. Lo que no puede haber, si el Estado es débil, es una orientación pública del desarrollo económico, una planeación ordenada del crecimiento, una distribución humanamente razonable de los costos y beneficios. Sería bueno todo ello, pero ni siquiera es seguro que se consiga a partir del fortalecimiento del Estado, ni está claro cómo podría conseguirse.
4. El Estado, en la práctica La idea del Estado se desarrolló en paralelo con el proceso histórico europeo que va de las monarquías absolutas al Estado nacional, democrático: un proceso cuyo rasgo fundamental es la progresiva concentración del poder, la pacificación general y la destrucción de los cuerpos intermedios, que podían condicionar la obediencia, resistir a la autoridad estatal o crear espacios de excepción.20 Corrijo: decir destrucción es inexacto. Lo que se hizo fue qui19 Es una de las razones por las que resulta cada vez más difícil terminarlas. Ver Paul Collier et al., Breaking the Conflict Trap. Civil War and Development Policy. Washington: World Bank/Oxford University Press, 2003. 20 Es la historia que relató Tocqueville hace siglo y medio, la que ha documentado con masiva erudición Norbert Elias en El proceso de la civilización, México: FCE, 1988.
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tarles autoridad jurisdiccional y aumentar en esa medida los márgenes de autonomía personal. Fue un proceso político en el que personas concretas se impusieron por la fuerza, acapararon recursos, armas, ejércitos, capital simbólico. Con el paso del tiempo dicho orden se institucionalizó bajo la forma del Estado. No sobra decir que la pacificación y la concentración del poder se apoyaron también en la integración física del territorio y en el desarrollo de mercados nacionales, hasta formar espacios relativamente homogéneos. Desde luego, en contraste con el frondoso paisaje legal del Antiguo Régimen, lleno de corporaciones, estamentos, fueros, parlamentos y tribunales particulares, la sociedad moderna se antoja a primera vista un páramo, donde no hay sino individuos frente a la estructura única del Estado. Además, la elaboración filosófica de la forma estatal contribuye a acentuar los rasgos de esa imagen: en el modelo ideal —generalizo con alguna licencia— el espacio público es un campo abierto, vacío, donde los individuos se encuentran como ciudadanos, capaces de encarnar una racionalidad de validez universal, de la que resulta el interés público. Las instituciones que configuran ese espacio —por ejemplo, partidos políticos, iglesias, sindicatos, etcétera— aparecen como pequeñas anomalías que se aceptan por una necesidad práctica, siempre con algún recelo, porque interfieren en el proceso de argumentación puramente racional. Donde predominan, además, instituciones informales con un poder fáctico que no se justifica normativamente —caciques y clientelas, para resumir—, se supone que el modelo no puede funcionar: no hay individuos, no hay ese proceso de formación argumentativa, racional, de la voluntad colectiva, y, por lo tanto, ni ciudadanos, ni verdadera democracia ni casi Estado. Las consecuencias están a la vista. No es infrecuente que en nuestras sociedades, por ejemplo, donde coexisten polos más o menos modernos, individualistas, con formas políticas clientelares, se distinga entre un “voto ciudadano” y un “voto irracional” o tradicional o incivil; el voto que se supone
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reflexivo y desinteresado, que busca el interés público, y un voto particularista, miope, que quiere privilegios. Y casi explícitamente la defensa de la cultura cívica se convierte en un lenguaje de clase. En la práctica, la diferencia es mucho más difícil de establecer. Es indudable que donde hay un Estado fuerte, es decir, donde se impone la racionalidad estatal de modo que hay condiciones uniformes de seguridad y estabilidad y se puede contar con el mecanismo impersonal del mercado, es mayor el margen de autonomía individual. Pero nunca desaparecen las estructuras intermedias como formas de vinculación y reconocimiento, de participación, que articulan y organizan intereses particulares y traducen —ajustan, moderan— las prácticas estatales. Para decirlo con otras palabras, la diferencia que puede verse entre clientelas y ciudadanos se refiere a la relativa debilidad del Estado, a la organización del campo político y la estructura social; no es un problema ni de virtud ni de racionalidad. Y no es tampoco una diferencia nítida, definitiva. Se supone también que las formas clientelares, cuando se organizan como poderes fácticos, son un obstáculo para el funcionamiento normal del Estado y en esa medida un obstáculo también para el desarrollo de una cultura cívica. A primera vista es una obviedad: un cacique, una organización de comerciantes informales, de invasores de tierras, lo mismo que las organizaciones de narcotraficantes, que pueden negociar con éxito el incumplimiento selectivo de la ley, están creándose privilegios a expensas del Estado (y por eso, se supone, a expensas del interés público). Están en las antípodas de la ciudadanía. Valdría la pena verlo con más detenimiento. Todos estos son signos en que se manifiesta la debilidad del Estado. No obstante, en algunos casos esa debilidad no es tanto un problema como una solución, una manera de mantener el orden donde la aplicación de la ley sin mediaciones podría tener efectos catastróficos. Y no es algo tan raro en países como los nuestros, en los que la desigualdad hace imposible que la ley se cumpla de manera uniforme; nuestras constituciones son en buena medida programas políticos que incorporan aspiraciones impracticables en el presente.
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Eso significa que para un porcentaje apreciable de la población las formas clientelares ofrecen acceso al campo político y un modo de exigir y ejercer derechos. No es irrelevante que, con frecuencia, organizaciones informales de comerciantes ambulantes, invasores de tierras, taxistas sin autorización, busquen articular sus demandas en un lenguaje jurídico.21 Ni están ni quieren estar del todo al margen de la ley, y sus aspiraciones y su forma de hacer política están condicionadas en buena medida por el orden jurídico. La actitud frente al Estado, tal como se manifiesta en la legalidad, no puede más que ser ambigua para la mayoría de la población cuando no puede darse por sentado el marco de seguridad y estabilidad mínimo. En su vertiente redistributiva el poder del Estado es atractivo, igual que en su vertiente punitiva resulta hostil: las redes, corporaciones, clientelas y demás organizaciones informales sirven para “capturar” los recursos del Estado que se desean y para evadir la acción del Estado que se teme.22 Y eso puede justificarse de muchos modos, pero rara vez —hablo sobre todo de América Latina— se traduce en un nuevo principio de legitimidad, que evoque otra forma política no estatal. En resumen: clientelismo y ciudadanía no son necesariamente polos opuestos, incompatibles. Pero me interesa más mirar el fenómeno en sentido inverso, es decir, lo que significa para el Estado ese acomodo con los poderes fácticos. He dicho, y parece obvio, que siempre se trata de manifestaciones de debilidad estatal. También pueden ser formas de afirmar o consolidar el poder político. Algunos matices, para entendernos. El poder tiene muchas manifestaciones y no es exclusivo del Estado, pero hay siempre una concentración del poder social en las instituciones estatales, que permite esperar la obediencia más o menos inmediata; básicamente, el poder coactivo, el uso de la fuerza 21 Sirve como caso ejemplar el de los invasores de tierras en los alrededores de Ciudad de México que ha estudiado Antonio Azuela de la Cueva, La ciudad, la propiedad privada y el derecho, México: El Colegio de México, 1989. 22 Ver David Pratten, “The politics of Vigilance in Southeastern Nigeria”, en Christian Lund (ed.), Twilight Institutions. Public Authority and Local Politics in Africa, Oxford: Blackwell, 2007, p. 33 y ss.
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física, y el poder simbólico que deriva de la legitimidad de la forma estatal. En un Estado débil la concentración del poder no es completa, hay siempre quienes controlan recursos, incluso de fuerza, y pueden condicionar su obediencia —o incluso resistir directamente—, de modo que para mantener la gobernabilidad, como mínimo de orden y autoridad, es necesaria una solución de compromiso. En algún sentido, la situación es similar a la del momento de transición del Antiguo Régimen europeo. No es extraño que para explicar la situación de nuestros países se busquen analogías o paralelismos con las formas de corrupción política, clientelismo y arreglos electorales de Inglaterra o Francia en los siglos XVIII y XIX, o de la España de la Restauración. La comparación es útil: con episodios épicos, fue un largo y sinuoso proceso de expropiación del poder social, que implicaba alianzas y conflictos con los notables locales, corporaciones, iglesias.23 No obstante, hay una diferencia fundamental con el presente. Existe ya la forma Estado con legitimidad, organización jurídica y reconocimiento internacional. Eso significa que desde el Estado se puede calificar, autorizar o legitimar cualquier organización, cualquier forma de poder. El lenguaje de la ley produce diferencias, traza fronteras, nombra las cosas, discrimina, y con eso transforma prácticas e instituciones, por limitada que sea la capacidad para imponer el cumplimiento efectivo de la legalidad24. El poder de un cacique es distinto cuando se convierte en delegado del gobierno o presidente municipal; una invasión de tierras es distinta si la tierra es propiedad privada, municipal o reserva ecológica; aunque la capacidad para vigilar una frontera sea mínima, si alguien es legalmente contrabandista está en una posición de relativa vulnerabilidad, lo mismo que un comerciante que vende en la vía pú-
23 Sirven de ejemplo los clásicos de Sir Ivor Jennings, Party politics, Cambridge: Cambridge University Press, 1960, y Sir Lewis Namier, The structure of politics at the accession of George III. Londres: MacMillan, 1957, o para el caso español el libro de José Varela Ortega, Los amigos políticos, Madrid: Alianza, 1977. 24 Para un análisis de la importancia de ese capital jurídico que permite al Estado producir distinciones, Christian Lund, “Twilight Institutions” en Lund, op. cit., pp. 17 y ss.
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blica sin autorización, o el conductor de un taxi sin licencia: están expuestos a ser extorsionados y por eso pueden ser utilizados políticamente. Hay una extensa franja fronteriza, liminal, donde las instituciones estatales y los poderes fácticos se encuentran: el cacique convertido en delegado o juez de paz, la agrupación de vendedores ambulantes tolerada, el grupo de vigilantes informalmente amparado por la policía. Siempre hay esa franja, pero es mayor en los Estados débiles. Es un espacio extraordinariamente productivo en términos políticos. Ciertamente revela la debilidad del Estado como Estado de Derecho, pero sirve para producir una forma de poder particularmente eficaz, a la vez atractiva y amenazadora, justo porque está en el punto en que coexisten a la vez los recursos, la autoridad y la racionalidad del Estado, junto con la arbitrariedad de los poderes sociales.25 En ese espacio puede haber muchas configuraciones. En un extremo pueden desarrollarse incluso formas cuasi estatales, cuando hay un principio alternativo de legitimidad lo suficientemente poderoso, como es el caso de Hezbolá en El Líbano.26 En situaciones de inestabilidad grave o de muy precario control territorial puede presentarse una multiplicación de prácticas predatorias dispersas, como ha pasado en el Congo, en Sierra Leona o en extensas zonas del territorio colombiano. Puede también suceder, como fue el caso de México durante décadas, que el conjunto de intermediarios de esa zona liminal encuentre en un partido político una institucionalización alternativa. Lo más frecuente, sin embargo, es alguna forma de parasitismo recíproco, donde políticos y funcionarios pueden aprovechar, desde el Estado, los recursos de poder informal, y los individuos y grupos informales ganan influencia a partir de la tolerancia o la complicidad del Estado. Además, en las circunstancias actuales, en que proliferan, imposibles de controlar, los mercados informales y criminales (falsificaciones, armas, personas, merce-
25 Ver Deborah Poole, “Between Threat and Guarantee: Justice and Community in the Margins of the Peruvian State”, en Veena Das y Deborah Poole (eds.) Anthropology in the Margins of the State, Santa Fe: School of American Research Press, 2004, p.45 y ss. 26 Ver Paul Kingston e Ian Spears, States within States. Incipient Political Entities in the Post-Cold War Era, Nueva York: Palgrave / MacMillan, 2004.
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narios, droga, diamantes), el Estado puede extraer indirectamente una renta que de otro modo —un Estado fuerte— no existiría.27 La globalización, por una parte, aumenta la complejidad del panorama e incluso favorece cierta inercia centrífuga: facilita la formación de mercados informales e incluye en los espacios nacionales a una serie de actores que no es del todo fácil ubicar jurídica y políticamente (tales como Acnur u organizaciones no gubernamentales del estilo de Médicos Sin Fronteras). Por otra parte, sin embargo, la presencia de esos actores globales puede inducir la concentración del poder, puesto que el agente indispensable para autorizar y organizar la distribución de sus recursos es el Estado, aunque sea un Estado de papel. Eso significa que, precisamente por la debilidad del Estado, puede haber un proceso de acumulación del poder y de fortalecimiento de la autoridad política a partir de redes informales, clientelas y caciques, en un sistema que Achille Mbembe ha llamado de “gobierno privado indirecto”,28 favorecido además por la economía de concesiones del régimen neoliberal. Desde luego, podría ser que, a largo plazo, esa acumulación de poder diese lugar a la formación de un Estado más parecido al del modelo: “Nada nos permite decir que, a la larga, la prosperidad y la democracia no pueden surgir del crimen”.29 De momento, lo que padece sobre todo es la dimensión pública del poder político.
Conclusión No quiero extraer ninguna conclusión muy firme. Creo que no es posible. La recomendación de Clifford Geertz me parece la más sensata. En el futuro previsible seguiremos teniendo Estados y serán débiles, y seguramente aumentarán esas zonas liminales de gran productividad política. Pero la forma 27 Janet Roitman, “Productivity in the Margins: The Reconstitution of State Power in the Chad Basin”, en Das y Poole, op. cit., p. 221. 28 Achille Mbembe, “On Private Indirect government”, en Mbembe, On the Postcolony, Berkeley: University of California Press, 2001, p.66 y ss. 29 Ibidem, p.93.
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concreta que eso adquiera, su sentido, solo puede conjeturarse a partir del análisis de las estrategias particulares de los distintos actores en cada caso, es decir, para entenderlo hace falta menos Hobbes y más Maquiavelo. Solo un apunte para terminar. La historia de México, puesta en contraste con la de Colombia, permite algunas conjeturas sobre el proceso de formación del Estado. Varios factores explican la estabilidad del régimen posrevolucionario mexicano: la temprana integración del territorio, la movilidad social, la reforma agraria, la modernización económica y, sobre todo, un sistema de incorporación nacional de clientelas y corporaciones con el arbitraje de la Presidencia de la República. En conjunto, todo ello permitió la consolidación de la autoridad política, pero a costa de condicionar el funcionamiento del Estado. La metáfora con que lo ha explicado Rafael Segovia sirve para ahorrar comentarios: “La función del Estado mexicano ha venido creciendo incluso en contra de su voluntad; la multiplicación y diversificación de los grupos sociales y económicos ha dejado a lo largo del camino modernizador una cauda de residuos institucionales engastados en el aparato estatal. Tratar de librarse de ellos equivale a arrancar una planta trepadora que sostiene el viejo edificio que en parte ha destruido”.30
En años recientes se ha tratado de arrancar esa trepadora, con los resultados que podrían imaginarse. Separado de la densa trama de arreglos políticos informales, el Estado federal se ha ido debilitando frente a los gobiernos locales, y el sistema político nacional ha perdido coherencia. A eso hay que sumar las nuevas desigualdades, en particular las desigualdades regionales producidas por la globalización. El resultado general parece ser un “retroceso” en el proceso de concentración del poder: un Estado más moderno, más eficiente, más vigilado, pero también más rígido y más frágil.
30 Rafael Segovia, Lapidaria política, México: FCE, 1996, p.53.
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Ciudadanía e instituciones en situaciones de conflicto Daniel Pécaut*
Introducción El tema de la sesión de hoy, centrado en el problema de la ciudadanía y las instituciones en medio del conflicto, plantea de entrada una paradoja porque la noción de ciudadanía no se articula fácilmente con la de conflicto interno y menos con la de guerra interna. La razón de esa paradoja reside en el hecho de que los conflictos armados que se viven en Colombia nada tienen que ver con los conflictos ordinarios que atraviesan las sociedades democráticas. Ni se asemejan tampoco a los conflictos internacionales por medio de los cuales se ha ido frecuentemente conformando el vínculo nacional. De la misma manera, es obvio que los fenómenos de violencia que afronta Colombia implican que las instituciones sufren muchos síntomas de descomposición, tanto en el nivel local de las regiones más severamente afectadas por los conflictos, como en el nacional; así lo muestran la expansión de la corrupción y la crisis de la representación política. Por otra parte, no existen argumentos suficientemente comprobados para sostener —si seguimos la conceptualización de Charles Tilly— que Colombia
* Pregrado y doctorado en Sociología, Universidad de París; director de estudios de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, París. Recientemente recibió la ciudadanía colombiana por su labor de investigación sobre nuestra vida política y nuestros conflictos.
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estaría en realidad recorriendo el mismo camino por el que han pasado muchos países donde la violencia y las guerras internacionales fueron algunos de los factores que contribuyeron a la conformación del Estado moderno y de la ciudadanía nacional. Puede ser que ese enfoque sea válido para el caso de las guerras civiles colombianas del siglo XIX, pero es dudoso que pueda aplicarse a los fenómenos de violencia de la segunda mitad del siglo XX. Aunque es claro que estos conflictos han provocado ciertos efectos centrípetos, muchos de ellos han sido más bien centrífugos. Además, no debemos olvidar que Colombia no se encuentra precisamente en el mismo momento europeo de consolidación estatal al cual se refería Tilly, sino más bien en un momento de debilitamiento de los puntos de referencia nacionales y, a veces, incluso también de los referentes estatistas. Por otra parte, hoy parece demasiado prematuro hablar de las posibilidades de reconstrucción posconflicto. Además, no hay que volver a repetir lo que decía Camilo Torres, quien afirmaba que uno de los resultados de la Violencia de los años cincuenta habría sido el surgimiento de un nuevo campesinado, mucho más autónomo y consciente de sus derechos, lo que nunca aconteció. Después de estas inquietudes generales, quiero más bien replantear brevemente la pregunta que se nos pide responder formulando otros interrogantes previos: ¿hasta qué punto se podría hablar en Colombia de ciudadanía y de instituciones más o menos estabilizadas antes del episodio de la violencia reciente? Para responder a eso quisiera recordar con algunas palabras las ideas que he formulado en varios trabajos anteriores en torno a las razones de la estabilidad de las instituciones colombianas a lo largo de gran parte del siglo XX.
La “ciudadanía” en la historia previa de Colombia A mi modo de ver, la tradicional estabilidad política de Colombia obedece a la combinación de tres factores:
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En primer lugar, a la hegemonía de las elites civiles sobre las militares, ya que Colombia es el único país latinoamericano, que yo sepa, donde se ha mantenido, sin haber sido cuestionada, la subordinación política de los militares a lo largo de su historia. La única excepción en el siglo XX fue el episodio de Rojas Pinilla, que, además, estuvo lejos de ser realmente un clásico golpe de Estado. Normalmente, las elites civiles han considerado al Ejército como una simple fuerza policial destinada a mantener el orden público y le han prohibido cualquier toma de posición política. El estatuto social de los militares se ha mantenido en un nivel modesto: a diferencia de lo que ocurre en el Brasil y en otros países latinoamericanos, los militares retirados nunca son llamados a desempeñar funciones importantes en la gestión económica. El otro factor de estabilidad es la multiplicidad de las elites políticas y económicas del país, ligada, además, a grandes diferencias regionales y de intereses. De ahí la competencia entre elites nacionales y regionales, que termina contribuyendo a la configuración de un modelo que se asemejaba a un modelo liberal, tanto en el manejo de la economía como en el estilo de la coexistencia política. No se trata, obviamente, de un modelo liberal en el sentido teórico: no se quiere afirmar que en Colombia hubiesen existido muchos liberales doctrinarios. Muy por el contrario, importantes corrientes políticas, presentes en el Partido Conservador pero con frecuencia también en el Liberal, se han definido a lo largo de la historia colombiana por su oposición al liberalismo político. Igualmente, hasta hace muy poco tiempo las elites económicas han defendido vigorosamente la permanencia de medidas proteccionistas. Si se puede hablar de un “modelo liberal”, eso se debe al rechazo generalizado de estas elites a cualquier forma de excesiva concentración del poder en un Estado central o en un dirigente político, cualquiera que éste sea. Un tercer factor de estabilidad lo constituye la subordinación de las clases populares a las elites por medio de los partidos políticos, que se han constituido permanentemente en un instrumento de preservación de la hegemonía de las elites sobre las clases populares. Esto trajo como consecuencia
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la omnipresencia de los puntos de referencia políticos partidistas en todos los sectores de la sociedad y la consustancialidad de la actividad política en la cultura de Colombia. Tal situación se traduce también en la existencia de un espacio de opiniones relativamente abierto, excepto en algunos raros momentos, lo cual fortalece el modelo liberal. Sin embargo, en el sentido moderno, la ciudadanía siempre ha sido en Colombia algo limitado, algo precario y dudoso. En vez de unas relaciones de ciudadanía en el sentido estricto, en muchas zonas del país prevalecen las lealtades a clientelas y subclientelas locales, regionales y nacionales, con toda una jerarquía establecida, donde lo realmente importante es la pertenencia a esas redes de poder. Es difícil hablar entonces de una ciudadanía política fundada sobre derechos de una validez más o menos general. Igualmente, lo más propio y característico de Colombia es haber sido un país donde, a diferencia de lo que aconteció en las naciones del Cono Sur, no se logró definir, en los años treinta y cuarenta, una ciudadanía social, con derechos sociales de carácter también universal. Es decir, se introdujeron algunas reformas pero no se produjo realmente una legislación social global. Para empeorar más la situación, la llegada de la Violencia de los años cincuenta provocó el descalabro total de lo poco que se había logrado. En resumen, en Colombia existe realmente una muy fuerte participación política, porque están presentes el sentimiento de afiliación partidaria y las lealtades a las redes de los partidos. Pero el interrogante es: ¿existe una ciudadanía democrática moderna? Hay que tener mucho cuidado antes de hablar de esto.
Los efectos de la Violencia de los años cincuenta La Violencia de los años cincuenta arrojó como resultado paradójico el hecho de que el sistema político basado en la dupla estabilidad institucional-ciudadanía precaria haya podido mantenerse por más tiempo, ya que los resultados más visibles de la Violencia fueron el mantenimiento y el reforzamiento de la subordinación de las clases populares. Por ejemplo, en esos años fueron destruidas muchas organizaciones sociales que existían en los años cuarenta. Además, la Violencia logró que se mantuviera el peso del
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país periférico y rural en la vida política de Colombia a pesar de la creciente urbanización. Si uno mira la manera como ha venido funcionando la vida política del conjunto del país, se evidencia la enorme influencia de lo que pasaba en las regiones rurales. En gran parte, eso se debe a los efectos de la Violencia. Otro efecto de la Violencia de los años cincuenta ha sido el de que muchos colombianos afectados por la violencia, e incluso los no afectados por ella, se convencieron de que el empleo de la fuerza es el motor y el fondo de las relaciones sociales y políticas, más allá de las reglas institucionales y legales. Así, la Violencia ha dejado de ser una característica exclusiva de algunos episodios y fenómenos históricos específicos para convertirse en un imaginario colectivo, dominado por una violencia que habría regido desde siempre todas las relaciones sociales. Como todo imaginario, éste se apoya en una sustancialización: la cultura o el ser “naturalmente” violento de los colombianos. Otro resultado de la Violencia y de esta hegemonía de las elites es algo que puede ser calificado como “cultura del resentimiento” entre amplios sectores de las clases populares. La subordinación y el resentimiento van juntos. Si se quiere comprender en alguna medida la visión política de Manuel Marulanda, hay que tomar en serio su ira cuando evoca la pérdida de sus gallinas y marranos después del bombardeo de Marquetalia. Esta evocación tiene dos significados: el de una humillación que nada puede borrar y que marca de una vez y para siempre “la identidad campesina”, y el de una historia que se interpreta a partir de una pérdida inicial, lo que condena a vivir la historia, no en relación con un horizonte de espera y un futuro, sino como una eterna repetición. Esa humillación no encierra una expresión política definida pero puede tener una expresión armada; además, es un sentimiento que se encuentra en muchos sectores rurales y urbanos y que se expresa en la crítica y la desconfianza hacia las instituciones, sin que eso conduzca a una expresión política clara.
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El análisis del conflicto reciente Pasando al conflicto más reciente, considero que él puede analizarse desde varios ángulos. En primer lugar, es posible tomar como punto de partida las estrategias de los actores armados; en segundo lugar, se puede partir de las relaciones entre población civil y actores armados. En lo que respecta al estudio de las estrategias, este análisis no puede basarse exclusivamente en la consideración de los propósitos manifiestos y las declaraciones explícitas de los actores armados. Por lo demás, en el caso colombiano se trata de actores que no hablan mucho, que tampoco tratan de desarrollar una visión del mundo ni muestran una gran creatividad ideológica. Si se considera el caso de una guerrilla como las Farc, es siempre sorprendente cómo una agrupación armada que se supone tiene más de cuarenta años y que es posiblemente la más importante del mundo, no ha desarrollado ningún cuerpo doctrinal ni ninguna “visión del mundo” que suscite adhesiones apasionadas. Esta guerrilla no constituye ejemplo alguno para ninguna juventud radical en ninguna parte del país: entre la juventud radical de ninguna universidad nadie ha leído los textos de Jacobo Arenas o Manuel Marulanda. Porque no los hay o son muy pocos, y los pocos existentes reflejan sobre todo el momento inicial de la pérdida. Nada puede ser más pronunciado que su contraste con una guerrilla como Sendero Luminoso, que proponía alimentar, con las tesis de Abimael Guzmán, la necesidad de creencia de algunos jóvenes. La disparidad es grande incluso con otras guerrillas colombianas: el EPL podía reclamar, al menos, la figura carismática de Mao y luego la de Enver Hoxa, mientras el ELN podía reivindicar las de Camilo Torres y el Che. Ni las Farc ni los paramilitares produjeron textos. Ese silencio relativo hace del conflicto colombiano un caso muy especial, por esa incapacidad de los actores de tener un discurso, de tratar de convencer por medio de un discurso. Otro factor que hay que recordar siempre es la pluridimensionalidad de estos actores, pues ellos funcionan con base en el control de la población, la acumulación de recursos económicos, la capacidad militar, etc. A eso hay que
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añadir la diversidad de sus prácticas: en el caso de las guerrillas, la mezcla del recurso a la protección con el de la intimidación, como se observa en el terror ejercido sobre la población y la banalización de la práctica de los reclutamientos. Todo esto complica todavía más la definición de sus estrategias, ya que ellas deben amalgamar estas distintas dimensiones y tener en cuenta los efectos de sus prácticas cotidianas en sus estrategias de conjunto. Además, la combinación de los procedimientos va cambiando según los momentos en que van sucediendo y según las regiones donde acontecen. En algunos momentos y situaciones puede ser fundamental la consideración de la dimensión económica pero en otros no. Adicionalmente, es más complicado analizar las estrategias cuando los actores van definiendo su conducta a mediano y corto plazo sobre la marcha, en función de las interacciones con el resto de agrupaciones armadas. Cuando hablo de interacciones me refiero a una mezcla de transacciones, fenómenos de cooperación, fenómenos de guerra a muerte, fenómenos de competencia local. Todo eso se va mezclando: el tráfico de drogas en la zona del sur colombiano no habría podido funcionar durante mucho tiempo sin una cooperación-transacción entre narcotraficantes y guerrilla; en muchos casos, la cooperación se presentaba entre guerrilleros y paramilitares, como ocurre todavía en no pocos municipios. Habría que decir, pero no tengo tiempo, que, por supuesto, se pueden señalar importantes disimetrías organizativas entre narcos, guerrilleros y paramilitares.
¿Qué tipo de “política” manejan los actores armados? Por todas estas cambiantes interrelaciones y situaciones, es importante preguntarse por los métodos y los medios que sostienen la pretensión de los actores armados de conseguir sus fines políticos y hacerse reconocer como actores políticos. Voy a mencionar tres de ellos. En primer lugar, el control que ejercen sobre los territorios y sus pobladores. La definición de esos territorios obedece también a múltiples criterios: importancia estratégica (corredores de comunicación, cercanía a las fronteras), presencia de economía cocalera o de recursos mineros, carencia de implantación de las instituciones estatales. Conviene subrayar que, a
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medida que se prolonga el conflicto, las características sociales y culturales previamente existentes en esos territorios intervienen cada vez menos en la implantación de los actores armados. Lo que entonces cuenta más es la dinámica misma de la confrontación y la capacidad de los agentes para imponer su influencia. En segundo lugar, esta influencia depende cada vez menos de la adhesión de sus habitantes y mucho más del uso de la intimidación y el terror. Si Colombia cuenta actualmente con cerca de tres millones de personas desplazadas, es claro que la prioridad de los actores armados no es convencer a la población sino obtener su sumisión. Basta que la instauración del dominio sobre los territorios permita que los grupos armados sustituyan las redes políticas preexistentes y tomen el control de las instituciones locales. La actualmente llamada “parapolítica” no es sino la traducción por excelencia de esta situación. Durante algunas fases, las guerrillas, en particular las Farc, pretendieron obtener el mismo resultado (basta con recordar el momento en el cual ellas expulsaron de sus regiones a una gran parte de los funcionarios elegidos por voto popular), pero encontraron mayores dificultades para el control de las autoridades locales, porque no podían beneficiarse del apoyo de la fuerza pública ni de los representantes locales del Estado. En tercer lugar, la multiplicación de las atrocidades y actos de crueldad. La acumulación de masacres perpetradas por los paramilitares es lo que finalmente ha conducido al gobierno, no a reconocerlos plenamente como actores políticos (tal como planeaba inicialmente), pero por lo menos a darles un tratamiento político (la Ley de Justicia y Paz). Aunque las guerrillas han realizado menos masacres, el tratamiento que aplican al asunto de los secuestrados, y especialmente al de los secuestrados “políticos”, demuestra que ellas también buscan acceder a un estatus político por esta vía. Finalmente, interviene el manejo de importantes recursos económicos, entre los cuales aquellos provenientes de la droga, en la medida en que esto tiene impacto, tanto sobre las relaciones internacionales como sobre los indicadores macroeconómicos nacionales. El acceso a lo político está
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estrechamente ligado a las repercusiones internas y externas del tráfico de drogas. Por eso, repito, la política de los grupos debe analizarse a partir de estas situaciones: no por sus declaraciones sino por lo que hacen; no a partir de las finalidades que subrayan sino por los efectos, no siempre deseados, que provocan sus actuaciones, incluso sobre las mismas políticas gubernamentales.
¿Qué pasa con la población en medio del conflicto? Ayer quedé con algunos interrogantes sobre la manera como se analizaba la relación entre los actores armados y la población. Concuerdo con lo dicho acerca de que la población civil está totalmente inmersa en el conflicto, lo que la obliga a adoptar conductas para adaptarse. En ese sentido, están muy bien las tipologías propuestas por Ana María Arjona en la sesión de ayer. Durante los últimos años ha habido en Colombia sectores muy simpatizantes de la lucha armada y algunos otros con menor intensidad, pero yo diría que toda Colombia, de alguna manera, está relacionada con los actores armados. La Iglesia católica está en el pleno corazón del conflicto, lo que le permite hablar con los actores armados, y lo mismo ocurre con los alcaldes. Es decir, la situación general de este país obliga a que haya necesariamente una relación con los actores armados. De todas maneras, me parece demasiado simple analizar esta relación en términos de sentimientos o intereses personales, aunque ellos puedan existir en algunos momentos. Por ejemplo, es bien sabido que las Farc han recibido una buena acogida en muchas zonas de colonización campesina y especialmente en áreas de cultivos de coca. Sin embargo, las carencias ideológicas de los actores armados conducen a que las adhesiones de los pobladores no puedan asimilarse a convicciones muy sólidas ni tengan tampoco un impacto profundo sobre la evolución del conflicto. Obviamente, tampoco se puede seguir ignorando los efectos de esta adhesión tácita o explícita de los habitantes de algunas regiones a uno u otro de los actores
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armados. Pero creo que el punto de partida que hay que tener siempre en cuenta es la capacidad de intimidación y coerción que manejan los grupos organizados en armas. Yo sugeriría rehacer la tipología de la siguiente manera: distinguir dos situaciones. En una primera situación, un actor legal o ilegal mantiene un monopolio casi total de la capacidad local en el ámbito local, como ha sido el caso de las Farc en algunas regiones durante muchos años, y como ahora puede ser el caso de los paramilitares en otros tantos departamentos. Una segunda situación representaría casos muy importantes ocurridos en Colombia en los años recientes, y en ella ningún grupo armado tiene un monopolio total sino que hay competencia por el control del territorio. Así, encontramos lugares donde prácticamente no existen fronteras entre los actores armados, donde la desconfianza de la gente es muy grande porque no sabe quién va a ser el dueño del territorio, y se produce entonces un fenómeno que puede denominarse como desterritorialización. Esto significa que lo que antes se llamaba territorio se convierte ahora en un mero campo de relaciones de fuerza, sin que entren a jugar las preferencias individuales o colectivas de la población y menos todavía las identidades previas. Lo que quiero afirmar es que hoy, en el año 2008, esta situación se ha vuelto muy extendida: ya no son muchas las zonas plenamente controladas por las Farc donde la población no tenga que temer que mañana las cosas cambien y que lleguen los paramilitares a desplazar a la guerrilla. Si bien ahora son numerosas las regiones totalmente controladas por los grupos paramilitares, parece que frecuentemente sus habitantes mantienen una actitud de cautela frente a ellos. He leído varios trabajos interesantes sobre zonas paramilitares como Urabá, que muestran que la gente se siente feliz y acepta el dominio de los paramilitares, toda vez que, según criterio extendido, ellos “al menos establecieron el orden”, etc. Pero la gente no se atreve a hablar de política ni a discutir mucho sobre las medidas que toman los paramilitares. Cuando éstos matan a una persona, la población no va a preguntar qué pasa, porque no hay ningún espacio público para el reclamo. En este país se ha producido un proceso de aprendizaje que ha llevado a las poblaciones a
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moverse con bastante cuidado y a no confiar demasiado en los vencedores de hoy, dada la inestabilidad de las fronteras entre los grupos armados y los cambios de los mismos detentadores del poder local. No conozco ninguna zona simpatizante de la guerrilla donde los padres ahora acepten sin problema que sus hijos salgan camino a la guerrilla, como sucedía hace un tiempo. No conozco testimonios de ninguna zona donde la población civil acepte tan fácilmente los castigos, a veces de muerte, que la guerrilla o los paramilitares imparten a los que hicieron algo que no les gustaba. Es decir, es claro que existen múltiples modalidades de relaciones de la población con los grupos armados, pero lo que cuenta es el poder de esas organizaciones, mucho más que las opiniones de los habitantes. Después viene todo el análisis de los acuerdos de la población civil, pero estos arreglos, por sí solos, no influyen mayormente en la evolución del conflicto. Tampoco creo que el conflicto colombiano se componga sencillamente de un conjunto de escenas locales donde las situaciones no están relacionadas con las que prevalecen en otras partes. Si bien es cierto que hay escenas locales diferentes y que éste debe ser uno de los puntos de los análisis, no podemos tampoco aceptar que una situación local sea totalmente autónoma de otra. La Violencia de los años cincuenta también cubría múltiples fenómenos locales, pero ello no implicaba que hubiera que buscar una interpretación específica para cada situación local. Prueba de eso fue la capacidad del Frente Nacional para lograr la superación del conflicto, porque en ese periodo las pertenencias políticas partidistas ayudaban mucho: en pocos años, este acuerdo permitió la disminución de la violencia en numerosas zonas. Esto significa que el problema no se reducía únicamente a condiciones de venganza local existentes en algunas zonas que sirvieran para explicar el conflicto del nivel central. No era así: había elementos manejados por los actores organizados que hacían que tuviera sentido buscar arreglos con altas esferas del nivel nacional que surtieran efecto en el ámbito local.
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El problema de las desigualdades y jerarquías sociales A diferencia de lo que ocurría en la Violencia de los años cincuenta, en el momento actual las jerarquías sociales se han visto especialmente “resquebrajadas”. En 1950 teníamos todavía una sociedad jerarquizada en la que persistían relaciones de respeto y donde los “notables” mantenían su influencia sobre las redes políticas. Allí también la economía de la droga trastocó todo: se constituyó todo un conjunto de clases emergentes que se tomó las redes de poder y las instituciones políticas locales y, a veces, incluso las nacionales. Esta ruptura de la estructura jerárquica no significa que Colombia se haya transformado en una sociedad más igualitaria. Por el contrario, nunca como ahora habían sido tan acentuadas las desigualdades sociales. Pero hoy es inútil esperar, como sucedía en 1960, que las situaciones de exclusión social puedan ser reabsorbidas por las políticas públicas o por la acción colectiva de los excluidos. El resultado de la violencia reciente es, más bien, un fenómeno general de “desafiliación” —para citar el término utilizado por Robert Castel—, que debilita las posibilidades de identificación colectiva y solo deja lugar para adhesiones instrumentales o para un individualismo “negativo”, es decir, un individualismo que no es portador de una pretensión emancipadora. En sus diversos trabajos, y a propósito del impacto de la mundialización sobre las distintas sociedades, Antonio Negri evoca la llegada de una era de la “multitud”. Subraya así la necesidad de renunciar a razonar en términos de identidades colectivas o de intereses de clase, pero también en términos de la democracia representativa clásica: conviene ahora partir de la desorganización de estos mecanismos tradicionales de constitución de los sujetos colectivos. La noción de “multitudes” evoca también la posibilidad de que se establezcan, entre la gente, redes horizontales que pueden expresar nuevas formas de solidaridad y resistencia, aunque por ahora carezcan de expresión política. Cuando se estudia el problema de los desplazados en Colombia, uno
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se sorprende al ver que se mantienen formas de solidaridad y, más generalmente, de “civilidad”. La civilidad es solo un componente de la ciudadanía. No implica necesariamente la adhesión a las instituciones ni la apropiación de los derechos proclamados en los textos jurídicos. La civilidad se manifiesta mediante prácticas horizontales de reconocimiento recíproco entre la gente que está bajo las mismas condiciones. Sin embargo, no hay que hacerse demasiadas ilusiones. Por ahora, la experiencia vivida por los desplazados hace que la desconfianza atraviese muchas relaciones sociales, incluso las horizontales. Entre los desplazados por los paramilitares y los desplazados por las guerrillas subsisten distancias que están lejos de superarse. Estas distancias son aún mayores entre los desplazados y aquellos que no han vivido esa experiencia: prueba de ello es la estigmatización a la cual es sometida la población desplazada. Por eso, las iniciativas de la “sociedad civil” no bastan para reconstruir ciudadanía. Las huellas dejadas por los sufrimientos recientes arriesgan desembocar en una nueva cultura del resentimiento. La exacerbación de las desigualdades sociales no puede por menos de contribuir a ello. Por eso mismo resulta esencial la evolución de las instituciones en sentido democrático. A propósito, la manera como la Comisión Nacional de Reconciliación y Reparación y la Comisión de Verdad Histórica desarrollen sus tareas se va a convertir en un indicador fundamental. No se trata solamente de “reparar”, se trata de dar un sentido a lo que sucedió, de construir relatos que permitan la expresión de las diversas experiencias y la aceptación de la legitimidad de las múltiples versiones que se produzcan sobre los hechos. Después de todo, talvez la formación de sensibilidades democráticas requiera, como momento inicial, la aceptación de la multiplicidad de los puntos de vista.
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PANEL 3 Política y Conflicto COMENTARIOS DE JENNY PEARCE* Retos para la construcción de ciudadanía en situaciones de conflicto Mis comentarios parten de los interrogantes que han planteado Daniel Pécaut y Fernando Escalante sobre la posibilidad de hablar de ciudadanía en contextos como el nuestro, marcados por la violencia y las relaciones clientelistas. Sin descartar del todo la posibilidad del pesimismo del intelecto, quiero inyectar un poco de optimismo de la voluntad al debate, que hasta ahora se ha caracterizado por el pesimismo. Por eso quiero mirar las cosas desde otro “lente”. En ese sentido, quiero plantear que no es posible la existencia de un Estado de Derecho, de un Estado eficiente y legítimo, sin que la sociedad lo desee, lo sustente y siga luchando activamente para que sea sustantivo. En este sentido es interesante que siga estando vigente el concepto de sociedad civil, a pesar de ser un concepto ambiguo, heterogéneo y complejo. Es importante que se siga hablando de él hoy en día, porque al final de cuentas es un término que nos hace pensar en cómo construir un Estado de Derecho fuerte y eficiente, y al mismo tiempo, en cómo garantizar la ciudadanía. La vida asociativa construye capacidades colectivas, por ejemplo, para garantizar y proteger los derechos individuales.
* Directora del Instituto de Estudios de Paz, ICPS, de la Universidad de Bradford. Profesora de Política Latinoamericana en el mismo instituto. Sus áreas de interes investigativo son la política contemporánea y cambio social en América Latina, la construcción de ciudadanía en contextos de violencia crónica, especialmente en Guatemala y Colômbia.
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Ayer salí pensando en cuál era la relación entre las dinámicas locales y regionales de la guerra en Colombia y los problemas estructurales económicos y sociales que se discutieron en la sesión anterior del seminario. Esta relación me llevó a preguntarme cómo pensar, dada esta estructura y esta dinámica violenta, en lo que podríamos denominar “agencia” como práctica y normatividad. Por ejemplo, ¿cuál sería la diferencia entre la adaptación a los órdenes de facto impuestos por los actores armados, como analizó Ana María Arjona, y la construcción de ciudadanía, en el sentido presentado por Daniel Pécaut? Quiero complementar lo que Ana dijo sobre la resistencia como una forma que surge a veces en estos contextos, mencionando lo que encuentro en muchos lugares de Colombia. En mi experiencia de trabajo de campo en zonas de conflicto en Colombia, es común encontrar en muchos lugares algo que es mucho más positivo que la resistencia: por ejemplo, hay muchas formas de desafío a estos órdenes impuestos. En muchos casos los actores locales y regionales están creando lo que yo llamaría “las bases de una forma de proto-ciudadanía” en torno a la búsqueda de paz. El carácter paradójico de la violencia reside en que, al mismo tiempo, impide y fomenta la participación. Por eso hay que preguntarse: ¿Qué tanto impide la violencia la participación? ¿Qué tanto y cómo la fomenta? En mi trabajo de campo en zonas de violencia en Colombia siempre me ha sorprendido la manera como la gente se organiza, en medio de la violencia, para reclamar los derechos de respeto, igualdad, participación política, libre desplazamiento, salarios mínimos, protección de abusos y lo más fundamental, el derecho a la vida. Es también sorprendente cuántos miles de colombianos han muerto en la lucha por estos derechos. Ahí hay un ejercicio de ciudadanía latente, centrada en el reclamo individual y colectivo de los derechos a pesar de la falta de reconocimiento de la esencia de ciudadanía, como lo mencionó Daniel Pécaut, por parte de los actores armados y a veces de parte del mismo Estado. Lo que me parece muy interesante de este proyecto de Odecofi es que tiene la ventaja de abrir la posibilidad de investigar cuáles son los factores
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regionales y locales que hacen posible los esfuerzos de proto-ciudadanía. En este sentido hay varios factores que se pueden tomar en cuenta: el tipo de actor armado, las cuestiones de género, las relaciones hombre-mujer, los factores generacionales –juventud y longevidad –, las historias previas de organización social, la evolución del clientelismo en el lugar, etc. La combinación de estos factores nos da entonces la posibilidad de mapear, junto con los actores sociales de las comunidades, la manera como todos ellos intervienen, para analizar si son y hasta qué punto, la base de una posible ciudadanía del futuro. Mis visitas en los trabajos de campo me permiten tener muy clara esta gama de posibilidades. A pesar de la mirada pesimista de muchos, yo creo que esta conferencia también llama la atención a la heterogeneidad. El contraste de situaciones es muy visible: hace dos años, me dijeron en Sincelejo “ya no hay sociedad civil aquí”, mientras que en Buga me decían que el control de los narcotraficantes se reflejaba en todo tipo de incursión en la vida diaria de la gente, lo que distorsionaba, obviamente, esas posibilidades. Sin embargo, esto contrasta con el Nororiente antioqueño donde –como dijo ayer Clara Inés García- hay una historia bastante llamativa de organización social; además, del hecho de que esta región no haya producido grupos paramilitares propios. Todo esto muestra que hay factores que hacen posible un ejercicio distinto de ciudadanía. A pesar de todo este espectro de situaciones en contraste, me sorprende mucho la cantidad de gente que todavía se atreve a hacer algo en la esfera pública en medio de las peores situaciones. Recuerdo por ejemplo, lo que me contaron en Yopal, Casanare, en 1999 sobre la recientemente pasada celebración del Día Internacional de la Mujer: entonces, con todos los espacios cerrados a la movilización, las mujeres marcharon por la ciudad, a pesar de recibir abusos de todos los hombres que circulaban alrededor. Ellas lograron así marcar la posibilidad de mantener algún espacio público. En los pocos minutos que tengo todavía quiero profundizar un poco más sobre la diferencia que supone realizar este tipo de participación en medio
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de la violencia, sin reificar ni exagerar las experiencias, pero tratando sí de reconocer algo que es muy vital en la política colombiana. En un estudio de diferentes formas de participación en Colombia que hicimos hace dos años, miramos varios espacios de poder donde actúan varios actores de la sociedad civil y en varios niveles, a veces local, a veces regional y a veces hasta nacional. Esa investigación realizada por nuestro equipo, en compañía de organizaciones sociales, comunitarias y de ONG en espacios rurales y urbanos, identificó acciones que están en la base de un ejercicio de ciudadanía: algunas de estas acciones son la deslegitimación de algunos tipos de violencia, como la violencia doméstica, la inclusión de la violencia como una cuestión de políticas públicas, el cuestionamiento a relaciones de género que fomentan prácticas violentas, la búsqueda de relaciones respetuosas entre sujetos, etc. Evidencia de este tipo de acciones se encuentra en algunos de los testimonios recogidos en el curso de la investigación, como los que cito a continuación: “(…) Conoció la guerra cuando llegó al municipio. (Las mujeres querían) cambiar la parte violenta por la parte afectiva del ser humano.[Decidieron adelantar] una acción no violenta, rechazando la violencia sexual contra las niñas. Las mujeres por temor no denuncian. Así que en compañía de la alcaldesa, la Personería y la Secretaría de Salud, sacaron una camiseta contra las violaciones, letreros para que denuncien, [hicieron] una marcha municipal y se pararon en los sitios donde ellos trabajan y les dijeron que sabían quienes eran. Los adultos llevaban las pancartas y los niños señalaban a los violadores y ya saben que no pueden entrar a esos sitios solos. Los hombres se quedaron quietos. Las mujeres están dando el paso…”
Esta participación va fortaleciendo las relaciones e incorporando las opiniones de otros, lo mismo que compartiendo experiencias en beneficio de una comunidad:
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“Participar es que se meta todo el mundo en el cuento: que si se va a hacer una actividad, es lo que piensa cada uno, todo eso articularlo de forma constructiva para fortalecer las relaciones, incorporar todas las opiniones que son valiosas. Es tener la oportunidad de compartir experiencias de beneficio de una comunidad o una persona, de dar soluciones.”
Y algo fundamental para el tema que nos ocupa: la participación permite hacer de la violencia privada una cuestión pública: “En el país no existe política pública frente a la violencia porque la convivencia estaba dentro de las casas, pero ya están saliendo al público por eso la importancia de la política. Los administradores están dando grandes obras, pero no invierten en la persona. El mismo ICBF lo tiene descuidado, están interesados en que al niño no le falte la comida, pero no en lo que está pasando al interior de las familias; les interesa más la escuela, hacerla bonita.”
Estas acciones pueden llevar a hacer pensar que hay algo más allá de la resistencia que está emergiendo en Colombia hoy en día, si las reconocemos como un ejercicio de construcción de ciudadanía en el sentido de ser también una reclamación de derechos. Esta emergencia de sujetos de derechos está en el fondo de lo que es la ciudadanía, especialmente si destacamos el hecho de que este tipo de actividades son realizadas en medio de la violencia: ellas abren espacios, visibilizan violencias ocultas y deslegitiman violencias sancionadas. Este ejercicio de movilización social se caracteriza por legitimar algunas violencias y deslegitimar otras, como el caso de la violencia doméstica. Hace unas décadas esta violencia no era considerada importante en el mundo; pero gracias a muchos esfuerzos dentro de la sociedad civil, aunque todavía se practica, por lo menos es sancionada. Este es un punto muy importante: tiene que ver con la trascendencia de los reclamos por derechos — individuales y colectivos — a la esfera pública. Allí es donde se limitan las posibilidades de acción política social, pese a la
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capacidad creativa de las organizaciones sociales que existen en Colombia en la actualidad. La acción social por la defensa de los derechos hace de la violencia una cuestión de políticas públicas, cuestionando las relaciones de género que generan violencia y proponiendo formas de relación respetuosa y constructiva entre los sujetos capaces de producir beneficios para muchos.
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Al mismo tiempo me pregunto ¿cuál es la diferencia de actuar en un contexto caracterizado por un poder asimétrico, como muchos de los espacios donde los colombianos tienen que actuar? O, ¿cuál es la diferencia de actuar en situaciones de violencia crónica, o en contextos en los que el espacio está totalmente dominado por los actores armados? Creo que este es un punto muy importante, porque, como dijo Daniel Pécaut, hay que tener en cuenta factores como el miedo y la violencia dentro de un espacio. No puedo profundizar este tema ahora, pero creo que hay que reconocer que la violencia hace cosas diferentes al poder dominante, pues implica también la negación del cuerpo, la existencia del otro y el cierre de los pluralismos. Además, la violencia impide el desarrollo de las relaciones sociales, impone fronteras en relación con el espacio y se reproduce mediante ciclos generacionales. Este último aspecto trae implícita una reflexión sobre la socialización de la masculinidad en contextos de guerra prolongada. La violencia se reproduce y se transmite en espacios generacionales de socialización: por ejemplo, la mayor parte de violencia a nivel mundial —según estadísticas de la OMS— es cometida por jóvenes entre 15 y 44 años sobre jóvenes entre 15 y 44 años. Lo mismo ocurre en la socialización por género: los hombres se sienten más masculinos ejerciendo la violencia y las mujeres más femeninas no ejerciéndola. Y no exagero la diferencia: aunque también hay mujeres violentas, según las estadísticas que tenemos el número de ellas es muchísimo menor. Esto muestra cómo la participación en estas movilizaciones en situaciones de violencia no solamente abre un espacio de acción cívica sino que también trata de interrumpir estos círculos generacionales de violencia. En esta forma,
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se mantiene el valor civil en medio de la violencia, en lo que yo llamaría la base de una ciudadanía. Hacer de la violencia privada una cuestión pública responde en mi juicio a lo que Daniel Pécaut planteó: aún en medio de la violencia los colombianos están construyendo las bases para la ciudadanía.
COMENTARIOS DE MAURICIO GARCÍA VILLEGAS* Quiero aclarar que los organizadores del seminario me pidieron que, en lugar de comentar propiamente las dos ponencias principales de esta mañana, hiciera una brevísima presentación sobre una investigación en curso que está relacionada con jueces que operan en zonas de conflicto armado. Creo que tal estudio está estrechamente relacionado con esas dos exposiciones. Esta investigación parte de un marco teórico en el que se relacionan Estado y sociedad civil en Estados periféricos, particularmente en América Latina y en Colombia. Quisiera empezar mostrando el siguiente esquema, que relaciona diferentes tipos de Estado o diferentes expresiones y manifestaciones de Estado con diversas expresiones y manifestaciones de la sociedad civil. En nuestros países el Estado es un Estado camaleónico que se adapta, se mimetiza y se acomoda a las circunstancias en las cuales se presenta. Para ponerlo en términos simples y esquemáticos, hay tres manifestaciones de Estado. A pesar de los conflictos y de todo lo que se ha dicho aquí en estos días, tenemos situaciones en las cuales el Estado colombiano se comporta como un Estado moderno: esto sucede en ciertas partes de Bogotá —quizás no en todas ellas— o en Medellín y en regiones sobre todo urbanas. Allí el Estado es capaz de imponerse frente a los actores sociales, de imponer justicia y cobrar impuestos, y de ahí que tenga recursos suficientes para hacer obras públicas, etc. Así, a pesar de todo, también tenemos en Colombia ese tipo de Estado.
* Abogado, doctor en Ciencia Política de la Universidad Católica de Lovaina, con estudios post-doctorales en la Universidad de WisconsinMadison, USA; profesor de Derecho de la Universidad Nacional de Colombia y director de investigaciones del Centro de Estudios de Derecho Justicia y Sociedad - DeJusticia.
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Al lado de eso aparecen situaciones en las cuales el Estado no existe, y no existe para nada. Tenemos grandes extensiones del territorio nacional donde el Estado no tiene ninguna presencia ni ninguna capacidad de imposición; allí existe una especie de situación precontractual –que persiste hoy en día como existió durante la Colonia, el siglo XIX y parte del XX–. En una posición intermedia tenemos una situación donde el Estado existe de alguna manera: están los jueces, los alcaldes, los procuradores, la fiscalía, la policía, etc., pero estas instituciones en realidad no funcionan como tales, sino que con mucha frecuencia tienen que negociar con los actores hegemónicos de las localidades y regiones, con los intermediarios, los gamonales, los políticos clientelistas. Es decir, allí se presenta un proceso muy complejo de imbricación entre instituciones que tienen poder. Por otro lado está la sociedad civil, que también es un concepto demasiado general para expresar la complejidad del fenómeno que tenemos en América Latina: hay una parte de la sociedad civil que está tan cerca del poder y del Estado, que los maneja casi como una propiedad privada. Estos sectores no dependen del Estado sino que lo operan como suyo: llaman al ministro para que le resuelva un problema en un ministerio o lo relativo a un contrato. Al lado de esos sectores aparece una sociedad civil completamente huérfana que no tiene ninguna capacidad de acceder al Estado para hacer respetar sus derechos. Y en la mitad de esos dos extremos se observa algo que se parece a una sociedad civil. Si relacionamos esas categorías tenemos una situación compleja donde contrastamos, por un lado, un país moderno fruto de la confluencia de un Estado constitucional y una sociedad civil relativamente organizada y, por otro, un país ajeno que combina un Estado ausente con una sociedad desvalida. Por otra parte, encontramos también un país difuso en la mitad de las dos situaciones anteriores. Este es el país que nos interesa fundamentalmente, el país que da lugar a esta investigación que está en curso, de la cual voy a exponer unos datos muy breves y preliminares. Desde luego, voy a mostrar tipos ideales en una presentación muy esquemática, que no hace suficiente justicia a las múltiples formas de combinación que pueden apa-
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recer entre estos rasgos. De este interés surgieron dos investigaciones que estoy llevando a cabo en DeJusticia, el Centro de investigaciones de Derecho, Justicia y Sociedad: una, a la cual me voy a referir en esta exposición, sobre los jueces en zonas de conflicto armado, y la otra, que trata sobre la cultura del incumplimiento de las reglas en América Latina. Para hablar de esta primera investigación empiezo por decir que el tema de la justicia ha estado dominado tradicionalmente en Colombia por los ministerios de justicia y los abogados, aunque de un tiempo para acá ha despertado el interés de economistas y gerentes del Banco Mundial, el BID y las agencias de cooperación internacional, todos los cuales buscan hacer más eficiente la justicia. Es un tema del cual se han preocupado muy poco los politólogos, los violentólogos y los expertos en violencia en Colombia, de manera negligente, creo yo. Hace un tiempo hice una revisión de los artículos publicados durante más de veinte años por la revista Análisis Político, del Iepri. Encontré que, de unos cuatrocientos cincuenta artículos, solo había diez sobre la justicia. Además, hay que tener en cuenta que esos diez artículos fueron publicados en una época muy particular: hace más de diez años, cuando en el Iepri estaban Hernando Valencia Villa, Juan Gabriel Gómez e Iván Orozco, todos abogados e interesados en el tema de la justicia y que escribieron unos ocho o nueve artículos poco relacionados con el conflicto armado. A mí me parece increíble que los politólogos no se hayan ocupado más del tema de la justicia. Para el estudio del conflicto armado son muy importantes los análisis sobre el Ejército y la economía de la guerra, pero también es fundamental la justicia, porque si bien hay que enfrentar a la guerrilla fundamentalmente por medio de un ejército, es claro que a los paramilitares se los confronta primordialmente como se enfrentan las mafias: no con ejércitos sino fundamentalmente con aparatos de justicia. Así ha sucedido en Italia y en muchos otros países. La mafia es un poder tan fuerte como una guerrilla, pero está tan enquistado en la sociedad, que un aparato de justicia es lo único que puede disuadirla y acabarla.
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Por eso esta investigación se ubica dentro de la perspectiva política de la justicia como un elemento fundamental del conflicto y de la violencia en que vive Colombia. La investigación consiste en mirar qué pasa con la justicia en los territorios donde hay presencia de actores armados: son entre trescientos cincuenta y cuatrocientos municipios. Lo que hacemos fundamentalmente en la investigación son dos cosas, entre otras muchas. En primer lugar, realizar entrevistas en profundidad a jueces que están en esos territorios, pidiéndoles que nos cuenten de qué manera operan en esos territorios; en eso hemos gastado más o menos un año. Inicialmente pensé que todos esos jueces estaban amenazados, y muchos de ellos lo están realmente. Pero lo que nos hemos encontrado es que muchos de ellos hacen muy poco en términos de administración de justicia: permanecen en esos territorios pero no deciden prácticamente casi nada, porque no les llegan casos sobre los cuales decidir. Es decir, son jueces inocuos: siguen teniendo un despacho judicial, siguen recibiendo los sueldos que les corresponden, siguen siendo funcionarios públicos pero pierden el estatus jurídico de jueces, pues no tienen la posibilidad de resolver los conflictos fundamentales que se presentan en sus municipios. Sin embargo, no quisimos reducirnos solamente a estas entrevistas, pues queríamos tener una prueba fuerte de esa hipótesis inicial. Para eso, obtuvimos unos datos del Consejo Superior de la Judicatura, los datos que los jueces deben enviar en su informe trimestral a ese Consejo sobre todo lo que les entra a los juzgados y lo que deciden en los juzgados. Esto quiere decir que el Consejo tiene información de todo lo que hacen los jueces cada tres meses en el país. Nosotros recibimos esa información, que todavía está en bruto, de la cual hemos ido filtrando algunos datos, porque los informes se refieren a todos los temas de la justicia: derecho penal, civil, cuestiones de familia, derecho agrario y sucesiones. Se trata de una lista enorme de entradas temáticas por asunto legal y por decisiones o salidas. Lo que hemos hecho es clasificar esos cuatrocientos cincuenta municipios según la presencia del actor armado de que se trate: separar municipios con presencia paramilitar, municipios con presencia guerrillera, municipios en
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disputa donde están los dos actores armados y municipios pacíficos. A partir de esa clasificación hemos venido analizando qué es lo que entra y sale en estos municipios: qué casos llegan a los jueces y qué decisiones toman ellos. Así, por ejemplo, para el año 2002 tenemos datos muy parciales sobre los delitos de hurto: en ellos ustedes pueden observar que los municipios donde no hay presencia de actores armados tienen muchísimas mayores entradas por hurto que los municipios con presencia paramilitar o guerrillera. Y, de nuevo, el cúmulo de salidas (condenas, sentencias anticipadas o absoluciones) es mucho mayor en los municipios pacíficos que en los demás. En cuanto a los delitos relacionados con lesiones personales la diferencia es menos evidente, pero también es significativa. Con relación a lo que pasa en municipios en disputa la situación es aún más dramática. En 2005 la historia se repite: en el caso de entradas y salidas por hurto los municipios pacíficos superan a los demás; en el caso de las lesiones personales, de nuevo, la situación es menos evidente aunque también hay una diferencia tanto en entradas como en salidas. Ahora estamos dedicados a analizar lo que la sociología jurídica denomina la pirámide de la litigiosidad, una pirámide cuya base está compuesta por los conflictos reales de la sociedad, de los cuales solo una parte llega a la justicia. Muchos de ellos se resuelven por frustración, otros por mediación, otros por conciliación o distintos mecanismos que tiene la sociedad para resolver estos problemas. Uno de los problemas que tiene Colombia es que se han debilitado mucho esos mecanismos informales de resolución de conflictos, pero además, creo yo, la justicia misma también se ha debilitado. Estamos averiguando la relación de esta conflictividad real con la justicia. En el caso de los homicidios parecería —de acuerdo con los trabajos hechos por Fabio Sánchez, Camilo Echandía, Mauricio Rubio y otros— que ha habido una relación proporcional entre el aumento de la presencia de los actores armados y el incremento de la conflictividad homicida, que da lugar a los homicidios. Lo que queremos mostrar es que, a mayor aumento de la presencia de actores armados, hay un mayor aumento de esta conflictividad
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y una mayor disminución de la justicia. Hasta ahora tendemos a ver, aunque no tenemos todavía suficiente evidencia, por disponer solo de la relación entre homicidios y la justicia en el año 2002, que la relación entre el cúmulo de justicia y la criminalidad real es más importante en los municipios pacíficos. Todavía habría que profundizar en la comparación haciendo referencia a las resoluciones de acusación, sentencias anticipadas, absoluciones y condenas. Pero la tendencia es que la relación entre la conflictividad real y las decisiones de justicia es mucho mayor en los municipios pacíficos que en los demás municipios.
COMENTARIOS DE GLORIA ISABEL OCAMPO* Quiero iniciar mi comentario tomando dos sugerencias expuestas por los conferencistas. De Daniel Pécaut tomo la pregunta sobre si la noción de ciudadanía y las instituciones pueden tener cabida en una situación de conflicto prolongado y las dificultades que él anota para la construcción de ciudadanía en situaciones de presencia de actores armados. De Fernando Escalante asumo la idea o la duda que él manifiesta sobre las dificultades que implica, para la comprensión de las instituciones en muchos lugares del mundo y especialmente en Colombia, el hecho de tomar como referente una forma política que en muchos aspectos nos parece como exótica, desde el punto de vista de nuestras sociabilidades políticas, nuestras ideas de las relaciones políticas, nuestras identidades políticas, nuestros esquemas y posibilidades de participación, etc. También acudo a la idea de que la ilusión de exterioridad del Estado es constitutiva del Estado y de que éste se construye cotidianamente por medio de prácticas y de relaciones que exceden el ámbito de lo que normalmente consideramos como estatal, como, por ejemplo, el clientelismo.
* Pregrado y postgrado en Etnología, Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, París. Investigadora del Instituto Colombiano de Antropología e Historia (Icanh), vicerrectora académica de la Universidad de Antioquia, profesora y, actualmente, jefe del Departamento de Antropología de esa misma Universidad. Coordina el grupo de investigación Observatorio de las relaciones Estado/sociedad en contextos locales, que es Miembro de Odecofi.
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Para mis comentarios voy a asumir el punto de vista local. Quiero aclarar que local no significa aislado: o sea, soy consciente de que las situaciones locales hacen parte de dimensiones mucho más amplias, que pueden ser nacionales e incluso planetarias. También quiero advertir que mi consideración de lo local no significa que piense que la situación del país sea simplemente la sumatoria de situaciones locales, como criticaba Daniel Pécaut de algunas interpretaciones. Considero que la situación nacional es mucho más que eso, pero creo que hay que poner atención a esas situaciones locales. Acudo también a la idea expuesta por Pécaut acerca de la incertidumbre y la confusión que ocasiona la presencia del conflicto armado. Ahora bien, mi percepción es que la gente tiene, en los departamentos de La Guajira y Córdoba y en el municipio de Medellín, que son los casos que hemos analizado, una idea de la importancia de la existencia del Estado pero carece de claridad respecto de lo que sería ese Estado. Ésta solo aparece en los ámbitos académicos, donde hay otro tipo de discusiones. A lo que aspira la gente común es a que exista un Otro, un tercero que pueda situarse con legitimidad por encima de la sociedad y garantice la realización de las ideas locales, que tienen que ver básicamente con la justicia. Por eso, ante la ausencia de ese Estado que se espera, o de lo que se esperaría que fuera el Estado, la gente hace arreglos para garantizar la solución de las tensiones de acuerdo con dichas ideas locales de justicia. En el caso de varias regiones de Córdoba, en la época en que las Autodefensas Unidas de Colombia eran dirigidas por Carlos Castaño, el poder paramilitar llegó a ser la imagen especular del Estado: Castaño actuaba como un referente mítico (a la manera del Estado), que, incluso, podía producir efectos con solo nombrarlo. Como se hace con el Estado, el centro de poder paramilitar se nombraba metafóricamente, de modo que en el medio oficial se decía que una persona había “hablado con Bogotá” o que allí se había tomado una decisión. “Estuvo allá arriba” o “Es una orden de allá arriba” eran las fórmulas que se utilizaban para indicar que alguien había ido a conversar con los jefes paramilitares (en el alto Sinú) o que una orden provenía de ellos.
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En esta misma línea, a partir de mis observaciones en el departamento de Córdoba, quiero continuar tratando de responder a la pregunta que se ha hecho aquí sobre lo que pasa con la sociedad en situación de conflicto armado, pero quiero advertir que ellas son mucho más consistentes y precisas para el momento en que Carlos Castaño era el jefe de las Autodefensas Unidas de Colombia. Sobre la situación actual, estoy todavía haciendo observaciones pero no podría avanzar en resultados. Ante todo, creo que es muy importante cuestionar la visión dicotómica que presenta la sociedad civil que está sometida a jurisdicciones de facto, simplemente como cómplice o víctima de los actores armados. Es decir, hay que superar la idea de que la sociedad, o es aliada o es enemiga del grupo armado, que obedece o colabora. Creo que esta visión dicotómica de la sociedad civil como aliada o como enemiga está implícita en la posición o concepción de los oponentes mismos y que ella fundamenta las exacciones y presiones de los grupos armados, incluyendo a la fuerza pública, como vemos en las masacres, las detenciones masivas, las ejecuciones sumarias, etc. En contraste con esta visión simplista, considero que la relación de la población civil con los grupos armados es muchísimo más compleja. En este sentido, quiero complementar las distinciones de grados de dominio y aceptación de la sociedad civil frente a los actores armados, que hizo Ana María Arjona en su presentación: a las distinciones que ella hizo habría que agregar una visión situacional, que tenga en cuenta que la posición de los individuos y de la sociedad respecto del grupo armado puede variar dependiendo de las circunstancias concretas, que son esencialmente inestables, en vez de considerarlas en una situación estable, como su esquema parece sugerir. Obviamente, estoy pensando en situaciones de presencia e incluso de control paraestatal; por ejemplo, en lo que pasaba en el departamento de Córdoba, y no en las situaciones que se viven en las zonas de conflicto activo o intenso, como podría ser en ciertos momentos el Nudo de Paramillo, en Córdoba. Me refiero entonces a esas situaciones de presencia y control paraestatal pero donde la sociedad todavía tiene márgenes de negociación en relación
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con aspectos de su identidad y con algunas condiciones de su existencia. La posibilidad de existencia de estos espacios de negociación depende de la necesidad que tiene el para-Estado de negociar con la población civil para verse legitimado, o de la incapacidad de este grupo para ejercer pleno control de la población y el territorio. En el curso de esas negociaciones, los individuos y las colectividades desarrollan competencias para transitar entre sistemas normativos disímiles e interpretar, en su favor, reglas distintas a las oficiales. Más aún, se hacen capaces para interpretarlas estratégicamente: esto puede darse en la relación de la sociedad con distintos para-Estados, como observó María Clemencia Ramírez en el Putumayo, donde encontró este mismo tipo de relación de negociación entre el Estado, la guerrilla y los cocaleros, a pesar de la diferencia de contextos y actores. En estos casos se produce una coincidencia donde se encuentra la necesidad que tiene el para-Estado para legitimar su control y al mismo tiempo la capacidad de la sociedad para mantener márgenes de autonomía y negociación. En ese contexto, el poder paraestatal no se explica solo por la violencia ni por la incapacidad o la aquiescencia del Estado, sino también por su pretensión y por su capacidad de asumirse como Estado. Esta necesidad de legitimación del para-Estado origina una posición de paralelismo con el Estado que da lugar a estrategias como la sustitución o el uso instrumental de los mecanismos de legitimación: por ejemplo, en Córdoba el periódico local denunciaba, en su titular, que algunos candidatos a las elecciones estaban utilizando el nombre o el respaldo de los paramilitares para impulsar sus candidaturas. El titular, aparecido en la primera página, aclaraba: “No respaldamos a nadie”, pues las AUC anunciaban no tener candidatos y solicitaban a los aspirantes a tales cargos no utilizar su nombre o su respaldo aparente para impulsar las candidaturas. Esto me sorprendió inicialmente, pero después me dí cuenta de que era una práctica generalizada, hecha posible por la relación de la sociedad con este paralelismo entre Estado y para-Estado. Habría que mencionar, además, las circunstancias que hicieron y hacen posible la inserción del paramilitarismo en Córdoba y cómo el paramilitarismo llegó a ser funcional no solo para los hacendados y políticos sino
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también para una población que no se había sentido atendida por el Estado en diversos aspectos o dimensiones. Y también la manera informal como el Estado respondía a esto. Sabemos bien que la respuesta de los hacendados a la inseguridad fue resuelta ayudando a los paramilitares a armarse, pero también en los sectores populares el Estado creaba frentes de seguridad y otras formas de organización de la gente que podían sustituir al Estado. Estas circunstancias refuerzan el paralelismo ya mencionado entre el Estado y el para-Estado (y los juegos miméticos entre ellos), que puede percibirse en las estrategias políticas o de manejo del conflicto. En ese mismo contexto quiero hacer algunas referencias al clientelismo. En una situación como la de Córdoba el clientelismo proporciona a los sectores populares una sensación de protección y seguridad en su relación con los políticos. Por medio de estas relaciones, los sectores populares tienen la posibilidad de sentirse representados, disponer de alguien que hable y gestione por ellos la posibilidad de acceso a bienes y servicios —cosas que para nosotros pueden ser irrelevantes pero que son muy importantes para una población muy pobre—. Esta situación hace que en unas circunstancias como las de Córdoba la política ocupe un lugar determinante en la vida cotidiana de la gente: allí todo el mundo está hablando permanentemente de política, oyen la radio, siguen los chismes y declaraciones de los políticos, leen periódicos cuando pueden, etc., para mantenerse siempre informados sobre las incidencias políticas locales. La información permite a la gente hacer permanentemente alianzas y apuestas para asegurarse en los resultados electorales. A pesar de los efectos negativos y de los abusos del clientelismo, hay que reconocerle cierta funcionalidad como mecanismo de integración y mediación entre la sociedad y el Estado. Para terminar quiero mencionar las dificultades de un Estado y una relación Estado-sociedad como la que estoy tratando de describir para asumir los retos que implica la modernización del Estado. Hay que anotar, además, que ese proceso de modernización del Estado, con todo lo que implica, está marchando entre nosotros simultáneamente con la instauración de un estilo presidencial en la relación con los sectores populares que incluye prácticas
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como la dádiva directa, la apelación a la emoción y la personificación del Estado en el gobernante, que son expresiones más próximas a medidas de regímenes populistas que a lo que entendemos como un Estado moderno. Por ejemplo, se suprimieron los auxilios parlamentarios que permitían a los caciques regionales utilizar recursos públicos para mantener sus clientelas, pero fueron reemplazados por subsidios y otro tipo de auxilios que el Estado entrega directamente. Estos subsidios son percibidos por la gente como una dádiva directa del Presidente; es más, la gente lo dice de esa manera, pues habla del “subsidio que me mandó el Presidente”. Estas prácticas contribuyen seguramente a lo que algunos, como Fernán González, han llamado la crisis del modelo de la presencia diferenciada del Estado; habría que preguntarse entonces qué efectos tendrán estas prácticas que implican una mayor integración selectiva y fragmentan a los sectores subalternos por medio de programas focalizados en determinados sectores de la población. O sobre el efecto que esas medidas tendrán sobre los mecanismos institucionales de mediación y sobre la clase política, que en estos momentos la vemos afectada por estas transformaciones. Para finalizar, habría que preguntarse también por los efectos de este tipo de políticas en momentos cuando el país está adelantando unos procesos de reinserción de los grupos armados. No sé si habría que invertir los términos de estos procesos para preguntarnos si esta etapa posconflicto no requiere más bien un proceso inverso, que podríamos llamar “reinserción del Estado a la sociedad”, para redefinir esas relaciones.
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COMENTARIOS DE INGRID BOLÍVAR* Además de agradecer la capacidad de los conferencistas para compartir con nosotros lo que están pensando, quiero aprovechar la experiencia y la presencia de ustedes aquí —y cuando digo ustedes me refiero a mucha gente involucrada en los Programas de Desarrollo y Paz— para hacer unos comentarios que alienten la discusión de las mesas de trabajo que tendremos esta tarde y que, a la vez, me ayuden a problematizar nuestros hábitos de pensamiento sobre la política y el Estado. Por eso he decidido elegir algunos puntos para precisar, aunque en algunos aspectos no les hagan justicia a los conferencistas, pero que tal vez nos permitan avanzar en la discusión. He organizado mi presentación en tres partes. En la primera voy a llamar la atención sobre tres cosas que señaló el profesor Pécaut, que quisiera que discutiéramos; luego algunos comentarios puntuales sobre algunas asuntos que señaló el profesor Escalante y, en tercer lugar, dos discusiones que los articulan a los dos. En primer lugar, me parece interesante lo que señala el profesor Pécaut sobre la multiplicidad de competencias entre elites políticas, tanto regionales como nacionales, que se presentan entre los niveles local, regional y nacional. Mi experiencia como investigadora del Cinep y mi experiencia de conversar con la gente en algunos programas de desarrollo y paz me muestran que esa situación sigue muy viva. Y me gustaría que pensáramos el significado que esto tiene en las claves de la expansión y transformación del campo político, que actualiza también viejas contradicciones. Esto nos hace ver con sospecha a los recién llegados, a los inexpertos en política, y hace percibir a la gente de los programas precisamente así, como inexpertos en política —más adelante se va a entender por qué traigo eso—. Un segundo punto que Pécaut señaló con insistencia es que el conflicto colombiano no se reduce solo a una serie de escenas locales que no tienen
* Politóloga e historiadora, maestría en Antropología Social de la Universidad de los Andes, investigadora del Cinep y profesora e investigadora de la Universidad de los Andes en el Departamento de Ciencia Política. Miembro de Odecofi.
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relación unas con otras. Eso me parece muy importante porque una cosa que me ha gustado siempre del trabajo de Pécaut es su insistencia de que la ciudadanía se traduce en la capacidad de ligar la historia personal con un relato colectivo: ciudadano es el que dice que esto que me está pasando a mí tiene que ver con la negociación que está haciendo Uribe con los “paras”, o con cualquier otro evento nacional. Hay que recordar que uno de los propósitos de Odecofi, como centro de excelencia, es precisamente construir tecnologías sociales, lo cual significa ser capaces de conectar lo que las Ciencias Sociales y lo que los investigadores de las Ciencias Sociales conocen y hacen con la experiencia que tienen esos otros gestores locales, esos otros actores de conocimiento que viven en las regiones. Nuestro desafío es cómo conectar. Entonces, la pregunta que tengo —sobre las escenas locales no relacionadas unas con otras— busca averiguar qué historia está contando la gente en las regiones donde ustedes están, cuáles son las referencias centrales que atan esas historias, cómo se está reeditando o no otra vez la alusión a la violencia, quiénes son los protagonistas y qué es lo que da sentido a esos relatos. Una tercera cosa que señaló Pécaut en dos momentos tiene que ver con la pregunta sobre qué llamamos política hoy, qué llamamos política entre los actores armados, qué de lo que hacen ellos es fundamental. En la primera parte de su intervención Pécaut dice que los jóvenes ya no los leen, que las Farc, por ejemplo, no inspiran a nadie hoy. Esto me parece muy gracioso porque nos habla ya de una comprensión determinada de la política, de una comprensión de la política que nos hace creer que la política consiste en los discursos, que la política es la orientación ideológica y que la política es un tipo de actividad muy específica. En cambio, lo que he estado investigando recientemente es que la misma definición de la política es objeto de lucha política en las distintas sociedades, y que nosotros tenemos, como tarea, precisamente discernir qué formas y qué contenidos asume la política, en qué regiones y por qué es así. En otra parte de su intervención el profesor Pécaut —después de afirmar que no había discurso, que los actores están muy silenciosos— dijo que podíamos definirlos como políticos a partir de lo que hacen. Por mi parte, yo
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quiero también recordarles a ustedes que hay una intensa discusión alrededor de cómo se define un actor político o cómo se define una organización política. En unos trabajos fundamentales, como los del sociólogo Max Weber, está claro que una asociación política no se define por sus propósitos, porque históricamente las asociaciones políticas han perseguido los propósitos más distintos. Sin embargo, hoy, después de dos guerras mundiales y el Holocausto, no podemos reducirnos solamente a acuñar definiciones procedimentales de lo político —lo político definido por los medios—, sino que tenemos que hacer otras cosas. Por otra parte, quisiera, de nuevo, volver a la experiencia que tienen ustedes, volver a uno de los objetivos del Odecofi, que es revisar nuestras formas de conocimiento y producir formas de pensar distintas sobre nuestras sociedades. Hasta aquí mis comentarios respecto al profesor Pécaut, a quien voy a retornar al final con relación a otras cosas. Con respecto al profesor Escalante, quiero subrayar que, como ustedes vieron, él hizo una invitación constante a que comprendamos esos espacios liminales como espacios productivos para la política y su conceptualización. No resisto el deseo de compartir con ustedes algo que aprendí de uno de los trabajos del profesor Escalante cuando era integrante del Cinep y tenía a mi cargo tareas de formación política. En uno de sus libros Escalante dice que la formación política de la gente está dividida en dos grupos: los que leyeron “El Príncipe” y los que leyeron “El Principito”. Ahora quiero preguntarles cuántos han leído “El Príncipe”: que levanten la mano, y cuántos han leído “El Principito”: que levanten la mano. Constato así que gran parte de la gente que está en nuestra llamada sociedad civil, en nuestras organizaciones sociales, que trabaja en los programas de desarrollo y paz, que “está fajada” con iniciativas de paz y con el respeto a los derechos humanos, ha leído “El Principito” pero poca ha leído “El Príncipe”. Me pregunto cuál es el drama de no haber leído “El Príncipe”. Si ustedes recuerdan, la intervención de Escalante hecha hoy se llamó menos Hobbes y más Maquiavelo, que se nos escapa mucho de la lógica del oficio de los políticos, de la lógica del poder y sobre el cómo de las relaciones de poder. Y queremos resolver esas carencias con buena intención y buena voluntad.
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Hay dos cosas más que quisiera recalcar. Una, sobre la que Escalante llamó la atención: el hecho de que los procesos de formación del Estado y los procesos de concentración de autoridad política no son lineales y no son siempre los mismos. Sin embargo, nuestras categorías de pensamiento, la manera como hablamos de política, hacen que nos dejemos “meter” siempre al Estado, permanentemente: casi siempre que hablamos de política terminamos hablando del Estado, al que tenemos siempre como el referente de nuestros relatos. El resultado de eso es que no podemos ver otro tipo de órdenes políticos, que también están ya funcionando, de manera operativa y efectiva. Otro punto que Escalante señaló dos veces —y que me pareció bello— es la necesidad de que la legalidad sea respetada no solo por los ciudadanos sino también por los propios funcionarios del Estado. Ahí hay un punto importante. Ustedes, y nosotros en los programas de desarrollo y paz, experimentamos una relación constante con los funcionarios públicos, pero no tenemos investigaciones que nos digan quiénes son los funcionarios del Estado colombiano en las regiones, ni cuál es la trayectoria de esos funcionarios, ni cómo son. También sabemos que muchos funcionarios de los programas de desarrollo y paz están pasando a ser funcionarios del Estado. Esto nos presenta también un campo inmenso para trabajar y para observar qué lógicas se imponen, dadas las condiciones estructurales en que se hace la vida política en Colombia. Quisiera cerrar señalando un problema muy importante sobre el que ambos conferencistas llamaron la atención: la semejanza de algunos de los rasgos de la situación colombiana actual con la conflictiva concentración de los recursos de coerción en los procesos de formación de los Estados de Europa. Sin embargo, también advirtieron que en los siglos XVII, XVIII y XIX se estaban apenas configurando los procedimientos políticos y las ideas que hoy consideramos constitutivas del Estado. En cambio, hoy existe ya un sistema internacional de Estados, con unas regulaciones internacionales y un reconocimiento de derechos que hacen que finalmente las situaciones sean incomparables. A mí me gusta llamar la atención sobre ese contraste porque
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se traduce en una pregunta concreta sobre el tipo de conocimiento que como sociedad, como científicos sociales y como ciudadanos queremos construir sobre nuestras sociedades. Cuando Escalante dice que algunos miran por la ventana y no ven mexicanos en México, yo me pregunto: ustedes qué ven cuando se asoman por la ventana. Cuántos de nosotros, cuando hacemos procesos de formación política, no vemos sino gente inculta, ignorante y manipulada por el partido político o por el cacique. Eso nos hace revisar las formas de conocimiento desde donde producimos nuestros informes para las agencias, las formas de conocimiento desde donde se producen nuestras propias relaciones como integrantes de una ONG o de una universidad. Es posible que a las agencias haya que hablarles en un lenguaje específico, pero el problema es cuando uno no sabe que está hablando con el lenguaje de quien lo domina, con el lenguaje de quien le ha dado las categorías para analizar su propia experiencia. Termino con una cita del sabio Caldas que me gusta y que dice: “qué triste destino ser americano; nada de lo que encuentro está en mis libros”. Esa cita siempre me impresionó porque a mí me pasaba lo mismo: nada de lo que yo encontraba estaba en mis libros, lo que yo encontraba era clientelismo y eso estaba mal, no encontraba partidos políticos, no encontraba sociedad civil, no encontraba ciudadanía, no encontraba paz, no encontraba Estado, no encontraba nada de lo que los libros me decían que debía ser el Estado. Sin embargo, en las regiones, como ustedes saben, la gente tiene un gran anhelo del Estado, en los pueblos más distintos no hay agencias del Estado pero la gente dice “el Estado nos abandonó, el Estado nos hace falta, el Estado”. Eso no es realismo mágico pero a eso solo le podemos dar un lugar analítico si podemos conversar más, por medio de este tipo de iniciativas como las del Centro de Excelencia, con aquellos que tienen experiencia en las regiones y comprenden el sentido común de los pobladores y con las personas que pueden, desde estos lugares, traducir eso en libros que los científicos sociales sí pueden leer.
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COMENTARIOS DE GUSTAVO DUNCAN* Más que hacer una serie de comentarios sobre mis acuerdos y desacuerdos con los ponentes centrales, quisiera agregar otra serie de puntos a la discusión sobre lo que han dicho los dos expositores. Hay una idea general que se nota en ambas presentaciones: el consenso sobre el hecho de que la creación del Estado moderno liberal es hoy la única opción viable como un proyecto articulado, como un discurso articulado en el proyecto de la modernidad. En otros casos pueden existir otras formas alternas de Estados y orden social, pero estas formas, sean como sean, no tienen una expresión en un discurso, no están articuladas en una construcción académica e intelectual. Sin embargo, tienen un peso más allá de su forma puramente espontánea, lo que me sitúa en el problema que vamos a analizar: esas “zonas grises” donde no están definidas las formas tradicionales del Estado y la sociedad, pero donde tampoco se ha llegado a un estadio mínimo de modernidad apreciable. Habría que preguntarse entonces por la explicación de esas zonas grises, su permanencia y sus causas, lo mismo que por las posibilidades de transformarlas en un orden moderno. Ahí volvemos al principio: pensamos en lo deseable y en lo que habría de posible de ello en el caso colombiano, aunque eso sigue siendo materia de discusión. Aquí tendría que hacer una cuña de los patrocinadores, de Fescol en mi caso, con el que estamos ya tratando el tema de cómo construir un Estado moderno de derecho en Colombia, qué recomendaciones habría que hacer para ello, en un ejercicio que va un poco más allá de la dimensión puramente explicativa. En esa discusión sobre las zonas grises quisiera centrarme sobre un aspecto muy particular del orden social que va surgiendo en ellas: las relaciones clientelistas. Me pregunto por qué siguen primando esas relaciones entre caciques y clientelas que van configurando ese orden social con formas alternas de ciudadanía. Y, en el caso particular de Colombia, me pregunto por qué esa transición de las relaciones clientelistas y las tensiones entre facciones no ocurre en forma pacífica sino en forma particularmente violenta. * Investigador independiente, profesor asistente de la Universidad de los Andes, master en Global Security de la Universidad de Cranfield.
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Para responder a esos interrogantes creo necesario tomar un punto que se ha ido paulatinamente olvidando: el apoyo de la población para el poder de los caciques. Normalmente, analizamos mucho el contenido del intercambio desigual que llega de los caciques hacia las bases clientelistas pero nos alejamos un tanto de considerar qué es lo que esas clientelas otorgan a los caciques y patrones para que accedan al poder que detentan. Y tampoco nos preguntamos hasta dónde llega ese poder de regulación, ni sobre qué pueden regular, ni sobre qué transacciones permiten que los caciques adquieran ese poder. Creo que todo esto va a estar dado por el tipo de apoyo que van a recibir. En el análisis del caso colombiano veríamos que, a diferencia de otros países e incluso de algunas regiones de Colombia, en muchas zonas bajo el dominio clientelista el respaldo al poder no es solo electoral, por medio de los votos, sino militar, con mano de obra para armar ejércitos. Este es el apoyo que las clientelas pueden otorgar a sus caciques. Obviamente, también les dan prestigio y otra serie de combinaciones. Esto nos trae al tema de las elites, que Pécaut estaba analizando en su presentación: cómo se han utilizado estos mecanismos clientelistas para mantener subordinadas a las clases sociales más bajas. A mi modo de ver, en los años más recientes se ha operado una gran transformación, que puede inclusive ser considerada como una revolución en las elites colombianas, sobre todo en las regionales. Esto se va a presentar principalmente porque esas transformaciones han producido dos figuras nuevas en esas zonas grises: los guerreros y los empresarios del narcotráfico. Sé que esto puede sonar polémico, pero no creo que hayan sido las oligarquías ni las elites tradicionales de las regiones las que formaron los ejércitos de autodefensa ni las que crearon una organización con suficiente disciplina y capacidad de fuego para imponerse regionalmente. Considero que los orígenes de estos grupos son muy confusos: algunos de estos jefes, como Mancuso o “Jorge 40”, provenían de las clases altas pero otros, como “Don Berna” y “Macaco”, tienen un origen totalmente lumpenizado. Pero ambos tipos de grupos se parecen en que logran transformar esas relaciones clientelistas y los
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espacios que van a hacer parte del poder. Es decir, las relaciones clientelistas van a controlar el poder y el tipo de apoyo que van a recibir ahora en la relación clientelista. Si antes los caciques políticos de los setenta controlaban el presupuesto público y ciertas inversiones en barrios marginales, aumentando su prestigio carismático en determinadas comunidades, la llegada de estos ejércitos produce una transformación radical, pues alcanzan a convertirse en Estados de hecho en numerosas regiones, sobre todo en zonas rurales. Por otro lado, otro elemento importante de esa transformación está dado por los empresarios del narcotráfico, que no son empresarios capitalistas racionales en el sentido weberiano, sino de una lógica empresarial muy diferente: la gran diferencia de estos empresarios, lo que los hace convenientes para estas sociedades es su capacidad de crear nuevas fuentes de ingreso dentro de los limitados mercados de sus regiones, semejantes a la depredación local que amplía el respaldo de estas bases clientelistas. Los paramilitares eran capaces de cobrarle impuestos a Chiquita Brands, no porque querían hacerle un favor a esta multinacional bananera, sino porque controlaban el narcotráfico y este control los hacía capaces de imponerse como poder regional: si Chiquita o la Drummond o quienquiera quería trabajar en su zona, pues, tenía que pagar un impuesto. Esta presencia de los empresarios del narcotráfico produce grandes cambios en las elites regionales, porque su organización militar y su capacidad empresarial les permiten negociar en condiciones de poder muy distintas de las que existen con el centro político y con la misma comunidad internacional. Este cambio en las elites permitió también la exposición de sociedades tradicionales —no las llamemos premodernas para no entrar en ese debate, pero, digamos, no tan próximas a muchos elementos del mundo moderno—, sobre todo por medio del consumo y los cambios de hábito y sensaciones que éste conlleva. Un punto que es necesario analizar va a ser cómo el acceso a mercados y excedentes del mundo externo ha permitido la solución del problema de vivienda y nutrición por medio de la monetarización económica de las grandes ciudades. Gloria Isabel tiene un trabajo muy interesante al respecto sobre el clientelismo en Montería.
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Esto se hace obviamente sin mayores ideologías, y en el caso colombiano diría que afortunadamente, porque no resistiría a un Marulanda que fuera tan locuaz como el subcomandante Marcos. Esto sería un esperpento y ya tenemos suficiente con los consejos comunitarios. En este caso el punto importante es que en estas sociedades hay órdenes espontáneos que funcionan sin necesidad de un gran discurso: paramilitares y guerrillas defienden algún tipo de orden sin que éste pase por un discurso ideológico que convenza a la población. Sin embargo, su orden termina imponiéndose, de manera que, incluso, cuesta mucho trabajo transformarlo después. En el día de hoy puedo decir que hasta los jefes paramilitares recluidos en Itagüí han perdido ya su poder frente al rearme de las regiones que antes controlaban, porque esto les va a significar su no retorno a largo plazo; no van a poder regresar a esas regiones porque las condiciones de seguridad van a ser incontrolables. Eso nos muestra que el orden que ellos estaban ejerciendo era un orden espontáneo, que no era muy fácil de transformar para esa organización armada. También habría que decir que no solamente los cambios en esas formas de Estados locales van a estar expresados por la interacción de los actores, sino que van a ser también fruto del mismo contexto social. Es decir, los actores armados solo controlan hasta donde la sociedad se deja controlar, pero se trata de una situación estática, pues la acumulación de recursos del narcotráfico ha posibilitado también grandes transformaciones sociales. Por ejemplo, veamos simplemente dos hechos que van de la mano del proceso de modernización: por un lado, han permitido la acumulación de grandes núcleos de población en capitales y centros urbanos, pues entre los dos censos ciudades como Villavicencio han crecido un 67%, y Montería un 39%, mientras que Soledad y Soacha, ciudades satélites de Barranquilla y Bogotá, respectivamente, crecen al 90% y 70%. Eso nos muestra que se está dando una condición mínima del proceso de modernización, que es la aglomeración de población, mientras que los municipios de menos de diez mil o veinte mil habitantes van decreciendo en tasas promedio del 20% entre censos, aunque existen grandes fluctuaciones, dependiendo del tipo de municipio de que se trate.
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Eso también ha permitido la creación de mercados de consumo, aunque ellos siguen estando en zonas grises porque no son regulados por el Estado. Me refiero a los “sanandresitos” y las ventas ambulantes, que permiten el acceso a ciertas mercancías y servicios del mundo globalizado con todos los cambios que producen en el sistema de hábitos y normas, pero que no pueden ser regulados por el Estado, debido a cuestiones de precio y a la economía política del narcotráfico, si no por algún tipo de mafias, grupos paramilitares, etc. Y quisiera terminar con un caso que no me resisto las ganas de contar para mostrar que todo ese problema del terror y la violencia ejercidos por estos grupos armados está sumamente relacionado con el contexto social. En Marialabaja, un personaje que había estado mucho tiempo ausente del pueblo y sobre el cual corrían rumores de estar enfermo de sida, fue asesinado por el jefe paramilitar por petición de las madres de los adolescentes del lugar; ellas estaban preocupadas por el peligro de un posible contagio por intermedio de actos sexuales con burras, que es una práctica considerada común en la región. A pesar de la escasa o nula posibilidad de contagio, el personaje fue eliminado por la “petición de justicia” hecha al jefe paramilitar por personas de la comunidad. La pregunta que queda sobre la responsabilidad del crimen es si ésta recae en el paramilitar o en la comunidad, cuyos hábitos y creencias dieron origen al asesinato.
COMENTARIOS DE MAURICIO ROMERO* En primer lugar, quiero problematizar la afirmación de Fernando Escalante acerca de la posibilidad de que la democracia y la prosperidad podrían surgir del crimen. Aunque éste ha sido el caso de otros países y otros lugares, una afirmación de este estilo resulta lapidaria en el contexto colombiano y * Doctor y master en Ciencia Política del New School for Social Research, economista de la Universidad de los Andes. Profesor de la Facultad de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Javeriana. La intervención de Mauricio Romero no pudo ser reproducida en su totalidad por fallas en la grabación pero la relatoría de Silvia Monroy nos permitió reconstruir las ideas centrales de la misma.
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especialmente para los propósitos de los Laboratorios de Paz. No me imagino que sean precisamente los descendientes de los jefes paramilitares los que van a liderar la reconstrucción del país. En segundo lugar, quiero volver al tema de la competencia entre las elites, resaltado por Pécaut. Desde el punto de vista de las Farc, los sectores correspondientes a las elites conservadoras y liberales son vistos como totalmente homogéneos, pues desconocen las fisuras y contradicciones internas. Si volvemos a la historia reciente de los procesos de negociación, es posible observar que el Partido Conservador apostó a un acuerdo con las Farc para redefinir las mayorías electorales de algunas y tratar de construir así una especie de Estado republicano. Pero estas apuestas fallaron con los procesos de negociación que hubo en 1982, en el gobierno de Belisario Betancourt, y volvieron a fracasar con lo ocurrido bajo Pastrana en 1998. En este último caso, el liberalismo estaba dividido y, de nuevo, una minoría conservadora trató de hacer una negociación política con las Farc. En ambos casos, tanto en 1982 como en 1998, se trató de coaliciones menores de facciones, sin apoyo del Congreso, ni de los militares, ni de la empresa privada. A propósito de las características de las negociaciones del actual gobierno de Álvaro Uribe con la Autodefensas Unidas de Colombia, que incluyen a sectores del narcotráfico, me pregunto qué se puede hacer con los actuales Estados grises, diferentes de los que existían en las épocas de los anteriores procesos de negociación con la guerrilla. En este sentido, quiero referirme a la idea señalada por Jenny Pearce sobre la necesidad de insistir más en el “optimismo de la voluntad” que en el “pesimismo del intelecto”. De esta idea podemos partir para el propósito de identificar focos de ciudadanía regionales que puedan competir con el poder de facto que quedó luego de la desmovilización de las AUC.
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DISCUSIÓN Y PREGUNTAS Relatoría de Silvia Monroy*
En primer lugar, Daniel Pécaut se refirió a una pregunta, relacionada con su apreciación sobre la carencia de expresión política clara, al lado de una expresión armada cruel de los grupos armados colombianos, específicamente las Farc. Según él, la discusión se centra en la definición de actor político, y reitera que éste no se define por los discursos ni por las propuestas genéricas que pueda transmitir, sino por su manera de actuar. Sobre su actuación, juzga que el balance de las actuaciones de las Farc no es favorable, pues no han conseguido construir un modelo de sociedad local, ni siquiera en áreas donde tuvieron tanta influencia, como El Caguán. En ese sentido, Pécaut afirma que es necesario exigir que los actores armados participen del debate político nacional, y cita nuevamente los casos del subcomandante Marcos, Abimael Guzmán y algunos líderes de las guerrillas de El Salvador: esas personas contribuían a un debate político y contaban con cierto prestigio, incluso internacional. Pécaut se pregunta, en cambio, por la doctrina política que han escrito las Farc: cuestiona específicamente el caso de Alfonso Cano, supuestamente el ideólogo e intelectual, del cual no se conoce un texto ni un esfuerzo claro de sistematización de determinados postulados ideológicos del movimiento. Sin explicitar claramente las preguntas del público a las que se refirió, Pécaut analizó el tema de las sociedades jerárquicas. Reconoce que las elites colombianas se han venido transformado, como lo muestra el caso de la familia Ospina, una de las familias que poseían simultáneamente el pres-
* Antropóloga de la Universidad de los Andes, Bogotá, y magíster en Antropología Social por la Universidad de Brasilia, donde se encuentra actualmente realizando estudios doctorales en Antropología Social. Fue docente e investigadora en el Departamento de Antropología de la Universidad de Antioquia.
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tigio histórico, económico y político. En la actualidad ya no existe ese tipo de formaciones sociales de la misma manera, máxime en un contexto en el cual los pobres se vuelven rápidamente ricos y los ricos se empobrecen con la misma rapidez. Ante una tercera pregunta del público en relación con la significación de una memoria colectiva en Colombia, Pécaut respondió que era actualmente uno de los temas que más le interesaban. Reafirmó enfáticamente la necesidad que tiene Colombia de hacer historia y memoria, pues el país no puede seguir con las visiones míticas de su propia historia, en las cuales se supone que todo ha sido igual desde el siglo XIX hasta la actualidad. La construcción de la historia debe, dice Pécaut, marchar a la par del reconocimiento de las diversas memorias existentes en relación con la experiencia del conflicto. Ya para finalizar, destaca la fortaleza de las personas que viven en áreas de conflicto armado. Recordando un recorrido que hizo por Chocó, lamenta que los académicos hagan lo mismo que los políticos: llegar a la población, dar un discurso y salir después de dos días, dejando a las poblaciones en un estado mayor de vulnerabilidad. Por su parte, Fernando Escalante, en su respuesta a las preguntas hechas por el público, aclaró, en primer lugar, que la frase sobre “la necesidad de menos Hobbes y más Maquiavelo” la tomó del último artículo de Geertz, “¿Qué es el Estado cuando no es soberano?”. En segundo lugar, comprende que suscite escándalo la frase sobre la posibilidad de que la democracia surja del crimen; sin embargo, señala que la importancia de la frase radica en que las comunidades puedan instrumentalizar la violencia —idea que toma del comentario de Gustavo Duncan—. Enseguida resalta de la presentación de Gloria Isabel Ocampo el argumento de que el clientelismo proporciona una seguridad a las clases populares. Para reforzar esto cita el caso del Ejército Zapatista, que se constituyó en una alternativa rentable para las comunidades de Chiapas, aun para las que no eran zapatistas, que recibieron, no obstante, ayuda del gobierno y de las ONG gracias a la existencia del conflicto armado.
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En referencia a la idea expuesta por Gloria Ocampo sobre la necesidad de un tercero que haga justicia, Escalante insistió en que las personas del común piden justicia y no ley. En México, dice Escalante, una encuesta reciente arrojó como resultado que un 60% de los mexicanos piensa que la ley no debe cumplirse si es injusta. Para el conferencista, esto refleja una cultura política elaborada, en la cual las personas creen que debería haber un vínculo entre la ley y la justicia, lo que significa que se continúa aspirando a que la ley represente a la justicia. Ante otras preguntas del público respecto a los momentos cuando la debilidad del Estado se torna en una solución de los problemas, Escalante usó el ejemplo de la legislación mexicana sobre las vedas en las pesca del camarón, que ordena reducir la captura en la costa durante un mes del año. Esta ley es inviable, según el conferencista, pues existen comunidades de la costa de Campeche que solo pueden dedicarse a la pesca en el área del litoral, en contraste con las grandes empresas pesqueras, que pueden pescar en alta mar. El cumplimiento de la norma condenaría a las comunidades de pescadores a morirse de hambre. Así que, apunta Escalante, solo un Estado que sabe ser débil en ocasiones puede ofrecer una solución en lugar de hacer cumplir la ley de manera unívoca, lo cual crearía problemas mayores. Frente a la pregunta sobre la posibilidad de reconstruir el Estado, Escalante volvió a presentar la necesidad de reflexionar sobre qué es el Estado y para qué sirve. Dijo estar convencido de que el Estado del modelo está fuera de nuestro alcance, así que lo importante sería entender cuáles son las formas actuales de concentración del poder y de la autoridad política. En lugar de continuar propiciando discusiones privadas un tanto académicas en relación con un poder que no existe, afirma el comentarista, se deberían estudiar a fondo aquellos poderes concretos que están emergiendo. Un siguiente paso sería hacer una discusión pública sobre esos hallazgos Para responder a una última pregunta formulada por el público sobre la relación entre clientela y ciudadanía, Escalante insistió en que este tipo de preguntas partía de una definición conceptual, de carácter dicotómico, que
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contrapone un ciudadano virtuoso, individualista y racional, a otro, miembro de clientelas, egoísta, interesado y bárbaro. El problema es que el acento sobre las virtudes del ciudadano —el sacrificio, el valor, la abnegación— nos hace, en palabras de Escalante, correr el riesgo de defender una ciudadanía ideal abstracta, que puede terminar convirtiéndose en un lenguaje de clase. Finalmente, Jenny Pearce respondió una pregunta sobre la incidencia en políticas públicas de las experiencias positivas y negativas que ella destacó en el marco de los proyectos de construcción de paz. Para la investigadora, la formulación de políticas públicas es precisamente la parte más débil de toda la acción civil llevada a cabo hasta el momento en zonas de conflicto. Asegura que esto tiene que ver con las características intrínsecas de las propias políticas públicas; sin embargo, insiste en afirmar que no es un aspecto inmodificable, sobre todo en relación con lo que se ha adelantado respecto a la discusión de nuevas formulaciones en torno del espacio público. Al final de su exposición Jenny llamó la atención sobre el peligro, detectado por ella a partir de su experiencia con organizaciones sociales en zonas de conflicto, de que las reconceptualizaciones propuestas por la academia puedan interrumpir procesos en los cuales las organizaciones de base utilizan algunos de estos conceptos. Para ella, el uso de ciertas nociones por parte de organizaciones de la sociedad civil se hace, justamente, en momentos históricos puntuales y decisivos. En este punto, ella une esta última reflexión con la pregunta hecha por el público sobre cómo articular academia, organizaciones sociales e instituciones gubernamentales en pro de la transformación positiva del conflicto. Para responder a esta inquietud, Pearce propone una transformación de la academia en el sentido de reconsiderar las bases de la investigación, pues ésta debe vincular los procesos de los actores sociales. Según ella, hay una necesidad urgente de que todos los intelectuales asuman su responsabilidad en la transformación social, para ofrecer, de forma particular, apoyo a los procesos que se están llevando a cabo en las regiones.
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El papel de las Ciencias Sociales en la resolución de los problemas del país: algunos retos Mauricio García Durán, s. j.*
En primer lugar, quiero reiterar la importancia y gran significación que para el Cinep tiene la participación en un proceso de reflexión como el que hemos realizado en este evento, expresión de un trabajo de investigación de largo aliento que busca contribuir a la construcción de país en regiones afectadas por el conflicto armado. El esfuerzo concertado que implica Odecofi es una muestra de la necesidad que tenemos de sumar esfuerzos para poder consolidar el horizonte de nuestro aporte, no solo en la comprensión de la realidad diversa y conflictiva de nuestro país, sino ante todo en la consolidación de los caminos de respuesta y las estrategias de transformación necesarias para consolidar una convivencia justa, sostenible y en paz entre nosotros. Teniendo presente este marco, quiero referirme a algunos retos que enfrentan las Ciencias Sociales en su esfuerzo por contribuir a la resolución de los problemas del país, particularmente los emanados del conflicto armado y la violencia. En la Colombia de hace veinte años era escasa, por no decir nula, la investigación y la producción académica sobre temas de paz y resolución de conflictos. Eso ha cambiado significativamente en estos últimos años. Hoy no se encuentra una universidad que no maneje un programa o
* Director del Cinep, politólogo de la Universidad de los Andes, maestría en Filosofía de la Universidad Javeriana y doctor en Estudios de PaĐ
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una especialización que de una u otra manera aborde el tema; igualmente, es difícil encontrar una ONG que no tenga algún proyecto dirigido hacia esa temática. Es prácticamente imposible hacer seguimiento cotidiano a toda la significativa literatura sobre el tema, que no solo ha crecido en número sino también en la diversidad de aspectos y asuntos desarrollados. Un primer desafío es lograr la producción de un conocimiento más comprensivo e integral de nuestra realidad de conflicto y de sus alternativas de solución. Aunque existe una gama grande de estudios y análisis, en general tienden a ser parciales y enfocados a un determinado aspecto de la realidad; falta ciertamente más diálogo entre los análisis sobre la violencia y los trabajos sobre construcción de la paz, entendida ésta en su acepción más amplia y en sus diferentes dimensiones. En los últimos años se han hecho algunos esfuerzos por tender miradas más comprensivas de la dinámica del conflicto y de sus eventuales alternativas, entre los que vale la pena destacar “La paz: desafío para el desarrollo”, estudio promovido por el Departamento Nacional de Planeación al final de los noventa, y “El conflicto, callejón con salida”, impulsado por el Pnud como informe nacional de desarrollo humano en 2003. Considero que es necesario seguir profundizando en ese sentido, es decir, ahondar el diálogo entre una investigación académicamente rigurosa y los esfuerzos que hacen distintos actores sociales por construir la paz, como es el caso de los programas de desarrollo y paz (PDP). Este es uno de los grandes retos que enfrenta Odecofi. Una segunda tarea que tienen los esfuerzos de análisis e investigación sobre la realidad colombiana y sus perspectivas futuras es dar adecuada cuenta de las distintas temporalidades del conflicto y la paz, estableciendo al mismo tiempo las conexiones y relaciones entre una y otra. No solo es necesario distinguir entre las dinámicas estructurales y de larga duración y los procesos coyunturales, sino que también hay que prestar atención a las distintas fases del conflicto, que coexisten de diversa manera, dependiendo de las regiones y los contextos: es decir, situaciones donde el conflicto está latente; situaciones donde se ha escalado y alcanzado niveles serios de violencia; situaciones donde se buscan formas de desescalar el conflicto, avanzar
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en acuerdos humanitarios o iniciar negociaciones de paz; y situaciones de posconflicto. De la situación diversificada de temporalidades del conflicto se deriva así mismo la existencia de acciones diversificadas en la construcción de la paz: prevención, contención del conflicto, negociación, acciones de posconflicto y reconciliación. Esto tiene implicaciones al abordar temas que son estratégicos en la perspectiva de la paz. Por ejemplo, las Ciencias Sociales deben aportar los elementos necesarios y pertinentes para reflexionar sobre problemas como la seguridad en nuestro país, a fin de distinguir las diversas exigencias que se derivan de las distintas temporalidades de la guerra y la paz. Es un tema que no todos los actores sociales hemos asumido y trabajado. Está el ejemplo del movimiento por la paz, que en ocasiones se dejó de lado por considerarlo un tema “retrógrado”. Ello ha creado un vacío para avanzar en la consolidación de un Estado social y democrático de derecho, para plantear alternativas concretas en los distintos momentos de escalamiento del conflicto y de procesos de negociación. Se requiere pensarlo y trabajarlo a fondo, teniendo presentes las complejidades de nuestro conflicto y los distintos momentos de la construcción de la paz, de forma tal que Colombia pueda avanzar hacia un legítimo monopolio de la fuerza, en unas condiciones de seguridad que respeten la democracia y la participación social: es decir, que podamos contar con una seguridad verdaderamente democrática. Un tercer reto que tienen las Ciencias Sociales en Colombia es dar cuenta crítica de los principios y fundamentos normativos que subyacen en las categorías y conceptos que utilizamos en las investigaciones para analizar las situaciones de conflicto y los esfuerzos en la construcción de la paz. De hecho, la crisis de paradigmas dejó en la sombra la relación entre nuestras categorías de análisis y las condiciones de cambio social. Es necesario rescatar ese debate. En los estudios del conflicto no siempre es claro el horizonte normativo que existe en algunos de nuestros análisis. Por ejemplo, una correlación estadística, por muy alta que ella sea, no obvia la pregunta acerca de los supuestos que subyacen en la relación que se pretende establecer entre dos variables.
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Otros dos ejemplos planteados a lo largo de este seminario fueron el tema de la función distributiva de los ciclos económicos (cf. Jorge Iván González) y la tensión que puede percibirse entre el optimismo de la voluntad y el pesimismo de la inteligencia (cf. Jenny V. Pearce). Un cuarto reto que enfrentan las Ciencias Sociales en el contexto colombiano es la necesidad de traducir el conocimiento alcanzado sobre la realidad, sobre el conflicto y la violencia, en políticas públicas que sean alternativas concretas para la construcción de una sociedad más justa, sostenible y en paz. Es indiscutible que hoy contamos con análisis muy sólidos sobre la dinámica de la violencia y de los procesos políticos de configuración del Estado. Sin embargo, no podemos quedarnos ahí. El reto que tenemos es pasar de las Ciencias Sociales “puras” a las Ciencias Sociales aplicadas, es decir, a conocimientos sociales que se traduzcan en soluciones sociales y políticas posibles y pertinentes para la paz, que se traduzcan en cambios institucionales que permitan afianzar un Estado social y democrático de derecho. Un quinto reto, derivado del anterior, es no solo traducir este conocimiento en políticas públicas, sino igualmente hacer de él una herramienta de formación sociopolítica para el empoderamiento de los actores sociales y las organizaciones de la sociedad civil, de forma tal que puedan desempeñar el necesario papel en el proceso de construcción de Estado y de consolidación de una ciudadanía más real, menos hipotética. Así como necesitamos más Estado (un Estado que cumpla sus funciones), también necesitamos más sociedad civil, es decir, más actores sociales capaces de demandar la paz, la democracia y la justicia que demanda cualquier avance en la construcción de nación. Se requiere que el conocimiento social contribuya positivamente a que la movilización social tenga incidencia política real en la consolidación de un Estado social y democrático de derecho. Una sexta y última tarea que tenemos en las Ciencias Sociales colombianas es la de ampliar la capacidad comparativa del caso colombiano con situaciones de conflicto y construcción de paz de otros países. Se han hecho esfuerzos en esa dirección, particularmente en lo relacionado con los proce-
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sos de paz, pero se requiere enriquecer y “confrontar” la experiencia colombiana con lo que acontece en otras latitudes, con la ayuda de más estudios comparados. El ejercicio comparativo puede ayudarnos a entender mejor las especificidades de nuestro conflicto e impulsarnos a explorar y ajustar a la realidad colombiana alternativas que en otros contextos se han mostrado útiles para resolver conflictos profundamente arraigados. El caso de Irlanda del Norte, por ejemplo, nos interpela por lo menos en tres puntos: habla de la necesidad de encontrar un esquema de solución negociada que permita que todas las partes enfrentadas se sienten a la mesa; llama a promover políticas públicas que hagan frente a problemas sociales que alimentan el conflicto, como ocurría con las discriminaciones en vivienda y empleo para los católicos irlandeses; e impulsa a multiplicar los esfuerzos de construcción de paz y reconciliación que desde la base, a partir de los grupos y organizaciones sociales, van creando alternativas en el orden local y regional. Relacionada con este desafío está la exigencia de discutir los implícitos existentes en la cooperación internacional. En el conocimiento acumulado de la realidad de conflicto y paz encontramos elementos importantes que nos permiten debatir con seriedad los implícitos que alientan las estrategias de cooperación internacional y, en consecuencia, formular propuestas y sugerencias para una acertada redefinición de las mismas, de forma tal que puedan responder adecuadamente a las necesidades que plantea la construcción de la paz en el país. Los programas de desarrollo y paz formulan objetivos muy concretos en ese sentido, como ya ha sido planteado por los observatorios de los mismos. Cartagena, 25 de enero de 2008.
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