EN QUE ESPACIO VIVIMOS Autor: JAVIER BRACHO
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COMITÉ DE SELE...
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EN QUE ESPACIO VIVIMOS Autor: JAVIER BRACHO
http://bibliotecadigital.ilce.edu.mx/sites/ciencia/menu.htm
COMITÉ DE SELECCIÓN EDICIONES DEDICATORIA 1. ¿EN QUÉ ESPACIO VIVIMOS? 2. EL CUENTO DE ESTE LIBRO 3.RELATIVIDAD EN LA CORTE DE LOS ...REYES CATÓLICOS 5. PLANOTITLÁN 8. SOÑATA EN TRES TIEMPOS Y CUATRO ESPACIOS LECTURAS RECOMENDADAS CONTRAPORTADA
C O M I T É
D E
S E L E C C I Ó N
Dr. Antonio Alonso Dr. Juan Ramón de la Fuente Dr. Jorge Flores Dr. Leopoldo García-Colín Dr. Tomás Garza Dr. Gonzalo Halffter Dr. Guillermo Haro † Dr. Jaime Martuscelli Dr. Héctor Nava Jaimes Dr. Manuel Peimbert Dr. Juan José Rivaud Dr. Emilio Rosenblueth † Dr. José Sarukhán Dr. Guillermo Soberón Coordinadora Fundadora: Física Alejandra Jaidar † Coordinadora: María del Carmen Farías
E D I C I O N E S
Primera edición, 1989 Cuarta reimpresión, 1996 La Ciencia para todos es proyecto y propiedad del Fondo de Cultura Económica, al que pertenecen también sus derechos. Se publica con los auspicios de la Subsecretaría de Educación Superior e Investigación Científica de la SEP y del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología. D. R. © 1989, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA, S. A. DE C. V. D. R. © 1995, FONDO DE CULTURA ECONÓMICA Carretera Picacho-Ajusco 227; 14200 México, D.F.
ISBN 968-16-3039-4 Impreso en México
D E D I C A T O R I A
Al espacio en que viven Andrea Palma, mi padre, Carlos CruzGonzález y Marielena Uribe. Por no decir a todos los que quiero
1 .
¿ E N
Q U É
E S P A C I O
V I V I M O S ?
(Donde el autor se hace una pregunta) LA PREGUNTA ¿en qué espacio vivimos?, (con sus relativas: ¿qué forma tiene el mundo? o ¿de los posibles universos, cuál es el nuestro?) no encuentra respuesta en este libro, ni en ningún otro, aunque se trate en muchos. Es una pregunta profunda, humana y vigente desde el origen de la historia. Preguntárnosla, con cualquiera de sus posibles matices o acepciones y en alguno de sus niveles de generalidad, sin duda nos ayudó a abandonar la prehistoria. Y desde entonces, mucho se ha trabajado sobre ella con los enfoques y los resultados más diversos: harto se ha dicho. Con la atención suficiente, siempre es posible escuchar en las raíces de las culturas que hablan algún esbozo de esta misma pregunta; aunque venga en tono de respuesta. Al preguntarnos ¿en qué espacio vivimos? se incluyen ¿de dónde venimos? y ¿hacia dónde vamos? tras la reciente amalgama einsteiniana del espacio y el tiempo; cabe, incluso ¿qué somos? al dirigir la mirada a nuestro espacio orgánico, cognoscitivo, sensitivo, íntimo. Pero en vez de pasmarnos al ampliar el espectro, o al rastrear en la cultura la fuerza motriz de esta inocua pregunta, enfrentémosla. ¿En qué espacio vivimos? Si como buen lector, o como simple autor, le entramos al torito, se antoja de volón husmear en el morral de nuestra cultura personal a ver si aparece por ahí alguna latita que destapar, algún rollito prefabricado que soltar. Es grande la tentación de compendiar lo que sabemos sobre el tema. Pero sería, en cierta forma, evadir la pregunta, sepultarla bajo erudición al dejar que otros hablen por nosotros. No. Como simples seres humanos, transcurriendo cotidianamente en este universo, ¿qué podemos decir sobre él? Tenemos la asombrosa capacidad de conmovernos y hasta de angustiarnos u obsesionarnos con nuestra inmensa ignorancia sobre nuestro entorno: usémosla. Dudemos de todo lo que sabemos, pues gran parte de ello es un acto de fe; y si no lo fuera, sólo se afianzaría con el embate del cuestionamiento. Podemos enfrentarnos sin más herramientas que nuestra experiencia
cotidiana y nuestra razón al problema de describir nuestro espacio. Intentémoslo. Recordemos que son innumerables los modelos de universo que han sido fielmente creídos y apasionadamente defendidos por algún ser humano en alguna época. ¿Qué nos hace suponer que el nuestro, explícito o no, es mejor? ¿Qué es lo que hace a alguno de estos modelos mas "realista" que otro? La mejor opción no tiene nada que ver con quienes sostienen el modelo en cuestión, o dónde, o cuándo lo sostienen (podemos suponer que somos nosotros), es simplemente la que resiste mejor el ataque crudo y descarnado del razonamiento, del sentido común, que, a su vez, varía conforme al tiempo y en relación directa con el uso que de él hagan las culturas: el destilado que va produciendo este proceso milenario es quizá lo que llamamos ciencia. Pero recordemos también que en nuestros primeros meses de vida aprendimos a percibir nuestro espacio y que en los años subsecuentes empezamos a desplazarnos en él, a dominar, en pequeña escala y con torpezas, su materia, a convivir con sus imposiciones ineludibles: los cuerpos caen y duele, el día y la noche, las estaciones —de perdis: las vacaciones—, la Luna, el Sol y las estrellas. Aprendimos también a pensar. Los años se han ido acumulando. Algo debemos saber o suponer sobre el espacio en que transcurre nuestra vida. Qué podemos decir sobre ¿cómo es? ¿En qué espacio vivimos? Ésta es la pregunta que se plantea el autor en esta obra; abordándola en diversos tiempos, a través de variados personajes, con distintos enfoques, y con resultados parciales independientes. El formato es el de un libro de cuentos. Todos ellos giran en torno al mismo tema, la pregunta que los compendia, con el único afán de aproximarse a la geometría del Universo; es decir, de transmitirle al lector que empieza a hojearlos alguna idea, aunque sea vaga, de hacia dónde nos lleva, desde la humilde perspectiva de uno de sus trabajadores, la geometría de este siglo.
2 .
E L
C U E N T O
D E
E S T E
L I B R O
PARA un matemático, la pregunta "¿qué haces?" es difícil de responder con más precisión que un vago "matemáticas", "álgebra" o, en mi caso, "topología". Para el común de los mortales estos vocablos tienen muy poco contenido concreto, o bien, si llegan a tenerlo, con frecuencia dista mucho de lo que en realidad son los objetos de nuestro estudio o los motivos de nuestros desvelos y frecuentes divagaciones. Hace ya algunos años enfrenté la pregunta "¿qué haces?" con un poco más de gallardía: "estudio espacios diversos", contesté, mordiéndome la lengua en el "topológicos" para no cortar de tajo la conversación. "¿Cómo?" —arremetió mi interlocutor— "¿qué no es éste el único espacio que hay?"... "Bueno, sí: es el espacio físico.
Pero aún no sabemos cuál es él, dentro de las posibilidades matemáticas que hay. Es más, ni siquiera conocemos con precisión la lista de estas posibilidades." Para mis adentros pensaba en el gran problema de clasificar las variedades de dimensión tres. La sonrisa de escéptico reconocimiento que recibí me hizo sentir en buen camino. Con este enfoque, que me hacía aparecer como un científico con preocupaciones de gran envergadura y arraigo histórico, me aventuré a dar algunas pláticas de divulgación; a la estimulante respuesta que tuve de aquel público —ya de por sí ligado a la divulgación de la ciencia, para mi fortuna— se debe este libro. Aunque había algo de teatral en presentarme como alguien preocupado profesionalmente en la pregunta "¿en qué espacio vivimos?", daba con esto pie para hablar de bandas de Moëbius, Toros (donas), geometrías no euclidianas y espacios de múltiples o de infinitas dimensiones, en un contexto que los situaba más acá que meros, extravagantes o intrascendentes "divertimentos matemáticos". Me aproximaba al tema que trabajaba en aquella época, la noción de variedad y de sus estructuras, a la vez que rozaba un área que a lo largo de este siglo en agonía ha sido fundamental: la topología de dimensiones bajas; y le tiraba a este par de pájaros con uno de sus posibles subproductos para siglos venideros: "a los matemáticos nos gustaría" —decía yo— "entregarles a los físicos y a los astrónomos una lista completa, clara y racional de las posibles formas del Universo; al confrontarla con sus observaciones, quizás puedan decidir cuál es la buena". Y lo teatral, debo aclarar, derivaba del hecho de que ningún matemático piensa en esto cuando hace matemáticas. Nuestros móviles son mucho más concretos y mundanos, la belleza intrínseca de los entes que tratamos, la obsesión por entender lo que no entendemos, por afianzar lo efímero, o bien, la simple "gloria". Sin embargo, me convencí de que para la divulgación este enfoque era fértil. Inclusive, me senté a escribir un articulillo. En él me lanzaba al ruedo contra el siguiente torito: "A ver: como simple matemático, es decir, sin necesidad de salir de este cuarto y con base en razonamientos precisos que parten de un mínimo de hipótesis — que, como parte del problema, también hay que establecer—, ¿puedes demostrar que la Tierra es redonda?" Ejercicio nada sencillo del que pretendía derivar la necesidad de formalizar la definición de variedad, en particular la de superficie y, ya entrados en gastos, dar su clasificación (uno de los teoremas más bellos y redondos de la topología, al que se asocian grandes nombres como Euler, Riemann y Poincaré); proyecto demasiado ambicioso que nunca pasó de un borrador inconcluso, inédito y perdedizo. Pasaron los años, y un día un amigo irrumpió en mi cubículo: "Te invito a escribir un libro de divulgación, la serie ya está armada, pero todavía no hay nada de matemáticas, tú dices, ¿le entras?" —¡Sale! A la vuelta de la esquina tuvo título y un primer índice. Empezaría con lo que ya tenía, era cosa de desempolvar lo que llegó a ser
conocido como "el de Colón", y trabajar lo que le faltaba (toda la parte técnica); seguiría con las bases matemáticas mínimas para poder introducir al lector a las 3-variedades y sus estructuras geométricas: con esto concluiría. Y para romper el miedo a "doblar" la tercera dimensión y a trabajar con dimensiones más altas, ¡qué mejor que Flatland! Reseñaría en el capítulo 5 el libro de Edwin Abott, clásico en la línea trazada casi contemporáneamente por Lewis Carroll (sí: el de Alicia en el país de las maravillas). Definitivamente tenía algo qué decir sobre Flatland, antes que nada, traducirlo "Planotitlán" en vez de "Planilandia". Con este índice como de diez capítulos firmé el contrato con el Fondo, para su serie "La Ciencia desde México". Pasaron los meses, tuve que negociar un nuevo plazo de entrega, pues la parte técnica —la que faltaba— no lograba atarme a la máquina. Además, "el de Colón" y el rápido borrador de "Planotitlán" no tenían continuidad, o bien, necesitaban de un contrapeso literario más hacia el final del libro. Así, maduró la idea de hacerlo como libro de cuentos que trenzaran una malla, una trama literaria, en la cual la formalización matemática quedara entretejida, intercalada pero bien separada; de tal forma que al hojearlo con prisa, el lector aburrido o perdido pudiera regresar a la superficie, a la trama principal y empezar de nuevo, fresco y desde cero, con un cuento independiente. Me gustaba esta idea, pues asemejaba la forma en que se atacan los textos matemáticos: primero pasa uno a grandes zancadas en busca de las ideas principales, luego escudriña por los huecos y los va rellenando, más tarde se miran con lupa los detalles para ir reconstruyendo lo que está detrás del texto, las matemáticas a las que alude, para, finalmente, tratar de ir más allá de lo que está escrito. En este proceso uno se ayuda de lápiz y papel, de otros textos o de lo que pueda; cada lector sigue su itinerario, no tiene por qué seguir el orden arriba establecido, inclusive el orden lineal del texto; y se dedica a este objetivo el tiempo-pensamiento que puede ir desde cero hasta toda una vida productiva. El plan de trabajo se aclaraba. Había que terminar primero la trama literaria, esqueleto del libro. El nombre mágico y liberador de "cuento", junto con fraternales palmaditas de "síguele", me encerraron contra el capítulo 8, pariendo así, tras largos meses arreando el teclado, lo que acabó por llamarse la "Soñata". Ésta exigió de mi parte mucho más de lo matemático que tengo, que lo que hubiera yo esperado en un principio. De tal manera que al concluir, meses después, con los "Apuntes del escenógrafo", me di por bien servido en cuanto al entretejido técnico del libro, que acabó por concentrarse en dos cúmulos, uno de física y otro de geometría, que, amenizando sus intermedios, hacen referencia únicamente a la Soñata, en búsqueda de la autocontención. Este enfoque definido me hacía ver el material geométrico que había yo usado en una nueva perspectiva; asaltándome entonces problemas a la vuelta de cada esquina. Algunos los resolví, otros
más quedaron como ejercicios o imprecisiones, y otros, no menos difíciles, los resolví en silencio. Decidí, para sacar del silencio un problema relevante, que la terminología debe estar al servicio de las ideas, y nunca a la inversa, dejando así que los bautizos de los términos que debía nombrar corrieran a cargo del contexto. Se produjeron choques con los términos que en la matemática actual se usan para el mismo objeto, por ejemplo, "universito" vs "3-variedad riemanniana compacta" o "espacio perceptivo" vs "espacio tangente". Si llego a confundir a los estudiantes por esta decisión, tómenlo como un reto. Aunque, a decir verdad, esta lucha terminológica nunca fue desigual debido a mi formación matemática. Engordó el manuscrito. Había pasado ya mi segunda fecha de entrega, y quedaban aún grandes huecos en el índice. Pero éstos habían perdido su relevancia pues pretendían llenar generalidades, mientras que la Soñata me había concentrado en ejemplos concretísimos. Decidí entonces que era más importante dejar al lector con esas vivencias mínimas que atiborrarlo de "conocimiento"; además, el fin de esta aventura quedaba al alcance de la mano. Con un brochazo "al de Colón", que se sacudió en "el oso de Fernando", un retoque a la introducción y una pintadita de fachadas en Planotitlán en unos meses entregué una versión completa a mis editoras y cuates. El comité se tomó su tiempo, fundamental para que yo pudiera ver el libro en perspectiva. Y a la voz de ¡újule! concluí con esto. Este cuento, aunque de la narrativa parezca, no es de un solo personaje; en distintos tiempos y a distintas frecuencias, intervinieron en él muchísimas personas, más de las que voy a mencionar. Marisela, las Alicias, Gerardo, Lucy y Antonio en el arranque. Irene, Julio, Pilar, Ana Teresa y Juan al meter segunda, con los acentos, eses, ces y zetas. No faltaron estímulos como los de Andrea, Jaime, Roberto y Mario. Felipe, desprendiéndose con cariño de un epígrafe básico. Héctor Manjarrez, Marcelo Uribe y mi Coral dándome seguridad y aliento en momentos precisos. Eduardo Sepúlveda con su asentado oficio fotográfico. Y tuvo también, además de mi estudio itinerante, otros escenarios. El Instituto de Matemáticas de la UNAM, que me ha dado la libertad de perseguir mis sueños para concretarlos. Ahí, guiaban Alberto Barajas y Víctor Neumann sin percatarse; acompañaban Luis Montejano — trabajando duro en el hermano que balancea la imagen de las matemáticas en esta serie—, Peter Greenberg, Hamish Short, y El Irracional en pleno, Isabel Puga y Socorro Soberón, opinando con vara alta en la empresa, así como Irene Cruz González y Alfonso Serrano, desde el Instituto vecino. Además, empujaban Lucero y Concha con la nube de moscos que las persigue y nos motiva con su ebullición. Y por otro lado estuvo el Fondo, a través de sus dos encantadoras editoras, María del Carmen Farías y Alejandra Jaidar, y el amigo que irumpió en mi cubículo: Juan José Rivaud, quien acaba de dar la voz de ¡újule! Y colorín colorado, lo que trataba este cuento, no se ha acabado.
3 . R E L A T I V I D A D L O S R E Y E S
E N L A C O R T E C A T Ó L I C O S
D E
Colón —representando a todos aquellos valientes y visionarios que lucharon en pos de la total redondez de la Tierra— hizo con nuestra idea de mundo lo que Einstein con la de Universo: nos la curveó. Pasaron —ambos— de la plana rigidez euclidiana a nuevas geometrías. En este episodio nos tomamos la libertad de fantasear sobre el tema. VAYAMOS quinientos años atrás. Pero quedémonos aquí, en la Gran Tenochtitlán, la región más transparente del aire, extendiéndose infinita en sus pequeñas ramificaciones urbanas. ¿Qué responderíamos, siendo alguno de sus habitantes, a la pregunta: qué forma tiene el mundo? Diríamos, por supuesto, que la Tierra es plana. Vivimos en nuestras casas, transitamos por las calzadas, y cuando el diario trajinar por la ciudad nos permite echar un vistazo al horizonte, más allá del mercado, vemos una planicie inmensa rodeada de montañas, su volcán y su volcana. Para salir de ese valle usaríamos los mismos recursos que para movernos en nuestra casa o en nuestro barrio, caminar hacia adelante girando al gusto. Esto se continúa y se continúa, y luego, dicen los viajados, llega el mar. Así es la Tierra, plana. Aunque en lo pequeño, como nosotros, haya una tercera dimensión que nos permite mover objetos, vivir y ver que todo lo material está pegado a la Tierra, que se extiende como un gran manto arrugado. Y además están los dioses: pero que de ellos hablen los que dicen saber. Esta visión del mundo no difiere en nada de la que tienen, como cultura, los europeos; ni de la que aún usamos para lidiar con el mundo cotidiano: la Tierra es un plano que nos tiene agarrados, pegados cuan pesados somos, al piso de este cuarto que se continúa en un lago de asfalto y luego, dicen los viajados, lejos muy lejos, están el campo y el mar. La idea de una tierra redonda es antinatural o, mejor dicho, choca con nuestra experiencia cotidiana, requiere de mucha elaboración y lucubración, de saber y de pensar, de entrar en un mundo abstracto que no es el de este cuarto. Recordemos que enfrentarnos a esa idea nos causó risa de chiquillos —los chinos quedaban de cabeza, porque nosotros: ¿cómo? Concedámosle esa ingenuidad añeja y terrenal a la voz de Fernando, rey de Castilla, quien en este mismo tiempo, pero del otro lado del mar y enfundado en sus bombachos calzones, está a punto de enfrentar el punto central del proyecto que le presenta... "el tío éste ¡hombre!, viajero de ideas estrafalarias". COLÓN. —...porque la Tierra, Su Majestad, es redonda. FERNANDO. —¡Joder! (sacudiendo una mano para ayudarse a pensar) ¿Cómo dijo?
COLÓN. —Sí, Señor, la tierra es redonda. Como esta naranja, pero a lo bestia. FERNANDO. —¿Ah, sí?... (mira la naranja que sostiene Colón con dos dedos en los huecos del eje horizontalizado)... ¿Y yo, dónde estaría? (Colón señala con pomposo índice vertical el casco superior de la naranja.) FERNANDO (sonriendo). —¿Y los de...? ¿el reino éste a dónde va? ¿Cómo dijo que se llamaba? COLÓN. —El Oriente. FERNANDO .—Sí: ¿ésos? COLÓN. —(Baja el índice rodeando un lado.) FERNANDO. —¡Hostia! Ahora entiendo, es por eso que dice mi cartógrafo que son amarillos ¿Se marean por estar de costado? COLÓN. —Bueno, no exactamente, Su Señoría... FERNANDO. —¿Y entonces, cómo? COLÓN. —¿....? FERNANDO. —¿Usted ha estado ahí?... En el oeste, digo. (Señalando al tímido índice que aún apunta, horizontal, a la naranja.) COLÓN. —... ¡Ah! Sí. FERNANDO. —¿Y dígame: cómo es estar de lado?... (Iluminándose de pronto.) ¿Puede caminar por las paredes? ¿Qué se siente? COLÓN. —No. Verá... no se siente. FERNANDO. —Hombre, pero cómo no se va a sentir. Mire (se inclina de a poquitos, evidenciando cómo el peso de su cuerpo abandona la pompa de su pie cruzado, hasta que lo sorprende el hombro de Isabel, quien permanece impávida a su lado, como joya. El rey se rehace de su malabar, quedando un poco más enconchado). COLÓN. —No lo sienten en el Oriente porque, respecto a la Tierra, Su Alteza, son chiquitos. FERNANDO. —¡Son chiquitos! ¿Así? (bajando su palma horizontal hasta muy cerca del zapato). ¡Además de amarillos! ¿De veras? ¿Chiquitos? COLÓN. — Bueno, no. Digo... respecto a la naranja... Fernando aprovecha el desconcierto en su corte, la llamada "católica", para hacerse consciente de que ésta tiende a pequeños grupos, sin abandonar del todo el anillo que rodea al trono. El
obispo, cerca del bonete; en ademán de "loco", gira un dedito que podría dirigir el coro gestual y cuchicheante de desaprobación. El rey se levanta. Arrebata la naranja a Colón y la alza. Gana de nuevo la atención y el silencio. Titubea, pero la deja caer, picando ésta en el filo del escalón real. Las miradas se dividen hasta que se detiene la naranja en el borde de un pilar y acaban reconcentrándose. Fernando piensa... FERNANDO. —¡Caramba! Hombre, que si fuese redonda, pues rodábase. Asiente ruidosamente la corte, casi al borde del aplauso, pero implicando inteligentemente la negación. Colón le pide a señas tiempo y otra oportunidad a Isabel. El obispo busca la palabra, pero Isabel se levanta y toca el hombro de Fernando que se sienta, aliviado. ISABEL . —Debo recordar, Majestad, que hemos olvidado convidar de nuestro vino a tan distinguidos invitados. Asiente la corte, ahora con sinceridad. desmoronándose el círculo que rodeaba a Colón.
Se
sirve
vino,
Isabel conduce la ceremonia, platica brevemente con Colón, y con muchos otros grupitos; esparce su fragancia en el cuarto, cosecha sonrisas y miradas que parece jalar como hilos que rigidizan la elipse perceptiva de un círculo perfecto con sólo subir el escalón real. Fernando se sienta mirándola girar como corona con su joya al anillo, llegándose a la vez al silencio. Sólo queda un pequeño tumulto que desaparece en el centro; ella observa la conclusión con benevolencia. Han mandado llamar a un personaje que había pasado desapercibido. Su vestuario de tiempo inmemorial parece desempolvar su holgura al ser conducido al centro de la escena, que no acaba por conquistar su interés, pese a la leve algarabía que decrece a su alrededor, dejándolo solo y distraído, ahí, detrás de Colón, rodeado por la corte. ISABEL. —El valiente navegante Cristóbal Colón, en quien percibo y siento verdad, fe y honestidad en palabra y obra, solicita otra oportunidad para justificar su arriesgada empresa, mediante las palabras del cartógrafo ilustradísimo que lo guía en sus viajes, diseñándoselos, y en cuyo saber probado deposita su confianza: maese Albert, oriundo de cualquier parte del mundo. (Colón se hace con gracia a un lado, acentuando con su caravaneo la presentación dulce de la reina. Albert empieza a mostrar interés en ella, quien concluye.) ¿Fernando, esposo mío, seríais tan bondadoso de escuchar sus razones? FERNANDO (sigue contemplando a la reina, pero el silencio le recuerda que le toca). —Mhh. ¿Bien? ALBERT. —Sí. Bien. ¿Y usted?
FERNANDO. —También, gracias... (la serenidad con que lo enfrenta maese Albert le ayuda a retomar el hilo). ¡Ah! Sí: que dice este tío que la Tierra es redonda como una naranja. ALBERT. —Sí, es posible. FERNANDO. —Pero hombre, que digo yo que si fuese redonda, rodaría. ALBERT. —Pues sí, lo comprendo. Ha visto que todo lo que sube, o que se suelta, baja tanto como le es posible; ha vivido siempre sujeto al influjo de una dirección implacable, arriba-abajo, la vertical. Y en su idea de "rodarse" un cuerpo se desplaza en esa dirección, ¿o no? FERNANDO. —Sí. (Interesado, al sentirse expresado.) ALBERT. —Pues bien, la dirección vertical es más que absoluta, relativa. La vertical en Castilla no tiene por qué ser la de Alejandría: es una dirección que depende del punto de la Tierra en el que estemos. En este cuarto, "abajo", "caerse", "rodarse", tiene sentido, y eso nos permite edificar palacios, aquí y en todas partes, midiendo la vertical por la plomada. Pero a nivel de toda la Tierra, "arriba" y "abajo" pierden su sentido. Por tanto, su objeción es intrínsecamente incongruente: presupone absoluto algo que sólo es relativo. FERNANDO. —... ¿Ah? (Anonadado. Sin entender nada, como el resto de la corte.) COLÓN (pasando a la ofensiva y sabiendo que Albert ha dado por concluida la cuestión). —¿Maese Albert, sería tan amable de explicarnos un poco más a fondo su teoría? ALBERT. —Claro que sí, Cristóbal, vieras cómo he avanzado en estos meses que has andado cortejando... COLÓN. —¡De cortesano, Albert! Y explícale a Su Majestad. ALBERT. —Bueno... —¿Le interesa la forma de la Tierra? FERNANDO (asiente, dudando, volteando y encontrando apoyo en Isabel). —¿Sí? ALBERT (pausado y reflexivo, como si fuese la primera vez que expresara en palabras sus ideas). — Yo soy cartógrafo. Mi noble y ancestral oficio es describir la Tierra: he trazado las cartas de continentes, reinos, comarcas, ciudades, bahías y catedrales por ser. A veces formo con cartas escogidas pequeños atlas que entrego a mis benefactores (leve caravana a Colón). Pero puedo decir aún más. Que todas mis cartas, junto con las de todos los cartógrafos que han existido, el trabajo entero de mi oficio, en cuanto a descripciones locales de una misma realidad, forman un solo Atlas. Y ese Atlas aún está incompleto. La Tierra no ha sido descrita globalmente pues quedan puntos no incluidos en nuestros pergaminos. Supongamos, en concordancia con la experiencia
milenaria de mi oficio, que de cada pequeño lugar se puede dar cuenta en una carta; que ese Atlas existe, aunque le falten siglos para hacerse una realidad tangible. ¿Qué podemos decir sobre la Tierra? ¿Que es plana? Con los datos vertidos, puede ser, pero también puede no ser, pues la planaridad, ser descriptible localmente en pergamino, vuelve a ser un concepto relativo, como el de arriba-abajo. La Tierra puede ser perfectamente una esfera y describirse en un pequeño folio (toma, imaginariamente, un gran libro entre sus manos y luego cachetea una esfera) que se detallará con el resto de nuestro trabajo (golpea su morral repleto de pergaminos). La tierra puede ser redonda, como ya los antiguos griegos habían imaginado, y ser descrita en un Atlas. Pero también, siendo estrictos con el razonamiento, puede no ser esférica. Recién caigo en la cuenta, debido a estos meses en que se me ha concedido tiempo para el espíritu (busca comprensión en Colón, y se conforma, al descubrir de inmediato su nerviosismo, con la atención de Fernando). ¿Se da cuenta? No necesariamente es como le aseguraba yo a Cristóbal. Sin faltar a la experiencia de mi oficio, aseguro que hay aún —mientras el Gran Atlas se concluye— muchas tierras posibles: pudiera tener chipotes tan grandes que dejaríamos de percibirlos (manipula en el aire un sólido inexistente); o bien (acariciando una superficie complicada con sus manos), pudiera conectarse, más allá de lo conocido, con otra gran masa, que a su vez se conecta con otras; o podría tener agujeros, sin dejar de ser relativamente plana. Sin embargo, creo poder controlar su complicación con lo grueso del Atlas que la describiría, dando lugar a una teoría muy interesante en la que estoy trabajando. Si le interesa, luego le platico con calma. Pero regresemos al caso concreto de la Tierra, incorporando a nuestro análisis nuevos datos: los astros, objeto de estudio de otro respetable oficio. Su movimiento relativo inmediato, el día y la noche, se explican impecablemente si se pone a la Tierra a girar como trompo y se la convierte en uno más de ellos; pero entonces su masa se verá sujeta a lo inevitable de este movimiento, obligándonos a tomar preferencia por Tierras con simetría rotacional. Reduciendo, al menos intuitivamente, nuestras posibilidades a... Nunca se habían visto Albert y Cristóbal tan aislados de la corte; la corte tan compacta en su cuchicheante desaprobación. Hace tiempo que sólo Fernando mantiene la atención, pero nadie más que él ha permanecido al margen de los sucesos, mucho más graves, que explican la interrupción que aliviará la tensión acumulada. El nerviosismo de Colón, al ver que Albert va por caminos inesperados, se concentró en una mirada dirigida a Isabel. Ella responde, cuestionante. Entablan un diálogo silencioso cuya intensidad es captada por el obispo, quien se secretea con su vecino mientras mira alternadamente a Colón e Isabel. El vecino hace lo propio, y cunde el chisme más rápido que la voz por la lluvia de
vistazos que cae sobre nuestros héroes, trenzados por los ojos. Isabel, nunca Colón, se percata de su indiscreción. Se sonroja sin que llegue a notarse, pues el inminente movimiento del obispo la obliga. ISABEL. —Maese Albert... (su voz, profundamente suave, y contrapunteando justo lo necesario sobre la de Albert, restablece el silencio en la corte, cautivando para sí la atención) ... ¿me permite interrumpirlo? ALBERT (pasando distraídamente de un sueño a otro, embelesado). —Por supuesto, mi señora. ISABEL. —Fernando, esposo mío: habéis oído a estos buenos hombres que van en pos de un sueño. Lo único que piden de ti son tres carabelitas. Ten por seguro que nunca se pondrán en contra tuya, que son honestos. Lo peor que puede pasar es que en su empresa pierdan la vida, que nunca más regresen a esta corte. ¿Qué piensa usted, señor obispo? ¿Ustedes, ministros y nobles amigos míos?, ¿les concedemos esa gracia? Asienten, algunos como hipnotizados, pero tomando confianza mientras más cabezas se mueven en su vertical. FERNANDO (contento, marcando orgulloso la cercanía). —Como tú digas, Isabelita... (aliviado: ha dado una orden). La corte se distiende en múltiples conversaciones, una de ellas, selecta, alrededor del trono. Albert la observa, ha quedado solo y su distracción podría ser tristeza. NARRADOR. —Acerquémonos a él. ¿Maese Albert, sería tan amable de explicarnos eso de que son varias las tierras posibles? ALBERT. —¿A usted le interesa? Sí. Sí, cómo no. Pero ¡qué mujer!, ¿verdad? (se toma su tiempo para resintonizar el canal). Ah, sí: decía yo que creo, aunque no acabo de ver toda la demostración, que las posibilidades más fuertes son la esfera y... mire, por aquí debo traer un dibujo. (Busca entre sus pergaminos y desenrolla algo así como:)
Figura 1.
Vea usted. Un gran hoyo redondeado en el eje de rotación, una rosca. Concuerda bien con las observaciones astronómicas y no veo razón para desecharla. Y ¡se imagina! Las condiciones del hoyo serían diferentes a las nuestras, a lo mejor ahí hasta podríamos volar. Pero tampoco serían tan distintas; con el eje inclinado, tendríamos noche y día, además de condiciones climáticas similares, aunque habría que trasladarse de norte a sur conforme a las estaciones. ¡Es maravillosa la posibilidad de encontrarse ahí con otros seres! De que viajando siempre hacia el este regresaría uno por el oeste, no me cabe la menor duda: Colón tendrá éxito. Pero ahora lo que me interesa es viajar al norte o al sur, hacia el eje: quizás ahí descubramos un nuevo mundo interior, conviviendo paralelo al nuestro... El ruido cortesano hace imposible la conversación. Colón ha vuelto a tener amigos jubilosos que pasan enérgicos a través de nosotros, llevándose, entre ellos, al cartógrafo que desaparece al reintegrarse incógnito al espacio relativo del tiempo. Transcurren cinco siglos hasta este instante, y nos preguntamos en qué momento dejó de ser posible la fantasía de maese Albert: ¿cuando Newton desarrolló la mecánica y la gravitación universal?, ¿cuando alguien creyó llegar a un polo? o ¿cuando un satélite nos transmitió su carta? En fin, la Tierra se redondeó hasta hace menos de lo que creíamos
5 .
P L A N O T I T L Á N
Donde se reseña y autoctoniza a Flatland, novela clásica de Edwin Abbott, pionera de la fantasía geométrica, aventura multidimensional que se atrevió a sugerir, en 1884, que quizá vivamos en más de tres dimensiones. MR. A. SQUARE, como su nombre intocable lo implica, es un ser común y corriente, clasemediero clásico, sin gran talento para nada en especial, aunque hay que admirarle que realiza su trabajo, enseñar matemáticas, con gusto, dignidad y quizás hasta pasión; siendo además reconocido por su sociedad. Su vida plácida y su mente cuadrada se ven alteradas violentamente por sucesos tan fuera de lo común que se siente obligado a relatarlos en el libro que traemos entre manos. Empieza describiendo el orden social y físico del mundo en el que vive, Flatland, con la candidez del que cree fielmente en su naturalidad, del que duda poco de la justeza o de la racionalidad de las reglas o leyes que oficialmente lo rigen. Y es a través de su ingenua descripción de un mundo y una sociedad limitadísimos que acabamos encariñándonos con este ser tan falto de visión crítica, tan cotidiano, tan cuadradote, tan criticable y tan cercano a nosotros. Y entonces relata su aventura.
En el año nuevo de un fin de milenio, poco después de un sueño y un incidente premonitorios, al reposar la cena en la soledad de su biblioteca, se le aparece un ser magnífico. No quiere creer a sus ojos, ante los cuales se materializa, cambia de forma, crece y decrece este ser extraño. Dice vivir en un mundo con una dimensión más, que puede ver todo de un golpe, los interiores de las casas y de sus habitantes, sus pensamientos, y que viene a revelarle los secretos, el evangelio, de esa dimensión extra. Entablan entonces una discusión sobre las dimensiones. Square se enterca en que no puede haber más que aquéllas del mundo en el que vive. Y por su parte el extranjero, que se llama a sí mismo Sphere, procede racionalmente por analogía: habla de un mundo de dimensión cero, el punto; de un mundo con una dimensión, la línea, al cual Square acaba de visitar en sueños; del mundo de dos dimensiones, hábitat de Square, e infiere de estos ejemplos algunas propiedades del espacio tridimensional y de los cuerpos que, como Sphere, lo habitan. Al negarse Square a creer en la existencia de una dimensión más, Sphere pasa a los hechos. Se desvanece (ascendiendo un poco sobre el plano de Flatland), aunque su voz siga audible —"parece provenir del corazón", siente Square—, saca objetos de cajas cerradas (simplemente los toma desde arriba), que reaparecen en otro lado, y llega inclusive a tocar las entrañas del aterrorizado Square, quien, encolerizado por los "trucos del mago", se abalanza sobre él en cuanto reaparece, armando así un escándalo. Sphere, entercado como está en demostrar la existencia de la tercera dimensión emplea su último recurso. Desprende a Square, como calcomanía, del plano en el que vive, de su mundo. Square queda a merced de Sphere, que lo guía en este "extraespacio". Observa su mundo desde "arriba" con una mirada que comprende todo, interiores, exteriores y límites. Le son presentadas las maravillas de los "extracuerpos". En una experiencia mística y gozosa, reconoce en Sphere a una divinidad. No habiendo conocido más que círculos y habiéndolos visto, además, sólo de canto, se postra ante la magnificencia de una esfera y asimila su evangelio. (En este punto el libro alcanza su clímax literario, pues el autor Edwin Abbott es, además de matemático aficionado, teólogo de profesión.) Pero no solamente lo asimila, sino que lo lleva a sus consecuencias lógicas. "Por analogía —le reza a Sphere— como tú, Maestro, me has enseñado, debe existir un Universo aún más amplio, el de las cuatro dimensiones; y sólo tú, Señor, que todo lo sabes, puedes llevarme a él. Apiádate de mí, muéstramelo aunque sea sólo un instante. Sphere, ante esta subversión rampante y absurda, se enfurece y regresa al irrespetuoso Square a su plano de origen. Y aquí, al tratar de convencer a sus coterráneos del evangelio de la tercera dimensión, éste es reprimido. Condenado a cadena perpetua, escribe sus memorias desde su celda, sufriendo el drama de dudar cada día más de sus ambiguos recuerdos, de sus visiones y de sus descabellados razonamientos. La trama de Flatland no podía ser más clásica. El iluminado que es sacrificado por el statu quo. Sin embargo, Abbott introduce un elemento novedoso. Aunque el libro esté escrito en primera
persona, por Square, el lector no puede más que identificarse geométricamente con Sphere, que comparte nuestra dimensionalidad, y vemos entonces el mismo drama pero desde el punto de vista de los dioses que hacen contacto con los seres inferiores. En el momento en que Square nos pide que le mostremos la cuarta dimensión y que lo llevemos a ella, sentimos que su súplica nos trasciende, haciéndose nuestra. Y ante esta insubordinación del planosapiens, del vil cuadrito que obviamente requiere de nuestra imaginación para su "vida'', Sphere actúa como ser humano, desentendiéndose del monito, untándolo de nuevo en su Planotitlán; dejándolo a merced de sus congéneres que se comportan como tantas veces lo hemos hecho en este otro mundo ¿ tridimensional?
8 .
S O Ñ A T A E N C U A T R O
T R E S T I E M P O S E S P A C I O S
Y
(con dos intermedios) The ball I threw while playing in the park Has not yet reached the ground. DYLAN THOMAS TIEMPO I: FLOTAR INTERMEDIO TIEMPO II 1. AGORAFOBIA 2. CLAUSTROFOBIA SEGUIDA DE UN REVIRE A LA CAVERNA EN TENIS INTERMEDIO TIEMPO III EL MAGO DEL DODECAÉDROMO
T I E M P O
I :
F L O T A R
ESTO no es volar y tiene que tener nombre. Me gusta "flotar", aunque sea bien distinto de flotar de muertito o de perrito, porque no hay que mover nada ni ponerse como tabla preocupado de que no se hundan los pies o de que se meta el agua por las narices. "Flotar", así solito, está bien. Se parece a volar, pero no es lo mismo. Otros niños y niñas también saben volar, pero yo de flotar nunca había oído. A veces platicamos en secreto de volar, de cómo le hacemos y de lo bonito que se siente. Cada quien vuela un poquito distinto, y no sabemos decir bien bien cómo se le hace, cómo se empieza; igual que tratar de explicar cómo se duerme o cómo se sueña. Pero no importa, porque sabemos que sabemos y es fácil agarrar a un hablador. Yo vuelo casi siempre para escapar de algún peligro, de alguien que me persigue o algo así. Hay que dejar de correr, estarse quieto, cerrar los ojos y, diría un grande, concentrarse, pero es mucho más fácil que eso, sólo como volver a saber de a deveras cómo se vuela, recordarlo y vivirlo, y estar seguro, no asustarse, y entonces ya estás elevándote, despacito. Ya puedes volver a ver el piso allá abajo y a la gente que se quedó o que te perseguía, aunque no están muy lejos porque nunca se vuela
demasiado alto. Ya que estás a la altura, hay que empezar a mover las manos para avanzar. Se mueven como cuando se nada de ranita, pero mucho más suave y delicado, pues el aire es más aguado que el agua y hay que saber sentirle su espesito, para agarrárselo y así empujarse, deslizarse, de a poquitos; no es cosa de fuerza, es calmadito. Ya no se oye igual, y casi siempre lo que estaba pasando ya no importa porque ya estás volando, encimita de los árboles o de las azoteas, como acostado bocabajo y muy tranquilo, sintiendo rico. A Supermán lo han de haber inventado unos señores que nunca volaron, porque sólo sirve para jugar despierto con tus cuates y para volar de a mentiras, porque volar de a de veras es bien distinto, así como lo cuento. Y por eso digo que esto se debe llamar flotar, porque tampoco es volar. Nunca me había pasado. Esta vez, lo único diferente fue que quise volar así nada más; antes de que pasara nada, antes de que me persiguieran o de que estuviera en el parque o en una azotea. Sólo quise volar. Antes que hubiera piso. Y entonces tuve que cerrar los ojos muy fuerte y mucho rato; hasta estar bien seguro de que estaba volando. Movía los brazos más despacito que de costumbre, no fuera a ser que anduviera muy alto pues no sabía bien si estaba elevándome o si ya estaba panza pa'bajo. Revisaba con cuidado lo que sentía y no había duda, era la delicia de volar. Reconocía todo mi cuerpo —con ese gusto de regresar después de mucho tiempo a mi lugar secreto, en casa de los abuelos, para encontrarlo igual—, tratando de olvidar el miedito a saber en dónde estaba yo y en dónde el piso. Me quedé con los ojos cerrados un momento más para saborear lo agrito de estas dudas, como cuando te quitan la venda de la gallina ciega y te aguantas con los ojos cerrados un instante para ser tú, cuando los abres, el que regresa al cuarto junto con todas su cosas y sus gentes, al lugar que se les había perdido. Abrí los ojos. Estaba en un lugar donde nunca había estado. No distinguía bien, y seguía sin saber dónde era el piso. Miré mis pies. Pero al sentir que la pared —digo pared porque no era ni techo ni piso— se movió siguiendo a mi cabeza, cerré los ojos. ¡Volaba! Estaba bien seguro cuando volaba. Empecé a mover los brazos hacia adelante para girar hacia atrás buscando el jalón del piso, pero aunque diera vueltas, me sentía bien sin sentir el abajo. Recordé entonces las paredes, redondas y de color... ¡Claro! Estaba en una caverna. Acabo de ir a las grutas con mi papá y ésta no era gruta porque le faltaban los chorritos y las lamitas. Tampoco era cueva porque conozco dos, y una está llena de murciélagos. Seguro que era caverna, aunque fuera la primera vez que estaba en una. Sería una caverna como del tamaño de mi salón ¡no!, era más alta, como de dos salones, uno encima del otro, ni tan grandota como las grutas ni tan chica como mi cuarto; como son las cavernas, pues. Me dio risa pensarme dando vueltas de tonina, para atrás y hecho bolita, mero en medio de una caverna redonda. Pero al acordarme que las cavernas son oscuras, abrí los ojos de golpe. Vi mis rodillas, y cómo las abracé por el gusto de verlas. La luz estaba prendida. No había problema. Flotaba.
Tenía que investigar mi caverna. Pero ahora con mucho más cuidado, sin mover la cabeza. Muy despacito y fijándome bien, subí los ojos de las rodillas a la pared. Era la misma de hace rato. Muy rara. Color cafecito, pero como nebulosa o borrosa. No la entendía porque no me podía fijar enfrente. Tenía unas manchas... cuatro, muy parecidas. Las de los dos lados, casi donde ya no ve uno, se veían mejor, eran unas manchotas de color como rosita. Moví los ojos hacia una, pero con cuidado de no llevarme también la cabeza. Cerré el ojo que menos me servía, porque no todos pueden cerrar un solo ojo y yo sí puedo; y también sé hacer taquito la lengua, aunque me gustaría saber mover las orejas. Y entonces, vi más claro. La mancha era una orejota. Me ganó la risa. De veras que era una orejota al revés, lo de arriba para abajo y volteando hacia atrás. Como cuando te levantas, ya mareadito, después de un rato de estar colgado de cabeza en la changuera, esa pirámide inmensa de tubos rojos donde no hay más que niños, y al voltear la cabeza vas viendo el pelo de uno que sigue colgado y luego su oreja. Ahora la veía muy bien, era grandotota porque estaba pegada a la pared, y también el pelo que era lo de enfrente. Pero no se colgaba como en la changuera. Quién sabe cómo aguantaba peinado para arriba, tan grande y sin caerse, y curveado como en cazuela, no como coco, para poder hacerse pared de caverna. Moviendo el ojo para abajo pude ver que el piso seguía como debía de ser, de pelito, más bien de pelote; ahí estaba la raya. Seguí, y al saltar mis rodillas con la vista, moví sin querer la cabeza; de nuevo sentí, cuando empezaba a fijarme en el piso del otro lado, que se movió todo muy rápido, pero esta vez no me asusté, sólo me apreté muy fuerte. Aguanté un momento, y con mucho cuidado regresé la cabeza para enfrente; despuesito, igual de despacito, me siguieron las orejotas junto con la caverna. Estaba todo como al principio. Abrí el ojo. Se volvió a nublar. Cerré el otro y se volvió a aclarar. Ese lado era igual, pelo con su orejota hacia abajo y hacia atrás. Abrí uno cerrando el otro muchas veces y variando la velocidad; los que no saben cerrar un solo ojo tienen que taparse con las manos y entonces ya no les quedan dedos para verlos y jugar a ver cómo brincan las cosas de lugar: mientras más cerquita, como un gordo, brincan más. Pero esta caverna, con su pared, sus ricitos, sus orejotas y todo lo demás, le ganaba al dedo pero fácil. Cada vez podía fijarme mejor en el mismo rizo o hacer que se quedara mi mano en su lugar. Hasta que me dolieron los ojos, pero qué bueno porque para descansar tenía los dos abiertos. Ya sabía ver en mi caverna. Quería ver la pared de atrás, volteé rapidísimo, y le alcancé a ver la cara, como la que aparece cuando te asomas a una de esas cacerolas brillantes que cuidan las mamás y te la quitan. Miré otra vez, y otra y muchas más. Para los dos lados primero, y luego para abajo y para arriba haciendo machincuepas cada vez más complicadas a ver si la engañaba, pero nunca se equivocó. La caverna sabía jugar a "lo que hace la mano hace la tras" como nadie. Siempre me ponía enfrente a la pared peluda y cada cosa que yo hacía, ella la repetía un instante después pero a su manera: si yo ponía una mano detrás de mi cabeza, aparecía su manota por el otro lado y se pegaba a la pared. También tenía pies, colgaban
del techo, junto con un cuerpo que se hacía gordote y, poco a poco, se volteaba al revés, como calcetín, para hacerse pared de caverna, el pelo adelante y abajo de mí, la cara atrás; la imagino como un globo con el nudito, que era su cuerpo, para adentro, y conmigo flotando mero en medio. Para verle el cuerpo tenía que juntar, bueno, acercar mi cabeza a mis pies; por atrás, le veía sus pompas y cómo repetía, despuesito pero igualito, lo que yo hacía. Si movía un pie, ella movía el otro, y así con todo; lo más bonito era hacerla pegar su mano a la cabeza y ver cómo crecía hasta tapar casi toda la pared, o hacer viboritas y ruedas con la cabeza viendo cómo toda la caverna iba atrasito haciendo la tras; pero ¡qué mareadas! No podría verle su cara más de un instante pero seguro que era la mía, vista en cazuela y de cabeza, porque hasta la ropa, los zapatos y los pelos eran como los míos. Después de tratar un par de veces, me di cuenta de que no iba a poder llegar a tocar la pared, porque la caverna se movía detrás de mí y hacia el mismo lado. Se me ocurrió una idea. Busqué en mis bolsillos. Traía mi pelota de esponja y no demasiado mascada. Si la aventaba, la caverna tendría que decidir entre irse con ella o quedarse conmigo. Seguro se quedaría conmigo: yo era más importante. Pero había otro problema. Si la aventaba quedito, a lo mejor se enredaba en los pelos, o rebotaba mal, dándole tiempo a la caverna de quedarse con ella. La aventaría muy duro (no era tan malo para el frontón). Lo hice, apuntando al centro, y entonces, antes de que viera a la pelota rebotar, ¡zas!, sentí un pelotazo en la cabeza; volteé y lo mismo, la pelota yéndose despacio, y cuando se empezaba a hacer grandota, ¡cuaz!, otro pelotazo; volteé otra vez y ahí iba la bola, igual... y ¡sí!, otro bolazo, pero esta vez me lo aguanté, bien apretado, y esperando un pelotazo encogido con las manos enfrente: la caché. Me pude sobar. Revisé mi pelota. Pensé un rato. ¡Claro!, se me había olvidado su hacelamano-hacelatrás. Me puse la pelota en la cabeza y la caverna me enseñó la suya: del mismo color y con las mismas marcas, pero grandotota y apachurrada y curveada como plato. Tenía que jugar con la caverna, confiar en ella, acoplarme a sus trucos. Aventé la pelota. Esta vez más despacio y sin apuntar al centro; me volteé rapidísimo y ahí venía la suya: la caché. Ella también, porque nos las enseñamos, yo se la ponía en mi cabeza para que sus ojos la vieran, ella me la ponía enfrente. Revisé su pelota, que ahora tenía en mis manos, era igualita, o a lo mejor era la mía, después de los pelotazos no sabía, tampoco importaba. Jugamos mucho rato con las pelotas hasta que dominamos el juego como magos. El chiste era esperar la bola justo donde la soltaba pero viniendo del otro lado. El tiro más difícil era hacia abajo y duro, pues llegaba por arriba y te podía pegar en la cara al voltear a cacharla. Pero también había tiros bonitos, como ese de niñita, por debajo y despacio para poder ver la curva increíble que hacía la pelota siguiendo la pared, sin acercarse mucho, hasta caer en las manos de la caverna un instante después de cachar yo la mía, juntito a las rodillas, llegando por detrás, y sin ver. Si lo vieran mis cuates no lo creerían; nunca me había salido un buen chanfle. Tiré la bola y me
alejé un poco. Dejé pasar la de la caverna, siguió el mismo camino y al dejar de verla aparecía la otra por el otro lado, daban vueltas solitas pero bien separadas. Me fui alejando hasta que parecieron mayates amarrados por un hilo, pero yo no hacía nada, sólo veía cómo pasaba una y al perderse de vista salía la otra... ¡como luna!, pensé, al verle ese cráter mascado; pero la siguiente salió sin cacarizas, y luego otra vez con, y así: sin, y con, y... no sé, creo que me quedé dormido.
I N T E R M E D I O
—... Y es así, amigos telescuchas, como concluye "'Flotar", acto primero de la Soñata en tres tiempos y cuatro espacios cuyo estreno mundial transmitimos hoy, en vivo y a todo color por XFCE, desde la ciudad de México. Agradecemos la atención que nos prestan, invitándolos a permanecer con nosotros durante el intermedio. Pues, mientras el público presente en la sala se despabila un rato, tendremos la oportunidad de charlar con el asesor escenográfico de la obra, quien amablemente nos acompaña en representación del escritor. Bienvenido pues, a nuestra cabina, señor... ¿mh? —Br.... —¡Bracho! claro. Muy buenas noches. —Buenas. —Bien. Para entrar en materia, ¿podría usted hablarnos acerca de su formación como escenógrafo? —...Mh... (gesticula, balbucea, hurgando con sus dedos en la barba; algo en la situación le incomoda)... —... ¿Hablarnos de, por decir algo, su inicio en la escenografía? — Mire usted: en realidad yo no soy escenógrafo. —¿Cómo? —Sí, yo no soy escenógrafo. —Pero, es que aquí debe haber algún malentendido. Según mis indicaciones, y el programa, usted... —Sí, sí, no se preocupe. Soy quien usted cree que soy y quien debe de ser, mas no escenógrafo: mi profesión es la de matemático. — Ahh.... ... mire nada más, ¿y entonces? —Lo de "escenógrafo" salió de mis apuntes a la Soñata, la base de la obra, y ahora, si me permite, voy a hablar como matemático y de matemáticas.
—Eso sí que no. Me disculpa, pero el señor escritor me explicó qué preguntarle y cómo ayudarle... —¡Discúlpeme usted! Compañerito, no necesito su ayuda. Al susodicho escritor lo invité yo a este proyecto. Y nada más me faltaba, después de todo el espacio que ha robado, dejándome a mí —el de las ideas— como comercial para los pinches intermedios; que ahora tenga el descaro de mandarlo a usted con sus entrevistitas pendejas. ¡Carajo! ¡Si el que firmó el contrato con el Fondo fui yo! Así que... —¡Óigame! Bájele al tono, ¿no ve que estamos en el aire? Nos vayan a censurar. Además, mire, aquí en el programa dice clarito que yo debo entrevis... ay, perdón, in-tro-du-cirlo: ¡a ver! cámaras y micrófonos, apunten adonde señale el señor: Apuntes del escenógrafo 1 (NOTAS GENERALES) EN LA Soñata mi labor es esencialmente la de un escenógrafo. Yo defino el espacio escénico y los efectos especiales. El escritor y sus personajes (hasta el momento, el niño), tienen que ceñirse al entorno que yo dicto: y, a su vez, cuando ellos actúan impulsivamente por su cuenta, yo debo interpretar cómo afectan la escenografía y someterlos, en consecuencia, a los efectos de sus actos. Pero mis decisiones no son tomadas por iluminación divina ni por inspiración imaginativa. Trabajo sujeto a ciertas reglas mínimas que además debo precisar y rigidizar durante el proceso. La Soñata es un experimento en el cual ponemos a un ser humano en un espacio tridimensional sin límites o fronteras, pero de volumen pequeño —en un "universito acogedor", digamos— para estudiar lo que percibe, sus sensaciones, lo que podría sucederle, y lo que puede deducir en una primerísima instancia, en una fugaz estancia. El escritor intenta darle vida a este ser, darle voz para que describa su entorno, y trata de que exprese sus sensaciones y sentimientos para lograr que el lector tenga —a través de este personaje literario— una vivencia mínima de lo que es un universo no euclidiano, finito pero sin frontera, que no se extiende indefinidamente pero que no tiene bordes, que es homogéneo (igual en todas partes), que no necesita ninguna otra dimensión para su existencia, que al dejar al tiempo transcurrir en él bien pudiera ser habitable por nosotros, que es, en fin, un buen candidato para un posible Universo real. Parecería que el salto de la escenografía de este cuento a la apocalíptica frase "un posible Universo" es fortuito; pero no, es una simple cuestión de magnitud. Pues si el lector prefiere pensar en este lenguaje astronómico, imagínese que el centro del cerebro del personaje —ya de por si etéreo— se aloja en una galaxia microscópica, la Vía Láctea, digamos; que el resto de su cuerpo queda delineado por una constelación, al estilo de las griegas, pero formada por cúmulos de galaxias, y que en el resto de la caverna donde juega el niño hay, en vez de aire "espesito", material
intergaláctico con la densidad física que los astrónomos han observado. No hay nadie, sea físico, matemático o astrónomo, que hoy pueda afirmar que, dejando que el tiempo fluya ortogonal en lo local y relativista en lo global, éste no es un buen modelo de la base tridimensional de nuestro Universo real. Por tanto, es el principio para entender un posible Universo. El niño puesto ahí intenta simplemente describirlo. No debe preocuparse el lector si las imágenes de la Soñata no quedan perfectamente claras en una primera lectura: consuélese sabiendo que los autores tampoco las tienen; son más bien un primer ejercicio de la imaginación, algunos brochazos de un cuadro impresionista, un bosquejo para empezar a percibir desde dentro — nuestra única posibilidad vivencial— los posibles universos, los espacios tridimensionales que llamamos (los matemáticos) variedades cerradas. Tampoco debe esperar que esas borrosas imágenes se aclaren con estas notas; puede que ayuden, pero también puede prescindir por completo de ellas, brincotearlas, escudriñarlas o abandonarlas en el momento en que se aburra, para retornar a la Soñata en sí. Pues el escritor hizo su mejor esfuerzo para solidificar literariamente una unidad en tres tiempos. Si lo logró o no, no es cosa mía. Pero sí quisiera aprovechar el momento para agradecerle su minucia y su paciencia, su ilusión perenne de estudiante, pues su trabajo reposado me permitió observar, aprender y descubrir hechos o fenómenos que como simple matemático me habían pasado inadvertidos. REGLAS BÁSICAS Las reglas básicas para inferir mi proceder en la Soñata son: a) Los escenarios están dados, y en orden de aparición son: I. El espacio poyectivo real:
P3 .
II.i) El toro tridimensional: 3 tridimensional: S .
T3 = S1 X S1 X S1 ii) La esfera
III. La variedad de Poincaré. Todos —salvo, quizás, el último, también conocido como espacio dodecaédrico, joyita muy particular de la dimensión 3— son conocidos por cualquiera con un buen mínimo de cultura topológicogeométrica. Son variedades cerradas tridimensionales con geometrías riemannianas naturales bien establecidas y estudiadas. Para efectos de este trabajo, los llamaré universitos, entendiéndolos con toda su geometría inherente y canónica, que se detallará más adelante, en las "Notas particulares". b) La física se deduce de la geometría La libertad que me da no ser un físico de profesión, me permite aplicar esta regla con la prioridad de proporcionar al personaje un ambiente confortable y de consecuentar al escritor en sus consideraciones estéticas, dejando en segundo término el prurito de
simular la física elaborada. Pido por esto disculpas a los físicos. Sin embargo, es reconfortante redescubrir que guiado por simples cuestiones de estética, de sentido común o de intuición matemática, llega uno a símiles armoniosos de la física del Universo real que uno cree entender. Esto no debe sorprender, pues las leyes e hipótesis físicas que rigen a los universitos de la Soñata (así como las de a de veras, según entiendo al señor Einstein) están supeditadas a, dictadas por, la geometría. A fin de cuentas, un geómetra es, quizás, alguien con mente de matemático y corazón o sensibilidad de físico. Pero seamos más precisos. APUNTES FÍSICOS Las hipótesis físicas que surgieron en el proceso de creación de la Soñata y que fungieron como axiomas para deducir los fenómenos que se relatan, básicamente son: Volumen fijo y cómodo; es decir, el volumen de un universito es aproximadamente el de un cuarto de juegos para un niño o el de un estudio amplio, por lo acogedor, para nosotros; digamos que es el de este cuarto, donde el autor escribe o donde el lector muy probablemente lee. Salvo en la escena de la contracción (pasaje que vendrá en el próximo Tiempo), este volumen es fijo. La materia presente en cada universito, y en todo momento, es únicamente el cuerpo del personaje (claro, con la ropa y accesorios que requiera) y el aire que lo rodea (con el espesito exacto para desplazarse con comodidad). Las leyes que rigen a esta materia son, salvo por la ingravidez (pues todo flota), aquellas con las que convivimos todos los días, es decir, las leyes de Newton en su versión popular. Hay que subrayar que el movimiento inercial de los objetos (la pelota, por ejemplo) corre a lo largo de las geodésicas del espacio (las trayectorias mínimas que unen a los puntos) y en su primera aproximación, es decir, sin considerar fricción o gravedad. LA LUZ Su emisión. En vez de que la materia refleje una luz ambiental (como en este cuarto), suponemos que cada partícula, o mejor dicho, que cada punto del universito está emitiendo su propia luz. Además, suponemos que la emite en la frecuencia y con la intensidad con que la reflejaría su equivalente en este cuarto agradable y homogéneamente iluminado. De tal manera que no tenemos que meter y prender un foco en el universito para que la retina del personaje reciba estímulos interpretables por su cerebro. En particular, nótese que el aire, aunque espesito, resulta transparente, y los objetos cercanos (las manos, por ejemplo) se ven normalmente aunque sin sombras. Su propagación. La luz viaja por las geodésicas a una velocidad constante c. De cada punto en el universito, digamos p|∈|U (léase "p en U" y piénsese por ejemplo en el centro de una uña), salen
rayos de luz en todas direcciones y en cada momento. Un estímulo luminoso, llamémoslo e, constará entonces de un punto p, una dirección d que sale de él y un tiempo determinado t. Podemos escribir e = (p, d,t,ζ), donde ζ representa al resto de sus cualidades que en estudios más detallados pudieran ser útiles, por ejemplo color e intensidad, o inclusive podría representar algún estímulo no luminoso, sonoro quizá. Sin embargo, obviaremos esta información extra, dejándolo entonces como e = (p, d, t). Este estímulo luminoso se propaga por la única geodésica por p con dirección d y a velocidad constante c. Si (en el ejemplo) d apunta hacia adentro del dedo, e tendrá una historia efímera, pero si apunta hacia afuera, viajará más tiempo y quizá corra con mejor suerte. Su recepción. Sea o el punto donde se aloja el centro del cerebro de nuestro personaje (que bautizaremos como ΩTo para dibujarlo , aunque en realidad la o viene de la jerga matemática como pnemotecnia de "el origen"). Por convención, o es el único punto de U que puede percibir estímulos, recibiéndolos en un tiempo determinado. Donde, recibe a e = (p, d, t) en el tiempo t0 si y sólo si saliendo de p hacia d con velocidad constante c, llegamos a o en un tiempo t0 - t. Obviamente, ΩTo sólo procesa algunos de los estímulos que recibe (los que lleguen por enfrente, que no hayan pasado por algún objeto material pero que vengan de uno, etc.) para así percibir, hacerse una imagen, de su entorno. (Ahondaremos más adelante en la fisiología de este proceso al tratar la óptica tridimensional en el espacio proyectivo.) Su velocidad: perceptible. Es decir, la luz viaja a una velocidad que razonablemente puede manejar quien la está percibiendo, el personaje. En nuestro caso, la luz atravesaría este cuarto en algo así como uno o dos segundos, poco más o menos; no hubo necesidad de precisarlo. (Este axiomita, instituido a iniciativa estética del escritor, nos llevó a decretar que el sonido, es decir, un estímulo sonoro, viaja aún más lento, aproximadamente a la mitad de la velocidad de la luz.) ¿Puede el lector afirmar si al jugar el niño en la caverna con su pelota, ésta rebasó, o no, la velocidad de la luz? En caso negativo, ¿con qué datos podría ser concluyente? Es decir, ¿cómo saber si la pelota rebasa la velocidad de la luz? ¿Qué pasaría? Queda claro que en las hipótesis que rigen el comportamiento de la luz es donde nos apartamos más de la física cotidiana. Sin embargo, haciendo el símil del universito con el Universo real, más que con este cuarto, resultan ser no tan descabelladas. La velocidad de la luz es conmensurable con el radio del universo y en él los objetos se dejan ver. Aunque, insisto, nuestros móviles para adoptarlas fueron estéticos, pues rigen a la Soñata en cuanto a efectos visuales se refiere e influyeron, además, considerablemente en su ritmo; mismo que —dice el escritor— ya hemos violentado demasiado. Regresemos, pues, a la juventud de la Soñata —a
menos que el lector prefiera escudriñar antes las "Notas particulares", donde este rollo continuará en el siguiente intermedio.
T I E M P O
I I
Because the wind is high It blows my mind Because the wind is high. LENNON-McCARTNEY
1 .
A G O R A F O B I A
(Allegro ma non tanto — Poco adagio) NO SÉ mucho del tiempo que pasó hasta el momento aquel en el que otra vez creí volar; yo había cambiado, y desde mi infancia renegada irrumpía de repente la nítida sensación del vuelo. Pero no, flotaba, me lo decía ese miedo "agrito" a abrir los ojos, a saber dónde estaba. Abrí los ojos. El golpe de soledad de un vacío oscuro se diluía en la vaga intuición de ver mi cuerpo, cuando noté a un chavo arriba-ami-derecha. Traía mi uniforme, de espaldas, con las suelas de sus tenis al aire, igual que yo, flotando. La duda de cómo no había visto en el primer momento a ese otro cuate, abajo-a-mi-izquierda, que se iba esbozando al dirigirle mi mirada, se esfumó al aparecerse otro, así nada más, ante mis ojos. Vestía como todos los demás que me rodeaban. Ya eran bastantes pero seguían brotando, cada vez más lejanos, como destellos desde todas direcciones. Inclusive hacia abajo, que empezaba a jalarme. Tenía que actuar rápido. Caminar, es lo que hay que hacer cuando te encuentras a mitad de una barda bastante alta y volteas hasta el suelo, más bajo todavía, y antes de que te paralice el terror, mejor le apuras a lo seguro donde te observa el resto de la palomilla. Pero no había suelo para caminar, ya ni digamos barda. Entonces, pues, ¡marchar y no ver para abajo! Con la fuerza de ese principio de "La Quinta", daba la entrada a ese inmenso silencio de marchar sin piso que golpear, en el vacío, cuando el camarada de arriba-a-mi-derecha se movió, animándome así a tararear mientras volteaba a verlo, marchando a destiempo. Con un brinquillo de ésos de fila de escuela, y pulido en el servicio militar, le agarré el paso. Los que estaban más cerca marchaban también. Tenía que agarrarme de ellos. Ya se echaban sus brincos, me remedaban. Y no sólo por sus, mis, chamarras roídas o mis huaraches, también traían mi pelo, que enseguida ocultaba perfiles de mi cara y su brinco fue el mío. Era mi imagen y yo la suya. El de arriba-a-mi-derecha tenía, igual que yo, a un remedo abajo-a-su-izquierda que a su vez tenía al suyo y siguiendo esa línea seguía otro y otro y... ahí ése brincaba, y en un momento de angustia, veíamos todos que no se equivocara el que seguía;
pero seguían y seguían hasta esos que como yo, ya no se movían, muy lejos, al final de esa línea que se seguía alargando con sus apariciones y que se continuaba en ese abajo enorme que me estaba chupando. No respiraba. Los de junto, con sus manos crispadas como agarrándose del pasto y sus raíces para no caerse, me infundían ese terror callado de la asfixia. Nos tragaba el silencio del vacío. Pero no, algo zumbaba sobre esa nada, un cuchicheo, un tarareo lejano que se iba apagando. Entonces, ¡cantar!... ¿qué? —a todo pulmón— ¿pero qué? —respírale duro— pero con un carajo: ¿qué? Pues... ¡"La Novena"!: Te-le-funken oish-trish por-chse trava-ritza lí-sium... Mis contlapaches le habían entrado (pude tomar aire). Se les oía a destiempo, desafinados y en mi voz de grabadora, sí, pero con huevos. Le entré con lo que salió como siguiente frase, apoyado esta vez por un buen ademán de director. Observé a mi pandilla cercana. Respondieron. Primero el ademán, luego la voz seguida de otras cuatrapeándome el ritmo. Intentar dirigirlos me recordó que flotaba y que podía moverme. Me le lancé al cuate de arriba-a-mi-derecha. Mi ilusión de agarrarlo flaqueó al reaccionar él y salir volando; aunque si me le acercaba, rodeado por la algarabía de una parvada que levanta canturreante el vuelo. Y hubiera seguido echándole los kilos de no ser por la sensación de que, al acortarse mi distancia a sus pies, se achaparraba. Esto me hizo voltear; los que me seguían se veían más largos y peor aún el de abajo, que además venía más lejos. Se agrandaba el abajo. Paré mi vuelo imposible y, mientras frenaba, me eché un Tele Funken completo, hasta el bajo profundo. Poco a poco retomaban sus posiciones mis camaradas; cuatro se alineaban conmigo, giré para que dos fueran subiendo a mis lados y los otros dos enfrente y atrás. Íbamos como formando una tabla gimnástica. Lentamente ascendían en su tiempo preciso a su lugar, su columna y su fila con una exactitud asombrosa y un tanto desquiciante. Entré con unos chelos-contrabajos; no acababa de agarrar el tono ni de ajustarme al ritmo que me imponían mis mismas frases resonando desde puntos y tiempos distantes. Dirigir, cantar, quitarme la chamarra, mantenerme en acción, me permitía aceptar que arriba y abajo de la mía se formaban sendas tablas gimnásticas repitiéndose y repitiéndose idénticas; éramos un timbiriche tridimensional de imágenes mías, de yos, extendiéndose en todas direcciones. Agité mi chamarra para ver cómo agitaban las suyas en su justo momento; cómo esta agitación se iba alejando hasta parecer una especie de esfera en expansión, creciendo al cubrirse de más, y más pequeños, azulitos espirales; una onda, una ola que se va. La ola del canto (que de plano no era La Novena: remedaba a algún final de Sgt. Peppers) se esparcía más lenta, se volvía con el tiempo un continuo indescifrable. Una entrada seca, dura, el contrabajo sobre un piano: repeticiones diferenciadas y precisas en cada punto del timbiriche, más y más cuanto más lejanas, hasta llegar a formar un eco continuo en fuga, una nota sombría resonando patética desde todos lados junto con todo lo que ya habías cantado. Me alejaba de mí, me acercaba al terror. Ahí está. Al acecho, esperando gustoso a que tus oídos, tu mente, tus ojos, se fijen en esa lejanía que asemeja a tu pasado. Sí, allá a lo lejos, en ese huequito, visto en miniatura como caricatura que te absorbe, estás tú, volteando para acá, recordándote algo que ya viviste, haciendo
justo lo que hiciste hace un rato. ¿Cuándo? No tienes ni la más puta idea, sólo un vago recuerdo restándose a esa nada tan vacía que ya ni abajo ni pasado tiene. ¡Agárrate! Me quité la camisa, los pantalones, los amarré a las mangas de la chamarra; me faltaba el aire. Agarrando una manga me dirigí hacia el compa de al lado. Él ya hacía lo propio; al alejarse se extendía su cordón, que se movió en mi primer intento, haciéndome fallar y sentir que me iba. Pero al segundo, pepené el extremo de su pantalón. Jalé de los dos lados con una respiración profunda. Volvía el aire. Volvía a tararear, leve, alguna de Bob Dylan: Write a song for me. Justo para no perderme en la imagen de unas líneas de tendedero con Cristos intercalados tendiéndose raudas, paralelas y cada vez más lejanas. "A agarrarse de los cuates", iba a recordarme, cuando noté que mis manos estaban más cerca. Jalaba hacia el centro del pecho en el cual, adentro, sentía algo raro; quizás el dolorcito eléctrico que se continuaba por los hombros era por esa forma estúpida de emplear mi fuerza. Volví a estirar los brazos, retomé prendas y, respirando duro, jalé. Cedía. Tras esa fuerza que se controla al transmitirse por un trapo de brazo a brazo, como al chirriar de un zapato, pero ahora a lo bestia, crucificado y jalando con todo. ¡Cedió un nudo! Siguió un trapazo con estoperoles, precedido quizás de sendos manotazos a la cabeza. Al encogerme al golpe, vi hacia abajo: mi soledad reflejada en un tenis flotando, en esos bultos de ropa que no se dignaban pender de mis manos para indicarme siquiera si eso era realmente abajo; porque se veía mucho peor. Va de nuez. Con mis prendas en las manos, como al final de una botella en que te tupieron duro, volé de ladito dejando una estela de camisa con chamarra de corbata. Fallé una, y dos, pero a la tercera, soltando finalmente el pantalón, logré pepenarme de la chamarra que me tendía el de junto. Jalé con más tiento pues no había revisado el nudo. Nos acercábamos. Había algo más en esa extraña sincronía de fuerzas entre los brazos extendidos y jalando cada uno de su lado, cediendo en ritmos coordinados que parecían venir de fuera y cotinuarse en una línea placentera a través de mi cuerpo. Ya daba la tal la para pasar el nudo. Desde esa posición de señorita midiendo tela por su pecho, lancé el zarpazo para pepenar la chamarra al alcance de mi mano fuerte, que trocaba así su manga de camisa por aquella anudada de chamarra. La agarré sintiendo el jalón por el otro lado. Ahora si, éstas sí aguantan, y jalé con todo. Las chamarras crujieron. La línea eléctrica a través de mi pecho, que en un sabroso escalofrío se expandía por el resto de mi cuerpo, era ya un hecho contundente. Se extendía un respirar agitado. Quizás ya alcanzaríamos a tocarnos las manos. Me entró el miedo de que no estuvieran allí; debían ser un sueño que esfumaría con mi torpeza. El horror a sentirme completamente solo en este vacío inmenso y absurdo me congelaba como la imagen de dos manos que se entrecruzan sin siquiera tocarse, fantasmagóricas. Pero no había de otra; era necesidad. Acabé de soltar la chamarra. Tendí mi mano a quien, a su vez, volteaba a ver a un segundón, ocultado casi completamente por su cuerpo. Me daba sus espaldas. Pero sabía que por más que me concentrara, que por más que lo repitiera con mi mente, ensayando inclusive mi peor tono de mando o de súplica, jamás se movería por su cuenta.
Giré para mirar a quien, sin destenderme su mano, volteaba hacia atrás. Alzándola lentamente, acerqué mi zurda; pero, esperando lo peor al sentir su torpeza, concluí de golpe. Agarré, y también me agarraron. Volteé. Mi mano fuerte tenía una mano, como mi débil, alrededor de la muñeca. La giré sintiendo mi fuerza entre sus dedos, y sintiendo en la pulsera de los míos, al otro extremo, el roce de un giro idéntico, hasta trenzarme entre antebrazos. Con hueso, como las manos que apretaban mis huesos. De carne, como mi carne, ahuecada ese poquito inverso de las yemas. Afiancé. Jalé, echándole todo. Sentí el escalofrío con algo de alegría... tele funken oish trish... por primera vez. Podría acortar las distancias en las dos direcciones que faltaban y así disminuir la sensación de espacio abierto que tanto me angustiaba...
2 . C L A U S T R O F O B I A S E G U I D A D E U N R E V I R E A L A C A V E R N A E N T E N I S
(Final en la agujeta) Se está haciendo tarde JOSÉ AGUSTÍN "Yo casi siempre vuelo para escapar de algún peligro...", y ahora estaba en uno serio. La idea de volar era lo contrario de lo que estaba viviendo, del mazacote que se había formado y que iba consumiendo, enrareciendo, el aire. Pero para volar debía dejar de sentir en todo el cuerpo réplicas de partes lejanas de mi cuerpo, que, a su vez, sienten lo que deben, el otro lado de lo que yo siento. Mi cabeza entre dos caderas asentándose en mis hombros, mis muslos oprimiendo al abrirlos dos cabezas, untándose de carne como mis cachetes. Respiro sobre una espalda, y el calorcito húmedo de la cercanía enchina mi columna. Empujo con mis manos la cintura frente a mi vientre, y opongo la fuerza del tórax contra las manos que empujan mi cadera, cuyos vellos del dorso se jalan contra mis orejas. Los escalofríos, que en todas direcciones originan los empujones con pies, rodillas, codos o antebrazos que expando contra un cascarón amorfo pero vivo y en asible contorsión, parecen continuarse en las líneas eléctricas que atraviesan y en la fuerza que oprime, desde todos lados, mi cabeza, aprisionada por nalgas agarradas, espaldas, un pie por ahí y chance hasta un codazo. Empujar no sirve de nada, sólo produce reacomodos que no alivian el avance implacable de la asfixia, de la pesadez húmeda del aire, de la idea de la muerte, de la muerte. —No seas dramático, puedes despertar fácil: hazte pipí. Pero la humillación de retirarse sin jugar la última carta y una extraña certeza de estar arruinando una oportunidad única, de estar fallando en una iniciación, me hicieron desechar la idea de despertar. No, tenía que volar y mantener mi conciencia.
"Sólo como volver a saber de a de veras cómo se vuela... concentrarse, volver a vivirlo." Cierra los ojos. Afloja. Siente a tu cuerpo desde dentro, llega lentamente a sus límites y erízale sus vellos. Deja que el calor que irradia siga siendo tuyo un momentito más, consérvalo ahí, arremolinado, untado ligeramente, y que sea él quien te vaya separando de otras pieles. Retrae tu cuerpo. Haz que se apriete la carne a tus huesos para que los nuevos límites sean dados por tu vieja piel, para que puedas liberar el peso que oprimía ese brazo, el cual, al retraerse, va reviviendo su sensación de flotar. Sigue encogiéndote, recogiendo en tu mente tus fibras íntimas al recorrerlas con la tibieza clara de la conciencia. El brazo ya está libre, puede expanderse, muy despacio, sintiendo unos milímetros delante de él; ahí se esboza algo. Sí, es tu espalda que con un leve arqueo le da paso a tu mano subiendo sin tocarla, haciéndose su espacio, como el resto del cuerpo que expande su coraza y se empieza a extender, relajándose. Evitas, con delicados y precisos contorneos, un par de contactos futuros, anunciados por el calor de pieles aún lejanas. Una pequeña luz es tu caverna; obsérvala sin prisa, sin verla, sin enjuiciarla; déjala que te guíe, que se te ofrezca, que te convide de sus olores dulzones, de sus sabores agritos o amarguitos. Te vas quedando en paz al írsete dando momentos que viviste ahí, la sensación nítida de flotar, de que "ya no importan los que te perseguían". — Eras tú, bien lo sabías. Abrí los ojos. Estaba en mi caverna, llena de ese aire fresco, temerario y despreocupado que rodea a la infancia; su bienestar me invitaba a pensar mientras desamarraba y me ponía la ropa que flotaba dispersa a mi alrededor; sentía algo de frío. La pared, con sus orejotas, rodeadas y semiocultas ahora por los pelos, era yo, sin duda. Así como era yo a quien con ansias jalé, aproximé, palpé y, no contento con eso, volví a jalar en otra dirección, y en otra, hasta que acabé apretujándome contra mí mismo consumiendo a mi espacio. Tenía la certeza de que, así como había transformado aquel espacio que se sentía infinito en un marasmo humano de un solo cuerpo —el mío—, yo podría controlar mi caverna, ese pequeño universo que me permitía verme como horizonte. Pero me faltaba aún aprender a manejarla. Se me ofrecía altanera a través de todos mis sentidos como reto contundente a mi entendimiento, al control de mis emociones que, como en la paranoia que acababa de sobrepasar, afectaban, bien lo sabía, el entorno de este viaje increíble. ¿En dónde estaba? ¿Qué tenían en común las dos experiencias que había vivido? ¿Qué leyes nos regían? ¿Cómo era posible que aquello de enfrente fuera mi mano recorriendo mis pelos, que aquel cuerpo que acababa de tocar extendiendo mi mano fuera el mío? ¿Era esta realmente "mi caverna", la de niño? Sentía que algo indefinible había pasado con el tamaño, quizás era sólo que yo había crecido o, al revés, que aunque yo fuera más grande la sentía igual. ¿Cómo saberlo?
Ya no me puse el segundo tenis y lo aventé hacia adelante, despacio y gustoso, no sólo por el recuerdo de mi juego de pelota, sino también por esa sensación de empezar una aventura apasionante. Giré para recibirlo como antes, sin perderlo de vista, y, a mitad de su viaje, creció, deformándose redondamente hasta casi hacer desaparecer la pared lateral, y decreció de nuevo, recuperando su forma, para llegar a mis manos en el lugar exacto que mi experiencia en el juego de pelota dictaba, justo donde había empezado; yo, en media vuelta observando al panorama concluir su movimiento. Me estremeció la escena. Ésta no era mi caverna. Pero ¿cómo estar seguro? Dejé flotando el tenis y me alejé volando hacia atrás, controlando con mis deslizamientos la manera en que se alejaba: llegaba a un mínimo y empezaba a crecer, a deformarse, contorneándose conforme yo me movía, en algo cóncavo y creciente que no dejaba de ser mi tenis, y así, retrocediendo poco a poco, localicé el punto donde se hacía tan grande que sentí de golpe que se cerraba, se convertía en una pared esférica entre la otra, mi cabeza lejana e invertida, y yo, esta cabeza que al girar sin perder su centro puede ver al tenis desde todos sus ángulos, haciendo de su adentro apestoso y de hule un afuera sorprendente de esa caverna-tenis interpuesta justo a la mitad de mí y la caverna-yo; un altorrelieve leve pero perfectamente texturizado de mi tenis sobre el lado interior de una gran esfera. El más leve movimiento de mi cabeza se veía amplificado orgánicamente y un instante después por la caverna-tenis. Intentando controlar, torpemente al principio, esta relación, logré poner la suela como una media naranja, inmensa y limpia de bagazo, a mi izquierda; y a mi derecha, la lengüeta colgando, como oreja de perro, continuando en la entrada como arete blancuzco que culmina con el remache de cinta azul del talón, y abajo, justo entre mis piernas, se extendía —rodeando el eje de mis brazos, perdiendo apenas su armonía de huella estilizada para convertirse en anillo perfecto— la banda de goma lateral. Al subir yo subían también los lados, acumulándose en la bóveda del techo; me sentí cómodo con la lengüeta retraída arriba y la entrada blanca de toallita mugrosa remedando mi oreja, rodeándola a la distancia. Hacia ella deslicé mi cabeza. Un movimiento extraño me hizo ir más lento. Ahora, el movimiento se percibía mejor en el otro lado: la suela se iba derramando del centro hacia los bordes, que se retiraban más despacio. Veía con claridad amplificada el dibujo de la suela ámbar polvoso. Una de las viboritas del dibujo se trazaba ya como gran franja oblicua por casi toda la pared esférica, cuyo centro se convertía en un punto cada vez más discernible por la velocidad creciente con que expulsaba a la suela, saltando briznas de polvo como pedradas, para amplificarse. Hasta que ¡zap! todo cambió de pronto. Bueno, no todo; el silencio, la suela que seguía estando en su lado, y en el otro el tenis, pero por en medio, como siguiendo al hilo que se enrolla en un yoyo desde su eje, se veía de nuevo la impasible pared peluda regresando a su lugar exacto. El borde del lóbulo azul
del yoyo era la banda de goma lateral, que, aunque parecía seguir untada a una esfera, se contorneaba ahora siguiendo con simetría exquisita la orilla de alguna alberca-zapato de Temixco, y el linde de la suela, al otro lado, no le correspondía, seguía una curva similar, pero invertida: arriba la marca del talón. Deslicé mi cabeza hacia la suela para observar de nuevo, y en reversa, la escena de la separación. Nuevamente empezó el aumento y la expulsión de la suela desde un centro, un punto que sin voltear a ver localizaba con claridad al extremo del eje de mis orejas, la línea de movimiento. La creciente eyección radial, agitación membranal, vibración microscópica, en ese lado contrastaba con la serenidad azul del tenis en el otro, y la serenidad oscura de la banda de pelo enfrente más perfectamente circular cuanto más delgada se iba haciendo al acercarse su borde impasible al otro labio, vibrante pero de límites exactos, convirtiéndose en una línea negra que al alcanzar su perfección desaparece como sol poniente en una ráfaga que le pone su tapa, su media naranja hueca, a la caverna-tenis. Sentí, en el justo momento de la simbiosis, que algo entraba en la suela de ese pinche tenis. Claro, el centro de ampliación en la línea de mis orejas. Pero no era un punto de tenis. Era un punto del espacio en apabullante sincronía conmigo que ahora estaría cruzando el hule de la suela y aparecería por la planta. Giré, controlando mi centro que ya más o menos dominaba, para enfrentar su amanecer. Mi movimiento, ahora, era hacia atrás. La tela azul gastada, con sus costuras y remate blancos, daba un marco fijo a la lupa donde ya se veían los pelos de toallita maltratada corriendo a esconderse debajo del marco de lona, aclarándose el punto de donde partían y amplificándose su entorno, descubriéndose su hábitat íntimo. Con más control y destreza podría ver la infinitud minúscula que yo quisiera; pero, por el momento, pasé esa etapa vibrante de ráfagas radiales. Salió el punto con un golpe brusco e inasible de la imagen, y van de regreso a su lugar los pelitos, aplastados y mugrosos, deslizándose por debajo de la lona que, a su vez, se iba abriendo como diafragma. El punto subía por el vacío talón, chupándose la visión amplificada de la planta que se encoge. Apareció entonces su borde, pellizcando pelusas de calcetín y jalando tras de sí a la lona blanca, contraparte interior de la azul que, ya en franca apertura y en el punto de salir hacia atrás de mi campo visual, se traslapa con el blanco borde interior que va hacia enfrente, descubriéndose mis orejas: su vista en la caverna. Detuve el movimiento. Sentí la presencia de una línea luminosa saliendo por mis orejas que pasa rozando los lindes del tenis, justo por la ondulación para los huesitos del tobillo, y que atravesaba el punto aquel para regresar, de alguna manera, a mis orejas. Me sentía a un paso de entender al dichoso punto, mi antipunto en la región del tenis, que al acariciarlo, coqueteando con sus bordes, me lo mostraba en su intimidad. Me quité el otro tenis, aún
desabrochado. Y, al tacto de empalmarlo y sobarlo, de manosearlo devotamente en el hueco de mi pecho, fui reconstruyéndolo dentro de mi cabeza, buscando la posición de mi antipunto al recubrir con su antitenis a mi centro. Ayudado por él podría orientarme, guiado por las dos líneas básicas que ya había descubierto: la que une a las orejas pasando por los bordes de los huesitos de mi tenis interno y hacia enfrente por la entreceja atravesándolo por la planta; el tenis interior pendía de ellas: en su cruce estaba mi centro, correspondiendo a mi antipunto en el tenis real, que observaba de nuevo. Hacia abajo se le veía la punta por adentro; ¡correspondía con mi imagen interior! Ahí estaba la mancha oscura roída por el dedo gordo. Podría sumergirme a inspeccionarla, pues la veía, era cosa de mover con tiento mi cabeza hacia abajo. Inicié mi zambullida. Pero algo pasó rápido por la esfera a mi derecha. Frené, y regresé lentamente la cabeza para observar su retorno. Era la agujeta. La amplifiqué moviéndome apenas en su dirección. La recorrí un pequeño tramo, pasando por el ribete de plástico y concluyendo con un levísimo giro de cabeza, que puso a la felpita como inmensa alcachofa-coliflor ante mis ojos. Entraría en ella. Como antes lo había hecho en la suela, creció como una mancha discoidal cubriendo media esfera que al colmarse en su círculo máximo, linde de mi campo visual, se voltea de golpe y decrece de nuevo, pero jalando ahora tras de sí al ribete, lustroso como tallo de brócoli visto desde dentro, su raíz en mi espalda y culminando enfrente con algo redondo parecido a un mechudo con pelos hacia adentro. Temblaba todo. Vibraban por todos lados centros de confluencia y de expulsión que podía hacer conscientes al corresponderse, un instante después, con mis micromovimientos. Para fijar la imagen tendría que llegar al reposo absoluto. Lo intenté, pero el latido de mi corazón y la excitación de mis pensamientos lo impedían; abandoné la idea de reprimirlos. Los dejé fluir. Podría salirme de la agujeta por donde yo quisiera. Entendí que por todas las direcciones de mi centro se llegaba a mi anticentro, y que de él se seguían para retornar a mí, en sentido inverso, buscando continuarse otra vuelta. (Me vino a la cabeza la imagen de una esfera con sus meridianos dibujados, todos del polo norte al polo sur.) Entendí que ese punto vibrando mis vibraciones en la punta de la agujeta pertenecía aquí, y que de él ya no se seguía este lugar que me acogía en su perfección deslumbrante; allí, por decirlo así, se cerraba, a imagen y semejanza de mi centro, "la caverna" —no, la llamaría "extrásfera"— se redondeaba este pequeño universo donde cada punto tenía su antipunto; todo lo demás era la ilusión óptica que esto producía, que esto implicaba. Empezaba a entender, lo sabía por ese saborcito dulce de las nuevas dudas, surgiendo incisivas, altaneras, bellas, sensuales y atrayentes. Because the world is round It turns me on Because the world is round.
LENNON-McCARTNEY
I N T E R M E D I O
Omnívora esfera opaca, el tiempo fluye. .... Tiempo sin luz ni tacto. .... ¿En quién revienta esta luz? CORAL BRACHO Apuntes del escenógrafo II (PARTICULARIDADES GEOMÉTRICAS) EN ESTA segunda parte de mis apuntes, quiero inmiscuirme en algunas particularidades geométricas de los escenarios que escogimos. Pero si en las "Notas generales" di mis disculpas a los físicos, aquí tengo que prevenir a mis colegas, los matemáticos. Sacrificaré, en algunos pasajes, la formalidad y el rigor en aras de la exposición, la extensión y la claridad intuitiva. Además, siendo esto lo que más me duele, enunciaré por ahí algunos hechos como si fueran consumados, como si fueran verdades divinas, sin detenerme a cuestionarlos, argumentarlos y demostrarlos; la manera en que se hace de la matemática algo nuestro, terrenal, humano. Ni hablar, el espacio-tiempo de este libro es finito. Obligándome a dejar mis errores e inconsistencias para que el lector las detecte, las rellene y las lime como ejercicio. Dedicamos una sección a cada espacio visitado en la Soñata. EL ESPACIO PROYECTIVO (Escenario del Tiempo I) VISIÓN EN "LA CAVERNA" En porciones pequeñas, el espacio proyectivo es como el nuestro (éste en el que vivimos). Se tienen en él las nociones de plano, de recta (o línea) y, por supuesto, de punto. Nociones que además están sujetas y se comportan de acuerdo con ciertas reglas
mínimas o axiomas que se parecen mucho a los que Euclides usó hará más de dos milenios para definir y empezar a trabajar el plano y el espacio, que en su honor llamamos euclidianos; ese plano que medio vimos en secundaria, ese espacio en el que creemos vivir. Se tiene, por ejemplo, que (a1): por cualquier par de puntos pasa exactamente una línea, y (a2)por cualesquiera tres puntos no colineales pasa un único plano. Pero además, en el espacio proyectivo se cumplen: (a3) Dos planos distintos se intersectan en una recta. (a4) Un plano y una recta no contenida en él se intersectan en un punto. (a5) Un par de rectas se intersectan si y sólo si están contenidas en un mismo plano, y en este caso, se intersectan en un único punto. Éstos no son todos los axiomas que definen al espacio proyectivo, pero son los que usaremos aquí. Obsérvese, de los tres últimos, que en el espacio proyectivo, así como en el plano proyectivo (modelo teórico de cualesquiera de sus planos), no hay excepciones; es decir, que no existe la noción de paralelismo como la hay en sus versiones euclidianas. En el plano proyectivo, todas las rectas se intersectan igual: en un punto; y en el espacio proyectivo, planos y rectas se cortan siempre de la misma manera. ¿Cómo es esto posible?, se preguntará por ahí algún lector que aprendió a trazar paralelas. O "esto contradice a nuestra intuición y a nuestra experiencia", afirmará otro que cursó bien la secundaria, "es claro que hay rectas paralelas que nunca se cortan". Reitero. El espacio proyectivo en pequeñas porciones es como éste. Nuestra experiencia del espacio en que vivimos está confinada a una porción minúscula de la Tierra, que a su vez es una minurria del Universo. Nuestra intuición del plano euclidiano se basa en esta hoja de papel o en un pizarrón o en una pared, que nos dan idea de cómo es él en una pequeña parte y, a la vez, en cualquiera de ellas. Esta intuición funciona igualito para el plano proyectivo; así como este cuarto nos da idea de cómo es el espacio euclidiano o el proyectivo o el Universo real (suponiendo su homogeneidad) en un entornito de cualquiera de sus puntos. Nuestra vivencia cotidiana no da elementos para afirmar si las "rectas paralelas" se juntan o no. Al adoptar un sistema axiomático, creamos un modelo teórico sobre el cual se puede trabajar con pasos firmes. Y no hay aún ninguna razón de peso para decidir si es el espacio euclidiano o es el proyectivo el que se asemeja más al real. Ambos son modelos teóricos, axiomáticamente consistentes, matemáticamente coexistentes, congruentes con nuestra experiencia cotidiana, y si el primero tiene preponderancia en la cultura popular como modelo del espacio en que vivimos se debe principalmente a su veteranía histórica. No hay más. Soltémonos el chongo un rato, y, de los axiomas que hemos enunciado, deduzcamos algunos hechos del escenario donde, por un ratito, metimos a vivir al niño. Nos será útil, para la fluidez del texto y la concreción de las ideas, introducir algo de notación. Sea P3 el espacio proyectivo, y
análogamente, sean P2 y P1 el plano y la recta (o línea) proyectivos respectivamente (modelos teóricos que podemos pensar como cualquier plano, o recta, de P3 ). Obsérvese que los superíndices denotan dimensión y no exponenciación, se lee por tanto "P-tres" en lugar de "P-cúbica" o "P-a-la-tres". Análogamente, se usará más adelante la notación E3 , E2 y E1 para el espacio, el plano y la línea euclidianos. Veamos primero cómo es una recta proyectiva. Para esto, tomemos a P2 , pensando que esta hoja es una porción de él, de cualquier plano de P3. Tomemos el punto p de la figura, y una línea l que no lo contenga; de l sólo vemos un pequeño cachito, pero queremos averiguar cómo es.
Figura 2. Una línea y un punto fuera de ella.
Sea Lp el conjunto de rectas en el plano que pasan por p; el haz de rectas por p, podríamos llamarlo. El axioma (a5) implica que todas estas rectas intersectan a l en algún punto. Hagamos corresponder a cada línea de Lp su punto de intersección en l. El axioma (a1) nos dice que por cada punto de l pasa una única recta de Lp (la que también contiene a p), implicando que la correspondencia entre Lp y los puntos de l es biunívoca.
Figura 3. Los puntos de una recta y las rectas por un punto, fuera de ella, se corresponden biunívocamente.
Tomemos ahora una línea l0 ∈ Lp. Y sea p0 su punto correspondiente Al girar lentamente a l0 (como si p en l, es decir, p0 = l0 ∩ l * fuera una tachuela atravesándola, para que se mueva en Lp), el punto correspondiente, p0 , se va deslizando continuamente en l: se saldrá de nuestra figura en poco tiempo, pero hemos demostrado que sigue su camino a lo largo de l. Detengamos el giro al llegar a 180°.
Figura 4. Al viajar un punto por una recta proyectiva, regresa por el otro lado.
Observemos que l0 está en su posición inicial; aunque se haya "invertido en p", es ahora la misma recta con la que empezamos. Además, hemos barrido al haz de rectas Lp; es decir, salvo por l0 donde comenzamos y acabamos, pasamos por todas las rectas de Lp, y sobre cada una un solo instante. Por tanto, p0 recorrió toda la recta l para regresar a sí mismo por el lado opuesto a su partida. Y esto lo hizo en un tiempo finito (¿por qué?). Esto es suficiente para explicar la "visión de la caverna". Cerremos un ojo (me refiero al de ΩTo, nuestro personaje inmerso en el espacio proyectivo). Pongámoslo en reposo. ¿Qué ve?
Figura 5. En cada dirección se percibe la superficie del cuerpo en dirección opuesta.
Sea p0 el foco del ojo abierto. Por la línea l, que sale de p0 , va a recibir los estímulos luminosos que hayan salido de puntos en l y que viajen por esta línea recta. Siguiéndola como en el párrafo anterior, vemos que el primer objeto material con que se topa esta línea l es la propia cabeza de ΩTo, poco antes de que p0 regrese a sí mismo por el lado opuesto. Por tanto, en la dirección de l y hacia adelante, hay que especificar —en la dirección d, digamos—, ΩTo observa el punto en que abandona su cuerpo un rayo saliendo de p0 en la dirección opuesta a d, punto también de la recta l. ÓPTICA TRIDIMENSIONAL EN EL ESPACIO PROYECTIVO Todos hemos oído que el tener dos ojos, la estereovisión, nos permite percibir la tridimensionalidad del mundo en que vivimos. Veamos brevemente cómo funciona este mecanismo, para observar después los problemas que acarrearía al trasladarlo tal cual a un espacio proyectivo chico ("la caverna"), y concluir con el modelo óptico que, para la percepción tridimensional, hemos adoptado al producir la Soñata.
Figura 6. Percepción tridimensional con estereovisión. La separación de las imágenes produce la sensación de cercanía.
Tomemos una sección plana de una cabeza que incluya a los dos focos de los ojos que numeraremos 0 y 1. Supongamos que tomamos la sección horizontal para fijar ideas, aunque funcione igual para cualquier otra. Sean p0 y p1, estos dos puntos, los dos focos; véase la figura, donde hemos abstraído el portento lenticular de un ojo, adoptando un modelo simplificado: la retina percibe únicamente los rayos que pasan por el foco de su ojo para formarse una imagen del exterior; sean I0 e I1 , correspondientemente como en el resto de la notación, estas imágenes, que podemos pensar como placas fotográficas fijas en un círculo máximo de una esfera (su ojo). Sea A un punto visible, y sean a0 y a1 , sus imágenes. Tenemos un mecanismo, integrado en las conexiones neuronales de nuestro cerebro, que conjuga las dos imágenes; proceso que podemos pensar como volver a invertirlas y sobreponerlas en una nueva imagen I, "la pantalla en el cerebro" que hemos amplificado en la figura. Y ahora: según qué tan lejos queden los destinatarios en I de a0 y a1 , denotados a0' y a1', nos indica qué tan cerca está el punto A de donde provienen. Para convencerse, juegue el lector un rato a mover el punto A; o el dedo gordo enfrente, mientras cierra y abre alternadamente los ojos enfocando al infinito. Veámoslo con más detenimiento. Sean α0 y α1 los ángulos que forman los rayos de A a los focos p0 y p1 con el segmento que une a estos últimos (figura 7); información equivalente a a0 y a1 , nótese, y que además determina a A. Al acercarse A, los ángulos decrecen; y al alejarse A, aumentan, aproximándose al límite (que nunca se alcanza en el espacio euclidiano) de que su suma llegue a 180° (cuando los rayos que inciden en los ojos son paralelos, A está en el infinito)
Figura 7. Al alejarse A, la suma de los ángulos aumenta.
Ésta es la teoría, pero en la práctica, llegar a 180° es más bien algo que se le parezca, dependiendo de la precisión del cerebro y de la
vista; para el común de los mortales si A va media cuadra adelante o una entera, no se nota. Es decir, la estereovisión funciona hasta el punto en que el procesador no distinga entre α0 + α1 y 180° y, considerando que la distancia entre los focos de la cabeza en cuestión es como 5 cm, ya de por sí sobrecargados, no le podemos pedir mucho a nuestro cerebro. Para distancias cortas el mecanismo de la estereovisión funciona de maravilla, pero llegado un punto — que está, a campo abierto, como a 100 o 200 metros de nosotros, para ser muy generosos; o, que es su propio foco para un tuerto—, punto que llamaremos nuestro infinito visual, denotémoslo −∞v, tendremos que, o bien mirar con sumo cuidado, o bien usar mecanismos alternativos para la percepción tridimensional. De éstos contamos, por ejemplo, con: la comparación del tamaño del objeto real que ahí intuimos; o la simple referencia al piso —"que vemos algo en un arbolito: pues lo relacionamos por el tronco con el piso esperando saber nuestra distancia a la raíz"— no nos dice rápido qué tan lejos está. Una afortunada combinación de estos procesos nos ofrece esas hermosas salidas de inmensas lunas gordas tras horizontes crepusculares y cercanos, íntimos: al no distinguir los infinitos del horizonte y la luna, jalamos a ésta a la distancia de lo que sí conocemos, y, puesta entonces sobre una casa, nos la queremos comer. (Quien haya tomado, ilusionado, una foto de este espectáculo habrá sentido la necesidad de la pintura para expresarse tras los decepcionantes resultados.) Introduzcamos ahora el mecanismo de la estereovisión en el espacio proyectivo, fijando de nuevo un plano P2, donde seguimos teniendo la información local de las figuras anteriores, y que podemos condensar en la siguiente, la cual se ha indicado por o al punto medio del segmento que une a los focos de los ojos ( p0 y p1). Como esta hoja es un buen modelo de lo que pasa en porciones chicas de P2, el mecanismo vuelve a funcionar de maravilla cuando A, el punto luminoso que andamos acarreando, está cerca de la cabeza. Pero ahora alejémoslo, en la línea recta l que une a o con A. Hemos visto que, en este viaje, A regresará a o por el lado contrario. Considérese a A', cercano a este retorno. Y obsérvese que los ángulos correspondientes, α0' y α1', suman algo peligrosamente cercano a 360°. Como esta suma ( α0 + α1) partió de algo cercano a cero y ha crecido conforme al viaje de A, podemos concluir que en algún punto estuvo justo en 180°. Llamemos a este punto el infinito de o en la recta l, denotándolo ∞ (o, l).
Figura 8. En el espacio proyectivo, al alejarse A, se aproxima a su punto de partida. Sea A' cercano a este retorno.
Demostremos que ∞(o,l) solamente depende de l y no de la dirección en que se alejó A, girando la figura 9(i) 180° alrededor de o, y observando que cae sobre sí misma. Por tanto, esta transformación de P2 (la rotación) tiene que dejar fijo a ∞ (o,l) pero ha intercambiado las direcciones de l en o. ¿Puede el lector demostrar que el efecto de esta rotación en la figura 9(ii), que retrata la situación cerca de ∞ (o,l) , es reflejar en la perpendicular a l?. Pero observemos además que el triángulo ∆ = ( p0, p1, ∞(o,l)) que contiene a A, ha caído sobre ∆' = ( p0, p1, ∞(o,l)) conteniendo a A'; por tanto, los segmentos que unen a o con su infinito en la línea l, y que juntos la cubren, miden lo mismo; es decir, la distancia de o a ∞ (o,l), llamémosla r, se realiza por los dos segmentos en que se parte la única línea que los une, l. Este número r es una constante del espacio proyectivo al que nos hemos metido, su radio. Es la distancia máxima a la que pueden estar dos puntos de él. Si el radio del P3 en que estamos rebasa nuestros límites perceptivos, no tendríamos mayor problema. Pero recordemos que hemos metido a un niño en un P3 con volumen comparable al de este cuarto, con sus radios iguales, digamos. Nos hemos inmiscuido entonces en algo comprendido dentro de la esfera de su infinito visual para la estereovisión cotidiana. ¿Qué sucede entonces?
Figura 9.i. Cuando A llega al infinito de o en l (α α0+α α1= 180° ).
Figura 9.ii. Retrato de ∞ (0, l).
Pensemos de nuevo en nuestro ayudante luminoso, el punto A, poniéndolo justo en ∞ (o,l) Dando media vuelta a la cabeza con centro en o, observamos su otra imagen, A', que en realidad es el mismo punto. Sabemos que ambos están a la mismita distancia de nosotros, dos o tres metros. Pero nuestro mecanismo de estereovisión los pondría en nuestro infinito visual, ∞v, pues los ángulos que se forman suman 180°. De haberse alejado A continuamente de nosotros para posarse en ∞(o,l), habríamos sentido que aceleraba rápidamente hasta situarse en el infinito, o en la zona donde deja de servir nuestro procesador de distancias. De haber recubierto A con una pelota de goma mascada, se hubiera convertido, en este simple viaje, en una inmensa Luna gorda, con su lado oculto expuesto en la dirección contraria. Contengamos la tentación de alejar A un poquito más para explorar otro poco al infinito de o.
Hemos hablado del infinito de o en la recta l, pero notemos que la línea l fue escogida arbitrariamente. Tenemos entonces para cada l que pasa por o un infinito. Sea ∞(o) el conjunto de todos estos puntos; podemos escribir
∞(o) = { ∞(o,1); l ∈ L0 } donde Lo es el haz de rectas que pasan por o (la diferencia con el Lp que consideramos al principio es sólo que ahora estamos en P3 y el punto en cuestión es o). Por lo que ya sabemos, ∞(o) se podría también definir como el conjunto de puntos a distancia r de o. Resulta que ∞(o) es un plano de P3 , que no tiene nada de especial, es como cualquier otro plano, simplemente le corresponde a o; pero si movemos o, su plano al infinito también se moverá. Para demostrar que ∞(o) es efectivamente un plano de P3 , consideremos dos puntos en él: p = ∞(o,l) y p' = ∞(o, l'). Y ahora rotemos al plano generado por l y l', 180— alrededor de o. Esta rotación deja fijo a p (argumentación que sigue a la figura 9), pero entonces también deja fijo a p' (y a todos los infinitos de o en ese plano pues la rotación sólo depende de o y el plano); luego entonces deja fija a la recta que pasa por p y por p'. Por otro lado, como la rotación intercambia los rayos que salen de o con sus opuestos y preserva distancias, si deja fijo a un punto distinto de o, los rayos de o a él en ambas direcciones miden lo mismo, es decir, están en ∞(o). Esto demuestra que la recta por p y p' está contenida en ∞(o); que es la recta al infinito de o en el plano considerado. Tomando un nuevo punto p"∈∞(o), se concluye de lo anterior que el plano generado por p, p' y p" es ∞(o). Regresemos a la estereovisión en P3. Recordemos (figura 6) que desde nuestro origen perceptivo o, observábamos por enfrente a A, un punto luminoso, que alejamos hasta ∞(o,l) (figura 9). Si alejamos A un poquito más, experimentamos algo completamente nuevo para nuestra máquina perceptiva: que el estímulo luminoso que recibimos de un mismo objeto, llega por rayos que, saliendo de nuestros dos ojos, se separan (α0+α1 ha rebasado los 180°). Siendo ésta la primera vez que el cerebro enfoca en algo que produce este efecto, la luna-pelota se separaría en dos imágenes superpuestas (enfóquese en el pulgar cercano y obsérvese cómo el horizonte se separa en dos). Recordemos, además, que al momento de abrir los ojos por primera vez, el niño de la Soñata ve puntos cercanos a o (su cabeza), pero por "el otro lado", cuando la suma de ángulos se aproxima a 360° (A' en la figura 8). Y, a primera de cambios, no podemos esperar que su cerebro decodifique esta información contradictoria. Por tanto, lo hicimos ver borroso, ver cuatro orejas. Pero al cerrar un ojo, la imagen es nítida, aunque plana. Nos deja así en el dilema de cómo hacer que perciba tridimensionalmente. Las células de la retina son capaces de medir la intensidad, la luminosidad del estímulo que las excita (no es lo mismo ver un foco a 3 metros que a 10 centímetros). Teniendo el cerebro la
información adicional de haber visto una cabeza a 10 cm de distancia, no es descabellado asumir que pueda interpretar la diferencia (o el cociente) entre la luminosidad aparente (medida en el momento y en la célula correspondiente) y la luminosidad real (archivada en la memoria) como indicador de la distancia que ha viajado el estímulo. En otras palabras, si un punto, prendido como foquito de luminosidad constante, se va alejando, excitará cada vez menos a las células correspondientes, y de esta variación podemos deducir su distancia. Así, interpretando adecuadamente los rayos lumínicos que pasan por el foco de un solo ojo, el cerebro se puede formar una imagen tridimensional. (Por cierto, según mi asesoría astronómica, de un análisis similar al aquí propuesto se deduce la distancia de los cuerpos celestes.)
Figura 10. Se interpretan únicamente los estímulos que pasarían por el origen perceptivo.
Para acabar de precisar el modelo óptico de la Soñata, tomamos como foco no al de un ojo, ni al punto medio de ambos, sino que lo empujamos hacia adentro un poco, internándonos hasta la línea de las orejas, hasta un punto en el centro del cráneo del personaje, punto que, en las "Notas generales", ya habíamos bautizado como
o, el origen perceptivo de ΩTo. Y suponemos que la imagen tridimensional que se forma en el cerebro toma en cuenta únicamente a los rayos que pasarían por o, analizando puntualmente sus propiedades. Cuando el niño se puso a jugar a abrir y cerrar alternadamente los ojos para ver, con interés, cómo brincan las cosas de lugar, asumimos que su aparato perceptivo (ojos, lentes, músculos, retinas, cerebro e inclusive piel) estaba aprendiendo a simular este proceso con cierta precisión. Quizá suene biológicamente descabellado, pero concuerda con nuestra percepción cotidiana del mundo y es justo el modelo con el que estudiamos al Universo real; salvo que en este caso —algo aún más descabellado— todos los procesos se llevan a cabo en el mismísimo o, el foco, la Tierra. Habiendo, entonces, logrado que el niño vea en su caverna, lo dejamos ahí, jugando y gozando un rato más con su geometría. EL ESPACIO TOROIDAL (Primer escenario del Tiempo II) Para adentramos con mayor libertad en el toro tridimensional, o espacio toroidal, nos será de gran utilidad describir y definir nuestro espacio perceptivo. EL ESPACIO PERCEPTIVO Construyámoslo basados en una famosa observación de Descartes con evidente trasfondo griego.Observemos primero que la línea euclidiana, E1, se corresponde con los números. Para esto, se toma uno un origen o en E1 y se escoge, además, algún otro chalán para que la haga como 1. El segmento de 0 a 1 la hará entonces de "metro", de vara de medir; la jalamos para que reinicie en 1, y donde caiga, ponemos al 2; lo hacemos otra vez, igual con el 3; y le seguimos otro rato hasta que nos damos cuenta de que podríamos seguir por siempre. Entonces le paramos y eso decimos. Podemos embelesarnos con esto un rato, hemos descubierto a los números naturales, esos que sirven para sumar y multiplicar, que usamos para mercar, esos que aguantan cualquier inflación; y soñamos en restar. Regresemos al origen para observar que queda una mitad de línea totalmente vacía; tendemos en ella, con varita de medir en mano, a los números negativos. Así, hemos puesto en E1 a los números enteros; esos que sabemos sumar al grado de incluir a la resta; esos que sabemos multiplicar, aunque prometo no abusar de esta complicadísima operación en estas notas; esos que tantas y tantas ensoñaciones matemáticas han causado; los denotaremos como Z; usanza tradicional y universalizada que no sé de dónde proviene.
Figura 11. Los números enteros en la recta euclidiana.
Quedan aún grandes huecos en E1; partimos entonces nuestra vara en partes iguales y metemos a todos los racionales; ya sabemos dividir. Pero aún quedan hoyos, que ya no son tan fáciles de detectar; números hermosos como , la diagonal de un cuadrado hecho con nuestra varita (el primer irracional en descubrirse) o π, lo que recorre el 1 al girar la varita media vuelta alrededor de 0. Y aquí, hay que invertirle un poco más de coco y tiempo para entender —si es que se puede— lo que está pasando. En fin, los números reales se pueden pensar como la recta euclidiana E1, sus elementos o puntos se corresponden, simbiotizándose en la recta real R; un continuo unidimensional ideal, ricamente algebraizado. Llegó entonces Descartes y observó que de aquí se concluye que los puntos del plano euclidiano E2 corresponden a parejas ordenadas de números reales. Esto se sigue del axioma de las paralelas; el célebre quinto postulado de Euclides, el que no vale en el plano proyectivo, el que hace excepciones, el que dice que dados una línea l y un punto p, existe una única línea 1(p) paralela a 1 y que contiene a p; donde hemos convenido en que una recta es paralela a sí misma, es decir, que dos rectas son no paralelas cuando se intersectan (en un único punto). Para ver cómo razonó Descartes, tómense dos rectas en E2 , l0 y l1 , no paralelas. Dado cualquier punto p ∈ E2, sean p0 = l0 ∩ l1 (p) y p1 = l1 ∩ l0 (p).Y al revés, dados p0 ∈ l0 y p1 ∈ l1 , sea p = l1 ( p0 ) ∩ l0 ( p1). Es fácil deducir de los axiomas que hemos establecido una correspondencia entre E2 (sus puntos) y parejas que constan de un punto en l0 y otro en l1 ; pero ya habíamos visto que tanto l0 como l1 se pueden poner en correspondencia con R.
Figura 12. Los puntos del plano euclidiano corresponden a parejas de puntos en dos rectas no paralelas.
La usanza común para hacer explícita esta correspondencia, y que aquí adoptamos por simplicidad, es tomar ortogonales a las rectas, superponer los orígenes en la intersección y medir en ambas con la misma vara. Pues entonces las fórmulas algebraicas —que presionan para aparecer en escena, aunque intentaremos mantenerlas a raya— se nos simplifican bastante. Por ejemplo, la distancia —medida con la vara escogida— de cualquier punto p al origen o, queda determinada por el teorema de Pitágoras:
Figura 13. La distancia de un punto al origen en función de sus coordenadas cartesianas.
donde x0 y x1 son los números reales que corresponden a p. Cuando las frases se nos van haciendo demasiado largas, es tiempo de introducir notación. Dados dos conjuntos X y Y, sea X x Y el conjunto producto cartesiano de X y Y, que consta de las parejas de elementos formadas por uno en X y otro en Y; es decir, la pareja (α, β ) ∈ X x Y si y sólo si α ∈ X y β ∈Y; o bien
X x Y= {(x,y);x ∈ X, y ∈ Y.} Es claro que podemos tomar productos cartesianos cuyos factores a su vez son productos cartesianos. Y ésta es la maravillosa implicación a la observación de Descartes. Ya que conocemos R y R x R rápido reconocemos a R x R x R como el espacio que percibimos; y nos aventuramos a trabajar con R x R x R x R, pero nos damos cuenta de que podemos seguir por siempre; lo decimos, y denotamos con Rn a R x R x ... x R cuando el factor se repite n veces. Nótese que el superíndice aquí sí denota exponenciación (con el producto cartesiano), correspondiendo además a nuestra idea intuitiva de dimensión. Hemos encontrado la manera de entrar a un espacio n-dimensional, de trabajar en él, con él. Pero no nos asustemos. Aquí no pasaremos, en un buen tiempo, de cuatro. Por el momento sólo nos interesa el tres. Hemos demostrado que (donde denotará una correspondencia biunívoca
—correspondencia, simplemente, le llamamos arriba— entre los conjuntos X y Y.) Hemos visto también, en el caso del plano, que , y por tanto, que . Y ya con este vuelo, se demuestra el análogo en dimensión tres, , pero fácil. Definamos que el espacio perceptivo de ΩTo es R3; trabajar con números reales, aunque nos los entreguen en ternas, nos hace sentir una herramienta algebraica poderosísima a nuestro alcance. O lo podemos pensar también como el espacio euclidiano tridimensional, E3, ese vacío ideal en toda su serenidad griega, con un foco prendido, el origen perceptivo o, y una vara de medir en la mano. Cuando queramos ponernos el espacio perceptivo en nosotros mismos, situemos el origen o = (0, 0, 0) en el centro del cerebro, que el primer 1 quede hacia enfrente por la entreceja, el otro en alguna oreja, al gusto de orientación del sujeto, y el 1 faltante arriba; así, sabremos llegar a cualquier punto x del espacio perceptivo tan pronto nos den sus coordenadas x = (x0, x1, x2). No necesariamente hay que llegar a él, sabemos que ahí está, y lo denotaremos simplemente como x mientras nos sea posible. EL TORO TRIDIMENSIONAL; SU TOPOLOGÍA Otra gran puerta que nos abre la observación de Descartes es la de jugar con productos cartesianos de conjuntos o espacios varios para formar otros nuevos. Tomemos, por ejemplo, los siguientes espacios, o dibujos, poco dimensionales:
Figura 14. Espacios sencillos de dimensión 0 y 1.
para luego combinarlos:
Figura 15. Tablita de multiplicar con el producto cartesiano y espacios de dimensión 0 y 1.
Así, vemos por ejemplo que S1 x I se puede interpretar como un círculo de intervalos, o bien un intervalo de círculos; el conocido "cilindro", el siempre bien ponderado "tubo". Y, de aquí en adelante, nuestro interés se dirige hacia el toro, llamado así por los griegos: el círculo de círculos (los meridianos o paralelos —da lo mismo— en el siguiente dibujo: gírese un aro vertical una vuelta entera en su plano horizontal).
Figura 16. S1 x S1 = T 2.
Para el lector que siga dudando de la última figura, sale otro argumento. Obsérvese que el círculo se puede pensar como el intervalo identificando sus extremos, es decir, decretando al 0 y al 1 (extremos de I) como el mismo punto; esto lo denotamos S1 =I/{0 ~ 1}, leyendo "I módulo (o sobre) la relación: 0 equivalente a 1". Y por tanto, el toro se obtendrá del cilindro identificando sus
extremos, pegando sus dos bordes, simbiotizando sus bocas, es decir, S1 x S1 = S1 x I/{(p, 0) ~ (p, 1). Análogamente (ver figura 15), el cilindro se obtiene del cuadrado al identificar dos lados opuestos, S1 x I= I x I/{(0,x) ~ (1, x)}; o bien, el toro se obtiene del cuadrado al identificar, por parejas, sus lados opuestos S1 x S1 = I x I/{(x, 0) ~ (x, 1)}, {(0,x) ~ (1,x)}.
Figura 17. El toro (S1 x S1) se obtiene identificando lados opuestos de un cuadrado, pues S1 se obtiene de I, identificando extremos.
Definimos finalmente al toro tridimensional como:
T3 = S1 x S1 x S1 , el espacio de tripletas cuyas tres coordenadas son puntos de un círculo. Ya no podemos hacer un dibujo de él, pero hemos metido ahí un joven personaje para que lo viva y nos relate su experiencia. EL TORO; SU GEOMETRÍA Para entender la visión, la imagen que tendríamos al estar solos en T3, estudiemos primero a sus hermanos pequeños, T2 = S1 x S1 en dimensión dos, y en una, S1, un solo factor, que coincide también con P1 , nuestra conocida línea proyectiva. El caso unidimensional Consideremos a un ser perceptivo e inteligente —tanto como podamos— de dimensión 1. Será un sólido unidimensional, es decir, un intervalo a quien llamaremos —o— para dibujarlo —o—, y de quien nos interesa principalmente su origen perceptivo o, situado en su centro: su punto medio. Metámoslo a vivir en S1 . Hemos visto que si su radio de percepción es menor que la circunferencia de su universo, se sentirá en una recta que asumirá infinita y que identificará con R por las distancias que puede, en principio, viajar. Pero si su radio perceptivo aumenta, hasta sobrepasar de plano al
radio de su universo, se sentirá encerrado en algo que corresponde a la frontera de su cuerpo (recuérdese la caverna). Llamemos menos y más a sus extremos: (-)—o—(+). Por la dirección menos recibirá un estímulo más y viceversa. Se formará entonces la siguiente imagen:
Figura 18.—o—, su universo y su espacio perspectivo.
Llamemos instante al tiempo que tarda la luz —un estímulo— en atravesar a este universito. Los movimientos o señales que manda nuestro ser inteligente tardarán entonces cerca de un instante en ser "repetidos" por la imagen correspondiente. Démosle ese instante para pensar, y, por un momento, démosle también más cancha a nuestro ser aumentándole su dimensionalidad. Pero controlándolo, dejando trivial, chiquita, infinitesimal, a la segunda dimensión. Hagámoslo usar su nueva cancha, bajándole el volumen a la luz, a su velocidad, e involucrémoslo, fintando a su caverna, su menos vecino. Le hemos dado espacio suficiente para que serpentee, abandonando su mundo, medio instante antes de retornar a él, reposado, observando atento por su frente, su más. Llegado el instante, el menos que ve se desvanecerá y descubrirá un nuevo menos, al doble de la distancia aproximadamente: al abandonar por completo su universo, o serpentearlo simplemente, pero acoplado al ritmo de la velocidad de la luz; la luz que recibiría de su menos por su más ha pasado de largo; al concluir el instante recibe de lleno un estímulo que ha dado dos vueltas al universo.
Figura 19. —o— se percata de un equivalente a distancia 2.
Pensemos el serpenteo como un volverse transparente. Si nos transparentamos poco más de un instante, percibiremos un tercer menos —y un tercer más en la dirección opuesta—, pues los primeros dos se transparentarán el tiempo suficiente para traslaparse en el acto; y así, tras unos cuantos experimentos con mensajes inteligentes, aprendiendo a serpentear y a percibir los serpenteos, concluiríamos que en nuestro espacio hay un ser equivalente a nos —o—tros para cada entero n∈Z, llamémosle —n— , repitiendo nuestro comportamiento de hace [n] instantes (donde [n] denota magnitud de n, la distancia al origen, nunca negativa); aunque para comunicarnos con —n— tengamos que poner de acuerdo a sus anteriores (n - 1) chalanes, ahí está, ahí lo tenemos. En nuestro espacio perceptivo R, parametrizándolo en instantes-luz (es decir, midiendo las distancias con lo que viaja la luz en un instante, con la circunferencia del universo, la distancia al centro del vecino), pondríamos a —n—, centrado en su correspondiente punto de R, su distancia dirigida, quedando nosotros situados en el origen o, dándole su tiempo y su ritmo al transcurrir de este universo —corriendo el peligro de caer en la tentación del "LineKing" de Abbott, del pequeño tirano de Lineatitián, hubiésemos dicho en el capítulo 5: la tentación de creerse "el rey", y seguir siendo sólo uno, y todos los demás, bien comandados, sirviendo, complaciendo. (¿Puede el lector describir qué pasaría si el niño de la caverna tuviera la capacidad de hacerse transparente y jugara con ella; qué idea de su universo se formaría?)
Hemos dado cuenta de Z ⊂ R; y completaríamos la imagen de nuestro espacio perceptivo al darnos cuenta de que entre cada par de imágenes nuestras consecutivas, entre —n— y —(n + 1)—, hay un espacio que las separa, un intervalo vacío equivalente al que tenemos en cualquiera de nuestros lados, dependiendo sus longitudes exactas del movimiento que hayam—o—s realizado en el pasado correspondiente. Pensaríamos entonces que nuestro universo es una recta, correspondiendo sus puntos a potenciales emisores de estímulos. Estaríamos parcialmente en lo cierto. Pero dejemos ya al "gusanit—o—" regocijándose en la inmensa y tumultuaria imagen de su minúsculo y desolado universo, abstraigámoslo de él quedándonos únicamente con sus puntos y un origen. De un mismo punto, p∈S1 , o puede recibir estímulos por diversas trayectorias, pero no de manera arbitraria, ciñéndose éstas a una lógica precisa.
Figura 20. Donde o representa las posibles imágenes de p siendo o = o.
Podemos agrupar a los números reales de acuerdo con su posición relativa respecto a los enteros. La recta real R se parte, al subrayar a los enteros Z, en intervalos equivalentes. Cualquiera de ellos podría obtenerse al sumarle un entero adecuado a cualquier otro (transladarlo); todos ellos imagen fiel del intervalo [0, 1] = I, del cual se obtiene el círculo S1 al identificar los extremos (los enteros que caen en él). Una visión más acertada de S1, en cuanto a la homogeneidad o continuidad que proporciona, será entonces la de los números reales R, identificando a dos de ellos, x y x' digamos, cuando guardan la misma relación con los enteros, cuando difieren por uno de ellos, es decir, cuando x - x'∈Z podríamos escribir S1 = R/{ x ~x'; x-x'∈ Z }, esto es, el círculo son los reales al identificar dos de ellos siempre y cuando su diferencia sea entera.
Figura 21. Se identifican dos puntos cuando su distancia es entera.
A esta identificación la simulamos cada vez que enrollamos una cuerda. Sólo su tridimensionalidad nos impide hacerlo idealmente: si enrollamos la recta real sin alterar sus distancias sobre un círculo de circunferencia unitaria, caerán entonces todos los enteros sobre el mismo punto, o, y cada real guardará su posición, relativa a ellos; lo que equivale a poder guardar, idealmente, series de foquitos de Navidad.
Figura 22. La recta real cubriendo homogénea, isométrica e indefinidamente al círculo.
Paréntesis algebraico. Hemos hecho uso de una "relación de equivalencia" en los números reales, refiriéndolos, por medio de la suma, a los números enteros. Este es un caso particular de una operación que relaciona grupos con grupos a través de subgrupos que valdrá la pena fijar en abstracto en el caso abeliano. Sea G un grupo abeliano, es decir, un conjunto con suma; donde esta suma es conmutativa, tiene su cero y da cuenta de su resta (piénsese en los números reales). Y sea H un subgrupo de G, es decir, los de H se bastan entre ellos con la suma de G para formar un grupo propio, sumándose y restándose por sí solos (piénsese en los enteros). Decimos que dos G-itas g y g', es decir, g, g' ∈ G, son equivalentes módulo H, escrito g ~ g' (mod H), siempre y cuando
difieran por un H-ita, esto es, si y sólo si g - g' ∈ H. Al conjunto de clases de equivalencia módulo H en G (piénsese en "las posiciones relativas" que manejamos arriba), se le llama cociente de G módulo H, y se le denota G/H (leyendo, "G-módulo-H" o "G-entre-H" o Gsobre-H"); podemos escribir:
G/H= G/{g ~ g'; g - g' ∈ H}. O bien,G/H={g+H,g∈G}; donde g+H={g+h; h∈H} es la clase de equivalencia de g, consiste de los equivalentes a g módulo H, y, como conjunto de G, no cambia cuando cambiamos g por cualquier equivalente; es uno de los puntos del nuevo conjunto que hemos construido, G/H, que vuelve a ser un grupo. Es interesante observar, para dejar los detalles al buen estudiante, que el cociente hereda la suma para convertirse en un nuevo grupo sólo cuando se valía en G la ley conmutativa (g + g' = g' + g), la que lo hace abeliano en vez de simple grupo, o bien cuando H es muy especial respecto a su ambiente; pues, si queremos definir la suma de dos G/H-itas, tenemos que tener claro que son clases de equivalencia, conjuntos de G, y no siempre resultan equivalentes las sumas con sumandos equivalentes. Pero, en nuestro caso, el abeliano, si p y p' son los G/H-itas que queremos sumar, sabemos que habrá por ahí un par de G-itas g y g', llamados representantes de p y p', tales que p = g + H y p' = g' + H, y la definición natural:
p+p' =(g+g')+H funciona de maravilla. Pero brinquémonos los detalles, y regresemos al caso particular que nos atañe, donde hemos conceptualizado lo suficiente para escribir sin pruritos formales:
S1 = R/Z. Y nos atreveríamos a dejar de ejercicio el probar que la estructura de grupo de este cociente es la de las rotaciones de un círculo rígido, aquella suma de ángulos de la secundaria.
Figura 23. La suma de ángulos es el cociente de la suma de números reales.
Resumiendo, tenemos una función R → S1 = R/Z que a cada real le asocia su clase de equivalencia. Podemos interpretarla como una función del espacio perceptivo de —o— en su verdadero universo. Las imágenes que potencialmente se podrían formar en el espacio perceptivo, suponiendo inmovilidad salvo por transparentaciones, de un mismo punto p∈S1 van a dar a ese punto bajo la función, y corresponden a un conjunto de puntos en el espacio perceptivo que entre sí distan enteros, determinándose esta clase por cualesquiera de ellos. El toro: su geometría plana Definámosla de un golpe para el caso bi y el tridimensional, usando a n como comodín que remplace al 2 o al 3, pero ya entrados en gastos y viendo que también podría ser 1, y haciendo bien las analogías, hasta 0, pues que se quede como n, un natural. Es muy fácil ver que los elementos de Rn se pueden volver a sumar y restar tal cual lo hacían cuando estaban solitos, en R, haciendo todo coordenada por coordenada. Y además, cargan con sus enteros Zn, aquéllos de puras coordenadas enteras, que se suman sólo entre ellos para formar su grupito, un subgrupo de Rn. Y habiendo pasado por las definiciones generales pertinentes, nos aventuramos a definir al toro n-dimenszonal, n-toro pa' los cuates, como:
Rn=Rn/Zn entiendiéndolo ahora con toda la geometría que herede de Rn. Para demostrar que coincide con nuestra anterior definición topológica, obsérvese, con el detalle que se quiera, que, de nuestras definiciones coordenada por coordenada, se tiene que Rn/Zn= (R/Z)n, pero hemos visto que S1= R/Z. Pensemos, para fluidificar las explicaciones, que Rn se encuentra sobre el n-toro, y que la función que los une (la que a cada x ∈ Rn le asocia su clase de equivalencia módulo Zn, x + Zn, la que lo ve como simple posición respecto a los enteros), es el acto de "cubrirlo". Lo que entendemos por "entenderlo con toda la geometría que hereda de su espacio cubriente", para el lector que se haya sentido abrumado por la frase, es que en todas las nociones que queramos definir abajo, en el n-toro, subimos al espacio euclidiano donde las reconocemos, y las regresamos, recubriendo. Por ejemplo, si queremos soltar un estímulo luminoso abajo, pues lo soltamos arriba, dejándolo viajar por una trayectoria recta y a velocidad constante y luego veremos qué describe, qué cubre, abajo; si queremos medir esta trayectoria, pues lo hacemos antes de bajarla; así con todo lo que se nos vaya ocurriendo. Arriba, desde Euclides, ya tenemos cierta experiencia. Abajo,
aunque haya costado trabajo, como que ya conocemos el caso unidimensional. Vayamos al siguiente, n=2. Caso del que ya no pasaremos en esta sección dedicada al espacio toroidal; dejando el análogo tridimensional al lector afanoso o bien a las ensoñaciones que aún reververen desde los tiempos aquellos de la Soñata, la literaria, en su Tiempo II. Retomemos a nuestro personaje, a ΩTo; a quien daremos ahora el don de la bidimensionalidad inteligente; a quien podemos dibujar cómodamente en esta hoja, y pensarlo en R2, con su origen perceptivo, o, el centro de su cabecita discoidal, en el origen de R2, su cero para la suma: o = (0, 0). Y metámoslo al toro, poco a poco, con nuestra consigna geométrica siempre en mente. Si le hacemos un pequeño cuartito —de lados más chicos que 1, por lo pronto— se sentirá, por consigna, tal como en la figura:
Figura 24. Ω To en un cuadrito, I x I.
Con nuestra experiencia unidimensional, podemos concluir que, manteniendo piso y techo fijos, mientras separamos las paredes hasta desvanecerlas, ΩTo tendrá el siguiente espacio perceptivo; y se podrá dar cuenta de ello con simples cabeceos que emulen las transparentaciones de —o—.
Figura 25.
Aún tenemos chance de aclarar por completo qué pasó. Sabemos que en realidad ΩTo estaba, manteniéndolo entre techo y piso, en un cilindro.
Figura 26.
Si entintamos a ΩTo y tomamos su "cuartito" como rodillo que gira y que presiona su plano cubriente, el que sirvió para modelar la geometría, obtenemos lo que horizontalmente se percibe (figura 25). A cada vuelta del rodillo, los puntos del universito marcaron su huella sobre un representante módulo enteros. Cualquiera de los entintados emitirá luz en la dirección de o. Esta trayectoria se puede seguir abajo, y ΩTo deberá ser lo suficientemente inteligente para esquivar con su cuerpo el paso de este rayo antes de que sea percibido, antes de que dé tantas vueltas al cilindro como lo requería la imagen en cuestión, el punto entintado en R2 que escogimos dentro de la pequeña franja.
Figura 27.
Pensemos un momento que esta franja del espacio perceptivo es un universo en sí, donde todas las imágenes son entes separados, que manejan muy bien su hacelamano-hacelatrás. Y quitemos piso y
techo. Tendremos ahora un cilindro horizontal infinito, pues la segunda coordenada del universito es un S1 . Entintemos de nuevo, y rodemos el rodillo por todo el piano; corolario del trabajo en dimensión 1, obtenemos el espacio perceptivo de ΩTo, en T2 : una imagen, ΩTo-n llamésmola, para cada n ∈ Z2, centrada ahí, y con todos sus puntos correspondiendo (módulo enteros) a los de ΩTo, el único ser que habita este pequeño universo de volumen, área, mejor dicho en este caso, igual a un cuadrado unitario, cuarto cómodo para ΩTo. Si pensamos a ΩTo-o como subconjunto de R2 , centrado en el origen, entonces ΩTo-n será el transladado de ΩTo-n por n, es decir (ΩTo-n) = (ΩTo-o) + n.
Figura 28. Percepción de WTo en el toro bidimensional.
Apaguemos la luz. Y pensemos que al momento de abrir los ojos en T2 , ΩTo empieza a emitir su luz cotidiana. Un instante después, al concluir la luz su primera vuelta, aparecerán sus cuatro canchanchanes vecinos, y antes de concluir el segundo instante, por ahí del tiempo , surgirán cuatro más en las esquinas, etc., etc. Después de N instantes, se podrá ver a ΩTo-n siempre y cuando |n| ≤ N, donde |n| es la distancia al origen, medida siguiendo a Pitágoras, por |n| = donde n = (n0, n1). ΩTo irá sintiendo la enormidad de R2, su espacio perceptivo. Nótese por último, antes de entrar en movimiento, que desde la sección de su topología, no hemos intentado dibujar al toro bidimensional más que en pequeños pedazos. Esto es causal. Habiendo definido su geometría por un producto cartesiano cuyos factores corresponden a los haces paralelos "horizontal" y "vertical" en los dibujos, así como al uso dado al postulado quinto, hemos obligado a T2 a que en porciones pequeñas (que no se autodesborden) sea como esta hoja de papel; lo hemos decretado a imagen y semejanza local del plano euclidiano (de la geometría plana o euclidiana, diríamos para las demás dimensiones). De allí su
apellido, el toro plano, que habíamos usado en títulos pasados; y de allí, también, que no hayamos intentado dibujarlo, pues ni siquiera en R3 = E3 cabe sin que haya que deformar, torturar hasta distorsionar, su verdadera geometría; sumergirlo en R3 sería tanto como diseñar un rodillo rígido, de superficie toroidal localmente plana —papel sin dobladuras—, que gire como birrodillo que imprime impecable sobre dos direcciones perpendiculares; T2 es una imposibilidad física del espacio tridimensional, una realidad matemática sumergible isométricamente sólo hasta R4, el espacio plano tetradimensional. Como ejemplo indicativo de la veracidad de este teorema, que no demostramos, nótese que en la figura 16, que representa a un toro en R3, los círculos de uno de los factores (el horizontal) cambian cíclicamente de tamaño, algo que nunca sucedería en nuestro toro plano; o bien, obsérvese que al cubrirlo con papel maché habrá que usar pedacitos y mucho engrudo para flexibilizarlos; no es localmente isométrico a un plano. EFECTOS ESPECIALES Hemos rendido cuentas de la panorámica general que nuestro joven personaje de la agorafobia en el Tiempo II percibe al estar solo en el toro plano. Para concluir nuestros apuntes sobre/en este espacio, comentamos, breve e intuitivamente, la fundamentación matemática de dos escenitas que ocurrieron ahí; dejando el efecto sonoro —canta ΩTo el tema de La Novena de Beethoven, se escucha, y trata de hacer música, ¿qué sucede?— al trabajo de ejercitación y entendimiento del lector estudioso, y manteniéndose, para las figuras y el pensamiento geométrico —como ya habíamos establecido—, en el caso bidimensional. Ilusión óptica relativista El problema que nos planteamos aquí es ¿qué ve ΩTo al moverse en T2? Para responder en forma precisa, habría que describir en forma precisa su movimiento: Podemos pensar que T2 está fijo y que ΩTo se desplaza en él. Pensemos a ΩTo como un simple conjunto de puntos, Ω, cohesionados entre sí de alguna manera, biológica quizá, para mencionar, aunque sea de paso, un término mágico. Y tenemos que para cada tiempo t, ΩTo ocupa un determinado lugar en su universo. Entonces, el movimiento estará determinado por una función
f:: Ω x R → T2; donde el factor R parametriza al tiempo. Así, si z ∈ Ω (que representa, por decir algo, la punta de un zapato), f (z, t) es la posición de z en el tiempo t. Lo que ΩTo verá en un tiempo determinado t0 está dictado por el tiempo pasado. De hecho, como ya habíamos acordado desde las "Notas generales", recibirá un estímulo e = (p, d, t) asociado a
algún punto z ∈ Ω, si y sólo si: i) p = f (z, t), es decir, z estuvo en p en el tiempo t (para lanzar su estímulo), y ii) saliendo de p en la dirección d a velocidad-luz y sin volante —como rayo de luz— llegamos en un tiempo t0 - t a f (o, t0), es decir, origen perceptivo y estímulo luminoso se dan cita a las t0 en el punto p0 = f (o, t0), y llegan justos.
Figura 29. Foto en tiempo t0.
Nos ahorramos el exigir que el viaje de e no haya sido obstruido por ΩTo en su recorrido incógnito —dictado por f—, pues hemos aprendido ya de las transparentaciones. Veamos un ejemplo sencillo. En T2, pues, cabe subrayar que lo que llevamos de sección y algo de lo que sigue es generalizable a otros universos, aunque lo mantengamos en silencio para no pecar de abstractos y salir rápido del trance. En T2, decíamos, y con el movimiento más simple de todos: el inercial a velocidad constante v, no cero y menor a la de la luz, es decir 0
Figura 30.
Revivamos pues a ΩTo, quien, tras parametrizar su espacio perceptivo en relación nítida con su universo, regresa de un sueño bien merecido. Abrámosle los ojos en el tiempo t0 para que tome una foto de lo que percibe en el instante justo t0 = 0. Y supongamos que viene moviéndose como indicamos arriba desde siempre, es decir, con todo el tiempo que requiera para estudiar su situación. Sabiendo que estamos en T2, instintivamente buscamos a ΩTo-1 (donde 1 = (1,0) ∈ Z2), nuestra imagen vecina.
Figura 31.
A distancia uno no hay nadie. Pues hace un instante estábamos en (0, - v) (1, - v), y en (1, 0) = 1 ~ o no había nadie; a menos que ΩTo sea cabezón respecto a la velocidad. Notemos, inclusive, que la luz que salió de o ∈ Ω en t = - 1 con la dirección de la figura, todavía no llega a (0, 0) en el tiempo t0; la distancia de (1, - v) a (0, 0) es mayor que 1.
Figura 32.
Para encontrar a ΩTo-l, nuestro fiel compañero de andanzas que debe andar por ahí, tenemos que retroceder más en el tiempo, y por ende, bajar en su línea vertical, equivalente a la de nuestro movimiento perceptual. Su centro deberá llegar al punto 1(~o) en un tiempo igual a su distancia al origen. Es decir, hay que resolver la ecuación.
Figura 33.
Sea entonces t1 la solución negativa a esta ecuación, que existe por hipótesis. El estímulo luminoso que sale del origen de ΩTo en la dirección de (1, t1 v) a (0, 0), es percibido en el tiempo t0 ; "autopase completo de ΩTo a ΩTo".
Figura 34.
Y ya que descubrimos el centro de ΩTo-l, busquemos sus zapatos, o bien, un punto z bajo su centro, para ser más precisos. Fijémonos en z en el tiempo t1 ; el rayo que emite hacia o no llegará a tiempo a su cita para ser percibido en t0 .
Figura 35.
Sin embargo, nuestra intuición nos dice que debe haber un zequivalente rondando a un o-equivalente; un zapato se conecta por un cuerpo a su cabeza. En efecto, pero debemos buscar al z de ΩTo-l más en el pasado; y notando que z viaja rígidamente pegado a o y por la mismita vía, obtenemos la siguiente figura, "foto en t0".
Figura 36.
Nuestra imagen vecina (lateral a nuestro movimiento), ΩTo-l, se ha retrasado y alargado.
¿Puede el lector dar las coordenadas precisas de z ∈ ΩTo-l (figura 36)? ¿Puede explicar por qué la imagen que viene persiguiendo ΩTo se verá más cerca y achaparrada?
Figura 37.
¿Se aventura a añadir imágenes a la figura anterior? ¿Puede imaginar qué pasa si ΩTo empieza a maniobrar, cambiando la dirección de su vuelo?, ¿si empieza a acelerar, se acerca, juega con, y rebasa la velocidad de la luz? ¿Puede demostrar que un punto x + Z2 ∈ T2 presenta como imágenes en el espacio perceptivo en el tiempo t0 = 0, al siguiente conjunto
donde v = (v0, v1) es el vector velocidad del movimiento rectilíneo uniforme en que viaja ΩTo desde tiempo infinito? ¿Puede usar esta fórmula para hacer que una computadora dibuje espacios perceptivos de T2, bajo distintas y variables condiciones de movimiento —inercial, para empezar? Deformación de la geometría (topología) Es claro que si ΩTo (viviendo en T2) lanza un mecate por su lado derecho lo recibirá con su mano izquierda. ¿Qué pasa si buscando aproximarse a sus imágenes jala con fuerza de ambos lados?
La física de nuestros universitos no ha sido definida con la precisión suficiente como para deducir una respuesta. Podemos, sin embargo, tomar dos caminos: decretarlos rígidos, de tal manera que la geometría permanece inalterada, siendo entonces infructuoso el jaloneo —y esta sección— o bien, suponer que la energía — concentrada universalmente en los músculos de ΩTo— es capaz de modificar la estructura geométrica. Para la Soñata (en el pasaje que enlaza los dos subtiempos del Tiempo II, cuando nuestro joven personaje, huyendo de la agorafobia, cayó jalándose a sí mismo en la claustrofobia, acabando a punto de orinarse ante la tortura, o bien, de perecer por asfixia) tomamos la segunda ruta, guiados por la intuición topológica. Me ciño al son de la Soñata. Al jalar ΩTo de una geodésica cerrada, de una curva de longitud mínima entre sus vecinas, la dejamos ceder, es decir, permitimos que se acerquen sus manos reduciendo un poco el largo de su cuerpo.
Figura 38.
Figura 39.
La geometría cambia; la topología permanece. Se acortó una curva, una cuerda tensa por la resistencia del universo, pero a la topología las distancias la tienen sin cuidado. En el justo momento del jalón, suponemos que el toro con el cinturón apretándose se vería en foto instantánea y con la geometría de vivir en R3, como algo así:
Figura 40.
Pero si dejamos las cosas tal cual vagamente están, perderíamos la planaridad del toro, su definición precisa, y toda la herramienta que con tanta paciencia hemos construido. Suponemos entonces —aunque me gustaría invocar alguna ley pomposa, es simple hipótesis de trabajo— que este universito tiende a aplanarse; que busca homogeneizarse y después de unas vibraciones (que no me atrevo a definir) por su espacio continuo de geometrías, regresa a un estado de planaridad local, ganando ΩTo un poquito de terreno. Es fácil precisarlo: reducimos el tamaño de un factor S1, el que se apretó.
Figura 41.
(Anoto que) ΩTo no tuvo tiempo de montar en su aparato descriptivo de la realidad perceptivo-visual qué aconteció al irse incorporando al pasado este simple fenómeno de propinarle un
jalón que le duela y afecte a su universo (para que quede como ejercicio avanzado), pues se fijó más bien en el "dolorcito" aquel que sintió en el pecho y que significaba la deformación local de la geometría, la salida momentánea y tensa de la planaridad punto a punto. Pero regresó a ella y siguió jalando, aprendiendo a sentir (disfrutar) los "escalofríos eléctricos", hasta agarrarse de sus manos extendidas y abrazarse gustoso a sí mismo. Sin dificultad, encaramándose ahora sobre los tocados, hizo lo mismo con la dirección perpendicular, reduciendo el otro factor.
Figura 42.
Puede ahora tomar su pie izquierdo, extendiendo hacia arriba su mano derecha y jalar fuerte con sendos miembros.
Figura 43.
Ha cambiado la geometría, y quizás el área se haya resentido un poquito; pero, guiados por la intuición de la reja que se reclina sobre un eje, o por el último dibujo, podemos definirle su geometría al nuevo toro: es el cociente de R2 módulo el subgrupo de combinaciones (posibles sumas) enteras de 1 y 2 (véase la figura). Podríamos pensar en una reparametrización a la Descartes, en que sólo hemos cambiado las varas de medir, puesto que la suma de R2 coincide con tomar distancias dirigidas de un origen fijo en el plano euclidiano, para luego usarlas como pasos de un mapa del tesoro. Tenemos que, dados dos tipos de pasos dirigidos, no colineales, retornos permitidos, podremos llegar saltando a unas islitas parametrizadas por Z2 (parejas de números): "cuántos brincos de uno y cuántos del otro tipo". El nuevo toro consiste entonces en las posiciones relativas a nuestros puntos-islotes, con la geometría heredada por el plano euclidiano que lo cubre; las varas de medir en este nuevo universo se han "descuadrado" (abandonado la perpendicularidad) y se han acortado respecto a su único habitante. En este proceso de jaloneo (que terminó, al avanzar la agorafobia, en patadas y empujones desesperados) nos hemos movido por las geometrías del toro. Y ahora estamos hablando del toro topológico: el que se mantuvo inamovible ante las deformaciones; el que siempre siguió dando su forma básica, su cohesión puntual al universo, sin importarle distancias, áreas, volúmenes o ángulos. (El que, con alguna de sus geometrías y en la dimensión adecuada, podría ser el nuestro.) Notemos además que le estamos dando al toro geometrías planas, es decir, que fuera de perturbaciones despreciables el espacio sigue siendo localmente euclidiano, justo como éste que ocupa nuestro cuerpo. Podemos entonces reducir el volumen del universo hasta hacerlo casi coincidir con el de su único habitante, dejando apenas un poquito de aire bordeando las pequeñas áreas de piel que no están presionadas por otras partes de la misma piel, sin necesidad de especular sobre el comportamiento fisiológico —de los huesos, por ejemplo— ante geometrías que localmente no son planas, ante curvaturas extrañas a la de nuestra experiencia cotidiana. Supusimos, por cierto, que para reexpander su universo se requería algo más que la fuerza bruta, haciéndoselo imposible a nuestro cautivo personaje; de ahí que empujar se traducía en presión desde otras direcciones, y que irremediablemente se fuera reduciendo su universo hasta casi coincidir con su cuerpo. No nos atrevimos a llegar al límite. Sin embargo, Escher, con hermosas parejas de seres bidimensionales, sí lo ha logrado.
Figura 44
LA ESFERA VISIÓN CON DEFINICIÓN La caverna en que se refugió nuestro atormentado personaje claustrofóbico, el escenario donde transcurre el Tiempo II en su parte segunda y última, la que se hizo caverna-tenis para finalizar en la agujeta-caverna-brócoli, es la hermana tridimensional de la distinguida familia de las esferas:
Sn = { x ∈Rn+1; x = 1}. La n-esfera, Sn, consta de los puntos a distancia uno del origen, de los "vectores" de magnitud unitaria, en Rn+1; podemos entonces explicitar
y dibujar los tres primeros casos:
Figura 45. Las esferas de dimensión 0, 1 y 2.
Las esferas obtienen su geometría al vivir, por decreto definitorio, dentro de un espacio euclidiano: el de dimensión siguiente. Es fácil ver que las geodésicas, las trayectorias mínimas que unen los puntos, corren a lo largo de círculos máximos. Nótese, para husmear el ¿por qué?, que entre más grande es un círculo en esta hoja, más se parece a una recta. Así que para irse de un punto p0 con prisa de llegar a p1 , en el entendido de no salirse de esa esfera "cascarita", lo mejor será agarrar por su intersección con el plano que pasa por el origen, p0 y p1 . Esta intersección es un círculo máximo; un S1 tal cual se acaba de definir (los puntos a distancia unitaria del origen en un plano euclidiano); sobre ese S1, viajará la luz de p0 a p1 .
Figura 46. La geodésica de p0 a p1 en S2.
Obsérvese —de los mismísimos axiomas de Euclides, si se quiere— que el plano que acabamos de utilizar es único, salvo en el caso en que o, p0 y p1 sean colineales; y en este caso especial decimos que p0 y p1 , son antípodas, forman un S0, su relación es distinguida, y cada punto en la esfera distingue a su antípoda de todos los puntos de su universo, pues vienen en parejas.
Figura 47. Par de antípodas.
Un punto en la esfera comparte a todas sus geodésicas con su punto antípoda, es su Roma para los caminos de luz que de él emanan, su inverso para la suma, obtenido al cambiar los signos de todas sus coordenadas, o bien, multiplicando por -1. Se explica entonces la escenografía. Se mueve un origen perceptivo ó en la esfera. Si su antípoda -o, que se mueve conforme a o aunque esté muy lejos, de hecho, lo más lejos posible para este universito —dos, tres metros en la Soñata—, está transparente, es decir, si -o no afecta en nada a los rayos de luz que pasan por él, entonces este ser perceptivo se verá a sí mismo invertido (en cada dirección ve el punto en que abandona su cuerpo el rayo que pasa por o en la dirección dada). Se sentirá en la caverna. Pero en el momento en que ese punto antípoda al origen perceptivo, el "anticentro", se hace opaco, se recubre, digamos, de algún objeto material, verbigracia, un tenis, las cosas habrán cambiado drásticamente. Todos los rayos de atención que salgan de nuestro centro o, viajando por geodésicas hacia el pasado, chocarán con el objeto que cubre al anticentro -o. Lo veremos entonces en todas direcciones, interpretando, con nuestro mecanismo de visión tridimensional, a cada punto de su superficie visible como puesto a una distancia aproximada a la mitad de la circunferencia del universo; llamémosle instante-luz; π radios o la distancia entre
antípodas. En el espacio perceptivo (el euclidiano de la misma dimensión que la esfera-universo y que debemos identificar con el tangente a ella en o) veremos, desde su justo centro, toda una esfera —la hermanita menor del universo con el radio citado— de estímulos luminosos rodeándonos, pero en la realidad, esos estímulos que forman una pantalla-caverna salieron todos del mismo punto, el antípoda, hace exactamente un instante, y vienen empapados con la información —el color, el tiempo— del punto por donde emergieron de la opacidad. Basta que el anticentro se cubra, se opaque con un granito de arena, para que aparezca una caverna intermedia esbozando luminosamente a una hermanita menor, mostrándonos la superficie de aquel polvo alejado al máximo de nosotros. Dejamos al lector que se explique solito los efectos visuales de los amaneceres del anticentro, o de su introducción pausada y cuidadosa a una región opaca del espacio. Quizás ayude el siguiente boceto coreográfico para el movimiento escénico del punto antípoda al origen perceptivo en la escena de exploración del tenis.
Figura 48. Viaje del anticentro de acuerdo al tiempo II.ii.
ACCIÓN DE LA HERMANITA MENOR CON REINTEGRO DEFINITORIO A LA CAVERNA (Final en el dodecaedro) S0, la hermanita menor de nuestra familia, la cero-esfera, es el conjunto {1, -1 } de números reales que, con el producto, forma un grupo, el más chico no trivial: al multiplicar por uno nada pasa, y al multiplicar por menos-uno se permutan (se comportan, pues, como pares e impares sumándose en los enteros. Por eso a este grupo se le conoce también como los enteros modulo 2). Ya que cualquiera de sus hermanas mayores admite a su vez ser multiplicada por S0 (por el uno fijándola y por el menos uno
permutando antípodas), tenemos una acción de S0 en Sn y podemos pensar en su cociente, Sn/S0: espacio continuo y métrico de órbitas (parejas de antípodos en nuestro caso). Podemos pensar así en estas órbitas como puntos, e identificarlas (cada órbita entre sí) para formar un nuevo espacio de "posiciones relativas" a una órbita dada, el cociente bajo la acción. Esto ya lo hemos vivido. Recordemos que al discutir nuestra visión en el espacio proyectivo descubrimos un plano al infinito de un punto o, que llamamos ∞ (o); vimos también que cada punto en él se percibía al mismo tiempodistancia en direcciones opuestas, es decir, los puntos del plano proyectivo ∞(o), tal como los de cualquier otro, corresponden a las líneas por o, o bien, a las parejas antípodas en una dos-esfera perceptiva. Generalizando, definimos entonces al n-espacio proyectivo como: Pn = Sn/S0 Podríamos invitar al lector interesado a repasar, con esta definición en mente, la sección dedicada al espacio proyectivo, demostrando todo a su paso, empezando por los axiomas. Sin embargo, tendrá que aventurarse él solo, pues en este punto el libreto nos obliga a concluir en un dodecaedro: Considérese un pentágono (plano y regular por definición), pensándolo como lo acotado por cinco líneas cuyas intersecciones por parejas contiguas en un orden cíclico —llamadas vértices— limitan, en sus líneas respectivas, segmentos iguales —lados— que se encuentran en ángulos iguales, o bien, que distan lo mismo de un mismo punto —su centro.
Figura 49. Pentágono equilátero.
Este pentágono euclidiano, independientemente del tamaño de sus lados, tiene los ángulos fijos, entre 90° y 120° (tres pentágonos no ajustan pero cuatro sobran para una vuelta).
Figura 50. Para una vuelta, cuatro pentágonos sobran y tres no alcanzan.
Y será esencialmente el mismo si lo metemos a vivir en una esfera inmensa (sus medidas no cambian aunque recordemos que la Tierra es redonda); pero cambiará su geometría conforme sus dimensiones se aproximen a las de su universo. Fijemos, para ver esto, un origen o en S2 Si lanzamos desde o cinco estímulos regularmente distribuidos, y pensamos en los segmentos geodésicos, que cíclicamente los unen en todo momento, tendremos, con centro fijo, a una familia creciente de pentágonos esféricos regulares. Cuando los cinco vértices emisarios lleguen al ecuador ortogonal del centro de partida, los cinco lados se ajustarán para formar una sola geodésica (¿qué sucede con este experimento en P2 ?); el ángulo del pentágono ha llegado a 180°, y éste se ha convertido en la cascarita de una media naranja, perdiendo los "picos".
Figura 51. El ángulo de los pentágonos esféricos varía conforme al radio.
Podemos concluir que en algún punto de su viaje los emisarios forman un pentágono regular cuyos ángulos miden 120° tres de éstos se acomodan justos por sus esquinas:
Figura 52. Pentágonos esféricos con ángulo de 120—.
En los nuevos huecos van embonando otros de estos pentágonos, y otros más. Con doce de ellos se ha cubierto por completo a la esfera, que queda enmosaicada con pentágonos iguales, dispuestos con la estructura del dodecaedro (esférico, especifiquemos). Los vértices de cada mosaico están en un plano euclidiano (como lo estarían los de cualquier pentágono o polígono esférico regular; al espacio que queda acotado por estos doce planos en R3 , se le conoce, desde los griegos y asociado al nombre de Platón, como dodecaedro (que aquí apellidaremos euclidiano). Este sólido queda inscrito en la esfera original y comparte con ella sólo sus veinte vértices.
Figura 53. Dodecaedro esférico y dodecaedro euclidiano (uno de los sólidos platónicos).
Consideremos ahora... TERCERA LLAMADA, TERCERA ¡Shh!... —...Finaliza el intermedio; regresa cuchicheante el público a sus lugares; y, para variar, nos ha ganado el tiempo. Sólo nos queda entonces, amigos televidentes, pedirle al escenógrafo que tan gentilmente nos ha acompañado en la cabina, un apunte brevísimo sobre el escenario del último acto de la Soñata que estamos a punto de reiniciar para conluir, en su estreno mundial que transmitimos hoy, en vivo y a todo color, por XFCE. ¿Tiene algo rápido con qué concluir, señor escenógrafo? —Bueno. A ver... Recojamos nuestro tinglado. En la Soñata nos habíamos quedado dentro de la tres-esfera, S3 , la caverna-tenisagujeta: reingresemos a ella. Y estábamos a punto, en los Apuntes, de considerar al dodecaedro esférico, figura 53, como dibujado en el plano, dos-esfera máxima, S2, ecuador de distancias entre nuestro origen perceptivo y su anticentro o antípoda (recuerden, estamos en S3). Mandemos llamar a nuestros veinte emisarios (vértices del dodecaedro ecuatorial) jalándolos por sus hilos-luz a nuestro origen. Notemos que un instante imperceptible, un infinitesimal antes de llegar, forman un dodecaedro euclidiano indiferenciable de estos de ónix que tengo en mis manos. Observen ustedes cómo puedo juntar a tres de ellos por una arista, sobrando algo de espacio para el ajuste impecable; conclúyase, pues, que en algún momento pasamos por un dodecaedro esférico de empaque ideal: caras encontrándose en ángulos de 120 grados. Quedémonos en el interior sólido en S3 de este dodecaedro esférico específico, ajustando su volumen al de este cuarto inflando a toda la esfera. Y ahora, deshagámonos de su frontera: identifíquense piso y techo pentagonales tirando de ellos hacia el centro y empalmándolos isométricamente al llegar a él por el giro de mínimo esfuerzo, anulándoles así su condición de frontera. Procédase asimismo con las cinco parejas restantes de caras opuestas. Se han borrado los límites. Estamos ya en el espacio dodecaédrico, también conocido como la variedad de Poincaré, definible como el espacio fase de dodecaedros inscritos en una esfera euclidiana fija, o como cociente de ciertos hermosos grupos, o por medio de cirugía en el nudo trébol, o de algunas otras maneras muy bien documentadas en la cuarta sección de mis apuntes. Sin embargo, lo importante no es que... —Discúlpenos, señor escenógrafo, pero nos piden ya silencio absoluto, concrete rápido.
—Bueno, agradecer la atención del público... de nuestros patrocinadores... y que en el mundo matemático actual, lo que no sabemos es lo que dice el Mago que... —Muchas gracias por su presencia en esta cabina, señor escenógrafo. Y ahora, de acuerdo con el programa, retornemos a la Soñata.
T I E M P O I I I E L M A G O D O D E C A É D R O M O
D E L
.... porque entonces el tiempo, todo entero, no es más que una larga noche. ... Porque temer la muerte, atenienses, no es otra cosa que creerse sabio sin serlo y creer conocer lo que no se sabe. ... Sólo sé que nada sé. ... Pero ya es tiempo de que nos retiremos de aquí, yo para morir, vosotros para vivir. PLATÓN: Apología de Sócrates LAS dudas, esos tenues trazos de saber acariciando la virgen superficie blanca de lo que no sabemos, van esbozándose como musas. Mis dudas, esas hermosas niñas que una vez precisas y vistas a los ojos descubren su íntima amplitud en una presencia contundente, obsesiva, luminosa y coqueta, y que entonces podríamos contemplar y explorar con tiento placentero por largo y tendido rato, han sido la guía y el motor de mis innumerables viajes. Sin embargo, las claves que hoy busco están en los inicios. Nunca, como ahora, los había revivido con esta minucia, pero es que ahora sé que en los pequeños detalles, escondrijos y emociones, que tanto tiempo había pasado por alto, están las bases
para construir el puente sólido que ansío tender aquí con mi durmiente. Me es extraña la sensación que siento al repasar mi vida. Invitan la paz y la serenidad que siempre me ha infundido este pequeño universo dodecaédrico; dodecaédromo, he acabado por llamarlo. Se conjugan en él el calorcito dulce de la caverna, ahora más espaciosa —"como gruta", hubiera dicho de niño—, con las ciento veinte imágenes mías que en simetría nítida, racional y armoniosa me acompañan. Estas ya no me asustan ni me atraen como aquéllas de mi estancia juvenil en el triciclo, que al dejarse sentir en primera instancia como trilínea, mi espacio perceptivo, hacía que mis imágenes se repitieran por siempre sobre tres líneas básicas a intervalos constantes y combinándose conmutativamente entre ellos para formar el "timbiriche" de igualitos. No, ahora las entiendo, soy yo y sé porqué soy yo. He aprendido a trascender la vista y sus imágenes para percibir la curvatura, para adaptar, acoplar y modificar la geometría con mi entendimiento. He aprendido también a controlar el volumen y sintonizar la forma de mis pequeños universos con las manivelas de mi conciencia y mis emociones. Explorar, entender, clasificar estos espacios ha sido la causa de mi existencia. Y hoy puedo decir que sé todo sobre ellos; bueno, a sabiendas de lo obvio, de que siempre quedan por ahí pequeñas dudas, musas de luminosos ojos cautivadores que quizás atraparán a algún corazón furtivo guiándolo por parajes majestuosos que ya no me es dado recorrer. Está bien, digamos que no sé nada, o todo lo que de aquí me interesaba. Y es a este dodecaédrico espacio —que conocí poco tiempo después de cerrar por la agujeta de un tenis a la extrásfera— a donde siempre vengo a pensar, reflexionar, sintetizar, planear rutas o definir preguntas; acabo aquí cuando necesito paz y libertad, alimentos de las mentes errantes y creativas; aquí aparezco por la fuerza de las dudas que me llevo al desaparecer, casi siempre por agotamiento. Aquí, morada de mis más intensos tiempos, se me han abierto grandes puertas y aquí las he ido cerrando. Aquí, donde se ven diez docenas de yos. Primero está mi séquito. Mis doce canchanchanes vecinos, una docena de yos trasladados y rotados una hora en un reloj de diez a lo largo de los ejes que unen mi centro con los suyos, dispuestos como centros de las caras de un dodecaedro imaginario, que, de haberse expandido radial desde mi origen, desde mi centro, se hubiera repetido, rebosado en la realidad de este universo, sobre sí mismo justo a la mitad del camino que, en lo que percibo, lo lleva a posar sus caras pentagonales en mis doce discípulos. De cada uno de ellos se sigue, con sucesivas rotaciones de décimos de vuelta, un collar helicoidal de diez cuentas, de diez yos que confluyen en mí al retornar por el lado opuesto, pasando por mi antiyó —"la caverna": esa primera visión del primer viaje, esa imagen mía que la forma de este universo hace aparecer en la extrásfera hecha de los antipunto de todos los puntos de mi ser. Así, he dado cuenta de cincuenta: seis collares decénicos que veo, desde su centro, como los doce
pistilos de un diente de león que confluyen después de cuatro yos, en mi antiyó. Todos vemos lo mismo, pues soy yo. El séquito de cada uno de mi séquito comparte cinco con el mío — los lados de una cara del dodecaedro, invisibles como aristas de empaque perfecto de tres cuerpos—, me tiene a mí y al que le sigue en su helicoide, en su pistilo, completándose con cinco del segundo estrato relativo a mí. Esta segunda capa está formada por veinte, rotado cada uno dos horas de doce alrededor del eje que dibuja el vértice del dodecaedro que se expande otro poco para posar sus vértices, veinte, sobre los centros de mis imágenes en el segundo estrato, las cuales, junto con las correspondientes a mi antiyó, él y yo, conformamos diez collares helicoidales de seis cuentas. Llevamos noventa. Los otros treinta son rotaciones rectas en los centros de las aristas del dodecaedro que se ha expandido más hasta posarse, ya sin picos o aristas, o hasta dibujarse apenas, pues de hecho se ha convertido, al momento de alcanzar su área máxima, en la esfera ecuatorial simétrica de mí y mi antiyó. Ese ecuador esférico, que corresponde tanto a mi centro como a su antipunto, constituye en la extrásfera uno de tantos planos así como uno de tantos puntos; pero en la realidad del dodecaédromo, consiste en los doce pentágonos de mi dodecaedro íntimo, aquél que agota a este universo justo en el momento de tocarse a sí mismo, pasando además por mi centro treinta veces, en quince parejas de hexágonos de orientación opuesta; pero estas figuras no se fragmentan, se pegan, se continúan, como se observa en el plano ecuatorial; recordándome algo del mundo de mi durmiente: los gajos de uno de esos balones de futbol. Pero hace tiempo que no veo a mis diez docenas, doce decenas de mís, con dudas, relacionándolos conmigo como ellos se relacionan entre ellos, los entiendo y más bien los abstraigo dejando que su armonía cobije, que su simetría fermente a mis reflexiones. Aquí, decía, he logrado mis síntesis y redondeado mi entendimiento; aquí he balbuceado, ideado, razonado y descubierto a los enunciados claros y precisos que rigen a los universos. Sé enumerarlos, describir de muy diversas formas su infinito armonioso, diferenciarlos entre sí como buena maestra. Reconozco sus formas, entiendo sus continuos de geometrías y estructuras, y sé cómo se deforman. He luchado con ellos tierna e intensamente y ya los tengo acojinados en su cajita envuelta para regalo; y hoy lo que busco es entregarla. Sé que mi única salida es mi durmiente, pues sólo conversando con él concluyo mi trabajo; necesito transmitirlo porque ya estoy cansado. Sé bien que las preguntas que me quedan, las musas que aún se dignan mirarme, rebasan mi talento. Sé que la certeza sobre este espacio y sobre todos los posibles, esencia de mi vida, no vale nada si no es ofrendada, despojada, trascendida. Hoy, aquí, busco a mi durmiente. ¿Quién es?
Aquí, hoy, busco al durmiente que me sueña para entregarle algo de mi certeza. Lo veo, con sus atuendos, gozos y temores, adentrándose a mi joven y niño, y entonces algo de él comprendo, pero del de hoy sé poco, casi nada. Debe tener cultura, es decir, ser humano en alguna de sus formas bellas, persistentes y profundas, pues me ha soñado, me sueña, con ternura, alentando mis pasiones y dándome grandes libertades. Debe parecerse a mí pero ya no estoy cierto si su cuerpo es el mío pues sé bien que mi alma no abarca por completo a la suya; aunque quizás ese extraño peso que hoy se posa en mi ser viene de él... Pero ¡qué hago! Me concentro en mi durmiente al cuetionármelo, floto hacia él sin dudas, desasiéndome de mis musas, olvidándome de mi universo, o, peor aún, dejándolo en la certeza como ésa de la fuerza inmensa que me está jalando —Tierra, creo que la llaman— ¿dónde?... -¿Dónde es aquí? SHOULD LANTERNS SHINE, the holy face, Caught in an Octagon of unaccustomed light, Would wither up, and any boy of love Look twice before he fell from grace. The features in their private dark Are formed of flesh, but let the false day come And from her lips the faded pigments fall, The mummy cloths expose an ancient breast. I have been told to reason by the heart, But heart, like head, leads helplessly; I have been told to reason by the pulse, And, when it quickens, alter the action's pace Till field and roof he level and the same So fast I move defying time, the quiet gentleman Whose beard wags in Egyptian wind. I have heard many years of telling, And many years should see some change. The ball I threw while playing in the park Has not yet reached the ground.
DYLAN THOMAS
Si relumbraran linternas, la cara sacra, presa en un Octágono de luz insólita, marchitaríase, y todo niño del amor miraría con tiento antes de perder la gracia. Los semblantes en su tiniebla propia están formados de carne, pero llegará el día falso y de los labios caerán percudidos pigmentos, los paños de momia expondrán un seno antiquísimo. Se me dijo que razone según el corazón, pero corazón, como cabeza, desvalido rige; se me dijo que razone según el pulso y que, cuando se avive, altere el paso al acto hasta que techo y llano yazgan al ras e iguales Así veloz me muevo desafiando al tiempo, el caballero apacible cuya barba se mesa en viento egipciaco He escuchado años y años lo que nos dicen y en muchos años debería darse un cambio. La pelota que lancé cuando jugaba en el parque aún no toca tierra. DYLAN THOMAS (Versión al español de Héctor Manjarrez y Javier Bracho)
L E C T U R A S
R E C O M E N D A D A S
Abbott, Edwin A., Flatland. Dover, Nueva York, 1975. Un clásico de reciente centenario (1884), de cuyos personajes, estilo, trama y espíritu se conocen ya múltiples secuelas, tanto en la literatura como en la tradición oral con que se enseña la geometría. A la vez, un documento histriónico de la sociedad
victoriana en que fue escrito. Existe una traducción al español editada por Ediciones Guadarrama, Madrid, 1976. Hernández Lamoneda, Luis, Varias formas de ver la Esfera de Poincaré. Tesis Facultad de Ciencias, UNAM, 1983. A nivel de licenciatura se demuestra la equivalencia de algunas definiciones de la variedad de Poincaré. Basado en el artículo de Kirby y Scharlemann y el libro de Montesinos. Kirby, R. C. y Scharlemann, M. G., "Eight Faces of the Poincaré Homology 3-Sphere", en Proceedings of the 1977 Georgia Topology Conference, James C. Cantrell (comp.), Academic Press, 1979. Micha, Elías, Introducción a la topología (clasificación de superficies). Notas del III Coloquio del Departamento de Matemáticas del CINVESTAV, La Trinidad, Tlaxcala, agosto de 1983. Dirigido a estudiantes en diversas ramas y sin prerrequisitos matemáticos, además del interés por saber qué es la topología, este libro expone una demostración elegante y moderna de un hermoso teorema clásico. Simplemente le antepondría "excelente" al título. Montejano, Luis, La cara oculta de las esferas, La Ciencia para todos, Fondo de Cultura Económica. ¿Qué son las matemáticas? es una pregunta que quizá sólo se puede responder con ejemplos; y este libro es uno impresionante. De los objetos cotidianos (las piedras, las papas, los focos y los cuchillos) Montejano construye una teoría geométrica que cuestiona a la esfera misma y pone en nuestras manos a la matemática viva. Montesinos, José Ma., Variedades de Mosaicos. Sexta Escuela Latinoamericana de Matemáticas, Oaxtepec, Morelos, julio de 1982. Publicaciones del CINVESTAV. Se requiere de cierta "madurez matemática" para abordar este texto. Empezando por las definiciones generales de variedad, llega a tratar temas de actualidad en topología geométrica, aunque mantiene siempre un innegable sabor clásico. Basado en este libro, Montesinos publicó recientemente una nueva versión en Springer Verlag. Rucker, Rudolf v. B., Geometry, Relativity and The Fourth Dimension. Dover, Nueva York, 1977. Reviviendo a los personajes de Flatland, Rucker expone en forma clara, amena y accesible la nueva visión del Universo que se ha gestado en este siglo. Reúne material diverso (físico, geométrico y filosófico), integrándolo en un todo armónico con amplio y agradable sustento gráfico. Un gran libro de divulgación, que incluye una estupenda bibliografía comentada. (Parece ser que hay una revisión reciente publicada por Houghton-Mifflin, 1984.)
Short, Hamish, "Un diario británico anuncia la demostración de la Conjetura de Poincaré", en El Irracional, periódico de la Sociedad Matemática Mexicana, núm. 1, 1986. Reportaje sobre el más reciente anuncio de una demostración a la conjetura clásica en topología, la de Poincaré. Posteriormente, se encontró una falla a esta propuesta de demostración (véase El Irracional, núm. 2). Thurston, William P., Three-dimensional Geometry and Topology. Princeton University Press. Quizás el texto más citado en topología y geometría en los últimos años. Las primeras páginas dan una clara idea de lo que sería vivir en las diversas geometrías. Para seguirlo se necesita una buena formación matemática, pero hasta donde llegue uno es un placer. Thurston, William P. y Weeks, Jeffrey R., "Matemática de las variedades tridimensionales", en Investigación y Ciencia, núm. 96. El original se publicó en la revista Scientific American. Por tanto, debe poder leerse, y en ciertos casos, debe leerse. Weeks, Jeffrey R., The Shape of Space: How to Visualize Surfaces and Three-Dimensional Manifolds. Marcel Dekker Inc., Nueva York y Basilea, 1985. Por muchos años la topología se distanció de la geometría (en el sentido de estructura más rígida sobre un espacio), pero recientemente, su reunificación ha cobrado gran ímpetu. El papel que en este proceso representó el citado libro de Thurston para la investigación lo tomará este libro a nivel de divulgación y enseñanza. Con ejercicios, experimentos y juegos (como el "gato toroidal", por ejemplo) que desafían la imaginación, y con algo de secundaria en la vida como prerrequisito, Weeks conduce al lector a los umbrales de esta corriente viva y enérgica de las matemáticas.
C O N T R A P O R T A D A
Se dice con frecuencia que las matemáticas se ocupan del número y de la forma; ésta es una manera muy esquemática de describir sus preocupaciones más importantes. En realidad, desde hace dos siglos los matemáticos crean y estudian espacios geométricos que después son utilizados por el resto de los científicos en el desarrollo de las más variadas teorías. Al profano le sorprende esta idea pues, en general, el concepto más extendido de espacio es el del espacio que nos rodea, al que concebimos amorfo y único. En este libro el autor no sólo aclara la noción moderna de espacio, sino que permite al lector vivir en su compañía en varios de estos mundos, compartiendo las más diversas experiencias, que en un principio nos parecen completamente fantásticas, pero que, poco a poco, se van
admitiendo como más naturales para, finalmente, movernos en ellos como pez en el agua. El libro invita a su relectura, pues se encontrará en ella sorpresas y nuevos niveles de entendimiento. Sin proponérselo, el lector entrará en contacto con la geometría de hoy en día. Javier Bracho es investigador del Instituto de Matemáticas de la UNAM profesor de la Facultad de Ciencias de la misma en donde realizó su licenciatura. El doctorado lo obtuvo en el Instituto Tecnológico de Massachusetts (EUA). Su trabajo de investigación está centrado en el campo de la topología, donde también queda enmarcada la presente obra. Portada: Maqueta, diseño de Roli Bracho y realización de Juan José Barreiro/ Fotografía: Eduardo Sepúlveda/Diseño Gráfico: Carlos Haces.