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S E Ñ O R E L I E
M A I L L A R D
B E R T H E T
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E L
S E Ñ O R E L I E
M A I L L A R D
B E R T H E T
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2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
EL
SEÑOR MAILLARD
I EL GRAN MAILLARD La costa de más de treinta leguas de longitud, que se extiende desde el Havre hasta la desembocadura del Somma está formada por acantilados calizos, que alcanzan frecuentemente alturas de doscientos y trescientos pies; como si un genio protector hubiera elevado un muro titánico, para defender contra las furiosas embestidas del Océano una de las más hermosas provincias de Francia. Este muro natural presenta, sin embargo, buen número de soluciones de continuidad. Unas veces, es un río, o hasta un simple arroyuelo, que ha terminado por agrietar el terreno; otras es el mismo mar, que al encontrar partes débiles en el dique ha abierto en él anchas brechas. Pero el hombre ha sabido aprovechar, en su beneficio, hasta las roturas de esta barrera natural, que protege su campo y su hogar; el mar, a pesar de sus per3
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fidias, no es para él un enemigo, sino una nodriza un poco ruda que, gruñendo, le proporciona la abundancia y la riqueza. En todos los puntos en que desciende el acantilado, ha establecido un puerto, una ciudad, una aldea en la que prospera una laboriosa población de pescadores, de comerciantes o de marineros. Allí está Etretat, con sus rocas pintorescas, ese precioso burgo, del que un brillante y espiritual escritor hizo tal apología que la cohorte de bañistas elegantes ha acabado por hacer insoportable la estancia en él: más lejos se encuentra Fécamp, con sus largos muelles solitarios y su espléndida abadía gótica; algo más allá, Saint Valery-en Caux, rodeado de valles, verdes como esmeraldas. Al otro lado, se ve Dieppe, antigua gloria un poco eclipsada al presente, del comercio marítimo francés; al extremo, en fin, Tréport, sitio real en otros tiempos, lleno todavía de recuerdos históricos y principescos. A la otra parte de Tréport, las rocas disminuyen paulatinamente, hasta desaparecer, y la vista se pierde en las riberas desoladas del Somma en las playas estériles y en las dunas de Picardía. Merced a este murallón grandioso y uniformemente cortado a pico, parece que la vigilancia del fisco sólo debería ejercerse en los puertos y en los lugares de desembarco; pero no sucede así, mientras el libre cambio no logre imponer sus doctrinas. En todo el litoral, exis4
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ten ojos alertas, constantemente abiertos, escrutando la calma y la tempestad, siguiendo todos los movimientos de la pequeña embarcación, que se balancea cerca de la costa y del potente navío de vela o de vapor, que prosigue su carrera mar adentro, por la gran ruta de las naciones. A lo largo de la terraza que domina esta porción de la Mancha serpentea un sendero bastante semejante a los que practican las cabras montesas; este sendero, que se aproxima en ocasiones al precipicio de un modo alarmante, ha sido trazado por los guarda-costas, a quienes su deber obliga a ir y venir sin descanso, para impedir el fraude. El paseante puede contar con la seguridad de encontrar siempre por allí algún empleado de la aduana con su guerrera verde y su pantalón gris con anchas franjas rojas, que lanza sobre el transeúnte una mirada sospechosa. La existencia de estos infelices es bien ruda y el vulgo, en su odio hacia todo lo que atañe al fisco, ignora que semejante profesión exige paciencia energía y valor. El aduanero ha de resignarse muchas veces a vivir en un puesto solitario, con tres o cuatro camaradas que comparten sus penosos trabajos. Haga el tiempo que quiera en toda estación, de día como de noche ha de recorrer la parte de ribera confiada a su custodia. Fuera de los peligros con que los contrabandistas le amenazan, está ex5
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puesto a mil contingencias, debidas a la intemperie de climas inhospitalarios, a la situación de los lugares que frecuenta a los achaques que acarrea soportar el frío y el calor, la lluvia y el sol, dormir en tierra y al raso. Muchas veces, después de una tempestuosa noche de invierno, un aduanero no se presenta en el puesto a la lista de la mañana; sus compañeros le buscan, y acaban por encontrar su cuerpo destrozado al pie de las rocas. A esta clase de modestos funcionarios pertenecía un individuo de unos cincuenta años, que con los brazos cruzados sobre el pecho, contemplaba el mar, desde lo alto de una escarpa situada a una media legua de Tréport. Dicho sujeto, que vestía el uniforme de aduanero, en el que ostentaba los galones de cabo, tenía ese cutis bronceado y curtido, propio de los que se hallan sometidos a diario a la acción de la brisa marina. Varias arrugas surcaban su frente y sus sienes, en las que se destacaban algunos mechones de cabellos grises. Su estatura alcanzaba casi a los seis pies; pero era seco, enjuto, sin que tal delgadez alterara en nada el vigor de su constitución. La dulzura de su fisonomía revelaba rectitud y bondad; era la fuerza ignorándose a sí misma. Sus ojos, de un azul claro, tenían una expresión soñadora y melancólica un destello de inteligencia por decirlo así, 6
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que contrastaba con los hábitos, bien poco poéticos, de su profesión. El cabo Maillard, o más bien el gran Maillard, como se le llamaba fuera del servicio, tenía una historia sencilla y conmovedora. Su padre, pescador bien acomodado, pereció en un naufragio, en las costas de Islandia con la embarcación que contenía todo su haber. Se encontró huérfano a la edad de quince años, y protector único de una hermana menor que él. Maillard, que se preparaba entonces para sufrir los exámenes de capitán de alto bordo, aceptó animosamente la misión de sacrificio que la Providencia parecía imponerle. Abandonó sus estudios, se embarcó en un navío mercante, y con el producto de su trabajo pudo sufragar la modesta pensión de su hermana en su pueblo natal. Más tarde pasó al servicio del Estado, pero sin cesar de dedicar la totalidad de sus ingresos al bienestar de aquella hermana querida. Así, toda su juventud se consumió en las privaciones y en las más rudas fatigas. Al llegar a edad conveniente, hizo casar a su hermana con uno de sus camaradas, timonel, como él, a bordo de un barco de guerra y creyó poder pensar, al fin, en sí mismo: pero estaba pronosticado que el pobre Maillard no había de ser feliz Jamás. Amaba desde mucho tiempo antes, a una joven, que le había prometido ser su esposa. 7
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Cuando regresó a su pueblo, para reclamar la fe jurada encontró a la infiel casada con otro y madre ya de una caterva de chiquillos. El golpe estuvo a punto de volverle loco; a partir de aquella época nadie podía jactarse de haber visto reír francamente al gran Maillard, y de entonces databa aquella serena melancolía que no le abandonaba nunca. Para colmo de infortunio, no repuesto aún de la terrible sacudida su cuñado, por quien experimentaba vivo afecto, murió a su lado, a consecuencia de un accidente, dejando a su hermana viuda y sin fortuna con una niña de corta edad. Esta doble catástrofe hastió a Maillard de la marina; por otra parte, la vida activa y turbulenta de a bordo, no había encajado nunca del todo en su naturaleza contemplativa. Terminado el tiempo de su servicio, el buen hombre renunció para siempre a su antigua profesión. Contaba no casarse jamás; quería dedicarse por entero a su hermana y a su sobrina doblemente queridas para él, por la proximidad de su parentesco y por ser la viuda y la hija de su mejor amigo. Se decidió, pues, a ingresar en aduanas, donde su buena conducta y sus intachables antecedentes le hicieron ser admitido sin dificultades, y al poco tiempo alcanzaba la graduación de cabo, de la que no debía pasar, a juzgar por todas las apariencias. 8
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Aquella existencia solitaria al aire libre, se encontraba en armonía con los instintos especiales de Maillard y con el estado de su alma secreta pero profundamente lacerada. En cuanto al enfadoso prejuicio que para el vulgo llevan aparejadas las funciones de aduanero, el antiguo marino no paraba mientes. Le bastaba saber que obedecía a la ley, que ejecutaba la orden de su superior jerárquico, y cumplía sus deberes con una exactitud verdaderamente militar. En suma estos deberes eran bien poco complicados, se limitaban a la vigilancia de una costa cuya sola situación parecía constituir suficiente defensa. Maillard formaba parte de un destacamento de cinco individuos, acantonados en un repliegue del acantilado, a una legua próximamente, de Tréport. Además de la caseta de la aduana existían en aquel sitio cinco o seis chozas aisladas, en una de las cuales habitaban la viuda de Rupert y su hija Juana hermana y sobrina respectivamente, de Maillard. Los ratos que tenía libres, los pasaba el cabo cerca de aquellas dos mujeres, que le colmaban de cuidados y de cariño. El resto del tiempo vivía casi solo, pensando a veces en el pasado, pero sosegadamente, resignado, sin ambicionar nada fuera del rinconcillo de tierra en el que se concentraban sus alegrías y sus modestas esperanzas. 9
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Tal era el observador que permanecía como en contemplación en lo alto de las rocas, desde las que se dominaba un panorama realmente digno de atención. Declinaba una tarde de agosto, cálida y nubosa. Por la parte de tierra se extendía una planicie, en suave pendiente, salpicada de hierbas, de árboles verdegueantes, de fértiles campos. La recolección estaba un poco retrasada en las inmediaciones del mar, y los trigos, ya sazonados, se mantenían enhiestos, formando sábanas doradas, que ondulaban a cada ráfaga de viento. Las granadas espigas, que prometían al cultivador una amplia recompensa Por sus trabajos del año, llegaban hasta el sendero de la aduana y una estrecha banda de verdura las separaba del abismo, en cuyo fondo bramaba el Océano. En lontananza se divisaba la iglesia de Tréport con su elevada torre, edificada sobre la cima de las rocas. El pueblo quedaba oculto tras un saliente del terreno; sólo se distinguían el extremo de su vetusta escollera y el pequeño faro que marca la entrada del puerto. En dirección opuesta y casi a igual distancia del espectador, una profunda cortadura de la costa impedía ver el caserío y la aduana de Plessis, donde habitaba Maillard; pero los albergues humanos se revelaban por ligeros penachos de humo, que ascendía en azules espirales hacia el cielo. Bajo los corpulentos árboles que limitaban el ho10
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rizonte, se esfumaban varios de esos espléndidos y productivos cortijos de Normandía que traen constantemente ala memoria el fortunatos agrícolas de los antiguos poetas. Por el lado del mar, el espectáculo era igualmente pintoresco y más majestuoso. El oleaje invadía gradualmente la arenosa playa y la línea de guijarros, que se extienden al pie del acantilado. La brisa marina impregnaba el ambiente de ese aroma salino y puro que refrigera los órganos respiratorios. El sol, próximo a su ocaso, revelaba su presencia a través de las nubes, por líneas de fuego, que coloreaban de una manera fantástica una parte del firmamento. Estas líneas resplandecientes se reflejaban en el mar, cuyos tintes verdosos iban obscureciendo, a medida que se alejaban del poniente, confundiéndose al Norte, con la bruma negruzca del horizonte. Numerosas lanchas pescadoras estaban a la vista. Esparcidas sobre la inmensa superficie líquida unas se perdían entre la niebla lejana mientras otras venían a tender sus redes a unos centenares de pasos de la playa evolucionando caprichosamente a porfía con las gaviotas, que revoloteaban alrededor. La soberbia escena causaba al cabo de aduaneros una satisfacción profunda aunque muda y mal definida. Se volvía sucesivamente hacia los diferentes puntos del 11
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vasto conjunto, como queriendo admirar, uno tras otro, los esplendores de la tierra del mar y del cielo. Sin embargo, la contemplación no parecía haber adormecido por completo sus instintos profesionales; porque la poesía en el sentido más amplio de la palabra es de todas las condiciones, y hay quien siente surgir de su cerebro visiones celestes, teniendo los pies en el fango. Así, Maillard, sin dejar de soñar y de admirar, seguía siendo aduanero, corno lo demostraron bien pronto las circunstancias. Entre las embarcaciones que aguardaban la subida de la marea para entrar en la dársena de Tréport, había una que se aproximó al peñasco en que Maillard estaba en observación. No difería en nada de las restantes barcazas pesqueras, y las grandes letras pintadas en sus velas atestiguaban su matrícula en el vecino puerto. Pero sus maniobras tenían algo de insólito, capaz de infundir sospechas. Pocas horas antes, se había internado en el mar, hasta perderse de vista. De pronto, viró con rapidez, emproando directamente hacia la costa de la que se encontraba tan cerca que podía temerse verla encallar en la arena. En realidad, el peligro no hubiera sido grande porque la marea subía y el cielo, aunque sombrío, no anunciaba tormenta próxima. Pero ¿qué podía hacer aquella embarcación en aquel sitio y a semejante hora? 12
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Llevaba las redes tendidas, como si fuera pescando; pero ¿qué había de cobrar allí, donde el agua era tan escasa que se veían los guijarros del fondo? Además, Maillard conocía la embarcación, y tenía sus motivos para observarla con particular interés. Le hubiera sido fácil descender a la playa y dar el alto a la lancha sospechosa. Pero, bien por la certidumbre de que todo fraude era imposible bien por haber caído de nuevo en sus meditaciones, pareció no pensar más en la misteriosa embarcación, y su mirada erró sobre todos los objetos que le rodeaban, sin fijarse detenidamente en ninguno. Maillard fue sacado de su cavilación por una voz fresca y argentina que se oyó a su espalda. -Por aquí, señorita -dijo, con pronunciado acento normando. -Ya sabía yo que acabaríamos por encontrar a mi tío. Aquí está. ¿Supongo que ya no tendrá usted miedo? En el mismo instante, dos jóvenes, bordeando la linde de un sembrado de trigo, salpicado de amapolas y de margaritas, se acercaron al aduanero. La que acababa de hablar, apenas contaba diez y siete años. Alta flexible ágil, fuerte y graciosa a la vez, era el tipo perfecto de la bella raza cauchesa cuya vistosa y coquetona indumentaria lucía. Una cofia de muselina 13
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encañonada en sus bordes, encuadraba su moreno rostro, de ojos vivos y picarescos y labios carminados y sonrientes. Sus negros cabellos alisados en bandas sobre la frente, se anudaban en voluminoso moño sobre la nuca. Un corpiño de paño, atado por delante, dejaba desnuda una parte de sus brazos, ligeramente tostados, pero de un modelo perfecto. Su falda roja algo corta exponía liberalmente a las miradas dos torneadas pantorrillas cubiertas por medias azules con listas encarnadas, y dos piececillos calzados con finos zapatos. Todo ello formaba un conjunto encantador; y la joven, a pesar de sus ademanes, un poco desenvueltos, tenía un aire de candor, que constituía un atractivo más. Su compañera de muy poca más edad, personificaba en sí la hermosura noble y delicada de las ciudades, como la cauchesa personificaba la hermosura vigorosa de los campos. Rubia esbelta de mediana talla sus ojos azules rebosaban dulzura. Largos bucles de cabellos castaños, rozaban sus sonrosadas mejillas. Su tocado, aunque sencillo, no carecía de elegancia; consistía en un vestido de seda y un sombrero de paja de Italia con velo flotante. Sus modales eran distinguidos, pero tímidos; un sentimiento particular parecía dar en aquel momento a su fisonomía una expresión de embarazo y de inquietud. Evidentemente, pertenecía a las clases elevadas de 14
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la sociedad. En efecto, era hija única del bizarro general Sergey, que se hizo célebre durante los últimos años del Imperio y durante la Restauración, y que, debilitado por la edad y por los achaques, residía en una preciosa quinta situada en medio de las plantaciones, a muy corta distancia de la costa. Parecía que el aduanero, ante una persona de tal condición, hubiera debido ocuparse de ella con preferencia a la vivaracha cauchesa; sin embargo, fue su sobrina quien atrajo su atención en' primer término. Al verla aparecer súbitamente entre las doradas espigas, con su típico traje, manifestó viva emoción y no pudo retener una exclamación de sorpresa. A su vez, la locuela no se reprimió para prorrumpir en una sonora carcajada. –¡Hola tío! -exclamó, -¿ no me ha conocido usted? Hoy me he puesto, por primera vez, los bonitos atavíos que usted me regaló. Quería sorprenderle y, además, como la bondadosa señorita de Sergey deseaba dar un paseo conmigo por entre las rocas, me ha parecido conveniente arreglarme un poco... Pero ¿por qué me mira usted así? Las facciones del aduanero se distendieron, y una triste sonrisa vagó por sus labios. 15
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-Es verdad -balbuceó. -¿Dónde tenía yo la cabeza? Al verte con ese ropaje, creí un momento... Sí, ya veo que eres tú, mi querida Juanita. -¡Claro! ¿quién he de ser? -replicó la joven. Pero, tío, ¿no ha reparado usted en la señorita Leona de Sergey? Tranquilícela usted, se lo ruego, porque hace un instante se asustaba de verse sola conmigo en este paraje desierto. Hasta entonces, Maillard no se había fijado en la persona que acompañaba a su sobrina. Se llevó la mano a la visera del ros, y dijo a la señorita en tono cariñoso, que podía pasear con Juana por el campo, en la seguridad absoluta de que nadie osaría inferirle la menor ofensa.. La señorita de Sergey aparentaba disputar al viento su gran velo blanco, pero, en realidad, había lanzado al mar una mirada rápida y ansiosa como si fuera otro motivo que el de pasear el que la hubiera conducido a aquel sitio. No obstante, contestó con tina inclinación de cabeza a la cortesía del aduanero. -Señor Maillard -le dijo -usted debe conocer el tiempo. ¿Cree, usted posible que se desencadene una tormenta esta noche?
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Maillard examinó durante largo rato el firmamento, porque siempre es cosa grave, para un marino, pronunciarse en semejante materia y respondió al fin: -No se puede afirmar de una manera categórica si vendrá la tempestad, ni de dónde; sin embargo, señorita, no veo ningún indicio que haga temerlo, aunque mañana debemos tener una de las mareas más vivas del año. La noche será lóbrega según creo, pero no hay nada por ahora que anuncie el huracán. Leona dio las gracias, con un movimiento de cabeza. -Así -añadió -¿podrán entrar apaciblemente en el puerto todas esas embarcaciones, cuando esté la pleamar? Entre ellas las habrá, indudablemente, que lleguen de países lejanos, y también... de Inglaterra. -No, señorita; todas pertenecen a Tréport. -¡Cómo! ¿No se ha presentado a la vista hoy, ningún barco extranjero? -Si acaso, habrá pasado de largo, sin acercarse a la costa. Tal afirmación pareció causar una viva contrariedad a Leona quien se puso a examinar sucesivamente las embarcaciones que se divisaban, quizá sin saber con exactitud lo que buscaba. Maillard prosiguió, después de un momento de silencio: 17
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–¿Es que la señorita espera a algún pasajero de Ultramar? -¿Yo? No; era curiosidad... simple curiosidad. Siempre complace ver entrar en el puerto un navío que viene de lejos y que ha podido correr peligros. -Es verdad; y el placer es mayor todavía para los que vuelven, aunque muchas veces, si se ha prolongado su ausencia suelen encontrar a su regreso cambios y cambios crueles. Maillard suspiró y recayó en una vaga meditación, su pecado habitual; pero no tardó en preguntar tímidamente: –¿Se serviría la señorita darme noticias del general, su esforzado padre? Le vi salir el otro día del castillo de Plessis, conducido en un sillón por dos criados; iba según creo, a tomar su baño en la playa; me pareció muy agobiado. -Más bien ha empeorado que mejorado, desde aquel día -contestó Leona con voz ahogada. -Ya no puede salir en carruaje ni en litera... ¡Pobre padre! Debería estar junto a él, pero ha exigido que me diera un paseo por la costa y como, además, esperaba... La joven calló súbitamente. -Tiene razón -repuso el aduanero tranquilamente. -El aire libre es necesario a la juventud; es lo que siem18
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pre aconsejo a mi querida Juana ¡y mire usted cómo está de fresca y robusta!.. Por otra parte, el general tiene a su lado, además de sus numerosos sirvientes, a esa hermosa dama que da la pauta a todos los bañistas de buen tono... ¿su madre de usted, sin duda?.. -¿Mi madre? -replicó Leona con vehemencia -¡no es mi madre!.. Debe usted referirse a la señora de Grandville que vive con nosotros; es una parienta una amiga. ¡Mi madre murió hace bastante tiempo! Y sus facciones se alteraron, como si un penoso recuerdo cruzase por su mente. -Ahora comprendo por qué la veía sola en fiestas y en diversiones, mientras usted se quedaba en el castillo con el general... Pero, ¡perdón, señorita! Estas son cosas de las que no debe ocuparse un pobre diablo como yo. Somos medio salvajes, y no estamos al tanto de las prácticas del gran mundo. Leona no contestó, y continuó explorando el mar, cuyos matices se iban obscureciendo gradualmente. Juana se cansó pronto de aquel silencio. -Tío -preguntó, -¿ está usted de servicio esta noche? -Sí, hija mía habrás de traerme la cena a las nueve, a la cabaña del Diente del Lobo. Ten cuidado, porque la noche será muy sombría y la roca se ha desmoronado por aquel sitio. 19
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-Bien, tío -replicó en tono despreocupado Juana que tenía el paso rápido y seguro como una gacela, -¿pasando usted, por qué no he pasar yo? La señorita de Sergey hizo un esfuerzo sobre sí misma para intervenir en la conversación. -Este género de vida me parece muy rudo y muy penoso -dijo al vigilante, distraídamente. -Al principio, sí; pero la costumbre... El cuerpo se aclimata a la fatiga y a los rigores de las estaciones, y ya no se piensa en ello. -Debe ser muy aburrido estar solo tantas horas, de día y de noche. –¡Ah! señorita ¿quién no tiene recuerdos que le acompañan en esos momentos de soledad? No se llega a mis años sin haber visto muchos acontecimientos, sin haber corrido toda suerte de aventuras, sin haber sufrido, sin haber dejado tras de sí personas queridas. Cuando se vaga por entre las peñas, se piensa en el pasado, en las alegrías y en las tristezas de los tiempos juveniles: se cree ver a las personas a quienes se ha amado, se habla con ellas se oye su respuesta... Precisamente, hace un instante, cuando Juana se me presentó súbitamente con ese traje, me pareció ver... ¡Pero era una locura! Maillard volvió la cabeza con azoramiento, y prosiguió, animándose un poco: 20
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-Además, señorita ¿no tenemos para distraernos, mientras ejercemos nuestra vigilancia el espectáculo siempre variado y siempre nuevo de la Naturaleza? Yo, sólo he recibido una instrucción rudimentaria y quizá sea un atrevimiento en mí, pensar en semejantes cosas; pero, a mi juicio, el hombre no está en el mundo para vivir encerrado constantemente en casas faltas de aire, y de luz, en las que sólo ve objetos creados por él, cuando no tiene más que salir para encontrarse en presencia de la creación de Dios. Los animales no están capacitados para apreciar la grandeza y las bellezas del Universo; pero, el hombre puede y debe, hacerlo. Yo encuentro, en el cumplimiento de ese deber, goces de que no me hastío jamás, porque son avivados continuamente por maravillas inesperadas. Así, por ejemplo, desde hace más de treinta años, no ha pasado ni un día sin que haya visto salir y ponerse el sol, ya en nuestros benignos climas, ya bajo el cielo abrasador de los trópicos, ya en el helado ambiente del polo. ¡Pues bien! nunca he visto una puesta como la de ahora nunca habré visto alborear como lo veré mañana; a cada momento se observan aspectos desconocidos y nuevos. Lo mismo sucede con el mar; he cruzado todas las latitudes, con todos los vientos, en todas las estaciones, a toda hora del día y de la noche sin verle igual dos veces... Le estudio sin cesar y 21
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encuentro placer en ello, porque estoy convencido de que estas investigaciones valen tanto como las que los sabios de las ciudades realizan en sus libros y en sus experimentos. Poco a poco, la señorita de Sergey, olvidando sus secretas preocupaciones, había ido concentrando su atención en las palabras de Maillard. Aunque en la época en que vivimos, no sea extraño encontrar en las clases más ínfimas ideas nobles, elevadas, expresadas a veces con sencilla grandiosidad, Leona no pudo menos de sorprenderse al comparar el lenguaje de aquel hombre con su profesión. En cuanto a Juana pareciéndole lo más natural del mundo, se limitaba a espiar en las facciones de su compañera la admiración que, a su entender, no podía dejar de inspirar su tío. -Con tales gustos y con semejantes sentimientos -preguntó Leona -¿debe usted ser muy religioso? -Si con ello quiere usted significar, señorita que me creo sin cesar en presencia de Dios y que se manifiesta constantemente a mí, tiene usted mucha razón. En el hogar, y hasta en la iglesia se podría dudar de él; pero cuando se ve a diario lo que yo veo, la incredulidad es imposible. -Me explico, señor Maillard, el placer que debe proporcionarle esta contemplación. Pero en las noches de 22
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tormenta cuando el viento se desencadena y las olas se agitan, cuando el cielo está encapotado, cuando la nieve, la lluvia o el granizo descargan furiosamente a su alrededor, ¿no echa usted de menos, alguna vez, el abrigo de un techo y el bienestar de la vida doméstica? Y, sin embargo, esos son los momentos, según creo, en que su deber le obliga a redoblar la vigilancia... -Así es, señorita; pero ¿qué importa eso? Una buena manta basta para preservar del viento y de la lluvia y queda uno resarcido con creces de los inconvenientes y de los riesgos a que se expone. ¿Hay algo más admirable que una tempestad? Yo las he visto de todos géneros, desde los huracanes de nieve, en las regiones polares, hasta los tifones de las Indias, las temibles marejadas de las Antillas los ciclones del Senegal; y no hay nada capaz, como estas perturbaciones, de recordar el poder de Dios y la debilidad humana. ¿Acaso no está siempre nuestra vida en manos de la Providencia?... Mire usted -agregó, señalando un punto poco distante en la línea del acantilado -allí abajo, practicando una ronda nocturna el año pasado, me sorprendió repentinamente un torbellino espantoso y me sentí arrastrado treinta o cuarenta pasos, sin que mis pies tocasen apenas la tierra. Levantando y cayendo, no estaba seguro de que la tromba no me lanzase hacia el mar; sin embargo, no ex23
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perimenté pavor en aquel instante de peligro, considerando que nada sucede sin la voluntad del que manda en los vientos y en las olas. Pero reflexionaba en mi interior: «Si yo fuera el monarca más poderoso del mundo, en lugar de un pobre aduanero, ¿hubiera tenido más fuerza para luchar aisladamente contra la tormenta y para resistirla? -Bien me acuerdo de aquella noche tío -exclamó Juana. -Cuando volvió usted a casa por la mañana llevaba usted la manta hecha jirones y el rostro ensangrentado. –¡Bah! unos arañazos... Dios sabía que aun podía ser útil a tu madre y a ti, y protegió milagrosamente mi vida en aquel trance. Juana oprimió entre las suyas la gruesa y callosa mano de su tío. -Por supuesto, señor Maillard -repuso la señorita de Sergey, con ligereza tal vez afectada ¿supongo que esos en sueños, esas contemplaciones, esas preferencias por las convulsiones de la Naturaleza que le confieso que a mí no me entusiasman, no le distraerán de su misión de impedir el contrabando? El aduanero no se mostró enojado ni sorprendido, al verse llamado bruscamente a lo prosaico de su posición, y contestó con naturalidad: 24
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-El contrabando es poco activo en estos sitios, señorita; si se hiciera en la comarca no podría efectuarse más que con objetos de pequeño volumen y únicamente en los puertos, donde la vigilancia es más rigurosa que en estos riscos infranqueables. Es cierto que suelen encontrarse a lo largo de la costa senderos como éste -y señaló una especie de escalera practicada en una hendidura de la roca -pero los conocemos, y sería difícil burlarnos. Este que ve usted, al que llamamos la Cuesta Verde ha dado ya bastante quehacer a mis camaradas de puesto y a mí. Se ha pensado varias veces en suprimirle lo cual no costaría gran trabajo, porque bastarían unos cuantos golpes de azada para imposibilitar en absoluto el acceso; pero yo me he opuesto siempre a reclamar la adopción de esta medida. Este camino evita un largo rodeo a las gentes del país, y, además, puede salvar la vida a cualquier imprudente que se deje sorprender por la marea alta. Leona se inclinó, para ver el sendero de que hablaba Maillard, y retrocedió espantada. -¿A eso llama usted camino? -preguntó. -¿Hay ser humano que se aventure a subir o bajar por esa escarpadura? -¡Ya lo creo, señorita! -replicó Juana riendo. -Yo misma la he subido muchas veces, y cargada con un 25
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cesto de almejas. ¡Eso sí! no hay que entretenerse en mirar cómo vuelan las gaviotas. -Tengo entendido, señor Maillard -dijo Leona después de una breve pausa -que sus funciones no se limitan a impedir el fraude sino que también está usted encargado de oponerse al desembarco de toda persona que no haya cumplido ciertas prescripciones legales. Y dado su carácter, tan franco y tan bondadoso, tales obligaciones deben ser a veces muy dolorosas para usted. -¿Qué quiere usted, señorita? Soy un infeliz, a quien sólo toca obedecer y callar, y procuro llenar mis deberes lo mejor que puedo. -Sin duda; pero existen desgraciados proscriptos que no han merecido su suerte, a quienes motivos respetables Podrían impulsar a volver secretamente a Francia. Si encontrara usted en la costa un delincuente de esa índole ¿tendría usted valor para detenerle? -Se desgarraría mi alma señorita pero no vacilaría... Si me convertía en instrumento de una injusticia la falta recaería sobre los que me obligasen a ejecutar órdenes injustas o demasiado rigurosas. Una nube de despecho y de inquietud pasó de nuevo por el gracioso rostro de lo, señorita de Sergey, que se volvió hacia el mar, con aire pensativo. 26
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La noche caía y salvo un rojizo resplandor al Poniente, la tierra y el agua iban tomando tintes sombríos y uniformes; únicamente se destacaban como manchas negras, en ciertos puntos del Océano, unos cuantos barcos de pesca. Cuando cesaba el rumor de la brisa se percibía el cadencioso murmullo de la resaca y el graznido de los cuervos, que buscaban refugio en las rocas de la ribera. En medio de aquella calina profunda resonó una voz sonora y varonil, que entonaba una canción Marina. Juana se estremeció y se puso roja. -¡Es Terranova! -exclamó. -Sólo él puede anunciarse de tal modo –dijo el aduanero sonriendo. -¡Terranova! -repitió la señorita de Sergey. ¿-No es un joven marinero que..? –¡Cómo! -preguntó Juana con asombro. -¿Conoce usted a Terranova, señorita? -Me parece haber oído ese nombre antes de ahora. -Habrá sido a mí; es posible, porque, sin darme cuenta siempre hablo de él. Leona guardó silencio; pero su agitación revelaba que conocía al personaje en cuestión, mucho mejor de lo que confesaba. En aquel instante, apareció Terranova en el recodo del sendero. 27
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Era un menudo y avispado marino de diez y ocho a veinte años, de rostro franco y alegre y mirada vivaracha y penetrante. Iba en el traje propio de los marineros, y su sombrero, inclinado gallardamente sobre la oreja cubría una espesa cabellera negra y rizosa que caía sobre su cuello desnudo, curtido por el sol. Sus ademanes eran desenvueltos, como su réplica pronta y atrevida. Aquel joven marinero, pescador de Tréport, se llamaba Luis Guignet; pero sus camaradas le habían aplicado el apodo con que se le conocía ya porque había hecho varios viajes a los grandes bancos de Terranova ya porque era el mejor nadador de toda la costa y hubiera podido disputar la palma en el arte a los renombrados perros de la hermosa raza de tal nombre. El simpático muchacho, al ver a las tres personas reunidas, se detuvo azorado, quedando con un pie en el aire y ahogando bruscamente en su garganta la nota de su cántico. Pero su estupefacción duró poco. En cuanto reconoció a Juana, prorrumpió en una exclamación de júbilo y corrió hacia ella. -¡Juana –gritó -qué linda estás con ese traje! Y estrechó la mano del aduanero; luego, volviéndose a Leona que había dejado caer su velo, se descubrió. -¡La hija del general! -dijo con respeto. 28
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Y lanzó una rápida ojeada al mar, como si la presencia de la señorita de Sergey le recordase que tenía un especial interés en aquel lado. -¡Bravo, muchacho! -repuso Maillard. -¿Dónde ibas tan contento? -¿Que dónde iba? No es difícil acertarlo, puesto que me quedo aquí, por haber encontrado lo que buscaba... En serio, señor Maillard; nunca he visto a Juana tan bonita. ¡Rediez! ¡y qué bien la sientan todos esos perifollos!.. Pero, dime, Juanita ¿por qué te has aparejado y empavesado como una fragata en día de fiesta? -Ten la seguridad de que no ha sido por ti -replicó la gentil cauchesa con cierto retintín impertinente, aunque sin poder ocultar por completo el orgullo y la alegría que la causaba la admiración de Terranova. -Creo que no hay mejor ocasión para lucir mis galas que cuando la señorita de Sergey me otorga el honor de pasear conmigo. Ya se disponía el joven marino a contestar Jocosamente, cuando Maillard le interrumpió diciendo: -¡Oye, muchacho! la noche pasada no fuiste a pescar. ¿Es así como piensas economizar dinero para... ir preparando la casa? -Nadie tiene más prisa que yo en ese asunto, señor Maillard; ¡paciencia! la pelota se va redondeando poco a poco, y mi madre conserva ya en una media vieja bue29
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nos escudos, que algún día relucirán al sol... Pero, ¿no es la barca de Cabillot, aquella que se distingue al pie de las rocas? Y señaló la barca que había llamado poco antes la atención del aduanero. -Sí, es tu patrón Cabillot, a cuyo bordo deberías estar, en vez de haraganear por la costa... Por más que, dicho sea sin ofenderte, preferiría que tuvieses otro patrón que ese viejo marrullero, cuya conducta me satisface muy poco. ¿Quieres decirme qué hace ahí, en un sitio donde no hay medio pie de agua bajo su quilla? -Ya lo ve usted, señor Maillard: está pescando. –¡Como no pesque cangrejos o camarones! Te repito que me da mala espina; y si no fuera por ti, que eres un buen chico... Pero le vigilo, y en cuanto caiga en falta le echo el guante. Sus maniobras no son francas y naturales, como las de los otros pescadores. Estas sospechas, tan claramente manifestadas, parecieron desconcertar algo a Terranova. –¡Vaya señor Maillard! –dijo -no tome usted entre ojos a ese pobre Cabillot. Es un hombre raro, convengo en ello, y le gusta diferenciarse de los demás; pero sin ninguna mala intención. En conciencia ¿qué tiene usted que reprocharle? -¡Qué sé yo! pero su proceder no es correcto. 30
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Tan pronto se interna en el mar, hasta perderse de vista como se acerca a la playa hasta rozar con los guijarros. Por la noche sus faroles van dispuestos de un modo extravagante; durante el día siempre lleva tendido algún pañuelo de color, en el aparejo en la borda. -Eso no prueba sino que los tripulantes de Cabillot tienen pañuelos lo cual, como sabe usted, es un lujo entre los pobres pescadores... ¡Vamos, señor Maillard! no se ocupe usted de tales pequeñeces. Al mismo tiempo, Terranova se acercó al borde del acantilado y comenzó a frotar el pedernal con el eslabón, haciendo saltar numerosas y brillantes chispas. -¿En qué estás pensando? -preguntó el aduanero -¿vas a encender tu pipa delante de..? Y designó, con un movimiento de hombro, a la señorita de Sergey inmóvil y silenciosa a pocos pasos. -Es verdad -replicó Terranova. Pero aun golpeó la piedra varias veces, como por distracción, antes de guardar el eslabón en su bolsillo. -Desearía volver al castillo -dijo la señorita de Sergey a Juana. -La noche avanza y mi padre se inquietará por mi ausencia. -A sus órdenes, señorita usted que puede venir sin temor a pasear por entre las rocas, porque no la faltarán defensores... ¡Luis! ¿irás esta noche a ver a mi madre? 31
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-Palabra que lo haría de buena gana porque hoy estás hecha un pimpollo, pero... -¡Bueno! ¡bueno! Si tienes algo mejor en que invertir el tiempo, no queremos molestarte... ¿Y usted, tío? -Ya es hora de servicio -contestó el interpelado. -Se prepara una de esas noches en que hay que estar alerta. Voy a buscar mi carabina a la caseta... ¡Nenita! no olvides mis recomendaciones. -¡Mire usted! -repuso Terranova que había permanecido en observación. -Parece que Cabillot se ha convencido de que no se puede bogar en seco, y se va mar adentro. Yo creo que ha penetrado las malas intenciones de usted, porque navega en dirección al puerto, corno si se propusiera pasar la noche próxima descansando en su cama. El aduanero, Juana y la señorita de también parecía interesarse por la pequeña nave, se inclinaron sobre el acantilado, para comprobar la exactitud de la observación. La barca de Cabillot se alejaba efectivamente, de tierra balanceándose a derecha e izquierda como un pájaro que intenta tender su vuelo. Mientras todos estaban atentos, siguiendo los movimientos de la embarcación, Terranova se acercó a Leona y la dijo muy quedo. -¡Animo, señorita! todo va bien. Leona sofocó un grito, bajo su velo; pero ya Terranova se había alejado 32
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de ella y se despedía cordialmente de Maillard y de Juana.
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II Cabillot, al apartarse de la costa no se fue muy lejos. Después de bordear unos instantes, para ganar fondo, se quedó al pairo. En esta posición le encontramos, unas dos horas después de los acontecimientos relatados. La noche como había previsto Maillard, era de las más sombrías, y el cielo, cubierto por densos nubarrones, no dejaba ver ni una estrella. Desde la embarcación, la tierra se divisaba como una extensa línea negra en cuyos extremos brillaban periódicamente dos faros giratorios; el de Lahitte, en una eminencia cercana a Dieppe, y el de Cayeux, que surge entre las arenas; pero no brillaba la torre de Tréport, prueba indudable de que los barcos no podían entrar en la bahía. El mar estaba también como boca de lobo; los pescadores habían encendido faroles, para no abordarse en la obscuridad, y las luceci34
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llas erraban de un lado para otro, como fuegos de San Telmo, en medio de las tinieblas. Las linternas de la barca de Cabillot no estaban dispuestas conforme al uso corriente, a pesar de la fuerza que la costumbre ejerce entre los marinos. Llevaba dos, una a popa y otra a proa; la de Proa colgada del bauprés, fuera del barco, y tan baja que las olas hubieran podido alcanzarla fácilmente; la de popa por el contrario, se balanceaba en la punta de una verga. El barco, cuyas velas estaban izadas de tal modo que su acción se neutralizaba mutuamente, tenía un Movimiento apenas perceptible y hubiérase dicho que su tripulación, agobiada por una fatigosa jornada dormía esperando la señal del regreso. Sin embargo, no todos dormían a bordo. Realmente, dos de los cuatro hombres que constituían la dotación ordinaria sin contar a nuestro conocido Terranova se habían tendido sobre las redes, húmedas todavía y se abandonaban a ese sopor que acomete constantemente a los marinos inactivos, pero los otros dos, instalados a popa sobre el cordaje, fumaban tranquilamente sus pipas, cambiando raras palabras. El propio Cabillot permanecía sentado en el timón, y mientras mascullaba un enorme taco de tabaco, conversaba a media voz con un personaje, que, a pesar de su traje de pescador, no parecía pertenecer a la tripulación. 35
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Cabillot era un viejo de mediana estatura, pero recio de hombros, que conservaba un notable vigor, a pesar de su edad. Su apergaminado rostro estaba surcado por profundas arrugas, cuya dureza aumentaba el reflejo de la linterna pendiente sobre su cabeza. Su fisonomía no era franca; por el contrario, sus ojillos rojos y rasgados, denunciaban doblez y avaricia; y a juzgar por las referencias, los indicios no mentían. Además, Cabillot gozaba fama de imperativo y brutal; sus dos hijos y sus dos sobrinos, que componían la tripulación, temblaban en su presencia y excepto Terranova a quien ciertas consideraciones daban privilegios, nadie hubiera osado inquirir los motivos de sus actos. Aun siendo uno de los pescadores más ricos de los contornos, Cabillot iba vestido de una manera sórdida y miserable. Llevaba sombrero, y traje de tela embreada; pero tan deteriorada tan llena de remiendos de lona que hubiera podido confundirse con un montón de harapos. El interlocutor del patrón permanecía casi oculto en la penumbra. Sólo podía apreciarse que era un hombre joven, de noble aspecto, facciones regulares y modales distinguidos. Su actitud denotaba temor y desconfianza; su voz grave, bien timbrada, tomaba frecuentemente inflexiones melancólicas. Pero reservemos para más adelante el hablar de este personaje, a quien el curso de esta 36
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historia nos dará a conocer y cuya estancia a bordo de la barca era puramente accidental. Ambos interrumpieron su conversación, para escuchar; pero no percibieron más ruidos que el del oleaje al chocar en los flancos de la nave, el del viento que agitaba las velas y el murmullo lejano de la resaca. -No viene -dijo al fin el desconocido. -¿Habrá habido alguna mala inteligencia? -Le digo a usted que vendrá -replicó el pescador nerviosamente, -pero hay que dar tiempo al tiempo, ¡voto a mil diablos! He visto perfectamente su señal, al anochecer; golpeaba la piedra con el eslabón, lo cual significaba que vendrá a bordo esta noche. A mi vez, he colocado los dos faroles en el bauprés y en la verga de popa para indicarle que le espero. Vendrá, se lo aseguro. ¡Buen avío me, haría si no viniera pardiez! ¿Dónde metería yo la mercancía el bote... y a usted mismo? Tendría que volver sobre mi ruta hasta las costas de Inglaterra lo cual me representaría una gran pérdida. -¿De modo que ese joven, que debe servirme de guía irá cargado también con objetos de contrabando? Piénselo usted bien; el bote es muy pequeño, y, además, podrían dificultar nuestra ascensión. –¿Acaso supone usted que las mercancías ocupan tanto volumen como una barrica de arenques? Mire us37
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ted lo que son -dijo, empujando con el pie un fardo, muy ligero en apariencia. -Ya sabe el otro lo que ha de hacer. Sí no hubiera usted traído bote, habría tenido que trasladar el paquete a tierra nadando. El desconocido examinó el fardo, que iba provisto de correajes, para la comodidad del transporte. -¿Y por esa miseria se expone usted a tan grandes riesgos? -preguntó. -Renuncie usted, por hoy, a introducir ese bulto y no repararé en unos luises más... –¡Recontra! -interrumpió Cabillot. -¿Ignora usted que contiene más de cincuenta mil francos en blondas? Pero, en el acto, se arrepintió de la confesión. -Al decir cincuenta mil francos –prosiguió -puedo equivocarme en la mitad; pero no por ello sentiría menos que los aduaneros echasen la garra a esas mercancías. ¡Nos vigilan tanto! Y arramblan con todo. Sin ir más lejos, esos pillastres se apoderarán mañana de esa monada de bote que ha de conducirle a tierra y que se verá usted precisado a abandonar en la playa. ¡Ira de Dios! Cuando pienso en eso... -¡Vaya patrón! ¿a qué vienen sus lamentos? Ese bote, que voy a sacrificar a mi seguridad, no le pertenece a usted... Pero dejemos eso... ¿Cree usted que habrá llegado a su destino la carta que envié a tierra esta mañana? 38
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-Esté usted tranquilo; Terranova es muy astuto y habrá cumplido la comisión; se lo garantizo. -Tengo mis razones para suponerlo así, porque me ha parecido ver una dama esta tarde en lo alto del acantilado. -Seguramente, habría más de una -observo Cabillot -bañistas, quizá... Según eso -prosiguió con malévola curiosidad, -¿se trata simplemente de faldas en el asunto que le trae a usted aquí? Ya me había imaginado que no abrigaba usted ninguna mala idea. –¿Qué le importa eso? -preguntó el desconocido, guareciéndose más en la sombra. -Bástele saber que soy desgraciado... muy desgraciado. –¿Usted? -repuso Cabillot, para quien desgracia era sinónimo de pobreza. -El oro se desliza entre sus dedos corno las olas en tiempo de tempestad. Ha dado usted veinticinco luises al capitán inglés que le ha conducido a bordo de mí barco; le ha pagado usted por su bote lo que ha querido, y de seguro queme entregará usted... antes de separarnos, una buena propina que distribuiré equitativamente entre la tripulación. Sí, ya se ve que no es usted un cualquiera... Y ¿por qué no decirlo? Apostaría cuanto poseo contra un vaso de aguardiente, a que, a pesar de sus manos blancas y de su rostro paliducho, ha sido usted marino. 39
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La observación pareció contrariar al desconocido. -¿Qué le ha sugerido a usted esa idea? -preguntó con embarazo. -¡Bah! no tengo los ojos a componer. Esta tarde mientras vagábamos en alta mar, se paseaba usted sobre cubierta con el aire de un almirante... Además, observó que, a pesar de su preocupación, ató usted maquinalmente el cabo de la vela de popa que esos gandules de muchachos habían dejado suelto, anudándolo en una forma que hubiera envidiado el más experto gaviero de la marina de guerra... En fin, su semblante denuncia que ha mantenido usted antiguas relaciones con el agua salada. -Vengo de Inglaterra patrón, y en ese país hay muy pocas personas extrañas a la vida de a bordo. -Es cierto que viene usted de Inglaterra; pero es usted francés, y estoy seguro... Felizmente para el desconocido, a quien aquella especie de examen iba importunando, uno de los tripulantes anunció a Cabillot que se percibía ruido en el mar, a poca distancia del barco. El patrón se levantó, escuchó atentamente y lanzó un ligero silbido, que fue repetido enseguida como por un eco. –¡Es él! -dijo el viejo pescador, con satisfacción. –¡Al fin! -suspiró el desconocido. 40
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En el mismo instante, apareció la cabeza de un nadador en el círculo luminoso que proyectaban los faroles de la embarcación. El nadador salvó la distancia en unas cuantas brazadas, asió una cuerda y trepó con gran presteza sobre el puente. Vestía un simple calzón de baño y el agua del mar se deslizaba por sus vigorosos miembros, formando brillantes perlas. Era Terranova. En cuanto saltó a bordo, dijo en tono gozoso, aunque sus dientes castañeteaban de frío: –¡Leonardo!.. ¡Juan!.. ¡Mi manta mi pipa y un vaso de aguardiente!.. ¡Vivo, porque no hay tiempo que perder esta noche! Uno de los marinos, se apresuró a echar una manta de lana sobre los hombros del joven, que se envolvió en ella tiritando; otro, le presentó una pipa encendida y el propio Cabillot escanció con parsimonia en un vaso desportillado, una ración de aguardiente de mala calidad. Todo ello de la manera más natural del mundo, como si cada cual estuviese habituado de antiguo a tales lances. -¡Arría el farol de popa! -gritó Cabillot. Y añadió por lo bajo, en forma de comentario: -No hay para qué llamar la atención de los vigilantes, ahora que ya estamos todos a bordo, y, además, es preciso economizar luz, en los tiempos que corren. 41
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Cuando la linterna descendió al nivel del puente, sus destellos iluminaron de lleno las facciones de Terranova, que, embozado en su manta se apoyaba en el cabestrante, y las del desconocido, que miraba con avidez a su futuro guía. La mutua observación no pareció desagradarles. -¿Es a usted, caballero -preguntó Terranova en tono respetuoso -a quien debo conducir a tierra? -El mismo -contestó el desconocido. -Espero no tener que arrepentirme de mi confianza en usted. -Yo también lo espero. ¡Pasaremos sin tropiezo, o dejaré de ser quien soy! El patrón fue a mezclarse en el diálogo, que ya iba tomando carácter amistoso. -¡Oye, Terranova! -dijo. -¿Cómo has tardado tanto en contestar a nuestras señales, esta tarde? Ya empezaba a sospechar que había ocurrido alguna peripecia. ¡Estabas bien acompañado por allá arriba! -¡Ah! ¿lo ha visto usted? -replicó el interpelado con alegría exhalando el humo a bocanadas. -Sí, estaba con unas damas, muy lindas, por cierto. -Una de ellas -repuso el desconocido, con viveza -la que llevaba el velo blanco, era... -Justo. -Así, pues, ¿consiguió usted entregarle mi carta? 42
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-Esta misma mañana; y por la tarde la encontré rondando por entre las rocas con Juana con, el pretexto de pasearse. -¡Bondadosa y amada Leona! -murmuró el desconocido con emoción. Cabillot no parecía muy satisfecho de la charla de Terranova. –¿Hasta cuándo van a durar -preguntó malhumorado -esas historias femeninas? Ya te he dicho, muchacho, que las mujeres te harán desgraciado. ¿Qué necesidad tenías de ir a malgastar el tiempo con esas rapazuelas? -Permítame usted que le diga patrón, que eso es cuenta mía -replicó Terranova en tono firme. –Mis obligaciones, respecto a usted, consisten en hacerme cargo de un fardo de blondas y transportarlo dondequiera que sea burlando a los aduaneros; pero fuera de aquí, soy libre de mis actos... Y a propósito, patrón; ya que ha visto usted a las señoritas que estaban conmigo, ha debido usted ver también al gran Maillard, que le acechaba y que lile habló largo y tendido de usted. -¿Qué diablos ha podido decirte? -Una porción de cosas. Comienza a desconfiar; se ha fijado en los pañuelos de color que utilizamos para señales; encuentra muy extrañas las maniobras del barco y la disposición de sus luces... En fin, yo, que única43
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mente le creía capaz de soñar mirando a las nubes y de pronosticar la dirección del viento, me he convencido de que anda muy escamado de nuestras tretas. –¡Pillastre! -exclamó el viejo pescador, montando en cólera. -Tú serás quien le haya puesto sobre aviso, con tu estúpida charla. -No se suba usted a la parra patrón, porque no he de consentirle que me trate como a sus hijos y a sus sobrinos. Usted no puede prescindir de mí para su negocio, y si nos enfadamos, le tocará la de perder... No he dicho nada a Maillard; he tratado, por el contrario, de disipar sus sospechas, pero tiene la mosca en la oreja y quizá llegue un día si no vivimos alerta en que acabe por atraparnos. -¡Votó a cien legiones de demonios! Si eso sucediera le tiraría de cabeza desde lo alto del acantilado. -Y yo, patrón -replicó Terranova con gran vehemencia –no toleraría que se causara el menor daño a Maillard, aunque me hicieran picadillo. Bajo su uniforme de aduanero, se oculta el hombre más bonachón que existe sobre la tierra y le quiero como a un padre... ¡No! nada de amenazas contra el gran Maillard, o ¡mil rayos! me pongo de su parte ¡y veremos quién lleva el gato al agua! 44
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Las tinieblas velaron las pasiones violentas que se reflejaban en el rostro del viejo contrabandista. -¡Granuja! -bramó, -¡tú amas a la sobrina del aduanero, y por obtener la mano de esa bribona negarás hasta vendernos! -¡Bribona Juana! -exclamó Terranova levantándose de un salto. -Si no fuera usted un anciano, le enseñaría... -¿Luego serías incapaz de hacer traición a los amigos? -¿Qué duda tiene? ¡voto a bríos! ¡Como que soy el más interesado en guardar el secreto! Si, por cualquier coincidencia descubriera la cosa el gran Maillard, tengo la certeza de que me negaría su sobrina aunque fuese más rico que un armador; y en ese caso, no me quedaría otro recurso que arrojarme al mar, con una piedra al cuello... Pero, basta de conversación -prosiguió en distinto tono. -Hay plea mar y acaba de brillar el faro de la escollera; ya es hora de partir. -SI, sí, ya es hora -repitió Cabillot. -Por nuestra parte, nos mezclaremos con las demás embarcaciones, para no infundir sospechas... Conque, caballero -añadió dirigiéndose al desconocido, que parecía sumido de nuevo en sus meditaciones, -¿ está usted dispuesto? -En absoluto. 45
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El misterioso pasajero se cubrió con un capotón de tela impermeable y tomó bajo el brazo un maletín, que contenía su equipaje. A su vez, Terranova se despojó de la manta quedando en su casi primitivo traje, y sujetó a sus hombros el fardo de contrabando. Así equipado, se preparó para saltar al bote, ya ocupado por el desconocido, mientras Cabillot, apoyado en la borda de su barca decía en tono meloso -Creo, caballero, que no tendrá usted queja de mí; si bien es verdad que me ha pagado usted generosamente, no lo es menos que yo he cumplido con toda fidelidad mis compromisos... Recuerde usted que me ha prometido, bajo palabra de honor, no revelar jamás el medio de que se ha valido para volver a Francia. -Tranquilícese usted, patrón -contestó el desconocido, con acento triste. -Aunque yo he sido engañado muchas veces, jamás engañé a nadie, Sucédame lo que quiera no le delataré. Esta seguridad fue acompañada de una espléndida gratificación para los tripulantes, gratificación a la cual Cabillot hizo tomar cazurramente el camino de su bolsillo. En aquel momento saltó al bote Terranova. -¡Adiós, muchacho! -dijo el viejo pescador, en el mismo tono hipocritón. -¿Suponlo que no me guardarás rencor? Ya hablaremos del gran Maillard y convendre46
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mos el modo de prevenir accidentes. En cuanto a tu boda con la sobrina del aduanero, la encuentro muy puesta en razón, tanto más, cuanto, que la chiquilla es muy apetitosa; y si por ese medio, Maillard acabase por entenderse con nosotros... Quedan hechas las paces, ¿verdad? Ya echaremos unas copas cuando nos veamos en tierra. -Como si nada hubiera pasado -contestó Terranova con su jovialidad habitual. -Las palabras se las lleva el viento. En cuanto a lo de catequizar al gran Maillard, no lo espere usted; sería tanto como intentar pescar la luna cuando se refleja en las aguas, en una noche serena... ¡Vaya! ¡buenas noches a todos! Y comenzó a desatar las amarras del bote. -¡Buena suerte! -dijo Cabillot. -¡Tú, muchacho, rema con precaución al acercarte a tierra porque los carabineros tienen el oído muy fino! Pero, ¡aguarda un momento!.. Llevas un par de remos flamantes, y es una tontería dejarlos abandonados a esos tunantes de aduaneros... -¡Leonardo! -gritó a uno de sus hijos -tráete esos dos remos viejos que utilizamos para atracar en el puerto, y quédate con los nuevos. Del agua vertida... El cambio se operó, no sin que Terranova maldijera entre dientes la sórdida avaricia del patrón. Al impulsar el bote, Cabillot volvió a retenerle diciendo en voz baja: 47
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-Cuida el fardo, hijo mío. Aunque abulta poco, vale un dineral, y son varias las damas de Tréport que esperan con impaciencia su llegada. -Descuide usted -contestó Terranova. Y dejando con la palabra en la boca al viejo pescador, imprimió un vigoroso empuje al bote, que se apartó veinte pasos de la barca. Cabillot pretendió seguirle con la vista; pero tuvo que renunciar a ello y dio bruscamente la orden de partir. Las velas que anulaban la acción del viento fueron replegadas en un instante, y la pequeña embarcación enfiló la boca del puerto, donde se agolpaba ya toda la flotilla de lanchas pescadoras.
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III LA CUESTA VERDE Terranova y su compañero quedaron solos en medio de las tinieblas expuestos a que su frágil embarcación zozobrase al menor golpe de mar. Pero el joven marino parecía seguro de su ruta porque remaba vigorosamente y avanzaba sin vacilación, tiritando bajo el soplo glacial del cierzo. El pasajero, sentado en silencio a popa del bote, acabó por observar su malestar. -¡Pobre muchacho! -dijo en tono solícito. -Está usted helado; tome usted mi manta yo no la necesito. -Gracias, caballero, no vale la pena; dentro de un momento encontraré mis ropas, que dejó ocultas entre las peñas... ¡Maldito viento! Creo que hubiera preferido volver a tierra nadando, según mi costumbre. 49
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-Sin embargo, un trayecto tan largo, a nado, debe tener sus peligros -dijo el desconocido, haciendo visibles esfuerzos para continuar la conversación. -No faltan, caballero; más de una vez, en noches tormentosas, he perdido la dirección de la barca de Cabillot y he corrido el riesgo de perecer... Pero siempre se llega con mayor o menor esfuerzo, y nadie se muere por tragar un poco de agua o por pegarse un porrazo con los guijarros. -¿Ganará usted mucho, verdad? -¡Ya lo creo que gano! Diez escudos de plata contantes y sonantes, por cada bulto que paso, y, además, una participación en la venta de la pesca como tripulante... ¡Qué diantre! ¡no va mal del todo! El desconocido calculó que cada viaje de Terranova debía beneficiar al patrón en varios miles de francos, mientras el pobre muchacho, exponiendo su vida, percibía una retribución mezquina. Pero se limitó a manifestar: -Es usted muy joven para tener tanto apego al, dinero. -¡Ah, caballero! si se tratara sólo de mí, me preocuparía tanto como de los primeros zapatos que me pusieron; pero he de mantener a mi anciana madre, a quien quisiera poner a cubierto de toda necesidad, en pago de 50
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los sacrificios que ha hecho para criarme. ¡Cuántas veces hemos carecido de un pedazo de pan que llevar a la boca!.. Uno de aquellos días, en que la despensa se obstinaba en permanecer vacía Cabillot, que me acechaba porque pasaba por el mejor nadador de la comarca fue a ver a mi madre ; y tanto y tanto me dijeron ambos, que acabaron por engatusarme. Re de advertir a usted, además, que amo a la sobrina del aduanero Maillard y que tengo la pretensión de no serle indiferente; pero ni Maillard ni la madre de Juana consentirían en la boda si yo fuera un pelagatos. Me precisa, por tanto, trabajar con Cabillot, hasta que reúna mucho dinero. -¿De modo que se dedica usted al contrabando, para obtener la mano de la sobrina de un aduanero? Es un juego bien expuesto. Si le sorprendieran, y la casualidad quisiera que se viese usted obligado a entablar una lucha con el tío de su prometida ¿no tiembla usted, al pensar en las posibles consecuencias de semejante acontecimiento? -Es verdad, caballero -contestó Terranova con abatimiento. -Varias veces ha torturado mi cerebro esa idea pero he procurado desecharla. Desde luego, no me defendería contra Maillard, aunque me hicieran trizas; sin embargo, me avergüenzo al pensar que le demuestro amistad, que le doy apretones de mano durante el día y 51
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que le engaño indignamente por la noche. Todo el mundo afirma, y mi madre la primera que no se causa ningún mal burlando a los aduaneros, porque no son ellos los perjudicados, sino el Estado, que es rico; pero ¡qué quiere usted! me repugna esto, y hubiera querido ahogarme al emprender tan vil oficio. Por otra parte, ¿qué partido adoptar? ¿cómo vivir? ¿con qué otro medio cuento, para ir constituyendo un hogar?.. Mire usted, caballero; no le conozco, pero su aspecto es de hombre, instruido y es usted amigo de la bondadosa hija del general; en fin, hay algo en usted que inspira confianza... Aconséjeme usted; ¿qué haría en mi lugar? Terranova cesó de bogar, esperando con ingenua ansiedad la respuesta del desconocido. -¡Aconsejar! -replicó éste, con acento melancólico. -¿Qué consejos puedo dar yo, en la situación angustiosa en que me encuentro? Pero me parece usted demasiado probo y demasiado leal para ser contrabandista, yo en su lugar, renunciaría inmediatamente a tan indigna profesión. –¡Y nos moriríamos de hambre mi madre y yo! -replicó Terranova con sorna. -Eso se dice muy pronto, pero es más fácil predicar que dar trigo. Y se puso a remar con viveza. Hubo una nueva pausa durante la cual no se oyó más ruido que el del viento 52
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y el del oleaje. Las observaciones del desconocido parecieron despertar en el espíritu recto, aunque ligero, de Terranova las penosas reflexiones que, según propia confesión, el joven marino había procurado desechar hasta entonces. El viajero rompió el silencio. -Debemos estar cerca de tierra –dijo -y todavía no he tratado de investigar un punto importante. Cuando esta mañana entregó usted mi carta a... la persona que se interesa por mi triste suerte, le encargaría sin duda que me buscara un alojamiento tranquilo y retirado. -Todo está prevenido, caballero -contestó Terranova con apresuramiento, como satisfecho de substraerse a ideas poco agradables. -Nuestra casa de Tréport es solitaria y pacífica tal como usted desea. Desde que gano algún dinero, aunque ya ve usted de qué manera mi madre ha decorado un cuarto que no utilizamos, porque lo reserva para cuando me case. Entretanto, lo alquila a los forasteros que, en esta estación, vienen a tomar baños de mar. Desgraciadamente, los forasteros prefieren hospedarse en los alegres hotelitos de la playa o en las fondas de la población, y nuestro cuarto queda vacío, como sucede ahora. Si le conviene, puede usted acomodarse en él. ¡Qué diablo! no es una preciosidad, pero todo está limpio y nuevecito... Además, si le interesa no ser obser53
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vado, no le molestarán los vecinos, por la sencilla razón de que no los hay. -Mi situación me impide ser exigente; sólo deseo saber si la casa está muy alejada del castillo de Plessis. -Un cuarto de legua escaso, que podrá usted recorrer por caminos solitarios. Por más que nadie se asombrará de verle ir y venir; le tomarán por uno de esos bañistas que se pasan la vida vagando por el campo, para matar el tiempo. -Conforme; me hospedaré en su casa. El joven marino se disponía a dar las gracias, cuando el bote chocó súbitamente, siendo invadido por una ola. -Hemos llegado –dijo Terranova. –Tome usted su equipaje y huyamos cuanto antes. Podrían vernos y esperarnos a la salida de la Cuesta Verde. El desconocido se puso en pie, con su maleta bajo el brazo, saltando a la orilla con una prontitud y una destreza que revelaban un gran hábito. Terranova le imitó, empujando luego el bote hacia el mar, con toda su fuerza y lanzando los remos en la misma dirección, con el menor ruido posible. -He aquí una embarcación que dará que hablar mañana -dijo sonriendo maliciosamente. -Pero lo que urge, 54
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por ahora es buscar mis ropas, porque hace un vientecillo que corta. Y tomando de la mano al desconocido, emprendió la marcha con precaución, por entre los montones de guijarros, que la mar acumula incesantemente a lo largo de las costas y que dispersa a cada borrasca. La obscuridad, aumentada por la proximidad del acantilado, no permitía distinguir ninguna forma; pero Terranova con un instinto casi milagroso, logró encontrar sus efectos y se vistió rápidamente. Terminado su atavío, sujetó de nuevo el fardo a sus hombros y dijo a su compañero: -Nos resta lo más difícil: escalar la Cuesta Verde... ¿Supongo que su paso será firme y que no le acometerá el vértigo ? El interpelado no respondió. -Le pregunto -insistió Terranova con cierta impaciencia -si se considera usted bastante fuerte para intentar el ascenso. El camino, hay que reconocerlo, no es de los más cómodos... Pero ¿ dónde está usted y en qué piensa? -Aquí estoy -contestó una voz vibrante, casi a su lado -y pienso que mi mísera existencia no merece que la defienda con tanto afán... Quizás sería mejor morir en este lugar desierto y convertirme en juguete de las olas 55
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que ir a buscar lo que me espera a la otra parte de las rocas. Terranova desconcertado por aquel arranque sentimental, guardó silencio. El desconocido prosiguió, variando de tono: -Pero es preciso... Apelaré a este último recurso, y si fracaso, ¡cúmplase mi suerte!... ¡Marchemos, joven! estoy dispuesto. No será la primera vez que trepe por una montaña y mi cuerpo está hecho a la fatiga. Además, mientras permanecía ocioso en la barca de Cabillot, he examinado cuidadosamente la dirección y las revueltas del sendero; guiado por usted, no desespero de llegar a la cúspide de las rocas. -Perfectamente; iré delante y usted no tendrá más que seguirme. Pero como en esta empresa es preciso contar con las manos más que con los pies, conviene descartar todo estorbo. Y sacando de su bolsillo uno de esos trozos de cuerda de que siempre va provisto un marino, ató la maleta a la espalda de su compañero, para dejar libres sus movimientos. -No es eso todo -prosiguió. -Al llegar a la meseta podríamos vernos obligados a separarnos. En ese caso, refúgiese usted ante todo entre los trigos luego, tome 56
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usted a la izquierda en dirección al pueblo, y espéreme al extremo del arrabal. -Me entrego a usted por completo, joven. No he visitado nunca estos parajes, y no conozco más que a una persona impotente, por desgracia para protegerme; pero Cabillot ha debido recomendarle... -¡Cabillot! -replicó Terranova con desdén. -¿Fía usted, acaso, en las promesas de ese viejo avaro? Lo último que me ha encargado, al separarnos, ha sido que, si por cualquier azar, fuéramos perseguidos y tuviera que decidir entre la salvación de usted y la pérdida de las mercancías que llevo, le sacrificara sin escrúpulo. ¡Juzgue usted por ahí de las buenas intenciones de Cabillot! Daría mi vida y la dé usted por un escudo. -¡Pues bien, muchacho! -repuso el desconocido en voz sorda -puesto que no me resta otra esperanza que la lealtad de usted, voy a revelarle francamente mi situación. Si llego a ser detenido, no se tratará para mí de una prisión temporal o de una simple expulsión del territorio francés, sino de la muerte, de una muerte cruel e infamante. Terranova se estremeció. –¡La muerte! -repitió con espanto. -Entonces, ¿es que ha cometido usted... algún crimen? 57
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-Si he vertido sangre, ha sido en legítima defensa; pero las apariencias me condenan y mis implacables enemigos han hecho lo demás... Ahora que conoce usted mi terrible posición, ¿estará menos dispuesto a servirme? Terranova reflexionó unos segundos. –¡No! ¡voto al infierno! -exclamó al fin con energía. -Oiga usted, caballero; en el poco rato que le conozco, me ha prodigado usted frases que no me ha dirigido nunca nadie, a n o ser el pobre Maillard. Por otra parte, la señorita de Sergey, a quien tanto quiere Juana parece interesarse por usted. Además, repito que hay en usted algo que atrae y que conmueve... Cuente, pues, conmigo, suceda lo que quiera. Su enojosa situación, me hará redoblar las precauciones y la vigilancia. El desconocido le estrechó la mano. –¡Gracias, amigo mío! -le dijo. -Confío en usted, y no creo necesario asegurarle que la recompensa será... -¡Bueno! ¡bueno! Cabillot me ha informado de su generosidad; pero aunque fuese usted pobre, como un marinero después de ocho días de descanso, le defendería con el mismo celo... Pero ya estamos en la Cuesta Verde y ha llegado la ocasión de substituir con obras las palabras. 58
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El desconocido levantó la cabeza. Estaban como en el fondo de un pozo, cuyo brocal se perdía en las alturas. En cuanto a los groseros peldaños que conducían a la cumbre del acantilado, eran completamente invisibles. Sin embargo, Terranova no vaciló; encontró sin trabajo el primer escalón de la temible pendiente y comenzó su ascenso. Al principio, avanzaba con suma lentitud, por atención a su compañero. Pero, aunque las dificultades del camino aumentaban por momentos, percibía constantemente una respiración tranquila y acompasada y un paso firme, tras del suyo. Picado en su amor propio, trepó con más rapidez; pero el desconocido se mantenía siempre a igual distancia, y un pie nervioso y ágil ocupaba el sitio que acababa de dejar vacío el joven guía. No obstante, cargados como iban ambos, no podían escalar una altura perpendicular de más de doscientos metros, sin detenerse a intervalos y cada uno de aquellos descansos, les ponía más de relieve lo peligroso de su situación. Suspendidos en la pared lisa y pérfida de un abismo, les precisaba muchas veces agarrarse a los salientes de la roca o a los hierbajos, para no rodar hasta el fondo. La obscuridad no les permitía apreciar el espacio salvado; pero se oían menos distintamente los bramidos del mar, que parecía querer socavar por la base el 59
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muro ciclópeo por el que gateaban. A cada instante, las aves de rapiña que anidaban en las grietas de la peña soliviantadas al paso de los expedicionarios, huían precipitadamente, lanzando agudos graznidos. Así llegaron a un sitio en el que el sendero quedaba cortado; un reciente desprendimiento había borrado las huellas de los pasos. Pero precisaba seguir; porque si el ascenso era peligroso, el descenso resultaba imposible. -¡Tiéndase usted boca abajo! -dijo Terranova. Y se arrastró sobre las rodillas y las manos, única postura que permitía conservar el equilibrio, en aquellas circunstancias. El desconocido le imitó, y ambos lograron franquear el temible obstáculo. El resto del trayecto, no presentaba dificultades serias, el sendero, aunque muy escarpado todavía seguía una especie de barranco lleno de maleza en el que los dos compañeros hicieron alto, para tomar aliento. -Ya llegarnos -dijo Terranova con precaución. -Estamos a veinte pies de la cresta del acantilado. -Eso quiere decir, que ahora es cuando corremos el mayor riesgo. -Sí; hay que tener buena vista y buenas piernas. Si la mala suerte hace que tropecemos con los aduaneros, parta usted, a todo correr, en dirección al pueblo. Quizá disparen contra usted; Pero no se inquiete; los aduane60
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ros no apuntan nunca porque, realmente, la introducción fraudulenta de un miserable fardo de mercancías no vale la vida de un hombre. Sobre todo, no se ocupe usted de mí; ya me las arreglaré, para salir del atolladero... Y ahora ¡atención! El éxito puede depender de nuestra sangre fría y de nuestra celeridad. Ambos ganaron, sin esfuerzo, la cima de la roca pero antes de salir del barranco, Terranova hizo una nueva parada escudriñando los alrededores. La obscuridad era menos densa en la planicie que al pie del rocoso muro, pero los objetos no se destacaban de una manera distinta en las tinieblas. A pesar de lo avanzado de la hora todavía brillaban algunas lucecillas denunciadoras de viviendas humanas; pero la costa parecía desierta y en el campo reinaba la más absoluta calma. -Todo marcha bien -dijo al fin Terranova; -creo que podemos aventurarnos. De seguro que no andará muy lejos el gran Maillard, pero estará entretenido en sus consideraciones filosóficas. Y se decidieron a abandonar su escondite. Pero apenas se habían incorporado, resonó, casi Junto a ellos una voz estentórea. -¿Quién vive? -gritó. 61
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El desconocido y Terranova aunque preparados para tal acontecimiento, quedaron sobrecogidos un instante. –¡Es Maillard! -murmuró el marinero. -¡que el diablo se le lleve! ¡Huyamos! Y ambos emprendieron la carrera. –¿Quién vive? -repitió la voz, acercándose rápidamente. –¡Alto, en nombre, de la ley, o hago fuego! Como se supondrá, los dos fugitivos no atendieron al requerimiento. De pronto, brilló un fogonazo y se oyó la detonación de una carabina a la que contestaron varias voces lejanas. -¡Rayos y truenos! -gruñó Terranova. -El buen Maillard no bromea. Felizmente, ha sido más el ruido que las nueces... ¡Sigamos avanzando! Maillard, porque él era corrió tras ellos con toda la velocidad de sus largas zancas, y las voces que surgían en distintas direcciones, anunciaban que los aduaneros se iban replegando. A pesar de todo, hubiera resultado difícil la captura del contrabandista y de su compañero, en aquel campo abierto, si un accidente inesperado no hubiera venido a complicar su situación.
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El desconocido, corriendo por aquel terreno, nuevo para él, dio un paso en falso y cayó pesadamente con su carga. Terranova que iba un poco delante, comprendió en el acto la inminencia del peligro. Incapaz de abandonar a un proscripto que había confiado en su lealtad, retrocedió y se apresuró a levantarle consiguiéndolo sin esfuerzo, porque el desconocido no estaba herido. -¡Largo! ¡largo!.. -le dijo con precipitación. -¡No se preocupe usted más que de sí mismo! El viajero obedeció maquinalmente, echando a correr hacia el poblado; pero Terranova no tuvo tiempo de seguirle. Maillard, guiado por el ruido, le dio alcance, y ambos rodaron sobre la hierba entablando una lucha cuerpo a cuerpo. Pero el contrabandista no podía llevar ventaja en aquel combate contra un hombre de la corpulencia y del vigor del aduanero, quien no tardó en reducir a la más absoluta impotencia a su adversario. Este, vencido y aterrado murmuró en voz ahogada: -¡Piedad! ¡piedad!.. La alteración producida por el espanto en aquella voz y las sombras de la noche impidieron a Maillard reconocer con quién se las había. Pero aquel acento suplicante conmovió su alma honrada y sencilla, y sus manazas, que comprimían los miembros de su enemigo, 63
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se aflojaron. Evidentemente, reflexionaba respecto al partido que debía tomar, en tanto que los demás aduaneros, atraídos por la detonación, acudían en su socorro. -¡Piedad! -repitió el pobre Terranova. Maillard adoptó bruscamente su determinación. –¡Oye! –dijo -no quiero saber quién eres. Quizá seas un infeliz padre de familia obligado por la miseria, y tendría que reprocharme haberte perdido. Pero, como el deber se impone, voy a incautarme de tu fardo: si contiene objetos no sometidos a impuesto, ven a reclamarle mañana a la aduana y te será devuelto; si, por el contrario, como supongo, encierra mercancías de contrabando, su pérdida constituirá castigo suficiente para ti y para tus compinches... Y ahora levanta el campo, porque mis camaradas podrían ser menos acomodaticios que yo; sobre todo, no vuelvas por aquí, ¡porque te aso! Mientras hablaba desató el saco de los hombros de Terranova; una vez en su poder el precioso fardo, soltó al desventurado contrabandista que, al sentirse dueño de sus movimientos, se levantó de un salto y escapó. Ya era tiempo; a los pocos minutos, varios aduaneros se reunieron con Maillard, comentando ruidosamente los acontecimientos que acababan de desarrollarse. 64
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Terranova a pesar de la rapidez de su carrera no fue muy lejos. A unos cuantos centenares de pasos del sitio en que había tenido efecto la lucha se detuvo para respirar y para pensar en lo que había de hacer. Pero aconsejado tan sólo por la humillación y por la cólera se borró de su espíritu todo sentimiento noble hacia el generoso Maillard. -¡Voto al infierno! -dijo en alta voz, cerrando los puños -¿he de dejarme despojar así? ¡Ah! ¡si tuviera un arma! Una especie de sombra apareció súbitamente a su lado. Completamente olvidado de su compañero, su primer impulso fue ponerse a la defensiva; pero se tranquilizó, al reconocer al pasajero de Cabillot. -¡Qué desgracia caballero! ¡qué perdida tan irreparable! -exclamó con desesperación. -¿Qué le sucede a usted? -preguntó el desconocido, asombrado. -Le creía en poder de los aduaneros; pero una vez libre, ¿a qué obedecen esos lamentos? Terranova le relató en pocas palabras la captura operada por Maillard. -¡Es una ruina completa para todos! -prosiguió. -Además, ¿qué se pensará de mí? ¿No se me acusará de imprudencia de cobardía? Cabillot se pondrá furioso, mi propia madre me censurará... ¡Caballero! usted es un 65
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hombre de corazón; ayúdeme a recuperar el fardo, y respondo del éxito. De todos esos individuos, no hay más que uno de cuidado, Maillard; los demás, a quienes conozco de antiguo, huirán en cuanto se vean atacados. Por otra parte, cada cual regresará a su puesto, y es seguro que Maillard irá completamente solo a entregar su botín a la aduana. Podríamos acecharle acometerle por sorpresa en las tinieblas y, entre los dos recobraríamos fácilmente las mercancías. -¡Ni pensarlo! ¿No comprende usted que al proceder así, cometería la más negra de las ingratitudes con ese buen hombre que le ha perdonado, cuando, según confesión de usted, le tenía en su poder? ¿Osaría usted emplear la violencia contra el tío de su prometida?.. ¡Vaya! no se ofusque usted. Ni Cabillot, ni los demás por cuya cuenta se dedica usted a tan odioso trabajo, se arruinarán como usted supone: seguramente han realizado ya beneficios enormes, y esta pérdida debería entrar en sus previsiones. En cuanto a mí, no sentiría este tropiezo, si diera por resultado apartarle del mal camino en que le veo metido. Terranova permaneció silencioso. -¡Sí! tiene usted razón -replicó al fin, suspirando. -Sería verdaderamente abominable atacar al pobre Maillard... Pero entonces, ¡Dios mío! ¿qué va a ser de mí? 66
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Las sombras ocultaron la amarga sonrisa que se dibujó en los labios del desconocido. -Se queja usted –dijo -porque ha fracasado en una empresa culpable. ¿Qué le sucedería si pesara sobre usted, como sobre mí, la acusación de un crimen detestable del que fuera inocente; si hubiera perdido a la vez consideración, rango elevado y honor, sin haberlo merecido; si se viera reducido a volver furtivamente a su patria en una noche sombría en compañía de gentes rebeldes a la ley, expuesto a recibir un balazo o a sufrir una muerte más afrentosa todavía... todo ello, por intentar una última probabilidad de justificación? Terranova no comprendió bien aquel lenguaje ambiguo; pero habla tal autoridad en el acento del desconocido, que el dolor del joven marino cedió ante el más grande y más noble de su compañero. Después de una pausa el pasajero prosiguió, en diferente tono: -No podemos permanecer aquí más tiempo: la alarma no tardará en extenderse por la costa y se destacarán patrullas en todas direcciones. ¡Vámonos! el mal ya no tiene remedio. -Tiene usted razón. Lo único que debo procurar ahora es que Maillard ignore quién ha sido el contrabandista que ha tenido bajo sus rodillas; porque si llega67
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ra a saberlo, ¡entonces sí que se habría perdido todo!... ¿Cómo esperar semejante cosa de parte de Maillard? ¡Fíese usted de su apariencia bonachona!.. Pero las lamentaciones son inútiles. Partamos, caballero, puesto que urge hacerlo. Usted, al menos, creo que no tendrá nada que temer. Y ambos se dirigieron, a paso largo, hacia el pueblo.
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IV EL ENCUENTRO Terranova y su compañero cruzaron un bosquecillo, y desembocaron en un camino vecinal encajado entre dos taludes y bordeado por añosos olmos, cuyo entrelazado ramaje formaba una verdadera bóveda. Una vez allí, el joven marinero se apresuró a desembarazar al desconocido del peso de su equipaje, y le ofreció galantemente su brazo. Ambos caminaban en silencio; las sombras podían ocultar un espía o un aduanero, y, además, bastaban sus reflexiones para ocupar su ánimo. Al cabo de un cuarto de hora de marcha el desconocido preguntó en voz baja: -¿Dónde estamos? -En la avenida de Plessis; pronto llegaremos a casa de mi madre. 69
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-¡La avenida de Plessis!.. Entonces, ¿estamos cerca de la residencia del general? -Acabamos de dejar atrás el castillo, si la noche fuera clara, todavía podría usted verle. -Retrocedamos, Terranova -dijo el desconocido, con agitación. -A pesar de lo avanzado de la hora experimentaría un placer infinito en pasear unos instantes alrededor de esa casa en la que se albergan personas que, por diversos títulos me interesan vivamente. -¿Para qué? Ahora todo el mundo reposará en el castillo. No cometamos nuevas imprudencias; es posible que los aduaneros vigilen estas cercanías, y si nos encontraran... ¡Bastantes contratiempos hemos sufrido esta noche! El desconocido cedió, suspirando. Al poco rato, los expedicionarios divisaron a distancia los oscilantes reflejos de una luz, que avanzaba rápidamente hacia ellos no tardando en comprobar que su portador era un hombre, acompañante de una dama. Terranova y su compañero se detuvieron bruscamente. -¿Quiénes son? -preguntó el desconocido. -Deben ser moradores del castillo de Plessis. Afortunadamente, su linterna no alumbra más que el centro 70
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del camino, y guareciéndonos en la sombra del talud, no nos verán. -Pero ¿no puede usted reconocerlos? -¡Espere usted! -dijo Terranova mirando fijamente a los nocturnos paseantes, cada vez más distintos. -¡Sí! no hay duda... es la dama del castillo; debe haber concurrido a alguna fiesta y ha tenido el capricho de volver a pie. -¡Cómo! –exclamó el viajero, emocionado –¿será posible que un venturoso azar, haga que la señorita de Sergey?.. -No; no es la señorita. Esta deja muy raras veces a su achacoso padre y no asiste a ninguna diversión. Es la otra la orgullosa señora de Grandville. La excitación del desconocido no disminuyó, si bien cambió de naturaleza. -¡La señora de Grandville! -repitió. -¡Ah! ¡la Providencia me la envía! -¿Qué intenta usted? Supongo que no tendrá usted la idea de abordar a esa dama a riesgo de asustarla y... -¡Apártese usted! Quiero aprovechar la ocasión con que me brinda el Cielo; hablaré a esa mujer, de quien depende mi suerte. Terranova se hizo atrás, mientras el desconocido esperó, inmóvil, al borde de la avenida. 71
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Las personas que se acercaban eran ya completamente visibles. El portador de la linterna tenía el aspecto de un antiguo criado de confianza. Junto a él, marchaba una dama elegante, envuelta en un albornoz de cachemira blanca. Parecía gozosa y satisfecha. Impresionada todavía por los recuerdos del baile a que acababa de asistir, contaba por el camino a su servidor los episodios de la velada salpicando su relato con alegres risotadas. Una voz triste y solemne surgió entre las sombras, haciéndola estremecer. –¡Señora de Grandville! –suplicó -¡dígnese usted otorgarme un momento de atención! La dama del albornoz interrumpió su charla detuvo. -¿Quién es usted? –balbuceó -¿qué quiere usted de mí?.. ¡Julián -prosiguió dirigiéndose al sirviente, -no te separes de mi lado! -No tema usted -replicó el incógnito personaje, con acento dolorido. -A pesar del daño que me ha causado, sólo deseo implorar su justicia ¡Quiera el cielo que no la implore en vano! Estas protestas, en lugar de tranquilizar a la dama parecieron aumentar la turbación de su espíritu. -Pero ¿quién es usted para hablarme así? -preguntó. -Un desgraciado en el colmo de la desesperación, cuyas miserias son obra de usted. 72
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Los destellos del farol iluminaron el noble rostro del desconocido, pálido y enflaquecido por el sufrimiento. La dama retrocedió, como a la vista de un espectro. -¡Listrac! –exclamó. -¿ Usted aquí, en este lugar solitario, y a tales horas de la noche?.. ¡No se acerque usted! ¡no me toque!.. ¿Trata usted de asesinarme? -¡Asesinarla! -repitió el llamado Listrac.-Bien sabe usted que nunca he asesinado a nadie. ¡Señora por piedad, cesen sus injustas persecuciones contra mí! Vengo a usted sin cólera sin ánimo de venganza dispuesto a perdonarla cuanto me ha hecho sufrir. Sé, positivamente, que posee usted la prueba de mi inocencia que una palabra de sus labios puede salvarme, devolverme, si no todos los bienes perdidos, aquellos al menos, que tengo en mayor estima: el honor y el afecto de las personas honradas... ¡Dios mío! ¿cómo desarmar ese odio ciego, inexplicable ? Listrac, al hablar así, violentaba visiblemente su natural altivo y varonil; pero la dama del albornoz, no estaba en la situación de oírle ni de comprenderlo. -¡No se acerque usted! -exclamó, medio enloquecida por el terror.-Sólo un avieso intento ha podido inducirle a salirme al paso... ¡Señor Listrac, un caballero, un oficial de marina como usted, no puede cometer la villanía de matar a una mujer! 73
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-¡Por favor, señora! cálmese usted. Le juro... -¡Déjeme usted! ¡déjeme! -¡Me escuchará usted! -dijo Listrac con energía avanzando un paso.-Pues qué, ¿acaso no ha dé serme permitido quejarme de sus arterías, después de haberlas soportado pacientemente? El caluroso arranque del proscripto acabó de atemorizar a la señora de Grandville que se refugió tras el viejo doméstico, más curioso que asustado de aquella singular escena. -¡Julián! ¡mi buen Julián! -le dijo -¡defiéndeme!.. ¡Socorro!.. ¡socorro!.. Y sin poder contenerse huyó en dirección al castillo y desapareció entre las tinieblas sin atender a Listrac y al mismo Julián, que la llamaban. El criado se dispuso a seguirla; pero, antes de alejarse, dijo precipitadamente a Listrac, a quien conocía de antiguo: -Ha hecho usted mal en presentarse a ella señor. Sabiendo que ha llegado usted, procurará jugarle una mala pasada. No se desanime usted, sin embargo; quizá... Pero voy a alumbrarla porque se va a estrellar contra un árbol.
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Y echó a correr e n el farolillo, impulsado aparentemente por el sentimiento del deber, más que por un verdadero afecto. Listrac, consternado por el mal éxito de su tentativa permaneció inmóvil en medio del camino. -Tiene razón ese hombre -murmuró. -He cometido una falta descubriéndome a mi perseguidora. Debí prever que su alma egoísta sería tan inaccesible a la piedad como a la razón. Tal vez sea más afortunado con otras personas... Una mano se apoyó en su hombro, y Terranova le dijo al oído: -Partamos, caballero; su encuentro con esa dama, que no peca de bondadosa, puede acarrearnos algún trastorno. Sería una imprudencia continuar aquí. Y tomando de nuevo el brazo de su compañero, que no opuso ninguna resistencia ambos reanudaron su marcha. Antes de un cuarto de hora se detenían ante una casita aislada al extremo de un arrabal de Tréport. La puerta principal daba a la vía pública; pero el huerto anexo tenía otra entrada por la parte del campo. La casa estaba silenciosa; no obstante, apenas el joven marino golpeó ligeramente la puerta trasera se abrió ésta y una mujer interrogó en tono áspero: 75
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-¿Eres tú, Luis? -Sí, madre. -¿Cómo has librado esta noche? -Ya se lo diré luego -replicó Terranova poco impaciente por referir un desastre. -No vengo solo; la traigo aquel señor... aquel viajero... ¡ya sabe usted! -¡Ah! ¿el caballero que debe ocupar nuestro cuartito amueblado? -dijo la viuda de Guignet, con acento placentero.-¿Te has convenido con él? ¿Supongo que ya le habrás prevenido que la habitación cuesta veinte francos mensuales? Terranova que había omitido esta circunstancia vaciló en declararlo así; pero Listrac se apresuró a intervenir. -Acepto todas sus condiciones, señora -manifestó con cierto dejo desdeñoso. -Esté usted tranquila de que sabré remunerar ampliamente sus servicios. -¡Gracias a Dios que doy con un arrendatario generoso! La hospedera encendió entonces una vela de sebo, colocada en una mohosa palmatoria de hojalata y los personajes de esta escena pudieron observarse mutuamente. La pieza en que se hallaban era miserable, estaba ennegrecida por el humo. Dos camas, cubiertas por vie76
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jas colchas de sarga se adosaban a los dos ángulos del fondo. Por todas partes se veían redes de pescar, remos, botas de marinero, en revuelta confusión con canastas deterioradas, una rueca y ropas de mujer. No era más seductor el aspecto de la dueña de la casa. Sus facciones vulgares denunciaban una extremada codicia. Sus cabellos grises, escapándose de una cofia mugrienta caían en crespos mechones alrededor de su cara. Vestía una chambra descolorida y una saya rayada que dejaba al descubierto sus pantorrillas desnudas y sus pies descalzos. Sus modales, rudos y groseros, no predisponían en su favor. Examinó a su nuevo arrendatario con impertinente curiosidad, quedando subyugada por la distinción de sus ademanes y la melancólica dignidad de sus facciones. No porque la conmoviera la expresión dolorosa y resignada pintada en aquel noble rostro, sino porque reconocía en ciertos signos indelebles, al hombre rico, habituado al bienestar, y se inclinaba ante aquella superioridad, única que comprendía y envidiaba. -Soy su servidora señor -dijo sonriendo. -Ahora ya veo qué clase de persona es usted. A juzgar por algunas palabras escapadas a mi hijo, parece que le trae aquí una intriga con una hermosa dama... Cuente usted con estar 77
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tan bien guardado como un bulto de contrabando, ¡se lo prometo! Listrac y Terranova no juzgaron oportuno rectificar las ideas de la viuda respecto a la verdadera posición de su alojado. Se acordaron las medidas conducentes a que nadie sospechara la presencia de un extraño en la casa y se convino asimismo todo lo concerniente a la alimentación y comodidades del arrendatario. Este aceptó sin dificultad las proposiciones de la viuda a quien acabó de encantar tal condescendencia. -Ya que vamos a bogar en compañía -indicó Terranova -quizá convendría saber el nombre... -¿En qué piensas, muchacho? -interrumpió su madre, en tono de reprimenda. -Es una descortesía preguntar así el nombre de las gentes; puede haber razones para... Dispénsele usted, señor-agregó dirigiéndose a Listrac. -Es un chiquillo. -Llámenme ustedes... Renato -dijo Listrac. El viajero ansiaba encontrarse solo, por lo que se le condujo al que llamaban «cuarto de respeto» de la casa. La habitación era si no más suntuosa cuando menos infinitamente más aseada que la del piso bajo. Unas cortinas de indiana blanca con franja de algodón, adornaban las ventanas y la cama de madera de abeto. Las sillas de paja la cómoda de nogal, la mesa parecían: no haberse 78
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estrenado. Sobre la chimenea campeaban dos recipientes de porcelana decorada coronados por flores artificiales, y una pequeña imagen de la Virgen, encerrada en un fanal. En uno de los ángulos del cuarto, se destacaba un baúl tallado, de los llamados «cofres de matrimonio», curioso ejemplar de aquellas antiguas y admirables esculturas en madera tan comunes aún en Normandía; pero como si se avergonzaran de poner en evidencia el artístico mueble a causa de su vetustez, aparecía cubierto con una esterilla y una hilera de sillas ocultaba los elegantes arabescos, la graciosa ornamentación, las finas labores de su cara más visible. El nuevo habitante del cuarto, se limitó a lanzar una ojeada distraída en su derredor y se dejó caer, aplanado, sobre tina silla mientras Terranova y su madre disponían lo necesario para la noche. Terminados los preparativos, iban a retirarse cuando Listrac se levantó. -Amigos míos -dijo, -no olviden ustedes que mi seguridad depende en primer término, de su discreción. Mañana tendré que hacerles algunos encargos... Entretanto, buena señora, como mi estancia producirá ciertos gastos, tome usted para cubrir las primeras atenciones. Y depositó varias monedas de oro en la callosa mano de la madre de Guignet. 79
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Solo ya Listrac creyó poder entregarse al reposo; pero se lo impidió una conversación entablada entre la madre y el hijo, en el piso bajo, separa o del suyo por un sencillo entarimado. Al principio, las palabras llegaban hasta él como un murmullo vago y confuso. Quizá la avariciosa mujer se esforzaba en hacer partícipe a Terranova del júbilo que le causaba la presencia de un huésped tan adinerado y tan pródigo, en tanto que el hijo, preocupado por otras ideas, permanecía triste y pensativo. Poco a poco se animó el diálogo, y la rapidez y viveza de las réplicas, el tono quejumbroso de las exclamaciones, los sollozos y los pataleos de cólera impotente, no dejaron duda a Listrac: el joven marinero acababa de informar a su madre de la catástrofe ocurrida en la costa. Cuando parecía irse calmando el dolor de la viuda llamaron suavemente a la puerta posterior de la casa. Después de cambiadas breves palabras, se franqueó la entrada al visitante, cuyo paso era tan pesado como poco armonioso el timbre de su voz. La conversación se mantuvo tranquila durante unos momentos; pero súbitamente, se repitieron con más fuerza las exclamaciones y demostraciones de furor. Una voz bronca en la que Listrac reconoció la del patrón Cabillot, rugió iracunda: 80
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-¡Ira del Cielo! ¡Permita Dios que nos parta un rayo! Perder en una noche el producto del trabajo de toda la vida... ¡No! ¡eso es intolerable! Robaré, incendiaré, asesinaré... ¡Lléveme, Satanás, si lo aguanto! Pasados los primeros transportes de dolor y de cólera la viuda que no se intimidaba fácilmente, trató de consolar al feroz contrabandista; pero éste la interrumpió con brusquedad. -¿Cómo es posible reparar semejante pérdida? ¡No! no podré sobrevivir a ella pero antes de morir, me vengaré. Si no rompo el cráneo al bragazas de su hijo, que se ha dejado robar, sin defenderse con uñas y dientes... -¡Eh! ¡poco a poco! ¡Se guardará usted de tocar al muchacho, viejo lobo! -gritó la marimacho, en tono autoritario. -¡Basta! ¡ya ajustaremos cuentas! Lo que urge ahora es dar una lección a ese bandido de Maillard. ¡Que me trague toda el agua del Océano, si antes de veinticuatro horas no le inutilizo para robar a los pobres! -¿Volvemos a las andadas? -gritó a su vez Terranova. -Ya le he dicho, patrón, que le prohibo tocar a Maillard. Haga usted cuanto quiera conmigo, por la desgracia de esta noche me importa poco. Pero si tiene usted la osadía de meterse con ese buen hombre, se arrepentirá usted, ¡se lo juro! 81
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Estas amenazas produjeron cierta impresión en el viejo contrabandista quien replicó: -Tienes muchas agallas pero yo te las cortaré, ¡te lo prometo! ... En cuanto a ese pasajero, causa primera de todo el mal, debe tocarle también algo. No es un cualquiera eso se ve de sobra y podría proporcionarme una compensación por el perjuicio que me ha irrogado. –¡Vaya patrón! -dijo la viuda interviniendo de nuevo. -Deje usted en paz a mi hijo y a mi huésped, o ¡voto al diablo! que también saldré yo de mis casillas. Mate usted, si quiere, a todos los aduaneros; pero, como se le ocurra hacer daño al muchacho o a ese generoso caballero, que siembra el oro a manos llenas, ¡le parto la cabeza con esta pala tan cierto como es usted el bribón más grande de la comarca! La viuda debió unir el ademán a las palabras, porque se percibieron pisadas y rumor de voces en la sala baja. Dominado el conflicto, se destacó la voz de Cabillot en medio del barullo. -Ni las bravatas de usted ni las de su hijo, me impedirán obrar a mi antojo -gritó, disponiéndose a salir. -He de vengarme de todos los que, de una manera o de otra, han contribuido a mi ruina... Me marcho, pero tomaré bien pronto el desquite. Entretanto ¡permita Dios que se hunda esta casa y les aplaste a todos ! 82
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Y salió, pegando un tremendo portazo. Listrac oyó lo bastante para comprender el nuevo peligro a que le exponía la enemistad. del contrabandista Cabillot. -¿Acaso no tenía bastantes enemigos? -murmuró con amarga sonrisa. -¡Sólo Dios, que conoce mi inocencia podrá salvarme de los innumerables riesgos que me acechan!
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V LA SEÑORA DE GRANDVILLE El castillo de Plessis, habitado por el general Sergey y su familia fue originariamente un soberbio cortijo, que se trocó poco a poco en mansión señorial. El edificio destinado al cortijero, se había convertido en castillo propiamente dicho; las granjas y los establos se habilitaron para cocheras, caballerizas y habitaciones para la servidumbre; el antiguo huerto se transformó en florido jardín, y el recinto murado, que abarcaba una extensión considerable presentaba el aspecto de verdadero parque, después de haber añadido abundantes árboles de adorno y arbustos exóticos a las primitivas plantaciones de frutales, y realizado importantes obras de mejora y embellecimiento. 84
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El castillo no era propiedad del general, quien residía en París ocho meses del año, pasando tan sólo en Normandía la temporada de bonanza. El antiguo soldado había escogido aquella localidad por lo saludable de su clima y por la proximidad del mar, cuyos baños le habían recetado los doctores. Además, Plessis estaba situado a menos de una legua del castillo de Eu, sitio de jornada de la Corte, y el general podía frecuentar los salones reales, donde se le acogía siempre con favor. Pero en la época a que nos referimos, Sergey no aprovechaba las ventajas de aquella vecindad, porque su quebrantada salud no le permitía trasladarse a la residencia real. A la mañana siguiente de los acontecimientos reseñados, la joven Leona de Sergey se paseaba por el jardín de Plessis, esperando que se levantara su padre. Llevaba en la mano una pequeña regadera con la que rociaba distraídamente los macizos de flores. Su aspecto era inquieto y triste; su frente virginal estaba surcada por ligeras arrugas, y ni aun los rayos ardientes del sol habían logrado colorear su rostro, pálido por el insomnio. De vez en cuando interrumpía su tarea mirando alternativamente a las ventanas de su padre, que permanecían obstinadamente cerradas, y a una terraza que se elevaba en el extremo del jardín. 85
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Por último, cediendo a una secreta tentación, abandonó la regadera y se dirigió hacia la terraza cuya gradería franqueó ligeramente. Una vez en la plataforma tendió una insistente ojeada en torno suyo; pero sin duda debió sentir defraudadas sus esperanzas, porque sus facciones reflejaron la más viva contrariedad. Después de unos instantes de examen, y cuando se disponía a descender de la terraza para volver al jardín, divisó a lo lejos a una campesina que avanzaba por la avenida del parque. Era Juana la sobrina del aduanero Maillard. Pocas palabras bastarán para explicar la especie de intimidad existente entre la linda cauchesa y la noble señorita. La viuda de Rupert, madre de Juana poseía una vaca reputada sin par en la comarca donde tanto renombre gozan sus vacas lecheras. La de que se trata, nutrida con hierbas salinas, ricas en iodo y en substancias aromáticas, daba una leche perfumada, conveniente al debilitado estómago del general, quien desde algún tiempo atrás, no podía soportar otro alimento. Así, por la mañana y por la tarde Juana iba personalmente al castillo, llevando el líquido bienhechor, y su gentileza su inocente charla y su afabilidad habían cautivado a Leona cuyo amante corazón encontraba muy raras ocasiones para expansionarse. La señorita de Sergey se complacía 86
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en conversar con ella; varias veces, aprovechando la libertad del campo, llegaba en sus paseos hasta la aduana de Plessis, donde vivía Juana y la misma víspera obedeciendo a un misterioso impulsó, no vaciló en aventurarse por la costa en compañía de la sobrina del aduanero. Juana no vestía el vistoso tocado de la víspera que sólo se puso por honrar a su opulenta compañera; pero en su modesta sencillez y deslizándose presurosamente a lo largo de las avenidas, recordaba por su gracia y por su viveza a la lechera de la fábula. En su precipitación, pasaba de largo al pie de la terraza sin alzar la vista cuando oyó que la llamaban. Al reconocer a Leona se paró en firme y dijo, alentando apenas: –¡Ah, señorita, no me riña usted!.. Es tarde ¿verdad? ¡Han ocurrido tantas cosas esta noche! -Tranquilízate, mi querida Juana -replicó la hija del general, en tono amistoso. -No hay ningún mal en ello, porque mi padre no se ha despertado.. Pero ¿a qué obedece tu agitación? -Si hubiera de contarlo todo, tendría para todo el día... ¿No oyó usted tiros anoche hacia la parte del mar? -Me pareció haber oído una detonación, pero no podía imaginar... 87
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-¡Pues bien, señorita! eran contrabandistas. Mi tío, que fue quien les cortó el paso, asegura que no vio más que dos; pero sus compañeros afirman que había más de una docena en la Cuesta Verde. Como quiera que fuese mi tío no se anduvo en contemplaciones y realizó una gran captura. –¡Una captura! -balbuceó la señorita de Sergey, palideciendo. -¿Han detenido algún... contrabandista? -Desgraciadamente, no, señorita; los pillos lograron escapar. La captura consiste en un fardo de magníficas blondas, encajes de Inglaterra y de Bruselas dignos de una reina. He tratado de catequizar a mi tío, para que me regalase media vara siquiera del peor de todos. Pero ¡ya! ¡ya! Se ha puesto hecho un basilisco, y me ha dicho que todas esas preciosidades pertenecen al Estado... ¡Bah! ¡como si el Estado tuviera mujeres o hijas a quienes adornar! Semejante candidez provocó una sonrisa en los labios de Leona quien preguntó: -¿De modo que, en definitiva no se conoce a los contrabandistas ni hay esperanza de dar con ellos? -Huyeron, pero se les encontrará. El sargento del puesto, mi tío y el jefe de la aduana de Tréport no dejan el asunto de la mano, y ya están sobre la pista... Por mi parte, me alegrarla que les encarcelaran a todos. 88
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-¡Gracias, Juana! -dijo burlonamente una voz, que partió de una espesura situada a quince o veinte pasos de la terraza. Pero ninguna de las dos jóvenes la oyeron. La hija del general miró a las habitaciones de su padre, cuyas ventanas acababan de abrirse. -Ya me lo contarás en otra ocasión, mi querida Juana -dijo, -porque se ha despertado mi padre; voy a llevarle la leche porque, si no, se impacientaría y se pondría peor. -Está bien, señorita. ¿ Saldremos a Pasear, como ayer tarde? No tema usted a los contrabandistas, porque antes de anochecer estarán en la cárcel. -Sí... no... ya veremos -contestó la señorita de Sergey, sin poder disimular su turbación. -Puede que pase luego por tu casa para que me des noticias de... de lo que sucede... ¡Adiós! Juana saludó con una ligera inclinación, y echó a correr hacia una puerta de servicio, que daba acceso al patio del castillo. Realmente, sobraban motivos de inquietud a Leona. Sin tener más que ideas vagas de la empresa desesperada en que se comprometió Listrac, la charla de Juana la hizo pensar que había fracasado la intentona del proscripto. Pero su ansiedad duró poco. Apenas se había 89
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recostado en el parapeto de la terraza Terranova salió de la espesura en que había estado escondido durante la conversación precedente, y se fue derecho hacia la joven, que le miró estupefacta. -Señorita -le dijo a media voz, cuando llegó al pie del muro -no haga usted caso a esa locuela de Juana. Ignora que si se realizaran sus deseos, también tendría ella que sentir... Pero los acontecimientos de la noche última no deben alarmar a usted respecto a la persona por quien se interesa que se encuentra cerca de aquí, y enseguida, al menos por ahora. -Gracias -contestó Leona suspirando. -Así, Pues, ha podido pasar la línea fiscal... -Hasta el momento, todo marcha bien y está entre amigos leales... Pero, ¡perdón, señorita! Juana podría volver y no hay necesidad de que me vea; voy a cumplir, sin tardanza el encargo que traigo para usted. Y cortando una rama practicó una hendidura en uno de sus extremos, colocó en ella un papel, y lo alargó a la señorita de Sergey, quien lo desdobló Sin vacilaciones y leyó con avidez. Terminada la lectura quedó pensativa. -Quiere ver al general hoy mismo -dijo al fin –y cuenta conmigo para que le facilite la entrevista. No puedo negarme a su pretensión; pero la empresa ofrece grandes dificultades, peligros quizá... ¡Bueno! ¡oiga us90
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ted! -prosiguió en tono más firme. -Desde la puertecilla excusada del jardín, se ven las ventanas del departamento de mi padre. Quédese usted allí, en observación, y si coloco unas macetas en las ventanas, vaya usted a escape a buscar a quien le envía. Dígale que aguarde tras esa puerta de la que conservo la llave, y que yo abriré personalmente. Si por el contrario, no pusiera las macetas, aconséjele usted la conveniencia de que permanezca cuidadosamente oculto, porque será prueba de que no he tenido ocasión de introducirle en el castillo sin riesgo para él... ¿Me ha entendido usted bien? –Perfectamente, señorita; yo estoy familiarizado con el lenguaje de las señales. --Esté usted atento, porque voy a ver a mi padre ahora mismo. -Y yo, voy a instalarme en mi atalaya; efectuaré la maniobra con toda rapidez, se lo prometo. Ese pobre señor se muestra tan impaciente y es tan digno de compasión... -Es verdad; ya puede usted decirlo -afirmó la señorita de Sergey, -tanto más, cuanto que tal vez vea desvanecerse sus últimas esperanzas... ¡Pero es imprescindible esta suprema tentativa! –¡Chitón! -interrumpió Terranova precipitadamente -ya vuelve Juana. 91
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Y se refugió nuevamente tras la enramada mientras Leona retrocedía hasta el otro extremo de la terraza desde donde no podía ver ni ser vista. Pero si Terranova se formó el propósito de substraerse a las miradas de Juana o varió de parecer o fracasó en su intento; porque a los pocos instantes se oyó una ligera exclamación de sorpresa seguida de dos voces, una regañona y otra suplicante, cuyos ecos se fueron debilitando, a medida que los interlocutores se internaban en las avenidas del parque. Leona encontró a su padre levantado, o mejor dicho, fuera del lecho, porque el general no abandonaba éste, desde hacía algún tiempo, sino para arrellanarse en una butaca. A pesar de lo benigno de la temperatura los cortinajes estaban medio corridos y la chimenea encendida. Sergey apuraba a sorbos un tazón de leche que acababa de servir el criado Julián, y tenía delante una bandeja de plata llena de cartas y de periódicos. Pero lo que sorprendió a Leona al entrar en el dormitorio de su padre fue ver a la señora de Grandville sentada junto al enfermo. El general frisaba en los setenta años, aunque sus achaques le hacían aparentar más edad. Su rostro anguloso, amarillento y arrugado, casi oculto por un enorme bigotazo, albo como la nieve, no denotaba energía ni 92
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vigor. Sus movimientos eran tardos y su mirada empañada y sin expresión. Si, como soldado, había dado constantes pruebas de arrojo temerario, demostró indecisión y apocamiento en su vida privada. Dispuesto siempre a someterse a una influencia exterior, había sido gobernado, por decirlo así, durante la mayor parte de su existencia; ya a la sazón, embotadas sus facultades por las dolencias y por la vejez, amenazado de muerte, parecía desprovisto en absoluto de independencia y de voluntad. Entre las personas que, durante los últimos años, habían ejercido más poderosa influencia en su ánimo, se contaba la señora de Grandville. Era viuda de un jefe del ejército, muerto en Argelia y parienta lejana de Sergey. Este viudo también, tuvo la idea de confiarla la dirección de su casa. Algunos rigoristas torcieron el gesto, al observar la juventud y la espléndida hermosura de la elegida; pero el mundo, tan severo para los desheredados, suele mostrarse indulgente y hasta excesivamente crédulo con los personajes de alto rango. Además, aunque frívola y coqueta en demasía la señora de Grandville tuvo el tino de no promover escándalo, y se acabó por aceptar su posición equívoca cerca del general. Hasta se llegó a elogiar a los dos; a él, por haber amparado a una parienta poco afortunada viuda de un antiguo compañe93
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ro de armas; a ella por haberse consagrado, siendo joven y hermosa a un anciano atrabiliario y enfermizo. A partir de su entrada en casa del general, la viuda del amigo disfrutó de atribuciones ilimitadas. El era rico, tanto por su patrimonio personal, como por los emolumentos de su empleo y por la dote de su difunta esposa madre de Leona. Ella hizo tal derroche de lujo, que Sergey, a pesar de su apatía hubo de amonestarla en diferentes ocasiones. Leona a quien su padre adoraba hubiera podido contrarrestar, en sus orígenes, la influencia avasalladora de aquella mujer dominante; pero era muy niña y el general accedió a que ingresara en calidad de interna en un colegio de religiosas. La usurpadora pudo, pues, extender a mansalva su autoridad, y cuando Leona terminada su educación, volvió a la casa paterna encontró hábitos creados, precedentes establecidos y amoldado al yugo el anciano. No carecía de ánimos ni de inteligencia para combatir el funesto influjo; pero resistirse abiertamente, hubiera equivalido a exacerbar con el disgusto la pertinaz dolencia de su padre. Se resignó, pues, aparentemente, a soportar aquel despotismo humillante, aunque conservando en realidad, frente a la rival que la debilidad del general le había proporcionado, completa libertad de acción. No se las veía juntas jamás, no existía ninguna 94
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intimidad entre ambas y sus cotidianas relaciones eran glaciales. Bien es verdad que habría sido imposible encontrar dos mujeres de gustos más distintos. A la señora de Grandville le deleitaba el lujo, la vida mundana las exhibiciones ruidosas. La señorita de Sergey, por el contrario, prefería la sencillez, la calma las dulces emociones del hogar doméstico. Sus juicios, sus impresiones, estaban en oposición constante. Mantenían entre sí una lucha sorda se albergaba en sus pechos un sentimiento de rivalidad latente, que había de convertirse en odio, a. consecuencia de ciertos acontecimientos, que no tardaremos en conocer. En el momento en que la presentamos, la señora de Grandville tendría unos cuarenta años, pero podía pasar por hermosa. Alta y esbelta poseía ese género de belleza modernista para el que parecen inventadas las modas y los recursos del tocador. A pesar de ser tan temprano, estaba primorosamente acicalada con un traje de seda perfectamente ajustado al busto y a la cintura de la que arrancaba una falda amplia y abullonada. Sus cabellos, de un castaño claro, flotaban en abundantes y bien combinados rizos a ambos lados de un rostro nacarado y sedoso, con ojos vivos y brillantes. Quizá la blancura de la piel fuera debida en gran parte a una ligera capa de polvos de arroz, y aun se aseguraba que la señora de 95
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Grandville había comprado a un egipcio, a quien conoció en París, el secreto de una pintura que, hábilmente aplicada a los párpados, daba a sus pupilas aquel brillo maravilloso. De todas suertes, la dama del castillo, como se la llamaba era diputada por hermosa y su altanera belleza realzada por la coquetería y la riqueza de su atavío, contrastaba con la gracia natural de la bata de vaporosa muselina y con el sencillo peinado de la hija de Sergey. En cuanto a carácter, la señora de Grandville era la personificación de la frivolidad. Pertenecía a esa clase de mujeres mimadas, cuyas peregrinas gracias excusan los defectos, y en las que el sentimiento de su personalidad acaba por convertirse en repugnante egoísmo. Adulada en su infancia por sus padres, y luego por su marido, por sus adoradores, por cuantos la rodeaban, llegó insensiblemente a considerar los homenajes como cosa que se la debía. Suponía de buena fe, que el honor, la virtud, el talento, el poder, habían de inclinarse a su paso: se creía una especie de divinidad, que nada debía a cambio del incienso y de la admiración que se la prodigaba. No se ocupaba de nadie y exigía que todo el mundo se ocupara de ella. En una palabra su excesivo amor propio ahogó todo sentimiento noble y generoso, si alguna vez llegó a germinar en su corazón. 96
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No obstante, cuando Leona entró en el cuarto de su padre, la señora de Grandville afectaba una gran tristeza. Recostada en un sillón, junto al general, hubiérase supuesto, por su aspecto abatido, que experimentaba crueles sufrimientos. Pero la señorita de Sergey pareció no advertirlo; después de dirigirla un ceremonioso saludo, corrió hacia el general y le abrazó con efusión, preguntándole por su estado. -Gracias, hija mía -contestó el anciano sonriendo. -No me encuentro mal del todo; he dormido mejor... ¿Y tú? tan fresca y tan rozagante, ¿verdad? En efecto, la rapidez de la carrera y una secreta emoción, habían teñido de un vivo carmín las mejillas de la joven. -Verdaderamente -dijo la Grandville con cierto desdén -esos colores son más propios de una pescadera que de una señorita... No podrá decirse lo mismo de mí, que debo estar pálida y ajada... ¿Verdad, Sergey, que estoy fea esta mañana? Y se volvió hacia el general, que respondió distraídamente, sin mirarla siquiera: -Sí... yo creo que sí. La enfatuada viuda se irguió, como impulsada por un resorte. 97
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-¡Gracias, amigo mío! -replicó, mordiéndose los labios -¡te vas haciendo de lo más galante! -Perdona Carolina; no había entendido bien... ¿Acaso puedes dejar de ser la más encantadora de las mujeres? Pero ¿a qué obedece tu aparente malestar? -¡Ah! ¿lo has observado al fin? He pasado una noche horrible y todavía tengo todos mis nervios en tensión. Pero ¿quién ha de inquietarse sin perder el tiempo, pensando en mí? Y alzó sus ojos al techo, suspirando. Leona se creyó obligada a inquirir la causa de la indisposición. -Un acento de tristeza, de miedo y de cólera –contestó la interpelada. -No es extraño, por supuesto, después de mi terrible aventura de anoche... ¿No sabes que estuve a punto de ser asesinada? -¿Asesinada? -¡Así, como suena! He aquí a lo que me expones, permitiendo que regrese sola y a pie, como una cualquiera... ¡Ay, Sergey, Sergey, cómo cambian los tiempos! -¡Bah! -objetó el general, malhumorado. -Ya sabes que yo no puedo acompañarte... ¿Qué has de venir a pie? ¡Tampoco utilizamos el carruaje mi hija ni yo, las pocas veces que salimos! -¿Es reproche? ¡Vaya un modo de recompensar mis sacrificios y mi abnegación!... ¡qué ingratitud! 98
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Y fingió enjugar una lágrima imaginaria. -¿Tus sacrificios? -arguyó el general enardeciéndose. Pero se reprimió en el acto, y prosiguió en tono suave: –¡Vamos, Carolina! te ruego que no demos espectáculos. Ya que me siento aliviado esta mañana no me atormentes... ¿Qué significa esa ridícula historia de asesinato? ¡Apostaría que te has asustado de tu sombra! -De ser así, mi sombra tenía la forma de un malhechor brutal y amenazador, que me interceptó el paso y me habría matado, si yo no hubiera tenido la suerte de poder huir. Sergey, sin saber qué pensar de semejante relato, miró a su hija. -¡Calla! -dijo Leona un tanto agitada. -Precisamente a esa hora según dicen, unos contrabandistas forzaron la línea fiscal, muy cerca de aquí. ¿No sería posible que alguno de ellos al encontrar a Carolina en su camino..? -No se trata de ningún contrabandista. Esas gentes sólo se meten con los aduaneros, pero serían incapaces de ofender a una dama... ¡No! no era un contrabandista. Si he de hablar con franqueza dirá que reconocí perfectamente al miserable que atentó contra mi vida. -¿Que le reconociste? -preguntó Sergey. 99
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-Sin titubear; y por cierto que su tentativa no es el primer crimen que comete... ¡Era Listrac! -¡Listrac! -exclamó Leona fuera de sí -¡se equivoca usted, señora! ¡eso es imposible! Carolina se asombró de la inesperada vehemencia que acababa de demostrar la joven, siempre tan reservada. El general repuso fríamente: -Debes estar en un error, Carolina. La persona de quien hablas abandonó el territorio francés, y no podría volver a él, sin correr toda clase de peligros. -¡Vaya! será preciso suministrar pruebas, puesto que no se me cree por mi palabra. Ahí está Julián, que me acompañaba; él dirá si he alterado la verdad. El viejo criado de confianza del general, que se ocupaba en arreglar el cuarto, aparentando indiferencia manifestó respetuosamente, al ser interpelado: -El hombre a quien encontramos anoche en la avenida era en efecto, el conde de Listrac, antiguo teniente de navío en la marina real. Le reconocí sin vacilar, porque no trató de ocultarse. -¿Eh? ¿qué tal? -exclamó Carolina con aire de triunfo. -Pero, a mi juicio -continuó Julián, con gran aplomo -la señora se asustó sin razón. El señor Listrac no in100
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tentaba causarla ningún daño; por el contrario, su acento era suplicante y, conmovedor. -¡Ya decía yo! -exclamó a su vez Leona. Carolina frunció el entrecejo. -¿Tenías a componer los ojos y los oídos, viejo chocho? -preguntó con acritud. -Por eso, sin duda tu actitud no fue la correspondiente a las circunstancias. En lugar de defenderme, de rechazar al malhechor, permaneciste inactivo; no sé si hasta te quedarías conversando tranquilamente con él, después de mi precipitada huída... Pero ya volveremos sobre tu singular conducta. Ahora vete y di que enganchen, porque quiero salir. Julián miró a Sergey. Afecto al servicio particular del general desde hacía más de veinte años, sólo acostumbraba recibir sus órdenes. Pero Sergey, cohibido por el tono perentorio de la directora de la casa no se atrevió a consolar con un signo amistoso a su sirviente favorito, y éste, después de inclinarse salió de la estancia. -Amigo mío -prosiguió Carolina después de una pausa-la tentativa criminal de que por fortuna he salido ilesa puede renovarse: estando Listrac por estos contornos, debo esperarlo todo. ¿Quieres decirme lo que piensas hacer, para ponerme a cubierto del peligro? -¿Qué quieres que yo haga? 101
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-¡Cómo! ¿permanecerás indiferente, viendo amenazados mi reposo y mi vida? ¡Ah! ¡si se tratara de tu hija ya tomarías la cosa con más calor!.. Pero yo, una pobre mujer abandonada ¿qué te importa que se me ultraje, que se me maltrate, que se me asesine? -¡Vamos a ver! explícate. ¿Qué puedo hacer yo por ti, dada la precaria situación a que mi dolencia me tiene reducido? -¿Acaso dejas de ser por ello el bizarro general Sergey, el íntimo del rey, de los príncipes, de los ministros? ¿Carecerás de influencia para proteger a una parienta a una amiga que mereció siempre tu consideración y tu afecto? ¿Permitirás que se me asesine, como se asesinó a tu pupilo, Leopoldo Granget?.. El criminal está oculto por estos contornos, tengo la certeza. Una denuncia de tu puño y letra pondrá en movimiento a todas las autoridades, y cualquiera que sea su refugio, será descubierto seguramente. -No debo, en efecto, dejarte a merced de las asechanzas de Listrac -replicó el general. -Trae papel y pluma y formulará la denuncia. -¡Padre mío! -exclamó Leona con una especie de desesperación -¿no has sido ya bastante cruel con ese infeliz muchacho, por un delito que no ha cometido, o que, en último término, tendría excusa? Has truncado su 102
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carrera militar, le has deshonrado, le has obligado a expatriarse; y ahora que vuelve secretamente, según parece, para procurarse medios de justificación, ¿vas a descargar sobre él nuevos rigores? ¡Por amor de Dios! apiádate y piensa que puede ser inocente... Los temores de Carolina son infundados, se ha ofuscado; Julián acaba de afirmarlo rotundamente. El conde de Listrac es inca paz de insultar a una mujer, de amenazarla de ofenderla. ¡Lo creo, lo aseguro... pongo a Dios por testigo! El general, completamente cambiado por este conjuro de su adorada hija dijo a Carolina sin atreverse a mirarla: -Realmente, amiga mía es posible que Leona tenga razón. Hemos obrado muy de ligero con Listrac: el crimen no está probado, después de todo, y reflexionándolo bien... Carolina interrumpió al débil anciano, con un gesto de menosprecio: -¡Soberbio! –exclamó -me admira la fijeza de tus juicios. Es verdad, que no hay manera de resistir a la arrebatadora elocuencia de tu hija. ¡Qué firmeza de expresión para una joven modesta y tímida! ¡y cómo parece conocer a fondo las intenciones de Listrac! En fin, eres libre de dar por vengada la muerte de tu pupilo y de perdonar a su odioso asesino, aunque mi opinión sea 103
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contraria. Pero ya no se trata de hacer justicia sino de proveer a mi segundad personal; y como nadie se preocupa de protegerme, será preciso que lo baga por mi cuenta. ¡Yo también tengo amigos, y amigos de valimiento! Anoche mismo, el señor Castries, uno de nuestros más eminentes magistrados, no me dejó a sol ni a sombra en el balneario. ¡Ya verás cómo me basto para ,encontrar ayuda y protección! El general, consternado, no replicó siquiera; pero Leona sabiendo de lo que aquella mujer era capaz, suplicó, alarmada: -Por favor, reflexione usted en las terribles consecuencias que podrían acarrear sus actos. Repito que nada tiene usted que temer. -¿Qué sabes tú? -preguntó la orgullosa dama en tono sarcástico. -Lo garantiza la reconocida corrección de señor Listrac. Carolina se levantó. -¡Está bien! -dijo. –¡Esta bien! –dijo. –Eres dueña de tus opiniones, y puesto que tu padre asiente a ellas nada tengo que oponer. Por mi parte, seguiré mis inspiraciones... Pero como es posible que, durante mi ausencia Listrac tenga la desfachatez de presentarse aquí, solicitando amistad y apo104
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yo, he de recomendar al general Sergey que no olvide lo que debe a la memoria de su pupilo y lo que se debe a sí mismo. -¡Vaya Carolina! no es creíble que Listrac intente semejante paso. En todo caso, no le recibiría. -No basta eso; es preciso, si se atreve a venir esta casa detenerle y entregarle a la justicia. Voy dar las órdenes oportunas... ¡Sergey! -prosiguió, en tono zalamero y melancólico -si se repitiera la espantosa escena de anoche no podría sobrevivir a ella; y deseo conservarme para ti, amigo mío, que tanto necesitas de mis cuidados y de mi afecto. -¡Bueno! ¡bueno! ¡haz lo que quieras! -contestó el enfermo, abatido. Carolina sonrió y presentó su frente al general, quien depositó en ella un ósculo, con frialdad; luego saludó a Leona; y salió. La joven experimentó gran inquietud. -Esa mujer es muy sagaz y conseguirá su propósito -pensó. -Si la entrevista que pide Listrac no se verifica en el acto, quizá sea imposible después. Y miró al general, completamente aplanado en su butaca.
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-¿Qué esperanzas podemos fundar en este pobre anciano, que carece de toda energía? –se interrogó. -Sin embargo, debo cumplir mi promesa. En aquel momento, se oyó el ruido de un carruaje se alejaba. -¡Ya se marcha Carolina! -dijo Sergey, como quien se alivia de un peso. -Abrázame, hija mía y léeme los periódicos y la correspondencia; eso me calmará, porque tengo los nervios crispados. -Voy enseguida papá -contestó Leona. –Pero antes, permíteme que saque a la ventana estas flores, cuyo aroma me trastorna la cabeza. Y depositó, en la repisa de la ventana las macetas colocadas sobre la chimenea. Luego, suponiendo que un momento de distracción dispondría convenientemente a su padre para la próxima entrevista tomó asiento junto a él y comenzó la lectura como tenía por costumbre. Sin embargo, Sergey observó que aquel día su hija estaba distraída y agitada y que volvía la vista frecuentemente hacia la entornada ventana.
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VI OJEADA RETROSPECTIVA Antes de continuar, vamos a exponer los acontecimientos que hacían necesaria la entrevista de Listrac con el general. Tres años atrás, Sergey, su hija y Carolina fueron a pasar a Dieppe la temporada de baños de mar. Sergey, a quien aun no había privado de frecuentar la sociedad su estado de salud, alquiló un hotel, en el que recibía lo más aristocrático de la colonia veraniega y de los habitantes de la localidad. La provocadora coquetería de Carolina la sencilla gracia de Leona que, recientemente salida del colegio, se entregaba sin desconfianza aunque con reserva a las seducciones de aquella vida de fausto y de placer, agregaban nuevos atractivos a la residencia del general. 107
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Entre los íntimos de la familia figuraban dos jóvenes oficiales. Uno de ellos Leopoldo Granget, capitán de caballería e hijo de un antiguo compañero de armas del general, era pupilo de éste, que quiso alojarle en su casa. Leopoldo pasaba por bravo y leal, pero, a la vez, se le reprochaba una desenfrenada violencia de carácter, que ya le había puesto en más de un serio compromiso. El otro, Renato de Listrac, teniente de navío, pertenecía a una linajuda y opulenta familia del Mediodía de Francia y había conquistado sus grados honrosamente, al servicio de la marina real. Aunque más tranquilo y reposado que el agresivo capitán de caballería tenía la vehemencia propia de los temperamentos meridionales, lo cual hacía temer un choque, tarde o temprano, entre aquellas naturalezas impetuosas. Sin embargo, los dos jóvenes parecían vivir, en un principio, en la mayor armonía. Granget fue quien presentó a Listrac en casa de Sergey, y el oficial de marina demostraba por él, en todas ocasiones singular deferencia. Pero bien pronto surgió una rivalidad entre ellos sorda primero, más franca y acentuada después. Aunque, aparentemente, Carolina era quien acaparaba la admiración de cuantos la rodeaban, Listrac estimó en más los sencillos encantos y las sólidas cualidades de Leona. 108
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El propio Granget, seducido al comienzo por la altiva Carolina no tardó en manifestar marcada preferencia por la hija del general. Así, ambos dedicaban sus atenciones a la misma persona y ni uno ni otro eran de carácter apropiado para ceder en su empeño. Carolina con ese delicadísimo instinto de las coquetas, se hizo cargo inmediatamente de la realidad. Habituada a considerar como un insulto para ella cualquier homenaje tributado a otra mujer, apeló a todos los medios par rescatar a los dos tránsfugas. Ella la diosa de los salones, el objeto de tantas pasiones, secretas o confesadas, no comprendía que se la pudiera desdeñar por una insignificante colegiala, como calificaba a la hija del general en sus momentos de despecho. Pero fracasó, a pesar de sus tretas, no consiguiendo reducir a su dominación a los dos rebeldes. Entonces, ya por ligereza ya por rencor, ya como se vio después, porque amaba a Leopoldo, en la medida que ella era capaz de amar, comenzó a hostigar a los admiradores de Leona y a la propia joven, con esa locuacidad fría burlona mordaz, que proporciona el trato social. Tuvo la habilidad de excitar mutuamente a los pretendientes, so capa de interponerse como confidente y amiga; y como la señorita de Sergey dejara entrever su inclinación a Listrac, no economizó los sarcasmos para 109
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el vencido ni las felicitaciones irónicas para el vencedor. En una palabra encendió en sus almas una cólera tanto más terrible cuanto más tardara en estallar. Ya los jóvenes, sin llegar a una franca ruptura habían cambiado varias veces frases acres, cuando una tarde en el balneario, se repitió imprudentemente a Listrac una conversación de Granget, ofensiva para la dignidad del marino. Este tuvo motivos para considerar exacta la referencia que concordaba con ciertas pérfidas alusiones del Carolina. Así, pues, resolvió ir en busca de Granget, para exigirle una explicación, de todo punto inevitable; pero, conociendo el genio arisco del capitán, se le ocurrió la malhadada idea de armarse de un par de pistolas para hacerse respetar, en caso necesario. Granget ocupaba un departamento de dos habitaciones, en un pabellón situado en el fondo del jardín del hotel de Sergey. Cuando Listrac se presentó, declinaba la tarde. El general acababa de salir con Leona para respirar el aire puro de la playa y Carolina permanecía encerrada en su cuarto, a causa o con el pretexto de una violenta jaqueca. Pero, como Listrac sólo preguntó por el capitán, y éste se encontraba en casa el criado Julián le franqueó la entrada. El capitán se paseaba fumando un cigarro, delante del pabellón, y Julián vio que los dos 110
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jóvenes discutían ; pero no sospechando siquiera que pudieran llegar a las manos, se retiró tranquilamente. ¿Qué sucedió entonces? Nadie lo supo de una manera positiva. El hecho fue que unos diez minutos después de la llegada de Listrac, se oyó, hacia la parte del pabellón, un pistoletazo seguido de penetrantes lamentos. La servidumbre del hotel, con Julián a la cabeza acudió presurosamente. Listrac pasó a su lado, presa de sombría desesperación. El pabellón estaba abierto, viéndose en su interior una bujía encendida. A. pocos pasos del edificio, yacía en el suelo, sin movimiento, el capitán Granget; junto a él, había dos pistolas de las que sólo una estaba descargada; el infeliz debió morir instantáneamente. Fácilmente se comprende la impresión que semejante acontecimiento produjo en el hotel y en la población entera. A los gritos de los criados, Carolina descendió al jardín, experimentando tremendas crisis nerviosas, a la vista del inanimado cuerpo. Leona a quien no se pudo anunciar la catástrofe sin las convenientes precauciones, estuvo enferma del susto, durante mucho tiempo. En cuanto al general Sergey, al enterarse de los detalles de la muerte del capitán, juró perseguir sin cuartel al matador de su pupilo, siendo el primero en 111
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reclamar la intervención de la justicia en el lúgubre y misterioso suceso. Todo inducía a creer que se trataba de un asesinato. Granget estaba tranquilo en su casa cuando fue a buscársele: Listrac iba armado, lo cual probaba evidentemente la premeditación; de las dos pistolas encontradas en el jardín, sólo una estaba descargada señal inequívoca de que la lucha tuvo efecto en condiciones desiguales. Según todas las apariencias, Listrac fue a casa de su adversario, con la intención de vengar una injuria y exasperado por una palabra insultante, hizo fuego contra él, sin darle tiempo a ponerse a la defensiva. Tal fue la opinión general, no sólo en Dieppe sino en el resto de Francia una vez divulgada por los periódicos la noticia del trágico suceso. Ciertamente, los amigos de Listrac sostuvieron que se trataba de una de tantas querellas tan frecuentes entre oficiales de distintas armas, que no hubo emboscada aunque circunstancias especiales no permitieran observar todas las formalidades prescritas para el duelo; que el conde de Listrac, bravo y pundonoroso marino, se justificaría fácilmente. Pero nada vino a confirmar tan halagüeños asertos, y la justicia instruyó el proceso. Listrac, después de la catástrofe, vagó al azar por las calles, enloquecido por el dolor. De madrugada volvió a 112
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su domicilio y escribió al general una carta que, a su juicio, debía ponerle al abrigo de toda persecución. Lleno de confianza esperaba el resultado de su gestión, cuando un amigo bien informado le notificó que Sergey había incoado el proceso criminal, que los cargos eran abrumadores, que se había dictado auto de prisión, y que seria inevitablemente detenido, si no apresuraba su fuga. Tanto le apremió, que Listrac acabó por ceder; y aunque protestando de su inocencia consintió en ocultarse hasta el día en que variaran las circunstancias. Pero el día no llegaba. El general, a quien Listrac escribió diferentes veces, no sólo no contestaba sus cartas sino que le perseguía con mayor encarnizamiento. Y como su condena era segura y por otra parte, la policía dio con sus huellas el oficial de marina hubo de resignarse a un partido extremo: presentó su dimisión y se trasladó a Inglaterra. Así transcurrieron tres años, durante los cuales no se modificó en nada la situación del expatriado. El general, a quien creía haber convencido, permanecía sordo a sus ruegos, con lo cual se veía amenazado de arrastrar indefinidamente una vida miserable y afrentosa fuera de su patria. En esto, llegó a su conocimiento que el general, quien después de la catástrofe arrendó el castillo de 113
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Plessis, declinaba de una manera sensible y que, a juzgar por las apariencias, la enfermedad no tardaría en dar al traste con él. La noticia era grave para el proscripto, porque, una vez muerto el general, no restaba la menor esperanza de que aquel deplorable asunto pudiera aclararse jamás. Así, Listrac, incapaz de soportar por más tiempo la ansiedad dolorosa en que vivía adoptó una enérgica resolución, dispuesto a triunfar o morir. Se trataba de volver secretamente a Francia y obtener una entrevista con el general. La corta distancia que separaba el castillo de Plessis del mar, hacía posible la empresa ya que no exenta de peligro. Listrac se convino con un negociante de Londres, que hacía el contrabando en las costas francesas, quien, mediante pago adelantado de una fuerte suma le prometió su ayuda. Pero no bastaba esto, sino que había que conocer las dificultades para llegar hasta el general, postrado por su dolencia. Pensó en la hija de Sergey, y a ella osó demandar protección. Leona jamás creyó culpable a Listrac del monstruoso crimen de que se le acusaba y hasta quizá encontró el medio de manifestarle aquella opinión favorable. Esto hizo que reinara entre ambos una especie de inteligencia a pesar de su separación y de las vicisitudes, y que la joven otorgara sin vacilar, la protección reclamada por el 114
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proscripto. Su auxilio era tanto más necesario, cuanto que la imprudencia cometida por Listrac, haciéndose visible la noche precedente, había puesto sobre aviso a Carolina y agravado los peligros de la situación. Expuestos los anteriores antecedentes, prosigamos nuestro relato. Como decíamos, Leona estaba tan distraída y preocupada que el general acabó por observar aquellas señales de turbación. -¿Qué te sucede hoy, hija mía? -preguntó bondadosamente. -No sé qué noto en ti... ¡Vaya! suspende la lectura y acércate... ¿Cuál es la causa de tu tristeza? -Si he de confesarte la verdad -contestó ruborizándose la joven, que comprendía la necesidad de precipitar los acontecimientos -pienso en lo que acaba de decirnos Carolina respecto al pobre Listrac. -¡Listrac! -repitió el general con impaciencia. -¿Otra vez Listrac? –¿Tanto le odias, papá? -¡Palabra que no lo sé! He cumplido mi deber en lo que atañe a mi pupilo, y no me arrepiento; pero ahora que mi espíritu está más calmado, veo, dudas y nebulosidades en este asunto... De todos modos ¿a qué insistir en ello, hija mía? Ya sabes que estos recuerdos excitan mis nervios y me producen fiebre. 115
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A pesar de tal alegación, Leona no cedió. -¡Oye, papá! -replicó, enardeciéndose. -¿No será que te remuerda vagamente la conciencia de haber cometido una injusticia? -¡Una injusticia! Creo que no... Sin embargo, ya he convenido en que quizá se ha procedido con excesivo rigor contra ese joven, y que tal vez hubiera sido preferible permitirle sincerarse. -Es verdad, papá. Debieron atenderse sus excusas; un acusado tiene siempre derecho a ser oído. Así, pues, si por cualquier azar se realizase la previsión de Carolina; si Listrac viniese a darte una explicación franca y leal, ¿no te negarías a recibirle? El general hizo un movimiento de terror. -¡Recibirle! ¿Has pensado en ello, Leona? Sería una escena horrible con... con Carolina. -No sabría nada. Y, además, ¿te impediría semejante consideración reparar un error? -¡No te complazcas en atormentarme, hija mía! Ese caso no llegará... No hablemos de ello, te lo ruego. Pero la gravedad de las circunstancias, había dado a Leona una energía insólita. -Papá –dijo -evidentemente, tu conciencia no está tranquila; ¿por qué, pues, has de vacilar en rectificar una falta? Todos tenemos los instantes contados, y el re116
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mordimiento de haber causado, por exceso de precipitación, la pérdida de un hombre honrado, podría perturbar los últimos días de tu existencia. Y apenada por lo doloroso de la alusión, rompió en amargo llanto. El general se estremeció a su vez pero, dominándose prontamente, contestó sonriendo: -¡No llores, hija mía! Reconozco lo atinado de tus observaciones; y aunque no espero que mi fin esté próximo, quiero vivir y morir tranquilo... Ahora dame un abrazo y respóndeme con franqueza; ¿verdad que sabes dónde está Listrac? –¡Papá!.. -Debe estar en la casa o en sus inmediaciones... ¡No te disculpes!.. ¡Si me alegro! Leona hizo un signo afirmativo con la cabeza. -Me lo figuraba... ¡Pues bien! que venga inmediatamente. -Es que temo... -No perdamos tiempo; ¿no comprendes que si volviera «la otra»?.. Introduce a Listrac al instante; le oiré pacientemente, porque siento ardientes deseos de saber la verdad. El acento de Sergey era sincero y firmé. Leona radiante de alegría tomó la mano del anciano, la besó efusivamente y salió corriendo. 117
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Cruzó el jardín y se dirigió a la puertecilla excusada del parque, abriéndola de par en par. Apenas apareció eh el umbral, salieron dos hombres de un bosquecillo inmediato; y mientras uno se mantuvo respetuosamente a distancia el otro avanzó a pasos precipitados. Eran el conde Renato de Listrac y Terranova. La joven se fijó en el primero de los personajes, y su corazón se oprimió, al observar el abatimiento y la demacración de las facciones del antiguo oficial de marina. -¡Listrac! -exclamó, sin poder contener su sorpresa -¿pero es usted? -Sí, señorita -contestó el interpelado, inclinándose profundamente; -soy yo; vea usted el estado a que me han reducido las persecuciones y la injusticia de los hombres... Pero usted también ha cambiado, Leona; ¡está usted más hermosa que antes! Leona incapaz de hablar, tendió su mano al recién llegado, que la cubrió de besos y de lágrimas. Después de un momento de silencio, la joven repuso, conteniendo a duras penas su emoción: -Los minutos son preciosos, por los muchos peligros que le rodean... ¡Venga usted! mi padre está prevenido y le espera.
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-Sólo a usted deberé la dicha de haber logrado justificarme. ¡Es usted un ángel, señorita cuya benevolencia compensa la maldad del mundo para conmigo! Al franquear la puerta Terranova se aproximó a Listrac. -¿Espero su regreso? -le preguntó. -No es preciso; ya volveré solo. -Entonces, me voy hacia la costa para ver de qué lado sopla el viento. Listrac le despidió con un gesto de impaciencia y entró con Leona en el jardín, cuya puerta se cerró tras ellos. Al desembocar en una de las avenidas, se encontraron con Julián, inmóvil en el centro del paseo. Leona palideció, temiendo que aquel hombre hubiera sido colocado allí, para impedir todo acceso al general, y previó una escena desagradable. Pensó alegar la orden expresa de su padre; pero Julián se apartó respetuosamente y dijo al antiguo oficial de marina moviendo la cabeza: -¡Quiera Dios que su tentativa obtenga mejor éxito que la de anoche señor conde! Yo, a pesar de la intervención de nuestra digna señorita no espero nada bueno de todo esto. 119
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Listrac se limitó a expresar, con un ademán, su reconocimiento al viejo doméstico, y ambos jóvenes siguieron su camino. Cerca ya de la casa la hija de Sergey se detuvo de nuevo y dijo tímidamente: -Es muy natural, caballero, que las ciegas e implacables persecuciones de que se le hace objeto, hayan agriado su carácter; yo le suplico que no olvide suceda lo que quiera las consideraciones debidas, a mi anciano padre, que se encuentra postrado, casi moribundo... -¡Leona! -replicó el joven, con acento de reproche. -¿Cómo he de olvidar, en ningún caso, que se trata de su padre? Y penetraron en el castillo, sin encontrar a nadie.
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VII LA ENTREVISTA Sumido en profunda meditación, Sergey no percibió el leve rumor producido por los pasos de sus visitantes sobre la alfombra. Pero un movimiento de su hija llamó su atención, y al levantar los ojos, vio a Listrac en pie, frente a él. Ambos cambiaron un saludo triste, pero que no tenía nada de hostil. -Acérquese usted, caballero -dijo el general, visiblemente conmovido. -Se me asegura que le he inferido agravios... Estoy presto a reconocerlos por más que temo que ha de serle muy difícil excusar los suyos. Leona ofreció una silla al visitante y fue a situarse al lado de su padre. Listrac balbuceó algunas palabras de 121
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cortesía respecto al lastimoso estado de su antiguo amigo, el bizarro -general Sergey. -He aquí a lo que venimos a parar -contestó el anciano resignadamente. -Pero entremos en materia cuanto antes, señor Listrac. Ha manifestado usted deseos de verme, y no he querido resistirme a su pretensión; a pesar de todo, ya comprenderá usted que su presencia no puede serme agradable y que mi estado de salud no me permite largas digresiones... Si le parece a usted que le retire, Leona... -Al contrario, mi general. Espero que de esta entrevista resultará mi justificación completa y la estimación de la señorita de Sergey es para mí tan cara como la de usted. -Perfectamente. Pues abrevie usted, porque podrían interrumpirnos... Para encauzar la conversación, le dirigiré ante todo una pregunta: ¿Atribuye usted la espantosa catástrofe de Dieppe a un accidente, como se ha pretendido, y no a un crimen? -Mi general ¿puede usted dudar respecto a este extremo, conociendo la lealtad de mi carácter? -Confieso que, en cierta época le tuve a usted por el más cumplido caballero. Le profesaba un afecto paternal, y si el Cielo me hubiera concedido un hijo, habría 122
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deseado que se le pareciera... ¡Qué decepción tan cruel, Listrac! –¿Y por qué no he de seguir mereciendo su estimación y su afecto? -preguntó Listrac, animándose. -¿Acaso no he puesto ante sus ojos pruebas claras y positivas de mi inocencia? -¿Qué pruebas? No le comprendo a usted. -Todas mis cartas, y especialmente, la que le dirigí al día siguiente del suceso. Aquella carta contenía un documento de capital importancia que bastaba por sí solo para exculparme. -¡Pero si yo no he recibido ninguna carta de usted! exclamó Sergey. -¿Es así como pretende usted zafarse de la horrible acusación? ¡Más le valiera confesar francamente su falta que quizá pudieran atenuar ciertas circunstancias! Listrac mostró más pena que asombro, al ver las denegaciones del general. -Ya lo recelaba –dijo -y mis sospechas se han confirmado. ¡Perdone usted, mi general! Si por un momento pude albergar la idea de que el cariño hacia su pupilo, un deseo de venganza o quizá una influencia enemiga le hicieran despreciar las pruebas decisivas confiadas a su honor; de que fuese usted capaz de perseguir a sabiendas a un inocente... ahora comprendo la verdadera causa 123
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de la aparente iniquidad, y estoy resuelto a afrontar todos los peligros, para sincerarme ante usted. Sergey reflexionó. -No puedo creerlo -repuso al fin. -Eso equivale a suponer que sus cartas han sido substraídas. Y en ese caso, ¿a cuál de mis familiares habría de imputarse la substracción? -A usted corresponde mi general, buscar al autor o autores de tan infame acción. Por mi parte, afirmo por mi honor que las cartas fueron enviadas oportunamente y por conducto seguro... Podría comprobarlo con testimonios irrecusables. -Y yo no admitiría fácilmente un aserto que tiende a recriminar a todas las personas de mi casa y hasta de mi familia... Sin ir más lejos, mi propia hija es quien recibe y abre mi correspondencia desde que yo estoy imposibilitado para realizarlo personalmente. ¿Se atreverá usted a tildarla de hostil o negligente hacia usted, cuando ella es quien me ha decidido, enfermo y quebrantado como estoy, a esta entrevista tan penosa para mí? -La señorita de Sergey es la más pura la más generosa la más santa de las mujeres -replicó Listrac -y tiene derecho a toda mi admiración, a toda mi gratitud. La joven inclinó la cabeza ruborizándose; pero arguyó al general con firmeza. 124
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-Te olvidas, papá, de que tus cartas pueden pasar por otras manos, antes de llegar a las mías. Además, cuando estuvimos en Dieppe, yo era muy niña y no ejercía ninguna influencia en la casa. Otras personas... -¡Bueno! ¡bueno! -interrumpió bruscamente Sergey, dirigiéndose a Listrac. -Háyanse o no, escrito esas cartas, háyanse traspapelado, extraviado o substraído, ¿no recuerda usted lo que contenían? -Desde luego, mi general; pero, desgraciadamente, ha desaparecido con una de ellas el principal justificante, y me serán precisos grandes esfuerzos para llevar el convencimiento a un ánimo predispuesto en contra mía. -¡Ya lo veremos! Explíquese usted. ¿Persiste usted en sostener que el capitán Granget no murió asesinado, sino en duelo? -Sí, mi general; en un duelo, en el que la justicia y la moderación estuvieron de mi parte; en un duelo, que no podía rehusar ni aplazar dignamente... ¡Oiga usted! «Al informarme de los conceptos injuriosos propalados por el capitán Granget, me apresuró a ir en su busca; pero, a pesar del legítimo resentimiento que la ofensa debía inspirarme, no llevaba el menor propósito de violencia. El respeto a la casa en que moraba y nuestra antigua amistad, me imponían el deber de guardar toda clase de consideraciones. Sólo pensaba en dejar a 125
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salvo mi honor, y si fui provisto de armas, lo hice para impedir cualquier imperdonable arrebato por parte de mi difamador. »Le encontré en el jardín y le abordó cortésmente. Al verme, palideció de cólera y se paró en firme, en actitud agresiva, sin contestar a mi saludo. No obstante, le pregunté con toda calma si había pronunciado efectivamente las frases que se le atribuían, cosa que aun dudaba teniendo en cuenta nuestras, hasta entonces, cordiales relaciones. Me replicó secamente que las referencias eran exactas y que no se retractaba. »-Hace mucho tiempo –añadió -que me molestan sus asiduas visitas a esta casa y celebro encontrar ocasión de acabar con usted... ¡Batámonos ahora mismo! »Yo le respondí, con aparente serenidad, que semejante asunto exigía determinadas formalidades; que no debíamos convertir en teatro de nuestras querellas el domicilio del general Sergey; que había que buscar otro pretexto para el duelo, sin mezclar en él ciertos nombres, dignos de todo respeto. Me interrumpió impetuosamente, diciendo que no había para qué enterar a nadie de la causa de nuestro altercado, y que lo más corto era batirnos en el acto y sin testigos, en el sitio mismo en que nos encontrábamos. Y como yo me resistiese alegando los motivos ya expuestos, me arrojó airadamente 126
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al rostro la colilla encendida del cigarro que tenía en la mano. »Necesité hacer un poderoso esfuerzo para contenerme. Retrocedí un paso, manifestando que aquel insulto era inútil, puesto que había aceptado el reto, y que sólo pretendía elegir otro sitio y otra hora. Y sacando las pistolas le invitó a mantenerse a distancia porque no estaba dispuesto a tolerar nuevas ofensas. »Y ahora pregunto a usted, mi general; a usted, que viste, como yo vestía un honroso uniforme; ¿pueden llevarse más allá la calma y la paciencia de un hombre? ¡Pues no pararon ahí las cosas! »La vista de las pistolas puso frenético al capitán, quien, sin darme tiempo para esquivar su acometida se abalanzó sobre mí. »-¿Ha pensado usted intimidarme con sus armas? -rugió. -¡Bellaco!... ¡veremos si se bate usted ahora!» Y me cruzó la cara de una bofetada» Al recordar el ultraje, Listrac se detuvo y un vivo carmín coloreó sus mejillas como si a pesar de los tres años transcurridos, conservasen la infamante huella. -Y vuelvo a preguntar, mi general -prosiguió en voz Opaca. -¿No me sobraba razón para descargar las dos pistolas sobre el insolente provocador? No lo hice; pero ya no pude dominarme. 127
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«-¡Vamos a batirnos -vociferé a mi vez, -aquí... ahora mismo! Tome usted una de mis pistolas si no quiere ir a buscar las suyas, Pero como el furor ha borrado en usted toda noción de prudencia será forzoso que yo la tenga por los dos. Hay que evitar que el que sobreviva a este duelo, tan contrario a las prácticas establecidas, pueda ser acusado de asesinato... Entremos en el pabellón; un minuto bastará para trazar unas cuantas líneas, que sirvan de salvaguardia al vencedor. »Granget, a pesar de su ira comprendió lo atinado de la proposición; se apoderó de una de mis pistolas y entramos en su departamento. »El interior estaba a obscuras, y fue preciso encender una bujía.. Ambos nos sentamos ante la mesa del capitán; y como él no pudiera coordinar sus ideas, le dicté una declaración, que yo extendí al mismo tiempo. Si no recuerdo mal, el escrito estaba redactado en estos términos: »Declaro que me bato en duelo leal con el teniente de navío Renato de Listrac. En el caso de que la suerte del combate me sea adversa mi muerte no deberá dar lugar a procedimiento alguno contra dicho señor. »Firmé un documento igual, con la única variación del nombre, y cambiamos en silencio nuestras declaraciones. Yo, guardé la mía en el bolsillo; el capitán dejó la 128
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suya sobre la mesa sujetándola con el candelabro que soportaba la bujía encendida. Recuerdo perfectamente este detalle. »-A sus órdenes -le dije. »-Salgamos -contestó él. -Nos colocaremos a diez pasos y tirará usted primero, puesto que usted es el ofendido. »–No puedo aceptar esa ventaja sería preferible... »–¡Salgamos! –repitió, interrumpiéndome. »Una vez en el jardín, me hizo senas para que me detuviera; luego, midió diez pasos y se volvió hacia mí, con la pistola en la mano. La obscuridad era ya tan profunda que apenas nos veíamos. »-¡Tire usted! –me dijo en tono destemplado. »-Tiremos a la vez; no quiero abusar de su generosidad. »-¡Ira de Dios! -gritó, rechinando los dientes. -¿Tendré que abofetearle otra vez, para obligarle a utilizar la ventaja que le corresponde? »La amenaza y el recuerdo de la reciente injuria ofuscaron por completo mi razón; extendí el brazo y disparé sin apuntar, casi al azar, y esperé a pie firme la respuesta de mi adversario. Pero como no percibiera el menor movimiento ni el más ligero ruido, miré hacia su sitio y vi un cuerpo tendido en tierra. 129
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»-¡Granget!.. ¡mi querido Granget! –grité desatinado, corriendo hacia él. »No me contestó. Estaba muerto; la bala le había atravesado el cráneo... Desesperado, loco, me incorporé y huí. »Al terminar su relato, la voz de Listrac era trémula y velada. Leona con la cabeza inclinada sobre el pecho, vertía abundantes lágrimas. El propio general, se agitaba en su asiento. -Convengo -dijo el anciano, después de una larga pausa -en que su versión no tiene nada de inverosímil, dado el carácter de mi pupilo. Tuve que reprenderle muchas veces por sus arrebatos, y es posible que los acontecimientos se desarrollaran en la forma relatada por usted. Sin embargo, en un asunto tan grave, no bastan afirmaciones ni simples indicios, sino que precisan pruebas materiales, de las que se carece en absoluto. La justicia no se personó hasta varias horas después de la catástrofe, y las gentes del hotel, en la turbación del primer momento, no pensaron en hacer observaciones, que hubieran sido de gran importancia para el esclarecimiento de la verdad. Pero, a falta de estos datos, ¿por qué no presenta usted esos dos documentos, que, a mi juicio, comprobarían plenamente sus manifestaciones? Uno de ellos sobre todo, el firmado por el capitán Granget... 130
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-Ese precisamente, mi general, es el que yo creía en poder de usted. Al día siguiente del suceso, supe las sospechas y las persecuciones de que era objeto; y no queriendo hacer público el secreto, ni atreviéndome a presentarme a usted, adoptó el partido de escribirle exponiéndole detalladamente los hechos. Incluí en mi carta la declaración del capitán Granget, confiado en su eficacia... Ni una ni otra llegaron a manos de usted, y esto explica su inflexible rigor para conmigo. -¡Y dale con la carta extraviada! -exclamó Sergey. -Pero, aun admitiendo esta misteriosa circunstancia la otra declaración, la escrita y firmada por usted, la que, según usted, dejó sobre la mesa Leopoldo, debió aparecer en su sitio. Pues bien; yo acompañé al magistrado que, aquella misma noche inspeccionó los papeles del muerto, y puedo asegurarle que no encontramos tal declaración. -Sin embargo, yo la vi por mis propios ojos, al salir del pabellón, y el papel no podía volar fácilmente, porque estaba sujeto por un pesado candelabro de bronce. Pero hay que tener en cuenta mi general, que pudieron entrar otras personas antes que usted... -Y usted sospecha que alguien, por odio o por venganza hizo desaparecer el documento, ¿no es eso? ¡Cuidado, caballero! Ese sistema de defensa no conduce a 131
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nada. ¿Quién había de ser suficientemente audaz o malvado, para realizar semejante latrocinio? -El mismo que, al día siguiente, secuestró una carta en la que yo cifraba tan lisonjeras esperanzas. Sergey, acometido por un indecible malestar, repuso en voz alterada: -¡Basta de reticencias vagas y de insinuaciones indirectas! Si acusa usted, tenga cuando menos el valor de hacerlo francamente... ¿De quién sospecha usted? ¿Es acaso, de mí? ¿Me considera usted capaz de quebrantar un depósito sagrado? -¡Líbreme Dios de semejante idea mi general! Profeso a usted tanto afecto como respeto, y estoy convencido de que habría sido el primero en procurar mi rehabilitación, si hubieran llegado hasta usted las pruebas dé mi inocencia. -Pues entonces, ¿a quién atribuye usted tan odiosas maquinaciones? -Mi general debe saber mejor que yo... –¡Vaya! -replicó el general, sacando fuerzas de flaqueza -¡me obligará usted a abordar la cuestión, como abordaba en otros tiempos un reducto!... Todos esos miramientos, responden a que inculpa usted a una dama que merece mi estimación y mi cariño; pero tal procedi132
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miento es menos noble que un ataque de frente; ¿no lo comprende usted así? Listrac bajó los ojos, sin responder. -¡Exijo una contestación categórica caballero! -prosiguió el general, animándose gradualmente. -¿Es a la señora de Grandville mi parienta y protegida a quien imputa usted semejantes hechos? Como Listrac permaneciese callado, Leona le dijo a media voz: -¡Hable usted, caballero, puesto que de ello dependen su vida y su honor! El joven miró melancólicamente a la hija de Sergey, como agradeciendo su intervención. -¡Pues bien, mi general! -contestó. -Ya que lo exige usted, no tengo para qué ocultarlo por más tiempo; a mi juicio, la persona que acaba usted de nombrar, es autora de las substracciones que me han sido tan funestas. Sergey se puso rojo, y asió convulsivamente los brazos de su butaca como para incorporarse; pero cayó aplomado, y su semblante adquirió de nuevo un tinte cadavérico. -¡Papá! -exclamó Leona alarmada. -La conversación te ha fatigado con exceso; quizá conviniera que el señor Listrac... Pero el anciano se irguió, con los ojos desencajados. 133
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-¡Calla hija mía! ¡déjame! -interrumpió con autoridad. -Quiero aclarar esto a toda costa. Luego, volviéndose hacia Listrac, prosiguió: -Caballero, el indigno acto de que se trata debe obedecer necesariamente a un móvil; ¿a qué motivo atribuye usted esas extrañas persecuciones? -La persona de quien hablamos... -¿Por qué no la cita usted por su nombre? –¡Pues bien! La señora de Grandville me odiaba desde mucho antes de la catástrofe. -¿De qué provenía ese odio? -Lo ignoro. Es posible que haya herido involuntariamente su vanidad, por no haberla tributado los homenajes de profunda y apasionada admiración que despierta de ordinario... -Eso puede ser una petulancia por parte de usted -interrumpió el general, con amargura. -Pero, aun así, ¿cree usted que por razones tan fútiles, había de desearle la ruina? -No existen razones fútiles para una mujer ofendida mi general; pero, en este caso, no ha sido impulsada tan sólo por el odio contra mí, sino por el vivo afecto que profesaba a mi adversario. -¿Qué quiere usted dar a entender con eso? 134
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-Absolutamente nada, mi general. ¿No era lógico que la señora de Grandville sintiera simpatía por un joven apuesto y de talento, que vivía bajo el mismo techo, y que al verle muerto tan miserablemente, experimentara un ardiente deseo de vengarle? El general guardó silencio un instante. -Así, pues -repuso al fin, -sostiene usted parienta una dama distinguida de morigeradas costumbres y carácter afable puede haber concebido y ejecutado uno de esos planes de insaciable persecución, que sólo se forjan en las novelas ¿no es cierto? -Mi general, quiero, seguir creyendo que la señora de Grandville no premeditó nada; que la pasión del momento, la ocasión, el aturdimiento, la lanzaron a un camino fatal, en el que no ha sido posible retroceder... Escúcheme usted, y si le aflijo, si le ofendo, tenga usted en cuenta que la necesidad me apremia. Sé positivamente que la dama en cuestión descendió al jardín, pocos instantes después del duelo, y sin duda fue la primera que penetró en el pabellón, donde el capitán dejó el documento subscrito por mí. Según todas las apariencias, en un transporte de indignación y de dolor, se apoderó de aquel papel y lo destruyó. Al día siguiente, la casualidad pudo poner ante sus ojos una carta mía cuya letra conocía de sobra: impaciente por saber el conte135
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nido de aquella carta la abrió; y al encontrar en ella la prueba de mi inculpabilidad, temió que renunciase usted a perseguir al homicida y destruyó también aquel importante escrito. La supresión de las demás cartas, ha sido consecuencia de estas dos primeras injusticias, realizadas en el paroxismo de la exaltación... ¿Cree usted, mi general, que una mujer irreflexiva apasionada no puede sin que por ello haya motivo para calificarla de perversa dejarse llevar a semejantes extremos? Era imposible dar un giro mas moderado y generoso a los hechos que acarrearon a Listrac consecuencias tan terribles. Pero el general hizo caso omiso de la reserva de su interlocutor. -No afecte usted aires de indulgencia -le dijo. -Si sus sospechas resultaran exactas, la acción sería infame... ¡Pero, no! ¡no puedo creerlo!.. La suposición es absurda y calumniosa... ¡Oh! ¡si me ha engañado usted, sabré castigar su audacia! La agitación del anciano se hizo convulsiva; sus facciones se alteraron y su voz se tornó sorda y ronca. –¡Papá! -dijo Leona levantándose bruscamente. Suspendamos esta entrevista estás muy fatigado... Señor Listrac -añadió juntando las manos -le suplico que se retire. 136
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-Sí, sí, déjeme usted -balbuceó el general. -Necesito reflexionar, antes de resolverme. Interrogaré a la mujer a quien usted acusa y la obligaré a contestar... ¡sí, la obligaré! aunque para ello tenga que apelar a mi rudeza de soldado veterano. La determinación impresionó a Leona a pesar de sus preocupaciones. -¡Mi querido papá! –suplicó -¿por qué no evitar escenas y emociones que te perjudican? ¿No sería mejor dar al olvido el pasado, desistiendo de la querella y utilizando tu influencia en rehabilitar a Listrac? -No sé lo que haré -replicó débilmente el anciano -pero quiero averiguar la verdad... ¡Y si he sido burlado... si fuera posible que la ingrata!.. El general pronunció algunas palabras ininteligibles y cayó hacia atrás en su sillón, quedando inmóvil. -¡Dios mío! -exclamó Leona trastornada. -¡Por favor, caballero! parta usted. Cuando mi padre vuelva en sí, necesitará de un reposo absoluto. -Obedezco –respondió Listrac. -¿Pero no me dará usted, antes de separarnos, la seguridad de que mis explicaciones..? -¿Acaso dudaba de usted antes de oírlas? La puerta se abrió con precaución y Julián asomó la cabeza. 137
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-La señora está de regreso –anunció. -¡Que no le vea! -dijo precipitadamente al oficial de marina. -Provocaría un escándalo, que podría ser fatal a mi padre... Salga usted, se lo ruego... Julián le acompañará. ¡Adiós! -¡Adiós! -repitió Listrac, envolviendo a la joven en una mirada apasionada. -¡Dios la bendiga! Y siguió a Julián, cruzando apresuradamente el jardín. Al llegar a la verja el antiguo criado rompió el silencio. -Ya veo, señor -dijo con tristeza -que no ha logrado usted su propósito... Lo esperaba. Decididamente, seré yo quien tenga que arreglar este malhadado asunto. -¿Qué dice usted, Julián? ¿Acaso sabe usted..? -Ahora no puedo entretenerme; pero, si le detuvieran a usted, haga que me citen a declarar... Quizá pueda favorecerle en algo. Y sin esperar las preguntas de Listrac, cerró la verja y volvió corriendo hacia el castillo. El proscripto se encaminó al pueblo, profundamente desalentado: el resultado negativo de su entrevista con el general le postró en un abatimiento rayano en la desesperación. Una nueva circunstancia vino a aumentar su inquietud. 138
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A los pocos pasos, encontró a su patrona la madre de Guignet, sofocada por la rapidez de su carrera. -Ya me figuraba que andaría usted por aquí –dijo, alentando apenas. -Vengo a participarle que los gendarmes han estado en casa fisgando todos los rincones. ¡Pero se han quedado con un palmo de narices! Suponiendo que le buscaban a usted, he ocultado su equipaje, antes de que llegaran. Les he jurado y perjurado que la habitación está desalquilada desde hace un mes. Sin embargo, ¡no hay que fiarse de esos cazurros!.. No vuelva usted tan pronto, porque serían capaces de acecharle... Si a la noche ve usted un pañuelo blanco, puesto a secar en la ventana vaya usted sin temor; si no, espéreme usted detrás de la tapia del cementerio y le llevaré a un sitio más seguro que mi casa. Listrac dejó caer los brazos, descorazonado. –¿Para qué? -murmuró. -Ya que todo me abandona ¿por qué no he de abandonarme yo a mi suerte? La viuda de Guignet experimentó más compasión de la que podía esperarse de su natural egoísta. -¡Vamos, joven! -replicó familiarmente -¿a qué viene dejarse dominar así por la pena? Cuando se tiene dinero, como usted, no hay que desesperar. ¡Animo! tras de la tempestad viene la calma, como dicen nuestros hombres. En resumidas cuentas, todo se reduce a dar un pa139
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seo un poco más largo que de ordinario. A la noche todo estará en orden y podrá usted... Pero ¡rediez! -se interrumpió, mirando azorada a lo lejos -no hay que bromear... ¡mire usted por dónde vienen los «esbirros»! En efecto; dos gendarmes aparecieron al extremo del camino. -Es preciso que sepan algo cierto -prosiguió la mujer -para dirigirse al castillo. ¿Habrán tenido «soplo»? El oficial de marina comprendió lo que ocurría esto es, que la autoridad, advertida por la señora de Grandville hacía vigilar las cercanías del castillo pero su patrona no le dio tiempo para reflexionar. -¡Venga usted! ¡venga! –dijo en tono imperativo, tirándole de un brazo. Y le arrastró hacia una hondonada sombría y tortuosa donde después de hacerla nuevas observaciones, la mujer trepó por un talud que bordeaba la carretera cruzó un sembrado lindante y desapareció, dejando al proscripto errante, casi a la ventura.
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VIII EL COMPLOT Al separarse de Listrac, Terranova experimentó deseos de paliquear y de informarse lo más exactamente posible de la impresión producida entre los habitantes de los contornos por los acontecimientos de la noche anterior. No tardó en encontrar ocasión de ejercitar su sagacidad de espíritu, que contrastaba con la frivolidad aparente de sus maneras. Cerca ya del poblado, divisó un elegante carruaje parado bajo los árboles, al borde del camino. Una dama esmeradamente tocada asomada a la portezuela conversaba con dos hombres de tosco aspecto, que se mantenían cuadrados respetuosamente, con la cabeza descubierta. ¡Júzguese del asombro de Terranova! Uno de aquellos hombres era su patrón, Cabillot, y el otro, un 141
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chamarilero llamado Conturier, asociado en concepto de armador a los contrabandistas: en cuanto a la dama del carruaje, el joven marino reconoció fácilmente a la señora de Grandville. -¡Recontra! -exclamó para sí, deteniéndose para observar el grupo. -¡Antes hubiera creído que una fragata de guerra arriase su pabellón ante el más miserable de los barcuchos, que suponer que la orgullosa dama del castillo consintiera en hablar con ese par de bribones! ¿Qué demonio tratarán? ¡Cualquiera diría que son los mejores amigos del mundo! -En efecto, la dama dirigía a sus interlocutores sonrisas alentadoras, gestos de protección, y Cabillot y su compañero revelaban el mayor contento en sus ademanes. Terminada la conferencia la señora de Grandville saludó ligeramente con la mano y el carruaje tomó la carretera de En, mientras los dos hombres se alejaban en dirección opuesta. -¡Hay que ver en qué para esto! -murmuró Terranova. Y continuó espiando a los dos amigos. Estos descendieron la rápida pendiente que conduce a Tréport; pero, al llegar a las primeras casas, se separaron. Terranova siguió a Cabillot por el laberinto de ca142
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llejuelas del barrio de pescadores, viendo entrar al patrón en su casucha. El joven vaciló un momento, pero se sobrepuso a su indecisión. -¡Bah! –pensó -¡después de todo, no me tragarán! Y levantando el picaporte de una desencajada puertecilla penetró en una pieza lóbrega y sucia, atestada de útiles de pesca y de navegación, en la que revoloteaba un enjambre de moscas, atraídas por las infectas emanaciones del pescado corrompido. Terranova saludó a la sobrina de Cabillot, tina muchacha feísima desarrapada y casi idiota, que, acurrucada ante el hogar, cuidaba de una enorme olla y se dirigió resueltamente a la segunda pieza mucho más grande y mejor iluminada que la primera. Cuatro o cinco miserables jergones se alineaban a lo largo de las paredes, viéndose hacinados, en los espacios libres, artefactos y cachivaches de toda especie. Era el almacén de Cabillot y el dormitorio de su tripulación, constituida como sabemos, por su propia familia. Patrón y marineros estaban sentados en barriles, en torno de una grasienta mesa sobre la que aparecían los restos de una comida ordinaria pero abundante, en la que el ajo y el vinagre parecían haber jugado el principal papel. Ya no comían, pero las botellas y los vasos, a medio vaciar, indicaban que se143
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guían bebiendo. Todos discutían con calor, pero sin acritud. El joven marino entró de rondón, con el sombrero calado y silbando. La conversación cesó, y los comensales, sin saludar al intruso, le lanzaron miradas sombrías y amenazadoras. Sin inmutarse Terranova tomó uno de los vasos, que vació de un sorbo, se sentó sobre un rollo de cable sacó su pipa y la llenó, con toda calma. -¡Bueno, patrón! -dijo. -¿Qué órdenes hay para esta noche? Me parece que tendremos marejada. Después de unos instantes de silencio, Cabillot contestó, en tono duro: -Por ahora no pensamos embarcar, y menos contigo... Tenemos otra cosa que hacer. Terranova comprendió que desconfiaban de él pero, poco dado a permanecer mucho, tiempo en una posición falsa precipitó la explicación. -¡Vaya patrón! -replicó, con acento de franqueza -¡no andemos por las ramas! Se han enfadado ustedes por el desastre de anoche y ¡qué demonio! todos los oficios tienen sus quiebras. He salido bien veinte veces; ¿hay razón para que me pongan cara de perro por haber fracasado a la veintiuna? ¿Cuál es el marino que no ha embarrancado alguna vez en la costa? 144
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Esta lógica de alta mar produjo cierta impresión en los hijos y sobrinos de Cabillot; pero no chistaron, limitándose a volver los ojos hacia el patrón, su jefe y su oráculo. -Puesto que lo quieres -contestó Cabillot, con moderación estudiada -te hablaré con el corazón en la mano. Tienes amigos que no nos convienen y, si hemos de trabajar juntos, es preciso que elijas entre ellos y nosotros... ¿Lo entiendes? –Sea usted razonable patrón. ¿Qué le ha hecho el pobre Maillard? Es un buen hombre; la noche pasada pudo aprovecharse de su ventajosa posición, colocándome en un aprieto, y en lugar de hacerlo, me dejó marchar, sin entrar en averiguaciones, contentándose con decomisar el contrabando... ¿Qué más se le puede pedir? El panegírico de Maillard. fue mal acogido por la hostil asamblea. -¡Sí, pero hemos quedado arruinados! -murmuré uno de los asistentes. –¡Nos ha quitado el pan! -añadió otro, apurando un vaso de vino. -¡Eso no puede quedar así! -bramó el primogénito de Cabillot, golpeando sobre la mesa. -Antes de que 145
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amanezca te juro que tu amigo Maillard no estará en condiciones de volver a importunar a nadie, porque... Un gesto imperativo del patrón le impuso silencio; pero su celo excesivo le había llevado demasiado lejos, y comprendió su falta al ver el efecto que sus palabras produjeron en Terranova. Este se levantó, lívido. -¡Ah! –exclamó -¿esas tenemos? ¿De modo que traman ustedes algo contra Maillard? -¡No, hombre! ¡no! -contestó Cabillot. -¡Este Juan es una bestia que ni ve, ni oye, ni entiende! Pero la negativa no satisfizo a Terranova lo cual observó el patrón. -¿Qué quieres que hagamos a Maillard? -prosiguió en tono bondadoso. -Después de todo, el que viniera sería peor... Además, ¿de qué nos serviría «suprimirle»? ¿Recuperaríamos con ello las mercancías? -Ya sé que usted no se arriesga sin provecho, patrón -contestó Terranova -pero también sé que no perdona usted fácilmente a quien hace algún daño... ¡Aquí hay gato encerrado! Pondría las manos en el fuego. -¡Qué testarudo eres, criatura! -dijo Cabillot, con una calma poco habitual en él. -Para que te convenzas, voy a decirte la verdad.
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La sorpresa se pintó en las facciones de los tripulantes, cuyas pipas y vasos cesaron de funcionar un momento. Cabillot prosiguió, con acento insinuante: -¡Vamos a ver, muchacho! Si existiera un medio de rescatar las mercancías que nos birlaron anoche ¿no sería natural que lo utilizáramos? -¡Claro que sí! -¡Pues bien! de eso es de lo que se trata. -¿Y cómo se arreglará usted, patrón? -preguntó Terranova. -Eso es cuenta nuestra ¡digo! a menos que tú quieras... -No digo que sí ni que no; pero para alistarme en la tripulación, necesito saber el destino del barco. -Hay muchos marinos que no hilarían tan delgado; pero tú nos mereces absoluta confianza. ¿Juras guardar el secreto, si no te agrada el proyecto? -¡Que me quede mudo! -contestó solemnemente Terranova. -¡Basta! A pesar de tus amores con la sobrina del aduanero, eres un buen chico, incapaz de delatar a los amigos. ¡Oye, pues! Ya sabes que a consecuencia de un conflicto entre las aduanas de Plessis y Tréport, nuestro fardo de blondas ha sido depositado en la primera hasta que regrese de su visita el jefe. 147
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-No sabía nada patrón; pero me informará ahora mismo. -¡Muy bien! Y vendrás a darme cuenta de tus gestiones... Había pensado ir personalmente al puerto; pero esto hubiera infundido sospechas. Estos estúpidos son tan torpes, que lo echarían a perder; de modo que más vale que te encargues tú, que eres vivo... Volvamos a nuestro asunto; la aduana de Plessis estará casi abandonada toda la noche porque cuatro, de los cinco aduaneros del puesto, prestarán servicio en la costa. Podremos, por tanto, asaltarla con facilidad, y terminar en un dos por tres. -¿Y si encuentran ustedes resistencia? -¡Bah! iremos prevenidos, y la cosa pasará como una seda. ¡Vaya! ¿vendrás con nosotros? Terranova reflexionó un instante. -¡No! -contestó al fin -no quiero volver a encontrarme con Maillard... Además, no me gustan esos negocios. Una cosa es burlar a los aduaneros, introduciendo fraudulentamente un paquete, y otra penetrar en un edificio habitado, para llevarse un objeto que no pertenece. Ande usted con pies de plomo, patrón, porque si les detuvieran... -No hay cuidado -replicó Cabillot. -¡ En fin! eres libre de hacer lo que te plazca en este asunto. En cuanto a 148
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las consecuencias, no te preocupes: contamos con protectores más poderosos de lo que te imaginas. -¿Protectores? ¿Quién diablos..? -¡Ah! permíteme que me lo reserve, puesto que no quieres ser de los nuestros. Realizaremos la empresa solos sin perjuicio de reanudar nuestros tratos, cuando se olvide la algarada de anoche... Ahora Terranova el mayor servicio que puedes hacernos es irte a merodear por el puerto; ¡no sé por qué, me parece que han de ocuparse de nosotros! -¡Voy, patrón! Pero antes, júreme usted que no trama nada contra el gran Maillard. -Te lo aseguro. Terranova se caló de nuevo el sombrero, y salió silbando, como al entrar. Apenas traspuso la puerta el joven marinero, cambió el aspecto del patrón, quien recobró el aire dominante y brutal, peculiar en él. Sus hijos y sus sobrinos parecían desear interrogarle; pero, contenidos por el temor, se limitaron a contemplarle con curiosidad. El más osado fue Juan. -Padre -dijo algo cohibido -aquí no hay más amo que usted, eso es indiscutible; pero ¿a qué contar a ese pillastre de Terranova..? 149
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-¡Calla! -interrumpió Cabillot. -¿Quién, sino tú, ha tenido la culpa? ¡No sé cómo no te pego veinte latigazos! Algo había que decirle ya que tú cometiste la necedad de ponerle en guardia. Y gracias a que se ha contentado con la historia de la aduana... ¡En fin! ¡basta de conversación! A beber hasta que llegue la hora pero ¡ cuidadito con emborracharse! ¿ eh? Por su parte, Terranova no se dejó engañar por las protestas de Cabillot. -Aunque pretendan hacerme ver lo contrario -dijo para sí al salir -apostaría cualquier cosa a que maquinan alguna trastada contra Maillard. ¡Estaré alerta! Y se encaminó hacia el muelle. Llegado al extremo de la escollera el joven marino escrutó sucesivamente el cielo y la tierra para deducir el cariz que presentaba el tiempo. La observación no debió complacerle porque torció el gesto, prorrumpiendo en una breve interjección. En efecto, se había operado un brusco cambio. El firmamento aparecía velado por negros nubarrones, el viento soplaba violentamente y las olas rompían con estrépito, saltando al paseo por encima del murallón y dispersando a las elegantes damas y a los burgueses desocupados, espectadores ordinarios de la subida de la marea. 150
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Terranova cambió algunas frases jocosas con los audaces tripulantes de las escasas embarcaciones que se alejaban, dando bandazos, olvidado por completo de los secretos motivos que le habían guiado hasta allí, cuando vino a recordárselos un nuevo incidente. Un bote de reducidas dimensiones, dobló el ángulo de una de las elevadas escarpaduras inmediatas a Plesis y avanzó lentamente hacia el puerto. Semejaba un ave acuática, que reposara sobre la superficie de las ondas, y desaparecía en ocasiones, momentáneamente, tras las monstruosas desigualdades del oleaje. Ganaba terreno, sin embargo, y bien pronto pudo reconocerse a los osados bateleros que maniobraban en el frágil cascarón de nuez. Uno de ellos notable por su extraordinaria estatura llevaba el uniforme de los aduaneros; el otro, vestía el de los marineros de la aduana. Aunque la embarcación iba medio llena de agua marchaba gallardamente a través de las olas como si estuviera segura de su impunidad, al desafiar los furores de aquel embravecido mar. -¡Calla! -murmuró Terranova -parecen Maillard y Grivot... ¡Sí! ellos son. Por cierto que, si no me engaño, también conozco el juguetito en que vienen bogando... ¡Me alegro! así sabremos algo. Y tomando un cable preparado sobre el parapeto, retuvo uno de sus extremos y lanzó el otro a los aduane151
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ros, que le alcanzaron y le amarraron a proa. Entonces, el joven marinero, con ayuda de otros, allí presentes, remolcó triunfalmente la embarcación. -¡Hola muchacho! -dijo Maillard, saludándole afectuosamente. -Has llegado a tiempo, porque ya no podíamos más... ¡Vaya una mar endiablada! Apenas atracó el barquichuelo, Terranova saltó a él, separando a los curiosos. -¿Pero qué ventolera le ha dado a usted, señor Maillard? –preguntó en tono de broma. -Según se dice, anoche hizo usted frente a un centenar de contrabandistas, poniéndolos en fuga y apresando un rico botín; hoy le veo a usted embarcado, a pesar del mal tiempo. ¿Es que se ha propuesto usted realizar capturas por tierra y por mar? -No hagas caso de lo que se dice, Luis -contestó el aduanero, con su bondad habitual. -Se ha exagerado mucho, respecto a lo sucedido anoche... En cuanto al bote, le vi esta mañana encallado en la playa; y como el mar lo hubiera destrozado, Grivot y yo hemos decidido traerle aquí, por si lo reclamaran. -¡Ah! ¿de modo que no tiene dueño? ¿No se ha podido averiguar..? El diálogo fue interrumpido por la Regada del ayudante de Marina. Este funcionario, prevenido del des152
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cubrimiento de Maillard, acudió para informarse detalladamente. Terranova -que se había ofrecido complacientemente a desaguar el barco, prosiguió su tarea después de saludar militarmente. -¡Bravo, Maillard! -dijo el ayudante con familiaridad -¡es usted el héroe de la jornada!.. ¿Supongo que será éste su hallazgo? Pues es una preciosidad, que vale unos cuantos centenares de francos... Por la hechura juraría que su construcción es inglesa. -Cuando menos lo parece. Lo que puede asegurarse es que no ha salido de un astillero francés. No hay más que ver las letras y los guarismos pintados a popa. La observación era bastante sutil, pero exacta. En la popa del bote campeaban una W y la cifra 735, estampadas, sin duda para despistar, porque tales caracteres no tenían ninguna significación. -¿Y cómo ha venido a encallar en nuestras costas? -Otros más hábiles que yo lo esclarecerán -contestó Maillard. -Provisionalmente, consideramos el barco como resto de un naufragio; si nadie le reclama se venderá, y percibirá usted la prima que le corresponde. -¡Bien nos la hemos ganado Grivot y yo!... Pero permítame que le diga señor ayudante, que no puede 153
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proceder de un naufragio; hace ya más de dos meses que no hay ningún temporal en la Mancha. -¿Si será de los contrabandistas de anoche? -No sería extraño -contestó Maillard, sonriendo. -¿En qué funda usted su creencia? El aduanero sonrió de nuevo y habló en voz baja con el ayudante. Terranova hubiera deseado enterarse porque le interesaba directamente; pero no pudo sorprender más que palabras, sueltas. Maillard recogió los remos del bote, haciendo notar sus exageradas proporciones y deduciendo del hecho conclusiones de relativa importancia. -¡Magnífico, Maillard! -repuso al fin el ayudante. -Es usted un hombre observador y sensato, que merece toda clase de elogios. Se tendrán en cuenta sus indicaciones, que quizá permitan dar con esos malditos contrabandistas... ¡Vaya! le dejo... El bote quedará en depósito, hasta nueva orden. Mañana regresará su jefe, y me pondré de acuerdo con él. -Me marcho también -dijo a su vez el aduanero -porque ya es hora de servicio. ¿Vienes, muchacho? -¡Allá voy! -gritó Terranova. Y ambos se despidieron del marinero de la aduana a quien se confió la custodia del barco, dirigiéndose hacia 154
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las rocas, sin contestar a las infinitas preguntas de los curiosos. -Va usted como una sopa -dijo Terranova. ¿Quiere usted que descansemos en la taberna de Fillon, para secarse un poco? -Gracias, Luis; no entro nunca en las tabernas. -Por una vez... -No insistas; estoy acostumbrado a las duchas de agua salada y a que se me seque la ropa encima. -Como usted quiera. ¿Pero me permitirá usted que le acompañe un rato? -Eso sí; con mucho gusto. Y embocaron el áspero sendero que serpentea el flanco del acantilado. Al llegar a medio camino, se detuvieron para respirar. A sus pies, se veía una compacta multitud, agolpada en el muelle. –¡Ya tiene de qué hablar la gente! -dijo el aduanero con sonrisa burlona. En efecto, se susurraba que varios barcos extranjeros habían intentado, la noche anterior, un golpe de mano contra el castillo de Eu; Fiero que la expedición había fracasado, gracias a la vigilancia de la aduana y especialmente del cabo Maillard. Como prueba de sus estupendos asertos, los comentaristas mostraban la pequeña embarcación depositada en el puerto. 155
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IX LA ADUANA DE PLESSIS A los pocos minutos, Terranova y Maillard llegaron a la explanada que corona la cumbre de la escarpadura y se detuvieron de nuevo. A lo lejos, los árboles se inclinaban bajo las ráfagas del viento, que soplaba con un mugido sólo comparable al mar. Este, continuaba encrespado y turbulento. Las escasas lanchas pescadoras expuestas a sus caprichos habían arriado sus velas y algunas maniobraban para empeorar al puerto, aprovechando el resto de la marea. El aduanero movió la cabeza contemplando el mar. -¡Hacen bien en regresar! -dijo. -¡Si no me engaño, la madrugada próxima será terrible! -¿Lo cree usted así? Parece que amaina el viento. 156
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-Es verdad; pero sigue soplando del mismo lado y volverá indudablemente con la marea que será una de las más vivas de la estación. ¡Plegue a Dios que la borrasca no sea funesta para tanto infeliz marinero! Y reanudó su camino, a buen paso. -¿De modo -preguntó Terranova -que a pesar de las fatigas de ayer y hoy, tiene usted que prestar servicio esta noche? -¡No hay más remedio, hijo mío! La última intentona demuestra que no debemos descuidar la vigilancia. Pasaremos la noche haciendo rondas, que dando el sargento al cuidado de la aduana. Estos detalles, que revelaban la exactitud de los informes de Cabillot, redoblaron las alarmas de Terranova con respecto al bondadoso aduanero. -¡Oiga usted, señor Maillard! -le dijo emocionado. -Es usted un hombre honrado a carta cabal, tío de Juana a quien tanto amo, y lamentaría que le ocurriera cualquier contratiempo. He oído decir que los contrabandistas sorprendidos anoche por usted eran numerosos, y que sería fácil que trataran de vengarse. ¿No teme usted que aprovechen la primera ocasión favorable que se les presente? -En primer lugar, hijo mío, los contrabandistas no eran más que dos, y el que yo capturé no tenía nada de 157
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temible... Además, es fácil que los pongan a buen recaudo antes de la noche. Terranova palideció a su pesar. -¡Cómo! –exclamó -¿los reconocería usted? -Tal vez. Si hubiera querido, ya sabría quién era el portador del paquete de blondas, porque le tuve completamente a mi discreción. -¿Pues si le dejó usted libre entonces, a qué descubrirle ahora? -Porque se han recibido confidencias que cambian la faz de las cosas. Según noticias, figura entre los contrabandistas un malhechor, un asesino reclamado por las autoridades, respecto al cual se nos han comunicado las más severas órdenes. Esto es lo que me ha determinado a revelar mis observaciones acerca del bote abandonado, y el ayudante de marina que, como sabes, no tiene pelo de tonto ha tomado a su cargo el asunto. -¡Ya pueden ir con tiento esos tunantes! –¿Pero podría usted decirme al menos..? -Mira Luis; estas son cosas de servicio, de las que no debo tratar más que con mis jefes... Agradezco en lo que vale tu consejo, pero estoy muy tranquilo. He arrostrado sin temor peligros y enfermedades durante mi época de navegación, y no han de amedrentarme ahora, que estoy 158
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adherido a esta roca, como una ostra las bravatas de esos pillastres. Terranova no se dio por vencido. -De todos modos -insistió con vehemencia -le ruego que no se exponga a tontas y a locas y que adopte precauciones, durante unas cuantas noches... ¡Hágalo usted por mí, señor Maillard, por sus amigos, por su bondadosa hermana por nuestra querida Juana! El aduanero advirtió la excitación de Terranova y le miró fijamente. -¡Tú sabes algo de esa gente, Luis! -le dijo. Apostaría para ganar. -Aseguro a usted... -¡Te digo que sabes algo! no trates de negarlo. Terranova dominó su emoción, haciendo un violento esfuerzo. -¡Que no, señor Maillard! -replicó. -Me limito a repetirle lo que se afirmaba esta mañana en todas partes; que los contrabandistas intentarán, infaliblemente, vengarse de usted. Y como quizá sean ellos mismos los que han esparcido el rumor, yo creo que debería usted prevenirse. Eso es todo lo que sé. Maillard se puso en marcha. -¿Nada más? –preguntó. -Me figuraba... Pues oye a tu vez, Luis -prosiguió en tono serio. -Te he prometido 159
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a mi sobrina Juana y no me arrepiento, porque espero que la harás dichosa; pero, si he de hablarte con franqueza tienes amistades que no me hacen gracia y esto es causa de que nuestras relaciones no sean todo lo estrechas que yo desearía. Esto mismo, poco más o menos, fue lo que dijo Cabillot a Terranova un momento antes, y el joven marino comenzó a penetrarse de lo odioso de su Papel entre el aduanero y el contrabandista. -¡Cómo! -exclamó con azoramiento -¿sospecha usted de mi patrón y de... los suyos? -¡Pues bien! ¡sí! ¿A qué andar con rodeos? Ya te dije ayer el concepto en que tengo a ese viejo zorro, y hoy he de añadirte que sospecho más que nunca. Anoche vi sus dobles faroles, y no debía estar muy lejos cuando los dos contrabandistas escalaron la Cuesta Verde. ¡En fin, no hay quien me quite de la cabeza que Cabillot y su maldita pandilla de hijos y nietos andan mezclados en estos belenes! Terranova tembló como un azogado. -¿De veras? -balbuceó. -¡Y tan de veras! Quizá no tarde en saberlo positivamente... Es más, hasta se me ha ocurrido una idea singular. Anoche como era natural, no pude hacer grandes observaciones; pero esta mañana reflexioné y concentré 160
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mis recuerdos. El individuo a quien detuve era un joven ágil, como tú, casi de tu estatura y cuando imploró compasión, se parecía tanto su voz a la tuya... -¿Reconoció usted mi voz? -exclamó Terranova desatinado. -¡Ah! Señor, Maillard, ¡qué opinión formará usted de mí! Y cediendo a los remordimientos de su conciencia se deshizo en lágrimas. El bondadoso aduanero no interpretó la verdadera causa de aquel pesar; y creyendo haber agraviado al joven marino con su ofensiva duda tomó su mano y la oprimió vigorosamente. -¡Perdóname, Luis! -le dijo con efusión -no me has comprendido. Bien sabe Dios que te juzgo incapaz de cometer un acto semejante. Mi necio error provino, sin duda de mí constante preocupación cuanto a ti se refiere, de mi turbación durante, la lucha de las circunstancias, de tus relaciones con gente de probidad dudosa ¿qué sé yo? Si sospechara de ti, ¿estarla conversando tranquilamente contigo? ¿Te trataría ya como de la familia? ¿Estrecharía tu mano entre las mías, como lo hago? ¡No! Te miraría como el más ingrato, como el más villano de los hombres; te prohibiría volver a mirar a Juana; y en mi justa indignación, tal vez llegara hasta entregarte a la justicia. 161
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Hubo un momento, en el que Terranova estuvo tentado de arrojarse en los brazos de Maillard y confesarle francamente su falta; pero las últimas frases del aduanero le hicieron comprender el peligro que entrañaba. Hubiera transigido con todo, menos con renunciar a Juana; era un sacrificio superior a sus fuerzas. Se reprimió, por tanto, y contestó con relativa calma: -No me comprenden sus recelos señor Maillard. Veo que la causa de todo el mal es mi trato con esos malditos Cabillot; así, pues, estoy decidido a observar cuidadosamente su conducta; y en cuanto note la más ligera incorrección, abandonaré su servicio... ¡Le juro a usted que lo haré, aunque tuviera que morirme de hambre! -Un marino inteligente y activo, como tú, no puede morirse de hambre, mí querido Luis. En cuanto a separarte de Cabillot, procura decidirte lo más pronto posible porque podrías verte comprometido por causa suya. En aquel momento, llegaron a una de esas cabañas de ramaje que sirven a los aduaneros de observatorio y de lugar de reposo. Maillard se detuvo, para esperar a uno de sus camaradas. Terranova permaneció inmóvil, con la vista clavada en tierra. -Siento haberte entristecido con mis tonterías -dijo Maillard. -Me quedo aquí, porque tengo que aguardar a 162
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mi compañero Blanchet. Ya que no te haces a la mar, ¿por qué no te vas paseando hasta Plessis? Allí encontrarás a Juana y a su madre y te distraerás; diles, al paso, que me tengan preparada la comida para las seis. -Puesto que usted me autoriza -contestó Terranova -voy hacia allá y cumpliré su encargo... -¡Hasta luego, y no se olvide usted de mis advertencias!... ¿Dormirá usted en casa esta noche? -¡Imposible! ante todo, el servicio. No pases cuidado, muchacho, que nadie se muere hasta que Dios quiere. Después de cambiar un nuevo apretón de manos, Terranova se alejó a paso rápido, mientras el aduanero se sentaba delante de su garita. -¡Qué hombre tan bueno! -murmuró el joven marino, enternecido; -es una indignidad engañarle... ¡Sí! tiene razón; es preciso romper cuanto antes con ese condenado Cabillot... Pero ¿cómo me las compongo ahora? Si advierto al patrón y a su prole de las sospechas de Maillard, precipitarán el golpe. Por otra parte, Maillard es muy astuto, y estando con la mosca a la oreja podría descubrir nuestra connivencia y entonces, ¡adiós mis ilusiones!.. ¿Qué hacer, Dios mío? Y se golpeó la frente con desesperación. 163
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-Lo mejor será –prosiguió -dejar que se desarrollen los acontecimientos esta noche. No diré nada a Cabillot, y mañana cuando haya recuperado sus mercancías, estaré en situación favorable para despedirme... ¡Sí! eso es, me callaré... ¡Por supuesto, que no intenten hacer daño a Maillard, porque entonces... ! Monologando así, Terranova llegó a la embocadura de un vallecillo cruzado por un riachuelo. Hacia la parte de tierra se divisaban entre los árboles varias viviendas rústicas. Al pie de la vertiente opuesta cuya negra cresta parecía confundirse con el cielo, se destacaba triste y solitario, un edificio de un solo piso, casi oculto por la sombra de la montaña; era la aduana de Plessis. Terranova frente a aquel cuadro tan familiar para él, sólo tuvo un pensamiento: ver a Juana. Y regocijado ante la perspectiva descendió la pendiente irregular que conduce a la cañada. Al ir a cruzar el puente de madera oyó una voz, que le dijo en tono jovial: –¡Eh, grumete! ¿dónde diablos vas tan deprisa? El interpelado se detuvo súbitamente y miró en su derredor. Resguardado del viento por una elevación del terreno y tendido sobre la hierba un corpulento aduanero fumaba tranquilamente su pipa contemplando el paisaje. Terranova reconoció enseguida al jefe del puesto de Plessis, superior inmediato de Maillard; y conociendo 164
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de antiguo la debilidad del personaje, a quien convenía tener contento, se descubrió y le abordó respetuosamente: -¡Ah! ¿es usted, sargento Martín? -le dijo. ¡Perdone usted! no le había visto... ¿Estaba usted descansando? Bien merecido lo tiene, porque, según se asegura trabajó usted de firme la noche pasada. Se necesita ser de hierro, como usted, sargento, porque hay momentos en que el cuerpo reclama lo suyo. -Eso no reza conmigo, muchacho -contestó el lisonjeado -engallándose. -Yo no me fatigo nunca; descanso cuando no hay que hacer, ¡y pare usted de contar!.. ¿De modo que se comentan mis hazañas de anoche? ¡Realmente, a no ser por mí, podrían haber ocurrido acontecimientos, que hubieran puesto en conmoción a Francia entera! -¿De qué acontecimientos habla usted, señor Martín? -preguntó Terranova con asombro. -Lo que me han dicho, es que la fuerza a sus órdenes realizó una importante aprehensión, pero... -Lo que hacen mis subordinados es como si lo hiciera yo, porque soy su jefe y tengo la responsabilidad del servicio. ¿Pero crees tú que se trata solamente de una aprehensión de contrabando?... ¡Mira! tú eres de casa como si dijéramos, puesto que has de casarte con la so165
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brina del cabo, y puedo confiarte que mi vigilancia ha desbaratado planes... ¿No viste anoche ciertas embarcaciones sospechosas, atisbando la costa? -Confieso que no, sargento. -Nadie las vio, y eso aumenta el mérito del autor del importante descubrimiento. Pues bien; anoche a la puesta del sol, se divisó un barco inglés en el horizonte. Terranova se estremeció, comprendido la posibilidad del hecho, y objetó, con cierto azoramiento: -¡Bah! algún bergantín carbonero, que costearía para practicar sondeos... -Nada de eso; era un barco de guerra. No estoy en Babia y, a pesar de la bruma distinguí perfectamente su artillado. Tranquilo ya, Terranova no pudo contener una carcajada. -¿Un barco de guerra para introducir blondas de contrabando? ¡Vaya señor Martín! Usted quiere mofarse de mí. -Yo no acostumbro mofarme de nadie y sé bien lo que digo -contestó el sargento en tono desdeñoso. -La prueba de que los ingleses han estado cerca es que han abandonado en la playa uno de sus botes. Quizá los supuestos contrabandistas tuvieran la misión de examinar la costa porque se asegura que iban mandados por un 166
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antiguo oficial de la marina francesa un pájaro de cuenta a quien se ha visto rondando las inmediaciones del castillo. Según los periódicos, nuestras actuales relaciones con Inglaterra son algo tirantes; y como está próximo el castillo de Eu, y las ruinosas baterías que protegen la entrada del puerto no sirven para nada... ¿quién te dice que esos ingleses no preparaban un atrevido golpe de mano?.. Afortunadamente, mientras yo esté aquí, el rey está bien guardado. Poco faltó para que Terranova prorrumpiera en una nueva y ruidosa carcajada al escuchar las ridículas pretensiones de su interlocutor; pero, como le interesaba no mal quistarse con el sargento, se contuvo y replicó, dando a su fisonomía una marcada expresión de candidez: -La verdad es que no hay nada de que asombrarse tratándose de usted, porque tiene usted una vista de águila... Sea como quiera supongo que los ingleses no volverán a la carga esta noche porque arrecia demasiado el viento. -Por si acaso, no descuidaré las precauciones. Mis hombres permanecerán en sus puestos, y yo mismo les acompañaría si no tuviera que substituir en sus funciones a nuestro oficial.
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-¡Bueno! -pensó Terranova -roncará toda la noche como una caldera de vapor, y los Cabillot, se despacharán a su gusto. El sargento, después de una pausa dijo, variando de tema: -Es inútil preguntarte dónde vas; pero si quieres ver a tu novia habrás de buscarla en la aduana. Allí la encontrarás con su madre, a quien he rogado que me arregle un poco el cuarto, porque, como buen soltero, soy un Adán. Terranova dio las gracias por su indicación al intrépido sargento, y después de prodigarle otras cuantas lisonjas, continuó su camino. -¡Presuntuoso! ¡gandul! -exclamó para sí. -¡Si todos los aduaneros fueran como tú, qué cómodo sería el contrabando! Al Regar a la aduana que conocía palmo a palmo, se dirigió al dormitorio de Martín, deteniéndose a la puerta para escuchar el animado diálogo que sostenían Juana y su madre. La joven decía en tono suplicante: -¡Sea usted razonable madre! ¿ Qué daño se puede causar al Estado por cortar unas e ras de este encaje? ¡Sentarían tan bien en mi traje de boda! –¡No, Juana! -contestó su madre -sería un robo. 168
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-¡Un robo! ¿A quién? ¡Si todo esto no tiene dueño! De fijo que si mi tío estuviese aquí, no tendría valor para negármelo. -Te lo negaría seguramente, hija mía. Mi hermano es muy formal en sus cosas... Tanto él como el sargento Martín, no nos perdonarían tal abuso de confianza. -No hay necesidad de que lo sepan; aun no han hecho el inventario de todas estas preciosidades. -No hablemos más. La coquetería te ha trastornado el juicio. En aquel momento se presentó Terranova, alarmando a las dos mujeres, que se volvieron lanzando un grito de espanto. -¡Ah! es Luis -repuso Juana trocando, al verle su terror en sonrisa. -Siempre llega cuando menos se le espera. -¡Valiente susto nos has dado! -agregó la viuda de Rupert, matrona de unos cincuenta años y vivo retrato de su hermano. -¡Anda hija mía! Recoge todas esas blondas y colócalas en su sitio. ¿Qué dirían tu tío y el señor Martín, si notaran que las habíamos revuelto? ¡Despáchate y vámonos! -Déjeme usted ver ésta madre. -¡He dicho que basta! Si en vez de Luis entra cualquier otra persona me habría muerto de vergüenza. 169
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Juana obedeció lentamente, suspirando con frecuencia. Terranova por su parte, al ver aquellas riquezas, sobre las que se atribuía ciertos derechos, experimentó vivos deseos de apropiárselas y sus ojos brillaron de codicia; pero logró resistirse a la tentación y transmitió a la viuda con toda calma el encargo de su hermano. -Ya lo oyes, Juana -dijo a ésta su madre -tu tío está de servicio esta noche y hay que prepararle la comida... ¡Vamos! ¡empaqueta esas chucherías! -Voy, madre. A pesar de su resolución, Juana continuó manoseando las blondas con placer, reintegrándolas a duras penas a su envoltorio. A cada instante, se detenía extendía de hombro a hombro una pieza de bordado y preguntaba zalameramente a Terranova: -¿Cómo me encuentras, Luis? ¿Te gustaría verme adornada así? -Estás bonita de todos modos -contestaba galantemente Terranova; -pero, por complacerte, desearía poder ofrecerte un montón. -Si, pero nos quedamos con las ganas -dijo al fin la joven, plegando con reconcomio la tira que tenía en la mano. -Me conformaría con una como ésta. 170
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-¿Como ésa? -preguntó Terranova señalando el codiciado adorno. La joven asintió con un movimiento de cabeza. En aquel instante, la viuda que acababa de poner en orden el cuarto, miró hacia la ventana y dijo precipitadamente: -Viene hacia aquí el sargento... ¡Vivo, hija mía o nos sorprenderá! Juana se apresuró a embalar los preciosos tejidos, ayudada por Terranova. En menos de un minuto, las blondas volvieron al fardo, que se dispuso como antes. Sólo una tira quedó sobre la mesa; la designada por Juana. Terranova la separó, y aprovechando la oportunidad de volverles la espalda la viuda la ofreció a la joven, que enrojeció y palideció alternativamente. -No temas nada –murmuró, –yo respondo. Ella titubeó; pero al resonar los pesados pasos en la escalera se echó a temblar, alargó el brazo y aceptó el obsequio con que se la brindaba. Quizá la asaltaba el propósito de deslizar la blonda en el paquete, cuando el sargento entró. Entonces ocultó la tira bajo el delantal, mientras Terranova sonreía.
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X EL PROTECTOR Cuando Listrac se separó de la madre de Guignet, se internó en el campo, buscando los parajes menos frecuentados, los caminos más solitarios. No temía morir, pero le aterraba la vergüenza de un arresto, las angustias y las humillaciones de un proceso. Agobiado por la fatiga se dirigió a un frondoso bosquecillo, rodeado de matorrales, donde se tendió sobre la hierba resolviendo esperar a que declinara el día para aventurarse a volver a su hospedaje. Al poco rato, le sacó de sus tristes meditaciones el acompasado trote de un caballo. Creyéndose perseguido, se levantó cautelosamente y se puso en observación tras la maleza reconociendo a primera vista que nada tenía que temer del jinete. 172
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Era un joven de fisonomía franca y leal, cuyo rostro regular, encuadrado por patillas negras, aparecía ligeramente bronceado por la acción de un sol tropical. Iba vestido con elegante sencillez y ostentaba en el ojal la roseta de la Legión de Honor. La elegante, desenvoltura de sus maneras revelaba la distinguida calidad del personaje. La montura merecía también especial mención; sus formas esbeltas, la finura de sus remos y la viveza de sus movimientos, denotaban la más pura raza árabe. Intentaba rebelarse contra su amo, que moderaba sus bríos en la pedregosa pendiente, y tascaba el bocado de plata pomo protestando del trato indigno a que se le sometía. El excelente jinete reprimía sin trabajo aquellos conatos de insubordinación; pero el fogoso árabe, asustado, sin duda de la proximidad de Listrac, todavía invisible enderezó las orejas, relinchó ruidosamente y dio' una arrancada. El incógnito personaje se mantuvo firme sobre la silla limitándose a lanzar una exclamación de impaciencia y a castigar la cobardía del animal; pero la brusca sacudida hizo caer su sombrero, que el viento arrastró hacia una heredad inmediata. El paseante llamó entonces a un lacayo montado, que le seguía a distancia; pero antes de que el servidor 173
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pudiese obedecer la indicación, Listrac se apresuró a reparar el accidente de que había sido causa involuntaria. Salió de su escondite, arrostrando las posibles consecuencias, recogió el sombrero y lo presentó a su propietario, quien renegaba y sonreía a la vez. -Gracias, caballero -dijo éste con afabilidad. Este maldito Solimán siempre hace de las suyas; ¡es tan espantadizo!.. Pero, sino estoy equivocado -añadió, mirando más atentamente a Listrac, -yo conozco a usted. Listrac, a su vez, se fijó en su interlocutor, palideciendo y descubriéndose respetuosamente. Acababa de reconocer a uno de los príncipes más populares de la familia real. -¡Monseñor! –balbuceó -¿no se ha olvidado Vuestra Alteza..? -Yo jamás olvido a mis compañeros de armas. Usted es el conde de Listrac, y mandaba un cañonero en la toma de N***, donde fui testigo presencial de su bravura... ¡Venga esa mano! ¡cuánto celebro verle! Y le tendió la mano derecha mientras con la izquierda sujetaba las riendas de su corcel, ya completamente dominado. Pero Listrac permaneció inmóvil, bajando la cabeza como avergonzado. 174
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-¡Perdón, señor! –contestó -la situación en que me encuentro... No quisiera deber a una sorpresa la señalada distinción que Vuestra Alteza se digna otorgarme. El príncipe retiró la mano, enrojeciendo ligeramente. -¿Qué significa esto? -interrogó, en tono de dignidad ofendida. -¡Sí! ahora recuerdo haber oído hablar algo de un desastroso duelo con un oficial del ejército... Por cierto que se asegura que no pecó usted de corrección; y realmente, las condiciones en que le veo, su actitud, su indumentaria darían que pensar a cualquiera. -¡Piense únicamente Vuestra Alteza que soy el más desventurado de los hombres! –exclamó Listrac con ardor. Y sus ojos se anegaron en lágrimas. Lo desusado de aquel dolor y su aparente sinceridad, conmovieron el alma generosa de príncipe. Listrac prosiguió: -Confieso, señor, que pesa sobre mí una acusación capital. Vuelto, apenas hace horas, a Francia estoy amenazado, acorralado por todas partes. No me atrevo a cobijarme bajo techado, y en el momento de llegar Vuestra Alteza me preguntaba si sería preferible estrellarme el cráneo contra esas rocas, a llevar por más tiempo esta mísera y penosa existencia. 175
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-¿Pero es merecido ese infortunio? -¡Ah! señor. Si lo fuera ¿hubiera tenido valor para soportarlo? ¡No! no lo es; ¡lo juro por lo más sagrado! Soy víctima de circunstancias funestas, quizá de pérfidos manejos; pero afirmo, por mi honor de marino, que no he cometido el crimen que se me imputa. -¡Es extraordinario! -repuso el príncipe. -Oiga usted, Listrac, tengo motivos para considerarle como un oficial meritísimo y no puedo ser indiferente a sus desdichas... ¿Tendría usted confianza para referirme todo lo acaecido? -¡Ah! señor. ¿Puedo ambicionar un confidente más noble y más generoso? Estoy a las órdenes de Vuestra Alteza. El príncipe echó pie a tierra y entregó al criado la brida de su caballo. -Adelántate -le dijo -y espera en la verja de la quinta. El servidor partió con los dos caballos no sin envolver en una mirada recelosa a aquel extraño, a quien dejaba en compañía de su señor. -Vamos a dar un paseo -añadió el príncipe, dirigiéndose a Listrac -y me pondrá usted al corriente de su triste aventura. Pero no me oculte usted nada porque quiero imponerme bien, lo mismo de lo que le favorezca que de lo que le perjudique; se lo prevengo. 176
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Listrac relató sucintamente la historia de sus relaciones con la familia Sergey y la escena del duelo, sin omitir su correspondido afecto por Leona ni el odio declarado de la señora de Grandville. Reseñó ligeramente su desembarco, porque no le pertenecía el secreto, concretándose a manifestar que había llegado en una lancha pesquera y terminó su narración con un rápido sumario de los peligros a que le tenía expuesto la persecución encarnizada de la protegida del general. El príncipe oyó a Listrac sin interrumpirle y, acabado el relato, permaneció callado y pensativo. Tan prolongado silencio alarmó al proscripto. -¡Señor! -preguntó con inquietud -¿duda todavía Vuestra Alteza? -No, mi querido Listrac -contestó el príncipe con viveza. -Ignoro qué valor darían a sus declaraciones los tribunales, pero a mí me inspiran absoluta confianza. Por desgracia mi opinión personal no es de gran peso, y no sé cómo salir del atolladero, dado el tiempo transcurrido y los incidentes surgidos. ¿Por qué, sabiendo mi afecto hacia usted, ha tardado tanto en invocar mi apoyo? -Vuestra Alteza estaba ausente; pero, aunque así no hubiera sucedido, ¿cómo era posible que un noble y un soldado, como yo, acusado de una villanía corriese a 177
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colocar su honor bajo la salvaguardia de Vuestra Alteza sin justificarse previamente? ¡Juro, señor, que si la Providencia no me hubiese proporcionado este feliz encuentro, no habría osado reclamar la protección de Vuestra Alteza! -Es una delicadeza exagerada pero respetable Veamos si hay algún medio de arreglo. Si el general Sergey no estuviera tan atropellado, intentaría visitarle y quizá le convenciera; pero el estado deplorable de su salud impide contar con él. Me informaré, sin embargo, y si mejora celebraremos una conferencia... En cuanto a la señora de Grandville no la conozco más que de vista pero me parece un mal enemigo. -No se preocupe Vuestra Alteza; me basta con que se haya dignado interesarse por mi triste suerte. -¡No, no basta! Es preciso arbitrar un recurso para poner a salvo el honor de un valiente oficial, que tan bien ha servido a su patria... ¡Ahora que pienso! podríamos valernos de Paul; es un hombre hábil y sagaz, y nadie como él para despejar la incógnita de esta intrincada ecuación. Afortunadamente, ahora está en el castillo; voy a verle y creo que no me negará su concurso para desenredar esta enmarañada madeja. Si, como espero, lo toma con empeño, está usted salvado. Es capaz de hacer hablar a una pared. 178
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-¿Cómo agradecer a Vuestra Alteza..? -No cantemos victoria Listrac. A pesar de su destreza Paúl tropezará seguramente con muchos obstáculos... pero ¡sea lo que Dios quiera!... Dígame usted dónde podrá verle para que se pongan de acuerdo. Listrac indicó el domicilio de la viuda de Guignet, que su protector anotó rápidamente. -¡Conformes! -dijo el príncipe. -Mañana le enviaré a Paúl, en quien puede usted confiar en absoluto; pero no le oculte usted ningún detalle porque es como los médicos: para combatir una enfermedad, necesita conocer todos los síntomas. Durante su conversación, los paseantes llegaron a una extensa verja que circundaba un bosque, cuyas tortuosas avenidas, cuidadosamente enarenadas, conducían a la pasarela que comunicaba con el parque del castillo de Eu. El lacayo esperaba con los dos caballos de la brida y un guarda sombrero en mano, se adelantó, saludando reverentemente al príncipe. Listrac se detuvo, y con los ojos impregnados en lágrimas, balbuceó algunas palabras de gratitud. -Aun no es tiempo -contestó el príncipe. -Espere usted a que anclemos, porque todavía podríamos zozobrar... No olvide usted mis recomendaciones y cuente conmigo... ¡Adiós, y ánimo! 179
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Y tendió su mano al oficial de marina que la cubrió de besos; pero el príncipe se desasió con presteza sonrió, y, montando a caballo, partió al galope. Listrac erró un rato por el campo; pero enardecido por la augusta protección suministrada por el azar, recobró sus energías y desechó todo temor, encaminándose resueltamente a su alojamiento, sin reparar en que el sol no tocaba a su ocaso y sin asegurarse de si aparecía en la ventana la señal convenida con su patrona. Esta que se ocupaba en el arreglo de la pieza del piso bajo, se mostró tan sorprendida como espantada al observar la presencia de su huésped. -¡Virgen Santa! -exclamó. -¿ Dónde va usted, señor Renato? ¿No ha visto usted que no está el pañuelo en la ventana? Ahora mismo zanganeaban los gendarmes en casa de mi vecina, la Guillermina; ¡si le hubieran visto entrar!.. -No me ha visto nadie -contestó Listrac. -Es muy tarde para hacer pesquisas... Además, me moría de hambre y de cansancio. -Pero, señor, ¡esto es meterse en la boca del lobo! Listrac logró tranquilizarla y en efecto, transcurrió el resto del día sin recibir ninguna de las visitas que tanto atemorizaban a la madre de Guignet. 180
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A la puesta del sol, se desencadenó con furia el huracán; ráfagas intermitentes azotaban la reducida vivienda amenazando llevársela y todo anunciaba que la noche sería una de las más borrascosas de que se guardaba memoria. Listrac se disponía a escribir, a la claridad de una humeante vela cuando llamaron suavemente a la puerta y entró Terranova. El marino iba envuelto en su impermeable y parecía dispuesto a salir, a pesar del mal tiempo. -¿Qué hay, joven? -preguntó Listrac con benevolencia. -¿Supongo que no pensará usted embarcar con este temporal? -No, señor -contestó Terranova pero tengo que salir para... un asunto. -¿De contrabando, tal vez? –replicó Listrac en tono severo. -¿Ha olvidado usted ya las angustias de anoche?.. ¡Oiga usted! -continuó afectuosamente. -Me ha inspirado usted un vivo interés, y si, como espero, cambia mi situación, he de procurar por todos los medios apartarle del mal camino que ha emprendido. No es ocasión de exponerle mis proyectos, que quizá pueda ver realizados algún día; pero, ante todo, exijo de usted que rompa inmediatamente con los contrabandistas. 181
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-Agradezco sus buenos propósitos -manifestó Terranova -y estoy resuelto a separarme de Cabillot, mañana mismo... pero esta noche necesito ir a la costa. -¿Con qué objeto? -He de cumplir un deber sagrado, y me dejaría despedazar antes que desistir. -¡Sea! pero yo creo que obraría usted más cuerdamente permaneciendo al lado de su madre. Le veo a usted soliviantado, como si temiese algún peligro... La noche será terrible y no, hay que bromear con el viento. –¡Bah! en tierra firme, ¡me río yo del viento!.. ¡Ah! tengo que comunicarle una noticia por lo que pueda interesarle. ¿A que no adivina usted a quién iba destinada la mayor parte de las blondas que intenté pasar anoche?... ¡Ya puede usted devanarse los sesos, que no lo acertará!.. Pues... a la dama del castillo, a la señora de Grandville. Lo he sabido por casualidad. Listrac no aparentó conceder al descubrimiento tanta importancia como Terranova. -No me asombra -contestó sonriendo amargamente. -Esa señora es capaz de cometer faltas mayores que la de proteger el contrabando. -¡No es eso, señor Renato! -replicó Terranova. -La dama en cuestión parece que le tiene a usted entre dientes, por el susto de anoche y quizá por otras causas... 182
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Hasta se dice que le ha denunciado a usted. Pues bien; si a ese tunante de Cabillot, que sabe donde vive usted, se le ocurre indicárselo, corremos el riesgo de que le detengan aquí. -Es verdad; ¿pero cómo evitar las indiscreciones de ese hombre? Afortunadamente, de aquí a mañana pueden ocurrir acontecimientos que cambien la faz de las cosas. -Me alegraría -dijo Terranova disponiéndose a partir. -Desde luego, Cabillot y su familia tienen otros asuntos en qué ocuparse esta noche y no es fácil que se acuerden de usted. En fin, ya está usted prevenido, y por si acaso no volviera... -¡Cómo! ¿no va usted a volver en toda la noche? -¡Quien sabe! hay que ser previsor. Podría entretenerme más de lo que pienso... ¡Mire usted, señor Renato! -prosiguió emocionado, dando vueltas en la mano a su sombrero -es usted muy bueno conmigo y no quiero engañarle... Le confieso francamente que hasta es posible que no vuelva más... En ese caso, si me ocurriese... algún accidente, le ruego que ampare a mi pobre madre. -Se lo prometo, Luis; pero deseo saber... -No puedo contestarle sino que usted mismo aprobaría mi proyecto. Gracias por su promesa y no la olvide usted. ¡Adiós! 183
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Listrac le retuvo. -Es usted un chiquillo -le dijo -y no puedo consentir que se aventure en una empresa peligrosa y desesperada. Si no quiere usted escuchar mis consejos, mis súplicas, piense al menos en su madre, a quien la pena desgarraría el corazón... -¡Mi madre! -repitió el joven marino con ironía. -¿Cómo ha de lamentarse cuando precisamente trato de reparar el mal producido por su culpa? Y huyó precipitadamente, sin atender las exhortaciones del ex oficial de marina. Sonó un portazo, y cuando descendió Listrac, encontró la casa vacía.
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XI ABNEGACIÓN A las diez, la tormenta estaba en el apogeo de su violencia, sin que se notara el menor indicio de que amainase antes de media noche hora de la pleamar. El vendaval soplaba con fuerza inaudita y el mar ofrecía un aspecto pavoroso. El faro permanecía apagado y unas cuantas lanchas, expuestas a los furiosos embates del oleaje, parecían esperar con viva impaciencia la aparición del foco protector. Terranova envuelto en su impermeable se acurrucó en un ángulo de la muralla cerca del muelle, con la vista clavada en una tortuosa callejuela y con el oído atento al más ligero rumor. Por allí debían pasar Cabillot y los suyos, y el joven, que había rehusado abiertamente acom185
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pañarles, se prometió vigilarlos en secreto, para intervenir en caso necesario. Después de largo rato de centinela creyó percibir pasos a cierta distancia. El ruido se acercó rápidamente, y dos hombres, en traje de marino, se deslizaron cautelosamente junto a él. A pesar de las tinieblas reconoció perfectamente a Cabillot y a su primogénito Juan. Ambos se dirigieron hacia el angosto sendero que remontaba lateralmente el acantilado. Terranova continuó en su puesto, esperando el resto de la partida; pero aguardó en vano, y suponiendo que se habrían adelantado, para espiar a los aduaneros, emprendió la subida del escarpado camino. Luchando con él viento, dando mil rodeos, para no ser visto, llegó a las inmediaciones de la aduana ocultándose tras un enorme peñasco desprendido de la montaña. En el interior del edificio no se advertían señales de vida; las ventanas estaban cerradas y por sus resquicios no pasaba el más tenue resplandor; si alguien había en la casa debía dormir profundamente. La misma quietud reinaba en el exterior, aunque Terranova sabía positivamente que no era el único que avizoraba. De pronto, un hombre descendió rápidamente la vertiente opuesta del valle precipitándose en el puente 186
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de madera cubierto a intervalos por las ondas. Era un aduanero de servicio; debía ser portador de una grave noticia porque no se preocupaba de la tempestad. Corrió a la aduana abrió la puerta cerrada sólo con el picaporte, y entró. A los pocos instantes, se oyó hablar en la casa luego, brilló una luz en el dormitorio del sargento por último, se abrió de nuevo la puerta y aparecieron en el umbral el aduanero recién llegado y el sargento Martín. Interrumpido en su apacible sueño, el corpulento sargento se frotaba los ojos y abotonaba su uniforme, gruñendo a su subordinado, que se excusaba en tono sumiso. -¡Que hay barcos en peligro! -decía Martín. –¿Y a mí qué me cuentan? ¿Qué socorros vamos a facilitarles desde donde estamos? ¡Tanto valdría tender la mano desde lo alto de un campanario a los que pasaran por la calle!.. No es a mí a quien ha debido prevenirse sino a los prácticos del puerto, si es que hay medio de fletar una embarcación con este maldito tiempo. El subordinado replicó que el cabo Maillard había enviado un compañero a Tréport, para comunicar la noticia quedando personalmente de vigilancia en la Cuesta Verde. 187
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-¡Maillard! ¡siempre Maillard! -refunfuñó el sargento, malhumorado. -Habrá que ir, porque si se salvara un solo náufrago, se diría que Maillard lo había hecho todo... ¡Vamos allá!.. ¡Vaya una nochecita! Ya iban a ponerse en marcha cuando su inferior le hizo observar que se dejaba la puerta abierta y la luz encendida. -¡No importa! -contestó el sargento -he de volver enseguida. La cuestión es dar fe de presencia. Terranova oyó lo bastante para deducir que la aduana quedaría sola más o menos tiempo, y vio alejarse a los aduaneros. En otras circunstancias, el joven marino se hubiera preocupado de los probables siniestros marítimos, pero, en aquel momento, estaba obsesionado por otra idea. -Maillard está en la Cuesta Verde –pensó -y ésos van a reunirse con él; no hay nada que temer, por tanto. Pero en el mismo instante, asaltó su mente otra reflexión menos consoladora. -¿Qué se ha hecho de los Cabillot? -se interrogó. -Si habrán aprovechado la ocasión de estar solo Maillard, para... Antes de terminar su frase, surgieron de las tinieblas varias formas vagas, que avanzaron hacia la aduana. Luis no pudo reprimir un movimiento de alegría. 188
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-¡Ah! –murmuró -ya sabía yo que Cabillot pensaría ante todo en sus mercancías... ¡Qué suerte tienen esos bribones!.. Esto se llama llegar y besar el santo. Los contrabandistas pasaron tan cerca de Terranova que éste hubiera podido tocarles extendiendo el brazo. Dos de ellos se situaron en la puerta del edificio, inmóviles como estatuas, y Cabillot, con los otros dos, penetró en el interior. La operación fue breve, y las exclamaciones de júbilo de la gente joven denotaron bien a las claras el éxito de la empresa; pero el patrón cortó de golpe aquellas expansiones. -¡Eh! Amiguitos -dijo en tono jovial -un poco de calma. Ya que Dios o el diablo Dos protegen esta noche hay que rematar la tarea. Hemos hecho lo principal; el resto será coser y cantar. Los marinos se detuvieron. Cabillot entregó el paquete a uno de sus hijos, diciéndole: -Toma Miguel, y llévalo donde sabes. Te esperamos en el sembrado de trigo, a la izquierda de la Cuesta Verde. Anda vivo, porque urge acabar y difícilmente se presentan ocasiones como la de hoy. Miguel se apresuró a obedecer y salió escapado con el fardo, mientras los otros tomaban una dirección contraria. 189
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Las últimas palabras de Cabillot estremecieron a Terranova. ¿A qué iban los contrabandistas a la Cuesta Verde? ¿Intentarían algo contra Maillard? El joven abandonó su escondrijo, tratando de alcanzar a los contrabandistas, sin inquietarse porque le vieran o le oyeran; pero al llegar al puente, observó que había sido arrastrado por las aguas. Ante la imposibilidad dé vadear el arroyuelo, convertido en un brazo de mar, hubo de dar un rodeo, que le hacía perder no poco tiempo; pero se consoló, pensando en que los que le precedían se habrían visto precisados a hacer lo mismo. Apenas embocó la pendiente del acantilado, divisó una sombra que avanzaba en dirección opuesta y se tendió en el suelo, para ver sin ser visto. Era el sargento Martín, que regresaba sin duda a la aduana. Terranova estuvo a punto de llamarle para advertirle del peligro que corría Maillard. Pero ¿cómo explicar al sargento lo preciso de sus informaciones? ¿No le sospecharía en complicidad con los contrabandistas, sobre todo, cuando notara la substracción operada durante su ausencia? Además, era dudoso que hubiera consideración capaz de hacer volver sobre sus pasos al galoneado egoísta. El joven marino le dejó pasar y no tardó en perderle de vista. 190
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Ya en la plataforma el avance se hizo más difícil. El impetuoso huracán barría la llanura y Terranova se vio precisado a marchar a gatas, para llegar a las inmediaciones de la Cuesta Verde. Por instinto, dirigió sus miradas hacia el mar, buscando los barcos en peligro. Había tres, cuya situación era gravísima. Dos de ellos capeaban el temporal con las velas hechas jirones, y maniobraban penosamente para ganar el puerto, cuyos destellos acababan de romper la densa bruma; pero la posición del tercero, hermoso bergantín de unas doscientas toneladas, parecía casi desesperada. Zozobraba a unos cuantos cables del acantilado, de proa al mar, y tenía echadas todas sus anclas para evitar que la corriente le arrastrara sin resistencia; pero cada bandazo le hacía sumergirse y las furiosas sacudidas, rompiendo las amarras, le ponían en inminente riesgo de estrellarse contra las rocas. Era un espectáculo apropiado para conmover a un marino, y Terranova sintió escalofríos, al apreciar la magnitud del peligro; pero, después de haber balbuceado una oración, rogando por los infelices tripulantes, apartó la vista del mar y buscó en torno suyo alguien a quien poder prestar servicios más positivos. Por fin, vislumbró a cierta distancia un hombre tendido boca abajo, que contemplaba el maltrecho barco. 191
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El aduanero no advirtió la presencia de Terranova y fue preciso que éste le tocara en el hombro, para llamar su atención. Su primer movimiento fue de desconfianza; pero al reconocer al prometido de su sobrina se pintó el asombro en su fisonomía. -¿Eres tú, muchacho? -preguntó. -¿Qué buscas por aquí a estas horas? -No podía dormir -contestó azorado el joven, y al saber que había barcos en peligro, he venido a enterarme. -¿Con la idea de auxiliarlos verdad? No me parece mal... Empiezo a tener esperanza de que se salvarán los dos faluchos, pero el bergantín... no lo veo tan claro. He mandado avisar a los prácticos, ¿pero quién se aventura con esta borrasca deshecha? -Dios es omnipotente, señor Maillard, y un cambio de viento podría variar todavía el curso de los acontecimientos, habiendo a bordo alguien que conozca la costa. -Lo creo imposible, hijo mío; el bergantín pierde sus anclas y deriva por momentos. De todos modos, no hay que desconfiar de la misericordia divina. Y ambos siguieron contemplando la embarcación, que se balanceaba a merced de las olas. Al fin, Terrano192
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va logró sobreponerse a la emoción causada por el terrible cuadro. -Lo que observo –dijo -es que se preocupa usted demasiado de los peligros de los demás, cuando sólo debía pensar en sí mismo. Alejémonos un poco y pongámonos en guardia porque andan por aquí gentes que no me inspiran confianza. -¿Otra vez la misma canción? -preguntó el aduanero sin moverse. -¿Quién ha de ocuparse de mí? -¡Cuando yo se lo digo, señor Maillard! Avisé a usted antes y no ha querido hacerme caso. ¡Pues bien! le prevengo que acabo de ver unos tipos, cuya catadura me da mala espina!.. Vámonos a la garita y si nos atacan, podremos defendernos. -Ya volvemos a los misterios -replicó sonriendo. -¡Tú sueñas, muchacho!.. Déjate de tonterías y veamos si hay medio de socorrer a esos infelices marinos... ¡Oye! ¿por qué no sales al encuentro de mi compañero Girean, que ha ido en busca de personal y útiles de salvamento, y le dices que se deprisa? Terranova permaneció inmóvil. -Ya esperaremos aquí -contestó. -No me separo de usted esta noche por nada del mundo. –¡Pero eso es absurdo! ¿Qué vas a hacer a mi lado? 193
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-Defenderle, si le atacan. ¡No me voy, aunque me aspen! -¿Pero quién ha de atacarme? Tú me ocultas algo, hijo mío. ¿Por qué no has de confesarme la verdad? Así, sabría si debo... -¡Pues bien! Señor, Maillard, voy a decírselo todo. Había prometido callar, pero me importa poco; me repugna seguir engañándole... ¡Venga usted! Cuando se levantaron del suelo, para elegir un sitio más adecuado para la entrevista confidencial, fueron arrollados por un torbellino, que les arrastró durante unos segundos. Afortunadamente, dieron con sus cuerpos en una hondonada en la que el viento infernal perdía un poco de su violencia y pudieron detenerse. Pero, cuando comenzaban a reponerse del aturdimiento causado por la furiosa ráfaga tropezaron de manos a boca con un grupo de cuatro o cinco hombres, que avanzaban tambaleándose. El aduanero no concibió la menor sospecha. –¡Ya están aquí los salvadores! -exclamó. ¡Por aquí, amigos míos! ¡por aquí! El timbre de su voz produjo un efecto singular en los desconocidos, que se agruparon, cuchicheando entre sí. 194
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-¡Sí! ¡es él!.. ¡el gran Maillard! -murmuró al fin uno de ellos -pero ¿y el otro? El cabo quedó perplejo ante la actitud de los recién llegados; pero Terranova reconoció a Cabillot y su familia. -Se equivoca usted, señor Maillard -gritó con energía. -¡Desenvaine su sable y apercíbase a la defensa!.. En cuanto a ustedes -dijo a los salteadores -sigan su camino, porque podría costarles caro. -¡Toma! -exclamó el mismo que había hablado antes -¡es el tunante de Terranova!.. Pues quieras o no, realizaremos nuestros propósitos... ¡Vaya muchachos! ¡manos a la obra! Y al propio tiempo, Cabillot, pues él era se abalanzó sobre el aduanero; los otros, excitados por el ejemplo, se apresuraron a imitarle. La prontitud y la impetuosidad de la acometida sorprendieron a Maillard. Cabillot, muy vigoroso a pesar de su edad, enlazó entre sus brazos al cabo, mientras otros dos de los contrabandistas dominaban sus movimientos. Los tres combinaban sus esfuerzos para arrastrarle hacia el precipicio y arrojarle al mar. Pero la fuerza poco común de Maillard hacía difícil la tarea; luchaba contra ellos sin desventaja repitiendo con indignación: -¿Quiénes sois? ¡granujas! ¿que queréis de mí? 195
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-¡No te resistas, porque será inútil! --contestó Cabillot, con acento de ferocidad. -¡Nos has arruinado y nos vengaremos! Por su parte, Terranova forcejeaba con los otros dos contrabandistas, lanzando a la vez fuertes gritos, para provocar alarma. Sus adversarios intentaban en vano imponerle silencio. -¡Cállate! -le decían en voz baja -tú eres amigo, y contigo no va nada. Pero Terranova redoblaba sus esfuerzos para desasirse. –¡Bandidos! ¡canallas! -bramó al fin, furioso –si no dejáis a Maillard, os denuncio a todos... ¡Y tú, Cabillot, me las pagarás! -¡Cabillot! -repitió el aduanero, al oír este nombre -¡me lo temía! -¡Sujetadle bien, muchachos! –ordenó el patrón. -Ahora ya nos conoce y no es posible retroceder. Aquella lucha tenaz en las tinieblas, en medio de una espantosa convulsión de la Naturaleza y al borde del abismo, tenía un carácter tétrico y solemne; pero era demasiado desigual para prolongarse. Terranova más ágil que robusto, acabó por ser derribado. Maillard resistió más tiempo; pero una traidora zancadilla le hizo rodar por tierra quedando sin sentido. 196
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Sus adversarios comprendieron la necesidad de aprovecharse de aquel momento de impotencia. Estaban a dos pasos del precipicio... Seis brazos fornidos elevaron el cuerpo casi inanimado de Maillard y le lanzaron al vacío. Terranova notó que le soltaban. Se levantó de un salto y paseó su mirada en derredor, viendo solos a Cabillot y a los cuatro marineros. -¡Maillard! ¡señor, Maillard! -exclamó con acento angustiado. Una sarcástica risotada respondió a su llama miento. -¿Dónde está Maillard? -interrogó el joven, medio enloquecido por el terror. -¡Asesinos! ¿qué habéis hecho de él? Cabillot se acercó a Terranova y le dijo, con afectada dulzura. -¡Calma muchacho! Ese pillastre ha llevado su merecido; ya no nos molestará... y podrás casarte con la chica cuando quieras. Terranova comprendió al fin. –¡Permita Dios que te trague la tierra! -contestó en voz ahogada -¡pero lo he prometido y lo cumpliré! Y antes de que nadie pudiese adivinar su intento, se precipitó hacia la Cuesta Verde y se dejó deslizar a lo largo de la pendiente. 197
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Los contrabandistas, espantados de la insensata determinación, se tendieron boca abajo y se inclinaron hacia el precipicio. Les pareció ver un bulto negro, que después de rodar vertiginosamente cayó al mar; pero escrutaron en vano entre los torbellinos de espuma las encrespadas olas y los desordenados remolinos que formaban un caos indescriptible al pie del acantilado. El patrón se incorporó. -¡A lo hecho, pecho! -dijo en tono adusto. Ese mozalbete nos había prestado servicios, pero su amistad con el otro nos hubiera sido funesta más tarde o más temprano... El se lo ha buscado, y quién sabe si será un bien... ¡Partamos! -¡Padre! -repuso emocionado Leonardo, el menor de los hijos de Cabillot -¿no podrá salvarse el pobre Terranova?... ¡Era un muchacho tan alegre! -¡Salvarse! -repitió el patrón con sorna. -Sería más difícil que secar el mar. Terranova y su amigo se habrán estrellado contra las rocas, y después de todo, más vale así. Mañana se creerá que esos dos imbéciles han perecido al intentar socorrer a los náufragos, y no recaerá ninguna sospecha sobre nosotros... ¡Vámonos a dormir, que ya no hay nada que hacer aquí! Y todos se alejaron presurosamente de la costa. Cuando pescadores y aduaneros llegaron a la Cuesta 198
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Verde había desaparecido el bergantín. Sus restos, diseminados, eran juguete de las embravecidas ondas.
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XII EL JURISCONSULTO Listrac pasó una noche agitadísima. Las inquietudes propias de su situación personal, unidas a la ansiedad producida por la ausencia de Terranova impidieron, hasta la madrugada que el cansancio, triunfara del insomnio. Al despertarse ya bien entrado el día llamó a su patrona para inquirir nuevas noticias, sin obtener respuesta; estaba solo en la casa. Después de proceder a su aseo, miró a través de los cristales de la ventana observando un movimiento desusado, sobre todo, en las cercanías del puerto. Hombres y mujeres formaban apiñados grupos, discutiendo animadamente, como si un nuevo siniestro hubiera puesto en conmoción a la barriada marítima. 200
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El recluso no se atrevió a ir a informarse aunque sospechaba de una manera vaga que había de interesarle directamente el suceso que ocasionaba la preocupación general; pero, a pesar de la imprudencia que significaba es probable que se hubiera decidido a salir, para preguntar a los transeúntes si no hubieran llamado a la puerta. Como es natural, Listrac no contestó. El intempestivo personaje repitió la llamada y en vista de su negativo resultado, alzó el picaporte, penetró en la casa y se coló de rondón en la escalera que conducía al primer piso. Listrac sintió no haber aprovechado aquellos momentos, que le hubieran permitido saltar al jardín y huir al campo; pero ya era tarde. Se armó de serenidad y se dirigió al encuentro del visitante. Desde luego, comprendió que no se las había con un funcionario subalterno. El recién llegado era un hombre de unos cincuenta años, de regular estatura y de apacible fisonomía. A primera vista no se observaba en él nada notable a no ser la correcta distinción de sus modales; pero, fijándose detenidamente, se descubría en sus ojos azules, en sus delgados labios, una perspicacia y una inteligencia de primera fuerza. Llevaba un sencillo gabán, abotonado hasta el cuello; pero la elegancia de su calzado y de sus guantes, revelaban al cortesano. 201
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Mientras Listrac le contemplaba con curiosidad, él envolvió a su vez al oficial de marina en su penetrante mirada. Enseguida saludó con desenvoltura y dijo, sonriendo: -Si mis indicaciones son exactas, creo hablar con un oficial del Sirena ¿no es así? -¿Y usted viene de parte del comandante del Thétis? -contestó Listrac, al reconocer el santo Y seña dado la víspera por el príncipe. -¡Sea usted bien venido, señor Paúl! No sé cómo agradecer sus bondades y las del generoso protector que se ha dignado interesarse por mi suerte. Paúl hizo una ligera reverencia y se sentó. -No está usted muy bien guardado, señor Listrac -repuso con cierto retintín -¡y eso que hay expedido contra usted un mandamiento de prisión! Como he llegado yo hasta aquí, puede hacerlo cualquiera. -En efecto, debería tomar algunas precauciones; pero los dueños de la casa están ausentes, temo que por una desgracia y habrán descuidado su ordinaria vigilancia. -Con todo, no debe usted vivir desprevenido. Afortunadamente, las autoridades están muy ocupadas, con motivo de los sucesos ocurridos en la costa y tal vez se olviden de usted con ese desbarajuste, a menos que se 202
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formule una nueva denuncia más precisa. Hemos de aprovechar, por tanto, los momentos... Ruego a usted que me explique su asunto, sin omitir el menor detalle porque, a veces, la particularidad más insignificante al parecer, puede abrir el camino de los descubrimientos. Y se arrellanó en la silla para poder estudiar a su gusto la fisonomía del oficial. Listrac hizo una nueva exposición de sus desventuras, interrumpido frecuentemente por Paúl, que pedía determinadas aclaraciones. Terminado el relato, el enviado del príncipe se apoyó en el respaldo de su asiento, se rascó la barbilla y reflexionó profundamente. -Coincide con lo que me ha manifestado Su Alteza -dijo al fin, cambiando de postura -y yo no pongo en duda la sinceridad de usted; pero es preciso sentar la verdad por medios legales. En este asunto anda mezclada una mujer, y la intervención de una mujer en un proceso aumenta desmesuradamente las dificultades. Un hombre, obedece invariablemente a sus pasiones, a sus intereses, y partiendo de un punto fijo, se le sigue paso a paso en todas las fases de su delito. Pero esas criaturas caprichosas y frívolas inconsecuentes consigo mismas, que ceden a impresiones súbitas, tan pronto buenas como malas desconciertan todas las previsiones, trastor203
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nan todos los razonamientos y desbaratan la más rigurosa lógica. Después de su declamación satírica contra la mujer, considerada desde el punto de vista de las investigaciones judiciales, Paúl se levantó y dio unas vueltas por el cuarto. -¡Diga usted! -prosiguió, parándose ante el oficial. -¿Tiene usted algún motivo para suponer que la señora de Grandville conserve las cartas y los documentos? -Ninguno, caballero -contestó Listrac, abatido, -más bien me inclino a creer que habrá destruido esos papeles, a medida que han ido cayendo en su poder. -¿Y si yo le dijera que opino de distinto modo? A mi juicio, esa señora debe ser tan inconstante en sus odios como en sus afectos. La conceptúo una mujer aturdida y veleidosa pero espontánea. Pues bien; dado su temperamento, ha podido no retroceder ante la infamia de interceptar las cartas, y arredrarse, sin embargo, ante el acto, menos censurable de destruirlas. Esas damas suelen tener tales escrúpulos y cometen imperdonables imprudencias. ¿Cuántas y cuántas conservan, en lugar casi visible correspondencias cuyo descubrimiento las acarrea su propio deshonor y el de toda su familia? Diariamente nos enteramos de semejantes temeridades, y las catástrofes que de ellas resultan no corrigen a nadie. 204
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Listrac no pudo menos de admirar la sagacidad de su interlocutor. -Es posible -manifestó; -¿pero cómo saberlo? -Esa es la cuestión-contestó Paúl, en actitud pensativa. Y tras una breve pausa preguntó, con aire de indecisión: –¿No me ha indicado usted que la hija del general le demuestra cierta simpatía? Quizá pudiera ser un valioso auxiliar. -Suplico a usted encarecidamente que no mezclemos el nombre de la señorita de Sergey en estos escándalos; ¡preferiría morir, antes que hacer intervenir a esa noble y generosa joven en este deplorable asunto! –¡Perfectamente! pero es preciso averiguar la verdad. ¡Lucidos estaríamos si anduviéramos con tales remilgos en las actuaciones judiciales!.. En fin, puesto que usted desea prescindir en absoluto de esa señorita ¿no hay otras personas en la casa que puedan suministrarnos los datos indispensables? -¡Espere usted! -exclamó Listrac, asaltado por un recuerdo. Y repitió a su protector las frases pronunciadas por Julián, al despedirle la víspera. 205
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-¡Acabáramos! -exclamó a su vez Paúl, entre impaciente y gozoso. -¿Qué aguardaba usted para decirlo? Ese criado sabe, indudablemente, algo importante, y sonsacado con maña lo revelará. Yo hablaré con él, y tal vez... Se llama Julián, ¿verdad? Listrac contestó afirmativamente. –¡Está bien! -dijo el jurisconsulto, disponiéndose a partir. -El hierro hay que machacarlo en caliente. Me voy ahora mismo a Plessis, con el pretexto de informarme de la salud del general... ¡Confíe usted en mí! El oficial de marina intentó expresar su agradecimiento. –¡Déjese usted de gracias! -interrumpió Paúl. Y despidiéndose añadió: -Excuso recomendar a usted el mayor secreto. Si nuestra común enemiga trasluciese algo, no sólo anularía mis gestiones, sino que quizá llegase a destruir los papeles que aun supongo en su poder. Hay que proceder con extremada prudencia; si nos encontráramos fuera de aquí, aparentaremos no conocernos. Listrac prometió ajustarse rigurosamente a tales prevenciones y condujo a Paúl a la puertecilla que daba al campo, donde se despidieron.
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-La elección de mi augusto bienhechor ha sido inmejorable -pensó para sí el oficial. -Tengo la certeza de que Paúl me salvará... ¡si es posible! Al cruzar la pieza del piso bajo, para volver a su habitación, oyó un gran tumulto en la calle. Entre quejas y lamentos, sobresalía el destemplado timbre de voz de su patrona. Temiendo ser visto, se apresuró a subir la escalera; y apenas había franqueado el último peldaño, la multitud invadió el piso inferior. Preparado desde la víspera a cualquier siniestro, prestó atención. Hombres y mujeres hablaban a la vez, dominando los- sollozos a los murmullos. Una de las mujeres se desmayó; pero no podía ser la madre de Luis, porque se la oía prorrumpir en imprecaciones, yendo y viniendo, como una loca. A pesar de su impaciencia Listrac no se atrevió presentarse ante tantos desconocidos, y se resignó esperar a que quedara sola su hospedera. Continuó escuchando, sin poder colegir más que se trataba de una tremenda desgracia que tenía sumidos en mortal aflicción a todos los concurrentes.
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XIII DESESPERACIÓN He aquí lo acaecido. La tardanza de Terranova no causó ninguna inquietud a su madre, habituada a sus prolongadas ausencias; pero, al amanecer, la curiosidad la encaminó hacia el puerto, para inquirir noticias. A pesar de lo intempestivo de la hora eran numerosas las personas estacionadas en aquel punto de reunión. Se ignoraba el paradero de varias lanchas de pesca y las familias de los ausentes acudían a la playa a las baterías y a la escollera para escrutar el horizonte; pero hasta donde alcanzaba la vista no se veía ninguna embarcación. Infelices mujeres, madres o hijas, hermanas o prometidas, se deshacían en llanto y se retorcían las manos de desesperación, mientras los hombres, formando, grupos 208
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aparte, se comunicaban en voz baja sus impresiones, respecto a los parientes o amigos que faltaban. ¿Habrían podido arribar a puerto? ¿Habrían perecido en el espantoso temporal, que aun duraba? ¿Regresarían pronto, o no volverían a verlos? En su ansiedad, unos se postraban ante la cruz de hierro del Calvario, prometiendo ex votos a la Virgen, Estrella de los Mares; otros, juraban entre dientes y levantaban los puños, en ademán amenazador. La madre de Luis vio amarrada la barca de Cabillot, y esta circunstancia la tranquilizó. Escuchó, pues, filosóficamente los lúgubres relatos que circulaban de boca en boca. Gracias al arrojo de las gentes del puerto, se habían salvado dos faluchos durante la tormenta; pero se sabía que había naufragado un buque, en las inmediaciones de Plessis. Se hablaba también, aunque vagamente, de sucesos ocurridos en la aduana y de la misteriosa desaparición de un aduanero. Pero la conversación recaía de nuevo sobre las lanchas extraviadas; todos se perdían en conjeturas acerca de su suerte, y esta preocupación dominaba a las demás. La viuda preguntó por su hijo a varias personas nadie le había visto, a pesar de haber pasado la noche en vela casi todas ellas. Esto comenzó a despertar recelos 209
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en la pobre mujer, que abandonó a escollera y se dirigió a casa de Cabillot. Como de costumbre, la hija idiota del patrón estaba sentada junto al hogar, acompañada de los millares de moscas, huéspedes habituales del inmundo cuchitril. -¿Has visto a mi hijo, Susana? -preguntó de sopetón, la viuda. La interpelada abrió desmesuradamente los ojos y se echó a reír. -¡Ya lo creo! -contestó, aventando el hogar con un soplillo deshilachado. -¡Gracias a Dios! -exclamó la madre de Terranova. -Buen susto he pasado. ¿De modo que está aquí Luis? -¡No! -replicó la idiota sin cesar de soplar. -¿Pues dónde ha ido? -No sé. -¡Cómo! ¿te burlas de mí? ¿No dices que le has visto? -¡Sí!.. ayer tarde. La viuda le quitó el soplillo de un tirón. -¡Si no fueras tonta -dijo, levantando su formidable brazo -ya te lo diría yo!.. ¿Dónde están los hombres? -Durmiendo ahí dentro -respondió Susana atemorizada. 210
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-¡Si duermen, ya se despertarán! -replicó la viuda. -No puedo esperar. Y se dirigió hacia la puerta interior, intentó impedirle el paso; pero, conociendo los expeditivos procedimientos de la visitante, se limitó a protestar ruidosamente contra la violación de domicilio. A los gritos, acudió el patrón. Su desaliño hacía resaltar más la rudeza de sus facciones, visiblemente alteradas. Envolvió a la viuda en una mirada hosca que la mujer atribuyó a molestia por haber interrumpido su reposo. -¿Qué ocurre? -preguntó en tono acre. -Vengo a buscar a mí hijo. Cabillot continuó mirándola de un modo extraño, y contestó, con estudiada calma: -¡Su hijo! ¿A mí qué me cuenta usted? Ni mis chicos ni yo hemos visto a Terranova desde ayer tarde... ¡Se lo juro! -¡Dios mío! ¿qué habrá sucedido? -dijo la viuda llevándose la mano a la frente, como si hubiera recibido un violento golpe. -No sé una palabra -replicó fríamente Cabillot. A pesar de tan aparente tranquilidad, la mujer presintió que se la ocultaba algo, y sacó fuerzas de flaqueza. 211
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-¡Patrón! –exclamó -¡no trate usted de engañarme con sus marrullerías, porque le obligaré a decirme la verdad!.. Quiero saber dónde está mi hijo, ¿lo entiende usted? -¡Pero, mujer! ¿está usted loca? -objetó Cabillot. -Ya sabe usted que hace dos noches que no salimos al mar. -¿Y qué? También comete usted fechorías en tierra utilizando a mi hijo y explotándole para vivir a su costa... ¿Dónde está Luis? –¡No sea usted testaruda mujer!.. Confieso que mis hijos y yo hemos trabajado la noche pasada pero Terranova rehusó en absoluto acompañarnos. ¿No se lo indicó a usted? La infortunada madre recordó, en efecto, que la víspera por la tarde su hijo manifestó el propósito de no volver a intervenir en ningún negocio de los Cabillot. Quedó aterrada y se desplomó sobre una silla prorrumpiendo en desgarradores lamentos. La idiota contemplaba la escena con curiosidad. -¿Qué le ha dado a la señora Guignet? -preguntó, soltando una carcajada. Cabillot la impuso silencio y siguió diciendo a la viuda en tono zalamero:
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-¡Vaya! no hay que apurarse sin motivo. Su chico sabe navegar a todos vientos, y apostaría que no le ha sucedido nada malo. -Usted tendrá la culpa de lo que le suceda por habernos metido en su maldito negocio de contrabando. Además, el otro día le amenazó usted en mi presencia y yo le creo capaz de todo... ¡Pero no quedará así! Si no parece mi hijo, le denunciaré... ¡sí! le denunciaré a usted, ¡se lo juro!.. Pobre Luis. -¿Pero es posible que sospeche usted de mí? -replicó el patrón, dulcificando más su voz. -Lo que dije el otro día fue en un momento de arrebato, pero sin pensarlo... ¿Yo hacer daño a ese muchacho, que tantos y tan buenos servicios nos presta? ¿Ignora usted que sin él se arruinaría mi tráfico? -¿A mí qué me importa? ¡Ojalá se viera usted reducido a pedir limosna! -¡Por Dios! no hable usted tan alto; podrían oírla... Su hijo parecerá... Y ahora que pienso; ¿quién le dice a usted que no anda rondando a la sobrina del gran Maillard? Bien sabía Cabillot que Terranova no podía estar en casa de Juana; pero la idea embaucó a la pobre madre, que se levantó en el acto. 213
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-¡Es verdad! –exclamó -¡quiere tanto a esa muchacha!.. ¡Voy! ¡voy allá! Y salió corriendo. Cabillot reflexionó que había hecho mal en no seguir a la viuda. Dada su exaltación, aquella mujer podía dejar escapar palabras comprometedoras para él. Se acabó de vestir, comunicó instrucciones a su prole y partió en la dirección indicada a la madre de Terranova. Esta no tuvo necesidad de llegar a Plessis. A Poca distancia de su casa vio a dos mujeres desoladas que caminaban en dirección opuesta apoyadas en el sargento Martín. Eran la viuda de Rupert y su hija Juana. A pesar de los proyectos de unión de Juana y Luis, las relaciones entre las familias de ambos eran muy superficiales. Sin embargo, la joven se abalanzó a la madre de su prometido, con los brazos abiertos, exclamando en voz entrecortada: -¡Ay, señora Guignet! ¡qué desgracia! La viuda se dejó abrazar e inundar de lágrimas, sin ocurrírsele formular más que la consabida pregunta: -¿Y mi hijo?.. ¿Has visto a mi hijo? Juana se estremeció. -¡Cómo! -exclamó de nuevo. -¿No está Luis en su casa? 214
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-No ha vuelto desde ayer tarde. Pero tú debes saber algo. -Absolutamente nada; no le he visto... ¡Dios mío! ¿si le habrá ocurrido otra desgracia? -¡Otra desgracia! ¿Qué quieres decir con eso? ¿no lloras por la desaparición de mi pobre Luis? -No; por el espantoso accidente de que ha sido víctima mi tío... ¡Virgen Santa! ¡los dos en una noche!.. ¡Piedad, Señor! La joven tuvo que sentarse al borde del camino. Entonces, su madre, más sosegada y más fuerte ante su infortunio, enteró a la de Luis de que Maillard había desaparecido la noche anterior y de que, según todos los vestigios, debió caer al mar desde lo alto de las rocas, durante la tempestad, porque se habían encontrado su capote y su sable entre los guijarros. Las dos mujeres iban en compañía del sargento Martín, a suplicar a la autoridad competente que ordenara las pesquisas necesarias para el hallazgo del cuerpo del desventurado aduanero, cuando las encontró la viuda de Guignet. Esta escuchó, con los brazos en jarras, en actitud sombría y pensativa. Terminada la narración, repuso: -¡Bien! pero mi hijo no ha podido caer desde lo alto de las rocas. A menos... Y se detuvo súbitamente, arrugando el ceño. 215
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-Aconsejo a usted, señora -dijo el sargento, -que dé parte cuanto antes a la justicia por más que trabajo la mando para desembrollar los sucesos de la noche. Yo, que tengo alguna experiencia no acierto, a descifrar el enigma. Apenas he faltado media hora del puesto, y en ese tiempo han robado la aduana. -¿Que han robado la aduana? -preguntó la madre de Luis. -Tal como suena. Los rateros han substraído, de mi propio dormitorio, las mercancías aprehendidas la noche anterior. -¡Oiga! ¡oiga! ¿conque se han llevado las mercancías? ¿Y no podría ser que al encontrar a Maillard en su camino?... ¡Pero no! ¡no se hubieran atrevido a tratar de igual manera a Luis! -¿Qué supone usted? -preguntó Juana temblorosa. La viuda no hizo caso. -¡No! -prosiguió, con la vista extraviada -¡juraría que no se hubieran atrevido!.. ¿Pero y si Luis, que quería tanto a Maillard, intentó defenderle? Esto es posible y en ese caso... ¡Oh! ¡quién sabe! Y golpeó el suelo con el pie. Aquella mujer, cuyas facultades eran tan obtusas de ordinario, había casi adivinado, por amorosa intuición personal, la verdad del lúgubre drama. 216
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-¡Dios nos proteja! -exclamó la Rupert -me asustan sus sospechas. -¿Cree usted realmente -interrogó Martín -que la desaparición de su hijo y la de mi cabo podrían, ser obra de los contrabandistas? Al disponerse a contestar la madre de Luis, se presentó Cabillot, saludando humildemente a. los reunidos. -La impaciencia no me ha dejado permanecer en casa -dijo en tono amistoso. -¿Qué? ¿han facilitado a usted noticias estos señores? -Nadie podría dármelas mejor que usted -respondió la viuda lanzándole una mirada dura y amenazadora. El viejo contrabandista no se inmutó. -¿Yo? -replicó bonachonamente. -¡Ojalá pudiera! Ya sabe usted que quiero a ese muchacho como a un hijo... Pero verá usted cómo no le ha sucedido nada. ¿Ha mirado usted si ha vuelto a casa mientras le ha estado buscando? Cabillot deseaba separar de los demás a la madre de Luis, y ésta cayó en el lazo. -¡Es verdad! -dijo, determinándose bruscamente. -Tal vez haya vuelto durante mi ausencia. Ya se alejaba cuando exclamó la viuda de Rupert: -Se ha indispuesto mi hija... ¡Juana! Juanita ¿qué tienes? 217
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La joven, no pudiendo soportar tan violentas emociones, había sufrido un desvanecimiento. Su madre, el sargento y el mismo Cabillot, se apresuraron a socorrerla. En cuanto a la viuda de Guignet, el accidente la hizo volver sobre sus pasos. -Llevémosla a mi casa -dijo, enternecida. -Nada más natural, siendo la prometida de mi Luis. La proposición fue aceptada con gran disgusto de Cabillot, y cuando la joven recobró el conocimiento, partieron todos en dirección a la casa. El sargento Martín había de dar cuenta de los acontecimientos a sus superiores; no viendo mida alarmante en el estado de Juana se separó de las mujeres, prometiendo volver a recogerlas para acompañarlas a Plessis. En cambio, Cabillot, comprendiendo el creciente riesgo de abandonar a la viuda de Guignet, en aquel cuarto de hora de crisis, las siguió, afectando hipócrita compasión. El grupo engrosó en el trayecto, con varios vecinos y vecinas que se fueron agregando, y al llegar al domicilio de la viuda penetraron en él los más íntimos, dispersándose los restantes para esparcir la fatal noticia, con los comentarios obligados en semejantes casos. Al entrar, Juana y la madre de Luis lanzaron en su derredor una mirada de angustia sin observar el menor indicio que revelara el regreso de Terranova. La viuda ni 218
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siquiera pensó que pudiera estar en el cuarto de su huésped, porque sabía que hubiese acudido al oír su voz y la de Juana. Esta ya a causa de la fatiga ya por el dolor de ver defraudada su esperanza se desvaneció de nuevo. Se la condujo a un lecho, donde no tardó en abrir los ojos; pero permaneció postrada inmóvil, sin pronunciar palabra. No era menos lastimoso el estado de la Guignet. Tirada sobre una silla se golpeaba la cabeza y se mesaba los cabellos convulsivamente, sin escuchar las frases de consuelo que la prodigaban las comadres. Súbitamente, se levantó en actitud furibunda. -¿A qué tanta conversación y tanta pamplina? -gritó. -Si creen ustedes que vive mi hijo, ¿por qué no, van a buscarle?.. ¡Vámonos todas!.. ¡Pero es inútil! -añadió en un nuevo acceso de desesperación -¡ya no volveré a verle! Y se desplomó de nuevo sobre la silla. Las vecinas fueron desfilando; unas, realmente, para informarse; otras, por huir del desconsolador espectáculo. La dueña de la morada quedó sola con Juana y su madre. Cabillot, atento desde un rincón, espiaba cada palabra cada gesto. Una voz débil se elevó tras las cortinas del lecho. Juana con las manos cruzadas y los pómulos enrojecidos por la fiebre, balbuceó en tono contrito: 219
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-Dios me castiga por haber cometido un robo... Santísima Virgen, ¡intercede por mí!.. Si me devuelves a los que amo, prometo emplear esas malhadadas blondas en adornar un manto para tu imagen de la iglesia de la abadía y ofrezco ir descalza en peregrinación, a la capilla de San Lorenzo... ¡Virgen Santa! ¡ruega por mí! ¡Dios mío, escucha mis súplicas! Los asistentes quedaron asombrados. -¿ Qué dice? -preguntó la madre de Luis. -¡Habla de blondas! -murmuró Cabillot. La viuda de Rupert movió tristemente la cabeza. -Vuelve en ti, querida Juana -dijo en tono cariñoso, inclinándose sobre su hija. -¿De qué delito has de tener que acusarte, tú, siempre tan buena? -¡No me lo pregunte usted, madre! -contestó la joven, agitándose en la cama. -El afán de lujo me ha impulsado al mal. Quería ser hermosa para que él me amara más... Luego, él también me indujo... ¡Pero no! ¡yo soy la única culpable por mi excesiva coquetería!.. ¡Virgen Santa! ¡admite mi ofrenda!.. ¡te prometo las blondas! -¡Las blondas! –repitió el patrón, sin poderse contener. -¡Bien claro se ve que se trata de unas blondas! La observación desató de nuevo sobre él la cólera de la viuda de Guignet. 220
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-¡Cómo! ¡viejo camastrón, engendro del Infierno! ¿estaba usted ahí? –gritó. -¿Qué le importa lo que pasa en mi domicilio? -¡Ah! no hay quien me quite de la imaginación que usted es la causa de nuestras desdichas, y si la menor prueba viniese a confirmar mis sospechas... La entrada de Martín interrumpió a la viuda; el sargento parecía más consternado que al marcharse. -El alcalde y el ayudante de marina esperan a usted en el Ayuntamiento -la dijo. -¡A mí! ¿pues qué me quieren? -No sé si debo decírselo... ¡En fin! se han encontrado en la playa un capote y un sombrero, que se creen de la pertenencia de... -¡De mi hijo!.. ¿Luego es verdad? ¿Ha muerto?.. ¿me lo han asesinado? -Se supone que su hijo y el cabo Maillard intentaron socorrer al barco que ha naufragado al pie de la Cuesta Verde y que ambos fueron víctimas de su abnegación. La infeliz cayó desplomada sobre el pavimento. Mientras Juana y su madre se apresuraban a incorporarla el sargento se acercó a Cabillot, que observaba todo con vivo interés. –Patrón -le dijo, -también traigo una comisión para usted. El jefe de la aduana le invita a pasar por su despacho, lo antes posible. Quiere pedirle explicaciones acer221
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ca de un par de remos que se han encontrado en su chalupa y que proceden, evidentemente, de la barca inglesa decomisada porque llevan el mismo número. Yo no veo en ello ningún arco de Maillard le tenía ojeriza y asió la ocasión por los cabellos. No digo más, porque se atribuiría a envidia de Maillard y el pobre ya murió... Pero ya está usted advertido. Cabillot quedó aterrado en el momento, porque sabía la importancia que podía tener la menor sospecha en aquellas circunstancias; pero no tardó en reponerse. -Gracias, sargento -contestó en tono respetuoso y cordial. -Es usted el hombre más experto que existe en cien leguas a la redonda. Eso es cosa de Maillard, que se las daba de listo y no servía para descalzar a usted... pero en fin, ¡paz a los muertos!.. ¿Qué delito puede constituir el hecho de recoger del mar esos remos y substituirlos por los míos, que estaban podridos? ¡Que no he dado parte! Es verdad; pero ¿acaso valía la pena? -¡Ah! ¿luego reconoce usted que hizo el cambio? ¡ Claro! ¿cómo negarlo? Pero, ya que tomó usted los remos, ¿por qué no se apropió también el bote? -Por la sencilla razón de que no le vi. Ya me conoce usted, y sabe que lo que yo desperdicie no hay nadie que lo aproveche. 222
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-¡Es verdad! -asintió el sargento, juzgando el argumento incontestable. -Le aconsejo que no se duerma; los ánimos comienzan a caldearse en la administración, y sería fácil que ordenaran un registro en su casa. -¡Un registro! -repitió Cabillot, con visible inquietud. Pero se calmó al instante. -No es que tema nada –prosiguió con forzada sonrisa -pero me conviene volver pronto a casa. Lo revolverían todo, y aquellos muchachos son tan torpes... ¡Adiós, sargento, y gracias por sus advertencias! -No hay de qué; a mí me gusta ser amigo de todo el mundo -dijo Martín, que a pesar de su envidia contra Maillard, y de sus pretensiones, no era malo en el fondo. -Me voy a acompañar a estas pobres mujeres, cuyo estado me inspira compasión... Espero que se arreglará todo. -Indudablemente -replicó el patrón con aire siniestro, disponiéndose a salir -pero si no se arreglase, alguien resultaría salpicado... ¡Que no aprieten los gatillos! Estas amenazas parecían dirigidas a las mujeres agrupadas en el ángulo opuesto de la estancia que no prestaban atención al diálogo. Poco después, quedaba sola la viuda de Guignet, Cuando, después de correr el cerrojo, se sentó, con la cabeza entre las manos, abandonándose a sus tristes 223
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meditaciones, oyó un ligero ruido de la escalera y vio a Listrac, que descendía de su cuarto. -¡Ah! ¿es usted? -dijo con rudeza. -Ni siquiera me acordaba. ¿Qué me importa ya nada ni nadie en el mundo, habiendo perdido a mi hijo?.. ¡Quisiera que la tierra se hundiera bajo mis pies! Listrac poseía demasiado corazón e inteligencia para ofenderse por tales palabras. Consoló a la desventurada madre con tan afable autoridad, que acabó por impresionar aquel espíritu grosero. -¡Es usted muy bueno, señor! -dijo la viuda. -Perdone usted que le haya molestado; pero, cuando pienso que ha desaparecido mi hijo en la flor de su edad, dejándome aislada y en la miseria siento haber vivido tanto. -No está tan abandonada como supone. Su hijo me ha confiado el cuidado de ampararla y yo, reconocido a las atenciones que me ha dispensado, acepto el encargo. Ignoro la suerte que me reserva el porvenir; pero, sea la que quiera aseguraré a usted una pequeña renta que la ponga a cubierto de la miseria. La viuda no pudo contener una exclamación de júbilo. Hay que conocer la precaria existencia de las mujeres de su condición, para comprender el efecto de semejante promesa. Pero, pasada la primera impresión, 224
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volvió a invadirla su misantrópica incredulidad, y ya se preparaba para dirigir algunas preguntas a Listrac, cuando llamaron a la puerta de la calle. Listrac y su patrona se miraron con inquietud. Después de un breve intervalo, llamaron más fuerte. El oficial hizo ademán de volver a su habitación, pero la viuda le detuvo. -Será alguna vecina que viene a calentarme la cabeza con sus consuelos -dijo. -¡Verá usted qué pronto lo doy el pasaporte! Y abrió, con presteza que revelaba propósitos bien poco hospitalarios, pero, en lugar de una comadre del vecindario, se dio de bruces con un gendarme. La viuda sorprendida de improviso, trató de dar con la puerta en las narices al intruso; pero el agente lo evitó, con un violento empujón, mientras otro compañero franqueaba la puerta del jardín. La plaza estaba tomada y habla que rendirse a discreción. Sin embargo, la Guignet no se arredró, y tomando su pala de lavar, la blandió de una manera formidable. -¡Pillos! -vociferó. -¿Tienen ustedes valor para venir a mortificarme, en el momento en que acabo de perder a mi hijo? ¡No me asustan sus bigotazos ni sus sables!.. ¡Salgan de aquí, o les hago papilla la cabeza! 225
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Pero los gendarmes habían visto a Listrac, que no hizo nada por ocultarse y pensaron en todo menos en la retirada. Uno de ellos la dijo, en tono conciliador: -¡Vamos, señora! no nos obligue usted a apelar a la fuerza. No tratamos de molestarla sino simplemente de cumplir nuestro deber. La viuda se desató de nuevo en injurias y ame-riazas. -¡Se acabó! –gritó el otro gendarme más joven y menos cachazudo que su compañero. -¡Calle usted, o la meteremos también en chirona! -¿A mí, en chirona? -rugió la viuda montando en cólera. -¡Bandido! ¡por lo menos, no iré sin merecerlo ! Y avanzó enarbolando la pala contra el pobre diablo, que no queriendo utilizar sus armas, tuvo que correr, para librarse de aquella furia. Por fortuna el otro gendarme logró asirla por el brazo y reducirla a la impotencia. Ella pataleó, arañando y mordiendo a sus dos adversarios, que, a pesar de su vigor, a duras penas podían sujetarla. Listrac decidió interrumpir aquella escena ridícula. Se acercó a su patrona y la dijo en tono firme: -Como sin duda es a mí a quien buscan estos señores, ruego a usted que no se mezcle en el asunto... Dispénsenla ustedes -prosiguió dirigiéndose a los 226
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gendarmes; -la desgracia que acaba de sufrir ha perturbado su razón. La intervención no tuvo la eficacia esperada porque la mujer, enardecida por la lucha continuó forcejeando enérgicamente. -¡Basta! -repuso Listrac, autoritariamente. No sé a qué viene esa resistencia tan absurda como inútil... En interés de ambos, suplico a usted que se calme. La belicosa comadre no se atrevió a persistir en su rebelión. Dejó caer su pala diciendo en tono huraño: -¿Lo quiere usted así?.. ¡Pues sea!.. Vayan ustedes al infierno, ¡todos! -Señor Listrac -dijo a éste el gendarme de más edad, -soy portador de un mandamiento de prisión contra usted, y le ruego que nos siga. Y a la vez sacó del bolsillo un papel, exhibiéndolo al oficial de marina. Este, leyó y releyó el documento, buscando algún defecto de forma y contestó: -Está en regla; ¿pero no podría permanecer en esta casa hasta la noche bajo la custodia de uno de ustedes? Doy a usted mi palabra de honor de que no intentaré burlar su vigilancia. -Es imposible: confío en absoluto en su palabra pero tenemos orden de proceder rigurosamente con usted. 227
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-Ya sé que tengo enemigos poderosos -replicó Listrac con amargura -pero también tengo amigos, que quizá no me abandonarán... Estoy a sus órdenes. La viuda se repuso bruscamente de su atolondramiento. -¿Pero es posible que se entregue a estos tunantes? -preguntó. -¡Si no quiere usted, no tiene más que decirlo! -¡Infeliz! -contestó Listrac suspirando. -¿Cómo resistirse contra la ley? Y añadió, dirigiéndose a los gendarmes: -¡Sean ustedes indulgentes, señores! ¡No contaba más que con un protector y se le arrebatan!
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XIV DIPLOMACIA Entretanto, Paúl se encaminó a buen paso, hacia el castillo de Plessis. Cerca ya de la morada del general Sergey, se desabotonó el gabán, dejando ver en el ojal de su correcta levita una roseta multicolor; acortó la marcha convirtiéndola en majestuosa; cambió la expresión de su rostro; franqueó la verja del parque y avanzó resueltamente, llamando a la puerta del palacio. Precisamente abrió Julián. Paúl preguntó por el general y entregó su tarjeta al criado. -El general experimentó ayer una fuerte crisis -contestó Julián -y no sé si estará en condiciones de recibir visitas; voy a informarme.
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El sirviente introdujo en el salón al visitante, señalándole una butaca y saludó para retirarse. Paúl le retuvo con un gesto. -¿Es usted Julián Lambert? -le interrogó en voz baja. -Sí, señor -respondió, sorprendido, el interpelado. -Pues bien, necesito hablar a solas con usted, cinco minutos. Sálgame al encuentro cuando me marche. Mi tarjeta le dirá quien soy. El criado se inclinó y salió. Apenas fuera del salón, echó una ojeada a la tarjeta y se estremeció al leer el nombre y el título del visitante. -¡Nada menos que el señor Paúl! -murmuró. –¿Qué diablos me querrá?... Ya veremos. Cuando Paúl, sentado en el salón, hojeaba un álbum, esperando el retorno de Julián, percibió un ligero ruido a sus espaldas; se volvió y vio a Carolina. -¡Cáspita! –pensó -¡qué bien montada tiene la policía!.. Con tal que ese criado no la haya advertido... Pero no mostró inquietud ni sorpresa y la saludó reverentemente. Carolina iba en un vaporoso traje de mañana que realzaba sus encantos. Correspondió al saludo con un mohín, y dijo en tono meloso: -¿A quién se le ocurre venir a estas horas, después de no parecer en un siglo?.. Hasta en el campo, eso 230
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constituye una extravagancia que debería castigarse si quedara galantería en el mundo. -Perdone usted, señora -contestó Paúl, con su sonrisa incisiva -pero no esperaba el honor de verla. Al ir al baño, he sabido que el general había experimentado un retroceso en su dolencia y no he podido resistir al deseo de informarme de su estado. La despreocupación, prohibida con las damas, es lo más natural, tratándose de un soldado veterano. Carolina no se dio por ofendida de la fina ironía que acompañó a estas palabras. -El general está muy delicado –replicó -y se encuentra en la imposibilidad de recibir ninguna visita ni aun las que le complacerían en extremo, como la de usted. Estaba en su habitación cuando le han anunciado, y, a pesar del desaliño en que me ve usted, he querido expresarle personalmente lo mucho que nuestro enfermo agradece su interés, que le halaga y le honra. La conversación tomó el giro corriente en el trato social; pero, en medio de la cháchara Paúl creyó notar que su interlocutora deseaba hacerle una confidencia y que buscaba el modo de abordar la cuestión. Se mantuvo a la defensiva para evitar toda sospecha y como Carolina tardara en explayarse se levantó para despedirse. 231
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El sagaz leguleyo no ignoraba sin duda que las mujeres así como reservan para la posdata el verdadero motivo de sus cartas, esperan también hasta el último instante para dar rienda suelta a sus pensamientos. Su táctica dio el resultado apetecido, porque Carolina le dijo, levantándose a su vez: -Oiga usted, señor Paúl; ya que un venturoso azar le ha conducido aquí esta mañana podría usted prestarme un señalado servicio. -A sus órdenes, señora. -Me permito invocar su protección, contra un miserable que intentó asesinarme hace dos noches. -¿A usted? -exclamó Paúl, con aparente indignación. -¡A ver, señora! cuénteme usted lo que sucedió. Y volvió a sentarse. Carolina relató la aventura a su manera sin ocultar el nombre del autor del pretendido atentado. Paúl escuchó, en actitud reflexiva. -¿No es ese Listrac, el que intervino en un trágico suceso, desarrollado, en esta misma casa? –preguntó. -¡Justo! el asesinato del capitán Granget, pupilo del general. De entonces data la enfermedad que mina la existencia de nuestro pobre amigo. -¿Y usted cree, positivamente, que Listrac es culpable del crimen de que se le acusa? –repreguntó Paúl, clavando furtivamente una mirada penetrante en la dama. 232
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Fuera ilusión o realidad, le pareció notar cierta turbación en Carolina quien, sin embargo, contestó con viveza: -¿No está probado el hecho? Lo único que a mí me interesa es que la justicia impida cuanto antes, que ese hombre pueda causarme cualquier daño. -Formule usted una denuncia y se expedirá un mandamiento de prisión. -Ya está hecho. -Entonces, ¿sólo desea usted que active las pesquisas para encontrar a Listrac? -Ya está encontrado -contestó Carolina sonriendo. -Esta mañana conseguí averiguar que vivía en casa de una tal Guignet, a la entrada del pueblo, y probablemente le habrán capturado a estas horas. A pesar de su dominio sobre sí, Paúl no pudo reprimir un movimiento de inquietud. -Entonces, ¿qué puedo hacer ya? -preguntó. -Mucho: interponer su valiosa influencia para que se le retenga en prisión; si le pusieran en libertad, yo, viviría en constante alarma... ¿Verdad que lo hará usted, señor Paúl? Y tomando una de las manos del visitante entre las dos suyas, blancas y torneadas, fijó en él su mirada voluptuosa llena de irresistible seducción. 233
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-¡Soborno! ¡soborno flagrante! -exclamó Paúl riendo y llevando a sus labios una de las aterciopeladas manos. -Así, ¿odia usted a Listrac? -No; le tengo miedo. -Es natural; además, alguna razón tendrá usted para considerarle culpable. -No sé. -Así debe ser, cuando no le da usted cuartel; porque si el delito está probado, la situación de ese hombre es gravísima. La justicia militar es expeditiva... ¡cuatro tiros, y se acabó! Carolina volvió la cabeza. -¡Ay, señor Paúl! -repuso lánguidamente ¡no me diga usted eso! Voy a tener todo el día la espantosa imagen ante mis ojos... ¡Por favor! no crispe usted mis nervios. Paúl observó a hurtadillas a la dama que continuaba impenetrable. -Es usted demasiado encantadora -le dijo -para poder rechazar su demanda. Tranquilícese pues se colocará a Listrac en la imposibilidad de cometer un nuevo atentado contra usted. La promesa satisfizo a Carolina cuyo semblante recobró su animación. 234
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-¡Luego dirán que tiene usted un corazón de hielo! -contestó. -Casi, casi... su bondad me alienta a solicitar una nueva gracia... ¡No se asuste usted! -añadió, con uno de esos mohines verdaderamente felinos -se trata de una bagatela. -¡Hum! desconfío de lo que las damas califican así... ¡Veamos! -De seguro tendrá usted noticia de la reciente escaramuza con unos contrabandistas. ¿No podría usted recomendar que se echara tierra sobre el asunto, evitando molestias a esos infelices, cuya profesión es ya tan penosa y arriesgada? -¡Infelices! ¡infelices! no han hecho más que robar la aduana. -¡Bah! después de todo, han recuperado lo suyo. ¿Por qué no vigilaban mejor los aduaneros? Son armas de buena ley. -¡Pero, señora! ¿qué pueden interesarla esos truhanes? -Más de lo que parece. A no ser por su astucia y por su arrojo, ¿podríamos lucir estos preciosos encajes? Realmente, no puede considerárseles como malhechores. Paúl estuvo a punto de sucumbir a las seducciones y a las gracias, aunque algo amaneradas, embriagadoras, 235
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de aquella maga pero su seriedad y su talento provocaron la reacción oportunamente. Plegó sus labios en burlona sonrisa. y replicó en tono sarcástico: -En esta ocasión, mi hermosa hechicera, resultan ineficaces sus filtros y encantamientos... Este asunto concierne al fisco, y el fisco es el erizo administrativo; ¡cualquiera le pasa la mano por el lomo! Con gran sentimiento mío, me veo en la imposibilidad de complacer a usted. -Ante bien poca cosa retrocede su poderosa influencia; pero, en fin, no hablemos de ello. Quizá encuentre alguien que no se asuste del erizo... De todos modos, espero que ratificará usted su promesa respecto al otro asunto. La conversación se prolongó un rato más, y en el momento en que Paúl pensaba formalmente retirarse apareció Julián. --El general -anunció respetuosamente –ruega al señor Paúl que se sirva pasar a sus habitaciones. Carolina lanzó una mirada furibunda al criado. -¡Cómo! –exclamó -el general no está en condiciones de recibir a nadie. -Me limito a obedecer las órdenes de mi señor -replicó el sirviente con frialdad. 236
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-No toleraré semejante imprudencia; si él confía demasiado en sus fuerzas, yo soy la llamada a impedir... -Permítame usted, señora -interrumpió Paúl levantándose resueltamente -deferiré a la invitación de mi querido general; pero, si mi presencia le fatigara lo más mínimo, me apresuraré a retirarme, tan pronto como haya estrechado su mano. Carolina comprendió que sería inútil toda resistencia. -Es una locura -objetó; -pero, puesto que usted se empeña... Por si acaso, será conveniente que le acompañe. -Ya está con él la señorita -advirtió Julián. –¡Razón de más! -contestó ásperamente Carolina. El general estaba empotrado en su butaca. Carolina no había exagerado acerca de la debilidad del veterano, que parecía completamente agotado. Apoyada en el respaldo del sillón, se mantenía en pie su hija pálida y melancólica pero hermosa tranquila y solícita como un ángel guardián. Al ver a Carolina el general y Leona experimentaron un común malestar, acogiendo, en cambio, a Paúl con gran cordialidad. Después de las acostumbradas cortesías, y cuando todos formaron círculo en torno del enfermo, éste dijo, en voz apagada: 237
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-Me felicito tanto más de su visita mi querido Paúl, cuanto que, en su calidad de jurisconsulto eminente, podrá usted ayudarme a cumplir un deber de conciencia. Ya conoce usted la sensible catástrofe ocurrida durante nuestra estancia en Dieppe. Convencido hasta ahora de que mi pupilo pereció víctima de una emboscada me querellé contra el supuesto asesino, a quien he perseguido con verdadera saña. Pero, recientemente, me han asaltado serias dudas respecto a su culpabilidad; le he visto hace poco, y sus manifestaciones... -¡Que le has visto! -interrumpió Carolina botando en su asiento -¡sin decirme nada! La exclamación desconcertó al anciano, pero un signo imperceptible de su hija le reanimó. -No podía suponer -prosiguió sin levantar la cabeza -que dedicada como lo estás de lleno, a tus placeres y a tus adornos, te interesara este detalle... Decía -continuó, dirigiéndose a Paúl -que las explicaciones de Listrac, si no me han persuadido de su inocencia me han inspirado dudas, que me hacen juzgar excesivo el rigor con que se le ha tratado. Cediendo, por tanto, a escrúpulos que comprenderá usted fácilmente, he redactado este escrito, con el concurso de mi hija que desempeña mi secretaría particular. Es un desistimiento formal de mi querella. Se lo entrego a usted, amigo mío, a fin de que lo haga llegar 238
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al tribunal, esperando que influirá usted para que se suspendan las diligencias comenzadas. Leona dio gracias a su padre, con una expresiva mirada mientras Paúl leía atentamente el documento y Carolina pataleaba de rabia. Terminada la lectura dijo el letrado: -El desistimiento está en toda regla general pero, a mi juicio, no bastará para interrumpir el curso del proceso. El delito es de los que se persiguen de oficio, y no puede sobreseerse la causa por el mero perdón de la parte ofendida si no se aducen pruebas materiales de la inocencia del acusado. -No poseo ninguna -balbuceó Sergey -pero yo creía que bastaría retirar la querella... -No, general. De todos modos, y valga por lo que valiere, le prometo presentar el escrito, sin pérdida de momento. Pero repito que considero ineficaz este paso, y que si llega a ser detenido Listrac, a quien se ha visto por estos contornos, se acelerarán los trámites del juicio, sin tener para nada en cuenta la retractación de usted. -En ese caso -exclamó Carolina con aire triunfal -no tengo nada que temer de él. Sé positivamente que, en estos momentos, ese malhechor se encuentra ya en poder de la justicia. 239
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Leona a pesar de su habitual timidez, no pudo contenerse. -¡Con qué confianza lo afirma usted! -dijo en voz trémula. -¡Cualquiera diría que lo había usted delatado! -¡Calla hija mía! -interrumpió el general, angustiado. -¡Por favor! ¿queréis acabar conmigo entre todos? Leona se inclinó hacia él y le colmó de caricias. Paúl se levantó. -Creo –repuso -que esta conversación fatiga a nuestro querido enfermo y me retiro... Quizá convendría dejarle reposar un rato. -En efecto -contestó el general, abrumado -no me siento bien... ¡Quédate tú sola conmigo, hija mía! -¡Adiós, Sergey! -dijo Carolina en tono compungido. -¡Dios mío! ¡lo que va de ayer a hoy! Paúl se despidió afectuosamente del general. En el momento de salir, se inclinó hacia Leona. -¡No hay que perder la esperanza! -murmuró. Leona se estremeció y levantó la cabeza. Paúl había recobrado ya su aspecto tranquilo, sonriente, con su dejo de burlón. Se inclinó profundamente y salió. Al cruzar el vestíbulo, se dio cuenta de que le seguía Carolina. Esta se llevó el índice a la boca y le dijo por lo bajo, en tono, melifluo: 240
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-Sigo contando con que no abandonará usted mi causa. Ese pobre general va declinando por instantes; hoy está bajo la influencia de su hija una colegiala emancipada que se ha enamorado perdidamente, sin saber cómo ni por qué, del tal Listrac... Yo creo que no debía usted hacer uso de ese escrito, sino romperlo, quemarlo... -¡Señora! -interrumpió Paúl en un arranque de indignación, que no pudo dominar. Pero, rehaciéndose instantáneamente, prosiguió sonriendo: -No ha reparado usted en lo que me pide; si yo cometiera esa... flaqueza el general tendría el recurso de redactarlo de nuevo y enviarlo al tribunal por otro conducto. Pero tranquilícese usted; ese desistimiento, como ya he dicho, no servirá para nada. -¡Así sea!.. De todas suertes, yo confío en su palabra: no olvide usted que están en juego mi sosiego y mi vida... ¡Adiós, mi protector... y buen amigo! Y lanzando al jurisconsulto la más provocativa de las miradas, desapareció. Paúl atravesó el parque a paso ligero, sin pensar en la cita dada a Julián, cuando éste salió de detrás de un árbol. 241
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-Estoy a su disposición, señor -dijo el criado, acercándose. -¡Muy bien! -contestó Paúl. -Ante todo, le requiero para que no me oculte la verdad. -Así lo haré -ofreció Julián. -Pues vamos al grano, sin rodeos. Deseo a todo trance acreditar la inocencia del señor Listrac, y tengo entendido que usted está en condiciones de suministrar ciertos datos. ¿Es verdad? -Sí, señor; precisamente hace tiempo que ansío descargar mi conciencia de ese peso. -Pues hable usted con toda franqueza. Julián expuso los hechos ya conocidos, agregando que, al ver desmayada a Carolina fue a buscar a su doncella para que la auxiliara y que al regresar ambos, su señora estaba en pie y había desaparecido de la mesa el papel que sujetaba el candelabro de bronce. Afirmó, asimismo, que al día siguiente de la catástrofe se recibió, entre la correspondencia del general, un sobre, bastante voluminoso, en el que reconoció el escudo de armas y la letra del conde de Listrac. La carta excitó vivamente su curiosidad, en razón de lo sucedido la víspera y se apresuró a llevársela a su señor; pero Carolina le salió al paso y le arrebató la correspondencia pretextando que el general estaba muy atareado y no podía distraérsele. Más 242
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tarde cuando Julián entró en el despacho de su señor, vio extendidos sobre el pupitre todos los sobres abiertos, a excepción del de Listrac, lo cual le hizo deducir que había sido secuestrado. Confirmó su creencia el hecho de haberse recibido con posterioridad varias cartas de Listrac, de todas las cuales se apoderó la señora amenazando a Julián con echarle de la casa si se lo decía al general. Paúl escuchó con gran atención estos detalles. -¡Perfectamente! –dijo -¿pero por qué atribuye usted tanta importancia al secuestro de esas cartas? En primer lugar, por el interés de la señora en interceptarlas. Además, entre la servidumbre todo se comenta y a lo mejor... una frase sorprendida al azar... -¡Comprendido!.. ¿Y por qué no declaró usted todo eso a su tiempo? -A raíz de la catástrofe se limitaron a interrogarnos muy ligeramente, y ¡qué diantre! no quise meterme en camisa de once varas, a riesgo de perder mi colocación. Por el contrario, procuré congraciarme con la señora que era quien hacía y deshacía en la casa. -¡Eso se llama encender una vela a San Miguel y otra al diablo! No está mal... Vamos a ver, Julián: fíjese usted en la pregunta que voy a dirigirle ahora: ¿cree usted que su señora habrá destruido las cartas del señor Listrac? 243
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-No, señor; las conserva en su poder. -¿Está usted seguro? -¡Como que las he visto! Las tiene archivadas, con el documento que había sobre la mesa del capitán Granget, en un cofrecillo de ébano, destinado a guardar sus papeles. Paúl no pudo reprimir su satisfacción. -¡Bravo! -exclamó, frotándose las manos. Y añadió, con más calma: -¡Bien, Julián! ¿me promete usted repetir sus manifestaciones, si le llamase a declarar el tribunal? -Sí, señor; al pie de la letra. -¡Conformes! No quiero entretenerle más, porque podrían notar su ausencia. Sobre todo no entere usted a nadie de nuestra conversación y procure no perder de vista el cofrecillo; si la señora rompiese algún papel, cuide usted de recoger los fragmentos, y si sobreviniese cualquier incidente digno de mención, avíseme usted en el acto. Paúl emprendió rápidamente el camino del pueblo. Ahora ' que veía confirmados los asertos de Listrac, por la terminante y categórica declaración de Julián, le aterraba la posibilidad del arresto del marino. -¿Si será verdad lo que ha dicho esa fascinadora sirena? -pensó. -De ser cierta la detención de ese pobre 244
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muchacho, tropezaríamos con grandes dificultades, porque se harían interminables las discusiones con los entorchados de la jurisdicción militar... ¡Y el caso es que lo afirmaba con tanta seguridad!.. Al embocar el angosto sendero que conducía a la casita de Guignet, por la parte del campo, se abrió la puerta dando paso a Listrac, escoltado por los dos gendarmes. -¡Menos mal que llego a tiempo! -murmuró, enjugándose la frente bañada en sudor. Los agentes de la fuerza pública debían conocer al elevado funcionario, porque se cuadraron, llevándose la mano a la visera. -¡No se han descuidado ustedes! -les dijo Paúl. -Y usted, amigo Listrac, ¿cómo se ha dejado cazar tan fácilmente? Listrac, asombrado del tono jocoso adoptado por Paúl, contestó sonriendo melancólicamente: -Más tarde o más temprano, había de suceder. -¡No sé por qué! Paúl se aproximó a los gendarmes y les habló en voz baja. Estos opusieron algunas tímidas objeciones y exhibieron el mandamiento de prisión, a cuyo pie trazó el personaje unas palabras, con lápiz. Luego los despidió, diciendo: 245
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-Adviertan ustedes al juez, que le veré hoy mismo. En cuanto a sus jefes, díganles que han procedido así por orden mía. Los gendarmes saludaron militarmente y se retiraron. -¿Qué significa esto? -preguntó Listrac. -Que goza usted de libertad provisional, que no tardará en convertirse en definitiva. -¿Es posible? Pero, si su autoridad le permite garantir mi libertad, ¿por qué esta mañana?.. -Esta mañana no contaba más que con la convicción moral de su inocencia lo cual no era suficiente para determinarme a interrumpir el curso del proceso. Ahora poseo testimonios positivos, pruebas materiales, y no vacilo en intervenir a su favor. -¿Testimonios? -exclamó Listrac. Paúl le mostró el desistimiento del general y le repitió las importantes revelaciones de Julián. Listrac, con los ojos impregnados en lágrimas, tomó la mano de su protector y la oprimió efusivamente. - ¿Cómo agradecer a usted tantos favores? -le dijo. -¡No anticipemos nuestro júbilo! -contestó Paúl. -Mientras no tengamos a nuestra disposición los papeles ocultos en el cofrecillo, no será posible rehabilitar a us246
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ted -dignamente. Además, hay que guardar ciertos miramientos al general y a su hija. -¡Ah! ¡eso sobre todo! Antes que causarles la menor contrariedad, preferiría sufrir las consecuencias de una acusación injusta. -¡Todo se arreglará! -replicó Paúl. Y después de hacer algunas advertencias a Listrac, se dirigió hacia una elegante berlina que le esperaba en el camino de Eu. -No se puede hacer más en menos tiempo -dijo para sus adentros -no se quejará el príncipe de mí.
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XV EL «SAN CARLOS» Volvamos a los dos protagonistas de esta historia a quienes dejamos en la situación más crítica y desesperada. Terranova se deslizó de espaldas a lo largo del escarpado, mirando fijamente al abismo, que amenazaba engullirle; pero había hecho el sacrificio de su vida y no le asustaban la tempestad y sus furores. Durante su peligroso descenso, logró despojarse del capote y de las botas, pero no tuvo tiempo de quitarse su traje de marinero. Al intentarlo, creyó ver, entre las espumosas vetas que cubrían la superficie del mar, una forma humana que el oleaje balanceaba brutalmente, antes de arrojarla contra las rocas, y una mano que se agitaba en demanda de auxilio. Era Maillard. 248
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El joven marino no pudo contenerse y en lugar de seguir deslizándose se arrojó al agua y luchando denodadamente contra las monstruosas olas que formaban al chocar espantosos remolinos, nadó vigorosamente, se abalanzó sobre el cuerpo del aduanero, como un ave de rapiña sobre su presa y se asió a él convulsivamente. Casi en el instante, ambos fueron envueltos por una nueva ola que les hizo girar con vertiginosa rapidez; pero Terranova no soltó a su compañero y acabó por dominar aquella fuerza enemiga. Sosteniendo el cuerpo inerte, con una mano, y nadando con la otra tropezó al azar con un trozo de mastelero, que flotaba entre dos aguas, y buscó maquinalmente un punto de apoyo, aprovechando aquella circunstancia para asegurarse en cuanto era posible del estado de su amigo. El pobre aduanero estaba liado en su capotón de uniforme, que debió entorpecer sus movimientos. Terranova le desembarazó de la pesada prenda así como del sable y del correaje y observó el lívido rostro del cabo, bajo los lacios mechones de sus cabellos grises. Sus facciones aparecían contraídas y la boca entreabierta; parecía respirar débilmente. Sus piernas se agitaban a intervalos sin que pudiera determinarse si tales sacudidas obedecían a espasmos nerviosos o al impulso de las 249
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encontradas corrientes. En apariencia, el nadador sólo disputaba al mar un cadáver. Cuando Terranova sin dejar de aferrarse al mastelero salvador, giraba en torno suyo una mirada de angustia divisó a unas cuantas brazadas una masa negra, zarandeada por las olas en la que reconoció el bergantín que vieron zozobrar desde la meseta del cantil. Su posición era más comprometida que antes ',sobre su puente, desarbolado y liso como la palma de la mano, no se veía ni una sombra; hubiérasele creído abandonado. Sin embargo, en aquel barco náufrago, amenazado de una destrucción inmediata cifró todas sus esperanzas Terranova resolviendo dirigirse a él, en busca de refugio. Por precario que éste fuera se ganarían algunos instantes, que quizá bastaran para que se realizara un milagro. ¿Pero cómo llegar a la embarcación? Solo, el hábil nadador hubiera franqueado, sin trabajo, el reducido espacio que le separaba; ¿pero cómo transportar a un hombre moribundo, inanimado por lo menos, y, por consiguiente, incapaz de ayudarse a sí mismo? Súbitamente, surgió una idea en su cerebro. La verga en la cual se apoyaba debía estar amarrada a un cuerpo fijo, puesto que se mantenía constantemente a igual distancia de la orilla sin ser lanzada contra las rocas, como los restantes despojos. ¿No podría suceder 250
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que hubiese quedado sujeta por una cuerda al casco de la nave? Así era en efecto. Cuando la tripulación cortó los mástiles, la verga quedó unida al buque, por una de esas infinitas cuerdas que ligan el aparejo a la obra muerta. Terranova comprobó el hecho, y esta certeza le devolvió su energía. Cargó a su espalda al aduanero, manteniéndole con una mano, y con la otra se afianzó en la verga primero, y después en la cuerda llegando así, penosamente, al costado del bergantín. ¿Pero cómo subir a bordo? Sus fuerzas estaban agotadas, sus miembros se retorcían en dolorosos calambres, y comenzaba a sentirse invadido por el vértigo del hombre que se ahoga. Irguióse no obstante, cuanto pudo con su precioso fardo, y lanzó, por dos veces, el grito penetrante con que los marineros acostumbran llamarse durante las tormentas. Nadie respondió; si alguien había en el barco, aquellas voces humanas debieron ser ahogadas por el estrépito incesante del viento y del oleaje. Quizá, también, los supersticiosos marineros los tomaron por esos lamentos de las almas de los náufragos, que, según dicen, se dejan oír, en las noches de borrasca, anunciando a los vivos una catástrofe inmediata. El pobre Terranova estaba extenuado y sentía resbalar la cuerda entre sus crispados dedos. Haciendo un supremo esfuerzo y aprovechando 251
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un corto intervalo entre dos ráfagas, gritó de nuevo, desesperadamente: -¡Eh! ¡los del bergantín! Entonces asomó una cabeza por encima de la borda preguntando: -¿Quién llama? Terranova con el fin de asegurarse y asegurar a su compañero una favorable acogida usurpó un título de que carecía. -¡Piloto! -contestó. -¡Ya era tiempo! -exclamó la voz. -En fin, ¡nunca es tarde!.. ¿Dónde está usted? -Aquí... un poco a babor... ¡Deprisa porque no podemos más! Este diálogo fue interrumpido diferentes veces por las olas que azotaban el casco. Pasado un instante, tiraron un cabo desde cubierta. Terranova le asió presurosamente y ató el cuerpo de Maillard. -¡Iza! -gritó. Y el aduanero fue elevado por unos brazos vigorosos. En cuanto al joven, asiéndose a la cuerda que tantos servicios le había prestado, trepó al puente sin dificultad. Allí encontró catorce o quince marineros, ateridos de frío y calados hasta los huesos, que contemplaban 252
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con asombro a Maillard. Al ver aparecer a Terranova se concentraron en él todas las miradas. -¿Qué es eso? -preguntó sacudiéndose como hubiera podido hacerlo, en caso análogo, uno de sus homónimos de cuatro patas -¿no habéis visto nunca un hombre que haya bebido más agua de lo regular? Es un bravo aduanero, que se ha obstinado en acompañarme para socorreros Y no ha podido resistir el fiero embate del oleaje. ¡Bien vale su intención que se le cuide... si es que necesita cuidados, porque ni siquiera se mueve! -¿Para qué vamos a tomarnos el trabajo de reanimarle si puede que dentro de cinco minutos estemos todos como él? -objetó uno de los marineros, en tono brusco. -¡No importa! -replicó el personaje que antes se había puesto al habla con Terranova y que era el capitán del barco; -¡llevadle a mi camarote!.. Y usted, piloto, a ver si nos saca de aquí cuanto antes. Los marineros no se apresuraron a obedecer, sin duda porque la crisis había relajado los lazos de la disciplina como suele suceder en tales casos, en los buques mercantes. Además, el oleaje, que continuaba barriendo el puente, hacía peligrosa la ejecución de la orden. Esta consideración no detuvo al intrépido Terranova quien desató a Maillard, se le cargó a cuestas, sin ayu253
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da de nadie, y corrió precipitadamente hacia el camarote. Su temeridad quedó impune, llegando sin tropiezo al reducido recinto situado al extremo del puente. El camarote bastante cómodos. Una lamparita encerrada en un fanal empotrado en el techo, esparcía una tenue claridad; era la única luz que había respetado el huracán. Un grumete, de unos quince años, estaba sentado en un rincón, dominado, al parecer, por el más vivo terror. Terranova no se fijó en él. Colocó a Maillard sobre el lecho, en posición conveniente para que expeliera el agua ingerida y comenzó a frotarle los miembros y el pecho. El grumete acudió a secundar la humanitaria tarea. Los dos jóvenes no hablaban, pero combinaban sus esfuerzos para reanimar aquel cuerpo inmóvil. -¡Aguardiente! -dijo al fin Terranova. El grumete tomó de una caja una botella de cognac. Luis se sirvió de la bebida alcohólica, para friccionar las sienes del ahogado, cuyo rostro se coloreó ligeramente; a los pocos instantes, exhaló un débil suspiro. -¡Vive! -exclamó el grumete. -Sí; pero no sabemos si se habrá roto algún hueso -contestó Terranova palpando minuciosamente al aduanero, para cerciorarse de que no existía fractura. 254
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-¡Vamos, piloto! -gritaron desde fuera. -¿Terminará usted? -Llama el capitán -dijo el grumete con timidez. -Vaya usted, yo cuidaré al enfermo. -¡Bueno! -replicó Terranova -pero no dejes de darme noticias de su estado, cada cinco minutos. El grumete lo prometió así. Terranova estrechó la mano del aduanero, que aun no podía reconocerle dio un buen tiento a la botella de cognac y salió al puente, en el momento mismo en que el capitán, furioso, iba personalmente a buscarle. Terranova pensó entonces en su grave responsabilidad, al asumir la dirección del barco; pero ya no era posible retroceder. De una ojeada se hizo cargo de la situación y pidió distraídamente al capitán los datos de rúbrica. La respuesta fue tan breve como lo exigían las circunstancias. La embarcación era un bergantín de unas doscientas toneladas, llamado San Carlos, de la matrícula de Dunkerque. Volvía del Brasil, con un cargamento de maderas para ebanistería y otros productos coloniales, y se dirigía al puerto de su procedencia cuando fue sorprendido por el temporal, en la Mancha y arrastrado a las costas de Normandía. Tuvo que arrojar al mar parte de su cargamento, cortar sus mástiles y largar sus anclas 255
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a pesar de lo cual, había derivado rápidamente hacia las rocas. Una de las anclas había hecho fondo, momentos antes, y era el único sostén del barco, que se tambaleaba a corta distancia del acantilado. El supuesto piloto escuchó en silencio las explicaciones, escudriñó con atención el espacio y dijo: -La situación mejora el viento ha girado y la marea empieza a bajar. El capitán, hombre joven todavía de fisonomía franca e inteligente, pareció dudar de la afirmación, pero no tardó en comprobar su exactitud. -Es verdad -contestó. -El viento ha variado dé cuadrante; ¿pero de qué nos servirá, en el lastimoso estado a que nos vemos reducidos?.. ¿Qué le parece a usted que debe hacerse? Terranova calló, como si combinara su plan. Los tripulantes se agruparon en torno del piloto y del capitán, para enterarse de las esperanzas o temores, que habían de abrigar en el común peligro. -La marea nos será favorable dentro de poco –dijo al fin. -Es preciso levar anclas y hacerse a la mar. -Eso es más fácil de proponer que de realizar -objetó el capitán, en tono triste.
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-Lo intentaremos -replicó Terranova. -Antes de dos horas, se habrá retirado el mar y nos estrellaremos en los peñascos del fondo. -¿Pero cómo vamos a gobernar sin aparejos? -Seguramente, tendrá usted mástiles de repuesto; y en cuanto a velas ya las improvisaremos. Con este viento, basta con una pértiga y las camisas de los marineros... ¡Animo, y yo les prometo que saldremos del paso! Estas palabras, pronunciadas con entusiasmo, produjeron excelente efecto en los marineros. Sin embargo, esperaron las instrucciones de su jefe, que contestó, después de vacilar unos instantes: -Obedeced al piloto. Unos a instalar el mástil y otros al cabestrante... ¡A trabajar todo el mundo! Los tripulantes, electrizados por la esperanza de salvación, pusieron manos a la obra. Una febril actividad sucedió al desaliento que reinaba pocos momentos antes, y todos se apresuraban a ejecutar las órdenes recibidas. El propio Terranova más habituado a obedecer que a mandar, se disponía a pagar su prestación personal, cuando le detuvo el capitán. -Es usted muy joven para el cargo que desempeña -le dijo; -pero le juzgo un muchacho resuelto y confío en usted... ¡Con franqueza! ¿verdad que ha ocultado usted 257
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algo delante de la tripulación, y que existen otros peligros que los que ha indicado? -Sí, capitán; a usted no debo engañarle. Todos estos sitios están sembrados de escollos y no comprendo cómo ha podido pasar el barco, sin chocar con ellos. Hasta sospecho que el ancla está enredada en el hueco de un peñasco, sobre el que he jugado muchas veces, durante mi niñez. -¡Entonces, no podremos desprenderla y encallaremos! -objetó el capitán, alarmado. -Yo me situaré junto al escobén, y al menor síntoma de peligro, cortaré el cable... Ordene usted que me den un hacha. -¿Y cómo salvaremos la línea de arrecifes? -Existe un paso, cerca de aquí, que espero encontrar, a pesar de la obscuridad. Es estrecho, pero la marea y el viento nos favorecen, y, además, no queda otro recurso... ¿Obedece bien el timón? Admirablemente; le manejaría un niño. –¡Magnífico! Pues póngase usted mismo a la barra y procure maniobrar con rapidez, cuando llegue el caso. Los interlocutores se separaron, después de cambiar un Apretón de manos. Entretanto, la tripulación no permanecía inactiva. Unos cuantos marineros disponían las barras del cabes258
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trante, mientras los demás sujetaban al trozo que quedaba del palo mayor un listón de madera provisto de una verga y de una vela para formar un mástil provisional. Todos trabajaban con ardor, dirigidos por Terranova y sus gritos se mezclaban con el silbido del viento y con los bramidos del mar. En esto, se presentó el grumete. -¿Qué hay? -preguntó Terranova. -Está mejor; pero no comprendo de qué habla. -¿Será que delira? -No sé; pero... En aquel momento llamaron al piloto. -¡Cuídale! -dijo precipitadamente al grumete. Y corrió hacia donde su deber le reclamaba mientras el muchacho volvía al lado de Maillard. Bien pronto se oyeron los pasos cadenciosos de la tripulación, que procedía a la penosa tarea de girar el cabestrante. El mástil estaba armado, y la vela en disposición de ser desplegada. El capitán ocupaba el timón, y Terranova de pie a proa con un hacha en la mano, observaba el lento avance del bergantín. De pronto, se fijó en un punto en que las aguas, a pesar de la turbulencia del oleaje, formaban una serie de círculos concéntricos. El joven lanzó un grito, para prevenir a los marineros del cabestrante, y descargó el ha259
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cha sobre el cable al rape de la cadena que retenía el ancla. El barco, libre de sus ligaduras, arrancó en línea recta hacía el remolino; pero Terranova ordenó, con voz estentórea: -¡Vira a babor!... ¡Larga la vela! El capitán se apresuró a ejecutar la primera parte de la orden, y el buque, dócil y ligero, se apartó del escollo; pero la segunda parte no tuvo tan exacto cumplimiento. El mástil y su vela instalados a escape, no llenaron las exigencias de la maniobra. Una violenta ráfaga que azotó de plano en el momento crítico, agitó la tela con lúgubre ruido; el mástil se dobló, como una rama de sauce, y el San Carlos se inclinó sobre un costado. Hubo un minuto de terror y de confusión; pero las voces del capitán y de Terranova que se elevaron a la vez desde los extremos del puente, animaron a los marineros. El mástil y la vela volvieron a su posición; el barco recobró su estabilidad, y se abrió camino a través de las ondas. Aun fueron precisas varias viradas, antes de que el bergantín saliese a mar libre; pero se consiguió al fin, a pesar de su lastimoso estado. No había transcurrido media hora cuando Terranova dejó su puesto, para reintegrar al jefe efectivo de la embarcación el mando de que tan buen uso acababa de hacer. 260
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El capitán le abrazó, con lágrimas en los ojos. -¡Gracias, joven! -le dijo. -Nos ha salvado usted, y le prometo un certificado, como no podrá exhibirle jamás ningún piloto de la costa. -Nunca estorba un certificado, y hasta puede servir en ocasiones -contestó Terranova –pero debo advertirle que yo no soy piloto, ni Cristo que lo fundó. -¡Tiene usted ganas de broma! Entonces, ¿quién es usted? ¿de dónde viene ? -¿Qué quién soy? Un marino; supongo que no lo dudará usted... ¿De dónde vengo? De lo alto de aquel acantilado, por el que nos hemos despeñado mi compañero y yo. –¡Bien! ya hablaremos de eso más despacio... Ahora pase usted a descansar en mi camarote; el grumete le facilitará cuanto necesite. -Gracias, a mi vez, capitán. Acepto, sobre todo por mi compañero, a quien amo como a mi padre... -Bien lo ha demostrado usted... ¡Vaya! ¡vaya! si sus servicios fueran necesarios, ya le llamaré... Una sola pregunta ¿en qué puerto le parece a usted que podríamos refugiarnos? -Desde luego, en Tréport no es posible; habrá que ir lo menos a Dieppe, y aun eso, aprovechando la marea de mañana. 261
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El capitán, a quien demandaban las atenciones de su barco, fue a reunirse con los tripulantes, y Terranova se dirigió al camarote. Allí estaba Maillard, muy débil, pero sosegado. El grumete le había suministrado ropas secas y todas las comodidades compatibles con la situación del barco. Terranova le abrazó, diciéndole con ingenuidad: -¿Vive usted, señor Maillard? Lo veo y no lo creo. -Gracias a ti, Luis, y gracias al que todo lo puede -contestó el aduanero. -Dios ha operado un nuevo milagro esta noche y tú has sido el instrumento de que se ha valido para mostrar su poder. -Es verdad, señor Maillard; ha sido un milagro... ¿Pero no ha sufrido usted ningún daño? ¡Parece imposible! -Siento un malestar general y cierta dificultad al respirar; pero, salvo una fuerte contusión en el hombro, no me duele nada... Ya sé que no ha sido mi salvamento el único rasgo de arrojo que has realizado esta noche sino que también has pilotado este barco, librando a sus tripulantes de una muerte cierta. -¡Adiós! ¡ya le ha espetado a usted el cuento este monigote! He hecho... lo que hubiera hecho cualquiera. -¡Diga usted que no! -replicó el grumete, con calor. -El capitán y la tripulación aseguran que, a no ser por él, 262
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habríamos perecido todos... ¡Ya se lo diré a mi madre, para que ruegue por usted! Terranova se conmovió ante esta sincera prueba de reconocimiento; pero le contestó en tono jovial: -¡Anda charlatán! vete al puente, a ver si hago falta. Deben estar funcionando las bombas, y puede que haya tarea para ti. El grumete obedeció y Terranova quedó solo con Maillard. –Luis –comenzó el aduanero, después de una breve pausa -me debes la continuación de lo que me contabas, cuando nos interrumpieron tan cobardemente... No puedo más; las palabras que pronunciaste, me han sugerido sospechas extrañas. Te ruego que me digas francamente cuáles son tus relaciones con esos miserables Cabillot, y cómo sabías... -Ya se lo diré a usted luego -contestó Terranova pasando apuros mortales; -ahora está usted cansado... hay quehacer... -No existe nada más doloroso que la duda. Tranquilízame, y puede que así logre reposar un rato. -Es que no puedo tranquilizarle del todo -replicó Terranova llorando. -Soy un bribón, un desalmado, un ingrato, y si le dijera la verdad, me rechazaría usted, me prohibiría ver a mi amada Juana... ¡No! no se lo digo. 263
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Preferiría que me mandara usted tirarme de cabeza al mar y hundirme para siempre. Terranova revelaba tal aflicción, que Maillard se conmovió. Sin embargo, empleando sucesivamente la dulzura y la severidad, le acosó a preguntas, hasta que el joven pescador acabó por confesar la parte activa que había tomado en las operaciones fraudulentas de su patrón. La bondadosa fisonomía del cabo fue pasando de la sorpresa a la indignación. Continuó interrogando a su interlocutor acerca de ciertos extremos ambiguos, y quedó pensativo, silencioso, con el rostro oculto entre sus manos. -Ya sé que no me perdonará usted, por el momento -dijo Terranova rompiendo el silencio; -pero quizá más tarde cuando demuestre mi arrepentimiento... Maillard retiró sus manos, dejando ver dos gruesos lagnimones, que surcaban sus curtidas mejillas. -Me has destrozado el corazón -contestó en voz alterada. -Tu acción es perversa. Si la hubiera cometido cualquier otro, me limitaría a compadecerle; pero que tú, mi amigo, mi hijo, el prometido de Juana me hayas engañado hasta ese punto, hayas abusado de mi credulidad y de mi confianza me apena me hace lamentar que no me hayas abandonado en el mar, adonde me lanzaron 264
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tus camaradas. Para proceder así, es preciso que seas un ser abyecto, avezado a la doblez y a la hipocresía; ¡un malvado, en una palabra! -¿Un malvado, señor Maillard? -exclamó Terranova. -¿Es así como califica usted mis inocentes travesuras, de las que me aseguraban que, sería usted el primero en reírse cuando llegaran a su conocimiento? Nadie me había dado a entender, hasta ahora que el contrabando era un delito; mi madre misma cuando la llevaba unas cuantas monedas, ganadas a costa de tantas fatigas y peligros, me felicitaba por mi celo y por mi valor... Hace dos días, un hombre, a quien la casualidad puso en m¡ camino, me hizo entrever la gravedad de mis actos, y ya estaba firmemente resuelto a cambiar de conducta... ¡No, señor Maillard! ¡no es posible que me juzgue usted como un malvado! -¿De modo que era una travesura exponerte a recibir un balazo de mi carabina o exponerme a mí a pasar por cómplice tuyo? ¿Eran también travesuras hacer causa común con los que han querido asesinarme y pedir al contrabando el modesto peculio exigido para tu casamiento con mi sobrina? ¡No tienes idea del honor, y no mereces la estimación de las personas honradas! La consternación, «el remordimiento, la desesperación de Terranova llegaron a su colmo. Quiso tomar la 265
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mano de Maillard, que la retiró vivamente, y le dijo, sollozando: -¡No me trate usted con tanta dureza! He sido ligero, culpable lo reconozco; pero repararé mis yerros; se lo prometo... Permítame usted conservar la esperanza de que me perdonará algún día... ¡Se lo pido en nombre de Dios, en nombre de su santa y malograda esposa en nombre de nuestra tan amada Juana! -¡Calla! -interrumpió Maillard con energía; -esos nombres en tus labios, producen el efecto de una blasfemia... No sé qué determinación tomaré, pero la herida que me has causado no cicatrizará jamás. Terranova cedió ante aquel obstinado dolor, que no atendía excusas ni protestas, y un silencio penoso reinó en el camarote. En el exterior, continuaban el ruido y la agitación. El barco avanzaba pesadamente, dando tremendos bandazos. De pronto, resonaron en el puente alaridos de espanto, que dominaron al sordo mugido del mar. Terranova y su compañero, absortos en sus meditaciones, no se fijaron en tal circunstancia hasta que apareció el grumete. -¡Señor piloto! -exclamó, aterrado. -¡Venga usted! ¡estamos perdidos! -¿Qué sucede? -preguntó maquinalmente Terranova. 266
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-Se ha abierto una vía de agua y no es posible achicarla. El barco se anega por momentos. -¿Una vía de agua? -repitió Terranova y atento. -¿Y no saben taparla? -La bodega está abarrotada y no hay tiempo de vaciarla. No queda más solución que arrojarse al mar, y cegarla por fuera; ¿pero quien se atreve? El capitán ofrece el oro y el moro, sin que nadie le haga caso. Terranova se levantó y dijo al grumete -Quédate aquí cuidando a mi amigo. Y se dirigió a la puerta del camarote. -¿Dónde vas, Luis? -preguntó el aduanero súbitamente reanimado. Terranova se detuvo. -Señor Maillard –contestó melancólicamente, – cuando haya muerto, me perdonará usted; estoy seguro de que me amará, y de que hablará usted de mí alguna vez a Juana. Y salió precipitadamente. El aduanero le llamó en vano. -¡Corre! ¡alcánzale! -gritó al grumete -dile que le prohíbo... ¡Es una locura! Bastante le ha protegido Dios esta noche. El grumete permaneció inmóvil. 267
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-Señor –balbuceó -¿no ve usted que trata de salvarnos? -¡Pero es una insensatez!.. perecerá en su empeño... ¡Vaya! ¡iré yo mismo!.. no lo toleraré... Maillard intentó incorporarse; pero sus fuerzas no respondieron a su deseo, y volvió a desplomarse sobre la cama. Sin embargo, continuó llamando débilmente: -¡Ven, Luis! te perdono... Te casarás con Juana... te lo prometo... Los nuevos gritos proferidos en el puente, ahogaron su voz. -¡Ah! -murmuró Maillard, desesperado. -¡El pobre muchacho está perdido y yo solo seré la causa!
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XVI LA PLAYA DE TRÉPORT El registro efectuado por los agentes de la aduana en el domicilio de Cabillot, no dio resultado alguno: el viejo contrabandista era demasiado ladino, para conservar en su casa objetos de procedencia sospechosa. Por otra parte, gracias a las imprudentes advertencias del sargento Martín, pudo explicar satisfactoriamente el cambio de sus averiados remos por los flamantes del bote inglés; y aunque el asunto apareciera un poco embrollado, no se quiso profundizar, cuando no pesaba ningún otro cargo contra él. Salió, pues, limpio de polvo y paja y la administración encaminó sus pesquisas en otro sentido. Sin embargo, al anochecer de aquel mismo día, Cabillot se paseaba cabizbajo y pensativo por la playa de 269
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Tréport, mientras sus hijos y sus sobrinos preparaban el falucho, para hacerse a la vela con la marea. A pesar del éxito de sus planes, se sentía invadido por una secreta angustia, temiendo que cualquier circunstancia imprevista descubriera el abominable crimen cometido la víspera. Entre los numerosos bañistas congregados en aquel sitio, Cabillot se fijó en un personaje vestido con sencillez, pero de aspecto distinguido, que parecía seguir sus pasos. El desconocido, por su parte, observaba a Cabillot y se acercaba insensiblemente a él, como para abordarle. De pronto, oyó una voz conocida que le dijo: -A usted busco, patrón. El misterioso espía era Listrac. Cabillou se mostró más sorprendido que asustado, al reconocer a su pasajero. -¿Usted, caballero?... La verdad es que no esperaba... -Convenga usted, amigo mío -prosiguió Listrac con ironía -en que los gendarmes enviados por usted esta mañana no han sabido cumplir con su deber. -¿Yo, enviar gendarmes? ¿de dónde lo ha sacado usted?.. A propósito; le prevengo que el sargento andaba por aquí, hace un instante, por si no quiere tropezar con él... 270
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-No se preocupe usted; los malhechores son los únicos que han de temer a la justicia... Pero no se trata de eso; mi objeto, al venir a verle es pedirle explicaciones acerca de la desaparición de Terranova. Cuando salió de casa dijo que iba a reunirse con usted, para intentar el golpe de mano contra la aduana: no ha vuelto a parecer y se ha encontrado parte de sus ropas al pie de las rocas... ¿Qué ha hecho usted de él? ¡Quiero saberlo y lo sabré! Un sudor frío inundó la frente del patrón, que contestó,, sin embargo, con su acostumbrada rudeza. -¡Todo el mundo se ha propuesto marearme con ese granuja de Terranova! ¡Cómo si no tuviera otra cosa de qué ocuparme!.. ¡Ni le he visto, ni sé que ha sido de él! -¡A otro perro con ese hueso, patrón! ¿Se atreverá usted a negarme que usted y los suyos han sido los autores del robo de la aduana? -¡Bien! ¿y qué? ¡Juro a usted, por lo más sagrado, que Terranova no ha intervenido en él! -Es posible que diga usted verdad, pero no del todo. Usted ha visto a Terranova. Cuando nos separamos, parecía muy agitado y me confesó que iba a tomar parte en una expedición peligrosa. ¿Sabe usted lo que pienso? Que al retirarse ustedes con su fardo, encontraron al cabo Maillard, que les acometió: Terranova acudió a de271
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fenderle y, en, su exasperación, arrojaron ustedes al mar a los dos... ¿No ha sido así? El patrón tembló, al ver a Listrac tan cerca de la realidad; pero no perdió su presencia de ánimo. -¿Y supone usted -objetó con afectada tranquilidad -que después de dar el golpe íbamos a pasar por la Cuesta Verde donde según dicen, ha ocurrido el accidente? Eso hubiera sido meterse en la boca del lobo, teniendo franco el camino del pueblo... Reflexiónelo usted, y se convencerá de que no hay nadie capaz de semejante torpeza. El argumento tenía visos de fuerza y Listrac no acertó a refutarle. Cabillot prosiguió, aprovechándose de la ventaja: -Créame usted, caballero, y acepte la opinión general, que es la más verosímil. Terranova era un buen muchacho, dispuesto siempre a sacrificarse por sus semejantes, y su habilidad de nadador le hacía más osado. Al saber que zozobraba una embarcación en la Cuesta Verde acudió allí y encontró a Maillard, que tampoco era corto ni perezoso. Ambos se apresurarían a socorrer a los náufragos y perecieron víctimas de su abnegación. Esto es lo que más fácilmente se deduce, sin calentarse los cascos. 272
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Realmente, la versión de Cabillot era razonable; pero no aclaraba ciertos detalles conocidos por Listrac, y éste no se mostró convencido. -Patrón -repuso con severidad, -procuraré hacer luz en este asunto, y si resulta algún cargo contra usted, le denunciare sin vacilar. En el caso de que hayan perecido Terranova y Maillard, el mar arrojará sus cuerpos a la playa y este descubrimiento suministrará indicaciones preciosas. Por otra parte, tengo motivos para suponer que no se ha perdido el buque zozobrado; y si ha conseguido refugiarse en algún puerto inmediato, la tripulación deberá tener conocimiento de lo que ha sucedido a su alrededor. Esperaré, pues, el resultado de mis averiguaciones; pero, entretanto, le vigilaré de cerca. Y se alejó lentamente. -Hay que impedir que este tipo se ocupe de nuestros asuntos -pensó Cabillot al quedar solo -y el mejor medio para ello, es hacer que tenga que ocuparse de los suyos... ¡Precisamente llegas a pedir de boca! -añadió, al ver a lo lejos un uniforme de gendarme. Y dirigiéndose resueltamente a éste, le habló en voz baja señalando a Listrac. Pero el gendarme le echó con caías destempladas.
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-¡Cuídese usted de lo que le interesa lobo marino! -le contestó. -¿Va usted a meterse a policía? Nadie le ha pagado para ello. -Le digo que es un personaje peligroso... -Le conozco mejor que usted, ¡déjeme en paz! Y le volvió la espalda. –¡Ya cambiarás de opinión! -dijo para su coleto Cabillot, mirando a un grupo de bañistas, en cuyo centro se destacaba la señora de Grandville majestuosa y radiante. Y se situó en el centro del paseo. La orgullosa Carolina lanzó, al pasar, una mirada distraída al patrón; pero sin duda no la convenía reconocer a su ínfimo agente, en aquel momento, y habría continuado su camino, sin otorgarle la menor atención, si Cabillot, con un expresivo gesto, no la hubiera designado un hombre, que marchaba en sentido opuesto, en actitud meditabunda. Carolina frunció el entrecejo, como si la osadía de Cabillot la hubiera ofendido; pero apenas divisó al paseante, prorrumpió en un débil grito y quedó inmóvil. Listrac, a su vez, levantó la cabeza; y al ver frente a él a la dama saludó, sonrió amargamente y siguió avanzando, al mismo paso lento. Los elegantes que escoltaban a Carolina se detuvieron como ella al oír su grito, esperando la explicación de 274
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su causa; pero ella pálida y vacilante, se concretó a seguir con la vista a Listrac, señalándole con el dedo y balbuceando: -¡Es él! ¡deténganle ustedes… que se escapa! Sus acompañantes no podían comprenderla y no se movieron. -¡Allá voy yo! –gritó Cabillot, uniendo la acción a la palabra. Pero, a los tres pasos, recibió un fuerte empellón de un personaje, que le interceptó el paso: era el gendarme de antes. -¡Mucho cuidado! –le dijo con acritud. –Si vuelvo a verle por aquí, le llevaré donde no le dé el sol. Cabillot, sospechando que no era casual su encuentro con el gendarme, se alejó rápidamente sin replicar. Entretanto, Listrac había desaparecido. -Es evidente –pensó -que mi antiguo pasajero se las entiende con la justicia y que sería capaz... Ha sucedido lo que tenía previsto desde hace tiempo; pero he tomado mis precauciones, y antes de largarme, quiero dar que rascar a más de uno... ¡Por Belcebú, que se han de acordar de mí! Y cambiando de dirección se encaminó a su domicilio. La pobre idiota dormía ya y en la casa reinaba la más completa obscuridad; pero, indudablemente, Cabillot no 275
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necesitaba luz para encontrar lo que buscaba. Penetró en la segunda pieza abrió a tientas un enorme baúl, provisto de doble cerradura, y retiró del mismo un pesado saco de lona. -Todavía quedan cosas que valdrían la pena de llevarse -murmuró; -pero quizá todo sea una falsa alarma y encuentre manera de volver... El caso es que Susana quedará sola y sin recursos... ¡Bah! Ya se arreglará; la gente de aquí es caritativa. Y formulada la filosófica observación, abandonó tranquilamente la casa cuya puerta cerró, y regresó hacia el muelle con su fardo. Al llegar al falucho, agobiado por la fatiga dejó caer al fondo su carga que produjo un sonido metálico. -¿Así estamos, gandules? -dijo, al observar el retraso en la maniobra; -¿no estáis viendo que sube la marea? ¡Ya podéis alistar, si no queréis que os avive a latigazos! Los jóvenes se dispusieron a obedecer. De prono, Cabillot rugió, con voz de trueno: -¡Aquí falta uno! ¿Dónde está Leonardo? Nadie respondió. -¡Pregunto que dónde está Leonardo! -repitió jurando y pateando.
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–¡No nos castigue usted, padre! -imploró, consternado, el mayor de los hijos. -No ha sido culpa nuestra... Mientras que arreglaba la vela de popa... -¿Acabarás, zopenco? -Verá usted. Hace un instante, llegó la diligencia de Dieppe. Entre los viajeros, venía un muchacho, con aspecto de marino, que comenzó a mirar a todas partes, como Do sabiendo a quién dirigirse. Por fin, se acercó a nosotros y nos preguntó: -«¿Saben ustedes dónde vive la viuda de Guignet, madre de un joven conocido por Terranova?» -Todos quedamos como atontados; pero Leonardo se levantó de un salto, y le preguntó a su vez: -«¿Es que trae usted noticias de su hijo?» -«Tal vez» -contestó el muchacho. Entonces, Leonardo saltó a tierra y echó a correr con él, sin hacer caso de mis llamadas ni de mis amenazas. ---¡Cómo!¿y le has dejado marchar? -No me dio tiempo para evitarlo. -¿Pero por qué no los has seguido? -Como me prohibió usted que abandonara el barco... Cabillot profirió una espantosa blasfemia. Luego, encerró a toda prisa en un compartimiento del lanchón, el paquete que acababa de conducir, y dijo a sus tripulantes: 277
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-Soltad las amarras, y estad dispuestos a largar velas en cuanto haya suficiente marea. Os prohíbo moveros ni hablar, hasta mi regreso. Sí alguien pretendiera subir a bordo, le abrís la cabeza con un remo... ¡Desdichado del que cometa la menor imprudencia porque va en ello la vida de todos! Y partió, dejando atónita a su gente. Después de cruzar el barrio bajo de la población, se dirigió a casa de la madre de Luis, encontrándola cerrada; llamó, sin obtener contestación, y una vecina oficiosa le dijo que la viuda había salido. -Sería inútil permanecer aquí -murmuró. -Apostaría que traman algo contra nosotros... ¡Y ese infame Leonardo! Como le pesque... Al volver al puerto, dio de manos a boca con el sargento Martín, a quien los ruidosos acontecimientos de la jornada habían llevado al pueblo. -¡Llega usted, que ni llamado a toque de corneta! -le dijo en tono entre iracundo y burlón; -voy a recompensar el servicio que me prestó usted, previniéndome de las necias acusaciones lanzadas contra mí, revelándole el paradero de las blondas robadas en la aduana... Parte de ellas las guarda Conturier en un armarlo de la trastienda oculto por la anaquelería; otras, están en poder de la señora de Grandville; y las restantes, debe tenerlas la so278
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brina de Maillard... Bien hacía usted en desconfiar del cabo, porque hacía el contrabando, o, por lo menos, consentía que lo hiciera su sobrina... ¡Ah! otra cosa: visite usted el primer piso de la casa de la viuda de Guignet, y entérese de la persona que le habita... ¡Vaya! ¡buenas noches! Y emprendió la carrera. Martín, tan largo de cuerpo como corto de inteligencia apenas comprendió, de primera intención, el alcance de tales confidencias. Llamó al patrón y hasta intentó darle alcance, pero tuvo que desistir. -No sé si ese tunante se habrá querido burlar de mí, -pensó -pero de todos modos, sus denuncias merecen ser tomadas en consideración. Voy a comunicarlo a mis jefes. Y se dirigió a la aduana. Por su parte, Cabillot llegó jadeante al puerto y se precipitó en el puente de su embarcación. -¡Largo, muchachos! -ordenó en voz baja pero enérgica. -Es preciso que antes de diez minutos estemos en alta mar. -¿No esperamos a Leonardo? -preguntó uno de los sobrinos.
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-¡Toma Leonardo! -bramó el patrón, asestándole un soberbio puñetazo. -¡Al que pronuncie el nombre de ese descastado, le deshago ¡Largo, he dicho! -Nadie se atrevió a chistar, y el falucho enfiló la boca del puerto. Volvamos a Carolina. El espanto, la humillación y la cólera la dejaron clavada en su sitio, contestando con monosílabos a las preguntas de los que la rodeaban. No se repuso, en parte, hasta que se alejó Listrac, perseguido por Cabillot. -Ese hombre es mi más encarnizado enemigo –dijo entonces. -¡No me abandonen ustedes, señores!.. ¡si volviera!.. -¿Pero a quién se refiere usted? Yo no he visto a nadie. -Yo tampoco. -Ni yo. -Señores -replicó Carolina -necesito hablar inmediatamente con el juez de Eu. ¿Saben ustedes si estará en el Casino? -Hace un momento, le vi en el salón de lectura -contestó uno de los admiradores de la dama joven mocetón con grandes guías retorcidas. -Pues tenga usted la bondad de acompañarme. ¡Adiós, señores! Luego nos veremos en el baile. 280
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En el Casino encontró, efectivamente, al juez, conversando con un individuo envuelto en un amplio gabán y con el sombrero calado hasta las cejas. El extraño personaje se retiró discretamente. En cuanto a Carolina, despidió a su pareja, sin grandes cumplidos, y tomó asiento junto al magistrado, a quien expuso sus cultas en voz baja. El juez la escuchó con marcada frialdad. -A mi juicio, señora -la contestó con cierta sorna -sus quejas carecen de fundamento. El señor Listrac no ha insultado ni amenazado a usted; usted misma reconoce que la ha saludado cortésmente. ¿Qué tiene, pues, de reprochable su conducta? -Me ha saludado para retarme, y quién sabe lo que hubiera sucedido, de haber ido sola. Por otra parte, no debe usted olvidar que se trata de un reo convicto de asesinato, y que su deber le obliga... -¡Permítame usted, señora! -interrumpió con sequedad el magistrado; -no necesito que nadie me recuerde mis deberes... Ese es un asunto de la incumbencia del tribunal, que no puede tolerar ingerencias ajenas. -¡Basta caballero! -replicó Carolina levantándose bruscamente. -Es preferible que confiese usted que se ha cansado de complacerme. Afortunadamente, no han de 281
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faltarme amigos más celosos de mi reposo y de mi seguridad... ¡Adiós, y mil gracias! Y después de una ligera reverencia entró en el salón del Casino, donde los murmullos de admiración de las mujeres y el solícito apresuramiento de los hombres en torno suyo, borraron prontamente la penosa impresión de la corta entrevista. En el momento de salir la dama reapareció el personaje eclipsado a su llegada. Era Paúl, que reanudó su interrumpida conversación con el juez, buscando el medio de allanar ciertas dificultades. Ya desconfiaban de lograrlo, cuando se presentó el ayudante de marina para trasladar al juez las denuncias del sargento Martín, por entender que el asunto era tanto de la competencia de los tribunales como de la administración. Paúl se dio una palmada en la frente. –¡Eureka! –exclamó -ya tengo la solución. Y comunicó su plan a los otros dos funcionarios.
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XVII EL MANTO DE ENCAJE A la caída de la tarde la viuda de Guignet, impaciente, compareció en casa de Juana. Esta y su madre se dedicaban con verdadero ardor a un trabajo de costura. -¿Tienen ustedes noticias? -preguntó, al entrar la visitante. -Ninguna -contestó la viuda de Rupert -¿y usted? -Tampoco. Hubo una breve pausa durante la cual, la febril actividad de Juana acabó por atraer hacia la labor las miradas de la madre de Luis. -¿Qué diablos hacen ustedes con tanta prisa? -interrogó bruscamente.
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-Un manto para la Virgen -respondió la Rupert. -Juana lo ha prometido, impetrando la vuelta de los que lloramos. -¡Volver! -exclamó la Guignet, cuya ruda voz, alteró la emoción -¡desgraciadamente no hay esperanza!.. ¿Pero, de dónde han sacado ustedes esos ricos encajes? -Creo que de la aduana -replicó, azorada la Rupert. -Pero... ¡silencio! -agregó en voz más baja. -Todas mis consideraciones han sido inútiles para convencer a Juana y el médico ha prohibido que se la contradiga porque su cabeza no está muy firme. -¿Será posible? -¡Y tanto! Las terribles sacudidas experimentadas han extraviado su razón. Ahora está tranquila pero obsesionada por una idea fija y sería peligroso contrariarla. El doctor espera que la perturbación será momentánea pero, entretanto, hay que ceder a todos sus caprichos. La madre de Luis contempló a la joven, que continuaba en silencio, embebida en su tarea. -¿Quieren ustedes que las ayude? -preguntó. No lo haré muy bien, pero siempre adelantarán algo. Y se puso a trabajar con ellas. Así transcurrió parte de la velada. Las dos viudas cambiaban algunas palabras de vez en cuando Juana permanecía en su obstinado mutismo. 284
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La labor avanzaba cuando llamaron vivamente a la puerta. Las dos mujeres suspendieron su tarea y se miraron, como consultándose quién podría ser a tales horas; pero antes de darles tiempo a pensarlo, se abrió la puerta y entraron Leonardo Cabillot y el joven marinero llegado de Dieppe. -¡Buenas noticias! -gritó Leonardo, sin preámbulos. -Terranova y Maillard viven: han arribado a Dieppe en el San Carlos, un bergantín que estuvo punto de naufragar frente a la Cuesta Verde. Juana permaneció impasible. En cuanto a las dos madres, las palabras de Leonardo produjeron en ellas distintos efectos; la de Juana cayó desvanecida sobre una silla; la de Luis, estupefacta en el momento, se abalanzó de un salto al cuello de Leonardo, zarandeándole con vigor irresistible y diciendo en voz ronca: -¿No es alguna maquinación del canalla de tu padre?.. ¡Si tal supiera no saldrías vivo de mis manos! ¡te retorcería el cuello! -¡Que me estrangula usted de veras! -exclamó Leonardo, forcejeando -¡suélteme usted!.. Si duda de lo que la digo, pregúnteselo a este joven, que es grumete del San Carlos y le dará más detalles. El grumete confirmó las afirmaciones de Leonardo, refiriendo los incidentes que ya conocemos y comple285
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tando el relato con los acontecimientos posteriores. En resumen: Terranova salió airoso de su empresa cegando la vía de agua; gracias a su arrojo y pericia el San Carlos consiguió entrar en el puerto de Dieppe, donde se le practicaban las necesarias reparaciones; tanto Terranova como Maillard, algo resentidos en su salud, a consecuencia de las penalidades sufridas, estaban solícitamente cuidados por el capitán; contaban regresar pronto; pero, entretanto, habían enviado al grumete para tranquilizar a. sus familias, cuyas mortales angustias suponían. A esto se contraían los informes del grumete, sin extenderse a la forma en que, uno y otro cayeron al mar, ya porque no lo supiera ya por habérsele ordenado expresamente que no hiciese alusión alguna. Aparentemente, acudieron al San Carlos con el único propósito de socorrer a los náufragos; y esta creencia real o imaginaria complacía singularmente a Leonardo, que vislumbraba con terror las consecuencias de una revelación completa. Terminado el relato, la hermana de Maillard elevó los ojos al cielo, dando gracias a Dios. La madre de Luis, reía y lloraba a la vez, sin poder contener su júbilo. -Perdóname que haya pensado mal de vosotros -dijo a Leonardo. -¡Y tú, muchacho -añadió encarándose con 286
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el grumete -te vendrás a mi casa esta noche! Quiero obsequiarte como mereces y que vuelvas a contármelo todo. La viuda de Rupert se acercó a su hija que, sin compartir la general alegría continuaba imperturbablemente su tarea. -¡Juana! ¡hija mía! ¿no has oído? -repuso llorando. -Tu tío y Luis se han salvado y envían a decirlo a este joven. La Virgen ha escuchado tus súplicas... ¿No me oyes? La joven siguió callada con la vista fija en su labor. Su madre suspiró y los demás se disponían a prodigarla sus consuelos cuando la puerta se abrió de nuevo y una voz gritó imperativente: -¡Alto, en nombre de la ley!... Venimos a efectuar un registro, para cerciorarnos de que no hay nada sujeto a derechos. El sargento Martín entró, seguido de otro aduanero, mientras un tercero quedaba de centinela a la puerta. Los presentes estaban tan emocionados, que no dieron gran importancia a la ocupación casi militar del domicilio de Maillard. La Rupert, habituada a tratar al sargento como amigo, corrió a su encuentro, diciéndole: -¡Señor Martín! ¿sabe usted que mi hermano está sano y salvo? Pero, en cambio, mi pobre hija... 287
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-¿Qué dice usted? -preguntó el sargento, petrificado -¿hay noticias de Maillard? La hermana del cabo narró a la ligera los hechos que acababan de llegar a su conocimiento, que glosaron el grumete, Leonardo y la madre de Luis. -¡Diantre! -pensó el sargento -este servicio le valdrá el ascenso, y nos molestará más que nunca... Lo celebro –dijo en alta voz, -pero he de someterme a mi deber y cumplir las órdenes recibidas. Vengo a comprobar si hay aquí mercancías de contrabando. -¿Contrabando en mi casa? -exclamó la Rupert. – ¡Señor Martín! ¿ha podido usted sospechar siquiera?.. Pero asaltada por una idea se interrumpió y se interpuso entre el sargento y su hija. -No trate usted de negarlo -contestó Martín, –porque lo sé de buena tinta. ¡Nunca hubiera esperado semejante cosa de usted ni de mi cabo, en quien tenía tanta confianza! -Le aseguro, señor Martín... -Repito que no me lo niegue usted... Aquí está precisamente Leonardo, que podrá confirmarlo, puesto que su padre ha sido quien me lo ha dicho. -¡Mi padre! -exclamó Leonardo -no puede ser; si lo ha dicho, está equivocado. Aseguro a usted que el señor 288
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Maillard y su familia no se han mezclado nunca en negocios de contrabando. -¿Qué sabes tú, babieca?.. Pero estamos hablando en balde; entre amigos, con verlo basta. Y el sargento, aguijoneado por la envidia que le inspiraba la intachable conducta de Maillard, paseó esa mirada inquisidora peculiar a los de su oficio, fijando su atención en el precioso manto que confeccionaba Juana. -¿Qué es esto? -preguntó acercándose bruscamente -¿de dónde ha sacado usted estos soberbios encajes extranjeros? -Estos encajes... le dirá a usted... Verá usted, señor Martín; esto de la Abadía. Es una promesa de Juana. -¡Bueno! ¿pero de dónde proceden esos encajes? ¿a quién los ha comprado usted ? -No los he comprado -balbuceó la pobre mujer, aturdida -los tenía mi hija... creo que se los regaló su tío... -¿Su tío? ¡eso es Id que yo quería saber! -contestó el sargento. -Recuerden ustedes esta manifestación -añadió, dirigiéndose a sus subordinados. La madre de Juana comprendió su falta. -¡No! -rectificó; -Maillard ignoraba... La única que podría explicar cómo se los procuró, sería Juana; pero en el estado en que se encuentra... 289
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-¡Está bien! -interrumpió el corpulento Martín. -Si no sabe usted de dónde proceden, yo se lo diré... Reconozco perfectamente esos encajes, porque formaban parte del fardo substraído de la Aduana. No puedo dudarlo, porque este cartón tiene la misma marca de fábrica que los otros, y las cifras trazadas por mí con lápiz, al hacer el inventario del contenido del paquete. Las pruebas eran tan concluyentes, que la negativa se hizo imposible. -¡Pues bien! -dijo la pobre madre llorando -tengo mis razones para sospechar que Juana tomó ayer esa puntilla de su cuarto, sin mi permiso y sin mala intención... ¡Ya sabe usted lo casquivanas que son las muchachas! Se le metió en la cabeza hacer un manto para la Virgen, y no encontró a mano cosa más a propósito... -Todo eso me tiene sin cuidado -replicó brutalmente Martín. -Consignará los hechos en el atestado, y ya se las entenderá usted con mis superiores... Entretanto, decomiso el manto y los encajes; si ha lugar, reclámelos usted en la aduana. Y pronunciada esta fórmula sacramental, hizo ademán de apoderarse del manto; pero Juana ocultó presurosamente su labor, extendió los brazos y dijo con energía: 290
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-¡Atrás... impío sacrílego! ¿Se atreverá usted a profanar un manto destinado a la Virgen? –¡Vaya niña! dejémonos de cuentos -contestó Martín en tono zumbón. -Va entablará el cura las reclamaciones que procedan... Yo, cumplo con mi deber y nada más. -¡Desdichado! -exclamó, desatinada la hermana de Maillard. -¿Pretende usted matarla? -¡Atrás, perjuro! -continuó gritando la joven, con los ojos desencajados. –¡Acabemos! -dijo el sargento, tratando de arrancarle el manto a viva fuerza. Pero, en aquel momento, fue rechazado por un brazo vigoroso hasta el otro extremo de la estancia. -¡Infame! -vociferó la madre de Luis, autora de la agresión -¿no le avergüenza su conducta? ¡No la importune más y lárguese o se lo diré de otro modo! Leonardo y el grumete se mostraron igualmente dispuestos a defender a la novia de Terranova y, a pesar de las súplicas de la madre de ésta para poner paz, parecía inevitable un conflicto. Por fortuna el sargento, bien intimidado por la actitud de los circunstantes, bien arrepentido de sus violencias en casa de un compañero, se revistió de dignidad y dijo en tono majestuoso: 291
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-Si un hombre me hubiera puesto la mano encima habría pagado cara su osadía... ¿pero quién se mete con mujeres? Renuncio, pues, a continuar el registro, porque lo encontrado basta para probar la existencia del fraude. Advierto únicamente a la viuda de Rupert, que la constituyo depositaria de los encajes, con la obligación de presentarlos al primer requerimiento. Entretanto, me llevo esta cartulina, como pieza de convicción. -¡Llévese usted lo que quiera y déjenos en paz! -contestó la madre de Terranova. –¡Se acordarán ustedes de mí! -concluyó el sargento. Y salió con sus hombres, algo corridos de la conducta de su superior. Cuando traspusieron la puerta la viuda de Rupert dio rienda suelta a su dolor. –¡No se apure usted, que todo se arreglará! -dijo la Guignet, en tono satisfecho; -lo importante es que vivan nuestros hombres... Pero ya es hora de que descansen ustedes... ¡Anda muchacho, te voy a poner como un zoque! -Yo me voy a buscar a mi padre, porque ya va siendo tarde -dijo a su vez Leonardo. -¡Buena paliza me espera!.. pero la doy por bien recibida.
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Juana no se preocupó de la partida de los visitantes; únicamente cuando traspasaron el umbral de la puerta se levantó y exclamó con indescriptible alegría: -Ya he terminado el manto... Mañana cumpliré mi promesa y encontraré a los dos al pie del altar de la santísima Virgen.
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XVIII EL COFRECILLO DE ÉBANO A la mañana siguiente, Paúl se presentó en el castillo de Plessis, encontrando en el peristilo a Julián, que parecía esperarle. -¿Qué hay? -preguntó Paúl. -Sin novedad -contestó Julián en voz baja. -¿Y el cofrecillo? -En su sitio. -¿No ha intentado abrirle'? -Sí... pero como se ha extraviado la llave. -Comprendido -dijo Paúl, sonriendo maliciosamente. -Anúncieme al general. -Es inútil; el señor me ha encargado que pase usted en cuanto llegue. -Pues vamos allá. 294
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Al cruzar el salón que precedía al dormitorio del general, oyeron una voz cascada que se elevaba en tono colérico. Temiendo pecar de inoportuno, Paúl hizo señas a Julián, para que se detuviera. –¡No transijo! –decía el general. -Es preciso acabar con esas locas prodigalidades. ¿Diez mil francos? ¡Dónde iríamos a parar! Devuelve, si quieres, esos adornos a tu contrabandista, y que se arregle. Por mi parte, no estoy dispuesto a seguir tolerando semejantes despilfarros. -No vale la pena de retroceder por tan poca cosa -dijo el sirviente a Paúl; -estas escenas se suceden cada vez que la señora tiene que saldar cuentas con sus proveedores... ¡Es la ruina del pobre señor! -Sí, entremos -contestó Paúl; -no es correcto escuchar detrás de las puertas. La presencia de Paúl pareció complacer a todos los reunidos, tanto porque su llegada interrumpía una discusión enojosa como porque cada cual contaba con sus consejos y con su concurso. El alto funcionario alentó, con su actitud, tan opuestas esperanzas; se mostró solícito y afectuoso con el general, galante con Carolina benévolo, casi paternal, con Leona. Sin embargo, no se apresuró a exponer el objeto de su visita como si le solazara la impaciencia de sus oyentes. 295
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-Ahora que recuerdo, general -dijo al fin, -ya cumplí su encargo. Presenté su escrito, y, contra lo que esperaba ha surtido efecto. -Por eso se presenta en público Listrac -interrumpió Carolina lanzando una mirada de reproche a Paúl. -Pero nadie hizo caso de la observación. -Gracias, mi querido Paúl -contestó el general. ¡No sabe usted el peso que me ha quitado de encima! Así, pues, ¿ha sido absuelto ese joven? -¡No tanto!... La justicia debe proceder con gran tacto y comedimiento, y para declarar absuelto al señor Listrac, se necesitarían pruebas materiales, fehacientes, del duelo... -Y como esas pruebas no existen -volvió a interrumpir atolondradamente Carolina -no se encontrarán. -Existen, por el contrario, señora y hay la seguridad de encontrarlas en breve. Carolina miró fijamente a Paúl, cuyo rostro era tranquilo y sonriente, como de ordinario. En aquel momento, se oyó un ligero rumor en la casa y poco después, apareció Julián azorado. -¿Qué ocurre? -preguntó el general. -Un inspector de policía y cuatro aduaneros, solicitan, en nombre de la ley, que se les permita practicar un 296
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registro en las habitaciones de la señora en busca de mercancías de contrabando. El anuncio provocó entre los congregados un movimiento de estupor y do, indignación. -¿Un registro en mi casa? -exclamó el general. ¡Eso es una insolencia y una burla!.. ¡Dame mi bastón, Julián! voy a recibir a esos comisionados. -Tranquilícese usted, general. Según tengo entendido, se trata de una venta de blondas y encajes robados en la aduana en cuyo asunto están complicadas varias damas de la alta sociedad. El mandato es legal y no hay más remedio que acatarle. -Puesto que tal es su parecer, me conformo –dijo el general con indolencia. -¿Pero supongo que no consentirá usted que invadan mis habitaciones, como país conquistado? –repuso Carolina levantándose impetuosamente. -Prescindirán de mí -contestó Paúl. -Ya dije a usted que nada puedo hacer en materia administrativa. Sin embargo, ya que la casualidad me ha traído aquí, examinará los poderes de que vienen investidos y vigilaré para que se guarden las atenciones debidas a la casa del general Sergey.
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-Sí, hágalo usted -suplicó Carolina despavorida. -Iré con usted, porque esa gente sería capaz de revolverlo todo. -Como usted guste: creo que la operación será breve. Y dirigiendo una mirada tranquilizadora al general y a su hija ofreció el brazo a Carolina y salió con ella. --Señor Paúl -dijo la dama visiblemente inquieta -debo confesar a usted que poseo parte de las mercancías que buscan. -Me lo imaginaba señora, y esto mismo nos obliga a ciertas consideraciones con los agentes de la autoridad. -Desde luego; pero me repugna que lo husmeen todo. ¿Por qué no les dice usted que les entregaré los encajes, sin necesidad de registro? -Transmitiré su proposición a esos señores-contestó fríamente el magistrado. El comisario, con su bastón de borlas y cuatro aduaneros, a las órdenes del sargento Martín, esperaban, en pie, la llegada del dueño de la casa o de alguno de sus familiares, para comenzar la diligencia. Cerca de la puerta estaban la doncella de Carolina y Julián. Al ver a los recién llegados, todos saludaron respetuosamente. Paúl echó una ojeada al mandamiento que se le presentó, y expuso el ofrecimiento de la señora de Grandville. El funcionario se mostró perplejo. 298
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-Si Vuecencia lo exige... -balbuceó. -Yo no exijo nada caballero -contestó Paúl, acompañando su frase de una mirada significativa. -En ese caso -replicó el comisario con más aplomo -preferiría cumplimentar en forma el mandamiento. -Aseguro a usted, caballero -dijo Carolina con ansiedad, -que no intento retener ninguno de los encajes comprados. Los tengo tal como los recibí ayer, por falta de tiempo para desempaquetarlos... Pasen ustedes y se los entregaré. Y entró precipitadamente en su gabinete, seguida por Paúl, el comisario y el sargento; los demás permanecieron en la antesala. Paúl paseó su mirada por el saloncillo, fijándola en un cofrecillo de ébano, con incrustaciones de oro, colocado sobre una consola. Carolina tomó de su tocador una caja de cartón, que abrió. -¡Ahí está todo se lo juro! –dijo -pueden ustedes llevárselo. Martín examinó los encajes, reconociéndolos como parte de los substraídos recientemente de la aduana. -Creo -prosiguió Carolina -que pueden ustedes dar por terminada su misión. El comisario cambió una nueva mirada con Paúl. 299
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-Siento mucho no poder acceder a su deseo, señora -contestó. -Tenemos parte de las mercancías que buscamos, pero no todas, y es preciso continuar la investigación. -¡Pero esto es inicuo! -exclamó la dama. –¿Acaso soy yo la única persona a quien los contrabandistas han vendido encajes?... Señor Paúl, ampáreme usted contra estas ridículas vejaciones, contra este abuso de autoridad. Paúl hizo un signo de impotencia. -¡Pues bien! ¡que se consume hasta el fin la injusticia! -dijo Carolina tirando al suelo un manojo de llaves. Y se dejó caer sobre una silla mordiendo furiosamente su pañuelo. Todo fue registrado, aunque muy a la ligera lo cual iba contribuyendo a calmarla cuando el comisario dijo, señalando el cofrecillo: -No queda más que esta caja; pero no tenemos la llave. -Se ha extraviado -contestó Carolina -pero la caja sólo contiene documentos y cartas de familia. En aquel instante se presentó Julián, diciendo: -Acabo de encontrar esta llave. Era la del cofrecillo. Carolina intentó apoderarse de ella pero se anticipó Paúl. 300
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-Puesto que ese mueblecillo encierra papeles interesantes, me permitirán ustedes que sea yo quien proceda a su apertura -manifestó. Y con una lentitud, quizá calculada hizo funcionar la cerradura y levantó la tapa del cofre, del que se deslizaron varias cartas, que Paúl examinó rápidamente. -¡Caballero! -exclamó Carolina con voz ahogada. -Señora -dijo a la vez Paúl, con su serenidad habitual, -sin duda inadvertidamente ha guardado usted estas cartas entre las suyas; voy a devolverlas su legítimo destinatario. Carolina lanzó un grito y cayó desvanecida. Paúl cerró cuidadosamente el cofrecillo y llamó la camarera. -Socorra usted a su señora –dijo -y cuando vuelva en sí, entréguela esta llave... En cuanto a ustedes, señores, creo qué han realizado su cometido y pueden retirarse. Pocos instantes después, volvió triunfalmente a las habitaciones del general. -¡Victoria! -exclamó; -hemos vencido en toda la línea desalojando de sus posiciones al enemigo... Los fastos del castillo deberán perpetuar la memoria del glorioso acontecimiento... 301
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-¡Por favor, querido Paúl! -interrumpió el general -no me impaciente usted con sus bromas. Ya he supuesto que su visita ocultaba un fin... ¿qué ha descubierto usted? -Temo enterar a usted tan bruscamente... -Estoy preparado para todo. -En ese caso, le participaré que ha hecho, usted bien en retirar su querella. El señor Listrac es inocente del crimen de que se le acusa como lo patentizan estas pruebas. Y entregó al general los papeles encontrados en la caja de ébano, consistentes en las declaraciones firmadas por Granget y por Listrac, y varias cartas a nombre de Sergey, que le habían sido secuestradas. El veterano recorrió rápidamente los documentos, de cuya autenticidad no podía dudar. Su hija inclinada sobre el respaldo del sillón, los fue leyendo a la vez, prorrumpiendo en sollozos. -¡Oh! –exclamó -¡ya sabía que era incapaz de semejante infamia! -¿Dónde ha parecido todo esto? -preguntó el general, en voz alterada. -Dígamelo usted sin rodeos. -Pues bien; distraídamente, sin duda los conservaba en su poder Carolina. Sergey se cubrió el rostro con sus crispadas manos. 302
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-¡Infame! –balbuceó -¡qué ciego, qué insensato he sido! ¡qué papel tan ridículo me ha hecho desempeñar! Su hija le abrazó, colmándole de halagos. -¡Leona hija mía! -prosiguió el general, devolviéndole sus caricias, -¿será posible que me perdones y sigas queriéndome?... Y usted, amigo Paúl, tan correcto y tan mesurado, ¿qué pensará de mí? -Su hija le perdonará de buen grado, general y por lo que a mí respecta conozco por experiencia la fascinación que ejerce esa mujer, y no ha de serme penoso disculpar los yerros de usted. -¿Y ese desventurado joven, que tanto ha sufrido por mi culpa? -Garantizo a usted que lo dará todo al olvido -contestó Paúl, con su irónica sonrisa. -En fin, nadie mejor que él puede asegurárselo. Y saliendo a la antesala volvió a los pocos instantes, acompañado de Listrac. El general le tendió una de sus manos, mientras le alargaba con la otra los papeles encontrados en el cuarto de Carolina. -¡Mi general! -balbuceó Renato, que los reconoció a la primera ojeada -¿sabe usted?.. ¿sabe su hija..? -Sabemos que es usted un hombre de honor, a quien se ha calumniado indignamente. Perdone usted mis per303
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secuciones, y cuente con mi sincero afecto hasta el fin de mis días... que no se hará esperar mucho. -Deseche usted esas ideas -dijo Paúl -y ya que ha llegado la hora de las reparaciones, procure que sean eficaces. -Comprendido, amigo mío. En realidad, ya es tiempo de buscar a mi muy amada Leona un protector que reemplace al que no tardará en faltarle... Y si el señor Listrac mantiene los sentimientos que me expresó diferentes veces, antes del fatal acontecimiento de Dieppe... -¿Puede usted dudarlo, mi general? -exclamó Listrac fuera de sí. –¿Y tú, hija mía? Leona inclinó la cabeza ruborizándose. -¡Abrace usted a su esposa Listrac, y hágala feliz! -dijo el general. -Bien lo merece, porque ha sido la única que defendió a usted, cuando todo el mundo le atacaba. ¡Quiera el Cielo que acierte a enmendar los desaciertos de su padre... del vuestro, ya! -agregó, abriendo a su vez los brazos al joven. Hasta el propio Paúl, bien habituado a emociones fuertes, no pudo evitar que se le saltaran las lágrimas. Después de una breve pausa prosiguió Sergey: -En cuanto a esa miserable mujer, estoy resuelto a no verla más. 304
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-Yo, por mi parte -dijo Paúl, -voy a ocuparme inmediatamente de la rehabilitación del señor Listrac, a la que contribuirá un poderoso personaje... Confíen ustedes en mí. -¡Cuánto reconocimiento le debemos todos! –contestó el general calurosamente. -Gracias a usted se ha conseguido que resplandezca la verdad. -Hay que convenir en que la intriga estaba bien urdida -replicó el elevado funcionario. -Pero nada tienen ustedes que agradecerme, porque he obedecido a una voluntad augusta de la que muy pronto... Julián interrumpió, entrando con una carta que el general abrió y leyó con avidez. -Di que preparen la silla de posta -ordenó. -La señora quiere partir hoy mismo. Paúl, observando cierto desaliento en el general, se sentó a su lado, animándole con sus consejos y exhortaciones. Entretanto, Julián se acercó a Leona y le habla en voz baja. La joven se mostró agitada. -Renato -dijo al oficial, -quizá puedas ser útil en estos momentos a las personas que con tanto interés te han servido. Y le transmitió la noticia que acababa de recibir. 305
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-¡Basta! -contestó Listrac -utilizaré mi escasa influencia para reparar tan irritante injusticia... ¿Me permitirás que vuelva luego? Leona sonrió y le tendió la mano. Paúl se levantó. -No tengo, inconveniente en cumplimentar un encargo -dijo el general. -Le indicaré que pagará usted sus deudas y le asignará una pensión decorosa... ¡Ya sé que me expongo a que me saque los ojos, porque debe estar trinando contra mí, con razón! Al entrar en el cuarto de Carolina le vio invadido por una densa humareda. -¿Qué es esto? -preguntó al imprescindible Julián, que parecía seguirle como su sombra. -Que ha intentado quemar el contenido de la caja de ébano, y por poco prende fuego a la casa. -¡Terminemos! -murmuró Paúl.
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XIX LA PROMESA Mientras se desarrollaban las referidas escenas en el castillo de Plessis, numerosos grupos, formados en su mayoría por mujeres y niños, se dirigían hacia un umbrío sendero que bordeaba la ribera del Bresle. Este camino conducía a una montaña próxima en cuya cúspide se levantaba una rústica capilla. Los espectadores parecían esperar, concentrando sus miradas en el modesto edificio. Por fin se abrió la puerta del diminuto templo, dando paso a una mujer vestida de blanco, seguida por otras 'personas, que descendieron lentamente la senda que serpeaba por la ladera de la montaña. –¡Es ella! ¡es ella! -gritaron de todas partes. -Ya vuelve. 307
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La peregrina y sus acompañantes avanzaron entre las alternativas de luz y de sombra proyectada por los árboles, y no tardaron en llegar al sitio en que se congregaba la multitud. Era Juana. Como hemos dicho, iba sencillamente vestida de blanco. Marchaba despacio, con la cabeza baja y los pies ensangrentados por los guijarros del camino, llevando un rosario en la mano. A su lado, su madre, con los ojos bañados en llanto, la sostenía deslizando a su oído palabras de cariño. Varias vecinas y amigas las seguían, rezando a media voz. Los curiosos acogieron a Juana con demostraciones piadosas y compasivas, alineándose respetuosamente para dejarla pasar; los hombres y los niños se descubrieron; las mujeres se inclinaron, haciendo la señal de la cruz; y todos se agregaron al cortejo, que fue engrosando incesantemente hasta Tréport. La abigarrada muchedumbre, con Juana a la cabeza ascendió la escarpada rampa y la tortuosa escalera que dan acceso a la vetusta iglesia de la Abadía situada en lo alto de las rocas. La joven, visible por su traje, se destacaba como una poética aparición, a lo largo de los grises paredones, arrastrando tras sí a la inmensa comitiva. Bajo el esculpido pórtico de la iglesia Juana y su madre encontraron a la viuda de Guignet, que las espe308
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raba con el manto destinado a la Virgen. La buena mujer estaba radiante de alegría. La madre de la joven tomó el ex voto de manos de la de Luis, y ambas penetraron en el templo, precedidas por Juana que caminaba automáticamente, con la insensibilidad de una sonámbula. Varias jóvenes vestidas de blanco, rodeaban el altar; pertenecían a la congregación de Nuestra Señora de la que Juana formaba parte. Las compañeras de la desolada joven habían querido asistirla en el cumplimiento de su promesa; una de ellas era portadora del estandarte de la cofradía cuyos cordones sostenían dos encantadoras niñas. Las luces, distribuidas profusamente, daban al templo un aspecto deslumbrador, y el humo del incienso ascendía en perfumadas espirales hacia el abovedado. En el centro del ara, estaba depositada la escultura que había de ser adornada con el manto votivo, y un sacerdote, en sobrepelliz, se disponía a bendecir la ofrenda de Juana. Una música suave y melodiosa se elevaba a intervalos en la inmensidad de la nave: las jóvenes congregantes entonaban cánticos en honor de su Patrona. Juana no pareció asombrarse de aquel aparato, que realizaba su sueño. Después de tomar devotamente agua bendita en la gran pila de piedra se dirigió al altar, arrodillándose ante la imagen de la Virgen. A poco, se le309
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vantó, presentó el manto al sacerdote, que le bendijo con arreglo a ritual; y se preparó para revestir la talla con los ornamentos consagrados. La sencilla ceremonia impresionó vivamente a la concurrencia que prorrumpió, al final, en un ligero murmullo, seguido de un profundo silencio. Juana se conmovió; sus desnudas piernas flaquearon y se vieron temblar sus dedos: parecía presa de febril impaciencia. Terminada su tarea se prosterné de nuevo ante la imagen y se volvió. Un grito penetrante, repetido por todos los ecos de la iglesia resonó en medio del sepulcral silencio. Al pie de la gradería del altar, al lado de su madre y de la viuda de Guignet, Juana vio a dos hombres arrodillados, que le sonreían, tendiéndole los brazos: eran Maillard y Terranova uno en uniforme de aduanero, y el otro en traje de marino. Como lo había imaginado en su desvarío, la Virgen la devolvía a los que creía sepultados en el fondo del Océano. -¡Tío!.. ¡Luis!.. ¿es posible? -exclamó. -¡Gracias, gracias, Virgen Santa! Y cayó desvanecida en los brazos de sus allegados, que acudieron presurosamente a sostenerla. Durante unos momentos, se produjo una confusión indescriptible. Mientras unos, viendo una intervención 310
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sobrenatural en el suceso, lo atribuían a milagro, otros, más escépticos o mejor informados de la verdad, sonreían con desdén. Todos corrieron en socorro de Juana y el médico, presente al acto, le prodigó inteligentes cuidados. El desvanecimiento fue de corta duración; la joven abrió los ojos, fijándolos primero en el altar y en la imagen de la Virgen, como si, al salir de un profundo sueño, tratara de coordinar sus recuerdos. Luego, volvió sus miradas hacia Maillard y Terranova que observaban ansiosamente sus menores movimientos. Los reconoció de nuevo, y no pudiendo hablar todavía les dirigió una débil sonrisa. -¡Está salvada! -dijo el doctor. Terminada la ceremonia la multitud desfiló lentamente, dejando solos a los actores de la escena. El lector comprenderá fácilmente lo sucedido, y que, si hubo milagro en los últimos acontecimientos, el milagro no consistió en la súbita aparición de Maillard y de Terranova al pie del altar de la Virgen. En realidad, uno y otro, apenas repuestos de sus terribles sacudidas y deseos de ver a sus familias, Regaron a Tréport por la mañana. Pero, prevenidos por la madre de Luis del lamentable estado de Juana se prestaron sumisamente a 311
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las prescripciones del doctor, y, ocultos en la iglesia esperaron el momento favorable para presentarse. No hay para qué detenerse a reseñar las cariñosas expansiones de los reunidos, después de las pasadas angustias; sólo diremos que también tomaron parte activa en ellas el doctor, que se mostraba satisfecho del éxito de su curación, Leonardo Cabillot, que lloraba de júbilo, abrazando a Terranova y el grumete del San Carlos. Por fin, aquellas felices gentes se dieron cuenta de que no era la iglesia el lugar más apropiado para entregarse a sus transportes y decidieron retirarse. Juana se apoyó en su tío y en su madre: Terranova se colocó al lado de la suya que se le comía a besos; los demás les escoltaban, conversando animadamente. Pero, al llegar al atrio, cambió la escena. Cuatro aduaneros armados, al mando del sargento Martín, avanzaron hacia Maillard, interceptándole el paso. –¡Cabo Maillard! -dijo Martín con dureza-síganos usted a la aduana. -Acabo de llegar -contestó Maillard, con su afabilidad habitual -y pensaba ir a explicar a mis superiores el motivo de mi ausencia; pero no esperaba que me llevaran... ¿Acaso me han considerado como desertor? 312
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-Que yo sepa no; pero existe una denuncia contra usted, por contrabando y robo. -¿Contra mí? -exclamó estupefacto Maillard. Está usted de broma señor Martín. -Yo no bromeo nunca cuando se trata de asuntos de servicio, ni estoy dispuesto a tolerar sus familiaridades... ¡Vaya! ¿viene usted o no? -Jamás he desobedecido una orden de mis superiores, y no había de hacerlo ahora -replicó Maillard ingenuamente; -pero esta acusación es inaudita y me parece imposible... -¿Se atreverá usted a negarlo? -interrumpió Martín. -¿De dónde sino del robo de la aduana y proceden los encajes del manto que su sobrina acaba de ofrecer a la Virgen? Maillard, al conocer la causa de su acusación, quedó consternado. Como esto sucedía en el mismo pórtico del templo, los curiosos comenzaron a refluir de todos lados. La noticia de que Maillard era detenido por infidelidad y prevaricación en el ejercicio de sus funciones, se propagó rápidamente entre la multitud, que volvió sobre sus pasos, ávida de curiosidad. En medio del barullo, se elevó, clara y sonora la voz de Terranova: 313
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-El señor Maillard no tiene culpa ninguna –gritó. -He sido yo quien ha substraído esa pieza de encaje, para regalársela a mi prometida sin calcular la importancia del hecho. -¡No! ¡no! -gritó Juana a su vez. -La única culpable soy yo, señor Martín; ni mi tío ni Luis hubieran sido capaces... Al ver aquellas preciosidades en su cuarto, perdí la cabeza y caí en la tentación. Esperaba borrar mi falta ofreciendo a la Virgen el producto del robo... pero Dios me castiga en el momento en que consideraba otorgada su misericordia. Martín, que, como ya hemos dicho, era tan romo de inteligencia como envidioso y mal intencionado, se quedó como quien ve visiones. -¡Que me emplumen si lo entiendo! –exclamó. Busco un delincuente y encuentro tres... Pero a mí no hay quien me la pegue. La denuncia se ha formulado contra Maillard, en su casa se han encontrado los encajes y a él es a quien detengo. Y echó mano al cuello del cabo, que enrojeció ante el ultraje y retrocedió un paso. Sin embargo, respondió con toda calma: -Le repito que jamás he discutido las órdenes de mis jefes... ¡Vamos! 314
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–¡Sí! ¡sí! ya hemos hablado bastante -replicó Martín impaciente. Al partir Maillard, entre los lamentos e imprecaciones de los suyos, se alzó un murmullo reprobador en la multitud, protestando contra los procedimientos puestos en práctica para prender a un hombre honrado y querido. Martín dudaba si le permitirían cumplir su cometido y lanzaba en derredor miradas inquietas, cuando los apiñados grupos se abrieron, hacia la parte del poblado, y gritó una voz de mando: -¡Alto, sargento! Es usted excesivamente celoso. El que así hablaba era un jefe de aduaneros, de uniforme, seguido por Listrac y el capitán del San Carlos. En el fondo, se distinguía la silueta burlona de Paúl, quien, con las manos metidas en los bolsillos de su gabán, aparentaba mirar a derecha e izquierda en actitud indiferente. Al requerimiento del jefe, Martín se detuvo y mandó a su fuerza que se detuviera. Su conciencia no debía estar muy tranquila porque perdió súbitamente sus aires de perdonavidas y saludó con un respeto rayano con el espanto. -¿Qué significaba este escándalo? -preguntó severamente el oficial. -¿En virtud de qué órdenes detiene usted en público a un individuo del cuerpo, en el 315
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momento preciso en que acaba de realizar un acto meritorio, con riesgo de su vida? -Mi comandante -balbuceó Martín, -se instruía un expediente y he creído de mi deber... -¡Expediente! ¿Llama usted expediente a esas ridículas diligencias, basadas en las manifestaciones hechas por una niña, en un instante de demencia? A lo sumo, habría motivo para una reprimenda pero no para tratar ignominiosamente a un compañero... Ha deshonrado usted el uniforme, al dejarse arrastrar por sus rencores personales, y responderá usted de su conducta... Maillard -prosiguió dirigiéndose al cabo, -le concedo un permiso de ocho días, para que se restablezca usted en el seno de su familia. El inesperado desenlace fue acogido con transportes de júbilo por los interesados. Martín, humillado y confuso, se retiró a toda prisa y Maillard, libre ya se cuadró frente a su jefe, diciéndole: -Gracias, mi comandante. Estaba seguro de que se reconocería mi inocencia. El comandante no contestó. Miró a hurtadillas a Paúl, como esperando un signo de aprobación; pero el alto funcionario, sin sacar las manos de los bolsillos, parecía embebido, contemplando atentamente las artísticas esculturas que adornaban la portada de la iglesia. El ofi316
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cial no tomó a ofensa la distracción, saludó cortésmente y se retiró a su vez. Terranova repuesto de su primera impresión, se acercó a Listrac y le tendió afectuosamente la mano. -Señor Renato -le dijo, -presumo su intervención en el socorro que acaba de llegar tan oportunamente, y eso que, cuando le dejé a usted, no parecía muy en condiciones para auxiliar a nadie. -Afortunadamente, han variado las circunstancias -contestó Listrac sonriendo. Y enteró a Terranova de lo acaecido. La noche precedente, la viuda de Guignet y el grumete informaron a Listrac de la llegada a Dieppe de Maillard y de Luis. La viuda le dio cuenta asimismo, del registro operado en casa de Maillard y de los recelos que la inspiraba la animosidad del sargento Martín contra su cabo, y quizá también contra Terranova. Así, al comunicarle la hija del general, momentos antes que se preparaba la detención de Maillard, temió que Terranova estuviera comprometido en el asunto y decidió acudir en su auxilio. Al salir del castillo, encontró a Paúl, que se retiraba después de su entrevista con Carolina y consiguió interesarle para que interviniera oficiosamente, marchando ambos a Tréport. 317
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En la puerta de la aduana vieron una silla de posta, de la que descendieron el capitán del San Carlos y el jefe de la comandancia de aduaneros. El capitán, sabiendo que el mar arrojaba a la costa parte de los restos del bergantín y de su cargamento, sacrificado para salvarse la noche de la tormenta iba a reclamarlos. El jefe de aduaneros, amigo particular suyo, quiso acompañarle a fin de apoyar sus reclamaciones; y ambos, al inquirir el paradero de Maillard y de Terranova fueron informados del arresto inminente del cabo, asesorándose de que obedecía a las odiosas maquinaciones del sargento Martín. Esto, unido a la recomendación de Paúl, cuyo valimiento en la Corte era sobradamente conocido, determinaron al jefe a impedir, por sí mismo, el abuso que se trataba de cometer. Ya hemos visto que los protectores de Maillard llegaron a tiempo para poner coto a las demasías del sargento. Cuando Terranova daba las gracias por su interés a Listrac, oyó un gran vocerío, notando a la vez que se le hacía blanco de todas las miradas. -Tengo la satisfacción de hacer público -decía con ardor el capitán del San Carlos -que la salvación de mi barco, así como la de su cargamento y tripulantes, se debe al intrépido Luis Guignet. Cuando Regó a bordo, con 318
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su amigo Maillard, estábamos perdidos irremisiblemente. -¡Hum! -murmuró Terranova para sí -nuestra visita no tuvo mucho de voluntaria; pero ¡qué remedio! hay que rendirse al homenaje. -Ya lo he notificado a las autoridades -continuó el capitán, abrazando a Terranova -y es bien seguro que nuestro salvador no tardará en recibir la merecida recompensa; entretanto puede contar con el reconocimiento de mis armadores y con el mío. Un ¡hurra! frenético de los marinos presentes, acogió el elogio de su camarada. -No es eso todo –agregó Maillard, asociándose al entusiasmo general -porque también me -salvó a mí antes. -¡Vaya! ¡vaya! señor Maillard -balbuceó Terranova entornando los ojos, -en todo caso, habría pagado una deuda... Más vale callar. Sus palabras fueron ahogadas por los vítores y aplausos de la multitud, que se disputaba el honor de abrazarle. Terranova Maillard y los suyos emprendieron la marcha hacia casa de la viuda de Guignet, escoltados por gran número de vecinos y amigos. Paúl y Listrac, del brazo, se dirigieron al camino de Eu. 319
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Conversaban amistosamente, cuando percibieron a sus espaldas un estrépito de ruedas, cascos y latigazos: era una silla de posta que avanzaba como el rayo, sin preocuparse de los numerosos peatones que circulaban por la carretera. Paúl y su acompañante se apartaron instintivamente. De pronto, un grito penetrante, mezcla de sorpresa y de ira les hizo levantar la cabeza. En la portezuela del carruaje apareció un rostro de mujer, encuadrado en una linda capota de viaje: era el de Carolina. Sin duda la aparente intimidad entre los dos paseantes fue una revelación para la hermosa dama: al fin, se daba cuenta de su alianza secreta. Sin embargo, su contrariedad fue momentánea o al menos, cambió pronto de expresión. Al pasar ante ellos les dirigió una mirada burlona y prorrumpió en una carcajada cuyas gamas argentinas se perdieron entre el barullo. –¡Crea usted en remordimientos! -dijo Paúl, encogiéndose de hombros. El siguiente día fue de recepción en el castillo real. En un vasto salón, decorado con los retratos de los antiguos condes de Eu, se apiñaba una brillante multitud de funcionarios eminentes, de oficiales del Ejército y de la Armada. Todos hablaban a media voz, mirando de 320
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vez en cuando hacia una puerta de doble hoja guardada por un lacayo. Por fin, se produjo un movimiento entre los graves personajes, que se inclinaron reverentemente. Acababa de abrirse una puertecilla de escape, dando entrada al príncipe que ya conocemos, seguido de Listrac y de Paúl. El príncipe saludó afablemente a los concurrentes; luego, tomando la mano de Listrac, dijo con acento solemne. -Declaro, señores, que la opinión pública se ha equivocado al apreciar la conducta del oficial de marina conde Renato de Listrac, aquí presente. He adquirido la íntima convicción de que el señor Listrac ha sido y es un perfecto caballero, y las calumnias que han circulado carecen en absoluto de fundamento. En su consecuencia queda completamente rehabilitado, desde hoy, y repuesto en su rango y en su grado. Numerosas manos se apresuraron a estrechar la de Listrac, que contestó, conmovido, al príncipe: -Señor, me confunden las bondades de Vuestra Alteza y no sé realmente cómo expresar mi reconocimiento. -Sirviendo bien a su patria como lo ha hecho usted siempre... Por supuesto -añadió el príncipe, cambiando 321
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de tono -no es a mí a quien debe usted gratitud; es al buen Paúl, que, con su sagacidad sin par, ha logrado descifrar el enigma... ¡Y a propósito! -continuó, dirigiéndose jovialmente al hábil jurisconsulto -parece que ha estado usted expuesto a ciertas tentaciones... ¿Qué reclama usted par sus buenos oficios en favor de Listrac y en el mío? -Un premio de virtud, señor -contestó Paúl sin vacilar.
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EPÍLOGO Antes de transcurrir un año, se hablan operado cambios trascendentales en la situación de los personajes de esta historia. El general Sergey murió al poco tiempo, después de bendecir la unión de su amada Leona con Listrac, a quienes sonreía el porvenir. Pero Listrac, vuelto al servicio, hubo de sufrir las penosas exigencias de su profesión, dejando a su joven esposa con su familia, que residía en el centro de Francia y partiendo él a desempeñar una importante comisión en los mares de Levante. Se le prometió el ascenso, a su regreso, y sus méritos personales y el favor del príncipe, le permitían esperar nuevos avances en su carrera. No fue menos brillante, relativamente, la suerte de Terranova. Despierto de inteligencia y ayudado por Listrac, cursó los estudios de piloto. El mismo día en 323
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que obtuvo el título, se encontró propietario y capitán de una linda nave de un centenar de toneladas, con la cual emprendió un lucrativo tráfico a lo largo de las costas de la Mancha. La embarcación era un presente de los armadores del San Carlos y llevaba instalado a popa un coquetón camarote, suficientemente confortable para que una joven, hija y esposa de marinos, pudiera ocuparlo sin inconveniente. Juana no vaciló en seguir en él a su querido Terranova y se acomodó gustosamente al nuevo género de vida. El novel matrimonio ejercía un dominio absoluto sobre una tripulación selecta y leal, a cuyo frente figuraba Leonardo Cabillot, como segundo de a bordo. Cuando se cansaban de aquella existencia un poco nómada iban a pasar unos días en Tréport, donde la madre de Luis les tenía reservado el «lujoso» aposento que sirvió de hospedaje a Listrac. Estas visitas, bastante distanciadas, producían indecible júbilo y satisfacción a la viuda que se sentía orgullosa de pasear los domingos con su hijo, ataviado de gala y luciendo en su pecho la medalla de oro con que le condecoró el Gobierno, por el salvamento del San Carlos. En cuanto a Maillard, quedó afecto a la aduana de Plessis ascendido a sargento y en substitución de Martín, que fue trasladado a otro punto de la costa. Hubiera podido alcanzar un destino mejor, gracias a las poderosas 324
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influencias con que contaba; pero prefirió aquel paisaje imponente y melancólico, aquella soledad, que tan bien convenía a su alma lacerada aquel horizonte majestuoso. Además, estaba cerca de su adorada hermana y a dos pasos de Tréport, donde podía ver de vez en cuando a sus sobrinos. ¿Qué hubiera ido a buscar fuera de aquel apacible rincón, en el que se concentraban sus puros afectos y sus modestas ambiciones? Una deliciosa noche estival, Maillard, después de cenar con su hermana tomó su armamento, disponiéndose a salir. -¿Por qué no te acuestas? -le preguntó ella tímidamente. -¡Este oficio maldito acabará contigo! –¡Bah! -contestó Maillard sonriendo -un paseo por la costa me hará conciliar mejor el sueño. -No sé qué gusto tienes en andar solo de noche expuesto a cualquier accidente... Además, ya no hay contrabando, desde que destruyeron la Cuesta Verde. -Ciertamente, con ello nos han facilitado la vigilancia; pero, en cambio, nos han quitado el medio de socorrer a los náufragos, en caso necesario; eso, sin contar el perjuicio que han causado a los habitantes de la comarca... Pero, en fin, ¡quien manda, manda!.. Oye, Margarita -prosiguió en tono confidencial -te diré a qué obedece mi salida de hoy. Luis y Juana deben estar a punto de 325
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regresar del Havre; y como siempre me anuncian su llegada desde el barco, por medio de luces, voy a ver si las distingo. -¡Sí que podrían llegar esta noche! -exclamó, gozosa Margarita; -tienes razón. ¡Anda! ¡anda! y si ves las luces, vuelve a decírmelo. Maillard se dirigió a la cresta rocosa desde laque observó atentamente el mar. Cerca ya de la Cuesta Verde donde aun se conservaba la garita de aduanero, vio una forma humana que avanzaba en dirección opuesta. Se detuvo, más por curiosidad que por temor, para examinar al merodeador nocturno, que iba envuelto en un burdo chaquetón de marino, cuyo cuello, levantado, le ocultaba parte del rostro, y por costumbre, se puso a la defensiva gritando: -¿Quién vive? La demostración no inmutó al merodeador, que cortó el paso y contestó groseramente: -¡Qué! ¿no se puede tomar el fresco, señor aduanero?.. ¡No creo que tenga usted miedo a los contrabandistas, porque hace tiempo que se los llevó la trampa! Maillard no paró su atención en estas palabras, pronunciadas en tono de cólera mal contenida y se limitó a replicar: 326
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-Ha escogido usted una hora muy rara para tomar el fresco; pero, realmente, cada cual es dueño de sus caprichos... ¡Vaya! ¡buenas noches! Y saludando con la mano, reanudó su marcha. El desconocido le siguió con la vista. -¡Calla! -dijo para sí -es el gran Maillard. Y se adelantó, poniéndose a su nivel, como si deseara proseguir la conversación iniciada. -¿Me conoce usted? -preguntó el aduanero, tratando de ver las facciones de su interlocutor. -¿Es usted de Tréport? -Sí, soy de Tréport; pero acabo de regresar de un largo viaje. Por cierto, que me han contado algo de lo sucedido durante mi ausencia... Ya veo sus galones de sargento, que, según me han dicho, le costaron una excursión peligrosa. Y el desconocido, bien inadvertidamente, o con malicia señaló con un gesto al precipicio. -En efecto -asintió tranquilamente Maillard –pero se fantasea mucho, y son escasas, contadísimas, las personas que conocen la verdad... Después de todo, es igual; cuento con el afecto de las gentes honradas, y esto me basta. Ambos dieron unos pasos en silencio. 327
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-Según eso -repuso al fin el merodeador –¿está usted contento con su suerte? -¡Contento! ¿quién lo está del todo en este mundo? -contestó Maillard, con un dejo de tristeza. -Si con ello quiere usted indicar que soporto mi carga con ánimo y resignación, que no turba mi sueño el recuerdo de ningún acto reprobable que tengo amigos leales, a quienes correspondo con sinceridad, que mi vida es apacible y tranquila ¡sí! estoy contento, ¡soy el más dichoso de los hombres! Su oyente pareció no comprender estas consideraciones, sin duda por ser demasiado elevadas para él. –¡Pero no por eso deja usted de ser pobre como una rata! -dijo con ironía. -Todo el mundo es rico, cuando sus gustos son sencillos y sus necesidades moderadas. He tenido pocas ocasiones de alternar Con gentes adineradas pero estoy seguro de que, en sus moradas suntuosas, envidiarían más de una vez los puros goces y la tranquilidad de espíritu de un pobre aduanero como yo. En cambio, yo no les envidio nada. Dígame usted, ¿qué rico disfruta del espectáculo de una soberbia noche como ésta? Y extendió el brazo hacia el horizonte. El desconocido dirigió también una rápida ojeada al mar. 328
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-Sí -replicó distraídamente -la noche es magnífica pero hay mucha calma; sería mejor para los pescadores que soplara un poco de brisa... ¡Y a propósito! creo que su sobrino Terranova porque ya es sobrino de usted, gana lo que quiere con un barco de su propiedad. -Por ahora parece que Dios le protege -afirmó Maillard. -¡Mire usted! -añadió con visible alegría fijando su vista en lontananza -¡allí está!.. una, dos, tres luces dispuestas en línea recta... Esa señal me anuncia que Juana y Luis llegan sin novedad, después de un fructuoso viaje. Y a la vez, designó con la mano un ligero y esbelto bajel, que surcaba las ondas en dirección al puerto, con todas las velas desplegadas, y que se destacaba entre las demás embarcaciones esparcidas por la superficie del mar, por las tres luces indicadas. -¿Es ese el barco de Terranova? -preguntó el desconocido en voz sorda. -¡Podía usted haberse in formado de quién le ha enseñado a utilizar las señales! Maillard no hizo caso de la observación, que encerraba sin duda una intención perversa. -Sí, ése es -contestó. -¡Hijos míos! mañana los abrazaremos... ¡Voy a decírselo a su madre! El desconocido hizo un ademán furioso, y prorrumpió en una especie de rugido: 329
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–¡Voto a mil legiones de demonios!... ¿Es decir, que no hay nadie pobre y miserable más que yo? Maillard se estremeció. -¿Quién es usted? -preguntó. -Me ha parecido reconocer... ¿Es usted Cabillot? -¡Pues bien! ¡si, yo soy! -contestó Cabillot, dejando al descubierto su semblante repulsivo. ¿Por qué he de ocultarme? ¡Bien sabe usted que hice todo lo posible para que no volviéramos a encontrarnos! Maillard mostró más aversión que temor, al ver de nuevo al jefe de los contrabandistas. -¡Desgraciado! -exclamó -¿se atreve usted a volver por estos parajes, donde cometió un crimen tan horrible?.. -¡Bah! -contestó Cabillot, con su habitual desfachatez; -si no hubiera tenido la certeza de que ni usted ni Terranova me habían denunciado, no me habría presentado aquí. Ya he adoptado mis precauciones. -Podrían resultar fallidos sus cálculos viejo infame; y si viene usted a intentar una nueva felonía... -¡Vaya! nada de insultos ni de amenazas, y hablemos con calma... Bien castigadas han sido mis culpas, porque han fracasado todas mis empresas. Como ya sabrá usted, huí de Tréport con mi falucho, mi familia menos Leonardo y la chica y mis ahorros. Nos trasladamos a In330
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glaterra donde fleté un barco por mi cuenta; pero al primer viaje, se me sublevaron los muchachos. Una noche de tormenta ordené una maniobra a Juan, que se negó a obedecerme vinimos a las manos, y la tripulación se puso de su parte, trabándose una batalla campal... Durante la lucha el timonel abandonó su puesto y la embarcación se fue a pique con todos... ¡Ni uno solo se salvó! -¡Qué horror! -exclamó Maillard -¡eso fue un castigo de Dios!.. ¿Y dice usted que todos perecieron? -Todos, menos yo, que tuve la suerte de asirme a una tabla y fui recogido unas cuantas horas después por una ballenera que me condujo a puerto; pero quedó completamente arruinado. Vagué miserablemente durante unos meses, sin atreverme a regresar a Francia; pero hace poco, un pescador de Tréport, a quien el temporal obligó a refugiarse en Jersey, donde yo me encontraba a la sazón, me aseguró que no se había formulado ningún cargo grave contra mí y que podía regresar impunemente... En vista de esto, decidí embarcarme para Dieppe, de donde vengo a enterarme por mí mismo. -Pues le han engañado, Cabillot -dijo Maillard -porque aquí corre usted peligro. No se ha instruido proceso contra usted; es cierto: pero la justicia está informada de su atentado, porque Terranova y yo nos vi331
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mos precisados a declararlo. Lo que hay es que, como se fugó usted con sus cómplices y parecía probable que no volvieran ustedes a poner los pies en territorio francés, se sobreseyó provisionalmente la causa merced a poderosas influencias. Nadie se compadeció de usted; pero todos se sintieron inclinados a la indulgencia por su hijo Leonardo, que se ha convertido en hombre honrado, y quizá también por esos otros desventurados jóvenes, a quienes arrastró usted con su autoridad y con su ejemplo... Pero si permanece usted aquí, se abrirá de nuevo el pro: ceso, será usted detenido y juzgado, y las consecuencias podrían serle funestas. Cabillot lanzó un terrible juramento. -¡Nadie me ha dicho tal cosa! -exclamó, golpeando el suelo con el pie. -¿Pero le han visto en Tréport? -Llegué al anochecer y me dirigí encontrándola cerrada. Una vecina me dijo que Susana había sido recogida por la viuda de Guignet y que Leonardo navegaba con Terranova: en cuanto a la llave, me indicó que estaba depositada en la alcaldía. Desde mi casa me trasladé a la de mi antiguo socio, Conturier, con quien tengo algunas cuentas pendientes. Me recibió bien; pero en cuanto le hablé del dinero que me debe, se puso hecho una fiera y nos hemos separado lanzándonos mutuos imprope332
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rios... Entonces, no sabiendo dónde ir, tuve el capricho de dar una vuelta por la costa y tropecé casualmente con usted. Durante la conversación, los paseantes llegaron a la Cuesta Verde. Aunque la escalerilla que conducía en otros tiempos al pie del cantil había sido demolida existía la entrada superior del sendero, dándole aspecto de practicable. Como sabemos, desde allí se dominaba la llanura cultivada que se extendía hasta Plessis, y la suave claridad de la luna permitía distinguir las mis ligeras escabrosidades del terreno. Maillard se detuvo: creyó ver varias sombras que se movían, y hasta le pareció percibir un débil rumor de pasos. -¿Está usted seguro de que no le ha seguido nadie? -preguntó a Cabillot. -Creo que no -balbuceó el antiguo contrabandista. -Sin embargo, veo un bulto en el sendero... y otro en la parte opuesta... Bien podrían ser los dos aduaneros, que vinieran a entrevistarse aquí, según costumbre; pero se nota movimiento en los sembrados... ¡Mire usted, Cabillot! no le guardo rencor. Si hubiese usted atentado contra la vida de otra persona mi deber estaría trazado; le echaría mano y le entregaría a la justicia; pero en este caso, tengo el derecho de mostrarme indulgente con 333
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usted. Vuélvase a escape a Tréport, avístese con cualquiera de sus antiguos camaradas y ruéguele que le oculte a bordo hasta alta mar. Una vez allí, le será fácil encontrar un buque extranjero que le admita... Procure vivir honradamente en lo sucesivo y, sobre todo, no parezca más por aquí... ¡Vamos! decídase usted, porque no hay tiempo que perder. -No es mal consejo -dijo Cabillot, lanzando una rápida ojeada circular. -Sin duda me ha denunciado Conturier. –¡Ande! ¡ande usted... que vienen! -insistió el bondadoso Maillard. El peligro era cierto para Cabillot. Dos aduaneros se aproximaban a toda prisa bordeando el sendero en sentido inverso. En otros puntos, se destacaban al resplandor de la luna tres o cuatro individuos, no menos presurosos, en uniforme de gendarme. Evidentemente, Cabillot fue vigilado, al dirigirse hacia la costa y aduaneros y gendarmes se habían combinado, para cortarle la retirada encerrándole en un circulo que se estrechaba poco a poco. Cabillot se hizo cargo de su situación. -¡Hum! –dijo -¡cualquiera se libra de las garras de estos pajarracos!.. ¡Ese canalla de Conturier!.. Pero no importa señor Maillard -agregó con cierta emoción, -es 334
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usted un hombre generoso y leal, y si las cosas se hicieran dos veces... -¡Vamos... huya usted! Uno de los aduaneros, ya muy próximo, gritó alarmado a su sargento, al verle departir mano a mano con el contrabandista: –¡Ojo, mi primero! ¡es el granuja Cabillot! El otro aduanero y los gendarmes, creyendo asegurada la captura gritaron a su vez. Cabillot, desatinado, giró varias veces sobre sí mismo; pero por cualquier sitio que intentaba escapar, le interceptaba el paso un adversario robusto y resuelto. –¡Por aquí! -le dijo Maillard en voz baja pero con energía indicándole un campo de trigo, cuyas elevadas espigas ofrecían un refugio seguro. -Hay otra salida mejor -replicó el antiguo patrón, jadeante. -¡Apuesto a que esos imbéciles se han olvidado de guardar la playa! Y antes de que el sargento adivinara su proyecto, se precipitó hacia la Cuesta Verde. Como ya sabemos, a unos cuantos metros de la cima de la roca el sendero estaba cortado a pico; pero Cabillot ignoraba esta circunstancia. Maillard quedó estupefacto en el momento; pero se repuso, y gritó con todos sus pulmones: 335
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-¿Qué hace usted, desdichado?.. ¡Retroceda!.. ¡ya no hay peldaños... se va usted a matar!.. Cabillot, bien porque no le comprendiera en su atolondramiento, o porque los clamores de los que llegaban ahogaran las voces de Maillard, siguió deslizándose por la traidora pendiente.. A los pocos instantes, resonó un espantoso alarido, al que siguió el ruido sordo del choque de un cuerpo con los guijarros del fondo del precipicio. Los espectadores se inclinaron hacia el abismo, aguzando el oído; sólo se percibía el murmullo del mar. –¡Justicia divina! -exclamó Maillard en tono solemne. -Ese hombre ha caído desde lo alto de la misma roca de que a mí me despeñó, y muere miserablemente, mientras que yo... ¡Alabado sea Dios! Y tendiendo sus miradas hacia el mar, divisó la embarcación de Terranova resplandeciente de luz, que embocaba el puerto.
FIN
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