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R A S T R O D E G U E R R A M A Y N E
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E L
R A S T R O D E G U E R R A M A Y N E
R E I D
Ediciones elaleph.com
L A
Editado por elaleph.com
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EL
RASTRO DE LA GUERRA
I PERDIDO EN EL BOSQUE La declaración de amor que había hecho a Isolina de Vargas, y la que la encantadora joven me hizo de sus sentimientos, había producido a nuestros corazones una emoción dulcísima e intensa, de la que tardamos en reponernos algunos minutos. Cuando los latidos de nuestros corazones se normalizaron, advertimos que era una imprudencia permanecer en aquel claro del bosque y, para evitar que nos sorprendieran, resolvimos separarnos, después de convenir en vernos al día siguiente en el mismo sitio. —¡Hasta mañana!— dijo Isolina con una voz que resonó en mis oídos más dulcemente que la más 3
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deliciosa melodía, y partió dejándome en la apacible quietud de quien realizados los más fervientes deseos de su espíritu. Cuanto me rodeaba parecíame de color de rosa. Las flores eran más frescas y más gratos sus perfumes; el zumbido de las abejas, acudiendo presurosas en pos de su reina, difundía en el aire cierto susurro agradable; la voz de las avecillas antojábaseme más armónica; los aras y las palomitas mejicanas saltaban de rama en rama con mayor júbilo y alborozo. Hubiera sido capaz de permanecer en aquel sitio hasta el día siguiente; pero el deber me llamaba a otra parte, y su mandato era imperioso para mí. El sol, próximo a desaparecer en el ocaso, lanzaba ya oblicuamente sus rayos purpúreos por la pradera, cuando espoleé mi cabalgadura y penetré nuevamente entre el sombrío follaje de las mimosas. Completamente absorto en mi felicidad, en nada más pensaba. No vi senda ni vereda alguna. Si hubiese dejado que mi caballo se guiase por su instinto, hubiera seguido probablemente el buen camino; pero, acaso en mi ensimismamiento, tiré de las riendas a uno u otro lado, y lo aparté de la dirección verdadera. Ello fue que al cabo de algún tiempo, encontréme en 4
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medio de un espeso bosque, sin el menor rastro que me sirviera de guía. No queriendo perder tiempo en reflexiones inútiles, me dirigí al lado opuesto, y recorrí cierto espacio sin encontrar el menor sendero, lo que me llenó de incertidumbre, y me obligó a retroceder de nuevo, pero infructuosamente también. Me encontraba en una llanura poblada de árboles, de la que no sabía cómo ni por dónde salir. Estaba perdido. Si la noche no hubiera estado tan próxima, aquel incidente no me habría importado mucho, pero ya se había puesto el sol, y reinaba la obscuridad entre los árboles. De allí a pocos minutos la noche habría cerrado por completo y, según toda probabilidad me vería obligado a pernoctar en el bosque. Quedábame el recurso de distraerme reflexionando en los sucesos de aquel día; podía entregarme a ensueños de color de rosa; pero, desgraciadamente, el alma ha de doblegarse irremisiblemente al cuerpo, y hasta el amor sucumbe ante el aguijón del vulgar apetito. La noche, pues, iba a ser penosa para mí. El hambre no me permitía entregarme a mis amorosos pensamientos; ni el frío me dejaría dormir ni soñar; 5
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además, las gruesas y pesadas gotas que se desprendían de las nubes me calarían hasta los huesos. Después de intentar nueva e inútilmente encontrar una senda, detuve mi caballo y me puse a escuchar; como ya no veía, quería probar si los oídos me servían de algo. Poco después llegó hasta mí el ruido del disparo de una carabina, hecho a unos cien pies de distancia. —¡Es un cazador!— pensé, y esta creencia me permitió no intranquilizarme, a pesar de estar en un país enemigo. Inmediatamente después del disparo, oí un ruido sordo, como el de un cuerpo precipitado desde una altura. Como buen cazador, no podía desconocer ruidos de esta naturaleza, y, por consiguiente, supuse que aquél procedía de un animal que debió caer de un árbol. Como entre los voluntarios que yo mandaba había tres o cuatro que usaban carabinas de caza, antiguos hijos de los bosques que habían tenido este capricho, abrigué la esperanza, de que la persona que había disparado fuera uno de ellos. Dirigí resueltamente mi caballo hacia aquel lado corriendo tanto como me lo permitía la espesura del bosque, y, durante largo rato, avancé hasta que oí a mis espaldas una voz muy conocida, que gritaba: 6
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—¡Por el valle de Josafat! ¡Si es nuestro joven amigo el capitán! Eran mis camaradas los cazadores que salían de las malezas, donde habíanse ocultado, por precaución, al percibir las pisadas de mi cabalgadura, permaneciendo inmóviles hasta que pasé de largo. Rube iba cargado con un rechoncho pavo, y Garey con algunos cuartos de gamo. —Parece que habéis venido a buscar provisiones con bastante buen resultado— les dije así que estuvieron cerca de mí. —Sí, capitán— respondió Garey, —no carecemos de raciones. Sus soldados nos han ofrecido de comer, pero no podíamos aceptar, porque habíamos prometido alimentarnos sin auxilio ajeno. —Así es, ¡voto a sanes!— añadió Rube;—somos montañeses independientes, y no queremos ser gravosos a nadie. —Además, capitán, hablando con franqueza, la cocina de ustedes no está bien provista; si quiere usted aceptar este pavo y un buen trozo de venado, todavía quedará bastante para nosotros: ¿no te parece, vejete? —¡Pardiez!— respondió Rube con laconismo. 7
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Como la cantina del pueblo no se distinguía por la excelencia de sus manjares, aceptó los víveres, y enseguida nos pusimos los tres en marcha. Con los cazadores, que regresaban también a su alojamiento, tenía la seguridad de no equivocar el camino. Encontrábanse en el bosque desde el mediodía, habiendo dejado sus cabalgaduras en el establecimiento. Después de recorrer media milla entre los árboles, salimos a un camino muy estrecho, donde los cazadores, tan poco familiarizados como yo con aquel terreno, se quedaron perplejos sin saber qué dirección tomar. Estaba la noche obscura como boca de lobo, aunque, como en la anterior, brillaban a intervalos los relámpagos. De pronto, empezó a llover tan torrencialmente, como si se hubieran abierto las cataratas del cielo, por lo que no tardamos en quedar hechos una sopa. Al cárdeno resplandor de un relámpago vi que Rube se bajaba, como si quisiera examinar las huellas que había en el camino. Estas consistían en profundos carriles, hechos seguramente por las ruedas macizas de una carreta. En menos tiempo del que se necesitaría para leer la dirección del camino en un poste indicador, Rube enderezóse exclamando: 8
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—¡Ajajá! Por aquí es. Y acto seguido comenzó a andar resueltamente. —¿Cómo se ha orientado usted?— inquirí. —Es muy sencillo— me respondió. —Es la señal de una carreta mejicana, y todos los que han visto alguna saben que no tienen más que dos ruedas. Como aquí hay cuatro huellas, la carreta ha vuelto por el mismo camino, pues he comprobado que las ruedas son iguales. Luego es racional pensar que la huella de regreso conduce a las casas, es decir, por aquí. —Pero, ¿cómo puede usted distinguir cuál es la huella de regreso? —No ofrece más dificultad que el beberse un vaso de vino. Porque es la más reciente de las dos. Seguí caminando en silencio, asombrado del singular instinto de mi guía. Poco después oí la voz de Rube, que se había adelantado algunos pasos. —Creo que conozco el camino sin necesidad de las huellas de la carreta: veo aquí indicios más seguros. —¿Qué indicios son ésos?— le pregunté. —El agua— replicó. —¿No oye usted?
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Apliqué el oído y, en efecto, percibí con claridad el rumor de un arroyo que bajaba por un cauce pendiente y pedregoso. —Sí, oigo; pero, ¿cómo puede el agua servirle de guía? —Va usted a verlo. Ese es un riachuelo formado por la lluvia; siguiendo su curso descendente, llegaremos al punto de desagüe. Una vez allí, respondo de que no tardaremos en encontrar nuestro camino. Pero, ¡qué condenada lluvia! Estoy calado hasta los huesos. El riachuelo seguía la misma dirección que llevábamos; poco después, salió bruscamente de entre la maleza, atravesó el sendero y alejóse de él formando de pronto un ángulo agudo. Al cruzar aquel torrente, advertimos que su curso seguía en general la misma dirección que nuestro camino, y que nos conduciría con toda seguridad al río. Así sucedió, pues poco después salimos del bosque y encontramos la carretera que terminaba en la ranchería. Apresuramos la marcha y a los pocos minutos llegamos a las afueras del pueblo, donde creíamos poder guarecernos enseguida; pero el grito imperioso de un centinela nos detuvo: —¿Quién vive? 10
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—Amigos— respondí. —Somos nosotros, Quackenboss. Había conocido la voz del soldado aficionado a la botánica, y, al fulgor de un relámpago, lo vi de pie contra el tronco de un árbol. —¡Alto! ¡Venga el santo y seña!— nos respondió con acento firme y decidido. Como yo, al salir del pueblo, no me acordé para nada del santo y seña, empecé a temer un percance. Con todo, quise poner a prueba al centinela. —No hemos tomado el santo y seña— contesté; pero soy yo, Quackenboss, soy...— y me nombré. —Eso no me importa— me respondió con cierto desapego;— no se pasa sin dar el santo y seña. —Pero, majadero, si es tu capitán— gritó Rube con manifiesto mal humor. —Será posible— replicó el imperturbable centinela; —pero yo tengo mi consigna. Entonces comprendí que nos encontrábamos en una situación tan ridícula como peligrosa. —Llama al cabo de guardia, o a uno de los dos tenientes— dije al testarudo botánico, creyendo obviar así la dificultad. 11
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—No tengo que llamar a nadie— respondió entre dientes Quackenboss. —Pues, en ese caso, iré yo— exclamó resueltamente Garey. El joven cazador creía cándidamente poder llevar el aviso al alojamiento, y a1 decir estas palabras avanzó algunos pasos hacia el centinela. Pero, al punto, Quackenboss gritó con voz estentórea: —¡Atrás! ¡Atrás! Si das un paso más, te descerrajo un tiro. —¿Qué, qué?— vociferó Rube dando un salto al frente. —¡Por el valle de Josafat! ¿Te atreverás a dispararle? Pues te aseguro, animal, que, como cometas ese disparate, no vuelves a comer pan. ¡Ea, dispara si te atreves! Y Rube púsose en guardia, levantando su carabina hasta la altura de su hombro, en actitud amenazadora. Precisamente en aquel crítico momento brillaron algunos relámpagos, a cuyo fulgor pude ver que el centinela apuntaba también su arma. Como conocía su excelente puntería, no pude menos de alarmarme por el resultado de esta colisión. —¡Alto, Quackenboss!— grité, esforzando la voz cuanto me fue posible. —¡No dispares! Esperaremos que venga alguien. 12
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Y, al mismo tiempo, agarré el brazo a mis dos compañeros, obligándoles a retroceder. Ya fuese porque el soldado conociera mi voz, o porque el rápido resplandor de los relámpagos le hubiera permitido distinguir mis facciones, lo cierto fue que bajó el arma antes que la obscuridad reinara de nuevo lo cual me tranquilizó bastante; pero siguió negándose obstinadamente a dejarnos pasar. Era inútil perder el tiempo en discusiones con aquel bárbaro, por lo cual, apacigüé a mis compañeros y aguardé tranquilo a que la casualidad condujera a aquel sitio a alguno de los individuos de la guardia. Por fortuna, uno de los soldados, que iría a tomar el aguardiente, apareció en dirección de la plaza del pueblo. Quackenboss accedió a llamarlo, e hice que mi hombre mandara venir al cabo de guardia. Este no tardó en presentarse, poniendo término a aquella situación, y, al fin, entramos en la plaza del pueblo sin otro obstáculo. Al pasar junto al impertérrito centinela, oí que Rube decíale a media voz: —¡Maldita sea tu estampa! Si te atrapara en la pradera, no lo pasarías muy bien.
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II DESPEDIDA CARIÑOSA Rápidos y fugaces como el placer que nos proporcionaron, transcurrieron para Isolina y para mí los quince días que siguieron al en que nos habíamos confesado nuestro mutuo amor. Allí, en lo profundo del bosque, prodigábamonos frases cariñosas cobijados bajo las verdes ramas de los mirtos, de las mimosas y de los variadísimos árboles que crecen en las fértiles tierras de Anahuac. No nos faltaban, sin embargo, momentos de tristeza; pero éstos eran tan pasajeros, que sólo servían para evitar la saciedad en el exceso de la dicha, si semejante cosa hubiera, sido posible. Además, el efecto de estos sinsabores transitorios lo neutralizaba la seguridad de poder vernos al día siguiente, y no nos separábamos jamás sin prometérnoslo así. 14
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Por la mañana, nos decíamos: Hasta la tarde; y, por la tarde, nuestras últimas palabras eran siempre: Hasta mañana por la mañana. Esto era realmente algo monótono; pero ésta era una monotonía de que mi corazón no se cansaba, una verdadera embriaguez que gustoso hubiera yo soportado toda la vida. No; no es posible que tan gratas realidades hastíen. ¡Ah! ¿Por qué no nos ha de ser permitido gustarlas siempre? Todo esto debía tener un término y lo tuvo en efecto. Un día no pudieron pronunciar nuestros labios, al separarnos: «Hasta la tarde» o «Hasta mañana». Debíamos dejarnos de ver por un espacio de tiempo indefinido, semanas, meses, años tal vez, en fin, hasta que la guerra concluyese. A mí, infeliz aventurero, no me era lícito aspirar a la mano de aquella rica heredera. Sin embargo, aunque mi fortuna no llegara jamás a igualarse a la suya, como la fama equivale a las riquezas, y la gloria puede muy bien competir con la hermosura, no perdía las esperanzas. Además, yo tenía conciencia de estar dotado de alguna capacidad, de un corazón lleno de osadas aspiraciones; sabía que llevaba al cinto una tajante espada, que tenía abierta a mi ambición una carrera honrosa, que podía volver con 15
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una insignia de distinción en el hombro y un título honorífico, y si esto ocurría... Nuestra separación fue muy amarga. ¡A cuán ruda prueba me vi sometido cuando escuché, no pudiendo atenderlas, las vivas instancias que Isolina me hizo para que me quedara! ¡Qué penoso me fue el desprenderme de sus cariñosos brazos! ¡Cómo se me desgarró el corazón al darle el adiós postrero! Nos juramos eterna fidelidad en el mismo claro del bosque que había oído nuestras primeras confidencias, en el que nos habíamos prometido tantas veces amarnos; pero nunca, como entonces, entre lágrimas y sollozos. Cuando Isolina desapareció entre la espesura del follaje, creí que el sol acababa de eclipsarse de repente. Me apresuré a marcharme, aunque de buen grado habría permanecido horas enteras en aquel templo de nuestros amores. El deber, ese dueño imperioso y severo, me llamaba fuera de allí. El sol marchaba hacia su ocaso, y al despuntar el alba del siguiente día debía partir con mi tropa. Isolina había descendido de la colina por el lado opuesto al mío, por otra vereda que conducía más directamente a la hacienda. Habíamos adoptado esta 16
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precaución para separarnos, así como veníamos por un camino diferente para reunirnos, sin que jamás hubiéramos encontrado un ser humano en aquella región agreste del cerro, consiguiendo que nuestras entrevistas permanecieran en secreto. Cada vez teníamos más confianza en nuestra seguridad, tanta, que, cegados por el amor, concluimos por descuidar las precauciones. Hasta la mañana de aquel último día no supe que se había traslucido nuestro secreto, y que los habitantes de la ranchería no estaban tan ignorantes de él como nosotros suponíamos. Wheatley fue el que me lo hizo saber, por habérselo dicho Conchita. Al darme este aviso, el teniente agregó un consejo amistoso, poniéndome en guardia contra la imprudencia de alejarme del pueblo completamente solo. Como la cita de aquel día debía ser la última por entonces, no hice caso de la recomendación de mi teniente, pues en mi corazón no había más que tristeza y amargura. Quise ir solo a dar el último adiós a mi amada sin temer que me sorprendiera algún enemigo en aquella parte del bosque. De Ijurra nada se sabía; nadie le había visto desde la noche de la escaramuza, y, según nuestros informes, se había incorporado con su gente a la gue17
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rrilla del célebre Canales que operaba a la sazón en el camino de Camargo a Monterey. Si Ijurra no hubiera puesto tierra por medio, seguramente no se hubiera, substraído a las insistentes pesquisas de Holingsworth y de los voluntarios, que estaban alerta noche y día. Iba ya a emprender yo el regreso del bosque, cuando sentí un nuevo impulso de ternura, un vivo deseo de ver una vez más a mi adorada. Debía haber llegado ya a la hacienda; pero, acercándome a su casa, quizá, consiguiera verla en la azotea; tal vez distinguiría desde lejos una mirada, un ademán suyo, y acaso llegaría, a mis oídos una frase de despedida llevada en alas de la brisa. Mi caballo pareció adivinar mis deseos; y, seguidamente, se metió por el sendero por donde se había marchado Isolina. En breve llegué al pie de la eminencia, y, entrando en un frondoso tallar, atravesé un bosque donde no había senda alguna; pero fácilmente podían seguirse las huellas del caballo blanco, y ellas me sirvieron de guía. Apenas habría andado quinientos pasos, percibí rumor de voces a través del bosque, precisamente enfrente de mí, y, según me pareció, a corta distancia. El tiempo que llevaba viviendo en las fronteras, 18
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me había hecho adquirir una prudencia intuitiva muy semejante al instinto, y como si obedeciera a un impulso maquinal, me detuve poniéndome a escuchar atentamente. Era una mujer la que hablaba, y como en todo el mundo no había otra voz que tuviese un timbre tan argentino, la reconocí enseguida. Resonaba aún en mis oídos, y vibraba en el fondo de mi corazón la frase, dulce y triste a la vez, con que me dirigió su postrera despedida. Cesó de hablar, y escuché ansiosamente para oír la voz que debía contestarle. Esperaba que fuese la de un hombre, pero en modo alguno la de Rafael Ijurra.
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III LAS AMENAZAS DE UN MISERABLE Indudablemente, la persona que hablaba con Isolina era su primo Ijurra, cuya voz me era muy conocida. La había oído desde la mesa con su verdadero acento español, lleno, sonoro y armonioso, y no podía olvidarla. Experimenté una sensación inexplicable, que se parecía mucho a los celos, aunque Isolina no había dado motivo alguno para estar celoso. Sí, estaba celoso de Ijurra; pero no tardé en desechar tan odioso pensamiento. Me apeé en el mayor silencio que pude, y luego, arrastrándome con la cautela del jaguar, me fui acercando a los dos interlocutores. 20
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Mi caballo, acostumbrado a este modo de proceder, no se movió, y me adelanté muy quedo, separando las ramas con la mayor precaución. El follaje de los árboles me ocultaba formando una cortina a través de la cual nadie podía ver la llegada de un importuno. Cuando llegué a corta distancia de Isolina y su primo, mi amada continuaba a caballo e Ijurra estaba de pie junto al estribo, con una mano en el pomo de la silla, y sujetando con la otra las riendas. Hasta aquel momento, mi corazón había latido con una penosa angustia, pero la actitud de mi rival, y, su aspecto lleno de turbación y de cólera, me reaccionaron. Comprendí que aquel encuentro era puramente casual, al menos por parte de Isolina, que se encontraba detenida a la fuerza. No podía ver su rostro, que tenía vuelto hacia Ijurra; pero su voz llegaba a mis oídos, revelando su entonación que le hablaba con desabrimiento. Aquellos acentos deleitaban mis oídos mucho más que la melodía más deliciosa. Los violentos latidos de mi corazón, el ruido de las hojas al pisarlas y el de las ramas al desviarlas para abrirme paso, me habían impedido hasta entonces oír lo que decían. Estos diferentes ruidos ce21
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saron cuando llegué bastante cerca para poder observarlos a mi gusto, y aunque me detuve a unos cincuenta pasos del lugar en que se encontraban no perdí ni una palabra de su conversación, gracias al tono elevado con que pronunciaban las palabras. —¿De modo que te niegas? Era Ijurra quien en tal forma se expresaba. —Me he negado ya otra vez, y tu conducta no ha podido hacerme variar de pensamiento. —Mi conducta no importa aquí nada. Otros son los motivos a que obedeces, Isolina; no creas que soy tan tonto; sé que amas a ese capitán yankee. —Suponiendo que así sea, a nadie le incumbe. Además, no tengo por qué ocultarlo: lo amo, sí, lo amo. En los ojos de Ijurra brilló un relámpago de cólera; pusiéronsele cárdenos los labios y rechinó los dientes. Sin embargo, hizo un esfuerzo para contener la explosión de su rabia. —¿Y piensas casarte con él?— preguntó afectando tranquilidad. —Sí— replicó Isolina resueltamente. —¡Voto a todos los santos! Eso no sucederá. —¿Y quién ha de impedirlo? —¡Yo! 22
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—¡Ja, ja, ja! No digas tonterías. —No me importa que lo ames pero casarte con él... ¡jamás; jamás! —¿De veras? —Te lo juro. —Suprime los juramentos, primo; eres perjuro y no se te puede creer. —Escúchame, Isolina— añadió Ijurra fuera de sí; —escúchame atenta; he de decirte algo que quizá te desagrade... —¡Oh! Todo cuanto me dices me desagrada; pero, en fin, te escucho. —Bien. En primer término, examina ciertos documentos que se relacionan contigo y con tu padre. Y, efectivamente, Ijurra sacó del bolsillo de su chaqueta unos papeles que desdobló enseñándoselos a la joven. Luego añadió: —Este es un salvoconducto firmado por el general en jefe del ejército americano a favor de doña Isolina de Vargas. Quizás lo hayas visto en otra ocasión, ¿no es así? Este otro es una carta de don Ramón de Vargas al comisario general del mismo ejército, carta incluida en otra dirigida por dicho funcionario al citado filibustero, y que es una prueba de traición, como comprenderás. 23
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—Bien, ¿y qué? —No tan bien como te figuras. ¿Crees acaso que el general Santana, jefe actual de nuestra república, no infligirá el castigo merecido a los traidores que han escrito estas cartas? ¡Caramba! Tan pronto como entregue a Su Excelencia estos documentos, me dará orden de prenderos a tu padre y a ti. La proscripción traería consigo la confiscación de vuestros bienes que pasarían a ser míos, si, míos. Y el infame guardó silencio esperando una respuesta. No pude ver el rostro de Isolina para adivinar el efecto de estas palabras, pero supuse que la amenaza la había aterrado. Ijurra prosiguió: —Ahora, comprenderás mejor tu posición. Si me prometes casarte conmigo, haré enseguida, pedazos estos papeles. —¡Jamás!— contestó Isolina con extraordinaria firmeza. —¿Jamás?— replicó Ijurra. —Pues teme las consecuencias de tu negativa. Conseguiré fácilmente la orden de prenderos; y, cuando el país esté libre de esa horda de bandidos, vuestras haciendas serán mías. 24
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—¡Ja, ja, ja!— exclamó Isolina riéndose desdeñosamente. —Te equivocas, Rafael; eres muy torpe. Olvidas sin duda que las posesiones de mi padre están situadas en la orilla tejana de Río Grande; y, antes que el país quede limpio de esa horda de bandidos, como tú les llamas, habrán convertido ese río en su frontera. ¿Quién en este caso ha de confiscarnos los bienes? No seréis tú ni tu cobarde amo. ¡Ja, ja, ja! Ijurra, que comprendió que lo que acababa de decirle Isolina era muy probable, encolerizóse más de lo que ya lo estaba, empalideció y, al fin, perdió todo dominio sobre sí mismo. —En ese caso— gritó lanzando un voto, —en ese caso tampoco heredarás jamás esas tierras. Escucha, Isolina de Vargas, oye otro secreto: ¡tú no eres hija legítima de don Ramón! La altiva joven se estremeció al oír estas palabras, que debieron herirla profundamente. —Puedo probarlo— prosiguió Ijurra, —y aunque los Estados Unidos venzan a Méjico, sus leyes no podrán legitimarte. ¡No eres, por consiguiente, la heredera de la hacienda de Vargas!
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Isolina permanecía silenciosa e inmóvil sobre su caballo, pero la agitación de su seno revelaba la tempestad que rugía en su alma. —Ya sabes, pues— prosiguió su infame primo, —cuál era mi desinterés al ofrecerte mi mano; debiendo añadir que nunca te he amado, y que, si te he dicho otra cosa, he mentido... Sin embargo, el miserable jamás había dicho una mentira tan grande como aquélla, porque sus palabras no eran, en aquel momento, sino expresiones de despecho. Por grosero que fuera su amor, estaba prendado de Isolina. —¡Amarte yo!, ¡yo!, siendo hija de una india. Habíase colmado la medida; Isolina no pudo aguantar más, pues el insulto era intolerable. —¡Infame!— exclamó con mal reprimida cólera, —¡quítate de mi presencia! —Todavía no— replicó Ijurra sujetando más fuertemente las riendas del caballo. —Tengo algo más que decirte. —¡Villano, suelta esas riendas! —No las soltaré hasta que no me prometas... —¡Atrás, o te atravieso el corazón de un balazo! Salí precipitadamente de la espesura, lanzándome en socorro de Isolina, a quien vi levantar el brazo, te26
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niendo en la mano una pistola que asestaba contra Ijurra. Este conocía seguramente la resolución de su prima, porque la amenaza surtió efecto: el miserable soltó las riendas y retrocedió. Tan pronto como quedaron libres las bridas, el caballo blanco, estimulado por la espuela, saltó hacia adelante, y a los pocos segundos desaparecía entre los árboles. Llegué demasiado tarde para intervenir. Isolina no necesitaba ya socorro alguno. No me vio ni me oyó, y cuando llegué al lugar del suceso estaba solo Ijurra.
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IV SOCORRO OPORTUNO Rafael Ijurra miraba hacia donde acababa de desaparecer Isolina. La había seguido con la vista, exhalando un grito de impotente rabia, y amenazando vengarse de lo que él consideraba un desprecio. Sus mismas voces le impidieron oír la mía, por lo que no advirtió mi presencia hasta que estuve a tres pasos de él. Yo llevaba la espada desenvainada y lo tenía enteramente en mi poder. Suerte tuvo en aquella ocasión teniendo que habérselas con un caballero, pues otro en mi lugar se habría apresurado a tenderlo sin vida a sus pies. Confieso, sin embargo, que vacilé antes de decidirme a portarme noblemente con aquel malvado. Estaba allí, a mi merced, un cobarde que había atentado contra mi vida, un enemigo mortal, un misera28
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ble perjuro, un asesino que no tenía derecho a invocar las leyes del honor, y, por consiguiente, no era digno de que se le tratara con generosidad; pero la idea de obrar traidoramente me repugnaba. Avancé un paso más, y tocándole ligeramente en el hombro, pronuncié su nombre. Al verme, se estremeció como si le hubiera herido una bala, y volvióse hacia mí. Quedóse pálido como un cadáver, y sus ojos me miraron con terror. Presentía el peligro, pues, sin tener en cuenta la sorpresa que le causé, mi mirada resuelta y mi espada desnuda debían forzosamente atemorizarle. Aquella era la vez primera que nos encontrábamos frente a frente. Era un hombre bastante más alto que yo; pero sus ojos vacilaban y sus labios temblaban ante mí. Estaba aterrado. —¿Es usted Rafael Ijurra?— volví a preguntarle, viendo que no contestaba a mi primera pregunta. —Sí, señor— repuso con cierta vacilación, — ¿qué desea usted? —Tiene usted ahí— le dije señalando los papeles que conservaba aún en la mano —ciertos documentos que en cierto modo me pertenecen. Hágame el favor de entregármelos. 29
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—¿Es usted el capitán Warfield ?— inquirió después de una ligera pausa, haciendo como que examinaba el sobre de la carta del comisario. —Sí, soy el capitán Warfield; ya debería usted conocerme. —Efectivamente, tengo una carta dirigida a usted. La he encontrado en el camino, y con mucho gusto se la devuelvo. Y seguidamente me entregó la carta del comisario, quedándose con los otros documentos. —Me parece que había otra carta dentro de ésta; sí, la tiene usted en la mano, y supongo que tendrá usted igual gusto en entregármela. —¡Ah! ¿Una esquela firmada por don Ramón de Vargas? ¿Estaba dentro del mismo sobre? —Sí, señor, y, por lo tanto, forma parte integrante de la carta. —Sin duda alguna. Tómela usted, caballero. —Todavía retiene usted otro documento, un salvoconducto americano otorgado a cierta señorita. No es suyo, señor Ijurra. Le ruego que me lo entregue, porque desearía enviárselo a su legítima dueña. El mejicano miró a derecha e izquierda con inequívocas muestras de querer escaparse; pero, como vio que mi mano estaba dispuesta a herirle, respon30
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dió después de un momento de silencio y con forzada sonrisa: —Es un documento sin ningún valor para mí, disponga usted de él, capitán. Y me entregó el salvoconducto. Doblé los preciosos documentos, me los guardé en el bolsillo, y, adoptando una actitud agresiva, grité a mi adversario que se pusiera en guardia. Con gran sorpresa mía, Ijurra vaciló en aceptar el combate, a pesar de dominarme en estatura y llevar al cinto una buena espada. —¡Ha de batirse usted conmigo!— le dije imperiosamente. —Uno de nosotros dos ha de quedar muerto en este sitio. Si no se defiende usted, lo atravesaré con mi espada. ¡Cobarde! ¿Preferirá usted que lo mate indefenso? Este insulto no fue suficiente para darle el valor que le faltaba. Sus labios temblaban y sus azorados ojos buscaban una salida para emprender la fuga. Estoy seguro de que, si hubiera tenido la más leve esperanza de escapar, habría echado a correr con toda la ligereza de sus piernas. Con extraordinaria sorpresa, lo vi de pronto revestirse de valor, y empuñando la espada con energía, la desenvainó ruidosamente. Parecía haber do31
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minado repentinamente su repugnancia a batirse. ¿Era un arranque de desesperación? En sus ojos brillaban el furor y la sed de venganza, rechinaba los dientes y lanzaba horribles juramentos. Nuestros aceros se cruzaron despidiendo chispas al chocar uno con otro y empezó el duelo. Por fortuna para mí, vime obligado a dar un paso de lado para esquivar una estocada de mi adversario, desviándome tan a tiempo que aquello me salvó la vida. Al hacer frente a mi antagonista en aquella nueva posición, vi correr hacia nosotros dos hombres sable en mano. Eran dos guerrilleros, que sólo distaban de nosotros diez pasos y a quienes Ijurra debió haber visto antes que yo. Entonces comprendí la causa de su súbita mudanza: aquellos hombres le habían infundido valor suficiente para empezar a batirse, confiando en que sus amigos podían llegar junto a nosotros y atacarme por la espalda oportunamente. —¡Hola!— gritó al advertir que yo los había divisado. —¡Zorro! ¡José! Corred. ¡Mueran los yankees! ¡Matad a este bribón! Jamás me he visto en situación tan apurada. Tres espadas contra una constituían un combate desigual, y sin duda alguna, el hombretón de cabellos rojos y 32
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su compañero, casi tan corpulento como él, debían ser adversarios más temibles que el cobarde con quien estaba batiéndome. Tuve conciencia del peligro que corría, y me habría batido en retirada si esto hubiera sido posible; pero mi caballo estaba lejos, y los recién llegados venían precisamente por el camino por donde tenía yo que pasar para ir a buscarle. Tampoco podía escapar a pie, pues me constaba que aquellos hombres corrían tanto como los indios, según había visto varias veces; además, estaban ya demasiado cerca, y si volvía la espalda al enemigo, no hubiera tardado en alcanzarme, derribarme y hacerme pedazos. Por otra parte, tampoco tuve tiempo para reflexionar, pues no me fue posible hacer otra cosa que retroceder dos pasos y quedarme frente a los tres, cruzando mi espada con las suyas y teniendo que parar sus repetidos golpes. No sé a punto fijo lo que ocurrió en aquella lucha desigual, mezcla confusa de estocadas, en la que causé y recibí algunas heridas. La sangre me inundaba el rostro, y, a cada segundo que transcurría, mayor era mi debilidad y menos mi vigor. El Zorro se irguió ante mí con el brazo levantado, su acero había penetrado ya en mi carne, y, al ver 33
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que se disponía a descargarlo nuevamente, comprendí la inminencia del peligro, me consideré perdido y lancé un grito de desesperación. ¿Fue este grito el que hizo que mi adversario soltara la espada y que cayese inerte a lo largo del cuerpo el desmesurado brazo levantado para herirme? ¿Fue mi grito causa de la consternación que se reflejó de pronto en los lívidos rostros de mis enemigos? Así lo habría creído seguramente, si enseguida no hubiera oído a mis espaldas un estampido seco, y no hubiera visto que una bala acababa de romper un brazo al Zorro. Parecióme despertar de una horrible pesadilla: un momento antes luchaba desesperadamente con tres hombres desalmados, y de pronto volvían las espaldas y echaban a correr fiando su vida a la ligereza de sus piernas. No pude seguirlos con la vista mucho tiempo porque a veinte pasos de distancia se internaron en la espesura del bosque, donde desaparecieron, dejándome en paz. Luego, volví la cabeza en dirección contraria, y vi a un hombre que corría con un fusil en la mano. Indudablemente era el que había disparado; llevaba un traje mejicano, y supuse que sería un guerrillero. Probablemente me había apuntado a mí y herido a 34
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su camarada. En tal persuasión, me dispuse a hacer frente, a este nuevo antagonista, y empuñó mi espada, enjugándome de paso la sangre que me corría por el rostro. Hasta que no se hubo acercado, no conocí los dos largos brazos de mono y las torcidas piernas de Elijah Quackenboss. El voluntario, después de haber disparado, echó a correr para ponerse a mi lado en aquella lucha, aunque no tenía más arma que su fusil que no se había entretenido en cargar de nuevo; pero en sus manos era un arma formidable, porque Quackenboss estaba dotado de una gran fuerza, y hubiera sido capaz de acometer a mis agresores, si no hubiesen apelado a la fuga. Sin duda creyeron que eran más de uno los que acudían en mi defensa. Debía, pues, mi vida a la afición de Quackenboss a la botánica. Estaba herborizando en el bosque cuando percibió el rumor de los aceros, y acudió precisamente en el momento en que el Zorro iba a asestarme el golpe mortal. —¡Gracias, Quackenboss, gracias! Has llegado muy oportunamente para salvarme. —He errado el tiro, capitán; debí romperle el cráneo a ese tunante. Ha tenido suerte. 35
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—No, no, ya es bastante, pues me parece que le has roto un brazo. —Repito que ha sido un tiro perdido. ¿Está usted herido, capitán? —Sí; pero no creo que sea cosa grave. Estoy un poco débil, a causa de la sangre que pierdo. Mi caballo... allá abajo lo encontrarás... entre los árboles... allí. Anda, tráeme el caballo... el caballo... Perdí el conocimiento. Cuando volví en mí, tenía el caballo a mi lado: el botánico me curaba las heridas vendándolas con tiras sacadas de su camisa; estaba descalzo de un pie, y junto a él tenía la bota llena de agua, con la que me lavaba el rostro ensangrentado después de haberme rociado las sienes y el pecho. Como me sintiera más aliviado, y con fuerzas necesarias para montar, me puse en la silla lo mejor que pude y me encaminé a la ranchería, precedido de mi compañero que se cuidaba de guiar mi cabalgadura. Debíamos pasar por delante de la hacienda; pero, como ya era de noche, la obscuridad impediría que nos viesen. Así la deseaba yo temiendo que el miserable estado en que iba produjera alarmas inútiles. Por fortuna no encontramos a nadie en las inmedia36
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ciones de la posesión ni en el camino, y poco tiempo después llegaba a la ranchería.
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V LA PROSCRIPCIÓN Los sucesos de aquel día me preocupaban y me infundían recelos respecto al porvenir. No dudaba de la constante fidelidad de Isolina, y me avergonzaba, haber dudado de ella un solo instante. Su lealtad no me inspiraba el menor recelo e hice mentalmente voto de no volver a sospechar de ella. Lo que a la sazón me preocupaba hondamente era su seguridad personal. La reaparición de Ijurra y de su banda en los momentos en que estábamos a punto de ser trasladados, tenía algo de alarmante. Aquella gente debía conocer el plan de campaña del ejército americano pues los rumores de que me había hablado Wheatley no carecían de fundamento. El nuevo general en jefe, Scott, había llegado al teatro de la guerra, y las tres cuartas partes del ejér38
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cito de ocupación debían formar el cuerpo expedicionario encargado de atacar a Veracruz. Como este insaciable general sacaba del país las mejores tropas, nos consolaba la seguridad de que los voluntarios formarían parte de aquel cuerpo escogido, aunque muchos de nosotros hubiéramos preferido continuar al lado del bravo veterano que tantas veces nos había conducido a la victoria. Esto al menos nos ocurría a Wheatley y a mí, y casi podría incluir también a Holingsworth, aun cuando los motivos que retenían a éste a orillas del Río Grande diferían de los nuestros. Su amada no era una mujer, sino la venganza que perseguía con una constancia y fidelidad inalterables. La movilización del ejército americano había comenzado, pues algunos regimientos se dirigían ya hacia Brazos de Santiago y Tampico, donde debían embarcarse para el sur, y todas las tropas destinadas a este punto habían recibido las órdenes consiguientes. Sin embargo, no podía dejarse completamente desguarnecidas las provincias de Río Grande; pero el cuerpo que en ellas quedaba debía reconcentrar sus líneas y evacuar no sólo nuestra avanzada, sino también la ciudad inmediata que durante algún tiempo había servido de cuartel general a la división. 39
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Ningún destacamento quedaría a menos de cincuenta millas de la ranchería, y quizás no volviese a visitar este pueblo aislado ninguna fuerza americana. Era, pues, indudable que el enemigo estaba enterado de nuestros movimientos, y en cuanto se refería particularmente a nosotros, toda la población de las inmediaciones sabía perfectamente que debíamos partir a la mañana siguiente. Ya habíamos advertido que los habitantes de la localidad, que no eran ayankieados, mostrábanse más bruscos e inhospitalarios cuanto más próxima estaba la hora de nuestra partida, conducta que provocó algunos conflictos e hizo derramar la sangre. Se echaban por debajo de las puertas de los vecinos que no nos habían sido hostiles groseros anónimos con amenazas de proscripción; el alcalde mismo recibió algunos, procedentes quizás de envidiosos que habían visto con malos ojos la intimidad de Wheatley y Conchita, y más adelante supe que en propia mano fueron entregadas análogas misivas a ciertas personas de mi particular estimación. Algo sobresaltado por esta disposición de los ánimos, y sabiendo por el rumor público que en cada pueblo y aldea por donde pasaba el ejército ame40
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ricano ser formaba una lista negra, buscaba un medio de defender a Isolina durante mi ausencia, pero me devanaba los sesos inútilmente. Con la remota esperanza de que Ijurra cayera en mi poder, había destacado en su persecución a Holingsworth al frente de algunos soldados, y esperaba impacientemente su regreso, absorto en mis reflexiones, cuándo se me presentó Wheatley. —¿Qué ocurre, teniente?— le pregunté. —Este muchacho desea hablar con usted— me contestó con una significativa sonrisa, haciendo entrar a Cipriano en la habitación. El chicuelo me entregó un billete que abrí apresuradamente. No contenía más que una ramita verde de enebro, y está sola palabra escrita con lápiz: Tuya. Comprendí bien lo que aquello significaba. Al enebro dásele también el nombre de tuya en aquel país, y esta palabra con relación a una persona es muy expresiva. —¿No hay nada más?— pregunté al mensajero. —Nada, señor capitán— respondió el muchacho. —Saber únicamente si le ha ocurrido alguna novedad. Hice de la ramita dos pedazos iguales, coloqué uno sobre mi corazón, y besando el otro con entu41
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siasmo, lo metí en un pliego de papel después de escribir en él: “¡Tuyo, tuyo hasta la muerte!” Cipriano partió llevando consigo aquella lacónica despedida. Holingsworth y su escolta regresaron a media noche sin haber adquirido noticia alguna de la guerrilla.
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VI EN MARCHA Cuando, a la mañana siguiente, empezaba la aurora a disputar a la luna su supremacía en el espacio, resonó el clarín y los voluntarios se apresuraron a abandonar el lecho. La diosa de la mañana venció en breve al astro nocturno, y a su suave y argentada claridad comenzaron a ponerse en movimiento hombres y caballos. Poco después volvió a oírse el clarín tocando botasillas y los voluntarios formáronse en la plaza disponiéndose para partir. Nuestro único furgón con su toldo blanco y su numeroso tiro de mulas encontrábase en el centro de la plaza. Constituía todo el convoy del cuerpo, y servía de ambulancia para los enfermos. 43
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El corneta, a caballo ya, esperaba que le mandase dar el toque de marcha. Había yo subido a mi observatorio favorito, a la azotea, temiendo que fuera aquélla la última vez que podía hacerlo, y dirigía mis miradas a la plaza, a pesar, del escaso interés que me inspiraba cuanto en ella ocurría. Los caballos piafaban, los jinetes ataban con las correas sus mantas enrolladas, sus pistoleras y sus maletines; unos habían ya montado, otros continuaban a pie junto a sus monturas, y algunos, agrupados aún a la puerta de la pulpería, bebían el último trago de aguardiente con sus conocidos. Era evidente que no dejábamos sólo amigos allí. Veíanse también caras hostiles asomadas a las puertas o a las ventanas. De vez en cuando pasaba un aldeano contoneándose embozado en su manta, y se apostaba en alguna callejuela adyacente, desde donde nos miraba a hurtadillas. La mayor parte de los hombres estaban ausentes, o, mejor dicho, habían ido a engrosar la guerrilla, cosa que sabíamos positivamente; pero los pocos que quedaban ensombrecían aquel animado cuadro. En el rostro de las muchachas reflejábase cierta expresión que no era ciertamente de disgusto, sino de miedo. Tal vez el estado de mi ánimo exageraba 44
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la impresión que me producía dicho cuadro, pues en aquel momento sostenía una lucha violenta en el fondo de mi alma, y me abrumaba el peso de la irresolución. Había pasado toda la noche pensando en el peligro que amenazaba a Isolina y forjando planes para desviar semejante peligro; pero sin combinar ninguno que me satisficiera. Verdad era que el peligro sólo era hipotético e indefinido, pero precisamente por esta causa era más difícil de precaver. Si hubiese tenido una forma tangible, me habría sido más fácil encontrar el medio de evitarlo; pero era una sombra, y contra una sombra no sé luchar. Sin embargo, me asustaba; me inspiraba tristes presentimientos contra los cuales era impotente mi voluntad. Creía sinceramente que a “los sucesos que están a punto de ocurrir proyectan su sombra ante ellos”, y, a pesar mío, me era imposible olvidar estas fatales y proféticas palabras. Además del recelo que me inspiraban las amenazas de Ijurra, el estado de perturbación en que el país se encontraba me tenía sobresaltado. Hacía ya muchos años que la discordia arruinaba a aquella provincia fronteriza, víctima de las revoluciones o 45
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de las invasiones de los indios, y la guerra no era una novedad para sus habitantes. En medio de tan incesantes luchas había crecido aquella linda flor y llegado a su perfecto desarrollo, teniendo la suerte de no ser ajada por nadie. Isolina de Vargas era una mujer bastante animosa; pero, ¿qué podía hacer contra los sucesos extraordinarios, y en alto grado peligrosos, que se avecinaban? Además de la revelación que el mismo Ijurra le había hecho respecto a sus designios con sus confesiones y amenazas, tenía yo otros datos acerca de él. Holingsworth me había dado a conocer la perversidad de aquel hombre de cuyos bajos y brutales instintos debía esperarlo todo. Quedábame el recurso de licenciarme y no abandonar el país; pero esta determinación hubiera sido ineficaz, porque, incapaz entonces de protegerme a mí mismo, lo hubiera sido mucho más para defender a los otros, y cuando se marchara mi escuadrón, no tendría segura la vida ni siguiera una hora. Al fin, se me ocurrió una idea practicable: celebrar otra entrevista con Isolina y hasta con su padre, para inducirles a marcharse enseguida. Podían ir a San Antonio de Béjar, y, lejos ya de una tierra hostil, vivir en paz y seguros hasta que la contienda termi46
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nara. Me vituperaba a mí mismo por no habérseme ocurrido antes una idea tan feliz; sin embargo, quizás se tropezaría con una dificultad: la resistencia de don Ramón. Estaba enterado de mis relaciones con su hija, y no había opuesto a ellas ningún obstáculo; ¿pero cómo convencerle de la necesidad de expatriarse con tanta precipitación? ¿De qué medios me valdría para persuadirle del peligro que corría y especialmente del origen de este peligro? La altivez y resolución de Isolina podían suscitar asimismo otra dificultad: podría negarse a salir de aquel modo de la morada paterna, expulsada, por decirlo así, por un hombre tan cobarde como su primo. Como a ella no le inspiraba Ijurra temor alguno, no participaría probablemente de mi angustiosa zozobra, y tal vez diese a mi consejo una torcida interpretación. Además, tampoco podía ya visitarla, pues con arreglo a las órdenes recibidas debíamos partir a la salida del sol, y ya empezaba a despuntar el día. Esto no era, sin embargo, un gran inconveniente, porque no me sería difícil volverme a incorporar a mi escuadrón; pero, en cambio, era cosa bastante delicada, únicamente disculpable teniendo la certeza de la inminencia del peligro, el despertar a tan desu47
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sada hora a la familia de un caballero, aunque fuera para darle un aviso de semejante naturaleza; y si mi consejo era inútil, mi visita podía apresurar el peligro que recelaba. En tal irresolución me encontraba, mientras la tropa estaba ya formándose para marchar. El ingenioso Holingsworth puso término a mi perplejidad aconsejándome que enviara el aviso por escrito; de ese modo podía ser tan explícito como quisiera y exponer a mis protegidos todos los argumentos que juzgara necesarios, quizá más eficaces que si los hiciese de viva voz. Redacté la carta apresuradamente, pero con toda la vehemencia que me inspiraban mis temores. Entre los ayankieados encontramos un mensajero seguro, que prometió llevar a su destino la carta tan pronto como la familia hubiera dejado el lecho. Ya algo más tranquilo, di la orden de partir. El clarín lanzó a los aires sus agudas notas, salté a caballo, y e1 toque bélico, unido a los escarceos de Moro, devolvieron por completo la calma a mi espíritu.
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VII NOTICIAS DEL EJÉRCITO La tranquilidad de mi espíritu no fue muy duradera, pues al poco rato me invadió de nuevo la melancolía, que en modo alguno lograba vencer. Iba a exponer mi vida en la guerra, podía perecer en una epidemia de las que suelen declararse en los campamentos, debía correr toda clase de peligros; y era natural que el porvenir se me presentara lóbrego e incierto. Pero no era esta perspectiva lo que llenaba mi pecho de terrible ansiedad. Tenía la presunción, casi la certeza de sobrevivir a todos los peligros; pero esta convicción no podía servirme de lenitivo, porque me era imposible rechazar el temor de no ver más a Isolina. En dos o tres ocasiones fue tan aguda esta terrible sensación, que estuve a punto de retroceder; pe49
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ro dominé este funesto pensamiento, y seguí mi camino. Además, me habría expuesto a otro peligro volviendo a la ranchería. Cuando habíamos salido de la plaza, oímos que algunos se habían burlado de nosotros y luego empezaron a gritar: “¡Mueran los tejanos!” Difícilmente pude contener a mis soldados, que querían castigar el ultraje. En el camino, la guerrilla dio señales de vida, haciéndonos fuego desde lo alto de una colina; pero el destacamento que envié en su persecución, sólo vio dos jinetes que huían a galope. Aquella debía ser la banda de Ijurra; pero supusimos que Canales no andaba muy lejos, y como un encuentro con sus fuerzas, algo considerables y bien organizadas, hubiera ocasionado algunas bajas en nuestras filas, decidimos avanzar con prudencia y precaución. La perspectiva de llegar a las manos con aquel jefe entusiasmaba a mis voluntarios. Apoderarse de Canales, del “Zorro del chaparral”, como le llamaban los tejanos, se hubiera considerado como una proeza extraordinaria, tan sólo inferior en importancia a la victoria en una batalla campal o a la captura del mismo Santana. 50
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La idea de medir mis fuerzas con las del famoso Canales me seducía, y la excitación que me causaba la esperanza de tropezar con él llegó a ahuyentar mis tristes presentimientos; pero llegamos a la ciudad sin encontrarlo. Canales no se batía únicamente por la gloria, y mis voluntarios eran enemigos con quienes evitaba combatir. Dedicábase con preferencia a interceptar convoyes bien provistos, y nuestro único carro, lleno de sartenes, marmitas de campaña, soldados enfermos y mantas inservibles, pero animadas por una nube de insectos, era presa que el guerrillero no debía apreciar mucho. Cuando llegamos a la ciudad, vimos con sorpresa, que la división no había partido aún. Debía iniciar la marcha aquella misma mañana; pero había recibido del cuartel general una orden aplazándola hasta nuevo aviso. La noticia no podía ser más agradable para mí; apenas la supe, empecé a forjar risueños proyectos, suponiendo que nos harían volver a la ranchería. No ocurrió así, pues se nos ordenó incorporarnos a la división. Como los diferentes regimientos de línea estaban alojados en las casas disponibles de la localidad, trataron a los voluntarios como tropas irregulares, y 51
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nos vimos obligados a acampar sobre la hierba, en un sitio a propósito, a media milla de distancia y a orillas de un riachuelo. Plantamos nuestras tiendas y cuidamos del aseo de nuestras personas. Poco tiempo estuve acampado en este sitio, pues, apenas quedaron levantadas las tiendas, me dirigí a la ciudad a pie, para adquirir datos más exactos sobre los movimientos futuros del ejército, y buscar alguna distracción. En los batallones que componían la división había algunos antiguos compañeros míos, con quienes me halagaba reanudar la amistad. Al fin, supe que no nos pondríamos en marcha, hasta una semana después, y, en su consecuencia, fui a la fonda, punto de reunión de los oficiales de buen humor del ejército. Allí encontré a los amigos que buscaba, así como también una corta tregua a los pensamientos que agitaban mi espíritu. No tardaron en ponerme al corriente de todo cuanto se decía en el campamento, y de cuáles eran los hombres más célebres del día. Al ver muchos de ellos citados con frases laudatorias por los periódicos, no pudimos menos de reírnos. Reuní además numerosos datos acerca de las relaciones que existían entre nuestras tropas y el vecindario de la ciudad, muchos de los 52
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cuales habían concluido por hacerse amigos nuestros al verse bien tratados por nosotros. Entre todas las guerras mencionadas en la historia, ninguna puede mencionarse en la que hubiera tanta dulzura y moderación como en la “segunda conquista de Méjico”. Durante mi ausencia habíase hecho otra especie de anexión. Uno de nuestros oficiales había contraído matrimonio con una señorita de la población, verificándose la boda con pompa y esplendor extraordinarios y otro estaba a punto de casarse, siendo de creer que estos ejemplos tuvieran muchos imitadores. Estas novedades me interesaban y complacían en alto grado, por lo que regresé de bastante buen humor a mi campamento.
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VIII «LA CASA DEL MEDIO» El placer que me produjo mi visita a mis antiguos compañeros no tardó en desvanecerse y como no tenía nada que hacer sino vagar alrededor del campamento, caí nuevamente en mi anterior perplejidad, siendo inútiles cuantos esfuerzos hacía por substraerme a ella. Tendido en mi catre de campaña, pasaba horas enteras reflexionando, pero en tal manera, que llegué a creerme dotado de un espíritu profético, lo cual contribuyó a aumentar mis temores. Sin embargo, había concebido un proyecto, y la esperanza de ponerlo en ejecución sirvió de lenitivo al pesar y a la tristeza que me embargaban. Este proyecto consistía en volver a galope, con algunos de mis mejores soldados, por el mismo camino que acabábamos de recorrer; situar a mi gente 54
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alrededor de la hacienda, y penetrar yo en ella para apoyar de viva voz los consejos que había dado por escrito. Si advertía que los habían atendido ya, me tranquilizaría y me marcharía contento; pero abrigaba la convicción de que don Ramón no había hecho caso de ellos. De todos modos, estaba decidido a saber la verdad respecto a este punto, y a satisfacer mis deseos de celebrar otra entrevista con mi amada. Ya había dado aviso a mi gente y fijado la hora de la marcha. Cuando las sombras de la noche nos permitiesen partir sin que lo advirtiesen en el campamento, nos pondríamos en camino. Tenía dos razones para proceder en esta forma: primera, que no quería que en el cuartel general se tuviera noticia de esta expedición hecha por mi cuenta y riesgo, a pesar de que respecto a este punto teníamos una ventaja sobre las tropas regulares, pues, pertenecíamos a la división, estábamos casi siempre destacados por asuntos del servicio, y nos pasaban lista en muy raras ocasiones, por lo que disfrutábamos de una especie de independencia bastante agradable. Esto no obstante, deseaba que ésta expedición pasara inadvertida. 55
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La segunda razón que me asistía para salir de noche obedecía solamente a motivos de prudencia. No me atrevía a llevarme toda la compañía sin autorización del cuartel general, pues seguramente se habría advertido la ausencia de todo el cuerpo de voluntarios, aun cuando ésta sólo fuese de algunas horas. Con los pocos soldados que pensaba llevar, también debía ser cauto, pues si nos veía alguien, por el camino, se difundiría la noticia de nuestra marcha y podría seguírsenos algún perjuicio. Había, pues, decidido marchar al cerrar la noche, para no alarmar a los habitantes de la hacienda con una visita intempestiva, pues hora y media de un trote sostenido nos bastaría para llegar a la puerta de la casa. Apenas desapareció el crepúsculo montamos a caballo y en silencio nos metimos en el chaparral inmediato al campamento, saliendo, después de andar en fila por un estrecho sendero, al camino que, a orillas del río, conducía a la ranchería. Rube y Garey adelantáronse para explorar el terreno. Iban a pie, pues con este objeto habían dejado sus caballos en el campamento, Con una entera confianza en los dos cazadores seguíamos la marcha, ajustando nuestro paso al suyo para no dejarlos 56
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atrás, y de vez en cuando los veíamos al través de las malezas o inclinados para reconocer el camino. La luna brillaba en el espacio, enviando a la tierra un haz luminoso que nos permitía desde muy lejos ver a los exploradores. En el camino no había una sola casa; casi todo él pasaba por el chaparral en el que no se veían espacios despejados ni fincas rústicas, exceptuando un rancho solitario, situado entre la ciudad y la ranchería, conocido por mis soldados con el nombre de “Casa del Medio”. Era una mísera cabaña de yuca, rodeada de una pequeña porción de tierra donde en otro tiempo habían crecido batatas, pimientos y maíz, para el consumo de sus desconocidos cultivadores, desaparecidos hacía mucho tiempo, a causa de los repetidos asaltos de los merodeadores. A la sazón, la vivienda estaba derruida, y sus escombros aparecían esparcidos juntamente con fragmentos de cacharros, calabazas, cubiertos de madera, estampas iluminadas y retratos de santos arrancados, sin duda, de las paredes por los invasores. El aspecto desolador de aquellas ruinas habíame producido, la primera vez que lo vi, una profunda tristeza. 57
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A media milla, próximamente, de la cabaña arruinada, llegaron a nuestros oídos ciertos sonidos raros y confusos; eran, sin duda, voces humanas, de mujeres en su mayoría. Nos detuvimos, poniéndonos a escuchar con atención. La brisa nocturna hacía llegar hasta nosotros un prolongado murmullo de quejas y lamentos. —Son mujeres que lloran— dijo uno de mis hombres. Apresuramos la marcha, y apenas habían dado nuestros caballos una docena de pasos, cuando nos salió un hombre al encuentro. Era nuestro explorador Garey, cuya expresión no anunciaba nada bueno. Al llegar junto a mí, puso la mano en el pomo de la silla y dirigióme la palabra en voz baja y contristado acento: —Malas noticias, capitán. —¿Qué ocurre, Garey? —Esos canallas han hecho una de las suyas en la ranchería, portándose peor que los mismos indios. Las mujeres están desesperadas; Rube procura calmar a esas infelices. 58
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Sin contestar, lancé seguidamente mi caballo a escape hacia el rancho, al que no tardé en llegar dos minutos, y donde presencié un espectáculo que me heló la sangre en las venas.
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IX BARBARIE Delante de la cabaña había un grupo formado por seis o siete mujeres, jóvenes en su mayoría, y dos o tres hombres, y, en medio de todos, Rube, que se esforzaba, hablándoles en un español chapurrado, por consolarles y tranquilizarles respecto a su suerte. ¡Pobres víctimas! Las mujeres, algunas de las cuales no tenían más prenda que la camisa, estaban casi desnudas; sus largas cabelleras negras caían en desorden sobre sus hombros. A juzgar por su aspecto, debían haber sido bárbaramente aporreadas, majadas y arrastradas por el polvo, pues casi todas tenían manchas de sangre, y en sus mejillas se veían heridas a medio cerrar. Las mismas manchas sangrientas tenían en sus pechos y manos, advirtiéndose, además, en las 60
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frentes de aquellas desdichadas una hinchazón de color amoratado que, a la luz de la luna, parecía una quemadura. Me aproximé a una de ellas para examinar aquella especie de cicatriz, y vi horrorizado que ¡era una marca hecha con un hierro candente! En medio de este círculo inflamado distinguí, por su color más obscuro, los trazos de las dos letras E. U., iniciales de los Estados Unidos, que eran las mismas que llevaba yo en los botones de mi uniforme. Otra mujer levantó sus manos, y, recogiéndose las gruesas trenzas de sus cabellos, exclamó: —¡Mire, señor, mire! Se me erizaron los cabellos al ver sus heridas de las que manaba un verdadero chorro de sangre. Aquella infeliz había sido mutilada: ¡le habían cortado las orejas ! No necesité que las demás se separaran los cabellos para convencerme de que a todas las habían tratado con la misma crueldad, pues me lo revelaba la sangre que en abundancia, corría por sus mejillas. Los hombres también habían sido víctimas de bárbaras mutilaciones. ¡Dos de ellos extendieron hacia mí sus brazos, pero no sus manos, porque no las tenían!... ¡Se las habían cortado por las muñecas! 61
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Tanto los hombres como las mujeres se precipitaban en mi derredor abrazándome las rodillas y dirigiéndome súplicas. Su delito consistía en haber mantenido relaciones amistosas con el cuerpo franco, como lo demostraba el hecho de que mis soldados los llamaran por sus nombres. Una de las jóvenes mejor vestida que las demás, me había llamado la atención desde el momento de mi llegada; pero no me atrevía a acercarme a ella, que se mantenía algo retirada. —No— me decía a mi mismo; —no puede ser... no era bastante crecida.... Además, los miserables no se habrían atrevido... Al fin, decidíme a preguntarle: —¿Cómo se llama usted, joven? —Soy Conchita, señor; la hija del alcalde— respondió, y de sus ojos brotaron dos raudales de lágrimas que se mezclaron con su sangre al correr por sus mejillas. ¡También experimenté yo deseos de llorar! ¡Pobre Wheatley! No venía con nosotros, de modo que, por el momento, no recibía tan terrible golpe; pero en breve sentiría sus efectos. La sangre me hervía en las venas, y a mis soldados debía ocurrirles lo mismo, pues prorrumpían en 62
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tremendos votos y lanzaban espumarajos de rabia. Muchos sacaron sus pistolas y cuchillos pidiéndome que los llevara a buscar a los guerrilleros, y hasta los más pacíficos parecían haberse vuelto locos, en términos que me fue muy difícil contenerlos hasta oír el relato de lo ocurrido. Lo adivinábamos ya; pero nos eran precisos algunos detalles que nos guiaran en nuestra venganza. Estos nos los dieron muchas bocas que se confirmaban unas a otras con continuas interrupciones. La relación menos incoherente que oímos la hizo un hombre, llamado Pedro, que solía vender el mezcal a los soldados. Según éste, al poco tiempo de haber salido nosotros de la ranchería, entraron los guerrilleros gritando: “¡Viva Santana! ¡Viva Méjico! ¡Mueran los yankees!” En unión de los aldeanos, que les ayudaron en tan infame tarea, allanaron todas las moradas, se bebieron el mezcal que encontraron, y se apoderaron de cuanto a mano hubieron. Excitados en breve por la bebida, aquellos miserables se pusieron a gritar: “¡Mueran los ayankieados!”, y dispersándose en varias direcciones, penetraron en las casas aullando: “¡Sáquenlos fuera! ¡Mátenlos!” Las pobres muchachas que teníamos delante y cuantos estaban en buenas relaciones con los ameri63
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canos, fueron arrancados de sus domicilios y arrastrados a la plaza, entre las vociferaciones y asquerosos juramentos de los guerrilleros, y los silbidos e improperios de un populacho feroz, que les escupían al rostro, les prodigaban los más soeces dicterios y les tiraban barro y cortezas de melón, hasta que a un malvado se le ocurrió la idea de marcarlos para que sus amigos los tejanos pudieran conocerlos siempre. Esta idea fue adoptada con entusiasmo y por unanimidad, siendo las mujeres, más furibundas aún que los hombres, las que insistieron más en ella. —¡Traed los hierros! ¡Traed los hierros!— gritaban unas. —Cortadles las orejas!— aullaban otras. El herrero y el carnicero, que competían en brutalidad, y estaban borrachos, se apresuraron a obedecer estas órdenes, según nos aseguró Pedro. El primero sirvióse de un hierro de marcar ya preparado, y el segundo de la cuchilla que usaba para descuartizar las reses. La mayor parte de los guerrilleros estaban enmascarados; y los jefes, que lo estaban todos, presenciaban el horrible espectáculo desde la azotea de casa del alcalde. Pedro conoció a uno de ellos a pesar de su disfraz, pues su elevada estatura y sus cabellos rojos le denunciaban: era el Zorro. Res64
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pecto a los otros, solamente podía hacer conjeturas; pero abrigaba la convicción de que aquella guerrilla era la de Rafael Ijurra. Pedro creía, además, que continuaba en la ranchería cuando salieron él y las demás víctimas, pues tan pronto como escaparon de las manos de aquella cobarde multitud, se refugiaron en el chaparral, dirigiéndose al campamento americano, en cuyo camino los encontraron nuestros exploradores. El narrador temía también que no fuesen ellos las únicas víctimas de aquella funesta jornada, pues temía que hubiesen asesinado al alcalde. El pobre hombre nos comunicó esta suposición en voz baja, dirigiendo al propio tiempo una dolorosa mirada a Conchita. No tuve valor para hacer más averiguaciones. Seguidamente, discutióse si enviaríamos alguien al campamento para pedir refuerzos, y si debíamos esperar allí o seguir hasta la ranchería. La primera proposición fue desechada por unanimidad, pues nos sentíamos con suficiente fuerza e impacientes por vengarnos. Esta decisión me regocijó, porque, en el estado de ánimo en que me encontraba, me habría sido imposible esperar. Las mujeres siguieron su camino hacia el campamento de los voluntarios, y Pedro vino con noso65
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tros montado a la grupa de uno de los soldados, pues nos era necesario para la identificación de los culpables. A punto ya de emprender la marcha, apareció un hombre en la dirección que debíamos seguir; pero, al vernos, se agazapó y desapareció entre las malezas. Rube y Garey lanzáronse en su persecución, volviendo a los cinco minutos con un joven mejicano, otra víctima, que había salido del lugar de su tortura algo después que los demás. —¿Está aún la guerrilla en el pueblo?— le preguntaron ansiosamente. —No; se ha marchado ya— contestó. —¿Adónde iba? —Se ha dirigido por el camino del río, a la hacienda de Vargas; ha pasado a mi lado, cuando yo estaba oculto entre los magueys, y hasta he oído sus gritos. —¿Qué decían? —Gritaban: “¡Mueran el traidor y la traidora! ¡Mueran el padre y la hija! ¡Muera la prostituta Isolina!” —¡Oh, Señor, misericordioso!
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X LOS GUERRILLEROS No quise oír más: Espoleé a mi caballo, el cual emprendió tan vertiginosa carrera, que mis soldados apenas podían seguirme. Como no se podía ya perder tiempo en explorar el terreno ni en tomar precauciones para la marcha, los dos cazadores habían montado a caballo y galopaban con los demás. Sólo nos preocupaba el afán de ganar tiempo. Aun cuando la hacienda de Vargas encontrábase situada más allá de la ranchería, seguimos por la orilla del río, y llegamos a ella, sin pasar por el pueblo, dejando para nuestro regreso el penetrar en él. Parecía que la distancia, huía detrás de nosotros con el polvo del camino. 67
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¡Ah! Si no llegáramos a tiempo. No me atrevía a calcular el que debía haber transcurrido desde que el muchacho oyó las amenazas de aquellos malhechores. El los habla visto a cinco millas del rancho arruinado e hizo este camino a pie. ¿Había andado rápidamente? A ratos, sí; pero había tenido precisión de detenerse y ocultarse entre las malezas para que no le vieran los bandidos, y, por consiguiente, había tardado una hora en encontrarnos, dos tal vez, cuando una sola bastaba para realizar el más horrible atentado. Corríamos a rienda suelta, sin desmayar y silenciosos, oyéndose solamente el ruido de las pisadas de los caballos, los sonoros choques de las vainas de acero. Nada nos detenía., ni los arroyos fangosos, ni las zanjas, ni los baches; los caballos saltaban los unos o atravesaban los otros dando fuertes resoplidos de cansancio. Cinco minutos después llegamos a la rinconada, punto donde se bifurcaba el camino en dos veredas, una de las cuales, la de la izquierda, conducía al pueblo. No vimos en ella a nadie y nos dirigimos por la de la derecha, es decir, a la hacienda. Aun nos faltaba una milla para llegar a la casa; pero los árboles 68
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nos impedían aún ver sus paredes. ¡Adelante! ¡Adelante! Pero, ¿de dónde procede esa luz? ¿Por ventura sale el sol por el Oeste? ¿Estará ardiendo el chaparral? ¿De dónde sale ese resplandor amarillento medio interceptado por los troncos de los árboles? ¡No es el pálido fulgor de la luna! ¡Gran Dios! ¡La hacienda es pasto de las llamas! Tratándose de una casa de piedra, en cuya construcción apenas ha entrado la madera, esto parece imposible. Por fortuna, estos temores no se confirmaron. Desembocamos de la selva y la hacienda ofrecióse a nuestra vista. Sus blancas paredes reflejaban una luz amarilla, la del fuego, es verdad; pero no de un incendio. La casa estaba en pie, intacta; pero delante de su puerta había una gran hoguera, cuyos resplandores llegaban hasta el bosque. La contemplamos con sorpresa, viendo en ella un enorme montón de leña sacada de la hacienda, y cuya inmensa llama hacía palidecer la luz del astro nocturno, llama que nos permitió distinguir la casa y sus alrededores tan claramente como si hubiera sido de día. En torno del fuego agitábanse varias formas: hombres, mujeres, perros y caballos ensillados, y so69
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bre las brasas enormes trozos de carne, aparte de los que aquella gente estaba devorando, después de asados, con ávida glotonería, ¿Serían salvajes los que rodeaban la hoguera? Seguramente, no, porque distinguíamos perfectamente sus caras, la piel blanca, y la barba negra de los hombres; los vestidos de algodón de las mujeres; sombreros y mantas, capas, calzones de pana, cinturones y sables. Las voces de aquellos miserables que gritaban, cantaban y bebían, llegaban con toda claridad a nuestros oídos, y hasta distinguíamos los movimientos lascivos del baile nacional, el fandango. No eran indios, no; era un vivac de guerrilleros; eran los bandidos a quienes íbamos a buscar. No escuché la voz de la prudencia que me aconsejaba cercarlos, porque la sangre hervíame en las venas, y no quise perder un minuto, temeroso de llegar tarde. Dos o tres de mis soldados quisieron aguardar un poco, y seguramente pensaban cuerdamente, como lo probó el resultado; pero los demás estaban tan impacientes como yo por acometerles. Sin detenernos un momento, nos precipitamos contra los guerrilleros, como lebreles a quienes se acaba de soltar de la traílla, lanzando terribles gritos. Fue una carrera furiosa. 70
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El enemigo conocía bien el bronco y formidable grito de guerra de los soldados de Tejas, que lanzamos para aterrarles, aunque no era necesario, porque aun sin él no se hubieran atrevido aquellos cobardes a hacernos frente, y sólo sirvió para avisarles nuestra llegada y hacer que se dispersaran en todas direcciones como una manada de corzos. Como la colina escarpada era demasiado áspera para que la subieran nuestros caballos, no habíamos llegado aún a la cumbre, cuando ya el grueso de la guerrilla desaparecía precipitadamente entre las sombras. Solamente seis guerrilleros sucumbieron bajo nuestras balas, quedando otros tantos prisioneros con sus dignas compañeras; pero el cobarde y astuto mejicano, a quien yo profesaba odio mortal, logró escaparse, como de costumbre. Era inútil correr tras nuestros fugitivos que se habían refugiado en la tenebrosa espesura de los bosques al otro lado de la colina; pero, como absorbía todos mis sentidos un propósito de muy diferente índole, tampoco pensé perseguirlos. Metí mi caballo en el patio, que a la viva luz de la hoguera presentaba un aspecto desastroso. Los ricos muebles que en él había, estaban esparcidos por la galería y por las baldosas, derribados o hechos pedazos. 71
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Llamé a Isolina y a don Ramón; repetí ambos nombres con toda la fuerza de mis pulmones; pero nadie respondió a mi angustioso llamamiento. Salté del caballo y me lancé a la galería, gritando sin cesar, sin que me respondiera más que el eco. Corrí como un loco de habitación en habitación, de la sala al zaguán, del zaguán a la azotea, de ésta a la capilla, donde los rayos de la luna daban de lleno sobre el altar; pero a nadie encontró en parte alguna. Toda la casa estaba desierta; los criados también habían desaparecido, siendo mi caballo y yo los únicos seres vivientes de aquel sitio, pues mis soldados habíanse quedado fuera con los prisioneros. De pronto cruzó por mi mente un rayo de esperanza. ¿Habrían seguido don Ramón e Isolina mis consejos, alejándose de la hacienda antes de la llegada de los malhechores? Salí presuroso de la casa para interrogar a los prisioneros, suponiendo que tanto los hombres como las mujeres deberían saberlo, y podrían informarme; pero, al echar una ojeada, vi que era ya demasiado tarde para interrogar a los hombres. Junto a una de las esquinas del edificio había un corpulento árbol, iluminado a la sazón por la hoguera; de sus ramas pendían seis cuerpos humanos con la cabeza inclinada sobre el 72
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pecho y los pies a bastante distancia del suelo: acababan de expirar. Dijéronme que entre ellos figuraban el herrero y su digno émulo el carnicero, quienes habían sido identificados por Pedro. Los otros eran aldeanos que habían tomado parte en las atrocidades de aquel día. Sus jueces los sentenciaron sobre la marcha, y con la misma presteza ejecutaron su sentencia. Ataron unos lazos a las ramas del árbol y, colgando de ellos a los seis, los lanzaron al aire casi sin darles tiempo para arrepentirse de sus crímenes. No era la venganza lo que a la sazón me obsesionaba. Volvíme a las mujeres, en cuyos extraviados ojos se conocía que estaban ebrias, manifestándose, las unas, ariscas e intratables, y, las otras, muertas de miedo, y con razón. Cuando las interrogué, limitáronse a mover la cabeza, sin contestar unas, y las demás me dijeron sin rebozo que no querían que yo supiera nada de don Ramón ni de su hija. Alejábame ya lleno de furor y de despecho, cuando fijé casualmente la vista en un bulto que parecía ocultarse en la sombra de la pared, y exhalé un grito de júbilo al conocer al pequeño Cipriano que en aquel momento salía de su escondite. —¡Cipriano!— exclamé. 73
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—Sí, señor, yo soy— me contestó corriendo hacia mí. —Dime: ¿dónde han ido?... ¡Oh!... dímelo enseguida. —Señor, esos bribones se han llevado al amo no sé a dónde. —¿Y la señorita?... ¿y la señorita?... —¡Ah! señor; es horroroso. —Concluye. ¿Dónde está? —Señor, han venido muchos hombres cubiertos con caretas negras que han entrado en la casa y se han llevado al amo; y después han sacado al patio a la señorita. ¡Ay de mí! ¡No puedo decirle lo que le hicieron en su aposento, pero la infeliz echaba sangre por el cuello. Como no estaba vestida, me ha sido fácil verlo. Algunos fueron a la caballeriza, sacaron el caballo blanco, el que habían traído de los llanos, y ataron a su lomo a doña Isolina. ¡Válgame Dios, qué cosa tan horrible! —Sigue, sigue... —Luego, señor, la obligaron a cruzar el río a caballo, llevándola a la llanura. Todos fueron a ver esta magnífica carrera, como ellos decían. ¡Oh, qué carrera! Yo no he ido, porque me pegaban y amenazaban darme muerte; pero lo he visto todo desde lo 74
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alto de la colina, donde me oculté entre las matas. ¡Oh, María Santísima! —¡Concluye! —Después, señor, ataron cohetes a la cola del caballo y les prendieron fuego; soltaron la brida, y el animal partió a escape aguijoneado por los cohetes encendidos, llevándose a doña Isolina. ¡Pobre señorita! Los he seguido con la vista hasta que la distancia me lo impidió. ¡Dios de mi alma! ¡La señorita está perdida! —¡Agua!— grité. —¡Rube! ¡Garey! Amigos míos; ¡agua! ¡agua!... Intenté llegar a la fuente del patio; pero no había dado aún tres pasos tambaleándome como un beodo cuando me abandonaron las fuerzas y caí al suelo sin sentido.
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XI SOBRE LA PISTA Mi desvanecimiento fue de poca duración, pues, aunque me encontraba muy débil a causa de la pérdida de sangre que había sufrido en el combate del día anterior, y de la sensación que me causaron aquellas horribles noticias, mucho más fuerte de lo que yo podía soportar, no tardé en recobrarme merced a algunas rociadas de agua fresca. Al volver en mí, estaba junto a la fuente, rodeado de Rube, Garey, algunos soldados y otros hombres a caballo que habían entrado en el patio. Estos últimos eran también voluntarios que acababan de llegar del campamento. Las pobres mujeres mutiladas habían logrado acercarse a nuestras tiendas y referir lo ocurrido en la ranchería, y aquellos valientes, sin aguardar orden 76
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alguna ni esperarse unos a otros, saltaron a caballo, y se pusieron precipitadamente en marcha por grupos de dos o tres individuos. De minuto en minuto se presentaban en la hacienda uno o varios jinetes, acalorados a causa de su rápida carrera, armados de sus rifles como si tuvieran que entrar en acción y lanzando gritos de cólera. Wheatley había sido uno de los primeros en llegar. ¡Pobre joven! Habíale abandonado su buen humor habitual, y desaparecido de sus labios su alegre sonrisa; sus ojos lanzaban chispas, y sus dientes apretados revelaban una terrible sed de venganza. En medio de los clamores lanzados por la bronca, voz de los hombres, distinguí otros más penetrantes que debían salir de bocas femeninas y procedían del exterior de la casa. Me levanté presuroso, y corrí al sitio de donde partían; allí, vi muchas de las miserables cautivas desnudas hasta la cintura, y a varios hombres que las azotaban con riendas y correas. Tuve necesidad de apelar a toda la autoridad que me daba mi posición de jefe para poner término a tan deplorable espectáculo. Al fin cesó, permitiéndose a todas aquellas desarrapadas que se marcharan, lo que se apresuraron a 77
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hacer desapareciendo, en breve, del círculo alumbrado por las llamas. Oyóse, de pronto, el grito de: “¡A la ranchería! ¡a la ranchería!”, y un destacamento, con Holingsworth y Wheatley al frente, tomó el camino del pueblo, yendo Pedro con ellos. No esperé que volvieran, pues había formado un plan particular cuya ejecución no admitía la menor demora. Aturdido al principio por el golpe que acababa de recibir, y confusas mis ideas a causa del desmayo, no me encontraba en estado de reflexionar; pero, pasado este momento de confusión, pude hacerlo fríamente no tardando en adoptar una resolución. La venganza fue mi primer impulso, un violento deseo de dar caza al demonio de Ijurra, de perseguirle día y noche, aunque esta persecución encarnizada me condujera al centro del país enemigo. Pero este impulso fue pasajero; era preciso contener la sed de venganza hasta que llegara la ocasión oportuna; necesitaba seguir diferente camino del seguido por la derrotada guerrilla; debía ir en persecución del caballo blanco. Seguidamente puse a Cipriano a caballo, escogí entre mi gente una docena de los mejores rastreadores, y un minuto después bajábamos por la colina, y, 78
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cruzando rápidamente el río, atravesábamos el bosque que había en la orilla opuesta desembocando al poco rato en la pradera. Guiados por Cipriano, encontramos el sitio maldito testigo del más horrible atentado. En el suelo veíanse en gran número huellas de las patas del caballo, y sobre la corta hierba fragmentos de papel ennegrecidos por la pólvora y cañas de cohetes hechas pedazos. Auxiliados por nuestros guías y por la luz de la luna, encontramos la pista anhelada entre aquella mezcla confusa de señales, y, lanzándonos sobre sus huellas, recorrimos en breve tiempo una gran extensión de la dilatada llanura. Sin detenernos, anduvimos más de una milla pues el tiempo lo era todo para mí. Confiados en la inteligencia de Cipriano, apenas examinamos la pista, limitándonos a correr en línea recta hasta el sitio donde el rapaz había perdido de vista al fogoso corcel. Los detalles comunicados por el chiquillo resultaron ciertos; habíale servido de punto de mira una loma poblada de árboles, por cuya falda había pasado el caballo blanco; pero allí lo perdió de vista, y en aquel punto despedimos al joven. 79
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Detrás de la loma encontramos de nuevo las huellas, que conocimos fácilmente Garey, Rube y yo. Ofrecían una particularidad que no nos dejaba la menor duda: tres de ellas se destacaban claramente en el suelo formando círculos casi redondos; pero en el contorno de la cuarta, es decir, el del pie izquierdo anterior, advertíase una pequeña interrupción o cortadura, como si se hubiera desprendido un fragmento del casco del animal, accidente que le ocurrió al saltar el pedregoso lecho de la barranca. Desde aquel punto avanzamos con grandes precauciones. El terreno de la pradera estaba algo blando a consecuencia de las recientes lluvias lo que nos permitía ver las huellas sin necesidad de apearnos. A trechos encontrábamos espacios donde la superficie del suelo estaba más seca y las huellas del caballo eran menos profundas; pero entonces uno de nosotros saltaba a tierra y guiaba a pie a los demás. Generalmente eran Rube o Garey los que se encargaban de esto, y ambos andaban tan de prisa, que rara vez tenía que refrenar el paso la cabalgadura. Con el cuerpo casi doblado y con la vista baja, los dos cazadores seguían su camino como perros de caza que olfatean una pieza; pero, al contrario de los sabuesos, nuestros rastreadores no hacían ruido 80
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alguno y ni pronunciaban una palabra. También yo iba silencioso; mi desesperación era demasiado grande para desahogarme con palabras. Unicamente había hablado a Cipriano del asunto que me desgarraba el corazón, en el momento de ponernos en marcha, que fue cuando me comunicó algunos nuevos detalles. Temía que el feroz carnicero hubiese dado un golpe fatal a Isolina. ¡Oh, Dios mío! Cipriano había visto sangre, sangre que manaba de su cuello, manchando sus ligeras ropas, pero Cipriano no se hallaba presente cuando fue herida y desconocía la importancia de la lesión. ¿Habría practicado también en ella su cruel oficio el herrero? Cipriano lo había visto, pero no con el hierro de marcar; sólo supo que en la plaza había marcado a muchas personas, entre otras la hija del alcalde, ¡pobre Conchita1, pero no vio que hicieran lo mismo a Isolina. Sin embargo, los bandidos no habrían dejado de hacer a ella lo mismo que a las demás, pues tuvieron tiempo sobrado, mientras el muchacho estuvo escondido, o antes de sacar de su habitación a la joven mejicana. A pesar de las tristes ideas que inundaban de amargura mi corazón, no pude menos de pensar en la leyenda del país de los cosacos. A pesar de la gran 81
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distancia que separa la Ukrania de las orillas del Río Grande, ¿habrían oído hablar de Mazeppa aquellos monstruos que acababan de renovar tan terrible escena junto a las márgenes del río americano? Era posible que su jefe conociera esta historia, pero lo que no podía dudarse era que a él se debía tan diabólica idea; al menos, podría reclamar como suya la manera de ejecutarla. Cipriano la había presenciado y la describió con todos los detalles. La desdichada había sido colocada boca abajo sobre el lomo del brioso corcel, con la cabeza apoyada en el nacimiento del cuello del animal; sus brazos rodeaban el cuello del caballo, por debajo del cual le habían atado las muñecas; su cuerpo estaba amarrado por una fuerte correa, unida a la cincha, todo ello fuertemente sujeto con hebillas, y, por fin, como si no fuera bastante, habíanle atado sólidamente las piernas con una correa, sujetándolas a la grupa, de la que sobresalían sus pies diminutos. Al oír estos espantosos detalles, me estremecí de horror. La ligadura era perfecta, ingeniosamente cruel; no había esperanza de que pudiera desasirse, porque aquellas sólidas correas no llegarían a desatarse ni a romperse. El caballo y su jinete no conseguirían ja82
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más verse libres de aquella forzada opresión, hasta que el hambre, la sed, o la muerte los... Pero ni aun esto, la muerte no podría separarlos. Confié a mis compañeros el cuidado de no perder la pista, y a mi caballo que corriera tras ellos; y los seguí con la cabeza baja y maquinalmente. ¡El corazón estaba a punto de hacérseme pedazos dentro del pecho!
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XII EL CANADIENSE Uno de mis compañeros se me acercó, con el propósito, que le agradecí, de animarme. Era el más alto de los dos cazadores. —No se aflija usted, capitán— me dijo con acento consolador, —no tema usted; Rube y yo encontraremos el caballo blanco antes que la señorita Isolina sufra más grave daño. No creo que el animal corra mucho tiempo llevando encima una persona; le espantó el estrépito de los cohetes, pero cuando éstos hayan acabado de arder, se detendrá, y entonces... —¿Entonces qué?— pregunté maquinalmente. —Entonces lo alcanzaremos y en dos o tres saltos lo atraparé. 84
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Esto me dio alguna esperanza; pero no fue más que un fulgor pasajero, que se disipó enseguida. —Si la luna nos hiciera el favor de seguir alumbrando...— añadió Garey como si temiera que se ocultase. —¡Malhaya la luna!—exclamó una voz detrás de nosotros. —Parece que se complace en dejarnos plantados. Era Rube quien formulaba tan funesto pronóstico con tono de enojo, pero bastante seguro. Miramos al espacio. El astro nocturno, redondo y blanco, seguía su carrera por un cielo despejado, y casi perpendicularmente sobre nuestras cabezas: estaba en su plenilunio, y no debía ocultarse hasta el amanecer. ¿Por qué temía, pues, que dejara de alumbrar, el viejo Rube? Esta fue la pregunta que le dirigimos. —Miren, miren allá abajo— respondió el profeta. —¿No ven esa línea negra que va rasando casi la llanura? Veíase, en efecto, hacia el este una línea obscura en el horizonte. —Pues bien— prosiguió Rube;— eso no es un bosque, ni un tronco de árbol, ni una eminencia, y, por lo tanto, no puede ser otra cosa que una nube. 85
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Esperen diez minutos y verán cómo esa condenada línea va extendiéndose hasta eclipsar la luna, dejando ese cielo tan despejado más obscuro que la piel de un negro de África. —Temo que no se equivoque, capitán— me dijo Garey con algún desaliento. —Ya lo sospechaba, porque el cielo parecíame demasiado favorable para nuestro proyecto. Cuando las cosas tienen mejor aspecto que de ordinario, siempre es de temer un cambio. No necesitaba preguntar qué resultaría en el caso de que la predicción de Rube se confirmara, porque las consecuencias eran demasiado evidentes. Una vez velada la luna por las nubes, tendríamos necesidad de detenernos, por ser imposible seguir la pista de un caballo en la obscuridad. Desgraciadamente, no tuvimos que esperar mucho tiempo para ver realizadas las previsiones del viejo cazador. Amontonáronse por el cielo densos nubarrones que ocultaron completamente la luna con sus masas opacas. Al principio sólo fueron nubecillas aisladas que dejaban pasar la luz entre ellas; pero éstas no eran sino las avanzadas de un cuerpo de ejército más compacto que no tardó mucho en acercarse sin dejar una brecha, y extendióse por el firmamento 86
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cual un dilatado manto, quedando la pradera rodeada de tinieblas y como sepultada en la sombra de un eclipse. Desde aquel momento, nos fue imposible seguir la pista, pues ni siquiera se distinguía en el suelo. Entonces, obedeciendo a un impulso simultáneo, nos detuvimos todos a la vez, para acordar la línea de conducta más conveniente. La deliberación fue breve. Como todos los que componían mi pequeña escolta eran hijos de las praderas o antiguos conocedores de los bosques, prácticos en el arte de viajar por el desierto, no necesitaron mucho tiempo para adoptar un partido. Si las nubes continuaban ocultando la luna, había que desistir de la persecución hasta la mañana siguiente, o seguir la pista a la luz de las antorchas. Fácilmente se comprenderá que adoptarnos este último proyecto. Como faltaban aún muchas horas para que llegara un nuevo día, era imposible pasar tanto tiempo en la inacción. Aun cuando avanzáramos lentamente, la seguridad de avanzar algo me ayudaría a calmar la angustia que experimentaba. —¡Una antorcha! ¡Una antorcha! 87
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No llevábamos nada que pudiera alumbrarnos ni había bosque alguno en las inmediaciones. Estábamos en la desierta pradera; la universal mezquita, la algarabía glandulosa, planta muy a propósito para el objeto, no crecía allí. ¿Con qué haríamos una antorcha? La fértil imaginación de Rube no le sugirió medio alguno para hacerla. —Escuche usted, mi capitán— gritó en francés uno de mis soldados llamado Leblanc, —escuche usted— y luego añadió en un inglés chapurrado difícil de reproducir: —¿Quiere usted que corra a la aldea mejicana en busca de una linterna? Como sólo distábamos unas cinco o seis millas de la ranchería, la idea del canadiense era muy acertada. —Conozco un sitio— prosiguió el soldado, — donde hay escondidas velas magníficas, una, dos y hasta tres grandes velas de cera, de cera, ¿sabe usted? —Hachas, ¿eh? —Sí, sí, señores; hachas tan largas como bastones; muy a propósito para iluminar la pradera. —¿Sabes dónde están? ¿Podrías encontrarlas, Leblanc? 88
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—Sí, señor, lo sé; están escondidas en la iglesia, en la sacristía. —¡Ah! ¡En la iglesia! —Sí, señor; es un gran sacrilegio seguramente, pero no importa. Si mi capitán lo permite, y autoriza a Quackenboss para que me acompañe, traeremos las hachas, respondo de ello. A pesar del lenguaje, mezcla de francés e inglés, en que se expresaba el canadiense, logré entenderlo. Sabía dónde había un depósito de hachas que estaban guardadas en la iglesia de la ranchería. Las circunstancias no permitían que me preocupara mucho de si se cometía o no un sacrilegio, y mis compañeros eran aún menos escrupulosos. Adoptóse, pues, este partido, y, sin más demora, Leblanc y Quackenboss volvieron grupas y se encaminaron al pueblo con la mayor celeridad posible. El resto de la tropa, se apeó, y, después de atar los caballos a estacas plantadas en el suelo, nos tendimos para esperar que los mensajeros regresaran.
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XIII A LA LUZ DE LAS HACHAS Reducido forzosamente a la inacción, empecé a reflexionar acerca de las tristes probabilidades de nuestra empresa. Visiones horribles pasaron ante mis ojos, evocadas por la imaginación. Vi galopar al caballo blanco por la pradera, perseguido por los lobos, mientras que se cernían sobre él, como una nube, enormes buitres negros. Huyendo de aquellas hambrientas fieras, se metía en lo más profundo del chaparral, donde tropezaba con la pantera y el oso que merodean durante la noche, o se hería con las agudas púas de las acacias, de los cactus, y de las pitas. Por los costados del animal corría un río de sangre de la infortunada víctima tendida boca abajo sobre el lomo del furioso corcel, y creí ver distintamente las piernas desgarradas de la 90
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joven, sus tobillos enrojecidos e hinchados por el roce de la correa, sus vestidos hechos jirones, su cabeza colgando, su larga cabellera suelta, agitada por el viento y arrastrando por tierra. Sus labios, pálidos hasta la lividez, y sus ojos expresaban toda clase de sufrimientos. ¡Oh! No pudiendo soportar por más tiempo la agonía de mis reflexiones, me levanté y me puse a recorrer la pradera como un loco. Entonces acercóseme de nuevo el buen cazador esforzándose por tranquilizarme. —Podremos — me dijo —seguir la pista a la luz de un hacha o de una antorcha tan de prisa como si fuera de día; adelantaremos muchas millas esta noche, y quizás antes de amanecer encontremos el caballo. No será difícil acorralarle y apoderarnos de él, pues como está ya casi domesticado, no huirá tanto de nosotros. Si conseguimos descubrirlo, no lo perderemos de vista. En cuanto a la señorita, no habrá recibido daño alguno, porque no hay nada que pueda hacérsele, y por otra parte ni los lobos, ni los osos, ni las panteras adivinarán el estado en que se encuentra. Estamos seguros de alcanzarlo de aquí a mañana por la tarde y de encontrarla bien, tal vez algo cansada, y con bastante apetito, pero sin gran 91
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daño; de suerte que, en consiguiendo que recobre las fuerzas, quedará todo como antes. A pesar del estilo algo rudo en que Garey se expresaba, su breve discurso consiguió infundirme esperanzas, y hacerme aguardar con más calma el regreso de Quackenboss y el canadiense. Estos no habían desperdiciado el tiempo, pues mucho antes de que hubiesen transcurrido las dos horas que se les habían dado de plazo para desempeñar su comisión, oímos el galope de sus caballos a lo lejos. Cinco minutos después llegaron junto a nosotros. Leblanc venía cargado con las hachas prometidas, que eran seguramente de la iglesia, y destinadas sin duda al culto divino. —Aquí están, mi capitán— gritó el canadiense al vernos; —aquí están las velas. Hemos cometido un gran sacrilegio; pero Dios me perdonará, lo mismo que al buen señor Quackenboss. Durante su brevísima estancia en el pueblo, el canadiense y su acompañante habían averiguado que, después que nosotros habíamos salido de él, se habían tomado medidas de rigor, imponiendo algunos castigos, y, siguiéndose las indicaciones de Pedro y de otros varios heridos, habíanse descubierto nue92
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vas víctimas. Aquella noche pendían horribles frutos de los árboles plantados alrededor de la iglesia. Ni el alcalde ni don Ramón habían muerto; pero la guerrilla se había llevado prisionero al señor de Vargas. Los voluntarios seguían aún en la ranchería, deseosos muchos de ellos de acompañar a Leblanc y a Quackenboss; pero no lo hicieron porque yo había enviado a mis tenientes la orden de regresar al campamento, tan pronto como hubieran dejado arreglada la cuestión. Cuantos menos hombres faltaran en él, menos se advertiría la ausencia de los demás, y yo creía tener suficientes con los que me acompañaban para conseguir mi objeto. Por lo demás, fuese o no feliz el éxito de la expedición, debíamos volver al campamento lo antes posible, y entonces sería tiempo de combinar un plan de campaña para apoderarnos del instigador y principal actor de esta terrible tragedia. Enseguida encendimos las hachas, y continuamos la marcha sobre la pista. Por fortuna, corría una ligera brisa que servía para alimentar mejor nuestras luces, cuyo brillante resplandor nos permitió seguir las huellas tan fácil y rápidamente como al de la luna. Hasta allí, el caballo blanco había ido siempre a escape, y como no se ha93
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bía desviado de la línea recta, era más fácil la persecución. A pesar de la obscuridad de la noche, no tardamos en advertir que nos dirigíamos hacia la mesa de la pradera, y, con la débil esperanza de que el caballo blanco se hubiera detenido allí, aceleramos el paso. Una hora hacía ya que nos habíamos puesto en marcha, cuando empezamos a divisar las altas rocas blancas del cerro. Nos acercamos con precaución, sin apartarnos de la pista, pero explorando con solícita mirada el terreno que ante nosotros se extendía, deseosos de divisar el objeto de nuestras pesquisas. Ni un alma viviente se veía al pie del escarpado cerro, ni entre la obscuridad que lo rodeaba; pero advertimos que el caballo habíase detenido en aquel sitio, interrumpido al menos su furiosa carrera. En las huellas de sus cascos conocíase que se había acercado a la mesa al paso; pero, ¿qué dirección había tomado después? Más allá, desaparecía toda señal; había pasado sobre los guijarros de que estaba sembrada la llanura hasta muchos pies de distancia de la base de las rocas y era imposible descubrir el menor rastro. 94
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Dimos varias vueltas alrededor de la mesa, dirigiendo a todas partes la luz de nuestras hachas; pero sólo encontramos esqueletos de hombres y caballos, cráneos sueltos, jirones de vestidos, y trozos de armas rotas, recuerdos de nuestra reciente escaramuza con los guerrilleros. Registramos la roca aislada, detrás de la que nos habíamos guarecido en cierta ocasión; levantamos la vista hacia el surco natural por donde trepamos aquella noche, y divisamos, colgando aún, la cuerda que nos había servido para bajar. Del caballo blanco, en cambio, no encontramos allí ninguna huella. Íbamos y veníamos incesantemente, tan pronto por los guijarros como arrimados a la mesa; pero todas aquellas idas y venidas resultaron ineficaces. ¡Quizás, si hubiéramos estado mejor alumbrados, habría sido mejor el resultado de nuestras pesquisas, pero por espacio de una hora entera registramos todo sin encontrar un indicio favorable. Un incidente que interrumpió tan minuciosas pesquisas, nos arrebató toda esperanza de éxito; pero esta interrupción no nos sorprendió. Hacía ya largo rato que las nubes nos avisaban con las gruesas gotas que de vez en cuando dejaban caer para prevenirnos sin duda que iban a despedir 95
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uno de estos fuertes chubascos de las praderas en que el agua se precipita a torrentes. Varios síntomas nos habían anunciado la proximidad de una de estas tormentas; y mientras escudriñábamos todos los rincones buscando la pista, empezó a descargar el aguacero con todo su furor. En un momento se apagaron las luces, quedando completamente interrumpidas nuestras investigaciones. Nos refugiamos debajo de las peñas, donde permanecimos de pie, unos junto a otros, guardando un tétrico silencio. ¡Hasta los elementos se habían conjurado en contra nuestra!
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XIV EL SOMBRERO DEL ALEMÁN Al recibir el agua fría los caballos agachaban la cabeza; todos estaban jadeantes y sedientos. La carrera de la mañana, el calor, el polvo, y aquel largo y rudo galope nocturno habían agotado sus fuerzas, y estaban con la cabeza baja, las orejas gachas y durmiendo de pie. Los jinetes no estaban menos rendidos que los animales: unos cuantos continuaban de pie, con la brida en la mano, al abrigo de la roca; pero la mayoría, se habían dormido apoyados contra la pared del cerro. Para mí no había, sueño ni reposo y ni siquiera se me ocurrió buscar donde guarecerme del chubasco. De pie y separado de la peña, recibía aquel copioso aguacero casi sin advertirlo. Era una verdadera lluvia del Norte; pero en aquel momento nada me ha97
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bría producido la menor impresión desagradable, pues era insensible a todo sufrimiento físico, antes, por lo contrario, los habría recibido con placer, porque un clavo saca otro clavo, verdad expresada, con más elegancia por el poeta: Aunque tristeza entristece, Voy tristezas a buscar, Para ver si las tristezas Tristezas pueden calmar. De buena gana habría recibido un dolor físico para neutralizar las angustias de mi espíritu; pero aquel frío viento norte no me proporcionaba alivio alguno. Al contrario, era el precursor de más fundados temores, pues además de habernos obligado a suspender nuestras pesquisas, si aquella lluvia pertinaz continuaba, borraría completamente las huellas imposibilitándonos para seguir más adelante la pista interrumpida. Absorto en mis tristes pensamientos, me ocupaba muy poco en lo que pasaba en torno mío, y, durante algún tiempo, permanecí como abismado en una profunda melancolía. 98
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De pronto oyóse un ruido que me sacó de mi ensimismamiento. Algunas palabras llegadas a mi oído me revelaron que al menos dos de mis compañeros no se habían dejado vencer por el cansancio y el desaliento. Por la voz, conocí que eran los dos cazadores. Infatigables, acostumbrados a estas penosas luchas, a un continuo combate con los elementos, con la Naturaleza misma, aquellos hombres animosos no se daban jamás por vencidos. Su conversación me hizo comprender que todavía no habían renunciado por completo a la esperanza de dar con la pista, y que maduraban un plan para encontrarla y seguirla hasta el fin. Cobré ánimo y me dispuse a escuchar. —Creo que tienes razón, Rube— decía Garey. El caballo debe haber ido por allá, y, en ese caso, daremos sin duda con sus huellas. Si mal no recuerdo hay barro alrededor de la laguna. Llevaremos la vela, bajo el sombrero del irlandés. —Sí, sí— replicó Rube, —y, si no he calculado mal, no necesitaremos vela ni sombrero. Mira hacia allí— y Rube señalaba una separación entre las nubes, —pronto cesará de llover, y no tardará en bri99
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llar de nuevo la luna, más clara que antes. Si lo dudas, mira otra vez. —Tanto mejor, vejete; pero, ¿no te parece que haríamos bien en intentar ahora mismo encontrar la pista? El tiempo es precioso, Rube. —Tienes razón; toma la vela y el sombrero y vamos. Esos muchachos— deben quedarse donde están y roncar, pues no servirían más que para estorbarnos. —¡Eh! ¡Alemán!— gritó Garey, dirigiéndose a Quackenboss. ¡Alemán! ¡Déjenos el sombrero un minuto! El interpelado dio un sonoro ronquido por toda contestación; estaba sentado en el suelo, de espaldas contra la roca, la cabeza caída sobre el pecho y durmiendo como un bendito. —¡Maldito dormilón!— exclamó Rube impaciente y malhumorado. —Hazle cosquillas con la punta de tu cuchillo, Bill. Acaríciale las costillas con el mango de tu látigo. ¿No basta? Pues dale un puntapié en el vientre. ¡Sacúdele con fuerza, y que se levante o que se lo lleve el demonio! —¡Eh! ¡Alemán! ¡Quackenboss!— gritaba Garey dándole al mismo tiempo fuertes sacudidas. — ¡Despierte usted con mil diablos! Necesito su sombrero. 100
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—¡Eh, eh! ¡Quieto, quieto, animal! Va a tirarme al suelo; me es imposible moverme las espuelas me tienen sujeto. ¡Eh, eh, soooo! Al oír esto, Rube y Garey soltaron una ruidosa carcajada que despertó a todos menos a Quackenboss, quien siguió durmiendo y soñando que luchaba, con el indómito caballo indio de aquella mañana. —¡Ah, condenado avechucho!— exclamó Rube cuando cesó de reírse. —Déjale que siga soñando, puesto que tanto le gusta. Bill, quítale el sombrero de la cabeza, que es lo único que necesitamos, pues él maldita la falta que nos hace. Estas últimas palabras dictábaselas a Rube el rencor que profesaba al alemán a quien no había perdonado todavía la terquedad con que aquél había cumplido su consigna de centinela. Garey cesó en sus tentativas para despertar al impertérrito durmiente, limitándose a quitarle el sombrero; tomó luego una de las hachas, y Rube y él se marcharon sin añadir una palabra más. Nada les pregunté, y algunos soldados, más curiosos que yo, recibieron respuestas evasivas. Como conocía el modo de obrar de los cazadores, com101
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prendí que deseaban que los dejasen solos, y así lo hice, pues me inspiraban absoluta confianza. Se alejaron de la mesa en línea recta; pero me es imposible decir cuánto tiempo siguieron la misma dirección. No habían encendido el hacha, de suerte que, apenas dieron cinco o seis pasos, desaparecieron completamente en las sombras de la noche. La lluvia caía a la sazón a cántaros.
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XV SE ENCUENTRA LA PISTA Mis soldados se acomodaron de nuevo para descansar, pues estaban tan rendidos que ni aun el frío les quitaba el sueño. Al poco rato interrumpió el silencio de la noche la voz de Quackenboss que acababa de despertarse; la lluvia que caía sobre su cráneo casi calvo había hecho lo que los gritos y empujones de Garey no pudieron hacer. -¡Hola! ¿Dónde está mi sombrero?- preguntó de muy mal humor, levantándose para buscarlo a tientas. —¿Dónde está mi sombrero? ¿No han visto por aquí algo parecido a un sombrero? Estos gritos volvieron a despertar a los que dormían. —¿De qué clase?— preguntó uno. 103
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—Un sombrero negro, un sombrero mejicano. —¡Ah, sí! ¿Un sombrero negro? No; no he visto ninguno de ese color. —¡Maldito alemán! ¿Te figuras que es posible ver un sombrero negro en medio de las tinieblas? Vaya, duérmete y déjanos en paz. —Nada de bromas, compañeros; reclamo mi sombrero. ¿Quién lo tiene? —Pero, ¿estás cierto de que lo tenías? —¡Bah! Se lo habrá llevado el viento— dijo otro. Diga usted, señor Quackenboss— preguntó el canadiense en su jerga francoinglesa; —¿ha perdido usted su sombrero?...¿De veras? ¡Pardiez! Se lo habrán llevado los lobos; es posible que se lo hayan comido. —Vete al diablo con tus tonterías; ¿me lo has quitado tú? —¡Yo! ¿Para qué había de querer ese sombrerazo? —¿Y tú, Stanfield, lo tienes? —No. —¿Y tú, Bill Black? —Tampoco. —¿No recuerdas ya lo que ha pasado, Quackenboss?— añadió otro. —Has perdido hace poco tu 104
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sombrero al montar en el famoso mustang; el caballo, con una pata, te lo quitó de la cabeza. Esta ocurrencia arrancó a todos una carcajada, a la que hizo coro Quackenboss apostrofando a sus camaradas en términos muy poco mesurados, y buscando a tientas su sombrero mientras los demás seguían riendo y bromeando a su costa. La jovialidad de mis soldados no me distrajo, pues tenía la vista fija en el punto del cielo que Rube había señalado a Garey, y mi corazón se regocijaba poco a poco al ver que el horizonte se iba despejando. Seguía lloviendo pero la orilla de aquel extenso manto de nubes se replegaba lentamente hacia el este, por lo que abrigaba la esperanza de que a los pocos minutos, y según la predicción de Rube, el cielo se despejaría de nuevo, y la luna iluminaría la pradera con más intensidad que nunca. De vez en cuando, prestaba atención tratando de percibir algún sonido, ya el de la voz de los cazadores, ya el de sus pasos si regresaban, pero ningún rumor llegaba a mis oídos. Empezaba ya a impacientarme, cuando de pronto divisé una luz a lo lejos. Este fulgor pareció apagarse de nuevo; pero, al poco rato y casi en el mismo sitio, brilló una llama 105
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más constante que titilaba como una estrella al través de la bruma. Durante algunos momentos permaneció fija, pero luego comenzó a moverse como si alguien la llevara casi a ras del suelo. Esta luz no tenía nada de misterioso. Quackenboss era el único que no podía explicarse su aparición, pues sus camaradas, como se habían despertado al marcharse Rube y Garey, sabían lo que significaba. La luz, tan pronto avanzaba como retrocedía, y a veces giraba como si describiera círculos irregulares o líneas sinuosas, hasta que al fin, se quedó fija, llegando seguidamente a nuestros oídos una exclamación lanzada por una voz penetrante, en la que reconocimos cierta entonación peculiar del viejo cazador. Entonces la luz se puso en movimiento y corrió con más rapidez, como si alguien la llevara en línea recta. La seguimos con la vista con un vivísimo interés, y mis compañeros supusieron que los cazadores habían vuelto a encontrar la pista. Así lo confirmó poco después Garey, quien, volviendo presuroso a nuestro lado, dijo: —Capitán, Rube está ya sobre la pista; va por allá abajo, hacia donde brilla la luz. Es necesario que 106
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nos apresuremos a seguirle, pues, en caso contrario llegaríamos a perderlo de vista. Todo el mundo saltó inmediatamente a caballo, echando a correr en pos de aquella reluciente estrella que nos servía de faro para atravesar la llanura. En breve estuvimos cerca de Rube, quien avanzaba sobre el rastro del caballo, con su hacha guarecida de la lluvia por el ancho sombrero del alemán. Le dirigimos numerosas preguntas; pero el viejo cazador se limitaba a soltar de vez en cuando alguna de sus exclamaciones habituales. Era evidente que estaba orgulloso de aquella nueva prueba de su sagacidad. Garey satisfizo nuestra curiosidad, pues, mientras caminábamos, explicó cómo se había arreglado su compañero para alcanzar tan maravilloso resultado, atribuyendo a Rube todo el honor del descubrimiento. Este habíase acordado del manantial de la mesa, cuya agua era la que habíamos visto brillar a los reflejos de la luz, conjeturando, muy acertadamente según se comprobó después, que el fogoso caballo se había detenido allí para beber. Había pasado por la capa de los guijarros extendida alrededor de la mesa, porque éste era el camino más corto para llegar al arroyo, y siguió una línea de terreno seco algo más elevado que el restante, y el cual 107
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conducía directamente desde el cerro al pequeño canal. El animal, que caminaba a la sazón con más lentitud, no había dejado rastro alguno de su paso a lo largo de esta esa especie de ribazo, o a lo menos no había huella alguna que fuera visible a la luz de la antorcha; pero, acordándose Rube muy oportunamente de que en las cercanías del manantial había una porción de terreno pantanoso, supuso que los cascos del animal habrían dejado allí huellas más profundas. Para encontrarlas, sólo le faltaba algo con que resguardar la luz, y el enorme sombrero de Quackenboss le sirvió a pedir de boca. Las esperanzas de los cazadores no se defraudaron, pues habían descubierto nuevos vestigios en las orillas fangosas de la corriente. Sin duda, el caballo fugitivo había bebido en la charca; pero, enseguida, volvió a emprender su desenfrenada carrera, dirigiéndose al oeste del cerro. Extrañándome esta circunstancia, pedí explicaciones del hecho a Garey, quien, con manifiesta contrariedad, repuso: —Según revela la pista, los lobos siguen al caballo.
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XVI LOS LOBOS TRAS EL CABALLO Los rastreadores habían encontrado en efecto huellas de lobos a orillas del arroyo. Estas eran de dos clases: las del gran lobo de Tejas y las del pequeño de las praderas: componían una manada, según los cazadores dedujeron del gran número de pisadas que les bastaron para asegurar que dichas fieras daban caza al caballo. Garey me dio la explicación del caso. Sobre el lecho del riachuelo extendíase una ribera que formaba un talud inclinado; el caballo habíase lanzado allí de un salto después de beber, y los lobos hicieron lo mismo persiguiéndole, porque sus garras habían quedado impresas en la húmeda arcilla. Estas señales probaban, además, que corrían con toda velocidad, y no habrían dado semejante salto si 109
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no les hubiera impulsado el deseo de apoderarse de una víctima. Como no se veía otro rastro de animales que el de los lobos y el del caballo blanco, y las huellas de los primeros cubrían las del segundo, era indudable que aquéllos iban en persecución de éste. Tuve que rendirme a la evidencia. Si el valiente corcel blanco hubiera ido solo, libre y sin estorbos, los lobos no le abrían dado caza, porque el noble bruto en toda su fuerza, rara vez sirve de blanco a sus ataques, aun cuando los viejos o achacosos, las yeguas preñadas y los potrillos sean, a veces, presa de esos hambrientos cazadores de las praderas. El lobo común y el coyote, están dotados de toda la astucia del zorro, y conocen instintivamente al animal herido de muerte, por lo que siguen con pertinacia, al gamo que se escapa del cazador; pero, si el fugitivo no ha recibido mucho daño, renuncian a perseguirlo. Este instinto les había dicho que el caballo blanco no podía correr libremente, y, esperando rendirlo de cansancio, emprendieron su carrera, lanzando aullidos de furor y de hambre. Otra circunstancia confirmaba también esta triste conjetura. Los lobos abundaban en los alrededores de la mesa, por cuanto el manantial que allí había 110
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era el punto de reunión habitual de varios rumiantes, como antílopes y gamos, y a él acudían a beber los rebaños semisalvajes de los ganaderos. Además, los cadáveres abandonados alrededor del cerro, después de nuestra reciente escaramuza, habían servido a los lobos para celebrar más de un banquete nocturno, atracándose a sus anchas de sangre humana y de carne de caballo, lo que hacía de aquel sitio el teatro predilecto de tan repugnantes bestias. Abrigábamos, pues, el temor de que los lobos consiguieran rendir al caballo, agotando sus fuerzas, después de un largo e interminable galope a través de pantanos y chaparrales. Entonces se aferrarían a sus costados, apresarían entre sus dientes las pobres piernas de la infortunada víctima, tendida sobre el lomo del cuadrúpedo, y ambos, caballo y jinete, serían derribados, arrastrados, despedazados y comidos por los infatigables perseguidores. Esta idea horrible me hacía temblar y exhalar sordos gemidos. —Mire, mire— me dijo Garey señalando el suelo y poniendo el hacha de modo que lo alumbrara: — el caballo ha resbalado aquí, y a su lado está la huella de un lobo. Por este mismo sitio se ha lanzado. 111
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Examiné aquellas señales, y no pude menos de prestar conformidad a la interpretación de Garey. El suelo, reblandecido por la lluvia, presentaba otras huellas de lobos; pero uno de ellos habíase lanzado indudablemente hacia adelante, dando un salto prodigioso, como si hubiera hecho un esfuerzo para apoderarse de su víctima. Las señales de los cascos del caballo indicaban con toda claridad que el generoso cuadrúpedo había resbalado al saltar sobre la hierba húmeda, provocando el salto furioso de su vigilante enemigo. Caminábamos con la mayor celeridad posible; todos, tanto los voluntarios como los cazadores, participaban de mi febril anhelo y del horror de mis temores. Todavía nos encontrábamos cerca de la mesa, cuando ocurrió un cambio favorable. Hasta aquel momento, habíamos llevado las luces bajo los sombreros para preservarlas de la lluvia; pero esta precaución se hizo innecesaria, pues el chubasco cesó tan bruscamente corno había empezado, y las nubes desaparecieron en breve del firmamento. Cinco minutos después, la luna asomó alegremente fuera de la espesa cortina que la había oculta112
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do durante algún tiempo, enviando a la pradera argentados rayos de luz. El terreno quedó alumbrado como en medio del día; apagamos las hachas y seguimos ya la pista apresuradamente merced al brillante luminar nocturno. Según revelaban las huellas que por doquier a nuestra vista se mostraban, el caballo salvaje había pasado por allí, y aun muchas millas más allá, siempre a escape y acosado de cerca por la encarnizada banda de sus voraces enemigos. De pronto percibimos el rumor de una corriente, en la dirección a que nos conducía la nueva pista. Pronto recorrimos la distancia que de ella nos separaba, y a la luz de la luna vimos una capa de agua límpida y bulliciosa. Era un río; algo más abajo había una cascada, a cuyo pie se precipitaba el agua, cuyo caudal había acrecentado la lluvia, rompiéndose sobre las rocas que inundaba de espumosas olas. Aquel torrente, según me informaron los cazadores, era un afluente del río Bravo, que baja del Norte y tiene su origen en la estepa elevada del Llano estacado. Nos precipitamos hacia su orilla, frente a las espumosas olas. Las huellas nos conducían a aquel punto, al mismo borde de las furiosas aguas; pero 113
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allí cesaban. Las señales de los cascos del pobre animal estaban dirigidas hacia adelante hasta lo alto del ribazo. Sin duda el caballo se había lanzado al torrente.
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XVII EL TORRENTE El caballo blanco de los llanos habíase precipitado por el sitio en que más espumosas eran las ondas, y las rocas producían ecos más ruidosos. Sus cuatro pies marcados en el suelo, al borde del ribazo, señalaban el punto preciso por donde había saltado, y la superficie del suelo, profundamente hollada, atestiguaba que no había tomado un tímido impulso. La furibunda lobada, lo debía perseguir entonces muy de cerca, y se arrojó al agua con un vigor desesperado. Parecía imposible que aquella resolución audaz hubiera podido tener éxito. A pesar de la espuma, que brotaba a la superficie de la corriente, era ésta muy rápida y suficiente para arrastrar a un hombre o un caballo, sin permitirle hacer pie. Seguramente 115
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había allí demasiada profundidad para ser vadeable, aunque a trechos se veían algunas rocas que asomaban sobre las aguas. Eran las crestas de enormes peñascos, entre los cuales se precipitaba la corriente violentamente. Si el caballo no pudo hacer pie, viéndose obligado a nadar, debió ser arrastrado por la corriente, y la infeliz que iba amarrada a sus lomos... La triste consecuencia era evidente para todos nosotros. Sin embargo, de la boca del más anciano y prudente salió una palabra de consuelo, que reanimó nuestros abatidos espíritus. —¡Bah! El caballo no ha tenido necesidad de nadar. —¿Estás seguro de ello, Rube?— le preguntaron todos al mismo tiempo. —Sí, tengo seguridad absoluta,— contestó Rube algo enojado por esta pregunta, que parecía poner en duda su aserto. —¿De qué sirven a ustedes los ojos? Fíjense. ¿No ven el color del agua? En el sitio donde se precipita la cascada es negra como la piel de un bisonte, lo que prueba que no hace mucho que ha caído; y un momento antes del aguacero, apenas había la mitad de la que ahora hay en el lecho del torrente. El caballo, pues, debió vadearlo 116
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con tanta facilidad como si comiera medio celemín de cebada, y es indudable que el animal lo ha atravesado en el momento a que me refiero. —¿Lo habrá atravesado antes de la lluvia? —Tan seguro como un disparo de mi carabina. Miren las huellas: se han hecho antes de haber caldo una sola gota de agua, pues en caso contrario serían más profundas. El caballo ha pasado el torrente sin mojarse una crin de la grupa, y, por consiguiente, no ha podido ahogarse. La señorita puede estar tan buena y sana como nosotros. —¿Y cree usted que los lobos hayan atravesado también el torrente? —¡Los lobos! De ninguna manera. Ni la cola de uno solo. Son demasiado perspicaces para acometer tamaña empresa. Sabían bien que no tenían las piernas bastante largas, y que la corriente los arrastraría lo menos a una milla de aquí, antes de poder cruzarle a nado; de suerte que se han quedado a esta parte. Abra usted los ojos, y mire sus pisadas; eran un enjambre esos malditos animales. ¡Voto a sanes! La orilla está pisoteada como un redil de carneros. Acto seguido examinamos el suelo, que estaba efectivamente lleno de pisadas de lobos. Una numerosa manada se había detenido en el mismo sitio, y, 117
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a juzgar por las huellas de sus patas, que se veían en todas direcciones, conocíase que no habían continuado su carrera, sino que, detenidos de pronto por el torrente, renunciaron a su caza dispersándose en todos sentidos. ¡Ojalá que esta conjetura se confirmase! Para Rube era artículo de fe, y como yo tenía ciega confianza en la experiencia del viejo cazador, concluí por tranquilizarme. Mis demás compañeros, ninguno de los cuales tenía la menor autoridad en tales asuntos, participaban de las opiniones de Rube respecto al feliz paso del caballo al través del torrente y de la retirada de los lobos. Garey, que a nadie más que a Rube cedía en punto a razonamientos ingeniosos, apoyó resueltamente las deducciones de su compañero. El caballo estaba sano y salvo, y yo rogaba a Dios que Isolina se encontrara la mismo. Monté de nuevo, con más ánimo; mis camaradas imitaron mi ejemplo, y seguimos a lo largo del torrente escudriñando su corriente tratando de descubrir un sitio a propósito para atravesarlo. No había ningún vado allí cerca; y, aun cuando pudiera encontrarse alguno, al decrecer la avenida, a la sazón las impetuosas ondas habrían 118
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arrastrado caballos y jinetes como si fueran tapones de corcho. El aspecto de todas aquellas rocas, de aquellas obscuras olas empujándose unas a otras, de aquellos hirvientes y espumosos remolinos, nos quitaba el deseo de pasar por aquel sitio, pues comprendíamos que era impracticable,. Nos fraccionamos, caminando los unos río arriba y los otros en dirección contraria, volviendo a reunirnos poco después con aspecto macilento, porque nadie había descubierto nada. Mi impaciencia no sufría la menor demora, y, además, no era aquélla la primera vez que Moro y yo habíamos atravesado un río profundo, lo mismo que los que me seguían. Algo más abajo de allí, el agua corría con menos impetuosidad. A la luz de la luna, veíase que formaba la orilla opuesta un terreno bajo, de suave pendiente, por la que podía subir un caballo sin gran dificultad. No me entretuve mucho en reflexionar. Como Moro había cruzado con frecuencia ríos de centenares de pasos de anchura, nadando con su amo sobre sí, y había hendido más de una corriente con su petral, compitiendo en rapidez con las olas, hícele mi119
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rar el río, le clavé la espuela y me precipité con él en el torrente. El mismo ruido se produjo detrás de mí, pues todos mis compañeros, unos tras otros, se lanzaron también al agua nadando silenciosos. Al llegar a la orilla opuesta, a la cual subimos sin tropiezo, fui contando a mis hombres, conforme salía del torrente, y advertí que faltaba uno. —¿Quién falta?— pregunté. —Rube— me contestaron. Miré atrás sin sobresaltarme; no me inquietaba la suerte del cazador. Garey también estaba tranquilo respecto a este punto. Algo le debió detener; ¿su vieja yegua sabía o podía nadar aún? —Como un pez— afirmó Garey; —pero Rube no querrá ir montado al cruzar el agua, por temor de verla hundirse demasiado. Miren, allí está. Casi a la mitad de la corriente distinguíanse dos sombras, una tras otra. La primera era la cabeza cenicienta de la vieja yegua, y la segunda la de su amo, que no podía confundirse con nada. Al iluminarlos la luz de la luna, resaltaban sobre el obscuro nivel de las aguas, lo que hizo prorrumpir en una carcajada a los que habían salido a la orilla antes que ellos. Rube tenía un modo particular de atravesar el agua, y lo practicaba, ya fuese por pura originalidad, 120
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o ya por dejar más libres los movimientos de su cabalgadura. Había entrado en el río muy lentamente, y permanecido sobre la silla hasta que la yegua perdió pie; luego, deslizándose por la grupa, agarró la cola del animal con los dientes, y, en parte remolcado por el animal como un pez arrastrado por el anzuelo, y en parte haciendo esfuerzos para ayudarla, habíase puesto a nadar. Tan pronto como la yegua volvió a hacer pie, se encaramó nuevamente a la grupa, y púsose otra vez sobre la silla. Al subir los dos por el ribazo con sus armazones de verdaderos esqueletos reducidos a la más mínima expresión por el agua de que estaban empapados, presentaban el hombre y el caballo tal aspecto, que mis compañeros no pudieron reprimir la risa. Sin aguardar a que cesara esta hilaridad, y tranquilo ya respecto a la suerte del viejo Rube, apresuréme a buscar la pista del caballo blanco de los llanos teniendo la fortuna de encontrarla pronto. El viejo cazador no se había equivocado en sus conjeturas; el corcel había atravesado el torrente sin la menor dificultad y era de suponer que, gracias a Dios, Isolina tampoco hubiera sufrido daño alguno. 121
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XVIII UNA SELVA EN MINIATURA Cuando, al salir del río, volví a encontrar la pista, ocurriéronse me tres consideraciones: primera, que el peligro del torrente había pasado; segunda, que los lobos se habían dispersado, pues sus huellas no aparecían en aquel sitio; y tercera, que el caballo blanco había acortado la marcha. —Ha ido al paso por aquí —observó Garey, examinando las pisadas del corcel. —¿Al paso? Conocía el valor de esta expresión, pues no ignoraba que esta marcha, propia del caballo de las praderas, era rápida, pero suave. La que iba amarrada a él apenas debía sentir los blandos movimientos del animal, y, por consiguiente, su tortura sería menos 122
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dolorosa. Podía ocurrir también que, libre ya de los lobos feroces que lo habían perseguido, el fogoso corcel se detuviera, pues su cansancio así lo exigiría, y entonces... Con seguridad no habría ido mucho más lejos. También nosotros estábamos todos rendidos; pero estas agradables suposiciones nos hacían olvidar la fatiga y seguimos la pista sin detenernos. ¡Ah! Era mi destino ser juguete de alternativas de temor y de esperanza. Mi regocijo no podía ser de mucha duración, y no tardó en desvanecerse. Apenas nos habíamos alejado unos centenares de pasos del torrente, cuando tropezamos con un obstáculo imprevisto. Era un bosque de robles enanos que se dilataba hasta donde podía alcanzar la vista. No era una espesura ni un tallar de arbustos, sino una verdadera selva, cada uno de cuyos árboles, que no alcanzaban treinta pulgadas de altura, tenía su tronco separado, sus ramas, sus hojas y sus racimos de bellotas. —¡Robles enanos! —exclamaron los cazadores al llegar a la linde de aquel bosque en miniatura. —¡Bah! Siempre ha de haber algo nuevo— añadió Rube malhumorado; —harán ustedes bien sal123
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tando a tierra para que descansen los jacos, pues tenemos que meternos ahí. Así se hizo, y durante muchas horas seguimos la pista andando a rastras. Las huellas del animal estaban perfectamente marcadas, y hubieran podido seguirse sin dificultad a la luz del día; pero aquellos robles crecían muy apiñados y a distancias tan iguales como si los hubiera plantado la mano del hombre, y los rayos de la luna apenas se abrían paso entre su espeso follaje. Las ramas se tocaban de tal modo, que el suelo aparecía envuelto en una sombra opaca que impedía ver ninguna huella. Alguna que otra rama rota nos permitía avanzar algo más de prisa, o bien el caballo había sacudido y retorcido, al pasar, algunas masas de follaje cuya parte inferior brillaba con extraño resplandor a la luz de la luna; pero, como el animal había atravesado el bosque bastante despacio, estas señales estaban muy separadas entre sí. Durante largas horas, caminamos jadeantes a través del robledal, de cuyos más elevados árboles sobresalían nuestras cabezas, como si nos hubiéramos abierto camino a través de un inmenso plantel de arbustos. 124
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La pista cortaba directamente su parte central y no habíamos llegado aún al límite cuando los rayos de la luna empezaron a palidecer ante la luz rosada de la aurora. Poco después el robledal se fue aclarando y sus arbolillos separándose más, ya diseminados, ya agrupados, hasta que el musgo de la pradera se enseñoreó nuevamente del terreno. El trabajo de los cazadores fue desde entonces más fácil. La luz del sol tan deseada iluminó las huellas de tal modo que nuestros guías podían verlas tan de prisa como les era posible correr a nuestros caballos; y como no entorpecían ya nuestra marcha las malezas ni los arbustos, avanzamos rápidamente por el corazón de la pradera. El caballo blanco había debido recorrer, también con gran ligereza, aquel terreno, como lo atestiguaban las señales que iba dejando en pos de sí. ¿Qué nuevo motivo le había impulsado a correr de aquel modo? No lo sabíamos; hasta los hombres prácticos en las praderas, que me seguían, lo ignoraban. ¿Le habrían vuelto a atacar los lobos? Nada, de eso. Era aquélla una verde pradera cubierta de una alfombra de blanda hierba; pero había sitios en que 125
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ésta escaseaba, pequeños espacios casi desnudos de vegetación, ablandados por la lluvia. Hasta la ligera pata del lobo hubiera quedado marcada en ellos lo bastante para que no pasara inadvertida a los ojos de lince de los prácticos; pero el caballo había pasado después de cesar la lluvia, y ni los lobos ni otro animal alguno habían ido en su persecución. Quizás se habría asustado de sí mismo y del modo insólito en que sobre él iba su jinete. Además, aun estaba bajo la molesta impresión de los malos tratamientos que había recibido, y cuya excitación no había desaparecido por completo; acaso las puntas envenenadas de los cohetes emponzoñaban todavía sus heridas y obraban a manera de espuela; cualquier sonido remoto podía haberle parecido vociferaciones del populacho o aullidos de los lobos. Una exclamación de nuestros guías, que cabalgaban a vanguardia, puso fin a estas diferentes hipótesis. Ambos señalaban el suelo con el dedo y nadie dijo una palabra, porque los ojos encontraron la explicación de la precipitada carrera del cuadrúpedo. La hierba estaba hollada, machacada por numerosas impresiones. No eran cuatro, sino cuatrocientas las huellas de patas de caballos que allí había; pero todas tan recientes como las que íbamos si126
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guiendo, por lo que era imposible adivinar cuáles eran las del famoso corcel blanco. —Una manada de caballos salvajes— dijeron nuestros guías a la primera ojeada. Eran huellas de cascos sin herrar, aunque esta particularidad no habría sido suficiente para identificar el salvajismo de dichos animales, porque una partida de indios podía haber pasado sin dejar otras marcas, puesto que el indio no hierra jamás sus cabalgaduras; pero los caballos en cuestión no habían llevado nunca jinetes, según la rotunda afirmación de los cazadores. Desde el sitio en que encontramos su rastro habían partido a todo escape, y la pista del caballo blanco concluyó por confundirse con la suya. —Sí— decía Rube, —ya sé qué es lo que ha ocurrido. Se han espantado del aspecto del corcel, y han huido. Miren, ahí están sus huellas. Aquí— prosiguió el cazador a medida que avanzábamos, —aquí ha alcanzado a algunos. Aquí también se han puesto a galopar unos detrás y otros delante de él. Estoy seguro de que ya se han familiarizado con él, lo cual me tranquiliza. Miren, miren, va en medio de la manada. 127
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Al oír esto levanté involuntariamente la vista creyendo tener los caballos enfrente. El ingenioso intérprete corría delante de nosotros, inclinado sobre la silla y los ojos clavados en el suelo. Todo cuanto acababa de decir lo había leído en la superficie de la pradera, en jeroglíficos ininteligibles para mí, pero de más fácil interpretación para él que las páginas de un libro impreso. Lo que él afirmaba era exacto; el corcel blanco había galopado tras una manada de caballos salvajes, los había alcanzado, y en el sitio en que a la sazón nos encontrábamos habíase metido entre ellos. Este descubrimiento me inspiró sombrías reflexiones: vislumbraba para Isolina otra serie de peligros nuevos, extraños y terribles. Creía verla ya en medio de un rebaño de caballos salvajes, de chispeantes ojos, encarnadas y humeantes narices, de animales irritados quizás contra el corcel blanco, y celosos de la presencia de aquel intruso entre ellos. Imaginábame verles, en su ciego furor, lanzarse sobre él, con la boca abierta, con sus dientes amarillos y brillantes, encabritarse en torno suyo y sobre él, y derribarle a fuerza de horribles coces. ¡Oh, era una visión horrible, un horroroso presentimiento! Pero por terrible que fuera este cuadro, 128
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no podía ser más que una sombra de la realidad. De igual modo que por un efecto de espejismo la refracción proyecta objetos lejanos en la retina del ojo, algún espejismo espiritual dejábame ver también la imagen de sucesos positivos, y aun cuando entonces esto no era más que una visión, la realidad pasaba muy cerca de nosotros. Apresuréme a subir sobre una eminencia del terreno, desde donde vi casi la reproducción completa de la escena evocada por mi delirante fantasía.
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XIX LA MANADA SE DISPERSA Sin esperar a que mis compañeros expusiesen su opinión, espoleé vigorosamente a mi corcel, bajé de la eminencia apresuradamente, y corrí en derechura hacia la manada. No traté de mantenerme oculto hasta llegar a ella, pues me faltaba tiempo para tomar precauciones. Obraba impulsado por un arrebato instantáneo, por un solo pensamiento, el de lanzarme adelante, dispersar los caballos y, si podía, salvar a Isolina de las terribles coces y de los cortantes dientes de aquellos feroces enemigos. Al advertir que el corcel blanco tenía a raya a sus acometedores, me animé, pues esto probaba que los enemigos no se atrevían a atacarle sino desde cierta distancia. Si yo hubiera ido solo, quizás habría procedido más prudentemente e ideado alguna estrata130
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gema para apoderarme de él; pero las circunstancias exigían la mayor premura. Cazadores y voluntarios, siguiendo mi ejemplo, lanzaron sus caballos a escape tras de mí. Estábamos ya a mucha distancia de la manada, al abrigo del viento, y a la mitad de la colina, y los caballos salvajes no nos habían visto ni oído todavía. Empecé a gritar con todas mis fuerzas para espantarlos y ponerlos en huida; pero mis voces y las de mis compañeros no llegaron hasta la tumultuosa caballada. Entonces, saqué mi revólver e hice muchos disparos al aire. Uno solo habría sido suficiente. Oyóse la detonación, aunque el viento soplaba en dirección contraria, y los mustangs, espantados, suspendieron sus violentos ataques. Unos se alejaron dando saltos, otros dieron vueltas en todas direcciones, relinchando y moviendo vivamente la cabeza, habiendo algunos que llegaron a galope hasta ponerse a tiro de mi carabina, y luego volvieron grupas y escaparon a toda velocidad. Quedaron solos el corcel blanco y la desdichada víctima que llevaba sobre sí. El animal permaneció un momento inmóvil, como si le hubiese dejado estupefacto la repentina dispersión de sus agresores; 131
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había oído también los disparos y quizá fue el único que comprendiera en cierto modo la causa de aquellos ruidos extraordinarios. En aquella estrepitosa conmoción del aire reconocía la voz del hombre, hasta entonces su mayor enemigo, y, sin embargo, permaneció quieto. Supuse que aguardaría que nos acercásemos y que permitiría que nos apoderáramos de él, pero no fue así. Todavía me encontraba bastante separado de él, cuando se enderezó, giró sobre sus patas traseras como sobre un eje, saltó y recobró su primitivo ímpetu. Su relincho penetrante resonó en mis oídos como el reto de un enemigo mortal, como expresión de ironía y de venganza, mofándose de mi persecución impotente. Me precipité tras él con la mayor rapidez que pude hacer marchar a mi caballo, sin entretenerme en consultar a mis compañeros, pues me había adelantado mucho y estaba demasiado lejos para hablarles, aparte de que no necesitaba entonces sus consejos porque sólo se trataba de correr lo más aprisa posible para alcanzar al fugitivo y salvar de la muerte a mi amada, si vivía aún. Sin abandonarme a inútiles lamentaciones, me sobrepuse a las emociones que me ahogaban, y me 132
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dediqué por completo a aquella frenética persecución. Dirigí la palabra a mi valiente Moro, llamándole muchas veces por su nombre, y le oprimí con las manos y rodillas, permitiéndome de vez en cuando hacerle sentir el agudo contacto de la espuela. Sin embargo, no tardé en advertir que empezaba a flaquear; observación que me hizo temer por el resultado de la lucha. Aquella carrera sostenida durante tantas horas teníale ya rendido; lo conocía así por la pesadez de su galope y por sus pies que se posaban con menos ligereza en el suelo. El blanco corcel de los llanos estaba aún relativamente fuerte y ágil. Pero ya era cuestión de vida o muerte; tratábase de la vida de Isolina y quizás de la mía, porque yo no la sobreviviría. Era de todo punto indispensable salvarla, desgarrar sin reparo los ijares de mi corcel, y alcanzar al caballo salvaje, aunque Moro pereciese en la demanda. La pradera era muy accidentada, pues el terreno subía y bajaba como las olas del Océano. Galopábamos en una dirección transversal a las desigualdades del suelo, que se sucedían a cortos intervalos, subiendo y bajando las alturas siempre con igual velocidad. 133
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¿Aquella larga y cruel persecución no tendría fin? ¿No se cansaría el caballo salvaje? Necesariamente tenía que rendirse con el tiempo. Moro podía competir con él en vigor y agilidad; pero el caballo de los llanos tenía sobre el mío una doble ventaja: la de estar en su terreno y conservar todas sus fuerzas. No separaba de él la vista, pues temía que desapareciera de pronto, como había ocurrido la primera vez que salí en su busca. Sólo miraba delante de mí, siempre al objeto que perseguía, calculando la distancia que de él me separaba. ¡Con qué gozo vi, al descender de la última eminencia de la pradera, una dilatada llanura! ¡Con qué placer advertí que en aquel nuevo campo recobraba la ventaja! Así continué ganando terreno hasta llegar a trescientos pasos del objeto de mi persecución; tan cerca estaba ya, que podía distinguir los contornos del cuerpo de la desdichada Isolina, sus piernas extendidas en toda su longitud y sujetas a la grupa del animal, sus vestidos flotantes y desgarrados, sus largos cabellos sueltos y arrastrando por el suelo, hasta la palidez de sus mejillas, cuando el arisco cuadrúpedo echaba hacia atrás la cabeza para relinchar. ¡Oh, Dios mío! ¡También veía sangre! 134
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Suponiendo que la desgraciada víctima podía oírme, grité con todas mis fuerzas, pronunciando repetidas veces su nombre, y esperé la respuesta con indecible ansiedad. Parecióme que levantaba la cabeza, como si quisiera contestarme; pero yo no podía oír su voz; sus gritos, demasiado débiles, debieron perderse entre el ruido que producían los cascos del caballo. Volví a llamarla, tan fuerte como me fue posible, repitiendo multitud de veces su nombre. Al fin creí percibir un grito, y tuve por cierto que había incorporado la cabeza sobre el cuello del caballo. Sí, era indudable; no podía equivocarme. —¡Gracias a Dios!— exclamé; —¡vive, vive! Pero, tan pronto como hube lanzado esta exclamación, sentí que mi caballo cedía bajo mi peso como si se hundiera en el seno de la tierra. Lanzado de la silla, fui a caer de cabeza contra la hierba; Moro acababa de tropezar en la madriguera de una marmota de las praderas, y este paso en falso me hizo rodar por el suelo. Como la caída no me ocasionó el menor daño, me levanté rápidamente, agarré las riendas y monté de nuevo, pero, al volver mi caballo en la dirección 135
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seguida hasta entonces, el corcel blanco y la víctima habían desaparecido.
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XX EN EL CHAPARRAL La desaparición del corcel blanco me llenó de desesperación, pero no me produjo la menor sorpresa, pues no tenía nada de misteriosa; el chaparral la explicaba. Ya no lo veía, es cierto; pero podía oírle aún, y, en efecto, mientras volví a montar, percibí el rumor de sus cascos al pisar un terreno más firme, el crujido de las ramas secas que iba aplastando y la vibración de las que separaba violentamente. Estos sonidos me sirvieron de guía, y, sin detenerme a seguir las huellas del cuadrúpedo, me introduje apresuradamente en la espesura. Moro apartó como pudo los matorrales que se oponían a su paso, ya forzándolos con su pecho ya saltando por encima; pero pronto conocí mi imprudencia. 137
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Efectivamente, ya no oía el ruido de las pisadas del caballo, ni los chasquidos del ramaje, ni el rumor de las hojas secas y desprendidas, y avanzaba con incertidumbre. Unicamente deteniéndome podía oír aún los pasos del corcel que proseguía difícilmente, su marcha al través de la espesura del bosque; pero los sonidos eran más débiles y lejanos, haciéndose más imperceptibles cada vez. Volví a espolear mi caballo, dirigiéndole casi al azar, pero pronto la incertidumbre me obligó a detenerme. Entonces escuché sin oír, ni siquiera la vibración de una rama al recobrar su posición primitiva. O el caballo blanco se había detenido y permanecía inmóvil y silencioso, o, y esto era más probable, había avanzado tanto, que la distancia que nos separaba me impedía percibir el rumor de sus pasos. Furioso de cólera y excesivamente sobreexcitado para poder reflexionar con sangre fría, desgarré los ijares de mi caballo y me interné en el bosque. Recorrí gran distancia, desesperando ya de llegar al alcance del objeto de mi afanosa persecución. Me detuve para escuchar... ¡Esperanza ilusoria! Ni un sonido llegó a mis oídos. El chaparral estaba mudo, si138
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lencioso como la muerte; ni siquiera se movía un pájaro en el ramaje. Entonces experimenté un acceso dé rabia contra mí mismo; vituperéme mi imprudencia, pues a no ser por mi insensata precipitación podría haber recobrado la pista, y encontrado quizás el objeto de mis afanes. Seguramente hubiera podido seguir al caballo; pero entonces ya no sabía por dónde iba... había perdido la pista... En vano traté de recobrarla, dando muchas vueltas por el bosque. Corrí primero en una dirección, luego en otra y en otra, pero, empeño inútil, no descubrí pisada alguna, ni encontré ramas desgajadas. Lo primero que se me ocurrió entonces fue volver a la pradera descubierta, buscar el rastro y seguirlo desde allí. Esto era sin duda lo más sensato. Suponía que me sería fácil encontrar aquella desdichada pista en el punto por donde el fogoso cuadrúpedo había entrado en el chaparral, y marchar después sobre sus huellas. En su consecuencia volví riendas, y encaminé a Moro hacia aquel sitio. Pero después de andar, durante media hora, más de una milla al través de claros y matorrales; después de caminar casi doble en dirección contraria, y 139
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luego a derecha, y luego a izquierda; después de marearme y confundirme en aquel laberinto, detuve mi caballo rendido de cansancio, y dejando caer las riendas sobre su cuello, quedéme con la cabeza baja en la terrible convicción de haberme extraviado. ¡Perdido en el chaparral, en aquel horrible bosque, abrasado por el sol, y poblado por infinitas especies de plantas, a cual más espinosas! ¡Hasta la misma hierba causaba allí dolorosos rasguños! No había yo pasado impunemente por aquel horrible bosque; tenía la ropa hecha jirones y las piernas ensangrentadas. ¡Mis piernas!... ¿y las de Isolina?... ¿ y sus torneados brazos?... ¿y su piel suave y delicada?... ¡Los millares de espinas del chaparral debían herirla, destrozarla!... Con la esperanza de distraer mis pensamientos haciendo un violento ejercicio, volví a lanzar mi corcel al través de las malezas.
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XXI LOS JABALÍES Ni la tierra ni el cielo me ofrecían el menor indicio que me sirviera de guía; pero tenía yo cierta idea confusa de que la persecución había debido llevarnos hacia el oeste, y, por lo tanto, para regresar a la pradera, debía encaminarme hacia el este. ¿Pero cómo distinguir el este del oeste? En el chaparral, lo mismo que en el horizonte, uno y otro eran los mismos: el sol no podía servirme de guía porque aparecía velado por unas nubes de color plomizo. Si en aquel bosque hubiera habido árboles del norte, probablemente habría podido encaminar mis pasos, porque la encina o el olmo, el fresno o el arce, el haya o el sico Moro, me hubieran servido de brújula mediante la inspección de su corteza; pero en aquel espeso tallar de matorrales espinosos, no 141
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había el menor indicio que me orientara. Era aquella una flora subtropical, una vegetación de los desiertos áridos que me era completamente desconocida. Sabía que no faltaban hombres muy hábiles que, en medio de aquella frondosa soledad, podían distinguir el norte del sur sin necesidad de brújula ni de consultar las estrellas; pero yo carecía de tales conocimientos. Así, pues, no me quedaba otro recurso que confiarme al instinto de mi caballo. Ya más de una, vez me había extraviado en alguna selva profunda o en una llanura interminable, y el excelente animal me había sacado del apuro conduciéndome a buen puerto. Probablemente me habría llevado por el camino por dónde habíamos venido si éste hubiera sido el de casa; pero ni Moro ni yo teníamos casa en aquel país. El era también un voluntario errante; hacía, ya muchos años que iba y venía de una a otra parte, recorriendo comarcas situadas a centenares, a millares de millas unas de otras y ya había olvidado la cuadra de su país natal. Supuse, sin embargo, que si había una fuente por allí cerca, el instinto le guiaría a ella, pues ambos teníamos necesidad de beber. En el caso de que en142
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contráramos algún arroyo, éste nos serviría de guía. Solté, pues, las riendas y dejé que Moro marchase a su albedrío. Varias veces había gritado con todas mis fuerzas, esperando ser oído por mis camaradas, pero nadie más que ellos, porque, ¿qué podía ir a hacer nadie a un sitio del que hasta los brutos huían? El lagarto de cuernos, la serpiente de cascabel, el armadillo y el coyote son los únicos habitantes de esos áridos parajes, por los que atraviesa también de, vez en cuando el jabalí; pero todos estos animales son allí muy raros, y el jinete que recorre un chaparral mejicano puede andar millas y más millas sin encontrar un solo ser viviente. Un silencio de muerte reina en estos lugares, y, a no ser que el viento gima entre el follaje de las acacias o que la invisible cigarra produzca su estridente y monótono canto en el seno de la abrasada hierba, el fatigado viajero puede seguir su marcha sin que le distraiga otro ruido que el de su propia voz o el de las pisadas de su cabalgadura. Confiaba yo en que me oyeran mis compañeros, pues suponía que procurarían no perder la pista y que, aun cuando estuvieran muy rezagados cuando penetré en el chaparral, si seguían las huellas tarde o temprano llegarían a él. 143
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Pero, ¿seguirían mi rastro o el del caballo blanco? Al pronto no se me ocurrió pensar en ello, pero, después, me detuve para reflexionar. En el segundo caso, hacía mal en no detenerme, porque no haría más que alejarme de ellos y obligarlos a practicar más largas pesquisas, y ya les daba bastante que hacer, por cuanto el mal camino en que me había metido formaba un laberinto inextricable. Quizá me siguieran a mí preferentemente, suponiendo que habría tenido alguna razón para desviarme de la pista del fugitivo; acaso se imaginaran que lo había hecho así para adelantarme y cortarle el paso. Esta conjetura, me decidió a proseguir la marcha, a lo menos hasta que hubiese transcurrido bastante tiempo para que pudieran encontrarme; pero, compadecido de Moro, me apeé. A intervalos gritaba, con toda la fuerza de mis pulmones y disparaba pistoletazos, después de lo cual me ponía a escuchar; ni los gritos ni los disparos atraían a nadie. Mis compañeros debían estar muy lejos de mí puesto que no oían la detonación de un arma de fuego, porque, si la hubiesen oído, me habrían contestado del mismo modo. 144
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Suponiendo que habían tenido tiempo sobrado para encontrarme, hice nuevos disparos; pero, como antes, tan sólo el eco me respondió. Entonces pensé que no me habrían seguido, y que hubieran ido tras la pista del caballo blanco que les habría llevado a considerable distancia. Mientras hacía tales conjeturas, percibí de pronto a lo lejos numerosos gritos de aves, en los que conocí la voz áspera del grajo unida a la charla del cardenal. Aquellas aves debían estar alarmadas por la presencia de algún enemigo, y quizás se aprestaban a defender sus nidos de los ataques de la serpiente negra o del crótalo. Quizás la llegada de mis compañeros, o la del caballo salvaje era la causa de su alarma. Monté a caballo para ver mejor, y, mirando las copas de los árboles, pronto descubrí la causa de su conmoción. Grajos y cardenales revoloteaban por las ramas, muy azorados sin duda por un objeto que debía encontrarse en tierra. Al propio tiempo oí sonidos extraños, mucho más fuertes que los gritos de las aves, pero sin adivinar su procedencia. Me desanimé, pues comprendí que no podían proceder de mis camaradas ni del caballo blanco, y, como aquel ruido se iba acercando, me decidí a averiguar qué 145
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ocasionaba semejante perturbación en un lugar hasta entonces pacífico, encaminándome hacia allí. Al desembocar en el límite de un pequeño claro, ofrecióse a mi vista un espectáculo muy singular: la lucha entre un puma y una manada de jabalíes. Muchos de éstos yacían en el suelo, heridos mortalmente por las poderosas garras de aquél; pero los demás, sin intimidarse, tenían completamente cercado al enemigo, y saltaban sobre él con la boca abierta, hiriéndole con sus agudos colmillos. Al ver esto, despertáronse mis instintos de cazador, y tomando rápidamente la carabina que llevaba colgada al hombro, fijé los ojos en el punto de mira. La elección del animal a que debía apuntar no era dudosa, la pantera, y soltando el gatillo, le disparé un balazo en el cráneo que la tendió sin vida en medio de sus agresores. No habían transcurrido tres segundos, cuando me arrepentí de haber elegido aquella fiera por víctima; precisamente era el puma el único animal a quien debí respetar. Como estaba ya fuera de combate, los jabalíes se convirtieron en enemigos míos, bloqueándome a mí y a mi caballo con toda la ferocidad salvaje que acababan de desplegar contra la pantera. 146
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No podía castigar a aquellas ingratas fieras, pues me atacaron sin darme tiempo para cargar la carabina ni las pistolas. Mi caballo, espantado por aquella acometida imprevista, así como por el aspecto de sus extraños agresores, relinchaba y piafaba espantado, recorriendo el terreno; pero, adondequiera que se dirigía, perseguíanle con encarnizamiento quince o veinte jabalíes, saltando a sus piernas y desgarrándoselas con sus retorcidos colmillos. Por fortuna para mí, pude mantenerme firme en la silla; si hubiera quedado desmontado en semejante circunstancia, aquellos animales me habrían irremisiblemente despedazado. No veía más esperanza de salvación que la fuga; por consiguiente, espoleé a mi caballo, y lo dejé correr a rienda suelta. Al través de aquel laberinto de arbustos entrelazados, corrían los jabalíes con tanta ligereza como Moro, y cuando hube avanzado un centenar de pasos, vi que toda la manada me iba aún al alcance, saltando furiosos a las patas de mi corcel. Pero en aquel momento oí un confuso rumor de voces, y poco después divisé a varios jinetes que llegaban por la espesura. Eran Stanfield, Quackenboss y los demás voluntarios. 147
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Inmediatamente se apearon y, manejando el revólver hábilmente, aclararon las filas de los jabalíes obligando a los supervivientes a batirse en retirada.
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XXII ¿ARDE EL BOSQUE? Entre los que acababan, tan oportunamente, de auxiliarme, no venían los cazadores. ¿Dónde estaban? Dijéronme que habían seguido el rastro del caballo blanco, dejando que los voluntarios fueran a buscarme. Júzguese la alegría que me produjo la acertada decisión de mis compañeros; habían hecho lo que yo había deseado que hiciesen: los unos fueron a buscarme y los otros siguieron la pista del corcel blanco. Los rastreadores debían haber avanzado mucho pues hacía ya más de una hora, que se habían separado del resto de mis compañeros, porque mis caprichosas vueltas y revueltas obligaron a los que me buscaban a detenerse frecuentemente sin saber a 149
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donde dirigirse. Pero a lo menos habían sido más cautos que yo, lo habían observado todo, y podían encontrar otra vez su camino para volverse por él. Como era imposible asegurar por dónde se habían encaminado Rube y Garey, retrocedimos hacia la pradera, guiados por Stanfield, práctico conocedor de los bosques. El kentuckiano, que se había fijado en la situación del chaparral, nos condujo fuera del laberinto casi directamente. Al llegar al terreno descubierto, nos apresuramos a penetrar en el chaparral en pos de las huellas de Rube, de Garey y del caballo blanco. Esto no ofrecía la menor dificultad, pues el camino estaba indicado claramente; los cazadores se habían cuidado de marcarlo. En muchos sitios, las señales de los cascos de los tres caballos indicaban suficientemente el camino; pero había espacios pedregosos o cubiertos de hierba agostada por el sol donde las patas de los animales no habían dejado impresiones visibles. En otros, por lo contrario, una rama de acacia desgajada y pendiente, un tallo de flor de áloe encorvado a propósito, o una muesca hecha con un cuchillo en las hojas jugosas de un cactus, nos proporcionaban señales inconfundibles. 150
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Sin duda, avanzábamos bastante más de prisa que los cazadores, pues, a pesar de lo reciente de los indicios de su paso, había espacios de terreno abrasados y otros llenos de guijarros donde aquéllos hubieron de invertir mucho tiempo y perspicacia en practicar dichas señales. Mientras caminábamos, miraba yo hacia delante con febril impaciencia, y, sin embargo, había momentos en me temía alcanzar a Rube y Garey, y oír lo que podrían decirme. Habríamos andado ya, penosamente, unas cinco millas al través de aquella espantosa soledad, cuando experimenté en la vista, una sensación extraña, una especie de comezón molesta, que al principio atribuí a la falta de sueño. Mis compañeros experimentaron el mismo malestar; pero no tardamos en dar con la explicación de este fenómeno al advertir que el aire estaba lleno de humo. El habitante de las praderas no puede ver con indiferencia semejante indicio. Cuando hay humo, es prueba de que hay fuego, y con éste un verdadero peligro, a lo menos en las dilatadas praderas herbáceas del oeste. Fácilmente se aleja cualquiera de una selva incendiada; es posible permanecer al lado de un bos151
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que ardiendo, y contemplar este espectáculo sin correr el menor peligro; pero el incendio de una pradera es un fenómeno de muy diferente carácter, por la dificultad que hay en encontrar un sitio desde donde se pueda admirar sin riesgo este sublime espectáculo. Hay praderas que no pueden arder; rara vez se incendian las llanuras cubiertas de hierba de búfalo o de varias especies de gama, o si casualmente penetran en ellas hombres, caballos, búfalos o antílopes, pueden escapar con facilidad saltando sobre las llamas, y, únicamente los reptiles son víctimas de semejante incendio. Pero en las praderas de grandes matas, en aquellas en que los cañaverales son más altos que los caballos, y tienen sus tallos entrelazados por los vástagos errantes de veinte especies de plantas trepadoras, la cuestión varía de aspecto. En la estación de la sequía, cuando el fuego empieza a prender en una vegetación de este género, el peligro es inminente; pero, cuando la llama lo ha invadido todo, es la muerte. El humo, pues, que nos ofendía la vista, no podía procedería más que de un incendio. 152
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Mientras caminábamos, advertía cierta impresión de temor en mis compañeros, que poco a poco fue aumentando, porque el humo iba siendo cada vez más denso, el cielo se obscurecía rápidamente y los ojos nos escocían más. —¡Están ardiendo los bosques!— exclamó Stanfield, que era un verdadero hijo de las selvas por hábito y por inclinación. Tratárase de un bosque o de una pradera, era indudable que el fuego ocasionaba estragos por allí. Podía estar lejos de nosotros porque el viento lleva a considerable distancia el humo de una pradera presa de las llamas; pero a mí me parecía, que no estábamos muy distantes del lugar del incendio. En torno nuestro caían residuos blanquizcos de hojas quemadas, y la insoportable molestia que nos causaba el humo concluyó por convencerme de que no podía proceder de muy lejos, puesto que los gases apenas habían tenido tiempo de disiparse. Lo que más me alarmaba, no era la distancia del incendio, sino su dirección. El viento nos daba de lleno en el rostro, y el humo era empujado por el viento. El fuego debía haber estallado frente a nosotros, y directamente sobre la pista que seguíamos. 153
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El humo espesábase cada vez más; el cielo parecía iluminado con un fúnebre fulgor, y hasta me parecía oír el chasquido de las llamas. El aire era seco y abrasador; una especie de sofocación nos apretaba la garganta, estábamos jadeantes y abríamos ansiosamente la boca para respirar. De pronto difundióse tal obscuridad, o nos cegó tanto el humo, que apenas podíamos distinguir los rastros. Mis compañeros opinaban que debíamos detenernos; pero les insté a que continuaran la marcha, con la voz y con el ejemplo, marchando siempre a su cabeza. Habíamos caminado mucho tiempo y muy de prisa, y debíamos estar cerca de Rube y de Garey. Les llamé, pues, sin dejar de correr. —¡Hola! ¡Hola!— me contestó una voz, en la que conocí el inconfundible acento del más joven de los cazadores, y nos precipitamos en dirección al sitio de donde la voz venía. El camino conducía a un claro del chaparral, en cuyo centro estaban dos hombres y dos caballos. ¡El corcel blanco de los llanos no había sido encontrado aún!
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XXIII HUMO Y SED —¡Ah, señor Rube!— exclamó el canadiense cuando a toda prisa nos acercamos a ellos, —¿de dónde diablos sale ese humo? ¿Están ardiendo los bosques ? —¿Los bosques?— respondió el interpelado mirando desdeñosamente al soldado. Aquí no hay bosques. Es una pradera la que arde, ¿no percibe usted ese mal olor a hierba quemada? —No puede ser... pero, ¿de veras es la pradera?... ¿Está usted seguro de ello, señor Rube? —Completamente seguro— vociferó el cazador con irritado acento. —Segurísimo... ¿acaso cree usted que no conozco por el olor el incendio de una pradera? 155
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—Ah, señor Rube, usted perdone. Lo que quería preguntar es si se quema el chaparral, si están ardiendo esos árboles. Rube, algo más sosegado por esta disculpa, respondió: —No; no es el chaparral. Por consiguiente, no tenga usted cuidado; aquí no corre usted peligro alguno. Esta afirmación complació tanto al tímido canadiense como a sus compañeros, que hasta entonces tenían un gran recelo de que el chaparral fuera presa de las llamas. A mí no era esto lo que me preocupaba, pues ya había advertido que el chaparral no podía quemarse. Verdad es que a trechos había grupos de arbolillos muy secos que hubieran podido arder como yesca; pero casi toda aquella espesura componíase de arbustos indígenas, de vegetación endógena y jugosa que los hacía incombustibles y más especialmente alrededor del claro en que se habían detenido los cazadores, donde los grandes cactus formaban un recinto completamente cerrado. Allí, nos encontrábamos tan libres de las llamas como si éstas distaran cien millas; tan sólo teníamos que sufrir los efectos del humo, que a la sazón inundaba la 156
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atmósfera, produciendo una obscuridad casi idéntica a la de la noche. No abrigaba, por consiguiente, ningún temor respecto a nosotros ni era esto lo que me preocupaba. Apenas había puesto atención al rápido diálogo de Rube y el canadiense, pues Garey acababa de acercarse a mí, y escuchaba con angustia su relato, que no fue largo. Los cazadores habían seguido la pista hasta el sitio en que salía del chaparral y desembocaba en una anchurosa pradera. El lugar donde nos encontrábamos estaba muy cerca del límite de la espesura; pero ellos habíanse internado bastante por el llano. Continuaban avanzando sin cesar, cuando advirtieron, con gran sobresalto, que la pradera ardía frente a ellos. El viento les enviaba torbellinos de llamas y humo con la rapidez de un caballo a galope, viéndose obligados, para huir de este peligro, a regresar a escape al chaparral. ¿Qué había sido del caballo blanco? Los cazadores no lo habían visto. Veíamonos, pues, obligados a permanecer allí. El humo nos impedía seguir adelante, y desde donde estábamos percibíamos el ruido del incendio a corta 157
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distancia y los crujidos de las cañas como un fuego graneado de fusilería. A veces, un gamo espantado pasaba como una exhalación entre los matorrales; un grupo de antílopes invadió saltando el claro del chaparral, deteniéndose muy cerca de nosotros; los pobres animales asustados no sabían a donde dirigirse; después llegó una manada de lobos de las praderas, que se detuvieron a pocos pasos de los antílopes ; enseguida aparecieron un oso negro y un puma, y todos, así los feroces carniceros como los pacíficos rumiantes, se mantuvieron tranquilos los unos junto a los otros, alejados por el terror de sus habituales guaridas. Las aves lanzaban agudos gritos en el ramaje, las águilas los reproducían en el aire, y cerniéndose sobre el humo veíanse negros buitres que se alejaban. Lo único que no participaba en ocasión semejante de la impresión general era el instinto del cazador. Mis compañeros tenían hambre; prepararon sus carabinas, y el oso y un antílope cayeron bajo las balas de los tiradores. Ambos animales fueron desollados y descuartizados enseguida. Encendióse una hoguera, y asaron en ramas aguzadas los mejores trozos del antílope y 158
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del oso, con los cuales se regalaron, bromeando a costa de aquella cocina, “cuya chimenea despedía tanto humo”. Como yo también tenía hambre, tomé parte en el banquete; pero no en las bromas, pues en aquel momento el chiste más agudo no me habría arrancado una sonrisa y la mesa más suntuosamente servida no me habría llamado la atención. Satisfecho el apetito, sentimos sed. Hacía ya muchas horas que estábamos sedientos; aquella prolongada carrera a caballo había aumentado el deseo de beber, y a la sazón el humo, unido a la sequedad de la caliginosa atmósfera, sobreexcitaba este deseo hasta convertirlo en una tortura insoportable. No habíamos encontrado un solo arroyo más que el que habíamos atravesado antes de amanecer; y en el chaparral tampoco lo había, pues los cazadores no vieron ninguno en todo el camino recorrido por ellos, y, por consiguiente, nos encontrábamos en un desierto privado de agua completamente. Esta idea acrecentó más el tormento de la sed haciéndolo más difícil de soportar. Algunos de mis compañeros mascaban balas de plomo o se metían en la boca piedrecitas de calcedonia; otros encontraban un ligero alivio bebiendo 159
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la sangre de los animales muertos; pero lo que más mitigó nuestra sed fueron los tallos llenos de savia del cactus y del agave. Este alivio era, sin embargo, de poca duración, pues el jugo humedecía nuestras fauces; pero algunas de dichas plantas tenían un principio ácido, que hacía nuestra sed más intensa. Algunos trataban de volverse para buscar agua, es decir, retroceder hasta el torrente del que distábamos más de veinte millas. En circunstancias tan críticas, la autoridad militar pierde su imperio, pues la naturaleza es más fuerte que la disciplina. Poco me importaba, que mis soldados retrocediesen, con tal que los cazadores me permanecieran fieles. No temía que éstos me dejasen solo; pero mi desaprobación fue suficiente para que aquéllos abandonaran su proyecto, y todos me aseguraron que estaban dispuestos a continuar la exploración. Por fortuna, en aquel momento, el humo empezaba a disiparse y la atmósfera a aclararse. El fuego había llegado hasta el límite extremo del chaparral, deteniéndose ante la barrera que le oponían las plantas de abundante savia. Toda la hierba quedaba consumida, el incendio estaba próximo a extinguirse. 160
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Montamos a caballo para alejarnos del claro, y siguiendo la pista siempre visible a algunos centenares de pasos, abandonamos el bosque, desembocando en el límite de la pradera incendiada.
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XXIV LA PRADERA INCENDIADA Una pradera incendiada es un espectáculo imponente. El Océano, con sus espumosas olas, un páramo agostado, un país llano y pantanoso en un repentino deshielo, todo esto produce en el espectador una impresión de monótona frialdad; pero, a lo menos, el agua se agita, el páramo tiene color, y la meseta medio deshelada ofrece un aspecto variado. En la pradera devastada por el incendio, no se advierte color, ni forma, ni movimiento; en vano vaga la mirada por la superficie lisa y sin límites, fatigándose hasta el extremo de que el corazón desfallezca. El mismo cielo adquiere un color lívido a causa de la refracción de la negra superficie de la tierra. 162
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Sin embargo, una pradera verde no siempre recrea los ojos, aun cuando la esmaltan sus más lindas flores. He atravesado muchas llanuras, y siempre he anhelado encontrar algún objeto que distrajera mi vista, que rompiera la uniformidad general, lo mismo que el navegante suspira por divisar un buque o una playa, y se deleita al ver un fenómeno de fosforescencia, o una muchedumbre de pólipos o de hierbas flotantes. El color no satisface por sí solo la imaginación; la vista se cansa pronto de él. Una pradera florida, por amena y variada que sea, concluye por causar, advirtiéndose la ausencia de vida y de movimiento. Difícilmente se forma idea de la espantosa monotonía que presenta el campo cuando el fuego lo ha sembrado de cenizas; pero es mucho más difícil describirlo. El incendio estaba apagado; ya no había humo, más que en los sitios en que un resto de vapor se desprendía del suelo húmedo; pero, a derecha, a izquierda, a lo lejos, hasta los límites del horizonte, la superficie de la llanura parecía cubierta por un crespón inmenso. El silencio que reinaba era absoluto; la calma, espantosa, pareciendo que todo el mundo 163
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había perecido y que estaba envuelto en un amplio sudario negro. En otras circunstancias, habríame detenido a contemplar aquel panorama, aunque sin admirarlo, porque, en aquella soledad sin límites no había nada que admirar, nada que fuera sublime, ni aun el mismo horror. Es verdad que en aquel momento ningún, espectáculo, espantoso o sublime, podía distraerme. Los cazadores se habían adelantado ya bastante avanzando envueltos por las nubes de negra polvareda que levantaban sus caballos. Durante algún tiempo, marcharon en línea recta sin buscar el rastro del caballo blanco, porque antes del incendio lo habían seguido hasta más allá del chaparral, y conocían su dirección; pero, después, acortaron el paso caminando con los ojos bajos como si hubieran perdido la pista. Me parecía imposible que la encontraran o pudieran seguirla; las señales poco profundas de los cascos del animal debían haberse llenado de cenizas, no siendo, por lo tanto, fácil reconocerlas. Sin embargo, para aquellos hábiles cazadores esta circunstancia no era una gran dificultad. 164
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Observé que después de buscar la pista medio minuto, habían vuelto a encontrarla, y se pusieron en marcha, avanzando con más seguridad. Yo no percibía más que ligerísimas cavidades diseminadas, pero tan confusas que si no me hubieran dicho lo que eran, jamás hubiera creído que fuesen las pisadas de un caballo. La pradera era inmensa, y a la sazón estábamos en su centro; el fuego había recorrido una extensión grandísima. A mitad de camino, al llegar a un sitio donde era más difícil observar las huellas, por estar mucho menos marcadas, nos detuvimos para dar a los cazadores el tiempo necesario para descubrirla de nuevo. Una momentánea curiosidad me indujo a mirar en mi derredor: era un espectáculo horrible, pues ni siquiera teníamos a un lado el espinoso chaparral para descansar en él la vista. Los lejanos contornos de sus matorrales habían desaparecido ya detrás del horizonte, y por doquier se extendía la llanura carbonizada, negra, negra en todas direcciones, y, al parecer ilimitada. Si hubiera estado allí solo, habría creído que el mundo acababa de morir por efecto de un cataclismo. 165
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Con la vista fija en aquella inmensa opacidad, olvidé por un momento a mis compañeros, cayendo en una especie de estupor letárgico. Parecióme que estaba muerto o dominado por una pesadilla, creyéndome transportado al Averno de los antiguos. Las voces de mis compañeros, que acababan de encontrar la pista interrumpida y se ponían nueva mente en marcha, me sacaron de aquella abstracción.
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XXV PLÁTICAS DE LOS CAZADORES Espoleé a Moro y me apresuró a reunirme con mis compañeros, sin hacer caso del polvo negro que no dejaba de molestarnos. Así seguí, hasta colocarme detrás de los rastreadores, cuya conversación procuré escuchar. Aquellos “hombres de las montañas”, como ellos mismos se llamaban, eran muy originales. Mientras se dedicaban al cumplimiento de un deber, a nadie, ni aun a mí, hubieran revelado sus pensamientos, mostrándose por consiguiente menos comunicativos con el resto de los soldados, a quienes se habían acostumbrado a considerar como chiquillos, palabra que aplicaban a todos cuantos no habían recorrido las grandes praderas. 167
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Aunque Stanfield y Black eran hijos de los bosques y cazadores de profesión, Quackenboss un buen tirador, Leblanc un regular andarín, y los demás más o menos expertos en el conocimiento de los bosques, estos valientes no eran, en concepto de Rube y de Garey, más que unas criaturas. Para no merecer este calificativo, era necesario que un hombre hubiera quedado medio muerto de hambre en una sabana; que hubiera perseguido al búfalo por las orillas del Yellowstone (Piedra amarilla) o el Plata; que hubiera combatido con los indios, y estado a punto de perder la piel del cráneo o las orejas; haber pasado el invierno en el sitio llamado el Agujero de Piedra, junto al Río Verde, o acampado entre las nieves de las rnontañas Pedregosas. Era de todo punto indispensable haber realizado alguna de estas proezas para que el chiquillo aspirara a figurar en la categoría de “hombre de las montañas”. De cuantos acompañaban a Rube y Garey era yo el único a quien éstos no consideraban como un chiquillo, y podía darme por contento con penetrar en los secretos de su profunda habilidad. Lo cierto era que con todos mis conocimientos, a pesar de mi lenguaje escogido, de mi hermoso caballo y de mi 168
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uniforme, mientras estuviéramos en los límites de la tierra de las praderas, reconocía a los dos cazadores como superiores míos, pues allí eran mis guías, mis instructores, mis jefes. Desde que seguíamos la pista del caballo blanco de los llanos, no les había consultado ni hecho ninguna pregunta directa, temeroso de lo que me pudieran contestar, pues en sus rostros había advertido algo parecido a un profundo desaliento. Sin embargo, al recorrer detrás de ellos aquella llanura ennegrecida por el fuego, parecióme que estaban menos sombríos y que en sus ojos brillaba un débil fulgor de esperanza. Por esta razón seguílos tan de cerca como pude, con la esperanza de oír las palabras que mutuamente se dirigían. Cuando me acerqué, decía Rube: —¡Bah! No lo creo, Bill; no puede ser eso; han incendiado la pradera, porque es imposible que se queme por sí sola. —De ningún modo; en esto estoy de acuerdo contigo, vejete. —Hace tiempo que encontró un buen hombre en el Arkansas, que tenía muy mala facha. Acostumbraba huronear por todas partes, recolectando hierbas, que extendía enseguida entre dos hojas de pa169
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pel, a lo que llamaba su herbario, lo mismo que aquel doctor holandés de quien nos apoderamos cuando estuvimos en el país de los navajos, al otro lado del Río Grande. —Sí, sí, me acuerdo. —Pues bien: también acostumbraba charlar como un descosido, y nos estuvo mareando mucho tiempo con una teoría que llamaba, si mal no recuerdo, la combustión espontánea. —Sí, he oído hablar de eso. —El buscador de hierbas aseguraba que una pradera puede quemarse sin que nadie le dé fuego; pero no lo creo. El rayo puede incendiar a veces las praderas; pero, en fin, el rayo es una llama natural. Comprendo que la hierba seca se inflame como un bol de ponche al contacto de semejante fósforo; pero me agradaría saber cómo puede empezar un incendio sin que haya algo que lo produzca. Eso, eso es lo que quisiera averiguar. —Tampoco lo creo yo posible— replicó Garey. —No, no, todavía no he visto arder una sabana sin que el fuego proceda de la hoguera de un vivac, o un indio lo provoque, a no ser que el rayo haya hecho alguna de las suyas. 170
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—¿Y crees tú, Rube, que algún piel roja haya incendiado la pradera? —No estoy muy lejos de creerlo, y voy a decirte por qué. En primer lugar, esta mañana no ha caído ningún rayo. Luego, estamos muy lejos hacia el oeste para que haya por aquí establecimientos de blancos, es decir, de tejanos. Pueden encontrarse mejicanos, pero a estos no los llamo yo blancos. De todos modos, tampoco pueden ser mejicanos, pues nos encontramos demasiado al norte para que ninguno de esos cueros curtidos se atreva a llegar hasta aquí en esta época del año, sabiendo que es la de “la luna mejicana” de los comanches, y que éstos salvajes, juntamente con los lipanes, están sobre el rastro de la guerra: Es, por consiguiente, claro que, si no ha habido mejicanos que incendien la pradera, ni ha caído rayo alguno, el fuego se debe a algún piel roja o a esa condenada invención de la combustión espontánea. —Algo ha de ser. —Y como no creo en la combustión, no dudo que los indios han hecho esta hazaña. Ellos han sido, tan cierto como me llamo Rube. —No hay duda— afirmó Garey. 171
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—Pues, siendo esto así— continuó el viejo cazador, —esos tunantes deben estar cerca, por lo que debemos ir muy prevenidos si queremos conservar nuestras cabelleras. —Sí, no hay que descuidarse— añadió Garey asintiendo a cuanto decía su amigo. —Debo decirte, además— prosiguió Rube, — que los indios están rabiosos de algún tiempo a esta parte. Nunca los he visto tan salvajes ni con tantas ganas de pelea. La guerra entre Méjico y nosotros les ha vuelto a meter el diablo en el cuerpo, y todos la emprenden con nosotros porque el general en jefe no ha aceptado su ofrecimiento de combatir a nuestro lado contra los mejicanos. Si encontramos lipanes o comanches en estas llanuras, o ellos o nosotros quedaremos sin cabelleras. —Pero, ¿para qué habían de haber incendiado la pradera?—preguntó Garey. —¡Ah!— respondió Rube. —Esa, fue la primera pregunta que me hice sin acertar a responderme. Creía que el incendio había sido provocado por un accidente casual, tal vez por alguna chispa, volada de la hoguera de un vivac, porque los pieles rojas no se distinguen por su cuidado respecto a esto. Pero, después, se me ha metido en la cabeza una idea muy 172
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distinta. La historia que el holandés y el canadiense han oído contar en la ranchería me ha iluminado respecto al asunto. La historia a, que Rube aludía me era conocida. Cuando Quackenboss y Leblanc fueron al pueblo por las hachas, oyeron hablar vagamente de una incursión que acababan de hacer los indios contra una ciudad mejicana próxima a la ranchería, el mismo día que nosotros salimos. Los salvajes, a quienes se suponía comanches o lipanes, habían saqueado la población, llevándose un considerable botín y numerosos prisioneros. Algunos habían pasado muy cerca de la ranchería de la que acabábamos de salir, haciendo una “visita” a la hacienda de Vargas, y completando el pillaje empezado antes por la guerrilla. —¿Te refieres a los indios?— dijo Garey con acento semiinterrogativo. —Sin duda alguna— contestó Rube; —y lo probable es que esos tunantes sean los mismos a quienes dimos una regular paliza junto a la mesa, allá abajo. No habían vuelto a sus montañas, conforme creímos, porque no se atrevían a regresar a su madriguera tan vergonzosamente sin llevar cabelleras 173
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ni caballos. Los cautivos les habrían arrojado de sus wigwams a silbidos. —Cierto, cierto. —Pues entonces, oye ahora, lo que te voy a decir. Después de la zurra, esos señores han andado escondidos por aquí, hasta que han encontrado ocasión propicia para atacar a la ciudad mejicana, y han dado el golpe. Seguramente que ha pasado como lo dices, Rube pero, ¿por qué han incendiado la pradera? —Parece mentira que no lo aciertes, siendo una cosa tan clara. —No, no lo acierto— respondió Garey. —Te lo explicaré, entonces. Como te decía, los pieles rojas no han olvidado la paliza que les administramos en la mesa; y siendo ahora quizás una partida poco numerosa y creyendo que estamos aún en la ranchería, han tenido miedo de que supiéramos su entrada en la hacienda y el saqueo que la siguió y sospechan que les vayamos a la zaga. —¿Y han incendiado la pradera para borrar sus huellas? —Eso es. —¡Tienes razón, Rube! Eso es lo más probable. Pero, ¿a dónde crees que conduzca esta pista? Su174
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pongo que el caballo blanco no habrá quedado envuelto por el fuego. Me incliné sobre la silla para oír la contestación de Rube, y respiré libremente cuando el viejo cazador respondió: —No, el fuego no le ha sorprendido. Su rastro va casi en línea recta. Si el incendio hubiera empezado antes de cruzar él la pradera, habría vuelto grupas y retrocedido sobre su propia pista; pero, no habiendo ocurrido esto, deduzco que ha escapado del peligro y que han prendido fuego a las grandes hierbas después de pasar el caballo. Las palabras del cazador me reanimaron, pues tanta confianza tenía en la experiencia y sagacidad de Rube, que no dudé de que el caballo blanco estaba sano y salvo, por lo que proseguí la marcha, más aliviado del peso que me oprimía el corazón y confiando en el éxito.
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XXVI INDICIOS DE PIELES ROJAS Los cazadores reanudaron su conversación después de una breve pausa, y yo seguí escuchándoles. Tenía motivos para dejarles hablar libremente. Si intervenía en sus deliberaciones, tal vez no expusieran todo su pensamiento, y yo deseaba conocer lo que en realidad pensaban. Yendo detrás de ellos, podía oírlos, sin que ellos advirtieran mi presencia gracias a la nube de polvo que se elevaba a nuestro alrededor, y a la blanda alfombra de ceniza que amortiguaba el ruido del paso de los caballos que parecían deslizarse silenciosamente por el suelo. —Entonces— dijo Garey, —si son los indios los que han incendiado la pradera, han debido hacerlo aprovechando el viento, y precisamente vamos 176
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contra él, de donde deduzco que llevamos una mala dirección. ¿Qué dices a esto, vejete? —Opino exactamente lo mismo; llevamos mala dirección. —No hace mucho tiempo que ha empezado el incendio; por consiguiente, los pieles rojas deben estar cerca, y si la pista del caballo nos conduce directamente hacia ellos, no te arriendo la ganancia. —Sí— replicó Rube, recalcando sus palabras; — sí, así es, y, si no me equivoco en mis cálculos, podemos ir a parar en medio de su campamento. Este triste pronóstico me produjo un estremecimiento, y pasando rápidamente al lado de Rube le pregunté vivamente si había oído mal. —No, mi joven amigo— me respondió. —¿Cree, usted que los indios están cerca, y que el caballo blanco puede haber ido a parar a su campamento? —No digo que haya ido a parar a él, como tampoco puedo asegurar que estén los indios cerca, aunque tenga razones para suponerlo así; pero, de otro modo no puede explicarse el incendio. Si andan por ahí los indios, no creo que el caballo haya ido a su campamento; pero es muy probable que lo hayan llevado a él. Esa es mi opinión. 177
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—¿Supone usted que los indios se hayan apoderado de él? —Sí, señor. —Pero, ¿cómo? ¿Qué razones tiene usted para creerlo así? —Lo creo. —Explíquese usted, Rube; se lo ruego— le dije suplicante. Temí que se resistiera a hacerlo, o que quisiera engañarme; pero, por fortuna, accedió a mi ruego. —En primer término, está bien claro, mi joven amigo, que el caballo ha debido pasar por aquí un momento antes de arder la pradera, y es muy razonable suponer que el que ha provocado el incendio, sea o no piel roja, lo haya hecho empezando por el lado de donde soplaba el viento. Probablemente, esos tunantes han visto el caballo, y es más probable aún que cuantos hayan visto al pobre animal con una muchacha atada a su lomo desearan correr tras él. Los indios han debido perseguirlo gritando como energúmenos y lo habrán atrapado con sus cuerdas. Apostaría cualquier cosa a que ha ocurrido así. —¿Y cree usted que se habrán apoderado de él? 178
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—Seguramente. Tenga usted en cuenta que el caballo debía estar en aquel momento medio muerto de cansancio, como no tenga el diablo en el cuerpo, cosa que empiezo a sospechar... Pero, ¡por el valle de Josafat! Ahí tiene usted, precisamente, lo que le decía... ¡Mire... mire... allí, allí! —¿Qué?— pregunté viendo que mi interlocutor se detenía de pronto señalándome el suelo en el que tenía también clavada la vista. —¿Qué ocurre, Rube? No veo nada de particular. —¿No ve esas pisadas de caballos? Allí, allí, tan juntas como las de un rebaño de carneros. Las hay a centenares. Efectivamente, advertí en la superficie del suelo levísimas cavidades, casi niveladas por las cenizas, y que jamás las hubiera creído pisadas de caballos. —Esas lo son, y esas otras también— repuso Rube; —las hay por todas partes. —Pero, Rube, esas pisadas pueden ser de caballos salvajes— dijo uno de mis soldados acercándose a examinar aquellas confusas huellas. —¡Animal!— exclamó el cazador encolerizándose. —¿Has visto alguna vez caballos salvajes? ¿Acaso crees que me he quedado ciego como un topo? Alto, pobreta— añadió dirigiéndose a su yegua y 179
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apeándose; —párate aquí, pues tú tienes más talento que ese mozalbete, porque conozco en tu modo de resollar que ya has sospechado algo. Quédate ahí un minuto, vieja mía, tan sólo el tiempo necesario para que Rube Rawlings enseñe a esos chiquillos cómo lee un hombre de la montaña en las señales. ¡Caballos salvajes! ¡Pues no faltaba más! Después de desahogarse de este modo, el cazador púsose a cuatro pies, aplicó sus labios al suelo y soplo las cenizas negras. Mientras tanto habían llegado los demás jinetes, y se quedaron observándolo. Rube limpió una de las cavidades que según afirmó eran pisadas de caballos, y que efectivamente lo eran. —Y ahora, maestro, ¿qué tienes que decir? reclamó, volviéndose triunfal y furiosamente hacia el soldado que había puesto en duda la exactitud de sus conjeturas. —Aquí tienes la señal de una herradura; ¿has visto en tu vida un cuadrúpedo salvaje herrado? Si lo has visto, llevas en eso una ventaja a Rube Rawlings, que jamás ha podido verlo, a pesar de hacer más de cuarenta años que el cazador que te habla vive en la pradera y conoce todo género de caballerías. 180
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No había nada que objetar. La señal era evidente, y todos los soldados se apearon para examinarla. Era la huella de un caballo herrado, o por lo menos la de un caballo cuyo casco estaba provisto de una especie de cuero grueso que se fabrica con la piel del búfalo, sistema de herraje, por decirlo así, usado solamente por los indios de la llanura que montan a caballo. Indudablemente, hablan pasado indios por aquel sitio.
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XXVII TRADUCCIÓN DE SEÑALES Hecho este descubrimiento, nos detuvimos para celebrar una conferencia en la que intervinieron todos; pero, como de costumbre, la mayoría se limitó a escuchar la opinión de los cazadores, y de Rube en particular. El viejo cazador deseaba que le rogasen que expusiera su parecer, pues nada le contrariaba tanto como que le contradijesen o pusieran en duda su habilidad, y realmente pocos hombres de su oficio podían comparársele respecto a su conocimiento del desierto. Aunque no siempre tenía razón, donde su instinto llegaba a faltarle, era inútil hacer pruebas y averiguaciones. A la sazón, el que había dudado de él era uno de los más jóvenes de la partida, lo que contribuía a agravar la cuestión a los ojos de Rube. 182
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—¡Un botarate como tú— dijo descargando una postrera rociada sobre el jinete que le había ofendido, —un botarate como tú atreverse a contradecirme! Preferible sería que te dieses siete vueltas a tu lengua antes de hablar. Como el contradictor se callara al oír esta reprimenda un tanto brusca, el mal humor de Rube fue calmándose y el cazador se ocupó al fin en la cuestión del momento. Quedaba plenamente demostrado que los indios habían pasado por allí. Si hubieran sido jinetes mejicanos, sus cabalgaduras habrían llevado herraduras, cuando menos en los pies delanteros. En cuanto a los mustangs, salvajes, se mantienen siempre en su estado natural, y fácilmente se podría responder de las huellas de un caballo tejano o americano, ya, por sus herraduras particulares, ya por el mayor desarrollo de sus patas. Los que habían atravesado aquel terreno no eran salvajes, ni tejanos, ni mejicanos, luego forzosamente debían pertenecer a una tribu india. Aunque el examen de la primera huella pudiera ser suficiente para consignar este punto esencial, era 183
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un suceso de sobrada importancia para que no se resolviera la menor duda. La presencia de los indios equivalía a la presencia del enemigo; de suerte que todos examinaron aquella temible señal con una atención en la que había algo más que mera curiosidad. Soplaron las cenizas para limpiar otras huellas que fueron examinadas minuciosamente, y Rube y Garey hicieron nuevos descubrimientos. Quienesquiera que fuesen los jinetes, habían pasado al galope; pero no dieron una larga carrera de una vez, sino que se desviaron a trechos para tomar nuevas direcciones. Debían ser unos veinte, y no galoparon a dos en fondo, pues sus huellas convergían o se cruzaban transversalmente, ora trazando líneas sinuosas, ora corriendo en línea recta, o llenando la llanura de curvas y círculos. Los cazadores no tardaron en convencerse de esto, recorriendo el terreno para examinar las huellas. Con objeto de no estorbarles en sus investigaciones, nos detuvimos a esperar el resultado de sus pesquisas. Diez minutos después, se reunieron nuevamente con nosotros. Habían leído en aquellas huellas cuanto deseaban saber, y no necesitaban hacer más 184
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averiguaciones. Aquel examen les reveló un hecho más significativo que los hasta entonces descubiertos. Sabíamos que el paso de los indios había precedido al incendio de la llanura; habíamos adivinado fácilmente que esto ocurrió el mismo día después de la salida del sol, cosas que no requerían gran ciencia; pero, ¿a qué hora habían pasado? Con gran asombro mío, aquellos inteligentes cazadores me notificaron cuando volvieron no sólo la hora precisa en que el caballo blanco había atravesado aquella parte de la llanura, sino también que los jinetes indios le habían dado caza. El viejo cazador regresaba más locuaz que de ordinario. Ya no era cosa de seguir la pista del caballo blanco; los indios andaban por los alrededores, y urgía adoptar precauciones para evitar una sorpresa. Todas las opiniones y consejos se escucharon, pues hasta del más humilde podíamos necesitar en aquellas circunstancias. Así fue que los cazadores, respondiendo a mis preguntas, refirieron con toda franqueza sus descubrimientos. —El caballo blanco— dijo Rube —ha debido pasar por aquí hará unas cuatro horas, dado el paso 185
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que llevaba y el camina que ha tenido que recorrer. No ha debido pararse en ninguna parte, excepto en la espesura de allá lejos, y siempre ha ido al galope; de esto no hay la menor duda. Puesto que sabemos la distancia, conocemos el tiempo que ha necesitado, y hace ya cuatro horas, poco más, poco menos, que estamos sobre su pista. Los malditos pieles rojas han llegado aquí casi enseguida, descubriendo al animal, o acaso viniendo ya en su persecución; pero no podemos decir más pues las huellas nada más revelan. Lo que si podemos asegurar y lo que hemos descubierto, es que aquí le han perseguido. —¿Y cómo saben que han corrido tras él? —Por las pisadas, amigo mío, por las pisadas. —¿Pero cómo han podido deducirlo? —Muy fácilmente; porque las huellas del caballo blanco son las primeras. Sin detenernos más, enviamos otra vez delante a los cazadores, y los demás seguimos tras ellos. Media milla más adelante, las pisadas de los caballos, diseminadas hasta entonces, se confundieron como si los pieles rojas se hubieran puesto a correr, no en fila india como acostumbraban, sino muchos de frente. Entonces los cazadores se detuvieron, después de andar un centenar de pasos sobre la 186
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nueva pista, y, apeándose, se pusieron a cuatro pies, para examinar nuevamente las huellas. Nosotros nos detuvimos también a alguna distancia de ellos, observando sus maniobras sin estorbarlos. Vímosles muy ocupados en soplar las cenizas para apartarlas en toda la anchura de la pista, y poco tiempo después habían limpiado una extensión de muchos pies, de suerte que pudieron distinguir e ir siguiendo las marcas de los cascos impresas unas junto a las otras, o bien sobreponiéndose y casi borrándose entre sí. Rube volvió al sitio en que habían empezado la operación; y partiendo de aquel punto muy lentamente y de rodillas, con los ojos pegados, por decirlo así, a la superficie del suelo, examinó cada señal separadamente. De pronto, antes de llegar al sitio en que Garey se ocupaba aún en separar las cenizas, se levantó y empezó a gritar a su camarada: —¡Eh, Bill! No te calientes más la cabeza; ha ocurrido lo que me figuraba. Lo han cazado con el lazo, ¡voto al demonio!
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XVIII EL LAZO La noticia no me sorprendió, porque no me era completamente desconocida la extraordinaria habilidad de los cazadores. Como ellos, había observado yo la convergencia repentina de pisadas, y sólo necesité ver el rastro del caballo blanco mezclado con los de sus perseguidores para saber que estaba cautivo. Esto mismo acababa de advertir el cazador y de aquí su terminante declaración de que los indios lo habían cazado con el lazo. —Sin duda alguna lo han atrapado— contestó Rube a las preguntas que le hice; —es indudable, pues ahí está su rastro tan visible como el sol del mediodía. Lo han acorralado hasta aquí cercándolo; estaba casi en medio de la partida, y los unos co188
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rrían delante de él y los otros detrás. Eran veinte, o quizás más, los perseguidores, y si no estoy equivocado, no formaban toda la banda de esos negrillos. Tan sólo algunos han llegado hasta aquí persiguiendo al caballo. Apostaría mi carabina contra una mala espingarda mejicana a que una partida de indios más considerable no muy lejos. Esta sospecha no era ya una mera suposición, puesto que la confirmaban las señales marcadas sobre la pista, sino un hecho positivo, una firme convicción. El caballo salvaje e Isolina habían caído en manos de los indios. Semejante persuasión me sugirió nuevas ideas que me ocasionaban las más opuestas emociones. La primera fue una sensación de alegría. El caballo había sido capturado por seres humanos; los indios son hombres y poseen corazones accesibles a la piedad. Aun cuando reconocieran en el rostro de la desdichada doncella las facciones de sus enemigos de cara pálida, al fin era una mujer, y no tenían motivo alguno para tratarla con rigor. Por lo contrario al contemplarla en el deplorable estado en que se encontraba, quizás se compadecerían de ella, la considerarían como víctima de una venganza cruel de sus propios enemigos y esto les inspiraría quizá pia189
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dosos sentimientos. En este caso, libertarían a la infeliz, atenderían a sus necesidades, curarían sus heridas y le prodigarían toda clase de atenciones. Siendo seres humanos, ¿podían proceder de otro modo? Así pensaba yo; pero las reflexiones subsiguientes me sumieron en una amarga aflicción, porque no pude menos de recordar el carácter de los salvajes en cuyas manos había caído Isolina. Si formaban parte de la banda que había saqueado la ciudad fronteriza de que he hablado, debían ser indios del sur, comanches o lipanes. Verdad es que los restos de los shawanos y delawares, unidos a los kickapús y cherokes de Tejas, llevan con frecuencia sus excursiones hasta las orillas del Río Grande, pero no proceden de la misma manera, pues estas tribus, a causa de su largo contacto con los blancos, han adquirido una relativa civilización, y su odio hereditario hacia los rostros pálidos ha concluido por desaparecer. El pillaje y el asesinato no figuran ya en sus tradiciones, y, por consiguiente, no podía considerarlos autores de la última incursión, que acaso era debida al “Gato salvaje” y a sus semínolas, recién establecidos en la frontera de Tejas; pero semejante violencia acomodábase mejor al carácter de los apaches, que en años anteriores ha190
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bían hecho varias expediciones hasta el río. Si esto era así, la diferencia era poca; los apaches no son sino comanches, o, mejor dicho, éstos son aquéllos, e importaba poco que los indios cuya pista seguíamos fuesen una u otra de estas tribus, apaches, lipanes o comanches, o una partida de sus aliados los cayguas, los wacos o los pawnies, pues todos eran igualmente feroces. No me era desconocido el carácter de los pieles rojas del sur, tan diferente del de sus hermanos del norte y tan remoto del tipo ideal de calma y moderación que los poetas y novelistas les atribuyen. En mi imaginación estaba vivo el recuerdo de muchas escenas horribles que había oído contar y que revelaban el carácter indomable de esos señores de las llanuras del sur. Tales ideas me impulsaron a seguir adelante, cosa que también hicieron mis compañeros, pues a todos nos atormentaba horriblemente la sed. Así es que el padecimiento físico nos obligó a avanzar tan de prisa como podían nuestros cansados caballos. Por fin divisamos un bosque de verde follaje, que nos pareció más fresco y más agradable por su contraste con la negra llanura junto a la cual se encontraba. Era un bosquecillo de algodoneros por cuyo 191
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lindero corría un riachuelo de la pradera, que el incendio no había atravesado. Los hombres, y casi puede decirse que los caballos, lanzaron sonoros gritos de júbilo al divisar la límpida corriente. Los jinetes partieron a escape a su orilla, se apearon y se metieron en el agua hasta el pecho, sin pensar en que podían ahogarse. Unos bebieron el líquido cristal en el hueco de sus manos; otros, más impacientes, aproximaron sus labios a la corriente y bebieron de igual modo que los caballos. Los cazadores procedieron con más cordura, pues, antes de acercarse al río, examinaron las orillas y la entrada del bosque. Muy cerca del lugar en que nos habíamos detenido había un vado, donde se veían numerosas huellas de animales que trazaban en el suelo un sendero trillado. Rube lo vio también, y su mirada brilló extraordinariamente. —¡No lo dije!— exclamó después de un breve examen. —Aquí hay otro rastro; un rastro de la guerra. ¡Malditos sean!
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XXIX LOS INDIOS BRAVOS Acaso al lector curioso se le ocurra preguntar: ¿qué quiso decir el cazador con la frase un rastro de la guerra? Hace cincuenta años, o, por decir mejor, hace más de tres siglos, o sea desde la época de la conquista, que la frontera de Méjico se encuentra “en estado de perturbación”. Si los aztecas semicivilizados y demás razas indígenas acostumbradas a la vida de las ciudades se sometieron fácilmente al conquistador español, no ocurrió lo mismo con las tribus salvajes, cazadores libres de las llanuras. En las inmensas praderas que ocupan toda la superficie central de la América del Norte, habitan tribus indias, a las que se podría aplicar el nombre de naciones, que no conocen ni han 193
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reconocido jamás otra autoridad que la de sus propios jefes. Aun en la época de su mayor esplendor, España tuvo que renunciar a subyugar los indios bravos de sus fronteras que hasta hoy han vivido independientes. No me refiero aquí a las grandes naciones de las praderas septentrionales, como los sioux y cheyennes, los pies negros y los cuervos, los pawnies y arapahoes, pues jamás estuvieron los españoles en contacto con ellas, sino a las tribus que asolan las fronteras de Méjico, a los comanches, lipanes, utahas, apaches y navajos. En las crónicas españolas nada hay que pruebe que estas tribus hayan sufrido el yugo de los conquistadores, como tampoco se les ha logrado sujetar por medio de las misiones. Estos indios de las praderas están, pues, libres del dominio de los blancos, y han conservado siempre su salvaje independencia, como si las carabelas de Colón no hubieran surcado jamás el mar de los Caribes. Pero si han sabido mantenerse libres durante trescientos años, hace ese mismo tiempo que no saben lo que es paz. Entre el indio rojo y el blanco ibero, a lo largo de la frontera septentrional de Méjico, la guerra no ha cesado un instante, desde la época de Hernán Cortés hasta hoy. 194
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Al norte de la frontera merodean los indios bravos; y al sur viven sus hermanos degenerados y sometidos, los “indios mansos”, no en tiendas, sino en las ciudades de los conquistadores españoles. Los primeros, libres como el pájaro; los segundos, sometidos a la condición de peones, arrastrando una cadena tan pesada como la de la misma esclavitud. Entre ambas razas extiéndese una zona neutral, el terreno de las hostilidades, defendido a un lado por una línea de fuertes guarnecidos, los presidios, y a otro, resguardado de los ataques del enemigo por el desierto árido y salvaje. Hace poco tiempo operóse un notable cambio en la posición relativa de los indios y de los colonos españoles. Los jefes rojos hanse adueñado de cierta parte del territorio de los blancos; los salvajes han ganado terreno sobre el dominio de la civilización, a pasos gigantescos y mediante la conquista de provincias enteras. Al concluir la dominación española en Méjico, desapareció también la superioridad de la raza sobre los indios, y, como consecuencia de esta revolución, se abandonaron los presidios. Desde entonces, no se ha opuesto obstáculo alguno ni aun a la más insignificante invasión. Lo cierto es que no hay terre195
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no neutral; todas las provincias de aquella parte como Sonora, Chihuahua, Tamaulipas, Sinaloa y Nuevo León, son un extenso territorio conquistado y asolado por los indios. Más aún; esos filibusteros de piel cobriza han ocasionado no hace mucho tiempo grandes estragos en las provincias del interior, llegando hasta las puertas mismas de Durango. A la sazón, hay tres mil blancos prisioneros de los indios del norte de Méjico, y casi todos estos cautivos son de raza española, en su mayoría mujeres que viven como esposas-esclavas de sus raptores, si es que el título de esposas puede aplicarse a las infelices sometidas a semejante yugo. Encuéntranse también entre los indios hombres blancos, hechos prisioneros en su niñez; pero lo verdaderamente extraño es que pocos de estos cautivos, hombres y mujeres, manifiestan deseos de volver a su vida primitiva o de ver a sus familias, habiéndose dado el caso de que muchos de ellos, después de pagado su rescate, se han negado a aprovecharse de este beneficio. Hase presenciado frecuentemente en la frontera el espectáculo desgarrador de un padre que, después de haber recobrado a su hijo de manos de los salvajes, no ha conseguido inspirarle cariño, pues en pocos anos, y hasta en pocos meses, los 196
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cautivos olvidan las costumbres de su edad juvenil, y se aficionan a su nueva existencia. De uno de estos casos raros he sido testigo. El salvaje herido, aprisionado durante la escaramuza de la mesa, era de sangre mejicana, pues algunos años antes los comanches lo habían arrebatado de los establecimientos del Río Grande meridional. En consideración a esta circunstancia, le devolvimos la libertad, suponiendo que aprovecharía con júbilo la ocasión que se le presentaba de volver al seno de su familia; pero tan poco accesible se mostró a la gratitud como a los sentimientos de la naturaleza. A las pocas horas de haber sido puesto en libertad, emprendió el camino a las praderas, montado en uno de los mejores caballos del escuadrón, que robó a su dueño. Esto es lo que ocurre en Méjico, a poca distancia de la frontera del Río Bravo del Norte. Desde el país de los indios hasta el de los mejicanos, existen numerosos senderos, que tienen centenares de millas de longitud de un punto a otro. Siguen el curso de los riachuelos, o atraviesan dilatadas llanuras desiertas, donde muy pocas veces se encuentra agua. Estos senderos están indicados por las huellas de mulas, caballos y cautivos, y en ellos 197
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encuéntranse de vez en cuando osamentas blanqueadas, esqueletos de hombres, de mujeres o de animales que han muerto en el camino. Son los senderos del comanche y del caygua, abiertos por los guerreros de dichas tribus durante la “luna mejicana”. A uno de estos pasos dirigía la vista Rube, cuando exclamó con cierta zozobra: —¡Por Cristo! ¡Un rastro de la guerra!
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XXX SOBRE EL RASTRO DE LA GUERRA Tan pronto como hube satisfecho la sed que me aquejaba, atravesé el riachuelo para examinar la orilla opuesta. Mis fieles cazadores me acompañaban; no era de temer que se quedasen nunca atrás. Yo había ganado el corazón de aquellos hombres, y estaba seguro de que arriesgarían su vida por mi obsequio, como la habían arriesgado ya varias veces. Profesaba verdadera; amistad a Garey, joven animoso, de sano criterio y noble corazón, y el cazador me correspondía. En cuanto a su viejo camarada, el sentimiento que hacia él experimentaba era como él mismo, indefinible, indescriptible. Sus facultades intelectuales me tenían admirado.
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Mejor que intelectuales diré instintivas, porque su sagacidad parecía más bien resultado del instinto que de un raciocinio prolongado. Constábame también que Rube me admiraba y me profesaba gran amistad. Manifestábase tan celoso como Garey en mi servicio; pero a sus ojos era una debilidad ostentar con demasiada franqueza este celo, y procuraba disimularla. Su admiración hacia mí procedía, sin duda, de que yo no le contrariaba nunca ni trataba de rivalizar con él en su conocimiento peculiar, en la ciencia de la pradera, en la cual me avenía a ser su discípulo, y me dejaba guiar por él. Otra causa influía, además, en ambos cazadores, y era su afición al papel que desempeñaban en estas circunstancias. Les complacía seguir una pista lo mismo que a los perros de caza, y antes que renunciar espontáneamente a ir tras ella, soportaban hasta un extremo casi increíble el hambre, la sed y el cansancio. Así, pues, bebiendo en el riachuelo tan apresuradamente como yo, siguiéronme al salir del agua, poniéndonos los tres a explorar el terreno con atención suma. 200
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Aquella era una verdadera pista de guerra. No se veían huellas de personas ni de estacas para plantar tiendas. Si hubiera sido un simple cambio de campamento de indios pacíficos, no habrían faltado algunas de estas señales. Se hubieran encontrado además numerosas pisadas de mujeres indias, de squaws, porque la esposa-esclava del arrogante comanche vese obligada a atravesar las praderas a pie, cargada como la acémila que la sigue. Pero, aunque no se veía huella alguna de indias, las había en gran numero de mujeres, perfectamente impresas en el suelo, a la orilla del riachuelo. Eran ligeras marcas, que apenas tendrían el tamaño de una mano, y estaban suavemente moldeadas en el terreno fangoso; pero no podían confundirse con la huella de los pasos de una squaw salvaje, porque no había esa ancha separación entre el talón y el dedo grueso del pie, vuelto hacia dentro, ni se distinguía el contorno de una sandalia. Aquellas huellas tan débiles debían ser de mujeres mejicanas que tienen los pies más pequeños y bonitos del mundo. —¡Cautivas!— exclamamos al contemplar dichas huellas. —¡Sí, pobres criaturas!— añadió Rube con acento compasivo. —Esos pieles rojas las obligan a ca201
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minar a pie, teniendo numerosos caballos sobrantes. Lo menos han pasado veinte mujeres por aquí: ¡qué lástima me inspiran! ¡Con buena compañía andan! ¡Qué vida más desagradable debe ser la suya! No conocía Rube el terrible efecto que sus palabras me causaban. Más de cien caballos y otras tantas mulas habían dejado en aquel sitio huellas de su paso, entre los cuales debía haber algunos herrados; pero, a pesar de esto, estábamos seguros de que todos iban montados o conducidos por indios, porque los cuadrúpedos figuraban también en el número de los cautivos. Estas señales diferentes permitieron a mis compañeros descubrir otras cosas que hubieran sido ininteligibles para mí. Sin duda alguna estábamos sobre la pista de una partida de guerreros indios que iban ya de regreso, cargados de botín, y llevando por delante u obligándoles a seguirlos, numerosas personas cautivas, caballos, mulas y hasta niños, porque también se distinguían las diminutas huellas de sus piececitos. El rastro descubría estos detalles, aun a mis ojos menos expertos; pero significaba mucho más para mis dos compañeros, que no dudaban de que los in202
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dios fueran comanches. Habían encontrado una sandalia abandonada, y el apéndice de cuero del talón les reveló la tribu a que pertenecía su dueño. La pista era reciente, pues, a pesar de la sequedad de la atmósfera, el fango que había a orillas del riachuelo no estaba desollado, según la expresión de los cazadores. Los niños habían vadeado la corriente cuando empezó a arder la pradera. Los caballos, cuyo rastro habíamos seguido por la llanura incendiada, eran los de una partida que se había destacado en persecución del caballo blanco, y precisamente en el vado volvió a reunirse con el resto de la tribu que llevaba el botín y los prisioneros. Desde aquel punto, todos habían marchado juntos. El hecho parecía indudable según todas las apariencias; pero deseábamos tener completa seguridad respecto a tan importante punto, y buscamos entre las pisadas las de un caballo que debía tener algo roto el casco, cosa que cualquiera podía reconocer fácilmente. Era imposible descubrirlas en la orilla fangosa del río; pero podía suceder que el caballo cautivo hubiera sido conducido a la mano o montado por un jinete que marchara a la cabeza de la par203
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tida, y que las pisadas de los que le seguían hubieran borrado sus huellas. Stanfíeld pasó el vado en aquel momento, y se reunió con nosotros. Tan pronto como el bravo voluntario fijó los ojos en el suelo, lanzó una exclamación muy expresiva y se detuvo, señalándonos la huella del caballo herrado. —¡Mi caballo!— exclamó; ¡mi caballo Hictory!; ¡voto a bríos! —¡Cómo! ¡Tu caballo! —¡Que no vuelva yo a ver el Kentucky si no es é1! —¿Estás seguro de que es tu caballo? —Completamente seguro; como que le he herrado yo mismo. Conozco esa pisada en la arena seca; conozco los clavos desde el primero hasta el último, porque los he clavado con mi propia mano. Sin duda alguna es él. Rube silbó del modo que le era peculiar y dijo: —Esto aclara el asunto; es precisamente lo que había supuesto. ¡Ese maldito renegado indio!— añadió encolerizado. —Ya sabía que habíamos hecho mal en darle libertad, pues debimos cortarle el gaznate, y desollarle el cráneo cuando lo atrapamos. Ahora nos pesará: ¡por vida del demonio! 204
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Las palabras de Rube eran bien claras. Sabíamos que quería cortar el gaznate al mejicano indianizado que hicimos prisionero en la mesa; y entonces recordé que, cuando lo tuvimos en nuestro poder, fue éste el parecer de Rube, rechazado por los más clementes de mis compañeros. El cazador nos había dado las razones que le aconsejaban medida tan extrema; conocía algo de la historia del prisionero. —Es un verdadero renegado— nos había dicho el cazador, —y en toda la superficie de las praderas no hay enemigo de los blancos más acérrimo que ése, y sobre todo de los blancos de Tejas. Tomó parte en la matanza de la familia Wilson y en la bifurcación del Brazos, distinguiéndose en la refriega que precedió a la carnicería. Más aún: créese que se llevó una de las hijas del pobre Wilson, y que la ha convertido en una squaw. Es más temible que un indio, por lo mismo que conoce el modo de obrar de los blancos. Dejar en libertad a ese pícaro ha sido un gran disparate. Lo cierto es, amigo Stanfield, que puede usted darse por satisfecho por no habérsele ocurrido llevársele su cabellera al mismo tiempo que su caballo. El caballo robado por el renegado era en efecto el de Stanfield, y las huellas, cuya identidad acababa 205
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éste de asegurar, las de dicho animal, en el que debía ir montado el merodeador. Este nuevo descubrimiento fue un rayo de luz para nosotros. Dudar más era ya imposible. Era la misma partida que habíamos encontrado en la mesa, aumentada quizás con un nuevo refuerzo; la misma que había saqueado la ciudad mejicana; la misma, en fin, que había avanzado hasta la hacienda, y aquel renegado... ¡Ah! Asaltábanme en montón extraños recuerdos. Me acordaba de haber encontrado a aquel hombre semisalvaje ocultándose a un lado del camino, después de haberle puesto en libertad, un día en que paseaba yo a caballo con Isolina. Recordaba la feroz expresión con que miró a mi compañera; aquella mirada en que la ferocidad iba unida a la codicia, y habiéndome irritado esta actitud, reprendí y amenacé a aquel hombre. De todo me acordaba entonces. Volví a montar sobre Moro, y después de dar a mis hombres algunas órdenes incoherentes, partí con toda velocidad siguiendo aquel rastro.
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XXXI UN ESCRITO EN UNA HOJA DE MAGUEY En lo sucesivo, era innecesario recurrir a la sagacidad de los cazadores; un ciego habría podido ir por allí con la misma facilidad que por una carretera. Pero nos vimos obligados a acomodar nuestro paso a las fuerzas de nuestras cabalgaduras, pues los pobres animales estaban rendidos, y empezaron a quedarse rezagados, de suerte que la mayoría concluyeron por no poder seguir sino trotando a muchos centenares de pasos unos de otros. Luchar contra la naturaleza era empeño inútil. Los hombres tenían muy buena voluntad, aunque también estuviesen casi extenuados; pero los caballos lo estaban realmente, y ni látigo ni espuela podían obligarles a dar un paso. El único capaz de 207
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continuar el viaje era mi incomparable Moro; pero habría sido una locura seguir adelante yo solo. La noche aproximábase a pasos agigantados. Era ya la hora del crepúsculo, y por el sombrío aspecto del cielo preví que la luna no brillaría. Habríamos podido seguir la pista a la luz de las hachas, que no se habían consumido por completo; pero este medio ofrecía ya pocas seguridades. Por mi parte, no apreciaba tanto la vida que me abstuviese de arriesgarla, pero la de mis compañeros no me pertenecía y no debía exponerlos, ni sacrificarlos inútilmente. Me apeé, pues, algo contrariado, y me senté en el suelo, dejando a Moro en libertad de pacer la corta hierba. Los soldados, a medida que fueron llegando, ataron sus caballos a la estaca, y tomaron asiento junto a mí sin decir una palabra. Tendiéronse unos tras otros sobre el musgo, y a los diez minutos todos dormían tranquilamente. Yo fui el único que no pude conciliar el sueño. La fiebre del insomnio me abrasaba; mis negros pensamientos no me permitían cerrar los párpados, a pesar de tener los ojos irritados a consecuencia de tan prolongada vigilancia. Estaba persuadido de que todos los narcóticos del mundo no habrían podido proporcionarme un momento de reposo en seme208
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jante ocasión. Encontrábame en el estado de un hombre presa del delirio producido por ese terrible envenenamiento que causa el abuso de los licores y ni podía dormir ni permanecer quieto en parte alguna. Siéndome imposible estar sentado, me levanté para vagar sin dirección fija, saltando por encima de mis compañeros tendidos y dormidos, pasando entre los caballos y recorriendo el terreno en todas direcciones, cerca de la orilla del riachuelo que por allí corría. La frescura de este ameno lugar me había inducido a escogerlo para descansar, pues, a pesar del desorden de mis pensamientos, me quedaba bastante reflexión aún para comprender que no podíamos acampar sin agua. Bajé nuevamente al lecho de aquella corriente, y tomando agua en las palmas de la mano, me humedecí varias veces los labios y las sienes. Esta ablución me refrescó, dando más elasticidad a mis nervios y a mi espíritu. Sintiéndome más sosegado, sentéme en la orilla, donde pasé algún tiempo contemplando el agua bulliciosa, que corría sobre un lecho de amarilla arena y de relucientes guijarros de cuarzo. Era muy transparente y aunque el sol se había ocultado ya, podían verse en el fondo pequeños 209
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pececillos plateados, que jugueteaban en su elemento. ¡Con qué envidia contemplé a aquellos pequeños seres que vivían libres en el líquido cristal, pasando una existencia feliz e indiferente, libres del cruel cocodrilo y del tiburón, tiranos de las aguas! Estuve contemplándolos hasta que sentí cierta pesadez en los ojos. El murmullo del riachuelo parecía invitarme al sueño, y quizás hubiese logrado dormir si en aquel momento, dirigiendo la vista casualmente en torno mío, no hubiera reparado en un objeto que lo disipó por completo. Cerca del sitio donde me había sentado elevábase un gran maguey silvestre. Una de las grandes hojas de esta planta colgaba, casi rota, y le faltaba la púa en que debía rematar. Si sólo hubiera sido esto, no me habría llamado la atención, pues me constaba que los indios habían acampado allí y que uno de sus caballos o de sus mulas podía haber comido la hoja al pasar; pero, como estaba cerca de la planta, pude ver que había algo escrito en aquella hoja. Volvíme, sentado como estaba, y agarrando la enorme hoja, la atraje hacia mí de modo que me fuera fácil examinar su superficie. He aquí lo que leí: Prisionera de los comanches ,— una partida de guerreros que llevan numerosos cautivos — mujeres y niños — ¡Ay de 210
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mí! ¡Desgraciados niños! — Desde aquí al noroeste. — Salvada de la muerte; pero temo... Aquí quedaba interrumpido el extraño escrito, que no estaba firmado; pero tampoco lo necesitaba. Demasiado sabía yo quién lo había trazado. Por desfigurados que estuvieran los caracteres, a causa de los materiales que hubieron de emplearse, conocía la mano de Isolina de Vargas. Sin duda, había arrancado la púa en que remataba la hoja y la había utilizado para grabar aquellas letras en la epidermis de la planta. —¡Salvada de la muerte!... ¡Gracias, Dios mío, por esta frase! Pero temo... El escrito quedó sin concluir. Leí varias veces aquellas líneas; pero no decían más. Examiné con detención las otras hojas de la planta por ambas caras, pero no encontré nada. Lo que leí era cuanto Isolina había escrito.
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XXXII EL SALVAJE DEL SUR Isolina no había muerto; más aún, no había sufrido ningún daño, y puesto que escribía, debía estar buena. Aquel singular bíllete lo testimoniaba llenándome el corazón de júbilo. Además, tenía las manos libres, lo que probaba que los pieles rojas la trataban bien y con indulgencia. Pero no era esto sólo. Sabía que yo iba tras ella. Me había visto y sin duda fue suyo el grito que oí en el momento en que el caballo salvaje se precipitaba en el chaparral. Me había conocido, me había llamado y sabía que la seguiría hasta rescatarla. Devoré una vez más aquellas frases benditas; pero al comentarlas sentí un nuevo peso en el corazón. ¿Por qué causa había interrumpido la escritura tan bruscamente? ¿Qué se había propuesto al escri212
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birme? ¿Cuáles eran sus temores? Mis reflexiones acerca de esto me sumieron de nuevo en horribles perplejidades. Naturalmente, pensé en sus raptores, en el carácter del salvaje de las praderas, tan diferente del de los bosques, en los contrastes que ofrecen estas dos especies de hombres, tanto en su porte como en el país que habitan, y que tal vez sufren la influencia del ambiente. El clima, el contacto con la civilización española, tan distinta de la sajona, la costumbre de montar a caballo, las conquistas hechas sobre sus enemigos blancos, su amancebamiento con mujeres blancas y hermosas descendientes de las compatriotas de Cortés, todas estas concausas han producido en el indio del sur un género de existencia moral que lo asemeja a un andaluz más que a un yankee, a un hijo de Méjico más que a uno de Boston o Nueva York. Fisiológicamente considerado, no existe gran diferencia entre un habitante de París y otro de las praderas, entre el asiduo concurrente al baile de Mabille, y el jinete indio de los llanos, pues éste no es un salvaje ascético, romántico, notable por su silencio y continencia, sino voluptuoso, alegre, de lengua suelta y libre, enamorado, lascivo e inmoral. De ca213
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da diez casos, en nueve el joven comanche es tan jactancioso corno el presumido petimetre que se pasea por los bulevares de la capital de Francia. Las mujeres son el ídolo de ambos, el tema constante de sus conversaciones y la causa de todas sus acciones. Y, sin embargo, a pesar de su concupiscente amor, son verdaderos tiranos del sexo débil. No tienen esposas, porque tan noble título no puede aplicarse a la compañera de un comanche; tampoco es muy apropiado el de amante, sino el de esclava, puesto que las obligan a desempeñar los trabajos más rudos, más viles y groseros que pueden concebirse. En virtud de esto, ¿puede sorprender que me fuera imposible sosegar un momento hasta poner a mi amada al abrigo de tan horroroso destino? Habiendo sacudido el sueño que empezaba a apoderarse de mí, olvidé hasta mi cansancio, sentí mis miembros dispuestos, y mis músculos fortalecidos y aptos para arrostrar toda clase de peligros. Esto era efecto de la excitación que me produjo la lectura del billete, de la impaciencia y de los recelos que abrigaba. Hubiera querido montar a caballo y correr en seguimiento de la infeliz, pero estaba solo. Aun cuan214
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do mis compañeros se decidieran a acompañarme enseguida, ¿qué podían hacer, siendo tan pocos? Hasta entonces no lo había advertido, y necesitaba reflexionar para resolver tan importante asunto. ¿Qué sucedería si lográbamos alcanzar a aquella partida de bandidos? Yendo cargados de botín y embarazados por los cautivos, debíamos alcanzarlos forzosamente, de día o de noche; pero, ¿qué ocurriría entonces? Nosotros no éramos más que nueve, y nos atrevíamos a perseguir a una partida de cien hombres por lo menos, de cien salvajes decididos, armados y equipados para combatir, los guerreros más escogidos de su tribu, enorgullecidos con su reciente victoria, y deseosos de vengar la paliza que les habíamos dado en la mesa. En caso de derrota, no podíamos esperar merced; pero, ¿cómo podíamos salir vencedores? Hasta entonces no había pensado en el resultado de esta aventura; me había dejado llevar por el deseo de alcanzar al caballo blanco y librar a Isolina de su peligrosa situación, y en aquel momento comprendí que mi amada había escapado de un peligro para caer en otro. 215
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Isolina había salvado la vida efectivamente; pero acaso para ser víctima de la deshonra.
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XXXIII FUEGO SUBTERRÁNEO Mientras yo reflexionaba de este modo, la noche avanzaba, con extraordinaria rapidez. Un manto de negras nubes extendía por el cielo un velo sombrío al través del cual no se veían la luna ni las estrellas. Las tinieblas aumentaron hasta el punto de serme casi imposible ver a mis compañeros, aunque ninguno se encontraba lejos. Estos continuaban dormidos, echados sobre la hierba como otros tantos cadáveres sobre el campo de batalla. Los caballos, en cambio, tenían demasiada hambre para dormir, y el constante ruido de sus mandíbulas demostraba que pacían con apetito la hierba que por fortuna crecía con abundancia en nuestro derredor. Este debía ser para ellos el mejor modo de descansar, y yo pensaba con satisfacción 217
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que tan abundante ración no tardaría en devolverles las fuerzas. Aunque me tenían preocupado mis pensamientos, empezaba a sentir un frío bastante intenso que, a pesar de la baja latitud de las praderas meridionales, se experimenta en ellas a menudo. Conforme cerró la noche empezó a soplar una brisa que al cabo de media hora se convirtió en un viento fuerte y glacial cuya intensidad iba en aumento. En el espacio de media hora, el termómetro baja en aquellos lugares más de cincuenta grados Fahrenheit, lo que no es raro en las llanuras de Tejas, donde a veces sopla un viento norte tan helado que llega hasta dar muerte a los hombres y a los animales que por desgracia se encuentran expuestos a su hálito glacial. Yo había sufrido ya el rigor de un invierno en el Canadá; había cruzado lagos helados, dormido sobre la nieve en medio de las selváticas soledades de la tierra de Rupert; pero en parte alguna he tenido un frío más agudo que el que reina en el norte de Tejas. Con el sistema nervioso alterado por la falta de descanso y de sueño, después de una marcha agitada bajo un sol abrasador, después de la transpiración 218
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producida por una larga permanencia en la caldeada superficie de la pradera incendiada, acaso el frío me impresionaba más que en circunstancias ordinarias, pues parecía que la sangre se me detenía y helaba en las venas. Arrebujéme en la piel de un búfalo salvaje que algún indio poco cuidadoso había perdido por el camino; pero mis compañeros no estaban tan bien provistos como yo. Al partir, lo que menos nos figurábamos era tener que pasar las noches al aire libre, y por consiguiente no habíamos hecho preparativo alguno para acampar. Sólo dos o tres soldados llevaban su manta atada a la grupa del caballo: éstos eran los más dichosos. La brisa del norte los había despertado a todos tan repentinamente como si hubieran recibido un chorro de agua helada, y todos iban a tientas por la obscuridad, unos buscando su manta y otros el abrigo que podía proporcionarles el lado de los matorrales opuesto a la dirección del viento. Los caballos sufrían, también, tanto como sus amos; el frío les tenía encogidos, obligándoles a volver el cuarto trasero a aquel viento que nos cortaba el rostro, por lo que se unían unos a otros con el pelaje erizado y temblando. Algunos se habían refugia219
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do ya detrás de las malezas, y no se atrevían siquiera a pastar la hierba que tenían a sus pies. Hubiéramos podido encender fuego, pues allí cerca había una gran cantidad de ramaje seco, muy a propósito para el caso; y, aunque muchos soldados lo pretendieron sin calcular las consecuencias, hubieron de desistir en vista de la oposición de los más expertos y prudentes. Los cazadores, sobre todo, se opusieron con todas sus fuerzas, pues a pesar del frío intenso y de la obscuridad de la noche, sabían que ni el frío del norte ni las tinieblas impedirían que los indios vagaran por las cercanías. Podía rondar alguna partida por allí cerca; la misma piel de búfalo que habíamos encontrado podía ser causa de que algunos retrocedieran en su busca, pues era el manto de gala de un jefe, cuya biografía estaba escrita en jeroglíficos en la superficie interior de dicha prenda. Encender fuego podía costarnos la vida. Era preferible pasar frío a exponernos a que nos desollaran el cráneo. Tal fue el consejo que nos dieron los cazadores. Sin embargo, Rube no se avenía fácilmente a dejarse morir de frío; sabía encender fuego y conservarlo en una pradera descubierta, sin temor de que nadie lo advirtiera, y en cinco minutos consiguió ha220
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cer una hoguera que no habría podido descubrir el indio dotado de mejor vista. Aquella operación me inspiró verdadero interés. Rube recogió una gran cantidad de hojas y hierba seca y ramas de mezquita, y las puso bajo la cubierta de una silla para preservarlas de la lluvia o de la escarcha. Hecho esto, sacó el cuchillo y practicó en el suelo un hoyo de un pie de profundidad y de diez pulgadas de diámetro. En el fondo colocó las hojas y la hierba seca después de darles fuego con su yesca, eslabón y pedernal, menesteres que llevaba siempre en su bolsillo o en su morral, y encima de las hojas y la hierba que ardían ya, colocó las ramas, primero las más pequeñas y luego las más gruesas, hasta que el hoyo estuvo lleno hasta los bordes, después de la cual lo cubrió todo con una capa de musgo tan perfectamente como si fuera una cobertera. Después, ya en plena actividad aquel hornillo, el viejo cazador sentóse en el suelo abarcando el hoyo entre sus piernas de modo que casi lo tenía debajo. Entonces tomó la raída cubierta de su silla y se la echó a la espalda, dejándola colgar por detrás hasta que la tuvo sujeta bajo sus angulosas nalgas, y pasóse luego por delante tapándose las rodillas y ase221
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gurando, por último, las dos puntas entre los dedos de los pies. Terminada esta larga operación, quedó Rube sentado como una campana de cristal sobre una planta delicada, mientras que por las aberturas de la raída manta, escapábase una leve humareda; pero el fuego era invisible y el ingenioso cazador no temblaba ya de frío. Otros siguieron su ejemplo. Garey había construido ya un hornillo análogo, y los demás se calentaron del mismo modo. Yo utilicé también el hoyo que Garey había hecho para mí, y, tomando asiento casi encima de él y al lado del joven cazador, arrebujado en mi holgada piel de búfalo, disfruté de tan agradable calor como si hubiera estado junto a un fuego de carbón de piedra. En cualquiera otra circunstancia habría participado de la alegría que suscitó entre mis compañeros el espectáculo verdaderamente ridículo que ofrecíamos, pues no podía imaginarse nada más cómico. Eramos nueve, acurrucados de trecho en trecho, con una azulada humareda que se filtraba por los intersticios de nuestras mantas o pieles y que se elevaba sobre nuestras cabezas como si todos estuviésemos ardiendo. 222
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El viento, la escarcha, y las obscuras tinieblas duraron toda la noche; un viento helado, una escarcha glacial y unas tinieblas que parecían palpables. Aun cuando hubiéramos estado ágiles, dispuestos y llenos de vigor, nos habría sido imposible avanzar sobre la pista, pues a pesar de lo marcado que se veía el rastro de la guerra, la obscuridad de la noche nos habría impedido seguirle. Ni siquiera nos quedaba el recurso de poder caminar a la luz de las hachas, dado caso que hubiéramos podido hacerlo sin peligro, porque el viento norte las hubiera apagado. Así fue que no intentamos proseguir la marcha y resolvimos esperar a que amaneciese o se calmara el viento. A media noche quedaron concluidas nuestras estufas subterráneas, y todos acurrucados sobre ellas, aguantando la escarcha, la lluvia, el viento y hasta la obscuridad. Mis compañeros tenían la cabeza apoyada en las rodillas o dormitaban. Para mí no había reposo, ni siquiera el reposo de la imaginación, y contaba las horas, los minutos, y los minutos me parecían horas. Parecía que la lluvia, el granizo, la escarcha y el viento formaban, lo mismo que la obscuridad, parte integrante de la noche, pues, al amanecer, todo se 223
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disipó al mismo tiempo. El aquilón había agotado sus fuerzas. Un pavo salvaje que habíamos cazado al anochecer del día anterior, y algunas magras de saíno nos proporcionaron un abundante almuerzo, que despachamos rápidamente. Como el alba empezaba ya a asomar por el horizonte, montamos a caballo disponiéndonos a continuar nuestra interrumpida marcha sobre la pista de los salvajes.
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XXXIV UNA CARTA CON CARACTERES ROJOS La pista se dirigía al noroeste, como decía la hoja de maguey; Isolina había oído sin duda a sus raptores el plan de marcha, comprendiéndolo sin dificultad, puesto que entendía el comanche, lo cual no era extraño, puesto que, según Ijurra, aquella era su lengua materna. Aun cuando la hubiera ignorado, podría haberse enterado también de los proyectos de los salvajes, pues muchos de los comanches del sur son lingüistas consumados, y la mayoría, hablan la hermosa lengua española, porque hubo un tiempo en que una porción de esta tribu estuvo sometida a la enseñanza de los padres misioneros, y algunos podían envanecerse, aunque se guardaban muy bien de hacerlo, de tener sangre española en las venas. 225
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Yendo, por consiguiente, la cautiva entre ellos, era indudable que se había enterado de sus proyectos. Sólo hacía dos horas que caminábamos, cuando llegamos al sitio en que los indios habían acampado la noche anterior. Nos acercamos a él con precaución y procurando ocultarnos, pues si nos descubría un solo salvaje, algún rezagado, era lo mismo que si nos viera toda la partida, y, como estábamos sobre el rastro de la guerra, nuestra existencia se hubiera visto en peligro inminente. Algunos de los que me acompañaban podrían escapar, sin duda; pero, de todos modos, quedaría abortado nuestro plan. Efectivamente, durante aquella larga velada, mi imaginación no había permanecido ociosa y bosquejó un plan de batalla que las circunstancias podían modificar en su ejecución. Nos acercábamos, pues, al campamento nocturno de los indios, con todo género de precauciones. El humo de sus hogueras que salía entre las cenizas nos indicaba su situación. Lo encontramos enteramente desierto, siendo los únicos dueños del terreno algunos lobos y coyotes macilentos que se disputaban la posesión de la piel y los huesos de un caballo, restos del almuerzo del los salvajes. Si no 226
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hubiéramos sabido previamente a qué tribu pertenecían éstos, los cazadores nos lo habrían dicho, en vista del aspecto del campo. Todavía estaban plantadas las estacas de una tienda, de una solamente que, sin duda, sería la del jefe principal, pues eran ramas gruesas cortadas en el bosque vecino. Estaban plantadas circularmente y se reunían por la punta sujetas entre sí por medio de una correa, de modo que este abrigo debía ofrecer la forma de un cono regular cuando estaba cubierto. Rube aprovechó aquella ocasión para hacer gala de sus conocimientos en la materia, y nos dijo: —Si hubieran sido indios chickapux, habrían encorvado las estacas hacia dentro, formando un techo redondo; y si wacoes o witchitoes, habrían dejado un agujero en la parte superior para que saliera el humo. Los delawares y los pawnies hacen sus tiendas del mismo modo que los blancos, pero no encienden las hogueras de igual modo. En una hoguera, de pawnies se colocan los troncos con una punta dentro del hoyo y la otra fuera, como los rayos de la rueda de una carreta. Los cherokis y los choctaws levantan también tiendas regulares, pero difieren en el modo de encender fuego; colocan los troncos en líneas paralelas y los hacen arder sólo 227
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por un extremo, empujándolos conforme se van quemando. Ustedes ven que esos troncos se han colocado de otra manera; han ardido por el medio, y esto es cosa de comanches. La perspicacia de Rube le había hecho adivinar también que los salvajes se habían puesto en marcha tan temprano como nosotros; que habían levantado el campamento al rayar el día, y nos llevaban dos horas de delantera. Si viajaban tan rápidamente, no era porque temiesen la persecución de ningún enemigo, pues los soldados mejicanos tenían demasiado que hacer con sus enemigos americanos, suponiendo que los comanches les dieran alguna importancia. En cuanto a nosotros, no podían sospechar que los persiguiéramos para arrebatarles los cautivos. Quizás fueran tan aprisa para encontrar los grandes rebaños de búfalos que, desde que soplaban los vientos fríos del norte, había que ir a buscar a las latitudes más elevadas del territorio comanche. Así, al menos, lo interpretaron los cazadores, y probablemente, estarían en lo cierto. Bajo la influencia de tan extrañas emociones, recorrí a caballo el terreno del campamento, donde encontré nuevos testimonios de la presencia de los salvajes: restos del botín de que iban cargados, reli228
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quias de la civilización. Había tazas rotas y fragmentos de instrumentos de música, hojas de libros destrozados, artículos de tocador rotos, jirones de seda y terciopelo, una zapatilla de raso, una sandalia usada y llena de barro, y otros emblemas de la vida civilizada y de la vida salvaje. No podíamos perder tiempo en meditar en tan curiosa confusión, pues lo que yo buscaba eran señales del paso de mi amada. Dirigí en torno mío miradas llenas de ansiedad; buscando el sitio en que Isolina había pernoctado. Involuntariamente fijé la vista en las estacas de la tienda del jefe... ¿Podía hacer otra cosa? Entre todas las cautivas, ¿había una sola que pudiera compararse con ella? ¿Cómo no la habría distinguido el jefe entre todas? —Mi joven amigo, no soy muy versado en la escritura; pero apostaría un puñado de pelos de conejo o de castor contra una cola de rata de agua del río James a que esto está dirigido a usted y a nadie más. Aquí hay algo escrito, es evidente, y con una tinta muy curiosa por cierto. Hubo un tiempo en que yo sabía leer lo manuscrito, y hasta garabatearlo con relativa facilidad, pues en aquel tiempo había un joven yankee en la Ensenada de los Patos que tenía 229
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una famosa escuela, a la que la pobre vieja —hablo de mi madre, mistress Raw1ings,— me hacía ir a aprender el Antiguo y Nuevo Testamento. Recuerdo haber leído en aquella escuela algo de ese tunante que vendió a su maestro, ya sabe usted, de Judas; sí, si mal no recuerdo, creo que es éste el nombre de aquel perdido, y, si logro atraparle, le arrancaré la cabellera más pronto que una cabra menea la cola. ¡Ya lo creo! Había llegado a su colmo la indignación de Rube contra el traidor Judas; pero no aguardé a que terminara su discurso, pues el objeto que tenía en la mano era mucho más interesante para mí que la historia de su edad juvenil y que toda la tradición bíblica. Aquel objeto era un papel, un billete doblado y con el sobrescrito de “Warfield”. Lo había encontrado sobre las hierbas, muy cerca de la tienda metido en la hendidura de una caña abierta a propósito y clavada en el suelo. Los caracteres de aquel escrito eran rojos; indudablemente habían sido trazados con sangre. Me apresuré a desdoblarlo y a devorarlo con la vista. Decía lo que sigue: 230
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“¡Enrique! Vivo aún, pero temo un funesto destino, el de una pobre blanca, cautiva de estos repugnantes hombres. La noche pasada temí la deshonra; pero la Virgen me protegió... Aun no ha llegado la hora... ¡Oh! No me someteré... Me mataré antes... Una extraña casualidad me ha preservado hasta ahora de tan horrible ultraje; pero no, no es la casualidad, es la intervención del Cielo. Dos de mis raptores me reclaman; uno de ellos es hijo del jefe; el otro, el miserable a quien devolviste la vida y la libertad. De estos dos salvajes, el que lleva sangre de blanco en las venas es el más vil, el más brutal; un verdadero demonio. Ambos contribuyeron a la captura del caballo blanco y ambos me reclaman como propiedad suya. La cuestión no está resuelta aún, y a esto se debe que no me hayan tocado; pero, ¡ah! temo que la hora fatal esté próxima... Un consejo debe decidir a cuál de los dos monstruos he de pertenecer. Sea cualquiera mi dueño, mi destino es horrible... y si no paso a poder de ninguno de ellos, la suerte que me está reservada es más espantosa todavía. Tal vez conozcas la costumbre observada en estos casos; perteneceré a todos: una víctima abandonada a todo el mundo. ¡Dios de mi alma! ¡Oh, no, no! ¡La muerte, primero la muerte! 231
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“¡Pero tranquilízate, Enrique, dueño de mi corazón! No temas que mancille tu amor. No... santo y sagrado en mi seno, sabré preservar su pureza, aunque para ello necesite sacrificar mi vida. Lo bautizaré con mi propia sangre. ¡Ay de mí! ¡Ahora brota de mi corazón!... Ya vienen para llevarme de aquí... ¡Adiós! ¡Adiós!” Así decía aquella página, que era una hoja de un devocionario en cuyo dorso estaba impresa la Virgen de los Dolores, de gran veneración en Méjico. Aunque hubiera escogido este emblema a propósito, difícilmente se habría acomodado mejor a las circunstancias. Guardé la carta y proseguí caminando presuroso sobre la pista; pero en silencio.
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XXXV OTRO ESCRITO CON SANGRE Mis hombres siguieron tras de mí. Ya no necesitábamos que los rastreadores indicaran la ruta; el sendero era llano y en él habían dejado sus huellas los caballos de los indios. Avanzábamos a paso regular, pero sin apresurarnos, porque no queríamos alcanzar demasiado pronto a los salvajes. Unicamente deseaba verlos, antes de que anocheciera, temeroso de que ellos nos vieran a su vez. El plan que había formado par rescatar a mi amada era impracticable de día, pues su éxito dependía de la obscuridad. Era, por lo tanto, indispensable aguardar. Fácil hubiera sido alcanzar antes a los indios, dada la poca distancia que los separaba de nosotros; 233
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además, según su costumbre en el rastro de la guerra, era indudable que al mediodía descansarían durante algunas horas, pues los caballos indios lo necesitaban. Respecto a la rapidez con que viajaban, los conocedores de las praderas podían darnos indicaciones seguras, con dos o tres metros de diferencia. Observábanse siempre, a lo largo de la pista, las huellas de las desdichadas cautivas, lo cual demostraba que la banda iba al paso. Los prácticos afirmaban también que había muchos caballos sin jinetes llevados de la brida, y si esto era cierto, ¿por qué obligaban a las pobres cautivas a ir a pie? Entre las huellas de aquellos caballos sin jinetes veíanse las de mujeres, de tiernas doncellas y de niños. Una de ellas había llamado sobre todas mi atención; a cada momento se fijaban en ella mis ojos; creía poder asegurar quién la había impreso. —Es su medida, exacta— pensaba. La simetría perfecta y la configuración, la curva oval del talón, la altura del empeine que se adivina por la de la planta, la hilera de pequeñas señales redondas y en diminución gradual que había dejado la extremidad de los dedos, y las superficies lisas merced al contacto de una delicada epidermis, eran 234
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otras tantas marcas características de la impresión del pie de una joven. Avanzábamos con lentitud, temiendo encontrar demasiado pronto al enemigo, a quien debíamos permitir que se alejara del sitio donde habría hecho alto. También habríamos podido prolongar nuestra parada; pero la inmovilidad me era insoportable, mientras que el movimiento, por lento que fuera, me parecía un progreso. Aunque los indios fueran cargados de botín, habían debido viajar al principio más de prisa que nosotros, porque nada les obligaba, a tomar precauciones ni a dejar espías tras de sí. A la sazón, se encontraban en su propia comarca, en el corazón del territorio comanche, y no tenían en torno suyo ningún adversario temible, por lo que caminaban descuidadamente y sin temor alguno. Nosotros, por lo contrario, teníamos que enviar delante exploradores, que debían registrar todos los recodos del camino, todos los matorrales y aproximarse muy cautelosamente a cada elevación del terreno. En estas operaciones se invertía bastante tiempo y nuestra marcha se retrasaba. Muy adelantada ya la tarde, llegamos al campamento en que los indios habían descansado al me235
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diodía. Como la primera vez, el humo nos avisó, y acercándonos con sigilo, vimos que los salvajes se habían marchado ya. Habían encendido hogueras y asado carne, como lo revelaba la naturaleza de los huesos perfectamente roídos. Volví a examinar; pero, lo mismo que aquella mañana el cazador tuvo mejor vista que yo. —¡Eh, eh! Aquí hay otro billetito, amigo— me dijo alargándome un papel. Era otra hoja de devocionario. La tomé con la precipitación que puede suponerse y devoré su contenido. Era más lacónico que el anterior y decía así: “Vuelvo a escribirte con sangre de mis venas. El consejo se reúne esta noche. Dentro de algunas horas habrán decidido a quién debo pertenecer, de quién seré esclava... de quién... ¡Oh María Santísima! no puedo escribir estas palabras. Intentaré fugarme. Me dejan las manos libres, pero me atan fuertemente las piernas. He pretendido, sin lograrlo, desatar mis ligaduras. ¡Oh, si tuviera un cuchillo! Sé dónde ponen uno; quizás logré apoderarme de él; pero no será hasta el último extremo, porque es peligroso errar el golpe. Enrique, estoy firme y resuel236
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ta; no me abandono a la desesperación. De una manera u otra sabré substraerme a sus asquerosas caricias y... Pero se aproximan... el villano me vigila... Es preciso ...” En esta forma quedaba terminada bruscamente la carta; los guardias de Isolina se habrían acercado de pronto a ella, que se habría apresurado a ocultar el papel, porque estaba arrugado y tirado sobre la hierba, donde lo encontró Rube. Descansamos algún tiempo en aquel sitio dejando que cobraran fuerza los caballos, pues los pobres animales tenían buena necesidad de ello. Además, allí había agua, cosa que no debíamos encontrar ya hasta, la noche. Cuando reanudamos la marcha, última que haríamos sobre el rastro de la guerra, el sol estaba próximo a desaparecer.
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XXXVI UN INDIO VOLVIENDO SOBRE SU PISTA Una milla próximamente habríamos ya recorrido, precedidos según costumbre por nuestros dos exploradores que acababan de subir a una pequeña eminencia, cuando los vimos agazaparse detrás de los matorrales que había en la cima. Todos nos detuvimos a un tiempo esperando el resultado de su observación. La actitud particular en que se habían colocado y la atención con que miraban por encima de la maleza, nos hicieron suponer que veían algo extraordinario. Apenas nos habíamos apeado, cuando les vimos retirarse de pronto de su escondite y bajar apresuradamente de la eminencia, haciéndonos al propio tiempo señas de que nos ocultáramos en el tallar. Como, afortunadamente, éste no estaba lejos, en 238
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pocos segundos llegamos a él, llevando con nosotros los caballos de los dos cazadores. El declive de la loma facilitaba su rápida carrera, de suerte que lograron ocultarse entre los árboles casi tan pronto como nosotros. —¿Qué ocurre?— preguntaron muchas voces a la vez. Los cazadores, jadeantes, respondieron: —Indio volviendo sobre el rastro. —¡Indios! ¿Cuántos son ?— preguntó uno de mis soldados. —¿Quién ha hablado de indios? He dicho que un indio— replicó con aspereza el viejo Rube. — ¡Malhaya los charlatanes! No podemos perder el tiempo hablando. Bill, prepara la cuerda. Y vosotros, chiquillos, abajo los fusiles, porque ahora no van a servirnos para nada; lo que conseguiríamos con ellos es atraer sobre nosotros a toda la partida. Tú, Bill, lanza el lazo al indio; el capitán te ayudará, pues ya sabe cómo, y si los dos lo dejáis escapar, a mí no se me escapará. ¿Habéis oído, camaradas? Esténse todos quietos, pues, si hay necesidad de disparar, aquí estoy yo. No hagan fuego con esas espingardas, mientras no vean que he errado el golpe, pues las oirían a diez millas de distancia. ¿Estás preparado 239
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con tu cuerda, Bill? ¿Y usted, joven? ¿Sí? Muy bien. Pues mucho cuidado los dos, y a ver si atrapan a ese monigote lo mismo que a un conejo. Miren, ya viene por allí, derechito a la ratonera. Rube dictó todas las instrucciones que quedan enunciadas en menos tiempo del que se necesita para leerlas. Casi al mismo tiempo apareció justamente en la cima de la loma la cabeza y los hombros de un salvaje. Al cabo de algunos segundos viósele todo el cuerpo. Venía montado en un gran mustang pío y no hay necesidad de añadir que iba al galope, pues es muy raro que un indio lleve su cabalgadura a otro paso. Era uno solo, según habían asegurado nuestros exploradores. Más allá de la lomo, se extendía la llanura descubierta, y si al indio le hubieran acompañado algunos otros, Rube y Garey los habrían visto desde la eminencia. Cabalgaba sin inquietud ni precaución alguna, por lo que supusimos que no sería un explorador, que, en este caso, habría obrado de otro modo. Tal vez sería un mensajero; pero, ¿a dónde iba? Era seguro que los indios no habrían dejado ningún destacamento detrás de nosotros. 240
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Tales fueron las preguntas que nos hicimos rápidamente, y a las que respondieron con igual rapidez las conjeturas. El canadiense nos dio la explicación más probable. —¡Pardiez! Vuelve por el escudo. —¿Qué escudo? —Pues qué, ¿no lo ven? Yo lo he visto perfectamente. Un gran escudo, sí, muy grande, hecho con una piel de búfalo, y adornado con cabelleras frescas y sangrientas aún, cabelleras mejicanas. ¡Oh, Dios mío! Todos reconocimos lo acertado de esta explicación. Leblanc había visto un escudo entre los matorrales, en el sitio en que habíamos hecho alto; arma defensiva olvidada por alguno de los salvajes, que volvía para recogerla. No pudimos hacer nuevas conjeturas, porque el jinete rojo había llegado ya al pie de la cuesta, y diez minutos después quedaría sujeto por el lazo o muerto por una bala. El cazador era un hombre habilísimo en el manejo de tan extraña arma, y a mí no me era desconocido. Los árboles que había en nuestro camino nos hubieran impedido desenrollarlo como era menester, pero teníamos el propósito de salir, corrien241
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do, del bosque en el momento en que el indio se pusiera al alcance del lazo, y atraparlo a la carrera. Rube permanecía oculto detrás de Garey, carabina en mano, y los soldados preparados, como nosotros, para el caso en que los dos lazos y la carabina de Rube fallaran el golpe. Habría sido tan peligroso dejar que el indio pasara del bosque como que retrocediera, porque en uno u otro caso, hubiera dado aviso de nuestra presencia allí. Era, pues, absolutamente indispensable impedirle que continuara su camino o que volviera atrás. En cuanto a mí, deseaba que no fuera esta última su suerte. No tenía ninguna venganza que satisfacer contra aquel comanche, y si su captura, no hubiera sido absolutamente necesaria para nuestra seguridad personal, de buen grado lo habría dejado ir y venir a su albedrío. Muchos de mis compañeros no opinaban lo mismo, pues, para ellos, matar un comanche, no era pecado más grave que matar un lobo, una pantera, o un oso gris, de suerte que el viejo cazador no obedeció a un instinto de piedad al recomendarles que no dispararan enseguida, sino a la prudencia. Mientras el jinete se acercaba, yo le atisbaba al través del follaje. Era un mocetón muy bien forma242
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do, probablemente uno de los guerreros más distinguidos de su tribu. No veía sus facciones por llevarlas desfiguradas con la asquerosa máscara de su pintura de guerra; pero era hombre de aventajada estatura, de ancho y desarrollado pecho, y de piernas proporcionadas que montaba a caballo como un centauro. Al fin, el indio llegó resueltamente hasta nosotros al galope. Entonces me lancé precipitadamente fuera del bosque, hice girar el lazo sobre mi cabeza y lo arrojé contra él; el nudo corredizo cayó sobre sus hombros y se deslizó hasta la cintura. Inmediatamente, espoleé a Moro y eché a correr en dirección opuesta, indicándome la tensión de la cuerda que la víctima había sido apresada. Miré hacia atrás y vi el lazo de Garey alrededor del cuello del mustang sujetándolo con fuerza. ¡El caballo y el jinete estaban en nuestro poder!
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XXXVII MI PLAN Como en el animal salvaje, la resistencia es instintiva en el indio, y éste hizo cuanto le fue posible por evadirse, pues se precipitó del caballo, y, sacando un cuchillo, cortó de un solo golpe la correa que lo enlazaba. Un momento más y habría desaparecido entre los matorrales; pero, antes de dar un paso, seis brazos robustos se apoderaron de él y, aunque forcejeó furiosamente, se le derribó casi estrangulado, consiguiendo sujetarle, a pesar de los peligrosos golpes que descargaba con su larga navaja española. Mis compañeros disponíanse a darle muerte y algunos habían desenvainado su sable para dejarlo en el sitio, pero me apresuró a evitarlo. Repugnábame 244
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derramar la sangre de aquel hombre, a quien, merced a mi intervención, se le perdonó la vida. Sin embargo, para impedir que nos perjudicara, lo atamos a un árbol de modo que no pudiera soltarse, cosa que hicimos siguiendo las instrucciones de Stanfield, el hijo de los bosques. Escogióse un árbol cuyo tronco fuera bastante, grueso para que lo abarcara exactamente el indio, de modo que las puntas de los dedos de ambas manos pudieran tocarse cuando le hubieran extendido los brazos en toda su longitud alrededor de él. Sujetáronsele las muñecas con correas agujereadas de trecho en trecho, y atadas unas con otras hízose otro tanto con las piernas a la altura de los tobillos, y las puntas de las correas se amarraron a estacas para impedirle enroscarse como un reptil en torno del árbol y no pudiera desgastar poco a poco sus ligaduras y romperlas a causa del roce. La ligadura era perfecta; el más experto ladrón no habría podido recobrar su libertad. Teníamos intención de abandonarlo allí y soltarlo, quizás al regresar, suponiendo que volviéramos por el mismo camino. En aquel momento no pensaba en la crueldad que cometíamos. Habíamos respetado la vida del indio, acto de clemencia en 245
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aquella circunstancia, y me preocupaba demasiado la suerte de seres más queridos para perder el tiempo reflexionando en la suya. Tuvimos la precaución de atarlo a cierta distancia del sitio en que nos habíamos apoderado de él, porque podían pasar por allí otros individuos de su partida, que lo habrían encontrado demasiado pronto y desbaratarían nuestros planes. Habíamoslo aprisionado al aire libre, en la profundidad del bosque, con objeto de que ni sus gritos pudieran oír los que pasaran por el sendero. Por lo demás, no lo dejábamos enteramente solo; le haría compañía un caballo, pero no el suyo, porque a uno de mis soldados se le antojó cambiarlo. Stanfield, que no iba muy bien montado, propuso un cambalache, como él decía, que el salvaje no tenía derecho a rehusar; y, habiendo atado el kentuckiano a un árbol su jaco rendido de cansancio y ya bastante viejo, apoderóse del mustang comanche, declarando que ya se la habían pagado los indios. Sin embargo, hubiera preferido hacer el cambalache con el renegado que le había robado su cabalgadura. Disponíamonos a reanudar la marcha, cuando de pronto se me ocurrió una idea magnífica. Pensé que también podía hacer un cambio ventajoso con el 246
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prisionero, un cambio, no de caballos, sino de hombres. Yo había concebido un plan para librar a mi amada, plan que maduré luego por el camino; pero el incidente que acababa de ocurrir me sugirió la idea de modificarlo por completo. A la sazón contemplaba al salvaje, que al pronto me había inquietado, bajo muy diferente aspecto; consideraba su captura como una felicísima circunstancia, no pudiendo menos de ver en ella la mano de la Providencia, y este pensamiento me devolvió la esperanza. Conocí que el Cielo acudía en mi auxilio. El plan que me había propuesto exigía más valor que astucia, y estaba seguro de que no me faltarían en las circunstancias desesperadas en que me encontraba. Había resuelto penetrar de noche en el campamento indio, a escondidas y protegido por la obscuridad, buscar a la cautiva y, si era posible, libertarla, echándonos en brazos de la suerte para escapar los dos. Si conseguía entrar en el campamento y llegar junto a ella, lo demás era fácil. Las circunstancias no permitían arbitrar otros medios. Dar una batalla con tan pocos hombres, atacar el campamento indio aun con la ventaja que nos proporcionara esta sorpresa, era una temeridad. No 247
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sólo hubiera sido el resultado nuestra derrota inmediata, sino que fracasaría nuestra última probabilidad de socorrer a la cautiva. Dada la señal de alarma, y puestos los salvajes sobre aviso, escaparían de nuestra persecución y perderíamos a Isolina para siempre. Mis compañeros opinaron como yo que era una imprudencia atacar directamente, y, sin embargo, si se lo hubiera mandado, se habrían precipitado todos tras de mí en medio de nuestros adversarios. Muchos deseaban aventurarse conmigo en el campamento de los salvajes, y participar hasta el fin de los peligros que yo corriera; pero por muchas razones había determinado ir solo. La compañía de uno de estos valientes duplicaría las probabilidades de que nos descubrieran. Necesitábase maña y no fuerza, y en el último momento la rapidez valdría más aún que la astucia. No necesito decir que abrigaba la persuasión de no poder apoderarme de la prisionera sin ser visto y perseguido; debía estar muy vigilada por los salvajes, y no sólo por sus guardianes, sino también por los celosos ojos de los dos rivales que se disputaban la posesión de su persona. Debía entablarse, por lo tanto, una persecución activa, una verdadera lucha 248
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en velocidad; pero confiaba en la ligereza de mis pies y de los suyos, me consideraba capaz de contener a los indios mientras ella corría hacia delante, y a este propósito debía llevar mi cuchillo y mis revólvers. Confiaba en tan excelentes armas, y mucho más en la casualidad, o, mejor dicho, en Dios. Mi causa era justa; mi corazón firme y resuelto. Además, debía tener tan cerca como fuera posible caballos preparados, hombres montados, carabina en mano y dispuestos a combatir o a huir. Tal era la empresa que estaba decidido a acometer. De su buen resultado dependía mi vida o mi muerte, porque, si se malograba, poco me importaba no sobrevivir a mi amada.
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XXXVIII PINTURA A LA INDIA Esto no obstante, cuanto más detenidamente estudiaba la cuestión, el porvenir me parecía más claro y el éxito menos dudoso. Una de la mayores dificultades consistía en saber cómo me introduciría en el campamento enemigo. Una vez dentro de las líneas, es decir, en medio de las hogueras y de !as tiendas, estaría relativamente seguro. Esto lo sabía por experiencia, porque no era aquélla la primera vez que visitaba un campamento de indios de las praderas. En medio de los salvajes, mezclado con ellos, y exponiéndome a la brillante luz de sus hogueras, correría menos peligro de que me descubrieran al intentar atravesar sus líneas. Para esto era necesario en primer término, salvar la es250
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tacada exterior; después pasar por entre los guardianes de los caballos, y luego cruzar la manada misma. Estos animales me causaban tanto recelo como los indios. Un caballo no es un centinela despreciable. Tan encarnizado enemigo del hombre blanco como su amo, jamás permite que el primero se le acerque, ya por temor, ya por una verdadera antipatía. Un hombre encargado de vigilar puede ser negligente, dormirse en su puesto; el caballo no se duerme ni se descuida nunca. El olor de un blanco, la vista de una forma humana que trate de ocultarse le hará relinchar y resollar con todas sus fuerzas, de suerte que en cinco minutos cundirá la alarma por todas partes y estará sobre las armas todo el campamento. Más de un ataque bien combinado ha fracasado por causa del relincho del centinela mustang. Sin embargo, el caballo de las praderas no tiene una adhesión particular al indio. Sería una cosa extraña, pues no existe tirano más bárbaro que él para la raza caballar, conductor más severo ni amo más implacable que el jinete indio. La adhesión de este noble animal no es más que efecto de la fidelidad que manifiesta hacia su compañero y señor, es el instinto que le avisa el peligro que puede correr su tirano. El pobre animal haría lo 251
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mismo en favor del hombre blanco, pues el color poco le importa, y con frecuencia el cazador fatigado se entrega al reposo en la soledad plenamente convencido de que su caballo velará fielmente su sueño. Pero mayores serían mis temores y el peligro más inminente si hubiera perros en el campamento. En el interior de las líneas, estos inteligentes animales advertirían enseguida la aproximación de un enemigo, y el mejor disfraz no me preservaría de su olfato, pues el perro del salvaje distingue al momento un hombre blanco de otro rojo, como si sintiera una invencible antipatía hacia las razas celta o sajona. Aun en tiempo de paz, si un blanco penetra en el campo de una tribu, apenas puede librarse de aquellas encarnizadas traíllas que más bien parecen de lobos que de perros; pero me constaba que los comanches no los tenían, porque no habíamos visto ni una sola huella. Los indios acababan de recorrer el rastro de la guerra, y en estas grandes expediciones, dejan los perros y las mujeres en su territorio, costumbre de la que entonces me felicitaba. Tenía el propósito de disfrazarme, porque hubiera sido una locura ir de otro modo. Aun en medio de las tinieblas de la noche más obscura mi 252
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uniforme me hubiera vendido, y con mayor motivo teniendo que penetrar en el círculo formado por las hogueras, para buscar a la cautiva. Deseaba vestir, en lo posible, un traje indio, y hacía tiempo que pensaba cómo había de arreglarme para ello. Por esto me causó gran alegría el hallazgo de la piel de búfalo; pero me faltaban las polainas, el adorno de plumas y los del cuello, los largos bucles de cabellos, el color bronceado de los brazos y el pecho, y el rostro pintarrajeado de yeso, carbón o bermellón. ¿Dónde podía encontrar lo que necesitaba para completar mi disfraz? En el momento de excitación que siguió a la captura del salvaje, estuvo vagando mi pensamiento; pero, cuando ya íbamos a alejarnos, se me ocurrió que el salvaje podría proporcionarme lo que me hacia falta, y retrocedí para examinar su persona. ¡Con cuánto placer examiné sus polainas de piel de gamo, sus sandalias bordadas de perlas falsas, su collar de colmillos de jabalí, sus plumas de águila teñidas de sangre, y el amplio manto de pieles de jaguar que pendía de sus hombros! Si la peligrosa misión que me había impuesto no me hubiese preocupado tanto, habría quitado esta última prenda a su dueño. Mis compañeros la habían contemplado con 253
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ávida mirada y más de uno se hubiera apoderado de ella; pero la consideración del peligro inmediato calmó su afán de pillaje y dejamos el magnífico manto de guerra en poder del indio prisionero. Este manto substituyó a la piel de búfalo sobre mis hombros, quitéme luego las botas, y me puse las polainas adornadas con cabelleras a modo de franjas, los calzones de flexible piel y el calzado del comanche que afortunadamente parecían hechos a mi medida. Todavía me faltaba algo para convertirme en un verdadero indio. Cuando los comanches recorren el rastro de guerra van desnudos de medio cuerpo arriba, no llevando la camisa túnica más que cuando van de caza o en las ocasiones ordinarias. ¿Cómo imitar aquella piel cobriza, aquellos hombros y brazos bronceados, aquel pecho pintado, y, por último, el rostro encarnado, blanco y negro? Necesitaba pintarme, ¿pero de dónde sacaría la pintura? —¡Bah!— dijo Rube, que tenía en la mano una piel de lobo artísticamente trabajada y guarnecida con plumas y cuentas de vidrio. —Aquí está la bolsa de medicinas de nuestro indio. Creo que encontraremos lo que necesitamos en el tocador de viaje de 254
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ese individuo. ¡Ajajá! Aquí tenemos todo lo necesario. Rube había metido la mano en el fondo de la bolsa bordada, y al mismo tiempo que hablaba iba sacando con aire de triunfo varios paquetitos de piel, que a juzgar por las manchas que tenían, debían contener pinturas de diversos colores; sacó también un objeto brillante confundido entre los demás; era nada menos que un espejo. Ninguno nos sorprendimos de encontrar aquella extraña colección en semejante sitio, porque allí era donde naturalmente debíamos buscar aquellos objetos, pues en tiempo de paz y más en los de guerra, los jinetes indios van siempre provistos de su color encarnado y de su espejo. Los colores correspondían exactamente a los que brillaban en la epidermis del guerrero cautivo. El afilado corte de una navaja hizo desaparecer mis bigotes en un momento; nos procuramos grasa para diluir los colores, y pasando al lado del indio, me coloqué en disposición de que hicieran de mí su vivo retrato. Rube era el pintor; un pedazo de piel de gamo le servía de pincel, y la ancha mano de Garey de paleta. 255
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La operación no duró más de veinte minutos, al cabo de los cuales la copia no desmerecía del original. Todavía me faltaba una cosa, y de las más importantes por cierto en la metamorfosis de mi apariencia: los largos bucles negros que adornaban la cabeza del comanche. Pero pronto quedó salvada también esta dificultad, pues apelando a la hoja, de una navaja en vez de tijeras, Garey desempeñó el oficio de peluquero, y la cabellera del pobre indio quedó privada de sus gloriosos y ondulantes bucles. El salvaje, creyendo, sin duda, que le íbamos a desollar el cráneo, se estremeció al ver brillar sobre su frente la afilada hoja. —No era así como yo quería quitar la cabellera a este tunante— murmuró Rube mientras se practicaba la operación. —¡Saca el pellejo también, Bill! Eso nos evitará trabajo, porque, ¿ cómo nos arreglaremos para hacer una peluca si no lo desuellas? Haz lo que te digo: arráncale su maldita piel. Naturalmente, Garey no hacía caso de este cruel consejo, aparte de que sabía que Rube no hablaba en serio. En poco tiempo quedó hecha una tosca peluca, que me pusieron en la cabeza sujetándomela con mis propios cabellos que eran bastante largos, y, por fortuna, negros como los del indio. 256
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Parecióme que éste se sonreía al ver el uso que hacíamos de sus magníficas trenzas; pero su sonrisa era torva, y durante toda la escena permaneció en el más profundo silencio. El extravagante disfraz, la mezcla extraña de lo cómico y lo serio que acompañaba a tales preparativos, y sobre todo la facha del indio cautivo después que le raparon hacían reír a las piedras, y mis compañeros, no pudiendo contenerse, prorrumpieron en estrepitosas carcajadas. Por último, pusiéronme el adorno de plumas en la cabeza. Era una suerte que el guerrero lo llevara, porque tan magnífico tocado no suele usarse en las expediciones belicosas, y contribuyó mucho a completar mi disfraz. Con dicho adorno en la cabeza, era difícil descubrir mis cabellos postizos aun en medio del día. Mi tocado estaba completo, pues el pintor, el peluquero y el sastre habían cumplido su misión a las mil maravillas.
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XXXIX ÚLTIMOS PASOS SOBRE LA PISTA Con gran lentitud y adoptando mayores precauciones que nunca, emprendimos la marcha, no avanzando hasta que los cazadores habían explorado detenidamente el terreno. Las huellas recientes de los indios indicaban que nos llevaban muy poca delantera, y esperábamos verlos de un momento a otro. No deseábamos encontrarlos antes de la puesta del sol, porque no podría reportarnos ventaja alguna alcanzarlos durante su marcha; antes, al contrario, temíamos tropezar con algún rezagado, porque podía desbaratar nuestros proyectos. Dimos, por consiguiente, a los salvajes el tiempo necesario para plantar su campamento, y a los rezagados para llegar a él. 258
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Pero tampoco podíamos retrasarnos mucho, porque el consejo debía celebrarse aquella misma noche, según lo que Isolina había sabido, y a la salida de él tendría efecto el desenlace. Era absolutamente indispensable llegar a tiempo de presenciar uno y otro. El consejo podría reunirse inmediatamente después de hacer alto. Tratándose del hijo de un jefe y de uno de éstos, porque de este rango disfrutaba el renegado blanco entre los indios, la cuestión no podía quedar indecisa mucho tiempo, y sobre todo cuando ésta era la posesión de la mujer más hermosa del mundo. Mi propósito era llegar a la vista del vivac indio a la hora del crepúsculo, a ser posible, para practicar un reconocimiento con mis amigos antes que la obscuridad nos lo impidiera. Deseábamos conocer también las inmediaciones para saber cuál sería la mejor dirección que podríamos tomar en el caso de que triunfáramos en la empresa. Acomodábamos nuestra marcha a las señales de la pista: los exploradores sabían decirnos, con un minuto de error, de cuándo databan las últimas pisadas, y esto nos guiaba. Ambos se deslizaban silenciosamente por el mismo rastro, con los ojos clava259
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dos en la superficie del suelo; pero los míos se fijaban con más inquietud en el cielo, pues temía un obstáculo que se opusiera a la ejecución de mi proyecto. ¡Qué cambio tan completo se había operado en mis aspiraciones! ¡Cuán diferentes eran de las de las dos noches anteriores! El aspecto mismo del cielo que hasta entonces me había contrariado hubiera colmado entonces mis deseos. Antes había maldecido las nubes, y en aquel momento pedía con toda mi alma que hubiera nubes, obscuridad, tormenta. Entonces hubiera bendecido los negros vapores; pero no se divisaba la menor sombra en toda la superficie del firmamento, y la mirada sólo veía por doquier las llanuras ilimitadas del éter. Una hora después, la inmensidad de la celeste bóveda se cuajaría de millones de brillantes estrellas y la noche, plateada por la luz de una luna resplandeciente, sería tan clara como el día. Es difícil dar una idea de la consternación que me causó el aspecto de tan hermoso cielo. El ave nocturna, que no vive feliz sino en la más profunda obscuridad, no habría experimentado mayor contrariedad que yo. Si llegaba a brillar la luna, la empresa sería mucho más arriesgada; el peligro se duplicaría. 260
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Estábamos, a la sazón, a mitad del mes lunar, y la luna debía salir inmediatamente después de la puesta del sol, llena, redonda y casi tan brillante como el astro diurno, sin la menor nube que velara su faz, que protegiera la tierra contra su argentada luz. Fue un buen pensamiento el de mi disfraz; no habíamos perdido el trabajo al arreglarlo perfectamente, pues, dada la claridad que nos amenazaba, era lo único con que podía contar, lo único que podía proteger mi incógnito. Sin embargo, como el salvaje tiene buena vista y todos sus sentidos sumamente desarrollados, de poco me servirían mis adornos de plumas si me veía obligado a hablar. Podía suceder que engañados los amigos del modelo por esta exactitud de imitación, por esta copia perfectamente sacada, se aproximaran a mí y me hablasen, y, en este caso, como yo sabía muy pocas palabras del dialecto comanche, me vería, sumamente apurado para seguir la conversación. Se acercaba la noche; el disco del sol estaba próximo a desaparecer tras el horizonte; llegaba el momento supremo para mí. Como nuestros exploradores tardasen en darnos cuenta de sus observaciones, nos detuvimos en un pequeño tallar para esperarlos. Descollaba ante nos261
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otros una colina bastante alta, en cuya cima había árboles; el rastro de la guerra pasaba por allí. Vimos a los dos guías meterse entre la arboleda y no los perdimos de vista para aguardar su regreso. De pronto apareció uno de ellos en el lindero del bosque; era Garey que nos hacía señas de que nos reuniéramos con él. Hicímoslo así y el hábil explorador nos guió al través de los troncos por la cumbre de la colina. En la vertiente opuesta, la arboleda no bajaba más que hasta corta distancia, pero nos detuvimos antes de llegar al límite, y, después de apearnos, atamos los caballos a los árboles. Entonces empezamos a andar a rastras hasta que llegamos al mismo lindero del bosque, y miramos atentamente entre el follaje para examinar la llanura que había al pie de la colina. Vimos humaredas, luego varias hogueras y, en el centro de ellas, una tienda de pieles, distinguiendo también sombras alrededor de los vivacs; eran hombres que iban y venían y caballos que pastaban tranquilamente. Aquél era el campamento de los comanches.
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XL EL CAMPAMENTO COMANCHE El crepúsculo era a suficientemente obscuro para ya ponernos completamente a cubierto de las miradas bajo la sombra de los árboles, que, sin embargo, no era tan densa que nos impidiera reconocer con exactitud la posición del enemigo. Habíamos llegado, pues, en el momento oportuno. Desde donde estábamos podíamos verla perfectamente; de una sola ojeada abarcábamos el campamento y una gran extensión del país circunvecino. La colina a la que habíamos subido, especie de cerro aislado, era la única eminencia de considerable elevación que se veía en algunas millas en contorno, y el campamento estaba instalado en una llanura que se extendía en la base de esta eminencia y parecía ilimitada. 263
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Era una pradera salpicada de bosquecillos, tallares y zonas de terreno pobladas de árboles, entre los cuales predominaba el pecan. Entre dichos bosquecillos y terrenos arbolados crecían, diseminados, otros vegetales, cuyas copas adquieren un extraordinario desarrollo. Estos árboles, que parecen formar parte de un parque, unidos a los grupos de pecanes semejantes a tallares, daban a aquel lugar el aspecto de un país civilizado, y un sinuoso riachuelo deslizaba mansamente sus aguas, reflejando como un manto de plata los últimos rayos del sol. Esto no obstante, aquello no era más que un desierto, pero un desierto magnífico. La mano del hombre no había contribuido jamás a amenizar aquellos lugares apartados; el arte humano no había intervenido en la creación y adorno de aquel delicioso paisaje. El campamento indio estaba situado a orillas del riachuelo, a media milla del pie de la colina próximamente. Bastaba mirar la posición de aquel campamento para conocer el acierto que había presidido en la elección del sitio no tanto para la defensiva como para ponerle a cubierto de una sorpresa. Suponiendo que la tienda, única que allí había, indicara el centro del campamento, este punto esta264
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ba en el lindero de un bosquecillo frente al riachuelo. Desde la tienda hasta la orilla del pequeño arroyo formaba el terreno un declive suave como el glacis de un recinto fortificado; la superficie ocupada por el cordón de hogueras estaba alfombrada de un espeso musgo que cubría todo el terreno entre los árboles y el riachuelo, y sobre esta compacta verdura destacábanse los atezados guerreros, unos a pie, en actitud indolente o paseando, otros tendidos sobre la hierba, y los demás junto a las hogueras ocupados, al parecer, en preparar su cena. Una fila de lanzas, plantadas con regularidad, señalaba el terreno de cada guerrero; sus delgadas astas, que tendrían unos cinco pies de largo, parecían mástiles de buques, ondeando en ellas numerosos gallardetes y banderolas, plumas pintadas y cabelleras humanas. Cerca de cada una de ellas veíanse colocados el fastuoso escudo, el arco, el carcaj, la bolsa, bordada y el saco con medicinas del guerrero, habiendo además, allí agrupados, otros seres de diferente naturaleza y cuya observación me conmovió. Eran mujeres, y como había aún bastante luz pude distinguir sus facciones; eran las mujeres blancas, las desdichadas cautivas. ¡Qué extrañas sensaciones 265
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experimenté al contemplar aquellas formas indecisas, aquellos tristes rostros! Los caballos protegían los flancos a derecha e izquierda, y ocupaban una ancha zona de terreno; los habían atado fuera para que paciesen a su gusto, y podían circular en toda la longitud del lazo que les servía de ronzal. Su línea iba a parar a la parte posterior del campamento y se reunía detrás del bosquecillo, de modo que aquél quedaba comprendido en un arco formado por estos animales. La cuerda de este arco era el riachuelo, pues el campamento no se extendía más allá. El sitio, pues, estaba perfectamente escogido para precaverse de una sorpresa, y sólo el bosquecillo, al que se adosaba el campamento, se veía en un radio de un millar de pasos. En todo el contorno y aun en la orilla opuesta del riachuelo, la llanura carecía de árboles y de toda especie de abrigo; ni helechos, ni matorrales, ni nada que hubiera podido ocultar la llegada de un enemigo, había allí. Los indios, por consiguiente, no tenían que temer sorpresa alguna; pero, como en ellos la prudencia es instintiva, puede decirse que se habían instalado en aquel paraje obedeciendo sin duda a la influencia de la costumbre. El bosquecillo les 266
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proporcionaba leña, el riachuelo agua y la llanura pasto para sus cabalgaduras, y con un cuadrúpedo para cenar tenían todo lo necesario. Una sola ojeada me bastó para comprender la ventaja de su posición, ojeada no de soldado, sino de cazador y de hombre acostumbrado a la guerra de emboscadas. Era imposible acercarse a ella sin apelar a una estratagema, y éste es el eterno recelo del indio a caballo. Que si la alarma no es repentina, y puede disponer de cinco minutos de tiempo, no se le podrá atacar. Si el enemigo es superior en fuerzas, podrá darle caza; pero necesita tener mejor cabalgadura que él para obligarle a venir a las manos. Batirse en retirada y no oponer una defensa activa, tal es, por regla general, la estrategia del comanche, a menos que su agresor sea un mejicano, en cuyo caso luchará con él con el valor de quien se considera más fuerte. Cuanto más contemplaba el campamento de mis adversarios, más se apoderaba de mí el desaliento. Era imposible penetrar en él, a no ser protegido por una noche obscurísima. El espía más astuto no habría podido aproximarse, sin ser sorprendido. Mis compañeros debieron opinar lo mismo porque el desaliento se reflejó en sus rostros mientras perma267
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necían a mi lado de rodillas, silenciosos y tristes. Ninguno se atrevió a pronunciar una palabra.
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XLI DELIBERACIÓN Sin exteriorizar mis impresiones, proseguí examinando el campo; pero no pude encontrar medio de acercarme a él en secreto ni con seguridad. La llanura adyacente era una pradera cubierta de espesa alfombra de hierba en un radio de mil pasos; pero esta hierba era muy corta y apenas se podía ocultar en ella, un pequeño animalejo, y mucho menos el cuerpo de un hombre ni el de un caballo. De buen grado habría recorrido arrastrándome la media milla que nos separaba del vivac; pero este esfuerzo no me hubiera servido de nada, y lo mismo hubiera podido ir andando, porque tanto de un modo como de otro no dejarían de verme los habitantes del campamento o los que guardaban los caballos. Y aun cuando consiguiera penetrar sin 269
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tropiezo en el interior de las líneas, aun cuando hubiera tenido la suerte de encontrar a Isolina, ¿cómo habíamos de escapar sanos y salvos? Seguramente saldrían en nuestra persecución, en cuyo caso no tendríamos ninguna probabilidad de substraernos a los esfuerzos de los indios, que enseguida nos darían alcance y nos matarían a lanzadas o a hachazos. Mi plan consistía en acercar mi caballo cuanto me fuera posible al campamento enemigo, dejarlo escondido por allí cerca para que nos fuera posible encontrarlo pronto al huir, montar en él, llevando a mi amada en los brazos, y reunirme a escape con mis amigos que debían permanecer emboscados todo lo más próximo al campamento que permitiese la naturaleza del terreno. Pero este plan hacíalo impracticable la posición particular de los indios. Yo había contado con los árboles, con algún tallar, con los matorrales, con alguna desigualdad del terreno, con algo, en fin, que me permitiera aproximarme a ellos; pero la realidad distaba mucho de parecerse a lo que me había imaginado. A excepción del pequeño tallar, en que se apoyaba la tienda, no había ningún bosque más próximo que aquel en que nos habíamos ocultado, y 270
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penetrar en dicho tallar equivalía a penetrar en la plaza misma. Pensábamos haber avanzado hasta el límite extremo que pudiera ponerlos al abrigo; algunos pasos más nos habrían llevado fuera del lindero del bosque, y entonces aquellos salvajes nos hubieran visto lo mismo que nosotros los veíamos a la sazón, así es que no nos atrevíamos a movernos para avanzar ni para retroceder. Levanté los ojos al cielo, pero éste no me envió un rayo de esperanza; la atmósfera estaba demasiado despejada. ¿Me vería obligado a renunciar a mi proyecto y a adoptar otro para salvar a la desdichada que correspondía a mi amor? ¿pero qué otro proyecto? En aquel momento, una ligera sombra cruzó por mi mente. Era una idea practicable, pero terriblemente peligrosa, mas entonces no estaba en situación de reparar en el peligro. Todo lo que no fuera una perspectiva de muerte cierta me inspiraba poco temor, además de que hubiera preferido la muerte a tener que desistir de mi empresa. Llevábamos con nosotros el caballo del comanche cautivo; Stanfield lo había cambiado por el suyo, y esto me sugirió la idea de saltar sobre dicho caballo y entrar en el campamento. Esto no era sino 271
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una modificación a mi proyecto, pues ya había pensado desempeñar el papel de un guerrero indio cuando penetrase en el interior del campo. El nuevo proyecto me obligaba solamente a representarlo fuera de las líneas, y hacer una entrada solemne, con lo que tendría un escenario dramático más acomodado al aumento del peligro. Sin embargo, no eran tales mis ideas, y el disfraz que llevaba no tenía nada de burlesco en el fondo. Lo menos ventajoso que había en aquel nuevo plan era que corría mayor riesgo de encontrarme en contacto con los amigos del guerrero de la banda roja, de que se me acercaran e interrogaran; y, naturalmente, aquella gente esperaría que les contestase. Aunque sabía algunas palabras comanches, no eran las suficientes para sostener una conversación, y mi mal acento o el sonido de mi voz podían descubrirme. Verdad es que me quedaba el recurso de responder en español, porque muchos comanches hablaban esta lengua; pero el expresarme en ella no dejaría, de infundir sospechas. Además, tampoco podía fiarme del caballo indio, que ya había tratado de arrojar al suelo a Stanfield, disparando terribles coces y mordiendo a su jinete que parecía abrasarle el lomo. Si hacía lo mismo 272
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conmigo en el momento de mi entrada triunfal, llamaría la atención de los centinelas, despertaría sospechas, y acudirían a examinarnos de cerca. Si, por fortuna, lograba entrar en el campamento, encontraba la cautiva, y la arrancaba de manos de sus verdugos, sería insensato contar con aquel mustang arisco y caprichoso para huir de la persecución del enemigo, porque éste tendría caballos tan buenos o mejores corredores que él, y nos alcanzaría y nos daría muerte. ¡Oh! ¡Si hubiera podido montar sobre Moro hasta cerca de aquella línea de centinelas! ¡Si hubiera podido ocultarlo allí! Pero, como esto no era posible, hube de renunciar a esta idea. Estaba casi decidido a arrostrar todos los peligros del papel que me había propuesto desempeñar, cabalgando en el mustang indio, y habiendo dado cuenta de esta resolución a mis compañeros, todos opinaron que era sumamente peligrosa, y algunos quisieron disuadirme de acometerla; pero éstos desconocían los motivos que me impulsaban a obrar así, y no sabían cuánta fuerza y denuedo puede inspirar una doble pasión. Aquellos hombres rudos no habían amado nunca tan apasionadamente como yo, 273
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y no quise dar oídos a sus consejos, demasiado prudentes. Otros reconocían el peligro, pero no veían otro modo de obrar. Algunos, muy pocos, habían experimentado durante su vida algunos accesos de la pasión que me arrastraba, y sus consejos estuvieron de acuerdo con la resolución que tenía adoptada ya, y ésta fue la opinión que seguí. Uno solo había permanecido callado hasta entonces, uno cuya opinión era para mí de mayor precio que la de todos los demás juntos. Rube no había hablado aún.
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XLII EL ORÁCULO DE RUBE El viejo cazador manteníase apoyado en su carabina cuya culata hacía firme contra el tronco de un árbol, mientras que la boca del cañón parecía descansar en la ternilla de la nariz de su dueño. Como el hombre y el arma tenían la misma longitud, los dos juntos exactamente yuxtapuestos presentaban la figura de una V invertida. El cazador tenía agarrada la carabina con las dos manos, cuyos dedos se cruzaban, mientras que con los dos pulgares se apretaba las alas de la nariz. A simple vista, era imposible precisar si miraba al interior del cañón, o más allá, a la parte del campamento indio.
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Esta actitud era la que adoptaba siempre que se presentaba una cuestión difícil que reclamaba toda su energía y actividad. A la sazón, estaba muy ocupado en consultar la divinidad, el demonio familiar que suponía residir en el fondo del sombrío tubo de Targuts. Al cabo de algún tiempo, todos los demás cesaron de hablar para observarle; sabían que no se daría un paso antes de haber oído la opinión de Rube y la esperaban más o menos impacientes. Transcurrieron diez largos minutos sin que el cazador hiciera ningún movimiento ni pronunciara una palabra; ni siquiera movía los labios, ni un solo músculo; únicamente sus ojos parecían agitados, y aquellos pequeños globos que brillaban en sus cóncavas órbitas eran las únicas señales de vida que se advertían en él. Habría podido pasar por una estatua o por un espantajo sostenido por un palo, confirmando tal presunción la larga carabina negruzca y bronceada por las intemperies. Transcurrieron diez minutos sin que el cazador despegara los labios; su oráculo no le había respondido aún. Observándolo con detención, advertíase que Rube fijaba la vista alternativamente en el cañón del 276
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arma y en el campamento indio. Tan pronto levantaba un poco los ojos para pasearlos por la llanura, como los tenía bajos y dirigidos en apariencia al interior del cañón de Targuts; por una parte, acudía a los objetos exteriores en busca de los datos del problema; por otra, dejaba a su divinidad doméstica el cuidado de resolverlo. El buen cazador prolongó mucho tiempo esta conjuración sobrenatural, y los voluntarios empezaban a impacientarse, pues a todos les interesaba el resultado de la conferencia. En el límite extremo que los separaba de un peligro de muerte, no era de extrañar que estuvieran ansiosos por conocer el modo cómo debía concluir. Sin embargo, hasta entonces nadie se había atrevido a preguntar a aquel original anciano. Por fin, Garey acercóse al cazador en el momento en que éste, levantando la cabeza y agitándola triunfalmente, daba un ligero chasquido con la lengua, y demostraba con ademanes bien conocidos que la consulta había llegado a su término, y que el duendecillo alojado en el fondo del cañón de su carabina se había dignado contestarle. Yo había contemplado a Rube en silencio lo mismo que los demás y aquel expresivo movimiento de 277
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cabeza, y la especie de silbido sordo, pero elocuente, que ponía fin a la conferencia entre el viejo cazador y su genio familiar fueron de mi agrado. Aquellas señales significaban que quedaba desenredada la madeja, y que el experto cazador había dado con alguna añagaza practicable para penetrar en el campamento comanche. Acerquéme a él con Garey; mas no para hacerle preguntas; lo conocíamos demasiado para permitirnos tal atrevimiento. Sabíamos que era menester dejarle en libertad de exponer su proyecto cuando lo creyese oportuno, y así lo hicimos, limitándonos a ponernos a su lado. —¿Qué tal, Bill?— exclamó al fin después de hacer una prolongada aspiración. —Y usted, joven, ¿qué opinan ustedes dos de este asunto? Presenta muy mal aspecto, ¿eh ? —Bastante malo— respondió Garey con laconismo. —Así lo he creído yo al principio. —¡Ah!— repuso el joven cazador desalentado. No hay medio de entrar ahí... —¿Quieres callar?... ¡Que no hay medio! ¿Quién es el chiquillo que te ha sugerido esa idea, pobre Bill? 278
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—Pues bien, sí; hay un plan que no servirá de gran cosa, y en el que hace un rato nos hemos ocupado. —Dime cuál es— replicó Rube sonriéndose triunfalmente; —dime en qué consiste, pero despacha, Bill, porque el tiempo es sumamente precioso en estos momentos. Vamos a ver, ¿qué plan es ése? —Pronto queda explicado, Rube. El capitán se propone montar en el caballo indio y marchar al campamento. —Al campamento en línea recta, ¿eh? Como si dijéramos, de cabeza. —De nada le serviría ir por el lado de las malezas, pues le verían llegar a hurtadillas. —¡Lléveme el diablo si los pieles rojas ven algo! Sí, que me condene si ven algo más que fuego. A mí no me verán, aunque cada uno de ellos tuviera más ojos de los que Argos llevaba, en su caparazón. ¡No, no me verán, amigo Bill! —¿Cómo puede ser eso?— pregunté entonces —¿Quiere usted suponer que cualquiera puede acercarse a ese campamento sin ser visto? ¿Es eso lo que quiere usted decir, amigo Rube? —Sí, eso precisamente es lo que quiero decir, amigo mío. Pero, hablando con claridad, no es pre279
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cisamente eso. No he dicho que uno de ustedes pudiera ponerlo en práctica, sino que el cazador aquí presente, Rubén Rawlings, de las Montañas Pedregosas, se deslizará hasta el centro de ese campamento como un escabarajo entre las hojas de una col, sin que le atisben los salvajes, y aunque esos canallas tengan más ojos que insectos llevan encima, y no son pocos, porque según mis noticias, esto daría a cada uno de esos hijos de squaws una cantidad de ojos tan grande como los de la cola del pavo real, y les sobraría aún. Conque, ¿tú crees que no hay medio de meterse entre ellos sin que lo vean? ¿Será posible que todavía parezcas bisoño en estos lances, Garey? —Pero explíquese usted, Rube: ¿cómo llevará usted a cabo este milagro? Ya, sabe usted cuán impaciente estoy... —¡Eh, eh, tenga paciencia, amigo! Se necesita paciencia y una buena dosis por cierto antes de poder calentarse las pantorrillas en aquellas hogueras, pero lo conseguirá usted, y en poco tiempo si ejecuta al pie de la letra lo que el viejo Rube va a decirle, y abre mucho los ojos y tiene muda la lengua. Sé que se conformará usted a todo esto: sé que es usted listo hasta la punta de las uñas, y que el zorro más as280
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tuto no puede burlarle. Pues bien; sepamos: ¿está usted dispuesto a seguir todas mis instrucciones? —Prometo no separarme de ellas en un ápice. —Eso es lo que se llama hablar cuerdamente. Ea, pues, allá van mis consejos. Y, seguidamente, Rube se acercó al lindero del bosque, haciéndonos seña a Garey y a mí de que lo siguiéramos. Cuando llegamos al extremo del tallar, pero siempre a cubierto, arrodillóse detrás de los matorrales. Seguí su ejemplo poniéndome a su derecha, mientras que Garey hacía lo mismo a la izquierda. Miramos al campamento indio que dominábamos perfectamente, así como la llanura circunvecina, en cuanto nos lo permitía la claridad de la luna, demasiado brillante por mi desgracia, y cuando hubimos contemplado en silencio aquel espectáculo, Rube se dignó entablar conversación.
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XLIII CONSEJOS DE RUBE —Ahora, Bill, y usted, amigo mío, miren hacia ese campamento, y vean si no hay un camino que conduce al centro mismo de la plaza, recto como una cola de rata helada ¿Lo ven ustedes? —¿Pero no está a cubierto?— repuso Garey con tono interrogativo. —Sí, hombre, sí; e igualmente cada paso que se dé por él. En vista de esto, examinamos atentamente la circunferencia del campamento y el terreno inmediato, pero sin lograr descubrir ningún sitio cubierto por donde pudiera llegarse a él. Levanté los ojos, y recorrí toda la bóveda celeste con escudriñadora mirada; observé todos los puntos del horizonte hasta el cenit, por ver si había nubes, pero todo fue inútil. Al282
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gunas ligeras neblinas flotaban muy altas en la atmósfera, pero tan sólo proyectaban una sombra imperceptible, aun al pasar por delante del disco de la luna, y que sólo eran indicio de un tiempo magnífico. Aquellas leves nubecillas que se movían con suma lentitud, casi fijas en la faz de los cielos, eran prueba de que no debíamos esperar un cambio repentino de tiempo. De suerte que, al decir que se podía penetrar en el campamento a cubierto, el viejo cazador no querría expresar que iríamos cubiertos por las tinieblas. —¡Por vida mía! No veo nada que pueda guarecernos, ni maleza, ni matas, ni maldita de Dios la cosa— exclamó Garey. —¡Malezas! ¡Matas!— replicó Rube. —¿Quién habla de eso? Hay otros medios de esconder el cuerpo sin necesidad de hierbas ni plantas. ¿Sabes, Bill Garey, que sospecho que te has embrutecido por las mismas tonterías de amor que nuestro joven capitán? —¡No, no, Rube! —Pues que el diablo me lleve si no lo creo. Me han asegurado que has dicho a una de esas muchachas... —¿Qué? 283
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—Demasiado lo sabes. ¿No es cierto que has dicho a una de las chicuelas de la ranchería que la querías, y que el amor te había entrado en el cuerpo con más rapidez que una mula descarga un par de coces? ¿No son éstas tus palabras, Bill? —Ha sido una broma. —Sí, sí, ya veremos si será una broma cuando volvamos al fuerte de Bent y entere de ello a Ciervecilla, tu squaw. ¡Por el valle de Josafat! ¡Valiente trapisonda va a armarse! —No sabes lo que dices, Rube; estás equivocado. —Forzosamente ha de haber algo, porque tienes trastornada la mollera, pobre Bill; hace unos cuantos días que no se te ocurre nada aceptable. ¡Malezas y matas! Pero, ¿tienes los ojos dados a componer? ¿No ves allá abajo un ribazo? —¡Un ribazo!— repetimos Bill y yo al mismo tiempo. —Sí, sí— replicó Rube: —un ribazo; me parece que lo hay, allí, delante de vuestras narices, a no ser que los dos se hayan quedado tan ciegos como dos zarigüeyas pequeñas. Vamos, ¿lo ven ahora? Ambos guardamos silencio. Empezamos a comprender la idea de Rube, y nuestros ojos y nuestros 284
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pensamientos se dirigieron de pronto a la orilla del riachuelo, porque a éste se refería el viejo cazador. Aquella corriente circulaba junto a las líneas indias, y formaba por un lado el límite del campamento. Desde donde nos encontrábamos, podíamos decir que el agua corría en dirección a nosotros, porque el riachuelo, al llegar al pie de la colina que a la sazón ocupábamos, rodeaba su base dando un brusco recodo. El campamento enemigo estaba en la orilla izquierda, aun cuando parecía instalado en la derecha si se le contemplaba en el sentido contrario a la corriente, como hacíamos entonces. Así, pues, para subir a la orilla izquierda, se necesitaba atravesar las líneas y pasar por entre los caballos que estaban atados muy cerca del agua. Al examinar aquellos sitios, ya se me había ocurrido tomar este camino para introducirme ocultamente en el campamento; mas para ello necesitaba ir debajo del agua, pues nadando por la superficie habría sido descubierto, y aun en el caso de que un hombre diestro se aproximara de este modo, debía ir sin caballo, en cuyo caso, ¿cómo escapar en el momento crítico? La imposibilidad de hacerlo así, me pareció evidente. Muchas veces se me ocurrió esta idea, otras tantas tuve que desecharla. 285
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No le ocurría lo mismo a Rube: precisamente era este el plan que había concebido, e iba a demostrarnos el modo de ponerlo en práctica. —Quedamos en que ven ustedes un ribazo, ¿no es así? —Poca cosa es— dijo Garey con cierto desaliento. —¡Pardiez! No es tan alto como los ribazos cortados a pico del Missouri, ni como las orillas escarpadas del río de las Serpientes; pero, si no es tan alto como ustedes quisieran, ya lo será; de minuto en minuto va siéndolo más, pueden creerme. —¿Pero es que los ribazos crecen? ¿Es eso lo que quiere usted decir? —Se...gura...mente; o lo que es exactamente igual: hay algo que disminuye a medida que el ribazo aumenta. —¿El agua? —Si, el agua que, por fortuna, baja pulgada a pulgada, y dentro de media hora habrá delante del campamento ribazos de media yarda de altura. —¿Y cree usted que podré entrar en el campamento ocultándome tras ellos? —Sin duda alguna. ¿Qué puede impedirlo? Eso es tan fácil como disparar a un conejo. 286
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—Pero, ¿cómo llevaré el caballo allí tan cerca? —Del mismo modo que irá usted. Le aseguro que el cauce del riachuelo es bastante profundo para ocultar el jaco más grande de la creación. Ahora va lleno, a causa de lo que le ha hecho crecer la última lluvia; pero, de todos modos, el caballo podrá vadearlo o andar, como le acomode, y el ribazo impedirá que los indios lo vean; y si usted quiere, lo puede dejar en el río. —¿En el agua? —Naturalmente; el cuadrúpedo lo esperará allí; y si no se está quieto, no hay más que atarle las narices a la orilla. No tema no poder acercarlo hasta donde le parezca a usted mejor; pero no lo lleve demasiado lejos y en dirección del viento, para que los mustangs no les olfateen al pasar, y así todo irá bien. Probablemente tendrá que recorrer unos doscientos pasos; si consigue apoderarse de la joven, podrá cruzar fácilmente esta distancia corriendo, y, después, derecho al caballo, y cuando esté montado, a escape, como si le hubiesen aplicado fuego a la grupa. Al trepar por la colina viene derechamente al bosque donde estaremos todos escondidos; y, entonces, ¡pobres salvajes si no se mantienen a respetuosa distancia de nuestras armas! Esto es todo. 287
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Sin duda alguna, este plan parecía bastante practicable. El descenso del nivel del agua era un nuevo elemento de éxito, que me había pasado inadvertido, pero que Rube había observado. Por esto pasó tanto tiempo sin emitir su opinión, observando este fenómeno mientras lo veíamos apoyado en su carabina. Sus ojos perspicaces habían advertido una diminución de muchas pulgadas durante la media hora que pasamos en aquel sitio, y a la sazón que me había hecho reparar en este incidente, observaba yo también que las orillas estaban en efecto más elevadas que cuando llegamos. Sin duda alguna, la idea de acercarse a favor del riachuelo era ya admisible. Si el cauce era bastante profundo, podía llevar el caballo tan cerca como necesitara; lo demás dependía de la suerte y de la astucia. —Meterse allí con el caballo indio— añadió Rube —no serviría de nada. En todo caso, podría apelar a ello cuando no hubiera otro recurso. Tenga usted por seguro que esos condenados mustangs armarían tal alboroto relinchando, piafando y haciendo corvetas, que pondrían en movimiento a toda la partida, y entonces alguno de esos monigotes 288
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de ojos de lince no dejaría de descubrir que es usted un blanco disfrazado. Enseguida, tomé mi determinación; Rube me decidió, y resolví proceder de acuerdo con las inspiraciones del cañón de Targuts.
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XLIV EN EL RIACHUELO Pronto estuvieron hechos mis preparativos, pues sólo me faltaba apretar las cinchas de mi montura, examinar mis revólveres y colocar mis pistolas y mi cuchillo de caza donde pudieran ir ocultos, debajo del manto de pieles de jaguar. Cinco minutos después, estuve dispuesto. Esperé, sin embargo, que descendiera algo más el nivel del agua, pero no mucho, porque la ansiedad que me dominaba no me permitía tener paciencia. La hora de celebrar los indios el consejo se acercaba, y no me detuve más. Además, tampoco era necesario; a la luz de la luna, veíase como se destacaba la línea obscura de la orilla que separaba la pradera de la superficie del agua. La corriente brillaba como una cinta de plata, haciendo resaltar más la faja de 290
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tierra que se elevaba verticalmente sobre ella por haber diminuido mucho el caudal del riachuelo. Monté sobre Moro, los compañeros se agruparon en torno mío par a despedirse y todos, uno tras otro, me estrecharon la mano, deseándome un feliz éxito. Algunos temían no volver a verme, otros tenían más confianza, y todos juraron vengarme si perecía en la contienda. Rube y Garey me acompañaron hasta la falda de la colina. El sitio en que el riachuelo se encontraba con ella estaba lleno de matorrales que, siguiendo a lo largo de la cuesta, uníanse al bosque de la cumbre. Descendimos ocultándonos tras aquella hilera de zarzales para llegar a la orilla precisamente en el ángulo saliente formado por el declive del terreno. Rodeaba la base de la eminencia una estrecha faja de los mismos matorrales, y entonces reconocimos que siguiendo el camino por donde acabábamos de descender, hubiéramos podido colocar la emboscada algo más cerca del campamento. Sin embargo, este abrigo no ofrecía tantas seguridades como el de la cima, y en caso de retirada habríamos tenido que subir a galope por la árida pendiente de la colina, dejando ver nuestro escaso número. Teniendo esto 291
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en cuenta, resolvimos, después de una corta deliberación, que la gente no se moviera de donde estaba. A partir del recodo al que acabábamos de llegar, el riachuelo deslizábase casi en línea recta hacia el campamento de los indios, y se desplegaba brillante como una faja de metal bruñido. Las malezas no se extendían más allá a lo largo del río, de modo que, avanzando un paso más, quedábamos expuestos a la vista del enemigo. Por allí debía entrar en el agua; me apeé, pues, y me decidí a tomar aquel baño forzoso. Los cazadores habíanme dado sus últimas instrucciones, sus postreros consejos. Ambos me estrecharon la mano, apretándola de un modo mucho más expresivo que las palabras, lo que no les impidió añadir algunas. Garey me dijo: —Rube y yo estaremos cerca. Si dispara algunos pistoletazos, acudiremos en su busca y lo encontraremos dondequiera que esté; y si por casualidad el negocio no resultara conforme a nuestros deseos, puede contar con nosotros para vengarse de esos bribones. —¡Oh, sí!— añadió Rube. —Puede usted estar completamente seguro de ello. Habrá más de una muesca nueva en el registro de mi carabina de aquí a 292
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la próxima Navidad si le ocurre a usted alguna desgracia; se lo juro a fe de Rube. Pero no tenga cuidado. Vaya con los ojos muy abiertos, las uñas preparadas, y puede tener por cierto que saldrá bien del lance. Fuera ya del campamento, cuente usted con nosotros. Diríjase directamente al bosquecillo de la cumbre, y clave las espuelas al caballo como si llevara el diablo a la ancas. Oído esto, hice bajar por la orilla a Moro, y, encontrando un suave declive, entré en el agua con el mayor silencio posible. Mi bravo corcel, como animal bien enseñado, obedeció sin vacilar, y al cabo de veinte segundos, estaba en el riachuelo con el agua hasta el pecho. La corriente tenía la profundidad conveniente. La orilla elevábase, media yarda sobre la superficie del agua, y esta altura era precisamente la que necesitaba para ocultar, ya mi cabeza, porque iba de pie, ya la de mi caballo. Si el lecho del río era igualmente profundo hasta el campamento, me sería fácil acercarme a él, como tenía motivos para creer y mis escasos conocimientos en hidrografía me hacían esperar. Las plumas de mi adorno indio sobresalían del nivel de la hierba de la pradera, y como este plumaje 293
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de colores muy vivos podía verse desde lejos, me lo quité y lo llevé en la mano. Adopté, además, la precaución de levantar hasta los hombros el manto de pieles de jaguar para no mojarlo, y por la misma razón llevé durante el trayecto mis pistolas fuera del agua. En todas estas pequeñas operaciones no invertí más que un minuto, después de lo cual empecé a andar por la corriente. La profundidad del agua me favorecía, pues el hombre y el caballo que cruzan un vado hacen tanto menos ruido cuanto menos hondo es el cauce, y esta consideración no dejaba de tener su importancia. Hacía una noche apacible, y el ruido del agua, al agitarla mi caballo y yo, se habría oído a lo lejos; pero, por fortuna, el lecho del río formaba declives en el sitio donde la corriente doblaba con esfuerzo el pequeño promontorio de la colina, y el aire llevaba a muchas millas de distancia el bullicioso rumor del agua, rumor que parecía más fuerte en medio del silencio de la noche, y que casi ahogaba el que producíamos Moro y yo. Próximamente a doscientos pies de los matorrales, me detuve a mirar atrás para retener bien en la memoria el sitio donde había dejado emboscada mi gente, pues si los comanches me perseguían de cerca 294
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podía serme fatal una equivocación respecto a este punto. El sitio en cuestión no podía estar mejor elegido. Los árboles que formaban un bosquecillo en la cumbre de la eminencia eran de una especie particular que sólo allí se encuentra; eran yucas arborescentes —muchas de las cuales tenían cuarenta pies de altura,— de tallo anular y ramoso, con fascículos terminales, de hojas rígidas vueltas hacia arriba, que formaban un singular espectáculo. Aquel sitio era, pues, muy a propósito para una emboscada, y porque cualquier partida que se acercara a él viniendo de la llanura y trepando por la colina, podría figurarse tener ante sí un ejército. Los mismos vegetales, con sus cabezas coronadas de hojas radiadas, presentaban una notable semejanza con guerreros cubiertos de gigantescos penachos, y muchas de aquellas raras yucas no tenían más que seis pies de altura, con copas muy frondosas y troncos sin ramas, tan gruesos como el cuerpo de un hombre, y, por consiguiente, podían ser confundidos con cuerpos humanos. Si los indios me perseguían y lograba llegar al bosque antes que ellos, una descarga cerrada de mis compañeros los detendría, cualquiera que fuese su número. Las nueve carabinas y cinco o seis disparos 295
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de revólver eran suficientes para ello, pues los indios creerían tener que habérselas con un ejército numeroso, gracias a aquellos árboles, que semejaban otros tantos fantasmas. Esperanzado en el buen éxito de la empresa, proseguí mi marcha contra la corriente del riachuelo.
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XLV DENTRO DEL AGUA Avanzaba muy lentamente. El agua me llegaba casi siempre a la cintura, dificultando la marcha. La corriente, sin ser impetuosa, me oponía, bastante resistencia; pero, a no haber sido por la necesidad de llevar mi cabeza y la de Moro más baja que el nivel de la orilla, habría podido avanzar con mayor ligereza. A veces, deteníame a descansar, porque el esfuerzo que tenía que hacer para arrostrar la corriente me fatigaba mucho y me quitaba la respiración, especialmente cuando quería andar encorvado. Para respirar un momento escogía los sitios en que el cauce era más profundo permitiéndome permanecer de pie. Durante estas maniobras habría deseado ver el campamento para cerciorarme de su distancia y si297
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tuación; pero no me atrevía a levantar la cabeza fuera de la orilla, por temor a que me viesen a la blanca luz de la luna. Ignoraba cuánto había avanzado, pero me parecía que debía estar cerca de las líneas. Mientras caminaba, me mantenía pegado, por decirlo así, a la orilla izquierda, que, según la predicción de Rube, sobresalía ya más de media yarda del nivel del agua. Era ésta una circunstancia muy favorable, no siéndolo menos el que por aquel lado, es decir, por el este, la luna estaba aún bastante baja, y, por consiguiente, el ribazo proyectaba una sombra negra hasta la mitad de la anchura del río. Aquel velo protector nos ocultaba a mí y a Moro. Creía, pues, estar cerca de las líneas, y anhelaba verlas por momentos; pero sin atreverme a separarme de la orilla. También temía alejarme demasiado, porque era muy peligroso. El viento soplaba contra el vivac partiendo del río, de suerte que si llevaba mi caballo frente al cordón formado por los mustangs, no tardaría en encontrarme en él, y precisamente en dirección del viento, en inminente peligro de que me olfatearan las sutiles narices de aquellos animales, y dieran la 298
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señal de alarma con sus relinchos. La brisa era bastante ligera, capaz de llevar las emanaciones al olfato sin ahogar el ruido que forzosamente hacía mi caballo al andar por el agua, ni el sordo choque que de vez en cuando producían sus cascos al tropezar con los guijarros del fondo. Corría, por lo tanto, un doble peligro: el de que me vieran si sacaba la cabeza fuera de la orilla, y de que me olfatearan los caballos si iba más lejos. Permanecí indeciso durante algún tiempo, no sabiendo si dejar a mi caballo en el sitio en que me encontraba o llevarlo algo más lejos. Algunos ruidos que salían del campamento, pero muy poco distintos para que me sirvieran de guía, me volvieron a la realidad. Volví la vista atrás para apreciar la distancia recorrida; pero me fue imposible calcularla. Volvíme hacia el lado del torrente y sondeé con escudriñadora mirada la especie de parapeto que a lo largo de la orilla oriental había. Entonces divisé en el borde del ribazo un objeto que podía servirme muy bien de punto de referencia; eran la grupa y las ancas de uno de los mustangs, atado a una estaca. No veía la cabeza ni la cruz del animal, porque tenía 299
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el cuarto trasero vuelto al riachuelo, y comía, a la sazón, hierba. Aquel cuadrúpedo me regocijó. Se encontraba a doscientas yardas de distancia, y sabía que el sitio que ocupaba, marcaba el límite exterior del campamento, y, por consiguiente, estaba yo a doscientos pasos de las líneas del enemigo, precisamente donde había pensado dejar mi caballo. A prevención, llevaba mi estaca puntiaguda, uno de los útiles indispensables de todo el que viaja por las praderas; la clavé en el suelo, en la orilla, sin profundizar mucho en atención a que Moro no trataba nunca de desatarse, pues para él la estaca, sólo tenía por objeto hacerle comprender que no podía vagar a su albedrío por la llanura. Cuando estuvo atado, le hablé en voz baja, me separé de él, y seguí remontando la corriente. No habría andado todavía doce pasos cuando vi una brecha en el ribazo; era una pequeña barranca que conducía directamente desde la llanura al río y que daba frente a otra barranca de la orilla opuesta. Estas barrancas eran indicio seguro de un vado o paso frecuentado por los caminantes de la pradera. Al principio inspiróme cierto recelo aquella depresión del terreno, pues temía que el enemigo me 300
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viera; pero, cuando llegué frente a ella, disipáronse mis temores. La pendiente era escarpada y su altura no dejaba de ocultarme lo mismo que antes. No había, por lo tanto, peligro en atravesar por allí. Antes de proseguir la marcha, examiné la barranca con más atención, y descubrí una nueva ventaja. Hasta entonces me había preocupado la situación en que dejé mi caballo. Si lograba recogerlo otra vez, sería por verme acosado de cerca por una persecución encarnizada, y, como mi valiente Moro no estaba cómodamente colocado, pues tenía el lomo más bajo que el nivel del ribazo, tendría necesidad de dar un salto desesperado para subir a la llanura que le dominaba. Pero ya esto no debía apurarme, pues, gracias al paso que acababa de encontrar, era tan fácil entrar en el cauce del río como salir de él. Me apresuré a aprovecharme de este descubrimiento. Retrocedí, desaté mi caballo para hacerle subir poco a poco hasta la brecha, y, escogiendo después un sitio cómodo en la parte más elevada del ribazo, até al animal como antes, y volví a dejarlo solo. Entonces anduve más desahogada y confiadamente pero con mayores precauciones. Estaba ya muy cerca del objeto de mis pesquisas para exponerme a hacer el menor ruido en el agua, 301
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pues por insignificante que fuera podría ser descubierto. Tenía la intención de seguir avanzando por el riachuelo hasta pasar del sitio en que estaban atados los caballos para no verme en la necesidad de atravesar la línea que ocupaban con sus guardianes, pues tan pronto como hubiese penetrado en el interior del círculo, los cuadrúpedos no advertirían mi presencia, porque tendrían al mismo tiempo otros indios delante, y el disfraz me daba el aspecto de un salvaje. Además, no quería internarme más, temeroso de llegar a la entrada del campamento mismo y de aproximarme demasiado a las chozas y a los grupos. Antes de seguir la marcha advertí que había una ancha zona de terreno entre el sitio donde acampaban los indios y el en que estaban sus caballos. Por este terreno neutral no solían ir los paseantes de la tribu, y, fiado en esto, quise empezar la representación del drama entrando por cualquier sitio del límite de dicho espacio. Todo me resultó bien. Arrimado siempre a la orilla, avancé hasta más allá de los mustangs que pacían, y tan cerca de ellos que les oía partir la hierba con los dientes; pero me deslicé tan cauta y silenciosamente que ni relincha302
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ron ni piafaron. A los pocos minutos habíalos dejado ya bastante atrás para que me fuera posible avanzar más libremente y sin recelo. Al fin levanté la cabeza, poco a poco hasta que mis ojos dominaron el nivel de la cuesta de la pradera. No veía un alma junto a ella; pero a lo lejos divisé las obscuras formas de los salvajes agrupados alrededor de sus hogueras, cantando y riendo. Ninguno escuchaba, ninguno miraba hacia donde estaba yo. Agarréme al ribazo con ambas manos, y salté a él lenta y sigilosamente, como un demonio que sale por el obscuro escotillón de un teatro. Arrastrándome sobre las rodillas llegué a la alfombra de verdura, y fui enderezándome pausadamente hasta quedar de pie en los límites del campamento comanche. Mi aspecto era el de un salvaje como los demás de la partida.
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XLVI OJEADA AL CAMPAMENTO Durante largo rato permanecí inmóvil como una estatua, sin mover brazo ni pierna, temeroso de llamar la atención de los que guardaban los caballos o de los que circulaban en torno de las hogueras. Habíame puesto mi adorno de plumas antes de saltar fuera del cauce del riachuelo, y, al llegar a lo alto del ribazo, mi primer cuidado fue ponerme las pistolas en el cinturón, hacia la espalda. Luego, dejé pendiente de mis hombros en toda su longitud el manto de pieles de jaguar. Había conseguido no mojarlo, y su ancha franja iba a servirme para tapar mis calzones y la parte superior de mis polainas caladas por completo. Verdad es que en un campamento de las praderas, y a orillas de un profundo riachuelo, un indio con las polainas mojadas 304
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no despierta sospechas. Además, la piel de gamo preparada a la usanza india es impermeable por naturaleza, y, por consiguiente, la mía debía secarse rápidamente; pero, aunque así no fuera, importaba poco que se conociera la mojadura. Casualmente había yo saltado a tierra por uno de los sitios menos visibles del campamento, colocado precisamente entre dos luces: el rojizo resplandor de las hogueras del vivac y los pálidos rayos de la luna. La especie de confusión atmosférica ocasionada por el contraste de estos dos resplandores de naturaleza diferente me favorecía produciendo un efecto algo parecido a una ilusión de óptica. El suelo estaba tenuemente iluminado, y debían verme distintamente desde el centro del campamento; pero no lo suficiente para que mi disfraz se hiciera sospechoso. Era, pues, muy probable que a ninguno de los salvajes se le ocurriera aproximarse a mí o le preocupara mi aparición. No permanecí en el mismo sitio más que el tiempo necesario para formarme una ligera idea de los puntos salientes de la escena. Había allí gran número de hogueras en torno de las cuales agrupábanse muchas formas humanas, acurrucadas las unas y de pie las otras. Como la no305
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che estaba fresca, los indios se arrimaban al fuego cuanto podían, por lo que eran pocos los que vagaban por los alrededores, circunstancia sumamente feliz para mí. Entre las hogueras había una mayor que las demás; por sus dimensiones, podía aplicársele el nombre de fuego de regocijo, como los que encienden los aldeanos en ciertos países, cuándo festejan la visita del señor de la comarca. Estaba frente a la tienda solitaria, a una docena de pasos de su entrada. De la centelleante pira brotaba un torrente de luz rojiza que llegaba hasta mí, y cuyo ondulante resplandor iluminábame el rostro. En torno de aquel vivac había reunidas muchas personas, de pie, cuyo rostro distinguía yo tan claramente como si hubiese estado a su lado, siéndome fácil examinar sus pintadas facciones, los emblemas trazados con pincel en sus pechos y mejillas, y todos los detalles de su estrambótica indumentaria. El aspecto de éstos no dejó de producirme cierta sorpresa. Había esperado ver guerreros con polainas, sandalias y calzones, con la cabeza desnuda, o llena de plumas, y pendientes de los hombros pieles de búfalo, y algunos iban, efectivamente, vestidos de este modo, pero la mayoría llevaban mantos o capas 306
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de paño burdo, pantalones y verdaderos sombreros mejicanos. En una palabra: había un gran número de salvajes con trajes mejicanos completos. Otros usaban prendas militares, como cascos o chakós, levitas de uniforme, que les caían muy mal, de paño encarnado o azul, colores que contrastaban extraordinariamente con la piel de gamo en que llevaban envueltos pies y piernas. No es, por consiguiente, extraño que me sorprendiera aquella indumentaria; pero tan pronto como recordé quiénes eran los hombres que allí había, de dónde acababan de llegar, adónde habían ido, y con qué objeto, cesó mi sorpresa. Aquello era sólo un disfraz; los salvajes habíanse endosado las prendas arrebatadas a la civilización. No necesitaba, pues, devanarme los sesos respecto mi atavío: de cualquier modo que me hubiera disfrazado, habría pasado perfectamente entre aquella abigarrada reunión, y ni aun mi mismo uniforme hubiera sorprendido a nadie, ni siquiera el color de mi piel. Por lo demás, algunos habían conservado, afortunadamente para mí, el traje nacional, pues de otra suerte me habría expuesto a parecer demasiado indio al lado de ellos. 307
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Como lo que más me interesaba era encontrar a Isolina, no me entretuve mucho tiempo en observar estas particularidades. Dirigí a todos lados miradas investigadoras, y reconocí desde lejos los grupos formados alrededor de las diferentes hogueras. Vi algunas mujeres que me parecieron cautivas; pero a ella, no la vi en parte alguna. Examiné con atención el aspecto y rostro de cuantas estaban vueltas hacia mí, y no pude encontrarla. —Tal vez esté en la tienda— pensé. —Sí, allí debe estar. Entonces me decidí a alejarme de aquel sitio. Mis ojos acababan de fijarse en el bosque que se extendía por la parte posterior del campamento, pudiendo apreciar enseguida la ventaja que podría proporcionarme su sombra protectora. La tienda —ya creo haberlo dicho— estaba plantada junto al mismo lindero de aquel bosquecillo y frente a ella ardía la mayor de las hogueras. Sin duda alguna, aquél era el punto en que, aparentemente, confluía todo el movimiento. Allí, o en las inmediaciones, debía estar Isolina, y resolví ir a buscarla allí. 308
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XLVII UN AMIGO En aquel momento precisamente oyóse la voz de un pregonero, y el campamento se puso en conmoción. No comprendí lo que aquel hombre decía, pero por su entonación particular supuse que daba una señal o hacía una convocatoria. Algo importante sin duda se avecinaba. Los indios empezaron a agitarse alrededor de la hoguera grande, juntándose y pasando unos al lado de los otros, como si ejecutaran una danza silenciosa y solemne. Otros llegaban presurosos desde las partes más remotas del campamento como si quisieran presenciar lo que hacían los que estaban congregados alrededor del fuego o agregarse a ellos. 309
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No me entretuve en contemplarlos, pues, al verlos distraídos de aquel modo, me apresuré a penetrar en el bosquecillo. Al dirigirme a él, afectaba una completa indiferencia, imitando el modo de andar torpe y vacilante de un comanche, que no se parece en nada al paso firme y decidido, al porte altanero e inimitable que tan bien caracteriza al chippeway y al shawano, al hurón y al iroqués. Debía desempeñar muy bien mi papel, porque un salvaje que pasó junto a mí al atravesar el espacio que mediaba entre los guardas de los caballos y la hoguera grande, llamóme por mi nombre, o, mejor dicho, por el del indio a quien pretendía yo representar. —¡Wakono!— me gritó. —¿Qué quieres?— respondí en español, imitando lo mejor que pude la voz y el acento de un indio. Era demasiado arriesgado; pero me encontraba en un trance difícil y no podía guardar silencio. El salvaje pareció sorprenderse al oír que le contestaba en mejicano; pero comprendió y replicó : —¿No has oído el llamamiento, Wakono? ¿Por qué no vienes? El consejo va a reunirse; Hisooroyo está allí ya. 310
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Entendí lo que el indio me decía, acaso más por sus ademanes que por sus palabras, aunque las de llamamiento, consejo y el nombre de Hisooroyo me ayudaron a descifrar la frase. Casualmente, conocía los términos de que se valen los comanches para expresar las dos primeras cosas, y sabía también que el apodo de Hisooroyo no era otra cosa sino el nombre indio del renegado mejicano. Pero, como a pesar de comprender todo lo que me decían, no conocía bastante el dialecto para contestar, no me atrevía a responderle otra vez en español, por ignorar hasta dónde llegarían los conocimientos de Wakono en el armonioso lenguaje de Cervantes. Encontrábame en un grave aprieto, y aquel maldito salvaje, que sin duda era amigo del verdadero Wakono, parecía dispuesto a reunirse conmigo. Entonces se me ocurrió una feliz idea. Afectando un aspecto de dignidad superior y el continente de un hombre que no quiere ser molestado en sus meditaciones, levanté la mano e hice al indio un ademán de saludo y despedida a la vez, y, sin darle tiempo para más, volvíle la espalda y proseguí mi marcha con majestuosa lentitud. 311
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El salvaje se alejó también, aunque con cierta repugnancia. Dirigíle una mirada a hurtadillas, y le vi partir con vacilación: indudablemente le sorprendía la extraña conducta de su amigo Wakono. No volví a mirarlo hasta que llegué a la espesura del tallar: mi buen amigo había continuado su camino, confundiéndose poco después entre la muchedumbre agrupada en torno de la gran hoguera. Al abrigo ya de todas las miradas por la sombra del bosquecillo, pude cobrar aliento y reflexionar. El incidente, insignificante en apariencia, que me había alarmado un tanto, me procuró datos muy útiles. En primer lugar supe cómo me llamaba, y, además, averigüé que el consejo iba a celebrarse enseguida, y que Hisooroyo, el renegado, tenía algo que arreglar en aquel consejo. Estos datos eran muy preciosos para mí, y uniéndolos con los que ya tenía, resultaba todo claro. El consejo debía reunirse para resolver la querella pendiente entre el renegado y el joven jefe, y decidir a quién correspondía el derecho de propiedad de mi amada. Ninguno de los dos salvajes, ni el blanco ni el rojo, había entrado aún en posesión de ella; ninguno de ellos se había atrevido aún a poner su mano sobre la inestimable joya, objeto de su codicia 312
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Isolina estaba sana y salva todavía, preservada por aquella casual rivalidad. Ambicionada por dos perros voraces, la mutua envidia de éstos había sido su salvaguardia. Esta seguridad fue un bálsamo para mi corazón; pero, ¡qué extraño consuelo! ¡Había llegado a tiempo! Desde la posición que ocupaba, veía todo el campamento, sus hogueras, sus habitantes; pero a Isolina no la encontraba. Debía estar en la tienda, o bien... ¡Tal vez la tuvieran separada de las demás cautivas! ¿La tendrían oculta en el bosquecillo hasta que se dictara la sentencia? Esta última hipótesis traía consigo sus esperanzas y sus resoluciones. Adopté el partido de registrar toda la enramada; si lograba encontrarla allí, mi empresa sería de las más fáciles, pues, aunque tu viera centinelas de vista, sabría arrancarla de sus garras, porque llevaba en mi cinto la vida de seis hombres, quizás de doce. La superioridad en el número de aquella gente desarmada nada significaba ante mis revólvers; casi todos los salvajes habían amontonado sus armas a un lado, considerándose completamente seguros. Podía también estar sola, o quizás con un solo guardián. La reunión del consejo hacía probable 313
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esta suposición. Todos los guerreros debían asistir a él: unos para tomar parte directa en las deliberaciones, otros por interesarse en el resultado, o simplemente por curiosidad, para enterarse de sus incidentes. Todos debían tener asimismo cierto interés en el éxito del litigio. Sin detenerme a hacer nuevas reflexiones, me interné por el bosquecillo para buscar a la cautiva. Era un terreno favorable para mi marcha, pues había poca maleza, y los árboles estaban bastante claros, pudiendo pasar fácilmente entre ellos, sin verme obligado a encorvarme ni a hacer ruido. También me favorecían el ruido sordo de mi calzado y el denso y obscuro follaje que se extendía sobre mi cabeza, ocultándome la vista del cielo. El principal arbusto de aquel bosque era el pecan vegetal, siempre verde, y estos arbolillos tenían aún todas sus hojas. A intervalos, y en los sitios en que mediaba mayor distancia entre sus troncos, los rayos de la luna, penetraban al través de su espeso ramaje. La superficie del suelo estaba, pues, resguardada de la luz, y los angostos pasos que iba atravesando, casi tan obscuros como si no hubiese habido luna. 314
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Sin embargo, por escasa que fuera la luz, había suficiente para permitirme observar un horrible espectáculo. Mis sospechas se confirmaban, pues no todos aquellos bandidos habían acudido al consejo ni todas las mujeres cautivas estaban reunidas en torno de las hogueras del vivac. Aquellos miserables, aquellos infames bandidos, estaban junto a sus indefensas víctimas, mujeres, hermosas mujeres blancas, que permanecían con la cabeza baja, macilentas, desmelenadas y llorosas. Aquel espectáculo me enardeció la sangre y sentí una violenta indignación. A cada paso que daba estaba a punto de sacar mi cuchillo de caza o de empezar a tiros; me acometían furiosos deseos de inmolar uno de aquellos feroces seres embadurnados de pintura, de exterminar a uno de tan inmundos salvajes. Sólo me contuvieron el peligro desesperado de mi propia situación y los temores que me inspiraba Isolina, temores más vivos que nunca. Demasiado ocupados aquellos monstruos en vigilar a sus desdichadas cautivas, no advirtieron mi presencia, y proseguí mi marcha sin que me molestasen. Recorrí sucesivamente todos los senderos del 315
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bosquecillo, deslizándome por ellos con la rapidez que me fue posible; penetré en cada espesura, en cada claro; lo registré todo, hasta los límites más apartados del bosque, y pude ver más hombres y mujeres desolados, nuevas atrocidades de los pieles rojas; pero no encontré a la que buscaba. —Estará en la tienda; forzosamente tiene que estar allí. Volví hacia el lado del pabellón, y, avanzando furtivamente, llegué junto a los árboles que resguardaban su parte posterior, donde me detuve a mirar con precaución al través de las hojas, que separé con la mano. No tuve necesidad de buscar más. Allí estaba Isolina.
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XLVIII EL CONSEJO ¡Allí estaba la amada de mi corazón! Podía verla, oírla, tocarla, pero temía extender mi mano; no osaba hablarle, y apenas me arriesgaba a mirarla. Me temblaban los dedos al separar las hojas; el corazón me palpitaba violentamente y percibía, con claridad sus latidos rápidos e irregulares. Al pronto no vi a Isolina. Al mirar por entre el ramaje contemplé un espectáculo que me sorprendió y que me distrajo durante algún tiempo. Desde la última vez que había dirigido la vista a la hoguera grande, habíase efectuado un cambio completo en los personajes que la rodeaban, y esto me tuvo suspenso hasta el punto de hacerme olvidar lo que más me interesaba. 317
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La hoguera ya no despedía llamas, sólo chisporroteaba ligeramente, y, cuando la atizaban, los troncos abrasados, convertidos en carbones, lanzaban un resplandor más tenue, pero más rojo y que parecía iluminaba mejor, proyectando su luz hasta los últimos límites del campamento. Alrededor del fuego los salvajes seguían formando círculo; pero no estaban de pie ni formaban grupos irregulares como antes, sino que estaban sentados o en cuclillas a igual distancia entre sí, trazando una línea curva, que rodeaba el enorme montón de caldeadas cenizas. Parecióme que eran unos veinte, y llevaban el traje nacional, las polainas y los calzones hasta la cintura. De medio cuerpo arriba estaban desnudos, aunque no les faltaban los brazaletes ni los adornos de conchas en la nariz, en el cuello y en las orejas, ni dejaban de ir profusamente pintados con yeso, ocre y bermellón. Supuse que aquél era el consejo. Los demás indios, los que llevaban traje de capricho, continuaban allí; pero a dos o tres pasos de distancia del círculo, y hablando en voz baja en grupos de tres o cuatro. Otros se paseaban algo más allá de la hoguera. 318
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Abarqué de una rápida ojeada todos estos detalles, tan pronto como logré acostumbrar mis ojos a aquella fatigosa luz. Al poco rato fijé la vista casualmente en Isolina, y no volví a separarla de ella. Me temblaban los dedos entre las hojas; y me palpitaba el corazón tan violentamente que oía sus sonoros latidos. En el círculo que formaban los indios alrededor del fuego quedaba una abertura de unos diez o doce pies, que caía precisamente enfrente de la tierra y encima de la hoguera, pues allí el terreno bajaba en suave declive desde la tienda hasta el riachuelo. En aquel sitio habían hecho sentar a la cautiva, que se encontraba de este modo entre la tienda y la hoguera, y algo separada del círculo del consejo. La desigualdad del suelo me había impedido hasta aquel momento descubrir a la infortunada. Estaba medio sentada, medio tendida, sobre un manto de piel de lobo. Tenía los brazos libres, pero las piernas atadas; estaba de espaldas a la tienda, y, por consiguiente, frente al consejo, por lo que me era imposible verle el rostro. Pero no necesitaba vérselo para conocer a la prometida de mi corazón; era difícil equivocarse contemplando aquellas for319
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mas incomparables que se destacaban sobre el resplandor de la hoguera. Más allá del fuego, frente al sitio ocupado por Isolina, estaba el caballo blanco de los llanos, atado a una cuerda cuyo extremo sujetaba un indio. Debían haberle llevado allí momentos antes, porque no lo había visto hasta entonces. También él, como su dueña, era objeto de una disputa. El infame que no tomaba asiento entre los individuos del consejo, que no figuraba entre los demás grupos, manteniéndose igualmente separado de unos y otros, el enemigo que veía frente a mí, era Hisooroyo, el renegado. El aspecto de los guerreros rojos era salvaje y feroz por demás, pues aquella amalgama de colores comunicaba a sus rostros una expresión diabólica; pero ninguno tenía cara tan repulsiva ni tan infernal como la suya. Las facciones de aquel miserable eran, naturalmente, repulsivas; pero el uso de la bárbara pintura que había adoptado juntamente con las demás costumbres de la vida salvaje, dábanle aspecto de ferocidad inconcebible. El emblema dibujado en su frente era una calavera con dos huesos cruzados, ostentando además en su pecho una imitación bastante perfecta de la piel ensangrentada de un cráneo, 320
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símbolos sumamente apropiados a su endemoniada crueldad. Había algo antinatural en aquella piel blanca así desfigurada, porque la verdadera tez de Hisooroyo no estaba tan disimulada que no se distinguiera en algunos sitios formando el fondo de aquel abigarrado embadurnamiento laboriosamente ejecutado. Su tinte relativamente pálido contrastaba extraordinariamente con los colores más obscuros de que estaba embadurnado. El rival de Hisooroyo no estaba allí; en vano le buscaba con la vista. ¿Sería alguno de los que estaban alrededor? ¿No habría llegado todavía? Era el hijo del jefe principal y quizá estuviera dentro de la tienda. Esta última conjetura era seguramente la más probable. Llevaron la gran pipa del consejo, que encendieron en la hoguera central, y fue luego pasando de boca en boca, sin que cada salvaje se permitiera aspirar más que una sola bocanada de humo de tabaco. Aquélla era la ceremonia de inauguración del consejo. Iban a empezar los debates. 321
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XLIX PROBABILIDADES DE SALVACIÓN La posición en que la casualidad me había colocado era inmejorable, pues tenía ante mí la hoguera del consejo y el consejo mismo, los grupos formados a su alrededor, todo el campamento. Yo tenía además la enorme ventaja de poder ver sin ser visto. A lo largo del lindero del bosquecillo extendíase una estrecha zona de sombra, semejante a la que había favorecido mi paso por el cauce del riachuelo y debida a la misma causa, pues el bosque y la corriente eran paralelos. Los rayos de la luna caían oblicuamente sobre aquella selva en miniatura, así es que, protegido por el espeso follaje de los pecanes, estaba completamente oculto por detrás, y la tienda me protegía por delante del fulgor centelleante de la hoguera. Todas estas observaciones las hice 322
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en menos de dos minutos. Casi instantáneamente comprendí, por intuición, las particularidades que más me interesaban; casi instantáneamente dominé la situación consagrándome luego a sacar el mejor partido posible de ella. Me era imposible seguir más que un camino; necesitaba llevar a cabo mi primitivo proyecto. A la vista de tanta gente no tenía la menor probabilidad de arrebatar a la cautiva con sigilo, y, por consiguiente, tenía que apoderarme de ella por medio de un audaz golpe de mano. Pero, ¿cuándo haría esta tentativa? Isolina apenas distaba diez pasos de mí; pero estaba seguro de no poder precipitarme sobre ella y desatarle las piernas con mi cuchillo, pues era imposible escapar antes que los salvajes se lanzasen sobre nosotros. Isolina estaba demasiado cerca de ellos, demasiado cerca del renegado que la reclamaba como propiedad suya. El miserable estaba casi inclinado sobre ella y con sólo alargar la mano podía tocarla. Aquel bandido llevaba en el cinto la larga hoja triangular de un puñal español, y podía derribarme de un solo golpe con tan terrible arma antes de que yo cortara una de las ligaduras de la desdichada. 323
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Necesitaba, por lo tanto, esperar mejor ocasión y esperé. Recordaba las últimas palabras de Rube; me había aconsejado que procediese con calma, dándome por razón que, si era forzoso dar “un golpe desesperado de pujavante para acabar”, no jugara el todo por el todo hasta el último extremo. En aquel momento las circunstancias no podían ser más desfavorables. En tal persuasión, refrené mi impaciencia y reuní el valor necesario para esperar. Espiaba a Hisooroyo, espiaba a los indios acurrucados junto al fuego, espiaba a los grupos que paseaban separados de él y que de vez en cuando se detenían frente a la pobre Isolina. Hasta entonces no había podido verle el rostro y sólo contemplaba por detrás aquella imagen encantadora tan profundamente grabada en mi corazón; pero ante la amenaza del peligro suspendido sobre nuestras cabezas acudían a mi mente extrañas ideas. Experimentaba un violento y singular deseo de verla de frente; pues me acordaba del atroz herrero. Al fin, me sonrió la fortuna. Concurrían en mi favor tantos pequeños incidentes, que empezaba a creer en el buen éxito de mi empresa. La cautiva 324
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volvió la cabeza, y pude contemplar su rostro; no había ninguna señal en aquella hermosa frente, ni una cicatriz en aquellas tersas mejillas; su delicado cutis estaba tan intacto, tan suave, tan diáfano como estuvo siempre. ¡El odioso herrador habíase apiadado de ella! ¿Habíase compadecido también el carnicero de la ranchería? No podía saberlo, pues la profusión de bucles que pendían de su cabeza le ocultaban el cuello, el seno, los hombros: todo estaba escondido bajo aquella espesa cabellera negra, esparcida y destrenzada. No podía adquirir seguridad absoluta y, por consiguiente, no me atrevía a tener confianza. ¡Cipriano había visto sangre! Isolina echó una ojeada alrededor, y luego volvió la cabeza; pero miraba con frecuencia hacia donde yo estaba, con evidentes muestras de inquietud y zozobra. ¡Harto adivinaba yo a quien se dirigían aquellas miradas; demasiado sabía lo que quería! Hubiera yo pronunciado una sola palabra que llegara a sus oídos; pero era de todo punto imposible, porque estaba sumamente vigilada. Fijábanse en ella envidiosas miradas; más de un salvaje feroz, devoraba con la vista su belleza angelical y era imposible hablarle, 325
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porque cuantos estaban alrededor de la hoguera del consejo me hubieran oído antes que ella. El consejo no había empezado aún a discutir el asunto que lo había congregado. Por fin la voz de un pregonero, que anunció con agudo acento la apertura del consejo, interrumpió la calma general. Había algo tan ceremonioso en todas aquellas disposiciones, se practicaron con tanta regularidad todos los movimientos, que a no ser porque aquella sesión se celebraba al aire libre, por aquella hoguera, por el aspecto bárbaro y extraño de los trajes y por la horrible pintura de aquellos rostros repugnantes, hubiera creído que estaba en presencia de un tribunal de hombres civilizados. Y así era, a pesar de no haber verdaderos jueces. Los miembros del jurado desempeñaban también el cargo de tales, porque, en la sencillez de una legislación tan primitiva, todos debían comprender la ley sin necesidad de intérprete. Los abogados brillaban allí por su ausencia, siendo las partes contendientes las que defendían su propia causa. Tales son los simples procedimientos de los altos tribunales de justicia de la Pradera. 326
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Resonó el nombre de Hisooroyo; el pregonero le llamaba a la barra. Tres veces pronunció este nombre, cada una de ellas en voz más alta; pero el heraldo habría podido excusarse de gritar tanto, porque el llamado se encontraba presente y dispuesto a hablar en su defensa. Resonaba todavía el eco de su nombre cuando el odioso renegado se apresuró a contestar, y adelantándose hasta un espacio que habían dejado libre en medio del círculo, se detuvo, irguióse cuanto le fue posible, cruzóse de brazos y aguardó en tal actitud. En aquel momento crítico dudé si obraría cuerdamente precipitándome sobre él para decidir de una vez mi suerte juntamente con la de mi amada. Los guerreros, sentados a la sazón, parecíame que estaban desarmados, y el renegado, de cuyas manos no apartaba yo la vista, encontrábase más distante, pues había tenido que dar la vuelta para ponerse al otro lado de la hoguera. La situación la creí favorable, y hubo un momento en que me estiré para tomar impulso. Por fortuna, fijáronse mis miradas en los espectadores reunidos más atrás, muchos de los cuales ocupaban precisamente el camino que yo debía to327
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mar, y advertí que tenían armas la mayoría, y que hasta el mismo Hisooroyo estaba demasiado cerca aún. —Nunca— pensé, —nunca conseguiré abrirme paso al través de un número tan desproporcionado de enemigos; es imposible romper esa línea, y el intentarlo sería insensatez. Resonaba todavía en mis oídos el último consejo de Rube, y volví a renunciar a aquel proyecto temerario.
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L EL JEFE DE CABELLOS BLANCOS Reinó el silencio, hubo una pausa verdaderamente solemne que duró más de un minuto. Uno de los miembros del consejo la interrumpió incorporándose y previniendo a Hisooroyo con un gesto que podía hablar. —¡Guerreros rojos del Hietán!— dijo el renegado. —¡Hermanos míos! Lo que tengo que decir al consejo es poca cosa. Reclamo la joven mejicana aquí presente como propiedad mía. ¿Quién impugna mi derecho? Reclamo también la posesión del caballo que yo mismo he cazado. El orador se detuvo esperando nuevas órdenes del consejo. —Hisooroyo— dijo otro indio —ha presentado su reclamación acerca de la joven mejicana y del ca329
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ballo blanco, pero no ha expuesto el motivo que pruebe su derecho en presencia del consejo. Quien así habló fue el indio que había mandado a Hisooroyo hacer uso de la palabra y que al parecer dirigía los debates; su autoridad residía, en el hecho de ser el más anciano de los circunstantes, circunstancia que da la preeminencia entre los indios. —¡Hermanos!— prosiguió el renegado. —Mi reclamación es justa, como todos podréis juzgar; sé que vuestro corazón es leal, y que no negaréis su entrada en él a la justicia. No necesito recordaros vuestra propia ley que dice que quien se apoderó de un prisionero tiene el derecho de apropiárselo y de hacer de él lo que le plazca. Esta es la ley de la tribu y la mía también, porque la vuestra es la mía. Un murmullo de aprobación interrumpió durante un momento este inspirado discurso. —¡Hietanos!— continuó el orador. —Tengo la piel blanca, pero el corazón es del mismo color que el vuestro. Me habéis hecho el honor de adoptarme, de acogerme en vuestra nación, y me habéis distinguido haciendo de mí, primero un guerrero, y después un jefe. ¿Os he dado alguna vez motivo para que os arrepintáis de haberme concedido tal honor? ¿He burlado jamás vuestra confianza? 330
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Una aclamación unánime le dio una respuesta negativa. —Confío, pues, en vuestro amor a la justicia y a la verdad, y no temo que el color de mi piel ciegue vuestros ojos, porque todos conocéis el color de mi corazón. A este rasgo de elocuencia contestaron los circunstantes con nuevas señales de aprobación. —Pues bien, hermanos, oíd mis razones; reclamo la joven y el caballo. No necesito recordaros dónde y cómo los encontrarnos, pues vuestros ojos han sido testigos de esta doble captura. Se ha dudado de quién la había efectuado, porque eran muchos los hombres que fueron tras ellos; pero mi lazo fue el primero que cayó sobre la cabeza del caballo, el primero que se ciñó al cuello del animal, el primero que lo obligó a detenerse. Apoderarse del caballo, era también apoderarse de la mujer que iba sobre él, y como yo lo he hecho, ambos son mis cautivos. Reclamo la joven y el caballo como propiedad mía. ¿Quién niega mi derecho? ¡Que se levante y lo impugne! Después de lanzar este reto con enfático y seguro tono, aquel nuevo Demóstenes volvió a su anterior 331
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actitud, y cruzándose de brazos quedóse silencioso e inmóvil. Hubo una nueva pausa, a la que puso asimismo fin un ademán del viejo guerrero que antes había hablado. Este ademán dirigíase al heraldo que, elevando su voz, gritó con chillón acento: —¡Wacono! Este nombre me hizo estremecer como si me hubiera herido una flecha. A mí me llamaban de aquel modo. Wacono era yo. Repitióse dos veces más este nombre, y cada vez en voz más alta. —¡Wakono!... ¡Wakono!... Un rayo de luz iluminó mi mente; Wakono era el rival y el litigante; aquel cuyos calzones me había puesto, cuyo magnífico manto pendía de mis hombros, cuyo adorno de plumas engalanaba mi cabeza, el hombre que llevaba pintada en el pecho una mano encarnada y en la frente una cruz; Wakono era yo. No puedo expresar la singular tentación que experimenté al hacer este descubrimiento. Estaba en una situación peligrosa, me temblaban los dedos, solté las ramas, y me llevé las manos a los ojos; apenas me atrevía a mirar el teatro de aquella amenaza332
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dora escena. Permanecí algún tiempo inmóvil, sin producir el más ligero ruido, pero no sin sentir cierto estremecimiento; me era imposible reprimir las crispaciones de mis nervios terriblemente excitados. Escuchaba sin mirar. Reinó un intervalo de silencio, durante el cual todos procuraron reprimir su respiración; nadie se movía ni trataba de hablar; todos esperaban el resultado de la intimación. Volvió a oírse la voz del pregonero, gritando tres veces: —¡Wakono!... ¡Wakono!... ¡Wakono!... Un tercer intervalo de silencio siguió a este nuevo llamamiento; pero percibí confusos murmullos de sorpresa y desaliento tan pronto como los presentes advirtieron que el indio no respondía por su nombre. Yo era el único que conocía el motivo de su ausencia; Wakono no podía presentarse. No pude menos de contemplar la situación por su lado cómico, y lo cierto es que era tan ridícula, que, aun amenazado por un gran peligro, sentía unas ganas de reír extraordinarias; pero pude comprimirlas, y separando nuevamente las ramas, me arriesgué a mirar. 333
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En el consejo reinaba cierta confusión. Habíase dado a Wakono por ausente; pero los miembros del jurado permanecían en cuclillas y conservaban su aspecto flemático. Los guerreros más jóvenes, colocados en torno de ellos, lanzaban destempladas exclamaciones, yendo y viniendo a cada momento con el ademán inquieto que demuestra a la vez desaliento y sorpresa. En aquel momento salió un indio de su tienda; era un hombre de aspecto bastante venerable, más por su edad que por su grave expresión. Los años habían surcado de arrugas su rostro y tenía los cabellos blancos como la nieve, cosa rara en los indios. Advertíase en aquel individuo algo que le hacía aparecer como uno de los jefes de la tribu, y como Wakono era hijo del jefe, y el jefe sería, sin duda, un anciano, supuse que aquél sería el padre del indio a quien yo representaba. Mi conjetura resultó exacta. El indio de blancos cabellos acercóse al límite del círculo de los guerreros, imponiendo silencio con un ademán. Obedecióse al punto esta orden; cesaron los murmullos, y todos se dispusieron a escucharle.
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LI ELOCUENCIA COMANCHE —¡Hietanos!—empezó diciendo el anciano jefe, que tal era, efectivamente, la calidad del venerable indio. —¡Hietanos, hijos y hermanos míos en el consejo! A vosotros acudo para que aplacéis la resolución de este asunto. Soy vuestro jefe, pero no quiero que por este concepto me tengáis consideración alguna. Wakono es mi hijo, y no reclamo favor para él; pero espero de vosotros la justicia que haríais al individuo más pobre de la tribu; no pido nada en obsequio de mi hijo Wakono. Wakono es un guerrero valiente, y todos vosotros lo sabéis. Lleva un escudo y numerosos trofeos conquistados a los rostros pálidos tan aborrecidos; sus polainas están adornadas con cabelleras de uttahs y cheyennes; sus pies arrastran largos mechones de cabellos de pa335
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wnie y del arapaho. ¿Quién se atreverá a negar que Wakono, mi hijo Wakono, sea un bravo guerrero? Un murmullo de aprobación respondió a esta pregunta salida de los labios de un padre. —También Hisooroyo es un guerrero, y un guerrero valiente; no lo niego. Posee corazón entero y fuerte brazo; ha arrancado muchas cabelleras a los enemigos de los hietanos; me complazco en reconocerle estas cualidades; pero, ¿quién de nosotros no haría lo mismo? A esta pregunta respondió un coro general de exclamaciones guturales, lanzadas al mismo tiempo por el consejo y los espectadores. Por el tono y el modo de expresarla, esta respuesta era testimonio de un enérgico asentimiento, revelando que el favorito de aquella gente no era Wakono, sino el renegado. El anciano jefe lo advirtió también, y no pudo ocultar el desagrado que le produjo tan expresiva réplica. Después de una breve pausa, reanudó el hilo de su discurso; pero bajo muy diferente tema, porque hizo con muy distintos colores el retrato de Hisooroyo, y como lo pintó con las tintas más sombrías, era indudable que se expresaba con acritud y hostilidad. 336
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—Respeto, pues, a Hisooroyo en lo que vale— prosiguió; —lo respeto por la entereza de su corazón y el vigor de su brazo, según he dicho; pero oídme, hijos y hermanos míos. Hay dos cosas de cada especie: hay el día y la noche, el invierno y el verano, un vergel frondoso y una árida llanura, y lo mismo ocurre con la lengua de Hisooroyo: habla de dos modos tan diferentes como la luz y las tinieblas; su lengua es doble, ahorquillada como la de la serpiente de cascabel: no hay que fiarse de ella. El jefe guardó silencio, y se concedió la palabra a Hisooroyo. No se defendió de la imputación de usar un doble lenguaje: estaría, seguramente, persuadido de que la acusación era justa, y en este concepto no recelaba perder su popularidad, pues era cosa sobrado notoria. Verdad que se necesitaba ser gran embustero para aventajar o igualar siquiera con respecto a este punto al más insignificante orador del pueblo comanche, porque el espíritu de mentira proverbial en estos indios podía competir con el de la misma Esparta, si es cierto que esta nación fue acreedora a tal imputación.
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El renegado no se dio siquiera, por ofendido; parecía tener gran confianza en la justicia de su causa, y replicó sencillamente: —Si la lengua de Hisooroyo es doble, el consejo no debe dar crédito a sus palabras; pero puede llamar testigos: muchos hay dispuestos a confirmar la sinceridad de lo que ha dicho Hisooroyo. —Escúchese primero a Wakono; que hable Wakono; ¿dónde se ha metido? Esta pregunta fue formulada por diferentes miembros del consejo que hablaban todos a la vez. Y, acto seguido, volvió a oírse la voz aguda del pregonero gritando tres veces: —¡Wakono!... ¡Wakono! ... ¡ Wakono!... —Hermanos— volvió a decir el jefe, —he aquí por qué quería aplazar vuestro juicio. Mi hijo no está en el campamento; ha vuelto a seguir el rastro de la guerra, y no ha regresado aún. Ignoro qué pretende hacer; tengo el corazón lleno de dudas, pero no de temor. Wakono es un guerrero valiente, y se bastará a sí mismo; no permanecerá ausente mucho tiempo; pronto volverá, y por esta razón os pido un plazo.
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Un murmullo de desaprobación acogió esta confidencia. Los partidarios del renegado eran más numerosos que los amigos del joven jefe. Entonces Hisooroyo volvió a dirigirse a la asamblea, diciendo: —Hietanos: ¿hasta cuándo nos tendrá aquí detenidos una bagatela? Se han ocultado ya dos soles sin haber resuelto esta cuestión, y, sin embargo, yo no pido más que justicia. Con arreglo a nuestras leyes no puede suspenderse ningún juicio, y el botín debe pertenecer a alguien. Reclamo esos dos objetos como de mi propiedad, y me comprometo a presentar testigos que acrediten mi derecho, derecho de que carece Wakono, y si no, ¿por qué no ha venido a proclamarlo? No tiene más pruebas que su palabra; se avergüenza de presentarse sin ellas ante vosotros, y por eso se ha ausentado del campamento. —¡Wakono no se ha ausentado!— repuso una voz salida de entre la turba de espectadores. —¡Está en el campamento! Esta noticia produjo gran sensación; el anciano jefe participó también de la sorpresa general. —¿Quién dice que Wakono está aquí?— preguntó en voz alta. 339
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Adelantóse un indio en el que conocí al hombre a quien había encontrado cuando acababa de separarse de los guardianes de los caballos, y que, como se sabe, era mi amigo. —Wakono está en el campamento— insistió colocándose en medio del círculo. —He visto al joven jefe y le he hablado. —¿Cuándo? —Hace poco. —¿Dónde ? Mi amigo indicó el sitio en que me había encontrado. —Iba hacia allá— prosiguió; —luego se metió entre los árboles, y no he vuelto a verle más. Esta noticia aumentó la sorpresa del auditorio, pues nadie acertaba a comprender que, estando Wakono en el campamento, no se presentara a sostener su reclamación. Su padre era, al parecer, el más asombrado y no trató siquiera de explicar la ausencia de su hijo. No podía hacerlo, y callaba, atónito y estupefacto. Entonces se brindaron muchos a ir a buscar al guerrero ausente, presentando una proposición para enviar mensajeros en todas direcciones y registrar el bosque. 340
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Sentí calofríos y me flaquearon las rodillas, pues comprendía que si registraban el bosque me sería imposible conservar mi incógnito por más tiempo. El traje de Wakono era demasiado vistoso, y entre los de aquella gente no había ninguno que se le pareciera; ningún otro guerrero llevaba un manto de pieles de jaguar, y el suyo debía venderme. La pintura superficial de mi cuerpo no me servía de nada, porque, examinándome a la luz de la hoguera, quedaría descubierta la superchería. Entonces me asesinarían en el acto, me torturarían quizás en castigo de los malos tratamientos que habíamos hecho sufrir al verdadero Wakono y que no tardarían en saberse. Mis temores llegaban ya al paroxismo, cuando algunas palabras de Hisooroyo los calmaron de repente. —¿Para qué buscar a Wakono?— exclamó. — Demasiado sabe cómo se llama. Wakono tiene oídos; puede oírnos si está en el campamento. Llamadle nuevamente si queréis. Esta proposición pareció acertada y el consejo la adoptó. Por cuarta vez el pregonero llamó al joven por su nombre, quedando todos convencidos de que su aguda voz habría llegado hasta los últimos límites del campamento. 341
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Dejaron transcurrir cierto intervalo, durante el cual reinó un profundo silencio, aplicando todos el oído para escuchar, pero Wakono tampoco respondió al llamamiento lo mismo que las tres veces anteriores. —¿No os lo dije?— exclamó el renegado triunfalmente. —¡Guerreros! Os pido que sentenciéis. No le replicaron al pronto. Siguióse un prolongado silencio, durante el cual nadie pronunció una palabra, ni en el círculo ni fuera de él. Al fin, púsose en pie el más anciano de los miembros del consejo, y después de aspirar una bocanada de humo en la pipa sagrada, pasóla al indio que estaba a su izquierda. Este, con la misma ceremonia, se la entregó a su vecino, y así sucesivamente hasta que la pipa dio la vuelta a la hoguera y volvió a manos del anciano guerrero que había dado la primera chupada. El presidente soltó la pipa, y seguidamente planteó la cuestión con acento solemne, pero con voz apenas perceptible para los simples espectadores de aquella escena. Procedióse a la votación, emitiendo cada uno su voto en voz baja. Después se pronunció la sentencia, que fue tan rara como inesperada. El jurado, movido por un irresistible impulso de equidad, resolvió dividir el 342
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botín entre ambos litigantes, adjudicando el caballo a Wakono, y la joven a Hisooroyo.
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LII GALANTERÍA BRUSCA Este fallo satisfizo al parecer a todo el mundo; y aun el mismo renegado manifestó su complacencia con una horrible sonrisa que desfiguró su rostro. Había sacado la mejor parte. El jefe de blancos cabellos parecía también satisfecho. De los dos objetos en litigio, ¿preferiría el viejo salvaje el caballo? Wakono hubiera seguramente preferido a la cautiva. El renegado, por su parte, manifestaba una desusada alegría. En su continente advertíase que estaba persuadido de poseer un preciado tesoro, objeto de muchos deseos, y no podía disimular el gozo que experimentaba. Acercóse con aire de triunfo y de júbilo al sitio en que estaba Isolina. 344
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Los indios, sentados hasta entonces para celebrar el consejo, levantáronse después de pronunciar la sentencia: la asamblea quedaba disuelta. Algunos se marcharon adonde los llamaban sus quehaceres; otros permanecieron junto a la hoguera, mezclándose con sus camaradas, no ya con la gravedad de jueces, sino charlando, riendo y gesticulando del modo más alegre del mundo. Todos parecían haber olvidado el proceso y su objeto; demandante, defensor, proceso, nada les preocupaba ya. Habíase entregado el caballo a un amigo de Wakono, la joven a Hisooroyo y el asunto había quedado enteramente terminado. Acaso hubiera allí algún joven que, con el corazón agitado, dirigiera alguna lasciva mirada a la linda cautiva, pues era indudable que más de uno envidiaba la suerte de Hisooroyo; pero procuraban ocultar sus sentimientos limitándose a lanzar furtivas ojeadas. Terminado el consejo, nadie volvió a ocuparse, al parecer, en el renegado ni en su cautiva, de rostro pálido, dejándolos juntos y entregados a sí mismos. ¡A sí mismos... y a mí! Desde entonces todos mis pensamientos, todas mis miradas se concentraron en Hisooroyo e Isoli345
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na; para mí no había en el mundo más interés que espiar a1 lobo y a la víctima. El anciano jefe habíase retirado a su tienda; Isolina quedaba sola, abandonada; pero no permaneció así más que uno o dos segundos, pues, en otro caso, hubiera yo corrido a su lado. Mis dedos buscaron maquinalmente el mango de mi cuchillo de caza, pero no tuve tiempo de hacer uso de él, porque casi en el mismo instante Hisooroyo se acercó a ella. Dirigióle la palabra en español, porque no quería que los demás lo entendiesen, y, hablando en este idioma, sabía que habría menos peligro. Pero casi a su lado había alguien que no perdía una palabra, yo, para quien no pasó inadvertida ni una sola sílaba. —¿Qué tal?— empezó a decir con altanero acento. —¿Qué tal, Isolina de Vargas? ¿Has oído? Ya sé que entiendes la lengua en que han hablado los del consejo, porque es la tuya natal. Aquel hombre feroz burlábase de la infeliz. —Eres mía en cuerpo y alma: ya lo has oído, ¿no es verdad? —Sí, lo he oído. —Creo que debes alegrarte. Soy blanco como tú; te he librado de las caricias de un indio, de un piel roja, y el resultado del juicio te debe complacer. 346
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—¡Oh, sí, mucho!— contestó Isolina, con el mismo tono de resignación que no dejó de sorprenderme. —¡Es mentira!— contestó Hisooroyo. —No eres franca conmigo, mi dulce niña. Ayer mismo únicamente me dirigías palabras de desprecio, y, por lo tanto, debes seguir despreciándome. —No estoy en estado de despreciarle; soy su cautiva... —Tienes razón. No puedes despreciarme ni rechazarme, cosa que, realmente, me importa poco; puedes amarme o aborrecerme, como gustes. Con el tiempo quizás me profeses más afecto del que me convenga; pero eso será cuenta tuya, encantadora doncellita. Mientras tanto, me perteneces en cuerpo y alma; eres mía, y puedo hacer de tí cuanto me plazca. Estos groseros insultos hicieron que mi sangre, abrasada ya, hirviera en mis venas. Empuñé el mango de mi cuchillo y encogí las piernas como el tigre que se dispone a saltar sobre su presa. Proponíame en primer término derribar a aquel miserable de una puñalada, y luego cortar las ligaduras que sujetaban las piernas de la cautiva, con la hoja ensangrentada. 347
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Las probabilidades estaban siempre contra mí, pues aun quedaban unos veinte indios alrededor de la hoguera, y, aunque el renegado español cayese al primer golpe, no me sería posible escapar. Pero no podía contenerme, y estaba decidido a jugar el todo por el todo en aquel momento terrible, cuando, por fortuna, llegaron a mis oídos otras palabras que me contuvieron. —Vamos— exclamó el renegado dirigiéndose a su víctima e indicándole que lo siguiera; —ea, ven, vida mía. Aquí hay demasiada gente y yo quiero hablar contigo a solas; conozco parajes más amenos para reclinar en ellos esas mórbidas formas, plácidos y solitarios bosquecillos donde estaremos cómodamente a la sombra de la enramada. Allí podremos ir, paloma mía. Ea, vamos. A pesar del doble y repugnante significado de estas palabras, me agradó oírlas, y tanto, que detuvieron mi mano y mi impulso, cuando me disponía a saltar y herir. La soledad apetecible a la sombra de un bosquecillo, como él decía, me deparaba una ocasión favorable para libertar a mi amada. Haciendo un violento esfuerzo sobre mí mismo, me contuve, y, resolví esperar aún. 348
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Apliqué el oído para escuchar la respuesta de Isolina, mientras la miraba y observaba todos sus movimientos. Advertí que dirigía la vista a sus pies, y a las apretadas correas que tenía ceñidas alrededor de los tobillos. —¿Cómo podré seguirle?— preguntó con tranquilo acento. Indudablemente aquella calma era afectada y debía encubrir algún proyecto. —¡Es verdad!— replicó el bandido, desenvainando su cuchillo. —¡Caramba! No se me había ocurrido; pero pronto estará arreglado... Interrumpió de pronto su frase, quedándose en una actitud que revelaba cierta vacilación. Permaneció así algún tiempo mirando a su víctima de soslayo, y luego, como si hubiera cambiado repentinamente de pensamiento, envainó el cuchillo, exclamando: —¡No, no me fío de tí! Tienes muy ligeras las piernas, muchacha, e intentarías hacerme dar un mal salto. Vale más que te quedes como estás. Ea, levántate... un poco más... así. Ahora vámonos al bosquecillo. Dichas estas palabras, el pícaro se inclinó sobre su víctima que estaba medio tendida en el suelo, pa349
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sóle un brazo por la cintura, y la levantó de modo que el seno de la desdichada vino a reposar sobre el suyo. ¡El seno de mi amada sufrió el odioso contacto del embadurnado pecho del infame Hisooroyo! Vi esto y no arrebaté la vida a aquel monstruo; vi esto y no perdí mi sangre fría. Difícilmente me lo explico, porque semejante calma no es propia de mi condición. Mis nervios, después de haber estado sometidos a tan rudas pruebas durante las horas precedentes, habían adquirido la dureza y rigidez del acero, y esto me dio sin duda la fuerza necesaria para soportar aquel espectáculo, juntamente con la esperanza, casi la seguridad, de aprovechar la favorable ocasión que se preparaba. Permanecí en el mismo sitio dispuesto a todo; pero sólo durante un momento.
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LIII MOMENTO SUPREMO El renegado tomó en brazos a la cautiva, que no podía resistirse; y se dispuso a llevársela, porque sus pies, desnudos y ligados, arrastraban por la hierba. Pasó frente a la tienda y encaminóse oblicuamente a la entrada del bosque; los salvajes que lo vieron, lejos de intervenir, le dirigieron algunas bromas groseras que excitaron su hilaridad. No quise ver ni oír más. Protegido por el ramaje, deslicéme a lo largo del lindero del bosque, caminando rápidamente, pero en silencio, para llegar al mismo tiempo que el innoble raptor al punto a donde se dirigía. Conseguí llegar antes que él, y, oculto entre la sombra de los árboles, esperé con el cuchillo de caza empuñado convulsivamente y dispuesto a todo. 351
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El peso de la cautiva había retrasado a mi enemigo, que se detuvo a la mitad del camino para cobrar aliento, y a la sazón encontrábase a diez pasos de la espesura, con la joven en brazos, llamándome la atención que ésta se apoyara en él más de lo que yo creía que debía apoyarse. Hubo un momento en que vacilé, dudando entre aguardar o abalanzarme a Hisooroyo: la ocasión me parecía muy propicia. Estaba ya a punto de adoptar el segundo partido y concluir de una vez, cuando vi que el renegado, tomando nuevamente a Isolina, se dirigía en línea recta hacia donde me encontraba oculto. Había llegado el momento decisivo, y mucho antes de lo que esperaba. Apenas hubo avanzado el renegado tres o cuatro pasos más allá del sitio en que se había detenido, le vi tambalearse y caer, arrastrando a la cautiva en su caída. Atribuí esto a un accidente cualquiera; pero el rugido salvaje que lanzó Hisooroyo convencióme de que aquello no podía ser resultado de un sencillo tropezón. Hubo una breve lucha en el suelo; los dos cuerpos se separaron, y luego uno de ellos saltó de pronto hacia atrás: era Isolina, que tenía un objeto 352
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en la mano, un acero ensangrentado, en el que se reflejaba la luz de la luna y el resplandor de la hoguera del consejo. La joven inclinóse un momento para cortar con su afilada hoja las correas que le ligaban las piernas, y seguidamente echó a correr con todas sus fuerzas por la alfombra de musgo que cubría el suelo del campamento. Sin detenerme a reflexionar, lancéme fuera del follaje para ir en su seguimiento. Pasé junto al renegado, que acababa de incorporarse, encontrándose al parecer, levemente herido, y a quien la sorpresa tenía, sin duda, clavado en el mismo sitio; gritaba, juraba, pedía auxilio y profería amenazas de venganza. Hubiera podido entonces matarle, y no me faltaban ganas de hacerlo; pero me era imposible detenerme ni un segundo, no podía pensar más que en alcanzar a la fugitiva, para ayudarla a escaparse. Ya había circulado la voz de alarma por el campamento, donde reinaba una gran agitación, y cincuenta salvajes habían salido en persecución de Isolina. Mientras corríamos de este modo tropezó mi vista con el caballo blanco. Un hombre lo tenía sujeto por un lazo, se lo llevaba lejos de las chozas, al 353
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sitio en que pastaban los mustangs, e iba a atarlo a su estaca correspondiente. El hombre y el caballo estaban enfrente de nosotros precisamente, en el momento en que emprendimos la carrera. Isolina, se encaminó en derechura hacia ellos, y poco después llegaba junto al caballo, apoderándose de la cuerda. El indio se resistía y procuraba recobrarla; pero Isolina blandió el ensangrentado acero, haciendo retroceder al salvaje, aunque no soltar la cuerda. Pronto la cortó la joven, y, rápida como el pensamiento, montóse y huyó a todo escape. El indio estaba armado de su arco y su carcaj, y, antes que los fugitivos se pusieran fuera de su alcance, tesó el arco, y partió una flecha de la cuerda vibrante. Oíla silbar y creí percibir el ruido del choqué producido al clavarse, pero el caballo no se estremeció. Mientras corría yo a campo traviesa, apoderéme de una de las largas lanzas que había en el suelo, y traspasé con ella al indio antes que tuviera tiempo de colocar otra flecha en el arco, y eché a correr de nuevo, sin perder de vista al caballo blanco. No tardó en llegar al sitio en que estaban los mustangs, muchos de los cuales galopaban sueltos 354
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por el prado. Sus guardianes parecían azorados, aunque desconocían la causa de aquella repentina alarma, y, gracias a esto, pudo el caballo blanco atravesar sano y salvo con su preciosa carga, el espacio que éstos ocupaban. Seguílo a pie corriendo cuanto podía; cincuenta salvajes venían ya tras de mí atronándome los oídos con sus clamores. Oíales gritar: ¡Wacono!; pero no tardé en dejarles a gran distancia. Tan pronto como hube dejado tras de mí la manada de caballos, volví a distinguir el corcel blanco; pero entonces sumamente adelantado. No obstante, advertí con alegría que se encaminaba en derechura, a las apiñadas yucas de que estaba cubierta la colina. Seguí mi precipitada carrera por las orillas del riachuelo, y al llegar al sitio en que el ribazo estaba cortado, precipitéme rápidamente en la barranca, para tomar mi caballo. ¡Júzguese cuál sería mi asombro cuando advertí que había desaparecido! El noble bruto no estaba donde yo lo había dejado; pero en su lugar encontré el mustang manchado del indio. Examiné el riachuelo en todas direcciones; pero no vi a Moro. Mi apuro, mi perplejidad, mi rabia eran grandes. No acertaba a explicarme aquel misterio, en 355
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el que supuse que habían intervenido mis compañeros, quizás Rube, pero, ¿por qué? En el ardor de mi precipitación, no pude explicarme tan singular conducta; pero no tuve tiempo para reflexionar. Saqué al animal fuera del agua, y salté sobre él para salir del lecho del riachuelo. Al llegar al nivel de la llanura, vi varios hombres a caballo, que llegaban del campamento a rienda suelta. Eran los salvajes que volaban en persecución de Isolina. Uno de ellos iba mucho más adelantado que los demás, y casi lo tenía encima cuando aun no había podido yo hacer emprender la fuga a mi nueva cabalgadura. Merced a la luz de la luna, lo conocí fácilmente: era Hisooroyo, el renegado en persona. —¡Esclavo!— me gritó en comanche y con acento altanero y furibundo. —Tú has preparado este plan. ¡Infame, corazón de mujerzuela, cobarde, vas a morir! La cautiva blanca me pertenece, ¿lo oyes, Wakono?, y tú... No pudo terminar la frase. Yo no había soltado la lanza comanche, y recordé entonces los seis meses de servicio que había pasado en un regimiento de lanceros. El mustang se portó a las mil maravillas, llevándome directamente hacia el enemigo. Poco después el renegado y su ca356
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ballo salieron, cada uno por su lado; Hisooroyo rodando por la hierba, traspasado por la larga lanza, y el caballo galopando sin jinete por la pradera. Pero el grupo que seguía al renegado me acosaba ya; eran lo menos veinte salvajes, que no tardarían en cercarme por completo. Afortunadamente se me ocurrió una idea feliz. Por el camino había observado que me tomaban por el famoso Wakono, y en el interior del campamento éste era el nombre que me habían dado; los que guardaban los mustangs me habían llamado del mismo modo en el momento de pasar junto a ellos; ¡Wakono!, gritaban asimismo los que perseguían a la fugitiva, y, por fin, el renegado cayó pronunciando el mismo nombre. Mi caballo manchado, mi manto de pieles de jaguar, mis adornos de plumas, la mano encarnada, la cruz blanca, todo ello me daba la apariencia del hijo del anciano jefe indio. Hice avanzar algunos pasos a mi caballo, y lo detuve frente a mis perseguidores; 1uego, levantando el brazo y agitándolo con ademán amenazador, gritéles con estentórea voz: —¡Sí, soy Wakono! ¡Desgraciado del que me siga! Pronuncié estas palabras en comanche, aunque ignoro si con corrección; pero tuve la satisfacción 357
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de ver que me habían entendido; verdad era que mis ademanes no podían dejar la menor duda a los salvajes con respecto a su significación. Cualquiera que fuera la causa, se detuvieron sin atreverse a dar un paso más, y aprovechándome de esta circunstancia, volví riendas, emprendiendo una carrera tan rápida como al mustang le fue posible.
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LIV ÚLTIMA CAZA Volvíme hacia la colina, y advertí que el corcel de Isolina corría con menos velocidad. Su blanco pelaje, que brillaba a la luz de la luna, habría podido verse fácilmente a mucha mayor distancia. Habíame figurado divisarle más lejos, aunque el tiempo que invertí en atravesar de una lanzada al renegado y en contener a los salvajes, apenas llegó a medio minuto, durante el cual era. imposible perder de vista al caballo blanco. Corría aún por el espacio que se extendía entre el lugar en que me encontraba y el pie de la colina, siguiendo de cerca, al parecer, la orilla del riachuelo, y yo lancé mi corcel indio a todo escape, sirviéndome de la punta del cuchillo de caza como de látigo y es359
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puelas. Ya no me molestaba la lanza, que se había quedado clavada en el pecho de Hisooroyo. El caballo blanco íbase acercando al bosque que rodeaba la base de la eminencia, y estaba ya casi junto al recodo donde me había echado al agua, por lo que era probable que no tardara en desaparecer entre la espesura. De pronto lo vi torcer a la izquierda y lanzarse por este lado en plena pradera, dejándome atónito con este movimiento, por cuanto me figuraba que la fugitiva intentaría, en primer término, guarecerse en el bosque; pero no me entretuve en averiguar la causa de semejante maniobra. Hice seguir la diagonal al mustang y seguí corriendo a revienta caballo en aquella nueva dirección. Confiaba acortar la distancia que nos separaba, merced a la ventaja que me dio tan repentino cambio; pero el paso del maldito caballo indio no era tan rápido como yo deseaba, y no tardó en conocer que no sacaba la menor ventaja, al caballo blanco, sino que, por lo contrario, la distancia aumentaba por segundos. Entonces divisé un jinete de aspecto sombrío que corría, a lo largo de la base de la colina como si pretendiera cortarme el paso, y que atravesaba con una rapidez vertiginosa la espesura que había al pie 360
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de la vertiente de la pequeña, eminencia. Percibía con toda claridad el ruido que hacía el ramaje al azotarle los costados de su caballo, siendo indudable que lo aguijoneaba cuanto le era posible, y que procuraba al mismo tiempo no ser visto por las personas que pudiera haber en la llanura. De pronto conocí que aquel corcel era Moro que llevaba sobre sí el cuerpo flaco y desvencijado del viejo Rube. Un momento después nos encontramos saliendo de la espesura. Sin hablar, nos apeamos simultáneamente, cambiamos al punto de caballo y volvimos a montar sin detenernos. ¡Gracias a Dios que era Moro el noble animal a quien oprimía entre mis rodillas! —Ahora, capitán— me gritó el cazador al separarnos, —a escape con cinco mil demonios, y atrape a la señorita. Nosotros seguiremos su pista; todo marcha bien, adelante, pues, y a escape. No necesitaba yo en modo alguno las excitaciones de Rube, a quien dejé con la palabra en la boca, emprendiendo una carrera indescriptible. Entonces comprendí la causa de no haber encontrado a Moro en el sitio en que lo había dejado; fue una idea que se les ocurrió a los astutos cazadores. Si hubiera yo 361
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montado en las inmediaciones del campamento, los indios habrían recelado probablemente y continuado en mi persecución; así, pues, gracias al mustang manchado, pude desempeñar mi papel hasta lo último. A la sazón disponía de un caballo en el que podía confiar, y, por lo tanto, seguí corriendo con nueva esperanza y vigor. Por vez tercera iban a competir en velocidad los dos animosos corceles, el negro y el blanco; por vez tercera iba a entablarse una lucha entre los dos nobles brutos, orgullo de la creación. Yo corría en silencio sin atreverme apenas a respirar, tan grande era el temor que me infundía el resultado de aquella empresa; pero el caballo blanco de los llanos me llevaba una gran ventaja. Mis dos encuentros, con Hisooroyo primero y con Rube luego, me habían hecho perder lo menos una milla de terreno. A no ser por la claridad de la luna, acaso hubiera perdido completamente de vista al caballo de los llanos; pero estábamos en campo raso, el astro de la noche brillaba espléndidamente, y el pelaje del animal, con su nívea blancura, me servía de faro para dirigir mi marcha. Pronto advertí que Moro ganaba rápidamente terreno a su adversario. Sin duda éste no desplegaba 362
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toda su velocidad, llevando un paso más lento que de costumbre. ¡Si la que en él iba montada hubiera sabido quién era el que la perseguía!... ¡Si hubiera podido oírme siquiera!... Como estaba aún demasiado lejos, aun cuando hubiera gritado con todas mis fuerzas no me habría oído y mucho menos conocido mi voz. Seguí, pues, corriendo sin llamarla. Acercábame a ella, acercábame constantemente y a la simple vista; o se acortaba sin duda alguna la distancia, o se engañaban mis ojos a la confusa claridad de la luna. El caballo blanco avanzaba trabajosamente, como si estuviera cansado desde el principio de la carrera. Parecíame... pero no, estaba seguro de que su velocidad disminuía. Y me acercaba cada vez más, hasta que apenas nos separaron una distancia de trescientos pasos. Ya podían oírse mis gritos, y llamé, esforzando la voz cuanto pude, a mi amada por su nombre, uniéndolo al mío, pero no obtuve respuesta, ni la menor señal de inteligencia que me reanimara. El terreno que nos separaba favorecía mi carrera e iba a excitar nuevamente a mi caballo, cuando el corcel blanco se tambaleó y cayó al suelo de cabeza. No por eso refrené el ímpetu de Moro y, en menos de un minuto, 363
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me detuve, por decirlo así, sobre el caballo y la fugitiva que yacían aún en el suelo. Me apresuré a apearme, haciéndolo en el momento en que Isolina conseguía librarse del caballo y se ponía en pie irguiéndose ante mí, y apretando con su pequeña mano su cuchillo ensangrentado. —¡Salvaje, no te acerques a mí!— exclamó en comanche y con ademán que revelaba su propósito. —¡Isolina! No temas... soy... —¡Enrique! ¡Oh! ¡Enrique! Nos enlazamos en estrecho abrazo, sin añadir otra palabra, sin que se oyera más ruido que el de nuestros corazones que latían estrechamente unidos. Estábamos en medio de la llanura, rodeados de un poético silencio, amorosamente abrazados; Moro estaba a nuestro lado, arqueando orgullosamente su cuello soberbio, y tascando el freno entre sus espumosos labios. A nuestros pies yacía el caballo blanco de los llanos, con la punta de la flecha del salvaje en las entrañas y la barbada asta saliéndole por un costado. Estaban sus ojos fijos y vidriosos; la sangre brotaba aún de sus abiertas narices, pero sus finas y hermosas piernas tenían la inmovilidad de la muerte. 364
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Entonces vimos varios jinetes que llegaban a toda prisa; pero no tratamos de huir, porque los habíamos conocido. Miramos hacia atrás, y no distinguimos el menor indicio de persecución; pero, esto no obstante, no quisimos permanecer allí tranquilos y confiados, pues ignorábamos si los indios se decidirían a ir en busca de su cautiva, ni si los amigos de Hisooroyo, tratarían de ponerse sobre la pista del homicida Wakono. Nos despedimos, con una mirada, de los restos del pobre animal tendido sin vida a nuestros pies, y espoleamos nuestras cabalgaduras para alejarnos de allí lo antes posible. Cuando nos detuvimos a descansar un poco, estaba amaneciendo. Como medida de precaución, incendiamos la pradera detrás de nosotros, y nos guarecimos en un lindo bosquecillo de acacias, donde había un mullido césped que brindaba al reposo, y en el que se apresuraron a tenderse mis cansados compañeros. Yo no quise dormir para velar el sueño de mi amada. Su encantadora cabeza descansaba sobre mis rodillas; su mejilla, tan suave y de sonrosado color, tenía por almohada el manto de pieles de ja365
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guar, y yo la contemplaba embelesado. Las gruesas trenzas de sus cabellos pendían a un lado, y entonces pude ver... El carnicero de la ranchería, aquel hombre terrible, la había respetado también. Sólo distinguí una pequeña cicatriz en el sitio de donde le habían arrancado las anillas de oro que pendían de sus orejas, y de las que había brotado copiosamente la sangre que había visto Cipriano. Aquella fue la última noche que pasamos en la pradera y yo era demasiado dichoso para poder entregarme al sueño. Antes de ocultarse el nuevo sol atravesamos el Río Grande, llegando poco después al campamento del ejército americano. Cobijada bajo las anchurosas alas del águila de la Unión, Isolina podía considerarse completamente segura, hasta que sonase la hora suspirada en que... No volvimos entonces a tener noticias de los comanches; pero, mucho tiempo después, nos contaron la historia horrible de uno de su banda. ¡Infeliz Wakono! ¡Cuán desastroso fue su fin!... Es un relato repetido en los vivacs de la pradera, con tanta frecuencia como el del esqueleto de un guerrero indio, que se encontró fuertemente abrazado al tronco de un árbol. 366
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Wakono pereció miserablemente, y acaso fuese yo el único que experimentara ciertos remordimientos a causa de su muerte; pero el recuerdo de aquel escudo adornado de cabelleras, de las espantosas escenas desarrolladas en el bosquecillo consagrado a la Venus salvaje, de aquellas cautivas deshechas en llanto, encorvadas para siempre bajo el peso de un lamentable infortunio, y la imagen horrorosa de las tragedias provocadas por los pieles rojas surgía sin cesar ante mis ojos, ahogando el remordimiento que, a no ser por esto, me habría proporcionado siempre la suerte de aquel salvaje infortunado. Sus acciones le hicieron merecedor de semejante muerte, por espantosa que fuera, muerte tan justa quizás como suelen serlo los castigos. ¿Qué fue de Miguel Ijurra, el infame primo de Isolina de Vargas? Al volver al campamento supe que había muerto a manos de Holingsworth. ¡Mi teniente había vengado al fin la sangre de su hermano! Holingsworth había conseguido encontrar un auxiliar lleno de ardor para ayudarle a vengarse del asesino. Aquel auxiliar era un hombre que ansiaba la venganza tanto como él; era Wheatley. Seguidos ambos por un puñado de valientes, salieron en per367
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secución de la guerrilla, y, guiados por Pedro, llegaron mucho más allá de las líneas enemigas. Lo mismo que sabuesos corrieron día y noche sobre la pista, hasta que lograron sorprender a los guerrilleros en su guarida. Trabóse enseguida una encarnizada lucha cuerpo a cuerpo, al arma blanca; pero, al fin, vencieron los voluntarios, quedando la mayor parte de los guerrilleros tendidos en el campo y la partida casi aniquilada. Ijurra, murió a manos del mismo Holingsworth, y el Zorro, el salteador de rojos cabellos, expió también la barbarie cometida con la pobre Conchita cayendo bajo el puñal de Wheatley. La venganza de mis dos bravos segundos fue completa; pero durante toda su vida, experimentaron después remordimientos. Su expedición produjo, además, otros frutos. En el cuartel general de la guerrilla encontraron gran número de prisioneros, yankees y ayankieados, entre los cuales se encontraba el hábil diplomático don Ramón de Vargas. El bondadoso anciano fue puesto en libertad y, cuando llegó al campamento americano, tuvo la suerte de encontrar a su hija y a su yerno, que no habían hecho más que llegar de la pradera, donde tantos y tan graves contratiempos habían sufrido. 368
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Don Ramón de Vargas abrazó, profundamente enternecido, a Isolina, complaciéndose, con la alegría que es de suponer, en la felicidad que Dios, para premiar sus bondades, le había otorgado al fin.
FIN
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