JOSÉ L. MONTESINOS, JUAN ARANA (Editores)
LEIBNIZ: TEORÍA Y PRÁCTICA DE LA INTERDISCIPLINARIEDAD
Thémata. Revista de Filosofía Número 42
Sevilla, 2009 Esta revista es accesible on-line en el siguiente portal: http://www.institucional.us.es/revistas/revistas/themata/htm/presentacion.htm
THÉMATA REVISTA DE FILOSOFÍA Número 38 2007 http://www.institucional.us.es/revistas/revistas/themata/htm/presentacio n.htm Directores: Jacinto Choza, Juan Arana. Secretario: Francisco Rodríguez Valls Comité de Redacción: Luis Miguel Arroyo, Avelina Cecilia, Concepción Diosdado, Javier Hernández Pacheco, Jesús de Garay, Alejandro Martín Navarro, Ignacio Salazar, Federico Basañez. Comité Consultivo: Jesús Arellano (†) (Sevilla), Modesto Berciano (Oviedo), Alexander Broadie (Glasgow), Lawrence Cahoone (Boston), Carla Cordúa (Santiago de Chile), Angel D'Ors (Madrid), Ignacio Falgueras (Málaga), Tomás Gil (Berlín), Mario González (São Paulo), Nicolas Grimaldi (París), Fernando Inciarte (†) (Münster), Alejandro Llano (Pamplona), Pascual Martínez-Freire (Málaga), Carlos Másmela (Medellín, Colombia), José Rubio (Málaga), Otto Saame (†) (Mainz), Roberto Torretti (Santiago de Chile), Jorge Vicente Arregui (†) (Málaga), Héctor Zagal (Ciudad de México).
De acuerdo con la certificación emitida por el Centro de Información y Documentación Científica (Madrid, C.S.I.C.) el 16.11.1992, la Revista Thémata está siendo recogida, analizada e incorporada, de modo sistemático, en las siguientes Bases de Datos y Repertorios Biliográficos: BASES DE DATOS —The philosopher's index. Bowling Green State University. —FRANCIS. PHILOSOPHIE. CNRS. INST. France. —BASE ISOC-FILOSOFIA. CINDOC. CSIC. España. —Ulrich's Internat. Periodicals Directory, R.R. Bowker, New York, USA. —Dialog Journal Name Finder, Palo Alto. CA. USA. REPERTORIOS BIBLIOGRÁFICOS —Repertoire bibliographique de la philosophie, Louvain, Belgique. —Bulletin signaletique. Philosophie, CNRS, France. —The philosopher's index, Ohio, USA. —Indice español de humanidades. Filosofía, CINDOC, Madrid Redacción y Secretaría: Thémata. Revista de Filosofía. Universidad de Sevilla. Facultad de Filosofía. Calle Camilo José Cela s.n. E-41018 Sevilla. F 954.55.77.57, 954.55.77.55 Fax: 954.55.16.78. E-mail:
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ÍNDICE —Presentación. José L. Montesinos Sirera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9 —Leibniz: teoría y práctica de la interdisciplinariedad. Juan Arana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13 *** —¿Por qué, según Leibniz, vivimos en el mejor de los mundos posibles? Javier Aguado Rebollo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19 —La interacción entre física y metafísica en el pensamiento de Leibniz. Juan Arana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 39 —Madame du Châtelet, leibniziana malgrè Voltaire. Ángeles Macarrón Machado . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51 —Fluxiones, infinitesimales y fuerzas vivas. Un panorama leibniziano. José L. Montesinos Sirera . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 77 —Leibniz y la tradición hermética. Bernardino Orio de Miguel . . . . . 107 —Leibniz y la religión. Jesús Luis Paradinas Fuentes . . . . . . . . . . . . 123 —Fuerzas, tendencias, entelequias: vida y finalidad inmanente según Leibniz. Antonio Pérez Quintana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137 —La influencia de la biología en la monadología de Leibniz. Alberto Relancio Menéndez . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 155 —La difusión de los conocimientos en la república de las letras. Concha Roldán . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 183 ***
PRESENTACIÓN
La Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia organizó en los años 2001 y 2005 Congresos Internacionales sobre Galileo y Einstein respectivamente. Así pues, a finales de aquel año de 2005 me puse en contacto con Daniel Garber y con Concha Roldán de la Sociedad Leibniz española a fin de sentar las bases de un congreso sobre Leibniz como filósofo de la naturaleza. Leibniz entre Galileo y Einstein. ¿Por qué Leibniz y no Newton, o Pascal? Para los enseñantes de Secundaria, Leibniz —bastante desconocido— es un filósofo racionalista, algo fantasioso a juicio de Voltaire, importante en el desarrollo de la Lógica y autor de una eficaz notación para el naciente cálculo diferencial. Era, sin embargo, una figura ciertamente interdisciplinar, acorde pues con nuestras señas de identidad en lo relativo al estudio de la Historia de la Ciencia. Aunque tengo que confesar que en la decisión final intervino mi firme voluntad de enseñante de matemáticas de llegar a entender lo que designaré como Misterio de la Matematización de la Naturaleza, tan insondable y multiforme como el mismísimo Misterio de la Santísima Trinidad. Es bien conocida la rivalidad entre aquellos gigantes que fueron Newton y Leibniz, y que no sólo se redujo a la disputa de prioridad sobre el cálculo infinitesimal, sino que se extendió a sus concepciones del Mundo y de la Realidad. Para una gran mayoría de ilustrados Newton era la matemática, clara y precisa, mientras que Leibniz era la metafísica, oscura y ambigua. Newton fue el claro ganador, tal como ha dejado por escrito nuestra Historia cultural, pero esa actitud reductora que agasaja a los «vencedores» y envía al limbo del olvido a los «vencidos», es empobrecedora e injusta y desprecia todo un conjunto de problemas que no sólo tuvieron una gran importancia en su momento, sino que constituyen cuestiones irresueltas sobre las que siempre se acaba volviendo. Un aspecto clave alrededor del que giró el alineamiento de los pensadores de aquel momento fue el papel de la matemática en la construcción del conocimiento de la realidad natural. Las implicaciones de tal posición son múltiples, pues no sólo se cree posible manejar con ella los mecanismos de la realidad natural, sino que a la vez se zanja toda posible polémica, pues es inevitable aceptar que el rigor del lenguaje matemático está fuera de toda discusión, que es neutral por definición y preciso y seguro. En el mismo movimiento se barren todas las cuestiones que habían estado unidas a lo largo de la historia en Occidente con la metafísica. Un marco neutro, un espacio geométrico límpido sobre el que colocar lo real, al menos lo real cognoscible, que evitaba pronunciarse sobre la estructura de la materia, sobre el significado de las fuerzas, sobre la naturaleza de la atracción gravitatoria, apropiado para imponer definitivamente una idea mecánica del universo en la que no cabían más que los resultados experimentales y su interpretación matemática. La ciencia se separaba así «definitivamente» de la filosofía, emprendía su propio camino, un camino que se tornaría, con el positivismo que surgiría a su calor, en el único posible, en el único legítimo
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y seguro y que invitaba a los sabios «serios» a no transitar sino dentro de sus límites. ¿Pero era Leibniz un sabio «serio»? Cuando en los años de París (1672-1676), el joven Leibniz descubre el brillo impúdico de las matemáticas, con aquel ropaje de infinito —que tan bien pudo advertir con sus lecturas de Pascal— y queda fascinado con las maravillas a que daban lugar el razonar con aquellas irracionales entidades, números, espacios, series..., sabe entonces que ha encontrado una poderosa disciplina en la que inspirarse y traspasar mediante la analogía sus resultados a la Física y a la Metafísica. Esas series numéricas infinitas cuya suma es finita le hacen acercarse a la Teología —como ya hiciera su ilustre compatriota Nicolás de Cusa— y desde allí la poderosa mente de Leibniz crea la Realidad al buscarla afanosamente. Si el infinito está en nuestras mentes de matemáticos es porque nos preexiste: la Naturaleza es un infinito de infinitos. Aquella capacidad de trascender la oposición finitoinfinito del cálculo diferencial la aplicará a su Monadología. Pero no cree, como Galileo, que la Naturaleza esté escrita en lenguaje matemático más que en el aspecto fenoménico que nos ofrece. La realidad última de las cosas es más compleja. Cree, como Aristóteles, en la utilidad y en la belleza de las matemáticas y observará siempre un rigurosísimo tratamiento de los infinitos en la Matemática, que es como un juego, con unas ciertas normas que hay que respetar estrictamente. Las fantasías que no se permite en las matemáticas, se las permitirá en la Metafísica y en la Física, aunque, naturalmente, para él no eran tales fantasías. Aunque aceptaba la concepción mecanicista como válida para explicar todos los fenómenos de la realidad natural, contribuyendo él de manera decisiva con su cálculo al desarrollo de la principal herramienta de la que se valdría la misma, defendió la insuficiencia de tal esquema y buscó otras posibles explicaciones para comprender lo real sustancial. Siempre le pareció que los defensores del atomismo, o del corpuscularismo, habían traspasado una visión esquemáticamente matematizada a las partículas mínimas de la materia, concibiéndolas como puntos geométricos o unidades similares que podían agruparse para constituir los objetos físicos que percibimos. Contra esa uniformidad se levantó Leibniz proclamando la diferencia irreductible de todo lo existente desde su más elemental constitución, en la que debían hallarse, además, la razón de ser de todo cuanto hay, pues concebía un encadenamiento de estados necesarios que obligaban a las cosas a ser como eran, de igual modo que lo que es un ser vivo adulto se halla prefijado en el material genético que lo conforma. Y así, me pasé un año entero leyendo a Leibniz o leyendo sobre Leibniz y pude saber de su neoplatonismo y enterarme de lo que el estudioso de Leibniz, Bernardino Orio, denomina el racionalismo hermético de Leibniz. Y pasé largas tardes hablando con Maca sobre la Marquesa de Châtelet y de su leibnizianismo malgré Voltaire. Fueron tiempos en los que estuve dispuesto a enrollarme en los pliegues de Deleuze, delirante y maravilloso leibniziano. Cuando en una de las sesiones finales del congreso Leibniz 2009, que siguió al Encuentro Asociado cuyas actas estoy prologando, pregunté a algún ilustre experto en las obras de Descartes y Leibniz, si esas admirables
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construcciones que son la Física de Descartes y la Metafísica de Leibniz no podrían ser consideradas como excelentes novelas de ciencia ficción, no tenía ninguna intención de minusvalorar aquellas obras, antes bien se trataba de realzar esa obras, condenadas en la Historia de la Ciencia oficial a ser calificadas en el mejor de los casos como de brillante palabrería. Sin embargo, la pregunta fue contemplada con cierta displicencia por los leibnizianos presentes. Semanas más tarde encontré en una librería en Madrid la obra del insigne leibniziano Ivon Belaval, Etudes Leibniziennes. De Leibniz à Hegel y en su prólogo, escrito en 1975: «Après le roman de physique, admirable Meccano, dont Descartes a enrichi la science, un modèle mécanique des plus féconds, la monadologie propose un roman de métaphysique (...) devenu plus physique que le roman de Physique de Descartes, car l'espace-temps se résout non en substansces mais en relations, la matière en événements, non en étendue euclidienne.» Así pues, mi pregunta no era tan incongruente y es que, por otra parte, la palabra ciencia-ficción adolece de redundancia, porque mal que le pese a los feroces cientifistas, la ciencia es también una obra de ficción, de moda durante un cierto periodo. Permanecerán los clásicos. Quiero expresar nuestra gratitud al Ministerio de Ciencia e Innovación, cuya ayuda económica para la acción FFI 2008-02509-E permitió la realización del congreso internacional «Leibniz y las ciencias empíricas», del que fue prólogo este Encuentro cuyas actas presentamos aquí. Finalmente, nuestro agradecimiento a la revista Thémata, y a Juan Arana, que es el artífice de que estas Actas hayan visto la luz con tal celeridad. *** José L. Montesinos Sirera Director de la Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia (1999-2007)
LEIBNIZ: TEORÍA Y PRÁCTICA DE LA INTERDISCIPLINARIEDAD Uno de los tópicos más repetidos en relación a Leibniz es que fue el último sabio universal, el último hombre que abarcó las principales ramas del saber y fue capaz de hacer contribuciones relevantes en todas ellas. Como ocurre con la mayor parte de los tópicos, hay mucho de verdad en esa afirmación, pero el modo en que se formula esconde más de lo que enseña. El motivo es que sugiere implícitamente, por una parte, que en la época de Leibniz todavía no era misión imposible la proeza enciclopédica de saberlo todo y, por otra parte, que Leibniz consiguió consumarla gracias al prodigioso cerebro con que fue dotado por la naturaleza y a la excelente educación que recibió. De nuevo hay que reconocer que algo de ello hay (aunque en lo tocante a educación Leibniz fue en buena medida un autodidacta, o al menos alguien que aprendió más de los libros que de los maestros). Sin embargo, el interés que pueda tener hoy recordar esta circunstancia se debe a dos hechos que suelen omitirse: En primer lugar, que en el siglo XVII ya era bien difícil tener una visión de conjunto de los conocimientos humanos. Al menos desde el siglo XIII Europa había entrado en una fase de crecimiento en todos los órdenes, de modo que la generalización de la figura del especialista y la división fáctica de la cultura en algo bastante parecido a lo que hoy llamamos ciencias y letras eran fenómenos prácticamente consumados por aquel entonces. En todo el Barroco prácticamente no hay más que otro «sabio universal»: Descartes, y dudo que haya nadie comparable no ya después, sino incluso bastante tiempo antes de estos dos gigantes. Es posible en este sentido que no representen los últimos vástagos de una especie luego desaparecida, sino dos cumbres aisladas de una época muy especial que, como recuerda en su artículo Javier Aguado, se caracterizó por las ansias de infinito. Comparando el desmesura epistémica de Descartes con la de Leibniz, la primera resulta más osada, pero la segunda quizá sea más admirable. No sólo porque Leibniz llega al mundo cincuenta años después, lo que le obliga a bregar con una masa de conocimientos mucho mayor, sino porque Descartes se desembaraza con su duda metódica de gran parte del lastre cognoscitivo (casi todos nuestros conocimientos son obscuros o confusos), mientras que su competidor germano no desaprovecha un solo indicio que pueda servir para ir levantando poco a poco el gran velo que cubre la verdad. Por otro lado, el francés pretende poseer una especie de método universal para encontrar y dirimir evidencias. Leibniz, por supuesto, también habla de y sueña con su característica, que vendría a ser con respecto a la ignorancia algo así como un elixir maravilloso, el remedio universal. Pero lo cierto es que, mientras claridad y distinción guiaron todo el peregrinaje cartesiano y fueron causas eficientes de sus hallazgos y también de sus errores, en el caso Leibniz el análisis y la combinatoria de los conceptos constituían fines antes que medios, esperanzas más que realidades efectivas: pudieron determinar la orientación general de su búsqueda, pero no fueron fuentes direc-
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tas de soluciones felices o desgraciadas. Si ello es así, cobra nuevo interés la pregunta: ¿cómo entonces pudo Leibniz llegar a ser el último sabio universal? La estirpe de sabios universales estaba en realidad muerta bastante tiempo antes, al menos, la de los sabios universales que se insertaban en una escuela de pensamiento, o bien pretendían crearla a partir de cero. Leibniz pertenece a una especie diferente, de la que por ahora es primer y postrero exponente, aunque está por ver si realmente la agotó. En su caso la integración de saberes se basaba en el diálogo interdisciplinar y seguía un camino erizado de dificultades, pero de cuya fecundidad no es posible dudar. En homenaje a este aspecto de su personalidad hemos preparado el presente volumen, indagando cómo se anudan lazos orgánicos en su pensamiento hasta constituir un edificio teórico en el que cada parte se encuentra íntimamente conectada con todas las demás. Leibniz, en efecto, consiguió dar los primeros pasos para constituir lo que podría denominarse paradigma holográfico del conocimiento. ¿Cuáles serían las señas de identidad de este nuevo modelo? Leibniz no las definió y su seguidor Christian Wolff en realidad echó a perder todo por quererlas sistematizar demasiado pronto. Lo más indicado es acercarse a la praxis epistémica leibniziana, para comprobar que en ella cada disciplina refleja y reproduce la totalidad del conocimiento posible. Las mismas estructuras formales reaparecen una y otra vez en los más diversos ámbitos; la unidad sistemática del universo entra en interacción dialéctica con la autonomía de las partes; no hay indicio que sea lo bastante incierto para ser desechado, ni principio demasiado abstracto para que no merezca ser tenido en cuenta. Por eso ha supuesto y sigue suponiendo un desafío, de manera que el leibnizianismo no ha llegado nunca a convertirse en una escuela y mucho menos en una escolástica (ese ha sido en todo caso el destino del leibno-wolffianismo). Cabe reconocerlo más bien como un estilo, una actitud, un modo de afrontar problemas y espigar soluciones, sin arredrarse ante obstáculos a todas luces insuperables, ni confundir optimismo con ingenuidad, o audacia con falta de rigor crítico. No se efectuó la convocatoria de la que este libro levanta acta distribuyendo de modo sistemático y exhaustivo los diversos aspectos de la indagación leibniziana. Se invitó a un puñado de estudiosos de su obra, así como a un grupo de integrantes de la Fundación Orotava de Historia de la Ciencia que de tiempo atrás investigan la evolución en la modernidad del problema del conocimiento. Esta diversidad de puntos de vista casa bien con Leibniz, cuyo polifacetismo más que tolerar requiere que se adopten puntos de vista contrastantes para reproducir la riqueza que le caracteriza. Las contribuciones han sido dispuestas por orden alfabético de autores. Por una afortunada circunstancia la primera de ellas, «¿Por qué, según Leibniz, vivimos en el mejor de los mundos posibles?», de Javier Aguado Rebollo, adopta la perspectiva más amplia de todas. El optimismo metafísico es tal vez el menos comprendido y más denostado de los elementos que forman la filosofía leibniziana. De Voltaire para acá todos los que carecieron de paciencia para desmenuzar la trama de su pensamiento se atrevieron a condenar a o caricaturizar un empeño que cristaliza en tesis tan chocantemente paradójicas como ésta. Sin pretender convertirse en su abogado defensor, Aguado sabe poner ante los ojos la estructura interna de esta
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teoría, para que el lector compruebe en directo cómo se simbiotizan las tesis que contiene: principio general de orden, razón suficiente, ley de continuidad, identidad de los indiscernibles, armonía preestablecida, mónada, idealidad de espacio y tiempo, infinito actual, determinismo holista, panpsiquismo... Restablecida la trama de relaciones que las entrelazan, desaparece el aura de inverosimilitud que las nimba cuando se consideran por separado: la de Leibniz es una propuesta global que debe ser aceptada o rechazada como un todo. Cualquier recorte o desmenuzamiento supone algo todavía peor que su ruina: equivale a volverla completamente gratuita. Comprenderá fácilmente el lector que me abstenga de glosar mi propia contribución. Si necesitara ahora argumentos suplementarios para apoyar lo que defiendo no haría más que certificar la insuficiencia de los argumentos empleados. El trabajo de Ángeles Macarrón, Madame du Châtelet, leibniziana malgrè Voltaire, aporta evidencia histórica para calibrar el alcance y significado del influjo leibniziano sobre la evolución ulterior del pensamiento. En el siglo de los filósofos la docta marquesa fue una de las pocas figuras que nunca se dejó seducir por el espíritu de partido, que estuvo atenta a todas las voces y que supo esbozar una propuesta integradora más que ecléctica, en la que lo empírico y los especulativo veían reconocidos sus fueros y formaban una enriquecedora simbiosis. Como resume la autora: «...para Mme du Châtelet, Leibniz era un eminente filósofo de la naturaleza, con méritos como el de haber descubierto las fuerzas vivas o haber revisado críticamente el sistema de Descartes sin por ello rechazarlo en su totalidad o no haber abrazado acríticamente el sistema de Newton, cuyas lagunas puso de manifiesto, y, a la vez, un habilidoso matemático, que, aun aspirando a encontrar la misma claridad del espíritu geométrico en la realidad —espíritu descubierto por Emilie desde niña y que siempre la había seducido—, nunca confundió los dos ámbitos y fue consciente de las limitaciones de la matemática para comprender el mundo natural». Y es que, tras la muerte de Newton, muchos confundieron el rigor con la pretensión de obtener una fundamentación apriórica para una ciencia cuyas bases epistémicas resultaban dudosas si se examinaban desde un hipercriticismo como el de Hume. Leibniz había enseñado en cambio que el verdadero espíritu crítico consiste en valorar la verosimilitud de cada dato y la fuerza de cada argumento, aprovechando todos ellos sin desdeñar los que no alcancen determinado nivel. Es lástima que la opción mayoritaria se decantara con Kant por la primera opción, y no por la segunda, como propusieron Maupertuis y la Marquesa de Châtelet. El profesor Montesinos Sirera aporta en su ponencia —«Fluxiones, infinitesimales y fuerzas vivas. Un panorama leibniziano»— una perspectiva simétrica y complementaria a la del profesor Aguado: si éste acompaña a Leibniz en el viaje que desciende de las alturas metafísicas a los predios que están al alcance de la experiencia o la imaginación, Montesinos efectúa de algún modo el camino inverso: de la matemática a la metafísica, de los descubrimientos e invenciones que le llevaron a un nuevo cálculo a los misterios y paradojas que plantean las entidades que lo pueblan. Es alta-
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mente revelador el análisis que efectúa del pulso teórico entablado entre Leibniz y su discípulo Johann Bernoulli, apoyándose en el enorme trabajo que al respecto ha efectuado Bernardino Orio. El alemán y el suizo debatieron, a propósito de la noción de infinitésimo, cuestiones que se encuentran en la frontera del conocimiento matemático y que a partir de la segunda mitad del siglo XIX darían lugar a las más cruciales investigaciones de fundamentación, las cuales están aún lejos de haber llegado a conclusiones aceptadas por todos. Una vez más comprobamos cómo Leibniz y sus interlocutores se situaban en la frontera del conocimiento, no sólo de su propia época, sino del más remoto porvenir. No acaba aquí, sin embargo, la indagación de José L. Montesinos. Su análisis de la dinámica leibniziana permite apreciar que en el pensamiento del sabio sajón física, matemáticas y metafísica formaban los vértices de un triángulo epistémico lleno de dinamismo, lo que explica la fascinación que ejerció sobre sus adversarios, tanto como sobre allegados y partidarios. La inteligencia de la dimensión interdisciplinar de Leibniz quedaría incompleta sin una adecuada contextualización histórico-cultural de su pensamiento. Bernardino Orio de Miguel, uno de los más reconocidos especialistas en la materia, lo hace a través de su escrito Leibniz y la tradición hermética. Siendo raíz y clave del origen de la ciencia moderna, Leibniz representa también una de sus líneas perdidas: defendió alternativas que luego nadie pudo o quiso aprovechar a fondo. El nuevo paradigma acabó atendiendo a lo general en perjuicio de lo particular, promovió lo analítico y se olvidó de lo sintético. Leibniz reivindicaba en cambio una ciencia de lo singular, rechazaba que aquellas aparentes dicotomías fueran irreductibles, de manera que, siendo abanderado y promotor destacado de la racionalidad moderna, no descuidó la otra gran tradición del pensamiento occidental —la hermética—, que inspiró a todos cuantos permanecieron fieles al punto de vista holístico. Esta faceta de Leibniz es quizá la que constituye la mayor dificultad hermenéutica de su filosofía. Orio consigue resumirla con eficacia y claridad, advirtiendo de los riesgos que acarrea su olvido: «...los ejes arquitectónicos utilizados por Leibniz, la expresión como estructura del ser, la analogía como estructura del pensar sobre el ser, la continuidad como mecanismo de aproximación asintótica al ser, integrados bajo el principio hermético, esto es, no mecanicista, de la unidad orgánica y holística del mundo, deben formar parte intrínseca de su argumentación, de su experimentación, de su matemática, de su mecánica, de sus ecuaciones de movimiento. No hacerlo así, dejarlos pasar o evocarlos simplemente como si fueran “pensées périmées”, como tantas veces se hace, sería, en mi opinión, no hacer justicia al pensamiento científico de Leibniz». Jesús Paradinas Fuentes aporta con su estudio Leibniz y la religión otro elemento indispensable para valorar el alcance de la interdisciplinariedad en este autor. En casi todos sus escritos y en la actividad que despliega durante decenios aparece un interés constante por la religión y sus repercusiones de todo orden en la vida de los hombres. Esta presencia ha merecido las más contrapuestas valoraciones. Paradinas pasa revista a la evidencia disponible y consigue superar las imágenes unilaterales:
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«Hay dos interpretaciones del pensamiento de Leibniz, sobre todo en lo que se refiere a su búsqueda de la unidad religiosa, propuestas, entre otros, por L. Lévy-Brúhl y J. Baruzi, que defienden, respectivamente, la intención fundamentalmente política y la intención predominantemente religiosa de dicho pensamiento. Pensamos, sin embargo, que no se trata de propósitos contrapuestos sino complementarios, que están al servicio de un objetivo superior: la búsqueda de la unificación completa de la humanidad.» Leibniz, en efecto, aplica el principio de que el hombre no es para el sábado, sino el sábado para el hombre. Al mismo tiempo pretende dar a Dios lo que es de Dios, y de ahí su reivindicación de la causa de la bondad divina frente a la injusticia y el mal. Realiza denodados esfuerzos para pacificar los espíritus y trata de poner la religiosidad al servicio de la promoción de la justicia y el progreso. Ello demuestra que no atendía exclusivamente a los aspectos teóricos de la unificación del saber, sino que intentaba igualmente promover la unidad de acción con una clarividencia en muchos aspectos profética. Si los trabajos que acabo de mencionar despliegan una panorámica de lo que podría llamarse interdisciplinariedad de largo radio de acción, «Fuerzas, tendencias, entelequias: vida y finalidad inmanente según Leibniz», de Antonio Pérez Quintana, nos ofrece la oportunidad de presenciar cómo funciona en Leibniz la interdisciplinariedad a corta distancia. La biología toma de —y presta a— una ciencia hermana, la física, elementos clave de su estructura teórica, y el tándem formado por ambas mantiene un diálogo ininterrumpido con la metafísica y la ética, mostrando la importancia de los lazos que unen cada disciplina con las que la rodean. Al mismo tiempo, lo conceptos centrales de la biología leibniziana nacen de un diálogo a veces tenso pero siempre constructivo con autores y tradiciones de todas las épocas, y muy especialmente con los del más próximo entorno: Descartes y Spinoza. Perfecto conocedor de la crítica (en particular, la francesa), Pérez Quintana dibuja el mapa genealógico de la biología leibniziana, mostrando cómo supera sin negarlas las contraposiciones que la circundan: mecanicismo frente a vitalismo, eficientismo frente a teleología y, finalmente, naturaleza frente a libertad. También incide en la problemática interdisciplinar de las ciencias de la vida la aportación de Alberto Relancio Menéndez: «La influencia de la biología en la monadología de Leibniz». Ampliamente documentada en lo que se refiere a la evolución de las bases teóricas y empíricas de la naciente biología moderna, analiza con esmero todos y cada uno de los factores que se fueron sumando en el espíritu de Leibniz hasta desembocar en sus sorprendentes propuestas. De lo más próximo y concreto a lo más elevado y abstracto, la continuidad que presidió la maduración de su pensamiento permitió crear la ontología más sofisticada que ha conocido el pensamiento moderno: «Hay, pues, toda una escala en Leibniz: la escala de la realidad y de la sustancialidad, que va desde las mónadas simples, los individuos a veces considerados como sustancias compuestas, los cuerpos orgánicos, los cuerpos inorgánicos, y todo tipo de agregados que son conjuntos de
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cuerpos más o menos estructurados, y que pueden ser naturales o artificiales. Son lo que éste llama cosas concretas, y donde en ocasiones ensaya toda una escala de sustancialidad: sustancias simples, sustancias compuestas, sustanciados, semisustancias, agregados insustanciales.» Otro feliz acaso ha determinado que la ponencia que cierra el volumen sea «La difusión de los conocimientos en la república de las letras», de Concha Roldán, presidenta de la Sociedad Española Leibniz. Aquí se abordan los presupuestos y corolarios de los proyectos epistémicos leibnizianos, tanto en lo social como en lo político y cultural. Nunca en la historia de Europa se planteó con más fuerza e ilusión un modelo de vida humana basado en la paz, concordia, racionalidad y progreso. La integración de las culturas y la promoción del saber, de tal manera que nada ni nadie pudiera sentirse excluido, constituían los ejes cardinales de este proyecto, que la profesora Roldán resume así: «La propuesta leibniziana consiste en un diálogo de credos y culturas para construir un saber enciclopédico (teoría) y con ello contribuir a mejorar las condiciones de vida de la humanidad (práctica), tanto en su vertiente material como espiritual.» Tanto las iniciativas de diálogo ecumenista tomadas por Leibniz para propiciar la unificación de las creencias, como su frenética actividad diplomática orientada a la solución negociada de los conflictos, miraban siempre a la obtención de un planeta más justo y más en paz. Sólo cuando la obstinada resistencia opuesta por la realidad le convencieron de la práctica imposibilidad de obtener tales logros a corto o medio plazo, se volvió hacia el mundo de los eruditos, hacia esa «república de las letras», en la que hasta el final cifró sus esperanzas de una humanidad más sabia, más rica, más buena. *** Juan Arana Universidad de Sevilla
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¿POR QUÉ, SEGÚN LEIBNIZ, VIVIMOS EN EL MEJOR DE LOS MUNDOS POSIBLES? Javier Aguado Rebollo. Madrid
Resumen: Mi objetivo en este trabajo se limita a mostrar cuál es el principal rasgo que Leibniz atribuía al mejor de los mundos posibles. En dicho mundo se da la mejor combinación posible de pluralidad y unidad. El concepto del que se sirve Leibniz para expresar tal síntesis de abundancia en los resultados y de economía en los medios es el de serie. El mejor de los mundos está recorrido, sin agotarlo, por una infinidad de series, siendo cada una de ellas infinitamente variada. En ninguna de tales series —afirma Leibniz— se da un corte, lo que propongo que sea entendido de dos maneras complementarias: primera, entre dos casos de una serie hay otro; segunda, todos los casos de una serie son intermedios. Con ello quiere decirse que en el mejor de los mundos posibles no hay ni un máximo ni un mínimo, o, como sostiene Leibniz, siempre se puede ascender y descender. Abstract: My purpose in this work is to show the main trait, according to Leibniz, of the best of the possible worlds. In it there is the best combination of plurality and unity. The concept of serie is used by Leibniz to express that synthesis of abondance of effects and parsimony of means. The best of the possible worlds is intersected —although not full of them— by a infinity of series, each of them having infinite variations. Leibniz says that there is no disruption in the inner of every serie, and I sugest that his sentence has two complementary meanings: first, between two cases of one serie there is another case; second, every case of one serie is in the middle of others cases. So, there is neither maximum nor minimum in the best of the possible worlds, or, as is thought by Leibniz, it is possible always to go up and down.
1. Introducción Quizá una de las afirmaciones más conocidas y menos comprendidas de Leibniz es la de que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Ambas cosas deben mucho a la crítica, hilarante como pocas y superficial como ninguna, a que sometió Voltaire en el Cándido la explicación leibniziana de la existencia del mal. Pero, a pesar de que cualquier persona medianamente leída identifica, para bien o para mal, el optimismo con el nombre de Leibniz, no debemos olvidar que este pensador hereda una tradición neoplatónica que arranca en última instancia del Timeo (29 a - 30 b), donde afirma Platón que «[…] el demiurgo quiso que el mundo fuera el mejor posible.» No es uno de los menores errores hermenéuticos que en la idea leibniziana que nos ocupa se haya visto a menudo una manifestación de conservadurismo a ultranza, seguramente porque también está muy extendida la creencia equivocada de que en el mejor de los mundos posibles no puede haber cambios. No es de extrañar, pues, que este capítulo del pensamiento leibniziano no cuente con muchas simpatías en una época como la nuestra, en la que, si hay alguna idea que goce de la estima universal, esa es sin
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ningún genero de dudas la de progreso. No habrá acuerdo sobre qué debe entenderse por progreso, pero sí a la hora de declarar la necesidad de progresar; y también lo hay a la hora de dar por cierto que un radical conformismo le habría llevado a Leibniz a condenar todo intento de cambio, como se deduciría de textos como el siguiente: «Jamás es justa indignación alguna. Ningún movimiento del alma, fuera de la tranquilidad, está exento de impiedad.»1 ¿No debemos atribuir a Leibniz entonces la idea de que toda innovación es el fruto de una rebeldía condenable? No. Que Dios haya creado el mejor de los mundos sólo nos obliga a admitir que lo que ha sucedido era lo mejor que podía suceder; no, que deba seguir sucediendo. El contento con el pasado es compatible con la voluntad de no repetirlo. Leibniz nos aconseja, pues, actuar conforme a lo que juzguemos más conveniente, convencidos a la vez de que, si las cosas no sucedieron así antes, ello fue porque no había llegado su hora. Leibniz va más allá en su apuesta por el progreso. Hostil como pocos a toda forma de quietismo, llegó a pensar en ocasiones2 que incluso la beatitud de los bienaventurados es susceptible de una mejora constante. O como dice él: «Il est vray que la supreme felicité (de quelque vision beatifique, ou connoissance de Dieu, qu'elle soit acompagnée) ne sauroit jamais être pleine, parce que Dieu étant infini, ne sauroit être connu entierement. Ainsi notre bonheur ne consistera jamais, et ne doit point consister dans une pleine jouissance, où il n'y auroit plus rien à desirer, et qui rendroit notre esprit stupide, mais dans un progrés perpetuel à de nouveaux plaisirs et de nouvelles perfections.»3 Baste lo dicho para dejar constancia de que Leibniz compartió —a su manera, que es una manera compleja— valores de la ilustración tan importantes como la apuesta por el progreso. Eso, por sí solo, debería levantar algunas prevenciones hacia este pensador. 1.1. De la esencia a la existencia ¿Por qué sostuvo Leibniz que vivimos en un mundo comparado con el cual otro cualquiera hubiera sido peor? Ésta es la pregunta que intentaré responder. Pero, antes de nada, he de advertirles que en la misma he querido integrar dos cuestiones distintas aunque estrechamente ligadas a juicio de Leibniz. ¿Por qué existe el mejor de los mundos posibles? es una de esas cuestiones; la otra es: ¿qué es lo que hace de este mundo el mejor de los posibles?, ¿qué tiene para poder decir de él que es el mejor? Echando mano de una jerga tan vieja como familiar a los profesionales de la filosofía, se puede decir que en el primer caso se pregunta por la existencia y en el 1
G. W. Leibniz, Escritos filosóficos (ed. Ezequiel de Olaso), Buenos Aires, 1982 [ = O], pág. 133. No debo ocultar las dudas de Leibniz al respecto, por ejemplo en O, 481-4. G. W. Leibniz, Die Philosophischen Schriften (ed. C. I. Gerhardt), Berlin, 1875-1890/ Hildesheim, 1960-1961 [ = GP], vol. VI, pág. 606. 2 3
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segundo por la esencia. Si las he fundido es porque Leibniz cree que la respuesta a la primera depende de la que reciba la segunda; la explicación sobre el origen del mundo necesita una previa información sobre la naturaleza del mismo. En efecto, Leibniz se apunta a la aparente obviedad, que no lo es tanto tratándose del ser supremo, de que, si Dios no hubiera sabido cuál era el mejor de los mundos posibles, no lo hubiera podido crear. 1. 2. Un Dios accesible Basta lo dicho sobre lo que está en juego en la pregunta que encabeza esta conferencia para descartar respuestas a la misma como la siguiente: este mundo es el mejor porque ha sido hecho por un ser perfecto, o sea, un ser infinitamente bueno, sabio y poderoso. Explicaciones como ésta se basan en la idea, muy razonable por lo demás, de que toda obra refleja de un modo u otro la naturaleza de quien la hizo. Es lógico por ello pensar que la obra de un ser mejor que el cual no cabe pensar nada ha de ser un mundo mejor que el cual no sea posible concebir ningún otro. Si el creador es perfecto, ha de serlo la criatura. Dios, tal como ha sido concebido por la religión cristiana, es sumamente bueno, sabio y poderoso; es razonable, por tanto, que quien se halle dentro de esa tradición piense que el mundo creado goza de la mayor perfección posible. Es verdad que con frecuencia, y por razones más que comprensibles, nuestro filósofo se ha dejado llevar por consideraciones de ese tenor, limitándose a ver en la suprema perfección del creador la mejor garantía de la calidad inmejorable del producto creado. Así, repite una y otra vez que los hombres no estamos en condiciones de juzgar la perfección de una obra, abrumadoramente inmensa y compleja. Del mismo modo que sería absurdo juzgar un cuadro a partir de un par de pinceladas, lo es juzgar la obra de Dios a partir de lo que los hombres conocemos de la misma. Lo que de cerca no parece más que una mancha resulta ser, con la debida perspectiva, una obra armónica. Las infinitas razones que Dios ha tenido en cuenta a la hora de crear el mundo tal como lo creó no pueden ser comprendidas por seres finitos. Por ello, en vez de guiarnos por nuestra limitadísima experiencia, Leibniz nos recomienda pensar que un Dios sumamente bondadoso, y al que no le faltan ni conocimientos ni poder para ello, ha debido crear el mejor. Sin embargo, y a pesar de reflexiones como la apuntada, a Leibniz —a él menos que a cualquier otro filósofo— no podía bastarle esa confianza diríamos que ciega. El Dios leibniziano no es un Deus Absconditus al modo del concebido por la teología negativa, la cual no encontró mejor modo de asegurar la trascendencia de Dios que diciendo de Él que no podía compartir ninguna de nuestras cualidades, por muy positivas que nos parezcan, porque eso sería una forma de empequeñecerlo. No es que Dios sea mucho más sabio, o justo, o bueno, que nosotros; es que es sabio, justo, bueno de un modo tan distinto del nuestro que tales términos no le hacen justicia. Por lo tanto, se concluía que Dios ni es sabio ni bueno ni justo. Huelga decir que ese modo divino de no ser no era tenido por un defecto sino por un exceso, por una perfección más que por una privación. El Dios de Leibniz no se parece nada a ese ser pletóricamente negativo; como tampoco se parece al Dios del nominalismo y del cartesianismo, un ser abismalmente distinto de nosotros, que podría haber hecho que las verdades
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geométricas fueran otras (por ejemplo, que no todos los radios de la circunferencia equidistaran del centro) o que podría haber decidido que las verdades morales no fueran las que quiso que fueran (por ejemplo, decretando que abusar del débil fuera moralmente bueno). La idea que Leibniz tenía de Dios no fue la de un ser remotísimo, radicalmente insondable a las pesquisas humanas. La divinidad leibniziana tiene nuestras mismas perfecciones, si bien en grado infinito. Su sabiduría es en lo esencial la nuestra, de algún modo compartimos su bondad. De Dios sólo nos separa la infinitud. Ahora podemos volver a nuestro tema para concluir que, si Dios y el hombre juzgan guiándose por las mismas reglas, si la razón humana no es esencialmente distinta de la divina, entonces los hombres estamos en condiciones de saber, al menos a grandes rasgos, por qué ha creado Dios este mundo y no otro. En vez de estar limitados a decir que el mundo creado, sea cual sea su naturaleza, es el mejor, ya que, si no, no hubiera sido creado, Leibniz sostiene que no tiene sentido alabar al creador a menos que sepamos cómo es la criatura. Si admiramos de verdad la obra de Dios no es tanto porque sea suya sino porque es perfecta, y porque es perfecta alabamos a su artífice. La verdadera gloria de Dios exige, pues, que su decisión creadora nos sea comprensible, esto es, que podamos saber a qué se debe, qué razones le movieron a Dios a tomar tal decisión. De otro modo desaparece la posibilidad de cualquier alabanza a Dios, salvo que ésta se confunda con la adulación que, haga lo que haga, se rinde a un tirano. 1. 3. Todos los mundos posibles son buenos El optimismo leibniziano no se limita a lo creado; ninguno de los infinitos mundos posibles es malo. Todos ellos, incluido el peor, son impecablemente buenos. El mal ni siquiera puede rozar su inmaculada perfección, que no es otra cosa que su realidad, sin que importe ahora que esa realidad se quede en el ámbito de lo meramente posible o llegue a ser, valga la expresión, una realidad existente. Si nos atenemos a la doctrina leibniziana del mal metafísico —ese sobre el que descansan el mal físico y el moral, el dolor y el pecado— lo único que encontramos en él es una mera falta de bien. El mal no es un ser sino una carencia de ser, nada. Un mal es un bien limitado (O, 99). Vivir dos años es un bien, aunque sea mejor vivir cuatro mil; ser pobre es un modo limitado de ser rico. Esa condición privativa, negativa, vale para todos los mundos posibles, ya que todo lo que puede ser pensado es, a juicio de Leibniz, real. El contenido de un concepto es algo real, independientemente de que ese concepto sea llevado a la existencia o no. Hace tiempo que se perdió esa acepción del término ente, de modo que nosotros identificamos ser y existir. Pero en el vocabulario de Leibniz «ente» significa ente posible. Como el mal no tiene entidad ninguna, ningún mundo posible es malo, aunque sólo uno de ellos es el peor y sólo uno el mejor. 2. El mayor orden posible La razón por la que a Leibniz el mundo real le pareció el mejor de los posibles fue que, según él, en dicho mundo se da la mayor cantidad deseable de cosas con el menor gasto que cabe pensar. En él la máxima riqueza
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ontológica se alcanza por las vías más sencillas, una abundancia insuperable por los medios más simples. Esto quiere decir Leibniz cuando ve en este mundo el máximo de orden posible, ya que para nuestro filósofo el orden no es otra cosa que la unidad en la pluralidad. Para decidir qué mundo creaba, el Dios leibniziano, matemático perfecto, resolvió un problema de máximos y mínimos, o de optimización de la relación entre ambos. Ateniéndose a la primera condición, Dios creó un mundo infinito; pero esa infinitud está sometida al segundo requisito: la sencillez de las vías, la economía de medios, el mínimo gasto. La síntesis de ambos la ofrece el concepto de serie infinita: un concepto de una importancia extraordinaria en el pensamiento leibniziano. En él todo adopta la forma de serie, ya se trate de los grados de dureza de la materia, de los niveles de certeza de nuestros juicios, de la escala de la vida orgánica, de la progresión de la felicidad, de la jerarquía de los mundos posibles. Valga ahora como botón de muestra el siguiente juicio de Leibniz: «Il est raisonnable aussi qu'il y ait des substances capables de perception au dessous de nous, comme il y en a au dessus; et que nostre Ame, bien loin d'estre la dernier de toutes, se trouve dans un milieu, dont on puisse descendre et monter; autrement ce seroit un defaut d'ordre, que certains Philosophes appellent Vacuum Formarum» [GP VI, 543]. Esa serialidad que recorre el mundo une a la síntesis entre unidad y pluralidad propia de toda serie, y que puede ser expresada mediante la correspondiente ecuación, otra síntesis. Inspirado por sus estudios matemáticos sobre series infinitas, Leibniz ve que no se da la misma clase de infinitud en las series elegidas por Dios. El infinito tiene dos vertientes: una implosiva, otra explosiva; lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande. Leibniz piensa que el mundo está hecho de tal modo que entre dos casos de una serie siempre hay otro y que todo caso es un caso intermedio. No hay nada, por muy pequeño que sea, que no contenga una infinidad de seres; tampoco existe nada, por muy grande que sea, que no esté rodeado de otros seres. 2.1. Infinitamente pequeño Dice Leibniz: «Nada se hace de golpe, y una de mis máximas fundamentales y más confirmadas es que la naturaleza nunca da saltos...[Dicha] ley tiene un uso considerable en Física: establece que siempre se pasa de lo pequeño a lo grande, y viceversa, a través de lo intermedio... Esto hace pensar que también las percepciones captables provienen por gradaciones de las que son demasiado pequeñas para ser captadas... Pensar de otra manera es conocer poco la inmensa sutileza de las cosas, que envuelve siempre y por todas partes un infinito actual.»4
4 G. W. Leibniz, Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano (ed. Javier Echeverría) Madrid, 1977 [ = NE], pág. 49.
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He aquí, en una de sus diversas fórmulas, la ley leibniziana de la continuidad. 2.2. Concepto de continuidad Antes de ver el enorme alcance que tiene el principio de continuidad en la filosofía de Leibniz, apuntaré dos notas atribuidas a lo continuo que él tiene presentes. Se dice que dos partes de un todo son continuas si comparten un límite, a diferencia de las contiguas, cuyos límites vecinos se tocan pero no coinciden. También se ha definido tradicionalmente lo continuo como aquello que puede dividirse infinitamente5. Leibniz aborda la continuidad desde su conocimiento de las progresiones infinitas convergentes. Por más que avancemos, por ejemplo, en la división por mitades de un segmento continuo nunca llegaremos por el lado decreciente a cero, si bien Leibniz sostiene que podemos operar con la idea de que un avance suficiente en la división hará que la diferencia entre el último resultado obtenido y el límite (cero en este caso) se hará infinitesimal, es decir, se hará menor que cualquier cantidad que pensemos; y ello permite decir que hay una igualdad operativa entre el último resultado obtenido y el límite nunca alcanzando6. Esa convergencia posibilita llevar a cabo, al menos en clave «retóricofilosófica», una verdadera identificación de los opuestos. Un círculo puede ser concebido como un polígono cuyos lados, infinitos en número, tienen una magnitud infinitesimal; del mismo modo podemos sostener que el reposo es un movimiento infinitesimal. Es decir, cuando los miembros de una clase pueden ser ordenados en una serie gradual que se acerca indefinidamente a la clase opuesta, ésta pasa a ser un caso especial de aquélla. No es de extrañar que, con tales premisas, Leibniz simpatizara con una visión nominalista del mundo. En efecto, las especies quedan desdibujadas, eliminadas incluso, si el individuo inferior de cada una de ellas viene a coincidir con el superior de la especie inferior, o el individuo superior de cualquiera de ellas con el inferior de la especie superior. O, como podemos leer en una carta a Varignon: «[…] il est necéssaire, que tous les ordres des Etres naturels ne forment qu'une seule chaîne, dans laquelle les différentes classes comme autant d'anneaux, tiennent si étroitement les unes aux autres, qu'il est impossible aux sens et à l'imagination de fixer précisément le point, où quelqu'une commence, ou finit: toutes les espèces, qui bordent, ou qui occupent, pour ainsi dire, les Régions d'inflexion et de rebroussement, devant être équivoques et douées de caractères, qui peuvent se rapporter aux espèces voisines également. Ainsi l'existence de Zoophyles, par exemple, ou comme Buddeus les nomme, de Plant-Animaux, n'a rien de monstrueux; mais il est même convenable à l'ordre de la Nature, qu'il y en ait.»7 5 Actualmente la divisibilidad infinita, o la idea de que entre dos casos de una serie hay siempre otro, no define la continuidad sino la densidad. Por ejemplo, los números racionales siempre admiten otro entre dos de ellos y no por ello definen un continuo. 6 En general, diremos que la igualdad es una desigualdad infinitesimal, y que la identidad es una diferencia infinitamente pequeña. Así, pues, con el concepto de infinitesimal aparece un nuevo modelo de identidad, entendida como desigualdad infinitesimal. 7 Texto extraído de la tesis doctoral de M. Luna La ley de continuidad en G. W. Leibniz, Universidad de Sevilla, 1994, pág. 161.
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2.3. Dos formas de continuidad (imaginaria y real) No deberíamos caer en el error de confundir la continuidad real con un remedo suyo, una continuidad homogénea, monótona, repetitiva. Dice Leibniz: «Para concebir mejor la división actual de la materia al infinito y la exclusión que se da en ella de toda continuidad exacta e indeterminada, hay que considerar que Dios ha producido en la misma tanto orden y variedad como fue posible introducir, y que por ende no quedó nada indeterminado en ella, en vez de que lo indeterminado sea la esencia de la continuidad. Es lo que la perfección divina enseña a nuestro espíritu y lo que la experiencia misma confirma por nuestros sentidos. No hay una gota de agua tan pura donde, bien mirada, no pueda advertirse alguna variedad. Un trozo de piedra se compone de ciertos granos y por el microscopio esos granos parecen peñascos donde hay miles de juegos de la Naturaleza. Si aumentara siempre la fuerza de nuestra vista, siempre encontraría en qué emplearse. Por doquier, lo que hay actualmente es variedad y no hay nunca una perfecta uniformidad ni dos trozos de materia parecidos el uno al otro […]»8 Según el pensador alemán, hay una continuidad cuya infinita variación la aleja de la uniformidad del continuo espacial. A la simplicidad infinitamente repetida de las abstracciones geométricas opone Leibniz la minuciosa diversidad de las sustancias concretas, los únicos seres que existen. Si el espacio es infinitamente divisible, la realidad está infinitamente dividida. Quizá sea éste un buen momento para recordar que Leibniz, diferente también en esto a Descartes, pensaba que no sólo las cualidades secundarias —color, sabor, temperatura, etcétera— son subjetivas; también lo son las primarias: —tamaño y figura— que son indisociables de nuestra percepción espacial. Lo que se nos da en el espacio no existe fuera de nuestra percepción. Lo espacial no puede ser real —y esto vale también para el tiempo— entre otras razones porque tiene la absurda propiedad de ser un compuesto sin verdaderos componentes. Con el espacio se da la paradoja de que, siendo plural, pues puede dividirse en partes, carece de partes propiamente dichas; partes que estén en él antes y al margen de que nosotros las marquemos. Aquí no sólo nosotros, ni siquiera Dios puede empezar por el conocimiento de las partes para llegar al del todo, porque éstas no están dadas; somos nosotros, también Dios, quienes las vamos dibujando, formando según avanzamos en la división. Están en potencia, enterradas en el todo como la estatua en el mármol, siéndoles imprescindible nuestro concurso ideal, matemático, para llegar a ser, si es que eso es un verdadero ser. La realidad no puede ser, por tanto, espacial. La propia composición de la materia necesita que existan unas unidades, éstas no divisibles, pues si no hay nada verdaderamente simple no puede haber un verdadero compuesto. Esas unidades no podrían ser los átomos 8 G. W. Leibniz, Methodus Vitae. Escritos de Leibniz (ed. Agustín Andreu), Valencia, 2000 [ = An] , vol II, págs. 184 y 185.
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físicos, pues una de dos: o los átomos llenan un cierto espacio, por pequeño que sea, y en tal caso son divisibles, o son como puntos geométricos, pero los puntos —nos advierte Leibniz— son los extremos de una línea, no sus ingredientes. La realidad ha de estar compuesta de unidades inextensas, y si son inextensas no pueden ser materiales, dado que la materia —o, para ser más precisos, la materia concebida cartesianamente— se reduce a mera extensión. Como lo único inmaterial de lo que tenemos noticia inmediata los hombres es nuestra mente, esas unidades son concebidas por Leibniz como mentes, o almas. Leibniz las llamó átomos lógicos, átomos formales, sustancias simples; también las llamó, y así las conocemos todos, mónadas. 2.4. El principio de identidad de los indiscernibles y su relación con el de razón suficiente La continuidad monádica, tan distinta de la fenoménica, sólo la entenderemos cabalmente con la ayuda de otro principio decisivo en la filosofía de Leibniz. Me refiero al principio de identidad de los indiscernibles, que Leibniz presenta así: «No hay en la naturaleza dos seres reales y absolutos indiscernibles» [GP VII, 393]. O también: «No hay dos sustancias completamente similares o que difieran solo numero» [GP IV, 433].9 El encaje de este principio con el de continuidad lo ha formulado con extraordinaria elegancia Bertrand Russell, para el que «[…] la continuidad afirma que todo lugar de la serie está lleno, mientras que la identidad de los indiscernibles afirma que ninguno lo está dos veces.»10 Por mi parte, querría mostrarles una relación que, a mi juicio, se da entre el principio de que nada se repite y otro de los más conocidos de Leibniz, como es el principio de razón suficiente, según el cual nada existe sin que haya una razón para que exista, o en su versión más abstracta: se puede dar razón de toda verdad. Dicho principio afirma, pues, que todo está determinado. No debemos interpretar, no obstante lo dicho, el principio de razón suficiente en términos de lo que entendemos actualmente por determinismo. Adelanto que no voy a hablarles del modo en que Leibniz creyó resolver la aparente incompatibilidad entre determinismo y libertad, que pasa por distinguir su determinismo del necesitarismo, o la determinación contingente de la necesidad lógica. Cuando digo que no debemos confundir 9 No sólo en este mundo, en ninguno de los posibles puede haber una copia exacta de un individuo. La sustancia individual es indisociable del universo del que forma parte, ya que es un espejo viviente, una determinada perspectiva del resto del mundo. Ello impide que haya dos individuos, o dos conceptos individuales, idénticos, no sólo en este mundo sino en diferentes mundos posibles. No hay, por ejemplo, un posible Adán no-pecador, pues si no peca no es Adán. 10 B. Russell, Exposición crítica de la filosofía de Leibniz, Buenos Aires, 1977, pág. 86.
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nuestro determinismo con el leibniziano, estoy pensando en otra cosa. Intentaré explicarla. La determinación, tal como la concebimos nosotros, es lineal, va de lo determinante a lo determinado. El correspondiente determinismo señala una línea que se remonta de lo determinado a lo que lo determina, de éste a su determinante y así sucesivamente. El determinismo leibniziano no dibuja una línea hacia el pasado sino un árbol. Con ello quiero decir que no sólo tiene en cuenta lo que sucedió sino lo que pudo suceder. El principio de razón no es la versión racional del principio de causalidad; es algo más. La razón designada por el principio leibniziano implica, a diferencia de la causa, una disyuntiva, un conjunto de posibilidades que son tenidas en cuenta a la hora de tomar una decisión sobre cada uno de los momentos que integran la marcha de la naturaleza. Toda determinación se perfila sobre un fondo de posibilidades. Pues bien, si esas posibilidades tuvieran la misma fuerza, no habría razón para actuar. Que todo tenga su razón de ser quiere decir que no todas las razones barajadas pesaban lo mismo. El principio de razón suficiente es incompatible con la homogeneidad. Por eso Leibniz afirma una y otra vez, en su correspondencia con el newtoniano Clarke, que no puede existir el espacio absoluto porque su homogeneidad nos lleva al absurdo de pensar lo impensable, como es preguntarnos si Dios podría haber querido colocar el mundo en otro lugar. Pero se trata de una cuestión absurda porque en un espacio homogéneo ese lugar donde no fue puesto el mundo es indiscernible del lugar en que se halla, por lo que no hay ninguna razón para elegir entre ellos. Ahora bien, cuando no hay ninguna razón para elegir, no se elige. Es significativo también que Leibniz, al justificar su principio de razón suficiente, recuerde el principio de Arquímedes según el cual si los pesos de ambos lados de una balanza son iguales, la balanza permanece en equilibrio, «[…] pues [explica Leibniz] si en ambas partes se coloca todo por igual, no es posible imaginar una razón por la que la balanza haya de inclinarse a una o a otra part»e [An II, 127].11 2.5. Principio de individuación Hemos visto que no puede haber ninguna razón para que algo suceda, esto es, para que una de las múltiples posibilidades se haga realidad, sin una diferencia entre las mismas; ahora vamos a ver que no puede haber ninguna diferencia de la que no pueda darse alguna explicación. Leibniz sostiene ambas cosas: la imposibilidad de que se dé una razón sin una diferencia y la de que haya alguna diferencia sin una razón. Sobre lo segundo escribe: «Sequitur etiam hinc non dari posse
duas res singulares solo numero diferentes: utique enim oportet rationem reddi posse cur [dicantur] <sint> diversae, quae ex aliqua in ipsis differentia petenda 11 Lo mismo se puede leer en A II, 144. Vid. también A II, 148. Semejante argumento fue usado por Anaximandro para sostener el reposo de la Tierra. Al estar en el centro del universo, no hay razón para que se mueve en uno u otro sentido; por tanto, no se mueve.
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est.»
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En este texto la relación entre los dos principios no es la misma que antes. Ahora nos encontramos ante la idea de que dos cosas no pueden ser sólo numéricamente distintas; antes bien, esa pluralidad, una forma de relación cuantitativa, depende de alguna diferencia que ha de hallarse en los entes relacionados (in ipsis), esto es, entre sus propiedades intrínsecas. Admitido, pues, que no hay dos seres iguales, ¿cuál es el fundamento de la diferencia entre ellos? ¿En qué se basa la singularidad de cada uno de ellos? Una idea muy extendida, formulada por Tomás de Aquino, era que las cosas de una misma especie son iguales por su forma específica y diferentes por su materia. Siendo esencialmente iguales —como la animalidad racional sería la misma en todos los hombres— las diferencias individuales se basan en las respectivas materias, que las ubican en lugares distintos. Según Leibniz, el principio de individuación no es otra cosa que la propia noción del correspondiente individuo, en el buen entendido de que dicha noción no deja nada fuera de sí: es completa. Todo lo que hace o le hacen a un individuo, incluido el detalle más insignificante, forma parte de su concepto. Todas las notas de un concepto individual, en rigor una infinidad, pertenecen a su esencia. No hay propiamente hablando accidentes. Está incluido en el concepto de Hitler que invadirá Polonia. Un Hitler que no la invadiera no sería Hitler. Por eso en toda proposición verdadera el predicado está incluido en el sujeto, toda verdad es analítica. No sé si se hacen cargo del extremo al que nos lleva esta afirmación. De la misma se deduce, y Leibniz lo dedujo, que aunque lo predicado sea una relación que apenas afecte a las cosas unidas por esa relación, como es el cambio de distancia que se está produciendo ahora mismo entre esta mesa y una moto que circula en Birmania, dicha relación —una mera denominación extrínseca en apariencia, sin ninguna importancia ni para la mesa ni para la moto— tiene su razón de ser en algunos cambios cualitativos, no sabemos cuáles, que están teniendo lugar en ambas cosas. Que toda verdad sea analítica quiere decir que todo lo que le sucede a una sustancia individual, a una mónada, procede de ella y nada más que de ella. Sus operaciones son espontáneas; serían las mismas aunque estuviera sola en el universo. La mónada —como hemos oído tantas veces— no tiene ventanas. Toda acción transeúnte queda, pues, descartada. Para entender este rechazo de cualquier forma de relación entre las cosas hay que recordar cómo Malebranche había negado que las llamadas causas segundas tuvieran alguna eficacia, que es lo mismo que decir que no son verdaderas causas. El triunfo en el siglo XVII de la mecánica había desacreditado toda idea de causalidad que no implicara un contacto físico. Las viejas atracciones por simpatía, las fuerzas ocultas que podían transmitirse incluso a distancia, no tienen cabida en una explicación mecánica. En ella sólo cabe el choque. Pero con Malebranche se hizo problemático el propio concepto de impacto, precisamente porque ya no podía ser entendido según el patrón conceptual de la vieja causalidad. A diferencia de la noción escolástica de causa, la acción mecánica no implica que algo sea transferido de 12 G. W. Leibniz, Opuscules et fragments inédits de Leibniz (ed. L. Couturat), Paris, 1903 / Hildesheim, 1988 [ = C], pág. 519.
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la causa al efecto, ya que un cuerpo inerte, sin vida, sin fuerza, no tiene nada que transmitir. Así lo explica el autor del ocasionalismo: «Cuando una bola choca con otra, mis ojos me dicen, o parecen decirme, que ella es verdaderamente causa del movimiento que le imprime a la otra… Pero cuando interrogo a mi razón, veo evidentemente que los cuerpos, al no poder moverse a sí mismos… no pueden comunicarse una potencia que no tienen, y que no podrían tampoco comunicar aun cuando estuviera a su disposición. Pues el espíritu no concebirá jamás que un cuerpo, sustancia puramente pasiva, pueda transmitir a otro la potencia que lo transporta, cualquiera que ésta fuese.»13 Si Descartes había puesto las premisas para que otros dudaran de la comunicación entre alma y cuerpo, Malebranche pensó que la incomunicación era universal, afectando por igual a mentes y cuerpos. Leibniz recupera en su dinámica la idea aristotélica de una fuerza interna de los cuerpos, pero esto no lo aleja de Malebranche en lo que se refiere a desconfianza de la causalidad mecánica, como podemos ver en su afirmación de que: «[…] también en los entes físicos se pone de manifiesto que de un cuerpo a otro no se propaga ningún impulso sino que cada cuerpo es movido por la fuerza ínsita [[en él]], determinada solamente con ocasión o relación a otro» [An II, 151 y 152]. Pero si es verdad que no hay un influjo entre los seres, no lo es menos que se da entre ellos una concomitancia, una correlación, una armonía preestablecida. Cada uno de ellos está programado por Dios de tal modo, que a las acciones, o pensamientos, de cualquiera de ellos les corresponden con la mayor exactitud las acciones, o pensamientos, del resto del universo. Todo está, pues, conectado con todo, siempre que se entienda que en el vocabulario leibniziano conexión no significa lo mismo que influjo real, aproximándose más, aunque sin confundirse con él, al concepto de correlación. La palabra que usa con frecuencia Leibniz es la de expresión. 2.6. Ejemplos de continuidad Cada mónada, un espejo viviente en palabras de Leibniz, refleja a su manera todo el universo. Es, sin exageración alguna, omnisciente. Nada de lo que sucede en cualquier punto del universo, por muy alejado que se halle, deja de ser percibido por ella, aunque la mayoría de esas percepciones son infinitesimales. Por ello pasan desapercibidas, o son captadas de un modo confuso, como las olas del mar, que no somos capaces de escuchar por separado, una a una, pero que están en el sonido que captamos. Son percepciones desapercibidas, lo que podría sonar a paradoja si no tenemos en cuenta la distinción leibniziana entre percepción consciente e inconsciente, entre percepción y apercepción. Si nunca carecemos de percepciones, tampoco nos faltan apeticiones. Siempre somos movidos por algún apetito; lo que sucede a menudo es que estos son imperceptibles, pero no por ello dejan de 13
N. Malebranche, Aclaración sobre el ocasionalismo, Madrid, 2005, págs. 19 y 20.
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inclinar nuestra voluntad. Nuestros actos siempre están determinados, pero nos consideramos dotados de una libertad de indiferencia cuando los motivos determinantes son infinitesimales. Lo que nos parece una libertad de indiferencia, una quimera imposible, es en realidad una determinación infinitesimal de la voluntad. Dije antes que las mónadas no son materiales. Sin embargo no debemos olvidar que para Leibniz no hay alma sin cuerpo. Toda mente finita está incorporada, y ello en virtud del principio de continuidad14, que exige que los seres creados no estén totalmente separados de la materia ni totalmente confundidos con ella, aunque debo confesarles que aún no sé si la escala en la que pensó Leibniz tiene que ver con, por decirlo de algún modo, la distancia entre alma y cuerpo o con una variación en el grado de sutileza de los cuerpos. En el primer caso no entiendo de qué manera puede el alma estar más o menos separada del cuerpo, si la distancia es una determinación espacial y las almas no son extensas; en el segundo caso no sé muy bien qué es eso de ser poco o muy material. ¿Un cuerpo sutil, etéreo, transparente, como el que atribuye Leibniz a los ángeles y a otros genios superiores al hombre, es menos cuerpo que uno pesado, espeso y opaco? Así como a toda alma, sin ser material, le pertenece un trozo de materia, también se cumple la inversa, a saber, todo trozo de materia está animado, vive. Y, dado que la materia está dividida al infinito, en cualquier parte de ella hay una infinidad de seres vivos, en la cual nos introduce el microscopio, un instrumento inventado en la época de Leibniz. que le hizo pensar que el mundo no tenía tampoco límites en lo pequeño. Ni siquiera la vida y la muerte se oponen, pues la muerte es una forma especial de vida. Es, como ya podrán adivinar, una vida infinitesimal. Hablando rigurosamente, no hay nacimiento ni muerte, sólo despliegue y repliegue. Ateniéndose a su principio de continuidad, Leibniz defendió una teoría preformacionista sobre la generación de los seres vivos. El nacimiento del animal consiste en pasar de ser un animáculo, o animal infinitesimal, a ser un animal con todos sus órganos desarrollados, y la muerte consiste en un repliegue a un ámbito infinitesimal. La naturaleza es un hervor continuo, un rebullir de vida. Incluso la materia inorgánica es, a ojos de Leibniz, una materia activa, esencialmente potente. Su misma pasividad es el resultado de una fuerza —de un vigor pasivo, valga la paradoja— que le permite ofrecer resistencia a la penetración y al movimiento15. La impenetrabilidad y la inercia no son cualidades que se deriven sin más de la extensión; se basan en una fuerza interna de la materia. Lo esencial en la materia es la fuerza, no la extensión, como había creído Descartes. Ningún cuerpo es totalmente sólido, duro, rígido; todos tienen en mayor o menor medida cierta fluidez y elasticidad. La dinámica leibniziana describe una realidad sometida a infinitas gradaciones. Una vez más, todo es intermedio. Más aún, si cualquier propiedad de un cuerpo forma parte de una escala en la que nunca hay máximos ni mínimos, dando así satisfacción al principio de continuidad, algo parecido podemos decir de sus efectos. Por 14 En virtud también de la necesidad de que todo suceda ordenadamente, lo que no es posible, a los ojos de Leibniz, sin que haya cuerpos. Vid. An I, 156 y An II, 189. 15 Siguiendo a Kepler, Leibniz entiende la inercia ante todo como pereza, como resistencia al movimiento.
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ejemplo, la flexibilidad que se da en todo objeto físico es la causante de que su movimiento no esté sometido a saltos, como el que se daría en un cuerpo que pasara instantáneamente de estar en reposo a moverse con una determinada velocidad o que cambiara repentinamente la dirección de su movimiento. «Pues debe saberse [escribe Leibniz en una de sus Observaciones críticas sobre la parte general de los Principios Cartesianos] que todos los cuerpos… se asemejan a una pelota hinchada de aire, que al caer al suelo o al recibir un golpe de un guijarro, va cediendo hasta que desaparece por completo el ímpetu que la llevó a chocar contra el suelo, o hasta que se va deteniendo el guijarro; tras lo cual la pelota rebotará desde el suelo, o bien, retomando su forma, rechazará el guijarro que ya no le opone resistencia. Y algo parecido ocurre en todos los choques, aunque nuestros ojos no nos permitan ver tales inflexiones y restituciones, pero de las que tenemos noticias gracias a algunos experimentos» [GP IV, 375]. Descartes erró al formular las leyes del movimiento por desconocer el principio de continuidad, que en este contexto Leibniz formula del siguiente modo: «Lorsque la difference de deux cas peut estre diminuée a dessous de toute grandeur donnée in datis ou dans ce qui est posé, il faut qu'elle se puisse trouver aussi diminuée au dessous de toute grandeur donnée in quaesitis ou dans ce qui en resulte, ou por parler plus familierement: Lorsque les cas (ou ce qui est donnée) s'approchent continuellement et se perdent enfin l'un dans l'autre, il faut que les suites ou evenemens (ou ce qui est demandé) le fassent aussi. Ce qui depend encore d'un principe plus general, sçavoir: Datis ordinatis etiam quaesita sunt ordinata» [GP III, 52]. Las diferencias infinitesimales en una serie producen diferencias infinitesimales en la otra, o, dicho de otro modo, cuando en una función la variable independiente es continua, también lo será la dependiente. Dicha ley le permite a Leibniz corregir diversos errores de la mecánica de Descartes; por ejemplo, la incongruencia que se da entre sus dos primeras reglas del movimiento. La primera, verdadera a juicio de Leibniz, dice que, si dos cuerpos iguales y con la misma velocidad chocan, los dos rebotarán manteniendo sus velocidades; la segunda regla dice que, si los cuerpos que chocan tienen la misma velocidad pero son desiguales, sólo será rechazado el pequeño, mientras que el mayor seguirá su anterior trayectoria, manteniendo ambos la velocidad. Esta regla no puede ser cierta porque el resultado del choque, según ella, es independiente de la diferencia de las masas de los cuerpos que chocan. Por más que reduzcamos esa diferencia hasta hacerla inapreciable, el resultado será siempre el mismo: el mayor de los dos cuerpos mantendrá su avance mientras que el menor rebotará. Que el resultado no varíe conforme lo hacen los datos es algo absurdo. Pero no terminan aquí los problemas. Ahora imaginemos que la diferencia entre las masas se ha desvanecido del todo, igualándose ambos cuerpos. Nos encontramos con que
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ese tránsito mínimo, el que va de una diferencia inapreciable a una falta de diferencia, produce un efecto totalmente distinto, pues ahora rebotan ambos cuerpos, tal como se afirma en la primera regla. Ese salto en el resultado es contrario a toda razón, según Leibniz. De haberse guiado Descartes por el principio de continuidad, el resultado habría sido muy diferente. En efecto, si al chocar dos cuerpos igualados en masa y velocidad, ambos rebotan con la velocidad que traían, tal como afirma la regla primera, entonces en el caso de que aumente un poco la masa de uno de ellos o disminuya la del otro el cambio que ha de producirse en el resultado ha de ser también pequeño, de tal manera que ambos rebotarán aunque no de igual modo [supongo que cambia la velocidad, pero Leibniz no dice nada aquí sobre ese cambio]. Si seguimos aumentando la diferencia de masas, llegará un momento en que el mayor ni rebotará ni avanzará; a partir de aquí todo aumento de dicha desigualdad hará que el mayor siga avanzando tras el choque, aunque su velocidad sufrirá alguna disminución, cada vez menor, hasta que la diferencia de masas sea infinita, que es como decir hasta que uno de los cuerpos haya desaparecido. En tal caso, el otro mantendrá su movimiento, pues no ha chocado con nada.. Cerraré este apunte sobre la física de Leibniz con la afirmación de que el principio de continuidad, aparte de otras razones que expuso a lo largo de su vida, tuvo que ver con su rechazo del atomismo físico. Ni hay unos cuerpos últimos, absolutamente indivisibles y sólidos, ni hay vacío. No hay átomos sino una infinidad de seres con infinitos grados de solidez, pues todo participa de la liquidez y de la solidez en grados diferentes16; tampoco hay vacío, ni fuera ni dentro de los cuerpos. No sólo el objeto de la ciencia, ella misma está sometida al principio de continuidad. Frente a la dualidad cartesiana que obliga a optar entre la absoluta evidencia y la duda total, o que no admite un término intermedio entre la razón, fundamentalmente matemática, y la mera opinión, Leibniz propondrá la idea de un continuo epistemológico, conforme al cual hay diferentes grados de probabilidad. No hay nunca en las ciencias que versan sobre las cosas contingentes —por ejemplo, en las ciencias de la naturaleza— una hipótesis absolutamente cierta, si bien algunas alcanzan un grado tan alto de probabilidad que pueden ser tenidas por ciertas, pues la distancia que las separa de la certeza es infinitesimal. Asimismo Leibniz se alejó de la idea de un origen absoluto del conocimiento, tanto lógico como histórico. Lógicamente, a pesar del ideal leibniziano de una combinatoria universal, lo que implica dar con unos componentes últimos de la misma: su alfabeto, y a pesar de su afirmación de la necesidad lógica de unos axiomas, en la práctica nunca alcanzamos esos elementos últimos, sean los conceptos básicos, inanalizables, de la combinatoria, o los enunciados indemostrables de todo sistema axiomático: siempre cabe un análisis ulterior, y siempre debe intentarse la demostración de lo que parece indemostrable. Históricamente, el intento cartesiano de prescindir de toda tradición es ilusorio, como se encarga maliciosamente Leibniz de ilustrar una y otra vez, mostrando de dónde ha sacado Descartes lo que parecía 16 «[…] il n'y a aucun corps qui soit dur o fluide a supreme degré, c'est à dire qu'on n'y trouve aucun atome d'une dureté insurmontable ni aucune masse entierement indifferente à la división [totalmente fluida]. Aussi l'ordre de la nature et particulierement la loy de la continuité detruisent egalement l'un et l'autre [GP V, 52].»
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suyo. Para Leibniz la memoria histórica no es un lastre del que debamos, aunque pudiéramos, desprendernos cuando buscamos la verdad. Ésta no se nos da en una experiencia originaria, sino que, como demuestra el caso del propio Leibniz, la novedad se alimenta de la tradición, pues la tradición viva, no el tradicionalismo arqueologizante, se proyecta sin temor a un futuro del que cabe esperar un progreso indefinido que ni siquiera se detendrá en el más allá. Pero esta observación apunta a la otra forma de infinitud de la que hablé al principio. A ella dedicaré el capítulo siguiente. 2.7. Infinitamente grande La obra de Leibniz remite también a un orden de infinitud que con todas las precauciones del mundo me atrevo a calificar de grande, como «un océano sin límites» dice Leibniz en una carta a la electora Sofía (An II, 188). Lo es no tanto, aunque también, por su extensión en el tiempo y el espacio como por la cantidad de especies que contiene. Tal inmensidad ontológica presenta ese rasgo serial siempre presente en la obra de Leibniz, que ha escrito: «Ainsi mon Systeme gardant une parfaite uniformité dans toute la nature, explique le tout tres intelligiblement (ce semble) savoir les choses cachées et eloignées par les choses visibles et prochaines, qui ne changent pas autant qu'on pense, quan elles se dérobbent à nous yeux, puisque la naissance et la mort, qui sont les plus grands changemens, ne produissent pas dans le fonds une aussi grande difference qu'on s'imaginoit. Én sorte que dans ce Systeme… on pourroit dire comme dans l'Empereur de la Lune, que c'est tout comme icy par tout et tousjours, aux degrés de grandeur et de perfection près. Ce qui fait aussi que je suis du sentiment le plus receu chez les anciens philosophes et chez les Peres de l'Eglise, que les Anges, ou ce que les payens appelloient les bons et les mauvais Demons, sont zoa, et ont aussi des Corps animés, quoyque bien differens des nostres, en vigueur et en subtilité. Car je tiens qu'il y a une infinité d'especes et de degrés de perfection dans les Ames comme dans les Corps, et qu'il faut accorder la perfection à toutes les ames, une Intelligence sublime à celles des Anges, et le Sentiment destitué de Raisonnement aux Ames des Bestes, qu'on ne sauroit leur refuser sans faire la nostre la derniere, qu'il est plus juste de mettre au milieu, puisqu'il aussi raisonnable de descendre que de monter, à fin qu'il n'y ait point ce que quelques uns appelloient Vacuum Formarum» [GP VI, 548].17 Si bien Leibniz se refiere al descenso y ascenso dentro de la escala de los seres animados, no es aventurado pensar que esa doble exigencia racional opera en otro tipo de series; por ejemplo, en las generadas mediante divisiones y adiciones infinitas, de modo tal que encaja en el cuadro general del leibnizianismo, además de la existencia de organismos incomparablemente menores que nosotros, la de otros inmensamente mayores, como lo es la 17 Leibniz también ha barajado (por ejemplo, en C, 529) la posibilidad de que se dé ese vacío de formas porque no todo lo que es posible es composible.
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tierra comparada con una mota de polvo. Se trate de subir y bajar por la infinita cadena de los seres o de dividir y añadir cuerpos, lo que importa es que, según este doble principio, cualquier cosa, por pequeña que sea, está llena de infinitas cosas y cualquiera, por grande que sea, está rodeada de infinitas. 2.8. Dos caras de la misma moneda Creo que las dos caras de la infinitud de las que estoy hablando —lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, la infinitud divisiva y la aditiva— son indisociables en el pensamiento de Leibniz; creo incluso que son tenidas en cuenta por él cuando declara que en la naturaleza no hay saltos. Esta falta de cortes siempre ha sido interpretada como una manera de decir que el mundo es infinitamente sutil, al estar todo infinitamente dividido en él; pero creo que también significa que nada en este mundo ocupa una posición extrema, sin continuación. Contra esto habrá quien quiera alegar que una cosa es que no se produzcan cortes dentro del universo, y otra que no haya un corte entre él y lo que no es él. Por ejemplo, el mundo podría ser finito a la vez que continuo. ¿Por qué mezclar, entonces, dos infinitos distintos, sobre todo teniendo en cuenta que es el propio Leibniz quien ha ligado su negación de los saltos a la infinita sutileza de las cosas, esto es, a su infinita división? Permítanme que aventure alguna idea acerca de los motivos que le llevaron a Leibniz a ser más sensible a lo infinitamente pequeño. Dejaré de lado, por evidente, toda referencia a su invención del cálculo infinitesimal como factor psíquico de primer orden en esa atención, a mi juicio parcial, a lo diminuto. Me interesa ahora más que tengan ustedes en cuenta la propensión natural a situar las mónadas en el terreno de lo infinitesimal a la que debió estar sometido quien había visto en ellas la solución al problema de la composición del continuo. Los «componentes» últimos de la materia tenían que parecer a simple «vista» muy pequeños, por más que el propio Leibniz sea consciente de que las mónadas no son ni pequeñas ni grandes. A ello añadiré mi creencia de que, al asociar de un modo casi exclusivo la infinitud con la división, más que Leibniz es una vieja tradición en el tratamiento de la primera la que se pronuncia; una tradición, vinculada al aristotelismo, para la que el mundo, a pesar de su continuidad interna, sí tenía unos límites espaciales, lo que explica que no hubiera interés en ensayar un tratamiento común de ambas formas de infinito. Pero éste no puede ser el caso de Leibniz. A pesar de la comprensible tendencia a juzgar los últimos elementos en los que se resuelve la materia como unos entes que podrán ser cualquier cosa menos grandes, a pesar también de la mencionada ortopedia conceptual, o inercia semántica si así se prefiere, del aristotelismo, se ve que todo en su pensamiento conspira a favor de una idea más general, cual es la de que el orden que reina en este mundo —recuerden que orden significa unidad en la pluralidad— no permite que haya instancias últimas, límites insuperables, ni en el tiempo y el espacio ni menos aún en el orden metafísico. Una aproximación a la obra de este pensador que quiera reflejar esa tendencia profunda y constante debe tratar ambos infinitos como dos caras de la misma moneda, como dos versiones de un principio que viene a decir que nada se interrumpe, ni en el
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descenso ni en el ascenso, ni en la división ni en la adición. 2.9. Infinidad y número infinito Ya hemos visto que el mundo contiene una infinidad de cosas. Esto no quiere decir que contenga un número infinito de cosas. Leibniz consideraba contradictorio el concepto de número infinito, y por ello causa de muchas aporías. Por ejemplo, la cantidad de los números enteros es mayor que la de sus cuadrados porque hay números enteros que no son cuadrados; por otro lado, a cada número entero le corresponde un cuadrado y viceversa, por lo que son iguales ambas cantidades. Por tanto, el todo es igual a la parte, lo que es absurdo. Galileo —observa Leibniz— intentó resolver esta paradoja afirmando que no deben usarse palabras tales como mayor, menor, igual, cuando se trata del infinito; pero ésta es una estrategia con la que no está conforme el pensador alemán, pues —leo—: «[…] partem toto minorem esse in infinito non minus quam in finito arbitror verum» [C, 612]. Es mejor, en su opinión, negar la legitimidad del concepto del número de todos los números por implicar contradicción. ¿Qué hay entonces de la infinidad de cosas contenidas en el mejor de los mundos posibles una vez declarado ilegítimo el concepto de número infinito? Leibniz optó por declarar que esa infinidad no es, estrictamente hablando, una cantidad. Se trata de una pluralidad mayor que cualquier número que escojamos, del mismo modo —cabe añadir— que el infinitesimal, sin ser estrictamente hablando una cantidad ínfima, siempre será, para nuestro filósofo, menor que cualquier cantidad escogida. 2.10. Infinitud y plenitud Es un hecho, sin embargo, que esa infinita densidad de las formas no la percibimos; al contrario, entre unas y otras vemos que caben muchas más. Esto no le arredra a Leibniz, que baraja al menos dos hipótesis18. Una de ellas es que en algún sitio —en el interior de la tierra, en los abismos oceánicos o en las tierras no descubiertas aún— han de estar las formas que no encontramos. Por ejemplo, Leibniz no duda de que en América hay plantas de las que no podremos decir si pertenecen o no a las especies conocidas, por lo que —son palabras suyas—: «[…] nunca podremos determinar por completo las species infimas, las últimas especies» [NE, 296]. Según la otra, la discontinuidad que vemos en las cosas se debe a que no conocemos bien su naturaleza, por no haberlas resuelto en sus elementos, los cuales seguramente forman una serie continua. Por ejemplo, las elipses, parábolas e hipérbolas parecen curvas muy diferentes, cuando quien conoce sus ecuaciones entiende que son muy parecidas. A la discontinuidad de las 18
Ambas aparecen en la carta a Varignon ya mencionada.
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cosas tal como se ofrecen a una mirada superficial Leibniz opone una realidad infinitamente rica y matizada. En el primer caso, la búsqueda de la continuidad de las formas remite a lugares lejanos, como América; en el segundo, se queda aquí mismo, para descubrirla en lo que subyace a las apariencias. En todo caso, debemos ser cuidadosos a la hora de entender el rechazo leibniziano del vacuum formarum. Es verdad que, según nuestro autor, no hay un salto, un vacío, entre las formas posibles; pero eso no puede significar que existen todas ellas, sino que las existentes forman una pluralidad tan densa, que entre dos de ellas siempre encontraremos otra. Tan ingente multitud, superior a todo número, es sin embargo sólo una parte de todas las posibilidades. Que todo lo posible existe fue una idea defendida por Descartes y Spinoza, pero rechazada una y otra vez por Leibniz. Su tesis de que el mundo es infinito no debe ser confundida con una afirmación de su absoluta plenitud, si por ésta entendemos que todo lo que es posible existe. Fíjense que plenitud no quiere decir que existen muchísimas cosas, sino las que son posibles, de modo tal que si sólo fueran posibles dos, y ambas existieran, ese mundo raquítico sería pleno. A la inversa, que exista una infinidad de cosas no es garantía de plenitud, pues ya en Leibniz infinito no es lo mismo que máximo. Siendo verdad, pues, que en un mundo donde reina la continuidad no puede haber hiatos entre sus miembros, no hay que olvidar que dicha continuidad sólo afecta a algunas características de los mismos. Según él, tiene que haber mundos puramente posibles, esto es, que nunca existirán. El Dios de Leibniz, lejos de ser una potencia ciega de la que emana de un modo impersonal y necesario todo lo que puede existir, es un gobernante sabio y bueno que descarta una infinidad de mundos posibles. 3. Epílogo No quiero terminar esta conferencia sin mostrar, aunque sea con dos brochazos, hasta qué punto fue Leibniz un pensador que supo dar cauce a las inquietudes culturales de su época. Se ha definido el barroco como un ansia de infinito. Así en la pintura interesa menos la figura que la luz, pues es la segunda la que, trascendiendo la limitación propia de toda forma, nos remite al infinito. El gusto por el claroscuro también nos habla de esa necesidad de desfiguración por mor de la cual la línea rotunda y precisa del dibujo grecolatino se difumina. El mismo espíritu es el que promueve la proliferación de formas, la gradación infinita de los colores. Insatisfecho por la serenidad de la armonía, harto de la quieta perfección del ideal clásico, el pintor barroco apuesta por el descentramiento de la composición. Análogo desequilibrio se observa en la arquitectura. La columna salomónica, cuya espiral tolera mal los límites de la basa y el capitel; un pavimento cuyo dibujo nos hace imaginar su prolongación indefinida; una fachada cóncava que podría servir de ábside de otra iglesia: todo en el edificio barroco es un canto a la infinitud. Un nuevo dramatismo impregna el arte del XVII (piensen en la tensión dinámica de una elipse, en su vigorosa, heroica belleza, tan distinta de la calmada de la circunferencia). Fascinado por las paradojas, el hombre del barroco pretende conciliar lo que había sido tenido por inconciliable, se atreve a unir los contrarios, curvo y recto, interior y exte-
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rior, orden y caos, libertad y necesidad. Un esencial deslizamiento, una fluidez metafísica saca todas las cosas de su quicio. Es ese genio de la alteridad el que explica el gusto literario por la metáfora absoluta, esa que en un juego nunca terminado remite de un sentido a otro, sin que pueda encontrarse el que sería último y verdadero. Todo es teatro, artificio, máscara; es decir, todo ser es también otro, igual y desigual, como la recta, que es una especie de curva, o el reposo, un movimiento infinitamente lento. Sin duda, el mejor de los mundos posibles fue un mundo barroco. *** Javier Aguado Rebollo Fernández de los Ríos, 102, 4º, dcha. 28015 Madrid [email protected]
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LA INTERACCIÓN ENTRE FÍSICA Y METAFÍSICA EN EL PENSAMIENTO DE LEIBNIZ Juan Arana. Universidad de Sevilla Resumen: 1. Leibniz y la ciencia moderna. 2. Las grandes empresas científicas de Leibniz. 4. El iluminismo de Leibniz. 5. El racionalismo de Leibniz. 6. El matematicismo de Leibniz. 7. El mecanicismo de Leibniz. Conclusión Abstract: 1. Leibniz and the modern science. 2. The scientific big projects of Leibniz. 4. The illuminism of Leibniz. 5. The rationalism of Leibniz. 6. The mathematicism of Leibniz. 7. The mecanicism of Leibniz. Conclusion.
La vida de Leibniz transcurre durante un periodo crucial para el desarrollo de la ciencia moderna. Coincidiendo con el paso del Renacimiento al Barroco, lo que había sido una eclosión caótica empieza a decantarse y poco después se convierte en el sólido cuerpo de conocimientos que cambiará para siempre el curso de la historia. Cuando nace Leibniz en 1646 pocos se atreven a pronosticar que en muy poco tiempo va a producirse una transformación tan decisiva. Herederos de magos y alquimistas, hermanos de los que se dedican a la cábala y toda suerte de especulaciones fantásticas, los científicos están lejos de alcanzar consenso doctrinal y reconocimiento social. No merecen apenas el respeto o la admiración de los contemporáneos; apenas se ponen de acuerdo sobre los objetivos a cubrir o los métodos a aplicar. Las tendencias centrífugas en el campo de la investigación natural son por el momento más fuertes que los principios de unidad bajo un magisterio común. Sin embargo, en el curso del siglo XVII el movimiento se consolida, conquista su autonomía y adquiere un protagonismo que nadie podrá arrebatarle en lo sucesivo. No suele atribuirse a Leibniz un papel importante en este proceso. Galileo, Descartes, Newton son figuras indiscutibles reconocidas por todos. Kepler, Huygens, Harvey ocupan también puestos de primera fila en la memoria colectiva. Luego está el coro de las segundas voces, los Gilbert, Boyle, Pascal, Guericke, Torricelli, Wren, Mariotte, Fermat, Snellius, Malpighi, Leeuvenhoek… ¿Y Leibniz? Se le otorga un estatuto especial: nadie puede negar sus méritos (aunque lo haya intentado más de uno), pero es visto como un elemento extraño, alguien que contamina la pureza de la nueva ciencia con incómodas supervivencias del pasado y extraños añadidos de su propia cosecha. Todos recuerdan sus contribuciones al análisis matemático y a la maduración de la mecánica racional. Aparte de eso, los especialistas registran numerosas aportaciones dispersas a lo ancho y largo de diversas disciplinas. Pero también, ¡qué mezcla de ideas, qué enojosas contaminaciones metafísicas, cuántas especulaciones arriesgadas y arbitrarias! Los filósofos de la Ilustración, con Voltaire a la cabeza, forjan la imagen de un Leibniz meramente especulativo y desligado de la realidad. Para salvarlo tienen que apelar, como Kant, a la fábula del padre que lega a sus
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hijos una finca después de asegurarles que ha escondido en ella un tesoro. Codiciosos, éstos la cavan sin descanso, obteniendo un terreno saneado y henchido de frutos, aunque ayuno de las joyas prometidas. Visto desde la perspectiva que dan los casi trescientos años transcurridos desde su muerte, el juicio sobre Leibniz debe ser muy diferente. Fue el primer pensador que meditó a fondo sobre las bases ontológicas y metodológicas del naciente saber. Tuvo el firme propósito de sistematizar lo que hasta entonces no dejaba de ser un puñado de elementos dispersos: la revolución conceptual de Copérnico, la genial intuición programática de Galileo, el empirismo de Bacon y los filósofos ingleses, el neopitagorismo de Kepler, la alianza de razón e imaginación forjada por Descartes, la precisión numérica introducida por Huygens, la prodigiosa gesta teórico-experimental de Newton… Factores esenciales todos ellos, pero la nueva ciencia precisaba algo más todavía: tenía que transformarse en un saber que se enseña y se aprende, una empresa compartida en la que nadie guarde para sí como propiedad exclusiva los descubrimientos importantes o las estrategias ganadoras, un esfuerzo colectivo impulsado y acogido por toda la sociedad, una nueva provincia de la cultura a tener en cuenta por la ética, la metafísica y la religión… Leibniz vio como ningún otro estas facetas del problema y las asumió como tareas a resolver. Ofreció soluciones válidas algunas veces; formuló propuestas interesantes en otras ocasiones; planteó desafíos estimulantes siempre. La parte más apreciada de la contribución leibniziana a la ciencia moderna es, sin posible discusión, el descubrimiento y difusión del cálculo infinitesimal. Aquí surge la primera paradoja, puesto que no es un hallazgo científico, sino una técnica matemática que muy pronto se convirtió en columna vertebral de la física. Algunos escritos de Leibniz, como Sobre las causas de los movimientos celestes (1689) o Tentamen anagogicum (1693), incorporan de modo explícito procedimientos tomados del análisis infinitesimal para determinar magnitudes y solucionar problemas de la física. Se puede pensar que en Newton el cálculo de fluxiones nace al hilo de sus investigaciones en filosofía natural, a pesar de lo cual no creyó que mereciera la pena exponerlo junto con las conclusiones que había propiciado. En cambio Leibniz, que tal vez había efectuado su descubrimiento por vías más estrictamente matemáticas, descubrió muy pronto su utilidad instrumental y procuró decírselo a todo el que quiso escucharle. En este sentido consiguió una doble prioridad sobre su intimidante adversario: publicó antes que él los rudimentos del cálculo y también fue el primero en aconsejar su aplicación al estudio del devenir natural. La otra aportación mayor de Leibniz es, por supuesto, la dinámica. Esta ciencia le debe hasta el mismo nombre, aunque no las bases, que ya habían sido puestas con anterioridad por otros, sobre todo por Descartes y Huygens. Es la parte crucial de la mecánica y estudia las causas del cambio de movimiento de los cuerpos. Su desarrollo sufrió los efectos de un crecimiento demasiado rápido durante la primera mitad del siglo XVII. Cada autor proponía conceptos y leyes que a veces no casaban bien entre sí, y muy raramente lo hacían con los de otros investigadores. En aquella época lo teórico y lo empírico pesaban por igual, y el problema principal era el exceso más que la falta de hipótesis. Era una situación delicada: la mecánica, sin haber logrado aún su propia madurez, se había convertido en la ciencia por
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antonomasia, la fuente donde se buscaban las explicaciones más seguras y abarcantes. Leibniz estuvo forcejeando con esta disciplina toda su vida. A veces se atrevió a publicar elaboraciones dudosas, como la Nueva hipótesis física y la Teoría del movimiento abstracto (1671). También cometió el error de proponer definiciones y principios que contribuyeron a aumentar la confusión reinante. Pero en medio de aquel desbarajuste poseía intuiciones penetrantes y, aun con reticencias, casi todos los historiadores reconocen que su intervención fue decisiva en la génesis de la mecánica racional moderna. La principal dificultad que encontró Leibniz para ser aceptado —en este como en otros campos— era que, so capa de una actitud nostálgica hacia la metafísica, proponía soluciones demasiado innovadoras y en muchos aspectos se adelantaba decenios o siglos a la mentalidad dominante. Con ser importantes sus aportaciones sustantivas, quizá es más decisivo algo que tiene que ver con la actitud, el estilo, los protocolos de indagación y búsqueda. Leibniz enseñó el valor de la interdisciplinariedad en una época en que todos apostaban por la especialización, porque acababan de superarse cosmovisiones universalistas demasiado problemáticas. Le tocó la incómoda tarea de advertir sobre las insuficiencias de un paradigma recién inaugurado en el que la mayoría sólo veía ventajas. Aunque no convenció a casi nadie, logro inquietar a muchos. Por eso se tomó de él más de lo que se quiso reconocer. Habiendo dejado a la posteridad ideas a medio elaborar, soluciones prematuras, proyectos por el momento poco operativos, Leibniz supuso para la ciencia ilustrada, romántica e incluso contemporánea una especie de profeta incomprendido al que el tiempo acabaría por hacer justicia. Se admitiera o no, fue maestro de generaciones enteras de investigadores en lo que se refiere a la dimensión heurística de la ciencia. No enseñaba como Newton o Huygens estos o aquellos resultados: enseñaba a descubrir. Los Euler, Lagrange, Boscovich, Faraday, Joule, Meyer, Helmholz, etc. hicieron buenas ideas que en sus manos sólo habían sido promesas. Por eso los grandes creadores de la ciencia ulterior no dejaron de atender —aunque fuera con el rabillo del ojo— al maestro sajón, por muy entusiasmados que estuvieran con las deslumbrantes conquistas de su gran competidor inglés. Ya ha quedado dicho que la dinámica es lo más valioso y perdurable de la obra científica de Leibniz. Pero en modo alguno supo o quiso Leibniz ceñirse a un solo campo de interés. Olvidemos por un momento cualquier centro concreto de atención. ¿Qué es lo que caracteriza y define el perfil de Leibniz como estudioso del mundo físico? A mi juicio, la clave está en cómo se mezclan en su obra las dos principales corrientes del pensamiento moderno: racionalismo y empirismo. Si lo pensamos un poco, resulta artificial la frontera que trata de mantener separadas estas dos corrientes de pensamiento, independientemente del modo como haya sido establecida (por ejemplo, mediante el expediente de confinar una de ellas en las Islas Británicas y relegar la otra al Continente). Lo cierto es que todos los grandes, desde Galileo hasta Newton, pasando por Descartes y Malebranche, tuvieron mucho de lo uno y de lo otro. En el caso de Leibniz, estamos ante un espíritu que cabría calificar de «banda ancha», de modo que sin exageración debe ser considerado a la vez el más empirista y el más racionalista de su época.
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El empirismo leibniziano es omnipresente. Basta echar un vistazo a su obra científica: contiene un amplísimo elenco de cuestiones y apenas deja fuera nada de lo que se hacía entonces en mecánica, óptica, química, geología, paleontología, cosmología, astronomía, botánica, zoología, medicina, ingeniería… Tanto la Nueva hipótesis física (1671) de su primera juventud como el Protogaea (1693) de su tardía madurez constituyen recopilaciones exhaustivas de datos y desafian cualquier intento sistemático o explicativo. Irreprimible optimista, Leibniz nunca desespera de encontrar algún hilo conductor para orientarse en los laberintos que visita. Pero el sentido común, el escrupuloso respeto a lo fáctico y su agudeza autocrítica le impiden dar una imagen distorsionada de la realidad. Es un auténtico coleccionista de datos, un entusiasta notario que levanta acta de cualquier fenómeno raro o curioso que le sale al paso —El fósforo del Sr. Crafft (1677), Sobre un agua humeante (1681), Sobre la generación del hielo (1701), Sobre el imán (1715-6), etc.—. Es probable que en todo el siglo nadie haya recopilado con tanto celo las experiencias ajenas. En medio de continuos viajes llenos de obligaciones cortesanas, tediosas comisiones y complejos encargos diplomáticos, no deja de visitar a los sabios que el azar pone a su alcance, aún a costa de grandes rodeos. Tampoco desaprovecha nunca la oportunidad de examinar bibliotecas, instituciones científicas, talleres, industrias o curiosidades naturales. Todo ello sin desatender las novedades bibliográficas y las entregas de las revistas eruditas, ni descuidar una correspondencia que habría extenuado a cualquiera menos esforzado. También lleva a cabo sus propios ensayos cuando las condiciones son propicias o de lo contrario ruega insistentemente a los hombres mejor preparados que efectúen los ensayos ideados por él para dirimir algún dilema teórico. Esta receptividad para acoger todo lo que los sentidos enseñan explica la heterogenidad de la producción científica leibniziana, que puede llegar a parecer anárquica cuando se la saca de contexto. Por aquel entonces, en efecto, resultaba imposible elaborar teorías consistentes en la mayor parte de los frentes de investigación: por la falta de datos significativos en unos casos, exceso y superficialidad en otros, escasa credibilidad de muchos testimonios, confusiones terminológicas provocadas por la maraña de clasificaciones, unidades y procedimientos de medida, etc. Un investigador precavido hubiera renunciado a pisar terrenos tan resbaladizos, pero ninguno de los fundadores de la ciencia moderna se dejó aconsejar por la prudencia. Leibniz creó teorías mecánicas solventes porque en su tiempo ya se contaba con bases empíricas y teóricas suficientemente firmes para ello. En biología contribuyó a avanzar en el problema taxonómico, el único que por aquel entonces resultaba asequible. En química redujo al mínimo las pretensiones explicativas, intentó establecer equivalencias entre las diversas nomenclaturas, descartó afirmaciones fantasiosas o legendarias, introdujo una fuerte dosis de espíritu crítico, un poco en la línea del Químico escéptico de Boyle… No era otro el camino para abandonar definitivamente los delirios alquimistas que todavía encandilaban a personajes tan egregios como Newton. La geología y la paleontología eran aún terrenos prácticamente vírgenes y allí la sagacidad de Leibniz obtuvo resultados especialmente felices: aunque no llegó a concebir la posibilidad de cambios paulatinos en el perfil de la corteza terrestre, consiguió esbozar hipótesis semi-continuistas que superaban la obsesión por las convulsiones catastróficas como único medio explicativo.
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Sostuvo que la Tierra, al igual que la vida, tiene una historia, y las fuerzas que la explican deben ser buscadas en el horizonte de lo plausible y constatable. Leibniz compartió con Galileo y Bacon la esperanza de que la luz de la ciencia conseguiría algún día iluminar la Humanidad y mejorar sus condiciones de vida, demasiado atenazada por ignorancias y miserias. Lo enunciaba con toda claridad al término de la obra con que se presentó ante la Royal Society de Londres: «Finalmente, hay que considerar esta hipótesis una aplicación de los descubrimientos a las necesidades de la vida con el fin de aumentar la potencia y la felicidad del género humano, que es el único fin del filosofar»1. Perteneciendo al Barroco fue de alguna manera adelantado y padre de la Ilustración, una Ilustración distinta y probablemente preferible a la que triunfó al poco después de su muerte. A su juicio nadie debería convertir la razón en un partido (como hicieron los ilustrados franceses), porque pertenece en justicia a todos los hombres, sin excluir a los que no saben o no quieren servirse de ella. Su tantas veces comentado irenismo procede en gran parte de que para él razón y ciencia eran patrimonio común de todos. Tal es el motivo (y no la vanidad) de la urgencia en publicar los descubrimientos suyos o de otros, ganar aliados para la causa común, unir las iglesias, interesar a los poderes públicos, disciplinar el anárquico ejército de los estudiosos, fundar academias y sociedades, profesionalizar la investigación, trasladar a la sociedad mejoras de todo orden a medida que vayan siendo accesibles… Donde más claramente aparece este afán civilizatorio es en lo tecnológico. Es una de las vertientes de su actividad en que con mayor generosidad derrochó los recursos que disponía. Leibniz invirtió mucho esfuerzo y dinero en diversos proyectos tecnocientíficos. Si los resultados que consiguió alcanzar fueron bastante modestos, no fue por falta de tesón y cuidado. Su mente era tan creativa y ágil en este campo como en cualquier otro, pero era peor ingeniero que inventor, y le faltó el pragmatismo y liderazgo que hubieran sido necesarios para la culminación de sus objetivos. El intento de renovar las instalaciones mineras del ducado de Brunschvick fue un fracaso que hubiera doblegado a cualquiera con menos ánimos. El desarrollo de un reloj eficiente basado en un principio alternativo a los descubiertos por Huygens tampoco llevó en definitiva a ninguna parte. Lo de la máquina aritmética se quedó en un discreto éxito incapaz de pasar la fase de los prototipos. Supo barruntar las posibilidades de una sociedad embarcada en la revolución tecnológica, pero murió como Moisés antes de pisar la Tierra prometida. También se le negó la dicha de ver prosperar las industrias (cría y comercialización de gusanos de seda, confección y venta de almanaques) con que proyectaba financiar las sociedades promovidas por él, sociedades con las que esperaba impulsar de una vez por todas programas de investigación aún más ambiciosos y en primer lugar el buque insignia de todos ellos, la característica universal. A pesar (¿o tal vez a causa?) de los desengaños sufridos, Leibniz nunca desesperó de la ciencia ni de las posibilidades emancipatorias que había visto en ella. Su fe no tuvo que arrostrar las temibles secuelas del éxito, como hemos tenido que hacer sus herederos de 1 Leibniz, Sämtliche Schriften und Briefe, Deutschen Akademie der Wissenschaften zu Berlin (ed.), Darmstadt, Berlín, 1923 y ss., 2, p. 257 (edición denominada en adelante AA).
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cien años para acá. Este hombre resulta tanto más grande cuanto mayor distancia hay entre sus sueños y la realidad, porque aquéllos son los que dan la genuina medida de su espíritu. Y no precisamente porque fuera un poeta —a pesar de su talento para la versificación latina—, sino porque en lugar de adormecerse con sueños privados, se inflamaba con los de una sociedad más sabia y mejor. Sueños de una razón despierta que no produce monstruos, sino mejoras sustantivas cuando es ejercida por un sujeto que no ha abdicado de la instancia ética. Leibniz confiaba ciegamente en las posibilidades redentoras de la ciencia porque creía en la inteligibilidad del mundo y en la capacidad de la razón humana para descifrarlo. Sus convicciones religiosas y teológicas le impedían flaquear. Según su criterio, hacemos ciencia porque vivimos en un mundo que ha sido creado, como a nosotros mismos, por un Dios bueno. Era un acto de fe corriente en la época y no difería mucho del que efectuó Galileo al exclamar que la naturaleza es un libro escrito con caracteres matemáticos, o Newton cuando propuso como primera regla de la investigación el supuesto de que la Naturaleza escoge siempre las vías más simples para producir sus efectos. Pero en Leibniz la confianza era más reiterada y explícita, y sobre todo sirvió de punto de partida no sólo para explorar sus consecuencias (como hicieron Galileo, Newton y los otros), sino también sus presupuestos. Aquí estriba la conexión orgánica entre la física y la metafísica, ya que Leibniz no se limitaba a creer que el mundo es racional: trataba de averiguar por qué lo es, jugaba —mucho más en serio que Descartes— a adivinar cómo y por qué creó Dios el Universo. Todo ello resultará muy inquietante para cualquier defensor de la estricta separación de poderes —digamos— ontológicos. Hoy nos ponemos nerviosos en cuanto alguien empieza a mezclar lo divino con lo humano. No obstante, el hecho tuvo en el caso de Leibniz una consecuencia imprevisible de gran valor. Evocaré par introducirla un texto de Borges: «Un dios, reflexioné, sólo debe decir una palabra y en esa palabra la plenitud. Ninguna voz articulada por él puede ser inferior al universo o menos que la suma del tiempo»2. La especulación físico-teológica de Leibniz supera, en efecto, el ingenuo antropomorfismo en que incurren los discípulos y seguidores de Newton, desde Derham hasta Paley. El filósofo de Hannover busca un horizonte que trascienda el espacio y el tiempo, y se pregunta qué puede significar libertad y bien cuando se elimina de ambos conceptos todo su contenido histórico y geográfico. Encuentra, hablando metafóricamente, que Dios es más legislador que gobernante. Mejor dicho: que se las arregla para que el buen gobierno resulte de la sabia legislación. En Leibniz, el Platón de las Leyes triunfa definitivamente sobre el de la República. La apuesta es demasiado fuerte para permitir otra cosa que una solución metafórica. Pero la metáfora leibniziana (la Monadología, el Sistema de la armonía preestablecida) consigue obviar, ya que no resolver, algunas de las aporías más frecuentes del pensamiento metafísico. Y además obtiene uno de los tratamientos más 2
Jorge Luis Borges. El Aleph, Obras completas, Emecé, Barcelona, 1989, I, p. 598.
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sugerentes jamás esbozados de la noción de infinito. Para Leibniz, «infinito» es el nombre que damos los humanos a la inconmensurabilidad de nuestra razón no ya con Dios mismo, sino con los detalles más cotidianos de la creación: los cuerpos, el movimiento, la mente… Los dos célebres laberintos discutidos por él (continuo y libertad), tienen que ver con esta falta de idoneidad del pensamiento humano cuando lleva a sus últimas consecuencias el análisis sea de una mota de polvo, sea de la trivial carrera de Aquiles y la tortuga, sea de la paradoja del que se siente libre porque es capaz de colocarse por detrás —y por lo tanto, también por encima— de cualquier condicionamiento dado. Se trata en todos los casos de estructuras abiertas que no pueden ser recorridas hasta el fin (el último número, la última partícula indivisible, el último lapso recorrido, la última determinación), y sólo resultan abarcables cambiando de perspectiva, indagando el ámbito de lo protoespacial y lo prototemporal… Especulación vacía —cabría sospechar—, si no fuera porque de ella surgió la maravilla del cálculo y ese lenguaje de las ecuaciones diferenciales, con el que por primera vez en la historia la razón pudo trazar un mapa ajustado del mundo. El punto de vista infinitista permite a Leibniz convertir toscos conceptos mecanicistas, como el conato de Hobbes, en ricas ideas que objetivan la superación del instante e incoan un despliegue temporal todavía no consumado, pero ya operante: una versión más exacta de lo que posteriormente teorizará Bergson con su durée. Leibniz rechaza consciente y constantemente la tentación de convertir su cálculo en una metafísica sui generis. Repetidas veces recuerda que el infinito carece de consistencia real: es sólo una ficción útil para manejar magnitudes que por su pequeñez o grandeza desbordan la capacidad de la imaginación. Sin embargo, tampoco usa esta sensata contención para socavar las bases de la ontología, ya que propone conjeturas sobre el tamaño y riqueza del universo (incluyendo el encapsulamiento de un sinfín de mundos dentro de otros), que desbordan en audacia cuanto se dijo antes y se ha dicho después. Resulta llamativo que esta última hipótesis, la más atrevida y sorprendente de todas, no fuera propuesta como una extrapolación de sus investigaciones sobre el infinito matemático, sino a partir del descubrimiento —realizado gracias al microscopio— de que el mundo de lo minúsculo está repleto de vida, aunque no se aprecie a primera vista. Por consiguiente, Leibniz sólo se asoma al infinito actual en alas de una atrevida generalización empírica; con las sugerencias de la pura razón se muestra más desconfiado. Hay, pues, un criticismo leibniziano. Pero no hasta el punto de ser insensible a la magia combinatoria de los conceptos, ni al milagro de reproducir las determinaciones de la realidad con las formas del lenguaje, ni al aún más sorprendente hecho de que las relaciones causales guarden correspondencia con deducciones lógicas y operaciones matemáticas. Las estructuras que unifican el universo parecen ser las mismas que dan coherencia a los discursos, o por lo menos están estrechamente emparentadas con ellas. Dios no ha otorgado al hombre el poder de crear, pero sí el de imitar la creación a través del conocimiento. Conocer es como re-crear, un proceso peculiar que se deja aconsejar por la imaginación, cuando se practica la matemática, o por la razón, cuando se hace filosofía. Las representaciones no tienen garantizada, por supuesto, la verdad de sus contenidos y en la mayor parte de los casos hay que conformarse con meras conjeturas. En
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Protogaea pretende Leibniz haber dado los primeros pasos de una nueva ciencia que propone llamar geografía natural, pero, añade a renglón seguido, tiene un carácter meramente hipotético. También considera provisionales casi todas las propuestas formuladas por él, tanto las que se refieren a principios explicativos de la naturaleza, como las relativas a invenciones prácticas. No obstante, el sortilegio de una evidencia mayor capaz de igualar la certeza del saber más encumbrado planea por toda su obra y llega a afectar temas tan insólitos como el de la construcción de relojes: «De manera que el principio de precisión queda asegurado aquí por una especie de demostración totalmente geométrica y completamente rigurosa, pero también completamente evidente para la capacidad incluso de los más mediocres»3. Por otra parte, ni siquiera las «demostraciones geométricas» están completamente al abrigo de toda sospecha, ya que Leibniz encuentra en ellas un punto débil en la medida que dependen de la imaginación: «Yo pruebo, incluso, que la extensión, la figura y el movimiento encierran algo de imaginario y aparente, y aunque se los conciba más distintamente que el color o el calor, no obstante, cuando se lleva el análisis tan lejos como yo lo he hecho, se halla que estas nociones tienen aún algo de confuso, y que, sin suponer alguna substancia que consista en alguna otra cosa, serían tan imaginarias como las cualidades sensibles o como los sueños bien reglados»4. Precisamente la superación del geometricismo está detrás de la postura crítica ante Descartes, que Leibniz asumió desde muy pronto. No es una noción geométrica como la extensión la que elige como clave de la comprensión del mundo corpóreo, sino otra más rica en connotaciones ontológicas, la fuerza, que en definitiva le lleva al concepto de forma sustancial, de tan inequívoco perfil metafísico. Sería un error creer que Leibniz abandona entonces el matematicismo galileano-keplero-cartesiano. Lo que hace es profundizar en la intuición platónica: el mundo es, en efecto, un libro escrito en caracteres matemáticos, pero eso no es en modo alguno un factum de la razón sobre el que huelgue toda discusión. Con cada fórmula matemática que unifica cierto orden de fenómenos no acaban los porqués; en cierto sentido es justo entonces cuando empiezan. Cuando desecha la hipótesis del genio maligno, Descartes se abandona confiadamente a la claridad y distinción de la sustancia extensa. Leibniz advierte en cambio que sólo la imaginación queda satisfecha con este tipo de nociones que le permiten avanzar sin tropiezos a través del espacio. Pero la imaginación misma encierra, al igual que las evidencias que propicia, algo oscuro, meramente fáctico. Sus objetos constituyen un sistema de transparentes arbitrariedades que todavía ha de ser fundamentado a un nivel más profundo. Lo cual nos lleva a considerar el lugar de la mecánica dentro de la economía del sistema leibniziano.
3 Leibnizens nachgelassene Schriften physikalischen, mechanischen und technischen Inhalts, E. Gerland (ed.), Teubner, Leipzig, 1906 (reprint: Johnson, New York, 1973), p. 124. 4 Sobre la fuerza y el movimiento, Leibniz, Die philosophischen Schriften, C.I. Gerhardt (ed.), 7 vols, Berlín, 1875-90 (reimpr. Olms, Hildesheim, 1960-61)., 1, p. 391 (edición denominada en adelante: GP).
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Por encima de todos los merecimientos concretos que deben reconocérsele, hay un punto esencial en el que Leibniz fue algo así como la conciencia de su época: pensó hasta sus últimas consecuencias el mecanicismo, la clave más importante usada por la modernidad para conocer el mundo. Un episodio biográfico relatado por él mismo da la clave para comprender todas las implicaciones del asunto: «Una vez emancipado de las escuelas triviales, caí en las modernas, y me acuerdo de que paseaba sólo por un bosquecillo cerca de Leipzig, llamado Rosenthal, a la edad de quince años, para deliberar si conservaría las formas sustanciales. Al final, el mecanicismo prevaleció y me llevó a aplicarme a las matemáticas. Es verdad que no me inicié en las más profundas más que después de haber conversado con el Sr. Huygens en París. Pero cuando buscaba las últimas razones del mecanismo y las mismas leyes del movimiento, me sorprendió ver que era imposible encontrarlas en las matemáticas, y que había que retornar a la metafísica.»5 Es típico de Leibniz que finalmente retuviera tanto las formas sustanciales como el mecanicismo. Pero yendo al meollo del asunto diré que durante aquel paseo6 estuvo dando vueltas al centro neurálgico de la nueva racionalidad. Los planteamientos mecanicistas venían de muy atrás: ya los atomistas habían tratado de explicarlo todo a través de vaivén de los átomos, y Descartes había hecho del movimiento local el medio por excelencia para explicarlo todo en el mundo físico. Pero hasta entonces todos los mecanicistas acababan apoyándose en hipótesis no mecánicas. La propia distinción entre átomos y vacío no lo es; tampoco la cohesión y dureza infinita de los átomos, sus movimientos primigenios ni el modo como se empujan unos a otros al chocar (por no hablar de la desviación imprevisible y espontánea de sus trayectorias). Descartes remedió parte de estos déficits al eliminar el vacío y reducir a la extensión todas las propiedades de la materia… salvo el movimiento mismo, que debía ser introducido, conservado y redistribuido por Dios. Un mecanicismo que mereciera la pena tendría que arrojar al desván de las cualidades ocultas todo tipo de formas, virtudes o almas, y esa fue la intuición de Leibniz, lo que le animó a buscar en las matemáticas una explicación no metafísica del cómo y el porqué del movimiento. Pronto se convenció de que tal búsqueda era infructuosa, y por ello regresó a la metafísica en busca de lo que la ciencia del movimiento no es capaz de darse a sí misma. Durante el resto de su existencia sostuvo que la diferencia entre él y los otros mecanicistas era que éstos no se habían tomado la molestia de averiguar cuáles son los límites objetivos del mecanicismo. Para comprobar si tenía o no razón al afirmarlo, recordemos la declaración de fe contenida en la primera obra que consagró al tema: «Éste es el trabajo que compete al Físico, de modo que todas las cosas sean reducidas a sus causas mecánicas, ciertamente simplicísimas, en cuanto ello es posible»7. Y un poco más adelante: «Todos los filósofos más recientes desean explicar la naturaleza 5
Carta de Leibniz a Remond del 10.1.1714, GP III, p. 606. Si de verdad sucedió esto cuando tenía 15 años, cosa de lo que algunos dudan. Véase E. J. Aiton, Leibniz. Una biografía, Alianza, Madrid, 1992, pp. 32-3. 7 AA VI, 2, p. 227. 6
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mecánicamente; y esto mismo se lleva a cabo aquí perfectamente»8. Pero la tesis de que ninguna geometría enseñará nunca qué ocurre cuando dos cuerpos se encuentran, ¿de dónde procede? Leibniz parte de un postulado previo de inteligibilidad y de algún modo asume el dualismo cartesiano cuando acepta una dicotomía epistemológica basada en principios mecánicos o bien perceptivos: «Ante todo, tengo la certeza de que todo se hace por ciertas causas inteligibles, o sea por causas que podríamos percibir si nos las quisiera revelar un ángel. Pero como no percibimos con precisión más que el tamaño, la figura, el movimiento y la percepción misma, síguese que habrá que explicarlo todo por estas cuatro {cosas}. Y como estamos hablando de cosas que parecen hacerse sin percepción, como las reacciones de los líquidos, el precipitado de las sales, etc., no hay sino explicarlas por el tamaño, la figura y el movimiento, es decir, mecánicamente»9. Lo mecánico se resuelve en la triada tamaño, figura y movimiento, cuyos dos primeros elementos son geométricos, mientras que el tercero, como Descartes reconoció, trasciende las meras relaciones de coexistencia que constituyen la esencia de lo topológico. Para conseguir que el mundo se ponga en marcha hace falta algo más y, si no queremos recurrir directamente a Dios, como Descartes, o a extrañas virtudes ocultas, como los newtonianos, habrá que hacer sitio a un principio de actividad y pasividad frente al cambio. Los mecánicos lo incluyen en sus ecuaciones bajo el epígrafe «inercia»: «Si la esencia del cuerpo consistiese en la extensión, esta extensión sola debería bastar para dar cuenta de todas las propiedades del cuerpo. Pero eso no es así en absoluto. Advertimos en la materia una cualidad que algunos han llamado inercia natural, por la que el cuerpo resiste de alguna forma al movimiento, de suerte que hay que emplear alguna fuerza para dárselo»10. La inercia es evidentemente la clave de bóveda de la mecánica racional moderna. A través de ella introduce Newton en la física el espacio y tiempo absolutos, en tanto que Leibniz la aprovecha para asentar la fuerza. Hay fuerza porque hay inercia, y quien dice fuerza dice actividad, dice alma, dice forma sustancial. ¿Un viaje, pues, de ida y vuelta? ¿Habrá que sostener el mecanicismo precisamente en lo que siempre fue su mortal enemigo? La lectura hecha por Leibniz es otra, porque concibe una fuerza no matemática pero sí matematizada, auspiciada por los recursos del cálculo y los minuciosos ensayos experimentales de los mecánicos. Ni cualidades ocultas escolásticas ni novelas cartesianas. Lo que desde el punto de vista fenoménico representa la fuerza (esto es, la que Leibniz llama derivativa) es ante todo un salto del espacio hacia el tiempo, del presente instantáneo al futuro 8
AA VI, 2, pp. 249-50. GP VII, p. 265. Leibniz, Essais scientifiques et philophiques. Les articles publiés dans les journaux savants, Lamarra, A., Palaia, R. (eds.), Olms, Hildesheim, 2005, 3 vols., p. 203 9
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prefigurado: «Añadiré una advertencia de interés para la Metafísica. He mostrado que la fuerza no debe estimarse por la composición de la velocidad y la magnitud, sino por el efecto futuro. Sin embargo, parece que la fuerza o potencia es algo real desde el presente, y el efecto futuro no lo es. De lo que se sigue que habrá que admitir en los cuerpos algo diferente de la magnitud y de la velocidad, a menos que se quiera negar a los cuerpos toda la potencia de obrar. Por lo demás, creo que todavía no concebimos perfectamente la materia y la extensión misma»11. La noción de fuerza y la ciencia que la estudia constituyen el engarce entre la física y la metafísica, lo que no supone una mezcla indiscriminada de ambas ciencias, porque para Leibniz tiempo y espacio delimitan con mucha exactitud un territorio que aquélla no debe rebasar ni ésta hollar. La división entre mundo inteligible y mundo sensible (que tan por extenso tratará Kant) ya está claramente establecida, pero en Leibniz los fenómenos de la física no dejan nunca de estar bien fundados, y por eso la metafísica sigue conservando su objetividad y su valor teórico. Como repite tantas veces en su correspondencia de madurez: «Yo reconozco, sin duda, que los efectos particulares de la naturaleza se pueden y se deben explicar mecánicamente sin olvidar, no obstante, los fines y designios admirables que la providencia ha querido disponer; pero los principios generales de la física y de la mecánica dependen de la conducción de una inteligencia soberana y no podrían explicarse sin hacerla entrar en consideración»12. El estudio de la obra científica de Leibniz demuestra que la relación entre física y metafísica es mucho más compleja de lo que pretendió la filosofía de la ciencia positivista dominante en los siglos XIX y XX. Muchas de las críticas iconoclastas formuladas por Feyerabend y otros contra los dogmas tanto del empirismo como del racionalismo crítico ya están ejercidas sistemáticamente en los trabajos del sabio y filósofo sajón. Frente a la visión no sólo parcial sino amputada de los que sólo atienden al contexto de la justificación, Leibniz explicita y tematiza el contexto del descubrimiento; trata de encontrar no ya una lógica, sino un esbozo de teoría heurística. Defiende que no se aprende a inventar haciéndose con una técnica formalista y abstracta, que después uno puede aplicar a voluntad a cualquier problema. La creatividad en el campo del conocimiento llega cuando se posee una visión integrada del mundo, cuando la interdisciplinariedad temática y la transversalidad metodológica no son artificialmente impuestas desde fuera a un conjunto de saberes que en el fondo siguen siento mutuamente extraños. Hay que aprender a no escandalizarse de lo que a primera vista parecen transgresiones epistémicas arbitrarias. El hombre, al fin y al cabo, tiene cuando no sufre una condición patológica un solo cerebro y una sola mente. 11 12
GP III, p. 48. GP III, p. 55.
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Será bueno que, como propuso Leibniz hace ya más de tres siglos, nos decidamos a permeabilizar los compartimentos que establecemos dentro de uno y otra. *** Juan Arana Departamento de Filosofía y Lógica Universidad de Sevilla www.juan-arana.net
THÉMATA. REVISTA DE FILOSOFÍA. Núm. 42, 2009.
MADAME DU CHÂTELET, LEIBNIZIANA MALGRÈ VOLTAIRE Ángeles Macarrón Machado. Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia Resumen: Gabrielle-Émilie du Châtelet publicó Institutions de Physique en 1740, un manual de física en el que se complementaba el pensamiento newtoniano —la física triunfante en ese momento— con la metafísica de Leibniz-Wolff. La marquesa, que traduciría al francés los Principia de Newton, había incorporado el pensamiento leibniziano a su manera de entender la realidad. Voltaire, su compañero sentimental e intelectual, positivista avant la lettre, nunca pudo aceptar la deriva intelectual de su amiga. Abstract: Gabrielle-Émilie du Châtelet published Institutions de Physique in 1740, manual of physics which complemented the newtonian theorie —the dominant physics at the time— with the Leibniz-Wolff's metaphysics. The marquise, who was to translate the Principia de Newton, had incorporated leibnizian thought in accordance with her world view. Voltaire, her lover and intellectual partner, positivist avant la lettre, was never able to accept the intellectual course taken by his friend.
Madame du Châtelet 1.1. En el siglo de las Luces... A comienzos del siglo XVIII la obra de Isaac Newton, sus descubrimientos en física, astronomía, óptica y matemáticas comenzaron a difundirse entre los lectores cultos, ingleses y continentales. La aparentemente sencilla formulación de la ley de la Gravitación Universal y la descripción de los sorprendentes fenómenos ópticos que se producían al hacerse pasar un rayo de luz a través de un prisma óptico habían despertado el interés y la curiosidad por conocer las causas y la naturaleza de esas fuerzas que mantenían a los planetas en sus órbitas alrededor del Sol o la explicación de aquel transmutarse de una partícula de luz blanca en los siete colores fundamentales cuando atravesaba las paredes de un prisma. En esos momentos Francia estaba en la cumbre de su poderío político y París era el corazón de la cultura europea. Hacia 1720 la Academia de Ciencias de París, a pesar de su teórica neutralidad, estaba dominada por los cartesianos, que habían hecho de la teoría de los vórtices y del ocasionalismo de Malebranche un baluarte contra el newtonianismo triunfante y contra Leibniz, un antiguo cartesiano, que comenzaba a tener importantes seguidores como el matemático suizo Johann Bernoulli o el matemático y filósofo alemán Christian Wolff (1679-1754). El Secretario de la Academia, Bernard Le Bovier de Fontenelle (1657-1757), era un pragmático hombre de ciencia y avezado político, moderadamente cartesiano y divulgador de la ciencia. Con sus Entretiens sur la pluralité des Mondes, que publicó en 1686, consiguió una valiosa vulgarización del saber cosmológico del momento, que sirvió de modelo para otros intentos, ya en el siglo XVIII, de acercar una ciencia cada vez más abstracta y matematizada a las masas y en especial,
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a las mujeres, a las que se suponía incapacitadas para comprender aquellos complejos sistemas del mundo. Especialmente interesante, cuando se estudia la labor de divulgación en el periodo que nos ocupa, es el caso de Francesco Algarotti y el de Voltaire, hombres de letras que supieron, con elegancia y eficacia, poner al alcance de todos los resultados de su propio aprendizaje como humanistas a una nueva imagen del mundo físico, que superaba filosofías de la naturaleza antiguas y recientes y transformaba radicalmente el sentido común tradicional. Ellos mostraron cómo el método experimental y las leyes que Newton y otros filósofos de la naturaleza habían formulado sobre Óptica, Física, Astronomía y Matemáticas eran parte integrante de una nueva cultura. 1.2. Nuestra protagonista... Gabriele-Émilie de Breteuil nacía en París el 17 de diciembre de 1706 en el seno de una familia aristocrática vinculada al poder. Su padre, LouisNicolas Le Tonnelier de Breteuil, estrechamente relacionado con la corte a través de su cargo de introductor de embajadores, era un hombre cultivado, interesado por el saber y en contacto con prestigiosos pensadores, a quienes invitaba con frecuencia a su casa. Cuando descubrió las excelentes dotes de su hija para los estudios, tomó la decisión de ofrecerle una esmerada formación, que incluyó no sólo las enseñanzas tradicionales propias de las mujeres de su condición social, como las de las lenguas clásicas o vernáculas como el inglés y el italiano, sino el estudio de materias tan poco convencionales como la matemática y la física. En 1715 muere Louis XIV, a quien sucederá el Regente Philippe d'Orleans. El barón de Breteuil decide entonces abandonar su puesto en la corte y dedicarse a redactar sus Memorias y a la educación de su hija. Importantes personajes del mundo del saber filosófico, científico o artístico, entre los que se encontraban Fontenelle o el duque de Saint-Simon, se daban cita en el ambiente distendido y cordial del salón de la familia para intercambiar sus puntos de vista sobre los más diversos temas. A estas reuniones asistía la pequeña Émilie, quien, con sólo diez años, deslumbraba a los presentes al recitar de memoria a Virgilio en latín o a Milton en inglés. A los trece años, cuando sus dos hermanos abandonan la casa familiar, ella se apropia del piso que ellos ocupaban, disponiendo así de multitud de mesas en la que podía dejar abiertos los libros para consultarlos con sólo desplazarse por la estancia. Emilie se había convertido en una joven culta y refinada y su padre, con el fin de mostrarle el mundo social de los salones, la llevó a una recepción dada por su primo el marqués d'Argenson, lugarteniente general de la policía del Regente. Émilie conoció allí a dos personajes que fueron muy importantes en su vida, al duque de Richelieu y a François Arouet, conocido como Voltaire, quien estaba a punto de estrenar su Edipo. Émilie asistió a esa première, que supuso su primer y apasionado contacto con el teatro. Esos dos encuentros dejaron una profunda huella de admiración y curiosidad en el alma de Émilie. Cuando a los quince años asistió con sus padres a la Fiesta de Primavera en el castillo de Sully-sur-Loire, no dudó en aprovechar la ocasión para desplegar su capacidad de representación teatral y mostrar el encanto de su voz, despertando la admiración de Voltaire, con quien tuvo la oportunidad de discutir sobre el libro de Fontenelle, de moda
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en ese momento, Entretiens sur la pluralité des mondes habités. Poco tiempo después, la familia se trasladó a la Lorena, donde el duque Leopoldo había hecho del palacio de Lunéville un pequeño Versailles. Fue allí donde entraron en contacto con la familia de Chastellet, miembro del prestigioso grupo de los Grandes Caballeros de la Lorena, con uno de cuyos hijos se habría de casar Émilie unos años después. Ya de vuelta a París, Émilie continuó sus estudios con tal ímpetu y dedicación que apenas dormía, actitud que, si bien preocupaba a su padre, le sumía en la dulce convicción de que su niña llegaría a ser una de las mujeres sabias del siglo. A los diecisiete años leyó el Ensayo sobre el entendimiento humano de Locke, obra en que descubrió la importancia del concurso de la experiencia en la operaciones del entendimiento, algo sobre lo que ya andaba pensando; pero que, además, cuestionaba el modo de entender la naturaleza humana y abría la posibilidad de que el pensamiento fuese un atributo de la materia otorgado por Dios, lo que entraba en contradicción con el profundo dualismo cartesiano entre lo pensante y lo extenso, que ella conocía bien. Émilie mostró, desde muy joven, su preferencia por las matemáticas y la metafísica, interés que su padre estimuló al otorgarle los medios necesarios para su estudio, algo realmente inaudito en la época. Su formación en geometría y álgebra le permitió posteriormente estar a la altura del físico y matemático Maupertuis, quien contribuyó decisivamente con sus lecciones a la formación matemática de Émilie. El estudio de la filosofía cartesiana había dejado en ella la huella del rigor, de la claridad y el método en el pensamiento, así como una estrecha relación entre ciencias y metafísica, que constituyó una fuente de reflexión constante durante toda su vida. A comienzos del año 1725, en medio de una extrema concentración en los estudios, sus padres le comunicaron que estaban pensando en casarla. El elegido fue el marqués-coronel Florent-Claude du Chastellet, cuyo padre era el gobernador de Semur-en-Auxois, en la Borgoña. Sin apenas conocerlo, Émilie aceptó la propuesta con gran sentido práctico, ya que le atraía la perspectiva de formar parte de una familia de abolengo, llave para estar bien relacionada, al tiempo que no veía en esa nueva situación obstáculo alguno para continuar sus estudios. Émilie se casó, por voluntad expresa, el día del solsticio de verano del año 1725. Su marido, el Sr. de Chastellet, discreto, gentil, cortés y amable, pronto descubrió con orgullo y sin resquemor alguno la superioridad intelectual de su esposa, así como su necesidad de libertad, lo cual se tradujo en el apoyo y decidida defensa de Émilie durante toda la vida. 1.3. Comienza su relación con Voltaire... En la primavera de 1733, quince años después de su primer encuentro, Émilie du Châtelet y Voltaire se reencuentran. Pronto se convierten en amantes. Ante los problemas que Voltaire tenía con las autoridades a causa de la publicación de sus Lettres Philosophiques, Émilie le ofreció el castillo de Cirey, retiro que él, prudentemente, aceptó. En 1735, Émilie decidió convertir a Voltaire en centro absoluto de su vida amorosa y se fue a vivir con él a Cirey. Convertida ya en una más del círculo de conocidos científicos, entre los que además de Maupertuis se encontraban Fontenelle, Algarotti,
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Clairaut y el propio Voltaire, con los que compartía el entusiasmo por Newton y, con algunos de ellos, la combinación de intereses matemáticos y metafísicos, soñaba con hacer de Cirey una especie de Académie des Sciences donde se diera cita la elite del pensamiento científico europeo. Miembro del pequeño grupo de savants progresistas y entusiastas que pretendían introducir en Francia las innovaciones del pensamiento inglés, especialmente de la filosofía natural newtoniana, Émilie iba tomando conciencia de que podía alejarse de la mediocridad, de que tenía capacidad para participar en la vida intelectual de su época, por lo que asumía con naturalidad los epítetos que Voltaire le atribuía de «admirable», «sublime» o «divina»; pero para ello debía replegarse sobre sí misma, contar con sus propios recursos, poner por encima de todo y de todos su vida, sus proyectos, sus placeres y eso, que era completamente normal en los hombres, no parecía ajustarse a la idea tradicional de lo que era la misión de la mujer, la de dedicarse al cuidado y a la resolución de los problemas y necesidades de los otros. El dominio de Cirey era parte de la herencia que el marqués de Chastellet recibió de su padre. La tierra en aquel paraje se pliega en suaves ondulaciones. El lugar donde se encuentra el castillo parece creado especialmente para el retiro y el aislamiento, sorprendentemente escondido y rodeado de una naturaleza amable y humanizada. En el centro de ese idílico espacio, sobre una colina, se encuentra el castillo, llamado Cirey-sur-Blaise debido a que el Blaise fluye dulcemente a sus pies. Amplios jardines descendían desde la estancia hasta el riachuelo, las viñas trepaban por el lado opuesto en lo que hoy en día es un pequeño bosquecillo. Los antepasados del marqués habían querido convertir el lugar en una pequeña réplica de Versailles, pero parece que nunca lo consiguieron. Cuando Voltaire llegó, asumió enseguida la tarea de restaurar aquel lugar que se encontraba más bien desatendido y en precario estado. 1.4. Los años de Cirey, amor y sabiduría... Cuando finalmente llegó a Cirey, Émilie venía cargada de baúles, de libros, de instrumentos de laboratorio, pero, sobre todo, llena de entusiasmo, dispuesta a construir un paraíso en la Tierra. Pronto estuvo inmersa en la tarea de organizar aquel hogar, modificar estancias y jardines, dirigir a la servidumbre y crear una atmósfera propicia al amor y al estudio. La vida en Cirey giraba alrededor del amor que Émilie y Voltaire se profesaban, del juego y el teatro, del canto y los paseos, pero sobre todo del estudio: ese era el gran proyecto para Cirey. Y fue sin duda alguna la etapa más creativa y productiva de Émilie. Aunque pasaban la mayor parte del día en sus respectivas estancias dedicados al estudio, durante el desayuno leían algún pasaje de la Biblia sobre el que hacían comentarios. Solían verse de nuevo al final de la mañana para comer y no volvían a encontrarse hasta ya entrada la noche, momento en el que discutían sobre lo que cada uno había trabajado. ¿Qué aportaba cada cual a ese proyecto de convivencia y estudio? El campo de Voltaire era el drama, la poesía y la historia; el de Émilie era la metafísica, la matemática y la filosofía natural. El cruce de estas dos vidas supuso una influencia recíproca y la creación de un tejido nuevo y común de preocupaciones intelectuales, cuyo producto fue un curioso y rico legado,
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reflejo a su vez de las inquietudes teóricas de la época. El territorio de la moral donde se entrelazan de manera natural la metafísica, la filosofía de la naturaleza y la teología, en la vertiente deísta que ellos defendían, constituyó el lugar de su primera preocupación compartida. En agosto de 1736, Voltaire comenzó a dialogar sobre metafísica con su amigo Federico de Prusia, quien le envió la Lógica, la Metafísica y Los pensamientos sobre Dios, el mundo y el alma humana de Wolff. En Cirey se hablaba de física y de metafísica, de lo divino y de lo humano, y surgió al calor de esos debates la obra de Voltaire Elementos de la Filosofía de Newton, escrita en el momento de máximo entusiasmo por Newton en Cirey y que él encabezó con una Epístola dedicada a Mme. la Marquesa de Châtelet, llamándola Mme. Newton. Con ocasión de la publicación de dicho texto, Émilie du Châtelet hizo su primera intervención pública en la escena intelectual, en la que mostraba su conocimiento de la filosofía newtoniana. En septiembre de 1738 le publicaron anónimamente una reseña sobre los Elementos de su amigo en el Journal des Savants, donde se permitió exponer, dando pruebas de su independencia de criterio, ciertas apreciaciones críticas sobre las insuficiencias del tratamiento de Voltaire, así como de las del propio Newton. Ese texto muestra la adscripción sin reservas en esos momentos de Mme du Châtelet al newtonianismo y, en consecuencia, dice: «la Filosofía newtoniana, la única digna de ser estudiada, porque es la única probada». No obstante, la metafísica estaba siempre presente en sus reflexiones: «a pesar de la exactitud geométrica que reina en la manera en que tratamos en el presente a la Física, es imposible que la Metafísica no se mezcle con ella siempre». Tales experiencias son, sin duda, las que fueron llenando de valor y seguridad a Émilie y de las que brotó el proyecto de escribir un libro sobre física, Institutions de Physique. 1.5. Pero Emilie necesita de la Metafísica... Émilie de Châtelet fue una militante del newtonianismo junto a Voltaire durante un primer periodo, pero, poco a poco, se fue separando de la posición anti-metafísica que él mantenía, y que había claramente expresado en los Elementos de la Filosofía de Newton, según la cual era imposible e inútil cualquier búsqueda de una explicación racional del universo distinta de la explicación mecánica físico-matemática. Para Mme du Châtelet, en cambio, el universo se podía explicar racionalmente mediante un «buen uso del espíritu»; y quienes compartían con Voltaire la imposibilidad de tal empresa sólo daban, según ella, muestra de pereza o ignorancia: ya Leibniz, en el transcurso de la polémica que mantuvo con el teólogo newtoniano Samuel Clarke, la había llamado «filosofía de perezosos», como ya la había llamado Leibniz. Preguntas tales como «¿cuáles son los constituyentes básicos del universo?», «¿qué hace posible la ley de la gravitación?», «¿cómo surge el movimiento a partir de una materia inerte y puramente pasiva?», «¿qué relación hay entre la materia y el pensamiento?» o «¿cómo es posible la libertad humana en un mundo mecánico?», no se podían eludir haciendo uso del recurso a la voluntad divina o a los límites del conocimiento humano, sino que había que esforzarse en encontrarles respuestas adecuadas e inteligibles. Ahora bien, partiendo solamente de la física ese empeño no era
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posible; de ahí que fuese inevitable recurrir a la metafísica. El problema era encontrar un tipo de metafísica compatible con la exposición de la física newtoniana y con el conjunto de teorías y filósofos de la naturaleza que la habían hecho posible. El descubrimiento del sistema de Leibniz colmó el afán de la marquesa. Sostuvo, en solitario y con total autonomía, que era compatible con la física de Newton. En una carta a Federico de Prusia de 25 de abril de 1740 refiriéndose al desacuerdo existente entre ella y Voltaire, llegó a decir Émilie: «Quizás estará asombrado de que tengamos puntos de vista tan diferentes […] Me parece por ello que nuestra amistad es más respetable y segura, ya que incluso la diversidad de opinión no la ha podido alterar: la libertad de filosofar es tan necesaria como la libertad de conciencia». 1.6. La evolución de las Institutions de Physique... La llegada a Cirey de Samuel Koenig, un matemático enviado por Bernoulli para complacer el deseo de la marquesa de continuar sus estudios de matemáticas, le permitió conocer, de la mano de un experto, el modelo de pensamiento de Leibniz-Wolff, que terminó adoptando en su totalidad. Esa era la metafísica que había estado buscando, y la llegada del alemán constituyó un acontecimiento clave en el cambio de rumbo que iba a sufrir el texto de las Institutions de Physique, que la marquesa ya había comenzado a escribir. Dicho modelo de pensamiento supuso para ella un verdadero hallazgo que le permitió conectar los temas filosóficos y metodológicos expuestos en la primera mitad de la obra con las teorías físicas explicadas en la segunda, una metafísica compatible con la física de Newton, que ayudaba a completarla y a eliminar sus contradicciones. Las vicisitudes por las que pasó esta obra muestran con claridad la evolución del pensamiento de Mme du Châtelet. Un primer proyecto, terminado en septiembre de 1738 y listo para imprimir en noviembre de ese mismo año, se interrumpió en febrero del 39 y se detuvo definitivamente a mediados del mismo año. La razón era que había decidido incorporar a la obra el sistema de Leibniz-Wolff del que como hemos dicho le había informado exhaustivamente Koenig, lo que implicaba una remodelación del texto en profundidad: había que introducir una serie de capítulos nuevos sobre dicha metafísica y reformar los ya escritos. En la segunda y definitiva versión permanecieron el prólogo y los capítulos dedicados a la existencia de Dios y al uso de las hipótesis, y se remplazaron un total de ocho capítulos por otros nuevos, que redactó en el breve periodo que va de mayo a agosto de 1739, con ocasión de un viaje que hizo a Bruselas acompañada de Koenig. Los nuevos capítulos introducidos en la primera mitad del libro exponen las piezas fundamentales de la metafísica de Leibniz-Wolff: los principios de razón suficiente y contradicción, las esencias, los atributos y los modos, el espacio, el tiempo y los constituyentes últimos de la materia. Los dos últimos capítulos de las Institutions están dedicados a las fuerzas y su medida, y son el desencadenante de la más célebre y notoria intervención pública de Mme du Châtelet en el ambiente académico de la época. Tras la ruptura con Koenig, quien había declarado que él había sido el verdadero artífice de las Institutions, aún añadió un
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nuevo capítulo, el XVI, en el que criticaba la concepción newtoniana de la atracción gravitatoria. Algunos han visto sólo eclecticismo en ese intento de fusión entre la física de Newton y la metafísica de Leibniz, entendiendo que los capítulos dedicados a la física y a la metafísica respectivamente carecían de conexión. Sin embargo, quien haya leído realmente las Institutions no puede compartir esa opinión; pues la incorporación de esa nueva metafísica es el hilo conductor de todo el trabajo y no sólo de los nuevos capítulos añadidos de carácter estrictamente metafísico. La metafísica que asume es el criterio con el que reinterpreta y reelabora la física newtoniana, y ese fue su reto y su originalidad. Esa postura de la marquesa, a contracorriente de la mayoría de los pensadores de su ambiente, mereció las críticas de muchos, y en particular de Voltaire, a causa de su leibnizianismo y de su eclecticismo. Pero, fue justamente el eclecticismo que Leibniz mantuvo a lo largo de toda su inmensa producción intelectual uno de los pilares metodológicos del pensador alemán que ella más apreció en su obra. Para Leibniz la verdad era relativa a la infinidad de puntos de vista y, en consecuencia, no podía consistir más que en la integración de la mayor cantidad posible de perspectivas. Pero, además, tampoco se observa en la obra una yuxtaposición de dos visiones distintas y desconectadas, sino que en la misma se aprecia una elaborada unidad, resultado de la reescritura de los capítulos estrictamente físicos a partir de la incorporación de los presupuestos metafísicos leibniziano-wolffianos. El contexto histórico en el que se concibieron y escribieron las Institutions era el mundo intelectual francés, dominado por la Academia de Ciencias de París, cuyos miembros, que como ya hemos indicado, se declaraban mayoritariamente partidarios de Descartes, habían hecho del desacuerdo con la filosofía natural de Newton un problema nacional. En tal marco, la decisión de Mme du Châtelet de atreverse a intentar una síntesis de metafísica y física, de defender la compatibilidad de las posiciones de Newton y Leibniz fue de una gran originalidad y valentía. Su afán de someter a discusión pública ambas doctrinas dejando a un lado los prejuicios supuso uno de los últimos episodios de una batalla que se libraba para no desvincular ciencia y filosofía, de la que Wolff constituirá su representante más destacado. Finalmente, los «positivistas» ganaron y dejaron establecido como axioma que la filosofía y la ciencia habían de tomar caminos distintos. Mme du Châtelet se comprometió, pues, con el bando perdedor y, si además era una mujer, no es extraño entonces que sea un personaje tan escasamente conocido. En cualquier caso, es de resaltar la opinión de Voltaire sobre el libro, si bien emitida en vida aún de la Marquesa: «si fuera posible dar alguna apariencia de verdad a las ideas de Leibniz, se encontrarían en este libro». Leibniziana... «La Física es un edificio inmenso, que sobrepasa las fuerzas de un solo hombre: algunos ponen una sola piedra mientras que otros construyen un ala entera, pero todos deben trabajar sobre los fundamentos sólidos que hemos dado a este edificio en el último siglo por medio de la Geome-
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tría y las observaciones; hay otros que levantan el plano del edificio, yo pertenezco a este grupo» (I.P.p.12). A pesar de que Mme du Châtelet declaró con modestia el papel que pretendía desempeñar con su libro, tal como queda expresado en la anterior cita, la obra sobrepasó el mero aspecto divulgador y se convirtió, como hemos señalado, en una introducción innovadora a la nueva física, en la que se analizaban cuestiones tan importantes como las propiedades de la materia, la naturaleza de la explicación, el papel de las hipótesis, la función de Dios en el universo o la posibilidad de la voluntad libre en un mundo mecánico. Sacaba de este modo a la luz un conjunto de presupuestos metafísicos que, declarados o no, subyacían a todos los planteamientos científicos. En el plano metodológico los tres supuestos más importantes de su proyecto eran la complementariedad de experiencia y razón, el uso de las hipótesis y la necesidad de los principios. La asunción del papel fundamental que juega la experiencia en la investigación de las cualidades físicas —guía de la que nos ha dotado la Naturaleza para no perdernos— y que debe completarse con el uso de la razón —que nos permite deducir nuevos conocimientos—, era ampliamente aceptada y compartida por los pensadores e investigadores adscritos al racionalismo o al empirismo. En cambio, el papel que podían o debían cumplir los otros dos supuestos estaba en discusión por parte de los filósofos de la naturaleza, aceptándolos unos y rechazándolos otros. Si, como expresa Mme du Châtelet, «todos nuestros conocimientos nacen los unos de los otros, y están fundados sobre ciertos Principios de los que conocemos la verdad misma sin reflexionar sobre ellos porque son evidentes por sí mismos» (I.P. §1, p.15), es importante, entonces, dotarse de un conjunto de principios racionales que faciliten la investigación y la comprensión del mundo. En el sistema de Leibniz-Wolff encontró tales principios justificados y formulados con claridad. 2.1. De los principios... La función que desempeñaban los principios en la construcción de la nueva filosofía natural estaba en estrecha relación con el concepto de explicación que manejaba Mme du Châtelet, tomado también del sistema leibniziano-wolffiano. Hay dos formas distintas de explicación: por un lado, la explicación causal, que permanece en el terreno de lo fenoménico, y por otro, la racional, que completa la descripción causal al permitirnos comprender por qué se dan una serie de sucesos contingentes en lugar de otros o por qué unas leyes son mejores que otras. Una vez establecidos esos dos niveles, no se podía admitir —según Émilie du Châtelet— que ese segundo nivel explicativo correspondiese sólo a Dios, y reivindicó la búsqueda de su cumplimiento a través del uso de la razón. El principio leibniziano de Razón Suficiente cobraba así toda su fuerza, puesto que con él lo que se pretendía era, precisamente, no detenerse en el modo de cómo ocurren los fenómenos naturales, sino en avanzar en la búsqueda de las razones que determinan que dichos fenómenos sean de un modo y no de otro, es decir, lo que permite que sean posibles y reales. A pesar de dicha reivindicación, cuyo horizonte, a su juicio, no debe olvidarse nunca, ponía especial énfasis en alertar contra el uso arbitrario de
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tal principio. Insistió en la ilegitimidad de utilizarlo como excusa para no investigar en el orden de los fenómenos, como en su opinión hiciera la escolástica al delimitar su cometido a eliminar cualquier explicación arbitraria, esto es, aquellas que no estuviesen sujetas a razones. Así, cuando se aborda la investigación de los fenómenos del mundo físico, aclara que «no podemos acudir a causas lejanas» (I.P.§160, p.173), sino a aquello que podemos observar y calcular matemáticamente, tarea propia de la física experimental. No era, por tanto, admisible confundir ambos planos y saltar del nivel de la explicación racional, el propio de la razón suficiente, al de la causal, esto es, al terreno de las leyes físicas, aunque el objetivo fuese ir construyendo gradualmente una cadena de razones que terminasen demostrando por qué sólo se produce una serie de hechos contingentes. Vemos que la metafísica funciona siempre como el horizonte que alcanzar y al que no debería renunciarse. 2.2. De las hipótesis... La marquesa hizo, tal como lo hiciera también Wolff, una defensa contundente del uso de las hipótesis en un momento en el que muchos filósofos de la naturaleza habían renunciado a ellas. Aunque sólo consistían en una suposición en el ámbito del proceso de explicación mecánico-causal de los fenómenos, el desarrollo histórico del conocimiento sobre la naturaleza había demostrado con creces su gran utilidad y sin ellas no se hubiera podido avanzar un solo paso. Ahora bien, debido a que las hipótesis se limitan a la mera descripción del mundo físico, deben complementarse con el principio de razón suficiente que indaga cuál es la razón de que tales fenómenos acontezcan. Dicho con un ejemplo, no basta con describir cómo funciona la gravedad —recuérdese que en relación con ella Newton sentenció su hipothesis non fingo (fuerza gravitatoria que, para la marquesa, era una mera hipótesis, lo quisiera o no Newton), sino que —insistía— era necesario, además, averiguar cómo era posible la gravedad, cuál era la razón de su acción y de su naturaleza. Existían, por tanto, dos niveles distintos de realidad que Mme du Châtelet insistía en no olvidar, pero tampoco confundir. Así, aunque otorgaba un gran valor a la física experimental, al mismo tiempo, sostenía que ese nivel explicativo no podía ser el último; pues el ser no podía reducirse al fenómeno. De ese modo, al referirse a los filósofos newtonianos defensores de la explicación mecánica de los efectos naturales, afirmaba que: «tienen razón; pues la posibilidad de un efecto se debe probar por la figura, el tamaño y la situación del compuesto, y su actualidad por el movimiento» (I.P. §146, p.161). Al principio de razón suficiente se unían los de no-contradicción, el de los indiscernibles y el de continuidad. Es necesario insistir en que el alcance de tales principios rebasaba el ámbito de la deducción racional, por lo que se convertían en auténticas guías que iluminaban nuestra comprensión e indagación sobre lo real.
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2.3. Del uso de la figura de Dios... El principio de contradicción venía a determinar el reino de lo posible, de modo que hacía inaceptable cualquier afirmación que lo contradijese: sólo podía existir lo que era posible; y, sin embargo, no todo lo posible existía, así que hacía falta algo más para que se produjese el paso de la posibilidad a la actualidad. En el plano cosmológico Dios era la fuente última de la actualidad de lo existente a través de su elección de este mundo frente a otros posibles, como ya dijimos, del mejor de los mundos posibles; pero, una vez elegido, el universo era autónomo, respondía a sus propias leyes y principios, inherentes a las esencias de todos los seres que lo componían. Esa era la razón de que la realidad pudiera llegar a comprenderse. Las criaturas humanas, seres dotados de razón, podían así, poco a poco, ir descubriendo la racionalidad interna de todo lo existente, la lógica interna de todas las cosas que ni Dios podía contravenir. Mme du Châtelet, como Leibniz, señalaba que no debía confundirse lo necesario, aquello que no puede darse más que de un único modo, con lo posible, que admite posibilidades diversas sin que se conciba contradicción alguna por ello. El mundo real, en tanto que hubiera podido ser de otro modo, no era necesario, sino contingente, pero, como nada ocurre sin una razón suficiente, en el seno del universo se produce un encadenamiento racional entre todos los seres, que consiste en su necesidad interna, en la inserción de cada uno de sus estados en la serie contenida en su esencia y conectada, a la vez, con la serie de todos los seres coexistentes y sucesivos del universo entero. Encontrar esa cadena de razones era el objetivo de la metafísica anhelado por la marquesa, quien compartió el optimismo que en tal empresa había mostrado Leibniz. La idea de Dios y la de que el universo está sujeto a fines fue otro de los aspectos que Mme du Châtelet adoptó del sistema leibniziano-wolffiano. Dios era la primera causa del universo y a Él ascendíamos al estudiar la Naturaleza: «Esta gran verdad es, si cabe, aún más necesaria a la buena Física que a la Moral y ella debe ser el fundamento y la conclusión de todas las investigaciones que hacemos en esta ciencia» (I.P. §18, p.38). Pero, una vez admitido eso, surgían una serie de preguntas sobre la relación de Dios con el mundo. ¿Qué función cumplía Dios en el universo? ¿Actuaba Dios por capricho? ¿Primaba en Él la voluntad sobre el entendimiento? La respuesta leibniziana, adoptada por la marquesa, fue la de que en Dios también debía regir el principio de razón suficiente. El Ser Supremo, en su entendimiento infinito, se representa la infinidad de mundos posibles. La elección de uno frente a otros, haciéndolo actual además de posible, estaba guiada por la razón. Dios es concebido como el ser racional por excelencia. La libertad divina no es arbitraria, «[...] su Entendimiento, y su Voluntad deben siempre determinarse con razón» (I.P. §74, p.94). Y como Dios conocía todos los mundos posibles, la razón de su elección estribaba en escoger el mejor y el más perfecto de entre ellos, siendo esa la razón suficiente de su preferencia, lo que mostraba su infinita sabiduría. Esa prioridad en Dios del entendimiento sobre la voluntad implicaba que el
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universo contenía una racionalidad interna, inherente al mundo y a sus componentes, que ni el propio Dios podría alterar, pues para ello tendría que cambiar de elección e instaurar un universo nuevo. Tal supuesto tenía una importancia metodológica trascendental, como veremos más adelante. Como ya señalamos, Mme du Châtelet reintrodujo en el funcionamiento del universo la finalidad, que había sido expulsada del seno de la explicación mecánica por Descartes y la mayoría de los filósofos de la naturaleza, y señaló que sin fines no habría perfección. Es —señalaba— de la sabiduría infinita de Dios de donde «proceden las causas finales, ese principio tan fecundo en Física, y que muchos Filósofos han querido eliminar. Todo indica un plan, y es ser un ciego, o querer serlo, no ver que el Creador se propone en la menor de sus Obras fines que consigue siempre y que la Naturaleza trabaja sin cesar en su ejecución: así, este Universo no es un Caos, una masa desordenada, sin armonía y sin unidad, de lo cual algunos querrían persuadirnos, sino que todas las partes están ordenadas con una sabiduría infinita, y ninguna podría ser trasplantada o eliminada de su lugar sin dañar la perfección del todo» (I.P. §22, p.48). El universo estaba guiado internamente por fines, con lo que se eliminaba cualquier intervención del azar. Vivimos, pues, en el mejor de los mundos posibles, aquel en que se observa el mayor grado de variedad sujeto al mayor orden, y donde las más simples leyes producen los mayores efectos. Los fines —es preciso subrayarlo— no sólo cumplían, en tal sistema, una función en el orden metafísico, sino que, además, ofrecían una valiosa fuente de orientación en el plano de la investigación de los fenómenos físicos. Una vez establecido lo anterior, no era ya legítimo apelar a Dios como explicación de lo que ocurría en el mundo. Bastaba con una adecuada aplicación del principio de razón suficiente para ir más allá del nivel fenoménico y físico e intentar dar cuenta de la necesidad racional de las verdades sobre el cosmos. Sólo ese principio podía volver inteligibles los hechos físicos y posibilitar que la ciencia fuese algo más que un conjunto de regularidades contingentes. El problema metafísico que se debatía, y que como ya advertimos tiene una fuerte implicación metodológica, era el de la naturaleza de las leyes científicas: ¿estaba todo sometido a algún tipo de necesidad racional? o, al contrario, ¿era el azar el que gobernaba el cosmos, o, en su caso, el capricho de Dios? Si no hubiese necesidad racional en el seno de la realidad, ¿cómo tenemos la pretensión de que ella se nos haga inteligible? ¿Por qué hablamos de descubrir las leyes que gobiernan el mundo? ¿Cómo podemos afirmar que esas leyes nos permiten hacer predicciones? Todo lo real debe estar sometido a determinaciones racionales, única garantía de inteligibilidad de lo existente, único modo por el cual las criaturas humanas de Dios serían capaces de comprender, explicar y predecir. 2.4. De los supuestos ontológicos... Tal marco lógico y metodológico en el que se encuadraba el universo estaba fundamentado, a su vez, en una determinada ontología. Los seres estaban sujetos a unas determinaciones constantes que eran las esencias y los atributos derivados de la esencia, en las que encuentran su razón suficiente, y a otras determinaciones variables o modos cuya posibilidad se
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hallaba en la esencia, pero cuya actualidad dependía de los atributos o de circunstancias externas al ser. Era la eternidad e invariabilidad de las esencias lo que constituía el sustrato sustancial de las cosas. La necesidad quedaba así introducida en el seno de la realidad de los seres, de modo que no podría cambiar ninguna determinación esencial y continuar siendo el mismo ser. Si eso ocurriese, estaríamos, necesariamente, ante un nuevo ser. Para esta ontología el mundo de los fenómenos, es decir, de los seres observables a través de los sentidos, no podía ser el fundamento último de lo real. Todo lo que se percibe a nuestro alrededor, esto es, los cuerpos y sus cambios tenían su razón de ser no en sí mismos, sino en sus componentes sustanciales. Se veía a los cuerpos sólo como agregados de verdaderas sustancias que la marquesa llamaba, siguiendo a Wolff, elementos y que con ciertos cambios se correspondían con las mónadas de Leibniz. La mayoría de los filósofos de la naturaleza aceptaban que lo complejo necesitaba de lo simple para llegar a ser, pero no se ponían de acuerdo en el modo de concebir lo simple: los atomistas consideraban que los cuerpos estaban compuestos de elementos materiales indivisibles, con distinta figura y tamaño, sin diferencias internas entre sí, sin elasticidad y esencialmente pasivos o inertes; los partidarios de las mónadas, en cambio, las concebían como seres inextensos —puntos metafísicos decía Leibniz— dotados de fuerza, consistiendo su esencia en la acción, en la actividad. Mme du Châtelet adoptó esta última posición tal como la había reinterpretado Wolff, quien volvió físicos, aunque inextensos, aquellos puntos e interpretó también como física, con influjo físico sobre los otros seres, la fuerza de esos elementos, entendida como una tendencia continua de los mismos a cambiar su estado interno. Acusaban de incurrir en un círculo vicioso a los que explicaban la extensión a través de lo extenso. Lo simple no puede dividirse: en consecuencia, no podía estar constituido de partes y debía carecer de extensión, ya que todo lo extenso podía ser dividido. La conclusión era, por tanto, que los componentes últimos de lo real, los elementos, tenían que ser inextensos. Todo lo real estaba fundado y encontraba su razón de ser en esos elementos o seres simples. Tales elementos eran los únicos seres que podían considerarse auténticas sustancias, ya que perduraban, al tiempo que podían eran susceptibles de cambios. Cada uno de ellos contenía en su esencia todo lo que había sido, era y podría ser, constituyendo una serie ininterrumpida de cambios en la que cada estado estaba basado en el precedente y era la causa del posterior. De esa esencia derivaban necesariamente unos atributos que le eran propios, y, a su vez, éstos determinaban, ahora ya no de modo necesario, los modos. Mme du Châtelet admitía los átomos físicos, pero no como elementos últimos, simples, sino como agregados de elementos. Frente a la similitud de los átomos entre sí, lo esencial de los elementos era el ser únicos, su esencia consistía en una sucesión de estados internos peculiares que los hacían diferentes de cualquier otro elemento del universo. «La unión mecánica de los cuerpos que vemos nace de la unión metafísica de los Elementos, de donde se sigue que no podríamos quitar un Elemento de su lugar y sustituirlo por otro [...]; un cambio así cambiaría todo el Universo [...]. Así encontramos en la indiscernibilidad de los Elementos porqué este Universo es como es antes que de otra manera»
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(I.P. §133, pp.147-8). 2.5. Y de nuevo los principios... Esa diferencia entre todos los seres existentes, por mínima que fuese, es lo que Leibniz expresaba con el principio de los indiscernibles. La diversidad irreductible de los elementos simples, como de las mónadas, planteaba el problema de cómo es posible la unidad y el orden del cosmos a partir de esa infinita diversidad. Para resolverlo, Leibniz aportó la idea de la armonía preestablecida, plasmada en el nexus rerum de Wolff, según la cual existía un orden y una vinculación entre todos los elementos a través del que se producía una perfecta concordancia entre todos los seres del universo. Las series internas de los elementos se insertaban en la serie de todos los otros seres coexistentes y sucesivos del cosmos. La realidad estaba sujeta a una necesidad por la que todos los seres del Universo estaban vinculados entre sí, encadenándose sus estados internos, pasados, presentes y futuros, con los estados de todos los demás seres, con lo que se constituía una máquina en la que todas las partes colaboran en un único fin. Esa bella unidad y armonía del todo sólo podía captarla de manera distinta Dios, «el eterno geómetra» (I.P. §131, p.142), y los seres humanos deberíamos aceptar nuestros límites, admitiendo que incluso en nuestras ideas más claras se esconden una infinidad de representaciones oscuras. Por último, el principio de continuidad venía a subrayar esa conexión íntima entre todo lo existente, al afirmar que todo en la naturaleza se producía sin saltos, gradualmente, y que la percepción de los seres como independientes unos de otros o de los cambios fenoménicos bruscos no era más que una apariencia que escondía un proceso ininterrumpido y continuo. El principio de continuidad poseía un estatus metafísico desde el que el universo se contemplaba como un todo ordenado al que no puede añadirse ningún elemento nuevo sin convertirlo en una totalidad distinta, en otro mundo, en otro universo. Pero, además, tal como hemos ya señalado respecto de los otros principios, tenía también un alcance metodológico como guía en la investigación física, al volver inadmisible cualquier vacío, o abismo, en el seno de los fenómenos, pues en la realidad natural, aunque sometida a una necesidad hipotética distinta de la absoluta, todo se producía por grados sucesivos que se encadenaban de modo necesario, de la misma manera que en los razonamientos. Ese principio conducía a la igualdad entre la causa plena y el efecto completo, y jugó un papel fundamental en la interpretación de las fuerzas, tal como se utilizó en las críticas que Leibniz hizo de algunos aspectos centrales de la física cartesiana. Su aplicación le llevó a postular la conservación de la fuerza en el universo y no la de la cantidad de movimiento cartesiana. 2.6. De la constitución de los cuerpos… Por otro lado, como se dijo anteriormente, la esencia de los seres simples consistía en una tendencia continua al cambio. A ese principio de acción que se encuentra en los seres simples es a lo que se denominó fuerza, y es su acción continua lo que podía dar razón de los cambios permanentes que observamos en los seres compuestos. La fuerza y las determinaciones
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constantes e internas de cada elemento les exigen unirse entre sí de un único modo y constituirse en fundamento de las partes de la materia. Consciente de la dificultad de defender esa teoría debido al hábito de la imaginación de representarse mediante imágenes sensibles las ideas, lo que en este caso era imposible, Mme du Châtelet propone el uso del aparato lógico «no perdiendo jamás de vista los Principios incontestables» (I.P. §135, p. 150) y siguiendo rigurosamente la cadena deductiva, para poder extraer consecuencias legítimas. La naturaleza de los cuerpos, pues, no consistía ya sólo en la extensión: a ella se añadía una fuerza activa o principio de acción y una fuerza pasiva, que era un principio de resistencia o de inercia. Esas propiedades de los cuerpos no debían ser consideradas sustancias, ya que «no son más que fenómenos que resultan de la confusión que reina en nuestras percepciones, y que deriva de la imperfección de nuestros órganos y de las limitaciones de nuestro ser» (I.P. §152, p. 166). Y es que «cada Ser simple estando constantemente en acción, y teniendo esta acción una relación, una armonía con las acciones de todos los Seres simples, todas estas acciones trabajando conjuntamente deben parecer a nuestros sentidos como una sola y única acción» (I.P. §155, p.169). 2.7. De las fuerzas... Al exponer los cambios producidos en la composición de las Institutions de Physique advertimos que en el primer plan de la obra la única disidencia respecto de la física newtoniana estaba en relación con las fuerzas vivas. Es preciso subrayar ahora la importancia de tal desavenencia, pues supuso el primer contacto de Émilie du Châtelet con el sistema de Leibniz. Desde el primer momento insistió en que el descubrimiento de esas fuerzas era incuestionable y que la física tendría una deuda perpetua, por tal hallazgo, con el pensador alemán, aunque aquél no tuviese razón más que en eso. Como ha quedado de manifiesto a lo largo de nuestra exposición, ese acuerdo inicial se convirtió con el tiempo en otro definitivo sobre la totalidad del sistema de pensamiento de Leibniz-Wolff. También hemos mencionado el hecho de que fue ese tema el que desencadenó una reacción por parte del secretario de la Académie des Sciences, Dortous de Mairan, en respuesta a las críticas que la marquesa había vertido en las Institutions contra él por negar la existencia de tales fuerzas, lo cual había desencadenado un debate público. No vamos a extendernos en el análisis de tal polémica, ni tampoco en el propio tema que ha estado sujeto a innumerables análisis, de múltiples defensores y detractores, pero es imprescindible y crucial, por su importancia posterior, exponer su significado. Émilie du Châtelet admitió la diferencia entre los términos de «fuerza muerta» y «fuerza viva». Esos dos tipos de fuerza consisten en una mera tendencia o esfuerzo que en el caso de la fuerza muerta no llega a realizarse, y en el de las vivas, se despliega por completo hasta su actualización en forma de movimiento. Mientras en el primer caso se producen unos pequeños esfuerzos, presiones infinitesimales, que se autodestruyen continuamente sin que la presión ejercida sobre el cuerpo produzca efecto significativo alguno, en el segundo caso esos impulsos infinitesimales se acumulan hasta producir un movimiento finito de otra naturaleza, un desarrollo de la
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fuerza que el propio cuerpo posee. Así, cuando un cuerpo tensa el hilo que lo sostiene o ejerce presión sobre una mesa sobre la que reposa y que impide su caída, lo que se constata es la presencia de una fuerza que no llega a actuar, que quiere y podría desplegarse pero que no lo hace porque encuentra un impedimento. Aunque a simple vista no se vea esa fuerza, ella existe y se la puede observar indirectamente a partir de los fenómenos perceptibles citados. Se la define como una fuerza infinitamente pequeña (de la misma manera que un movimiento infinitamente pequeño es la consideración que Leibniz tiene del reposo), y es a esa fuerza a la que se denomina fuerza muerta. La gravedad es una fuerza de ese tipo. Por otro lado, una vez que se supera ese impedimento, por ejemplo cortando el hilo o dejando libre el cuerpo que estaba sobre la mesa, esa fuerza infinitamente pequeña, que se consumía de manera continua en el propio acto de esforzarse sin capacidad de superar el obstáculo, se acumula en el cuerpo y se convierte en un tipo de fuerza distinta, desplegada, en acción, con un efecto proporcional a la causa de la presión que recibía: a esa nueva fuerza, que es preciso no confundir con la anterior, es a la que se llama fuerza viva. En tanto que la fuerza muerta, es decir, la que trata de actuar sin conseguirlo y cuyo efecto se consume de manera continua, así como la que se produce cuando el cuerpo ha cedido y aparece un primer elemento de fuerza viva, ambas se miden por la razón entre la masa y la velocidad, no ocurre lo mismo —dirá Mme du Châtelet siguiendo a Leibniz— cuando la fuerza ya se ha desplegado; pues en ese despliegue lo que se ha producido es la acumulación de impulsos infinitesimales cuyo resultado no podrá medirse ya con la fórmula citada, sino con otra que multiplica la masa del cuerpo por la velocidad al cuadrado. La fuerza viva consiste en el despliegue y la acumulación de impulsos infinitesimales, que se denominan elementos de la fuerza viva y «que debe ser como una línea es a un punto, o como una superficie es a una línea» (§. 566). Dicha fuerza viva, medida a través de esa razón de la masa por el cuadrado de la velocidad, mostraba que la fuerza se conservaba, mientras que la fuerza, entendida al modo cartesiano, como la cantidad de movimiento (m.v) disminuía continuamente tal como había demostrado Newton. En el trasfondo de ese debate lo que se dirimía eran visiones metafísicas distintas. Todos los filósofos de la naturaleza de la época se esforzaban en superar el relativismo intentando encontrar algún parámetro constante, fijo e inamovible que hiciese posible la comparación con lo que cambiaba o se movía: así, Descartes hablaba de la cantidad de movimiento (m.v) que Dios había otorgado al universo y que siempre era la misma; por su parte, Newton hacía del espacio y del tiempo absolutos sus constantes; y Leibniz desplazaba esa constancia al terreno de la fuerza. Posteriormente, en el campo de la física, las fuerzas vivas se aceptaron, denominándose ahora a la fuerza muerta «energía potencial» y la fuerza viva «energía cinética», ambas insertas en el concepto de «trabajo». Mme du Châtelet distinguía también fuerzas activas y pasivas y, con Leibniz y Wolff, los dos tipos de fuerzas activas: la primitiva, cuya razón se hallaba en los elementos, y la derivativa, que era aquella «que percibimos y que nace en el choque de los cuerpos, del conflicto entre todas las fuerzas primitivas de los Elementos» (I.P. § 158, p. 172), y que no es sino un fenómeno. No importaba pues el hecho de que el reino de los elementos fuese
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inaccesible a las capacidades cognoscitivas, ya que en el terreno de la investigación física sólo intervenía la fuerza derivativa. «Así, para dar razón de los fenómenos particulares no podemos servirnos de la fuerza primitiva; pues jamás hace falta alegar razones alejadas cuando se nos pregunta por las inmediatas y próximas» (I.P. § 160, p. 173). En el mundo fenoménico la explicación causal es suficiente, pues con ella no pretendemos rebasar el nivel de las cualidades físicas como el calor, la elasticidad, etc.; pero, cuando queremos encontrar la causa mecánica de las mismas, es preciso recurrir a la explicación mecánico-racional del fenómeno a través de la figura, el tamaño y la situación de las partes. Siendo, por tanto, válida la mera explicación causal, Mme du Châtelet no renuncia nunca a la búsqueda de las explicaciones mecánico-racionales e insiste en que «por difícil que sea la aplicación de los principios mecánicos a los efectos físicos, es preciso que jamás abandonemos esta manera de filosofar que es la única buena, ya que sólo ella puede dar razón de los fenómenos de una forma inteligible» (I.P. § 182, p. 196). Pero esa era claramente la postura de Wolff. Sin embargo, para Leibniz ese tipo de explicación dejaba incompleto el conocimiento, ya que para él las leyes de la mecánica o de la fuerza dependían de razones metafísicas. (cf. Arana, Escritos de dinámica, p.73). 2.8. De la fuerza de atracción newtoniana En el contexto teórico del mecanicismo, según el cual todos los movimientos y los cambios se explicaban mediante el choque entre cuerpos, parece razonable que la fuerza de atracción introducida por Newton en su sistema del mundo y capaz de actuar a distancia fuese difícil de aceptar. Mme du Châtelet, coherentemente, planteaba que, aunque el conjunto de los filósofos de la naturaleza hubiesen celebrado con entusiasmo la formulación matemática que la expresaba y reconociesen la utilidad de sus predicciones, dicha fuerza se propagaba en el vacío sin explicación mecánica alguna: «Ya que todo lo que es, debe tener una razón suficiente por la que es así más que de cualquier otra manera, la dirección y la velocidad imprimidas por la atracción deben pues encontrar su razón en una causa externa, en una materia que actúe sobre los cuerpos, que consideramos como atraídos, y que determine por su acción la dirección y la velocidad de ese cuerpo, al cual estas determinaciones son indiferentes por sí mismas. De este modo, hace falta buscar por las leyes de la Mecánica una materia capaz por su movimiento de producir los efectos que se le atribuye a la atracción». (§. 398). Leibniz, junto a Huygens, usaba para ello una modificación de los vórtices de materia cartesianos, si bien los newtonianos rechazaban tal teoría. No obstante, Mme du Châtelet era plenamente consciente de las dificultades que tal explicación ofrecía y así lo expresó:
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«pero aun cuando incluso ninguna de estas materias los satisficiera, la verdad no sufriría nada, y no sería menos cierto que todos esos efectos deben producirlos causas mecánicas, es decir, la materia y el movimiento» (§. 399). Por lo cual la atracción era para la marquesa, como para Leibniz y Wolff, sólo «un fenómeno cuya causa hay que buscar» (§. 397). Y aunque reconoce que la hipótesis de la atracción y su efecto, la gravedad, ofrezca tanta fecundidad a la hora de explicar múltiples fenómenos, tales como el equilibrio de los cuerpos, la caída por un plano inclinado o la oscilación de los péndulos, confía en que «llegará quizás un tiempo en que se explicarán en detalle las direcciones, los movimientos y las combinaciones de fluidos que producen los Fenómenos que los Newtonianos explican por la atracción, y es una investigación de la que todos los Físicos deben ocuparse» (§. 399). 2.9. Del espacio... La naturaleza del espacio, objeto de enconadas polémicas en la segunda mitad del siglo XVII y comienzos del XVIII entre leibnizianos y newtonianos, ocupó también el interés de la marquesa de Châtelet. La filosofía natural, partiendo del supuesto de que el lenguaje propio de la naturaleza era el matemático, había establecido el razonamiento geométrico como instrumento adecuado para el descubrimiento de nuevas verdades a través de la aplicación de ciertos principios y mediante la deducción. Se proyectó pues sobre la realidad una idea matematizada del espacio con sus características de homogeneidad, continuidad, vacío, penetrabilidad, inmutabilidad, eternidad e infinitud, que algunos quisieron identificar con el espacio físico. Así, los newtonianos mantenían que: «El Espacio es un Ser absoluto, real y distinto de los cuerpos que están situados en él, que es una extensión impalpable, penetrable, no sólida, el recipiente universal que recibe los Cuerpos que se colocan en él; en una palabra, una especie de fluido inmaterial y extendido al infinito en el que los Cuerpos nadan» (§. 72). Las características atribuidas al espacio eran sospechosamente similares a las que se le atribuían al mismísimo creador, por lo que no es extraño que Newton, en la Óptica y en el escolio final de los Principia, creyera que el espacio era la inmensidad de Dios o el sensorio de Dios, a través del cual Dios estaba presente en el universo. Mme du Châtelet, siguiendo nuevamente a Leibniz, rechazaba esa idea del espacio y defendía que: «el Espacio no es nada fuera de las cosas, es una abstracción mental, un Ser ideal; no es sino el orden de las cosas en tanto que ellas coexisten, y no hay Espacio sin cuerpos» (§. 72). El espacio quedaba definido por tanto como un mero orden de coexistencia de los cuerpos, cuya existencia dependía de los mismos, estableciéndose así una relación similar entre el espacio y las cosas a la que se producía entre el número y las cosas enumeradas.
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2.10. Del vacío... No podía tampoco existir el vacío tal como afirmaban los defensores del espacio absoluto. La filosofía natural mecanicista postulaba que toda explicación de los fenómenos naturales se apoyaba exclusivamente en la figura, el tamaño y la posición de los cuerpos y sus componentes. Pero ¿de dónde provenía el tamaño y la figura de los átomos, si nadaban en un vacío que no les imponía límite alguno? La respuesta de los defensores del vacío era la de que dicha forma y figura se las había conferido Dios, lo cual era inadmisible para Mme du Châtelet, como para Leibniz. El tamaño y la figura eran sólo modos de la extensión, y los modos —recordemos— vienen determinados o por los atributos o por los elementos circundantes (es un atributo humano el poder caminar, pero es un modo el cómo se haga, es decir, que las circunstancias y los objetos con los que se encuentre al caminar determinarán ese movimiento, haciendo necesario sortearlos, por ejemplo), de manera que el vacío, por definición contrario a todo límite, deja sin explicación el límite de la extensión que suponen precisamente la figura o el tamaño. De ahí concluyó, tal como hiciera Leibniz, que «se está, por tanto, obligado a admitir una materia circundante que limite las partes de la extensión y que sea la razón de sus diferentes figuras: así, es preciso llenar los intersticios vacíos para satisfacer el principio de razón suficiente» (§. 73). Mme du Châtelet hizo mención a la polémica que suscitó el tema del espacio entre Leibniz y Clarke, tomando claramente posición a favor del primero. El pensador alemán preguntaba a Clarke cómo era posible, en un espacio absolutamente homogéneo e indistinguible en sus partes, encontrar una razón por la que Dios hubiera colocado el universo en donde está y no en cualquier otra parte. Y es que para los leibnizianos cada ser ocupa su lugar en el universo, de modo que los componentes últimos de la realidad, distintos entre sí, no pueden en absoluto intercambiarse. Por consiguiente, el universo entero debía hallarse en un lugar determinado. Clarke respondió acudiendo a la voluntad divina, recurso inadmisible para la marquesa como queda reflejado a continuación: «De esta manera, estar obligado a recurrir a una voluntad arbitraria de Dios, que no estuviese fundada en una razón suficiente, nos llevaría a un absurdo. Por tanto, al no estar en las cosas mismas ni en la voluntad de Dios el porqué del lugar del Universo en el Espacio y el de los límites de la extensión, se debe concluir que la hipótesis del vacío es falsa y que éste no existe en la Naturaleza. (§. 74). Volvemos así de nuevo al tema clave para el recto conocimiento; pues, si admitimos una voluntad divina arbitraria no sujeta a razones, entonces el universo no tendría por qué estar sometido a leyes necesarias, el mundo dejaría de ser inteligible y el conocimiento que pretende obtener la ciencia sería superfluo. Los defensores de la existencia del vacío planteaban una serie de problemas en relación con el pleno que le resultaban a la marquesa fácilmente rebatibles. Podemos resumir las respuestas dadas a dichas objeciones como sigue: el movimiento circular era el que explicaba la posibilidad del movi-
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miento en el pleno, y la distinta gravedad de los diferentes cuerpos se saldaba rechazando que la gravedad fuese una propiedad de la materia. Por último, era la consideración de la materia como algo pasivo y sin movimiento lo que haría que los cuerpos en movimiento lo perdieran en poco tiempo, pero una materia sutil «muy fina y que se mueva en todos los sentidos, podría desplazarse con tal rapidez que no aportaría ninguna resistencia sensible al movimiento de los Cuerpos colocados en ella; tendríamos así un vacío físico que resultaría de la extrema sutilidad y del movimiento muy rápido de esa materia: así pues es este vacío lo único que prueban las experiencias que se pretenden objeciones irrefutables contra el pleno» (§. 76). 2.11. De cómo se forma la idea de espacio… Vale la pena hacer un último apunte sobre el tema del espacio. Se trata del análisis que Leibniz había realizado sobre el modo en cómo construimos las ideas de extensión, de espacio y de continuo. Las nociones de extensión y de espacio absoluto se han formado por medio de un proceso de abstracción mediante el que despojamos a los seres de sus determinaciones internas y los concebimos meramente como partes idénticas que subsisten unas fuera de las otras: «Se sigue de ahí que no podemos representarnos varias cosas diferentes como si fuesen una, sin que resulte de ello una noción vinculada a esa diversidad y a esa unión de las cosas, y a esa noción la llamamos Extensión; así, damos extensión a una línea en tanto que nos fijamos en varias partes diversas que vemos como existiendo unas fuera de las otras, que están unidas en un todo, y que son por esa razón una sola cosa» (I.P. § 77, p. 97). La idea de extensión se construye, en consecuencia, atendiendo sólo a una pluralidad que forma una unidad, de modo que las partes de la extensión, sin diferencia interna alguna excepto por el número, nos parecen similares, y de ella procede la noción de espacio absoluto que consideramos similar e indiscernible. «Esta noción es la de los cuerpos geométricos; pues al dividir una línea en tantas partes como queramos, resultará siempre la misma línea uniendo sus partes, sea cual sea la transposición que hagamos entre ellas. Y así lo mismo en cuanto a las superficies y los cuerpos geométricos» (I.P. § 78, p. 99). Una vez que hemos construido este ser en nuestra imaginación, «ese Ser imaginario nos parece distinto de todo lo real, de donde lo hemos separado por abstracción, y nos figuramos que puede subsistir por sí mismo», pues, al volver a tener en cuenta aquellas determinaciones que habíamos eliminado en el proceso de abstracción y que son distintas del ser ideal que hemos llamado extensión, imaginamos que podemos colocarlas en él, como si se tratase de un contenedor. El espacio, por tanto, debe estar vacío, pues en su construcción hemos eliminado cualquier determinación. Pero como podemos restituirles a los seres las cualidades que les habíamos sustraído, colocándo-
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las en el espacio, él es también penetrable. Por otro lado, el espacio, en tanto que es permanente pero, a su vez, cambiante cuando colocamos en él a los seres, es concebido como una sustancia. El espacio ha de ser continuo, ya que en él se colocan los seres concretos y discontinuos. El espacio, concebido como pura extensión indiferenciada, no se puede eliminar y, entonces, ha de ser también inmutable y eterno. Por último, como en él se puede colocar indefinidamente unos seres al lado de los otros, el espacio ha de ser, por lo mismo, una extensión infinita e ilimitada. Mme du Châtelet asume plenamente ese análisis y, siguiendo a Leibniz, concluye que «con un poco de atención se ve que todas estas pretendidas propiedades, así como el Ser en el que las suponemos, no tiene realidad más que en la abstracción de nuestro espíritu, y que no existe ni puede existir nada semejante a esta idea» (§. 85). No obstante, reconoce la utilidad de ese tipo de seres ideales que construye la imaginación y que ayudan al entendimiento en sus tareas, las «ficciones útiles» de Leibniz: «También todas las Ciencias, y sobre todo las Matemáticas, están llenas de estas ficciones, que constituyen uno de los mayores secretos del arte de inventar y uno de los principales recursos para la solución de los problemas más difíciles que el Entendimiento solo no podría a menudo alcanzar» (§. 86) Pero insiste, siempre con Leibniz, en el peligro que supone tomarlos por reales. ...malgré Voltaire François Marie Arouet, llamado Voltaire, fue un personaje fundamental del siglo XVIII, brillante representante de ese nuevo rol de vocero crítico y sarcástico de las contradicciones y los conflictos sociales, surgido con ímpetu en el seno del movimiento ilustrado. Aunque de origen burgués acomodado, no pertenecía a la entonces todopoderosa aristocracia francesa, pero eso lo remedió con su ingenio, su inteligencia y sus habilidades para moverse entre los poderosos. Tras ser apaleado y humillado por los secuaces de un aristócrata, Voltaire reclamó ante la justicia, pero los tribunales no le dieron la razón y terminó encerrado en la Bastilla. Amenazado con volver a la cárcel por proclamar ideas inconvenientes, Voltaire dio salida a su angustia e impotencia, con una mordacidad sin límites, en una descarnada sátira contra las costumbres que consideraba ridículas, desenmascarando el alto grado de hipocresía social, la falsa bondad de los prelados de la Iglesia, la avaricia de los ricos y tantas otras conductas que conformaban la vida social de su época. Manipuló como nadie todos los recursos que su medio le ofrecía; jugó a todos los bandos: joven rebelde y crítico, pero también adulador de reyes y personajes importantes de la política, la economía o el saber a los que brindó poemas y cartas memorables en un lenguaje tierno y exuberante que manejaba con auténtica destreza y, sobre todo, perfectamente ajustado a los objetivos que perseguía, sabiendo lo que cada cual quería escuchar. Un poco por convencimiento y un poco por despecho hacia una sociedad que lo había
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maltratado, volvió de Inglaterra dispuesto a difundir las ideas de tolerancia que los savants británicos impulsaban, a promocionar las ideas en torno a una religión natural y racional, a promover las ideas de la nueva ciencia anglosajona triunfante y, en fin, a modernizar Francia. Positivista avant la lettre, defensor del sistema del mundo newtoniano, cuyos fundamentos comprendía defectuosamente pero que consideraba la encarnación de un conocimiento puro y verdadero del mundo, alejado de principios teológicos y metafísicos, tuvo que «soportar» que su sabia amante, la marquesa de Châtelet, se erigiese en defensora del sistema de Leibniz y rechazara, haciéndose eco también del espíritu conciliador y del llamado eclecticismo leibniziano, la incompatibilidad entre física y metafísica, entre ciencia y filosofía, tal como puso de manifiesto en las Institutions de Physique. Y es curioso que fuese el propio Voltaire quien, a través de su amistad con Federico de Prusia, introdujera en el ambiente intelectual de Cirey las ideas leibnizianas, reinterpretadas y difundidas por Christian Wolff. Durante un cierto periodo de tiempo, los amantes y esforzados estudiosos de Cirey, hicieron causa común a favor de la introducción en Francia del sistema de Newton, ya que les parecía irracional, provinciana y ridícula la adscripción del conocimiento a las naciones, según la cual los franceses deberían sentirse cartesianos y constituirse en baluartes que impidieran cualquier crítica a tal sistema, al tiempo que evitaran la llegada de otro modo de pensamiento como si se tratase de una colonización. Pero Émilie de Châtelet, quien descubrió, precisamente en Cirey, que ella podía pensar, escribir y tener sus propias ideas, expresarlas, debatirlas y hasta publicarlas, fue construyendo su propio camino con el que daba respuesta a sus antiguas preocupaciones. Fue en el sistema de Leibniz, un sistema filosófico denostado por Voltaire, donde cuestiones que le preocupaban intelectual y vitalmente, tales como conciliar mecanicismo y libertad o la convicción de que la física no podía comprenderse sin el recurso a alguna forma de metafísica, fueron encontrando respuestas y soluciones. Y es que, para Mme du Châtelet, Leibniz era un eminente filósofo de la naturaleza, con méritos como el de haber descubierto las fuerzas vivas o haber revisado críticamente el sistema de Descartes sin por ello rechazarlo en su totalidad o no haber abrazado acríticamente el sistema de Newton, cuyas lagunas puso de manifiesto, y, a la vez, un habilidoso matemático, que, aun aspirando a encontrar la misma claridad del espíritu geométrico en la realidad —espíritu descubierto por Emilie desde niña y que siempre la había seducido—, nunca confundió los dos ámbitos y fue consciente de las limitaciones de la matemática para comprender el mundo natural. Por otra parte, Voltaire era un «moderno» que ejercía de moderno y que consideraba incompatible el «progreso» con cualquier forma de connivencia con el pasado, se llamara Aristóteles, la «Escuela» o incluso Descartes y el cartesianismo. Todo debía ser superarse definitivamente en aras del único y verdadero saber, en el que no cabía reivindicación alguna de orden metafísico, sino un saber experimental y matematizado, sinónimo de la verdad absoluta e incontestable. De ese modo podemos imaginar el espanto, la sorpresa, la incomprensión, sin duda, y seguramente el desprecio que sintió Voltaire cuando Mme du Châtelet introdujo explícitamente un sistema metafísico para completar la explicación física, en el que se reintroducían las causas finales y se espiritualizaba la realidad a través de las mónadas
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inextensas, cuya agregación configuraba lo real, aunque reinterpretadas como los seres simples wolffianos. En ese sistema leibniziano se expulsaba el azar de la constitución del universo en su globalidad y en la intimidad de los seres individuales, redefinidos como sustancias autónomas e independientes, suficientes por sí mismas, ya que en ellas se encontraba su propio plan, lo que han sido, son y serán, sin influencia externa alguna, donde el universo es como un océano infinito donde cada partícula que lo habita refleja el orden de la totalidad: todo es todo y está en todo, al tiempo que lo individual es absolutamente único, distinto e independiente de todos los demás seres. Y eso se hace posible porque se da una armonía pre-establecida, porque todo forma parte del diseño divino y es producto y emanación del propio Dios. La realidad es múltiple y plural, pero esa dispersión inherente a lo real queda unificada por la percepción de la mónada, espejo concentrador del universo (aunque, hay que decir que Wolff no admitía que los elementos tuviesen percepción sino sólo apetición, pero Mme du Châtelet no era consciente de esas diferencias entre ambos pensadores). La idea de que hay una armonía preestablecida, que es el elemento clave que sostiene la racionalidad y el orden del universo y sus componentes, y que procede del entendimiento divino que ha elegido este mundo entre los muchos posibles debido a su grado de perfección, es el hilo conductor del Cándido de Voltaire, quien se burlaba de esa idea y la ridiculizaba hasta el extremo. Y hay que reconocer que con mucha gracia e ingenio, aunque también se tiene la sensación de que no entra en mucha profundidad es y se ha quedado en el uso sarcástico de las palabras y ha hecho, en fin, una interpretación tendenciosa. ¿Qué reacción hubiera provocado en Émilie du Chatêlet ese cuento filosófico, escrito mucho tiempo después de su muerte? Hubiese sido interesante asistir al debate que sin duda hubiera suscitado entre ellos, pues ambos eran conscientes de sus diferencias; pero, al menos para ella, eso no significó nunca un obstáculo para su amistad y respeto. Voltaire la ayudó mucho —es cierto—; la introdujo en los ambientes intelectuales de los que formaba parte y en los que ella se desenvolvía con naturalidad y destreza, aprovechándolos para aprender, para poner a prueba sus ideas, su capacidad para debatir y convencer. No obstante, aunque privilegiada, era sólo una mujer, y su amistad con Voltaire facilitó su conexión con los matemáticos Maupertuis y Clairaut, contribuyó a poner de moda las visitas a Cirey, propició que reconocidos savants la visitasen y se carteasen con ella. Voltaire la impulsó y la animó a crear su propia obra, a desarrollar sus capacidades artísticas e intelectuales, manifestando siempre una admiración por sus conocimientos que nunca ocultó y que ayudó a difundir, reconociendo la contribución de la marquesa de Châtelet en obras como Les Elements de la Philosophie de Newton o el Discurso de Metafísica. Es probable, incluso, que la traducción de los Principia de Newton que realizó Emilie no hubiera visto nunca la luz sin su decidido apoyo. Sin embargo, cuando Émilie ya no estaba en este mundo para discutir nada o disentir, se atrevió Voltaire, sin que hubiera un solo dato que lo apoyara, a interpretar el leibnizianismo de su querida marquesa como una veleidad de la que la obra que él mismo presentaba era una prueba, y a interpretarla como la vuelta a la cordura y al único sistema de pensamiento que merecía
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la denominación de saber, el newtonianismo. Los últimos acontecimientos importantes en la vida de Émilie de Châtelet fueron la publicación de las Institutions en 1740 en Francia y, posteriormente, en 1742, en Holanda, la polémica pública que mantuvo con Mairan en defensa de las fuerzas vivas, la escritura del Discours sur le bonheur, texto que relata con amargura el distanciamiento amoroso de Voltaire y Emilie y en el que se hace un lúcido análisis sobre la significación de la pasión amorosa y de la pasión por el saber, y finalmente la traducción de los Principia de Newton, única traducción al francés hasta el momento presente de la obra del insigne matemático. Además, sucedió que en esos tiempos de soledad afectiva, Emilie se enamoró de nuevo de un joven militar y poeta llamado Saint-Lambert, al tiempo que, con la inapreciable ayuda del matemático Clairaut, se empeñaba con gran esfuerzo en la difícil traducción. Pero un embarazo, fruto de su relación con Saint Lambert, le provocó la muerte cuando aún no había cumplido 42 años. Nada en absoluto durante esa época aporta datos respecto a que se desdijera de su convicción sobre la compatibilidad y complementariedad de los sistemas de Newton y Leibniz. Asombra, por tanto, la osadía de Voltaire que afirma en el Prefacio Histórico a la traducción de los Principia de Newton, realizada por GabrielleÉmilie de Breteuil, Mme la Marquise du Châtelet, cosas como las siguientes: «Ella había ofrecido al público una explicación de la Filosofía de Leibniz con el título de Institutions de Physique, dirigido a su hijo, a quien ella misma había enseñado la Geometría.» El prólogo que encabeza sus Institutions es una obra maestra de razón y de elocuencia: habiendo transmitido al resto del libro un método y una claridad que Leibniz no tuvo nunca y de la que sus ideas tienen necesidad, sea que se quiera únicamente entenderlas, sea que se las quiera refutar. «Después de haber vuelto inteligible lo imaginado por Leibniz, su espíritu, que ya había adquirido fuerza y madurez a causa de tal trabajo, comprendió que esa metafísica tan audaz, pero tan poco fundada, no merecía ya sus investigaciones. Su alma estaba hecha para lo sublime, pero sobre todo para la verdad. Sintió que las mónadas y la armonía preestablecida debían ser puestas junto a los tres elementos de Descartes, y que los sistemas que no eran más que ingeniosos, no eran dignos de ocupar su pensamiento. Así, después de haber tenido el coraje de embellecer a Leibniz, tuvo el de abandonarle: coraje poco habitual para cualquiera que ha abrazado una opinión, pero que no le costó ningún esfuerzo a un alma que estaba apasionada por la verdad.» Borrar de un plumazo lo que a Émilie le costó reflexiones de años, convicciones profundas que le aportaron una profunda alegría intelectual, por más que Voltaire hubiese sido el compañero de su vida, y aun aceptando la «buena» intención de «redimirla» de sus «errores» y presentarla como él creía que debía ser y como sería aceptada y glorificada por la historia, no exculpa a Voltaire de una conducta vil e injusta, a la que no tenía derecho y que dice poco en su favor. Esto también nos enseña a leer con cuidado y
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prevención lo que unos escriben sobre los otros, aunque les unan relaciones estrechas y amorosas. Bibliografía Obras de Madame du Châtelet Lettres de la marquise du Châtelet, Introducción y notas de Th. Besterman, 2 vols., Ginebra 1958. Lettres autographes de la marquise du Châtelet, B.N., fonds français 12 269. Lettres inédites de Madame la marquise du Châtelet à monsieur le comte d'Argental, auxquelles on a joint une dissertation sur l'existence de Dieu, les reflexions sur le bonheur par le même auteur et deux notices historiques sur Mme du Châtelet et M. d'Argental (par Hochet), Xhrouret, París 1809. Quelques lettres inédites de la marquise du Châtelet…, Ernest Joly, H. Leclerc, París 1906. Examen de la Genèse, nº 2 376 et Examen des livres de Nouveau Testament, nº 2 377, manuscrits non autographés, Bibliothèque de Troyes. Lettres sur les « Éléments de la philosophie de Newton», Journal de savants, sep. 1738. Institutions de Physique, Prault, París, 1740. Réponse de Mme du Châtelet à la lettre de M. de Mairan sur la question des forces vives, Foppens, Bruselas 1941. Dissertation sur la nature et la propagation du feu, Prault, París 1744 [hay traducción española de Carmen Mataix publicada en Excerpta Philosophica 9, Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid 1994]. Principes mathématiques de la philosophie naturelle de Newton, traduits du latin par Mme du Châtelet, prefacé de Costes, et Éloge historique de Voltaire, 2 vols., Desaint y Saillant, París 1759, reeditado en facsímil en 1966, Blanchard, París. Doutes sur les religions révélées, adressées à Voltaire par Émilie du Châtelet, París 1792. With some Unpublished Papers of Mme Châtelet, comprendiendo la traducción de la Fábula de las abejas de Mandeville por Mme de Châtelet, l'Essai sus l'optique (cap. IV) y tres capítulos de la Grammaire raisonnée, por I. O. Wade, Princeton University Press, 1947. Discours sur le bonheur, traducción, introducción y notas de Isabel Morant Deusa, Cátedra, Madrid 1997. Otros textos ALIC, MARGARET, El legado de Hipatia, Madrid, S.XXI, 1991. J. ARANA, El desarrollo del concepto de fuerza de Descartes a Euler. cap. III. KANT, I. Pensamientos sobre la verdadera estimación de las fuerzas vivas, trad. y comentario de J. Arana, Peter Lang, Bern 1988. BADINTER, ELISABETH, Émilie, Émilie, l'ambition féminine au XVIIIème siècle, Livre de poche, Flammarion, París 1983. BARBER, W.T., Mme du Châtelet and Leibnizianism. The genesis of the «Institutions de physique», in The Age of Enlightement, Studies presented to T. BERSTERMAN, Edinburg and London, Oliver and Boyd, 1967, pp. 20-222. BERTOLONI MELI, Domenico, Equivalence and Priority: Newton versus Leibniz, Clarendon Press Oxford 1996. BESTERMAN, TH. (éd.): Les lettres de la Marquise du Châtelet, Ginebra, Institut et Musée Voltaire, 1958 (2 vols.) BLAY, MICHEL et HALLEUX, ROBERT : La science classique, XVIème-XVIIIème siècle, dictionnaire critique. Flammarion 1998. BRUNET, PIERRE, L'introduction des théories de Newton en France, París 1931. COUSIN, MAURICE, Souvenirs de la marquise de Créqui, t. I, II, III, Fournier-jeune, París 183435. ÉCOLE, J., Un essai d'explication rationnelle du monde ou La Cosmologia Generalis de Christian Wolff. Giornale de Metafisica, 18, 1963, pp. 622-650. ÉCOLE, J., Cosmologie wolffienne et dynamique leibnizienne. Essai sur les rapports de Wollf avec Leibniz. Et. Philos., 1964 (19), pp. 3-9. FICHANT, MICHEL, Science et métaphysique dans Descartes et Leibniz, PUF, París 1998. GRAFFIGNY, MME DE: Vie privée de Voltaire et de Madame du Châtelet. París 1820. HELVETIUS, Épître sur l'Amour de l'Étude, J.B. Sajou, Imprimeur, 1815.
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Ángeles Macarrón Machado Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia [email protected]
THÉMATA. REVISTA DE FILOSOFÍA. Núm. 42, 2009.
FLUXIONES, INFINITESIMALES Y FUERZAS VIVAS. Un panorama leibniziano José L. Montesinos Sirera. Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia Resumen: Leibniz inventó (o descubrió (?)) el cálculo diferencial, en el que es básico el concepto de infinitésimo. Paralelamente, Newton también había construido la misma y poderosa herramienta del Cálculo con su concepto de fluxión, con el que trataba de evitar los poco rigurosos infinitésimos. En Leibniz, el cálculo con los infinitos interactuó con su Metafísica y con su Dinámica de las fuerzas vivas. Abstract: Leibniz invented (discovered (?)) differential calculus in which infinitesimals played a basic role. Newton also and independently constructed the same powerful tool, trying to avoid infinitesimals with the more rigorous concept of fluxion. In Leibniz’s thought, the mathematics of infinites will interact with his Metaphysics and with his Dynamics of living forces.
1. Introducción. 1.1. Leibniz: filósofo y físico, matemático y metafísico. «Ahora bien, habiendo una infinidad de mundos posibles en las ideas de Dios, y no pudiendo existir más que uno solo, precisa que haya una razón suficiente de la elección de Dios que le determine a esto mejor que a aquello...» «Este enlace, pues, o acomodo de todas las cosas creadas con una y de una con todas las demás, hace que cada sustancia simple tenga relaciones que expresan todas las demás y sea, por consiguiente, un viviente espejo perpetuo del Universo» . Leibniz. Monadología, 53 y 56. Gottfried Wilhelm Leibniz (1646-1716) fue un pensador de oceánica erudición que dedicó sus energías a estudiar y a escribir sobre todas las materias del conocimiento: lógica, matemáticas, filosofía, astronomía, física, historia natural, medicina, geología, alquimia, derecho, política..., escritos que se conservan en el Leibniz Archiv de Hannover. Fundador de la Academia de Ciencias de Berlín, mantuvo una vibrante correspondencia con el newtoniano Samuel Clarke sobre física y teología. Siendo aún muy joven leyó a su compatriota el filósofo, matemático y cardenal de la Iglesia católica Nicolás de Cusa y quedó muy impresionado con su matemática transfinita en la que geometría y teología se unen y en la que un círculo de radio infinito se convierte en una recta, coincidencia de los opuestos, con la que se supera la tensión entre lo rectilíneo y lo circular. De Kepler aprendió las leyes del movimiento de los planetas y apreció en gran medida su voluntad de alcanzar una explicación física del porqué de aquellos movimientos, sin resignarse a tener solamente una explicación matemática que «salvase las apariencias», como era usual hasta entonces en
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la Astronomía. Comparte con Descartes la idea de encontrar una teoría de la materia y del movimiento que sea perfectamente racional. En un primer momento, cartesiano convencido, reformula las leyes cartesianas para hacerlas más coherentes y posteriormente, en una segunda etapa, rompe con las ideas de su maestro y crea una nueva concepción mecánica en estrecha relación con una metafísica completamente original. Conocedor de las técnicas infinitesimales de Bonaventura Cavalieri, es en su estancia en París de 1672 a 1676, cuando se dedica al estudio intensivo de las matemáticas, teniendo como ilustre iniciador a Christiaan Huygens, con quien aprende las excelencias de la geometría y su aplicación al estudio del movimiento. Pronto superará al maestro y será el co-creador, con Newton, del cálculo infinitesimal, poderosísima herramienta al servicio de la física. Para Leibniz, la Matemática está entre la Física y la Metafísica, ciencia esta última de los primeros principios o causas, que proporciona el marco conceptual de fondo en el que se despliega la física de lo real, labrada con la matemática del cálculo infinitesimal. Y estos principios son entre otros, el de continuidad, que expresa que en la Naturaleza nunca se producen saltos, sino que todo tiene lugar según un proceso gradual; el principio de razón suficiente, con el que nada ocurre en la realidad sin razón que lo determine y el principio de los indiscernibles, que postula la imposibilidad de que existan dos seres idénticos en el Universo. Orgía de infinitos para Leibniz, el Mundo, elegido por Dios en razón de su mayor grado de perfección, y por tanto el mejor de los posibles, es como un inmenso estanque con peces, que albergan en sus entrañas nuevos estanques repletos de peces y así sucesivamente. El Mundo como un juego infinito de muñecas rusas. El elemento constitutivo de la realidad para Leibniz será la mónada, punto metafísico, átomo inmaterial, recinto sin puertas ni ventanas, aislado del exterior pero en el que se halla, desde su perspectiva, una representación de la totalidad del Mundo. En el Universo todo está en movimiento y la materia es infinitamente divisible y por tanto las unidades constitutivas del Todo son puntos de actividad, sin extensión, que a diferencia de los puntos matemáticos, son portadores de acción continua. Es la armonía pre-establecida por Dios, el Dios cristiano de atributos infinitos, que una vez más es el protagonista de los desarrollos científicos del siglo XVII. Leibniz, filósofo optimista y excelso matemático, es el físico creador de la Dinámica. 1.2. La Dinámica y la polémica de las fuerzas vivas. «... Yo me había internado mucho en el país de los escolásticos cuando las matemáticas y los autores modernos me hicieron salir, aun muy joven de él. Me encantó su hermosa manera de explicar mecánicamente la naturaleza y desprecié con razón el método de los que sólo emplean formas o facultades con las que nada se aprende. Pero al tratar después de profundizar en los principios mismos de la mecánica para dar razón de las leyes de la naturaleza, que conocíamos por experiencia, advertí que no bastaba con la consideración exclusiva de una masa extensa y que era preciso emplear además la noción de fuerza, que es muy inteligi-
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ble, aunque pertenezca al dominio de la metafísica ...» (De un artículo de Leibniz publicado en 1695 en el Journal des Savants). Frente al sistema cartesiano, identificar el concepto de masa y el de extensión no basta para dar cuenta de las acciones mecánicas. Es indispensable la noción de fuerza, pero no sólo como algo necesario para el análisis matemático del movimiento, sino como una noción primaria estrechamente ligada a la Naturaleza y a los fenómenos que en ella se producen. Para Leibniz, creador del término «Dinámica» para designar la parte de la Física que estudia sus manifestaciones, fuerza era lo que hoy llamamos energía cinética. Los conceptos de fuerza, masa y espacio son fundamentales y no siempre estuvieron de acuerdo sobre ellos los iniciadores de la Ciencia Moderna. Y se dieron diferentes respuestas a la pregunta de cómo medir las fuerzas de cuerpos en movimiento a través de sus efectos observables. Para los cartesianos, fuerza es lo que en la física actual es la cantidad de movimiento, esto es, el producto de la masa por la velocidad, (para ser más precisos, para los cartesianos esta velocidad no estaba considerada como una magnitud vectorial). Para Newton, fuerza es la variación en el tiempo de la cantidad de movimiento (momentum), o lo que es lo mismo, el producto de la masa por la aceleración y esto constituye su segunda ley del movimiento. Leibniz llamará «fuerza viva» al producto de la masa por la velocidad al cuadrado. ¿Por qué esta disparidad de opiniones sobre lo que deba ser la fuerza, que sirva para construir una explicación racional matematizada del movimiento? La Historia, que es sabia, nos hace ver las dificultades de los conceptos, mostrando su génesis y posteriores desarrollos y al tiempo advierte de los peligros que rodean la enseñanza de los mismos, al presentarlos como constructos hechos y salidos limpiamente de la genial cabeza de su creador. Inicialmente asociada al esfuerzo muscular que hacemos cuando presionamos o tiramos de algo, el concepto de fuerza vigente, que hemos estudiado en el bachillerato es el matemático y newtoniano y su representante más emblemático es el de la universal fuerza de la gravitación, útil instrumento metodológico para la medición de los movimientos espaciales, pero, y muy a pesar de su creador, un ente metafísico, como así hará constar Leibniz. El concepto de fuerza protagonizó una larga y virulenta polémica entre cartesianos y leibnizianos. Leibniz sostenía que la cantidad de movimiento cartesiana no era adecuada para medir la fuerza y que además el principio de conservación de la cantidad de movimiento en el Mundo, tal y como lo enunciara Descartes, era falso. En cambio, lo que sí se conserva es la fuerza viva, y por tanto ésta sería el candidato ideal para medir aquel dinamismo. En realidad, todos tenían parte de razón, si lo consideramos con benevolencia. Primeramente, hay que explicar que esa necesidad de encontrar principios de conservación del movimiento, estaba en relación con la inmutabilidad del Dios creador y que el principio cartesiano es cierto si se considera la velocidad como una magnitud vectorial. Por otra parte, si consideramos como buena, como la mejor, la consideración newtoniana de fuerza, F=m.a, y a ello estamos obligados también por la Historia, entonces la cantidad de movimiento de Descartes, m.v=m.a.t=F.t, puede ser la fórmula correcta que
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mida la relación de dos fuerzas constantes, siempre que se apliquen en un mismo tiempo. Pero si lo que consideramos es la relación que existe entre dos fuerzas constantes aplicadas en un mismo espacio sin considerar el tiempo, entonces la fuerza viva de Leibniz, mv²=m.2a.s=2F.s mide bien la relación entre aquellas. Su principio de conservación, además de cierto en el caso de cuerpos elásticos, es el hoy vigente principio de conservación de la energía. 1.3. La concepción del Mundo leibniziana. Leibniz, pasó por este Mundo con la firme voluntad de entenderlo para poder así explicarlo a sus prójimos, especialmente a las Princesas alemanas, que fueron muy receptivas a las enseñanzas del sabio bibliotecario de la corte de Hannover. Aunque fue autor de una inmensa obra escrita, no publicó en vida más que un libro propiamente dicho, escrito en la lengua de moda entonces, el francés, y de título Teodicea, o lo que es lo mismo, una Teología basada en principios de razón, que trataba sobre la bondad de Dios, la libertad del hombre y el origen del mal. Leibniz, al igual que Newton, tiene, en principio, la voluntad de no mezclar el razonamiento científico deductivo con consideraciones de tipo religioso. Para ello, su arsenal de recursos probatorios se ha fortalecido con el cálculo diferencial, que Newton independientemente también ha inventado, dándole el nombre de cálculo de fluxiones. Y éste, el de la prioridad de su invención, fue uno más de los motivos de discordia entre estos dos grandes pensadores. La presentación algebraica de Leibniz del cálculo infinitesimal será la que se imponga posteriormente y dote a los científicos del siglo XVIII de un potentísimo instrumento para la física matemática, que se convertirá en la ciencia por excelencia. El mundo que concibe Leibniz se puede comprender porque está pleno de razones, porque en el seno mismo de toda realidad se hallan los principios que hacen inteligibles a los seres, que explican su existencia de un único modo posible, aquel que viene determinado por sus esencias. Pero hablar de esencias o de sustancias, en un momento en que la ciencia naciente se esforzaba por expulsar de su territorio cualquier noción vinculada al viejo aristotelismo, constituía una provocación a la que muchos respondieron con mayor o menor vehemencia. Y es que Leibniz, lejos de denostar a Aristóteles, considera que no debe ser barrido de un plumazo y en su totalidad, y que hay que rescatar las ideas e intuiciones brillantes del estagirita. En este sentido, introduce de nuevo las causas finales en el universo, y no sólo desde la perspectiva metafísica o explicación última del mismo, sino como una herramienta de gran valor en la investigación de los fenómenos de la Naturaleza. Para Leibniz todo conspira. Todo está ordenado en el universo, todos los seres, interrelacionados entre sí, trabajan en un único y mismo fin, siempre sujeto a razones que podemos ir descubriendo, y así poder ir construyendo de ese modo el lenguaje o mathesis universalis que nos permita descifrar el Cosmos en su totalidad. Acepta, impresionado, la explicación matemática del Universo newtoniano de los Principia, pero denuncia la inexistencia de una explicación física. No acepta el espacio absoluto, adelantándose en esto a Berkeley,
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Mach y Einstein. Para él, el espacio no es más que una relación que concebimos entre los seres coexistentes, el orden de sus cuerpos, sus configuraciones, las distancias entre ellos, etc. Tampoco acepta las fuerzas a distancia newtonianas y considera que la mejor explicación, aún no siendo completamente satisfactoria, es la de los vórtices, que comenzara Descartes y perfeccionara Huygens. Consigue demostrar todos los teoremas newtonianos por medio del cálculo diferencial, pues es un excelente matemático, pero siguiendo una línea que viene de Aristóteles y de Kepler y que continuará posteriormente en Hegel e incluso en Einstein, antepone la física a la matemática y pone límites a los desarrollos únicamente cuantitativos. En Leibniz, el movimiento y la extensión no son, como para Descartes, la esencia de la realidad. El espacio y el tiempo no son realidades ni sustancias, sino solamente relaciones. El movimiento, que es el cambio continuo en el espacio y el tiempo, es sólo y también una relación. Lo que es real en el movimiento es la fuerza, un estado momentáneo que lleva consigo una tendencia hacia un estado futuro. La conservación de las sustancias y de esa fuerza es la base del sistema filosófico leibniziano. Lo que es real en el Universo es la acción y la esencia de la sustancia es la actividad, la más íntima naturaleza de un cuerpo, una fuerza primitiva o tendencia hacia el cambio. A esas básicas e indivisibles sustancias cuya esencia es una continua tendencia a la acción, las presentó Leibniz en 1714, y las llamó mónadas. El Mundo de Leibniz, un mundo vivo, que vibra todo él pleno de energía, es la antesala del Universo romántico que algunas decenas de años más tarde crearán los pensadores alemanes. Y al igual que en el Universo todo colabora, este modelo es trasladado por el propio Leibniz a la sociedad de los humanos con su proyecto de creación de una República de las Letras, formada por Instituciones científicas y Academias Nacionales que aúnen esfuerzos, ideas e investigaciones para conseguir un grado de conocimiento que permita, previa la reunificación de todas las Iglesias, alcanzar la paz y la felicidad de un auténtico Reino de Dios, por el que se juramentarán a finales del siglo XVIII, a los sones de la Revolución, tres jóvenes seminaristas de Tübingen, el poeta Hölderlin, el filósofo de la Naturaleza Schelling, y el gran filósofo de la modernidad Georg Wilhelm Hegel. 2. Infinito y Cálculo Infinitesimal en Leibniz. Cuando el joven diplomático Gotfried Wilhem Leibniz llega a París en 1672, tiene 26 años y no sabe matemáticas o sabe muy pocas. Pero lee admirado los escritos matemáticos de Pascal, que había muerto diez años antes a la edad de 39 años, y entra en relación con Christiaan Huygens que es en esos momentos uno de los más prestigiosos matemáticos europeos. La poderosa mente de Leibniz aprende con celeridad las técnicas euclidianas y arquimedianas y las innovaciones algebraicas cartesianas. Estudia a Fermat y a Gregoire de Saint Vincent, a Roberval y especialmente a Pascal. Pronto se familiariza también con el uso de las series infinitas, particularmente empleadas por los matemáticos ingleses, Wallis, Newton, Mercator y James Gregory. En París, Leibniz, descubre la importancia que en esos momentos tiene la matemática en la filosofía natural y capta que la gran diferencia de la
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nueva matemática en relación a la antigua estriba en el uso indiscriminado de las técnicas infinitesimales y en un decidido impulso al estudio y dominio del infinito matemático. Leibniz no se resigna a no conocer y usa el tema del infinito en la comprensión de la realidad. Como sí le pasara a Galileo, que, conservando el rigor euclídeo y aristotélico en el uso del infinito, había confrontado estupefacto las contradictorias maravillas que el infinito presentaba en las matemáticas: las paradojas geométricas de la rueda y de la escudilla, o la paradoja del todo y la parte que encuentra en la aritmética cuando compara la serie de los números naturales con la de los cuadrados de esos números. Leibniz no va tampoco a compartir con su admirado Pascal la angustia de los infinitos, la angustia ante la imposibilidad de comprender un Universo que el pensador francés creía ya infinito y delante del que su imaginación sucumbía ante la doble infinitud, frente a los inmensos espacios sin límite o perdido en los entresijos infinitesimales de una gota de agua o de un grano de arena. Leibniz no se resigna a la contemplación silenciosa y a la experiencia mística pascaliana de un Mundo infinitamente divinizado. En sus Essais de Théodicée, dirá: «et après tout, il est très faux qu'un infini actuel soit imposible.» Para Leibniz si el infinito está en nuestra mente, y si somos capaces de considerar la división infinita o darle sentido a una suma infinita es porque el infinito nos pre-existe en la realidad. El infinito actual, en contra de lo que firmemente mantenía Aristóteles, existe en el Mundo: «Estoy talmente a favor del infinito actual, que en lugar de admitir que la Naturaleza lo aborrece, como se dice comúnmente, mantengo que está presente en todo, para mejor resaltar las perfecciones de su autor. Creo, por tanto que no hay ninguna parte de la Naturaleza que no sea solo divisible, sino que está ya actualmente dividida, y por consiguiente, la menor parcela debe ser considerada como un mundo pleno de una infinidad de criaturas diferentes» (de una carta a Foucher). Pero esta tesis tendrá que ser coherente y además deberá servir para algo que no sea una mera especulación sin sentido. Leibniz sabe de la prudencia de Descartes —que, ciertamente, no es un místico como Pascal— en relación con el tema del infinito, como cuando nos previene en sus Principia Philosophiae (1644) de que no hay que tratar de comprender el infinito y que cuando a algo no le encontramos límites, como sucede con el espacio, el tiempo o el número de estrellas, conviene decir que ese algo es indefinido. Y reservar solo a Dios el término de infinito. Aún así y a pesar de las dificultades que pueden rodearlo, Leibniz ha encontrado el gran tema de su vida, el de los infinitos, sobre el que girará toda su filosofía, pues: «...aunque nosotros seamos seres finitos, bien que podemos saber cosas relativas al infinito. Por ejemplo sobre las líneas asintóticas, es decir, aquellas que prolongadas al infinito se acercan una a la otra más y más, sin llegar nunca a encontrarse. O sobre los espacios de longitud infinita que tienen sin embargo una superficie finita o sobre la suma de series
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infinitas. Si no fuera así no podríamos saber nada cierto de Dios...» (de Reflexions sur la partie générale des principes de Descartes). Y Leibniz pretende saber de Dios y de su obra: de la realidad, que está impregnada según él de infinitud. Y la matemática, como ya captara Nicolás de Cusa, permite relacionar lo finito con lo infinito, como sucede con esos recintos, limitados por determinadas hipérbolas y sus asíntotas, que teniendo una longitud infinita poseen, asombrosamente, una superficie finita, como así quedaba de manifiesto cuando se usaba esa nueva matemática de los infinitesimales. Cuando con gran habilidad en el manejo de las series infinitas Leibniz consigue en París, en 1674, la cuadratura aritmética del círculo, esto es, la prueba de que la superficie de un círculo de diámetro 1 es: π/4=1-1/3+1/5-1/7+1/9- ············ queda convencido de la pertinencia del uso de los infinitos e infinitésimos en la ardua labor de desentrañar los ocultos diseños del Creador. Leibniz queda maravillado ante la elegancia de este resultado, que vuelve a poner de relieve la presencia de la serie de los números impares en aquellos divinos diseños. Porque ya Galileo había mostrado la relación de los números impares con el ritmo de caída de un grave en la superficie de la Tierra y ahora surgía de nuevo esa serie numérica, con la que se cuantificaba... en un proceso infinito la deseada proporción entre la longitud de la circunferencia y su diámetro, esto es, el número π. Su maestro de matemáticas, Christiaan Huygens contempló con satisfacción los progresos del pupilo, como así queda reflejado en esta carta a Leibniz del 7 de noviembre de 1674: «Le devuelvo, Señor, su escrito en relación a la Cuadratura Aritmética (del Círculo), que encuentro muy bella y feliz. Y no es poco, en mi opinión, haber descubierto, en un Problema que ha hecho trabajar a tantas mentes, una nueva vía que parece dar alguna esperanza de alcanzar finalmente una solución. Pues según su descubrimiento, al ser el círculo a su cuadrado circunscrito como la sucesión infinita de fracciones 11/3+1/5 -1/7+1/9-...., a la unidad, no parece imposible dar la suma de esa progresión, y consiguientemente la cuadratura del círculo, después de que usted haya mostrado cómo determinar las sumas de otras progresiones que parecen ser de la misma naturaleza. Pero aunque eso no fuera posible, lo que usted ha ya conseguido será celebrado para siempre por los geómetras...» Se está refiriendo Huygens a la auténtica y continuadamente buscada cuadratura del círculo, que él siempre pensó posible de lograr: a la geométrica, es decir, a construir únicamente con regla y compás un cuadrado de superficie igual a la de un círculo dado. Leibniz recordará muchas veces en su vida éste su primer logro importante en matemáticas, que con el título De Vera Proportione Circuli ad Quadratum Circumscriptum in Numeris Rationalibus Expressa, publicará en 1682, en el primer número de las Acta
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Eruditorum. En una carta a Wolff de 1703, Leibniz vuelve a recordar cómo había obtenido su cuadratura aritmética del círculo. Poco importa que Newton señalara la mala convergencia de esta serie y por tanto su inefectividad para el cálculo aproximado de la constante π, o que incluso insinuara que Leibniz había copiado este resultado de matemáticos ingleses. Así, en plena efervescencia de reacciones a la publicación del panfleto anti-leibniziano Commercium Epistolicum de 1712, Johann Bernoulli (1667-1748), en carta de 7 de Junio de ese mismo año, amigablemente (?) señala a Leibniz hechos que no le van a agradar: «Pero si yo he de decir lo que pienso de cuanto puede desprenderse de este fárrago de cartas, parece que fue Mercator el primero que descubrió las series por divisiones continuas y James Gregory quien, ampliando después la materia, llegó al parecer el primero a la cuadratura aritmética del círculo en la serie 1-1/3+1/5-1/7+1/9-...., que tú, desconociendo sin duda que ya antes había sido descubierta, la editaste como tuya en las Actas, y realmente tuya fue, lo mismo que de Gregory, pues, aunque más tarde, tú la descubriste igual que él: descubrir es propio del talento, hacerlo el primero es cosa de la suerte, como en algún lugar dice Wallis.» Cuando en la década de los noventa, Leibniz explicitó en su correspondencia con Jean Bernoulli y con L'Hôpital, que tenía en mente escribir una Science de l'Infini, su cálculo diferencial era ya conocido en los medios intelectuales parisinos. En 1696, el Marqués de L'Hôpital publicaba, con la ayuda del joven Jean Bernoulli, una obra recopiladora de los avances que se habían hecho hasta entonces en el cálculo con los infinitos: Analyse des infiniments petits.(Pour l'intelligence des lignes courbes). En su Prólogo, el Marqués hacía la apología de ese método maravilloso con el que comparando las diferencias infinitamente pequeñas de magnitudes finitas y descubriendo las relaciones entre ellas se conseguía conocer las de las propias magnitudes. Y este Análisis, esencialmente diferente del de los Antiguos, va a permitir ir más allá del infinito simple que se obtiene con las primeras diferencias para continuar con las segundas diferencias y así indefinidamente, de forma que el objeto de ese nuevo cálculo es el de una infinidad de infinitos, puestos, claro está, al servicio de la comprensión de lo matemático, disciplina que se había vuelto imprescindible entonces para el estudio de la filosofía natural. Y puesto que una curva —como consideraba el maestro Leibniz— no es más que una línea poligonal de infinitos lados infinitesimales, no distinguiéndose entre ellas —las curvas— más que por las diferencias de los ángulos que esos lados infinitamente pequeños forman entre ellos, de ahí que ese Análisis sirviese para determinar la curvatura y las tangentes y los puntos de inflexión de las curvas y en definitiva para tener una buena inteligencia de las mismas. En la secular tensión entre lo recto y lo curvo, Leibniz privilegió lo rectilíneo, como también lo hicieran Descartes y Newton, aunque con diversa intención. De esta manera y con el concurso de sus procesos infinitos y de sus infinitesimales, Leibniz reduce el movimiento circular uniforme, movimiento acelerado según la dinámica newtoniana, a una sucesión infinita de
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movimientos rectilíneos uniformes e infinitesimales seguidos de los correspondientes impulsos, también infinitesimales. Análogamente, el también uniformemente acelerado movimiento rectilíneo de la caída de un cuerpo en la superficie terrestre será susceptible de ser considerado por Leibniz como una sucesión infinita de movimientos rectilíneos uniformes seguidos de impulsos infinitesimales, y siempre con el concurso del infinito, Leibniz propondrá la ley de la continuidad, fundamental pieza en el entramado de su compleja Weltanschauung. Así, en una carta a Varignon de febrero de 1702, dirá : «mi ley de la continuidad, en virtud de la cual es lícito considerar el reposo como un movimiento infinitamente pequeño (esto es, como equivalente a una suerte de su contradictorio), y la contigüidad como una distancia infinitamente pequeña, y la igualdad como la última de las desigualdades». Entrando en la consideración ontológica que Leibniz tenía de los útiles matemáticos, el historiador de la matemática Marc Parmentier, en su excelente presentación de 23 artículos matemáticos escritos por Leibniz y publicados en los Acta Eruditorum y que lleva por título Naissance du Calcul Differentiel, se pregunta si para Leibniz la continuidad era una ficción matemática o una continuidad actual en la Naturaleza, y él mismo se responde, diciendo que para Leibniz el infinito y el infinitamente pequeño están en la Naturaleza pero al no poderlos apercibir físicamente (por el momento...), nos conformamos con suponerlos mediante ficciones y analogías, recogidas de las matemáticas, que constituyen un obligado rodeo para poder alcanzar finalmente lo real. En carta al matemático Varignon del 2 de febrero de 1702, Leibniz se referiría al tema de la siguiente manera: «No obstante, puede decirse en general que toda la continuidad es una cosa ideal y que nada hay jamás en la naturaleza que tenga partes perfectamente uniformes aunque, como contrapartida, lo real no deja de ser gobernado perfectamente por lo ideal y abstracto, de manera que las reglas de lo finito alcanzan lo infinito como si hubiera átomos (es decir, elementos asignables de la naturaleza) aunque no los hay en absoluto, pues la naturaleza está actualmente subdividida sin fin; y, a la inversa, las reglas de lo infinito alcanzan lo finito como si hubiera infinitamente pequeños metafísicos aunque de ellos no tenemos necesidad alguna, pues la división de la materia jamás llega hasta partículas infinitamente pequeñas. De esta manera, todo se gobierna de acuerdo con la razón, y, si no fuera así, no habría ni ciencia ni regla, lo que en modo alguno sería conforme con la naturaleza del soberano príncipe.» Para Bernardino Orio, que ha tenido la paciencia de leer una primera versión del texto de esta conferencia, la continuidad matemática tendría en Leibniz una dimensión cósmica y las ficciones del cálculo o las analogías no son «un rodeo», son la esencia del mundo; no son meramente metáforas sino «símbolos»: el símbolo era, para los antiguos, «la otra parte» que hay que buscar para completar «esta nuestra parte» que se nos da a conocer en los
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fenómenos: todo es uno. Orio precisa que Leibniz distingue entre lo imaginativo, esto es, el cálculo, ligado a la idea de infinito ideal, el de las matemáticas, y lo inteligible, o sea, las substancias y las partes de la materia que resultan de la actividad de las substancias simples, que estaría en relación con el infinito actual, el de la realidad. El cálculo (lo imaginativo) estaría regido por la continuidad y para el matemático no es necesario enredarse en cuestiones metafísicas sino que le basta la continuidad del cálculo, si lo que quiere es ser práctico en sus medidas y nada más. Pero, si lo que se pretende es conocer el mundo y no destruir su unidad y desbaratar el orden del conocimiento y el de la moral, hay que elevarse a lo inteligible. Así pues, Leibniz en una importante carta a Burcher de Volder de 20 de junio de 1703, recalcará: «...Es que, en general, los hombres, contentos con satisfacer a su imaginación, no se preocupan de las razones, y por eso han surgido tantas cosas monstruosas contra la verdadera filosofía. Quiero decir, que no han empleado más que nociones incompletas y abstractas, o sea, matemáticas, que el pensamiento sustenta, pero que, desnudas en sí mismas, la naturaleza no reconoce, como la de tiempo, la de espacio o extensión puramente matemática, la de masa meramente pasiva, la de movimiento matemáticamente entendido, etc., con las que pueden los hombres fingir lo diverso sin alcanzar la diversidad real...» 3. El Cálculo de Fluxiones de Isaac Newton Isaac Newton, en su faceta de matemático, creció con el álgebra de Descartes y fue un excelente manipulador de ese «mágico» nuevo lenguaje, de fórmulas y algoritmos, de ecuaciones y polinomios, siendo uno de los «osados» iniciadores del cálculo con series infinitas y de los desarrollos de funciones en series infinitas, esto es, de su presentación —nada rigurosa en esos momentos— como polinomios con un número indefinido de términos, algebrizando de esta manera el cálculo al conseguir presentar funciones de muy diverso tipo en formulación algebraica. Aunque Newton llegara a concebir las ideas fundamentales de su Cálculo Infinitesimal siendo aún muy joven —eso habría sido, según él mismo contara posteriormente, en el annus mirabilis de 1666—, los historiadores de la ciencia señalan tres importantes momentos en su desarrollo y plasmación, y acompañan la afirmación citando tres manuscritos que mostrarían la evolución de su pensamiento en relación con el nuevo cálculo. En 1669, Newton escribió De analysi per aequationes numero terminorum infinitas, que no se publicaría hasta 1711. Y en él sintetiza magistralmente los procedimientos que conducían a la resolución de los dos problemas fundamentales relacionados con el estudio de una curva, la obtención de la recta tangente a una curva en un punto y la obtención del área limitada por la curva, las ordenadas relativas a dos puntos situados en el eje de abcisas y el propio eje de las X, la también llamada cuadratura de una curva. El primero de los procedimientos o algoritmos es lo que hoy se designa con el nombre de derivada o variación instantánea de la curva en el punto, que da la pendiente o inclinación de la recta tangente en cuestión. El segundo es la integral de la curva que da el área, y lo que Newton pone de
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manifiesto es que estos dos algoritmos están estrechamente relacionados, de manera que para obtener la integral o área de una cierta curva o función, basta con hallar una función cuya derivada sea la función inicial. Esto unido a la generalización que obtiene para exponentes fraccionarios y negativos de su famoso binomio, le permitirá fácilmente obtener con generalidad las cuadraturas de todas las funciones algebraicas que se conocían. Pero Newton no quedó completamente satisfecho con esta presentación del cálculo porque era consciente de la debilidad teórica de los infinitesimales que surgían inevitablemente en esos procesos infinitos. Y va a intentar reformularlo con su teoría de fluxiones. Desde un primer momento, Newton, por influencia cartesiana, había puesto en relación la geometría analítica con la mecánica. Y de su mentor Barrow, había aprendido a considerar las curvas desde un punto de vista cinemático: su análisis de curvas era un análisis de puntos en movimiento. Cuando un punto genérico A se movía a lo largo de una curva, su abscisa x, o su ordenada y, o cualquier otra cantidad variable relativa a la curva aumentaba o disminuía, cambiaba: fluía. A estas cantidades que fluían las llamó «fluentes» y a sus velocidades de cambio, a sus variaciones instantáneas con respecto al tiempo, las llamó «fluxiones». Ahora el cálculo estaría fundamentado con un concepto más natural como es el de movimiento y el objeto del mismo sería el de dada una relación entre cantidades fluentes encontrar la relación entre sus fluxiones y recíprocamente. Todo esto lo escribió en un libro, De Methodis serierum et fluxionum, escrito en 1671, pero publicado solo en 1736 como una traducción al inglés del latín original. En 1676, Newton escribe su tercer manuscrito sobre el cálculo: De quadratura curvarum, que no añade nada de sustancial a lo escrito en su tratado de fluxiones pero que revela una voluntad de rigor en el tratamiento de los infinitos. Hasta ese momento —según un celebrado artículo de Philip Kitcher (ver referencia en la Bibliografía)— Newton se habría movido en un contexto heurístico y de descubrimiento. Las fluxiones habrían evitado los peligros de los infinitésimos, pero no se salvaban con ellas completamente las acechanzas de los procesos infinitesimales, pues la velocidad instantánea conllevaba un «paso al límite» que no estaba justificado. Pero Newton, invadido de un furor de converso, quería que su matemática siguiera los cánones clásicos de la geometría griega. En la obra cumbre del inglés, en los Philosophiae Naturalis Principia Mathematica, quedaba claramente manifiesta esa voluntad geometrizante de respetar el rigor euclídeo, la manera de hacer de los antiguos matemáticos griegos, la manera de Arquímedes, y así, el Libro I de los Principia comienza con unas reflexiones sobre «el método de las primeras y últimas razones», cuya esencia queda reflejada en el Lema I de ese libro: «Quantities and the ratios of quantities, which in any finite time converge continually to equality, and, before the end of that time approach nearer to one another by any difference become ultimately equal.» Y el objeto de ese Lema es, como explicará unas páginas más adelante, el de manteniendo el rigor euclídeo, evitar las tediosas y largas deducciones por «reducción al absurdo» que el riguroso método de exhaución de los matemáticos griegos exigía. De esta manera, las demostraciones, que se
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agilizaban usando «cantidades» infinitesimales, vuelven a tener el rigor de lo geométrico con este método de sumas y razones últimas de cantidades evanescentes, que es claramente un precursor del concepto de «límite», mediante el cual Cauchy y Weierstrass, ya en el siglo XIX, darán completo rigor al cálculo infinitesimal. En 1740, el que posteriormente sería insigne naturalista, Buffon, hace una traducción al francés del De Methodis serierum et fluxionum, con el título La Methode des Fluxions et des Suites Infinies. George L. Leclerc (1707-1788), que este era el nombre del conde de Buffon, insertó en esa publicación un Prólogo de presentación de la obra de Newton. En él Buffon hace la pequeña historia de ese cálculo infinitesimal, que es, según él, al mismo tiempo historia de la geometría e historia del infinito. Aunque altamente inspirado en el Commercium Epistolicum y en aquella feroz diatriba anti leibniziana del propio Newton que llevó por título: «Una Reseña del libro titulado “Commercium Epistolicum Collini et alliorum, de Anaysi Promota” publicado por orden de la Royal Society sobre la disputa entre el señor Leibniz y el doctor Keill acerca de los derechos de invención del método de fluxiones, llamado por algunos el método diferencial», el prólogo de Buffon es interesante porque nos muestra la opinión, en esos momentos, de un filósofo de la naturaleza, de un naturalista, que veía con desconfianza el nuevo y desmesurado tratamiento que algunos —refiriéndose claramente a Leibniz, Bernoulli y l'Hôpital— daban al infinito matemático, lejos del moderado y aristotélico uso del mismo, empleado por parte de Euclides y Arquímedes y del propio Newton: «...en los últimos tiempos algunos Geómetras nos han dado una visión del infinito diferente de la de los Antiguos, tan alejada de la naturaleza de las cosas ... de ahí han surgido las disputas entre los Geómetras sobre la manera de concebir este Cálculo y sobre los principios de los que deriva; asombrados primero y confundidos después por los prodigios que este cálculo operaba, han creído que el infinito producía todas esas maravillas y que esos conocimientos les habían sido negados a los siglos anteriores y reservados al nuestro; finalmente se ha construido sobre esto sistemas que no han servido más que para embrollar los hechos y oscurecer las ideas.» El infinito, según Buffon, no existe en la realidad. Es un concepto que se obtiene por privación de la idea de finito, y del que nos podemos servir como de un supuesto que en ciertos casos nos ayuda a simplificar las ideas y a generalizar resultados en la práctica de las Ciencias. Y el mérito del «artista» que lo manipula está en el empleo del mismo para obtener esos resultados y al mismo tiempo en no extralimitarse en un abusivo uso de analogías más o menos literarias, como se hacía en esos fantasiosos sistemas, en clara referencia a las entonces volterianamente denostadas mónadas de Leibniz. Esta sería la opinión altamente mayoritaria de los científicos de los tiempos a venir, con D'Alembert, Laplace y Gauss. Pero será otro francés, el leibniziano filósofo del siglo XX, Gilles Deleu-
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ze, quien en su brillante, profundo y delirante Le Pli, explique y justifique ese «salto» a la conciencia de lo infinitesimal: «Una cualidad percibida por la conciencia semeja las vibraciones contraídas por el organismo. Los mecanismos diferenciales interiores a las mónadas semejan los mecanismos de comunicación y de propagación del movimiento extrínseco, aunque no sean los mismos y no deban ser confundidos.» Porque la relación de las vibraciones con el receptor introduce en la materia límites que hacen posible la aplicación del cálculo diferencial. Y es que los dos creadores del cálculo infinitesimal, ambos alquimistas de lo infinito, han querido trascender el estrecho mundo cartesiano, pero es notorio que no lo han hecho de la misma manera. Y según Deleuze: «...al determinar las magnitudes según las velocidades de los movimientos o crecimientos que los engendran (“fluxiones”), Newton inventa un cálculo adecuado al movimiento de una materia fluente, e incluso a sus efectos sobre un órgano. Pero, al considerar que esas fluxiones desaparecen en la magnitud creciente que componen, Newton deja intacto el problema de saber donde subsisten las diferentes componentes. Por el contrario, el cálculo de Leibniz, basado en la determinación recíproca de las “diferenciales”, es estrictamente inseparable de un Alma en la medida en que sólo el alma conserva y distingue las pequeñas componentes. El cálculo de Leibniz es adecuado al mecanismo psíquico, de la misma manera que el de Newton lo es al mecanismo físico.» Así pues, Newton, obsesivamente respetuoso con el incontaminado «saber de los antiguos» reviste su Cálculo y su Filosofía Natural de un ropaje geométrico y pretendidamente riguroso, a pesar de los orígenes algebraicos e intuitivos de su faústica creatividad juvenil, y consecuentemente trata de evitar los infinitésimos. A ello no es ajeno, posiblemente, la voluntad de distinguir su obra de la de su rival, aquel teutón llamado Gottfried Wilhelm Leibniz. 4. Leibniz y los infinitésimos «Nul moyen de s'arrêter sur cette pente jusqu'à l'infinitésimal, qui devient, chose bien inattendue assurément, la clé de l'univers entier (...) Pendant que le progrès de la physique conduit les physiciens a quantifier la nature pour la comprendre, il est remarquable que le progrès des mathématiques conduit les mathématiciens, pour comprendre la quantité, à la résoudre en éléments qui n'ont absolument rien de quantitatif.» Gabriel Tarde, en Monadologie et Sociologie, (1895). Esta reflexión, que sobre el uso de lo infinitesimal hacía el leibniziano sociólogo francés a finales del siglo XIX, pone de manifiesto la radical importancia que el concepto de infinitésimo va a tener en la filosofía natural de Leibniz, al tiempo que señala la naturaleza paradójica de la invención que, por otra parte, como ya previniera el gran Aristóteles, conlleva siempre
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el mal-trato de los infinitos. Más aún, sorprendentemente, cuando Leibniz en numerosas ocasiones y hasta el final de su vida va a calificar a los infinitésimos como ficciones útiles. De la riquísima correspondencia que mantiene Leibniz con Jean Bernoulli a partir de 1693 (que Bernardino Orio de Miguel, leibniziano de pro, ha puesto desprendidamente en Internet, acompañada de su experto comentario), podemos extraer numerosas referencias a ese extraño ente que no siendo un número concreto participa evanescentemente de lo numérico. Recordemos que un infinitésimo era el sustituto de un indivisible. Los indivisibles, o lo que es lo mismo, los segmentos rectilíneos que «ocupaban» un recinto plano, mediante los cuales el matemático italiano Cavalieri conseguía, aun sin demasiado rigor, importantes resultados geométricos, se habían convertido en rectángulos infinitesimales, uno de cuyos lados, obviamente no siendo de magnitud cero, era sin embargo menor que cualquier número, por pequeño que este fuese. Ahora, de manera también no rigurosa según los cánones euclídeos, se podían «sumar» esos infinitos rectángulos infinitesimales. Aunque de motivación geométrica, posteriormente la idea de infinitésimo como magnitud infinitamente pequeña se generalizó también para la aritmética. Independientemente de la relación que pueda existir en Leibniz entre lo infinitesimal y su Dinámica, a la que nos referiremos en el siguiente apartado, veamos ahora aunque sea sucintamente a través de esos textos de Leibniz, tres cuestiones: a) la existencia o no del infinitésimo en la matemática o en la realidad física. b) la relación con su monadología, si es que la hubo. c) la opinión de Leibniz sobre una polémica que se montó entre los matemáticos Varignon y Rolle acerca de un cierto texto suyo, en el que se tenía la intención de «divulgar» o explicar tan controvertido ente. Empezando con esta última cuestión, señalemos lo que el matemático francés Pierre de Varignon escribió a Leibniz el 28 de septiembre de 1701: «Permítame Vd. que me tome la libertad de asegurarle mis más humildes respetos para hacerle saber que se está extendiendo por aquí un Escrito bajo su nombre en relación con la polémica que, como Vd. sabe, estoy manteniendo yo con el Sr. Rolle en torno al cálculo de Vd., que él califica de banal y paralogístico. Mr. l'Abbé Gallois, que es quien la agita, difunde aquí la especie de que Vd. había declarado que por diferencial o infinitamente pequeño no entiende más que una magnitud sin duda muy pequeña, pero siempre fija y determinada, algo así como es la Tierra con respecto al firmamento, o como un grano de arena respecto de la Tierra». A lo que Leibniz responde en la importante carta a Varignon de 2 febrero de 1702: «Le estoy agradecido, Señor, a Vd. y a sus sabios, por hacerme el honor de añadir algunas reflexiones a lo que yo había escrito a uno de mis amigos a propósito de lo publicado en el Journal de Trevoux contra el cálculo de las diferencias y de las sumas. No recuerdo bien de qué expre-
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siones me pude servir, pero mi intención fue señalar que no hay necesidad de hacer depender el análisis matemático de las controversias metafísicas ni de afirmar que haya en la naturaleza estrictamente líneas infinitamente pequeñas en comparación con las nuestras ni que, igualmente, haya líneas infinitamente más grandes que las nuestras (y, sin embargo, terminadas, pues a mí me ha parecido que el infinito, entendido en rigor, debe tener su fuente en lo interminado, sin lo cual no veo yo el modo de encontrar un fundamento propio para distinguirlo de lo finito). A fin, pues, de evitar estas sutilezas, he creído que para hacer sensible a todo el mundo el razonamiento, bastaba con explicar aquí el infinito por lo incomparable, es decir, bastaba concebir magnitudes incomparablemente más grandes o más pequeñas que las nuestras; esto nos proporciona todo lo que necesitamos en cuanto a grados de incomparables, puesto que aquello que es incomparablemente más pequeño es innecesario introducirlo en el mismo cómputo con aquello que es incomparablemente más grande que él; en este sentido, una partícula de la materia magnética que atraviesa un cristal no es comparable con un grano de arena, ni este grano con el globo de la Tierra, ni este globo con el firmamento». Leibniz trataba de arreglar así el entuerto que había organizado en su afán de conciliar y presentar sus elucubraciones infinitesimales con ropaje finitista. Poco antes de su fallecimiento, en 1716, en una carta a Dangicourt, volverá con el tema: «(...) que je ne croyois point qu'il y eût des grandeurs véritablement infinies ni véritablement infinitésimales, que ce n'etoient que des fictions, mais des fictions utiles pour abréger et pour parler universellement, comme les racines imaginaires dans l'Algèbre; qu'il faut concevoir, par exemple, (1) le diamètre d'un petit élément d'un grain de sable, (2) le diamètre du grain de sable même, (3) celui du globe de la Terre, (4) la distance d'une fixe de nous, (5) la grandeur de tout le système des fixes, comme, (1) une différentiel du second degré, (2) une différentiel du premier degré, (3) une ligne ordinaire assignable, (4) une ligne infinie, (5) une ligne infiniment infinie(...) Mais comme Mr. le Marquis de L'Hospital croyois que par là je trahissois la cause, ils me prièrent de n'en rien dire, outre ce que j'en avois dit dans un endroit des Actes de Leipsic, et il me fut aisé de déférer à leur prière.» Aquí, de nuevo, Leibniz va a mantener la no existencia real de los infinitésimos. Este fue uno de los temas que entretuvo la intensa correspondencia de Leibniz con Johann Bernoulli a lo largo del año 1698. Se encontraba entonces el joven matemático en Gröningen (Holanda) y mantenía paralelamente una relación epistolar con el influyente cartesiano y profesor de matemáticas Burcher de Volder, haciendo de intermediario entre éste y Leibniz, que era ya un consagrado matemático y filósofo de la naturaleza. Leibniz y Bernoulli, que no llegaron nunca a encontrarse en persona, intercambiaron a través de sus cartas, ideas y objeciones en física y matemáticas, teñidas casi siempre de connotaciones metafísicas y teológicas. En el panorama de aquel final de siglo europeo, los dos grandes temas de
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discusión en el mundillo intelectual eran Newton y su portentoso Sistema del Mundo y el sorprendente pero eficaz cálculo diferencial de Leibniz. Entre los defensores, del no completamente aceptado cálculo, estaba Johann Bernoulli, que exigía de Leibniz más precisión sobre infinitésimos e infinitos... : «Por mi parte, lo que a mí me sorprende es que preguntes “si se da en algún modo una porción de materia que tenga con respecto a otra porción una razón inasignable, es decir, si se da una línea recta terminada por ambas partes y que, sin embargo, tenga respecto de otra recta una razón infinita o infinitamente pequeña”, cuando estás admitiendo la división actual de la materia en partes infinitas en número. Yo siempre he creído y sigo creyendo que, si el cuerpo finito tiene partes infinitas en número, la más mínima de estas partes debe tener respecto del todo una razón inasignable o infinitamente pequeña». (de una carta de 23 de julio de 1698, de Bernoulli a Leibniz). Comenzaba así una larga discusión sobre la naturaleza del infinitésimo: «No debe, pues, sorprenderte que yo dude acerca de la realidad de una cantidad infinitamente pequeña o infinitamente grande terminada por ambas partes. Pues, aunque admito que no existe porción alguna de materia que no esté actualmente dividida, no por ello se llega hasta elementos indivisibles o porciones mínimas ni a infinitamente pequeñas, sino sólo a perpetuamente menores y sin embargo ordinarias, lo mismo que incrementando se accede a perpetuamente mayores. De la misma manera que admito fácilmente que se dan siempre animálculos dentro de animálculos, sin que sea necesario que se den animálculos infinitamente pequeños o últimos. Si yo admitiera la posibilidad de estos infinitos o infinitamente pequeños, de los que tratamos entre nosotros, creería en su existencia.» (de una carta de 29 de julio de 1698, de Leibniz a Bernoulli). Bernoulli vuelve con el tema en la segunda quincena de agosto de 1698: «(...) Tú admites que una porción finita de materia está ya actualmente dividida en partes infinitas en número, y sin embargo niegas que ninguna de estas partículas pueda ser infinitamente pequeña: ¿cómo se compagina esto? Porque, si ninguna es infinitamente pequeña, entonces cada una es finita; pero, si cada una es finita, resulta que todas tomadas en conjunto constituirán una magnitud infinita, contra la hipótesis. Imagina que dividimos en partes una magnitud determinada según la progresión geométrica descendente: 1/2, 1/4, 1/8, 1/16,........ Mientras el número de términos sea finito, admito que cada uno de ellos será también finito; pero si todos los términos existen actualmente, tendremos un infinitésimo y, además, todos los siguientes de magnitud infinitamente pequeña; es así que en todo cuerpo, en razón de su división, no la que se puede hacer sino la ya hecha, existen realmente y actualmente todos los términos de tal progresión. Luego, etc. Un cuerpo, por ejemplo, que describe una línea en su movimiento, existe en acto en cada uno de
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los puntos que yo pueda concebir en esa línea, y lógicamente también en dos de ellos que yo concibo infinitamente vecinos, con lo que se habrá atravesado ese pequeño intervalo en acto o partícula infinitamente pequeña. Y aunque tal partícula infinitamente pequeña no existiera separadamente, coexiste en el todo; por ello, me sorprende que digas que, si concedieras como posibles tales infinitos o infinitamente pequeños de los que tratamos, creerías en su existencia(...)». Bernoulli termina esta carta a Leibniz pidiendo que se le demuestre la imposibilidad de la existencia del infinitésimo: «pues de la misma manera que no me veo yo capaz de probar su existencia, así igualmente por el contrario estoy completamente persuadido de que no se puede demostrar con argumento alguno su imposibilidad». Y Leibniz responde: «Cuando dije que, si yo creyera posibles los infinitamente pequeños e infinitos, admitiría su existencia, no dije que fueran imposibles, sino que dejé la cuestión a mitad de camino. Y cuando negué que se llegue a las porciones mínimas, fácilmente se podía entender que no hablaba sólo de nuestras divisiones, sino también de las que se verifican en acto en la naturaleza. Pues, aunque tengo por cierto que cualquier parte de materia está a su vez actualmente dividida, no pienso que de aquí se siga que se dé una porción de materia infinitamente pequeña, y menos aún se sigue que se dé la porción más ínfima de todas. Cualquiera que se moleste en redactar la consecuencia en forma, verá la dificultad. Pero tú dices: “si no hay ninguna partícula infinitamente exigua, entonces cada una es finita”; concedo. Y añades: “pero, si cada una es finita, entonces tomadas todas en conjunto constituirán una magnitud infinita”. No concedo esta consecuencia; la concedería, si se diera alguna parte finita que fuera menor que todas las demás o al menos no mayor que toda otra; en tales casos, al haber más partes que cualquier número dado, ciertamente se originaría una cantidad mayor que toda otra. Ahora bien, consta que se da una parte finita menor que cualquiera dada». De esta manera, con ese no concedo, Leibniz corrige con benevolencia lo que era un error impropio de un ya avezado matemático como es Bernoulli (¿o era una malévola trampa del joven matemático y excelente calculador al veterano filósofo?) Y continúa... «Has elegido precisamente un ejemplo muy apropiado. Pongamos, en efecto, que en una línea se dan en acto 1/2, 1/4, 1/8, 1/16.... y que existen en acto todos los términos de esta progresión; de aquí concluyes tú que se da el infinitésimo; yo, sin embargo, pienso que lo único que se sigue es que se da en acto una fracción finita asignable, cualquiera que sea su pequeñez. Lo mismo ocurre en el movimiento: aunque se atraviesen todos los puntos, no se sigue de aquí que se den dos puntos infinitamente vecinos y mucho menos que se den próximos entre sí. Así que concibo los puntos no como elementos de la línea, sino como límites o negaciones de ulterior progresión, es decir, como términos de la línea». (agosto-septiembre 1698 de Leibniz a Bernoulli)
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Después de este excelente análisis, que podría haber cerrado la discusión, Bernoulli acepta la lección, pero no ve claro aun el tema e insistirá ahora con la existencia del término infinitésimo de la progresión (al igual que existe, por ejemplo, el término centésimo de la misma progresión). Pero esto no es ya un error y es como una premonición cantoriana...: «A punto de ausentarme en este momento de la ciudad, no me es posible responder por extenso, como quisiera, al contenido de tu carta; valga, al menos de momento, que yo también creo que no se da ni la cantidad máxima ni la mínima; que no puede demostrarse la existencia de los infinitos e infinitamente pequeños, pero que tampoco puede demostrarse que no existen; y que, sin embargo, es probable que existan. Si todos los términos de la progresión 1/2, 1/4, 1/8, 1/16.... existen en acto, entonces también existe el infinitésimo y todos los que le siguen; a mí me parece que esto puede deducirse rectamente de su existencia actual. Tampoco yo concibo los puntos como elementos de la línea, sino sólo como límites». (Septiembre de 1698 de Bernoulli a Leibniz). Leibniz en su respuesta, parece ya algo indispuesto a continuar con el tema: «(...) Paso ahora a lo que en tu última carta son µεταφυσικώτερα. Razonas así: “Si todos los términos de la progresión 1/2, 1/4, 1/8, 1/16... existen en acto, entonces también existe el infinitésimo y los que le siguen”. Respondo: la conclusión es correcta si se concede que se da realmente algún término infinitésimo o post-infinitésimo; pero yo no admito esto(...)» (20/30 de septiembre de 1698 de Leibniz a Bernoulli). Y entonces, Bernoulli se queja, con razón, del laconismo de su maestro: «(...) No me parecen mal tus pensamientos µεταφυσικώτερα, incluso los admitiré fácilmente, como admito los δυναµικά, si al menos suscitas en mí una idea clara de los mismos. Porque, a este respecto, son demasiado lacónicas tus respuestas: más son definiciones que explicaciones. Me parece una contradicción decir que existen todos los términos de la progresión 1/2, 1/4, 1/8, 1/16... y que, sin embargo, los infinitésimos no son verdaderos términos; pues si los infinitésimos no existen, entonces los términos son sólo finitos y, por lo tanto, no existen todos, contra la hipótesis. Yo veo hacia dónde vas, a saber, que no puede llegarse al término infinitésimo porque, mientras continuamos la progresión, los términos son de magnitud finita. Pero la cuestión no es hasta dónde podemos nosotros llegar, ya sea en acto o conceptualmente, sino justamente hasta dónde ha llegado ya la naturaleza misma. Tú admites que todos los términos existen simultáneamente; luego también el infinitésimo existe, y existe realmente, esto es, verdaderamente se da (est); pues, si no se diera (esset), no existiría (existeret)(...)» (8 de noviembre de 1698 de Bernoulli a Leibniz). Bernoulli vuelve con su idea de la existencia del término infinitésimo en esa progresión infinita, pero Leibniz que seguramente empieza a estar
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cansado de la discusión, impone de nuevo su autoridad: «Dices que mis pensamientos acerca de las cosas µεταφυσικώτερα son demasiado lacónicos; pero, si no me equivoco, me esforcé en hablar con exactitud y concisión. De todas maneras, si todavía quedan algunas dudas, trataré de responder y resolverlas. Dices que ofrecí definiciones más que explicaciones; ojalá se aportaran siempre definiciones, pues en ellas se contienen virtualmente las explicaciones. Por lo que se refiere a los términos infinitésimos, a mí me parece que no sólo no podemos nosotros llegar a ellos, sino que ni siquiera se dan en la naturaleza, o sea, que no son posibles; de lo contrario, como ya dije, si admitiera yo que son posibles, concedería que existen. Es decir, habría que ver bajo qué razón se puede demostrar que es posible, por ejemplo, una línea recta infinita y, sin embargo, terminada por ambas partes (...)» (16 de noviembre de 1698 de Leibniz a Bernoulli). La discusión parece eternizarse... «En cuanto a los términos infinitésimos, o tú no me entiendes a mí o yo no te entiendo a ti. Yo digo: “si los infinitésimos no existieran en la naturaleza, entonces, en efecto, el número de términos sería sólo finito; luego no existirían todos, contra la hipótesis”. Pero aquí yo planteo el siguiente dilema: “El número de términos existentes en la naturaleza o es finito o es infinito; no hay posición tercera. Si es finito, entonces no existen todos, pues podrían darse más; y si es infinito, entonces existe el infinitésimo y todos los que le siguen”. Quizás digas tú que se dan términos infinitos en número y, sin embargo, cada uno de ellos de magnitud finita, como es manifiesto en la progresión 1/2, 1/4, 1/8, 1/16... donde necesariamente hay infinitos términos de magnitud finita; porque si los términos de magnitud finita fueran (en número) finitos, entonces el número de términos estaría determinado, lo que es absurdo. Pero, si consideras la progresión desde otro aspecto, a saber, en cuanto que, si los términos son infinitos en número existe necesariamente el infinitésimo, concluiré entonces que éste deberá ser necesariamente infinitas veces menor que el término finito, esto es, deberá ser infinitamente pequeño, donde necesariamente hay infinitos términos de magnitud finita; porque si los términos de magnitud finita fueran (en número) finitos, entonces el número de términos estaría determinado, lo que es absurdo. (6 de diciembre de 1698 de Bernoulli a Leibniz). Bernoulli insiste una vez más en la existencia del término infinitésimo en la progresión, porque de serle aceptada esta premisa, quedaría probada la existencia de un término que sería infinitamente pequeño, esto es, un infinitésimo. Leibniz acepta que la clave de la cuestión es esa: «La cuestión de los infinitésimos se reduce a probar la proposición que tú utilizas: “si en la progresión 1/2, 1/4, 1/8, 1/16....el número de términos es infinito, entonces existe el infinitésimo”. Pero, ¿qué ocurriría si cada uno de ellos fuera finito y distante del primero en un número inasignable de intervalos? No veo yo qué dificultad hay en concebir una
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serie compuesta nada más que de términos de magnitud finita, pero infinitos en número». (17 de diciembre de 1698 de Leibniz a Bernoulli). Bernoulli insiste...: «La proposición: “si en la progresión 1/2, 1/4, 1/8, 1/16....existen términos en número infinitos, entonces existe el infinitésimo” (que, según tú, todavía ha de ser probada para demostrar la existencia de una cantidad infinitamente pequeña), la pruebo fácilmente así: si existen diez términos, existe el décimo; si existen cien términos, existe el centésimo; si los términos son mil, existe el milésimo; luego si los términos son en número infinitos, existe el infinitésimo». (6 de enero de 1699 de Bernoulli a Leibniz). Leibniz pretendiendo olvidar la cuestión, hace acopio de su extremada tolerancia y responde de nuevo, como post-data en su nueva carta. Correspondencia entre ambos que, recordemos, trata fundamentalmente de la Dinámica, y en la que el tema de los infinitésimos es colateral: «PS. ¡Casi me olvidaba de la cuestión de si existen los infinitésimos! Dices tú: “puestos diez términos, se da el décimo; luego puestos infinitos términos, se da el infinitésimo”. Yo dudo de que se siga esto. Pues podría uno decir quizás que no vale el argumento desde lo finito a lo infinito, ya que, cuando se dice que se dan los infinitos, no se dice que se da de todos ellos un número terminado, sino que se dan más que cualquier número terminado. Por otra parte, con el mismo derecho que tú podría yo concluir: entre diez números se da el último, que es el máximo de todos ellos; luego entre todos los números se da también el último, que es el máximo de todos los números; pero tal número, creo yo, implica contradicción. Tú mismo no respondes a mi objeción cuando te hacía ver que puede comprenderse una serie infinita compuesta de números meramente finitos. Pues es manifiesto que, aunque de acuerdo contigo pongamos una serie compuesta de finitos (en magnitud) y a la vez infinitos (en número), puesto esto así se puede entender una parte que conste de meros finitos (en magnitud), y omitir la parte restante compuesta de infinitos (en magnitud). Pero esta serie de meros finitos (en magnitud) sería ella misma infinita (en multitud), y sin embargo no tendría ningún término infinitésimo». (13/23 de enero de 1699 de Leibniz a Bernoulli). Bernoulli responde con lo mismo de lo mismo, pero esta vez mal interpreta a Leibniz y le «obliga» a éste a admitir la existencia de un número infinito: «A mí me parece clarísimo: si se dan términos infinitos, se dará también el término infinitésimo (no digo el último) y los que le siguen. Me sorprende que no quieras admitir una magnitud infinitamente pequeña, cuando te ves obligado a admitir el número infinito, que recuerdo en otra ocasión negaste. Adiós y cuídate». (11 de febrero de 1699, de Bernoulli a Leibniz).
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Finalmente, Leibniz responde con una frase lógicamente contundente en la que no falta ni sobra una palabra, y la discusión se cierra: «No respondes al argumento que yo alegué, según el cual, si se dan términos infinitos, no se sigue que se dé el infinitésimo, porque es lícito concebir una serie de infinitos términos compuesta de términos meramente finitos u ordinarios en una progresión geométrica decreciente. Yo admito una multitud infinita, pero tal multitud no hace un número o una totalidad; no es más que el hecho de que hay más términos que los que numéricamente puedan asignarse, exactamente como ocurre que se da la multitud o compuesto de todos los números sin que tal multitud sea un número o una totalidad». (21de febrero de 1699, de Leibniz a Bernoulli). Subyace en toda esta discusión el problema, vivo desde Aristóteles, de la existencia o no del infinito en acto, del infinito actual. Y la afirmación de Leibniz, ya reseñada (ver pag.5), de estar entusiásticamente a favor de la existencia del infinito actual en la Naturaleza, conduce a la duda a Bernoulli, que no ve la razón por la que negarla cuando de matemáticas se trata. Georg Cantor, el dominador del infinito actual, a finales del siglo XIX criticará ásperamente a Leibniz por su ambigüedad en relación a este tema. Por otra parte, a la pregunta de si Leibniz pudo inspirarse en la idea de infinitésimo para concebir la de mónada, pasando de la matemática al dominio de la metafísica, los expertos leibnizianos asienten con reservas. Para un pensador como Leibniz, en el que la analogía y la expresión juegan un papel tan decisivo, es bastante obvio que la capacidad de trascender la oposición finito-infinito del cálculo diferencial irradiase su poder a la física y a la metafísica. Y un ente como la mónada que siendo el constituyente inextenso de la materia, no es un punto matemático, guarda un notable parecido con un ser que no siendo un número participa de lo cuantificable, como es un infinitésimo. Pero hay que subrayar como hace Ross, un experto en la metafísica de Leibniz (ver bibliografía), que las mónadas no fueron nunca para el pensador alemán infinitésimos o partes infinitesimales de la materia, porque la materia, que es cuantificable, en tanto que tal, se rige por la matemática y una parte infinitesimal de materia no es algo concreto, no existe. Existe, eso sí, la posibilidad de la divisibilidad infinita. 5. Las fuerzas vivas. Seguramente el concepto más significativo de la ciencia del siglo XVII es el de fuerza, estrechamente ligado a los temas del movimiento y de la constitución de la materia, este último el gran reto de la filosofía natural. En la primera mitad del siglo, la extremada voluntad de Descartes de expulsar cualquier resto de vitalismo renacentista de la construcción de su Sistema del Mundo, le llevó a concebir la materia como algo inerte, sin vida, pura extensión, y en consecuencia, su Física —tratado de los seres materiales— es una geometría aplicada, con la que mediante ideas claras y distintas afrontar la verdadera explicación de los fenómenos de la incierta Realidad. Y si la materia es extensión y todo lo extenso es materia más o menos sutil, entonces no existe el vacío y el espacio cartesiano es un Pleno.
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En los Principios de la Filosofía, Descartes exponía las leyes de la Naturaleza, los principios de las cosas materiales, encabezadas —¿cómo no?— por Dios, primera causa del movimiento, que estaba conservado siempre en igual cantidad en el Universo por su divina providencia. De perseverancia y conservación tratan también las dos primeras de sus leyes, en las que —contrariamente a Aristóteles— se privilegia el movimiento rectilíneo frente al hasta entonces predilecto —incluso por el propio Galileo— movimiento circular. Y es que según estas dos leyes las cosas perduran en el estado en que están y una vez en movimiento tienden a continuar moviéndose en línea recta y por tanto aquellos cuerpos que por alguna razón se mueven circularmente tienden a escapar del centro del círculo que describen. Esta «tendencia» centrífuga jugará un papel fundamental en su posterior explicación de los fenómenos de la gravedad, del movimiento de un rayo de luz y de los movimientos orbitales de los planetas, que tendrían lugar todos ellos como efectos centrífugos de torbellinos o movimientos vorticoides de materia sutil. Estas dos primeras leyes cartesianas equivalen descriptivamente al principio de inercia newtoniano: «Every body continues in its states of rest, or of uniform motion in a right line, unless it is compelled to change that state by forces impressed upon it.» Pero aquí, en esta formulación, no se nombra el movimiento circular y sí se nombra la fuerza impresa, que jugará un papel primordial en la mecánica newtoniana. Pero volviendo a Descartes, ¿qué era una fuerza para él?, pues hay que decir que no la definió nunca, porque seguramente pensaba que no era un concepto claro y distinto, aunque usara la palabra fuerza en numerosas ocasiones y con distintos significados, tanto en sus obras publicadas como en la abultada correspondencia que de él se conserva: fuerza de percusión de un martillo, fuerza de un rayo de sol, fuerza de una medicina, la fuerza de una mirada o la de un fuego, y muchas más, pero la noción que interesa a la dinámica es la de fuerza de un cuerpo en movimiento, que Descartes mide como el producto de su cantidad de materia o masa (¡no es aún la masa en sentido newtoniano¡) por su velocidad (¡no es aún la velocidad vectorial newtoniana¡). La cantidad de movimiento: m.v, con las precisiones anteriores, que la convierten en el producto del volumen del cuerpo por la celeridad o velocidad escalar, sería lo que mide la fuerza de un cuerpo en movimiento, y según Descartes, se conservaría en los choques. Esta definición de fuerza y la pretendida conservación de la misma en los choque serán duramente criticadas por Leibniz. En los Principia Mathematica (1687), con los que Newton había conseguido finalmente unificar las fisicas terrestre y celestial, se propone, en directa relación con el principio de inercia, el concepto de «fuerza impresa», más matemático que físico, que se impondrá a otras definiciones, como las de Descartes y Leibniz. Para la dinámica newtoniana —y para la física de hoy— fuerza, o fuerza impresa, era en palabras del propio Newton: «An impressed force is an action exerted upon a body in order to change its state, either of rest, or of uniform motion in a rigth line.»
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Así pues, fuerza ejercida sobre un cuerpo, será para Newton una acción exterior al cuerpo que consigue cambiar su estado de reposo o de movimiento uniforme rectilíneo. Y sólo a una tal acción podemos llamarla fuerza. Conviene pues señalar que la llamada fuerza de inercia no es realmente una fuerza aunque muchas veces se la designe así. La inercia es la tendencia de un cuerpo a permanecer en su estado de reposo o de movimiento rectilíneo uniforme (1ª ley de Newton), pero puede ser considerada también como una especie de «fuerza» innata en el cuerpo que reacciona a una fuerza exterior (3ª ley de Newton). Puede estar en un cuerpo que se mueve (en línea recta y velocidad constante) y entonces se asemeja al «ímpetus» medieval, o ser simplemente la resistencia a una fuerza exterior. Así, en palabras de Newton: «The innate force of matter, is a power of resisting, by which every body, as much as in it lies, continues in its present state, whether it be of rest, or of moving uniformly forwards in a right line.» Pues bien, la concepción leibniziana de fuerza difiere completamente de la anterior. Para Leibniz, fuerza es lo que soporta el movimiento y la inercia es, como en Kepler, la natural resistencia de los cuerpos al movimiento. Leibniz no considera el movimiento rectilíneo uniforme como un estado similar al reposo. Aristotélicamente, considera que todo movimiento depende de una fuerza activa y esto es válido incluso para el movimiento rectilíneo y uniforme. Para Leibniz el cambio ocurre como resultado de una fuerza interna inmanente y no —como pretende Newton— mediante la acción de una fuerza exterior. Leibniz se mantiene fiel a uno de los preceptos de la filosofía natural mecánica: la no existencia de fuerzas a distancia. y está obligado por ello a continuar con el uso de los vórtices para explicar fenómenos como el del movimiento orbital de los planetas alrededor del Sol. Según explica Richard Westfall, de manera brillante y esclarecedora, en sus artículos sobre el movimiento circular y el desarrollo de la dinámica en el siglo XVII (ver bibliografía), tienen que pasar tres cuartos de siglo desde aquel «astronómico» año de 1609 en el que Kepler publicó su Astronomia Nova y en el que Galileo obtuvo las ecuaciones del movimiento acelerado —al tiempo que dirigía su catalejo a los cielos—, para que, Newton dejando la estricta concepción mecanicista cartesiana y siguiendo la vía galileana de una matematización no constreñida por la metafísica implícita en aquella, pudiese construir la más eficaz y plausible de las Dinámicas posibles en aquellos momentos, la que conseguiría explicar, o al menos dominar y cuantificar de manera excelente, dos fenómenos aparentemente tan dispares como el de la caída de una manzana en la superficie de la Tierra y el de la rotación lunar sobre la Tierra. Y así pues, desde entonces, para Newton y para una maravillada humanidad «la manzana cae como cae la Luna». Y ello fue posible por la sabia conjunción de tres hechos teóricos, el primero y fundamental de los cuales fue el de la interpretación del movimiento circular. Para Descartes y para la mayoría de los científicos continentales el movimiento circular era un continuo equilibrio entre el propio movimiento circular y su tendencia inercial por la tangente que se expresa o necesita de la fuerza centrífuga compensadora. Para Newton, por el
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contrario, el movimiento circular era un continuado desequilibrio entre la fuerza inercial rectilínea y una fuerza centrípeta que «lo desvía del buen camino». Y esto, unido al principio de inercia en su formulación newtoniana y a su definición de fuerza o segunda ley de Newton produjeron el milagro. Si bien es verdad que había que aceptar unas casi «milagrosas» fuerzas gravitatorias. Y en contra de lo que había dicho Aristóteles, un movimiento rectilíneo (uniformemente acelerado), el de la galileana caída de la manzana, iba a ser dinámicamente equivalente a un movimiento circular (uniforme), que también va a ser acelerado a pesar de tener una «celeritas» constante —porque así lo decidió Newton—, porque el continuo cambio de dirección, el desvío de lo rectilíneo, implicaba una fuerza newtoniana o lo que es lo mismo una aceleración. No obstante el éxito newtoniano, Leibniz es también el constructor de otra Dinámica, estrechamente ligada a su cálculo diferencial y a su Metafísica: la dinámica de la «fuerza viva». En el importante Discurso de Metafísica, publicado en 1686, inmediatamente antes de la publicación de los Principia de Newton, Leibniz dedicó seis de los treinta y seis pequeños capítulos o apartados a la física del universo y a la finalidad cósmica, a la nueva definición de fuerza, en directa relación con lo que designó «memorable error de Descartes», o sea, la definición de fuerza de un cuerpo en movimiento como la cantidad de movimiento: el producto de la masa del cuerpo por la velocidad, no considerada ésta vectorialmente: m.*v*. Esto lo cuenta Leibniz en el capítulo 17, que titula de la siguiente manera: «Ejemplo de una máxima subalterna o ley de la naturaleza donde se demuestra que Dios conserva siempre, regularmente, la misma fuerza pero no la misma cantidad de movimiento contra los cartesianos y otros varios». La explicación leibniziana, del «desmán» cartesiano, en pocas palabras sería la siguiente: sean dos cuerpos, uno de los cuales es cuatro veces más pesado que el otro. Y se los hace caer de alturas inversamente proporcionales a sus pesos. Leibniz supone que la fuerza adquirida por cada cuerpo cuando tocan el suelo les permite remontar a su punto de partida. Por un principio fundamental de la Estática, será necesaria la misma fuerza para elevar dos cuerpos a alturas inversamente proporcionales a sus pesos. Pero por la ley de caída libre de Galileo, la velocidad del cuerpo más ligero cuando llega al suelo es doble de la del otro cuerpo cuatro veces más pesado. Por tanto, la cantidad de movimiento de éste es doble de la del primero. Consiguientemente, la cantidad de movimiento cartesiana no puede ser igual a la fuerza de esos cuerpos en movimiento. Comenzaba así una larga y áspera disputa que se iba a mantener durante setenta años. Para Leibniz la verdadera expresión de la fuerza de un cuerpo en movimiento sería m.v², la fuerza viva. La polémica entre cartesianos de una parte —a la que se unirían los newtonianos tras la polémica Leibniz-Clarke de 1717— y leibnizianos o defensores de las «fuerzas vivas», como Jean Bernoulli, William s'Gravesande y Mme du Châtelet, recorre gran parte del siglo XVIII, hasta que d'Alembert en su Traité de Dynamique y posteriormente Boscovich «resolvieran» la disputa concluyendo, en expre-
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sión de d'Alembert que se trataba «de una disputa de palabras, indigna de ocupar la atención de los filósofos por más tiempo». Ya Huygens, en 1656, aunque no se publicara hasta bastante más tarde, había señalado el error de Descartes, demostrando que la fuerza considerada a la manera cartesiana no se conservaba en un choque elástico y que lo que realmente se conservaba eran dos cantidades o números: el producto de la cantidad de materia por el cuadrado de la velocidad y el producto de la cantidad de materia por la velocidad considerada en una misma dirección. Además, Huygens consiguió probar una proposición que posteriormente calificaría como una «admirable ley de la Naturaleza»: el movimiento del centro de gravedad común de un sistema de cuerpos que chocan entre sí permanece igual después de la colisión. Pero fue Leibniz, quien recogió el resultado obtenido por Huygens y situó la cuestión en un marco metafísico, dotándolo —como dice Westfall— de una dimensión cósmica. Leibniz osó proponer, en pleno auge del pensamiento cartesiano, otra definición de fuerza de un cuerpo en movimiento: la de la fuerza viva: m.v², pues como dice en el capítulo 18 del mismo Discurso de Metafísica: «Esta consideración de la fuerza, distinta de la cantidad de movimiento, es bastante importante, no sólo en física y en mecánica, para encontrar las verdaderas leyes de la naturaleza y reglas de movimiento, y para corregir incluso varios errores de aplicación que se deslizan en los escritos de algunos hábiles matemáticos, sino también en la metafísica, para comprender mejor los principios, pues el movimiento, si no se considera en él más que lo que comprende precisa y formalmente, es decir, un cambio de lugar, no es una cosa enteramente real, y cuando varios cuerpos cambian de situación entre sí no es posible determinar por la simple consideración de estos cambios a quién entre ellos, hay que atribuir el movimiento o el reposo...» Aquí Leibniz está refiriéndose —pensamos— no solo a la relatividad del movimiento rectilíneo, ya señalada por Descartes, sino también a la del movimiento curvilíneo o circular, al considerar éste como formado por una infinidad de movimientos rectilíneos uniformes. Una antigua idea, ya concebida por el sofista Antifonte, denostada por Aristóteles y usada heurísticamente por Arquímedes e incluso por el propio Galileo en su último libro, Discurso sobre dos nuevas ciencias. Pero ahora el refrendo del cálculo infinitesimal permite darle una legitimidad nueva. Pero sigue diciendo Leibniz en su Discurso de Metafísica: «...así, nos vemos forzados a restablecer algunos seres o formas que ellos (los modernos) han desterrado...» Y esos seres son las formas sustanciales aristotélicas, porque: «...aunque todos los fenómenos particulares de la Naturaleza se puedan explicar matemática o mecánicamente por los que los entienden, los principios generales de la naturaleza corporal y de la mecánica misma son más bien metafísicos que geométricos y corresponden más bien a
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algunas formas o naturalezas indivisibles, como causas de las apariencias, que a la masa corporal o extensión». Leibniz tiene entonces, en 1686, cuarenta años y entra en su etapa de madurez pertrechado ahora con una metafísica que ha elaborado en contacto con la realidad y que se apoya en una terna: Dios, razón y cálculo infinitesimal. Dios es la legitimidad, la condición previa que nos permite confiar en que la búsqueda del conocimiento de las cosas y de la estructura de la realidad tiene un sentido. La razón, es la proveedora de los básicos principios-pilares de aquella estructura. El cálculo con los infinitos, es el nuevo y trascendental instrumento de la matemática, forjado con el más leibniziano de los principios, el de continuidad: análisis infinitesimal que nos deja descubrir lo íntimo de los entes matemáticos, que permitirá a su vez mediante la analogía y la expresión analizar la realidad y descubrir sus componentes primarios. Pero sucede que muy poco tiempo después Isaac Newton va a publicar su grandiosa obra, Philosophiae Naturalis Principia Mathematica. Y Leibniz, admirado por la pericia del matemático, piensa tras su lectura, lo engañoso que puede ser para la comprensión de la física la retórica del discurso matemático, la mera trasposición de lo ideal a lo actual. Dos años más tarde Leibniz publicará su ensayo Tentamen de Motuum Coelestium Causis, en el que pretenderá dar las verdaderas causas de los movimientos celestes. Domenico Bertoloni-Meli ha explicado brillantemente (ver bibliografía) las vicisitudes dialécticas de estos dos grandes genios en esta tesitura, personajes, que a decir verdad, tenían en común no sólo la misma fe religiosa y el haber inventado independientemente el cálculo infinitesimal, sino además una profunda insatisfacción con el nuevo modelo mecanicista cartesiano, que les hace volver atrás en la Historia (?) y arropar sus explicaciones del Mundo con las en esos momentos denostadas formas sustanciales y «cualidades ocultas». Aunque Leibniz no oculta su Metafísica y el altísimo papel que ella juega en su Weltaschauung. El historiador francés Jacques Le Goff, apasionado defensor de los valores del Medioevo, sitúa el comienzo de la «modernidad» en la Revolución francesa y en la Revolución industrial. Si aceptáramos esta clasificación cronológica, entonces Newton y Leibniz serían los dos más excelsos representantes de esa ciencia físico matemática, teologizada, hermética y medieval que los modernos han calificado de revolucionaria. Y para terminar este apartado, diré que el concepto de fuerza en Leibniz es uno de los más significativos nexos entre matemática, dinámica y metafísica. En la dramática correspondencia que Leibniz mantuvo con el cartesiano De Volder entre 1698 y 1706 (ver en la bibliografía, Orio de Miguel), Leibniz usó una de sus metáforas favoritas para indicar esto último, pues la medida de las fuerzas, «es la puerta por la que hemos de pasar de lo imaginable a lo inteligible, y así liberarnos de las falsas nociones de extensión, número, etc, de los cartesianos y descubrir el hondo hontanar de la verdadera noción de la sustancia y de los cuerpos.»
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6. Conclusiones « La matemática es sólo la puerta para entrar en el santuario de lo real.» De una carta de Leibniz a Jean Bernoulli. «Para llegar al inferior, imperfecto y corporal mundo fueron necesarios muchos grados que interpuestos entre él y la infinita causa primera lo van sucesivamente acomodando y proporcionando a su humildad y flaqueza.» Proposición sexta del libro primero de La puerta del cielo, de Abraham Cohen de Herrera (1570-1623), ibérico cabalista hebreo. El 11 de septiembre de 1716, dos meses antes de su fallecimiento, Leibniz escribió una carta desde Hannover a un matemático francés, Pierre de Dangicourt y en ella relacionaba las mónadas y el cálculo infinitesimal, la realidad de la física y el mundo abstracto de la geometría, la metafísica y las matemáticas. Después de apreciar el interés de «un espíritu tan matemático» por la filosofía (como se le suponía a Monsieur de Dangicourt), Leibniz hace un resumen de su monadología, núcleo de la armonía preestablecida, en la que las mónadas responden a las leyes de las causas finales o de los apetitos, perfectamente acordes con el reino de las causas eficientes, que son las que verdaderamente rigen los fenómenos. Llegado a este punto, Leibniz dejaba la metafísica para adentrarse en el reino de las matemáticas, en donde parece que las cosas son más rígidas: «...Je dis donc, que la matiére qui est quelque chose d'actuel ne resulte que des monades, c'est à dire, du substances simples indivisibles, mais que l'etendue ou la grandeur géométrique n'est point composée des parties possibles qu'on y peut seulement assigner, ni résoluble en points, et que les points aussi ne sont que des extremités et nullement des parties ou composans de la ligne». Y es que, según Leibniz seguía diciendo a Dangicourt, el continuo matemático, geométrico, no está compuesto de puntos geométricos, de la misma manera que no existen en las matemáticas los infinitésimos ni las cantidades infinitas. En las Matemáticas —que son como un juego con ciertas normas— Leibniz, aristotélicamente, pensaba que existen unas reglas que hay que cumplir. Lo que no quiere decir que no podamos inventar ficciones útiles para resolver problemas o aplicar técnicas heurísticas como ya hiciera Arquímedes para encontrar resultados y posteriormente demostrarlos de manera conveniente. Pero, estrictamente, en las matemáticas hay que mantener el rigor o ... de lo contrario, hay que cambiar las reglas del juego. Que es lo que harían más adelante Georg Cantor y Abraham Robinson para dar cabal cabida en el cálculo infinitesimal a infinitos e infinitésimos respectivamente. Aunque lo que no se permite Leibniz en la matemática, se lo permitirá en la metafísica, territorio sin fronteras, porque la Realidad no es un juego, o al menos no conocemos aún sus reglas con certeza y ahí sí que podemos dar rienda suelta a nuestra imaginación (para Leibniz mejor sería emplear la palabra intelección), que al calor de la matemática construirá con las analogías entramados bien enlazados que nos convertirá por momentos en dioses creadores.
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Abraham Robinson, el autor del Análisis no-standard, que daría finalmente estatus formal, legalidad matemática rigurosa, a los números infinitésimos e infinitos, dirá lo siguiente en una conferencia sobre «matemática no-arquimediana», impartida en Berkeley, en 1963: «Leibniz quiso basar su cálculo diferencial e integral en un sistema de números que incluyese a cantidades infinitamente pequeñas e infinitamente grandes. Más precisamente, consideró los nuevos números como elementos ideales que tendrían las mismas propiedades que los números reales comunes y mantuvo que su introducción era útil para el ars inveniendi». No es nada seguro que Leibniz quisiese lo que Robinson quería o pensaba que quisiese, porque en aquel tiempo ni siquiera el «status» de número irracional estaba claramente establecido. La voluntad de convertir en números, semejantes a los naturales, —como los que Dios manda, según el matemático alemán Kronecker— a otras entidades creadas por los humanos en su afán por numerizar: negativos, imaginarios, irracionales, cuaterniones, trascendentes, p-ádicos, transfinitos, etc. llevó su tiempo histórico... y los nuevos productos de la creación matemática, heraldos de la tecnología, poblaron las mentes de los nuevos exploradores de la Realidad. Bibliografía AITON, E. J. The Vortex Theory of Planetary Motions, Elsevier, New York, 1972. AITON, E. J. Leibniz, una biografía. Alianza Universidad. Madrid, 1992. ARANA, Juan. «Sobre las relaciones entre mecánica y metafísica: concepto y medida de fuerza», en Actas del Congreso Internacional Ciencia, Tecnología y Bien común. La actualidad de Leibniz. Valencia, 2001 BERTOLONI-MELI, Domenico. Equivalence and Priority: Newton versus Leibniz, Oxford University Press, New York, 1993. BLAY, Michel, La naissance de la Mécanique Analytique. PUF, Paris, 1992. BLAIS, Michel, Les raisons de l'Infini. Gallimard. Paris, 1993. BOURBAGE, Frank y CHOUCHIAN, Nathalie. Leibniz et l'Infini. PUF, Paris, 1993. BRUNSCHVICG, L. Les Étapes de la Philosophie Mathématique, A. Blanchard, Paris, 1972. COUTURAT, Louis. La Logique de Leibniz, Alcon, Paris, 1902. CHÂTELET, Emilie du, Institutions de Physique, Paris, 1740. CHÂTELET, Emilie du, «Réponse a la Lettre que M. de Mairan lui a écrite le 18 de fevrier 1741 sur la question des Forces Vives», Bruxelles, 1741. DAUBEN, Joseph. Abraham Robinson: The Creation of non-standart Analysis. Princeton University Press. 1995. KITCHER, Philip. «Fluxios, Limits, and Infinite Littlenesse. A study of Newton's presentation of the Calculus». Isis. Vol. 64, nº 1. 1973. LAMARRA, Antonio, a cura de. L'Infinito in Leibniz. Problemi e Terminologia. Simposio Internazionale. Edizioni del Ateneo, Roma, 1990. MAIRAN, Dortous de, «Mémoire sur les Forces Vives», Academie Royale de Sciences, Paris, 1728. MAIRAN, Dortous de, « Lettre a Madame du Châtelet sur la question des Forces Vives, en réponse aux Objections qu'elle lui a fait sur ce sujet dans ses Institutions de Physique», Paris, 1741. DURÁN, Antonio. Historia, con personajes, de los conceptos del Cálculo. Alianza Universidad, Madrid, 1996. DURÁN, Antonio. La polémica sobre la invención del cálculo infinitesimal: Escritos y documentos. Crítica, Barcelona, 2006.
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*** José L. Montesinos Sirera Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia [email protected]
THÉMATA. REVISTA DE FILOSOFÍA. Núm. 42, 2009.
LEIBNIZ Y LA TRADICIÓN HERMÉTICA Bernardino Orio de Miguel. Sociedad Leibniz de España, Madrid Resumen: Heredero de la Tradición Hermética y a diferencia de sus maestros, Galileo, Descartes y Huygens, Leibniz entiende la ciencia natural como una ontología de lo singular. Todas las cosas producidas por la Sabiduría Suprema están dotadas de fuerza interna: vis insita rebus. De esta manera, con las mismas ecuaciones recibidas, Leibniz eleva la ciencia natural a un nivel metafísico, trastocando el concepto de inercia natural y, desde él, las nociones de infinito, expresión, continuidad y analogía, presididas todas ellas por lo que él llamaba «mi gran principio de las cosas naturales»: la uniformidad y variedad de la naturaleza. Con tres siglos de adelanto, Leibniz parece vislumbrar la ciencia unificada de la complejidad. Abstract: Heir to the Hermetic Tradition but unlike his teachers, Galileo, Descartes and Huygens, Leibniz understands natural science as an ontology of the singular. Everything produced by the Supreme Wisdom is endowed with internal force: vis insita rebus. Thus, using the same equations as his teachers, Leibniz raises natural science to a metaphysical level, transforming the concept of natural inertia and concomitantly the notions of infinite, expression, continuity and analogy. Governed by what he called «my grand priciple of natural things»: the uniformity and variety of nature. Three centuries in advance of our time, Leibniz adumbrated the unified science of complexity.
1. Leibniz frente al Cartesianismo. Las especulaciones de los grandes sabios tienen la virtud de arañar, por debajo de la contingencia del tiempo en el que viven, la dimensión universal y perenne de los verdaderos problemas humanos. Tal es el caso de Leibniz. Dentro de pocos años (2016) va a cumplirse el tercer centenario de su muerte en soledad. Impulsor infatigable y sagaz espectador del nacimiento de la ciencia moderna, supo ver, por debajo de la cacharrería externa fascinante que la acompañaba, los progresos y, a la vez, los peligros que la acechaban. «Algún día —escribía en 1696 refiriéndose al Cartesianismo— los filósofos se asombrarán de cómo ha podido caerse en una opinión tan poco razonable como la de la secta maquinal» (A. I, 13, n. 59, p. 88). Veinte siglos antes, otro sabio visionario, Aristóteles, en el libro primero de la Metafísica, cuando andaba buscando la «ciencia deseada», la ciencia de los primeros principios del saber, nos había obsequiado con esta asombrosa afirmación: «Y es la más digna de mandar entre las ciencias, y superior a la subordinada, aquélla que conoce el fin por el que debe hacerse cada cosa. Y este fin es el bien de cada una y, en definitiva, el bien supremo de la naturaleza toda» (Met. 982b 4-6). Y Leibniz de nuevo: «La justicia es la caridad del sabio. Y la sabiduría, la ciencia de la felicidad» (GP. VII 27, 43). Hoy, iniciado el siglo XXI, tras un gigantesco desarrollo científico y tecnológico, la clarividencia de estos dos grandes filósofos estremece por su
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precisión. Frente a la «razón mecánica» y su deriva, la «razón instrumental», ellos propugnaban la «razón orgánica». Sobre ésta última quisiera hacer algunas reflexiones. Pero antes convendrá describir en dos palabras la situación actual para entender mejor la posición de Leibniz frente al Cartesianismo y su vigencia en nuestros días. Si por brevedad se me permite la auto-cita, lo haré resumiendo un par de párrafos que escribí en 2001, cuando se iniciaba el siglo. En efecto, la «razón mecánica», que inauguró la distinción cartesiana entre la «res cogitans» y la «res extensa» y fue elevada a categoría de principio ontológico con la interpretación materialista del pensamiento de Newton por la ciencia moderna, ha entrado en los últimos veinte o treinta años en una profunda crisis. Aquel sueño en un mundo objetivo —que el hombre dominaría desde fuera de la naturaleza—, perfectamente analizable y describible, predecible en los datos del sistema en origen, reversible, claro y distinto, está siendo cuestionado por los nuevos conceptos de complejidad y caos, el descubrimiento de estructuras disipativas en los sistemas naturales alejados del equilibrio, la irreversibilidad del tiempo natural y la entropía negativa, la idea de un universo autoorganizado, siempre abierto a la formación de nuevos sistemas orgánicos, esto es, un universo crecientemente creativo en novedad y, a la vez, suprasistémico. Se anuncia una nueva manera holística de entender la ciencia y el hombre, modelos de actividad natural que son aplicables lo mismo a la formación de rocas y cristales que al crecimiento demográfico de poblaciones, a la predicción meteorológica o a los latidos del corazón. Desde el viejo Poincaré, el apasionado Von Berthalanffy, el iluminado Cantor, hasta las últimas investigaciones de E. Lorenz, Prigogine, Morin, Luhmann, R. Thom o Mandelbrot, por no citar a nuestro inspirado filósofo-teólogo Panikker, la ciencia natural empieza a ser también la ciencia del hombre, la ciencia unificada de lo viviente, como quería Leibniz. Por otra parte, la «razón instrumental», que inauguró la Ilustración y tomó como modelo económico —y también ontológico— la economía clásica desde J. Bentham y A. Smith hasta el actual neoliberalismo, ha desembocado en un mundo que, cualquiera que sea el análisis interesado que se quiera hacer, ofrece en la actualidad un hecho monstruoso: la más alta sofisticación tecnológica al lado de la más inhumana miseria de millones de seres humanos. Aquella ciencia, que para Leibniz debía ser el saber de la felicidad en orden al mejoramiento de todos los seres humanos, se ha convertido hoy en el «saber del Poder», en una suerte de voraz mecanismo de «destrucción creadora», como denunció Schumpeter hace años, esto es, simple destrucción del ser, el consumo que consume toda identidad. Nuestra pregunta, pues, como filósofos actuales sigue siendo la misma que Leibniz se formulaba: ¿podemos hacer compatible el desarrollo científico con el progreso humano? Dicho con más precisión: ¿Es posible construir una ciencia que, en su propia constitución técnica intrínseca, contenga los parámetros de sabiduría, que Aristóteles y Leibniz le pedían a la ciencia? O todavía de manera más radial: ¿Es neutral la ciencia empírica? Los sociólogos de la ciencia, evidentemente, dicen que no: los fines con los que se practica la ciencia actualmente no son los mismos que los fines de la ciencia misma. Pero nuestra pregunta no es sociológica sino ontológica, y a ella hay que volver: ¿Es cierto que la realidad del mundo natural está dividida en
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dos esferas radicalmente distintas: la «pensante» y la «extensa»? La respuesta de Leibniz, y la de no pocos de los autores que acabo de citar, es: «rotundamente, no». Más allá de las disquisiciones de los expertos y de los sesudos trabajos especializados de los investigadores, este es, en mi opinión, el verdadero legado de Leibniz, esta es la herencia que nos ha transmitido, este es el reto: ¿es posible una ciencia unificada? Las dos crisis que acabo de mencionar —científica una, política la otra— no serían, quizás, sino las dos caras de un vicio de raíz: la ruptura de aquella «razón orgánica» que Leibniz quiso siempre mantener. Heredero de una vieja idea que se remonta a los llamados «prisci theologi» y que reciben Platón, Aristóteles y Plotino, en una formidable tradición que, atravesando la Edad Media tanto judía o musulmana como cristiana, llega hasta la Escuela de Florencia de Ficino y Pico della Mirandola y los neoplatónicos naturalistas del Renacimiento, Cardano, Cusa o Campanella, Leibniz había concebido un mundo unitario, orgánico, activo, energético, un vasto sistema de sistemas arquitectónicos, nunca clausurado por sus datos en origen sino abierto a infinitas perspectivas irreversibles, porque el mundo es el efecto completo in fieri de la Causa Plena, de la Razón Suprema o Principio de la Razón, que se expresa o se despliega en infinitos sujetos activos, cada uno de los cuales expresa, a su vez, de formas muy diversas a todos los demás, y donde cada nivel ontológico de la naturaleza expresa y es expresado, a su vez, por todos los demás niveles de lo real, que está gobernado por lo que Leibniz llamaba ley de continuidad y puede ser conocido por razonamiento analógico. De acuerdo con este planteamiento, Leibniz construye su ciencia natural y, analógicamente, su ciencia moral y política, desde los parámetros que la tradición orgánica le ofrecía. Saltando por encima de todos los mecanicismos y adelantándose trescientos años, Leibniz, el «hermético ilustrado» se nos ofrece hoy más actual que nunca. 2. La Tradición Hermética Empecemos esta vez por el final, estableciendo una definición operativa que nos permita concentrar bien nuestra atención en el terreno en el que vamos a movernos, a fin de establecer después la trayectoria hasta Leibniz. 2.1. Definición El término «hermetismo» hace referencia en primer lugar al legendario y ficticio dios egipcio Hermes Trismegistos, que habría poseído los secretos de la sabiduría universal. Los primeros escritores cristianos, Lactancio, Clemente de Alejandría, Agustín, más tarde el Pseudo-Dionisio y Escoto Eriúgena, y finalmente los «filósofos» renacentistas, atribuían erróneamente a Hermes Trismegistos la autoría de una serie de quince libros dialogados conocidos hoy bajo el nombre de Corpus Hermeticum, que más tarde Isaac Casaubon (1614) descubrió eran textos gnósticos escritos durante los siglos II y III de nuestra era. Como durante siglos tales secretos eran comunicados sólo a los iniciados y eran transmitidos en lenguajes cifrados, el término «hermético» ha terminado por significar también en nuestro lenguaje ordinario todo aquello que es secreto, insondable y, en definitiva, no verificable
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ni reducible a conceptos empíricamente contrastables. De esta manera, la noción de hermetismo ha quedado tan ambigua, tan difusa de contornos, que en ella podemos incluir a todos aquellos escritores que con técnicas muy diversas trataban de descubrir, por debajo de los fenómenos sensibles, ocultos significados que los hicieran inteligibles y, a la inversa, trataban de construir sus artefactos de forma que éstos convocaran en los seres humanos la vivencia de lo sublime, bajo el supuesto de la unidad orgánica del mundo, el cual, más allá de lo que hoy concebiríamos como metáfora, se convertía en un inmenso símbolo. Así, los viejos metalúrgicos helenistas, los arquitectos y maçons, los alquimistas, kabbalistas, botánicos, médicos, biólogos y naturalistas, quirománticos, adivinos, filósofos iluminados, teólogos y místicos. Este hecho, que a nosotros hoy podría parecernos en el mejor de los casos curioso o incluso divertido, fue sin embargo durante más de veinte siglos el alimento espiritual de centenares de generaciones, que se vieron escandalosamente frustradas con la inmisericorde ruptura cartesiana. Se comprende así, de momento, que Leibniz, nacido y educado en una Alemania mística y esotérica, pegado a la Tradición, se rebelara contra un mecanicismo chato y pobre e invirtiera su descomunal talento en hacer compatible aquella visión holística y unitaria con los nuevos descubrimientos de una ciencia empírica, a cuyo nacimiento había él contribuido como el que más. Reducida, pues, para entendernos a un denominador común operativo, la noción de hermetismo podría ser descrita en tres proposiciones ontológicas y una proposición epistemológica. Las proposiciones ontológicas son las siguientes: 2.1.1. El ser es actividad. Esto es, todas las cosas de la naturaleza —todas, lo mismo un mineral, una planta, un animal o el hombre— son internamente activas hasta en sus más mínimas partículas o centros de actividad. De manera que el lado exterior o manifestación fenoménica de las cosas es el resultado de dicha actividad interna. El mundo es simbólico (simbolismo vertical). 2.1.2. Todas las cosas están relacionadas entre sí en grados y niveles según su proximidad o tipo de actividad, y se transforman unas en otras, de manera que constituyen un organismo holístico (simbolismo horizontal). 2.1.3. Esto es así porque el universo está regido por la armonía universal o unidad en la pluralidad como expresión de la Causa Común. El Todo el Uno. Como consecuencia, 2.1.4. El criterio universal de nuestro conocimiento del mundo es el principio de analogía, en virtud del cual podemos razonar de ida y vuelta desde unos sujetos a otros y desde unos niveles ontológicos a otros, con tal de que nuestra razón, que forma parte de la naturaleza misma, encuentre en ellos distintas semejanzas o integración de contrarios, pues el mundo, como expresión del Gran Hacedor, es aquel círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia o límite en ninguna. 2.2. Breve síntesis histórica 2.2.1. Desde su primer juventud —según escribe a Nicolás Rémond al final de su vida— Leibniz se sintió fascinado por la filosofía de Platón, hasta
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el extremo —le dice— de que «si alguien redujera a Platón a sistema haría un gran servicio al género humano y se vería que yo me acerco un poco a ello» (GP III 606, 637). Renunciando por brevedad a las tradiciones esotéricas egipcias, caldeas, persas y pitagóricas que confluyen en el propio Platón, iniciémonos con él pues a él se refiere Leibniz en múltiples ocasiones y él es el primer vínculo potente de la Tradición Hermética. En el Fedón encontramos la Mens ordenadora del mundo; en el Parménides, el Uno como causa del ser; en el Teeteto, la asimilación de la divinidad por parte del hombre sabio y justo; en el Timeo, el mundo como animal viviente, el alma del mundo. Pero, sobre todo, Platón canoniza para el resto de la historia intelectual de Occidente la doctrina de las Ideas, que recibirá infinitas variaciones a lo largo de los siglos: todo cuanto cae bajo el ámbito de los sentidos no es en modo alguno lo real, de manera que una explicación adecuada de la naturaleza visible de las cosas debe necesariamente trascender ese territorio para buscar algún principio no material que lo funde, le dé unidad y sentido, lo haga inteligible. Platón niega que la combinación de datos empíricos constituya el verdadero conocimiento de lo que un fenómeno tiene de real; su causa es distinta de las condiciones que lo hacen verificable; o como acusará Leibniz a los filósofos «materiales» de su época, «que confunden las condiciones con la causa verdadera», pues explicar cómo un movimiento se sigue de otro movimiento no es explicar nada sino trasladar el problema, mientras no averigüemos la causa del movimiento (GM VI 134). 2.2.2. Pero desde Platón a Leibniz han pasado muchos siglos y convendrá diseñar a grandes rasgos las líneas de fuerza que conducen del uno al otro. Tras la muerte de Aristóteles y Alejandro Magno, el mundo helenístico vive un largo período de expansión política, de ruptura de fronteras, de disolución de la Polis, de inseguridad espiritual y búsqueda del conocimiento. La herencia platónica se desglosa en dos grandes corrientes. Por un lado, el espectacular desarrollo de la ciencia matemática (Euclides, Eratóstenes, Aristarco, Arquímedes, Apolonio de Perga, Diofanto…), que quedará largamente en el olvido hasta la irrupción precisamente de los grandes matemáticos de los siglos XVI y XVII. Y por otra parte, la búsqueda de salvación por el conocimiento místico (neoplatónicos, neopitagóricos, las Escuelas morales, Numenio, Apolonio de Tiana, Eudoro, Albino, Plutarco, Apuleyo…). Como en tantas épocas de crisis o cambio de universo, ambas tendencias, aparentemente opuestas, son realmente complementarias y convergen en una nueva manera de pensar lo real y lo aparente, que dominará la cultura occidental hasta Plotino en el siglo III de nuestra era: es la Gnosis, donde matemática y conocimiento místico vuelven a hermanarse. Es el conocimiento sapiencial, una ontología del Uno transcendente que se despliega en lo múltiple inmanente, una epistemología «experiencial», ética, mediante la que el hombre descubre en lo múltiple el regreso a la Unidad. Las esencias son como los números, y el Uno, la «Monas monadum» está más allá de todo ser numerable siendo, a la vez, su fundamento. Es la dialéctica o aspiración cósmica a la unidad la que desencadena aquel conflicto colosal entre la materia que tiende a degradarse, a pluralizarse y anihilarse, y las formas espirituales que la sujetan y la elevan hasta lo inteligible. 2.2.3. La Gnosis, esto es, la dialéctica entre materia y espíritu a la búsqueda de la unidad, experimentó en los siglos sucesivos innumerables variaciones y se enriqueció con nuevos elementos. Citemos en primer lugar
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el caudal judeo-cristiano, a su vez en una doble vertiente. Por un lado, la ambigua herencia de Filón de Alejandría se incorpora a la gnosis cristiana y desencadena el desarrollo autóctono judío en la Mística de la Mérkaba o especulación sobre el Carro de Fuego del profeta Ezequiel para culminar en el Sefer Yetzirah o Libro de la Creación (s. III d. C.), que es el tratado fundacional de la metafísica kabbalística numerológica, que travesará la Edad Media para desembocar en la kábbalah judeo-hispana en los siglos XII y XIII con el Sefer Zohar o Libro del Esplendor, y más tarde con los kabbalistas de Safed tras la expulsión de los judíos de España y Portugal, donde encontramos las admirables especulaciones de Moses Cordovero y de Abraham Cohen Herrera, en las proximidades de Leibniz. Por otra parte, el Corpus Hermeticum. Es difícil exagerar la importancia de este conjunto de libros gnósticos para la historia del pensamiento organicista hasta la irrupción del Cartesianismo. En estos textos encontramos las fórmulas canónicas de lo que los viejos metalúrgicos y alquimistas helenistas habían sintetizado en la figura del ouroboros: El Todo El Uno, que después en la Edad Media la Tabla de Esmeralda expresó con aquel aforismo que Leibniz reproducirá casi a la letra: «Lo de dentro es como lo de fuera, lo de arriba como lo de abajo…, para que se verifique la perfecta unidad». (GP III 339, 343; GP V 65; GP VI 545,548; 601, 617-621; GP VII 394, etc). Es decir, la corteza (lo de fuera) y el núcleo (lo de dentro) de las cosas son las dos partes de una misma cosa, que se buscan y se requieren mutuamente para constituir la realidad: hemos de descubrir y acoplar a los fenómenos aquello que ocultan. 2.2.4. En una síntesis muy apretada, la doctrina del CH, tal como la fueron variando los siglos posteriores, es la siguiente. Damos el nombre de «Dios» al Uno, que está más allá de todo ser y de toda esencia numerable. Pero si esto es así y, sin embargo, El Uno es perfecto, ha de ser necesariamente «difusivo de sí mismo», debe explicarse: ha de producirse un proceso dialéctico que ponga en el ser un «principiado», una esencia, una substancia que contenga en sí la infinita virtualidad de «lo dable», que sea «una» y «múltiple», que sea, a la vez, «complicación» y «explicación» del ser. De esta manera, aun no siendo número el Uno y habiendo sólo un único principiado, éste ha de expresarse de forma múltiple. La Luz infinita nuclear del Uno ha de «envasarse» o materializarse en los infinitos «moldes» de variadas formas. Estas multiplicaciones no son partes sino «fulguraciones» o «chispas» de la Unidad y difieren de ella por razón de su «limitación» y entre ellas mismas por razón de su «lugar» en el mundo. Como todas las cosas provienen del Uno, hay razón para el ser y no la hay para el no-ser; por lo tanto, es al aspecto limitativo o privativo de luz a lo que llamamos «materia» en sus infinitos grados de densidad o sutilidad. No es posible, pues, una materia puramente extensa o muerta, pero toda criatura, dotada de vida y percepción, muestra su lado material, que necesita para ser activa. Es, así, la naturaleza un compuesto orgánico hasta sus más mínimas partes. Y como cada criatura es un «lugar» del universo, es y permanecerá por siempre la misma bajo sus diversas transformaciones aparentes, reflejando desde sí misma a todas las demás y al Hacedor; es, pues, a la vez una unidad ontológica y una multiplicidad representativa. Este conjunto infinitamente jerarquizado de epifanías limitadas de la Divinidad constituye una unidad orgánica sin vacío, donde se establece una continuidad discontinua (!) de
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relaciones que permite «decir» unas substancias en términos de todas las demás y argumentar transversalmente en los diversos niveles ontológicos del ser. Este conjunto de proposiciones ontológicas y epistémicas produce en los escritores herméticos y organicistas desde el siglo XV al XVII un específico tipo de razonamiento que definimos como principio de analogía: la unidad desplegada en «multiplicidad» sin dejar de ser «una». Esta será la herencia que Leibniz elaborará técnicamente en su «mónada», concepto éste que la Tradición Hermética había dejado diseñado de forma animista en la metáfora de los «espejos vivientes» o «globos de mercurio» que, esparcidos en infinitas unidades, reflejan y son reflejados cada uno por todos los demás. 2.2.5. Para terminar este epígrafe, permítaseme ahora desplegar una pequeña taxonomía y una breve nómina de autores herméticos que pueblan el Renacimiento. No pretendo con ello ningún alarde de erudición; quisiera solamente que el lector se sienta abrumado, como yo lo estoy, ante una masa de obra escrita que es literalmente inabordable. Encontramos, en primer lugar, la Tradición armónico-musical, que hunde sus raíces en el pitagorismo y en la concepción mística de la matemática. Dios, el gran Geómetra del universo, habría hecho las cosas armónicamente, según peso, número y medida. De acuerdo con esto, el principio de unidad y armonía universal sería un principio formal/numérico, del que se derivarían las cualidades materiales del conjunto de las cosas. Johannes Kepler, Robert Fludd, Athanasius Kircher, John Dee, Giordano Bruno, Gerónimo Cardano, Erhard Weigel… serían algunos representantes de esta corriente. En un segundo grupo y en conexión con el anterior, asistimos al impacto producido por el Neoplatonismo Cristiano y los Kabbalistas cristianos, que se inicia con Ficino y Pico. El Espíritu es una substancia sutil que penetra todos los poros de la realidad cósmica y permite la interpretación unitaria de las cosas con el hombre-microcosmos en el centro. El cuerpo no sería más que un espíritu condensado y el espíritu nada más que un cuerpo sutilizado. La tradición gnóstica del Pimander y el Asclepios del CH, las traducciones de Platón y de Plotino así como la especulación kabbalística en torno al Sefer Zohar, constituyen las principales fuentes del neoplatonismo cristiano. Agrippa de Nethesheim, Guillaume Postel, Giordano Bruno, Athanasius Kircher, Chr. Knorr von Rosenroth, los Helmontianos, Lady Conway…serían algunos nombres. Una tercera manifestación del principio de unidad y armonía universal la constituye el esfuerzo sincretista por conciliar el cristianismo con el judaísmo y, en general, con todas las filosofías paganas. La verdad es una y debió de revelarla Dios a los «Antiguos Teólogos». A través de ellos se transmitió a los hombres. Pero la maldad o debilidad humana hizo que aquella riqueza originaria de la sabiduría ancestral se oscureciera, y es necesario rastrear sus huellas ocultas bajo la escoria de ritos, herejías o errores. Dos son los caminos para conseguir este objetivo. Uno es la búsqueda de la Verdadera Filosofía, depurando las doctrinas erróneas mediante la Razón y la Escritura, los dos Libros del conocimiento. El otro es el intento enciclopedista por descubrir la Lengua Universal o la Lengua Adámica, que permitiría reconstruir partiendo de nociones simples y mediante cálculo la racionalidad coherente y sistemática de todas las verdades. Sincretistas y
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enciclopedistas coincidían en el presupuesto metafísico de la magia natural, de la unidad entre el ser y el pensar, entre las palabras y las cosas: sería la Teurgia y la Pansofía. Desde los proyectos del Ars Magna de Lulio, los sincretistas y enciclopedistas del Renacimiento son legión. Entre los primeros, Agostino Steuco, Francesco Giorgio, Rapine de Saint-Marie, Philip Couplet, Herbert of Cherbury, Paul Berrier, Philip Mornay, Ponthus de Tyard, Symphorien Champier, Lefebre d’Etaples, Rosenroth, F. M. van Helmont… Y entre los enciclopedistas, Ludovico Lazarelli, Comenius, Petrus Ramus, John Wilkins, Heinrich Alsted, George Dalgarno, Heinrich Biesterfeld, Sebastián Izquierdo, Juan Caramuel, Athanasius Kircher, todos ellos convencidos del poder mágico-operativo que anida en el fondo de las cosas y de sus correspondientes palabras. Podríamos añadir a esta doble serie la figura de Leibniz. Un cuarto grupo lo encontramos en la obra y herencia de Paracelso, los parecelsistas, los helmontianos, los Filósofos Químicos. Frente a galenistas y aristotélicos, su visión místico-mágica del mundo basada en la lectura de los dos Libros, la Biblia y la Naturaleza, su concepción de una nueva medicina y una nueva noción de enfermedad, hicieron de los paracelsistas el símbolo de una verdadera revolución filosófica. Los filósofos químicos se dedicaron al estudio empírico de los procesos fisiológicos de la naturaleza interpretándolos como procesos químicos —la Yatroquímica: Dios habría sido el primer químico—; introdujeron estos estudios dentro del aparato «conceptual» de la filosofía, para poner finalmente a ésta al servicio de una concepción religiosa del mundo. Herederos, sin duda, del platonismo de la Escuela de Florencia, del hermetismo teosófico y kabbalista, y expertos como nadie en el arte de la magia, los encantamientos y las correspondencias universales, los paracelsistas y helmontianos produjeron, dentro de sus mutuas discrepancias y polémicas, la mezcla explosiva de una filosofía vitalista, a la vez que experimental y religiosa. Algunos paracelsistas importantes fueron Peter Severinus, Günter von Andernach, Joseph Duchesne, Turquet de Mayarne, Robert Fludd, Juan Bautista van Helmont y su hijo Francisco Mercurio, con quien Leibniz mantuvo una estrecha amistad y cuyo vitalismo animista intentó el filósofo traducir a un vitalismo racional. 3. Leibniz y la Tradición Hermética1 En una breve exposición sólo es posible señalar algunos rasgos generales que nos permitan vislumbrar el modo como Leibniz asume esta Tradición. He sugerido al comienzo —y esto es esencial— que su proyecto consistió en hacer entrar por los cauces de la nueva ciencia moderna los cuatro ejes que definen el hermetismo. Veámoslo un poco más de cerca. 3.1. Galileo, Descartes, Huygens, Newton, todos ellos entendían la ciencia natural como aquel conjunto de leyes formales abstractas que gobiernan el funcionamiento de las cosas. La experiencia empírica de lo cotidiano es despojada de su singularidad para ser entendida abstractamente desde el experimento matemático de la razón. Todos ellos, siguiendo a 1 Un tratamiento extenso y técnico de los párrafos que siguen puede verse en mis libros Leibniz y el Hermetismo, Univ. Polit. de Valencia, 2 vols. Valencia 2002. Leibniz. Matemática - Física - Metafísica. en www.oriodemiguel.com , y en mi último trabajo Aspectos herméticos del racionalismo matemático de Leibniz, ibidem.
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Galileo, identificaban mundo matemático con mundo físico, con mundo real. Leibniz, por el contrario, contra viento y marea y basándose en un concepto anticartesiano de substancia, pretende nada menos que una ciencia natural que no abandone la ontología de lo singular. Lo singular es irrepetible, lo singular es indefinible por conceptos finitos abstractos, lo singular es lo único real. Por lo tanto, cualquier ciencia de la naturaleza cuya estructura técnica no contenga la vis insita rebus, la actividad interna de cada cosa en la teorización abstracta de sus conceptos no será nunca una ciencia stricto sensu (a de Volder, GP II 234, 276s). 3.2. Esta escandalosa afirmación, que a nosotros mismos hoy nos descoloca, es el eje trasversal de todo el edificio científico de Leibniz, la precondición epistémica y ontológica esencial de su ciencia natural. Cuando, siguiendo la cinemática de Galileo y Huygens, trata de demostrar contra Descartes que no es la cantidad de movimiento sino la fuerza viva lo que se conserva en el choque de los cuerpos, Leibniz sobredimensiona estas ecuaciones introduciendo en ellas previamente la fuerza o potencia interna del cuerpo, que ha de manifestarse después en el choque; de manera que en la ecuación resultante la acción externa proveniente del cuerpo chocado es sólo la condición para que se muestre la verdadera causa del efecto producido, que son las respectivas fuerzas internas de ambos cuerpos. Esta afirmación nos lleva a comprender la noción de conatus o tendencia elemental infinitesimal del cuerpo, que ya no es tampoco, contra lo que pretendían Aristóteles y los Escolásticos, una mera disposición necesitada de agente exterior sino el embrión mismo de la actividad de cuerpo. Por lo tanto, no sólo no basta la extensión e impenetrabilidad cartesianas para explicar las leyes de los choques; tampoco una mera consideración cinemática es suficiente; hay que pensar que algo más hay en los cuerpos. Este algo más es el conatus o fuerza muerta que se desplegará en fuerza viva (cfr. Brevis Demonstratio, GM VI 117-123, y carta a Bayle, GP III 48; Specimen Dynamicum I, GM VI 241s). 3.3. A la luz de esta idea directriz, Leibniz tiene que trastocar todos los conceptos recibidos, empezando por el de inercia. Ningún cuerpo es indiferente al estado de reposo o de movimiento uniforme rectilíneo (como pretendía Descartes). Se lo dice Leibniz a de Volder de esta manera: «Dos cosas en las que yo siempre me apoyo, los resultados de la experiencia y la razón del orden, me han hecho reconocer que la materia ha sido creada por Dios dotada internamente de cierta repugnancia al movimiento o, por decirlo con una sola palabra, dotada de aquella resistencia por la que un cuerpo se opone por sí mismo al movimiento, de manera que, si está en reposo, resiste a todo movimiento, y, si está en movimiento, a todo movimiento mayor aun en la misma dirección, rompiendo así la fuerza del que le impele (GP II 170s).» El cuerpo resiste porque se autolimita con ocasión del choque a fin de conservar el equilibrio interior entre la entelequia y la materia prima o contra-actividad de toda substancia, de las que resulta la actividad del cuerpo (GP II 170s). Esta nueva afirmación es no menos extraña y escandalosa que la anterior. De forma muy sumarísima es lo siguiente. Según Leibniz, como la medida de la extensión, lo mismo que la del tiempo, el
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espacio, el número o la cantidad, está sometida a la continuidad fenoménica ideal homogénea de nuestra imaginación matemática, resultará que ninguno de estos parámetros puede dar razón directa de la variación, diversificación y heterogeneidad actualmente infinita de la actividad del mundo, a menos que entre nuestras medidas fenoménicas (fuerzas derivativas medibles en los cuerpos) y la estructura ontológica de lo que él llama «to dynamikón» (fuerzas primitivas: la entelequia y la materia prima o resistencia, que constituyen la substancia simple) pueda establecerse alguna relación, alguna analogía estructural, que sea algo más que una mera elaboración semántica de conceptos, y permita legitimar el tránsito del nivel epistémico de la substancia, que es simple e inextensa, al nivel epistémico de la medida exterior de los choques, que es algo compuesto y extenso. Esta analogía entre lo interior y lo exterior, entre lo simple y lo compuesto, entre la actividad interna de las substancias y la actividad externa de los cuerpos, es necesaria pues, de lo contrario, nada de lo que ha dicho hasta ahora serviría, su sistema sería una pura ensoñación y, en definitiva, nos veríamos abocados al callejón sin salida de Platón, el «Jorismós», ruptura entre lo formal y lo material, y se nos escaparía de las manos la unidad del universo, de la que habíamos partido. (Recordemos, de pasada, que ésta era la dificultad que Leibniz quería resolver del platonismo y de su heredero, el hermetismo, a fin de poderlo reducir a sistema). Así pues, ¿cuál es la relación entre las Ideas, lo formal, y las cosas sensibles, lo material?). 3.4. Para establecer esta relación y justificar su nueva noción de inercia natural de los cuerpos, Leibniz ha de reelaborar también otros cuatro conceptos fundamentales para él, que inevitablemente nosotros hemos de exponer secuencialmente, pero cuyo contenido se circulariza, esto es, podemos empezar o terminar por cualquiera de ellos pues todos se contienen en todos; tales conceptos son el infinito, la expresión, la continuidad, la analogía. 3.4.1. Empecemos por la noción de infinito, su siempre prometida y nunca terminada Scientia Infiniti. Es la crucial distinción entre infinito ideal e infinito actual, «no nos vaya a ocurrir —advierte Leibniz— que, confundiendo lo ideal con las substancias reales, pretendamos buscar partes actuales en el orden de los posibles y partes indeterminadas en el agregado de los actuales, y nos precipitemos así en el laberinto del continuo cayendo en contradicciones inexplicables (GP II 282).» Dicho más en concreto en dos palabras: la materia secunda, o sea, lo que comúnmente llamamos materia corpórea o masa de los cuerpos, está actualmente dividida, diversificada hasta el infinito sin término alguno (no hay átomos físicos indivisibles) como expresión que es de la diversificada y siempre variada actividad de las substancias, de las que aquélla resulta; por el contrario, la extensión, lo mismo que el espacio, el tiempo, el número o la cantidad, son producto ideal, abstracto, continuo, indefinido y siempre interminado de nuestra imaginación matemática. Obsérvese que ni en la realidad física ni en la idealidad matemática hay mínimos últimos; en esto lo real y lo ideal coinciden; pero difieren, y de forma radical, en que lo ideal es un producto subjetivo de nuestra imaginación, mientras que lo real está
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ahí, concreto, actual. Ahora bien, señala Leibniz siguiendo en esto la posición más extrema del hermetismo, si no hubiera unidades reales o «primeros constituyentes» (GP II 267) (las substancias simples, lo que la Tradición Hermética llama «fulguraciones de la Divinidad»), no habría pluralidades reales (la materia extensa o «los extensos»); pero, ni desde las pluralidades matemáticas (que son ideales) ni desde las pluralidades físicas (que están diversificadas actualmente sin término) es posible alcanzar las unidades reales (o el Uno), que son de otro orden no físico ni matemático (GP IV 578s). Pero, entonces, seguimos atrapados en el mismo problema de antes: ¿cómo es posible este salto ontológico de lo Uno a lo múltiple, por una parte, y de lo ideal a lo actual, por otra? El principio de solución de este problema es la teoría de la expresión. 3.4.2. La noción de expresión, esto es, la convicción según la cual el ser de cada cosa consiste en representar a todas las demás desde su particular «situs» en el universo, era una idea comúnmente admitida y practicada en la Tradición Hermética desde tiempos muy antiguos y había sido formulada bajo el símil de los «globos de mercurio» o «espejos vivientes» que, esparcidos por el ancho mundo, representan y son representados cada uno por todos los demás. La «Monas Monadum» o Uno no es causa física de los seres numerables sino el Prototipo o Referencia Universal o Concentración de toda posible representación. De esta manera, la expresión adquiere en la pluma de Leibniz una significación cósmica, holística, de manera que no sólo cada substancia representa y es representada por todas las demás in infinitum, sino también unos niveles ontológicos dicen a otros y son dichos por otros cada uno desde su propio lenguaje técnico o, dicho en otros términos, todos estos niveles contienen principios que son entre sí distintos pero equipotentes. Esto es, por poner sólo aquí un ejemplo, será lícito argumentar desde la aproximación infinitesimal de las variables en la construcción geométrica de una curva, a la aproximación siempre inagotable entre las percepciones de dos substancias: las reglas matemáticas del cálculo son distintas que las leyes metafísicas de las substancias, pertenecen a órdenes ontológicos distintos; pero unas y otras son equipotentes, es decir, expresan cada una en su terreno un mismo universo cósmico de recursividad infinita, aunque en el primer caso se trate de un infinito ideal, y en el segundo de un infinito actual, esto es, de la irrepetible singularidad de cada sujeto del mundo. 3.4.3. Esto significa, y al mismo tiempo justifica, lo que Leibniz llama «la ley de la continuidad»: en el terreno de nuestras representaciones fenoménicas todo es continuo, aunque en el terreno de las substancias y de los cuerpos reales todo es discreto, discontinuo. La continuidad, que, siempre hay que repetirlo, sólo se da en la medida de los fenómenos, no es en origen un principio de la razón deductiva ni es tampoco en origen un concepto matemático, sino una verdad de hecho que deriva del principio de perfección: Dios pudo haber hecho un mundo fenoménicamente discontinuo, y no hay más razón teórica para la continuidad en los grados de movimiento que la pueda haber en los grados de perfección de las criaturas, esto es, ninguna razón teórica; la continuidad sólo tiene un origen: la ley del orden (GP II 168, 182). Tampoco es sólo la ausencia de saltos. La continuidad es, en las manos de Leibniz, lo siguiente: Cuando la experiencia y la razón descubren aproximaciones insensibles entre variables de un sistema dado, es lícito buscar aproximaciones en otro sistema «con tal de que se conserve una
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cierta analogía», aunque entre los dos sistemas no haya ninguna semejanza (GP III 51-55; GP II 112s; GP VII 263s), de manera que lo que se produce es una relación especular o representativa entre órdenes o niveles ontológicos distintos. «La ley de la continuidad —le dice Leibniz a Johann Bernoulli— ha sido violada por los matemáticos sobre todo en el terreno ajeno a la Geometría» (GM III 742; GP II 282) 3.4.4. Con ello resulta que la continuidad se convierte en un mecanismo epistémico o principio arquitectónico que nos permite operar en nuestras investigaciones precisamente en virtud de la expresión cósmica (GP VII 279). La naturaleza de las cosas observa una actividad de aproximación por grados insensibles, propia de cada uno de estos niveles, que puede ser atribuida como algo analógicamente común a todos ellos, de manera que mutuamente se expresan en la unidad. «Yo diría —sugiere Leibniz en los Nouveaux Essais— que hay una manera de semejanza no entera o, por así decir, in terminis, sino expresiva o de relación de orden» (GP V 118). Observamos, así, que el procedimiento analógico en el razonamiento acerca de los fenómenos naturales amenaza con caer en cualquier capricho arbitrario, como frecuentemente les ocurría a tantos herméticos, kabbalistas y alquimistas. Pero vemos también que el razonamiento analógico es de una potencia heurística descomunal, que hunde sus raíces precisamente en una concepción del mundo organicista, que hoy llamaríamos complejidad, y que entonces se situaba en los antípodas del razonamiento deductivo mecanicista. Leibniz llamaba Ars Inveniendi a este razonamiento analógico. 3.5. Así pues, para evitar desviaciones fantasiosas, estos cuatro conceptos, infinito, expresión, continuidad, analogía, o el uso novedoso y cósmico que Leibniz hace de ellos, requiere ahora dos cosas: un fundamento superior que los unifique y haga válidos; y un criterio para su aplicación. El criterio no puede ser otro que la experiencia y la razón, dice Leibniz. Mas no una experiencia baconiana puramente inductiva de contabilidad de hechos ni tampoco sólo una razón matemática, sino lo que Leibniz reitera innumerables veces a de Volder, la razón del orden, de la que la lógica de nuestra razón es vicaria (GP II 168s). Y el fundamento de unificación y validación operativa de estos mecanismos arquitectónicos es lo que el filósofo llamaba mi gran principio de las cosas naturales, el principio de uniformidad / variedad de la naturaleza (GP III 339, 345; GP VI 533-535; C. 11-16; GP VI 152, etc.), que yo me permito llamar principio hermético, que convierte a Leibniz en el «último de los herméticos» o, si se quiere, en un «hermético ilustrado». Digamos, pues, dos palabras sobre este principio último del conocimiento de las cosas naturales. 4. Uniformidad / variedad: El reencuentro de Leibniz con el Hermetismo 4.1. En efecto, el principio de uniformidad / variedad no es estrictamente platónico ni aristotélico; pertenece a la herencia del platonismo, es hermético y afecta directamente a la noción —y sobre todo al uso— que la Tradición hace de la noción de materia. Hunde sus raíces, como ya sugerí al comienzo, en la noción tradicional de símbolo como «envase materializador» en el que inevitablemente ha de manifestarse y corporizarse la actividad divina para ser realmente activa extra se, tal como los kabbalistas y más
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tarde los Filósofos Químicos habían mostrado en sus especulaciones y experimentos. Se trata, pues, de la materia como una esencial auto-resistencia, como la contra-parte que la actividad ha de ponerse a sí misma para ser activa, lo que define ya el universo declinante de los múltiples grados de actividad de que se compone el mundo y cada cosa. De esta manera, lo exterior o resistente en sus variados grados no es distinto de lo interior o núcleo activo, sino sólo su exteriorización o «cáscara». Como sugerí al principio, los viejos metalúrgicos, los neoplatónicos, los botánicos y alquimistas, los «filósofos» renacentistas, designaron este principio bajo el anagrama El Todo El Uno, que, recogido en la Tabla de Esmeralda, fue transmitido durante siglos a aquéllos que querían conocer los secretos de la naturaleza, lo que Leibniz llamaba la summa rerum, esto es, la búsqueda de la causa del movimiento, no sólo el modo como éste se produce, se modifica y se transmite (GM III 728). En su peculiar Ars Inveniendi físico-metafísico-ético, aquellos hombres antiguos trataban de descubrir el interior de las cosas y del hombre mismo desde la transformación o «metánoia» de su propia envoltura exterior: esta era la verdadera metafísica alquímica, y no la mera búsqueda del oro. Ni la materia era, para ellos, la pura indeterminación que anhela una forma que desde fuera les adviene, ni las formas, almas o espíritus, andan por ahí vagando ajenas a la materialidad. «Convertir lo corpóreo en incorpóreo —decían—, lo sólido en volátil, solve et coagula («analiza y sintetiza», traducirá Leibniz), porque naturaleza se alegra con naturaleza, naturaleza vence a naturaleza, naturaleza contiene naturaleza; lo de dentro es como lo de fuera, lo de arriba como lo de abajo, para que se verifique la perfecta unidad» (Pseudo-Democritus, Physica et Mystica, s. II d. C. ed. St. Linden: The Alchemy Reader, Cambridge 2003, p. 38-47) 4.2. Desde sus años jóvenes, cuando asiste y participa en la polémica de sus maestros y guías entre Platón y Aristóteles, entre Antiguos y Modernos, Leibniz había seguido esta Tradición y había definido el cuerpo como «mens momentanea» y la mente como aquel punto central del que extrae su lugar el cuerpo (GP I 52s). Pasado el sarampión foronómico mecanicista y liberado también del yugo de Aristóteles (GP IV 478), Leibniz renuncia al movimiento como esencia de los cuerpos para reducirlo a pura idealidad (GM VI 122s), puro tránsito accidental y mudable, sólo sustentado en algo esencial y permanente: la actividad interna de los cuerpos, la fuerza (GP II 251-252, 270). Con ello Leibniz retoma la vieja idea hermética de la concepción de la substancia como una unidad real actividad-resistencia, dentro-fuera, núcleocorteza y, por lo tanto, inseparable de la materialidad: la substancia leibniziana, no siendo corpórea (pues ha de ser fundamento, no parte de lo extenso), ha de estar esencialmente incorporada para ser realmente activa y no desertora del orden cósmico producido por el Autor de las cosas (GP III 340, 345s; GP VI 601, 617-621, etc). Mientras haya entelequias o almas o lo análogo a ellas, habrá siempre una materia más o menos sutil en la que se incorporen y mediante la que se trasladen a otro teatro…, transformándose sin perder su individualidad. La noción de «semilla», que Leibniz utilizará para designar las mónadas orgánicas que, creadas todas desde el origen del mundo, transforman su envoltura exterior, ejemplifica, mejor que ninguna otra, este concepto (GP III 565; GP II 75; Grua 127; Couturat 16; GP V 309; GP VI 534).
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De esta manera, y con todas las distinciones y mecanismos epistémicos señalados, Leibniz traslada el viejo principio hermético a su nuevo gran principio de las cosas naturales, que ahora formula así: «Siempre y en todas partes y en todas las cosas todo es como aquí, es decir, que la naturaleza es uniforme en el fondo de las cosas [esto es, todas ellas son activas, subsistentes], aunque haya variedad en el más y en el menos y en los grados de perfección [esto es, cada una con su propio módulo de actividad, que determina la sucesión de sus variadas manifestaciones].» (GP III 343-348). A partir de 1695, Leibniz utiliza masiva y universalmente su ley de la continuidad fundándola en este principio de uniformidad / variedad como término medio de sus demostraciones dinámicas y metafísicas. Lo hace programática y explícitamente refiriéndose siempre a su primera formulación de la continuidad en 1687 (carta en respuesta a Malebranche, GP III 51-55), en su primera carta a Varignon de 1702 a propósito de la continuidad matemática (GM 91-95), en el Tentamen anagogicum de 1690-95 (GP VII 278), en su correspondencia con G. Grandi de 1713 (GM IV 219), con Christian Wolff en 1713 (GM V 385), con Johann Bernoulli (GM III 438, 543, 742), en la polémica con P. Bayle (GP IV 568) y en los Nouveaux Essais (GP V 48-49). Y lo utiliza pragmáticamente en momentos decisivos. Enumero sólo algunos. 4.2.1. La dimensión metafísica del cálculo diferencial. Esto es, el triángulo característico es el módulo técnico matemático que concentra en sí la ley de la sucesión de los distintos puntos de una curva, de la misma manera que la substancia simple es el módulo técnico metafísico estable que se expresa en la sucesión de sus modificaciones temporales. Cuando sus colegas afirmaban que la dx expresa o representa la variación de un término de la sucesión en el movimiento de un cuerpo, las palabras «expresión», «movimiento», «cuerpo», estaban referidas a la extensión o cuerpo matemático bajo la ley de la inercia newtoniana y, por lo tanto, algo completamente ajeno a cualquier actividad interna de los cuerpos; mientras que Leibniz, sin dejar de utilizar las mismas ecuaciones, las transciende, las sobredimensiona, las refiere, bajo su nueva noción de expresión y continuidad, al dinamismo interno de los cuerpos, de manera que la variación en la naturaleza no es un mero problema que afecte a la extensión y al número, que son cosas ideales y continuas, sino a «lo extenso», esto es, a los cuerpos o agregados, que son cosas reales y heterogéneas como expresión de la actividad de las substancias. 4.2.2. El proceso de la Dinámica. La expresión hermética dirige también el tránsito de la fuerza muerta a la fuerza viva, o sea, desde la ley de equilibrio de las fuerzas muertas (en la palanca) a la ley de equipolencia entre la causa plena y el efecto entero (en el ímpetu adquirido por los cuerpos) mediante las nociones dinámicas de conatus y de impetus como expresión de inteligibilidad de la actividad sucesiva del cuerpo (GM VI 218; GP II 154156). 4.2.3. Leibniz vuelve a utilizar este principio transversal en el argumento central de la Dinámica, a saber, cuando necesita de la elasticidad esencial de todos los cuerpos, a fin de cohonestar la acción-resistencia de éstos
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con el equilibrio interior del «to dynamikon» de cada substancia simple (GM III 544s; GM II 151, 157, 170, 177, 199; GP III 504; GM III 565s, etc). 4.2.4. Igualmente, este principio es el fundamento de todo su tratamiento de los organismos, la preformación orgánica de los mismos, los pliegues y repliegues de los seres vivos y su transformación orgánica, como puede verse en sus últimos escritos vitalistas. 4.2.5. Y cuando, finalmente, acorralado por de Volder, se ve obligado a dar una demostración a posteriori de la activitas de toda substancia, este principio es el término medio de su argumentación. Lo dice así: «Si nosotros experimentamos nuestras percepciones y apetitos, tiene que haber en nosotros, aunque fenoménicamente no lo percibamos, un principio activo como origen de dichas experiencias, pues todo lo accidental o mudable debe ser modificación de algo esencial y perpetuo» (GP II 251, 252, 257, 262, etc). Esta constatación, según Leibniz, es a posteriori. Ahora bien —añade—, en este principio de acción se contiene un gran fondo de inteligibilidad universalizable, pues en él hay algo análogo a lo que reside en nosotros, la percepción y el apetito (…), ya que, al ser uniforme la naturaleza de las cosas, no puede ser la nuestra infinitamente distinta de todas las demás substancias simples de las que se compone todo el universo» (GP II 270, 264, 272, 282; GM III 756); (…) «de lo contrario, habría demasiado salto, y la naturaleza escaparía demasiado de su carácter de uniformidad por un cambio esencial inexplicable» (GP III 340, 345). Es, pues, esta uniformidad de la naturaleza la que hace analógicamente inteligible la existencia universal de principios activos, argumento éste, que no es en absoluto a posteriori, sino radicalmente hermético, tal como se había hecho desde siglos. 5. Conclusión provisional En síntesis, a diferencia de sus maestros y colegas, Leibniz accede a participar en los nuevos descubrimientos de la ciencia moderna desde su previa convicción inalterable de que el universo producido por la Causa Común es un conjunto infinito (esto es, mayor que cualquier número dado) de sujetos activos, subsistentes, dotado cada uno de su propio módulo de actividad, que representa o dice de manera más o menos confusa o distinta a todos los demás. Esta es la complejidad ontológica del mundo que, salvando evidentemente la distancia de tres siglos, viene al encuentro de las nuevas teorías acerca de la complejidad en los sistemas alejados del equilibrio, esto es, en sistemas abiertos indefinidamente al tiempo irreversible. Por lo tanto, desde el punto de vista epistémico o acceso a esa complejidad, el sistema natural de Leibniz no puede ser «secuencial» formado por principios o axiomas abstractos lógicamente independientes, de los que se deduzcan de forma sucesiva conclusiones no reversibles, como ocurre en la Lógica, en la Matemática y en la Ciencia Newtoniana. El sistema de Leibniz ha de ser «circular» y existencial, esto es, la descripción de dicho estado de cosas, sustentadas en estructuras conceptuales equipotentes (esto es, que mutuamente se expresan diciéndose unas a otras), pero distintas (esto es, diciendo analógicamente cada nivel desde su propio lenguaje técnico), que iluminan desde variados puntos de vista la coherencia del sistema «como las calles y las plazas de una ciudad, de las que se puede partir y a las que se puede llegar desde cualquier otra» (GP VI 616), un sistema de sistemas siempre
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abierto a nuevas estructuras. En una palabra, los ejes arquitectónicos utilizados por Leibniz, la expresión como estructura del ser, la analogía como estructura del pensar sobre el ser, la continuidad como mecanismo de aproximación asintótica al ser, integrados bajo el principio hermético, esto es, no mecanicista, de la unidad orgánica y holística del mundo, deben formar parte intrínseca de su argumentación, de su experimentación, de su matemática, de su mecánica, de sus ecuaciones de movimiento. No hacerlo así, dejarlos pasar o evocarlos simplemente como si fueran «pensées périmées», como tantas veces se hace, sería, en mi opinión, no hacer justicia al pensamiento científico de Leibniz, aunque hoy no nos guste, y quizás cerrar el camino a nuevas intuiciones acerca de lo que podría ser una ciencia unificada de la naturaleza y del hombre. En el Escrito 25, junio 1703, le dice Leibniz a de Volder a propósito de los matemáticos y científicos, sus colegas: «En general, los hombres, contentos con satisfacer a su imaginación, no se preocupan de las razones, y por eso han surgido tantas cosas monstruosas contra la verdadera filosofía. Quiero decir, que no han empleado más que nociones incompletas y abstractas, o sea, matemáticas, que el pensamiento sustenta, pero que, desnudas en sí mismas, la naturaleza no reconoce, como la de tiempo, la de espacio o extensión puramente matemática, la de masa meramente pasiva, la de movimiento matemáticamente entendido, etc, con lo que pueden los hombres fingir lo diverso sin alcanzar la diversidad real.» (GP II 249). Hoy, en la era de la nueva complejidad que él de alguna manera vislumbró, y abrumados por las nuevas amenazas de un futuro incierto, parece que la radicalidad profética de Leibniz todavía nos produce miedo. *** Bernardino Orio de Miguel Sociedad Leibniz de España www.oriodemiguel.com
THÉMATA. REVISTA DE FILOSOFÍA. Núm. 42, 2009.
LEIBNIZ Y LA RELIGIÓN Jesús Luis Paradinas Fuentes. Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia Resumen: El presente trabajo trata de estudiar, sin pretensión de ser exhaustivos, las principales ideas del pensamiento de Leibniz sobre la religión, sin ocuparnos expresamente de las teológicas o ecuménicas. Para ello analizaremos, en primer lugar, el contexto filosófico en el que forma su pensamiento y terminaremos haciendo algunas reflexiones sobre la posible intención política de esas ideas. Abstract: Without the ambition of being exhaustive, the present contribution sets out to study the principal ideas in Leibniz's thought on religion, without concerning ourselves in particular with his theological or ecumenical ideas. To that end, we start by analyzing the philosophical context in which his thought took shape, and conclude with some reflections on the possible political intention of those ideas.
Como indica el título de nuestro trabajo, vamos a estudiar las principales ideas de Leibniz sobre la religión (sistema de creencias y prácticas acerca de la divinidad). No nos ocuparemos, pues, directamente de las que tienen que ver con la teología (ciencia que tiene a Dios por objeto) o con el ecumenismo (movimiento que busca la unidad de las iglesias cristianas), las cuales, como es bien sabido, han sido mucho más investigadas y son, por ello, más conocidas. Esto no quiere decir que no tengamos que referirnos a algunas ideas teológicas y ecuménicas de Leibniz al tratar de las religiosas. Para llevar a cabo nuestro cometido expondremos brevemente, dado el tiempo de que disponemos, los fundamentos filosóficos que, en nuestra opinión, condicionaron su pensamiento religioso. A continuación analizaremos, sin pretensión de ser exhaustivos, las principales ideas de Leibniz sobre la religión. Y, por último, plantearemos el problema de la posible intención política de dichas ideas. 1. Fundamentos filosóficos de su pensamiento religioso Todos están de acuerdo en que Leibniz tiene una visión extrema de la racionalidad de la realidad, hasta el punto de llegar a defender la idea de que este mundo es el mejor de los posibles. Para Leibniz, en cualquier situación, por absurda o contradictoria que parezca, cabe encontrar infinitas expresiones del orden racional. La tradición racionalista de pensamiento, tan importante en la cultura occidental, alcanza en nuestro filósofo el grado sumo. De esto no vamos a hablar por ser suficientemente conocido. Pero hay también otro fundamento filosófico que, en nuestra opinión, juega un importante papel en la formación de sus ideas religiosas. Nos referimos a la tradición mística de pensamiento que se formó en occidente a partir de las enseñanzas de una serie de sabios de la antigüedad, como el persa Zoroastro, el egipcio Hermes Trismegisto, el tracio Orfeo, y de las doctrinas filosóficas de los griegos Pitágoras y Platón. Esta tradición se revitalizará en Alejandría, a partir del siglo II de
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nuestra era, cuando un grupo de teólogos y filósofos paganos recurran a ella en su intento de oponerse al triunfo del cristianismo1. Según sus defensores, en ella se recoge la revelación primitiva dada por Dios a la humanidad, una prisca theologia, que concuerda fundamentalmente con la revelación cristiana. Para exponer esas ideas se redactaron entonces una serie de escritos, entre los que destacan los Oráculos caldeos, el Corpus Hermeticum y los Himnos Órficos, que se atribuyeron, respectivamente, a los sabios anteriormente mencionados, es decir, a Zoroastro, a Hermes Trismegisto y a Orfeo, en los que se recogía la sabiduría de los antiguos babilonios, egipcios y griegos. Esta tradición mística pagana, con el añadido de elementos judíos y hasta cristianos, fue recuperada en una nueva síntesis por el alejandrino Ammonio Saccas, y continuada y enriquecida, entre otros, por Plotino, Porfirio, Jámblico y Proclo, dando origen a lo que se conoce como corriente neoplatónica de filosofía. Más tarde, en 1439, un discípulo de Proclo, llamado Gémisto Pletón, que formaba parte de la delegación bizantina enviada al Concilio de FerraraFlorencia convocado con la intención de unir a las iglesias de oriente y occidente, expuso esta filosofía en la ciudad de Florencia, llamando poderosamente la atención de sus oyentes. Como consecuencia de ello, en 1462, Cosme de Médicis fundó una Academia Platónica, poniendo a Marsilio Ficino al frente de la misma, para que la estudiara, tradujera y diera a conocer. Se formó así una nueva escuela filosófica, en la que se integró también la tradición mística judía de la kábala, que se extendió después por Europa, y recibirá el nombre de neoplatonismo florentino o renacentista. Según esta tradición de pensamiento, el Uno es la máxima perfección y realidad y de él se deriva todo lo existente por emanación. En este proceso se da una degeneración que va de lo simple y espiritual a lo compuesto y material. El universo es concebido como un gran organismo, penetrado de fuerzas espirituales, en el que existe conexión y armonía entre todas las cosas. Todo está interrelacionado en el universo. Esto quiere decir que todo acontecimiento, por ínfimo y alejado que parezca, repercute de alguna manera en otros que no parecen estar conectados con él. Por lo tanto, a pesar de la multiplicidad y de la diferenciación existente, el universo es uno y funciona como un sistema armonioso que tiende a la unidad y a la coordinación de todas las cosas. Parece evidente que Leibniz asumió muchas de las ideas de esta tradición mística tal y como fueron expuestas por la corriente filosófica del neoplatonismo renacentista. Entre ellas debemos destacar la idea de la armonía existente en el universo, que daría origen a lo que el propio Leibniz llamó «sistema de la armonía preestablecida», fundamental en su pensamiento y que le sirve para conciliar dos principios claves de su filosofía, el principio de identidad de los indiscernibles (que defiende la pluralidad de lo existente) y el principio de continuidad de todas las cosas (que propugna la unidad última del universo)2. 1 También en Alejandría, en el siglo I, el judío Filón había intentado armonizar el judaísmo y la filosofía griega mediante el método alegórico, convencido de que la fe mosaica y la filosofía griega coincidían en lo fundamental. 2 Del principio de continuidad decía el propio Leibniz lo siguiente: «Le principe de continuité est… hors
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La idea de la armonía universal, como veremos, le permitirá también a Leibniz defender al mismo tiempo la diferencia y la continuidad existente, tanto entre la religión natural y la revelada como entre el reino de la naturaleza y el de la gracia. 2. Pensamiento de Leibniz sobre la religión 2.1. Religión natural y religión revelada Aunque Leibniz, de acuerdo con la opinión general, dice que la religión consiste en dos cosas, en la creencia y en el culto, parece conceder mayor importancia a este último elemento. Esto es lo que se desprende de la definición que nos ofrece de la religión, que nos parece sumamente interesante para comprender el papel que va a desempeñar en su pensamiento: «Religio est cultus potentiae invisibilis intelligentis seu Numinis, quae si rationi contraria sit, superstitio appelantur. Etiam cum Christus esset visibilis, tamen ejus potentia erat invisibilis»3. Es decir, para Leibniz la religión es, sobre todo, un «culto» que se da a una realidad que califica de «potencia invisible». Esa realidad a la que se da culto es, evidentemente, Dios, que para Leibniz, antes que sabiduría o amor, es «potencia»: «Se da en Dios la Potencia, que es el origen de todo; además, el Conocimiento, que contiene el pormenor de las ideas; y, finalmente, la Voluntad, que efectúa los cambios o producciones, según el principio de lo mejor»4. Esta misma idea la repetirá Leibniz, usando esta vez la palabra «fuerza», para referirse a la que considera es la más importante de las formalidades de Dios: «La voluntad no es la primera fuente de las cosas: todo lo contrario, ella sigue naturalmente al conocimiento del bien. Más bien estaría de parte de los que reconocen en Dios, como en todos los demás espíritus, tres formalidades: fuerza, conocimiento y voluntad. En efecto, toda acción de un espíritu exige posse, scire, velle: la esencia primitiva de toda substancia consiste en la fuerza, y dicha fuerza, en Dios, determina que Él sea necesariamente y que todo lo que existe emane de Él»5. doute chez moi, et pourrait servir a établir plusieurs vérités importantes dans la veritable philosophie…» Carta a un desconocido, 16 de octubre de 1707. Cita tomada de J. Baruzi, Leibniz et l'organisation religieuse de la terre. Paris, Félix Alcan, 1907. Reimpresión Darmstadt, Scientia Verlag Aalen, 1975, p. 509. 3 G. W. Leibniz, Phil., VII, D. II. Cita tomada de L. Couturat, Opusculus et fragmentes inédites de Leibniz. Paris, Felix Alcan, 1903, p. 508. 4 G. W. Leibniz, Monadología. Oviedo, Pentalfa, 1981, 48. 5 Carta de Leibniz a Morell, 29 de septiembre de 1698, en G. W. Leibniz, Escritos de Filosofía jurídica y política. O. c., p. 439. Leibniz parece enseñar en este texto que todo lo existente emana de Dios. Pues bien, recordemos que las mónadas se originan, según nuestro autor, por continuas fulguraciones de la divinidad (Cf. Monadología, O. c., 47) y que, como es sabido, la teoría que enseña que todas las cosas emanan por fulguraciones de la luz divina fue propuesta por la corriente neoplatónica de la filosofía. Tenemos aquí, en nuestra opinión, una prueba más de la influencia de dicha corriente en el pensamiento
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Dios, que según Leibniz es ante todo «potencia» o «fuerza», ha revelado a los hombres la religión verdadera mediante un doble procedimiento: por la luz de la naturaleza y por la enseñanza de otros hombres, como Moisés y Jesucristo: «De aquí se sigue que Dios reveló a los hombres la verdadera religión ya por la luz de la naturaleza como una irradiación de la razón suprema a la nuestra antes de que fuera dada la ley de Moisés. Pero como los hombres se sirven rara vez suficientemente de la razón, Dios ha enseñado a los hombres, no sólo a través de hombres sabios, sino también especialmente a través de Moisés y del modo más magnífico a través de Cristo, las supremas verdades y reglas de la plena felicidad mediante el cumplimiento de su voluntad»6. Estas mismas ideas sobre la religión natural y la religión revelada las repite Leibniz en otras ocasiones: «La religión de la razón es eterna, y Dios la ha grabado en nuestros corazones. Nuestras corrupciones la han oscurecido, y el fin de Jesucristo fue devolverle su brillo, hacer volver a los hombres al verdadero conocimiento de Dios y del alma y llevarles a la práctica de la virtud, que da origen a la verdadera felicidad» 7. Insistimos en que, para Leibniz, la necesidad de la revelación a través de Moisés y de Jesucristo se debe al mal uso de la razón por parte de algunos seres humanos: «Aun cuando no hubiera ni revelación pública ni escritura, los hombres, siguiendo las luces internas naturales —es decir, la razón—, a las que la ayuda de la luz del Espíritu Santo no faltará cuando sea necesaria, no dejarían de llegar a la verdadera beatitud. Pero, como los hombres usan mal de la razón, la revelación pública del Mesías se hizo necesaria»8. Hasta aquí Leibniz está repitiendo una doctrina común entre los tratadistas de la revelación. Pero añade una nueva justificación para defender la necesidad de la misma: «Hay que reconocer que la revelación ha sido necesaria. La razón por sí sola, sin el apoyo de la autoridad, no afectará jamás a la mayoría de los hombres; pero esto no debe permitir que la revelación se aleje de su objetivo y que se la vuelva contra las verdades eternas, contra la sólida virtud y contra la verdadera idea de Dios.»9.
de Leibniz. 6 De la sabiduría, en G.W.Leibniz, Escritos de Filosofía jurídica y política. O. c., p. 430. 7 Carta a la electriz Sofía, abril de 1709, en G. W. Leibniz, Escritos de Filosofía jurídica y política O. c., p. 411. 8 Carta de Leibniz a Morell, 29 de septiembre de 1698, en G.W.Leibniz, Escritos de Filosofía jurídica y política. O. c., p. 439. 9 Carta a la electriz Sofía, abril de 1709, en G. W. Leibniz, Escritos de Filosofía jurídica y política, O. c., p. 412.
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Este hecho distingue, según Leibniz, la revelación realizada por los sabios de la realizada por Moisés y por Jesucristo. Los sabios no consiguieron darle al dogma fuerza de ley, algo que sí pudo hacer Moisés. Jesucristo, por su parte, logró convertir la religión natural en ley, haciendo lo que tantos filósofos habían en vano tratado de hacer10. Como hemos dicho, la revelación de Jesucristo fue necesaria porque los hombres usan mal de la razón. ¿No puede darse el caso de que también utilicen equivocadamente dicha revelación? Leibniz parece admitir esta posibilidad cuando dice que es la «voz natural», la que debe justificar «la voz revelada» para que no nos engañemos y consideremos revelaciones de Dios lo que son imaginaciones o ilusiones nuestras: «La razón es la voz natural de Dios, y sólo por ella se debe justificar la voz revelada de Dios, para que nuestra imaginación ni ninguna otra ilusión nos engañe»11. Esta idea de Leibniz de que la verdadera religión debe justificarse por la razón, es una constante en su pensamiento. Por eso enseña que las religiones que se fundan en libros se convierten en religiones muertas si desaparecen esos libros, mientras que, por el contrario, toda religión fundada sobre la razón, no desaparecerá para siempre, pues, aunque puede corromperse, habrá siempre medios de resucitarla12. Nada, por lo tanto, ni en la religión natural ni en la revelada debe ser contrario a la razón: «Tengo el convencimiento de que la religión no debe tener nada que sea contrario a la razón, y que siempre se debe dar a la Revelación un sentido que la exima de todo absurdo»13. Piensa Leibniz que algunos teólogos cristianos se apartan de esas ideas cuando pretenden que una doctrina parezca muy absurda para que merezca ser creída; o que los hombres, para salvarse, deben reconocer la encarnación de Jesucristo; o que los niños que mueren antes del bautismo se condenan14. En realidad, insiste Leibniz, la religión natural y la revelada enseñan las mismas cosas, «al menos en la práctica»: «En una palabra: Hay que hacer el bien y creer que Dios lo hace. He aquí reunidas la religión natural y la revelada, al menos en la práctica: pues los misterios conciernen más bien al conocimiento, y es suficiente que se entiendan de una manera que no vaya en detrimento de los 10 «Les Sages… n'ont pas eu… comme Moïse le bonheur de faire passer le dogma en loi… Jésus-Christ acheva de faire passer la religion naturelle en loi… Il fit lui seul ce que tant de philosophes avaient en vain tâché de faire». G. W. Leibniz, Phil. Schr. VI, pp. 26-27. Cita tomada de J. Baruzi, O. c., p. 44. 11 Carta de Leibniz a Morell, 29 de septiembre de 1698, en G.W.Leibniz, Escritos de Filosofía jurídica y política. O. c., p. 439. 12 Cf., J. Baruzi, O. c., p. 487. 13 Carta a la electriz Sofía, abril de 1709, en G. W. Leibniz, Escritos de Filosofía jurídica y política. O. c., p. 411. 14 Ibídem, pp. 413-415. Sin embargo, Leibniz reconoce que también hay teólogos católicos romanos que se muestran favorables a la salvación de los que están en el error con tal de que tengan verdadero amor de Dios. Véase Observaciones de Leibniz sobre las reflexiones del señor Pellison sobre las diferencias de religión, octubre de 1690, en G. W. Leibniz, Escritos de Filosofía jurídica y política. O. c. p. 491 y 492.
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atributos y perfecciones de Dios»15. Para Leibniz, por lo tanto, existe una continuidad entre la religión natural y la religión revelada. La revelación cristiana no es para él algo extraño o inesperado, sino que acaba la revelación natural. Pero hay más. La revelación cristiana aparece como la combinación del reino de la naturaleza y el reino de la gracia, y Jesucristo es el punto en el que más perfectamente se realiza16. En efecto, en la naturaleza hay, para Leibniz, dos reinos perfectamente «armónicos»: el reino de los cuerpos y el reino de las almas: «Las almas actúan según las leyes de las causas finales, por apeticiones, fines y medios. Los cuerpos actúan según las leyes de las causas eficientes o de los movimientos. Y ambos reinos, el de las causas eficientes y el de las causas finales, son armónicos entre sí»17. Ahora bien, entre las almas hay algunas especiales, las racionales, que Leibniz llama también espíritus, que constituyen lo que llama «la ciudad de Dios»: «De donde es fácil concluir que el conjunto de todos los Espíritus ha de constituir la Ciudad de Dios, esto es, el estado más perfecto posible bajo el más perfecto de los Monarcas. Esta ciudad de Dios, esta Monarquía verdaderamente universal, es un Mundo Moral dentro del Mundo Natural y lo más sublime y divino que hay en las obras de Dios»18. Hay, pues, un nuevo mundo dentro del natural, el mundo moral, que Leibniz llamará también «reino moral de la gracia». Este mundo, como no podía ser menos, también vive en armonía con el mundo físico de la naturaleza: «Del mismo modo que antes hemos establecido una Armonía perfecta entre dos Reinos Naturales, el de las causas Eficientes y el de las Finales, debemos señalar aquí también otra armonía entre el reino Físico de la Naturaleza y el reino Moral de la Gracia, esto es, entre Dios considerado como Arquitecto de la Máquina del Universo y Dios considerado como Monarca de la ciudad divina de los Espíritus. En virtud de esta Armonía las cosas conducen a la gracia por las vías mismas de la naturaleza…»19. 2.2. Las religiones cristianas Como hemos visto el cristianismo tiene su origen en la revelación de Jesucristo, una revelación que continúa la natural, la que Dios ha dado a través de la naturaleza y que se hizo necesaria por el mal uso de la razón y 15
Ibídem, p. 412. Cf., J. Baruzi, O. c., p. 473. G. W. Leibniz, Monadología. O. c., 79. 18 Ibídem, 85 y 86. 19 Ibídem, 87 y 88. 16 17
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para que llegara a la mayoría de los hombres. El problema es que hay varias religiones que se dicen cristianas. ¿Cuál es la auténtica? Leibniz piensa que tanto en el catolicismo romano como en el protestantismo hay virtudes y defectos, verdades y errores. «Muy a menudo encuentro que hay razón en ambos bandos, si se la entiende, y me gusta menos refutar y destruir que descubrir algo y construir sobre los cimientos ya puestos»20. El principio general de unificación del mundo propio del neoplatonismo, del que hablamos en la primera parte de nuestra exposición, juega aquí también un papel decisivo. Todas las religiones cristianas tienen algo de verdad. Así pues, si preguntáramos a Leibniz con cuál de ellas se quedaría, estamos seguros que su respuesta, de acuerdo una vez más con su modo de ser y con su filosofía, sería «con todas». En efecto, el propio Leibniz, que como todos sabemos nació y siguió siendo luterano, decía que era católico de corazón. Ahora bien, pensaba que la esencia de la catolicidad no consistía en pertenecer exteriormente a la Iglesia de Roma, sino en participar en lo que consideraba verdadera y esencial comunión: la caridad: «Tenéis razón, señora, en considerarme católico de corazón; lo soy incluso abiertamente, pues sólo la obstinación le convierte a uno en hereje, y, gracias a Dios, de eso mi conciencia no puede acusarme. La esencia de la catolicidad no es pertenecer exteriormente a la comunión de Roma; si así fuera, los que son injustamente excomulgados dejarían de ser católicos a su pesar, y sin haber cometido falta alguna que lo justificara. La verdadera y esencial comunión, que hacen que formemos parte del cuerpo místico de Jesucristo, es la caridad»21. Hay, por lo tanto, para Leibniz, diferencia entre comunión interior y exterior. Lo que vale es lo primero. Menos importancia tiene, si es que tiene alguna, el participar en los ritos, en las ceremonias e incluso en las creencias. Tal vez fuera esta conducta de Leibniz lo que llevó a algunos a hacer un juego de palabras con su nombre y llamarlo Glaubt nichts, es decir, el que no cree en nada. ¿Cómo justifica Leibniz el ser católico de corazón y no pertenecer exteriormente a la Iglesia de Roma? Distinguiendo entre la Iglesia católica y la Iglesia romana: «Así señora, no me ha sorprendido que hayáis creído que sería suficiente aleccionarnos a volver a lo que llamáis Iglesia. Pero si supieseis cuánto 20 Carta de Leibniz a Bossuet, 13 de julio de 1692. Cita tomada de J. Arana, «Orden religioso y orden político en el ecumenismo de Leibniz», en J. Choza y W. P. Wolney (coords.), Orden religioso y orden político en las tres culturas. Sevilla, Fundación San Pablo, 2001, p. 74. 21 Carta de Leibniz a la señora de Brinon, 16 de julio de 1691, en G. W. Leibniz, Escritos de Filosofía jurídica y política. O. c., p. 520. Leibniz concedía la máxima importancia a la caridad: «El derecho es la ciencia de la caridad. La justicia es la caridad del sabio, es decir, la virtud que, de acuerdo con la razón, dirige el afecto del hombre hacia sus semejantes. A su vez, la caridad es el hábito de amar a todos. A quien tiene este sentimiento, lo consideramos bueno». Sobre los tres grados del derecho natural y el de gentes, en G.W.Leibniz, Escritos de Filosofía jurídica y política. O. c., p. 111.
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hablan los nuestros del Anticristo y de Babel, agradeceríais que el abad de Loccum y yo nos limitemos a hablar simplemente de Iglesia romana, sin confundirla, ni con Babilonia ni con la Iglesia católica»22. La Iglesia católica, o la religión católica, no se identifica, por lo tanto, con la Iglesia romana… sino con la religión universal y perfecta, cuyo principio es la razón: «… la razón… es el principio de una religión universal y perfecta que se puede llamar con justicia la Ley de la naturaleza. … de suerte que, a la atención del consentimiento y de la observación de todos los hombres, la ley de la naturaleza es la religión católica»23. Para Leibniz la Iglesia romana es infalible en los artículos de fe necesarios para la salvación, pero defiende algunos errores y comete muchos abusos, lo que dificulta la entrada en ella de los que no los aceptan. Él mismo mantiene opiniones filosóficas, que no puede abandonar por considerarlas demostradas, que son rechazadas, e incluso condenadas, por teólogos romanos24. A pesar de todo reconoce que si hubiera nacido en la Iglesia romana permanecería en ella: «Es verdad que, si yo hubiera nacido en la Iglesia romana, no saldría de ella hasta ser expulsado, negándome la comunión por negarme yo, quizá, a suscribir ciertas opiniones comunes. Pero he nacido y crecido fuera de la comunión romana, y creo que no es honesto ni serio por mi parte decir que estoy dispuesto a entrar en ella, sabiendo que quizá no seré aceptado si se descubren mis sentimientos…»25. Es más, reconoce que le gustaría pertenecer a la comunión de la Iglesia de Roma si ello no pusiera en peligro la tranquilidad de su conciencia y la paz que disfruta en su situación actual: «Os confieso de corazón que querría pertenecer a la comunión de la Iglesia de Roma, con tal de que pueda entrar en ella con la conciencia tranquila y con esta paz que disfruto en la actualidad, sin omitir nada por mi parte de lo que pueda ayudarme a conseguir una unión tan deseable»26. No es de extrañar, por lo tanto, que cuando le ofrecieron encargarse de la Biblioteca Vaticana, con la condición de que se convirtiera al catolicismo romano, lo considerara seriamente, aunque finalmente decidió seguir siendo luterano. La explicación la tenemos en la idea de Leibniz de que se debía permanecer en la religión en la que se había nacido a no ser que hubiera razones graves que justificaran el cambio. 22 Carta de Leibniz a la señora de Brinon, abril de 1695, en G. W. Leibniz, Escritos de Filosofía jurídica y política. O. c., p. 538. 23 G. W. Leibniz, Inédits, Paralléle, par. 4 y 5. 24 Carta de Leibniz al Landgrave Ernst de Hesse-Rheinfels, enero de 1684, en Escritos de Filosofía jurídica y política. O. c., p. 483. 25 Ibídem. 26 Ibídem, p. 484.
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En efecto, enseña nuestro autor que nada debe hacerse sin motivo, y mucho menos cambiar nada sin razón, porque todo cambio es peligroso y arriesgado, sobre todo en las cosas que atañen a la salvación: «De todo lo anterior se sigue que la religión en la que uno ha nacido no debe cambiarse sin alguna gravísima razón, y que el protestante debe volver a la Iglesia si es que sus mayores hicieron una reforma ilegítima; no obstante muy de otro modo deberá ocurrir si se demuestra que el romano pontífice cambió la religión primitiva»27. Esta misma idea, la necesidad de que haya graves razones para justificar el cambio de religión, la repetirá Leibniz en otras ocasiones: «Creo que debemos estar de acuerdo con el autor en que, tanto para pertenecer a una religión, como para cambiarla, hace falta que creamos tener razones de peso, puesto que la religión consiste en dos cosas, en la creencia y en el culto, es evidente que no podríamos creer nada sin pensar que existen pruebas o fundamentos para ello. Hay, pues, que reconocer que todos tenemos necesidad de algún examen de este tipo, pues de otro modo, la religión sería arbitraria, y no tendríamos ventaja alguna sobre las sectas y los infieles»28. A continuación Leibniz nos aclara que hay dos tipos de razones para persuadir a alguien de la verdad de una religión: unas que llama explicables, que pueden ser propuestas a otros por un razonamiento distinto, y otras que llama inexplicables, que consisten únicamente en nuestra conciencia o percepción y en una experiencia de sentimiento interior, de la que no podemos hacer partícipes a los demás, a no ser que encontremos el medio de hacerles sentir las mismas cosas y de la misma manera29. En cualquier caso, piensa que la verdad existente en el protestantismo debe ser conservada tras la unión de las iglesias. Por esa razón pide que se envíen misioneros protestantes a China, porque si se dejaba esa labor únicamente en manos de los enviados por la Iglesia romana, aquella se perdería. 2.3. Las religiones no cristianas Aunque todas las religiones del mundo tengan su parte de verdad al proceder de la revelación primitiva dada por Dios a toda la humanidad a través de la razón, han ido degenerando debido a la debilidad de la razón humana, por lo que deben ser reemplazadas por la revelación de Jesucristo. Para Leibniz la ley de Moisés, la revelación judía, se limitó a reformar el paganismo, que es el resultado de la degeneración de la razón original o ley de la naturaleza, pero sólo el cristianismo las ha restablecido. El judaísmo, aunque es una religión revelada y posee verdades fundamentales de la fe, 27 Sobre el cambio de religión y el cisma, en G. W. Leibniz, Escritos de Filosofía jurídica y política. O. c., p. 494. 28 Observaciones de Leibniz sobre las reflexiones del señor Pellison sobre las diferencias de religión, octubre de 1690, en G. W. Leibniz, Escritos de Filosofía jurídica y política. O. c. p. 486. 29 Ibídem, p. 487.
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no alcanza la plenitud de la revelación, la cual sólo se produjo en Jesucristo, que fue el encargado de convertir la religión natural en ley. Del islamismo, religión que le es poco conocida, dice que aunque es inferior al judaísmo y al cristianismo, no debe despreciarse, ya que es un tipo de religión natural y monoteísta que ha asimilado muchos valores de las religiones reveladas30. Le reprocha, sin embargo, el defender un cierto fatalismo que puede llegar a anular la libertad del hombre. También duda de la moralidad de algunas prácticas islámicas, como la yihad o guerra santa. El confucianismo, en cambio, es para Leibniz la más perfecta de las religiones naturales, de las que no tienen su origen en la revelación judeocristiana. Pensaba incluso que «la Filosofía China se acerca más a la Teología Cristiana que la Filosofía de los antiguos Griegos»31. De todos modos, también cree Leibniz que el pensamiento chino ha degenerado con el paso del tiempo: «… los antiguos Chinos han sobrepasado infinitamente a los modernos, tanto en relación con la piedad o con la verdadera moral, en la doctrina de la virtud y en la Rectitud del corazón, como en cuanto a la ciencia profunda»32. En cualquier caso, en su búsqueda de la unidad religiosa de la humanidad, pretende que también los chinos se conviertan al cristianismo, pues piensa que si Europa aventaja a China es por dos razones: por su fe cristiana y por sus ciencias demostrativas33. Añade, además, que la enseñanza de dichas ciencias es la mejor manera de propagar la fe cuando se envían misioneros que no van a los pueblos bárbaros sino a los civilizados, como es el caso de China. Por eso pide que los misioneros evangélicos que se envíen allí estén instruidos no sólo en teología, sino en matemáticas, astronomía, medicina y cirugía. Debían ser tan excelentes en estas ciencias que aventajaran a los jesuitas y a otros misioneros enviados por la Iglesia romana34. En cambio pide que sean los chinos los que nos envíen misioneros para enseñarnos la religión natural: «Lo he dicho ya y lo repito ahora: enviamos misioneros a las Indias para predicar la religión revelada. Esto es una buena acción. Pero parece que tendríamos necesidad de que los chinos, a su vez, nos enviasen misioneros para enseñarnos la religión natural, que casi hemos perdido»35. Digamos, para terminar este apartado, que también la introducción de 30 Cf., L. Rensoli, «La Europa unificada según Leibniz: irenismo y política», en DYKAYOSINE Nº 16 (Junio 2006), p. 68. 31 G. W. Leibniz, Discurso sobre la teología natural de los chinos. Buenos Aires, Biblioteca Internacional Martin Heidegger, 2000, p. 179. 32 Ibídem, p. 201. Este párrafo no aparece en todas las ediciones del Discurso. 33 Piensa, en cambio, que China aventaja a Europa en sabiduría de vida, en tolerancia religiosa y en fomento de la paz. 34 Consideraciones sobre como organizar el modo más favorable posible la propagación de la fe por las ciencias en la Nueva Sociedad Real de Ciencias, en G. W. Leibniz, Escritos de Filosofía jurídica y política. O. c. pp. 393-401. 35 Carta de Leibniz a la electora Sofía, 10 de septiembre de 1697, en G. W. Leibniz, Escritos de Filosofía jurídica y política. O. c. p. 544.
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la filosofía entre los chinos, sería de gran ayuda, según Leibniz, para preparar los espíritus a recibir la verdadera religión36. 3. La religión y la política Hay dos interpretaciones del pensamiento de Leibniz, sobre todo en lo que se refiere a su búsqueda de la unidad religiosa, propuestas, entre otros, por L. Lévy-Brúhl37 y J. Baruzi38, que defienden, respectivamente, la intención fundamentalmente política y la intención predominantemente religiosa de dicho pensamiento. Pensamos, sin embargo, que no se trata de propósitos contrapuestos sino complementarios, que están al servicio de un objetivo superior: la búsqueda de la unificación completa de la humanidad. Esta unidad se intenta conseguir por un doble camino: el espiritual (religión) y el material (política). Para lograrlo recurre Leibniz tanto a las potencias espirituales o poder religioso: las iglesias y los jesuitas, como a las potencias materiales o poder político: Luis XIV y Pedro el Grande. De todas formas, parece que hay en Leibniz una evolución en lo que se refiere a la búsqueda de la unidad política y religiosa de la humanidad. En su etapa juvenil su interés político giraba en torno a la unidad europea y el religioso en torno a la unión de las religiones cristianas. En su madurez, en cambio, su interés político se extiende más allá de unificar los estados europeos y su interés religioso no se limita a la unificación de las iglesias cristianas. Leibniz pretende ahora que Europa colonice todos los continentes y que el cristianismo imponga sus creencias y sus prácticas a todas las religiones. Se trata ahora de expandir los valores políticos europeos y los valores religiosos cristianos por todo el mundo para hacerlos universales, para unificar el mundo mediante esos valores. En su búsqueda de esa unidad, Leibniz acude siempre a los que tienen poder en ambos campos. La misión de los poderosos es realizar las grandes obras que conciben los pensadores, pues sólo los primeros, por tener el poder, pueden realizar la unión política y la unión religiosa de la humanidad. Entre los que tienen poder político Leibniz recurre, entre otros, a Luis XIV y a Pedro el Grande. Entre los que tienen poder religioso se fija especialmente en los jesuitas, a los que, ya desde 1680, considera una gran potencia pero mal empleada. Los jesuitas, según Leibniz, deben transformarse de anti cartesianos en defensores de la nueva filosofía, la de Leibniz, por supuesto. A ellos les compete la misión de extender la religión cristiana hasta el extremo oriente. Una vez más, unión materia y espíritu, política y religión, reino de la naturaleza y reino de la gracia. Leibniz llegó incluso a asignar a algunos estados europeos una misión de tutela sobre algunas partes del mundo. Propuso que Suecia y Polonia se ocuparan de Siberia; Inglaterra y Dinamarca de América del Norte; España de América del Sur; Holanda de la India Oriental y Francia de África y Egipto39. 36 «L'introduction de la Philosophie chez les chinois seroit d'un grandissime effect, pour preparer les Esprits de plus prés à recevoir la veritable religion». Carta de Leibniz a Bouvet, 2 de diciembre de 1697. Cita tomada de G. W. Leibniz, Discurso sobre la teología natural de los chinos. O. c., p. 41. 37 L. Lévy-Bruhl, L'Allemagne depuis Leibniz. Paris 1830. 38 J. Baruzi, Leibniz et l'organisation religieuse de la terre, Paris 1907. 39 F. de Careil, Oeuvres de Leibniz publiées pour la premiere fois d'après les manuscrits originaux.
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Pensó incluso que las órdenes religiosas de la Iglesia romana podían ser mejor aprovechadas si se les asignaba a cada una de ellas un particular trabajo intelectual y asistencial. Su propuesta, mucho más elaborada que la anterior, decía lo siguiente: «Los benedictinos, cistercienses y otros parecidos que están provistos de buenas rentas, harían investigaciones en la naturaleza, para el conocimiento de minerales, plantas y animales; serían hospitalarios y darían limosnas, ya que poseen tierras y medios con los que hacer experimentos y obras de caridad. Los monjes mendicantes, sobre todos los franciscanos, capuchinos y observantes, se dedicarían, no obstante los cánones contrarios, a la medicina, la cirugía y, con su asistencia personal, al socorro de los pobres soldados y enfermos, cosa que se encontrará bastante acorde a la finalidad y carácter de las respectivas instituciones. Los dominicos y jesuitas permanecerían como lectores y profesores, como los carmelitas y agustinos, y serían predicadores y maestros de escuela, pero con alguna reforma. Harían investigaciones sobre historia eclesiástica y profana y se harían expertos en la lectura de los Padres y en las humanidades. Los padres de la Merced y todos los demás misioneros de todas las órdenes dependientes de la Congregación para la Propagación de la Fe, cultivarían en particular las lenguas orientales y otras, y repararían las ruinas ocasionadas por la confusión de Babel, tanto en lo que concierne a la fe como en lo que se refiere a la lengua. Además, rendirían muy grandes servicios a la raza humana, estudiando la geografía y trayendo hasta nosotros las artes, los conocimientos simples y las drogas de otros países, llevándoles a cambio a ellos las luces de la fe y de la ciencia, en lo cual, sin embargo, es necesaria alguna circunspección. … los cartujos, anacoretas, y otros que se han alejado del mundo, serían muy buenos para las ciencias abstractas. El álgebra, la matemática pura, la metafísica real y la teología mística, sobria y sólida, y también para la poesía sagrada, que entonaría himnos a Dios de una admirable belleza. No quiero referirme ahora a los canónigos y a otros beneficiarios seculares, que reservaremos para otro momento»40. Es posible que el propio Leibniz se diera cuenta de los extremos a donde le llevaba su deseo de racionalizarlo y armonizarlo todo, de asignar a cada cosa una misión singular en el conjunto de lo existente. Tal vez por eso termina su carta con estas palabras: «No dudo de que os reiréis al leer estas cosas, y estoy de acuerdo en que no son más que ideas divertidas. Pero también es algo de lo que tenemos mucha necesidad en estos desgraciados tiempos»41. No estoy seguro de si nuestros tiempos son más o menos desgraciados que los de Leibniz. Si lo estoy, en cambio, de que también ahora tenemos Paris, 1859-1875, vol. VI. Cf., J. Baruzi, O. c., p. 10. 40 Carta al Landgrave Ernst de Hesse-Rheinfels, 23 de marzo de 1690, en G. W. Leibniz, Escritos de Filosofía jurídica y política. O. c. p. 465. 41 Ibídem, p. 466.
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necesidad de ideas y de acciones que sirvan para fomentar la unidad y la racionalidad entre los seres humanos. Como hemos visto, Leibniz fue un maestro en ambas cosas. *** Jesús Luis Paradinas Fuentes c/ Zaragoza 5-3º-izq. 38009 Santa Cruz de Tenerife [email protected]
THÉMATA. REVISTA DE FILOSOFÍA. Núm. 42, 2009.
FUERZAS, TENDENCIAS, ENTELEQUIAS: VIDA Y FINALIDAD INMANENTE SEGÚN LEIBNIZ1 Antonio Pérez Quintana. Universidad de La Laguna Resumen: El objetivo de este texto es mostrar que en la concepción leibniziana de la vida ocupa un lugar importante no sólo la finalidad externa vinculada al Dios trascendente de la Teodicea, sino también una finalidad estrictamente inmanente. Partiendo del protagonismo que concede Leibniz a las categorías de fuerza y tendencia, se pone de manifiesto la confluencia de principio interno de actividad y de finalidad interna en el ser vivo y se llama la atención sobre las perspectivas éticas que, en este contexto de ideas, abre el concepto de tendencia a la perfección. Abstract: The aim of this paper is to show that, in the leibnizian view of life, it has a fundamental role not only the external finality linked to the transcendent God, but also a finality strictly immanent. From the relevant place that Leibniz conceded to the categories of strength and tendency, it is clear the confluence of the internal principle of activity and of the internal finality in the lived being. Finally, I pay attention to the ethical perspectives that, in this context of ideas, open the concept of tendency to the perfection.
En el pensamiento de Leibniz sobre la vida ocupa un lugar importante la idea de una finalidad externa que es referida a Dios como causa trascendente que se propone fines al crear a la naturaleza. Dios, piensa Leibniz, asigna un fin a cada ser vivo en un universo que se rige por los principios de la armonía preestablecida. El orden que hay en el mundo no puede ser comprendido con independencia del supuesto de una sabiduría infinita y de un diseño de acuerdo con el cual Dios creó ese mundo. Muy especialmente los organismos o máquinas naturales constituyen la materialización de un orden cuya complejidad (cada parte de los mismos es a su vez una máquina hasta el infinito) implica un fin que remite al creador de las máquinas. Un organismo comprende una totalidad de partes funcionalmente coordinadas y comporta una armonía entre orden mecánico de los fenómenos del cuerpo y orden de los actos del alma, lo cual no puede ser explicado sin echar mano 1
Las obras de Leibniz serán citadas, dentro del mismo texto, mediante las siguientes siglas: CA: Correspondencia con Arnauld, Losada, Buenos Aires. De la naturaleza: De la naturaleza en sí misma, o sea, de la fuerza inherente y de las acciones de las criaturas. En confirmación e ilustración de su dinámica, en MV. DM: Discurso de metafísica. ED: Espécimen dinámico, en Escritos. EF: Escritos filosóficos, Charcas, Buenos Aires, 1982. Escritos: Escritos de dinámica, Tecnos, Madrid, 1991. GP: Die philosophischen Schriften von G. W. Leibniz, hrsg. v. C.I. Gerhardt, I-VIII, Olms, Hildesheim, 1965. La reforma: Sobre la reforma de la filosofía primera y la noción de sustancia, en EF. M: Monadología. MV: Methodus vitae (Escritos de Leibniz). Vol. I, Naturaleza o fuerza, Universidad Politécnica de Valencia, Valencia, 2000. NE: Nuevos Ensayos, Ed. Nacional, Madrid, 1977. PNG: Principios de la naturaleza y de la gracia. Sur le principe de vie: Considérations sur le principe de vie, en Leibniz: Opera Philosophica Omnia, ed. J. E. Erdmann, Aalen Scientia, 1959. T: Teodicea. TA: Tentamen anagogicum, en MV.
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de principios arquitectónicos como el de finalidad. Leibniz dice que la admirable estructura de los animales induce a reconocer la sabiduría de Dios, que la ha creado y diseñado de acuerdo con lo que exigía el fin que se había propuesto (DM, § 19). Pero, además de la finalidad externa que el creador imprime en los seres vivos, también es tomada en consideración en la filosofía de Leibniz una teleología interna que se vincula a la naturaleza de esos seres. Los organismos no se limitan, piensa Leibniz, a estar ordenados a una finalidad recibida de fuera (como la que el martillo recibe del hombre), sino que tienen también, en virtud de su estructura y de la fuerza propia de la que son portadores, una finalidad estrictamente interna. Precisamente un aspecto importante de la síntesis de concepciones que lleva a cabo Leibniz con su sistema implica la conciliación de la tesis cristiana de la finalidad trascendente —el mundo está ordenado a fines por Dios— con la concepción aristotélica que atribuye un fin inmanente a la naturaleza. El objetivo de mi ponencia es llamar la atención sobre algunas implicaciones de la idea leibniziana de una teleología inmanente a los seres vivos. De la dinámica al animismo. Espontaneidad y teleología inmanente La conexión de fuerza interna y finalidad interna en los seres vivos La teleología interna al mundo de la vida va unida, en el pensamiento de Leibniz, a un principio interno del movimiento y de la actividad. Los seres vivos están dotados de una fuerza que los convierte en causas autónomas que, al actuar, persiguen fines inmanentes que son sus propios fines. La teoría leibniziana del ser vivo, considerada desde este punto de vista, resulta ser una original versión de la concepción aristotélica de la naturaleza, la cual enseña que las cosas que son «por naturaleza», como los animales o las plantas, tienen en sí mismas un principio de movimiento y que la naturaleza «entendida como generación es un proceso hacia la naturaleza». En las cosas que son por naturaleza, dice Aristóteles, hay una «tendencia natural al cambio», una tendencia, interna a la cosa, y que suscita un proceso que avanza en dirección a un fin (la naturaleza como forma) inmanente a la cosa2. Leibniz sostiene que es preciso afirmar la realidad de un principio interno del dinamismo en la naturaleza. Hay una fuerza en los cuerpos merced a la cual estos son el principio de sus movimientos, dice Leibniz. El mecanicismo cartesiano define a la materia por la sola extensión y no reconoce, ni siquiera en los cuerpos orgánicos, una causa interna de sus movimientos. Por eso defiende Descartes que el movimiento le viene al mundo de fuera (de Dios). Según señala el mismo Leibniz, los cartesianos, al no reconocer un principio activo en los cuerpos, se ven obligados a negarle toda acción a los mismos y a transferir a Dios el origen de todo movimiento, lo cual, advierte Leibniz, no es muy filosófico (GP, IV, p. 397). Contra los cartesianos y contra los ocasionalistas expone Leibniz que es necesario admitir en los cuerpos un principio inextenso (la fuerza) que los convierte en causas de sus acciones. Merced a la fuerza propia que poseen las sustancias corpóreas, a estas 2
Física, 192, b 14, 18-19; 193, b 12-13.
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les corresponde la prerrogativa de la espontaneidad, lo cual implica que nunca reciben un impulso más que de esa fuerza arraigada en su ser y que los movimientos de las mismas proceden siempre de su propio fondo. El descubrimiento del carácter espontáneo de las sustancias corpóreas hace que no sea necesario, sostiene Leibniz contra Descartes y contra Newton, recurrir a un principio externo (Dios) que infunda el movimiento al mundo o que repare, cuando ello fuera preciso, el mecanismo de este. En las concepciones de la naturaleza de Descartes, de Malebranche (ocasionalismo) y de Newton, ésta pierde peso y consistencia al serle arrebatados la fuerza y el poder. La dinámica leibniziana representa, por el contrario, una abierta reivindicación de la suficiencia ontológica del mundo y de la potencia de las sustancias como fundamento de lo que les pasa. Aunque la concepción del Dios trascendente creador de la naturaleza sigue ocupando todavía un lugar de privilegio en el sistema de Leibniz, puede afirmarse que al filósofo de Hannover ha de serle reservado un lugar en el moderno proceso de secularización y de giro hacia la inmanencia3. A. Koyré llega a decir que, a diferencia del Dios de Newton (un «Dios de los días laborables», que se ve obligado a reparar con frecuencia la máquina del mundo actuando sobre este como el Dios bíblico en los primeros seis días de la creación), el Dios de Leibniz es un «Dios del sábado», que ha terminado su obra, la ha hallado buena y, por tanto, no tiene ya nada que hacer en ella, sino tan sólo conservarla en su ser4. Y resulta de interés señalar a este respecto que los newtonianos pensaban que defender en los términos en que lo hacía Leibniz la autosuficiencia de la naturaleza equivalía a excluir a Dios del gobierno del mundo y abría la perspectiva de un universo sin Dios. Aunque el giro hacia la inmanencia no tiene en Leibniz el alcance tan determinante que es característico de la Ética de Spinoza, debe valorarse como sumamente significativo que en el pensamiento de aquel pueda convivir con una metafísica de la trascendencia un naturalismo que asume puntos de vista fundamentales del naturalismo spinozista. Bouveresse habla, a propósito de Spinoza y de Leibniz, de un nuevo naturalismo5. Mientras que Descartes rompe con la tradición aristotélica al eliminar el principio interno del movimiento en los seres naturales (el mundo de la mecánica cartesiana no es propiamente una naturaleza), la dinámica leibniziana abre paso a un naturalismo que recupera el concepto aristotélico de naturaleza y devuelve al mundo su autonomía refiriendo el movimiento a un principio inmanente al mismo mundo. Leibniz señala que Aristóteles definió correctamente a la naturaleza como principio del movimiento (GP, IV, p. 393) y, pensando en línea de continuidad con las ideas de Aristóteles y con la tesis spinozista de la espontaneidad de la potencia activa de la naturaleza (natura naturans), devuelve a esta su poder para actuar. La fuerza leibniziana, dice Bouveresse, desempeña un papel parecido al del conatus spinozista6. A lo indicado sobre la fuerza es preciso añadir una consideración que resulta decisiva para la cuestión de la confluencia de finalidad interna y principio interno de actividad en los seres vivos. Esta consideración tiene que ver con la concepción de las fuerzas como almas. Las fuerzas que Leib3
Jaime de Salas: Razón y legitimidad en Leibniz, Tecnos, Madrid, 1994, pp. 111 ss. Del mundo cerrado al universo abierto, Siglo Veintiuno de España, Madrid, 1999, p. 223. Spinoza et Leibniz, L,idée d,animisme universel, Vrin, Paris, 1992, p. 119. 6 O. c., p. 108. 4 5
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niz supone en los cuerpos como principio interno del movimiento de los mismos son formas, sustancias simples («mónadas»), que pueden, por tanto, ser equiparadas a almas o a algo análogo a las almas. Merced a las fuerzas, las sustancias corpóreas poseen algo de vital: espontaneidad, actividad y finalidad. Las fuerzas son entelequias, almas, principios vitales de los cuerpos. Leibniz piensa que todo cuerpo posee un alma, o una forma análoga a un alma, lo cual lo convierte en un organismo viviente. La vida se dice originariamente de las almas y luego de los organismos, pero el viviente en sentido estricto es el individuo: un cuerpo con su alma o entelequia. Un ser vivo tiene un principio interno de actividad que es su alma. Este supuesto se encuentra en el centro de la crítica de Leibniz a la concepción cartesiana de los seres vivos. Leibniz se opone a la reducción por Descartes de los animales a simples máquinas y sostiene contra este que los animales poseen sentimiento y alma. La convicción sobre la posibilidad de explicar mecánicamente las funciones de la máquina que es un animal lleva a Descartes a pensar que no es necesario suponer que hay un alma en los animales7. Leibniz, en cambio, aunque no admite que el alma pueda ejercer una real influencia sobre el cuerpo, y aunque defiende también que en el cuerpo de los animales todos los fenómenos se producen de forma mecánica y que estos fenómenos deben ser explicados mecánicamente, piensa que es necesario suponer en los animales la realidad de un alma que es principio de movimiento en los cuerpos y fundamento de la unidad de los organismos. Ahora bien, si las sustancias simples (mónadas) son vidas y hay tales sustancias simples por todas partes, y si toda mónada con un cuerpo constituye una sustancia viva, puede afirmarse que la naturaleza entera «está llena de vida» (PNG, §§ 1, 4). La crítica del mecanicismo cartesiano conduce a Leibniz, según se desprende de lo expuesto, a la dinámica y, finalmente, a un panvitalismo o animismo universal. También en este punto Leibniz pudo haber recibido la influencia de Spinoza: del «omnia animata sunt» de la Ética, II y de la vinculación del concepto de vida al de conatus, el cual es atribuido por Spinoza a todas las cosas8. Pero hay un punto en el que Leibniz se aparta muy claramente de Spinoza: el autor de la Monadología une a los supuestos principales de la dinámica y del animismo la tesis de la finalidad. Ahora bien, los principios del sistema leibniziano exigen precisar que existe también una finalidad interna. A la luz de la teoría de la espontaneidad de las sustancias y de las mónadas como principios de vida resulta insuficiente el punto de vista de la teleología trascendente. Si nos atenemos al modo de ver de Leibniz, ha de pensarse que la idea de automovimiento abre paso a la de finalidad interna. También en este punto la dinámica leibniziana va más allá de la mecánica cartesiana, en la que sólo cabe una finalidad externa. A juicio de Belaval, la conexión de las ideas de finalidad y fuerza es tan decisiva en la dinámica leibniziana que puede considerarse justificado afirmar que esta perdería una buena parte de su significado si se prescindiera de la finalidad interna9. Esta finalidad interna se vincula asimismo a forma, a la unidad formal del ser viviente, y, de modo muy especial, a las almas. La apetición de las almas convierte, en un sentido particularmente radical, al finalismo en inmanen7 8 9
Tratado del hombre, Ed. Nacional, Madrid, 1980, p. 117. Ver Bouveresse: o. c., pp. 7, 234. Leibniz critique de Descartes, Gallimard, Paris, 1960, p. 414.
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te . Potencia vital y finalidad inmanentes coexisten con la omnipotencia trascendente Puede verse confirmado lo que hemos apuntado sobre la conexión entre afirmación de un principio vital inmanente y afirmación de una teleología inmanente si reparamos en lo que pasa con esta en una interpretación del pensamiento de Leibniz que, como la de J-P. Coutard, reduce a la mínima expresión el papel de la potencia activa del ser vivo. En opinión de Coutard, Leibniz tiende a pensar que la concepción de una potencia de las sustancias finitas verdaderamente autónoma no puede ser conciliada con la tesis del primado del fundamento teológico del mundo. Aunque Leibniz reprocha a Descartes y a Newton que recurran a Dios para explicar fenómenos naturales que pueden ser explicados por medio de la fuerza que hay en la naturaleza (Quinta carta a Clarke, § 112), y aunque defiende, contra el ocasionalismo, la causalidad de las sustancias creadas y la potencia activa de una naturaleza que no se diluye en Dios, su afán por reafirmar la primacía del Dios trascendente como fundamento último de todo lo lleva, dice Coutard, a hacer recaer el acento de forma casi unilateral sobre el papel de la causalidad divina. Coutard advierte una y otra vez que la potencia activa de las sustancias finitas es un don que estas reciben de Dios y que no puede nunca pasar a la acción sin el concurso de Éste; reconoce que hay en la concepción leibniziana de la vida elementos que permiten avalar la tesis de la existencia en las sustancias orgánicas de una suficiencia dinámica que las convierte en principio de todo lo que les pasa, pero cree que casi siempre acaba por imponerse en Leibniz la decisión de primar la presentación de la naturaleza y del mundo de la vida como obra de Dios. El creacionismo impide a Leibniz, en opinión de Coutard, sacar todas las consecuencias a su afirmación de una potencia vital inmanente a los individuos, y, por ello, la potencia de las sustancias vivas va a aparecer, en definitiva, como mandataria y representante de la omnipotencia de su creador, como la impresión que de su omnipotencia deja Dios en esas sustancias. El conatus en las sustancias sería la expresión de la potencia divina que lo imprime en ellas: es activo en tanto delegado de la omnipotencia de Dios11. No puede sorprender en absoluto que una tal interpretación del pensamiento de Leibniz, la cual no reconoce una verdadera autonomía ni una real espontaneidad a los organismos y a las almas, ignore la realidad de todo fin inmanente en los seres vivos. El problema de Leibniz, según Coutard, no es sólo que el alma no actúe sobre el cuerpo, sino también que propiamente no actúa de forma autónoma. De ahí que los fines de los que habla Leibniz a propósito de las sustancias orgánicas no puedan ser, según interpreta Coutard, más que los puestos en las mismas por Dios. El cuestionamiento de la autonomía de los seres vivos en la lectura que del pensamiento leibniziano hace Coutard lo lleva a éste a atribuir al Dios del autor de la Teodicea el principio de toda determinación final en el mundo de la vida. Coutard pone en el centro de la consideración al Dios creador y principio de la armo10 Yvon Belaval: o. c., p. 417. Ver del mismo autor: Leibniz. Initiation à sa philosophie, Vrin, Paris, 1969, p. 256. 11 Jean-Pierre Coutard: Le vivant chez Leibniz, L'Harmattan, Paris, 2007, pp. 13 ss, 526-528, 553, 569.
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nía del universo, con lo que la finalidad que podemos descubrir en la naturaleza queda totalmente ligada al orden predeterminado por la inteligencia infinita —exterior a la naturaleza— que organizó el mundo según los principios de la armonía preestablecida12. La potencia del ser vivo, dice Coutard, está predeterminada por la acción armonizadora del Dios que crea la naturaleza y, por ello, los fines que le dan sentido al ser vivo han de ser referidos no a la potencia del ser vivo mismo, sino al Dios que crea al ser vivo y que funda la armonía que reina en la naturaleza. En el sistema de la armonía preestablecida encontramos elementos importantes que no encajan en esta interpretación de ese sistema. Leibniz advierte que la armonía preestablecida presupone la anterioridad de las esencias de las cosas respecto de la voluntad creadora de Dios así como la consistencia y autonomía de las sustancias, ya que, al acomodarlas unas a otras, Dios toma en consideración la perfección que hay en cada una de ellas (T, I, § 66; M, § 51). En el proceso de formación del sistema leibniziano, la dinámica ejerce, a través de la tesis de la espontaneidad de las sustancias, una clara influencia en la teoría de la armonía preestablecida. Leibniz llega a decir que la hipótesis de la concomitancia es una consecuencia de la noción que él tiene de la sustancia (GP, II, p. 68). Y eso explica que pueda hablarse de la finalidad inmanente de la armonía preestablecida, que es una finalidad ligada a la espontaneidad de las sustancias13. Coutard, sin embargo, hace retroceder todo esto a un segundo plano y sostiene que la armonía preestablecida comporta un orden incognoscible en sus fines últimos y en el que el devenir de los seres vivos está programado y determinado por Dios. El proceso por el que se desarrolla una sustancia orgánica no sería, en consecuencia, la expresión de su propia potencia, sino la realización del programa que Dios le ha asignado, correspondiendo también a Dios la determinación del fin hacia el que avanza el proceso. De ahí que a la potencia del ser vivo no le pueda ser reconocida otra función que la de desplegar el «ser completo» que preenvuelve todo lo que le va a pasar a ese ser vivo y que ha sido creado por Dios. Leibniz asocia a los conceptos de «ser completo» y «noción completa» las ideas de autonomía y espontaneidad. La sustancia como ser completo, dice Leibniz, está dotada de potencia activa y se basta para determinar en virtud de su naturaleza todo lo que ha de ocurrirle (GP, II, p. 71). A una sustancia nada puede sucederle que no le nazca de su propio fondo y que no sea una consecuencia de su ser (DM, § 14). Coutard reconoce que hay textos en los que Leibniz dice que todo tiende a un fin y que el Universo y las almas avanzan hacia mejor creciendo en perfección, pero piensa que la óptica creacionista lleva al filósofo de Hannover a afirmar la realidad de un ser completo, desde el comienzo, de las sustancias, cuya acción quedaría limitada a ser mero despliegue de lo preenvuelto en aquel ser completo, esto es, de lo creado por Dios14. Ciertamente el creacionismo ocupa un lugar importante en el pensamiento de Leibniz. Pero parece incuestionable que también forman parte de este pensamiento elementos que propician muy claramente un giro hacia la inmanencia. Coutard tiende a enfatizar el papel de lo primero y a restar importancia a lo segundo, pero tal vez los dos puntos de vista coexisten 12 13 14
J-P. Coutard: o. c., pp. 311-319. Ver M. Gueroult: Leibniz. Dynamique et Métaphysique, Aubier-Montaigne, Paris, 1967, p. 179. J-P. Coutard: o. c., pp. 499, 526-528.
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dentro del sistema de Leibniz. Esto lo pone de relieve con enorme vigor la interpretación hegeliana de Leibniz. Hegel, en efecto, destaca como mérito de la Monadología que en ella sea concebido el cambio en las mónadas como un efecto de la actividad espontánea que procede de un principio inmanente a las mismas, pero denuncia al mismo tiempo que con la armonía preestablecida el protagonismo en la actividad pase a ser la prerrogativa de un principio trascendente. A juicio de Hegel, la filosofía leibniziana sería la contradicción desarrollada de la autosuficiencia de las mónadas —noción completa— y de la falta de autosuficiencia de las mismas —creación, armonía preestablecida—15. En todo caso, lo expuesto anteriormente proporciona, creo, razones suficientes para pensar que la dinámica y el animismo leibnizianos sirven de fundamento a una concepción que reconoce al ser vivo estar en posesión de un poder y una fuerza que determinan, siguen y realizan un fin inmanente a ese ser. Las sustancias finitas, una vez creadas, actúan en el mundo como causas y como sujetos en posesión de su ser, de su acción y de sus fines. Ciertamente reciben su fuerza de Dios, pero la poseen como propia, lo que permite afirmar de ellas que son la causa de sus operaciones. A los seres vivos puede atribuírseles una verdadera espontaneidad porque, si bien no pueden darse a sí mismos el primer movimiento, sí pueden continuarlo por sí mismos. Leibniz dice que las sustancias creadas «perseveran» en la existencia y en el uso de la capacidad de actuar que una vez se les concedió (De la naturaleza, § 13). Al crear Dios a las sustancias orgánicas las dota de una potencia activa que debe serles reconocida como propia y que las capacita para actuar por sí mismas y para seguir sus propios fines. El mundo que resulta de la armonía preestablecida presupone la cantidad de perfección y de potencia de cada sustancia. Según el modo de ver de Leibniz, dice Belaval, la misma finalidad trascendente supone una finalidad inmanente ligada a la fuerza que hace de toda sustancia una causa. Si el mundo y las sustancias que hay en él no tuvieran un fin en sí no podrían ser un fin para Dios16. Virtualidad, tendencia a la perfección y teleología inmanente. Apeticiones, tendencias, entelequias La naturaleza de las mónadas o formas sustanciales consiste en la fuerza. Poseen las formas, por tanto, «algo de vital» y deben ser concebidas como algo análogo a las almas. La vida es actividad y lo que la define es, según Leibniz, la serie de sus percepciones y apeticiones. De las almas dice Leibniz que son principios de vida, que su actividad consiste en percibir y desear y que siguen sus propias leyes, las cuales «consisten en un cierto desarrollo de las percepciones según los bienes y los males» (Sur le principe de vie, p. 430). La dinámica y la visión animista de la naturaleza se unen en Leibniz a una concepción finalista porque este concibe a las fuerzas y a las formas como almas que se rigen por leyes propias (como el principio de finalidad), por leyes que conforman un reino de las causas finales. Queda indicada de un modo muy claro la significación teleológica de la 15 Lecciones sobre la historia de la filosofía, III, FCE, México, 1955, p. 347 y Enciclopedia de las ciencias filosóficas, § 194. 16 Y. Belaval: Leibniz. Initation a sa philosophie, p. 256; Leibniz critique de Descartes, p. 425.
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actividad de las almas en la concepción de la apetición como tendencia. Leibniz presenta la apetición como un conato de actuar que tiende a una nueva percepción, como la tendencia que lleva a la entelequia a pasar de una percepción a otra. En toda entelequia hay un principio interno de cambio que es la apetición y al que Leibniz concibe como tendencia. Y debe destacarse aquí que el paso de una percepción a otra, al que impulsa la tendencia, tiene un sentido progresivo: la apetición tiende a percepciones cada vez más claras y distintas. Y, cuanto más claramente percibe una mónada, más activa es y mayor es la potencia de que dispone. En este punto Leibniz sigue de cerca a Spinoza. Ahora bien, la apetición, según la entiende Leibniz, impulsa a un cambio hacia mejor porque las mónadas están constituidas como principios de cambio que se esfuerzan por realizar la perfección de su propio ser en un grado cada vez mayor. La aspiración a la perfección tiene un sentido teleológico. Nos hallamos ante una concepción que determina de modo decisivo el sentido de la ontología leibniziana. La tendencia al cambio hacia mejor, se expone en la Monadología, es esencial a la vida y constituye un principio interno que impulsa a la sustancia orgánica a realizar sus fines. Para las sustancias realizar la perfección equivale a avanzar hacia un fin interno. Leibniz concibe a la apetición como tendencia a pasar de una percepción a otra siguiendo un fin: una mayor claridad. Esto distingue a la apetición leibniziana del conatus spinozista, que excluye la finalidad. El autor de la Monadología afirma que las leyes de los apetitos son las de las causas finales y que la serie de las percepciones y las apeticiones sigue la lógica de la finalidad a la búsqueda de lo mejor. Valoro como sumamente esclarecedor el comentario que hace Bloch de este tema leibniziano cuando afirma que la tendencia a una mayor claridad no puede ser pensada al margen de la relación teleológica. En tanto inmanente a la mónada, la tendencia posee «su “hacia dónde” como un “¿con qué fin?”», y, aunque Leibniz quiera fundamentar su concepto de finalidad en una finalidad divina, ese concepto, precisa Bloch, se encuentra referido a una tendencia inmanente y a un fin interno a la mónada, siendo garantía de la perfectibilidad del mundo, esto es, de la representación cada vez más clara del universo en las mónadas17. La noción de tendencia ocupa un lugar decisivo en el pensamiento de Leibniz. Incluso a las esencias en tanto posibles les atribuye Leibniz una tendencia a pasar a la existencia: una tendencia que tiene como medida la cantidad de realidad o grado de perfección de las esencias (GP, VII, p. 303). Pero es sobre todo de las sustancias realmente existentes de las que afirma Leibniz que la tendencia forma parte de su más íntima constitución. Leibniz piensa que es esencial a la sustancia finita la tendencia interna a la mutación. Y una tal tendencia es lo que encontramos en la misma fuerza. En las sustancias, la fuerza envuelve «un conato o tendencia a la acción de modo que la acción se sigue si algo no lo impide» (EF, p. 437). Esto es lo que quiere indicar Leibniz con el término «entelequia», que hace referencia a potencia activa, esfuerzo y actividad. La entelequia no es ser acabado o acto realizado como en Aristóteles, sino esfuerzo y tendencia; no es ni la simple potencia común o receptividad para la acción ni el ejercicio de la potencia, sino que es conato o tendencia a la acción, la cual se produce si nada lo 17
El principio esperanza, Aguilar, Madrid, 1977-1980, Vol. II, p. 443.
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impide (GP, IV, p. 395); no es la potencia de los escolásticos, que necesita un impulso externo para pasar al acto, ni es un puro acto, sino algo intermedio entre la potencia y el acto, entre la facultad de actuar y la acción misma, y que implica un esfuerzo. La entelequia está constituida como una disposición. Contiene una inclinación a la acción. De ahí que, si nada lo impide, pase por sí misma a la acción sin necesidad de ser empujada desde fuera (La reforma, en EF, p. 457). La entelequia posee la espontaneidad de la fuerza. Y por eso le corresponde un fin interno. También el término entelequia tiene un significado teleológico. La entelequia es «fuerza de tender al futuro» (GP, IV, p. 399), a un futuro que es fin inmanente de la sustancia. Presente preñado de futuro y ley de la serie Los estados futuros de una sustancia se encuentran preenvueltos, como tendencia, en su estado presente, el cual está ordenado al futuro como a su fin. Leibniz dice de la fuerza momentánea (la fuerza operando en un instante) que tiende a pasar a otro momento, de modo que los momentos del movimiento se suceden unos a otros formando una serie en la que la fuerza expresa no solamente el estado presente, sino también los estados pasados y los futuros. En tanto se vincula a un estado, la fuerza constituye una tendencia que compendia el pasado y preenvuelve el futuro. De ahí la definición de fuerza derivativa que propone Leibniz: «es el mismo estado presente en cuanto tiende al siguiente o lo preenvuelve, de modo que todo presente está preñado de futuro» (GP, II, p. 262). Y también esta conocida concepción leibniziana del «presente preñado de futuro» tiene un claro significado finalista. Los estados futuros preenvueltos en el estado presente son fines de la sustancia. Un fin presupone un objetivo futuro a conseguir, e incluso el movimiento de un cuerpo es concebido por Leibniz como un proceso que tiene una dirección determinada: la indicada por los estados futuros. Belaval llega a afirmar que la tesis del presente preñado de futuro, de la predeterminación del futuro de las sustancias, es la condición de la finalidad inmanente. La dinámica leibniziana, expone Belaval, prueba que el efecto futuro se encuentra contenido en el estado actual y proporciona un poderoso argumento para la recuperación de la finalidad inmanente. En su comentario de Leibniz vincula este conocido intérprete del filósofo de Hannover la finalidad interna a las concepciones del tiempo (el presente compendia el pasado y está cargado de futuro) y de la noción completa (que preenvuelve y predetermina todos sus predicados), las cuales implican que toda criatura tiene una función que cumplir, un fin que conseguir18. El presente preñado de futuro y la noción completa que preenvuelve todo lo que le va a ocurrir a una sustancia configuran un fondo de virtualidad que determina el fin interno al que se ordenan los momentos del proceso de desarrollo de la virtualidad. Nos topamos aquí con otro elemento que no encontramos en Spinoza. Al conatus spinozista no puede atribuírsele ni la finalidad ni la virtualidad que caracterizan a la tendencia leibniziana19. Según expone Leibniz, la tendencia, el apetito, ponen en marcha un proceso que, desarrollando lo preenvuelto en el principio virtual que es la noción 18 19
Leibniz. Initiation a sa philosophie, p. 259 y Leibniz critique de Descartes, p. 425. Ver F. Duchesneau: Les modèles du vivant de Descartes a Leibniz, Vrin, Paris, 1998, p. 135.
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completa de la sustancia, camina en dirección a un fin inmanente predeterminado por esa noción. Al reivindicar el significado teleológico del leibniziano «presente preñado de futuro», advierte E. Bloch sobre el interés de que se repare en la importancia que tienen en la reflexión de Leibniz sobre la finalidad las categorías de «proceso» y de posibilidad, entendida esta como disposición y como virtualidad que contiene la tendencia a la realización de un fin. Bloch reivindica para su ontología de la posibilidad y del proceso la teoría leibniziana de la tendencia y de la disposición teleológicamente orientadas al futuro y vinculadas a fuerza y a posibilidad. Para ilustrar la asociación en Leibniz del presente preñado de futuro a teleología y a virtualidad cita Bloch, en un apartado de El principio esperanza en el que habla de apetito de luz y que lleva por título «Leibniz y el mundo como proceso de clarificación», el siguiente texto de Leibniz: «como en los cuerpos elásticos, en los cuales, angostados (eingeent), alienta su mayor dimensión como aspiración, así también alienta en las mónadas su estado futuro»20. Y es claro, creo, que una perspectiva especialmente significativa, en relación con lo que apunta Bloch sobre el apetito de luz y sobre el proceso de clarificación que se produce a partir de la virtualidad o aspiración en que consiste el presente preñado de futuro de las mónadas, es la que proporciona la teoría de las pequeñas percepciones, a las que Leibniz concibe como un fondo de disposiciones e inclinaciones que pone en marcha un proceso que tiene como meta la apercepción. Las pequeñas percepciones son tendencias —Belaval dice que el paso de la psicología animal de Descartes a la de Leibniz representa el paso de una psicología mecanicista a una psicología de las tendencias21— y conforman un ámbito de virtualidad que exige hacer extensiva al alma la concepción del «presente cargado de pasado y ansioso de futuro»22, y que permite considerar a lo inconsciente en posesión de una real aspiración a la conciencia. El proceso de despliegue de lo preenvuelto en la virtualidad de la sustancia se produce en la forma de una serie de estados que se siguen unos de otros en el orden predeterminado por una ley que es la naturaleza de la sustancia. Leibniz dice que la sustancia consiste en una «tendencia reglada» de la que nacen los fenómenos de forma ordenada (GP, III, p. 58). A la significación teleológica de la tendencia se une aquí la organización del futuro y la determinación, por la ley, del orden de la secuencia de estados, propiciando todo ello la constitución de un proceso que avanza en la dirección de un fin. La serie de estados está ordenada a un fin determinado por una ley. Si se atiende a lo que Leibniz atribuye a la ley de serie, resulta claro que la organización del futuro está implicada, en forma de serie reglada de predicados, en la noción completa de la mónada. Según expone Belaval, la teoría de la noción completa es inseparable de una concepción de la finalidad interna: al considerar los predicados implicados en el sujeto, coloca el principio de la previsión dentro del sujeto y la razón del futuro no se reduce a un nexo de relaciones extrínsecas23.
20
El principio esperanza, II, p. 443. Leibniz critique de Descartes, p. 417. Leibniz: Nuevos ensayos sobre el entendimiento humano, Editora Nacional, Madrid, 1977, p. 47. 23 Leibniz critique de Descartes, p. 414. 21 22
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La vía de las causas finales en las ciencias de la vida Con el término organismo introduce Leibniz un concepto nuevo, alternativo al cartesiano de animal-máquina. Para dar cuenta de lo que es un organismo es preciso, en efecto, por un lado, tomar en consideración al alma como principio de la unidad y de la actividad del mismo y, por otro, recurrir a la explicación por las causas finales. De ahí la legitimidad de seguir la vía de la teleología en el dominio de las ciencias de la vida. Ciertamente Leibniz sostiene con Descartes que todo sucede mecánicamente y que todo ha de ser explicado mecánicamente en la naturaleza (CA, p. 67). Nunca, dice Leibniz, debe acudirse a las formas para dar cuenta de algo en el ámbito de los fenómenos particulares de la naturaleza, los cuales sólo han de ser explicados a partir de causas eficientes próximas y especiales (DM, § 10; ED, I, §§ 3, 13). Aunque la causa primera de toda actividad en un cuerpo orgánico sea el alma, y aunque la razón íntima del carácter orgánico de un cuerpo sea la forma sustancial, nada sucede en ese cuerpo que sea contrario a las leyes mecánicas, lo cual permite entender que, en principio, no sea necesario recurrir a un principio último (metafísico) para dar cuenta de los fenómenos particulares de los cuerpos. Introducir en la discusión a las almas, a las formas y a los fines a ellas asociados pertenece al orden de las consideraciones generales, con el que no puede ser confundido el estudio de los fenómenos orgánicos. En este es preciso atenerse al punto de vista mecanicista. Con todo, debe dejarse claramente establecido que una tal reivindicación del mecanicismo no está reñida en Leibniz con la afirmación de la necesidad de recurrir a la finalidad en las ciencias de la vida. Lo que sostiene Leibniz es que la explicación por la vía de las causas finales supone, completa u orienta la explicación por las causas eficientes. En el Discurso de Metafísica expone Leibniz que es conveniente unir ambas vías en el estudio de los seres vivos debido a que, si bien todo acaece mecánicamente y debe ser explicado de forma mecánica en los organismos, no hemos llegado aún a explicarlo todo de esa forma, y ello, a veces, en situaciones en las que la vía de las causas finales permite descubrir más rápidamente ciertas verdades, por ejemplo, en el dominio de la anatomía (DM, § 22). Desde luego, para casos en los que a la ciencia no le es posible acceder directamente a las causas eficientes Leibniz recomienda hacer uso de la finalidad como de un principio heurístico que oriente la investigación. E incluso en la Física puede resultar necesario, piensa Leibniz, el recurso (como vía complementaria) a la explicación por las causas finales. Leibniz cree haber mostrado la utilidad de la teleología en el dominio de la óptica, la dióptica y la catóptrica, al deducir las leyes de la reflexión y de la refracción de la luz aplicando el principio que dice que el rayo de luz se propaga por la vía más fácil o más determinada (DM, §§ 21-22). Tal principio supone la realidad de una naturaleza ordenada a fines. El mecanicismo cartesiano excluye hacer uso de las causas finales no sólo en Física, sino también en el estudio de los seres vivos. Descartes piensa que, si es posible explicar mecánicamente las funciones del animal-máquina, no será necesario suponer la realidad de un alma en los animales ni acudir a la finalidad en la investigación que tiene por objeto la vida animal24. Leibniz, por su parte, 24
Tratado del hombre, p. 117.
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cree que Descartes se equivoca incluso cuando excluye de la Física el recurso a la teleología, pero, sobre todo, cuando, al igual que Spinoza, excluye que las causas finales puedan aportar algo a la teoría de los seres vivos. Spinoza, como Leibniz, une en su sistema puntos de vista de la concepción mecanicista del mundo con otros que la trascienden como el animismo y la tesis de la espontaneidad de los cuerpos en sus movimientos. Pero a todo esto une Leibniz también la teleología, a la que Spinoza ve como el gran prejuicio del que es preciso alejar a la concepción de la naturaleza. En Spinoza el paso del mecanicismo al animismo no se acompaña de la recuperación de la teleología; en Leibniz, en cambio, forma parte del mismo programa por él propuesto reconciliar con la visión mecanicista de la nueva ciencia de la naturaleza no sólo el animismo universal de Spinoza, sino también la concepción teleológica del mundo de la filosofía antigua. Lo que abre paso a la perspectiva de la complementariedad de una investigación biológica llevada por la vía de las causas eficientes con otra llevada a cabo por la vía de las causas finales es el supuesto de la relación de la visión mecanicista de la naturaleza con la metafísica de las formas y de los fines a ellas asociados. La búsqueda de las razones últimas del mecanicismo, confiesa Leibniz, lo obligaron a volver a la metafísica y lo recondujeron a las formas o sustancias simples (GP, III, p. 606). Las mismas leyes del movimiento, en efecto, precisa Leibniz, se fundan en principios metafísicos que derivan de las formas sustanciales (DM, § 18). Aunque las ciencias de la vida han de intentar explicar mecánicamente los fenómenos orgánicos, no puede dejar de tomarse en consideración que detrás del mecanismo y del movimiento de los cuerpos están las fuerzas primitivas o formas, así como que los fenómenos orgánicos son expresión de las formas o de la ley en que consiste la naturaleza de la sustancia. Y, dada la correspondencia que, según Leibniz, hay entre formas y fines, no resultará especialmente difícil entender que conciba la esfera de los fenómenos corpóreos, en la que imperan las causas eficientes, como la expresión de la esfera de las formas y de la teleología a ellas vinculada. Todo sucede mecánicamente en la naturaleza, pero el mecanismo supone como fundamento un dinamismo finalista. Si nos atenemos a la explicación que de la unión del alma y el cuerpo da la teoría de la armonía preestablecida, ha de suponerse que existe una perfecta armonía entre la serie de las percepciones de la mónada, que nacen unas de otras siguiendo las leyes de las causas finales, y la serie de los movimientos del cuerpo, que derivan unos de otros siguiendo las leyes de las causas eficientes (PNG, § 3). Tal como la entiende Leibniz, la teoría de la correspondencia entre alma y cuerpo comporta que la serie de percepciones del alma es representación de la serie de cambios del cuerpo y que la serie del reino de las causas eficientes es un reflejo de la serie de estados del reino de las causas finales. Puede afirmarse, por ello, que el orden de la eficiencia mecánica refleja el orden de las relaciones finales o que los organismos expresan un orden teleológico inmanente. F. Duchesneau dice que los estados de los cuerpos realizan un plan funcional que traduce exigencias teleológicas de las entelequias25. Una aplicación especial de la correspondencia entre orden de la causalidad eficiente y orden de la finalidad es, en efecto, la que encontramos en la 25
Les modèles du vivant de Descartes a Leibniz, pp. 343-344.
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relación entre estructuras orgánicas y procesos funcionales en los cuerpos animados. Según expone Duchesneau, «la relación de eficiencia estructurafunción debe poder convertirse en relación teleológica función-estructura»26. El término «organismo» señala una precisa ordenación de partes que constituyen una estructura destinada a realizar una función, y, por eso, Leibniz se declara totalmente contrario a la opinión de quienes afirman que los hombres ven porque acontece que tienen ojos, sin que los ojos hayan sido hechos para ver (DM, § 19). De ahí que atribuya un papel heurístico al recurso a la finalidad en casos en que cabe sacar partido a la interpretación de características funcionales de los órganos animales y de otros fenómenos vitales (TA, p. 113). Leibniz admite la legitimidad del uso de las causas finales cuando la vía de las causas eficientes resulta demasiado difícil y es posible avanzar en la investigación analizando la relación estructurafunción en los organismos o en las partes de los mismos. Esta finalidad que corresponde a la relación estructura-función pertenece al orden de la inmanencia y tiene detrás, como fundamento, el dinamismo finalista de la formafuerza. La finalidad de la que la ciencia hace un uso heurístico, y que sirve de guía principal de investigaciones y explicaciones científicas como las que Leibniz presenta en su Tentamen anagogicum o en su Unicum opticae catoptricae et dioptricae principium, es la finalidad inmanente27. Finalidad interna y perfección: la raíz inmanente de la moral La concepción leibniziana de la fuerza como tendencia y la asociación de la misma a finalidad abren perspectivas de enorme interés para un tratamiento de la ética en clave ontológico-inmanente. Aunque comporta deliberación y elección y es un esfuerzo consciente hacia lo mejor, la moral echa raíces en la naturaleza humana en tanto esta se determina como fuerza y como tendencia, pudiendo afirmarse, en consecuencia, que existe, dentro del sistema de Leibniz, una estrecha relación de la ética con la antropología y con la ontología de la sustancia. L. Le Chevallier sostiene que la especulación de Leibniz sobre la fuerza tiene por objeto «asegurar una base sólida a la moral» y que la espontaneidad de la sustancia contiene el germen de la potencia que, ensanchándose en voluntad libre, engendra la vida moral28. Pensada a partir de tales supuestos, la moral consistiría en el desarrollo de las potencialidades del ser del hombre. Merced a un tal desarrollo el hombre realiza su perfección. Para Leibniz, la idea de bien se identifica con la de perfección, que es entendida como acabamiento del ser mediante el desarrollo de sus disposiciones y facultades29. Las virtudes, que resultan de la realización de virtualidades y fines internos a la naturaleza humana, aumentan la potencia de esta y convierten en realidad el ideal de perfección al que tienden las disposiciones e inclinaciones que constituyen al ser del hombre. Leibniz dice que las virtudes son virtudes porque sirven a la perfección del hombre (T, § 181). El significado moral del desarrollo de potencialidades y disposiciones está asociado en la ética de la perfección de Leibniz al carácter moral de los 26
O. c., p. 317. Ver M. Gueroult: Leibniz. Dynamique et Métaphysique, pp. 179-181. La morale de Leibniz, Vrin, Paris, 1933, pp. 9, 28, 32. 29 L. Le Chevallier: La morale de Leibniz, p. 217. 27 28
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fines a los que apuntan las disposiciones. Leibniz admite que el comportamiento moral es impulsado también desde la fuerza que opera en inclinaciones y disposiciones, a las que es inherente una tendencia a realizar el bien. Incluso en los instintos arraigan disposiciones para la virtud que suscitan un movimiento espontáneo hacia el bien, conduciendo al hombre a lo que la razón ordena e impulsándolo a realizar actos humanitarios (NE, I, capít. 2, §§ 2, 4, 9). Leibniz habla de principios prácticos innatos que derivan del instinto y son expresados por el entendimiento (Ibid., § 3). Aunque apetitos, inclinaciones y disposiciones necesitan de la guía de la razón, que orienta el movimiento suscitado por estos, es preciso admitir que la razón y la voluntad se apoyan en ellos y que la vida moral tiene su origen en tendencias de todo el ser del hombre (también en el instinto y en las inclinaciones sensibles). La antropología que hay detrás de la ética leibniziana reconoce también a los instintos y a las inclinaciones sensibles la prerrogativa de tender al bien y de tener un fin moral. Ciertamente el espíritu regula y modera el impulso de apeticiones e inclinaciones y tiene un papel decisivo en la determinación de los fines de la vida moral, pero estos dependen igualmente de las virtualidades y disposiciones contenidas en las pequeñas percepciones, en los instintos y en las inclinaciones propias de la naturaleza humana. Los fines de la voluntad no son algo del todo extraño a los fines de las tendencias arraigadas en el instinto y en la vida sensible. Y es que, en buena medida, lo que hace la razón en relación con la tendencia natural es aclararla, dirigirla, encauzarla. Por eso, en los fines de la voluntad que, guiada por la razón, persigue lo mejor, está contenida una parte de los fines de los instintos y las inclinaciones. La aportación del entendimiento y de la voluntad en lo que respecta a los fines de la moral no puede ser entendida como una ruptura con el ámbito de las tendencias, disposiciones e inclinaciones naturales30. La consideración de la función de dirección que sobre los impulsos e inclinaciones se atribuye al entendimiento y a la voluntad nos introduce de lleno en la espinosa teoría leibniziana de la libertad. Supone esta teoría que la voluntad elige entre disposiciones y motivos de las disposiciones. A pesar del protagonismo que concede Leibniz a entendimiento y voluntad, no los coloca en una esfera extraña a la de instintos y disposiciones. Entendimiento y voluntad encauzan el impulso de las inclinaciones, hacen una selección entre estas, promueven a unas frente a otras. En realidad, la misma elección de la voluntad resulta de la composición de razones del entendimiento y de motivos de todas las tendencias e inclinaciones. Que la libertad sea definida como «espontaneidad del inteligente» (spontaneitas inteligentis) implica que la voluntad es una tendencia acompañada de deliberación y que presupone el concurso de muchas otras tendencias de todo tipo (también sensibles) que influyen en la elección. La espontaneidad del inteligente comporta la elevación a un muy alto grado de la capacidad de conferir una dirección al proceso de realización de la sustancia. Moral y libertad corresponden a un singular estrato de la vida en el que actividad inmanente y finalidad inmanente alcanzan una de sus más altas expresiones dentro del mundo de los seres finitos. Me he referido más arriba a la lectura de Leibniz por J-F. Coutard, el 30
L. Le Chevallier: La moral de Leibniz, p. 81.
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cual hace extensiva a la libertad humana su interpretación de la concepción leibniziana de la espontaneidad de los seres vivos. También de la espontaneidad de la sustancia racional dice Coutard que está predeterminada por Dios, que ha creado la noción completa de la misma y le ha impuesto la ley de la serie de sus acciones, de modo que los hombres sólo serían libres para cumplir lo que Dios ha programado en la noción completa de cada uno de ellos. En esta noción completa, que comporta predeterminación y excluye una verdadera libertad, está programado el futuro de todo individuo humano, que se ve limitado a seguir una finalidad que depende exclusivamente de Dios. La denominada por Leibniz voluntad libre del hombre no tendría, en consecuencia, más poder que el de determinarse según fines que han sido establecidos de antemano, siguiendo así la inclinación que le ha sido dada desde el comienzo31. También la interpretación que hace Coutard de la teoría leibniziana de la libertad tiene en contra elementos importantes del pensamiento del autor de la Teodicea, los cuales avalan la atribución de una causalidad y una finalidad inmanentes a los seres denominados libres. La concepción leibniziana de la libertad permite entender el despliegue de lo preenvuelto en la virtualidad del ser completo de las sustancias racionales como el resultado de la actividad de estas, de una actividad en la que corresponde un decisivo protagonismo a la inteligencia y a la voluntad y que persigue, por tanto, un objetivo que es un bien. Leibniz afirma una y otra vez que la libertad comprende espontaneidad y elección y que el principio de razón suficiente exige pensar que elegimos de acuerdo con lo que somos: nuestra naturaleza, nuestras inclinaciones y tendencias. Que lo bueno nos parezca mejor y lo elijamos depende de la perfección de nuestra naturaleza, de la potencia de nuestras inclinaciones y disposiciones. La determinación implicada en una acción libre deriva, en realidad, de una inclinación hacia lo que parece mejor, a la que es posible resistirse. En la naturaleza de una persona están contenidas disposiciones que inclinan sin necesitar, y esa persona elije aquello hacia lo que la inclinación es mayor: lo que aparece como mejor, que es un fin. También las acciones de los seres libres proceden de inclinaciones y nacen unas de otras formando series, pero se siguen unas de otras según leyes de los apetitos o de las causas finales y, por tanto, tienen como razón suficiente un fin. La inclinación hacia lo mejor está orientada a un fin, a un fin inmanente, ya que las mismas disposiciones son fines: unen a la tendencia los motivos y los fines. Me hago eco aquí de textos de Leibniz como el que equipara los motivos a inclinaciones y disposiciones del espíritu para actuar (Quinta carta a Clarke, § 15) o como el que habla de una infinidad de ligeras inclinaciones y disposiciones del alma que entran en la causa final (M, § 36). Estos textos constituyen un claro argumento a favor de la interpretación que defiende la consistencia de una teoría leibniziana de la teleología inmanente. La vinculación de los ideales morales a los fines de la voluntad y de todas las tendencias naturales, esto es, a un principio de actividad y a una finalidad inmanentes, permite a Leibniz asumir elementos de una concepción naturalista e inmanentista de la ética. L. Le Chevallier dice que Leibniz busca el origen del orden moral en la finalidad de la naturaleza y de la 31
O. c., pp. 280-281, 528-529.
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vida. Del conocimiento de los fines de la vida, afirma este estudioso de la moral leibniziana, nacen la voluntad de lo mejor y el esfuerzo por alcanzarlos, el cual constituye el principio de la vida moral32. En una tal concepción de la ética es donde tiene cabida la tesis de Leibniz que establece la ordenación teleológica del mundo de la naturaleza al mundo moral de la gracia. La teoría de la armonía preestablecida comporta que todo en la naturaleza conspira a favor de la realidad de un orden moral y que las cosas conducen a la realización de los fines de este orden moral por las vías mismas de la naturaleza (GP, II, pp. 125, 127; M, § 88; PNG, § 15). Si seguimos la lectura que hace E. Bloch de esta importante concepción leibniziana, puede afirmarse que el concepto de finalidad en Leibniz «se encuentra referido a una tendencia inmanente, entendida como una relación teleológica entre el mundo natural y el mundo moral»33. Datos como los indicados autorizan, siempre dentro de los límites compatibles con el peso que el supuesto de una fundamentación teológica de la ética tiene en el pensamiento leibniziano, a sostener que es posible encontrar en los textos del autor de la Monadología elementos para la elaboración de una ética en conexión con la antropología y la ontología y en sintonía con lo que define al moderno giro hacia la inmanencia. A este respecto se ha dicho con razón que Leibniz hace aportaciones que pasan a formar parte del proceso de secularización de la cultura europea y que en su pensamiento la moral puede aparecer a la vez como cumplimiento de un mandato divino y como realización de las posibilidades de lo humano34. Aunque no comparte del todo el punto de vista de Grocio, sí está de acuerdo con él y con M. Bayle en que los preceptos de la ley natural suponen la bondad de lo que es mandado y en que el hombre debe ponerlos en práctica incluso en el supuesto de que Dios no hubiera ordenado nada en relación con lo que se señala en ellos como deber (T, § 183). Leibniz admite que algunas obligaciones tienen su origen en la naturaleza de las cosas y en la preocupación del hombre por la salvación y la felicidad propias. Por ello admite la posibilidad de un comportamiento moral originado no por el miedo o por la esperanza en Dios, no por el mandato de un superior, sino por una propensión al bien interna al ser del hombre. Leibniz confiesa estar de acuerdo con Aristóteles y con los estoicos cuando sostienen que el bien moral posee un valor intrínseco independiente de la consideración de una vida futura (NE, III, capít. 21, §§ 55, 70) y defiende contra Pufendorf que hay obligaciones que alcanzan al ateo y que este puede conocer. La idea de una ética en consonancia con la ontología, con la Filosofía de la Naturaleza y con la antropología, y abierta a la posibilidad de una significación moral de la sensibilidad, pone de manifiesto contribuciones del filósofo de Hannover que evitan algunas de las dificultades a las que conducen los dualismos kantianos (ser/deber ser, naturaleza/libertad, sensibilidad/razón) y que prolongan de forma profundamente original e innovadora la línea de pensamiento impulsada por Spinoza. Son varios, según hemos visto, los puntos de coincidencia que existen entre el pensamiento de Leibniz y el de Spinoza: concepción naturalista y animista del universo, énfasis 32 33 34
p. 60.
La morale de Leibniz, p. 35. El principio esperanza, II, p. 443. J. Salas: «Prólogo» a: Leibniz, Escritos de filosofía jurídica y política, Ed. Nacional, Madrid, 1984,
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en el papel de la espontaneidad, de la potencia, del conatus. También encontramos en los textos de Leibniz ecos de la conocida concepción spinozista que sitúa en el conato el fundamento de la virtud (Et., IV, Prop.22, Corolario). Evidentemente debe agregarse que no es menos decisivo lo que separa a la concepción leibniziana del conatus de la spinozista. En Leibniz el conatus es fuerza unida a tendencia y ordenada a un fin, es virtualidad que preenvuelve sus estados futuros, y se une en los seres vivos dotados de razón a una libertad que comprende deliberación y elección. Con ninguno de estos tres elementos es compatible el conato spinoziano. La repercusión que tiene en la teoría de la moral el concepto leibniziano de fuerza en cuanto comporta virtualidad, tendencia, finalidad y elección, merece una atención especial, pero ocuparse de ella queda fuera del objetivo de este trabajo. *** Antonio Pérez Quintana San Francisco Javier, 51 - 4º Izq. 38002 Santa Cruz de Tenerife [email protected]
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LA INFLUENCIA DE LA BIOLOGÍA EN LA MONADOLOGÍA DE LEIBNIZ Alberto Relancio Menéndez. Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia Resumen: En este artículo se aborda la influencia de los estudios biológicos de origen y desarrollo de los seres vivos en la ontología de Leibniz, en concreto del mundo abierto por los microscopistas como Leeuwenhoek, Swammerdam o Malpighi. El preformacionismo animalculista leibniziano será su opción embriológica en el contexto de la preexistencia del alma y el cuerpo orgánico desde el origen del mundo. Lo individuos vivos serán la médula de su ontología en la etapa previa a su monadología madura, y lo seguirán siendo en forma de sustancias compuestas en sus últimos años. Abstract: This article deals with the influence of biological studies about the origin and development of living things on Leibniz’s ontology; in particular, the discoveries by microscopists such as Leeuwenhoek, Swammerdam and Malpighi. For Leibniz, Animalcular Preformationism will also be the option in the embriological field in the context of the soul’s pre-existence and the organic body’s pre-existence from the origin of the world. Living individuals will be at the heart of his ontology in the previous stage to mature Monadology and will continue to be in the form of composed substances in his last years.
1. Introducción En este artículo se utilizará la palabra «biología» como una abreviatura cómoda para denotar los estudios y experimentos que sobre seres vivos se hicieron en los siglos XVII y XVIII, sin pretender nombrar una ciencia biológica que en esta época no existe como tal, algo que parece razonable fechar en la primera mitad del siglo XIX. Asimismo, la palabra «monadología» no se refiere aquí al escrito de tal título de Leibniz sino, en forma más general, a su ontología, centrada aquí en su fundamento: las unidades substanciales o mónadas que forman lo que existe. En el primer apartado de nuestro trabajo abordaremos el contexto de los estudios biológicos desde la segunda mitad del XVII hasta mediados del siglo XVIII. Después de unas palabras sobre vida y mecanicismo nos centraremos en la revolución que supuso para los estudios sobre la vida el invento del microscopio, y en particular las obras de referencia de los más importantes microscopistas a partir, fundamentalmente, de la obra de Robert Hooke. Nos interesa aquí su relación con Leibniz y la influencia que tuvieron sobre él en un tema específico: el origen de los seres vivos y su desarrollo embrionario. El preformacionismo será aquí su opción, inclinándose hacia la versión animalculista, y enmarcándolo en la idea filosófica de la preexistencia de los seres vivos desde el principio del mundo. Intercalamos en un segundo apartado la concepción estándar de las mónadas y de los cuerpos en Leibniz, llamando la atención sobre las múlti-
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ples fuentes de su idea filosófica —la de mónada— y su irreductibilidad a un campo concreto de fenómenos científicos (o precientíficos). El tercer apartado ya se focaliza en lo que podríamos denominar la ontobiología de Leibniz: sus ideas centrales sobre lo vivo en el marco de su ontología. Desde su animismo o sus máquinas naturales hasta la relaciones entre cuerpos y almas en los individuos vivos, y cómo estos son ingenerables e imperecederos. El cuarto y último apartado cruza los anteriores a dos niveles. En principio para ver en concreto la influencia de los microscopistas en la monadología leibniziana. Y en segundo lugar para hacer una muy limitada incursión en el papel ontológico que desempeñaron los individuos vivos en su sistema; en un primer momento como sustancias corpóreas, sobre todo en los años 90 del siglo XVII, y más tarde —después de establecer las almas o sus análogos como mónadas— en su teoría de las sustancias compuestas de su madurez. Inevitable en este contexto dedicar algunas palabras al siempre irresuelto problema de los cuerpos (anímicos o espirituales, se podría decir) en la filosofía de Leibniz. 2. La biología en la época de Leibniz 2.1. Seres vivos en un marco físico-mecanicista Será útil recordar —aunque no podamos aquí desarrollar estas ideas— que en el periodo que nos ocupa, es decir, en la segunda mitad del siglo XVII y gran parte del siglo XVIII, no existe una biología como campo autónomo de estudios científicos. Pero sí es la consolidación de la física como ciencia, fundamentalmente la mecánica, a partir de los trabajos de Kepler, Galileo, Huygens, Newton, pero también Descartes o el propio Leibniz, que también participaron en el desarrollo de lo que sería el primer gran modelo de ciencia moderna. Esta física matemática se mueve en el paradigma mecanicista como marco vencedor frente a las tradiciones aristotélicas y las mágico-neoplatónicas. Y dentro de este mecanicismo es donde se intentan encajar los estudios biológicos. El caso más notorio sería el de Descartes y su teoría de los animales máquina —incluyendo aquí también el tratamiento del propio cuerpo humano como una máquina— en su tajante división entre res extensa y res cogitans, que preservaba al alma humana de los estudios científicos. Este dualismo radical sería seguido por pocos cartesianos, o postcartesianos como Leibniz, que, sin embargo, no renuncia al marco mecanicista a la hora de explicar los fenómenos físicos o biológicos. La idea básica en este contexto es que los seres vivos no son más que cuerpos organizados —en una escala gradual entre lo vivo y lo no vivo—, que los organismos son máquinas naturales, quizá más complejas en su funcionamiento, o quizá con ciertas peculiaridades que las distinguen de las máquinas artificiales hechas por el hombre, pero, al fin y al cabo, máquinas. El propio Leibniz admite esto, como veremos, y realiza varios escritos de lo que, en esta época, se llamaba «economía animal», para denominar una especie de física de los organismos vivos, en la medida en que se estudiaba la interrelación entre las distintas partes del organismo desde un punto de vista mecánico. Leibniz prohíbe aquí, como en sus escritos de dinámica, la
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utilización de cualquier supuesto metafísico, o de otro tipo, ajeno a esta física animal. No obstante, Leibniz en su filosofía va a desbordar este marco mecanicista, que no obstante será para él garantía de racionalidad en el nivel de los fenómenos físicos, aunque en esta época siempre se mantendrá como idea subyacente que el movimiento (la fuerza en la versión postmecanicista de nuestro autor) y la vida serán obra de Dios y no pueden provenir de la propia materia (salvo en los raros casos de ateos materialistas del periodo). 2.2. Las primeras décadas del microscopio y su uso en biología Si hay algo que en el contexto de los estudios sobre seres vivos fue una revolución en esta época fue sin duda la invención del microscopio. Así como el telescopio había revolucionado los estudios astronómicos y contribuido a romper la imagen tradicional de un mundo cerrado y de una magnitud muy pequeña, el microscopio abría ante los admirados ojos de sus usuarios mundos insospechados, ocultos hasta entonces en los objetos más familiares a nuestro alcance1. Y por supuesto lo más espectacular de las observaciones microscópicas tenía que ver con seres vivos diminutos que habitaban universos hasta entonces nunca vistos, encerrados en algo tan transparente e inofensivo como una gota de agua de un estanque. O como había sucedido con el telescopio al revelar que la Luna u otros planetas eran similares en sus características físicas a la Tierra, el microscopio revelaba asimismo que pequeños animales tan cotidianos como las pulgas o las moscas tenían una complejidad de estructura increíble y un diseño orgánico digno de admiración; a veces muy bellos, a veces horripilantes, de acuerdo con el juicio estético humano, pero siempre maravillosos. Sabemos a ciencia cierta que el propio Galileo Galilei construyó un microscopio en la segunda década del siglo XVII —de los primeros que se inventaron— y que ya lo utilizó para observar pequeños animales, como él mismo cuenta en una carta al creador de la Accademia dei Lincei, el noble Federico Cesi: «...Io ho contemplati moltissimi animalucci con infinita ammirazione: tra i quali la pulce è orribilissima, la zanzara e la tignuola son bellissimi; e con gran contento ho veduto come faccino le mosche et altri animalucci a camminare attaccati a' specchi, et anco di sotto in su.»2 Galileo era miembro de la Academia de los Linces desde 1611 —ésta se creó en 1603— y sus miembros sacaron adelante varias obras notables, pero la que ahora nos interesa es la primera ilustración impresa en historia natural que se realizó con la ayuda de un microscopio (compuesto). Se trata 1 Un libro fundamental sobre la invención del microscopio, la evaluación de sus usos y los descubrimientos realizados con él, así como sobre las interpretaciones científicas y filosóficas que se hicieron de estos, es el de Catherine Wilson, The Invisible World. Early modern philosophy and the invention of the microscope, Princenton U.P., 1995. 2 «He contemplado muchísimos animales minúsculos con infinita admiración. Entre ellos la pulga es horrorosísima, el mosquito y la polilla bellísimos; y con gran satisfacción he visto cómo hacen las moscas y otros minúsculos animales para caminar sujetos a los espejos, e incluso cabeza abajo.»; Lettera di Galileo Galilei a Federico Cesi, Firenze, 23 settembre 1624.
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de un grabado, la Melissographia —de 41,6 por 30,7 cm.— dedicado a Urbano VIII «con la más exacta descripción de una abeja, ofrecida por la Accademia como símbolo de devoción perpetua». Son tres abejas en distintas posiciones, con dibujos ampliados aparte de sus patas, trompa, ojos, antenas y aguijón3. Se realizó para el jubileo de 1625, y al pie dice: «Observadas por Francesco Stelluti, Linceo de Fabriano por medio del microscopio»; Johann Faber, otro de los linces, acababa de inventar el nombre «microscopio» ese mismo año, explicando que «dado que fue hecho para la observación de cosas muy pequeñas, decidí llamarlo microscopio, por analogía con el telescopio». En los cuarenta años siguientes se fue utilizando, poco a poco, el microscopio sobre todo para análisis de seres vivos —principalmente insectos: abejas, moscas— y del propio cuerpo humano (ciertamente era difícil venderlo para usos prácticos directos, como se hizo con el telescopio para usos militares). Pero una obra de Robert Hooke de 1665, la Micrographia o algunas descripciones fisiológicas de los cuerpos diminutos realizadas con cristales de aumento con observaciones y disquisiciones sobre ellas, fue un hito en la divulgación del microscopio entre la comunidad científica y entre las personas cultas de la época. Aunque en las décadas anteriores se publicaron pocas obras reseñables sobre observaciones con el microscopio, la de Hooke no era la primera sobre el tema, si bien sí causó impacto por sus magníficas ilustraciones en una edición de gran formato —aproximadamente tamaño folio— con 38 planchas, varias de ellas desplegables4. A diferencia de las obras italianas —las más destacadas las de Francesco Redi y las de Marcello Malpighi, que ya había publicado obras previas a la Micrographia— y las holandesas —Huygens, Swadermmam, Leeuwenhoek— las inglesas como las de Hooke estaban más interesadas en la filosofía natural. Estas obras inglesas estaban más centradas en la estructura fundamental de la materia de las cosas, y menos en el tratamiento, casi exclusivo en las continentales, de la anatomía de los animales (sobre todo insectos) y de los humanos, y, en segunda instancia, de las plantas. En ella Hooke ordenaba sus observaciones desde los objetos inanimados —en principio artificiales y cotidianos, y luego los pertenecientes al reino mineral— pasando por los vegetales —los fosilizados en primera instancia, para pasar luego a plantas vivas, de más simples a más complejas— y llegando a los animales —con ejemplares intermedios entre ambos reinos, y luego los insectos y sus partes; concluía, por fin, con tres observaciones de telescopio. En resumen, una gradación de los objetos de la Naturaleza contemplados desde el punto de vista de sus componentes microscópicos (con un contraste astronómico). La obra de Hooke influyó en personajes tan importantes como Leeuwenhoek5, que se interesó por el microscopio gracias a esta obra. Frente a los microscopios compuestos (como los que Hooke utilizó en la mayor parte de 3 Una preciosa reproducción digital en http://brunelleschi.imss.fi.it/ apiarium/ manoscritto .asp?sez = melissografia. 4 Véase la magnífica edición al español de Carlos Solís, y su brillante introducción (y notas), en su Micrografía de la editorial Alfaguara. Estupenda edición original en Internet en http://digicoll.library.wisc edu/cgi-bin/HistSciTech/HistSciTech-idx?type=header&id=HistSciTech. HookeMicro&isize=M 5 El libro clásico sobre Leeuwenhoek es el de Clifford Dobell Antony van Leuweenhoek and his ‘Little Animals’, Russell&Russell, 1958.
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su obra, que podían llegar a 150 aumentos) el holandés utilizó microscopios simples, es decir, de una sola lente biconvexa con una distancia focal corta, que gracias al pulido de la lente y a evitar la aberración esférica conseguía hasta 270 aumentos. Estos problemas de aberración esférica y aberración cromática no se solucionaron hasta principios del siglo XIX, y los microscopios a finales de este siglo, dicho sea de paso, sólo aumentaban alrededor de diez veces más que los mejores de Leeuwenhoek.6 Ya hemos ido citando en las líneas anteriores a los microscopistas más importantes del siglo XVII —salvo el caso del inglés, secretario de la Royal Society entre 1677 y 1679, Nehemiah Grew, que realizó importantes trabajos sobre anatomía de las plantas, en paralelo con Malpighi—, nos referimos a Robert Hooke, Antony van Leeuwenhoek, Jean Swadermmam y Marcello Malpighi. Leibniz, que conocería a Hooke en su viaje a Inglaterra de 1673, buscó con ahínco una copia de la Micrographia durante trece años hasta conseguirla, pues nuestro filósofo estaba muy interesado en la literatura microscopista y la siguió de cerca. A los holandeses Leeuwenhoek y Swadermmam7 los visitó en Holanda en 1776 —cuando fue a ver a Spinoza con cautela— e influirían, como veremos, notablemente en sus ideas sobre el desarrollo de los seres vivos. Y, por último, también pudo visitar en 1789 a Malpighi con quien pudo hacer observaciones por el microscopio y conversar sobre el estatus de las plantas en la escala de lo vivo. 2.3. Microscopios y embriología: Preformacionismo y Epigénesis El microscopio tuvo una gran importancia en los estudios y experimentos en el campo biológico con especial relevancia en el tema en que nos vamos a centrar a continuación: el origen y desarrollo de los individuos vivos (su ontogenia). Simplificando mucho el asunto nos vamos a referir a las dos posturas de referencia en el campo de la embriología que surgieron en la segunda mitad del siglo XVII y se continuaron durante el siglo siguiente: nos referimos al Preformacionismo y a la Epigénesis. Las dos palabras son lo suficientemente abstractas para que se hayan aplicado a múltiples situaciones históricas en el campo de la biología desde al menos el siglo XVII hasta nuestros días, hasta el punto de que se podría hablar de dos enfoques teóricos generales en embriología cuyos valores han ido cambiando con el tiempo y que dibujan una escala de situaciones, y de variantes, entre ellos. Pero aquí nos referiremos a su significado, más o menos preciso, que se utilizó en el periodo antes indicado: desde la segunda mitad del siglo XVII hasta mediados del siglo XVIII. La concepción preformacionista creía que el individuo ya estaba preformado en su estructura básica antes de la concepción o fecundación; tan solo se desplegaría y crecería a lo largo de su desarrollo embrionario. Mientras que la Epigénesis creía que el individuo partía de una materia indiferenciada e iba generando nuevas estructuras, o sustituyendo unas por otras, a lo 6 Información sobre Leeuwenhoek, sus microscopios y especímenes originales recuperados hace unas décadas, en Brian J. Ford, 1981, «Leeuwenhoek's Specimens discovered after 307 years», Nature, 292: 407, 30 July; y en su página web: http://www.brianjford.com/whistmic.htm. 7 Una edición (en holandés y latín) de la obra más importante de este autor, la Bybel der Natuure, con la reproducción de sus abundantes y magníficas ilustraciones se puede encontrar en: http://gdz.sub.unigoettingen.de/no_cache/en/dms/load/toc/?IDDOC=282353. Interesante, asimismo, la siguiente web: http: //www. janswammerdam.net/index.html.
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largo de las diferentes fases de su desarrollo embrionario. En este contexto que nos ocupa habría que decir que fue la visión preformacionista la que predominó durante la segunda mitad del siglo XVII y la primera mitad del siglo XVIII; sólo a mediados y durante la segunda mitad de este siglo la postura epigenética va ganando terreno y comenzando a desbancar al preformacionismo. Aunque de hecho el debate sólo se solucionará, esto es, se replanteará, cuando a partir de la tercera década del siglo XIX se origine y desarrolle la teoría celular.8 La postura preformacionista tuvo dos variantes básicas: el preformacionismo ovista y el preformacionismo animalculista. Expliquemos brevemente los adjetivos usados. Que las hembras de los animales, en particular los mamíferos, producen huevos en sus ovarios que llegan a sus úteros, donde se produce la fecundación a partir de la cual se desarrolla el embrión, fue un descubrimiento que se produjo fundamentalmente a finales de la década de los sesenta y principios de la siguiente del siglo XVII. Fueron sobre todo anatomistas holandeses, el más importante de ellos Regnier de Graaf (amigo de Leeuwenhoek y el que lo introdujo en la Royal Society), quienes descubrieron en peces, perros, conejos o humanos que, como había dicho William Harvey, ex ovo omnia, «todo proviene del huevo» —por lo demás, Graaf confundió los ahora llamados folículos de Graaf con el verdadero huevo, el óvulo, que no se descubriría hasta 150 años más tarde.9 Como es lógico, el preformacionismo ovista mantenía que el individuo está preformado ya en el óvulo de su madre. Mientras que el preformacionismo animalculista sostenía, por su parte, que el individuo está ya preformado en el espermatozoide de su padre. Esto último no pudo ser afirmado hasta que Leeuwenhoek descubriera en 1677 los espermatozoides, que él llamó animálculos, y que presentó en sociedad ante la Royal Society inglesa enviando descripciones y dibujos en una de las cientos de cartas que mandó a la Sociedad. Los naturalistas en esos años aceptaron el hecho de que los espermatozoides eran el origen del embrión y que el huevo de la hembra jugaba un papel secundario; no obstante, esta versión del preformismo no fue la predominante en el siglo XVIII, sino que lo fue la ovista. Si bien es cierto que el animalculismo tuvo su auge durante varias décadas en el cambio de siglo, hasta que arreciaron las críticas (como la que ponía en entredicho el buen hacer de Dios, al desperdiciar tantos millones de espermatozoides que podían dar lugar a nuevas vidas, en favor de un solo animálculo que era el afortunado en fecundar al óvulo). No obstante, habría que huir de los falsos tópicos que ya en su época sirvieron para ridiculizar la teoría preformacionista. El más conocido, y utilizado hasta la saciedad, es el homúnculo plegado en la cabeza de un espermatozoide de Nicolas Harsoeker, que éste dibujó en su Essai de dioptrique de 1694. Como el propio autor dijo, no pretendía ser una observación realizada por el microscopio —o, como muchas veces se dice, una mala 8 Para un presentación de la teoría de la preformación, y de la herencia en general, en el marco del mecanicismo, en el periodo que va desde el siglo XVII a mediados del XVIII, son muy valiosas las páginas 39 a 86 del libro de François Jacob La Lógica de lo Viviente. Una historia de la herencia. Ed. Tusquets. 9 Uno de los libros básicos sobre el tema es el de Clara Pinto-Correia The Ovary of Eve. Egg and Sperm and Preformation, The University of Chicago Press, 1997. Un librito de la misma autora muy sencillo y sugerente (aunque en portugués), y con muchas menos digresiones y desarrollos de temas colaterales que el anterior, es O mistério dos Mistérios. Uma História breve das teorias de reprodução animal; se puede conseguir en http://www.scribd.com/doc/7212759/Clara-Pinto-Correia-O-Misterio-Dos-Misterios-rev.
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interpretación de una observación provocada por las limitaciones de los aparatos del momento— sino una simple idealización que ilustraba una teoría. Los microscopistas citados raramente hablaron de homúnculos o algo similar, ni tampoco llegaron a creer literalmente en pequeños seres en miniatura, tan sólo a pensar que de alguna forma debía de haber estructuras básicas del cuerpo ya preformadas que permitieran un desarrollo posterior del embrión. Su concepción no suponía una mera reducción en escala del organismo, sino que implicaba una transformación que tomaba como modelo las metamorfosis de los insectos y de los anfibios (como el propio Leibniz también creía). Quien más cerca estuvo de esta idea fue, sin embargo, Leeuwenhoek llevado por sus preconcepciones. Pero sus propias observaciones siempre desmintieron las supuestas miniaturas de organismos buscadas. De hecho éste desmintió ante la Royal Society el supuesto descubrimiento de rasgos de una miniatura humana en un espermatozoide presentado por Dalempatius en 1699; y ya antes, en 1685, protestó ante la misma Sociedad por un informe publicado que le atribuía la idea de que el semen estaba lleno de niños en miniatura. Pero guardó silencio en el caso citado de Harsoeker que de alguna manera ilustraba sus ideas sobre la preformación, las cuales fueron siempre desmentidas por las observaciones10. No obstante, sería difícil atribuir, estrictamente hablando, a Malpighi o a Swadermmam una concepción preformacionista. La aparentemente paradigmática postura de Swadermmam ha sido interpretada recientemente como el fruto de malentendidos y confusiones (algunos de traducción), al menos en sus trabajos biológicos. Matthew Cobb nos dice al respecto: «In a bold step that laid the basis of materialist undestanding of development, he showed that there was no spontaneous generation and that the same organism was present in egg, larva, pupa and adult [in butterflies and flies]. He did not put forward a theory of «preformation». Indeed, he was loath to speculate in any way, preferring to rely on the results of his (generally accurate) observations. As to his remarks about the eggs of Adam and original sin, two points need to be made. First, this was based in part on his striking observation that eggs could be seen in the ovaries of unborn female mammals. Given that life apparently receded beyond the resolution of the microscope (for example, he found worms within the worms he observed inside the snail’s uterus)…it must have seemed posible that eggs might regress back to the origin of the world. This did not mean, however, that Swadermmam thought that these were fully formed individuals one within another. Second, in the whole of The Book of Nature, [nombre inglés de la Bybel der Natuure o Biblia de la Naturaleza] Swadermmam makes only two passing remarks relating his view of preformation to his religious convictions. Far from forming the thrust of his work, this particular combination of science and theology is an insignificant (but interesting) detour that should not be taken as characteristic of his work»11. 10 Sobre este asunto se puede consultar «Anton von Leeuwenhoek and his perception of spermatozoa», E.G. Ruestow, J. History of Biology 16, 185-224. 11 Matthew Cobb, «Reading and wrinting The Book of Nature: Jan Swammerdam (1637-1680)»,
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Respecto a Malpighi se ha podido mantener incluso que sus trabajos embriológicos —en particular sobre el desarrollo del embrión del pollo— están orientados hacia una visión epigenetista más que preformacionista. Lo que quiere decir que al margen de las ideas concretas de los microscopistas en su contexto, a estos se les interpretó por parte de sus contemporáneos y, sobre todo, de sus seguidores en el siglo XVIII, como preformacionistas, y, más aún, como defensores de la teoría de las «muñecas rusas» —técnicamente llamada «emboîtement»— que, sin embargo, fue una teoría defendida por los filósofos y apenas presente en los naturalistas (si bien los primeros se inspiraron en los segundos para proponerla). 2.4. Preexistencia y Preformación Estas ideas del encajonamiento de los gérmenes, o de las «muñecas rusas», era la versión más extendida de la teoría de la preexistencia propuesta en primera instancia por el filósofo francés Nicolas Malebranche, que luego sería propagada por Leibniz y otros filósofos, y que en el siglo XVIII se confundiría sin más con las posturas preformacionistas.12 Un texto de Malebranche aclarará de forma explícita de qué teoría de la preexistencia estamos hablando: «… se podría decir con igual seguridad que todos los árboles están en pequeño en el germen de su simiente. No parece igualmente insensato pensar que hay árboles infinitos en un único germen, puesto que no contiene solamente el árbol del que es la semilla, sino también un gran número de otras semillas, las cuales pueden contener en sí mismas otros nuevos árboles, y nuevas semillas de árboles; los cuales conservarían quizá aún, en una incomprensible pequeñez, otros árboles y otras semillas tan fecundas como las primeras, y así hasta el infinito. …Debemos, pues, pensar además, que todos los cuerpos de los hombres y los animales, que nacerán hasta la consumación de los siglos, han sido tal vez producidos desde la creación del mundo…»13 La teoría de la preexistencia de los gérmenes de todas las especies de seres vivos desde el principio del mundo, encajonadas en sus simientes por el Creador, se apoyaba en la supuesta prueba de la infinita divisibilidad de la materia realizada por los matemáticos. Y con ella se rechazaba cualquier posibilidad de considerar que la vida pudiera provenir de una autoorganización de la propia materia, siendo Dios el único dador de la vida y manteniendo una ley de uniformidad en la Naturaleza, que en este caso se concretaba en la uniformidad de la descendencia de cada especie o raza de seres vivos, cuyos vástagos reproducían necesariamente la forma —la estructura física, el tipo de desarrollo, el comportamiento— de sus progenitores. Endeavour, vol. 24(3), 2000, pág. 126. 12 El artículo fundamental sobre el tema es el de Peter J. Bowler, «Preformation and Pre-existence in the Seventeenth Century: A Brief Analysis», Journal of the History of Biology, vol. 4, no. 2 (Fall 1971), pp. 221-244. 13 N. Malebranche, Recherche de la Verité, I,VI.
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Y en otro plano también era una forma fácil de explicar la transmisión del pecado original desde nuestros primeros padres, como el propio Leibniz apunta. 2.5. Críticas de los epigenetistas a la preformación. Teorías vitalistas epigenéticas en el siglo XVIII A mediados del siglo de las Luces las críticas al preformacionismo arreciaron. El ejemplo clásico es el de la obra de Maupertuis Venus physique de 1745, que con ocasión de la presentación en sociedad de un individuo negro albino en París le permite rechazar la teoría preformacionista. Maupertuis cree que esta teoría no puede explicar las semejanzas que se encuentran en los hijos provenientes de ambos progenitores, ni, en general, cualquier fenómeno de hibridación donde se cruzan rasgos paternos y maternos. También le parece que esta teoría no puede explicar los casos de monstruos en la Naturaleza, que obedecen a lo que hoy llamaríamos «mutaciones» (se considera que Maupertuis enuncia una concepción preevolucionista muy cercana al mutacionismo); sería el caso del albinismo del negro que él describe14. Buffon, por su parte, también criticará el preformacionismo en asuntos como la imposibilidad de una perduración de gérmenes infinitesimales desde el principio del mundo. Hace cálculos numéricos que le llevan a pensar que si un germen es mil millones de veces más pequeño que un hombre, y progresivamente va disminuyendo en proporción a través de las generaciones, en tan solo seis generaciones su tamaño sería mucho más pequeño que cualquier átomo concebible. Tan absurdo es para él este hecho como absurda le parece la divisibilidad infinita de la materia física. Aunque las teorías preformacionistas fueron criticadas y se formularon cada vez más distintos tipos de teorías epigenéticas, a mediados del siglo XVIII y en la segunda mitad de este siglo las ideas de preformación y preexistencia siguieron siendo las dominantes. Personajes de la importancia de Charles Bonnet, Albrecht von Haller (que abandonó la epigénesis por el preformacionismo) o Lázaro Spallanzani abrazaron esta filosofía embriológica. Aunque la influencia de Leibniz suele seguirse a través de la filosofía alemana y en particular de Christian Wolf, se suele olvidar su impronta en naturalistas franceses ilustrados como es el caso de Charles Bonnet. En 1762 este autor dará a la luz su obra Considerations sur les corps organisés donde defiende concepciones preformacionistas y de preexistencia de los gérmenes, en consonancia con sus ideas religiosas. Una de las ideas basadas en Leibniz es la de que la esencia de los seres vivos no es su forma actual sino un germen interno indestructible y que no se puede percibir, que permanece incólume a lo largo de los tiempos incluso por encima de catástrofes como el Diluvio. Pero la idea leibniziana más acusada en este autor es la defensa de la scala naturae, de una escala de seres continua —sin huecos— desde los más simples hasta los más complejos y perfectos, desde los átomos hasta los 14 Ver «Maupertuis and the Eighteenth-Century Critique of Preexistence», Michel H. Hoffheimer, Journal of the History of Biology, vol. 15, nº 1 (spring 1982), pp. 119-144.
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ángeles (no admite, no obstante, la división infinita de la materia), de acuerdo con las funciones de los distintos tipos de seres, los cuales tienen su propio poder de autodespliegue, de autodesarrollo; esto aparece en obras como el Traité d'Insectologie (1745) o Contemplation de la Nature (1764). En esta última obra y en la Palingénésie philosophique (1770) desarrolla una metafísica de la naturaleza donde no sólo es inmortal el espíritu humano sino su cuerpo entero, como sucede en los demás seres, cuyos gérmenes internos son también inmortales, y donde las facultades de los seres van perfeccionándose cada vez más (aunque no admite ideas centrales de Leibniz como la armonía preestablecida)15. Por otro lado, desde finales del siglo XVII y sobre todo a partir de 1740 hubo otro tipo de fenómenos biológicos experimentales a los que el preformacionismo –y la epigénesis– tuvieron que enfrentarse: se trata de los fenómenos de regeneración de partes de animales16. Un primer caso fue presentado por Thévenot en 1686 a la Académie des Sciences de París: una lagartija verde a la que previamente le había amputado la cola. El hecho de la regeneración de las pinzas de ciertos cangrejos de río dará lugar a la Mémoire de René-Antoine Ferchault de Réaumur leída en la Académie des Sciences de París en 1712. En estos casos la re-generación se enfrentaba a una teoría inaudita a falta de algo mejor: ¿embriones diminutos en el órgano para hacerlo crecer de nuevo? ¿algún tipo de huevo preexistente que hace desarrollarse el órgano? Pero si estas teorías de la preformación/preexistencia podía resultar extrañas, los epigenetistas tampoco podían por su parte explicar los patrones regulares de desarrollo de un miembro: ¿cómo es posible que se regenere exactamente la parte del miembro amputado y no otra parte del cuerpo cualquiera? ¿cómo puede la propia naturaleza saber cuándo tiene que frenar su crecimiento y saber que el proceso se ha terminado? Pero si estos hechos eran ya de por sí desconcertantes lo fue más el descubrimiento de Abraham Trembley en 1740 de la capacidad del denominado insecto pólipo para regenerar animales completos a partir de sus partes seccionadas. Se trataba de una hidra de agua dulce que, después de probarse que era un animal y no una planta, se vio que podía regenerar todo el organismo a partir de una de sus partes. El descubrimiento fue una conmoción a la que se dio múltiples vueltas y que se intentó generalizar para otros animales —el mismo año Charles Bonnet había descubierto, por su parte, la partenogénesis en pulgones— y que trastocaba definitivamente las leyes uniformes de la Naturaleza y su regularidad. También tuvo sus connotaciones teológicas pues era difícil saber qué sucedía con el alma del animal: ¿el alma estaba en todas las partes del animal? ¿se dividía el alma cuando se diseccionaba el cuerpo?17 Estas críticas al preformacionismo por su incapacidad para explicar de 15 Puede consultarse «The Reception of Leibniz's Philosophy in the Writings of Charles Bonnet (17201793)», de Olivier Rieppel, Journal of the History of Biology, vol. 21, no. 1 (Spring 1988), pp. 119-145. 16 Ver el articulo de Javier Moscoso «Experimentos de regeneración animal: 1686-1785. ¿Cómo defender la preexistencia?», publicado en DYNAMIS. Acta Hisp. Med. Sci. Hist Illus., 15, 1995, 341-373. Y su libro, imprescindible para el tema de las ciencias de la vida en el siglo XVIII —y sus raíces en el siglo anterior—, Materialismo y Religión. Ciencias de la vida en la Europa ilustrada; para este asunto en concreto el capt. V «La Regeneración de la Materia», págs. 89 a 106. 17 Años después también fue muy discutido el descubrimiento de Spallanzani sobre la regeneración de la cabeza de un caracol terrestre, precisamente porque era la cabeza y no otra parte del cuerpo.
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forma creíble estos nuevos fenómenos descubiertos —y otros ya muy conocidos pero dejados de lado— no colocaban a los epigenetistas sin más en la senda de las explicaciones verdaderas. Sus argumentos biológicos eran muy limitados dentro de un marco físico-químico de corte mecanicista y, en la mayoría de los casos, se veían compelidos a introducir hipótesis vitalistas «ad hoc» para dar cuenta de los fenómenos de desarrollo vital. Veamos un par de ejemplos. En el marco de una teoría de atracción físico-química, Maupertuis se opone a Descartes, insistiendo en la insuficiencia del mecanicismo (que en el caso de Descartes también se puede denominar epigenético) para explicar el fenómeno de la vida y de la reproducción de ésta. La obra de Maupertuis es una mezcla entre un marco newtoniano de leyes mecánicas y fuerzas de atracción que se aplican a partículas vivas que se ensamblan y que se mueven por algo similar a aversiones y deseos, y que tienen algún tipo de memoria para poder reproducir la estructura de los progenitores de los que toman su herencia biológica. La obra de Maupertuis va a tener notable influencia en Buffon, que le reconoce sus aciertos en la teoría de la generación, y que de la misma manera intentará proponer una teoría de moléculas orgánicas18, que como en aquél, provendrían de una recopilación de partículas de todo el cuerpo, en una especie de pangénesis que explicaría la reproducción de los seres vivos a través de lo que él denomina el molde interior; una especie de molde tridimensional vivo que permite reproducir estructuras de los órganos de los que está formado un ser vivo19. Ambas teorías intentan ir más allá de la física de la atracción de partículas y de la afinidad química de las substancias, para introducir principios vitales propios que expliquen los organismos vivos, su organización y su reproducción20. Sin embargo, se suele reconocer que la primera formulación estricta de una teoría epigenética se debe a Caspar Frederic Wolff, en su obra Theoria Generationis (1759), al que se le considera el fundador de la embriología moderna21. Como en la teorías de Maupertuis y Buffon, la de Wolff choca con el marco mecanicista aún imperante y con la imposibilidad de desarrollar una verdadera teoría biológica del desarrollo, de ahí que se vea obligado, como los anteriores, a acudir a tesis vitalistas, que en su caso se concretan en proponer una «fuerza esencial» (vis essentialis) para explicar cómo era posible el desarrollo del embrión a partir de un fluido homogéneo. Sobre los límites de la obra de Wolff y, a la vez, la importancia de sus ideas, nos dice François Jacob: «Observando el desarrollo del pollo al microscopio, Caspar Frederic 18
En el segundo volumen de su Histoire Naturelle publicado en 1749. 19 Puede verse una síntesis de las teorías de la generación en el siglo de las Luces, y sus precedentes, en «Buffon et les théories de la génération au 18ème siècle», de Jean-Louis Fischer, en La pluridisciplinarité dans le enseignements scientifiques, Tome I, Histoire des sciences, Actes de l’université d’eté, du 16 au 20 juillet 2001, Poitiers. 20 Ver «Bonnet and Buffon: Theories of Generation and the Problem of Species», de Peter J. Bowler, Journal of the History of Biology, vol. 6, no. 2 (Fall 1973), pp. 259-281. 21 No obstante, según otros estudiosos su verdadera obra revolucionario sería su De Formatione Intestinorum, porque en ella Wolff introduce por vez primera la idea de capas germinales en el embrión. Lo que daría lugar después de las obras de Heinz Christian Pander y Karl Ernst von Baer, ya en el siglo XIX, a la teoría de las tres capas germinales del embrión: el ectodermo, el mesodermo y el endodermo.
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Wolff distingue membranas superpuestas, primero simples, luego plegadas, que forman abultamientos, pequeños canales y tubos de donde surgen esbozos de órganos: el sistema nervioso, luego vasos, un tubo digestivo, etc. La estructura primaria de un ser vivo no está por tanto preformada en el huevo, sino que se organiza poco a poco mediante plegamientos, abultamientos, hinchazones, a través de una secuencia de operaciones mecánicas separadas en el tiempo y en el espacio. Es exactamente la conclusión que extraerá Von Baer de observaciones similares medio siglo más tarde. Pero si para el siglo XIX el libro de Wolff, Theoria generationis, será el origen de la embriología experimental, para el siglo XVIII permanece casi totalmente ignorado. No existe un marco en el que situar la epigénesis, ni solución para el problema de la generación de los seres vivos fuera de la preformación.»22 Otros autores, como Johann Friedrich Blumenbach, a finales del siglo XVIII, hablaría también de un tipo de fuerzas vitales, en concreto de «fuerzas formativas» (nisus formativus), para explicar el desarrollo de los organismos23. La teoría de Blumenbach sería tenida muy en cuenta, décadas después, por Charles Darwin en sus denodados esfuerzos por intentar explicar cómo se producía la herencia y el desarrollo en los seres vivos24. 3. La idea de mónada —como idea filosófica— y sus fuentes De todos es sabido que la ontología de Leibniz se fundamenta en unidades sustanciales en las que se resuelve todo lo que existe, y a estas unidades simples las llama nuestro autor «mónadas». Ya es más problemático que todo el mundo interprete estas unidades de la misma manera, o, para concretar mucho más, que no se confunda la idea ontológica de mónada —la idea filosófica de mónada— con un concepto específico, científico o pseudocientífico, de unidad básica circunscrita a un campo categorial dado o a una esfera de la realidad que, en el mejor de los casos, se trata de generalizar a otras esferas fuera de la originaria. Las fuentes de la idea de mónada son múltiples y seguramente algunas tienen más peso que otras, pero la idea resultante no se puede, sin más, reducir a un origen concreto —físico, lógico, biológico, teológico— y ni siquiera a la suma de sus distintos y variados orígenes. El significado y alcance de una idea filosófica no se puede reducir a su génesis, aunque esta sea múltiple. Para no perder de vista el rasero ontológico en el que se mueve la idea de mónada, así como su derivada idea de cuerpo, recordemos, a modo de ejemplo, una de sus caracterizaciones: «Creo que todo el universo de las criaturas no consiste sino en sustancias simples o mónadas, y en reuniones de ellas. Estas sustancias simples son los que se llama espíritu en nosotros y en los genios, y alma en 22
François Jacob, La Lógica de lo Viviente. Una historia de la herencia, pág. 72, Ed. Tusquets. 23 Sobre los autores citados en este subapartado y su relación con Kant es interesante el artículo de Juan José García Norro, «Las imágenes biológicas en la Crítica de la Razón Pura», prepublicación de la Universidad Complutense de Madrid, en http://www.ucm.es/info/kantesp/prepublicaciones.htm. 24 Para todo este apartado segundo una de las fuentes de referencia esenciales es el libro de Jacques Roger Les Sciences de la Vie dans le pensée française au XVIIIe siècle, Albin Michel, 1993.
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los animales... Las reuniones [de mónadas] son lo que se llama cuerpos... Sin embargo, todos estos cuerpos y todo lo que se les atribuye no son sustancias, sino solamente fenómenos bien fundados, o el fundamento de las apariencias, que son diferentes en observadores diferentes...»25 Sin poder entrar aquí en este asunto, indiquemos algunas cosas de pasada. Dos de las fuentes inequívocas de los componentes de la idea de mónada provienen del campo de la lógica clásica reformada por Leibniz y reinterpretada en clave metafísica —los infinitos predicados autodesplegados de la noción completa de un sujeto individual— y del campo de la psicología, donde ya de por sí se cruzan las esferas de la teoría del conocimiento, la esfera teológica y la de lo que podríamos llamar procesos psicológicos —nociones como el modelo del alma inextensa, inmaterial, humana; de su capacidad representativa del todo lo exterior en una unidad; de su actividad psíquica incesante cerrada y, a la vez, coordinada con todo lo exterior; de los procesos que van desde las pequeñas percepciones inconscientes a la claridad de la razón. Por otro lado, nadie duda de que conceptos matemáticos que Leibniz descubre cuando se introduce en las profundidades de las matemáticas son importantes en este contexto —el propio cálculo infinitesimal; las sumas de series infinitas con valores finitos/determinados, o los espacios de longitud infinita con una superficie finita; la demostración de la divisibilidad infinita— así como los conceptos de la física que va construyendo al hilo de su dinámica, cada vez con más peso —su teoría de las fuerzas vivas, que supone la actividad o fuerza primigenia más allá de la materia inerte; su antiatomismo; sus mónadas como referencias espacio-temporales (coextensivas o sucesivas) en el mundo de los fenómenos físicos. Hemos dejado para el final las ideas precientíficas biológicas (pero no por ello menos pretendidamente racionales) que serán decisivas en su filosofía madura —la necesidad de la unidad y dirección de los cuerpos orgánicos, la máquina viva infinitamente divisible, las simientes infinitas existentes desde el principio del universo. Y, en otro plano, el de la propia tradición filosófica en sentido amplio, donde no se puede olvidar, entre otras tantas, la rectificación racionalista de Leibniz de ideas como las formas sustanciales aristotélicas, convertidas ahora en estrictamente individuales, y energetizadas o dinamizadas, o la obsesión, traspasada a Leibniz, de la unidad y la simplicidad de estirpe neoplatónica26, que del esoterismo espiritualista éste trata de traducir a metafísica racional. Sólo pretendemos concluir que las mónadas no son unidades o fuerzas del mundo físico, ni unidades psíquicas o centros de conocimiento, ni nociones completas lógico-metafísicas de los individuos, ni cuerpos (o almas) mínimos e indestructibles, ni otras nociones similares, científicas o paracientíficas, sino que las mónadas son todo esto y unas cuantas cosas más, pero reestructurado y articulado en un plano filosófico para constituir la 25
Carta de Leibniz a Remond, 1714. Sobre la influencia neoplatónica puede verse «Leibniz y la tradición neoplatónica», de Bernardino Orio de Miguel, Revista de Filosofía, 3ª época. Vol VII (1994), nº 12, págs. 493-517; ed. Complutense. Y para más información sobre sus estudios relativos a la influencia de la tradición hermética en Leibniz, puede consultarse su web: http://www.oriodemiguel.com/. 26
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idea de mónada, que en primera instancia remite al horizonte de todo lo que existe y no a esferas de la realidad específicas, remite al fundamento de una ontología, la ontología leibniziana27. 4. Ideas clave sobre la vida (lo vivo) en Leibniz Antes de pasar a concretar en el apartado siguiente las influencias específicas de los microscopistas sobre la filosofía de Leibniz, así como el paso por parte de éste de un modelo que proponía a los propios seres vivos como sustancias básicas de la Naturaleza —de lo creado— a otro donde las unidades básicas son las almas —o sus análogos en la escala de los seres— que dan vida a estos seres vivos o anima-les, antes de llegar a esto, decimos, permítasenos sintetizar en forma esquemática las ideas básicas de la ontología biológica de nuestro autor. Vamos a hacer un listado de doce ideas fundamentales en este contexto, partiendo de uno o dos textos de Leibniz para cada una de ellas, para dibujar su concepción biológica de lo existente; los comentarios serán lo más escuetos posibles. [1] Todo lo que existe está vivo. «Toda la naturaleza está llena de vida.» «...la más pequeña partícula de polvo contiene un mundo con infinidad de criaturas. Y los microscopios han mostrado a los ojos incluso más de un millón de animales vivos en una gota de agua.»28 «Así, pues, en el universo no hay nada inculto, nada estéril, nada muerto...»29 Literalmente Leibniz habla de un panzoismo que acaba traduciéndose en un animismo, tomando el término alma en un sentido generalísimo, pues se aplica a todo lo que tiene vida y donde se toma como analogado principal al alma humana. [2] Cuerpo orgánico = máquina natural. «Así, cada cuerpo orgánico de un viviente es una especie de Máquina divina o de Autómata natural que supera infinitamente a todos los Autómatas artificiales. Porque una máquina hecha por el arte del hombre no es máquina en cada una de sus partes... En cambio, las Máquinas de la Naturaleza, esto es, los cuerpos vivientes, son aún máquinas hasta en sus más pequeñas partes, hasta el infinito.»30 Leibniz no renuncia al mecanicismo en el campo biológico. Los fenómenos biológicos hay que explicarlos desde consideraciones mecánicas —y no 27 Sobre la idea de mónada se puede leer con provecho el artículo de Rogelio Rovira «¿Qué es una mónada?» publicado en Anuario Filosófico, en Abril de 2005.Y más focalizado en el tema central de esta sección, las fuentes de la idea y su nivel ontológico de referencia, así como la construcción de la idea filosófica, la introducción de Gustavo Bueno a la edición de Pentalfa de la Monadología. 28 Carta de Leibniz a la princesa Sofía, 4-11-1696. 29 Monadología, § 69. 30 Monadología, § 64.
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metafísicas— atendiendo a su estructura y su funcionalidad, pues las máquinas orgánicas están diseñadas según fines. Esto es de lo que trata la «economía animal», que hace entrar en juego la anatomía, la fisiología y el comportamiento animal de las diferentes especies y sus tipos de máquinas orgánicas.31 [3] La materia está dividida hasta el infinito. «...Cada porción de la materia no sólo es divisible al infinito...sino, que, además, cada parte está en acto y sin fin subdividida en partes, cada una de las cuales tiene cierto movimiento propio...»32 La Naturaleza está de hecho dividida en infinitas partes, pero no hay partes mínimas, no hay átomos, por eso la propia división de cada parte no tiene fin. Sin embargo, sí hay unidades simples que fundamentan todo lo que hay —«átomos metafísicos»—, inextensas, análogas a almas, que Leibniz llama mónadas. [4] Ley de continuidad en la Naturaleza. «...es necesario que todos los órdenes de los seres naturales formen una sola cadena.»33 «No hay dos sustancias completamente semejantes que difieran sólo en número.»34 Hay una serie continua —una gradación hacia arriba y hacia abajo en términos ontológicos— de los seres naturales donde todos los puestos están ocupados, pues la Naturaleza es un plenum sin vacíos. Y donde, además, todos los seres existentes son concretos y distintos, y es lo que en Leibniz aparece como el principio de los indiscernibles. Los seres se diferencian siempre en sí mismos —por sus propios atributos internos— y no por sus relaciones externas. Un clon de otro ser, entendido como exactamente igual a otro salvo en que son dos, es una contradicción en los términos para Leibniz, porque se saltaría el principio de razón suficiente, el cual explicaría por qué cada uno es como es, según su propia esencia (constitutiva y temporal). Dos seres indiscernibles sería una redundancia en la creación, que Dios no permitiría; dos seres idénticos son sólo uno para Leibniz. [5] Los seres vivos están compuestos de seres vivos ad infinitum. «Cada porción de materia puede ser concebida como un jardín lleno de plantas y como un estanque llenos de peces. Pero cada rama de la planta, cada miembro del animal, cada gota de sus humores es, a su vez, un tal jardín y un tal estanque...»35 31 Ver la web de Justin Smith en sus apartados referentes a «Divine Machines: Rationale and contents» —http://www.jehsmith.com/philosophy/2008/07/leibniz-and-b-1.html— y «Divine Machines: Chapter Outlines» —http://www.jehsmith.com/philosophy/2008/07/leibniz-and-bio.html—, y el artículo «La controversia Leibniz-Stahl y los orígenes de la noción de organismo», de Evelyn Vargas, en Martins, R.A. y otros, Filosofia e história da ciência no Cone Sul, 3º Encontro, Campinas: AFHIC, 2004, pp. 175180. 32 Monadología, § 65. 33 Carta a desconocido, de 16 de octubre de 1707. 34 Discurso de Metafísica, § 9. 35 Monadología, § 67.
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«...la masa de su cuerpo [del hombre] está dividida en órganos, vasos, humores, fluidos, y que las partes están llenas, sin duda de una infinidad de otras substancias corpóreas dotadas de sus propias entelequias [almas].»36 No sólo hay una cadena de seres en la Naturaleza sino que los seres vivos están constituidos por otros seres vivos que, a su vez, están constituidos por otros, organizados todos ellos a su propia escala y sin que haya un fin en la división (salvo en lo relativo a su existencia temporal). [6] Toda alma tiene asignado siempre un cuerpo. «Estoy inclinado a creer que todas las sustancias inmateriales finitas (incluso los Genios o Ángeles...) están unidas a órganos, y acompañadas de materia...»37 «...el alma está siempre provista de un cuerpo orgánico, para que tenga con qué representarse ordenadamente las demás cosas externas; por esto, aunque su cuerpo puede empequeñecerse hasta alcanzar una gran sutileza, no puede ser completamente destruido.»38 Doctrina fundamental de Leibniz que asigna a toda mónada (alma o ente análogo al alma) un cuerpo. Toda mónada necesita tener un cuerpo orgánico siempre porque es la forma de relacionarse con el resto de las mónadas, con el resto del universo. Todo en el universo está relacionado, todo está conectado. A nivel corporal esto quiere decir que cualquier movimiento, cualquier choque de un cuerpo se transmite a todos los demás cuerpos de universo según la distancia; en paralelo toda percepción de una mónada actúa sobre otra y recibe la información de otra (padece) de todo el universo de acuerdo con la distancia ontológica que tenga de éstas, medida a través del cuerpo que tiene asignado del cual es centro anímico-energético. Las mónadas no pueden estar aisladas de las demás porque, si fuera el caso, entonces, o no percibirían nada, y estarían desconectadas en términos absolutos, o percibirían todo con percepción clara, y en este caso serían divinidades39. Cabe una solución intermedia: que las mónadas no estén permanentemente ligadas a un cuerpo que se despliega y repliega en el tiempo, sino que de forma intermitente se relacionen con otras y con sus cuerpos; pero esto iría contra el principio de continuidad en la naturaleza, contra el principio de orden y contra el principio de razón suficiente. Que una mónada tenga un cuerpo significa su conexión con las demás mónadas en términos metafísicos y su conexión física a nivel de los 36
Carta de Leibniz a Arnauld, 9-10-1687. Carta de Leibniz a la reina Sofía Carlota, ¿1702? Consecuencias metafísicas del principio de razón, ca. 1708, §13. 39 «La naturaleza ha tenido necesidad de animales, de plantas, de cuerpos inanimados; hay en estas criaturas, no racionales, maravillas que sirven para ejercitar la razón. ¿Qué haría una criatura inteligente, si no hubiese cosas no inteligentes? ¿En qué pensaría, si no tuviese movimiento, ni materia, ni sentidos? Si sólo tuviese pensamientos distintos, sería un Dios, y su sabiduría no tendría límites; éste es uno de los resultados de mis meditaciones. Desde el momento en que hay una mezcla de pensamientos confusos, aparecen los sentidos y la materia. Porque estos pensamientos confusos nacen de la relación que todas las cosas tienen entre sí según la duración y la extensión. Por esto, en mi filosofía no hay criatura racional sin cuerpo orgánico, y no hay espíritu creado que esté enteramente desprendido de la materia.» (Teodicea, § 124. IX.). 37 38
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cuerpos . Su cuerpo propio será así el punto de vista del universo desde una configuración determinada, un punto de vista metafísico único que la mónada tendrá desde una perspectiva única del todo: «Así, pues, aunque cada Mónada creada representa todo el universo, sin embargo, representa más distintamente el cuerpo que, en particular, tiene asignado y cuya Entelequia constituye. Y, como este cuerpo —debido a la conexión de toda la materia en el lleno— expresa todo el universo, el Alma representa, asimismo, todo el universo, en tanto que representa este cuerpo que le pertenece de manera particular.» (Monadología, § 62). Dado que el espacio es para Leibniz las relaciones de coexistencia de las mónadas desde el punto de vista metafísico, la distancia espacial se mide por las relaciones de percepción de las mónadas: en términos generales cuanto más cerca están unas de otras más clara es su percepción y cuanto más lejos más difusa; análogamente sucede en los cuerpos, donde los choques o impactos de unos sobre otros repercutirán en mayor medida cuanto más cercanos estén los cuerpos entre sí. Cada mónada es el centro de una red infinita de relaciones con todas las demás mónadas del universo, desde una perspectiva concreta, única. En este sentido cada mónada es un espejo vivo de todo el universo, al que refleja con más o menos nitidez. La corporeidad de las mónadas equivale a su posición en el mundo, a su conexión ordenada con las demás, mediada por un cuerpo cambiante, que desde el punto de vista mecánico tiene una figura, movimientos e interacciones con otros, y que participa en una mecánica física aparente pues, como podría decirse, por muchas almas o espíritus que se junten nunca se podrá formar un cuerpo físico, salvo aparente (es decir, fruto de la percepción de un sujeto) o, a lo Berkeley, con una realidad derivada de la percepción divina. La física en Leibniz, hablando con rigor, o es psicología —cuerpos aparentes percibidos y conocidos por espíritus— o es metafísica —cuerpos reales en cuanto fundados en almas o análogos: fuerzas, formas substanciales, almas, espíritus. O es teología metafísica: el espíritu de los espíritus, Dios, sustenta un mundo de fuerzas, de vidas, de almas, o, en otra escala, de cuerpos energéticos, anímicos o espirituales, y conjuntos o agregados de estos. En cualquier caso, es una física ficción, al menos considerándola desde el mundo espiritualista de Leibniz, donde los movimientos, los choques, las relaciones de los cuerpos, las causas y los efectos, no son reales41. Aunque dado que los planos del mundo fenoménico y del real son (relativamente) 40 En la nota 12 de su traducción de la Monadología dice Julián Velarde: «La percepción no es sino el conjunto de relaciones de cada ente con todos los demás, y el ente no es sino la unidad de una multiplicidad de relaciones dada en su situación concreta.» (Ed. Pentalfa, pág. 83). 41 «...todos estos cuerpos y todo lo que se les atribuye no son sustancias, sino solamente fenómenos bien fundados, o el fundamento de las apariencias...El espacio, lejos de ser sustancia, ni siquiera es un ente...La continuidad no es más que algo ideal... la materia (no) es una sustancia...No hay, pues, que concebir la extensión como un espacio real continuo...Los movimientos y los concursos no son sino apariencia, pero apariencia bien fundada...y como sueños exactos y perseverantes...Esta concordancia proviene de la armonía preestablecida...» (Carta a Rémond de 1714, según la traducción de Rogelio Rovira en su Léxico fundamental de la Metafísica de Leibniz, págs.18 a 21, ed. Trotta).
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independientes, desde una concepción no espiritualista las ideas físicas o dinámicas de Leibniz, como las geológico-paleontológicas o como las biológicas, pueden ser aprovechadas como si fueran reales y no ideales, y ser leídas (interpretadas) en otras coordenadas y con otro sentido. [7] Cada alma tiene asignado un cuerpo cambiante, fluido. «Pero en ningún caso cabe imaginar... que cada Alma tiene una masa o porción de materia propia o asignada a ella para siempre y que, por consiguiente, posee otros vivientes inferiores, destinados siempre a su servicio. Pues todos los cuerpos están, como los ríos, en un perpetuo flujo, y unas partes entran en ellos y otras salen de ellos, continuamente.»42 Que cada alma esté en todo momento asociada a un cuerpo no quiere decir para Leibniz que tenga asignado siempre el mismo cuerpo, un cuerpo fijo. Los cuerpos están en continuo cambio, lo que hace que las almas, o las mónadas en general, también estén cambiando, y así sus relaciones, sus puntos de vista del universo, van variando. [8] No hay transmigración de las almas, ni almas sin cuerpo. «Así, pues, el alma no cambia de cuerpo sino poco a poco y por grados, de tal manera que nunca queda despojada de un golpe de todos sus órganos, y a menudo hay metamorfosis en los animales, pero nunca Metempsicosis o transmigración de Almas; tampoco hay Almas totalmente separadas, ni Genios sin cuerpo. Sólo Dios está completamente desprovisto de él.»43 Se podría decir en forma aforística: «el cuerpo cambia, el alma permanece». La unidad, la coherencia, la continuidad viene siempre de parte del alma, aunque el cuerpo sufra permanentemente un proceso de metamorfosis (el ejemplo de las asombrosas transformaciones en los insectos, estudiadas sobre todo por Swammerdam, vienen aquí a la mente). Sin embargo, aunque el alma pueda perder la mayor parte del cuerpo que tiene asociado siempre habrá un corpúsculo infinitamente pequeño que permanecerá, por eso los hiperdiminutos animálculos existen desde siempre. La idea de que no hay genios sin cuerpo es una doctrina que choca con la teología católica de los ángeles como espíritus puros, pero no tanto con la protestante, que les asigna un cuerpo sutil. De todas formas la tradición cristiana desde San Pablo ya había inventado la noción de cuerpo espiritual o cuerpo glorioso para explicar la transformación del cuerpo terrenal después de la resurrección de la carne en otro tipo de cuerpo, que sigue manteniendo el sexo y la individualidad. [9] Todo cuerpo orgánico tiene una mónada dominante. «Por eso vemos que cada cuerpo viviente tiene una Entelequia [o mónada] dominante, que en el animal es el Alma. Pero los miembros de ese cuerpo viviente están llenos de otros vivientes, plantas, animales, cada 42 43
Monadología, § 71. Monadología, § 72.
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uno de los cuales tiene, a su vez, su Entelequia o su alma dominante.»44 Todo cuerpo orgánico tiene asignada un alma que unifica y da identidad a éste, pero el propio cuerpo en sí mismo carece de unidad y realidad propia (sobre esto volveremos al final de este artículo). [10] El Preformacionismo de Leibniz «Las transformaciones de Swammerdam, Malpighi y Leeuwenhoeck, sobresalientes observadores de nuestra época, me ayudaron aquí a admitir que el animal y toda otra substancia organizada no comienza en absoluto cuando creemos y que su generación aparente es sólo un desarrollo y una especie de aumento. También observé que el autor de La Investigación de la Verdad [Malebranche], Regis, Hartsoecker y otros hombres versados no distaban mucho de esta opinión.»45 La influencia concreta de los microscopistas sobre Leibniz la veremos al comienzo del próximo apartado. No podemos abundar aquí más sobre la influencia de los filósofos y de otros autores46. Leibniz se adhirió a la versión animalculista del preformacionismo (aunque fluctuó de posiciones dentro de esta teoría) porque encajaba con su metafísica y con las ideas sobre la preexistencia que había leído en Malebranche y otros autores, permitiéndole explicar, entre otras cosas, el origen de los animales y su esencia imperecedera, como veremos a continuación47. [11] Origen de las almas y de los animales «Los Filósofos han estado muy perplejos en lo concerniente al origen de las Formas, Entelequias o Almas; pero hoy día, una vez que mediante investigaciones exactas, hechas sobre las plantas, los insectos y los animales, se ha tenido conocimiento de que los cuerpos orgánicos de la naturaleza nunca son producto del caos o de la putrefacción, sino siempre de simientes, en las que había, sin duda, cierta preformación, se ha juzgado que ya estaba en ellas, antes de la concepción, no sólo el cuerpo orgánico, sino también un Alma en ese cuerpo y, en una palabra, el animal mismo, y que, mediante la concepción, ese animal sólo ha quedado dispuesto para una gran transformación, a fin de convertirse en una animal de otra especie.» Este es un ejemplo eminente de cómo ideas filosóficas —preformacionistas en este caso— son apoyadas en investigaciones realizadas por naturalistas, y llevadas nada menos que a solucionar el secular problema del origen de las formas, o de las especies, podríamos decir. Pero Leibniz tendría que haber vivido en el siglo XIX para apoyarse en los naturalistas 44
Monadología, § 70. Nuevo sistema de la Naturaleza, 1695, § 6. Se pueden leer a este respecto los capítulos 3 y 4 de la Segunda Parte del citado libro de Jacques Roger Les Sciences de la Vie dans le pensée française au XVIIIe siècle. 47 Sobre este tema es central el trabajo The Problem of Animal Generation in Early Modern Philosophy, editado por Justin, E. H. Smith —Cambridge U.P., 2006— en un recorrido desde Harvey y Descartes hasta Blumenbach y Kant. Y para Leibniz en concreto, del propio Justin E. H. Smith, el artículo «Leibniz's preformationism: Between metaphysics and biology», Analecta Husserliana, 2002, Vol.77, pp. 161-192; en particular el apartado «Animalcular Preformationism». 45 46
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adecuados, salvo en lo que se refiere a la generación espontánea. El caso concreto del origen del alma racional humana fue para Leibniz un problema porque estaba en un dilema: o aceptaba una creación natural del alma humana desde el principio de los tiempos, siendo la racional un desarrollo más de las funciones naturales de los seres vivos o, por el contrario, hacía intervenir a Dios para crear en el momento de la concepción el alma racional, compelido por razones teológicas. En este texto se formula el dilema: «Pero debe decirse que las almas y los seres vivos seminales destinados a los cuerpos humanos subsisten con los demás animales seminales que no tienen tal destino en la condición de naturaleza sensitiva hasta que una concepción final los distinga de los demás, y al mismo tiempo el cuerpo orgánico reciba las disposición a adoptar una figura humana y su alma se eleve al grado de la racionalidad (no determino si mediante una operación ordinaria o extraordinaria de Dios)...» (Vindicación de la causa de Dios..., 1710, § 81). Pero a veces Leibniz se inclina a hablar de una creación sobrevenida, lo que él denomina una transcreación del alma humana, en una especie de milagro que se produce en el momento de la concepción. Y esto a pesar de que nuestro autor es reacio a introducir milagros en la perfecta máquina de la Naturaleza, pero el peso de la teología aquí es determinante48. [12] Los seres vivos nunca mueren. «Así pues no sólo las almas sino también los animales son ingenerables e imperecederos: sólo llegan a desarrollarse, envolverse, revestirse, despojarse, transformarse.»49 «...qué llegan a ser esas almas o formas al morir el animal o destruirse el individuo de la substancia organizada... parece poco razonable que las almas permanezcan inútilmente en un caos de materia confusa... no había más que una opción razonable, a saber, la de la conservación no sólo del alma sino incluso del animal mismo y de su máquina orgánica, 48 «Después de haber establecido un orden tan bello y reglas tan generales respecto a los animales, no parece racional que el hombre sea excluído de él por entero, y que todo se haga por milagro con relación a su alma. He hecho ver más de una vez, que es propio de la sabiduría de Dios el que sean armónicas todas sus obras y que la naturaleza sea paralela a la gracia. Y así debo creer que las almas, que serán un día almas humanas, como las de las demás especies, han existido en los gérmenes y en los antepasados hasta Adán, y que han existido, por consiguiente, desde el principio de las cosas, y siempre en un como cuerpo organizado; en lo cual están, al parecer, conformes con mi opinión M. Swammerdam, el reverendo padre Malebranche, M. Bayle, M. Pitcarne, M. Hartsoeker y otras muchas personas muy ilustradas y entendidas. Y esta doctrina ha sido confirmada por las observaciones microscópicas de M. Leeuwenhoek y de otros buenos observadores. Pero me parece también propio, por muchas razones, el sentar que no existían entonces las almas sino como almas sensitivas o animales, dotadas de percepción y de sentimiento y destituídas de razón; y que han permanecido en este estado hasta el acto de la generación del hombre, a que debían pertenecer, recibiendo entonces la razón; sea porque haya un medio natural de elevar un alma sensitiva al grado de alma racional (lo cual no concibo fácilmente), sea porque Dios haya dado la razón a esta alma por una operación particular o (si se quiere) por una especie de transcreación; cosa que es tanto más admisible, cuanto que la revelación enseña otras muchas operaciones inmediatas de Dios sobre nuestras almas. Esta explicación remueve, al parecer, las dificultades que se presentan en este punto en filosofía o en teología, puesto que la del origen de las formas cesa enteramente, y puesto que es más propio de la justicia divina dar al alma, corrompida ya física y animalmente por el pecado de Adán, una nueva perfección, que es la razón, que no poner un alma racional por creación, o de otra manera, en un cuerpo en que debe corromperse moralmente.» (Teodicea, § 91). 49 Principios de la Naturaleza y de la Gracia fundados en Razón, 1714, § 6.
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aunque la destrucción de las partes menos delicadas lo haya reducido a una pequeñez que escapa a nuestros sentidos, como ocurrió con la que tenía antes de nacer... Y puesto que... no hay primer nacimiento ni generación completamente nueva del animal, se sigue de ello que en rigor metafísico no habrá extinción final ni muerte completa...»50 Como decía el viejo Empédocles la muerte no es más que descomposición en las cuatro raíces que forman todas las cosas. En la versión barroca de Leibniz la muerte es una descomposición en sus componentes integrantes, en organismos más pequeños, invisibles51, nanomáquinas naturales que algún día se volverán a ensamblar para formar máquinas más grandes, macroscópicas, animales o humanos, que se desarrollarán a otra escala y con otra funciones y actividades52. Las almas unifican y organizan las funciones de esas máquinas a través de las cuales se integran en el orden del universo, y de esta manera tienen organizadas sus relaciones con las demás almas y forman parte ordenada del entramado de las criaturas diseñado de forma inteligente. Los organismos se pliegan o repliegan con la muerte, involucionan hacia formas más primigenias, en una suerte de retroformismo, simétrico al preformismo, en una especie de vaivén de transformaciones —llamados muertes y nacimientos— bajando y subiendo en la escala orgánica53. 5. La influencia de la biología en la monadología de Leibniz 5.1. La influencia de las ideas de los microscopistas en la monadología Sinteticemos en forma esquemática las principales ideas de los microscopistas recogidas por Leibniz en este contexto: —Influencias de Leeuwenhoek: los animálculos espermáticos serían el asiento, como cuerpo orgánico, de las sustancias simples e indestructibles desde el principio de la Creación. Las mónadas, como hemos visto en la sección anterior, tienen asignado siempre un cuerpo desde el principio de los tiempos, que es tan indestructible como ellas mismas. La pequeñez infinitesimal de los organismos descubiertos por Leeuwenhoek avalan esta idea, además de su complejidad intrínseca, y permiten sustentar un mundo de 50
Nuevo sistema de la Naturaleza, 1695, § 7. «Por mucho que el animal crezca con la concepción, poseía un organismo seminal antes de que pudiera desarrollarse y crecer gracias a la concepción; y por mucho que decrezca al morir, aunque abandone sus despojos, retiene un organismo sutil que supera a todas las fuerzas de la naturaleza, debido a que con sus subdivisiones y repliegues alcanza el infinito.» (Consecuencias metafísicas del principio de razón, ca. 1708, §13). 52 «Se observa una cantidad prodigiosa de animales en una gota de agua saturada de pimienta, pudiéndose matar millones de ellos de un golpe... Ahora bien, si esos animales tienen almas, habrá que decir de éstas lo que puede afirmarse probablemente de los animales mismos, a saber, que estaban ya vivos desde la creación del mundo y lo estarán hasta su fin; y que, siendo la generación, según toda apariencia, un cambio que consiste en el crecimiento, la muerte será sólo un cambio de disminución, que hace entrar al animal en el hundimiento de un mundo de pequeñas criaturas, donde hay percepciones más limitadas, hasta que el orden lo llama quizá a reaparecer en el teatro de la vida. Los antiguos se equivocaron cuando introdujeron las transmigraciones de las almas en lugar de las transformaciones de un mismo animal que guarda siempre la misma alma...» (Carta de Leibniz a Arnold, abril de 1687). 53 «Y cuando se reconoce que todas las generaciones no son sino crecimientos y desarrollos de un animal ya formado, es fácil persuadirse de que la corrupción o la muerte no es otra cosa que la disminución y contracción de un animal que no deja de subsistir y permanecer vivo y organizado...» (Carta de Leibniz a Arnauld, 9-10-1687). 51
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máquinas naturales de escala infinita54. —Influencias de Swadermmam: no existe una generación espontánea de los seres vivos, los cuales puedan originarse a partir de una materia caótica o putrefacta, sino que todos los organismos provienen de simientes creadas por Dios desde el principio del mundo; esta preexistencia de los gérmenes apoya la opción preformacionista en su versión animalculista de Leeuwenhoek. Swadermmam demostró, por otra parte, que las transformaciones de los insectos —o las ranas— cambian la forma aparente del organismo pero el mismo individuo permanece a pesar de sus metamorfosis. —Influencias de Malpighi: las plantas tienen un estatus similar a los animales, aunque menos desarrolladas en sus funciones; las plantas son como animales imperfectos. Este hecho avala la escala de mundos anímicos de Leibniz: el de las mónadas desnudas (en gran parte descubierto por los microscopistas) el mundo de las plantas y los animales, y el mundo de los espíritus —humanos y genios. Hay una escala de seres con diferentes tipos de almas ligadas a sus cuerpos orgánicos —con diferentes tipos de máquinas naturales— que pueden desarrollar distintas funciones: nutrición, crecimiento, reproducción, respuestas ante el ambiente, sensaciones, memoria, aprendizaje, consciencia, razón55. Las ideas que Leibniz deriva de los microscopistas, además del descubrimiento de un mundo microscópico de escala infinitamente decreciente, le servirían para resolver el problema base de la vida, el misterio de los misterios: el origen de las formas en sí mismas. No sólo el alma está creada por Dios desde la Creación sino el mismo ser vivo con su cuerpo orgánico, todo el animal ha sido creado ya desde la Creación pero en forma diminuta, un cuerpo infinitesimal que ya existe preformado en algún huevo pequeñísimo o en un animálculo espermático desde el origen de su propia especie. En el caso de los seres humanos, por ejemplo, Dios creó desde el principio de los tiempos a todos los humanos que iban a existir hasta el final del mundo, o en un huevo primigenio de Eva o en un espermatozoide adánico. La concepción sólo es un salto para un despliegue de un embrión humano que va desarrollándose, evolucionando, en su crecimiento individual, pero el individuo ya existía en su estructura básica, en su forma humana esencial, desde el origen del mundo. Es decir, el individuo ha ido cambiando de tamaño, ha cambiado a escenarios cada vez mayores, y ha ido desarrollando funciones que ya estaban inscritas en su forma primordial —salvo quizá la facultad racional, que Dios ha podido tener que insuflar en el momento adecuado del desarrollo. Pero la muerte de los animales no es sino una involución, un repliegue, donde el cuerpo se reorganiza a otra escala más pequeña, ocurriendo una metamorfosis de sentido contrario al que inicia la concepción. El cuerpo cambia su forma, su distribución, su organización, y el alma no deja ese 54 Es importante el artículo de Justin E. H. Smith «Leibniz on Spermatozoa and Immortality», en Archiv für Geschichte der Philosophie 89 (2007): 264-282. Así como desde el mismo autor el ya citado Leibniz's preformationism: Between metaphysics and biology», Analecta Husserliana, 2002, Vol.77, pp. 161-192; en concreto el apartado «Leeuwenhoek’s influence on Leibniz’s Argument for Preformationism and for Preestablished Harmony». 55 «Desearía poder explicar las diferencias o grados de las demás expresiones inmateriales [análogos a almas] que no tienen pensamiento, a fin de distinguir las substancias corpóreas o vivas de los animales en cuanto sea posible; pero no he meditado bastante sobre esto ni examinado mucho la naturaleza para poder juzgar de las formas por la comparación de sus órganos y operaciones...» (Carta de Leibniz a Arnauld, 9-101687).
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cuerpo cuando éste se disgrega, ni pasa a otro cuerpo, sino que pasa a unificar y controlar un cuerpo replegado, mucho más pequeño, invisible, que se mantiene vivo a otra escala. Dios ha previsto ya el desarrollo de todos los individuos de todas las especies, toda la secuencia biológica que se va pasando de padres a hijos, en unas leyes constantes de funcionamiento natural, sin intervenciones a posteriori, sin milagros innecesarios. 5.2. Los seres vivos como sustancias de la Naturaleza en los años 90 La tesis que mantendríamos aquí es que antes de elaborar su monadología en su versión definitiva en sus últimos años —fundamentalmente a partir de 1710, si tomamos la primera década del XVIII como etapa de transición— Leibniz, en la llamada su segunda etapa —en los años 90 del siglo XVII, y, seguramente, ya desde 1686—, tenía una concepción diferente tanto de las mónadas como de los seres vivos. En esta segunda etapa se habla de las sustancias que componen toda realidad no como las almas o análogos a las almas, sustancias inmateriales unificadoras, sino tomando como referencia la idea de sustancia en un sentido de filiación aristotélica56. Esto es, las sustancias individuales estarían compuestas de una forma y una materia, siendo la primera la fuerza activa o alma y la segunda la fuerza pasiva o materia prima, es decir, Leibniz rehabilitaría las formas sustanciales y las asociaría a un cuerpo orgánico, formando el compuesto de ambos la sustancia en sí, que en alguna ocasión llama mónada57. No obstante, la forma sustancial no es aquí genérica como en Aristóteles, ni es la materia la que individualiza, sino más bien al revés: las formas son absolutamente individuales y la materia corpórea está asignada en todo momento a una alma pero de manera genérica (ya que está siempre cambiando y no es, tanto, siempre la misma). No todo el mundo está de acuerdo con esta interpretación porque los textos de Leibniz en esta etapa, en la última década del siglo XVII fundamentalmente, no son tan explícitos y a veces podrían ser interpretados de otra forma. De ahí que haya textos que ya parecen hablar en clave monadológica en el sentido de la última etapa, otros que parecen hablar de sustancias corpóreas con todo su sentido, e incluso hay comentaristas que creen que se mantienen durante años sistemas paralelos, dependiendo del interlocutor o el tema tratado por Leibniz, fluctuando entre un substancialismo corpóreo y un substancialismo inmaterial58. Si uno presta atención a varios textos explícitos —y otros un poco menos— de la segunda etapa, Leibniz parece proponer aquí una sustancia hilemórfica, una forma sustancial que unifica y cumple el papel de alma pero que necesita un cuerpo orgánico para poder considerarse al conjunto 56 «El alma, propia y precisamente hablando, no es una sustancia, sino una forma sustancial, o la forma primitiva que existe en las sustancias...» (Carta de Leibniz a Fardella, 1690). 57 «Y este principio sustancial es lo que se denomina en los seres vivientes alma, y en los demás seres forma sustancial, y en tanto que constituye con la materia una sustancia realmente una o un unum per se, esto hace lo que yo llamo Mónada.» (De Ipsa Natura, 1698). 58 El artículo de Daniel Garber «Leibniz and the Foundations of Physics: The middle Years» recomenzó una vieja polémica en el mundo anglosajón, aunque él mismo rectificó sus posiciones en artículos posteriores; se puede encontrar en The Natural Philosophy of Leibniz. Ed. Kathleen Okruhlik and James Robert Brown. Dordrecht, Holland: Reidel, 1985: 27-130.
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una sustancia completa, una unidad per se, un individuo. Parece considerar, pues, a las sustancias corpóreas en sí mismas como sustancias. Estas últimas serían sustancias completas formadas por una forma substancial —fuerza viva, alma, espíritu— y un cuerpo orgánico —que es un compuesto de otras sustancias pero no por sí solo una sustancia. Como Leibniz mantiene ya un animismo o panpsiquismo universal las sustancias corpóreas son básicamente los seres vivos,59 los animales en primera instancia en cuanto integrados por un alma y un cuerpo orgánico60. Los seres vivos formarían, pues, todo lo que existe en sus diferentes grados de existencia, desde lo que parece más inanimado (con una actividad menos evidente para nosotros los humanos; pero todo cuerpo tiene actividad, fuerza activa, tiene, dicho anacrónicamente, energía) a los animales macroscópicos (los microscópicos, recién descubiertos, demuestran que partes de la materia donde no se percibe vida están llenos de ella: una gota de agua, un trozo de tierra, etc.) y, desde luego, a los seres humanos y a los genios que están por encima de nosotros (que, sin duda, tienen cuerpos mejores que los nuestros y que no se ven con aparatos ópticos). Podría decirse que en esta etapa los animales o seres vivos en sí mismos son las verdaderas sustancias y que los descubrimientos de los microscopistas apoyaban esta idea de Leibniz. Por una lado, porque la idea metafísica de divisibilidad infinita de la materia parecía tener no sólo un correlato matemático sino también físico, es decir, biológico para una teoría animista: ¿acaso no se descubrían animálculos cada vez más pequeños con las lentes de aumento? ¿no se descubrirían, pues, en el futuro mundos enteros dentro de esos animales, pulgas en las que viven otras pulgas en las que viven otras pulgas, y así sin fin? 5.3. Las almas y los individuos vivos: la teoría de las sustancias simples y compuestas en el sistema último de Leibniz Después de esta segunda etapa Leibniz intenta resolver varios problemas, como el de que los cuerpos son compuestos, son agregados en sí mismos, lo que hace que difícilmente puedan ser llamados sustancias. Esto hace que, por un lado, Leibniz cada vez se convenza más de que sólo lo simple, lo incorpóreo en sí mismo, puede ser una sustancia, y entonces comienza a perfilarse que las mónadas son las almas o el análogo de las almas, inmateriales y fundamento de los cuerpos (pero no sus partes). En su última fase —desde quizá 1700 en adelante, pero sobre todo desde 1708—, la del sistema maduro de Leibniz, éste considera a las mónadas como las únicas sustancias, simples, sin partes, inmateriales, y fundamento de todo lo existente —así aparece en la Monadología— y por eso se habla de un inmaterialismo o espiritualismo en su etapa madura61; pero en otros 59 Una interpretación explícita en este sentido se encuentra en la muy interesante introducción de Julián Velarde a su edición de la Monadología en la editorial Biblioteca Nueva (2001). 60 «Si me pides dividir una porción de masa en las sustancias de que está compuesta, te respondo: en ella hay tantas sustancias individuales cuantos animales o cosas vivientes o cosas análogas a éstas.» (Carta de Leibniz a Bernoulli, 1698). 61 Sobre la versión madura de la ontología de Leibniz puede verse «Átomos, puntos y mónadas. Sobre el fundamento del sistema filosófico de Leibniz», de Alberto Relancio, en De Arquímedes a Leibniz, Actas año II del Seminario «Orotava» de Historia de la Ciencia, publicadas por la Consejería de Educación, Cultura y Deportes del Gobierno de Canarias, 1995, pp. 493-515. Edición en línea en: http: //www. gobiernodecanarias.org/educacion/3/Usrn/fundoro/act2_pdf_web/a2_c020w.pdf.
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escritos Leibniz mantiene a las sustancias corpóreas como sustancias compuestas (ya no mónadas o sustancias simples, pero sí unidades por sí mismas, no accidentales), integradas por una mónada dominante y su cuerpo orgánico correspondiente. Podríamos decir que las sustancias son, pues, o las mónadas (formas substanciales, fuerzas vivas, entelequias primeras, almas, espíritus; dejando aparte la mónada divina) o los cuerpos orgánicos que llevan asociada una mónada. La monodalogía madura lleva a considerar como sustancias simples, fundamento de todo lo que existe, a las mónadas. En la Monadología, Leibniz presenta su sistema filosófico de la armonía preestablecida desde la perspectiva principal de la psicología, de las almas humanas, de sus características y sus funciones. Pero en otro escrito de la misma época, que admite la existencia de sustancias compuestas junto a las simples (como también en la carta a Remond), en los Principios de la Naturaleza y de la Gracia fundados en Razón, que es otra forma de exposición del sistema, aunque más limitado, se le da un mayor protagonismo a los seres vivos, a los fenómenos biológicos. En esta obra se habla de que las mónadas son las vidas, las almas, los espíritus, y de que las mónadas, con sus cuerpos particulares, son sustancias (compuestas) vivas; la exposición de la monadología está hecha aquí en clave más vitalista. En un escrito de unos años antes se ve la distinción entre dos tipos de sustancias y también cómo, en última instancia, los cuerpos están compuestos de seres vivos: «La substancia es simple como el alma, que no tiene partes, o compuesta como el animal, que consta de alma y cuerpo orgánico. Por otro lado, puesto que el cuerpo orgánico y todo otro cuerpo no es sino un conglomerado de animales u otros seres vivos y por esto orgánicos, o también de desechos o masas, pero que a su vez, sin embargo, en último término, se resuelven en seres vivos; es obvio que todos los cuerpos, en definitiva, se resuelven en seres vivos. Y el ser último en el análisis de las sustancias son las sustancias simples, esto es, claro está, las almas, o si se prefiere un vocablo más general, las mónadas, las cuales carecen de partes.»62 Las sustancias compuestas tienen, pues, una identidad y su modelo son los animales, los seres vivos, que tienen un alma como mónada dominante que los unifica y organiza sus funciones. Pero los cuerpos por sí mismos no tienen una entidad real, sean estos cuerpos orgánicos considerados en el nivel físico —sin su respectiva mónada dominante que los unifica y les da identidad en el nivel metafísico— o cuerpos inorgánicos, como una piedra o el reino mineral en general —que de hecho no tienen una mónada asociada— o bien puros agregados formados por conjuntos de cuerpos artificiales o naturales —un estanque, una casa, una bandada de pájaros, un ejército. Sin embargo, los cuerpos están formados por conjuntos de mónadas, son compuestos de sustancias simples, pero no tienen una unificación real en sí mismos salvo en el nivel fenoménico, dado por los sujetos que los perciben (aunque no por ello son imaginarios). Si los cuerpos no son sustancias son puros fenómenos, es decir, los cuerpos son reales pero sólo en cuanto fenó62
Consecuencias metafísicas del principio de razón, ca. 1708, § 7.
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menos bien fundados. Fenómenos porque su unidad está dada tan sólo por el individuo que los percibe, no es una unidad real, lo que es real para Leibniz verdaderamente es su fundamento, es decir, las sustancias simples, las mónadas que dan lugar al cuerpo. Pero esto a Leibniz le parece en ocasiones un estatus insuficiente para los cuerpos: una pura unidad de percepción que depende del sujeto percipiente. Por eso en su correspondencia con Des Bosses63 ensaya una solución (algunos dicen que puramente coyuntural) que es la llamada teoría del vínculo sustancial64. Es decir, la unidad de los cuerpos no es tan sólo fenoménica ni tampoco basada en Dios (la realidad que Dios le puede dar desde su punto de vista absoluto y no relativo, pero esto sería algo demasiado cercano al ocasionalismo de Malebranche), sino que hay una unidad de hecho desde el punto de vista metafísico, una ligazón interna basada en las propias fuerzas primitivas de las mónadas que están en la base del cuerpo, que hace que su estructura no sea meramente accidental sino que tenga un fundamento, un vínculo real que forme un substanciado, una estructura sustancial65. 5.4. Microensayo final: el irresuelto problema de las sustancias individuales y de los «cuerpos anímicos» en el sistema leibniziano. El gran problema en esta perspectiva es el siguiente: si sólo son sustancias las unidades simples, originarias, entonces qué ocurre con los cuerpos, y, más aún, qué ocurre con la supuesta unidad de las mónadas simples y sus cuerpos orgánicos a los que toda mónada está asignada. Entramos aquí en la problemática de las sustancias compuestas. ¿Existen, pues, sustancias compuestas? ¿no es una contradicción basar la substancialidad en la unidad y luego proponer una unidad de lo compuesto? ¿hay, entonces, dos tipos de unidades? ¿Cómo es posible que una reunión o multitud de sustancias, esto es, un cuerpo, pueda ser una sustancia en el mismo sentido que una mónada? ¿la propia multiplicidad no se opone a la unidad? ¿y no es la unidad de lo simple lo que conceptualiza una sustancia? ¿cómo puede haber una unidad de lo compuesto? ¿no es una contradicción manifiesta con la definición de mónada, de sustancia, en el sentido de la Monadología? Es este el problema del estatus ontológico de los cuerpos y, más aún, tal y como nos interesa aquí, el estatus ontológico de los individuos, al que se refiere los Principios de la Naturaleza y de la Gracia diciendo que «cada mónada, con un cuerpo particular, constituye una substancia viva». ¿Por qué son seres sustanciales los seres vivos? ¿cómo se puede justificar esto desde la ontología de Leibniz? Parece que el problema de base es que Leibniz fluctúa a la hora de considerar qué es real y qué es un simple fenómeno. Si la realidad se pone 63 Esta correspondencia ha sido editada en su totalidad por Juan Antonio Nicolás y María Ramón Cubells en G. W. Leibniz, Obras filosóficas y científicas. Vol. 14. Correspondencia I, Editorial Comares, Granada, 2007, XXXVIII + 477 págs. 64 El tema de los cuerpos materiales como fenómenos bien fundados o como sustancias corporales es discutido en «Mónadas y cuerpos materiales» de Alfredo D. Vallota, Apuntes Filosóficos 30, 2007: pp. 6999. 65 Sobre este asunto consultar el artículo de Mª Ramón Cubells Bartolomé «Mónadas y Compuestos», en Éndoxa: Series Filosóficas, nº 4, 1994, UNED, Madrid, pp. 129-136.
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en función de la unidad, la cual fundamenta un verdadero ser, entonces la unidad originaria es la mónada, un ser absoluto sin partes, y, por consiguiente, la única sustancia posible es la sustancia simple. Pero el criterio de la unidad no parece adecuado a la hora de aplicarlo a una sustancia compuesta, aunque se diga que la unión de cuerpo y alma es un unum per se, primero porque el alma (o mónada dominante) unifica desde fuera un compuesto (un cuerpo orgánico) que, a su vez, esta formado por otros organismos con sus propias almas o análogos a éstas. ¿Qué quiere decir que el alma forma una unidad con su cuerpo orgánico, como un animal u otro ser orgánico vivo? ¿cómo puede hacerse esta supuesta substancialidad —realidad— equivalente a la unidad simple, absoluta, de una mónada en sí misma? ¿no son partes independientes el cuerpo y el alma al formar la sustancia compuesta? ¿no es la sustancia compuesta una unión de un cuerpo orgánico —que por sí mismo no es una sustancia— con una sustancia simple —que ya es una sustancia originaria? ¿qué realidad puede tener un individuo formado por una parte no sustancial (fenoménica) y una parte sustancial (mónada)? Pero los individuos reclaman asimismo un tipo de realidad, aunque sea derivada. Y aquí los criterios tienen que ser otros. Quizá un concepto de unidad menos estricto que consiste en una unificación de componentes —de ahí que se llame sustancia compuesta— y criterios como la autonomía ontológica, o la persistencia a lo largo del tiempo (recuérdese que no son sólo las almas las que son imperecederas sino también los seres orgánicos o animales mismos). Y si los individuos tienen un estatus ontológico complicado para Leibniz (¿cómo se explica si no que no se los trate como sustancias en textos como la Monadología?) más aún los propios cuerpos. Aunque aquí habría que especificar que los cuerpos serían orgánicos si tienen un alma o una mónada dominante que los unifica y les da identidad —desde fuera, porque si no el cuerpo sería una mónada simple— e inorgánicos cuando este hecho no se produce; sería la diferencia entre un gato y una piedra. Para los segundos no habría problema en considerarlos meros agregados, un conjunto con más o menos cohesión, sean naturales o artificiales; una piedra o una casa, un rebaño o un ejército. Pero los organismos tienen cuerpos organizados, son máquinas naturales, y es difícil no ver que entre sus mónadas componentes —a diferencia de los seres inorgánicos o de los seres artificiales— debería haber algo más que relaciones mecánicas, quizá algún vínculo sustancial que les dé entidad entre ellos mismos y con su mónada dominante —su alma en el caso de los animales66. El problema general de los cuerpos es que, con las premisas filosóficas de Leibniz, es difícil sacarlos del estatus de fenómenos bien fundados. Como conjuntos de mónadas no tienen entidad en sí mismos, no tienen realidad por sí mismos, salvo aquella que deriva de los sujetos que los perciben como unidades fenoménicas, como unidades aparentes —los humanos, pero también los animales. Que estén bien fundados tan sólo quiere decir que no son ilusiones o imaginaciones de la mente de un individuo, sino que tienen 66 Es muy esclarecedor para moverse en la maraña terminológica de Leibniz, en este subapartado como en el anterior, el uso de libritos como el de Martine de Gaudemar, Le vocabulaire de Leibniz —ed. Ellipses, 2001—, o el de Rogelio Rovira, Léxico fundamental de la Metafísica de Leibniz —ed. Trotta, 2006.
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una cierta realidad en la medida en que son conjuntos de mónadas, que son su fundamento.67 Pero no hay que olvidar que para Leibniz los cuerpos, una vez que se los ha fundamentado en unidades simples anímicas o espirituales, con actividad propia o vida, no son más que conjuntos de almas o análogos a almas. Podría decirse que son cuerpos espirituales. Dentro de la tradición racionalista, había que decir que es como si Leibniz hubiera absorbido toda la rex extensa cartesiana en la rex cogitans, una vez realizada la operación previa de haber generalizado el alma a todo lo existente, graduando, eso sí, las funciones anímicas por niveles de complejidad de los seres. De tal manera que los cuerpos físicos en Leibniz no son más que apariencias mentales que se resuelven en elementos metafísicos. Es decir que la física, la dinámica, no es más que una física ficción —aparente— que traduce una espiritualidad metafísica, donde los fenómenos físicos son de hecho fenómenos espirituales, psicológicos, anímicos. No estamos muy lejos del quizá todavía más extravagante sistema de Berkeley formulado por los años en que Leibniz construye la madurez de su sistema de la armonía preestablecida. Y aunque las premisas de Berkeley son derivaciones del empirismo moderno, las experiencias se vuelven sobre sí mismas convirtiendo el mundo y la experiencia del mundo en una ilusión; todas las experiencias son mentales y el mundo es un mundo de apariencias sustentado por Dios, que no es más que un espíritu supremo en un mundo de espíritus. Hay, pues, toda una escala en Leibniz: la escala de la realidad y de la sustancialidad, que va desde las mónadas simples, los individuos a veces considerados como sustancias compuestas, los cuerpos orgánicos, los cuerpos inorgánicos, y todo tipo de agregados que son conjuntos de cuerpos más o menos estructurados, y que pueden ser naturales o artificiales. Son lo que éste llama cosas concretas, y donde en ocasiones ensaya toda una escala de sustancialidad: sustancias simples, sustancias compuestas, sustanciados, semisustancias, agregados insustanciales68. El resto de lo que existe es abstracto y son cambios o modificaciones de primer o segundo grado de las sustancias. *** Alberto Relancio Menéndez Fundación Canaria Orotava de Historia de la Ciencia 38300 Calvario, 17, La Orotava [email protected]
67 «...una masa de materia no es verdaderamente una sustancia, que su unidad sólo es ideal y que (aparte el entendimiento) no es más que un aggregatum, un agregado, una multiplicidad de infinitas sustancias verdaderas, un fenómeno bien fundado...» (Carta de Leibniz a la electora Sofía, 31-10-1705). 68 Son importante para este asunto los Anejos a las cartas de Leibniz a Bartholomaeus des Bosses, del 5 de febrero de 1712 y del 19 de agosto de 1715, reproducidas en Léxico fundamental de la Metafísica de Leibniz, de Rogelio Rovira, págs. 89-93.
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LA DIFUSIÓN DE LOS CONOCIMIENTOS EN LA REPÚBLICA DE LAS LETRAS1 Concha Roldán. Instituto de Filosofía, CCHS-CSIC, Madrid Resumen: Preludio. Ética y política de la República de las letras leibniziana. La República de las letras como origen de una comunidad cultural europea y su universalización en una República de espíritus. Abstract: Prelude. Ethics and politics of the Leibniz's Republic of the letters. The Republic of the letters like origin of a cultural European community and their universalization in a Republic of spirits.
Preludio Suele calificarse a Leibniz como el último «genio universal», lo que en expresión de nuestros días equivaldría a decir que fue «el adalid de la pluralidad y la interdisciplinariedad». Todas las ciencias, todos los saberes, todas las técnicas fueron objeto de su curiosidad y su atención, lo que se traduce en una gran complejidad y riqueza de su pensamiento; una filosofía en la que la teoría exige convertirse en práctica, en la que la práctica no puede subsistir sin la teoría; una mentalidad política (en el genuino sentido aristotélico) a cuyo abrigo se dan la mano los ideales de saber y justicia universal, bajo el propósito de aproximación —gradual y continua— a una totalidad armónica, a una armonía universal. Ahora bien, para comprender la relevancia de la propuesta filosófica de Leibniz en toda su intensidad, hemos de representarnos por un momento las coordenadas históricas en que ésta se da, esto es, la situación de Europa después de la guerra de los Treinta años: la antigua unidad de occidente se había deshecho por completo y Europa, sobre todo Europa central, estaba devastada. Leibniz se enfrenta con el hecho de un emperador debilitado, de una Alemania dividida en numerosos estados soberanos y de una Francia poderosa que quería expandir sus dominios absolutistas. Por una parte, siente nostalgia de una unidad interna de Europa, con todas sus premisas religiosas; por otra, es consciente de que el Imperio como Corpus Christianum en el sentido medieval ya no se puede restaurar. La Paz de Westfalia (1648) había acabado con la era de los principios confesionales en la política y, con ello, con el dominio de una concepción cristiana del Estado. Leibniz percibe y describe una Europa que ha avanzado a pasos agigantados en sus conocimientos científicos y técnicos, pero que no lo ha hecho al mismo ritmo en su organización social y moral (aspecto en el que más tarde incidi1 Este trabajo ha sido realizado en el marco de los Proyectos de Investigación del Plan Nacional «Obras de Leibniz: análisis critico, selección y edición de textos en castellano (HUM2004-00767/FISO) y «Una nueva Filosofía de la Historia para una nueva Europa» (HUM2005-02006/FISO), respectivamente. Presenté una primera versión de este trabajo en el Congreso Internacional Leibniz «Leibniz entre la génesis y la crisis de la Modernidad» (IV Jornadas Internacionales de la Sociedad española Leibniz) , celebrado en Granada 1-3 de noviembre de 2007, bajo el título «Theoria cum Praxi: la República de las Letras en Leibniz».
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rá la Escuela de Frankfurt). Esto, que algunos autores calificaron como «crisis» en la Europa de fines del siglo XVII y comienzos del XVIII2, ocurre según Leibniz porque la civilización europea —al contrario de lo que ocurría con la china— fallaba en la aplicación de los principios (y, por ende, de las verdades reveladas en las que se apoyaba la moral). La solución leibniziana para conseguir que Europa complete su proceso de civilización no es otra, en definitiva, que construir un puente sólido entre la teoría y la práctica, tal y como quedó reflejado en su conocido lema «Theoria cum praxi». En algunos de mis trabajos anteriores3 me he concentrado fundamentalmente en explicar los intentos de Leibniz por conseguir la unificación política de Alemania (federalismo), la paz en Europa (criticando sin embargo a Saint-Pierre) o la reunificación de las iglesias. Pero en lo que me gustaría insistir aquí es en cómo estas tareas no están en absoluto alejadas de su propósito de organizar una «república de las letras» en torno a la instauración de sociedades científicas (o la fundación de Academias) y como esto, a su vez, confluye con el objetivo leibniziano de conseguir el perfeccionamiento ético de Europa (heredera de la «civilización cristiana») y, a través suyo, de toda la humanidad. Theoria cum praxi no significa otra cosa que fundamentación de la acción ético-política. Toda la filosofía de Leibniz es una búsqueda de armonía, de reconciliación de los elementos opuestos. Este talante es lo que le da a Krüger ocasión de caracterizar a Leibniz (a pesar de no haber escrito ningún ensayo que desarrollara filosófica o políticamente su concepción sobre la paz) como «pacificador»: un «Guilelmus Pacidius» que contempla la crisis espiritual de Europa y se arroga la tarea de restablecer la paz que salve a Europa, conciliando los avances modernos con la antigua cultura4. Ahora bien, esa intención metafísica parece estar en contradicción con algunas de las propuestas políticas de Leibniz en su actividad como diplomático; ¿cómo pueden conciliarse, por ejemplo, el plan de conquista de Egipto, los escritos sobre la naturaleza de la guerra, su declaración o desarrollo, o la creación de un ejército permanente, con su supuesta tarea como pacificador? Algunos autores han sostenido que la verdadera y noble finalidad del plan egipcio era la «paz perpetua», una paz como resultado de la guerra santa contra el infiel que posibilitaba el avance de los pueblos cristianos de Europa; según esto, la finalidad de la guerra habría de entenderse como mensaje de salvación cristiano, como anuncio de la paz: pax cristiana universalis perpetua, en el sentido de la tradición agustiniana: «hacer guerra para conquistar la paz». Sin embargo, si nos ceñimos al punto de vista estrictamente político, no podemos ver en el plan egipcio sino el intento de apartar a Luis XIV de las escaramuzas europeas ofreciéndole una buena presa para su ambición (empresa que, como todos recordamos, más tarde llevaría a cabo Napoleón). 2 Cf. P. Hazard, La crise de la conscience européenne: 1680-1715, Paris, 1935; hay traducción castellana en Alianza Editorial, Madrid, 1988. 3 Cf. «Leibniz'Einstellung zum Projekt des ewigen Friedens als politische Voraussetzung für eine europäische Einheit», en Leibniz und Europa, Hannover, 1994, pp. 248-253; «Las raíces del multiculturalismo en la crítica leibniziana al proyecto de paz perpetua», en Saber y conciencia. Homenaje a Otto Saame (J. A. Nicolás y J. Arana, eds.), Comares, Granada 1995, pp. 369-394; o «Die Gelehrtenrepublik als Grundlage einer europäischen Gemeinschaft», en Nihil sine ratione (H. Poser ed.), Berlin 2001, pp. 316-323; «Leibniz und die Europaidee», Jahrbuch für Europäische Geschichte, 2001, pp. 261-272. 4 Cf. G. Krüger, Leibniz als Fridensstifter, Wiesbaden, 1947, sobre todo pp. 8-11
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Para poder arrojar luz sobre esta aparente contradicción, hay que distinguir en Leibniz dos niveles5. Por una parte, como diplomático que está al servicio de los intereses de sus príncipes y del Imperio; desde esta perspectiva, su realismo político le impide creer en la realización de una paz perpetua sobre la unidad entre distintos Estados, pues sus respectivos intereses políticos y económicos enfrentados conducirán siempre al conflicto. Ahora bien, como filósofo y científico cree en la universalidad del saber y desde este punto de vista sostendrá que el único vehículo posible para una paz y entendimiento duraderos entre las naciones tiene que ser de naturaleza espiritual, una armonía de intereses que se extenderá al universo entero si las diversas culturas son capaces de reconocer lo que de común descansa en su fondo. En este sentido, como veremos a continuación, la tarea del filósofo será lograr que los monarcas se interesen por promover y difundir la ciencia (fundación de Academias), aunque para ello haya que tentar a su ambición con ganancias políticas, pues la armonía no se consigue sin contar con las disonancias. Así, mientras las manipulaciones políticas de la Kabinettspolitik de Leibniz se ocupaban de conseguir alianzas transitorias, su intención albergaba una finalidad universalista, que no se cifraba en un cosmopolitismo sin rostro, en cuanto que preveía que las distintas culturas conservasen su carácter individual (como mónadas indestructibles), a la vez que componían un orden más complejo que acabaría con las discordias de los hombres. Esta distinción de niveles nos permite, de esta manera, ver a Leibniz a la vez como el primer patriota que se opone al expansionismo francés, como europeísta y como pensador cosmopolita; un pensador que fue capaz de plantear el problema de la paz en toda su complejidad, sin obviar muchos de los escollos que hoy lo siguen marcando e impidiendo su realización, a saber, la conciliación de confederaciones internacionales y nacionalismos, o la propuesta de una unidad cosmopolita compatible con la diversidad multicultural y religiosa. En cualquier caso, el sentido de la teoría y actividad políticas leibnizianas implica reconocer su fundamento en una ética —o «jurisprudencia universal», cuya finalidad no sería otra que perseguir la utilidad general o el bien común6. Con otras palabras, el verdadero político debe esforzarse por ajustar su tarea al «ideal del sabio»7, aplicando razón y orden en el discurrir contingente de la historia, tal y como escribió en 1701 a Thomas Burnet de Kemney: «el fin de la ciencia política debe ser hacer florecer el imperio de la
5 En otros trabajos he distinguido hasta tres niveles diferenciados: uno estrictamente político, uno religioso-cultural y uno científico-filosófico. Cf. «Nacionalismo, europeísmo y universalismo en el pensamiento de Leibniz», en Del pensar y su memoria (Homenaje al Prof. Emilio Lledó), L. Vega, E. Rada y S. Mas, eds.. UNED, Madrid, 2001, pp. 435-448. Cf. también «Leibniz’ Concept of Europe between Nationalism and Universalism», Reason, Universality and History; Perspectives on the European intellectual Legacy (edited by A. Mogach and M. Buhr), New York, Ottawa, Toronto , 2004, pp. 147-162. 6 W. Schneiders subrayaba esta perspectiva en su ya clásico trabajo «Vera Politica. Grundlagen der Politiktheorie bei G.W. Leibniz», in Recht und Gesellschaft. Festschrift für Helmut Schelsky zum 65. Geburstag (ed. por F. Kaulbach y W. Krawich), Münster 1978, pp. 589-604. Cf. Asimismo Ciencia, Tecnología y bien común: la actualidad de Leibniz (A, Andreu, J. Echeverría y C. Roldán eds.), Valencia 2001, en especial el apartado titulado «El bienestar como eje de la reflexión ético-política» (pp. 297-388), que incluye —entre otros— trabajos de Txetxu Ausín y LorenzoPeña («Derecho y bien común en Leibniz»), María del Sol de Mora («Leibniz: bien individual - bien común»), Patrick Riley («Leibniz and the Idea of the Common Good»), André Robinet («La ciudad leibniziana de las artes y las ciencias: Teopolítica, geopolítica y cosmopolítica»). 7 He desarrollado este aspecto en «El ideal del sabio en la construcción de la Europa moderna», loc. cit. en nota 6, pp. 378-388.
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razón» . Esto, aplicado al caso concreto de la construcción de la Europa moderna o, si lo preferimos, de una «comunidad europea», se traducirá en los escritos leibnizianos en subrayar el papel mediador de una tal comunidad entre el deseado desarrollo de Alemania como una nacionalidad fuerte en el ámbito europeo —que pudiese contrarrestar el dominio francés— y los intereses claramente universales de los proyectos científico-filosóficos del pensador de Leipzig, que subyacen a sus actividades políticas. Leibniz introduce el federalismo para encontrar una solución al desmenbramiento de Alemania, consiguiendo al mismo tiempo la unidad nacional alemana y dejando satisfechas las aspiraciones de soberanía de los distintos principados (Länder). He desarrollado estos aspectos en otros trabajos9, en los que, asimismo, subrayaba cómo con la instauración de principados federales no sólo pretendía Leibniz consolidar la unidad nacional en Alemania (lo que veía como conditio sine qua non para constituir un estado poderoso frente a los demás estados europeos), sino al mismo tiempo evitar una forma de gobierno absolutista como la monarquía de Luis XIV, controlando por medio de leyes racionales el poder ilimitado. Por eso no me voy a extender aquí en estos puntos. Sólo lo traigo a colación para recordar que junto a los escritos diplomáticos, ligados a situaciones concretas, y que parecen ofrecer la imagen de un Leibniz nacionalista, sólo interesado por los destinos de Alemania, aparecen otros en los que subraya una nueva idea de Europa, basada en elementos filosófico-culturales, cuya realización se convertirá en motor impulsor de su teoría política, y en los que intenta combinar los intereses de Alemania con los de Europa. Ética —y políticas— de la República de las letras leibniziana Como apuntaba al comienzo, para Leibniz la verdadera política debe fundamentarse en la ética, de manera que el provecho individual conduzca al bien común. Ética y política son dos caras de una misma moneda y este principio no es sólo válido para regular la relación entre el gobernante y los súbditos o entre el emperador y los príncipes, sino que sirve también para ajustar la relación de cada estado europeo con los demás, combinando los distintos intereses de todos. Con esto, traslada Leibniz el concepto de «composibilidad» al campo político e intenta plasmar en papel todas las combinaciones pensables posibles para armonizar los intereses contrarios. Tal y como subrayara H. Holz10, Leibniz introduce el concepto de «composibilidad», como categoría politológica, a la manera de un ars inveniendi diplomático para armonizar los intereses encontrados o separarlos unos de otros. Composibilidad e 8
GP III, 277. Cf. C. Roldán, «Leibniz’ Einstellung zum Projekt des ewigen Friedens als politische Voraussetzung für eine europäische Einheit» (v. Referencia en nota 3). Estas reflexiones han sido recogidas también en mi artículo «Maquiavelo y Leibniz: dos conceptos de acción política», en La herencia de Maquiavelo. Modernidad y voluntad de poder, Roberto R. Aramayo y José Luis Villacañas (comps.), FCE, Madrid 1999, pp. 179-208. Cf. al respecto H-P. Schneider, «Gottfried Wilhelm Leibniz», en Staatsdenker im 17. Und 18. Jahrhundert (ed. por M. Stolleis), Frankfurt am Main, 1977, S. 198-227; Q. Racionero, «Politische Aufklärung und Staatstheorie bei Leibniz», en Das geistige Erbe Europas (ed. por M. Buhr) Neapel, 1994, S. 517-539; K. Hahn, «Idee und Wirklichkeit des Reiches in der föderalen Europa-Konzeption von G.W. Leibniz», en Leibniz und Europa, loc. cit., pp. 158-166; y P. Nitschke, «Gottfried Wilhelm Leibniz. Die Einheit in der Vielheit: zur Politologie der Staatenwelt», en Klassische Staatsentwürfe. Außenpolitisches Denken von Aristoteles bis heute (ed. por J. Bellers), Darmstadt, 1996, pp. 89-110. 10 Cf. su introducción a los Politische Schriften, Frankfurt am M., 1966, I, p. 17. 9
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incomposibilidad lógica son, por ejemplo, el hilo conductor del escrito sobre la elección del rey de Polonia de 1668, y desde esa perspectiva se pueden comprender también los motivos ocultos de un escrito como el Consilium Aegyptiacum (1670-71), cuyo fin inmediato era apartar a Luis XIV de un posible ataque a Holanda, para impedir una nueva guerra europea; como en muchos otros escritos leibnizianos de finales de los años sesenta y comienzos de los setenta, se trata de analizar minuciosamente la situación política europea en vísperas de la guerra de los Países Bajos; Leibniz describe los poderes europeos uno tras otro e investiga sus intenciones políticas, su situación económica y su fuerza militar. Tal y como escribe Leibniz a SaintPierre, las propuestas políticas de un diplomático tienen que saber involucrar los intereses de los gobernantes, para que tengan la sensación de estar obteniendo provecho del fomento de la paz; en el escrito mencionado, Leibniz no podía convencer directamente a Luis XIV de lo bueno que sería para el bien común europeo no atacar a los Países Bajos e intentaba por ello alejar las pretensiones expansionistas del rey sol del suelo europeo; una expedición de conquista hacia Egipto liberaba a Europa de dos de sus mayores peligros: el poder absolutista de Luis XIV y la amenaza del imperio otomano. En este sentido, propone también Leibniz en Bedencken, welcher Securitas publica interna et externa in Reich auf festen Fuß zu stellen (1670) la guerra contra los turcos como compensación11. Pero esta especie de Cruzada leibniziana se basa más en principios culturales que meramente religiosos. Leibniz veía amenazada la cultura occidental no sólo desde el exterior por el Islam, sino también por la crisis interna de su filosofía, tal y como afirma en los Nuevos Ensayos: «Pienso incluso que opiniones cercanas a éstas... dispondrán todo para la revolución general que amenaza a Europa, y acabarán por aniquilar lo que todavía queda en el mundo de los sentimientos generosos de los antiguos griegos y romanos, los cuales preferían el amor a la patria y al bien público, y el interés por la posteridad, a la fortuna e incluso a la vida» 12. El concepto de cristiandad era para Leibniz sinónimo de una sociedad con experiencias y tradiciones espirituales comunes, es decir, con una historia común. De ahí que detrás de sus planes para la unificación de protestantes, católicos y anglicanos (négotiations iréniques) se esconda la convicción de que una conciliación de las iglesias cristianas conduciría a la armonía de los pueblos en Europa y contribuiría al fortalecimiento de su cultura, posibilitando la difusión de la misma (de su filosofía, su arte y su ciencia). Ésta es también la melodía de fondo del citado escrito de 1677, Caesarinus Fürsternerius: la idea de una unidad cultural cristiana en Europa. Sin embargo, a lo largo de los años —seguramente motivado por el fracaso de sus esfuerzos para la reunificación de las iglesias— observamos en los escritos y actividades leibnizianas un traslado paulatino de la concepción de la unidad de Europa como civitas Dei al concepto de respublica literaria. Pero en ningún caso albergó la intención de promover la unidad política de Europa, como fue el caso de Saint-Pierre; una federación de Estados era impensable para el realista Leibniz mientras que la política 11
Cf. A IV, 1, 166 (§ 87). Cf. IV, 16, §4 (A IV, 6, 462; trad. de Echeverría, Alianza Editorial, p. 558). Cf. al respecto R. Meyer, Leibniz und die europäische Ordnungskriese, Hamburg, 1948, p. 63. 12
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internacional en Europa se siguiera entendiendo como «lucha por el poder»; en cualquier caso, criticará del proyecto de Saint-Pierre la idea de que una federación de estados constituya la condición de la paz, pues en su opinión lo lógico parece ser lo contrario, es decir, que la paz aparezca como condición de una confederación de estados13. Por esto, Leibniz busca en primer lugar el soporte de la paz europea en la «República de las letras», que él identifica con una comunidad cultural destinada a alcanzar con su eficiente actividad lo que no consiguieran la política y la religión: proporcionar la paz universal, superar la desunión confesional y promover el bienestar de la humanidad. En consonancia con otros eruditos de la época, Leibniz consideraba que la denominada «República de las letras» era una transposición del mundo intelectual, espiritual a nuestro mundo real, constituyendo un Estado en el que a sus súbditos se les prometía la inmortalidad por medio de la gloria, esto es, la posibilidad de poder dialogar tanto con los clásicos como con la posteridad, tal y como lo expresa en su ensayo Pensées pour faire une Relation de l’estat present de la Republique des Lettres (1675)14. En efecto, los hombres de letras del siglo XVII se sentían como «ciudadanos de un estado ideal, pero nada utópico»15, que superaba las fronteras de los estados y las iglesias. Un estado que poseía sus propias redes de comunicaciones, sus capitales, sus autoridades, sus instituciones y publicaciones, y que aparecía unificado por medio de la idea de interdisciplinariedad y de trabajo común. Se trataba de una república ideal que pugnaba por conservar su independencia respecto de los estados nacionales16; integrada por un grupo de hombres de letras que estaban en estrecho contacto unos con otros, intercambiando informaciones, reflexiones y descubrimientos, y preocupados por la difusión de sus ideas, que ejercían su influencia al margen de las iglesias y las universidades17. Independencia y enciclopedismo eran dos de las fundamentales exigencias de Leibniz en sus primeros borradores sobre la fundación de Academias. Aunque a lo largo de los años tuvo que ir renunciando a su autonomía respecto de los estados reales para poder ver realizados sus planes18, siempre mantuvo una cierta independencia, garantizada por la autofinanciación de 13 Cf. C. Roldán, «Los ‚prolegómenos’ del proyecto kantiano sobre la paz perpetua», en La paz y el ideal cosmopolita de la ilustración. A propósito del bicentenario de «Hacia la paz perpetua» de Kant (R. R. Aramayo, J. Muguerza y C. Roldán eds.), Tecnos, Madrid 1996, pp. 125-154. 14 « La Republique des Lettres est une colonie de l’autre monde qu’un certain aventurier, Grec de nation, nommé Pythagore, y a mené du nostre» (A IV, 1, p. 570). La expresión res publica literaria se encuentra por primera vez en Erasmo (Antibarbarorum, liber unus, 1494), impregnada de un ideal humanitario y dirigida contra todo aquél que se oponía al «movimiento humanista» (bárbaros). Cf. F. Schalk, «Von Erasmus' res publica litteraria zur Gelehrtenrepublik der Aufklärung», en Studien zur französischen Aufklärung, Frankfurt a. M., 1977, 143-163. 15 Cf. P. Dibon, «Échanges épistolaires dans l'Europe savante du XVIIe siècle», en Revue de Synthèse, janvier-juin 1976, 31-50. Citado por Y. Belaval, «Leibniz et l'Europe», en Studien zur europäischen Rezeption deutscher Barockliteratur (ed. L. Forster), Wiesbaden, 1983, p. 200. 16 Desde la fundación de las primeras Academias en Italia y Francia se veló por esta independencia. En Italia: Accademia dei Lincei (1609), a la que perteneció Galileo; Accademia dei Cimento (1657); Accademia degli Investiganti (1663). En Francia. Cabinet des frères Dupuy (1615); Académie de Montmor (1634); Bureau d'Adresse et de rencontre (1663). 17 No debemos olvidar que las Universidades aún no eran muy numerosas, y sobre todo, que el saber se difundía de manera muy limitada. Cf. P. Rossi, Die Geburt der Moderne Wissenschaft in Europa, Beck, München, 1997, p. 293ss. 18 Esto no contradice la idea de que una «sociedad» debe conseguir mantener en forma al estado y su economía, tal y como propone en Sozietät und Wirtschaft (1671), A IV, 1, 559. Meyer lleva el razonamiento al extremo cuando afirma: «Ganz im Sinne Colberts bringt Leibniz damals den Akademiegedanken in direkte Beziehung zum Staat» (loc. cit., p. 94).
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las Sociedades propuestas , aspecto que lógicamente también contribuyó a convencer al rey prusiano para respaldar la propuesta leibniziana de fundar una Academia en Berlin. Por otra parte, Leibniz siempre mantuvo como bandera en sus planes de fundación de Academias el concepto de ciencia universal (sciencia generalis), frente a la creciente especialización que se experimentaba en Francia20. Los esfuerzos empleados por Leibniz en orden a la proliferación en suelo alemán de academias científicas vieron su fruto en la fundación de la Academia de Berlín (1705), para la que Leibniz propuso el nombre de «Sociedad de ciencias»; después de su muerte se fundaron también Academias en Dresden y Viena, siguiendo sus indicaciones. Las Bibliotecas eran las piedras angulares sobre las que se sustentaban los intercambios de información y de opiniones de los eruditos de la época21; por eso, una gran parte de la correspondencia leibniziana tiene lugar con importantes bibliotecarios de la época, como Magliabechi (Firenze), Schelstrate (Vatikan) o Thévenot y Bignon (Paris). Ahora bien, por lo que respecta a los órganos de expresión de la llamada «República de las letras», el desarrollo de las revistas periódicas jugó un papel mucho más importante. Leibniz inauguró en 1682, después de intensa correspondencia y conversaciones con Otto Mencke, la revista Acta Eruditorum, siguiendo el modelo de la ya existente en Francia desde 1665, Journal des sçavants (1665). Leibniz fundó o respaldó también otras publicaciones científicas. Así, a finales de enero de 1700 apareció en Hannover, bajo el estímulo de Leibniz y editado por Johann Georg Eckhart, el Monatlicher Auszug, un boletín de recensiones en alemán, cuyo último número se distribuyó en 1702. Por otra parte, el primer número de la revista Miscellanea Berolinensia, que editaba la Sociedad de Ciencias en Berlín fue publicado en 1710. La República de las letras como origen de una comunidad cultural europea y su universalización en una República de espíritus Leibniz se consideraba miembro de una «comunidad cultural» en Europa, perteneciente a un grupo de «personas ilustradas y de buena intención»22, a quienes su saber conducía al deber moral de intentar conseguir aquello en lo que la religión y la política habían fracasado23. Así, ya en sus primeros proyectos para la fundación de «Sociedades»24, se trasluce la convicción leibniziana de que sólo por medio de una sociedad de eruditos podría conseguirse una «unidad europea» o una paz universal. La posesión de un saber ilustrado obligaba a la comunidad intelectual europea del momento, en opinión de Leibniz, a intentar 19
Cf., por ej., Bedencken über die Seidenziehung, de 1702 (LH 19 Bl. 127-130). Donde se fueron fundando paulatinamente academias especializadas: Académie royale de Peinture et de sculpture (1648) o la Académie d'Architecture (1666). 21 La biblioteca privada de Leibniz contaba con 10.000 volúmenes. La Biblioteca en Hannover se vio enriquecida con esta aportación. 22 Cf. Memoria para personas ilustradas y de buena intención, en Leibniz. Escritos de filosofía jurídica y política, ed. de J. De Salas, Biblioteca Nueva, Madrid 2001. 23 «Die gelehrten Gesellschaften tragen durch ihre Wirksamkeit dazu bei, das zu erreichen, was Politik und Religion nicht gelungen ist: den universellen Frieden herbeizuführen, die konfessionelle Zersplitterung zu überwinden, die Wohlfahrt der Menschen zu befördern», W. Totok, «Leibniz als Wissenschaftsorganisator», in Leibniz und Europa, I. Hein u. A. Heinekamp (hg.), Hannover 1994, S. 138. 24 Societas Philadelphica, 1669 (A IV, 1, 552-557), Societas Confessionum Conciliatrix, auch von 1669 (A IV, 1, 557-559), Grundriß eines Bedenckens von aufrichtung einer Societät in Teutschland zu auffnehmen der Künste und Wissenschaften, 1671 ( A IV, 1, 530-543), oder Sozietät und Wissenschaft, auch von 1671 (A IV, 1, 559). 20
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introducir razón y orden en el contingente desarrollo histórico, esto es, como decíamos al principio, a «hacer florecer el imperio de la razón», para impedir que el poder político descanse en el capricho y la arbitrariedad. La finalidad supranacional de la República de las letras en orden a constituir una Scientia generalis (theoria), no significa para Leibniz otra cosa que actuar siguiendo el mandato universal de la razón (praxis) para mejorar el mundo. Por eso, la tarea de los científicos no debía cifrarse únicamente en acumular conocimientos, sino en potenciar y enriquecer esa Praxis, como ha subrayado Hans Poser, lo que no estaba tampoco lejos del concepto leibniziano de una «comunidad cristiana»25. Por eso he denominado a este nivel «religioso-cultural». Con todo, la idea de una «república de sabios» como fundamento de una «comunidad cultural» en Europa no llegó demasiado lejos. Desgraciadamente se quedó en los pensamientos elitistas de un reducido número de filósofos y científicos, quienes se limitaron a fundar algunas Academias de alcance nacional26, que fueron olvidando paulatinamente su compromiso ético. Sin embargo, Leibniz derrochó empeño hasta el final de su vida para fundar Academias más allá de las fronteras europeas. Son muchos los escritos de Leibniz acerca de la constitución de sociedades y la fundación de Academias. Denominador común de todos ellos es su intención de promover el bien común (commune bonum) a través del trabajo en cooperación de los científicos. Idea que se ve reforzada si pensamos en la extensa correspondencia que Leibniz mantuvo, no sólo en todas las direcciones de Europa, sino en el mundo entero27, lo que nos da pie para abandonar los intereses meramente europeístas de Leibniz en orden a apuntalar y difundir la cultura occidental, para subrayar los intereses universales subyacentes a sus producciones filosófico-científicas. Intereses universales que dibujan claramente el «ideal del sabio», en el que deben converger tanto el verdadero político como el verdadero científico: el principio ético de que la búsqueda de bienes individuales sólo es lícita si redunda en la utilidad común. De esta manera, Leibniz postula la perfectio universi como fin de la ética y de la ciencia jurídica28, para que todos los seres humanos estén en condiciones de alcanzar la felicidad29. Con todo, hay que ver este ideal de la «caridad del sabio» —como muy bien ha expuesto Patrick Riley (ahora haciéndonos la competencia en otra mesa) en sus trabajos—, que se plasma en los esfuerzos concretos de Leibniz por fundar por toda Europa (con la intención de que más tarde esto se extendiera a Rusia y China) Academias científicas, como un medio para instaurar en el mundo la «república universal de los espíritus», que no es otra cosa que la expresión del peculiar ecumenismo de Leibniz. 25 Cf. H. Poser «Die Leibnizschen Akademiepläne als Element der Einheit Europas», en Leibniz und die Idee Europas (ed. por C. Roldán), Studia Leibnitiana-Supplementa, en prensa; allí subraya Poser cómo H. Schepers ha insistido en este aspecto en la relación existente entre las Demonstrationes Catholicae y la Scientia Generalis; cf. Al respecto Introducción en A VI, 4 A, S. LIII. Totok, loc.cit. p. 118, hizo asimismo hincapié en que para Leibniz, como para Johann Valentin Andreae y Johann Amos Comenius «la legitimación de la investigación científica descansa en consideraciones religiosas». 26 Leibniz era socio de la Académie des Sciences ((Leibniz intentó ser socio de la Académie des Sciences desde su primer viaje a Paris en 1675, pero sólo se le aceptó oficialmente el 8 de febrero de 1700, cf. Ak. I, 17 y 18); de la Royal Society y de la Accademia della Crusca. En su Mémoire pour les personnes éclaireés (1690) relata Leibniz acerca de estas sociedades europeas, junto con la que él mismo contribuyó a fundar en Berlin, cfr. Klopp, X, 7-36. 27 Cf. Meyer, cap. dedicado a la «Universale Korrespondenz», loc. cit., p. 159ss. 28 Cf. A. Heinekamp, Das Problem des Guten bei Leibniz, Bonn 1969, p. 95. 29 Cf. H. Schepers, «Glück durch Wissen. Zur Bestimmung des Philosophen durch Leibniz», en Archiv für Begriffgeschichte, Bd. XXVI (1962), pp. 184-192, p. 185.
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Precisamente el que Leibniz no se limite en su intercambio epistolar al espacio europeo demuestra la pretensión universal de sus fines enciclopédicos, tan relacionados con el conjunto de sus ideas filosóficas. Incluso en sus planes para la fundación de Academias supera Leibniz las fronteras europeas, dirigiéndose a través del puente de Rusia hacia China. Esto demuestra su convicción de que la humanidad se encuentra situada por encima de la comunidad cultural de Europa, como expresión de su «reino de los espíritus», la armonía universal de las mónadas. Leibniz había mantenido contacto indirecto con Pedro el Grande desde 1694, a causa de su interés por las lenguas rusas y asiáticas30, pero su primera audiencia personal con el zar la obtiene el 30 de octubre de 1711 (con motivo de la boda de la princesa de Braunschweig, Carlota Cristina Sofía, con el zarevich Alexei), momento a partir del cual inicia su correspondencia con Pedro I sobre sus planes para promover las ciencias en Rusia31. En este contexto, una carta al zar el 17 de enero de 1712 es testigo de los intereses universales de Leibniz: «Pues yo no soy de esos que están apasionados por su patria o por una determinada nación, sino que me rijo por el provecho de todo el género humano, pues tengo al cielo por patria y a todo hombre de buena voluntad por su ciudadano..., pues mi inclinación y disposición se dirigen al bien común»32. Se trata, pues, de una «república de espíritus», compuesta por todos los hombres bienintencionados y que se correspondería con el «reino de la gracia», que presenta en sus escritos metafísicos. De esta manera, convergen los ideales filosóficos y los científicos. Por una parte, intenta construir una ciencia universal (Enciclopedia) por medio de la cooperación internacional, por otra parte, ésta se convierte en medio para la consecución del bien común. Con otras palabras, Leibniz confía en alcanzar un progreso espiritual por medio de la aplicación del pensamiento racional y de las ciencias. Pero al margen de sus planes de fundar una Sociedad en Rusia33, las relaciones diplomáticas con Pedro el Grande eran importantes para Leibniz en cuanto que Rusia representaba el paso hacia China34, siempre desde el punto de vista de la expansión de las ciencias. Ya en su ensayo Novissima Sinica —de 1697— aparece su fascinación por China y, de la misma manera que los misioneros jesuitas, intenta interpretar las claves de esa «otra» cultura35. Durante años discutió con el jesuíta Bouvet sobre el plan de éste de fundar una Academia en China para la investigación de la escritura, cultura y religión de esta comunidad oriental, así como para intercambiar informaciones con la Academia de ciencias en París36. Ambos compartían la 30 Cf. correspondencia con Nicolas Witsen y encuentro en Minden con Peter Lefort (sobrino del poderoso general de Pedro I), para el que Leibniz redactó su Desiderata circa linguas quae sub Imperio Moschico et in vicinis regionibus usurpantur (1697). 31 Este es precisamente el título de uno de sus memoranda de 1712: Denkschrift über die Förderung der Wissenschaften in Rußland, en el que vuelve a traer a colación las ideas sostenidas en otro escritosimilar en 1698, Denkschrift betr. die Förderung der russischen Kultur. 32 Citado por H. Breger, «Die Wissenschaft als Kennzeichnen und verbindes Band der europäischen Völker», en Leibniz und Europa, loc. cit., p. 75. 33 Cfr. E. Benz, Leibniz und Peter der Große, Berlin, 1947. 34 Pedro el Grande había firmado en 1689 en Nertchinsk un tratado con China (emperador Kang-hi). 35 Cf. H. Poser, «Leibnizens Novissima Sinica und das europäische Interesse an China», en Das neueste über China (ed. por W. Li y H. Poser), Studia Leibnitiana-Supplementa 33, Franz Steiner Verlag, Stuttgart, 2000, pp. 11-28. 36 Cf. Claudia von Collani, Eine wissenschaftliche Akademie für China, Studia leibniziana Sonderheft
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misma esperanza: el acercamiento a un pueblo no europeo, no cristiano, cuya cultura consideran como equivalente en categoría y de la que incluso esperan aprender. Leibniz quiere servirse de los jesuitas para introducir en China, entre otras cosas, los nuevos cálculos (binario37, infinitesimal), así como su máquina de calcular, pero insiste en obtener un intercambio equilibrado con esta civilización que guarda tesoros inigualables; en este sentido, llega a proponer en una carta a Bourguet de 1710 que se creen escuelas en Europa donde los chinos puedan enseñar a los europeos, pues éstos —convencidos de su superioridad— no se preocuparían de otra manera por informarse sobre los progresos chinos38. Por otro lado, descubre Leibniz en la cultura china ideas que, en su interpretación, se aproximaban a la cultura occidental, como el Li de la teología china, que Leibniz identifica con la «razón universal», sobre la que se fundamentan el orden y el derecho natural, o el I Ching, que guarda similitudes con su cálculo binario. Leibniz jamás desdeña las investigaciones llevadas a cabo por individuos de otras culturas, pues sabe que también allí se expresa una cierta perspectiva de Dios, esto es, de la armonía universal39. Por eso, su pretensión es analizar lo realizado por los demás para incluirlo en su proyecto de elaboración de un Diccionario o Enciclopedia Universal que vendría a completar la tarea acometida por las Sociedades Científicas, así como descubrir los aspectos positivos y enriquecedores que subyacen a toda propuesta racional. En este marco hay que incluir también su ambicioso proyecto de elaboración de una lengua o Característica universal, cuya misión última sería acabar con los errores de razonamiento (como se acaba con los errores de cálculo); esta lengua universal, inspirada en parte en los ideogramas chinos y egipcios, serviría de base a una filosofía racional donde la pura combinatoria se convertiría en el «juez de las controversias», como escribe al duque J. Federico ya en 167940. En el fondo de estos proyectos está la creencia leibniziana en un transfondo racional común a todas las lenguas, que él hace compatible con la defensa de un enriquecedor pluralismo lingüístico41, que debería conducir (como un impulso ético) al mutuo entendimiento entre las diversas culturas. Según esto, el fin último de la historia no sería otro que la unificación del género humano en un cosmopolitismo cultural, donde el intercambio de saberes genera un dinamismo que conduce al perfeccionamiento y al progreso. En este sentido, la guerra deja de ser un instrumento necesario para combatir el estancamiento de la humanidad, y las únicas armas que le interesa esgrimir al sabio son sus razones: una razón «polémica» con las 18, 1989. 37 En el I Ching chino vio Leibniz profundísimas relaciones con el sistema binario o el cálculo diádico que él inventó y que hoy en día constituye el lenguaje básico de la informática; cf. Echeverría, Leibniz, Barcelona, 1981, p. 112. 38 Cf. GP III, 550. Por otra parte, el que Leibniz denomine a China la «Europa del este», o «la otra Europa», sería signo también de que se hace eco de esa convicción de la superioridad europea. 39 En este sentido, escribe en una carta a Th. Burnett of Kemney el 22 de Noviembre de 1695 que si los europeos conocieran mejor la sabiduría del mundo árabe, comprenderían mucho mejor incluso las cosas que aparecen en la Biblia: «Je suis persuadé que lorsque nos Européens possederont mieux l’erudition Arabe, ils découvriront bien des choses qui serviront à eclaircir la Ste. Ecriture tout autrement qu’on ne croit; et la lange Hebraique est à l’egard de l’Arabe à peu près comme le Hollandois à l’egard de l’Allemand, c’est à dire ce n’est qu’un dialecte» (GP III, 165). 40 Cf. GP VII, 26. Echeverría, loc. cit., pp. 119-120. 41 Cf. C. Roldán , «Pluralité des langues et éthique universelle», en Leibniz et les puissances du langage (Dominique Beriloz et Frédéric Nef, éd.), Vrin, Paris, 2005, pp. 325-339.
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diferencias y desacuerdos, y «cooperativa» con los intereses comunes, esto es, la obtención de libertad, justicia, bienestar y felicidad. En este sentido, el «ideal del sabio» no consiste sino en la lucha por instaurar entre los seres humanos este tipo de racionalidad, para que puedan reconocer, por encima de los intereses egoístas, la empresa ética por la que deben esforzarse: la instauración de la «justicia Universal». La propuesta leibniziana consiste en un diálogo de credos y culturas para construir un saber enciclopédico (teoría) y con ello contribuir a mejorar las condiciones de vida de la humanidad (práctica), tanto en su vertiente material como espiritual. Pues cada cultura representa una concepción del mundo, una perspectiva de la misma realidad y la cooperación es el único camino para lograr una visión unitaria del conjunto, una comprensión de los elementos básicos y fundamentales del universo y su sentido, sin suprimir la diversidad, pues armonizar no significa uniformar, sino comprender la diversidad, como indica su lema «multiplicidad en la unidad»42. ***
Concha Roldán Panadero Instituto de Filosofía. CSIC Madrid [email protected]
42 «Einheit in der Vielheit», que fue el lema del último Congreso Internacional Leibniz , celebrado en Hannover entre el 24 y el 29 de Julio de 2006.