LAS BRASAS
CLÁSICOS DE BIBLIOTECA NUEVA Colección dirigida por Jorge Urrutia
Francisco Brines
LAS BRASAS Edición de Sergio Arlandis
BIBLIOTECA NUEVA
Diseño de cubierta: José María Cerezo
Esta obra ha sido publicada con la ayuda de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Ilustraciones de José Caballero, para la primera edición de esta obra, en Madrid, Editora Nacional, 1952.
© Francisco Brines, 2008 © Introducción, notas y edición de Sergio Arlandis, 2008 © Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2008 Almagro, 38 - 28010 Madrid (España) www.bibliotecanueva.es
[email protected] ISBN: 978-84-9742-879-8 Depósito Legal: M-54.313-2008 Impreso en Top Printer Plus, S. L. Impreso en España - Printed in Spain Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.
INTRODUCCIÓN
Francisco Brines con Sergio Arlandis, autor de esta edición (23 de enero de 2005). Foto de Clara Isabel Sempere
1. Historia de un libro: génesis de un autor Las brasas es el libro que inaugura —brillantemente— la obra poética de Francisco Brines con su publicación en 1960, tras haber obtenido en 1959 el premio Adonais. Pero no fue una irrupción pública excesivamente prematura: nació Brines en 1932 en la localidad valenciana de Oliva, donde actualmente reside (en su casa de Elca). Por tanto, su primer libro fue publicado cuando contaba con veintiocho años, siendo, por el contrario, uno de los poetas más jóvenes de su grupo generacional. Así, resulta evidente que existe un largo período que abarca no sólo los primeros pasos del poeta por el mundo, sino también la gestación de una de las obras más emblemáticas de su producción poética. Como Brines ha reconocido en contadas ocasiones, inició sus estudios bajo el peso de la formación jesuítica, en el Colegio San José de Valencia, donde fue internado a la edad de siete años. Allí conoció al poeta y sacerdote Padre Juan Bautista Bertrán, que fue su profesor de Literatura. Su figura resultaría fundamental para el joven Brines, pues vio en él a un paciente guía, crítico y asesor de lecturas y composiciones poéticas. Recuerda Brines que en 1946 fue su maestro jesuita quien le aconsejó los poemas de Juan Ramón Jiménez (poeta de gran influencia en Las brasas) y cómo esto significó un golpe de lirismo frente al prosaísmo que, por aquel entonces, dominaba el panorama poético de la posguerra. De esta etapa de la adolescencia el poeta salió «con la fe rota y con el secreto de los primeros poemas» (Alfaro, 1980, 12),
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como si el desengaño fuera, en sí, detonante de unas inquietudes expresivas todavía lejos de su estilo personal. Pero lo cierto es que el descubrimiento de Juan Ramón Jiménez propició en Brines un cauce poético capaz de ir guiando el caudaloso torrente de su mundo interior que, con tanto asombro, se asomaba a la vida: «Aquella mi primera poesía perdida nació del amor a la vida, que por aquel entonces ya me había dañado profundamente, y del inagotable impulso de la Segunda Antología Poética (que venía a sustituir, en mis preferencias a Bécquer y a Rubén)» (Alfaro, 1980, 12). Con tal bagaje de lecturas, encuentros y desencuentros poéticos, comenzó sus estudios de Derecho en Deusto, Valencia y finalmente en Salamanca. Y fue allí donde conoció a José Olivio Jiménez y entró en contacto con la poesía, entre otros, de Gastón Baquero, que también le causó buen impacto. Poco se conoce de su producción poética durante estos años, pero el joven Brines iba escribiendo versos que, sin ver la luz pública, cimentaban en silencio un estilo singular y representativo, con la atenta lectura de su amigo Ricardo Defarges. Más tarde se trasladó a Madrid, donde estudió Historia y Filosofía y Letras y conoció, entre otros, a Vicente Aleixandre, José Hierro, Carlos Sahagún, Eladio Cabañero y al propio Gastón Baquero. Para la anécdota queda que, entre sus profesores de Filología Romántica figuraba el célebre Dámaso Alonso, con el que nunca se llegó a examinar a pesar de todo. Cuando Brines contaba con veinte años ya tenía casi acabado un libro, titulado Dios hecho viento, donde se recogían aquellas primeras experiencias poéticas en torno a su crisis de fe. Pero donde, sobre todo, se constataba cómo el rezo y la oración (fruto de su educación marcadamente religiosa) habían dado paso a la escritura y la poesía. Y resulta curioso que, años más tarde y con iguales términos, se nos represente en «El Barranco de los Pájaros» (parte central de Las brasas) ese momento de crisis y de búsqueda individual del conocimiento tras aquellos «cantos de guerra / rezos de capilla», aunque el capítulo en sí no sea estrictamente autobiográfico.
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En 1985 el poeta valenciano arrojaba un poco de luz a estos años de construcción de su voz poética, con la publicación de su libro Poemas excluidos1. En este volumen aparecían tres poemas: «Canción del huido», «Lamento del distinto» y «Retorno de la noche». En los dos primeros era perceptible la influencia de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado, tanto en el léxico, en la textura pictórica de las imágenes, en la elaboración rítmica de sus versos, en la veta intimista, como en el tono de los mismos. Pero el valor real de estos tres poemas es que, por primera vez, daban la posibilidad de ser testigos de aquel remoto proceso evolutivo —sobre todo a nivel formal— donde se evidenciaba todavía más esa búsqueda de un estilo personal: «Canción del huido» está compuesto por versos octosílabos, distribuidos en diez cuartetos con rima irregular (que oscila entre la asonancia y la consonancia), y quebrándose en la última estrofa del poema —que tiene siete versos— donde el segundo y el séptimo tienen cuatro sílabas [3+1], formándose una silva octosilábica, de clara herencia áurea. Por tanto, se evidenciaba la necesidad del poeta a una horma formal y un rigor compositivo muy marcado (aunque mitigado por la ausencia de elementos como la rima) que reflejaría una tendencia clara a evitar el excesivo prosaísmo y un rigor compositivo demasiado acentuado. Con «Lamento del distinto» se apostaba por un esquema polirrítmico más variado (aunque igualmente basado en la silva). En 1959 su amigo José Hierro le invitó a una lectura poética en el Aula de Poesía del Ateneo de Madrid, que él mismo dirigía. Ningún poema de los allí leídos pertenecía —asegura el poeta— a Las brasas y de aquella lectura se publicó en la revista Cuadernos de Ágora (por petición del propio Hierro) el poema «Retorno de la noche», único que vio la luz editorial con anterioridad a su libro. Este poema signi1 A pesar de no tener muestras documentales de publicaciones anteriores a Las brasas, Brines ya había hecho algunas lecturas poéticas en Madrid y en Salamanca, lo que equivale a entender que, en el circuito literario madrileño de la época, su figura comenzaba a ser tenida en cuenta positivamente. La primera edición de Poemas excluidos fue, sin embargo, en 1983, aunque estaba incompleta.
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ficaba ya una superación de los modelos tradicionales y una lanzada búsqueda de un esquema métrico basado en el fluir rítmico y en consonancia con las pulsiones interiores de lo expresado, donde el encabalgamiento adquiría ya una importancia expresiva altamente significativa para lo que sería el resto de su obra2. Son varios los motivos que justifican la excepcionalidad expresiva de Las brasas: por un lado, porque los textos predecesores guardaban unos esquemas métricos diferentes al endecasílabo blanco predominante en el libro; por otro lado, porque los libros posteriores mostraban una cierta tendencia a la polimetría frente a la rigurosa regularidad de este primer libro. Pero el propio poeta indicó que su escritura también tenía otros condicionantes circunstanciales que reforzaban ese carácter excepcional del libro en un momento de su vida altamente significativo: Cuando el ser humano se detiene a reflexionar sobre tanta desolación se encuentra despojado de su adolescencia y, con ella, de su infancia. Desde tal experiencia se originó este libro; y aunque yo arrastré aquel estado más allá de lo naturalmente permisible, la sensación habida fue la de que todo lo importante estaba ya vivido. Las brasas es el resultado poético de esa crisis, y aunque lo único importante para el lector es el primero, no deja de poder ser curioso el proceso por el que la vida se transforma en palabras (1971: 11).
Un momento de crisis (existencial y religiosa) que originó, consecuentemente, el crecimiento de un mundo interior hasta entonces sólo apuntado y fundamentado en la pérdida de los dones benévolos de la infancia. Y tal vez sea 2 Sin embargo, el poema inicial de Las brasas, que fue escrito con cierta anterioridad con respecto al resto de poemas y que rompe con el modelo métrico del libro, está compuesto por versos octosílabos con rima asonante en los versos pares, mientras que el séptimo poema de «Poemas de la vida vieja» en silva libre. Esto viene a mostrar que la búsqueda de un estilo personal se fundamentó en una profunda asimilación e imitación de los modelos compositivos clásicos frente al prosaísmo de unos modelos más contemporáneos que se dejarían ver en su posterior libro Materia narrativa inexacta (1965).
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ese carácter tan concentrado en su crítica valoración temporal el que, desde el uso del endecasílabo, dio gran unidad tonal al libro, como si todo él fuera, en sí, un gran poema que ahondara en ese desencuentro emocional consigo mismo y se erigiera en testimonio de una situación crítica y decepcionada. José Hierro, que era conocedor de los poemas antes de la concesión del premio Adonais, ya había augurado su éxito y apuntó como rasgos especialmente destacables del mismo la especial unidad del libro, tal vez porque en su conjunto fue escrito en el mismo verano de 1959 y quizás esa excepcional unidad del libro dependa, en parte, de los consejos de muchos de sus amigos poetas. Brines siempre ha negado la influencia de Aleixandre en su poesía de aquellos años de gestación del libro3, pero sin embargo reconoció que su mediación fue clave a la hora de confeccionar la actual distribución de Las brasas: Cuando al fin decidí ordenar los poemas del que sería mi primer libro, Las brasas, se lo hice llegar con una distribución provisional y le pedí consejo para la inclusión de un determinado poema. Aleixandre se quedó unos días con los textos, y los leyó despacio; seguí con fácil convencimiento sus indicaciones respecto a una ordenación perfectamente razonada, que fue la definitiva, y en la exclusión del poema de mis dudas, que eran extrapoéticas (1995b: 69).
Fue Aleixandre quien ayudó a Brines a la hora de ordenar y distribuir el poemario, sobre todo en la colocación de determinados poemas. Además, le sugirió la supresión de los 3 Pensamos —junto a Duque Amusco (1979)— que la presencia de Aleixandre en la poesía de Brines tiene algunos puntos de relación, aunque muy concretos y no excesivamente llamativos ni constantes: por ejemplo, parece que existe una significativa coincidencia entre el esquema de la ascensión de «El Barranco de los Pájaros» frente al poema «Ascensión del vivir» de Historia del Corazón (1954), aunque este se lleve a cabo por la pareja (y no individualmente, como en Brines); o incluso la influencia pudiera ser recíproca, como ocurre con el poema «Figura del leñador» de En un vasto dominio (1962), muy acorde con la imagen del poema III del mismo «El Barranco de los Pájaros».
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poemas «Encuentro urbano» y unos versos de «Esta grandiosa luz, que hay en el cuarto», quizás porque —a juicio de Aleixandre— rompían en cierto modo el tono sugerente y la temática de libro. El segundo de ellos, en cambio, no sufrió modificación alguna y apareció en la versión final del poemario4. En 1959 —y con su diseño definitivo— ganó el prestigioso premio Adonais, con los accésit de Antonio Gala con su Enemigo íntimo y Luis Martínez Drake con La yerba. Recuerda Brines, con plena gratitud, que si no hubiera sido por Carlos Sahagún quizás nunca hubiera enviado el libro, pues fue él quien más le animó a ello e, incluso, le ayudó a mecanografiar el texto. Pronto le llegó la aprobación de los lectores y la de poetas de gran relevancia en el panorama poético de la época, donde destacan la de su admirado Luis Cernuda, al que el propio Brines le envió un ejemplar del premiado libro. Comenzaron los actos de lectura pública y el elenco de amistades fue creciendo: Gastón Baquero, a quien conoció por mediación de Lamberto Cano, íntimo amigo, en 1959 en Madrid, presentó el libro en el Instituto de Cultura Hispánica, en el Aula Poética que dirigía Rafael Montesinos. A esta lectura acudieron, movidos por el interés, otros poetas como Luis Rosales, Luis Felipe Vivanco y Leopoldo Panero. Poco más tarde conoció a Carlos Bousoño —con quien acabaría cosechando una gran amistad— que hizo una presentación de su libro, junto a poetas como Rafael Soto Vergés y Carlos Sahagún en el Instituto Boston de Madrid en 1960. A esto se le unió la amistad con otro poeta emblemático para la denominación del grupo poético de los 50: Claudio Rodríguez, con el que forjó una gran amistad, basada, entre otras cosas, en la admiración que Don de la 4 Brines confirmaba esta información en uno de los artículos que dedicó a la figura de Vicente Aleixandre: «Recuerdo que, por motivaciones de índole personal, me aconsejó retirar un segundo poema, que yo quise defender y él aceptó de buen grado» (1995b: 69). Sin embargo, en conversaciones con el poeta nos insistió que, en verdad, fueron unos versos y no el poema al completo, pues consideraba Aleixandre que en ellos se evidenciaba, en exceso, la temática homoerótica y esto quebraba la profunda continuidad del libro.
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ebriedad (1953) había suscitado en el poeta valenciano tras su temprana lectura. Paralelamente, en las numerosas reseñas se hablaba ya de un poeta y de una obra con una emoción reveladora muy singular, extraordinariamente madura y especialmente novedosa5. El mismo Brines, años más tarde, valoraba que su libro, efectivamente, había dado unas «notas más acusadas de intimismo en la poesía de aquel momento, mucho mayor por el contraste con la que entonces dominaba» (Alfaro, 1980, 16)6. No contento con las dimensiones tan reducidas de la «Colección Adonais» en Rialp ediciones, Brines decidió editar en un formato mayor el libro y con tirada de tan sólo cien ejemplares, con la intención de entregárselo a amigos y familiares, para reconocer, así, su apoyo y su compañía. El texto seguía siendo el mismo, pero se añadía una breve 5 Entre las numerosas reseñas que se publicaron han tenido cierta resonancia la que le dedicó Eladio Cabañero en Poesía Española (núm. 89, mayo 1960), Lorenzo Gomis en El Ciervo (núm. 87, agosto-septiembre, 1960), Jacobo Muñoz en La caña gris (núm. 2, septiembre-octubre, 1960), Luis Jiménez Martos en La Estafeta Literaria (núm. 191, 15, abril, 1960) y en Cuadernos de Ágora (núm. 43-45, mayo-julio, 1960), Rafael Ferreres en Levante. El Mercantil valenciano (24 de abril de 1960), Ricardo Ulloa Barrenechea en Brecha (San José de Costa Rica, octubre, 1960), Leopoldo de Luis en Papeles de Son Armadans (núm. 56, noviembre, 1960), Fernando Quiñones en Cuadernos Hispanoamericanos, (núm. 126, junio, 1960), Miquel Dolç en Destino (14 de mayo de 1960), Florencio Martínez en Levante. El Mercantil valenciano (20 de diciembre de 1960), etc. Igualmente sintomática fue la entrevista que le realizó H. San Martín para la revista La Estafeta Literaria, titulada “El premio Adonais abre las puertas a un nuevo poeta” (núm. 184, 1, enero, 1960). 6 Bajo igual valoración se mostraron, entre otros, Philip Silver (1968) y María Pilar Palomo al entender que «cuando se alude a la renovación poética de las décadas [de los 60], por supuesto que habrá que entender que en ésta colaboran decisivamente los más importantes poetas de las promociones anteriores. Recordemos así, títulos significativos desde 1960, en que aparecen Derribado arcángel de Carmen Conde, los Poemas de Lázaro de Valente y Las brasas de Brines. Este último será, por ejemplo, el libro considerado por una parte de la crítica como el comienzo y el triunfo de una nueva sensibilidad. Y desde luego significa el despegue definitivo de una poesía de la comunicación y compromiso social, para asumir un nuevo compromiso con la indagación de la identidad del mundo y la propia poética» (Palomo, 1988, 145).
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nota en la solapa que, cuanto menos, resulta de gran valor para la posterior lectura de los poemas y de gran emoción para sus allegados: Este libro se acabó de escribir en Elca, término municipal de Oliva, el verano de 1959. El secano que rodeaba, siendo yo niño, la casa, se ha transformado en campo de limoneros, y en todo el valle crecen, con diferentes estaturas, los naranjos. A esta tierra la cerca el mar y se le despeña la luz de los cielos. Allí, este verano, me rodeaba el amor de los que habitaban la casa y a este amor se unían el de los otros, los ausentes, y todo era una fuerza hermosa que hacía vivir. Estas líneas son de agradecimiento a la tierra y a los hombres (1971, 9-10).
Se inauguraba así la producción poética de uno de los autores españoles contemporáneos más fieles a su propio estilo y más consecuente con su unitaria visión de mundo. Pero tras la publicación de Las brasas Brines inició otro itinerario vital, quizás como respuesta a esos momentos de crisis que habían gestado la escritura de su primer libro: un primer viaje a Italia (que más tarde repetiría en compañía de D. K.), o su viaje a Oxford, donde trabajaría como Lector de español en la Universidad, dedicándose a explicar la obra de autores que, con gran interés, habían sido importantes incluso en su propia evolución poética, como los símbolos en la poesía de Antonio Machado, Lorca y su Romancero gitano, la poesía metafísica de Francisco de Quevedo o la influencia de Juan Ramón Jiménez en la generación del 27, etc. De esta experiencia surgieron otros libros como El Santo Inocente (más tarde Materia narrativa inexacta) o Palabras a la oscuridad pero, sobre todo, sirvió para forjar un estilo definitivo que desde muy pronto se tildó, sin vacilaciones, como genuinamente «brinesiano».
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Francisco Brines con José Olivio Jiménez, Italia, 1960
2. Etapas y evolución de la poesía de Francisco Brines Que en 1972 José Olivio Jiménez pudiera hablar de Las brasas como el «germen de toda la poesía de Brines, sin desmedro de la profunda originalidad y creciente apertura de sus libros posteriores» (2001, 15), significa que estamos ante una trayectoria poética de profunda organicidad, cuya evolución y desarrollo han tenido un desenlace coherente a la visión de mundo de su autor y a las paulatinas experiencias vivenciales que han ido enriqueciendo los resortes de su singular cosmovisión. Una organicidad interna que va más allá de la simple reiteración de ciertos símbolos y recurrentes modelos compositivos y acercan su obra a una coherencia estética mucho más profunda (Andújar Almansa, 2003, 11) que le dota de un incuestionable sentido unitario, incluso en aquellos casos donde el poeta varía tonos, escenarios y temas. No se trata, por tanto, de mostrar una lógica concepción orgánica acorde con la progresiva publicación de libros, ni de cons-
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tatar vaticinios tempranos, ni tampoco de certificar que realmente existen obras primerizas en las que sus autores ya muestran, en bruto, todos los resortes en su mundo poético, sino dejar constancia de que Brines ha forjado su visión de mundo sobre un estilo que pronto se mostró definido y definidor, pues los signos identificadores de su poética quedaron perfectamente reconocibles desde su primer libro. Francisco Brines no cuenta, en verdad, con libros «menores» y su trayectoria es la creciente suma de poemarios de inestimable valor, sin que se resienta —en la necesaria transición entre libro y libro— el grado de novedad y de tradición. Sin rupturas drásticas, sin revoluciones estéticas ni búsquedas desaforadas de un lenguaje innovador y renovado, el poeta ha ido sumando al epicentro de su mundo poético las lógicas variantes que proporciona la experiencia de los años y la confirmación de su labor escritora. Estos cambios de visión (analítica, crítica) frente a la continuidad del mundo poético es, sin duda, el principal motivo por el cual el lector siente verdadera curiosidad y admiración por su poesía. Porque a pesar de esta suma de experiencias, la obra de Brines insiste en sus fundamentos más básicos no por una decidida «voluntad, sino por fatalidad» (1995, 20) como él mismo afirmó. Y esa fatalidad (teñida de recurrencia) nos lleva a identificar como principales ejes de su poesía dos focos temáticos bien definidos y constantes: — La visión temporal y trágica del hombre, teñida de una condición existencial paradójica: si el tiempo enriquece las emociones y las experiencias en contrapartida es un proceso de empobrecimiento paulatino. A esta paradójica naturaleza del ser humano (guiada por un mensaje de esperanza) lo llamará el poeta «engaño». — La escritura como mecanismo de conocimiento, tanto de la identidad propia (desdoblado en un juego de máscaras) como del mundo aprehensible que le rodea. Es, por tanto, una manera de descifrar el mensaje de la Vida en sentido general desde una perspectiva irremediablemente personal, no con la intención de enarbolar una teoría fehaciente de la Realidad, sino como un intento de querer extraer alguna
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porción de verdad humana a raíz de esa revisión emocional de las experiencias que tiempo y lenguaje le deparan.
Bajo estos dos focos se articula —como faros que a todos los rincones dejan caer su luz impregnadora— el conjunto de la obra brinesiana, tan ajena al pasajero vaivén de modas y tendencias estéticas al uso. Con la publicación de Poesía Completa (1960-1997). Ensayo de una despedida, en 1997 (y reeditada en 2003), la crítica ha sido testigo de la propia voluntad del autor de configurar una unitaria visión de mundo que diera el testimonio de ese progresivo acercarse a la Vida desde la palabra poética; o, mejor aún, desde la experiencia de la escritura como respuesta a la inefable sensación producida por los sentidos. Pero si tan coherente resulta el conjunto de su obra ¿Podemos plantear una posible existencia de etapas diferentes y diferenciadas? Y, sobre todo, ¿qué rasgo distintivo cabría señalar como plenamente identificador de estas supuestas etapas: el lenguaje, los símbolos escénicos, la protagonización, las formas estróficas, el tono, etc.? Recientemente —pues la atención hacia la poesía de Francisco Brines va creciendo con el paso de los años— José Luis Gómez Toré, haciéndose eco del estudio de Dionisio Cañas (1984), hablaba de «momentos» más que de etapas específicas. Con esta primera premisa determinó tres momentos teniendo como base distintiva la variación de la mirada7 (que, en su conjunto, llama «elegíaca») y cómo dicha variación provocaba significativas percepciones del yo y del espacio-tiempo dentro, sin embargo, de un homogéneo «viaje de ida y vuelta: se parte de la luz mortecina del crepúsculo 7 Lorenzo Gomis (1967: 51) ya había resaltado esa importancia articuladora de la mirada en Brines; sobre todo, por su naturaleza atemporal y su esencia exploradora. Pero fue Dionisio Cañas (1984) quien acabó definiéndola —más allá de aquella «mirada ficcional» que apuntó Mª Victoria Atencia (2000, 160)— y clasificándola en dos clases: la mirada crepuscular y la nocturna. La primera, amenazante, teñida de augurios y premoniciones desalentadoras; la segunda, escéptica, desmitificadora y transgresora. Una doble visión que se reafirmaba poema tras poemas, y cuyo dominio llegaba a extenderse, incluso, a la propia confección de los poemas (Arlandis, 2006, 151-152).
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para adentrarse en una noche sin estrellas, y se acaba por volver al punto de partida» (Gómez Toré, 2002, 15). Una estructuración circular de su obra que quedaría seccionada de la siguiente manera: a) De Las brasas a Palabras a la oscuridad, donde imperaría una mirada crepuscular a través de la cual se presagiaría la inevitabilidad de la Nada. El mundo natural se figurativiza como escenario (análogo, o en contraste, a la emoción del protagonista) la reiteración del viaje como principal modelo simbólico-estructural o como señal de esa transformación a través del espacio-tiempo y la celebración de los sentidos (búsqueda a través de una identidad sensible, necesidad de una experiencia corporal como vía de revelación, etc.) son las tres principales consecuencias de esa mirada crepuscular desde la que el autor plantea su búsqueda. b) De Aún no a Insistencias en Luzbel, donde imperaría una mirada nocturna, coincidiendo justo con un pequeño cambio del marco escénico: la ciudad, teñida de ciertas notas de marginalidad y escepticismo decadente. Tras el cambio de escenario, también podemos constatar cómo la experiencia sensorial da paso a una mayor carga reflexiva y una atención más acentuada —o acaso más cercana— de la muerte, tal y como ya había manifestado Carlos Bousoño (1984:56). Por tanto, tras esa mirada nocturna persiste la ironía desmitificadora (dominante en Aún no) y el escepticismo inconformista (pero seguro de su mensaje final) que arroja la dura sentencia de valorar la preciosa «Vida como Engaño» irrevocable. c) De El otoño de las rosas a La última costa, donde volvería a predominar esa mirada crepuscular, y con ella la exaltación vital y el goce de los sentidos como vía de esa experiencia insuficiente pero estrictamente humana. Aún así, este regreso —como todos los regresos que la tradición occidental nos ha ido legando— trae consigo una lección transformadora: el tono elegíaco y la celebración de la vida desde su irreparable pérdida, como si —desde la visión que el tiempo le ha otorgado— esa aventurada expectativa de su primera etapa se hubiera convertido en desvelada certidumbre que se resuelve tras el tópico literario del collige virgo rosas.
Más allá del debate sobre si Aún no e Insistencias en Luzbel constituyen una etapa en sí dentro de un marco más
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general, que enlaza la primera y la tercera, podemos advertir que resulta ciertamente complejo seccionar su obra sin que en la explicación no se caiga en la permanente catalogación de sucesivas excepciones. Tanto Jaime Siles (2002) como Guillermo Carnero (1975), José Andújar Almansa (2003) o José Olivio Jiménez llegaron a la conclusión de que la poesía de Brines no podría abordarse desde la esclarecedora y simplificadora división en etapas, ya que parecía tratarse de una creciente gradación que Desde Las brasas, la poesía de Brines […] será una avenida más amplia (Palabras a la oscuridad); con inevitables tramos angostos y oscuros (Aún no); con inquietudes que tratan de escrutar los enigmas de las misteriosa sustancia que nos contiene (Insistencias en Luzbel); y de nuevo con anchuras donde quedan tanto el tránsito duro del vivir como los pasos hermosos y plenos que también nos pueden aguardar (El otoño de las rosas); y siempre, con la entrevista visión del END final (La última costa). (Jiménez, 2001, 38).
Más novedosa y compleja fue la apreciación de David Pujante, quien entendió que el fundamento —el origen — de la poesía de Brines cabría buscarlo en el conflicto con el entorno y con uno mismo, en la confluencia y desmarque de ambos. Visto así, su orgánica y dinámica trayectoria abre su desarrollo a partir de la búsqueda del conocimiento de dicho conflicto y nos propone, en consecuencia, su solución, aunque sea fatal y teñida de escepticismo. Por tanto, en sus tres primeros libros «se define la escritura como un ejercicio de borrado del goce. Es la escritura el lugar de la manifestación de lo sombrío» (2004, 49). A partir de ahí se evidencia un cambio de estilo en Aún no (libro que Pujante califica de «tránsito») y en Insistencias en Luzbel, donde se logra definir ya una ética personal frente a aquella moral alienante que reprimía en sus primeros libros y donde, además, se confirma el tono metafísico. El otoño de las rosas sería, sucesivamente, la armonización total de ese conflicto, rubricado por La última costa. Por tanto, la poesía de Brines iría de la divergencia entre personaje poético y hombre (muy visible en la gran asime-
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tría de edad entre escritor y protagonista de Las brasas, por ejemplo) hasta su total convergencia sobre el desarrollo y la construcción de una ética personal que transforma aquella inicial tendencia objetivadora en una subjetividad, digna de sí misma, que admite su diferencia frente a las frágiles leyes morales del mundo que le cerca. Todas estas teorías, tan plurales, vacilan siempre a la hora de seccionar la poesía de Francisco Brines en etapas, pero abren, en la mayoría de casos, un nuevo problema de fondo: ¿Es Las brasas un libro «germen» dentro de la trayectoria del poeta? Sin duda, parece evidente que Las brasas va más allá de ser una simple «tierra abonada» desde la que acabaría germinando —como espiga— toda una poética mucho más madura y justa con los deseos del autor. En verdad, la poesía brinesiana queda debidamente definida —como mundo simbólico y como estilo— en su primer libro y sólo el heterogéneo poemario titulado Poemas excluidos (1985) puede considerarse obra menor o como susceptible «embrión» desde donde remarcar futuros lazos con obras posteriores. Aunque su propio título ya indica su periférica naturaleza. Personalmente no creemos que Las brasas sea un libro de iniciación, donde el poeta tímidamente muestra algunas de las claves más representativas de su posterior mundo poético. El carácter excepcional y paradigmático del libro viene producido por la inusual madurez creadora que se evidencia, poema tras poema, a pesar de ser el punto de inicio de la producción del poeta, además de ser una de las obras que, con mayor claridad, reflejó el cambio de orientación de la poesía española de posguerra. Tampoco los pormenores del contexto histórico ayudan a remarcar severas distancias entre sus libros, pues su poesía siempre responde a unos impulsos interiores que la resguardan del mandato de lo «actual» y de lo «circunstancial». Pues, precisamente, si la poesía de Brines tiene un rasgo que la hace especialmente atractiva es la profunda fidelidad que tiene consigo misma, en su totalidad, y quizás esta intensidad tan concentrada sea un motivo que explique la selecta y reducida nómina de obras publicadas, como si la brevedad de su obra —como
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propiamente la de la vida— destilara gran parte de su belleza revelada. En este sentido, tal vez podamos hablar más de grados de intensidad desiguales (de ciertos temas y tonos) entre libros que seguir incidiendo en la existencia de épocas, etapas o ciclos linealmente relacionados por sus variantes continuistas y rupturistas. 3. Escritura y conocimiento: puntos de encuentro con el lector El propio Brines se autodefine recurrentemente como un poeta de la intimidad, donde tiempo y conocimiento se viven desde un punto de vista personal, pero con un afán metafísico que le confiere un valor universal (Bousoño, 1984, 51). Por tanto, estamos ante una estética individual que busca la expresión de una ética en la que «esa tanteante indagación del yo en la poesía no persigue otra cosa que el conocimiento de la borrosa identidad humana, hallada en el individuo que se es. Los poetas, al hablar de sí mismos, siempre están hablando de los demás» (Brines, 1995, 41-42). Es la poesía, en consecuencia, un punto de encuentro entre lector, autor y circunstancia en términos orteguianos. Y Brines ha configurado su propia poesía bajo la intención (no necesariamente desde la consciencia) de, efectivamente, crear un punto de encuentro con sus lectores, no con el afán estrictamente comunicativo, sino con la intencionada disposición de hallar, entre tanta experiencia recreada por el lenguaje, una porción de conocimiento de la existencia. Y quién sabe si, en el trasiego de esta voluntad, no subyace la implícita necesidad de transformar ese encuentro en pura revelación. Pero tengamos presente que la poesía de Brines no está concebida como arrojadiza luz que clarifica ese mismo conocimiento. Contrariamente a esta consideración, la poesía brinesiana arroja sombras, dudas e inquietantes desvelamientos allá donde una confusa luz alumbraba el ánimo y la fe ciega del ser humano. Por tanto, es una revelación de desconcertante mensaje, donde la materia —el cuerpo— se ante-
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pone como geografía desde la que el hombre traza su propia historia, incluso tratándose de un poeta de vocación decididamente metafísica (Muñoz, 2004, 13). Es, pues, un canto a la opacidad que los cuerpos generan. Y también al resplandor que esos mismos cuerpos son capaces de crear en determinados —sólo en determinados— momentos de la Vida. Consecuentemente, la poesía es un punto concéntrico desde el que ha de partir la auténtica aventura del lector y nunca como un lugar de llegada donde éste ha de encontrar cobijo en una respuesta existencial que, tal vez, busca entre sus versos. El conocimiento sobre el ser humano no deja de ser, por tanto, una indagación que, a los ojos de la Historia, parece siempre inconclusa. De ahí que la Poesía (mecanismo dispuesto para tal fin) sea también una obra arquitectónica construida a base de pequeñas aportaciones (véase el paralelismo con el concepto «brasas») a lo largo del tiempo y alzado en honor de no se sabe a quién, pero sí para qué: es decir, Brines advierte una función para la poesía, dándole un valor que hace de su producción un auténtico compromiso con lo profundamente humano que dota de cierto carácter ritualizado al acto de la escritura: Dice y oye, a un mismo tiempo; a la vez, da y recibe el conocimiento. Esta es la función sagrada, si queremos así calificarla, del acto poético. Si el rezo produce la ilusión de la comunicación con lo desconocido, eso que en su expresión suprema llamamos Dios y que por su índole nos sobrepasa, la poesía cumple idéntico cometido con lo humano desconocido y que, por la emoción que nos produce su hallazgo, parece también que nos sobrepasa, que desciende a nosotros. Hay también otra poesía preferida que es, más que de conocimiento, de salvación. Ella intenta revivir la pasión de la vida, traer de nuevo a la experiencia lo que, por estar vivo, ha condenado el tiempo (1995, 18).
Efectivamente, como el propio poeta ha afirmado, la poesía tiene una doble vía donde lector y autor están llamados a encontrarse con igual sorpresa ante el hallazgo que produce la Poesía: por un lado, la indagación; por el otro, la salvación. Y en ambos, opera un lenguaje basado en las impli-
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caciones que los símbolos conllevan, buscando, precisamente, que ese punto de encuentro sea, cuanto menos, recíproco, y el lector consume el hallazgo de nuevos caminos de entendimiento e interpretación de los versos. Francisco J. Martín entiende este mismo hecho como una insistencia en la escritura a través de la cual puede «vislumbrar una oscura realidad allende el lenguaje: la Nada» (1997, 45). Una insistencia que convoca al ser humano de todos los tiempos, no con el convencimiento de alcanzar —a través de la poesía— un conocimiento (considerado como inseguro) revestido de cierto escepticismo, pues en ocasiones el poeta ha tratado de desvelar «alguna porción del misterio de la vida, de arañar el enigma a cambio de hallar el apagado resplandor de una significación. Y aparecen las palabras. Y con ellos el engaño que da una aparente claridad, o tan sólo una vislumbre de luz, que para la sed del hombre, y arrastrado por la emoción estética, parece en aquel momento suficiente» (Brines, 1995, 15). Pero la voz del poeta insiste, no obstante; y se adentra en ese espacio de revelación a través de la mirada —como dijimos—, del mundo, de sí mismo y de sí mismo en el mundo. Mirar, escribir, conocer: son tres estratos que el poeta, progresivamente —y con el tremendo orden que da el equilibrio clásico del que el poeta es deudor— trata de insinuar lo oscuro (Burdiel, 1980, 21-31 y 38), aquello que sólo la muerte revela en su complejidad y en su silencio. Por tanto, es la mirada un perfecto correlato de la escritura y ésta, a su vez, es una tentativa de conocimiento. Visto así, la mirada nos conduce a un conocimiento —parcial— de lo que nos rodea. Y la emoción y el pensamiento, a una expresión que podrá acabar en escritura. Pero siempre nos quedan interrogantes: ¿Cómo escribir sobre aquello que sentimos pero no vemos? ¿Basta con confiar en la mirada como único instrumento para conocer el mundo? ¿Puede la mirada desligarse de esa condena que lleva, con el tiempo, a cargarse de premoniciones trágicas? La mirada en Brines nunca tiene un valor definitivo: siempre oculta algo revelado a través de la meditación que acaba trascendiendo lo elegíaco en metafísico (Andújar Almansa,
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2003, 12). Esta revelación lleva al poeta a un doble discurso: por un lado, la Vida, bella, intensa y cargada de aventuras gratificantes; por otro, su mismo desenlace trágico y empobrecedor, en cualquier caso y bajo cualquier circunstancia. Un choque de valoraciones que esencialmente definen al hombre y que abren la extraña paradoja existencial a través de la simple condición de la mirada: ser un elemento de muerte allí donde triunfa la vida y ser elemento de vida allí donde se manifiesta la muerte. Una doble condición que explica el duro debate existencial del protagonista lírico brinesiano y que sintetiza, con ajustado rigor y concreción, todo el fundamento temático del conjunto de su obra. No obstante, si el poeta «trata de conocer, de indagar una oculta verdad; pero como para ello usa el método poético, que nunca es un método científico, casi siempre logrará una verdad insegura» (Provencio, 1996, 145), esa mirada comporta una relación con el mundo y una transformación a través del lenguaje. Para Jaime Siles este mecanismo de visualización de lo concreto «es el medio por el que Brines objetiva y refuerza las distintas fases de su proceso de simbolización» (1992, 276), pues todo lo mirado se carga de un valor simbólico que une realidad exterior y reflexión interior. Sólo esa ineludible condición temporal que amenaza la vida rompe esa armonía que el lenguaje trata de llevar a cabo desde la doble experiencia que supone la escritura y el efímero estertor que las palabras producen en el oscuro pasaje del Olvido. Así pues, la mirada —elegíaca y metafísica— según se van cumpliendo las edades del hombre nos lleva al camino de la sensibilidad y del conocimiento. Un camino donde la poesía —según entiende el propio poeta— cumple su función más básica y gratificante: «nos permite gozar y percibir mejor el mundo, y en la palabra mundo queda inserta, en lugar preferente, la propia vida del hombre. Afinada la sensibilidad por la experiencia poética, ya ahondado lúcidamente el conocimiento por la revelación hallada de la misma expresión, nos afirmamos con más fuerza en nuestro propio ser» (1986, 9).
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4.
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Rasgos generales de una identidad poética
¿Puede la poesía ser una reafirmación de la identidad personal o viceversa? En numerosas ocasiones Francisco Brines ha intentado dar justa respuestas de ello: bien a través de sus poemas, o bien a través de sus precisos textos teórico-críticos. Para Brines la Vida es, desde su esencia más constatable y equitativa, un «empobrecimiento sin pausa desde la adolescencia a la vejez. Empezamos por perder la inmortalidad y, después, la inocencia», por lo que «de los emocionantes escombros de la vida surge la motivación del poema» (1995, 20 y 22). Se nos define, así, el punto de partida y la perspectiva de su poesía8. Es el poema, en definitiva, el bagaje resultante de la pugna del hombre con el tiempo, de ahí que la propia muerte ronde siempre sus versos. Sobre esta misma consideración, Alejandro Duque Amusco considera que coexisten cuatro conflictos en su poesía que afectan significativamente a su identidad poética, frente a los cuales cabría situar la resistencia de la escritura poética (1979, 57-58): el vértigo del tiempo, el ansia de inmortalidad, entre la aceptación y la amargura del trágico final y la pérdida de la inocencia. Cuatro aristas determinantes que gozan de gran coherencia y constancia a lo largo de su obra —como ya apuntamos en páginas anteriores—, pero sí han estado sujetas a diferentes grados de intensidad. Por ejemplo, el primero y el último son más visibles en libros como Las brasas, Palabras a la oscuridad, Aún no e Insistencias en Luzbel; mientras que el segundo y el tercero resultan predominantes —pero no excluyentes— en El otoño de las rosas y La última costa. En todo caso, la acertada lectura de Duque Amusco acerca al lector a una susceptible clasificación de aquellos rasgos que identifican, de una manera más concreta, la poesía de Bri8 Véase, en todo caso, que su primer libro se titula Las brasas y cómo éstas, en cierto modo, sintetizan y apuntan muy claramente dicha perspectiva que pasa del fulgúreo acontecer de la juventud al sombrío acabamiento de las cenizas.
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nes y le dan una identidad, sensiblemente diferenciada del resto de poetas de su propia generación literaria. 4.1.
Las ilusiones temporales de la escritura
Frente al mencionado vértigo del tiempo, Brines contrapone una ligera sensación de libertad estrictamente textual, mediante trepidantes transiciones temporales. Por un lado, busca romper la linealidad temporal —ilusión digresiva del tiempo— que, a través de la escritura, se nos presenta ligeramente vulnerable9. Por otro lado, se crea la dicotomía entre un presente hostil y un pasado idealizado (signo de plenitud al que se querrá volver a través del lenguaje). Toda mirada conmovida se dirige a ese in illo tempore localizado en la juventud. Como marca la tradición —y en Brines se confirma modélicamente— ese pasado mitificado es también un espacio. Pues es precisamente la geografía luminosa la que resiste al poder devastador del tiempo en el interior del poeta. De nuevo, presente y pasado en plena pugna, ahora visiblemente identificable a través del mundo circundante y de la desarmonía que existe entre el ciclo existencial del hombre y del mundo. Ese espacio tiene, además, nombre propio (aunque no es el único marco escénico): Elca10. A su actual residencia, en el término de la valenciana población de Oliva, la definió como el «sitio del retorno y de la fidelidad, la nostalgia 9 Carlos Bousoño (1984) identificó estilísticamente estas rupturas temporales discursivas como superposiciones y yuxtaposiciones temporales: dos tiempos distintos (uno real, el presente; otro ilusorio, pasado o futuro) se subordinan en una misma mirada para dar, en cambio, una perfecta sincronía de planos temporales en el poema. 10 En efecto, Elca se identifica como el espacio del recuerdo, de la meditación regresiva, pero otros son los espacios diseñados para la aventura: las ciudades. Principalmente, Madrid y Oxford, donde la experiencia puede variar sensiblemente. Entre los países que pueblan sus versos también encontramos marcos exóticos como Grecia, Italia, Marruecos o Egipto tomados, en gran medida, como lugares del encuentro erótico-amoroso o también de reencuentro con el pasado ajeno, la suma de una cultura forjada por la razón inexplicable de su existencia y por su supervivencia.
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de la encarnación en mi mejor naturaleza humana» (1995, 52). Palabras que, precisamente, definen de manera directa las impresiones ya plasmadas a lo largo de todo el primer capítulo de Las brasas, «Poemas de la vida vieja». Lugar de revelación y de confrontación entre pasado y presente, Elca es para Brines un lienzo natural donde mejor queda plasmado el engaño del mundo, pero también su más plena Belleza. Es el espacio de la infancia, donde el poeta cree reconocer la identidad que el tiempo no corrompió a pesar de todo. Es, por tanto, un espacio del yo: de ahí que siempre se suela identificar como «extraño» o como «extranjero» cada vez que se refleja en otros espacios (consecuencia del presente)11. Y tras esta transformación concluye que lo realmente cambiante no es el marco espacio-temporal sino la mirada que aúna ese espacio y ese tiempo y los disocia, ya que el conflicto reside en el mundo interior, donde pasado y presente resultan irreconciliables. El poeta, frente a esa reconstrucción de las ruinas del presente, mantiene una actitud equilibrada y serena que le resta tremendismo a sus versos. En numerosas ocasiones es la mirada de un anciano que se autocontempla siendo niño: y surge la añoranza y la ternura de quien es testigo privilegiado del paso del tiempo. Esta visión, tan asumida a lo largo de la trayectoria del poeta, ya quedaba perfectamente expuesta y desarrollada en Las brasas y tiene total continuidad en La Última costa, por ejemplo. Otras veces esa mirada es el fruto del conocimiento que proporciona la edad: por eso es, en muchas ocasiones, una percepción escéptica de los propios efectos del tiempo sobre los seres y las cosas observados. Sólo el presente es el «engaño de la vida», pues el pasado existe únicamente en la memoria del yo y el futuro viene marcado por la muerte progresiva de esa conciencia de existir que ya se sabe de antemano. 11 Aclaradora es la afirmación de Andújar Almansa cuando apunta que «el distinto, el extranjero, el exiliado, el voyeur componen una misma imagen de esa conciencia trágica que define al personaje verbal de Ensayo de una despedida, y cuya mirada desvela siempre un conocimiento sombrío sobre el mundo» (2003, 163).
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Finalmente, esa confrontación entre presente y pasado también acaba afectando a la propia percepción de la naturaleza: del idílico espacio de la juventud pasamos —sin drásticas transiciones— al inhóspito y deteriorado espacio del presente, donde las sombras han tomado casi total posesión de aquel mundo prístino y luminoso. Por tanto, ese presente —punto de partida de la voz poética brinesiana— queda constituido, recurrentemente, bajo la consigna de la vejez (mirada teñida de acabamiento acechante), desde la desposesión de los dones primordiales, desde el regreso (casi nunca desde la inmediata aventura) y desde la inútil reflexión12. 4.2.
Realidad y deseo: la inmortalidad como quimera
El 21 de mayo de 2006 Francisco Brines leía su Discurso de Ingreso en la Real Academia Española, titulado Unidad y cercanía personal en la poesía de Luis Cernuda. Su fidelidad lectora al poeta sevillano quedó patente también en otras publicaciones, pero en su Discurso se nos abría definitivamente el portal de su lectura de la poesía de Cernuda y de cómo esta le impactó sobremanera13. Una lectura que —tras Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado— el propio Brines reconoció como «influyente», sobre todo a partir de El Santo inocente (posterior Materia narrativa inexacta). Pero de su lectura cabría destacar —por los ecos que se intuyen en su propia obra— la justificación de un título como La realidad y el deseo de Cernuda:
12 El propio poeta, de nuevo, ha sido quien mejor han sintetizado esta tensión persistente en su obra a través de los espacios: «Una casa [Elca — espacio de la infancia] ya sin nadie, y un hombre solo que, desde ella, agradece todavía el distanciado esplendor de la naturaleza, mientras pugna porque retorne, en el naufragio de la memoria, su propio ser desvanecido, el fantasma de su existencia» (Brines, 1995, 51). Ese regreso al espacio es, por tanto, un modo de sufragar —aunque sea una insistencia en el engaño— el fracaso de la vida. 13 El primer libro de Cernuda que Brines leyó fue Como quien espera el Alba, a mediados de los años cincuenta (Brines, 2006, 16).
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Francisco Brines con Claudio Rodríguez en Cambridge, 1967
La esencia de su poesía la constituye el conflicto que se establece entre esos dos términos, ya que el deseo, en muy contadas ocasiones logra el «acorde» con la realidad, que se muestra esquiva. Son los momentos en que el poeta alcanza «la eternidad en el tiempo». Esto se produce, o al menos allí lo encuentra Cernuda, en el amor, en la naturaleza o en el arte. Buscará el primero con escepticismo y fervor, se cobijará en los otros dos con exigencia, pero con mayor confianza (2006, 25).
No en vano, aquello que se desea en la poesía de Brines (también en pugna con la realidad) tiene, como objetivo de plenitud, alcanzar esos momentos de eternidad en el tiempo. Duque Amusco —como dijimos— lo identifica con el ansia de inmortalidad y lo singulariza en el poema histórico brinesiano. Pero no en un sentido cronístico de los hechos, pues realmente le interesa aquello que fue y lo que pudo ser pese a que esto pueda significar una «desvirtualización» de los hechos. No obstante esta desvirtualización tan imaginativa es precisamente lo que imprime un carácter peculiar a sus poemas históricos» (Duque Amusco, 1979, 68).
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Sencillamente, Brines efectúa aquello mismo que, como lector, le había llamado la atención de la poesía de Luis Cernuda: «Aprende en Browning el monólogo dramático, por medio del cual proyecta su propia experiencia sobre una situación dramática o un personaje histórico, buscando con esa objetivación un distanciamiento que lo haga más asentible» (Brines, 2002, 11-12). Porque si algo destaca Brines del poeta sevillano es el profundo carácter autobiográfico de su obra, donde se «expresa poéticamente su entera andadura existencial, tanto moral como intelectual» (2002, 8). De ahí que Brines se sirva incluso de la propia experiencia de sus viajes para dar profundidad dramática a esas visiones imaginativas del tiempo, en las que el hombre —usando palabras del poeta— parece siempre llamado a cumplir un destino que debe desvelar para acabar dando el sentido de la dignidad frente a otros. El poeta, pues, se adentra en otros ámbitos (lo que viene a ser un modo de entrar en otros “tiempos”) y desde allí él mismo es otro, como recuerda Jaime Siles: «un yo coral, en el que habla él, pero nos sentimos hablar todos y cada uno de nosotros» (2002, 147). Consecuentemente ese yo coral, tras cuya impersonalización adquiere su carácter atemporal, tiene dos movimientos en su mirada: el horizontal (ajustado a una máscara lírica) y el vertical (adentrándose en la historia más cotidiana14, en aquella que perece en el olvido de las sombras). Ese juego de planos que efectúa da, por momentos, cierta ilusión de atemporalidad en esa esquiva realidad. Y, como su maestro Cernuda, el poeta valenciano también puede definirse como «eminentemente temporalista, y por ello can14 José Luis Gómez Toré ha valorado, con acertado criterio, este hecho y aclara que la poesía de Brines apunta más bien a una «épica mínima de seres humanos normales que llevan a cabo su batalla, ínfima y enorme al mismo tiempo, contra la muerte y el olvido» (2002, 286). Pero curiosamente esta visión conjunta de la historia del ser humano como una suma de luchas individuales (valoradas desde lo personal y desde lo ajeno al unísono) ya queda perfectamente apuntada— a pesar de que no se ha señalado en lugar alguno— en «Otras mismas vidas» de Las brasas y en la propia cita que abre el poemario «Alguien ve siempre una muchedumbre de pequeñas brasas».
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tor también de la muerte. Nunca dejó de soñar con vivir la eternidad en el tiempo, detener en éxtasis el fantasmal tránsito de lo efímero» (Brines, 2002, 9). Esa visión temporalista lleva a Brines a sucumbir ante la realidad de la muerte y el olvido que, en cierto modo, intuye como el destino ineludible del hombre a través de la historia. Por ello, en su poema histórico poco importa la certeza de datos cronísticos. Se adentra, sin embargo, en el sugerente mundo de las sensaciones y de los pensamientos. No obstante, sí importa que ese viaje a través del otro resulte verosímil (Andújar Almansa, 2003, 18), pues en esa autenticidad radica su valor ejemplarizante, ético, comunicativo, aunque no estrictamente moralista. Como el propio poeta recuerda entre muchas de las funciones que le confiere a la poesía: «No buscamos verdades objetivas, sino emociones verdaderas» (Ejerique 2004, 5). Y la ficción, cuanto más creíble, más emociona y conmueve. Pero se destila cierto aire de fracaso tras esta aventura: se opera un «descrédito y una crítica a la idea de historia como progreso» (Andújar Almansa, 2003, 141). Divisa en la historia el frustrado plan del hombre en cuanto a individuo: el ser humano, en su esencia más personal, no tiene ni continuidad ni trascendencia alguna. El vacío y el olvido parecen su único destino y la creencia de un más allá redentor parece que hace soportable tan desolada verdad. Aunque la Poesía —como manifestación infranqueable de la individualidad (acaso abarcadora y congregadora de otras identidades)— se encumbra como lugar de resistencia donde el deseo, por fin, alcanza la momentánea unidad con la realidad: «pocas actividades del espíritu son más favorables que la poética para salvaguardar la individualidad del hombre» (Brines, 1995, 19). Por tanto, si algo ha revelado ese adentrarse en la real vaciedad del pasado histórico es la certeza de estar viviendo un engaño, una quimera que clava sus raíces en una soportable fe en la eternidad, en la salvación, en la creencia de que la belleza de la juventud será suplantada en el futuro por la belleza y el esplendor del paraíso espiritual. Lógicamente, el pensamiento cristiano será puesto en duda —sobre
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todo en Aún no e Insistencias en Luzbel—, juzgado no desde el simple reproche, sino desde la necesidad real de su mensaje, desde la autenticidad de su propuesta de salvación, desde la sinceridad que pretender expresar. José Andújar Almansa asocia este rechazo a la influencia de Nietzsche, al coincidir en ambos la identificación de esos conceptos-mentira «de ese idealismo (alma, espíritu, dios) los responsables de la ruina fisiológica de la humanidad» (2003, 92). Digamos que, en cierto modo, quedarse al margen de esas creencias es subvertirlas, rechazarlas por insatisfactorias para el conocimiento real del ser humano. Y quizás éste sea un curioso contrapunto en el pensamiento humano: la figura de un dios puede ser —a ojos del poeta— la imposición de un deseo sobre una realidad, con lo que, en el fondo, volvamos a entender que sea un engaño, otra quimera. Como recuerda Francisco José Martín (1997, 41), esta desengañada actitud tiene también sus propios grados de intensidad a lo largo de su obra: descubrir el engaño, señalarlo e intentar contrarrestarlo es un camino de profunda soledad y dolor que marca temáticamente todo el desarrollo de su obra. Elegir el engaño (la creencia de un «más allá» redentor) o el dolor es, tal vez, un conflicto paralelo al cernudiano realidad y deseo, como si, en el fondo de su pugna, la voz del poeta aspirara al deseo de lo eterno aun a sabiendas que la realidad es quien impone sus limitadas reglas temporales. La escritura, en consecuencia, es un campo abierto donde el poeta siente la libertad —el deseo, la atemporalidad— que el tiempo, con sus signos de acabamiento progresivo, le niega. 4.3.
Amarga aceptación del destino
El conflicto entre deseo y realidad lleva al hombre a buscar un sentido a su propia vida, es decir, a su realización como ser. Francisco Brines ha reiterado en numerosas ocasiones que «los aspectos felices de la vida no son contados nunca, o apenas, desde su inmediato goce; así como los momentos exultantes de amor, o la participación de la ale-
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gría, son acontecimientos prestigiosos que, en mi poesía, sólo aparecen desde su pérdida» (1995, 31). Esta naturalidad y equilibrio en su tono contrarresta la mencionada tensión interna de sus poemas. La Vida, a pesar del vacío que enmascara, es bella y cabe aprovechar al máximo aquellos dones que nos ofrece en cada una de sus etapas: la acción en unas, en otras la reflexión. Negar la vida sería, para Brines, negar el más preciado de los regalos otorgados al hombre, aunque este sea inútil e injusto en su esencia. Igualmente ocurre con el cuerpo (con la materia sensible) cuya finalidad radica en hacer de la vida una experiencia interior, intensa, transformadora. Brines es un poeta reconocidamente metafísico, pero con una mística de la materia que le conduce al plano de lo carnal, de lo sensual, de lo sensible. Apuesta por vivir los momentos plenos y dejar para la escritura los de desazón, incertidumbre y hastío: la lectura última de cada momento. Nuevamente, la realidad sobre el deseo. Tal vez podamos afirmar que los malos momentos son aquellos que más nos enseñan sobre la vida y Brines —por una decisión personal— parece dejar para la escritura la estela de aquellos momentos, para extraer de ellos una lección de vida, un conocimiento de sí mismo más exhaustivo y sin los engaños lógicos que la euforia del momento pletórico pueda conferirle. Esta constante de su obra le ha acabado dando una significativa mirada elegíaca, como un modo paradójico de celebrar la vida desde otro punto de vista (Ejerique, 2004, 5). Digamos que, en cierto modo, acepta la Nada como verdad última, pero no por ello invita a negar la vida en su desarrollo por el tiempo. Muy al contrario, la mirada elegíaca brinesiana es un canto a la vida, a su luz destellante, a la satisfacción de haberla gozado hasta los límites que la lógica de la realidad ha permitido. Se aceptan amargamente esos límites y se busca una respuesta que dé sentido al destino marcado para cada uno: encontrar el equilibrio interior de esa lucha y que el resultado sea —como espejo— la valoración de una vida digna (con sentido) por parte de los demás.
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Un buen modo de buscar en el otro el sentido de uno mismo es a través del Amor: el fraternal y el sexual. Porque el amor «reinstaura así la experiencia del reino, antes de la caída en el tiempo y la separación» (Gómez Toré, 2002, 230). Su vivencia, su experiencia nos ayuda a formarnos desde la intensidad de los sentidos, desde la realización de ese deseo que —de manera efímera pese a todo— doblega a la firme realidad. Fusión con el otro y, consecuentemente, con lo otro: con la unión de los cuerpos desnudos se regresa al tiempo primigenio, idílico y mítico (Gómez Toré, 2002, 229). De nuevo, la luz que arrojan las sombras de los cuerpos es aquella que —bajo influencia platónica— se nos reserva como único camino por el que experimentar con total integridad las posibilidades del ser como materia. Unos cuerpos que, como todo lo que toca el tiempo, están llamados a un momento de esplendor y éxtasis —la juventud— y un acabamiento sombrío —la vejez. Un símbolo que sintetiza toda esta amalgama de sensaciones es la rosa. Armando López Castro, haciendo una lectura metapoética, ve en la rosa una refundición «de lo vital y lo poético» (1999, 158) donde la estoica aceptación de la muerte acaba siendo fundamental. También para Dionisio Cañas la rosa es un correlato simbólico de la vida «vista como una superposición de pétalos que caerán un día» (1987, 32). Mientras Gómez Toré considera que la rosa simboliza, sobre todo, la fugacidad de la belleza y asocia igualmente su presencia como pérdida de aquella individualidad que tildábamos de fracasada, pues «la continuidad de las rosas brota de la muerte certísima de las rosas individuales, muertes que pasan casi desapercibidas en la renovación cíclica del espacio natural» (2002, 110). Y, a modo de conclusión, Francisco José Martín (1997, 34) advierte en el carácter caduco de la propia rosa la expresión de su belleza amenazada. Entendamos que para Brines la rosa es, en parte, imagen de una apuesta vital: la intensidad frente a la perdurabilidad. Porque la eternidad sin intensidad carece de emoción y belleza. Del mismo modo, la infancia es doblemente bella porque a los ojos del viejo apunta su carácter inevita-
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blemente efímero. Por esto, la rosa es la vida en su estado de máxima intensidad (de color, de aroma, etc.) luminosa y, en consecuencia —y visto que la vida es una pérdida de esa misma intensidad de la plenitud— un correlato de la belleza efímera que somos. Pruebas que, en definitiva, apuntan hacia un vitalismo trágico anclado en la voluntad de existir a pesar de todo y, en consecuencia, aceptar el injusto plan existencial diseñado para el hombre. Junto a la rosa, el fuego tiene las mismas implicaciones simbólicas e, incluso, suelen relacionarse en algunos poemas: la llama que da luz y calor, que es signo de vida es también anuncio de ceniza, de brasa, de muerte. Así, tanto la rosa como el fuego —aceptados como modelos de la propia belleza del ser— tienen un anticipado anuncio de acabamiento: nada perdura con intensidad eterna, y todo está llamado a perecer en la sombra. Pero —y tras esta certeza solo puede quedar el engaño— esta sentencia nos devuelve, irremisiblemente, una imagen trágica del ser humano que —a través de los diferentes poemas brinesianos— se va conformando como marca visible de cierto malditismo. 4.4.
(E)videncia del fracaso: la pérdida de la inocencia
La poesía de Brines ahonda, precisamente, en el testimonio de esa paulatina pérdida (o empobrecimiento) del ser. José Andújar Almansa lo asocia directamente a la reflexión poética sobre ciertos mitos bíblicos para darle un tono «inmoral» o «perverso» que la misma marginalidad del pensamiento conlleva15. Conocer es desengañarse, adentrarse en el mundo de la dura realidad. Una vez quitado el velo de las creencias encubridoras, el personaje brinesiano se adentra en la oscura revelación que conduce al vacío: el hombre deja su inocencia 15 En concreto Andújar Almansa apunta la recurrencia de los mitos bíblicos de «el árbol de la ciencia», «el pecado original» y la «pérdida del paraíso» como telones de fondo a través de los cuales se nos revela —como tras la imagen de Fausto— el conocimiento transgresor (2003, 163-164).
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(emparentado con la positiva ignorancia) y se aventura —sin retorno— en su conciencia temporal: «toda la aplastante angustia de Francisco Brines y, en consecuencia, el reflejo de esa angustia en el lenguaje que utiliza, se basa en el conflicto psíquico que surge cuando el hombre, que de niño se creía inmortal, pierde la fantasía de su paraíso primordial y por primera vez se enfrenta con el hecho de su propia muerte» (Bradford, 1982, 641). Brines enmascara su propio rostro en otros rostros como un modo de desenmascarar, paradójicamente, esa culpabilidad que arrastra por culpa de su mirada «concienciada». Muy tempranamente Carlos Bousoño (1984, 99-104) había hecho hincapié en el pudor afectivo como una de las características más destacadas de su poesía16. Alejandro Duque Amusco, sin embargo, prefería hablar de técnica objetivadora pues «si el pudor, hasta cierto punto, es encubrimiento, la poesía de nuestro poeta es todo lo contrario: revelación, confidencia» (1979, 60). Lo cierto es que Brines se hace valer de ciertas máscaras líricas que garantizan una reflexión crítica más lúcida, aunque en la mayoría de los casos el denominador común sea la rebeldía, la condena o el malditismo como emblemas de su mito personal17. 16 Para Bousoño tres eran las causas por las cuales Brines hacía uso de la técnica encubridora de hondas raíces simbolistas: el impulso de solidaridad con los hombres de todos los tiempos (pérdida de una identidad estrictamente personal), la impersonalización de lo intrasubjetivo (haciendo referencia a aquella consideración —ya mencionada— de la poesía como punto de encuentro) y, finalmente, la evitación del patetismo manifiesto, es decir, uso de una técnica objetivadora que permita un distanciamiento crítico de la propia intimidad. 17 Fue Charles Mauron (1962) quien, en primera instancia definió este mito personal como «le phantasme dominant que révèle la superposition des oeuvres d’un écrivain». En consecuencia, era el resultado de una figuración actoral, con un rol y una determinada atribución que proyectaba recurrentemente un autor en una o varias obras, dando así coherencia a los signos de protagonización dentro de su particular mundo representado. Pero que exista un determinado mito personal tampoco implica que el poeta no haga uso de otras máscaras líricas, pues esta misma combinación de «personajes» sería un elemento determinante para la construcción más completa de ese mito personal, ya no sólo como máscara literaria (pudor afectivo), sino también como rasgo definidor de una actitud vital, cambiante y expuesta a desarrollo, de su autor. De hecho, el propio Brines
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No obstante, la máscara más recurrente —como ocurriera con Antonio Machado— es la del anciano: representa a aquel que ha conocido los dos mundos del hombre —la plenitud de la infancia y la degradación de la vejez—. De ahí también el considerable predominio de una visión elegíaca. Porque el anciano conoce el fracaso y por eso atiende con ternura a la infancia (propia o ajena) a pesar de ser testigo de ese progresivo acabamiento que la amenaza. Nos situamos en pleno conflicto nuevamente: las sombras que la luz proyecta en su paradoja de estirpe platónica. Existen otras representaciones líricas en su poesía, que, a modo de testaferros, pueblan y singularizan su mundo poético, sintetizando en sí esa pérdida de la inocencia. Destaca la imagen del niño, revestido de un aura mítica y en clara armonía con lo celeste y lo terrestre, bruñido de colorista ensoñación18. Pero este aura está llamada a perderse conforme el misterio de la vida se va revelando con su desengaño temporal. En este sentido, el niño casi siempre acaba siendo representado en movimiento —tanto como el joven suele situarse en la ciudad (espacio de la aventura)— mientras que el viejo permanece en su quietud meditativa. Otra figura, mucho más concreta y de singular desarrollo en su obra, es la de Luzbel. No sólo por el afán transgresor que su figura le confiere simbólicamente: principalmente ejemplifica, desde una dimensión alegórica, la derrota del hombre, del engañado devenir de su rebeldía (a través reconocía que, en su obra, «he sido, dentro de esa continuidad, otro» (Aimeur 2004: 10), además de confirmar la presencia de un «phantasme dominant» a modo de espejo en el que nos reconocemos «confidentes de nuestra propia vida, y recogemos la presencia de un extraño que nos borra, y nos suplanta, desde su mentira, con más verdad que la nuestra» (1995, 18). 18 Gómez Toré (2002, 182) lo etiqueta de «niño-dios» clasificándolo como su mito personal por excelencia. Aunque tal aplicación dista de la propuesta por Charles Mauron en 1962 con su Des métaphores obséndentes au mythe personnel. Introduction à la psychocritique, no en cuanto al concepto de “obsesión” que se reitera y se proyecta como un espectro, sino en cuanto a la recurrencia que esta imagen como alter ego que proyecta esas mismas obsesiones que le persiguen. Quizás podamos pensar que la imagen del niño sirva al poeta para dejar entrar esas «obsesiones» que componen su plural mito personal y no a la inversa.
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de la escritura) y de su equivocada creencia en la victoria. Con su descenso personifica la expulsión violenta del paraíso celestial, el engaño condensado: creer que se puede dominar el tiempo —el paraíso, la edad—, pero en verdad es él quien nos domina —tras la dura lucha que es el vivir— con la seductora ilusión de que todo será eterno (el placer, la luminosidad, la juventud, la aventura, etc.). Y al final de esa ilusión condenatoria queda el gran peso de la Nada. La figura puede bruñirse de culpabilidad e inocencia al mismo tiempo, pues no destacan precisamente los valores demoníacos, sino los rebeldes19. Su mensaje poético «nos entregó la luz con la cual poder ver los efectos devastadores del tiempo. Este fue su pecado, pues a la otra luz todo se resolvía en una clara promesa de azul eternidad» (Martín, 1997, 76). Descender a través de esa conciencia temporal nos lleva a perecer en las tinieblas de la soledad más profunda (saber que los tuyos te dejarán en el futuro), de la muerte y del propio pecado. El conocimiento es, por tanto, necesario y condenatorio al mismo tiempo. Luzbel es el ejemplo que muestra al hombre su propio descenso y la pérdida del paraíso. De ahí que propiamente —y por condensar todas las coordenadas temáticas brinesianas— sea el mito personal por excelencia20. Pero advirtamos que su presencia dista mucho del simple epater le burgueois de épocas literarias pasadas: tras el lógico despertar de la mirada a los placeres del cuerpo (del deseo, de la aventura), el sentido de culpabilidad supera la ino19 Incluso se ha llegado a asociar, con gran acierto, la reiteración de su imagen al propio acto de la escritura, pues «en esta se repite el episodio mítico del inicio: en el poema, vuelve a revivirse la pérdida del Edén, la escritura poética es así tanto un acto luciferino, que intenta recordar la Creación, como un deseo siempre frustrado de recuperar la inocencia originaria» (Gómez Toré, 2002, 249). 20 Para Duque Amusco el protagonista lírico brinesiano cabría definirlo sobre todo por dos cualidades: su solidaridad con el hombre de todas las épocas y su conciencia de desposesión (1979, 57). Dos cualidades que, sin duda, identifican al Luzbel brinesiano como la máscara lírica más condensadora, pues en él se evidencia— como en todo mito— un valor universal y atemporal y el esquema simbólico del descenso, de la desposesión desde la más absoluta de las bellezas (la juventud).
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cencia de la mirada infantil. Ya no se podrá volver atrás: imposible el regreso al paraíso de la pureza inviolada, a la mirada inocente. La vida se verá ya siempre con esa mácula condenatoria, pues se ha conocido el pecado y, en consecuencia, la muerte. Igualmente (aunque con menor grado de intensidad) la figura de Narciso aparece como símbolo del propio gesto de la escritura: aquel que se acerca al texto, a la página, y comienza a contemplar la belleza de la juventud, con ese desenlace final condenatorio y trágico. Su figura nos lleva a la contemplación (a la mirada que tanta importancia cobra en la obra de Brines) a través del espejo, con todos los condicionantes simbólicos que este, por su parte, tiene. Pero no es exactamente envanecimiento de uno mismo, porque «no es un joven que ama su propia belleza, sino un hombre maduro enamorado del joven que fue un día» (Gómez Toré, 2002, 128), a través del cual se vuelve a evidenciar ese agresor paso del tiempo y el recuerdo como otro modo de ocultar el verdadero vacío. Este Narciso brinesiano se acerca a la orilla de un «espejo ciego» que refleja la imagen de aquello que realmente no le está mirando. Sistemáticamente el rostro reflejado pertenece a otro tiempo, es otra imagen que nos lleva emocionalmente a reconocernos en la distancia, pero también a extrañarnos de nosotros mismos cuando nos representa cercados por tanta luminosidad perdida. La ceguera del propio espejo es, en sí, una constatación de derrota: el espejo no ofrece momentos de plenitud para aliviar la carga del tiempo. Es un recuerdo que se proyecta y, como la fe, también es ciego en la convicción de la existencia de una identidad, que se manifiesta verso a verso: sé que soy porque he sido y tengo conciencia de ello. En definitiva, estas máscaras (junto a las también recurrentes de Ulises, Fausto y un encubierto Prometeo), hacen de su poesía un perfecto muestrario en el que se registra, con gran intensidad, la paradójica condición del hombre: lo eterno y lo perecedero, lo carnal y lo metafísico, la aceptación y la rebeldía, la luz y su sombra, el presente y el pasado, etc. Y a través de esta dualidad persiste el conflicto exis-
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tencial que caracteriza a su obra y que se resuelve desde la resignada aceptación del fatal destino. No obstante, en la poesía de Brines no sólo hay personalización: también se efectúa todo un proceso —único en su contexto generacional— de despersonalización, entendida como perfecta ejemplificación de esa pérdida de la inocencia a través del tiempo. José Olivio Jiménez (2001, 26-27) había señalado el gran peso simbólico de la sombra (asociada a la figura del hombre) en cuanto «radiografía desrealizadora». Una transformación de la identidad cuya degradación acabaría por definir al personaje lírico en un simple «alguien», «extranjero», «visitante», «extraño» e, incluso «bulto», como una muestra más de la progresiva escasez que alienta el hombre desde el planteamiento brinesiano (Bousoño, 1984, 102). En este sentido resulta especialmente intrigante que Las brasas —libro inicial del poeta— sea, en su amplio conjunto, testimonio de un regreso, de una transformación del hombre en bulto o sombra: es la lectura anticipada de un viaje existencial que todavía quedaba por realizarse en plenitud y la premonición de un mundo en su fase de acabamiento y desposesión, desde una perspectiva personal, forjada a raíz de constatar la pérdida irremisible de la infancia. La constatación de esa pérdida de la inocencia también se suele llevar a efecto a través de otros mecanismos de naturaleza simbólica: la configuración de los propios poemas, basándose en esquemas alegóricos (el viaje, las ascensión a la montaña, la caída, la barca del Leteo, etc.) y renovándolos con innegable acierto y sorprendente reescritura, no con el afán de buscar horizontes estéticos inexplorados, sino con la firme voluntad de establecer aquel mencionado punto de encuentro (entendimiento, profundidad y rigor estético) con el lector: «mi canto es un mundo tan gastado que la búsqueda de originalidad podría fácilmente traicionarlo. Me importa en poesía la voz personal, no la voz original» (Brines, 1995, 41). El valor universal de los esquemas arquetípicos y míticos conducen a la identificación y reconocimiento de un modelo ejemplar y válido para todo ser humano. En el mito
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y en los esquemas básicos que los sustentan, reconocemos nuestra cultura de un modo atemporal y nuestras respuestas ante el misterio del ser. Y este es un valor que destaca en la poesía de Brines: hacernos partícipes de una expresada vivencia cuyo valor sea, al mismo tiempo, subjetivo y universal (Andújar Almansa, 2003, 46). En la reiteración de los mitos radica la intensidad de su mensaje, y la poesía de Brines es, precisamente, eso: un mensaje que golpea emocionalmente desde la intensidad de su expresión, de su mundo poético, de sus constantes simbólicas. Definitivamente, tanto las máscaras líricas como los esquemas compositivos simbólico-arquetípicos son una permanente constatación de cómo la Vida es un paradójico compendio de aventuras transformadoras al mismo tiempo que una progresiva pérdida de la luminosa plenitud de la infancia y, esto, para desgracia del ser humano, es un destino que a todos afecta y a todos condena. 4.5.
Expresión del mundo poético: ecos, afinidades y estilo personal
Si nos atenemos a las opiniones del poeta sobre otros autores, somos claros testigos de cómo Brines destaca en ellos aquellas notas formales —siempre que se dé el caso—que definen, paralelamente, su propio estilo. Y es en este punto donde la visión del poeta sobre Cernuda adquiere un grado de auto-reflejo, de poética velada en sombra ajena: Importa la concreta experiencia personal que origina el poema y el desarrollo en el texto de aquella, lo que nos llevará al encuentro del resultado poético conjuntamente. Excluye del poema el ornato verbal, y busca junto a la claridad, contención y concisión, que nada parezca sobrar ni faltar. Construye el poema buscando su objetivación, necesaria teniendo en cuenta su carácter marcadamente autobiográfico […] Se sirve del encabalgamiento y huye del ritmo uniforme, buscando un ritmo musical interior. La finalidad que persigue es la naturalidad y sencillez poética, a lo que se añade el
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uso de un «lenguaje hablado y un tono coloquial», lejos siempre del prosaísmo, ya que la palabra, siempre será justa y expresiva. Hay poemas extensos, de desarrollo y reflexión, y otros breves, de iluminación y concreción (Brines, 2002, 11-12).
De esta declaración de voluntades estilísticas cabría ir resaltando aquellos puntos que resultan, cuanto menos, esclarecedores y sintomáticos de su propia poesía, ya que– sin intención alguna —proyecta en la obra de Cernuda todos aquellos rasgos que de alguna manera, le han marcado su vocación lectora y, en consecuencia, su determinación creadora. En este texto siempre confluyen, además, dos frentes: la voluntad del autor y la corriente estética del momento. Para Carlos Bousoño la poesía brinesiana se ajustaba a esa realidad histórico-generacional por su interés por transmutar la poesía en «cuento, novela» (1984, 83 y 95), aunque más bien podríamos decir: en prosaísmo21. Sin entrar en las intenciones de Bousoño a la hora de justificar la poesía de Brines dentro de un marco concreto de la posguerra española, se adelanta tempranamente al considerar que su poesía no trata de cantar, sino de contar aquello que afecta y sensibiliza al hombre del presente. Un concepto de narratividad que Jaime Siles (2002, 144) posteriormente acabaría asociando, más en concreto, a la filiación barroca del poeta y no a la simple adecuación de Brines a su marco generacional. No es Brines un poeta hermético: el uso del símbolo abre al lector un amplio marco de significaciones, pero no le lleva a la intemperie emocional, ni al simple goce intelectual de la lectura en clave. Y de nuevo vuelve a surgir la idea del poema como punto de encuentro22. En su mayoría suele 21 Tengamos presente que el grupo de los 50 se enmarca dentro de una tendencia realista dominante, que no rehúye del prosaísmo, usado por su marcado carácter expresivo (y comunicativo), sin que terminen de desaparecer del marco compositivo formas que se topan con él (simbolismo, irracionalismo), pero cuyo efecto resulta especialmente singular y novedoso frente a la poesía imperante en los primeros años de la posguerra española. 22 José Olivio Jiménez también opinaba que esa vocación hacia la claridad que evidenciaba la poesía de Brines era también fruto de la época,
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hacerse una lectura arquetípica de los símbolos que pueblan sus poemas (la rosas, los pájaros, la montaña, el mar, la ciudad, etc.), pero existe una renovada visión de ellos, pues lo que realmente cambia es el punto de vista desde el cual son expresados. Es este valor sugerente que emana el estilo brinesiano lo que hace realmente subjetiva su lectura, hasta crear un vínculo directo entre voz poemática y lector, donde la revelación llega a ser, incluso, la constancia de las propias posibilidades expresivas del lenguaje. Hasta el mismo Brines ha hecho explícita mención sobre este dato en numerosas ocasiones: «lo que importa en poesía es la palabra: la palabra significando en libertad […] el valor semántico del vocablo, y en agrupación con los otros, sus connotaciones y sugerencias» (1995, 26)23. Porque el poeta valenciano es también propenso a eliminar todo aquello que pueda parecer artificial: el exceso de ornato, el tecnicismo compositivo, la combinación ingeniosa de vocablos y ritmos, etc. Así, todo conspira en beneficio de esa claridad expresiva. Bousoño hizo sucinta valoración sobre el uso tan peculiar del ritmo en su poesía y hacía justa valoración de aquellos que, de alguna manera, eran recurrentes en su obra: «verso blanco, que gira alrededor de ritmos nada llamativos: endecasílabos, alejandrinos, heptasílabos, sin uso exacto de cánones, para no caer en rigopues existía una clara propensión a «dar luz, objetivar, no crear sombras ni distancias”» (2001, 31). Ante este panorama el poeta se supo ubicar, no obstante, con voz auténtica y sin caer en una expresión pobre que diera prioridad al mensaje sobre la forma y, ni mucho menos, sirviera de salvoconducto para acceder más rápidamente al lector, a sus emociones. 23 En el mismo texto del propio Brines, pero en posteriores páginas, se volvía a hacer mención al respecto: «mi lucha por el lenguaje sea hallar la mayor lucidez expresiva, lo que me obliga a buscar la precisión de la palabra. Esa lucidez puede arrastrarme paradójicamente a buscar la ambigüedad del texto, por así exigirlo la precisión, ya que en esa ambigüedad puede residir la claridad y la verdad poética» (1995, 40). Evidentemente, este es un rasgo estrictamente distintivo de su poética y el poeta recurre a él siempre que se le pregunta sobre la materia prima —el lenguaje— de la poesía, pero, sobre todo, porque sus lecturas más significativas remiten, en su mayoría, a obras y autores en los que el uso del símbolo como instrumento de expresión de la interioridad acabó siendo representativo y constante.
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res que podrían poner en peligro la fluidez, la sencillez de la expresión, que desea espontánea, llana» (1987, 83)24. El encabalgamiento es, sin duda, uno de los elementos expresivos más identificativos de la poesía brinesiana, especialmente vinculados, en la significación, con el movimiento de la mirada, con la interpretación de los mensajes que sobrevienen a sus protagonistas líricos. Pero también porque permite al lector tomar la iniciativa del tempo de lectura y eso lo aproxima a muchas de las consideraciones que ya hemos citado sobre el papel de la poesía. Existen otros rasgos estilísticos que atañen al ritmo y que son significativos en el conjunto de su obra: por ejemplo, la anáfora, el epímone a modo de falso estribillo que intensifica lo expresado o el polisíndeton (preferentemente en Insistencias en Luzbel). Porque Brines no rehúye del ornato expresivo, sino de la delectación que su abuso puede conllevar en el acto creador. Como apuntó José Olivio Jiménez la poesía de Francisco Brines cabe definirla por su perfecto equilibrio, de estirpe clásica: «surge así como un ensamblaje perfecto, en el que una realidad sentimental y lógica, escrupulosamente objetivada, se desarrolla en esquemas sintácticos, léxicos, rítmicos de una diáfana naturalidad, los cuales rehúyen como por instinto la menor tentación de violencia o aspereza» (2001, 30). Esta naturalidad bruñida de sencillez fue entendida por Duque Amusco (1979, 61-63) como una significativa capacidad del poeta a la hora de enmascarar los procedimientos retóricos que llenan sus poemas: por ejemplo, la superposición significacional inversa —en términos del propio Duque Amusco—, la elipsis (normal, referencial y zeug24 Recientemente Francisco Nieva apunta cómo su poesía «rehúye todo brillo, aunque no deje nunca de buscar la tensión poemática» (2006, 40) y la desaparición del ritmo y la rima clásicos como posibles factores de distracción para el lector y en busca de la naturalidad: «El poema se hace con ello más fluido, desde el punto de vista métrico, y va derecho en busca de esa totalidad, sin la recreativa detención en la gala particular. El ritmo se hace libre, aunque frecuentemente basado en el endecasílabo y sus combinaciones habituales (pentasílabos, heptasílabos, eneasílabos), con especial empeño en el alejandrino» (Nieva, 2006, 40).
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mática), o las alteraciones y las alternancias preposicionales (como un elemento de intensificación semántica) entre la amplia nómina de figuras retóricas que pueden señalarse a lo largo de su obra. Este mismo equilibrio dota, sin duda, de armonía, pues se crea «una nueva dialéctica poética, un lenguaje especial para expresar sus ideas existenciales y existencialistas» (Bradford, 1982, 642). Y detrás de esa novedosa creación subyace toda una tradición literaria de la que el poeta es justo testimonio: no extrañe, en definitiva, que a la hora de hablar de aquellos rasgos formales siempre se acabe hablando de las influencias de otros autores, sin desmerecer su propia voz. Tras el equilibrio clásico (también señalado por García Martín [2000, 143]) con especial atención al modelo epigramático de Marcial o el fluir incesante del presocrático Heráclito (Cañas, 1984), cabe realizar un largo recorrido por los clásicos españoles (principalmente los de tradición elegíaca, como señala Duque Amusco [1979]), con constatables ecos de Jorge Manrique, Garcilaso de la Vega, Francisco de Quevedo25 entre otros; y de los clásicos más contemporáneos, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Juan Gil-Albert (aunque más por las coincidencias de su carácter mediterráneo que por evidente influencia en su estilo), Luis Cernuda, José Hierro, Carlos Bousoño, etc. Entre los escritores extranjeros tenemos la lectura, intensa y significativa según Luis Antonio de Villena (1975, 4-5) y Andújar Almansa (2003), de autores como Kavafis, Stefan George, Cocteau, Wordsworth y Coleridge, Yeats, Keats, Leopardi, Shakespeare, etc., a los que, sin duda, cabría añadir una amplia nómina de nombres que, con sus semejanzas y diferencias, forjaron la expresión personal del poeta. 25 Francisco de Quevedo ha sido una de las influencias que más claramente la crítica ha señalado y sobre la que han fundamentado parte de los principios básicos cosmovisionarios de su poesía: para Dionisio Cañas (1984, 57), la mayor influencia cabría señalarla en la visión de la vida como una sucesión de fantasmales sombras y por la constatación del paso devastador del tiempo sin distingos. Idéntica apreciación tienen Gómez Toré (2002, 48) y Jaime Siles (1992, 276) entre otros.
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No obstante, su voz poética queda exenta de cualquier resquicio de epigonismo o de simple calco de otras poéticas. Brines ha forjado su propio estilo de tal manera que casi resulta una tarea poco acertada detenerse en exceso en las posibles influencias, sobre todo porque son los matices que aporta un poeta a ese vasto río de la tradición literaria aquello que realmente lo singulariza y lo identifica. Seguramente su sensibilidad lectora ha sido una de sus principales fuentes de creación, pero lo que realmente resulta llamativo es el hecho de que su poesía es, hoy por hoy, un referente indiscutible dentro de la poesía española más actual. 5. 5.1.
Análisis de LAS
BRASAS
Síntesis de lectura: título, subtítulos y lemas
Qué duda cabe que el título del libro es un claro exponente de viabilidad interpretativa que condensa—dentro de su amplia significación simbólica— esa predominante experiencia de la consumación y el desconsuelo que no encuentra punto alguno de salvación. En efecto, la «brasa» tiene un señalado sentido de acabamiento debido a que reúne en sí la doble significación del fuego: por un lado, la llama luminosa como elemento vivificador que resiste a la invasión progresiva de la sombra; por otro, aquel elemento que nada deja tras su paso, el fuego destructor que todo lo puede sin contemplaciones (Arlandis, 2006, 154). José Olivio Jiménez veía en Las brasas esas «pequeñas formas de muerte» (2001, 35) que, como toda paradoja que rodea al hombre, se convertían en la más evidente muestra de Vida. Pero Las brasas no son el fuego, son su reducto, su fruto final y eso nos lleva a pensar que los poemas son las rescatadas muestras de ese fuego que ha sido la vida en su compleja totalidad, donde queda enmarcado —dicho sea de paso—el propio protagonista del poemario. Así, desde este portal de lectura ya se nos apunta esa idea de fragilidad, pequeñez e insignificancia de esas brasas, pero también el rol que el hombre —en un paulatino empobrecimiento de
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sus facultades y dones— desempeña entre el misterio que alienta la vida (el fuego) y que cierra la muerte (la ceniza), tal y como el propio poeta señaló: […] conciencia de las sucesivas pérdidas en que consiste el vivir. Asistimos a un empobrecimiento sin pausa desde la adolescencia a la vejez. Empezamos por perder la inmortalidad, y, después, la inocencia. Es decir, dejamos de ser dioses y nos convertimos en culpables. Después de esas dos pérdidas, que califican al hombre en una inferior naturaleza […] (1995, 20)
En este sentido, existen numerosas referencias al propio concepto en sí del fuego y de la combustión: por ejemplo, en «Poemas de la vida vieja» encontramos en los poemas 4 y 6 respectivamente «y el pecho se le quema» y «y apaga la madera del balcón / su llama roja»; en «El Barranco de los Pájaros», tenemos en los poemas I y V los siguientes ejemplos «La libertad nos encendía» y «El sol derriba / los peñascos con fuego que los funde»; y por último, en «Otras mismas vidas» se pueden encontrar ejemplos como el del poema 2, «siempre / cruzó la viva hoguera» y «queda absorta ante el fuego», y en el poema 3 «tras el rojo horizonte la ceniza / de la tarde ha caído» y «mis mejillas / arden como la leña y están secas». Ejemplos que ilustran la continuidad simbólica del título a lo largo de todo el libro26. Pero en el poemario existen otros tres títulos muy sintomáticos que encabezan, a su vez, las tres partes que lo componen: — Poemas de la vida vieja. Destaca la particular combinación de sus dos términos: por un lado, la determina26 Con gran acierto Amparo Viguer-Espert apuntaba la importancia unitiva del título, no sólo como elemento de apertura en la lectura de los poemas, sino también porque sintetizaba la paradójica temática de los propios textos, pues «Todos los poemas de Las brasas hay que verlos bajo la luz de la metáfora de su título, lo que le llega al lector son brasas, rescoldos de vida, antes de apagarse definitivamente. El título combina la paradoja de vida (fuego) y muerte (ceniza) que vamos a encontrar en cada poema» (1995, 275).
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ción tipológica que supone el vocablo «poemas»; y por el otro, la concreción del personaje o rasgo que lo define “de la vida vieja”. Estamos ante una determinada manera de situarnos frente al material poético que toma, como punto inicial, la confirmación de la poesía como cauce de conocimiento de la realidad, pero desde una perspectiva del desengaño que produce la edad. Por tanto, primará el tono reflexivo y la meditación frente a la acción (evocada permanentemente) pero, sobre todo, será un indicio evidente de que estamos ante una «reconstrucción» de unos hechos, de unos espacios y de un tiempo desde la fabulación misma del lenguaje. Al considerar, de antemano, que son «poemas» también se nos constata el reducto de una vida, condensada e intensificada a través de la escritura, pero sin la luminosidad en su estado más candente, sino desde el acabamiento, la añoranza y el reencuentro que la memoria de lo vivido nos crea y difumina. — El Barranco de los Pájaros. No deja de ser una localización espacial concreta, pero además constituye un punto de llegada, una meta a alcanzar por la supuesta revelación que su coronación reportará. Queda patente esa peregrinación ascensional («pájaros») cortada («barranco») con virulencia y decepción: es, pues, la narración de una certeza existencial, extraída a través de su engaño. — Otras mismas vidas. Es el apartado del libro menos homogéneo, pero su título vuelve a ser, cuanto menos, claramente sintetizador: tras la combinación de «otras» con «mismas» somos testigos de un intento de objetivar a través de la indeterminación de sus protagonistas, que comparten, no obstante, un mismo denominador común de su destruida naturaleza temporal. Pero sobre todo esta parte del libro es testimonio de cómo esa consumación vital del ser humano encuentra justa manifestación no sólo en el yo lírico, sino en esos otros seres que forman parte también de la historia personal de cada uno27. Evidentemente, en este apartado que cierra el libro nos encontramos con un elemento altamente 27 En su primera edición de 1960 este tercer apartado se titulaba «Otras vidas», mostrando en sus poemas cómo la experiencia personal acababa centrándose y confirmándose en otras vidas; así, con la inclusión del término «mismas» el poeta debió pensar —afirma José Olivio Jiménez— «de nuevo y más hondo, en lo que el destino común de esas vidas intuía, entre ellas, y aún con el destino de sí mismo que creía conocer» (Jiménez, 2001, 36-37).
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Francisco Brines con Juan Gil-Albert, en su homenaje en Sevilla
unificador en la visión global de libro: la relación que existe entre esas «otras vidas» y esa «muchedumbre de pequeñas brasas» que abre sintomáticamente el libro. Según apuntó José Olivio Jiménez, Brines tiene —entre sus costumbres compositivas— añadir unas «breves y esclarecedoras síntesis en prosa sobre lo que los versos desarrollarán enseguida» (2001, 35). Estos lemas, tan orientativos y significativos, no sólo aportan claridad para el lector —punto de encuentro— sino que además cumplen una evidente función unificadora dentro del poemario, a modo de bisagras que permiten la transición entre las partes sin que exista ruptura o extrañamiento:
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— Alguien ve siempre una muchedumbre de pequeña brasas. Con este lema se abre el libro y es, cuanto menos, significativo, ya que existen varios aspectos que marcan el punto de salida de su lectura: primero, se indetermina al contemplador, como si su voz y su rostro se difuminaran en el tiempo, pues la individualidad da paso a la generalidad del ser humano con vaga definición28; segundo, porque ese «alguien» sin rostro propio sirve también para objetivar lo expresado; tercero, porque se apunta al hecho de la contemplación y de la mirada, como si la reflexión y la revivificación fueran sólo fruto de una mirada cómplice que, desde una perspectiva diferente (tal vez desde una cumbre como la edad), se convierte en testigo y narrador. — El hombre sabía que le quedaba muy poco tiempo y que sin fe su muerte no daría frutos. De nuevo se evidencia la gran continuidad entre el título de esta primera parte y el lema que lo complementa, pues se nos sitúa frente a una edad (claramente en declive) y con un claro mensaje de salvación (la fe). Pero ese mensaje es una falacia que los poemas más tarde desenmascaran desde el conocimiento y el desengaño, creando, así, una sorpresiva valoración de esa «fe». Los «frutos» podrían interpretarse en clave metapoética si consideramos que este «hombre» sólo puede mirar al futuro desde la desposesión de sí mismo y la fijación (o perduración) de sus actos, de su memoria, de sus poemas. — Teníamos que subir todos juntos al más hermoso monte. Se desprende de este lema el sentimiento de decepción, de fracaso en la subida. Pensemos que el lema principal del libro había situado a un «alguien» desde una perspectiva elevada (relacionada con la edad), confirmada por el segundo de los
28 Muchas son las aportaciones que se han realizado sobre esta propensión hacia la generalización en la obra de Brines. Quizás la más temprana fue la de Carlos Bousoño, que la estimaba como una fijación de «lo común a todos los hombres, el autor se siente identificado con cualquiera de ellos, en cualquier época» (1984, 102). Esta oscilación entre lo individual y lo colectivo tiene un bajo resorte trágico que hace viable su fluida relación con lo largo de toda su trayectoria poética, porque «no es ya el sujeto una biografía particular tan sólo, sino el sujeto de la vida humana en todo su horizonte y en el horizonte de todos los lectores lo que se ofrece aquí como modelo» (Andújar Almansa, 2003, 140). Por tanto, ese «alguien» que abre el libro es, también, una muestra expresiva de un proceder propio y continuo en su poesía.
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lemas y matizada por éste de «El Barranco de los Pájaros». Se nos apunta a la soledad (como en el lema anterior), a la congregación de muchedumbre (el «todos») y a la ascensión de la edad, pero nuevamente desde el desengaño. — Unos construyen sus casas y otros andan por los bosques; porque el destino del hombre es el amor, y cada uno tiene su propia lucha y su propio camino. Tal vez sea el lema más completo de todos, pues resume varias de las líneas significativas que recorren el conjunto del poemario: la «casa» que señala el reencuentro de «Poemas de la vida vieja»; el «bosque», que apunta a ese momento de ruptura en «El Barranco de los Pájaros»; y finalmente ese «cada uno» que enlaza con «Otras mismas vidas». Pero cabría resaltar el valor poético de dos términos: «lucha» y «camino» que sintetizan el concepto de vida en su desgaste y en transitoriedad, como factores que, sin duda, explican parte de la conflictividad que subyace en todo el libro.
En definitiva, estos lemas no sólo conforman un complemento significativo para el lector sino que, además, juegan un claro papel unitivo entre las partes, como si fueran conclusiones anticipadas que reflejan, en parte, el abatimiento emocional de los poemas desde la propia naturalidad de sus afirmaciones. En este sentido, Las brasas presenta, sin lugar a dudas, un diseño interno mucho más complejo que la simple y azarosa distribución de sus poemas. 5.2. 5.2.1.
Estructura de Las brasas «Un esquema cerrado: diseño general del libro»
El conjunto poético de Las brasas está formado por un total de veinte poemas que, distribuidos en tres partes principales (8-7-4 respectivamente) y un poema-prólogo, manifiestan una estructuración fuertemente unitaria y, en consecuencia, significativa. Un diseño que, en un principio, no entraña gran complejidad compositiva ni apunta a entrelazadas correspondencias entre las partes ni parece definirse por continuar ningún modelo estructural de corte tradicional. Pero existe un rasgo llamativo que evidencia una sensible
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ruptura con el conjunto del poemario y marca una primera intencionalidad estructural: los poemas no llevan título ni marca alguna que los identifique especialmente29, excepto los siete que componen «El Barranco de los Pájaros», que sí aparecen señalados con números romanos. Este hecho rompe la unidad formal del libro e identifica a este capítulo como toda una secuencia lineal continua, con cierta autonomía propia y que, curiosamente, ocupa la parte central del mismo. A nivel compositivo también resulta importante constatar el número de versos que componen cada uno de los poemas. Se evidencia una gran regularidad exceptuando un par de casos que, bajo ningún concepto, quiebran la continuidad imperante: CAPÍTULO
NÚM. POEMAS
NÚMERO DE VERSOS POR POEMA
VERSOS EN TOTAL
POEMA-PRÓLOGO
1 poema
23
23 versos
POEMAS DE LA VIDA VIEJA
8 poemas
24-22-42-26-19-35-34-33 235 versos
EL BARRANCO DE LOS PÁJAROS
7 poemas
12-16-10-19-15-19-21
112 versos
41-43-54-23
161 versos
OTRAS MISMAS VIDAS 4 poemas
Dentro de estos parámetros destaca la coincidencia en el número de versos que existe entre el primer poema-prólogo y el poema final. Pero no por ello podemos hablar de una estructura de perfecta simetría, pues se vulnera per29 José Olivio Jiménez interpretó este hecho como una clara señal de lectura, como «una ininterrumpida meditación […] ya que cada pieza es el relato de una parcela de la vida en su movimiento de caída, de precipitación inexorable hacia la muerte o la nada» (2001, 24), dando un efecto de imágenes yuxtapuestas conectadas por medios internos, excepto —como hemos dicho— «El Barranco de los Pájaros».
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manentemente cualquier atisbo de regularidad compositiva que el lector pretenda hallar con cierta claridad. Y aun así, Las brasas no es un libro de poemas arbitrariamente combinados entre sí —como dijimos—. Cierto es que no hay una correspondencia clara en el número de versos que componen las respectivas partes, ni tampoco existe un explícito poema-cierre que dé un sentido unitario y circular en su nivel externo. Quizás porque de haberlo hecho hubiera perdido parte de la naturalidad que tanto define a sus libros. No obstante, existió esa voluntad de dotarlo de una estructura significante, por eso creemos que no es simple coincidencia el número de versos que abren y cierran el poemario, si bien, el último poema no queda especialmente destacado como cierre propiamente del libro. Las correspondencias, sin embargo, son otras: si el poema inicial hace indirecta alusión a la incursión del yo en la aventura cognitiva bajo una serie de premisas de viaje, el poema final curiosamente expone un tipo de respuesta tras un viaje iniciático. Se evidencia —en la comparación de sendos poemas— que existe una transformación, ya que se pasa del afán por buscar una porción de verdad (poema inicial) —desde la insistencia de la vida— hasta el final desengaño (poema cierre). Esta evolución se hace especialmente visible a través del sintomático uso del verbo «haber»: si en el primer poema se nos apunta «habrá que cerrar la boca» y «habrá que callarlo todo», en el poema final se nos confirma «Sueña, / que hay Dios, y que hay amor en el camino». Se pasaría, así, de las premisas a los conocimientos, incluso desde la base estructural del libro, lo que, sin duda, nos revela la imagen de un poemario volcado hacia esa aventura poética, de base cognitiva y de resultado trágico y hacia un modelo compositivo complejo y articulado sobre ciertas correspondencias internas que dan continuidad y profundidad a su singular arquitectura o diseño. Queda visible, en definitiva, que la estructura del libro redunda sobre la idea de que el engaño es el único lugar habitable para el hombre (Martín, 1997, 88), ya que esa voz poética muestra —desde su configuración externa— el paulatino descrédito del conocimiento humano y el empo-
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brecimiento que, con los años, el hombre acumula en su bagaje. Ir más allá de esta apreciación nos conduce irremediablemente a una lectura más pormenorizada de sus partes y, en consecuencia, a una puesta en común de las evidentes conclusiones que pueden extraerse tras una valoración global y unitaria. 5.2.2.
«Modelos compositivos internos: en torno a los esquemas del regreso y de la ascensión»
Más coherente y regular nos parece la llamativa organicidad interna que presenta cada capítulo del libro, basándose, sobre todo, en dos estructuras arquetípico-simbólicas: el regreso y la ascensión, muy visibles en las dos primeras partes de Las brasas. Mientras que «Otras mismas vidas» presentaría esquemas similares, pero sin la profunda organicidad entre los poemas que las anteriores partes evidencian. «Poemas de la vida vieja» se estructura sobre el esquema arquetípico del regreso, cuyos valores (positivos o negativos) ya añaden, de por sí, un matiz de acabamiento: la aventura en el mundo exterior ha llegado a su fin y el protagonista se ve en disposición de completar su transformada visión de la vida con su regreso al lugar de origen, quizás para constatar esa misma evolución, o también como reflejo de la añoranza y la nostalgia por recobrar el mundo perdido (el hogar, el paraíso personal), muy parejo al modelo del homérico Ulises. Siguiendo los esquemas propuestos por Joseph Campbell (1999) y Mircea Elíade (1999), tendríamos estos principales focos temáticos dentro de la aventura del regreso: 1) El cruce del umbral: que es el reencuentro con el ámbito primigenio. 2) La conciencia del tiempo: como certificación del presente y del pasado como épocas distintas e irreconciliables. 3) La posesión de los dos mundos: que concierne a la experiencia ganada en la aventura. 4) El cumplimiento final del destino: aceptación o rechazo de la misión.
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Estos focos encuentran un marcado cumplimiento a lo largo de «Poemas de la vida vieja» lo que, en cierto modo llega a sorprender por su extrema coherencia argumentativa a pesar de todo y su elaborada combinación. El capítulo, por tanto, quedaría reorganizado de la siguiente manera: el cruce del umbral correspondería al primer poema; la conciencia del tiempo y la posesión de los dos mundos (con explícita referencia al regreso) lo tendríamos entre el segundo y el séptimo poema, con una singular ruptura (desdoblamiento) en el quinto poema; finalmente, el cumplimiento final del destino y la aceptación del mismo se evidenciaría en el octavo y último poema. Sin duda —y ciñéndonos propiamente a los textos— comprobamos cómo el primer poema nos acaba situando ante un regreso al espacio (propio de un tiempo pasado): «Entra un hombre sin luz y va pisando / los matorrales de jazmín». En los seis poemas restantes también se constata esa conciencia temporal y el irreconciliable encuentro con lo pasado (visto ahora desde el conocimiento adquirido por la aventura iniciática), donde incluso se nos apunta la recreación «ficticia» de aquel tiempo pretérito: «No repite / los hechos como fueron» (tercer poema). Porque reconocer la pérdida de la juventud y el paulatino empobrecimiento le lleva a contrastar los dos mundos adquiridos, que es tanto como decir que ha existido una transformación empobrecedora y descreída de la mirada. Y los ejemplos, en este sentido, son numerosos y esclarecedores. La aceptación tiene un paso intermedio y decisivo: el quinto poema. A modo de eje fronterizo, este poema constituye todo un manifiesto de aceptación del tiempo presente tras la reveladora presencia del extraño visitante. El poeta nos remarca —con un juego de espejos— la constatación del paso del tiempo en otro rostro y en otra mirada: «Me dije que fue grato / vivir con él (la juventud ya lejos)». Esa soledad es un modo de afrontar todo aquel camino en busca de una verdad que, en su resolución final, ha sido inflexible en su dictado trágico. En definitiva, la aceptación no afecta sólo al propio hecho de regresar, sino a la evidencia de un fracaso, de una lucha existencial que ha desgastado
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por completo al hombre sin más premio que el de la imperfecta memoria. Un destino que, por otra parte, la juventud ignoraba. Finalmente, la liberación total resulta de la plena asimilación de la precaria transitoriedad de todo lo que somos y el reencuentro con la Nada que esto significa: «y abrió los brazos, y ensanchó su pecho […] Y tuvo buen sabor de su regreso» (octavo poema). Este gesto, tan cargado de resignada aceptación, constituye toda una alabanza intrínseca de la vida y una asimilación de esa transitoriedad temporal que nos empuja hacia las sombras del olvido, pues vivir es la única manera de comprender el extraño don de la vida, tan bella y tan efímera. Pero el hecho de cruzar el umbral y de acabar reconociendo el cumplimiento final del viaje tiene otra consecuencia o, mejor aún: otra aventura, aunque esta vez interior. Si se nos advertía de las secuelas físicas que el viaje había tenido con este personaje (el progresivo desgaste), ahora también se nos señala la intensa lucha que atenta en su interior. Surge, pues, el conflicto entre realidad y deseo a través de esa confrontación entre meditación y acción y la evidencia de un total desgaste del yo en su testimonio final. Este conflicto nos lleva, inevitablemente, a los terrenos de la memoria, donde más visiblemente se certifica el fracaso de la búsqueda de la verdad: «Meditación inútil, cuando pronto / dejará de vivir en esta casa / y olvidarán su nombre» (segundo poema), justo cuando el protagonista percibe su fracaso cognitivo y la debilidad del pensamiento frente al ser verdadero de las cosas (Martín, 1997: 105). Aunque la búsqueda de un sentido (conocimiento) es otro modo de afrontar el destino de la vida. Sucesivamente, esta aventura puramente interior revela la proyección en tres frentes de confrontación del ser, en los que, a pesar de todo, el protagonista sólo encuentra signos de acabamiento permanente si es él el que, con su presencia, los puebla. La posesión de los dos mundos devuelve, en fin, esa imagen fraccionada del protagonista, atrapado en un tiempo que avanza sin cesar hacia la consecución de
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un destino poco benévolo con el hombre. Por tanto, ese descenso interior revela una suerte de malditismo (tragicidad) del ser humano a través del tiempo: a) El pasado: mitificado como espacio de plenitud que, al ser recordado, devuelve por momentos la esperanza. Sin embargo, es un tiempo pasado, vivo sólo en la frágil memoria del hombre anciano. Recordar el tiempo de la infancia es un rayo de alegría, pero también un reencuentro con la inutilidad del presente. b) El presente: es el tiempo del abandono y de la privación de todos aquellos momentos de intensidad vivificadora. c) El futuro: es la muerte, tomada como reencuentro con la Nada, pero asimilada con naturalidad pues el presente ya es, de por sí, una muerte paulatina. Tres ejes de la aventura interior, que se rigen bajo la más estricta soledad de la casa a lo largo de los poemas que componen el bloque central del capítulo. Aunque esta soledad queda a veces quebrada por personajes (o animales) secundarios que suscitan cierto misterio y sorpresa en el lector: cabría interpretarlos como señales o indicios para el protagonista, si bien traen consigo un mensaje velado, reservado para la mirada totalizadora de la lectura. Son aquellos que comparten, de alguna manera, la certificación del regreso. Por ejemplo, la presencia del perro ladrando en el campo al comienzo del cuarto poema vaticina un hecho «extraordinario» que le incomoda y le inquieta, pues anuncia la creciente presencia de la sombra, como muerte que avanza a través del paisaje y su inminente peligro. Además, dicha visión se ajusta —como es sabido— a ciertas creencias populares. Otra presencia de gran importancia será la del «visitante», en el quinto poema. Constituye un espejo donde el propio protagonista certifica su propia vida, desgastada y en su fase de degradación. Sin embargo, su presencia quiebra esa permanente soledad y de ahí que sea una «fiesta de alegría». Resulta curioso que en este poema se quiebre el uso de la tercera persona para que, espontáneamente, surja el yo, frente a esa «juventud que regresaba».
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Pero en la comparación de ambos se evidencian otras similitudes muy indicativas de que, en efecto, «casi / se repetía en él mi pobre vida»: si en el primer poema teníamos cómo entraba en la casa «un hombre sin luz», en éste quinto poema el visitante tiene «una débil / luz en los ojos»; o igualmente, si en el primer poema teníamos a un caminante que «sigue andando / sin luz», en el quinto poema este visitante «sus cabellos / traían polvo del camino». Así, este trascendental encuentro consigo mismo (y con el otro) acaba dando —en su regreso— la resignada aceptación de la muerte frente a la invasión de la sombra. De hecho, todos aquellos signos o señales que, con anterioridad, se presentían amenazantes son ahora tenidos desde otra perspectiva: los propios ladridos del perro en el séptimo poema ya no inquietan al protagonista, pues ahora «él entiende / esa felicidad». Incluso la enigmática imagen de Cronos avanzando con las sombras por el bosque, en el sexto poema, ya no inquieta al protagonista: «le saluda / con dulce voz, y espera que se aleje». Sin embargo, la presencia de todos estos indicios personificados o animalizados tiene una curiosa disposición a lo largo de todo el capítulo. Por ello, sus alternadas apariciones hacen que su presencia responda a un coherente plan compositivo: visitante-perros-perros-visitante-visitante-perros (poemas 1-4-5-6-7 respectivamente). Pues en cada momento de revelación surge el ladrido del perro, primero como reconocimiento, luego como advertencia y, finalmente, como despedida: así, su presencia a lo largo de «Poemas de la vida vieja» va más allá de la simple ambientación campestre y se convierte en un elemento expresivo que arroja una respuesta conmovedora para el poeta. Si el número ocho tiene entre sus más conocidos significados el concepto de equilibrio cósmico y de transfiguración, en «Poemas de la vida vieja» (que tiene ocho poemas) se busca ese equilibrio cósmico mediante esta permanente transfiguración del ser, aunque, como afirma David Pujante, «ha sido un error considerar su primer libro como un libro escrito desde la serenidad de ánimo» (2004, 83). Pero, en verdad, lo único que confiere cierto equilibrio es la acepta-
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ción del destino por parte del hombre «le invadió la tierra / y el bosque, el viento, le invadió la madre». Tras este hecho resulta lógico que el protagonista afirme que «tuvo buen sabor de su regreso», pues se ha cumplido la misión final de vivir intensamente la vida y la total aceptación de la muerte, de la más evidente Nada, según marca su escéptica concepción del hombre. Renunciar al engaño de la perpetuidad es lo que, finalmente, le resta patetismo a ese destino falaz que el hombre cumple sin trascendencia alguna en sus actos. Porque soportar la vejez desde esta renuncia libera —según la apreciación de Brines— al ser humano de sus temores, de sus máscaras y de la esclavitud del tiempo (Pujante, 2004, 98). Y esta es, por tanto, la lectura transformadora que el protagonista lleva a cabo con su regreso. En un segundo orden de cosas, la estructura arquetípica de la ascensión queda perfectamente reconocible en «El Barranco de los Pájaros». Para Gaston Bachelard (1958) la ascensión implica una serie de rasgos positivos de cuya experiencia se deduce una satisfactoria transformación del protagonista que la experimenta. Por tanto, estamos ante un modelo arquetípico-alegórico reconocido por sus valores simbólicos (habitualmente asociados a la purificación) y vinculado directamente con el topos clásico de la «vida como camino». A su esquema más elemental (salida-pruebas iniciáticas-encumbramiento) se le ajustan los pasos existenciales de la naturaleza humana (los ciclos vitales), con lo que la aventura concreta se dimensiona en una peripecia existencial completa y compleja30. De nuevo, el valor numérico de los poemas: el siete, como símbolo del ciclo cumplido y que encuentra en el desarrollo interno de la aventura justificada significación, pues 30 Recientemente Gómez Toré (2002, 211) defendía el paralelismo que existía entre la peregrinación de los viajantes en «El Barranco de los Pájaros» y la marcha errática del pueblo de Israel hacia la Tierra Prometida. No podemos negar que existen ciertos paralelismos de fondo, en su esquema más básico, pero no en su representación externa donde la comparación nos parece algo más forzada.
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—en efecto— se cumple un ciclo existencial en el restringido marco escénico de la montaña. El diseño externo de tal esquema quedaría del siguiente modo: la salida, que concuerda con la infancia, se explicita en el primer poema; la aventura iniciática, que se asocia a la juventud y a los primeros momentos de la madurez (con una significativa ruptura en el cuarto poema, que separa el recorrido en compañía y el camino en soledad), se evidencia entre el segundo y el sexto poema; y finalmente, el encumbramiento, que se asocia a la vejez, quedaría representado en el séptimo y último poema. Siguiendo este esquema básico también podemos constatar una primera parte, compuesta por los tres primeros poemas (salida y experiencias transformadoras) escritos en primera persona del plural; más un eje (también numérico), que es el cuarto poema, que marca la ruptura de la compañía; y una tercera parte final, compuesta por los siguientes tres poemas, donde se manifiesta la experiencia transformadora y el encumbramiento, expresada, esta vez, desde la soledad y el paulatino empobrecimiento. Es decir, esta parte que lo cierra sería un completo reverso de la primera: compañía y enriquecimiento frente a soledad y empobrecimiento. Como alegoría del propio vivir humano, el punto de partida de la ascensión coincide con la edad de la niñez. Todo refleja un espacio mítico, idealizado, luminoso. Además, se evidencia una plena facultad sensorial del protagonista que comienza a descubrir la belleza del mundo: «Mis amigos / en el agua reían y con ellos / mojé mi cuerpo». Este adentrarse en el placer de los sentidos (donde también reside la sexualidad, sucintamente apuntada en poemas posteriores) tiene en la esperanza del triunfo y la conquista su mayor bandera a la hora de consumar la ascensión: «senda que llevaba a las alturas / gratas. La libertad nos encendía». Lo curioso resulta cómo ese adentrarse ingenuamente en la aventura comporta una fuerte carga de engaño, pues la libertad que creen tener no es sino la propia de la edad. Pero la vida sigue su propio curso paralelo de combustión de los cuerpos. Y en este apartado que tan explícitamente se apunta a la consumación progresiva y lenta del hombre
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cabría hacer hincapié en la gran coherencia y continuidad simbólica que adquiere un título como Las brasas. En consecuencia, si la niñez es ingenua alabanza de la belleza del mundo, la juventud será satisfactoria salutación de los placeres del cuerpo. Aunque esas mismas «bocas en el agua» y esos «en la hierba nuestros cuerpos» son la antesala de un bosque alienante: es el descubrimiento del amor que te abandona (frente a aquel de naturaleza maternal siempre constante), que te hiere y te marca. Y sin embargo esa experiencia es necesaria. Existe, por tanto, una transformación en la contemplación de un mismo hecho: del baño ingenuo a la sensualidad31 de los cuerpos en el agua. Mientras el tiempo, como siempre, sigue ese curso paralelo (de pura combustión) que provoca que el bosque «nos acogió con su penumbra roja». Pero existe un trasfondo de decepción detrás de estas experiencias de la juventud. Las expectativas marcadas en un principio se convierten en pérdida de las ilusiones. Alejandro Duque Amusco entiende que esta pérdida de la inocencia va ligada al descubrimiento de la vida y la corrosión de las creencias (1979, 59), engendrada también en la figura del «leñador» (poema III): «Pero el bosque dejó de ser misterio / y el leñador nos asustó». Porque esa transición del joven al hombre maduro se cumple con el legado del «hacha», en cuanto transferencia del descubrimiento de la temporalidad (el hacha asociada al acto de «cortar») y con el «derribamos la espesura / fresca de las palomas», con clara referencia al desengaño frente a las creencias. Aunque esa verdad revelada resulta, curiosamente, negativa: se corta el árbol de la vida, el vuelo libre de las palomas y también la unidad de grupo, tras la cual quedará la lucha por la supervivencia, la soledad y la herida profunda 31 El propio Brines años más tarde titulaba un poema de su libro Palabras a la oscuridad (1966) «La perversión de la mirada» donde hacía hincapié en este hecho, como consecuencia de ese empobrecimiento de la edad que, a falta de arrojar una visión más completa del ser, le pervierte la mirada hacia zonas de salvación de la materia que degrada la Belleza del mundo de la infancia.
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del abandono y el desconcierto del camino: «nos herimos / a golpes de pedradas. / Sólo quedé, bajo un mojado tronco» (poema IV). Esta imagen guarda, sin duda, ciertas resonancias bíblicas pero, además, muestra la entrada del yo en busca de su propio destino; una búsqueda que desemboca en la más férrea soledad y en la progresiva construcción de una ética estrictamente personal. El esquema arquetípico de la ascensión tenía —como dijimos— entre sus resultados más significativos la purificación, la esencialización y el conocimiento. Sin embargo, este viajero brinesiano ha iniciado una escalada hacia el empobrecimiento, el desgaste y el desengaño. Es, por tanto, un viaje hacia la disolución del yo que José Olivio Jiménez analizó con acertado criterio: Dramáticamente disparado hacia ese fin fatal, el hombre siente cada vez con mayor fuerza la lejanía melancólica de lo que fue inicial región de partida: la infancia, la adolescencia, la juventud anterior al primer golpe de dolor. Aquella región significará siempre la pureza intacta, el entusiasmo virgen, la alegría plena y sin sombras de existir y ser; es decir, todo aquello de cuya muerte lenta y sin tregua se alienta la vida (1972, 421-422).
Sólo queda el consuelo por aceptar la cima como último eslabón de su personal ciclo vital y el ánimo de dar, por lo menos, con una porción de Verdad sobre su existencia. Por eso, a pesar de todo, aún se plantea «alcanzar el aire que allí existe / ensanchador» (poema V). Y tras este engaño surge —inesperada y sorpresivamente— la otredad, el carácter alegórico del viaje: la aparición del «tú», confidente, testigo y actor a un mismo tiempo. Este poema VI abre el carácter universal de la aventura al invocar al «compañero» para esa misma desolación final que acucia al protagonista: cada cual por su camino pero con una misma cima, como si esa senda hacia el conocimiento fuera irremediablemente solitaria, al margen de los frágiles dictados sociales y religiosos, donde no existe comunidad ni amparo posible. Una soledad que también guarda ciertas similitudes en el plano metaliterario con la experiencia de la escritura y la lectura.
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El encumbramiento es olvido: «y hay un olvido natural del mundo» (poema VII). La vejez así representada pronto encuentra correspondencias internas con la primera parte del libro, pues —como recordamos— es un viejo el que valora la aventura existencial desde la antesala de la muerte. Así, parece claro que en sendos casos el olvido será quien borre, por completo, las huellas del caminante cansado. La certeza de su mensaje queda en evidencia tras el silencio que provoca con posterioridad su ausencia. Igualmente, en los dos protagonistas la fusión con la tierra parece ser el único cauce de integración en esa armonía cósmica que escapa a la razón humana. A diferencia de las dos primeras partes, «Otras mismas vidas» no tiene una estructura interna tan coherente, unitiva y marcada en su conjunto. No existen esos evidentes indicios de narración continuada ya que, en todo caso, esta parte responde a una simple yuxtaposición de instantáneas (secuencias, escenas) vistas —eso sí— desde la misma ancianidad y el mismo desengaño existencial que vertebra el libro en su totalidad. «Otras mismas vidas» tiene una específica función más general: son cuatro poemas que plantean el Amor como centro de la plenitud humana, aunque el resultado vuelve a ser el mismo. No obstante, es el amor la única verdad que dota de sentido (y continuidad) a la existencia: «el amor, mientras dura, nos reconcilia con la vida; y no es que en él se revelan el fracaso, la adversidad y el empobrecimiento de antes, sino que adquieren tintes nuevos» (Martín, 1997, 84). Pero a pesar de este aferramiento al amor como la única fuerza liberadora de tanta angustia existencial, siempre queda su trasfondo de tristeza, su inconstancia, pues «las palabras del deseo son también dolor y sombra» (Pujante, 2004, 108). No en vano, los cuatro poemas que integran esta parte recogen perspectivas diferentes de cómo entender el Amor: el primer poema, el amor maternal; el segundo, el amor y su postrera soledad (en cuanto sentimiento llamado a perecer con el tiempo); el tercero, el amor erótico y carnal; y el cuarto, el amor familiar y de la compañía. Pero en todos ellos persiste, a pesar de todo, la despedida, el desarraigo, la aventura como mensaje de un efímero paso por la vida.
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Estos poemas también muestran que el Amor está bajo la permanente amenaza del acabamiento, de la inconstancia. Y este hecho, a su vez, marca una manera recurrente de estructurar por igual estos cuatro poemas, como si la reiteración del modelo y de la historia fuera fiel reflejo de esa misma insistencia inútil que apunta el título de esta parte: todos marcan un comienzo pleno, un paso traumático o revelador y una final añoranza de aquel mundo armónico de la juventud, desde el desolado panorama de su condena inexplicable o malditismo. Este modelo (que en su base más elemental tanto coincide con la de «El Barranco de los Pájaros») se daría de la siguiente forma: — En el primer poema la vida (la lucha, el amor) arrebata al niño de los brazos de su madre. Pero esa búsqueda de la aventura personal acaba condenándolo a su propio malditismo, pues si en un principio «la alegría de la luz le llega / y le sube a los ojos», al final, la corrosiva acción del tiempo ha provocado que «le hace daño la luz si da en su boca». — El segundo poema comienza con una representación dimensionada de la infancia nuevamente, ya que «No existía la muerte». Pero una nueva experiencia dentro de esa lucha de la vida transforma la esencia del ser humano y la empobrece con virulencia: como en «El Barranco de los Pájaros», es una «aguda piedra» la que hiere y marca al hombre y constata el dolor de la pérdida, del abandono de aquellos dones benévolos de la infancia. Como en los poemas anteriores, tras esta derrota o abrupto descenso —malditismo— el protagonista siente que «la muerte muy poco rompería». — El tercer poema es el más pesimista de toda este parte. Apenas surgen momentos de alegría y el proceso de empobrecimiento se ve desde una perspectiva completamente negativa en su conjunto. Se nos remite a un amor, erótico y sensual (y su posterior vaciedad), como si el cuerpo necesitara esos «encuentros indiferentes» pero que, a la larga, marcan mayor distancia con el mundo de la infancia y acrecientan la soledad del hombre tras esos instantes —efímeros— de plenitud sensorial. Nuevamente el paso por un momento
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de crisis devuelve a un protagonista desencantado y desengañado tras la experiencia: «En contra de esta lanza que se clava». Esta lanza hiere al protagonista y siente que, a pesar de los años, debe afrontar esa lucha del amor insistentemente, aunque con peregrina inconstancia: «ni edad vieja / que libre de esa lucha». — En el cuarto poema se nos vuelve a plantear la salida al mundo de las experiencias transformadoras y el posterior fracaso, sólo mitigado por la continuidad de los descendientes, que nos recordarán con amor pero también con efímero recuerdo. Todo ello nos conduce al engaño y al sueño: la ilusión por vivir se justifica sólo en sí misma y la búsqueda de una respuesta a su sinsentido conduce a la soledad. Como recuerda Pujante, ya en este poema se evidencia cómo «dos mundos se oponen: la pasión oscura, extrarradial y los pilares de una clara sociedad bien radicada que fundamenta la familia y la amistad» (2004, 95). En este sentido, pensamos que la ruptura de la armonía y de los encuentros la tenemos en el céntrico verso 14 «levántate del lecho y deja el bosque», donde, por otro lado, se hace una clara referencia a pasajes anteriores del libro. Pero, sobre todo, esta lección final viene a coincidir con los versos iniciales del poemario, donde se nos instaba a dejar atrás el engaño, la vana ilusión de trascendencia y la efímera consistencia del propio amor, aun siendo necesaria su experiencia. Tantas correspondencias internas abren interrogantes, vías de lectura y enriquecedoras panorámicas del libro. No cabe duda que su arquitectura interna sugiere la existencia de resortes poéticos mucho más complejos y que Las brasas fue concebido desde una destacada coherencia y unidad que no se ha estudiado hasta el momento con demasiada profundidad crítica.
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Signos de protagonización: la mirada del anciano
En Las brasas predomina la actitud lírica de la enunciación: permanentemente encontramos a un hablante externo que nos presenta la escena con un lenguaje puramente referencial. Pero ese predominio a veces se vulnera a lo largo del libro y se apela a un espontáneo «tú» o un «nosotros». A veces confidente y otras adversario, competidor o agresor: ocurre en «El Barranco de los Pájaros» y en «Otras mismas vidas». También se quiebra la enunciación cuando entra en escena la forma egotiva, quizás con la intención de intensificar la emoción, aunque pronto se nos remarca la voz narradora de fondo, externa, comedida y enunciativa porque «los constituyentes de toda su poesía posterior, aparecen objetivados, alejados, sin el desgarro de después» (Pujante, 2004, 85). El ejemplo más claro es —ya lo dijimos— el quinto poema de «Poemas de la vida vieja» o el tercero de «Otras mismas vidas». La intromisión del yo al unísono del él es una prueba evidente de que en la poesía de Brines «van marchando paralelos la emoción y el pensamiento, rectificándose a veces y coincidiendo siempre en último término […] viene el pensamiento a corregir todo posible desenfreno» (Jiménez, 2001, 23). También para preservar ese posible desenfreno el poeta hace uso de máscaras encubridoras, dotadas de ciertos rasgos simbólicos. Y es en este aspecto donde más claramente se muestra la profunda organicidad del libro, ya que su representación será constante y coherente. El primer valor destacable de este protagonista de Las brasas es su condición temporal: es un anciano. Su mirada es fruto de un progresivo empobrecimiento y un cansancio lógicos, muy propio del personaje arquetípico de Ulises a su regreso a Ítaca. También recuerda a aquel machadiano caminante viejo, no sólo por su representación poética, sino también por la edad de los autores. A partir de aquí se construye una doble perspectiva, simultánea: la voz que representa a este anciano en su ámbito (temporal y escénico) y su mirada propiamente dicha. Es decir, dota de cierta psi-
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cología al protagonista y nos invita a profundizar en su compleja lucha interior (Arlandis, 2006, 156). Esta dualidad trae consigo también una imagen paradójica del protagonista: en él se congregan vida y muerte. Este hecho provoca que, a pesar de los valores arquetípicos del «anciano» como símbolo, se nos actualice toda su significación y llegue a emocionarnos con renovada expresión. Un buen ejemplo lo tenemos en el primer poema de «Poemas de la vida vieja», donde el caminante viejo es, al mismo tiempo, un anunciador de muerte y sombra (Arlandis, 2006, 157): «Todo lo deja muerto». En su empobrecedor regreso al ámbito de la infancia él es el anuncio de una muerte próxima, de ahí su condena y su contradictoria naturaleza. Este caos que sume al protagonista tiene mucho que ver con la búsqueda de un sentido a su aventura existencial. Y pronto descubre que ese derrumbamiento que él siente en su interior (e incluso en su propio físico) es también reflejo de lo que la casa y el jardín han padecido. También su presencia allí será un modo de restituir el caos que la memoria y el tiempo han hecho de esos ámbitos de la infancia: porque es su reconstrucción una vía posible de iluminar aquello que perecía en el olvido y que con añoranza se recordaba, «y era una tierra verde». Por motivos de muy diversa índole la descripción física de este protagonista dista mucho de aquel ideal héroe que se adentra en la aventura y regresa con triunfante respuesta. No presenta ni signos de fortaleza, ni de solvencia ni de plenitud, pero tampoco se nos dice que en su aventura sufriera el fracaso de la derrota: esta emoción surge cuando regresa al final del viaje, no durante su experiencia. Así, los rasgos físicos que lo identifican son: la vejez, la fragilidad, la fatiga y el cansancio. Las referencias prosopográficas son escasas frente a aquellos perfiles más psicológicos (melancolía, nostalgia, etc.), principalmente porque los conflictos se llevan a cabo en el interior de este personaje, aunque el paisaje sea partícipe de ese mismo conflicto. No obstante, resultan ser suficientemente esclarecedoras para hacernos una representación mental del protagonista que, además, goza de pasmosa con-
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tinuidad a lo largo de «Poemas de la vida vieja»: por ejemplo en el primer poema tenemos «En el pecho / le descansan las barbas»; en el segundo «destruido el cabello y el cansancio»; en el cuarto, «Repasa / su mano por el pelo blanco»; en el quinto, «tiene viejo / su torpe corazón», etc. Descripciones que devuelven la imagen de un progresivo empobrecimiento que contrasta con aquellos pasajes donde el protagonista se proyecta en el pasado y fija su imagen sobre la bella horma de la idealización. Pero quizás lo más destacable de esta descripción no sea sólo su condición temporal, sino que —para sorpresa del lector— esa ancianidad carece propiamente de rostro definido. En este punto pensamos que Brines difumina, con tremendo acierto, aquellos rasgos que pudieran conducir a una lectura estrictamente autobiográfica y nos refleja un rostro cuyos valores podrían ajustarse a la imagen común de la ancianidad. Por tanto, pasamos de una concreta figuración a su más abstracta representación, pues a veces no deja de ser «hombre» y otras veces se convierte en un diáfano «bulto» cercado por las sombras, que difumina en el olvido sus perfiles para acabar convirtiéndose en parte del espacio, de la tierra, del ámbito. A este desdibujado perfil de hombre, Dionisio Cañas (1984, 36) acabó identificándolo como un personaje «fantasmal» que recorre toda su obra, tal vez haciéndose también eco evidente del célebre libro de Charles Mauron. En «El Barranco de los Pájaros» se reducen todavía más esas vagas referencias prosopográficas, principalmente porque su representación cubre un marco temporal mucho más amplio, que va desde la infancia hasta la muerte. Sin embargo, existen algunas notas al respecto que sirven para trazar breves perfiles físicos de ese protagonista: por ejemplo, en el poema II «los rostros / se quedaron muy bellos»; en el séptimo «Y aquel hombre / de fatigado cuerpo se ha dormido» y «Qué olorosa le ha crecido / la barba jazminera, y el anciano». En cierto modo coinciden físicamente este anciano excursionista con el viejo caminante de «Poemas de la vida vieja», de ahí que, a grandes rasgos, también lo hagan en su representación textual.
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Finalmente en «Otras mismas vidas», encontramos los mismos efectos del tiempo en otros rostros: nuevamente los cuerpos bellos de la infancia y de la juventud dan paso a la decadencia de la vejez. Y esta misma vejez vuelve a representarse bajo los mismos atributos: la fatiga, el dolor físico, la marchitación del cuerpo, etc. Pero existe una última representación del protagonista que media entre su apariencia física y su ahondamiento psíquico: el hombre como un árbol abatido. Cierto es que el árbol se interpreta tradicionalmente como un símbolo de vida y libertad, cuyo valor trascendente proviene de su particular conexión entre tierra y cielo. En consecuencia, su abatimiento acaba con sus condiciones «divinas». Así, lo que en un principio es señal de divinidad acaba transformándose en un inútil despojamiento. No resulta azarosa la correspondencia del hombre como imagen de ese árbol abatido, pues ambos encarnan esa codena existencial. Por ejemplo, en el poema inicial ya leemos «Que se habrá quedado seco / como un árbol por el rayo»; en el tercer poema de «El Barranco de los Pájaros», encontramos «Y abatimos / el árbol» o en el séptimo poema este hombre viejo queda «Igual que a un árbol derribado vienen»; y en el tercer poema de «Otras mismas vidas» este hombre anciano se autocontempla «como un árbol oscuro que han podado». Otro gran efecto de ese paulatino empobrecimiento del hombre a lo largo de su aventura existencial es la creciente reducción a la meditación, siempre frente a la acción que tanto define a la juventud. Una meditación inútil —como el autor nos remarca en el poemario— que, además, va sintetizando esa condena que el hombre ha de padecer con el tiempo: son muchas las referencias a la libertad como condición que el hombre pierde irremisiblemente por culpa del alienante tiempo; y, en consecuencia, a la sensación de encarcelamiento (en un tiempo hostil, en un cuerpo improductivo, etc.). La pérdida de esa libertad resulta también paradójica: aquí reside parte del engaño de la vida. Queda muy visible, por ejemplo, en «El Barranco de los Pájaros», ya que encontramos a unos niños que sienten cómo «La Libertad nos encendía» (poema I) hasta que el anciano del poema
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final se siente incapaz de ir más allá de su cuerpo, pues todo había sido un sueño frustrado. Por tanto, la aceptación de la muerte y de la inutilidad de la propia vida es, tal vez, aquello que nos da la auténtica libertad interior, el equilibrio liberador: ocurre en el primer poema del libro o en el poema final de «Poemas de la vida vieja», donde ese hombre viejo «libre, alzó la voz» en un claro gesto de aceptación de la intrascendencia de su regreso. A pesar de que todas estas características hacen referencia a un presente empobrecido, este protagonista guarda algunos rasgos un tanto singulares, como si la pérdida de ciertos dones hubiese desarrollado otras cualidades, sobre todo en lo que atañe a su capacidad contemplativa e interpretativa del mundo. No olvidemos que esta mirada, teñida de elegíaca conmoción, es, en cierto modo, una manera de celebrar la belleza de la vida que se ha cumplido. Aquello que con nostalgia se contempla como bello adquiere este significado desde su valoración final y no desde su más directa experiencia. Puede resultar llamativo cómo el protagonista es capaz de vaticinar el mensaje de los astros, como si pudiera interpretar una revelación que, bajo ningún concepto, es común entre los hombres. He aquí la enseñanza de su aventura y su regreso: la visión del mundo, la revelación de su anunciador acabamiento y el engaño que persiste en los sueños (estrellas, astros) cuando se sostiene una vana esperanza. Pero esos astros varían sus vaticinios pues dependen de la mirada intuitiva del protagonista: unas veces son señales que auguran una buena nueva y otras son preludios de destrucción y de transformación. En todo caso, la interpretación del mensaje de los astros siempre viene acompañada por un efecto inmediato en el protagonista, como si su revelación fuera, sobre todo, interior: como, por ejemplo, en el cuarto poema de «Poemas de la vida vieja» donde se nos apunta que «Mira, / desde sus ojos tristes, el oscuro / mundo de fuera, las estrellas suaves» y cómo esa visión de los astros deriva en un «cálido estertor le sube / y el pecho se le quema». Igualmente, en el tercer poema de «El Barranco de los Pájaros», tras el abatimiento del árbol los astros ya predicen el camino en sole-
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dad que ha de venir, pues «se quedan las estrellas solas». Y en «Otras mismas vidas» nuevamente, encontramos cómo en el poema inicial se nos advierte que «las estrellas le estremecen / un raro sentimiento, se le llena / su pecho»; y más claramente queda en el poema que cierra el libro, donde se nos apunta que «Tú / con los primeros astros del verano, / levántate del lecho y deja el bosque». Sin embargo, esa capacidad de descifrar el mensaje de los astros sólo viene a raíz del momento de crisis o de ruptura, es decir, a partir de esa conciencia del tiempo, de la muerte y de la ancianidad, nunca cuando el viajante es joven y su máxima preocupación es gozar la vida, y no entender su tragicidad. No en vano, en el sexto poema de «El Barranco de los Pájaros», justo cuando la edad madura tiene conciencia de la amenaza constante de la muerte, «la mirada / se abre en la flor del ojo para, arriba, / tocar un astro». Existe, pues, una vinculación evidente entre los astros y el contemplador que descifra su mensaje, con la consiguiente ruptura de sus respectivos ciclos. Recordemos que la poesía de Brines se estructuraba en torno a una mirada, pero esta es fruto de un enriquecimiento y un empobrecimiento simultáneos: logro de la vida (conocimiento) y pérdida de la inocencia, que transforma el espectáculo del mundo y le añade una nota trágica de la que carecía durante la juventud. En este sentido la mirada es testimonio, como lo es la escritura: testimonio de una transformación, de ahí que en «Poemas de la vida vieja» se nos apunte que «No repite / los hechos como fueron, de otro modo / los piensa, más felices» (poema III), y cómo esa transformación de los hechos hace que, en el fondo, «Este rito / de desmontar el tiempo cada día / le da sabia mirada» (poema IV). Así, frente al impulso subjetivador del recuerdo persiste la objetivación de la escritura, como un imprescindible paso hacia el conocimiento del ser en su esencia más evidente pero, al mismo tiempo, más enigmática. Fue Duque Amusco (1979, 55-56) quien, con mayor atención, definió las cualidades de la mirada brinesiana y su utilidad: por un lado, retener lo que se sabe fugaz; por otro, revelar la belleza del mundo; y finalmente, trasmitir el gozo
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y el dolor de una forma de vida. Valores que coinciden plenamente con los de la escritura, ya que ésta es un mecanismo de retención (en la memoria), de revelación (del mundo) y de transmisión (de la percepción de las cosas mediante el pensamiento y el lenguaje) y de la combinación de las tres resulta el conocimiento, de ahí que Jacobo Muñoz ya la tildara de «contemplación trascendente» (1960, 6-10) en fechas tempranas. Pero este conocimiento de la vida no trae consigo a un hombre envanecido por sus cualidades sensoriales o por su mediación entre el misterio de la existencia y la ignorancia del hombre más común. Este anciano de «sabia mirada» apenas cree en sí mismo ni en el eco de su mensaje, pues desconfía de que su aventura tenga más resonancia que cualquier otra. Por tanto, es la escritura un modo de rebelarse contra la efímera naturaleza humana, aunque en su re-creación el hombre pierda sus perfiles y se diluya en una identidad que es y no es suya al mismo tiempo. Aunque la personal historia de los protagonistas que pueblan los versos de Las brasas y que tanto tienen en común, conservan, además de la edad, de la fatiga, de la mirada y de otros factores ya citados, otros que les dan continuidad representativa y gran unidad: en todos queda física constancia de la derrota, como si la revelación fuera fatal y condenatoria, sobre todo en el plano de la materia, donde el sentimiento de culpa es todavía mayor. Brines rompería, así, la lógica simbólica de los modelos arquetípicos de los que se sirve, reformulándolos con extraordinaria novedad. Andújar Almansa (2003, 163) detecta en esa búsqueda profunda del sentido de la vida el principio y el desenlace de toda peripecia trágica, y es precisamente en ese desenlace donde estriba la esencia más definidora del protagonista brinesiano: su dimensión (anti)mítica y trágica (Arlandis, 2006, 171). Y esto lo lleva a efecto mediante figuras que, simultáneamente, recorren sus versos bajo los fundamentos simbólicos que tanto los distinguen en la tradición cultural occidental. Con insistencia se nos advierte que este héroe, derrotado de antemano, cumple mal su destino de vivir alegremente, porque es consciente (oye y ve) del tiempo y esto le
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confiere una naturaleza sombría en su fondo. Por lógica — y por el contraste que el doble conocimiento de la luz y de la sombra comporta— la figura de Luzbel emerge ya en Las brasas, sólo en lo más elemental y sintetizador de su figura: en el primer poema de «Otras mismas vidas» podemos leer cómo «le hace daño la luz si da en su boca». Un Luzbel que dista mucho del representado por el imaginario cristianoreligioso y parece mucho más próximo a la visión profana del «ángel caído» en cuanto ejemplifica la desintegración de la personalidad y la condena eterna (expulsión de la divinidad). Su presencia —antevista a los ojos de la obra completa del poeta— no deja de ser todavía una presencia vaga que recorre el libro (adentramiento en la sombra, pérdida de luz, añoranza del paraíso perdido, etc.) como una manera de contemplar el mundo, pervertida por el conocimiento de la muerte, nunca como protagonista nítidamente representado. La figura de Narciso —que también será altamente identificativo de su obra— surge en algunos poemas de Las brasas. De algún modo, combina y sintetiza esa tensión entre realidad y deseo que tanto singulariza el mundo interior del protagonista. Pero incluso en la autocontemplación de sí mismo, a través del tiempo, la amenaza de la muerte borra la belleza del joven reflejado, como en el tercer poema de «Otras mismas vidas» donde «es la noche / quien entra en el espejo su gran sombra / borrándome». Porque ese viaje —también en descenso— hacia la profundidad de esa imagen reflejada sólo ha traído un presente de muerte y amenaza. Este Narciso generoso —como lo calificó Dionisio Cañas (1985, 8)— no sólo devuelve su único rostro: con él van también los rostros amados y en ellos busca reflejarse como ser, enlazando, de algún modo, con esa idea de la descendencia del linaje en el poema que cierra el libro. En todo caso, estas resonancias de protagonización muestran la dimensión mítica que coordina la figuración actoral de Las brasas de una manera ciertamente coherente según el modelo ya apuntado: una primera comunión con el mundo primigenio (in illo tempore), la búsqueda de la
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aventura y el regreso (revelación de la debilidad del ser, encarnado en la figura de Ulises) y la constancia de la condena y la disociación entre el yo y el mundo (figuras de Luzbel y Narciso). 5.4.
La mitificación del espacio
Igualmente el espacio padece esa misma mitificación al estar en contacto con el propio protagonista lírico, siendo, en el caso de Las brasas —como ya avanzó Duque Amusco (1979, 56)— un «co-protagonista» de esa misma conciencia temporal de la existencia. Así, la naturaleza no sólo va a ser un telón de fondo, sino una entidad sustantiva donde el paisaje se muestra como algo más que puro escenario. Y esto explica, en parte, su rico y variado sistema de imágenes alusivas a la naturaleza, e incluso, en ocasiones, cómo su descripción es más extensa y detallada que la propia descripción del protagonista. Las brasas es más entendible si se conoce su casa de Elca (Oliva). Sin duda, ha servido de modelo a toda esa atmósfera que describe el libro: el camino con los naranjos y limoneros a los lados, los pinos, los montes y los campos cercando la casa, el balcón que da al jardín, etc., pero no por ello se nos debe presentar como fiel copia de un espacio concreto, al menos para un libro como Las brasas32. Es más, qué duda cabe que la transformación entre referente empírico y referente lírico alcanza en el libro un modélico resultado al poder constatar cómo se ha transformado, a través del lenguaje poético, una realidad física en una realidad simbólica. Uno de esos efectos «transformadores» del lenguaje poético es, principalmente, la mitificación del espacio de 32 No obstante sí existen ciertos poemas, posteriores, en los que se hace explícita referencia a Elca, como espacio mitificado (recuerdos de la infancia): «(Tarde de verano en Elca)», «Elca», «Elca y Montgó» de Palabras a la oscuridad, «Lamento en Elca», «El niño perdido y hallado (en Elca)» y «Espejo en Elca» de La última costa (1995) serían los ejemplos más destacados.
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los orígenes, frente a la desmitificada realidad del presente; y cómo esa dicotomía esencial entre el espacio del pasado y del presente se proyecta como un elemento de tensión interior que le otorga un grado de emotividad que lo salvaguarda del frío análisis crítico de la temporalidad humana. Esta visualización del in illo tempore tendrá, principalmente, dos centros de atención sobre los que se va a consolidar su imagen: por un lado, el jardín de la casa; por el otro, la montaña. Juan Villegas (1976) señala como rasgos arquetípicos del in illo tempore la inmovilidad, la intemporalidad, la innominación de los objetos en los tiempos primitivos y la luminosidad. Es decir, le recorre cierto ademán bucólico, con grandes dosis de idealización que aúna la armonía emocional del héroe con la armonía de la naturaleza. Y hacemos mención de esa bucólica figuración porque en el segundo poema de “Otras mismas vidas”, intencionadamente se nos afirma en su comienzo: «El salto era atrevido, siempre / cruzó la viva hoguera pastoril» y acto seguido podemos observar cómo el cuerpo del joven forma un todo armónico con el agua que baja del monte, «En la fuente / del olivar sus piernas eran arco / de aquel secreto curso». Visto así, la infancia se muestra en consonancia con la naturaleza, confiriéndole un máximo grado de plenitud y de goce directo de la belleza del mundo. Entendemos que la casa, como el jardín, la montaña, la ciudad, el bosque y el mar, son focos escénicos a cuyas variantes o concretas atribuciones de significado y modificación, responde la personal visión de mundo brinesiana. No obstante, dentro de esta genérica distinción existe una segunda clasificación mucho más definitoria del texto: por un lado, está el símbolo escénico de lo íntimo (la casa), compuesto por el balcón, el salón, la mesa y el sillón, el cuarto y el desván principalmente, incluso hasta el propio jardín; por otro lado, está el símbolo del centro, de la aventura, de la iniciación, centrado en la imagen de la montaña, del bosque, pero también de la ciudad; y por último —aunque en Las brasas todavía no goza de cierta relevancia reveladora— está el símbolo de lo desconocido (siempre presente pero enig-
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mático) centrado en la imagen del mar. En definitiva, son tres los principales espacios —la casa, el bosque (y ciudad) y la montaña— en los que se proyectará la mitificación del héroe y desde donde discurrirá su particular aventura hacia el conocimiento. La casa —foco escénico dominante en «Poemas de la vida vieja»— es el espacio céntrico por excelencia, y en consecuencia, tiende a ser símbolo del mundo interior del hombre y centro de atención reveladora. Mircea Elíade (2002) lo considera un espacio de desdoblamiento, símbolo de la re-creación del universo personal o religioso (si la casa se transforma en templo), que atiende al plan armónico —construcción divina— de lo celeste. Es, por tanto, un centro condensador del universo como creación que —visto más en concreto en la especificidad de la casa— se revela como imago mundi o como santuario de la personalidad del hombre que tan celosamente entiende como intimidad33. Esta intimidad, en Las brasas, también implica soledad. Por ello, la casa, como aislamiento, puede servir de espacio unificador (en su revelación y comunicación) en la conciencia del hombre de su propio espacio personal y del universal. Sobre esta línea de entendimiento también se dirige la conclusión de Carlos Bousoño (1984, 52) al considerar que Brines convertía la objetividad del mundo en un «contenido de la conciencia» manifiesta, por ejemplo, en las impresiones que suscitaba ese mundo personal de la casa en contraposición al resto del paisaje. Gaston Bachelard entiende, por su parte, que la casa brinda un particular «rincón del mundo» donde los recuerdos «del mundo exterior no tendrán nunca la misma tonalidad que los recuerdos de la casa. Evocando los recuerdos de la casa, sumamos valores de sueño; no somos nunca verdaderos his33 De hecho, ocurre un significativo dato: antes de entrar en la casa, en el primer poema de «Poemas de la vida vieja» ese hombre (tan caracterizado por su capacidad visionaria), «no mira nada», pues nada extraordinario se le revela. En cambio, a raíz de entrar en la casa, ese mismo hombre estará en permanente comunicación con el mundo a través de la mirada aferrada al tiempo.
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toriadores» (2000, 36). Precisamente, esa capacidad intrínseca de la casa por albergar los sueños es lo que hace de su imagen un espacio ideal para la revelación de lo misterioso, de lo más enigmático que rodea el interior del hombre. Pero, sobre todo, resulta reseñable cómo esa visión onírica parte de una emotividad que desvía la historia real acontecida, transformándose en pura idealidad, en mítica representación de una vivencia ausente. Pues la casa es centro convocador de los recuerdos, de los pensamientos, de la reflexión y de la protección. En este sentido, el protagonista medita, se siente protegido dentro de la casa frente a esas externas «formas que allí, vivas, / alientan» (poema 4). Por tanto —y siguiendo las indicaciones de Bachelard— sin ella el hombre sería un ser disperso, puesto que su identidad comienza a forjarse en el interior del hogar. Constituye el origen de su ser y es la referencia que le devuelve al pasado, donde la memoria encuentra la llave de su intensidad reveladora. En su interior queda condensada toda la infancia, los juegos, las ilusiones, las esperanzas, y el hombre, al recorrerla, encuentra motivos para la alegría y para la tristeza al mismo tiempo. Si, además, la casa se representa sin grandes elementos decorativos, significa que la intimidad se muestra con toda su esencialidad y son sólo unos pequeños elementos los que dan valor de hogar a la casa. Y, en consecuencia, más onírica y sugerente será cuanto menos elementos decorativos presente. Esto explica que apenas se nos apunten rasgos definidores de su interior y tan sólo se nos indique que tiene un sillón, una mesa, una alfombra, rincones, una cerradura, la habitación, un balcón, la sala, las vigas, la puerta y las ventanas. No obstante esta transformación del espacio real en espacio imaginario (y esto lo advertimos porque, ciertamente, la descripción se ajusta a la casa real del poeta en Elca) va a tener un factor importante: la penumbra que lo invade y lo modifica en el presente. Así, el poder transformador de la noche ha entrado de lleno en el interior de la casa que —efectivamente— siempre está en penumbra pese a la luminosidad del mundo exterior. Por otro lado, la casa, como elemento vertical, tiene ciertos contactos con lo celeste, y esto le confiere natura-
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leza comunicativa y reveladora, según dijimos. Pero esa clarificación verticalizada del símbolo comporta la paralela entrada en el mundo del inconsciente, del sueño y del descanso. Por lo que se remarca la doble vía de revelación: una, interior; la otra, exterior, que coincide, respectivamente, con la ubicación del protagonista en la casa. Y sobre este doble eje resulta sintomático que el ciclo temporal se visualice primero desde el balcón que, por sí mismo, reúne también dos cualidades especiales: estar en contacto con el mundo exterior, y con el mundo celeste al mismo tiempo. Sin duda, una especial cualidad de la casa es su permanente contacto con lo cósmico: el testimonio de los ciclos celestes, rodeada de naturaleza, le invade la luz o la sombra del cielo, etc. Estar dentro de ella le confiere, sin lugar a dudas, valor de santuario, en cuanto centro de revelación donde se cumple toda la aventura del protagonista en su fase final. La significativa ausencia de co-habitadores le resta neutralidad, por lo que, en efecto, no es un espacio de convivencia: aspecto que vuelve a reforzar su imagen como espacio de la intimidad. En la casa, pues, quedan inscritos no sólo los recuerdos de una edad dorada de la infancia como en «Poemas de la vida vieja», sino también un presente falto de luz: reconstruir la luminosidad de su interior es, para el protagonista, un deseo imposible de conseguir, ya que carece de fuerzas y de trascendencia para ello, sabiendo que, cuando le llegue la muerte la casa permanecerá a expensas del olvido, y lo que hoy es su vida (su mundo) será —para otros— signos de la memoria de su existencia. Se desprende de estos versos un último apunte con respecto al espacio de la aventura: es un lugar, en cierto modo, donde el tiempo cíclico de la existencia borra sus márgenes estrictos y deja que el protagonista divague por ellos en busca de esa identidad que desea certificar con su conocimiento. En la propia casa el pasado, el presente y el futuro discurren indistintamente. Así, igual que en su interior, somos testigos de una digresión al pasado, somos también conocedores del fatal vaticinio que le sobreviene.
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Francisco Brines con Carlos Bousoño, Mallorca, 1976
Pero sin esas notas de luz dispensadas por los recuerdos, la casa es una vieja morada apartada del mundo de la emoción y del encuentro amoroso-erótico (la ciudad). En definitiva, como lugar donde se lleva a cabo la iniciación de la aventura vital, la casa es foco del mundo interior. Frente al esplendor del mundo exterior está invadida por una fuerte carga de penumbra y oscuridad. Es también signo de arraigo con el mundo primigenio, y esto, en el desarrollo de «Poemas de la vida vieja», acaba traduciéndose en agridulce conocimiento de la naturaleza estrictamente temporal del hombre que se sentirá protegido del misterio que le rodea (propio del mundo exterior); aunque su apego a la vida (la casa) le prive de esa
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libertad suficiente para dejar de lado la noción de dolor que tiene el trágico destino diseñado para el hombre. De esta casa, llaman la atención las dos «vías» de conexión con el mundo exterior: la ventana (el cristal) y el balcón como «oquedades por donde entra lo visible y sale la visión» (Bachelard, 2000, 268). Son dos modos de interpretar las señales según su ubicación en la casa. De tal modo, la ventana está en el salón y es la vía de conexión paradójica con el mundo de menor alcance para la vista34. Justamente, desde la ventana el hombre «no adivina las formas que allí, vivas, /alientan» (poema 4). Por el contrario, el balcón está más cerca de lo cósmico, y lo que desde allí se revela es el tránsito de los ciclos celestes, la verdad absoluta del tiempo que, no por certera e incuestionable, deja de ser enigmática en su proceso de eterna renovación. Otro elemento es la puerta que, frente a la ventana (símbolo de privación y deseo coartado), da directamente al mundo exterior y, una vez atravesado su umbral, devolverá al hombre su posición existencial en el mundo, su relación con otros seres y con la propia naturaleza (Bachelard, 2000, 261). En todo caso, tanto la ventana como el balcón y la puerta son también elementos que revelan ese contraste entre la luminosidad del mundo exterior frente a la carencia de luz en su interior: un equilibrio que sería un indicador más del fracaso que supone tratar de detener el tiempo. De igual modo la habitación (símbolo arquetípico de lo sentimental, de lo pasional y de lo erótico) está sumido en ese mismo proceso de permanente nocturnidad que invade la casa; es decir, se representa bajo los efectos devastadores de la soledad y la tristeza. Incluso los propios ladridos del perro se vivirán de muy distinta manera: desde el refugio de la casa (es decir, desde 34 Varias son las interpretaciones suscitadas al respecto: por ejemplo, Duque Amusco advierte en la «ventana» valores que, si bien abren la mirada al mundo exterior (hermoso) es también un elemento que hace contrastar esa alegría exterior con la privación del interior, sumido en su propia infelicidad, oscuridad y desaliento (1979, 62). En cambio, para Dionisio Cañas la ventana es un modo de «enmarcar» la vastedad del mundo exterior haciéndolo conciliable con el interior reducido y habitable (1984, 31).
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el temor y el arraigo a los recuerdos) y desde fuera de la casa, donde el hombre se reencuentra con su libertad (pero también con su tristeza), atendiendo a su vaticinada muerte con aceptación y desarraigo interior. Así, en el primer caso, tras los ladridos del perro «Él podría, con gran fuerza, / también gritar, salir al campo frío / y liberarse del dolor», pero no lo cumple porque entiende que «el tiempo ha sido duro» y que su destino es morir lentamente, encerrado en sí mismo. En cambio, esos mismos ladridos ya se advierten como «alegría / súbita» una vez el hombre se ha abierto al mundo para contemplarlo con serena aceptación de su temporalidad; entonces, «Ya de nuevo / vive su corazón» (poema 7) y puede exteriorizar ese sentimiento abiertamente —«y apresura / un llanto fervoroso»—, hecho que anteriormente no podía llevar a cabo ya «que tiene viejo / su torpe corazón, y que a los ojos / no le suben las lágrimas que siente» (poema 5). Distanciarse de la casa es, pues, perder el mundo originario y adentrarse en el propio destino que le depara al protagonista: su singular tragedia. Salir de ella comporta estar preparado para afrontar el duro reto del conocimiento: la casa —la memoria— no es un refugio suficientemente estable como para salvar al hombre del paso del tiempo, ni lo preserva de él tampoco. Es más, la propia casa anuncia síntomas de derrumbamiento, de muerte, como si sus muros (lo que en términos simbólicos sería el cuerpo) no pudieran sostener por más tiempo todas las experiencias gratificantes de su interior. En suma, la figura de la casa es también la figura del protagonista, pues a ambos les aguarda un mismo destino: desaparecer con la noche. En todo caso, la victoria de su regreso es, igualmente, la imitación de su propia casa: volver a sentir la naturaleza, libre, y estar en comunión con ella, con pura esencialidad, «y le invadió la tierra / y el bosque, el viento, le invadió la madre. / Y tuvo buen sabor de su regreso». Por tanto, la única victoria que puede forjarse el hombre es la de encontrar su armonía personal con el mundo. En cierto modo, se asemeja este planteamiento a un particular panteísmo que integra al ser humano no como parte del armonioso plan de un ser superior y espiritual existente (el conocimiento
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que adquirirá el protagonista será precisamente su íntima soledad), sino de una realidad puramente material, cuya única ley regidora es —y así lo atestigua el libro— el amor. Una celebración de la vida como experiencia con el trasfondo de un tono desolado y escéptico dominante: «Pues ese era el aspecto que a mí me había equivocado, haciéndome ver sólo la nostalgia donde existía a la par la alegre satisfacción de la experiencia vivida» (Peña, 1981, 35). No hay, en consecuencia, lo que en la retórica clásica se conoce como contemptus mundi, pues no se cree en la inmanencia del ser humano, ya que es sólo una mínima forma temporal sin trascendencia cósmica y, desde luego, no se rechaza el mundo desde la aparente «atalaya» del lugar sino el sinsentido de la vida, bella, pero efímera y trágica. Precisamente esa confrontación desarmonizada entre la realidad interior y el mundo exterior se evidencia también entre el jardín (parte de la casa) y el campo, el monte o el bosque. En el primero se muestra el abandono, la dejadez del cuidado, la pérdida de su esplendor luminoso «El jardín está mísero, y habita / ya la ausencia como si se tratase / de un corazón, y era una tierra verde» (poema 1) a cuyo alcance llega la nostálgica mirada del protagonista; en cambio el campo y los montes son una «vasta espesura» (poema 4): no es tan reconocible como el jardín, pues siempre tiene algún misterio que revelar en su frondoso horizonte. El espacio simbólico del jardín se representa con unos constituyentes simbólicos más concretos, y con una impronta visiblemente mediterránea. Encontramos unos símbolos-arquetípicos florales que adquieren un especial relieve en la escenificación de la memoria a través de los sentidos: si bien, las flores no destacan por la evocación que provocan tanto su belleza como su colorido, tamaño e incluso su tacto afable. Tan sólo el aroma resulta conmovedor y restituidor, al mismo tiempo; y esto guarda cierta relación con el paraíso cristiano, forjado —en su experiencia personal— sobre la fragua de una educación todavía latente (Pujante, 2004). En conclusión, el jardín es el correlato de la casa hacia el mundo exterior: su aspecto actual (abandonado y mísero) viene a ser la misma imagen del hombre (deteriorado físi-
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camente por la edad). Es, en este sentido, un locus amoenus desmitificado por el tiempo, pero que, sin embargo, no se transforma en un locus eremus inhóspito, sino que, simplemente, le han restado ese efecto de realidad mágica que tenía antaño y ha reducido su esplendor a una forma idealizada de lo que fue pero que ya no es en el presente. En efecto, no sólo es el colorido del azahar, por ejemplo, lo que impulsa al sujeto lírico a esa percepción sensitiva de la realidad, sino su fragancia: «azahares / huelen por el desván, pesan los muros / y el hombre que la habita se detiene / para pensar vanos recuerdos» (poema 2). Dentro de este jardín «abierto» al paisaje mediterráneo en «Poemas de la vida vieja», tenemos el jazmín (poema 1) —que volverá a aparecer en el poema VII de «El Barranco de los Pájaros»—: pese a ser una flor originaria de Persia, tiene su hábitat peninsular por excelencia en la costa mediterránea. Su olor suele relacionarse con la época estival, por eso cuando el protagonista entra al jardín mísero —el otoño— «va pisando / los matorrales de jazmín» (poema 1) —se convierte en una clara evidencia de esa derrota de la plenitud luminosa (análoga al alma del protagonista lírico). Otro símbolo floral será el nardo (poemas 1 y 2): para Jean Chevalier (1999, 743) es una planta poco arraigada en el imaginario simbólico de Occidente. Su perfume resulta también sintomático, pues su exotismo y frescura llevaron a considerarlo de primer orden por la cultura oriental. Tanto fue así que el nardo acabó entrando dentro de la imagen tradicional del Paraíso, representando el símbolo de la humildad, ya que si bien es una pequeña gramínea que crece, sobre todo, en regiones montañosas (y no en jardines suntuosos), sus raíces y hojas —prensadas— dan un maravilloso perfume de distinción regia: y esto era, en fin, el ideal metafísico de la religión cristiana, que remitía a una riqueza interior y una humildad exterior35. 35 Bajo este significado aparece en el Cantar de los Cantares (cap. 1, 1213; cap. 4, 13-14) o en el Evangelio de San Juan en el pasaje de María Magdalena (unción en Betania, 12, 3) ungiendo los pies de Jesús con perfume de nardo.
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También la celinda (poema 1) —poco habitual en la tradición literaria— destaca por su fisonomía y por su fragancia, pues está conformada por tallos de hasta dos metros de altura, muy ramosos, con hojas sencillas y puntiagudas; sus flores se disponen en racimos, con el tubo del cáliz aovado y la corola de cuatro o cinco pétalos, blancos y muy fragantes: «las celindas / todas se entregan». Véase que tanto el jazmín, como el naranjo (azahar), la celinda y el nardo tienen las flores blancas con lo que refuerza su imagen de pureza y luminosidad, pero sobre todo, su naturaleza divina en claro contraste con la ausencia de dicha divinidad. Como ya dijimos, el azahar es una de las fragancias que más claramente evocan al recuerdo. Para Ricardo Senabre esta flor no es tan sólo un motivo paisajístico, «aporta una nota de color y una connotación de pureza que se integran en la línea de sentido jalonada por los otros componentes de este paraíso recreado mediante la palabra» (1998, 377). En efecto, el azahar reconstruye principalmente una emoción a través de su embriagadora percepción y esto es lo que provoca su diluida presencia en el ámbito del jardín. Además, es la flor del naranjo, y simbólicamente, éste se refiere al amor, por tener un color tan encendido con sus frutos. Para Jean Chevalier (1999, 741), en cambio, esa imagen simbólica del amor tiene un valor más profundo a raíz del concepto arquetípico del fruto con simientes: la fecundidad, que en el texto de Brines no tendrá aplicación como tal. No obstante, la emoción condensada en el naranjo, naranja o azahar entronca con ese punto de unión del espíritu (amarillo) y la libido (rojo), aunque tal equilibrio tiende a romperse en un sentido o en otro «y se convierte entonces en la revelación del amor divino, o en el emblema de la lujuria» (Chevalier, 1999, 93)36. Pero principalmente, como símbolo, el naranjo se encuentra muy próximo al festín carnal de la Tierra Madre: es un elemento del más estricto 36 Por eso, las flores del azahar que se ciñen a la frente de los recién casados o del ramo de la novia, combaten (al igual que suplanta, en el árbol, a la naranja) el exceso de los paraísos terrenales, espiritualizando la unión matrimonial.
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paraíso terrenal, en cuanto celebración de los sentidos y plenitud de la fogosidad emocional, de ahí que en Las brasas los naranjos no vengan definidos por su fruto (plenitud carnal negada), sino por la evocación —inútil por cuanto nada restituye— de esa plenitud (azahar). Pero bajo esta directriz podemos entender que al afirmar «Se ensombrece el naranjo» (poema 2) se da por perdida esa celebración del cuerpo como centro del amor carnal, es decir, de la aventura, por eso los recuerdos sugeridos por el azahar resultan «vanos». El cuerpo siempre experimenta la derrota, incluso la del placer puramente carnal. Igualmente, en el sexto poema, frente a la soledad del protagonista y la penumbra de los muros de la casa, «los naranjos arden fuera / de luz», marcando así la disonancia entre hombre y mundo, en una celebración desigual del paso del tiempo. En el octavo poema se nos incide en un regreso a la Tierra Madre, con lo que ese «arder» de los naranjos acabaría siendo también —y sólo tras ese último reencuentro— un «arder» total del hombre, convertido en polvo —«y olvidarán su nombre» (poema 2)— o ceniza al más puro estilo quevediano, dentro de una comunión plena con el Mundo desde la no-conciencia que significa la muerte. También el limonero (poema 2) aparece dentro de esta escenificación simbólica del jardín. De tradición machadiana (y ecos hernandianos), el limonero suele asociarse a la infancia. También, por el sabor del limón, remite al sentimiento agridulce del enamoramiento, principalmente si este no es correspondido. Tengamos en cuenta que el amarillo —color de los limones— representa la eternidad, sobre todo en el imaginario cristiano, que lo asocia, entre otras cosas, al oro y a la luz. Además, según apunta Chevalier, el amarillo «triunfa sobre la tierra con el verano y el otoño […] Anuncia entonces la declinación, la vejez, el acercamiento a la muerte» (1999, 88). Interpretación que se ajusta perfectamente a ese verso brinesiano que afirma, «limoneros doblando los caminos» pues se adapta —excepcionalmente— al plano temporal efectivo de la escena —otoño— dando un mayor efecto de realidad a la representación no exactamente descriptiva en su fin. Pero, por otro, es una antici-
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pación simbólica de ese destino que el protagonista viene a cumplir como fin último de su aventura: la muerte vista desde la irreversibilidad del camino. Llamativa resulta la figuración de la vid: símbolo de tradición cristiana por excelencia (aunque en la cultura griega también tiene su importancia a la hora de identificarlo con Dionisos) puede llegar a condensar simbólicamente la propiedad de la vida, y por consiguiente su promesa y su valor (Chevalier, 1999, 1067-1068). A menudo representa el árbol de la Vida y el núcleo de creación del postrero vino, que desde el imaginario cristiano, remite al Conocimiento supremo a través de la comunión. Curiosamente, en ese imago mundi exterior diseñado por Brines, tan certero en su visión paisajística, y tan ajustado a las consecuencias del tiempo y del espacio de ese mismo jardín (otoño y sus notoriedades paisajísticas) encontramos que están «mustias las vides» (poema 3) dentro de un marco escénico que remite a una irrevocable muerte: sin Vida el hombre se adentra en el final del tiempo y su muerte —como la del racimo— no traerá más vino (conocimiento) —sino silencio y olvido. Frente a ello, el monte, junto al campo, sigue otro curso temporal distinto que hemos definido como “celeste”, y su peculiar característica estriba en ser el mundo circundante de esa interioridad del protagonista. Su armonía, en todos los sentidos, se confronta abiertamente con la desarmonía dominante en el jardín. En ese espacio del jardín «abierto» existe también un árbol cuyos valores simbólicos arquetípicos quedan modélicamente reflejados en el libro: el pino, a pesar de que, en efecto, en la descripción del paisaje de Elca necesariamente deben remitirse a los pinos que lo pueblan. Tradicionalmente el pino se ha considerado un símbolo de inmortalidad debido a la perennidad de su follaje. Pero también simboliza la potencia vital, la erguida presencia de la vida. Vitalidad y eternidad son, pues, dos valores asociados a su imagen. En este sentido llama la atención que en el sexto poema de «Poemas de la vida vieja» tras la reveladora visita de aquel extraño «visitante» que modifica la concepción vital del protagonista lírico, se contraste tan nítidamente el interior de la casa (que es el corre-
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lato del yo), frente al esplendor del mundo bruñido de un nuevo ciclo cosmogónico donde si «los naranjos arden fuera», también «suben / encendidos los pinos por el monte» mostrando figurativamente esa vitalidad renovable, imperecedera del mundo. Su aparición en «El Barranco de los Pájaros» mantiene los mismos valores, pues en el poema IV, tras el oscuro pasaje del bosque, y anunciando la desdicha del grupo, los pinos «se ocultan» en la bruma del tiempo, segando —junto con las pedradas— la vitalidad que regía al grupo, y quebrando la aparente claridad de la ascensión, como ocurre también en el tercer poema de «Otras mismas vidas». Por último, ese mundo representado —el jardín—, tan singular en su combinación de símbolos escénicos, tendrá en la rosa y en el helecho sus dos últimos componentes reseñables. Por un lado, la rosa, que será tan característica de toda la obra de Brines, es sin duda uno de los arquetipos por excelencia de la cultura occidental. Convertido en el símbolo del amor tradicional, en Brines adquiere otro valor simbólico teniendo en cuenta que las cualidades que definen a la rosa son la belleza y su naturaleza efímera: atributos que Brines asocia a la Vida. Así, en el séptimo poema de «Poemas de la vida vieja», dentro de esa aceptación del destino, el héroeprotagonista percibe cómo «de las rosas / sube un olor y una inquietud constante»: inquietud por saber que está próxima la muerte frente a aquella atemporalidad de la infancia. Como recuerda Jean Chevalier, la «rosa, por su relación con la sangre derramada, parece a menudo ser el símbolo de un renacimiento místico» (1999, 892). Interpretación que, en efecto, parece efectuarse en los versos citados, aunque ese «falso» o inverso misticismo acabe inquietando al protagonista, pues éste sabe la intrascendencia de su historia y la irreversibilidad de su tiempo, de ahí, lo inútil que resulta tanto la purgación espiritual como la aspiración de una eternidad congraciada con lo divino. Sin embargo, la adecuación imaginativa de Brines alcanza aquí, de nuevo, un sorprendente realismo plástico, ya que si bien las rosas florecen en verano principalmente (o finales de primavera) su flor— si las condiciones climáticas lo permiten —perdura cerca de cinco o seis meses en su segunda floración. Es decir, hasta
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el mes de septiembre. Esto nos remite a aquel verso inicial «¡Qué septiembre / cubre la tierra» (poema 1) y justifica el olor apurado y estremecido de las rosas, al borde de su final. Y lo más llamativo es que, justamente, estamos en otoño: es decir, El otoño de las rosas (la vida vista en su fase de acabamiento) que será el título de uno de los libros más emblemáticos de Francisco Brines. Dato que, sin duda, apunta hacia la pasmosa coherencia de su visión de mundo. Por su parte, el helecho, que carece de un valor simbólico arquetípico, se cultiva en lugares húmedos, sombreados y al abrigo del sol. Son plantas características del paisaje mediterráneo precisamente por la humedad que requieren. Si bien, esta planta no pertenece al espacio propio de Elca (marcado por la luminosidad de la vegetación) sino al utópico-ideal de la aventura: «Sobre la mesa los cartones muestran / retratos de ciudad, mojados bosques / de helechos» (poema 3). Esa «nocturnidad» aquí tendrá un valor indirecto referente a las emociones, al mundo de la revelación, de la pasión, de lo oculto y lo trasgresor. No en vano, remiten a un paisaje isleño muy próximo a la costa griega y, si recordamos las palabras de José Andújar Almansa, dicho paisaje, asociado a una época remota, «clásica», guarda ciertas reminiscencias de paganismo, de celebración de la homosexualidad, de refugio del placer carnal (2003, 90). En el poema IV de «El Barranco de los Pájaros», dentro del pasaje oscuro del bosque y de las pedradas, sumido en la nocturnidad de estas experiencias turbadoras, vuelven a representarse los helechos como plantas dominantes en un ámbito de nocturnidad y humedad remitiendo a la transformación del protagonista, a la culpabilidad subyacente en la concepción del pecado como resultado de la búsqueda de un sentido a la materia. Y todo bruñido de un ambiente de nocturnidad pues, como se sabe, la noche es el ámbito predilecto de las transformaciones. En el «El Barranco de los Pájaros» estos símbolos florales— ya no vistos en el jardín, sino en el campo —seguirán teniendo esa relevancia figurativa, pues no sólo remiten a un fondo escénico pasivo. No obstante, irán perdiendo presencia en el libro, de tal modo que si resultan predominantes en
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«Poemas de la vida vieja», ya en «El Barranco de los Pájaros» se reducen las referencias al respecto, y en «Otras mismas vidas» aparecen escasamente. Por un lado, tenemos las adelfas, que constituyen una revelación: su cualidad física lo identifica por su parecido con el laurel; el laurel (que, por otro lado, aparecerá en el poema 2 de «Otras mismas vidas») se refiere arquetípicamente a la eternidad, especialmente en la cultura romana. Precisamente si en Brines la Vida es el Engaño y su itinerario una farsa, resulta curioso que, tras la ascensión a la montaña, el protagonista (deseoso de encontrar allí el laurel que proporciona la gloria) encuentre la adelfa, es decir, el engaño que supuso su hoja y su flor. Así, tras la promesa de la eternidad como victoria se encuentra el Engaño mortal y certero que la pérdida de la juventud certifica. Las violetas también aparecen en el poema IV de «El Barranco de los Pájaros». Arquetípicamente condensan, por su color, la templanza, la lucidez y la reflexión así como el equilibrio entre cielo y tierra, los sentidos y la mente, la pasión y la inteligencia. Es el color —dentro del imaginario cristiano— de la pasión de Cristo. Y, por tanto, es el color del sacrificio, vía de la penitencia con el fin de alcanzar el equilibrio emocional, de ahí que también se asocie la violeta con la muerte y el reencuentro con el Padre en el Paraíso: privación de la carne y sublimación del espíritu. En Brines, de nuevo, adquieren cierta singularidad representativa, pues las violetas son flores —aromáticas también— que florecen desde el verano hasta el final del otoño. Curiosamente este poema se sitúa temporalmente en ese «otoño de la existencia» remarcado por la «seroja» y los troncos de «amarillas franjas» de versos anteriores. También requieren una ubicación húmeda y resguardada del sol, de ahí que se asocie, en el poema, al helecho y, en consecuencia, queden al margen del espacio propio: «violetas suavísimas, helechos». 37 De todos los poemas juanramonianos destaca el titulado «Alba» de sus primeros poemas englobados en Anunciación (1898-1900) que, por diversos motivos que atañen a la temática y al tono de todo el libro, es un claro referente pictórico y escénico en este primer poemario de Brines.
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En Juan Ramón Jiménez —directa influencia37— las violetas son las flores de la nostalgia, como en Brines, aunque éstas no se vean «dramáticamente», sino desde la naturalidad de la aceptación estoica del destino: de ahí su equilibrio ya mencionado, su revelación desengañada y su voluntad de alcanzar la cima en un gesto de aceptación última, de sacrificio que, sin embargo, albergará un reencuentro nada metafísico, sino estrictamente material donde él «ni escucha nada / de fuera de su cuerpo» (poema VII). El romero es un elemento escénico de clara identificación mediterránea y montañosa: «Al otro lado de la cumbre, bajo / los matorrales de romero» (poema VI). Al ser un matorral bajo y no excesivamente frondoso, despeja la visión y esto, en «El Barranco de los Pájaros», connota la capacidad de poder observar el camino recorrido, sin árboles. Pero también implica el no tener refugio, ni sombra, con lo que la ascensión acabará teniendo un paisaje de desolación, de desamparo. Finalmente, el laurel, como ya avanzamos, aparece en el segundo poema de «Otras mismas vidas», manteniendo, en primera instancia, su valor arquetípico de gloria eterna, «¡Ay, rincones / de la casa, vivía en el laurel». Pero también tiene otros valores simbólicos con justificación en Las brasas; por ejemplo, el laurel se tenía o consideraba como protector contra el rayo (Chevalier, 1999, 630) cuando, precisamente, vimos que el rayo y el hacha o la piedra significaban lo mismo (la conciencia temporal). En Brines tampoco el laurel podrá librarlo de esa derrota, pues como muestra este mismo poema «Pero una aguda piedra te hirió» o como en el poema siguiente se apuntará «En contra de esta lanza que se clava / no hay escudo de bronce», aunque esto hace referencia, a su vez, al poder del amor. De tal modo que, si el laurel simboliza la inmortalidad adquirida por la victoria (la infancia gigante y poderosa) la vergüenza de la derrota traerá consigo la pérdida de esa misma gloria, condensada simbólicamente en el propio laurel. Hay que tener presente que en los ritos de preparación bélica, el laurel se entregaba al Dios protector para que lo bendijera y así dárselo al guerrero en cuestión: y es el abandono
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de esa divinidad lo que marca el carácter solitario y dramático del protagonista lírico, expósito a la suerte de su destino fatal e irrefutable. El campo, tanto como el bosque y la ciudad, representa, pues, un espacio propicio para el descubrimiento una vez iniciada la salida de la casa y el protagonista se adentra en el desciframiento del mundo. Es el destino de todo hombre que parte de su hogar primigenio: allí debe encontrarse la difícil tarea de existir en comunicación con los demás, aquello que es el no-yo. Constituye el foco situacional en el que el héroe evoluciona —aunque negativamente— como ser en su madurez. Es el espacio de los desafíos, de las pruebas y de las experiencias no consigo mismo, sino con aquellos elementos que conforman la realidad. Es tanto un lugar para el amor erotizado como para el odio y la indiferencia, pues cada hombre vive su propia experiencia de un modo distinto y según unas muy concretas necesidades pasionales (tácticas de su autoengaño): espacio de seducción y de atracción del mal (visto desde la culpabilidad y el pecado derivado el pensamiento cristiano). La ciudad, por ejemplo, se representa lejos y expectante de que el hombre vuelva a habitarla de nuevo. Es el espacio de todos y de nadie y eso le confiere esa gélida condición de no tener memoria. En ella, «millones de hombres viven juntos, desconocidos, solitarios; sabe / que una mirada allí es como un beso» (poema 3), pero él, en verdad, «ama una isla, la repasa / cada noche al dormir» (poema 3) porque entiende que en la ciudad nada le ata sentimentalmente, ya que hasta el amor resulta furtivo, transitorio, efímero. Finalmente, la ciudad y el bosque son lugares para la aventura dinámica, la del conocer los misterios de la convivencia, de la soledad entre la gente, del amor y de los desengaños. Son focos previstos para la iniciación del conocimiento de la realidad, pero que, en ningún caso son definitivos, pues nunca se regresa a ellos en última instancia, sino que se les experimenta y se les abandona una vez entrado el hombre en la vejez. Por tanto, son espacios de transformación (transitoria, eso sí) pero no de cierre o conclusión, como sí lo es el jardín donde, tanto puede llegar a habitar la ausen-
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cia como los limoneros van «doblando los caminos» (poema 2) cerrando así, simbólicamente, el regreso ante esas estaciones del «destierro» (poema 2) que vuelven cuando el propio protagonista regresa. También la montaña simboliza lo céntrico sagrado para Mircea Elíade (2002, 21) y Leonard Lutwak (1984, 40 y sigs.), quienes lo comparan con el templo y la ciudad sagrada como tres arquetipos del axis mundi. Cierto es que el símbolo de la montaña, junto al motivo de la ascensión vital, ha sido —y es— bastante prolijo en la tradición literaria si, como viene siendo característico, éste se complementa, a su vez, con el tópico tradicional de la «vida como camino». Pues la ascensión a la cumbre de la montaña es un correlato alegórico que nos actualiza un concreto modelo simbólico en sí, tras el que asociamos la lenta subida a la montaña con el transcurrir de la vida —representación del homo viator—. Pero su peculiar significación resulta más compleja debido a que participa —como en el caso de la «casa»— de los valores de la altura (la verticalidad trascendente) y del centro (espacio sagrado, ámbito de revelación). En este sentido «El Barranco de los Pájaros» será representación alegórica de un transcurrir vital a cuyo fin le debería corresponder una vivificadora y renovadora revelación; pero, en cambio, será el desengaño el último resultado de la ascensión, como si esa misma trascendencia de la montaña perdiera, finalmente, sus cualidades mágicas para más desesperación del hombre. Mantiene, pues, su valor de ámbito de revelación, sólo que revertida sobre su propio desenlace fatal y su trágico mensaje: la muerte en soledad y la carencia de una posible salvación por parte de lo divino. El motivo de la ascensión a la montaña se escuda también detrás de ciertos mitos primitivos. Es más, en algunas creencias populares se hace alusión a una época muy lejana en la que los hombres «no conocían ni la muerte, ni el trabajo ni el sufrimiento, y tenían al alcance de la mano abundante alimento […] Como consecuencia de una falta ritual, las comunicaciones entre el cielo y la tierra se interrumpieron y los dioses se retiraron a las alturas» (Elíade, 2002, 92), de tal modo que la ascensión a la montaña vendría a ser una
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Francisco Brines en una lectura poética de Las brasas (Instituto Boston de Madrid, 1960)
errante peregrinación sobre la base de la trascendencia perdida y aplacar así el desarmónico mundo en el que quedó atrapada la conciencia del hombre. Y, en este sentido, la ascensión a la cumbre muestra esta misma búsqueda para restituir la trascendencia, la armonía entre cielo y tierra, el origen en definitiva, pues a pesar de la certeza de la Nada siempre se espera de la Vida una respuesta trascendente. La montaña tendrá dos ejes que la dividen según las edades, y que, de este modo, adquieren un ajustado reparto por las edades del existir humano. Tendremos, por un lado, desde el valle hasta el bosque donde, modélicamente, queda configurado un locus amoenus, viniendo a representar la «edad dorada» de la infancia y de la juventud. Se caracteriza por la armonía del hombre con la naturaleza con un prado con árboles frondosos, sol y sombra, suave brisa, proximidad de un arroyo o fuente, el armónico canto de las aves… bruñidos de descanso y amor. En el texto, precisamente, vienen a coincidir estos mismos rasgos descriptivos tan deudores de la tópica literaria.
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Frente a este idílico paraje quedará configurado un paso intermedio: el bosque, que —recordemos— era el espacio de la aventura y de la incursión en lo desconocido e incluso un ámbito de lo maligno y sobrenatural. Sin embargo, un breve paso por ese mismo bosque no sólo le descubre «la ley de la tierra» (que es el abatimiento del árbol), sino que, además, resulta trágico para el grupo de viajantes. A partir de aquí se va a conformar un nuevo espacio, que será, por otra parte, el de la ascensión solitaria y herida: el locus eremus que —retomando la decoración tópica— constituye el paraje opuesto al lugar ameno donde las flores y el prado se convierten en peñascos y parajes desérticos. En consecuencia, la difícil ascensión se cumple atravesando este paraje tan desolado y opuesto al anterior, con la esperanza de volver a encontrar otro locus amoenus en la cima (como recompensa a su esfuerzo), pero que acabará con un fatal descubrimiento, ya que nada restituye el paraíso de la infancia. Estaríamos frente a un modélico esquema de confrontación entre el pasado y el presente dentro de los estados vitales del ser humano en su ascensión vital. Así, no cabe duda que «El Barranco de los Pájaros», también desde la mitificación de su espacio, cumple con una perfecta unidad estructural entre los siete poemas que componen la alegórica serie, viendo, además, que de la propia distribución de estos (su estrecha y directa relación con esa figuración simbólica del espacio), tendríamos un primer bloque de tres poemas (locus amoenus) con los indicios ya de la ruptura en el tercero de ellos, más un eje que marcaría la salida del bosque (en soledad), pero que, a la vez, serviría de umbral para encaramar la ascensión desazonada, narrada en los tres últimos poemas y atravesando un particular locus eremus. En conclusión, no cabe duda que el estudio de la estructura como arquetipo de creación ha devuelto la idea de un poemario francamente bien elaborado de principio a fin, sobre todo en sus constituyentes simbólicos internos. El foco espacial del libro al completo se debate, en sus líneas generales, entre la luminosidad y la armonía de una edad primigenia, y la decrepitud de un desolado tiempo presente,
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carente de todo indicio de vida y de sentido. Mirada elegíaca, en resumidas cuentas, que cohesiona el texto sobre la tensa confrontación de un pasado perdido y un tiempo presente de permanente privación a cuya solución sólo la muerte (el olvido) responde como única forma posible de devolver al hombre a su anterior armonía con la naturaleza, aunque esta no sea vista como salvación, sino como certificación de una inútil existencia carente, en sí, de sentido y continuidad frente al mundo. 5.5.
La dimensión simbólica del marco temporal
Si la representación del espacio nos ha devuelto una imagen —complementaria— de ese sujeto lírico que acapara toda la atención del libro, la propia representación del tiempo modifica, de manera ostensible y significativa, su imagen expuesta a través del espacio. Es decir, dentro de la construcción simbólica brinesiana, donde el protagonista lírico se constituye como centro de atención, quedan manifestados dos vectores que certifican su naturaleza: el espacio y el tiempo. Por tanto, la figura, en sí, del protagonista no sólo responde a unos rasgos singulares de identificación, sino que esa identidad, difusa por momentos, queda remarcada y completada bajo las coordenadas del espacio-tiempo que, sin duda, son los grandes frentes de contraste con los que el sujeto lírico brinesiano acaba erigiéndose como un ser trágico y en proceso de desrealización: En un claroscuro, en el que el cuerpo se convierte en bulto; el bulto, en oquedad; y el hueco que ocupa —tanto como deja— la persona, se transforma no en el yo de la persona, porque el él es el pronombre de la no-persona. Ese paso del yo a él —proporcional al procedimiento del claroscuro en la pintura— es simultáneo y acorde con el sentido del tiempo, tal y como aparece en su brinesiana interpretación: el tiempo que ahora es, difumina al que ahora soy, y lo convierte en gris, el claroscuro de la sombra que, después, seré y que anticipa —tanto como dibuja— un futuro no-ser: el de mi muerte, instantaneizada en el presente que constituye ahora
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mi vivir, y cada acto de ese mi vivir, y que tiende —como quien lo vive— hacia la acción final de cada vida, en cada acto ya anticipada (Siles, 1992, 275).
Toda la poesía de Francisco Brines parece centrarse en la representación de un sujeto que contempla el paso completo de un día con su noche, desde su mayor plenitud y luminosidad hasta el alba (Cañas, 1984, 24). De este modo, la marca de temporización viene apuntada, especialmente, por la transición del marco diurno / nocturno y no sólo por la contextualización general de las estaciones con su respectiva reminiscencia simbólica —aun contando con algunas referencias explícitas, sobre todo en «El Barranco de los Pájaros»—. En consonancia con las palabras de Dionisio Cañas, podemos observar un proceso de nocturnidad debido a que tanto el espacio emblemático (la casa), como el sujeto lírico (el viejo) van siendo acechados por un continuo proceder temporal, devastador e ininterrumpido a lo largo del libro (Arlandis, 2006, 194). Así, desde su permanente reformulación como telón de fondo, la sombra queda como auténtica piel del poema (haciendo valer una comparativa en torno a su cíclico discurrir) en su constante procesamiento de muerte y renovación. La transición del ciclo celeste es, sin lugar a dudas, una de las notas más destacadas y relevantes del conjunto macrotextual de Las brasas, pues, precisamente, esa transición temporal da coherencia y continuidad a cada una de las partes que, del mismo modo, tendrán una marcada dependencia con respecto al marco temporal en su conjunto. «Poemas de la vida vieja» se distingue, precisamente, por esa permanente y constante amenaza de la sombra y de la noche: pues se nos narra cómo esa noche se apodera paulatinamente del protagonista lírico hasta su disolución como individuo. Así, en el primer poema ya se nos presenta la llegada de la noche por el balcón de la casa de modo simultáneo a la entrada del visitante: «y una sombra fría / penetra en el balcón» y cómo ese atardecer ya casi cumplido anticipa la entrada súbita de la muerte total del día «y es un aliento / de muerte poderoso». Posteriormente, el segundo poema comienza de nuevo con
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ese total asentamiento de la noche que todo lo inunda con su sombra y, de nuevo, en el poema siguiente vuelve a comenzar con el total vencimiento de la tarde donde el visitante se convierte en «un bulto de sombra». Es cierto que no existe una dramática visualización de los cambios temporales: un tono meditativo, crítico y sereno define estos poemas; pero también es cierto que la entrada de la noche no responde a una invitación saludable por parte de la luz, pues esta «invade» la realidad y sus formas, con su poderosa fuerza aniquiladora, transformándola en una nueva realidad, que es, a la vez, caótica. Por eso, en el siguiente poema hay un «aire oscuro / quien ha caído en tierra con dolor», ya que la noche conlleva el dolor de la ceguera, del engaño y de las falsas esperanzas. Tradicionalmente, la propia noche se ha representado también como ámbito predilecto para las revelaciones; sin embargo, esas revelaciones del «oscuro / mundo de fuera» le crean confusión e inestabilidad emocional, como si la amenaza fuera real pero sin forma asible. Tras este conato de temor, se evidencia la nueva revelación fallida y el nuevo cumplimiento del ciclo celeste: es decir, el tránsito de la vida sin encontrar su certera respuesta. Curiosamente el quinto poema comienza con la visita de otro visitante: la juventud que, aunque cansada, aún trae una «débil / luz en los ojos»; aunque —como ya hemos visto— él sigue «Arropado en las sombras» porque, sin duda, el ciclo celeste no ha concluido, y la noche persiste como marco del sueño. Ciertamente, tras establecer esas correspondencias temporales tan marcadas en el poemario, podemos constatar que esa extraña visita de la juventud bien pudiera ser interpretada como una visión onírica, un espejismo fruto del delirio emocional, aunque decididamente renovadora en un medio de conceptuar el paso del tiempo por parte del protagonista: entramos en un período de aceptación de la muerte como destino. No en vano, el número 5, dentro de la simbología tradicional, al suceder al 4 (número también que señala la terminación), marca el comienzo de un nuevo ciclo. Dentro, todavía, del ámbito nocturno, si asociamos la mañana a la juventud, pronto tendremos un lógico orden
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interno, ya que al marcharse de la casa, seguidamente, «La tarde abandonó la sala quieta». En este sentido, sendas lecturas tienen igual validez, por eso, tras la abrupta marcha de esa juventud (tan débil y cansada), de nuevo «Vela el sillón la luna, y en la sala / se ven brillar los astros» dejando abierta su valoración interpretativa a través del llamativo espacio en blanco que se distingue en la propia página. No obstante, esta clara incursión en las experiencias transformadoras de la noche ha devuelto a un «hombre / cansado de esperar», por lo que la revelación ha tenido el trágico desvelamiento de la conciencia del ser humano, pero no ha dado señales de esclarecedora luz, ni de resorte interior. Ya en el sexto poema, continúan «en penumbra / los muros» mientras que —contrariamente— «Los naranjos arden fuera / de luz, y el mar de velas blancas, suben / encendidos los pinos por el monte». Se rompe aquí la correspondencia entre el ciclo celeste y el ciclo personal, pues el primero es constante, repetible y se reafirma cada día como un somero acto de destrucción y renovación cosmogónica, mientras que el hombre es todo lo contrario: no tiene renovación posible, su ciclo personal es único e irrepetible como individuo y está invocado por el olvido. Ese proceso de nocturnidad debe ser trascrito, paralelamente, como paulatino proceso de desposesión vital, lo que sin duda acaba certificando la total desdivinización del protagonista en los versos finales. La secuencialización temporal continúa su curso implacable, por eso en el poema siguiente, el número 7, se nos hace referencia a esa tarde que está concluyendo: «con el calor el día / va rodando a su fin». En efecto, la precipitación hacia la noche —y más en la época de otoño como ya se nos había adelantado en los dos primeros poemas (cuando la luz del día se acorta a mitad de tarde)— queda reforzada por ese «rodando», como si el descenso de la sombra fuera inevitable y —además— abrupto. Justamente, dentro de ese rodar queda insertado un silencio donde sólo «rueda la alegría / súbita de los perros» creando una extraña armonía entre el silencio y la noche. Pero la visión del tiempo también se relativiza: el anciano siente su fracaso en ese intento imposible por detener el
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tiempo, y cada vez se admite más débil ante tan titánica empresa; sin embargo, esa misma imagen de derrotado tiene su propio contrapunto en su juventud donde se celebraba el paso del tiempo como continua aventura descubridora: «En el amor era veloz el tiempo, / iba pronto a morir, y en vano el joven / pensaba detenerlo». En la juventud, pues, el ciclo celeste es visto desde la exaltación y el gozo, es decir, desde la donación y vivencia de experiencias enriquecedoras, aunque ya representadas como efímeras. Por el contrario, desde la ancianidad cada ciclo temporal cumplido es una pérdida más, una nueva derrota, una condena a ser testigo pasivo de su propia denigración, como también le ocurriera al maltrecho Prometeo (testigo atroz de su eterna y ejemplarizante condena). La tarde se rinde ante el poder de la sombra y su amenaza ha hecho que «La casa, oscurecida, / se ha perdido entre los árboles»; por tanto, frente a la noche como frente a la muerte, no hay refugio ni salvación posible que pueda construir el hombre. Tras esta evidente carencia de salvación, el último poema comienza con «Le detuvo la noche» y se muestra, de esta manera, la incidencia del ciclo celeste sobre el devenir del protagonista: es la noche quien lo detiene en su propia precipitación hacia la muerte trayendo consigo una nueva revelación desoladora (v 21) que él admite como destino. A pesar de la llegada de la noche como señal de su muerte (espacio en el que él queda confundido entre las cosas, se une a la madre-tierra, se disuelve como individuo), también se advierte la presencia del alba (v 28), como si esa noria del ciclo celeste no cesara. Este proceso de nocturnidad traerá consigo un dato importante que hay que destacar: con la noche, el misterio de las formas estremece al protagonista pues éste no alcanza a descifrarlos; por tanto, la noche es siempre un misterio que se apodera del mundo, de la realidad y del hombre, y en el que éste proyecta sus sueños, es decir, inventa otra realidad, improvisa otra luz y otro modo de conocer y conocerse. De nuevo nos pueden asaltar las lecturas en clave metapoética. Sin embargo, el misterio de la noche prosigue ajeno a la capacidad aprehensiva del propio hombre. Ahora bien, la
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noche es también el ámbito de la aventura, pero sólo para el joven; en cambio el anciano ve en la noche un preludio de la muerte que —implacable— avanza poderosa con su sombra, borrando el mundo a su paso y, al mismo tiempo, borrando aquello que reconocíamos, por tener un valor referencial emotivo. Pero, además, resulta curioso cómo el tiempo de la luz (la mañana) pasa fugaz, incontrolable también, mientras que la tarde (la madurez) se alarga más, y la noche, finalmente, resulta ya excesivamente duradera, como la propia vejez, que se siente como un largo trayecto por la muerte paulatina de los sentidos, de la armonía y del deseo. Sintetizando esa perfecta unidad temporal que vertebra «Poemas de la vida vieja», podemos constatar que el foco temporal dominante es, sin duda, la noche ya que, por su céntrica disposición, copa mayor número de referencias. Con todo, queda de manifiesto la casi perfecta distribución de los poemas con respecto al orden temporal que, correlativamente, tienen; así, existe un diseño casi simétrico y reincidente, lo que potencia más la voluntad unitiva de esta parte del libro pero, a la vez, potencia la valoración del ciclo celeste en su constante destrucción y renovación, dentro de una armonía de la que el hombre, al nacer, fue expulsado. He aquí, pues, uno de los principales fundamentos de la poesía brinesiana al completo, perfectamente definido ya en Las brasas. Frente a «Poemas de la vida vieja», la segunda parte del libro ofrece una distribución temporal menos singularizada, pero mucho más unitaria todavía. Ciertamente existe una correspondencia entre los actos y las edades que pasan los viajantes y las respectivas estaciones del año como marco general o como régimen de su particular ciclo celeste. En definitiva, existen dos planos temporales que atienden a dos modos de ordenar la existencia: por un lado, el orden diurno / nocturno; y por el otro, el ciclo de las estaciones anuales de signo más general, y como clara alegoría de las cuatro edades del hombre (infancia-juventud-madurez-vejez). La aventura de la ascensión comienza temprano, donde la propia mañana «buscaba con su luz el acto viejo / de hallar
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el mundo en ella». De hecho, esa concepción del ciclo celeste siempre en permanente renovación (frente a la exclusividad del tiempo humano) se evidencia tras el «acto viejo» que se repite todas las mañanas, pero que, sobre todo, es la vía de conocimiento del mundo. Justamente, en este período de la infancia, destacan los sentimientos de alegría, inocencia y compañía. Pero un ciclo se cierra para abrirse otro nuevo: la juventud, como umbral hacia la aventura cognitiva, donde «La luz llegaba ya a nuestras cabezas / desde el lado del mar, y enfrente el bosque / nos acogió con su penumbra roja» (poema II). El ciclo diurno / nocturno es, pues, el indicador de los cambios de edad, de los ciclos personales. La noche, el ámbito de la revelación y de las pruebas iniciáticas, de las experiencias vividas y de las transformaciones, se corresponde y equipara con el bosque brumoso, pero una vez superado el temor a esa misma noche de transformación («Pero el bosque dejó de ser misterio» [poema III]) y la escisión del grupo con la consecuente soledad final, nacerá un nuevo ciclo en el que el protagonista se verá —esta vez— herido, cansado y solo, mostrando así una nueva etapa ajustada a esa transformación de las experiencias nocturnas. La transformación interior se confirma cuando el poema siguiente comienza con «De nuevo el sol estalla»; donde, efectivamente, ese «de nuevo» hace referencia al cíclico cumplimiento de los plazos temporales. Pero el ciclo temporal del ser humano es breve, y por eso, cuando cree estar alcanzando la victoria de su ascensión la tarde llega a su fin, y una nueva amenaza de sombra se cierne sobre el hombre ya maduro: «El cielo, sin mesura y vano / advierte la fatiga de aquel hombre». Por tanto, el cielo es un indicador de su estado interior, de la propia evolución existencial del protagonista. Llegado a la cumbre —poema VII— y aun sabiendo que no se detendrá «cuando me acerque al lugar de la tienda» (es decir, que no regresará de su iniciática ascensión), ese protagonista dejará de oír los trinos de los pájaros (indicadores de la luz vespertina), iniciándose otro ciclo: el del olvido, el de la noche que va restándole vida a las cosas.
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Esa desilusión por alcanzar un barranco que se llama «de los Pájaros» y, por el contrario, no encontrar ese trinar de sus cantos, le incita a volver a adentrarse en la enigmática noche y cumplir, así, lo que será su último y definitivo ciclo: la vejez como muerte. El poema que cierra la serie comienza con el alba despuntando nuevamente en el horizonte, como si el ciclo celeste siguiera su curso, frente a la inmóvil y vencida figura del hombre que, tras la última transformación de la noche, ha quedado desvalido y quieto en la cima. Curiosa relación subyace en el verso final de este poema, donde se confronta el día con el interior del hombre. De igual modo, él es también como el agua que pasa (tópico de la vida como río de clara resonancia heraclitiana y manriqueña). Su dinamismo interior, que tan trágicamente se contrapone a su figura estática y pasiva, muestra ese implacable paso del tiempo que sólo el cuerpo siente: con el vencimiento de la tarde (la gloria de la luz) se da por cerrada la conciencia del anciano y, en consecuencia, su solitaria muerte, confirmada no sólo por la llegada de los astros, sino por la entrada de la noche profunda. Por tanto, haciendo una valoración global de esa tan particular estructuración temporal, tendríamos una perfecta correspondencia entre los cambios cíclicos de la edad del hombre con los procesos celestes, salvo en un detalle de suma importancia: el «no regreso» a la vida por parte del hombre y la permanente renovación del ciclo temporal. Síntomas evidentes de una inmanencia frente a intrascendencia como resultado de tan dolorosa confrontación entre los ciclos correspondientes. De nuevo, existe una marcada simetría entre los plazos temporales, donde resulta factible apreciar el paralelismo entre las unidades temporales y la meditada disposición de estas unidades dentro del conjunto de poemas, pero sobre todo, cómo se condensa el mismo proceso de nocturnidad en el poema que cierra la serie, como si se marcara así la trepidante precipitación que la vejez significa con respecto a la muerte, confiriéndole cierto valor sintético a este poema en el que se confrontan los dos ciclos (diurno/nocturno) y donde sólo queda inmóvil el tiempo humano, su historia como «destino ruin».
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En verdad, la relación temporal de «Otras mismas vidas», viene, marcada, en primer lugar, a nivel interno en cada poema, donde se establece una tensión emotiva entre el pasado y el presente, entre la edad de la luz y el presente de la sombra. Y en segundo lugar, existe una unidad de planteamiento o de estructura de confrontación en los primeros tres poemas de la serie, que va de la edad dorada de la infancia a la edad madura (primer poema); de la edad dorada a la edad madura (segundo poema); y, finalmente, de la edad de la madurez a la edad de la infancia (tercer poema). Como puede apreciarse, el esquema viene a justificar ese sentido cíclico del tiempo, pero del que el hombre es ajeno en cuanto a su trascendencia: se repiten las edades, pero nunca en un mismo individuo, lo que define a la vida como única e irreversible. Ciertamente, los poemas que conforman esta última parte de Las brasas, sirven de complementación significativa con respecto a los que componen las dos primeras partes. Básicamente porque sintetizan esos mismos procesos temporales y, por este motivo, se evidencian más las transformaciones de la experiencia de la noche en contraposición con la luz, no sólo vista desde la singularidad del individuo sino también desde la pluralidad de la existencia humana. Por ejemplo, en el primer poema se nos representaba a un niño al que la «luz le llega / y le sube a los ojos», pero la noche lo llama a su aventura para, precisamente, arrebatarle esa misma luminosidad: «La noche es enemiga, / más grande su misterio que las cosas / del día» y el final de su ciclo existencial será «le hace daño la luz si da en su boca». La noche, por tanto, ha convertido al niño en un hombre y esto comporta un alejamiento con respecto a la madre, que es símbolo de lo primario, de lo originario, del amor más elemental y noble. Ya en el segundo poema vuelve a hacerse referencia a la infancia en relación con la luz del día y cómo la aventura se inicia con la entrada de la noche: «rasgabas las estrellas con los ojos / desde un lugar nocturno», devolviendo al hombre nuevamente transformado: vencido en ese tránsito meridional que es la madurez del ser humano —la tarde—, «A medio hacer
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la vida se detiene», por lo que el último ciclo a cumplir será la vejez que, como viene siendo recurrente en el texto, es ya la antesala directa de la muerte: «Mas / ya la muerte muy poco rompería». El último de los ciclos, en definitiva, será el de la vejez a cuya definición sombría se contrapone la luminosidad del cielo: «Esta grandiosa luz, que hay en el cuarto, / desplegada regresa de los montes» (poema 3); el régimen celeste continúa su curso «y todo ha de empezar de nuevo», por tanto se vuelve a reiterar esa permanente renovación del tiempo. Añora el protagonista anciano su edad dorada donde «Era bello decir, tú como un monte» coincidiendo con la imagen de ese monte que se debía subir buscando la victoria de su destino. En cambio, el tiempo del ser humano no vuelve y sólo el recuerdo es un indicio de su existencia frente a esa amenaza de sombra que se divisa. La memoria (entendida como tiempo pasado) es un indicio de vejez, y por eso «la tarde ha caído» dejando a oscuras al hombre en su cuarto, meditativo. Se repite, pues, la misma escena, sólo que en un ámbito diferente —la habitación—: el hombre que ve disolverse con la luz su propia identidad, su peso como ser excepcional que ya no es. Por eso la noche puede borrar su rostro, repitiéndose, de nuevo, esa escena del cuerpo frío, inmóvil, que nada ha podido hacer para escapar de su final. Existe, pues, una tensión entre el pasado (bello, libre, ilusionado) y el presente, donde su identidad como individuo se ha ido ciñendo todavía más a la abstracción de la sombra, al olvido. En definitiva, «Otras mismas vidas» no se ajusta tan marcadamente a ese unitario diseño temporal, sino que los diferentes y singulares ciclos temporales (tal y como son en verdad las vidas) se yuxtaponen de modo que se da una única visión de conjunto que es la historia del ser humano: sus procesos vitales, su exacta adecuación a un destino del que ya es conocedor pero que no puede variar en su desenlace. En este sentido, la aurora es diferente para cada hombre, pero común para la humanidad; la noche igual, pero el anciano la vive con una intensidad que no es la misma tanto para el joven como para el niño. Así, el
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ser humano, como idea, sí es perpetuo pues no se extingue nunca, sino que permanece siempre constante, siempre acorde con el orden celeste. Sin embargo la victoria de su excepcionalidad es el resultado de las continuas muertes inenarrables: aquellas particulares historias que no alcanzan la memoria y que, por el contrario, son olvidadas como esas mismas «ramas de la calle». Así, tras la mitificación del tiempo, subyace la mitificación del ser humano universal como creación a cuyo misterio no hay respuesta más allá de la nada y el vacío, donde incluso la narración del mito primigenio resulta insuficiente; pero en su contrapartida estará el fracaso del hombre como individuo, desmitificado, solitario ante la muerte y arrojado a un orden temporal implacable con su figura errante por el sinsentido de su dolorosa condena. 5.6.
El lenguaje
Son muchas las voces críticas que clasifican la obra de Brines como una poesía marcada por el equilibrio entre el impulso lírico y el tono reflexivo (Andújar Almansa, 2003, 11), e incluso clásico, en el buen sentido de la palabra. Pero ese equilibrio, ese clasicismo que define su obra, no sólo sobreviene por la mesura de su tono, ni acaso por la contención de su voz ni por el escaso interés, por parte del poeta, de llamar la atención con actitudes rupturistas ni propuestas estéticas marcadas por su innovación. De hecho, su poesía siempre se ha clasificado dentro de lo que podría definirse como de base lógica, es decir, donde las imágenes tienen un fondo de causalidad racional y tradicional, previsible en cierto modo, pero no por ello menos carente de intensidad, emoción e, incluso, de artificio (aunque el objetivo no sea evidenciarlo) y sorpresa. Poeta, pues, que deja al margen estridencias, exhibiciones y juegos de hábil técnica formal y se centra en el uso eficaz del lenguaje en cuanto vehículo de emoción, pues «el concepto de lenguaje que tiene Brines se basa en dos ingredientes muy esenciales y, a la vez, contradictorios: la lucidez y la ambigüedad» (Bradford, 1982, 647).
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Este mismo efecto lo consigue, sin duda, mediante el uso del símbolo, tan tradicional por un lado, como singular y particular por el otro. Pero, no es el único medio por el que Brines provoca esa misma sensación. En efecto, basta con acercarse minuciosamente para observar qué peculiar resulta en el libro la combinación entre sustantivos y adjetivos y sus efectos directos en el conjunto del poema. Habitualmente y de un modo ciertamente natural, lo racional da paso a lo irracional como, por ejemplo, en el tercer poema de «Poemas de la vida vieja» donde podemos leer: «mojados bosques / de helechos»: esa imagen lógico-racional de un bosque brumoso adquiere un matiz irracional, hiperbólico en cierto modo, pues asocia la visión de la vasta población de helechos con la imagen de un mar verde. Una imagen de claro signo irracional rodeada, no obstante, de otras cuyo valor denotativo prima sobre el emotivo, como en «infinitas playas, rotas / columnas». También detectamos ese mismo proceder en otro poema de «Poemas de la vida vieja», donde se hace visible cómo ese anciano «tiene viejo / su torpe corazón» donde viejo y torpe percuten sobre ese «corazón»; ahora bien, si viejo tiene ese condicionante lógico, con torpe (otra cualidad tan poco asociada al corazón) se adquiere una carga subjetiva, emocional y también novedosa. En el sexto poema de «Poemas de la vida vieja» «los naranjos arden fuera / de luz, y el mar de velas blancas»: tras la relación lógica luz-fuego-arder de los naranjos subyace una más tradicional que atiende una curiosa relación entre el reflejo de la luz en el mar y éste en las velas de los barcos. Si bien, la naturalidad que nuevamente parece recorrer este verso viene potenciada por ese adjetivo «blancas» tan poco sorpresivo, aunque denote, claramente, unos valores de pureza y pulcritud asociados a esa visión del paradisíaco ámbito escénico. De igual modo, en el séptimo poema de «Poemas de la vida vieja» leemos: «con los ojos / fijos la línea de los montes, áspero / muro de plata que en el mar se hiela»; unos versos que, dentro de su coherencia imaginativa con la temporalidad interna (ese otoño frío que puede helar el agua), muestran una imagen arquetípica, lógica, con esa «línea de los montes» y otro de claro
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signo irracional (y de tono muy personal), donde la visión del mar adquiere otra gama de experiencia: el tacto, ya que la aspereza de los objetos queda demostrable sólo tras su contacto físico. Pero, además, comprobamos que esa asociación del mar con un «muro» (explicitado en el propio texto quizás para que el componente irracional quede mitigado) tiene una doble cualidad: «áspero», que por su posición antepuesta adquiere mayor peso emotivo y figurativo; y unido a «de plata», de asociación lógica por su parecido pictórico con el mar luminoso desde la lejanía. Así, el uno matiza mientras que el otro define. Por último —ya que los ejemplos son cuantiosos— podemos observar en el poema II de «El Barranco de los Pájaros»: «mirar el verde / llano, su hermosura extendida y baja». Podemos apreciar ese denotativo «verde llano» y es el connotativo «hermosura extendida y baja», pues ese «baja» añade un valor muy significativo a la hermosura, dándole sentido de lejanía (en la ascensión iniciada). Aun sin abandonar ese modo tan peculiar de compaginar denotación y connotación (referencialidad y expresividad), observamos otra de las características más llamativas del libro: la posición del adjetivo y sus combinaciones sintácticas. Como es sabido, cuando el adjetivo antecede al sustantivo es por una intención de intensidad emocional, donde prevalece la mirada subjetiva sobre la conceptual. En Las brasas el adjetivo suele anteceder al sustantivo en la mayoría de los casos y, sin embargo, esa carga de intensidad queda simulada a veces por la escasa carga subjetiva que el adjetivo aporta y otras por el uso de ciertos procedimientos sintácticos que mitigan esa misma intensidad. Por ejemplo, tenemos «lentos nardos», «caedizas hojas», «mojados bosques», «altas paredes», «fatigados miembros», «reposado mar», «mojado tronco», «dura bienvenida», «honda noche», «frío suelo», etc. Ahora bien, más significativa resulta la combinación adjetivo antepuesto más un sustantivo más un sintagma preposicional, como ocurre en estos casos: «negras aves del cielo», «mojados bosques de helechos», «áspero muro de plata», «la transparente oscuridad del cielo», «gran paz del alba», «honesta luz del sol», «roja
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luz del sol» o «primeros astros del cielo», etc. En todo caso, podemos apreciar cómo estos adjetivos añaden una carga subjetiva muy llamativa destacándose tanto frente al sustantivo como frente a ese sintagma preposicional que también cumple una función adyacente. Aun así, en Las brasas no abundan los adjetivos: son relativamente escasos frente al sustantivo y el verbo, y, además, muchos de ellos sólo aportan matices descriptivos «verja entornada», «puerta diminuta», «junquillo alto», «agua clara», «altas paredes», «mesa vieja». Más bien —y salvo algunos casos como «jardín mísero» por ejemplo— Brines prefiere simular su percepción más personal a través del sintagma preposicional en función adyacente, conceptualizando quizás dicha apreciación, pero también restándole así la efusiva sentimentalidad que pudiera desprenderse por medio del adjetivo, como ocurre en «hombre sin luz», «[el hombre] sigue andando sin luz», «aliento de muerte poderoso», «estaciones del destierro», «bulto de sombra», «mismo final de desaliento», «naranjos de luz», «cesta luminosa de grillos», «cantos de guerra», «rezos de capilla», etc. También llama la atención la curiosa combinación entre un elemento negativo y otro positivo, influyendo definitivamente en la significación del segundo. En numerosos casos, un sustantivo de valor positivo se ve condicionado por un elemento negativo: esto, llevado al propio entendimiento de la existencia, adquiere una justificación sin igual, como por ejemplo, en el primer poema de «Poemas de la vida vieja»: «un hombre sin luz», «no mira nada», «ya no quema», «sigue andando sin luz»; o en el cuarto poema de esta misma parte, donde encontramos: «su gemido no llega a las estrellas / altas, ni a los perdidos trenes», «Nadie vive con él», «sus ojos no adivinan las formas», «no se agita su pecho». Como puede verse, siempre un gesto o una acción que debería ser positiva queda modificada fatalmente por una partícula negativa, influyendo en la visión del mundo que rodea al protagonista lírico. Por otro lado cabe tener presente la mayor presencia de sustantivos concretos sobre los abstractos, debido princi-
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palmente por el aparente valor descriptivo del libro, aunque éste se tiñe de connotaciones personales que atañen a la figura que mira y, no estrictamente, a lo mirado. Así, tenemos una amplia gama floral (jazmines, nardos, celindas, violetas, hojas, naranjos, limoneros, azahares, romero, etc.) y una vasta representación de elementos relacionados con la casa (puerta, mesa, ventana, balcón, sillón, etc.) y otro tipo de componentes como los veleros, los trenes, los insectos, el sol, las palomas, el pueblo, la ciudad, el camino, la luna, la tarde, etc. Dentro de aquellos sustantivos concretos que revelan un segundo valor «abstracto» o simbólico, tenemos: las manos, los pies, la cabeza (referentes del paso del tiempo), el pecho y el corazón (sentimiento), los ojos (reveladores del mundo) o el cuerpo en sí como término especialmente recurrente en el libro y que irá adquiriendo matices muy variados conforme la experiencia del tiempo vaya descargando sobre él su imperativo. Dentro de los abstractos propiamente, destacan la ausencia, el cansancio, el tiempo, el presente, la esperanza, la libertad, el engaño, el dolor, las sombras, el fracaso, la vida, la alegría, el silencio, el deseo, la costumbre y el amor entre muchos otros. Y de todos ellos destacan ocho por ser los más usados: el tiempo (4), la alegría (7), el dolor (6), el amor (7), el silencio (4), la sombra (8), con la excepción de vida (14) y luz (16) que sobresalen muy significativamente sobre los demás términos. Así, si los propios términos vida y luz aparecen tan marcadamente a lo largo de la obra, es una clara muestra que la luminosidad y la vida rodean a ese hombre (cargado de sombra y temporalidad) y que sólo los matices de la existencia —la individualidad— son portadores de ese condicionante negativo que es la sombra y la muerte. También vemos cómo el sustantivo tiempo lo hará sobre todo en «Poemas de la vida vieja», al igual que sombra; en cambio silencio lo hará en «El Barranco de los Pájaros» y «Otras mismas vidas»; y amor, dolor, alegría y muerte aparecerán de un modo menos concentrado. Pero, dentro de los sustantivos abstractos también destacan tres por encima de todo: alma (1), espíritu (1) y Dios (1), pertenecientes íntegramente a «Otras mismas vidas». Su
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valor sólo determina la plasticidad de la poesía de Brines, su emotividad y, finalmente, su acentuado escepticismo, pues alma no se refiere a ese ente sublimado, superior a la materia, sino, simplemente, es un correlato de la interioridad —«desvanecida mi figura seria, / ya sin dolor el alma»—; igualmente, espíritu atiende a un modo de definir o nombrar la fuerza pasional e instintiva del amor, como fuerza incontrolable —«las fuerzas / sin voluntad se rinden al espíritu»—; mientras que Dios está nombrado desde su negación más irónica, como engaño aliviador (con tono unamuniano) pero no por ello certero: «sueña / que hay Dios», es decir, como simple hipótesis. Afirma Gómez Toré que en Brines el uso de los verbos «recoge también esa distancia entre el yo y el mundo […] es la temporalidad la que parece cargar con la responsabilidad de haber abierto una brecha entre el yo y el espacio» de tal modo que acaba siendo el presente indicativo «un tiempo en el que se encuentran otros tiempos» (2002, 44). De hecho, en Las brasas es el tiempo presente el más usado, por cuanto muestra la inmediatez —atemporal, incluso— de lo narrado: «El balcón da al jardín», «El viento ya no quema», «Está en penumbra el cuarto», «De nuevo el sol estalla», «la tranquila luz llega de los aires», «siente que la alegría de la luz le llega», «Me miro en el espejo, y estoy fijo», etc. También el presente quiere expresar lo absoluto, sin un comienzo ni un fin marcado, pues igual puede señalar lo actual e inmediato como lo futuro. No obstante, el tiempo pretérito tiene un destacable uso, más aún cuando designa un tiempo cumplido, aunque incluso ese pasado tenga incidencia en el propio presente, pues no olvidemos que Las brasas se estructura en torno a esa tensión entre pasado (positivo) y presente (negativo). José Olivio Jiménez señala esta misma tensión bajo la etiqueta de temporalismo «visible incluso en la estructuración o desarrollo del poema, obligando a coincidir sus términos gráficos (principio y final del texto con los del existir)» (2001, 24). Otros dos usos del tiempo verbal serán de vital interés: por un lado, la aparición espontánea del futuro y del subjuntivo, donde su transmisión hipotética será, sorpresiva-
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mente, tomada como cierta dentro de ese escepticismo que envuelve el libro. El contraste entre presente y futuro no resulta ya tan drástico, pues la incertidumbre acaba resolviéndose en pesadumbre y aceptación dentro de su devenir. Igualmente ocurre en otros poemas del libro, como el primero de «Otras mismas vidas», donde el subjuntivo «quisiera» no acaba de librarse de su destino fatal. Por otro lado, cabe hacerse eco del singular uso del infinitivo y del gerundio (formas no personales): el uno como tiempo absoluto, impersonal y atemporal; el otro como acción que todavía —dentro de la narración— perdura y acontece. Por ejemplo, vemos cómo «Poemas de la vida vieja» se inicia en torno a un movimiento determinante y clave en el desarrollo simbólico de la escena —el regreso— «Entra un hombre sin luz y va pisando» y más tarde «En el pecho / le descansan las barbas, sigue andando / sin luz». Ya, en el tercer poema del mismo capítulo tenemos cómo «el paisaje / se puebla de una historia casi nueva / (y es doloroso ver que, aun con engaño, / hay un mismo final de desaliento)» y observamos que —siguiendo la pauta normal del tiempo verbal empleado— debería decir «y es doloroso cómo vio», en cambio, pese a que su sentido literal no varía, la forma es distinta: el infinitivo le confiere cierta atemporalidad a la acción, pues en el fondo no remite a una acción —«ver»— sino a un concepto «y era doloroso esto» (aun con engaño, hay un mismo…). Esta misma atemporalidad la podemos cotejar también en el último poema del libro, que comienza: «No es vano andar por el camino incierto / de un extraño país, si con la tarde / se acercan las muchachas para verte»: ese andar, verte y pasar no tienen concreción alguna, bien pueden ajustarse al pasado, al futuro o al presente (como es el caso). Esa dimensionalidad temporal otorga profundidad al texto, confiriéndole un carácter universalista que impera siempre sobre la experiencia como testimonio personal. Lo que parece fuera de duda es la fijación del poeta por querer hacer uso de todos aquellos procedimientos expresivos que le ayuden a intensificar sus versos. Tal y como venimos afirmando, la poesía de Brines no está exenta de
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figuras retóricas, lo que ocurre es que estas quedan relegadas a un segundo plano, debido a la naturalidad que lograra desde la concienciada y rigurosa actividad de la buena escritura (Bousoño, 1984, 110). En este sentido, recuerda la peculiar sencillez juanramoniana tan plagada de complejas articulaciones expresivas que logra alcanzar la empatía (estética y emocional) del lector dada la autenticidad de esa otra realidad poética, según ha apuntado recientemente García Berrio (2003). Su estilo no destaca por su retoricismo, ya que en muchos casos las figuras retóricas son mínimas en sus poemas: destacan las personificaciones, teniendo en cuenta que la naturaleza cobra un importante rol en los poemas; el símil, las sinécdoques, aunque no muy numerosas, como en «Desde el cielo veríamos el campo» donde «cielo» acaba sustituyendo a «altura», o en «sólo quedé, bajo un mojado tronco», donde «tronco» sustituye a «árbol». Pero también aparecen figuras como la metonimia: en el poema IV de «El Barranco de los Pájaros» se reemplaza el «agua» por el peñasco por donde ésta corre, como si estos, extrañamente, se correspondieran entre sí y crearan una mayor distancia emocional entre aquel agua, rodeada de valles verdes y de juventud, y la del presente, que brota de la dura piedra de la vejez. Por supuesto también tenemos sugerentes metáforas entre sus versos: a veces, de corte netamente tradicional, como en «Será un niño de nieve», con ciertas reminiscencias becquerianas, donde la pureza parece un denominador de clara semejanza entre los términos; o en «El hombre es una fuente», con ecos machadianos y rubendarianos, en el que la imagen del agua, como vida, vuelve a quedar de manifiesto; y en «Otras mismas vidas», entre otros muchos ejemplos, tenemos «sus piernas eran arco / de aquel secreto curso», donde, sin duda, se genera una continuidad representativa entre la forma de las piernas y los arcos de los puentes. Otras veces, en cambio, esta continuidad, de base lógica, se convierte más irracional y ya no parecen establecerse semejanzas tan directas, sino que el lector debe hacer un mayor esfuerzo comprensivo, sin que se caiga en el oscuro hermetismo: «Alguien llega del bosque, con su cesta / lumi-
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nosa de grillos» o «el roce delicado de los astros» o en «la mirada / se abre en la flor del ojo para arriba, / tocar un astro». En los dos últimos ejemplos queda patente la dimensión cósmica como metáfora de la grandeza interior que el protagonista siente; esta valoración rompe la lógica figurativa que escapa, como también las emociones, a la constatación de un lenguaje insuficiente. Este tipo de imagen irracional llega a su estado máximo en el tercer poema de «El Barranco de los Pájaros»: «Y abatimos / el árbol, derribamos la espesura / fresca de las palomas», pues una serie de combinaciones aparentemente lógicas se nos resuelven en una compleja orquestación de emociones donde el desengaño parece ser la principal de todos ellos, aunque no exista tanta lógica figurativa entre la imagen del árbol abatido y el correspondiente derribo de una intangible espesura que dejan las palomas. De nuevo, aquello que tan nítidamente se siente con gran emoción carece de una no tan simple exposición representativa. Igualmente en «Otras mismas vidas» leemos: «Aquel niño / puso color al sol, en los balcones / lo extendía a vivir despacio», donde vuelve a carecer de toda lógica, pero a través de estos siempre se nos manifiesta una calma y una comunión placentera con el mundo que, sin embargo, se acabará truncando con el tiempo. No obstante, Las brasas es un libro donde el irracionalismo domina sensiblemente la expresión, pero donde el lector no se siente traicionado por la posibilidad expresiva del lenguaje y se deja llevar por la comunicación —estable y permanente— de las emociones que estos versos sugieren38. En lo que se refiere a las figuras gramaticales, el propio poeta afirmaba que ha procurado «siempre no oscurecer el texto, sino conseguir la máxima claridad, sin que esto 38 Bajo esta premisa se manifestó Brines en su entrevista a Isabel Burdiel: «mi lucha por el lenguaje sea por hallar la mayor lucidez expresiva, lo que me obliga a buscar la precisión de la palabra. Esa lucidez puede arrastrarme paradójicamente a buscar la ambigüedad del texto, por así exigirlo la precisión, ya que en esa ambigüedad puede residir la claridad y la verdad poéticas» (Burdiel, 1980, 38).
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pudiera justificar nunca la simplificación o el empobrecimiento del poema» (Burdiel, 1980, 37). Bajo esta convicción no resulta extraño que encontremos, entre tanta claridad expresiva, algún que otro hipérbaton como en «He de alcanzar el aire que allí existe / ensanchador»; o anáforas del tipo «Y oyó […] y oyó el empuje…» como una forma de añadir intensidad —y acaso insistencia— a esa confrontación entre hombre y mundo. Con igual intención intensificadora podemos encontrar amplificaciones, como en «sólo quedé […] Troncos de amarillas franjas, / violetas suavísimas, helechos, / azul del cielo» pues sobre una misma imagen se nos abren múltiples y concordantes perspectivas. Otra figura —muy similar— es la enumeración ascendente donde nuevamente vemos cómo el poeta va creando, paralelamente al propio desarrollo de todo «El Barranco de los Pájaros» de intensificación paulatina del clima, de la emoción, del descubrimiento del cuerpo en plena transformación del placer y del goce de las posibilidades sensuales de ese mismo cuerpo: «¡Qué delicia / las bocas […] nuestros cuerpos!». Incluso podemos encontrar alguna que otra conduplicación, también haciendo funciones intensificadoras, como en «que está linda / linda la rosa de esta casa», «lentos nardos suben / y suben las palomas» o «si respira dolerá / dolerá tocar». Pero si existen dos características formales especialmente identificativas del estilo brinesiano estas son —en consideración de Duque Amusco (1979)— la especial puntuación ortográfica que el autor dispone como técnica expresiva y la elipsis, con las tres variantes señaladas por Duque Amusco (zeugmática, normal y referencial). De la puntuación ortográfica cabría señalar que responde a uno de los fundamentos cosmovisionarios: la mirada totalizadora es filtro testificador de cómo elementos tan disímiles se le presentan en extraña y confusa unidad, sin orden propio, sino que es el propio protagonista el que, mediante esa capacidad contemplativa (y expresiva), busca darle forma y sentido revelador. De este modo, al romper la puntuación más convencional capta la atención lectora y nos invita a ser, en cierto modo, co-partícipes de ese espectácu-
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lo del mundo en plena manifestación. Por ejemplo, en el poema inicial de «El Barranco de los Pájaros», tenemos «Delante estaba el monte, la mañana / buscaba con su luz», donde lo lógico hubiera sido la presencia de un punto y aparte, ya que el «monte» y la «mañana» nos parecen independientes en verdad39. Por otro lado, entendemos como elipsis (muy relacionada, en ocasiones, con la puntuación ortográfica) la omisión de un elemento propio de la oración que el contexto permite deducir debido a su componente lógico. Como indicó Duque Amusco, en los versos «El leñador nos asustó: su fiera / mirada sin amor, su brazo fuerte» hacía falta la preposición con para que tuviera sentido lógico; sin embargo, el poeta ha colocado dos puntos dejando que el lector complete —dentro de ese juego de complicidades que tanto ha definido al propio grupo poético de los 50— su sentido y lo relacione. Si leemos detenidamente los trece primeros versos del primer poema de «Poemas de la vida vieja» vemos, con gran claridad, un perfecto ejemplo de elipsis referencial: «Entra un hombre sin luz y va pisando / los matorrales de jazmín […] En el pecho / le descansan las barbas». Entre estos dos versos finales y el «hombre» anteriormente citado, media un total de nueve versos; es decir, existe una gran distancia entre el término principal y su alusión implícita. Sin embargo —y a pesar de la gran distancia entre «hombre» y «en el pecho [del hombre] le descansan las barbas»— el lector no encuentra dificultades para relacionarlos ni se desorienta pese a la mencionada distancia de los término omitidos, aludidos y referenciados. Sin duda, Brines sabe cómo mantener en alerta al lector haciendo uso de técnicas expresivas de acertado resultado y de difícil manejo: la intensidad que consigue a través de las figuras retóricas que emplea nos transporta a una intrigante lectura, donde el lector trata de establecer sime39 Posiblemente este rasgo deba asociarse a la lectura del «primer» Juan Ramón Jiménez, donde el poeta se erigía en cauce de expresión de una realidad entregada —con toda su Belleza— a golpe de impresiones. Una apreciación que tempranamente hizo Carlos Bousoño en su estudio (1984, 88).
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trías emocionales y conceptuales, impelido por un lenguaje sencillo en apariencia. Así como la poesía se convierte, a través de la escritura, en una versión de la experiencia diaria, los poemas de Las brasas nos producen esa misma sensación, donde el lenguaje cotidiano esconde una nueva versión de sí mismo que, al poetizarse, logra llevarnos por un nuevo camino de conocimiento y por una inefable ruta que es —y ha sido— la Poesía desde tiempos inmemoriales. 5.7.
Análisis métrico de Las brasas
Apunta Carlos Bousoño que una de las características más singulares del llamado grupo de los 50, es que «El poema, en una proporción mucho mayor que antes, estará considerado como un todo, a cuyo fin se encaminan cada uno de los versos o estrofas particulares» (1984, 44). Tras esa declaración de antirretoricismo casi generacional, el ritmo «se hace libre, aunque frecuentemente basado en el endecasílabo y sus combinaciones habituales (pentasílabos, heptasílabos, endecasílabos) con especial empeño en el alejandrino» (Bousoño, 1984, 45). A tales indicaciones se ajusta modélicamente Las brasas en conjunto y de ahí que el libro fuese considerado uno de los más representativos dentro de la propia generación, sobre todo por la cadencia de su tono. El evidente predominio del verso endecasílabo también hace que el libro parezca, por momentos, un «solo poema» (Bousoño, 1984, 110) que «debe leerse como una ininterrumpida meditación» (Jiménez, 2001, 24). El tempo que este concreto metro proporciona a sus versos parece, pues, el más eficaz y el más justo «para reflejar también, en términos de ritmo, el espíritu general que conformó el libro» (Jiménez, 2001, 29). No es Las brasas un libro de excentricidades rítmicas, ni tampoco esa fue —creemos— su pretensión: el abrumador predominio del endecasílabo hace de su análisis métrico un ejercicio de escasa novedad y de una limitada valoración que arroje más luz a su entendimiento. A pesar de ello, Brines hace un uso preciso de las posibilidades expre-
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sivas de este metro, adoptando su ritmo interno a las pulsiones reflexivas que ya, en esta obra, emergen, aun siendo un libro especialmente sensorial. Quizás porque el equilibrio le conduce a oscilar entre el endecasílabo heroico y el melódico sin que el lector detecte excesiva propensión a la narración ni elementos excesivamente ornamentales que lo distraigan: la estructura habitual de sus versos endecasílabos suele ser a maiore y en la mayoría de los casos la cesura sí viene reforzada por una pausa que la hace mucho más evidente y funcional. Pero el equilibrio no solo depende de un tono más o menos uniforme y constante a pesar de las posibles rupturas de metro que emanan del texto como ya dijimos: de los veinte poemas que componen el libro tan sólo el primero (poema-prólogo) está escrito en versos octosílabos mixtos, con predominio de acentos rítmicos en las sílabas segunda, quinta y séptima. Esta misma base rítmica suele emplearse para matizar y sostener la inflexión emocional y la celeridad propia del mismo octosílabo. Por eso no se da ningún caso, en el poema, de octosílabos dactílicos, mucho más enfáticos por excelencia. Y esto adquiere cierta continuidad temática pues el poema se desarrolla en torno a la contención de las emociones para diseñar la escritura como instrumento de conocimiento. No obstante, existe una significativa ruptura del metro octosilábico, justo en su verso final, compuesto por cuatro sílabas: «que sin llanto». Precisamente, estamos ante una sugerente conduplicación, pues el verso anterior acaba con el mismo sintagma. Lo curioso es que esta repetición, que tanto puede asociarse a la concepción cosmovisionaria de la escritura como insistencia que percute en el tiempo, queda ligada sin pausa alguna pero precedida por una pausa interna que secciona equitativamente el verso 22: «apagado, que sin llanto», pues, con ello, se forja una imagen rítmico-simbólica a modo de eco lanzado tras ese apagamiento del ser. Aunque la excepcionalidad de este poema viene marcada también por ser el único que tiene rima, continuada y asonante, a-o, en los versos pares (olvidarlo-encarcelado-daño-afilado, etc.). En ningún otro poema encontramos rima, a pesar
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de encontrarnos algunas azarosas asonancias como, por ejemplo, en los versos 8 y 10 del tercer poema de «Poemas de la vida vieja», entre puerto y tiempo; o en el quinto poema, también de «Poemas de la vida vieja», entre los versos 14 y 15, con casa y sala, tras el espacio que separa en estrofas el poema. No obstante, ni alteran el ritmo, ni lo marcan negativamente ni significan pruebas de poca destreza, sino más bien generan un ritmo fluido que avanza sin sobresaltos ni grandes distracciones en la lectura y en el entendimiento del lector. Pero en Las brasas también encontramos otras rupturas métricas, aunque no son numerosas ni especialmente extremas: por ejemplo, en el séptimo poema de «Poemas de la vida vieja» los versos 15, 20 y 34 son heptasílabos (véase la curiosa coincidencia con el número del poema). En el caso de los versos 15 y 34 podemos observar la presencia de un punto y aparte que cierra más abruptamente esa irregularidad del metro. Si bien, el verso 34 es, precisamente, el que concluye de nuevo el poema. En cambio, el verso 20 no viene marcado por pausa alguna y su función parece decantarse por establecer un nexo de unión (en este caso sirve como enlace en el encabalgamiento con el verso posterior) entre los versos 19 y 21, que sí tienen un punto al final respectivamente. Pero lo realmente llamativo de este dato es que ante la contundencia de los vocablos «desamado» (verso 19) y «mayor fuerza» (verso 21) se fija el efímero paso de «su victoria» (verso 20), haciendo valer, así, la evidencia de la temporalidad arrebatadora del protagonista. Estos versos heptasílabos son trocaicos en su totalidad y su ritmo se ajusta perfectamente al predominio, en el poema, del endecasílabo heroico, con lo que vuelve a resaltarse la armonía y el equilibrio del conjunto, aun a pesar de esas rupturas de su base métrica. Más llamativo es, sin duda, el octavo poema de «Poemas de la vida vieja», ya que de los treinta y tres versos que lo componen —formando el modelo métrico de la silva—, tan sólo dieciséis son endecasílabos y los diecinueve restantes son heptasílabos. Por tanto, resulta mucho más complejo valorar la posible excepcionalidad o la significabilidad de tales rupturas. Destaca, no obstante, el hecho de que se com-
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binen los heptasílabos trocaicos con los dactílicos y que esto genere un esquema plurirrítmico que haga coincidir ese transcurso imparable de la sombra (acelerado) con la quietud de ese hombre, absorbido por la noche. Ya en «El Barranco de los Pájaros» encontramos una nueva ruptura del metro endecasílabo en el poema IV: «a golpes de pedradas». Nuevamente, un verso heptasílabo trocaico con clara repercusión en el significado en sí del poema, pues con la ascensión de los caminantes surge la disputa, la ruptura total de la armonía del grupo con ese gesto de connotaciones bíblicas. La tensión rítmica resalta aquel elemento que irrumpe con violencia en el propio transcurso de los protagonistas y los conduce hacia un camino más desarmónico y hostil: mientras que la ascensión del hombre es cortada de raíz, el tiempo, sin embargo, avanza con ritmo constante, tal y como la sucesión de endecasílabos vendrá a proyectar en el desarrollo del texto. Como ya dijimos, el libro no presume de grandes innovaciones formales ni afanes formalistas: no se cotejan combinaciones que puedan generarnos un caldo de cultivo lo suficientemente nutrido como para valorarlo más puntualmente. Un buen ejemplo sería el uso de la evocación que se da en el poema II, en el verso 9: «en el silencio súbito los rostros» produciendo un efecto fónico (repetición de la s) muy acorde con lo representado. Un caso que no deja de ser anecdótico dentro del conjunto de poemas, como también lo son las licencias que el poeta se toma, sin que estas puedan tomarse como distorsionadoras del metro, pues el verso fluye, a pesar de todo, con gran nitidez, ya que no son combinaciones forzadas. Un ejemplo serían los hiatos, por su buen número de presencias: nunca desvirtúan el conjunto métrico del poema y, ni mucho menos, lo entorpecen pues el esquema rítmico sigue respondiendo al patrón predominante. Mención aparte merece el uso del encabalgamiento, pues resulta ser uno de los rasgos estilísticos más recurrentes y definitorios de la poesía brinesiana. Sin duda, la eficacia expresiva de tal recurso alcanza un grado máximo de precisión en Las brasas.
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En sus versos se combinan los encabalgamientos abruptos y los suaves, aunque estos últimos son lo que quizás más se repitan, pero con un ajustado porcentaje de ventaja. La alternancia de ambos nos lleva a la constatación de un poemario con una intensidad tonal que nos sobrecoge con una recurrencia abrumadora, ya que son más numerosos los versos encabalgados que aquellos cuya pausa sintáctica coincide con el final del propio verso. Un buen ejemplo lo tenemos en los dos versos iniciales del primer poema de «Poemas de la vida vieja»: «El balcón da al jardín. Las tapias bajas / y gratas. Entornada la gran verja». Véase que tras la primera oración (conjunto de seis sílabas) se impone una fuerte pausa y, seguidamente, el siguiente sintagma (sirrema), con una estructura no verbal más compleja desciende hasta el siguiente verso para ser cerrado con tosca contundencia. Lo curioso es ver cómo la suma de las sílabas que componen el encabalgamiento da un total de ocho, enlazando así, rítmicamente, con el poema anterior (el único con metro octosílabo). Pero este mismo encabalgamiento abrupto nos devuelve una intensificación del adjetivo gratas, donde la subjetividad de la contemplación invade el espacio de la casa. Además, piénsese en el calificativo bajas —que cierra el primer verso— y cómo ese mismo acto descensional acaba con una valoración directa, como si la mirada se detuviera en un punto exacto de su acción contemplativa, tras una impresión concreta y se dejara llevar por el resto de impresiones que el poema va desarrollando. Porque este uso del encabalgamiento exige detener la lectura, decelerar las impresiones para fijar la atención, en la mayoría de los casos del libro, con los movimientos axiales de descenso y ascensión, siempre interpretados en clave simbólica. Precisamente los encabalgamientos abruptos resultan predominantes, como también los sirremáticos, en los primeros poemas de «El Barranco de los Pájaros», donde esa captación novedosa del mundo parece deleitarse en la impresión de la experiencia transformadora, como en los versos 3 y 4 del primer poema: «De hallar el mundo en ella, más arriba / la cumbre». De nuevo, el movimiento hacia
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uno de los extremos escénicos y el estupor congratulante de la cima para aquel que aspira a su coronación. Pero a partir del cuarto poema los versos se van dejando llevar por un ritmo mucho más dinámico y, en consecuencia, acaba predominando el encabalgamiento suave. Por ejemplo, de los versos 13 al 15 vemos cómo el encabalgamiento, oracional y sirremático respectivamente, propicia el alargamiento rítmico de la tarde en su hora crepuscular (territorio celeste), para acabar con una abrupta limitación del campo (espacio terrestre) como único marco habitable para ese protagonista cercado de oscuridad: «vencida ya la gloria de la tarde / se abren sus ojos al contorno oscuro / del campo.». Un caso parecido lo podemos encontrar en el poema que cierra el libro, entre los versos 19 y 21, donde el constante fluir queda otra vez representado rítmicamente tras ese continuado encabalgamiento que, sin embargo, acaba con una rotunda pausa casi a final de verso: «los dos ojos / cierras para dormir y se humedecen / como las flores en el alba. Sueña» Se resalta ese acto de soñar frente al permanente fluir de la rutina de la vida, como si el ciclo de la vida fuera una rueda imparable. Tal estructura interna relaciona subterráneamente Las brasas con un libro como Materia narrativa inexacta, donde el número de sílabas que componen los versos de los poemas exceden, en muchos casos, la veintena. Por tanto, la aparente ruptura formal de sus posteriores publicaciones más inmediatas en el tiempo no lo fue tanto. En cierta medida, el esquema de sus encabalgamientos suaves apuntaba y avanzaba el modelo métrico que más tarde desarrollaría el poeta. Pero Brines lleva el concepto del ritmo poético a cotas de máxima precisión con respecto al significado que amparan: por un lado, dirige el ritmo de cantidad, por ejemplo, en el poema VI de «El Barranco de los Pájaros» vemos entre los dos versos iniciales una falta de acentuación que coincide totalmente con la imagen del paisaje, mucho más despejada y árida: «Al otro lado de la cumbre, bajo / los matorrales del romero quieto» (4-8-10 / 4-8-10). Esto nos lleva a ser testigos de cómo Brines también dirige con suma naturalidad y destreza el ritmo de intensidad, pues el esquema rítmico lo reitera de tal forma que crea su propio tono, con
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clara nitidez rítmica: este es, sin duda, uno de los grandes aciertos formales del libro, pues la intensidad emocional también se consigue a través de estos patrones rítmicos repetidos sistemáticamente. También usa esta base rítmica con el meditado interés de destacar un término sobre el resto de palabras que lo rodean. Así, en el poema II de «El Barranco de los Pájaros», vemos cómo en el cuarto verso Brines introduce el acento en la quinta sílaba con la palabra «hermosura». Es poco común que el endecasílabo castellano lleve acento en la quinta sílaba y por tanto todo parece indicar que el poeta nos quiere transmitir ese abandono del llano, que, con tanta radicalidad, rompe la armonía de la infancia. Y los ejemplos son numerosos: sólo en «Poemas de la vida vieja» podemos encontrar este mismo recurso en el primer poema, en el verso 17 «está mísero» (5-6); en el segundo poema, en el verso 7 «pensar vanos» (4-5); en séptimo poema, en el verso 16 «amor era» (4-5) y en el verso 21 «querer aún más» (4-5-6); un efecto que, curiosamente, volverá a repetir en el segundo poema de «Otras mismas vidas», verso 21 también «¡Qué corazón, qué luz» (4-5-6). Y en todos los casos queda de manifiesto que el acento que rompe el ritmo suele generar una alteración significativa de los términos que siguen el tempo propio del verso. El hecho de que se valoren métricamente los poemas de Las brasas nos acerca al complejo entallaje de sus constantes rítmicas y la excepcional técnica compositiva que lo ampara, pero siempre desde la encubridora maestría de la sencillez. Escasos son los estudios que han abordado la poesía de Francisco Brines proponiéndose como principal objetivo el análisis métrico de sus poemas, quizás porque el equilibrado tono que los aúna en su poesía al completo nos lleva, como arrastrados por una cálida música convocante, hacia otros territorios exegéticos. Pero estamos seguros que la aproximación pormenorizada a las técnicas compositivas empleadas por el poeta valenciano dejará, en un futuro, un gran número de sorpresas y de estudios que harán de su poesía un reconocido compendio de destrezas formales sutiles por naturaleza y por convicción, pero compleja a pesar de todo.
Nuestra edición Los criterios generales seguidos para nuestra presentación de Las brasas son los siguientes: 1. Textos Para la fijación del texto de Las brasas se han cotejado tres ediciones que, con sus respectivas siglas, son las siguientes: LB1: Las brasas, Madrid, Rialp, Colección Adonais, 1960. LB2: Las brasas, Valencia, Hontanar, 1971. LB3: Edición incluida en Ensayo de una despedida. Poesía Completa (1960-1997), Barcelona, Tusquets Editores, 2006 (3ª edición, corregida y ampliada). Cuando nos refiramos a la primera edición, de 1997, la señalaremos de la siguiente manera: LB3 (1ª). LB4: Edición de Poesía Completa. Ensayo de una despedida (1960-1971), prólogo de Carlos Bousoño, Barcelona, Plaza & Janés, 1974. No ha sido empleada la edición de Poesía Completa. Ensayo de una despedida (1960-1977) de 1984 (Madrid, Visor) por carecer de cambio alguno significativo. Se ha tomado como referencia la edición de LB3, por considerarse la última versión publicada según criterio y
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corrección del autor. El texto no ha sufrido modificación alguna ni en su ortografía ni en su disposición formal con respecto a la citada edición. Se actualiza la ortografía: acento en «Él» (pronombre personal). 2.
Notas a textos
En nota a pie de página se indican las apariciones de los poemas en revistas españolas. Se remite siempre a las publicaciones pretéritas y nunca a las posteriores. Cuando se indica la procedencia de alguna versión en publicación anterior a la publicación del libro, primero se menciona la revista y, posteriormente su número, la ciudad de publicación, el año y la página. Estas notas se ubican con el primer verso del poema. Las Notas a textos se ubican por número de verso a pie de página. 3.
Procedencia de algunos materiales y agradecimientos
Para terminar he de agradecer la gran generosidad de Francisco Brines a la hora de facilitarme el importante material que complementa la presente edición. Pero, sobre todo, por su gran amistad y por su confianza plena en mi labor y en mi vocación lectora que han hecho posible la publicación de una edición crítica del libro. Por supuesto, tengo que agradecer la colaboración incondicional de Evangelina Rodríguez, por su magisterio filológico y humano que tanto me llenan; de Jaime Siles, por su amistad; de Fernando Operé, por la amistad que nos une y se consolida con los años; de Margaret Persin, por su generosa ayuda; y de Donald Shaw, Javier Herrero, Alison Weber, Randolph Pope, David T. Gies y Pedro Larrea, por la compañía de tantos meses de aventura transatlántica. Finalmente, a los profesores Juan Oleza,
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Irma Emiliozzi, Ángel Luis Prieto de Parla y Arcadio López por sus orientaciones. Quisiera, dedicar esta edición a mi mujer, Clara Sempere, a mi hijo Pablo, a mis padres, Manuel y Francisca, y a mis suegros, Manuel y Clara. Todos ellos han constituido todo un marco de compañía imprescindible para mi formación y mi plenitud personal. El presente trabajo es uno de los resultados de una tesis doctoral titulada Macrotexto poético y construcción simbólica (una aproximación a la poesía de Francisco Brines), dirigida por Arcadio López y subvencionada por la Consellería de Educació, Cultura y Deporte de la Generalitat Valenciana, durante los años 2001-2005.
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Bibliografía I.
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Bibliografía
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CRONOLOGÍA
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Referencias históricas y políticas
Arte, ciencia y cultura
1932 — Estatuto de Cataluña.
1932 — Vicente Aleixandre, Espadas como labios. — Gerardo Diego, Poesía española.
1939 — Inicia sus estudios en el internado del Colegio San José de Valencia. — Veraneos en la casa de Oliva.
1939 — Fin de la Guerra Civil española. Francisco Franco, jefe de Estado. — Estalla la Segunda Guerra Mundial.
1939 — Exilio de intelectuales, artistas y escritores. — Muere en Colliure (Francia) Antonio Machado. — Miguel Hernández, El hombre acecha.
1944 — Lee a Bécquer y a Rubén Darío, entre otros.
1944 — Desembarco de los Aliados en Normandía. — Aparición de los «maquis» en España.
1944 — Vicente Aleixandre, Sombra del paraíso. — Dámaso Alonso, Hijos de la ira. — Luis Cernuda, Como quien espera el alba. — Vicente Gaos, Arcángel de la noche. — Se crea el «Premio Adonais».
1945 — Primeros poemas.
1945 — Bombas atómicas sobre Nagasaky e Hiroshima.
1945 — Gabriela Mistral, «Premio Nobel de Literatura».
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1932 — Nace Francisco Brines en Oliva, el 22 de enero.
Cronología
Datos en torno al autor
Referencias históricas y políticas
Arte, ciencia y cultura — Rafael Alberti, A la pintura. — Vicente Gaos, Sobre la tierra. — Carlos Bousoño, Subida al amor.
1946 — Conoce al Padre Juan Bautista Bertrán, influencia decisiva en su formación literaria. Comienza la lectura de la Segunda Antolojía Poética de Juan Ramón Jiménez. — Conoce a Ricardo Defarges.
1946 — Finalización del proceso de Nuremberg. — Perón, presidente en Argentina. — Rechazo de la ONU al gobierno franquista.
1946 — Juan Ramón Jiménez, La estación total. — Carlos Bousoño, Primavera de la muerte. — Se funda la revista Ínsula. — Juan B. Bertrán, Arca de fe.
1949 — Ingresa en la Facultad de Derecho en la Universidad de Deusto, en la especialidad de «Abogado-Economista».
1949 — Pacto de Bruselas, origen de la OTAN.
1949 — Juan Ramón Jiménez, Animal de fondo. — Luis Rosales, La casa encendida. — Buero Vallejo, Historia de una escalera. — Creación del «Premio Nacional de Literatura» y del «Premio Boscán de Poesía».
1951 — Regresa a Valencia.
1951 — Muere Pedro Salinas.
Sergio Arlandis
— Fin de la Segunda Guerra Mundial. — Fusilamiento de Mussolini y suicidio de Hitler. — Fuero de los Españoles.
138
Datos en torno al autor
1952 — Comienza a escribir el libro de poemas Dios hecho viento, inédito. — Viaja a Salamanca para acabar sus estudios de Derecho.
— Blas de Otero, Redoble de conciencia. — Gabriel Celaya, Las cartas boca arriba. 1952 — Eisenhower presidente de EEUU.
1952 — José Hierro, Quinta del 42. — Gabriel Celaya, Lo demás es silencio. — Carlos Bousoño, Teoría de la expresión poética.
1953 — Muere Stalin. — España ingresa en la Unesco.
1953 — Claudio Rodríguez, Don de la ebriedad.
1954 — Conoce a José Olivio Jiménez en Salamanca.
1955 — Viaja a Madrid para comenzar sus estudios de Historia y Filosofía y Letras en la Universidad Complutense.
Cronología
— Continúa sus estudios de Derecho y comienza sus estudios de Filosofía, en la Universidad de Valencia.
1954 — Miguel de Unamuno, Cancionero. — Vicente Aleixandre, Historia del Corazón. — José Manuel Caballero Bonald, Memorias de poco tiempo. 1955 — Ingreso de España en la ONU.
1955 — Muere José Ortega y Gasset. — Dámaso Alonso, Hombre y Dios. — Blas de Otero, Pido la paz y la palabra.
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Referencias históricas y políticas
— Comienza su lectura de Luis Cernuda con la compra de Como quien espera el alba en la librería «Abril».
Arte, ciencia y cultura
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Datos en torno al autor
— José Ángel Valente, A modo de esperanza. 1958 — Juan XXIII elegido Papa.
1958 — Muere Juan Ramón Jiménez en Puerto Rico. — Claudio Rodríguez, Conjuros. — Carlos Sahagún, Profecías del agua.
1959 — Conoce a Vicente Aleixandre. — Conoce a Gastón Baquero. — José Hierro le invita a dar una lectura poética en el Aula de Poesía del Ateneo de Madrid. — Gana el Premio« Adonais». — Lectura de Brines en el Instituto de Cultura Hispánica en el Aula Poética, dirigida por Rafael Montesinos. Presentación a cargo de Gastón Baquero. — Acaba sus estudios en Madrid.
1959 — Se crea la banda terrorista ETA. — Fidel Castro vence en Cuba.
1959 — Accésit del Premio «Adonais», Enemigo íntimo de Antonio Gala y La yerba de Luis Martínez Drake. — Muere Manuel Altolaguirre de accidente de tráfico. — Octavio Paz, Libertad bajo palabra. — Carlos Sahagún, Como si hubiera muerto un niño. — Jaime Gil de Biedma, Compañeros de viaje.
Sergio Arlandis
1958 — Conoce a Lamberto Cano.
1960 — Kennedy, presidente de EEUU.
1960 — J. Agustín Goytisolo, Claridad. — José Ángel Valente, Poemas a Lázaro. — José María Castellet, Veinte años de poesía española (1939-1959).
1961 — Conoce a D. K. — Viaja al sur de Italia.
1961 — Protestas estudiantiles y laborales.
1961 — Ángel González, Sin esperanza, con convencimiento. — Carlos Sahagún, Como si hubiera muerto un niño. — Carlos Barral, Diecinueve figuras de mi historia civil.
1963 — Asesinato de Kennedy.
1963 — Mueren Luis Cernuda y Ramón Gómez de la Serna, en el exilio.
Cronología
1960 — Publica Las brasas, en Rialp Ediciones. — Carlos Bousoño lo presenta en el Instituto Boston de Madrid. Comienza la amistad entre ambos.
1962 — Participa en el homenaje a Luis Cernuda en la revista literaria valenciana La Caña Gris. 1963 — Trabaja de Lector de literatura española en la Universidad de Oxford. — Entabla gran amistad con Claudio Rodríguez y José Ángel Valente.
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Referencias históricas y políticas
Arte, ciencia y cultura 1964 — José Hierro, Libro de las alucinaciones. — Luis Cernuda, La realidad y el deseo (póstumo).
1965 — Publica El Santo Inocente (posterior Materia narrativa inexacta). — Regresa de Oxford.
1965 — Crisis estudiantil universitaria.
1965 — Claudio Rodríguez, Alianza y condena. — Leopoldo de Luis, Poesía social. Antología.
1966 — Publica Palabras a la oscuridad.
1966 — Ley Orgánica del Estado. Ley Fraga de Prensa e Imprenta.
1966 — Jaime Gil de Biedma, Moralidades. — José Ángel Valente, La memoria de los signos. — Pere Gimferrer, Arde el mar. — Gastón Baquero, Memorial de un testigo.
1967 — Recibe el «Premio Nacional de la Crítica». — Recibe el «Premio de las Letras Valencianas». — Recibe el «Premio Pablo Iglesias».
1967 — Guerra árabe-israelí. — Ley de Libertad Religiosa. — Muere el «Che» Guevara en Bolivia. — Se cierran las Universidades de Madrid y Barcelona.
1967 — Muere Azorín. — Gabriel García Márquez, Cien años de soledad. — Miguel Ángel Asturias, «Premio Nobel de Literatura».
Sergio Arlandis
1964 — I Plan de Desarrollo Económico en España.
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Datos en torno al autor
1971 — Publica Aún no. — Reedición de Las brasas, en Hontanar.
1970 — J. Mª Castellet, Nueve novísimos poetas españoles.
1971 — China ingresa en la ONU.
1971 — Pablo Neruda, «Premio Nobel de Literatura». — Guillermo Carnero, El sueño de Escipión. — Jaime Siles, Biografía sola. — Luis Alberto de Cuenca, Los retratos, — Luis Antonio de Villena, Sublime solárium. — César Simón, Erosión.
1973 — Asesinato de Carrero Blanco, Presidente del Gobierno. Arias Navarro es nombrado Presidente.
1973 — Mueren Picasso y Pablo Neruda. — Gabriel Celaya, Función de uno, equis, ene. — Carlos Bousoño, Las monedas contra la losa.
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1970 — Allende, presidente de Chile. — Ley General de Educación.
Cronología
— Carlos Bousoño, Oda a la ceniza. — Ángel González, Tratado de urbanismo. — Guillermo Carnero, Dibujo de la muerte.
Referencias históricas y políticas
Arte, ciencia y cultura
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Datos en torno al autor
— José Agustín Goytisolo, Bajo tolerancia. — Carlos Barral, Usuras y figuraciones. — Carlos Sahagún, Estar contigo. — Jaime Siles, Canon. 1974 — Publica Poesía (1960-1971). Ensayo de una despedida, con prólogo de Carlos Bousoño.
1974 — Muere Alfonso Costafreda. — Vicente Aleixandre, Diálogos del conocimiento. — Luis Felipe Vivanco, Los caminos. — Jaime Gil de Biedma, Diario de un artista seriamente enfermo.
1975 — Ejecución de cinco terroristas y consecuente rechazo de Europa. — Muerte de Franco. — Juan Carlos I, nombrado rey de España.
1975 — Juan Goytisolo, Juan sin tierra. — Mueren Dionisio Ridruejo y Luis Felipe Vivanco. — Jaime Gil de Biedma, Las personas del verbo. — Antonio Colinas, Sepulcro en Tarquinia. — Guillermo Carnero, El azar objetivo.
Sergio Arlandis
1974 — Crisis económica internacional a causa del petróleo.
1977 — Jimmy Carter, presidente de Estados Unidos. — Legalización de los partidos políticos en España. — Victoria de la UCD, con Adolfo Suárez, en las primeras elecciones legislativas democráticas. — Desaparece oficialmente la Censura en España.
1977 — Vicente Aleixandre, «Premio Nobel de Literatura». — Jaime Siles, Alegoría. — Buero Vallejo, La detonación. — Jorge Urrutia, El grado fiero de la escritura.
Cronología
1977 — Publica Insistencias en Luzbel.
1979 — Comienza a escribir La práctica de la escritura, texto inédito e incompleto. 1980 — Muere D. José Brines Benavent, su padre.
1980 — Comienza la guerra entre Irán e Irak. — Primeras elecciones autonómicas en España.
1984 — Reedición de Ensayo de una despedida (1960-1977).
1984 — Comienza el juicio del 23-F. — Mayoría absoluta del PSOE. — Guerra de las Malvinas.
1984 — Mueren Vicente Aleixandre y Jorge Guillén. — Luis Antonio de Villena, La muerte únicamente.
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Referencias históricas y políticas
Arte, ciencia y cultura
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Datos en torno al autor
— César Simón, Precisión de una sombra. 1985 — Mijaíl Gorbachov, Secretario General de la URSS. Inicio de la perestroika.
1986 — Publica El otoño de las rosas — Publica Poemas a D. K. — Publica Antología poética, con prólogo y selección de José Olivio Jiménez. — Recibe un homenaje en la revista Peña Labra.
1986 — España y Portugal ingresan en la Comunidad Europea.
1987 — Recibe el «Premio Nacional de Literatura». — J. Bento traduce su obra completa al portugués.
1987 — Brutales atentados de ETA en el supermercado Hipercor de Barcelona y en la Casa Cuartel de la Guardia Civil de Zaragoza. — Acuerdo de desarme nuclear entre
1985 — Ángel Crespo, El ave en su vuelo. — Jenaro Talens, Tabula rasa. — Luis Alberto de Cuenca, La caja de plata. — Jorge Urrutia, Delimitaciones. 1986 — Buero Vallejo, «Premio Cervantes». — Antonio Gamoneda, Lápidas. — Luis Mateo Díez, La fuente de la edad. — Luis Antonio de Villena, Postnovísimos (antología). — Abelardo Linares, Sombras. — Vicente Gallego, Santuario. 1987 — Muere Gerardo Diego. — Camilo José Cela, «Premio Príncipe de Asturias». — Luis García Montero, Diario cómplice.
Sergio Arlandis
1985 — Publica Poemas excluidos.
1988 — Revisa y adapta la obra de Calderón de la Barca, El alcalde Zalamea, estrenada por José Luis Alonso y la Compañía de Teatro Clásico. — Publica, en Selección propia, su texto «La certidumbre de la poesía»
1988 — Participación de España en la OTAN. — Liberación del secuestrado industrial Emiliano Revilla. — Se aprueba la Ley de Televisión Privada. — Fin del conflicto bélico Irán-Irak. 1989 — Manuel Fraga refunda Alianza Popular con el nombre de Partido Popular (PP).
1988 — María Zambrano, «Premio Cervantes». — Julio Llamazares, La lluvia amarilla. — Luis García Montero, Poesía. Cuartel de Invierno. — Vicente Gallego, La luz, de otra manera. 1989 — Muere Salvador Dalí. — Camilo José Cela, «Premio Nobel de Literatura». — Jenaro Talens, Cenizas de sentido. 1990 — Mueren Dámaso Alonso y Jaime Gil de Biedma. — Octavio Paz, «Premio Nobel de Literatura». — Jaime Siles, Semáforos, semáforos. — Vicente Gallego, Los ojos del extraño. — Andrés Sánchez Robayna, Poemas 1970-1985.
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1990 — José María Aznar, presidente del PP. — El juez Baltasar Garzón emprende la Operación «Nécora» contra el narcotráfico en Galicia. — Guerra del Golfo contra Irak y liberación de Kuwait. — Reunificación de Alemania. — Termina la dictadura de Pinochet en Chile.
— Carlos Marzal, El último de la fiesta.
Cronología
EEUU y la URSS mediante el tratado de Washington.
Arte, ciencia y cultura
1991 — Dimite el vicepresidente del Gobierno, Alfonso Guerra. — Independencia de Eslovenia y Croacia. — Disolución de la URSS.
1991 — Mueren María Zambrano y Gabriel Celaya. — Abelardo Linares, Espejos (1986-1991). — Luis García Montero, Las flores del frío. — Carlos Marzal, La vida de frontera.
1992 — Independencia de Bosnia-Herzegovina. — Se celebran los Juegos Olímpicos de Barcelona y la Expo en Sevilla.
1992 — José Ángel Valente, Material memoria (1979-1989). — Jenaro Talens, El largo aprendizaje (poesía 1975-1991).
1994 — Reedición de Insistencias en Luzbel.
1994 — Nelson Mandela nombrado primer presidente democrático de Sudáfrica.
1994 — Muere Juan Gil-Albert. — Luis García Montero, Habitaciones separadas.
1995 — Publica La última costa, elegido «libro del año» por el suplemento cultural de ABC. — Publica Escritos sobre poesía española (de Pedro Salinas a Carlos Bousoño).
1995 — Asesinato del primer ministro de Israel, Yitzhak Rabin. — Fin del conflicto de los Balcanes.
1995 — Luis Alberto de Cuenca, Animales domésticos. — Antonio Gamoneda, Libro de los venenos. — Benjamín Prado, Cobijo contra la tormenta.
Sergio Arlandis
Referencias históricas y políticas
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Datos en torno al autor
1997 — Jenaro Talens, Viaje al fin del invierno. — Jorge Riechmann, El día que dejé de leer El País. — César Simón, Templo sin dioses.
1999 — Recibe el «Premio Nacional de las Letras Españolas» por el conjunto de su obra. — Muere D.ª Juana María Bañó Sendra, su madre. — Instala su residencia habitual en Elca (Oliva).
1999 — Se aprueba la próxima circulación de la moneda única de la Unión Europea: el euro. — La OTAN interviene militarmente en Belgrado.
1999 — Jaime Siles, Himnos tardíos. — Muere Rafael Alberti.
2000 — Homenaje a Brines en la Universidad de Valencia. Se publica la plaquette Poemas para F. B.
2000 — Nueva Ley de Extranjería en España. — Vladimir Putin, presidente de Rusia. — Primeras expediciones a Marte.
2000 — Antonio Cabrera, En la estación perpetua. — Pedro J. de la Peña, Los dioses derrotados. — Muere José Ángel Valente.
2001 — Elegido Miembro de la Real Academia Española de la Lengua (sillón X).
2001 — Brutal atentado del terrorismo islámico en las «Torres Gemelas» de Nueva York.
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1997 — Ley de liberación de las Telecomunicaciones.
Cronología
1997 — Recibe el «Premio Fastenrath» de la Real Academia Española. — Reedición de Palabras a la oscuridad — Reedición de Poesía completa (19601997). Ensayo de una despedida.
Referencias históricas y políticas
Arte, ciencia y cultura
2002 — Implantación del euro como moneda. — Nueva implantación de la «reválida» para el título de Bachiller. — Hundimiento del petrolero Prestige en las costas de Galicia.
2002 — Carlos Marzal, Metales pesados. — Antonio Colinas, Tiempo y abismo. — Pedro J. de la Peña, Los iconos perfectos. — Carlos Ruiz Zafón, La sombra del viento.
2003 — Versión definitiva de Poesía completa (1960-1997). Ensayo de una despedida. — Publica La iluminada rosa negra. Antología poética, con ilustraciones de Antonio Martínez Mengual. — Se traduce una completa antología de su poesía al italiano.
2003 — EEUU invade Irak. — Se completa la secuencia del genoma humano.
2003 — Vicente Gallego, El sueño verdadero (Poesía 1988-2002). — Jenaro Talens, El espesor del mundo = on the nature of things. — Carlos Alcorta, Corriente subterránea. — Ada Salas, Lugar de la derrota. — Dan Brown, El código Da Vinci.
2004 — Recibe el Premio a la Creatividad «Ricardo Marín».
2004 — Brutal atentado del terrorismo islámico en la línea ferroviaria de Madrid.
2004 — Juan Ramón Barat, El héroe absurdo. — Jaime Siles, Pasos en la nieve.
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Datos en torno al autor — Es investido como Doctor Honoris Causa por la Universidad Politécnica de Valencia. — Es nombrado «Hijo Predilecto de Oliva».
Sergio Arlandis
— Victoria electoral del PSOE.
— Joan Margarit, El primer frío. Poesía (1975-1995). — Jorge Urrutia, Del mar o la impostura.
2006 — Lee su discurso de ingreso en la Real Academia Española de la Lengua, sobre Luis Cernuda. — Recibe la Distinción al Mérito Cultural de la Generalitat Valenciana.
2006 — Entra en vigor la ley antitabaco. — Muere Slobodan Miloseviç. — Montenegro declara su independencia de Serbia.
2006 — Jenaro Talens, Puntos cardinales. Poesía 1991-2006. — Olvido García Valdés, Y todos estábamos vivos.
2007 — Recibe el IV Premio de Poesía «Federico García Lorca» de Granada — Todos los rostros del pasado. Antología poética con introducción de Dionisio Cañas.
2007 — Rumanía y Bulgaria forman parte de la Unión Europea. — Reelegido en Venezuela Hugo Chávez. — Masacre en la universidad norteamericana Virginia Tech.
2007 — Rafael Fombellida, Canción oscura. — Carlos Alcorta, Sutura. — Fernando Anaya, Mecánica del desvelo.
Cronología
— Reedición de El otoño de las rosas, con prólogo de Jacobo Muñoz. — Recibe el Premio «Rosalía de Castro» en lengua castellana (Per Club Gallego)
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LAS BRASAS (1960)
ivos y Bibliotecas del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
Ilustraciones de José Caballero, para la primera edición de esta obra, en Madrid, Editora Nacional, 1952.
Francisco Brines en Elca, 1959
A José Olivio Jiménez40
40 José Olivio Jiménez (Santa Clara-Cuba, 1926- Madrid, 2003): crítico literario cubano, autor de estudios relevantes para la poesía española del siglo x . Fue profesor en Hunter College de Nueva York, aunque una enfermedad (artrosis) le obligó a abandonar el mundo de la docencia. No obstante, siempre se dedicó a su inigualable labor crítica. Es uno de los especialistas más reconocidos de la poesía de la generación del 27 y en la etapa de posguerra; además, ha publicado importantes monográficos sobre Vicente Aleixandre, Francisco Brines, la poesía modernista (sobre todo José Martí) o Antonio Machado, entre otros.
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Alguien ve siempre una muchedumbre de pequeñas brasas.
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Habrá que cerrar la boca41 y el corazón olvidarlo. Dejarlo sin luz, sin aire, como un hombre encarcelado, y habrá que callarlo todo lo que nos pueda hacer daño. Cuando se caigan los muros tendrá su rostro afilado, y una dureza de piedra encadenándole el canto. Si respira dolerá, dolerá tocar sus manos eternas y solitarias, y nadie podrá abrazarlo. Que se habrá quedado seco como un árbol por el rayo que será una cordillera de espinos, de pinchos bravos, y no habrá una sola fuente que corra por su barranco. 41 Como ya se apuntó en la introducción, este poema lo escribió Brines con bastante anterioridad al resto del libro, de ahí ciertas peculiaridades formales que lo singularizan con respecto al resto de poemas: metro octosílabo y rima asonante en sílabas pares. El poema, a pesar de esa diferencia de fechas de escritura, guarda gran coherencia simbólica con respecto al resto del libro. Por ejemplo, en los versos 15 y 16 hace referencia al árbol y al rayo: véase que en el poema III de «El Barranco de los Pájaros» un leñador aparece en escena, para —mediante el rito de entrega del hacha— descubrirles al grupo la drástica «ley de la tierra», que es abatir el árbol. Como recoge Jean Chevalier, el hacha es «análoga al rayo» en un buen número de relato mitológicos (1999: 548-549). Hasta podríamos llegar a establecer largos lazos cosmovisionarios brinesianos, pues en el poema «Otoño inglés» de Palabras a la oscuridad nos remite, precisamente, a esa misma imagen en su sentido más completo «Es ley fatal del mundo / que toda vida acabe en podredumbre, / y el árbol morirá, sin ningún esplendor, / ya el rayo, el hacha o la vejez / lo abatan para siempre.» ————— 16 LB1: como un árbol rayeado / LB2: como un árbol por el rayo
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Francisco Brines
Su corazón será un cráter apagado, que sin llanto, que sin llanto.
POEMAS DE LA VIDA VIEJA
El hombre sabía que le quedaba muy poco tiempo y que sin fe su muerte no daría frutos.
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Las Brasas
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El balcón da al jardín. Las tapias bajas y gratas. Entornada la gran verja. Entra un hombre sin luz y va pisando los matorrales de jazmín, le gimen los pies, no mira nada. Qué septiembre42 cubre la tierra, lentos nardos suben, y suben las palomas con las alas el aire, el sol, y el mar descansa cerca. El viento ya no quema. Riegan lentos los pasos que da el agua, las celindas todas se entregan. Los insectos se alzan a vivir por las hojas. En el pecho le descansan las barbas, sigue andando sin luz. Todo lo deja muerto, negras aves del cielo, caedizas hojas, y cortada en el hielo queda el agua. El jardín está mísero, y habita ya la ausencia como si se tratase de un corazón, y era una tierra verde. Cruza la diminuta puerta. Llegan del campo aullidos43, y una sombra fría penetra en el balcón y es un aliento de muerte poderoso. Es la casa que se empieza a caer, húmeda y sola.
42 La concreción temporal del otoño encuentra perfecta justificación en la descripción de todo el paisaje, pero, sobre todo, de la propia existencia del protagonista. 43 La imagen del perro aullando recuerda al regreso de Ulises a Ítaca: su perro Argos fue el único capaz de reconocerlo bajo su aspecto demacrado. Lo curioso es que, según el pasaje de la Odisea, Argos muere en paz una vez ha visto regresar al hogar a su dueño. Máxime teniendo en cuenta que, en el poema, tras esos aullidos que dan la bienvenida al caminante, llega un «aliento / de muerte poderoso». Sin duda, existen evidentes paralelismos figurativos. ————— 23 LB1: de muerto poderoso. / LB2: de muerte poderoso.
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Francisco Brines
La sombra de la tierra va creciendo, sube los aires, y la noche queda sobre el alto tejado de la casa. Se ensombrece el naranjo, y azahares huelen por el desván, pesan los muros y el hombre que la habita se detiene para pensar vanos recuerdos44. Oye cómo riegan los nardos45, su jardín ve que se vuelca por las tapias bajas, limoneros doblando los caminos. Vuelven las estaciones del destierro, y dormita el sillón, y los papeles sin resplandor sobre la mesa vieja. Es la hora de otoño de este día la hora de la luz en las ventanas desde el camino de las piedras, hombre que siente ya madura su cabeza, destruido el cabello y el cansancio. Meditación inútil, cuando pronto dejará de vivir en esta casa y olvidarán su nombre, cuando piensa que nada le ha quedado de la vida.
44 Queda de manifiesto la influencia de Francisco de Quevedo, sobre todo del Salmo XVII «Miré los muros de la patria mía». 45 Antonio García Berrio (2003, 77) ha hecho hincapié en esta imagen al considerar que es una digresión temporal producida por la ensoñación o la nostalgia momentánea que en cada instante nos asalta, ya que se nos había apuntado el estado mísero del jardín. ————— 18 LB1: destruído / LB2: destruido
Las Brasas
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A Abelardo Linares46
Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido la inclinación del sol, las luces rojas que en el cristal cambian el huerto, y alguien que es un bulto de sombra está sentado. Sobre la mesa los cartones muestran retratos de ciudad, mojados bosques de helechos, infinitas playas, rotas columnas: cuantas cosas, como un puerto, le estremecieron de muchacho. Antes se tendía en la alfombra largo tiempo, y conquistaba la aventura. Nada queda de aquel fervor, y en el presente no vive la esperanza. Va pasando con lentitud las hojas. Este rito de desmontar el tiempo cada día le da sabia mirada, la costumbre de señalar personas conocidas para que le acompañen. Y retornan aquellas viejas vidas, los amigos más jóvenes y amados, cierta muerta mujer, y los parientes. No repite los hechos como fueron, de otro modo 46 Abelardo Linares (Sevilla, 1952), poeta, editor y bibliófilo andaluz. Uno de los máximos exponentes del neoesencialismo de principios de los años setenta. En 1974 fundó la librería Renacimiento que hoy en día es, además, una de las más destacadas editoriales españolas. Su obra poética queda recogida en su antología Espejos (1986-1991) en la editorial Pre-textos (Valencia, 1991) con el que obtuvo el «Premio de la Crítica». La dedicatoria se añadió a partir de LB3 (1ª). ————— 8 LB1: cuantas cosas, como un muelle, / LB2: cuantas cosas, como un puerto 23 LB1: los piensa, / LB2: los piensan / LB3: los piensa
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Francisco Brines
los piensa, más felices, y el paisaje se puebla de una historia casi nueva (y es doloroso ver que, aun con engaño, hay un mismo final de desaliento)47. Recuerda una ciudad, de altas paredes, donde millones de hombres viven juntos, desconocidos, solitarios; sabe que una mirada allí es como un beso. Mas él ama una isla, la repasa cada noche al dormir, y en ella sueña mucho, sus fatigados miembros ceden fuerte dolor cuando apaga los ojos. Un día partirá del viejo pueblo y en un extraño buque, sin pesar, navegará48. Sin emoción la casa se abandona, ya los rincones húmedos con la flor del verdín, mustias las vides; los libros, amarillos. Nunca nadie sabrá cuándo murió, la cerradura se irá cubriendo de un lejano polvo.
47 Entiende José Olivio Jiménez que el uso del paréntesis tiene la clara intención «de restar importancia a lo que en sí es la durísima lección que se nos quiere brindar.» (2001, 33). 48 Referencia al pasaje mítico de la barca de Caronte y su travesía por el río Leteo (con resonancias evidentes en Manrique, Quevedo, Bécquer y Machado por ejemplo). Una imagen que cierra, muy significativamente, toda su poesía con el poema «La última costa» del libro de mismo título. ————— 25 LB1: (y es doloroso ver que aun con engaño, / LB2: (y es doloroso ver que, aun con engaño,
Las Brasas
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A Ricardo Defarges49
Con los ojos abiertos alza el cuello para ladrar, y en la espesura vasta de los campos la voz se ha repetido50. Es la presencia de un ser solo, y algo se viene a tierra, y es el aire oscuro quien ha caído en tierra con dolor. Su gemido no llega a las estrellas altas, ni a los perdidos trenes, busca penetrar en las casas. Alguien oye que la vida se va, y acobardado late su corazón enfermo. Nadie vive con él, y escucha. Ya acabada la cena, se ha asomado al cristal. Mira, desde sus ojos tristes, el oscuro mundo de fuera, las estrellas suaves. Siente que un cálido estertor le sube y el pecho se le quema, que sus ojos
49 Ricardo Defarges (Barcelona, 1933), compañero de la adolescencia de Brines. Cursó la carrera de Derecho en Valencia. Como poeta destaca su Accésit del Premio «Adonais» en 1962 con su poemario El arbusto. Toda su poesía se publicó en un solo volumen titulado Poesía (1956-1973) (Madrid, Ínsula, 1974) en la que Brines se hizo cargo de la amplia introducción del mismo. En la actualidad ha publicado una Antología poética (1960-2000) (Barcelona, Ed. El Ciervo, 2003) que recoge también sus poemas más recientes. Cabe recordar que, muy tempranamente, Defarges escribió un acertado artículo sobre la poesía de Brines en 1967 titulado «Francisco Brines, poeta esencial» en Cuadernos Hispanoamericanos, Madrid, núm. 207, págs. 514-523. La dedicatoria se añadió a partir de LB4. 50 Andrew Debicki (1985, 64) le dedica un comentario especial a este pasaje, al considerarlo un instrumento expresivo capaz de generar en el lector extrañeza y sobrecogimiento. No obstante, este efecto también viene dado, en gran medida, por el imaginario popular, pues los aullidos de un perro siempre se han asociado al vaticinio de una muerte o alguna desgracia.
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Francisco Brines
no adivinan las formas que allí, vivas, alientan. Él podría, con gran fuerza, también gritar, salir al campo frío y liberarse del dolor. Repasa su mano por el pelo blanco, siente que el tiempo ha sido duro, su fracaso lo juzga con templanza, no se agita su pecho. Y él espera que enmudezca la voz para subir, quedar dormido.
Las Brasas
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El visitante me abrazó, de nuevo era la juventud que regresaba, y se sentó conmigo. Un cansancio venía de su boca, sus cabellos traían polvo del camino, débil luz en los ojos. Se contaba a sí mismo las tristes cosas de su vida, casi se repetía en él mi pobre vida51. Arropado en las sombras lo miraba. La tarde abandonó la sala quieta cuando partió. Me dije que fue grato vivir con él (la juventud ya lejos), que era una fiesta de alegría. Solo volví a quedar cuando dejó la casa. Vela el sillón la luna, y en la sala se ven brillar los astros52. Es un hombre cansado de esperar, que tiene viejo su torpe corazón, y que a los ojos no le suben las lágrimas que siente.
51 Antonio García Berrio (2003, 84), haciéndose eco de algunas conversaciones con el propio poeta, identifica la imagen de este visitante con la de José Olivio Jiménez; aunque su valor simbólico queda fuera de toda duda. Carlos Bousoño (1984, 80) lo asoció, en cambio al poema XXX de Antonio Machado, pero en verdad es el poema XXXIV de Soledades al que Bousoño se refiere. No obstante, a nuestro parecer puede estar más cercano en su representación el poema XXXVI del propio Machado: «Es una forma juvenil que un día / a nuestra casa llega». En todo caso, lo que resulta evidente es que existen ciertas influencias machadianas en el texto. 52 Cabe destacar la importancia de los astros como portadores de un mensaje de marcada tragicidad para el hombre. Jaime Siles los asocia directamente al hombre pues tienen «el mismo brillo, el mismo instantáneo fulgor […] Y cumplen con ellos, la misma función: borrarse en la noche que los cumple y anula» (1992, 277). Es el carácter frágil de esa luz lejana lo que invita a la asociación entre astro y hombre, pero con la diferencia de que unos continúan su curso a través del tiempo y de la sombra y los otros, en cambio, están llamados a perecer con la noche.
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Francisco Brines
A Vicent Andrés Estellés53
Junto a la mesa se ha quedado solo, debajo de las vigas, en penumbra los muros. Los naranjos arden fuera de luz, y el mar de velas blancas, suben encendidos los pinos por el monte. En la madera del balcón las horas se detienen, y el mundo se imagina con el amor que quiere el pecho. Crece la sala dentro, y el rumor del aire llega hasta el corazón, como se queda la soledad del polvo en una rama. Inclina la cabeza, y en su gesto nada adivinaría nadie; él sabe que las tristezas son inútiles y que es estéril la alegría. Vive amando, como un loco que creyera en la tristeza de hoy, o en la alegría de mañana. La tarde entra en la casa y apaga la madera del balcón, su llama roja. Ay, se muere todo, pasa la luz, la flor, los sentimientos
53 Vicente Andrés Estellés (Burjasot, 1924-Valencia, 1993). Uno de los poetas valencianos más importantes de todos los tiempos. De sus significativas publicaciones destacan Les pedres de l’ànfora, con el que recibió el «Premi Lletra d’Or» en 1974 y el premio «Crítica Serra d’Or» en 1975; el Llibre de meravelles (1971) y El gran foc dels garbons (1975) entre otros títulos. Fue también condecorado con el «Premio de Honor de las Letras Catalanas» en 1978, la «Cruz de Sant Jordi» en 1982, el «Premio de las Letras Valencianas» en 1984 y la Medalla de Oro de Bellas Artes a título póstumo en 1993. Brines publicó el texto «Presentación de Vicent Andrés Estellés», recogido en Escritos sobre poesía española (1995b, 271-280): fue la presentación que este le hizo el 14 de abril de 1975 en el Ateneo de Madrid con motivo de una lectura poética. La dedicatoria se añadió en LB4.
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se marchitan, las fuerzas van perdiéndose. Los ojos, soñadores, cuando avanzan los días y envejecen, nada nuevo quieren. Con lentitud baja aquel hombre, sale a la puerta de la casa, mira los campos, las alturas, los primeros astros del cielo, reconoce el mundo. Alguien llega del bosque, con su cesta luminosa de grillos, sus callados fuegos de hierba seca. Él conoce quién es, toca la sombra del gigante, le sonríe. Y enciende las ventanas, deja la puerta abierta, le saluda con dulce voz, y espera a que se aleje.
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Francisco Brines
Ladridos jadeantes en el césped le hacen mirar, con el calor el día va rodando a su fin, y de las rosas sube un olor y una inquietud constante. En el silencio rueda la alegría súbita de los perros. Y él entiende esa felicidad, el desvarío que ellos muestran. Hermosa fue la vida cuando el cuerpo era joven, y el deseo la costumbre inicial de cada hora. Un aire corto llega desde el mar y ha alargado la sombra de los montes. Echa su vida atrás, desnuda el cuerpo delante de otro cuerpo, y unos ojos le buscan y él los busca54. En el amor era veloz el tiempo, iba pronto a morir, y en vano el joven pensaba detenerlo, se soñaba vencido en la vejez y desamado. Entonces su victoria era querer aún más, con mayor fuerza. Mira, desde su frente, con los ojos fijos la línea de los montes, áspero muro de plata que en el mar se hiela. Ya no lucha la tarde y se hace rosa la luz en su cabeza pensativa. Llegan, desde el camino, frescas voces
54 Se sugiere un encuentro amoroso, marcado por su fugacidad. Sin embargo, también puede leerse como si estuviera efectuando un desdoblamiento de imagen a través de un espejo, donde, de nuevo, la ensoñación vuelve a dominar la expresión de las emociones. ————— 3 LB1: va rodando a su fin y de las rosas / LB2: va rodando a su fin, y de las rosas 4 LB1: sube un olor, y una inquietud constante / LB2: sube un olor y una inquietud constante
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llamándose. La casa, oscurecida, se ha perdido en los árboles, y él oye el dulce nacimiento del amor, escucha su secreto. Ya de nuevo vive su corazón, y el hombre tiembla, siente cargado el pecho, y apresura un llanto fervoroso.
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Francisco Brines
Le detuvo la noche, la transparente oscuridad del cielo caía en la colina. Sintió en el pecho el bosque55, la fuerza incontenible de su altura, y el paso de la sangre. El hombre es una fuente, se decía, cerrada, más oculta que el fuego de la tierra. Y miraba las luces, la ciudad esperaba su regreso. Amó feliz. Lloraba. Y oyó. Iban los aires por las hojas altos, locos los grillos, y oyó el empuje de su sangre, fuerte como un golpe de mar. Oyó la lucha sorda de la luna penetrando en el bosque, más arriba el roce delicado de los astros, y abrió los brazos, y ensanchó su pecho desolado, nocturno, y le invadió la tierra, y el bosque, el viento, le invadió la madre. Y tuvo buen sabor de su regreso. Después miró sus manos grandes, fieles, desnudas, y en ellas ocultó su quieto rostro.
55 Curioso que el último poema de esta parte haga referencia al bosque, que será el punto clave de «El Barranco de los Pájaros», como si el significado que adopta en este poema tuviera continuidad en el resto del libro y, por tanto, se haga eco del bosque como paso que deja marcado tras la lucha de la vida. ————— 26 LB1: grandes, fieles, desnudas, tristes, buenas, / LB2: grandes, fieles, desnudas,
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Presentía ya el alba, y, libre, alzó la voz, dejó su grito en el azar del viento, se pobló la colina de rumores estremecidos, largos. Lejos, dormida, la ciudad temblaba.
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EL BARRANCO DE LOS PÁJAROS
Teníamos que subir todos juntos el más hermoso monte.
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A Gastón Baquero56
I Delante estaba el monte, la mañana buscaba con su luz el acto viejo de hallar el mundo en ella, más arriba la cumbre. Se verían los lejanos caminos y las casas, otros montes, el reposado mar. Junto a la falda comí temprano, y era el humo azul tibio sueño en el valle. Mis amigos en el agua reían y con ellos mojé mi cuerpo. Comenzaba cerca la senda que llevaba a las alturas gratas. La libertad nos encendía57.
56 Gastón Baquero (Banes-Cuba, 1918-Madrid, 1997). Poeta y ensayista. Realizó una importante labor como periodista en el Diario de la Marina y fundó la revista Clavileño. Entre su obra poética destaca Memorial de un testigo (1966), Magias e invenciones (1984). Recientemente Francisco Brines ha publicado una antología poética del poeta cubano en la editorial Pre-textos. Brines le dedicó dos artículos: «Mi encuentro español con Gastón Baquero» y «La poesía como salvación de la inocencia», recogido actualmente en Escritos de poesía española (1995). La dedicatoria se añadió en LB4. 57 Resulta sintomática la paradójica naturaleza humana, pues al mismo tiempo que los protagonistas se dejan llevar por la plenitud del momento comienza, en paralelo, su propia combustión, paulatina, oculta, pero eficaz, inevitable e irreversible.
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II Niños, subíamos gritando cantos de guerra, rezos de capilla. Nadie se podía volver, mirar el verde llano, su hermosura extendida y baja58. Desde el cielo veríamos el campo. La luz llegaba ya a nuestras cabezas desde el lado del mar, y enfrente el bosque nos acogió con su penumbra roja. En el silencio súbito, los rostros se quedaron muy bellos y aquel cielo fue rompiendo las ramas, despertando las alas de los pájaros, su voz llena de heridas. Un arroyo débil, con piedras, nos retuvo. ¡Qué delicia las bocas en el agua, confundidos los rostros, en la hierba nuestros cuerpos!59
58 Resulta evidente la sucinta evocación del pasaje bíblico de los hijos de Lot, obligados a huir sin poder mirar hacia atrás. Esta tensión ya se deja apuntada en el poema inicial del poema. 59 Se representa así el hallazgo de la sexualidad, vista todavía con ingenua ignorancia y con inocente proyección de futuro.
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III60 Pero el bosque dejó de ser misterio y el leñador nos asustó: su fiera mirada sin amor, su brazo fuerte de verdugo, la dura bienvenida. Fuimos con miedo a su cabaña, todos recibimos un hacha, él nos dijo que era ley de la tierra. Y abatimos el árbol, derribamos la espesura fresca de las palomas, la colina donde se quedan las estrellas solas61.
60 En LB1 el poema aparece íntegramente entre paréntesis. En LB2 desaparecen los paréntesis, conservándose así la definitiva versión del poema. 61 Por proximidad de edad, por los datos biográficos que ya han sido apuntados (escritura del libro tras una crisis personal), por las coincidencias que en el poema se remarcan y por la lectura en clave que puede realizarse conociendo la simetría que existe entre la jornada de los viajantes y las edades del hombre, este poema se puede tomar como especialmente significativo, pues enmarca la crisis personal que dio paso a la escritura de Las brasas. ————— 7-8 LB1: Y abatisteis / un árbol, derribasteis la espesura / LB2: Y abatimos / el árbol, derribamos la espesura
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IV Al proseguir la marcha, siempre arriba ninguno habló. La repentina lluvia62 dejó incierto el camino, la seroja no crujió más, nuestro calzado pronto pesó, rojo, de barro. De aquel frente se ocultaron los pinos, en la bruma sin luz corrimos todos, y dejando las mochilas en tierra nos herimos a golpes de pedradas. Solo quedé, bajo un mojado tronco, viendo el espacio fresco iluminarse de nuevo. Troncos de amarillas franjas, violetas suavísimas, helechos, azul del cielo. Y el pinar despierta con la voz de los pájaros, del agua que, en las ramas pesando, se hace lluvia cortísima. La sien, sangrando al sol mojé en peñasco fiero y horadado, y busqué la salida de aquel bosque.
62 El camino que se emprenderá en soledad coincide curiosamente con la época otoñal. Si recordamos, todo el capítulo anterior estaba situado temporalmente en el otoño. ————— 14 LB1: azul del hielo / LB2: azul del cielo
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V De nuevo el sol estalla. La pendiente se muestra despoblada hasta la cumbre.63 He de alcanzar el aire que allí existe ensanchador, y al aturdido pecho le hacen daño los golpes que, muy fuertes, el corazón le da. El sol derriba los peñascos con fuego que los funde. Y arriba, azul, la brisa se estaciona mirando el llano abajo, más distante la marea del mar, con su frescura. Mas no hay que detenerse en aquel vértice si arriba el cuerpo; sin amigos, solo, bueno es silbar y bueno es alejarse de allí. El cielo, sin mesura y vano, advierte la fatiga de aquel hombre.
63 Compárese este paisaje, tan austero y desolado con el marco escénico de los dos primeros poemas: queda perfectamente reflejado la disociación entre locus amoenus y el locus eremus final.
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VI Al otro lado de la cumbre, bajo los matorrales del romero quieto la montaña se quiebra. Allí anidan los mirlos en las cañas, las adelfas de solitario amor florecen, se oye la duradera vida del silencio. Se le llama Barranco de los Pájaros64. Pensábamos llegar cuando la tarde se hace un pozo de sombra, la mirada se abre en la flor del ojo para, arriba, tocar un astro. Compañero, pienso que no me detendré cuando me acerque al lugar de la tienda. Sin canciones, sin fuegos, no habrá trinos que oír, nada que comentar con alegría viva. Hay que olvidar el sitio, ser más fuerte que el destino ruin, y con la noche, vergonzoso en la sombra, penetrar en una vastedad desconocida.65
64 Existe, en verdad, un barranco con nombre similar al que hace referencia Brines. Su ubicación real lo sitúa muy cerca del término de Oliva y de ahí que bien pudiera tomarse como referencia a la hora de expresar este pasaje alegórico dentro de un espacio poetizado. El barranco se llama «Barranc de les Covatelles». La covatella es una pequeña cueva en las paredes de los peñascos, que puede haberse formado de manera natural o por mediación humana, sobre todo para reguarnecer a los ganados. 65 Estos versos finales pueden relacionarse con el poema inicial y con el poema final del libro, mediante la recurrencia del verbo haber y también por la aceptación resignada de la vida con su equitativa carga de belleza y de tragedia al mismo tiempo. ————— 11 LB1: Compañeros, / LB2: Compañeros, / LB3: Compañero,
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VII66 El alba aquí se enciende. Y aquel hombre de fatigado cuerpo se ha dormido con la gran paz del alba. La tranquila luz llega de los aires y en su boca se aquieta. El humilde cuerpo sueña, y hay un olvido natural del mundo. Brilla la tierra. Sin moverse, ciego, sigue su vida como el agua pasa, porque quiere la fuente, y él alienta seguro como el día que en él vive. Igual que a un árbol derribado vienen las aves, y las hierbas lo acomodan. Vencida ya la gloria de la tarde se abren sus ojos al contorno oscuro del campo. Qué olorosa le ha crecido la barba jazminera, y el anciano se toca el corazón, y allí le duele mucho, y él ya no ve, ni escucha nada de fuera de su cuerpo. Con los astros se cumple la honda noche, y allí queda fiel a su soledad, frío en el suelo.
66 En LB1 el poema aparece íntegramente entre paréntesis. En LB2 desaparecen los paréntesis, conservándose así la definitiva versión del poema.
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OTRAS MISMAS VIDAS67
Unos construyen sus casas y otros andan por los bosques; porque el destino del hombre es el amor, y cada uno tiene su propia lucha y su propio camino.
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LB1: «Otras vidas» / LB2: «Otras mismas vidas»
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Hay que mecer el tallo de esta hierba tan chica, le miramos, es alondra muy fina, su cabeza débil, nadie lo toque demasiado, ni hablen rudos los hombres porque duerme, que está linda, linda la rosa de esta casa. Siente que la alegría de la luz le llega y le sube a los ojos. ¡Ay, que llora tu niño! Crecerá contigo, y alto como un junquillo, como el agua clara tendrá la voz, y el gesto de conejo asustado. Será un niño de nieve cuando mire las cumbres, si los prados corre lo hará con arrebato, puro se quedará cuando lo lleves loco para que mire el mar, y lo desnudes en la playa. La noche es enemiga, más grande su misterio que las cosas del día, las estrellas le estremecen un raro sentimiento, se le llena su pecho, todo dentro el jardín, bajan por sus mejillas las pequeñas sombras de fuego. Que ya sabe, madre, el niño que tiene libertad dentro del pecho68. Se cruzan otros cuerpos, es la vida que le tira de ti, te lo arrebata, te disputa el amor y te lo vence. Eres una montaña, tienen gracia los cerros nada más, y allí se ha ido para cantar. Ya, solo, muchas veces 68 Compárese esta misma imagen con aquella del poema I de «El Barranco de los Pájaros»: «La libertad nos encendía», justo en época de infancia. ————— 28 LB1: Eres una montaña, son graciosos / LB2: Eres una montaña, tienen gracia
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besa tu imagen, y desgarra el llanto como un salvaje perro, no lo dice cuando a veces te escribe, ni ama nada de lo que tú le has enseñado. Siente que le cansa esta lucha, y él quisiera vivir en paz. Hablan de su fracaso, que cumple su destino mal, la voz la tiene rota, su cantar disgusta los oídos sencillos, y los hombres dicen que esta ya condenado. Madre, le hace daño la luz si da en su boca.
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No existía la muerte; cuánto orgullo feliz. El salto era atrevido, siempre cruzó la viva hoguera pastoril, la que dañaba al monte. En la fuente del olivar sus piernas eran arco de aquel secreto curso, la bebía sin doblar las rodillas, muy gigante. Y vigilaba el mar, grandes veleros que apenas navegaban. Tras la playa defendía a los huertos de la sal, del miedo de los vientos. Aquel niño puso color al sol, en los balcones lo extendía a vivir despacio. Bello, tanto como un reciente amigo, más aún, enamorado de sí mismo69. Poco puede la muerte si respira con voluntad un pecho; tú, indolente, rasgabas las estrellas con los ojos desde un lugar nocturno. ¡Ay, rincones de la casa, vivía en el laurel, qué corazón, qué luz, ah puro, puro! ¡Tanto como pudiste…! ¡Qué tareas te envidiaron los muertos, los que eternos lloraban su ocasión perdida; rey de los vivos, todo quedó iniciado. Pero una aguda piedra te hirió, nadie se culpa de dañar un fino pecho, y empezaste a pensar que una conquista tan sólo era tu vida: la vergüenza tuviste que vencer, y hacerte digno 69 Referencia al mito de Narciso, pero la imagen que se refleja no es la del presente, sino la del niño aquel que fue en su día. ————— 17 LB1: un pecho, tú indolente / LB2: un pecho, tú indolente / LB3: un pecho; tú, indolente
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de ti. Siempre es indigna la mentira. A medio hacer la vida se detiene, queda absorta ante el fuego, dobla el cuerpo para beber el agua, y es la mar qué demasiado bella, y es honesta la luz del sol, y el viento vigoroso para un mozo inocente. Ay, más duros que los ojos los encendidos astros. Podrías encorvarte, pocos son los amigos que quedan, y tan joven que con el cuerpo sano se enamoran de tu tristeza las muchachas. Mas ya la muerte muy poco rompería.
41 LB1: que con el pelo sano se enamoran / LB2: que con el cuerpo sano se enamoran
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A Lamberto Cano70
Esta grandiosa luz, que hay en el cuarto, desplegada regresa de los montes altos del Guadarrama. Gran tarea es dar la flor a verdecidos troncos o ser el aire suave que los mueve. Mas yo qué solo estoy, Madrid se va saliéndose a mi calle por ver pinos. Miro la habitación, en el espejo desvanecida mi figura seria, ya sin dolor el alma. La fatiga rinde el cuerpo del hombre, le da un punto de paz, lo aleja de la vida libre. Los bultos que dejó, sus cartas, tocan mis dedos en silencio, como al campo la tarde de febrero que se ensancha. Me miro en el espejo, y estoy fijo como un árbol oscuro que han podado. Mi extraña seriedad es porque pienso que aquello fue por un azar (las hojas así caen del árbol, por el roce de una rama vecina, por un aire), y todo ha de empezar de nuevo. Ay, que el furioso dolor nace de encuentros indiferentes, se conocen pronto cuerpos a veces débiles, las fuerzas sin voluntad se rinden al espíritu y enamorados quedan. Los guijarros son más fuertes que el hombre, la alegría muy robusta no crece si es que nace. 70 Amigo personal de Brines del que apenas tenemos datos. Véase el capítulo «Historia de un libro: génesis de un autor».
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En contra de esta lanza que se clava no hay escudo de bronce, ni edad vieja que libre de esa lucha; tal tesoro no custodia un gigante ni hace suyo quien tiene el corazón más puro y fuerte. Era bello decir, tú como un monte, y tú como un león, y delicado como la paz de una doncella71. Tristes quedan los ojos en el hombre siempre, es un dolor ver que los frutos caen o que el tordo se cansa de volar. Mas es mayor el mal si la arrogancia de respirar en la mañana sufre sin aliento esforzado, y el fervor de la vida se encorva como un viejo. Tras el rojo horizonte la ceniza de la tarde ha caído, y en el cuarto queda marchito un hombre. Lucen fuera las primeras estrellas, es la noche quien entra en el espejo su gran sombra borrándome, las ramas de la calle vacilan moribundas bajo el frío. Siento dura la espalda y hace daño dar movimiento al cuerpo, mis mejillas arden como la leña y están secas.
71 Los versos 35-37 fueron los que Vicente Aleixandre sugirió a Brines que los eliminara por su supuesta explicitación erótica, que rompía el tono del libro.
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No es vano andar por el camino incierto72 de un extraño país, si con la tarde se acercan las muchachas para verte pasar, y se enamoran. Oh, tú escoge la que de hermoso cuerpo llorar sepa más tiernamente tu partida. Allí tu don deja en su vientre, de tus labios incomprensibles las palabras salgan y turbadoras. Tiembla si en tu pecho su cabeza descansa con fatiga después, mirándote a los ojos. Tú, con los primeros astros del verano, levántate del lecho y deja el bosque. Tu nombre no lo sepa. Ya, extranjero, puedes silbar, el occidente muere de roja luz de sol, dormirás solo, con la tibieza de la noche encima. Tiempo de recordar las amarguras de tu pequeña vida, los dos ojos cierras para dormir y se humedecen como las flores en el alba. Sueña que hay Dios, y que hay amor en el camino, y que tus hijos crecerán hermosos.
72 Este poema se publicó poco después de que Brines ganara el «Adonais» en la revista Ketama (suplemento literario de Tamuda), Tetuán, núm. 13-14, 1959.
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APÉNDICES
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Apéndice I POEMAS EXCLUIDOS (ANTERIORES Y COETÁNEOS)
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CANCIÓN DEL HUIDO73 Esta niña en el rincón queriendo regar geranios, si más rojos más amargos, y el más desvalido yo. Muy cansada está la mar de tener preso su cuerpo, y no le queda la paz estacionada del muerto. Tendré un día que partir de la ronda de los niños, y habré de seguir camino hasta olvidarme de ti. Llegaré un día a la mar con el pecho zozobrando; que nadie lo quiera amar, que no ha de amar el ahogado. 73 En LB3, como en la primera edición de Poemas excluidos, se añade la siguiente nota al poema, que reproducimos íntegramente por su valor documental y su reveladora exposición:
«He incluido este texto adolescente, al que sólo ahora he puesto título, por tratarse de una canción (que entonces frecuentaba, y de las que tan pocos ejemplos se muestran en mi obra publicada), y por la paradójica impresión que su relectura ha producido en mí. Recuerdo que, al escribirla, sentí que sus versos me testimoniaban con desnuda y hasta impudorosa concreción. A la distancia de los años el poema es, ante todo, un admirable testimonio de la natural inconcreción de los más genuinos sentimientos adolescentes. Lo que sí se alcanza plenamente es su impudorosa ingenuidad. Escribo poesía desde los quince años, y aunque innecesaria para los otros durante tiempo y tiempo, nunca he vuelto a escribir con tanto fervor y emoción íntima.»
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Huyendo del corazón, con alas de mirlo negro, por la cañada y el cerro mal enemigo el amor. Siempre está llorando el mar, es una fina ladera, y moja un huerto de velas y quiere morirse ya. Con la flor del girasol espérame sobre el monte, puntual en el dolor para la pena de un hombre. Está cansada la mar, la mar junto a los naranjos, y tú queriendo regar la amargura del geranio. Era el cauce flor y guijos cuando sintiendo la sed quise en las aguas beber y que me mirara el río. He de llegar a la mar y oír el viento en las cañas, y a la sombra de una barca quedar sediento de sal. Con la fuerza de la muerte llega el mar que todo lo barre y muerde, y aquí me quedo a esperar. Que tengo un ancla en la frente con hierro de soledad, para el mar.
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LAMENTO DEL DISTINTO La vida es un atajo para nada, sólo para llegar, y no hay razón aquí para el trabajo de vivir junto al mar copiando su reposo. Ya tampoco es un bien mirar la huerta crecida de anchas hojas, si un acoso al corazón le acierta con la flecha del hombre, su ley dura.74 Gimiendo va el amor, crece en la arena un lirio, que os asombre lo puro de su ardor.
74 Resulta evidente que este concepto ya era especialmente recurrente en Brines, pues a pesar de ser un poema muy anterior a Las brasas, esta imagen se reitera con especial significación, como en el poema III de «El Barranco de los Pájaros». También lo es el propio concepto de distinto (sin olvidar que el título lo añadió posteriormente), pues el primer poema de «Otras mismas vidas» hace igual referencia en sus versos finales.
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RETORNO DE LA NOCHE75 Cuando el retorno a casa es tarde, debajo de los astros, en la fría ciudad, el corazón sufre la indiferencia de la vida, el seco sollozo del espíritu.76 Cruje como una cabaña el llanto y no es suficiente el sosiego de las horas, porque la soledad es impasible, se confunde con el dolor, con la secreta repugnancia del mundo. Hay un navío abandonado varado en las entrañas, de costillares húmedos y recios, y es un gran sufrimiento respirar.
75 Único poema publicado con anterioridad a Las brasas. Vio la luz en la revista Cuadernos de Ágora, Madrid, núm. 33-34, septiembre-octubre, 1959. 76 En LB3 va acompañado de una nota del autor que reproducimos parcialmente:
«Aquel mismo año me concedían el premio Adonais por Las brasas, y sin embargo nada tiene que ver este texto con los de este libro. Extrañamente es mayor la cercanía con algunos poemas posteriores de Palabras a la oscuridad. Creo que este poema, similar a otros escritos por entonces y no publicados, ayuda a proyectar una distinta mirada a mi primer libro, que quizás adquiere así, desde alguna perspectiva, una cierta significación de libro isla dentro de mi natural trayectoria. Aunque en poesía sólo cuenta lo que se da a conocer. Como era usual entonces en mi tarea creadora, el poema carecía de título […] No he querido enmendar las arritmias de algunos de los versos, pues estimo que, de cierta manera, llegan a corresponderse con el “seco sollozo” de la experiencia mostrada.» Sin embargo, a nuestro parecer, la temática (el regreso, el amor golpeador y alienante, etc.), los términos empleados y su desarrollo simbólico entroncan claramente con los de Las brasas.
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Hace ya tiempo, en el verano, debajo de los pinos que rodean la casa, en la cueva de un tomillar, que abandoné el amor de sí mismo. Después la vida no da mucho y en la ignorancia de los jóvenes crece una rama de sal, que entregamos confiados al amor para que nos golpee. Entraré esta noche en casa con mi cansancio conocido, oleré las marchitas lilas, y luego descansaré para no arrepentirme demasiado.
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ENCUENTRO URBANO77 Está el cuerpo desnudo. La penumbra me rodea la cama mientras miro un impasible cielo liso, lleno de sol, hasta dormirme. Es muy tarde cuando despierto, los veloces faros persiguen golondrinas, y a la casa suben los gritos de la calle. Cubren78 las cercanas montañas sus contornos de un humo bajo; quedará este cielo vivo de luz, un bosque de altas cuevas,79 77 Este fue el poema que, a sugerencia de Aleixandre, Brines eliminó de su libro. La nota que el poeta añade en LB3 nos parece altamente relevante para la historia documental del texto. Por este motivo, lo reproducimos íntegramente:
«Este poema pertenecía a la última parte (Otras vidas) de Las brasas. No sé si por acentuarse en él excesivamente la anécdota, en contraste con la mayoría de los poemas del libro, o por la especial índole, tan íntima, de aquella, lo excluí. Cuando apareció la segunda edición de Hontanar quise incorporarlo, pero no encontré el texto. Recobrado ahora, lo incluyo aquí. Más pormenores anecdóticos podría aún añadir: el lugar era un Madrid entonces entrañable, y aquel aire era joven, dorado, romano. El país semeja ahora, respecto al clima moral al que aquí se hace referencia, mucho menos salvaje. Si el texto se incorporase definitivamente a Las brasas, como fue mi propósito, perdería el título que ahora le he dado, unificándose en esta característica con los restantes poemas del libro. La duda estriba en que advierto en él una leve autocompasión que me incomoda en mi sensibilidad actual, y quizás una exposición de inocencia que he dejado de valorar. Pero nosotros, y los hechos, éramos entonces así.» 78 Compárese esta combinación entre suben y cubren con la que acontece en el primer poema de «Poemas de la vida vieja», entre los versos 6-7. 79 Brines hace aquí una sucinta referencia al pasaje de «El Barranco de los Pájaros», pero con directa alusión a la covatella (pequeñas cuevas en los peñascos). Véase la nota a pie de página núm. 63.
Las Brasas
será bella esta noche. Mi piel siente frescura súbita, la breve dicha de un aire. Como ayer, para encontrarnos, bajo hasta la ciudad y cuando llego adivino de lejos tu postura. Iniciamos los pasos, tantas cosas no sabemos los dos que, con urgencia, precipitamos nuestras vidas. Cuánto me amarga lo que cuentas, te adivino de poca edad, doblado en la ventana, triste, viendo pasar los coches. Tardes que hacían daño, te quedabas serio como un mayor, con los distantes ojos con que miras las cosas. Estos días, en mi país salvaje, se han cruzado dos corazones solos. Somos jóvenes, con un secreto íntimo que a veces alguien, con turbación, nos adivina. Tienes suave la piel, y muy amigos los ojos. En solícitos cuidados me adviertes el amor, cuando en la vida momentos hay en que, vencido el hombre, deja pasar el aire del otoño.
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Apéndice II SELECCIÓN DE TEXTOS SOBRE LAS BRASAS (PRESENTACIONES, RESEÑAS Y NOTAS DEL AUTOR)
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Nota Preliminar a la edición de Las brasas en Hontanar (Valencia, 1971) Al presentárseme la ocasión de reeditar Las brasas, he vuelto a leer mi primer libro, no sin cierto temor por el efecto que me pudiera causar. El impulso inmediato fue el de silenciar un par de poemas, reduciendo un poco más el ya escaso volumen de libro. Reflexioné después que, posiblemente, el lector hubiera hecho lo mismo con alguno de los restantes, y decidí no ser yo mi propio verdugo; de otra parte me exponía a que, en otra imprevisible reedición, esta colección enflaqueciera de tal modo que el libro se transformara en su propia antología. Destino que, si somos sinceros, es el que en verdad aguarda a la casi totalidad de los libros poéticos; y esto con la misma inexorabilidad con que a los cuerpos humanos les aguarda su propio cadáver. Me he limitado ahora a reimprimir el libro como salió la primera vez, corregidas un par de erratas, y con la adición de unas leves enmiendas. La experiencia de la lectura ha sido, desde alguna perspectiva, positiva y aun consoladora. Las brasas da expresión, ya precisa, a una visión del mundo que en libros posteriores no hará sino desarrollarse. Siempre he tenido por costumbre titular los libros después de reunir y ordenar los poemas; es el último acto creador que con ellos cumplo. El título adquiere entonces una significación que es abarcadora del impulso espiritual del conjunto. Así ha ocurrido en los tres libros publicados, y advierto ahora, con suficiente perspectiva de tiempo, una significación semejante en sus títulos, y no deja de producirme emoción lo que hay en ello de fatalidad. Las brasas: lo que arde sin llamas, en proceso de extinción (es el libro más lírico y sensorial de todos). Palabras a la oscuridad: las palabras que, expresando al hombre que es el poeta, viven apagándose, borrándose (será ahora el concepto el eje director del nuevo libro). Aún no: la más débil afirmación que puede haber: lo que es, con concien-
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cia de la pérdida inmediata de su ser (el tono es, ahora, más seco y definitorio). Se pueden considerar los tres títulos como metáforas o significaciones de una misma visión. Idéntica visión del mundo en lo esencial, acomodándose a un proceso de interiorización, por un lado, con el consiguiente desvelamiento de las claves existenciales que impulsan esta poesía; y de enriquecimiento temático y formal, por otro. Se trata de una poesía que considera lo más importante comunicar una emoción espiritual, vivida desde la experiencia, y que puede ser de conocimiento o de pasión. En una poesía conformada de tal suerte, el hecho de que el martillo haya golpeado por tres veces en el mismo clavo me parece que está indicando un origen al menos verdadero. A esto quería referirme al hablar de lectura consoladora. El hombre, con el transcurso de los años, se empobrece o enriquece de muy diversos modos; este fluir irremediable es acechanza particularmente peligrosa para el poeta. En esta lectura de Las brasas he percibido con claridad la pérdida sufrida posteriormente en la expresión del mundo sensorial. Hay en este libro, con todas sus deficiencias, una atención a determinadas experiencias de los sentidos que estimo que puede completar —vista la obra posterior, y para enriquecerla— mi reducido mundo poético. No es ajena a este resultado la perceptible exaltación de un determinado paisaje. Recuerdo que con motivo de su publicación en la colección «Adonais», y sintiendo desagrado por la menguada presentación del libro, hice imprimir unos pocos ejemplares de formato más crecido para uso de amigos; aproveché la solapa para redactar un breve texto, a modo de dedicatoria. «Este libro se acabó de escribir en Elca, término municipal de Oliva, el verano de 1959. El secano que rodeaba, siendo yo niño, la casa, se ha transformado en campo de limoneros, y en todo el valle crecen, con diferentes estaturas, los naranjos. A esta tierra la cerca el mar y se le despeña la luz de los cielos. Allí, este verano, me rodeaba el amor de los que habitaban la casa, y a este amor se unía el de los otros, los ausentes, y todo era una fuerza hermosa que me hacía vivir. Estas líneas son de agradecimiento a la tierra y a los hombres». Es aquél un paisaje
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civilizado desde siglos por el hombre, y esta peculiaridad es común a la mayor abundancia de las tierras que rodean aquel mar. Mis ojos son de allí, y ellos han conformado en gran manera mi alma. Es justo que este libro lo vea ahora como un homenaje íntimo a aquella tierra, y no porque la considere mejor que cualquier otra, sino porque es la mía. Allí descubrí, junto al apagamiento de las cosas, la misteriosa aparición de los astros; y cada mañana gozaba el cuerpo fresco y amigo de un encendido mar azul. En el reposo de la siesta, percibía el zumbido afanoso de las abejas libando el azahar en las faldas perfumadas de los naranjos; y oía turbado, cuando vagaba al atardecer por las sendas de los huertos, las conversaciones altas y lejanas de quienes bebían en los pequeños emparrados. Brotó entonces el fuego de las primeras lágrimas que del pecho subían ante el deseo de un rostro allí nacido. La tierra más amada, la más hermosa, es para cualquier hombre aquella en la que se le ha revelado por vez primera el mundo. Por eso no hay monte más hermoso que aquel monte, ni árboles que den frutos más codiciados que aquellos árboles, ni aves cuyo vuelo tanto emocione como el vuelo de aquellas palomas. Aquel mar no es el mar de Ulises, sino el mar. Hay un temprano envejecimiento de los sentidos y, sin precisar ahora qué es lo que precede, un súbito acontecer de renuncias y desengaños. Única contrapartida es el enriquecimiento meditativo del dolor. Cuando el ser humano se detiene a reflexionar sobre tanta desolación se encuentra despojado de su adolescencia y, con ella, de su infancia. Desde tal experiencia se originó este libro; y aunque yo arrastré aquel estado más allá de lo naturalmente permisible, la sensación habida fue la de que todo lo importante estaba ya vivido. Las brasas es el resultado poético de esa crisis, y aunque lo único importante para el lector es el primero, no deja de poder ser curioso el proceso por el que la vida se transforma en palabras. Cuando la vida se sabe vivida sobreviene la vejez del espíritu y tuve implacable conciencia de ello. El libro ha objetivado, con pudor inconsciente, esta situación, y ha vestido a ese espíritu vencido con un cuerpo viejo, buscando por instinto una suerte de justicia o, al menos,
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una correspondencia vital menos discordante. Este montaje del viejo protagonista poemático sobre mi propia vida joven justifica esa coexistencia del presente y mi tiempo pasado y futuro. Hay una conciencia del mundo como percepción de su pérdida, y este hombre sin acción, gastado y meditativo, que se inicia en estos versos, es el mismo que seguirá esperando su final, en los libros sucesivos. Las brasas da principio a una poesía de signo elegíaco, o, lo que es lo mismo, de profundo amor a la vida. Elca, verano de 1971
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Lorenzo Gomis Un poeta. Las brasas de Francisco Brines, Premio Adonais 1959, Rialp, Madrid El Ciervo, agosto-septiembre, año IX, núm. 87, 1960, pág 12. El último premio Adonais (1959) ha descubierto a un poeta oscuro y fiel. Pero más urgente que recoger los adjetivos que pueden caracterizarle es señalar su sustantiva y sustancial condición de poeta. No es seguro que para escribir versos? ni siquiera para escribir poesía? haya que ser poeta, pero parece probable que el que los escriba tenga “algo” de poeta. (No es extraño: de poeta, músico o loco, dicen, todos, tenemos un poco) Todo está en ver qué concentración tienen las gotas de poesía de que cada poeta dispone. Francisco Brines no es poeta elocuente, ni se orienta por los caminos de la última costumbre o moda. Se así fuera, su libro se llamaría “Las llamas”, y se llama “Las brasas”. Lo que atrae en Brines es la alta concentración de su poesía. Aunque supongo que resulta fuera de tiempo hablar de poesía pura, espero que pueda hablarse de poeta puro. Brines tiene el don de la palabra precisa y sencilla? la que dice mucho sin que lo parezca? y acierta a dejarnos en silencio cuando ha hablado. El silencio que queda no es un silencio solemne, sino un silencio natural, lleno de ecos, murmullos y sombras. No es poeta de plaza pública, sino de cuarto en sombras. Me miro en el espejo y estoy fijo como un árbol oscuro que han podado ……………………………………… Tras del rojo horizonte la ceniza de la tarde ha caído, y en el cuarto queda marchito un hombre. Lucen fuera las primeras estrellas, es la noche quien entra en el espejo su gran sombra borrándome, las ramas de la calle
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vacilan moribundas bajo el frío. Siento dura la espalda y hace daño dar movimiento al cuerpo, mis mejillas arden como la leña y están secas. La poesía de Brines es crepuscular ¿alba u ocaso? y llena de claroscuro. Ni siquiera queda claro de quién habla, y sólo por excepción queda patente lo autobiográfico. Los poemas se levantan sobre el solar de una situación que unas palabras en prosa señalan antes de que los versos lo describan e iluminen por dentro. El tema suele ser la vida, la vida del hombre, probada y podada; pero como no es poesía hecha con sentimientos, sino con experiencias (como querían Rilke), intimidad y naturaleza se acompañan y corresponden. Sólo me queda por decir que no le falta fuerza, ni para condensar ni para construir; y que en pocos días he leído dos veces el libro, por puro gusto. Resulta que la poesía no sólo canta, sino que a veces encanta.
Reseña de Eladio Cabañero, Poesía española, núm. 89, mayo, 1960
Presentación de Carlos Bousoño en el Instituto Boston de Madrid, 1960
Índice Introducción ................................................................... 1. Historia de un libro: génesis de un autor .................. 2. Etapas y evolución de la poesía de Francisco Brines ... 3. Escritura y conocimiento: puntos de encuentro con el lector .................................................................... 4. Rasgos generales de una identidad poética ............... 4.1. Las ilusiones temporales de la escritura ............ 4.2. Realidad y deseo: la inmortalidad como quimera ................................................................ 4.3. Amarga aceptación del destino ........................ 4.4. (E)videncia del fracaso: la pérdida de la inocencia .................................................................... 4.5. Expresión del mundo poético: ecos, afinidades y estilo personal ............................................... 5. Análisis de Las brasas ................................................ 5.1. Síntesis de lectura: título, subtítulos y lemas ... 5.2. Estructura de Las brasas ................................... 5.2.1. Un esquema cerrado: diseño general del libro ...................................................... 5.2.2. Modelos compositivos internos: en torno a los esquemas del regreso y de la ascensión ....................................................... 5.3. Signos de protagonización: la mirada del anciano .................................................................... 5.4. La mitificación del espacio .............................. 5.5. La dimensión simbólica del marco temporal ... 5.6. El lenguaje ....................................................... 5.7. Análisis métrico de Las brasas ..........................
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Índice
Nuestra edición .............................................................. 125 Bibliografía ...................................................................... 129 Cronología ...................................................................... 135 LAS BRASAS (1960) Habrá que cerrar la boca .............................................. 159 Poemas de la vida vieja ................................................... El balcón da al jardín. Las tapias bajas ......................... Está en penumbra el cuarto .......................................... Con los ojos abiertos alza el cuello ............................... El visitante me abrazó, de nuevo .................................. Junto a la mesa se ha quedado solo .............................. Ladridos jadeantes en el césped .................................... Le detuvo la noche .......................................................
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El barranco de los pájaros ............................................ I. Delante estaba el monte ........................................... II. Niños, subíamos gritando cantos ............................. III. Pero el bosque dejó de ser misterio .......................... IV. Al proseguir la marcha, siempre arriba ..................... V. De nuevo el sol estalla. La pendiente ....................... VI. Al otro lado de la cumbre, bajo ............................... VII. El alba aquí se enciende. Y aquel hombre ................
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Otras mismas vidas .......................................................... Hay que mecer el tallo de esta hierba ........................... No existía la muerte; cuánto orgullo ............................ Esta grandiosa luz, que hay en el cuarto ....................... No es vano andar por el camino incierto ......................
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Apéndices .......................................................................... I. Poemas excluidos (anteriores y coetáneos) ................ Canción del huido ................................................... Lamento del distinto ................................................ Retorno de la noche ................................................. Encuentro urbano .................................................... II. Selección de textos sobre Las brasas (presentaciones, reseñas y notas del autor) .........................................
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COLECCIÓN CLÁSICOS DE BIBLIOTECA NUEVA Últimos títulos publicados 53. La de Bringas, Benito Pérez Galdós, edición, introducción y notas de Sadi Lakhdari. 54. Antología del cuento romántico, edición, introducción y notas de Borja Rodríguez. 55. Pepita Jiménez, Juan Valera, edición, introducción y notas de Óscar Barrero Pérez. 56. Antología poética, Carmen Conde, edición, introducción y notas de Francisco Javier Díez de Revenga. 57. Metalingüísticos y sentimentales. Antología de la poesía española (1966-2000). 50 poetas hacia el nuevo siglo, edición, introducción y notas de Marta Sanz Pastor. 58. Madrid por dentro y por fuera. Guía de forasteros incautos, Eusebio Blasco (Dir.), edición, introducción y notas de María Ángeles Ayala. 59. El 19 de marzo y el 2 de mayo, Benito Pérez Galdós. edición, introducción y notas de Germán Gullón. 60. El señor de Pigmalión, Jacinto Grau, edición, introducción y notas de Emilio Peral Vega. 61. La idea del teatro y otros escritos sobre teatro, José Ortega y Gasset, edición, introducción y notas de Antonio Tordera 62. Las brasas, Francisco Brines, edición, introducción y notas de Sergio Arlandis.