Las joyas Y otros cuentos *** Guy de Maupassant http://www.librodot.com
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Las joyas Y otros cuentos *** Guy de Maupassant http://www.librodot.com
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El señor Lantín la conoció en una reunión que hubo en casa del subjefe de su oficina, y el amor lo envolvió como una red. Era hija de un recaudador de contribuciones de provincia muerto años atrás, y había ido a París con su madre, la cual frecuentaba a algunas familias burguesas de su barrio, con la esperanza de casarla. Dos mujeres pobres y honradas, amables y tranquilas. La muchacha parecía ser el modelo de la mujer honesta, como la soñaría un joven prudente para confiarle su porvenir. Su hermosura plácida ofrecía un encanto angelical de pudor, y la imperceptible sonrisa, que no se borraba de sus labios, parecía un reflejo de su alma. Todo el mundo cantaba sus alabanzas; cuantos la conocieron repetían sin cesar: "Dichoso el que se la lleve; no podría encontrar cosa mejor". Lantín, entonces oficial primero de negociado en el Ministerio del Interior, con tres mil quinientos francos anuales de sueldo, la pidió por esposa y se casó con ella. Fue verdaderamente feliz. Su mujer administraba la casa con tan prudente economía, que aparentaba vivir hasta con lujo. Le prodigó a su marido todo género de atenciones, delicadezas y mimos: era tan grande su encanto, que a los seis años de haberla conocido, él la quería más aún que al principio. Solamente le desagradaba que se aficionase con exceso al teatro y a las joyas falsas. Sus amigas, algunas mujeres de modestos empleados, le regalaban con frecuencia localidades para ver obras aplaudidas y hasta para algún estreno; y ella compartía esas diversiones con su marido, al cual fatigaban horriblemente, después de un día de trabajo. Por fin, para librarse de trasnochar, le rogó que fuera con alguna señora conocida, que pudiese acompañarla cuando acabase la función. Ella tardó mucho en ceder, juzgando inconveniente la proposición de su marido; pero, al fin, se decidió a complacerlo, y él se alegró muchísimo. Su afición al teatro despertó bien pronto en ella el deseo de adornarse. Su atuendo era siempre muy sencillo, de buen gusto y modesto; su gracia encantadora, su gracia irresistible, suave, sonriente, adquiría mayor atractivo con la sencillez de sus trajes; pero cogió la costumbre de prender en sus orejas dos trozos de vidrio, tallados como brillantes, y llevaba también collares de perlas falsas, pulseras de similor y peinetas adornadas con cristales de colores, que imitaban piedras finas. Disgustado por aquella inconveniente afición al oropel, su marido le decía con frecuencia: -Cariño, la que no puede comprar joyas verdaderas no debe lucir más adornos que la belleza y la gracia, que son las mejores joyas. Pero ella, sonriendo dulcemente, contestaba:
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-¿Qué quieres? Me gusta, es un vicio. Ya sé que tienes razón; pero no puedo contenerme, no puedo. ¡Me gustan mucho las joyas! Y hacía rodar entre sus dedos los collares de supuestas perlas; hacía brillar, deslumbradores, los cristales tallados, mientras repetía: -Observa qué bien hechos están; parecen finos. Él sonreía diciendo: -Tienes gustos de gitana. Algunas veces, por la noche, mientras estaban solos junto a la chimenea, sobre la mesita donde tomaban el té, colocaba ella la caja de tafilete donde guardaba la "pacotilla", según la expresión de Lantín, y examinaba las joyas con atención, apasionándose como si gozase un placer secreto y profundo. Se obstinaba en ponerle un collar a su marido para echarse a reír y exclamar: -¡Qué mono estás! Luego, arrojándose en sus brazos, lo besaba locamente. Una noche de invierno, al salir de la Ópera, ella sintió un estremecimiento de frío. Por la mañana tuvo tos; y ocho días más tarde murió, de una pulmonía. Lantín se entristeció de tal modo, que por poco lo entierran también. Su desesperación fue tan grande, que sus cabellos encanecieron por completo en un mes. Lloraba día y noche, con el alma desgarrada por un dolor intolerable, acosado por los recuerdos, por la voz, por la sonrisa, por el perdido encanto de su muerta. El tiempo no calmaba su amargura. Muchas veces, en las horas de oficina, mientras sus compañeros se agrupaban para comentar los sucesos del día, se le llenaban de agua los ojos y, haciendo una mueca triste, comenzaba a sollozar. Había mantenido intacta la habitación de su compañera, y se encerraba allí, diariamente, para pensar; todos los muebles, y hasta sus trajes, continuaban en el mismo lugar, como ella los había dejado.
Pero la vida se le hizo dificultosa. El sueldo, que manejado por su mujer bastaba para todas las necesidades de la casa, era insuficiente para él solo, y se preguntaba con estupor cómo se las había arreglado ella para darle vinos excelentes y manjares delicados, que ya no era posible adquirir con sus modestos recursos. Contrajo algunas deudas y, al fin, una mañana, ocho días antes de acabar el mes, faltándole dinero para todo, pensó vender algo. Y acaso por ser lo que le había producido algún disgusto, decidió desprenderse de la "pacotilla", a la que le guardaba aún cierto rencor, porque su vista le amargaba un poco el recuerdo de su mujer.
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Rebuscó entre las muchas joyas de su esposa - la cual hasta los últimos días de su vida estuvo comprando, adquiriendo casi cada tarde una joya nueva-, y por fin se decidió por un hermoso collar de perlas que podía valer muy bien -a juicio de Lantín- dieciséis o diecisiete francos, pues era muy primoroso, a pesar de ser falso. Se lo metió en el bolsillo y, de camino para el Ministerio, siguiendo los bulevares, buscó una joyería cualquiera. Entró en una, bastante avergonzado de mostrar así su miseria, yendo a vender una cosa de tan poco precio. -Caballero -le dijo al comerciante-, quisiera saber lo que puede valer esto. El joven tomó el collar, lo examinó, le dio vueltas, lo tanteó, cogió una lente, llamó a otro dependiente, le hizo algunas indicaciones en voz baja, puso la joya sobre el mostrador y la miró de lejos, para observar el efecto. Lantín, molesto por aquellas prevenciones, se disponía a exclamar: "¡Oh, ya sé que no vale nada!", cuando el comerciante dijo: -Caballero, esto vale de doce a quince mil francos; pero no puedo adquirirlo sin conocer su procedencia. El viudo abrió unos ojos enormes y se quedó con la boca abierta. Por fin, balbució: -¿Está usted seguro?... El otro, atribuyendo a otra causa la sorpresa, añadió secamente: -Puede ver si alguien se lo paga mejor; para mí, vale sólo quince mil francos. Lantín, completamente idiota, recogió el collar y se fue, obedeciendo a un deseo confuso de reflexionar a solas. Pero, en cuanto se vio en la calle, estuvo a punto de soltar la risa, pensando: "¡Imbécil! ¡Imbécil! Si le hubiese cogido la palabra... ¡Vaya un joyero, que no sabe distinguir lo bueno de lo falso!" Y entró en otra joyería de la calle de la Paz. En cuanto vio la joya, el comerciante dijo: -¡Ah, caramba! Conozco muy bien este collar; ha salido de esta casa. Lantín, desconcertado, preguntó: -¿Cuánto vale? -Caballero, yo lo vendí en veinticinco mil francos y se lo compraré en dieciocho mil, cuando me indique, para cumplir las prescripciones legales. ¿Cómo ha llegado a su poder? 4
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Esta vez el señor Lantín tuvo que sentarse, anonadado por la sorpresa: -Examínelo... examínelo usted detenidamente, ¿no es falso? -¿Quiere usted darme su nombre, caballero? -Sí, señor; me llamo Lantín, estoy empleado en el Ministerio del Interior y vivo en la calle de los Mártires, en el número 16. El comerciante abrió sus libros, buscó y dijo: -Este collar fue enviado, en efecto, a la señora de Lantín, calle de los Mártires, número 16, en julio de 1878. Los dos hombres se miraron fijamente; el empleado, estúpido por la sorpresa; el joyero, creyendo estar ante un ladrón. El comerciante dijo: -¿Accede a depositar esta joya en mi casa durante veinticuatro horas nada más, y mediante recibo? Lantín balbució: -Si, sí; ya lo creo. Y salió doblando el papel, que guardó en un bolsillo. Luego cruzó la calle, anduvo hasta notar que había equivocado su camino, volvió hacia las Tullerías, pasó el Sena, vio que se equivocaba de nuevo, y retrocedió hasta los Campos Elíseos, sin ninguna idea clara en la mente. Se esforzaba, queriendo razonar, comprender. Su esposa no pudo adquirir un objeto de tanto valor... De ningún modo... Luego ¡era un regalo! ¡Un regalo! Y ¿de quién? ¿Por qué? Se detuvo y quedó inmóvil en medio del paseo. La horrible duda lo asaltó. ¿Ella?... ¡Y todas las demás joyas también serían regalos! Le pareció que la tierra temblaba, que un árbol se le venía encima y, tendiendo los brazos, se desplomó. Recobró el sentido en una farmacia adonde los transeúntes que lo recogieron lo habían llevado. Hizo que lo condujeran a su casa y no quiso ver a nadie. Hasta la noche lloró desesperadamente, mordiendo un pañuelo para no gritar. Luego se fue a la cama, rendido por la fatiga y la tristeza, y durmió con sueño pesado. Lo despertó un rayo de sol, y se levantó despacio, para ir a la oficina. Era muy duro trabajar después de semejantes emociones. Recordó que podía excusarse con su jefe, y le envió una carta. Luego pensó que debia ir a la joyería y lo ruborizó la vergüenza. Se quedó largo rato meditabundo; no era posible que se quedara el collar sin recoger. Se vistió y salió.
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Hacía buen tiempo; el cielo azul, alegrando la ciudad, parecía sonreír. Dos transeúntes ociosos andaban sin rumbo, lentamente, con las manos en los bolsillos. Lantín pensó, al verlos: "Dichoso el que tiene una fortuna. Con el dinero pueden acabarse todas las tristezas; uno va donde quiere, viaja, se distrae... ¡Oh! ¡Si yo fuese rico!" Sintió hambre, no había comido desde la antevíspera. Pero no llevaba dinero, y volvió a ocuparse del collar ¡Dieciocho mil francos! ¡Era un buen tesoro! Llegó a la calle de la Paz y comenzó a pasearse para arriba y para abajo, por la acera frente a la joyería. ¡Dieciocho mil francos! Veinte veces fue a entrar; y siempre se detenía, avergonzado. Pero tenía hambre, un hambre atroz, y ningún dinero. Por fin se decidió, bruscamente; atravesó la calle y, corriendo, para no darse tiempo de reflexionar, se precipitó en la joyería. El dueño se apresuró a ofrecerle una silla, sonriendo con finura. Los dependientes miraban a Lantín de reojo, procurando contener la risa que les retozaba en el cuerpo. El joyero dijo: -Caballero, ya me informé, si usted acepta mi proposición, puedo entregarle ahora mismo el precio de la joya. El empleado balbució: -Sí, sí; claro. El comerciante sacó de un cajón dieciocho billetes de mil francos y se los entregó a Lantín. que firmó un recibo y los guardó en el bolsillo con mano temblorosa. Cuando se iba ya, se volvió hacia el joyero, que sonreía, y le dijo, bajando los ojos: -Tengo... aún... otras joyas que han llegado hasta mí por el mismo conducto, ¿le convendría comprármelas? El comerciante respondió: -Sin duda, caballero. Uno de los dependientes se vio obligado a salir de la tienda para soltar la carcajada; otro se sonó con fuerza; pero Lantín, impasible, colorado y grave, prosiguió: -Voy a traérselas. Y cogió un coche para ir a buscar las joyas. Al volver a la joyería, una hora después, no se había desayunado aún. Comenzaron a examinar los objetos, pieza por pieza, tasándolos uno a uno. Casi todos eran de la misma casa. Lantín discutía ya los precios, enfadándose, y exigía que le mostraran los comprobantes de las facturas, hablando cada vez más recio, a medida que la suma aumentaba. 6
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Los dos solitarios valían veinticinco mil francos; los broches, sortijas y medallones, dieciséis mil; un aderezo de esmeraldas y zafiros, catorce mil; las pulseras, treinta y cinco mil; un solitario, colgante de una cadena de oro, cuarenta mil; y ascendía todo a ciento noventa y seis mil francos. El comerciante dijo con sorna: -Esto es de una persona que debió de emplear sus economías en joyas. Lantín repuso, gravemente: -Cada cual emplea sus ahorros a su gusto. Y se fue, habiendo convenido con el joyero que, al día siguiente, comprobarían la tasación. Cuando estuvo en la calle, miró la columna Vendóme, y sintió deseos de gatear por ella como si le pareciese una cucaña. Se sentía ligero, con ánimo para saltar por encima de la estatua del emperador, puesta en lo alto. Almorzó en el restaurante más lujoso, y bebió vino de a veinte francos la botella. Después tomó un coche para que lo llevase al bosque, y miraba despreciativamente a los transeúntes, con ganas de gritar: "¡Soy rico! ¡Tengo doscientos mil francos!" Se acordó de su oficina y se hizo conduc ir al Ministerio. Entró en el despacho de su jefe y le dijo con desenvoltura: -Vengo a presentar mi dimisión, porque acabo de recibir una herencia de trescientos mil francos. Luego fue a estrechar la mano de sus compañeros, y les dio cuenta de sus nuevos planes de vida. Por la noche comió en el café Inglés, lo más caro. Viendo junto a él a un caballero, que le pareció distinguido, no pudo resistir la tentación de referirle, con mucha complacencia, que acababa de heredar cuatrocientos mil francos. Por primera vez en su vida, no se aburrió en el teatro y pasó toda la noche con mujeres. Se volvió a casar al medio año. La segunda mujer -verdaderamente honrada- tenía un carácter insoportable y lo hizo sufrir mucho.
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Las sepulcrales Estaban acabando de cenar. Eran cinco amigos, ya maduros, todos hombres de mundo y ricos; tres de ellos casados, los otros dos solteros. Se reunían así todos los meses, en recuerdo de sus tiempos mozos; acabada la cena, permanecían conversando hasta las dos de la madrugada. Seguían manteniendo amistad íntima, les agradaba verse juntos, y eran tal vez aquellas veladas las más felices de su vida. Charlaban de todo, de todo lo que al hombre de París interesa y divierte. Al estilo de los salones de entonces, hacían de viva vo z un repaso de lo leído en los diarios de la mañana. Uno de los más alegres entre los cinco era José de Bardón, soltero, quien sólo pensaba en vivir de la manera más caprichosa la vida parisiense. No era un libertino, ni un depravado; más bien era versátil, el calaverón todavía joven, porque apenas alcanzaba los cuarenta. Hombre de mundo, en el más amplio y benévolo sentido que se puede asignar al vocablo, estaba dotado de mucho ingenio, aunque no de gran profundidad; enterado de muchas cosas, no llegaba por eso a ser un verdadero erudito; rápido en el comprender, pero sin verdadero dominio de las materias, convertía sus observaciones y aventuras -cuanto veía, se encontraba o descubría- en episodios de novela a un tiempo cómica y filosófica, y en comentarios humorísticos que le daban en la capital fama de hombre inteligente. Le correspondía en aquellas cenas el papel de orador. Se daba por descontado que siempre contaría algún lance, y él llevaba su cuento preparado. No aguardó, para entrar en materia, a que se lo pidiesen. Fumando, con los codos sobre la mesa, una copita de fine champagne a medio llenar delante de su platillo, entumecido por aquella atmósfera de humo de tabaco aromatizado por el vaho del café caliente, se sentía en su propio elemento, como ciertos seres que en determinados lugares y circunstancias parecen estar como en casa; por ejemplo: una beata en la iglesia o un pez de colores en su globo de cristal. Entre bocanada y bocanada de humo, comenzó a decir: -Me ocurrió no hace mucho una curiosa aventura. De todas las bocas salió casi a un tiempo la misma petición: "¡Venga!" Él prosiguió: -Allá voy. Ya saben que yo recorro París como los coleccionistas de chucherías los escaparates. Ando al acecho de escenas, de tipos, de cuanto pasa por la calle y de cuanto en la calle ocurre. 8
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"Hacia la mitad de septiembre, con unos días magníficos, salí de casa por la tarde, sin rumbo fijo. Más o menos, nunca falta ese deseo indefinido de visitar a una mujer bonita cualquiera. Se hace un repaso mental de las que conocemos, comparándolas, sopesando el interés que nos inspiran, el encanto que sobre nosotros ejercen, y se deja uno llevar por la preferida del día. Pero un sol hermoso y una atmósfera tibia borran muchas veces las ganas de hacer visitas. "Esa tarde hacía un sol hermoso y una atmósfera tibia; encendí un cigarro y me dejé ir, sin pensarlo siquiera, hacia los bulevares exteriores. Caminando sin rumbo ni propósito, me asaltó de improviso la idea de seguir hasta el cementerio de Montmartre y penetrar en él. A mí me gustan mucho los cementerios; responden a la necesidad que siento de sosiego y de melancolía. Hay en ellos, además, buenos amigos a los que ya nadie visita; yo sí voy a verlos de cuando en cuando. En ese cementerio de Montmartre, precisamente, tengo un capítulo de amor, una querida que me hizo sufrir mucho y sentir mucho: una mujercita adorable, cuyo recuerdo me deja profundamente dolorido, pero también pesaroso..., pesaroso por muchos conceptos... Sobre su tumba suelo abandonarme a mis pensamientos... Todo ha acabado para ella. "Mi amor a los cementerios nace también de que son ciudades enormes, habitadas por un número prodigioso de personas. Imagínense la cifra de muertos que habrá en espacio tan reducido, la cantidad de generaciones de parisienses que están alojadas allí para siempre, trogloditas perpetuos, encerrados cada cual en su pequeña bóveda cubierta con una piedra o marcada con una cruz, mientras los imbéciles de los vivos exigen tanto espacio y arman tanto estrépito. "Hay más aún: en los cementerios hallamos monumentos casi tan interesantes como en los museos. Tengo que decir que la tumba de Cavaignac me ha traído el recuerdo de la obra maestra de Jean Goujon, la estatua yacente de Luis de Brézé, en la capilla subterránea de la catedral de Ruán; de ahí ha salido, señores, ese arte que llamamos moderno y realista. La estatua yacente de Luis de Brézé tiene más de verdad, más de carne que se quedó petrificada en las convulsiones de la agonía que todos los cadáveres dislocados que hoy se someten al tormento sobre las tumbas. "Puédese admirar también en el cementerio de Montmartre el monumento de Baudin, obra que tiene cierta majestad; el de Gautier, el de Murger. ¿Quién depositaría en éste la solitaria y modesta corona de amarillas siemprevivas que vi yo hace poco? ¿Las llevó la última superviviente de sus alegres modistillas, viejísima ya y tal vez hoy portera de algún inmueble de los alrededores? ¡El monumento tiene una linda estatuilla de Millet, carcomida de suciedad y de abandono! ¡Para que cantes a la juventud, oh, Murger! "Entré, pues, en el cementerio de Montmartre, y me sentí de pronto impregnado de tristeza, pero no de una tristeza exagerada, sino de una de esas tristezas capaces de sugerir al hombre que goza de buena salud esta reflexión: 'No es muy alegre este lugar; pero de aquí a que yo venga ha de pasar un tiempo...' "El ambiente de otoño, con su olor a tibia humedad de hojas muertas y sol extenuado, mortecino y anémico, agudiza, envolviéndola en poesía, la sensación de soledad, de acabamiento definitivo que flota sobre aquel lugar en el que el hombre husmea la muerte. 9
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"Iba adelantando a paso lento por las calles de tumbas en las que los vecinos no se tratan ni se acuestan por parejas ni leen los periódicos. Pero yo sí que me puse a leer los epitafios. Les aseguro que es la cosa más divertida del mundo. Ni Labiche ni Meilhac me han movido jamás a risa tanto como la comicidad de la prosa sepulcral. Las planchas de mármol y las cruces en que los deudos de los muertos dan rienda suelta a su dolor, hacen votos por la felicidad del que se fue y pintan el anhelo que los acucia de ir a reunirse con él, son más eficaces que las mismas obras de Paul de Kock para descongestionar el hígado... ¡Vaya bromistas! "Lo que mayor reverencia me inspira en este cementerio es la parte abandonada y solitaria, poblada de grandes tejos y cipreses, viejo barrio de los muertos antiguos que ha de convertirse pronto en un barrio flamante, cuando se derriben los árboles verdes, nutridos con savia de cadáveres humanos, para ir colocando en fila, debajo de pequeñas chapas de mármol, a los difuntos recientes. "Cuando, a fuerza de vagabundear por allí, sentí aligerado mi espíritu, supe comprender que la insistencia traería el aburrimiento y que no me quedaba por hacer otra cosa que llevar el homenaje fiel de mi recuerdo al lecho postrero de mi amiguita. Al acercarme a su tumba, experimenté una ligera angustia. ¡Pobre mujercita querida, tan gentil, tan apasionada, tan blanca, tan lozana como era!... Mientras que ahora..., si esa losa se alzase... "Asomado por encima de la verja de hierro, le expresé, muy quedo, mi aflicción, completamente seguro de que ella no me oía. Disponíame a partir, cuando vi que se arrodillaba junto a la tumba de al lado una mujer vestida de negro, de luto riguroso. El velo de crespón, echado hacia atrás, dejaba al descubierto una linda cabeza rubia, y sus cabellos, partidos en dos bandas laterales simétricas, brillaban con reflejos de luz de aurora, entre la noche de su tocado. Me quedé donde estaba. "No cabía duda de que el dolor que la aquejaba era profundo. Sepultados los ojos en las palmas de las manos, rígida como estatua que medita, volando en alas de sus pesares, desgranando a la sombra de sus ojos ocultos y cerrados las cuentas del rosario torturador de sus recuerdos, se le hubiera podido tomar por una muerta que estaba pensando en un muerto. Adiviné de improviso que iba a romper a llorar; lo adiviné por un movimiento apenas perceptible de sus espaldas, algo así como un escalofrío del viento en un sauce. Al suave llanto de los primeros momentos sucedió otro más fuerte, acompañado de rápidas sacudidas del cuello y de los hombros. Dejó ver de pronto sus ojos. Estaban cuajados de lágrimas y eran encantadores; los paseó en torno suyo, y tenían expresión de loca que parece despertar de una pesadilla. Cayó en la cuenta de que yo la miraba y ocultó, como avergonzada, el rostro entre las manos. Sus sollozos se hicieron convulsivos y su cabeza se fue inclinando lentamente hacia el mármol. Apoyó en él su frente, y el velo, que se desplegó en torno de ella, vino a cubrir los ángulos blancos de la sepultura amada como una pena nueva. La oí gemir y, de pronto, se desplomó, quedando inmóvil y sin conocimiento, con la mejilla apoyada en la loseta. "Me precipité hacia ella, le di golpecitos en las manos, le soplé sobre los párpados, y entre tanto recorría con mi vista el sencillo epitafio: 'Aquí descansa Luis-Teodoro Carrel, capitán de infantería de marina, muerto por el enemigo en Tonquín. Rogad por él'. "La muerte databa de algunos meses. Me enternecí hasta derramar lágrimas y puse doble interés en mis cuidados. Fueron eficaces y ella volvió en sí. Mi emoción se reflejaba en mi 10
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rostro -no soy mal parecido, aún no he cumplido los cuarenta. Me bastó su primera mirada para comprender que sería atenta y agradecida. Lo fue, después de otro acceso de lágrimas y de contarme su historia, que fue saliendo entrecortada de su pecho anhelante; cómo al año de casados cayó el oficial muerto en Tonquín, y cómo había sido el suyo un matrimonio de amor, porque ella era huérfana de padre y madre, y apenas disponía de la dote reglamentaria. "Le di ánimos, la consolé, la incorporé, la levanté del suelo y luego le dije: "-No debe permanecer aquí. Venga. "Ella murmuró: "-Me siento incapaz de caminar. "-Yo la sostendré. "-Gracias, caballero, es usted bondadoso. ¿También usted ha venido a llorar a algún muerto? "- También, señora. "-¿Tal vez a una mujer? "-A una mujer; sí, señora. "-¿Su esposa? "-Una amiga mía. "-Se puede querer a una amiga tanto como a su propia esposa; la pasión no reconoce ley. "- Exacto, señora. "Y hétenos en marcha, juntos los dos, ella apoyándose en mí, yo llevándola casi en brazos por los caminos del cementerio. Fuera ya de éste, murmuró con acento desfallecido: "- Temo que me vaya a dar un desmayo. "-¿Por qué no entramos en algún sitio? Podría tomar usted alguna cosa. "- Entremos, sí, señor. "Descubrí un restaurante, uno de esos establecimientos en los que los amigos del difunto celebran haber cumplido ya con la pesada obligación. Entramos. Hice que bebiese una taza de té bien caliente, y esto pareció reanimarla. Se esbozó en sus labios una tenue sonrisa. Me habló de sí misma. "Era triste, muy triste, encontrarse sola en la vida; sola siempre en casa, noche y día; sin tener ya nadie a quien dar su cariño, su confianza, su intimidad. 11
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"Tenía visos de sincero todo aquello. Dicho por tal boca, resultaba un encanto. Me enternecí. Era muy joven, quizá de veinte años. "Le dirigí algunos cumplidos, que ella aceptó con agrado. Me pareció que aquello se alargaba demasiado y me brindé a llevarla a su casa en carruaje. Aceptó, y dentro ya del coche nos quedamos tan juntos, hombro con hombro, que el calor de nuestros cuerpos se mezclaba a través de la ropa, que es una cosa que a mí me trastorna por completo. "Al detenerse el carruaje frente a su casa, me dijo ella en un susurro: "-Vivo en el cuarto piso, y me siento sin fuerzas para llegar por mi pie hasta arriba. Puesto que ha sido tan bondadoso, ¿quiere darme una vez más su brazo para subir a mis habitaciones? "Me apresuré a aceptar. Subió despacio, jadeando mucho. Cuando estuvimos frente a su puerta, agregó: "- Entre usted y pase conmigo unos momentos para que pueda darle las gracias. "Entré, ¡vaya si entré! "El interior era modesto, casi tirando a pobre, pero sencillo y muy en orden. "Nos sentamos, el uno junto al otro, en un pequeño canapé, y otra vez me habló ella de su soledad. Llamó a su criada, con intención de ofrecerme alguna bebida, pero la criada no acudió, con grandísimo contento mío. Supuse que la tendría nada más que para las mañanas; lo que se llama una asistencia. "Se había quitado el sombrero. Era un verdadero encanto de mujer, y sus ojos claros se clavaban en mí; se clavaban de tal manera y eran tan claros, que sentí una tentación terrible, y me dejé llevar de la tentación. La cogí entre mis brazos, y sobre sus párpados, que se cerraron de pronto, puse besos... y besos... y cada vez más besos. "Ella forcejeaba, rechazándome, a la vez que repetía: "-Acabe..., acabe..., acabe ya. "¿En qué sentido lo decía? Dos por lo menos puede tener, en situaciones semejantes, el verbo acabar. Yo le di el que era de mi gusto, y salté de los ojos a la boca para hacerla callar. No llevó su resistencia al extremo; y cuando, después de tamaño insulto a la memoria del capitán muerto en Tonquín, volvimos a mirarnos, vi en ella una expresión de languidez, enternecimiento y resignación, que disipó mis inquietudes. "Entonces me mostré galante, solícito, agradecido. Después de otra charla íntima de casi una hora, le pregunté: "-¿Dónde acostumbra cenar? 12
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"- En un pequeño restaurante aquí cerca. "-¿Completamente sola? "-Desde luego. "-¿Quiere cenar conmigo? "-¿Dónde va a ser? "- En un buen restaurante del bulevar. "Se mostró un poco reacia. Insistí, y ella se rindió, diciendo para justificarse a sí misma: "-Me aburro tanto..., tanto. "Y agregó a continuación: "- Es preciso que me ponga un vestido menos lúgubre. "Se metió en su dormitorio y cuando reapareció vestía de alivio luto; estaba encantadora, delicada y esbelta con su sencillísimo vestido gris. Tenía, por lo visto, trajes distintos para el cementerio y para la ciudad. "La cena fue cordial. Bebió champaña, se enardeció, cobró valor y yo me recogí a su casa con ella. "Esta conexión, trabada sobre las tumbas, duró cerca de tres semanas. Pero todo cansa, y aún más las mujeres. La dejé, alegando como pretexto cierto viaje ineludible. Me despedí con mucha esplendidez, lo que me valió su efusivo agradecimiento. Me hizo prometer, me hizo jurar que volvería a visitarla a mi regreso. Parecía que, en efecto, me hubiese tomado algo de cariño. "Corrí en busca de otras ternuras, y transcurrió casi un mes sin que el pensamiento de entrevistarme otra vez con aquella delicada amante funeraria se me presentase con fuerza tal que me obligase a ceder a él. A decir verdad, nunca la olvidé por completo. Me asaltaba a menudo su recuerdo como un misterio, como un problema de psicología, como una de esas cuestiones inexplicables cuya solución nos aguijonea. "Sin saber por qué sí ni por qué no, vino a figurárseme cierto día que otra vez iba tropezar con ella en el cementerio de Montmartre, y allí me fui. "Largo rato anduve paseando sin encontrar más que a las visitas corrientes de aquel lugar, es decir, personas que no han roto del todo sus lazos con los muertos. Ninguna mujer derramaba lágrimas sobre la tumba del capitán muerto en Tonquín, ni había flores ni coronas sobre el mármol.
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"Pero al desviarme por otro barrio de aquella gran ciudad de difuntos, descubrí de pronto, al final de una estrecha avenida de cruces, a una pareja, hombre y mujer, que venían en dirección a donde yo estaba. ¡Qué asombro! ¡Era ella! ¡La reconocí cuando se acercaron! "Me vio, se ruborizó y, al rozar yo con ella de pasada, me dirigió un guiño imperceptible que quería decir: 'Haga como que no me conoce', pero que también debía de entenderse como: 'No dejes de verme, amor mío.' "Su acompañante era un caballero distinguido, elegante, oficial de la Legión de Honor, como de cincuenta años. La iba sosteniendo como yo mismo la sostuve cuando salimos del cementerio. "Me alejé de allí, estupefacto, dudando aún de lo que había visto, preguntándome en qué clasificación biológica habría que colocar a la cazadora sepulcral. ¿Era una chica cualquiera, una prostituta inspirada que hacía sobre las tumbas su cosecha de hombres tristes, apegados a la memoria de una mujer, esposa o amante, y sacudidos todavía por el recuerdo de las caricias que se fueron para siempre? ¿Era ella la única? ¿Existen otras más? ¿Se trata de una verdadera profesión? ¿Corren unas el cementerio como otras corren la acera? ¡Cazadoras sepulcrales! ¿O es que tuvo ella acaso la idea admirable, de una filosofía profunda, de explotar la necesidad de un amor que quienes lo perdieron sienten reavivarse en aquellos lugares fúnebres? "¡Me hubiera gustado saber el nombre del difunto de quien había enviudado por aquel día!"
Las bodas del lugarteniente Laré Desde el comienzo de la campaña, el lugarteniente Laré arrebató a los prusianos dos cañones. Su general le dijo: "Gracias, lugarteniente", y le entregó la cruz de honor. Como él era tan prudente como valiente, sutil, inventivo, lleno de astucias y recursos, se le confió un centenar de hombres y organizó un servicio de exploradores que, en las retiradas, salvó muchas veces a la armada. Pero como un mar desbordado, la invasión penetraba por toda la línea fronteriza. Se trataba de enormes oleadas de hombres que llegaban, unos a continuación de los otros, dejando tras ellos un desecho de merodeadores. La brigada del general Carrel, separada de su división, retrocedía sin cesar, batiéndose día tras día, pero se mantenía casi intacta, gracias a la vigilancia y celeridad del lugarteniente Laré, que parecía estar por todas partes al mismo tiempo, desbarataba todas las artimañas del enemigo, burlaba sus previsiones, desorientaba a sus ulanos, asesinaba sus avanzadillas. Una mañana, el general lo hizo llamar: 14
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-Lugarteniente -dijo- tengo aquí un despacho del general de Lacère que está perdido si nosotros no llegamos en su auxilio mañana al amanecer. Está en Blainville, a ocho horas de aquí. Usted partirá al caer la noche con trescientos hombres que irá releva ndo a lo largo del camino. Yo los seguiré dos horas después. Estudie la ruta con atención; temo encontrar una división enemiga. El frío era intenso desde hacía ocho horas. Dos horas antes la nieve comenzó a caer; por la noche la tierra estaba cubierta y densos remolinos blancos hacían volar los objetos más próximos. A las seis, el destacamento se puso en marcha. Dos hombres iban en avanzadilla, solos, trescientos metros por delante. Después venía un pelotón de diez hombres bajo las órdenes del propio lugarteniente. El resto avanzaba a continuación en dos largas columnas. A trescientos metros sobre el flanco de la pequeña tropa, a derecha e izquierda, algunos soldados iban de dos en dos. La nieve, que caía sin parar, los cubría de un blanco polvo en la sombra; ésta no se derretía sobre sus ropas, de forma que, a medida que oscurecía, apenas manchaban la palidez uniforme del campo. Hacíamos una parada de vez en cuando. En esos momentos no escuchábamos más que el innombrable arrugamiento de la nieve que cae, más sensación que ruido, suave murmullo, siniestro y vago. Una orden se comunicaba en voz baja, y, cuando la tropa volvía a ponerse en marcha, dejaba detrás de ella como una especie de fantasma blanco por encima de la nieve. Poco a poco se iba borrando y terminaba por desaparecer. Eran los escalafones jerárquicos los que debían guiar a la armada. Los exploradores ralentizaron su marcha. Algo se alzaba delante de ellos. -Giren hacia la derecha -dijo el lugarteniente- es el bosque de Ronfé; el castillo se encuentra más hacia la izquierda. Rápidamente la palabra: "¡Alto!" circuló. El destacamento se paró y esperó al lugarteniente que, acompañado solamente de diez hombres, llevaba a cabo un reconocimiento hasta el castillo. Avanzaban, arrastrándose bajo los árboles. De repente todos se quedaron inmóviles. Una calma horrorosa planeó sobre ellos. Después, muy cerca, una vocecita clara, musical y joven atravesó el silencio del bosque. Decía: -Padre, vamos a perdernos en la nieve. No llegaremos jamás a Blainville. Una voz más fuerte respondió: -No temas nada, hijita, conozco el país como la palma de mi mano. El lugarteniente dijo algunas palabras, y cuatro hombres se alejaron, como sombras, sin hacer ruido. De repente un grito de mujer, agudo, se elevó en la noche. Dos prisioneros comparecieron ante él: un anciano y una niña. El lugarteniente los interrogó, siempre con voz baja. -¿Nombre? 15
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-Pierre Bernad. -¿Profesión? -Bodeguero del conde de Ronfé. -¿Es su hija? -Sí. -¿A qué se dedica? -Es costurera del castillo. -¿A dónde se dirigen? -Huimos. -¿Por qué? -Doce prusianos han pasado esta noche. Han fusilado a tres guardas y colgado al jardinero; yo he tenido miedo por la pequeña. -¿A donde van? -A Blainville. -¿Por qué? -Porque allí hay un ejército francés. -¿Conocen el camino? -Perfectamente. -Muy bien, sígannos. Reunimos a la columna y comenzó la marcha campo través. Silencioso, el anciano se mantenía a los lados del lugarteniente. Su hija iba cerca de él. De repente se paró: -Padre -dijo- estoy tan cansada que no iré más lejos. Y se sentó. Temblaba de frío y parecía dispuesta a morir. Su padre quiso llevarla. Era demasiado viejo y débil. -Mi lugarteniente -dijo sollozando- nosotros entorpeceríamos su marcha. ¡Francia ante todo! Déjennos. 16
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El oficial había dado una orden. Algunos hombres habían partido. Volvieron con ramas cortadas. Entonces, en un minuto, fue hecha una litera. El destacamento entero las había reunido. -Allá hay una mujer que se muere de frío -dijo el lugarteniente- ¿quién quiere donar su abrigo para cubrirla? Doscientos abrigos se quitaron a la vez. Unos veinte de ellos fueron arrojados sobre la camilla. -¿Y ahora, quién quiere llevarla? Todos los brazos se ofrecieron. La joven fue envuelta con estas cálidas capotas de soldado, acostada suavemente sobre la litera y después cuatro robustas espaldas la levantaron; y, como una reina de Oriente llevada por sus esclavos, fue colocada en el medio del destacamento, que retomó su marcha con más intensidad, más ánimo, más alegría, estimulado por la presencia de una mujer, esta soberana musa que ha hecho llevar a cabo tantos prodigios a la vieja sangre francesa. Al cabo de una hora nos paramos de nuevo y todo el mundo se acostó sobre la nieve. Allá abajo, en el medio de la llanura, se extendía una gran sombra negra. Era como un monstruo fantástico que se alargaba como una serpiente y después, de repente, se encogía en una bola, cogía impulsos vertiginosos, se paraba, volvía a partir sin cesar. Las órdenes circulaban en murmullos entre los hombres y, de vez en cuando, un ruidito seco y metálico crujía. La forma errante se aproximó bruscamente, y la vimos venir al trote, uno detrás de otro, doce ulanos perdidos en la noche. Un fulgor terrible les mostró de repente doscientos hombres acostados delante de ellos. Una detonación rápida se perdió en el silencio de la nieve, y los doce, con sus doce caballos, cayeron. Esperamos mucho tiempo. Después retomamos la marcha. El anciano que habíamos encontrado servía de guía. Por último, una voz muy lejana gritó: "¡Quien vive!" Otra más próxima respondió con una orden. Esperamos de nuevo; se entablaban conversaciones. La nieve había dejado de caer. Un viento frío barría las nubes, y detrás de ellas, más alto, innombrables estrellas centelleaban. Palidecieron y el cielo se volvió rosa hacia el Oriente. Un oficial de rango mayor vino a recibir al destacamento. Pero como él preguntaba a quién llevábamos en la litera, ella se movió; dos manecitas apartaron los gruesos capotes azules, y, rosa como la aurora, con unos ojos más claros que las estrellas que habían desparecido, y una sonrisa luminosa como el sol que se levantaba, una bonita figura respondió: -Soy yo, señor. Los soldados, locos de alegría, aplaudieron y llevaron a la joven triunfalmente hasta el medio del campo, donde se custodiaban las armas. Poco después el general Carrel llegaba. A las nueve los prusianos atacaban. 17
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Éstos se batieron en retirada a medio día. Por la tarde, como el lugarteniente Laré, muerto de cansancio, se quedaba dormido sobre un haz de paja, vinieron a buscarlo de parte del general. Lo encontró bajo su tienda, charlando con el anciano que había encontrado en la noche. Tan pronto como hubo entrado, el general lo tomó por la mano y dirigiéndose al desconocido: -Querido conde -dijo- he aquí al joven del que me hablaba hace un rato; uno de mis mejores oficiales. Sonrió, bajó la voz y añadió: -El mejor. Después, girándose hacia el estupefacto lugarteniente, le presentó "al Conde de RonféQuédissac". El anciano le tomó las dos manos: -Mi querido lugarteniente -dijo- usted ha salvado la vida de mi hija, yo no tengo más que un medio de darle las gracias... en unos meses venga a decirme... si ella le gusta... Un año después, en la iglesia de Santo Tomás de Aquino, el capitán Laré se casaba con la señorita Louise-Hortense-Geneviève de Ronfé-Quédissac. Ella aportaba seiscientos mil francos de dote y era, se decía, además, la boda más hermosa que pudimos ver aquel año. FIN
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