E L B U R L Ó N E N A M O R A D O M M E .
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G I R A R D I N
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E L B U R L Ó N E N A M O R A D O M M E .
D E
G I R A R D I N
Ediciones elaleph.com
Editado por elaleph.com
Traducido por Roberto Méndez 2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
EL
BURLÓN ENAMORADO
–¿La señorita Victorina ha enviado mi vestido? -Aun no, acaba de mandar decir que la señora duquesa no podrá tenerlo hasta dentro de nueve horas. -Es demasiado tarde; he prometido estar a las ocho en punto en casa de la señora D’Herbas y no quiere que se me espere para la firma del contrato del casamiento de su hija... ¿Y bien qué es lo que te hace sonreír? -¡Oh! nada señora esas cosas no nos conciernen. -Pero te alegran al menos, puesto que ríes quiero saber... -La señora duquesa o sabrá pronto mas positivamente; yo no he oído hablar del asunto sino al cazador del señor marqués D'Herbas que sale de aquí. -¿Y qué te ha dicho? 3
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-Que el casamiento de la señorita Leontina estaba roto y que no se recibiría a nadie en su casa. -Eso es un cuento; yo estuve ayer presente cuando recibió el ajuar. -Si debemos creer a Etienne, ha sido devuelto esta mañana al señor de Marigny después de una gran escena pasada entre el marqués D'Herbas y su hija. No sé nada más, pero pienso que esto cambiará algo las órdenes que la señora me había dado para su toilette. –Ciertamente, eso cambia completamente mis proyectos. Pero no me puedo persuadir de que después de tales pasos, de palabras tan positivas se llegue a un escándalo semejante. No, hay algún error y quiero aclararlo. Yo había impedido la entrada esta mañana al señor de Sétiral, es preciso que se le reciba; gracias a las treinta visitas que él hace por día sabe todo lo que ocurre en París y esta circunstancia me será, al fin, una vez útil. A estas palabras la señorita Rosalía salió dejando a su ama entregada a todas las suposiciones que su noticia había hecho nacer. –¡El casamiento roto! -repetía sin cesar la duquesa de Lisieux; -roto en el momento de la celebración. Es necesario un motivo muy grave. ¿El señor 4
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de Marigny habrá tenido deudas ocultas? ¿Se habrá indispuesto a propósito del contrato con su futuro suegro? Alguna de esas cartas infames cuyos autores parecen multiplicarse habrá llevado la turbación a esa familia. La imaginación de la duquesa se perdía en conjeturas cuando se le anunció al mariscal de Lovano. Apenas se hubo informado de la salud del pobre gotoso, le habló de lo que acababa de oír. El mariscal, cuyos sufrimientos le retenían en casa desde hacía muchos días, no había visto a nadie, que pudiese destruir o confirmar el rumor de esta ruptura pero no pareció sorprendido. –¡Cómo! -dijo la duquesa de Lisieux, -a usted, que conoce tan bien los intereses que afectan al honor, ¿le parece muy sencillo que un hombre juegue de este modo con una familia entera rompiendo sin motivo el compromiso más sagrado? -No, por cierto, no es eso lo que encuentro muy sencillo, y si cada cual pensase como yo respecto de esas gentilezas, no se repetirían tan frecuentemente. Considero, al señor de Marigny incapaz de esa falta y atribuyo este gran acontecimiento a una causa demasiado ligera. -¿A cuál, si puedo saberla? 5
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-Vacilo en confesarla; desde luego tendría que denunciar a uno de sus admiradores y, además, usted no me creería. –¿Me supone usted entonces una prevención tan ciega? –No, ni pienso siquiera que ese hombre pueda inspirarla; pero usted se niega a convenir en la influencia que él ejerce sobre todas sus relaciones, y hasta sobre la gente que lo detesta y, sin embargo, las pruebas abundan. Apuesto a que esta ruptura es también obra suya. –¡Ah, señor mariscal, qué horrorosa sospecha! Es necesaria una amistad como la mía para perdonársela a usted, pues no fingiré no haberle comprendido; yo sé a quién se refiere usted; pero créame que sólo su malevolencia habitual con el señor de Varéze me la ha hecho adivinar. -No le acuso de querer todo el mal que él hace -replicó el mariscal. -Dios me guarde de ello; estoy cierto de que se batiría contra todos los que osaran dirigirle un reproche y, sin embargo, no es menos cierto que sus buenas o malas burlas son el terror de los maridos, de los amantes y de las madres. Convenga usted misma que lo defiende que él le produce miedo, y que a pesar de sus veinticinco años, su 6
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título de viuda, de duquesa su categoría en la Corte, sus éxitos en el mundo, le demuestra usted más estimación que la que siente en el fondo por su carácter; a tal punto la resiente con razón lo punzante de sus epigramas. –Es hacer demasiado honor a mi prudencia -replicó la duquesa tratando, de reprimir un ligero movimiento de despecho; -lejos de dejarme intimidar por la alegría maligna del señor de Varéze caigo con frecuencia en el error contrario; le veo siempre tomar la defensa de la gente burlada por él y, como hacen los abogados, entremezclo siempre algunas personalidades en mis querellas. El señor de Varéze se divierte o se disgusta poco me importa; no tengo por él ningún sentimiento que le pueda herir; viene a casa los días en que recibo a cuantos conozco en París; no es admitido en mi intimidad, a pesar del extremo deseo que siente mi tía pues usted sabe que ella le encuentra encantador. Ella decía hace, poco que a tener cuarenta años menos estaría loca por él; yo que no tengo sesenta siento una admiración mucho más moderada pero, reconociendo las extravagancias de su espíritu, creo su corazón demasiado noble para merecer la sospecha de procedimientos tan infames. 7
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-Y yo también, realmente; el corazón no se mezcla nunca en estas cuestiones y no deseo otra cosa que engañarme en esta ocasión, pues me desolaría disgustarme con usted a causa de un hombre que encuentro en el fondo muy interesante. Esta respuesta, acompañada de una sonrisa a la vez benevolente y maligna excitó en la señora de Lisieux la impaciencia que se experimenta al ver la falta de efecto de una afirmación que se cree sincera. La llegada del señor de Sétiral y de muchas otras visitas, le impidió cometer la falta tan común de persistir en querer convencer de la sinceridad de la propia opinión a una persona que no juzga más que nuestros sentimientos. El señor de Sétiral confirmó la noticia deja ruptura. Le había informado de todos los detalles la hermana del señor de Marigny; había ido de allí a casa de un pariente de la marquesa D'Herbas, para saber cómo contaba la otra familia la aventura y de estas dos versiones él componía una tercera que justificaba a todo el mundo, excepto al genio infernal de un hombre que era necesario desterrar de todos los salones. Tal era la conclusión del chismoso.
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Escuchándole el mariscal bajaba los ojos, con aire modesto, como para substraerse al triunfo que conseguía. –En fin -preguntó la duquesa, –¿se sabe algo de exacto sobre la causa de la mudanza de Leontina? -No es dudosa para los amigos de su madre – respondió el señor de Sétiral, -pero se pretende que ni ella ni su hija quieren convenir en ello. Ayer tarde la señorita D’Herbas fue a suplicar a su padre que aplazase el casamiento por quince días, dando por razón que no podía habituarse a la idea de dejar su familia para seguir al señor de Marigny al extranjero. Se le observó que él no permanecía en sus tierras sino seis meses del año, que ella viviría el resto del tiempo en París y que pudiendo hacer esas reflexiones en tal sentido no podía oponer semejante pretexto. El marqués se mostró disgustado, su mujer se puso de parte de su hija al verla llorar, y ambos han escrito al señor de Marigny para obtener el aplazamiento que el señor D'Herbas se negaba a pedir. La carta era fría violenta; el futuro se ha ofendido y ha contestado en forma del probar que no era hombre de soportar un capricho humillante. En fin, de despecho en despecho, todo había quedado roto aquella mañana. 9
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-Yo no veo en todo esto -dijo la duquesa sino una chiquilla caprichosa. -Sin duda pero la chiquilla nunca hubiera pensado en rechazar a un pretendiente que podía hacerla perfectamente dichosa si no se hubiese puesto en ridículo a ese excelente hombre. -¡Eso es pasarse de los límites! ¿Cómo supone usted que una señorita se determine a un escándalo que puede hacerle un daño irreparable porque un aturdido se haya burlado del traje o del peinado del hombre con quien se iba a casar? Convengo en que es inverosímil, y, sin embargo... es así. -Por mi parte no estoy lejos de creerlo -dijo entonces una amiga de la señora de Lisieux; –me acuerdo de haber estado a punto de rechazar al señor de Meran por haber oído decir, al verle pasar a caballo, que tenla el aire de un par de tenazas. -¡Qué locura! -exclamó la duquesa. -No bromeo -replicó la señora de Meran, –y sin la serenidad de mi padre no sé lo qué hubiera pasado. -Pues bien, es un motivo más o menos igualmente razonable el que ha determinado a la señorita D'Herbas. 10
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-No quiero saberlo -dijo la duquesa, -porque tengo amistad con ella y deseo conservársela. -Bueno -replicó la señora de Meran, -guarde usted su prestigio; pero yo que apenas la conozco, no tengo nada que arriesgar y le ruego que me confíe en voz baja ese gran secreto. El joven se colocó entonces detrás del canapé donde se encontraba la señora de Meran que se puso a reír estrepitosamente al escuchar la confidencia. -Es absurdo -exclamaba; -pero yo hubiera hecho lo mismo que la novia. -La sentencia del señor de Varéze está toda entera en esa frase- dijo el señor de Sétiral. -Usted también es demasiado severa con él. ¡ Cómo! Porque haya agregado al elogio más halagüeño del señor de Marigny: «Es el más leal de los hombres, yo no le conozco de falso otra cosa que su melena y sus pantorrillas»; porque esta pesada burla hecha sin mala intención, haya sido repetida a la señorita D'Herbas por una colegiala y haya resultado que Leontina no quiere por nada un marido ridículo, ¿es necesario tratar al señor de Varéze de monstruo, de incendiario que lleva la tea de la discordia a todas las familias? ¡Oh! es llevar la moral demasiado lejos; ¿qué piensa usted, Matilde? 11
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-Yo no soy tan indulgente, como usted -respondió la señora de Lisieux, mirando al mariscal; -teniendo cada cual algo de ridículo, encuentro que el que hace oficio de denunciar la parte de todo el mundo es un ser peligroso; sin la ilusión que nos oculta tales ridiculeces, ¿a quién se amaría? Sostengo que el delator que revela a un amante su engaño, le hace menos mal al mostrarle a su amada infiel, que destruyendo por el poder de su ironía el prestigio que lo unía a ella. Todos fueron de la opinión de la duquesa; el señor de Varéze fue implacablemente sacrificado; sólo el mariscal no dijo ni una palabra: se le reprochó su silencio. -Estoy seguro que usted me lo perdona -dijo él saludando a la señora de Lisieux. Eran cerca de las seis de la tarde las visitas se retiraron dándose cita para la noche en la Opera italiana y prometiendo acoger al señor de Varéze de modo que no hubiese ninguna duda sobre lo que se Pensaba de su ligereza.
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II Se representaba Otelo; los aficionados estaban ya en sus puestos y los palcos empezaban a llenarse. Cada mujer que entraba tenía cuidado de hacer un ruido proporcionado a su elegancia: al aparecer, la puerta de su palco se abría mucho tiempo antes de que llegase los hombres que la habían precedido se ponían de pie para cederle el asiento y el más favorecido le ofrecía la mano para ayudarle a franquear el escalón que era necesario, descender para llegar a su sitio. Entonces su nombre se repetía en toda la sala y el placer de ponderar o, criticar su vestimenta la distraía algunos momentos antes de escuchar la obra maestra de Rossini. Su palco sé transformaba por así decirlo, en un segundo espectáculo: un interés de curiosidad se fijaba en cada nuevo personaje que hacía su entrada se le asignaba un rol, se le 13
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prestaba una intriga para darse la satisfacción de discutirla; un ramo de flores, un abanico recogido, algunas palabras dichas al oído formaban el nudo dramático; el aire enfurruñado de un celoso, el aire, confiado de un marido eran lo cómico de la pieza y la maledicencia de los espectadores combinaba a su gusto el desenlace. Es de notar que el deseo, de producir un efecto tan vulgar pertenece ordinariamente a las mujeres que no tienen medios de distinguirse por méritos reales. El buen gusto de la duquesa de Lisieux hubiera podido bastar para garantirla contra esa pequeñez, pero ella estaba particularmente al abrigo por su espíritu, su belleza y la reunión de los talentos que la hacían tan justamente notar. Se encomiaba su política afectuosa, que le atraía hasta el sufragio de los burgueses, humoristas para los cuales el título de duquesa es como sinónimo de impertinente; sus maneras nobles, simples, inspiraban a la vez la confianza y la moderación, pero se juzgará mejor de sus cualidades por los defectos que sus enemigos le reprochaban: «Era demasiado exaltada decían; se prosternaba delante del mérito y, del talento, sin cuidarse de quienes no lo teman; se hacía adalid de todos los perseguidos no respetaba la opi14
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nión de su familia; un cuadro, una obra que hacían ruido le infundían el deseo de conocer al autor; entusiasta declarada de los versos del señor de Lamartine y de la prosa del señor de Chateaubriand, no se les podía atacar delante de ella sin excitar su indignación; imponía sus admiraciones a sus amigos y el único medio de escapar a su despotismo era evitar su encuentro, pues una vez bajo su influencia no se pensaba sino por ella» ¡Cuántas mujeres querrían merecer semejante sátira! La señora de Meran no tenía ninguna relación de carácter con su prima; sin embargo, era agradable sobre todo interesante; más elegante que linda daba la moda por la independencia de sus trajes, que se sometían raramente al uso adoptado; se hablaba de ella sin admirarla se la imitaba no sin acusarla; todos se exponían valientemente a las verdades poco halagüeñas de que era pródiga que decía sin amargura y como por pura deferencia a la verdad; el horror de las cosas convenidas, de las maneras afectadas la hacía frecuentemente incurrir en lo raro. En fin, se puede decir que no tenía otro artificio que el de lo natural, pero lo llevaba algunas veces hasta la inconveniencia; entonces la sociedad se rebelaba la acusaba ante sus parientes: la culpable era amplia15
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mente reprendida y se vengaba pronto del hastío del sermón por el placer de merecer otros. Educada con Matilde la Señora de Meran había conservado sobre ella esa especie de autoridad que dan en la infancia algunos años más. Sin embargo, ella reconocía en la señora de Lisieux una razón más sólida, un espíritu más cultivado, superior en todo al suyo; pero un fondo de timidez, de la cual la alta sociedad no había podido triunfar, neutralizaba a veces todas las ventajas de la señora de Lisieux; la malevolencia de una sola persona le quitaba todo medio de brillar: injusta para consigo misma su modestia la colocaba por encima de las apreciaciones de los envidiosos que negaban sus gracias, sus facultades; le era necesaria la seguridad de ser amada para ser perfectamente amable. La señora de Meran, menos pusilánime, oponía la malicia a la ruindad; nada la desconcertaba; tranquila su conciencia sobre lo que constituye el fondo de una conducta honesta poco le importaban las apariencias; divertirse era para ella el fin de la vida. Su marido, hombre de espíritu seco y frío había tratado de moderar de espesa ligereza; pero su experiencia le había enseñado que querer corregir, era desagradar; aquellos defectos se ocultan ante la se16
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renidad para mostrarse cuando no tienen que temer su persecución y que más valía tolerar una inconsecuencia que provocar la hipocresía. La sociedad, que juzga frecuentemente, lo que no comprende criticaba su filosofía; muchas personas llegaban hasta darle el nombre de complacencia. Pero la consideración del vizconde de Meran no sufría nada: tenía tal firmeza de carácter, era tan exigente acerca de los deberes esenciales, y cumplíalos con tal exactitud, que no era posible tratarle con el desdén que se siente de ordinario por los maridos demasiado indulgentes. Acompañaba con frecuencia a la señora de Lisieux; su gravedad, su edad, que ya no era la de la galantería y su título de pariente, le habían adquirido el cargo de tutor cerca de ella. Era un observador mudo que sin aprobarla ni contrariarla no la perdía jamás de vista y parecía decirse lo más fríamente posible: -Tengo curiosidad por ver cuál será el destino de esta mujer. No sucedía lo mismo con el joven conde D'Erneville, sobrino, del duque de Lisieux; no tenía más que dos años menos que su tía y se creía por esto mismo autorizado para tratarla con una suerte de 17
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familiaridad fraternal que disgustaba siempre a la duquesa. Desde luego había declarado que ella era demasiado linda para que él la llamase su tía y agregaba a esto una serie de consideraciones ridículas. Pero su padre desempeñaba un elevado cargo en la Corte, su madre pertenecía a una de las primeras familias de Francia y soportaban las ligerezas del hijo como una consecuencia de la educación que había recibido de sus parientes, cuya vanidad excedía todas las que se toleran en el mundo. El joven estaba aquella noche en el palco de su tía a quien el embajador de Inglaterra acababa de presentar a lord Elborough, y se ocupaba en nombrar al joven dandy todas las mujeres que llamaban su atención y llevaba su gentileza hasta comentar estos nombres con noticias históricas. Lord Elborough le escuchaba mirando a la duquesa de Lisieux; de repente la vio manifestar alguna impaciencia; tratando de adivinar la causa dejó al señor D’Erneville en medio de la historia que contaba mostrando el palco vacío de la señora D'Herbas, y se acercó a la duquesa afectando probarle que prefería a todo el placer de hablar con ella. Durante este tiempo, la señora de Meran advirtió que, reían en el palco de las señoras Cérolle donde se encontraba el 18
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conde de Varéze y pidió al señor D’Erneville que le diese la mano para hacer una visita y se la vio enseguida aparecer entre la señora de Cérolle y su hermana. -Vengo menos por informarme de las novedades de ustedes que por saber qué es lo que las hace reír de tal modo -dijo ella. -¿Es necesario, preguntarlo? Reíamos de las locuras del señor de Varéze que esta noche está más extravagante que nunca. -Me encantaría juzgar de ellas- replicó la señora de Meran,- y le prometo anticipadamente la risa más indulgente. -Lo siento mucho, señora -replicó el señor de Varéze; -pero yo nunca hago nada cuando se me anuncia; por otra parte, quiero aprovechar el momento en que se pueda entrar en el palco, de la señora de Lisieux para tener el honor de presentarle mis homenajes. -Guárdese de ello -replicó vivamente la condesa, -seria muy mal recibido. –¡Ah! sí yo estuviera cierto no vacilaría en acercarme a ella; pero el elegante lord Elborough está a su lado y le traduce, sin duda todo cuanto ha dicho 19
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de apasionado en su vida y temo más bien que ella no me preste mucha atención. -Está usted en pleno disfavor, yo se lo digo. -No quiere creer nada -interrumpió la señora de Cérolle; -nosotras le hemos afirmado que corre un rumor demasiado poco favorable para él, que ha cometido un verdadero crimen y lejos de justificarse no piensa sino en adivinar lo que le atrae la cólera general y, como Scapin, nos hace la confesión de todas sus culpas antes de llegar al delito por el cual se le quiere ahorcar. -Yo no me consolaré de haberlo interrumpido en su confesión -dijo la señora de Meran; más espero que la continuará; ¿estaba ya muy adelantada? ¿había llegado al infortunado harán acaso? -¡Bah! él no habla de esos sucesos -respondió la señora de Cérolle; -se acusa de faltas menos graves y más alegres: -Pero esas faltas no tienen nada de ofensivo para la señora de Lisieux -dijo el señor de Varéze, -y no veo cómo pueda yo merecer su atención. -¿No querrá hacernos creer que se preocupa mucho de ella? -replicó la señora de Cérolle; –usted decía que encontraba tanto más placer en alabar su belleza cuanto que ella le dejaba en un reposo más 20
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perfecto; ¿piensa usted que este elogio pueda ser muy de su gusto? -No tengo la fatuidad de pensar lo contrario -respondió él sonriendo, -y ése no es seguramente el pretexto de que se arma a la señora de Lisieux contra mí. -No me asombraría -replicó la señora de Meran -que ella supiese algo de su manera de admirarla pues la he oído recordarle esta mañana con una animosidad que no le es habitual. -Es favor que usted me hace –dijo Alberico. -No quiero aclarar esa duda.. -¿Cómo hará usted para aclararla además, sin denunciarle? -preguntó la señora de Cérolle señalando al señor de Varéze. -Yo no sé nada; de lo que estoy cierta es de que no sé si era por su cuenta o por la del prójimo por lo que mi prima se animaba así. Le prevengo que yo denunciaré su calma insultante. –Y lo quedaré reconocido -respondió el señor de Varéze, levantándose. Después agregó que todas estas naderías no valían la música que les hacía perder, librando a las damas al placer de oír a la Malibran y fue a colocar21
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se en el balcón para escuchar y aplaudir de más cerca. Como su partida había restablecido el silencio en el palco de la señora de Cérolle la señora de Meran se sentó de nuevo junto a su prima; pero no pudo decirle una palabra antes del entreacto, tan cautivada estaba la señora de Lisieux por los acentos de Desdémona en el momento en que implora a su padre. A esta plegaria desgarradora: S’iI padre ci abbandonna da chi sperar pieta? la emoción de Matilde llegó a ser tan fuerte que sintió necesidad de distraerse dirigiendo sus miradas fuera de la escena. Estas se detuvieron entonces sobre el señor de Varéze, que, colocado frente a ella parecía no menos emocionado por la voz y por el juego sublime, de la actriz inimitable y ella se asombró de que un hombre tan ligero fuese dominado tanto como ella por semejantes sentimientos. A pesar de su proyecto de afrontar o de vencer la animosidad de la duquesa el señor de Varéze siguió el consejo de la señora de Meran y se contentó con saludar respetuosamente a la señora de Lisieux cuando la vio a la salida del espectáculo; después de haberse convencido de que la gente más distinguida no participaba, de ningún modo, de su rigor contra 22
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él, pues tomaba las lisonjas del miedo por pruebas de simpatía contestaba a cada uno con gracia recorriendo lentamente el vestíbulo antes de acercarse a la mujer en cuya casa debía terminar la velada. Pero este placer no le divirtió sino hasta el momento en que anunciaron a la señora duquesa que su coche la esperaba y se retiró descontento de haber hecho tantas lindezas para indisponerse con la sola persona cuya estimación ambicionaba.
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III Sin embargo el señor de Marigny, no dudando de que la humillación que acababa de recibir era el objeto de la irrisión de todo Paris, se propuso realizar una ruidosa venganza; la dificultad estaba en encontrar alguien sobre quien hacerla caer. La señorita D'Herbas no tenía hermanos y su padre ya no estaba en edad de medirse de igual a igual en un asunto de ese género. Para salir del embarazo, tuvo la idea de dirigirse al joven D’Erneville que, por consecuencia de la antigua amistad de su madre con la de Leontina, se hallaba desde la infancia en la intimidad de la familia D'Herbas. El señor de Marigny se reprochaba no haber pensado antes que las asiduidades del elegante Isidoro cerca de Leontina eran la consecuencia del sentimiento que éste le inspiraba y que ella había 24
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pensado vencer hasta el momento del sacrificio. La esperanza de llevar a Isidoro a casarse con ella a pesar de su decidida afición por las herederas, había llevado a Leontina al escándalo de una ruptura que, halagando el amor propio del señor D'Erneville le obligaba quizás a algún brillante testimonio de su gratitud. En esta suposición no había nada de verdadero, pero el señor de Marigny, convencido de que el señor D'Erneville era la única causa de su desgracia no vaciló en pedirle explicación por medio de una esquela que arrojó de repente el terror entre la familia de Isidoro. Seguro de no haber ofendido jamás, ni aun remotamente, al señor de Marigny, creyó que aquella carta era desde luego el efecto de un desprecio y consultó a su padre acerca de lo que debía pensar. Este, reconociendo en algunas frases el furor de un celoso, tomó enseguida partido por el señor de Marigny contra su hijo. -Heles aquí a todos ustedes -dijo, -procurando hacerse adorar por todas las mujeres casadas o no, sin preocuparse por los hogares que turban, los casamientos que desbaratan y las cuestiones que todas sus galanterías les atraen. -Pero, papá, le juro que nunca he hablado de amor a Leontina -decía Isidoro. 25
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Pero su padre se obstinaba en su pensamiento. -Bien había previsto yo –continuaba, -que esta familiaridad contraída en la infancia terminaría así. Cien veces le he hablado a tu madre a fin de que tuviese cuidado, pero su debilidad por ti no le permitía contrariarte. «No hay más que fraternidad, decía ella. Jamás dos niños educados juntos se enamoran» Además, tú eras demasiado bien nacido para hacer elección sin consultar a tus parientes y veinte simplezas por el estilo que debían tener este hermoso resultado. -Una vez más, papá -exclamaba Isidoro, –le aseguro por mi honor que Leontina no siente amor por mí, que no he intentado jamás inspirárselo y que mi apego a ella es él de un hermano por su hermana. -Si eso es verdad, ¿de dónde proviene la cólera del señor de Marigny? -preguntó el marqués suavizándose. -Probablemente de algún falso informe -replicó Isidoro; -pero, fundada o no, su cólera me provoca y responderé como me cumple, a no mediar una explicación inmediata. -¡Buen expediente! Si estás cierto de probar al señor de Marigny que eres inocente de la injuria que 26
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se lo ha hecho, no es necesario que, te rompas la crisma con él. -Las explicaciones que dispensan de batirse no son de mi gusto y, luego, siempre he oído decir que para entrar en sociedad de una manera brillante es necesario que un joven tenga un lance de honor y yo no podría encontrar una ocasión más favorable para darme a conocer. El señor de Marigny es un caballero, ha servido en otro tiempo, tiene las mejores vinculaciones; encuentro todas las conveniencias juntas. -Pero tú no piensas en el daño que, puedes producir a la reputación de la señorita D'Herbas. -Convendrá usted al menos, papá -replicó Isidoro, -en que sería muy tonto inquietarme más que lo que ella lo hace rompiendo así su compromiso. -Pero si tú no entras para nada en ese ridículo procedimiento, sabrás al menos la causa; ella no se lo habrá, ocultado a su buen hermano -dijo el señor D'Erneville apoyando con afectación el título de hermano. -Sin duda lo sé -replicó Isidoro, -no es un misterio más que, para el señor de Marigny; pero ciertamente no es de mí de quien él recibirá la revelación. 27
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Entonces él instruyó a su padre del miserable sujeto que había obligado a Leontina a la retractación. El señor D'Erneville estalló en injurias contra la execrable manía del señor de Varéze, y concluyó por decir que era necesario echar sobre aquél la responsabilidad. Pero, sin dejarse persuadir por cuanto su padre decía para determinarlo a explicarse antes de aceptar la proposición del señor de Marigny, Isidoro le respondió finalmente que, al día siguiente se hallaría en el sitio designado. El señor D'Erneville había visto la resolución de su hijo y estaba desesperado. Dejar comprometer así la vida de un hijo único por una causa tan injusta era en su opinión una acción culpable y que era necesario impedir a toda costa. ¿Pero cómo hacerlo, cómo hacer saber la verdad al señor de Marigny? La duquesa de Lisieux le pareció la única persona cuyo espíritu y cuya bondad pudiesen a la vez servirle de auxilio y guía en esa circunstancia; se trasladó a su casa llegando en el momento en que subía a su coche para ir a visitar una galería de cuadros. El hijo del general Andermont le daba la mano. Ambos quedaron sorprendidos de la alteración que se pintaba en el rostro del marqués D'Erneville, y cuando 28
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él rogó a su cuñada que le escuchara un instante, el señor de Andermont quiso discretamente retirarse pero el señor D'Erneville le retuvo considerándole más apto que nadie para dar un consejo sobre el asunto que venía a comunicar y acaso también pensando que ése fuera el mejor medio de oponerse al duelo intentando su difusión. Después de haber hablado de la carta que su hijo acababa de recibir, preguntó a la duquesa si sus relaciones de amistad con el señor de Marigny le permitían desengañarle. -Estas relaciones -dijo ella -datan de la época en que el señor de Marigny solicitó la mano de la señorita D'Herbas. No le conocía antes y hay lugar Para presumir que él me crea enterada de la injuria que se le preparaba. Sin embargo, me ofrezco a escribirle en seguida cuanto pueda justificar a Isidoro en su espíritu, excepto, no obstante, lo que denunciaría al señor de Varéze, pues no veo la necesidad de entregar otra víctima al furor del señor de Marigny -agregó Matilde bajando la voz. –¡Víctima! -repitió el joven Andermont. Es demasiado prejuzgar sobre el señor de Marigny creerle invencible. Yo no tengo formada tan favorable idea de él; a pesar de mi amistad por el señor de Varéze, 29
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yo le vería sin temblar al frente de ese soberbio campeón, y usted puede entregarlo sin escrúpulo a su resentimiento. Créame, que Alberico no le perdonaría que le quitara su parte y que le dejaría inconsolable saber que el señor D'Erneville le reemplaza en esta ocasión. -Yo pienso como el señor -dijo vivamente el señor D'Erneville aprovechando con alegría el medio de substraer a su hijo de un peligro inútil. -Si las suposiciones del señor de Marigny tuviesen algún fundamento, yo sería el primero en persuadir a mi hijo a que debía darle satisfacción, pues en mi familia ya se sabe cómo se terminan entre gente bien nacida las cuestiones de esta índole; pero mi cuñada puede atestiguar mejor que nadie, que su primo nunca ha estado enamorado de la señorita D'Herbas y que su intimidad es puramente fraternal. ¿No es verdad, Matilde? -agregó como para persuadirse a sí mismo de lo que afirmaba. La señora de Lisieux convino efectivamente en que Leontina conocía demasiado bien a Isidoro para haberse envanecido jamás de cautivarle y hacerle renunciar a la esperanza de un brillante casamiento. Diciendo estas palabras se aproximó a una mesa y 30
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se disponía a escribir, cuando el señor de Andermont se levantó y dijo: -Si usted me lo permite, señora yo le evitaré esa molestia; soy bastante conocido del señor de Marigny para que ponga en duda lo que yo le afirme. Pueden contar ustedes con que él sabrá antes de una hora hasta qué punto es ridículo el desafío dirigido al señor D'Erneville y salgo garante, del comedimiento que él empleará inmediatamente para hacerle justicia. Entonces, viendo que el señor Andermont se disponía a salir, el marqués fue hacia él con un aire de efusión y le estrechó la mano en señal de reconocimiento. Una vez solo con su cuñada le preguntó quién era aquel caballero cuyas maneras nobles y graciosas correspondían tan bien a sus procedimientos obsequiosos. –¡Pero si usted le encuentra a cada paso! –respondió la duquesa; -es el primer ayuda de campo del marical de Lovano. -En efecto -contestó el marqués, -su rostro me es conocido; no es de esos que se ven sin que llamen la atención y no sé cómo he dejado pasar tanto tiempo sin preguntar su nombre; a juzgar por su to31
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no y su aire distinguido, no puede ser sino un hombre muy bien nacido. -Ciertamente; es hijo de un par de Francia. -No lo dudo, tiene esa distinción que se hereda pero que no se adquiere. -Segura estaba yo de que le causaría honda impresión la elegancia de sus maneras; convenga usted en que las quisiéramos ambos para todos nuestros amigos. -Seguramente, y ellas me dan muy buena idea del padre que le ha educado. -Pues bien, su padre es el general Andermont. –¡Cómo! ¿ese soldado rústico que de batalla en batalla se ha despertado una buena mañana lugarteniente general? -Sí, ese soldado rústico que ha conquistado todos sus grados con la punta de la espada, ese general cuya bravura y noble carácter han sido recompensados con la primera dignidad del Estado, es el padre de este amable joven que le presta acaso, en este mismo instante, un importante servicio. -Me deja usted pasmado -dijo el marqués; -conozco al general por un valiente militar, pero a quien la revolución no ha perjudicado, convengamos en ello; la diferencia de nuestras opiniones y de 32
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nuestro nacimiento siempre, me han mantenido demasiado lejos de él para no tener que sufrir sus maneras, que supongo bien vulgares, y no comprendo cómo un hombre de esa clase se preocupe de dar a su hijo una educación cuyo primer resultado es mostrarle las ridiculeces de su padre, enseñándole a evitarlas. Pero tal es la manía de todos los advenedizos. -Usted olvida que esa manera de advenir por medio de las armas es la de toda la nobleza francesa desde los Montmorency hasta... -Convengo en ella -interrumpió el señor D'Erneville, -pero es necesario que el tiempo haya madurado esos títulos y usted no impedirla que se hiciese aún una gran diferencia entro ellos... En fin, no hablemos de eso; usted ha sido educada en principios diferentes de los nuestros y nosotros tenemos nuestras razones para defender los propios. No importa; desde que el azar quiere que me encuentre ahora obligado hacia el joven Andermont, me conduciré en consecuencia y cuando encuentre a su padre en la Cámara él no tendrá por qué quejarse de mí. Aun si hay alguna ocasión de servirle en la Corte, yo me empeñaré vivamente; puede usted decírselo; eso bastará, así lo espero, para pagarles. 33
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-Es más de lo que ellos exigirán, puede estar tranquilo -respondió la duquesa con una dignidad que rechazaba toda protección humillante para el general y su hijo. -¿Pero -agregó el marqués, -supone usted a este joven tanto crédito, sobre el señor de Marigny, como para hacerle entender la razón? Temo que le trate como uno de esos aturdidos que se mezclan en los asuntos que no les importan y que él no haga aprecio alguno de sus palabras. -Yo le afirmo que nadie se atrevería a tratar tan ligeramente al señor de Andermont; usted puede juzgar por la opinión que repentinamente se ha formado a su primera vista y que la obscuridad de su nacimiento no puede haberle hecho perder enteramente: él goza de una consideración muy merecida; usted no lo dudaría si hubiese oído lo que me dijo el mariscal de Lovano el día que me lo presentó. -¿Pero no es el amigo del señor de Varéze? -Sí, y es la única falta que se le conoce. -En fin -dijo el marqués, levantándose; usted piensa que debo estar tranquilo respecto de este asunto y yo confío en usted. Si resultase algún daño de él para mi hijo, usted sabe en qué desesperación 34
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caería su desdichada madre; creo que a usted no le costaría ningún esfuerzo ponerla al abrigo de un horroroso acontecimiento. El señor D'Erneville se despidió de su cuñada dejándola, por así decirlo, responsable de todo lo que pudiese suceder. Las prevenciones de la señora de Lisieux contra el señor de Varéze redoblaron al ver la turbación que en esa circunstancia causaba a su familia. Se prometió evitar toda relación con un hombre tan peligroso y se felicitó en secreto de poder ocultar bajo un resentimiento legítimo un temor demasiado halagüeño para él.
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IV Eran ya las seis de la tarde y la duquesa de Lisieux no había recibido ningún aviso del señor Andermont. -No habrá encontrado al señor de Marigny – pensaba ella; -y si no le encuentra antes de mañana temprano, una vez en el terreno la explicación se hará más difícil. Isidoro, encantado de hacer hablar de él, no querrá comprender nada y se me acusará, de no haber puesto suficiente celo en evitar esa desgracia. Atormentada por estas reflexiones la señora de Lisieux había no solamente renunciado a aceptar la comida de la señora de Meran, en cuya casa era esperada sino que había hecho levantar su mesa no decidiéndose a sentarse a ella, antes de haberse asegurado sobre lo que la inquietaba. 36
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Al fin se la anunció al coronel Andermont quien leyó en los ojos de Matilde la impaciencia que sufría y sin esperar sus preguntas: -Todo está arreglado conforme a sus deseos, señora -dijo; -el señor de Marigny será satisfecho sin que el señor D'Erneville se vea obligado a batirse. Les acabo de dejar juntos; mi palabra ha bastado para convencer al señor de Marigny de la verdad, pero no pedía quedar largo tiempo en el error; Alberico acababa de informarse del derecho que tenía a su cólera y no podía tardar en reivindicarlo. –¡Qué! El señor de Varéze ha convenido... que sus malas bromas... -Pasan por ser la causa o el pretexto de la desgracia del señor de Marigny. Sí, señora y esta historia singular le ha suministrado el asunto de una carta muy graciosa que acaba de dirigir al señor de Marigny. -Y esa carta es sin duda una obra maestra de ironía. -No, precisamente, pero es difícil acusarse más alegremente, de una falta incorregible y reclamar con más gracia el castigo. -¿Y qué resultará de todas esas cosas tan espirituales? -dijo la duquesa con desdén. 37
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-Que mañana reemplazará al señor D'Erneville. –¡Cómo! ¿El señor de Varéze se batirá?.. -¿Qué quiere usted, señora? era necesario contentar al señor de Marigny y este cuidado le pertenece más a él que a otro. Por favor, olvide usted que está, enterada de esta tramitación, pues Alberico me acusaría con razón de haberla revelado; pero yo pensaba que, teniendo que solicitar una gracia para él, la obtendría más fácilmente haciendo conocer a usted lo que espera. -¿En qué puedo servir al señor de Varéze? Le ruego que me lo diga. Sus intereses me son extraños y tengo demasiado poco crédito.. -No me ha dicho lo que esperaba de su extrema bondad, señora. He aquí sus propias palabras: «Puesto que eres tan feliz que puedes ver a todas horas a la duquesa de Lisieux, deberías obtenerme permiso para cumplimentarla un instante, esta noche. No se sabe lo que puede ocurrir y quisiera decirle algunas palabras antes...» Entonces, sin dejarle continuar -agregó Mauricio, -le he prometido presentar su solicitud y unir a ella la mía. -Era quitarme todo medio de rehusar. ¿Cómo no satisfacer a usted, después de haber abusado tanto de su amable celo? Sin embargo, ¿qué se pen38
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sará si se ve al señor de Varéze en casa después del embarazo en que acaba de colocar a mis amigos y a mi familia pues sin usted, mi sobrino iba a ser la víctima? -Se adivinará la verdad, señora; ¿no está usted decidida a emplear todos los medios de impedir ese lance? Y bien el más seguro era instruir a Alberico del desprecio de que era causa. Eso bastaría para explicar su presencia en la casa. -No examinaré si esta razón es buena; tendría demasiado miedo de descubrir lo contrario -dijo Matilde; -pues, se lo confieso, en mi debilidad tan grande como usted supondrá, no rehusaré jamás oír a una persona que quiera hablarme antes de arriesgar su vida aunque fuese mi más grande enemigo. -¡Qué bien le sienta esta debilidad! -dijo el coronel mirando a Matilde con enternecimiento; --pero hablando de enemigos usted no quiero designar a Alberico sin duda a él cuya justa admiración por usted, señora, me hace perdonarle tanta malicia para con los otros. -No tengo ningún derecho a su indulgencia y pienso que, acaso, él me, ahorre más... -¡Ah! señora; si así fuese ya nos hubiésemos desunido desde hace mucho tiempo. 39
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-En verdad -replicó la duquesa sonriendo, -usted tiene una manera de defenderle que daría deseos de atacarle. -Por favor sea menos severa con él en esta ocasión en que todo el mundo lo oprime. Bien sé que hace un mal uso de su ingenio y nosotros nos querellamos frecuentemente a este respecto; pero la generosidad de su corazón, la nobleza de su carácter, compensan bien esa pequeña extravagancia. Después de todo es valiente sin petulancia y nosotros los soldados nos perdonamos, al amparo de ese mérito, muchas miserias. -Pues bien -dijo Matilde -no irá esta noche a casa de mi cuñada; quiero hacérselo saber. -Y yo corro a casa de Alberico a felicitarle por la bondad que usted tiene en recibirle. Este favor le traerá suerte. -Yo me abatiría verdaderamente; ¿y el pobre señor de Marigny? -¡Oh! señora, ¿no le basta conseguir sus panosos recuerdos? A estas palabras el coronel salió prometiéndose acompañar al señor de Varéze en su visita. Apenas la duquesa quedó sola se reprochó haber consentido aquella visita de la que vanamente 40
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intentaba averiguar el objeto. Pero no podía retractarse y se esforzaba por pensar en otra cosa. Sin embargo, la idea le volvió varias veces mientras hacía su toilette; el asunto que debía ventilarse a la mañana siguiente le inspiraba una tristeza que no podía vencer, no obstante que ninguno de los contendientes era amigo suyo; le reprochaba a Mauricio no haberle ocultado el duelo, sin pensar, que él no tenía otro medio de tranquilizarla sobre lo que concernía al señor D'Erneville. En fin, estaba en una agitación de la que no se daba cuenta y que la doncella Rosalía no tardó en notar. -Si la señora sufre demasiado para poder salir -le dijo, -voy a prepararle un traje de casa. -No -replicó Matilde -me pondré el que tenías preparado. -¡Ah, yo no sabia que la señora esperaba visitas! -Muy pocas personas -contestó la señora con impaciencia. Rosalía se prometió inquirir por cuál visita la señora quería vestirse así. El menor acontecimiento que perturba el orden establecido en una casa excita la curiosidad de los sirvientes y es raro que ellos no adivinen la causa. Como la señora de Lisieux no había cenado aquella 41
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noche acababa de ordenar que se le sirviese la comida antes de dormir. Esto sólo demostraba algo extraordinario y los menos curiosos estaban en observación. La primera persona que se hizo anunciar causó alguna turbación a Matilde. Era su vieja tía la baronesa D'Ostange. El rumor del desafío al joven D'Erneville había llegado hasta ella. Este, bajo pretexto de buscar dos testigos, había confiado el asunto a todos sus amigos y ya se hablaba de eso en todo París como de una cosa inminente. La baronesa había visto nacer a Isidoro y no sin acusarle de suficiencia le profesaba el afecto que, se tiene por el amigo de infancia de un hijo que se ha perdido; era bastante para interesarse vivamente en la noticia que se difundía y fue a preguntar a su sobrina lo que habla de cierto. La señora de Lisieux le contó cómo el señor de Marigny, habiendo reconocido su error, el asunto se había arreglado a satisfacción de todo el mundo, excepto de Isidoro que estaba inconsolable por no poder batirse; pero se cuidó muy mucho de decir la parte que el señor Andermont y el señor de Varéze habían tenido en este arreglo, y el temor de dejar sospechar algo, daba a sus palabras un giro embarazado que desconcertó a la baronesa. 42
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-Tú no me lo dices todo, Matilde y, lejos de tranquilizarme, tu turbación me hace suponer lo que puede haber de peor; por otra parte, esto no se acuerda bien con lo que acaba de decirme el señor. Diciendo estas palabras la señora D'Ostange mostraba al señor de Lormier cuyo aire grave y largas frases pesadamente elaboradas daban tanto aplomo a lo que decía que no se osaba dudar. Era un hombre de cuarenta años, nacido en la magistratura y decidido a permanecer en ella cualquiera que fuese el gobierno que le mantuviese. Un nombre honorable una fortuna independiente y la carencia de algún defecto grave le daban cierto aspecto de prestigio en la sociedad que mucha gente suponía el de la superioridad; lo cierto es que hablando, siempre con sentencias y no avanzando jamás sino grandes principios consagrados por el tiempo, tenía siempre razón, lo que le hacía sumamente fastidioso y bastaba para justificar el título de rey de los lugares comunes que le había dado el señor de Varéze. Pero el señor de Lormier no gozaba menos de una gran consideración, pues es de notar que en esta nación, acusada de frivolidad, la reputación de fastidioso es con frecuencia un título al respeto y aun más un medio de prosperidad. 43
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El señor de Lormier lamentando haber ocasionado a la señora D'Ostange tan viva inquietud, se había ofrecido para conducirla a casa de la duquesa de Lisieux. Poco importaba que la velada destinada a la tía fuese consagrada a la sobrina lo esencial era que ella la pasase como lo había proyectado, oyendo algunas noticias y comentándolas. Matilde desesperaba de calmar los temores de la baronesa que se obstinaba en interpretar la turbación de la sobrina de un modo siniestro. Pero Isidoro llegó, y los reproches que dirigió a la duquesa probaron bien la conciliación que, le desesperaba. Era humillarle decía devolver al señor de Marigny una confianza de la que no se creía digno, pues si Leontina no le había parecido muy seductora hasta entonces, la idea de batirse por ella le había parecido de repente tan llena de encantos, que estaba decidido a adorarla. Se extendía en este sentido con una complacencia ridícula cuándo se anunció al conde de Varéze, y al coronel Andermont. Felizmente para Matilde la señora D'Ostanoe se recreó en el placer inesperado de ver a su última pasión como ella llamaba a Alberico y tuvo tantas atenciones para él que ninguno echó de ver que la duquesa se había contentado con saludarle sin dirigirle la 44
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palabra; él mismo no había dicho sino algunas frases de cortesía que articuladas débilmente habían parecido ser apenas escuchadas y había ido a colocarse cerca de la baronesa. -Verdaderamente no contaba con encontrarle aquí –dijo ella riendo. -¿No se da, pues, esta noche el nuevo baile y no es mi rival la que desempeña los primeros roles? ¡Pérfido! no se atreve a responderme, pero ya estoy acostumbrada a perdonarle esta clase de ultrajes. Escuchando estas bromas el señor de Varéze, sentía un embarazo visible que excitaba a la baronesa a redoblarlas. Isidoro, cuya pretensión era saber todas las intrigas de bastidores, vino a mezclarse a la conversación; la paciencia de Alberico se sublevó e hizo entender del modo más cortésmente posible al señor D'Erneville que su resignación para soportar las burlas de la señora. D'Ostance no se extendía hasta sufrir las de otro. La conversación tomó un giro más serio; Matilde se esforzó en sostenerla con preguntas de las cuales era fácil ver que no escuchaba las respuestas; Mauricio lo notó, y el movimiento que ella hizo viendo entrar al mariscal de Lovano le entregó a extrañas conjeturas. 45
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V Mauricio sabía positivamente que, a pesar de sus cuarenta y cinco años, el mariscal sentía por la señora de Lisieux una amistad apasionada que mucha gente tomaba por amor. Demasiado, espiritual, demasiado modesto para esperar gustarle se contentaba con verla tan frecuentemente, como sus accesos de gota podían permitírselo. Aspiraba le decía él, al papel de confidente, sabiendo bien que no merecía otro, pero, aparentando resignarse al más pequeño rol, tenía gran cuidado de observar si alguna persona se apoderaba del primero, y no sabía lo que experimentaría si llegara un día a ese descubrimiento. Matilde nacida de una de esas grandes familias de Francia que han aceptado servir en la corte de Napoleón, había sido educada en la idea de casarse con el joven Alfredo de Lisieux que desde la edad de 47
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diez y seis años había concebido por ella el amor más devoto. El duque de Lisieux, su padre, de opinión opuesta a la de la madre de Matilde no deseaba ese casamiento, y cuando su hijo llegó a la mayor edad el temor de verle tomar un partido violento había inducido al duque a hacerle realizar un viaje: esperaba que las bellezas de Italia y el encuentro con tantas personas distinguidas como la visitan, le distraerían de su pasión por Matilde. Alfredo había cedido a la voluntad de su padre, pero a condición de ver sus deseos cumplidos si volvía del destierro con los mismos sentimientos hacia Matilde. Había partido lleno de esperanzas, seguro de ser amado por ella y no dudando de obtener a su regreso lo que esperaba de la ternura de su padre. Pero, llegado a Nápoles se proponía pasar a Sicilia cuando una imprudencia le costó la vida. Dibujaba perfectamente y la madre de Matilde interceptando toda correspondencia entre él y su hija no había llevado el rigor hasta impedir que le enviase los dibujos que hacía de los sitios más interesantes y la impaciencia de acabar el que había comenzado cerca del golfo de Baï a le había hecho olvidar el peligro de permanecer hasta demasiado tarde en aquel Elíseo cele48
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brado, por Virgilio donde se respira la muerte en un aire embalsamado: el temblor que sigue a la fiebre le advirtió, sin embargo, la necesidad de volver a Nápoles donde esperaba que el cambio de aire le curaría. Pero ya no era tiempo; la fiebre había Regado al estado inflamatorio y Alfredo había sucumbido al tercer día de esta terrible enfermedad a pesar de todos los auxilios de la ciencia. Así, Matilde debutó en la vida por lo que amaba más en el mundo. Su dolor era legítimo, no lo ocultó. La desesperación del duque de Lisieux solamente podía ser comparada a la suya; él se juzgaba conforme, a los reproches que se hacía por haber mandado alejarse a su hijo para ir a encontrar la muerte en Italia. En el exceso de su pena escribió a Matilde que no podía esperar otro consuelo que llorar con ella su común desgracia; ella obtuvo permiso de su madre para recibirle y durante la larga enfermedad que la puso a las puertas de la tumba el duque de Lisieux le prodigó tan tiernos cuidados que ella se esforzó en vivir para agradecerlos; su presencia se le había hecho necesaria sólo su conversación la cautivaba pues él hablaba sin césar de Alfredo, y convencida de que su corazón consagrado a eternos recuerdos sería inaccesible al amor, re49
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solvió dedicarse por entero al padre de aquel que debió ser su esposo. Las insinuaciones de su familia las bromas de la gente del mundo que miraban un casamiento entre un viejo y una niña para entregarse más cómodamente a todos los placeres de la coquetería los consejos de su propia madre, no bastaron para hacerla desistir de su resolución de casarse con el duque de Lisieux. Su conducta con él durante los tres años que sobrevivió a su hijo, lejos de confirmar las conjeturas de la maledicencia habían bastado para merecer a Matilde la estimación general, y nadie dudó de la sinceridad de las lágrimas que derramó a su muerte. Sin embargo, su edad hacía presumir que haría otra elección y desde hacía un año que habla vuelto a la Corte, después de haber pasado en el retiro el tiempo consagrado al duelo de su marido y al de su madre, se veía cerca de ella a una multitud de pretendientes, ninguno de los cuales había obtenido hasta entonces la menor preferencia. El mariscal de Lovano, que tantas razones permitían excluirlo de este número, al parecer, era el único que recibía pruebas de una aquiescencia marcada y el señor de Varéze, burlándose del gusto de la duquesa de Lisieux por los sentimientos graves, 50
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había predicho a Mauricio que ella se casaría con el mariscal como consecuencia de su sistema de permanecer fiel a un primer amor. Mauricio, no creía en esta predicción y, sin embargo, la turbación que la llegada del mariscal había causado a Matilde le parecía ocultar algún misterio; lo hubiese aclarado fácilmente escuchando lo que este último dijo de la presencia de Alberico y las observaciones malignas que hizo a la duquesa sobre su complacencia en recibir las personas de las cuales proclamaba altamente los defectos, pero habiéndose visto forzado a ceder su sitio junto a la señora de Lisieux, Mauricio se había aproximado a Alberico, y ambos, con los ojos fijos en ella trataban vanamente de adivinar lo que le hacía enrojecer y sonreír a la vez. Si Matilde hubiese previsto la visita del mariscal, no se hubiera expuesto a la observación embarazante que le producía la presencia del señor de Varéze; pero la situación se agravó cuando la señora de Meran vino a juntarse a los suyos. -¡He aquí por qué -dijo entrando -no te hemos visto! Verdaderamente tenía razón de inquietarme por esta jaqueca que nos ha privado del placer de tenerte a cenar. Yo te creía tan dolorida que para sa51
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ber cómo seguías he abandonado el baile a la mitad; estos señores pueden atestiguarlo -agregó señalando a su marido, y al señor de Sétiral. Matilde se excusó respondiendo que un asunto importante le había impedido salir de casa. -Yo soy testigo de ello -dijo el coronel. -Y tal vez cómplice -replicó la señora de Meran; -pero, yo les perdono haber preferido lo que más les agradaba; yo no hubiera hecho otra cosa. Por otra parte estoy encantada de ver reunidos a todos ustedes -agregó volviéndose hacia el señor de Varéze; -usted me va a explicar los cacareos que me han aturdido durante toda la función de la Opera. Ustedes me parecen los mejores amigos del mundo y se me acaba de afirmar que Isidoro y el señor de Varéze, se baten mañana, que el señor de Marigny había provocado la cuestión y que todo esto remontaba hasta esa tontuela de Leontina; ¿que hay de cierto? -Nada señora -respondió negligentemente el conde de Varéze. -Nada es demasiado poco -replicó la vizcondesa; -siempre hay alguna cosa de cierto en las falsedades que se difunden. 52
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-La verdad -dijo Isidoro -es que el señor de Marigny me ha envanecido un momento con el honor de disputarle a Leontina en campo cerrado y que ha cambiado de resolución en favor de un rival, probablemente más feliz que yo. -Y ¿ese rival quién es? -Lo ignoro, se me ha hecho de ello un secreto, sin lo cual yo hubiera ido a pedirle razón del favor que me quita. -Pues bien, creo haberlo adivinado -dijo la señora de Meran; -pero no quiero nombrarlo sino a Matilde. -No creo que eso sea de ningún interés para la señora -dijo levantándose el señor de Varéze, -y mejor haría usted en hacernos una crónica del baile. -No podía por menos que terminar así –agregó la vizcondesa después de haber dicho algunas palabras al oído de su prima. -Espero que te engañes -respondió Matilde y ese voto fue acompañado de una triste mirada que inundó el corazón de Alberico de una alegría desconocida. Desde luego, encontrando su espíritu la ordinaria vivacidad, sostuvo y cambió la conversación a su 53
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placer y probó que, era capaz de divertir sin murmurar. La señora de Meran, que nunca le habla visto tan. indulgente, manifestó su asombro; después, interrumpiéndose de repente: –¡Ah, ya comprendo -dijo, -es un efecto del plan formado en casa de la señora de Cérolle! ¡Muy bien! Luego, volviéndose hacia Alberico, agregó: -Verdaderamente, con un talento semejante, no concibo cómo usted ha preferido la guerra a la diplomacia; hubiera hecho maravillas. Pero antes de aplaudirle es necesario ver cómo sostendrá la empresa; yo podría doblar su gloria creándole algunas dificultades que vencer, pero mientras su actitud me agrade la dejará durar, puede usted contar con mi discreción. Una cuestión política suscitada entre el mariscal y el señor de Sétiral impidió a Matilde oír la respuesta que Alberico dio a la vizcondesa; se trataba de un proyecto de Ley que interesaba a todas las personas presentes y cada una dio su opinión. Siguió una discusión en la cual el señor de Lormier probó en términos irrebatibles que las leyes propias para mantener el orden en los pequeños Estados, 54
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no eran aplicables a una gran nación; que no se podía detener la marcha de las ideas; que era necesario esperar que un pueblo estuviese maduro para la libertad, antes de darle leves republicanas; que la religión era el sostén de los gobiernos y el fanatismo su pérdida y una multitud de verdades de este, género, que eran como un punto de reunión al que cada cual venía a descansar de las fatigas de los debates. La señora de Meran era la que más se alegraba del cuidado de Alberico por alentar las sentencias del señor de Lormier con reiteradas aprobaciones. -Es muy justo -decía a cada frase del orador, -bien observado, incontestable. Y el señor de Lormier, orgulloso de ser tan bien escuchado, redoblaba su celo por repetir cuanto había leído, oído, y dicho desde que estaba en el mundo. Esta larga disertación se hubiese prolongado a satisfacción general, si la bondad de la señora de Lisieux no hubiese creído de su deber ponerle término, haciendo preparar el whist de la señora D'Ostange. -Por Dios -dijo entonces en voz baja el señor de Varéze a la duquesa, -temo que esta orden dada para hacernos callar, sea también una señal de partida; el 55
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tiempo conveniente para una visita ha pasado, y no sé cómo, hacer para no retirarme sin parecer indiscreto. -Pero usted tiene que hablarme, según me han dicho, y como estoy obligada a participar de la partida de mi tía le pido que espere hasta su terminación, si eso no contraría sus proyectos. -Confieso, señora que puedo dispensarme de contestar. El acento de Alberico, al pronunciar estas palabras, puso a Matilde en una turbación que esperaba disimular llamando a su lado a Mauricio para hacer extensiva a él la invitación dirigida al señor de Varéze, y preguntarle si quería acompañarla a cenar. -Temo -dijo ella -que el mismo motivo que me ha impedido comer lo habrán sentido ustedes y pienso deberles esta reparación. Retendremos también a mi prima; su alegría nos será de gran provecho, pues ustedes también -agregó mirando a Mauricio -tienen un fondo de tristeza que se ve a través de la sonrisa. En efecto, el coronel parecía oprimido por reflexiones penosas, pero la observación de la duquesa le dio valor para sobreponerse: cedió gustosamente al ruego de la señora de Meran que le 56
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invitaba a cantar con ella; muchas personas pasaron entonces al salón de música mientras que la señora D'Ostange, el mariscal, la duquesa y el señor de Lormier se sentaron en torno de la mesa de whist. El señor de Varéze, sacrificando el placer de oír la linda voz de la señora de Meran, fue a sentarse junto a Matilde so pretexto de aprender una lección de ese juego que él conocía mejor que ella.
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VI Terminado el whist se anunció que la cena estaba servida; ésta era una manera de prolongar la velada que fue adoptada aun por la señora D'Ostange, pues deploraba cada día la pérdida de este antiguo uso; no se reía no se tenía ingenio sino en la mesa pretendía; la coquetería la ternura las viejas amistades, todo ganaba. Ninguna cuestión fastidiosa venía a perturbar la impresión de la mirada de la palabra que se había obtenido. En fin, éste era en opinión de la baronesa el más grato recuerdo de su juventud. El señor de Lormier fue el único que se retiró; no sabia resistir a la seducción de una mesa bien servida y su preciosa salud no le permitía tomar nada antes de la comida suculenta que hacía una vez al día; huía prudentemente a la tentación y se hacía aprobar en esto como en todo. Sin embargo, había 58
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ofrecido a la baronesa ser su caballero hasta el fin de la velada pero la señora D'Ostange había colmado sus deseos rehusando: ¡ella sabía también evitar las más insignificantes molestias y disgustos! Las mujeres a quienes espanta la vejez se tranquilizarían viendo a la señora D'Ostange. Era una de esas ancianas encantadoras cuyos modelos se hallan más en París que en parte alguna. Allí, donde la conversación es una especie de placer nacional, una mujer de talento envejece sin perder la ventaja más estimada. Así, la baronesa afirmaba que la felicidad de las mujeres empezaba a los cincuenta años. -A los cuarenta luchan todavía -decía riendo, -y el combate no es en ventaja suya; pero desde que han puesto de lado toda pretensión romántica se convierten en verdaderas autoridades que deciden del mérito de los otros. Sus juicios, exentos de las prevenciones de la rivalidad y de la envidia son sentencias, y como a todas las potencias se las contempla se las lisonjea y su corte nunca está desierta; si a este placer de amor propio quieren unir otros más dulces, que se rodeen de jóvenes y bellas personas, que protejan su felicidad y encontrarán todavía emociones de amor en el amor vecino. 59
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Con un carácter semejante, la señora D'Ostange, lejos de contener la alegría de los convidados parecía autorizarla con su presencia. El mariscal contó historias, esas buenas anécdotas de soldado, que son, por así decirlo, la comedia de la guerra. Se rió, se lloró a la vez, porque casi siempre hay algunos sentimientos generosos expresados de la manera más burlesca. La señora de Meran recargó al señor de Varéze con malicias lisonjeras y picantes, a las que él respondía con todas las gracias de su espíritu. Se aplicaba sobre todo a agradar al mariscal; era una conquista difícil y que le parecía indispensable para llegar a otra más gloriosa; sacrificó esa noche hasta el placer de dedicarse exclusivamente a la señora de Lisieux, pero ella parecía no creerle disgustado de esa negligencia. La señora de Meran, menos indulgente para una falta de la que el señor de Varéze hubiese tenido más pena de justificarse ante ella, se vengaba hablando de él al coronel Andermont y haciendo admirar su facilidad para ampararse de la atención de la gente que la estimaba menos. -Pues es necesario que no se haga una falsa ilusión -agregaba ella con un aire misterioso aunque sin bajar la voz; -aquí se le detesta. 60
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-¿Y por qué razón? -preguntó Mauricio. -Por sus palabras ligeras, sus pesadas burlas por motivos que en realidad no tienen sentido común. Yo no conozco más que uno razonable y mi misma prima no lo sabe. -Pues bien, trate usted de que no lo conozca nunca -dijo el coronel. -Eso me es imposible. Creo de mi deber instruirla; éstas son injurias que reclaman venganza y si yo estuviera en lugar de Matilde le haría sufrir una tremenda. Simulando escuchar al mariscal, Alberico no perdía una palabra del diálogo; previó lo que debía esperar y aproximándose a la señora de Lisieux al levantarse de la mesa le dijo: -Se me va a denunciar a usted, señora; se la va a excitar a la venganza y usted podrá responder que ya está, cumplida -agregó con un aire triste y profundamente conmovedor. Después se alejó de Matilde dando gracias a la vizcondesa que lo había ayudado tan bien a decir lo que no hubiese osado, y se colocó de modo que pudiese observar la sonrisa graciosa que hizo nacer la denuncia en el bello rostro de Matilde. 61
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-¡Cómo, no estás indignada de esta injuria! -exclamó la señora de Meran. -No -respondió la duquesa -no veo en eso nada de injurioso. -¡Yo convengo tanto mejor en su belleza cuanto que ella me deja perfectamente tranquilo! Si alguien hubiese dicho otro tanto de mí, yo le castigaría volviendo la cabeza. Le haría sufrir todos los suplicios del desdén, de los celos y después le pediría noticias de su tranquilidad. -Agradezco al Cielo no poseer los medios de ser tan mala -replicó Matilde -pues me serviría de ellos acaso, y me arrepentiría enseguida; los éxitos de este género se pagan demasiado caros. -Y usted puede contentarse con los suyos –dijo el coronel. Y se aproximó al señor de Varéze que acababa de levantarse. Matilde advirtió que se disponían a partir; entonces, dando algunos pasos hacia Alberico, le dijo con voz conmovida: -¿ Olvida usted lo que me tiene que decir? -No; ¿pero qué necesidad hay de ello? Usted lo sabe, eso me basta. Siento hasta qué punto debo parecerle ridículo este día; espere hasta mañana para juzgarme, tal vez me excuse. 62
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Había en este adiós un acento de tristeza que fue bien comprendido por Matilde; hubiera querido responder con algunas palabras de consuelo; pero el temor de traicionar lo que sentía se lo impidió. Levantó, empero, los ojos hacia Alberico y su mirada tan dulce y tan melancólica le aseguró al menos de su indulgencia. Concluida la velada Matilde quiso darse cuenta de la agitación que conservaba pues no podía negar que, Alberico tenía una gran parte en ella y la sola idea de que un hombre de su carácter pudiese ejercer el más mínimo imperio sobre ella le inspiró un verdadero terror; pero concluyó por persuadirse de que cualquier otra persona expuesta al mismo peligro le causaría igual preocupación. No obstante, una vaga desconfianza de su razón la determinó a ponerse bajo la vigilancia de una amiga que la advertiría al menor signo de debilidad. La señora D'Ostange había prometido venir a habitar el hotel de Lisieux desde que un anciano pariente que paraba en su casa regresase a su provincia; con esta condición Matilde había consentido en dejar su retiro y se felicitaba de ver llegar el momento en que la señora D'Ostange reemplazarla a su madre cerca de ella. 63
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Esta independencia tan deseada por las mujeres, jóvenes exponía a Matilde a continuas inquietudes. A su edad, los menores rasgos tienen una gran influencia sobre la reputación, y el miedo de comprometerse emponzoña muchas veces sus placeres más inocentes. La sociedad que condena las mujeres a una eterna sumisión ha aceptado una libertad penosa y peligrosa y se ha visto frecuentemente a las que se sublevaban contra la autoridad bienhechora doblegarse ante la serenidad de los indiferentes y buscar un abrigo contra las sospechas malignas en la presencia de un respetable amigo. Matilde durmió apenas y su impaciencia por saber algo sobre el duelo de Alberico hízole enviar a preguntar muy temprano a casa del coronel Andermont; aun no había vuelto. Al oír esta respuesta los ojos de la duquesa se fijaron en el reloj y enrojeció viendo cómo había adelanto la hora en que cada mañana llamaba a su doncella y pretextó una indisposición para explicar este apresuramiento extraordinario. Encontrándola efectivamente pálida y alterada Rosalía le propuso mandar llamar ad médico.
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-Guárdate bien de hacerlo; no estoy enferma -replicó vivamente su ama olvidando que acababa de decir lo contrario. Después pidió un libro, despidió a Rosalía y se puso a pensar. La escena que se desarrollaba en el bosque de Bolonia se le apareció, o, por mejor decir, ella se la representó de veinte modos: unas veces era el señor de Marigny el que sucumbía y Alberico, cargado con el asesinato de un hombre que él había burlado, llegaba a ser el objeto de la indignación general: era necesario proscribirle de la sociedad, no volver a verle; otras, era él quien recibía el golpe mortal, y esta suposición helaba la sangre de Matilde En vano trataba de rechazarla representándose al coronel Andermont presto a arreglar el asunto, obteniendo de cada uno de los adversarios honorables concesiones: su imaginación herida la retrotraía siempre a lo que, más temía. Por fin, sonaron las diez y le entregaron una carta; la duquesa tembló al recibirla sus ojos turbados no reconocían la escritura. Era de su tía. Tenia tan pocas ocasiones de servirla eran éstas tan raras, que su sobrina las acogía con tanta alegría como interés y la señora D'Ostange, sabiendo que la idea de hacer una cosa que le fuese agradable siempre había 65
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tenido poder para distraer a Matilde preferentemente se había servido de este medio de consolarla. Pero lo que triunfa contra el hastío con frecuencia no tiene efecto contra la inquietud y la de Matilde era de naturaleza que resistiría a todas las distracciones, pues ningún sentimiento nos domina más que aquellos que tememos confesar.
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VII -Yo estaba segura de tu prontitud -dijo la baronesa viendo entrar a su sobrina; -te había hablado de un servicio que habías de prestarme. Pues bien, no lo reclamo para mí, pero me empeñaré siempre de buen corazón por la gente que cree que puedo obtenerlo todo de tu amistad. Matilde no respondió a esto sino besando a su tía y ésta continuó: -He aquí de lo que se trata: el marqués D'Erneville tenía un hermano que tú no has conocido, pobre como un cadete de Normandía y pródigo como un gran señor. Con este proceder se contraen muchas deudas y éstas fueron la única herencia del joven Rodolfo D'Erneville. Huérfano a los doce años, su tío proveyó a su educación y le hizo ingresar después en un regimiento donde su nombre le sirve 67
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de fortuna. Pero querría procurarle una más real y se ha imaginado el proyecto de hacerle contraer uno de esos enlaces a la moda en que el título de un noble arruinado se cambia por la dote de una rica burguesa. Se ha pensado en la hija de ese banquero que da tan bellos bailes. Tu cuñada pretende que el señor de Varéze, tiene un imperio absorbente sobre ese comerciante, que tan dichoso se muestra de llamar mi amigo a un ayuda de campo, del rey, y como el marqués hace alarde de odiar a Alberico y de despreciar soberanamente la clase en que se encuentra el señor Ribet, se ha dirigido a mí para que te induzca a servirles en esta negociación, no queriendo hablarte antes de saber si te convendrá halagar la vanidad de la familia Ribet con una visita de tu parte... Pero tú no me escuchas, niña; ¿en qué piensas? -Perdón, tía; usted me decía creo... Y la señora D'Ostange, sin reprender a Matilde por su distracción, le repitió lo que ella no había oído sino por intervalos agregando: -El marqués teme la observación que le harás, sin duda sobre lo que, tendrá que sufrir su orgullo con una alianza semejante; ha recordado el calor que pone ordinariamente en sostener contra ti principios contrarios a los que hoy reclama de tu parte, y 68
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ha preferido soportar mi piedad mejor que la tuya pues tales inconsecuencias no merecen otro sentimiento. Nada más natural que buscar la fortuna pero al menos es necesario honrar a aquellos de quienes se acepta. -Haré lo que usted crea conveniente -respondió Matilde dichosa de dejar a su tía el cuidado de reflexionar sobre un asunto de tan escaso interés para las dos. –Verdaderamente, me pones en cuidado, mi querida amiga; yo no quisiera atraerte el fastidio de una vana diligencia ante gente que, conoces tan poco, pues, si bien recuerdo, no la has visto sino el día que el mariscal de Lovano te condujo a su fiesta. -He ido después a hacerles una visita he recibido la de ellos y les he dirigido cortésmente la palabra cuantas veces les he encontrado. -Eso no me parece bastante íntimo para autorizarte de repente a pedir la mano de su hija y pienso que es necesario antes de resolverse a nada, consultar al señor de Varéze: la confidencia le corresponde de derecho, puesto que es el árbitro de este gran negocio; tengo deseos de invitarle a verme para hablar con él. 69
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-Sí, envíe recado a su casa -dijo vivamente Matilde. Y se levantó para llevar a su tía el recado, de escribir. -Lamento -dijo la baronesa poniendo la carta en el sobre, -no haberte hablado ayer de este proyecto, pero el duelo de Isidoro me ocupaba por entero y había olvidado lo que su padre me recomendara la víspera. Y bien ¿se sabe a quién exterminará, en su lugar, el señor de Marigny? -Va a saberlo enseguida -respondió Matilde entregando la carta al criado de la baronesa. -Qué, ¿sería Alberico? -Así se dice -murmuró en voz baja la duquesa. -No me extrañaría pues nunca le he visto más amable que ayer y reconocí en eso, en su coquetería su intención de ocultar los intereses más serios bajo la alegría más natural. Sabe bien qué provecho reporta ante las mujeres esa encantadora indolencia y cuánto se gana con hacer creer que su presencia distrae de un peligro inminente. ¡Oh, no es el primer asunto de este género que le atraen sus locuras! Espero que no salga de éste más desgraciadamente que de otros. Sin embargo, a fuerza de jugar la vida a ese horrible juego... Pero desechemos estas ideas 70
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tristes -continuó la baronesa notando la impresión que hacían sobre su sobrina; –tengo el prejuicio de que la predicción trae desgracia. Hablemos de cosas más alegres. Mi bravo comandante está completamente curado de su reumatismo, y parte, mañana para regresar a Dijón. Heme libre. -Y yo puedo, al fin, apoderarme de usted –dijo Matilde arrojándose en los brazos de su tía. -¡Ah, si usted supiera cómo he deseado este momento! Jamás he tenido más deseo de su amistad, de sus consejos, jamás he sentido más dolorosamente la muerte de mi madre. Venga a devolvérmela venga a guiarme en ese mundo que me asusta; no siento ya fuerzas para vivir sin su apoyo y preveo que él no tendría clemencia para mi debilidad. Diciendo estas palabras, Matilde dejó libre curso a las lágrimas. Quiso creerlas todas provocadas por el recuerdo de su madre, pero vanos fueron los esfuerzos que hiciera para conservar esta ilusión más allá del momento en que se vino p decir a la baronesa que «el señor conde de Varéze no puede tener el honor de responderle porque se halla enfermo»
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–¡Herido, quieres decir! ¿No has notado la inquietud de la servidumbre? ¿No has preguntado a alguien? -He sabido por su cochero -respondió Ambrosio, -que se le había traído esta mañana del bosque de Bolonia con un cirujano, que no le ha dejado después. El señor Andermont está también en casa del señor conde. Pero la puerta está cerrada y no se me ha permitido subir la escalera para entregar la carta de la señora. -Vuelve de nuevo -dijo vivamente la baronesa -pide en mi nombre noticias de su estado, di que tienes que, entregar cualquier cosa al señor Andermont y no vuelvas sin saber positivamente cómo sigue el señor de Varéze. El cirujano debe haberlo hecho conocer. En la inquietud que la agitaba Matilde no podía hacer nada mejor que esperar el regreso del doméstico, de la baronesa pero hay situaciones en que se siente necesidad de acción contra su interés mismo, de tal modo la impaciencia domina el razonamiento, y la duquesa quería regresar a su casa con la esperanza de encontrar una línea del coronel que su familia habría descuidado remitirle. Pensaba que Isidoro, siempre dispuesto a propalar las noticias 72
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que le concernían de algún modo, iría tal vez a su casa por la mañana que podría saber por él todos los detalles del suceso, y, además, quería preparar el departamento destinado a su abuela y ésta fue la única razón que diera para explicar su partida precipitada. Su expectativa no fue defraudada; Mauricio se arrojó del tílburi en el instante mismo en que el coche de la duquesa se detenía. Le ofreció la mano, mientras Matilde le preguntaba con ansiedad si la herida de su amigo era peligrosa. –¡Cómo! ¿Usted sabe algo? -Sí -interrumpió ella tratando de leer en el rostro de Mauricio lo que había que creer sobre el estado de Alberico; -pero no está en peligro puesto que usted está aquí -añadió apoyándose en el brazo de Mauricio, para subir los peldaños de la gradería. -Hemos temido, un instante que tuviese el brazo roto; pero guardará cama por un acceso de fiebre que no le retendrá mucho tiempo en casa sobre todo cuando, sepa el interés que usted se toma por su herida señora. -¿Cómo rehusárselo a semejantes acontecimientos? No oculto en verdad lo que hemos sufrido 73
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mi tía y yo. Pero me olvidaba del señor de Marigny: ¿él también está herido? -No ha corrido, ni siquiera el riesgo de estarlo. Alberico después de haberle hecho convenir en que nada era más ridículo que batirse por un par de falsas pantorrillas exigió que, él tirase primero. Como el golpe acertó en el brazo izquierdo de Alberico, tomó con el otro el brazo del señor de Marigny y levantando el arma tiró al aire diciendo: «Crea usted, señor, que si me burlo injustamente de muchas cosas, sé respetar la vida de un hombre honrado» «Yo había visto que la bala atravesaba el brazo de Alberico; estaba seguro, de que la herida era grave, aunque él hablaba muy ligeramente. Hice aproximar al cirujano, y enseguida transportamos a Alberico a su carruaje, pues el dolor y la pérdida de la sangre le impedían sostenerse. Pero hago mal en dar a usted todos estos detalles que, la hacen palidecer. Nosotros estamos tan familiarizados, señora con esta clase de accidentes, que olvidamos frecuentemente cuán penosos son de oír. En fin, todo ha pasado bien; el señor de Marigny ha quedado contento, y sin la obligación de quedar preso en su casa algunos días; Alberico, no se queja. Pero sobrelleva menos valientemente el hastío que los dis74
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paros de pistola: es por eso por lo que le ruega a usted que le preste algunos libros para amenizar su detención. Escogidos por usted, señora, está seguro de encontrarlos interesantes. Era fácil de adivinar que, encargándose de esta comisión, Mauricio llenaba un deber penoso. Alberico había sentido el deseo de confiarse a él antes de exponerse a la muerte. -Si no debo volver a verla -había dicho, –prométeme revelarle que ha perdido el hombre que la apreciaba mejor y que la hubiese amado más; ella me cree frívolo, inconsecuente, inaccesible a todo sentimiento profundo, y yo también me suponía todos estos defectos antes de conocerla; pero siento que el deseo de gustarle cambiaba ya mi naturaleza y que podría llegar a ser lo que su razón o su capricho me ordenase. Esta confesión había causado honda impresión a Mauricio. Hasta entonces, fáciles éxitos con mujeres poco serenas, intrigas para substraer al poder de un celoso banquero algunas, lindas bailarinas, un comercio galante en el cual sólo la coquetería tenía parte, habían ocupado solamente el espíritu de Alberico; su corazón no intervenía en eso y Mauricio suponía que jamás un sentimiento tierno o angustio75
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so vendría a mezclarse con combinaciones tan fútiles. Creyó reconocer el acento de la verdad en la manera con que Alberico hablaba de su amor, ¡y luego, le parecía tan natural que se adorase a Matilde! ¿No debía ella triunfar de todo? Si el conde de Varéze era digno de apreciarla nada le impedía pretender su mano. Su rango, su nacimiento, le daban derecho de procurar agradarla y esta última reflexión decidió a Mauricio a impulsarle hacia un amor que debía hacerla mejor y más dichoso. Sin embargo, era necesario saber cómo sería acogido este amor, para obrar con confianza: era la única razón que Mauricio oponía a los proyectos de Alberico; no se disimulaba que Matilde sería el árbitro de su generosidad como ya era el primer interés de su alma y la inquietud, la palidez, que él había visto en el semblante de la duquesa durante el relato acababan de fijar su resolución y su destino. Agobiado por estas tristes reflexiones, tomó con mano trémula los libros que Matilde escogía de sobre la mesa. Eran novelas publicadas por una mujer de mucho ingenio; la última obra del autor que más honra nuestro siglo y una colección de poesías en que la religión, la gloria y el amor eran cantados en versos llenos de armonía. 76
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-Alberico no tardará -dijo Mauricio, -en venir a agradecerle el placer que la lectura de estos libros le causará. -Yo quedaré encantada de poder transmitir su sufragio a los autores-respondió la duquesa. -Se sabe que el señor de Varéze no prodiga el elogio, pero espero que estas obras le agradarán. -¿Cómo quiere que él las juzgue recibiéndolas de usted? Y el coronel partió sin escuchar la invitación que le hacía Matilde para el día siguiente.
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VIII El departamento destinado a la señora D'Ostange estaba pronto para recibirla y muchos de sus amigos habían sido invitados por la duquesa de Lisieux a festejar la instalación de la baronesa en casa de su sobrina. Teresa era del número, y la alegría de haber salido ese día para venir a visitar a su abuela se agregaba a su gracia ingenua: era la única niña del hijo que había perdido la baronesa en la batalla de Moskowa y la señora D'Ostange la hacía educar en un convento conforme a la voluntad de su madre moribunda pues la pobre niña era huérfana. La baronesa habría temido, no vivir bastante para aspirar su felicidad, si la ternura de Matilde hacia Teresa no le hubiese quitado, todo recelo sobre su porvenir. Demasiado joven para entrar en sociedad, Teresa se resignaba a vivir en el convento sin lamentar 78
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los placeres ardientes que veía envidiados por sus compañeras. Pero no se podía acostumbrar a esos pequeños cumplidos, a esas adulaciones empleadas para conquistarse la simpatía de la superiora. Quería que se la amase por sí misma y no por sus esfuerzos por parecer amable; quería ser protegida no esclavizada. En fin, soñaba con la indulgente autoridad de una madre. Matilde pensó que ella podría llegar a darle la idea y pidió a su tía que le confiase en adelante a Teresa. –Habitará cerca de usted -dijo a la baronesa -para estar más pronta a ofrecerle sus cuidados. Guiada por usted, yo dirigiré su espíritu, sus talentos, y cuando usted esté muy contenta la llevaré al baile. Mientras Matilde hablaba así, Teresa leyendo en los ojos de la baronesa el enternecimiento que este pedido hacia nacer, saltó al cuello de su abuela para agradecérselo, mucho antes de que ella hubiera consentido. Después, yendo hacia cada una de las personas que se encontraban, allí les participó la gran noticia que colmaba todos sus anhelos, los únicos que sus catorce años habían osado tener.
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Así, Matilde se forjaba una cadena más y nuevos deberes que cumplir, sí el sentimiento que ella temblaba confesarse a Sí Misma la amenazaba dominar. El duelo, del señor de Varéze ya no era tema de las conversaciones. Ya no se trataba sino del desvanecimiento sufrido por miss Eveland en casa de la embajadora de Inglaterra; la causa no era dudosa puesto que había perdido el conocimiento al saber que el señor de Varéze se había batido. -Está loca -decía el joven D'Erneville. Hace mucho tiempo que yo lo había notado y no creo que él desdeñe su amor; ella es muy linda y uno de los más grandes partidos de Inglaterra. -No solamente no la desdeña -dijo el señor de Sétiral, -sino que hasta se afirma que quiero casarse con ella; cosa que ya hubiera hecho de no haberlo impedido el viejo lord Eveland. Su mujer ama demasiado a los franceses para hacer la menor oposición. -Ella tiene razón de preferir a él a cualquier otro -dijo la señora de Meran riendo, -pues si mañana el viejo lord muriese la madre y la hija podrían hacerse una ilusión sobre su pérdida; hasta tal punto el señor de Varéze se le diferencia. . 80
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-He ahí un buen titulo para entrar en la familia y yo le aliento a hacerlo valer -dijo la duquesa con ironía. -A mí me cuesta prestar crédito a ese casamiento -replicó la vizcondesa -pues no concuerda con lo que me ha dicho, la señora de Cérolle. -¿A propósito de qué? -dijo Matilde; -¿conoce usted ese plan formado en casa de ella? -Sí, pero no puedo revelártelo; lo desconcertarías inmediatamente y yo lo sentiría mucho. -¡Oh! yo soy más discreta de lo que usted supone y por otra parte, no tengo el hábito de confiar todo lo que sé al señor de Varéze -agregó Matilde esforzándose por reír. -Aún no; pero si es verdad, como él se alaba que la confianza de una mujer pertenece siempre al que consagra más cuidado a obtenerla no escaparás a la seducción, mi querida Matilde-agregó la vizcondesa en voz baja; y si él se mantiene, tal como lo he visto la otra noche respetuoso y casi tierno, temo que gane su partida contra la señora de Cérolle. -¿Cómo usted piensa que yo soy el objeto de una maquinación semejante? -replicó la duquesa alejándose con ella del círculo donde se la hubiera podido oír. 81
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-No te animes así, querida Matilde por una cosa que, no es en el fondo, acaso, sino una broma; tú sabes que Alberico dice frecuentemente locuras que se suelen interpretar seriamente. Yo no estuve en casa de la señora Cérolle cuando se habló de ti, de tu obstinación por permanecer viuda y de la inutilidad de hacerte cambiar de resolución. Parece que el señor de Varéze ha sonreído con piedad, escuchando los oráculos que cada cual se creía en el derecho de formular sobre tu destino, y que ha dejado entender claramente que si él quisiera tomarse la pena... A estas palabras, viendo la indignación que se pintaba en los ojos de Matilde se apresuró a decir: -Por lo demás, la señora de Cérolle se ha divertido tal vez, en hacerme un cuento para atormentarte un poco. Yo la acuso de una gran prevención en favor de Alberico y he creído desde luego que quería suscitarle una intriga para ser su confidente; pero confieso que viendo la otra noche al señor de Varéze confirmar con su actitud aquí todo lo que me había dicho la señora de Cérolle he sentido la necesidad de ponerte en guardia contra él.
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-Es un cuidado inútil -replicó la duquesa con una voz sofocada; -cuando se junta tanta presunción a tanta impertinencia no se es peligroso para nadie. En aquel momento algunas visitas obligaron a Matilde a dejar a su tía; no tuvo tiempo de saber por ella lo que Alberico habla contestado cuando le habló de ese plan que solamente un fatuo podía concebir. Pero poco le importaban las razones de que se hubiese servido para hacerlo excusable a los ojos de gente siempre pronta a reír de los lazos tendidos al amor propio de las mujeres. La idea de que ella hubiese podido dejarse engañar un instante por la apariencia de un sentimiento que no era más que un juego, sublevaba demasiado su orgullo para no temer su debilidad. El coronel Andermont había sido invitado a cenar con una tarjeta de la duquesa y habiéndose disculpado de no poder aceptar la invitación, acababa, sin embargo, de llegar; todos le pidieron noticias de su amigo, salvo Matilde que se puso a hablarle del marical de Lovano, para distraer la atención que, se prestaba a lo que decía Mauricio sobre la salud del señor de Varéze. -Está casi curado -respondía; -pero todavía débil y pálido hasta dar miedo. Cuando supo, señora 83
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que hubiera podido tener el honor de cenar aquí con los amigos de su señora tía hemos sufrido todas las penas del mundo para retenerle en casa pero el doctor Dup... ha prohibido a su ayuda de cámara vestirlo y a su cochero conducirlo, bajo la pena de verle regresar moribundo: ha cedido a la imposibilidad. -¿Cómo no veremos al mariscal? -interrumpió una vez más la duquesa. -Me ha encargado que le diga cuánto lo siente, señora; pero volviendo del castillo ha sido atacado por un dolor al pie, que le amenaza con un acceso y espera evitarlo tomando, algunos días de reposo. -Es el frío el que causa esas dolencias y él no se cuida bastante -dijo la señora de Lisieux. -Hemos formado el proyecto de llevarle con nosotras al campo la primavera próxima una vez que su servicio haya terminado. Usted le acompañará y esperamos que este deber no la parecerá muy penoso. Había en el tono de Matilde en el sonido de su voz, algo que traicionaba su irritación, y Mauricio estuvo buscando un instante el motivo oculto de una irritación tan imprevista y no pudiendo adivinarlo, lo atribuyó a simple cortesía y respondió que le sería muy grato ponerse a las órdenes de la du84
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quesa. Pero pensó que pronto otros proyectos disiparían aquél y le obligarían a separarse de un lugar en el que hubiera querido pasar la vida. La señora de Meran no dudaba de la turbación en que había puesto el alma de su prima; habituada a no disimular ninguna impresión, no penetraba nunca más allá de lo que se le dejaba ver; por otra parte, había oído hablar de Alberico tan frecuentemente a Matilde como de un hombre cuyos defectos, eran intolerables, que no hubiera supuesto jamás la menor atracción de él a ella. Así, no se hacia ningún reproche por haber simplemente picado el amor propio de su prima lo suficiente para inducirla a una pequeña venganza que le parecería muy divertido presenciar. La señora de Meran no decía nunca sino la verdad: era una virtud bárbara pero que daba un gran crédito a sus menores palabras. Matilde no podía encontrar otro medio de justificar a Alberico que la mala fe de la señora de Cérolle. Pero demasiadas circunstancias hablaban contra el señor de Varéze, y su carácter ligero, su hábito de sacrificarlo todo a una burla picante, eran sus primeros acusados. Entretanto el salón de la duquesa se llenaba de gente. La marquesa D'Erneville atraída por el interés 85
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de saber si se encargaría Matilde de su demanda ante la familia Ribet, hablaba con la baronesa mientras Matilde recibía a las señoras de Cérolle de una manera más cortés que afectuosa. Oyéndolas anunciar, pidió a su prima que le ocultasen que ella estaba ya instruida de las palabras del señor de Varéze; algunos momentos después la vizcondesa vino a preguntarle lo que pensaba hacer a propósito de la opinión que se había dado de ella. -Nada casi -respondió. -Yo le recibía una o dos veces por mes; no le recibiré más. En el mismo instante se abrió la puerta y el nombre del conde de Varéze fue a repercutir hasta el corazón de Matilde. Estaba muy pálido, pero sonriente; sus ojos brillantes de esperanza animaban sus rasgos que la alteración del sufrimiento hacía aún más nobles y más graciosos. Parecía tan dichoso de haber encontrado fuerzas para llegar hasta ella que Matilde experimentó, por así decirlo, el contragolpe de la viva emoción de Alberico, tal es el poder ordinario de los sentimientos verdaderos. Agitan cuando los otros persuaden apenas. El reconocimiento y la inquietud triunfaron un instante del resentimiento de la señora de Lisieux; 86
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ella obligó al señor de Varéze a sentarse antes de responder a las personas que se precipitaban a rodearle. La baronesa al notario dejó su asiento para venir a sentarse a su lado. Era el objeto de la curiosidad y de la simpatía de todo el mundo; pero en medio de tantos cuidados él no veía sino a Matilde. Atento a sus menores movimientos, respondía al azar a las muestras de interés que cada uno le daba y no escuchaba tan poco los reproches que su amigo le dirigía por su imprudencia. Impaciente, de hablarle en vano, Mauricio se dirigió a la señora de Lisieux: -Si usted tiene alguna piedad por él, señora hágale regresar, por favor, lo más pronto posible; sino... -Desatina no lo escuche usted, señora, se lo ruego. Me encuentro perfectamente y no tendría ningún recuerdo de este leve sufrimiento, si pudiese olvidar lo que le debo. Diciendo estas palabras, Alberico se creía oído sólo de Matilde pero la señora de Cérolle las recogió, diciendo: -Parece, que siempre tiene ventajas una desgracia de ese género; al menos está probado en las novelas: desde que el héroe tiene el brazo en 87
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cabestrillo, se hace irresistible. Dígalo francamente, ¿es así en el mundo? -¡Ah! si yo hubiese pensado en eso -agregó Alberico bromeando, -me hubiese cuidado bien de ocultar la mía. -Usted no tiene necesidad de recurrir a esos pequeños medios; cuando se tiene tantas probabilidades de éxito... La señora de Cérolle acompañó estas palabras con una mirada maligna; después, volviéndose del lado de su hermana se puso a reír a la par de ella con un aire de inteligencia que recordó a Matilde toda su indignación. Vio en la audacia de la señora de Cérolle para bromear con Alberico la prueba de su complicidad y, de la provocación de que ella era objeto. -Es verdad, entonces -pensaba mirando a Alberico, -que la falsedad puede aliarse a tan buenas cualidades y esa distinción que parece deber ser la garantía de los nobles sentimientos, no sirve para otra cosa que para ocultar los defectos más vulgares. El deseo de satisfacer la miserable vanidad de hacerse aplaudir por una coqueta de divertir su malicia puede obligarle a destruir una preocupación semejante y dar a sus menores palabras el acento del más 88
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sincero amor. ¡Y la ternura de un alma pura sería el precio de semejante superchería! No, el instinto de mi corazón adivinaba esta deslealtad; me he equivocado acerca del terror que sentía; lo conozco en el desprecio que le sucede. Mientras estas reflexiones abstraían el espíritu de Matilde no se daba cuenta de que Alberico observaba una tras otra las diferentes impresiones que hacía nacer en su rostro. La indignación, el arrepentimiento, el desprecio, iban siendo reconocidos por él en la expresión de sus ojos que miraban sin ver; pero buscaba en vano la causa de una agitación tan penosa. Un sentimiento secreto le advirtió que no podía perder con hacerlos cesar. Se levanta y queda de pie en el ángulo de la chimenea, al lado del sitio que la duquesa está sentada. Este movimiento ha despertado a Matilde quien dice algunas palabras para hacer creer que no ha cesado de oír la conversación; pero Alberico no puede ser engañado, y el deseo de saber la causa de su tristeza le hace olvidar que no tiene derecho para hacerle preguntas. Osé hablarle de su preocupación. Una mirada desdeñosa es cuanto obtuvo su pregunta indiscreta. Insistió tímidamente, y Matilde sintiendo que correspondía a 89
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su dignidad demostrar algún despecho, se esforzó por responder con un aire indiferente: -Puesto que Usted quiera conocer las ideas que pasan por la cabeza de una mujer que el cuidado de recibir una multitud de visitas no cautiva en modo alguno, le diré que me reprochaba no saber divertirme tan bien como usted de las intrigas de este mundo en el que estoy condenada a vivir. -Esa manera de pensar no me obliga al reconocimiento; así lo reconocerá usted, ¿verdad, señora? -respondió Alberico con un aire picado. Sin parecer oír la pregunta, Matilde continuó: -Me acuso francamente de no reír tanto de los cálculos del amor propio, de los propósitos de la fatuidad, de los proyectos de la malicia y de todas esas pequeñas perfidias cuyo éxito o fracaso divierte a la buena compañía. Es una mina insondable para la alegría de un espíritu satírico y yo le envidio hoy el talento de que he empleado tantas veces la Sátira. -No comprendo nada señora -dijo, Alberico con una voz que delataba su sorpresa y su pena. -Y bien- explicó la duquesa -no vaya a tomar esto en seno. Pero olvidaba que ésta es otra manera aún de divertirse con la credulidad de las gentes 90
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simples. ¡Ah! yo concluiré por conocer todos los recursos del arte, observando los grandes modelos. Una mirada desdeñosa aumentó la amargura de estas palabras. El señor de Varéze quedó confundido; vio a Matilde levantarse para pasar al salón donde Teresa danzaba al son del piano, con algunos jóvenes amigos. No tuvo fuerza para seguirla: la esperanza de una dulce acogida le había hecho desafiar el sufrimiento; las pruebas de desprecio que creía reconocer a través de esa mofa abatieron su coraje, y sintiéndose a punto de sucumbir a los diversos dolores que sentía hizo un signo a Mauricio, que le ayudó en seguida a salir del salón, y subió con él a su coche. Durante este tiempo la marquesa D'Erneville suplicaba a su cuñada que hablase al señor de Varéze del proyecto de matrimonio que meditaba para su sobrino, pero Matilde que deseaba huir todas las ocasiones de dirigirse a Alberico, hizo comprender a la marquesa que más valdría que ella se entendiese directamente con él, y agregó: -Le dirá lo que usted espera de su buena voluntad y sin duda él se empeñará por prometerlo todo cuanto desee. 91
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La señora de Lisieux entró en el salón donde había dejado a Alberico, y si él hubiese podido ver la expresión de sus ojos cuando, después de haberle buscado inútilmente, supo que había partido sosteniéndose apenas. Alberico hubiera sido menos desdichado.
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IX El orgullo, ese enemigo de toda conciliación, ese tirano que condena al suplicio de parecer odiar al culpable que se ama y castiga la ofensa cuando el corazón ya ha perdonado se revolvía en el alma de Alberico y apagando enseguida todos los sentimientos tiernos que le combatía reclamaba venganza de las humillaciones sufridas. -Es demasiado entregar mi amor al desprecio -decía el señor de Varéze al coronel Andermont: -se puede resignar uno a la indiferencia por la esperanza de vencerla un día; se puede sucumbir sin vergüenza al ver preferir a otro; pero sufrir cobardemente los desdenes, la ironía más deprimente, sería merecerlo, y no se puede aceptar un papel semejante sin envilecerse. Yo, no puedo engañarme, la señora de Lisieux no me ha demostrado 93
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alguna benevolencia sino para asegurarse mejor mi amor e inmolarle con más estruendo a la vista de sus admiradores; pero le daré mucho tiempo el placer de encarnizarse con su víctima. Un corazón independiente, una alegría maligna me han atraído un momento la atención de la duquesa: pues bien conservemos estas débiles ventajas, para ser todavía dignos de su estimación. El espíritu generoso de Mauricio intentó en vano calmar el resentimiento de Alberico, tratando de probarle que los desdenes afectados de la señora de Lisieux eran más bien un signo de flaqueza que de desprecio. –No –replicó el señor de Varéze, -yo soy el juguete de su piedad caballeresca ella cree de su deber vengar sobre mí el ultraje hecho a sus amigos ridículos y en castigo de algunas pesa-das bromas su noble bondad medita caritativamente la desgracia dé toda mi vida. Pero ella está ansiosa por mostrar su triunfo, y si en la esperanza de una sola mirada de una frase afectuosa he llegado a su casa casi moribundo, tendré al menos el coraje de huirla para siempre. Terminando estas palabras, Alberico, cuya herida se había abierto, se encontró mal; fue necesario 94
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transportarle a su departamento; viéndole volver en aquel estado, su servidumbre le creyó en peligro y propalaron el rumor de que estaba por morir a causa de una imprudencia. Sin embargo, el cirujano, que había previsto este accidente sin poder impedirlo, tranquilizó a Mauricio sobre el peligro de su amigo y le respondió de su completa y próxima curación, si el coronel se comprometía a no abandonarle hasta que la herida estuviese cicatrizada. -De otro modo –agregó -cualquier nueva locura pondrá en peligro su vida. Mauricio se encargó sin vacilar de cuidar y de velar al lado de su amigo todo el tiempo que fuese necesario; escribió al mariscal para pedirle el permiso de llenar ese deber, y seguro de obtenerlo se estableció junto al lecho de Alberico. El reposo, los cuidados de Mauricio y sobre todo su presencia, calmaron la agitación que redoblaba la fiebre, y el señor de Varéze se abandonó a la esperanza de verse inmediatamente libertado de lo que él llamaba la tiranía de su Pílades. Al volver en sí, el primer pensamiento de Alberico fue ordenar a la servidumbre que, respondiese a las personas que preguntasen por él que, se hallaba muy bien. Mauricio, comprendió 95
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fácilmente que esa mentira tenía por fin escapar a la piedad de la señora de Lisieux. En efecto, habiendo oído decir a la mañana siguiente de la visita de Alberico que su herida estaba reabierta había enviado enseguida a los más inteligentes de sus criados, recomendándoles que hablasen si era posible con el ayuda de cámara del señor de Varéze para saber mejor el estado de su amo. Esperaba su retorno en una inquietud imposible de describir, cuando se le vino a decir que el señor conde de Varéze estaba perfectamente curado de su herida. No sabiendo cómo relacionar esta respuesta con lo que el doctor Dup, que cuidaba a Alberico, había dicho la mañana misma en casa de la baronesa D'Ostange, Matilde se decidió a no salir en todo el día en la esperanza de que el coronel Andermont vendría por la noche y que sabría por él la verdad sobre el estado de su amigo. Pero lo esperó en vano; pasó dos días buscando las razones que podían retenerle y la verdadera se presentó varias veces al espíritu de Matilde: ¡es tan natural suponer lo que se teme! Pero no podía concebir el motivo que tenían el señor de Varéze y sus amigos para ocultarle que se encontraba mal después de haber tenido la im96
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prudencia de salir. Se ofendía de un manejo que parecía anunciar el interés particular que se le suponía por él, y en tanto que Alberico la acusaba de insensibilidad, ella se reprochaba el haber disimulado muy mal su flaqueza. En la incertidumbre que la atormentaba propuso a su tía ir a ver al mariscal de Lovano; le probó que era un verdadero deber hacer compañía a un amigo gotoso, ¡y después él apreciaría en todo su valor esa prueba de amistad! La baronesa aprobó este proyecto caritativo sin adivinar el motivo que lo originaba; ¿pero cómo ponerlo de acuerdo con el concierto de la señora de Meran? Nada más fácil. Matilde pretendía que los primeros números de un concierto eran casi siempre sacrificados al ruido que hace la gente que llega; no se pierde nada con no oírlo, y decidió que la velada se distribuiría entre un amigo enfermo y una reunión brillante. ¡ Con qué alegría el mariscal acogió a la baronesa y a su sobrina; cuántas veces bendijo el sufrimiento que le valía tan dulce prueba de amistad! Matilde sentía que se ruborizaba a pesar suyo, recibiendo los testimonios de un reconocimiento tan poco merecido en su conciencia. Ella jamás hubiera tenido el coraje de hablar de Mauricio, a tal punto temía de97
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silusionar al mariscal: la bondad de su corazón le hacía adivinar todo lo que hay de cruel en que la atención de que uno se siente objeto no sea debida sino al interés que otro inspira. Felizmente para ella la señora D'Ostange, que no tenía ninguna razón para participar de sus escrúpulos dijo al mariscal: -Era muy necesario saber cómo se encontraba -usted, pues el señor Andermont ya no vienen a darnos noticias suyas. -Excúsenle -respondió el mariscal yo mismo apenas le he visto desde hace tres días. Después de haber pasado la noche al lado de su amigo, viene a preguntarme cómo sigo y regresa enseguida a casa del señor de Varéze. –¡El señor de Varéze!.. -repitió Matilde con un esfuerzo visible. -¿Sufre aún de su herida?.. -Verdaderamente le ha faltado poco para morir la otra noche regresando a su casa. Dup... le había recomendado mucho que no saliese antes de que la herida estuviese curada: no ha hecho ningún caso de su recomendación y se le ha vuelto en un estado deplorable. Este buen coronel, creyéndole en peligro, no le ha dejado; pero, como está bien ahora pienso que Mauricio volverá mañana y que se apresurará a 98
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justificarse con ustedes invocando su amistad con el señor de Varéze. -Usted me sorprende -dijo la baronesa. –Inquietas por la expresión de dolor que tenía el semblante de mi sobrina hemos preguntado en su casa y se nos ha respondido que no estaba enfermo. ¿Para qué esta mentira? -Tal vez se ha creído deber ocultar su estado para no arruinar la causa. Pero crean que lo que yo les digo es positivo. ¡Ay! Matilde no lo dudaba; el abatimiento que, demostraba lo decía demasiado. Sin duda el mariscal lo notó porque, dijo: -Ha sido tal vez para preservar la sensibilidad de nuestras bellas mujeres para lo que se ha guardado este misterio, y yo me hubiera cuidado de descubrirlo, si quedase la menor duda sobre la vida de una persona tan generalmente querida. No obstante, pido perdón a todas nuestras grandes damas, aunque no me sorprendería que el secreto hubiese sido acordado al simple pedido del director de la Opera. Se pretende que la señorita N... que no tiene menos derechos que otra para desesperarse por la muerte del señor de Varéze, se hubiese resistido induda99
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blemente a bailar, si hubiese sabido que estaba en peligro. La baronesa se encargó de responder y sostuvo sola la conversación mientras duró la visita. Matilde absorta en sus reflexiones, se contentaba con simular que aprobaba lo que cada uno decía sin conseguir escucharlos. Finalmente dejó al mariscal para trasladarse a casa de la señora de Meran. El concierto había comenzado; temiendo interrumpirlo Matilde se sentó en el salón que precedía al del canto. Esperaba poder quedarse en él toda la velada y substraerse así a las miradas curiosas. Pero la señora de Meran, sabiendo que ella había llegado, se encargó de venir a. darle la mano para ayudarla a franquear la multitud de diletantes que llenaba la sala y conducirla al sitio que le había reservado entre dos viejas duquesas. Ella la hubiera dispensado bien de este honor que le exponía a escuchar de paso lo que se decía de ella de su traje y de su palidez, de la que cada cual pretendía explicar la causa. La música recomenzó, sin que se notase de otro modo que por el cuidado que tenían los habladores de cuchichear en vez de levantar la voz y en el análisis profundo que las mujeres hacían de su actitud, aplaudiendo fríamente 100
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los gorjeos de la cantatriz; sin embargo, algunas personas realmente, impresionadas por los acentos de la voz de la señora M... por su talento a la vez tan gracioso y tan dramático, daban signo de un entusiasmo que se hizo, enseguida general. Solamente Matilde permaneció silenciosa en medio de los gritos de admiración que se hicieron oír al fin del aire que acababa de deslumbrar a todos los conocedores. Tanta indiferencia por parte de una persona conocida por la más digna de apreciar un hermoso talento, fue notada por todo el mundo, se le vino a decir que la señora M... se había excedido en la esperanza de conseguir su aprobación y que se afligía de no haberla obtenido; este reproche sacó a Matilde de su ensimismamiento. Trató de justificarse diciendo que estaba un poco enferma y dirigiendo a la señora M... los mayores elogios. Pero, si tal calor probó su cortesía y ese temor de desagradar que da a las menores acciones una gracia afectuosa no destruyó las ideas que había hecho nacer su preocupación en el espíritu de la señora de Voldec, y de muchas otras mujeres interesadas en descubrirle un secreto. Las que nunca habían visto al señor de Varéze aplicado a agradarla se imaginaban que el príncipe Alberto de S... era el objeto de esos 101
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pensamientos; en efecto, éste joven príncipe dotado de todas las cualidades que ordinariamente, se prodigan a los héroes de las novelas estaba además embellecido por una pena amorosa que agregaba un gran encanto a sus condiciones naturales. El respeto que inspiran los nobles dolores impedía desde luego, que se procurase distraerle; pero pronto, animados por su sonrisa a la vez triste y graciosa, se entregaban al deseo de vencer su melancolía. Esta simpatía en la desgracia que triunfa tan fácilmente, atraía preferentemente al príncipe hacia Matilde; le confiaba con abandono los sentimientos que despertaban en él un cuadro, un aire impresionante o alguna escena dramática y seguro de obtener de ella una respuesta afectuosa y espiritual, le dirigía constantemente la palabra; ¿faltaba algo más para establecer que él le ofrecía los cuidados más asiduos y que ella los acogía con reconocimiento? A partir de este momento, las mujeres que habían fracasado en la empresa de ese ilustre consuelo no perdonaron a Matilde que osara pretender; la acusaron de afectar un aire triste para seducirle mejor y traduciendo en confesión sus menores movimientos, sus palabras más insignificantes, concluyeron por legitimar a sus propios ojos todo 102
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cuanto su resentimiento celoso iba a tramar contra ella.
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X La condesa de Voldec ya no era joven pero su rango, su fortuna su espíritu y más aún su pasión de gustar, le atraían suficientes homenajes para que se hiciese ilusiones sobre los estragos del tiempo. Aunque delgada y coja un lindo rostro, un talle elegante, ojos encantadores, servían de pretexto a esas zalamerías. Tenía por principio que era necesario inquietar para atraer, convencer para seducir. Comenzaba por establecer que a su edad toda pretensión era ridícula y que no se podía hacer valer sus méritos sino volviéndolos en provecho de la amistad. Apoyada en este modesto sostén, se lanzaba atrevidamente en la arena de la coquetería y se mantenía en ataque con tanta astucia como destreza. 104
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Cada celebridad tenía derecho a su preferencia pero una vez su curiosidad o su vanidad satisfecha esta preferencia degeneraba en protección; la gente distinguida se ofendía su despecho ocasionaba el odio, y el resultado de estas relaciones pasajeras era una reciprocidad de epigrama que divertían igualmente a los amigos y a los enemigos de la señora de Voldec. Ejercer una influencia cualquiera era un deseo imperioso para ella; si se publicaba una obra sobre política sobre moral, una colección de versos, o un nuevo romance, la confidencia que se le hacía era mirada como una medida de seguridad contra su malevolencia y los chistes de su corrillo. Si una joven era presentada en la Corte, era necesario que pidiese inmediatamente ser admitida en su casa bajo pena de incurrir en desgracia y todos los graves inconvenientes que le estaban unidos. En fin, sea el imperio de su malicia o, el encanto de sus lisonjas, se le rendía una especie de culto supersticioso, que teniendo menos del amor que del miedo no era por eso sino más fiel. Sin embargo, algunos sabios, independizados de la idea que somete los intereses más queridos a vanidades despóticas, habían desafiado la autoridad de 105
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la señora de Voldec quedando únicos guías de sus mujeres y de sus hijos. El duque de Lisieux había sido de este número, persuadido de que una mujer bien educada y dirigida por un marido que conocía el mundo no tiene necesidad de otro patrocinio; él se había reservado el derecho de proteger la suya y la experiencia había justificado ese exceso de audacia; pero si su rango y su edad le habían hecho perdonar, su muerte libraba a su joven viuda al rigor de un uso que los cortesanos de la señora de Voldec erigían en severa ley. Muchos de estos oficiosos, siempre prontos a prestar servicios inútiles, hablaron a la señora D'Ostange, de la necesidad de adquirir para su sobrina la benevolencia de la señora de Voldec, por medio de algunas insinuaciones que, probaran el deseo de ligarse con ella. La baronesa, espantada de todo lo que amenazaba a Matilde si pareciese desdeñar o temer la amistad de la señora de Voldec, lo impulsó a una resolución de la que podía depender su tranquilidad. Pero Matilde respondió a todas sus instancias: -Mi marido no quería a la señora de Voldec, y como la razón reglaba todos sus sentimientos, yo los he adoptado. Es así como él me guía todavía. 106
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La señora de Voldec supo inmediatamente la resistencia que Matilde oponía a la voluntad de sus amigos, y desde luego su amor propio irritado se prometió todos los placeres de una sonora venganza. Después de haber ensayado su poder sobre el señor de Varéze y haberse convencido de que no ejercería ninguno sino sobre su espíritu, se había resignado al papel de confidente para hacer creer que jugaba uno mejor. Los cuidados que ella ponía en entretener a Alberico con sentimientos que él no osaba confesar, con esperanzas que no se atrevía a concebir hacían sus conversaciones tan animadas y tan largas que pasaba por la mujer que mejor sabía cautivar su espíritu. Ella no le vio dos veces en el mismo salón que la señora de Lisieux, sin adivinar el sentimiento que alentaba. Este descubrimiento aseguró su venganza; pero era necesario que Alberico fuese amado, era necesario que el amor le diese esa potencia del mal contra la que no hay socorro. La conducta de Matilde las quejas de Alberico no le hubiesen aclarado suficientemente este punto. Su genio maligno le inspiró la idea de fijar su observación en el coronel Andermont, y el desaliento pintado en sus ojos, el esfuerzo que hacía para sonreír a su amigo cuando le veía cerca de Matilde enseñaron 107
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a la señora de Voldec, que Alberico era el preferido. No, se es desdichado sino por la felicidad de otro, pensaba ella y nuevas observaciones hechas sobre la turbación de la señora de Lisieux en presencia del señor de Varéze, sobre el decaimiento profundo en que las colocaba su ausencia, hicieron pronto a la señora de Voldec dueña del secreto de Matilde. Una ruindad ordinaria se hubiera contentado con traicionarlo; pero la suya más ingeniosa lo guardó cuidadosamente, pues temía que un indiscreto fuese a congratular a Alberico y a darle con la certidumbre de ser amado el valor de vencerlo todo para llegar hasta Matilde. Mientras Alberico, había estado retenido en su casa por las consecuencias de su herida la señora de Voldec le había hecho frecuentes visitas felicitándose muy alto de no ser demasiado joven para rehusarse el placer de cuidar a un amigo. -¡Cómo doy gracias al Cielo de no ser ya bonita! -decía arreglando sus bucles delante de un espejo, -no se hubiera dejado de calumniar mis cuidados o bien ustedes los hubieran rechazado por delicadeza. En verdad, las mujeres no saben todo el provecho que hay en no ser ya jóvenes. 108
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-Sin envejecer -agregó el señor de Varéze, y esta lisonja le valió la más graciosa sonrisa. Era la mañana siguiente del concierto en que la señora de Voldec había encontrado a Matilde. Contaba con todos los detalles cuanto la había impresionado en esta velada afectando no hablar de la única persona que la había ocupado. Alberico dio en vano cien vueltas para obligarla a pronunciar el nombre que hacía siempre latir su corazón. Cuando ella vio colmada su impaciencia le dijo riendo: -¿Por qué darse tanta pena para no engañar ni a usted ni a mí? Usted me hace desde que hablamos un sinnúmero de preguntas que yo no contesto. ¿No sería mejor declarar francamente, que, para cautivar su atención, es necesario que le hable de la señora de Lisieux? -¡Qué locura! -respondió Alberico con embarazo. -Y bien usted debía haber adivinado por mi silencio -continuó ella -que no tenía nada bueno que decirle. -Tanto mejor, necesito tener mil razones para detestarla.
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-Una sola le sería de gran utilidad, pero usted no está aún en estado, de aprovechar ninguna opinión sobre ella. -Sí, yo lo afirmo; usted exagera la enfermedad, ella no le ha dejado tiempo de hacer demasiado progreso; no ha faltado nada más que una palabra para curarla. -Hubiera faltado menos para acabar de hacerle dar vuelta a la cabeza -replicó la señora de Voldec; -pero muy felizmente, para usted ella piensa en otra cosa. –¿En qué? –¿Qué le importa puesto que no toma en ello ningún interés? -Siempre se siente curiosidad por saber a quién es inmolado uno. -Ciertamente que una víctima como usted hace honor y que desdeñar su homenaje era un medio seguro para obtener otros más difíciles. Eso me explica el capricho de que usted estuvo un momento encantado; no se llega a nada brillante sin parecer hacer un sacrificio y usted se ha encontrado en situación de aumentar el premio destinado al vencedor. 110
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-Si comprendo bien, todo eso quiere decir que la señora de Lisieux se ha burlado de mí. Y bien la perdono. Era imposible que hiciese otra cosa viendo en qué altura había colocado yo mi adoración. Hay un grado de engaño en que el admirador es demasiado ridículo: recién lo noto; la señora de Lisieux lo había visto demasiado pronto; he ahí todo. -¡Oh! esa ridiculez jamás ha impedido el amor de ninguna mujer; usted toma por desdén lo que no es en el fondo más que una ambición muy a la moda; cada cual no piensa hoy sino en subir de jerarquía desde la hija del comerciante que se quiere unir a un noble hasta la duquesa que quiere casarse con un príncipe. -¡Ah! ¿Es un príncipe el que se me da por rival? Verdaderamente es muy honroso -replicó Alberico, afectando un aire de indiferencia; pero es necesario que tenga algún otro título para ser amado; es asaz un matrimonio de vanidad en la vida de una linda mujer; el segundo parecería una manía. -Este podría pasar por un casamiento de inclinación. -¿El príncipe es entonces muy amable? -Se le encuentra interesante y creo que nunca halla excitada su aleare ironía. 111
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-Tanto peor para Su Alteza; no se es bueno sino para los que no teme. Pero adivino lo que usted quiere decir y me cuesta creer que la señora de Lisieux... ¿Está usted bien segura? Usted no quiere a la duquesa y temo que sus prevenciones... -¿Yo prevenciones contra ella? -replicó la señora de Voldec afectando un tono de dignidad ofendida. -Yo la encuentro encantadora y precisamente su resentimiento me ha impedido decirle hasta qué punto me ha parecido bella; nunca la he visto tan animada por el deseo de gustar; en otro tiempo tenia un ligero aire mojigato y parsimonioso muy desgraciado, pero muy conveniente a la joven esposa de un hombre anciano; su viudez ha hecho justicia y ahora no veo en ella sino una mujer destinada a las más brillantes conquistas. Se dice que su corazón es un poco frío; tanto mejor; tendrá el espíritu más libre y será, tanto más amada cuanto ella ame menos. En fin, yo le predigo numerosos éxitos si continúa como acaba de portarse con usted y yo la querría solamente por esta travesura; yo soy siempre del partido de las mujeres que nos vengan -agregó la señora de Voldec tomando un aire fino que parecía decir: note bien que éste es un reproche. 112
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Sea que Alberico no quisiera advertirlo, sea que estuviese muy ocupado en Matilde para pensar en la señora de Voldec, se contentó con pedirle cortésmente que eligiera otra venganza si creía necesitarla. -Si mucha gente se me pareciese, -dijo, -los rigores de la señora de Lisieux no alcanzarían el honor de una gran desesperación. –¡Qué presunción! ¿No acaba usted de arriesgar su vida por ella? -Es verdad, yo tenía fiebre. En mi delirio he soñado que estaba enamorado; era necesario conducirse en consecuencia. Pero el acceso ha pasado y me siento al abrigo de toda recaída. En este momento Mauricio entró. Después de haber saludado a la señora de Voldec, con el aire del más frío respeto, dio cuenta a su amigo de varios asuntos que le había confiado -ante el ministro de la guerra y concluyó por decir: -Quería también ir a ver a la señora de Lisieux para darle una noticia que interesa a su cuñado, pero he reconocido el coche del príncipe S... en el patio y no he entrado porque me hubiera sido necesario esperar el fin de la visita para hablar del motivo de la mía y eso tal vez me hubiese demorado mucho. 113
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Escuchando estas palabras, la señora de Voldec miraba a Alberico, que se esforzaba por sonreír, mientras la cólera brillaba en sus ojos. Encantada de que la casualidad confirmase así las sospechas que acababa de despertar, se retiró haciendo prometer al señor de Varéze que le dedicaría su primera salida y garantiéndole que este paso no tendría el mismo resultado que su última imprudencia.
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XI Apenas los dos amigos se hallaron solos Alberico quiso saber si la respuesta del ministro era favorable a su proyecto. -Le he encontrado muy dispuesto a servirte -dijo Mauricio, -pero él te critica lo mismo que yo, por solicitar un mando en las provincias, estando tan bien colocado en la Corte. -París me horroriza -replicaba el conde vivamente -y aceptaría todo lo que me permitiera huir de ella aunque fuese una subprefectura. Te ríes, pero, sin embargo, es exacto. -Me río de la turbación que causará enseguida tu presencia en la ciudad donde coloques la sede de tu imperio: ¡cuántas infidelidades, susceptibilidades, vanidades; qué de agitaciones diversas, qué chácharas sobre todo! 115
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-En verdad, desde ese punto de vista nuestra gran ciudad empieza a parecerse a las pequeñas y se encuentran menos oportunidades de contraer esas largas relaciones que ya sólo se ven en provincias. -No puedo creer, amigo mío, en tu antipatía por un lugar donde tienes tanto éxito. –¿Sabes que eso me parece un epigrama en este momento? –¿Tomas un movimiento de despecho, un capricho razonable quizá, por un fracaso? -Sin dar ese nombre a lo que no comprendo, solamente sé -dijo Alberico -que ya me he curado para siempre del ridículo de tratar seriamente semejantes afecciones. Es necesario seguir la marcha de su siglo bajo Luis XIV, el amor era el móvil de todo no entra ya para nada en ninguna de las acciones que ilustran el nuestro y casi es comprometer la dignidad prestar asiduos cuidados a una hermosa mujer; míralas en nuestros salones reunidas en corrillos y reducidas a murmurar entre ellas a disputarse el galán arcaico, que sin hábito sujeta al deber de halagar y de gustar. La gloria que ellas ponen en apoderarse de este noble despojo prueba demasiado su angustia. En fin, sea por culpanuestras instituciones, toda servidumbre de amor ha pasado de moda; 116
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el interés, el placer, comienza las relaciones, que la costumbre mantiene a despecho de la indiferencia. Esta clase de acuerdos es tolerada en el mundo en razón de la pequeña dicha que comporta y cuando llega el momento de dejarse los tiernos amantes, se han hastiado de tal modo el uno del otro, que la ruptura llega sin el menor escándalo. Es así como es necesario ser, bajo pena de pasar por un tonto, y es así como quiero ser en adelante. -Sin negar la verdad del cuadro, yo creía que era posible encontrar mujeres dignas de una amistad viva y duradera. -Y yo también lo creía -replicó Alberico suspirando pero estaba en un error. -No, es que ahora el furor te extravía querido Alberico; no te abandones más tiempo al sentimiento que llena tu corazón de amarguras; teme que esa amargura se infunda en tus conversaciones y te prepare crueles remordimientos. Yo leo mejor en tu alma que tú mismo; a fuerza de hablar el lenguaje del odio, esperas verle suceder al sentimiento que te agita; tu espíritu acomete contra los intereses más queridos de tu corazón, como un soberano hace bombardear una ciudad rebelde sin pensar en el arrepentimiento que le asaltará al ver los estragos 117
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causados por su victoria. Evítate las penas que comportan este género de triunfo, cree en mi amistad. Estas últimas palabras, pronunciadas con e tono más afectuoso, conmovieron sensiblemente a Alberico. –¡Tu amistad! yo no creo sino en ella pero si quieres que ella me sea útil, empléala en secundar la voluntad de mi razón y no me hables más de este instante de debilidad, cuyo recuerdo espero destruir hasta en el alma de la que creyó poder divertirse impunemente. Podría vengarme por cualquier medio pequeño; pero es un placer al alcance de todo el mundo; lo encuentro demasiado vulgar. Yo desvaneceré por completo quince días de mi vida y empezaré a seguirla desde el día después a mi primera visita a la señora de Lisieux. Pero exijo de tu amistad el mismo olvido y que no se vuelva a tratar entre nosotros de ese mal sueño, ¿me lo prometes? Mauricio pensaba que podía acceder sin escrúpulos a la condición que exigía su amigo seguro de que Alberico seria el primero en quebrantarla.. En efecto, pocos instantes después le preguntaba por el asunto que concernía al marqués D'Erneville y sobre la opinión que él había dado a su 118
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cuñado. Mauricio le dijo entonces que, habiendo rehusado al marqués la señora de Lisieux dirigirse al señor de Varéze para pedir la mano de la señorita de Ribet él le había escrito una carta en la cual se empeñaba porque reclamase la oficiosidad de su amigo en esta importante negociación. -Como la salud no te permite en este momento dar ningún paso en su favor, yo quisiera que la duquesa te excusase ante su cuñado y desearía prevenirle también que, presentándose muchos partidos ventajosos para la señorita de Ribet, es urgente hablar lo más pronto posible al conde Roberto D'Erneville. -¿Cómo el viejo marqués ha recurrido a ti para llegar a mí? -dijo Alberico riendo. -Es necesario que tenga la cabeza trastornada con este casamiento. He aquí los sacrificios que solamente el dinero, puede obtener de esas almas orgullosas, y la señora de Lisieux habrá creído rebajarse solicitando mi escasa influencia en esta circunstancia. Pues bien ¿qué nos impide secundar los proyectos de su familia sin darle la pena de rogarnos? Ribet viene, todo los días a informarse de mi estado, voy a decir que se le deje entrar y le haré aprobar esta misma noche la proposición al marqués D'Erneville. 119
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-¿ Cómo, sin más reflexiones? -dijo Mauricio con asombro. -Sin vacilar, yo te lo digo, y no hay la menor presunción de mi parte en predecirte el éxito. Si el amor o el mismo interés tuviesen que influir en su decisión, no me verías tan convencido; pero cuando se trata de la vanidad no se teme, jamás engañarse; sin todas las ventajas ilusorias que este casamiento puede agregar al oropel del bravo Ribet sé que es imposible comprar más caro el placer de ponerse en ridículo, y sé mejor aún que me va a besar de agradecimiento, por proporcionarle esta nueva ocasión de hacerse notar de la Corte y de la ciudad. -Si esa es la suerte que le preparas, no es muy caritativo tenderle ese lazo y harías mejor empleo de tu influencia sobre su espíritu en persuadirle de ser dichoso con su fortuna gozando entre sus amigos y sus iguales, antes que exponerse... -¡Oh! mi querido -interrumpió Alberico, – ¿piensa que esté en el poder de alguien hacerle entender la razón a un hombre que delira? De todas las demencias, la vanidad es la más incurable. Si algo en el mundo debiera triunfar, sería el cuadro tan cómico y tan verdadero que ha trazado Molière; se han burlado de esos retratos, se les ha reconocido y la raza de los Georges Dandin no se ha perpetuado 120
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los Georges Dandin no se ha perpetuado menos. Por el contrario, la creo muy aumentada desde que el dinero ha cambiado de clase y no tengo la pretensión de hacer más que Molière. Es por consecuencia de su manía por lo que el señor Ribet me profesa una amistad tan efusiva. No puede ser dichoso sino por ella y me cuidaré muy bien de darle opiniones que le demostraran los inconvenientes sin poder curarla. Por otra parte, la señorita Aspasia Ribet es muy agradable y me gustaría verla entrar en una buena familia. -Agrega también que te diviertes por adelantado de todo lo que las fiestas de esta boda prometen a tu observación. -Es verdad que, conozco una cierta prima Ribet que será muy divertido ver al lado de la duquesa de Lisieux. Alberico se esforzó por reír pronunciando este nombre proscripto, pero, un sentimiento penoso se leía aún en sus ojos a través de la sonrisa burlona cuando se anunció al señor Ribet; el coronel se levantó en el mismo instante para no impedir la entrevista que iba a decidir la suerte de la hermosa Aspasia. 121
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XII Todo pasó como lo había previsto Alberico, y el financiero Ribet le remitió sus poderes para concluir esa noble alianza reservándose hacerla aprobar por su mujer y por su hija en la suposición de que Aspasia no había formado en ese sentido ningún otro proyecto. Esta desgracia no era de temerse en ese tiempo en que la ambición penetraba los corazones más inocentes. A fuerza de oír repetir a sus compañeras que un casamiento no podía ser feliz entretanto que el ajuar de la novia no estuviese repleto de trajes de la Corte, Aspasia había limitado sus ideas de ventura a la condición de ser presentada, a la gloria de recargar de blasones las portezuelas de su coche y al placer de pasar la vida en los salones donde las mejores de sus amigas no eran recibidas. 122
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El señor de Varéze se encargó de hacer saber al marqués D'Erneville el éxito de su demanda y el marqués, acompañado por su sobrino y su hijo, vino inmediatamente a agradecer su intervención y a pedirle consejo sobre la manera en que la entrevista debería tener lugar. Mientras el marqués hablaba Alberico examinaba al conde Rodolfo, como buscando el medio de mostrarle de un modo menos desventajoso, e Isidoro, a quien esta preocupación no escapaba sonreía disimuladamente. Rodolfo, acostumbrado a ser tratado como el más pobre de la familia tenía un aire embarazado y modales humildes que contrastaban con su continente militar; por lo demás, ni grande ni pequeño, ni hermoso, ni feo, el más sabio psicólogo difícilmente hubiera podido descubrir su carácter a través de la calma que reinaba en su semblante. Alberico ensayó en vano hacerle hablar: una sonrisa fue la única respuesta que le pudo sacar. Esta prueba le inspiró la idea de poner frente a frente a los futuros esposos en la Opera donde podrían verse toda la noche sin estar obligados a hablarse. El apresuramiento del marqués por adoptar este medio, confirmó al señor de Varéze en la opinión que se había formado del espíritu de Rodolfo; se convino que Alberico acep123
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taría cenar al día siguiente en casa D'Erneville y que conduciría enseguida al conde Rodolfo a la Opera donde la señorita Ribet y su madre se hallarían, por casualidad, colocadas en un palco poco distante, del suyo. Apenas restablecido de sus sufrimientos, Alberico no se hubiera resignado a la fatiga de una comido, fastidiosa sino hubiera encontrado pintoresco ser admitido en la intimidad de una familia que hacía profesión de odiarle como nadie y atraerse los parientes de la señora de Lisieux, en el mismo momento en que había resuelto romper toda relación con ella. Mauricio conocía demasiado a su amigo para engañarse sobre el sentimiento que le daba tanto celo, para concluir los trámites de ese casamiento. La señora de Lisieux parecía desaprobarle estaba resuelta positivamente a no hablarle siquiera en el temor sin duda de contraer, frente a frente con él, la menor obligación, y Mauricio, viendo que Alberico obraba más bien contra Matilde que en favor del señor Ribet, creyó deber confiar a la duquesa la parte que había tenido en este asunto y la marcha que él seguía. -Así es el mundo -decía ella con tristeza mi cuñado, y su marido han necesitado indisponerse 124
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conmigo al saber que el señor de Varéze venía frecuentemente aquí, y ahora se irritande que no los haya tratado como un amigo íntimo, reclamando de él el servicio que deseaban. Piensan castigarme haciéndome misterio de loque obtienen o de su complacencia o de su malicia pues él tal vez no sirve sus proyectos sinopara divertirse con tanta gente siempre dispuesta a gozar el ridículo de semejantes alianzas. Pero yo les perdono estas pequeñas inconsecuencias, esos secretillos que parecen colocar fuera de los intereses de familia a las personas que más derecho tendrían a conocerlos; esa especie de injurias es ordinariamente la obra de alguna influencia extraña cuyo poder nunca tiene gran duración y uno no se sabría alarmar ni herir -continuó con un aire en que el desprecio se mezclaba a la indiferencia. Pero tomando de repente un tono afectuoso: -Usted no me encontraría tan indulgente -dijo ella si hubiese supuesto un momento que su amistad secundaba esa maniobra; pero sé distinguir los sentimientos verdaderos de aquellos que el amor propio hace nacer y morir a su gusto. Hablando así, Matilde caía en la falta común a las personas que preocupa una idea fija. Había co125
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menzado por querer decir lo que la conducta de sus parientes le inspiraba y sin la menor transición, habla llegado a no hablar sino de los malos procedimientos de que creía culpable a Alberico. Esta debilidad de un corazón herido no podía escapar a Mauricio, y a pesar de que sufría reconociendo en Matilde los síntomas del mismo mal de que él era víctima trataba de justificar a su amigo teniendo el mismo cuidado que Matilde en no nombrarle. Hubiera llegado tal vez a destruir las prevenciones que combatían tan vivamente contra Alberico en el espíritu de la señora de Lisieux, si la visita de la señora de Meran no hubiese interrumpido la entrevista. Venía a invitar a su prima para acompañarla a la Opera. -No puedes faltar -decía ella, -es un verdadero deber de familia; el señor de Lormier te lo afirmará. ¿No es necesario que sepas si el primo de tu sobrino será millonario o no, y esto gracias al señor de Varéze? -Me parece que este, gran acontecimiento puede pasar sin que yo sea testigo -respondió Matilde esforzándose por sonreír, -y harías mejor, según me parece, en bajar la voz, porque es necesario tratar 126
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esta clase de asuntos con discreción para que no fracasen. -Sí, cuando se pide reservar el secreto; pero Isidoro acaba de hablar al señor de Lormier como de una cosa hecha que no depende más que del consentimiento de la joven. Veremos cómo acogerá ella al futuro. Isidoro ha decidido modestamente no acompañar a su primo esta noche en el temor de un desprecio por parte de señorita Ribet, pues si ella supusiera un momento que, el dichoso mortal era Isidoro le costaría mucho resignarse con su primo Rodolfo. El señor de Varéze y tu cuñado servirán solamente de padrinos al interesante candidato; ¿no estás sorprendida de la ternura repentina e tu familia para Alberico? Pero te contaré lo que se dice durante la representación. Matilde se dejó llevar, menos por complacencia que por el deseo de saber qué impresión le causaría la vista de Alberico, y cómo se conduciría él con ella pues solamente su conducta podía destruir o confirmar los rumores difundidos por la señora de Cérolle. La ópera había comenzado hacía mucho tiempo, cuando la duquesa de Lisieux y suprima entraron en el palco destinado a las personas de servicio en la Corte. La llegada de dos mujeres elegantes 127
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nunca deja de atraer las miradas, y el señor de Varéze viendo a todos los espectadores volverse hacia el mismo lado se adelantó para saber lo que causaba tal sensación; en el mismo instante sus ojos encontraron los de Matilde y su corazón latió con tanta violencia que se vio obligado a sentarse en el fondo del palco pudiendo apenas sostenerse. No se puede expresar la indignación que sintió contra sí mismo, viéndose así abatido por una impresión de la que se creía a cubierto. ¡Cómo aumentaría su desprecio, pensaba si ella pudiese adivinar la turbación en que le ponía su vista! En su orgullosa cólera Alberico juraba ocultar todos los buenos sentimientos de su alma bajo la máscara de un corazón seco y de un espíritu frívolo. Desde el entreacto, el señor Ribet salió de su palco para ir al encuentro del señor de Varéze y de su joven protegido. La presentación se hizo a satisfacción de todos y el apresuramiento de la señorita Aspasia por mostrar su ingenio, a propósito de la obra y sus relaciones en el gran mundo, nombrando a todas las personas que ocupaban los primeros palcos, indicaba suficientemente que estaba en el secreto. Nadie se había tomado nunca tanto trabajo para agradar al capitán Rodolfo, y éste estaba ener128
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vado hasta el punto de responder con algunas gruesas lisonjas, lo que hizo decir lánguidamente a la señorita Aspasia: -No hay, en verdad, como la gente de cierto rango para decir tan lindas cosas. El baile comienza y el señor de Varéze quiere llevar consigo a Rodolfo que ocupa el sitio de un voluminoso pariente del señor Ribet; pero éste, que desea prolongar la entrevista hace señal al primo de permanecer en el corredor; el pariente no quiere, comprender una señal que debe privarle del placer de ver danzar a la señorita Taglioni, se obstina en entrar en el palco a riesgo de aplastar a todos los que se encuentran en él, y el señor de Varéze a quien esta pequeña escena había hecho sonreír a despecho de su mal humor, la termina él mismo saliendo con el pretexto de que el calor le incomoda. Pero no se le deja ir sin haber prometido asistir el día siguiente a la reunión y baile que Aspasia da a sus amigas. El conde D'Erneville es invitado a acompañarle; se le previene que, es una reunión íntima y se reclama su indulgencia por este modesto placer. Mientras Rodolfo se empeñaba en sostener la conversación con la señora Ribet y su hija esta última dirigió un saludo a la duquesa de Lisieux y lo acompañó con una 129
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ligera sonrisa de amistad que parecía anunciar una intimidad futura e inevitable. Matilde había respondido con cortesía. Alberico aprovechó esta ocasión para saludarla por su parte, y como poco después se retiró del palco, ella esperó que iría al suyo, pues al menos le debía gratitud por los cuidados que ella había tenido de informarse respecto a su salud; pero él no fue; habíase contentado con dejar una tarjeta en su casa. Matilde la recibió al regreso de la Opera y le fue necesario oír todo lo que esta manera de cumplir deberes con la gente que no se quiere encontrar sugirió a las reflexiones críticas de la señora de Meran. –Ustedes están, pues, decididamente disgustados -dijo ésta, -puesto que él se conduce así.. -Me parece que para eso sería necesario conocerse al menos, y yo veo tan raras veces al señor de Varéze... -¡Qué importa! -replicó la vizcondesa -se conoce siempre, demasiado para no tener el derecho de detestarse. -¿El se vanagloria entonces de odiarme? –preguntó Matilde afectando menos curiosidad que desdén. 130
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-¿Odiarte? Eso sería admirable y entonces se te perdonaría amarle; pero es incapaz de un sentimiento tan violento y que perjudicaría tanto su alegría; es haciendo reír a expensas de sus enemigos como él se venga: así, cuando se es insensible al ridículo, no hay nada que temer de Alberico. Haces mal en tomar en serio ese pequeño complot tramado entre él y la señora Cérolle; era necesario dejarle emprender la seducción y desbaratarla más tarde. Nos hubiéramos divertido con su maniobra; ¿no estabas encantada de su aire distraído, de su profunda melancolía del cuidado que ponía en rehusar el menor epigrama en fin, del suplicio que se imponía para llegar a gustarte? Eres una ingrata pagando tan mal tan nobles esfuerzos y diga lo que diga la señora de Voldec hubieras podido perturbarlo; pero no sé qué escrúpulo te ha detenido de repente, pues eso comenzaba bastante bien. Confiésalo, tú soportabas su amor con paciencia. -Sus lisonjas, quieres decir; ¿cómo tomar por amor las combinaciones del ingenio, de la vanidad, que no son divertidas más que un instante y en las que el corazón no puede interesarse? La señora de Voldec tiene razón; no dispongo de ningún medio 131
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de imperio sobre el señor de Varéze; se puede dar como prueba el que ella ejerce sobre su espíritu. -Y bien, sólo tú hubieras podido anular ese imperio diabólico y el mundo entero te hubiese atestiguado su reconocimiento, pues nos hubiese valido algunos momentos de reposo. . -Te engañas -replicó Matilde; -a falta de ese cómplice, la señora de Voldec hubiera hallado uno peor y menos amable. -Eso es lo que nosotros quisiéramos; los peores, bien conocidos como malvados, de los que la maledicencia tiene una amargura que se hace sentir a cada instante, están muy cerca de parecer fastidiosos; pero un espíritu cuya bondad se descubre a través de la malicia tiene su encanto, y sus maneras, su conversación, su alegría burlesca encuentran mucho más crédito. En fin, yo preferiría incurrir toda la vida en la malevolencia de la señora de Voldec, que alimentar un solo día la implacable burla de Alberico. -Nunca se ha hecho tan cruelmente su sátira-dijo la duquesa suspirando. -Pero, hablando de esas dos grandes potencias -dijo la vizcondesa -olvido que ellas me esperan: la señora de Voldec me ha escrito una carta encanta132
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dora que no diría nada sino tuviese al margen una nota en la que me indica que el señor de Varéze irá a tomar el té en su casa. Como casi ha muerto últimamente, es necesario asistir a su regreso al mundo. ¿Qué quieres que le diga de tu parte? -Pues... nada -respondió Matilde con un aire embarazado, -sino es que estoy muy complacida de saberle perfectamente curado. -No dejaré de hacerlo -dijo la señora de Meran besando a su prima y se trasladó a casa de la señora de Voldec. Cuando ella entró el señor de Varéze estaba sentado frente a la dueña de casa y hablaba con un tono muy animado; el arribo de la vizcondesa les distrajo, pero después de algunas cortesías obligadas, la señora de Voldec reanudó su conversación con Alberico, de modo de hacer creer que, era de un interés extremo. Todas las pretensiones inspiran ordinariamente el deseo de desconcertarlas y la señora de Meran se divirtió interrumpiendo por sí misma ese diálogo que la señora de Voldec quería prolongar para probar mejor hasta qué punto cautivaba al señor de Varéze, diciendo a éste simplemente: -Me acaban de encargar algunas palabras para usted; se las diré más tarde. 133
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Después se levantó y se fue a mezclar con otras personas que por discreción se mantenían a cierta distancia del sitio donde hablaba la señora de Voldec, pero aparentando es ocupada en responder a muchas personas, contemplaba a Alberico y gozaba de la impaciencia con que le veía concluir una conversación que ya no estaba en estado de escuchar. La señora de Voldec hablaba aún, él no se atrevía a separarse de ella. Por fin su preocupación le decide se levanta y dice para excusarse que se crea demasiados enemigos, privando a tantas personas amables de hablar con la señora de Voldec. El pretexto no es bien acogido pero él no se inquieta por eso y se aproxima tanto como le es posible a la señora de Meran, cuya venganza, a medias satisfecha quiere aún ejercerse sobre él. Dirígele Varéze en vano la palabra en medio del círculo que la rodea ella apenas le escucha. Pero él no se deja acobardar, a fuerza de perseverancia consigue colocarse a su lado y le reclama lo que le ha prometido decirle. -Más tarde -responde ella. -Ya es cerca de la media noche debería haberme retirado hace dos horas y sin piedad por mi impaciencia usted quiere que espere todavía. 134
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-Tengo mucho placer en verle respondió la señora de Meran; -su curiosidad le da un ligero aire emocionado que me hace honor. En su obstinación por no dejarme, se cree que mi conversación le place más que la de cualquier otra persona aquí presente; ¿por qué quiere que renuncie tan pronto a esta satisfacción? Si yo hubiera cumplido antes la comisión que se me ha encargado, usted ya no tendría el menor placer en oírme. -No creo que nada en el mundo pueda producirme tal efecto, señora y usted me da una alta idea de la importancia de su misión. -La importancia de una cosa está casi siempre toda entera en el modo cómo se la interpreta -respondió la señora de Meran, -y no sé demasiado la que se podría asignar a estas palabras insignificantes: «Dile que estoy encantada de saberle perfectamente curado» –Sí, perfectamente curado -repitió el señor de Varéze, con un despecho visible. En aquel momento, muchas personas se aproximaron a ellos. La conversación se hizo general; recayó sobre la duquesa de Lisieux y sin que se le ocurriera a nadie la idea de atacarla la señora de Voldec se puso a defenderla como si ella viese cla135
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ramente en la inquietud que la tristeza de Matilde inspiraba a sus amigos, el deseo de atribuirle alguna aventura secreta. Enseguida encareció su virtud y su belleza de una manera tan exclusiva que sus elogios exagerados venían a ser otras tantas sátiras de otras mujeres presentes a las que animaba naturalmente contra el objeto de una admiración tan ofensiva. Muchas de ellas contenidas por la señora de Meran, intentaron compensar los elogios otorgados a la señora de Lisieux, con algunas frases que descubrían su odio a la exageración y a la lisonja. Durante este tiempo Alberico guardaba silencio. -Y usted -dijo en voz baja la señora de Meran, volviéndose hacia él, -¿qué piensa de mi prima? -Yo, señora no tengo opinión sobre ella –dijo fríamente el señor de Varéze, y salió dejando convencida a la señora de Meran de que sólo sentía indiferencia por Matilde. Apenas Alberico había dejado el salón de la señora de Voldec, cuando la conversación empezó a languidecer; parecía que cada una de las mujeres reunidas no había estado animada sino por el deseo de gustarle o la pretensión de desafiarle y que su ausencia daba fin a su rol. La señora de Voldec afectaba un aire hastiado que quería decir: «Nadie puede 136
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entretenerme fuera de él» Sin embargo, el señor de Varéze había estado bastante poco amable toda la velada. Pero tal es el imperio misterioso de un hombre a la moda que no produce menos efecto por su grosería que por las cualidades brillantes en que está, fundado su frágil poder.
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XIII La señora de 'Meran se encargó de informar a su prima de la entrevista que había tenido con Alberico en casa de la señora de Voldec, sin ahorrarle las conjeturas que ella hacía a ese respecto. Estas palabras: «No tengo opinión sobre ella», le parecían tan desdeñosas que buscaba cómo Matilde podría responderlas para obligarle a cambiar por esa tranquila indiferencia un odio bien motivado. Pero la dignidad de Matilde se rehusó obstinadamente a todos los medios que propuso la señora de Meran, y la conjuró a no hablarle más de un hombre del que cada palabra era un epigrama o una injuria. Sin embargo, aquel hombre tan agresivo, que se quería olvidar a todo precio, se aplicaba a hacer hablar de él sin descanso. Cada día se originaba un acontecimiento nuevo, en el que, sin desempeñar el 138
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rol principal, era siempre citado, sea por la parte que hubiese tomado en él, sea por la forma en que de él se hubiese burlado; si él no hubiese empleado más que este último medio para ocupar la memoria de Matilde no hubiera reinado con tanta frecuencia en su pensamiento. Pero entretanto que cada cual admiraba su audacia reía de sus locuras y le creía completamente distraído del sentimiento que había demostrado algunos días hacia la duquesa de Lisieux, aprovechaba con cuidado todas las ocasiones de probarle que éste le ocupaba siempre y de persuadirla que, si ella no le hubiese quitado tan cruelmente toda esperanza de agradarle él le dedicaría más devoción que nunca. Esta situación, que da a la persona amada la actitud de una mujer perseverante en una pasión desdichada es una innovación del amor propio, de la cual nuestro siglo puede enorgullecerse. Antes de que la vanidad hubiese adquirido este alto grado de civilización que le da el aspecto de la prudencia del orgullo, se hacía un honor de la devoción a una mujer, aun cuando ella fuera muy débilmente recompensada. Le encontraba de muy buen gusto parecer encadenado y el hombre menos susceptible de un sentimiento tierno afectaba estar dominado por 139
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él. Ahora es la hipocresía por el contrario la que, está de moda. Se quiere parecer libre en todo sentido y esta fatuidad cuesta aún más caro a las mujeres. La tristeza viendo la pena que uno se da o el placer que se pone en negar el amor que se tiene por ellas las compromete mucho más que la indiscreción del que prefieren. La señora de Lisieux sin explicarse lo que hacía su situación tan insoportable resolvió substraerse momentáneamente yendo a pasar algunos días con Teresa en una de sus tierras, a diez leguas de París. Dio por pretexto de este pequeño viaje, la necesidad de hacer arreglar el castillo, a fin de pasar el estío en él con su tía y aunque todavía no hubiese hojas en los árboles, manifestó un tan vivo deseo de ir a respirar el aire libre, que la baronesa D'Ostange consintió en esta ausencia; pero se convino que, no pasaría de una semana y que, en caso contrario, ella iría a buscarlas. Teresa estaba encantada de abandonar durante algún tiempo las lecciones de dibujo, de lenguas extranjeras, y de tantas otras artes y ciencias con que se abruma a las niñas, para recorrer las praderas y los bosques que rodeaban el parque del castillo de R... situado cerca de Ermenonville. Matilde le había 140
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prometido conducirla a ese lujar tan justamente célebre por su situación pintoresca las bellezas de sus jardines, y aún más por la hospitalidad que recibió en él el genio. Matilde iba frecuentemente a ese bello retiro a meditar sobre los sujetos que habían inspirado tantas páginas elocuentes al que reposaba a la sombra de la isla de los Álamos. El día elegido para este paseo, Matilde habiendo confiado a Teresa a las personas que las acompañaban, vino a sentarse cerca de la tumba de Juan Jacobo, y allí, abandonándose a su triste imaginación, recordó cuántas veces la ironía cruel, esa arma favorita de los franceses, había herido el corazón más sensible como le había acusado de amedrentar su espíritu, agriado su carácter, y recordando todo lo que decía a su Emilio para ponerle en guardia contra esta fatal potencia Matilde exclamó con el filósofo: «Sí, el triunfo de los bufones es de corta duración»1; y deseando convencerse de la verdad de esta sentencia la inscribió con lápiz sobre la tumba del que la había dictado. Después se alejó de la isla de los Álamos, prometiéndose volver pronto a dar gracias al oráculo.
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Pero cuando quiso cumplir este proyecto, encontró el parque de Ermenonville invadido por una banda de extranjeros que visitaban aquel bello lugar, dejando estallar una alegría tan ruidosa que se podía saber por el escándalo de su risa en qué lugar se encontraban. Matilde se admiró de que el aspecto melancólico de esas viejas avenidas, de esos tristes lagos, que parecen consagrados al silencio, al último reposo,no inspirasen a todo el mundo, como a ella unsanto, recogimiento; y en la esperanza de quela isla de los Alamos estaría al menos al abrigode esa profanación se dirigió hacia ella; pero lavista de un hombre, sentado y ocupado en dibujar cerca de la tumba impidió a Matilde llegara ella. Preguntó al barquero si conocía al dibujante. -Es -respondió el interpelado -el compañero de otro señor que llegó anoche a la posada y que había venido ya la víspera. No sé su nombre, pero, si la señora duquesa lo desea iré a informarme y volveré... -No es necesario -dijo Matilde pareciendo desechar una idea insensata y se alejó a tomar su coche.
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XIV Si la ausencia ayuda a soportar un sentimiento demasiado vivo, es en el movimiento de un viaje y en la agitación del mundo donde se siente el efecto. La soledad es siempre cómplice, de las debilidades del alma; uno se abandona tanto más al encanto de pensar en el que se ama cuanto que se siente al abrigo de su presencia. La imposibilidad enardece el ensueño, y cuando se vuelve a la sociedad de que se alejó por despecho o por prudencia se halla que se ha pasado todo el tiempo en el destierro con la imagen de que se quería huir. Esto es lo que sucedió, a Matilde. Lejos de haber adquirido la tranquilidad durante su retiro en la campaña se encontró frente a Alberico, tal como si todas las confidencias y los reproches que le había dirigido, en la soledad, hubiesen llegado hasta él. 143
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La señora de Meran, importunada por todos los motivos ridículos que oía atribuir a la ausencia de su prima en un momento en que nadie estaba en el campo, tomó el partido de escribirle las tontas conjeturas a que daba lugar y la conjuraba a tratar de hacerlas cesar con un pronto regreso. Era se decía una desesperación amorosa un deseo de probar la constancia de sus adoradores, una afectación de gazmoñería o él último esfuerzo de una virtud moribunda. Todas estas chácharas no hubieran determinado la vuelta de Matilde pero la señora de Meran agregaba que después de haber combatido con indignación todas esas suposiciones malignas, la señora de Voldec había interrumpido de repente el curso de la conversación para preguntarle si había oído hablar, desde hacía algún tiempo, del señor de Varéze. -No sé lo que ha sido de él -había dicho; –no habiéndole visto desde hace muchos días, he mandado preguntar a su casa por él y se me ha contestado que está en el campo. Esta simple frase no acompañada de ninguna reflexión, produjo todo el efecto que esperaba la vizcondesa y a la tarde siguiente del día en que la carta fue escrita vio llegar a su prima. 144
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Muchas personas se hallaban reunidas en casa de la señora de Meran; la baronesa D'Ostange hacía su whist y el marqués D'Erneville hablaba gravemente en un ángulo del salón con el señor de Varéze. Matilde no lo vio al entrar, pues su tía y su prima se levantaron para venir a besarla y muchas personas la rodearon; se hacían exclamaciones sobre su eterna ausencia de quince días, se la acosaba a preguntas sobre lo que había podido hacer durante ese siglo de hastío; unos la encontraban pálida, otros más fresca que nunca y cada cual, sin esperar su respuesta, le comunicaba una novedad, una muerte, un casamiento, una presentación, un proyecto ministerial. Solamente Alberico no había dicho una palabra y parecía absorto en la conversación del marqués. Pero éste tuvo que interrumpirse un momento para saludar a su cuñada; entonces Alberico se aproximó a la señora de Meran y la alegría que brilló súbitamente en sus ojos hubiera bastado para denunciar la turbación que acababa de asaltar a Matilde. -Es la cólera -pensó él; -pero no importa mi vista le hace mal; eso me venga un poco. No, no era solamente la cólera; Alberico, lo sabía bien pero su amor propio, dirigido contra él 145
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mismo, no quería convenir en que sucumbía a la menor esperanza. Sin embargo, hubiera gozado deliciosamente de la emoción de Matilde y la hubiera aumentado, sin duda, con algunas palabras afectuosas, si la vizcondesa herida por la preocupación de Alberico no se hubiese inclinado hacia su oído para decirle: -¿Y usted llama a esto estar completamente curado? El ruido del clarín que suena a la hora de los combates no despierta más pronto al guerrero que dormita. Apenas oye Alberico estas palabras se arma del furor que una mirada le había hecho olvidar y se apronta a combatir con todas las fuerzas de su espíritu contra lo que él llama la cobardía de su corazón. La señora de Meran cita en broma a todas las personas a quienes desesperaba la ausencia de Matilde. Estos señores creían engañarme, dijo, colmándome de cuidados que no podían tener contigo; yo estaba segura de verles llegar a la hora que habitualmente les recibías, pero toda su política no bastaba para ocultarme mi estado de sustituta. Los comienzos de la visita eran, muy animados. Las noticias del día, hasta un poco de coquetería, hacían el 146
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gasto, pero esta coquetería que vive bien sin fondo no puede sostenerse contra los ataques de una preocupación, y yo veía extinguirse por grados la conversación a despecho de todos sus esfuerzos. ¿Sabes lo que yo hacía entonces para reanimarla querida Matilde? Hablaba mal de ti, de ese gusto campestre que te había venido de repente en el momento en que los bailes de la Corte, iban a comenzar; preguntaba si alguien podía explicarme esta idea singular, y tenía el placer de oír enseguida a cada cual contestarme a la vez, sea para atacarte o para defenderte; había quien me probaba que esperaba tu retorno para resucitar. -Nada más probable que tales nostalgias –dijo el señor de Varéze con un aire indolente, –y, sin embargo, la persona que más ha sufrida con la ausencia de la señora no ha venido a lamentarse ante usted. Tengo esa seguridad. En este momento los ojos de Matilde se posaron sobre Alberico; parecían animados de la esperanza más dulce. -¡Ah! ya entiendo -replicó la vizcondesa, –usted se refiere a... -A la señora de Rennecourt -interrumpió Alberico. 147
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-La señora de Rennecourt –dijo Matilde riendo de despecho -apenas me conoce. -¿Por qué ha sufrido tanto a causa de la partida de mi prima? Díganoslo, se lo ruego -agregó la señora de Meran. -Es que a datar de ese día señora el príncipe de S... no la ha dejado. –¡Qué locura! Y cada cual se puso a reír sin darse cuenta del aire indignado de Matilde. Alentado por la alegría que provocaba el señor de Varéze repitió una parte de la conversación que había oído la víspera entre el príncipe de S... y la señora de Rennecourt, e hizo valer a su manera los esfuerzos de esta última por someter el clasicismo de su espíritu levantado, al romanticismo de un entusiasta de Goethe de Schiller. -Si ustedes la hubiesen visto -agregaba Alberico -lanzarse en las nubes de un mundo ideal, con su paracaídas clásico y perseguir con citas pedantes la melancolía poética de su soñador del Norte, hubieran tenido piedad del mal que ella se hacía. Poniendo a contribución los autores extranjeros, las revistas de todos los países, estropeando las lenguas muertas y vivas para dar al príncipe una idea de su 148
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erudición y pasando de allí a las profundidades de la metafísica ella le preguntaba seriamente su opinión sobre la fuerza la forma la tendencia la espontaneidad, la objetibilidad, la simultaneidad y una multitud de cosas de ese género. A todo esto, él se guardaba muy bien de responder, pues ella le parecía estar en uno de esos momentos en que es necesario no dirigir a los locos la menor palabra por temor de redoblar el acceso. Y la señora de Rennecourt, tomando este cuidado caritativo por el piadoso silencio da la admiración, redundaba en el análisis comparado y en el caos metafísico. Creo, en verdad, que ambos habrían muerto de pena si yo no hubiese ido en su socorro, arrojando en medio del curso de filosofía moderna estas simples palabras: -¿No encuentran ustedes que aquí hace un calor insoportable? Esta salida tuvo el efecto que yo deseaba. Es necesario haber permanecido largo tiempo en la obscuridad para saber el precia de la luz. El galimatías hace la fortuna de las ideas comunes expresadas claramente. Fue probablemente por eso por lo que tuvo, el honor de ser escuchado tan favorablemente por el príncipe y verme seguir en el mismo instante a otro salón. Confieso que este triunfo de mi elo149
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cuencia sobre la de la señora de Rennecourt hubiera exaltado mi amor propio si hoy fuera posible alabarse del menor éxito cuando uno no practica la galantería a la manera de Shakespeare o de los autores alemanes. -Yo creía que el príncipe Alberto era de tus amigos -dijo Matilde a su prima. -Ciertamente lo quiero muchísimo. -¿Y le dejas tratar así? -¿Qué mal hay en hablar de su manera de soñar el amor? Encuentro su rostro muy bello, su carácter muy noble nadie niega sus buenas condiciones. Pero no puedo impedirle que sea alemán. -Verdaderamente, es una dicha -replicó Alberico mirando a la duquesa -porque si usted tuviese ese poder él se haría demasiado peligroso, a juzgar por las pasiones que inspira a pesar de su germanismo. -Es demasiado -dijo la señora de Meran; mi prima tiene razón, es inconveniente reírse de las personas que aman: ¡esa ridiculez es tan rara! ... -Y tan mal pagada-interrumpió Albarico, -que el tiempo hace justicia; les pido mil perdones por tantas inocentes naderías sobre el noble adorador de la señora de Rennecourt. Si yo hubiese adivinado que no se podía reír sin disgustar a la señora -agregó di150
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rigiéndose a la duquesa de Lisieux, -no hubiese cometido la inconveniencia de hablar... A estas palabras el conde de Varéze salió dejando a Matilde más vivamente herida de su excusa que de su malicia.
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XV En los casamientos de interés, la discusión de los artículos del contrato es la parte dramática de ese gran negocio. Es el momento de las dudas, de las agitaciones, de las confesiones difíciles, de las pretensiones exageradas; casi todas las pasiones, excepto el amor, están en juego en ese instante decisivo. Así el día fijado para el arreglo de cuentas, la firma de la compra ha llegado a ser la verdadera solemnidad de los casamientos a la moda. Se invita con los parientes y los amigos íntimos a una multitud de gente que no se conoce, para que vaya a contemplar las emociones de la novia y el aire torpemente dichoso del futuro. Se quiere sobre todo hacer admirar los aderezos deslumbrantes que él ofrece a su bien amada y que ella se esfuerza en recibir con un aire reconocido para ocultar a los ad152
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miradores de sus diamantes que una parte de su dote acaba de pagarlos. Las amonestaciones estaban ya publicadas y el día solemne fijado por las dos familias, el señor D'Erneville pensó que era tiempo de ir a participar el casamiento a su cuñada. El señor Ribet quiso acompañar al marqués y a. Rodolfo en esta visita y había preparado cierto número de frases sobre el honor de una alianza cuyo precio comprendía la ventaja que resultaría para su hija de ser presentada a la Corte por la encantadora duquesa y muchas, lisonjas igualmente delicadas que hicieron sonreír a Matilde a pesar suyo, pensando en el partido que hubiera podido sacar de aquí la alegría de Alberico. Hecha la comunicación, el marqués pidió a su cuñada que quisiera encargarse del cuidado del ajuar. Su buen gusto reconocido, agregó, doblará su precio. Matilde hubiera podido dispensarse de tomar esta molestia atestiguando algún resentimiento por la manera con que se había procedido con ella en esta circunstancia pero desdeñaba con razón esas pequeñeces, que no tienen otro efecto que satisfacer la malignidad de los que gustan contrariar, y su generosidad natural no le permitía rehusarse a lo que se reclamaba de su complacencia. 153
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Matilde consagró muchos días a la adquisición de las pieles, de las joyas y de los trapos elegantes que debían componer este rico ajuar. El cuidado de velar porque los diamantes fuesen montados con gusto, la llevaba frecuentemente a la casa de nuestro más famoso joyero; ya había adquirido todas las joyas de fantasía cuando el señor C... le mostró una cadena esmaltada que acababa de terminar y que pareció a Matilde más bonita que la que había elegido algunos días antes; después de haberla pasado alrededor de su cuello pensó en conservarla pero por reflexión se creía obligada a no dejarla para sí en tanto que el conde Rodolfo no la prefiriese a la que Matilde ya había comprado. Dijo al joyero que juntase la cadena que se quitaba lentamente, a los diversos objetos que él debía enviarle para elegir a la mañana siguiente. Pero, cuando le fueron llevados, buscó inútilmente la cadena deseada. -¿Cómo es posible que usted la haya olvidado? -dijo al joyero con impaciencia. El respondió que la cadena se había roto cuando se le quiso suspender el reloj que le estaba destinado y que serían necesarios muchos días para componerla. 154
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El embarazo, la sonrisa que acompañaron a esta respuesta le daban de tal modo el aire de una mentira que Matilde pidió al señor C... que le dijera simplemente la verdad. -Si usted lo exige, le confesaré, señora que la cadena me ha sido robada lo diré así, por una persona a quien he cometido la tontería de decir que la señora duquesa de Lisieux acababa de examinarla y que la encontraba muy bonita. -¡Qué extravagancia! -, dijo Matilde enrojeciendo; -esa persona ha de haber querido bromear; seguramente va a devolverle la cadena. –¡Oh! no, señora; no cuento con ello, ya la ha mandado pagar, y si la señora supiese el nombre del comprador vería bien que no tengo ningún medio para hacérmela devolver; pero he encargado otra igual y dentro de poco la señora duquesa... -No quiero otra -interrumpió vivamente Matilde; -trate solamente de que no ocurra lo mismo con las otras joyas que le falta remitirme. Y el señor C... se retiró haciendo un profundo saludo. Pocos días después los gendarmes y las lámparas colocadas en la puerta del señor Ribet hicieron saber a los transeúntes el motivo que reunía tanta 155
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gente de opiniones, de gustos, y de barrios opuestos. Ya los bobos malignos se divertían en ver desfilar a paso lento la carroza del embajador seguida por el humilde fiacre del pariente; los chistes, las pullas se renovaban cada vez que el cortejo se detenía y los invitados se reían, a pesar de su continente, altanero, obligados a sufrir pacientemente las sentencias severas que partían de entre la multitud. Con la fortuna del señor Ribet, era fácil imitar y aun sobrepasar el lujo de la mayor parte de nuestros grandes señores, y se hubiese obtenido de su familia que guardase silencio sobre las cosas que ignoraba se hubiera podido creer en casa de las personas habituadas a la elegancia y a todo el decoro de la gente distinguida. Siendo el señor de Varéze el oráculo de la familia se le consultaba siempre sobre la mejor manera de invertir una renta considerable y gracias a sus consejos, el señor Ribet había llegado a tener lo que en París se llama una buena casa; el espíritu de orden del dueño se hacía reconocer a través de la magnificencia que desde luego hería las miradas. Sus departamentos estaban decorados con tanto buen gusto como riqueza sus cuadros bien escogidos, su gente bien vestida su mesa servida con todo el es156
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plendor posible; en fin, se puede decir que en ese conjunto perfecto él y los suyos eran los únicos disparates. Era sobre todo cuando se hablaba de las obras de nuestros grandes maestros, de antigüedades, o de libros preciosos que se admiraban en su casa cuando el bueno del señor Ribet se mostraba en toda la ingenuidad de su ignorancia. Deslumbrado por el efecto de un cuadro, se le preguntaba de qué pintor era. -A fe mía no me acuerdo -respondía él con el tono de un hombre que no está hecho para entrar en esos detalles. -Sin embargo –agregaba -éste debe ser de Girodét... o de Tenières, pues he pagado dos el invierno pasado que se llamaban así; por otra parte, Varéze se lo dirá, más seguramente; él es el que los ha encargado. En cuanto a estas fruslerías -decía mostrando los modelos en pórfido de los templos de Pestum, -lo he adquirido en la venta de Denon. El mismo los había traído de Egipto, y esto da bastante bien la idea de los monumentos de aquel país. En cuanto a estos libros, se los recomiendo como los mejores que ha encuadernado Thouvenin. 157
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Di, papá, como los mejores que ha escrito Voltaire, pues es su teatro -interrumpía entonces la señorita Aspasia siempre dispuesta a corregir los yerros paternales, con una exactitud que probaba más su ciencia que su respeto filial. Y estas pequeñas escenas grotescas divertían de tal modo al señor de Varéze, que sus enemigos le acusaban de no reunir en casa del señor Ribet tantos objetos preciosos sino para proporcionarse el placer de oírles hablar.
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XVI Los salones deslumbrantes de luz comenzaban a llenarse; la señora Ribet, colocada cerca de la entrada principal, saludaba humildemente a las personas que se anunciaban y las conducía hasta cerca de los primeros asientos vacantes sin inquietarse por la vecindad que les imponía. El señor de Varéze, de pie delante de la chimenea hacía a este propósito observaciones de las cuales la malicia de la señora de Cérolle parecía divertirse mucho; la marquesa D'Erneville estaba sola en un canapé, rodeada de sillones guardados por el señor Ribet con un celo impertinente para las personas que, intentaban sentarse en ellos. No permitía otra aproximación que la de la señorita Aspasia cuyo aspecto deslumbrante, maneras infantiles, aire púdico y. falda demasiado corta ofrecían un raro conjunto de audacia y de mo159
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destia. Todos sus cuidados eran para su futura tía; se diría que convirtiéndose en su nuera pues la señora D'Erneville representaba entonces a la madre de Rodolfo, la señorita Aspasia había cesado de pertenecer a la familia Ribet. En compensación de esta injuria el buen Rodolfo parecía olvidar su nacimiento, mezclándose sin orgullo a los parientes de su novia; la señora Ribet se los presentó uno tras otro y pronunció sus nombres sin hablar de su estado, a menos que fuesen empleados en el ejército: entonces no dejaba de citar todos los grados superiores al de capitán, enorgulleciéndose de mostrarle a sus parientes en estado jerárquico más elevado. La parte militar de la familia tenia bastante buena apariencia mezclándose con ventaja a los elegantes de que se adorna la Corte; la parte francamente, burguesa se hacía notar por su actitud conveniente; composturas simples, pero correctas; maneras naturales, pero quietas; una alegría que se veía sin entenderla; una cordialidad no familiar; en fin, por todo lo que una buena educación añade al bienestar de una fortuna honorable. Pero no se podría decir otro tanto de la parte pretenciosa y brillante de esta numerosa familia; todas las ridiculeces pasadas y presentes se encontraban reunidas, y se 160
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podría formar de ello una idea escuchando lo que decía el señor de Varéze a la señora de Cérolle. -Note ese importante personaje y le designaba a un hombre de aspecto asaz común y al cual se rendían honores particulares: -usted adivina fácilmente, por su aire apático, por las cortesías de que se le abruma que es poseedor de una fortuna colosal de la que cada uno espera sacar algún provecho, sea para sus negocios o para sus placeres; es uno de esos mondors republicanos que tiene una corte como todas las potencias. Este tiene sus aduladores, sus periodistas, sus cancioneros, sus complacientes y su policía; todos ellos viven a expensas de él que les escucha y truenan contra la vanidad de los grandes bebiendo el vino del advenedizo en copas doradas; como todos los cortesanos tienen frecuentemente que devorar numerosas humillaciones; el amo les saluda rara vez, o nunca no les responde tampoco. Pero los días de fiesta les permite secundar a la servidumbre en el arreglo de su palacio, de mantener el orden en medio de la multitud que colma los salones y de velar porque se robe la menor cantidad posible de chales, de pieles y hasta de cubiertos. «Ese joven que le sigue con la cabeza alta y los cabellos ensortijados, debe pronto a lo que se dice 161
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desposar a la nieta de un millonario; es un pariente próximo de la orgullosa Aspasia, ella lo ha presentado ayer a la señora D'Erneville que, sea por temor o por capricho, estuvo muy cortés con él; pero bien hace en emplear con él esas maneras graciosas, ella es marquesa: es en vano que espere atraerle... ¡Mire cómo pasa delante de ella sin saludarla!.. El llama a eso independencia» -¿Y a ese otro que afecta un aire indolente y una sonrisa desdeñosa, le conoce usted? -preguntó la señora de Cérolle. -¡Si le conozco! ciertamente, señora: es, se dice, la copia estúpida de un pobre original. -En efecto, su apostura es fingida se ve que esas ridiculeces no le pertenecen. ¿Cómo se le llama? -Mi bufón -dijo Alberico inclinándose con un aire modesto. -¡Qué! ¿es a usted a quien pretende imitar tomando esa actitud negligente y ese aire chocarrero? -Así se afirma, señora, y usted podría convenir en que no tiene amor propio para declararlo. -Si es verdad -replicó la señora de Cérolle que usted tiene algo que ver con las muecas que afean su hermosa cara en sus maneras abandonadas y en su 162
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mirada insolente, es indudable que no hay en eso de qué alabarse. -¿Aun si yo tuviese mi parte en el éxito que él obtiene aquí? -¿ Cómo agrada arreglado así? -Hace furor, le digo; estas damas están locas con él a pesar de todo lo que tienen que sufrir de su ruda ironía. Critica implacablemente sus vestimentas, bromea sobre sus maridos, nombra en alta voz a sus amantes sin excitar un instante su cólera. Han convenido en reír de todos sus chistes de mal gusto, de sus historias escandalosas, aun cuando ellas reconozcan la suya y cuando ha estado malvado hasta la atrocidad y alegre hasta la indecencia exclaman: «En verdad, es todo el espíritu del señor de Varéze» –¡Qué extraña lisonja! -Pero he aquí a la adorable baronesa del Renel -continuó Alberico; -es necesario toda la atracción que me encadena cerca de usted, para impedirme volar sobre sus pasos. -¿Es tan seductora entonces, como para inspirarle a usted tales transportes? La encuentro un talle muy lindo, está bien vestida pero no me parece ni joven ni bella. 163
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-¿Y qué importa? -replicó Alberico; -se puede pasar sobre muchas otras gracias, cuando se posee el encanto de una conversación semejante a la suya. -¡Ah! ¿tiene ingenio? -Como nadie, se lo aseguro; es menos la abundancia de las ideas que la novedad de las expresiones lo que hace su conversación tan interesante; no dice nada como otro y si yo fuese tan dichoso como para atraerla hacia aquí, usted vería si entra la menor ceguedad en mi pasión por ella. -Pero este círculo se hace tan imponente que no osará atravesarlo-replicó la señora de Cérolle. -Verdaderamente, usted la conoce bien; la señora del Renel no tiene esa cortedad burguesa que clava a una pobre mujer en la silla donde se la ha colocado. Ha notado que las damas de alta alcurnia se levantan a placer para recorrer los salones, interpelando a toda la gente que conocen y hablándole en alta voz de aquello que les concierne, seguras de que los más pequeños detalles que ocupan a una mujer de la Corte son siempre de un gran interés para las de la ciudad; la señora del Renel imita esta noble confianza de una manera enteramente particular. 164
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Al terminar Alberico estas palabras, vio a la elefante baronesa avanzar intrépidamente hacia una persona sentada a poca distancia de las señoras de Cérolle diciendo: -¡Oh! buen día querida condesa ¿cómo va la salud y la de los niñitos? ¿por qué no ha traído usted a la bella Celina? Ya comprendo, ella no hubiera estado aquí en sus átomos. Prefiere más leer un volumen de Vater Cott o un capítulo de Virgilio, que quedar estancada en un sofá, a mirar los unos, los otros; y luego las arrias de la toilette -, yo sé algo de eso; Herbault me ha hecho esperar esta toca hasta las nueve, juzgue de mi impaciencia: en verdad yo bebía mi sangre. -¡Dios mío! -exclamó la señora de Cérolle -¿qué dice? –No se espante usted -respondió riendo Alberico, -la baronesa no es tan sanguinaria como dice; habrá oído a cualquiera de sus admiradores que se comía los sesos de impaciencia y es así que ella pone los proverbios más comunes a la altura del lenguaje florido. Su hermana, que usted ve detrás de ella, desesperando de alcanzar la elegancia de manera desprendida de la baronesa y pensando, además, que, serían menos convenientes a una doncella de 165
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treinta años, ha tomado el partido de la languidez y de la sensibilidad; todo la conmueve igualmente, ve en las acciones más indiferentes la confesión de los más ardientes sentimientos y en la más loca alegría un impulso del corazón. Es un encanto provocar su enternecimiento general y Dios sabe las elegías que, me va a hacer sobre la suerte que espera a su prima; ¡el casamiento le inspira tal horror... por las otras!... ¡Ah! es una excelente persona se lo juro; en ella la envidia se torna en piedad. -¿Y qué placer encuentra usted en oír el arrullo de esa viejo, paloma? -Un placer que no se encontrará jamás cerca de usted insensible; nosotros deploramos juntos los peligros unidos a la belleza al ingenio, al talento, al brillo de cualquier género; yo le digo que una mujer superior es un ser que rompe la armonía de la sociedad, ella me pondera las delicias de la obscuridad y me dice, dejando escapar un suspiro, que no se ama bien sino en la sombra. Yo le pregunto con un tono dulce si ella ha conocido el amor, y como le hago esto, pregunta todas las veces que la encuentro, ella responde con presteza y veo entonces iluminarse y humedecerse sus ojillos con una lágrima 166
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que cae al compás de estas palabras: «No he conocido nada más que las penas» -Lo que es una honesta manera de buscar los placeres -interrumpió la señora de Cérolle -y usted está encantado de esa confesión furtiva. Yo jugaría que con su paciencia para aguantar sus languideces ella está, tentada algunas veces de creer que usted la ama. -¡Algunas veces! Puede usted decir siempre. -Bien ¿qué hará usted de esa certidumbre? -Su felicidad y la mía; le daré la dulzura de compadecerme, reservándome el placer de huirle. Yo no soy de esa clase de novios eternos que se van a ofrecer de familia en familia sin casarse jamás y que se hacen despedir el día que la ilusión se desvanece. Odio al que engaña y la sensible Evelina sabe que estoy encadenado por juramentos que no me permiten consagrarle mi vida. -Mire -dijo la señora de Cérolle con el acento del despecho, -yo creo que ésta es la belleza que podría pedirlo cuenta de sus tiernos juramentos. ¡Ah, Dios mío, qué pálida está! ¿ Sabe usted que, si no tiene cuidado ella ya no estará, fresca dentro de seis meses? 167
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Alberico, no respondió nada; acababa de oír anunciar a la duquesa de Lisieux y jamás Matilde le había parecido más bella; la contemplaba con una especie de recogimiento religioso. El contraste de su vestimenta elegante con el abatimiento de sus rasgos, el de su encantadora sonrisa con la profunda melancolía pintada en su mirada envolvía toda su persona en una magia desconocida. Estaba engalanada con gusto, graciosa como cuando se quiere gustar, y para mayor atractivo se veía que había llorado. Apenas se había sentado ¡Matilde al lado de la marquesa D'Erneville cuando Alberico, había dejado ya el sitio que ocupaba junto a la señora de Cérolle. Las maledicencias que le habían divertido, hasta ese momento le hubieran parecido insoportables en presencia de la que hacía latir su corazón. No es una de las menores prerrogativas del amor hacer a la malicia fastidiosa.
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XVII La llegada de la duquesa de Lisieux es la señal de la solemnidad. El señor Ribet viene a ofrecerle el brazo para conducirla al salón, donde un joven y movedizo notario, la espera con la pluma en la mano para hacerle firmar el contrato, cuya lectura había tenido lugar por la mañana en comité secreto. La señora del Renel se adelanta enseguida paya firmar después de la duquesa pero su calidad de parienta que hace valer muy alto, no es reconocida y los embajadores, sus mujeres, un ministro, los mariscales de Francia y todos los que llevan algún signo distintivo pasan antes que la baronesa ella se venga hablando con un general-diputado de quien se alaba el espíritu y le pide su opinión sobre el discurso de M... 169
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-En cuanto a mí -agrega ella, -me ha parecido tan largo, tan preliminar, que he levantado el pie antes del fin. Todos ríen y la señora del Renel, satisfecha de su éxito, redobla su seguridad; distingue a Alberico y le cumplimenta a través del grupo que le separa sobre el talento con que ha dirigido ese gran asunto. En vano él le hace seña de no herir su modestia de no ponerlo en escena delante de tanta gente; ella se obstina en mostrar con qué tono tan familiar le trata le llama Alberico o bien el encantador maligno y muchas gentilezas semejantes que colocan en un suplicio al señor de Varéze, pues él está preocupado por otra idea muy diferente de la de reír de las expresiones cómicas de la señora del Renel. Se pasa a la habitación donde las más ricas prendas de vestir rodean y llenan una inmensa canastilla. Se recrea en el buen gusto, la magnificencia de cada uno de los objetos que la componen volviendo una mirada lisonjera sobre la duquesa de Lisieux, pues el conde Rodolfo no ha dejado ignorar que ella los hubiese elegido. Una sola joya es criticada por la señora de Meran; es la cadena de un pequeño reloj de Breguet, que le parece de un trabajo 170
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recargado y demasiado pesada para el ligero dije que sostendrá. -Tienes razón -dijo Matilde -es más rica que linda; yo había escogido otra y no sé por qué la han sustituido por ésta. En este momento, Alberico avanza para admirar más de cerca el reloj imperceptible; quiere saber si difiere mucho del suyo y aproximando el uno al otro deja ver la cadena que suspende un reloj a su cuello. Matilde no puede contener una exclamación al reconocer esta cadena por la que ella había escogido, pero apartando enseguida los ojos, el cuidado que pone en parecer no haberla visto, de no estar impresionada instruye a Alberico del efecto que ha producido su cadena; la vuelve a su sitio, sin tener el aire de haber querido mostrarla. Entonces las mujeres rodean a la duquesa de Lisieux. Quieren saber si ella ha hecho hacer las guarniciones del manto de Corte de la casada de dónde vienen las flores, los encajes que componen los diferentes adornos. Los hombres hacen malas bromas sobre las camisetas bordadas y los objetos íntimos del vestuario, lo que sugiere a Matilde la reflexión simple de que bien se podría dispensar de exponer a las miradas de todo el mundo las camisas, los cal171
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zones, las medias, en fin, lo misterioso de las ropas de una mujer. Parece que esta costumbre tiene algo de impúdico que debería chocar al buen gusto de los franceses. Durante este tiempo el grupo de las amigas que la señorita Aspasia ha reunido para humillarlas con su pompa hacen sus observaciones sobre los vestidos destinados a su rica compañera y encontrándolos admirables por otra parte, una de ellas dijo con el acento del más tierno interés: –¿Cómo se ha tenido la idea de elegirle un color gris? Con su cara larga y pálida parecerá una muerta en ese vestido. –Creo que ése le sentará mejor que este otro -decía otra mostrando un traje de moaré azul; -aunque se ajuste mucho, nunca parecerá delgada de talle con ese color; ¿y qué les parece a ustedes esta guirnalda de espigas de diamantes mezcladas con rosas blancas y montada a la antigua? Para ella que, tiene la cara menos griega que se pueda encontrar, esto es un rico fardo que la aplastará. -Y después, cuando una mira a su marido –dijo una tercera a media voz, -una se ve forzada a convenir que todo, esto ha sido pagado muy caro. Yo no tengo su fortuna pero, ciertamente, nada hubiera 172
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podido decidirme a desposarme con semejante mamarracho. -Es por un nombre -dijo una de las más lindas del grupo, -pero la pobre, chiquilla no sabe lo que le costará, ser condesa. ¿La bella Aglaure, con la que hemos sido educadas, no tuvo el mismo capricho? Pues bien, pregúntenle lo que ha sufrido, cada vez que oía decir detrás de ella: «¿Cómo es posible que la hija del señor... la nieta de un señor... se encuentre aquí al lado de nosotros? Verdaderamente, es una vergüenza», y cien exclamaciones igualmente graciosas. Las damas de la Corte la recibieron tan mal cuando quiso colocarse entre ellas como tenía derecho por su rango, que concluyó por no ir más y que ha ido a enterrarse en un viejo castillo, para ponerse al abrigo de todas las humillaciones con que se la abrumaba en la Corte. No seré yo la que haga nunca un casamiento semejante. Sería necesario que encontrase un mozo muy seductor y que me hiciera volver loca para decidirme a pagar su nombre con tantos sacrificios. Diciendo estas palabras la señorita Felicia B... lanzaba una dulce mirada al joven conde D'Erneville que afectaba no observarla pues el primer principio, de un hombre que quiere estar a la moda es 173
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parecer consumido de hastío por las zalamerías que se le dirigen: los más sabios van hasta a desdeñar visiblemente lo que codician en secreto. Así como los prácticos agricultores sacrifican los primeros frutos para aumentar más tarde la cosecha. Pero dos puertas se abren todos se precipitan hacia una sala donde un pequeño teatro decorado por nuestros más hábiles artistas promete una pantomima y acaso un entremés. En el apresuramiento de las mujeres por invadir los mejores sitios, en los codazos que se distribuyen para llegar más pronto, se podría uno creer a la entrada de un verdadero espectáculo. El serio Ribet que asistiera a la comedia de sociedad de la duquesa de S... sabe que en esta ocasión la buena compañía se parece mucho a la otra y ha resuelto apostar un piquete de amigos valerosos para oponerse a la invasión de los primeros asientos. Alberico ofrece su brazo a la señora D'Erneville seguro de que Matilde será colocada junto a ella y que se encontrará mejor situado para verla. Con esta intención, rehúsa modestamente todos los sitios que se le ofrecen y va a sentarse en un ángulo del escenario, a fin de poder ver muy mal el teatro y muy bien la sala. 174
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Cuando todas las mujeres se han sentado, la señorita Aspasia se levanta y haciendo un signo a la niña que tiene una canasta llena de abanicos y de bolsas, se dispone a hacer la distribución comenzando por los mejores. En este instante el señor de Varéze hablaba con el señor de Lormier. Repentinamente deja de hablar, el otro aprovecha la ocasión para desarrollar su capítulo de verdades incontestables, sin darse cuenta de que Alberico no le escucha y que concentrado en lo que pasa por el rostro de Matilde espía el momento en que abrirá el abanico que le ha sido destinado. Lo abre, sus ojos parecen clavados en el paisaje que se encuentra pintado, no se atreve a levantarlos su respiración es más rápida y lleva la mano a la frente, como para disimular la emoción que se podría leer. Pero la emoción la domina siente lágrimas prontas a caer y este abanico, causa de tan vivo enternecimiento, va a servir para ocultarlas. ¡Qué encanto está contenido en este poder de hacer nacer con una palabra un recuerdo, un tierno cuidado, la palidez o la sonrisa en un hermoso rostro! ¿Por qué es necesario que ese poder divino sea más frecuentemente acordado a las gracias del espí175
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ritu que a las cualidades del alma? Se acusa a las mujeres de dejarse seducir demasiado fácilmente por las delicadezas de un amor ingenioso, y de preferirlas frecuentemente a las pruebas auténticas de un sentimiento irrecusable. Pero esas grandes pruebas, esas consagraciones heroicas, se parecen a las salas de esos brillantes palacios, que no se abren sino en los días de las solemnidades. No son de ninguna utilidad en el comercio de la vida y el salón donde se habla la alcoba donde se piensa la biblioteca que provee cada día a nuestra inteligencia nos parecen más agradables de habitar. Los pequeños cuidados reclaman demasiado tiempo, habilidad y buen gusto; no es el monopolio de todos. Las palabras de un fatuo son ofensivas, las de un tonto ridículas y las que gustan, aunque sean peligrosas, como no pueden provenir sino de un hombre amable tienen siempre éxito. La señora D’Erneville que tiene derecho al más bello abanico, quiere ver el de su cuñada; pero se lo pide en vano; Matilde no puede separarse de él, y la señora de Meran toma el partido de quitárselo de las manos, para saber si merece la atención que parece absorber a su prima. 176
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-¡Ah! -exclama mirando el dibujo.-Es la isla de los Álamos. Aquí está el lago, la tumba; esta mujer con su talle inclinado, su chal azul y su velo es muy fácil de reconocer; ¿pero qué palabras son las grabadas en la piedra estas palabras que ella parece querer leer? -Si usted quiere prestármelo un momento -dijo Isidoro que se encontraba cerca de la señora de Meran, -estoy seguro de descifrarlas. El abanico pasó a las manos del joven conde que leyó en alta voz este pasaje de una carta de Rousseau a la señora D..: «No me ha faltado para ser mejor sino ser amado» Escuchando estas palabras que hablan substituido a las que ella misma grabara sobre la tumba de Rousseau, Matilde ya no duda de la mano que las ha trazado ni del nombre de ese desconocido, que había ido a establecerse durante algunos días en el albergue D'Ermenonville. Parece imposible que se puedan tomar tantas penas por presentarse al recuerdo de una mujer, para tratar de conmover su corazón por tantas manifestaciones de una secreta y constante preocupación, sin amarla profundamente. El amor propio, el despecho, pensaba Matilde pue177
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de servirse de los mismos medios, pero sólo el amor sabe apropiarlos a su lenguaje, y se puede juzgar del sentimiento que inspira tantos cuidados delicados, por el efecto que producen. No, agregaba, estoy demasiado emocionada para que él me engañe, y con el alma llena de esta dulce creencia no osaba levantar los ojos, pues se sentía por así decirlo, bajo la acción de la mirada de Alberico y ella temía dejar leer en la suya.. -«No me ha faltado para ser mejor sino ser amado» -repitió la señora de Meran. -He ahí una situación alentadora. -Y bien puesto sobre un abanico -dijo riendo la señora de Cérolle -pues así la lleva el viento. La voz de esta mujer que recordaba a Matilde todas las faltas de Alberico, le produjo una sensación tan dolorosa que, habiéndolo sin duda observado, el señor de Varéze impuso silencio a la señora de Cérolle haciendo seña para que se levantase el telón; pero los actores no estaban aún en escena y la señora de Cérolla hubiera tenido tiempo de decir muchas otras cosas, si Alberico no hubiese adivinado todo lo que hay de penoso en sentir turbada una dulce emoción por una inflexión desagradable. En efecto, el acento de esta voz enemiga había sor178
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prendido a Matilde en sus ensueños de esperanza y le había hecho experimentar la misma sensación que produciría un falso acorde en medio de una armonía celeste.
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XVIII Se interpretaba una de las más hermosas obras del señor Scribe y a pesar del placer que, se habla tenido en verla representar muchas veces, se reía siempre de la mixtificación de un tío más espiritual que lo que ordinariamente suele representársele en el teatro y se interesaba aún en el despecho de la amable heredera. Matilde sobre todo, encontraba su debilidad en el amor de esa joven viuda por un hombre interesante, burlón y ligero, y suponía a Alberico capaz de haber tomado tanta parte en la elección de esta pieza domo en la de los abanicos. Cada palabra de este papel de amante, desde luego tan frío, tan burlón, enseguida tan francamente apasionado, parecía una explicación directa a la manera de ser del señor de Varéze hacia Matilde; si ella era podido equivocarse esas confesiones, palabras de 180
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amor pronunciadas por el actor y sostenidas por una mirada de Alberico, la hubiesen convencido bastante, del cuidado que él había tenido en obligarla a escuchar por ese medio todo lo que ella no le hubiera permitido decir. En el entreacto que separaba esta pieza de una farsa de variedades, los hombres dejaron los asientos para circular por la sala y el señor Ribet fue a recibir los cumplimientos de las espectadoras sobre el desempeño de los actores y sobre los placeres de una reunión tan bella. -No es mío el mérito -repetía a todo el mundo, -y sin Varéze nada hubiese estado tan bien; él es el que ha dirigido el espectáculo. ¡Oh! nada es como un amigo entendido; y los abanicos -agregó dirigiéndose a la señora D'Erneville y a la duquesa de Lisieux, -¿cómo los halláis? -Encantadores -respondieron ellas. -Pues bien es aún él quien los ha elegido, él sabe lo que conviene a todas las mujeres elegantes; no temáis que dé a la morena lo que sólo sienta bien a la rubia a la vieja lo que es de la joven; tiene un tacto, un gusto que no se desmienten nunca. Así, no conozco mujer mejor puesta que la pequeña Rosina; 181
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de todas las bailarinas de la Opera es la más elegante. Esta comparación, poco galante, no mediocremente gustó mucho a las señoras, lo que no impidió al señor Ribet continuar el singular elogio que hacía de su amigo y de alabar hasta la saciedad la finura para descubrir los menores deseos de las mujeres y satisfacer hasta sus caprichos. -Es lo menos que les debe por todo el mal que dice de ellas-pronunció una voz que Matilde creyó reconocer. En efecto, era la de la señora D'Al... que decía a su hija: –¿Has oído lo que al oráculo del señor Ribet deben todos los que están aquí a comenzar por la familia del dueño de casa? Tú estás al lado de la señora de Cérolle y bien sabes si para agradarle ha esparcido burlas y epigramas; los hace a maravilla convengo en ello; pero un talento tan sostenido en ese género no pertenece más que a un mal hombre, y si me crees, querida no debieras invitarle a tu próximo baile. Se danza mal en frente de una batería que tira sobre la concurrencia y el fuego de su mofa no es menos mortífero. 182
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-Pero si no le invito -respondió la hermosa señora T... a su madre, -me haré de un enemigo. -Más vale eso que lo contrario; el único medio de desconcertar la ruindad de esta clase de personas, mi niña es romper toda clase de relaciones con ellas: desacreditas su maledicencia desde que se sabe el motivo; dirán ellos sobre ti las verdades más duras, revelarán tus secretos más íntimos, pero no se tendrán en cuenta sus especies sin atribuirlas a un sentimiento de venganza; en cambio, tolerando sus defectos en la esperanza de librarse de ellos se da a su malicia toda la autoridad de la amistad. ¿Cómo no creerle a ese amable calumniador? Ustedes son sus amigas, pasa la vida en sus casas, los intereses y las ridiculeces de ustedes le son conocidos; el fondo de la historia que él borda a su agrado es verdadero; una está obligada a reconocerlo y lo verdadero que dice quita todo recurso contra lo falso que añade. Créeme, querida hay menos inconvenientes en afrontar la enemistad que en secundar la perfidia. No recibas más al señor de Varéze. La función que se reanudaba puso fin a esta conversación de la Matilde no perdió una sola palabra, pues la señora D'Al... y su hija estaban sentadas detrás de ella y creyéndola distraída por lo que 183
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le decía tanta gente ocupada en saludarla habían hablado con toda confianza. Este aviso maternal, dictado por una razón tan clara inspiró tristes reflexiones a la duquesa de Lisieux y emponzoñó el deliquio de sus fantasías llenas de esperanza. ¡Es tan dulce creer en las conversiones que solamente el amor puede realizar! Matilde pensaba que el temor de afligirla triunfaría de la disposición natural de Alberico y que si sólo era necesario amarle para hacerle mejor, tal vez haría bien en demostrarle más interés; pero cuando la debilidad la llevaba a pensar así, el recuerdo del complot de Alberico con la señora de Cérolle la opinión que cada cual tenía de este hombre, que parecía tan peligroso, y más aún la incertidumbre del sentimiento que él le inspiraba la hacían renunciar al proyecto de convertirle y la afirmaban en la resolución de ocultarle todo lo que sentía por él. Pero esta resolución tan fielmente guardada no engañaba sino su prudencia; Alberico leía en ese corazón a la vez tierno y valeroso y lo atormentaba mucho menos la incertidumbre de ser amado que la imposibilidad de convencer a Matilde de todo el amor que sentía por ella. En efecto, ¿cómo hacer creer en la seriedad de los sentimientos de que uno se ha burlado perpetuamente? 184
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XIX Se había representado ya la mitad de la pieza cuando el señor C... P... y el mariscal de Lovano llegaron; se les abrumaba a preguntas, y desde ese momento, fue imposible a sus vecinos oír nada de la comedia. -¿Qué ha hecho usted en su cámara hoy se preguntaba al señor C... P... -Bien ¿y para cuándo la mascarada? -preguntaba otro al mariscal. -Pomposos discursos y pobres leyes -respondió el primer interpelado. -Las princesas no han fijado aún el día señoras, pero se decía esta noche a la partida del rey, que tal vez fuese el domingo -contestó el segundo. -¿Cree usted que la reforma de B... C prosperará? 186
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-Sí, a condición de que D... M... no la sostenga. -¿Nos disfrazaremos de galas o de odaliscas? -Ustedes verán que el Ministerio se verá obligado a ceder. Tiene el furor de querer conciliarlo todo y será volcado por ambos partidos. -Es verdad que no tiene de su parte sino la gente razonable; pronto será vencido por el número. -Ni de odaliscas ni de galas señoras; para disfrazarlas lo menos posible se ha resuelto, vestirlas de cortesanas de Luis XIV. Ustedes saben si eran bellas espirituales... -Y galantes -añadió una dama que no había sido invitada a participar de la fiesta. -Se pretende que D... habló muy bien; ¿ qué ha dicho? -Nada. En lugar de respetar la ley ha contrariado al relator y dejando lejos la cuestión se ha paseado de acá para allá, sembrando por todas partes frases de retórica. -¿Y qué hacían entretanto los ministros? -Su correspondencia. -Yo creo que hacían bien en escribir a sus parientes-dijo un burlón de la Bolsa riendo a carcajadas. 187
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-¡Oh! -replicó el señor C... P... -Ustedes no lo habrán perdido cuando ya lo sentirán. Nosotros somos así en Francia no tenemos ninguna consideración hacia el bien. Es la perfección la que nos hace falta e inmediatamente no tenemos en cuenta para nada las dificultades que aportan las circunstancias, la fuerza de las cosas; preferimos lo peor a lo mejor por venir. -¿Qué se decía de los rusos esta noche señor mariscal? -Que estarán antes de seis meses en Constantinopla. -Lo sentiría mucho -exclamó el señor Ribet. -¿Y por qué ese gran interés en favor de los turcos? -replicó aquél. -¿Quiere usted saberlo? Es que los turcos no han venido nunca a saquear mi palacio, beber mi vino y hacer un harem de mi ciudad. He aquí una razón que vale todas las de la política; convenga usted en ello. Y usted, mi querido conde -agregó el señor Ribet, -¿de parte de quién está, de los turcos o de los rusos ? -Yo estoy por el primero que venza al otro.
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-Ustedes los militares no conocen más que a los vencedores. Pero, ¿y si una de las dos potencias llegase a ser demasiado fuerte?... -La combatiríamos -interrumpió Alberico, -y eso nos divertirá. -¡Bello placer! ¿Usted desea la guerra? -Siempre. En Francia no hay más que ese medio de vivir en paz. -¡Qué cabeza insensata! ¿Y el comercio? -Ustedes ya están demasiado ricos. -¿Qué haría usted de los obreros? -Conscriptos. -¿Y de las manufacturas? Casernas. -¿Y quién vestirá a las tropas? –Los vencidos. -Ya no estamos en el tiempo en que los soldados marchaban a pie desnudo hacia la victoria. -¿Qué sabe usted, mi querido Ribet? Esos soldados han hecho a los pequeños y yo le afirmo que no faltarán oficiales para conducirles. Siempre habrá entre nosotros gente feliz de hacerse matar gloriosamente aunque no fuese más que con la esperanza de un recuerdo -agregó el señor de Varéze mirando a Matilde. 189
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Estas diversas conversaciones eran interrumpidas por los chi que partían de toda la sala. La pieza había terminado pero un ingenioso vaudevilliste la había prolongado con algunas coplas alusivas a la circunstancia a la belleza de la novia a las virtudes de su familia al valor de su futuro y a la nobleza de sus abuelos; estaban rimadas bien que mal, sobre el aire: Es necesario esposos adecuados. El autor había distribuido tan hábilmente sus elogios, que, aunque no dirigidos a nadie en general, todas las vanidades quedaban satisfechas.
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XX Después de haber prodigado sus aplausos al poeta y a su sujeto, los invitados se trasladaron a otros salones, donde los esperaban muchas mesas magníficamente servidas. En esta clase de solemnidades, los puestos son poco más o menos distribuidos como en el teatro, a cada uno según la naturaleza de su empleo; el padre noble debe dar la mano a la madre, el amante a la amante, así sucesivamente, y el que ha conducido la intriga ordinariamente no es el menos considerado: es sin duda en razón de las obligaciones contraídas con él, por lo que el señor Ribet había reservado al conde de Varéze el honor de ofrecer el brazo a la señora de Lisieux para conducirla a través de una larga galería hasta el sitio que debía ocupar en la mesa de vermeille. Así es como la señora Ribet designaba a la destina191
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da para la aristocracia de los invitados. En esta ocasión fortuita de decir o de oír lo que se desea tan vivamente anhelada por aquellos a quienes tantos obstáculos separan, se cree que. Alberico, la aprovechará para justificarse, para atraerse directamente una de esas frases, de esos reproches que valen una confesión; le espera que su espíritu, tan ingenioso en encontrar los medios de hacer llegar a otro su pensamiento, no dejaría escapar ese momento precioso. Pues bien, esa seguridad, esa presencia de espíritu, esa facilidad de expresión que le distingue, lo abandonan en ese instante hasta el punto de asombrarle a él mismo. Siente, el brazo de Matilde apoyado dulcemente en el suyo, pues apenas puede sostenerse; la turbación que ella experimenta se comunica al corazón de Alberico y redobla sus latidos, una emoción desconocida se apodera de él, sus ideas se confunden no puede expresar ninguna y Matilde le hubiera creído repentinamente insensibilizado si el temblor que él sentía no se hubiese transmitido al brazo posado sobre el de Alberico. ¡Cómo lo sabe ella resuelto a callarse entonces que la frase más espiritual desvanecería esa dulce emoción! Han llegado ya al sitio guardado para la señora de Lisieux, los dos quedan de pie detrás 192
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del asiento, sin pensar que ella debía sentarse. La señora Ribet le ruega que lo haga; Matilde deja el brazo del señor de Varéze, y notando la profunda tristeza que se pintaba en sus facciones en el momento de la separación, le entrega su abanico diciendo: -Guárdele durante la comida, pero no lo pierda. Una mirada llena de reconocimiento respondió solamente a esa recomendación graciosa. -¿Y a mí qué se me dará a guardar? -dijo el mariscal de Lovano, a quien Matilde no había visto a su lado. -Usted tendrá mi ramo -respondió ella con ese tono ligero que sirve tan bien para ocultar el embarazo de las mujeres. -Acepto, -respondió el mariscal, -y si el señor de Varéze, me cree, no devolveremos nada de lo que hemos recibido. -Me cuidaré muy bien -respondió Alberico, a quien la voz del mariscal devolvía por así decirlo, al mundo. -¿Y por qué así? -Porque la señora no me lo perdonarla -replicó el conde con aire triste. 193
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-¡Oh! eso no es cierto -dijo Matilde -tendré presente todos los recuerdos de este día. Luego, tratando de disimular su preocupación hablando de otra cosa preguntó al mariscal lo que había hecho de su ayudante de campo, del coronel Andermont, y le reprochó de haberle sin duda dado algunas ordenes, que le impedirían ir a esa fiesta. -Ya que su ausencia es tan vivamente notada por usted, señora me agradaría mucho haberla provocado; pero debo confesarle que no solamente, no he sido la causa de ella sino que he hecho mil instancias inútiles para que me acompañase. Ha pretendido que la dicha del conde Rodolfo no tenía necesidad de él como testigo y que tiene en general una antipatía invencible por los casamientos de aparato. Le he batido en su refugio, pero le apruebo. No hubiera sabido hasta qué punto se puede desear su presencia al lado mismo de las personas más amables. Eso no será lo que le interese menos de la crónica que le he prometido. -Yo querría saber, cómo se la hará usted –dijo Matilde -y las observaciones que él le hará. -Mi crónica le parecerá muy pálida después de la de su amigo -agregó en voz baja el mariscal, -pero le 194
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diré muchas cosas que él no sabrá de su confianza o de su indiscreción. Una sonrisa maligna explicó suficientemente a Matilde el sentido de estas palabras. Ella se felicitó de no tener que responderle pues el señor Ribet, que hacía su ronda se aproximó a ella para informarse de lo que podía desear, provocando su admiración sobre el golpe de vista que ofrecía una mesa, resplandeciente de oro de luces, de flores, y rodeada de mujeres encantadoras. Es así como el señor Ribet llamaba a un grupo de mujeres de lindos rostros y engalanadas, unas con la simplicidad, que conviene a aquellas cuyo lujo está reservado para la Corte, otras con toda la elegancia de las mujeres a la moda y otras con todos los diamantes, que, por falta de mejores ocasiones, Fe ven reducidas a mostrar en espectáculos o en familia. Muchas de ellas eran de una ridiculez hiriente y el mariscal se asombraba de ver a Alberico mirarlas con un aire indiferente y sin pensar en reír. -¿Qué tiene? -preguntó a la duquesa señalando al señor de Varéze, -¿y de dónde viene ese respeto por tantas caricaturas? ¿Las encontrará indignas de su burla o bien la reserva para nosotros? 195
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-Son, pienso yo, amigas de la casa -dijo Matilde con embarazo, -y él debe tener atenciones... -Excelente razón, a fe mía y que tendría gran imperio sobre su espíritu. No, diga más bien que él ahorra tantas víctimas para sacrificarnos una más noble. Yo lo sigo en su marcha -agregó el mariscal con un tono más serio. Veo todos los giros que hace para llegar a su fin, los obstáculos que crea para darse la gloria de vencerlos los intereses que pone en juego, los que desalienta las vanidades que convierte en cómplices de sus designios, en fin, observo sus progresos, y frecuentemente me he espantado... ¿Y usted? Esta pregunta puso en el colmo del suplicio a Matilde. Se esforzaba en vano por responder con una gracia; había lágrimas en el fondo, de su alegría y cuando al levantarse de la mesa tomó el brazo del mariscal, no se sintió con el coraje de reclamar a Alberico el depósito que le había confiado. El la vio entrar de nuevo a los salones sin mirar siquiera si él la seguía y tomar inmediatamente el camino del vestíbulo. Un momento después oyó llamar a los lacayos de la señora de Lisieux, quiso reunirse a ella hablarle pero muchas personas la rodeaban y el mariscal no la abandonaba. Era él quien iba a condu196
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cirla hasta su coche Alberico ya no tiene ningún medio de comunicarle lo que siente, la ebriedad en que le han colocado las pocas palabras que ella le había dicho, la impresión que él conservará eternamente de las miradas que las acompañó; en ese instante cruel hubiera dado hasta su esperanza por volver a los pocos momentos que, había dejado escapar sin hablarle de su amor. El sabe demasiado que lejos de él todo conspira contra el triunfo de ese amor, del cual quería dudar él mismo; preveía todo lo que la pérfida prudencia de la gente que le acusa de maldad intentará para destruir su débil poder sobre el corazón de Matilde; su espíritu tan diestro para preservarse de los lazos que se le tienden no sabe cómo prevenirla del mal que se le quiere hacer a los dos. Ha dado tantas armas contra él cuando no amaba sino combatir, que él día en que se siente vencido debe ser abrumado. Concentrado en estas reflexiones penosas había llegado casi involuntariamente hasta el vestíbulo y se disponía a dejar una fiesta que, la partida de la señora de Lisieux iba a dejar desierta para él, cuando las señoras de Cérolle seguidas por el señor Ribet vinieron a reclamarle para üir cantar las nuevas romanzas del señor B... 197
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-Son deliciosas -decían esas damas, -y usted no puede rehusarse a oírlas. Por otra parte la señora baronesa del Renel tiene cien cosas que decirle. -Son demasiadas seducciones a la vez -respondió Alberico, -y tengo un dolor de cabeza que me impide aprovecharlas. -Vano pretexto, la música le hará bien. -Y después, querido conde es necesario que convengamos la ora para pasado mañana -dijo el señor Ribet tratando de hacer entrar de nuevo a Alberico. -De aquí a allá vendré a recibir las órdenes de la señora Ribet -respondió él. -¡Cómo! -agregó la señora de Cérolle, –¿usted nos dejará atravesar solas nuestro barrio distante, cuando había prometido servirnos de escolta? He dicho a mi gente que colocase su coche junto al nuestro a fin de que pudiésemos partir en el mismo momento, y usted arriesga esperar una hora se lo prevengo. -Si es así aprovecharé el del señor de Lormier. A estas palabras la duquesa de Lisieux, que hablaba con el señor Ribet, levantó la voz para rogarle que le comunicara la hora en que dos días después, 198
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tendría que volver a su casa para acompañar a los esposos a la iglesia. -Supongo que será a eso de las doce; por lo demás tendré el honor de instruir personalmente a la señora duquesa -dijo inclinándose profundamente el señor Ribet. -Entonces, hasta pasado mañana a mediodía -repitió Matilde mirando a Alberico; -no le digo adiós. Y salió para subir a su coche. Alberico la siguió a despecho del señor de Lormier que, la retenía de una manga gritando, con todas sus fuerzas: -Espere, ése no es nuestro coche; usted va a enfermar, hace un frío de lobo. Alberico no hacía caso de esas prudentes recomendaciones. Estaba ya en la gradería expuesto, sin abrigo, a la lluvia helada que caía; miraba cerrar la portezuela del landó de la señora de Lisieux, con una atención singular, porque esperaba no pasar inadvertido para ella y que viéndole adivinaría hasta qué punto le estaba reconocido por esa frase tan común para todo el mundo y para él tan llena de porvenir: No le digo adiós. 199
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XXI -Y bien ¿cómo ha pasado la gran noche de ayer? -dijo Mauricio viendo Regar a su amigo al día siguiente. -Como todas las veladas de ese género -respondió AIberico; -vengo a saber qué te ha impedido asistir. -Asuntos fastidiosos, cartas que escribir. -Entiendo, se llama ordinariamente así a las razones que uno no se cuida de dar y no insisto. -Es cierto -replicó el coronel, -que, en rigor, hubiera podido transferir para otro día el arreglo de esas bagatelas; pero, ¿qué cosa mejor hubiera hecho en casa de tu amigo Ribet? Hubiera visto, recubiertas de un lujo deslumbrante gentes y cosas asaz ridículas. Prefiero verlas por ti, no me habrán entristecido y reiré al menos. 200
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-En verdad ya no me acuerdo de una multitud de observaciones que habla hecho para ti, pero el mariscal debe haberte dicho que la duquesa de Lisieux estaba ayer tan bella... -Me congratulo de verte reconocerlo pues la opinión de un enemigo vale más en tal circunstancia que la de un adorador, y le habla su-puesto al mariscal un poco de exageración. Cuando me afirmó que ella había empalidecido por su brillo y su gracia a todas las demás mujeres sentía deseo de preguntarle cómo te habías portado con ella durante el tiempo que la tuviste presente. Pero, necesario es confesártelo, he temblado a la idea de que me contase algún movimiento de mal humor, alguna frase demasiado picante, y el temor de tener que reprochártelo ha vencido a mi curiosidad. –¿Pero qué puede haberte dado una idea semejante de mi cortesía? –¡Oh! tú cortesía no me inquietaba; bien sé que puedes ser maligno, hiriente, cruel aún, y todo eso lo más cortésmente posible pero después de lo que me dijiste hace poco, sobre tu odio a la señora de Lisieux, y los proyectos de venganza de que tanto me 201
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costaba disuadirte, me estaba bien permitido temer un poco por ella. -Es verdad -replicó Alberico, confuso del cambio súbito que un momento de esperanza una ilusión, acaso acababa de operar en él; -he abjurado mi cólera y cosa que te parecerá miserable no tengo un motivo real para ello. -Todos son buenos cuando impiden vengarte de la gente que se ama. -¿Tú sabes entonces que la amo? -dijo Alberico, oprimiendo la mano de su amigo. -¡Si lo sé! -replicó Mauricio levantando los ojos al cielo. -Pues bien, deberías ayudarme a convencerla de mi amor o a olvidarla. -Eso te corresponde a ti solo. Yo he combatido muchas veces su opinión sobre ti, ella me escuchaba con placer pero sin creerme, lo que no es sorprendente porque mi amistad hacia ti me quita todo crédito sobre su espíritu: ella sabe que yo moriría antes que dañar con la menor opinión el sentimiento que... La opresión que sintió Mauricio pronunciando estas palabras no le permitió continuar y por primera vez Alberico se fijó en la palidez que cubría re202
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pentinamente la frente de su amigo cuando le hablaba de su amor a Matilde. En el mismo instante un terror secreto se apoderó de su corazón y todas las penas unidas a una rivalidad semejante se le aparecieron. El silencio, la generosidad de ese amigo tan devoto, la felicidad que sus nobles cualidades prometían a la mujer que poseyera su corazón, y más aún la superioridad del hombre que devoraba sus penas para servirle sobre el que se esforzaba por quitarle la mujer que adoraba le decidieron en el mismo instante a contenerse y a triunfar si era posible de un sentimiento que debía costarle el reposo del ser que más estimaba. Penetrado de estos sentimientos y decidido a imitar el heroísmo de su amigo, Alberico llevó la conversación a las novedades políticas y se esforzó en hablar con todo el interés de una persona que no tiene otro. Mauricio hubiera podido demostrarle alguna sorpresa por la manera brusca con que había cesado toda explicación sobre la señora de Lisieux y tan luego en el momento en que parecía dispuesto a hablarle con toda confianza; pero tenía siempre tanto miedo de traicionarse que se apoderaba con rapidez de la ocasión de hablar de otros intereses, y además, 203
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el exceso de sus sufrimientos le había impedido ver el efecto de sus palabras. ¡Se cree tan difícilmente en la piedad que no se reclama! Este instante privó al señor de Varéze de un bien que no estaba en su poder recobrar. Su talento de burlón le había atraído muchos adulones o cómplices, pero no había encontrado en su vida más que un solo hombre que hubiese desdeñado su ironía y cuyo corazón delicado hubiera comprendido todas las cualidades del suyo. Sólo Mauricio tenía el poder de acusarle de frente, no le mostraba más que a él su alma toda entera y la certidumbre de poseer su estimación le hacía invulnerable a los ataques de la envidia y de la malevolencia que su alegría burlona le atraía. Su confianza en él no estaba limitada por ninguna consideración. Le amaba hasta el punto de cometer una falta a sus ojos sin humillarse. El era a la vez su conciencia y su consuelo y de este tesoro de amistad gozaba desde hacía muchos años sin que jamás el temor de perderlo hubiese alterado su encanto. Un secreto se levantaba entre él y Mauricio y este obstáculo importuno le separaba más que el sentimiento o que la ausencia.
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Sin embargo, Alberico esperaba triunfar de los inconvenientes de esta situación, constituyendo a Matilde en árbitro de sus afectos. -Sin duda -pensaba -ella conoce que la ama y su elección está ya hecha pero si la amistad me ordena no tentar nada contra mi amigo, ella no va hasta prescribirme el rechazo de un bien que no le está destinado: es ya un sacrificio demasiado grande renunciar al deseo de gustarle e interdecirse todas las demostraciones que le probaban mi constancia. Verdaderamente, es una lástima ¡me sentía ya tan avergonzado de los defectos que ella me critica tan ambicioso de adquirir las cualidades que ella prefiere! El cielo no quiere mi conversión, puesto que en el momento de emprenderla me dicta este deber de intentar no parecerle amable. A causa de estas reflexiones, Alberico se decidió a quemar la carta que pensaba remitir a la señora de Lisieux, acompañada del abanico, pues, aunque muy corta llevaba el sello de un sentimiento demasiado vivo, muy tiernamente respetuoso para no tocar un poco a la que la había inspirado; Alberico comenzó por esta prueba la serie de sacrificios que su generosidad le había impuesto. 205
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Matilde esperaba a cada instante el envío del abanico que no había dejado por inadvertencia en manos del señor de Varéze; algunas veces, recordando el modo con que le había dicho ¡adiós! en casa de la señora Ribet, se halagaba pensando que, enardecido por la emoción que ella se reprochaba de haber ocultado tan mal, él osaría tal vez traerle en persona el abanico. Así, deberes, placeres, nada había podido decidirla a salir de su casa durante el tiempo transcurrido entre el contrato y la ceremonia nupcial. Sucede con frecuencia que a fuerza de esperar una cosa uno se persuade de que le ha sido prometida. Matilde comenzó por confesarse que no había acogido al señor de Varéze de modo que le quitara toda idea de rencor por su parte enseguida pensó que él lo había adivinado y que se expondría sin temor al azar de ser bien o mal recibido; después se puso a esperarle y cuando la hora de la visita hubo pasado, se encontró en el mismo estado de mal humor y de despecho en que se queda sólo una velada consagrada a una cita. Al día siguiente su rostro ofrecía aún la traza de lo que había sufrido la víspera. Pero ya no era esa inefable languidez que agradaba a Alberico: una 206
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agitación penosa se leía en sus miradas; una sonrisa contraída una voz más alta una manera más viva traicionaban los sentimientos amargos que alteraban su dulzura acostumbrada y aquel que causaba un tan halagador despecho podía únicamente, perdonarle afear tantas gracias. Todos los parientes, cuidadosamente escogidos por el señor Ribet en las situaciones sociales diferentes de su familia estaban ya reunidos y se mezclaban tímidamente a los viejos y jóvenes señores que, llegaban en seguimiento de la marquesa D'Erneville cuando la duquesa de Lisieux llegó a casa de la señora Ribet. La desposada la esperaba con impaciencia para requerir su opinión sobre la manera de colocar la palma virginal y de dejar flotar el velo sin ocultar los adornos y sin dañar la modestia que la etiqueta impone en traje de novia. Viendo a la señorita Aspasia pálida y con el aire abatido, Matilde sintió por ella esa especie de interés que inspira una niña en el momento de ser sacrificada a la ambición de la familia pero bien pronto echó de ver que su alteración tenía por causa las dos horas pasadas en las torturas de un arreglo extraordinario y en el temor de no producir todo el efecto que se esperaba de tantos cuidados y de tanto lujo. Mientras la novia 207
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pasaba de la impaciencia a la satisfacción de encontrarse tan bella su madre, de pie al lado del espejo, donde se miraba su hija la contemplaba en silencio secando una lágrima que se escapaba de sus ojos, pues su vanidad maternal cedía en ese momento a los tristes presentimientos que hacen en ese día solemne el suplicio de una madre. Sin tener demasiado espíritu para analizar a la gente de mundo la señora Ribet sabía que la suya no, había ganado nada con una inmensa fortuna y a pesar de la extrema modestia que le hacía presumir que la educación brillante de su hija la colocaría en situación de aprovechar mejor que ella las ventajas de su posición, su buen sentido le decía que hubiera sido más feliz con el amor de un marido amable que con títulos vanos que, la iban a librar al desdén de su nueva familia y a la envidia implacable de sus semejantes. Vinieron a avisar a la novia que no se esperaba más que a ella; era necesario prenderse con apresuramiento el ramillete presentado por Rodolfo, cuyo aire aturdido semejaba decir: «¿Y esta mujer tan ricamente vestida es para mí?» Sin embargo, el conde D'Erneville veía diariamente, personas elegantes, pero era desdeñado hasta el punto de quitarlo toda idea de agradar, y, en 208
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su humildad, una semejante posesión le parecía un sueño. Por otra parte estaba francamente enamorado; las pequeñas zalamerías de su Aspasia los mimos visibles que le acordaba delante de todo el mundo, le daban la ilusión del más tierno reconocimiento, y cuando ella le llamaba familiarmente: «querido conde Rodolfo D'Erneville», era el más dichoso de los hombres. Con un poco más de fineza hubiera podido darse cuenta de que nunca se le trataba mejor que en presencia de su familia y que, cuando se arriesgaba solo a hacer la corte a la señorita Ribet, se le recibía más ligeramente, pero cargaba esta negligencia a cuenta de la intimidad, y luego pensaba con razón, que cuando se quiere hacer fortuna es necesario ser poco susceptible. Un concierto de elogios, de felicitaciones, resonó en el salón cuando la novia entró con su cortejo; el marqués D'Erneville se apoderó de su mano, el señor Ribet ofreció la suya a la marquesa y Matilde se vio obligada a aceptar la del viejo duque de G... que ella apenas conocía. Ella había esperado otra y no concebía cómo Alberico no estaba a la cabeza de los amigos del señor Ribet. Sus miradas le buscaban en vano, y, sin embargo, estaba segura de haberlo visto en el salón cuando se la había ido a llamar de 209
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parte de Aspasia. El coronel Andermont, tocado por la inquietud que no podía disimular, se aproximó y encontró el medio de decirle sin afectación que, habiendo sabido que el duque de M... acababa de llegar de R... el señor Ribet se había encargado de invitarle a la ceremonia del matrimonio y que, para estar más seguro de tenerle como testigo, había conjurado al señor de Varéze a que pasase a su casa para determinarle a inscribir su nombre y su título de embajador entre los testigos que debían honrar el acta del matrimonio. Alberico no estaba muy tentado por hacer ese servicio al señor Ribet, pero se determinó enseguida diciendo: «Hoy obtenemos demasiado de su vanidad para negarle cualquier cosa» Enseguida que Mauricio acabó estas palabras que concluían de dar una tan dulce seguridad a Matilde se vio partir la carroza de los esposos y todos se dispusieron a seguirle; la duquesa de Lisieux y la señora de Meran propusieron a Mauricio subir a su coche, seguras de su apresuramiento en aceptar. Cuando llegaron a la iglesia encontraron a Alberico en medio de los mendigos y de los curiosos que llenaban la puerta; venía a ofrecer la mano a la señora de Lisieux, pero en la sorpresa de ver a Mauricio 210
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descender de su coche se retiró para dejarles pasar y no pensó en defender siquiera a la baronesa de la multitud que la rodeaba. Llegados a la sacristía donde se recomenzó a escribir inútilmente todo cuanto se había constatado la víspera en la alcaldía un eclesiástico vino a preguntar cuáles de las damas presentes se encargarían de las bolsas de las limosnas. El señor Ribet designó a la señora de Lisieux y a la baronesa del Renel. Apenas las había nombrado, Isidoro exclamó. -¡Que rara unión! -En verdad, querida -dijo la señora de Meran, -en tu lugar yo rehusaría exponerme con esta mujer. -Pero, ¿no es la próxima parienta de la novia? -replicó Matilde. -Sin duda -dijo la marquesa D'Erneville que las escuchaba -pero no estamos obligados a desposar a toda la familia; esto ya es demasiado... -Me disgustaría mucho agraviarla en lo más mínimo -interrumpió Matilde; -cuando se trata de una obra de caridad, creo que es necesario no faltar a ella por ninguna causa. Diciendo estas palabras, la señora de Lisieux tomó las dos bolsas y fue a presentarle una a la señora del Renel. Felizmente para ésta la solemnidad 211
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del lugar no le permitió responder a esta cortesía más que con un saludo, sin lo cual no hubiera dejado de legitimar los desdenes de la marquesa con alguna frase ridícula. Terminada la escritura se trasladaron a la capilla del coro, donde asientos dorados, cojines de damasco y cirios escalonados, estaban dispuestos para la ceremonia. Sentados los parientes más próximos, los otros se repartieron los asientos que quedaban y en esta distribución la familia del señor Ribet no obtuvo sino una pequeña parte, pues los lacayos vestidos de terciopelo habían tenido buen cuidado de guardar las sillas para sus nobles amas. Resultaron de este inconveniente muchas reclamaciones hechas con mal humor y recibidas con insolencia. Y como nadie se tomaba mucho interés en este casamiento, el respeto que inspira ordinariamente un acto tan solemne no reprimía ninguno de los movimientos de malevolencia excitados por esos pequeños procedimientos humillantes. En este debate, era fácil ver que, llegado al fin, cada cual volvía a readquirir su carácter. Tantas vanidades diferentes se agitaban alrededor de Matilde que le era imposible recogerse demasiado para orar; le parecía que, era profanar la 212
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oración mezclarla con intereses tan mundanos, aunque fuese extraña a ellos. Entretanto la ceremonia había comenzado y el sacerdote se puso a pronunciar el sermón matrimonial, del que no había previsto todas las dificultades. Confiando en las informaciones que había recibido sabía que un noble se casaba con la hija de un industrial, y partiendo de allí rara dirigir a cada uno de los dos alguna expresión lisonjera comenzaba por establecer que, la única nobleza consiste en las virtudes que llevan a la fortuna puesto que fortuna era la madre de la caridad; que todo otro prestigio no era más que vanidad, un lazo del demonio para tentar el orgullo de los pecadores y llevarles derecho al infierno. Luego volviéndose hacia el marido había alabado el alto nacimiento de los condes D'Erneville que ejercían de padre a hijo los primeros empleos en la Corte de sus reyes, remontándose hasta las cruzadas, se extendía sobre el celo piadoso de los antepasados, concluyendo que el Cielo reservaba sus dones a estas nobles familias cuyos abuelos habían combatido por él. Todo esto matizado de mal latín, y más bien cantado que dicho, fue escuchado con más seriedad que la esperada pues a través de su débil elocuencia se habían adivinado sus buenas 213
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intenciones y se limitó a lamentar que el talento y la instrucción fuesen tan raras entre los sucesores de Fléchier y de Massillon. Un poco antes de terminar la misa el bedel vino a buscar a la duquesa de Lisieux para conducirla a la entrado, de la puerta principal de la iglesia en tanto que la señora del Renel seguía al portero de la parroquia hacia la puerta lateral donde debía por así decirlo, sorprender a los fieles que trataban de esquivar la colecta. Matilde a medias velada estaba vestida con un traje, de satén blanco sobre el cual caía una banda de un azul transparente. Sus cabellos rubios, el brillo de su tinte, su cara elegante y modesta y más aún su embarazo, solicitando la generosidad de la gente que pasaba la hacían más que bella. Cuando decía levantando sus ojos tan dulces: «una limosna para los pobres, por amor de Dios», su voz emocionada parecía la de un ángel y los menos caritativos se sentían impulsados a darle la limosna que pedía. Alberico se detuvo para contemplarla en esta actitud a la vez tan humilde y tan noble. Creyó ver realizado el sueño de su vida: una mujer enviada por el Cielo para pedir a los hombres la más dulce de las virtudes. Entonces, avanzando hacia Matilde con un 214
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respeto religioso, fue a depositar su ofrenda en la bolsa que ella le presentaba con mano trémula pero ningún sonido llegó al oído del bedel y este silencio no le fue explicado hasta que, remitiendo la colecta al cura encontró un billete de mil francos. El señor Ribet había oído del ir al señor de Varéze que las fiestas ya no estaban de moda entro la gente distinguida y decidió que los esposos partieran para sus tierras a la salida de la iglesia acompañados solamente por los parientes indispensables. La duquesa de Lisieux estaba designada entre ellos; pero se excusó de no poder aceptar ese honor, dando por razón la obligación en que se encontraba de ir el día siguiente a la Corte y el señor de Varéze, exclamó en el mismo instante: –¡Ah, Dios mío! me olvidaba de que estamos citados para esta noche; no les puedo seguir, mi querido Ribet, pero los dichosos se pasan fácilmente sin sus amigos y usted sabrá perdonar mi ausencia. A estas palabras Alberico desapareció entre la multitud para substraerse a las instancias del señor Ribet y tal vez tan bien para no ver más tiempo a Mauricio cerca de Matilde. 215
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XXII Pocos días después, Alberico recibió una invitación de la señora de Voldec que le ordenaba trasladarse a las nueve a su casa para tomar parte en las graves deliberaciones que iban a tener lugar a propósito de la gran mascarada. Antes de decidir nada las princesas habían encargado a la duquesa de G... y a muchas otras damas agregadas a su casa que presentaran un proyecto con los personajes y disfraces adoptados para las mujeres y los hombres a quienes convinieran mejor. Estando indispuesta la señora de Voldec, había suplicado a la duquesa de G... que consintiera en que ese trabajo importante, se hiciese en su casa pues facilitaría la ocasión de hacer observaciones malignas y sostener debates pintorescos, y la señora de Voldec no quería perder nada. Habiendo obtenido este favor no vaciló en proponer a la 216
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asamblea deliberante acudir a los recursos y a las luces del señor de Varéze sobre un punto tan delicado, y estas damas le nombraron por unanimidad su presidente. El comité se componía de las íntimas amigas de la señora de Voldec, y la señora de Meran no había sido admitida con otro objeto que con el de hacer notar a la duquesa de Lisieux que ella no lo habla sido. Alberico se hizo esperar y tal vez hubiera cedido al deseo que tenía de rehuir un trabajo peligroso como ése si el temor que la señora de Voldec inspiraba a los más altaneros, no le hubiese determinado a no agriarla con un rechazo. –Usted es muy amable -dijo la señora de Voldec con el tono de un reproche al verle entrar; -sabe que estas damas le esperan, que se me prohíbe velar y viene después de la Opera como si no mereciésemos el sacrificio de una pirueta. -Yo se las sacrificaría todas de muy buen corazón -respondió Alberico, -porque las detesto; la señorita Taglioni misma no puede hacérmelas tolerar. -No se trata de eso, sino de saber cómo serán distribuidos nuestros roles; los principales están ya. El de la princesa lo hace la joven reina; el de duque lo hará el rey. 217
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-¿Luis XIV? -preguntó el señor de Varéze con un aire sorprendido. -Sí -replicó la señora de Voldec, -y nada de reflexiones. -No hago ninguna señora; ¿pero puedo preguntar en qué época se desarrolla la escena? -Es la época que tuvo lugar en Fontainebleau durante el reinado de la señorita de La Vallière. -¿Quién se encargará de representar a esa persona encantadora? -La señora de Lisieux -dijo la duquesa de D... -la princesa pretende que ella es la única que puede dar idea de todo lo que la señorita de La Vallière tenía de frescura y de gracia. -Eso no es muy lisonjero para las otras –dijo la señora de Voldec, -y conozco más de una que tendría derecho de ofenderse si se pudiese reclamar de las resoluciones de la Corte; pero puesto que son irrevocables ocupémonos en las nuestras. ¿A quién encomendaremos el papel de madame de Sevigné? pues no es fácil, lo convendrán ustedes: hay que reducirse a no querer imitar más que su rostro y aun es necesario encontrar uno que se preste.
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-Ofrézcanselo a la marquesa de Norville es bella y no conozco a nadie tan tonta como ella para aceptarlo -dijo Alberico. -La duquesa de G... hará maravillosamente a Enriqueta de Inglaterra con su blancura sus lindos cabellos y su silueta elegante. -Dejaremos a su marido revivir a su abuelo es bastante hermoso para eso. -¿Quién hará el caballero de Gammont? Usted. -¿Yo? -respondió Alberico; -me guardaré muy bien. Verdaderamente, yo estaría simultáneamente, ofendido de las analogías y de las diferencias que ustedes me hallarían con él. -No le pedimos su opinión -dijo la señora de S... -usted será lo que se quiera; pero yo creo que su destino ya está fijado: me parece haber oído decir en el castillo que usted será disfrazado de duque de Lauzun. -Sea me gusta más ser ridículo por orden que de grado. Por otra parte, si se me destina una gran señorita bella espiritual y apasionada afrontaré mi desgracia. -Y luego usted siempre tendrá el recurso de volver celoso al rey, ¿no es verdad? -dijo riendo la señora de Voldec; -ése es uno de los privilegios del 219
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traje, y si es necesario creer a ciertas crónicas, la señorita de La Vallière, no fue insensible a las atenciones de ese amable. -Pura calumnia señora -interrumpió Alberico; -déjenos creer al menos en la constancia de una mujer que tanto ha sacrificado a un solo amor. ¿Qué habría entonces que pensar de las otras? Estas palabras fueron dichas con un tono serio y con un aire que probaban suficientemente que el señor de Varéze no soportaría ninguna broma respecto de la señora de Lisieux. Se pasó a la distribución de los otros personajes. La señora de Meran tenía la lista; se puso a leer los nombres en alta voz: -La señora de La Fayette. -¡Ay de mí! -dijo el mariscal de Lovano, –no nos hubiésemos visto apurados para encontrarla hace dos años; pero ahora no veo sino a la condesa de Ch... que pueda llenar ese rol. Ella hace, según se dice, deliciosos cuentos que sólo tienen la falta de no aparecer en público. -El duque de la Rochefoucault. -Un autor, un pensador. Ustedes tienen al duque de S... -dijo el señor de Varéze. -Las señoras de Grancey. 220
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-Las que se llamaban los Ángeles. La marquesa Víctor de C... y su hermana darán una idea perfecta. -Hortensia de Mancini. -Ese rol convendría mucho a la duquesa de C... -¿Será que usted le encuentra un aire abandonado? -preguntó Alberico. -No, pero es bella y de esas bellezas que son siempre abandonadas-respondió la señora de Voldec. -El gran Condé. -Estén tranquilas; no carecemos de generales valientes y coléricos que harán bien ese rol. -La señora de Coulangaes. -¿Aquella cuyo ingenio era una dignidad en la Corte? Ese papel va directamente a la señora de Cast... -El marqués de Sevigné. -Espíritu, un rostro hermoso, cabellos rubios y deudas; sé lo que les conviene: el conde Ch... de M... -La señora de Grignán. -Les propongo a la duquesa. de R... -¿Lo piensa usted? -dijo la señora Voldec; -su talle es admirable y baila maravillosamente, pero tiene los cabellos negros. 221
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-¿Qué importa? ¡Tiene tan nobles formas, sabrá desempeñarse tan bien y después de todo, amaba tanto a su madre y su madre tenía tanto ingenio! -Vamos, ella lo hará -dijo Alberico -por derecho de sucesión. -¿Y Molière? pues es una pantomima de su composición que se quiere representar y es absolutamente necesario que él la presida. -Pues bien ¿y eso las confunde? ¿no tienen ustedes al autor de Valeria? –¿Scribe? -Sin duda; guardada la proposición no estará más mal que cualquiera de nosotros, y luego colocándole en situación de ver nuestras ridiculeces de más cerca las pintará mejor. Estoy celoso de la preferencia que, en sus cuadros tan verdaderos, acuerda a los confesonarios a los agentes de cambio y a todas las intrigas de la buena burguesía. Me parece que podríamos muy bien ofrecerle así picantes modelos; vean, Molière no era tan desdeñoso a nuestro respecto. -Es que ha explotado tanto todas las ridiculeces de la Corte, que ya no tiene nada que decir -respondió el mariscal. 222
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-Yo no soy de esa opinión -replicó el señor de Varéze; -la mina es inagotable y no se puede negar que si Dovante y Philintes han cambiado de vestimenta han sido reemplazados por gente que, bien les vale. ¿Ustedes creen que nuestros viejos maniáticos y nuestros jóvenes políticos, nuestros Vadius clásicos y nuestros Trissontins románticos no sean risibles? Que se me dé un Molière y yo me encargo de hacerle descubrir más ridiculeces que las que él ya ha inmortalizado. -Espero que comenzaría por... -Por mí, ¿no es verdad? -interrumpió Alberico. -Ya quisiera yo ser bastante divertido para eso; pero me hago justicia es necesario no estar en el secreto de sus defectos para divertir a los demás. Yo no tengo la ceguedad conveniente y luego me reiría de tan buen corazón de sus lecciones que dejaría de merecerlas. Entonces se puso a pasar revista a las gentes que podrían inspirar a un segundo Molière. Las Célimines de la nueva escuela de tono brusco, de mirada audaz; los Arcenoes de aire desdeñoso y pedante y esa multitud de ingenuas de treinta años que diez años de matrimonio y dos o tres hijos aún no han determinado a dejar los cuchicheos y las risillas en 223
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fin, todos los modales de las niñas de escuela. Los galantes del antiguo régimen de hablar dulce, de sonrisa fina; los elegantes del imperio de aire fiero, de actitudes belicosas, de una galantería imperiosa que no tenía tiempo que perder; los magistrados coquetones, de mirada melancólica, de suspiros ambiciosos; ningún género de comedia fue olvidado, y en este cuadro general, en el que la maledicencia recargaba los colores, cada golpe de pincel del señor de Varéze conseguía aprobaciones. Pero este triunfo insultaba el amor propio de demasiadas personas para no animarles a la venganza. Cada una de las visitas que había secundado con toda su malicia la alegría burlona de Alberico, retuvo y repitió, esas palabras picantes, los apodos con que había calificado a muchos grandes personajes, y para su desgracia, desde la mañana siguiente, la mayor parte de esos retratos críticos habían llegado, hasta aquellos que eran sus modelos.
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XXIII Mientras se conspiraba activamente contra el señor de Varéze, se formaba en casa de la señora D'Ostange otro complot que, bien que de un género diferente, debía herir más cruelmente aún a Alberico. La baronesa afligida por la tristeza que parecía dominar a Matilde había hablado a muchos de sus amigos, y todos habían estado de acuerdo sobre el remedio que había que aportar a ese estado de languidez. -Si usted tiene la debilidad -decían ellos a la baronesa -de dejar triunfar la sentencia que ha dictado contra sí misma en el fervor de un primer año de viudez, la verá morir de hastío. Este estado no es tolerable sino a las mujeres que saben sacar partido de él, y la señora de Lisieux es demasiado sabia para 225
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eso. Sea su protectora contra tina resolución insensata y oblíguela a ser dichosa. Detrás del sincero interés que dictaba esta opinión, había uno menos noble el de estar de algún modo para sí o para sus amigos, en la elección que se haría hacer a la duquesa. Así, cada discurso en ese sentido terminaba siempre con la proposición de un partido más o menos ventajoso para ella. La señora D'Ostange, persuadida de la prudencia de los consejos que armonizaban tan bien con sus deseos, se decidió sin pena a seguirlos. Pero antes de hacer una nueva tentativa con su sobrina quería poder ofrecerle todas las condiciones de felicidad que debían inducirla a un segundo matrimonio. Esta vez, creyó haberlas encontrado en la juventud, las cualidades amables y la brillante posición del duque de L... El señor de Lormier, el hombre más desconsiderado de Francia le había afirmado que la familia del duque de L... encontraba esta alianza conveniente y pretendía saber pertinentemente que el duque estaba muy impresionado por la señora de Lisieux y que solamente el temor de ser mal acogido le impedía declarar su amor. En la alegría de encontrar un sentimiento que debía asegurar a su sobrina la más bella existencia la señora 226
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D'Ostange dudó de que tantas seducciones reunidas no venciesen una resolución que nunca había sido abiertamente combatida; encargó al señor de Lormier la dirección del asunto, en forma de asegurar el éxito, prometiendo hacer por su parte todo lo necesario ante su sobrina hasta arrancarle el consentimiento. Pero la baronesa se hacía justicia contando más sobre el crédito de su franca amistad que sobre sus medios de astucia. Cada vez que procuraba hacer recaer la conversación sobre el duque de L... hacía un elogio verdadero pero tan malo, que producía un efecto contrario al que esperaba sobre todo cuando decía que la mujer que él eligiera sería la más dichosa del mundo. Desesperada por la falta de progreso que hacía con sus claras insinuaciones, recurrió a la señora de Meran para que la secundara en una empresa que debía halagar al menos su orgullo de familia. La vizcondesa encantada de la confidencia y previendo ya todas las ventajas que una alianza semejante ofrecería a los parientes de Matilde se hizo garante de la docilidad de su prima en aceptar sin ninguna resistencia un partido que era un objeto de ambición para todas las primeras familias de la 227
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Corte. En la esperanza de llegar más prontamente a su fin, la señora de Meran empleó dos medios muy usados pero que triunfan ordinariamente mejor que todos los otros. Dijo a Matilde que el duque de L... estaba enamorado de ella hasta perder el juicio, hizo creer a éste que Matilde coqueteaba con él, y enseguida difundió el rumor de su próximo casamiento, y resultó de todo este manejo que el duque se creyó obligado a tener atenciones especiales con la señora de Lisieux y que ella las recibía con una especie de desconcierto que la señora D'Ostange y sus amigos tomaron por amor. Se les observó, se encontró que una unión tan bien concertada debía ser probable y en medio de una semana se habló de este casamiento como de una cosa decidida. -Y bien ¿sabes la noticia? -dijo Albericó a Mauricio. -Esa viuda inconsolable... esa mujer que... Y el temblor de sus labios le impedía articular todas las injurias que la cólera lo inspiraba. -Sí -respondió Mauricio, -se dice que se casa con el duque de L... -¿Por quién lo sabes? -preguntó Alberico. –Por el mariscal, a quien la señora de Meran se lo ha dicho esta misma mañana. 228
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-¡La señora de Meran! -repitió Alberico; -así, no es posible dudar. -¡Ah! se podrá esperar verla ceder de un momento a otro a las instancias de su familia -replicó Mauricio con un aire, abrumado.-Estoy cierto que ningún tierno sentimiento ha determinado esa elección. -¡Un tierno sentimiento!.. Afirmo que ella es incapaz de sentirlo -dijo Alberico con la ira en el corazón. -¡Se le importa tan poco que se la ame! Es el primer rango, el mejor nombre el que le es necesario. En fin, se parece a todas las demás; si su corazón hubiese sabido apreciar un amor verdadero, tú serías más dichoso y tu felicidad me consolaría al menos. -¿Yo? -replicó Mauricio pálido de sorpresa. -Sí, tú, el más noble de los amigos; tú, a quien frecuentemente be desgarrado el corazón con mis locas confidencias; tú, que esperas ocultarme tu amor protegiendo el mío. Yo merecía tal vez que ella se burlase de mis sentimientos, de mi tontería en interpretar sus expresiones, sus frases contraídas de las cuales mi esperanza hacía otras tantas confesiones. Pero a ti que la amabas sin osar quejarte, que no tie229
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nes una sola falta que se te pueda reprochar, ¿debía posponerte a un hombre que ella conoce apenas? -No tengo derecho de ofenderme dijo Mauricio tratando de volver de la sorpresa que le causara el discurso de Alberico. Y halagándose de poder disimular aún con él, agregó: -La señora de Lisieux no ha podido suponer nunca que yo tuviese hacia ella otro sentimiento que una amistad respetuosa. Su posición, su extrema belleza sus cualidades brillantes, la colocaban tan alto a mis ojos, que no podía engañarme sobre la esperanza de alcanzarla y más he pensado... -No te esfuerces por engañarme más tiempo -interrumpió Alberico tomando afectuosamente la mano de Mauricio, -leo en tu corazón; veo en él el mismo tormento que siento sal el desprecio, la rabia y todos los horrorosos pensamientos que me persiguen. Creo que ella jugado contigo como conmigo, que ha toma contigo esa misma actitud de una mujer que esfuerza en vano por ocultar el reconocimiento que acuerda al amor que ella inspira; en u palabra le supongo tantos defectos abominables como perfecciones antes le veía. 230
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-La cólera te extravía guárdate de juzga la así, es incapaz de un tan vil manejo. No si he llegado a disimularle mejor que a ti lo que pasaba en mi alma pero te juro por mi honor que jamás ha intentado ella arrancar mi secreto. Su confiada afección, lejos de alentar mi esperanza elevaba entre nosotros una barrera inmensa; me hacia conocer demasiado bien su corazón para que me fuese posible ignorar el modesto lugar que yo ocupaba, y lo que me confunde en el partido que ella toma ahora no es ni su indiferencia hacia mí ni el misterio que me ha hecho de ese matrimonio, sino que se haya determinado tan rápidamente a renunciar a tus demostraciones; pues lo confieso con vergüenza frecuentemente he sufrido a la idea de que ella las recibía con algo más que reconocimiento. -¿Lo crees así? -dijo Alberico con un tono en que se pintaba la cólera y la alegría; -yo no era entonces tan presuntuoso cuando me imaginaba verla participar de mi turbación. He ahí su verdadero crimen: hacer servir su candor, todas las gracias de su alma a excitar un amor delirante y sacrificar sin piedad este amor a los cálculos del orgullo. He ahí lo que yo nunca hubiera supuesto. La creía demasiado distinguida para cometer una falta tan vulgar. 231
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Pero, puesto que ella entra en el orden común, tratémosla en consecuencia. Quiero imitar tu razón, tu indulgencia; además, vengarse de una mujer sería igualar su debilidad... ¡Que sea dichosa! ¿por qué yo la lamentaría?... No es ella la que yo soñaba... Pero a ese príncipe encantador, a ese duque de L... que se enseñorea con tanta autoridad no veo lo que puede impedirme hacérsela pagar con algunos golpes de espada. –¡Batirte con el que ella prefiere! ¿en qué piensas? eso sería creer que ella te pertenece, eso sería la pérdida de su reputación. No, tú no la harás jamás culpable de una acción tan infame, yo lo garantizo. -Pues bien pongo al vencedor bajo tu salvaguardia -replicó Alberico esforzándose por moderar el resentimiento que le dominaba; -sólo tú puedes impedirme hacerles justicia a ambos. Que den gracias a tu razón, a tu generosidad. -¡Ay de mí! no tengo tanta razón -dijo Mauricio, -sino por el desconsuelo. Pero no me creo en el derecho de insultar la felicidad que no puedo obtener. Por otra parte, en la pena que hoy siento no entra más arrepentimiento que el de hacer descender a la tierra un ser que yo había divinizado; bien sabía que este ángel no bajaría hasta mí, me juzgaba indigno 232
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de tantas perfecciones reunidas, pero no las creía reservadas sino para un hombre dotado de todas las cualidades y de los más seductores defectos. Quería una excusa mejor a su debilidad, que semejante condescendencia a la vanidad de su familia y siento que, viendo huir el prestigio que me la hacía adorar, he perdido la resignación de mi vida. -Di más bien una ilusión fatal que fascinaba tus ojos hasta el punto de no dejarte ver jamás a la mujer que merecería un día ser amada por ti y da gracias al acontecimiento que te ilumina; pues habrías pasado la vida en la contemplación de un ídolo insensible y ése no es el destino de un hombre tal como tú; conozco uno más digno de mi amigo, y si el Cielo me ayuda espero dentro de poco... -Querido Alberico –interrumpió Mauricio, -no te ocupes en mi felicidad. Ya es imposible... pero tu amistad me consuela; guárdamela -agregó apretando la mano de Alberico, -deja templar con mi triste razón el fuego de tu carácter. Sobre todo es en esta circunstancia en que tu corazón y tu amor propio están igualmente heridos cuando yo quisiera ejercer bastante imperio sobre ti para imponer silencio a tu espíritu. Muy pronto volverás a ver a la señora de Lisieux... 233
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-¡Volverla a ver! jamás... no... Para que ella ignore todo el desprecio que me inspira es necesario que yo no la vuelva a ver en mi vida. -Sí, debes volver a verla; y esta noche misma. Olvidas que el baile de la -princesa tiene lugar hoy y que no puedes dispensarte de aparecer bajo la máscara que se te ha impuesto. -¡Cómo! ¿quieres que vaya en esta disposición de espíritu a mezclarme a una mascarada? No, realmente... Voy a escribir que un incidente... una enfermedad... ¿qué sé yo?... No iré... -No puedes dispensarte de ir, desde luego por la princesa que no encontrará fácilmente con quién hacerte reemplazar; enseguida porque no se dejaría de adivinar el verdadero motivo que te alejaría de la fiesta y es muy inútil dar esta pequeña alegría a tus enemigos. -¿Qué me importan sus juicios y sus mezquindades, desde que su maledicencia ya no me puede dañar ante ella? -Pero la princesa te acusará y el duque de L... se imaginará tal vez... -¡Ah! bien quisiera yo que se imaginase inspirarme algún temor -interrumpió Alberico con los ojos brillantes de cólera; -tendrá gran placer en ha234
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cerle perder la idea y esta sola consideración me determina. Sí, iré al baile, me divertiré con el embarazo que mi presencia le causará, pues estoy seguro de que ella conoce mi resentimiento; ella lo ha querido, pero teme los efectos y quiero al menos gozar de su terror. -Prométeme dominar ese resentimiento –dijo Mauricio con un tono en que la autoridad se hacía sentir a través de una inflexión suplicante; -déjame guiarte en esta circunstancia en que mi amistad puede servirte mejor que tu cólera. Yo te acompañaré esta noche si consientes en obedecerme. -Pues bien, sea dirigirás mi conducta me impedirás hacer nada decir nada que pueda traicionar la rabia que me devora; seré dócil todo lo que tú exijas: es lo menos que debo• una amistad como la tuya. Al terminar estas palabras, Alberico dejó ver una emoción tan grande que Mauricio lo besó como a un hermano, y en el mismo instante se confesaron mutuamente que no había despecho, ni angustia que resistiese a la dulzura de hablar entre dos amigos.
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XXIV Al día siguiente del baile de la princesa la señora D'Ostange, sorprendida de no ver a Matilde a la hora habitual 'en que iba a. saludarla y temiendo que aun no hubiese vencido las fatigas del baile descendió a su alcoba. Matilde estaba sola con la señora de Meran y parecía tan dolorosamente afectada por lo que le decía su prima que apenas tuvo fuerzas para levantarse y besar a la baronesa. -¡Ah, Dios mío! ¿estarás enferma hija mía? -exclamó la señora D'Ostange notando la alteración de las facciones de Matilde. -¡Enferma!.. no -respondió esforzándose por parecer tranquila-pero estoy un poco fatigada y todavía aturdida. -Esta clase de fiestas tienen siempre un resultado enfadoso; una llega hastiada de una compostura 236
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interminable y se vuelve abrumada por el calor, el ruido y la multitud; aun muy feliz de una si no vuelve con alguna pena profunda o una peligrosa enfermedad -agregó la baronesa mirando tristemente a su sobrina. -La de ayer ha estado muy hermosa -dijo la señora de Meran, advirtiendo la preocupación que impedía a Matilde contestar a su prima; -los trajes eran tan exactos como magníficos y, salvo algunas ilusiones demasiado difíciles, una hubiera podido creerse en los buenos días del siglo de Luis XIV. -Matilde ha debido producir una gran sensación, pues nunca la he visto mejor; ese peinado enrulado, esa guirnalda de perlas flotantes como el cabello, ese traje rosa le sentaban muy bien. Por lo tanto, no pregunto si ella se ha divertido; una mujer se divierte cuando se siente hermosa. -Es cierto que, si la admiración bastase para la felicidad, Matilde ha debido considerarse ayer la mujer más dichosa del mundo -dijo la vizcondesa; -su entrada ha sido la señal de un concierto de elogios. Todos decían que justificaba bien la debilidad de Luis XIV y que todos los reyes de la tierra hubieran sido infieles al verla. -¿Y el duque de L... qué pensaba? 237
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-Estaba enamorado como todos los demás. Sin embargo, es necesario convenir en que nuestra nueva presentada ha llamado algunos, momentos la atención sobre ella no precisamente por su belleza bien que deslumbrante, sino por la extrañeza de sus maneras. Jamás se ha visto tanta seguridad en una recién casada, aires más desenvueltos, una familiaridad más sostenida aun con las princesas. Se disputaban por aproximarse a ella para oír sus frases y tomar parte en el abandono de su conversación; se la abrumaba a lisonjas, a agasajos, y no se le pedía por precio de tantas atenciones más que una de esas frases a la Ribet que eran la diversión del resto de la Corte. Le aseguro que tiene el derecho de creerse adorable pues ninguna de nosotras ha producido tanto efecto. -¿Y qué hacía la señora D'Erneville durante el singular éxito de su sobrina? -preguntó la baronesa. -Hacía una mueca risible y respondía a cada persona que iba a hacerle un cumplimiento: «Convenga usted en que tiene los más bellos diamantes que se hallen aquí después de los de las princesas». Es verdad que llevaba sobre ella el precio de dos o tres castillos lo que no impedía que el bueno de Rodolfo tuviese un aire muy pobre. 238
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-¿Y el señor de Varéze, ha sostenido dignamente el papel de duque de Lauzun? Al oír ese nombre, Matilde hizo un movimiento que fue notado por su tía. -Verdaderamente, no le ha imitado sino muy bien-respondió la señora de Meran con un tono triste. -¿Cómo así? -replicó la baronesa; -¿habrá querido desposar a la señorita? –¡Pluguiese al Cielo que no hubiera tenido otro pensamiento! -¡Ah, Dios mío! ¿qué crimen entonces ha cometido? -No sé -replicó la vizcondesa -no estuve sino un breve momento cerca de él; parecía de muy mal humor, pues cuando le encarecí la exactitud y la riqueza de su traje, apenas me contestó y se perdió entre la multitud como para escapar a mi observación. Pero los que le han seguido de cerca pretenden que se ha librado con tanta licencia a su ironía habitual, que ha recibido esta mañana la insinuación de no presentarse más en la Corte. -¿Es verdad? -exclamó la baronesa. -¡Cómo! ¿ustedes piensan que se haya atraído esa desgracia con algunas frases sobre grandes personajes? Me parece imposible porque, a pesar de su propensión 239
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a la burla nadie tiene tanto como él la noción de las conveniencias, y no hubiera osado... -Yo creo lo mismo; pero conozco personas a quienes él no ha cesado de ridiculizar y que son muy capaces de haber substituido su nombre por el de la gente más respetable haciendo circular sus epigramas. Se le puede calumniar libremente en ese sentido sin temor a la incredulidad, y estoy cierta de que hoy es castigado injustamente por todas las veces que debió haberlo sido. -¿Pero no puede reclamar contra una sentencia tan severa? Nuestros príncipes son demasiado buenos para no hacerle justicia y reprenderle con indulgencia. -Es lo que él ha esperado, y su primer movimiento después de haber leído la carta del duque, de... ha sido volar al castillo para pedir explicación de tal rigor, pero se le ha dicho que era inútil reclamar una audiencia que no obtendría y en la cólera en que este rechazo le ponía parece que agravó mucho sus faltas. Tengo es-tos detalles por intermedio del mariscal de Lovano, que sale recién de casa. –¿Y no te ha dicho nada de la verdadera causa de una desgracia tan cruel y que no tiene ejemplos en la conducta de nuestras princesas?. 240
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-No, se ha hecho el misterioso, diciendo solamente que se había tratado de palabras, que no era necesario repetirlas porque eso sería darles una especie de autoridad delatora; luego, agregó algunas frases sin ilación, en las que se encontraba mezclado el nombre del duque de L... a modo de hacerme conjeturar que había ocurrido alguna escena entre aquél y el señor de Varéze. -Eso sería un poco violento -exclamó la baronesa cambiando, súbitamente su indulgencia en resentimiento; -¿con qué derecho atacaría el señor de Varéze al duque de L..? ¿Las cualidades que lo distinguen no están por encima de la eterna mofa del señor de Varéze y pretendería impedirle que hiciera valer sus méritos con las mujeres que deben apreciarle? Realmente, eso sería una pretensión más tonta que todas las que él ridiculiza diariamente; no le aconsejo dirigir su arsenal de mezquinas burlas contra un hombre cuyo carácter y nombre son garantía de la actitud que observaría con un maligno burlón. -Por favor, tía no repita eso a nadie; si esas palabras llegasen hasta el señor de Varéze...
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Y Matilde a quien el terror solamente podía sacar del silencio que había guardado durante esta entrevista no se atrevió a concluir la frase. -Y tú, Matilde -replicó con un tono severo, guárdate bien de tomar el partido de un hombre cuya fatuidad quiere hacer un título de nuestra indulgencia hacia él para comprometerte indignamente. ¡ Cómo! ¿nadie se podrá ocupar de ti sin disgustar al señor de Varéze, nadie podrá ofrecerte su corazón, su fortuna y su mano sin arriesgar ser insultado por un fatuo de quien tú no quieres nada? –¡Oh! tía -interrumpió Matilde no pudiendo soportar más tiempo las injurias con que se abrumaba a Alberico, -no sabré dejar acusar al señor de Varéze de fatuidad hacia mí, y a pesar de la malevolencia que se emplea con él en este instante, cuando la desgracia le hiere, no se puede sin calumniarle citar un hecho que pruebe su presunción a este respecto. La frialdad de sus maneras, el aire descontento que tenía en mi presencia y su alejamiento de casa le justifican demasiado de querer agradarme. -¿Entonces, por qué encolerizarse con el duque de L..? -replicó la baronesa. -Lo ignoro -dijo Matilde enrojeciendo. 242
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-El sabe cuáles son las pretensiones del duque de L... hacia ti, las cuales tú no puedes tardar en justificar. -¿Y cómo habría de saberlo? -dijo Matilde con un tono propio para destruir todas las esperanzas de la señora D'Ostange. -¿Cómo habría de estar él más instruido que yo de lo que me concierne? ¿He alentado con la menor palabra al duque de L... para que me hiciera sus manifestaciones? Me honra mucho, sin duda y siento perfectamente, que no tendría ningún motivo razonable para rehusarle sino estuviese determinada a permanecer libre; pero el señor de L... no ignora mi determinación, y si es necesario decir la verdad, encuentro que se ha procedido con mucha ligereza -agregó mirando a su prima, -en difundir tan rápidamente el rumor de un proyecto que no debía realizarse. -¡Ah, Matilde! -exclamó la baronesa hablando así nublas mis ojos con una triste luz. ¿Es cierto entonces lo que se me había dicho? A fuerza de astucias, de medios conocidos solamente de él, ese mal hombre ha llegado a gustarte. ¡Temes su espíritu, no estimas su carácter y le amas!.. -¡Yo, gran Dios! -exclamó Matilde como herida de un pavor repentino. 243
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-Sí, le amas, o al menos su malicia infernal ha producido tanta turbación a tu corazón y a tu amor propio, que ese sentimiento basta para hacerte sacrificar la mejor suerte al capricho de un extravagante a la moda. Sin la esperanza que tienes de cautivarle de sustraerle a todas las locuras que comete, ¿hubieras caído en el engaño, digo más, en la ingratitud de rehusar la mano del duque de L..? No, ese rechazo es la obra del señor de Varéze y le permito regocijarse de él como de la peor acción de su vida pues ya no me podría causar mayor pesar. -Le juro -dijo Matilde con los ojos llenos de lágrimas, -que jamás he dicho al señor de Varéze... -Ya lo creo -interrumpió la baronesa; -la gente de esa especie no tiene necesidad de confesión para creerse adoradas. Toman el menor signo de temor o de embarazo por una declaración y parten de allí para tratar a la mujer que fingen adorar como una propiedad; la defienden bajo pena de muerte, de todo otro que busque agradar y las que son bastante débiles para tolerar ese despotismo pasan con razón por autorizarlo a expensas de su honor. -Si es preciso interpretar así una conducta irreprochable -exclamó Matilde -si nada debe permanecer al abrigo de sospechas hirientes en este mundo 244
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miserable en que usted me ha obligado a vivir, déjeme alejar para siempre. -Se afligen demasiado ustedes dos -dijo entonces la señora de Meran que vela a su prima pronta a sucumbir al dolor que la oprimía; nada de lo que ustedes lamentan existe tal vez: ¡se complacen en inventar tantas fábulas! Voy de paso a casa de la señora de Voldec, allá sabré todo lo que ha pasado; usted, querida tía, escriba una línea al mariscal de Lovano, o mejor al señor de Lormier. Este debía almorzar esta mañana con el duque de L... y usted sabrá, exactamente todo por él; no es hombre capaz de quitar ni agregar nada al menor hecho. La señora de Meran alejó entonces a la baronesa que no cesaba de repetir sus imprecaciones contra Alberico, olvidando que ella le consideraba el hombre más amable del mundo, antes de ver a su nieta transformada en la dama importante de la Corte.
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XXV Matilde pasó el resto del día en la agitación o en el abatimiento, escuchando con avidez todo lo que se le venía a contar del señor de Varéze, tratando de parecer indiferente al relato que se le hacía de su querella con el duque de L... y a los rasgos picantes que habían sublevado tantas personas contra él y luego cayendo seguidamente en el dolor de confesarse que, amaba a un hombre tan culpable. A tantos sentimientos penosos se mezclaba un nuevo temor. Su tía acababa de revelarle su impotencia para ocultar su debilidad; se la conocía iba a ser tema de todas las conversaciones. ¿Cómo substraerse a las sospechas, a las conjeturas que la conducta de Alberico inducían a hacer? ¿Cómo permanecer neutral en un asunto que la interesaba particularmente? Acusar al señor de Varéze le pare246
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cía una cobardía en el momento en que era tan repentinamente atacado por una desgracia ruidosa; defenderle le parecía una imprudencia que confirmaría todas las suposiciones. En esta incertidumbre, Matilde prefería evitar las miradas curiosas antes que dedicarse a engañarles. Se encerró, pretextando una indisposición ligera. La noche vino a aumentar sus sufrimientos. Las tristes visiones que acompañan a la inquietud, un vago presentimiento le advertía las desdichas unidas a un amor que era combatido, aun antes de conocerse. Sentía que esa flaqueza iba a costarle sus amigos, su consideración acaso, sin asegurarle la felicidad de ser amada; hasta tal punto la ligereza de Alberico le inspiraba desconfianza. Estaba oprimida bajo temores tan diversos, cuando la doncella Rosalía entró en su estancia y le entregó una carta. Matilde la abrió temblando, pues el timbre del sobre llevaba las armas del conde de Varéze. En el exceso de la emoción, y temiendo dejarla ver, esperó que Rosalía saliese de su cámara para leer lo que sigue: «No le revelo nada señora al decirle que mi vida es suya; que a usted le pertenece, hacer de ella un encanto o un suplicio. Usted lo sabía; sin embargo, ninguna confesión, ningún juramento, ha salido de 247
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mi boca. Pero un tal imperio, no puede ser ignorado de quien lo ejerce; usted lo hubiera reconocido en todos mis esfuerzos por dominar el carácter que lo disgustaba si la esperanza de interesarle en él un día o el temor, no hubiesen delatado mil veces mi pensamiento. Sobre este amor, que usted desdeña, me había lisonjeado un instante, lo confieso con vergüenza de que hubiera llegado a su corazón, y créame, ningún sentimiento de vanidad entraba en esta esperanza. Ella me enervaba sin enceguecerme. Yo sentía mi inferioridad, todo lo que la rodeaba me parecía más digno que yo, de esa preferencia pero también sentía que ella podría elevarme al nivel de los hombres más ilustres de nuestra época porque no hay virtudes ni acciones heroicas de las cuales su amor no me hubiese hecho capaz. »No se ofenda señora de esa ilusión presuntuosa que me cuesta tantos remordimientos; estoy bastante castigado con la profunda humillación que acabo de atraerme. La idea de renunciar a usted para siempre, de verla pertenecer a otro, la rabia en fin de morir sin poder vengarme de la desgracia que me mata, han perturbado mi razón hasta el punto de llevarme a insultar al hombre con quien usted debe casarse. Una demencia tan culpable merecía una pe248
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na severa: la he sufrido. No está en mi poder, señora pintarle lo que un sacrificio semejante puede costar a un hombre de honor. Pero el cuidado de su reputación lo exigía y no he vacilado en someterme al interés de la persona que más honro en el mundo. Mauricio, le dirá, que esta devoción merece al menos su piedad. No me la rehuse, señora; acuérdeme, como precio de tanto amor, no creer en las calumnias que nuestros buenos cortesanos difunden ya sobre mí. Hubiera debido indignarme de su bajeza: me he reído; he aquí mi sola falta hacia ellos. Se vengan difamándome a los ojos de los príncipes y alejándome de la Corte; les perdono, pero si llegasen a quitarme su estimación, ¡oh Matilde!, moriré desesperado. »No me atrevo a reclamar una palabra de esa piedad que imploro; sin embargo, sería el único consuelo de un destierro eterno» ¿Cómo describir las sensaciones de dolor y de alegría que experimentó la señora de Lisieux después de haber leído y releído esta carta? Al fin se le revelaba el amor de Alberico; podía hacer los más costosos sacrificios, pues, ¿habrá uno más cruel para un hombre de su carácter que convenir en sus faltas hacia el rival, cuando él ardía por vengarse? 249
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Matilde se convertía en el árbitro de esa felicidad que él quería inmolar por ella; qué estremecimiento ante esta idea: «El es desgraciado, yo puedo con una palabra cambiar su destino». Pero esta dulce reflexión era emponzoñada por la idea de los numerosos obstáculos que era necesario vencer antes de llegar a consolar a Alberico de todos los males que le herían en ese instante. Ante todo era preciso impedirle partir y conseguir de su docilidad el tiempo conveniente para llevar a la señora D'Ostange a ver a su nieta desafiando la opinión, consagrándose a un hombre cuya conducta todos se creían en el derecho de censurar. En cuanto al descontento del resto de la familia Matilde pensaba que podía fácilmente evitar los efectos viviendo lejos de París, y esta consideración la detenía mucho menos que el temor de afligir a su tía. El entretanto, es amada la alegría que siente le prueba hasta dónde este amor le es caro y no vacila en dejar leer a Alberico en su alma. Va a escribirle todo cuanto su corazón le ocultaba con tanta pena va a ordenarle que se detenga para verse pronto justificado de las calumnias que le acusan, por la fe250
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licidad que espera a ambos. Pero, cuando se abandona con delicia al placer de confiarse al que ama se le viene a preguntar si consiente en recibir al coronel Andermont. Sorprendida de verle llegar tan temprano, piensa que tendrá algo importante que decirle e indica que le dejen entrar.
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XXVI Apenas ha dirigido una mirada a Mauricio, cuando la más viva inquietud se apodera de su espíritu. -¿Qué le ha ocurrido? -exclama ella. -¡Oh, cielos! ya adivino... ¡ha partido!... Y Matilde cae en su silla no pudiendo sostenerse. -Sí, señora, ha partido. Mauricio pronunció estas palabras con un tono que parecía acusar a Matilde. -Ha partido lleno de desesperación y no he podido acompañarle... he suplicado en vano al mariscal que me lo permitiese; no le pedía más que algunos días, el tiempo imprescindible para trasladarme a Marsella; ha sido inflexible y el deber. –¡Marsella! -repitió Matilde, -¿qué va a hacer él? 252
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-Embarcarse. -¡Ah, desdichada! --exclamó Matilde y se ocultó el rostro bajo el pañuelo que secaba sus lágrimas. -El sabe que se va a dar a la vela un buque para unirse a nuestro ejército en Morea y va a ofrecer sus servicios al general que lo manda con la esperanza de hacerse matar honrosamente. Diciendo estas palabras, la voz de Mauricio parecía ahogada por recuerdos desgarradores. -¿Y usted -dijo Matilde -usted, su único amigo, no le ha apartado de esa funesta resolución? -Lo he intentado en vano... mi crédito sobre él estaba agotado por el esfuerzo que había obtenido de su razón, o más bien dicho de su amor, obligándole a no batirse con el duque de L... Señora si usted le hubiese visto como yo, pálido de furor, comprimir todos los sentimientos de su alma hacer callar la voz de ese su coraje del que ya ha dado tantas pruebas, pedir por último, olvido a su rival de las palabras injuriosas que le había dirigido, usted sabría que yo no podía reclamar nada más de su amistad. -¡Cómo consentir en semejante retractación!.. -El cuidado de su reputación lo ordenaba señora y acaso de su felicidad, -pues se sabe todo lo que se debe esperar de la destreza y de la bravura de Al253
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berico. Conozco su alma. El placer de una justa venganza no le hubiera consolado de verla a usted sumida en perpetuas lamentaciones, y cuando le hice sentir todo lo que el duque de L... era para usted... -¡Usted también, ustedes me abruman! –interrumpió Matilde vertiendo un torrente de lágrimas. -¿Usted me cree capaz de casarme con el duque de L... cuando mi corazón es todo entero de otro? Y, sin embargo, usted solamente había penetrado mi secreto; he tenido cien veces la prueba en su dedicación a asegurarme de él a destruir las prevenciones de que sus enemigos me rodeaban. Sí, usted sabía antes que yo hasta qué punto le quería. Aquí, Mauricio sintió helarse su sangre como si estas palabras le quería hubiesen sido su sentencia suprema; sin embargo, esas palabras crueles no lo enseñaban nada; pero la campana que suena en el momento del entierro, bien que no enseñe la muerte de nadie, no es por eso menos fúnebre. -¡Usted le ama! -repitió Mauricio elevando los ojos al cielo; -¡le ama y permite que se abandone a todas las locuras que inspira la desesperación, excita sus celos con el rumor de su próximo casamiento! Por su propia familia supo esa unión que le separa para siempre. Cuando una sola palabra podía calmar 254
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su razón, devolverle a la vida usted cede al poder de sus enemigos, usted simula participar de su animosidad alejándole de su lado, quitándole los medios de justificarse y para acabar de perderle usted le deja desterrarse hasta la eternidad.. . -No -dijo Matilde con exaltación, -no se desterrará. Le devolveré a su amigo, a su patria; dígame el camino que ha tomado, en cuánto tiempo se le puede alcanzar, y si me ama aun, le volveremos a ver pronto. -¡Ah! Señora -exclamó Mauricio amparándose de la mano de Matilde; -¡cuánto le agradezco devolverme, al culto de lo que adoraba en usted! Un alma tan noble no podía ser insensible al amor. Usted debería sentir una parte de ese fuego con que anima a cuanto la rodea. Debería comprender ese encanto insensible ese coraje de dedicarse a la felicidad del ser que se ama y de realizar esa dicha al precio de todo lo que se tiene de más querido en el mundo; ¿por qué Alberico no se encuentra aquí para recoger esas preciosas lágrimas? ¿por qué no ha cedido a mis ruegos? ¿cómo no ha adivinado en todo lo que yo sentía que era amado? Mientras Mauricio hablaba así, Matilde levantaba dulcemente su mano para agregar algunas pala255
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bras a la carta que había comenzado antes de que él llegase; ambos convinieron en expedir inmediatamente un correo que llevaría esa carta al señor de Varéze; pero el coronel ignoraba cuál de las dos rutas que llevan a Lyón había seguido, y a pesar de la inteligencia del sirviente que eligió la señora de Lisieux para llevar el mensaje, se le recomendó ir directamente, a Marsella para estar más seguro de encontrar al señor de Varéze. Los partidos decisivos, de cualquier naturaleza que sean, tienen ordinariamente la condición de devolver la calma al espíritu y de alentar el corazón a soportar las penas que pueden sobrevenir. Después de la partida del correo que llevaba a Alberico la seguridad de un amor triunfante de tantas consideraciones imperiosas, Matilde sintió que ya no se pertenecía y sin preguntarse si el paso que acababa de dar contribuiría a su felicidad o la libraría al reproche y a las eternas inquietudes, no pensaba sino en los deberes prescriptos por su decisión. El más difícil de llenar era ciertamente, imponer silencio a todas las personas que se permitían murmurar ante ella de la conducta del señor de Varéze, pero esperaba escapar a esta dificultad no frecuentando la sociedad y recibiendo solamente en su casa al coronel 256
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Audermont. Cuando ella le comunicó este proyecto, él lo condenó porque podía aumentar aún la malevolencia de los parientes de Matilde contra Alberico. -El sería tan desdichado -agregó Mauricio, -si fuese la causa de una ruptura entre usted y su familia que es necesario tentarlo todo para no sacrificar la felicidad de su tía mientras sea posible a la de Alberico. En consecuencia de estos sabios consejos, la señora de Lisieux abrió la puerta de su casa y se dispuso con Mauricio a disimular bastante bien para que nadie pudiera comprender lo que pasaba entre Mauricio y ella. -Si usted les advirtiese -decía él -que tendrá el valor de ser dichosa a despecho de su voluntad, se armarían de toda su astucia para oponerse al cumplimiento de ese proyecto. Tenga la fuerza de ocultar su inquietud, y el heroísmo, aún más difícil, de no dejar ver su felicidad pensando en la que espera a Alberico. Es el más seguro medio de hacérselo perdonar. Matilde respondió con todos los testimonios de una amistad reconocida a estas opiniones dictadas por un desinterés sin ejemplo. Hizo prometer a 257
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Mauricio sostenerla con su presencia y su razón contra los asaltos que la curiosidad malevolente iba a llevarle durante el tiempo que transcurría hasta el retorno de Alberico, pues no dudaba que su carta lo haría regresar tan prontamente como había partido, y sintió que entonces hallaría en la alegría de volver a verle la fuerza de desdeñar la oposición maligna que no osaba encarar por sí sola. Mauricio había convenido en apostar a cualquiera en casa de Alberico a fin de que le advirtiese de su regreso e instruir enseguida del hecho a la señora de Lisieux. Un billete conteniendo estas pocas palabras: Ha llegado, debía ser remitido a Matilde adondequiera que estuviese y se puede figurar la emoción que la agitaba cada vez que recibía las cartas más insignificantes. Una preocupación tan constante no podía escapar a la observación de las amigas de la señora de Lisieux. Creían adivinar la causa de la tristeza que se pintaba frecuentemente en su frente, pero no comprendían nada de los relámpagos de alegría que brillaban de repente en sus ojos, y de esa exquisita sonrisa que ninguna frase espiritual hacía nacer y que semejaba traicionar una dulce esperanza. La única cosa que les había sido claramente demostra258
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da es que el nombre del señor de Varéze hacia enrojecer o, palidecer a Matilde de modo que se divertían haciendo de ello una comprobación continua.
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XXVII De todos los que se aplicaban a leer en el corazón de la señora de Lisieux, el mariscal de Lovano era el más notable por su ingenio y por el interés que se tomaba por ella quien segura de ser desaprobada ponía todo su empeño en evitar su conversación. Era probarle que ella temía su penetración y excitarla en consecuencia. -Confiéseme francamente que la hastío-le decía una noche en los aposentos de la señora D'Ostange, -dígame que está ocupada en alguien o en algo de que no quiere que se hable pero no me evite como a un importuno ordinario; merezco que usted me trate más duramente. -Y bien sea -respondió Matilde haciéndole signo de sentarse a su lado. -Convengamos en que yo pen260
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saré aparte, que usted no me cuestionará, que hablará siempre... -Y que usted me escuchará alguna vez -interrumpió el mariscal. -Consiento. Así también, yo puedo soportarlo todo de usted, salvo su encogimiento. Me parece que eso la fatiga más a usted que a mí, y es una pena muy inútil con un amigo que la conoce tan bien. -Es verdad que yo preferiría confiarle lo que me preocupa -dijo Matilde -pero no sé qué temor me lo impide. -Es que tal vez usted medita algo contra su felicidad. Si es eso, tiene razón en temerme, es la única cosa que no puedo tolerar. Entonces el mariscal se extendió sobre la fatalidad que llevaba a la mayor parte de las mujeres altamente, colocadas y provistas de todos los méritos que deberían asegurarles un hermoso destino a volcar por sí mismas el edificio de su ventura. Unía los ejemplos a los preceptos y se aprontaba a sacar consecuencias, cuando observó que Matilde ya no lo escuchaba. Buscando un medio de atraer su atención mezcló el nombre del señor de Varéze a una frase que no tenía ninguna relación con él, y Matilde 261
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dejándose caer en el lazo, exclamó casi a pesar de ella: -¿Qué sabe usted de él? -Nada ---respondió el mariscal mirando a Matilde con una especie de compasión, -nada como no sea que ha escrito al rey para pedirle que acepte la dimisión de los cargos que ejercía en la Corte. -¿Está entonces tan decidido a no volver a Francia durante largo tiempo? -preguntó la señora D'Ostange, a quien el nombre del señor de Varéze había atraído a escuchar lo que decía el mariscal. -Sin duda parte a Grecia -dijo el joven D'Erneville, -y yo le envidio mucho ese placer: solamente allí se puede combatir, correr algún peligro; al menos ustedes verán cómo encuentra medios de hacerse distinguir; es feliz, ama la gloria y no me asombraría que recomenzase otra batalla de Navarino expresamente para darle una fiesta. -Si no encuentra la gloria en esta expedición -dijo la señora de Meran, -al menos está seguro de encontrar el placer, pues tú sabes las buenas afecciones que él inspira. En este momento el corazón de Matilde latió con violencia. 262
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–¡Cómo! ¿Lady Elboroug le da su fortuna y su mano? -Era de esperarse -replicó la vizcondesa, –pero se dice que las ha rehusado. Por otra parte, será recompensado de este rechazo generoso, pues, desde la mañana siguiente de su partida la señora de Cérolle partió en coche a reunirse con él en Marsella, para seguirle al fin del mundo si a él le place. –¿Y el señor de Cérolle -dijo la señora D'Ostange, -qué piensa de esta fuga precipitada? –¡Oh! está acostumbrado a no inmiscuirse en los asuntos de su mujer; no es la primera vez que la señora de Cérolle corre detrás o con el hombre que ella prefiere, y verdaderamente es un placer de que sería una tontería privarse pues no le cuesta ninguna de las prerrogativas de que gozan las mujeres decentes. Se la recibe al regreso de esos viajes novelescos, en la Corte y en la ciudad, como si saliese de un austero retiro. -Si es así -replicó la baronesa -no compadezco sino al señor de Varéze, pues la señora de Cérolle no me parece demasiado bella para agradarle largo tiempo, y una vez pasado el placer del escándalo, creo que se verá muy embarazado por su éxito. Eso sin contar con que él había soñado otros y con que 263
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los grandes capitanes no emprenden sino conquistas difíciles. -Se asegura -dijo Isidoro, -que la señora de Cérolle tiene más imperio sobre él que el que han tenido, todas las mujeres que le han amado, lo que no le impide serle infiel; pero él pretende que es para mejor constatar su preferencia y que la mujer a la que se vuelve siempre es la única verdaderamente amada. Después de estas excursiones galantes, él le ruega que le cuente su triunfo o su desventura ella ríe y el placer de burlarse juntos de los otros y de sí mismos les consuela de todo. Es un lazo, una especie de conyugalidad infernal que les encadenará mientras haya imbéciles risibles y mujeres crédulas. La hermana de la señora de Cérolle me afirmaba hace un instante que, dejando todo para seguir al señor de Varéze, ella no había hecho sino responder a su cariño por ella. Se la puede creer porque su hermana le muestra todas las cartas de Alberico. -Deme su brazo -dijo entonces en voz baja el mariscal a Matilde, -y salgamos; usted está, demasiado afectada para permanecer más tiempo aquí. Y sin esperar su respuesta dio a Matilde su piel y la llevó fuera del salón dejándola apenas el tiempo de saludar a la baronesa. 264
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Descendiendo la escalinata el mariscal sostenía a Matilde a la que un violento temblor impedía casi andar. Llegados a su dormitorio ella quiso agradecerle sus atenciones, pero la voz expiró en sus labios descoloridos y el mariscal advirtió que ella se encontraba mal. Pide socorro, todos se agrupan alrededor de ella y con algunas gotas de éter la reaniman. Cuando la ve respirar más libremente, toma su mano todavía helada la lleva a sus labios, la siente humedecida con una lágrima que no puede retener y sale sin poder proferir una palabra.
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XXVIII La dulzura de la señora de Lisieux y su generosidad, la hacían querer de la servidumbre, y cuando ésta supo que ella había entrado indispuesta en su alcoba muchas de ellas pasaron la noche en su antecámara temiendo que pudiese necesitárseles para ir en busca del doctor V... A la mañana siguiente, a pesar de que no hubiese llamado a nadie, reinaba tanta inquietud en la casa que la señora D'Ostange y la señora de Meran habían enviado varias veces a preguntar sobre su estado. Estas muestras de interés le hicieron sentir una especie de humillación que la resolvió a evitarla en adelante haciendo responder que estaba perfectamente curada de su indisposición. Sin embargo, la fiebre la agitaba pero esperaba tener la fuerza de resistirla para recibir a su familia y al mariscal de Lo266
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vano; de otro modo se vería privada del consuelo de ver a Mauricio, pues no había medio de estar visible solo para él. Felizmente llegó primero que todos y Matilde tuvo, tiempo de confesarle lo que había sufrido al conocer la partida de la señora de Cérolle. Mauricio afirmó que Alberico no era cómplice de esta última extravagancia de la señora de Cérolle y que él se sentiría muy descontento al conocerla pero Matilde no vio en estas afirmaciones sino el deseo de calmar su pena. -Yo le inspiro lástima -dijo ella; -usted me compadece de haber dado cabida en mi corazón a un sentimiento tan mal recompensado y trata de engañar mi credulidad fingiendo más confianza en él que la que realmente tiene. Y bien quiero, creerlo: esperemos el regreso del correo. En este instante un lacayo de la duquesa vino a decir al coronel que alguien deseaba hablarle. Mauricio salió enseguida y dejó a Matilde en toda la ansiedad de la duda y la esperanza. Ella escuchaba atentamente el menor ruido; distinguía en el salón que precedía al gabinete donde ella estaba los pasos de dos personas y la voz del coronel: abren la puerta y ve una carta en la mano del correo que 267
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acompaña a Mauricio. Se levanta precipitadamente para tomarla pero se detiene como herida por el rayo, reconociendo su escritura y la carta que debía ser remitida a Alberico. -Usted ve -dijo Mauricio, mostrando el brazo que el correo llevaba en cabestrillo, -este pobre mozo ha caído del caballo corriendo durante la noche se ha expuesto a morir, y no obstante su coraje de continuar el camino desde que pudo volver a montar a caballo, ha llegado demasiado tarde. -¡Demasiado tarde!.. -repitió Matilde. Y dejándose caer en su silla quedó con los ojos fijos en el correo mientras él respondía a las preguntas que le dirigiera Mauricio. -He andado con desgracia -decía el pobre Germán, -pues el buque acababa de darse a la vela cuando yo llegué. El señor conde de Varéze había descendido en el hotel... con una dama cuya mucama ha quedado en Marsella no queriendo embarcarse porque el mar le daba miedo, y ella es quien me ha dicho que dos horas antes... -Te ha hecho un cuento -dijo rápidamente Mauricio. -Es la pura verdad, señora -replicó Germán, -y usted podrá convencerse dentro de algunos días, 268
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pues esa mujer vuelve a París para buscar colocación y yo la veré seguramente. -¿En qué buque se ha embarcado? -En uno que va a unirse en Liorna con el que debe llevar las armas y los víveres a Morea. -¿Y tú no has tenido la idea de ir hasta Liorna? Estoy seguro de que hubieras llegado a tiempo de entregar la carta al conde de Varéze. -Usted piensa bien señor, y s eso u sido posible lo habría intentado. Pero el inspector del puerto me aseguraba que la expedición había salido con retraso, que se había prevenido a los pasajeros que no tendrían tiempo de bajar en Liorna porque el otro buque les esperaba para zarpar, y como el viento era favorable hubiesen llevado dos días de ventaja sobre mí. -¿No se te indicó un medio pronto de hacer llegar la carta a su destino? -No me atrevía a confiarla a las personas que se ofrecían para entregarla a los viajeros, porque se me ha dicho que nada es más incierto que esta clase de ocasiones y he pensado que la señora duquesa las tendría más seguras. Por otra parte la mucama de la señora de... 269
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-¿De Cérolle? -dijo Matilde con una voz alterada. -Eso es -replicó Germán, -es precisamente la señora de Cérolle como la llamaba la señorita Adela; pues bien, la señora de Cérolle le ha recomendado dirigirle las cartas a casa de un banquero de Liorna y por la posta prohibiéndolo hacérselas llegar aprovechando, una ocasión cualquiera. -Está bien -dijo la duquesa esforzándose por parecer tranquila -ve a descansar, manda llamar al cirujano para que cuide de tu brazo y no hables a nadie aquí del motivo de tu viaje. Diciendo estas palabras, Matilde puso la carta sobre la mesa y luego, volviéndose hacia Mauricio, dijo: -Más vale así, que no haya llegado a sus manos. Agradezco al Cielo haberme ahorrado la vergüenza de recrear a la señora de Cérolle. -¿Lo puede pensar usted? -exclamó Mauricio. -Sí, puedo esperarlo todo de un hombre adicto a una mujer semejante. -Crea que él no la estima ni la ama y que al dejarse raptar por ella... -¡Cómo! ¿Usted le quiere quitar toda excusa? Porque, ¿cuál sería entonces el miserable senti270
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miento que le haría participar la deshonra de que ella se cubre, sino la amase? ¿Qué le llevarla a insultarme así, a engañar a usted, a usted a quien su estimación le es tan necesaria si el influjo que esa mujer ejerce sobre su corazón no fuese más fuerte que todas estas afecciones? Sin duda creo que ha intentado desligarse de ese yugo, que él despreciaba; creo que un momento ha esperado que su frívola adhesión a mí triunfaría sobre la otra; pero debía prever la cobardía de su corazón y no jugar una partida que turbaría para siempre el mío. ¿Qué necesidad tenía de escribirme, de jurarme tanto amor, si iba a dar a otra el derecho de seguirle si aceptaría una prueba de devoción que debía hacerme enrojecer de ofrecerle una más noble? ¡Ah! estaba advertida de la desgracia que me ocurre, ha sido contra la opinión de todos los que se interesaban por mí contra mi propia voluntad, como me dejé llevar a ese exceso de flaqueza; las lágrimas me sofocan y no puedo mostrarlas sin exponerme al reproche a la insolente piedad que se acuerda a las víctimas de un fatuo. La fiebre me devora y es necesario que me domine, que me ofrezca con un aire sonriente delante de los amigos a quienes mi angustia ocasionaría una desesperación. Es necesario que yo muera 271
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antes de pasar en el mundo por la rival desdichada de la señora de Cérolle... ¡Yo, ultrajada por tal mujer... comprometida como ella!.. ¡Ah, Dios mío, qué he hecho para atraerme tanta vergüenza! –¡Usted vergüenza! -exclamó Mauricio, -¿y quién osaría ajar lo que hay de más puro en el mundo? ¿Piensa usted que esté en el poder de aquellos que la envidian destruir una reputación fundada sobre tanta virtud y sobre una conducta irreprochable? No, el honor es independiente de la calumnia; de otro modo, ¿qué ser superior no sucumbiría al peso de las sentencias más inicuas, qué buena acción no sería interpretada como un crimen? ¡Qué coraje se necesitaría para ser virtuoso! Pero gracias al Cielo, la ruindad que inventa el mal no tiene el poder de acreditarlo mucho tiempo; pronto se hace justicia a la verdad, y la reparación que se obtiene se agrega aún a la general estimación. Usted verá muy pronto la prueba; Alberico es en este momento víctima de una miserable intriga. No pudiendo burlarse de él tomo lo hacen de tantos otros, envidiosos de todos los méritos que le ponen al abrigo de la ironía sus enemigos han recurrido a la calumnia para conseguir, vengarse. Han afirmado haber oído, de su boca palabras por las cuales se iba en otro tiempo a dor272
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mir a la Bastilla; le han atribuido todas las faltas que, se perdonan menos y desgraciadamente su defecto habitual ha dado tina gran autoridad a esas infames acusaciones. Pues bien, señora como son falsas, usted las verá pronto reconocidas como tales, y usted puede creerme, sí Alberico no hubiese cometido la locura de abandonar su causa ya la hubiese ganado; pero esa desgraciada partida le quita todo medio de justificarse... Lo asesina. ¡Ah, por qué le dejé bastante tiempo para que pudiese hacerlo! Me lo reprocharé toda la vida... -Por mi no lo lamente, -respondió Matilde enjugando sus lágrimas; -puesto que esa mujer debía seguirle más valía que yo no la volviese a ver. El esfuerzo que hacía Matilde tomando esta resolución, parecía agotar su coraje. -Por favor, espere aún, para condenarle a la desesperación -dijo Mauricio con un tono suplicante. -Veo que todo lo acusa hoy, hasta yo le encuentro culpable; pero si él mereciese el desprecio que a usted le inspira créame que perdería al mismo tiempo la efusión que, me anima hacia él. No sabría explicar los hechos que hablan contra Albenico, y, sin embargo, respondo de que todavía es digno de su confianza. ¿Cómo el hombre asaz dichoso para causarle 273
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a usted tanto pesar, habría de tener la demencia de sacrificar tanta dicha a..? En ese instante se anunció al mariscal de Lovano y la baronesa D'Ostange. Matilde tomó la carta que había dejado sobre la mesa y, antes de que Mauricio pudiera oponerse la arrojó al fuego. -¡Oh! ¿por qué? -le dijo él con un acento de queja. -Para que no quede ninguna prueba de un sentimiento del que enrojezco y que debo destruir. A estas palabras, tan crueles para su amigo, el coronel Andermont salió para ocultar la emoción dolorosa que, le oprimía. ¡Cuántos otros en su lugar no se hubieran alejado para ocultar su alegría!
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XXIX Cuando la baronesa entró, su primer movimiento fue fijarse en la alteración del semblante dé, su nieta; le reprochó no haberle hecho saber que estaba tan indispuesta y, sin consultarla ordenó que se fuese a llamar al doctor V... En el estado de abatimiento en que se hallaba Matilde era necesario confesarse enferma y para no desagradar a su tía consintió en recibir los cuidados del doctor V... esperando que ambos, ocupados solamente del efecto de su dolor, no adivinarían la causa. La señora D'Ostange había notado, la palidez de Matilde al escuchar lo que Isidoro había dicho de la señora de Cérolle y en la inquietud que demostraba por la fiebre que oprimía a Matilde mezclaba tantas maldiciones veladas por sentencias generales, sobre los corazones perversos cuyo único placer era jugar con 275
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la credulidad de las almas nobles, que era imposible evitar la cruel aplicación. El mariscal echó de ver el suplicio que esta conversación infligía a la señora de Lisieux, y para desviarla sin dejar, no obstante, de ocuparse de Matilde pretendió que el cambio de aire, las distracciones de un viaje, le harían más bien que todos los socorros de la medicina y concluyó por proponerle ir con él a las aguas de Aix en Saboya. -Los médicos tratan de persuadirme que una estación en esas aguas bastarán para calmar mis dolores y disminuir la crudeza de mi enfermedad -agregó: -depende de usted que yo trate de convencerme de ello. -¡Oh, sí! -respondió inmediatamente Matilde; – ¡un viaje! Creo que estaré mejor lejos de París. -A pesar de la pena que sentiré en no poderte acompañar, pienso que, en efecto, el régimen y los placeres de las aguas te serán muy saludables, mi hija -dijo la baronesa -y si el doctor es de esta opinión, será necesario aprovechar los primeros días buenos para ponerse en camino. Los viajes; no conozco nada como eso para curar el cuerpo y la imaginación. Luego estarás bajo la custodia de nuestro buen mariscal, que no te dejará cometer ninguna 276
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imprudencia. Si ustedes quieren llevar a Teresa se la confiaré con placer. ¡Estará tan contenta cuando vea lagos y montañas de nieve! Matilde oprimió la mano de su tía en señal de agradecimiento y pareció reanimarse un poco a la idea de procurar un gran placer a su querida Teresa y a su viejo amigo. El mariscal se puso a detallar todas las disposiciones necesarias para que ese viaje fuese tan cómodo como agradable. Apuntó los sitios pintorescos que se podrían tocar para alojarse las ciudades que sería preciso atravesar lo más rápidamente posible para evitar las visitas y las grandes comidas de la prefectura. Después de haber trazado un itinerario completo, salió, diciendo que iba a solicitar la licencia necesaria para ejecutar ese hermoso proyecto. Mauricio le siguió. Pocos momentos después, el doctor V... confirmaba la opinión del mariscal y la baronesa no pensaba más que en la próxima partida de Matilde. Cualquiera que sea la sensibilidad de una mujer es raro que triunfe de su orgullo y le quite el valor de disimular sus pesares. Se difundió el rumor de que la duquesa de Lisieux se moría de desesperación en honor del señor 277
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de Varéze y de la señora de Cérolle; Matilde se prestó a todo lo que su tía exigió de ella para desmentir esas conjeturas. Volvió a la Corte, se mostró en los espectáculos y la gente que se imagina que los placeres del mundo triunfan de todas las penas, la suponían perfectamente consolada. Es verdad que la agitación de una fiesta el aire alegre de la gente que se encuentra provocan una especie de aturdimiento que suspende un instante el sufrimiento; ¡pero cómo redobla al regreso de esas reuniones tumultuosas, cuando uno se encuentra solo con su pensamiento! ¡Cuántas mujeres envidiadas serían objeto de una justa piedad si se pudiese seguirlas hasta su encierro, donde deploran la desdicha que las reduce a los placeres del amor propio! ¿Para qué ser bella para ser admirada de la multitud indiferente? ¡Ah! cuando una se ha arreglado alguna vez para alguien no se preocupa más de ser bella para nadie. Ese género de éxito se volvía cada día más insoportable para Matilde; pensó que una experiencia más larga era inútil y que podía partir sin que su tía tuviera el derecho de quejarse. La reflexión, que sigue por así decirlo a las crisis del corazón, le había probado que no volvería a ha278
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llar reposo alguno sino lejos de ese mundo donde todo la hería y donde ella se había dejado cautivar por un sentimiento cuya amargura envenenaría su vida entera. En vano trataba de persuadirse de que con el tiempo podría responder a otra afección: la imagen de Alberico estaba siempre entre ella y su razón, y el recuerdo del amor que ella le había inspirado un instante triunfaba del recuerdo de su perfidia. Un filósofo ha dicho que para sufrir menos es necesario establecerse en su desgracia. La señora de Lisieux seguía ese precepto y desesperando de curar de una pasión que resistía a faltas tan graves, cesó de combatirla. El recuerdo continuo de los tormentos que le había ocasionado, pareció a Matilde el mejor preservativo contra la debilidad de su alma y ya no pensó sino en un retiro agradable donde pudiera abandonarse a la lamentación de una felicidad que, el mundo ya no debía ofrecerle. Ese proyecto estaba muy en oposición con los que la baronesa formaba sobre el destino de su sobrina pero ella esperaba que, acobardada por una perseverancia invencible la señora D'Ostange abandonaría la idea de querer casar a su sobrina y que 279
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concluiría por ir a habitar con ella la casa que contaba con adquirir al borde del lago de Ginebra. A pesar de ese horror al mundo y del intenso deseo de alejarse para siempre, Matilde se sintió oprimida por un sentimiento doloroso, cuando su coche la condujo fuera de los muros de Paris. La idea de no volver a entrar en la ciudad la afligía y, sin embargo, se hubiese sentido muy desdichada si la hubieran impuesto la obligación de quedarse allí. ¿Quién no ha conocido estas inconsecuencias del corazón enfermo, esta nostalgia de lo que ya no se ve, estos terrores de lo que se desea y esa triste facultad de dolerse tanto de las esperanzas como de los desconsuelos? El mariscal de Lovano había propuesto al coronel Andermont acompañarles, y Matilde le había manifestado qué grato le sería recibir los cuidados de un amigo como él, el único que conocía sus pesares, pero él se había excusado con el mariscal, pretextando el deber imperioso de aprovechar esa circunstancia para ir a la tierra que su padre habitaba en Normandía. -¿Es verdad -dijo Matilde -que usted no puede postergar por algún tiempo esa visita a su padre? 280
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Estoy segura de que el mariscal le acordará sin pena un mes más para satisfacer su deber. -También lo creo yo -respondió él con un embarazo visible; -pero vale más que yo no les siga -agregó Mauricio, de manera de ser entendido solamente por la señora de Lisieux. -Dile que hace muy mal de abandonarnos sin ningún motivo razonable -dijo Matilde dirigiéndose a Teresa que dibujaba cerca de una ventana del salón. -Realmente, no soy yo la que obtendrá lo que el señor le rehúsa -respondió ella con un tono picado. -Ha hecho ya tantos viajes interesantes, que éste no le tienta mucho. -Jamás habría hecho uno más agradable –exclamó Mauricio, -y el Cielo es testigo de que ése es el único inconveniente que encuentro –agregó mirando a Matilde; -pero es necesario tener el valor... -De privarse de nosotros -interrumpió Teresa. -Eso es muy meritorio y no dudo de que el Cielo le recompense un sacrificio tan grande; pero, entretanto, no tendrá la bolsa que yo bordaba para usted... será para su mariscal.
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-No, guárdemela –dijo Mauricio sonriendo del gracioso despecho de Teresa; -iré a buscarla enseguida que me encuentre libre. -Bien veremos entonces si usted la merece -replicó Teresa y salió para ir a dar su lección de arpa.
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XXX Apenas Matilde se encontró sola con Mauricio, le dijo con un tono que tenía algo de solemne: -Estaremos tal vez ausentes más largo tiempo que el que usted imagina; prométame ir pronto a encontrarnos. Yo le he causado muchos pesares-agregó con una emoción profunda-déjeme la esperanza de resarcirle un día; siento que la idea de dejarme alejar con su amistad... -La más pequeña muestra de su afección hasta para pagar la devoción de toda mi vida –exclamó Mauricio, con un tono que revelaba demasiado el secreto de su alma; pero tengo necesidad de saberla dichosa para soportar el peso de una existencia sin deseos y sin objeto, y es precisamente por piedad hacia mi por lo que usted debe dejarme intentar el 283
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regreso de la única persona que puede hacer su dicha. -Crea que no vacilaría en aceptar esta nueva prueba de una generosidad de que conozco todo el precio -respondió Matilde, -si ella pudiese solamente devolverme un poco de la esperanza que he perdido y esa loca idea de pretender cautivar el corazón más ligero; pero ni él mismo, llegará a reanimar esa ilusión; ha hecho imposible mi felicidad, y como usted, amigo mío -agregó Matilde con una sonrisa dulce y triste, -tengo necesidad de ocuparme de otro destino para ayudarme a soportar el mío: le conjuro a usted a dejarme el cuidado de su porvenir. -Ya no hay porvenir para mí. -Usted será amado, ¡merece tanto serlo! -¿Qué me importa? -No lo dudo, el sentimiento... que ahora le aflige... -replicó Matilde con un embarazo lleno de gracia, -cederá pronto a la dulzura de una afección mejor recompensada. El placer de reinar en un alma pura que la desgracia todavía no ha marchitado, la esperanza de preservarla la voluntad de guiar la mujer que le ame a través de un mundo donde la protección de un marido valiente y espiritual es tan necesaria la idea en fin, de ser su providencia le 284
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consagrará a la vida: ¡se es tan pronto dichoso de la felicidad que se da!.. -Para consagrarse a tales cuidados, es necesario no vivir de un solo pensamiento, no estar encadenado por su voluntad, por su propia desesperación al culto de un ser que se ha divinizado. Usted conoce mi corazón; si él no ha sabido fingir con usted, que no podía corresponderle ¿guardaría su secreto con la que tendría el derecho de no ignorarlo? No, yo me privaría así de] único bien que me ha quedado, de la libertad de mis recuerdos. -Cómo me aflige usted -dijo Matilde bajando sus ojos humedecidos en lágrimas. -¿No eran ya bastantes mis angustias, sin tener que reprocharme..? -¡Oh! no se reproche un tormento que sostiene mi vida. Sin usted, sin el doloroso placer de inmolar todo a su reposo, al menor impulso de su corazón, no sé qué fuera de mí. Desde el día en que la vi por primera vez, usted ha dirigido todas mis acciones, a pesar suyo será su eterno árbitro, y no piense que entra en esta confesión una luz de esperanza pues le juro que si usted pudiese sacrificar el sentimiento que llena su corazón al insignificante interés que yole inspiro, tanta ligereza me indignaría; ya no sería a mis ojos más que una mujer vulgar y necesaria... 285
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Aquí Mauricio se detuvo bruscamente, como retenido por el temor de proferir una blasfemia y Matilde alentada por lo que él no osaba decir, acabó su frase. -Sí -dijo ella -dejaría de amar a la que no debería más que a su inconstancia y deseo que usted me quiera siempre; pero para que esa adhesión sea una fuente de consuelo para ambos, es necesario obedecerme y no rechazar mi más querida esperanza. ¿No la adivina usted? -Sí, la adivino y estoy penetrado de reconocimiento; pero, mientras más quiera su bondad hacer por mí, más debo poner mi honor en no cargarme con un deber imposible. -¿Es imposible formar al amor una criatura encantadora que le ama ya sin saberlo, -que no se recrea de nada en su ausencia y que ayer nos decía de un modo tan ingenuo que ella no desposaría nunca sino a un coronel? -¿Qué prueba eso? el imperio que usted ejerce sobre todo lo que la rodea. Hay tanto encanto en hacer lo que usted desea que se cree en los sentimientos que a usted le agradan. ¿Yo mismo no he tenido alguna vez la esperanza de reducir los míos a la amistad que usted inspira? 286
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-Si es verdad que tengo tanto poder, déjeme probarlo, no desalentándome en el afán de infundir a Teresa las cualidades y los talentos que usted prefiere. Ella tiene en el alma todo lo necesario para comprender el corazón más tierno, el espíritu más distinguido. Mucho me engaño o el deseo de gustarle hará de ella una mujer encantadora. Y luego, está destinada a vivir cerca de mí, a consolarme de mis hastíos; es mi hija mi hermana. ¿Eso no le da deseos de compartir su suerte? -Para abrumarme con un beneficio tan grande espere, al menos que sea digno. -Sí, esperaré; no le volverá a hablar de este proyecto hasta la época en que usted se sienta tan dichoso como nosotros de verlo realizarse. De aquí a allá será ella mi más dulce interés, la ocupación de mi día y le deberé a usted por eso no sucumbir a mi tristeza. -Usted puede exigir todo de mí, salvo lo que la desesperación no ha podido hacer: así, disponga de mi vida pero en cuanto a este corazón -agregó Mauricio llevando la mano sobre el suyo, –sepa que no latirá nunca por otra. Con estas palabras el coronel salió precipitadamente, temeroso de agregar a la confesión que se 287
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reprochaba la debilidad de mostrar la intensidad de su arrepentimiento. El recuerdo que Matilde conservó de esta entrevista fue, durante el viaje, el motivo de una dulce fantasía pues el pensamiento del bien que se puede hacer, es un consuelo asegurado a todas las almas nobles.
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XXXI La llegada de la duquesa de Lisieux a Aix fue un gran acontecimiento entre los bañistas; se esperaba verla dar el tono por su elegancia y los más distinguidos pensaban ya en hacerse invitar a las fiestas que ella daría a los almuerzos campestres, a los paseos a caballo que daría por las montañas; en fin, se la proclamaba por adelantado la reina del balneario aprontándose cada uno a hacerle la corte. Pero cuando se la vio establecerse enferma en una casa alejada de aquéllas en donde se reunían cada tarde y que se hubieron asegurado de su resolución de vivir muy retirada, la maledicencia sucedió de golpe, al entusiasmo que se prometían tener por ella; y sus menores pasos fueron desde entonces sometidos a una inspección general. Un amigo viejo y gotoso y una niña de catorce años, componían la 289
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sociedad de Matilde; se les vela partir todas las mañanas después de la hora de los baños a caballo o en coche para ir a buscar los lugares más solitarios de este encantador valle; a la tarde tomaban el te con una familia ginebrina que habitaba la misma casa que ellos. Esta manera de vivir hubiera desarmado la maledicencia si algo pudiese desarmarla; pero se pensó que había una causa novelesca en este disgusto del mundo, y cada uno la imaginó en razón del mayor o menor despecho que le inspiraba el alejamiento desdeñoso de Matilde. Felizmente para ella no había en Aix ninguna persona de su familia y ninguno de esos amigos oficiosos que se hacen un placer de relatar, deplorándolas todas las suposiciones que se hacen contra uno: nada fue a turbar la calma de su tristeza. Una sola vez la señora de Varignán, la amable ginebrina que vivía debajo del departamento de la señora de Lisieux, le dijo que acababa de recibir noticias de Italia donde se divertían mucho, que había dos teatros de sociedad en Florencia uno en casa de la señorita N... en donde se representaba desde el melodrama hasta el gran espectáculo; otro en la embajada de Austria donde la embajadora rivalizaba 290
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con las mejores cantatrices de Italia. Se citaban varias francesas que asistían a esta representación, entre otras la linda vizcondesa de M... la bella duquesa de V... nobles restos de la belleza del Imperio, y en fin, la picante marquesa de Cérolle. A este nombre Matilde creyó que se engañaba y lo hizo repetir. -¿Esto la admira? -dijo la señora de Varignán, -¿ no sabe usted, pues, la última historia de la señora de Cérolle? Matilde no respondió nada. -Partió una buena mañana de Paris con un oficial francés que la dejó en el camino, recorriendo al presente la Italia en compañía de otro. -¿Está usted cierta que ella se halle en Florencia? -dijo Matilde temblando de esperanza. -No puedo dudar, porque es mi hermana quien me escribe y ella la conoce muy bien. Fue a ella a quien la señora de Cérolle se dirigió la primavera última para saber si era fácil pasar a Grecia en un barco mercante; pero antes que mi hermana tuviese tiempo de responderle supimos que la señora de Cérolle había partido para Roma y pensamos en conclusión que había cambiado de proyecto o de 291
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amante. Parece que no nos habíamos equivocado porque hela ahí de nuevo establecida en Florencia. Esta conversación en la que la señora de Varignán no suponía cuál fuese el interés de Matilde fue la primera causa de la intimidad que se estableció entre ellas. El bien que se hace sin saber es a menudo el que inspira mayor reconocimiento. Desde ese día la señora Varignán recibió pruebas reiteradas de la afección de Matilde por ella y su familia. El señor de Varignán, aunque de un carácter un poco frío, no tuvo menos parte en su benevolencia. Era para apresurar la curación de uno de sus hijos que estaba en Aix; debían regresar después de la estación de los baños a una propiedad encantadora que poseían sobre el borde del lago Léman, e hicieron prometer a la señora de Lisieux ir a pasar algún tiempo con ellos. Ella consintió con tanto más placer cuanto que había según se afirmaba un precioso castillo en venta cerca del suyo y Matilde al comprarlo acariciaba la esperanza de poder realizar su proyecto de aislamiento. Matilde se había reanimado, de repente, había vuelto a tomar sus lápices y parecía recrearse con el talento que le permitía esbozar los sitios encantado292
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res que la rodeaban; escuchaba con una atención que no le era habitual las descripciones que se le hacían de los parajes más pintorescos de Suiza y hablaba incesantemente de hacer un viaje. El mariscal fue el primero en darse cuenta de esta especial resurrección, pero atribuyó al encanto de una dulce intimidad, al buen aire de las montañas y al tiempo, que triunfa de todo, un cambio producido, por el solo pensamiento, de tener una falta menos que reprochar al señor de Varéze. Al cabo de mes y medio, el servicio reclamó al mariscal a París y no fue sin un vivo pesar como se separó de Matilde. Había esperado devolvérsela a la señora. D'Ostange, pero los esposos Varignán le habían propuesto acompañarla a los pequeños cantones y dirigirla en las excursiones de las montañas, en las cuales Teresa se recreaba; por adelantado, y fue imposible hacerla renunciar a ese viaje. El mismo día en que el mariscal se puso en camino para regresar a París, Matilde siguió a la señora de Varignán a Génova. En el momento de decir ¡adiós! a su amigo una tristeza profunda se apoderó de ella y sus lágrimas traicionaron el pensamiento de la larga ausencia que meditaba. 293
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-¿No la volveré a ver pronto? -dijo el mariscal, -¿y el reconocimiento de los cuidados y del reposo que ha encontrado en estas montañas la harán ingrata con sus amigos de París? -Nunca para usted -exclamó Matilde; -pero, si la salud me obliga a huir del mundo, a vivir aquí, usted vendrá a verme, ¿no es cierto? -Cuantas veces usted lo quiera -replicó el mariscal besando la mano de Matilde; -joven me hubiera sentido muy feliz de consagrarle mi vida; ¡juzgue si podrá disponer de lo que me queda! Diciendo estas palabras, el mariscal se alejó bruscamente de la señora de Lisieux para sobreponer a la emoción que le dominaba el único pensamiento de no vivir sino para ella. -Partamos también -dijo Matilde viendo alejarse el coche del mariscal; -vamos a buscar el olvido de todo lo que amo en estos lugares cuyo aspecto conviene sólo a las almas muy abatidas. Acaso, en medio de estos montes helados, donde la bienhechora piedad habita encontraré la resignación que necesita mi corazón para soportar una vida sin esperanza.
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XXXII Matilde comenzó su viaje por las montañas por aquéllas que circundaban el valle de Chamonni. Luego trepó el San Bernardo, y fue acogida por los padres del hospicio con esa santa cordialidad que se puede llamar la gracia de la virtud. Después de haber atravesado los torrentes, las rocas, las nieves que parecen servir de murallas a esta piadosa soledad, contra la invasión de los hombres, Matilde fue muy sorprendida por las voces de un piano que acompasaba una romanza nueva. Era uno de los hermanos del hospicio que Teresa había encontrado afinando el piano de una sala donde se reunían los viajeros y que le había rogado cantar. Es necesario haber visitado ese espantoso desierto donde los mejores meses del año no han conseguido jamás hacer apuntar una brizna de hierba para formarse 295
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una idea del efecto que debe producir en él un aire de canto parisiense y la vista de un diario francés que había sobre la mesa. Era hacía el fin del mes de agosto. Habla sido necesario desafiar un calor insoportable para llegar hasta las nieves eternas que rodean el San Bernardo, y la misma noche los viajeros se agrupaban alrededor de una hoguera como en medio del invierno. Una extrema actividad reinaba ese día en el convento: era la época de las peregrinaciones; la iglesia estaba llena de pobres habitantes del valle de Aosta. Estos fieles, armados de bastones herrados, habían subido el monte en la esperanza de que, fatigándose en la peregrinación, se atraerían algún favor del cielo o los socorros generosos e los padres del hospicio. Se veían, entre ellos, jóvenes recién casados, que iban a hacer bendecir su unión en ese lugar salvaje, como para probarse el coraje mutuo en seguir juntos los caminos más duros y peligrosos. Un viejo soldado oraba al pie de una tumba cuya inscripción atrajo la mirada de Matilde y, por uno de esos movimientos en que se confunde por así decirlo, el amor del Cielo con la piedad nacional, Matilde se arrodilló en la losa a alguna distancia del 296
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soldado, y se puede afirmar que la palabra patria se encontraba en la común oración. Teresa siguió el ejemplo de Matilde sin saber a qué sentimiento piadoso aquélla cedía en ese instante. Pero cuando vio al soldado y a Matilde incorporarse hizo muchas preguntas a su prima sobre la época en que la tumba había sido construida y sobre la gloria del héroe que encerraba. -Pregúntalo a ese buen hombre -dijo la señora de Lisieux señalando al viejo soldado; estoy segura de que te responderá mejor que nadie, ¿no es cierto? -agregó Matilde; -conozco en su expresión que usted le ha conocido. -¡Si lo he conocido! -respondió el soldado; -fui yo el que lo trajo de Egipto, el que le siguió a Marengo y el que lo ha conducido hasta aquí -agregó con una voz ahogada mostrando el sepulcro. -¿Y aquí es dónde usted viene a rogar por su país? -dijo Matilde. -¡Mi país! -repitió él; -hace quince años que no me preocupo de sus intereses. Ruego al cielo para que tenga piedad de nuestro viejo ejército; nosotros no sumamos muchos antiguos mostachos, y puesto que ya no se sirven de nosotros, se debería al menos conservarnos para enseñar el oficio a los reclutas. 297
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Por otra parte, no digo eso sino por mis camaradas, pues desde el día que, vi una bayoneta de cosaco en las gradas del trono, pedí mi licenciamiento, y como tenía diez heridas aún sangrantes, no se me rehusó ir a hacerme curar por mi pobre madre, en nuestra aldea de... región de Grenoble. Es de allá de donde vengo todos los años a este lugar, cuando el tiempo y las heridas me lo permiten pues la falda es dura y no se la trepa fácilmente con una Pierna ametrallada; pero es igual y me digo: Si ella llega enferma los buenos padres la curarán. -Puesto que, usted viene todos los años a estas montañas, debe ser un excelente guía sobre todo para aquellos a quienes interesan los menores detalles del pasaje de nuestras tropas por estas comarcas de hielo. -Es cierto que yo podría conducirlas con los ojos cerrados, y que conozco perfectamente los sitios donde el otro se detuvo; pero yo no estaba con él cuando resolvió precipitarse con su caballo, a cien toesas por encima del camino, al torrente de la Drauce; fue un guía de Liddes el que lo retuvo cuando su caballo lo arrastraba. Ese hombre vive todavía de la pensión que ganó tan bien pero, lo que usted no querrá creer, señora, es que, a pesar de 298
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cuanto le ha dicho el cabo, para llevarle a París y reclamar la recompensa del servicio que le habían hecho, jamás el montañés ha querido dejar su choza de troncos de abeto, que se inunda todos los inviernos y que llama su patria. -Sin duda es amado -pensó Matilde y avanzó hacia la puerta de la iglesia haciendo señas al soldado de seguirla.. Antes de entrar en la sala le preguntó si consentiría en acompañarlas a Martigny. -Con mucho gusto, señora-respondió usted tiene el aire de una buena francesa y yo le contaré por el camino tantas batallas como usted quiera oír. Era el buen tiempo entonces; ¡no se arriesgaba morir de una enfermedad! Concluyendo estas palabras, el soldado saludó a Matilde y prometió estar pronto al día siguiente a la hora de la partida. -Ustedes estaban con el bravo Felipe -dijo el prior a la señora de Lisieux, –ese a quien llamamos el peregrino del gran ejército. Desde que su general reposa entre nosotros, ha venido muchas veces a bendecirla y a contar su muerte a los huéspedes del hospicio. Sus relatos recrean a nuestros jóvenes hermanos, pues usted puede notar –añadió -que, ex299
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cepto yo que tengo treinta y cinco años y que he resistido la mitad de mi vida al rigor de este clima, nadie a pasado aquí la edad de la juventud. La mayor parte de los que la religión nos trae, se ven obligados a volver a los valles, donde el aire es menos mortífero, so pena de fallecer de un ataque al pecho. Los más celosos son los más adictos al monasterio y es raro que los hermanos que me siguen en las campañas de invierno, se hallen tres veces en ellas. Cuando es necesario, en medio de la noche correr sobre la nieve, sobre la huella de nuestros perros, batirnos con los osos y las avalanchas para socorrer a un viajero imprudente, las fuerzas tienen necesidad de estar al nivel del coraje, y casi siempre, la melancolía que forma tantas vocaciones, ha debilitado ya la salud de los hermanos que se dedican a seguir los estatutos de la orden... Mientras Matilde admiraba esta mezcla de heroísmo y de simplicidad que distinguía al prior y que se humillaba delante de esos mártires de la caridad cristiana el padre agregó: -El verano es un placer; calentamos aquí, cada noche viajeros de todos los países, y estos registros le probarán que no hay personaje ilustre que no nos haya visitado. 300
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Diciendo estas palabras, presentó a Matilde dos libros donde se hallaban inscritos los nombres de cuantos habían llegado al hospicio desde hacía dos años. Teresa tomó el que estaba abierto en la data del día, y Matilde el del año precedente. Después de haber encontrado muchos nombres conocidos de ella y leído las reflexiones de cada cual sobre las montañas y la hospitalidad, se detuvo sobre estas líneas: «No era suficiente haber expuesto mil veces la vida para salvar a los hombres y haberse establecido para siempre en el fondo de las más espantosas soledades. Era preciso aún que los animales mismos aprendiesen a convertirse en instrumento de esas obras sublimes, que se abrasasen por así decirlo, de la ardiente caridad de sus maestros y que sus gritos sobre la cumbre de los Alpes proclamasen los milagros de nuestra religión» Al pie de estas líneas, trazadas por una mano bien conocida de Matilde se leía: «¿Qué diré yo mejor que esto?» y más abajo el nombre del conde de Varéze. -¡Ha estado aquí! -exclamó la señora de Lisieux, olvidando que no estaba sola. 301
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-Perdón -respondió el religioso, -no he oído de qué hablaba la señora. -Del conde de Varéze -replicó Matilde enrojeciendo; -pero ustedes reciben tantos viajeros que no deben recordarle. –¡Oh! los viajeros como ése no se olvidan jamás, señora; y si pudiésemos tener tanta ingratitud, he aquí un presente de él que nos liaría recordarle. El religioso mostraba un cuadro de uno de nuestros grandes, maestros, donde se veía representada la liberación de una madre y de su hijo por los hermanos del convento. -El señor de Varéze estuvo aquí -continuó el religioso, -hacia el comienzo del deshielo. Los jóvenes viajeros tienen la imprudencia de elegir esa época para visitarnos, pero lo que se llama sobre la tierra los bellos días del año, son todavía para nosotros días de invierno y algunas veces los peores de todos, pues es entonces cuando son terribles las avalanchas; el conde de Varéze sabe algo de eso. El nos ha seguido en una de nuestras excursiones nocturnas y no ha sido, sin peligro como nos ayudó a salvar a esa pobre mujer que los perros habían descubierto debajo de la nieve: también he tenido que impedirle aventurarse en las montañas antes del mes de junio; 302
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pero nos ha prometido venir en este otoño. ¿Piensa usted que cumplirá su palabra? -No lo creo -dijo suspirando Matilde -está muy lejos de aquí. Entonces se vio obligada a contestar a las difíciles preguntas que el religioso le dirigía sobre el señor de Varéze, y a pesar del embarazo que sentía cada vez que ese nombre se pronunciaba complacióse en oír hablar de Alberico tan diferentemente que de ordinario. En efecto, el religioso no dudaba de que ese hombre cuyas maneras habían sido tan francas y tan cordiales con ellos cuya valiente nobleza se había mostrado al nivel de la suya fuese el terror de los salones de París y que su generosidad hacia una pobre mujer no bastase para expiar sus faltas hacia todas las que brillaban en un mundo elegante. Escuchando los elogios destinados a las nobles cualidades de Alberico, Matilde se sintió penetrada por una dulce alegría. Ese homenaje, rendido por la virtud al carácter del que ella amaba le pareció como la sanción divina acordada a la pasión que la sometía. Y ese momento la devolvió al sentimiento más consolador, el de honrarse en aquello mismo por que se sufre. 303
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XXXIII Era la cima de un monte helado, rodeado de una naturaleza muerta un lugar inhabitable para aquellos a quienes la religión o, por así decir, el fanatismo de la caridad no animan con el celo heroico; era el retiro más extraño a los intereses del mundo donde vivía Matilde donde ella acababa de encontrar los socorros más eficaces contra las asechanzas de ese mundo mezquino. En el deseo de adquirir un beneficio tan grande decidió enviar pronto al hospicio un recuerdo que rivalizase con el cuadro donado por el señor de Varéze, y no pudiendo imitarle en su valerosa conducta quería al menos semejarlo en su piedad generosa: depositó una bolsa llena de oro en las manos del religioso rogándole que hiciera ese don a la más pobre familia del valle de Lidde. 304
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Las bendiciones de los buenos padres, de la servidumbre del hospicio y hasta las caricias de los perros, señalaron la partida de Matilde y de Teresa. El bravo soldado, viendo a los guías que las habían conducido dispuestos a acompañarlas se mantenía alejado, juzgándose inútil; pero en cuanto lo vio la duquesa fue a tomar su brazo para que la sostuviese en el sendero de nieve que conducía a la roca donde se tomaban las mulas. El viejo militar, impresionado por esta muestra de bondad, pasó con un aire orgulloso delante de todos los que se encontraban allí, diciéndoles: -Estén tranquilos no le sucederá ningún accidente. Estas palabras agradaron sensiblemente a Matilde pues probaban la solicitud que inspiraba. Durante el camino, su guía le contó cuanto sabía de interesante sobre el pasaje de nuestras tropas por esos senderos casi impracticables, teniendo cuidado de detenerse en cada sitio donde se había hecho el menor alto. Este relato, animado por los suspiros o las reflexiones del soldado, hizo tanta más impresión sobre Matilde cuanto que se podría producir esa bella página de nuestra historia escrita por el Tácito de nuestros días. 305
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En la ausencia uno de los deseos mas imperiosas del amor es asociar lo que, se ama a todas las sensaciones que se reciben; uno se pregunta qué pensaría el otro ser de los sucesos o de los objetos que ocupan nuestro espíritu y uno no se perdona la alegría sino entretanto que la refiere a su recuerdo. Escuchando a Felipe, Matilde se había preguntado tantas veces cuál no sería el interés que hubiese sentido Alberico al oír las palabras del viejo soldado, y concluyó por persuadirse de que debía haber escuchado esos mismos relatos cuando llegó a visitar él hospicio. En efecto, interrogado sobre este punto, Felipe respondió que recordaba muy bien al joven coronel que había ayudado a los religiosos a salvar una mujer y su hijo, y que habiendo tenido el honor de servirle de guía y de hablar con él como con la señora duquesa había recibido un regalo, que no le había dejado desde ese día. -Aquí lo tiene -agregó Felipe sacando de su bolsillo un cubilete de plata sobredorada; -usted reconocerá tal vez, señora las armas que están grabadas en él. Eran, efectivamente, las del conde de Varéze, y Matilde se extrañó de un presente de ese género. 306
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-He aquí cómo ocurrió -dijo Felipe; -yo, estaba en el hospicio al mismo tiempo que ese hermoso oficial cuyo nombre no sé bien y le confieso que en vista de lo que nosotros llamamos pipiolos, me había mantenido a la reserva porque había tenido más de tina vez ocasión de corregir los juicios de los conscriptos sobre nuestros antiguos militares, y recelaba tener que someterme de nuevo a cepillar las espaldas que no han estado expuestas al fuego. Sin embargo, supe por medio de los religiosos y de la mujer que acababan de salvar lo que había hecho el viajero; me dije: ¡Es un bravo! no es culpa suya haber venido al mundo veinte años más tarde; pedí al padre Anselmo que me presentara a él, pues las bendiciones de un viejo soldado llevan siempre ventura a un coronel. Es necesario creer que este paso mío le gustó, pues me abrazó como un hermano. «Eso no es todo; quiso, como usted, señora saber a cuantas batallas había asistido yo, y Dios sabe si las ha oído buenas, pues los mandobles, los asaltos, las calaveradas, todo se lo contó. Cuando llegamos a Martigny, me retuvo a almorzar con él entonces los domésticos, que había dejado en el albergue, sacaron de su coche una caja que contenía 307
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esta joya y un servicio como el que nuestros mariscales llevaban en las últimas campañas. Cuando todo eso estuvo arreglado sobre la mesa se nos sirvió buen vino de champagne, pero en tan pequeñas copas que el coronel las arrojó por la ventana y vertió el resto de la botella en mi copa de cerveza y en este vaso; luego brindando, pues bebíamos cada gota a la gloria de Francia me dijo así: «Cambiemos de vaso, mi viejo camarada eso le obligará a pensar en mí todas las veces que beba por la gloria de la patria. »»El Cielo sabe que lo cumpliré y que moriría; de hambre, junto a esta taza de oro antes que separarme de ella» -Es una lástima -dijo Matilde sonriendo cola una especie de coquetería -pues yo hubiera deseado que pudiese cedérmela. -¡Yo ceder un recuerdo tan precioso! La señora sabe bien que eso es imposible. -Ciertamente yo no hubiera tenido la idea de privarle de él, si ese recuerdo no debiese pasar a las manos de una amiga de] señor de Varéze, y si no debiese ser aún más precioso para ella que para usted.
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-¡Cómo! ¿es, dice usted, para una mujer que le ama? --preguntó Felipe, fijando sus miradas en el rostro de Matilde. -Sí -respondió en voz baja con la frente cubierta de un rubor repentino. -Si yo estuviese seguro de dar alguna pena a ese valiente... rehusando obedecer a la voluntad de su... -Le prometo que él quedará reconocido del sacrificio de usted si llega a saberlo -interrumpió vivamente Matilde temiendo oír la palabra que Felipe sin duda iba a. pronunciar. -¿Me lo afirma? -replicó él con un aire fino, se lo afirmo, por lo que tengo de más querido en el mundo. -Si él debe quedar contento y usted también -dijo Felipe exhalando un suspiro, intérprete de su profundo sentimiento, -tómele señora; pero no olvide decirle al que me lo ha dado que no podía desprenderme de él sino para la persona que hará su felicidad. -No tema sus reproches -dijo Matilde desprendiéndose el reloj que llevaba -y si usted le ve antes que yo, muéstrele ese dije; eso bastará para justificarle. 309
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El soldado, Reno de reconocimiento, besó la mano que le presentaba un recuerdo no menos querido que el de que se privaba pues era la prueba de que la señora de Lisieux había comprendido al alma del viejo soldado: substituyendo a un noble don un presente del mismo género le había ofrecido el único precio que él hubiese aceptado. ¡De qué modo su orgullosa pobreza sintió esa delicada generosidad!.. Todo esto pasaba a cierta distancia de Teresa que marchaba delante acompañada de dos guías. De regreso a Martigny, el soldado continuó el camino que debía conducirle a su aldea y como hacía poco camino por día llegó a casa de su madre casi al mismo tiempo que la nota de la pensión que el mariscal de Lovano le remitía a nombre del rey de Francia.
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XXXIV Después de haber recorrido los rientes valles del mediodía de la Suiza Matilde llegó a los bordes del lago de Constanza. El deseo de admirar uno de los sitios más agradables del país, tan rico en vistas pintorescas, no era el único que la atraía: sabía que una persona dotada de todos los prestigios que la naturaleza la fortuna y la desdicha pueden reunir en una mujer, había fijado su residencia al borde de ese hermoso lago, y la señora de Lisieux esperaba que el recuerdo de los antiguos servicios de su padre le valdría una acogida benévola de la augusta desterrada. No se engañaba; la duquesa de San-L... la recibió con esa gracia hereditaria que había conquistado a su madre tantos corazones enemigos, con esa cortesía afectuosa que hace perdonar el poder y pa311
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rece continuarlo más allá de su fin. A pesar de todo lo que debe esperarse de una persona a quien el resplandor de una corona no ha ofuscado, y que, demasiado noble por sí misma para enorgullecerse de su elevación, había permanecido modesta sobre el trono, Matilde no pudo ver sin asombro hasta qué punto el espíritu y la bondad pueden triunfar de todo sentimiento amargo en los grandes reveses de la fortuna. Escuchando a la duquesa de San-L... expresarse sobre los acontecimientos, la gente que se había aprovechado de su caída o que la había decidido, con tanta moderación, justicia e imparcialidad, se olvidaba a su ejemplo, de la parte que ella había tenido en esas grandes revoluciones. Sus lamentaciones estaban reservadas para los seres que la muerte le arrancara; no tenía ninguna para sus grandezas pasadas, y las lágrimas que llenaban sus ojos cada vez que se pronunciaba el nombre de Francia era el único signo que traicionaba su pena. Rodeada de sus hijos, de sus encantadoras sobrinas, llamadas a reinar por todas partes del mundo, cuidada por sus amigos, visitada por los talentos más distinguidos de Europa ofrecía el raro ejemplo de una desdicha honrada y de una amargura sin rencor. 312
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Una carta de la señora de Meran fechada en Interlachen llamó a Matilde hacia ese punto de Suiza. Su prima la avisaba que pasaría por Berna para volver a Francia y que esperaba encontrarla; agregaba que, estando tan avanzada la estación, suponía que Matilde cediera al deseo de su tía de verla regresar a París, pues la señora D'Ostange no podía privarse por más tiempo de las atenciones de su sobrina y de su nieta. Matilde sintió todo lo que esta última reflexión contenía de reproches y se decidió a no merecerlos más, al menos por lo que concernía a la ausencia de Teresa. Los placeres del viaje llegaban a su fin; Matilde lejos de querer permitir que aquélla la siguiese al retiro donde iba a pasar el invierno, se determinó a confiarla a la señora de Meran para que la condujese al lado de su abuela.. No fue sin ser duramente reñida por su prima como la dejó partir sin ella. Las declamaciones, los ruegos, las burlas todo fue empleado por el señor de Meran y por su mujer para quitar a Matilde su proyecto de retiro, al cual ellos daban todos los nombres que se prodigan ordinariamente a las extravagancias de la gente de mundo. Pero la certidumbre de lo que tendría que sufrir por la observa313
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ción maligna de sus enemigos y la persecución caritativa de sus amigos mejores, la mantuvieron inquebrantable en su resolución; le era necesaria toda la fuerza del sentimiento amargo que llenaba su corazón para darle el coraje de resistir a los llantos de Teresa de esa encantadora criatura cuya futura felicidad era la única esperanza de Matilde. Pero esa felicidad, como todas las otras, tenía necesidad de ilusión; era preciso dejar ignorar a ese joven corazón que la ligereza la deslealtad, pagan con demasiada frecuencia el mejor amor, y Matilde se consolaba de la partida de Teresa pensando que ya no tendría el temor de verla adivinar la causa de sus lágrimas. En esa época no se podía dar un paso por Suiza sin oír hablar del generoso interés de un rico ginebrino por la causa de los griegos; ese fanatismo por una vieja gloria ese entusiasmo por los nobles oprimidos, esa infatigable caridad que, en cada fracaso, daba una nueva prueba atraían al protector millonario la simpatía y la admiración de todas las gentes de bien. En su reconocimiento por los socorros que recibían, los jefes de la Grecia le tenían al corriente de los menores acontecimientos que ocurrían, y a él es a quien se dirigían de todos los pun314
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tos de Europa para hacer llegar sus socorros a las víctimas de tan larga tiranía. Matilde esperó saber por él algunos detalles sobre Alberico y rogó a la señora de Varignán que volviesen a Ginebra sin confesarle el verdadero motivo que la determinaba a no permanecer en Berna; le manifestó un deseo tan dominante de adquirir la casa que estaba cerca de la del señor de Varignán, que éste partió anticipadamente para hacer la adquisición en nombre de la señora de Lisieux. No se ocultaba bien su pena sino a los ojos indiferentes y la afección que Matilde inspiraba a la señora de Varignán iluminó pronto a ésta sobre la naturaleza del pesar que le disimulaba. Con un carácter exento de todos los defectos que causan secretos tormentos, Matilde no podía sufrir sino por un amor desesperado; la señora de Varignán no lo dudaba y cien veces ^había estado a punto de decirle: «Sé su secreto, no se prive del placer de hablarme de él»; pero el temor de parecer indiscreta la había contenido y su ingeniosa bondad se ejercía buscando lo que podría aportar algún alivio a la tristeza de Matilde: semejante a esas hermanas caritativas que curan las enfermedades sin preguntar su nombre, ella las imitaba hasta en el relato que hacer 315
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comúnmente de dolores análogos a los que experimenta el paciente, única distracción que no deja de tener siempre efecto sobre los seres que sufren.
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XXXV Hablando así por el camino llegaron a Lausana; la señora de Lisieux debía encontrar cartas de su familia y la señora de Varignán aprovechó el momento en que leía su correspondencia para ir a ver a uno de sus parientes que vivía cerca de la ciudad. Al regreso de esta visita la señora de Varignán vio a Rosalía en la puerta del hotel, y le preguntó si podía subir a; la cámara de su ama. -Hace ya algunas horas que ha recibido sus cartas -respondió Rosalía -pienso que ha concluido de leerlas y que puede recibirla a usted, señora. Entonces la señora de Varignán se dirigió a la cámara de Matilde con la intención de proponerle un paseo por el lago esperando la hora del almuerzo. 317
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Grande fue su sorpresa cuando, al entrar, vio a la señora de Lisieux bañada en lágrimas, respirando apenas y de tal modo absorta en su desesperación que no se había dado cuenta de la llegada de su amiga. –¡Oh, cielos! --exclamó la señora de Varignán; -¿ha recibido usted alguna triste noticia? Matilde no pudiendo proferir una palabra le dio las dos cartas cuya lectura acababa de sumirla en un dolor imposible de describir. Una de esas cartas era del coronel Andermont y contenía la otra: «Lea, señora y si es posible devuélvame el amigo que tiemblo de perder. Parto al instante con la esperanza de salvarle o de abrazarle por última vez; pero una palabra de usted es lo único que, puede volverle a la vida. Se la reclamo en nombra de todo lo que sufro por usted y por él. MAURICIO ANDERMONT» Esa carta dirigida primero a Ginebra había recorrido todas las ciudades de Suiza donde se había detenido la señora de Lisieux y la esperaba desde hacía ocho días en Lausana. Se figurará fácilmente 318
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lo que ella debió lamentar un retardo que podía ser tan funesto, leyendo la carta que sigue: ALBERICO A MAURICIO Del lazareto de Marsella... «¡Pobre amigo! A juzgar por el aspecto siniestro de los que me rodean, no nos volveremos a ver y vas a llorarme sin haber tenido el consuelo de recibir mi último abrazo. Sin embargo, ha vuelto a ver las costas de Francia no estoy más que a doscientas leguas de ti; pero la fiebre, que ya ha llevado a tantos de nosotros, va más rápida que el correo que te lleva esta carta y tengo miedo de que llegue demasiado tarde: me quedan pocas fuerzas y quiero emplearlas en justificarme de las acusaciones que llenaban la única carta que he recibido de ti durante esta larga ausencia. »Me he hecho seguir por la señora de Cérolle dices, ¡ah, mi amigo, qué infame suposición! Desolado por haberla encontrado a cierta distancia de Marsella donde su coche acababa de romperse no he podido rehusarle acompañarla hasta su alojamiento. Allí, me hizo una escena de novela entremezclada de las más locas amenazas, si me oponía a que se embarcase la 319
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mañana siguiente en el buque que debía conducirme a Liorna. Como hablaba de ir al encuentro del duque de S... y de dar un escándalo en París pensé en alejarla llevándola a Liorna donde la dejaría. En efecto, partí sin que ella lo supiese y después no he oído hablar más de ella. »Desembarcado en Modon, me presentó al general en jefe; él me confió muchas misiones que he cumplido tan bien como pude. En una de ellas tuve ocasión de salvar de la brutalidad de una horda de albaneses a un joven griego con su familia; no tenía para defenderles sino un pequeño número de hombres conmigo; hicieron todos prodigios de valor, y, gracias a ellos logré libertar a nuestros protegidos, pero no fue sin recibir una herida bastante grave que me obligó a permanecer algunos días en una miserable aldea donde reinaba una fiebre perniciosa que hacía grandes estragos. Fui atacado y transportado moribundo al cuartel general; se me embarcó con aquellos de nuestro ejército que se enviaban a Francia para atender a su curación. No tengo ningún recuerdo de lo ocurrido durante la travesía: mi última idea al sentirme morir había sido el pesar de expirar lejos de mi país, y creí sentirme renacer 320
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oyendo exclamar a los marineros: Las costas de Francia. »La esperanza de abrazarte aún, de poder hablarte de aquella por quien abandoné mis amigos, mi patria; de esa mujer que me acusa tal vez mientras muero no lamentando sino a ella; en fin, no sé qué esperanza más dulce todavía me ha reanimado un momento; he creído que el Cielo me agraciaba que me acordaba algunos días más para ti. Me parecía que mi amistad debía obtenerlo. Pero la fiebre ha redoblado, me siento más oprimido que ayer, y cuando hace un instante rogué al médico que me cura que no me engañase sobre mi estado, me ha hecho dar todo lo que es necesario para escribir; era responderme. Lo he comprendido. »Encontrarás adjunto el apunte de los servicios que exijo de tu amistad. No temo de ella nada; vendrás aquí a reclamarme para transportarme a la tumba de mi familia: deseo ser colocado al lado de mi madre. Y tengo vergüenza de confesártelo; en este, momento en que los más solemnes pensamientos deberían ocupar solamente, mi corazón, está lleno de una imagen de la que la muerte misma no puede distraerme. A esa imagen que me ha seguido siempre, cien veces he tratado de fijarla; al fin 321
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lo conseguí con la ayuda de un joven pintor agregado a la expedición: quiero que este retrato que no se ha separado de mí, repose sobre mi corazón mucho tiempo después que haya cesado de latir; pero el temor de lo que se podría conjeturar si se hallase sobre mí ese piadoso recuerdo, me crea el deber de despojarme de él en este triste momento. Es el más doloroso sacrificio que puedo hacer por ella y si tengo el coraje de someterme, es en la confianza de que devolverás ese precioso depósito a mi tumba. Sí, lo depositarás tú mismo sobre-mi corazón antes de que sea amortajado para siempre, y luego irás alguna vez a verter lágrimas sobre tu mejor amigo. Adiós... desfallezco... acaso... Mauricio, dile cómo yo la amaba... laméntame ante ella... y mi muerte será dulce. »ALBERICO»
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XXXVI ¿Alberico había sucumbido? ¿Mauricio había llegado a tiempo de verle de instruirle sobre lo que el amor de Matilde había hecho en bien suyo, cuando se vio abandonada por él? ¿El conocimiento de los remordimientos desgarradores que él le inspiraba había endulzado el dolor de sus últimos momentos? He ahí las preguntas que no cesaba de dirigirse Matilde, y a las cuales su desesperación únicamente respondía. Resuelta a salir de una ansiedad peor que la desgracia reunió sus fuerzas para estar en estado de ejecutar la resolución que tomó de trasladarse a Marsella. Segura de que la señora de Varignán, cuyo interés por ella había aumentado con la confidencia del infortunio que más temía se opondría a dejarla partir sola y expuesta noche y día a todos los peligros 323
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de un fatigoso viaje, la señora de Lisieux se determinó a ocultarle su partida precipitada y cuando la señora de Varignán le propuso enviar un correo a Marsella o a esperar que su marido pudiera acompañarla a ella misma Matilde se lo agradeció afectuosamente, dejando para el siguiente día el tomar una determinación a ese respecto. El estado de sufrimiento y de depresión en que se encontraba no permitía creer que pudiera ponerse en camino la misma noche y fingiendo tener necesidad de reposo después de una crisis tan dolorosa Matilde consiguió de su amiga se retirase más temprano que de costumbre. Apenas se encontró sola ordenó a la servidumbre que se ocultase de los criados de la señora de Varignán para hacer enganchar los caballos a su coche. Rosalía se encargó de prepararlo todo para que su ama pudiese partir a media noche: durante este tiempo, Matilde escribió algunas palabras de despedida a la señora de Varignán y se excusó del misterio que le hacía de su partida por el temor de tentar su generosa amistad y recibir de ésta una prueba que hubiera podido causar inquietud a su marido; luego agregaba: «No tema nada por mí, no ocurren jamás 324
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accidentes enojosos a la gente a quien el exceso de su desgracia torna indiferente» iLisieux dijo a puerta de la ciudad, proponiéndose atravesarla a pie con sus criados. mucama de la señora de Varignán y le entregó el b llete destinado a su ama; al recibirlo la mucama so rió con un aire fino, que no notó Matilde; estaba conseguía su aten Una vez en el sitio donde su gente la esperaba no notó por el momento la inmovilidad y el silencio Rosalía que, envuelta en su manto y oculta bajo un velo espeso, permanecía acurrucada en un á gulo del coche. Duerme, pensó Matilde y desde e tonces, creyéndose libre de una observación Estaban ya lejos de Lausana cuando Matilde ob servó que Rosalía lloraba también. -le dijo con esa conmovedora bondad que las más grandes tristezas no hacían m nos atenta.
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Pero, por toda respuesta se sintió tomar la mano afectuosamente. -¿Estás mal? -agregó, -¿quieres que nos detengamos? -No -dijo una voz que Matilde reconoció enseguida -no sufro sino de ver a usted tan afligida. -¡Cómo, es usted! -exclamó Matilde arrojándose en los brazos de la señora de Varignán. -Perdóneme -respondió ésta -haber desobedecido a su voluntad y desconcertado su generosa astucia tomando el lugar y el manto de la pobre Rosalía que va en el pescante con el lacayo. Era necesario violentarla a usted para soportar mis cuidados. No tema que este viaje tenga ningún inconveniente para mí; he prevenido al señor de Varignán por una carta que mis sirvientes le entregarán. El queda con mis hijos, cuya salud ya no me causa inquietud; le digo que un asunto importante la obliga a usted a trasladarse sin demora a Marsella, que me tomo quince días para acompañarla en este viaje y que estoy segura de que no me lo reprochará. -¡Excelente amiga! -dijo Matilde- ¿a qué triste deber se consagra usted? ¿Sabe lo que me espera y si los socorros mismos de tal amistad bastarán para sostener mi valor? 326
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--Sabré lo que le ocurra y estaré allá para llorar con usted. Eso es preferible al tormento de creerla sola entregada a todos los géneros de peligros y de suplicios. Y luego, si de repente un acontecimiento feliz viene a pagar los espantosos momentos que aun nos restan pasar, ¿no es justo que tenga mi parte en su ventura? A estas dulces palabras de consuelo, Matilde respondía con lágrimas; pero éstas corrían menos amargas en el seno de una amiga y el cuidado que, se tomaba la señora de Varignán porque Matilde exhalase abiertamente su pena la impedía sucumbir. No deteniéndose sino para cambiar de caballos la fatiga tanto como el pesar, abrumaba a Matilde y la opresión continua que le impedía tomar ningún alimento la reducía a un estado de debilidad alarmante. En vano se le encarecía que teniendo tan poco cuidado por su salud llegaría moribunda a Marsella; la idea de perder algunos momentos en reposar la hacía resistir a las instancias de la amistad. No obstante, un accidente la obligó a detenerse; uno de los ejes del coche se rompió, después de dos días de camino, entre Chambery y Grenoble en medio de ese hermoso valle regado por el Isère. Fue necesario detenerse en una posada próxima al fuerte 327
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Banaud, y permanecer el tiempo necesario para hacer componer el vehículo.
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XXXVII Este accidente que retardó la marcha en dos días, abatió el coraje de la señora de Lisieux. Le pareció una advertencia del Cielo que así la instruía sobre la inutilidad de su viaje. -Llegaremos tarde -decía sin cesar; -Mauricio no le ha vuelto a ver, me lo hubiera escrito; sabe que sufro y su piedad me hubiera asegurado, al respecto, si todo no ha concluido para mí... ¡Ah! su silencio es la muerte... Los sollozos la interrumpían. En vano la señora de Varignán le recordaba todas las posibilidades que hay para que una carta se demore cuando va en pos de viajeros que cambian cada día de ciudad y de albergue; se apoyaba por encima de todo en la habilidad de los médicos agregados al lazareto de Marsella; citaba muchas cura329
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ciones admirables y pretendía que las mismas fiebres que, devastan las hermosas comarcas del levante, se curan como por milagro desde que se puede respirar el aire puro de Francia. Nombraba muchos habitantes de Ginebra que también habían resistido a esa cruel epidemia; pero, después de haberle escuchado atentamente, Matilde exclamaba: -No tengo derecho a semejante, dicha hubiera sido necesario seguir los movimientos de mi alma y no desolarlos con un orgullo desdeñoso. ¿He podido creer todo lo que la calumnia inventaba contra él? ¿no había adivinado todo lo que su ligereza aparente ocultaba de nobles sentimientos? y, ¿debía unirme a los miserables que le envidiaban, para asegurar su pérdida?.. Las viles consideraciones, el miedo a una observación maligna esa cobardía de espíritu que no permite sublevarse contra las sentencias injustas, esa falsedad ordenada que impide a las mujeres dejar ver el sentimiento que más les honra: he ahí las causas que, han causa do su desesperación y la mía. Viéndome sometida a los caprichos de un mundo que no había aumentado sus defectos sino para castigarlo más cruelmente, él ha debido creerme tal como ese mundo exige que se sea: vana, insensible, egoísta, es necesaria toda la 330
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generosidad de su corazón para no odiarme muriendo, pero si su bondad lo impide, mis recuerdos le corresponden. Yo tenía su amor... le amo, la felicidad era ésa. Le he perdido por mi culpa merezco todo lo que sufro... Matilde se abandonaba así al exceso del dolor, que sobrepasaba sus fuerzas y fue asaltada; por un violento espasmo que todas las atenciones de la señora de Varignán tuvieron mucha dificultad en calmar. Encontrando en su inquietud la autoridad necesaria para hacerse obedecer, la señora de Varignán exigió a Matilde que tomase un instante de reposo. Rosalía se encargó de hacer preparar una cámara al lado de la sala común de los extranjeros y en la cual el cubierto de la señora de Varignán estaba puesto. Se llevó a la señora de Lisieux en su vaso de plata un poco de leche mezclada con azahar; su amiga la conjuró a beber en nombre de aquel de quien provenía ese recuerdo; a su nombre obtuvo todo lo que deseaba y Matilde prometió quedarse en cama hasta el momento en que se la avisara que el coche estaba compuesto. En ese instante se oyó un gran ruido en la posada; el chasquido de los látigos de los postillones 331
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anunciaba una volanta: era que llegaban viajeros. Uno de ellos pidió caballos a grandes gritos; el posadero que era al mismo tiempo dueño de la posta respondió que no los tenía pero que muchos de los que habían conducido viajeros a Chambery estarían pronto de regreso y que después de una hora de reposo se les podría utilizar. –¡Usted no tiene caballos! -repitió el correo, –¿y qué son entonces esos que veo en el pesebre? -Son de un coche que se ha roto cerca de aquí -respondió el dueño de la posta -y no puedo disponer de ellos. -Eso no es cierto -respondió otro, -hay talvez medio de arreglarse con los viajeros, si no están tan apurados como nosotros. Trate de que yo pueda hablarles. -No es posible en este momento las damas están a la mesa. -¡Ah, son mujeres! -replicó el correo. -Y bien tanto mejor, no pueden tener asuntos importantes y cuando yo les haya hablado, permitirán, estoy seguro, emplear los caballos de que no se pueden servir en este momento, puesto que su coche está todavía en la casa del carretero. 332
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Haciendo estas conjeturas el correo pensó en poner a los postillones de su parte prometiéndoles triples guías si llegaban a convencer a su amo del poco daño que harían a las viajeras cediendo sus caballos. Pero el honesto dueño de la posta permaneció inquebrantable en su negativa y el correo se vio obligado a recurrir a la astucia para obtener lo que quería. Pidió hablar con el correo que acompañaba a las damas, pero estaba ocupado en apresurar a los obreros que arreglaban los desperfectos del coche. Fue necesario renunciar al proyecto de corromperle a precio de oro y contentarse con dar esperanzas a los viajeros que aguardaban impacientemente en su carruaje el resultado de ese coloquio. Al fin el correo les indujo a entrar en la posada para tener el aire de ceder a la necesidad, mientras él intentaría apropiarse de los caballos por un medio cualquiera. Fue entonces cuando, oyendo la voz del posadero que precedía a los extranjeros y les abrumaba de excusas sobre la desdicha de no poderles servir más prontamente, Matilde y su amiga deseando evitar toda riña dejaron precipitadamente la sala y entraron a la cámara preparada para la señora de Lisieux. 333
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XXXVIII Pocos momentos después, el posadero hizo preguntar si podría tener el honor de hablar a las damas. –¿Qué nos quiere? -dijo la señora de Varignán. -Creo que se trata de los caballos de ustedes -respondió la sirvienta. –¡Ah, Dios mío! –exclamó Matilde -¿los habrá dejado tornar? ¿cómo vamos a hacer? –¡Oh! no, señora los caballos están allí, pero si ustedes quieren escuchar al patrón, él les explicará... -Le voy a hablar yo misma -interrumpió la señora de Varignán, y dirigióse con la sirvienta a la sala de al lado, donde el dueño de la posta esperaba su respuesta. Viendo entrar a la señora de Varignán, los dos extranjeros se levantaron para saludarla; pero se re335
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tiraron a un ángulo de la sala por discreción, para no oír lo que le decía el posadero, que hacía uso de toda su elocuencia para persuadirle de ceder sus caballos a los viajeros que acababan de llegar. -Ustedes no sufrirán ningún retardo con esta complacencia -agregó, -pues acabo de preguntar en la herrería y el eje no estará terminado hasta dentro de una hora; durante ese tiempo tendremos diez caballos de regreso y ustedes no necesitarán esperar ni un minuto. -Es posible -respondió la señora de Varignán; -pero, como espero que los obreros habrán concluido el arreglo más temprano, no quiero exponerme a perder un sólo instante. Sus caballos serán pagados durante la espera como si estuviesen empleados. Ponga usted el precio que quiera pero téngales siempre dispuestos para conducirnos. A pesar de esta respuesta terminante el dueño, de la posta insistió de nuevo, como para probar su celo a los forasteros cuyo embajador era en esa circunstancia. Estos dirigían de tiempo en tiempo una mirada hacia el lado de la señora de Varignán, para ver si las súplicas del posadero tenían algún éxito ante ella; pero pronto le vieron volverse hacia ellos con un aire de quitarles toda esperanza. 336
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-¡Qué obstinación! -exclamó uno de ellos mientras el otro daba signos de una gran impaciencia. -¡Cómo, nada puede determinarla a un acto de complacencia que no podría dañarla puesto que no pueden ponerse en camino sin su coche! Hay en ese procedimiento algo que subleva y quisiera saber qué es lo que hace a esas señoras tan inflexibles. ¿Las conoce usted? -No, precisamente -respondió el posadero. -Sé que son de Ginebra hermanas de un rico negociante, tienen un hermoso coche y tienen mucha prisa por llegar a Grenoble; creo que van a recoger una sucesión; una de ellas está de luto y llora siempre. -¿Si usted les dice que soy portador de despachos del Gobierno y que la orden del servicio le obliga a proporcionarme caballos antes que a los demás viajeros? -Deje ese asunto a cargo de Comtois -dijo el amigo, que todavía no había tomado la palabra. -El lo arreglará mejor que nosotros. -Sea -replicó el posadero, teniendo el aire de capitular con su conciencia; -si usted tiene órdenes... mi deber es... voy a consultar las ordenanzas y veremos lo que debo hacer. 337
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Diciendo estas palabras, el posadero salió y dejó a los viajeros convencidos de haber ganado la causa. Era conocer bien el genio de Comtois; él se dio cuenta de que el dueño de la posta buscaba una razón para hacerse violentar y le dijo bajo secreto que sus amos estaban encargados de una misión importante y que si él retardaba su marcha la administración le haría sin duda graves reproches. Condujo tan bien el asunto que, el dueño de la posta viéndose destituido si resistía más tiempo, dio la orden de enganchar los caballos al coche de esos señores. Sólo que, suponiendo que las viajeras pudiesen ignorar su fraude recomendó a los postillones que no hicieran ruido. Durante este tiempo la señora de Varignán se alababa ante Matilde de su firmeza en resistir a los ruegos del posadero y hasta a las instancias silenciosas de los dos viajeros, cuyas miradas no eran menos suplicantes. Pero ese tiempo debía ser inútil; las horas pasaban y no se advertía que el coche estuviese pronto. Matilde sucumbía a su impaciencia; al fin, suponiendo algo de la verdad, la señora de Varignán hizo llamar a una sirvienta de la posada y le preguntó si los forasteros llegados después de ella estaban aún allí. 338
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-Hace más de una hora que han partido –respondió. -¡Cómo partido! ¿pero han llegado los caballos? -No se lo dirá, señora; todo lo que sé es que les he servido frutas mientras se enganchaba el coche y que me habían encargado de una comisión ante ustedes. Pero se me había dicho que la señora reposaba -agregó señalando a la señora de Lisieux, -y no me he atrevido a entrar. –¿Qué tenían que pedirnos? -contestó la señora de Varignán; -me parece que yo le había hablado al posadero de manera de no dejarle ninguna duda sobre la imposibilidad de cederles los caballos. ¿Era aún un ruego en ese sentido? -No, señora querían saber de dónde provenía ese vaso de oro que las señoras habían dejado sobre la mesa. En ese instante, Matilde se levantó bruscamente del canapé en que estaba extendida. -¿Qué dice? -preguntó la señora; de Varignán, -¿qué querían? -Digo, señora que viendo ese vaso sobre la mesa uno de ellos había exclamado: -Felipe está aquí; es un viejo soldado que quedarás encantado de conocer. Mi querida chiquilla -me 339
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dijo él entonces, -prométame hacer saber al buen hombre dueño de este vaso que hay aquí uno de sus amigos que desearía mucho verle. -¿Un viejo soldado? -respondí yo, -pasa frecuentemente por aquí; aun esta mañana hemos visto a dos que se parecían bastante al que usted dice y creo que el más joven llamaba al otro Felipe. Pero los soldados no tienen joyas como ésa; por otra parte se ve bien que una cosa tan bella no puede pertenecer sino a algún rico; así es de esa dama que ustedes han visto recién y que habita en la cámara de al lado. Entonces me ha dicho con un aire asombrado: -¿Es verdad que ese vaso pertenece a la señora? Y bien pregúntale cómo se lo ha procurado; si llegas a saberlo te recompensará de ese servicio. »Yo contesté que nunca me atrevería a despertar a las señoras para hacerles semejante pregunta. -Son, sin duda personas que han encontrado a Felipe en sus frecuentes viajes al hospicio -dijo la señora de Varignán tratando de calmar la agitación que se pintaba en el rostro de Matilde. -¿Qué cara tenía el que hablaba así? -preguntó la señora de Lisieux con una voz temblorosa. 340
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-Me ha parecido muy alto y sería un hombre hermoso sino estuviese tan pálido. Pero el que tiene muy buena presencia es el otro. -¿El que le ha parecido que sufría no tenía los ojos azules? -Sí, señora y los cabellos rubios. Pero el otro es el que tiene lindos mostachos... y un aire resuelto. Le hizo entrar en razón a su amigo, pues se obstinaba como un diablo en saber si verdaderamente este vaso era de las señoras. «Ese pobre Felipe -repitió con un tono muy emocionado, -ha muerto tal vez. Porque, estoy seguro de que no lo ha vendido» Y diciendo eso tenía lágrimas en los ojos. –¡Es él! -exclamó Matilde, -es él y lanzándose fuera de la cámara descendió la escalera atravesó el corredor, llegó al camino, repitiendo como una insensata: –¡Es él! corran detrás de su coche... tráiganle.. Pero corriendo así, sus fuerzas la abandonan, cae, y se oyen gritos; éstos detienen una calesa pronta a pasar sobre el cuerpo de Matilde: un hombre se precipita abajo de su coche. Toma a Matilde en sus brazos y la lleva hacia la casa de donde muchas personas acuden para prestar sus cuidados a la señora de Lisieux. Se la rodea y la señora de Varig341
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gravemente herida. -Tranquilícese señora contemplaba a Matilde con un aire enternecido, mientras se le prodigaban todas las atenciones con los más dulces nombres; -yo caballos cuando iban a atropellarla. Esto no será nada. El terror la ha asaltado, pero ya vuelve en sí. -¡Alberico! los brazos del que la sostiene. La señora de efecto de una emoción tan grande; quiere que se la confíe a sus cuidados, que todos se alejen. -dijo la voz que respondía al corazón de Matilde. aamigo que no osa aproximarse y que ella oye acusar se del estado doloroso en que la veía. -¡Cuánto mal le he hecho! –decía, esa desgraciada carta.
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-No se acuse querido Mauricio; sin usted yo no hubiera sabido que él me ama -dijo Matilde mostrando a Alberico. -Y a mí, señora duquesa -dijo Felipe, -no me acusáis, supongo, de haber contado enseguida al coronel, cómo había cambiado su vaso por este reloj. A fe mía que, cuando él supo nuestro encuentro en el monte San Bernardo y vio esta joya creí que se volvía loco. «-Vuelvan al galope a la posada de donde venimos -gritó a los postillones, -diez luises si llegamos antes de su partida. Sube tú con nosotros. »Y hemos venido en esta calesa; como si el diablo nos trajese» Estas palabras explicaban bastante el regreso de Alberico y de Mauricio; cómo, habiendo reconocido a Felipe en el camino, Alberico, había hecho detener el coche para hablarle y adivinado por su relato que el cubilete de plata pertenecía a la señora de Lisieux. Pero, después de los primeros momentos de una alegría que la devolvía a la vida Matilde quiso también saber cómo Alberico había escapado o, la horrible fiebre que le había puesto en tan gran peligro. -Si hubiese estado muerto -dijo el señor de Varéze señalando a Mauricio, -su llegada me hubiese 343
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resucitado. Pero no estaba nada más que en la agonía cuando le vi; tenía apenas la fuerza necesaria para escuchar lo que me decía de usted: debía revivir. Sin embargo, es necesario confesarlo, si le debo esta felicidad, me la ha hecho pagar cruelmente con la tiranía de sus cuidados y la prohibición que me había impuesto de no hablar de usted y de no escribirle. -Verdaderamente no estaba en estado de soportar la más mínima emoción, la menor fatiga -dijo Mauricio. -Si usted le hubiese visto con la muerte en las facciones y la alegría en las pupilas le hubiera producido el efecto de la aparición de un espectro en estado de demencia. Ale ha sido necesario reprenderle encadenarle como a un niño para impedirle correr a Lausana donde el mariscal me había escrito que usted debla estar. Y a pesar de todos mis esfuerzos desde que se pudo levantar me declaró que prefería morir de fatiga antes que de impaciencia y que si yo rehusaba acompañarle partiría solo. -¿No he hecho bien? -dijo Alberico; -el viaje y la esperanza me han restablecido y en este momento desconfío de que ningún sufrimiento me espere. -Yo tenía el presentimiento de esta resurrección -dijo la señora de Varignán; -pero ella rechazaba to344
EL
BURLÓN ENAMORADO
da esperanza y yo la veía sucumbir al dolor sin poder aportarle el menor consuelo. –¿Verdad? -dijo Alberico a Matilde con esa alegría profunda que inspira al amor el sufrimiento que se causa. -No, no me perdonaré jamás -exclamó Mauricio -haberle dado una inquietud que podía haberle evitado; cuando veo esa palidez, esa alteración... –¿Qué dices? -interrumpió Alberico, -ella no ha estado nunca tan bella. –¿Usted me ama entonces? -dijo Matilde levantando hacia Alberico, los ojos que la alegría llenaba de lágrimas. Los que pretenden que su corazón es incapaz de un sentimiento... -No nos conocen ni a usted, ni a mí -interrumpió Alberico con el acento más penetrante. -¡Ah! créame, la amo más que lo que merezco. -Necesito creerlo -dijo Matilde -para olvidar todo lo que he sufrido. -Por culpa suya -replicó él sonriendo, -¿por qué divertirse en aturdir a un hombre ya demasiado poco razonable y que tiene tantos defectos como usted virtudes? Usted debe cargar con la pena de esa inconsecuencia. 345
MME. DE GIRARDIN
-Es justo -replicó Matilde; -pero quería corregirle del único defecto que le conozco; pensaba que confiándole el cuidado de la felicidad de mi vida obtendría de él ese ligero sacrificio. -Puede contar con ello -dijo Alberico besando la mano de Matilde. -No me burlaré más que de usted, que tiene la bondad de sacrificar su libertad, un título brillante y la reputación de una razón perfecta a la pequeña ventaja de ser simplemente adorada por el hombre más dichoso del mundo.
FIN
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