JOSEFINA TOLEDO
CUENTOS DE FANTASMAS
EDITORIAL LETRAS CUBANAS CIUDAD DE LA HABANA, CUBA. 19
Hoy no se lucha contra h...
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JOSEFINA TOLEDO
CUENTOS DE FANTASMAS
EDITORIAL LETRAS CUBANAS CIUDAD DE LA HABANA, CUBA. 19
Hoy no se lucha contra hombres —si acaso los hombres contra que luchamos somos nosotros mismos—; luchamos con la presencia de ese pasado todavía en el presente, luchamos contra limitaciones de todo tipo. Pero es sinceramente el reto mayor que ha tenido la Revolución. FiDEj. CASTRO RVZ Edición
/ EDÜAltDO líERAS LEÓN
(^ Josefina Toledo, 1980 (g) Sobre ía presente edición: Editorial Letras Cubanas, 1980 Este título ha sido impreso en la Imprenta "Urselia Díaz Báez" del Ministerio de Cultura "Año del II Congreso"
EDITORfAL
LETRAS
CU8ANAS
Caite G. No. 505, El Vedado, Ciudad de La Habana
I FANTASMAGÓRICAS
Al compañero Guillermo Toledo, comunista, que, además, es mi padre.
U n a h i s t o r i a del t i e m p o m u e r t o
Antenor Corrales había dedicado toda su vida, ya prolongada, al cultivo de las relaciones humanas v.hortelano habilidoso, conocía el abono idóneo para cada elemento, sus merecimientos y, sobre todo, el clima que le era propicio. En su huerto habían crecido, desde siempre, plantas de invernadero en ¡a zona fría; frutos tropicales en el ángulo cálido y variedades especiales en el intermedio de la zona templada de su parcela. Y tanta era la variedad de cultivos, y tan cuidada estaba, que su fama se extendió por todo el pí> blado y acudieron andantes de todo tipo para admirarla. —Buenos días, Antenor —dijo el más noble y trabajador de los arrieros de la zona—. ¿Puedo descansar aquí en su parcela, Antenor? —¡Sí, cómo no! ¡No faltaría más, hómbreí —respondió rápido Antenor Corrales. — Y . . . ¿los mulos del arria también se pueden quedar? —preguntó tímidamente el arriero. —¡Pues claro, hombre! ¡Siempre dispuesto! —respondió Antenor Corrales igualmente rápido. ^ B u e n a s , Antenor —acertó a decir Yosolo, el más impío de los explotadores del lugar—. ¿Puedo pasar la noche aquí en su parcela?
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—¡Sí, cómo no! ¡No faltaría más, hombre! —respondió Antenor Corrales.
—Corrales, ¡mi mujer está de parto, llámeme a un partero! —gritó un día, nervioso, el arriero.
—Y. .. ¿puedo enjuagar mi machetín nuevo? Usted s a b e . . . acabo de estrenarlo con un imperlínente que se había metido en mis tierras y . . .
—Bueno, te disculpo porque sé que eres un ignorante, un noble animalón con ropa —masculló Antenor—, aquí no hay que llamar a ningún partero estando y o . . . yo soy el mejor partero que ha dado este poblado.
—¡Pues claro, hombre! ¡Siempre dispuesto! —había respondido don Antenor al más impío de ios explotadores de] lugar. Y don Antenor Corrales, abrigándose de un frío inexistente, se llegó después al extremo de la parcela ocupado por el arriero y le dijo: —Ustedes debían luchar por sus derechos y no dejarse matar por Yosolo —y con su mejor sonrisa le extendió un pequeño fruto cultivado en el extremo cálido de su huerto. Y se llegó luego al ángulo de la parcela en que había quedado Yosolo y le dijo: —Usted hace muy bien en tener mano dura con estos revoltosos, ¡apriételos, Yosolo, apriételos! —y con su mejor sonrisa le extendió un fruto de gran tamaño cultivado en el extremo frío de su parcela. Y los parientes y los amigos del arriero se le fueron uniendo poco a poco, en el pedacito de tierra que Antenor Corrales le habla ofrecido para vivir; y los pocos parientes y los menos amigos de Yosolo se le fueron uniendo también en el ángulo que ahora ocupaba en la parcela de Corrales.
—[Oye, Antenor, búscame un sacamuelas inmediatamente, inmediatamente, que no resisto este dolor! —^vociferó un día Yosolo. —^Mire, Yosolo, Jo disculpo porque a lo mejor el dolor le ha hecho perder la memoria, pero aquí no hay que llamar a ningún sacamuelas, como dice usted, porque yo soy el mejor dientista —de diente, así es como debe decirse—, el mejor dientista que ha dado este poblado. —Corrales —dijo al otro día él arriero—, sabe que mañana es él cumpleaños de la niña y, como ya yo estoy viejo y enferm.o... —Yo también estoy viejo y enfermo —le inlemimpió Corrales. —Como estoy viejo y, ya le digo, enfermo, quisiera echarme una fotografía con toda la famil i a . . . nunca me he retratado y mi mujer y mi hijo mayor quieren... —¡Ya, ya! —interrumpió Corrales—. ¿Quieres un fotógrafo? ¿Tendré que decirte que lo tienes delante? ¿Pero cuándo aprenderán ustedes a reconocer a las personas de valor? —¡¿Usted?! —dijo el arriero señalando con el índice y dejando la boca abierta.
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—Sí, yo mismo —replicó rápido Corrales—. Yo soy el mejor fotógrafo que ha dado este poblado. —La seriedad de la cara lampiña de Antenor Corrales no dejaba lugar i: dudas. —¡Hey, Corrales! —gritó un día Yosólo—, mi padre, el viejo Yosolote Paramí; mi padre, ^ se da cuenta?, se me acaba de morir y yo quiero tenderlo en la plaza mayor del pueblo y que todos le rindan tributo y homenaje... —^hablaba rápido Yüsolo— mi padre, Yosolote Paramí, ¿se da cuenta? ' . Y Antenor Corrales se representó de imnedialo a mucha gente desfilando con flores —por temor a las posibles represalias del temible Yosolo— diciendo alabanzas del viejo Yosolote Paramí y convíitiéndoio en centro de todas las conversaciones y punto focal de todas las miradas. Y decidió no dejarse arrebatar el centro de atención. —¿Cuántos años tenia el viejo Paramí? —Creo que unos setenta y p i c o . . . no sé exactamente —le dijo Yosolo. —Yo tengo ya sesenta y p i c o . . . cerca de setenta años, así es que eramos contemporáneos... —le dijo Corrales. —Pero mi padre estaba muy enfermo —replicó Yosolo—, fíjese que llevaba ya cuatro días con fiebre, no tragaba y n o . . . —En esta semana yo también he tenido una fiebre muy alta y la garganta ceixada, lo que pasa es que yo no me descuido; si el viejo Paramí
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hubiera hecho al pie de la letra los remedios que le dije, a lo mejor... —¡Pero. Corrales, sí es que ni pararse podía ya! —¡Nada! Yo también he estado completamente baldado en estos días y gracias a las fricciones y los linimentos que yo mismo me p r e p a r é . . . ¡en toda mi vida de farmacéutico no me había: quedado un preparado tan bueno como é s t e . . , del mismo pomo le mandé al difunto Yosolote... si él no se lo puso, ¡figúrese! —El asunto es que el muerto es Yosolote, mi padre —repuso Yosolo un poco impaciente— y yo quiero tenderlo en la plaza mayor del pueblo •y que todos le rindan t r i b u , . . —Mira, Yosolo —interrumpió Corrales decidido—, el muerto será tu padre, pero a la verdad que quien merece el tributo y el homenaje del pueblo soy yo, yo —y se golpeaba el pecho—, precisamente por estar v i v o . . . Yosolo abrió la boca, gesticuló y ya iba a defender el derecho de su difunto padre a ser el muerto, el velado, pero Antenor Corrales no le dejó tiempo. —¿Tú no te das cuenta, Yosolo, de lo grandioso de mí fortaleza, de mi vitalidad, de m i . . . ? —¡Está bueno ya, Corrales! ¡Ahorita te entro a machetazos ya que tanto te interesa ser el muerto! —¿Así le pagarías tú al único que te escondió, que te trató, cuando mataste a los q u e . . . ?
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—¡No!, si ya no te he dado un planazo es porque tengo buena memoria... por menos basura de la que has h a b l a d o . . . a otra g e n t e . . . jzas! • . . Aimque también metiste en tu huerto a las viudas y los hijos de todos los mentecatos que he tenido q u e . . . —¡Vamos, Yosolo, compadre!... tú sabes que yo te aprecio... la cosa es actuar siempre ima vez para el lobo y otra para el cazador —dijo Antenor Corrales persuasivo, con su mano sobre el hombro de Yosolo—. Fíjate, mi hermano, yo sé que tú me entiendes porque tú eres una gente muy inteligente... ¡hombre!, fíjate si eres inteligente que tú eres la única persona con la que yo hablo a q u í . . . así durante un r a t o . . . porque los demás son unos imbéciles, no están a mi altura. .. pero tú, en c a m b i o , . . ¡hombre!, de verte nada más uno se da cuenta de tu inteligencia, de tus cualidades... —y Corrales fijó su mirada, con aire de convicción, en la frente estrecha de Yosolo y en sus ojillos pequeños y hundidos, y continuó: —^Te decía que lo grandioso en todo esto es que teniendo yo más o menos la misma edad del viejo Paramí y padeciendo más o menos las mismas enfermedades, mientras él se dejó morir, yo estoy vivo y gracias a mi fuerza de voluntad, a mi coraje. ¿Me entiendes ahora, Yosolo? —^Yo nunca lo he visto a usted tan m a l o . . . como para morirse —argumentó todavía Yosolo. —¿Ves? —dijo Corrales—. Ahí tienes la prueba de mi grandeza, de mi fuerza de voluntad..., he estado varias veces gravísimo, me he sentido mo-
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rir, y ¿qué crees que he hecho? ¿Dejarme morir arriba de la cama? ¡No!, ¡jamás! Le he dicho a la muerte ¡atrás, parca fría, atrás!, y aquí me ves, entero, vencedor de la muerte —y la cara huraña de Yosolo iba cediendo el paso a la cara idiota de Yosolo—. Dilo tú mismo, Yosolo —prosiguió Corrales—, ¿quién es el que merece honores, el vencido o el vencedor...? Y así fue como aquella noche, en la plaza mayor del poblado, se colocó en un extremo el ataúd con el cuerpo del viejo Yosolote Paramí,, y en el otro extremo se situó una silla alta^ sobre una tarima, desde la que Antenor Corrales recibía las flores y la felicitación obligatoria de Todos los habitantes de su huerto. Y no recuerdan los habitantes del lugar —los que quedan vivos— mayores fiestas y agasajos que los tributados a Antenor Corrales con motivo de la muerte del viejo Yosolote Paramí.
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El g r a n c a z a d o r d e o p o r t u n i d a d e s
—Sí, ¡cómo no! ¡No faltaría más, hombre! ¡Siempre dispuesto! Así había respondido Gií Gandía veinte años atrás, cuando aquel joven, que después supo que era del Movimiento 26 de JuUo, le pidió la llave del almacén de bebidas para reunirse allí con sus compañeros. Conservar esa reunión en secreto —Gil no sabía qué día se efectuaría, ni a qué hora— era una cuestión en la que podía escurrírsele la vida; éste fue un detalle del que Gandía se impuso después y que le originó la más persistente diarrea que él recordara haber tenido en su vida. Inolvidable resultaba para él la noche aquella en que el jefe de la policía le tocara a la puerta —ya eran más de las diez de la noche— para pedirle, con su uniforme azul reluciente y sus galones, que lo «tocara» con unas cuantas botellitas de ron, que era el día de su santo y quería darse unos tragos, pero q u e . . . —Sí, ¡cómo no! ¡No faltaría más, hombre! ¡Siempre dispuesto! —había respondido Gil Gandía al jefe de la policía del sector, con su mejor sonrisa, mientras sentía resbalar por entre sus muslos una desagradable masa viscosa que delataba la intimidad de su presencia con el escándalo de un olor nauseabundo. Aquella noche el jefe de la policía se llevó un estuche con seis
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botellas de ron, «ya sabía yo que con usted se podía contar. Gandía... cuídese, tómese un colagogo y coja las cosas con calma, que me parece que no anda usted muy bien» —le había dicho desde la puerta de la calle el jefe de la policía cuando ya la viscosidad le abordaba las pantorrillas. Pero aquello había ocurrido hacía ya muchos años. La Revolución había triunfado y Gil Gandía conservaba la chaqueta de uno de aquellos jóvenes (todos mártires de la Revolución) que sus familiares ahora habían identificado y conservaba también una billetera —imitación mal lograda de piel de cocodrilo —del muchacho que había hablado con él para que les cediera el almacén. Gandía exhibía la chaqueta y la billetera como verdaderos trofeos de guerra. Así demoró todo lo que pudo la inevitable entrega de esas reliquias al Museo de la Revolución, arguyendo que «se me aguan los ojos cada vez que toc<j esta chaqueta y esta billetera... yo colaboré mucho con estos muchachos... bueno, fíjense que mientras estuvieron aquí en La Habana, reuniéndose en mi almacén, nunca tuvieron problemas... los mataron después, allá, en la S i e r r a . . . » Y así Gil Gandía organizaba conferentias y entrevistas en las que exhibía sus «piezas», hablaba, lloraba, gesticulaba y sé felicitaba casi por el prodigio de vivir «después de los grandes riesgos que he corrido durante la clandestinidad como hombre de confianza del Movimiento 26 de Julio en La Habana». Y finalmente, a Gandía se le ocurrió ser poeta —puesto que nadie se lo impedía y eso era entonces una cosa muy fácil—• y escribió libros
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de poemas que fueron muy elogiados porque, a su modo, decían de la grandeza de aquellos mártires de la Revolución. —¿Quién debe tener en su casa el Comité de Defensa de esta Zona? —^había preguntado Gandía a los allí reunidos—. Sinceramente, señores, ¿quién tiene aquí más méritos revolucionarios que yo? Fue así como Gil Gandía se seleccionó presidente vitalicio del Comité de Defensa de la Revolución de esa Zona, y cuando se enteró del desembarco mercenario por Playa Girón, escondió rápidamente la banderola justificándose: «fue un paso táctico-estratégico; no podemos quemamos así, como a s í . . . » Y siempre había sido así; Gil Gandía no concebía im evento en el que él no participara como centro, por eso no pudo asimilar ser apartado de todos los niveles de dirigencia cuando se procedió a la asamblea de renovación o ratificación de mandatos en el Comité de Defensa de la Revolución, en el Año del Primer Congreso del Partido Comunista. —Me han planchado, me han planchado, eso no puede s e r . . . Y se le ve a menudo, jubilado, en su parque del pueblo, con la expresión de quien acaba de salir de una planchadora.
Emulación
Había sido difícil. No obstante, mi Voluntad, acorralada como el enemigo en cerco durante unas horas, había hecho alarde del poderío de otrora y había prevalecido, aunque anonadada, a mi sinrazón. ¿Sinrazón...? ¿Es que lo sería realmente? Estoy aquí y ya no quiero pensar. Ellos han venido casi todos. He pasado la lista de memoria. ¡La inconmensurable memoria del profesor de Matemática que no se olvida de ima tarea, ni de un castigo, ni de una amenaza ni de im premio! Ellos son ante todo, eso. Y son más; son prolongaciones mías; son las ramitas verdes del tronco árido. Mis muchachos me procurarán nuevo aliento vital para seguir emulando. Sólo que ahora necesitaría mucho para emular con el tiempo, invicto imperturbable de todos los andantes. En estos días me ha ido bien la escuela. Mañana lunes empezaré los problemas con incógnitas. ¡Si pudiera llevarlos yo mismo a la Prueba de Nivel! Trataré de llevar a los mejores. Esta vez los mejores serán todos. Casi todos. ¡Ah, ahora recuerdo, hoy hace tres meses que enterramos a Casamayor! ¡Cuánto me afectó su muerte! Todo fue muy rápido y de ésta, ¡de esta misma enfermedad! El domingo no debía existir; al menos para nosotros, que no sería yo el único sentenciado. ¡Cruel consuelo! ¡Qué diferente es la piedad cuando la pena es ajena! Por Casamayor sentí
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piedad. Por mí, sólo odio y resentimiento; me queda tanto por conseguir, por hacer. Mi memoria, mi sensibü¡dad-tada_S!í_ha aguzado hasta el paroxismo. Todo lo que va a concluir está aquí, en mi ciiartico húmedo frente al malecón, cómodamente accesible por la dadivosidad de mi memoria. Son detalles de mi vida, lejanos, imprecisos. Y otros dstalles de una vigencia ciiiel, implacable.
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dad no había participado en el nuevo movimiento huelgiustico; no tuve valor para participar, pei-o sí lo tuve para recibir los planazos. Desde «se día, hace años, me prometí a mí mismo que en la próxima oportunidad bu.scaría valor para las dos cosas. Y buscaría la oportunidad también.
Súplicas, apocamientos, vendimia de dignidad y como premio el empleo de maquinista que yo no abandonaría hasta obtener esta plaza en la Secundaria Básica.
Cuando las oposiciones de maestros en tiempos de Grau las jimaguas tenían ocho años. Ya Ana Rosa estaba muy delicada de salud. Aquéllas eran oposiciones de soborno contra intelecto; de dinero contra sobresalientes; de ía burguesía dominante contra los estudiosos hijos proletarios. Pero no me sentí derrotado, no podía sentirme derrotado en esas circunstancias. Pretendiendo perjudicarme rae enviaron a la escuelita del pueblo, cerca de mi Central. De allí veníamos año tras año a engrosar el desfile pálido del Primero de Mayo con telas y cartelones que no siempre pudimos mostrar y con ilusiones que podíamos mostrar menos. Pero yo no me desesperaba. Confiaba demasiado. Aguardaba el fruto maduro bajo el árbol sin impacientarme, ése ha sido mi gran defecto: excesiva pasividad, por eso nunca conseguí nada. Ahora todo es distinto; quiero ganar el gallardete de obrero ejemplar, aunque será sólo una vez. Quiero que me honren, que me consideren; que me digan, que me asegiuen que todos estos años no han sido tan inútiles, que mi vida tiene, al menos, un hecho meritorio.
Después las luchas sindicales, las tentativas de huelgas frustradas, el diferencial azucarero o Jesús Menéndez. Después los planazos en la espalda, total, por simples sospechas, porque en reali-
¡Es horrible! El domingo próximo lo pasaré trabajando en mi Central. Ahí está, en la cama, insepulto en mi memoria, él cadáver tibio de Ana Rosa, los ojos apretados, la boca entreabierta (no
—Le aseguro que no tendrá que arrepentirse, mayor. Después de esa carta del senador, yo no p u e d o . . . Además, yo tengo experiencia; mi primer trabajo fue de maquinista allá en el ferrocarril del Central. Entonces fue que seguí en la Normal por la noche y . . . —Bueno, bueno. Le voy a dar un chance, aunque no lo necesito, ¿sabe? Pero yo soy muy blando y cuando un hombre se quiera c a s a r . . . Ya tiene más años en las costillas, así que será menos revoltoso que cuando estaba en la Normal, ¿no? [A este senador le gusta un punto de hacerse el bobo!
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pudimos cerrársela). Mi hermana le puso el vestido rosado, el de sus quince años. Pensé que mi niadre no soportaría... pero hace años que la sobrevive, como me sobrevivirá sin dudas. Es lo natural. Después la ruptura, mi fracaso matrimonial. Ella estaba derrumbada por la pérdida de Ana Rosa. Yo también lo estaba y, sin embargo, el dolor mutuo no logró unirnos. Estoy solo. Solo con mi incalculable deseo de trabajar. El trabajo es la más loable, la más pura de todas las actividades humanas. Aun engendrado en la mera ambición personal, rústico, primitivo, el trabajo es puro. Como es pura el agua del manantial, aunque surja horadando el iodo. Ellos escribirán: «Aquí yace Leoncio Fresneda, que pese a su enfermedad llegó a ser trabajador ejemplar.» No quiero el clásico E.P.D. No lo quiero. O no escribirán nada, ¿quién sabe? Pero tendrán que recordarlo forzosamente. —¿A qué Leoncio te refieres? No lo recuerdo. —Sí, cómo no, a aquel tipo que le dio por ser trabajador ejemplítr antes de morirse. Aunque nadie lo recuerde, la satisfacción es mía. Son mías las moléculas dé glbná que me tributo a mí mismo. Son mi primera propiedad. Son incompartibles. Mañana explicaré a mis muchachos los pro' blcmas con incógnitas. Voy a preparar mi clase y decididamente comenzaré a trabajar esta se-
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mana con los mismos reanimados bríos que las semanas anjej.¡ores, acicateado ahora por la presencia de u>^ sarcoma en la columna vertebral, que el especialista me confirmara antier por la mañana . . .
CUENTOS DE
Una caretica roja Porque Ellos son jinetes, almohadas y espuelas de nuestra lucha. (PARAFRASEANTW A MARTÍ)
El niñito estaba allí, con su camisit^ blanca formalmente limpia —sX menos por el frente— junto a sus dos hermanitos. Podía ver las botas aún lustrosas del hermano mayor rozando la falda de la madre, y la cara del otro raramente vuelta hacia él. Ninguno de los dos, tan juguetones y solícitos hasta entonces, había acudido al llamado de sus familiares gorjeos; a pesar de que él se había esforzado ensayando todos los sonidos de que ya era capaz. Nadie parecía dispuesto a quitarle aquella humedad de la espalda y a devolverlo a su amorosa hamaquita dejada en el poblado horas atrás, antes de que atravesaran aquellas acequias. Un silbidito suspirante se le escapó entre los labios. El niñito paseó entonces indolentemente su mirada oblicua por sobre la superficie fangosa en que yacía ya desde tres horas. Al llanto convulsivo y prolongado de los primeros momentos había sucedido esta laxitud casi resignada de ahora, interrumpida solamente por los silbiditos suspirantes. En vano sus deditos habían logrado alcanzar el borde inferior de la falda de la madre esparcido sobre el fango; ella no había acudido a reclinarlo sobre su pecho ni a ofrecerle sus pezones casi yermos, en el agónico esfuerzo por ofre-
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cerle lo que su voluntad maternal hubiera deseado. El nifiito no lloraba porque ya no tenía fuerzas. Una lágrima original, vertida por el primer niño, había horadado las rocas y había ido multiplicándose en el seno de la tierra, alimentada por raciones diarias de dolor. Los poros de la piedra dura habían respondido con un musgo compasivo, y ahora, después de tres generaciones, todo lo humano había llorado allí y aquella agua estaba verdeada por infinitos musgos compasivos; pero nadie había oído. El niñito estiró una pierna y quizá hubiera querido estirar la otra para evitar el entumecimiento^ pero su pie se introdujo en un hoyo que se abría unas pulgadas más abajo de sus nalguitas. El fugaz contacto con el líquido frío y desagradable que yacía en el fondo del hoyo lo hizo recoger de nuevo las piernas. Esta vez apretó las rodillas todo lo que pudo contra su pecho, como para no repetir la experiencia. No le costaba gran esfuerzo mantener esa posición uterina porque aún no había cumplido el primer año de su nacimiento. Volvió a concentrar su atención en la cara del hermano raramente vueUa hacia él. Los ojos desorbitados que al principio le habían dibujado im mohín de desconcierto en la carita menuda, ya no lo podían asustar porque habían desaparecido dentro de aquella masa informe y roja que ahora le parecía más cercana. El niñito se regodeó en su observación porque el rojo lo atraía mucho, y hasta estiró su pequeña mano huesudita como para alcanzar aquello rojo de la cara de su hermano. Él hubiera querido seguir miran-
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do y mirando, pero fue vencido por la somnolencia de la hambruna, hasta que su mirada se fue cerrando sobre e] punto rojo. Los tres hombres habían llegado mojados y con el torso desnudo. Colocaron los fusiles sobre una lona y se acercaron. Ya había oscurecido, pero sus miradas estaban habituadas a intuir formas en la oscuridad, más que a verlas. Uno de ellos levantó al niñito muy suavemente, como si fuera a desmoronársele entre las manos. Otras manos incrédulas sobaron con gran habilidad cada pulgada de su cuerpecíto en pocos minutos. El niñito hubiera querido manifestarse en un llanto de protesta, pero tuvo que contentarse con estorntidar varias veces. Finalmente, se encontró seco y abrigado sobre una superficie también seca. Uno de los hombres comenzó a cavar la tierra ahondando en uno de los hoyos. El silencio, erecto como uno más de ellos, se resistía a ser vejado por el choque de las herramientas sobre el fango. Las palabras permanecieron sujetas por el silencio. Ninguno ratificó su odio al enemigo; no hacía falta, Sobre la lona sec?, el niñito y los fusiles aguardaban momentáneamente.
El r e s g u a r d o
La muchacha continuaba paseando su flaquencia en el patio frente al cuarto con la cortina de retazos. A intervalos casi automáticgs se detenía a deshacerse de la insufrible persecución de un mechón de pelos que insistía en metérsele eii los ojos. Por fin se decidió a levantar la cortina de retazos y habló hurtándole el rostro al vahó eiifermi20 que salía de la habitación. . ^—¿Vino el médico, mamá? —Baja la voz —respondió la niadre. -^¿Lo llamaron? —insistió la muchacha. La silueta aún vigorosa de la madre se elevó en el quicio de la puerta sujetando la cortina. En silencio dejaron atrás los cuartos de los dos vecinos inmediatos y entraron en el de la vieja Carmela que las esperaba afuera. —¿Cómo sigue José, vieja? —preguntó Carmela. —¡Igtial que ayer! Está grave. —¡Avemaria, mamá, le pregunté que si el médico había venido y ni siquiera... —^¿Y para qué se necesita el médico ahora, pedazo de zonza, quieres decirme? A ver, ¿a ti quién te sacó de la gravedad que tuviste? —No se altere, vieja, que él puede oírla; cálmese.
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—¡Venir a preguntarme por el médico a estas alturas!
el resguardo de la bolsita cuando su gravedad no le han vuelto los ahogos.
—^Bueno, traer al médico es lo que haría cualquiera en este caso, menos usted que para todo es especial —replicó la muchacha,
—^Más vale así, vieja, porque sí el lunes empieza a trabajar en esa empresa que me d i j o . . .
—-¡Atrevida, te voy a..'.! -^Vieja, eso le hace daño —intervino Carmela. —Cualquiera que la oye piensa que uno no ha hecho lo posible por salvarlo. ¿Qué resolvió el médico la otra vez, a ver, dime? —Le mandó unas pastillas y unas inyecciones, mamá. Por lo menos no le repitieron esos dolores que lo ponen rígido. —¡Bah! Esas pastillas son calmantes que le debilitan el corazón más de lo que lo tiene. —^^¡Parece mentira, mamá! . —Vieja, perdone que me entrometa, pero me parece que con probar no se pierde nada. Así estarían más consoladas si pasa a l g o . , . —Carmela, usted sabe bien que la otra vez si no es por las rogaciones del «padrino», José no la cuenta. Usted sabe bien todo lo que hemos gastado para que le pusieran todas las cosas que tiene en la cabecera. —Sí, yo me acuerdo que lo revivió cuando ya ni el médico contaba con él. —¿Se acuerda, verdad? ¿Y qué me dice de esta descreída? Desde que el «padrino» le entregó
La muchacha atravesó el patio casi corriendo. Su delgadez parecía querer evadirse dentro de lá sobriedad del vestido negro. Detrás de la cortina de retazos la madre la esperaba con el gestó ingrato. La muchacha puso una lata llena de agua sobre la llama infeliz de un reverbero y coriienzó a desvestirse con agilidad. —Así es que vas a volver a salir —Sí, mamá, tengo u n a . . . —Pero, muchacha, ¿tú no ves lo flaquísima que estás? —Aunque no lo viera tú siempre te encargarías de recordármelo a todas horas. —¿Desde cuándo tu «padrino» te está esperando con tu resguardo? ¡Desde antes de la novedad del difunto! —Sí, mamá. —¿Y cuándo vas a ir, a ver? ¿Tú quieres verte postrada en una cama como tu difunto padre? —¡No, mamá! —¡Ah, pues mira que me está pareciendo que a ti te está poniendo flaca la misma enfermedad! ¿Qué vas a hacer? —Voy a ir al médico, mamá.
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—¡Pero claro, si yo no te digo que no vayas! Como dice el dicho «ima mano lava la otra y las dos se lavan jtmtas».
S o b r e el t a p e t e
La muchacha ponía toda su atención en entibiar el agua del latón echándole jarritos de agua hirviendo. Sus formas se adivinaban tímidamente femeninas detrás del pantaloncito y el sostenedor. La muchacha colocó ei paraban delante del latón.
Para Luis y su grupo, la aseveración —ahora de novelera reincidencia— de que «los tiempos cam-
—Oye, ¿y dónde está tu resguardo? ¿Tú no te prendías la bolsíta en ei ajustador? ¿No me oyes? ¿Dónde está tu resguardo? —No lo tengo, mamá. —¿Y dónde está? —Papá lo tenía en el bolsillo del pantalón v se lo llevó. ..
por ejemplo, tenía su trayectoria de fin de semana como repertoriada de situaciones repetibles, en virtud de su auegsi.aíá32Ca al derroche de dinero y a sus consecueníes tráca/as para recuperarlo; el sabor de la tableta de testosterona derritiéndosele bajo la lengua; los huevos de carey con vino antes del desayuno; su ducha tibia a media mañana —puntual previsión de añoradas sorpresas—; el empape generoso en la insuperable colonia inglesa; su camisa de sport wash-andwear seleccionada del lote que se había traído de Miamí en las últimas vacaciones y —ya listo para desaparecerse hasta bien entrada la noche del domingo— la entrega puntual a Marj' —que siempre la esperaba— de una cantidad de dinero que siguiera motivando su actitud «comprensiva», que solventara los caritativos canastaparties con sus amigas y, por supuesto, ios inimaginables caprichos quinceañeros de la niña y las noveles andanzas del muchacho. Entonces Luis —billete tras billete sobre la mano de ella— veía aflorar su sonrisa aprobatoria, le decía que le sentaba estupendamente el color que se había dado en el cabello, cerraba el ritual con un sonoro beso en la mejilla de Mary y, finalmente, con las llaves de su carro en la mano, rumbo al ga-.
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raje, ya se pertenecía. Y Luis prefirió ir directo al club, sin enfrentarse al complejo de obligatoriedad de Susy —agobiantemente exhaustiva— en su carácter de amante lujosamente mantenida. Las condiciones con la muchacha nueva del salón de juegos habían ido madurando y, quizá esa misma noche. . . Una nueva puerta de cristal quedó franqueada por los pasos de Luis sobre la alfombra y desde allí divisó, en medio de su grupo, junto a ima de las largas mesas verdes, el ser inconfundible del señor Ministro. Y de nuevo los abrazos —por entre otros que esperaban— y / ¿qué tal, doctor? ¡qué gusto me da verlo! ¡está usted igualitü! / ¡til sí que te mantienes, Luis.. .1 ¿sigues en tu negocio? / a h í . . . en lo mío, doctor, como siempre/. Y las miradas de casi lodos que se desviaban en una dirección y después en otra, siguiendo el movimiento de las nalgas de la muchacha nueva del salón, por sobre la discreción de su saya y de su parsimoniosa seriedad. E.1 barman acercó el carrito a los cómodos sillones y acercó la vasera a cada uno de ellos. La muchacha nueva del salón, acosada de miradas, se encaminó con el cesto semivacío de las bolas hacia el pequeño almacén y los cuartos de servicio. Ya dentro, tomó su cartera de la taquilla y rápidamente extrajo de ella una bola, envuelta en su paííiuelo de cabeza, idéntica a las otras bolas de billar que ella traía en el cesto. La muchacha tomó después otro cesto del almacén y regresó con ambos al salón. La presencia del señor Ministro allí, junto a Luis y a todos los otros, justificaba la acción.
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—Cuando tú quieras, Luis, sabes que tienes im puesto allá en mi ministerio... después del intento de huelguita, la gente de confianza es precisamente... —Doctor, usted sabe que yo siempre he preferido mi negocio p o r q u e . . . las cosas no van a cambiar; eso lo sabemos, pero de todos m o d o s . . . cualquier c o s a . . . el negocio es el negocio y ya usted sabe que lo mismo le sirve a Juan que a Pedro... —¡Tú te lo pierdes, supersabio...! Vamos a echarnos uno de cien —repuso bonachón el señor Ministro. —Eí doctor se quiere reponer del hueco que Luis le hizo la semana pasada —^gritó el m i s gordo del grupo. —Pero si es que Luis siempre le g a n a . . . yo no sé para q u é . . . —repuso otro mientras todos rodeaban la mesa verde. —jHoy es mi día, ustedes verán'. —dijo el seüor Ministro ante la sonrisa escéptica de Luis, iuientras se inclinaba sobre el taco, listo para comenzar el juego. Allí, sobre el tapete verde, pulida, idéntica a las otras, la bola insertada por la muchacha nueva del salón, esperaba —muy al alcance de la punta del taco del señor Ministro— el tope indiferente que le haría explotar para evidenciarle a esos señores de la alta burguesía —los que pudieran contarlo— que no se les iba a permitir el regodeo pacífico del producto de su explotación, mientras los mejores hijos del pueblo estaban muriendo por vivir en una sociedad más justa.
CUENTOS n R FANTASMAS
El hombre desnudo
Después de atravesar el rio, el camión repleto de macheteros siguió su marcha loma arriba humedeciendo el camino. Un farallón ya familiar les indicó que pronto estarían de regreso en el campamento. Desde el camión el hombre volvió la •cabeza para retener un poco más el campo de trabajo. Los penachos de algunas palmas aparecían por los extremos del cañaveral como islotes en un mar verde aún apretado. El hombre resopló ruidosamente, se acordó de «El gago» y su casa. Las «tertulias» en casa de «El gago». Echaba de menos las barbaridades que había llegado a hacer en su casa. «La casa de "El gago" es una industria de placer», pensó el hombre. El camión comenzó a descender y los techos de zinc del campamento quedaron a la vista. El hombre no se sentía los brazos. El calambre se le había convertido en una sensación monstruosa. El silbato sonó y casi simultáneamente el hombre dejó caer el lápiz sobre la libreta. Todavía varios compañeros cambiaban impresiones con el mulato-chino que hacia de maestro y que era también el responsable de la brigada. El hombre se encogió entre la colcha y la hamaca hasta sentir un bienestar como de útero materno. Se durmió. Las pesadillas empezaron a sucederse como las imágenes de una película. Se
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veía allá en La Habana en su cuartico de biblioteca, desnudo y tratando de espantar los bichito» que le saltaban a la cara desde la página en blanco del libro que estaba leyendo. Los bichitos se ]e introducían por la nariz y él resoplaba; le caminaban por el cráneo y él se tiraba de los pelos. ¡Qué desesperación! Los bichitos no se iban, lle]iaban todo el ambiente y cubrían todo su cuerpo desmido. Iba a gritar pero no tuvo tiempo porque de pronto estaba en el cuartico de La Habana. Ahora estaba aquí formando la fila para el desayuno, pero estaba desnudo y él trataba desesperadamente de cubrirse el lunar negro de pelos que tenía en medio de la espalda. Procujo ser el último de la tila. Los compañeros lo miraban de reojo con sus mochas listas... El hombre no recordaba dónde había puesto la suya. El único que no debía verlo era el maestro, el mulatochino responsable de la bi'igada, ¡Inútill Lo descubrió y se le quedó mirando sin asombro. El hombre se detuvo y cerró los o j o s . . . De nuevo las preguntas. No las mismas de aquella vez, pero sí la misma sensación: las palabras allí en su cerebro hincándolo, mortificándolo igual que los bichitos. Sólo que a las palabras no podía espantarlas . . . El mulato-chino se dirigió a los macheTeros; —Compañeros, ¿qué creen ustedes que debemos hacer con él? A ver, tú, Pedro, ¿qué piensas? ¿Y tú. Panchón? ¿Y usted, viejo? Todas las voces se agolpaban en el cerebro del hombre revoloteándole muy dentro, como un avispero. Después un silencio inquieto se fue re-
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gando entre los macheteros y el mulato-china dijo: —No, compañeros, nada de eso. Nosotros ío que debemos hacer es ayudarlo. Todos ios días uno de nosotros le arrancará un pelo del lunar \ cuando se le arranquen todos los pelos desaparecerá también la mancha negra y él podrá envo! verse primero y después, poco a poco, irse vistiendo. Ésta es la única solución. El hombre dudó: «La única, ¿no habrá otra? Parece que no.» Después de oír esto, el hombre se sintió invadido por una sensación familiaT-: tenía miedo. —'Nosotros sabemos bien que te dolerá arrancarte los pelos, pero de verdad que creemos que bien vale la p e n a . . . ¡Vamos! Y sintió que le tiraban del primero, seguro que del más grueso de todos. Aquel pelo no cedía y el hombre sintió que toda la piel de la espalda se le separaba de las costillas. Se contrajo, pero no abrió la boca porque sabía bien que no estaba en casa de «El gago»... Aquello le dolía en el alma. El pelo avanzó algo y arrastró con él buena parte del pus espeso y negro de su base. El hombre se sintió asqueado por su propia peste, aimque no sorprendido. Y el mulato-chino seguía tirando y tirando. El hombre sintió la energía de una mano persistente golpeándole en un hombro: —¿Esto también hay que aguantarlo? —preguntó el hombre entre irónico y desafiante.
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—[Acábate de parar, 'mano! Ya la gente está formando para desayunar. ¡Qué manera de dormir! Era su compañero Viíico. Trabajaban en Ja misma Empresa y habían sido asignados a la misma brigada permanente durante aquella Zafra del Pueblo. El hombre saltó de su hamaca completamente vestido, como se había acostado. Sólo tenía que apretarse los cordones de sus botas cañeras. Ocupó su lugar en la fila. Al lado del que llenaba los jarros de café con leche estaba el muIrrto-chino, responsable de la brigada. —•Déjame decirte que, aunque lo dudes, yo voy a mantener el promedio que hice la semana pasada y es más; lo voy a mejorar —!e dijo el hombre. El mulato-chino le exhibió su dentadura en una sonrisa crédula y le palmoteo, durísimo como siempre, el hombro. Vitico sonreía...
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Benemérita
La empleada repasó mentalmente las orientaciones fundamentales recibidas en el curso de adiestramiento, antes de empezar en ese centro asistencial y trató de completar la misión que le había sido encomendada.
La empleada del centro asistencial se encaminó —esta vez imbuida de firme resolución— hacia el cubículo marcado con el número nueve. Un suspiro profundamente sentido, con ia mano en el picaporte, habló de la resignación con que encaraba su tarea. La empleada, finalmente, franqueó la puerta y allí estaba ella, en su sillón habitual, con su piel más agrietada que arrugada mal cubriendo sus huesos lardos, y su inmutable mirada rocosa.
—La Dirección me pidió que trasladara estas seis sillas que usted tiene aqui arrinconadas porque este cubículo muy rara vez recibe visitas y hacen falta en otros —dijo la empleada al tiempo que colocaba las sillas en hilera en el centro de la habitación.
—Buenos días, Benemérita, ¿cómo está de sus achaques? —^inquirió la empleada con su mejor sonrisa. —A ti no te interesan mis achaques, pedazo de hipócrita, dime qué es lo que quieres, porque seguro que no has venido hoy domingo por la mañana a conversar conmigo.. . —y Benemérita esperó, parapetada en el valladar gélido que la separaba del resto del mundo cada vez con mayor eficacia. —Mire, Benemérita, a todos nosotros nos interesa la salud de usted y la de todos los jubilados que están aquí, porque precisamente para eso es que la Revolución... —¡Déjate de charlatanería barata y acaba de decir qué es lo que quieres! —la interrumpió Benemérita con su grosería habitual.
—Pero yo tengo derecho de antigüedad sobre esas sillas... yo soy la única fundadora de este asqueroso lugar que vive todavía... y no me pienso morir por ahora, ¡para que lo sepan! Así es que mis sillas... —^Las sillas no se tienen por antigüedad, Benemérita, sino por necesidad —la interrumpió la empleada y comenzó a sacar las siílas al pasillo. -—¡Hum! ¡Un par de sillones y una triste silla es todo lo que me dejan...! A mí no me visitan, pero no es porque no tenga familia... no me casé, pero tengo trece hermanos, todos vivos, y treinta y ocho sobrinos... ¡una caterva de malagradecidos, porque mucha hambre que les he matado a todos con mi sueldo en el archivo del riinisterio!. .. ¡cuarenta y tres años de archivera en el ministerio, casi con el mismo personal y ni uno solo de ellos ha sido capaz de venir a interesarse por mí! Lo que te digo; ingratitud es lo único que he recibido siempre... (la empleada sacaba la cuarta silla al pasillo). Es
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verdad que se portaron muy bien con el asunto de mi jubilación; yo nunca había visto tanta eficiencia y tanta rapidez en la tramitación de un expediente. ¡A veces pienso que querían salir de mí, los muy ingratos! ¡Dios sabe cuánto bien le he hecho a todo el m u n d o . . . lo que pasa es que siempre he tenido muy mala suerte! —¡Hasta luego, Benemérita, que pase bien el domingo! —^la interrumpió la empleada al tiempo que cerraba la puerta después de haber sacado la sexta silla. Y Benemérita, sin quererlo, como tantas otras veces, retejía los hilos jiistifkanlesi de su vejez solitaria. Recordó cómo con su primer sueldo le había comprado su primer traje a su hermano Panchlto, ¡total!, para que al otro día él se apareciera en la casa con el saco vomitado y lleno de bebida después de una noche de parranda ¡Qué modo de valorar su regalo! Pero Benemérita no estaba dispuesta a aceptar aquello; mandó el traje a la tintorería y esa misma semana lo depositó en una casa de empeños y recuperó buena parte del dinero que había invertido en él. Como Benemérita tenía buen corazón le entregó a Panchito el recibo de la casa de empeños para que él mismo se ocupara de rescatar su traje. Claro que Panchito no pudo recuperar el traje mientras le interesó, porque im aprendiz de albañil en aquel tiempo sobrevivía de puro milagro, y ahora que tenía un sueldo decoroso como trabajador de la construcción, ya a Panchito no le interesaba mucho ponerse im traje; en sus más importantes actividades como dirigente sindical se le había visto siempre en mangas de camisa limpia y bien planchada, o a lo sumo, en
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guayabera. Panchito era uno de los desagradecidos que nunca habían vuelto a dirigirle la palabra a Benemérita, al menos, de modo directo, Entonces Benemérita rescató ella misma el traje de la casa de empeños y se lo entregó a su hermano Ral^ael —la misma talla de Panchito. Rafael tenía que casarse rápidamente con Leocadia, que estaba embarazada, y no tenía traje. Benemérita tuvo ocasión una vez más de demostrar sus magníficos sentimientos comprando un vestido para Leocadia —el que ella consideró adecuado por su color y textura—, además de comprar una caja de cerveza y dos botellas de bebida. En fin. Benemérita había casado a su hermano Rafael con Leocadia. ¿Y qué recibió por esa buena acción? Ingratitud, sólo ingratitud. Benemérita recordaba bien la cara de disgusto de Leocadia, ¡que mejor no podía haber salido!, y la pregunta impertinente de ¡a madre do Leocadia: «¿Por qué le compró un vestido carmelita a mi hija? ¿Cuándo usted ha visto que una novia se vista de carmelita?» Benemérita no recordaba mayor desfachatez; como si ella estuviera obligada a comprar un vestido azul o rosado para la boda y a los pocos meses uno carmelita para el bautizo de la criatura; el carmelita no se decolora fácilmente, de modo que podía muy bien llenar los dos cometidos; además si se acababa de morir la tia Fredesvinda que llevaba meses en e s o . . . Pero nada; incomprensión, ingratitud por parte de iodos. ¿Y Verónica, la más pequeña de todos sus hermanos, tan mansa como parecía? Verónica se casó a los dieciocho años con un muerto de hambre distribuidor de litros de leche, a pesar de sus
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consejos y, desde entonces, con intervalos de sólo diez u once meses, Verónica daba a luz im niño saludable y se quedaba como unas pascuas. Benemérita tuvo nueva ocasión de manifestar su buen corazón comprando ropitas, zapaticos y, sobre todo, alimentos para sus sobrinitos, ¡ah, pero la gente abusa! Después del tercer parto. Benemérita le advirtió enfáticamente a Verónica que no estaba dispuesta a permitirle que diera a luz un solo niño más, y entonces Verónica, ila muy malagradecida!, le dijo que no le había pedido prestado el de ella para parir, que el suyo le resultaba suficiente y que su administración estaba a cargo de su marido, no de ella. ¡Dios la perdone! ¡Las cosas que hay que oír de una hermana menor! Lo de siempre: la ingratitud y la incomprensión de todos que le deparaba su destino adverso, porque hasta de su madre, la difunta Altagracia, que Dios tenga en la gloria, había recibido ingratitud la noble Benemérita. Un día Benemérita esperaba sentada a ía mesa que su madre, ya casi ciega, le sirviera el almuerzo para regresar al ministerio. La madre conocía el horario de Benemérita y, aun así, su almuerzo nunca estaba servido en la mesa cuando ella llegaba del ministerio, ¡desatención imperdonable! Aquel día Benemérita, después de almorzar opíparamente, tuvo que perder tiempo esperando a que su madre, casi ciega, le sirviera su vaso áe leche, tratando de que no ie cayera ni una pizca de nata, porque Benemérita no la toleraba. Hacía varios meses que ella le había prometido a su madre comprar un nuevo colador, pero siempre se le olvidaba. Altagracia, con los ojos muy arrugados, trataba de sujetar levemente la nata con su dedo
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pulgar para que no cayera en el vaso de Benemérita y, después de cada chorro de leche vertida, se la veía cerrar los ojos, y volver a acomodarse los espejuelos. A punto de llenarse el vaso. Altagracia tuvo necesidad de introducir tres dedos como valladar al grueso de la nata que pretendía abalanzarle sobre el vaso. La desconsideración rayaba en lo inadmisible; la bondadosa Benemérita tenía que perder casi media hora esperando por un vaso de leche y, encima de eso, soportar que se lo contaminaran ante sus propios ojos; con lo escrupulosa que siempre había sido ella. «¡Mamá, saca tus dedos asquerosos de ahí!», le gritó Benemérita sin poder controlarse, y al momento, ¡las cosas de aquella isleña que en gloria esté!, el vaso de leche le fue tirado por la cara con tal acierto y violencia que la noble Benemérita estuvo tres días con la sensación de tener la vista enturbiada. ¡Ingratitud! Hacerle eso a ella que era su mejor hija, la más preocupada por ella y la más inteligente, puesto que era la única que había estudiado y casi la que sostenía la casa. Era su destino adverso. Benemérita siempre lo había considerado así. Ese mismo año murió la madre y Benemérita fue quien más la sintió, quien más la lloró; después de todo ella era un poco más hija de ella que el resto de sus trece hermanos, porque para algo era la mayor. Todavía.al año y cuatro meses, cuando su padre, don Federico, qtüso sentarse a l a mesa con sus catorce hijos y sus treinta y ocho nietos, Beneinérita no podía dejar de llorar a su madre. La casa estaba repleta de gente: toda la familia, y de-algarabía de muchachos. Su padre
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se había gastado toda su pensión de ese mes en la comida de esa noche, que habían preparado cuatro de las compañeras de sus hermanos. ¡Su padre, el catalán don Federico, que en gloria esté! ¡Tan noble, pero tan maleducado! No dejó qutBenemérita aportara nada a la cena de ese día; ¡e prohibió terminantemente su contribución y cuando Benemérita le preguntó por qué, le dijo simplemente —a ella nunca se le olvidará— que quería que cualquier amigo y cualquier vecino que llegase compartiera su mesa, y que ya ella estaba muy vieja para que él, su padre, le rompiera la boca de un bofetón delante de la gente. Benemérita no le pidió a su padre que le aclarara la relación que él establecía entre una y otra cosa. La noche de la cena, contentos todos por estar reunidos y tener salud, el padre, don Federico, que en gloria esté, empezó él mismo a cortar lascas de lechón y a servir a sus hijos. Benemérita pensó que debía haberla servido primero a ella, que era la mayor de todos los hijos, pero no lo hizo así; don Federico empezó por Verónica que era la menor, pero sin duda una de las más halagadoras con el padre. Entonces Benemérita pensó que si su madre hubiese estado viva seguramente la primera lasca de lechón se la hubiera servido a Rafael, que siempre fue lo más adulón que podía concebirse como hijo. Ninguno de los dos le hubiese dado la primera lasca a ella y esta certidumbre provocó las lágrimas de la noble Benemérita precedida^ por ese agudo sostenido que particulariza su llanto, y que siempre causa la impresión de que súbitamente, en algún lugar, se ha enterrado una aguja. La cara ya nacida de don Federico conwnzó a ponerse roja. Cuando Benemérita ago-
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tó su reserva de aire después del primer grito, sus hermanas, Verónica, Raquel y Sofía, interceptaron sus voces preguntándole: «¿Dónde te duele?» «¿Qué te pasó?» Y Benemérita les respondió a ellas y al resto: «¡Mamá ya no está con nosot r o s . . . ! Kfff, ¡a ella le encantaba el lechón asad o . . . ! Kfff, ¡y ya no puede comerlo! iAaahh...!» Y de nuevo la algarabía de los muchachos y la tranquilidad de los mayores sucumbieron dentro del agudo sostenido de Benemérita, esta vez con mayor reserva de aire, hasta que don Federico,, visiblemente colorado, le gritara con toda la fuerza de sus pulmones, que aún era mucha: «¡Ya, Benemérita! ¡¡Vete al carajoü» Y Benemérita hizo silencio de inmediato, se levantó de la mesa y se dirigió al último cuarto, al cuarto de las hembras, que ahora era simplemente su cuaito porque era la única que no se había casado. En la sala nadie dijo nada más y el lechón asado parecía condenado a seguir esperando, hasta que Rafaelín —cinco años idénticos a su padre— se paró al lado de su abuelo, lo miró y miró ai lechón, calladito. Don Federico le sonrió y lo atrajo hacia si, y entonces fue que a Rafaelín se le ocurrió aquello: —Abuelito, ¿puedo preguntarte una cosa? —Sí, hijito, pregunta... — Y . . . ¿tú no te vas a poner bravo? —No, mi niño, n o . . . dime. —Abuelito, ¿en todas las casas siempre el carajo queda en el último cuarto, al lado del baño?
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A don Federico hubo necesidad de darle agua para que no se ahogara de la risa y los demás se sujetaban la barriga, levantaban las piernas, y pasaron varios minutos de carcajadas reiajadoras de la tensión, antes de que el propio Federico pudiera decir: —¡Ése es el resultado de haber tenido que mandar tantas veces al carajo a esta condenada delante de los muchachos! —Y todo continuó desenvolviéndose felizmente gracias a la pregunta de Rafaelín que, por cierto, no obtuvo respuesta. A Benemérita siempre le habla sucedido así; injusticia, ingratitud, incomprensión era todo lo que había encontrado en su camino, por eso prefería estar sola antes que mal acompañada. ¡Dios sabía cuánto bien había hecho siempre al prójimo! El toque enérgico en la puerta la extrajo de su aletargamiento. —Es la hora del almuerzo —dijo la empleada sin atreverse a abrir la puerta. . —Tráeme mi bandeja para acá; no tengo ganas de verle el hocico a esa caterva de viejos.antipáticos. ¡Apúrate! —le dijo Benemérita a la empleada, mientras agrietaba aún más su rostro tratando de protegerse de l a algarabía pioneril que se le colaba por la ventana entreabierta. «No hay domingo que estos chiquillos no armen su bulla en el área de juegos del semintemado», pensó casi resignada.
La b e n e m é r i t a vecina
Cuando a fines del cincuenta y nueve desapareció la cuartería de cartón y tablas, ellos pasaron a su nueva casa ubicada en aquel barrio tradiciunalmente burgués. Los jimaguas comenzaban a dar sus primeros pasos, Tania conservaba aún el aspecto de una estudiante de secundaria básica y su esposo —que cuando aquello era sólo primer teniente— no rebasaba los treinta años. La benemérita vecina y su esposo, que habían fabricado su casona «a base de sudor y sacrificio» —sin especificar de quiénes— constituían un matrimonio más que cincuentón. Entonces, en la primera inoportunidad, la benemérita vecina abordó a Tania en el portal, recién llegada del trabajo. Eran más de las siete de la noche. —¿Cómo está la vecinita? —le dijo la benemérita mientras avanzaba junto a ella hacia la puerta de la calle—. Yo me dije, hoy le veo la cara de cerca a esta muchacha, porque imagínate, hace ahorita quince días que vives aquí y n a d a . . . no hay forma de hablar contigo, porque mmca e s t á s . . . no, y cuando llegas te cierras allá dentro q u e . . . tú sabes que yo te dije el primer día que podías contar conmigo para cualquier cosa que tú creas que yo p u e d o . . . Tania franqueó la entrada y permaneció con la mano sobre la llave que colgaba de la cerradura y el cuerpo recostado sobre el marco de lá puerta.
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La benemérita vecina avanzó, pero Tania no evidenció intención de retirar su brazo.
—Comprendo, vecina, comprendo.., —la interrumpió Tania con cara de cansancio.
—Se lo agradezco mucho, vecina, porque precisamente . . . hay algo en que a lo mejor usted pueda ayudarme —le dijo Tania y los ojillos de la benemérita emergieron más animados del espeso maquillaje que los abrumaba—. V e r á . . . no sé si usted p u d i e r a . . . e s t e . . . quizá usted conozca a alguien que pudiera recogerme a los jimaguas del círculo infantil que está aquí en la esquina, y cuidarlos hasta que yo llegue del trabajo, porque como usted v e . . . yo llego aquí de noche... la semana que viene quiero traerlos de casa de mi mamá para acá; ya tengo el traslado, pero.. .
—^Ahora... no siendo eso, ya te digo que puedes contar conmigo para cualquier otra cosa que tú creas que yo p u e d o . . . ¿por qué no entramos y conversamos sentadas? Tú dirás ¡qué fresca, se invita sola! Pero si supieras que desde que a los compadres les llegó la salida del país no entro a esta casa, y figúrate que yo entraba todos los d í a s . . . bueno, ni s é . . . seis, siete, ocho veces, porque cuando no era yo, era ella q u e . . .
—¡Ay, qué va! —replicó la benemérita vecina—, a eso sí que yo no me comprometo, porque lidiar con muchachos a mí nunca me ha gustado. Imagínate que una vez mi esposo tuvo una situación muy apretada, apenas si teníamos dinero para n a d a . . . figúrate que tuve que escoger entre la criada y la niñera porque mi marido me dijo que por el momento no podía seguir pagando dos sueldos, y ¿tú sabes a quién despedí?, ¡eso sí, con un mes de sueldo anticipado!, pues a la criada, ¡a la criada! Y eso que aquella negrita cocinaba que era una maravilla, cualquier plato, a cualquier h o r a . . . no, y muy seriecita y muy decentica que era —sin desdorar— pero qué va, cuando aquello Boby tendría unos dos o tres años y figúrate, ¿tú sabes lo que es estar todo el día detrás de u n muchacho?... que si se encarama aquí, que si le toca la leche, que si se hizo pipi, n o . . . , y a esa edad que tú sabes que todo lo que ven lo quieren t o . . .
—Claro, claro —la interrumpió Tania—, ya usted me ha dicho que se llevaban muy bien —agregó despaciosamente mientras entornaba más la puerta—. E s t e . . . mañana nos toca la carne. . . no sé si usted pudiera.,, —¡Ah, sí! A mí también me toca mañana —repuso la benemérita vecina. —<^omo ve, casi siempre regreso tarde del trabajo. . . —le dijo Tania—, me preocupa que no pueda llegar a tiempo y . . . —¡Ay, mi niña, si en mis manos estuviera! ¡Pero qué va!, yo no me comprometo a comprarte la carne porque fíjate, aquí entre tú y yo —dijo la benemérita apagando la voz—, a mí siempre me parece que el carnicero me roba en el peso de la carne y yo soy muy escrupulosa por ese lado: es decir, q u e . . . como dice el refrán, yo juzgo mi corazón por el ajeno y, si a mí me parece que me roba, considero que a los demás debe pareceríes ío mismo, ¿tú me entiendes?
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—La verdad es que no; no entiendo lo que me quiere decir —respondió Tania mientras añoraba silenciosamente su bata de casa y sus chancletas. —Mira, es muy sencillo —acometió de nuevo la benemérita vecina—, yo pienso que si le compro la carne a cualquier persona, la persona puede pensar que quien le ha robado en el peso he sido yo y no el carnicero. ¿Tú sabes lo que es eso? Estar en boca de la gente por un bisté más o menos? ¡Yo me erizo! ¡Qué va. Dios me libre de verme envuelta en im problema de ésos! —La comprendo, comprendo perfectamente —le dijo Tania mientras consultaba de soslayo svi reloj de pulsera. Eran las ocho menos cuarto. —iVUra, yo me acuerdo que cuando Caridad se mudó para la casa de la esquina... —prosiguió la benemérita—, Caridad, la mulatica... bueno, pues cuando Caridad xdno a vivir a esa casa, ella le daba al principio la libreta de abastecintientos a la señora de al lado... que es una mujer finísima, y quién te dice a ti que c u a n d o . . . —Perdone, vecina, pero tengo que hacer muchas cosas dentro de la casa antes de bañarme y preparar la comida... así es q u e . . . —Ya te digo, cualquier cosa en la que te pueda ayudar... —Comprendo, vecina, comprendo— le dijo Tania abriendo de nuevo la sonrisa. —¡Bueno! •—suspiró la vecina—, parece que me quedé con los deseos de hacerte la visita...
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—Perdc*^^' pero es que nosotros no tenemos tiempo d i recibir visitas, a no ser para asuntos de trabaj<'> ihasta luego! —repuso Tania abriendo más la sc'i^s^ mientras cerraba suavemente la puerta.
Para domar ai lobo
I. Caperucita en dos tiempos II. Caperucita y el lobo III. Un lobo más o menos feroz
C a p e r u c i t a en dos t i e m p o s
Dos años no suelen ser demasiados aunque, -en su caso —pensó Caperucita— éstos habían reportado la definición retadora de sus senos y de sus caderas. Dos años antes, allá en la Sierra, él había preferido a su hermana; la planicie sin matices de su cuerpo y la expresión de retrasada mental que con tanto éxito ella sabía ensayar en momentos como ésos, sin duda habían determinado la elección de ól. Aiiora era distinto; Caperucita se sabía deseable y, lo que era más importante para ella, deseada por él. Una semana íe había bastado para propiciar, como por casualidad, un diálogo ingenuo en el banco del parque donde él refrescaba su mente después de las largas jornadas de trabajo que golosamente se procuraba. Ese día Caperucita había llegado despacio y, ya a su lado, se había vuelto de espaldas a él —como quien atisba la presencia de alguien— para permitirle que se regodeara —de acuerdo con su plan— con la desproporción armónica en tanto que violenta de su cintura y sus caderas. El cálculo de Gaperucita se reprodujo matemáticamente sincronizado con sus movimientos: —tEsperas a alguien, pollito? —-El había iniciado el diálogo, y ella, ignorando sus galones, ahora de coronel, y como si sólo entonces hubie-
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ra reparado en él, le respondió con una neutra cordialidad: —En realidad, no, mi general... es que aquc! señor se me pareció a mi t í o . . . pero n o . . . aquí no tengo a nadie... Y el resto fue todavía más fácil para Caperucita; su esplendente melena rubia y su maquillaje discreto pero efectivo no evocaban para nada su rostro menudito y sus trencitas negras de dos años atrás. Se sintió segura y comenzó entonces a deslizar entre preguntas de él y suspiros propios, la historia que le tenía preparada; que si su novio, el único, y sin duda el último —porque ya no volvería a creer en nadie más— la había engañado y abandonado; que había venido del campo —de Pinar del Río, por supuesto— y no había vuelto a ver a su novio; que aquí sólo tenía unos parientes lejanos y que tenía miedo de estar sola en La Habana, porque, en f i n . . . que era una muchacha seria y que si había accedido a hablar tanto rato con un joven —Caperucita ignoró la evidente escasez del pelo hacia el centro de la cabeza y también los pliegues cuarentones de la piel a ambos lados de la boca— era porque le había inspirado confianza su uniforme. Él, por su parte, entre suspiro y suspiro de ella, le había asegurado que era el hombre que ella necesitaba —se felicitaba interiormente con su hallazgo—; que el sí sería capaz de quererla y considerarla —hacía tanto tiempo que la suerte no lo acompañaba con las mujeres.. . hasta la suya se ponía a ^ c e s insoportable—; que él era un hombre libre, divorciado, por supuesto, y que para celebrar el encuentro la invitaba a . . . dar un paseo en
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üu carro. —Ésta es una pieza fina, diferente por completo de las que lo silban a uno por Galiano —pensaba. Pero Capeiiicita, hábil en el desarrollo de su estrategia, había dejado abierta la posibilidad. —Quizá más adelante —dijo muy turbada. Dos años no suelen ser demasiados aunque, cu el caso del chiquito de García las excretas sanguinolentas habían pasado relativamente pronto, para dejar tras sí lo o t r o . . . lo peor. Una semana le había sobrado a Caperucita para —después de evidenciar su timidez y de propiciar las promesas \ las súplicas cada vez más urgidas— parecer decidida a aceptar la invitación de él. Se había acicalado esmeradamente y había hecho un estreno generoso del perfume francés que él le regalara [a víspera. Sobre todo, había tenido buen cuidado ¿e seleccionar un vestido suavemente entallado, de cremallera muy segura, gruesa fibra y blusa forrada con ligera espuma de goma que haíjía superfino el uso de un sostenedor; im segundo prometía ser un tiempo dilatado para permitir quc aflorase su desnudez delicadamente embellecida por un mínimo blumercíto azul cuya transparencia sólo había sido vedada por diminuías florecitas de encaje sobre las caderas y sobre el pubis. Caperucita hurtó el rostro cuanto pudo a la mirada del carpetcro, varios pasos más allá, mientras él cubría el trámite de la entrada. Ya dentro de la habitación que les había sido asignada, Caperucita aceptó, prometedora, los primeros embates de su excitación irracional. Había dejado su pequeña cartera, semiabierta, sobre la. superficie de mármol de la mesita que estaba
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junto al gran espejo. —Deja, deja. . . yo misma lo h a g o . . . . —habia murmurado eila cuando las manos de él se abalanzaron sobre la cremallera de su vestido. —¿Cerraste bien la puerta? —preguntó Caperucita y, mientras su vestido rodaba hasta el piso, él se aJejó hasta la puerta de entrada para accionar el pestillo de segundad de la cerradura. Cuando volvió hacia ella ya Caperucita tenía Su pequeña pistola en la misma mano que se había llevado a la nuca, como para arreglarse el pelo. Él se inclinó ante su transparente blumercito azul y su cabeza le ofreció un blanco que debió haber sido perfecto; pero no. El silbido le había hecho un agujerito casi en la base del cuello, junto a la clavícula. Caperucita le oyó im gemido sordo y le vio continuar, lentamente, la genuflexión que él había iniciado frente a ella de modo voluntario. Ya con las rodillas en el piso, su mirada .se alzó a la de ella evidenciando un dolof mucho más intenso que su absoluta perplejidad, de la que no tuvo tiempo de recuperarse. —^¿Recuerdas a la gordita de nueve años que violaste hace dos años, en el caserío en la loma de La V e l a . . . ? ¿Recuerdas al chiquito de los García, al que le destrozaste el fondillo.. . ? ¿Recuerdas a Manolo y a mis dos hermanos.. . ? Ko están estudiando aquí, están en la Sierra con los b a r b u d o s . . . ¿ Recuerdas a los compañeros que despachaste cuando el chivatazo... ? X Caperucita hizo sonar los silbiditos de su pistola cuatro veces más, hasta cerciorarse de que había cumplimentado exitosamente su misión. De acuerdo con el plan que se le había trazado, Caperucita estuvo en la Terminal de Ómnibus antes
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de las dos de la tarde. Debía tomar el ómnibus de las dos y diez. Sacó un pañueHto de colores, se sopló la nariz varias veces, sin estrépito, y lo mantuvo en la mano. Era la señal para indicar que todo se había desarrollado conforme al plan; pero nadie se le acercó. Repitió la operación varias veces más. Nada. Cuando el ómnibus de las dos y diez, con destino a Santiago de Cuba, abrió sus puertas, Caperucita lo abordó boleto en mano. Debía partir exactamente en ése. Desde la ventanilla de uñó de los últimos asientos, Caperucita observó en calma cómo se iba llenando el ómnibus. A su lado se sentó un hombre mayor, medio calvo y de espejuelos, cuyo estirado aspecto general le evocó la imagen de un cura pueblerino, aunque no llevaba sotana. Su enlace —no acertaba a suponer por qué— no había acudido y esa circunstancia no le resultaba halagüeña. ¿Cómo se las arreglaría para llegar al campamento? —se planteaba interiormente Caperucita mientras jugaba cOn naturalidad con los mechones de pelo negro de su peluca preferida. Sin duda, alguna eventuaiidad de última hora, insalvable, había decidido a su enlace a abordarla a su llegada a Santiago, y no allá en La Habana. Caperucita hacía como que dormitaba, reclinada en su asiento. Había preferido no abandonar el ómnibus durante la escala breve de Las Villas. Su compañero de viaje había avanzado notablemente en la lectura de un libro pequeño, pero grueso, forrado en piel negra —^una biblia, sin duda—, supuso Caperucita. Cuando por fin arribaron a la Terminal ele Santiago de Cuba, de madrugada^ Caperucita no
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traslucía el cansancio y la tensión debajo de sus bien adecuados rizos negros y de su maquillaje acentuadamente trigueño. Avanzó con su maletín profesional y su aspecto despreocupado hacia donde sabía que podía alquilar un carro hacia Bayamo. Mantuvo su pañuelito de colores en In mano, visible para cualquiera que no fuera ciego y, estremeciéndose ligeramente por estornudos inexistentes, lo había llevado a la cara —para ella en millones de ocasiones, suponía que ya más de lo necesario. Pero nada; nadie se había acercado a preguntarle por sus parientes de Buey Arriba. Sin saber exactamente qué debía hacer, o quizá, sabiéndolo, Capeiiicita metió la mano en su maletín profesional y verificó en su trasFondo la presencia de su pistola con silenctadoi-. —(Hey!, ¿me puede llevar. ..? —le había gritado Capenicita al chofer de un carro que pasaba. —¡Hasta el ñn del mundo si quiere. ..! —Muy amable —sonrió ella— pero voy mucho más cerca... lléveme hasta Bayamo. —Y ya acomodada en el asiento trasero vio que se acercaba e! que había sido su compañero de viaje desde l ^ Habana haciéndole señas al chofer que lo esperó. —¿Para dónde va? —preguntó el recién llegado. —La muchacha va hasta Bayamo... —respondió el chofer. —Yo también voy para allá, ¿me p u e d e . . . ? —¡Arriba! —Y el hombre se acomodó al lado •del chofer y cen'ó la portezuela del carro. Ya en
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las afueras de Santiago, después de ofrecerle un Cigarro al chofer y encender otro, el hombre se í'ofvió a Caperucita: —¿Fuma, joven? —No. n o . . . muchas gracias. —Si usted supiera. . . yo la miraba cuando veníamos en la guagua. . . ¿no me recuerda? —¡Claro! ¿Cómo no? —sonrió ella. —Su cara me parece conocida. . . —prosiguió c¡. («Este calvo parecía bobo, pero es una fiera... no pierde tiempo», pensaba el cliofer.) Luego, mirándola a los ojos, aprovechando las luces evanescentes de la carretera, y con la mayor naturalidad del mundo, el hombre !c preguntó ¡i Caperucita: —¿Usted no tiene parientes por acá por Buey Arriba? Por toda respuesta, a ella se le entreabrió ¡a boca y luego acertó a balbucir que s í . . . claro. . que sin duda era de allí que se conocían... Y Capei-ucita tuvo la impresión de que los ojos de Manolo, que tan profundamente ella conocía, habían sido trasplantados a un conjunto físico distinto; su abundante pelo negro, rizado, su bigote, sus barbas —y, después de iodo, eso era fáci], pero ¿y su corpulencia, su abdomen prominente aun en los peores momentos? Al amanecer ya estaban juntos en Buey Arriba, se cambiaron en casa del viejo Chano, descansaron, y esa misma noche, de la mano, comenzaron
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el ascenso hasta el firme de la Maestra para proseguir —dos días de camino— hasta el campamento rebelde. La barriga de Manolo había vuelto a mostrarse, liberada en casa de Chano de la incómoda faja ortopédica, aunque los efectos del depilatorio y el decolorante los arrastró dumnte casi dos mesas. Ese día, en un momento de descanso, Manolo se acercó al puesto de Caperucita, que separaba en grupos unos frascos de medicamentos; —Veri acá, ¿tú no te aflojaste cuando viste que no acertaste la primera vez? — B u e n o . . . como te dije, me dio tiempo a que me oyera refrescarle la memoria... —¿Y después... ? —inquirió él. —Después... de verdad, ¿sabes qué pensé? Pues que no sé qué podrían inventar ustedes con mi puntería.. . creo que sería incapaz de hacer blanco de la primera vez en un elefante a dos metros de distancia. Y Manolo rió de buena gana su ocurrencia, mientras el sol de julio calentaba de plano ^-sin interferencia de nube alguna— toda la Sierra Maestra. Y Caperucita proseguía leyendo etiquetas y agrupando frascos...
C a p e r u c i t a y el l o b o A Luis Alberto Lavanáeyra, por sus enseñanzas.
E! alba aún no había ensayado sus primeras claridades cuando Caperucita atravesó el parque de la avenida con su paso seguro de siempre. Desde la parada del ómnibus de la acera opuesta, los ojos del lobo habían adivinado la proximidad de Caperucita en cuanto su uniforme y su gorrito hicieron un punto inconfundiblemente blanco en la oscuridad del parque. Los ojos del lobo vieron las piernas ballerinianas de Caperucita atravesar la avenida y llegar casi a su lado, igj!orándolo, para después volverse de nalgas a él, dar unos pasos hasta situarse junto al tronco del flamboyán próximo a la parada, pero un tanto alejado del resto de los futuros pasajeros, y abrir un pequeño ioWeto. La boca del lobo, toda secreción, dio unos pasos en la misma dirección de Caperucita, mientras su barbilla se adelantaba como atisbando la proximidad de un ómnibus que no le interesaba en absoluto. Cuando estuvo junto a ella, el lobo se sintió invadido por la serisación de frescura que comunicaba el discreto hálito perfumado que envolvía a Caperucita, y sintió la necesidad de llevar ambas manos a los bolsillos de su pantalón de mczcHUa. El lobo llevó la pierna izquierda a posición de «en su lugar descansen», carraspeó con estrépito repeíidamenic esperando anheloso que su mirada se encontrara con la de Caperucita, que sólo había aban-
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donado la lectura del folleto que tenía en las manos para comprobar la banderola de los ómnibus que habían pasado. Entonces el lobo, sin sacar las manos de los bolsillos, echó los hom bros hacía atrás, se acercó más a Caperucita, y apoyó el talón izquierdo sobre e! tronco del ílamboyán, observándola con la mi^raa actitud con que lo había iiLcho allá en el bosque, muchos siglos atrás. El lobo autovaloró su salud a toda pEueba, sólo interrumpida por una ligera hepati tis de la que recién salía; sus espaldas muscu!" sas, sus bíceps ejeicitados por el trabajo v, en un tiempo, por ejercicios dirigidos; su pelado correcto, sus patillas largas y bien delineadas. . «No podrá soportar el magnetismo de mí mirada; sé que soy irresistible, infalible, durísimo...», pensaba el lobo mientras escrutaba e! cuerpo de Caperucila pulgada a pulgada para volver después al rostro, que revelaba un interós inalterable en la lectura del folleto. El lobo chasqueó la lengua y resopló con visible irx-itación, ai tiempo que estiraba la pierna que tenía flexionatia sobre el fiamboyán. Volvió la cabeza en dirección opuesta a Caperucita y reparó entonces en !a presencia de un cincuentón muy próximo a ellos, generosa papada, abundante adiposidad en el ab domen y tabuco recién estrenado. —Compadre, ¿usted no se da cuenta de que me está echando todo el humo del tabacón arriba? —le gritó el lobo con humor agrio. —¿Quién, yo? —preguntó el cincuentón seña iándose el pecho con el índice de su mano derecha.
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—¡Sí, sí!, ¡échate pa'llá! —volvió a gritar el lobo gesticulando. —Mire, joven, por educación usted no debía.. . —¡Aquí el problema no es de educación, chico, t'! problema es que yo soy hombre, ¿me oíste?!, ;soy hombre! jY te echas pa'llá! El cincuentón se limitó a mirar al lobo con mía expresión que hubiese podido ser de lástima, y dirigió sus pasos, como cansado, en dii'ecctóti opuesta. Nadie dijo nada. Todos miraron al lobo que se había vuelto nuevamente de espaldas al resto y de frente a Caperucita. Todos miraron ai lobo, excepto Caperucita, cuya apacible lectura no parecía haber sido turbada por los aullidos del lobo momentos antes. El lobo volvió a escrutarla. «Se hace la superinteresante, pero yo la voy a hacer saltar», pensaba. Las primeras claridades se abrían paso a empellones por entre cúmulos holgazanamente inamovibles que expresaban una ambivalencia de iiuvia y cambio de temperatura. Tres ómnibus arribaron sucesivamente a la parada y, tras ellos Caperucita vio acercarse al que esperaba. Cuando se abrió la portezuela automática, el primer descanso de la escalerilla apareció tan repleto de pasajeros que Caperucita decidió esperar el próximo; no obstante, tres hombres jóvenes lo abordaron, hnpidiendo el cierre de la portezuela con sus cuerpos proyectados en racimo hacia afuera. Caperucita retomó mecánicamente al amparo del ñamboyán, miró su reloj de pulsera y recomenzó la lectura del folleto por donde lo había
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dejado. Ahora sólo estaban en la parada Caperucita, el lobo y, muy allá, una pareja de enamorados recién llegada. El lobo volvió a fiexionar la pierna izquierda apoyando el talón sobre la corteza del flamboyán y reinició su regodeada observación de Caperucita. «Se hace la superinteresante, pero yo ía voy a hacer saltar», pensaba el lobo, mientras recordaba los rostros de casi una veintena de caperucitas, primero indiferentes, como ésta, y después con expresiones de sorpresa, de miedo, de bochorno... la mayoría a punto de las lágrimas púdicamente silenciosas para no atraer ]a atención. .. El lobo conocía de memoria estas expresiones. Ya no podía seguir tolerando la imperturbabiHdad de Caperucita, las condiciones eran ahora propicias y el lobo se decidió: con la pierna izquierda flexionada como ía tenía, al lobo le fue fácil extraer su miembro viril en estado de erección, sin incurrir en ademanes delatores. Con la respiración sibilante el lobo colocó su pene sobre el muslo flexionado y se lo observó, persuadiéndose una vez más de que era el más grande y mejor proporcionado que jamás hubiera ostentado hombre alguno. Seguro de sí, el lobo silbó a Caperucita que continuaba leyendo a su lado. —Psss, p s s s . . . Caperucita volvió el rostro hacia él, y el lobo le señaló con mirada libidinosa a su pene, al tiempo que contraía sus mtísculos eréctiles logrando el automovimiento de su miembro viril. Caperucita observó la operación, volvió momentáneamente la vista al folleto para hacer un doblez en la página que estaba leyendo y enseguida
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se dirigió al lobo con la misma natural seriedad con que acostumbraba a tratar a sus pacientes en el cuarto de curaciones del hospital. —¡Qué chiquitico y qué aspecto tan enfermizo tiene! —le dijo Caperucita en un tono muy bajo y continuó—: Mire, yo soy enfermera de proctologia y le aseguro que cuando el hombre tiene el núerabro así. . . —Caperucita acentuó el así milando fijamente el miembro viril del lobo al tiemi50 que torcía la boca con el mismo gesto de asco insuperable que ella ensayaba cuando hace ya muchos años su abuelita intentaba darle una cucharada de aceite de ricino. —^Así empiezan la gonorrea, la sífilis y el cáncer de la próstata; usted debe ver al médico enseguida —argumentaba Caperucita en un tono muy bajo y con absoluta serenidad, mientras veía cómo el miembro viril del lobo se encogía rápidamente hasta perder por completo la erección, al extremo de escurrirse, insignificante, dentro de la portañuela del lobo, sin precisar su intervención. El lobo, más que bajar, había dejado caer la pierna izquierda y de pronto tuvo la sensación de que su desayuno —un buen pedazo de pan y café caliente— le había hecho daño; eructó violentamente y los deseos de vomitar amenazaiop con ser del todo irreprimibles. Tragó abundante saliva. El lobo hubiera querido cruzar la avenida en dirección al parque para no vomitar delante de la gente, pero sintió las piernas acalambradas
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y no se atrevió a moverse; ni siquiera había podido sacar las manos inútilmente ocultas en los bolsillos del pantalón de raezclilla. Giró torpemente sobre sí y apoyó el hombro contra el flamboyán al tiempo que un estallido interno pareció volcar su estómago, explayándose por la boca, por la nariz, y haciéndolo llorar. Ahora, alejándose hacia el ómnibus cercano, oyó de nuevo la voz de Caperucita recalcándole con absoluta convicción: —No deje de ver al medico, las cosas a tiempo -.. —^y subió al ómnibus. Caperucita había aprendido mucho después de su primer encuentro con el lobo, allá en el bosque, hace siglos. Ahora sabía obtener los mejores resultados utilizando convenientemente los recursos de que disponía, que aún no eran muchos. «Es posible que tenga que seguir un tratamiento de sicoterapia por impotencia», pensó Caperucita, mientras buscaba el doblez que había hecho en la página dei folleto, sentada en uno de ios asientos laterales del ómnibus.
Un l o b o m á s o m e n o s feroz A Lavandeyra, por los mismos motivos
Caperucita sabía muy bien lo peligroso que puede resultar mostrarse amable con el lobo, porque normaimentc estos animales son poseedores de un entendimiento tan torcido, que, si se les tira un pedazo de pan, ellos interpretan de inmediato que pueden morder la mano en lugar del pan. Pero es el caso que el hecho de haber permutado el bosque por las grandes ciudades, supone en ios permutantes un mínimo de urbanidad, digamos de aceptación de ciertas convenciones sociales. Por eso Caperucita dialogaba con el lobo y hasta lo suponía un tanto menos feroz que antaño; para algo debía servirle el grado de desarrollo que ahora había alcanzado. —Buenos días, Caperucita, ¿cómo estás? —diio el lobo desde su ventana lateral, con su sonrisa más urbana. —Muy bien, compañero lobo —respondió Caperucita desde la ventana de su cocina, mientras se disponía a colar café—, ¿cómo sigue Vaquíía Ckjrda? —agregó Caperucita. —Tendrá que estar hospitalizada todavía un ;jar de semanas más; con tanta grasa cualquier operación se hace más compleja —dijo el lobo y preguntó enseguida como quien no quiere la cosa: —Uhmm. .. ¿Y su esposo. .. ?
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—Fue a hacer trabajo voluntario en la microbrigada de su Empresa —respondió Caperucila. al tiempo que colaba el café que ya el lobo había olfateado. —Si supiera los trabajos que pasa un hombre s o l o . . . —ensayó el lobo con su mejor cara de lástima—, no sabe cómo deseo un buen plato de sopa casera... estoy aburrido de comer fuera... la verdad es que uno solo no es nadie, n a d i e . . . —parecía a punto de las lágrimas. —¿Va a tomar una taza de café? —le preguntó Caperucita. «Sé que la estás esperando», pensó. —¡Si usted me la brinda! —dijo el lobo, saliendo rápidamente de su aflicción. «Lleva tres días brindándome caté cuando cuela; parece que le gusto. Vamos a v e r . . . » , pensó el lobo, y le dijo; —Voy a ir por la puerta para que usted no tenga necesidad d e . . . —No se moleste —lo interrumpió Caperucita—, con sólo estirar el brazo puedo alcanzarle la taza por encima de la cerca... —Como quiera —suspiró el lobo. Entonces fueron los elogios de siempre para el café, el roce innecesario con los dedos de ella y, finalmente, el ataque cada vez más a fondo: —Caperucita... esto, claro, se lo digo con todo respeto... «Tú no serías capaz de sentir respeto ni por el fondillo de tu abuela, lobo, te conozco bien», pensó Caperucita.
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— . . . su marido debe sentirse el hombre más feliz de la tierra por tener una mujer como ust e d . . . —prosiguió el lobo—, buena, hacendosa, con un cuerpo que es una maravilla y una carita que... —Perdón, compañero lobo —interrumpió Caperucita—, tengo que ir a ver la olla. —^Y le dio la espalda. —Caperucita, ¿usted no tendrá una aspirina? He amanecido con la columna q u e . . . —No, no tengo —^respondió Caperucita sin detenerse, al tiempo que entraba en la cocina nuevamente y cerraba !a puerta tras sí. Se dirigió entonces a la extensión telefónica del cuarto y disco el número de Luisa, la enfermera jubilada lesponsable de la Brigada Sanitaria en la delegación de la F.M.C. y concertó con ella una posible estrategia antilobuna. Caperucita destapaba la olla cuando escuchó los aullidos lastimeros del lobo: —Caperucita, por favor, venga pronto; me muero de dolor. .. no puedo moverme... venga, por favor... —parecía realmente la voz de im agonizante. —Voy enseguida, compañero lobo ^ e Caperucita.
gritó
—La puerta está abierta, está abierta, venga, por favor —aulló nuevamente el lobo. Caperucita tomó su monedero y cerró estrepitosamente la puerta de la calle. Desde el portal
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le hizo la señal convenida a Luisa que parecía aguardar el momento en la puerta de su casa con un pequeño recipiente envuelto en un paño estéril en la mano. La antigua enfermera llegó rapidísimo a la puerta de la casa del lobo. —Póngase boca abajo y aflójese el pantalón, lobo, que ya voy —gritó Caperucita en el portal del lobo, y enseguida Luisa, cuan gorda era, se sentó sobre sus corvas, inmovilizándolo, para encajarle la aguja de la jeringuilla que llevaba, en un movimiento cómodo para ella. —Es una duralgina para el dolor —le dijo Luisa al lobo, y se levantó casi enseguida liberándolo de su presión. —¿Se le ofrece algo más? Estoy aquí para servirlo —^le dijo Luisa haciendo gala de amabilidad, pero el lobo, sin volverse, se limitó a menear su índice izquierdo. —Si acaso le sigue doliendo la columna o, lo que sea, me vuelve a avisar con Caperucita para inyectarle un surparil. No tenga pena y llámela, que ella me avisará... Ya usted sabe que los vecinos estamos para servimos. Me le da muchos cariños a Vaquita Gorda cuando la visite... Y Luisa se volvió por donde había llegado, bamboleando su maciza humanidad.
II UN SILENCIO ANTIGUO
A mi madre, por su caltado sacrificio.
Ante el féretro de mi abuela A Luis Marré, compañero. He llorado ante el cadáver de mi abuela —^yo que casi nunca lloro— por su muerte y, más aún, por su vida. Abuela descansa ahora por primera vez en tantos sños, y mirando el terciopelo gris convencional de su féretro, evoqué sin querer a abuela niña salida de mi inquirir detectivesco y de su para mí siempre complaciente relatar. Abuela niña jugaba a las muñecas a los seis años con cuatro muñecos de carne y hueso a los que tenía que bañar, darles la comida y lavarles la ropita todas las tnañanas. Su juego era intenso porqxie siempre le ocurría que cuando terminaba de vestir de limpio al mayorcito —tres años—, el más pequeño estaba orinado nuevamente. Todo el día duraba es^ juego porque la mamá no podía atenderlos a todos. Cuando a abuela riña se la consideró capaz de manejar el cuchillo —siete años— se le encomendó además, la tarea de pelar la vianda para las comidáis. Si e! cuchillo tajaba su dedo niño en un resbalón ocasional, la mamá le propinaba un par de chancletazos por los muslos para que CcrWese nrqs cufrfacío. A e/ía le gustaba pe?ar viandas porque ésa era una de las cosas que veía hacer a la^ mayores, y siempre le resultaba agradable la idea de sentirse mayor; pero le molestaba no poder escoger nunca la vianda de su artrado: ctiando ella secretamente deseaba comer papas fritas, la mamá le ordenaba que pelara bo-
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niatos. A los nueve años ya a abuela niña la habían hecho capaz de cocinar para los ocho miembros de la familia, los platos más complicados, sin quemarse ni dejar quemar la comida. Y así, abuela niña nunca fue a la escuela porque quedaba muy lejos la única que había y además «las hembras sabiendo hacer bien los quehaceres y siendo decentes no necesitan más», eso decía siempre su padre. Después, abuela muchacha —apenas quince años— decidió casarse antes de que alguien lo hubiese decidido por ella; por lo menos en su propia casa —es decir, en la casa de su marido— no tendría que soportar que le impusieran la vianda que habría de freírse, ni los elementos con los que debía confeccionar el menú, dentro de un presupuesto humildísimo. Así se casó con mi abuelo: tabaquero, lector por afición de cuanto material legible caía en sus manos. Abuela firmó con una cruz y la huella digital de su de» ariollado pulgar, el acta de matrinonio, pero a Juan —que así se llamaba mi abuelo— le pareció gracioso y hasta femenino. «Las mujeres con ser hacendosas y decentes ya tienen», había comenta' do. Abuela muchacha se sintió liberada con su matrimonio. Ahora era libre de cocinar lo que quisiera —más bien lo que pudiera— y de lavar la ropa por la mañana o por la tarde y de fregar la loza media hora o una hora después de las comidas, y de limpiar el cuarto por la mañana o por la tarde; siempre antes de que llegara Juaa de la tabaquería, por supuesto. Sus paseos exclii* sivos consistían en ir a visitar a su madre los sábados por la tarde, si es que Juan no estaba
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demasiado cansado, porque «andar sola por ahí no es de mujeres decentes», Juan se lo había advertido desde el principio, Y así llegó el momento del primer parto, siempre inolvidable, y abuela muchacha, en trance de graduarse de mujer, empezó a gritar a las primeras contracciones uterinas fueites, tal y como había hecho su madre en sus seis partos caseros. Entonces al primer grito acudió mi abuelo Juan, comedidamente hermético como era, y le dijo muy serio: «Son más de las doce de la noche y no pretenderás despertar a toda la cuartería.,. esos gritos son de mujerzuelas... fíjate que las vacas tienen sus terneros y uno ni se e n t e r a . . . » . Abuela muchacha soportó la amonestación en silencio porque su útero estaba relajado en esos momentos, pero cuando comenzó la siguiente contracción uterina, mucho más fuerte que la anterior, abuela muchacha sintió deseos de abrir la boca no para gritar, sino para mandar a Juan al carajo acompañado de toda su parentela. Pero no lo hizo, por supuesto, «porque a los hombres hay que respetarlos». La siguiente contracción fue tan violenta que la cabeza del niño apareció completa y a abuela muchacha mujer se le llenaron los ojos de lágrimas, no de dolor, sino de ternura: pero justo en el cuello del niño se había detenido el impulso uterino y abuela muchacha mujer anheló con toda su entraña sangrante la presencia de alguien que impulsara al niño por ia barbillita para que acabara de salir, pero no llamó a Juan, sin© que se concentró sobre sí misma tratando de intuir lo que debía de hacer. De los partos caseros de su madre sólo se sabía de
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memoria los gritos; ella nunca pudo pasar al cuarto porque «las niñas no deben ver esas cosas». Un gesto ingenuo la llevó entonces a inclinarse hacia delante al tiempo que separaba bien los muslos para observar la cabeza del hijo naciente; en el esfuerzo su barbilla quedó incrustada sobre su pecho y la presión que de esta manera recibió su diafragma sirvió de apoyo a los pies de la criatura y provocó la gran contracción final. Abuela mujer, manteniendo su barbilla incrustada sobre su pecho, vio cómo el niño se deslizaba suavemente sobre el hule que cubría el bastidor de la cama. Su alegría de hembra triunfadora la hizo sentarse de inmediato a incorporar a . . . la niña, porque era una hembra hermosa que comenzó a emitir chillidos intermitentes entre las manos de ella. Abuela mujer se estiró ligeramente y tomó una toalla limpia del butacón cercano para aislar a la niña del charco de sangre del hule. No bien había terminado cuando tuvo que recostarse nuevamente para dar paso a la placenta en una expulsión suave y absolutamente indolora. Intuyó entonces que el proceso había culminado y, aunque se sentía muy débil, se incorporó lo más rápidamente que pudo, para atender a la niña y limpiar aquel reguero de sangre sobre el hule que había hecho pariendo, porque a Juan no le gustaban las cosas sucias. Entonces llegó la comadrona para el asunto del ombligo. Y así, abuela mujer, parto tras parto, se hizo especialista en el arte de parir sola, que ya no tenía secretos para ella. Sus doce partos felices habían sido los únicos acontecimientos distintos
de su vida uniforme. Durante el sexto parto ya la primogénita había tenido que ser capaz de atender a los otros hermanos, todos varones. Después de cada parto siempre venían a la casa algimos parientes, y los amigos de Juan lo felicitaban con una botella de ron por tener hijos de más de ocho libras casi todos, y él se rebosaba de orgullo, tal y como si los hubiera parido él mismo. A veces algún visitante, tratando de señalarse p o r una conducta desusadamente cortés, le entregaba a Juan un pomo de algún reconstituyente barato para la recién parida. Los doce hijos fueron creciendo —tres hembras y nueve varones— y cuando la mayor tenía veinticinco años, mi abuelo Juan murió repentinamente. El mayor de los varones —^veinticuatro años— había estado aprendiendo el oficio junto a su padre en la tabaquería y a la muerte de éste pudo heredar su puesto, aunque con un sueldo más pequeño. Abuela madre se dispuso entonces a asumir la dirección familiar; Juanito —el hijo mayor—• se lo impidió sin decírselo. Ahora era é] quien trabajaba para mantener el hogar, y quien se encargaba de impartir cuantas órdenes creía oportunas: sus camisas debían tener el cuello más duro y su hermana Esperancita no estaba arreglando bien su ropa últimamente; abuela madre tuvo que requerir a Esperancita. Cuando el más pequeño de los nueve varones tenía alrededor de dieciocho años, abuela madre tenía que preparar no menos de tres menús diferentes para cada comida: todos humildísimos, pero cada uno de sus hijos hombres exigía su derecho a comer de acuerdo con su original ape-
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tencia. Si se preparaba sopa para la familia, tenía que hacerla de menudencias de pollo y baja de sal, la primera vez; de huesos y muy sazonada, la segunda vez y de pescado con zumo de limón la tercera. Habitualmente abuela madre cocinaba dos recipientes de arroz: el primero a punto de ensoparse y con abundante sal, el segundo bien desgranado y con menor cantidad de sa!. Todo debía quedar listo a las diez y treinta de la mañana porque sus hijos almorzaban a diferentes horas; no era nada sencillo en aquella época regresar al hogar con unas pesetas bien habidas en el bolsillo. Y así abuela madre se convirtió en abuela abuela y sus reservas físicas se fueron dispersando como papeles quemados en la ventolera; pero su absoluta incapacidad para perder la paciencia no envejeció nunca. Los nueve varones de abuela habían seguido viviendo con ella; aunque algunos se han alejado a veces con alguna mujer, siempre han regresado al hogar. «Está visto que no tenemos suerte con las mujeres», comenta siempve el mayor. Todavía la semana pasada abuela se incorporaba todos los días en la cama del hospital antes de que aclarara, diciendo dificultosamente que tenía que colar el café. A la hora del almuerzo, cuando la empleada del hospital acudía a su lecho con la sopa y el puré, abuela se incorporaba —era increíble que pudiera hacerlo— y suplicaba que la dejasen ir a la cocina: «Pero por Dios, ¿qué van a almorzar hoy en esta c a s a . . . ? ¡Se me quema el arroz!...» En los últimos días del hospital abuela ya ne nos reconocía, pero el re-
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flejo añejamente condicionado de los quehaceres domésticos que habían constituido su vida muerte, la incorporó siempre a la hora exacta, hasta el último día. En medio de su preocupación por el arroz, por las compras domésticas, por los botones hipotéticamente ausentes de las camisas y por mil otras cosas ininteligibles en su parlotear arteroesclerótico, su corazón, finalmente, se dio por vencido ayer por la noche. Y ante el terciopelo gris convencional de! féretro lie llorado la muerte vida de mi abuela y de paso las vidas muerte de las miles de abuelas a las que ni siquiera conozco; pero a las que pudiera describir en cualquier momento, a fuerza de conocerlas tanto. Después de tres generaciones las miles de nietas tenemos el privilegio primero de escuchar atentamente lo que Juan nos quiera decir, desde nuestra fábrica, desde nuestro laboratorio, y aun desde nuestra trinchera; siempre necesitaremos oírlo y siempre podremos sugerirle la adecuación generacional de su charla. Y si esta inviolable adecuación llegara a parecerle incomprensible, siempre tendremos la posibilidad —en última instancia— de abrir la boca para mandar a Juan al carajo acompañado de toda su parentela, con todo respeto, por supuesto.
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Incomunicabilidad
Ya por aquel tiempo yo transitaba por tu inhumano sentido de la incomunicabilidad, como por el fango de un atajo llovido y poco andado. Recuerdo que mientras Támara Bunke era Marta Iriarte en ¡a Alemania Occidental, yo lavaba tu ropa interior los sábados por la tarde y me esmeraba cada noche en prepararte una comida decente —siempre se puede— para que tu regreso se regocijara con una mesa bien servida. Inventaba el tiempo bañándome más rápido cuando regresaba del laboratorio, o, a veces, obviando el baño con un espumoso lavado de cara y permaneciendo tres minutos sentada sobre el chorro refrescante del bidé. Después me rociaba con agua de colonia, si la tenía, o dejaba que el frasco de tocador lleno de flores de paraíso me destilara un chorrito de alcohol de noventa grados sobre la palma de la mano. Cuando terminaba de entrar en mi pantalón de mezchlla claro y mi pelo tenía la apariencia de haber sido cepillado cuidadosamente —sólo tres cepillazos— todavía estaba abierta la «tienda del pueblo», que ya habitualmente terminaba su despacho diario conmigo dentro. Después regresaba a la casa por el trillito de la alambrada para llegar más rápido. A veces limpiaba algunas merluzas —siempre me pinchaba—; a veces machucaba algunos bistés —casi siempre me machucaba un dedo—; a veces pelaba papas para una tortilla pequeña. Yo al-
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morzaba y comía en mi Granja, a veces dentro de mi propio laboratorio, para no dejar de vigilar un trabajo: tú habitualmente almorzabas en tu fábrica, te bañabas antes de salir y comías en la casa. Aquel dia decidí esperar tu llegada para prepararte una tortilla de papas y calentarte un peco de arroz del que había quedado en el refrigeiador. Entonces, como siempre, sentí el chirriar del yipi en el terraplén, sentí el golpe con eco de la talanquera de la entrada y supe que habías llegado. Me decidí al sacrificio doméstico cotidiano y marqué en la revista Bohemia la sección «Así va la ciencia», para seguir leyendo en otra oportunidad las posibles aplicaciones del rayo lasser contra el cáncer. Te sentí en el portal, abriste la puerta, caminaste rectamente hacia mí, me besaste como siempre, sin pronunciar una palabra, y como siempre te dirigiste al cuarto y te acostaste. Yo me fui a la cocina, encendí la hornilla y en pocos minutos el chasquido de las papas en la sartén llenaba toda la casa. Me fui a tu cuarto —es decir, nuestro cuarto— para ver qué estabas haciendo, con el pretexto de buscar unos ganchitos para subirme el pelo. Estabas acostado leyendo el periódico con la sobrecama de almohada. Te miré de soslayo y te di la espalda para buscar mis ganchitos en la gaveta. Mientras me recogía el pelo, pude ver a través del espejo de la cómoda, que sin mover la cabeza apartaste la vista del periódico para observar muy atentamente mis nalgas apretujadas dentro del pantalón de mezclilla claro, que era una talla menor que la mía. Como tu mirada no se elevó
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ni una sola vez, no se encontró con la mía. Sentí tu respiración como de asmático y me volví liacia ti. Aunque habías flexionado la pierna izquierda, fingiste una insuperable concentración en el fragmento que leías en la página ideológica del periódico. —¿Y qué, cómo te fue? —^te dije sonriendo.
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dulce. Tú sin levantar la vista pronunciaste un monosílabo ininteligible en tono de excusa. No entendí —casi nunca logro entenderte. Te pregunté entonces si te pasaba algo —como si la incomunicabilidad no fuera un rasgo paíológícamente inlierente a tu personalidad. —No —me contestaste, siempre sin mirarme.
—Ahí... —me respondiste sin apartar la vista de la lectura.
—¿Has sabido de tu tío Antolín después de la embolia? —te pregunté en un desesperado intento de hilvanar un diálogo imposible.
Permanecí todavía unos minutos en espera de poder entablar un diálogo ligero, pero necesario.
—No —me respondiste y abriste el periódico en dos, dando por terminado lo que nunca tuvo comienzo.
—¡Se me queman las papas! —dije al fin, y salí a toda prisa hacia la cocina. Saqué las papas del sartén y ya no volví a ir para el cuarto hasta que estuvo lista la tortilla, el arroz y la ensalada. —Tienes la comida sei-vida —te dije desde la puerta del cuarto. —¿Eeh? —contestaste sin levantar la vista dei periódico. —Que ya está lista la comida —te repetí acercándome. —Ya comí —me respondiste con la mayor tranquilidad sin abandonar ia lectura, porque el tiempo para ti es preciso cuando es el luyo. A mi desconcierto del primer momento sucedió un sentimiento parecido al odio que, sin embargo, procuré no manifestar. —¿No viste que te estaba preparando la comida. .. ? Siempre comes a q u í . . . ¿Por qué no me lo dijiste? —todo esto en un tono que parecía
CUENTOS DE FANTASMAS
Vn j u e g o p e l i g r o s o
Aprovechando nuestra probada capacidad para sostener los equilibrios síquicos más inverosímiles, un día hace ya mucho, se te ocurrió la idea de anudarte fuertemente la lengua con un elástico fino e introducir los extremos en los espacios interdentales o en alguna caries. Yo hice lo mismo que tú y nuestras lenguas se pusieron rígidas dentro de nuestras bocas y el elástico comenzó a formar parte integrante del propio apéndice bucal. Trabajábamos todo el día con el elástico anudado en la lengua, comíamos con el elástico, nos cepillábamos con la lengua anudada por el elástico, hacíamos como si hiciéramos el amor con el elástico y dormíamos con el elástico. Han transcurrido más de cinco años desde que decidiste que anudáramos nuestras lenguas, y hace apenas tres meses, tú también decidiste sensa^ tamente poner término al incómodo juego y desataste tu lengua frente al espejo del baño. Te dolió desatarla y aún te cuesta mucho trabajo hablarme porque realmente nos acostumbramos al silencio. Yo por mi parte, siempre tratando de imitarte, sentí deseos de desatar mi lengua para hacer lo que tú hacías; pero primero tuve temor. Después vencí el temor, pero no pude desatarla porque las llagas profundas que originalmente había hecho el elástico sobre la lengua habían cicatrizado por sobre él y ya no era posible desatarlo sin abrir las llagas nuevamente. Sin em-
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bargo, ya yo no podía seguir viviendo con aquel elástico y acudí al médico en busca de ayuda. Desde la primera entrevista el especialista me comimicó que sería preciso realizar una intervención quirúrgica sin anestesia sobre mi lengua, porque necesitaba de mi conciencia plena para liberarme del elástico. Me sometí a la prueba con temor, pero con decisión. Sin embargo, el elástico no pudo ser retirado del todo; para ello era necesario cortar también la lengua y esto no era clínicamente recomendable. El mes pasado concluyó mi tratamiento en el hospital y puede decirse que ha sido totalmente exitoso: he vuelto a mi trabajo con un gran entusiasmo, como si con mi solo esfuerzo pudiera sacar a mi país del subdesarrollo; escucho una pieza de Chopin y observo una reproducción de un cuadro de Velázquez como si realmente tuvieran un valor trascendente. Tu lengua está perfectamente y ni siquiera recuerdas la sensación del elástico. Yo hago como si fuera feliz, hago como si me excitara, hago como si hiciera el amor. Los fragmentos del elástico están por dentro de mi lengua, pero ya no me molestan; sé que mi aliento habitualmente evidencia una cierta podredumbre que emana desde muy adentro, pero éste es un inconveniente mínimo que una buena solución antiséptica me ayuda siempre a disimular. En realidad, soy feliz.
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El Raducor A Roberto Fernández Retamar, mi profesor de sietj:pre.
Ya en la entrada del edificio, sin detenerme, volví a rectificar la posición del frasquito, insertado en mi cartera de trabajo. Los pasos de siempre me llevaron por la escalera que baja al sótano en busca de nuestro apartamento y, no bien hube traspasado el umbral cuando un cansancio muy antiguo me reptó por todo el cuerpo. No obstante, decidí trabajar en el cuadro, porque mañana en la noche debía cubrir mi guardia en el hospital. Liberada de toda ropa me cubrí con mi amorosa bata de trabajo y busqué colores y pinceles. Los iba a alÍHcar cuando la duda de tu presencia habitualmente ausente me llevó a la puerta de tu cuarto —quiero decir, nuestro cuarto. Apartaste ligeramente el periódico para que pudiera besarte sobre los labios. —¿Y qué, cómo te fue en el trabajo? —te pregunté. —Ahí... —me respondiste sin apartar la vista de la lectura. —¿Como te trató la úlcera hoy? - -insistí. —Uhmm. .. so, so. Esperé en silencio a tu lado, en el borde de la cama, hasta que tu actitud general me evidenció que esta noche me liberabas de mi responsabilidad doméstica de prostituta legal.
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—^Necesito trabajar un par de horitas en mi cuartico de estudios, , . —te dije. —¿Eeh? ¡Ah... sí, sí! —respondiste, y me encaminé más animada hacia mí lienzo y mis pinceles. Le quité la funda y se me reveló, como siempre, lo atrasado que estaba aquel retrato. Apenas había avanzado desde que me decidí a hacer el primer esbozo, hace cinco años. Extraje el frasquito, derecho entre los papeles de mi cartera de trabajo, y traté de utilizar su azul inmenso enseguida, pero su rápida evaporación sólo me permitió dar tres o cuatro pincelazos sobre las pupilas del retrato en busca de una expresión humana reveladora de la fortaleza de la dulzura, del atletismo del espíritu y de !a manset'umbre de un carácter irascible. Este azul huidizo, ahora completamente evaporado del frasquito, tenía el matiz casi exacto de la aridez de las olas, cuando io miré allá en el laboratorio del hospital, después de varios meses de trabajo en extra horario para obtenerlo. La certidumbre de que se me abalanzaba una crisis maníaco depresiva me hizo situar en el tocadiscos Bolero de Rnvcl, y abrí el audio suficientemente. Me derrumbé entonces en el butacón y sentí, con los primeros compases del bajo obsecutio, los sonoros portazos que le propinaste a las puertas de tu cuarto —quiera decir, nuestro cuarto. Por suerte fósforos y cigarros habían quedado al alcance de mi mano, al lado del tocadiscos. Fumé y vi entonces al Raducor, sentado frente a mí, en el otro butacón. —Siento defraudarte, Raducor, pero tu presencia no me asusta. Es más, te esperaba —le dije hundida en el butacón mientras me sorprendía,.
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como siempre, ante sus bíceps atléticos, tan hinchados como sus senos desnudos. —¿Tendré que repetirte por enésima vez en este año, que es más que cretinada el intento de Oevar esos tonos al lienzo? —con esa pregunta El Raducor me golpeó la mirada que fue a caer directamente a sus pies pequeñísimos, increíblemente delicados. —Se trata de hacer el esfuerzo... con trabajo pudiera. ., —le argumenté sin mucha convicción. —Llevas casi cinco años haciendo un esfuerzo que tú sabes inútil. Cuando logras el azul especial que buscas sólo te alcanza para dos o tres pincelazos, porque es tan etéreo que se evapora enseguida. Por otra parte, el tono carne que lograste el año pasado está ya tan desvaído en e! lienzo, que tendrías que reiniciar el trabajo... —argumentaba El Raducor mientras yo me animaba a levantar la mirada y recorrer despacio la voluminosidad de sus hercúleos siete pies de estatura rematados por su calva grande y armoniosa. Sus roanos pequeñísimas como sus pies, me mostraron una acuarela profesional en un bello estuche plástico. Como no hice ademán de cogerla El Raducor la depositó sobre el banquillo que •estaba junto al lienzo, alargando su brazo. —Ahí tienes... No debías despreciarla porque -es de excelente calidad... —me dijo como molesto. —Son colores planos, sin matices, comentes —le dije deprimida.
I fin.
—Son los colores que cualquier gente sensata utilizaría para hacer el retrato de un h o m b r e . . . porque, además, son los únicos que se fabrican... ios únicos que se conocen. . . los únicos que hay,. . —me martilleó El Raducor. —Bueno... yo he tratado de fabricar los m í o s . . . verdad que no con mucho éxito, p e r o , . . —Nadie puede hacer el retrato de un hombre si no dispone de una acuarela con todos los colores. No es posible dejar el esbozo en el apartamento y obtener el azul en el laboratorio del hospital, el verde en los trabajos productivos, el amarillo en una sala de conciertos... e l . . . —Sí, cuesta mucho esfuerzo; aunque el problema fundamental es que en cuanto entran ios frasquitos en el apartamento tienden a evaporarse demasiado rápidamente —le dije a El Raducor interrumpiéndolo. —Lógico, ¿no ves que son tonos para ser disfrutados allí, en su medio? No puedes pretender traerlos para el apartamento. —Puedo, sin embargo, retenerlos en mi mente e integrarlos allí, ¿no? —argumenté haciendo mi mejor esfuerzo por no atender a El Raducor. —¡Por supuesto! —exclamó El Raducor con la incisiva ironía que le conozco bien—. ¿Quién puede impedírtelo? Lo único que tu mente se limaría tanto por el esfuerzo que pudieras terminar pintándome a m í , . . Como otras tantas veces sentí deseos de mandar al carajo a El Raducor, pero me controlé con
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toda urbanidad, limitándome a reponer Botero de Ravel, antes de que hubiera finalizado. Sabía que El Raducor tenía razón. —Ya es bastante que esté hablando contigo, y que esté hablando de ti —le dije sonriendo—, no pienso pintarte. —Me alegra oírtelo decir porque tú sabes que tus éxitos son un poco míos, en última instancia. Le recordé con toda intención a El Raducoi que mañana me esperaba el trabajo de mi sala y parte del trabajo de la sala de García que seguía enfermo. Sería día de asamblea general y por la noche cubriría mi guardia; de modo que sería un día feliz para mí. El Raducor me despidió como siempre, con toda delicadeza, y yo cerré los ojos para llenarme del bajo obsecutío de Ravel, y para no tener que ver su desplazamiento, que adivino harto fatigoso.
Primer paraje Al doctor Rene Calderón.
Cuando por fin pude abrir los ojos alcancé a ver las diez y diez de la mañana en el diminuto reloj de mi mesita de noche. Tu espacio estaba vacío y se me antojó caliente. Me rodé hacia éí echándome encima el bulto de tu colcha. Senfí deseos de orinar, pero decidí mortificarme esperando. Mi vista recorrió la blancura del techo muy despaciosamente, como por primera vez, y se me agolparon en la mente la piedra filosofal... Conite. . . «Le ílorle» de Maupassant y otras cosas quizá disímiles. Al mismo tiempo que contraía fuertemente los músculos uretrales se me ocurrió por vez primera hacer una enumeración escrita, seria, de las cosas que tú nunca me has hecho, y que seguramente no me harás jamás. Me rodé de nuevo hacia mi lado y rescaté mi libreta de notas de debajo de mis frascos de medicina, que no son pocos. Antes de escribir algo hice un recuento innecesario de las cosas que quería anotar, para llevarlas al papel con cierto orden de prioridad. Nunca me has mirado. Esto es lo primero que escribí. Esta afinnación puede parecer absurda y risible si se tiene en cuenta que estamos casados, y que, como consecuencia, se supone que compartimos un mismo tramo de existencia. Pero es así. Nunca me has mirado; no de frente, no a los ojos. Siempre lo haces de reojo, como quien hurta. Cuando me tienes muy cerca y me deseas.
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tus ojos se cierran, desaparecen, y ya no me ven ni a través de la oscuridad. No hace mucho, detrás de la verja, vi una pareja de enamorados que se despedía en la bifurcación del terraplén. Sus miradas se entrecruzaban con tanto amor, sus cuatro manos se apretaban con un calor que se adivinaba tan suave, que sentí añoranza de esa pequeña gran despedida. Porque en el número dos debo anotar que nunca me has tomado las manos. Y esto debe guardar alguna relación con el hecho cierto de que jamás me has acariciado. Nunca me has permitido sentir tus dedos entre mi pelo, ni sobre mi rostro, ni prácticamente en ningún otro lugar. Sólo he conocido tus hábiles atropellos y tus cariñosos maltratos, a los que tú supones que estoy habituada. Como colofón de esta enumeración de las cosas que nunca me has hecho, debo agregar que jamás has tenido para mí una palabra de aprobación, de consuelo o de estímulo. No he tenido otro apoyo moral —ni antes ni después— que mi limitada inteligencia, que de poco me sirve, y mi sillón de inválida. Este aspecto de tu actitud general hacia mí, no es más que una faceta de tu absoluto hermetismo: si apenas intercambiamos monosílabos, no seria coherente que se produjeran ni un consejo oportuno, ni un simple saludo cordial. Una especie de vago calambre se me esparció por el vientre y me obligó a rodarme hasta el bordé de la cama. Alcancé la rueda del sillón, lo aparejé lo mejor que pude a la cama y comencé los ejercicios del traslado. Ésta es una técnica que he llegado a dominar perfectamente. Nunca
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he ido al suelo con mi osamenta. Sólo que ésta es una labor que forzosamente requiere paciencia y yo siempre estoy más bien escasa de paciencia. Cuando por fin estuve instalada en mi sillón, había un abundante charco en el suelo, que mojaba también una orilla de la sábana. Así pues, con la misma actitud física que asumo ante la inevitabilidad de ciertos hechos, me relajé ricamente en mi sillón. Eran las once menos cuarto. De pronto añoré el azul del ciclo y, pasando como de costumbre por encima de alguna que otra prohibición, empecé a rodarme despacio hacia la puerta del fondo. Salí por el camino cementado hacia la verja. Ahora puedo transitar cómodamente por aquí, gracias a mi iniciativa de mandar a ensanchar un metro el camino. Recuerdo que cuando llegaste aquel fin de semana y te encontraste el camino ostensiblemente ensanchado, me hiciste el «alto honor» de dirigirme la palabra para recriminarme por mi «carácter fuerte» y «mis decisiones a la tremenda». Tú mismo podías haberte ocupado de hacer el trabajo, por supuesto, sólo que hubiese quedado concluido en un término no menor de tres años, haciendo un cálculo conserv^ador. Hoy domingo mis antiguos alumnos estarán haciendo actividades deportivas en el área de la Escuela Secundaria Básica. Después de desayunar revisaré mi conferencia quincenal para el Círculo de Interés de Bioquímica. Ésta es mi sola actividad actual, como parte del tratamiento que Jaime me ha orientado en el Hospital Siquiátri-
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co Diurno. Él piensa que puedo volver a caminar. Aquí afuera el sol inunda de vida todo lo que alcanzo a ver y un airecillo inquietante menea las ramas bajas del almacigo.
Segundo paraje
Siento hambre y sed. Porque mi proceso de destrucción lo iniciaste hace ya mucho con una conciencia muy clara de la empresa que iniciabas —siempre sabes lo que haces—, porque una tentativa burda de ser humano es lo que precisas como cohabitante de alcoba. Y esto fue siempre así, no como consecuencia de un plan previamente elaborado, sino como resultado de un mecanismo de defensa muy acusado en ti: no tienes ímpetu suficiente para encarar una lucha frontal con aquello que se te opone, que se te niega, que se te resiste. Lo más sensato pues, desde tu punto de vista, es anular el obstáculo sin presentarle lucha; corroerlo paulatinamente como un cáncer moral, cuyo proceso destructor no tiene otra culminación lógica que la nulidad del objeto. Como tu objeto soy yo, estoy en proceso de ser una nulidad. Acaso lo soy ya. Por eso ya no tienen sentido práctico estas declaraciones mías; como no sea cubrir el objetivo de hacer algo, para saber que no hago nada y que no soy nada. El tiempo debe de ser extrañamente cálido fuera de aquí. La mano que tengo fuera de la colcha para escribir se rae hiela; debo moverla. Jaime insiste en estas anotaciones, dice que para poder elaborar un diagnóstico más preciso de mi neurosis. Insiste en que como soy una persona inteligente debo hacerlo. Yo pienso que esto lo dice como un cierto estímulo moral. Él duda de mi inteli-
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gencia y yo también. Me recomendó que tratara de esbozar la primera situación concreta entre tú y yo que a mí se me hubiera manifestado con características de conflicto. De acuerdo con su método racional de análisis, todo no pudo haber sido conflicto entre tú y yo, al menos desde el principio. Éste me parece un razonamiento muy válido de mi médico aplicado a situaciones normales. Pero yá le he advertido a Jaime más de tma vez que entre tú y yo nunca nada ha tenido un carácter normal. Aimque ni tú ni yo nos propusimos de antemano que así fuera. Yo te había visto muchas veces y desde la primera vez te deseé. Creo que yo a ti te pasaba inadvertida; nunca llegué a precisar este detalle, pero como siempre sucede que la dificultad para obtener algo acrecienta ante nuestros ojos el valor del objeto y la necesidad que tenemos de él, yo me decidí a conquistarte. Quizá la oposición de mi familia haya colaborado en acrecentar mi necesidad de tí; es muy posible que asi fuera. Recuerdo muy bien las absurdas inclinaciones pequeñoburguesas de mi madre y de mis tías; los jarros de café con leche para no acostarnos con el estómago vacío; mis clases de bachillerato por la mañana, las elegantes borracheras de tu padre; mi tul rosa quinceañero que nos mantuvo casi un año a harina con leche; el silencio respetuoso en el patio del solar cuando enterraron a tu padre y mis clases de inglés y secretariado nocturnas. Entonces mi madre, «Nena, ¿qué hace ese muchacho?» Y yo, «Pues n a d a . . . es inteligente pero no ha tenido oportunidades...». Entonces mi padre precisando, «No tiene un oficio y no estudia ni hace nada, ¿no es eso?» Y yo, «No exactamente, papá.» Aun-
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que no me lo demostraron, mis padres no quisieron confiar mucho en mi prestablecida reputa;ión de muchacha seria y estudiosa, p o r q u e . . . Viene la enfermera a acosar mi vena huidiza. Ayer tuvo que subir el responsable del piso para inyectaime, porque ella no pudo. Porq-ie yo entonces te deseé como una urgencia física anormal. Y para legalizar mi entrega, no me t^uedó otra opción que casarte conmigo. Te !o propuse y tú aceptaste. Entonces yo trabajé por primera vez (taquimecanógrafa en inglés y e.-ípañol, con hermosa presencia en aquella épocn) y en relativamente poco tiempo contamos con lo imprescindible para casarnos. Y nos casamos efectivamente, con esa ridiculez de los eventos que aspiran a ser grandiosos, pero que no lo son. Ningún detalle tradicional escapó de mi esquema organizativo: velo largo, cola más larga, tiara, flores, el niño con los anillos que yo había sacado de una casa de empeños; la niña que ya no recuerdo qué rayos llevaba y cuatro muchachas de verde claro, azul acqua, lila rosa y color pastel respectivamente. Dentro de este gran espectáculo a todo color, me parece que me moví con desenvoltura en mi rol de primera actriz. Por lo pronto los rostros satisfechos de mi madre, de mi abuela y de mis tías compensaron ampliamente mis tribulaciones. Mi padre no pudo participar porque ya por esta época había vuelto a desaparecerse de la casa y esta vez no volvimos a verlo hasta después del triunfo de la Revolución, con un uniforme verdeolivo todo ajado y su grado de oficial guardado en el bolsillo.
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Ahí está el jefe del piso. En el caso poco probable de que me adivine la vena en el primer intento, sería éste el cuarto pinchado. El enfermero-jefe procede invariablemente de la misma manera; primero propicia un diálogo amistoso mientras da algunas vueltas alrededor de mi cama, siempre dcníi'o del radio de acción de mi mirada erecta —dos gallos en la valla. El enfermero me i"eitera la necesidad que mí sistema ner\'iüso tiene de la inyección que él va a intentar ponerme, porque de alguna manera que ninguno de los dos ha trascendido, es imposible inyectar mi vena sin que mi voluntad física autorice ese acto. Él sabe franquear nri voluntad. Y así empezó el conflicto —al menos el conflicto legal. Yo había asumido en lo externo las atribuciones inherentes a tu se.xo de acuerdo con las convenciones establecidas y aceptadas. Y nuestras relaciones íntimas también se vieron marcadas desde su inicio por la misma inversión anormal. Después fueron estos años de trabajo y entusiasmo revolucionario que valen por varias universidades, y sólo teníamos tiempo para el trabajo en el Centro, para el trabajo en la F.M.C., para la preparación combativa, para las movilizaciones de los domingos y siempre sentíamos que se nos quedaban millares de cosas por hacer. Entonces yo sentía que el trabajo agazapaba en un rinconcito mi latente insatisfacción vital y podía pasearme con ella a cuestas sin que me molestara demasiado y sin que nadie la notara. Apren-
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di, en fin, a refugiarme en la salud mental que me ofrecía el trabajo revolucionario. Ya empiezo a sentir los párpados pesados... Ya por esta época habíamos aprendido —entre otras muchas cosas— que es un mito creer que los rubios son más inteligentes que los trigueños, ., tengo s u e ñ o . . . que es un mito creer que los negros tienen el pene más grande que los otros hombres; que es un mito subestimar la capacidad intelectual de las mujeres. Mi conflicto en realidad había dejado de importarme cuando comenzaron a apai'ecer estos crónicos trastornos intestinales que Jaime llama «colon irritable», si mal no recuerdo, y que se resisten a la terapéutica habitual, y más aún, se resisten a mi propia voluntad.
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Paraje final A la compañera Proenza.
Teresít
Porque han sido necesarios todos estos años, y mantener vivo en toda mi piel el recuerdo de tus manos para persuadirme de la veracidad de tu amor. Porque roca segura en el vaivén del océano, abrigo en medio del monte lluvioso y alimento espiritual ha sido tu cariño para mí. Porque este deseo proteico y sin senectud está ahora aquilatado por el respeto de dos revolucionarios que aspiran a llamarse, a ser, comunistas. Porque muchas veces he pensado —en estos últimos años— que la tensión provocada por la incomunicabilidad añejamente compartida ha actuado como propulsora del cariño, como agilizadora de !a pasión, como sintetizadora de nuestra crasa potencialidad de amor. Por eso me parece oportuna esta sugerencia de Jaime, que fihora es mucho más que mi médico; es el secretario ideológico del núcleo del Partido que nos atiende como aspirantes. Jaime me recomendó que esbozara la primera situación que se me hubiera revelado como propiciadora de una solución a nuestro antiguo conflicto. «Este relato puede resultar de utilidad —me señalaba Jaime— para enriquecer su experiencia, ya vasta, sobre la evolución de una neurosis, y, desde luego, puede resultar igualmente útil para otras personas que pudieran encontrarse atascadas en un proceso similar.» Proceso ha sido, sin duda, este equilibrio emocional de ahora que nos permite sentimos integralmen-
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te útiles. Sólo aquí en el hospital, mientras me recupero después de la intervención quirúrgica exitosa, he podido disponer de tiempo para hacer esta suerte de recuento. Allá, en estos últimos meses previos a mi operación, mi jornada laboral se prolongaba a seis horas diarias, porque mi proposición —en el último plan de trabajo— de investigar, de modo simultáneo, las cuatro vías hipotéticas del producto que necesitamos obtener, había sido aprobada. Éste es un esfuei'zo que me autoimpuse gustosa y continuaré en cuanto pueda salir del hospital. Ésta me parece una buena forma de saludar mi designación —por parte de los compañeros de la Empresa— como aspirante a miembro del Partido. Aunque el verdadero saludo sería la obtención, por una u otra vía, del producto que necesitamos, porque el desarrollo no se alcanza sólo con el esfuerzo, sino con los resultados prácticos. Por otra parte, allá asistía puntualmente a las sesiones de ejercicios dirigidos incluidos en mi plan de rehabilitación preoperatoria y, cmnpUmentando las orientaciones del propio Jaime, dos veces por semana pracUcaba voleibol, con el equipo sobre sillas de ruedas —^ahora prescindiré del sillón también en el deporte. Ei hecho de que hayas sido tú el entrenador de nuestro equipo —desde joven fuiste muy buen voleibolista— contribuyó seguramente a nuestro acercamiento espiritual. No quise en estos últimos meses, a pesar del saludable trajín, abandonar mi apadrinamiento voluntario al Círculo de Interés de Bioquímica de la Secundaria Básica. Muchos de mis antiguos alumnos se decidieron por esa carrera y los primeros ya son mis colegas. Y allá en nuestra casa muchas ve-
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ees tú y yo, en los remansos cálidos del amor, hemos disfrutado —casi como niños ante espectáculo circense— con los fantasmas de los mitos que yo misma señalaba en el Segundo Paraje, ¿recuerdas? El mito de los negros carece de interés social porque lo determinante no es el tamaño del pene, sino el vigor de una calidad humana. Los otros dos mitos a que me refería —como tantos otros— eran muertos andanies que encontraron tumba apropiada con el desarrollo de la Revolución. Por otra parte, hace años que mi colon ha dejado de ser «irritable» para funcionar amablemente: digiero bien todos los alimentos. Tu manía de introversión, tu hermetismo, ¿recuerdas?, se escabulló por entre nuestro hábito —fue la Revolución quien nos lo creó— de leer y analizar los materiales juntos, antes de ir —jiontos también— a los círculos de estudio que Jaime ofrece en nuestra Empresa, ¿y el periódico, que día a día nos ha arrancado la condena -—«[Qué animales! ¡Fascista es una pálida imagen para describir a esas bestias!»— para la camarilla que hoy desgobierna al hennano Chile? ¿O la satisfacción y el orgullo de saber que obtuvimos ciento veintinueve medallas de oro en los últimos Panamericanos? Por cierto —Jaime no puede dejar de conocer esto—, la noche víspera de mi traslado a este hospital, mientras compartíamos frente al televisor las alternativas dsi juego de baloncesto Cuba-Puerto Rico, se me ocurrió que la canasta muy bien hubiera podido situarse más alta cada vez que un jugador puertorriqueño tiraba, y tú —divertido y escéptico con mi ocurrencia—; «No me digas, y ¿cómo te la ibas a arreglar para subir y bajar la canasta.
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mi amor?» Y yo empeñada; «Muy sencillo; se le intala un cordel igual que el de las cortinas que se ruedan y se pone a un hombre al pie de la canasta para manejarlo —cubano, como es natural.» Entonces tú me besaste divertidísimo, como si hubieras oído un chiste original, y me explicaste que eso no podía ser: que si la altura habitual, que si las reglas deportivas, y varias otras cosas. Y me convenciste de que esa solución no sería deportiva, aunque a mí me siga pareciendo lógico subir o bajar la canasta en concordancia con la estatura del que va a tirar. ¿Y cómo ha sido este milagro de que nuestros jimaguas estén ya cursando el primer año de Ciencias Médicas y miestro amor se haya mantenido intacto, mejorado en sí mismo como vino añejo? ¿Y qué importancia puede haber tenido mi sillón de ruedas, si a pesar de él esta Revolución —que es ¡nejor médico que Jaime— me ha hecho útil, me ha hecho feliz y desde ayer me ha devuelto eí movimiento de mis piernas? Aquí, junto a la talanquera de la entrada de nuestra casa, el sol inunda de vida todo lo que alcanzo a ver y un airccillo inquietante mueve las ramas bajas del almacigo —mi almacigo. De pie, junto a él, siento hambre y sed. Jaime debe i-nber estas cosas.
CUENTOS DE FANTASMAS
Una prótesis bioeiéctrica
Y mientras esta revolución marchaba entre otras cosas por el sacrificio diario y anónimo üe las grandes masas, tú fuiste ganando cada vez mas responsabilidades, cada vez fuiste comprometiéndote más con el bregar revolucionario, por tu indiscutible condición de dirigente, por tu iníeíigencia natural y tu habilidad para el tratamiento de no pocos problemas y, por el alto grado de madurez política forjado por el mismo trabajo diario y afianzado por cursos, escuelas de instrucción revolucionaria, escuelas especiales y muchas lecturas nocturnas. Cuantas tareas te encomendó la Revolución las cumpliste tan exitosamente que te convertiste en ejemplo de lo que debía ser en la práctica un buen revolucionario. Fue por entonces cuando, dentro de tu gran simplicidad, dentro de tu hiimildad, comenzaste a sentir interiormente que eras tú el elegido para ser heraldo del nuevo reino espiritual, el elegido para ser el propagador de una metanoia moderna; te sentiste tocado por una gracia sublimante y distinta y te apresuraste a mantenerte limpio, puro y digno de tan excelso privilegio. No podías ya permitirte el lujo cotidiano de palpar con tus manos las abigarradas nimiedades de este mundo imperfecto que tú solo harías cambiar; ni podías distraer tu cerebro de sus elevadísimas cavilaciones con las tonterías terrestres.
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Y como la primera tontería cotidiana que necesariamente debías tocar cada dos o tres días era yo —tu mujer—, ideaste proveerte de una prótesis bioeiéctrica de ambos miembros superiores (funcionaba con órdenes directas de tu cerebro). El aparato había sido construido con polyester, flexibiíizado con cobalto y butanex con fibra de cristal, lo que ic daba una gran resistencia y una gran flexibilidad. La prótesis estaba provista de una pequeña batería eléctrica en el extremo del cable, que tú colocabas debajo de la almohada. El dispositivo interno del tórax artificial quedaba en contacto con tu piel, internamente, y externamente se comunicaba con el ojo censor del aparato (una bombiílita roja y chata). Una vez ajustada la prótesis a tu pecho por medio del cómodo bandaje elástico, las órdenes directas de tu cerebro hacían funcionar los brazos del aparato bioeléctrico y comenzaban los movimientos mecánicos de abducción y pronación de ias manos de vinil. Entonces, mientras tú te tendías en la cama a estudiar o a leer el periódico con tus dos brazos originales, las manos de vinil de la prótesis bioeiéctrica amasaban mis senos, hurgaban entre mis muslos y cuando este mecanismo suponía que yo estaba preparada para el coito, sonaba un timbre musical que te advertía, al tiempo que se encendía el ojo censor de la prótesis. Así advertido, tú apartabas ligeramente el material de estudio, eyaculabas dentro de mi vagina —que ya tenía el cuello protegido por un pesarlo húngaro—, retirabas el pene, y continuabas con tu material de estudio; apenas desaprovechabas tres
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O cuatro minutos de tu tiempo precioso para dedicárselos a la inevitable función orgánica. En jas relaciones sociales también la prótesi.s bioelécírica te resultaba útilísima: unos movimientos de abducción y pronación en el hombro y la mano del viejo Mencs por la muerte de su vieja; abducción y pronación para felicitar a Panclio por la graduación de técnico de Panchito; abducción y pronación para felicitar a la prima Alicita por sus raquíticos quince años. Los mismos movimientos, las mismas frases, el gesto idéntico. Y en tanto que tú te ajustabas a la excepciós del mundo que te brindaba tu prótesis, tu espíritu se f"ue llenando cada vez más de una levitación extraña, que a mí se me evidenciaba por tu presencia cada vez más ausente. La prótesis —por supuesto— no podía hablar, no podía preocuparse por mis estudios de Oncología, no podía preocuparse por el estado de los jimaguas en la beca de primaria; pero debo confesar que era habilísima mecánicamente. El método de la prótesis bioeléctrica, sin dada equilibrado y sensato, entró de alguna manera —que aún no me he explicado del todo— a Formar el elemento de base de mis crisis maní?-codepresivas y de mis diarreas sicógíinas.
Un l l a m a d o de a l e r t a IKira Alejo CarpetLiiei-, por Sil estímtilo y stt ejemplo.
Ya las últimas blondas de la neblina se desperezaban en el lomerío de San Blas del Escambray, fustigadas por los rayos de un sol todavía niño. Frente a la carretera que atraviesa San Blas de lado a lado, la loma de la Ventana abría su alta cueva como la boca de un celador gigante. Los primeros clientes habían visto pasar despacio la ¿imbulancia del hospital de San Blas, camiones que salían del ahnacén de café y el ómnibus que paraba frente al centro escolar. —Juana, ven, que Mirta y yo somos las últimas —gritó Petra, la de los Romero, a la recién lleííada, Y las preguntas por la familia, por los achaques y por el dasarroUo de los nietos saltaron cotorreadas de una boca a otra, para comentar enseguida lo que todo San Blas y los cuartones vecinos comentaban en esos días. —¡Juana, qué cosa más grande! —dijo Petra spagando su vo^—, ¿tú no sabes que Mora se ha puesto a vivir ahora con Pablo? ¡Con Pablo que es como si fuera hermano da Herraes. su marido! —remató Petra poniendo los ojos muy redondos, —¡Qué barbaridad) Mira que dejar al padre d« sus tres hijos en esas condiciones... Nora tenía quince años cuando se casó con Hcrmcs y ahora íem'a veintidós. Cuando s« mu-
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—Estoy en la m í a . . . ¿qué tú decías? dó de la casa de sus padres en La Macagua del Escambray para el cuartón vecino de San Blas, no se había formado todavía una idea de lo que era el matrimonio. Kermes se lo mostró. A los siete días de casados, Hermes se desapareció de la casita de madera recién construida después de dejar a Nora sobre la cama con la sensación de haber sido volteada como un guante y estropeada como una esponja. Amanecía apenas y Hermes le dio un silencioso beso a su mujer como quien dice «vuelvo luego» y no volvió en dos meses. La primera noche de la ausencia de Hermes, Nora estuvo llorando hasta que el sueño la venció, pensando que algún percance impedía a Hermes volver a la casa. Después de veinte días Nora supo, por un compañero de Hermes, que su marido había ido a pasar una escuela de milicias. Temblaba toda cuando el compañero le extendió un sobre con dinero y los ojos hinchados volvieron a llenársele de lágrimas porque regresaba de una hipotética viudez. Cuando el pagador regresó a la Unidad, después de pasar por las oficinas, ya los hombres estaban en sus literas. El pagador preguntó cerca de la cabecera de Hermes; —¿Tú no le dijiste a tu mujer que venías a pasar una Escuela? —Bueno... no exactamente, pero le dije que iba a estar varios meses fuera de la casa, para que no se preocupara... —no era la voz de Hermes. —No, n o . . . yo le preguntaba a Hermes, ¿cambió de litera?
El pagador dio varios pasos y se situó junto a la litera de Hermes en la semioscuridad. —¿Tú no le dijiste a tu mujer que venías a pasar una Escuela? —No, viejo, no. Con las mujeres no se puede estar hablando tanto porque cuando vienes a ver... —Pues mira, que tu mujer tenía una cara de viuda que jodia. —Bueno, imagínate... hace ya veinte días que e.stamos a q u í . . . y yo le doy poca cotorra pero mucho p a l o . . . que en un final, es lo único que resuelve. —^Y Hermes se arropó con la colcha y ladeó la cabeza con la certeza de quien esgrime una máxima inobjetable. A los dos meses cuando Hermes regresó de pasar la escuela de milicias entró en su casita. y caminó rectamente hasta la cocina. Nora aprovechaba el tiempo entre un vómito y otro para hacer los quehaceres con la esclerótica visiblemente roja por el esfuerzo. Hermes la besó en silencio, como hacía siempre al regresar del trabajo, y Nora le correspondió efusivamente. —¿Cómo e s t á s ? . . . ¿cómo te ha i d o ? . . . ¿estás bien? —preguntó ella atolondradamente, con una alegría casi infantil de volver a verlo. —Aqm'... —dijo Hermes y se llevó las dos manos al cinto. Nora hubiera querido que él lepreguntara por qué tenía los ojos tan rojos, para poder decirle que estaba embarazada y que se
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había pasado el día vomitando, pero Hermes no pi-eguntó nada. Tomó a su mujer en brazos, la llevó al cuarto, y Nora rebotó sobre el colchón como una pelota tirada sobre el pavimento, para sentirse enseguida gozosamente maltratada, volteada como un guante y jadeante como un mayitc; en los meses de seca. Hermes salió de encima de Nora para el baño, se duchó, se asomó al cuarto y, viéndola íoda^•ía desnuda sobre la cama cor. Tina expresión atónita en el rostro, exploró e! refrigerador y se sirvió él mismo la comida. Cuando Nora por fin se incorporó y comenzó a vestirse, tenía en el pecho como una vaga sensación >de angustia. Después de fregar la loza, Nora se sentó en la •salita y recomenzó la tarea de bordar un payasito en un ángulo de un gran cuadro de tela antiséptica. Hermes se sentó en su sillón, frente a ella, con el periódico en la mano, después con varias revistas y finalmente con algunos papeles mimeografiados. Cuando Nora, venciendo su timidez, se decidió a romper aquel silencio, ya había terminado de bordar el payasito en el extremo del primer futuro pañal. —Mira, Hermes. .. Él apartó un momento la vista de los papeles, miró e! pañal recién bordado en las manos de •ella y recomenzó su lectui'a enseguida. Nora insistió acercándose a su sillón en compañía de su timidez: —¿Viste, Hermes? —No soy ciego, Nora —le respondió él sin 'levantar la vista de los papeles.
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—Estoy en estado, H e r m e s . . . —Es lógico —dijo él y siguió leyendo. Nora permaneció por un momento de pie, frente a él, esperando algo que ella misma no hubiera podido definir, y que no llegó. Después salió con la linterna de su marido hacia las alejadas cochiqueras y se detuvo frente a la puerca recién parida. Cuando Nora se acercó la puerca hizo por incor¡jorarse, pero la reconoció y siguió echada dormitando. Nora se quedó mirándola largamente. í.a puerca movía a ratos una oreja o levantaba ambas. Nora seguía observando y la puerca terminó por levantar la cabeza hacia Nora con la mirada idiota de sus ojos húmedos. Aquella noche, auspiciada sólo por el silencio mórbido, Nora reclinó su cabeza en el pecho de Hermes y esperó. Los brazos de él ignoraron su presencia y entonces ella deslizó su mano hacia el vientre de su marido, aprisionando sin esfuerzo el único miembro de él que nunca ignoraba su presencia y que, evidentemente, siempre parecía salir al encuentro de su mano. Nora oprimió con sus dos manos aquel resumen de vida —de su vida— y lo cubrió de lágrimas inexpUeables y le secreteó más de un reproche en medio del silencio inviolado. Aquella mañana dominguera, Pablo —el misrao que ahora vive con Nora— llegó temprano a casa de Hermes. Nora les trajo café a la salita y Pablo se desembarazó pronto de la necesidad que lo traía, porque estaba habituado a resolver sus problemas en casa de su amigo Hermes, que era como su hermano.
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—^Hermes, mi hermano, necesito que me cedas la puerca para la comida en casa de Cholo... quedé en llevarle una y y o . . . la v e r d a d . . . —Así es que tú te comprometes a costilla de los animales ajenos, ¿no? —le dijo Hermes con irónica benevolencia. —Hermes, yo sé que tú ahora no te la vas a comer porque mataste la otra hace tres d í a s . . , de aquí a que vuelvas a necesitar ya los otros dos estarán criados —le argumentó Pablo. —Bueno, llévatela. Tú sabes que conmigo no hay problemas —Hermes siempre cedía ante la muy particular lógica de aquel muchacho que había crecido a su lado. Entonces Nora se prendió al brazo de su marido asegurándole que la puerca era su único entretenimiento y que no quería deshacerse de ella. Hermes —por supuesto— permaneció en silencio. —Cualquier día me cedes a mí también —le dijo Nora muy bajito. —¡No hables más mierda, Nora! —^ripostó Hermes impaciente, y los dos hombres se dirigieron a la cochiqviera en busca de la puerca. Los tres varones de Hermes y Nora fueron creciendo fuertes año tras año y ella aprendió por fin a escribir con letra cursiva, a leer sin deletrear y a no esperar más de lo que Hermes le. ofrecía, sin que se le esfumara del rostro su expresión de niña buena. Aquella mañana, Nora se parapetó —como solía hacerlo ahora— en la impunidad que le ofrecía el hermetismo de su ma-
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rido y en poquísimos minutos le alcanzó a Hermes una camisa miliciana ostensiblemente mal planchada, al tiempo que le daba la espalda para no ver el gesto de disgusto que era lo único que él se permitía hacer en estos casos. Hermes terminó de vestirse, cogió su carpeta, besó a Nora en silencio y puso en marcha el yipi sobre la carretera recién llovida de San Blas. El yipi pasó con la doble fuerza el arroyo algo crecido que separa San Blas de Cayo Piedra y tomó el terraplén estrecho que va hacia El Majagual, Escambray arriba, con la segunda puesta y el pie de Hermes en el acelerador. Allá abajo, en San Blas, el techo de zinc del almacén de café era sólo un cuadrado donde rebotaba la claridad impúber de la mañana neblinosa. Hermes debía entrevistarse con los Romero de El Majagual y con los Romero de La Macagua, antes de efectuar esa tarde la reunión con sus compañeros de todos los cuartones de esa zona del Escambray, en La Sierrita. Hermes conocía muy bien los inconvenientes del terraplén de El Majagual, por eso, en la curva angulosa, junto al paredón de los lajones, Hermes aceleró cuando el yipi comenzó a retroceder rápidamente, al tiempo que trataba de poner la emergencia, pero el yipi comenzó a inclinarse sobre el vacío, porque en su retroceso la goma trasera derecha había quedado completamente en el aire. Herraes comprendió que ya no podía controlar el yipi; agarró fuertemente su carpeta y arremetió con el hombro contra la portezuela al tiempo que hacía girar la manivela, porque él sabía que esa puerta tenía el engranaje defectuo-
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so. Justo en el momento en que el yipi se deslizaba al vacío, la portezuela se abrió, ya casi por encima de la cabeza de Kermes que saltó sereno, carpeta en mano. Pero algo como una dolorísima puñalada, unos centímetros por encima del cinto, mantuvo su espalda enganchada al gozne de la portezuela del yipi, que se detuvo casi enseguida contra un enorme lajón desprendido del paredón. El dolor era insoportable y su posición no podía ser más incómoda. Algo recuperado de la perplejidad primera. Kermes tuvo la intención de incorporarse, pero un implacable dolor, que sólo cedió un tanto con su inmovilidad, se lo impidió. Sus piernas parecieron difuminarse en un calambre insensibilizador nunca antes experimentado y ya no supo más que las tenía en el aire. Kermes recostó la cabeza al borde del techo del yipi y muy lentamente fue extrayendo su revólver de la funda, le quitó el seguro y disparó uno tras otro los seis tiros al aire con la esperanza de que alguien lo auxiliara. Después, siempre muy lentamente para no darle excusa al dolor que ya había conocido, llevó la mano derecha a su espalda, al lugar de la herida, y se sorprendió al comprobar que había sangrado muy poco en el momento y que ya no parecía sangrar. Su dedo pulgar recorrió la superficie del gozne desde el extremo insertado en su espalda de abajo hacia arriba, hasta el borde del yipi donde engarzaba la portezuela, ahora semidesprendida. Kermes comprobó esperanzado que el gozne sólo lo había penetrado tres o cuarto centímetros. «Lo jodido es que me adivinó el mismísimo espinazo», pensó.
Otro yipi se detuvo al día siguiente frente a la casita de Kermes y Nora en San Blas. Nora se asomó, pero no reconoció a ninguno de los dos hombres. —Joven, ¿ésta es la casa del responsable de milicias? —preguntó el que manejaba. —¿Responsable de milicias? N o . . . por aquí no vi\e ningún responsable de milicias —contestó Nora. El yipi continuó su marcha, atravesó el río de San Blas, ya más bajo y se detuvo un momento frente al comedor obrero para girar enseguida y volver a detenerse frente a la casita de Kermes y Nora. —Joven, ¿aquí no vive el compañero Hermcs Pérez? —Bueno, aquí vive Kermes Pérez que es mi marido, lo que pasa es que yo no sabía q u e . . . - -dijo Nora, y en escasos cinco minutos los compañeros la pusieron en conocimiento del accidente, de la delicada intervención a la que Kermes había sido sometido en el Hospital Neurológico de Las Villas, y de la parálisis inevitable. Kora escuchó en silencio y terminó por pensar que se trataba de una prueba a la que Kermes la sometía para ver si era capaz de reaccionar correctamente. —Si acaso ustedes pueden, me vienen a buscar mañana para ir a verlo al hospital. Tengo que terminar de almidonar y darles el almuerzo a los muchachos para entonces mandarlos para casa de mamá.
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Nora llegó al hospital con una expresión tranquila en su cara de niña buena. Los dos compañeros de su marido la condujeron a un saloncito donde la esperaba el cirujano que había operado a Kermes y su ayudante. El cirujano, casi enseguida, pronunció frases semánticamente huecas para ella, tales como «lesión en el segimdo segmento sacro de la coltmina vertebral, incontinencia, parálisis e impotencia». Kermes le había enseñado a Nora que cuando uno no entiende debe permanecer callado. Y así lo hizo ella. —Comprendo —dijo Nora que, por supuesto, no comprendía nada. Esa noche permaneció en el hospital y a media mañana le permitieron entrar al cubículo de Kermes. En un ángulo había un sillón de inválido plegado contra la pared. Nora encontró a Kermes como si hubiera vivido diez años en los últimos días. Se acercó, lo besó y preguntó angustiada: —Pero, ¿qué te ha pasado. Kermes? —¿El médico no te lo ha explicado? —^preguntó él. —Sí, s í . . . ya el médico me explicó. .. —respondió Nora. Y el silencio ya muy maduro que Kermes procreara un día se engulló dudas y angustias, repletó la habitación, y al cabo de media hora ellos se sintieron como faltos de oxígeno. —^Mañana me llevarán para la c a s a . . . con el sillón... he pedido el a l t a . . . —dijo Kermes como tratando de eructar sin lograrlo.
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—Te voy a hacer una buena sopa de gallina, gallina frita, una fuentota de tomates de ensalada, arroz.. . —^y a cada enumeración Nora, entusiasmada, se agarraba un dedo de su mano iz4i.áerda naturalmente fina a pesar del trabajo doméstico. —Me cuesta mucho trabajo pasarme un bocado por la garganta; la comida se me hace un estropajo en la boca y vomito con mucha facilidad, así es q u e . . . —¡Déjate de boberías, Kermes! —lo internmi|)ió Nora—. Cuando tú tengas delante la gallina bien refrita como a ti te gusta, con bastante limón y ajo machacado... ¡es que ni estando lleno tú eres capaz de despreciarme la gallina frita. Kermes, nunca me la has podido despreciar...! —Fíjate, Nora, ya no voy a poder tener relaciones contigo —la interrumpió Kermes. —¿Y qué relaciones tú tienes conmigo? —preguntó ella divagando. —¡Relaciones sexuales, chica! —le dijo él impaciente. —¡Aaah!.. . ¿Ah, no? —No. —Está bien —dijo Nora convencida de que Hermes tenía la malsana intención de mortificarla. «Eso lo veremos», pensó. Cuando Hermes despertó eran más de las diez de la noche y ya Nora había baldeado dos veces Ja cocina, sin que el agua y la creolina hubieran
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logrado disipar del todo su rencor y el olor de los vómitos de él. Síquicamente extenuada se fue al cuarto, buscó su mínimo roponcito de dormir y se desnudó completamente ante la mirada desolada de Kermes. Vestida con su roponcito se acostó al lado de su marido y dio varias vueltas rozando sus muslos con los de él, sin encontrai posición cómoda. Entonces le pareció que la sábana estaba húmeda a la altura de sus caderas 3' tiró del extremo inferior doblándolo bajo sus nalgas. Quedó quieta por fin, enarcada, con los muslos sobre los de él y la cabeza sobre su pecho. Después de unos segundos Hermes le apartó suavemente la cabeza apoyando sus dedos sobre la frente de ella. —Tengo un dolor en el pecho como si una mano me estuviera retorciendo el corazón —diio Hermes, —¿No te habías secado las manos cuando te llevé a lavarte? —preguntó Nora rehuyendo su contacto. —^Me sudan —dijo él. Nora no le ocultó su mortificación y, como siempre hacía cuando se sentía mal con Hermes, su mano fue en busca de aquel miembro que ahora, sin embargo, no salía al encuentro de su mano y que se mantuvo húmedo, escurridizo, desconocido. Entonces ella rompió a llorar con todo el cuerpo, con la cara contra la almohada, y cuando el sueño la vencía soñaba que corría por un pasUlo estrecho y que inesperadamente chocaba con violencia contra un cristal invisible. Despertaba llorando con la tremenda angustia del cho-
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t|ue soñado, y volvía a donnirse sólo para volver a correr, volver a chocar, despertar, sollozar. Hermes no durmió en toda la noche. Cuando aclaró, Nora recogió su ropa y la de sus hijos, en silencio, con los párpados hinchados. —-Le voy a avisar a tu mamá para que venga. • . de ahí sigo para mi casa. —Nora no había perdido la costumbre de llamar su casa a la de sus padres. —'Primero pasa por casa de Pablo y dile que me mande el revólver, que lo voy a limpiar pafa entretenerme en algo —^le dijo Hermes con la mirada serena de su rostro avejentado. Y antes de la media hora Pablo estuvo delante de Hermes con Nora y sin el revólver, para explicarle que ambas cosas debían quedar bajo su protección porque a Nora ya él no podía resol^'erle nada, y en cuanto al revólver tenía órdenes concretas de no entregárselo. —Mira, Hermes, si no soy yo, será o t r o . . . de todas formas.. . yo respeto tu decisión —le dijo Pablo y Hennes asintió con la cabeza. El tiempo se había escabullido y un sol ya adulto hacía más negra la cueva de la loma de la Ventana. —Y así son las cosas, comadre —le dijo Juana a ¡a mujer. —Ya nos toca comprar. —Bueno, ¡que el diablo la juzgue!
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Lo que dice el cable
En un estado del norte de los Estados Unidos, Missis Arrange, amillonada viuda y principal accionista de la más importante Compañía de Seguros de esa localidad, ha promovido el más escandaloso affaire publicitario en lo que va de año, al desautorizar el pago de su póliza mensual a raister Funnel, antiguo accionista arruinado en su Compañía de Seguros, que enviudara hace tres meses. Missis Arrange, constituida en parte demandante en el litigio judicial iniciado, alega que el artículo tercero de los estatutos de la Compa nía de Seguros que ella preside establece en correcto inglés que: 1? La Compañía de Seguros Arrange se compromete a pasar una pensión vitalicia a la parte que enviuda, siempre y cuando quede bien comprobado que ésta permanece sin contraer matrimonio, ni establecer nueva relación sexual, de ningún tipo. 2° Si puede probarse de modo irrefutable que la parte que enviuda incimiple lo estipulado en el acápite anterior, la Compañía de Seguros Arrange se libera automáticamente de la responsabilidad del pago de la pensión vitalicia. Y como que, de acuerdo con lo aceptado por el propio exviudo míster Funnel, en su caso ha
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sido violentado el acápite primero, Missis Arrange insiste en que su Compañía de Seguros no tiene por qué pagarle su pensión, ni mantenerle el apelativo de viudo. Míster Funnel, por su parte, dirigió una carta pública a Missis Arrange, aparecida recientemente en las páginas del leído magazine local The Mistaked, cuyos párrafos centrales reproducimos: La hábil Missis Arrange, de cuya probada inteligencia en los negocios esperamos la pronta rectificación de los criterios expuestos últimamente, parece haber obviado en su apreciación dos cuestiones muy importantes: 1? Cuando el primer acápite del artículo tercero de los Estatutos de esa Compañía de Seguros se refiere a «la parte que enviuda», se supone que habla de la mujer, es decir, de la viuda; puesto que ninguna persona sensata puede suponer que un hombre normal permanezca el resto de sus días privado de relaciones sexuales. Además, hubiese sido necesario aclarar si «la parte que enviuda» es masculina o femenina, joven o vieja, etcétera. Fsta carta pública fue firmada también por JMiichos asegurados en la Compañía Arrange, y por el propio director del citado magazine, en actitud solidaria. Sin embargo, el director de The Mistaked, que paga los trabajos periodísticos que K son remitidos por el número de cuartillas, no supuso entonces las desastrosas consecuencias
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comerciales que derivarían para él de esa simple firma. A la mañana siguiente, Bobby Profit, su reportero estrella, dejó sobre la mesa del director un kilométrico reportaje que comenzaba: The Mistaked, siempre atento a las noticias de última hora, ha salido a los parques y paseos de nuestro hermoso Estado para tantear la opinión pública con relación al increíble affaire de la Compañía de Seguros Arrange. El reportero de The Mistaked no ha escatimado esfuerzos: ha entrevistado a los hombres jóvenes y a las mujeres jóvenes; a los hombres maduros y a las mujeres maduras; a los ancianos y a las ancianas; a los adolescentes y a las adolescentes; a los niños y a las niñas; y aun a los párvulos y a las párvulas. .. En el mismo número de The Mistaked en que el director publicó la siguiente nota: El director de The Mistaked quiere reconocer públicamente el error en que hubo de incurrir al firmar con ligereza la misiva de míster Funnel y sus seguidores, que, sin duda, están animados de la mejor voluntad, pero que han puesto de manifiesto su crasa ignorancia gramatical al pretender que la expresión «la parte que enviuda» no atañe por igual a ambos sexos, sin necesidad de aclaración. El director de The Mistaked pide disculpas a sus lectores por los desatinos de redacción que se evidencian a lo largo de
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este número, como consecuencia del error en que hubo de incurrir. En la página siguiente del propio magazine, apareció la respuesta de Missis Arrange a la carta pública que le dirigiera míster Funnel y sus seguidores, redactada en los siguientes términos: Después de haber meditado sobre la siempre sabia y bien intencionada orientación de mi fraterno míster Funnel y sus seguidores, convengo con ustedes en que «ninguna persona sensata puede suponer que un hombre normal permanezca el resto de sus días privado de relación sexual». Esto significa que lo estipulado en el primer acápite de los estatutos de la • Compañía de Seguros que presido, sólo es válido, y por tanto aplicable, con relación a las viudas. Yo estoy completamente de acuerob con éste punto efe vista. 5ih emóargo, ustedes convendrán conmigo en que para sostener con seriedad este criterio común de todos nosotros, hace falta avalarlo con las firmas de un Doctor Clínico, un Doctor Fisiólogo y un Doctor Siquiatra, porque nosotros somos gentes de negocios, periodistas, pero no médicos. La firma que presido correrá con los gastos resultantes de esta gestión y, una vez realizado este sencillo trámite, pagará gustosamente sus cuentas a todos los viudos. De más está decir que este informe médico no puede ser anónimo, y que debe señalarse, además, la Universidad
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en la cual se diplomaron los galenos firmantes y el centro hospitalario o de investigaciones en que prestan sus servicios. Atentamente, Missis Arrange. La euforia de míster Funnel y sus seguidores al leer la carta que acabamos de reproducir fue tal, que esa misma tarde esperaron largamente en el corredor de las abarrotadas oficinas de Missis Arrange para hacerle entrega personal de im oloroso ramo de rosas en señal amistosa. —La felicito sinceramente, Missis Arrange —le dijo míster Furmel a nombre del grupo—, hay que reconocer que su estratagema publicitaria le está derivando ganancias fabulosas... Ahí afuera hay un sinnúmero de personas esperando para hacerse una póliza de seguros en su Compañía. Muchas mujeres vienen solas y también hay muchos matrimonios. —Es lógico, mi querido Funnel, la mayor parte de los habitantes de este Estado es femenin a . . . en todos los Estados Unidos casi un cin* cuenta por ciento de la población total es femenina, y en todo el mimdo, si no me equivoco, la proporción es más o menos la misma, de modo que... —^Tiene usted razón, Missis Arrange, y luego su último slogan publicitario ha causado tanto impacto q u e . . . a propósito, Mississ Arrange, quisiera que me sugiriera un slogan publicitario de
tanto agarre como el suyo para el negocito que pienso abrir cuando usted me p a g u e . . . el suyo dice; Arrange llama: Amiga, ¿Verdad que le resultaría grato poder garantizar la absoluta fidelidad de su esposo, aun en el caso de que usted falleciera antes? No lo dude ni un momento más, ¡exíjale hoy mismo su póliza de seguros en la Compañía Arrange! Nosotros nos encargaremos... etcétera. —Cuando usted haya precisado bien el tipo de negocio que va a abrir, le prometo que le regalaré un sugerente slogan comercial, querido Funnel. —[Ah, es usted estupenda, Missis Arrange! Confieso que me había formado un juicio equivocado de su persona... y o . . . —^Vamos, no se preocupe, querido Funnel, no üene importancia. —^Mañana a primera hora regresaré aquí con el papelucho que usted sugirió en el magazine, firmado por un Clínico, un Fisiólogo, un Siquiatra y de paso si quiere se lo firma mi hermano que es especialista en garganta, nariz y oídos. Y míster Funnel y sus acompañantes se retiraron confiados, recriminándose unos a otros por haber dudado de la buena voluntad de Missis Arrange. De acuerdo con las últimas informaciones cablegráficas recibidas, míster Funnel, desde su últi-
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ma entrevista con Missis Arrange —hace ya seis meses— ha enflaquecido notablemente en medio de su hasta ahora infructuosa búsqueda de tres galenos dispuestos a comprometerse en la firma del documento solicitado por Missis Arrange para hacer efectivo el pago de las mensualidades atrasadas por concepto de viudez —viudez masculina— como recordarán nuestros lectores. De fonna extraoficial, elementos vivamente interesados en el affaire Arrange, informaron que ya han perdido toda esperanza de obtener el documento exigido por la Compañía de Seguros, ante la reciente negativa a firmarlo del famoso fisiólogo alemán, doctor Kriegsverbrecher, residente en Nueva York desde fines de 1945. Como es bien conocido por nuestro público lector, a la lujosa y ultramoderna clínica del doctor Kriegsverbrecher, en los afueras de Nueva York, acuden innumerables pacientes de casi todos los rincones del mundo, entusiasmados por los increíbles aciertos de este reputado científico. Seguramente Missis Arrange no hubiera osado impugnar el documento con la sola firma del doctor Krie^verbrecher, pero el famoso fisiólogo rehusó la pequeña fortuna que se le ofreció por su firma, espetando despectivamente a míster Funnel y sus seguidores: —¿Qué prentendeK ustedes, que también tire al horno mi reputación como médico? No, hombre, n o . . . ¡Ni arteroesclerótico firmaría yo semejante estupidez! —y agregó el doctor Kriegsverbrecher dándole tm tono confidencial a su acento mracial de siempre—: Mire, míster Funnel, el orgasmo de la mujer no sólo es tan im-
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portante como la eyaculación del hombre, desde c\ punto de vista fisiológico y síquico; sino que además, cualquiera sabe que una mujer a los noventa años puede tener orgasmo, mieatras que el hombre a los cincuenta y pico. . . y a los sesenta y pico o los setenta, ¡ni se diga! De modo que ellas parecen ser fisiológicamente mucho más fuertes que nosotros. . . —Pero usted no dirá eso públicamente, ¿verdad? —inquirió míster Funnel suplicante. —No se preocupen, yo no tengo el menor interés en afirmar eso que les d i g o . . . ¡Ah, pero tampoco puedo afirmar lo contrario! Me mortifica tener que abordar este tema. Ojalá no aparezca nunca una mujer fisiólogo lo suficientemente descarada para abordar estos problemas, míster Funnel, ojalá se mantenga el silencio, .. el silencio es mucho más conveniente. Y el doctor Kriegsverbrecher giró sobre sus talones y se alejó —como marchando— por el largo corredor, dentro de su larga bata blanca. Entretanto, las ganancias de la Compañía de Seguros Arrange siguen en aumento porque las pólizas realizadas en esa casa comercial se han convertido en la prueba suprema de amor que estái} exigiendo últimamente las muchachas de ese Estado, 3' en general, de todos los Estados Unidos a través de la amplísima red de filiales abiertas por la firma Arrange. De acuerdo con 'o£. Últimos datos recogidos para esta información, sólo cinco viudos, que oscilan entre los treinta y nueve años y los cuarenta y siete años de edad, se han hecho acreedores, por su conduc-
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ta intachable, al pago del Seguro Arrange. La fidelidad de estos viudos ejemplares a la disposición observada en el primer acápite de esta Compañía de Seguros, ha sido absolutamente verificada de noche y de día por las hábiles agentes secretas de Missis Arrange; verdadero team de Sherlock Holmes con faldas —o con pantalones— que esta Compañía de Seguros ha contratado y entrenado para evitar la posible solidaridad de los sexos. De modo que, como ya conocen nuestros lectores, las viudas son vigiladas por agentes masculinos y los viudos son fiscalizados por agentes femeninas. La viudez de los cinco únicos beneficiados con el Seguro Arrange data de seis meses en los casos más recientes, y de diez meses en los restantes. El estado de salud de los viudos ha sido reportado como menos grave en la clínica siquiátrica en que se encuentran, aunque los médicos aún no los han autorizado a prescindir de la camisa de fuerza. Aquella mañana, míster Funnel entró en la oficina de Missis Arrange y le planteó tajantemente te, prescindiendo de todo saludo: —Nos damos por vencidos, Missis Arrange. Ya éste no es mi problema, sino prácticamente el problema de todos los h o m b r e s . . . jjorque todos aspiran a enviudar. ¿Cuánto quiere usted por retractarse y dejar de vigilar a los viudos? —^Bueno... —comenzó a argumentar Missis Arrange. —Sí, sí, ya sabemos que usted es ahora muy poderosa económicamente y que no va a rendirse por una bobería: le diré que el Colegio Médico
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le ofrece un millón de dólares; el Senado de los Estados Unidos le ofrece dos millones, y una altísima personalidad del país, no identificada, deposita tres millones a su nombre, mañana mismo. ¿Usted sabe sumar, verdad? Uno más dos más tres es igual a seis millones de dólares, ¡una fortuna!... —No es despreciable —interrumpió Missis Arrange—, sin embargo, yo preferiría mi cuarto de baño lleno d e . . . —¡Comprendo! Está claro, el dólar está muy oscilante últimamente; usted prefiere barras de o r o . . . —gesticuló míster Funnel. —No, no, no exagere, querido Funnel, lo que deseo es una sustancia verdosa, cuya composición química nunca he podido conocer. Mi cuarto de baño lleno de e s o . . . —¡Ya! Ya sé, usted quiere ámbar gris, seguramente para iniciar un negocio de perfumería... —No, querido Funnel, quiero mi cuarto de baño lleno de dignidad, en extracto. —¡Magnífico! Hemos llegado a un acuerdo —gritó nervioso míster Funnel—, todo lo tendrá a su disposición con tal de que olvide esa dichosa ocurrencia de equiparar... ¿Puedo utilizar su teléfono? —^y míster Funnel tomó el auricular sin esperar respuesta, apartando continuamente el cable de su nariz. —¡Rayos, no hay comunicación! —Ha tomado usted el auricular al revés, querido Funnel —le indicó despacio Missis Arrange.
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—Los hombres más eminentes de la industria química le prepararán esa sustancia a la mayor brevedad, para que usted llene con ella su cuarto de baño; telefonearé a míster Neanderthal enseguida. Nuestra sección «Lo que dice el cable» nos informa que han transcurrido )'a cuatro meses sin que el reputado químico míster Neanderthal haya logrado aislar la sustancia deseada por Missis Arrange. Ante la imposibilidad de la materia prima, míster Neanderthal ha intentado su creación en forma sintética, sin resultados positivos hasta estos momentos. Sin embargo, es la propia Missis Arrange quien desea ofrecer una solución a la desagradable situación planteada. En la primera página del magazine The Mistaked, Missis Arrange acaba de publicar una carta en los siguientes términos: Beneficiarios, amigos, ciudadanos: Como mi intención no ha sido nunca convertirme en verdugo de nadie les propongo: V- Que no se vigile a las viudas. 2° Que no se vigile a los viudos. 3? Que el seguro debe limitarse a los casos de accidente que derive incapacidad de cualquiera de los dos cónyuges. 4? Que, consecuentemente, no se pretenda hacer de la viudez femenina un título nobiliario de fines del siglo xx, porque se-
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guramente todos estamos de acuerdo en que eso es ridículo. Atentamente, Missis Arrange. Al cierre de esta información, todavía las autoridades locales —que son autoridades masculinas, naturalmente— no habían dado respuesta en uno u otro sentido a la carta de Missis Arrange, aunque sí se supo de fuentes bien informadas, que el reputado químico míster Neanderthal, sigue enfrascadísimo en su trabajo tendente a aislar y producir en grandes cantidades la sustancia por la que la caprichosa Missis Arrange se interesara meses atrás.
III EL MISMO SOL QUE NOS ALUMBRA A mis hijos Guillermo y Ernesto
Sanctasanctórum
En aquel tiempo, la sinagoga permanecía con su entrada cuevosa continuamente abierta, a modo de preámbulo, y los beatos inclinaban su cuerpo para pasar a través de ella. Una vez adentro, recuperaban su posición bípeda y las pupilas se adaptaban rápidamente a la oscuridad reinante. En el tabernáculo que antecedía a la sinagoga los beatos seleccionaban el traje uniformado que habrían de llevar, de acuerdo con las características de la deidad a la que ibaa a consagrarse y, conjuntamente con el traje, se apertrechaban de tm código particular contentivo de las señales extemas del dios seleccionado. Este código, sin embargo, nimca había sido eícriío 3' la transmisión de su coiiocimiento de un beato a otro descansaba en la capacidad dé los más nuevos para asimilar las ondas telepáticas emitidas por los más viejos, y desde luego, en la habilidad para la imitación, que, desde siempre, había sido requisito inexcusadó para tener acceso al tabernáculo. Ya adecuadamente vestidos, y con el conocimiento ele su código particular implantado en las beatas neuronas conio cactus en la arena del desierto, los beatos se autorreconocían aptos para pasar al espacioso salón inferior del sanctasanctórum. Dentro de él los beatos y las tinieblas llenaban todo el espacio. En el centro, uno de los sacerdotes consultaba el oráculo e invocaba a la primera divinidad.
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madre común de todas las deidades, y entonces aparecía Ella, en lo alto de la escalera, envuelta en un hálito dorado que la silueteaba en las tinieblas, y a sus plantas, el soporte acolchonado de tinieblas sobre el que siempre descansaba: el piso era demasiado duro para Ella, aunque fuera el piso del sanctasanctórum. —¡Oh, Divina! ¡Te alabamos! —dijo como en éxtasis xm. beato. —¡Desciende a nosotros, subligiante gracia! —dijo otro en actitud implorante. —¡Embelésanos con tu perfume, purísima! —-se oyó desde otro ángulo del tabernáculo. —¡Oh, hiperpura deidad...! —agregó otro con la voz arrugada. Y entonces Ella aspiró profundamente, adelantó varios centímetros sus pezones inflando la tónica etérea, elevó la barbilla y separó los brazos del torso como sí en lugar de descender fuese a elevarse en vuelo. Pero descendía, efectivamente, y su piel blanquísima ya dejaba ver unas delicadas ramificaciones azuíosas en algunos pimtos de su rostro. Ya muy cerca de sus beatos, sus ojos —que nunca vieron a nadie— pestañearon continuamente como si estrenaran lentes de contacto; aunque, naturalmente, nxmca se ha visto a una deidad usar lentes de contacto. Deambuló Ella entre los beatos, hasta que encontró su sillatrono —que siempre sentía extraviada. Cuando por fin ocupó su silla comenzó el ceremonial con el responso habitual de Ella. —A.mados beatos —^les dijo—, recuerden que para seguir siendo nosotros, y no otra cosa, de-
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bemos ser capaces de encontrar el método adecuado para inflar un globo grande, pero muy lig e r o . . . resistente, pero üo muy pesado, para que pueda volar... —explicaba Ella entre un pestañeo y otro—. Nuestro globo debe tener un color muy serio —continuó Ella— pero no debe ser negro, ni g r i s . . . debe parecer muy alegre, aunque no debe ser rojo.. . —Con relación a la forma del globo, Divina, ¿qué puedes sugerirnos? —inquirió de Ella uno de los beatos más viejos. —Comúnmente le hemos estado llamando globo —dijo Ella pestañeando—• aunque, naturalmente, a lo menos que se debe parecer esto es a un globo... debe tener más bien forma cuadricular. .. o quizá forma rectangular. —¡Oh, Divinal —intervino otro beato—, nuestra ignorancia sigue siendo muy crasa; nunca hemos visto inflar un cuadrado. —No, y menos aún un cuadrado inflado volando, . . -—remató otro beato. —Que sea alegre, sin ser r o j o . . . —señaló otro. —Que parezca serio, sin ser n e g r o . . . —se oyó desde otro ángulo. —¡Ah, varones incircuncisos! —dijo Ella pronunciando exageradamente cada sonido, como narrador poco entrenado que se doblara a sí mismo por primera vez—. ¡Son incapaces de inveníorios! —añadió—. ¿Cómo pretenden adorarme si no conocen el arte del inventorio? —.prosiguió—. Lo importante está en lo único, en lo singular, an lo original.
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—¡Comprendemos, comprendemos! ¡Se ha hecho la luz! —gritaron los beatos inarmónicamente colaborando a la algarabía general y después, casi espontáneamente, se dividieron en pequeños grupos que se enfrascaron en profundos debates teóricos sobre la cuadratura del círculo, sobre la amarillez de lo rojo y la claridad de lo oscuro y, por supuesto, sobre la sapiencia de la ignorancia.
—Éste es el uniforme que usamos todos afuera; todos menos ustedes que no habían salido de aquí hasta ahora —respondió Severino y añadió. Prepárense para subir al transporte que está esperando afuera. . .
Y fueron sólo tinieblas murmuradoras de lasque se oía la fuga de suspiros largos, satisfechos, de quienes se creían en posesión de la verdad absoluta y de la fuente de todas las originalidades. Tan abstraídos estaban que sólo repararon en la presencia de Severino cuando éste comenzó a abrir ventana tras ventana y los rayos de un sol próximo al cénit mortificaron la hipersensibilidad de sus pupilas.
—Pero. . ¿ y a dónde? -—preguntaron varios.
—¡Oh, varón irreverente y desatinado! —gritó un beato. —¡Ah, ignaro injuriante! —proclamó otro en un tono muy alto, mientras Severino proseguía llenando de luz el local, sin que ningún beato osara volver a cerrar las ventanas que él abría. —Tenías que s e r . . . —vociferó otro.
¡ah, hombre simiesco!
Y la luz se esparció tanto por el tabernáculo, que incluso llegó a los pliegues bajos de la túnica de Ella. —¿Cómo osas entrar en mi templo con tu luz, Severino?... ¿De dónde has sacado ese uniforme verde olivo, que no corresponde a ninguna de nuestras deidades?
—¡¿Nosotros?! —inquirieron asombrados los beatos. —Al campo, ¡a trabajar! —respondió Severino. Y los vehículos que ya esperaban afuera se llenaron con los beatos, aunque muchos suponen que, en la confusión que entonces gravitaba sobre el tabernáculo, Ella huyó hacia los servicios sanitarios que, en aquel tiempo, estaban en verdad, [luiv mal olientes.
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El nepotismo deslustrado
Cuando las guerrillas en su avance victorioso instauraron el poder revolucionario a lo largo y ancho de toda la cordillera, yo era, y soy aún —puesto que no me he muerto— el habitante más viejo de la Tupeja, Cierto es que mi padre, lógicamente, es mayor que yo; pero sus ciento cincuenta y seis años han hecho de él, ¡infeliz!, un anciano achacoso y prefugado de la vida. Yo, •en cambio, con mis ciento treinta y dos años conservo la lucidez propia de un hombre en la plenitud de su vida. Por eso los combatientes revolucionarios me pidieron que les hiciera, por escrito, la historia de la Tupeja, desde su fundación; porque al poder del pueblo le fue muy fácil entregarle la tierra al que la trabaja, agrupar y crear cooperativas, enseñarnos a leer y a escribir, repartir a partes iguales nuestros porotos, nuestras patatas, nuestras cerezas y todito lo que tenemos y mismamente todas las otras cosas que cualquier cristiano sabe que puede hacer una revolución. ¡Ahí, pero cuando los combatientes quisieron penetrar en la Tupeja; no pasar por allí, sino permanecer en la mera Tupeja, la cosa ya no fue tan fácil. Para comenzar por la cabeza y no por el rabo de la cuestión le diré —aunque es casi de balde— •que como cualquier cristiano medianamente leído en geografía sabe muy bien, la Tupeja está situada más allá de la menina cordillera de asfalto.
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justo después del cruce de la carretera que atraviesa el río, y a imas veinticinco millas del puente que enarcadamente atraviesa la carretera. Allí nadie vive del trabajo ajeno ni se descrimina a nadie por ser indio o por ser hembra. ¿Cómo dice? ¿Que cuál es, pues, el problema de la Tupeja? Vea usted, si se muestra paciente y no vuelve a interrumpirme le explicaré. El poblado de la Tupeja se fundó desde muy al principio de nuestros siglos y últimamente lo preside el Gran Padre, al que algunos prefieren llamar Gran Hijo, Gran Tío, Gran Primo o Gran Cuñado, según el caso particular. En el Gran Padre todos reconocemos cualidades excepcionales, como son su probada habilidad para regalamos una explicación satisfactoria de casi todos los problemas de la Tupeja y, sobre todo, el Gran Padre tiene muy buenos, bonísimos, sentimientos. Hace ya cinco años que el Gran Padre se casó con su esposa Marida, y hace el mismo tiempo que Marida fue nombrada por el Gran Padre como administradora general de la Tupeja. Allí todos la quieren porque ella es, como quien dice, un alma de Dios; es muy bonita y es la señora de... como solemos llamarla cariñosamente, sin terminar la frase. Yo, que vi nacer a Mariela, le digo que se ve rechula detrás de su buró de administradora general, y cuando se pone de pie y exhibe las túnicas ilmninadas que el Gran Padre le compra por montones en sus viajes de recorrido fuera de la Tupeja, Marida parece una princesa; al extremo que nadie reconocería en ella a la sietemesina babeante —jimagua con Salicio— que fue antes del desarrollo de su natura; también sus grandes ojos parecen tener ahora un brillo normal ¡vea que sí! En la
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Tupcja la calefacción siempre funciona de maravilla durante los meses de estío y los talleres siempre terminan la reparación de los equipos •de aire acondicionado durante los meses de invierno, y por esta mera época nunca faltan las bebidas heladas en los merenderos de la Tupeja. Por eso Mariela, la señora de..., se ha convertido en la santa patrona, en la abogada de lo imposible haciendo buenos los versitos que no se sabe quién inventó y que han recorrido de boca a oído toda la Tupeja: Con Mariela administradora quizá mañana tengamos luna en lugar de aurora. Y tan de buena ley se ha ganado ella la reputación de abogada de lo imposible que el año pasado atravesó Mariela a pie mi campito de ñame ya sazón, y al mes siguiente recogí calabazas ahí mismo. Y, vea usted, que eso no tiene mucha rareza, porque cuando la mujer de Bernabé el rubio le parió un hijo más prieto que mis antepasados, le explicó que Mariela la había visitado durante el embarazo y . . . ¡Bernabé el rubio entendió el milagro! Se trata de una gracia especial •que tiene Mariela para hacer que todo sea meramente al revés de como debe ser. Como cualquier cristiano sabe, la Tupeja está dividida en ocho departamentos y cada uno de ellos tiene su delegado ante el Gran Padre. Los delegados son los tres hermanos, el entenado, el tío y los dos sobrinos del Gran Padre; en el octavo departamento fue puesto como delegado Salicio, hermano jimagua de Mariela y, por tanto,
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cuñado del Gran Padre. Aunque como ya le dije, Mariela y Salicio son jimaguas, el varón fue el último en nacer después de un parto muy trabajoso y, a decir verdad, Salicio nunca ha perdido su estampa de sietemesino zazoso. Dentro de su octavo departamento Salicio siempre ha procurado rodearse de gente verdaderamente capaz, que puedan apoyar y suplir en la gestión laboral su mente sietemesina; porque Salicio siempre ha sido un hombre muy honesto y muy consciente de sus limitaciones intelectuales; el problema está en que, aunque Salicio conoce sus limitaciones, nunca se ha resignado a ellas y cuando alguno de sus asalariados pone demasiado en evidencia, con su trabajo, la mediocridad de Salicio, él se apresura a decirle que le agradece lo que ha hecho por la buena marcha del departamento que él dirige, pero que, lamentablemente, carece de presupuesto para seguir pagando sus ser\Hicios; de este modo, Salicio ha tenido en su departamento tantos éxitos concretos como trabajadores diferentes. Por lo demás, Salicio es un hombre muy bueno; es cariñoso y amable con todo el mundo —sobre todo con su cuñado: nunca ha robado y nunca ha matado a nadie. Es cierto que con estas cosas que ocurren en la Tupeja, vea usted, el enviado de las guerrillas revolucionarias, que es un hombre muy franco y que ni de chanza transige con lo mal hecho, se ha comprometido con la revolución triunfante a resolver los problemas tradicionales de la Tupeja; para ello, todo el mundo piensa que lo primero sería remover de sus puestos legendarios a los tres hermanos, el entenado, el tío, los sobri-
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nos y el cuñado del Gran Padre. Nunca ha habido dificultad con otros parientes porque como cualquier cristiano sabe, el Gran Padre es hijo del espíritu santo y, lógicamente, no tiene madre; por eso, acaso lo envíen nuevamente al olimpo de donde proviene. Lo primero que ha hecho el enviado de las guerrillas revolucionarias ha sido mandar a derribar la menina cordillera de asfalto que siempre había rodeado a la Tupeja, y los rayos del sol han penetrado de súbito, con una violencia tal, que muchos estamos aún enceguecidos. Y, vea usted, que por ser yo el habitante más viejo de la Tupeja, con pleno disfrute de mi lucidez —como ya le he dicho— los combatientes revolucionarios me pidieron que Jes hiciera, por escrito, esta breve historia de la Tupeja. Como cualquier cristiano sabe, yo siempre me he ocupado allí de la jardinería y creo que nadie sería capaz de negarme la originalidad con que he venido desempeñando mi trabajo; en los estanques, que otrora fueron de agua, se ha acumulado tanta tierra que han crecido, sin que yo tuviera que sembrarlos, unos hongos gigantes muy hermosos, aunque a veces apestan su tantico; en el salón principal de la Tupeja un salidero permanente de agua ha formado como una gran laguna natural y, a pesar de que está bajo techo, yo aproveché para sembrar una mata de cerezas en im antiguo latón vacío de manteca y colocarlo en el centro de esta lagunilla, pues siempre me ha parecido que el agua estancada se ve bonita con matas en el centro.
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*^'°"i° cualquier cristiano sabe, yo soy primo segundo del Gran Padre y, vea usted, que con ''•^'•° ^"^ P^"" termmado mi mforme.
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Una mala adquisición
En el barrio todos los que rebasamos los treinta años reconstruimos las vivencias de nuestra infancia incluyendo a Quintana como un componente ineludible: para algunos es un recuerdo pintoresco; para los más, una de las caras múltiples de los vaivenes de la época. Quintana era propietario —entre otras cosas— de un gran comercio múltiple (así lo llamaba él) que abarcaba casi toda una manzana del barrio —incluyendo oficinas y almacenes— y que ostentaba al frente, en letras medio góticas y medio cursivas —sin ser ni una ni otra cosa— un soberano letrero de rutilante neón verde que gritaba a todos los ojos, con elegante sobriedad: «CASA QUINTANA». Allí lo mismo podía uno encargarse (con dinero, por supuesto) un traje a la medida que encontrar la tuerca exacta que le faltaba a la vieja bicicleta. Cuando ya se vio dueño del mayor comercio del barrio (enclavado allí para despistar a la clientela con relación a los precios) Quintana era todavía un hombre joven: impertinentemente blanco y sonrosado, con un pelo tan pasudo como el de un senegalés legítimo y una nariz que semejaba una arcilla enrojecida pitcheada sobre su rostro por su peor enemigo; dentro de este conjunto su bocaza devenía siempre suavizante —acaso porque era una sonrisa permanente (que parecía franca) con unos dientes pulcros y parejos. Sería más o menos por el cin-
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cuenta y siete cuando Quintana logró consolidar ;ai comercio a la medida de sus apetencias, y su liijo Quintanita tendría entonces unos ocho o nueve años y una cara idéntica a la de su padre. También le fue muy inculcado —desde que gateaba— un acendrado sentido de su dignidad humana y 11) sentimiento irreversible de su propio valer cc":i¡o gente. Porque cualquiera de nosotros recuerJ;i perfectamente que para Quintana siempre fue i!i problema verdaderamente compulsivo, álgido, 11 asunto del color de la piel o —mejor dicho— cl asunto de la dignidad de los hombres de la 1 a/a negra. Él jamás practicó la bajeza de esconder en el último cuarto a su madre, la difunta María Inés, por el hecho de que la vieja fuera ¡irieta como un tizón; aunque con un sedoso pelo negro y una nariz, que sin duda, Quintana laibiera deseado exhibir en un día festivo. Los ;riás viejos del barrio contaban entonces que María Inés, en su juventud, con un sentido muy utilitario de su belleza, determinó cerrarle para .•iempre las puertas a la pobreza, abriéndole para ^.iempre las piernas al difunto don Sebastián; reconocido en toda La Habana, por unanimidad, tomo el gallego más horroroso que ojos humanos ivubieran visto; en cl barrio todos le decían el nono blanco, prácticamente en su propia cara, cosa que —según los más viejos— a él lo tenía sin cuidado; algo así como si dijera: «yo pareceic un mono blanco, ¡vive dios!, pero soy dueño de tres almacenes, de dos casas de huéspedes y ;ne acuesto con la prieta aindiada más linda que :vay en toda la Isla». También los más viejos en d barrio solían decir que la naturaleza le había jugado una broma pesadísima a Quintana, porque
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—de seguro— él hubiera querido heredar el color sonrosado de su padre gallego (el mono blanco), pero con las delicadas facciones de su madre y Ja sedosidad de su pelo; pero no. Quintana era tan horroroso como su padre (el mono blanco) y, para colmo, con xm pelo tan pasudo como el del abuelo de su madre María Inés. De modo que era otro mono blanco, pero pasudo. Eso sí, siempre muy elegante, muy erguido, con un don de conversación que le permitía hablar de todo con tacto y prudencia, aunque en realidad no sabía mucho de nada; salvo de conducir sus negocios exitosamente. Es cierto que Quintana adoraba a su madre y que se le vio más derrumbado de lo previsto en su velorio. Dicen que no cesó de repetir en toda la noche que su madre había sido 3a mujer más sacrificada del mundo y que todo lo que él era y lo que él tenía se lo debía a ella, porque después que enterró cristianamente al mono blanco, aún joven, no se echó otro marido ni tuvo otra preocupación que no fuera atender ella personalmente los negocios que le dejara el, mono blanco y engrosar la cuenta del banco para '• Quintana, que ya por entonces tenía cerca de veinte años. Quizá por todo eso, lo único que Quintana no le toleraba a la sociedad clasista era la discriminación racial. Por eso había colaborado con abundantes fondos para el mantenimiento de la elegante sociedad «para personas cultas de color» llamada «Unión Fraternal»; a pesar de que a él le permitían entrar en el «muy ilustre Centro Gallego»; pero allí no se sentía bien, porque a Quintana le gustaba hacer ostentación de su condición de negro adinerado y «culto». Por eso, a pesar de que era un burgués consecuente, la ma-
yoría de la gente del barrio se sorprendió cuando a fines de 1960 Quintana anunció que se iba con Quintanita y su mujer para los Estados Unidos^ inclusive se despidió de todos los vecinos del barrio —revolucionarios y desafectos— y algunos tintaron de disuadirlo; pero a todos les explicó, sin esfumar su habitual sonrisa, que su sistema ¡icrvioso era absolutamente incompatible con las «colas». Quintanita tendría entonces unos die?. p.ños y asistía a la escuela pública del barrio, porque allí siempre era «el hijo del señor Quintana», mientras que en La Salle del Vedado había tenido que romperle la nariz a un blanquito que se empeñó, con su grupo, en hacerle la vida imposible. Quintana, agradecido a su buena fortuna, logró transformarse en un modesto quincallero en Dade County para, como él mismo solía decir, ir tirándole a la vida. Es cierto que entre las muchas cuestiones que a partir de entonces fueron resquebrajándole el entusiasmo inicial estaba —aunque pudiera parecer baladí— el problema del frío, de las heladas, que llegaron a alterar y n predisponer sus reservas síquicas contra el país que voluntariamente había escogido para residir. Porque de Quintana cualquiera hubiera podido decir cualquier cosa, excepto negar su condición de hombre compulsivamente limpio y, como él mismo afirmaba, desde que tenía uso de razón, no recordaba haber dejado de bañarse —por ningún motivo— ni un solo día de su vida y, después del baño, casi ritualmente, se empapaba en lavandas selectas, dignas del más exigente lord inglés; por-
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que Quintana, como todos habíamos reconocido en el barrio, había tenido la oportunidad de cultivarse un exquisito gusto y (al menos en este sentido) siempre supo diferenciar las categorías de regular, bueno y excelente. Por eso casi desde •su llegada a los Estados Unidos su piel mostró "SU absoluta rebeldía ante la ducha puntual a que •diariamente era sometida con una dermatitis cada vez más intransigente; hasta que un médico conocido —exi>atriado voluntario como él, y por ese sentido de solidaridad ante la común decisión desafortunada— se atrevió a sugerirle que aíternai-a sus baños porque una ducha tibia diaria era lun sano placer que él ya no iba a poder mantener en los Estados Unidos. Y éste fue sólo el pro'blema síquico, porque en realidad la crisis sobrevino cuando Quintanita, que ya tenía trece años, tuvo su primer día de clases en la escuela del distrito. A pesar de que habían matriculado otros hispanoparlantes y a pesar de que Quintanita chapurreaba —^ya a esa edad— aceptablemente el inglés (que era la lengua que obligatoriamente, según Quintana, debía hablar todo buen comerciante), tan pronto entró al aula la mayoría de los alumnos lo miró de una manera que hizo sentirse a Quintanita como un aura tinosa metida «n una bandada de cisnes, y los que ahora tenía por condiscípulos no perdían oportimidad para repetirle con encono una palabra que no figuraba en el amplio vocabulario que la Havana Bussiness Academy le había proporcionado: ¡spick!, ¡spick!, ¡you're a poor spick! Aquella tarde, cuando Quintanita regresó al pequeño apartamento que ahora era su casa rompió a llorar —con sus sangandongos trece años— sobre el regazo materno y'
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a decirle que aquello no le gustaba ni un poquito y que ¡mañana mismo! (como si eso fuera asi) quería volver para su casa de La Habana, con sus amiguitos de la escuela pública del barrio, a jugar pelota en el parque y sudar bajo el sol suyo; iwrque aquello era una mierda mierdísima donde ni siquiera había s o l . . . y bueno, la perreta fue tan sostenida y trascendente que Quintanita perdió varios cursos en la escuela mientras requería la atención sistemática de un siquiatra que, además, se desgastaba también en atender a Quintana y su mujer y autoatenderse como mejor podía. Para colmo de males, a pesar de que Quintana había hecho subtitular «tienda cubana» su modesta quincalla en Dade County, para ponerse a .salvo de la posibilidad —para él fatal— de que ¡os confundieran con puertorriqueños, los que sin duda eran sus mejores clientes (un matrimonio norteamericano, ya maduro) durante la última gran compra que le efectuaran (entre palabra y palabra^ inevitable en las buenas relaciones del vendedor) el norteamericano le había manifestado (con una convicción exenta incluso de toda malquerencia) que «el negro es una mutación entre los monos y los blancos —que son los iiorabres propiamente dichos». Y lo que más había deprimido a Quintana (comentando después al incidente con su mujer) es que él, que siempre había tenido una respuesta ágil y oportuna para todo, no había encontrado la explicación exacta para refutar a su cliente. Mucho antes de los tres meses de establecido en IOS Estados Unidos, Quintana tuvo la certeza de que se había equivocado; de que por primera vez
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en su vida había hecho una inversión importante en una i ' ' ' ' que, en esta ^<;omo soh' mala adqui: pagaba por
El Opactim m a g n u s o Y lo más seguro para los pueblos será esa seguridad que hemos descubierto con los métodos de masa. Esa opinión sólida, esa barrera infranqueable que las masas oponen a los oportunistas, a los farsantes, a los que carecen de mérito, a los que carecen de capacidad, a los ambiciosos, a los abusadores de poder. Porque si las masas comprenden que ningún hombre que padezca estas faltas puede dirigir un sindicato, o puede ser miembro del Partido, la conciencia de todo un pueblo, la sólida opinión de un pueblo será barrera infranqueable, b a r r e r a infranqueable para los ambiciosos, los oportunistas, los farsantes, los abusadores de poder.» FIDEL CASTRO RUZ
E! hombre se sintió cansado al cabo de sus ocho horas de labor, sin embargo, hizo como si se desperezara después de un sueño tranquilo; se ahuyentó el cansancio de la frente con una y otra mano, aspiró hinchando todo su torso libre y resopló enérgico entusiasmo. Se dirigió al cuarto de máquinas de la sala y se fue sumergiendo una vez más en aquel ruido tan familiar, armónico c-ii sí mismo como música aleatoria. Llegado al
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centro, junto a la maquinaria matriz, el hombre se inclinó sobre la circunferencia de cristal y sometió a su mirada experta el movimiento de las cuatro manecillas de la esfera, casi imperceptible para ojos no advertidos. El hombre entornó los suyos y distendió los labios como quien le advierte una mentira mal disfrazada a su interlocutor y, sin sustraer las cuatro manecillas de .su mirada, sus dedos se posaron suavemente sobre Ja decena de botones del control y ajustaron los precisos. El hombre llevó sus manos a la cintura y su gesto se hizo displicentemente satisfecho como el de un marido conocedor —y vencedor— de los vicios de su mujer. El hombre se apartó entonces de la maquinaria matriz, abandonó el cuarto de máquinas y cerró la puerta tras sus espaldas. Se dirigió entonces al cuarto de laboratorio, contiguo al cuarto de máquinas y, corno siempre, al entrar, su olfato de sabueso viejo percibió como un esfumado olor a materia corrupta por debajo de la higiene evidente. Los múscuJos de su rostro se recogieron y se encaminó, como con cautela, a! microscopio mayor del laboratorio. A simple vista, debajo del ocular, el amplio disco cubierto de gruesa capa de agar nutriente glucosado revelaba una cierta inquietud de los microrganismos vivos que allí se criaban y se estudiaban. El hombre tiró de la banqueta, se sentó frente al microscopio mayor y acercó su pupila izquierda al ocular. Allá abajo, sobre el disco con agar nutriente glucosado, el hombre percibió dos colonias de protozoarios. La primera, de población más numerosa, estaba formada por una disgregada multitud de microrganismos unicelulares con núcleos de pigmen-
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tación roja, protoplasma acuoso sonrosado y membrana resistente en la que afloraban decenas de cilios laborantes, inquietos, que daban apoyo y estímulo a la función reproductora de vida. Todos los microrganismos que integraban esta colonia poseían, entre sus elementos, el sulfuro alcalino que los hacía fosforescentes en mayor o menor grado. Sobre la misma superficie de agar nutriente glucosado, a la derecha de la colonia de protozoatios fosforescentes, el hombre observó un pequeño grupo de organismos unicelulares, totalmente Opacos, flácidos y de movimientos lentos y automatoides. En el centro de esta pequeña colonia, que se mostraba disgregada ante la mirada investigadora del hombre, se observaba un microrganismo mucho más voluminoso que el resto, y por lo mismo con un aspecto notablemente más denso y opaco que el resto. Opacum magnus: lo pensó el hombre y así lo designó a partir de entonces. El Opacum magnus parecía concentrar todas sus posibilidades energéticas —que eran realniente muy pocas— en la locomoción. Se contraía en medio de una verduzca sustancia gelatinosa, presumiblemente segregada por su propia membrana que creaba como una barrera acuosa entre el Opacum y sus semejantes. Sin embargo, no era difícil advertir que iodo su esfuerzo se dirigía a establecer contacto entre sus semejantes de la colonia opaca: el Opacura magnus proyectaba sus cuatro antenas, las alargaba por debajo de la sustancia acuosa verduzca y con los extremos, terininados en ventosas, trataba de contactar la membrana de algún semejante. El hombre observó, vivamente interesado, aquel esfuer-
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zo; aquellos movimientos y aquellas cuatro antenas que se agitaban automatoidemente en busca de una superficie que atraer hacia si. Finalmente, las antenas tropezaron con algo que el Opacum magnus pareció identificar como un su-semejante. La antena más alargada, con su ventosa en estado de dilatación, succionó sobre aquella superficie y la atrajo hacia sí. Entonces la mirada del hombre se enterneció mientras intuía ternura hacia su similar en el Opacum. La solideiridad universal se le mostraba al hombre en la armonía de aquellos pequeños seres. El Opacum magnus había atraído hacia sí a otro microrganismo idéntico al suyo, pero mucho más pequeño, y se mostraba alegre con su descubrimiento y su antena primera parecía protegerlo como a un hermano menor. Después atrajo a otro cuerpo similar al suyo, y a otro y todavía a un tercero; todos ostensiblemente más pequeños que él. El Opacum magnus apareció contento ante la mirada atenta del hombre; cesaron las contracciones inquietas de la primera etapa y comenzó muy lentamente a girar sobre su propio eje. Los tres pequeños cuerpos, similares al Opacum magnus, se vieron obligados, arrastrados a girar con él, en su órbita, con su influjo y casi con su energía. Las cuatro antenas del Opacum vigilaban los movimientos de la órbita y a los elementos que se vieron obligados a integrarla. Pasados unos minutos, el Opacum magnus cesó en su movimiento rotatorio y nuevamente sus cuatro antenas se proyectaron tensamente, a través de una brecha propicia, en busca de nuevas atracciones hacia su órbita, que se produjeron después de unos segundos, con rela-
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tiva facilidad. Y así se repitieron varias veces las mismas etapas. El hombre apoyó los codos sobre la mesa, se acomodó en la banqueta y continuó su observación. El Opacum magnus parecía decidido a iniciar un nuevo movimiento rotatorio, en compañía de sus satélites, cuando su membrana hipersensible pareció advertir que el primer cuerpo de su atracción —su semejante original— había crecido, se había desarrollado y comenzaba a disputarle su lugar en el espacio, aunque todavía seguía siendo más pequeño que él. El Opacum magnus aplicó sus cuatro antenas con ventosas sobre la membrana del opacum magis y poco a poco le succionó la sustancia alimentaria hasta dejarlo tan flácido y pequeñito como estaba antes de ser atraído hacia su órbita. Terminada la succión, el Opacum magnus, ahora mucho más hinchado, reinició el movimiento rotatorio, movilizando a su vez toda la dilatada órbita de elementos similares a él. Las cuatro antenas con ventosas se encargaban de mantener el equilibrio general: frenaban a los de movimientos más rápidos y aceleraban a los más lentos. El hombre observaba interesado cómo, cada cierto tiempo, el Opacum magnus succionaba la sustancia alimentaria de su similar más inmediato y conjuraba así el peligro de ver reducido su espacio vital y de verse seguramente desaparecido por la sombra de un semejante. Extremadamente injusto se le mostró al hombre el desprincipio de aquella competencia. Reprimió su mal humor acomodándose en la banqueta
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y se disponía a continuar la obser\'ación cuando la mujer entreabrió la puerta del laboratorio: —Compañero, ¿ya terminaste el informe mensual? —No, todavía.. . estoy siguiendo una investigación importante, . . —Bueno, cuando lo tengas, déjalo en la oficina. —Okei, lo dejaré antes de irme. —Te dejo entojices para que sigas tu obsenacjón... —
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\erduzca. Con la consistencia que ahora mostraba, la sustancia segregada por el Opacum magnu.s ie servía ahora como de cordón de protección, como de barrera de seguridad entre él y sus scsnejantes. Por debajo de su cordón de seguridad el Opacum alargaba sus cuatro antenas, ahora más largas y poderosas que antes y succionaba !a sustancia alimentaria de todos los semejantt-.s que alcanzaban una estatura tan significativa que pudiera comenzar a medirse con la suya. En el mismo disco con agar nutriente glucosado, en el otro extremo, la otra colonia de microri-anismos fosforescentes se mostraba dinámica y armoniosa ante la mirada del hombre. Las miríadas de cilios de los seres fosforescentes se mt)vían incansablemente para mantener la actividad vital de la colonia. Trabajaban, se amaban, se reproducían, disfrutaban. Ninguno mostraba intención de absorber a su semejante, ninguno parecí» irritado por la pro.ximidad o el roce de su compañero: antes bien, cada uno buscaba instintivamente esa proximidad, ese calor. El hombrg se relajó y respiró como aliviado cuando observó que la colonia de opacums, orientada por el Opacum magnus, se había acercado peligrosamente a la colonia de microrganismos fosforescentes, aníenazando penetrarla. Los elementos periféricos de la colonia fosforescente habían formado como un apretado cintm-ón de protección, dentro del cual se seguía desaiToUando normalmente la vida. Sin embai'go, al hombre se Je hacía evidente que no bastarla con eso. El Opacum magnius, desplazándose entre sus habitantes como un hurón cansado entre ratones, avanzó hasta situarse
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muy cerca del cordón de protección de la colonia fosforescente. Golpeó entonces contra ella, impulsando hacia adelante toda la fofedad de su volumen, pero no logró atravesar el cordón de seguridad de los fosforescentes. Retrocedió entonces un tanto y aplicó el mismo método que el hombre le había visto aplicar centenares de veces en el seno de su colonia: proyectó sus cuatro antenas por debajo del cordón de seguridad, dentro de la sustancia acuosa sonrosada de la colonia fosforescente y las cuatro ventosas de sus antenas succionaron ávidamente el sulfuro alcalino del primer ser que incautamente descuidó su coraza protectora: era un microrganismo adulto, notablemente fosforescente al que el Opacum magnus había dejado flácido y sin brillo. Pero (el desconcierto del Opacum magnus fue advertido por el hombre a través de unas contracciones que hubieran podido ser pataleantes) el sulfuro alcalino succionado por el Opacum a aquel microrganismo fosforescente no había logrado comunicar ninguna brillantez a su superficie. El Opacum magnus reaccionó ante su frustrante realidad con una suerte de enervamiento furiosamente laborioso: absorbió, uno tras otro, una decena de microrganismos fosforescentes. Su hinchazón fue tan rápida y tan drástica que casi puso en peligro su vida. Su cuerpo se volvió tan voluminoso que su presencia comenzaba a advertirse indefinida, aunque certera, sin necesidad de microscopio, ¡pero seguía siendo una presencia opaca! El Opacum magnus apareció como turbado ante la pupila izquierda del hombre. Su voluminosidad, inusitada para un microrganismo de su
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especie, lo había aquietado y permanecía ahora casi inamovible, se diría que deprimido. Aunque, naturalmente, el hombre sabía que los microrganismos no son susceptibles de ser afectados por crisis depresivas; deducción altamente lógica si se tiene en cuenta que estos seres carecen de sistema nervioso superior y, por tanto, de sensibilidad humana. El Opacum magnus, luego de su aquietamiento, retrocedió muy lentamente hasta salirse del flujo natural de los organismos fosforescentes. Se veía aquietado por su propia hinchazón, pero eí hombre vio que todavía no estaba vencido. El Opacum magnus proyectó la más potente de sus cuatro antenas sobre la coraza asustadiza de un microrganismo fosforescente que se contrajo con violencia para ofrecer la mayor oposición que le era posible a una succión que temía. La pupila izquierda del hombre se sorprendió al ver que la ventosa del Opacum magnus parecía posarse ahora sobre la coraza del aquel microrganismo fosforescente con ademán acariciador. El microrganismo fosforescente, sensible como sus congéneres al contacto cariñoso, acabó por distenderse ante la caricia reiterada; el Opacum lo animó con su ventosa, muy suavemente, para que abandonara a su grupo y le sirviera de compañía. El microrganismo fosforescente pareció acceder a la suave insinuación y laxamente se dejó arrastrar por el Opacum magnus hacia su colonia de opacums. El Opacum magnus se presentó entonces ante su colonia que lo esperaba, adosado por detrás, como una lapa, al microorganismo fosforescente que había conquistado como compa-
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ñero; por detrás de él, el Opacum magnus proyectaba sus cuatro ya potentes antenas, proyectadas por detrás del microrganismo fosforescente. El hombre apartó el rostro del microscopio y su mirada repasó lentamente el techo y las paredes muy pulcras de aquel laboratorio buscando donde asentar su preocupación. Todo estaba en orden. Volvió entonces a acercar su pupila izquierda al microscopio mayor y su mirada se esforzó por localizar al Opacum magnus dentro de ia colonia de opacums. El hombre buscaba alguna brillantez, detrás de la cual —según había observado momentos antes— se escudaba el Opacum magnus. No la halló; cuando por fin descubrió una presencia mucho más voluminosa hacia el centro de la colonia, no pudo detectar ninguna brillantez en su superficie. El hombre reajustó el ocular del microscopio, fijó su atención sobre aquella voluminosa presencia opaca y terminó por identificar al Opacum magnus; denso en su vivísima opacidad. Sobre él, el microrganismo hurtado a la vecina colonia fosforescente yacía laxo, sin brillo, y sin vida aparente. El hombre comprendió que el microrganismo fosforescente no había podido conservar su brillantez fuera de su medio natural. «Le está bien empleado», pen" só el hombre, y también pensó, un poco a su pe* sar, en la evidente superioridad física del Opacucl magnus y en la fisura inicial de] cordón de pr{^ lección de la colonia fosforescente. ¿Y hasta qu4 punto sería posible que el Opacum magnus fuel^ capaz de aprovechar esta experiencia sensorial ¿Sería posible que los opacums estuviesen dotBr
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•dos de alguna pre-memoria? El hombre, interesado, se dispuso a comprobarlo. El Opacum magnus pareció reiniciar su ciclo vital —el mismo que ya el hombre había observado—, ahora con mucha ma}for celeridad: absorbió uno tras otro una decena de opacums cuya estatura hubiera podido en algún momento no lejano competir con la suya. Furiosamente se abrió una amplia brecha en medio de sus semejantes e inició su desplazamiento hacia la colonia fosforescente. El Opacum magnus encontró ahora «1 cordón de protección de la colonia fosforescente mucho más unido, mucho más sólido que como lo había conocido la primera vez. El Opacum magnus insistió, arremetió, golpeó. La mayor parte de los organismos fosforescentes abandonaron su labor habitual en el seno de su colonia y acudieron a reforzar aquel punto que sentían golpeado desde el exterior. Los microrganismos fosforescentes que habían entrado en contacto con el Opacum magnus y se habíím resistí do a ser succionados evidenciaban una pérdida de energía que en muchos amenazaba con hacerce vital. Y el Opacum magnus insistía en su ataque: arremetía, golpeaba, intentaba destruir. Como resultado de la experiencia visual que ya había acumulado el hombre se determinó a intervenir en aquel escalamiento sin principios. Abandonó su banqueta frente al microscopio mayor y fue en busca de una probeta con antiséptico neutralizador rojp; empapó un hisopo y se asomó nuevamente, por el ocular del microscopio mayor, al submundo que se debatía sobre el disco con agar nutriente glucosado. El Opacum
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niagnus arremetía ahora con toda la impotencia que le comunicaba su labor infructuosa. El hombre acercó entonces el hisopo empapado en el antiséptico neutralizador rojo y extirpó al Opacum magnus, a toda su área de influencia, y neutralizó cuidadosamente el agar nutriente en que se mo\'ía el resto de la colonia de opacums, para evitar que se desarrollara entre ellos otro Opacum magnus. Una vez liberados de la persecución del Opacum magnus, los microrganismos fosforescentes continuaron su ciclo vital: crecían, trabajaban, se reproducían. El hombre abandonó la banqueta y tanteó sus cigarrillos en el bolsillo de su camisa de trabajo. Fumaba confiado en el éxito mientras agregaba las liltimas lineas a su informe mensual. Después cubrió el microscopio con su funda protectora, cerró tras sí la puerta del laboratorio y se dirigió hacia la oficina.
Addis A b a b a , u n a n u e v a flor
La infantería del Ejército de Liberación había franqueado los arduos desfiladeros de Arabí, a través del Paso de Shebelé, y se había abierto en victoria inevitable sobre la meseta de Jijiga. Ante el avance de los principios vencedores, el enemigo había abandonado sus tanques de guerra, su artillería, sus flamantes carros blindados y las municiones abundantes en la desparramada huida a través de las ciudades de Ogaden y Dagahabur, para replegarse hacia las fronteras de Somalia. La victoria revolucionaria había quedado asegurada una vez más y ya los combatientes sonreían sin la preocupación de los herméticos cruces montañosos, sonreían con el descanso del camino andado por fango arenisco. La cortina de lluvia de los días anteriores había sido alzada por claridades que aparecían como filtradas en un aire nuevo; silueteando contra el cielo la imponente cordillera que separa Jijiga de Harar. Allí había quedado destacado aquel grupo de combatientes y ellos dos —de los más jóvenes— aprovechaban para compartir el breve descanso como habían compartido el peligro del enemigo y de los desfiladeros. A través de los días rápidos e intensamente vividos, la comunicación entre todos ellos ya había rebasado la mímicai y los primeros sonidos para encontrar una identificación segura en el uniforme verde olivo comtin. Y de nuevo fueron las son-
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lisas de la esperanza hermana y de la juventud única y ellos, en medio del grupo, se dijeron que después de todo no había resultado tan difícil; que la razón había sido un arma verdaderamente estratégica; que resultaría bonito ahora dar un paseo por la vieja ciudad de Addis Ababa y /querrás decir Addis Abeba/ Es lo mismo, a nosotros nos gusta llamarla así.. . / Y, ¿ se puede saber por qué?/ Poique ése es su nombre antiguo, así la llamaban nuestros antepasados / ¿Y qué significa ese nombre?/ Addis Ababa quiere decir «una nueva flor». Y aunque las provisiones de boca aún eran abundantes, el muchacho etíope quiso brindar una golosina de harina de millo macerada con leche de almendras y uvas a su compañero cubano. Y entonces fue el agradecimiento convencional, la preocupación por lo desconocido y, finalmente, el hallazgo de variaciones saporíficas no sospechadas, portadoras de una fiesta de halagos para todos los paladares. Y la harina de millo macerada en figura artística que pareció muy grande para las primeras miradas escépticas resultó ostensiblemente pequeña para el entusiasmo de todo ei grupo. El agua se conservaba fría en las cantimpíoi'as y los cigarro.'? secos en sus estuches. El sol había logrado expulsar los últimos celajes neblinosos y sobre !a gran meseta los vapores que ascendían en hileras repetían quedamente los colores del arcoiris. El sol abrillantó las nieves de las altas montañas y las miíltiples tonalidades colaboraban al encanto de una cierta atmósfera mágica, en la que muchos ojos extrañaban el herbecer.
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Cuando regresemos al campamento te vamos a enseñar a comer frijoles negros... / Te he dicho que no comemos nada negro. . . con nosotros basta, ¿no?/ Tampoco nosotros comemos harina de millo y, ya ves, nos g u s t ó . . . / . Y entonces la sonrisa escéptica fue en el rostro del muchacho etío pe y de nuevo la seguridad fue en los rostros cubanos porque /no hay ser humano al que no Jtgusten unos frijoles negros bien hechos/, Y aquella aseveración, hecha con una seguridad lau ingenua como sincera, hizo pensar en voz alta al muchacho etíope que /bueno.. . pudiera ser. . . debe Ser... Y la risa joven fue general, abierta, ante la proximidad del convite que lo mismo podría efectuarse en Addis Ababa, que significa «una nueva flor», que en La Habana, en medio dei Onceno Festival Mundial de la juventud y lo?. Estudiantes.
CUENTOS DE FANTASMAS
El m i s m o sol q u e nos a l u m b r a A nuestros heroicos combatientes internacionalistas.
Y el sol fue entonces como un gran general colérico que después de haber enviado sus primeras avanzadas de luz, no satisfecho, se presentó él mismo —pleno y terrible— a expulsar los aires helados de la madrugada y a chupar con afán casi visible el rocío nuevo de las plantas. La selva única y olorosa se abrió para saludar a su dueño y todos los seres despertaron en epinicios. En la casita coqueta de adobes y cobertura de ramas de baobab la muchacha Himba apartó las pieles de su cuerpo y se incorporó en su hamaca. Sus ojos almendrados se dirigieron con veneración al ángulo en que colgaban los aperos de caza de su padre, ahora abandonados. «Veo que extrañan las manos que los hizo y los usó», les dijo muy quedo. La muchacha Himba saltó, dio unos pasos por la superficie apisonada, y ya junto a la gran hamaca de madre y padre revolvió las pieles como buscando una presencia que sabía ida; sólo quedaba viv® el olor de ellos allí en la gran hamaca y la angustia de ella, ya hecha odio, en medio de su pecho. «¿Por qué no corrieron madre y padre para lo espeso cuando ellos llegaron?», se preguntó rabiosa la muchacha Himba; «el tío viejo tampoco pudo correr», se respondió mientras anudaba sus faldas de cuero sobre las caderas; luego tomó su cinto de cobre con su tira de semillas e hizo sonar varias veces su campanilla
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antes de atarlo alrededor de su cintura. Separó entonces el tronco que fijaba la puerta y achicé más sus ojos almendrados, ya afuera, de frente al sol; levantó sus manos por sobre su cabeza y el sonido metálico de sus manillas la ayudó a saludar al rey sol que mantiene la vida. De las ocho casitas de la empalizada le llegaron gritos de saludos e invitaciones y a las ocho correspondió eUa: sus prímas mayores suavizaron su peinado con crema de leche fresca y sebo y le regalaron más cuentas pintadas para adornarse; sus tías paternas le obsequiaron tortas de maíz tierno; sus tíos maternos la hicieron beber tanta leche fresca como pudo y el varón más viejo de ellos —ahora su tutor— puso sus manos sobre su frente. La angustia por los ausentes se mantuvo apretada y no se deshizo en llanto en ningún rostro. Después, despacio, la muchacha Himba se encaminó hacia las márgenes del Caluheque por el atajo más alejado. Al pasar por el primer guayabo desgajó una ramita larga y fina para espantarse los insectos de la espalda. Avanzó por el camino y sonrió cuando comenzó a oler el Caluheque; ya por allí la tierra como arenosa, de color ocre amarillento, tenía un olor propio, distinto, que le daba el agua del río; y las plantas verdes amarillas y la madera de los árboles repetían ese olor. La muchacha Himba siguió avanzando y el ronquido grave y ahora sereno del gran río la saludó. De pronto ella sintió sobre su costado la impertinencia de una mirada; no de bicho, ni de fiera —que ella sabía sentirla distinto— sino de gente extraña. Apoyó la varita de guayabo sobre ia tierra amarillenta y su mano percibió, muy quedamente, pasos de pies calzados. Buscó, escur
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driñó con la mirada, pero tardó varios minutos en ver aparecer, por el otro camino, la figura de una muchacha de piel un tanto menos oscura que la de ella completamente cubierta de vestidos. Las dos se detuvieron. Hubo miradas de pesquisas mutuas y pensamientos como respuestas: Gente vestida como los blancos... ¿cómo podra ella dar im paso con esos zapatos tan altos y pesados? / Ya las había visto a s í . . . aunque no puede dejar de sorprenderme... son tan nobles, tan s a n a s . . . / ¡Pobre muchacha extranjera!, con este sol de plano y este calor de día, ¿cómo hará para respirar con tanta ropa sobre el pecho? / No ha salido corriendo a esconderse y me mira con simpatía. .. mirada inteligente y sufrida... / La muchacha extranjera me mira como si me conociera de toda la v i d a . . . me s o n r í e . . . / ¡Qué bello peinado lleva, qué sentido tan artístico de la forma tienen las de esta tribu!... / ¡Qué toca tan rara lleva la extranjera sobre la cabeza!... del mismo color verde del vestido... / ¿Cómo hará para mantenerse las cuentas de colores sobre él pelo, si no conocen los ganchitos? / El verde de su ropa casi se confunde con las matas / Me está sonriendo y me muestra las palmas de sus manos / . . . me recuerda las hojas del olivo... me entiende; la extranjera me enseña sus manos también / . Y en aquel tiempo, fue la lengua humana, universal, y ellas avanzaron una hacia la otra con las palmas de las manos extendidas hacia adelante, y ya muy cerca, fueron las sonrisas de la esperanza hermana y de la juventud única y / ¿Cómo te llamas, hermana? / Himba, muchacha
CUENTOS DE FAKT.4S.\IAS
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Himba soy / Yo soy Caridad / Cari-daá/. Y las amigas recientes se contaron cosas a la orilla del río en el lenguaje uno de las manos gesticulantes, de los ojos limpios y de los sonidos identificados casi por la intuición de una génesis común. Entonces Caridad supo que los blancos de abajo y unos cuantos prietos traidores habían pasado por allí la luna anterior y habían abierto y sacado los hígados a dos hombres matungos que no pudieron correr hacia la selva —uno de ellos el padre de la muchacha Himba— y a una mujer que se negó a abandonar a su hombre matungo. Después los blancos de abajo y los prietos traidores fueron «¿en bora» y ellos regresaron a la aldea. Entonces la muchacha Himba supo que Caridad y sus compañeros estaban allí para a^-udarlos, para que los blancos de abajo y los traidores no volvieran y supo que Caridad aplacaba las malas fiebres y curaba las heridas. Mientras, enamorado de esas tierras, y ya casi, sobre sus cabezas, el sol las hacía respirar de su aliento. Un gran insecto redondo se aferró entonces al dorso de una mano gesiiculante de Caridad V ella —antes de que la muchacha Himba pxidiera impedirlo— cometió el error de golpearlo con la otra y enseguida el insecto se desparramó en una masa de baba incandesceiite que amenazaba con incinerarle los huesos a más de la piel. Entre los quejidos de Caridad, la muchacha Himba se alejó un tanto hasta las márgenes mismas del rio y regresó rápidamente estregando entre sus manos empapadas unas raicillas que fueron a desmoronarse sobre la mano quemada de Caridad. Y fue como si el Caluheque, gruñón, hubiera parida
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hielo justo para la mano ardiente de Caridad. Y ella entendió perfectamente cuando la muchacha Himba le manifestó en lengua humana y universal que su tierra tiene bichos de candela, pero que tiene también heléchos helados, y que la quemazón de esos bichos se apaga enseguida con esos Tielechos. Caridad, con su mano completamente aliviada, le pidió a su amiga que la acompañara al campamento con una buena cantidad de esas plantas porque tenía allí a varios compañeros con quemaduras de insectos. Y todos los días, desde entonces, la muchacha Himba se encaminaba hacia las márgenes del Caluheque —Cunene para Caridad— por el atajo más alejado y sonreía cuando la tierra como arenosa, de color ocre amarillento, le traía el olor de •ese viejo amado y gruñón que era su Caluheque. Allí, en el sitio de la amistad (asi lo habían bautizado ellas) Caridad la esperaba siempre con un vestido amplio en el brazo para acompañarla al campamento; a Himba no le gustaba llegar sin su amiga, ni salir vestida de su aldea; aunque allá sus mayores más ccxanos sabían dónde pasaba ella parte del día. Cuando llegó el momento del traslado, ya Caridad se había habituado a la ayuda de Himba y el resto de los compañeros la miraban como a una más del grupo. Himba encontró allí a muchos hombres de su tierra, que hablaban quimbundo como ella, pero que como ella ya sabían entenderse con sus camaradas cubanos; casi todos, también como ella, habían perdido a seres de su sangre y luchaban ahora para que esas cosas no pu•dieran repetirse y para poder vivir mejor. Por eso
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nadie se sorprendió cuando el día de reiniciar la marcha Himba se incorporó definitivamente al grupo explicándole a Caridad muy alto •—para que el resto también entendiera— que se iba con ellos, que había comprendido que ése era el camino a seguir y que padre y madre, durante ei sueño de la noche anterior, habían aprobado su decisión, por eso sus mayores más cercanos habían permitido su partida, Y las amigas subieron al camión, llegado su turno, alumbradas por el mismo sol, pleno en esa zona ya liberada, y comenzaron a perfilar los planes para la visita a la aldea de Himba, después de la victoria cierta.
ÍNDICE
I. FANTASMAGÓRICAS Una historia del tiempo muei-to El gran cazador de oportunidades Emulación Una caretica roja El resguardo Sobre el tápele El hombre desnudo Benemérita La benemérita vecina Para domar al loho Caperucita en dos tiempos Capeinicita y el lobo Un lobo más o menos feroz ;Í
UN SILENCIO ANTIGUO Ante el féretro de mi abuela Incomunicabilidad Un juego peligroso
ÍNDICE
178 El Raducor
88
Primer paraje
93
Segundo paraje
97
Paraje final
102
Una prótesis bioléctrica
106
Un llamado de alerta
109
Lo que dice el cable
122
líL EL MISMO SOL QUE NOS ALUMBRA Sanctasanctórum
137
El nepotismo deslustrado
142
Una mala adquisición
148
El Opacum magnus
155
Addis Ababa, vma nueva flor
167
El mismo sol que nos alumbra
170 AL LECTOR La Editorial le quedará muy agradecida si recibe de usted su opinión acerca de esta obra, de su presentación y diseño, así como de los títulos editados por esta Colección. Le agradecerá también cualquier otra sugerencia. Nuestra dirección es: Editorial Letras Cubanas, Calle G No. 505, El Vedado, Ciudad de La Habana.