C O M O
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A L B E R T O
L A
V I D A
D É L P I T
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C O M O
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A L B E R T O
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2001 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
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VIDA
PRIMERA PARTE
La concurrencia vital es universal... No se subsiste más que por la constante destrucción de los seres vivos. DARWIN. STRUGGLE FOR LIFE M. Saeton apoyó el dedo en un timbre eléctrico; casi en el mismo instante apareció un ujier, estirado y grave como un diplomático. -¿Ha llegado ya la hora del recreo, Felipe? -Sí, señor director.
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M. Saeton se contempló, satisfecho de sí mismo, en el alto espejo colocado frente a su mesa de despacho. -Entonces, hágame el favor de bajar al segundo patio y diga al pasante, M. Rolando Salbert, que suba a hablar conmigo. Felipe se inclinó respetuosamente y salió. Comenzaba el mes de mayo. Las ventanas del gabinete daban a un ancho jardín. Detrás de éste, cercado por tres blancas paredes, hallábase el espacioso patio del colegio, y una sencilla tapia tapizada de hiedra se elevaba entre las habitaciones del director y las de les alumnos. El sol bañaba con sus luminosos rayos los árboles y el césped. ¡Qué magnífico día de primavera!. Era uno de esos días en que la criatura humana es feliz con vivir y con sentir que vive. Tal era la opinión de M. Saeton, hombre, todavía joven y muy satisfecho de su diminuta persona. Tenía 40 años y no era rubio ni moreno, ni grueso ni delgado, ni hermoso ni feo. El director del colegio de San Mauricio (Auteuil; Seine, fundado en 1827 por los Rvdos. Padres Eudistas), procedía de la Escuela Normal Superior, y merced a influencias 4
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cuidadosamente sostenidas, obtuvo bien pronto la dirección del colegio de San Mauricio, convertido, de treinta años a esta parte, en establecimiento laico. -¿Me ha enviado a llamar? -dijo con voz grave y triste un joven que acababa de penetrar en el gabinete. -¡Ah! ¿Es usted, M. Salbert? ¡Que diablo! No se entra así como así, sin avisar antes siquiera. -Ya he llamado, M. Saeton, y como nadie ha respondido, he creído deber... -Ha hecho usted mal; en fin, pase por una vez. Si no hubiera cometido faltas más graves que ésta... El recién llegado palideció. Era, como hemos dicho, un joven de 25 años, elegante, esbelto, de mediana estatura y bien proporcionado. Sus negros cabellos, naturalmente rizados, cubrían a medias su ancha y bien modelada frente. Sus ojos eran azules, sombríos, enérgicos, y su tez, ligerísimamente amarillenta, acusaba un origen criollo; su abuela había sido una blanca de la Martinica. Agradaba y cautivaba su trato por la distinción de sus maneras y por la franqueza que se desprendía de toda su persona. No obstante, allí estaba, de pie, ante el director, con aire tímido, como si tuviera la intuición de una catástrofe. 5
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-Siéntese -dijo M. Saeton,- porque voy a tener el sentimiento de darle una mala noticia. Rolando palideció. -Usted no ignora que ha disminuido mucho el número de nuestros alumnos. El Consejo de administración lo sabe con pena, y ha dispuesto hacer grandes economías en el presupuesto de gastos del colegio. Me veo, pues, obligado a despedir a algunos pasantes.... y usted es uno de ellos. El joven cerró los ojos y un nervioso estremecimiento circuló por todo su cuerpo. -Inútil es añadir que lamento infinito esta medida... Digo bien: infinito. Por lo demás, pronto hallará usted colocación. Un licenciado en letras como usted, un perfecto caballero, bien educado y de buena familia, no permanecerá mucho tiempo sin destino. Terminadas estas cortas frases, M. Saeton se miró nuevamente en el espejo (su manía favorita) y esperó la respuesta de su subordinado. -Me despide usted brutalmente - replicó Rolando Salbert con trémula. voz.- Desde mi entrada en el colegio de San Mauricio creo haber cumplido lealmente con mi deber, y usted mismo, en diferentes ocasiones, me ha repetido que se hallaba satisfe6
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cho de mí. He sabido merecer la estimación de mis colegas, y, lo que es más difícil aún, la de mis alumnos. Detúvose algunos segundos como si necesitara tomar tiempo para respirar; las palabras se ahogaban en su garganta: -Hace seis meses que soy pasante en su colegio. Cuando le ofrecí mis servicios no poseía más recomendaciones que mis diplomas. Me recibió, sin embargo, y por ello le estaré eternamente reconocido; pero dígame en qué he podido faltar, sin saberlo. -En nada, mi querido M. Salbert; en nada, se lo repito. Se trata de una simple cuestión de economías. -Entonces, le suplico que me deje abogar en mi favor. M. Saeton reprimió un gesto de impaciencia. A pesar de sus ridiculeces de forma, no era, en el fondo malvado. -Nada poseo, carezco de toda fortuna. Gano aquí 60 francos mensuales. Mi hermana gana 30 en un colegio de señoritas, de los arrabales. Porque yo tengo una hermana. ¿No lo sabía usted? Si lo hubiese sabido, me habría defendido, quizás, ante mis jueces. Yo soy su sostén, su único apoyo; tiene 20 7
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años, es bella y no cuenta con otro porvenir que yo. ¡Bonito porvenir! Pronunció estas palabras con risa amarga y dolorosa con una risa que hacía daño. El director agitaba nerviosamente sin atreverse a mirar a Rolando, balbuceando, con voz entrecortada, algunas tímidas excusas. Ciertamente, él experimentaba una gran simpatía hacia ellos por su precaria posición; pero, en obsequio a la verdad, ¿qué podía hacer? Desgraciadamente, nada. El Consejo de administración lo había dispuesto así, y cuando disponía una cosa... Creían que el director era omnipotente. ¡Qué error! El no era ni podía ser otra cosa que un dócil instrumento del Consejo. Durante cinco minutos, aquel ser trivial se defendió a la manera brutal de los egoístas. Se dignó, sin embargo, manifestar un vivo sentimiento por haber ignorado que Rolando mantenía a su hermana. ¡Noble ejemplo! El joven creyó haber conmovido a aquel corazón seco, y esperando todavía obtener su reposición, añadió, con calor: -Deseo ser sincero hasta el fin, señor director tal vez fuese usted mi mejor abogado si supiera porqué serie de fatalidades he descendido tan bajo. Yo no me llamo Rolando Salbert. 8
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-¿Cómo?- dijo Saeton haciendo un brusco movimiento y mirando al pasante con aire de curiosidad. -Me fue preciso cambiar de nombre después de la catástrofe que arruinó a mi familia. Soy el hijo de M. Montfranchet, el banquero de Burdeos. El director del colegio de San Mauricio se puso en pie con aire asombrado; pero, reflexionando después que la impasibilidad sentaba mejor a un hombre de su edad y de su condición, dirigió una rápida mirada al espejo y añadió con voz complaciente: -Continúe, joven, continúe. -Ya veo M. Saeton, que usted conoce a mi padre. ¿Quién no le conocía? Habíase creado tantos envidiosos por su fortuna como amigos por su bondad. Si les unos hablaban con envidia de los millones de M. Montfranchet, elogiaban los otros con justicia su inagotable generosidad, y confieso que me siento orgulloso por la reputación que este hombre de bien ha dejado. Ya usted sabe cómo las quiebras de dos casas inglesas, seguidas de una intensa crisis en el comercio de hierros, hundieron en pocos meses su poderosa casa de banca. Al verse arruinado mi padre, apoderóse de él la desespera9
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ción y se suicidó, temiendo que la bancarrota lo deshonrase. ¡Pobre hombre! Ignoraba que el mundo sonríe siempre ante la vergüenza, o, por mejor decir, ante la desvergüenza bordada de oro; pero que jamás perdona a la virtud con el atavío de la miseria. Eramos mi hermana y yo sus únicos herederos, y tuvimos la suerte, sacrificando hasta el último céntimo, de satisfacer a todo los acreedores. Cuando llegamos a París apenas poseíamos algunos centenares de francos. Ya usted sabe lo demás. Ella y yo vivimos hoy con noventa francos mensuales, penosamente conquistados con el trabajo. ¡Ah! ¿Qué será de nosotros si usted me destituye de la plaza que ocupo en este colegio? Si viviera solo, no me quejaría. Soy joven; tengo salud. ¿Qué me importa la miseria? Pero pienso en mi pobre Alicia... Rolando se detuvo. Las lágrimas le impedían hablar. ¡Cuán poco se cuidaba de su dignidad de hombre, aun en presencia de un ser ridículo y estúpido! Sólo el hermano sufría y sentía tan punzante herida. M. Saeton experimentaba cierta piedad. Los imbéciles tienen, algunas veces, debilidades así. Saeton hubiera querido dejar al desgraciado alguna esperanza, por remota que fuese; pero sabia muy bien a qué atenerse en este punto. Cuando se 10
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tiene la honra de ser director del colegio de San Mauricio no se arriesga tan alta posición por asegurar el pan de un vulgar pasante del establecimiento. M Saeton contentábase con obedecer a los que él llamaba pomposamente «miembros del Consejo de administración» y ese «Consejo» exigía que Rolando fuera despedido. ¿Lo exigía por el placer de hacer mal? De ningún modo. Sólo los tontos cometen malas acciones inútiles. Quería, sencillamente, crear una vacante para dámela a otro. El nuevo pretendiente poseía numerosas relaciones y Rolando ninguna; la lógica debía condenar al segundo para favorecer al primero. ¡Así va el mundo!
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II Dos buhardillas, bastante grandes, en el quinto piso de una casa situada a la extremidad de la calle Cardinet constituían la habitación en que, después del suicidio de su padre, se refugiaron Rolando y Alicia Montfranchet. No era la buhardilla del pobre diablo, nacido en el arroyo; comprendíase, a primera vista, que los seres que habitaban en aquellas alturas, tan lejos de los hombres y tan cerca del cielo, habían conocido todas las felicidades y dulzuras que proporciona la riqueza. Un papel sencillo, pero de alegres dibujos, cubría las paredes. Un tapiz de Smirna, último resto de la pasada opulencia, templaba la frialdad del enladrillado suelo, ofreciéndose acá y allá todavía algunas reliquias de su existencia, antes tan lujosa. ¿Por qué las guardaban ahora obstinadamente? Tal 12
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vez porque no podían, sin sentimiento, deshacerse de ellas, o bien para conservar algunos recuerdos de la infancia. ¡Cuan lejos estaban aquellos tiempos en que el banquero Montfranchet deslumbraba al mundo con su fortuna! Lo que más llamaba la atención en casa de Rolando, era la exquisita limpieza, el extremo cuidado que se había puesto en todos los detalles. Eran las últimas horas de la tarde y Alicia cosía en el rincón de la ventana abierta sobre un jardín plantado de grandes árboles, que mostraban constantemente a sus ojos una inmensa sábana de verdura. A la salida del colegio acostumbraba a trabajar para un almacén de ropa blanca establecido en el barrio, y sentada ante su máquina, en tanto que con el pie movía el pedal, tarareaba una canción. ¡Siempre estaba alegre aquella muchacha! En su inagotable buen humor encontraba la dosis de valor necesaria para sobrellevar tan dura existencia. ¡Cuántas veces disipaba la tristeza de su hermano con una ingeniosa ocurrencia o una frase chistosa! De cuando en cuando suspendía el trabajo, dirigiendo hacia las verdes hojas su clara y luminosa mirada. Aquello le recordaba el parque de su padre en los alrededores de Burdeos. 13
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¡Cuánto le gustaba correr a través de las bien recortadas alamedas, a lo largo de las praderas o en el pequeño bosque plantado de verdes olmos! De repente se estremeció, oyendo llamar a la puerta. -Entre, M. Aríslides -dijo alegremente: Abrióse la puerta y apareció M. Arístides; un joven alto, muy alto, de fina complexión y rostro delgado, sombreado por una rubia y sedosa barba. Avanzó hacia la joven tendiéndola torpemente a mano. -¿Ha adivinado usted que era. yo, señorita Alicia? La joven lanzó una carcajada. -¡Vaya una gracia! Puesto que son las seis de la tarde, claro es que usted no tardaría en llegar. ¡Oh! Su existencia está metodizada como la de una señorita. A las cinco deja usted su oficina del Ayuntamiento, viene a verme, va a su cuarto a comer, puesto que habitamos la misma casa, pasamos la velada juntos los tres, y así sucesivamente, sin ninguna alteración desde el 1° de enero hasta San Silvestre.
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Alicia reía cada vez más, y M. Arístides continuaba de pie, apurado con su gran estatura y con todo su aspecto de enamorado tímido. -No me impida, usted trabajar, o se lo diré a Rolando cuando venga para que le riña. Siéntese a mi lado y hablemos. Era una encantadora pareja la que formaban los dos jóvenes. El era bien parecido, a pesar de su delgadez y demasiado elevada estatura. Sus ojos negros, honrados y francos, iluminaban su fisonomía. En aquel hombre de 25 años adivinábase una de esas naturalezas dotadas de rectitud, a quienes la desgracia suaviza sin corromperlas. Arístides Duseigneur, hijo del fiscal en el tribunal de Meaux, se encontró, a los 18 años, huérfano, con una pequeña fortuna de 10.000 francos. La protección de un compañero de colegio de su padre, procurador general en Tolosa, le hizo entrar en las oficinas del Ayuntamiento. Una vez pasado el «año de meritorio», nada hubo de saliente ni notable en aquella existencia pacífica y uniforme. Muy asiduo para el bufete, siempre, dispuesto a concluir los trabajos apremiantes, Aristides mereció bien pronto la estimación de su jefe inmediato. Al cabo de seis años cobraba un sueldo fabuloso: 15
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¡1.800 francos y... 150 de gratificación en Navidad! ¡Aquello era una fortuna! Un día, Rolando Montfranchet y su hermana se instalaron en el mismo piso que él, calle de Cardinet. Unicamente entonces el pacífico empleado conoció las alegrías y las dulzuras del amor, enamorándose locamente de Alicia. ¿Y quién no hubiera adorado a aquella hermosa criatura? Era una de esas bellezas a cuyo paso detiénense los hombres para mirarlas y que hacen estremecer a los ancianos ante el recuerdo de su pasada juventud. Tenía negros cabellos con reflejos de satín, cabellos que molestan por lo espesos y pesados, orgullosa corona puesta sobre una cabeza fina, que recordaba, por su notable parecido, al perfil de la Virgen en el prodigioso cuadro de Velázquez «La coronación», que se halla en el Museo de Madrid. Su pálida tez tenía delicados tonos de nácar. Sus ojos grises, sembrados de microscópicas manchas morenas, chispeaban de vida y juventud. Ni una arruga notábase en aquella pura y blanca frente, ni un defecto en aquel flexible y armonioso cuerpo. Era, en fin, Alicia., la verdadera heroína de novela de delgado talle y de manos elegantes, aunque un poco prolongadas; una heroína, sí, pero también una
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mujer muy a la moderna, sin nervios y dotada de una salud inalterable. Arístides, mudo a su lado, se la comía con los ojos, según la frase vulgar, en tanto que el piececito de Alicia movíase acompasadamente sobre el pedal de la máquina de coser. -¿Y es eso todo lo que tiene que decirme? exclamó ella repentinamente, un poco picada. -Estaba admirándola - dijo sonriendo. -Ya lo sé, y por eso me enfado. -¿Por qué? -Porque va usted a volver a hablarme de su amor. El joven se ruborizó como tina colegiala. -Si no le hablase de mi amor, ¿qué alegría, qué dicha tendría yo en este momento? A su vez, Alicia volvió hacía él sus ojos resplandecientes de ternura. Después, dejando la máquina de coser, añadió dulcemente: -Es necesario que tengamos una explicación decisiva. Razonemos fríamente. No ignoro que me ama, y usted sabe muy bien que no me es indiferente. -¡Ah! ¡Cuán feliz soy ¡
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-Para hablar de su ventura espere, al menos, que yo haya concluido. Desgraciadamente, amigo mío, somos pobres los dos. Más que pobres, miserables. Usted gana 150 francos mensuales, y yo gano 30. Admitamos que dentro de un año mis lecciones de piano y mis trabajos de costura me producen cuatro o cinco luises cada treinta días: he ahí todo lo que puedo esperar. Luego, si nos casamos, seremos dos simples mendigos. Y, entre sonoras carcajadas, mostraba sus dientes blancos, iguales, bien alineados, que añadían nuevos encantos a su espléndida belleza. -¡Perfectamente! Pero dígnese observar que se puede vivir con lo que tenemos, cuando con algo menos usted vive con Rolando. -Las pruebas por que atraviesa la existencia, que una acepta cuando vive con su hermano, porque ¿con quién he de vivir? no se pueden hacer aceptar a un marido. ¿Y si tuviéramos hijos? ¡Cuánto los compadecería! Ellos no habrían solicitado nacer, y, por nuestro egoísmo, estarían condenados a morir de hambre. ¡No, no; nada de matrimonio! El rostro del buen Arístides, expresaba tan profunda pena que Alicia, conmovida, dijo, tomando una de sus manos: 18
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-¿Va usted ahora a desconsolarse? Vaya un hombre que se desanima en seguida. -¿Por qué, sin embargo, me permitió adorarla? -Y se lo permito todavía; y, aun en caso de necesidad, se lo ordeno. -Entonces, no comprendo... -Sin embargo, es muy sencillo. Quiero que me ame; quiero que tenga la esperanza de casarse conmigo algún día, pero nada más. ¿Qué sería de nosotros sin la ilusión, sin el dorado ensueño? Ese es nuestro rayo de sol. Los que viven en la miseria no tienen otro consuelo que esa lejana estrella que brilla en el horizonte, y que les sonría como una amiga familiar.... A Duseigneur no le gustaba mucho aquella poesía de Alicia, y movió tristemente la cabeza, en tanto que la joven se levantaba para preparar la comida, porque Rolando no tardaría en venir, y después de la fatiga de un día de trabajo, no debía tener que esperar. Habitualmente, el pasante regresaba a las seis y media. El colegio de San Mauricio no recibía más que externos, M. Saeton sacaba partido de ello enviando a los profesores a sus casas a fin de que comiesen a su propia costa. No hay que dejar ninguna economía por pequeña que parezca, y ésta era 19
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una de tantas ganancias para los señores administradores, aquellos famosos administradores de los que todo el mundo hablaba y a quienes nadie veía. -Al fin has llegado, Rolando -dijo la joven viendo aparecer a su hermano .-Te advierto que te has retrasado un cuarto de hora. Como no respondía, le examinó con más atención. -¡Dios mío! ¿Qué es lo que tienes? Rolando estaba muy pálido, y había caído, como agobiado por el sufrimiento, sobre una silla, diciendo: -Es preciso reisignarnos, Alicia mía; estamos perdidos. -¿Perdidos? -He sido despedido del colegio de San Mauricio, y hasta que encuentre otro destino, si es que lo encuentro, serás tú la encargada de mantenerme. Ocultó la cabeza entre sus trémulas manos. La joven quedó sumida también en el mayor abatimiento; pero, animándose por una súbita reacción sobre sí misma: -Y bien - dijo, -yo te alimentaré. A cada cual llega su turno. Treinta francos al mes representan un
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franco diario, nada más que, para comprar pan; con que ánimo y no exageres. Avergonzóse Rolando de su debilidad ante la energía y la confianza de su hermana. Se levantó, y estrechándola con ternura entro sus brazos: -¡Cuán fuerte y valerosa eres! -murmuró. Ella, irguiéndose con orgullo: -¿Qué pacto hemos hecho nosotros? - replicó. -Después de la catástrofe que nos ha arruinado, hemos hecho el juramento de que todo sería común entre los dos. Tú me has prometido ser un trabajador enérgico. Yo te he prometido ser una compañera fiel. ¿Tenemos el derecho de quejarnos? El honor ha quedado intacto. Por algunos billetes de 1.000 francos hemos salvado la sagrada memoria de nuestro padre. Ni una mancha hay en tu nombre ni en el mío. Somos pobres; bien, ¿y qué? Arístides Duseigneur les escuchaba sin pronunciar una palabra. De repente, dirigiéndose adonde se hallaba Rolando y estrechándole la mano: -Amigo mío le dijo, con voz conmovida, - le suplico que me conceda un favor. Concédame la mano de Alicia.. La amo y la respeto como a la más noble de las criaturas. 21
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Estas palabras parecían, digámoslo así, tan fuera de la situación, que ambos hermanos se miraron estupefactos. La joven contempló a su enamorado con lástima: -¿Es que su locura - dijo - se trueca en enajenación mental? Habitualmente, a la menor reprensión o reproche de la señorita de Montfranchet, el sentimental Aristides poníase sucesivamente rojo o pálido; pero obedecía con suma docilidad, como un perro faldero. En el presente caso contestó con firmeza: -No estoy loco ni digo ningún absurdo, señorita. No he refutado el razonamiento que antes ha hecho usted, porque me reservaba el convencerla un día u otro. Al presente la situación no es la misma. En tanto que tenían poco más o menos con que vivir usted y Rolando, no me hubiera tomado la libertad de intervenir en sus asuntos privados. -Y, ahora, ¿se cree usted autorizado? La timidez no embarazaba ya a Duseigneur. Una vez lanzado no retrocedía. -Mi querido Rolando - continuó -antes de su llegada he rogado a Alicia que me dispensase la honra de aceptar mi mano, oponiéndome ella la objeción de que éramos demasiado pobres. 22
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-Es verdad -murmuró el joven. -¡Es falso! Comprenda usted, pues, que es preciso que yo tenga el derecho de ocuparme de los dos, de velar por ambos y de ayudarles en todo. ¿Acaso ustedes, pobres amigos míos, están acostumbrados al sufrimiento? Se parecen a esos pajarillos que desde la rama de un árbol caen a un montón de nieve. Yo, por el contrario, conozco muy bien el sufrimiento. Nunca he sido rico. Jamás he vivido, como ustedes, rodeado de lujo y de comodidades. Necesitan un apoyo que les sostenga en las duras pruebas por que van a atravesar, y ese seré yo; mas, para tener fortaleza, es preciso que hable en su nombre y con irrecusable autoridad, porque donde nada puedo como amigo, todo lo podré como amigo y como hermano... Expresábase con tanta emoción que las lágrimas inundaban el rostro de Rolando. En cuanto a la joven, ocultaba la cabeza púdicamente para no dejar ver la emoción que la dominaba. -Ya hablaremos de esto más tarde - dijo Alicia de repente. -Por de pronto, lo mejor será sentarnos a la mesa desde luego, porque me muero de hambre.
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Arístides estaba radiante de alegría. Alicia no había rechazado su proposición. No había dicho «no» inmediatamente, sino que había diferido la respuesta. -¿Qué tiene usted para comer esta noche, Arístides? -dijo Alicia. Este, observó con alegría que ya no le llamaba señor Arístides, y contestó con voz entrecortada: -Tengo vaca y pepinillos, señorita. La vaca y los pepinillos formaban tan cómico contraste con una solemne petición matrimonial, que Arístides y Alicia rieron como solamente ríen los colegiales y los poetas. La misma tristeza de Rolando se disipó ante la hilaridad de su amigo y de su hermana. -Traiga sus provisiones - dijo ésta alegremente, y hasta le autorizó a unir a ellas dos botellas de sidra. Nosotros tenemos carne y queso. ¡Cuántas riquezas! -Entonces, ¿me convida? -Sí. Esta noche comeremos... en familia.
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III En los tiempos de su pasado esplendor el banquero Montfranchet repetía complacientemente: -Yo hago que, mis hijos reciban una instrucción bastante sólida. ¿Quién puede saber lo que les reserva el porvenir? Vivimos en una época intranquila, en que nada hay más incierto que el día de mañana, y quiero que mis hijos se hallen siempre en situación de poder ganarse la vida. Habiendo entrado desde muy joven en el colegio, Rolando tuvo todos los maestros necesarios para darle la más perfecta y completa educación. A los 16 años, poseyendo ya su diploma de bachiller en letras, justamente a la edad permitida por los reglamentos universitarios, consagróse resueltamente al estudio de las ciencias. Una vez examinado el joven, habría tenido el derecho de divertirse y llevar 25
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una vida alegre. La fortuna de su padre y las compañías que le rodearon fueron otras tantas seducciones a que resistió, no sin algunas luchas, y continuando así sus estudios, llegó aquel millonario a ser licenciado en letras. Preparábase a ingresar en el ejército, como voluntario, por un año, pero quedó exento de tal deber por un informe de la comisión médica. La exención no era por cosa grave, según le dijo el coronel del regimiento: perturbaciones nerviosas en la región del corazón. Su juventud, tan seriamente ocupada, no impedía a Rolando frecuentar los salones. Burdeos es una ciudad en que se disfrutan todos los placeres; tal vez la ciudad de Francia donde la gente come mejor y irse divierte más. La bordelesa es, casi siempre, bonita, de humor alegre y nada tiene de huraña. Rolando fue agradablemente recibido por alguna de estas amables criaturas. Buen mozo, caballero elegante y hábil tirador, debía conquistar fácilmente esos agradables éxitos que tanto satisfacen el amor propio. M. Montfranchet contaba con que su hijo le sucedería al frente de la casa de banca. ¿Dónde encontrar un hombre más a propósito? Rolando tenía un don raro. Había nacido políglota. Aprendió sucesivamente, y como jugando, el inglés, 26
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el alemán y el italiano. En el momento en que el suicidio de su padre trastornó todo el pan de su existencia, el joven se prometía estudiar las lenguas eslavas. Inteligente y dotada de buenas cualidades como su hermano, Alicia siguió su ejemplo. Leo Délibes, de paso para Burdeos, para una representación de Lakmé, tuvo ocasión de oírla cantar, quedando maravillado. -Es muy curioso – dijo .-Su talento es superior al de un aficionado. Yo conozco seguramente mujeres de mundo que son excelentes artistas; pero en ellas se nota siempre la insuficiencia de sus primeros estudios. Mlle. Montfranchet posee una voz admirable. Después de un año de Conservatorio podría cantar en la ópera. Como el compositor desease poseer la clave de aquel misterio, se la repitió la famosa frase, del banquero: «Yo quiero que mi hijo y mi hija se hallen en estado de ganarse la vida.» Antes que llegar a ser un artista en su arte, es menester ser, desde luego, un obrero en su oficio. A los seis años sentóse Alicia por primera vez delante de un piano; a los ocho años comenzaba el solfeo. Así el hermano y la hermana habían marchado uno 27
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al lado del otro, llevando de frente sus más completos y variados trabajos. A los veinte años la joven era una criatura cumplida, bellísima. En todo el departamento de la Gironda, era ensalzada, mostrándola unos a otros como la flor de la maravilla. Algunos jóvenes medianamente acomodados, cuando se les interrogaba acerca de las curiosidades de la ciudad, solían decir: «Tenemos también a Mlle. Montfranchet, que es la niña más hermosa, más instruida y mejor dotada de todo el país.» Naturalmente, contaba con numerosos adoradores. Así el joven oficial, bajo su elegante dormán, como el hijo de familia, soñaban con ella para sus adentros; pero el padre no se apresuraba, y solía decir: -Cuando las muchachas se casan demasiado jóvenes, su salud se resiente y su belleza se marchita muy pronto. Por lo demás, yo quiero que Alicia escoja, y me conformo, de antemano, con el esposo que elija. Empero ella no tenía ninguna prisa de imponerse un dueño, hallándose muy dichosa en el gran hotel de su familia, mimada por su padre y por su hermano. Rolando y Alicia no habían conocido a su madre, muerta al dar a luz a la joven, y aunque contaba tres años más que ella, el primero parecía 28
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de igual edad que la hermana. Un muchacho de 15 años y una chiquilla de 12 están bien cerca el uno del otro, y cuando se hallan unidos por una estrecha comunidad de pensamientos y de ideas, la intimidad entre ambos es cada vez más profunda. La vida de estos dos seres transcurría pacífica, sonriente, luminosa. Teniendo él 24 y ella 21, caminaban por la senda de la existencia felices y tranquilos. Benévolos para con el prójimo, ya que el destino era clemente con ellos, gozaban de tranquilidad y de calma, puesto que el porvenir les sonreía. Repentinamente estalló la catástrofe. ¡Qué terrible despertar después de tantos días de ensueños luminosos! Los hijos de M. Montfranchet se encontraron unidos y fuertes en medio de aquella asoladora tempestad. Ni un instante vacilaron en la línea del deber. Cuando hubieron pagado hasta el último céntimo, cuando todo el mundo hubo cobrado y quedó la banca enteramente liquidada, el hermano y la hermana se prepararon a luchar resueltamente en la batalla de la vida. Su padre se había suicidado: al menos, el honor de su nombre vivía aún.
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Ya que habían quedado huérfanos, su ternura les haría bastante fuertes para comenzar la dolorosa vía. Algunos amigos les ofrecieron sus servicios, pero con un aire tan molesto, tan avergonzado, que a los jóvenes les repugnó aceptarlos. Desde luego, Alicia y Rolando estuvieron acordes en abandonar a Burdeos, porque no quisieron dar a contemplar el espectáculo de su desgracia a los mismos a quienes antes habían deslumbrado con su opulencia. Al principio, pasarían un mal rato; pero después, ¡es tan fácil ganarse la vida!... ¿Acaso él, Rolando, no poseía todos sus diplomas y cuatro lenguas vivas? ¿No era Alicia una incomparable profesora de piano? Irían, pues, a París. Allí, confundidos entre la multitud, desconocidos, podrían reconquistar, si no la fortuna, al menos una mediana posición creada por el trabajo. No tardó mucho en llegar el desencanto. Después de tres semanas de inútiles investigaciones, Alicia obtuvo, con muchísimo trabajo, algunas lecciones en una casa-pensión de los arrabales, y Rolando entró como pasante en el colegio de San Mauricio. ¡Ruda caída después de tan bellos ensueños! ¡Sin embargo, el desaliento no hizo mella en aquellas naturalezas resistentes y altivas. Después de 30
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todo, su existencia material estaba asegurada, ningún obstáculo obstruía el porvenir, y el porvenir ¡era sólo aquello! Guardaban la esperanza que les sostenía en tan obstinada lucha. Alicia entraría en el Conservatorio, un día u otro. ¿Cómo dudar que obtendría el primer premio? Alcanzado el primer premio, una contrata para cantar en la Ópera Cómica o en la Ópera era cesa segura. En cuanto a Rolando, el camino que debía recorrer estaba perfectamente trazado. Iba a prepararse para tomar el grado de doctor. Entonces pondría en juego sus antiguas relaciones, amigos tanto más dispuestos a servirle cuanto que nada les pedía antes de la prueba decisiva. He ahí por qué los hermanos se resignaron. El pensionado de los arrabales y el colegio de San Mauricio permitían esperar dieciocho meses, dos años quizás, y dos años eran la vida puesta a salvo, la dignidad sostenida, el prometido bienestar. ¿El bienestar? Más todavía: ¡la fortuna! Una vez escriturada en el teatro, Alicia obtendría un gran éxito. ¡Qué triunfo! No es que ella fuese vana y orgullosa, sino que en realidad, era fuerte y sentía arder en su corazón la llama del arte. Por su parte, una vez doctor en letras, Rolando sería nombrado profesor de una Facultad en cual31
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quier provincia. Ella sería rica con su crecido sueldo. El cobraría otro de 900 a 1.200 francos. Cálculos positivos. Una cantante célebre en seguida se transforma en millonaria; un profesor de la Facultad, notable por sus obras y sus conferencias en seguida obtiene una cátedra en la Sorbona. ¡Ah! ¡La eterna fábula de la lechera! ¿Por qué aquellos dos seres bellos e instruidos no habían de realizar los sueños en que mecían su miseria? Bruscamente la realidad rompió las alas de tales sueños. Desde su llegada a París, Alicia y Rolado vivían en una amargura, en un dolor, en un sufrimiento diarios; pero, en fin, vivían. Bien pronto poseyeron un fiel y tierno amigo, Arístides Duseigneur, el confidente de las esperanzas, el consolador de las penas. La cesantía de Rolando, vino a destruir todos los proyectos concebidos. Noventa francos por mes son tres francos al día. ¡Detalle irónico y encantador! Estos dos jóvenes, acostumbrados a sembrar el oro a medida de sus caprichos, calculaban estrictamente el gasto diario. Las dos buhardillas costaban 200 francos al año. Alicia, que se encargaba de las cuentas, llegaba a cifras lamentables. Dado un capital de tres francos cada veinticuatro horas, ¿cómo 32
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emplearlo de un modo ingenioso? He aquí el resultado obtenido: Francos Alquiler de casa.. . . . . . » Alimentación. . . . . . . . 1 Lavado de la ropa. . . . . » TOTAL
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Céntimos. 60 50 50 60
Quedaban, por consiguiente, 40 céntimos para alumbrado y calefacción. Es verdad que se economizaría durante la primavera y el verano, en previsión del otoño y del invierno. En cuanto a la ropa blanca, calzado y trajes de hombre y de mujer, los hermanos no se inquietaban gran cosa. Siempre queda algo de la pasada grandeza. Son migajas del festín, que se rechazan cuando no hay apetito y vuelven a recogerse cuando aparece el hambre. ¿Y qué hacer ahora? Habían perdido de repente las dos terceras partes de sus ingresos. Su cielo, ya sombrío, se obscurecía cada vez más. ¿Durante cuánto tiempo buscaría Rolando un nuevo destino? ¿Qué puertas se abrirían ante él? 33
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Después de comer, Arístides Dureigneur y sus dos amigos hablaron hasta las once de la noche y convinieron en que, a la mañana siguiente, Rolando comenzaría a buscar una colocación. No era exigente en sus pretensiones. Todo lo aceptaría de antemano con tal de poder alimentar a Alicia. La buhardilla, sumida en una profunda obscuridad, apenas daba paso a algún rayo de luna que se deslizaba por entre las ramas de los árboles. Hablaban en voz baja, sentados cerca de la entraabierta ventana. ¡La noche era tan cálida!... Algunas veces reinaba el silencio, como si cada uno de aquellos seres quedase por instantes absorto en algún pensamiento interior. Ninguna alusión se hizo al casamiento proyectado por Arístides; pero el silencio del enamorado hablaba elocuentemente por él. A intervalos, suspiraba con tanta fuerza que Alicia le dijo: -Ha comido usted mucho. Es un glotón. Otro día no le convidaré a participar de nuestro festín. A decir verdad, el empleado pensaba en todas las penosas pruebas que esperaban a su amigo. Había tenido la encantadora atención de distraerle al menos, durante una noche, dándole alguna alegría.
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-¿Saben qué hora es? -dijo de repente .- Pues, son las doce. Por fortuna, mañana es domingo y los tres estamos libres. Tengo un proyecto que proponerles. -¡Este Arístides tiene una imaginación! -Ya saben ustedes que siempre economizo para ofrecerme, raras veces, alguna inocente distracción. Esta fiesta en pequeño suele verificarse una vez al mes. Hace ya doce semanas que nada he gastado de mi humilde tesoro. Yo le dejaba tranquilamente dormir a fin de dividirlo con ustedes. Tengo, pues, 35 francos ahorrados. -¡Treinta y cinco francos!- dijo Alicia.-¿Habrá usted asaltado la caja del Ayuntamiento? -No me atrevía a confesarlo; pero puesto que he cometido ese crimen, aprovechémonos de él. He aquí el programa. A las diez partimos para Viroflay. Allí almorzamos. Después, un largo paseo por los bosques de Louveciennes y Marly. Comida en un merendero de Rocquencourt, a las puertas mismas de Versalles, y, finalmente, regreso a París, después de todo un día pasado al sol y al aire libre. Les respondo de que a la noche dormiremos bien. Alicia comprendió la verdad. El bueno de Arístides hacía todo aquello por distraer a Rolando. 35
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Conmovióse por esta muestra de delicadeza, y, a favor de la obscuridad, su mano buscó la mano de Arístides, pensando en su interior: -¡Cuánto me ama! Sería muy feliz si pudiera hacerle dichoso, y hay instantes en que me siento más contenta que cuando era rica.
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IV Aquel domingo, Arístides Duseigneur estuvo elocuente en extremo. Acariciaba un plan que había germinado misteriosamente en su espíritu. Antes, en otra época, al hallarse en posesión de los pequeños ahorros de su padre, el hijo del fiscal de Meaux se guardó muy bien de gastar los 10.000 francos que constituían aquella modesta herencia; pero su instalación en París y los gastos de ropa blanca y de vestir redujeron el capital a 6.000 francos, colocados en rentas del Estado. Arístides se prohibió a sí mismo tocar para nada aquella renta de 230 francos. El empleado acumulaba los 11 luises y medio del cupón, y una vez vencido el semestre compraba una obligación nueva. ¡Las hormigas son ingeniosas! Cuando Rolando fue despedido del colegio de San Mauricio, estas metódicas economías formaban, 37
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poco más o menos, una suma de 1.600 francos, y en el trayecto de París a Saint-Germain, Arístides tuvo de improviso una idea muy juiciosa, cuyo secreto guardó cuidadosamente para sí. De ahí su alegría durante aquella tarde primaveral. Dios tiene, de cuando en cuando, compasión de las gentes pobres y les regala algún día hermoso, que ilumina un alegre sol. Embriagada por el azul del cielo y las misteriosas claridades del bosque, Alicia participaba del buen humor de su amigo, y hubiesen estado muy contentos uno y otra sin la postración de Rolando, que se hallaba pensativo y sombrío. Poco a poco, la alegría de Alicia y Aristides, se comunicó también al joven, y, lentamente, fue abandonándose la placentera dicha de sus compañeros, olvidando sus propios dolores. En tanto que Mlle. Montfranchet y su prometido caminaban uno al lado del otro hablando en voz baja, Rolando corría a través de los bosques como un colegial en vacaciones. Después, rendido de cansancio, tendióse cobre el musgo, a la sombra de los árboles. Hacia las seis de la tarde emprendieron el camino de Rocquencourt. El de Versalles a SaintGermain tiene pocos atractivos. Cubierto de polvo 38
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cuando hace buen tiempo, húmedo cuando éste es malo, y empedrado con irregulares y duros guijarros, es poco preferido por los parisienses; pero, para aquellos que sobrellevan una existencia triste, nada importan esas pequeñas molestias. Cuando el hombre no es feliz se acostumbra fácilmente a una, digámoslo así, semifelicidad. Al hablar de los clavos de oro, sembrados unos lejos de otros en una pared, pensaba, seguramente Bossuet, en los poderosos y ricos de este mundo. ¡Los desheredados no son descontentadizos! Quéjanse los primeros da no tener en sus manos cerradas más que un puñado de aquellos clavos de oro tan raros y preciosos; pero tres o cuatro de ellos bastan para contentar a los segundos. Arístides y sus amigos se instalaron bajo un bosque florido, en el merendero de Rocquencourt, y terminada la comida., hablaron largamente, como habían hablado la noche anterior a la inmóvil claridad de las estrellas. -Ahora, ocupémonos de nuestros asuntos. ¿No es mañana, Rolando, cuando comienza a dar los primeros pasos en busca de colocación?
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-Sí, mañana. No se por qué anteayer me sentía desanimado, en tanto que hoy me encuentro más halagado por la esperanza. -Buena señal, buena señal - dijo Aristides. -¿Y por qué estabas desanimado? añadió Alicia -Con tanto talento como posees es imposible que permanezcas ocioso mucho tiempo. ¿No habrá una casa, de banca, agente de cambio o especulador cualquiera que tenga necesidad de un inteligente comisionista que hable cuatro idiomas? Tú puedes entrar en gran almacén de novedades, y allí te respondo que ganarás con menos esfuerzo cerebral más que en casa de M. Saeton. -La Señorita Alicia está en lo cierto –interrumpió Arístides. Ella se volvió con encantadora expresión, diciendo: -Bien podía usted suprimir la palabra «señorita» cuando yo le llamo Arístides... a secas. -¡Cómo! ¿Me autoriza usted a hacerlo?... ¿me lo permite usted?... -Pues claro que sí - dijo Alicia riendo - Le autorizo a usted... se lo permito... -¡Qué buena es usted, señorita!... -¿Otra vez señorita? 40
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Dos lágrimas resbalaron por las mejillas del joven. Tomó la dulce mano que ella le tendía, y, besándola con un respeto infinito: -Gracias, Alicia - dijo, simplemente, con voz trémula. -Mañana, amigos míos, comenzaré - dijo Rolando; la lucha por la vida, struggle for life. Preveo que el combate será rudo y encarnizado. Dén, al menos, algún descanso, algún sosiego a mi existencia. Los dos se aman. ¿Tú, Alicia, vacilas en casarte, con Arístides porque ambos son pobres? La miseria soportada entre dos no es tal miseria. Hoy, 31 de mayo, no son más que prometidos. Júrenme que dentro de un año serán esposos. Alicia se ruborizó mucho. No deseaba otra cosa que obedecer a su hermano; pero, ¿no habría sido prudente esperar mejores y más afortunados tiempos? Arístides adivinó su pensamiento, y, en un apasionado arranque de amor: -Yo la suplico a usted - dijo,- que no insista en su negativa. ¡Un año! ¡Dios mío! ¡Pueden ocurrir tantas cosas en un año! -Pero usted, amigo mío, es rico en comparación conmigo, y resultaría perjudicado.
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-¡Loca! Mi porvenir es limitadísimo; el de usted, dilatado. Yo no seré. nunca más que un modesto empleado. Usted llegará a ser una gran artista. -¡Oh! ¡Una gran artista! Finalmente, no sin algunas vacilaciones, la joven consintió en balbucear la promesa que su hermano exigía. ¿Era verdaderamente un gran sacrificio? Es cierto que el sentimiento que experimentaba por Arístides en nada se parecía a lo que se llama «amor» en las novelas. No se hubiera arrojado al agua por su prometido, ni desafiado el fuego de una hoguera, ni arrostrado el cadalso; pero sentía por él un gran afecto y una alta estimación. Aquella bondad del joven la conmovía profundamente, y éste es el medio más seguro de conquistar el corazón de una joven. No es posible exigir de la criatura humana que sea hermosa e inteligente; pero cabe pedir que sea buena. El regreso fue muy alegre. Sólo Arístides se mostró algo nervioso. Alicia y Rolando no se extrañaron de ello, atribuyéndolo al exceso de felicidad que acababa de experimentar por la promesa recibida. Sin embargo, observándole con más atención, habrían notado síntomas anormales. Así, por ejem42
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plo, al entrar en París, el empleado inventó diez pretextos para retardar su vuelta a la calle de Cardinet. Alegaba que la tarde estaba muy hermosa, deteniéndose en todos los bancos del bulevar Malesherbes y de la avenida de Villiers. ¡Era tan bueno respirar los aires puros! Una ligera brisa circulaba entre los árboles, que se alineaban tristemente a ambos lados de la calzada. Algunos paseantes iban y venían. .Las luces de las casas iban apagándose y desapareciendo, y, a lo lejos, se escuchaba el estridente ruido de los últimos tranvías. Sin embargo, era preciso llegar a casa. Rejuvenecido por aquel día de vacaciones, Rolando subió de cuatro en cuatro los escalones que conducían al quinto piso. -¡Calla! ¡Una carta!-dijo viendo un papel blanco que habían echado por debajo de la puerta. Como si nada hubiera oído, Arístides dijo vivamente: -Buenas noches, amigos míos. Duerman bien. Yo voy a acostarme. -¡Cómo! ¿No entra usted a descansar siquiera un minuto? -No, Alicia debe estar fatigada. Vale más que descanse. 43
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Y, apresuradamente, como si tuviera alguna ocupación apremiante, entró en su habitación. Aquella carta, recibida de una manera tan imprevista, picó la curiosidad de Rolando. ¡El cartero no trabajaba para ellos desde su instalación en París! ¿Quién podía escribirle? ¡Tal vez M. Saeton! El corazón del joven latía con violencia. ¿Le repondrían, quizás, en su empleo? -Dame la carta - dijo Alicia. Y rompiendo el sobre, leyó con voz clara lo siguiente: «Muy señor mío: »Hace una docena de años hallábame en un grave apuro. Habitaba entonces en Burdeos como dependiente en casa de un negociante. Agobiado un día por la extrema miseria, desesperado y pensando como único recurso en el suicidio, tuve la feliz idea de dirigirme, exponiendo mi situación, a M. Montfranchet. »No será seguramente a ustedes a quienes he de encarecer cuánta era la ardiente caridad de aquel noble ser que ya no existe. »Sin conocerme, se dignó prestarme 1.500 francos, salvándome de un gran apuro. Hoy M. Mon44
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tfranchet ha muerto, sus hijos son pobres; pero viven mi gratitud y mí reconocimiento. Mañana recibirán ustedes, pues, en carta certificada, la suma que en otro tiempo me prestó su padre. »***» Y, en tanto que Alicia y Rolando se miraban estupefactos, Arístides. Duseigneur lloraba de placer en su propia buhardilla. No había podido hallar mejor colocación para sus economías.
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V Desde el siguiente día comenzó Rolando a buscar una colocación cualquiera. En las caras de los agentes de cambio, en las de los banqueros, por todas partes, presentábase bajo el nombre de M. Salbert. A derecha y a izquierda, por todas partes también, la respuesta negativa fue la misma. Unos y otros invocaban diferentes razones; pero, el fondo, permanecía idéntico. Este decía que en verano disminuyen los negocios y le era imposible tomar un nuevo dependiente; aquél pensaba más bien en disminuir el personal que en aumentarlo. En cambio, todos se maravillaron de las grandes cualidades del pretendiente, porque los hombres de negocios dan poca importancia a un bachiller en artes; pero la conceden a un joven elegante, bien vestido, que sepa hablar y escribir cuatro idiomas. 46
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La lucha por la vida ha llegado a ser formidable. La instrucción cunde por todas partes como esa luz eléctrica que hoy ilumina con sus rayos hasta las villas más atrasadas. Cada año las universidades y los colegios religiosos hacen salir de sus aulas un ejército de jóvenes de, ambos sexos provistos de los más inútiles diplomas. Tan sólo una milésima parte de esos infortunados obtiene un empleo digno de la instrucción que ha recibido. ¿Adónde van a parar los demás? A cualquier parte. Un inspector de la Academia de París ha calculado que algunas institutrices examinadas y con título de maestras superiores, han quedado reducidas al oficio de... mucamas. ¿Y en cuanto a los hombres? ¿A qué puertas llaman cuando el hambre les pisa les talones? Los liceos, los colegios y las pensiones están llenos de profesores y pasantes. Para una vacante que exista, mil ansiosos dependientes de comercio esperan y sufren. El agente de cambio apenas gana para cubrir sus gastos, y el negociante lucha penosamente con los grandes almacenes de novedades que, en pleno siglo de libertades y derechos, le hunden bajo el peso de un poderoso feudalismo comercial. Durante ocho meses, de junio a enero, Rolando gastó las suelas de sus botas corriendo por las calles 47
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de París; sufrió todas las afrentas, devoró todas las humillaciones. Cuando llegaba la noche, regresaba a su casa fatigado de cuerpo y alma, después de haber caminado durante diez horas y subido a doscientos pisos. Unas veces le despedían en el acto con cualquier evasiva. Otras le decían: «Vuelva usted dentro de ocho días. Tal vez tengamos algo que ofrecerle.» A veces encontraba a un ser inteligente, el cual no dejaba de extrañar que un joven tan instruido y elegante estuviera sin colocación. -Nadie me hará creer que un hombre como usted, licenciado en letras y hablando alemán e inglés, no haya podido colocarse en ninguna parte. Rolando respondía tristemente: -Sin embargo, ya lo ve usted. Usted mismo que, lo confiesa, es el primero en despedirme rechazándome ni más ni menos que los otros. -¡Yo, es diferente!... Y el compasivo individuo invocaba siempre algún excelente pretexto para excusarse: que perdía dinero, que no ganaba lo suficiente, o bien que no tenía ninguna plaza vacante. Para aquellos que necesitaban un hombre a quien ocupar en trabajos de fuerza, no convenía un sabio como Rolando, y para 48
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los que sólo deseaban un escribiente, carecía de la única cualidad que le era necesaria, pues por una extraña fatalidad, el joven, que hubiera estado seguramente a la altura de todas las posiciones, tenía un carácter de letra ilegible. Ofreciéronle, sin embargo, trabajo en una casa, de la calle de Hippolyte-Lebas, para copiar papeles de obras dramáticas; pero el dueño de la agencia exigía una caligrafía especial. Letra redondilla, siempre redondilla. No era más que cuestión de acostumbrarse y cazar el tino como en un oficio. En ocho días se obtenían curiosos resultados, y con este género de trabajo podía fácilmente ganarse la vida. Cada página de copia para papeles de teatro se pagaba de 6 a 8 céntimos; una página de novela a tres sueldos; en cuanto a las copias para los abogados, el precio era doble. Rolando vislumbró, al fin, una esperanza. Durante ocho días no se movió de su buhardilla, consagrado mañana y tarde a ejecutar ejercicios caligráficos; mas, ¡ay! sus dedos, poco acostumbrados, se rebelaban; pasada la primera semana, prosiguió sin desanimarse, volvió a comenzar una obstinada lucha contra la Naturaleza, hasta que, al fin, después de quince días de inútiles esfuerzos, tuvo que declararse vencido.
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-Vamos, no te desanimes - decía alegremente Alicia; -acabarás por enfermar. El presente está asegurado, puesto que tenemos 700 francos, sin contar con que yo economizo ahora un luis más de lo que economizaba hace un año. Rolando esperaba poder entrar como dependiente en el Louvre, el Bon-Marché, o cualquier otro establecimiento análogo; pero pronto comprendió que estos grandes almacenes están invadidos por multitud de empleados que forman una sociedad aparte, en la cual es imposible introducirse sin aceptar de antemano las más rudas ocupaciones. Sin duda, el jefe puede dar colocación al primero que se presente, mas Rolando no consiguió nunca ser recibido por uno de estos bajás del comercio contemporáneo. Además, allí, como en todas partes, es preciso sufrir un aprendizaje; es decir, comenzar por ser colocado en un establecimiento al por menor, donde se vegeta durante dieciocho meses o dos, años, sin sueldo alguno. Pensó el joven dedicarse a la carrera del periodismo. ¡Ah, desgraciado! Iba a dar de rechazo contra ese mundo singular, en que el extraño, el desconocido, es un enemigo que viene a quitar a otros el pan de la boca. Un diario de la mañana, de gran tamaño, le pidió una crónica. Hizo la 50
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crónica y la depositó en las oficinas del periódico, esperando respuesta. La respuesta no llegó. Escribió un segundo, un tercero, un cuarto artículo; pero todo fue en vano. Una tarde, vagando por los pasillos de las oficinas de un periódico, esperando que el director se dignase recibirle, acercóse a Rolando un individuo, soplando ruidosamente: era un grueso mocetón, de estatura colosal, rostro encendido y mirada de hombre de bien que le dijo, con tono brusco: -¿Viene usted a ver a Levrault ? No espere usted que pierda el tiempo en recibirle. Ya ve usted, yo tengo negocios con él, y, sin embargo, hago antesala como cualquier otro. ¿Que es lo que desea usted? ¿Escribir alguna crónica? -Todo lo que me den. Crónica, noticias, gacetilla... Yo no tengo más ambición que la de vivir. -¿Está usted así? Pues bien, venga, usted a verme mañana, a la calle de Jeuneurs, número 7. Me llamo M. Giroux. ¿Quién era este M. Giroux? Rolando no lo sabía. Cuando llegó la noche contó la aventura a su hermana, siempre fielmente cortejada por Arístides. La joven palmoteaba alegremente, diciendo:
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-¡Pero ese M. Giroux es el mismo Dios disfrazado! Ya verás cómo va a ser el manantial de nuestra fortuna. No faltes a la cita que te ha dado. Después de tantas desilusiones, Rolando ya no creía en nada. En cuanto al enamorado Arístides, era exactamente de la misma opinión que Alicia. Desde la última primavera su pasión iba en aumento, y para él el mundo comenzaba y concluía en Mille. Montfranchet, señalando en su calendario, por medio de rayas, los días que le separaban de la fecha fijada para el matrimonio. ¡Cuánto tardaba en llegar el 31 de mayo! Cuatro meses... Tiempo demasiado largo para el que espera, y excesivamente corto para el que goza. Arístides, como decíamos, no solamente era de la misma opinión que Alicia, sino que añadió por su parte, que la mala suerte no dura siempre y llega un instante en que la desgracia se cansa. Era, sin duda, muy cruel haber invertido ocho meses en inútiles tentativas; razón de más para esperar que la última diera algún resultado. Luego trataron de adivinar entres los tres quién podría ser aquel M. Giroux. Como Arístides y su prometida se hallaban de acuerdo para distraer y animar a Rolando, que estaba más triste cada día, abandonáronse 52
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ambos a los caprichos de su imaginación, descubriendo súbitamente en el desconocido las cualidades más inverosímiles; pero Rolando movía tristemente la cabeza con aire de duda, comprendiendo que, un horrible que habitaba en la calle de Jeuneurs no era un millonario ni un mágico. Al siguiente día fue puntual a la cita. La casa que lleva el número 7 es un edificio pesado, de color gris, mal construido, con un gran patio lleno de camiones enlodados, embalajes esparcidos y montones de papeles apilados unos encima de otros. Sobre la puerta cochera se destaca en gruesos caracteres dorados, la palabra: PUBLICIDAD. El fantasmagórico personaje soñado por Alicia no era más que un agente de anuncios. -¡Ah! ¿Es usted, joven ?-dijo viendo entrar a Rolando - ¡Como se llama usted? ¿En dónde ha trabajado usted? Rolando contó, en pocas palabras, la historia que ya llevaba preparada. -¡Diantre !-murmuró M. Giroux.- ¡Es usted profesor, y nada menos que con diplomas! Pues todo eso es inútil para el trabajo que voy a confiarle. -Hablo, además, muchas lenguas -se aventuró a decir tímidamente el joven. 53
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-¿Tiene usted buena letra? -¡Ay! No. -Tanto peor; pero, en fin, no quiero dejar a usted en el apuro en que se halla. Vendrá usted aquí todas las mañanas y escribirá direcciones, en sobres o en fajas. En cambio daré a usted el almuerzo y veinticinco sueldos diarios. Siento mucho no tener cosa mejor que dar a usted; pero no es culpa mía. ¡El pan se gana difícilmente en la época que atravesamos! Rolando experimentaba una verdadera simpatía por M. Giroux, porque el pobre muchacho no estaba acostumbrado a que se le diesen tan marcadas pruebas de interés. -Quedo sumamente agradecido a usted, pues me ofrece más de lo que yo esperaba. Claro está que en el colegio de San Mauricio cobraba sesenta francos mensuales y en casa de usted no tendré más que cuarenta y cinco; pero... -Le dejará a usted libre todas las tardes, a las cuatro, y así le quedará tiempo de buscar otra colocación de mayor importancia. Desde el siguiente díaa comenzó Rolando valerosamente su trabajo de fajista, como se llama a los desgraciados que hacen esta abominable tarea. Du54
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rante tres semanas trabajó con ejemplar asiduidad. Trataba de escribir de una manera legible, y a costa de grandes esfuerzos consiguió llenar 700 sobres, poco más o menos, cada día. Presentabas muy temprano en la oficina a las doce almorzaba, en cinco minutos, y volvía a emprender su tarea. Hasta la hora fijada por M. Giroux no desperdiciaba ni un segundo. Empero, a despecho de las predicciones de Arístides, la mala suerte no se cansaba. Una mañana M. Giroux no pareció por la calle de Jeuneurs. Al día siguiente y en los sucesivos ocurrió lo mismo, y después se supo que había muerto de calenturas tifoideas. Los herederos cerraron la tienda y Rolando quedó otra vez cesante. Aquello era demasiado. Apoderóse de él una apatía lánguida, y esta vez todos los esfuerzos de Arístides y Alicia se estrellaron ante el desaliento de aquel infortunado. Comenzaba el mes de marzo. El invierno había sido benigno, y algunas hermosas tardes bañadas por los rayos del sol le distrajeron de la tristeza que originan los días fríos. Alicia y su prometido esperaban a Rolando, que, después de comer, había salido con objeto de dar un paseo. 55
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-¡Ay! amigo mío –dijo -¿qué habría sido de nosotros sin la amistad de usted, durante estos meses tan crueles y largos? Su alegría nos consuela, su energía nos sostiene. Tenía usted razón cuando nos comparaba a mí hermano y a mí a dos pajaritos que, desde una rama, caen en un montón de nieve. -¡Vaya un mérito! ¿Acaso no amo a usted? -¿No es usted el ideal de mis sueños? No; no es nuestro porvenir lo que me inquieta. Usted y yo están los dotados del suficiente valor para hacer frente al destino y soportar la desgracia Rolando es quien me preocupa. -Y a mí también – murmuró Alicia. -Ha cambiado mucho de algún tiempo a esta parte. ¿Ha notado usted lo nervioso de sus gestos y movimientos, la palidez de sus mejillas y el extraño brillo de sus ojos? -¡Ay! Si. -Usted teme que caiga enfermo.. Yo tiemblo ante el presentimiento de una desgracia mayor. Tal vez debería ocultar a usted mis terrores, pero temo que esta prudencia fuera casi criminal. Hace un año, que Rolando sostiene un terrible combate contra la existencia. Por todas partes han fracasado sus proyectos, se ha visto rechazado, han desconocido su 56
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mérito rebajado su dignidad y despreciado su talento. A veces, me imagino que se halla dominado por la manía del suicidio. Alicia inclinó la cabeza, ahogando sus sollozos. -La aflijo a usted, lo comprendo -añadió Arístides; -y es porque únicamente usted puede velar por él. Por lo demás, Rolando no ignora que si, por desgracia, desapareciera, yo estoy aquí para amar a usted y ser su esposo. -¡Calle usted! Oigo sus pasos en la escalera. El joven entró más taciturno y sombrío que de costumbre, dejándose caer sobre una silla. -¿De dónde vienes, Rolando? - dijo, Alicia, tratando de aparecer indiferente y contenta. -¿De dónde vengo? - dijo con violencia -Vengo de perder mi última esperanza. Desanimado ante mi mala suerte, quería renunciar a todo y sentar plaza de soldado; pero recordando que el comandante mayor del regimiento no me quiso recibir en la época del voluntariado por un año, me he dirigido al médico principal del ejército de París, diciéndole que deseaba ser soldado, y he obtenido una respuesta igual a la que me dio su colega de Burdeos. Afirma que padezco perturbaciones nerviosas del corazón; y como fumo, se han agravado tanto que 57
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las opresiones que sufro algunas veces son accesos de anginas de pecho. Así es que no soy apto ni aun para ganar un sueldo cada día, como cualquiera que llega a un regimiento. Estoy al cabo de mis fuerzas; he llegado al último límite de mi voluntad. No me queda más que un recurso: arrojarme al Sena, con una piedra al cuello, en una noche obscura. Alicia ya no me necesita, puesto que usted permanecerá a su lado y se casará con ella dentro de algunas semanas. Los futuros espeses cambiaron una mirada. -¡Ah! ¡pobre padre! ¡cuánta razón tuviste al morir! Antes, cuando éramos ricos y yo estudiaba la Natural selection de Darwin, movía frecuentemente la cabeza con sonrisa incrédula. La, struggle for life, ¡qué monstruosidad! Esa lucha feroz a que se abandonan los seres creados me parecía una abominación. Sin embargo, todos los filósofos, todos los fisiólogos están de acuerdo. Darwin, Candolle, Bentham, Charles Richet, han lanzado la misma dolorosa lamentación. «Todos los hijos de la Naturaleza viven en lucha encarnizada unos contra otros. Millares de obscuros sufrimientos se ocultan bajo la hierba de las praderas o las rocas de las costas. El transeúnte que camina por una gran ciudad nada oye, porque los gritos de la miseria, del dolor y la 58
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agonía nunca llegan a sus oídos.»1 He ahí a qué extremo hemos llegado -continuó Rolando con febril ardor. -He ahí dónde nos hallamos al terminar el siglo XIX, en plena época de luz y de libertad. Tengo 26 años. Soy apto para todo y no sirvo para nada. Han cultivado mi cerebro, han desarrollado todas mis fuerzas intelectuales, y, sin embargo, este cerebro y esta inteligencia no bastan para alimentarme. Mis músculos, por el contrario, se han quedado casi atrofiados un poco de esgrima y de gimnástica, he ahí todo; y hasta tal extremo que yo, pudiendo ser un excelente profesor, un distinguido ingeniero o un escritor notable, no consigo procurarme ni aun el pedazo de pan que puede ganar cualquier mozo de cuerda... -Rolando... -¿Qué? ¿Me vas a hablar todavía del porvenir? ¿Vas a cantarme la eterna antífona que estoy oyendo desde que hemos quedado abandonados a nosotros mismos ? Pues bien; ¡no quiero! ¡no puedo más! Ha muerto mi energía; cualquier nuevo esfuerzo me disgusta; y más vale morir de hambre que vivir como un ocioso o como un malvado.
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VI Al día siguiente, por la mañana, Rolando vagaba a través del parque de Monceau, con la mirada extraviada y el cuerpo rendido. Después de la crisis del día anterior, Alicia. y Arístides habían tornado el partido más prudente. Decidieron aprobar todas las palabras y resoluciones de Rolando. En adelante tendría siempre razón. Los novios comprendían el estado moral del infortunado. Humillado profundamente por el mal éxito de todas sus tentativas, sufría una nueva humillación más cruel que todas las anteriores. En efecto, hacía diez meses que vivía y hacía vivir a su hermana con una suma restituida por un desconocido. Alicia contribuía a los gastos de la casa, y aunque su trabajo producía poco, al fin traba-
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jaba, en tanto que él, en la fuerza del la edad, permanecía desocupado. Cuando salía del parque para entrar en la calle de Ruysdael, un transeúnte que pasaba por la acera opuesta volvió vivamente la cabeza gritando: -¡Adiós, Montfranchet! Rolando miró también, y reconoció a uno de sus antiguos camaradas de colegio, René Salverte. Quiso saludar desde lejos y seguir su camino; pero ya René había atravesado el arroyo y llegaba tendiéndole la mano. -He tenido mucho placer en encontrarte -dijo con franca y bondadosa sonrisa. - Y pensar que no nos hemos visto desde que salimos del colegio do Burdeos!. Allí éramos inseparables. ¿Te acuerdas? ¡Cuántas veces has traducido mi tema griego o redactado mi discurso francés! Es imposible hallar un amigo tan bueno como tú. Si la lógica de la vida no es injusta, tú debes ser dichoso entre los dichosos de este mundo. Bajaban lentamente por la calle de Messine. Desde el primer momento, las afectuosas palabras de Salverte conmovieron mucho a Rolando. Seco su corazón por el sufrimiento, experimentaba una gran necesidad de simpatía y de ternura. Sin embargo, al 61
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escuchar la última frase, estremeciose de tal manera que René se contuvo. -Soy un imbécil - dijo como contrariado, olvidaba, el eterno luto que debes llevar por la muerte violenta de tu padre y su inesperada ruina. Te ruego que me perdones. -¿Perdonarte? ¡Ah! ¡Cuánto bien me has hecho! -Cuando supo el desastre quise escribirte; pero se vuelve uno poltrón, sobre todo en París. Difiérese el tomar un pliego de papel de cartas, no por indiferencia, sino por sobrada pereza. Se deja para mañana, y el siguiente día transcurre también sin haber escrito. Pasa una semana, luego pasan dos después ya es demasiado tarde, y aun cuando un amigo como tú tiene derecho a creer que se le ha olvidado, puedo asegurarte, por el contrario, que he recordado siempre con placer nuestra antigua amistad. Una deliciosa emoción iba apoderándose de Rolando. Las lágrimas corrían por sus mejillas, lágrimas que desahogaban su corazón y calmaban sus nervios. -¿Qué es lo que tienes? -dijo René estupefacto. -Tranquilízate, a veces se llora por una gran alegría como la que ahora experimento. 62
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-Eres misterioso como la esfinge - dijo el parisién riendo; -pero yo sabré tu secreto. Una idea: son las once y te convido a almorzar en el café Inglés. Allí podremos hablar cómodamente. René tuvo buen cuidado de pedir un gabinete particular. A pesar de su aturdimiento no carecía de cierta penetración, y el extraño aspecto de Rolando y sus nerviosos arranques le causaban una vaga inquietud. Adivinaba que su amigo tendría algunas confidencias que hacerle, y era mejor que estuviesen solos sin que nadie viniera a importunarles. Por primera vez el hermano de Alicia sentía libre su espíritu y tranquilo el cerebro. La amistosa acogida de René, su buen humor y su alegría, confortaban a aquel vencido en la batalla de la vida. Tuvo un verdadero gozo físico al sentarse a la mesa en el café Inglés. Todos los manjares le parecían exquisitos, y él, que había conocido los sibaríticos goces de la opulencia, experimentó en aquel momento la sensación del vagabundo o del mendigo a quien el golpe de una varita mágica cambiase de repente en millonario. René le observaba curiosamente, y poco a poco fue comprendiendo. Rolando debía de ser pobre, tal vez más que pobre. Sin embargo, la elegancia del traje y la finura y limpieza de 63
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su camisa no revelaban un estado de miseria. Al terminar. el almuerzo, dijo René, ofreciendo un cigarro a su amigo: -¿No fumas ya, Rolando? Recuerdo que en el colegio fumabas cigarrillos de papel. Enciende, pues, éste, y cuéntame lo que ha sido de ti desde la muerte de tu padre. Entonces Rolando comenzó su lúgubre narración. Refirió cómo su hermana y él pagaron todas las deudas del banquero arruinado para abandonarse en seguida a la casualidad. Hablaba sin amargura, pero con febril y elocuente ardor. A medida que renacían en su memoria los recuerdos del pasado y de aquellas torturas sufridas una a una, agolpábase la sangre a sus pálidas mejillas y se le oprimía el corazón a René. ¿Cómo un hombre tan instruido, tan ventajosamente dotado como su amigo, podía sufrir aquel cúmulo de dolores, sin cesar renovados? -¡Pobre Rolando! -exclamó. -Has debido encontrarme hace algunos instantes frívolo e insustancial. ¿Cómo hubiera creído posible lo que te está sucediendo? ¿Quién podía imaginarse que habrías de sufrir privaciones, tú, que pasabas por un sabio? Creo que hablas inglés y alemán. -E italiano. 64
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-Papá quedaría encantado al oírte. Siempre dice, sentenciosamente, con tono doctoral: «El hombre que habla dos idiomas vale por dos.» -Entonces yo valgo por cuatro - dijo Montfranchet sonriendo. Con los codos apoyados en la mesa y perdida la mirada en el vacío, reflexionaba René profundamente. -Oye - dijo, después de algunos instantes de silencio -Voy a hacer todo lo posible por sacarte de este apuro. -Di más bien por salvarnos la vida, y estarás en lo justo. -Como quieras. Desgraciadamente, no puedo hacer gran cosa. He aquí la situación. Estoy reñido con papá. Tú le conoces, ¿verdad? Es un buen tipo. Un excelente hombre; pero rígido como la misma justicia; y yo, por mi parte tengo un gran defecto, que hasta puede pasar por vicio. Soy jugador, pero jugador impenitente. A los 21 años heredé la fortuna de mamá. Un millón en números redondos. Papá quiso interesarme en sus negocios, pero rehusé, como comprenderás, dedicándome a divertirme, y recorrer todos los círculos en que se juega. No tardé en dar al traste con la fortuna, y mis 10 paquetes de 65
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100.000 francos han ardido como un fósforo en las bujías de todas las mesas de juego que existen en París. Cuanto más rápidamente me arruinaba, era mayor la alegría de papá; y apenas me vio sin un sueldo, dijo, frotándose de gozo las manos: -Al fin te tengo en mi poder. Te has arruinado como un imbécil, y ahora te obligará a que aprendas a ganarte la vida como un hombre. Rolando no pudo contener la risa. Hacíale mucha gracia la narración de Salverte y el buen humor del joven acabó de disipar sus negras ideas. -¡Pobre René! -dijo. -Eres digno de compasión. -¡Oh! Papá ha cumplido su palabra. Imagínate que está metido en negocios de importación de maquinaria, que le producen bastante dinero, y es además director de la Compañía mobiliaria, regente del Banco de Francia, administrador de la Compañía general de vagones-camas, y qué sé yo cuántas cosas más. Lo cierto es que me ha obligado a entrar en una de sus oficinas. Me paga la casa, el sastre, el zapatero, el camisero, todos mis gastos, en fin, dejándome el sueldo entero para el bolsillo, es decir, diez luises justos, ni uno más ni uno menos. Además almuerzo y como con él. No la dirijo siquiera la pa-
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labra, porque estamos reñidos; pero le abrazo porque le quiero mucho. -Veo que eres siempre el mismo. El amigo servicial y bueno que he conocido en otro tiempo. -Entonces tengo que reñirte por haber dejado nuestro encuentro a la casualidad, pues has debido buscarme. ¡Cuánto tiempo haría ya que te habría ayudado! Rolando suspiró tristemente, diciendo: -Es que soy orgulloso, muy orgullosa, querido René. A nadie he tendido la mano. He querido luchar yo solo con la mala suerte y triunfar del destino. Sin embargo, créeme: acepto gustoso el ofrecimiento que me haces de ayudarme. Hace dos horas que estamos reunidos, y observo que ya no soy el mismo. Tu amistad me anima tu locuacidad me regocija, tu alegría me consuela. Esta mañana el cielo era para mí de color sombrío, y ahora siento renacer la esperanza. ¡Cuán bueno eres, y qué feliz soy oyendo tu afectuosa voz y viendo la franca mirada de tus ojos! Calló por algunos instantes. La felicidad le oprimía, y René permanecía también mudo y conmovido por tan sincera emoción.
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-De manera que voy a hacer por ti un gran sacrificio. ¡Reconciliarme con papá! El hallará, para ti, una colocación a tu gusto, y, mientras tanto... René sacó su portamonedas. -No tengo gran cosa - dijo; -pero aún te puedo prestar algún dinero. Estamos a 2, y deben quedarme cinco o seis luises. Si te hubiera encontrado pasado mañana... ya se los habría llevado la ruleta. Rolando, tan rígido y tan orgulloso, nada hubiera aceptado de otro; pero le agradaba mucho deber a René tan señalado favor. -Y no es esto todo - continuó diciendo René. El Monte de Piedad podrá dar algunos centenares de francos por mi reloj con cadena de oro y este alfiler de corbata. ¿Rehusas? ¡Tonto! ¿crees que es la primera vez que sucede? No temas que se pierdan, porque ya saben el camino... -No, René; no rehuso tus ofertas. Sería muy culpable si dejara hablar a mi estúpido orgullo ante tu sensibilidad y delicadeza. Cuando se separaron aquella tarde, Rolando experimentó la necesidad de pasear por el bulevar, de moverse en todas direcciones. Después de tantas penas y desengaños sentíase dichoso y feliz, porque aquel inesperado encuentro le salvaba del abismo de 68
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la locura. ¡Ver el porvenir ensancharse súbitamente, ante sí, cuando no se cree en nada!... Y, sin embargo, ¡qué caprichos tiene la casualidad!... Durante las horas de extrema pobreza jamás había evocado Rolando el recuerdo de René Salverte, y éste era el único que se habla dignado socorrerle. Montfranchet recordaba ahora los detalles más íntimos de aquella antigua amistad. Veía de nuevo el patio grande del Liceo y sus galerías con arcadas que corren a lo largo de las aulas y de las salas de estudio. Era entonces René lo que se llama un buen amigo, amado por todos sus compañeros a causa de su sonora risa y amable fisonomía. Siempre era el primero cuando se trataba de tirar la barra o de jugar al oso, pero el último para el trabajo, y por esta razón muchas veces se había encargado Rolando de escribir la traducción o el tema que había de llevar a clase el amable muchacho. No regresó a la calle de Cardinet hasta la hora en que esperaba encontrar a Alicia de regreso ya de su trabajo. Al entrar Rolando, la joven quedó sorprendida contemplando el rostro sonriente, y feliz de su hermano. -No eres - dijo -el mismo que esta mañana. 69
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-Si supieras... Y alegremente, contó su novelesca aventura y aquel inesperado encuentro que tanto influiría, tal vez, en la existencia de los dos. Naturalmente, cuando Arístides regresó de la oficina compartió la alegría y las ilusiones de sus amigos, y, lo mismo que antes, con relación al pobre Giroux, formaron a medida de su capricho, los proyectos más inverosímiles. Sin conocer siquiera el carácter del padre de René, Arístides declaró que sería el salvador, el dios desconocido que sacaría al desgraciado Rolando del abismo de la miseria, y, por vez primera, desde hacía mucho tiempo, Rolando y Alicia durmieron confiados, tranquilo y con el corazón libre de inquietudes.
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VII Al día siguiente despertó a Rolando la venida de un muchacho telegrafista que traía un despacho de René, concebido en los siguientes términos: «Querido amigo: Me he dignado hablar a papá. »He hecho tu elogio como convenía, y ha ofrecido tomar el asunto en consideración. Sin embargo, desconfío, porque tiene un carácter impenetrable. Unicamente me ha dicho: «Que venga tu amigo a verme.» Por lo tanto, preséntate hoy mismo en la calle de Murillo, número 8, y... buena suerte.» M. Paulino Salverte estaba próximo a cumplir los 60 años. Era de alta estatura, fuerte, ancho de espaldas, mostrando bien a las claras el tipo del hombre que ha sabido abrirse paso rudamente en el camino de la vida. Su padre, agente de cambio bajo el reinado de Luis Felipe, tuvo el arte suficiente para 71
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ganar una fortuna considerable y gastar poco dinero. Paulino Salverte, durante los diez últimos años del Imperio, tuvo la suerte de asociarse a los ricos y atrevidos especuladores de esta época, y lo mismo hizo bajo el Gobierno de la República, porque sus opiniones políticas le daban bien poco que hacer y no vacilaba en unirse a los poderosos del día en tal que le ayudasen a aumentar su capital. Era hombre de pocos escrúpulos, carecía de dignidad, y todos los medios le parecían buenos con tal de que el éxito coronase sus esfuerzos. Los pobres no le inspiraban más que desprecio. No podía admitir que hubiera alguien que no fuese rico. La mala suerte le parecía que era como una implacable divinidad encargada de castigar crímenes ignorados, y, merced a este razonamiento, las desgracias que afligían a los demás no eran, para él, contrariedades del destino, sino castigos merecidos. Por lo demás, bastaba observar su fisonomía para adivinar y comprender su naturaleza fuerte, pero seca y egoísta. Sus ojos azules y de mirada dura ve hundían bajo unas profundas arcadas, sombreadas por espesas cejas, y sus cabellos grises se pegaban a cada lado de las sienes. Sus pálidos y delgados labios 72
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sólo se abrían para pronunciar palabras claras, rudas e incisivas. Gustábale expresarse por medio de aforismos que él creía muy filosóficos, sintiendo profundo desdén hacia el movimiento literario del siglo. ¿Los artistas? Unos bohemios. ¿Los poetas? Gente inútil. ¿Los historiadores? Unos habladores sempiternos. ¡La banca, el comercio y la industria! eran las únicas palabras que comprendía y toleraba. Cuando Rolando se presentó en su casa, hallábase escribiendo, inclinado sobre una ancha mesa de despacho, y no se dignó ni aun volver la cabeza al oír anunciar la llegada del joven, limitándose a decir con indiferencia: -Siéntese usted; dentro de cinco minutos hablaremos. Tan fría acogida no gustó a Rolando; pero había tomado de antemano el partido de aceptarlo todo. Los cinco minutos duraron media hora. El banquero no se dignó ocuparse del amigo de su hijo. Después de haber terminado su correspondencia, oprimió el botón de un timbre y apareció un criado, que se retiró llevándose las cartas que M. Salverte acababa de firmar. Entonces éste, volviéndose hacia Rolando, le dijo bruscamente:
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-Aproxime usted su silla a mi mesa. René me ha hablado de usted con elogio. Ya comprenderá usted que yo no he creído ni una palabra de lo que ha dicho. Mi hijo es un farsante; pero, como pudiera ser que, casualmente, dijera la verdad alguna vez, he querido juzgar el mérito de usted por mí mismo, y si me conviene, colocará a usted en una de mis oficinas. -Doy a usted las más expresivas gracias, y... -No me interrumpa usted; limítese a contestar a lo que le pregunte. ¿Qué edad tiene usted? -Veintiséis años. -¿Cuáles son sus grados universitarios que usted posee? -Licenciado en letras y bachiller en ciencias. -¿Licenciado en letras? Y yo pregunto: ¿para qué sirve eso? También parece que habla usted muchos idiomas: alemán, inglés e italiano, ¿no es así? pues voy a confiar a usted un empleo que desempeñará satisfactoriamente. Como doctor en letras no me serviría usted de nada; como políglota, puede usted serme útil, porque en filología creo que será usted algo más que un aficionado... Las frases imperiosas y groseras de aquel hombre desagradaban a Rolando; pero reprimió su or74
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gullo, comprendiendo que, si el banquero le rechazaba, todo estaba perdido. -Jamás he sido un aficionado -dijo fríamente. He estudiado con bastante profundidad el ingles y el alemán, y poseo estas dos lenguas, hasta el punto de poder leer a Shakespeare y Goethe en los textos originales. M. Salverte se encogió desdeñosamente de hombros. -Poetas! -murmuró; -eso es demasiada ciencia, y yo no pido a usted tanto. Me basta con que pueda usted hablar fácilmente con los viajeros, y transmitir las órdenes que lo den. ¡Ordenes! ¡Viajeros! ¿ Qué significaban aquellas palabras? Rolando no lo había comprendido todavía. -¿Ha oído usted hablar de la Compañía internacional de Vagones-camas? En cada tren van: un jefe conductor, otro conductor, dos camareros, un oficial de servicio, un cocinero y su ayudante. El jefe conductor cobra 125 francos mensuales, y 150 cuando es un hombre tan instruido como usted. Además, la Compañía suministra el uniforme; es decir, un dormán de color castaño, con ocho botones, y un casquete americano. A fin de que los ex75
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tranjeros comprendan que pueden dirigirse a usted, llevará una estrella de oro en el cuello del uniforme. Tendrá usted derecho a doce horas de descanso entre cada viaje. Ya ve usted que sé hacer bien las cosas. ¡Mil ochocientos francos anuales! Es una ganga; pero, como es usted amigo de mi hijo, quiero complacerle a usted. Dentro de tres días comenzará usted su servicio. A medida, que, el banquero hablaba, Rolando se estremecía de cólera. ¡He ahí lo que le habían ofrecido! ¡Una librea! Tuvo, sin embargo, fuerza de voluntad para reprimirse y permanecer sereno. Cuando las garras de la miseria se clavan en el cuello de un hombre, ahogan bien pronto todos sus escrúpulos. ¡Ciento cincuenta francos al mes! Era el sueldo mayor que había ganado Rolando desde que luchaba desesperadamente por la vida. ¿Adivinó M. Salverte las vacilaciones de este desgraciado? Indudablemente, porque añadió, con voz ruda: -¿Acepta usted? -Acepto. -En ese caso, déjeme usted su nombre y dirección en esta hoja de papel. Se le avisará dentro de dos o tres días. Ahora puede usted retirarse. Estoy ocupado. 76
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Alicia esperaba a su hermano con ansiedad, preguntándose: -¿Qué resultará de la visita a M. Salverte? Cuando, al regresar Rolando, observó la palidez de sus mejillas y la indignación que chispeaba en su mirada, la joven tuvo miedo. ¡Otra decepción más, Dios mío! Después, cuando supo la verdad, cuando conoció la índole inferior de las funciones que había aceptado su hermano, tuvo un acceso de cólera: -¡Es un miserable !-gritaba.-¿ Y tú eres amigo de su hijo? ¿Y a ti, a un sabio, te ha propuesto un destino que cualquier mandadero podría ocupar? No, tú no caerás tan bajo. Escribe al instante que renuncias, y, entretanto, esperemos, luchemos todavía... -¿Qué sucede? -dijo Arístides entrando. Alicia se lo refirió, hablando con vehemencia y acusando al tal M. Salverte, a los hombres y al Destino, que así se ensañaba con ellos. -Soy de su opinión, querida Alicia. M. Salverte no se ha portado bien. Fácil le hubiera sido hallar mejor empleo para Rolando. Yo creo que a este individuo no le habrá importado nada el humillar al amigo de la infancia de su hijo; pero, en la situación en que nos hallamos los tres, es preciso desconfiar 77
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del propio orgullo. El ser humano jamás decae cuando desempeña un trabajo honrado. Comprendo que es duro el endosarse una librea cuando se ha soñado con una cátedra en la Sorbona, y es cruel recibir órdenes de viajeros, tal vez mal educados, cuando se puede llegar a ser un escritor notable; sin embargo, apruebo lo que ha hecho Rolando. -¡Arístides!... -¡No hay que enfadarse! Lo apruebo: más todavía, lo admiro. Hasta ahora, su hermano de usted no nos había mostrado más que su valor. Hoy hace algo que tiene más mérito, dominando los impulsos de su vanidad. ¿Qué es lo que queremos? ¿Ganar tiempo? Pues como Rolando no tendrá que gastar nada en sí mismo, puesto que su manutención corre por cuenta de la Compañía, podrá economizar rápidamente 1.000 francos, y, entonces, enviando a paseo a M. Salverte, comenzaremos de nuevo a buscar mejor colocación. Alicia no tuvo más remedio que ceder, porque, ¿como hubiera resistido a la voluntad de su hermano y al razonamiento de Arístides? Pero ella también se sentía humillada y vencida.
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VIII ¡Cuán terribles eran las reflexiones que oprimían el cerebro de Rolando durante las interminables noches de viaje! Salía de París, por la línea del Este, a las ocho y cuarenta de la noche, y llegaba a Bale a las siete de la mañana. Descansaba durante todo el día, y, por la noche, regresaba a París. Mostrábase, el nuevo jefe conductor muy atento, pero frío y reservado con todo el mundo. Su orgullo instintivo le alejaba de todo género de familiaridades, y como de día se entregaba al sueño, pasaba en vela toda la noche, siendo éste el más cruel de todos sus sufrimientos. En tanto que el tren corría a toda máquina, Rolando, envuelto en su capa, solía tenderse en la banqueta del vagón. Allí permanecía inmóvil, despierto, evocando el recuerdo de los pasados días. Velase libre, rico, feliz, en aquella época en que su 79
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hermana y él causaban la envidia de todo el mundo. ¿Quién se hubiera atrevido a profetizar que había de ser tan obscuro, incierto y triste su porvenir? ¡He ahí a lo que el hombre queda reducido cuando quiere ganar el pan todos los días, cuando carece de apoyo y protección! pensaba Rolando. ¡En la struggle for life hay un vencedor por cien Mil vencidos! ¿De qué sirve estar armado para la lucha y tener nutrido de ideas el cerebro? Es preciso morir de hambre o descender del rango social en que se ha nacido. Ahora bien; que un hombre descienda por su culpa, nada más justo; un vicioso, un borracho, un perezoso, sufren el castigo y no deben quejarse; pero quien no tiene ninguna falta de qué acusarse, quien ha trabajado y luchado, ¿puede conformarse con que la sociedad esté mal constituida? - continuaba, pensando.- La suerte de unos, ¿se realiza siempre a expensas de la desgracia de otros? Entonces, fatalmente, la energía se disuelva, la voluntad se quebranta, la conciencia se doblega. ¿Quién tiene derecho a decir «soy un hombre honrado?» ¿Aquel que siempre ha sido feliz o el que ha mordido el cebo de la brutal tentación? ¡La tentación! La conciencia de Rolando sufría rudos asaltos.
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El desgraciado acaba de desconocer el deber y la verdad, porque es necesario considerar separadamente la justicia divina y la justicia humana. Dios ha prohibido el crimen y el robo; pero ha ordenado también que los hombres se ayuden unos a otros. ¿Por qué el clamar contra Dios porque condena a los ladrones y criminales, cuando los hombres entre sí se destruyen encarnizadamente? En una batalla todo está permitido al soldado: hiere a su enemigo con ciega y sanguinaria rabia, y, desgraciado de él si la compasión detiene su brazo al dirigirle un golpe mortal. Puesto que la vida es una batalla, el individuo tiene los mismos deberes que el soldado. ¿Acaso el más fuerte no aplasta constantemente al más débil? ¿Acaso no cometen diariamente, unos en detrimento de otros, centenares de robos permitidos y tolerados? El soldado vencedor es celebrado, recompensado y aplaudido con entusiasmo; el especulador repleto de millones es envidiado, adulado y admirado por la multitud. El uno, sin embargo, ha matado; el otro ha robado. Sin duda; pero el soldado que mata, puede ser muerto; el especulador que arruina a los otros, puede, a su vez, ser arruinado,. Los mismos ladrones y criminales vulgares, ¿no corren, acaso, peligro, no están expuestas a los rigores, 81
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de la cárcel o del patíbulo? Pero las leyes divinas son eternas y justas, en tanto que las leyes humanas no son otra cosa que medios de defensa adoptados por el egoísmo de las sociedades. En otros tiempos, Rolando hubiera opuesto algunas objeciones, combatiendo estos razonamientos. En efecto; si la sociedad ha organizado un sistema que la proteja, vale más no sublevarse contra ella. El individuo tiene siempre razón contra la multitud. La humanidad está mal constituida, es innegable; pero, puesto que es imposible vivir fuera de ella, no hay más remedio que sufrirla. El que es rico y feliz, acepta los inconvenientes del sistema, puesto que se aprovecha de sus ventajas; pero, el desheredado, ¿cómo podrá aceptarles cuando de nada disfruta? Y, durante sus crueles noches de insomnio, las más tentadoras ideas se infiltran lentamente en el cerebro del desgraciado joven. Si él hallase alguna vez la ocasión de enriquecerse, no sería tan tonto que vacilara. En este bajo mundo la bondad es un cebo, la virtud un engaño. El hombre honrado lucha obscuramente y muere con la desesperación de la derrota, en tanto que el audaz marcha con la frente alta, suprime los obstáculos
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que le estorban y conquista atrevidamente la felicidad y la fortuna. Dos meses habían transcurrido desde que Rolando desempeñaba su pesado oficio; sesenta días habían bastado para imprimir a su fisonomía un sello particular de dureza. Cuando robaba algunas horas al sueño, iba a la calle de Cardinet para abrazar a Alicia, y entonces trataba de serenar un poco su espíritu; pero la joven comprendía que le preocupaban las más sombrías ideas, y no atrevióndose a pedirle explicaciones, una sorda inquietud dominaba su corazón. Adivinaba los ocultos dolores de que no se quejaba nunca y las secretas humillaciones que aceptaba, sin protesta aparente. La inmerecida desgracia que afligía a su hermano era para ella un martirio. Algunas frases que dejó escapar Rolando la horrorizaron. Antes acusaba únicamente al Destino, y, ahora, el odio que profesaba a ese dios desconocido hacíase extensivo a todo el mundo. Una mañana, al regresar de Bale, llegó Rolando a la calle de Cardinet más cansado y sombrío que de costumbre, y como Alicia no había vuelto todavía del colegio, el joven se acostó, quedando, a los pocos instantes, profundamente dormido. Cuando 83
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vino la joven, hacia las tres de la tarde, al contemplar a Rolando, retrocedió asustada. Durante el sueño el rostro de un hombre hace traición a todas. las preocupaciones, a todos los sobresaltos que dominan en su conciencia. El Rolando de hoy no se parecía en nada al Rolando de ayer. Una ancha arruga surcaba su frente, que no abrigaba, en épocas felices, más que hermosos y nobles pensamientos, y una nerviosa sonrisa plegaba desdeñosamente sus labios. Bajo la mirada de Alicia despertó, suspirando profundamente, como si volviera a la vida tras largas horas de anonadamiento. -¿Has dormido bien? -preguntó la joven dulcemente. -Muy bien. Pero, ¿qué es eso? ¿Por qué estás triste? -Tú eres la causa de mi tristeza. -¡Bah! Ya he llegado a amoldarme a mi nuevo oficio, y comienza a renacer en mí la confianza. No siempre ha de perseguirme la mala suerte. También me llegará mi turno, como a los demás, y te juro que el día en que la ocasión se presente... Hubo algunos instantes de silencio. Alicia replicó lentamente, sin mirarle:
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-Respecto a eso estoy tranquila; cuando la ocasión se presente, lo harás más que cumplir con tu deber. -¡Quién sabe! Precisamente los que se dejan guiar por los escrúpulos de su conciencia son unos imbéciles. Para triunfar en la lucha de la vida es preciso no retroceder ante nada. Hablemos de otra cosa. ¿ Recuerdas que hoy estamos a 3 de mayo? Ruborizóse Alicia, y él continuó diciendo con dulce sonrisa: -Dentro de veintiocho días estará usted casada, señorita. He calculado que el día 31 no estaré de servicio y me hallaré en París. Al menos, uno de nosotros dos conocerá la felicidad. Yo no puedo quejarme, puesto que has encontrado un ser leal y bueno como Arístides. Te adora y sabrá hacerte feliz; y, en mis horas de desaliento, me animo pensando en el inmenso cariño que os profesáis, aun cuando yo no haya de gustar las alegrías que os están prometidas. -¿Y por qué, no las has, de conocer? ¿No rebosas de juventud?... Rolando reía, pero con aquella risa que dejaba adivinar toda la amargura de su corazón.
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-¡Tendría gracia! Ya me parece ver a la hermosa señorita que se ha de enamorar de M. Rolando Montfranchet, jefe-conductor de la Compañía internacional de vagones-camas. Y, por cierto, que siendo yo el jefe del vagón y viajando de noche me sería muy fácil un rapto. Además, llevo una gran librea, y ésta es otra ventaja. Pues qué, ¿algunas locas no se enamoran de sus criados? Y, por segunda vez, comenzó a reír; pero su risa se extinguió entre sollozos, y, por fin, estalló en amargo llanto con la cabeza apoyada en el hombro de Alicia. -¡Ah, querida, hermana -decía -¡Si supieras cuán desgraciado soy! Yo no me reconozco ya. Tengo miedo hasta de mi mismo. Me persiguen ideas espantosas que no me hubieran ocurrido hace algunos meses. ¡Sálvame, de estas tentaciones que de mí se apoderan, sálvame de este delirio lúcido, tú que eres pura, tú que eres honrada y leal! Y lloraba... lloraba siempre, como si con su valor hubieran desaparecido, para no volver, su virtud, su nobleza y su dignidad.
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IX El tren de Bale corría a toda máquina y Rolando inspeccionaba los camarotes, cuando se le acercó el conductor del vagón directamente colocado a sus órdenes. El mozo se quitó su gorra diciendo alegremente: -¡Qué mal inspector de policía eres! Hace media hora que estoy aquí y todavía no me has reconocido. -¡René! -¡Sí! ¿Me preguntas qué hago aquí, con este traje? Pronto lo sabrás. Apresurémonos a armar las camas de los viajeros. Felizmente, no hay más que tres. Así podremos hablar sin interrupción. M. Montfranchet creía soñar. ¿Por qué encontraba a René bajo el humilde uniforme de un conductor? Terminaron rápidamente su faena y 87
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encerráronse después en un departamento que había libre. -Imagínate, mi buen Rolando, que sólo de una semana a esta parte supe lo que había sido de ti. Cuando el día de nuestro encuentro nos separamos, me dirigí a casa de papá para reconciliarme con él. La palabra es palabra. Todo se lo referí: tus triunfos en el colegio, tu sencilla y laboriosa existencia, a pesar de la gran fortuna que pudiste haber heredado, y tu conducta desinteresada y noble después de la catástrofe. Le conté también la obstinada lucha que sostenías sin conseguir hallar una posición digna de ti, confesándole que, al darte todo mi dinero, empeñando también mis alhajas, creía llenar un deber de amigo. El árbitro de mis destinos no me pareció descontento, prometiéndome colocarte en cualquier puesto. Al siguiente día, interrogándole yo tímidamente, me respondió con acento bonachón: -Tranquilízate. He dado a tu amigo un empleo de tres mil francos en los Caminos de Hierro del Norte de España, y ayer partió en dirección a Burgos. ¿No te parece que es muy bromista papá? Rolando sonrió, tomó la mano de su amigo estrechándola con afección y diciendo: -Había sospechado eso. 88
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-Mi padre ha tratado de humillarme en tu persona. Cuando supe, la verdad no quise reñir con él, preferí la astucia. Ahora verás mi buena suerte. Ayer encontró una colocación soberbia para ti. Una tal Mrs. Readish se ha presentado en mi oficina preguntando si conocíamos a algún joven instruido, bien educado y que hablase muchas lenguas. Pensé en ti en seguida; comencé a hablar con elogio de ti, y como esta Mrs. Readish tiene trazas de ser muy romántica, la he dejado transparentar que hay un misterio en tu existencia. En seguida ha deseado verte. Pasado mañana temprano estaremos de vuelta en París, donde Mrs. Readish te aguarda en su hotel, calle de Bristol, entre dos y tres de la tarde. Así tendrás tiempo de descansar antes de visitarla. Rolando se conmovió profundamente ante aquella prueba de una amistad siempre vigilante y activa. -Eres el mejor de los amigos -dijo; -pero me es imposible aceptar. -¿Por qué? -Por dos razones. La primera porque Mrs. Readish no me ocupará más que algunos meses, y a lo mejor me encontraré otra vez cesante.
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-No prosigas, porque antes quiero refutar esta primera objeción. El destino que te ofrecen es muy lucrativo. Mis condiciones, no han sido rechazadas. Te abonarán todos tus gastos y tendrás, además, un sueldo de mil francos mensuales, seis meses de trabajo asegurado y anticipo de tres mensualidades antes de la partida. -¿Acaso tendré que viajar? -Sí. Ya te diré para qué. Antes quiero conocer tu segunda objeción. -Es la siguiente: al aceptar el destino de jefe conductor en un vagón-cama, he, consentido en tener un empleo de categoría inferior, pero honroso; en tanto que estando a sueldo con esa señora de que me hablas, no seré más que una especie de ayuda de cámara. -De ningún modo. Serás tratado con todas las consideraciones debidas a un caballero. Mrs., Readish lleva consigo un correo que estará a tus órdenes lo mismo que a las suyas. ¿Qué responder cuando estaban previstas todas las objeciones? Rolando calló. -¿Estás ya convencido? No es poca fortuna dijo René con aire de triunfo .-Ahora, antes de explicarte 90
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quién es esta Mrs. Readish y el servicio que espera de ti, es preciso que te refiera por qué me encuentro en el vagón con este disfraz. Como tenla precisión de hablar contigo, pedí a papá un permiso por tres días para ir a Lyon con objeto de visitar a mi tía Eugenia, y ya sabes que la tía Eugenia es sagrada para él. ¡Figúrate! ¡Una mujer de 72 años, de la cual soy yo el único heredero! Obtenido el permiso, llamé a mi despacho al conductor que viaja contigo y le anuncié solemnemente que la Compañía le había concedido cuarenta y ocho horas de descanso y un luis de gratificación. El pobre diablo no volvía en sí de contento; tan inesperada la parecía aquella gracia. Arreglado ya este punto, me dirigí a la estación del Este, me puse el uniforme del conductor, y aquí me tienes. Los dos amigos reían a más no poder, divirtiendo mucho a Rolando la astucia empleada por René para tener una entrevista con él. -Ahora, querido, dime qué clase de persona es esa que busca un intérprete, y cuáles serán mis ocupaciones en servicio suyo. La explicación de René fue bien clara. Mrs. Readish era rusa de origen y se había casado en primeras nupcias con un americano muy rico que la dejó 91
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viuda, con una hija, a los cuatro años de matrimonio. Algunos han llegado hasta a suponer que llevaba una existencia alegre y había corrido varias aventuras. Tras de un corto período de viudez, contrajo segundas nupcias con otro americano. Este, no menos galante que su antecesor, se apresuró a morirse a su vez, y la joven se encontró, a los treinta y dos años de edad, libre como antes. De su primer marido heredó una cuantiosa fortuna de fácil realización. El segundo, por el contrario, poseía inmensas propiedades territoriales en el Far-West, de los Estados Unidos, y una Casa-Banea en Indo-China, en el centro de las colonias alemanas de Amoy y da Tien-Tsien. Obligada a realizar tan pingüe herencia, a fin de no ser robada por sus intendentes, Mrs. Readish se decidía a emprender este penoso viaje. Tenia, pues, necesidad de un joven inteligente y activo que poseyera los idiomas alemán e inglés. Durante los seis meses de ausencia, Rolando cobraría, por lo menos, 10.000 francos, y no teniendo necesidad de invertir suma alguna en sus gastos personales, ahorraría la mayor parte de aquella cantidad. ¿No era esto mejor 92
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que el perpetuo ir y venir cada noche de París a Bale y de Bale a París? -Ahora que lo sabes todo, te advierto que no corre prisa la respuesta, porque tienes tiempo para pensarla hasta pasado mañana. Si lo permites, voy a tenderme a dormir en estos almohadones, porque me estoy cayendo de sueño. Después de haber escuchado las proposiciones de René, Rolando vacilaba menos. ¿Por qué había de rechazar la oferta de su amigo? Aquel viaje era, para él, una tentación. Experimentaba la necesidad de salir del medio miserable en que vegetaba. Los inmensos espacios, lo desconocido y las sorpresas que a cada paso se experimentan en esas lejanas expediciones, sonreían a su fatigada imaginación. Además, la América, ¿no es el supremo recurso de los seres que todo lo han perdido? Esperaba el joven que tal vez hallaría en remotos climas esa posición tan deseada que no podía conquistar en Francia; pero, ¿se resignaría a separarse de Alicia, a vivir lejos de ella o a no verla más? Pensaba tristemente en que si Mrs. Readish tenía el plan de partir desde luego, no podría asistir a la boda de su hermana; pero, al menos, la dejaría las dos terceras partes de los 3.000 francos que cobraría a título de 93
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anticipo. ¿Y qué clase de mujer sería aquélla a cuyo lado viviría tantos meses? Las afirmaciones de René tranquilizaban un poco la altivez, siempre recelosa, de Rolando. Tenía, además, curiosidad de saber si el carácter de la desconocida simpatizaría con el suyo, y si en esa intimidad de existencia que trae consigo una larga travesía no se producirían choques, rozamientos que colocasen al uno respecto del otro en una posición falsa. Rolando, sin embargo, refutaba bien pronto las objeciones que él mismo hacía, porque el hombre siempre razona en el sentido de lo que desea, y él deseaba vivamente partir. Quería huir, sobre todo, de aquellos pensamientos que le embargaban, seducían su cerebro y batallaban en su conciencia. Pensó toda la noche en el proyecto de René, y cuando despertó a su amigo, media hora antes de llegar a Bale, le dijo sonriendo: -Acepto. -Más vale así. Vámonos, si quieres, al hotel. Cuando me has despertado tenía un delicioso ensueño y no me desagradaría volver a reanudarlo. -Precisamente yo también tengo necesidad de descansar hasta el mediodía.
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-¡Bravo! Almorzaremos juntos en un restaurant que yo conozco a orillar. del Rin. Los cangrejos que sirven allí son exquisitos.
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X Al aceptar el destino de jefe-conductor en un vagón-cama, sentía Rolando su orgullo profundamente ulcerado. El orgullo tiene, con frecuencia, puerilidades que la vanidad ignora. Antes, con deseos de no ser conocido, se había quitado su barba rubia. El hombre tiene siempre algo de niño, considerado bajo uno de los aspectos de su carácter. Aquel día, antes de presentarse a Mrs. Readish en el hotel Bristol, se afeitó el bigote, contemplando con amarga sonrisa, en el espejo de la peluquería, su cabeza pelada como la de un sacristán o un lacayo. Sus azules ojos brillaban más sombríos y enérgicos. Una ancha arruga atravesaba su frente, hundíanse sus mejillas y un gesto nervioso contraía sus labios, antes tan sonrientes, comunicando un aspecto duro a su fisonomía. Su mirada inquieta y dolorosa du96
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rante los días de lucha, había adquirido lentamente cierta expresión de dureza. La belleza de Rolando era también más varonil que antes, y en su rostro altanero leíase una resolución concentrada y una manifiesta aspereza. Cuando fue introducido en el salón de Mrs. Readish estaba decidido a volver a vestir su humilde librea en la Compañía da vagones-camas si aquélla se mostraba repulsiva o descortés; pero la manera de que fue recibido le admiró demasiado, haciéndole volver bien pronto al sentimiento de la realidad. En el fondo de la habitación, y tendida sobre un canapé, hallábase una mujer joven, como de 30 a 35 años. Mrs. Readish había sido hermosa; a despecho de la edad, su rostro parecía aviejado, cuando se la contemplaba de cerca, porque múltiples y finas arrugas surcaban sus sienes y su cuello. Sus ojos, de un gris claro, eran vagos y sin color; únicamente sus cabellos rubios, muy espesos, y sus dientes blanquísimos, conservaban el brillo de la juventud, así como sus elegantes manos revelaban la raza de su dueña.
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-¡Ah! ¿Es usted? -dijo con lentitud cuando oyó anunciar a Rolando - Perdone que no me levante para recibirle. Estoy enferma, muy enferma... El joven respondió saludando correctamente: tomó una silla y se sentó con toda tranquilidad. Después, mirando a Mm. Readish frente a frente, esperó a que ella le interrogase. La mirada clara y dura de Rolando embarazaba algo a la dama. Ruborizóse un poco, y, con voz quejumbrosa como la de un niño que implora, preguntó: -¿Ha visto usted a M. Salverte? ¿Puedo esperar que acepte usted las condiciones que él mismo ha fijado? -Sí, señora. -¡Ah, muy bien! Estoy muy contenta, porque no ocultaré a usted que me ha agradado a primera vista. Y sacó de un estuche encarnado, que estaba en una mesita al alcance de su mano, una jeringuilla de Pravaz -Me veo obligada a usar la morfina, porque estoy enferma, muy enferma... Diestramente, y con ligereza, se practicó una inyección subcutánea a la altura del hombro izquierdo. Casi en el mismo instante su cabeza cayó pesadamente sobre la almohada de seda del canapé. 98
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Rolando la contemplaba admirado, preguntándose interiormente si estaría en presencia de una loca. Durante un minuto, Mrs. Readish permaneció inmóvil, con los ojos cerrados, sumergida en una profunda postración. En seguida comenzó a despertar lentamente, como si saliera de un pacífico sueño. Aquella criatura medio muerta había vuelto a la vida. Se levantó, echando hacia atrás coquetamente sus hermosos cabellos y se sentó sobre el canapé. -¡Qué cosa más rara! ¿ No es cierto? -dijo sonriendo. -Ya estoy curada, y, ahora, podremos hablar. M. Salverte me dijo el nombre de usted; pero lo he olvidado. Si fuera usted tan amable... -Rolando Salbert. -¡Ah! gracias... Costábale trabajo al joven contener su admiración. Aquella. mujer, reanimada, no tenía ningún parecido con la que él estaba estudiando hacia algunos momentos. Sus ojos eran brillantes y su rostro aparecía casi enérgico. Mrs. Readish tomó un cigarrito ruso de una petaca de plata, y llamó con un timbre de plata también. Apareció una camarera. -Nelly, fuego.
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Mrs. Readish dijo estas dos palabras con voz dura y con el tono seco de mando que emplean los rusos y los ingleses cuando se dirigen a sus criados. Después de haber encendido el cigarro se apoyó en la mesa y dijo con amabilidad: -Repito, M. Salbert, que me agrada usted mucho; y yo, ¿le agrado a usted? Y, al decir estas palabras, se levantó y vino a colocarse delante de Rolando con los labios entreabiertos y con burlona y provocativa sonrisa. -No se trata de esa, señora -dijo éste sin salir de su calma glacial - Tiene usted necesidad, según me han dicho, de un hombre que hable el inglés, el francés y el alemán. Creo que puedo prestar a usted este servicio en el viaje que proyecta hacer. Sin embargo, antes de concluir nuestro convenio, es preciso que quedemos completamente de acuerdo. Mrs. Readish volvió a sentarse en el canapé, Sin poder ocultar su despecho. -Creía, sin embargo, señor mío, haber oído a usted... -¿Que aceptaba sus condiciones bajo el punto de vista del dinero? En efecto, pero existen otras que deseo tener el honor de exponer a usted. Me hallará usted siempre atento, porque es usted mujer, y esta100
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ré siempre deseoso de complacerla, porque soy galante. En cambio exijo que se me guarden las consideraciones y cortesía de que yo no soy tampoco avaro tratándose de los demás. Era imposible dejar de comprender el sentido tan claro de aquellas palabras. Un relámpago cruzó por los ojos de Mrs. Readish; miró a Rolando con aire de desafío; pero éste, indiferente y rígido, desdeñaba la impaciencia de tan extraña. criatura. ¿Acaso recordaba las confidencias que le había hecho René Salverte? De espíritu sutil, como todas las eslavas, se había imaginado, sin duda, que estaba tratando con algún gran señor arruinado. -No tema usted nada -dijo.- Soy demasiado bien nacida para no reconocer su delicadeza. Una casualidad nos ha reunido, y espero que no lo sentirá usted. Su inquieta susceptibilidad es bastante natural; pero hay un medio bien sencillo para ponernos de acuerdo. Yo calculo que mi viaje durará, poco más o menos, un año. M. Salverte me ha pedido que anticipe, a usted un trimestre de su sueldo: adelantaré a usted dos. En algunas semanas habremos tenido tiempo de juzgarnos mutuamente, y uno y otro estaremos también en nuestro derecho de separarnos, si 101
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a usted no le agrada mi carácter o a mí no me gusta el suyo. La confianza de Mrs. Readish y su generosidad asombraron a Rolando. -Me conmueven profundamente sus palabras de usted, señora; pero declino la oferta que acaba usted de hacerme. Sería un contrato leonino, en que todas las ventajas estarían de mi parte. Limitémonos a las condiciones fijadas por M. Salverte. Justo es que se me anticipe la cuarta parte de mi sueldo antes de partir, como indemnización, pues dejo, para acompañar a usted, el destino que tengo; pero no me reconozco con derecho a aceptar nada más. Mrs. Readish se encogió de hombres y dijo con sequedad: -Como usted guste. Pasados algunos instantes, añadió la joven, tendiéndole la mano: -¿Quedamos, pues, acordes? -Enteramente. -Yo partiré dentro de tres días. Tenga usted la bondad de darme las señas de su casa y recibirá un billete para el viaje de París a Nueva York. Si quiere usted esperarme a las nueve de la mañana en el sa102
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lón de descanso de la estación del Havre, haremos juntos el viaje. Rolando saludó a Mrs. Readish pidiéndola permiso para retirarse. Una hora después acudió a la cita que lo había dado René. -¡Y bien! ¿Qué ha sucedido en la entrevista? -Todo ha ido divinamente. Montfranchet estaba de buen humor, como otras veces, y contó alegremente su visita al hotel Bristol. Salverte no se cansaba de reír. -Yo conozco poco a Mrs. Readish -dijo ;-pero lo suficiente para comprender que has dado un golpe de maestro mostrándolo altivo y orgulloso con ella. Es rusa, y las rusas piden que se las trata de ese modo, lo sino que el conejo pide ser saltado. Sin embargo, has cometido una tontería. _¿Cuál? -Te ofrecía 6.000 francos y has debido tomarlos a título de garantía contra los caprichos de Mrs. Readish, aunque tú tal vez nada tengas que temer de ellos, porque lo que veo más claro en todo esto es que, antes de seis semanas, mi bella cliente estará enamorada de ti.
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La idea pareció tan cómica a Rolando que excitó su hilaridad. -No lo tomes a broma. Yo soy muy formal. Esta mujer tiene la manía de contraer legítimos matrimonios. Habiendo enterrado va a dos maridos, debe pensar en... un tercero. Gracias a mí, te cree un héroe de novela y se imagina que bajo el nombre de M. Salbert se oculta un gran señor sin dinero. Tu orgullo ha hecho lo restante. Rolando, hizo un gesto negativo, y dijo: -Es lo peor que pudiera suceder, porque huiría de ella como de la peste, aunque tuviera que abonar por mi cuenta el viaje de regreso a Francia. Vamos a otra cosa. ¿ Qué, me aconsejas que haga respecto a tu padre, como jefe mío, para darle cuenta de mi resolución? -Escríbele pura y simplemente una carta muy atenta, diciéndole que te vas. ¿Dónde te veré mañana? -En la calle de Cardinet; no quiero dejar a mi hermana sola durante las horas de descanso que nos conceden. Cuando llegó la noche, Rolando, su hermana y Arístides se encontraban, como de costumbre, en la buhardilla del quinto piso. La joven y su prometido 104
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aprobaron la resolución de Rolando. Sin duda era muy triste el separarse, y ella sufriría mucho al pensar que su hermano no podía asistir a la boda; pero la suma prometida por la extranjera aseguraba el porvenir de todos. Desde luego, Alicia rehusó los 2.000 francos que Rolando la ofrecía; pero éste dijo categóricamente que, o los aceptaba, o Mrs. Readish partiría sola. La joven tuvo que ceder, convencida por los argumentos de Arístides. El viaje duraría un año y Rolando, al regresar, habría economizado 10.000 francos, casi una pequeña, fortuna, porque Arístides calculaba que su cuñado gastaría solamente unos 100 luises, puesto que todos sus gastos correrían de cuenta de Mrs. Readish. Les tres sentían renacer nuevamente sus perdidas esperanzas. Con los 2.000 francos de su dote, Alicia se matricularía por un año en el Conservatorio, y el dinero que Rolando trajese de América les prometía tres años más de pacífica existencia. Entonces todas las ilusiones desvanecidas podrían convertirse en realidades. Libres de penas y de apuros, emancipador del trabajo diario, Alicia y Rolando lograrían, al fin, el objeto que cada cual se había propuesto. Ella cantaría en el teatro de la ópera, él ocuparla una cátedra 105
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en la Sorbona,. Y tanto pensaron los tres en el porvenir, que olvidaron la hora presente, les preparativos de partida y las tristezas de la separación y de la ausencia. Alicia, sin embargo, mostrábase tan valerosa que Rolando tuvo la suficiente fuerza de voluntad para combatir su propio dolor. Al siguiente día Mrs. Readish remitió un cheque que de 3.000 francos contra el Banco de Francia y el billete de pasaje o ticket hasta Nueva York. Rolando no quiso que Alicia y Arístides le acompañaran hasta la estación, porque no se sentía con valor suficiente para soportar la emoción de una doble despedida; pero, cuando se encontró solo en el carruaje que le conducía, desahogó en abundante llanto todo el dolor que oprimía su corazón.
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XI De París al Havre, Mrs. Readish conquistó por completo a Rolando. Verdaderamente, parecía encantadora aquella joven. Era un poco... paradójica, algo coqueta, pero alegre y de buen humor. Había viajado mucho, y su fiel memoria la servía muy a propósito para la conversación. M. Montfranchet la dejaba hablar, así por el placer de oírla como para no salir de la reserva que, se había impuesto. Proponíase ser muy atento, pero con cierta frialdad, porque nada temía tanto como las familiaridades de su compañera de viaje. Más allá de Rouen, la verbosidad de Mrs. Readish cesó de repente, extinguióse el brillo de su mirada, la carne de, su rostro se reblandeció, señaláronse numerosas arrugas en sus sienes y cuello, y como si brusca107
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mente hubiera envejecido diez años, apareció otra vez la criatura extenuada y enferma que, Rolando había visto, cuando la visitó por primera vez. Conocía casos patológicos análogos al de esta desgraciada. Los morfinómanos son casi incurables porque apenas el 30 por 100 de estos enfermos pueden dejar la funesta costumbre de usar la morfina. Como todos ellos, Mrs. Readish no vivía más que, Con su veneno. Seis veces al día se, practicaba inyecciones subcutáneas que la daban un brillo pasajero, una fuerza ficticia. Rolando sentía compasión y lástima, al contemplarla tendida sobre los almohadones del vagón y agitada por sacudimientos nerviosos. -¡Estoy enferma, muy enferma!...-murmuraba con voz dolorida. Nelly, su camarera, sentada en la otra extremidad del compartimento, sabia a qué atenerse. Preparaba tranquilamente la jeringuilla de plata y esperaba las órdenes de su señora. La joven era bonita, discreta y de rostro pálido y triste.
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-¡Estoy enferma, muy enferma! -dijo por segunda vez Mrs. Readish - ¡Nelly, mi morfina! Sin pronunciar una palabra, la joven presentó la cánula de Pravaz. Mm. Readish se cuidó muy poco de la presencia del joven, y levantándose las enaguas, se practicó una inyección en la pierna izquierda, cayendo de nuevo sobre los almohadones y cerrando los. ojos. Maquinalmente, Rolando, y Nelly cambiaron sus miradas. La de Rolando quería decir: «¡Cuánto compadezco a usted por estar al servicio de esta loca!» La de Nelly parecía responder: «Pues ya irá usted viendo cosas mayores. Después la joven se ruborizó, y siempre silenciosa y triste, volvió al asiento que antes ocupaba. Cinco minutos después Mrs. Readish recobró su verbosidad y buen humor. -Me parece –dijo -que está usted aún más admirado que el otro día. -No estoy admirado., señora. Es que compadezco a usted con todo mi corazón. -¡Ah! vamos - dijo ella con cierta altanería. Después de algunos instantes de silencio, añadió, con dulce voz y sonriendo: 109
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-Tiene usted buen corazón, querido compañero. Sí; me domina esta terrible manía. Una vez, hace de esto dos años, quise curarme. Fui a Berlín, donde se halla el único hospital que existe en Europa para este género de enfermedades. El inspector de policía me hizo firmar un documento en el que me comprometía a quedar prisionera durante tres meses... Desgraciadamente, desde hace tres semanas, he vuelto a caer en el mismo vicio. A la una del día llegaron los viajeros al Havre y se dirigieron al hotel. El vapor Pereire no levaba anclas hasta el siguiente día por la mañana. Mrs. Readish rogó a Rolando que la dispensase si le dejaba solo hasta la hora de comer, porque se veía obligada a visitar a dos amigas suyas instaladas en Frascati. Realmente demostraba mucho tacto para hacer olvidar al joven lo difícil de su posición. Una especie de intimidad se había establecido entre ellos a pesar suyo, y cuando, al llegar la noche, se sentaron a la mesa redonda del hotel, ella en traje de sociedad y él de levita negra, hubiérase dicho que eran dos antiguos amigos a quienes la casualidad había reunido en el mismo vagón.
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La joven comió con apetito, hablando mucho con Rolando y diciendo mil locuras. Pasaron luego al salón para terminar la noche. Cuando estuvieron solos, pregunta ella riendo: -¿Cómo se llama usted? -¿Y no le molesta a usted llamarme siempre señora? -De ningún modo. -Es verdad. Ustedes, los franceses, creen que eso es más respetuoso; pero los rusos y los americanos no queremos violentarnos. Es más cómodo llamarse por su nombre, y así pido a usted permiso para llamarle Rolando a secas, y usted, en cambio, puede hacer lo mismo conmigo. Me llamo Sacha. Rolando sentíase algunas veces como contrariado por el tono y las maneras de Mrs. Readish. ¿Afectaba tratarle, como a un caballero, con todo género de consideraciones? ¿Ocultaba alguna segunda idea? En la duda resolvió estar en guardia y no salir del círculo y fría reserva que se había trazado de antemano. -Doy a usted las expresivas gracias por el honor que me dispensa; ¿pero no cree usted que esta familiaridad... aparente, podría llamar algo la atención?
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-Como usted quiera -dijo Mrs. Readish encogiéndose de hombros, según su costumbre. Trajeron los licores e hizo colocar la bandeja delante de ella, cerca de la chimenea. -¿Qué quiere usted tomar? - dijo. -Nada, señora; muchas gracias. -¡Oh! Yo no soy tan sobria como usted. Y tomando la botella de coñac. fino champagne, llenó una copita que apuró de un solo trago, con ese movimiento seco y rápido peculiar a los bebedores de oficio, y, sacando una petaca de plata niquelada: -Ya veo que fuma usted - dijo, y aunque, sólo sean cigarros de papel, no me desagrada el que tenga usted uno de mis vicios... señor perfecto. Continuó la conversación como antes. De cuando en cuando, Sacha tomaba otra copita de coñac, con toda la tranquilidad de un coracero. Avivaba el licor su alegría, coloreábanse sus mejillas y era su mirada cada vez más aguda y penetrante. A las diez se levantó, y tendiendo la mano a M. Montfranchet: -Buenas noches –dijo .-Me caigo de sueño y voy a acostarme. Cuando el joven quedó solo no pudo menos do reflexionar. ¿Quién era, pues, aquella extranjera or112
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gullosa hasta la altanería y sencilla hasta el abandono? Conservando la misma actitud hacia ella, confiaba mantener sus mutuas relaciones bajo un pie puramente amistoso. Demasiado familiar, Mrs. Readish le hubiera sido molesta. Demasiado orgullosa, le habría humillado. Era lo mejor no insinuarse mucho, evitando una peligrosa intimidad. Cuando subió para dirigirse a su cuarto, eran las doce de la. noche. Las habitaciones ocupadas por Sacha en el hotel eran tres. Un salón con alcoba y tocador para ella. Un cuarto independiente para Rolando y otro para Nelly. Apenas llegó al primer piso oyó el joven algún ruido al extremo del corredor. Era la voz de Sacha que estallaba violenta y furiosa en el silencio de la noche. Resonó de repente un grito de dolor, ese grito largo y quejumbroso de una persona que sufre. ¿Qué sucedería?. Finalmente, no percibiendo ya ruido alguno, Rolando entró en su cuarto. El sueño huía de él. Al embarcarse para tan largo viaje mil pensamientos contrarios se agitaban en su cerebro. ¿Qué haría su hermana? ¿En qué pensaría? ¡Cuánto tiempo tendría que esperar antes de verla., ante de volver a aquella existencia en común, llena de amargas lágrimas y de dulces recuerdos! No se hallaría en París el día de la 113
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boda de Alicia, y una, sorda inquietud le atormentaba. No era que dudase del buen corazón y de la bondad de Arístides; pero, ¡tantos abismos separan el sueño de la realidad! De repente creyó oír llantos y gemidos en la habitación próxima a la suya, algo así como las quejas de un niño a quien se maltrata. ¿Habría golpeado Mrs. Readish a Nelly? Imposible. Aquella extraña mujer parecía buena; mostraba un tacto exquisito en sus relaciones con él; ¿por qué no habría de proceder del mismo modo con Nelly? Durmióse, en fin, profundamente, y no despertó hasta el otro día por la mañana. El Pereire salía a las nueve y los pasajeros se reunieron sobre cubierta antes de que se oyera el silbato del vapor. Después de haber estrechado la mano de Rolando, dijo Sacha alegremente: -No hay más que dos momentos agradables en toda travesía. La hora de la partida y el instante de la llegada. -¿Se marea usted, señora? -Durante toda la navegación. -La compadezco a usted. Se sufre de una manera horrible.
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-Me veo precisada a no salir del camarote y cuento con usted para abreviar el aburrimiento que se experimenta a bordo. -Si mi conversación no molesta a usted, me consideraré muy feliz haciéndola algunos ratos de compañía. Sacha miró a Rolando con sus enigmáticos ojos, demostrando que poseía el arte de una coqueta que quiere agradar a toda costa. -Decididamente, querido... yo no sé cómo llamar a usted. La palabra «señor» me molesta; es demasiado fría. No puedo llamar a usted Rolando a secas, porque me lo ha prohibido usted ayer tarde, aunque con las mejores formas, convengo en ello; pero, en fin, hagamos un pacto; no empleamos uno ni otro ninguno de esos términos de exagerada finura. Yo suprimiré el «señor» y usted la palabra «señora». -Trataré de hacerlo; pero, ¿qué iba usted a decirme antes? -Que, decididamente, es usted un hombre que me encanta, y su promesa de darme conversación cuando no pueda salir del camarote me agrada en extremo. Gracias a usted estoy segura de no aburrirme. 115
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Durante toda la travesía, Mrs. Readish no apareció más que dos o tres veces sobre cubierta. En sus largas conversaciones con ella, Rolando tuvo tiempo de estudiarla detenidamente; pero cada vez la comprendía menos, a medida que más la observaba. ¿Era buena? No, seguramente. ¿Era mala? Tal vez lo era con sus matices de incomprensible enternecimiento y de provocativa coquetería. El joven conservaba siempre hacia ella la misma actitud. Permanecía frío cuando Sacha se familiarizaba demasiado, y se mostraba algo menos circunspecto cuando ella hablaba de cosas indiferentes. Rara vez hacía Mrs. Readish alusión a los acontecimientos de su vida. Parecía, que aquella mujer, dos veces viuda, no había sido jamás casada. Nunca pronunciaba el nombre de sus esposos difuntos, y muy rara vez el de su hija. Por el contrario, cuando hablaba de sí misma, el tema era inagotable. Sus triunfos en el mundo, los amantes que había desdeñado y las pasiones que había sabido inspirar, eran otros tantos asuntos agradables para halagar su amor propio. Como Rolando no hablaba nunca, decía ella que es una gran prueba de talento el saber escuchar, y precisamente cuanto más hablaba Sacha más lo de116
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sagradaba. Ciertos rasgos de carácter siempre causan extraño disgusto. El egoísmo y la dureza de aquella mujer, todavía hermosa, se revelaban a cada instante. Un incidente brusco cambió aquel instintivo alejamiento en profunda antipatía. Hallábanse en el sexto día de navegación. Una noche, no pudiendo dormir, subió Rolando sobre cubierta. Aunque se hallaban próximos los bancos de Terranova, el mar estaba tranquilo. Deslizábase el barco rápidamente sin ningún balanceo, apenas mecido por las anchas y regulares ondas. Tendido en un wocking-chair soñaba el joven en el pasado y en el porvenir, cuando apercibió a Nelly que subía arrastrándose con trabajo por la escotilla que conduce a las cámaras de primera clase. -¿Se siente usted mal? -dijo afectuosamente a la joven. -No... no, señor. Gracias. Al mirarla vio que las lágrimas corrían por sus mejillas. -Debe usted tener alguna pena, hija mía. Está usted siempre triste, y ahora.... -¡Qué bueno es usted! ¡Oh! ¡Qué bueno! Nelly no pudo contenerse más. Con la cabeza oculta entre sus manos, lloraba sin temor, con ese 117
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triste abandone de les vencidos. Rolando la consoló como mejor supo, prodigando a la pobre joven las más dulces palabras, corno si se tratase de. un niño enfermo. -¡Si supiera usted cuánto le agradezco las atenciones que me prodiga! Todavía existe una desgracia mayor que la de ser una pobre sirvienta. Me creía muy acostumbrada a sufrir trabajos cuando conocí a la señora. ¡Ay! Ella me atormenta, me tortura, y no sé si tendré fuerzas para resistir hasta el fin. Y, sin embargo, no tengo otro remedio. Soy huérfana, he de mantener, además, a dos hermanas pequeñas, y como la señora me paga muy bien, debo soportar sus caprichos, sus violencias y hasta su cólera cuando me maltrata... -¡Cómo! ¿Su señora de usted... la pega? -dijo Rolando con indignación. -Sí, señor. Cuando se embriaga.... El joven hizo un gesto de disgusto, que reprimió inmediatamente para no interrumpir las confidencias de la pobre Nelly, a quien escuchaba con vivo interés. Tantos años hacía que los sufrimientos martirizaban también la existencia de Rolando, que experimentaba una fraternal compasión por los infelices y los desheredados. Hija de unos honrados 118
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aldeanos de la Perie, y un poco civilizada por la escuela de instrucción primaría, Nelly entró a los 15 años, al servicio de unos honrados negociantes de París. Era muy feliz, cuando al cabo de tres años, perdió de repente a sus padres. La joven quedó encargada, como una segunda madre, de dos hermanitas pequeñas, a las que era preciso educar. Por fortuna, era paciente y valerosa, y, sueldo a sueldo, supo economizar lo suficiente para atender a las necesidades de las niñas. Un día los amos de Nelly dejaron a París para retirarse del comercio y vivir en Montaubán, viéndose aquélla precisada a buscar nueva casa en que servir. Entonces conoció a Mrs. Readish, que vestía a su camarera y la daba, además, 100 francos mensuales. Aquello era una fortuna. La joven sentía malestar hablando de su ama. La pegaba, la maltrataba, y no podía hablar bien de ella; pero cobraba buen sueldo, comía el pan de la casa y no quería hablar mal. Fue, sin embargo, lo suficiente explícita para que Rolando acabase de comprender el carácter de Sacha. No se atrevía a interrogar a Nelly acerca de las costumbres privadas de Mrs. Readish; pero adivinó aventuras poco edificantes y
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caprichos amor que terminaron apenas comenzados. Dedicada luego al vicio del morfinismo, la joven cayó gravemente, enferma al cabo de dos años. Entonces fue cuando se refugió en el hospital de Berlín, asilo elegante de esas monomaníacas. Una estadística muy curiosa demuestra que de cada 100 morfinómanos, 30 se curan completamente, 46 mueren envenenados y 24 caen en la embriaguez. Al salir Mrs. Readish del Hospital de Berlín no tomó ya más morfina, pero se dedicó a la bebida. Después volvió de nuevo a su antiguo vicio; pero abusaba además del alcohol y opio, y, entre la morfina durante el día y el whisky cuando llegaba la noche, caía, por fin, casi sin aliento, sobre la cama. Rolando, experimentó un sentimiento de disgusto, mezclado do cólera. Lo que ve sabía por sí mismo le permitía comprender que Nelly no exageraba nada. Sentíase cansado, desanimado. ¿Acaso el Destino le condenaba a vivir con aquella criatura desordenada, viciosa y dada a la embriaguez? Y dejarla era imposible. Mrs. Readish no consentiría en separarse, de él. Se vería obligado a pagar de su bolsillo el viaje de regreso a Europa, y después de haberse comido así la mitad de su humilde peculio, 120
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caería, otra vez en la negra miseria. Mejor era seguir el consejo de Arístides, aceptarlo todo, soportarlo todo para economizar la pequeña fortuna que aseguraba el porvenir de los dos hermanos. Hasta aquel momento, Rolando no tenía motivo para quejarse de Sacha, al menos personalmente; pero ¿qué sucedería en el porvenir? Nelly adivinó, sin duda, la causa de las preocupaciones de monsieur Montfranchet, porque dijo, cuando hubo terminado sus confidencias: -En cuanto a usted, está muy por encima de todas estas humillaciones. A pesar de su violento carácter la señora se guardará muy bien de molestar a usted, porque tiene necesidad de su ingenio, de su compañía, y de su talento. En fin, usted le inspira... Se detuvo ruborizándose un poco, y luego prosiguió: -Ella ha adivinado, como yo y como todo el que le trata, que es usted un hombre de mundo, un ser superior a quien el infortunio ha obligado a aceptar una posición muy inferior a su nacimiento. La señora teme a usted, y en ella el temor no es más que una forma de la estimación. Le ruego a usted, pues, que use de toda su influencia sobre ella para que sea, si no buena, al menos no tan cruel. Sólo pido 121
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un poco de humanidad. Ya comprenderá usted que no puedo dejar esta colocación, porque mis dos hermanitas. no tienen más amparo que yo; y ¿que sería de ellas si dejase de enviar dinero a nuestro país? ¿Hará usted lo que le pido? ¿No es verdad que lo hará usted? -Es usted una buena muchacha - dijo Rolando con emoción; -pero, no estoy seguro de tener tanta influencia como cree usted. Diga usted, más bien, para consolarse, que, cada criatura humana sufro una prueba en este mundo. Yo no soy más feliz que usted; también tengo mis sufrimientos. Trataré de protegerá a usted. Si no lo consigo, consistirá en que los malos instintos de esa mujer son más fuertes que mi voluntad. Nelly le contemplaba con su triste mirada. El rostro de Rolando, aquel rostro endurecido en el dolor, parecía iluminado por el reflejo de una secreta piedad. La camarera tomó la mano del joven, y después de haberla besado con respeto, en un arranque de gratitud, se dirigió a la escalera de la escotilla, quedando aquél sumido en sus crueles pensamientos. Decididamente, el destino es el mismo para todos los desgraciados. Bien estúpidos eran los que permanecían honrados, cuando aquí abajo el 122
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dinero lo es todo y la inteligencia y la virtud. no valen nada. «Porque es rica esa miserable rusa, ¿ha de torturar a una pobre niña sin defensa? Pues bien, ¡sea! -pensaba Rolando.- Yo será rico también, yo tendré dinero, puesto que es necesario poseerlo. No retrocederé ante ningún medio para forzar la fortuna.» Es decir, que, en adelante, su conciencia no: la sostendría en la miseria, ni su honor le defendería contra la tentación.
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XII Hasta estos últimos años pocos viajeros se han arriesgado en el Far-West de los Estados Unidos. Los tramperos y los obreros de las minas explotaban únicamente les inmensos territorios que se extienden por la orilla derecha del Mississipí. Posteriormente, los hijos perdidos de este mundo bárbaro en que vivimos y al que los ideólogos llaman la civilización, se lanzan más allá del gran río a caza de aventuras. Buscaban la fortuna, y la encontraron. Un día se esparció el rumor de que las Montañas Pedregosas encerraban minas de oro y plata mas ricas que los famosos placeres de California. Una nube de indígenas y emigrantes cayó sobre Wyoming, el Idabo y el Dakota. No existían poblaciones todavía; algunas barracas de madera (log-house) atestiguaban solamente la 124
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presencia de criaturas humanas en aquellas comarcas desconocidas. Posteriormente, los caminos de hierro surcaron el centro de los Estados Unidos, enlazaron el Atlántico con el Pacífico y franquearon los Alleghanys, el Mississipi, el Missouri, la Cayena y las Montañas Pedregosas. Entonces comenzó un gran movimiento de emigrantes que fue poblando, poco a poco, aquellas taciturnas soledades. Unos trabajaron en las minas, otros se dedicaron a la agricultura para explotar el suelo fecundo de la pradera, y los más prácticos inventaron una industria nueva la de los ranchmen Se supone que hace algunos millares de siglos un mar interior cubría el centro de los Estados Unidos y el Sud del Canadá. A consecuencia de grandes trastornos volcánicos, este mar desapareció violentamente, arrojado al Este y al Oeste. Quedaron en su lugar los grandes lagos del Norte y esas enormes sábanas de agua que por el Mississipí se precipitan hacia el Sur. El suelo, en otro tiempo cubierto por las aguas, se llama hoy la pradera. Los héroes de Fenimore, Cooper, indios y tramperos, se perseguían sin descanso. Hoy el últi125
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mo mohicano ha sido reemplazado por aventureros venidos de todas las tierras y de todos los pases. Sabíase, de tiempo en tiempo, que un simple minero se habla transformado súbitamente en millonario, después del descubrimiento de un filón milagroso. Posteriormente, la fama de las hazañas de los ranchmen circuló por los Estados Unidos y por Inglaterra. Un francés, el barón de Mandat-Grancey, autor del. notable libro En las Montañas Pedregosas, dio a conocer en él la existencia inconcebible de estos atrevidos y poco escrupulosos colonos. Escrita con verbosidad, penetrante ironía y profunda observación, la obra da M. Mandat-Grancey permite, trazar la monografía del ranchmen y la del cow-boy, su indispensable y feroz colaborador. El primero se dedica a cazar, pero en grande escala, los ganados o caballos salvajes, en tanto que los segundos vigilan los innumerables, rebaños que vagan errantes a la casualidad. El ranchmen guarda, por costumbre, algún respeto a la ley, menos por conciencia que por su propio interés. Es verdad que en los Estados Unidos la ley no es gran cosa. Por un puñado de dólares los jueces son bastante complacientes al interpretarla. Para el cow-boy, ni siquiera existe tan débil lazo social. 126
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Este hijo del Far-West no conoce más ley que su capricho, ni otro código que su revólver. Monsieur Mandat-Grancey cita de él casos de una audacia frecuentemente impune y de una ferocidad siempre admirada. Se desprecia un poco al cow-boy que solamente es ladrón; pero cuando es también asesino inspira a sus compatriotas una particular estimación, compuesta de mucho temor, algo de desdén y cierta vaga benevolencia. Para los habitantes de Nueva York o de Boston, el Far-West es un país casi legendario. Cuando Mrs. Readish dijo a sus amigos de la Quinta Avenida, en Nueva York, que iría hasta la extremidad del Dakota, cerca de la villa de Deadwood, a fin de vender las minas y los terrenos que lo había dejado en herencia su segundo esposo, todos se asustaron. ¡Pero si nadie se atrevía a arriesgarse en aquella tierra de promisión... de los bandidos! ¡Los periódicos referían diariamente siniestras hazañas de los cow-boys! Y, después, ¡qué espantoso viaje! El North-Western se detenía en la estación de Pierre. Era preciso abrirse camino a través de la pradera en unos abominables stage coaches, especie de primitivas e informes diligencias que, en veinticuatro horas de movimiento, quebrantaban las más robustas naturalezas. 127
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Sacha respondía riendo que ella. no iba a Deadwood por placer, sino por necesidad. Allí radicaba la mitad de su fortuna. ¿ Había de sacrificarla por molicie o por indiferencia? Se pueden arrostrar algunos peligros, tal vez imaginarios, y sufrir una fatiga que y pronto se olvida, cuando se trata de cobrar dos o tres millones. Además, debía pensar en el porvenir de su bija. Si Rolando hubiese acompañado a Mrs. Readish a los salones que frecuentaba, habría notado que esta madre, que rara vez hablaba de su hija, se ocupaba muchísimo de ella en Nueva York; pero había rehusado el acompañarla. Estaba siempre a disposición de la viajera como intérprete en les hoteles, vapores y ferrocarriles; pero no se cuidaba de traducir a la rusa las elocuentes frases de las matronas y de las misses, porque casi todas hablaban francés, y aunque Sacha, por esta misma razón, no necesitó de Rolando, su negativa a acompañarla entibió un poco las relaciones entre ambos. El primero se encerró en su reserva, cada vez más fría. Su política se transformó en rigidez. Era respetuoso con Sacha como el hombre bien educado lo es siempre con una señora; pero no tenía ya hacia ella aquellas delicadas atenciones que, ocho días antes, tanto agradaban a su compañera. 128
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En Chicago estalló la, primera escena violenta entre aquellos des seres creados para no comprenderse y reunidos por un capricho de la fatalidad. Era la noche de su llegada y debían continuar el viaje al siguiente día. Durante la comida, Sacha había permanecido callada, afectando no dirigir la palabra a Rolando. Este re retiró temprano del salón, a fin de dar un paseo por la ciudad, y regresó al hotel poco antes de las doce. Cerraba ya la puerta de su cuarto cuando oyó un tumulto grande en el corredor. Una voz débil y medio ahogada pedía socorro. Rolando corrió en auxilio de la desgraciada Nelly, porque ya comprendía lo que estaba ocurriendo. De pie en medio de la habitación, despeinada, en camisa y entreabierto el corsé, hallábase Mrs. Readish arrastrando por los cabellos a la pobre camarera, que se resistía llorando. La rusa retrocedió al ver entrar al joven. -¡Quiere usted esperarme, señora? -dijo con voz imperiosa. Después, levantando dulcemente a Nelly la condujo a su habitación. Volvió en seguida al salón de Sacha, decidido a romper los lazos casuales que le unían a aquella arpía. No pensó siquiera que una súbita partida arruinaría todas sus esperanzas, por129
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que su corazón rebosaba de disgusto y tenía deseos de huir para no ver más a una criatura tan abyecta y despreciable. La encontró con el cuerpo hundido en una butaca, con la mirada fija, inmóvil y cruzada de brazos. -¿Con qué derecho se mezcla usted en mis asuntos? -dijo Sacha con voz rápida -Me parece que yo no me ocupo en los de usted. -Mi respuesta será breve. Dejo a usted y regreso a Francia. -¡Ah! Hizo un brusco movimiento como si experimentase una viva contrariedad. Una botella de whisky, medio vacía, se encontraba a su lado, sobre una mesa. La desgraciada estaba ebria, pero no tanto que no comprendiese el disgusto de su compañero de viaje. Entonces tuvo vergüenza, como si por primera vez se horrorizara de sus vicios. -Se lo suplico a usted... No tome usted todavía esa decisión... Ya ve, usted que me es imposible discutir ahora... Por compasión... reflexione usted hasta mañana... Pido a usted perdón por las palabras que he dicho... perdón por esta insensata cólera, que me ha hecho cometer una acción indigna...
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-Mi resolución es irrevocable -dijo fríamente Rolando. - Se agotan ya mis fuerzas y mi paciencia. Adiós. Iba a retirarse, cuando Sacha, levantándose penosamente, se acercó a él, tratando de agarrar una de sus manos y diciéndole: -¡No, no parta usted! ¡Oh! ¡No parta usted! Se lo ruego. Si es preciso, yo retardará mi viaje veinticuatro horas; pero, ¡sea usted bueno, sea usted indulgente! ¡Tengo tanta necesidad de compasión!... Hablaba con voz cavernosa, como la de un calenturiento que se queja. Rolando saludó y se retiró a su habitación. Comprendía muy bien que Sacha tenía necesidad de él y que no podía prescindir de ¡su protección en tan peligroso viaje. Tal vez en su interior no deseaba otra cosa que ceder. ¡Tan ardientemente quería salir del abismo de tanta desgracia! «Partir - pensaba -sería la ruina; quedarse es afrontar la vergüenza, a menos que, fingiendo rendirme a las súplicas da Sacha, no aprovecho hábilmente esta ocasión para dominar a la peligrosa monomaníaca. Esta, por su parte, cuando se quedó sola, permaneció por algunos instantes pensativa, anonadada, murmurando frases incoherentes, hasta que 131
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arrastrándose, llegó a su cama, se tendió en ella, y después de agitar en el vacío sus crispadas manos, quedó, por fin, profundamente dormida.
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XIII Apenas comenzaba a despuntar la luz del día. Rolando iba a salir del hotel, cuando llamaron dulcemente a la puerta de su cuarto. Con gran sorpresa suya vio entrar a Nelly, muy pálida y aún trastornada por la violenta escena de la noche, anterior. -¿Qué quiere usted, hija mía? - preguntó. Nelly se ruborizó ligeramente, y bajando los ojos: -Perdone usted, señor, si me permito la libertad de entrar en su cuarto; pero vengo a rogarle a usted que no me pierda. -¿Perderla a usted yo?- dijo muy admirado. -He oído... por supuesto, sin querer... pero he oído desde mi cuarto las frases cambiadas entre la señora y usted; su partida de usted me dejaría reducida a la miseria. La señora no me perdonaría jamás 133
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el ser la causante de esta desgracia, porque su abandono de usted sería una verdadera desgracia para ella, y entonces, vengándose en mí, me esclavizarla mucho más o me despediría de su casa. La súplica de Nelly se armonizaba precisamente con el pensamiento íntimo de Rolando. Después de su amenaza, no sabía cómo diantre arreglarse para no ejecutarla, y ahora que lamentaba su perjudicial orgullo, podía transigir, aprovechando oportunamente este inesperado pretexto. -No se desconsuele usted por tan poco - dijo sonriendo. -Si ha de ser usted una víctima de mi resolución, me quedo, y seguirá al lado de su ama de usted. El rostro de Nelly se alegró súbitamente. -¡Qué bueno! ¡Qué bueno es usted! Rolando experimentó alguna vergüenza ante aquella efusión de gratitud tan poco merecida. -Avise usted a Mrs. Readish que a las once pasaré a su habitación. Sacha no se atrevía a esperar esta visita. Recordando, al despertar, los sucesos de la noche pasada, pensaba con horror que se encontraría sola con su camarera, perdida en pleno Far-West. ¿Cómo obtener de Rolando que revocara su decisión? Creía co134
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nocerle, y la afectada frialdad del joven y su política glacial le inspiraban respeto. Tuvo un movimiento de alegría, cuando Nelly le transmitió la petición de Rolando. -Hoy nos quedaremos en Chicago – djo a su camarera. –Quiero descansar. Y deseando estar más bonita más elegante que nunca, se abandonó a los cuidados de Nelly. Cuando Rolando penetró en la habitación de Sacha quedó estupefacto y como deslumbrado. ¿Quién hubiera podido reconocer a la mujer de la noche anterior en aquella seductora dama del gran mundo? Corrió Sacha hacia él, y tomándole por la mano le obligó a sentarse a su lado. -Dígame usted en seguida, ahora mismo, que no está usted enfadado conmigo y que me perdona. -¡Señora! -Si me mira usted con tanta severidad, no me atreveré... No sea usted cruel con una pobre enferma que no siempre sabe lo que se hace. ¡Oh! Yo no trato de excusarme. No; no tengo disculpa. Invoco únicamente las circunstancias atenuantes, y apelo, no sólo a su corazón, sino también a su generosidad. ¿No piensa usted en los peligros de todo género, en los riesgos que he de correr antes de llegar a 135
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Deadsvood? Sería una mala acción abandonarme en el momento en que sólo usted puede defenderme. Durante algunos momentos miró a Rolando con aire suplicante. -Ya debe usted comprender que no puedo soportar ciertas escenas... -Crea usted que... -No; no cedo ante. las súplicas de usted -dijo fríamente,- porque el interés que me inspiraba usted ha desaparecido; pero como Nelly me ha hecho la misma petición que usted... Sacha hizo un movimiento de cólera. -¿De modo que esta gracia la debo a mi camarera? ¡Es usted muy galante! -Esa camarera es una mujer como usted, señora y, lo mismo que usted, tiene derecho a mi protección. Entre la sirvienta y el ama a yo no veo más que una diferencia: la una es pobre, la otra rica; y yo no quiero... ¿entiende usted bien ... yo no quiero que martirice usted ni atormente por más tiempo a esta pobre niña. Bajo esta condición consiento en permanecer al lado de usted; pero, si falta usted a ella, nada me detendrá. Recuerde usted que aquí, en Chicago, es todavía muy fácil el reemplazarme; pero
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cuando nos hayamos internado, le será imposible; y así, debe usted reflexionarlo bien. -Está decidido. Tengo necesidad de usted; pero como un amigo... Sí, sí, como un amigo. ¡Qué felicidad si pudiera usted tener influencia sobre mí! No soy viciosa, créame usted. No, estoy más que... viciada por malos hábitos. ¡Ah! ¡Si yo no hubiera tratado nunca más que seres nobles y generosos como usted! Y hablaba tristemente, con esa dulzura de las eslavas, quiero tienen amor propio cuando se trata de satisfacer un capricho. -En adelante, nada tendrá usted que reprocharme, lo juro. Siempre he estado abandonada a mí misma. ¿Quién había de corregir mis defectos? ¿Quién me había de reñir? Permito a usted, y en caso de necesidad se lo suplico, que se muestre severo y no me deje pasar, sin reprenderme, ninguno de mis caprichos. Tráteme usted como a una niña muy mala. ¡Sería tan feliz, tan feliz imponiéndome un dueño! ¿ Tendrían un doble sentido aquellas extrañas palabras, o bien Sacha se abandonaba bruscamente a uno de sus accesos de neurosis?
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Nelly apareció tímidamente para anunciar que el almuerzo estaba servido. -He sido dura, muy dura con usted, Nelly -dijo Mrs. Readish; mi amigo Rolando me ha hecho comprender mis faltas. Dispénseme usted. La joven balbuceó algunas palabras y se retiró precipitadamente. Sabía por experiencia. que los buenos propósitos de su ama no duraban mucho tiempo, y no se asustaba tanto de la cólera de Sacha como de los impulsos de aquel arrepentimiento. Durante todo el día Mrs. Readish hizo gala de su alegría y buen humor. Rejuvenecida por el sol que brillaba en el azul del cielo, expresó el deseo de pasear por los alrededores de la ciudad, y habiendo conseguido que Rolando la acompañase, desplegó todas sus gracias para hacerle olvidar la riña del día anterior. Después de comer subió a su habitación, porque debiendo partir al día siguiente deseaba disfrutar algún descanso. Para pasar la noche tomó el joven un palco en el teatro de la Opera; pero las melodías, de Mireille cantadas por una compañía de la legua, no pudieron distraerle de sus pensamientos. ¡Qué mujer tan extraña era Sacha! En algunos momentos se preguntaba a sí mismo si merecería en 138
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efecto, un poco de indulgencia. Siempre mimada, dos veces viuda, acostumbrada, a no conocer más ley que su capricho, ¿cómo hubiera podido suavizar su carácter y refrenar sus apetitos? No era, después de todo, más que una histérica. Recordaba una frase que se atribuye a M Charcot: «Hay en Europa dos pueblos histéricos. Los franceses y los rusos. Sin embargo, una eslava, no tiene el mismo temperamento ni los mismos instintos que una latina. Rolando se felicitaba del desenlace que había tenido la cuestión. Por una parte veía asegurado su porvenir, y, por otra, creía haber dominado a Mrs. Readish. Mecido por tan grata ilusión, no podía adivinar el terrible acontecimiento que se preparaba... ...La línea del camino de hierro terminaba en Pierre, ciudad nueva edificada a orillas del Missouri. Para atravesar las 900 millas (cerca de 67 leguas) que separan esta ciudad de Deadwood, es necesario tomar un extraño vehículo al que los yankees tienen el valor de llamar coche-correo. El stage-coach, a la moda en el Far-West, es una especie de carreta montada sobre dos altas ruedas y cubierta con un toldo negro. Cuatro vigorosos caballos arrastran este pesado vehículo, bajo la vigilancia de un postillón y un conductor. No ignoran estos señores que siendo 139
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ciudadanos de la libra América, pueden aspirar a las más altas funciones del Estado; ejercen esta condición y usan esta prerrogativa embriagándose cada seis horas, y feliz el viajero de cuyo itinerario no dan anticipado aviso a los numerosos cow-boys diseminados por el camino, invitándoles a robar el convoy. No existe puente alguno para franquear los ríos o los arroyos. Algunas veces suele encontrarse una gran barca chata preparada por la Compañía; pero lo más frecuente es pasar por el vado. En cuanto a las comidas que esperan al viajero en los log-houses, se distinguen por una desconsoladora uniformidad. Dos veces al día, y a hora fija, se sirve, sobra mesas grasientas, un gran plato de tocino ahumado y patatas cocidas. Veinticuatro horas después de la partida de Chicago, Mrs. Readish había olvidado todas sus promesas. Daba grites y gemidos a cada vaivén del coche, y volvía de nuevo a ser la mujer insolente Y colérica de los primeros días. Aquel paisaje, de una irritante monotonía; aquellos encuentros con indios harapientos y sucios enervaban a la enferma, que, no recobraba sus fuerzas ficticias más que doblando su dosis habitual de morfina. Después, Sacha comenzó a acobardase. Sin la presencia de Rolando hubiera 140
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retrocedido a Chicago. Las espantosas historias que le habían contado sus buenas amigas de Nueva York tenían su espíritu siempre intranquilo. A las cuatro de la tarde, y cuando se acercaban a la estación de Willow-Creeek, detúvose el coche bruscamente. Creeck es el nombre genérico de las ramblas que se transforman en torrentes en la época del deshielo. Mrs. Readish llamó bruscamente, al conductor. -¿Qué sucede?-dijo con voz angustiosa. Como el yankee nada respondía, Rolando saltó al camino y reapareció al cabo de diez minutos, trayendo las más desconsoladoras noticias. Era imposible seguir adelante por aquel día: los cow-boys que hacen el servicio del coche-correo se habían declarado en huelga desde el día anterior. La Compañía se ve obligada a sufrir sus caprichos porque necesita hombres para el camionaje de las mercancías que se transportan en quince o dieciséis días, de Pierre a Deadwood. Sacha comenzó a gritar, diciendo: -¡Qué va a ser de mi, Dios mío! -Tranquilícese usted, señora. Un poco de paciencia y todo se arreglará. Resignémonos a pasar la noche en este log-house. En cuanto a los peligros que teme usted, los creo imaginarios. Estoy bien armado 141
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y no cerraré los ojos en toda la noche. Descanse usted con toda seguridad. Yo velaré por todos. El joven no estaba enteramente tranquilo; pero no quería asustar a sus compañeras de viaje. Sabía, en efecto, que veinticinco cow-boys se habían reunido bajo una tienda en los alrededores dispuestos a robar y a saquearlo todo si la Compañía de los stage-coaches no cedía a sus exigencias, género de amenaza que estos señores emplean con bastante frecuencia. Roban los equipajes, la Compañía se ve obligada a indemnizar a los viajeros y el cow-boy ha satisfecho su venganza. La irritación de Sacha aumentó más todavía cuando lo sirvieron la comida, compuesta de pan, tocino y habichuelas. No decía una palabra, pero Nelly la conocía demasiado bien para equivocarse en sus pronósticos. Viendo a su ama muy pálida, con la mirada brillante, sin ningún gusto por los alimentos y sobreexcitada por el abuso de la morfina, la pobre camarera esperaba con seguridad una escena terrible. El log-house se componía de una gran cocina en el piso bajo, en la cual comían los viajeros, y de algunas habitaciones en el primer piso. Sacha y Nelly ocupaban una de esta piezas. Rolando había elegido 142
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una especie de gabinete muy incómodo, cuya única ventana daba a la pradera. Así podría interrogar al horizonte desde la altura de su observatorio y advertir con tiempo a las dos mujeres, si algún peligro las amenazaba. Preocupado y un poco inquieto, el joven no notó los movimientos extraños y un poco bruscos de Sacha. Ya suponía él que la comida, en la que no había querido tomar parte, sería reemplazada por el y no pudiendo impedirlo, tomó el partido de fingir la mayor indiferencia. Subió a su gabinete, abrió la ventana y miró al exterior. El campamento de los sublevados se aproximaba insensiblemente. Sus rojas luces formaban un semicírculo luminoso en derredor de la casa, como si los salteadores de la pradera quisieran impedir la fuga a los habitantes de la posada. El coche-correo no contenía más viajeros que Sacha, Nelly y Rolando. Estaban, pues, vigilados. La situación se iba agravando por instantes. Hallándose solo contra 25 hombres, Rolando se sentía de antemano vencido. ¿a quién llamar en su ayuda? Durante tres horas no se movió del puesto, resuelto a arriesgar su vida para proteger a las dos 143
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mujeres, que confiaban en él. De pronto, un movimiento se produjo fuera de la posada. Rolando vio a aquellos hombres levantarse unos después de otros y encender sus antorchas de resina en las hogueras. ¿Cuáles eran sus proyectos? ¿Tratarían de incendiar la posada? Repentinamente, los bandidos volvieron la espalda al log-house y se dirigieron a un cercado del bosque donde se encerraban los bueyes y algunos caballos de los que se empleaban para el transporte de los equipajes. Rolando no sabía que los cow-boys ejecutaban una de sus maniobras favoritas. Ponen fuego a los cercados en que se encierran los animales. Asustados éstos por las llamas, rompen sus trabas y escapan precipitadamente. Las gentes del log-house les persiguen con la ayuda del conductor y del postillón; durante este tiempo, los cow-boys se apoderan de los equipajes, hiriendo o matando a los imprudentes que se atreven a disputarles tan rico botín. En aquel momento oyéronse gritos que partían de la habitación a que Sacha y Nelly se habían retirado. Después, a les gritos se mezclaron llantos y sollozos. Rolando comprendió. ¡La escena innoble de Chicago volvía a repetirse en pleno desierto! 144
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Hubiera querido velar activamente por la salvación de sus compañeras, y se veía obligado a abandonar su puesto para librar a la pobre Nelly de la rabia de una loca. Tranquilizado a medias por el alejamiento de aquellos salteadores de la pradera, Rolando dejó la ventana y descendió precipitadamente a la habitación de Mrs. Readish.
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XIV El morfinómano, cuando, por añadidura, está alcoholizado, no es una criatura que piensa; es un bruto con malvados instintos, que, en su locura, puede llegar hasta el crimen. Sacha no se pertenecía a sí misma. Olvidaba las promesas hechas a M. Montfranchet, y después de haber luchado veinticuatro horas consigo misma, la desgraciada agotaba sus fuerzas. Más al corriente del carácter de su ama, Nelly no estaba tranquila; lejos de participar de la confianza de su protector, esperaba desde la salida de Chicago que Mrs. Readish la haría pagar cara su audacia. ¿No había tenido la joven el atrevimiento de quejarse? Como de costumbre, Sacha buscaba el olvido en sus dos venenos favoritos, y dobló la ración de whisky como había doblado la dosis de morfina. Envuelta en sus mantas, la joven yacía tendida 146
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en el camastro, que era de madera blanca. Con los ojos perdidos en el vacío, sumergidos en sus ensueños, permanecía muda, feroz, bebiendo a pequeños tragos. Había un pesado silencio, interrumpido sólo por las vociferaciones que subían del cercano campamento. Nelly permanecía en actitud humilde, creyendo que su ama estaba dormida ya y podría salvarse, por aquella noche, del terrible castigo. Las horas transcurrían. Mrs. Readish no se movía ni hablaba. ¿Se dormiría cuando estuviera completamente embriagada? Repentinamente hizo un brusco movimiento, arrojando lejos de sí las mantas que la envolvían. -¡Nelly!- dijo con voz dura. -Estoy a sus órdenes, señora. -Menos palabras y obedezca usted. Nelly conocía muy bien su servicio, que desempeñaba regularmente todas las noches. Cuando Mrs. Readish comprendía que su razón iba ofuscándose y el sueño la invadía, ordenaba a Nelly que la deshiciese el cabello, conduciéndola a la cama. ¿Temblaba la camarera o sus fatigados dedos estaban entorpecidos? El caso fue que al separar los rubios cabellos de Sacha, la pobre niña arañó un poco la frente de su ama con las púas de su peine de carey. 147
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El castigo no se hizo esperar: Mrs. Readish abofeteó tan rudamente a la desgraciada, que ésta lloraba con todas sus fuerzas. -En vez de llorar estúpidamente, sería mejor que volviera usted a empezar su trabajo. Y como Nelly seguía sollozando, la cólera de la rusa convirtióse en frenesí. Se precipitó sobre la camarera llenándola de golpes, arrojándola en tierra y pisoteándola con rabia. Nelly rodaba por el suelo pidiéndola perdón, y en aquel momento apareció Rolando. Por un instante quedó inmóvil, consternado por tan lamentable espectáculo; pero la presencia de M. Montfranchet, lejos de calmar a Mrs. Readish, la exaltó hasta la locura. ¡Debía Sacha a Nelly tan cruel humillación!... Nerviosamente arrastró a su víctima por los cabellos hasta en medio del cuarto, mirando al joven con aire de desafío. Indignado se lanzó hacia adelante, pero con tanta fuerza que Sacha retrocedió asustada. Entonces Rolando, arrodillándose, levantó con cuidado, sosteniéndolo en sus brazos, el cuerpo casi inanimado de Nelly.
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Después de haberla ayudado a ponerse en pie, la acompañó hasta la puerta, sirviéndola de apoyo. -Retírese usted a mi gabinete, hija mía -la dijo -No permitiré que permanezca usted por más tiempo al servicio de este demonio. Obedeció la niña., y Rolando se encontró solo y frente a frente con Sacha. La rusa, todavía joven y bonita, estaba repulsiva bajo el imperio de las violentas pasiones que la trastornaban. -¿Ha oído usted? -dijo él con voz imperiosa. -Nelly y yo partiremos. Cometería un crimen si no libertase a esta mártir de los suplicios a que usted la somete. Sacha reía a carcajadas. -¡Cómo! ¡Señor mío! ¿Se imagina usted que he de tolerar por más tiempo sus perpetuos insultos? ¿Quién es aquí el amo? -¡El amo soy yo! ¡Usted es una loca, y a los locos se les encierra! Exasperada Sacha, se lanzó sobre su adversario y le abofeteó, como había abofeteado a Nelly diez minutos antes; pero la paciencia de Rolando había llegado a su término; sujetó por las muñecas a Sacha, que tuvo todavía la fuerza suficiente para desprenderse de aquella poderosa presión. La neurosis 149
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de la morfinómana duplicaba sus fuerzas. ¿Tuvo la intuición de que se vería obligada a ceder y no saldría victoriosa de aquel combate? La rusa miró con ojos huraños en derredor de sí buscando un arma con que defenderse. De pronto, dio un grito de alegría, y, apoderándose de un puñal sujeto con su vaina en las correas del portamantas, lo lanzó hacia adelante. La fina y aguda hoja alcanzó a Rolando, causándole en el brazo una ligera herida. Entonces perdió la cabeza, todo lo vio de color de sangre, y, merced a un rápido movimiento, agarró a Mrs. Readish por la mitad del cuerpo. Forcejeaba, y aun hacía lo posible para agacharse para poder escapar; pero las manos de Rolando rodearon violentamente el flexible cuello de la joven. La lucha fue corta, apremiante y rápida. Ella resistía con furor, él apretaba febrilmente les dedos. De pronto, Mrs. Readish tuvo un corto estertor, sus ojos se agrandaron desmesuradamente, y, con un movimiento automático, su cabeza cayó hacia atrás. Fue todo tan rápido que M. Montfranchet retrocedió aterrado: Sacha giró sobre sí misma, y, como presa de un vértigo, rodó inanimada por el suelo. Casi en el mismo instante se oyeron voces en lo exterior, en el ancho espacio que separaba el log150
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house, de la orilla del río: eran gritos de alegría, aullidos de triunfo, algo de siniestro y arrebatado. -¡Ah! si; ya, no me acordaba... los bandidos vienen a saquearnos - pensó Rolando, y corriendo a la ventana armó su revólver. Ebrios y andrajosos, los cow-boys estrechaban cada vez más el cerco. -¡He ahí el francés! -gritó uno de ellos con acento parisién. Los compañeros dieron nuevos gritos de alegría, y un yankee de rostro brutal respondió: -¡Yo me encargo de él! Dirigió el cañón de su carabina hacia la ventana, y antes que Rolando pudiera ocultarse le hirió la bala en el hombro derecho. Cayó sobre sus rodillas exhalando un gemido ronco. Dos veces trató de levantarse, pero le fue imposible, porque perdía mucha sangre y gastaba sus fuerzas en inútiles tentativas. Rolando se desmayaba lentamente, con la atroz sensación de comprender que una vez perdido el conocimiento los bandidos no le perdonarían. Esta lucha entre su voluntad y ¡su energía que se debilitaba no duró más que algunos segundos. Cerró, finalmente, los ojos y cayó de espaldas sin conocimiento............................... 151
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... .... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... Era cerca de media noche cuando volvió en sí. Un coágulo de sangre formado a través de su herida había contenido la hemorragia, que hubiera podido ser fatal. Entonces los acontecimientos que se habían sucedido tan rápidamente, volvieron uno a uno a su memoria obscurecida. ¿Qué habían hecho aquellos miserables, y cómo él, que era su primera víctima, volvía en sí todavía vivo? Un débil rayo de luna se filtraba a través de la ventana abierta. Rolando miró lentamente en derredor de si aquella luz iluminaba también, con su reflejo pálido, el rostro de Sacha. Se arrastró hacia ella, a pesar del punzante dolor que quemaba su piel a cada movimiento. Mrs. Readish no se había movido del sitio en que cayó. ¡Muerta! ¡Estaba muerta! Asesinada, ¿por quién? ¿Por él... o por aquellos hombres? La contemplaba, lleno de espanto, preguntándose si él era un asesino. Pero no, imposible. No hubiera sucumbido tan pronto; ¡aquello era inverosímil! Una lucha de algunos minutos, por encarnizada que sea, no puede tener tan trágico desenlace. Un hilo de sangre teñía las mejillas lívidas de Sacha. Sus dos orejas estaban 152
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desgarradas. Solamente entonces comprendió el herido. Sin duda, la banda de los cow-boys se había diseminado por la casa robando las alhajas, desvalijando a los viajeros y saqueando los equipajes. Uno de ellos había arrancado las perlas que Sacha llevaba en las orejas. ¡Muerta... muerta! Los bandidos la creían desmayada, ignorando que había dejado de vivir. ¡Entonces él, Rolando, era el asesino! Con la extrema lucidez de la fiebre recordó por segunda vez todos los incidentes de aquella noche. ¡El la había estrangulado!... El joven experimentó una sacudida moral tan violenta que pudo dominar por un instante su debilidad. Lenta y penosamente se inclinó sobre el cuerpo de su víctima, espiando un estremecimiento de la carne, una vibración de sus nervios, un soplo de sus labios... Mrs. Readish yacía a medio vestir y con el pecho desnudo. Rolando, deslizó sus dedos trémulos bajo el sedoso tejido; el corazón no latía ya... Al retirar su mano sintió un ligero dolor en la muñeca, algo que era como una picadura de aguja. Entonces vio un sobre cuadrado que dos alfileres dobles sujetaban al corsé de la rusa. Instintivamente, sin darse cuenta de su acción, desclavó los alfileres y 153
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tomó el sobre. ¿Qué contendría? La última voluntad de la difunta, sin duda alguna. Desgarró el papel y lanzó un grito de estupor al percibir cuatro letras de 4.000 libras esterlinas cada una. ¡Cuatrocientos mil francos que el oprimía con mano trémula! Una fortuna, recogida entro sangre, fortuna que nadie conocía, escapada, por milagro, de manos de los bandidos. Quedó inmóvil, con los brazos hacia adelante y rígidos como para alejar de sí una tentación horrible... El combate con su alma, aquella lucha con su conciencia, fue rápida y atroz. Dos veces alargó la mano para restituir a la muerta aquel dinero ensangrentado: des veces el espíritu del mal ahogó la suprema rebelión de su desfallecida honradez. Finalmente, con un movimiento maquinal, Rolando cerró el sobre y lo guardó en el interior de su traje, sujetándolo con los mismos alfileres de que se había servido Mrs. Readish. latía el corazón del joven como si quisiera saltársele del pecho, y tuvo el doloroso instinto de su irreparable caída. Algunas horas antes podía llevar alta la frente, acusando sólo al destino de los sufrimientos que soportaba. ¡Ahora ya era un asesino, era un ladrón! No teniendo fuerza suficiente para
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sobrellevar una emoción tan intensa, cerráronse sus ojos y cayó en una profunda postración. En el exterior, nada turbaba el silencio de la noche. Los cow-boys habían desaparecido llevándose su botín. Algunas rojas llamas, avivadas por el viento del Oeste, coloreaban el cielo de púrpura, en una gran extensión; los animales, al huir arrastrando consigo sus trabas medio consumidas, habían incendiado las hierbas y la pradera ardía en la extensión de una milla, rodeando con un marco de siniestra luz aquella escena de desolación.
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XV -¿Cómo sigue usted, señor? - dijo una voz dulce. Rolando abrió los ojos, saliendo por vez primera de su letargo. Su mirada débil, velada a medias, recorría la habitación en que se hallaba, un cuarto de hospital, triste, de aspecto común, cuyas paredes estaban blanqueadas con yeso. -El médico tenía razón al afirmar que recobraría usted el conocimiento. ¡Qué suerte que se haya usted salvado!... Yo no me atrevía creerlo... ¡No, no, no hable usted! Está prohibido -decía la dulce voz de Nelly. Entonces comenzó una penosa y larga convalecencia. Durante el día, que era para él interminable, estaba obligado a permanecer inmóvil y mudo. ¡Mudo él, cuando una ansiosa y punzante curiosidad le, atormentaba dolorosamente! Poco a poco fue 156
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recordando todos los sucesos anteriores. La escena violenta cine estalló en el log-house y la muerte trágica de Mrs. .Readish se reproducían en su memoria con una pasmosa fidelidad. Pero ¿cómo se encontraba, en el hospital? Un pensamiento fijo dominaba en su cerebro. ¿Sabían que era criminal? ¿Sabían que era ladrón? Cuando se levantara curado, habiendo salido con vida de tan terrible aventura, ¿tendría que dar cuenta a la justicia del asesinato cometido y del dinero que había ocultado? Veinte, cien veces quiso interrogar a Nelly, que, desde el primer día, se instaló a la cabecera de su cama. La joven movía la cabeza y sonreía, rehusando contestarle. Abandonado a sí propio, Rolando volvía al mismo orden de ideas, siempre invariable: ¿qué diría, si los magistrados le preguntaban? Esta sorda inquietud se prolongó durante una semana. El herido recobraba sus fuerzas a medida que la fiebre desaparecía. Una mañana, en fin, Nelly apareció más alegre y jovial que de costumbre. -Ya veo que ha dormido usted -bien, y le participo que el médico ha levantado la consigna. Puede usted hablar. 157
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-Nelly... ¿que es lo que Ira, ocurrido? La pobre niña comenzó su penosa narración. Al amanecer, los habitantes del log-house, habían regresado, acompañados de algunos ranchmen que acudieron en su ayuda. Levantaron el cadáver de Sacha y el cuerpo inanimado de Rolando. Interrogaron a los habitantes del puesto; pero sólo Nelly podía responder a las preguntas hechas. Refirió cómo los tres viajeros habían sido atacados por los cow-boys y Rolando entonces, sin vacilar, se había precipitado en socorro de sus compañeros de viaje. Con ayuda de estos indicios, el juez de Pierre, que vino avisado por un despacho, pudo fácilmente reconstruir el drama. Después de un corto tiroteo, los bandidos invadieron la casa, quitando por fuerza a Nelly el dinero que poseía y sus escasas alhajas. Felizmente, para ella, no opuso resistencia alguna; Mrs. Readish, por el contrario, halló la muerte defendiéndose. Uno de los bandidos la estranguló, profanando su cadáver a fin de arrancarle las perlas que llevaba en las orejas. Rolando, por su parte, representaba un papel muy interesante en el drama. El yankee. ama y respeta el valor. Todos admiraban al joven que, por defender a dos mujeres, había luchado contra 25 cow-boys. 158
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Uno de los médicos alemanes, tan numerosos en el Far-West, autorizó el transporte del herido al hospital de Pierre. Sin embargo, era preciso tomar un partido. Dejar a Rolando en el log-house era condenarle, a una muerte segura; conducirle a Pierre, sobre una camilla era arriesgar mucho, pero podía esperarse la salvación. ¡Oh! ¡Qué largo, cansado y peligroso viaje! Devorado por la fiebre, el joven quedó sumido en un sueño letárgico y pesado, del cual apenas salía en las horas de descanso cuando renovaban el vendaje de la herida. A medida que Nelly hablaba, sentía Rolando desvanecerse todas sus inquietudes. ¿De manera que nadie sabía nada? La muerte de Mrs. Readish quedaba explicada de una manera muy sencilla y natural, puesto que se acusaba de ella a los cow-boys. Además, tres de éstos, que habían caído en poder de los ranchmen, fueron ahorcados en los postes del telégrafo, porque la ley de Lynch reina como soberana absoluta en el Far-West. En cuanto a los otros bandidos, habían desaparecido, internándose por aquellas inmensidades de la pradera. Sospechábase, sin embargo, que un cow-boy, de origen francés, se había refugiado en Deadwood. El conductor del Stage-coache afirmaba haber reconocido a 159
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este individuo, acusado ya por los colonos de un robo de ganados. En cuanto al dinero oculto bajo el corsé de Mrs. Readish, nada dijo Nelly en su narración. La joven ignoraba, sin duda, que su ama llevase consigo suma tan considerable. ¡Cuatrocientos mil francos! Al pensar Rolando en esta suma, sentía un frío sudor inundar su frente. ¿Qué habría sido del sobre? Era imposible que todavía se hallase adherido al interior del forro de su traje, y habría sido locura esperar semejante milagro. -Descanse usted ahora un poco - le había dicho Nelly al retirarse. ¿Descansar? ¡Qué ironía! Su cerebro no se cansaba de pensar constantemente en lo mismo: -¡Soy un asesino y un ladrón! Después trataba de buscar una excusa, de hallar una explicación al fenómeno psicológico que había convertido en criminal a un hombre honrado. No sufría tanto por ser asesino como por ser ladrón. Al lanzarse sobre Mrs. Readish, Rolando no había cedido a la premeditación de un asesinato. Obedeció a un impulso pasional, al acceso de rabia de un hombre abofeteado que se defiende. ¿Fue su intención estrangular a aquella mujer? No.
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Procuraba no dejarse herir, y la víctima misma se condenó. Rolando era inteligente en fisiología, lo bastante para comprender que una persona en buen estado de salud no muere tan fácilmente; pero gastada por el abuso, de la morfina, embrutecida por el whisky, Sacha había debido sucumbir a una congestión cerebral, determinada por la presión violenta de los dedos sobra el cuello. Concedido. Podía excusarse el asesinato, pero... ¿y lo demás? Formulábase en la conciencia del herido una especie de dualidad psicológica, que él explicaba así: -Yo he tenido intención de robar; pero no he robado realmente. Ese dinero no está en mi poder; ha debido extraviarse durante el trayecto, o ser robado por alguno de los portadores de la camilla en que me conducían. He cedido a la tentación, es verdad; pero no era dueño de ninguna de mis facultades. Sano de cuerpo y de espíritu, yo no hubiera hecho eso. Si la tentación me ha vencido, yo no soy responsable; y, como no me aprovecharé de un latrocinio en que soy irresponsable, claro está que soy inocente. En el instante mismo, en que transigía con su conciencia por medio de tan sutil razonamiento, 161
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Rolando temblaba ante la idea de perder el fruto de su robo. El hospital de Pierre está dirigido por una asociación católica, aunque también son admitidos los protestantes. Condenado durante muchos días el herido al más absoluto silencio, observaba con cuidado todo lo que ocurría a su alrededor. Cuando, vencida por la fatiga, Nelly se retiraba para descansar durante algunas horas, era reemplazada por una del esas religiosas, pertenecientes a la Orden de Santa Marta, que recorren el mundo cumpliendo la sublime, misión de la caridad. Rolando resolvió aprovechar una de las ausencias de Nelly. -Hermana -dijo con voz débil. -¿Qué quiere usted, señor? -¿No está colgada mi ropa a los pies de la cama? Tengo frío, y ruego a usted que extienda mi chaquetón sobre las mantas. Sonrióse la hermana. ¿Cómo podía el enfermo experimentar frío en el mes de junio, cuando hacía un calor sofocante ? Sin discutir lo que consideraba un capricho, hizo lo que Rolando la decía y se retiró. ¡Por fin iba a salir de dudas! Lenta y penosamente se incorporó, extendió la mano temblando, y 162
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sus calenturientos dedos consiguieron alcanzar el chaquetón, atrayéndolo hacia sí. ¡Milagro! ¡El sobre cerrado estaba en el mismo lugar! El joven oía el roce de las letras de cambio en el interior del papel... ¡Rico! ¡rico! ¡Era rico! Rolando cerró los ojos extenuado, no tanto por el esfuerzo físico como por la emoción moral. No tardó en caer en un profundo sueño, sueño dulcísimo que poblaron las más deliciosas imágenes, sin que viniese a turbarlo el menor remordimiento. La conciencia de aquel vencido de la vida se había desgastado, se había consumido en la formidable lucha por la existencia. Entonces no se consideraba como un asesino ni como un ladrón. Era simplemente el atrevido aventurero que toma el desquite.
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XVI El ataque al. log-house, la muerte de Mrs. Readish y la valerosa defensa de Rolando, causaron una gran sensación en los Estados Unidos. Los periódicos enviaron reporters hasta Pierre para celebrar interviews con el héroe. Si hubiese sido más vanidoso, el joven habría podido darse tono y ser la celebridad del día, dramatizando un poco su aventura; pero prefirió no llamar la atención, guardando una actitud modesta. Aquella prudente reserva, tuvo, como sucede siempre, un éxito considerable. Una mañana, Mr. Clark, agente de negocios de Nueva York, se presentó en casa del director del hospital de Pierre. -Señor - dijo,- me, ha comisionado para venir aquí la familia de Mrs. Readish. La pobre mujer deja una hija, fruto de su primer matrimonio, y que es 164
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hoy su única heredera. El tutor de esta niña ha decidido que se ofrezca a M. Montfranchet una suma de 2.000 dólars a título de indemnización. En cuanto a miss Nelly, la hija de Mrs. Readish desea colocarla a su servicio. Acompañaron a Mr. Clark al jardín del hospital donde Rolando, ya casi enteramente repuesto, se paseaba apoyado en el brazo de Nelly. Esta doble proposición fue acogida con alegría. Ella, que temía quedarse sin colocación, veía realizados todos sus deseos. Rolando, por su parte, celebraba que llegase la hora de su regreso a Francia; además, aquella suma de 10.000 francos, que la familia daba al defensor de Sacha, le permitiría ejecutar la segunda parte de su plan. -¿De modo que esta señorita también acepta? -dijo Mr. Clark - Muy bien. Mañana parto para Nueva York. ¿Quiere usted acompañarme desde luego? Nelly pidió, y obtuvo, en efecto, algunos días de prórroga. No quería dejar a su amigo hasta que estuviese absolutamente curado. -Es muy natural -dijo el agente de. negocios. El señor la acompañará a usted hasta Nueva York, a cuyo punto también tiene que dirigirse para su em165
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barque. Aguardo a usted, por lo tanto, dentro de ocho días en mi casa, Broadway 213. Esta última semana transcurrió con rapidez. Rolando estaba cada día mejor, y Nelly apenas reconocía en él al compañero triste y frío de los primeros días. No podía explicarse el cambio que visiblemente se operaba en él. Su rostro, antes sombrío y abatido, expresaba actualmente una tranquila calma, y así como en otro tiempo era silencioso, tomábase ahora expansivo y confiado. Durante los largos paseos que daba con Nelly por los alrededores de la ciudad, contaba el joven su antigua vida, la ruina de su padre y la valerosa lucha que sostenía contra el destino. Como si la hubiera gustado sumirse en aquellos recuerdos fraternales, hablaba de su hermana, de aquella adorada hermana a quien, por fin, volvería a ver. Y Nelly le escuchaba con respeto matizado de una inconsciente ternura. La pobre muchacha suspiraba interiormente, pensando en su humilde condición de sirvienta. Rolando era para ella hermoso y seductor como un héroe de novela. Sabía que era generoso y bueno. ¿No la había protegido y defendido en las ocasiones en que Mrs. Readish la torturaba? 166
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Cuando llegó el día de, su partida, treinta jóvenes de Pierre quisieron conducir en hombros hasta el rail-road «al atrevido adversario de los cow-boys», se dieron algunos vigorosos vivas, y Rolando suspiró cual si se quitara un gran peso de encima al comenzar esta primera jornada que le aproximaba a Francia. Diez veces al día deslizaba la mano en el interior de su chaquetón para sentir el rozamiento del precioso sobre bajo sus dedos, y también diez veces al día exclamaba: -¡Soy rico, soy rico! Al llegar a Nueva York dirigióse inmediatamente a la casa consignataria de la línea Cunard, a fin de tomar un camarote en uno de los vapores correos ingleses, y como se admirasen de que un francés se dirigiera a Southampton y no al Havre, contestó tranquilamente que un asunto de interés le llamaba a Londres. La pobre Nelly lloraba a lágrima viva al separarse, tal vez para siempre, de aquel amigo a quien amaba tanto. Le acompañó a bordo del vapor, y no regresó a tierra hasta que llegó el momento de levar anclas.
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Por fin Rolando quedó solo, entregado a sí mismo y sin temor a las miradas de los que le rodeaban. Durante aquellos días de navegación tuvo tiempo de combinar y madurar su plan. -Héme ya rico. Muy bien. Logré el fin que durante tanto tiempo he perseguido; pero, ¿cómo explicará el origen de esta rápida fortuna? Frecuentemente, apoyado en la obra muerta, seguía con mirada pensativa la estela que iba dejando el barco en las verdes olas del mar. ¡Extraño destino el suyo! En tanto que había buscado la fortuna por medios honrados, todo lo salía mal, naufragaban todos sus proyectos. Para salir de aquel abismo de miseria, forzó, digámoslo así, la suerte, y él, que desde que nació había sido leal, recto, valeroso, y que tan elevado concepto merecía, y regresaba a su país transformado en asesino y ladrón! -¿Pero en qué consiste que no experimento remordimiento? - se decía a sí mismo. Veníanle entonces a la memoria algunos trozos de sus anteriores estudios filosóficos. ¿No ha sido Th. Ribot quien ha dicho: «Si nos obstinamos en hacer de la conciencia una causa, todo permanece, obscuro; pero si se la considera simplemente como 168
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formando parte de un proceso nervioso, entonces todo aparece claro? - No, yo no soy un asesino continuaba nuestro héroe pensando en su interior, -no soy un ladrón. En mí no ha habido premeditación. Mi voluntad ha sufrido un rebajamiento, una depresión momentánea. ¿ Acaso puedo ser responsable de ello? Recuerdo precisamente ejemplos que citan Ribot y Fouillée en sus estudios acerca de las enfermedades mentales. En algunos seres la sobreexcitación de las fuerzas motrices es tal que caminan horas enteras sin detenerse ni mirar a su alrededor, como aparatos mecánicos a los que se hubiera dado cuerda. Perfectamente: la falta comienza en donde existe un perjuicio causado a mi prójimo; pero como Mrs. Readish ha dejado una hija, es innegable que cometo una falta reteniendo la herencia que legítimamente le corresponde... He aquí lo que debería pensar, si creyese todavía en la conciencia ¡La conciencia! -«No es el estado de conciencia como tal, sino el estado fisiológico correspondiente el que se transforma en acto.»2 Puesto que todos ignoran que la muerta llevaba consigo estos cuatro billetes de Banco, mi acción queda reducida a un simple
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empréstito forzoso. Haré fortuna y cuando llegue a ser millonario, me será fácil reintegrar esa suma. De este modo, por medio de un sutil razonamiento, Rolando trataba demostrar que no era ladrón como antes había intentado probar que no era asesino. No experimentando remordimiento, se convenció de que no debía sentirlos, y el desgraciado no comprendió que llegaba a aquel estado descrito por los sabios, al que llaman la «parálisis psíquica», especie de ataxia moral que constituye una de las fórmulas de la gran neurosis. La lucha espantosa sostenida por Rolando, el furioso combate librado contra la desgracia durante tantos meses, habían producido una anemia de su voluntad. Sin la voluntad, que es la causa, no existe la conciencia, que es el efecto. Al noveno día después de su partida de Nueva York, el vapor entraba en la rada. M. Montfranchet no se detuvo más que algunos instantes en la ciudad. Llegó a Londres aquella noche, y, al siguiente día, cobró en el Banco una de las cuatro letras sustraídas. Proponíase, cobrar la segunda en París, la tercera en Roma y la cuarta en Berlín, dejando un intervalo de tres meses entre cada una de estas operaciones. 170
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Ahora más que nunca quería usar de toda su prudencia, sin abandonar nada a la casualidad.
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XVII -Sí, comprendo que estés con mucha inquietud, pobre Alicia. Rolando habla prometido darnos noticias suyas, y desde que nos dejó no ha escrito ninguna carta, ni enviado siquiera un corto telegrama. Mme. Montfranhet (que ya se llamaba Mme. Duseigneur), movió tristemente la cabeza diciendo: -No acuso a mi hermano. Estoy tan segura de su cariño como él del mío; pero encuentro este silencio inexplicable. ¿ No pudiera estar enfermo en aquellos desiertos del Far-West?... Los periódicos de París hablan insertado, algunas semanas antes, el relato de las dramáticas aventuras de Rolando y la trágica muerte de Mrs. Readish; pero los trabajadores económicos y pobres como Alicia y Arístides no leen periódicos. Perdidos en medio de la multitud, no conocían a nadie y no 172
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podían averiguar, ni aun por casualidad, lo que tanto les interesaba. El joven no sabía a qué causa atribuir aquel silencio. Ella, sin exagerar nada, presentía una catástrofe. Era indudable que Rolando debía estar enfermo, muy enfermo; porque si esta razón no existiese, habría escrito a sus hermanos. Aquella noche, era un sábado del mes de julio, Alicia se sentía más abatida, más nerviosa que de costumbre. Creía que de un momento a otro iba a saber alguna desgracia. De repente se estremeció. -Oye... Arístides... creo que suben la escalera de nuestro piso... alguien viene... Los pasos del que subía sonaban cada vez más cerca. Una voz robusta y alegra gritaba al exterior: -¡Alicia! ¡Alicia! La joven se puso en pie, pálida, y casi desfallecida. -¡Rolando!... ¡La voz de Rolando! Era él, en efecto. Al ver a su hermano, Alicia lanzó un grito, cayendo en los brazos que le tendía, y cuando le hubo cubierto de besos y devorado a fuerza de caricias, le obligó a sentarse. Después, arrodillándose ante él:
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-¡Tú eres, tú! -decía. -Llegas en el preciso momento en que estábamos hablando de ti, desesperados, creyendo que no te veríamos más. Ya te creía muerto o perdido en las tristes soledades de aquel horrible país. Quiero mirarte, convencerme por mí misma de que no sueño. ¡Si supieras con cuánta inquietud estábamos! Fue preciso que el joven les refiriese todo lo que lo había ocurrido en el viaje, desde su salida de París, sin omitir ningún detalle. ¡No habrían consentido que suprimiese nada! Pero ¡cuán cambiado lo encontraban! El desesperado que huía de su país algunos meses antes con el corazón lleno de amargura, regresaba feliz y confiado en su destino. -Figúrate, Alicia mía, que traigo 10.000 francos por delante. Ahora va estoy tranquilo. Podrás ingresar en el Conservatorio. -Es cierto; pero esos 10.000 francos, los has pagado bien caros. -Arístides, hazla entrar en razón. Ya comprendes que un balazo en un hombro es una herida de poca importancia. -¿Y si hubieras muerto? -Sí; pero como estoy vivo... 174
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Le obligaron a repetir por segunda vez tan dramática narración. Su hermana no se cansaba decirle. ¡Qué abominable mujer la tal Mrs. Readish! -En resumen: que todo va bien -dijo Arístides. -Ya ves, Alicia, que hiciste mal en asustarte antes de tiempo. Nuestro hermano tiene razón. Había rodado hasta el fondo del abismo. Sin desanimarse ha luchado con valor, y ahora regresa victorioso... Como en los días de la desgracia, estos tres seres unidos por una mutua ternura, siguieron hablando del porvenir hasta una hora muy avanzada. Al día siguiente era domingo. Arístides y Alicia pidieron permiso para no asistir a su trabajo. ¡Qué proyectos formaron! Emplearían el día de vacaciones en correr por el campo o por los bosques, y, desde el lunes, Rolando buscaría colocación. Comenzaría por visitar a su buen amigo René, puesto que ahora el pretendiente podía esperar que todas las puertas se abrían ante él. Esta visita a llenó preocupaba a Rolando. ¿Qué noticias habría recibido de América? El domingo, transcurrió alegremente. Los tres quisieron repetir el paseo que dieron el año anterior en los primeros días de primavera.
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¡Cuán tristes estaban entonces y qué felices se sentían ahora! -Aquí es donde me concediste la mano de Alicia, querido Rolando -decía Arístides ;- así es que, después de ella, a ti te debo toda la felicidad de mi vida. Humilde felicidad que habría hecho sonreír de lástima a los afortunados de la tierra; pero la felicidad de los seres sencillos y buenos es semejante al manantial de agua fresca, que sólo calma la sed a los estómagos sanos. Cuando, al anochecer, regresaron a casa, Alicia tomó el brazo de su hermano. -¿Te acuerdas – dijo - de la noche en que regresando, como ahora, encontramos una carta que habían deslizado por debajo de la puerta? Un deudor anónimo nos devolvía 1.500 francos, que dijo haber recibido en otro tiempo en calidad de préstamo de nuestro padre. Así lo creímos tú y .yo, sin que hayas adivinado todavía que el pretendido deudor se llama Aristides Duseigneur. Por primera vez desde que había cometido su crimen, sintió Rolando que se le oprimía el corazón, y dijo en su interior amargamente: -Yo también era bueno y generoso... como él... Luego añadió, con un ademán de cólera: 176
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-¡Bah! ¿Y qué he ganado? Cuando yo era así, todo el mundo me pisoteaba, en tanto que ahora... Al siguiente día, antes de las doce, Rolando se presentó en la oficina de Renó Salverte. -¡Al fin llegas! No puedes imaginarte el éxito que ha tenido tu aventura. Papá te admira ahora, y tú ya le conoces. ¡Cuando el admira a alguien!... ¡El, tan rígido! La verdad es que me siento orgulloso al pensar que soy amigo tuyo. Te has portado como un héroe, sencillamente corno un héroe. -No te burles. Ya sabes que a ti es a quien debo agradecer, en primer término, mi actual situación, porque tú ignoras que, en adelante, puedo esperar, gracias a Dios, sin verme obligado a aceptar cualquier trabajo so pena de morir de hambre. -Ahora no tendrás que esperar, pues no ha de suceder siempre lo mismo; los necesitados no inspiran confianza a nadie. Te he encontrado una colocación magnifica. Ya hablaremos de esto. Rolando quiso llevar a su amigo al café Inglés, como el día en que se volvieron a ver después de tantos años de separación. Gustábale, desde su llegada, hacer revivir antiguos recuerdo, como si experimentase una áspera alegría en evocar el tiempo pasado. 177
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-Óyeme, bien -dijo René .-Uno de mis amigos acaba de comprar una plaza de agente de cambio. Desea colocarte a su lado con la promesa de interesarte en sus negocios, pasados algunos meses. Tendrás, al principio, 6.000 francos de sueldo. ¿No es esto deslumbrador? ¿No me das las gracias? A ti solo debes este brillante resultado. Cuando los periódicos de París refirieron tus hazañas contra los cow-boys en el Far-West, mi amigo Georges Davrit se deshacía en tu elogio. Yo celebré tus ocultando cuidadosamente tu pobreza, por honrosa que me parezca. Ya adivinas lo demás. Jorge Davrit toma posesión el 1° de septiembre. Hasta entonces descansa y goza, de la fortuna. Tú no la has robado. Comenzó para Rolando, desde aquel día, una existencia nueva. Durante los meses de vacaciones que le. habían concedido, entretúvose, en combinar fantásticos planes a fin de que en su día nadie pudiera admirarse al verle aparecer dueño de una fortuna de 400.000 francos. Ciertamente, su nueva posición le ayudaría a suponer beneficios imaginarios; pero para improvisar una fortuna son necesarias una de esas jugadas de
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Bolsa que bruscamente enriquecen a los unos y arruinan a los otros. Habiendo tomado la resolución de no modificar en nada su modesta existencia, vivió tan sencillamente como en otro tiempo. Todas las mañanas llegaba con puntualidad a la oficina del agente de cambio, situada en la calle de Luis el Grande, y trabajaba asiduamente hasta las cinco de la tarde. Sus jefes y sus colegas le querían y le estimaban por su natural alegre, por su ardimiento en el trabajo y por los servicios diarios que prestaba a todo el mundo. Bajo su inalterable buen humor, ocultaba Rolando la sorda impaciencia que le devoraba: ¿Estaría reducido a conservar improductiva aquella gruesa suma de dinero? Hacia el mes de noviembre supo hábilmente deshacerse de dos de sus preciosas letras de cambio. Un inglés tenía que cobrar, con cargo a M. Davrit una factura de 200.000 francos. Rolando reservó para sí los 200 billetes, que el cajero le confió, pagando al insular con las letras inglesas. M. Montfranchet cambió las tres cuartas partes de la suma robada a Mrs. Readish por títulos al portador, que ocultó misteriosamente con la rapacidad de un ava179
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ro. En vano aguardaba una ocasión que le permitiera arrojar la máscara. La ocasión no se presentó hasta principios del año siguiente. Una mañana, al dirigirse a la oficina, compró uno de esos periódicos pequeños, cuya especialidad consiste en la abundancia de hechos diversos y noticias de sensación. En la primera página se leía el hecho siguiente: «Ayer dimos a nuestros lectores la lista de los números premiados en el sorteo de la Lotería Beylicale. Como complemento a esta noticia podemos participarles que el número 723.506, el cual ha obtenido, el premio mayor de 300.000 francos, pertenece a una honrada mujer de Fantenay-sous»Bois, llamada Mme. Tronchot, viuda. Desgraciadamente, se halla enferma con un reumatismo articular, que la condena a una absoluta inmovilidad. Por esta razón no ha podido presentar el billete en el Banco de Francia, donde los fondos se hallan depositados.» Estas líneas llamaron la atención de Rolando. ¿Por qué no habla de aprovechar tan feliz casualidad? Al día siguiente, M. Montfranchet se presentó
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en la administración de loterías a fin de tener la prueba oficial de que el periódico había dicho la verdad. Una vez convencido, aguardó con paciencia la llegada del domingo, en cuyo día era dueño de sus acciones y de su tiempo, porque estaba cerrada la oficina. Salió con dirección a Fontenay aprovechando uno de los primeros trenes, y a las diez de la mañana llamaba a la puerta de la casa en que habitaba Mme. Tronchot. En efecto, aquella mujer, de edad avanzada, y enferma, no podía dejar la cama, donde se hallaba presa de los más atroces dolores. Rolando se halló frente a frente de una de esas aldeanas medrosas y astutas que temen a su prójimo y desconfían de todos los desconocidos. -Señora -dijo Rolando, -me comisiona el director de la Lotería Beylicale para comprobar si efectivamente poseo usted el número premiado, 723.506. Mme. Tronchot veía ladrones por todas partes desde que sabía que estaba en posesión de una fortuna, y no se atrevía a responder, mirando a aquel extraño con imbécil terror. Rolando no era hombre para preocuparse por tan poco, y continuó tranquilamente.
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-Hemos sabido que no podía usted ir a cobrar por sí misma la suma que le correspondía y estoy encargado de traerla. Y diciendo estas palabras sacó de su bolsillo una cartera atestada de billetes de 1.000 francos. La vieja abría unos ojos estúpidos, lentamente embriagada y atraída por la vista de aquellos 300 billetes, de Banco que, desdoblados, se mostraban ante ella. Su desconfianza iba desapareciendo, alargaba su mano trémula que apenas se atrevía a rozar aquellos preciosos papeles, murmurando: - ¡Mío!... ¡Todo esto es mío! -Triunfó después en ella el instinto de la propiedad, quiso contar y volver a contar dos veces los billetes de Banco, y cuando entregó a Rolando el número premiado, todavía lo dirigió una vaga mirada de temor. Una hora después el joven regresaba a París. Al fin podía gozar, en pleno sol y delante de todo el mundo, de aquel dinero que, guardaba en el fondo de una alcancía. Ahora tenía su fortuna un origen, una explicación sencilla y natural. Un billete de lotería, comprado por casualidad, había obtenido en el sorteo el premio mayor. Es un hecho poco común; pero perfectamente verosímil. El mismo periódico que noticiaba algunos días antes la buena suerte de 182
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la viuda Mme. Tronchot, desmentiría esta primera noticia por medio de una sencilla rectificación, y todo quedaba arreglado. De los 300.000 francos cobrados en la administración de loterías, Rolando haría dos partes; una para su hermana, otra para él. Con 6.000 francos de renta y el sueldo de su marido, Alicia sería completamente feliz. En cuanto a él, especularía por su cuenta, apoyado en un capital de 250.000 francos. Todos estos sueños invadían su cerebro sobreexcitado. En la vida no veía más que dinero. De tal manera había maldecido su destino, que salió de la lucha transformado. Ahora tenía tanta confianza en su buena estrella como desconfianza antes. En lo sucesivo, ¿qué le faltaba para triunfar? Nada. Escrúpulos, honradez, conciencia, todo yacía tirado por el suelo en un cementerio de América, bajo la piedra tumular en que Mrs. Readish dormía el último sueño. Ya no había dique, freno ni mezquinas vacilaciones. Rolando quería ir muy lejos y elevarse mucho. ¿Por qué no había de ser él uno de los afortunados, uno de los poderosos de este mundo, que dirigen la sociedad al impulso de sus millones? Había presentado a la fortuna un encarnizado combate, y los combates cuestan sangre. ¡Tanto pe183
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or para aquella mujer si la suya había corrido! ¡Ah! París despreciaba antes a Rolando Salbert, humilde, pobre y honrado. Ahora se inclinaría ante Rolando Montfranchet, criminal, ladrón y millonario. Con la impunidad, la parálisis psíquica se agravaba. Continuaba sin sentir remordimientos ni arrepentirse, y caminaba alegremente hacia el porvenir sin ver el espectro de su víctima, que gesticulaba desde el obscuro fondo del pasado.
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SEGUNDA PARTE ...Un culpable puede ser indiferente después del crimen, en cuanto a la naturaleza espantosa del acto. Realizado en un momento en que el agente estaba fuera de sí, el acto no le pertenece, por lo mismo que su convulsión no ha sido un efecto de su voluntad. H. MANDSLET.
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EL AMOR I -Parece que M. Sorbier conoce la historia de la debutante -dijo Mme. de Ganges, volviéndose hacia el fondo del palco. Mrs. Mand Vivian, sentada al lado del joven, sonrió con burla. -¡Oh! ¡Ya me Imagino que él conocerá a todas las debutantes de París! -exclamó la linda inglesa. -Señoras -dijo sonriendo Edmundo Sorbier, me calumnian ustedes injustamente, y les advierto que tendrán que pagar las costas. No sé más que lo que me han contado en el círculo antes de comer. Mme. Salbert, que aparece esta noche en la Ópera por vez primera, no es una heroína de novela. Desde luego es casada, y, además, rica. Es hermana de Montfranchet. -¿Montfranchet, el banquero? -El mismo. -¡Parece increíble! ¿Cómo un hombre con tantos millones permite que su hermana salga a las tablas? -¡Es usted demasiado severa! ¿No cae usted en la cuenta de que pudiera hacerlo por amor al arte? 186
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Déjeme usted, pues, seguir mi narración. La debutante y su hermano son hijos del célebre banquero Montfranchet, que fue, en su tiempo, una potencia. El hijo ha seguido las huellas del padre, y, en cinco años, ha sabido crearse una fortuna colosal. Durante este tiempo la hija, dotada, según parece, de una voz magnífica, ingresó en el Conservatorio. Obtuvo todos les premios y pasó a Italia, donde ha alcanzado muchos triunfos. -¿Y se casó en Italia? -No. Se ha casado con un modesto empleado del Hotel de Ville. -Es grotesco. Se debía prohibir a las actrices contraer legítimo matrimonio... -¡Oh! Con el divorcio... Levantóse, el telón y se restableció el silencio en el teatro. Para su debut Alicia había elegido el papel de Margarita. Desde que apareció se produjo un sordo murmullo de admiración que recorrió desde la orquesta hasta el anfiteatro. La belleza de la joven producía su efecto acostumbrado a los 28 años de edad Mme. Duseigneur estaba deslumbradora. La felicidad y el éxito comunicaban a esta hermosa criatura un brillo extraordinario.
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No se vive impunemente en comunidad con los grandes maestros. El alma se dignifica y eleva siempre, en la intimidad de tan sublimes artistas. La viva inteligencia de Alicia adquirió mayor penetración con cinco años de asiduo trabajo diario. Ahora una ardiente llama resplandecía en sus ojos grises. Desprendíase de ella un poderoso encanto que imponía a la vez simpatía y respeto. Hasta en esa promiscuidad de la vida de bastidores, permanecía siempre la misma altiva joven, que se elevaba sobre las vulgaridades de la multitud. Margarita camina lentamente hacia la iglesia con el clásico devocionario en la mano. Fausto se aproxima a ella y se inclina. Cuando Alicia se detuvo para cantar la célebre frase: ¡Ah, signor! ío no son damisela ne bella... hubo algunos momentos de expectación y contuvo el público aquel irresistible impulso espontáneo que le inclinaba a favor de la debutante. Todos se preguntaban si la artista valdría tanto como la mujer; pero cuando terminó aquella exquisita frase que sir188
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ve como de preludio al papel, haciendo gala de su voz llena, pura y armoniosa, el entusiasmo no tuvo límites. De acto en acto el éxito crecía siempre formidable y tomando las proporciones de un verdadero acontecimiento musical, de uno de esos grandes éxitos que transforman en un instante al desconocido artista en una celebridad. Después de la escena de la iglesia, en el acto cuarto, muchos admiradores invadieron el palco de Rolando, apresurándose a felicitarle. La misma frase se oía repetida por todas partes y en todos los tonos, con la uniformidad de esos cumplimientos que son de rigor. -¡Qué genio!... ¡Qué talento!... ¡Oh, es maravilloso!... Un poco sobreexcitado, Rolando respondía nerviosamente con la prisa mal disimulada del hombre a quien ya se importuna demasiado. Estaba deseando ir al escenario para abrazar a Alicia. El también había cambiado mucho durante cinco años. La fortuna y el éxito daban a su varonil belleza un sello de que antes carecía. Sus ojos azules expresaban una gran intensidad de vida, y, en algunos instantes, cuando miraban fijamente, sorprendía el contemplar aquella mirada de acero, enérgica y dura. La suerte 189
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milagrosa que acompañaba a M. Montfranchet en todas sus empresas excitaba más bien la admiración que la envidia. En París se respeta a los hombres laboriosos, y todo el mundo sabía que el banquero trabajaba con febril actividad. Se sabía, además, con gusto, que era generoso como un gran señor, sumamente cortés y que conservaba y sostenía con cuidado todas sus amistosas relaciones. Se aproximaba al pasillo por donde los abonados penetran en el escenario, cuando René Salverte salía de una de las butacas de orquesta. -¡Me parece que estarás contento! -Soy muy feliz. -¡Ya lo creo! Ni tú ni yo esperábamos un triunfo así. -¿Me acompañas? -Irá con gusto; quiera repetir a tu adorable hermana los elogios que he oído a mi alrededor. El cuarto de Alicia estaba también invadido por todos esos inevitables enamorados del éxito, que son como serviles cortesanos de la estrella que nace. Al ver a Rolando redoblaron sus elogios, y después, adivinando cada cual que les dos hermanos desearían, como es natural, hablar con intimidad, unos después de otros fueron retirándose discretamente. 190
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-Yo me quedo -dijo René riendo. - Haceos cuenta que yo no soy nadie. La joven estaba radiante de alegría, cayó en brazos de Rolando, diciéndole: -¿Estás contento conmigo? -Más que contento, orgulloso. Has cantado como una gran artista y has representado como una gran actriz. Solamente te ruego que, en lo sucesivo, no te poseas tanto de tu papel ni seas tan apasionada. Te matarías en poco tiempo. Pero ¿dónde está Arístides? Alicia sonrió. -No ha querido quedarse, pretextando que sería ridículo. El pobre muchacho debe estar oculto en el fondo de un palco. -Mi carruaje os espera a la salida. Quiero que terminemos los tres juntos esta noche, en que se decide tu porvenir y tu carrera. -Estaremos los cuatro si te parece -dijo René; -puesto que cenas con tu hermana y tu cuñado, bien podéis tolerar mi presencia. Un golpecito dado en la puerta del cuarto detuvo la charla del parisiense. -¡Todavía más importunos! -murmuró Rolando con impaciencia. 191
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-Vaya usted a ver quién es, Elena -dijo Alicia llamando a su camarera. -Ya sabe usted que no recibo a nadie. -¿Ni aun a mí? -dijo una voz fresca y juvenil que encantaba por su armoniosa pureza. Alicia dio un grito de alegría y avanzó con los brazos abiertos para recibir a la recién llegada. -¿Usted aquí, mi querida Florencia? ¿Por qué milagro está usted en París? Lo joven se ruborizó. -Diga usted pronto a su señor hermano... porque este señor debe ser su hermano de usted, lo he conocido en seguida... que soy huérfana y americana, pues de otro modo se escandalizaría al verme correr por el mundo sola con una doncella. Alicia, tomándolo a broma, procuró hacer una ceremoniosa presentación: -Mi querida amiga, mi hermano M. Rolando Montfranchet. Rolando, mi amiga miss Florencia Ridney. Rolando no parecía escandalizado; la extranjera le había seducido a primera vista; pero no tuvo tiempo de responder a aquella presentación, porque el traspunte vino a anunciar a Mme. Salbert que el entreacto iba a terminar. 192
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-Hasta luego, amigos míos -dijo Alicia; --es preciso que la noche termine tan bien como ha comenzado. Quedamos pues, de acuerdo. René cena con nosotros, y usted también, querida Florencia. -Acepto. Su hermano de usted tendrá la bondad de ir a buscarme, y me acompañará a su cuarto de usted. Cuando cayó el telón, después del admirable terceto final, una atronadora salva de aplausos y aclamaciones saludó a la debutante. París la consagraba como a una gran artista. Realizábanse, por fin, los dorados sueños de otros tiempos. Rolando dominaba a sus contemporáneos desde la altura de sus millones, y Alicia se imponía a fuerza de talento, a la admiración de la multitud. Al quitarse el traje de teatro evocaba rápidamente el triste recuerdo de los pasados días. ¡Cuán lejano le parecía aquel tiempo de pruebas y sufrimientos! Cuando volvió, su hermana se arrojó de nuevo en sus brazos, murmurando a su oído: -¡Quién nos hubiera dicho esto antes! Luego añadió, después de algunos momentos de silencio: -Florencia viene conmigo; ustedes no tardarán, ¿eh? 193
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Desde que la fortuna comenzó a sonreírle, Rolando compró, cerca del Arco del Triunfo, uno de esos suntuosos hoteles que todos hemos visto brotar del suelo como al golpe de la varita de una hada. La verja, rematada en agudas flechas, corría a lo largo de la avenida Friedland, abriéndose sobre un ancho patio enarenado. Entrando, bajo una bóveda de verdura, se llegaba a un jardín muy bien cuidado, que terminaba por detrás de una cortina de enredaderas. Era el parque famoso que, el príncipe P*** había formado en pleno París. La fachada del hotel daba sobre este jardín, y desde la avenida no se veían más que las cuadras y las cocheras. El palacio había sido construido por un arquitecto de gusto bastante mediano, que no se había ingeniado para encontrar nada nuevo. Dos alas vulgares, en forma de pabellones cuadrados, flanqueaban pesadamente un cuerpo de edificio central de una altura más esbelta, perpetua copia de las elegantes casas florentinas. Arístides y su mujer ocupaban el ala izquierda, Rolando el ala derecha, y, en medio, se hallaban los salones de una inmensa biblioteca llena de volúmenes raros, encuadernados en tafilete encarnado, especialmente la primera edición de todas las comedias de Moliere. 194
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Después de la biblioteca se veía una magnífica colección de cuadros, todos pertenecientes a la escuela moderna. Cerca de treinta obras maestras figuraban en dicha galería, entra ellas un claro bosque de Corot, inundado de luz y vaporoso como un sueño de primavera; una cabeza de mujer, de Elia Delaunay, pintada con incomparable fuerza de expresión: la Batalla de Forbach, de Détaille, al lado de una alegoría de Luc Olivier Merson, y la célebre Agar en el desierto, de Cazin, entra un interior de una casa de marinos, de Dagnan-Bouberet y La Sultana en el baño, de Gerveux. El retrato de Rolando, por Paul Dubois, se destacaba profundo y luminoso entre una estatua de mármol, de Mercié, y un barro cocido de Saint-Marceaux. La cena esperaba a los invitados en las habitaciones de Alicia. A la una de la mañana todos se encontraban reunidos, felices, con la risa en los labios y la alegría en los ojos. El más feliz de todos era el buen Arístides. El triunfo de Alicia no le extrañaba. Hacía mucho tiempo que sentía admiración por el talento de su mujer. Experimentaba un sentimiento más delicado y menos egoísta. Sabía cuán grande era la llama de artista que ardía en el corazón de su esposa; una derrota hubiera sido, para ella, la 195
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más cruel de todas las pruebas: aclamada por todos, envidiada, celebrada, la vida se presentaba ancha y sonriente ante la cantatriz. En tanto que Arístides vigilaba los preparativos de la cena, Rolando escuchaba la narración en que Florencia le refería cómo conoció a Alicia en Roma. Una noche, el ministro de los Estados Unidos reunía a algunos de sus compatriotas para oír a Mme. Salbert, que acababa de hacer su aparición en escena con la ópera Lucía, y las dos mujeres habían simpatizado. Florencia amaba y admiraba a la gran cantante. Alicia experimentaba una súbita inclinación y una gran simpatía hacia aquella joven, tan rica de fortuna como pobre de afecciones. Esta linda americana, fina y delicada como una mujer del Norte, agradaba a primera vista, causando cierta impresión por su dulzura y bondad. Florencia, a los 19 años, parecía aún más joven. Alta, esbelta, graciosa, con su rosada tez, recordaba de un modo extraño a la Ottilia de Goethe, de la que tenía los ojos azules, tranquilos, tiernos y profundos. ¡Cuán admirables eran sus rubios cabellos!. Eran cabellos de diosa, dorados, lucientes, con tornasolados reflejos de topacio quemado. Aquella encantadora criatura sabía hacerse superior a las vulgaridades humanas. 196
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De su mirada, de sus gestos y de sus palabras desprendíase una sonriente y serena castidad. Era, en fin, una de estas naturalezas superiores que jamás aceptan las brutales realidades de la vida Hablaba, y Rolando no se cansaba de escucharla, encantado, sobre todo, por el sonido de su voz, armoniosa y musical. Florencia sonrió maliciosamente. -Aquí nadie hace el gasto, y usted me deja hablar a mí sola. Eso no está bien. -Perdone usted, señorita, pero es un verdadero goce artístico el escucharla. Hable usted, se lo ruego; hable usted... Paréceme que no soy un extraño para usted, y me imagino que hace mucho tiempo que nos conocemos. -¡Es gracioso lo que me dice usted! Claro está que el hermano de mi querida Alicia, forzosamente ha de ser amigo mío. Yo quisiera ser coqueta para agradar a usted mucho. -¿Qué mujer no tiene algo de coqueta ? Sin embargo, observo en usted un no sé qué de particular. ¡Es usted tan diferente de las jóvenes del día!! Alicia interrumpió la conversación. La cena esperaba a propósito del triunfo de aquella noche, Florencia recordaba el éxito de Alicia en Roma. La joven americana no pensaba venir a París hasta la 197
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llegada de la primavera; pero habiendo sabido por los periódicos el próximo debut de su amiga, no había podido resistir al deseo de ir a aplaudirla. René, por su parte, se divertía en incomodar al buen Arístides. El parisién no admitía que el esposo de una mujer célebre se ocultase tenazmente en la sombra. Duseigneur reía, respondiendo con su habitual modestia: -Ya he dicho, a usted que la pondría en ridículo. Me parece oír lo que dirán cuantos la conozcan: «¡Qué admirable mujer es Mme Salbert! ¿Es casada? –Ciertamente -¿Y quién es su marido? ¿Príncipe o Duque, sin duda? -Nada de eso, es un empleado del Hotel de Ville.» Era tan graciosa la ocurrencia que los convidados reían a carcajadas. -Búrlense ustedes todo lo que quieran, amigos míos -dijo imperturbable Arístides .- Yo hago dos partes de mi vida. Me agrada ser el marido de Alicia, pero no el esposo de la célebre Mme. Salbert. Esta no se pertenece a sí misma. Se debe a su arte y al pública. La otra sólo me pertenece a mi. Ustedes admirarán la inspirada cantante; yo a la esposa cariñosa. Ustedes disfrutan de su genio... yo
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poseo su corazón; me toca la mejor parte... y me la guardo. ¡Cuánta razón tenía! Desde el día de su matrimonio aquellos dos seres gozaban de una felicidad perfecta. Su amor, nacido en la miseria, crecía más con la fortuna, y atravesaban la vida seguros el uno y el otro, fortificados por la sólida ternura que les unía. ¿ Por qué habían de sentir el no tener hijos? Bastábanse a sí mismos, pues ambos se habían formado un mundo ideal de sus existencias asociadas. Frecuentemente, Alicia decía a su hermano: -¿Por qué no te casas? Mira qué felices somos nosotros. El respondía: -Búscame una mujer que se parezca a ti, y me caso en seguida. Aquella noche Rolando no dejó de mirar a Florencia, que se ruborizaba tímida y molesta ante tan ardientes miradas, que querían decir: -¿No sería una inmensa dicha ser amado por tan deliciosa criatura?
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II Contra la costumbre general de sus compatriotas, a miss Florencia no le agradaba la vida de hotel. El americano se complace en esos grandes establecimientos que reemplazan, para él, el home Swet home de que tanto gustan los ingleses. La joven cedía a los gustos poéticos de su naturaleza, que la inclinaba a huir de esas promiscuidades vulgares. Desde su llegada a París supo evitar hábilmente todo tumulto y agitación. Servida por la casualidad, a medida de su deseo, halló en Passy una casita, en forma de chalet, en el fondo de un pintoresco jardín. Era un chalet amueblado a la última moda por el tendero rico que lo había mandado construir; pero una mujer inteligente y de buen gusto transforma, 200
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en un momento, todo lo que la desagrada. En algunos días hizo desaparecer aquellos heterogéneos muebles y colgaduras. El que la visitaba sentía una grata impresión de encanto y bienestar. Un vestíbulo con buenas luces, dividía en dos el piso bajo. A mano derecha se penetraba en un salón lleno de flores y verdes plantas. La joven pasaba allí los días, cuando no daba un paseo a caballo, por la mañana o en carruaje por la tarde. En derredor de ella se veían las piezas musicales que más le agradaban, las estatuitas y caprichos artísticos que prefería, una reducción del célebre torso del Belvedere, un piano de cola, de Pleyel, algunos cuadros de maestros y una pequeña biblioteca, donde dormían los escritores y poetas más admirados. Dos días después de su encuentro con Florencia, Rolando pasó a visitarla. Cuarenta y ocho horas habían bastado para domar aquel corazón rebelde. Volviendo la mirada a la más remota época de su pasado, nada descubría M. Montfranchet en él que se pareciese al amor algunos caprichos. pasajeros en Burdeos, cuando comenzaba su primera juventud, pero nada más. Desde entonces, los amargos cuidados de la existencia, la lucha siempre comenzada, le habían alejado inevitablemente de la 201
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mujer. En la actualidad había llegado a ser millonario, y, sin embargo, en nada alteró su género de vida regular y laboriosa. Sus distracciones eran las de un hombre de buena sociedad que va madurando la existencia, sin formar un programa para sus placeres. Entonces la imagen de Florencia venía a implantarse de una manera soberana en su corazón virgen, sin que tratase de luchar contra el nuevo sentimiento que le dominaba. La joven, al verle, no ocultó su alegría. -¡Qué agradable sorpresa! -exclamó con dulce sonrisa .-Siéntese usted aquí, a mi lado, y hablemos tranquilamente, ya que dice usted que mi conversación no le aburre demasiado. Aparte de la tierna emoción que le causaba, Florencia interesaba mucho a Rolando. Había cosas inexplicables e inexplicadas en la existencia de aquella huérfana. Comprendíase fácilmente que no le gustaba evocar los recuerdos de su infancia. Lo que ella quería referir se resumía únicamente en algunas impresiones agradables y fugitivas. Privada desde temprana edad de sus padres, entró en un convento de Nueva York hasta la edad de 18 años. El consejo de familia, reunido por el tutor, se apresuró enton202
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ces a declararla mayor de edad y apta para la administración de su fortuna, que era considerable. Entonces se dirigió a Italia, en donde la colonia americana la recibió y la retuvo, mimándola como a una niña. En Roma conoció a Alicia, y tanto simpatizaron que la más profunda amistad unía desde entonces a ambas mujeres; pero Mme. Duseigneur no conoce del pasado de Florencia más que lo que ésta contaba a todo el mundo. La joven americana debía ocultar algún doloroso secreto: a la menor alusión un poco directa acerca de su pasado, nublaba su rostro una súbita melancolía, y, en algunos instantes, cuando se la observaba hallándose triste o pensativa, solía enjugar rápidamente sus lágrimas. Rolando lo sabía, y aquella deliciosa niña, sencilla y enigmática a la vez, le interesaba sobremanera. -La he oído a usted ponderar los encantos de su existencia independiente; confiese usted, sin embargo, que las horas de abandono y soledad son bien tristes. Sin parientes, sin más relaciones que algunos amigos que rara vez se ven, debe pasar bastantes horas de fastidio una joven como usted. ¿No ha pensado alguna vez en la felicidad de tener un pro-
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metido o un esposo? Una joven tan perfecta, ¿como ha de envejecer sola entre cuatro paredes? -Sin duda, pero no se apresure usted a juzgarme como a una francesa. Nosotras, las americanas, estamos educadas de otro modo que las parisienses, y se nos acomoda y amolda desde que somos pequeñas a este género de libertad que tanto sorprende y extraña a usted. Y, sencillamente, con la más encantadora reserva, refirió las sorpresas de sus viajes a Italia y a Francia y aun analizó, no sin ingenio, el placer que a veces, experimentaba en la soledad. ¿Para qué se había de casar en tanto que el amor no llamase a la puerta de su corazón? -Cuando dos seres se unen, establécese entre ambos el más santo de los deberes -decía Florencia; -pero es preciso, además, que el amor reúna a los dos esposos, porque un lazo no es sagrado si no se acepta voluntariamente. Despreciaba la joven el matrimonio tal como se comprende en Francia, donde rara vez representa la unión de dos corazones que se aman, sino más bien la de dos fortunas que se refunden. Rolando la escuchaba afectando sonreír; pero, en realidad, muy conmovido, porque Florencia no 204
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había amado nunca, y esperaba ser el primero que hiciera palpitar aquel corazón virgen. -Habla usted discretamente, señorita. Si mis compatriotas no se pareciesen a usted, yo las compadecería. ¡Feliz aquel a quien usted elija! Ella se ruborizó ligeramente. -Me hallará un poco... un poco inocente, convengo en ello... Pero un hombre corno usted, preocupado por los negocios, no tiene tiempo de pensar en el amor. Rolando permaneció grave; pero una dulce luz brillaba en sus ojos. -Me conoce usted mal. No pasa día en que no reflexione que yo también tengo derecho a mi parte de felicidad corno los otros, en que no sueñe con aquella a quien yo amaré y será dueña de un corazón que no ha latido por nadie. Cuando encuentre en mi camino a esta desconocida a quien espero, ¡ah, juro a usted que lo que llama preocupación por los negocios no existirá para mí! Mi fortuna es bastante grande para que piense en aumentarla más. Yo no vivirá más que para aquella que me pertenecerá y a quien habré entregado todo mi ser. Mi primer amor será también el último.
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Ahora era Rolando quien la participaba sus ocultas esperanzas y cómo comprendía la existencia en el matrimonio. Aquel hombre, dotado de una razón tan firme, de una inteligencia tan poderosa, tenía la ardiente elocuencia de un artista. Si, felizmente, la mujer con quien se casase participaba de sus mismos gustos e inclinaciones, no tendría más placer que recorrer el mundo con ella y rejuvenecer su fiel ternura, renovando perpetuamente sus sensaciones y sus recuerdos. Florencia sonreía a su vez, confesando que sería delicioso ir a aquellos lejanos países, evocados por el ardiente deseo de los poetas. -Al escuchar a usted paréceme que oigo hablar de mi sueño dorado. Siempre he creído que debemos gozar de nuestras impresiones en la absoluta plenitud de nuestras facultades. Cuando un ser es completamente feliz, percibe de una manera más intensa el encanto que se desprende de los paisajes admirados. Las horas transcurrían sin que Florencia ni Rolando lo advirtieran. Después de este cambio de ideas que establecía, entre los dos, lazos que aún no sospechaban, hablaron de la noche del triunfo de Alicia, cuando había 206
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sido aclamada por lo más escogido de la buena sociedad de París. Miss Florencia, estaba entusiasmada con el talento flexible y poderoso de su amiga y con su genio musical. -¡Cuán reconocidos debemos estar a los grandes artistas, que tan admirablemente saben traducir nuestros pensamientos! -dijo ella con la mirada brillante. -Vea usted el papel de Margarita; son numerosas las que lo han cantado; pero ¡cuán pocas han sabido imprimirle un sello indeleble! Impulsada por la afición, se levantó y se dirigió al piano. Abrió una partitura cualquiera, a la casualidad, la de Tristán e Isolda. Lentamente, sus finos dedos fueron volviendo las hojas hasta llegar al dúo sublime, que es una de las más altas expresiones de la música moderna. Cuando cesó de tocar, Rolando apenas pudo contener sus lágrimas. Los dos, mudos y melancólicos, participaban de la misma dulce y serena emoción. Del mismo modo que la Francesca y el Paolo del inmortal poeta florentino, ya no tenían necesidad de decirse más. Cuando Rolando salió del chalet de Passy sentíase, poseído por un sentimiento nuevo y tan poderoso que no lo causaba tanta sorpresa como temor. ¡Amaba! Era imposible romper la voluntaria cadena 207
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que en adelante le retendría cautivo. Amaba a aquella joven, a quien había conocido algunos días antes. Era la desconocida que esperaba hallar en su camino. ¿Correspondería ella a su pasión? El que había conquistado la fortuna y domado al mundo, ¿sabría también vencer a una mujer?
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III Un hombre enamorado es incapaz de razonar consigo mismo. En vez de moderar la pasión que lentamente, le iba dominando, se abandonó Rolando a ella cada día más. Después de su primera visita, hizo la segunda y luego la tercera, procurando establecer entre ellas los intervalos que las conveniencias sociales exigen. Pronto notó que la tarde transcurría pesadamente para el cuando no iba a Passy, y que le parecía interminable la noche cuando tenía que ir al siguiente día. Felizmente, los enamorados son fecundos en recursos, ¡astucia muy vieja, y siempre nueva! Florencia adquirió la costumbre de ir al cuarto de Alicia cada noche que la cantante tomaba parte en la ópera. Rolando concurría también, pero con una exactitud en que se transparentaba la impaciencia de su corazón. 209
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Mme. Duseigneur se apercibió fácilmente del amor que crecía y se desarrollaba en el corazón de Rolando, y mucho hubiera deseado no tener por hermana a nadie más que a Florencia, tan grande era el cariño que profesaba a la americana. Pero, ¿cómo averiguar la naturaleza de los sentimientos que inspiraba Rolando a Florencia? No se atrevía a interrogar a su amiga. Alicia, tan orgullosa y tan casta, respetaba religiosamente el pudor de las otras. Además, lo mismo que su hermano, notaba ella ciertos matices incomprensibles en el carácter de la huérfana. Cada vez que aquella. maravillosa niña hablaba de casamiento, decía: -Ciertamente, yo me casaré; pero, más tarde, más tarde. -¿Qué esperaba, pues? Una vez sola fue lo suficiente expansiva para que madame Duseigneur adivinase una parte del secreto que ocultaba aquel corazón de 19 años. La cantante estudiaba hacía una semana el papel da Ofelia, elegido para su segunda presentación en la escena. Una tarde, al terminar el ensayo, encontró a miss Florencia instalada en su victoria, a la puerta de entrada de los artistas, que da al boulevard Haussmann.
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-¿Tiene usted miedo al frío? -dijo la americana riendo. -Generalmente no tengo mucho; pero canto mañana, y no me haría mucha gracia el constiparme. -Entonces despido la victoria, e iremos a casa de usted, si le parece. -Con mucho gusto. Llegaron en amistosa conversación hasta la Avenida de Friedland. -Subirá usted, ¿no es eso? -dijo Alicia. -Mi hermano debe estar arriba, y se alegrará mucho de verla. Ruborizóse un poco Florencia, y siguió a madame Duseigneur. -El te de la señora está servido en el tocador -dijo la camarera., separándose, a fin de dejar paro su ama. Ardía un buen fuego en la elevada chimenea. La habitación pacífica, tranquila y dulcemente iluminada por una lámpara colocada al extremo de una columnita de plata, invitaba a la meditación y al reposo. -Me muero de hambre -dijo Alicia riendo. Y, vivamente, sin quitarse el sombrero, sirvió el te, en tazas de antigua porcelana de Sévres, ponien211
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do con ligereza la manteca en las tostadas, en tanto que, habiéndose acomodado en un ancho sillón, apoyada la mano en la mejilla, extendía Florencia sus diminutos pies para buscar el grato calor de la chimenea. -Puesto que está usted aquí, la retengo a mi lado. Comerá usted con nosotros y Rolando nos acompañará. La americana quiso protestar; pero su amiga no hizo caso de las excusas. -Puesto que no tiene usted ninguna invitación para esta noche, no he de, permitir que la pase usted sola. Y no porque se aburra usted en su hotel, sino porque no es justo abandonar a los amigos para encerrarse, durante largas horas, entre libros y papeles de música. -Está bien, acepto -dijo Florencia sonriendo. Alicia se sentó a su vez, contemplando con aire pensativo los envejecidos troncos que ardían sobre los morillos de la chimenea. -Ya lo ve usted, querida Florencia. Esta es para mí una de las mejores horas del día. He concluido mi tarea, satisfecha de mí misma por haber trabajada a conciencia. Espero a mi marido y a mi hermano. Esta noche no hay función, y gozo de antemano 212
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pensando en el buen rato que voy a pasar sola con ellos y con usted en la intimidad de la familia. Florencia suspiró. -Sí murmuraba .- Amar, ser amada. He ahí la vida entera. Bien pequeñas son todas las alegrías que tanto se anhelan, comparadas con esas otras alegrías que nacen del corazón. -Puesto que piensa usted así, ¿por qué no pone usted de acuerdo sus actos con sus palabras? Siendo bella, rica e inteligente, como lo es usted, fácil la será elegir. ¿Qué hombre, preferido por usted, no se sentiría dichoso al amarla? Miss Ridney hizo un brusco movimiento, y ocultó su cabeza entre sus manos. -¡Dios mío! ¡Está usted llorando! -No es nada ... También es cosa ridícula no poderse contener ... Dispénseme usted... -¡Dispensarla, pobre amiga mía! ¿Por qué? La culpable en realidad soy yo, porque, tal vez, con mis indiscretas frases, habré despertado en usted algún penosa recuerdo... -Pues bien, sí, lo confieso. Muchas veces me ha hablado usted de matrimonio, y usted no sabe, no puede saber...
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Detúvose por un instante, y prosiguió con voz débil: -No me está permitido casarme. No trate usted de comprenderlo. Me liga un deber sagrado... Por respeto a mí misma no tengo derecho a usarle mi libertad hasta tanto que haya pagado mi deuda. Si acaso amase a alguno, huiría hasta el fin del mundo para destruir mi amor por el olvido, y si fuese malvada hasta el extremo de seguir los impulsos de mi corazón, odiaría eternamente al que hubiera sido causa de mi extravío. Alicia escuchaba con estupor aquellas enigmáticas palabras, y a su estupor uníase una dolorosa angustia. Veía a Florencia sufrir y pensaba que Rolando sufriría también. La joven enjugaba sus lágrimas y repetía con acento afligido: -Y, sin embargo., yo he nacido para ser una esposa feliz y una madre dichosa. He nacido para tener esposo e hijos, un hogar y una familia. Su emoción era punzante, y se deshizo en lágrimas sobre el seno de Alicia con la inocente confianza de un niño. La joven se esforzaba en calmarla; pero Florencia movía dulcemente la cabeza, rebelándose ante la idea de que tuviera con suelo su in214
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consolable dolor. La pobre, niña lloró durante largo rato, y, al contemplarla, trataba. Mme. Duseigneur de adivinar la causa de aquella desesperación. Sin duda tenía o se figuraba tener un deber que cumplir, deber que, le impedía consagrarse a un esposo, y quería permanecer independiente y libre en todos sus actos, sin estar Sometida a la vigilancia de nadie. Y sufría con esta esclavitud voluntaria, puesto que tan amargamente lamentaba el no poder disponer de sí misma. Ahora bien, si sufría era porque ya amaba a alguno; y ese alguno ¿sería Rolando? En verdad que ni una palabra, ni una alusión, permitían adivinar quién sería el preferido por Florencia; pero Alicia, sin embargo, no dudaba. Conocía el método de vida de su amiga, la cual trataba a muy escasas personas y a cuya casa no concurría ningún joven. Dueña, en fin, de su emoción, la huérfana se levantó, y dijo abrazando estrechamente a Alicia: -Soy muy poco razonable. Me trata usted como a una hermana menor, me quiere usted, me mima, y en lugar de considerarme dichosa con tan inesperada afección, estoy lloriqueando como un niño.
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Y se esforzaba entonces en sonreír, mimando a su vez a la gran artista y abrazándola con cariñosa ternura. -Ha tenido usted confianza en mí, querida mía. -dijo Alicia, y me siento conmovida por ello; sea usted, pues, confiada hasta el fin. No quiero conocer lo que llama usted su secreto. Deseo ignorar hasta la naturaleza de los deberes a que sacrifica usted su juventud; pero dígame usted tan sólo una cesa. ¿Puedo hacer algo por usted? -Desgraciadamente, nada. Sin embargo, quisiera que me hiciese usted una promesa. -De muy buena gana,. ¿Cuál? -Que nadie sabrá una palabra de las semiconfidencias que he hecho a usted. -Se lo juro. -Nadie. ¿Entiende usted? Ni su marido, ni... Florencia se detuvo, vacilando. -Ni mi marido ni mi hermano, ¿no es eso? -dijo Mme. Duseigneur terminando la frase. La huérfana volvió la cabeza para ocultar su turbación. Su amiga había adivinado. La conversación tomó otro giro, y, poco a poco, la tristeza de Florencia se disipó como se funde la nieve de abril al sol del mediodía. 216
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Alicia la observaba mucho, y después de la llegada de Rolando, durante la comida y en el transcurso de la noche, vigiló las acciones de ambos. Arístides adivinaba las intenciones de su mujer con la más pequeña mirada. El también hubiera querido que su cuñado se casara con la encantadora americana. Ignorando que miss Ridney se creía condenada al celibato, juzgaba fáciles de realizar sus deseos. ¿Acaso una instintiva simpatía no impulsaba a unirse a aquellos dos seres tan semejantes? Alicia, mejor instruida, razonaba más sutilmente. Una mujer no se engaña nunca cuando juzga del corazón de otro por el suyo. Su amiga amaba a Rolando. En ello no cabía la menor duda. Cuando éste besó la mano de Florencia, el rostro de la niña se puso súbitamente de color de rosa. Entonces, sentado cerca de ella, la hablaba casi en voz baja, y ella mostraba una sonrisa deliciosa que daba a su rostro expresión angélica. Una llama purísima brillaba en los ojos de la adorable joven, que se abandonaba ingenuamente al encanto que sentía. Amaba, y Alicia no lo dudaba ya. El goce infantil que la huérfana no pensaba en ocultar y la franca alegría que sucedió de repente a la tristeza y a las lágrimas, eran otros tantos indicios seguros. 217
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Durante toda la noche, Florencia estuvo encantadora, y únicamente experimenté alguna tristeza cuando vio aproximarse la hora de la partida, la hora en que dejaría aquella casa en que la rodeaban de cuidados y de ternura. Habían convencido, en que Rolando la acompañaría a Passy. Durante todo el trayecto permaneció como muda, recostada en el fondo del cupé, y él, respetando su silencio, no se atrevía a decirla nada porque adivinaba que estaba confusa y molesta. Cuando la ofreció la mano para ayudarla a bajar del carruaje, Florencia le miró con sus hermosos ojos inundados de lágrimas; los dedos de la joven temblaban al tocar los suyos, y dándole gracias con voz débil desapareció tras de la verja del jardín.
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IV Llegó el mes de febrero, con sus días fríes y lluviosos. La gloria y la reputación de Mme. Duseigneur eran ya un hecho consagrado. Todas las envidias enmudecieron ante el aplauso universal. Después de Ofelia, fue Valentina, después de Valentina, Julieta y las demás heroínas de la ópera contemporánea. Desgraciadamente, los periódicos temían que la nueva estrella desapareciera del cielo parisién para brillar en otro firmamento. Comenzaba la moda de esas expediciones que emprenden a veces los artistas célebres. Un atrevido empresario ofreció, según decían, un millón, libre de gastos, a Mme. Dureigneur por dar cien representaciones en las dos Américas. Aquella noche, en el círculo, se discutía acerca de este canard. 219
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-Yo afirmo que es falso -dijo un joven parisién llamado Fernando de Quinsac, que siempre pretendía estar bien informado. -El caso es que yo he sabido esta historia por René de, Lestourmel. -Bien, ¿y qué? -¿Olvida usted que Mme. Rosenheim es prima del director de la ópera, y que no tiene nada oculto para Lestourmel? -No importa -replicó Fernando:- en este caso hay que razonar por deducción. Si Mme. Duseigneur fuese una de esas mujeres obligadas a acuñar moneda con su talento, podría usted tener razón; pero como es rica... -Su hermano es rico. -Entonces, ¿por qué la permite que siga en el teatro? -Es imposible, según parece, hacerla, entrar en razón. Además, una cantante célebre no quiere desmerecer nunca, y la gloria ¡tiene tan poderoso atractivo! Finalmente, me han contado que madame Duseigneur había conocido antes la miseria, la verdadera miseria, en toda su brutal fealdad. Los aplausos de hoy son su consuelo y su desquite. Pregunte usted a M. René Salverte. 220
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René jugaba al bezigue en un extremo del salón, y al oír que le nombraban dirigió una mirada, preguntando: -¿Qué hay? -Se habla de Montfranchet y de su hermana, y queremos preguntarte una cosa. René sonrió con aire satisfecho. Parecía que la gloria de Alicia y los millones de, Rolando venían, como por reflejo, a redundar en él. Creíase buenamente autor y principal causa de todas aquellas venturas. Nada le lisonjeaba tanto como ser consultado acerca de los hechos de tan ilustres amigos. En realidad, su sempiterna charla a propósito de ellos les había sido muy útil. Por su conducto se deslizó a través del mundo parisiense la heroica y encantadora leyenda de los dos hermanos, que habían llegado a la riqueza y a la gloria a fuerza de voluntad, trabajo y talento. La sociedad, o mejor dicho, los 2.000 grupos que componen la sociedad de París, son demasiado indiferentes para profundizar los hechos que, se les refieren, y en el análisis no suelen pasar de la superficie. No se conocían, pues, más que en su conjunto aquellas dos existencias paralelas, que se habían impuesto atrevidamente.
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En Alicia, las parisienses, aunque un poco envidiosas, no admiraban solamente a la cantante: respetaban también a la mujer. En lugar de embriagarse de orgullo por su éxito, Mina. Duseigneur mostraba una extrema sencillez, afectando no hablar jamás de sí misma y conteniendo los exagerados elogios que la prodigaban. Ofrecíase espontáneamente para cooperar a todas las obras de caridad, prestando, sin comerciar con ella, el apoyo de su reputación. En una soireé Alicia nunca se hacía rogar mucho para cantar, accediendo siempre con amable sonrisa. Un día un gran señor de Viena organizó en su casa un concierto, cuyos productos destinaba a la creación de un hospital militar en las afueras de París. Se dirigió, naturalmente, a los artistas más en boga, y todos pidieron elevadísimos precios, Sólo Mme. Duseigneur se prestó a trabajar gratis. -Yo –decía -no trabajo por dinero más que en el escenario. En edad soy como cualquiera otra, un señora de sociedad. Como los más ricos son, generalmente, los más avaros, sus compañeros no velan con buenos ojos esta generosidad tan poco común. En cuanto a Ro-
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lando, le, amaban y estimaban por razones casi idénticas. M. Montfranchet hubiera podido ser un afortunado agiotista como hay muchos. Por el contrario, mostrábase enamorado de las artes y del movimiento literario de la época. Su erudición variada y profunda y su perfecto conocimiento de los idiomas extranjeros, hacían de él una excepción. Le habían perdonado, desde luego, su considerable fortuna a causa de lo ínfimo de sus principios y opinaron que estaba muy bien empleada cuando vieron el género de vida que adoptó. Por lo demás, aquella fortuna se había edificado rápidamente, a la luz del día, por uno de esos golpes de audacia que dejan estupefactos a los bolsistas. Cierto día, algunos especuladores atrevidos trataron de hundir la famosa Sociedad de Metales. Parecía que esta poderosa empresa, patrocinada y sostenida por el rey de la alta banca, por el Creso financiero, debía resistir valerosamente. Sólo Rolando comprendió la inevitable caída de la Sociedad y jugó audazmente a la baja. El hecho, tal como lo había previsto, le dio la razón, y, en dos meses, multiplicó su capital. Unos dijeron: -¡Tiene suerte! 223
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Los otros replicaron: -¡Es sumamente, hábil! Los primeros no se engañaban; los segundos tampoco. Por su suerte o por su habilidad, Rolando inspiró, en lo sucesivo, una confianza. absoluto y en París la confianza es la mitad del éxito. El banquero se cuidaba muy poco de que la prensa citara o no el número de sus carruajes; los asuntos del sport le eran en absoluto indiferentes. No hacía competencia a los que en estas cosas cifran su vanidad. En cambio a las ventas de cuadros o de bibliotecas llegaba siempre el primero. Esta situación, que el hermano y la hermana se habían creado, les valió una buena reputación y sólidas simpatías. En la discusión que se había promovido en el círculo había más curiosidad que acritud. El parisiense nace noticiero, y cuando, además, es socio de un club, el amor a las noticias de sensación es, en él, una enfermedad crónica. Todos esperaban, pues, con impaciencia, la respuesta. de Salverte. -Veo que Quinsac, se engaña –dijo - Un antiguo amigo de Montfranchet como yo, sabe a qué atenerse en lo que con él se relaciona. Lo que pertenece al hermano pertenece también a la hermana: como 224
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Rolando es millonario, nuestra gran artista es igualmente millonaria. No tiene necesidad de recorrer el mundo como la Patti. No me atrevo a afirmar que declinará las proposiciones que la han hecho. Las personas dotadas de elevados sentimientos no gustan de deber su lujo a otro, aun cuando sea el más tierno de los hermanos. Madame Duseigneur se decidirá, tal vez, a ganar por sí misma una considerable fortuna. Sin la insistencia de Rolando, tal vez hubiera firmado ya el contrato que le han propuesto. La respuesta de René a nadie comprometía, y, en cambio, dejaba satisfechos a todos. No añadió que Alicia no hubiera querido salir a viajar, dejando a su hermano solo. Como todos los íntimos de la casa, Salverte notó la pasión que cada día tomaba mayores proporcionas en el corazón de Rolando; pero, como ignoraba el segundo aspecto de este drama íntimo, no comprendía cómo el matrimonio de su amigo con miss Florencia no estaba ya concertado. Era un problema que el buen René trataba en vano de resolver. Aquellos dos seres parecían destinados el uno para el otro. ¿Qué obstáculo les podría separar?
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Ricos y huérfanos, no dependían más que de si mismos. Bastaba verlos para adivinar que se adoraban. ¿Qué aguardaban, pues, para casarse? Mucho se habría admirado Salverte si hubiera sabido que Rolando ni aun había hecho a mies Florencia su declaración amorosa. Y, sin embargo, esa, era la verdad. Entonces pasaba el banquero muchas horas diariamente en el chalet de, Passy. El trabajo, les negocios, no existían ya para él. No pensaba más que en Florencia. Cada tarde llegaba decidido a tomar la mano de la joven y decirla: -Amo a usted. ¿Quiere usted ser mi mujer? Después, al hallarse en su presencia, callaba, dominado por una insuperable timidez. Aquel hombre, de corazón virgen, no había amado nunca, y el amor le parecía algo así como un tirano formidable. No tardó en advertir que agradaba a Florencia y que la joven gustaba de conversar con él; pero también algunas veces se mostraba fría y silenciosa, como si quisiera abrir un abismo entre ambos; y como Alicia. había guardado silencio, respetando el secreto de su amiga, Rolando ignoraba los ocultos móviles que hacían obrar a la huérfana. 226
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-¡Extraña niña! – decía.- La peor coqueta no se conduciría como ella, y, sin embargo, no tiene nada de coqueta. Sus ojos son demasiados puros. Su aspecto, noble y franco. Adivina que la amo, y algunas veces, creo que me odia, según el temor que tiene de que yo le hablé de mi cariño. Y, sin embargo, no es de esas mujeres que, alternativamente, prometen y rehusan, por capricho o por placer, a fin de aumentar la pasión que inspiran. Un día, Rolando salió á pie, después de almorzar. Como de costumbre, se dirigió a Passy con toda la impaciencia de un colegial Florencia leía. Su lindo rostro se iluminó cuando vio llegar a su amigo. -¡Qué bueno es usted en venir tan temprano! -dijo. -¿Entonces es señal de que no la aburro a usted demasiado? -¿Busca usted un cumplimiento? Pues bien, no lo tendrá usted. Ahora será preciso que le dé las gracias por sus bellas flores. Han llegado de Niza esta mañana. Mire, usted qué perfumadas y qué frescas están. Para que pareciesen correctos estos regalos remitidos a una señorita por un soltero, Alicia las enviaba «a medias» con su hermano. 227
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-¡Si su hermana de usted y usted supieran la alegría que me causan al darme estas pruebas de cariño!... -continuó con voz armoniosa. -¡Es tan bueno ser amada y atendida! Yo estoy sola en el mundo... Rolando se había sentado junto a ella, y, al oír pronunciar estas palabras, sintió su corazón desfallecer. -¿Sola el mundo, miss Florencia? ¿Acaso es usted ciega o ingrata para quejarse así? ¿No tiene usted una casa en nuestra casa, una familia en nuestra familia? Cuando consintió usted en unirse a nosotros, ¿no vio que nos traía la alegría y el contento? Temblaba la voz de Rolando, y Florencia, que se, había puesto muy pálida, murmuraba cerrando los ojos: -¡Oh! ¡Calle usted! -¿Callar? Yo Do trato de herir a usted con mis palabras. Déjeme usted hablar, confesarme y mostrar mi corazón al desnudo. Tengo 32 años, Florencia; hasta ahora jamás había amado. ¿Qué quiere usted? La existencia ha sido dura para mí. El hombre, que no tiene asegurado el día de mañana es un egoísta si elige una compañera. Cuando la fortuna me ha sonreído, los sueños de ambición han ocupado todo mi tiempo. Además, he jurado no pertene228
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cer nunca más que a una sola mujer. La he esperado durante mucho tiempo, y cuando la he encontrado... Se apoderó de la mano de miss Ridney, y aquella mano temblaba entre las suyas. Después, bruscamente, la joven retrocedió como para sustraerse a la presión que sufría. Por segunda vez repitió: -¡Oh! ¡Calle usted! Pero Rolando no podía callar. Quería descifrar el enigma de tan extraña criatura. -Cuando la he encontrado -dijo con ardor, -me he sentido, a primera vista, subyugado. Ninguna es más encantadora, más elegante, más distinguida; ninguna posee un encanto como el suyo, ni un candor como su candor. Cuando estoy a su lado soy tímido como un niño, y tengo miedo de profanar su soberana castidad, como temería, al tocarla, marchitar una flor de lis. -¡Oh! ¡Calle usted!... ¡calle usted! -balbuceaba ella con voz débil. Rolando nada decía ya. Buscaba aquellos ojos azules que se volvían para no mirarle, aquella mano que huía de la suya. Florencia murmuró algunas frases. Después, vencida por la sinceridad de aquel amor que palpitaba a su lado, dejó caer su rubia cabeza sobre el hombro de Rolando. 229
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Así fue cómo se comprendieron. Ella no tenía nada que responder, y durante algunos minutos permanecieron silenciosos, mirándose, leyendo las promesas de sus ojos y anonadados por la deliciosa emoción que experimentaban. Finalmente, el se puso de rodillas, y tomando la mano de Florencia: -¿Querrá usted, pues, ser ni¡ esposa ? Lanzó la niña un grito doloroso, como si de repente la despertasen de un delicioso sueño; de un salto corrió a la extremidad del salón, y, vacilante, se apoyó sobre el piano abierto. De pálida, Florencia se tornó lívida y quedó inmóvil, murmurando: -¿Esposa de usted? Jamás lo seré.. Rolando, creía soñar. ¡Cómo! ¿Era aquélla la respuesta que le daba la que cinco minutos antes compartía con él tan amoroso éxtasis? -¿Me rechaza usted... rehusa usted? -tartamudeó. Hizo Florencia, un gran esfuerzo, y con voz casi ininteligible, dijo: -Sí. Rolando ocultó la frente entre sus manos, que abrasaban. Quería ser dueño de sí mismo, ahogar aquella poderosa sublevación de todo su ser.
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-¿Pero es usted la que ha hablado? ¿Usted o la otra? Porque usted es doble. Hay dos mujeres en usted. Aquella cuyos ojos me decían: «Ámame: te amo...» y aquella otra cuya voz respondo: «Usted no será jamás mi marido.» No lo comprendo. Respeto a usted tanto como la adoro, y me declaro incompetente para juzgarla; pero, júzguese usted misma. ¿Por qué haberme engañado durante tanto tiempo? No, podía usted ignorar el sentimiento que me inspiraba tal amor... ¡ah, mi amor lo leía usted en mis miradas, lo oía en mis palabras! ¿Por qué no decirme, entonces, que rió era usted libre? Y, sin embargo, hace un instante la he visto a usted trémula aquí, cerca de mí... ¡Es imposible que haya usted representado una abominable comedia! ¿Me ama usted? ¿sí o no? -No, no: no le amo a usted. Rolando reprimió los sollozos que subían de su corazón a sus labios, y huyó como un loco. Al verle desaparecer, Florencia hizo un movimiento como para llamarle, y luego, no pudiendo tenerse en pie, agotadas todas sus fuerzas, cayó de rodillas sobre la alfombra. Lloraba, ¡oh! lloraba la pobre huérfana, adivinando que huía su felicidad por aquella puerta entreabierta. 231
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Rolando iba a odiarla, iba a despreciarla. Su odio, pase; pero ¿y su desprecio? Se sublevaba ante la idea de que él la creyese mentirosa, coqueta o pérfida. Yacía medio tendida y replegada en sí misma, con la cabeza apoyada en los almohadones del canapé. -¡Oh, madre mía! -murmuró la pobre niña-. Inspírame tú que estás en el Cielo... ¿Qué debo hacer? ¿Me perdonarás si falto al juramento que he pronunciado? Apenas había terminado esta triste plegaria cuando sonó el timbre de la puerta de entrada. La supersticiosa americana sintió un estremecimiento, como si alguna correlación existiese entre su súplica desesperada y aquella imprevista visita. No era una visita a través de la ventana Florencia vio a un empleado del telégrafo entregar un despacho a la camarera. Siempre bajo el imperio de su agitación interior, salió al vestíbulo, no teniendo paciencia para esperar que le trajesen el telegrama. Abrió el papel con nerviosa mano y leyó estas tres líneas:
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«Llego ahora al Havre. Estaré en París esta noche por el tren exprés de las doce. Buenas noticias. »NELLY.» -¡Buenas noticias! -pensaba Florencia -¿Será qué?... Mas no, no me, atrevo a esperarlo. Voy, pues, de, nuevo a verla, después de un año, un año largo de separación... Lentamente volvía su rosado color a las pálidas mejillas, de Florencia, y se apoderó de ella una especie de febril alegría. Después d, la dolorosa escena que acababa de ocurrir, asíase la joven a una última esperanza. Llamó nerviosamente a la camarera. - Dolly -la dijo - míss Nelly llega esta noche; prepare usted su habitación. Dolly era una robusta irlandesa, traída de Nueva York, que comprendía toda la importancia de la misión que se le confiaba. -¿Miss Nelly llega? -dijo a su ama -. Me alegro mucho por la señorita y por todos, pues las cosas van mejor cuando miss Nelly está aquí. -Gracias, Dolly. Tú también eres una buena sirvienta. Dolly se retiró orgullosa y lisonjeada por el elogio que la había dirigido su ama. Florencia, era ado233
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rada por sus criados. Todos los que la rodeaban, la irlandesa, la cocinera, el criado y el cochero, lo eran leales y adictos. La encantadora niña hacía nacer a su rededor las afecciones como el sol hace germinar las flores en un parterre.
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V Rolando se había dejado caer en un banco, en el fondo de una alameda desierta. Pocas personas recorren el bosque en esta época del año. Sus setos húmedos y despojados no atraen a los niños con sus alegres juegos ni a las madres que tienen frío. Rolando meditaba. ¡Ella no le amaba! De nuevo volvía a recordar la penetrante emoción de Florencia al escuchar sus declaraciones, el encanto que experimentaba y el misterioso arranque da púdica ternura con que la joven se inclinó hacia él. Todo aquello, sin embargo, no era un sueño. Ella había cedido al irresistible impulso de su corazón. Entonces, ¿por qué lo decía: «Yo no seré nunca su esposa de usted, yo no le amo»? La acusaba y la maldecía.
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-Es una coqueta, y la más peligrosa de las coquetas, la que se cree franca y sincera, la que inspira a la vez confianza y respeto. Ha sabido que yo la amaba desde el primer día que la vi. ¿No ha hecho todo lo posible para que crezca y aumente mi pasión? Fácil la hubiera sido no permitirme visitarla o impedir que se estableciese entre nosotros tan dulce intimidad. Tuvo un estremecimiento de angustia. ¡Terminada aquella intimidad! ¡Terminadas aquellas visitas diarias que habían llegado a constituir el único goce de su existencia! El desgraciado sufría atrozmente. Por primera vez desde el asesinato y el robo que le enriquecieron, experimentó remordimientos. El asesino desconocía a ese pálido y siniestro compañero de los criminales que Shakespeare muestra inclinado como un monstruo con las fauces abiertas para devorarles en su lecho. Ni una luz de arrepentimiento se filtraba en su cerebro. Si algunas veces su menoría evocaba el recuerdo del terrible drama, Rolando se aplaudía como de un acto atrevido por no haber vacilado ante un crimen llevado a cabo con tanta fortuna. Mas, de repente, el destino cambiaba. El fatalismo le daba miedo. Se preguntaba si los malos tiempos irían a volver, puesto que él, 236
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el vencedor de la suerte y de los hombres, se veía vencido repentinamente por el capricho y la coquetería de una niña. De una niña: convenido; pero la más deliciosa, la más seductora de las criaturas. Entre las obras de los grandes poetas, había una que Rolando leía y releía constantemente: las Afinidades electivas, de Goethe. Florencia le recordaba a Ottilia, la encantadora heroína del poeta alemán; Ottilia, aquella virgen dotada de un espíritu de mujer, a la vez tan cándida y tan enamorada, siempre dispuesta a discutir entre su pasión y su deber y pronta también a sacrificarse ante la imperiosa voz de su conciencia. Rolando se preguntaba, con esa doble vista de los hombres sinceramente enamorados, si acaso Florencia, por su parte, se creería obligada a inmolarse; pero la hipótesis le parecía inadmisible. ¿Acaso no era libre, rica, huérfana, desligada de todo lazo de familia y desprendida de todo género de cuidados materiales? Y no comprendiendo aquel carácter de mujer que tan enigmática le parecía, prefirió acusarla antes que admitir la intervención en su conducta de un deber imperioso. -Lo cierto es que sufro -decía en su interior, -y no soy lo bastante cándido para imaginarme que 237
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este sufrimiento es un castigo. ¿Castigo de qué? Como Herzen, encuentro muy absurdos a esos metafísicos que, cuando explican el mal, afirman que éste tiene algo de negativo. Según Sahopenhaüer, solamente el mal es positivo, porque se hace sentir. Por el contrario, toda felicidad y todo bien son negativos, puesto que vienen a suprimir un deseo. Siempre, con auxilio de sus filósofos predilectos, rechazaba Rolando la idea de un castigo; lógica deducción, puesto que rechazaba también la idea de una conciencia. ¿Por qué el hombre habría de ser justo cuando la justicia no existe sobre la tierra? La Naturaleza es monstruosa. Ha creado ciertos animales para devorar a los otros. El, Rolando, había dado muerte a Mrs. Readish, una beoda, una morfinómana. Estaba en su derecho como trabajador. Era, una vez más la abeja laboriosa que suprimía al zángano inútil. Por una extraña contradicción este hombre no vacilaba en maldecir a Florencia, en suponerla capaz de representar una repugnante comedia, y, sin embargo, ni por un instante sospechó que fuese indigna de él.
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Aquella virgen de mirada angelical era honrada y pura, y, al pensar así, a su creciente amor añadíase, la profunda pena que causa la pérdida de un tesoro. Ignoraba qué partido tomaría. ¿Renunciaría a Florencia? Confesaba que no tendría valor para ello. ¿Continuaría volviendo a su casa? ¿No rompería aquellos dulces lazos de intimidad que le encantaban y le atraían? ¡Quién sabe! Quizás triunfaría de una resistencia inexplicable, tal vez más tarde la joven consentiría, en casarse con él. Se había puesto en pie y caminaba lentamente por aquellas tristes alamedas. Sumergido en estos pensamientos y dominado por un sordo combate interior, atravesó el Bosque de Bolonia en toda su longitud y volvió a tomar el camino de su hotel. Alicia acababa de llegar. Habitualmente, su hermano la enviaba a buscar, o bien iba a sus habitaciones. Sorprendida de no verlo acudir a ellas, atravesó el gran cuerpo de edificio que separaba las dos alas y llamó dulcemente a la puerta de la habitación de Rolando. No recibiendo ninguna respuesta, abrió por sí misma. El inmenso gabinete de trabajo hallábase, sumido en una semiobscuridad. -Aún no ha vuelto - pensó.
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Repentinamente oyó sordos gemidos, e inclinándose vio a su hermano tendido en un canapé. Allí, teniendo un pañuelo entre los dientes para ahogar el ruido de sus sollozos, Rolando lloraba de un modo desesperado. La joven corrió hacia él asustada. -¡Dios mío! ¿Qué tienes? Como Rolando no contestaba, abrazó con ternura a aquel ser que yacía cerca de ella inerte y abatido. -Ya comprendo...-murmuró. -¿Has declarado tu amor a Florencia? -Sí ... -¡Quiero saberlo todo! ¡Habla! Rolando obedeció, refiriéndole la historia de aquel amor que iba siempre en aumento las visitas diarias a la joven, y, finalmente, la declaración que había brotado de sus labios por la irresistible fuerza de su amor. Alicia lo escuchaba pensativa. -¿Tienes confianza en mí? Tú conoces mi ardiente cariño y sabes que, sin vacilar, daría mi vida por asegurar tu ventura. Pues bien. ¡Te juro que Florencia te ama!
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Hablaba con tanta seguridad que Rolando sintió un estremecimiento. -¿Me ama? ¿Cómo lo sabes tú? No puede habértelo confesado, cuando a mí me ha dicho hoy lo contrario. -¡Te ama! -continuó la joven. - La conozco bien. Es una criatura franca y leal. Sería la peor de las coquetas si después de lo que ha pasado entre, vosotros... -¡Oh! Tú no me has comprendido. La he preguntado si quería ser mi esposa y claramente ha dicho que no. La ha preguntado: -¿Me ama usted? -Y me ha respondido: -No, no amo a usted. -¡Pues te ama! -dijo Alicia, con más fuerza, ¿Acaso vosotros, los hombres, conocéis a las mujeres? El más penetrante, el más observador, no podría nunca comprender lo que pasa en el interior de la menos inteligente. ¿No has pensado que Florencia pudiera créeme separada de ti por un obstáculo quizás imaginario, pero que ella no puede vencer? Mi ternura fraternal es demasiado activa y vigilante. Desde el primer día en que la conociste quedaste locamente enamorado de ella. Sabiendo que era digna de ti, me alegré mucho al adivinar tu naciente amor, porque no podías haber elegido mujer más de 241
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mi agrado para que yo la diese el dulce título de hermana. Os he estudiado y analizado a los dos. Vuestras almas vibran al unísono. Yo he visto cómo nacía y aumentaba vuestro amor. Se paciente y fuerte, como siempre lo has sido, y te juro que ha de llegar una hora en que esta niña a quien acusas te parecerá tan digna y tan pura que caerás de rodillas ante ella. Rolando escuchaba a Alicia, mudo, casi loco, no osando creer todavía; pero no atreviéndose tampoco a dudar, en tanto que ella le abrazaba llena de emoción y con la tierna solicitud de una madre. -No llores más; seca tus lágrimas, y ojalá seas lo bastante feliz para olvidar este día en que has sido tan desgraciado.
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VI El andén de la estación del Oeste hallábase invadido por un numeroso gentío esperando al exprés del Havre, que había de llegar a las doce, de la noche, conduciendo a los viajeros procedentes de Ultramar. Aquí una madre, ansiosa, acechaba con impaciente mirada la lejana aparición de la luz roja; más lejos, un rico especulador esperaba también, impulsado, no por el cariño, sino por la ambición. En medio del andén, y envuelta en un abrigo de piel de nutria, miss Florencia hallábase inmóvil, ocultando sus ateridas manos en un manguito. Un espeso velo cubría el rostro de la huérfana, tanto que sus más íntimos amigos habrían pasado junto a ella sin conocerla.
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Al fin un estridente ruido rompió el silencio en la noche, cuya obscuridad interrumpía la blanca luz eléctrica de la estación, por la que el tren penetraba majestuosamente. Florencia dejó pasar a todo aquella multitud que recorría la extensión de los vagones o se precipitaba hacia las portezuelas, y cuando no temió ya ser pisoteada por los impacientes, examinó uno por uno a todos los viajeros. -¡Aquí está! -murmuró. Y se dirigió sin vacilar a una joven que se había detenido, mirando con atención a derecha e izquierda. -¡Nelly! ¡Querida Nelly! -dijo Florencia, estrechándola entre sus brazos. -¡Oh, señorita! ¡Qué feliz soy en volver a ver a usted, después de, un año largo de destierro! -Ven pronto; Antonio está conmigo, y si le das el talón él se encargará de los equipajes. Nosotras nos vamos ahora al hotel, porque debes, estar muy fatigada. Subieron en el cupé, que desfiló rápidamente por la calle de San Lázaro. Nelly estrechaba con ternura las manos de su joven ama entro las suyas. -Ya no me siento cansada –dijo -porque he tenido la suerte de encontrar a usted y no me separó 244
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nunca de su lado. ¿No es cierto, señorita? Soy muy desgraciada. Piense usted que, desde hace cinco años, es la primera vez que nos hemos separado. Por lo demás, hoy puede decirse que su plan de usted toca a su fin. Florencia se estremeció. -Calla –dijo -No quiero saber nada hasta que estemos en casa. Continuaron en silencio durante todo el camino. Por fin el cupé atravesó la verja del jardín y se detuvo ante la escalinata del vestíbulo. -He hecho servir el te en mi cuarto: ven, es una habitación muy bonita y me recuerda mi celda en el convento. Siéntate en este sillón, aquí, cerca del fuego, y caliéntate, pobre amiga mía. ¡No, no te levantes! Yo voy a servir el te. -¡Cómo! Señorita -dijo Nelly confundida por tanta bondad. Florencia reía a carcajadas. Jamás había estado tan alegre ni de tan buen humor. -¿Qué? ¿No quieres que sea tu doncella? Pues, hija, eres muy descontentadiza. Después, formalizándose, añadió con grave acento:
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-Hace tiempo que tú no eres para mí una camarera, Nelly. Nunca olvidaré tu adhesión a la huérfana durante aquella hora cruel en que quedé sola en el mundo. Cuando supe de qué abominable asesinato fue víctima mi pobre madre, tú me amaste, sirviéndome de mucho consuelo. Entre nosotras no existe únicamente el lazo formado por una diaria intimidad; nos reúne la solidaridad de un pensamiento común. Ahora dame las buenas noticias que me has prometido... De su primer matrimonio con Mr. Ridney, Mrs. Readish había tenido una hija, que recibió, al ser bautizada, el bonito nombre de Florencia, bastante común en los Estados Unidos. La niña creció, adorando a su madre, venerándola y hasta cayendo enferma si por casualidad pasaba algunos días sin verla. Aun cuando, por naturaleza, Sacha era poco sensible, se consideraba muy feliz con aquella pasión que inspiraba a su hija. Cuando ponía a la pequeña sobre sus rodillas, ésta rodeaba con sus brazos el cuello de su madre, y decía, entre mimos y caricias: -¡Eres la más hermosa de todas las mujeres! En aquel tiempo, Mrs. Readish, a quien la morfina y el whisky no habían embrutecido todavía, 246
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deslumbraba por su belleza a Nueva York en invierno y a Saratoga en verano. La felicidad de Florencia duró poco. Una mañana vio entrar a su madre en la habitación, y sentándose cerca de la cama de la niña, la dijo con dulzura: -Oye, querida mía. Siempre tienes miedo cuando es muy tarde y me ves volver sola del teatro o de una reunión. En lo sucesivo nada tendrás que temer; voy a casarme otra vez. -¿Se vuelve usted a casar? -Sí, hija mía; no has conocido a tu padre, y ahora tendrás uno. La niña no comprendía del todo bien. Sin embargo, sentía como un dolor agudo en su corazón, y, juntando las manos, añadió, con voz suplicante: -¿Pero no me abandonará usted? Este supremo grito conmovió el corazón de Mrs. Readish. -¿Estás loca? ¿Por qué te había de abandonar? Afirmó esta promesa con multitud de besos, hasta que, al fin, Florencia se tranquilizó. Mr. Readish, segundo marido de Sacha, era un hombre honrado, de buen corazón y elevada inteligencia.
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Habiéndose casado por amor, se, propuso ser un verdadero padre para aquella inocente criatura. Por desgracia, Florencia no tardó en notar que su madre prefería a su cariño el de aquel extraño que se había introducido en la familia, y la pobre niña, sufriendo todas las inquietudes y tormentos, de unos verdaderos celos de mujer, nunca decía: «Mi madre no me ama ya» sino «Mi madre quiere a otro más que a mí.» En algunas semanas, cual si se hallase anémica, sus ojos se hundieron y sus mejillas se marchitaron. Embriagada de felicidad con su luna de miel, no observó Mrs. Readish el cambio que se operaba en su hija. Al notarlo consultó inmediatamente al mejor médico de Nueva York, y éste quedó muy admirado ante aquel fenómeno fisiológico: ¡una niña de seis años atacada de una degeneración nerviosa! No atreviéndose a pronosticar la salvación de la enferma, aconsejó, y aun exigió para ella, el cambio de aires y la vida del campo, para fortificar aquel cuerpo débil y aquellos deprimidos músculos que tan torpemente funcionaban. Al saber que debía partir, tuvo Florencia un violento acceso de desesperación. Para decidirla a obedecer fue preciso explicarla que se trataba únicamente de su curación, y que si se 248
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cuidaba bien y se restablecía pronto, su ausencia sólo duraría algunos meses. Estos «algunos meses» duraron un año, y cuando Mrs. Readish trajo a su lado a la abandonada niña no fue por mucho tiempo. Por espacio de algunas semanas la preparó lentamente, para una nueva separación. El cuidado de su cuantiosa fortuna obligaba a Sacha y su marido a emprender frecuentes viajes. ¿Podían dejar sola a Florencia durante tan largas ausencias? Además, era necesario comenzar su educación, y resolvieron su ingreso en un convento católico de religiosas fundado en Nueva York, que también admitía, en clase de educandas, o pensionistas, a algunas niñas, dándolas excelente y variada enseñanza, recomendándola con mucha eficacia a los cuidados de la madre superiora. Durante su destierro en el campo se había acostumbrado a vivir replegada en sí misma. Su cerebro infantil comenzaba a formarse una idea precisa de la vida. Puesto que su madre no la pertenecía porque no se consagraba a ella, absolutamente a ella, más valía que no la perteneciera con nada, cual si no tuviera madre. No estaba enfadada un ella, no. Culpaba al otro, al extraño, al ladrón de su ternura, que la robaba el cariño de la que la dio el ser. Cuan249
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do Sacho, consagraba una hora a su hija, mostrábase, siempre tierna y cariñosa, diciéndola: -¡Cuánto sufro lejos de ti, mi adorada Florencia! Al ponderar así su ternura, más se afirmaba la niña en la idea de que el segundo marido se interponía perversamente entre el cariño de las dos. Esta obsesión la persiguió hasta en la soledad del convento. Pasaron los meses, pasaron los años, y Florencia creció en fuerza, en belleza y en inteligencia. Su dulzura angelical la hizo ser amada por todas sus compañeras y mimada por aquellas buenas hermanas; pero aquella persistencia en una idea fija maduraba el cerebro de la niña dotándola de una precoz actividad. Trabajaba asiduamente, pensando que, cuanto más pronto terminase sus estudios, más breve sería el plazo de. su permanencia en el convento. Su mayor felicidad la constituían las cartas maternales que recibía todas las semanas. Un lunes, la carta de Sacha estaba orlada de, luto. Viuda por segunda vez, Mrs. Readish escribió inmediatamente a su hija, sin hablarla mucho de su dolor de esposa. Verdad es que, una vez pasada la luna de miel, lo mismo se cuidó Sacha de su segundo marido que del primero. En aquellas cuatro páginas tan frías, 250
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Florencia solo leyó y comprendió estas palabras: «En adelante no tengo en el mundo a nadie más que a ti.» La oración fúnebre del pobre Mr. Readish fue aquella egoísta frase. ¡Al fin, su madre la pertenecería como antes! En el porvenir nadie podría separarlas, e iban a volverse, a ver para vivir siempre unidas. La desilusión no tardó en llegar. Mrs. Readish retardaba su regreso de Europa y, además, dejó de escribir. La superiora rió se atrevió a decir a Florencia que habiendo ingresado la desgraciada morfinómana en una casa de salud de Berlín, no podía hallarse en situación de tomar la pluma. Sin embargo, tan gravemente se quebrantó la salud de la niña, temiendo el fallecimiento de su madre, que fue preciso revelarla toda la verdad. -¿Pero no está en peligro de muerte ?-preguntó con la mirada fija y pálida de angustia. -No; se lo juro a usted. Dentro de algunos meses se hallará curada, completamente curada. -Entonces, prefiero saber que mi madre está enferma a pensar que no me ama. También por segunda vez se repuso la niña de su dolencia; pero todos estos sacudimientos morales irritaban su sensibilidad, sobreexcitando su sistema 251
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nervioso. Finalmente, después de transcurrido mucho tiempo, llegó Mis. Readish, experimentando una viva alegría al ver a Florencia. ¿Era su hija aquella preciosa criatura? Lisonjeada en su amor propio, figurábase que siempre había sido un modelo de madres y que por eso la adoraba su hija. -Pero, mamá, ¿va usted a partir otra vez? preguntaba la niña con las lágrimas en los ojos al saber que su madre se hallaba únicamente de paso en Nueva York. -Por última vez, Florencia mía. Es preciso liquidar mi fortuna, que es la tuya, y consiste, en algunos terrenos diseminados a derecha e izquierda en el Far-West y la Indo-China. El rostro encantador de Florencia se entristeció. -Ese viaje, me asusta -dijo. -¡Miedosa! -¡Ah! ¿No sabe usted lo que cuentan de esos bandidos del Oeste y qué abominables crímenes se les atribuyen? -Tranquilízate. Llevo conmigo a mi doncella y a un caballero francés muy valeroso y sumamente instruido. -¿Y permanecerá usted mucho tiempo ausenté? -Esta vez no. Te lo prometo. 252
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Durante aquella corta aparición en Nueva York. Mrs. Readish apenas salía del convento, satisfecha y admirada a la vez de ser una madre tan feliz. A decir verdad, si Florencia hubiese sido fea y sin gracia, Sacha se habría cuidado muy poco de ella; pero un mujer, por malvada o indiferente que sea se siente, siempre lisonjeada al hallar un amor filial tan tierno y tan fiel. Mrs. Readish partió, por fin, prometiendo volver muy pronto. Pero ¡no volvió jamás! Al saber el ataque del log-house, el incendio y el crimen, Florencia estuvo a punto de volverse loca, y cuando entró en el período de convalecencia, después de dos semanas de delirio febril, se había operado en ella una extraña transformación. Su alegría desapareció y su razón parecía haber madurado súbitamente. Su tutor, un pariente lejano, se interesó muchísimo por la desgraciada huérfana, como todos los que la conocían. -Mi casa es de usted, querida prima - le dijo, si acaso piensa usted dejar el convento. Empero Florencia no quería separarse de aquellas buenas hermanas, y únicamente deseaba que
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quedase a su servicio la camarera que había acompañado a su madre durante tan terribles viajes. Repetidas veces pidió detalles acerca de aquél caballero francés cuya adhesión, valor y sangre fría llegó a sus oídos en alas de la fama, pues, como se hallaba enferma, no pudo recibir a Rolando, cuando, al regresar a Europa, estuvo en Nueva York. No habiendo podido hacer presente su reconocimiento al defensor de Mrs. Readish, toda la gratitud de Florencia recaía en Nelly, y ésta no tardó en sentir cariño hacia su joven ama. ¡Cuán poco se parecía la hija a la madre! Esta, violenta, arrebataba, cruel. Aquélla, dulce, casta, sencilla. Bien pronto la huérfana amó a su vez a la recién llegada, a aquella inesperada confidente que la suerte la enviaba. Frecuentemente, con el corazón oprimido, ésta, escuchaba a Florencia cuando, al hablar de su madre muerta, preconizaba su gracia, su bondad y su dulzura. La humilde sirvienta respetaba piadosamente tan queridas ilusiones, porque sabía que las ilusiones son lo mejor de la vida. Cuando miss Ridney tuvo confianza con Nelly y la reveló todos sus proyectos, quedó la camarera estupefacta.
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¡Una niña de 13 años quería vengar el asesinato de su madre! -Me he hecho referir exactamente todos los detalles del crimen -decía Florencia - He leído todos los periódicos que hacen referencia a él, y he copiado, por mi propia mano, la sumaria y el informe, del fiscal. Resulta claramente demostrado que únicamente cinco o seis cow-boys penetraron en el log-house. Los ranchmen hicieron prisioneros a tres, a los cuales ahorcaron en el acto. Antes de morir, uno de los bandidos negó que él o alguno de los camaradas hubiese estrangulado a mi madre. «Nosotros decía, -robamos, pero no matamos. El asesino debe ser, seguramente, Francisco Chevrin.» Ahora bien. ¿Qué ha sido de ese miserable? He ahí lo yo quiero saber. A partir de este día Nelly fue, digámoslo así, el ayudante de miss Ridney. Mr. Clark, el hombre de negocios autorizado por su tutor, se puso también al servicio de la huérfana. En el convento apenas gastaba ésta la centésima parte de su renta. Mr. Clark puso a la disposición de Florencia sumas considerables, que la permitieron plantear y proseguir las investigaciones necesarias. Después de, seis meses de prudentes pesquisas se 255
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pudo averiguar que Francisco Chevrin trabajaba como obrero en las minas por acciones de Caledonia, situadas en los alrededores de Deadwood, y antes de que transcurriese un año, después de la comisión del delito, fue reducido a prisión con gran escándalo de todos los obreros, a quienes tan desusada severidad dejó estupefactos. Francisco no se asustó, comprendiendo que había de juzgarle el jurado. Los jurados, y aun los jueces americanos son con frecuencia, venales. Unos y otros comprenden que no debe desperdiciarse ninguna ganancia, por pequeña que parezca. Francisco no podía negar su presencia en la cuadrilla de los cow-boys. Sin embargo, se defendió con una pasión y energía extraordinarias. Seis meses antes o después tal vez hubiera obtenido la absolución; pero los jueces quisieron quedar bien con todo el mundo, con los ricos y con los mineros, sin poderlo conseguir, pues en vez de condenar a muerte al acusado como los primeros esperaban, le sentenciaron a cuatro años de prisión, lo cual pareció sumamente severo a los segundos. Al saber esta noticia, miss Ridney tuvo un acceso de cólera y de indignación; pero notó bien 256
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pronto que nadie, aprobaba la exaltación de su resentimiento, y reservando sus opiniones y sus ideas para sí, no quiso tener, en lo sucesivo, más confidente, que Nelly. Las religiosas creyeron que su alumna estaba tranquila y resignada, precisamente en el instante mismo en que meditaba una resolución extrema. Puesto que la ley era deficiente, se haría justicia por sí misma. No por eso dejó de vivir en el convento hasta que fue declarada mayor de edad. Por fin, miss, Rideny era libre y entraba en plena posesión de sus bienes. Había calculado que el asesino de su madre estaba próximo a extinguir los cuatro años de prisión a que fue sentenciado, y que, cuando Chevrin estuviera en libertad, sería expulsado de los Estados Unidos, en cuyo territorio nunca se concede carta de naturaleza al extranjero que ha sufrido alguna pena por sentencia judicial. Indudablemente, aquel miserable, volvería a Francia, y Florencia deseaba saber su situación, seguir su pista y averiguar a qué país iría a buscar asilo. Desconfiando de todo el mundo, rogó a Nelly que, permaneciese en Nueva, York hasta que el bandido hubiera pagado su deuda a la justicia. Entonces, la hija de la víctima terminaría la obra comenzada. 257
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Miss Ridney no se había formado una idea clara y precisa del castigo que había de dar al asesino; pero razonaba como americana que, por atavismo y por educación, acepta la ley de Lynch como una necesidad. Una francesa no hubiera comprendido este encarnizamiento, porque están acostumbradas a respetar los fallos de los tribunales. Allá, en América, por el contrario, el sentimiento público los desprecia. Es aquél un estado de los ánimos parecido al de los corsos. La vendetta se encuentra siempre, aunque en diferentes grados, en todos los pueblos jóvenes. He ahí por qué miss Ridney rehusaba casarse. Un esposo no hubiera comprendido su feroz resolución. Aquella dulce criatura, aquella doncella tierna y sensible, guardaba inmaculada su filial idolatría, y entonces Nelly llegaba para decir a Florencia: Francisco Chevrin ha entrado en Francia; le he visto en la cubierta del barco que me ha traído, le he hablado, y llegó, al fin, la hora por tanto tiempo esperada...
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VII Al siguiente día, Nelly despertó a su joven ama relativamente temprano, diciéndola: -Ahora, señorita, parecería justo que hablemos de lo que ha acontecido a usted durante nuestra reparación. Me figuraba que había usted, fijado su residencia en Roma, al menos hasta mi regreso, cuando, de repente, recibí la carta en que me anunciaba usted su salida para París. A su vez, miss Ridney debió satisfacer la curiosidad de su confidente y amiga. La refirió el género de vida que hacía en la Ciudad Eterna, la acogida tan solícita que había encontrado en la colonia extranjera, y, finalmente, el estrecho lazo da amistad que contrajo en seguida con la simpática Mme. Salbert. Al oír este nombre, experimentó Nelly un estremecimiento. 259
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-¿Mme. Salbert ha dicho usted? -Sí. ¿La conoces? -No la conozco; pero su nombre ¡despierta en mí tantos recuerdos ¿No se acuerda usted de habérmelo oído pronunciar? Florencia miraba a Nelly con ojos asombrados, hasta que la contestó con triste sonrisa: -¡Que si me acuerdo! ¿Crees que he olvidado al que fue compañero de viaje de mi pobre madre? Cuando vi ese apellido impreso con grandes caracteres en los carteles del teatro de Apolo, experimenté un sacudimiento de alegría. La cantante a quien Roma aclamaba, ¿no pudiera ser pariente del esforzado y valeroso joven que os había defendido a las dos? ¿Cómo interrogarla? Por casualidad nos encontramos una noche en casa del ministro de los Estados Unidos; pero ya de antemano había yo averiguado que mis presunciones eran infundadas. Mme. Salbert llamábase, cuando era soltera, mademoiselle, de Motfranchet; estaba casada con M. Arístides Duseigneur y, cuando la preguntó por qué había adoptado este seudónimo, me respondió de una manera evasiva. Nelly suspiró. Por segunda vez perdía la esperanza de ver de nuevo a su antiguo compañero, a 260
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aquel a quien había cuidado con tanta adhesión en la triste sala de un hospital. Repentinamente, miss Ridney se entristeció. La fiel camarera no se engañaba; su joven ama hallábase harto preocupada y pensativa. -¿Conque es usted amiga de ese gran artista? ¿Y nada más tiene usted que decirme? ¡Ah! se ruboriza usted... ¡Vamos!... Me lo figuraba... ¡Todos los parisienses han debido quedarse enamorados de usted! -¡Calla, Nelly ! ¿Por qué me hablas así? ¿Acaso yo me pertenezco a mi misma? Cuando me decías, en Nueva York .-Con tal que el día en que se case usted no deje de amarme... -Yo te respondía: -No, pensará en mí hasta que haya vengado a la que ya no existe...-Mi misión no ha concluido todavía. -Terminará bien pronto, señorita. Ahora permita usted que volvamos a nuestro asunto. ¿Podría usted jurarme que ningún sentimiento nuevo ha penetrado en su corazón? Amo a usted demasiado y la conozco muy bien para no leer claramente en sus ojos. ¿Acaso no tiene usted ya confianza en Nelly? Florencia dejó caer la cabeza, suspirando, sobre el hombro de su confidente. Era un grupo delicioso el que formaban aquellas dos mujeres, unidas por el lazo de una afección sincera. 261
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-¡Ah! Tú eres siempre en quien tengo más fe. Durante algunas semanas he sufrido mucho por no tenerte a mi lado. ¡Si supieras!... Tengo tanta necesidad de desahogar en alguien este secreto, a la vez tan cruel y tan dulce!... -Pero ¿está usted llorando ... -Sufro mucho, Nelly. ¡No sabes qué desgraciada soy! El me ama, yo le, amo; puedo ser su mujer y me he visto obligada a rechazarle, sofocando las inclinaciones de su corazón, que me impulsaban hacia él. Frecuentemente, cuando tú y yo hablábamos acerca del amor, te contaba, mis juveniles ensueños. El ideal de la felicidad, para una mujer, es pertenecer únicamente al hombre a quien adora. No comprendo ni comprenderé jamás cómo existen algunas que toman estado a la casualidad, como si entregarse una vez no fuera darse para toda la vida. Cuando me decías, riendo, que yo no podía casarme más que con un príncipe, acuérdate que yo también me reía, porque esta palabra de príncipe no despertaba en mí más que ideas ridículas, pues en los Estados Unidos abundan mucho esos grandes señores que buscan el modo de rehacer su fortuna a costa de nuestro dote. Mis deseos no se extendían tan lejos, ni se elevaban tan alto. Encontrar a un joven 262
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que me amase como yo le amara, era todo lo que deseaba que me concediera Dios. El mundo no me divierte. La verdadera felicidad, en mi concepto, estriba en vivir unidos los que se aman, antes de que lleguen a tener hijos, y cuando esto llega, en contemplar cómo crecen aquellos inocentes pequeños, que son carne de su carne y sangre de su sangre. No quería casarme con un americano porque hasta los más ricos tienen siempre la ambición de aumentar su capital, y no querría que el hombre cuyo apellido llevase tuviese preocupaciones ajenas al hogar doméstico. Acariciaba todos estos sueños sin tener la esperanza de realizarlos, y vivía tranquila con el recuerdo de mi muerta adorada... Miss Ridney se detuvo durante algunos instantes; pero fue animándose. por grados, y una ardiente llama brillaba en sus claros ojos. -Lo he pensado mucho desde ayer -continuó. -Esta noche pasada no he dormido recordando tus palabras y preguntándome qué podría hacer para castigar al asesino de mi pobre madre. Si estuviéramos en América, mi tarea seria muy sencilla. Los ranchmen del Far-West son los únicos jueces de los bandidos que recorren la pradera. Hubiera podido entregarlos al tal Francisco Chevrin por fuerza o 263
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por astucia; pero, en Francia, estoy desarmada. Por otra parte, no quiero que el crimen se castigue por medio de otro crimen. ¿Dónde encontrará al hombre que sea capaz de arriesgar su vida para cumplir mi juramento, aceptando un combate con ese bandido? Tan sólo un hombre que me adore aceptará semejante sacrificio. Nelly comenzaba a entrever el plan de miss Ridney. Darse como premio al amante si vencía en aquella terrible lucha, provocar un juicio de Dios como en la Edad Media, en que el vencedor obtuviera, como recompensa, la mano de su dama. -Permítame usted que me sonría, pues encuentro su plan algo novelesco. No hallará usted caballero que quiera pelear por su causa. Los jóvenes del día no son suficientemente entusiastas ni generosos para provocar en duelo a un licenciado de presidio. Florencia guardaba silencio, y Nelly continuó dulcemente: -No he querido combatir nunca esa idea de venganza que alimenta usted en su cerebro. Cuando la concibió usted estaba usted convaleciente de una grave enfermedad, y, dos semanas después, el delirio obscurecía aún la razón de usted. En estas circunstancias conocí a usted, y, al entrar a su servicio, 264
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juré, en mi interior, serle adicta y fiel. Cuando me confió usted sus proyectos, los atribuí desde luego, a un resto de exaltación cerebral que con los años se calmaría. Los años han pasado y esa exaltación sigue siendo la misma. Me ha encargado usted que resida en Nueva York, que vigile al asesino... y he obedecido; pero cuanto más pienso en ello, más desconfío del éxito de ese plan, a menos que... -¿A menos?... -Aquel a quien aludía usted hace un momento, el hombre que ama a usted y a quien usted ama, ¿conoce esos secretos pensamientos? -No. ¿Por qué se los había de decir? ¿Qué le importa, que yo sea la hija de una pobre mujer asesinada? -¿Y le ha rechazado usted? -¡Ay! Sí. -Debe ser digno de usted, porque usted no es capaz de elegir a un hombre que no sea noble, valiente y bueno. Dígaselo usted todo, revélele el secreto; añada usted que ha jurado no pertenecer a nadie hasta que no haya sido castigado el crimen de Willow-Creek. Si verdaderamente ama a usted; si su pasión es sincera, tal vez responda: -Acepto... –Dudo, sin embargo, que dé esta respuesta, porque, in265
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sisto en ello, esa generosidad y ese, entusiasmo no son de estos tiempos; pero, en fin, si consiente... Florencia trató de ahogar un sollozo. -Ya he pensado en ello -murmuró;-pero me horroriza arriesgar la vida de aquel a quien tanto amo. -¿Acaso arriesgaría usted la vida de un hombre a quien no amase? Entonces su causa de usted es injusta y Mala. -Tienes razón, Nelly. Como hija, tengo el derecho de vengar a mi madre; pero, en cambio del sacrificio que pediría a un marido, también tengo el deber de sacrificarme yo misma. Llamaría en mí auxilio a Rolando... Hizo Nelly tan brusco movimiento de sorpresa que la joven se detuvo. -¿Qué tienes? -pregunta estupefacta. -Perdóneme usted si una idea loca, absurda, ha cruzado por mi cerebro. Rolando... el que ama usted, ¿se llama Rolando? -Sí; es el hermano de Alicia, la amiga que he conocido en Roma... Nelly se puso en pie diciendo: -¡Se llama Rolando y su hermana ha tomado el pseudónimo de Salbert! ¡Ah! señorita... señorita...
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La emoción impedía a Nelly continuar, y las palabras se ahogaban en su garganta. Al fin lo adivinaba todo. Florencia amaba, a pesar suyo, precisamente a aquel que, con tanto valor, había defendido a su madre. ¡Qué alegría para miss Ridney cuando conociese la verdad! La joven ya no temía que su señorita revelase el secreto. Un ser atrevido y bueno como Rolando Salbert era digno de comprenderlo todo. Sin embargo, ¿no pudiera ser que su imaginación la engañara? Para cerciorarse hizo infinidad de preguntas a Florencia, y escuchaba, angustiada, preguntándose las relaciones que podrían existir entre el Rolando de hoy y el que ella había conocido, y qué misteriosos lazos unían el presente al pasado de aquel hombre, suponiendo que fuera el mismo. Trataba de hallar una afirmación que desvaneciese sus dudas, relacionando unos con otros los datos que Florencia la suministraba, y, finalmente, vencida por la emoción, refirió a su ama todo cuanto sabía de Rolando. -¡Imposible! -murmuraba la huérfana. -¡Sería demasiada felicidad para mi! Aquel que mi corazón 267
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ha elegido, ¿fue verdaderamente el defensor de mi madre? El misterioso impulso que me atraía hacia él, ¿nacería a la vez de mi instinto y de mi corazón? -Déjese usted querer, señorita, se lo suplico; déjese usted querer. ¡El Destino es quien ha puesto en su camino al único hombre que puede comprenderla como quiero usted ser comprendida, y que puede amar a usted como quiere ser amada! -Pero, ¡es imposible! -dijo Florencia por segunda vez. -¿Quiere usted saberlo? Escríbale diciéndola que venga. -¡Nelly! -Es preciso. Yo lo veré y, sea cual fuere el cambio que los años hayan operado en él, le reconocerá solamente con oír su voz. Si Rolando Salbert es Rolando Montfanchet, afirmaré que su proyecto de usted es justo y que lo inspiraba Dios. Nelly no pensaba que si Dios inspira algunas veces las acciones humanas, no es tanto para asegurar la felicidad de la criatura como para ayudar a la justicia del Creador.
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VIII Desde el día anterior Rolando no había visto a miss Ridney. Las horas transcurrían, para él, pesadas y triste. Operábase bruscamente un gran vacío en la existencia de aquel hombre, dominado por tan irresistible pasión, y exclamaba en su interior con dolorosa amargura: -Ya no la veré más... En vano recordaba las consoladoras palabras de Alicia. Creyó en ellas por un instante; pero luego consideraba su ilusión como una estupidez. Su hermana -pensaba, -había querido paliar aquella desesperación, y se esforzaba en atenuar la negativa de la huérfana cuando quiso hacerle creer que tal vez Florencia se sacrificaba a un deber imaginario. ¡Cuán penoso y largo era aquel día para Rolando, sin visitar a su amada, sin gozar de aquella diaria felicidad a 269
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que estaba tan acostumbrado! ¡Pues bien! Lucharía consigo mismo hasta triunfar de su debilidad. Sólo el trabajo puede darnos la calma y el olvido para las tempestades del corazón. Todas las mañanas, al despertar Rolando a su gabinete y abría la correspondencia. Clasificaba metódicamente las cartas recibidas, colocando aparte aquellas que quería contestar por sí mismo, y anotando las que confiaba a su. secretario. Apenas había comenzado M. Montfranchet su tarea, cuando se estremeció al percibir el sobre de una carta, colocada sobre su pupitre. ¡Era la letra de Florencia! ¿Tendría razón Alicia? Rompió el sobre y leyó. La carta era muy breve: nada más que cuatro líneas escritas con mano trémula; pero muy elocuentes. Florencia le rogaba que aquella misma tarde pasase a visitarla. ¡Florencia le rogaba que volviera! ¡Su hermana había adivinado la verdad; miss Ridney le amaba! Era innegable; a no ser así, no le hubiera escrito y habría considerado aquella ruptura como definitiva. ¿Qué querría decirle? ¿Trataría de reconquistarle para aumentar después sus sufrimientos? Imposible. Florencia conocía el tesón, la firmeza de Rolando; sabía que era ardiente, resuelto, y que habiéndola 270
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confesado su amor no se presentará en su casa más que a título de prometido. ¿Cómo admitir, pues, que en tan pocas horas hubieran cambiado las intenciones de la joven? Tal vez el día anterior no había sido sincera con él. Tenia, indudablemente, un deber que llenar, y desde luego, había rechazado a Rolando, creyéndose bastante fuerte para sacrificar, en aras de aquel deber, su misma felicidad, y, sin duda, vencida en la lucha, le llamaba a su lado. Todos estos pensamientos cruzaban el cerebro de aquel hombre trastornado por tan violento amor. ¡Cuánto tardaba en llegar la deseada hora de la cita! -¿Qué te decía yo? -exclamó su hermana cuando le enseñó la carta de miss Ridney. -Mi afecto es demasiado profundo para que me engañe en lo que a ti se refiere. Florencia será tu esposa. Por la respuesta que te dio ayer y por la carta que te ha escrito hoy, puedes juzgar do su ternura. La pobre niña se ha creído bastante fuerte para imponer silencio a su corazón y cuando has salido de su casa ha experimentado el mismo suplicio que tú. ¿Acaso podría ser feliz si te perdiera para siempre?
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A las dos de la tarde Rolando, llegó a Passy, turbado y sumamente conmovido, sabiendo que de aquella entrevista dependía la suerte de toda su vida. Florencia estaba muy pálida. Brillaban sus ojos febrilmente y le tendió su pequeña mano esforzándose en sonreír. -Temí que no viniese usted -murmuró. -¿No sabía usted que soy su mejor amigo? -le dijo con voz trémula. -¿Podía usted dudar que acudiría al primer aviso suyo? La joven permanecía preocupada y grave. -Siéntese usted a mi lado, como de costumbre, y prométame usted que me perdonará lo que la he hecho sufrir. -Señorita... -Mía es toda la culpa, porque ayer he debido hablar a usted francamente. Y lo miró con aquellos serenos ojos en que se reflejaba toda su sinceridad. -Me ha dicho usted, Rolando, que me amaba. Pues bien. Yo también amo a usted. -¡Florencia! -Por favor, escúcheme usted hasta el fin. Antes de responderme quiero que conozca usted por entero mi modo de ser. Nos hemos visto por vez prime272
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ra en el cuarto de su hermana de usted; me agradó usted mucho y sentí una impresión singular cuando dijo usted: -Me parece que no soy un extraño para usted y que hace mucho tiempo que nos conocemos. -Siempre he creído que dos seres destinados a unirse ante Dios no pueden ser extraños el uno al otro. No se han visto nunca; pero se han adivinado y comprendido. Luego vino usted a mi casa, le estudié y le comprendí. Tenemos las mismas ideas, las mismas sensaciones, y, al notar los invisibles lazos que unen nuestras almas tenía el deber de huir de una felicidad imposible... -¡Imposible! ¡Todavía pronuncia usted esa palabra! -He sido débil... ¡Qué quiere usted! No soy más que una niña, una pobre niña que no sabe triunfar de sí misma, y, sin embargo, un deber sagrado me separaba de usted. Escúcheme, usted bien, Rolando. Me ha creído usted una huérfana como las demás. No. Una joven es libre, cuando habiendo perdido a sus padres, queda sola en el mundo. Yo no lo soy; pertenezco a una muerta. Mi madre sucumbió en América, víctima del más abominable de los crímenes. Su asesino ha sufrido una pena irrisoria por lo
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insuficiente, y yo he jurado no casarse hasta vengar a la que ya no existe. Rolando escuchaba con angustia sin comprender todavía. -¿Comienza usted a entrever la verdad? Una criatura débil como yo nada puede por sí sola. Quería armar en favor de mi causa al hombre que para casarse conmigo tuviera la generosidad de arriesgar su vida frente al asesino. ¡Razonamiento de niña algo cándida y demasiado novelesca! Es muy fácil formar proyectos cuando no se ama; pero cuando el amor ocupa nuestra alma, la razón es su esclava. He amado a usted y he deducido que, aunque exigiera a usted semejante sacrificio, no tendría el suficiente valor para aceptarlo hasta el fin. Calló durante algunos instantes. -Entonces quise romper los lazos que nos unían. Rechacé el amor de usted; pero cuando nos separamos me pareció que también con usted desaparecía toda mi ventura. ¿Acaso me era permitido abrir a usted mi corazón? ¿Podía yo decirle: éste es mi secreto? ¿Qué tenía usted que ver con mi pasado? Mi vida no empezaba para usted más que desde el día en que me había usted conocido. Su vida de usted
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empezaba para mí desde el día en que le amé. Así lo creía yo al menos, cuando, de pronto... Florencia sonreía y la luz de la esperanza brillaba en sus ojos. -Sepa usted, Rolando, que estamos unidos por una extraña fatalidad. Le creía a usted extraño a mi pasado, cuando está usted precisamente unido a él por un suceso trágico e inolvidable. Sonreía siempre, en tanto que él casi adivinaba ya la espantosa revelación. -Todo me lo ha referido una amiga... una amiga a quien conoce usted. Juzgue usted cuál ha debido ser mí alegría. Antes de que nos conociéramos ya era usted merecedor de toda mi gratitud. ¡Ha defendido usted heroicamente a mi pobre madre!... Miss Ridney se levantó, y abriendo la puerta del tocador: -Ven, Nelly -dijo en voz alta; - mira. Rolando Montfranchet, ¿se ha llamado también Rolando Salbert? -Es él, señorita. Y, adelantándose hacia el joven, tomó sus manos, que besó con gratitud. Rolando había retrocedido, lívido y aterrado. No era Nelly quien aparecía tan de improviso. Era la 275
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misma Mrs. Readish. Creía que su víctima había reaparecido y que su espectro implacable se elevaba ahora ante él para maldecirle. Agitó sus brazos como para apartar de sí a la vengadora visión, y no pudiendo ya más, amordazado por una espantosa angustia, cayó casi desmayado sobre una silla. Nelly y Florencia creyeron que cedía a la emoción producida por aquel recuerdo tan súbitamente evocado. Después de los años que habían transcurrido, revivía, con todos sus detalles, el sangriento drama de la pradera. -¡Ah, señor Rolando - decía Nelly, - cuán bueno y valeroso ha sido usted! He referido muchas veces esta terrible aventura a mi señorita. Solo, solo contra aquella cuadrilla ebria y furiosa, se puso usted delante de nosotras para defendernos, hasta que cayó herido por una bala, cubriendo con su cuerpo, ¡ay! aquel cuerpo que no pudo salvar.. Por un terrible esfuerzo de voluntad, Rolando recobraba lentamente su lucidez y toda su calma. Tuvo la intuición clara, precisa, de que si se abandonaba a su turbación, inexplicable para aquellas dos mujeres, estaba perdido. ¿Cómo no habían de extrañar su trémula voz y sus febriles movimientos?
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-¿Usted... usted, Florencia... es la hija de Mrs. Readish? Miss Ridney estaba transfigurada. En su rostro resplandecían la alegría y el amor. -¡Oh!, cuánto amo a usted, Rolando, y cuánto le admiro! ¿Me engañaba al decir que nos había unido la fatalidad? El hombre a quien amo es, precisamente, aquel a quien más debo. Ayer rechazaba a usted por no revelarle mi secreto, y, sin embargo, no lo era para usted. ¿Con qué derecho iría yo a pedir a otro lo que puedo pedir a usted? Usted, será, pues, mi sostén, mi apoyo y mi vengador. Rolando estaba ya tranquilo y dueño de sí. -La pertenezco a usted -dijo; -haga usted de mi lo que quiera. Usted, mi buena Nelly, que me ha salvado, será mi amiga, como en otro tiempo; pero hablaba usted de castigo, Florencia; hablaba usted del criminal que ha sufrido una pena irrisoria por lo insignificante... Yo creía que... No se atrevió a continuar, comprendiendo que caminaba por un terreno desconocido, y más que nunca temía Rolando hacerse traición. La situación terrible en que se hallaba colocado complicábase ahora con circunstancias posteriores, que le eran completamente desconocidas. 277
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Interrogó diestramente a miss Ridney, quedando estupefacto al oírla. ¡Qué extraña confidencia! ¿Cómo aquella joven, cuyas miradas eran dulcísimas, había podido concebir tan feroz pensamiento? La psicología de aquel carácter femenino escapaba por completo a su análisis. Creyó que bastaría lisonjear aquella exaltación filial para dirigirla en lo sucesivo y aminorarla. Florencia hablaba siempre con la mayor ingenuidad de la alegría y de las esperanzas de su corazón. Podía, pues, ser esposa de Rolando. Nada se opondría a esta unión. ¡Qué adorable vida harían los dos reunidos! Los sueños de la joven tomaban cuerpo y realidad. Entreveía un encantador porvenir de felicidad y ventura para ambos. Diríase que olvidaba el juramento hecho a la muerta para abandonarse enteramente a su ilusión de amar y ser amada. ¿Por qué no habría de realizar Rolando les proyectos que había concebido? ¿No eran ricos tino y otro? El banquero Montfranchet se retiraría de los negocios para consagrarse a la música, que era la pasión favorita de ambos. Rolando callaba, esforzándose en escuchar con calma y no consiguiendo entender, fingiendo que sonreía y luchando interiormente con el terror que le dominaba e iba aumentando por instantes. A 278
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medida que Florencia hablaba del porvenir, más se sumergía Rolando en los recuerdos del pasado, hasta tal punto que había momentos en que estaba mirando a la joven y no la veía. Veía a la otra, a la víctima, a la que creía sepultada para siempre, y entonces parecía salir de la tumba para mostrarse a su asesino. Era tan insoportable y tan aguda aquella sensación que miss Ridney se asustó al contemplar su palidez y sus ojos brillantes por la fiebre que le devoraba. Hizo, por última vez, Rolando, un esfuerzo sobre sí mismo, y dijo, casi en voz baja: -Perdone usted; después de haber tenido energía para soportar mi desgracia, me siento débil ante tanta felicidad. Ayer creía haber perdido a usted para siempre y hoy la hallo a usted de nuevo.
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IX Cuando salió de casa de la joven, respiró Rolando como si se hubiese quitado un gran peso de encima. Al fin podía, recobrando su presencia de ánimo, contemplar, cara a cara, aquella espantosa realidad. ¡Florencia hija de Mrs. Readish! Estas palabras sonaban como un toque de agonía en sus oídos. Aquel matrimonio era imposible. Es cierto que él había asesinado y robado sin el menor remordimiento de conciencia. Cada vez que recordaba la muerte de Sacha y el diestro latrocinio que después cometió, se aplaudía interiormente por tal feliz éxito; pero, a pesar de su seguridad, a despecho de la fuerza de su alma, no se atrevería a casarse con la heredera de su víctima, desafiando tan audazmente a la razón y a la Naturaleza. 280
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-No -pensaba; - no podría hacerlo. No me arrepiento de haber estrangulado a una mujer malvada y medio loca. ¿Por qué había de arrepentirme? Fue un acto involuntario. Sobre todo, esa es la ley de la humanidad: el más débil suprimido por el más fuerte, el parásito que desaparece en provecho del trabajador; pero si consumara semejante unión, entonces saldría de los límites de mi derecho. A medida que iba reflexionando, un inexplicable dolor desgarraba su corazón. Era necesario que se resignara a perder a Florencia. Tendría que destruir con sus propias manos aquella soñada felicidad y la joven a quien amaba y de la que era amado se alejaría de él, tal vez despreciándole, no comprendiendo su negativa después de su amorosa declaración. ¡Pobre Florencia! ¿Tendría valor para ello? ¿Era dueño de su voluntad hasta el punto de adoptar tan violento partido? ¡Había sufrido tanto el día anterior, cuando se creyó juguete de una coqueta! ¿Podría ahora soportar este nuevo sufrimiento? Al llegar al hotel se encerró en su gabinete do trabajo, ordenando al ayuda de cámara que no dejara entrar a nadie, absolutamente a nadie, comprendiendo también en la consigna a su hermana y a Arístides, porque, como la primera le conocía tan a 281
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fondo, no quiso dejarla comprender que se hallaba anonadado por una inesperada desgracia. Rolando lucha ante el dilema de casarse con miss Ridney o perderla para siempre. -Razonamos fríamente -pensaba. -¿Tengo remordimientos por mis acciones en la acepción filosófica de la palabra? No. El remordimiento es una expresión vacía de sentido, tal como lo comprende la escuela espiritualista. Me he demostrado a mí mismo que no era responsable cuando estrangulé a Sacha. La sangre que brotaba de mi herida paralizó, en aquel instante, todas mis facultades. Huglinge Jackson ha hecho notar que, en la grandes conmociones, la voluntad se disuelve violentamente. Más todavía; ha hecho esta observación correlativa a las teorías de Herbert Spencer: «Un hombre paralizado a medias que haya perdido los movimientos más voluntarios de una parte de su cuerpo, conserva, sin embargo, los más automáticos.» Yo estaba paralizado a medias. El culpable no es mi yo, criatura pensante. Es mi yo autómata inconsciente. Es innegable; pero el robo ha seguido al asesinato, y cuando he recobrado la razón, y, por consiguiente, la plena posesión de mi voluntad, me he aprovechado del producto del robo; luego ha habido eclip282
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se total del sentido moral. ¿Por qué no he de admitir la teoría de Mausdley? «La ausencia de este sentido puede ser un vicio congénito de la organización moral.» ¿No sabemos que la conciencia puede pervertirse y, a veces, destruirse por una enfermedad, una fiebre o una herida? Yo me hallaba bajo la impresión de uno de estos fenómenos fisiológicos tan naturales. Primeramente, suspensión de mi voluntad: en seguida impulso automático, he ahí la disculpa de mi crimen... Además, como estaba herida y atacado de un arrebato al cerebro, sobrevino el oscurecimiento del sentido moral, y he ahí disculpado también el robo... Comprendía, sin embargo, la falta de lógica de su razonamiento. ¿Quién sabe si aquella argumentación, tan penosamente, con tan frágiles andamios construida, no era más que una forma del remordimiento? En efecto, si él deducía que era irresponsable en cuanto a los actos cometidos, esta irresponsabilidad cesaba desde el instante mismo en que Rolando, una vez curado y dueño de su voluntad, ¡se había embolsado tranquilamente el producto del robo realizado cuando aquella voluntad no existía.
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-No podía obrar de otra manera -continuaba pensando.- Así lo exigían las más vulgares nociones de prudencia, y la menor torpeza me hubiera perdido. ¿Cómo habría justificado la procedencia de las cuatro letras importantes 4.000 libras? Era inadmisible que Mrs. Readish las hubiera depositado en mi poder. Luego yo las había ocultado. ¿Y en qué momento? ¿Antes o después del ataque al log-house? Evidentemente, después, cuando la víctima yacía inanimada. Una vez despierta la primera sospecha, el juez hubiera concebido inmediatamente la segunda, es decir, la de que yo había matado para robar. Este dinero ha sido el manantial de su fortuna. No es culpa mía si no lo ha restituido. ¿A quién?... Rolando se detuvo de repente. Una luz le aparecía, al principio muy débil; pero que, poco a poco, iba tomando cuerpo y aumentando. ¿A quién restituir aquel dinero sino a miss Ridney, única heredera de su madre? La devolución ofrecía sus inconvenientes. No podía decir a Florencia: -Esto que ve usted aquí no es mío. Es de usted. -Enviar los 400.000 francos, dentro de una carta anónima, presentaba también peligros inevitables.. El cartero podía robar los billetes, y para certificar los valores debía inscribir su nombre, en el recibo, el adminis284
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trador de correos. ¿Cómo hacer, pues, la restitución? Casándose con miss Ridney. De este modo compartía con ella todos sus bienes, uniendo así, en amoroso consorcio, la satisfacción de su conciencia a los deseos de su corazón. Era el fin lógico de tan siniestra aventura. Ahora, la misma prudencia le aconsejaba contravenir las leyes de la Naturaleza para que Florencia no observara la coincidencia de su desvío con la revelación de aquel sangriento secreto y extrañara que él, que tanto la amaba cuando no sabía su nacimiento, huyese de ella al tener noticia de que era hija de Mrs. Readish. Este razonamiento especioso parecía irrefutable. El marido de Florencia devolvía a ésta la fortuna que la robó en otro tiempo. Es más: se la devolvía colosalmente aumentada. Y, después de todo, ¿por qué las leyes de la Naturaleza habían de prohibir al asesino unirse con la hija de la víctima? Los antiguos conquistadores, ¿no se casaban con las hijas de los reyes a quienes habían degollado? La hija de Darío fue esposa de Alejandro. Lo verdadero es siempre verdadero. La humanidad cambia, pero las nociones del bien y del mal son eternamente las mismas.
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Para demostrarse a sí mismo hasta qué punto tenía razón, Rolando quería persuadirse de que su casual encuentro con Florencia era una felicidad. Dos días antes acusaba al Destino por haberle abandonado, creyendo que se eclipsaba su buena suerte. Al contrario. Su suerte brillaba en todo su esplendor y el Destino continuaba protegiéndole. El casamiento lo arreglaba todo. Rolando había asesinado a la madre y rescataba el crimen haciendo la felicidad de la hija, y hasta devolviéndola el dinero robado a la madre... Aquel hombre, que había nacido honrado, pero rió a cubierto de la tentación por carecer de creencias religiosas, no comprendía lo insano de sus argumentos. Buscaba un misterioso encadenamiento en los actos sucesivos de su existencia, sin notar que estos actos se soldaban, en efecto, unos a otros, no para su regeneración, sino más bien para su castigo. La criatura humana no puede cometer un solo crimen; después del primero viene el segundo, luego el tercero. El mal conduce al mal, como el bien nos impulsa al bien, y nuestras acciones son semejantes a las lámparas encendidas de que nos habla el poeta latino:
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... Et quasi cursores vita lampara tradunt... Los mensajeros que corren sin cesar son nuestros pensamientos, nuestras decisiones, nuestros esfuerzos, nuestras tentaciones, porque toda falta cometida, grande o pequeña, tiene su resonancia durante la vida entera. No hay en la tierra fatalidad ni mala suerte; no hay más que deducciones lógicas e inevitables. El hombre nace libre; pero también responsable. Si está sometido a impulsos hereditarios, medios tiene en sus propias aptitudes para refrenarlos y vencerlos. En vano trata de disculparse invocando la locura o las perturbaciones mentales, porque hay siempre en su interior una voz que, tarde o temprano, se lamenta, y, tarde o temprano también, el remordimiento nace, crece y roe... Los que no creen en Dios llaman a esto la voz del miedo. Los creyentes lo llaman la voz de la conciencia.
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X Miss Ridney quiso que el matrimonio se celebrase sin ninguna ostentación, pues odiaba el ruido y el fausto. -¿Por qué no huir de todo ese aparatoso estruendo? -decía una tarde a Alicia -Me parece que estas grandes ceremonias son una de las formas ridículas y tontas que toma la vanidad. -Tiene usted razón, querida hermana, y me admiraría mucho que alguna vez no fuéramos de la misma opinión; pero tenga usted en cuenta que, si rehusa seguir la moda, se enfadará todo el mundo. -¡Oh! ¡todo el mundo!... -¿Cree usted que exagero? Ya veo que no conoce usted a París. Los parisienses, querida, son unos niños, unos papanatas que llevan muy a mal el que se les prive de un espectáculo que esperan. 288
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La joven hizo un adorable gesto de impaciencia. -¿De manera -dijo -que Rolando y yo estamos condenados a exhibirnos ante esas gentes como unos histriones? Alicia dijo riendo: -¿Y qué somos, querida mía, unos y otros, sino unos cómicos? Y note usted que no lo digo por mí, que soy doblemente cómica. El gran secreto de la vida, para evitar el ser blanco de la maledicencia, consiste en no hacer sino aquello que de antemano se espera que hagamos. Mi hermano ocupa una gran posición; la de usted, seguramente, no es interior, puesto que pertenece usted a una de las más ricas familias americanas. ¿Cómo esos feroces papanatas de que antes la hablaba habían de admitir el que se propusieran ustedes prescindir de ellos? Fue preciso que la huérfana se rindiese ante la evidencia. Con su inalterable buen sentido. Alicia juzgaba sanamente lo que es el mundo. Todos se regocijaban ante la esperanza de la gran fiesta que Mme. Duseigneur daría con motivo del casamiento de su hermano; pero cuando supieron que el banquero Montfranchet, liquidaba sus negocios convirtiéndose, en un simple propietario, la sensación fue 289
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todavía mayor. Esta sociedad en decadencia, que únicamente respeta y ama el dinero, quedó muy sorprendida y casi escandalizada, sobre todo los hombres de negocios. ¡Tenían la esperanza de presenciar la ruina de su colega! Sin embargo, no hubo notas demasiado discordantes en el concierto de elogios mundanos, no precisamente porque algunos buenos amigos dejasen escapar aquella ocasión de murmurar un poco a costa de los recién casados, sino porque las frases lanzadas a derecha o izquierda no eran muy envenenadas. a la simpatía que Rolando inspiraba uníase cierto temor, y los parisienses no estiman verdaderamente más que a las personas que temen. ¡Desgraciado aquel a quien hiere la acusación de ser «un buen muchacho», porque será arrojado a las fieras como los inocentes cristianos de les tiempos heroicos! Después del baile celebrado con motivo del contrato matrimonial, los elogios fueron unánimes, y las mujeres templaron un poco su naciente envidia, proporcionando un gran éxito a miss Ridney, radiante de hermosura como siempre, y embellecida más todavía con la certeza de su próxima felicidad. Brillaban sus ojos de esperanza y de amor; su límpida claridad era como la de los reflejos del sol apri290
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sionados en un zafiro. Cerca del invernadero, lleno de plantas raras, cuatro o cinco bellas parisienses charlaban a su gusto, pacientemente escuchadas por sus adoradores. -No está del todo mal la novia -decía madame Audiberta, que era una bonita morena, elegante, fina y vivaracha; -pero creo que se marchitará pronto. -¿Por qué? -Es demasiado rubia. Yo aconsejo a los hombres que desconfíen de esas etéreas criaturas que parecen heroínas de balada. Su belleza es tan positiva como lo sería almorzar un rayo de sol. Mme. Edmea de Boiscel, muy buena mujer, y por lo tanto poco influyente, no se mostró tan severa, e hizo el elogio de Florencia de una manera bastante viva; pero la princesa Polinska resumió la opinión general en algunas frases bien claras: -Yo no digo que Mme. Audiberta se engañe; pero Edmea también pudiera tener razón. La felicidad es el mejor de los cosméticos. Una mujer que durante mucho tiempo es feliz, permanece hermosa. ¡Cuántas veces nos ocurre el ver a una amiga cuya belleza se marchitó, presentarse repentinamente con una frescura. deslumbradora, aunque pasajera, y un brillo inesperado! ¡Milagros del amor! 291
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En cambio el tema era inagotable, para estas damas al tratar de Rolando. Hallábase, en aquella época en toda su plenitud de fuerza o inteligencia. Un hombre demasiado hermoso suele ser, con frecuencia ridículo; pero en el prometido de Florencia resaltaba menos la belleza del rostro que la armonía de las líneas y la elegancia del cuerpo. Su cabeza de pensador y de artista estaba iluminada por la aureola de su alma. Dueño de sí mismo, libre de aquella nerviosa impaciencia con que en otras épocas luchaba por conquistar un porvenir, llamaba la atención a primera vista por la franqueza de su viva y penetrante mirada. Fuera del círculo de sus amigos íntimos, inspiraba ese género de simpatía que sólo se concede a las naturalezas superiores no viciadas por el orgullo. Gustaba a las mujeres, y todas hubieran querido ser amadas por él; agradaba a los hombres, y todos deseaban darle el título de amigo. He ahí por qué desde el día siguiente al del contrato todos pronosticaban a los prometidos esposos un porvenir de felicidad eterna. ¿Qué les faltaba para ser venturosos? Jóvenes, bellos, ricos, llenos de vida, y de salud, unidos por un amor profundo y verdadero, tal vez hubieran suscitado la envidia de sus amigos; pero a todos convenía estar en buenas 292
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relaciones con ellos. La opinión de la sociedad no se inspira nunca más que en su propio interés. Después de su matrimonio, M. y madame Montfranchet fijarían su residencia en París. Todos deseaban ser convidados, más adelante, a sus suntuosas recepciones, porque en el juicio que forman las personas del buen tono, influye siempre la esperanza de gozar del lujo de los demás. La capilla de la avenida Víctor Hugo era demasiado pequeña para contener a la bulliciosa multitud de invitados y curiosos. Se sabía que Mme. Salbert y dos de sus más ilustres compañeros de la ópera cantarían durante la ceremonia, todo lo cual bastaba para transformar aquella misa de bodas, que Florencia había deseado fuese muy modesta, en un acontecimiento parisiense. Los acontecimientos parisienses ofrecen la particularidad de que hacen más ruido que los de los demás puntos y se olvidan más pronto. Se habló mucho de la ceremonia durante veinticuatro horas, Después, todo el mundo se ocupó con febril actividad de una desavenencia que había, surgido entre una horizontal en boga y su amante. Alguien hubo de preguntar, por casualidad, en casa de Mme. Rosenheim:
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-¿Han salido a viajar los señores de Montfranchet? Nadie le respondió. Ninguno se había ocupado de averiguar en qué paraje ocultaban su amores Florencia y Rolando. Los recién casados habían sido olvidados por completo, hasta el día en que fuera útil volver a acordarse de ellos. Para los que aman, el olvido del mundo es la mayor felicidad.
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XI Labiche ha escrito el Pequeño viaje, ingeniosa odisea de dos recién casados, donde pinta con inimitable gracia una de. las muchas ridiculeces de esta sociedad fin de siglo que no se queda corta sin embargo, en materia de ridículo. Daba la moda del siglo pasado. Interrumpida por las guerras de la República y del Imperio, volvió otra vez con la Restauración. Las personas que frecuentan los salones con como un rebaño. Todas van por el mismo camino. Las costumbres íntimas se modifican; pero no cambian; el fondo permanece siempre el mismo. Cuando una generación nueva hace su entrada en la vida, cualquiera diría que carece de inventiva, observando cómo copia a la generación moribunda a quien reemplaza. Para hacerse, sin embargo, la ilusión de que es innovadora y revolucionaria, decreta que los 295
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sombreros sean de forma de melón si se llevan en forma de jaula, y que los vestidos sean sesgados si antes se llevaban huecos. Una vez realizado este gran esfuerzo, la nueva generación se abandona y las costumbres absurdas subsisten, porque es más trabajoso destruirlas que observarlas. Gracias a este consentimiento tácito, que en suma no es más que tina perezosa indiferencia, el Pequeño viaje de Labiche contiene observaciones tan exactas hoy como hace cincuenta o sesenta años. Rolando era de la misma opinión que aquel hombre de talento, que calificaba de «bárbara e inconveniente» la arraigada costumbre del viaje de bodas. Dos seres que se aman, ¿van a dejar sembrados a lo largo de los caminos sus más queridos recuerdos y sus más dulces sensaciones? ¿Sufrirán la promiscuidad vulgar de los demás viajeros y la interesada hospitalidad de los hoteles? Más tarde, cuando los esposos sean ancianos y quieran evocar los recuerdos de lejanos días, o las memorias de su pasada juventud, sólo les quedará un aroma desvanecido como el de un saquito de perfumes ya disipado. Quince días antes de su matrimonio, M. Montfranchet supo que había muerto un propietario de 296
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Vaucluse, M. de Escalens, con el cual le unían relaciones de amistad y de negocios. M. de Escatens dejaba toda su fortuna a unos primos lejanos que se apresuraron a poner en venta el castillo de Canourgues, habitado por el difunto. Rolando conocía a Canourgues, y se apresuró a presentarse como comprador, con gran satisfacción de los herederos, que no esperaban desembarazarse tan pronto de una finca de recreo, cuya conservación costaba muy cara. Trabajaron los tapiceros en tales términos que se transformó el castillo en algunos días, teniendo cuidado de conservar los muebles antiguos, los grandes arcones de roble y las altas chimeneas de mármol, que no es raro encontrar en las bellas habitaciones provenzales. El castillo de Canourgues está situado frente al lugar de Gramboís, en el centro de un enmarañado bosque de encinas, hayas y álamos centenarios. El camino de la Tour de Aigues desarrolla su larga cinta amarilla a la extremidad del parque que llega hasta. la casa por una pendiente regular o insensible. La tierra de Vaucluse, tiene una prodigiosa fertilidad. Los pinos, los cerezos, los olivos y las moreras crecen libremente por todas partes. Las encinas se ven tapizadas por la yedra flexible y vigorosa, 297
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que, rodeando los troncos cubiertos de musgos, trepa hasta las más altas ramas, para caer como una verde cascada a través del entreabierto follaje. Hállanse los árboles tan próximos unos a otros, que forman corno bóvedas, por las que apenas se filtran algunos rayos de luz. A medida que se avanza por las alamedas del parque, una inmensa alfombra de hierba, surcada por largas acequias, se extiende blandamente, y en ella se secan al sol los manojos grises de heno sembrados de violetas, margaritas y botones de oro. A la extremidad de esta hermosa pradera encuéntrase un ancho terraplén enarenado, donde se hallan las más hermosas flores, prisioneras en enormes vasos del Japón. Allí el curioso se detiene deslumbrado para contemplar el mágico panorama que se desarrolla ante su vista. Enfrente, el pueblo, edificado sobre una alta colina, en que las casas grises se amontonan irregularmente unas sobre otras, de manera que más bien parece su conjunto una fortaleza de la Edad Media que un pacífico municipio de nuestros días. A derecha e izquierda se ve una llanura rojiza, surcada por algunos arroyos, secos a veces, y suavemente cerrada en forma de circo.
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A lo lejos se distinguen les cerros de Luberon con escarpadas pendientes, en cuyas sinuosidades dejan los rayos del sol hermosas tintas de color violeta. La línea de. las montañas se recorta, destacándose claramente sobre el fondo azul pálido del cielo, y tan pura es la transparencia del aire que, al extender la mano, parece que se podría tocar el lejano horizonte. La Provenza es el país de las antiguas leyendas, que, después de haber atravesado los siglos, se cuentan todavía, durante las largas noches de invierno, en las veladas de los aldeanos. El lugar de Grambois tiene también la suya, casi inadmisible bajo el punto de vista histórico; pero que las generaciones se han transmitido piadosamente. Grambois pertenecía, cien años antes del reinado de Felipe el Hermoso, a la poderosa Orden de los Templarios, que construyeron sobre el montículo una de sus colosales fortalezas. Foulquet, obispo de Marsella, perseguido por delito de herejía, se vio obligado a pedir protección y auxilio a sus poderosos vecinos. Los Templarios consintieron en recibir al Prelado fugitivo, con la condición de que haría vida de penitencia en la ermita de Canourgues. Foulquet obedeció, muriendo en olor de santidad, 299
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perfectamente olvidado por los hombres y por el Papa. Tal es la leyenda.. La historia es menos poética; pero más clara y precisa. En vez de ser perseguido. Foulquet fue perseguidor y quien predicó más ardientemente la cruzada contra los Albigenses. Moriría, tal vez, en Canourgues; pero cargado de años y de honores, con el título de Arzobispo de Tolosa, y rodeado por el terror que a todos inspiraban sus sangrientas crueldades. Cuando Felipe el Hermoso destruyó la Orden de los Templarios, la colina en que estaba edificada la fortaleza, la ermita y las fértiles tierras de aquel poderoso feudo tocaron en herencia a uno de los servidores del Rey, encargado de perseguir y batir a los rebeldes. Tan cierto es esto, que todavía hoy enseñan los aldeanos, en una de las extremidades del parque de Canourges, un extenso otero, árido espacio desprovisto de toda vegetación, donde ningún árbol ha querido crecer ni ninguna clase de hierba germinar. El aspecto de ésta, digámoslo así, verdadera calvicie rodeada por tan frondosos árboles, produce una extraña impresión. El aldeano dice, en su patois musical, que aquel terreno quedó para siempre estéril porque allí fueron colgados en horcas de 80 pies de altura los últimos Templarios de Provenza. 300
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Hoy, el castillo, que data del siglo pasado, se eleva sobre el emplazamiento que ocupaba antes la ermita del Obispo. Dos cuerpos de edificio, cubiertos con encarnadas tejas, se hallan destruidos a cada lado de un gran patio, y están unidos entre sí por una fachada que domina también resto de la construcción. En las alas de esta fachada se elevan dos altas y puntiagudas torrecillas en forma de campanarios. Florencia dio un grito de alegría al contemplar aquel paraíso. Apoyada en la alta galería del terrado, conmovida y silenciosa, dejaba errar sus miradas sobre las montañas con reflejos de amatista sobre la verde llanura y sobre la dorada colina. Allí habitaría durante las primeras semanas de su amor allí saborearía las únicas alegrías verdaderas de su existencia. -¡Cuán bueno eres! -dijo a Rolando -No has querido esparcir nuestros recuerdos, sino más bien reconcentrarlos, y, gracias a ti, estos deliciosos días no conocerán el desencanto... Esforzóse Rolando en sonreír, murmurando en voz baja algunas frases. Después de su salida de París, desde que se pertenecían para siempre, los jóvenes esposos hallábanse dominados por pensamientos de índole bien distinta. Florencia se 301
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abandonaba libremente a sus esperanzas. Su rostro, sus palabras y sus miradas dejaban adivinar una radiante alegría, una verdadera plenitud de deliciosas sensaciones. Rolando, por el contrario, hallábase preocupado, muy sombrío, casi triste. Hacia el mediodía, cuando paseaban a caballo a través del bosque de Jas, Mme. Montfranchet detuvo bruscamente su cabalgadura. -Estás muy callado -dijo con alguna inquietud. Rolando se estremeció. ¡Con tal que ella no adivinase nada!... -Pardóname, amiga mía; pero consiste en que me hallo algo fatigado. Tomó la mano de su mujer, imprimiendo en ella un prolongado beso. -Vamos -dijo alegremente -vuelvo a hallar a mi tierno y enamorado esposo. Hemos llegado, por fin, al camino. ¿Quieres que galopemos un rato? Desde aquel momento Rolando volvió a ser el hombre solícito y enamorado de siempre, y, a pesar de todo, un terror agudo le dominaba: tenía miedo de la absoluta intimidad que iba a unirle con su joven esposa.
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¿Por qué? Porque hacía cuarenta y ocho horas que un extraño drama fisiológico trastornaba la existencia de aquel hombre. Al salir de la capilla los recién casados se habían retirado discretamente al hotel de la avenida de Friedland. Durante la noche recibieron a aquellos amigos íntimos a quienes no podían dispensar de recibir. Dirigiéronse inmediatamente a la estación, acompañados por Alicia y Arístides, y, por primera vez, después de casados, se hallaron solos en el vagón-salón que les llevaba al Mediodía de Francia. Nelly debía unirse a su ama al día siguiente. En aquel instante nada revelaba en Rolando turbación interior ni emoción alguna. Durante las primeras horas de, viaje estrechaba apasionadamente las manos de su mujer entre las suyas, hablándola de la alegría que experimentaba al considerar que era suya, ¡suya para siempre! Florencia se dejaba mecer por las dulces ilusiones envueltas en tan acariciadoras palabras. Sonreía feliz y orgullosa de antemano con entregarse a un dueño que tanto la adoraba. Hacia la una de la noche Rolando la obligó a acostarse sobre el ancho canapé del vagón.
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Resistíase ella alegremente, alegando que no podría dormir; pero cuando él la hubo envuelto cariñosamente en su abrigo de pieles, la joven cerró los ojos y no tardó en volar a la región de lee sueños. Rolando estaba mirándola, cuando instantáneamente se vio acometido por un sentimiento de horror. ¡En el confiado abandono del sueño, Florencia era el vivo retrato da su madre! ¡Mrs. Readish aparecía ante su asesino como si repentinamente saliese de la tumba para aterrar a aquel hombre, en quien no habían podido hacer presa los remordimientos!. Cuando estaba despierta la joven no tenía más que un lejano parecido con la que ya no existía. Había sólo una fugitiva semejanza, apenas perceptible, entre, aquella cabeza de muchacha joven, fresca y sonrosada, y el envejecido rostro de Sacha, algo amarillento y surcado por finas y múltiples arrugas. La hija, con sus ojos azules, claros y límpidos como el agua de un lago, no despertaba más que el vago recuerdo de la mirada empañada o indecisa de la morfinómana. Durante el sueño todo cambiaba. La cara inmóvil de la joven, antes tan animada por la expresión de sus ojos, forzaba a recordar el rostro de la difunta, bajo cuya uniforme palidez mate no circulaba 304
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la sangre. Cuanto más contemplaba a Florencia crecía más su espanto. ¿Era efecto, tal vez, de su terror nervioso? Por un instante se creyó, juguete de una terrible pesadilla. Entonces se veía solo en el vagón, con la madre... cuando, algunos momentos antes, estaba con la hija... En vano trataba de luchar contra aquella alucinación, de alejar de sus ojos la visión vengadora. -Estoy loco -murmuraba. - Estoy loco... ¿Qué hay de común entre esta joven sonriente, feliz y aquella monomaníaca, envejecida antes de tiempo? Inclinábase entonces hacia su mujer para estudiarla a la luz oscilante de la lámpara del vagón. La pasmosa semejanza de las dos cabezas resaltaba de una manera más sorprendente todavía entre la penumbra de aquella semiobscuridad. El rostro de la hija, como el de la madre, formaba un óvalo de una absoluta pureza. La hija, como la madre, tenía rubios y espesos cabellos, dientes blancos y finos y manos elegantes. Estremecíase Rolando al pensar que la mujer de cuya desaparición para siempre estaba seguro revivía ahora en otra. ¡Y esta otra era precisamente su esposa, la que llevaría siempre su apellido, la que compartiría con él la existencia! Por primera vez sintió el asesino doblegarse su orgullo, 305
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y se humilló su alma altanera. ¿Era que su castigo comenzaba? Luchaba contra semejante pensamiento. ¿El castigo? Eso era bueno para las almas débiles que se dejan dominar por los remordimientos. El no experimentaba ninguno, ni se arrepentía de nada. ¡Bien loco sería el feliz aventurero cuyo crimen había coronado el mejor éxito, en castigarse, a sí mismo, inclinándose con docilidad ante las layes de una moral de convención! En tanto que pensaba así, intentaba en vano alejarse de Florencia. Un invencible imán le atraía hacia la adorable niña que descansaba a su lado. Contemplábala nuevamente, tratando de convencerse de que sus miradas le engañaban y de que una malsana alucinación falseaba la rectitud de su espíritu. Pero, a pesar suyo, la fatal semejanza se acentuaba. ¡Los mismos ojos, los mismos cabellos, las mismas manos! Durante toda la noche Rolando permaneció trémulo y asustado de los nuevos pensamientos que germinaban en él. Pero, al amanecer, el extremo cansancio que sentía triunfó de su nerviosa sobreexcitación, y cayó, al fin, en un pesado sueño. Cuando despertó se hallaba el sol sobre el horizonte. Florencia, que había despertado ya, la 306
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contemplaba a su vez con cariño. ¿Había huido la terrible pesadilla, o bastaba la hermosa claridad del sol para disipar les terrores de la noche? Entonces, con relación a Rolando, Florencia había vuelto a ser la misma, la criatura hermosa, pura y alegre que en nada hacía recordar a la morfinómana medio loca. -Todo ha sido un sueño - pensó, en tanto que la recién casada confesaba riendo que se moría de hambre. La llegada a la estación de Avignon y el aire fresco de la mañana disiparon pronto aquellas siniestras impresiones, y Rolando no tardó en recobrar toda su calma y sangre fría. Sin embargo, a pesar de la alegría de Florencia, quedó algo triste y pensativo. Una victoria que les esperaba en la estación de Perthuís les condujo rápidamente al castillo de Canourgues. Mme. de Montfranchet se entregaba a todos los transportes de su exuberante naturaleza, embriagada por aquellos aires tan embalsamados y enamorada de aquellos pintorescos paisajes. Todo el día transcurrió así, feliz y dichoso para ella, mecida por sus dorados sueños, y solamente durante el paseo a caballo se inquietó algo a causa de la secreta preocupación de su marido. 307
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Después de haber alegado un poco de fatiga, Rolando no quiso que la imaginación de la joven pudiera alarmarse, y cuando regresaron al castillo se esforzó en mostrarse alegre y tierno, gozando de su prometida ventura; como la voluntad es tan poderosa, aquel hombre enérgico domó, una vez más, la exaltación de su espíritu. Sin embargo, a medida que las sombras del crepúsculo iban extendiéndose por la llanura, apoderábanse de él nuevos estremecimientos nerviosos. ¿Sería la segunda noche parecida a la primera? ¡Volvería a presentarse tan atroz alucinación? Procuró alejar de su mente aquellos importunos terrores, proponiéndose permanecer dueño de sí mismo hasta el fin. El marido y la mujer se habían refugiado en un pequeño gabinete contiguo a la alcoba de Florencia, y allí se contemplaban uno a otro conmovidos y encantados. El sintiendo que le invadía el vértigo de su amor, ella ruborizada, feliz y agradecida al dueño que, teniendo el derecho de poseerla, prefería que libremente se entregase. Aquella era la noche de, su primera intimidad y la hora divina que el más escéptico y, el más frío no olvida jamás.
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Rolando tomó en sus brazos a Florencia, y con ternura ardiente, mezclada a la vez de infinita dulzura: -¡Oh, querida mía! -murmuró, -¡cuánto te amo!...
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XII Las habitaciones de les esposos eran dos grandes salas separadas por un gabinete de tocador y un saloncíto. Cuando, a las doce, de la noche, al volver Rolando a su habitación, se encontró solo, sintióse penetrado de alegría, saturado de amor. La natural candidez de la joven desposada le encantaba. ¡Cuánto adoraba a aquella niña! ¡Qué porvenir de felicidad esperaba a aquellos dos seres creado el uno para el otro! Nada quedaba ya de las evocaciones malditas y de las vengadoras visiones. Rolando se encogía entonces de hombros desdeñosamente, burlándose de su enfermiza alucinación. -Tenía el cerebro sobreexcitado -decía. -¡Qué aberración la de comparar esta criatura perfecta 310
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con... con la otra!. Entre las dos no existe más que un aire de familia, y éste tampoco se observa más que en el sueño, cuando la expresión general de la fisonomía se altera y se borra... Complacíase Rolando en este pensamiento y se preguntaba si sucedería lo mismo siempre, o si, a ciertas horas, provocaría Florencia inevitablemente el recuerdo de Mrs. Readish. -No; imposible. He debido soñar la noche anterior. Me basta volver ahora al lado de Florencia para convencerme en seguida.. Vaciló durante algunos minutos por temor de despertar a su mujer. Sobre todo, ¿para qué había de hacer el experimento cuando estaba convencido de que eran vanos sus temores? Quiso, sin embargo, tener una prueba irreparable de que la alucinación que le había asaltado durante la primera noche había desaparecido para siempre. Caminando muy despacio abrió la puerta de su cuarto, entró en el gabinete tocador, y levantando después un portier, penetró en la alcoba de Florencia. Una lámpara de color de rosa iluminaba la estancia, bañando en su indecisa luz los muebles, las cortinas y el gran lecho de columnas. La joven dormía con la cabeza apoyada en su brazo graciosa311
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mente doblegado. Una ligera sonrisa vagaba por sus entreabiertos labios, dejando ver sus blancos y nacarados dientes. Los sueltos cabellos caían sobre sus espaldas, envolviendo en sus doradas ondas aquel. fino y delicado cuerpo. Rolando sentía latir con fuerza su corazón; dirigióse lentamente hacia el lecho, y se inclinó como en la noche anterior, para estudiar mejor aquel rostro abandonado al reposo. Apenas tuvo fuerzas para ahogar un grito de angustia y espanto. La semejanza fatal aparecía más sorprendente, más viva que la vez primera. La insegura luz de la lámpara comunicaba una sombra gris al terso rostro de la niña, y se acentuaba todavía más el parecido entre el semblante de la madre el de la hija. El fenómeno resaltaba con más fuerza ante las atónitas miradas de Rolando, que quedó inmóvil, aterrado, queriendo huir y no pudiendo, y como clavado al pavimento por un inexplicable espanto. Cayó sobre una silla al lado de la cama, ocultando su helada frente entre sus manos, y un gran desarreglo nervioso se operó bruscamente en su cerebro. Su espíritu, hasta entonces tan firme y seguro, proscribía las hipótesis y no admitía más que las realidades. 312
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Desde aquel momento, para él, no era Florencia, no era su mujer la que estaba durmiendo. No. ¡Era el espectro de Mrs. Readish, que aparecía ante él lívido y amenazador! La adorable niña, que sonreía en su gracioso abandono, hizo un movimiento como para buscar mejor posición... Rolando creyó que iba a despertar, y, con un esfuerzo desesperado, huyendo de la obsesión de aquel delirio, se precipitó fuera de la alcoba. Al fin se vio solo. -De manera –pensaba -que la visión nocturna vuelva todavía; ¿pero volverá siempre? No podía alejarse de Florencia., porque la adoraba, ni permanecer a su lado, porque la presencia de la joven daba pábulo a su locura. ¿Qué hacer, qué intentar? Ante la ruina de todas sus esperanzas, Rolando permaneció como aturdido, interrogando en vano a su perturbada razón. Por un instante tuvo la idea de lanzarse al camino, subir en el primer tren que saliese de Perthuis y desaparecer... ¡Desaparecer en la noche misma de las bodas! ¿Qué se diría de una acción tan insensata? Siempre hay personas que tratan de hallar una explicación a lo inexplicable. Se preguntarían por qué él, tan enamorado de su esposa, la abandonaba de re313
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pente en la hora de la suprema felicidad. En otro tiempo, Rolando habría sonreído desdeñosamente ante la idea de que podría llegar un momento en que el sangriento pasado saliese de su tumba. Pero, entonces, su antiguo crimen le causaba un invencible miedo. -Necesito dormir -dijo; -el descanso es el olvido. Se acostó; calmóse un poco con la sana frescura de las sábanas, y cerró los ojos esperando sentir el sueño; pero ¡el sueño no llegaba! El desgraciado oyó sonar lentamente las horas unas tras otras en el reloj de sobremesa de su habitación, y entonces conoció todos los terrores de ese suplicio que se llama insomnio. Cuando, al siguiente día, vio Florencia a su esposo, se asustó mucho al contemplar aquel rostro pálido por la angustia, ajado por la fatiga. -Me da miedo verte. ¿Estás enfermo? Rolando, arrodillándose ante ella, la estrechó febrilmente entra sus brazos. -Es que te amo -dijo con voz apagada. -Es que tú eres mi bien, mi universo, mi todo. ¡Por ti ha comenzado mi vida y sólo por ti concluirá! ¡Oh, que sueño más feliz será el de adorarnos hasta el punto
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de que las demás sensaciones desaparezcan ante lo infinito de nuestro amor! Hablaba con una vehemencia tan apasionada que se disiparon los temores de Florencia. No advirtió que Rolando no era ya el mismo del día anterior, aquel a quien había dado su mano de esposo, sino un hombre diferente, animado por muy distintos pensamientos. Cuando era amante feliz no pedía al amor más que promesas de felicidad, y hoy, marido satisfecho, sólo anhelaba Rolando el olvido de aquellos espantosos sueños. Poco a poco, el cariño franco y sincero de la enamorada esposa calmó la agitación de su espíritu, y los brillantes rayos del sol disiparon hasta el último recuerdo de las paradas y siniestras apariciones. Florencia quiso dar un largo paseo a pie y salieron ambos después de almorzar. -Vamos a esperar a Nelly - dijo Florencia -. Hace una hora que ha debido subir en el cupé en que la he enviado a la estación de. Perthuis, -Ya la veremos cuando volvamos. Mejor será que antes paseemos por los bosques que se extienden allá, en la cima de la colina. Después de caminar largo trecho, se detuvieron en un espeso soto. Oíanse, a su alrededor los mil inexplicables rumores de la Naturaleza en la época 315
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del año en que todo parece revivir y germinar anunciando la venida de la primavera. Bajo el musgo, que hollaban con sus pies, sentían palpitar y vivir miradas de flores y de invisibles insectos, en tanto que lee, pájaros volaban de rama en rama y una cálida brisa acariciaba blandamente las altar y silenciosas encinas. Florencia se sentó en el saliente de tina roca y Rolando se colocó a su lado. Entonces ella le habló de su pasado de los años que había permanecido en el convento y de los sueños creados por su cerebro infantil. El escuchaba sin oírla, con los ojos ardientemente fijos en ella, menos para admirarla, que para detallar cada uno de los rasgos de su fisonomía. -Hasta cuando está sentada - observaba Rolando, -me recuerda a la otra. Tiene en la voz inflexiones parecidas... Y, a fuerza de estudiar los ojos, los labios y la frente de aquella mujer, descubría nuevas y extrañas identidades, que tal vez existían de una manera vaga e indeterminada, pero que su imaginación abultaba desmesuradamente. a partir de esta hora fue incesante el suplicio de aquel desgraciado. Era aquello una obsesión continua, semejante a la que experimenta un demoníaco. Había momentos en que no 316
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estaba seguro de si adoraba a Florencia o la temía. ¡Le fascinaba y le asustaba a la vez! Demasiado enérgico para dejarse vencer en estas luchas, dominaba las agitaciones de su cerebro y los terrores de su espíritu, proponiéndose Mirar cara a cara a la vengadora, visión, y comprendiendo que, sólo por medio de su amor, podría triunfar de su locura. Exageraba entonces los transportes de su pasión, exasperado por el desarreglo nervioso de su organismo. Rolando no podía dormir desde su llegada a Canourgues. El insomnio de la primera noche continuó en las sucesivas, y, en vano trataba de fatigar su cuerpo por medio de marchas rápidas y continuas y de los más violentos ejercicios. El sueño se obstinaba en huir de él, dejándole, durante largas horas, bajo el imperio de su extraña alucinación. En su ternura por Florencia, venían a reflejarse al fin, todos estos desórdenes cerebrales. Los transportes de amor encantaban a Florencia, asustándola al mismo tiempo, porque sintiéndose únicamente adorada y sabiendo que a ella sola quería observaba extrañas contradicciones en el carácter de su marido. Los ojos de Rolando habían cambiado de expresión, y, en el fondo de aquella mirada, que la contemplaba 317
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con tanta fijeza, veía la joven agitarse un indefinible pensamiento. Hacía tres meses que habitaban aquel retiro, apartados del mundo y olvidados de todo lo que les hubiera distraído al uno del otro. Dos veces por semana, Alicia escribía a su hermano, que la contestaba con cuatro renglones. Florencia, a escondidas de su marido, escribía con más abandono y menos reserva, confiando a su cuñada sus temores, que, cada día iban en aumento, y los que solamente, a medias lograban calmar los razonamientos de Nelly. La vigilante ternura de Mme. de Montfranchet se alarmaba por el incomprensible desorden y alteración de la salud de Rolando. Continuaban su insomnio persistente y su falta de apetito, porque, a pesar de sus largas expediciones a pie a través de la llanura, no conseguía calmar su sistema nervioso. -No se alarme usted -decía dulcemente Nelly a Florencia -Eso consiste en que es usted... demasiado amada. No puede usted quejarse de ello. Cuando M. Rolando se casó, su corazón no habla latido por ninguna otra. Era un hombre trabajador, que no conocía los transportes del amor, y ha reservado para usted toda su adoración... 318
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Ruborizada, Florencia movía la cabeza en señal de duda, pues, aunque por el momento se tranquilizaba, no tardaban en reaparecer sus inquietudes. Para Nelly, Rolando era el héroe caballeresco con que sueñan todas las mujeres. Recordaba siempre aquel tiempo, ya lejano, en que él la protegía y la defendía. Sin su intervención hubiera sido despedida por Mrs. Readish, y jamás habría conocido a miss Ridney, que era, para, ella, la felicidad, y, más aún, la salvación. Su porvenir y el de sus hermanas estaba asegurado para siempre. Demasiado adicta a su ama para no participar de sus sufrimientos, no había dejado de notar también el cambio físico que se operaba en M. Montfranchet. La cara de Rolando se había adelgazado, y una palidez mate blanqueaba entonces aquella tez morena, que recordaba su origen criollo. Sus ojos azules, sombríos y enérgicos, parecía que se habían agrandado desmesuradamente a causa de la extrema delgadez de sus mejillas, y adquiría, a veces, cierta expresión de dureza que no dejaba de causar asombro a su esposa. -¡Con tal que no se hastíe de nuestra querida soledad! -solía decir. Nelly reía, burlándose de tan cándidas aprensiones. 319
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-¿Hastiarse él, señora? No hay aburrimiento posible cuando se siente un amor como el que él atesora en su corazón. Sólo se ocupa de usted, de su tocado, de sus trajes... Ayer la, rogó a que llevase el cabello peinado hacia atrás y recogido, en forma de moño, sobre la nuca, a pesar de que no es esa la moda. En efecto, Rolando quería que Florencia, aun permaneciendo la misma, ¡no fuera la misma! Una modificación en el peinado, un cambio cualquiera en el traje, atenuarían, durante algunas horas, aquel fatal parecido que le perseguía por todas partes. Había llegado la estación de verano. Los esposos no salían más que durante la tarde, cuando las sombras del crepúsculo refrescaban ya la llanura. Desde que habitaban en Canourgues habían aprendido los aldeanos a conocerles y amarles. En Grambois, en la Tour d'Aigue y en La Bastide, des Jordans, sabían que el castillo socorría todas las miserias y que allí nadie imploraba en vano la caridad. Con su exquisita dulzura Florencia sabía atraerse el cariño de todos. Cuando un niño caía enfermo o existían desavenencias entro dos casados y venían a pedirla auxilio y consejos, no se daba punto de reposo hasta que se 320
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había restablecido la salud del niño o la armonía en el matrimonio. Esta. atmósfera de respetuosa simpatía les rodeaba cuando pasaban a caballo, a la hora del crepúsculo, elegantes y graciosos como dos enamorados de novela a quienes los cuidados de la vida real no han podido distraer de su fiel amor. Hacia esta época, Rolando comenzó a sufrir penosas opresiones de pecho, que le dejaban, durante algunas horas, jadeante y casi sofocado. Florencia hizo llamar inmediatamente al doctor Grand, de Perthuis. Después de auscultar y percutir al enfermo, el médico reconoció la existencia de algunos desórdenes causados por una angina de pecho. Montfranchet no podía admirarse de ello. Exactamente lo mismo le habían dicho, en dos ocasiones diferentes, los médicos militares, cuando habían rehusado el admitirlo en el ejército. El doctor Grand recetó una poción de extracto tebaico que calmó en seguida las opresiones. Rolando se enamoró de aquel remedio, que combatía igualmente el insomnio, y, poco a poco, fue acostumbrándose al uso del narcótico. Todas las noches mezclaba con el tabaco granos de opio, fumándolo en largas pipas que le aturdían deliciosamente. 321
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Volvió de nuevo a aparecer el sueño, y, con él, el apetito. Fue un período casi feliz, en que las alucinaciones desaparecieron, no quedándole más que un temor nervioso, una infundada angustia, algo así como un vago terror de lo desconocido. Cuando reapareció el otoño, se creyó definitivamente curado. Triunfó, por fin, la energía de su constitución y recobró la calma relativa, es decir, la salud física pero nunca la salud moral. Después del crimen de Willow-Creek, Rolando se había creído más fuerte que los hombres y que el Destino, y, durante dos años, había mirado el porvenir cara a cara. Pero, entonces, el porvenir le causaba miedo. El sólo podía dar un nombre a su enfermedad: el de remordimiento. ¡El remordimiento, que tan audazmente negaba! ¡El remordimiento, que durante sus largas noches de insomnio había roído el corazón de aquel criminal con sus envenenadas mordeduras!
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TERCERA PARTE Rémonin. ...Acordaos de lo que os dice un viejo filósofo ...El bien es más fuerte que el mal... Mrs. Clarkson. Entonces, ¿por qué vemos tan frecuentemente que el mal triunfa del bien? Rémonin. Porque no miramos durante bastante tiempo. Alejandro Dumas. (La Extranjera, acto III).
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JUSTICIA I No se puede engañar al Destino. Desde su más tierna infancia, Francisco Chevrin tuvo pasión por los caballos. Cuando llegaba el domingo, durante las tibias noches de la primavera, se escapaba furtivamente de la tienda de su padre, en las Termes, para irse a la feria de Neuilly. Jamás los circos ambulantes tuvieron espectador más asiduo, y, durante la semana, el precoz no se separaba de los empleados en la Compañía de ómnibus y de las cuadras de Saint Ferdinard, o bien, palafrenero de afición, complacíase en estar metido entre cocheros y sólidos caballos percherones. Su padre, M. Chervin, comerciante de sedas al por menor, padecía mucho en su orgullo de tendero parisiense. Como todos sus iguales, había soñado el más brillante porvenir para su heredero, y aquellas aficiones destruían sus esperanzas. Francisco huía de la escuela y no quería entrar en el colegio.
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-Pero ¿qué va a ser de ti, desgraciado? -decía el autor de sus días con trágico ademán, que le habría envidiado un cómico de la legua. Francisco no se dignó responder en mucho tiempo. Un día, sobreexcitado por esta pregunta, sin cesar repetida, dijo con audacia: -¡Seré acróbata ecuestre! Los huesos de los Chevrin, comerciantes en sedas al por menor en aquel establecimiento que contaba cincuenta y cinco años de existencia, se estremecieron en sus nichos pagados a perpetuidad. -¡Acróbata! ¡Y qué es eso? -dijo el buen hombre asustado. Francisco, que se, entretenía en morder el extremo de una fusta, dijo con la grave admiración de Rafael hablando del Perugino: -Es ser como M.. Loyal. Desde aquel día M. Chevrin comprendió que no podría sacar partido de su hijo, hasta que una mañana desapareció sin que el padre volviese a tener noticias suyas. Fue, sucesivamente, ayudante de palafrenero, zagal de ómnibus y cochero de la Compañía general, y obtuvo, al fin, un empleo que
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lisonjeaba a la vez sus naturales inclinaciones y sus instintos de pereza. Desde hace bastantes años, los que se dedican a la cría de caballos pecherones hacen negocios considerables con el Far-West, de los Estados Unidos. Los americanos se sirvieron, al principio, de caballos indígenas; pero, lo largo de las distancias, lo rudo de los trabajos y los rigores del clima, obligaron a los colonos a recurrir al cruzamiento con caballos extranjeros. Los caballos padres del Eureet-Loire y del Orne son los que agradan más a los ranchmen. Todos los años nuestros aldeanos exportan caballos por valor de siete u ocho millones de francos, y esta lluvia de oro ha bastado, a pesar de la crisis agrícola, para fomentar la prosperidad de muchos departamentos franceses. La Normandía se ha aprovechado de tan inesperada suerte, y, dos o tres veces al año, envía algunos caballos al Fax-West, conducidos por mozos vigorosos y valientes. Uno de estos propietarios de, caballos encontró por casualidad a Francisco Chevrin, y decidió contratarle. ¡Qué servicio tan agradable y fácil para él! ¡Vigilar las cuadras-modelo, correr por las hermosas praderas del Orne y fingir que trabajaba, haciendo, en realidad, vida de holgazán! El parisiense realiza326
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ba, por fin, todos sus sueños. Un día su patrón le propuso que condujera una docena de caballos Padres y de yeguas al Dakota. El viaje es largo y difícil. La travesía fatiga a los caballos fácilmente y el conductor debe ejercer sobre ellos una constante vigilancia. Francisco, se dejó fácilmente seducir por el lado aventurero de la expedición, y no cabía en sí de contento ante la idea de partir para aquellos lejanos países en que las preocupaciones de la vieja Europa no han penetrado todavía. Por lo demás, el tratante en caballos no podía haber hecho mejor elección. Aquel muchacho da carácter aventurero, a quien aburrían los libres y la existencia metódica y ordenada, no era tonto ni malvado. Además, tenía afición a las bestias confiadas a su vigilancia, y estaba seguro el tratante de que llenaría su misión a conciencia. La llegada a los Estados Unidos fue, para Chevrin, la revelación de una nueva existencia. Conocía el cow-boy, ese héroe que Breat-Harte, ha cantado. El parisiense no vaciló, y bien pronto fijó el colega de todos aquellos corredores del Far-West que M. Mandat-Grancey ha pintado con tan vivos colores.
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Siempre a caballo para inspeccionar el ganado de su amo, Francisco adquirió bien pronto todos los vicios de sus camaradas, a quienes no molestaban mucho los escrúpulos. No se habita impunemente en un medio semejante. Es preciso que la honradez natural está muy arraigada para proteger eficazmente contra la tentación de tan pésimos ejemplos. El parisiense, desprovisto de malos instintos, pero indolente y perezoso, no viciado, pero sí corruptible, descendió rápidamente a igual nivel que sus compañeros, y llegó a ser libertino, borracho, tramposo, derrochador y dispuesto siempre a robar cuando necesitaba dinero. Por estas causas, habiendo entrado al servicio de la Compañía de stage-coaches, estuvo presente en el ataque al log-house. ¿Por qué habían recaído sobre haber asesinado a Mrs. Readish, y no sobre los demás cow-boys? En primer lugar, porque algunos colonos le acusaban por robo de ganados. Además, uno de los bandidos ahorcados había dicho antes de morir: -Nosotros robamos, pero no matamos. El criminal no puede ser otro que, Francisco Chevrin. Odio de raza, tal vez; pero, lo cierto fue que quince días después del crimen Francisco tuvo la imprudencia de vender a un joyero de Deadwood 328
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una de las perlas que llevaba en las orejas Mrs. Readish. Sin la filial ternura de Florencia, el culpable nunca hubiera sido castigado; pero la joven quería, a toda costa, vengar a su madre, y pronto fue reducido a prisión para ser juzgado por la sala de lo criminal en la jurisdicción de Deadwood. Allí se defendió con extraordinaria energía. Confesó que se hallaba entre los salteadores; confesó, también, haber robado las perlas de Mrs. Readish; pero juró ante Dios que ni él ni sus compañeros eran culpables de la. muerte de aquella viajera. Los cow-boys amenazaban con quemar todas las casas si castigaban a su camarada, y, por su parte, el tutor de Florencia no escatimaba el dinero. Solicitados a un tiempo mismo por el interés y por el miedo, los jurados de Deadwood hallaron e1 medio de dejar a todos descontentos. Declararon «culpable» al acusado; pero, en consideración a las circunstancias atenuantes, le sentenciaron únicamente a cuatro años de prisión. Durante el tiempo en que cumplía su condena, no pudo calmarse el odio de Francisco hacia sus jueces. Culpable del robo, pero inocente en cuanto al asesinato, no perdonaba al tribunal, y profería las
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más, espantosas amenazas contra los imbéciles jurados. El razonamiento del aventurero no carecía do lógica. -O yo he asesinado a Readish -decía al director de la prisión o no la he asesinado. En el primer caso, merezco la horca, y en el segunda, se me debía poner en libertad, siendo ya mi pena excesiva para el solo delito de robo. Aquel joven revoltoso a quien la sujeción exasperaba, sufría un verdadero martirio en la cárcel de Nueva York, porque, acostumbrado a recorrer los inmensos espacios de la pradera, se moría de aburrimiento entre aquellas cuatro paredes. Por primera vez en su vida reflexionó Chevrin. Dando vueltas en la memoria al recuerdo de aquella funesta aventura, que a los 25 años, en la flor de su vida, le tenía recluso en una cárcel, y perseguido constantemente por aquella idea fija, consiguió reconstruir el suceso con sus más íntimos detalles. Acordábase con claridad y precisión del paisaje de Willow-Creek, del ataque al log-house y del saqueo de la casa. En tanto que los otros bandidos registraban y robaban los equipajes de los tres viajeros él había entrado, con otros dos o tres de los más atrevidos, en aquella ha330
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bitación, que creyeron desierta. La memoria de Francisco no se obscurecía ni por un instante. Veía aquel siniestro cuarto del primer piso, en que yacía Mrs. Readish; al lado de ella, y perdido también el conocimiento, estaba un joven, herido por un tiro de carabina. Apresuradamente, Chevrin desgarró el corsé de la mujer, buscó las alhajas, tomó las sortijas, el reloj, las perlas atornilladas a sus orejas y el collar rodeado a su cuello. Había creído entonces a Mrs. Readish desmayada de miedo al ver la casa invadida por aquellos feroces espumadores de la pradera; pero, ahora, el prisionero, lo comprendía todo. La desgraciada estaba ya muerta. El únicamente había robado a un cadáver. Muerta; pero ¿por quién? Al llegar a esto punto del problema, la vagabunda. imaginación del parisiense, trabajaba en vano para, despejar la incógnita. No teniendo antecedente alguno de los viajeros, de su existencia actual, ni de su pasado, le era imposible establecer tina base para su razonamiento; pero, no obstante, un vago instinto le advertía que el verdadero culpable debería ser el dueño del log-house, o el compañero de viaje de la víctima. Todos los días, y a todas horas, estos pensamientos trastornaban incesantemente, el cerebro de 331
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Francisco, y, como aquellos cuyo espíritu no tiene más que un fin único, repetía siempre en su interior esta serie de reflexiones, hasta que, por una transición natural, aquel odio que al principio alimentaba contra sus jueces, se convirtió por entero en un vivo deseo de venganza hacia el verdadero criminal. Transcurrieron, por fin los cuatro años, y el día en que fue puesto en libertad, le ordenó el director de la cárcel que saliese, en el término de ocho días, del territorio de los Estados Unidos. Chevrin pidió y obtuvo una prórroga de cuarenta y ocho horas. Quería volver a Willow-Creek, visitar de nuevo el fatal log-house, interrogar a las personas que lo habitaban. ¿Serían sus dueños los mismos, a pesar del tiempo transcurrido? A la hora reglamentaria abriéronle de par en par las puertas de la prisión, y apenas se vio en libertad dirigióse a la estación para tomar el tren de Pierre.. Sin detenerse en el pueblo continuó su viaje a través de, la pradera. Por su fortuna, el log–house no había cambiado de propietarios. Eran éstos dos irlandeses, marido y mujer, piadosos católicos, y muy estimados y queridos por todos los ranchmen de los alrededores. Imposible era acusar a aquellos pacíficos posaderos del delito cuya existencia sospechaba el 332
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parisiense. Los hizo charlar cuanto quiso, con la seguridad de que ninguno de los dos reconocería al elegante y atrevido cow-boy de otro tiempo, en aquel hombre pálido por la reclusión, de mirada ardiente y desfigurado por su larga y negra barba. ¡Oh! Seguramente. Se acordaban muy bien de los tres viajeros que estaban allí en aquella noche maldita. Eran una señora llamada Mrs. Readish y su camarera Nelly, acompañadas por el interpreta Rolando Salbert. Los dos esposos habían leído con interés en los periódicos los detalles del crimen, el proceso del culpable, y su justa condena. Bastante habladora y poco acostumbrada a tener oyentes que la escuchasen con tanta atención, la irlandesa no se cansaba de hablar. ¡Pobre Mrs. Readish! Deciase que había dejado una hija, «una interesante huérfana» que estaba, terminando su educación en un convento de Nueva York. Aquella niña debía ser muy bonita, si se parecía a su madre; porque la buena mujer recordaba muy bien a la viajera. Hermosa, rubia, elegante... pero debía tener mal genio, ¡oh! sí, mal genio. Pocos momentos antes del ataque, al log-house se había suscitado en el primer piso una violenta discusión...
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Francisco escuchaba con creciente interés, y cada palabra que oía le confirmaba más en su primera idea. El culpable era el intérprete, aquel Rolando Salbert que acompañaba a Mrs. Readish. ¿Acaso no eran convincentes las pruebas que lo acusaban? La viajera estaba muerta cuando penetraron en la habitación. Muerta, ¿por quién sino por aquel hombre? La violenta querella que la irlandesa no habla olvidado, añadía nuevas pruebas a su opinión. Pero, ¿en dónde encontraría al intérprete? Sin duda los argumentos del parisiense descansaban en una base poco sólida, pero le guiaba sostenía su seguro instinto. Iba a volver a Francia. Una vez ya en París, trataría de llegar hasta el que presumía que era el verdadero culpable; pero. ¿cómo? ¿por qué medio? Eso Chevrin no lo sabía aún, y mil proyectos mal bosquejados, peor concebidos, incoherentes y confusos, se agitaban en su cerebro -El nombre de Salbert - pensaba, -es poco común, y, a fuerza de buscar a derecha e izquierda y de interrogar a éste y al otro, tal vez concluya por encontrar a mi hombre. Durante los cuatro años de prisión que acababa de sufrir, Chevrin había perdido a sus padres, y le aguardaba en su país su herencia, algo aumentada. 334
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Era un centenar de miles de francos, economizados, sueldo a sueldo, por el cotidiano ahorro de una larga vida de trabajo, cantidad suficiente para vegetar en algún pueblo de los alrededores de París. Allí continuaría con encarnizamiento el fin que se había propuesto, porque la idea de la venganza era ya una obsesión para Francisco y necesitaba su Rolando Salbert a toda costa. El lado aventurero de aquel carácter se manifestaba en aquel pensamiento único. Había sido cazador de caballos en la gran pradera, y entonces, continuaría la caza del hombre en la gran capital, en pleno París, en medio de los guardias municipales y de los agentes de policía. Cuando tuviera cazada su presa sabría, al fin, a qué atenerse, comprendería si, engañado, tal vez, por las apariencias, acusaba a Salbert de un crimen imaginario. Un intérprete no pertenece, generalmente, a la alta clase de la sociedad; suele ser un pobre o un desheredado. Fácil le sería a Chevrin entablar relaciones con el desconocido, conversar con él y estudiarle pacientemente. Así conseguiría afirmar o destruir sus sospechas. Y, si se confirmaban, ¿que castigo impondría a aquel miserable, por cuyo delito había pagado inocentemente? ¿Entregarlo a la justicia? ¡La justicia! 335
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Una vez había estado en contacto con ella y sabía de cuántos errores y tonterías es capaz. No. Otra sería la venganza de Francisco Chevrin. Venganza atrevida y refinada, digna, a la vez, de un audaz cow-boy y de un ingenioso parisiense.
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II Cantaban aquella noche la ópera Aída. Alicia llegó muy temprano al teatro con objeto de examinar algunos arreglos que había mandado hacer en su cuarto al tapicero de la empresa. Los artistas célebres han tenido siempre el don y, el privilegio de, inspirar pasiones ocultas, y madame Duseigneur se divertía mucho con las epístolas incendiarias que el portero de la ópera lo entregaba con la grave dignidad de un diplomático y las leía riendo, en tanto que su doncella la peinaba o la vestía. -Esta noche tiene la señora muchas cartas -le dijo, mientras que su ama recorría distraídamente las epístolas de sus incógnitos admiradores. -¡Oh! Siempre la misma cosa. Que soy una gran artista... Que tengo genio, etc., etc. 337
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-Sin contar aquellos enamorados a quienes la señora no conoce -dijo Elena alegremente, -enamorados que no ha visto y cuya existencia ni siquiera sospecha. Esos son precisamente los que más nos divierten a nosotras. -¿De veras, Elena? -Si la señora supiera... Es una aventura de la que se habla mucho en el teatro de quince días a esta parte. ¿Recuerda la señora aquella huelga de los maquinistas? -Sí; pero... -Amenazaron a la empresa con dejar el servicio de la escena, si no se les aumentaba el sueldo. Entonces la dirección tomó los obreros que pudo, traídos de cualquier parte. Los maquinistas del Edén y algunos operarios sin trabajo ofrecieron sus servicios, y, entre esas gentes, el administrador se fijó en un mozo bien vestido, ágil y muy diestro, llamado Francisco Levrault. En poco tiempo se ha puesto al corriente del oficio, y, como observa muy buena conducta, continúa prestando sus servicios en el teatro aun después de terminada la huelga. Ese es el que está enamorado de la señora. -¡Bah!
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-Cuando la señora canta, la oye con la boca abierta apoyado en un bastidor y mirándola con éxtasis... ¡Nosotras nos reímos mucho al verle! La mujer más honrada del mundo siente siempre lisonjeado su orgullo cuando inspira una pasión, sobre todo si esa pasión es platónica, por humilde que sea el adorador. Alicia hizo que le indicasen cuál era el maquinista para conocerlo, y vio a un mozo elegante y bien formado. Elena no había exagerado en nada. Aquel operario era hábil, experto en el trabajo y modelo de puntualidad. Sus jefes le elogiaban y jamás le dirigieron ningún reproche. Era, tal vez, algo curioso en su deseo de saber cuanto se refería a su ídolo, e interrogaba. a todo el mundo acerca de la vida, costumbres y familia de Mme. Salbert. Cierta mañana estaba hablando con uno de sus compañeros en una cervecería de la calle de Mogador. -Es verdad - dijo su camarada -que tú llevas poco tiempo de servicio en la Opera para conocer al hermano de Mme. Salbert, el famoso Montfranchet. ¡Ese sí que es un gran banquero! Ahora, según dicen, se retira de los negocios. Está recién casado, adora mucho a su mujer, y renuncia a trabajar en lo 339
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sucesivo. ¡Qué díantre! Yo comprendo muy bien eso. El maquinista preguntaba siempre, como si, no atreviéndose a hablar constantemente de su ídolo, quisiera consolarse hablando de las personas que rodeaban a Alicia. El otro refirió, tal como había llegado a sus oídos, la famosa leyenda de los hermanos Salbert. Los dos, que vivían pobres y abatidos en París, sin amigos, y sin protectores, conquistaron, a fuerza de voluntad, la gloria y la fortuna. -Sí, amigo mío -continuaba diciendo. - Ese Montfranchet, que se halla hoy día a la altura de los más ricos y poderosos, ha desempeñado todos los oficios. En aquel tiempo era tan desgraciado que quiso ocultar su verdadero apellido. Se hacía llamar Rolando a secas, o bien... pero ¿qué es lo que tienes? Levrault había quedado pálido, inmóvil, con la mirada fija, sintiendo todo su cuerpo sacudido por un estremecimiento nervioso. -¡Ah! ¡El hermano de... de Mme. Salbert, se llama Rol... Rolando! -tartamudeó con temblorosa voz. -Sí; pero ¿qué te importa eso?
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Levrault respondió, dando vagamente cualquier excusa, y mudó en seguida de conversación. Transcurrida media hora su amigo se retiró, y Chevrin, prudentemente oculto bajo aquel pseudónimo, quedó solo en la cervecería. -¡Es él! –pensaba ..-Estoy bien seguro. Cómo me las arreglaré para acercarme a ese hombre? Según lo que acaban de decirme, ha salido para el Mediodía en unión de su esposa. ¿Esperaré a que vuelva o seguiré sus huella? Durante toda aquella tarde Francisco, inmóvil en el mismo sitio, quedó sumergido en profundas reflexiones. Desde entonces buscó todos los medios posibles para aproximarse cada vez más a Mme. Salbert. Nadie podía extrañarse de ello, puesto que todos sabían la oculta pasión que sentía por la hermosa cantante. La casualidad se encargó de precipitar el desenlace tan perfectamente preparado por la diplomacia de Chevrin. Una noche, al volver desde la escena a su cuarto, Alicia se acercó demasiado a unas luces de gas, colocadas en el suelo, que se habían olvidado de apagar. Se incendió su traje, y, en menos de un 341
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segundo, se vio rodeada de llamas. Unos huyeron, otros gritaron, pero a nadie se le ocurrió acudir en auxilio de aquella desgraciada. De pronto, Chevrin se lanzó atropellándolos a todos, y, abriéndose paso vigorosamente entre abonados y comparsas, y abrazándose fuertemente a Mme. Salbert, consiguió ahogar por completo las llamas, sin preocuparse de las quemaduras que él mismo se causaba. Alicia se salvó sin que el fuego la alcanzara apenas; pero el maquinista quedó peligrosamente herido. No quiso que lo llevasen al hospital, y se hizo conducir a su domicilio, avenida de Ternes, número 103. Alicia no escaseó los testimonios de su gratitud. Sola o acompañada de su esposo, iba con frecuencia a sentarse a la cabecera de la cama del enfermo, tratando de distraerle, y consolarle. -Decididamente - dijo un día René Salvarte a la cantante, -de algo sirve el excitar la admiración de la multitud. Sin la pasión de Levrault estaba usted perdida, no había remedio para usted. -¿Lo dice usted en broma? Pues hace, usted mal en burlarse. Siento mucha gratitud por la adhesión de que ese joven me ha dado pruebas, y no hago más que pensar la forma de hacer algo por él. Ayú342
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deme usted con sus consejos. Le considero demasiado orgulloso para aceptar dinero, y, por otra parte, me han dicho que tiene un modesto bienestar. -Yo me encargo de ello -dijo Arístides. - El que ha salvado a mi querida Alicia merece una recompensa, y la tendrá. Arístides creía, en efecto, haber hallado el mejor medio de pagar aquella deuda de reconocimiento. Rolando se quejaba, hacía algún tiempo, de los porteros que guardaban la entrada de su hotel. El solo temor de equivocarse lo impedía despedir a algunos criados, de cuyos servicios no estaba satisfecho. ¿Por qué Aristides, que tenía plenos poderes de su cuñado, no había de ofrecer el destino de portero a Francisco Levrault? El portero de nuestros días, que ocupa un hermoso cuarto en los grandes hoteles, es el ser más dichoso de la creación. Tiene una habitación en la planta baja, con dos o tres piezas que causarían la envidia de un oficial retirado. Una tarde, Arístides se dirigió solo a la avenida de Ternes y ofreció la portería al herido. Al oír aquellas inesperadas palabras, Francisco cerró los ojos temiendo dar a conocer la inmensa alegría que 343
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experimentaba; y corno el buen Arístides creyera que el salvador de Alicia vacilaba en aceptar, insistió demostrándole los beneficios y ventajas de aquella lucrativa posición. Convinieron en que Francisco comenzaría su servicio cuando terminara la convalecencia. Chevrin realizaba la primera parte, de su plan. ¡Vivir bajo el mismo techo que el hombre de quien quería vengarse!
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III Los esposos Montfanchet no volvieron a París hasta que llegó la primavera. Su luna de miel había durado un año. Un año de continua dicha, turbada únicamente por la enfermedad de Rolando. Florencia comenzaba a tranquilizarse; pero Alicia encontró a su hermano desconocido, y, sobre todo, muy delgado. -¿Cómo es habéis decidido regresar? -dijo irónicamente, Arístides -Pensábamos que ya no os volveríamos a ver más. -Burlaos todo cuanto queráis, pero lo cierto es que en el castillo de Canourgues he pasado los doce meses más felices de mi vida. Resplandecían en Florencia la alegría y la salud. Su belleza había adquirido un brillo extraordinario. 345
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-No estés intranquila -dijo a Alicia cuando las dos hermanas se hallaron solas. -Rolando ha estado enfermo, muy enfermo, pero ya ha desaparecido el peligro. Sin embargo, los insomnios son todavía muy frecuentes en él, y no estaría de más que insistiéramos a fin de convencerle de que es necesario consultar con un médico. -No estoy tan tranquila como tú respecto a la desaparición del peligro. No tiene Rolando mal aspecto; pero me asusta el extraño brillo de sus ojos. Como no te has separado de él, no puedes juzgar tan bien como yo, que lo veo después de un año de ausencia; pero, en fin, ¿eres feliz? -¡Más que feliz! Mi vida es un continuo placer. Tu hermano es un ser adorablemente bueno; su inteligencia vale tanto como su corazón, y a él debo mis sensaciones más exquisitas, mis más inolvidables emociones. ¡Si supieras!... A ti te lo puedo decir, porque no te oculto nada. Pues bien: nunca he deseado tener hijos; me parecerían unos seres extraños cuyo cariño vendría a interponerse entre Rolando y yo. ¡Cuánto te agradezco, Alicia, no haber combatido el amor que yo le inspiraba! No seas celosa. Te quiere como siempre, y, a cada instante, me habla de la ternura, que te profesa. 346
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No tardó en animarse el hotel de la avenida Friedland con la llegada de los espesos. Cuando estaban solos, Alicia y Arístides no podían recibir porque una artista célebre está agobiada siempre por incesante trabajo que absorbe todo su tiempo. Rolando, por el contrario, podía ofrecer a la buena sociedad los esplendores de su hotel. Quería que fuese admirada y envidiada, por todos, aquella hermosa joven que llevaba su apellido. La belleza de Florencia merecía todo género de elogios; pero en París no basta que una mujer sea hermosa; necesita, además, un marco digno de ella, que la ponga de relieve y dé realce a sus encantos. Apenas la había visto nadie antes de su casamiento, excepto los amigos íntimos, asiduos concurrentes al cuarto de Alicia, en el teatro. Ahora. aparecía, como la futura reina del gran mundo de París. Algunos banquetes y un garden party completarían su celebridad. -¿Sabes que has logrado un verdadero triunfo? -le dijo un día su esposo sonriendo. Cuando paseas en landó por el Bosque de Bolonia o aparece en tu palco, todo el mundo se vuelve para mirarte. -¿Me amarás tú más por eso? -¡Coqueta! Bien sabes que yo no puedo quererte más. 347
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-Entonces todos los triunfos me son indiferentes. A despecho de sus numerosas recepciones y de las muchas visitas que tenían que hacer, Rolando y Florencia en nada interrumpieron su tierna intimidad. Por la mañana montaban a caballo para dar un paseo como en el castillo de Canourgues. Durante la tarde paseaban también unidos, y, de noche, solían reunirse en el teatro. A través de aquella existencia pasaba inadvertida la personalidad de Francisco Chevrin. Este jamás abandonaba su puesto, era puntual en sus obligaciones y le estimaban todos los criados. Unicamente, Nelly hubiera podido reconocerle, pero se había quedado en Vaucluse, porque los señores de Montfranchet pensaban volver a Canourgues en el mes de septiembre, y no querían que ninguna mano extraña profanase el templo de sus recuerdos más queridos. Rolando mismo felicitó a Aristides por la excelente elección que había hecho. Aquel joven activo y, a la vez, taciturno, le agradaba por la corrección de sus maneras y por su prontitud en servir a el mundo, pues ayudaba a los criados, al jardinero, y aun en sus horas de libertad, entraba, con frecuencia, en las cuadras, vigilando y aconsejando a los palafreneros. 348
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-Ese Leyrault -decía Rolando a su mujer, es un jinete consumado. Ha debido servir en caballería y, tal vez, habrá trabajado en algún picadero. No tan sólo es inteligente en caballos, sino que los ama como buen aficionado. Francisco aceptaba modestamente todos estos elogios, contentándose con responder que era el hombre más feliz del mundo. En el fondo de su corazón davorábale una sorda inquietud. ¿Llegaría pronto el deseado momento? Para él no había ya ningún género de duda respecto a la personalidad de Rolando Salbert. Los criados del hotel le habían referido la historia de M. de Montfrarchet, algo abultada y desnaturalizada por las gentes de escalera abajo; pero que retrataba, al menos, a grandes rasgos, la vida aventurera de Rolando. No le quedaba ya ninguna duda de que éste era el que acompañaba a Mrs. Readish en el Far-West. Todos los familiares y criados de la casa conocían la tragedia de Willow-Creek, y, como una araña en el centro de su tela, Francisco acechaba con paciencia la hora propicia, que llegó, como suele suceder, en el momento en que menos la esperaba.
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Cierta noche, poco antes de las doce, Alicia tuvo necesidad de enviar al teatro a una persona de toda su confianza. Había perdido uno de sus brazaletes de diamantes y quería que inmediatamente lo buscasen en su cuarto y en el escenario. Fatigados por el servicio en una gran recepción que se habla verificado la noche antes, los criados habían pedido permiso para retirarse a descansar a sus habitaciones, situadas en el último piso del hotel, y, no queriendo privarse de los servicios de Elena, Mme. Duseigneur tuvo la idea de llamar a Francisco, encargándole de aquella comisión, El antiguo cow-boy sintió un estremecimiento de alegría. ¡Al fin tendría un pretexto para subir a las habitaciones del hotel cuando todo el mundo estuviera dormido! Desde que sufría tan crueles insomnios, Rolando se acostaba tarde y velaba en la biblioteca o en la galería de cuadros, leyendo o meditando. Todas las noches la mirada ardiente de Francisco veía la luz que se filtraba a través de las persianas cerradas. ¡Cuántas veces pensaba que su misión quedaría terminada en cuatro minutos si pudiese penetrar en aquel hotel también defendido! Al recibir la orden de ir a la Ópera, concibió la esperanza 350
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de ejecutar fácilmente el plan durante tanto tiempo acariciado. -Le esperaré a usted en mi cuarto -le dijo Alicia; -llame usted a la puerta y de la respuesta a Elena. -Bien, señora. Había transcurrido una hora cuando volvió Chevrin. Traía el brazalete, que, en efecto, había sido, hallado en un rincón del cuarto. Lo entregó a la camarera y marchó de frente hacia el enemigo, sin que en su corazón se agítase otro sentimiento que el del odio, por tanto tiempo contenido. No había nadie en la galería de cuadros, nadie tampoco en la biblioteca. Una lámpara de gas iluminaba con su amarillenta luz los marcos dorados y los rótulos de los libros. Repentinamente le asaltó una duda. ¿Y si el otro no pasaba por allí? Después, reflexionando que M. Montfranchet no dejaba su habitación para pasar a la biblioteca hasta una hora muy avanzada, se resignó a esperar. Después de todo, ya estaba acostumbrado a hacerlo, y los que han corrido por la pradera no son muy descontentadizos. Se ocultó detrás de unas anchas cortinas y allí permaneció silenciosamente apoyado en la pared. La casualidad 351
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hizo que aquella noche fuese,Alicia muy tarde al cuarto de su cuñada. -Creí que te habías dormido -dijo la joven-. Eres muy perezosa cuando no cantas. -Esta noche estoy mal de los nervios. A propósito: mi brazalete no se ha perdido. Arístides, se ha acostado y yo he estado paseando distraídamente de un lado a otro del salón. -¿Quieres venir a hablar con nosotros un rato Rolando duerme mal estos días y yo le acompaño hasta que me vence el sueño. -Vamos allá -dijo Alicia. Cuando estuvieron los tres reunidos en el tocador de Florencia, comenzaron a discutir un dictamen dado por los médicos. Aconsejaban todos a monsieur Montfranchet un viaje de diez o doce meses. Las largas travesías ejercen una benéfica influencia sobre el sistema nervioso, calman las excitaciones cerebrales y curan el insomnio. Prolongóse, la conversación en este sentido, y eran las tres de la mañana cuando Alicia se puso en pie para volver a su habitación, diciendo: -Elena se habrá figurado que me he muerto. Abrazando después tiernamente a su hermano y a su cuñada, se alejó por la larga galería que atrave352
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saba todo el hotel. Llevaba en la mano una palmatoria, cuya luz iba bañando la tapicería y los cortinajes. Al llegar frente a la biblioteca se detuvo alarmada. La puerta se abría lentamente y como movida por un resorte misterioso. Una sombra pasó rozando la pared. Alicia era valerosa. Dejó el candelero sobre un mueble y se dirigió rectamente a aquella sombra, diciendo con imperiosa voz: -¿Quién está ahí? Estupefacto ante aquella aparición inesperada, Chevrin trató de huir; pero la joven le sujeto por el cuello, pidiendo socorro. Sacudía Mme. Duseigneur al miserable, a quien aún no había reconocido, cuando, durante esta corta lucha, un cuchillo cayó sobre el pavimento de mármol. -¡Socorro! ¡socorro! -gritaba Alicia. -Soy yo... soy yo... señora -balbuceaba con voz trémula Chevrin. -¿Usted? Alicia retrocedió algunos pasos y levantó en alto la luz para ver claro. -¿Francisco? ¿Qué venía usted a hacer aquí? ¿Por qué se encuentra usted a media noche dentro del hotel con un cuchillo en la mano? 353
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Un vago instinto hizo comprender a Mme. Duseigneur que personalmente no corría ningún peligro. Por otra parte, ¿qué podía temer? Aquel hombre estaba más asustado todavía que ella. -¡Es usted un miserable! -dijo. -Señora... -¡Calle usted! Ha sido usted colocado en el hotel por recomendación mía; su conducta de usted era buena, merecía usted la confianza de sus amos, y abusa usted de ella para introducirse en las habitaciones a media noche, con el fin de robar... El aventurero dijo con altivez -¡Robar!... ¡Yo!... -Entonces, ¿qué hacía usted aquí? ¿para qué ha subido usted? Ahora mismo voy a despertar a los criados para que avisen al comisario de policía. Chevrin. se vio perdido. Desde la aventura de Deadwood la palabra «policía» sonaba lúgubremente en sus oídos. Significaba para él el arresto, el tribunal, la sentencia., la prisión... y la prisión era lo que aterraba a aquel hombre feroz, enamorado del aire y de la libertad. -Se lo ruego a usted, señora... déjeme usted... por Dios... -murmuró con voz suplicante. 354
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-Quiero saberlo todo. Su aspecto de usted y sus palabras ocultan un misterio que debo conocer. Francisco sostenía en su interior una terrible lucha. Si hablaba, demoraría su venganza, tal vez por muchos años; pero, por otra parte, el miedo al presidio triunfó del odio. -Pues bien, señora. Seré franco; pero con una condición. -¿Cuál? -Que saldré de aquí libre y sin que nadie me persiga. Alicia se guardó muy bien de rehusar. Al amenazar a Francisco con la presencia del comisario de policía lo había hecho con objeto de arrancarla su secreto. Demasiado sabía que la presencia de los agentes de la autoridad en su casa produciría un escándalo, y, a fin de evitar las visitas de los gacetilleros, ávidos de noticias, la joven tomó prontamente una resolución enérgica. -Pase usted delante de mí -dijo, -y espéreme en mi habitación. Si es usted enteramente sincero le perdonaré. Obedeció Francisco. Elena esperaba dormida sobre una silla, en la antecámara próxima al gabinete y despertó sobresaltada al oír que abrían la puerta, 355
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creyendo soñar todavía cuando vio llegar a su ama acompañada del portero. -Tengo necesidad de hablar con Levrault -dijo. -Espérame. Y luego añadió en voz baja: -Es menester que estés pronta al primer grito o al primer aviso.
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IV Chevrin estaba resuelto a no ocultar nada. Comenzó por la pintoresca narración de sus infortunios, desde la evasión de la casa paterna hasta sus correrías por el Far-West. Alicia escuchaba silenciosa, atraída desde el principio por un inexplicable interés y asustada luego por los detalles del sangriento drama. Refería Francisco su vida de cow-boy, extraña existencia de aventurero vagabundo, y sus locas correrías a través de la pradera, cuando los ganados de los ranchmen se escapaban o corrían el riesgo de perderse. Alicia tuvo la intuición de que iba a averiguar algo inesperado. Chevrin no empleaba tan largo preámbulo más que con el fin de hacerla una formidable revelación. Repentinamente, la joven comenzó a temblar. El narrador le estaba refiriendo cómo 357
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se verificó el ataque al log-house, y la muerte de Mrs. Readish. -¡Usted es Francisco Chevrin! - dijo con voz vibrante. -¡Ha cambiado usted de nombre como todo culpable que tiene un crimen que ocultar! -¡No! ¡Yo no soy culpable! Precisamente ha querido entrar en esta casa porque soy inocente. Aquella frase era tan extraordinaria que Alicia miró a Francisco con particular atención. No podía dudar de la sinceridad de aquel hombre. Con la mirada chispeante por la ira, con el labio trémulo por la indignación, estaba de pie ante ella, no con el aspecto abatido del criminal que cae en el lazo que se le tiende, sino orgulloso, feroz, como lo está el desgraciado que se defiende de una injusta acusación. La historia referida por Chevrin la dejó estupefacta. ¡Cómo! ¿Se imaginaba que Rolando, su querido Rolando, era el asesino de Mrs. Readish? Ante tan absurda idea la joven ni siquiera experimentó el menor movimiento de cólera. Colocaba a su hermano en tan elevadísmo concepto que una sospecha tan vaga, tan estúpida, no podía llegar a herirle. -Está usted loco -dijo encogiéndose de hombros -Tan loco, que apenas creo lo que me ha dicho. 358
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-Entonces, señora, ¿por qué he entrado en la ópera como maquinista? Para estar más cerca de usted. Poseo un capital de 100.000 francos. No tengo necesidad de trabajar para vivir. El apellido de Salbert me llamó la atención, y quise... Alicia lo comprendió todo. -Está bien. Retírese usted - dijo. Francisco saludó torpemente y salió de la habitación. Mme. Duseigneur llamó a su camarera y pasó a la alcoba; pero cuando se desnudó, despidió a Elena y se quedó sola; en vano trató de conciliar el sueño; cien contrarias ideas perturbaban su cerebro. -¡Qué peripecias tan extrañas tiene la vida! -pensaba. -Conocía, todos los secretos pensamientos de su cuñada, y sabía por qué habla permanecido Nelly en Nueva York durante cuatro años. Ahora bien; Florencia, cuya ternura filial permanecía siempre palpitante y viva, acechaba a Francisco Chevrin queriendo castigar en él al asesino de su madre, en tanto que éste negaba haber cometido semejante crimen y quería vengar, a su vez, en Rolando, el injusto castigo que en otro tiempo le habían impuesto. Poco a poco el espíritu de Alicia se fue calmando y reflexionó que era mejor que las cosas se hubieran presentado así, porque podría 359
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prevenir, a su hermano para que se guardase de Francisco. Sin duda que el antiguo cow-boy ya no era de temer; mas, para concebir semejantes planes, era preciso que el aventurero estuviese muy exaltado, o, tal vez, medio loco, y la prudencia aconsejaba advertir a Rolando. Al siguiente día, muy de mañana, Mme:. Duseigneur envió a Elena a la portería para adquirir noticias. La camarera volvió muy admirada. Francisco Levrault se había marchado sin dar explicaciones a nadie, limitándose a entregar las llaves de la portería al primer ayuda de cámara. Como todas las personas que duermen mal o padecen insomnio, Rolando dormía por las mañanas hasta muy tarde. Alicia no quiso que le molestasen, encargando a Florencia que tuviera la bondad de avisarla cuando su marido hubiese despertado. A las once entró Rolando en la habitación de Alicia. -¿Tienes que hablarme, querida? -le dijo después de darle un beso. -¡Oh! Ciertamente.
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-Pero, ¿qué te ocurre? Estás un poco pálida esta mañana. -Tengo motivos para ello, y no te sorprenderá cuando te haya contado... Ante todo, ¿Florencia ha salido? -Sí. Ha ido a pasear a pie por la avenida del Bosque. -Tanto mejor. Es necesario que estemos solos. Alicia le refirió entonces la extraña aventura de la noche anterior, aquel inesperado encuentro con Francisco, que salía de la biblioteca como un malhechor, y la Confesión de aquel hombre, que le acusaba a él, a Rolando, de haber asesinado a Mrs. Readish. Alicia se detuvo a la mitad de su narración. Su hermano, que al principio había escuchado con indiferencia, iba poniéndose por instantes densamente pálido, y un sudor frío inundaba su blanca frente. Sus ojos se agrandaban de una manera desmesurada, como dilatados por el espanto, y ligeros estremecimientos agitaban su cuerpo flaco y extenuado. -¡Dios mío! ¿qué tienes? -exclamó asustada Alicia. Rolando hizo un poderoso esfuerzo de voluntad y dijo cuando estuvo ya en posesión de si mismo: 361
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-No te extrañe. Estoy pensando que el asesino de Mrs. Readish ha dormido bajo nuestro techo, a algunos pasos de Florencia. ¡Si la pobre niña lo hubiera sabido! La explicación era tan natural que Alicia se tranquilizó. Desde este momento, Rolando, que había conseguido dominarse, continuó la conversación en el punto en que su hermana la había dejado, afectando un tono indiferente, como si no diera a aquel suceso la menor importancia, y añadiendo: -La moral del cuento es que hace uno muy mal en introducir en su casa personas de las que no está enteramente seguro. ¿Dónde me has dicho que vivía ese individuo antes de entrar en el hotel? -Avenida de Ternes, 103. -Bien; le hará vigilar. No precisamente porque le crea capaz de una traición; pero siempre es bueno no perderle de vista. Ahora, te dejo. ¡Pobre Alicia! ¡Qué susto tan grande has debido pasar! Tomó a su hermana entre sus brazos acariciándola, besándola y sonriendo. ¡Sonreía, en tanto que una espantosa angustia lo oprimía el corazón! Atravesó con aire indiferente y resuelto la larga galería que comunicaba con sus habitaciones; pero, cuando
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llegó a su gabinete de trabajo, cayó abatido y anonadado sobre un sillón. -¡Estoy perdido!... ¡perdido! -murmuraba. Ese hombre hablará, es imposible que deje de hablar. ¿No se ha atrevido a decir a mí hermana que yo soy el asesino de Mrs. Readish? Rolando se sumergía cada vez más en el abismo de sus pensamientos. Lentamente, una idea germinó en su espíritu, idea nebulosa y vaga al principio, que fue precisándose poco a poco hasta que la percibió con toda claridad. En suma: ¿qué peligro corría él? Ninguno. ¿Quién creería a un tal Francisco Chevrin, a un aventurero que habla desempeñado todos los oficios, al antiguo cow-boy, condenado a cuatro años de prisión por un tribunal norteamericano? Para que una acusación sea peligrosa es necesario que atraiga la atención de los más indiferentes, por su evidencia, y que se puedan presentar pruebas formales y decisivas en que fundarla, y aquel hombre no poseía ninguna, a no ser vagas presunciones, fáciles de destruir al examinarlas de cerca. Sin embargo, aun reflexionando así, Rolando no se tranquilizaba. Su instinto le decía que Chevrin sería un peligro constante para él, una amenaza siempre renovada, un enemigo continuamente en 363
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acecho. Al pensar esto volvía al punto de partida. ¿Qué hacer, sí, qué hacer? De pronto se estremeció sobresaltado. Una dulce voz llamaba a la puerta de su cuarto. Rolando abrió en seguida. Era Florencia, que regresaba de su paseo matinal. -Perdóname - dijo - si he tardado. ¿Quieres venir a almorzar? Me muero de hambre. Alegó un poco de dolor de cabeza a fin de hallar un pretexto para quedarse, solo, y como la joven se alarmase algo: -No hagas caso, querida mía -le dijo .-He trabajado mucho estos últimos días y me repondré con algo de dieta y algún reposo. De nuevo se hallaba solo con sus pensamientos. Sin duda importaba poco que Francisco hablara o guardase silencio. Si afirmaba en algún sitio que el banquero Montfranchet había matado y robado, todo el mundo se encogería de hombros. Aun suponiendo que sus mismos enemigos fingieran creer semejante historia, no había ningún peligro que temer. En efecto: nadie sospechaba, nadie podía sospechar que Mis. Readish llevaba cuatro cheques de 4.000 libras esterlinas, cada uno, prendidos en el interior de su corsé, y, por tanto, ¿cómo explicar un crimen inexplicable, puesto que a nadie aprovecha364
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ba y ningún interés había en cometerlo? Toda acción mala que se realiza con violencia es siempre a impulsos de algún interés directo, de un provecho, que se espera obtener. En el presente caso nadie observaría interés alguno. A pesar de todas las seguridades que a sí mismo se daba, la inquietud del banquero no desaparecía. Una misteriosa voz interior le avisaba que era preciso evitar el peligro, y, por primera vez, germinó en su cerebro una idea que claramente se formulaba así: -Para destruir la acusación es preciso comenzar por destruir al acusador. El desgraciado no se apercibía de que caminaba hacia ese abismo abierto a los pies de todos los criminales. El mal brota del mal, y el hombre que ha cometido el primer crimen está forzosamente condenado a cometer el segundo. Los filósofos pueden inventar cuantas sutiles argucias quieran y negar el libre arbitrio del ser humano; pueden imputar a enfermedades mentales los hechos que son obra de una voluntad personal y activa; pero lo que domina sobre todas las cosas en esta vida es la herencia fatal, el encadenamiento de los hechos consumados. Después de haber estrangulado a Mrs. Readish, 365
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Rolando la había robado, y, en el instante mismo en que, creía segura su impunidad, el asesino se vela obligado a inmolar a otra víctima. El hombre de bien mira al porvenir con tranquilidad; nada puede obligarle a realizar el mal. El culpable no puede mirar a lo futuro, porque sabe que sólo ha de hallar nuevas faltas que cometer y nuevas abominaciones que llevar a cabo.
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V Al aceptar una. colocación en el hotel de la avenida Friedland, no había dejado Francisco el cuarto que habitaba en la avenida de Ternes. Había tornado cariño a aquellos antiguos muebles, conocidos y admirados desde su infancia, que, por herencia, le había transmitido su padre. Todos conservamos como un piadoso recuerdo aquellas cosas que pertenecían a nuestro pasado, y guarda uno, a pesar suyo, con misterioso respeto, todo lo que le recuerda su niñez. ¿Quién no experimenta alegría cuando vuelve a ver los mismos paseos o a contemplar los mismos paisajes que admiraba a la edad de 12 años? ¡Impresiones indelebles, que quedan en el corazón como un recuerdo agudo y penetrante!
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El antiguo cow-boy sintió una inmensa alegría al encontrarse en su casa. A pesar de lo que había manifestado a Mme. Duseigneur, no renunciaba a su proyecto de venganza, limitándose únicamente a diferirlo. Una naturaleza aventurera como la suya se hallaba en su elemento al trazar nuevos planes de venganza o modificar los anteriores, y su espíritu de inventiva había trazado ya un hábil proyecto de facilísima ejecución. ¿Cómo no le había ocurrido antes la misma idea? Es imposible matar a un hombre a quien rodea numerosa servidumbre y a quien protege la cuotidiana vigilancia de un gran hotel parisiense, en tanto que allá, en Vaucluse, sería fácil acercarse a M. Montfranchet, sorprenderle, en uno de sus solitarios paseos y matarle de un tiro de revólver. El cuarto de Francisco, en el quinto piso, se componía de tres habitaciones. Desde la ventana de su alcoba, algo abuhardillada, pero bastante grande, se divisaba parte de la línea de las fortificaciones, con sus casas de color gris y de triste aspecto, como todas las de los barrios bajos de París.
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Algunas tardes, después de comer, antes de que comenzase su servicio en la Ópera, gustábale pasearse a lo largo del bulevar Goubion-Saint-Cyr. Cuando abandonó la portería del hotel volvió a sus antiguas costumbres. Era muy querido en el barrio por su activa oficiosidad y por su pacífico aspecto de hombre que modestamente vive de sus rentas. Se habrían admirado mucho la modista o el tendero si les hubieran dicho que aquel señor tan formal y tan amable, era un antiguo «espumador» de la pradera americana. Una leyenda tenaz, como todas las narraciones inverosímiles, circuló por el barrio cuando Francisco dejó la avenida de Ternes para entrar al servicio de M. Montfranchet. Primero, decía el rumor general que el maquinista había entrado como secretario particular en casa del banquero. Al día siguiente ese mismo rumor, aumentando, le atribuía el importante papel de socio. ¡Cuantas quiméricas novelas forjaron los desocupados cerebros de las jóvenes casaderas del barrio!. Cuando Chevrin volvió a ocupar su casa definitivamente, todos experimentaron una gran sorpresa y una profunda decepción. ¿Qué habría ocurrido? El antiguo cow-boy
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dijo, que no había podido acostumbrarse a aquel género de vida tan insulso y sedentario. Esta frase lisonjeaba, sin duda, el amor propio de aquellas buenas gentes, las cuales debieron figurarse que llevaban un género de vida agitado y tumultuoso, cuando su vecino desertaba, por aburrimiento, del suntuoso hotel situado en la avenida de Friedland, en busca del bullicio de la avenida de Ternes. Obligado a diferir la ejecución de sus proyectos, puesto que M. Montfranchet no regresaría a Vaucluse hasta la llegada del otoño, adoptó un género de vida ordenado y metódico. Se desayunaba muy temprano, y, después de un buen almuerzo, que la sostenía hasta las primeras horas de la tarde, vagaba por las calles de París como un ocioso a quien no importa perder el tiempo. Durante la noche concurría al teatro, al café-concierto o a cualquiera de las mil distracciones que París ofrece a los desocupados. Hacía poco tiempo que había vuelto a tomar posesión de su antiguo domicilio, cuando un día el portero le dijo con amabilidad: -Ha venido un caballero a preguntar por usted, M. Chevrin. -¡Una visita! ¿Quién será? 370
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-No lo sé, porque no ha dejado su nombre. Chevrin subió a su cuarto algo preocupado y vagamente inquieto. ¿Quién podía ir a verle? Sin embargo, se tranquilizó poco a poco, porque, conociendo a fondo el carácter de M. Duseigneur, no cabía la sospecha de que hubiera hecho traición a su secreto; pero a pesar de esta creencia, cuando bajó al día siguiente, no dejó de interrogar al portero. -Me dijo usted que había venido ayer un caballero a preguntar por mí. ¿Qué señas tenía? Satisfecho de poder hablar a sus anchas, el portero le refirió prolijamente que era un señor de porte distinguido, con un traje casi tan bueno como el del mismo M. Chevrin. No había podido ver bien su rostro porque era la hora del crepúsculo, y, además, llevaba un Sombrero hongo que le cubría hasta los ojos; pero pudo observar que tenía una hermosa barba rubia muy bien cuidada. Estas señas acabaron de tranquilizar a Francisco. Sin duda sería uno de sus antiguos compañeros de la Ópera. Dirigióse enseguida, para almorzar, al restaurant a que estaba abonado, que ostentaba en la muestra 371
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este original título: «Al papel azul». Durante el almuerzo estuvo alegre, de buen humor y algo chistoso, dando bromas a la dueña del restaurant acerca de su desmedida afición a las canciones de café-concierto. Aquella belleza... retrospectiva, se mostraba conmovida ante las atenciones de un joven tan elegante. El antiguo cow-boy empleó todo el día en hablar con unos y otros, jugando a las cartas o refiriendo algunas aventuras de su vida anterior, lo cual hacía exclamar a sus admiradores: -¡M. Chevrin es un gran viajero! ¡Ha corrido mucho! Hacia las cuatro de la tarde Francisco salió del restaurant. Generalmente tenía la costumbre de ir un rato a su casa antes de comer. Aquella tarde el portero lo detuvo de nuevo. -M. Chevrin: la persona que preguntó por usted el otro día ha vuelto. -¿Puede usted darme esta vez señas más detalladas? -Menos todavía. Llevaba un pañuelo atado por debajo de la barba. Tal vez le dolerían las muelas. Gavarni ha observado que los porteros tienen, por regla general, muchos hijos. A esta primera ob372
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servación puede añadirse otra, y es que, el dolor de muelas aflige particularmente a esa clase de la sociedad. ¿Es porque viven en piso bajo, o porque tienen frecuentemente abierta la puerta de su cuarto? Chevrin no se preocupó por esta segunda visita y se dirigió tranquilamente, al restaurant «Al papel azul». En la pradera un cow-boy está siempre alerta, porque se halla rodeado de peligros. Detrás de cada arbusto puede emboscarse un enemigo con la carabina en la mano y el revólver en la cintura; pero si el aventurero entra en la vida parisiense, no tarda en renunciar a su instintiva prudencia. ¿Qué temor ni qué peligro puede haber en una gran ciudad donde por todas partes se ven agentes de policía y guardias municipales? Por otra parte, Francisco no temía a nadie. De un puñetazo hubiera matado al hombre más vigoroso, y su bastón de estoque era, en sus manos, un arma temible. Si hubiera sido observador y vigilante, como en otros tiempos, habría llamado su atención un hombre que llevaba un sombrero hongo y el rostro medio oculto por un pañuelo, que le seguía a cierta distancia. Hacía buen tiempo. Era una de esas tardes de primavera, tan deliciosas en París, que el gran poeta
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Francisco Copée ha descrito con tan penetrante emoción: A la hora del crepúsculo, cual triste despedida, sombrío en el Oriente contemplo el cielo azul; la noche, que ya avanza, tendiendo va su velo y brillan las estrellas con blanquecina luz. Era la hora en que. las pálidas obreras vuelven a sus casas después de terminado el trabajo del día y las tenderas, desde las puertas de sus establecimientos, se dirigen unas a otras inútiles frases o agridulces cumplidos, en tanto que algunos muchachos juegan al aro o se persiguen gritando como una bandada de gorriones, alegrando a la vendedora de flores que va empujando lentamente su carretoncito, y pregona con lastimera voz: «¡Violetas, violetas! ¡Quién quiere hermosas violetas!» Sin embargo, a lo lejos, la gran ciudad se iba iluminando, como si preparara ya su alegre noche, y los faroles de gas destacaban por todas partes su amarillenta luz sobre el fondo de la naciente obscuridad.
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VI No; las inquietudes de Rolando no se calmaban. Desde que se había apoderado de él una enfermedad nerviosa, existía en aquel hombre un desconcierto moral y físico, una lesión cerebral de las más agudas. Antes, transcurrían semanas enteras sin que pensase en Mrs. Readish. Los remordimientos no habían atormentado aún aquella conciencia tan tranquila, y apenas se acordaba de la víctima sacrificada en holocausto a su futura grandeza. Entonces, todo cambiaba, y, desde su casamiento con Florencia, no podía desechar de la imaginación el pensamiento de su crimen. ¿Cómo había de olvidar a la madre viviendo tan cerca de la hija? Y luego, el extraño parecido entre ambas, que le perseguía sin tregua ni descanso, despertaba constantemente en 375
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su memoria el doble recuerdo del robo y del asesinato. Después de su enfermedad en el castillo de Canourgues se había repuesto, pero lentamente, como sucede en esas violentas sacudidas que trastornan todo el organismo humano. La revelación de Alicia bastaba para crear en él nuevos motivos de espanto. ¡Todo le recordaría, en lo sucesivo, a Mrs. Readish! Creyó muerto su crimen, y muerta también aquella mujer. ¡El crimen resucitaba en el aventurero Chevrin, la mujer en la joven y adorada Florencia! Volvió a renacer en Rolando el mismo malestar, acompañado de un insomnio persistente, agudo y cruel, durante el cual revivía sin cesar en su pensamiento el espantoso drama de Willow-Creek. Pensaba con terror que uno de los actores de aquella trágica aventura había venido bruscamente a interponerse en su vida. Aquel hombre le seguía la pista como el perro de caza en busca de una pieza, y entraba en su casa para espiarle o para castigarlo tal vez. Seguramente comprendía que ninguna acusación podía alcanzarle y que estaba muy por encima de Francisco Chevrin para que se preocupase por él; pero había perdido para siempre aquella confianza, aquella tranquila seguridad que tenía. Sentía como una dolorosa an376
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gustia, que no le abandonaba. El punto negro de su vida era Chevrin, y experimentaba un indecible encono contra aquel hombre. Florencia creyó que su esposo estaba nuevamente enfermo. -¿Quieres que volvamos a Canourgues? -le dijo -Has interrumpido bruscamente el género de vida tan higiénico y sano que allí hacíamos. Apenas paseas, no haces ningún ejercicio, y, sobre todo, ¿no te parece que aquí nos pertenecemos menos el uno al otro? Diciendo estas palabras, se arrodilló ante su marido, con la cabeza inclinada hacia él y mirándole con aquellos claros y serenos ojos en que brillaba toda la castidad de su amor. Rolando se estremeció. -¿Dejar a París? ¡No, no, jamás! Después, a fin de que ella no extrañase su respuesta, añadió: -Es decir, por ahora, no. Es verdad que me siento algo indispuesto; pero este malestar es pasajero. Además, aquí pueden observar mejor los médicos el curso de mi enfermedad, y, si se agravase, no estarías sola, porque tendríamos a nuestro lado a Alicia, y esto me tranquiliza...
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Florencia volvía el rostro a otro lado a fin de ocultar las lágrimas que humedecían sus ojos. Comenzaba a experimentar alguna inquietud. ¿Acaso Rolando estaría enfermo de peligro? En nada se parecía aquel hombre nervioso, asustadizo y atormentado siempre por sus males, al joven enamorado, culto y cortés que conoció en otro tiempo. Cubría de besos la mano de su esposo, y con voz armoniosa que vibraba como una dulce música: -¡Tú no eres feliz! -le decía. -¡Oh! ¡No lo niegues! Lo leo claramente en tu mirada y adivino todos tus pensamientos. Hay en tu interior un no sé qué amargo y doloroso que escapa a mi penetración. Me ocultas un secreto; pero yo sabrá adivinarlo. Rolando hizo un brusco movimiento a impulsos del terror que experimentaba. ¿Dudaría Florencia de él? ¿No pudiera suceder que la casualidad la hubiese puesto en relación con Chevrin y que la hubiera referido exactamente lo mismo que a su hermana Alicia? Esforzóse por acallar aquel terror naciente, estuvo cariñoso acariciando a Florencia, calmando, poco a poco, su inquietud y adormeciéndola con esas enamoradas frases que tan dulcemente resuenan en el oído de una mujer; pero, cuando observó
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que re iba tranquilizando, comenzó a trazar planes y proyectos para un porvenir no lejano. ¿Por qué no habían de emprender ambos el largo viaje por mar que los médicos le aconsejaban? Hablaron largamente de aquellos mágicos países adonde vuela el pensamiento como en alas de un ensueño. ¿No era este viaje uno de los proyectos que tenían antes de su matrimonio? ¡Qué placer sería el ir lejos, muy lejos, a través de la mitológica India o de la China misteriosa, y recorrer aquellas desconocidas ciudades, solamente descritas por atrevidos exploradores! Empero si la confianza renacía en el corazón de la joven, Rolando se sentía horriblemente angustiado. Durante toda la noche, víctima de su pertinaz insomnio, permanecía tendido en un canapé o paseando lentamente por su habitación. Tenía miedo a Francisco Chevrin; pero un miedo nervioso, absurdo e inmotivado. El aventurero que aparecía ahora de una manera tan inesperada era, para él, no tan sólo la evocación del recuerdo de su crimen, sino también una perpetua amenaza de castigo. ¿Qué haría para desembarazarse de aquel hombre ? La muerte de Mm. Readish le mostraba claramente la senda que era preciso seguir. 379
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Suprimiendo a aquella mujer viciosa, inútil y malvada había asegurado su propia felicidad y la de su familia, y suprimiendo al antiguo cow-boy obedecería a la misma necesidad. Este crimen era lógica consecuencia del anterior, fatal deducción que inevitablemente se imponía. Después, Rolando se sublevaba contra estos mismos pensamientos. ¿Para qué ocuparse - decía, en su interior, -de ese ínfimo ser perdido entre la multitud? ¿Qué podía contra él? Le habla acusado a él, a Rolando, en su conferencia con Alicia, y ésta había expulsado vergonzosamente al calumniador de su hermano. Poco importaba que para acusarle de nuevo se dirigiese también a Florencia, puesto que la esposa no había de ser menos incrédula que la hermana; pero, a pesar de todos estos razonamientos, Rolando continuaba sintiéndose atormentado. Experimentaba algo como el presentimiento de una catástrofe inevitable y, cuanto más pensaba en ello, más sentía la necesidad de librar su vida de aquella continua amenaza, desembarazándose del denunciador que trataba de anonadarle bajo, el peso de su terrible testimonio, y M. Montfranchet volvía a su punto de partida: suprimir a Chevrin.
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Cometido un crimen, ¿es necesario cometer el segundo? Olvidase el asesinato, parece que ha quedado oculto y enterrado para siempre como la víctima, cuando, repentinamente, el crimen oculto reaparece y el cadáver enterrado resucita. ¿No es esto lo que se llama el dedo de Dios? -Soy un insensato - decía, paseando como un loco por la habitación. No hay Dios, y si por casualidad lo hay, tiene otras cosas que hacer antes que ocuparse de nosotros. Las alucinaciones qué he padecido en Canourgues han desarreglado mi sistema nervioso y me ocurren ideas absurdas que antes no habría concebido. No se daba cuenta de que se hallaba bajo la influencia de ese impulso enfermizo que los alienistas, denominan «la depresión melancólica». Mandsley ha dicho que «los homicidios son, con frecuencia, la obra, de individuos dominados por un principio de melancolía. Están muy abatidos, no duermen, y no presentan señales de un delirio positivo.» Rindiérase o no Rolando a aquellos pensamientos, le era imposible desecharlos ni aun por un instante. Constituían en él una verdadera manía de persecución. Veía a Francisco Chevrin denunciándole ante el Universo entero, persiguiéndola con amenazas o 381
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invectivas y arrancándole la engañadora máscara que cubría su rostro. ¡Pues bien! ¡Lo mataría! Pero ¿de qué medio se había de valer? Era preciso que este segundo crimen quedase impune como el primero. No se asesina tan fácilmente a un individuo en pleno París sin ser visto por alguno que pueda servir de testigo, sin ser sorprendido o sin excitar las sospechas de alguien. ¿Cómo hacerlo, pues, para herir tan rudamente y con tanta seguridad que la víctima muriera sin poder hablar, y tan hábilmente que nadie pudiese acusar al culpable? Un poco de astucia, bastante audacia, y todo estaría concluido. Durante la mañana maduró el plan, estudiando en lado débil y su aspecto favorable, y calculando el peligro que iba a correr. Poco a poco su angustia disminuyó y, a la hora de almorzar, Florencia, encontrándole casi alegre, le propuso salir a paseo con ella. -Con mucho gusto - dijo, Rolando sonriendo. El médico me ha ordenado que haga ejercicio, y es para mí un placer el seguir sus prescripciones acompañando por una joven tan bella como usted, señora. Cuando regresaron, tres horas después, mandó enganchar la berlina y ordenó a su ayuda de cámara 382
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que le trajese todos sus sombreros de verano. Eligió un hongo da fieltro de color gris que solía llevar cuando cazaba o recorría los bosques. Vistióse después rápidamente con un traje común, y cuando hubo concluido se contempló en un armario de luna. La transformación era completa. Parecía un obrero elegante que va en busca de aventuras. Satisfecho de su metamorfosis, se acercó a la panoplia de armas que estaba colgada de la pared, y después de algunas vacilaciones, tomó un cuchillo catalán de dos filos. Un cuarta de hora después la berlina rodaba a lo largo de la avenida de Friedland, dirigiéndose al parque de Monceau. Al llegar a la calle de Murillo dio Rolando a su cochero la orden de que le esperase, y atravesó rápidamente el parque. Recordaba haber visto una pequeña tienda de sombreros cuyo escaparate daba a la calle de Cardinet, casi esquina a la de Malesherbes. El banquero había hallado el pretexto que deseaba para probar la coartada en todo caso. Después de haber dejado su sombrero en la tienda, se dirigió tranquilamente a casa de Francisco Chevrin. Su plan salía a las mil maravillas. Una hora más tarde, interrogando con destreza a unos y a otros, no tardó en enterarse de las costumbres del antiguo cow-boy. Al segundo día 383
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repitió la aventurera expedición, tomando iguales medidas para no ser reconocido por nadie, y cuando hubo adoptado todas sus disposiciones, esperó con paciencia la hora elegida. Era por la tarde. Rolando sabía que Francisco acababa de entrar en su casa; pero por poco tiempo. M. Montfranchet sabía muy bien que no tardaría en salir de su domicilio. A la hora de costumbre, se dirigió Chevrin al restaurant de «Al papel azul» con la regularidad de un ocioso a quien nada hace interrumpir sus costumbres. Esperaba un largo plantón a Rolando, porque era preciso aguardar a que aquel hombre acabase de comer; pero una voluntad tenaz no retrocede ante nada. Nunca la dueña del restaurant de «Al papel azul» había visto a su parroquiano tan alegre ni con tan buen humor. Habitualmente, cuando la idea de la venganza le preocupaba, Chevrin tenía un aspecto sombrío, casi feroz, y sólo por excepción mostrábase bromista o risueño. Permaneció en el establecimiento hasta una hora muy avanzada, leyendo los periódicos, jugando a las cartas y hablando con los tenderos del barrio, y cuando dieron las diez de la
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noche se puso en pie para retirarse, diciendo como de costumbre: -Hasta mañana, señores; ¡hasta mañana! Al exterior caía una finísima lluvia. El bulevar Gouvion-Saint-Cyr se prolongaba a lo lejos vacío y solitario, mostrando toda la tristeza de aquella nocturna soledad. Las grandes vías que circundan a París, corriendo caprichosamente a lo largo de las fortificaciones, se parecen a esos anchos pórticos de las plazas de algunos pueblos, donde, a ciertas horas ningún ocioso se pasea. Desde que anochece se las creería abandonadas y desiertas; apenas cada media hora se ven lucir, entre las sombras, los faroles de un carruaje o la linterna de un camión. Francisco caminaba por la calzada. De pronto, una voz algo fuerte lo llamó por su nombre. -¡Eh! ¡M. Chevrin! Apenas se volvió, cuando un individuo cubierto con un sombrero hongo que ocultaba a medias su rostro, avanzó rápidamente hacia él. Los dos hombres casi se tocaron. Bruscamente una mano nerviosa cayó sobre la espalda del aventurero, vio éste brillar el azulado reflejo de una hoja de acero, y antes de que hubiera podido lanzar un grito, la terrible cuchilla se hundió en su garganta. Hubo una lucha 385
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muy corta; menos que lucha, un conato de resistencia instintiva. La víctima se apoderó con fuerza de la mano del asesino, apretándola entre la suya convulsivamente; pero, en el instante mismo Francisco cayó de espaldas. Estaba muerto.
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VII Alicia trabajaba esperando el regreso de su marido. Se trataba de distribuir a los artistas de la ópera los papeles de una obra nueva de Saint-Saens, y como se hallaba en buenas relaciones con el eminente músico, estudiaba su parte, que aquél de antemano le había facilitado. La puerta se abrió sin ruido y Arístides entró tan pausadamente que aquélla no pudo oír el sonido de sus pasos, ahogados por la alfombra. Se acercó al piano y abrazó tiernamente a su mujer. Alicia ahogó un ligero grito, y dijo riendo: -¡Qué susto me has dado! -¡ Si supieras qué bonita estás! -Como todos los días. Me repites siempre la misma frase... Arístides se sentó al lado de ella. 387
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-A propósito. Tengo una noticia que darte. -¿Una noticia? -Sí. Acerca del portero que despediste el otro día por el delito de usurpación de nombre... acuérdate... el maquinista. Arístides ignoraba la acusación lanzada por Chevrin contra Rolando en la conferencia que tuvo con su esposa. ¿Con qué objeto se lo había de decir Alicia? Al oír el nombre de Francisco, una sombra da espanto cruzó por la frente de la joven. ¿Acaso el miserable se habría atrevido a hablar? -¿Por qué me hablas de eso? -dijo con voz algo insegura. -Porque el pobre diablo Ira muerto. -¡Muerto! -Ayer lo encontraron asesinado en un bulevar exterior. El desgraciado yacía en un mar de sangre. Se supone que un ladrón vagabundo de las afueras le atacó de improviso y le degolló de una cuchillada. La muerte debió ser instantánea, porque tenía cortada la arteria carótida. -Pero, ¡Dios mío! ¿Por qué conducto has sabido tan triste aventura? -Por este periódico. Toma y lee.
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Bajo el epígrafe de El asesinato del bulevar Gouvion-Saint-Cyr hacía el periódico la narración del crimen en términos claros y precisos. El suelto daba todo género de detalles. Madame Duseigneur leyó y volvió a leer muchas veces el artículo, dominada por este pensamiento único. -¿Habrá contado también a otros lo que me ha referido a mí? Después, fingiendo no dar lo menor importancia a aquel dramático acontecimiento, condujo alegremente a su marido al comedor. Cuando se encontró sola, su sobreexcitada imaginación comenzó a trabajar de nueve. ¡Cuán extraño era el destino, de aquel Francisco Chevrin, que moría siniestramente en una nocturna emboscada, después de haber llevado una aventurera existencia en la pradera. Nunca le perdonaría su abominable calumnia. Aquella muerte parecía más bien una expiación. Después, un nuevo temor vino a apoderarse de Alicia. ¿Habría dejado aquel infeliz huellas de su falsa acusación? De toda víctima misteriosamente asesinada hacerse cargo, naturalmente, la policía, que registra su domicilio y sella sus papeles, por si entre, ellos hay algún dato que la ponga sobre la pista del asesino. ¡Con tal que Chevrin no hubiera 389
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dejado nada escrito!. Esta primera inquietud iba aumentando lentamente, hasta hacerse casi invencible. -Es preciso que yo lo sepa -murmuró. Pidió su carruaje y partió inmediatamente. ¿Por qué no había de tomar informes, interrogando con cualquier pretexto al comisario del barrio habitado por Francisco? Sus gestiones, después de todo, parecerían muy naturales al digno funcionario. Aquel hombre había estado a su servicio, y era explicable que Alicia se interesase por él. Los comisarios de policía de París son, casi todos, hombres inteligentes, que tienen tanto de comisarios como de magistrados. Aquel en cuya demarcación estaba comprendida la avenida de Ternes recibió a madame Salbert con las más respetuosas muestras de consideración. Aun antes de saber por qué motivo iba la cantante a su oficina, expresó su admiración a la gran artista, demostrando un entusiasmo de muy buen gusto. Después escuchó con la mayor atención el relato de la joven. Explicó ésta de qué manera había sabido la. muerte de Francisco Chevrin. Añadió que se interesaba por aquel joven que, después de haber sido maquinista en la Ópera, había entra. do como portero en casa de su hermano. 390
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-Ahora bien -preguntó: -¿cómo se explica este crimen? ¿Sabe la autoridad algo o sospecha de alguien? -Me hallo, señora, muy apurado para contestarle. No sabemos nada. Absolutamente nada. Es de toda evidencia que el robo ha sido el móvil de este asesinato, y, sin embargo, a Chevrin de nada se le ha despojado. Sobre su cadáver hemos recogido el reloj y el portamonedas, porque, sin duda, el criminal, sorprendido en su siniestra tarea, sólo tuvo el tiempo necesario para emprender la fuga. Debe ser alguno de esos perdidos que frecuentan los bailes públicos, o, tal vez, y perdono la frase de que voy a servirme, algún Alfonso de profesión. Sólo se ha encontrado junto al cuerpo de Chevrin una sortija manchada de sangre y barro, que debe pertenecer al asesino, porque no se adapta a ninguno de los dedos de la víctima. La sortija no es de gran valor. Si tiene usted curiosidad de verla aquí la tengo. El comisario de policía extendió la mano y tomó de una copa que tenía delante de si un aro de oro con un ojo de gato, diciendo: -Aquí está, señora, mire usted... En aquel momento se distrajo la atención del comisario, porque llamaron a la puerta de la habita391
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ción. Sin este súbito incidente no hubiera dejado de observar aquel funcionario el movimiento convulsivo que experimentó Mme. Salbert y la palidez mortal que cubrió su rostro. Reconoció aquella sortija por ser la misma que habla regalado a su hermano, siete años antes, cuando regresó de América. No le quedaba la menor duda. Era imposible equivocarla con otra. Tenía un defecto bastante perceptible, que consistía en una grieta en forma de zig-zag, en su parte superior. Alicia se serenó inmediatamente y pudo ser dueña de si misma, a pesar del terror de su espíritu y de. la angustia que oprimía su corazón. -Ignoro, caballero -dijo con trémula voz, -si el desgraciado que ha muerto deja algún dinero. Permítame que, al menos, entregue este cartucho de 50 luises. Jamás podré olvidar que me salvó la vida, y que estuvo, durante algún tiempo, a mi servicio. Si era pobre, estos 1.000 francos servirán para los castos de su entierro; si... El comisario de policía la interrumpió, inclinándose galantemente: -Me conmueve mucho su generosidad de usted, señora; pero, por fortuna, es inútil. El pobre joven poseía algunos bienes, y creo que sus herederos no dejarán de honrar su memoria. 392
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Mme. Duseigneur se levantó y pudo tenerse en pie merced a un enérgico esfuerzo, porque sus piernas se negaban a sostenerla. -Guarde usted ese oro, caballero -añadió; -le ruego que lo acepte para,los pobres de su distrito, en recuerdo del hombre a quien tanto debo. Cuando Alicia volvió a subir a su carruaje temió ser víctima de un accidente. ¡Rolando era el asesino de Francisco Chevrin! ¿Cómo podía abrigar la menor duda? Francisco acusaba a Rolando, y pocos días después caía degollado por el cuchillo de un desconocido. En el lugar mismo en que se había perpetrado el crimen la autoridad encontraba una sortija que no podía pertenecer más que al asesino, habiendo, sin duda, sido arrancada de su dedo por una. suprema convulsión de la víctima... ¿Dónde hallar una evidencia más completa, una prueba más concluyente? Al llegar a la avenida de Friedland, la joven se encerró en su cuarto. Cuando estuvo sola cayó en un sillón abatida y anonadada. Una siniestra luz brillaba en el cerebro do aquella infeliz. ¿Por qué había muerto Francisco? Porque acusaba a Rolando. ¿De qué le acusaba? De haber dado muerte a Readish; luego el segundo crimen era una demostración del primero, puesto que si Rolan393
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do se desembarazaba de un testigo molesto era porque este testigo no mentía, o porque sus palabras eran verdaderas. M. Montfranchet llevaba siempre aquella sortija, que le había regalado su hermana cuando aún eran muy pobres los dos. ¡Ah! ¡Desgraciada Alicia! ¡Era un criminal su adorado hermano a quien amaba y admiraba como a la más noble, la más recta y leal de todas las criaturas! ¡Convertirse en asesino aquel ser que había nacido tan bueno, tan valeroso en la adversidad, tan enérgico contra la desgracia! ¿Pero cómo? ¿Por qué serie de tentaciones? Trataba de comprenderlo, pero no lo comprendía. Encerrábase en ello algún inexplicable misterio, algo espantoso que escapaba a su penetración. No pudiendo sufrir ya más, decidió poner fin de una vez a la abominable angustia que la torturaba. Quería decírselo todo a Rolando, revelarle el espantoso descubrimiento, y, aunque ella muriese, valía más morir que soportar un dolor tan agudo. En el fondo de su pensamiento, como una débil luz de esperanza, agitábase esta idea: -¿No podría él hallar alguna excusa, demostrar que mis ojos han visto mal y que estoy loca?
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VIII Hallábanse los dos hermanos sentados uno enfrente del otro. Lentamente, y en voz muy baja, terminaba Alicia su penosa narración: la visita a casa del comisario de policía, el descubrimiento de la sortija, y cómo, repentinamente, se había presentado a sus ojos la verdad en toda su asquerosa desnudez. El Rolando de entonces en nada se parecía al del día anterior. Su enfermedad en el corazón contribuía a aumentar el estado nervioso de aquella naturaleza impresionable. Cuando supo que Alicia poseía, por tan inesperada manera, todos sus secretos, trastornóse, por completo aquel hombre, antes tan seguro de sí mismo. A medida que hablaba su hermana, experimentaba desfallecimientos nerviosos y sentíase anona395
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dado, como si una fuerza superior paralizase su enérgico temperamento. Inmóvil, muy pálido, con la mirada fija, estaba en presencia de Alicia sin hallar una frase, sin tratar siquiera de defenderse. ¡Su hermana lo sabía todo! ¡Aquella por quien hubiera dado diez veces su vida y por la que había arrastrado las privaciones, la miseria y el hambre, Alicia, conocía los crímenes que él había cometido: la muerte de Mrs. Readish, el horroroso, robo y el asesinato de Francisco Chevrin! ¡Qué castigo y qué expiación! Miró tímidamente a su hermana. El rostro de la joven expresaba un dolor tan intenso que las lágrimas brotaron de los ojos de Rolando. Alicia ocultó por algunos instantes la cabeza entre sus manos, y luego dijo con débil y quebrantada voz: -No hay un ser en la tierra a quien haya querido tanto como a ti; no, no lo hay. ¡Te creía tan puro, tan generoso! ¡Tenía tan alta idea formada de tu caballerosidad! Hemos crecido uno al lado del otro, nada nos ha separado nunca. Cuando éramos niños todo fue común entre los dos: el primer nombre, que balbuceó mi lengua no fue el de mi padre, fue el tuyo. Algunas veces me decías: ¡Qué desgracia tan grande es no tener madre! -Y yo pensaba en mi in396
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terior: -Es verdad que me falta mi madre, pero tengo a mi Rolando. -Después, cuando nos vimos solos en el mundo, me acostumbré a no contar más que contigo. ¡Si supieras cuánto te he admirado! Estas cosas las guarda una para sí sola, y, tal vez, nunca te las hubiera dicho; pero lo cierto es que en tanto que tú corrías por todo París en busca de una colocación, me sentía dominada por la más profunda ternura. Luego partió para América, volviste... ¡y yo, nada, nada he adivinado! Las lágrimas de Alicia se convirtieron en sollozos. ¡ Lloraba por sus muertas ilusiones, por su amor de hermana, por todo aquel pasado que huía para no volver. Rolando seguía guardando silencio. -Te lo suplico -continuó Alicia, -dímelo todo, no me ocultes nada. Yo soy tu conciencia palpitante y viva, aquella a quien siempre has revelado tus más secretos pensamientos, la que ha conocido todas tus tentaciones, todas tus amarguras y debilidades. Tan acostumbrado estás a no engañarme, que aquí mismo, hace un instante, ni siquiera te has atrevido a negar. No podías, ya lo sé. ¡Tan convincente y tan completa es la prueba! Al lado de otra mujer habrías balbuceado, sin duda torpemente, cualquier excusa; 397
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pero, enfrente de mí, has guardado silencio, como si fuera mi voz el eco misterioso que debe resonar en tu interior cuando estás solo. -¡Negar! -dijo Rolando con nervioso acento.¿No ves que ya no puedo más? Después de la muerte de Mrs. Readish he disfrutado durante siete años de una tranquilidad y calma relativas; pero sólo hace cuarenta y ocho horas que he dado muerte a ese desgraciado, y sufro tales remordimientos que temo volverme loco. Entonces, con jadeante y apresurada voz, confesó Rolando a su hermana, todos los sucesos que ya conocemos: su viaje con Sacha y Nelly; el odio que concibió contra aquella mujer malvada y monomaníaca; sus violentas disputas con ella en Nueva York y Chicago, y, finalmente, la. llegada a Willow-Creek. No olvidaba ningún detalle, como poseído por una necesidad invencible de confesarlo todo, o más bien, como si al revelar a Alicia sus secretos pensamientos se descargase del espantoso peso que gravitaba sobre su conciencia. La joven le escuchaba con extraña y sincera piedad, porque estaba viendo que sufría atrozmente. Ahora ya lo sabía todo, hasta el nocturno latrocinio, que nadie hubiera podido sospechar, de los cuatro 398
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cheques prendidos en el corsé de la víctima, que eran el origen de aquella fortuna regada con sangre. -¡Y tú has robado! ¡Has robado! -dijo por dos veces, juntando sus trémulas manos. -¡Sí, he matado y he robado! ¡Ah! ¡Acuérdate de nuestras luchas, de nuestros sufrimientos, de nuestra vergüenza, nuestras humillaciones! ¡Estaba fatigado; ya no podía más! ¡Necesitaba una fortuna a toda costa, y la tomé de donde pude! Alicia quería una confesión entera, absoluta. Aquella joven sencilla y recta, dotada de un alma tal leal, no comprendía como el asesino de Sacha había podido, durante, tanto tiempo, vivir en paz consigo mismo, y, sin que se sublevase todo su ser, casarse con Florencia, amarla y ser feliz con ella. De nuevo escuchó con la esperanza de hallar una excusa, ¡una sola! a la conducta de aquel desgraciado. Cuando Rolando terminó su confidencia, levantóse la joven, trémula de dolor y de indignación: -¿Y son tus filósofos -dijo - los que te han consolado, los que te han sostenido? ¿Y repitiendo sus sofismas has ahogado el grito de tu conciencia? ¿No tiene cada criatura humana una voz interior que la aconseja o que la vitupera? ¡Ah, Rolando! Desciende a examinar lo que es bueno, lo que es justo, y tú 399
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mismo decidirás si has sido o no doblemente culpable, puesto que no has execrado el crimen después de cometerlo. Rolando inclinaba la cabeza y nada respondía. -Óyeme. Bien -continuó;- nunca hallarás un juez más clemente y benévolo. Te he amado mucho para que repentinamente se apodere de mí el desamor, pero me extravío en esos abismos de tu conciencia. ¡Cómo! ¿No experimentas el menor remordimiento? ¿No hay en ti el menor dolor por tus culpas? ¿Y has vivido, has podido vivir durante siete años, cruzando alegremente la senda de la vida y gozando de esa fortuna cuyo origen es tan abominable? ¡No lo comprendo, no lo comprendo! Rolando dijo, levantando, al fin, la cabeza. -¿Cómo lo habías de comprender? Querías mi confesión y la vas a escuchar hasta el fin. ¡Si supieras qué combates sufrí en mi interior cuando volviendo a la vida de aquel cuarto de un hospital pude juzgar los actos que había cometido! Existe una transición entre la virtud y el crimen, pues no es fácil dejar de ser hombre honrado de la noche a la mañana. Pero, poco a poco, y sin que uno se dé cuenta de ello, la conciencia se ablanda y debilita, la voluntad se quebranta. Yo, había nacido leal, hon400
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rado, creyendo en el bien, en la virtud y en la justicia. ¿Pero cómo esta conciencia de que me hablas hubiera resistido al contagio del mal ejemplo? Por todas partes he visto el mal admirado y triunfante la iniquidad, y yo no estaba armado para la lucha ni para resistir al combate. ¿Cómo no se había de disolver esa conciencia que invocas? Por todas partes he chocado contra la mala voluntad, las bajas intrigas y la malicia humana. A pesar mío me convertí en otro hombre: al primer choque moral debía resultar vencido. La muerte de Mis. Readish fue el hecho determinante de mis malas acciones sucesivas. En rigor, podía absolverme de esta muerte, realizada sin la mínima premeditación; pero el asesinato involuntario se convirtió en crimen cuando fue seguido de un latrocinio perfectamente voluntario, aun cuando no me aprovechase del robo... Alicia hizo un brusco movimiento, diciendo: -Pero ¿y después? ¿y después? ¿Cómo no has comprendido todo lo abominable de tu conducta y sentido desprecio hacia ti mismo? Rolando se paseaba a lo largo de la habitación, y, deteniéndose delante de su hermana, dijo con sordo acento:
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-¿Y por qué me había de despreciar? Obedecía a esa eterna ley que quiere que el más fuerte suprima al más débil. ¡Ciertamente que la filosofía darwiniana no reconoce el derecho al asesinato! El gran naturalista no se refería más que a esas fuerzas jóvenes esparcidas a través de la humanidad que destruyen a las especies degeneradas y las reemplazan; pero las deducciones que yo sacaba de sus teorías me disculpaban a mis propios ojos, permitiéndome perdonarme. Lee a todos los grandes pensadores de este siglo, estudia los psicólogos sutiles o los fisiólogos penetrantes; ya, sea Fouillée, Charles Richet o Ribot, todos te darán la misma respuesta. La vida no es más que un combata; tanto peor para los que sucumban. Las teorías de los espiritualistas son mentirosas y ridículas patrañas. Puesto que el alma no existe, ¿para qué necesitamos la conciencia? Sin conciencia, pues, no hay remordimientos, y, sin éstos, el arrepentimiento no existe. De esta manera he vivido libre y feliz sin acordarme para nada de aquella mujer que duerme en el fondo de un cementerio de América. Tú me condenas porque he podido amar a Florencia y casarme con ella, cuando así remediaba el mal que había causado.
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A su vez, Alicia se levantó, y con ademán trágico, en un soberbio arranque de indignación y de sinceridad, exclamó: -¿Y Dios? ¿Qué es lo que has hecho de Dios? Rolando dijo riendo dolorosamente: -Ya sabes que no creo... -¡No crees en Dios! Pero, desgraciado, Dios mismo te obliga a creer en El. Todo lo ha ordenado, todo lo ha preparado para conducirte como por la mano a la situación en que ahora te encuentras. Dejaste la América tranquilo y feliz; te lanzaste al combate de la vida con nuevas fuerzas y una confianza absoluta; en todo has tenido buen éxito, y la fortuna, antes tan cruel, hoy se muestra risueña contigo. Te crees bien seguro de la impunidad, ¿no es eso? El mundo ignora que has matado y robado; ¿quién puede echarte esos crímenes en cara? ¡Dios! El te espiaba. El ha puesto a Florencia en tu camino, la has amado y te ha correspondido. Esperabas la felicidad. ¡Insensato! ¿Como no comprendiste que era muy singular haber encontrado a la hija de la víctima? ¡Hay en el mundo tantas mujeres de las que podías haberte enamorado para darlas tu apellido! Pero era preciso que fuese ella la que eligieses para esposa, no sabiendo nada de su familia, ni de su pa403
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sado. Se apoderó de ti la pasión, adoraste a esa criatura desconocida, cifrando tu porvenir en ella. ¡Ah! ¡sí, la casualidad! Ese es el nombre que dais vosotros a la Providencia; pero reflexiona y juzga. Esa Providencia que niegas te ha hecho encontrar a Florencia, porque Dios ha querido que fueras tú mismo el encargado de tu castigo. Más todavía. La misma Providencia ha puesto a Francisco Chevrin en tu camino, porque como habías cometido el primer crimen has debido cometer el segundo. Rolando escuchaba inmóvil, herido por la concluyente lógica de las palabras de Alicia. Los seres amados ejercen influencia sobre nosotros, no sólo por las palabras que nos dirigen, sino por el acento y tono de voz con que las pronuncian. Desde la infancia, Rolando se había acostumbrado a dejarse encantar y seducir por la dulce voz da su hermana. Esta prosiguió, arrebatada por su calurosa y penetrante elocuencia: -¡Y, para disculparte, alegas las sutilezas de los filósofos y las hipótesis de los naturalistas! Yo carezco de la ciencia que tú tienes, no he leído las obras de que me hablas; pero nunca podrá creer que hombres de genio y de talento puedan negar el libre arbitrio y la voluntad activa y consiente que nos 404
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permite elegir entre el bien y el mal. Que la multitud interprete erróneamente las obras de estos pensadores, lo comprendo, está en lo posible; que algunos sabios a medias deduzcan conclusiones falsas de una teoría verdadera, admitido también. Estas gentes hallan muy cómodo el crearse una moral a su gusto por medio de lecturas mal digeridas; pero, ¿son presumibles en ti semejantes errores? ¿Son disculpables en ti, que tanto has estudiado, que tienes tan ejercitado el cerebro y una inteligencia tan cultivada? Las excusas que me das se refutan por sí mismas. Nunca creeré que hayas tenido conciencia de tu crimen. Desgraciadamente, el orgullo hablaba más alto que tú, y ese orgullo te ha hecho desear el dinero, porque precisamente buscando dinero es como más ha padecido tu vanidad. El orgullo te ha sostenido también cuando te has visto rico y dominando al mundo con tus millones. Después de todo esto, aún tartamudeabas en tu interior algunas excusas... Pero lo abominable es haberte casado con Florencia, es haber tomado por amiga, por compañera, por esposa, a la hija de la víctima. ¡Oh! ¡Sonriendo, con la frente alta, has podido consumar tan execrable unión!
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Rolando, vencido al fin, cayó de rodillas a los pies de su hermana, con la frente inclinada como un culpable que implora perdón. -¡Oh! ya sé lo que vas a contestarme -continuó con la misma apasionada elocuencia. -Para redimir la muerte de la madre hacías la felicidad de la hija, y de ese modo restituías a la hija el dinero robado a la madre. Además, la dabas una fortuna considerable. ¡Cuán falso y engañador es todo eso! ¡Sólo el arrepentimiento borra y redime, y tú nunca te has arrepentido! ¡Sólo el remordimiento puede traer una reparación de nuestra falta, y tú nunca has sentido remordimientos! No has comprendido lo infame de tu conducta más que cuando te ha sido preciso cometer un segundo crimen. ¡Desgraciado! ¡Has hecho todo esto, y yo, que en tan elevado concepto te tenía, yo, que te amaba demasiado para odiarte, únicamente te creo digno de su desprecio! Sólo por eso te maldigo... ¡Has derribado mi ídolo! Si no fuera una cristiana ardiente y convencida dudaría de todo. ¿En quién creeré ahora que no creo ya en ti? Experimentaba un dolor tan cruel que las lágrimas rodaban por sus mejillas. Rolando lloraba también porque comprendía que todo había concluido para él al perder para 406
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siempre el cariño de su hermana. Permanecía siempre de rodillas, humillado ante ella, con el cuerpo sacudido por nerviosas estremecimientos, con el pecho oprimido por ahogados sollozos. -¡Sí, soy un miserable! -balbuceó al fin,- no tengo ninguna excusa, no merezco ninguna piedad! Y, sin embargo, te invoco y te suplico, a ti, que eres mi conciencia, a ti que eres mi juez, que, no me abandones a mí mismo... ¡perdóname! -¡Jamás! -¡Alicia, Alicia, en nombra de nuestra infancia, no seas implacable, me es imposible vivir con tu desprecio! Es intolerable para mí la idea de que no has de ser más mi socorro, mi refugio y mi consuelo... ¡perdóname! -¡Jamás! -¡Oh! ¡Por nuestra infancia bendita! ¡Por aquellos días divinos en que vivimos juntos!... Tú eras muy pequeñita, yo dirigía tus primeros pasos, y enlazando tus brazos de niña alrededor de mi cuello, decías que me amabas más que a todo lo que hay en este mundo. Esos recuerdos... ¿no tienen ningún valor para ti? Más tarde, cuando los dos nos vimos solos en el mundo, ¡cómo confortabas mi valor, que desfallecía, con tu vigilante ternura! ¡Perdóname! 407
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Dirige una mirada de clemencia hacia tu desgraciado hermano que te tiende los brazos que te lo suplica, ¡perdóname!... -¡Jamás! -volvió a repetir; pero esta vez con quebrantada voz, como si todas sus fuerzas la abandonaran. Entonces Rolando se levantó queriendo huir; pero en realidad apenas podía andar, y agitando el aire con sus manos, tropezaba con los muebles o chocaba contra las paredes, como si se hallara ebrio... Desapareció al fin, quedando la joven sola. Entonces trató de dejarse caer en un sillón, porque ya no podía sostenerse; pero, de improviso, lanzando un agudo grito, cayó de espaldas sin conocimiento.
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IX Después de esta espantosa escena, Rolando cayó en cama para no abandonarla más. Todas aquellas terribles emociones completaron la obra de quebrantar su resistente naturaleza. Acentuáronse los desórdenes nerviosos y las perturbaciones cardíacas que padecía M. Montfranchet. Desde el día siguiente, asustada Florencia por el estado de su esposo, llamó a su médico, el doctor Maldoucy, que no ocultó su inquietud, porque los síntomas le parecieron graves. Consistían en frecuentes vértigos y en un insomnio casi continuo, que sólo conseguían calmar enérgicos medicamentos. En pocos días, la enfermedad de Rolando, empeoró de tal manera, que todos les que le rodeaban consideraron segura su pérdida.
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El dolor de Florencia era inmenso. En presencia de su marido conseguía, al menos, ocultar su inquietud; pero, cuando se hallaba sola, lloraba larga y silenciosamente. Nada podía consolarla; ni las engañadoras esperanzas que Alicia murmuraba a su oído, ni las frases del médico, que se esforzaba en engañarla también. En cuanto al enfermo, experimentaba espantosos sufrimientos a cada instante sentía punzadas y latidos en el pecho que lo causaban atroz angustia, y cuando trataba de andar por su habitación sentía súbitos desfallecimientos, agravándose hasta el extremo de caer desmayado. Lógicamente sobrevino el desfallecimiento moral y la existencia del moribundo se convirtió en un infierno. No tenía un minuto de tregua ni descanso. Durante aquellas largas noche de insomnio, Rolando veía aparecer los espectros de sus dos víctimas, y a los remordimientos que experimentaba uníase un invencible terror. ¡Qué castigo para aquel hombre, fuerte y orgulloso, a quien el insomnio dejaba tan quebrantado y abatido! Las horas seguían a las horas en la taciturna soledad de la noche, y en vano Florencia se obstinaba en velar a su lado.
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-Te lo ruego -decía, -permíteme que permanezca cerca de ti. No temas que me fatigue. Dormiré durante el día, cuando Alicia y nuestros amigos están aquí para acompañarte y distraerte. Empero Rolando no quería que nadie permaneciese a la cabecera de su cama. Hubiera sido muy feliz sabiendo que Florencia se hallaba a su lado; pero temía que se apoderase de él un súbito delirio, y que, evocando el tenebroso pasado, revelase repentinamente a su esposa la terrible y siniestra verdad. Sus pensamientos le devoraban, y, sin embargo, quería mejor hallarse a solas con sus pensamientos. Las palabras de Alicia no salían nunca de su memoria, y desgarrado por los remordimientos, llegó a despreciarse a sí mismo, como el más envilecido de los seres. Todas las mañanas iba Mme. Duseigneur a las habitaciones de su hermano. Si se hubiera mostrado fría o menos asidua, Florencia lo hubiera extrañado mucho, y Alicia no quería que se enterase de nada. Frecuentemente, Rolando cuando no había otra persona en la alcoba, tomaba la mano de su hermana, dirigiéndola una larga y tierna mirada. ¡Ah! ¡bien comprendía la pobre joven la elocuencia de aquella mirada muda, y, a la vez expresiva!. Significaba: 411
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-¿Has de ser siempre implacable? ¿No me has de perdonar nunca? Contempla mis sufrimientos. Ya ves qué martirio es el mío. Estoy expiando cruelmente los delitos que he cometido... Acuérdate, Alicia, de nuestro pasado, acuérdate de la ternura que nos unía... ¡Dígnate ser clemente, ya que no tardará en herirme la muerte!... -¡Cuántas veces, la pobre mujer, se había inclinado hasta el enfermo para depositar en su frente el beso del olvido! Pero ¡no podía, no, no, podía! Le había admirado tanto, habíale, concedido tan elevado puesto en su estimación, que la caída de su hermano la humillaba profundamente, hiriéndola en sus más puras y amantes creencias. Una tarde había conseguido Rolando llegar hasta su gabinete de trabajo. El doctor Maldoucy acababa de hacerle su visita diaria, encontrándole un poco mejor. Sentado cerca de la ventana, M. Montfranchet. contemplaba melancólicamente el jardín. Una cálida brisa se deslizaba por entre los árboles, y las nuevas hojas comenzaban a vestir con su grato verdor las ramas, henchidas ya por la savia de la primavera. -Yo no veré el verano -pensó; - pero tanto mejor, porque sufro demasiado. La vida que llevo es insoportable, y si debiera arrastrar su pesada carga mucho tiempo... -De repente oyéronse rumo412
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res como de conversación en la galería que enlazaba las dos alas del hotel. Florencia y Alicia hablaban de él y de los pronósticos del médico. Rolando se estremeció. -¡Si yo pudiera oír! pensó. Los enfermos tienen esta perpetua, preocupación. Saber la verdad. Comprenden perfectamente que se les engaña, que se les deslumbra con vanas promesas, y tienen el imperioso deseo de aclarar las mentiras que la ternura inventa. Se levantó penosamente de su asiento, dirigiéndose a la puerta, que abrió sin hacer el menor ruido, y, oculto por los cortinajes, pudo escuchar cómodamente sin ser visto. -¿No tenía yo razón en tranquilizarte, querida mía? -decía Alicia. -¡Tranquilizarme! -Seguramente. M. Maldoucy encuentra a Rolando mucho mejor, y dentro de algunas semanas podréis volver los dos a Vaucluse; pero ¿por qué lloras, niña? -¡Ah! ¡Si supieras qué recuerdos despiertas mi murmuraba Florencia entre sollozos. ¿Volveremos a ver aquel país, donde he experimentado tan puras alegrías? Aún me parece verlo y aún recuerdo el día de nuestra llegada, mis emociones y la exquisita ter413
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nura de Rolando. ¡Quién me hubiera dicho que le perdería tan pronto! Tú conoces muy bien a tu hermano. Vuestras dos existencias estaban demasiado unidas para que ignores hasta qué punto es inteligente, noble y generoso; pero, sin duda, no sospechas todo lo que hay en él de exquisita delicadeza, de apasionada ternura. ¿Para qué habré experimentado esas alegrías si había de verme privada de ellas para siempre? -No seas injusta con el destino. Rolando ha estado malo, muy malo; pero ya ves que, el doctor Maldoucy se halla ahora más satisfecho. Rolando y tú pasaréis algunos meses en Canourgues. Después te lo llevarás para hacer un largo viaje, y cuando volváis a París, dentro de un año, habrá recobrado por completo la salud. Florencia no lloraba ya. Los que aman con ternura fácilmente se hacen ilusiones. Montfranchet, que no había perdido una sola palabra de esta conversación, temblaba de miedo. ¡Dios mío! ¿Era posible que su naturaleza le preservase todavía de la muerte? ¿Estaría condenado a vivir sufriendo durante muchos años el martirio que le torturaba? Tendría que comenzar de nuevo la existencia, ir, venir y cruzar por el mundo, con el horrible remor414
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dimiento que le devoraba y con el espantoso recuerdo de sus crímenes, que abrasaba su corazón a fuego lento? El desgraciado anhelaba desesperadamente la tumba. Sólo en ella encontraría el reposo y el olvido. Como de costumbre entro en su alcoba. Después de comer, y, cuando estuvo en la cama, llamó dulcemente a Florencia. -Siéntate aquí, a mi lado -le dijo con ternura. Desde que nos amamos, ¿te he hecho completamente feliz? -Rolando... -Comprende bien mi pregunta, tesoro mío, y no trabes de buscar en mis palabras otro sentido que el que tienen. ¡Si supieras cuánto te adoro! Nunca había amado antes de conocerte. El mundo me creía feliz porque me veía rico, lleno de honores y poderoso. ¿Pero qué es todo esto sin un poco de amor? Te hallé, al fin, y experimenté el único goce envidiable en este mundo; pero no basta que yo haya tenido esta felicidad, pues nada sería si tú no hubieses participado también de ella...
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Las lágrimas humedecían los ojos de la joven. Tomó las manos de su marido entre las suyas, y dijo besándolas con ternura: -Me has dado una felicidad perfecta, y desde que te pertenezco bendigo a Dios todos días por haberte puesto en mi camino. Los ojos de. Rolando brillaban de fiebre y un ligero temblor agitaba su enflaquecido cuerpo. -Entonces dijo con extraño acento, -¿nada echas de menos? -¿Que quieres decir? -Compréndeme bien. Quiero saber si las alegrías que te he dado realizan o sobrepujan tus sueños de joven... -¡Oh! ¡Amado Rolando!... -Ten el valor de mirar la verdad frente a frente, Florencia... Yo puedo morir mañana.... -¡Morir! -Enjuga tus lágrimas. ¿No es éste el destino de todas las criaturas? ¿Te acordarás de mí? ¿Es verdad que no me olvidarás nunca? ¡Oh! Dime que cuando haya cesado de existir para los demás, cuando sólo sea un poco de ceniza, viviré siempre en tu memoria adorada. ¿Es verdad? Te hago sufrir mucho, lo
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comprendo; pero no me rehuses la promesa que te pido, sea cual fuere el dolor que te cause... La pobre Florencia contenía trabajosamente sus sollozos, y dijo, arrodillándose a la cabecera de la cama: -Tú has superado mis sueños, porque jamás pude esperar la inmensa ventura, la felicidad que hemos gozado juntos. Rolando se incorporó a medias, tendiendo sus brazos hacia ella. -Mírame... mírame mucha tiempo... -¡Había estrechado a la joven como si, sintiéndose morir, hubiera querido llevar consigo su imagen a la eternidad! Cuando salió de la habitación, tenía Florencia el corazón oprimido. Recordaba las últimas palabras de su esposo, llamándole la atención el extraño acento con que las pronunció. Aquellas ideas de ultratumba, ¿provenían, tal vez, del presentimiento de su próximo fin? Atormentada e inquieta se dirigió a la habitación de Alicia, y la refirió aquella escena. Mme. Duseigneur palideció al oír el relato de Florencia. -En efecto -dijo. -Parece que ha hablado como despidiéndose para siempre. 417
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-¡Si tú supieras qué desgraciada soy! Florencia no podía más, y, ahogada por la desesperación y por el llanto, temía un desenlace brusco o inesperado, a despecho de la confianza del médico. ¿Acaso los enfermos no tienen un misterioso instinto que les advierte y les guía? Rolando había hablado como un ser herido ya por la muerte y a quien sólo un lazo muy débil retiene todavía unido a las cosas de este mundo. -No digas que estoy loca -añadió Florencia.Siento la desgracia aquí cerca, a mi lado... -Entonces, ¿por qué has dejado a Rolando solo? -Porque no podía contener por más tiempo el llanto, y sabes que hemos convenido en permanecer siempre tranquilas, y hasta risueñas, cuando estemos delante de él. Alicia se puso en pie. ¿Estaría verdaderamente Rolando tan grave? Mas no, su cuñada se engañaba, y, por efecto de los sufrimientos, sin duda, confundía en su turbado espíritu el temor con la realidad. -Retírate a tu cuarto, Florencia, retírate y entraré yo misma para juzgar el estado de nuestro enfermo. -Y, cuando le hayas visto, ¿me dirás la verdad? -Te dirá mi opinión, te lo juro.
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Como siempre, Rolando no dormía. Hubiera dado la mitad de su fortuna para disfrutar cada día dos o tres horas de pacífico y tranquilo sueño; pero estaba condenado a un insomnio tenaz y cruel, que impedía a sus ojos cerrarse y a su cerebro olvidar... Con la mirada fija, veía siempre gesticular en el obscuro fondo de su alcoba los fantasmas de Mrs. Readish y de Francisco Chevrin, pensando que siempre sucedería lo mismo, que no habría tregua para su suplicio. Hasta la enfermedad le hacía traición a su vez; ya no podía esperar que concluyese aquel tormento; y no teniendo valor para seguir sufriendo más tiempo tan agudos remordimientos iría a la muerte, ya que la muerte no quería venir a él. Por primera vez concibió la idea del suicidio. ¿Suicidarse un moribundo? ¡Qué ironía! Reflexionó que le bastaba extender la mano para apoderarse de su revólver. ¿Por qué no? Su brazo no temblaría. Con un balazo en el corazón estaba todo concluido. Entonces se le representó el tumulto y la confusión que esto causaría en el hotel, los criados que correrían aturdidos, Alicia y Florencia lanzando gritos de espanto... ¿Y el mundo? ¿qué diría el mundo? Lo mismo que la fiebre, el insomnio aviva la imaginación porque sobreexcita el sistema nervioso, 419
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y Rolando tuvo la noción exacta del escándalo que causaría su muerte voluntaria. ¡Qué buen asunto de gacetilla para los periódicos callejeros! También tenía presentes las envenenadas frases de los salones, cuyos concurrentes no dejarían de inventarlas más inverosímiles historias. ¿Acaso hay quien se suicida por estar enfermo? Nada de eso. Las personas bien informadas afirmarían con ciertas reticencias que aquel suicidio se había verificado por causas sumamente misteriosas... Equivaldría a arrojar el lodo de la deshonra sobre la dulce Florencia, tal vez sobre Alicia, y registrarían los curiosos la vida privada de aquellos dos seres que tanto adoraba el moribundo... ¡Luchaba el desgraciado entre estas dos tentaciones: vivir... morir! La puerta de la alcoba se abrió para dar paso a Alicia. Quería juzgar por sí misma del estado del enfermo, y, sin embargo, experimentaba cierta angustia cuando veía a su hermano sin testigos. La joven se dirigió lentamente hacia la cama, y procurando dominar el temblor de su voz: -¿Cómo te encuentras esta tarde? -le preguntó. Rolando nada contestó. Con un brusco movimiento se apoderó de la mano de su hermana, e incorporándose a medias sobre la almohada, la miró con 420
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inusitada fijeza. ¡Qué ardiente plegaria había en los ojos del moribundo! ¡Con qué elocuencia hablaban, implorando una palabra, una sola palabra! Rolando no quería revelarla los pensamientos que se agitaban en su cerebro, sus ideas de suicidio, su loco deseo de concluir de una vez. ¡Cuánto se habría alegrado de que Alicia lo adivinara! Sintióse molesta por aquella ardiente mirada y trató de retroceder; pero él la tenía sujeta, estrechándola casi contra si mismo, y sus ojos continuaban mirándola con ansiedad. Por dos veces Alicia quiso estrechar entre sus brazos a aquel hermano, antes tan adorado; dos veces estuvo tentada de pronunciar aquella suprema palabra de olvido y de perdón que el moribundo la pedía; pero una voluntad superior la cerraba los labios. Entonces la mirada de Rolando perdió su expresión de silenciosa súplica, y algunas lágrimas corrieron por aquel rostro, pálido a fuerza de sufrimientos. Dejo caer a lo largo de las sábanas la mano de Alicia, como rendido por aquel esfuerzo nervioso, y su cabeza cayó sobre la almohada. La joven se alejó triste y pensativa. El estado de su hermano no se había agravado, al parecer; pero era natural que Florencia se alarmase, y que, do-
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minada por el temor de un fatal desenlace, exagerase la gravedad del mal. De nuevo quedó solo Rolando. ¡Hasta en aquella hora suprema Alicia le negaba su perdón! No le quedaba más esperanza que la de morir. De repente le había ocurrido una idea; ya sabía cómo matarse sin que nadie pudiera sospechar la siniestra verdad. ¿Acaso no tenía al alcance de su mano el frasco de píldoras de digitalina? Haciendo uso de esto veneno creerían que había quedado repentinamente muerto a consecuencia de su enfermedad en el corazón, mientras que por el contrario... Por los pálidos labios del agonizante, vagó una sonrisa... ¡Al fin llegaba al deseado puerto! Como a la luz de un relámpago, vio Rolando su vida entera. ¡Haber luchado tanto, haber trabajado tanto para llegar a este resultado! No lamentaba su fortuna ni las vulgares alegrías de la vida. No. Lloraba desesperadamente por aquellas dos criaturas que dejaba tras de sí. Alicia, la hermana querida; Florencia, la esposa a quien amaba tanto, su rubia hada, de ojos azules y sonrisa de ángel...
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X La iglesia estaba llena. No sólo concurrieron al funeral los invitados, sino también gran número de curiosos, y el de éstos, naturalmente, es siempre superior al de los amigos. Cuando se ocupa cierta posición, en París, no hay derecho a morir tranquilamente. Desde luego se cae bajo el dominio de la prensa. En la redacción de un periódico, los «personajes importantes» se dividen, al morir, en tres categorías. El muerto de eco; aquel que se menciona como noticia hablando del fallecimiento en dos o tres líneas indiferentes. El muerto de filete; llámase así al pequeño artículo necrológico que se encabeza con un filete negro y no traspasa el límite de la tercera parte de una columna. Se concede, finalmente, el supremo honor al muerto de crónica. Este último obtiene un 423
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elogio fúnebre con su neurología en cabeza del número o en la primera página. Rolando era un muerto de crónica. Hacía cuarenta y echo horas que los periódicos entonaban un himno de alabanzas a su inagotable caridad. Todos recordaban los orígenes de su fortuna, cimentada en la lucha y en el trabajo; su viaje al Far-West y su rápido encumbramiento. Después, el publicista evocaba el recuerdo de sus grandes comidas y suntuosas reuniones, dadas en el hotel de la avenida de Friedland. Como es natural, se hablaba también de la célebre Mme. Salbert, «de sus éxitos, que...» «de sus creaciones, que...» ¡Excelente material para un articulista que conociera su oficio! Como de costumbre, circulaban entro los invitados, en voz baja las frases que Rolando había dicho o que no había dicho, y que los ingeniosos cronistas la atribuían generosamente. Apenas habían cesado de charlar cuando Lassalle entonó el Dies ira con su vibrante voz. Sin embargo, Mme. Rosenheim no pudo menos de decir a su vecina Mme. de Ganges: -Me encanta Lasalle; pero el Dies ira me estremece.
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Según su costumbre, lo mismo guardaba Audiberta las conveniencias en la iglesia que en el circo, pues añadió con volubilidad: -Decididamente, querida, el matrimonio no sienta bien en Maud. Mrs. Vivian es más bella que Mme. La Faurie. Hace de su marido lo que quiere. ¡Pobre hombre! Para complacer a su cara mitad ha tenido que dejar sus queridas montañas... Hubo algunos instantes de silencio. Después, para concluir, Audiberta añadió: -¡Pobre Florencia! ¡Cuánto lo habrá sentido! -¡Oh! sí. ¡Era un marido tan bueno, tan excelente! Un poco más lejos charlaban algunos socios del Club. -Figúrate -decía René Lesteournel, -que hemos jugado hasta las ocho de la mañana. El General ha perdido, lo mismo que fuera un novato... -¡Calla! Rosa Caron va a comenzar el Pie Jesu. Cuando la gran artista hubo lanzado las últimas notas en medio de una atención que se parecía bastante al recogimiento, Fernando de Quinsac adoptó un acento muy grave para decir: -Pobre Mme. de Montfranchet. ¡Debe sufrir mucho! 425
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-¡Oh! sí, sí. Su marido era tan bueno, tan excelente... En las primeras filas de sillas hallábanse los hombres de negocios, les banqueros y los agentes de cambio. Tan habladores como los otros, disfrazaban, al menos con cierto pudor, su mundana indiferencia. Nadie los veía hablar. Unos apenas entreabrían los labios. Otros hablaban tapándose la boca con los dedos. -¿De modo que se acaba de cortar el cupón? Apuesto cualquier cosa a que antes de tres semanas suben las acciones a 470. -¿Lo crea usted así ? -Estoy seguro de ello; y si no, pregunte usted al conde de Ryan, que siempre se halla bien informado. -Lo puedo afirmar - dijo el Conde, -porque comí días pasados con el embajador de Inglaterra, y estos señores no ocultan sus intenciones. Sea cualquiera el Gabinete que gobierne, ni los Whigs ni los Torys se atreverán a evacuar el Egipto. -Pobre Mme. de Montfranchet. ¡Qué desconsolada debe estar! -¡Oh! si, sí. ¡Su marido era tan bueno, tan excelente! 426
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En las últimas filas algunos amigos íntimos cambiaban sus distintas impresiones. -Pero esta súbita muerte es aterradora. El doctor Maldoucy dijo el otro día... -¿Cuál era su enfermedad? Esta pregunta interpretaba precisamente la curiosidad general. Alguno añadió: -¿De qué ha muerto? En los entierros esta frase es de rigor, no como una prueba de interés dada al difunto, sino para asegurarse cada cual de que no padece la misma enfermedad de que ha sido víctima su amigo. A despecho de los periódicos, el público no estaba muy bien informado. Unos y otros sabían solamente que al entrar en la alcoba de su esposo, Mme. de Montfranchet le había encontrado muerto. En obsequio a la verdad hay que decir que aquel brusco desenlace no sorprendió a nadie. La angina de pecho tiene estas desconsoladoras sorpresas. Sólo el doctor Maldoucy conocía la verdad. Al encontrar vacío el frasco de cristal que contenía los gránulos de digitalina, el médico lo había 427
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DÉLPIT
comprendido todo, atribuyendo, naturalmente, a un acceso de agudos sufrimientos físicos, la extrema decisión de Rolando. Las honras fúnebres habían terminado, y todas aquellas elegantes damas vestidas de negro, todos aquellos parisienses ávidos de volver a sus negocios o a sus placeres, adoptaron un semblante entristecido y se acercaron a Arístides, que, muy pálido y con los ojos hinchados por las lágrimas, presidía el duelo. Un poco más lejos, arrodillado frente a sus reclinatorios y cubiertas con un largo velo negro, Alicia y Florencia lloraban desesperadamente, invocando a Aquel que recibe a las criaturas humanas en su eterna beatitud. Hay dos clases de apretones de manos: el del matrimonio, que se cambia con aire risueño y cierta picaresca reticencia, y el del entierro, que es el apretón de manos grave, lastimero y solemne. Arístides tuvo que sufrir todas aquellas vulgaridades, calcadas las unas sobre las otras, y, en tanto que los invitados se diseminaban por la iglesia, salían estas confusas frases de aquella multitud murmuradora: -¡Es una gran pérdida! -Debe haber dejado una fortuna enorme...
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COMO
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-¡Oh! La viuda se casará muy pronto. ¡Es tan joven!... -Y, además, como no tiene hijos... Se preconizaban los méritos de Rolando, su honor, su desinterés, su generosidad... Y nadie, sospechó el siniestro drama que se ocultaba bajo aquella extinguida existencia, ni que aquel hombre tan admirado, tan celebrado y bendecido, había estrangulado a una. mujer, degollado a un hombre y robado una fortuna... -¡Como en la vida! Como en la vida en que todo es vanidad y mentira, dónde solamente Dios sabe la verdad, Dios que juzga, castiga y recompensa.. . ... .... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... Después de la muerte de su esposo, Florencia cayó gravemente enferma, y, durante seis semanas, Alicia temió por su vida. La pobre criatura sufría atrozmente. En medio del delirio ocasionado por la fiebre, llamaba sin cegar a su querido Rolando, y cuando, por fin, abandonó el lecho, causaba lástima contemplar a aquella desgraciada. Pálida, enflaquecida, sin brillo en las mirada, era una de esas tristes viudas a quienes mina el sufrimiento, y que van cruzando la vida desesperadas para siempre. Cuando 429
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recobró la salud, partió para Canourgues, con sus cuñados, que no quisieron abandonarla. Arístides sabía la verdad, porque Alicia le había participado el terrible secreto. Ambos comprendían que Rolando, se había dado la muerte devorado por los remordimientos, y, frecuentemente, M. Duseigneur decía, contemplando el rostro pálido y descompuesto de Florencia: -¿Por qué no hemos de revelarla, poco a poco, y con las debidas precauciones, el secreto que has descubierto? Alicia inclinaba la frente y decía, con triste amargura: -¿No comprendes que sería más desgraciada todavía? Sólo vive de sus recuerdos. ¡Ojalá pueda conservarlos con todo su melancólico perfume! No tiene más alegrías que esas gratas ilusiones en que mece su inconsolable dolor. Déjala llorar. Vale más el amor que sufre y se acuerda, que la indiferencia que borra y olvida...
FIN
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