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B E A T R I Z C E N C I T O M O I F R A N C I S C O D . G U E R R A Z Z I
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Editado por elaleph.com
Traducido por Pedro Pedraza y Páez 2000 – Copyright www.elaleph.com Todos los Derechos Reservados
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FRANCISCO CENCI No sé si más suave, pero ciertamente parecido a la Virgen de la Silla de Rafael, hubiera pintado un cuadro quien hubiese podido reproducir con el pincel el grupo que estaba esperando a Francisco Cenci en el salón de su palacio. Una esposa de unos veinte años, sentada en la grada de un balcón, tenía un niño al pecho. Detrás de la esposa, un joven de noble aspecto, con la cabeza inclinada, contemplaba aquella escena de amor, con las manos juntas, levantadas y algo inclinadas hacia el hombro izquierdo, como para dar gracias a Dios por la dicha que le mandaba. El semblante y la actitud demostraban que en ese momento le embargaban los tres afectos que hacen al hombre divino. Tenía las manos dirigidas a Dios, la mirada al hijo y la sonrisa a la esposa. Pero ésta no veía aquella sonrisa, porque estaba absorta por completo en los deberes y la dignidad de madre. El niño parecía un ángel que hubiese equivocado el camino para volverse al cielo. En la otra parte de la sala, tendido en un banco, había un hombre cuyo tipo parecía haber sugerido a Miguel Ángel el modelo de alguno de sus crepúsculos. Apenas se le veía el 3
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rostro, oculto bajo un sombrero de anchas alas y de forma cónica. Tenía la barba larga, enmarañada y amarillenta, la piel semejante a la que Jeremías deplora en los hijos de Sión, del color de la ceniza, como el pavimento de un horno, las piernas envueltas en un ancho capote, y los pies, puesto el uno sobre el otro, calzados con sandalias, conforme a la costumbre de la plebe del condado de Roma. Quizá estaba armado, pero tenía las armas ocultas, pues desde el pontificado de Sixto V, la Corte Romana era muy rigurosa en este particular. Cualquiera, al colocarse en medio de la sala y reparar primero en el grupo que formaba el joven matrimonio con su hijito y después en aquel hombre, hubiera recordado el versículo de la Sagrada Escritura: Y separó Dios la luz de las tinieblas1. Dos jóvenes caballeros paseaban por la sala, ora apresuradamente, ora a lentos pasos, cambiando palabras en voz alta o bisbisando. El primero tenía la cara salpicada de encarnado como manchas herpéticas, las pupilas negras y lucientes; su ardiente mirada traslucía la ferocidad mezclada con una especie de idiotez; ralos e hirsutos los cabellos; los dientes sucios; la nariz roma y las mejillas flácidas le daban cierta semejanza con un perro de presa. Llevaba rico traje, pero con desgarbo. Las palabras salían impetuosas y roncas de sus labios secos; acentos impuros que quizá la Naturaleza, para hacerlos más repugnantes, acompañaba de fétido aliento; los continuos movimientos de sus hombros, de sus
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brazos y de su cabeza eran descompasados: el crimen estaba allí dentro como volcán próximo a la erupción. El otro era pálido y de porte distinguido; copiosa y bien compuesta la rubia cabellera; lento y triste en el mirar y el habla, y con frecuencia distraído; alguna vez suspiraba, deteníase, se estremecía y la emoción interna se revelaba con el temblor del labio superior y las guías de sus bigotes. Los vestidos y los encajes del cuello y de las mangas eran elegantísimos. Al verle, no se podía por menos que exclamar: este hombre sufre. En sotana y sin manteo, semejante a urraca que inquieta salta por casa, se presentó un sacerdote yendo de acá para allá y haciendo los mayores esfuerzos para llamar la atención de los allí presentes o al menos de alguno de ellos. Hablaba del verano, del invierno, del calor y del frío, de la siembra y de la cosecha, pero nadie le escuchaba. Una vez preguntaba si alcanzaría aquel día la honra altísima de hablar con Su Excelencia el esclarecido señor conde; otra a qué hora solía levantarse y a qué hora acostumbraba acostarse; si dedicaba mucho tiempo a su aseo personal y si daba audiencia todos los días; pero nadie respondía. Los esposos permanecían extáticos en su alegría y el villano parecía una estatua de bronce; el caballero del rostro encarnado le dirigió una mirada tan siniestra, que de haberla advertido le hubiera hecho estremecer; el del rostro pálido creyó que era un hombre caído del cielo. El pobre clérigo estaba a punto de darse con la cabeza contra la pared, y desesperado abría de vez en cuando el breviario y se ponía a mascullar el rezo, pero haciendo gestos como quien toma una medicina amarga; sus ojos 5
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erraban por las páginas; hubiérase dicho que llevaba consigo aquel libro como el que va a tirarse al mar lleva una piedra para atársela al cuello. El rostro del desgraciado sacerdote, que estaba más pálido que las velas que rapaba del altar, coloreóse de impaciencia; no podía lograr que nadie le escuchara, y a fe que valla la pena reparar en él, aunque sólo fuese por adivinar si tenía más raída la sotana que vestía su cuerpo, el cuerpo que vestía su alma; entrambos eran viejos y antiguos amigos, con gran desesperación de su dueño, prueba de que nada hay duradero en el mundo. El cura, puesto que el sacerdote era un párroco, después de haber comprobado que no siempre se verifica la sentencia de la Sagrada Escritura: Llamad y os abrirán, se había dirigido por tercera o cuarta vez a un criado que parecía dispuesto a escucharle, cuando el caballero de la triste figura llamó con voz arrogante: -¡Camilo! La naturaleza de los criados es tal, que cuando no tienen otro motivo para inclinarse, obedecen al mandato más soberbio; y el palafrenero Camilo, que entre la familia amplísima de los domésticos no era el más miserable, giró sobre sus pies como si hubiera tenido un resorte, y haciendo un arco con su cuerpo al caballero, respondió con voz respetuosísima: -¡Excelencia! -¿ Acaso el noble conde ha pasado mala noche?
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-No lo sé, pero no lo creo. Esta mañana, al amanecer, le han traído algunas cartas de España y del reino; podría darse el caso pero no lo sé, de que estuviese ahora enterándose. En este punto un ladrido infernal atronó los oídos de los circunstantes; poco después se abrieron con ímpetu las puertas de la estancia del conde y entró un mastín de enorme tamaño, entre espantado y enfurecido. El villano que estaba echado junto a la puerta se levantó en menos tiempo que se dice amén, y despojándose de su capote sacó un puñal de unos dos palmos de largo, apercibiéndose a la defensa; la joven madre estrechó a su hijo contra su seno, cubriéndole con los brazos. El padre se colocó delante de su hijo y de su esposa escudándolos con su propio cuerpo; los caballeros se apartaron con moderado apresuramiento como quien quiere al mismo tiempo evitar el peligro y no mostrar miedo. El cura se dio a la fuga. El perro, siguiendo su instinto, se lanzó contra el fugitivo, asiéndole por el vuelo de la sotana, parte de la cual se llevó de un bocado, y hubiera hecho algo peor si los palafreneros, corriendo, no hubiesen podido detenerlo con gran esfuerzo, asiéndolo por el collar. El breviario había rodado por tierra. El pobre sacerdote lanzaba dolorosos gemidos, y presa de la misma idea que impulsaba al hebreo Sylvek a gritar: «¡mi hija, mi dinero!», exclamaba: -¡Mi sotana, mi breviario! El perro, enfurecido, ladraba con más fuerza que nunca. En el umbral de la puerta apareció un anciano. Era Francisco Cenci.
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Francisco Cenci, noble de sangre latina, perteneciente a la antiquísima familia Cencis, contaba entre sus antepasados al pontífice Juan X, aquel tan famoso amante de la bella Teodora, la cual, llevada de su amor, lo hizo obispo primero de Bolonia, después de Rávena y finalmente Papa. Esta familia no era menos antigua en el crimen, pues, si la historia dice la verdad, Marozia, hermana de Teodora, creyendo quitar a ésta y al Papa amante el dominio de Roma, ocupó traidoramente el castillo de Sant' Angelo, invadió con una turba de bribones el palacio de Letrán, mató a Pedro, hermano de Juan, y encerró al mismo Juan en una cárcel, donde murió envenenado o por otra causa. Se dijo también que fue encontrado muerto en el lecho de Teodora, y la superstición imaginó que lo había estrangulado el diablo en castigo de sus crímenes, ¡muerte oprobiosa y vida de vituperio! Así afirman algunos, mientras otros, naturalmente, lo niegan, diciendo que son hechos inventados por escritores parciales. Que la infamia preceda al crimen está bien; lo que no está bien es que la infamia no contenga a otros del crimen. Francisco Cenci poseía copiosísimos bienes de fortuna, cuyas rentas se calcularon en más de cien mil escudos, cantidad fabulosa en aquellos tiempos y muy considerable en los nuestros. Dejóle esta fortuna su padre, que, desempeñando el destino de Tesorero de la Iglesia durante el reinado de Pío V, mientras éste se preocupaba en limpiar al mundo de herejes, el viejo Cenci se ocupaba en limpiar de escudos el erario y ambos se portaban muy bien en su diferente cometido. Respecto al conde Francisco, no se sabía qué pensar; quizás de ningún hombre se han dicho tantas cosas como de él. 8
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Unos le hacían piadoso, liberal, humilde y cortés; otros, a la inversa, afirmaban que era avaro, villano y cruel. Lo cierto era que había dado sobrados motivos para confirmar las dos opiniones. Había sido procesado infinitas veces, pero siempre salía absuelto, ex capite innocentiae; sin embargo, eran muchos los que no creían en la justicia de esas sentencias y murmuraban que nunca habían visto que la Rota Romana condenase a hombres que tuviesen cien mil escudos de renta. Pero si su vida aparecía misteriosa ante el público, su desgraciada familia la conocía, pero por decoro, y mucho más por miedo, no se atrevía a proferir ni una palabra. Su familia sabía demasiado bien que él se complacía en imaginar terribles conjuras que, cuanto más temidas por sus adversarios, más gratas le eran a él. Apenas imaginaba algo, debía ponerse en práctica, costase lo que costase, aunque fuera preciso vaciar el tesoro, incendiar o matar; su voluntad era el relámpago y el cumplimiento de ella el trueno. Acostumbraba (¡ a tanto llegaba su audacia!) llevar una cuenta exacta de sus crímenes. En cierto libro de Recuerdos, tenía registradas las siguientes palabras: Por las aventuras y peripecias de Toscanella, 3.500 cequíes, y no fue caro. Por la empresa de los sicanos de Terni, 2.509, y fueron robados. Viajaba a caballo y solo; cuando el caballo estaba cansado, bajaba y compraba otro; si rehusaban vendérselo, se quedaba con él, dando alguna puñalada por añadidura. El miedo a los bandidos no le impedía pasar solo por los bosques de San Germán y de la Faiola; y a menudo se le vio ir de Roma a Nápoles sin descansar en ninguna parte. Cuando aparecía en un lugar no tardaba en ocurrir un rapto, un ase9
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sinato, incendio o algún otro horrible suceso. Fuerte y diestro en toda clase de ejercicios corporales, provocaba frecuentemente a sus enemigos con actos y palabras; pero no tenía necesidad de esto, porque todos le temían y lo pensaban muy mucho antes de medirse con él. Siempre tenía a sueldo un ejército de bravos, y su palacio ofrecía infame asilo a todos los bandidos. Sixto V, que fue pontífice (y hubiera podido ser también verdugo) de Roma, cierta vez invitó al Vaticano a los Orsini, los Colonna, los Savelli, al conde Cenci y a otros entre los más poderosos de los nobles romanos, y después de haber pasado algún tiempo en amena conversación, se acercaba a los abiertos balcones, y volviendo los ojos a la ciudad decía a los circunstantes: -O mi vista, como suele ocurrir a los viejos, se ha obscurecido, o ¿qué es aquel extraño aparato con que han adornado los muros de los palacios de Vuestras Señorías? Id a verlo y hacedme saber lo que es. Eran cadáveres de bandidos que aparecían colgados en los palacios de aquellos señores. El Papa había ordenado que se prendiese a todos sin misericordia y que se les ahorcase. Francisco Cenci, por este y por otros sucesos había tenido ocasión de conocer la naturaleza del Papa y creyó conveniente alejarse; mientras vivió aquél, estuvo en su castillo de Ribalda; la serpiente había tropezado con un hueso muy duro de roer. Cenci era muy robusto, y a pesar de sus años, gozaba de buena salud; únicamente cojeaba un poco de la pierna derecha. Copioso en ideas y fecundo en palabras, hubiera con10
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quistado fama de gran orador si se lo hubieran consentido el tiempo y la lengua; pero a la más ligera alteración la voz salía de sus labios como el agua precipitándose por entre los peñascales... No podía decirse que era feo; sus f acciones eran tan siniestras, que jamás supo inspirar amor; en su presencia, sólo se sentía algunas veces respeto, y las más, miedo. Exceptuando el color de sus cabellos y su barba que de negra se había convertido en blanca, alguna arruga de más, una delgadez excesiva y una tez amarilla y biliosa, su rostro presentaba el mismo aspecto que en su juventud. Mientras descansaba, su frente aparecía señalada con un ligerísimo frunce, parecido a los que el remordimiento o el cuidado suelen imprimir. Los ojos, tristes de ordinario, del color del plomo, parecidos a los de un pescado muerto, privados de esplendor, rodeados de un círculo amoratado, que parecía hecho con un carbón del infierno, del demonio de la lujuria, reticulados de venas violáceas, parecían cadáveres encerrados dentro de una caja de cieno; la boca se perdía entre las arrugas de las mejillas. Aquel rostro, lo mismo se hubiera adaptado a un santo que a un bandido; era sombrío, inexplicable como el de una esfinge, o como la fama del mismo conde Cenci. Creo haber dicho bastante de su persona y de sus costumbres; más adelante trataré de presentar un estudio psicológico referente al prodigioso personaje. El Conde, la noche anterior, se había retirado temprano, sin saludar a su esposa y a sus hijos. A Marzio, que le dirigía los acostumbrados cumplimientos, había respondido: -Vete; me basta con Nerón. 11
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Nerón era un enorme perro, de una ferocidad espantosa. Así lo llamó Cenci, no tanto en memoria del cruel emperador, como para significar, en el antiguo lenguaje de los sannitas, que era fuerte y gallardo. Apenas acostado, empezó a dar vueltas en la cama y a gemir de impaciencia; poco a poco la impaciencia se convirtió en furor y empezó a rugir. Nerón le respondía rugiendo también. Y el conde no tardó en saltar de las odiadas plumas, exclamando: -¡Quizás habrán envenenado las sábanas! Esto ya ha ocurrido alguna otra vez, y yo lo he leído en algún libro. ¡ Olimpio! ¡Ah! te has escapado, pero yo te alcanzaré; nadie ha de escaparse de entre mis manos, nadie. ¡Qué silencio me rodea! ¡Qué paz reina en mi casa! Reposan... ¿luego no les causo terror? ¡ Marzio!. El camarero llamado acudió en seguida. -¡ Marzio! -continuaba el conde-; ¿qué hace la familia? -Duerme. -¿Todos? -Todos, al menos así lo parece, porque no se oye a nadie. -¿Y cuando yo no puedo descansar, se atreven a dormir en mi casa? Vete y mira si verdaderamente duermen; escucha pegado a las puertas, sobre todo vigila con cuidado a Virgilio, y vuelve a decirme lo que haya. Marzio obedeció. -Este, especialmente -continuaba el conde -es a quien más aborrezco; bajo esa superficie de helada mansedumbre, corren veloces las aguas de la rebelión, ¡Áspid sin lengua, pero no sin veneno, cómo deseo que mueras! 12
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Marzio volvió, diciendo: -Duermen todos, hasta don Virgilio, pero con un sueño penoso, a juzgar por su febril respiración. -¿Has cerrado las puertas por fuera? Marzio hizo un signo afirmativo con la cabeza. -Bueno; toma este arcabuz y dispáralo a través de la puerta de la habitación de Virgilio y después grita con todas tus fuerzas: ¡ fuego! Así aprenderá a no dormir mientras yo velo. -Excelencia. -¿Qué hay? -No os pediré piedad para el muchacho que parece estar in extremis... -Continúa... -Pero el vecindario se asustará. El conde, sin demostrar ninguna emoción, metió la mano debajo de la almohada y sacó una pistola con la cual apuntó al camarero, el cual mudó el color, y con suave voz le dijo: -Marzio, si otra vez en lugar de obedecerme te atreves a contradecirme, te mataré como a un perro. Vete. Marzio salió apresuradamente para cumplir el mandato. Es imposible describir el terror con que se despertaron las mujeres y el niño. Saltaron de la cama y se precipitaron a las puertas; pero como no podían abrirlas, gritaban, rogando que les dijesen lo ocurrido, que les abriesen por el amor de Dios, que les librasen de aquella tremenda ansiedad. Nadie respondía: cansados, volvían a caer en la cama, esforzándose por dormir. 13
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Después de unas dos horas, el conde llamó de nuevo al camarero, y le preguntó: -¿Ya es de día? -No, Excelencia. -¿Por qué no es de día? Marzio se encogió de hombros. El conde, moviendo la cabeza, como si quisiera reírse de su extraña pregunta, continuó: -¿Cuánto tardará aun en apuntar el alba? -Una hora. -Una hora, pero una hora es un siglo; es una eternidad, para quien no puede dormir, ¡ oh mi...! estaba a punto de decir Dios. Dicen que el sueño es amigo de los santos; si esto fuese verdad, yo dormiría como los siete durmientes juntos. ¿Qué haré ahora? ¡Ah! pasemos el resto de la noche en cualquier obra meritoria: eduquemos a Nerón. Y ordenó a Marzio que tomase un maniquí de paja y que lo llevase a la sala que daba a la habitación de las mujeres y de los niños, entretanto que él condujo a Nerón a otra estancia, lo azuzó, y después, abriendo de improviso la puerta, lo lanzó contra el hombre de paja. El perro, ciego de rabia, se lanzó a saltos sobre el pelele y lo destrozó furiosamente. El conde estaba maravillado contemplando aquella ferocidad, y dijo Marzio: -«Este es mi hijo muy amado», como profirió la voz que se oyó en el Jordán, y lo educo, sin ofender a Dios, para que me defienda de mis enemigos; especialmente de mis queridos hijos, de mi esposa, más querida aun, y también de ti -y tocaba la espalda del camarero-, mi lealísimo Marzio. 14
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Después de haber llenado de espanto y de temor la casa, volvió a su habitación, en donde, vencido por el cansancio, no tardó en sumirle la Naturaleza en un breve e inquieto sueño. Cuando se levantó tenía la vista turbia. -He dormido muy mal, Marzio... he soñado que comía con mis difuntos. Esto denota una muerte próxima. Pero antes de que yo vaya a comer con ellos, Marzio, otros me habrán precedido y me pondrán la mesa. -Excelencia, han llegado cartas del Reino, que han sido traídas por correos especiales... El conde tendió la mano para tomarlas. Marzio continuó: -Y de España, por el correo ordinario; todas las he puesto encima de la mesa del estudio. -Bueno, vamos. Y seguido de Marzio, a quien a su vez seguía el perro, se dirigió al cuarto de estudio. Salía un magnífico sol de agosto, que teñía de oro con sus nacientes rayos el azulado hemisferio. Única gloria, puesto que nuestra vileza ha hecho desaparecer todo lo que parecía imposible que se perdiese: el sentimiento de nuestra abyección. ¡Oh, Dios! ¡ cuán grandes han de ser nuestras culpas y tu ira, que ni el llanto, ni la sangre, ni nada es suficiente para fecundar en esta tierra una flor de virtud! El conde se acercó al balcón, y mirando el majestuoso luminar bisbisó algunas palabras. Marzio, encantado de tanta belleza de cielo y de luz, no pudo contenerse y exclamó: -¡ Sol divino!
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A estas palabras, los ojos del conde, de ordinario apagados, brillaron como un rayo en el fondo de una nube y se alzaron al cielo. Si es verdad que Juliano el Apóstata lanzó contra el cielo la sangre que manaba de su herida, debió haberla arrojado con aquella mirada y con aquella intención. -Marzio, ¿Si el sol fuese una luz que soplándola se pudiese apagar, la apagarías tú? -¿Yo? No, Excelencia, la dejaría encendida. -Yo la apagaría. Calígula había deseado que el pueblo romano tuviera una sola cabeza para cortársela de un golpe; el conde Cenci hubiera querido triturar el sol. ¡ Pobre humanidad! Si el sol desapareciese, las cenizas de la tierra no ocuparían espacio en el Universo. Se sentó a la mesa; abrió y leyó una, dos o tres cartas, tranquilo primero y después precipitadamente; por fin las rasgó todas y prorrumpió con una horrible blasfemia : -¡ Felices todos! ¡Ah! Dios, tú lo haces por exasperarme. Y cerrando el puño lo dejó caer con todas sus fuerzas. La casualidad quiso que le diese en la frente a Nerón, el cual, con la cabeza levantada y los ojos vivos, seguía los movimientos de su señor. El perro dio un salto de furor, se lanzó contra la puerta y escapó gruñendo. El conde fue en su seguimiento, llamándole, y no sin haber observado antes con una sonrisa amarga: -Mira, Marzio, si hubiera sido un hijo mío me hubiera mordido.
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II EL PARRICIDIO Marzio invitó al hidalgo del rostro manchado de herpes a pasar al despacho del conde. Este esperaba en pie, y cuando le vio, con corteses modales lo saludó diciendo: -Bien venido, príncipe: ¿qué necesitáis o en qué puedo serviros? -He de hablaros, conde; pero aquí sobra uno. -Marzio, retírate. El criado hizo una profunda reverencia y salió. El príncipe, yendo detrás, se aseguró de si había cerrado la puerta bien, corrió el cortinaje y luego acercóse al conde, que, no poco admirado de semejantes precauciones, le invitó a sentarse, y sin hablar palabra, se dispuso a escucharle. -Conde, será Catilina ahora, el que empiece su oración ex abrupto; pero quiero deciros de una vez que estimándoos, como hombre de corazón y de juicio, de mente y de brazo, me dirijo a vos por lo uno y lo otro y espero que no me negaréis ninguno de los dos. -Hablad, príncipe.
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-Mi desvergonzada madre -empezó éste con velada voz -mancha con sus bajas acciones mi casa y hasta un poco la vuestra, por el vínculo de parentesco que nos une. La edad, en lugar de apagar, abrasa sus áridos huesos de infame lujuria. El amplísimo usufructo de que goza por disposición de mi estólido padre, lo derrocha con sus amantes; por toda Roma circulan los pasquines... veo la ironía pintada en todas las fisonomías; por donde paso hieren mis oídos frases ultrajantes... la sangre hierve en mis venas... el mal ha llegado a tal punto que no tiene remedio, a no ser... ¡Vamos, conde, aconsejadme! ¿qué debo hacer? -¡La esclarecida doña Constanza de Santa Croce ¿Pero qué estáis diciendo? Vamos, si estáis de broma, os aconsejo que busquéis otros asuntos más apropiados; pero si habláis formalmente, entonces, hijo mío, os exhorto a que no os dejéis llevar de tentaciones del demonio, el cual, como padre de la mentira, turba la mente con falsas imágenes... -Conde, dejemos al diablo en su casa. Puedo mostraros aquí pruebas tan fehacientes como oprobiosas. -Veamos. -Oíd. Me abandona, por decirlo así, sumido en la miseria, mientras que las rentas de la casa las reparte entre sus criados y palafreneros y una nube de chiquillos hijos de éstos, que se han anidado en el palacio como golondrinas; a mi me echa de su presencia... no quiere oír hablar de mí; de mí, conde, comprended, de mí, que no me hubiera importado un bledo si se hubiese portado como madre digna con el hijo digno también. Y para decíroslo todo de una vez, ayer
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noche llegó hasta arrojarme de casa... de un palacio... de la mansión de mis ilustres antepasados. -Adelante; ¿hay algo más? -¡Y os parece poco! -No, me parece demasiado; y verdaderamente, os lo confieso in secretis, hace ya bastante tiempo que he comprendido que la princesa Constanza siente por vos, Dios la perdone, profunda aversión. Hace justamente ocho días me estuvo hablando de vos... -¿Sí? ¿Y qué dice de mí esa desgraciada? -Poner leña al fuego no es de cristianos... así, pues, callaré. -En este momento, conde, es tal el incendio causado por vuestras palabras, que poco es lo que podéis añadir; y esto lo comprenderéis perfectamente con vuestro superior entendimiento. -¡Demasiado! Y, además, el silencio me pesa, tanto más cuanto que mis palabras os servirán de gobierno e impedirán que os ocurra alguna desgracia. La señora Constanza declaró sin ambages, en presencia de algunos insignes prelados y barones romanos, que erais la deshonra de la familia: ladrón; homicida... embustero sobre todo... -¿Eso dijo? Y al Santa Croce, convertido por la rabia en una brasa, le temblaba la voz. -Y añadió que erais un estúpido despilfarrador de vuestra fortuna; que habíais tomado dinero a usura de los judíos, empeñando el palacio de vuestros antepasados, por lo cual ha tenido ella que rescatarlo con su propio dinero para evitar 19
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la vergüenza de tener que alojarse en otra parte: que ha pagado muchísimas deudas vuestras, pero que no cesáis de contraer nuevas, cada vez mayores y más afrentosas; que sois un jugador empedernido, que no hay suciedad en que no estéis hundido hasta el cuello: que despreciáis a Dios y a todo humano respeto. Por último, para poner el colmo a vuestra brutalidad, dice que os emborracháis con frecuencia, bebiendo vino y aguardiente hasta el punto de teneros que conducir a casa en una escalera, hecho un fardo. -¿Eso dice?... -Y que ha llegado a tanto la depravación de vuestra vida, que no os detiene la reverencia materna, ni el respeto del lugar, y lleváis al palacio de vuestros ilustres antepasados mujeres de mal vivir; con otras infamias que sólo el recordarlas hacen subir el rubor a mí rostro. -¡Mi madre!... -Y añadió que erais incapaz de corrección, y que aunque fuese dolorosísimo a su corazón de madre, estaba decidida a recurrir a Su Santidad para que os encerrase en el castillo... para que visitéis al emperador Adriano. Y a fe de hidalgo eso sería estar preso con buena compañía. -¿Y eso dice?... -continuaba preguntando el príncipe con ronco acento, mientras el conde respondía con la misma voz acre e irritante. -O a Civita Castellana... a perpetuidad. -¡A perpetuidad! ¿De veras dijo a perpetuidad? -Y pronto... y que así lo debía a la memoria honrada del ínclito consorte, a la reputación de su esclarecido linaje, a los nobles parientes, a su conciencia, a Dios... 20
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-¡Excelente madre! ¿No os parece una buena madre la mía? -exclamaba el príncipe con voz que quería ser burlona pero que disimulaba mal el terror insólito-. ¿Y qué respondieron los prelados? -¡Ah! ¿No sabéis el precepto del Evangelio? El árbol que no da buen fruto debe cortarse... y eso lo repitieron en tono tan afable que no parecía sino que os invitaban a tomar chocolate. -Así, pues, la cuestión es más apremiante de lo que yo creía. Conde, sugeridme algún buen consejo... no se me ocurre nada... estoy desesperado... El conde, moviendo la cabeza, respondió con voz grave: -Aquí donde mana la fuente de todas las gracias, podéis llenar vuestros cántaros. Recurrid a Monseñor Taverna, gobernador de Roma, o también, si tenéis mucho dinero y poco sentido, al distinguido abogado señor Próspero Farinaccio, que se contentará con comerse los intereses. -¡Ay de mí! No tengo dinero... -Realmente, sin dinero podríais dirigiros a los colosos de Monte Cavallo con mayor provecho... -Por otra parte, el asunto se haría contencioso, y necesito remedios que no metan ruido... y sobre todo expeditos. -Pues entonces humillaos a los pies beatísimos: porque, sabedlo bien, en el cuerpo del Santo Padre todos los miembros son beatísimos, como también los pies et reliqua del Pontífice; lo predican insignis pietatis vir, como Virgilio canta de Eneas. -¡Dios me ampare! El papa Aldobrandini nació del mismo parto que la loba de Alighieri, que después de comer siente 21
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más hambre que antes. Viejo, hipócrita y testarudo como un mulo de la Marca; ansioso de atesorar para sus parientes y capaz de despellejar al Coliseo. Antes que recurrir a él me echaría de cabeza al Tíber. -Sí -dijo el conde cesando en su ligera sonrisa irónica y con voz turbada-, sí, ahora que pienso, perderíais el tiempo y los pasos. Después del grave yerro de haber favorecido a mi rebelde hija en contra mía, no escuchará tan fácilmente las quejas contra sus padres. El que quiera conservar ilesa la autoridad espiritual o real, necesita conservar cuidadosamente la patria potestad; todas las autoridades derivan del principio común, y no se puede ofender una sin que se resienta la otra. El padre y el rey siempre tienen razón; los hijos y los súbditos jamás. ¿De dónde viene el derecho de protestar, de dónde la audacia de levantar la frente? Viven porque el padre los engendró, viven porque el rey les permite vivir. Fijaos en Ifigenia e Isaac, que son ejemplos de la verdadera sumisión de los hijos, como Agamenón, Abraham, Jefté, de la pureza de la patria potestad. Roma se mantuvo fuerte mientras el padre tuvo derecho de vida o muerte sobre su familia. ¡Aquellas leyes de las Doce Tablas, fueron una hermosa adquisición! ¿Qué representaba para ellas la familia? La comunidad de la mujer, de los hijos y de los esclavos supeditada al absoluto dominio del padre. ¡ Siglos de oro, y desmiéntame quien pueda, transcurrieron para Roma, cuando podían venderse los hijos malos! -¿Así, pues...? -preguntó el de Santa Croce, aterrado por este imprevisto discurso, dejando caer los brazos con desesperación. 22
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El conde Cenci, arrepentido de no haber podido reprimir aquel impetuoso desahogo de su alma, se apresuró a responder: -¡Oh... para vos la cosa es diferente! Santa Croce, confortado por aquellas palabras, y más aun por la mirada paternal en que le envolvió el conde, aproximó más todavía su silla, y adelantando la cabeza, le susurró al oído: -Había oído decir... -y se detuvo; pero el conde con gesto burlón, imitando la manera de los confesores, lo animaba. -¡Vamos, hijo mío, decid!... -Me habían dicho que vos, conde, como hombre prudente y discreto, cuando cualquiera os estorbaba, os lo quitabais de en medio con la mayor facilidad y sin riesgo. Versado en las ciencias naturales, no debéis ignorar la virtud de ciertas hierbas, las cuales envían al país de la muerte sin relevo de caballos, y lo que es mejor aun, sin dejar huellas de pisadas en el camino real... -Ciertamente es maravillosa la virtud de las hierbas; pero en qué pueden seros útiles es lo que no comprendo... -Para ello es necesario que sepáis que la esclarecida princesa Constanza acostumbra tomar todas las noches cierto electuario para conciliar el sueño... -Bueno... -Comprenderéis que toda la cuestión estriba en que el sueño sea largo o sea breve; un dáctilo o un espondeo, una cosa insignificante en realidad... sencilla prosodia. Y el malvado se esforzaba en reír.
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-¡Misericordia Domini super nos! Un parricidio así para empezar. ¡Vive Dios! ¡No os paráis en barras, desgraciado joven! ¿En qué pensáis? Honora patrem tuum et matrem tuam. Y aquí no hay tu tía, porque lo dijo quien podía decirlo, allá sobre el Sinaí. El príncipe, ostentando firmeza, respondió: -En cuanto a pensarlo, os diré con franqueza que lo he pensado mil veces, y en cuanto a no pararme en barras, sabed que ésa es mi costumbre. -Os creo sin juramento; ahora hablemos juiciosamente. El arte de manipular venenos no está en auge como en otros tiempos; de la mayor parte de aquellos estupendos tósigos, conocidos por nuestros virtuosísimos padres, hemos perdido la ciencia. Los príncipes Médicis de Florencia se aplicaron con mucha asiduidad a este importante ramo del humano saber; pero, si consideramos los gastos, con bastante poco fruto. Aquí, como en otras muchas casas viene como el anillo al dedo el inventario del diablo; de malo in peius venite adoremus. Ahí tenemos el agua tofana; inservible para algo que sea hecho con primor; caen los cabellos, se rajan las uñas, se carian los dientes, la piel cae a tiras y todo el cuerpo se llena de fétidas úlceras... manifiestas y duraderas. La adoptó con frecuencia Alejandro VI, de feliz recordación, pero a éste poco le importaba dejar o no huellas detrás. Para mí no hay como lo de Alejandro Magno: con el hierro se cortan todos los nudos gordianos, y de un golpe... -¡Ay de mí! ¿ Acaso el hierro no deja huellas? -Había una vez un rey y se llamaba Eduardo II, el cual, teniendo un hijo, suyo o de otro, amoroso hasta el exceso 24
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como vos, murió con las entrañas atravesadas por orden suya, sin que quedasen vestigios del hecho... ¡Curioso hallazgo a fe de Dios! Pero, ¿quién os aconseja tener oculta la muerte de doña Constanza? Al contrario, debéis publicarla y declarar que sois vos el autor. -Conde, os chanceáis... -No me chanceo; hablo con toda formalidad. ¿No habéis leído la historia, la romana al menos? Sí, la habéis leído. Pues bien, ¿de qué os sirve leer si no sacáis enseñanzas para conduciros por el mundo? Recordad la amenaza de Tarquino a Lucrecia. Como la mujer de Colatino no accediese a sus deseos, el rey declaró que la mataría, poniéndole después al lado un esclavo asesinado publicando haberla sorprendido en torpe adulterio, y muerto por la ofensa inferida a su esposo y para vengar la sagrada majestad de las leyes; con otras frases más, que son de costumbre entre los hombres sinceros. Así vos, ni más ni menos, debéis ingeniaros para sorprender a la princesa, con uno de sus amantes, y matarlos a entrambos. La gravedad de la injuria excusa el homicidio; en el Código (no recuerdo en qué página, pero la encontraréis si buscáis) debe haber leyes que disculpen en este caso el delito... -Pero yo -respondió el príncipe visiblemente embarazado-, no sé si recibe en su aposento a los amantes... -¿Dónde queréis que los lleve? -Y además, sorprenderlos justamente en el acto, lo juzgo imposible. -¿Por qué? Las zorras se cazan siempre con el cepo.
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-No... con ese riesgo de hacer las cosas tan descubiertas, no quiero aun cuando pudiera aventurarme... -Decid de una vez -interrumpió el conde con maligna sonrisa-, decid de una vez que esos amantes de una mujer sexagenaria sólo existen en vuestra imaginación, que los habéis inventado para encontrar en los demás faltas que excusen las vuestras; decid que la razón que os mueve está en el deseo de que cese vuestra madre en el usufructo, pues en esto no os quitaré la razón, porque comprendo que los padres eternos crucifican a sus hijos, si no con clavos, al menos con deudas...; en lo que no os doy la razón, es en haberos querido burlar de un pobre viejo, y venir a haceros el astuto conmigo... -Señor conde, os juro en verdad... -No juréis, yo creo o no creo; y los juramentos me parecen, como los puntales en una casa, signo seguro de que amenaza ruina; pero a vos sin juramento, mucho menos. -¡Ah, no me abandonéis! Y esto lo dijo tan abatido, que pareciéndole a Cenci haber sacudido hasta la saciedad aquel saco de harina, y queriendo dar fin al diálogo irónicamente repuso: -¡Oh conciencia digna y limpia Cómo te remuerde la menor falta! Vamos, recobrad el ánimo: Mayor vergüenza, mayor culpa lava. Pero, a confesaros la verdad, puedo daros ningún consejo. Recuerdo haber leído que, en otros tiempos, en un caso semejante al vuestro, se empleó con un buen resultado el si26
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guiente procedimiento. Durante la noche colocaron una escalera en la pared del palacio que llegaba justamente a la ventana de la alcoba donde dormía la persona o personas a quienes se quería matar; se desparramaron después algunas alhajas de oro y plata y otros objetos para despistar y hacer suponer que el robo había sido el móvil del homicidio; finalmente dejaron la ventana abierta fingiendo que por allí habían escapado los ladrones. De esta manera no recayeron sospechas en la persona a quien benefició la muerte; y el heredero adquirió fama de piadoso, ordenando magníficos funerales y gran número de misas. Mas no se detuvo aquí y quiso conquistarse renombre de rígido vengador de su sangre; acudió a la justicia para que se hicieran numerosas investigaciones; no cesó de quejarse de la parsimonia de los tribunales, y llegó a prometer veinte mil escudos al denunciador secreto o público del criminal. Así, nuestros virtuosos padres tuvieron la suerte de gozar las riquezas de los muertos en santísima paz. -¡Ah! -exclamó el de Santa Croce, dándose una palmada en la frente. ¡ Sois realmente un gran hombre, señor conde! Soy vuestro esclavo encadenado. Ese es el mejor partido que debo tornar. Pero no es eso todo; pondríais el colmo a vuestra beneficencia y a mi gratitud si os dignaseis hacer venir del castillo de Petrella alguno de esos buenos muchachos para encargarle a él la obra... -¿De qué obra y de qué buenos muchachos estáis hablando? La madeja es vuestra; a vos os importa encontrar la hebra para desenredarla; pero cuidado de que el hilo no os corte los dedos. Nosotros no nos hemos visto ni debemos 27
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volver a vernos más. De aquí en adelante me lavo las manos como Pilatos. Adiós, don Pablo. Todo cuanto puedo hacer por vos y haré, será pedir a Dios en mis oraciones que os asista. El conde se levantó para despedir al príncipe; y mientras con corteses modales lo acompañaba hasta la puerta, iba rumiando entre sí estos pensamientos: «¡Después hay quien sostiene que yo no sirvo al prójimo! ¡Calumniadores! ¡Maldicientes! Más de lo que hago es imposible. Contemos ahora los que saldrán gananciosos gracias a mí. El sepulturero, in primis, después vienen los sacerdotes, que son mi amor; siguen los poetas para la elegía y los predicadores para la oración fúnebre; en seguida maese Alejandro, el verdugo, y finalmente el diablo, «si es que hay diablo». Entretanto, llegados a la puerta, el conde abrióla, y despidiendo al príncipe, añadió con paternal acento: -Id, don Pablo, y Dios os tenga en su santísima gracia. Y el cura, oyendo estas palabras, murmuró muy quedo: -¡Qué digno caballero! Se ve claramente que le salen del corazón.
III EL RAPTO
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El conde paseó la mirada por la antesala, y dirigiéndose al otro caballero le dijo: -Señor duque, servíos pasar... El joven del semblante pálido entró en el despacho como atontado. No entendió o no quiso entender la cortés invitación de que tomase asiento, y como invadido del vértigo, se apoyó con una mano en el sillón, exhalando un suspiro que le salió de lo más hondo del pecho. -¿Qué significan esos suspiros y afanes? -preguntó el conde con halagador acento-. ¿Cómo es posible que a vuestra edad haya tiempo para ser desgraciado? El duque, con voz que parecía el murmullo del agua, repuso: -¡Amo! Y el conde, para animarlo, añadió jovialmente: -Es vuestra época, hijo mío, y hacéis bien en amar con toda vuestra alma y aun con todo vuestro cuerpo, pues si no amáis vos, joven y guapo, ¿quién ha de amar? ¿Acaso yo? Ved, los años blanquean mis cabellos y rodean el corazón de hielo. A vos os hablan de amor el cielo y la tierra; a vos os llega de toda la Naturaleza una voz que os aconseja, amar: Las aguas hablan de amor; la hora., el ramo, Los pájaros, los peces, las flores y la hierba, Todos juntos cantan y exultan porque amo, como cantaba el dulcísimo mícer Francisco Petrarca. Ea, joven, no hay que avergonzarse por eso. Predicadle del púlpito, agitadle desde los tejados: el amor es una buena nueva. 29
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No se avergonzaba Petrarca de confesar, aun siendo hombre grave y canónigo, por añadidura, cómo le tuvo el amor ardiendo veintiún años por Laura, mientras vivió, y diez años después que voló al cielo. ¡Dios mío! Aquellos eran amores capaces de ablandar a una encina. No por haber cantado su amor en mil rimas se declaró saciado, que al declinar su vida hubiera querido hacerlo desde su primer suspiro En número infinito y elevado estilo. A la Magdalena le fue perdonado mucho, porque amó mucho y hay quien dice que hasta demasiado. Santa Teresa llamó infelicísimo al diablo, ¿y sabéis por qué? porque no podía amar. Amad, pues, totis viribus, que obrando de otra manera ofenderíais a la Naturaleza, la cual es, como sabéis, hija primogénita de Dios. El joven se cubrió con ambas manos el rostro, y exhalando otro hondo suspiro exclamó: -¡Ah, mi amor es desesperado! -No digáis eso, pues sólo las puertas del infierno impiden la entrada a la esperanza. Razonemos. ¿Os habríais, por ventura, enamorado de la mujer de otro? Si así fuera, nos encontraríamos en un atolladero: primero el marido y después el Decálogo. Parece que Dios, cuando promulgó su Ley en el Sinaí, estaba bastante enfadado con su hija Naturaleza; pero, dicho sea en confianza, ni peor ni mejor podían contrariarse los apetitos de ella. Consolaos, pues, con esto: que cuando el Decálogo prohíbe el corazón permite. 30
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-¡Oh, no, señor conde, mi amor es legítimo! -Entonces, casaos in facie Ecclesiae y con todos los requisitos según el sacrosanctum Concilium Tridentinum, y no me vengáis... -Dios sabe si lo haría, pero, ¡ ay de mí! tanto bien me está vedado. -Siendo así no os caséis. -La mujer que amo es de cuna demasiado humilde, más de lo que yo quisiera; pero si se mira el portento de sus seductoras formas y, sobre todo, la elevación de su alma, es por todos conceptos merecedora de un imperio... -Alma real, digna de un imperio, ha dicho también Francisco Petrarca. Casaos, pues, con ella. -Frío, cenizas y sombras, este amor durará en mí eternamente. -¿De cuánto tiempo se compone para vos la eternidad? En las mujeres, según el cálculo mejor hecho, la eternidad, en amor, dura una semana entera; en algunas, pero raras, llega hasta el segundo lunes, y de ahí no pasa. Estaba el joven tan poseído de su amor, que notando el tono burlón con que le hablaba don Francisco, se puso encendido de vergüenza y de despecho y replicó: -Señor, sois injusto... Esperaba encontrar consejo, pero me he equivocado... perdonad... E hizo un movimiento para irse; pero el conde, deteniéndole, le dijo con dulzura: -Hacedme la merced de quedaros, duque. He hablado en esos términos para probaros; ahora estoy convencido de que la pasión os abrasa de una manera fatal. Abridme vuestro 31
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corazón, seguro de que sabré compadeceros y, si es posible, ayudaros. Yo he sepultado mis amores; los sesenta años lleváronlos a la fosa, y les cantaron el Miserere; para mí el amor es recuerdo, para vos, esperanza; para mí, ceniza; para vos, rosa que se abre. Pero no por eso se han extinguido en mí los vestigios de la antigua hoguera, y refiriéndome a mí mismo, podría repetir los versos de Petrarca: Do haya quien por pena entienda amor Espero hallar piedad y aun perdón. Non ignara malis miseris succurrere disco, como dice Dido a Eneas, venido de Troya a fundar a Roma para mayor gloria de los Papas en general y de la de Clemente VIII, felizmente reinante, en particular. El conde Cenci, a pesar de sus protestas, divagaba; pero hubiera sido difícil adivinar si hablaba en serio o en broma, pues se expresaba con la mayor gravedad; sólo entornaba los ojos; la piel reticulada que los circundaba, a modo de nasa de pescar, y los párpados se movían pesadamente, y reía con las pupilas como podrían reír las víboras. -La doncella a quien amo vive en casa de Falconieri. No sé fijamente cuál es su linaje; pero aun cuando la tienen allí como a parienta queridísima, pertenece a la clase plebeya. ¡Ay! desde que, por primera vez, la vi en la iglesia de Jesús, desprendiéndose de ella la honestidad y la belleza, todas las demás mujeres me parecen feas y sórdidas. -¡Chis! Hablad más bajo, duque. ¡Ay de vos si os oyeran nuestras altivas damas. Harían de vos una segunda edición 32
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de Orfeo, destrozado por las bacantes, con notas y apéndices. -Creyéndola fácil conquista -prosiguió el joven fervorosamente -(y Dios sabe cuál es mi remordimiento), no descuidé ninguno de los medios que suelen ponerse en práctica para lograr mis deseos. ¡Mísero de mí! A estas malas prácticas debo, de seguro, haberme hecho fastidioso, si no aborrecible. Ella... ¿quién sabe?... acaso me odia... ¡Cómo deben haber sonado mis vituperables proposiciones en los oídos de la castísima doncella! -añadió sollozando. El conde, mirándolo atónito, pensaba: -En mi vida he visto un muchacho tan necio como éste. -Los Falconieri -continuó el duque -me han enviado a decir que pierda la costumbre de rondar su palacio, porque la joven no es de clase que le permita ser mi esposa, ni consentirá jamás en ser mi concubina. -¿Y qué habéis hecho? -Tomé el partido de pedirla en matrimonio. -Era lo más indicado; yo, en vuestro lugar, hubiera hecho lo propio. -Mi familia, apenas conocido mi propósito, se puso furiosa como si se tratara de cometer un sacrilegio, y unos me hablaron de la afrenta que haría a mi linaje, otros de la mancha que arrojaría sobre la nobleza, el de más allá de la indignación de los parientes y, en fin, varios del desprecio de mis iguales, de tal modo que es un verdadero milagro que no me haya vuelto loco. -¡Eh! El asunto es, en verdad, muy serio, y yo hubiera pensado como ellos. 33
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-Pero cuando Adán cavaba y Eva hilaba, ¿dónde estaba la nobleza? -En efecto, ¿dónde estaba? Lo que es yo, no lo sé. -Yo quisiera que me dijesen en qué nos diferenciamos los nobles de los plebeyos. ¿Acaso no nos moja la lluvia y no nos calienta el sol? ¿Acaso estamos exentos de dolores? ¿Nuestra cuna no está rodeada de llanto y en el lecho de muerte no nos asalta el estertor? ¿ Podemos decir a la muerte, como a los acreedores importunos, que vuelva mañana? ¿Dormimos mejor el último sueño dentro de un sepulcro de mármol que el pueblo bajo tierra? Los gusanos, antes de acercarse al cadáver de un Papa o de un emperador, se inclinan respetuosamente y les preguntan: ¿permitís, santidad? ¿permitís, majestad? ¿Mi ducado siembra y cosecha alegrías? ¿No borra el amor toda diferencia entre los amantes? -Así es: Toda desigualdad el amor iguala, dice el poeta. Algo parecido cantó con su acostumbrada elegancia el señor Torcuato Tasso en su fábula selvática, ¿lo recordáis, duque? -¡Oh, Dios mío! ¿de qué queréis que me acuerde? No tengo ya memoria, ni entendimiento, ni nada. ¡ Por compasión, humanitario conde, vos que tenéis talento y experiencia del mundo, indicadme un remedio a tanta angustia. -Querido mío -repuso el conde poniéndole familiarmente una mano en el hombro-, escuchadme: tenéis razón. -¿Sí? -Y vuestra familia también. Vos tenéis razón, porque humo de nobleza no vale humo de pipa. Vuestra familia la tiene tam34
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bién, porque ve en esto, como yo lo veo, el artificio de una mujer, por disposición natural o por sugestión de otros, hábilmente despierta. No os enfadéis, duque, venís a consultar el oráculo, y las respuestas se han de escuchar aunque no agraden. Lo que a vos os parece ingenuidad, candor, pudor virginal, yo lo creo astucia, negativa estudiada, por aquello de que los obstáculos excitan las pasiones. Las cosas vedadas son más apetecidas, y la joven de que se trata cuenta con el ardor de vuestro ánimo para arrastraros adonde ella quiere. En suma, aquí parece la red tendida para sacar partido de la llama que os devora. De humanos es amar; dejarse llevar por los ciegos instintos de la pasión es propio de los animales. Cuando yo era joven y me dedicaba a semejantes cosas, no se hilaba tan delgado. Un hidalgo, como vos, se prendaba de alguna hermosa plebeya, y trataba de conquistarla con dinero. Si rehusaba, y esto ocurría raras veces, al menos en mis tiempos, se la robaba y en paz. Si los parientes ladraban, se les tapaba la boca con un puñado de oro y callaban, porque como Cerbero, aúllan por la hogaza. Cuando la muchacha se ponía muy pesada, y esto sucedía al poco tiempo, con un poco de dote se la ponía en la puerta, pues estas criaturas, accediendo a los deseos de un señor, no entienden degradarse, y porque boca besada no pierde ventura, sino que se renueva como hace la luna... El duque hizo un gesto de horror; el conde, imperturbable, prosiguió: -No, hijo mío, no despreciéis el consejo de los viejos; he visto del mundo algo más que vos y sé como concluyen estas cosas ordinariamente. Hacedme caso, lo que os propon35
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go es inmejorable. Me ponéis, por decirlo así, el pie en el estribo. In primis, tendréis a la doncella en vuestro poder, y en eso está todo, o cuando menos la mayor parte; y en el caso de que os resulte una Clelia, o Virginia o Pantalisea, os casáis con ella y aquí paz y después gloria. Si podéis evitar el escollo del matrimonio, hacedlo por todos los medios imaginables, porque, sacramento aparte, el matrimonio es realmente la fosa del amor; el agua bendita lo apaga; aquel sí que ellas pronuncian es como un quejido de Himeneo y hasta cierto punto el último suspiro del amor que agoniza; el matrimonio nace del amor como el vinagre del vino; sobre que os ahorraréis la indignación de vuestra familia y las hablillas del mundo, lo cual no es pequeña ventaja. Me diréis que son picaduras de mosquitos, y convengo en ello; pero cuando los mosquitos os asaltan por millares, bonito os dejan el rostro, como hay Dios. Esas heridas, más ridículas que molestas, debe evitarlas todo hombre discreto. -No, conde, primero me hundiría un puñal en el pecho... -Cuidado con las locuras; siempre estamos a tiempo de hacer disparates. Antes de escoger lo peor como remedio, considerad serenamente el asunto. Ya veis que mi proposición abarca dos extremos y os presenta al mismo tiempo dos maneras de resolverlos. Vos, con ese sano juicio que poseáis, gobernaos según las circunstancias. -Pero si la joven me cobrase odio... -¿Os acordáis de la lanza de Aquiles? Curaba las heridas que hacía. Del mismo modo, el amor cura las heridas del amor; y la belleza tiene la manga ancha para absolver los pecados que se cometen por su causa. Perdonará, no lo dudéis, 36
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perdonará. ¿Es que el mundo va a empezar ahora, a hacerlo todo al revés? Cuidado de no caer en la trampa como ave de paso. Las mujeres, con más frecuencia, de lo que podéis suponer, ponen cara feroz para probar el valor del amante. En Esparta, cuando un hombre quería a una mujer, la robaba, y ningún historiador ha dicho que las mujeres lo llevasen a mal. ¿Acaso Ercilia no amó a Rómulo? ¿Debe espantarnos un rapto a nosotros, romanos, que nacimos de las sabinas raptadas? Confuso el joven y abrumado por estos razonamientos, se encontró arrastrado como por un terreno resbaladizo. La concupiscencia anda siempre con los bolsillos llenos de algodón para tapar los oídos a la ciencia a fin de que no oiga sus espasmos. En el delirio de la pasión, el joven, sin pensarlo siquiera, respondió: -¿Y cómo me las arreglaré? Yo no sirvo para estas cosas. ¿Dónde encontrar hombres que quieran meterse en semejante lío? El conde pensó que si no ayudaba al bueno del joven, se detendría en mitad de su camino; y después pasó por su mente algo en lo que no había caído antes, por lo cual se apresuró a responder: -¿Y para qué están los amigos en el mundo? En ese apuro puedo ayudaros yo perfectamente, si no me engaña la vista. Así hablando se acercó a la puerta de la sala y abriéndola llamó: -¡ Olimpio!
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El villano, como podenco que al llamamiento del cazador levanta el hocico, se puso en pie, y respondió con descarada familiaridad: -¡Ah! ¿Os habéis acordado por fin de que estaba yo en el mundo, Excelencia? -y gruñendo añadió en voz baja -¡ sin duda quiere enviar alguno al paraíso! -Ven aquí. Y Olimpio entró. Cuando estuvo dentro de la estancia, por esa sujeción que aun los más insolentes plebeyos experimentan a la vista de arneses y aposentos señoriales, se quitó la gorra y en el acto le cayeron por la espalda gran cantidad de mechones negros, los cuales, mezclándose con los pelos de la barba, le daban el aspecto de un río coronado de cañas, tal como suelen representarlo los escultores. Dura fisonomía, como tallada en pedernal, ojos sanguinolentos hundidos bajo hirsutas cejas, más que otra cosa semejaba un lobo dentro de una caverna; su voz era sombría y enronquecida. -Vivimos aun, ¿eh? -le preguntó el conde sonriendo. -¡Ah! Casi por un milagro de San Nicolás. Después de la última matanza que me ordenó Vuestra Excelencia... -¿Qué estás disparatando, Olimpio? ¿En qué matanzas estás soñando? -¿Que sueño yo? ¡ Por Cristo Santísimo! ¡ de cuenta, orden y encargo vuestro! -repuso el interpelado, y pegando con su manaza en la mesa, añadió: Aquí me contasteis los trescientos ducados de oro, que no fueron demasiados; pero no importa; me di por satisfecho y no hay por qué quejarse. Si fue poco, peor para mí. Aquí... 38
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Y como el conde, con manos y ojos le hacía signos para que dejase tan enojoso asunto, prosiguió Olimpio imperturbable: -¡Ah! Eso es harina de otro costal. Hubierais podido advertirme a tiempo. Creí que estábamos en familia, don Francisco, perdonad; retiro lo dicho. Pues volviendo a mis carneros, el verdugo se me había enroscado al talle, con más fuerza que mi cinturón; la cuerda ha rozado más veces mi cuello que el tenedor mi boca; creedme, todos los árboles me parecían crecer en forma de horca. Ahora con este arnés casi no me conozco yo mismo, y me he aventurado a volver, porque el ocio es el padre de todos los vicios; y yo, no sabiendo qué hacer, hasta habíame resuelto a trabajar. Si en este intervalo a algún enemigo vuestro le ha salido una garganta más, que no queréis que tenga, estamos aquí a las órdenes de Vuestra Excelencia. Y con la diestra hizo ademán de rebanarse el cuello. -Puede decirse que llegas como caído del cielo y te procuraré algún chapuz, porque por ahora no necesito cosa mayor; pero, te lo repito, es casi una nadería, un pasatiempo, algo así como para que no pierdas la costumbre. -Vaya, oigamos. Y el bandido, usando de la terrible familiaridad que el crimen suele crear entre sus cómplices, se sentó. Montó una pierna sobre otra y apoyó el brazo izquierdo en la rodilla levantada y en la palma de la mano abierta su rostro, y con los ojos cerrados y el labio inferior salido, pareció sumirse en un profundo recogimiento.
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-Este joven caballero, que es el ilustre duque de Altemps... -empezó a decir don Francisco. -¡Bien! –interrumpió el mesnadero, y sin abrir los ojos apenas hizo con la cabeza una ligera señal de asentimiento. -Ha concebido un furioso amor por cierta joven... -¿De las nuestras o de las vuestras? ¿Qué sé yo? una camarista... -Ni nuestra ni vuestra -observó Olimpio encogiéndose despreciativamente de hombros. -Requerida de amores se obstina en permanecer honrada. La protegen los Falconieri, que si tuvieran tantas riquezas como soberbia, aviados estaríamos. La joven de referencia vive con ellos y esto acrece su altivez; quizás y sin quizás, habrá de por medio la lujuria de algún prelado; pero no tenemos tiempo de comprobar eso ahora; de todos modos, esto molesta al señor duque... -¿Quién me llama?... -interrogó el duque dando un repullo. -¡ Pobre joven, y en qué estado lo ha puesto la pasión! Apuesto a que no habéis entendido una palabra de cuanto hasta aquí hemos hablado Olimpio y yo. El duque bajó los ojos y enrojeció. -Para concluir, Olimpio, es preciso que la raptes y la lleves a donde se te indicará. -¿Mandáis otra cosa, Excelencia? -Por ahora no. Tú busca el medio de introducirte en palacio, y si no puedes de otro modo lo haces derribando una puerta o arrancando una reja. Si aun así no lo consigues, te valdrás de una escala de cuerda... 40
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-Esperad un momento, vos lleváis las cosas demasiado de prisa y, salvo vuestro parecer, el zapatero no puede dedicarse más que a sus zapatos. Para esas cosas yo me basto, y además cuento con recursos que vos no conocéis. Dejadme contar. Uno... dos... tres... necesito cuatro compañeros... -Los encontrarás... -Necesito también procurarme pistolas y caballos. ¿Cuánto pensáis gastar en esta empresa? -¡Oh! ¿Te parece que tendrás bastante con quinientos ducados? -No, señor, no bastan. Después de dar la parte que corresponde a los compañeros y restar el precio de los caballos y de las armas, quedaría una miseria. -Ea, no regateemos y pongamos ochocientos ducados, además de las gracias y grandes favores que puedes esperar de mí... -Haré venir un carretón para que me los lleve a casa. Hecha la fiesta, se quitan los laureles. Don Francisco, demos un corte a este asunto; guardaos vuestro rocío para cuando os aparezca con aspecto de cigarra. ¿Dónde he de llevar a la muchacha? -Al palacio del señor duque o a alguna, de sus quintas que él te indique... -Eso sería una torpeza, Excelencia. Si la justicia se entera de lo ocurrido, los primeros lugares que registrarán serán las fincas del señor duque; procurad, pues, tomar una habitación alquilada o hacer que os preste alguna persona de confianza una quinta situada lejos de la ciudad; pero mejor será alquilarla a alguien que no sea de los vuestros. 41
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El conde miró fijamente a Olimpio con una sonrisa extraña, como burlándose de él por no haberle comprendido. Después se sentó a la mesa y se puso a escribir. El mesnadero hizo preguntas breves y ásperas al joven duque. Este respondió distraídamente; sentía que temblaba como la hoja del árbol agitada por el viento. Había caído bajo el poder de la fascinación que algunas serpientes ejercen en los animales que están a su lado; quería protestar, trataba de huir y no podía. Cuando le parecía romper el encanto con la ayuda de Dios, se le llenaba el pensamiento de la imagen de la mujer amada, que, ebria también de amor, le arrojaba los brazos al cuello. Entonces un diluvio de fuego corría por sus venas. Las arterias le latían con tal fuerza que parecían próximas a estallar; y si el rapto no se hubiera consumado en seguida, le hubiera parecido demasiado tarde. La juventud, el deseo y la esperanza forman una cadena tan fuerte, que con frecuencia el alma honrada y apasionada se debate dentro de ella sin conseguir romperla; si a esto se añaden las excitaciones, es humanamente imposible poder resistir. El genio del mal había vencido y el bueno se alejaba, cubriéndose el rostro con las alas. El conde, aunque continuaba escribiendo, también advirtió la victoria del vicio sobre la virtud del ingenuo joven; así es que, deteniéndose de pronto, preguntó con negligencia: -¿Cuándo llevarás a cabo la empresa? -Según mis cálculos, hasta mañana por la noche no podré entrar -respondió Olimpio. -Mañana por la noche ¡ eh! Pero, ¿tú sabes que el reloj de pólvora con el cual la pasión mide el tiempo de espera, es 42
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una llama que arroja chispas al corazón del pobre amante, a guisa de minutos? Tú envejeces, Olimpio; no eres el mismo de antes. En cambio podrían muy bien estamparte en el rostro cito ac fidelis, que es el lema de las decisiones de la Sagrada Rota Romana, lema que no impide que los litigios duren tanto como el sitio de Troya y deja en pañales a Simón. Después del trote es preciso ir al paso; hasta mañana. Al cabo de breves instantes de silencio volvióse hacia el duque y le dijo: -Aunque yo por naturaleza, sea poco propenso a indiscretas curiosidades, no puedo resistir al deseo de conocer el nombre de vuestra enamorada. ¿Queréis tener la amabilidad de complacerme, señor duque? -Lucrecia... -¡Oh! Lucrecia. Parece fatalidad que estas Lucrecias han de exaltar siempre nuestros cerebros romanos. Pero esta vez no arrojará a ningún rey de Roma; ahora hay Papas, con muy distintas raíces, que Dios haga prosperar, y más virtudes que las que tenía Tarquino; y Rodrigo Lenzuoli, aliter de Alejandro VI, el santo padre de aquel dechado de perfecciones que se llamaba César Borgia, basta para todos. Italia puede prescindir más bien del sol que del Papa; sin estas bendiciones urbi et orbe no granarían las espigas. Y volviendo a tomar la pluma con gran brío, murmuraba: -¡ Crezia, Creziuccie, Crezina! por vos ardo noche y día. Terminado el escrito se puso en pie diciendo: -Olimpio, supongo que tendrás que rezar el rosario: por lo tanto, conviene que te retires. Ten cuidado de que te vean 43
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salir de mi casa; porque aunque seas más bueno que el pan, y honrado a carta cabal, ya comprenderás que se pueden tener amistades mejores que la tuya. ¡ Marzio! El así llamado apareció. -Marzio, acompaña a este evangelista por la escalera de escape hasta la puerta del jardín que da al callejón. Adiós, me recomiendo a tus santas oraciones, Olimpio. *** -¿Cómo va, compadre? -preguntó al salir Olimpio, dando un golpecito en la espalda a Marzio. -Como Dios quiere -respondió éste con alguna dureza. -¡Oh, oh! ¿no me reconocéis, Marzio? -Yo no... -Miradme mejor y veréis que somos del mismo parecer. -¿Y cuál es vuestro parecer ? -El de que somos un magnífico par de pendientes para colgados en las orejas de la señora horca. -Olimpio, ¿sois vos? -El espíritu de la horca hace los mismos efectos que el vinagre en la nariz; aclara la inteligencia y despierta la memoria... *** -Conde -empezó a decir el joven duque vacilando-, temo mostrarme ingrato a vuestros consejos y auxilios, y no obstante, siento no poder daros las gracias... Dios (y hago mal 44
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en invocar su santo nombre en esta triste aventura) valdría más que no supiese nada. Quiera la suerte que esto no acabe en llanto. -La suerte está de nuestra parte, porque como mujer ama a los jóvenes y a los audaces. ¿Si César no hubiera pasado el Rubicón hubiese sido el dictador de Roma? -Sí, pero tampoco los dioses marzales le hubieran visto caer herido bajo la estatua de Pompeyo. -Todos los hombres, al nacer, ya tienen señalado su destino. Adelante, pues. Vos no podéis fracasar como les ocurre a autores tan vulgares como son los latinos y los griegos. Por otra parte, ¿por qué os repugna confiaros a la fortuna? Ella gobierna al mundo. Sila, que más que nadie supo resolver las diferencias con el hacha, le dedicó el bello templo de Preneste. Confortándole así despidió al mal aconsejado joven, que salió del palacio tambaleándose: tanto efecto habían producido en su mente las palabras del conde y las escenas que había presenciado. Sentía el mal y presentía lo peor; pero entonces más que nunca se veía impulsado al borde del abismo y no sabía retirarse. La pasión, la serpiente feroz del alma, le apretaba cada vez con más vehemencia y sofocaba en él el último resto de virtud. El conde, apenas hubo partido el duque, tomó el pliego de papel que antes había escrito y empezó a leerlo, interrumpiéndose de cuando en cuando para reír ruidosamente. «Reverendísimo e ilustrísimo monseñor. Está a punto de consumarse la mayor impiedad que haya podido ocurrir 45
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nunca en esta sede augustísima y felicísima de nuestra verdadera religión. El duque Serafín de Altemps, por satisfacer desenfrenados deseos, trata de raptar mañana por la noche, a mano armada, del palacio de los Falconieri, a la honrada joven Lucrecia, camarista de los preclaros señores ya nombrados. Acompañan al duque, en calidad de cómplices, tres o cuatro redomados bandidos, capitaneados por el famoso Olimpio, a quien busca la justicia desde hace más de dos años, por robos y asesinatos, habiéndose ofrecido por su cabeza trescientos ducados. Estad sobre aviso, porque se trata de gente avezada a toda clase de crímenes y esto aumenta el peligro. Mientras tanto os avisa un buen observador del buen gobierno, amante celoso del orden y de la exaltación de la Santa Madre Iglesia. -Roma, 6 de agosto de 1598.» -Muy bien; nadie conocerá que esta letra es mía; dentro de una hora esta carta estará en las piadosas manos de monseñor Taverna. La dobló, selló la nema y escribió: «A Monseñor Taverna, gobernador de Roma.» -A todo señor, todo honor; el es duque y debe ser tratado como merecen les de su clase. En esa perla del príncipe Pablo ya pensaremos más tarde. Después pondremos en libertad a Olimpio si es que no logra escaparse también por esta vez.
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IV LA TENTACIÓN Entraron los jóvenes esposos. El marido besó afectuosamente la mano del conde; la mujer quiso hacer lo mismo, pero el niño que llevaba al cuello se lo impidió gritando. ¿Fue casualidad o presentimiento? El hombre no conoce los arcanos designios de la Naturaleza. El conde miró a la mujer, y viendo que estaba dotada de una belleza maravillosa, guiñó los ojos y sus pupilas chispearon. -¿Quiénes sois, buena gente, y en qué puedo serviros? -Excelencia -comenzó a decir el joven-, ¿no os acordáis de mi? Yo soy el hijo de aquel pobre carpintero... ¿lo recordáis?, que se arruinó hace cuarenta meses y que a no ser por vuestra caridad se hubiera arrojado al agua. -¡Ah, sí, sí! Pero os habéis hecho un hombre, muchacho. Y vuestro anciano padre, ¿cómo está? -El Señor le ha llamado a sí. Creed, Excelencia, que su último suspiro fue para Dios y el penúltimo para su familia y para vos: no acababa nunca de bendecir vuestro nombre, haciendo votos porque el Cielo os colme de felicidades.
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-Dios le tenga en su santa gloria. ¿Estos son vuestra esposa y vuestro hijo? -Sí, Excelencia. Apenas ha podido mi mujer salir para ir a la iglesia, he creído de mi deber conducirla aquí para que os presente sus respetos y os dé las gracias, porque, después de Dios, os debemos nuestra dicha. -¿Sois felices? -Mucho, y lo seríamos por completo si la memoria de mi difunto padre no viniese a turbarme de vez en cuando; pero ya era viejo y murió como un niño que se duerme... No podía saber lo que son los remordimientos, y por eso dormía tranquilo por las noches... ¡ Pobre padre mío! Y diciendo esto se enjugaba, las lágrimas. -¿Y vos sois dichosa? -Sí, Excelencia -respondió la mujer-; gracias a la Santísima Virgen, lo soy hasta lo indecible. Miguel me quiere mucho y yo también le quiero a él, y los dos adoramos a este ángel. Miguel gana más de lo que necesitamos para nuestro sustento y, por lo tanto, ofenderíamos a la divina Providencia si no estuviésemos satisfechos. Al pronunciar estas palabras la joven esposa parecía radiante. -¿De manera que sois muy felices? -preguntó por tercera vez el conde. -Y puedo decir que gracias a Vuestra Excelencia. Al entrar en casa de Miguel aprendí a venerar vuestro nombre. Lo primero que enseñaré a mi querido ángel, será bendecir el nombre del caritativo barón Francisco Cenci.
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-Me llenáis el corazón de dulzura -dijo el conde, disimulando la rabia que le ahogaba, y para fingir mejor hacía fiestas y acariciaba al niño. Buena gente, corazones agradecidos, lo poco que hice no merece tanto agradecimiento, pues, al fin y al cabo, los que nos vemos favorecidos por la fortuna tenemos la obligación de socorrer a los pobres, que son hermanos nuestros en Cristo. ¿Para qué serviría el dinero si no se empleara en aliviar la desventura? ¿Acaso se podría invertir en otra cosa mejor? ¿No es lo mismo que ponerlo a rédito en el Banco del cielo para cobrarlo al mil por uno? Soy yo, pues, queridos, quien debe daros las gracias por haberme ofrecido una ocasión de practicar el bien. Así diciendo abrió un cajón de la mesa, sacó un puñado de escudos y los ofreció a la mujer, la cual los rehusó, ruborizándose; pero el conde insistía diciendo: -Tomadlos, hija mía, tomadlos. Vos no habéis obrado bien al no darme cuenta del nacimiento de ese chiquillo, pues me correspondía ser su padrino. Compraos un collar y ponéoslo en castigo del pecado cometido; hacedle también un vestidito adornado al niño, para que esté muy bonito. ¿Sabéis lo que dice el poeta? «Con frecuencia aumenta la belleza un rico manto». Yo quiero que la gente, al verle, pueda exclamar: «¡Oh, dichosa ella que le lleva tan bien vestido!» Vuestro corazón de madre se regocijará. La joven esposa sonreía al principio; pero después de aquellas dulces palabras que le henchían él corazón, se sintió enternecida y lloró, sin dejar por eso de sonreír, del mismo modo que cuando en primavera, llueve y resplandece el sol a la vez, mientras que las gotas al caer dibujan en el cielo un 49
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arco maravilloso, en el que creemos ver el pacto de paz de Dios con los hombres... ¡ y así debe ser! -Continuad amándoos -prosiguió el conde con la voz solemne de un padre-, y que los celos no turben la serenidad de vuestros días; ninguna otra casa podrá complaceros más que la vuestra; vivid tranquilos en el santo temor de Dios. Alguna vez acordaos en vuestras oraciones de este pobre viejo, pues no soy, ¡ oh, creedlo!, no soy tan feliz como parezco. -Y diciendo esto, Cenci, de pálido que estaba se tornó, lívido-. Y si algún día necesitáis de mí, estad persuadidos de que encontraréis en el mío el corazón de un padre. Los jóvenes esposos se postraron para abrazarse a sus rodillas, pero él no quiso consentirlo y con frases y ademanes benévolos los despidió. Al pasar por los salones, el matrimonio no cesaba de exclamar: -¡Oh, qué piadoso señor! ¡ qué caballero tan caritativo! Los criados, al oír semejantes palabras, se miraron estupefactos; y uno de ellos, el más osado, murmuró entre dientes: -¿El diablo se ha metido a fraile? -¡ Felices! ¡ Felices! -rugió Francisco Cenci dando rienda suelta a su cólera hasta entonces mal reprimida. ¡Y vienen a decírmelo en mis propias barbas! Lo han hecho expresamente para atormentarme con la vista de su dicha. Yo creo que éste es el insulto más atroz que he sufrido de mucho tiempo a esta parte. ¡ Marzio! Ve corriendo a buscar a Olimpio y tráemele aquí; date prisa: si vuelves con él antes del toque de oraciones, te daré diez ducados. Ya les haré yo ver a
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esos que sin llorar lágrimas de sangre, nadie puede decir en presencia del conde Francisco Cenci que se es feliz. En aquel momento, y de seguro en mala hora, entró despacito el digno sacerdote. Ommes sitientes venite ad aquas, decíase lleno de júbilo, como si recogiese los bordes de la toga desgarrada. Pero de esta alegría arrancóle el ladrido de Nerón. El cura se acordó entonces del can enemigo suyo, y asemejóse a la mujer de Loth cuando ésta volvió la cabeza para ver el incendio de Sodoma. -¡ Silencio, Nerón! Reverendo, acercaos sin miedo. El sacerdote, recobrando parte de su valor, dio algunos pasos al sesgo, como hacen los cangrejos, e invitado a sentarse, lo hizo en el borde de la silla, encogido como un mochuelo en el alero de un tejado. -Hablad, reverendo. Estoy a vuestra disposición. No estoy yo a la vuestra -pensó el cura, pero no lo dijo y repuso-: La fama... Al oír Nerón la voz del sacerdote empezó a gruñir de nuevo, obligando al clérigo a ponerse en pie despavorido. Cenci riñó al perro, éste se tranquilizó, y el cura volvió a sentarse, sin dejar de mirar de reojo al animal, a quien maldecía en su fuero interno. -La fama -continuó-, que pregona vuestras magnánimas empresas por todo el mundo... -Y por Roma... -Esto se sobreentiende, Excelencia, porque Roma forma parte del mundo... -Ya, y por eso lo decía... -Y os compara a César... 51
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-¿A cuál de los dos, reverendo? ¿A Julio o a Octavio? -Esto no lo explica bien la fama; pero me figuro que debe referirse a aquel que tantos regalos hacía al pueblo romano en vida y en muerte. -¿Sabéis vos por qué podía hacer tantos regalos? -¡Eh! Me figuro que era porque tenía... -Cierto, tenía porque lo había robado a todo el mundo; y esta deuda ha sido trasladada a nosotros, sus descendientes, y tenemos que pagarla, con usura, por eso digo yo... -¡Ah! ¿Vuestra Excelencia tiene que pagar las deudas de Julio César? -¿Y vos habéis venido aquí, a mi presencia, a compararme con ese insigne ladrón de provincias y de reinos? El sacerdote, confuso, maldecía la hora en que se le ocurrió recitar un discurso que llevaba embotellado; hubiera sido preferible, que, siguiendo su costumbre, hubiese hablado a la buena de Dios. -¡Ah! -pensaba-. ¡ Si las cosas pudiesen hacerse dos veces! Después, humillándose, murmuró: -Perdonad, por el amor de Dios... Yo no creía.. que hiciese mal repitiendo él discurso de monseñor Juan de la Casa a Carlos V... que.. . -Escuchadme -dijo Cenci abandonando de pronto su tono jovial y adoptando un aspecto severo-. Yo soy viejo y vos los sois más: por lo tanto, el tiempo no nos sobra ni a vos ni a mí; hablad, pues, clarito y sin rodeos, porque todas las cosas largas me fastidian, incluso la eternidad. El sacerdote, que no estaba prevenido, no sabía qué partido tomar: aquella súbita transición de lo dulce a lo agrio, le había aturdido; 52
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además, las últimas palabras del conde parecían mal sonantes y heréticas. Finalmente, después de arreglar los papeles que el viento impetuoso había esparcido sobre la mesa, balbució tembloroso: -Excelencia... soy un pobre sacerdote... o por decirlo mejor un cura de aldea... Mi iglesia parece un arnero. Cuando llueve, el agua se cuela por el techo y se mezcla con el vino de las vinajeras. Una granada cocida al horno, comparada con mi casa derruida, parecería una piña verde; los días de lluvia me veo obligado a estarme en la cama con el paraguas abierto y no basta. ¿Sabe Vuestra Excelencia con lo que tengo que secarme la cara? ¿Lo sabe? -No, por cierto. -Pues bien, oídlo y estremeceos. -Estoy dispuesto a oiros y a estremecerme. -Con Rodomonte. -¿Y quién es ese Rodomonte? -El gato de la parroquia. Pero él puede buscarse la vida por los tejados, y a mí y a Marco, que no podemos trepar como él, nos falta con frecuencia el desayuno y la cena... Y yo suspiro y Marco rebuzna. Tengo una sola sotana... O mejor, como dice Crenete en su Audontimerumenio, que ignoraba si su hijo vivía, no sé si la tengo o no la tengo. Reluce tanto que me puede servir de espejo cuando me afeito; pero, en fin, echándole algún remedio hubiera podido tirar con ella hasta diciembre, mientras que ahora, mirad cómo me la ha puesto vuestro perro. Y mostraba la sotana hablando con la entonación del Stabad Mater dolorosa. 53
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-¿No habéis pronunciado voto de pobreza? ¿Por qué os lamentáis de un estado que tanto se acerca a la perfección? ¡Ah! la perfección no es de vuestro gusto, y sin duda preferiríais ser imperfecto con algunos millares de escudos de renta, que perfecto con la pobreza. Tomadla con el autor de esa gramática que vosotros los clérigos no queréis comprender. Jesucristo ha predicado que vuestro reinado no es de esta tierra: mirad, pues, al cielo y escoged allí vuestros dominios; el espacio, gracias a Dios, no falta. Pero vosotros hacéis oídos de mercader y decís para vuestro fuero interno: «La mitad es el Padre, la mitad de la mitad el Hijo y la tercera parte de la mitad el Espíritu Santo, y creo firmemente que una es descendiente de la otra.» Gozad, presbíteros, porque vuestro Cristo De turcos y Concilios os defiende. ¡Vergüenza, reverendo, vergüenza os debería dar de tener continuamente el pensamiento en las cosas mundanas! Cuando la Iglesia usaba cálices de madera, poseía sacerdotes de oro, según dice San Clemente de Alejandría. Ahora que tiene los cálices de oro, sus sacerdotes son de madera; y, ¿sabéis vos, reverendo, de qué madera? De la madera que el santo Evangelio declara que debe arrojarse al fuego porque no sirve para otra cosa. El pobre cura aguantaba este chaparrón de injurias como un veterano las descargas de sus enemigos; y luego exclamó suspirando:
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-¡Ah! San Clemente Alejandrino era un santo muy docto; pero no creo que tuviese necesidad de estar en la cama con el paraguas abierto cuando llovía... -Bueno, ¿carecéis, en efecto, de cosas necesarias para la vida? Perfectamente, recurrid a los prelados opulentos. ¿Quizá no tienen aun bastante? Pero, qué queréis de nosotros, ¿la última gota de sangre? Id, llamad a las puertas de los obispos, llamad a las puertas de los abades, llamad, os digo, y os abrirán; pedid y os darán: pulsate et aperietur vobis, ha dicho quien no puede equivocarse. -Parece ser que esos dignatarios de la Iglesia se encuentran con frecuencia fuera de casa, pues siempre he llamado inútilmente a sus puertas, hasta que viendo que podría romperme los nudillos antes de que me abriesen, he preferido no hacerlo más. -Vosotros, los del clero bajo, sois verdaderamente un rebaño, porque los prelados se portan con vosotros como pastores. En efecto, ¿qué hacen los pastores que no hagan ellos? ¿Acaso no os ordeñan? ¿No os esquilan? ¿No os asan, descuartizados, y luego os comen? Atreveos a rebelaros contra la inicua jerarquía; pregonad por el mundo que en una sola cabeza, por simonía, por lujuria o por una acción más torpe aun, se acumulan beneficios, prebendas y abadías, las cuales por un lado hacen curas ociosos, soberbios, viciosos y bribones, y por otro pobres, viles, abyectos y bribones también; explicad que las reformas de los Concilios no han reformado nada; manifestad que ese triste colegio de hipócritas fariseos no tiene otro objeto que el de amasar pan con la harina del diablo; obligad a los parásitos a que os den 55
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parte en el opíparo festín que repiten con tanta frecuencia y que seguirán repitiendo por muchos años mientras dure la ignorancia y locura de los hombres. El cura, aterrado por aquel alud de herejías, miró en torno suyo con espanto, y en voz baja observó: -Excelencia, por el amor de Dios, ¿os olvidáis de que hay en Roma algo así como el Santo Oficio y el castillo de Sant' Angelo? -¿Tenéis miedo? Bueno, pues si ahora tembláis, más tarde aprenderéis a sufrir. La oveja lame la mano de quien la degüella. Ejemplo sublime y merecidamente alabado de la perfecta obediencia. ¿Por qué desertasteis de la bandera de la naturaleza? ¿Por qué abandonasteis el hogar paterno por la holganza? Cuando vosotros, los clérigos, os alejáis del campo, detrás de vosotros se quedan llorando las vides, y los surcos gimen. Volved a trabajar la tierra, siervos fugitivos; la tierra vence en amor a la madre más cariñosa ella os nutre, os viste y os sepulta. ¿Qué más queréis, ingratos? ¿Os lamentáis de que la Naturaleza os ha desheredado? ¡Embusteros! ¿Acaso os ha faltado nunca la tierra? ¿Dónde están sepultados los millares de generaciones que os precedieron? Debajo de la tierra. ¿A cuál de vosotros al nacer no os tiene ya destinada la tierra seis palmos de ella y algunos más? Pero no os gusta oír hablar de esto. El breviario pesa menos que el azadón. Vosotros queréis gozar aquí el paraíso que os tienen prometido allá arriba. ¡Zánganos que saboreáis sin fatiga la miel elaborada por las abejas! Pero las abejas clavan su aguijón en los ladrones, y el hombre tendría que valerse del mismo medio para deshacerse de vosotros. ¿No os parece, 56
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reverendo, que vale más el aguijón de las abejas que la razón humana? Ea, vivid como os plazca, morid como os dé la gana, pero quitaos de mi presencia. De mí no lograréis un escudo. Tenéis la libertad y es bastante. Yo no tengo dinero para subvenir a vuestro regalo y alimentar vuestros vicios; tenéis más hijos que Jacob y ya sabéis que un vicio cuesta más que tres hijos. ¿Creéis vosotros, sardanápalos, poder ser ora mujeres, ora maridos, y la iglesia, ya mancebía, ya taberna, y hacer tantas cosas que no quiero nombrar, saciar tantos y tan extraños apetitos, y no irritar a la hondad suprema?2. El pobre presbítero estaba en el caso de aquel que lejos de su casa se ve sorprendido en pleno campo por la lluvia y se encoge de hombros dispuesto a recibir tanta agua como Dios quiera mandarle. Pero, herido en lo más íntimo de su alma por la última reconvención, levantó los ojos al cielo, y no pudiendo contenerse por más tiempo exclamó: -En cuanto a Verdiana, señor, que es la mujer que yo tengo en casa, os juro por Aquel que no quiere que juremos, que es tan vieja como el Coliseo. ¿Os parece que un hombre de mi edad y de mi carácter puede andar en semejantes liviandades? ¡Vamos, Excelencia! -¿Por qué no? Leña seca y huesos viejos arden más pronto, dijo Petrarca; y en materia de amor el canónigo Petrarca entendía bastante, más que muchos viejos pecadores, porque era de los vuestros. El sacerdote levantó los brazos y exclamó con acento compasivo: 2
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-¡ Jesús, qué cosas tengo que oír! El conde Cenci trazó con el dedo índice de la mano derecha un signo horizontal sobre su frente, como para cambiar el registro del instrumento, y con voz más tranquila prosiguió. -¡Oh, no lo decía por vos, pobre sacerdote, que estáis tan acabado por la debilidad que os parecéis a San Basilio! Si algún día me diese la ventolera de descubrir a alguien mis faltas, tened la seguridad de que no me confesaría con otro sacerdote más que con vos. Bueno, ya hemos dicho bastantes tonterías, reverendo. ¿Cuánto dinero necesitáis para restaurar la iglesia y la casa parroquial, para comprar una sotana nueva, remediar las fechorías de Nerón y haceros de una docena de toallas a fin de dejar en paz la piel de Rodomonte? -Diré a Vuestra Excelencia... Verdiana y yo hemos echado la cuenta muchas veces, ella sobre la cubierta del almanaque y yo en los márgenes del breviario, pero nunca hemos conseguido ponernos de acuerdo: Verdiana dice más y yo menos; pero creo que con doscientos ducados nos podríamos arreglar. -¡Doscientos ducados! ¡Misericordia! ¿Pero os habéis creído que los ducados son ciruelas? -Con menos también podríamos salir de apuros -repuso el cura cruzando las manos sobre el vientre-, porque yo podría añadir cuarenta ducados que tengo escondidos en el reclinatorio que hay junto a mi cama, y que me han costado más de cuatrocientos ayunos que no eran de precepto. -Escuchadme, reverendo; yo no soy bastante rico para tener la pretensión de restaurar la casa de Dios. El es el amo 58
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del buen tiempo y del malo, y si deja que llueva sobre su casa es señal de que le gusta el agua de lluvia. Os daré cien ducados, pero con una condición. -¿Cuál, Excelencia? -Que con ellos y los cuarenta que tenéis ahorrados, haréis las obras necesarias en la casa parroquial, compraréis toallas, una sotana para vos y un vestido para Verdiana. -No, Excelencia, no; mucho me gustaría tener la casa sin goteras, vestir bien a Verdiana y comprarme una sotana; pero las cosas del Señor son primero, y por ellas debe uno privarse de las propias comodidades. En este punto estamos de acuerdo Verdiana y yo, y no tendríamos valor para gastar ni un bayoco para nosotros dejando la casa de Dios en el estado en que se encuentra... -¿Qué estáis blasfemando de la casa de Dios? ¿Acaso Él tiene necesidad de guarecerse de la lluvia, de la niebla y del relente de la noche como nosotros? La casa de Dios es el universo; son las estrellas, el sol, la luna y todo cuanto vive y vegeta y crece en la tierra. Todo es Dios, en todo penetra, de todo emana la Divinidad. A Dios debe adorarse en la magnificencia de la Naturaleza, en las obras de la inteligencia y en la mansedumbre del hombre. -Señor conde -respondió el cura poniéndose la mano sobre el corazón con digna sencillez-, yo soy un pobre hombre que carece de talento, creo lo que mis padres creían y no busco más. Sé, empero, que el espíritu humano se lanza con frecuencia y temerariamente hasta donde nada puede comprender, y entonces, entre la duda que atormenta y la fe
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que consuela, creo que obra como un sabio quien se atiene a la fe. Estas sinceras palabras punzaron en lo vivo al conde Cenci, el cual, tratando de disimular la herida con multiplicidad de discursos impíos, se apresuró a replicar: -Vos, como suelen hacer todos los sofistas, os vais por las ramas. Yo no combato las creencias, sino el modo de creer. ¿Cómo queréis que Dios se preocupe por el agua que cae en vuestra parroquia? ¿No es Él muy dueño de hacer que no llueva? Él ha creado el agua y el fuego: de modo que, cuando quiere secarse, no tiene que hacer otra cosa que mandar que uno de los infinitos soles del cielo se ponga en su camino. ¿Puede temer al agua el que camina sobre ella lo mismo que sobre la tierra? ¿El que abre y cierra las cataratas del cielo lo mismo que yo podría hacer con este cajón? Vaya, vaya, querido cura, confesad, al menos, que nada le importa a Él que esté nublado o sereno. Aquí tenéis, son ducados relucientes (y así diciendo tornó un puñado de escudos de oro que puso ante los ojos de su interlocutor); pero con la condición de que los empleéis únicamente en cosas útiles a vos y a Verdiana. Dios es bastante rico para gastar de lo suyo. Al hablar así ponía una cara tentadora, como el diablo para hacer caer a San Antonio. El sacerdote no quitaba la vista de las monedas, y de todos los poros de su cuerpo trasudaba la avaricia de la miseria. En aquella pobre alma se desarrollaba una lucha tremenda. El conde, notando su indecisión, insistía jovialmente:
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-Esta es la última vez que os los ofrezco, y si no aceptáis los vuelvo a guardar en el cajón. -¡Excelencia!... -Vaya, dejemos aparte las razones expuestas; a vos no os agradan, y yo no quiero cerraros las puertas del Limbo que os aguarda. ¿No es cierto que debéis atender por igual a todas las cosas santas y religiosas? Supongamos por un momento que la iglesia sea santa, y no me podréis negar que la casa parroquial es también religiosa. Ahora decidme, ¿cómo podéis cometer un gran pecado descuidando una por dar la preferencia a otra? Vale más atender sólo a una de las dos y así el pecado no será tan grande. Con esto encontraréis mucho camino andado en el cumplimiento de vuestro deber. No os obstinéis; recordad que hay cosas tan demasiadamente justas que por su misma justicia perecen; y esto lo ha dicho el rey Salomón... -Excelencia... de esa manera.... me parece... pero, de todos modos... -Vaya, aceptadlos, y prometedme que únicamente serán para vos. Escuchad una cosa: si Dios es como vos y yo creemos, eterno, no le molestará esperar cuatro o seis años, y aun podría decir siglos, porque los siglos son menos que minutos y que segundos en su reloj inmortal. Si fueseis diferente de lo que sois, yo os diría: Hagamos como Él, que no se acuerda de nosotros... Ea, ¿los queréis, sí o no? -¡Ah, señor, la tentación es grande, pero temo cometer un gravísimo pecado! -¿Los queréis o no los queréis?
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-Dejadme reflexionar. No es cosa baladí que un párroco, que tiene la cura de almas, no sienta escrúpulos en pecar... -Bueno, cargadlo todo en mi cuenta, pues tengo una muy larga con el paraíso. -¡Ah! los tomaré. El ángel de la Acusación llevó este pecado a la chancillería del cielo y lo registró en el libro mayor de las culpas humanas, sin que el ángel de la Misericordia dejase caer sobre el asiento una sola lágrima ni lo borrase para siempre como el piadoso juramento de Tobías; no, la partida continuó pendiente y se saldaría en este mundo o en el otro. -Aquí está el dinero; ¿prometéis hacer lo que os he dicho? -Lo prometo. -Ahora tened cuidado de no faltar. Mandaré o iré yo mismo a ver si habéis cumplido vuestra promesa, y si no fuera así, ¡ ay de vos! Me llamo Francisco Cenci, y nada tengo que añadir. El cura, entre alegre y triste, se guardó las monedas, y profiriendo humildísimas gracias, acompañadas de profundas reverencias, se despidió del conde. *** Marzio volvió en compañía de Olimpio, y recibida la prometida recompensa, se retiró, obedeciendo las órdenes del conde. -¿Qué hay de nuevo, Excelencia?
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-Que puedes quedarte con otros ciento cuarenta ducados... -Vos queréis hacerme morir de indigestión... -Me ha parecido que te marchabas poco satisfecho y te he llamado para darte una propina. -¡Esto es un diluvio de ternura para mí! -¡Ay del caballero que no tiene cuidado de su caballo!; y no hay beneficio que no esté dispuesto a hacer y no te haga para borrar de tu corazón el rencor que te haya podido inspirar. -¿Rencor yo? ¿Qué decís, don Francisco? ¡ Si yo siempre os he querido más que al pan! -Porque se le tira bocados, ¿verdad? Ven aquí, adulador; lo que te propongo es para ti un juego. Los ducados que te decía son ya tuyos... -¿Dónde están? -No falta más sino que los vayas a buscar. No tuerzas el gesto. ¿Has visto a ese cuervo de cura? Bueno, yo se los he dado, pero con la intención de que fuesen para ti. Ese sujeto es párroco de Santa Sabina, pequeña iglesia que está muy alejada de todo lugar habitado. En su casa tiene una vieja, un gato y a lo que parece un asno. Si eres activo esta misma noche puede estar terminada la faena. Encontrarás el dinero en el reclinatorio que hay junto a la cama del cura. -¡Oh! ¿Y por qué se lo habéis dado si teníais intención de quitárselo tan pronto? -Cuando quise enseñarte el modo de entrar en el palacio Falconieri, me dijiste que yo no debía mezclarme en semejantes negocios... ¿te acuerdas? Adopta, pues, ahora para 63
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conmigo la misma discreción que entonces quisiste que yo usara contigo. -Tenéis razón; soy un asno. ¿Queréis algo más, don Francisco? -Sí, un pequeño servicio. ¿Conoces al carpintero que habita cerca de la Ripeta? ¿Aquel que construyó su casa con mi dinero? -¿Aquel joven que estaba en la sala de espera? Sí que le conozco y sé dónde está su casa: porque cuando la hicisteis reconstruir fui yo a verla, para adivinar sobre el terreno la causa de vuestra beneficencia. -¿Acaso no estoy acostumbrado a hacer el bien? ¿No te protejo ahora mismo? No añadas la ingratitud a tus otros pecados, porque es lo que más disgusta al ángel custodio. Mañana por la noche... -No puedo serviros; estoy comprometido con el señor duque... ¿No os acordáis? -Te excusaré... -Tened paciencia; el honor del oficio no me permite que falte... -Procuraré que él mismo te dé permiso. -¡Oh! entonces va bien. -Bueno, pues mañana por la noche te introducirás como puedas en la tienda del carpintero. Tomarás las herramientas y la madera que allí encuentres y lo reunirás todo en un montón; después pondrás de bajo unas mechas que yo te prepararé; vendrás por ellas mañana después del Ave María, entrando por la puertecilla del callejón. Las encenderás y cerrarás después las puertas de la carpintería. Tendrás por 64
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esta obra pía, cien ducados. Sírveme fielmente, que en breve serás rico. Y después de todo, ¿en qué podría emplear mejor el dinero que dándotelo a ti? ¿No crees tú lo mismo? Márchate por el jardín y procura que nadie te vea ni al entrar ni al salir. *** Francisco Cenci recibió el hálito corrompido del antiguo genio romano; hálito latino salido de un sepulcro destapado, pero hálito latino al fin: tuvo índole indomable, talento escarnecedor, alma implacable y codicia de lo desmedido, de lo monstruoso y de lo grotesco. Si hubiera vivido en tiempos de Junio Bruto, no sólo habría condenado a sus hijos sino que, llevando la violencia contra la naturaleza al extremo límite, los hubiera decapitado por su propia mano. Fue amantísimo de la ciencia, que después, como Salomón, denigró llamándola vanidad y molestia del espíritu. Tuvo riquezas y las prodigaba sin lograr agotarlas. Con inmensa potencia de sentir, de pensar y de obrar vio abrirse ante sí dos caminos, el del bien y el del mal. Los tiempos hiciéronle tener por bien algún afecto doméstico, fundar iglesias y monasterios, aliviar la miseria con limosnas que la perpetúan; vida plácida, muerte obscura y memoria tan duradera como el eco del monaguillo que canta el Miserere bajo las naves de la iglesia. El siglo en que vivía le permitía desarrollar las fuerzas portentosas de su alma, y aplicarlas a pruebas mayores; aquellos eran días de agonía para la inteligencia italiana; 65
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nuestro cielo vestía la capa de plomo de los hipócritas del Dante, la cual permitía a los que vegetaban bajo de ella andar en cien años apenas un palmo. No obstante, probó a obrar en grande y noblemente; los hombres y las cosas se agrupaban en su alrededor como la camisa de Agamenón, pero muy pronto el bien le pareció fastidioso, después abyecto y finamente acabó por odiarle. Se volvió hacia el mal y le dijo como el demonio: ¡ Sé mi bien! Placióle la parte de Titán y le pareció magnífica audacia levantar la frente rebelde contra el Cielo y desafiarlo. Poniendo en el mal todos sus deseos, así como el medio de ser famoso, le amó con el delirio del ebrio y con la obstinación del calculador: después de haber traspuesto los límites por él conocidos, imaginó que era cosa fácil transportar a otro lugar las columnas de Hércules y descubrir nuevos mundos; estrechó vínculos de familia para tener luego la voluptuosidad de romperlos despiadadamente; cultivó las afecciones más caras para destruirlas después con la burla cruel o, de otra manera menos dolorosa, con el puñal. En Dios no creía, pero lo sentía como un clavo en medio del corazón, y entonces blasfemaba brutalmente cual gruñe el oso y muerde el hierro candente con que se quiere curarle la llaga: impía mezcla, en suma, de Ajacio, de Nerón y de bandido vulgar; el Juan Tenorio tenía algo de su carácter. Vivió atormentándose a sí y a los demás; odió y fue odiado; se nutrió del mal y el mal lo mató. Tuvo la muerte que quizá hubiera escogido: hasta tal punto habían llegado a desarrollarse sus desenfrenadas pasiones, que es lícito suponer que, al sentirse cargado de años y viendo que sus fuerzas disminuían, su espíritu malvado se resintiese de los estragos 66
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de su cuerpo induciéndole a precipitarse en el sepulcro por medio del crimen a su familia. Yo me imagino ver a esa triste alma soplar en los carbones que enrojecieron las tenazas que sirvieron para destrozar las carnes de su hijo Santiago; dar impulso al martillo que rompió sus sienes; recoger con ambas manos la sangre humeante que caía del hacha con que cortó la cabeza a los individuos de su familia y teñirse el pecho con ella como con refrescante rocío. Y firmemente creo que hubiera sido una obra meritoria no esparcir sus cenizas por los cuatro vientos de la tierra, pero sí condenar su memoria al eterno olvido, si el Consejo divino no hubiese puesto la inocencia al lado del crimen, el vicio junto a la virtud, el dolor junto al placer, la luz junto a las tinieblas... Y no obstante, su maldad no sirvió para demostrar cuán bello ángel de amor era su hija Beatriz, la más sencilla, la más digna, y la más desgraciada de las doncellas italianas. Por esta razón me he atrevido a penetrar en su antigua sepultura y la he descubierto, seguro de encontrar a la virgen enterrada, como fue hallada en las catacumbas romanas el cuerpo de Santa Cecilia, intacto y cubierto de una vestidura blanca, símbolo de pureza, en actitud de dulce reposo, con una cinta encarnada alrededor de su cuello de cisne, cinta respetada por el hacha que separó una divina cabeza de un cuerpo divino.
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V «NERÓN» Era bella como el pensamiento de Dios cuando quiso crear a la madre de los vivientes; era tan cara como sus enamorados recuerdos. El amor con sus manos de rosa delineó las curvas suavísimas de su delicado rostro; y apoyándole el dedo en la barba para contemplar su obra, le dejó un hoyuelo, signo verdaderamente de amor. Su boca parecía una flor recién cortada del paraíso que se diese a conocer por su fragancia divina, la cual, difundiéndose por todo su cuerpo, hacía que no se le creyera una criatura humana, del mismo modo qué los antiguos decían que un olor de ambrosía revelaba a los mortales la presencia de Dios. Sus ojos buscaban con frecuencia el cielo, teniéndolos fijos en él largo rato con inmenso deseo, fuese para contemplar la patria que sería pronto la suya, o fuese para descubrir espectáculos sólo a ella revelados o quizás porque la amada imagen materna la llamase por señas. Ciertamente, entre los ojos de la ideal joven y nuestro hemisferio cuando está sereno, había una gran semejanza, sin duda porque entrambos estaban forjados del mismo azul 68
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y entrambos anunciaban la gloria del Creador. Cuando los volvía hacia la tierra y miraba cosas o personas, se abrían espléndidos y brillantes hasta el punto de que parecía dilatar con ellos el alma y la inteligencia. Entonces el que estaba delante de ella, si no se sentía inocentísimo de corazón, llevaba apresuradamente la mano al pecho como si temiese que no fuera bastante la envoltura carnal para ocultar sus malos pensamientos; a otros la ternura les hacía llorar; por dondequiera que fuese, el aire se volvía más claro y el cielo más alegre. Si intervenía en los bailes nocturnos, las luces, por virtud de sus ojos, doblaban su brillo, las notas armónicas se desenvolvían más melodiosas y el placer se cernía sobre las jóvenes cabezas. Verdad era que la desgracia había batido sus alas alrededor de aquella blanca frente de lirio, pero no se atrevió a dejar sobre ella una huella indeleble y pasó de largo. Las oraciones de los mortales hubieran podido reposar sobre aquella frente para elevarse más puras al trono de Dios. En los días alegres, ¡ poco frecuentes por cierto!, de su vida, se complacía en deshacer las trenzas de su rubia cabellera, y extenderlas al sol como si quisiera competir con los rayos de luz, pero el sol la circundaba amoroso de tal esplendor que la gente temblaba de emoción y de placer al contemplarla, creyéndola una santa bajada del cielo y rodeada de un nimbo radiante. ¡Oh, Belleza! Desde los primeros años de mi vida, te he levantado un altar en el alma, donde te sacrifico mis más dulces pensamientos: pensamientos que, librándome de esta envoltura mortal, me acercan al Creador de toda belleza; pero no tengo palabras ni creo que ningún ser humano las 69
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posea, para cantarle dignamente; si pudiese ponerme el papel sobre el corazón e imprimirle sus latidos, quizá revelaría a las gentes conceptos jamás oídos; pero esto, ni a mí ni a nadie ha sido concedido, y por eso mis imágenes se revelan incompletas, vagas y confusas; de modo que si la fantasía del que lee no suple el defecto, desespero de hacerme comprender. ¡Oh, cuántas cadenas sujetan al alma inmortal! Belleza, Amor, vosotros estabais al lado de Dios el día de la creación, y Él os instituyó sus vicarios sobre la tierra. La fealdad y el odio vinieron más tarde, chispas que brotaron junto con el primer rayo que Dios envió al hombre cuando le condenó al trabajo y a la muerte. El culto de la Belleza y del Amor reconduce a nuestra raza desheredada a su origen divino. ¡Oh Petrarca! tú, que por experiencia supiste lo que era el amor, después de tan dulces conceptos, con qué amargo licor bañó tus labios Caliope, cuando escribiste estos tristes versos: Ei nacque di ozio e di lascivia umana; Nudrito di pensier dolci e soavi Fatto signore e dio di gente vana. Y sin amor, ¿ qué sería ahora de tu nombre? Seguramente nadie te conocería y el docto estilo de tus epístolas no haría que tu libro fuese buscado. Serías uno de tantos entre los escritores, puesto a modo de medalla, antigua en una vitrina, para que se enterase quien tuviese deseo de saberlo, que habías vivido en este mundo. Si el amor nace de 70
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la lascivia, ¿cómo es posible, que en el movimiento de los ojos honestos y tranquilos de tu amada, vieses la luz que te mostraba el camino que al cielo conduce? Si en el corazón humano el fuego del amor dura poco cuando la vista y el tacto no lo avivan con frecuencia, ¿cómo después de muerta se te aparecía Laura iluminada por los rayos de su estrella, y tú le dirigías palabras piadosas a las que ella parecía responder, hasta que convencido de que todo había sido un sueño decías a tu mente: ... tu se' ingannata; Sai che in mille e trecentoquarantotto Il dí sesto d'aprile in l'ora prima Del corpo usció quell' anima beata? ¡Ah! si la tierra hubiera sepultado al mismo tiempo las bellas vestiduras de los miembros de Laura y el recuerdo de su amor, tus cantos sonarían como ejercicios de gaya ciencia, como eco de las canciones de los trovadores, como lamentos fingidos de un corazón pobre. Si así fuese, yo te compadecería, porque habrías hecho traición a tu posteridad y a ti mismo. Beatriz estaba sentada en una terraza del palacio Cenci, que daba al jardín. Apoyado en su regazo había un niño que en los ojos, en los cabellos y en todo su semblante parecía ser hermano suyo. Ella le acariciaba amorosamente la cabellera y de vez en cuando le besaba en la frente. El niño reposaba la cabeza en el seno de su hermana, a la que miraba con pupilas inmóviles, pero inconscientemente, como persona absorta en pensamientos muy ajenos a este mundo. La 71
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enfermedad había marchitado las flores de su juventud; su piel era tenue y blanca, de una blancura tan pálida y tan delicada, que se le transparentaban las venas en las orejas y en las manos. A veces suspiraba y con más frecuencia, cerraba la boca convulsante: parecía un ángel sufriendo. Beatriz, apenada, le dijo: -¿En qué piensas, mi querido Virginio? -Pienso en que hubiera sido una dicha no venir nunca al mundo. -¡Ah! Virginio... -Y puesto que no encuentro ningún remedio, lo mejor será acabar lo más pronto posible. -¡Acabar! ¿ Por qué? -¿Para qué quedarme? Mi corazón hace mucho tiempo que está muerto; y cuando el corazón está muerto, ¡ cuán doloroso se hace que continúe viviendo el cuerpo! -Tú, que puede decirse, hermano, que apenas te asomas a la vida, profieres ya palabras desesperadas; eso no está bien; vive y alégrate, porque no sabes qué rosas guarda la fortuna para ti. -¡ Rosas! ¡ Fortuna! Ahora la muerte ya está cortando flores para la guirnalda que se ha de colocar en mi féretro. La fortuna me abandonó el día qué perdimos a nuestra madre... -Pero no nos podemos considerar huérfanos del todo. ¿Acaso la señora Lucrecia no muestra para con nosotros entrañas de madre? -Sí, pero no es nuestra madre. -¿Y después, no me tienes a mí que te amo tanto?
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-Sí, sí, mí buena hermana -respondió el niño echándole los brazos al cuello llorando copiosamente-, ¡ pero tú tampoco eres mi mamá! -¿Y además de mí, acaso te faltan otros hermanos? ¿No tienes un padre? -¿Qué padre? Beatriz, aterrada ante el repentino cambio que se operó en la voz del niño al pronunciar esta última palabra, calló. Sólo después de largo silencio, con voz vacilante, murmuró: -¿Por ventura Francisco Cenci no es tu padre... y el mío? El niño bajó la cabeza, cerró los ojos, se llevó las manos cruzadas al pecho y respondió con la voz velada: -Hermana, mírame en la frente, a raíz de los cabellos: ¿ves la cicatriz que tengo? ¿La ves? ¿ Sabes quién me hirió? Hasta ahora, no he querido decirte nada, pero, ya que estoy próximo a morir, te lo puedo revelar todo. Pensando en el desprecio que Francisco Cenci revelaba en sus ojos cada vez que me miraba de través, sin yo merecerlo, un día, revistiéndome de valor, caí arrodillado a sus pies, tentando tomarle una mano para besársela. Entonces él me gritó: «¡Vete, vete, bastardo!», y me dio tan fuerte puñetazo en el pecho que caí, yendo a dar con la cabeza contra el ángulo del armario que tiene en su despacho. Francisco Cenci me vio desvanecido y cubierto de sangre... Me vio y no me levantó. De ahí la herida, de ahí la enfermedad que me consume las entrañas... Beatriz, estremecida, no pudo proferir una palabra. El niño, con pasión creciente, descubriendo un descarnado brazo y tendiéndolo hacia su hermana, añadió:
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-Mira, la señal de un mordisco. ¿Sabes quién me lo hizo? Nerón, y escucha cómo fue. Un día, en el estanque del jardín hice una buena pesca, y creyendo que mi señor padre la agradecería, fui a ofrecérsela. Llegué a la puerta de su habitación, la abrí con cuidado y vi que estaba leyendo. Temiendo molestarle, me acerqué muy despacito, y entonces Nerón se precipitó sobre mí y me mordió en el brazo; yo me revolvía presa de agudo dolor y mi padre se reía... Latíale el corazón a Beatriz tan fuertemente que parecía querer saltarle del pecho hecho pedazos. -Y si Marzio no llega a estar allí, el perro me destroza. Mira también aquí -y el niño levantaba sus cabellos-. ¿Ves este claro? Me falta un mechón. ¿Sabes quién me lo arrancó? Mi padre. Poco después de haber sufrido el golpe contra el armario, cuando aun llevaba la cabeza vendada, sin poder dominar la pasión que me ahogaba, me presenté resueltamente ante él y le dije: «Padre mío, ¿en qué os he podido ofender? ¿Por qué me odiáis? Bendecidme, en nombre de Dios, bendecid a vuestro hijo que os ama». Él, tomándome un mechón de cabellos entre sus dedos me respondió, fíjate, con estas palabras: «Si tuvieses la cabeza de azufre y mis palabras fuesen de fuego, te bendeciría para quemarte. ¡Vete, víbora, te odio y tú debes odiarme; no sé qué hacer de tu amor, bastardo!» Tiró tan fuerte de mis cabellos, que me pareció que la piel del cráneo se me arrancaba y sentí un inmenso dolor. En sus manos quedó el mechón de mis cabellos y, furioso, desapiadado en la ira, como si fuese él y no yo quien sufriese, añadió: «Te maldigo a ti y a todos tus hijos, si es que llegas a tenerlos; ojalá vivas en la mayor miseria, 74
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seas un criminal y mueras en el patíbulo». Ahora, Beatriz, dime si puedo amar la vida. Mi madre me ha dejado, mi padre me ha maldecido; ¿no es, pues, preferible que muera? ¿No es verdad, hermana? Y el niño sollozaba convulsivamente. Era el suyo un dolor inconsolable. Así lo comprendió Beatriz y guardó silencio. La frente de la joven se cubrió de sudor y las gotas, sucediéndose, caían en abundancia como las lágrimas de sus ojos. Después que hubo transcurrido una amarga pausa, Beatriz, reprimiendo la indignación que rebosaba su alma, intentó consolarle con dulces palabras. -Tranquilízate, Virginio, quizá estaría de mal humor. -No, estaba alegre... -Quizá le preocuparía algún cuidado secreto... -No, repito que estaba contento. Después que el perro me hubo mordido, se puso a jugar con él, ¡ con el perro que había estado a punto de destrozar a un hijo! Ahora yo tampoco le amo, ¿sabes? Cuando le veo se apodera de mí un temblor, y su voz me produce dolor de cabeza. Con frecuencia se presenta a mi mente un lugar obscuro donde se siente ruido de blasfemias, de imprecaciones, y una voz inquieta me murmura al oído: «Esta es la entrada del odio; en ella te espero». Yo no quiero ir, no quiero odiar a nadie... mucho menos a mi padre... prefiero morir. Beatriz, con la faz demudada, se sentía desfallecer; pero gracias a su gran fuerza de voluntad pudo dominarse; levantó los ojos al cielo, se esforzó en hablar y no pudo. En lugar de la palabra, de su garganta salió un sollozo. Por fin, con voz que procuró que fuese suave, dijo: 75
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-Virginio mío, no nos desesperemos: supliquemos al Eterno que inspire mejores sentimientos a nuestro padre. -¡Oh, Beatriz! ¿Piensas que no se lo he suplicado? ¡Oh, cuántas veces lo he hecho! La noche anterior al día en que Francisco Cenci hizo que me rompiese la cabeza, me levanté de la cama en camisa, descalzo, y fui al oratorio; me arrodillé delante de las reliquias de San Félix, protector de nuestra familia, y le supliqué fervorosamente que ablandase el corazón de nuestro padre, para que correspondiese a nuestro amor con un poco de cariño. ¡Ya ves cómo me escucharon los santos! Se detuvo un momento y después continuó: -Pero en cambio veo que Dios ha escuchado otras oraciones mías. Cuando me levanté de la cama, fui nuevamente al oratorio y me postré ante el crucifijo milagroso, diciéndole: «Ten misericordia de mí, ¡ oh divino Redentor!; dame el afecto de mi padre, o llámame a tu seno». Jesús inclinó la cabeza, como para responderme: «Serás escuchado». -Nos escuchará a todos, infiltrando la bondad en el corazón de nuestro padre. -Yo sé de cierto que fue escuchada la segunda parte de mi plegaria y no la primera, porque cuando me iba a acostar oí una voz clara que me llamaba: «Virginio, Virginio». Me levanté, abrí la puerta y no vi a nadie; volví a acostarme y la voz me gritó de nuevo: «¡ Virginio, Virginio!». Pero esta vez no me había equivocado: «¿Quién me llama?» Y la voz: «Yo te llamo desde el paraíso». «Estoy pronto, Dios mío». Pero la voz me respondió: «No, tu hora aun no ha llegado, pero se aproxima.» 76
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-Esos son delirios de la fiebre; vaya, no te dejes dominar por la tristeza, quiero verte contento. -¿Por qué dices que son delirios? ¿Acaso no se lee en la Sagrada Escritura que el Señor hizo oír su voz a Samuel? También anoche, teniendo los ojos abiertos, vi de pronto que la habitación se llenaba de luz y entraba en ella una bellísima señora vestida de azul, y cubierta de piedras preciosas, la cual, acercándose a mi cama, juntó su rostro con el mío, me besó y desapareció. Sus labios estaban helados y el frío me oprimía el cerebro. ¿Sabes, Beatriz, a quién se parecía la hermosa señora? Pues al retrato de nuestra madre que está en el salón grande. Todo me habla de la muerte. ¿Acaso no siento que me voy acabando poco a poco lo mismo que una luz que se extingue? La vida se me escapa por todos los poros. Mira estas manos descarnadas y blancas como el mármol; mira mis uñas del color de la violeta; mírame aquí en medio de la frente y fíjate en la señal que ha dejado el beso de la muerte. Y no pudo decir más. En aquel momento un pájaro vino a posarse sobre el alero del tejado, volviendo la cabeza y levantando la cola como si temiese algo; pero en vista de que no le molestaban empezó a dar saltitos y a piar, y por último, como si reparara en el niño, prorrumpió en dulcísimo canto, abrió las alas y huyó. -¡Oh! -exclamó Virginio-, ¡ quién pudiera seguirlo! quizá él conoce a su padre, y su madre mira ansiosa desde la rama del árbol esperando su regreso. ¡Oh, madre mía! Beatriz, dime, ¿dónde está nuestra madre? -¿Nuestra madre? Está en el paraíso... 77
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-Lo sé, su alma está en la mansión de los justos; pero yo querría conocer el sitio donde reposan los huesos. ¿Podrías tú indicármelo, Beatriz? El conde Cenci no nos permite que vayamos a visitar el sepulcro de nuestra madre. Beatriz, tratando de desviar la dolorosa conversación, se levantó, sentó al niño en el antepecho de la terraza, y miró hacia abajo. -Allá, al otro lado -dijo-, hay una tierra fértil que nuestra madre llevó en dote a Francisco Cenci; allí hay una iglesia dedicada a los apóstoles San Pedro y San Pablo, y en esa iglesia, dentro de un sepulcro de mármol, yacen los restos de nuestra adorada madre. Y mientras con el brazo levantado señalaba con el dedo el lugar indicado, de su seno salieron un medallón y una carta que cayeron al jardín. -¡Oh, Dios mío! ¡Mi secreto! -exclamó la joven lanzando un grito desgarrador y ocultando el rostro entre las manos. Francisco Cenci estaba escondido, desde hacía largo rato, detrás de un grupo de laureles, mirando a las dos criaturas fijamente, como si quisiera atravesarlas con la mirada. Apenas vio caer el medallón y la carta, se apresuró a correr hacia el lugar en donde estaban los objetos caídos del balcón, pero sus piernas debilitadas no le obedecían como él hubiera querido. Beatriz, consternada, descubrió aquel movimiento, y fuera de sí repitió: -¡Mi secreto! ¡Mi secreto! ¡Mi vida en cambio de mi secreto!
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El niño miró a su hermana, su rostro se puso cadavérico, miró al viejo luego, y resueltamente, lleno de valor, hizo un desesperado esfuerzo, y asiéndose a las almohadillas de la terraza bajó al jardín y rápido como el rayo se apoderó de los deseados objetos. -¡Ven aquí! -gruñía el viejo rabiosamente-. ¡Dame eso! Virginio, fingiendo no haberle oído, volvió corriendo a la casa. El furor del conde aumentó. -¡Víbora maldita! Tráeme ese papel... ¡ pronto! ¡ Si te alcanzo, he de arrancarte el corazón con mis propias manos! El muchacho apresuraba el paso cada vez más. Francisco, ciego de ira, gritó: -¡Nerón, aquí! ¡ Nerón, a ese! -y con las dos manos azuzaba al perro contra su hijo-. ¡A ese! ¡ a ese! El perro se lanzó furiosamente en persecución del niño, pero fue en vano, porque Virginio, que le llevaba una buena delantera, pareciéndole sentir ya en sus carnes los dientes del perro, no corría sino que volaba, como si en los pies le hubiesen nacido alas. Subió las gradas de dos en dos, y con terrible anhelo, extenuado, cayó sobre el pavimento, depositando el medallón y la carta a los pies de Beatriz, que se apresuró a recogerlos y a guardarlos en su seno. Pero un instante después el can se precipitó en la terraza, ladrando, con los ojos llameantes y la boca cubierta de espumarajos de rabia. Beatriz, sin saber a qué santo encomendarse, miró a su alrededor y descubriendo en la pared una panoplia con armas, tomó una súbita resolución. Aproximóse al trofeo, se apoderó de una espada, y se colocó delante del cuerpo de su hermano, que yacía aun en el suelo. El 79
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mastín, enfurecido y con la cabeza baja, se abalanzó a él para destrozarle; pero la joven animosamente le tiró una estocada tan terrible, que penetrándole la hoja por el pecho le partió el corazón. El perro se revolcó en su propia sangre, exhaló un doloroso aullido, y expiró. Pero quedaba un nuevo peligro, más grave que el primero. Francisco Cenci, con un puñal en la mano, y con voz balbuciente por el furor, gritaba: -¿Dónde está esa mala víbora? ¡ Ira de Dios! ¿Quién ha matado al perro? ¿Quién? -Yo. -Bueno, te mataré también, pero antes he de rematar a esta víbora. Y se inclinó sobre su hijo para asesinarlo. Beatriz levantó la espada ensangrentada, y apoyándola en el pecho del conde le dijo con indescriptible acento: -¡ Padre, no te acerques! -¡Desgraciada! ¡Apártate, te digo! -y hacía grandes esfuerzos para aproximarse a su hijo. -¡ Padre, no te acerques! -repitió Beatriz. Al oír estas palabras que encerraban a la vez un supremo ruego y una suprema amenaza, Francisco Cenci se detuvo a contemplarla. ¿Dónde estaba la virgen de dulce semblante? Los ojos de Beatriz, dilatados de un modo extraño, parecían despedir llamas; las alas de su nariz palpitaban; los labios comprimidos, el seno palpitante, los cabellos sueltos agitándose sobre su espalda, la pierna izquierda rígida, echada hacia adelante, erguido el busto, la mano izquierda cerrada y en la diestra la 80
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espada, en actitud de herir... No hay cincel ni pincel capaces de expresar aquella gallarda actitud ni pluma que la describa. La joven estaba deslumbrante, su presencia ofuscaba la vista. Compararla con el querubín que con una espada en la mano defendía la puerta del Edén, después del pecado de Adán, sería no decir nada, porque no sabemos cómo era aquel querubín: Beatriz aparecía tal como aun se muestra a nuestros ojos la virgen romana cuando recuerda que ha nacido de la sangre de Clelia. Francisco Cenci estaba estupefacto; la contempló extático, dejó caer la mano armada, arrojó el puñal y sintió que su cólera se desvanecía por momentos. Beatriz arrojó lejos de sí la espada. El viejo corrió hacia ella con los brazos abiertos, exclamando con ternura: -¡Eres muy bella!... ¡Ah! ¿por qué no me amas? -¿Yo?... ¡ sí que os amo! -y se arrojó a su cuello. El padre y la hija se confundieron en un religioso abrazo. Pero el bien duraba en el impío viejo lo mismo que un relámpago. Experimentaba un sentimiento humanitario inspirado por el miedo cuando otros hubieran sentido remordimiento. De pronto aparecieron en él todos los indicios del delito; arrugó el entrecejo, latiéronle los párpados y dejó escapar una risa espantaso. Acarició los cabellos de su hija, le pasó las manos por el cuello y la espalda, besóla frenéticamente, y al acercar la boca a su oído murmuró en él una palabra... Beatriz inclinó la lívida faz; se desasió de los brazos del viejo, tomó a su hermano, y antes de marcharse dirigió a Francisco Cenci una larga mirada, una mirada despreciativa, 81
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que tuvo el poder de helar la sangre en las venas de aquel que no temía ni a Dios ni a los hombres. Permaneció largo rato inmóvil, sumido en una profunda meditación; no tardaría mucho en desencadenarse en su alma una tremenda tempestad... Pero la voz del mal vencía al mugido del huracán; la voz del bien era desesperada como la angustiosa del náufrago. ¿Qué pensamientos se desarrollaron en su mente? ¿De qué cosa dudó? ¿Qué nueva impiedad imaginó? ¡Quién lo sabe! Quizás el mismo demonio, si hubiera visto en el infierno al alma de Francisco Cenci, habría vuelto aterrado la cabeza. Pero es de suponer que en ese torbellino de malos sentimientos se atuviese al peor, puesto que, dándose una palmada en la frente, gruñó entre dientes: -¿Qué es eso? ¿Yo que presumo de mandar en el día cuando aparece en el horizonte y de poder decirle «¡ atrás, no vengas hasta que yo te lo permita!», me veo detenido ahora en medio de mi camino por menos de una paja, por una débil muchacha? ¡Ah, desgraciada! ¿Puede el vidrio resistir el golpe del martillo del herrero? Hasta ahora todo se ha doblegado ante mi voluntad de acero; tú también te doblegarás, o te aplastaré a la vez el cuerpo y el alma.
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VI LA IGLESIA DE SANTO TOMÁS La capilla de la iglesia de Santo Tomás de los Cenci, el 10 de agosto apareció colgada de negro. A lo largo de las paredes se veían negros paños, y por todas partes guirnaldas de flores entrelazadas con ramas de ciprés. Siete sepulcros de mármol, negro también, descubiertos, esperaban los muertos a guisa de bocas con labios abiertos ávidos de bebida. Todos tenían la misma inscripción, que era la siguiente: Mors parata vita contempla3. Y, además, un octavo sepulcro, algo más elevado que los otros, de finísimo mármol blanco, con esta inscripción: Si charitatem charitatemque quaereris Hinc intus jacent Non ingratus haerus Neroni cani benemerentíssimo Franciscus de Cencis hoc titulum, 3
Prepararse para la muerte es despreciar la vida. 83
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Ponere curavit...4. En medio de la iglesia había colocado un túmulo cubierto de terciopelo recamado de oro y cubierto también con flores frescas. Alrededor ardían seis cirios en candelabros de plata, maravillosamente cincelados. Un coro de sacerdotes, revestidos con planetas y dalmáticas de damasco negro, esperaban un difunto para cantar los funerales. No tuvieron mucho que esperar, pues, bien pronto se oyeron pasos mesurados, y poco después, levantado el cortinado de la puerta lateral, aparecieron unas andas llevadas por dos hombres y dos mujeres. Santiago y Bernardino Cenci sostenían las varas delanteras y Lucrecia y Beatriz Cenci las posteriores. El muerto era Virginio. Dios había escuchado la segunda parte de la plegaria del desventurado niño: dormía en la paz eterna. Seguían algunos criados de la casa, magníficamente vestidos de luto y con antorchas encendidas. No sin dolor mezclado de asombro podía observarse que las ropas de los familiares eran mucho mejores que las de Santiago y de Bernardino; señaladamente las de Santiago eran tan raídas que las hubiese desdeñado el hidalgo más pobre de Roma. Llevaba despeinados los cabellos, larga la barba, las mangas y el cuello grasientos; inclinaba humillado el rostro, tenía la frente arrugada, las mejillas pálidas y macilentas; de sus ar4
Si buscas gracia y caridad los encontrarás aquí dentro, donde yace Nerón, perro benemérito, a quien Francisco Cenci, amo no ingrato, levantó este monumento. 84
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dientes ojos caían amargas lágrimas, y se percibían los latidos de su corazón por encima del jubón. En su rostro se pintaban dos pasiones opuestas: compasión y rabia reprimida. Bernardino también lloraba, pero por imitación realmente, y no por espontáneo impulso, porque si no había llegado a ser completamente estúpido de corazón, su mente estaba obscurecida por el miedo al padre y por ignorancia de todas las cosas, en la que aquél se complacía en tenerle. Lucrecia, por más que fuese madrastra dejaba correr el llanto: aun cuando, siendo más mojigata que piadosa, se resignaba fácilmente pronto, quitándose de encima las amarguras y atribuyendo a la santa voluntad de Dios todo acontecimiento, bueno o malo, de la vida. Francisco Cenci casóse con esta dama precisamente porque le dijeron que era pegadísima a la religión y porque una vez, habiendo ella oído hablar de su impiedad, había exclamado: ¡Dios mío! ¡Mejor me casaría con el diablo que con el conde Cenci!» Este, entonces, empezó a cortejarla, fingió costumbres ejemplares, frecuentó iglesias, aprendió a inclinar la frente y a alzar de un modo muy conmovedor los ojos y las manos al cielo; sobre todo se mostró dadivoso con los sacerdotes, aduaneros oficiales del paraíso. Sabía contar vidas de santos, hablaba de la gratia gratis data, y de la forma y de la materia del sacramento, mejor que el definidor de los padres franciscanos. La dama empezó a creer que le habían calumniado, y sobre todo, ¿no podía haberse convertido? ¿No podía la Bienaventurada Virgen haberle concedido la virtud de arrebatar aquella alma de las garras del demonio? ¡Oh! Es tan dulce y tan grande para una mujer devota ganar 85
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en lucha con el demonio, que, generalmente, las más sinceras no se contentan con la primera conversión, y con loable celo se afanan por la segunda; y si durase en ellas el poder como la voluntad, no hay duda de que sacrificarían la vida a obra tan meritoria. Por estas razones, y por consejo de la familia y por grandes riquezas y la nobleza de la casa Cenci, la dama accedió a aceptar a don Francisco por segundo esposo. Apenas el conde tuvo a Lucrecia en casa, le dijo, en tono de broma: «Querías casarte con el demonio mejor que conmigo, y yo he querido tomarte por mujer para probarte que tenías razón.» Y cumplió su palabra. Todos los días se ponía a su lado en el reclinatorio, y mientras ella rezaba responsos y rosarios, él cantaba versos obscenos o impíos; ellaojeaba un libro de oraciones, y él grabados indecentes de Marcantonio Raimondi comentados por Pedro Aretino. Estudió el modo de pervertir en ella toda idea religiosa y moral, llenándola de dudas y de temor; pero Lucrecia no entendía de esas malignidades y con frecuencia ni las oía. A veces, cuando el triste marido, fatigado de perorar, callaba, empezaba ella o reanudaba su rosario; por lo cual ocurría que Francisco Cenci en lugar de atormentar a otro, era él quien se atormentaba; en lugar de impelirla a la desesperación, se mordía los labios de rabia y estaba a punto de perder el juicio. Habiéndole salido esta combinación mal, intentó otra. La obligó a que escuchase su historia y sus adulterios; y como ni aun así consiguió irritarla, llenó la casa de rameras. No se abstuvo de palabras o actos 86
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capaces de ofender su dignidad de mujer y de esposa; pero Lucrecia le decía con inalterable dulzura: «Dios os ve, Él os perdone como yo os he perdonado.» Francisco no hallaba manera de conmover aquella fría e imperturbable naturaleza. Con frecuencia, ciego de ira, la humilló en presencia de los criados, zarandeándola, sacudiéndola; la hizo sufrir penurias de alimentación y de ropa, y llevar en el rostro señales de una ira más que bestial. Tiempo perdido: todo lo sufría con resignación, todo lo ofrecía al corazón de Jesús en expiación de sus pecados. Francisco, para no romperse el cráneo contra las paredes, cesó de perseguirla (cosa que parece increíble) agotado más pronto su talento de verdugo que la paciencia de la víctima de donde, diputándola estúpida, la dejó a un lado como naturaleza muerta, que no merecía ser torturada ni puesta a prueba. Sólo Beatriz no lloraba; tenía los ojos fijos en el muerto y seguía maquinalmente a los otros. Cuando llegaron al túmulo, Beatriz tomó al difunto niño entre sus brazos y lo acomodó encima, le separó los cabellos y le puso en el pecho el crucifijo y el ramito de violetas; después, apartando algo uno de los candeleros, con el rostro apoyado en la palma de la mano descansó el codo en el borde del féretro, teniendo la mirada siempre fija en el cadáver. Uno de los familiares, Marzio, miraba a Beatriz con ojos chispeantes, estremeciéndose a intervalos. Además de los cuatro nombrados, le nacieron a Cenci otros tres hijos: Cristóbal y Félix, a quienes envió a estudiar a Salamanca, y Olimpia. Esta joven, que era muy hábil y animosa, no pudiendo ya soportar las persecuciones pater87
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nales, elevó al Papa un memorial, en el que exponía razonadamente los cargos contra su padre, y a pesar de la prisión doméstica en que estaba recluida, se ingenió para hacerlo llegar a manos de Su Santidad. La avisada doncella suplicaba al Pontífice que se dignase ponerla en un convento hasta que pudiera contraer honroso matrimonio, y de las infamias de su padre sólo reveló en el memorial las más creíbles y fáciles de comprobarse; calló las otras comprendiendo que las enormidades son tanto menos dignas de fe cuanto más exceden de lo ordinario; que lo inverosímil, aun siendo verdad, perjudica a lo verosímil; y pensó, además, que un hijo recurriendo contra su padre en legítima defensa, no debe rebasar los límites de lo necesario, porque en este caso, degenerando la defensa en ultraje manifiesto, podía hacer sospechar en el acusador odio desnaturalizado contra su propia sangre. El Papa, por lo tanto, admirando la moderación de la joven, resolvió ir en su ayuda y accedió a sus deseos haciéndola ingresar en un convento donde permaneció hasta que logró casarla con el conde Carlos Gabrielli, honradísimo hidalgo de Gubio, a quien por presión del Papa tuvo que entregar don Francisco Cenci una importante dote. Las memorias de aquellos tiempos cuentan que Cenci, furibundo por este suceso, llegó a ofrecer mil escudos a quien le entregase la odiada hija muerta o viva; pero el Pontífice era más poderoso que él, y por aquella vez tuvo que tascar el freno. No pudiendo desahogarse contra la que de tal modo se había emancipado, multiplicó la rabia en la persecución de los hijos que le quedaban en casa; y tanto le escocía en el alma aquel fracaso que, con frecuencia, como Augusto, cuando 88
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hubo perdido las legiones de Vaaro, se le veía recorrer con pasos agitados los aposentos de su palacio, o con la frente apoyada en la jamba de una puerta exclamando: -¡Ah, Papa, Papa, devuélveme a Olimpia! ¡ Príncipes, sacerdotes y padres han de sostenerse a toda costa, si quieren mantener en el mundo la autoridad venerada y temida! Los sacerdotes celebraron los oficios divinos con la precisión de nuestros soldados cuando cargan en doce tiempos, y poco más o menos con el mismo entusiasmo. Beatriz no reparó en nada ni oyó nada. Sólo cuando los sacerdotes rociaron el féretro, una gota de la aspersión caída sobre la frente del muerto le salpicó a la cara. Estremecióse, tornóse más sombría, y murmuró luego: -¡Acepto el agüero! -A vos no os toca morir... Tales acentos hirieron los oídos de Beatriz como si salieran del féretro: volvió súbitamente la cabeza, pero no vio a nadie. El grupo de domésticos y de clérigos abandonó el templo, y tras ellos, poco a poco, los fieles de la vecindad que hablan asistido a los funerales. Los Cenci quedaron solos con el muerto. La gente de buenos sentimientos llora fácilmente las desgracias ajenas, pero dura poco esa aflicción, porque las propias le consumen todo el llanto y a veces no hay bastante. Estaban todos arrodillados, descansando el cuerpo sobre las piernas, con los brazos caídos y las manos cruzadas. Beatriz, que aun no había abandonado su primera postura, levantó de pronto la cabeza, miró con ojos torvos a aquellos infelices, y con gesto imperioso exclamó: 89
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-¿De qué sirve llorar? ¡ Levantaos! ¿Sabéis quién ha muerto a nuestro hermano? ¿ Lo sabéis? Lo sabéis, sí, pero tembláis hasta al pronunciar mentalmente su nombre. Mas lo que sólo os atrevéis a confesar en vuestro fuero interno, os lo voy a decir yo en voz alta: ¡ lo ha asesinado su padre... nuestro padre... Francisco Cenci! Los postrados, en vez de levantarse, prorrumpieron en sollozos. -¡ Levantaos pronto, os lo mando! -gritó Beatriz resueltamente-. ¡Aquí es necesaria otra cosa que no es llanto! Necesitamos mirar por nuestra seguridad y sin pérdida de tiempo, si no queremos que nuestro padre nos mate a todos. -Calma, -hija mía, calma... es pecado dejarse dominar por la cólera. Ven, arrodíllate con nosotros y sométete a la voluntad de Dios. -¡Qué estáis diciendo, señora Lucrecia! Creéis servir a Dios y blasfemáis. ¡A oíros Dios, habría creado el agua para ahogarnos, el fuego para quemarnos, el hierro para despedazarnos! ¿Dónde habéis leído que el deber de los padres sea atormentar a los hijos y el deber de los hijos dejarse atormentar por su padre? ¿Así, pues, no hay recurso ni ley que permita oponerse? ¿Toda rebelión es ilícita? ¿ La Naturaleza ha puesto una marca en la frente del hombre sufre y calla? ¿Hay cosa peor que el parricidio? Decídmelo, porque conozco muchas, y eso que, por ventura, no conozco todas las iniquidades que se cometen bajo el sol. Tres cosas hay, según yo comprendo, que no se pueden variar: las estrellas del firmamento, los pensamientos malignos en el corazón del hombre y las angustias de los desesperados... Quizás sean 90
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más: decídmelas. ¡ Señora, Lucrecia, qué poco amabais al pobre Virginio!... -¡Cómo! ¿que no le amaba? Este querido niño era para mí como propio hijo. -¿De veras? Eso pronto se dice, pero no son más que palabras. El amor de madre no se imagina. Si le hubieseis llevado en las entrañas, y parido con dolor, no lloraríais ahora, rugiríais. ¡ Pero qué tiene de extraño si la voz de la sangre no es escuchada ya por los hombres, y ni siquiera llega al cielo! El grito de Abel no llegaría hoy al trono del Vengador... ¿por qué? Quizás el Eterno, aburrido, se tapa los oídos, o el grito de la sangre se hace más débil. Pero si el Cielo se ha vuelto de bronce, mi corazón sigue siendo de carne y gime y se estremece y palpita, como el corazón virgen de uno de los primeros vivientes... Y tu, Santiago, ¿eres hombre y nada sientes aquí dentro? Y la doncella golpeóse en el lado izquierdo del pecho. -¡Oh, Beatriz! -gimoteó Santiago Cenci-. Ya no soy lo que era, ha muerto lo mejor en mí, apenas parezco una sombra, un recuerdo de mí mismo. Mírame... ¿te parece éste el aspecto de un hombre de veinticinco años? ¿Qué puedo contra el destino? Me he batido más de lo que tú crees, dentro de la cadena de la necesidad; la he mordido hasta quebrarme los dientes... ¡ Si tú supieses cuán negra es, cuán pesada! -Pero la mano encuentra madera y fabrica una palanca capaz de remover una torre; encuentra hierro, y hace un martillo para romper; una espada con que abrirse paso, y después la amistad multiplica las cabezas y las manos. 91
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-La desgracia, hermana mía, es como una noche de diciembre: envuelve en sus tinieblas y no permite ver a nadie ni que nadie vea a uno. -Pues levanta tu voz en las tinieblas; al menos te oirán los parientes, y yo he oído decir que el peor pariente vale por el mejor amigo. -Hay desgracias como hay enfermos para los cuales no valen cuidados ni remedios. No niego la piedad, el parentesco, el amor... no niego nada; pero en manos del poderoso todo se convierte en arma para herir, y en manos del débil en vidrio para herirse. Contempla, hermana mía, en qué estado me veo: no tengo ropas para cubrirme, me faltan hasta camisas, carezco de medios para asearme, y la suciedad es lo más horrible en un caballero. Pero este dolor sería insignificante si me afligiese a mí solo; pero tengo cuatro hijos, y con frecuencia, no puedo calmar su hambre, aunque sólo sea con un cacho de pan. De dos mil escudos al año que mi padre debía darme, por decreto del Papa, apenas y a regañadientes me da la octava parte; me niega los intereses de la dote de Luisa, y cuando entro en mi casa, encuentro a la madre llorando, a mis hijos desnudos y a todos pidiendo pan... ¡Oh! ¿qué puedo darles? ¡ Tomad, devorad mi carne!... Sí, mis carnes... ¡Buena comida, a fe mía! ¡Carnes extenuadas por el ayuno y consumidas por la fiebre! Huyo de casa para substraerme a tal espectáculo; pero la desesperación va conmigo y con sus horribles espirales de serpiente me enlaza con mil vueltas la cintura, mientras sus dientes envenenados me muerden el corazón.
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-Pero, ¿por qué no recurrimos al Papa? Olimpia así lo hizo con feliz resultado. -¿Y no he recurrido yo? Me postré a sus pies y le rogué por mis hijos, por vosotros y por mí. No le oculté ninguna de las enormidades paternas, ni las más repugnantes, ni las más infames, y le supliqué, por el Dios que presume representar en la tierra, que pusiese remedio a tanta crueldad. El austero viejo no se conmovió ni pestañeó siquiera; parecióme estar hablando a la estatua de bronce de San Pedro, cuyos pies están gastados por los besos y siempre fríos. Escuchóme con semblante de piedra y tuvo siempre fijos en los míos sus ojos grises y pesados como el plomo. «¡Ay de los hijos que ponen al descubierto las vergüenzas de su padre!», exclamó luego, y sus palabras cayeron en mi alma como copos de nieve. «Cam fue maldito por esta causa; Sem y Jafet, que reverenciaron a su padre, fueron, por lo contrario, ensalzados y sus generaciones habitaron en los tabernáculos de Canaán. ¿Leíste nunca que Isaac murmurase contra Abrahán? ¿La hija de Jefté se retiró acaso al monte a maldecir a su padre? Los padres representan a Dios en la tierra. Si tú hubieses tenido la cabeza reverentemente inclinada, para adorar, no verías las culpas de tu padre y no le acusarías. Vete en paz.» Y así diciendo me hizo salir de su aposento. Ahora tienes la prueba: Olimpia, aduciendo iguales argumentos, encontró gracias del Pontífice; yo, al contrario, sólo hallé indiferencia y desprecio. ¡Así lo quiere el Destino! ¿Qué puede hacer el hombre contra su sino? -Puede morir.
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-¡Morir! Tú no tienes hijos, Beatriz; tú no tienes marido y yo tengo esposa amante y amada. Si no fuese padre, quién sabe cuánto tiempo haría ya que mi cadáver habría sido encontrado en Ostia. Pero un día u otro, ¡ y pronto! esa será la única manera de salvarme de la desesperación insoportable que me atormenta sin cesar. Me imagino que nado contra la corriente de un río, y poco a poco siento decaer la fuerza de mi brazo y hacérseme más pesados los pies. ¡Oh, si tú supieses que cuando paso junto al Tíber, el rumor del agua al chocar contra los machones del puente parece decirme: «¡ cuánto tardas!» ¡ Pero realmente así ha de concluir... hasta Beatriz me consuela ya... ¡ un sepulcro de agua! Mientras su hermano hablaba, Beatriz había mudado muchas veces de color; una fuerza interior la impulsaba visiblemente a interrumpirle; pero, sin embargo, se reprimió hasta conseguir una melancólica tranquilidad; inclinó la cabeza, extendió la mano hacia Jacobo, y dijo calmada: -¡La impiedad inunda el mundo como el diluvio universal! Hermano, he proferido necias palabras... perdona y olvida. Ahora, levántate... El que se encorva demasiado hacia la tierra, se mancha de fango... Ven, y sé hombre. Yo en el ímpetu de mi dolor, desconfié de la misericordia de Dios; Él me ha perdonado porque siento que mi alma recobra la serenidad, precursora del buen consejo... -¿Se conspira aquí detrás de los altares y los sepulcros?... Un escalofrío recorrió los huesos de los Cenci; volvieron espantados el rostro y vieron al viejo conde, como si hubiese salido del suelo, lívido el semblante, enteramente vestido de negro, con la toca encarnada en la cabeza como usaban 94
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entonces los patricios romanos. El aspecto del fiero anciano era de temible tranquilidad; impenetrable y siniestro como el de una esfinge. Se agruparon silenciosos, sin osar levantar los ojos, a manera de las aves que manteniéndose quietas detrás de las hojas, al acercarse el halcón, se imaginan no ser vistas. Sólo Beatriz permaneció firme y resuelta ante él. -Sean testigos los santos, de que egregios hijos conspiran contra la vida del padre aborrecido... Hacedlo... ¿Qué os detiene? ¿En qué puede oponeros resistencia un viejo inerme y solo? Dispuesto está el lugar, presente Dios... preparado el altar, pronta la víctima... ¿Dónde tenéis el cuchillo, desgraciados? Y como todos, presa del estupor, permaneciesen mudos, Francisco continuó más calmado: -¡Ah! ¿No os atrevéis... mis ojos os asustan? ¿Os basta a cada uno el corazón para mirarme? ¡ Pobres hijos! Vamos, si no sabéis, os enseñaré yo la manera de llevar a cabo vuestro plan con plena seguridad... con toda la vileza de que sois capaces... Cuando la noche está quieta, y vuestro padre... Francisco Cenci... en fin, yo, duermo... entonces mis ojos no os causarán espanto... hundidme pronto un acero bien afilado... un puñal bien dirigido por vosotros entre dos costillas, aquí, en la tetilla izquierda... veréis cómo penetra perfectamente. Es un hilo la vida de un viejo; la mano de un niño, la pata de esta araña (y así hablando levantó la mano del muerto que dejó caer después con infinito desprecio sobre el féretro) podría cortarlo. Y como algunos, horrorizados, se ocultasen el rostro entre las manos, el conde, con la misma ironía prosiguió: 95
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-Comprendo... aun callando os hacéis entender. No os basta la muerte... quisierais gozar del fruto de vuestro delito. Perfectamente, también a mí me importa el honor de la familia; por nada del mundo querría que mi estirpe fuese infamada con la pena... el delito es nada. Oídme, pues... Estamos en familia... no veo ninguno que nos pueda hacer traición, ¡ dadme una bebida ponzoñosa... que haga dormir!... El reino de la Naturaleza es abundante en plantas que tienen esa virtud. ¡Oh, Naturaleza, alma parens, tú, ya desde los primeros días de la creación, produciendo tantas hierbas venenosas, presentiste las necesidades futuras y el deseo de los hijos... como éstos, que salieron de mi sangre amorosos y buenos!... ¡ Próvida madre! Fijaos... tiradme por un balcón, a menos que no fuese altísimo, no os lo aconsejaría; ocurre raramente que el caído muera de repente, y la fuerza del dolor podría entonces arrancarme de la boca un secreto que el corazón anhelaría ocultar en vano. Podríais también... Sí, por San Félix, patrón de nuestra familia... éste me parece un medio realmente imperial y real: podíais imitar al rey Manfredo, al cual si no puede venerarse enteramente como a santo, tampoco puede tenérsele por demonio, puesto que Dante le pone en el Purgatorio; y el hecho siguiente os lo aclarará. Ansiaba Manfredo heredar el reino de Sicilia, y el emperador Federico, su padre, no tenía ganas de morirse. ¿Qué hacer? La vida de los causantes está en contraposición con la de los herederos. Hay quien hace profesión de ayudar al parto... ¿qué mal encontráis, pues, en ayudar a la muerte? Bien pensado, quién sabe si se agradecería más la ayuda del primero o la ayuda del segundo; y si la vileza no tuviese la 96
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boca del saco en la vida, la razón no dejaría vencerse de la desesperación para echarla al diablo. Pero bueno, dejemos esto aparte... me da compasión vuestra impaciencia... y vosotros perdonadme la prolijidad, aunque no sea más que en gracia a las lecciones que os doy para libraros de mí eternamente. Manfredo leía junto a la cama de su padre; los ojos del viejo se hicieron pesados... se durmió profundamente, tanto que sólo un leve hálito revelaba la vida....hálito apenas capaz de empañar un vidrio, de mover una pluma... último hilo de un arroyo que se pierde en la arena... en fin, una respiración como la mía... El no tenía razón en conservarlo; el hijo no tenía obligación de respetarlo. Manfredo tomó una almohada de debajo de la cabeza del padre, y se la puso encima... Como veis, cosa de poca monta... un movimiento como enseñan los gramáticos. Después saltó sobre la cama y con ambas rodillas le oprimió el pecho, con ambas manos la almohada contra la boca y las narices... y así estuvo hasta que hubo perdido un padre que no le importaba nada, y conquistado una corona que tenía en mucha estima... -¡Horrible! ¡Horrible! -exclamó Beatriz. -¡Horrible! -exclamaron los otros aterrados. -¿Y de qué os espantáis? ¿Teméis quemaros los dedos con los tizones del infierno, y presumís representar el papel de demonios en el mundo? ¿Y no sabéis que para ser demonios se necesita nadar sobre un mar de fuego y bromear entre los tormentos? De tal modo el hombre se acredita de valeroso, tiñéndose las manos de sangre, como los labios de vino, diciendo, aun en presencia de Dios: «No he pecado». ¡Mariposas!... ¿Pensáis cometer el delito a aletazos? Dejadme 97
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a mí la rígida parte de Satanás, pero que me sienta aborrecido en la plenitud de mis facultades. Mirad estos siete sepulcros... Los he preparado para Vosotros, para Olimpia, para Cristóbal y para Félix... No encontraréis el mío, porque quiero morir después de vosotros. ¡Oh Dios, a quien no conozco, ni sé que existas; si quieres tener un orador más, que te confiese, cual te vio Moisés, iracundo y celoso perseguidor de la cuarta y quinta generación, concédeme la gracia de poder asistir a la agonía de todos mis hijos, cerrarles los ojos y colocarles en paz en éstos sepulcros; y luego, juro, a fuer de caballero, pegarle fuego a este palacio, y hacer una hoguera de júbilo. Y si esto no me es concedido, consiento en morir primero que ellos, a condición de que me sea permitido sacar una mano fuera del sepulcro y atraerlos dentro con muerte sangrienta. Pero tú no escuchas y duermes sobre las plumas celestes un sueño dorado. Cuidaré yo mismo y es mejor, porque el hombre, mientras respire, no debe someter el pensamiento de sus venganzas a nadie... ni aun a Dios. Marchaos; libradme de vuestra odiosa presencia. ¡ Marchaos! Y con la mano hizo señal de rechazarlos; pero, de pronto, cambiando de parecer, se aproximó a Santiago, y, asiéndole por el brazo izquierdo, le obligó a retroceder; luego, mirándole fijamente, le dijo, pegando su rostro al del joven: -Te has quejado de no tener camisa... ¡ miserable1 Ve al sepulcro de la que fue tu madre, ábrelo, quítale la sábana en que está envuelta y llévasela a tu mujer para que haga camisas a tus hijos. ¡Ojalá pudiese, como la de Neso, carbonizaros a todos! Dile que reserve dos pedazos: uno para taparte 98
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la cara cuando mueras de mala muerte, y otro para enjugarse las lágrimas.. si es tan estúpida que llora por un villano como tú... tan abyecto y tan repugnante como eres. -¡ Por Dios... dejadme, conde! -rugía Santiago temblando de ira, y esforzándose por desasirse de las manos del terrible viejo. -No, no te dejaré hasta que te haya enseñado a procurarte lo necesario a tu existencia. ¿Quieres pan para tus hijos? Llévate a casa un puñado de las cenizas de tu madre, y llénales la boca... Las serpientes se alimentan de tierra. O si lo prefieres, llévales mi maldición de la que hago don irrevocable inter vivos... Tú la esparcirás sobre sus infantiles cabezas... no tengas cuidado, no caerá sobre piedra ni abrojos... no tuerzas el gesto... te digo la verdad. Es costumbre en nuestra familia que los hijos odien al padre; del diablo nacimos, y al diablo volvemos; la maldición que habrás derramado en la sementera, te será devuelta multiplicada en la siega. De hoy en adelante no haya entre tu mujer y tú sino palabras de oprobio y de reyerta; que te arroje del lecho y lo contamine; que la vida se te convierta en un suplicio, y te sea la muerte un consuelo... Y más hubiera dicho si Santiago, deshaciéndose con un violento tirón, no hubiera huido tapándose los oídos con las manos. -¡Vete!... ¡ vete! -continuaba el feroz viejo-. En vano te tapas los oídos: mis palabras son de la naturaleza de los estigmas de mi seráfico patrono San Francisco: queman las carnes, horadan los huesos... y dejan huellas aun después de la muerte. 99
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Lucrecia y Bernardino, despavoridos, echaron a correr detrás de Santiago; Beatriz permaneció inmóvil, a la cabeza del féretro. -¿Y tú no tiemblas? -le preguntó su padre. Beatriz, sin responderle, volviéndose con piadoso gesto y juntas las manos hacia el altar, dijo: -¡ Santísimo Crucificado, tened misericordia de esta pobre alma! -¡Loca! ¿Qué hablas de Crucificados? Aquí no hay Cristo ni Dios... -Silencio, anciano; pensad que de un momento a otro podéis comparecer ante su tribunal, y El solo... El solo puede perdonaros y salvaros... El viejo, riéndose, añadió: -¿Quieres tener una prueba de que no hay Cristo, ni Dios? Mira. Y subiendo las gradas del altar, golpeando con el puño el ara de mármol, prosiguió: -Cristo, si estás en este altar, consagrado por un obispo que dicen, y yo no lo creo, ser santo, ante tu tabernáculo, en presencia de la hostia dónde te confina la estupidez de los creyentes, reniego de ti diez y cien veces; confieso mi pecado de no haberte ofendido bastante hasta hoy, y me propongo firmemente, de ahora en adelante, ofenderte en pensamiento, en obra y en omisión, con todos los sentidos del cuerpo, toda la fuerza de la voluntad, todas las potencias del alma... Si sabes y si puedes conviérteme en cenizas... te desafío a fulminarme...
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Y así diciendo plegaba el cuello sobre el altar, y deteniéndose un momento, gritó por tres veces: -¿No oyes? Por fin levantó su maldita cabeza; los miembros le temblaban, no el alma. Miró a su hija; sus ojos fueron entornándose poco a poco, y reían con risa de víbora; fuese amenazador hacia ella, que le esperó sin pestañear, y continuó con vivacidad: -¿Qué cosa es Dios? Deus erat verbum: Dios es una palabra, no más que una palabra. Y San Juan lo ha dicho. Este muerto no es muerto- y con la mano daba palmadas en la frente helada del cadáver de su hijo-. Los entes mudan de forma, no se pierden nunca. La materia existió primero que la creación y existirá hasta el fin del mundo. De este cadáver nacerán millares de vivientes, y muertos éstos, darán nacimiento a nuevas vidas: una perpetua alternativa de vida y muerte, eso es todo. La verdadera sabiduría, comprende que el bien consiste en procurarse la mayor suma de placeres que la Naturaleza nos brinda en la vida. ¡Ven, Beatriz! A ti sola amo... Tú eres el esplendor de mi vida... Te... Y cada vez más invadido por su diabólica pasión, se acercaba el inicuo viejo a Beatriz; ya la tocaba, ya intentaba echarle los brazos al cuello, cuando la doncella, retrocediendo horrorizada, empujó con fuerza el féretro exclamando: -¡Entre vos y yo pongo vuestro parricidio! El féretro, impulsado, cayó arrastrando consigo las guirnaldas de flores y al muertecito y dos candelabros con los cirios encendidos, los cuales, cayendo a su vez encima de Francisco Cenci, tuvieron bastante fuerza para derribarlo al 101
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suelo. La cabeza del cadáver chocó contra la cabeza del viejo; los fríos labios de aquél se posaron sobre los labios de éste; los rubios cabellos del niño inanimado y las canosas guedejas del viejo se confundieron; la llama de uno de los cirios prendió fuego en aquella cabellera mixta de muerte y vida; el fuego, propagándose, hacía arder a un tiempo la frente y las sienes de Virginio y la frente y las sienes del conde; de entrambos subía un hedor nauseabundo de carne chamuscada; pero uno sólo fue presa del espanto. El viejo, retorciéndose como una serpiente pisoteada, asaltado de inefable angustia, rugía: -¡El muerto me quema!... Con desesperado esfuerzo el viejo se libró del cadáver: logró sentarse, y luego, con supremo esfuerzo, ponerse en pie. ¡Oh cuán horrible era entonces la vista de Francisco Cenci! El cabello socarrado, humeante aun; las mejillas y las sienes hinchadas por las quemaduras; las pupilas desorbitadas, no viéndose de los ojos sino las fibrillas sanguinolentas en el blanco ictérico, temblando todos sus miembros. -¡Ah, Francisco Cenci! -murmuraba castañeteando los dientes-. ¡Has tenido miedo! ¡Cobarde, has tenido miedo! ¡Una muchacha y un muerto te han asustado!... ¡Ahora voy viendo que te vuelves viejo! Beatriz había desaparecido. El conde, tambaleándose, se retiró a sus habitaciones, absorbiéndose en sus pensamientos de espanto y de sangre.
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VII DESESPERACIÓN El siroco, húmedo y pesado sopla del mar, empujando hacia Roma nubes y más nubes que se suceden pavorosas y siniestras como los caballos del Apocalipsis. Estas nubes están llenas de ira de Dios, porque traen en su seno el granizo, la malaria y quizá un rayo para alguna cabeza maldita. Su soplo molesto enerva e irrita los cuerpos; las paredes y los muebles resudan humedad; los cabellos se pegan a las sienes; en torno al cuello se siente un sudor frío; los ánimos se dejan llevar fácilmente de la cólera; las palabras suenan amargas y las voces más dulces rechinan como el mármol arañado o los cerrojos enmohecidos. Durante una noche como ésta, dentro de un pobre aposento conversaban animadamente unos jóvenes esposos. Entre ambos había una mesa coja, de madera blanca sin pintar, y encima de la mesa se consumía tristemente, a guisa de tísico, una vela de sebo, insuficiente para alumbrar la estancia, pero no lo bastante para ocultar los cambios de fisonomía.
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La del hombre parecía abatida. Tenía éste el brazo extendido sobre la mesa y pendíale la mano, como a persona descorazonada. En la mujer, demacrada por las privaciones y los sufrimientos, se notaban ciertos destellos de altivez romana, que en aquel momento se hacían más manifiestos, como si hubiera oído o sufrido algo que la sacara de quicio. En efecto, con voz encolerizada y gestos violentos decía : -¡No, no me harás pasar jamás por semejantes infamias!... Ese es un crimen que haría paralizar al sol! El hombre era Santiago Cenci, y la mujer Luisa Vellia. Santiago, como ya hemos dicho, apenas contaba veintiséis años; era más bien bajo que alto y de complexión robusta, aunque a la sazón estaba espantosamente demacrado. Criado en la escuela de las torturas paternas y mal educado en las ternuras familiares, que tienen la virtud de amansar el corazón, hubiera llegado, quizá, impulsado por el ejemplo, a ser igual que su padre, si el amor no hubiese infundido en su corazón y en su alma un inquebrantable afecto. Se enamoró de Luisa, linda y animosa joven, pero de modesta aun cuando acomodada familia, y ella le correspondió, no porque perteneciese a linajuda y poderosa familia, sino compadecida de sus sufrimientos. Porque fuerza es reconocer que no hay criatura a quien tanto exalte el sacrificio como a la mujer, ser delicado que se inflama fácilmente por todo cuanto le parece generoso. Para la mujer es gloria consolar el llanto ajeno y cuidar al enfermo desesperado: cuando el médico y el sacerdote dejan al paciente desahuciado, ¿quién permanece a su cabecera? La mujer. Ella fue su alegría, quizá la causa de sus dolores; pero 104
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en la desgracia es su divina compañera, y después de su muerte, arrodillada junto al lecho, reza las oraciones de difuntos. La mujer es la última que se separa del lado del hombre, aun después de la esperanza. El criado, el mercenario, rara vez lleva su afecto más allá del importe de su salario. Los antiguos pintaron al dios del Comercio con alas en la cabeza y en los pies; pero hicieron mal, porque se confunde, al menos en los tiempos que corremos, con el dios de la Amistad. Este alción de la desgracia, apenas ve en los confines del horizonte el signo precursor de la tormenta, despliega las alas y huye muy lejos. ¿Cuántas mujeres contempláis al pie de la cruz de Jesucristo y cuántos hombres? Por tres Marías contaréis un San Juan. Que Dios me perdone, pero me asaltan fuertes tentaciones de acusar de ingratitud al primer hombre que pintó los ángeles dándoles forma de niño. El que recuerde el religioso afecto de la madre, los cuidados amorosísimos de la hermana, los suspiros de la doncella amada y los ardientes consuelos de la esposa, convendrá sin vacilar conmigo en que los ángeles han de ser jovencitas; y si así no fuese, sería preciso hacerlo a toda costa. Nada de procaz belleza, con lasciva sonrisa, mirada centelleante y húmeda como las huríes de Mahoma, que sólo representan la voluptuosidad terrena, sino sencillas y candorosas, como las que pintó el Beato Angélico, con los ojos bajos, con el rosado pudor en las mejillas, solícitas y valerosas para volar allá donde un alma salida de su cárcel mortal permanece incierta no sabiendo a qué parte dirigirse para tomar el camino del paraíso.
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Si la causa de la libertad y la de la religión se vanaglorían de tantos hombres como por ellas han combatido, también cuentan mayor número de mujeres que han predicado y han sufrido. Vírgenes, llenas de juventud, tiñeron jubilosas las blancas rosas de sus guirnaldas en rojo de sangre. ¿Sería por ventura pecado creer que una mirada de virgen cristiana, echada sobre la multitud mientras la espada vibraba para herirle el cuello, ha convertido más gente a la fe de Cristo que las predicaciones de San Juan Cristósomo? Si fuese pecado, lo confesaría en el tribunal de la penitencia. ¡ Pobres mujeres! En vano entre vosotras escogió el Eterno el templo de su hijo Jesús; en vano le acompañasteis en su vida de dolor, de nada os sirvió derramarle sobre la cabeza el precioso ungüento: de nada el valor de enjugarle el rostro mientras caminaba al suplicio. Sin provecho os detuvisteis bajo la cruz a consolar su agonía, lo recibisteis en vuestros brazos bajado del madero, le colocasteis en el sepulcro y le custodiasteis en él. ¿A quién sino a vosotras buscó Jesús después de muerto? ¿Quién, antes de vosotras, supo su resurrección de boca del ángel? ¿A quién juzgó Cristo digno de ser visitado por El, después de resucitado, sino a vosotras? Mas volvamos a la historia, y perdónenme mis amables lectoras esta digresión: he pecado por su culpa. Del matrimonio de Luisa Vellia ron Santiago Cenci nacieron, con breves intervalos de tiempo, cuatro hijos, los cuales, según los documentos que he consultado, se llamaron Francisco, Félix, Cristóbal y
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Ángel. Vivian en la calle de San Lorenzo Panisperna en una casa que desdecía del resplandor que convenía al alto linaje de Santiago, pero, no obstante, amueblada con cierta decencia, dentro de su pobreza. Cuando a Francisco Cenci le hubo pasado el temor que le infundió Clemente VIII obligándole a señalar a su hijo una renta de 2.000 escudos anuales, y sabiendo que, por más que afectase gran austeridad no tenía aquel pontífice la mente y la energía de Sixto V, empezó primero a demorar la entrega, luego se la redujo y acabó por no darle casi nada, por lo cual la familia vivía en la mayor estrechez, apremiada por la necesidad. Luisa, que sufría mucho, y menos por ella que por sus hijos, procuraba ayudarse como mejor podía; aparecía contenta a los ojos de su marido y le aconsejaba que tuviese paciencia y esperara a que cambiasen las cosas. Tras las nubes aparece el sol, le decía, y cada día que pasa es el peor; el mal no dura eternamente, y así por el estilo continuaba haciendo derroche de esos lugares comunes que profieren los labios y el corazón no cree, porque, desgraciadamente, la fortuna agarra al hombre por los cabellos, lo arrastra a la tumba y no le deja hasta que le tiene en la fosa bien enterrado y pisoteada la tierra que le cubre. Las tribulaciones de la animosa mujer sólo las conocían Dios y ella; y se sentía destrozado el corazón cuando contemplaba a su joven esposo no va mal vestido sino casi andrajoso y famélico y a sus hijitos hambrientos también y medio desnudos. Los repetidos golpes de la suerte adversa, influyeron al fin sobre su carácter y verificóse en ella un visible cambio: un sentimiento de duda se apoderó de su corazón y ahogaba con violento esfuerzo el 107
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reproche que, a su pesar, le subía a los labios para reprenderla por su excesiva paciencia. Empezaba a arrepentirse del sacrificio sufrido. Quien la hubiese observado atentamente hubiéralo comprendido en seguida en su semblante y en el acento con que profirió las últimas palabras; pero Santiago, oprimido por la tristeza, no se hallaba en estado de hacer tales observaciones. -Luisa mía -añadía en tono de misterio-, muchos más... muchos más ha cometido... Escucha, acércate, para que los niños no me oigan. Y como ella, con manifiesta repugnancia, se negara a obedecer, Santiago adelantó su silla. -Has de saber que mi madre fue tan honrada, como bella... ángel mío, como tú. Pero, si mantuvo siempre su corazón purísimo a la felicidad conyugal, comprenderás que no podía impedir que otro se enamorase de ella. Don Gaspar Lanci, un hidalgo, concibió por ella una profunda pasión, y procediendo con una ligereza impropia de un caballero, hizo imprimir un soneto funesto, que recuerdo perfectamente y que decía así: Posciache amor per voi mi accese il core Forse di troppo a me onorata fiamma, Cosí di fuoco ho la sinistra mamma, Che non ho refrigerio al fiero ardore, Mi nutrisco di pianto e di dolore, E ben ch'io mi consumi dramma a dramma, Mi restaura il calor che sol m'infiamma, Cosí mi ancide e mi ravviva amore. 108
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Virginia, il guardo onde tanto arso fui Ei tanto fisso nella mente siede, Che non posso pensar se non a lui. Se da voi non impetro ormai mercede Cenere mi fará, che non di altrui. Si può amorzar l'ardor cho ogni altro eccede. Este soneto, que puede considerarse como un crimen de lesa poesía, quizá fue absuelto por el amor, pero no por mi madre. Al día siguiente de haber mandado don Gaspar su don, impreso sobre raso color de rosa, fue, como era costumbre, a visitarla, estando ausente Francisco Cenci. Mi madre, tan pronto como le vio entrar se puso en pie, y haciéndole una reverencia le dijo con voz un tanto alterada: «Caballero, después de haber publicado su soneto, esperaba que su señoría comprendiese que una dama honrada no puede recibir a quien la galantea; pero, puesto que el buen sentido no ha prevalecido en su señoría, me pone en la necesidad de advertírselo». Y movida luego a compasión por la palidez del hidalgo, añadió dulcificando el acento: «Don Gaspar, ¿por qué me ofrecéis un amor al que, como esposa de otro, no puedo corresponder? Presentado a una joven de vuestra condición, sería precioso y la colmaría de júbilo. ¿Por qué no lo hacéis así? Mirad en torno vuestro y veréis que en Roma abundan las jóvenes bellas y virtuosas; dirigid a una de ellas vuestra preciada llama y estad seguro de que será acogida con mucho gusto, como merece.» »El señor Lanci, turbado y perplejo, se deshacía en inclinaciones; las palabras se le atragantaban y las lágrimas le 109
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asomaban a los ojos. Mas como el amor se mantiene de suspiros, de llanto y de esperanza, no por eso abandonó la costumbre de rondar el palacio, contento de contemplar cuando menos la mansión de la mujer amada. Cierto día, antes del alba, oí bajo las ventanas de mi cuarto una voz que gritaba: «¡ Jesús me valga! ¡Misericordia!» Corrí a la calle con una espada en la mano y alumbrándome con un hacha, y vi, cerca de la arcada de casa, el cuerpo de don Gaspar, que tenía el pecho atravesado por una daga. »Pero aun hay más. Mi madre, consumida ya por los dolores sufridos, se puso más triste por lo ocurrido a don Gaspar, que era un alma buena, pareciéndole que ella era la causante de aquella desgracia. Ya antes de este suceso salía poco de casa; después no se la vio más fuera de ella, pues vivía retiradísima y entregada por completo a sus aflicciones. Así, asaltada por los antiguos y los nuevos disgustos, decayó de tal modo que a cuantos hablaban con ella les parecía que tenía contados sus días. Además, la voz de su próxima muerte fue esparcida astutamente por Francisco Cenci, que en aquel entonces ardía no de amor sino de despecho por Lucrecia Petroni, nuestra madrastra. Cierto día, cuando creyó llegada la ocasión, Francisco Cenci, aprovechando un momento en que mi madre, que estaba sentada a la mesa, a su lado, volvió la cabeza para llamar a un criado, rápido como la lengua de un áspid echó una pulgarada de polvos en su vaso. Mi madre bebió, y como sintiera un sabor amargo, riñó al doméstico que servía la mesa. El conde, solícito, se hizo entregar la botella, paladeó el vino y dijo que era el exquisito alicante de siempre. Yo iba a abrir la boca para decir 110
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lo de los polvos, pero Francisco Cenci, ahogándome la voz en la garganta con una mirada terrible, añadió con dulzura: «Virginia, no hagas caso; cuando uno está malo, lo primero que aborrece es el vino». Y dicho esto se levantó de la mesa. Tres días después, a la misma hora, mi madre, que santa gloria haya, moría y, sin ser embalsamada, a causa de la súbita corrupción, bien cerrada en un triple ataúd, fue transportada a toda prisa a una lejana sepultura. Luisa había escuchado aquel relato con cierta expresión de incredulidad, y cuando su marido hubo concluido, replicó con triste acento: -No diré, ¡Dios me libre!, que el conde sea un santo. Pero ese incesante vituperar a tu padre sólo te ha acarreado daño... -¡Que yo le vitupero! -¿No fue por semejantes oprobios por lo que Su Santidad, teniéndote por un hijo desnaturalizado y deseoso de la muerte de tu padre, te arrojó de su presencia sin atenderte? -La suerte de ese demonio corre parejas con su perversidad. -¡Qué vergüenza!... No olvides que hablas de tu padre, y que tus hijos pueden oírte. -Y si me oyen, ¿qué mal habría en ello? Mejor, así sabrían cuán diferente es su abuelo de su padre. -¿Tú?... Si fuese verdad todo lo que cuentas del conde, tendrías de común con él el odio a los hijos... -¡El odio a mis hijos! ¿Pero estás loca esta noche, Luisa? Y Santiago levantó la cabeza como espantado.
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-Sí, sí -prorrumpió Luisa, rotos ya todos los diques-; el odio a tu sangre. Aquí están tus hijos, que tienen hambre, y no sabes procurarles pan; les ves desnudos, y no les traes ropas... De mí no quiero hablar. La casa que te fue tan querida te causa horror; apenas estás en el hogar doméstico unos instantes, llegas y te vas en seguida, y no te preocupas por nosotros que, presa de mil angustias, te esperamos en vano noches enteras... -¡Luisa! El alma, que podría quizá soportar vuestros clamores, no puede resistir la vista del mudo dolor de mi familia, no puede ver el espectáculo de tanta miseria. -Esposa mía, ¿quieres convertir en delito esta inmensa ternura? -Dime, Santiago, ¿tu ausencia aprovecha mejor a tus hijos? ¿Cuando no te ven, lloran acaso menos? ¿ Tu ausencia les alimenta, les viste, les consuela? ¿Por qué dejarme, pobre mujer, desolada, sin consejo y sin recurso? ¿No nos hemos unido para padecer o gozar juntos? ¿Por qué, pues, me haces llevar la cruz a mí sola? -Luisa, tienes razón; ¿pero no me perdonarás mi ternura, o si quieres, mi pusilanimidad? -¡Hombre fingido y cruel... tu ternura... tu pusilanimidad!... ¿Y dónde derrochas la pensión que te pasa tu padre? -¿Qué significa ese furor? ¿No te he dicho mil veces que me la ha quitado y ahora me da tres escudos, luego cuatro y siempre como limosna a mendigo importuno? -Sí, ¿eh? ¿Te ha quitado la pensión? ¡Te da una limosna! Y tus mancebas, di, ¿con qué las mantienes? ¿De qué comen tus bastardos? 112
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-Luisa, tú deliras. -¡Oh, por mí no me importa, porque estoy dispuesta a volver a casa de mis padres! Y aun cuando la fortuna no les haya sido propicia, sé que me acogerán con toda el alma. Además, sabré ganarme la vida con mi trabajo. No te echaré en cara mi juventud ajada, mi belleza perdida contigo... ¡Ah, salgo de tu casa muy diferente de lo que entré! Las mujeres somos flores truncadas por un capricho pasajero, marchitas, deshojadas y arrojadas al suelo... No te deseo mal alguno, Dios me libre. ¿Qué mal puedo desear al padre de mis hijos? -Luisa mía, ¿pero qué nueva desventura es ésta? Habla con calma, escúchame... Inútil empeño. Tan posible era detener con las manos el curso del Tíber como aquel desbordamiento de pasión... -¡Luisa!... -Ve a los brazos de otra mujer... ve... pero sabe que no hallarás jamás quien te haya amado tanto como yo. Mas éstas son palabras de mujer, de las que no debes hacer caso; pero te suplico que oigas estas otras, que son de madre: Ten compasión de estos desgraciados niños... míralos, mírame... y el corazón te dirá que son tus hijos, sangre de tu sangre... Al menos quiérelos como a los que hayas tenido con otra mujer; no les condenes a morir de hambre. A mi Angelito, mientras he podido, lo he alimentado con mi leche... ahora empieza a faltarme... ¡Oh, Virgen Santísima de los Dolores! Hasta la leche se seca en mis pechos... misericordia para una pobre madre.
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Santiago echaba en torno suyo miradas extraviadas; y con aquel profundo abatimiento, en lugar de disiparlas, confirmaba las sospechas de su esposa. -¡Ah! -exclamó por último, desesperado-. ¿Quién envenena el corazón de mi mujer? ¿Quién separa la carne de mi carne? ¡Lo único que unió la voluntad de Dios lo separa la maldad de Francisco Cenci! ¡ Francisco Cenci, veo en esto tu mano! ¡Te siento aquí! Tu hálito me envuelve sutil, implacable y mortal como la peste... Luisa, di, ¿quién me ha calumniado ante ti? -¡Calumnia! ¿Cuántos son los culpables que se golpean el pecho diciendo: pequé? ¿Y el collar comprado a tu manceba, es calumnia? ¿Calumnia también la mantilla de brocado de plata comprada a tu bastardo? ¿La casa restaurada al marido complaciente también es calumnia? -Si el dolor no me acongojara, sería cosa de reír. Vamos, Luisa, basta; eso es un tejido de mentiras. -¿Mentiras, dices? Lee, pues. Y sacando un pliego del seno, echólo sobre la mesa. Santiago lo desdobló y leyó. Era una carta anónima escrita con pésima letra y estilo plebeyo en la cual se daba cuenta a Luisa de la infidelidad de su marido con la mujer del carpintero de Ripetta, y de las grandes sumas que gastaba con su manceba, a la que amaba con locura. Le decían, también, que Santiago había reedificado la casa y dado dinero al marido para su industria; le hablaban de preciosas joyas y de ricos vestidos regalados a su amante y, aun más, lo que había acabado de destrozar el corazón de la pobre madre, le aseguraban que de aquellas ilícitas relaciones había nacido un 114
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bellísimo niño, al que Santiago quería sobre todas las cosas. Acerca de la mantilla de brocado de plata se extendía con maligna complacencia. Santiago tendió con ademán lánguido y lento la carta a su mujer, y moviendo melancólicamente la cabeza, murmuró: -¿Cómo es posible, esposa mía, que con tu talento hayas podido dar fe a este escrito tan infame como estúpido? -Porque es verdad -respondió la esposa sollozando convulsivamente. -Luisa, ¿puedes creer a un calumniador cobarde que oculta su nombre porque sin duda persigue algún fin particular y odioso, el de enajenarme tu corazón, turbar la paz doméstica, robarme el único bien que me queda, tu amor, pues ya sabes que te amo como a las niñas de mis ojos, que te respeto como a madre de mis hijos.. . y que te lo afirmo y juro por mi alma? -Creo más a la carta que a ti, porque la carta dice la verdad y tú eres un embustero. -Luisa, te recuerdo más oportunamente la lección que querías darme hace poco; advierte que tus hijos, no sólo pueden oírnos, sino que nos oyen, y que yo soy su padre. -Te lo digo justamente en su presencia para que empiecen a conocerte. -¡ Silencio... mujer... silencio!... Todo cuanto estás diciendo es falso; te lo juro por mi fe de caballero honrado, y basta. -¡Verdad que eres un caballero sin tacha! ¡ Sólo te falta el no tener miedo para parecerte al Bayardo! ¿Y cuando a mi
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familia y a mí nos dijiste que tenías el consentimiento de tu padre, no juraste también bajo fe de caballero honrado? Santiago enrojeció hasta la raíz de los cabellos, luego se puso pálido y por último dijo con amargo acento: -Verdaderamente que aquella por cuyo amor cometí una falta... no debía echármela en cara... Entonces mi pasión por ti me privaba el juicio... -¿Y quién te lo priva ahora? -insistía Luisa, una vez y otra, incapaz de refrenar su excitación. Santiago, atrozmente exasperado, ordenaba: -¡ Silencio!... -¿Y si no quiero callar? -Encontraré manera de cerrarte la boca... -¡Encontrarás!... ¡ ah!... ¡ ya la has encontrado!... Cuando reclinamos nuestras cabezas en la misma almohada... ¡ sabe Dios cuántas veces habrías pensado en hacer desaparecer la mía! -¡Luisa!... -Ahora la serpiente ha vomitado su veneno... ¡Hombre cruel! ¿No te basta la víctima? Quieres que se calle, que no exhale un suspiro, que no turbe la voluptuosidad que sientes por su muerte. Ten al menos la cortesía de los sacrificadores antiguos... que coronaban a sus víctimas de flores y las envolvían en púrpura... -¡ Pero calla de una vez por el amor de tu Dios!... -¡No, no quiero callar... hablaré... quiero acusarte de impiedad ante Dios y los hombres... traidor... impostor... marrano!
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El ultraje hizo hervir la indignación en el pecho de Santiago, ya exacerbado por la desgracia, tanto, que como agua que el exceso de calor hace rebosar del vaso, se desbordó ciega y tremenda. Echó la mano convulsa bajo la ropilla, pero quiso la suerte que hubiese perdido el puñal. Recorriendo frenético la estancia vio uno de esos larguísimos estoques de cuatro filos, llamados verduguillos, y empuñándolo se dirigió ciego de ira hacia su mujer. Luisa, rápidamente, se rodeó de sus hijos mayores, abrazó al pequeñuelo, y cayendo de rodillas ante su marido que se acercaba sin pestañear, dijo: -Aliméntalos con mi sangre, ya que se ha secado mi leche... ¡ verdugo! Santiago se detuvo; como el que recibe un golpe en la cabeza, vaciló, arrojó lejos de sí el estoque y extendió angustioso los brazos a su mujer, que volvió los suyos a otro lado exclamando: -¡No... jamás! Entonces Santiago, extraviado, recurrió a los hijos, y con acento de inefable ternura suplicaba: -¡Oh! ¡Hijos míos, convenced a vuestra madre de que se engaña; decidle que la he amado siempre y que la amo! Vosotros al menos corresponded a mi efusión... venid a mis brazos... consoladme... mi corazón está lleno de infinita amargura... -¡No... has hecho llorar a mamá! -¡Quieres herir a mamá... vete! ... -No te queremos ya, eres malo. -¡Vete... vete!... -gritaron a coro los niños. 117
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-¿Que me vaya? ¡Está bien! Mis hijos me arrojan de su seno... me echan de mi casa... me iré... pero tú al menos -añadió Santiago dirigiéndose al pequeño que Luisa había vuelto a poner en la cuna-, inocente criatura que los hombres no han podido envenenar aun... tú que sentirás virgen el grito de la Naturaleza, recibe mi abrazo y tenlo como la única herencia que puede dejarte tu infeliz padre. El niño, asustado ante el semblante descompuesto y los gestos extraviados de su padre, levantó las manecitas y se tapó la cara lanzando chillidos de miedo. Santiago se quedó parado... lo contempló... cruzó los brazos sobre el pecho, y con acento reconcentrado profirió estas palabras: -Está bien... el padre me persigue, los hijos me echan... la misma Naturaleza invierte para mí sus leyes, y el pequeñuelo me aborrece como a cosa que el instinto le dice ser maléfica. A estos hechos jamás debía llegar el hombre... ¡ y debo sufrir hasta el último extremo! A guisa de tronco en mitad del camino, me atravieso en la vida de los míos, obstáculo odioso e insidioso. ¿Qué esperas, ya, alma desconsolada? Ahora tu partida es útil para ti y para tus hijos; un día los eduqué bajo mi sombra, ahora mi sombra les quita el sol... venenosos son los rocíos que proceden de mí. Vamos... ¿debo bendecirlos o no? Quisiera... y no me atrevo... No, porque mis palabras podrían, antes de llegar a sus cabezas, convertirse en maldición. ¡Vida acerba, muerte miserable, memoria aborrecida! ¿Y tú, Dios, ves estas cosas? ¿Las ves y las consientes? ¡Tú has roto la caña que se inclinaba... y yo me declaro vencido!... ¡ oh, oh!...
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Y así murmurando con la muerte en el alma y mesándose los cabellos, exhalando dolorosos ayes, abandonó la casa. Quien le hubiese visto, aun siendo enemigo suyo, no hubiera podido menos de exclamar: «¡Dios tenga misericordia de ese desgraciado!» La mujer, aun cuando la tempestad continuaba rugiendo en su alma, sentía levantarse en su corazón un aura de tristeza precursora del llanto apasionado, gracias a la espontaneidad del amor que sus hijos le habían mostrado, el cual se los había hecho mil veces más queridos. Hay en los padres, no diré sin que se den cuenta de ello, pero sí sin que se lo confiesen a sí mismos, una emulación en el afecto de los hijos, la cual suele proceder ordinariamente así: las madres consiguen hacerse amar de las hijas con preferencia al padre, y aun de los varones mientras éstos son débiles e indefensos; pero cuando la vida florece en ellos vigorosa, gozando del campo abierto, o del ruido de las ciudades, se alejan paulatinamente de la madre aproximándose al padre. Los hijos de Santiago estaban en esa edad en que la necesidad les inclina mejor a las caricias y cuidados maternos, por lo que era natural que tomasen partido por la madre. Luisa no advirtió la partida de su marido y si llegó a advertirla, no hizo gran caso, saciada, por decirlo así, de amor filial. Los besos ardientes que en aquel momento recibía y las efusivas caricias que cambiaba con sus hijos, le hicieron olvidar que el vínculo más fuerte de la familia rodaba pisoteado por el suelo. ¡Ay! ¡Cuán amargo había de costarle el
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mal momento en que, incauta, dejó entregada su alma a una ciega pasión!
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VIII EL SUEGRO -Quiero aclararlo por mí misma -exclamó Luisa con aire resuelto. Arreglóse del mejor modo que pudo sus ropas deterioradas: sacó de la caja una mantilla de seda negra para envolverse en ella, y dejando a los niños al cuidado de la única criada que tenía en casa, recomendándole muchas veces que no los perdiese de vista, fuese en derechura al palacio del suegro. Al llegar a la antesala, notó que los criados la miraban de reojo reputándola por persona de poca importancia; y acaso ya iban a descargar sobre ella alguna, nube de plebeyas chanzas, cuando la dama ahogó en germen todos los villanos propósitos mandándoles con digno y altivo acento: -Advertid al conde don Francisco que doña Luisa Cenci, su nuera, quiere hablar con él y que espera en la antesala. Y entonces sí que les pareció a los criados haber saltado de la sartén para caer en las brasas. No sabían si anunciarla o no; ambos partidos eran peligrosos.
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Tan raro era el carácter del amo, que si no lo adivinaban, lo menos que podía sucederles era perder el pan. ¡El pan! ¡Aguja magnética que conduce más bestialmente que las mismas bestias los rebaños de los hijos de Adán! ¡El pan! Alimento cotidiano que los hombres, más infelices que los brutos, con sobrada frecuencia no saben procurarse sino por medio del crimen o de la vileza. ¡El pan! Piedra que la necesidad ata al cuello de todo noble sentimiento para ahogarlo en el infierno del mal. Realmente fue grande la sabiduría que insinuó en la oración dominical la petición a Dios de darnos el pan nuestro de cada día; pero, como no siempre es escuchada, convendría muy mucho añadir estas palabras: «Y si no puedes o no quieres darme pan, concédeme al menos la fortaleza para morir de hambre con honor.» Entretanto el hombre no quiere morir de hambre, y extiende sobre el pan la vileza a guisa de manteca, sin que eso, al parecer, le quite el apetito, o le estropee la digestión. Los criados, más antiguos, viejos zorros ya, se reunieron para discutir lo que debían hacer, y el consejo fue breve porque uno de ellos, que había sido despensero en el convento de Jesús, en Roma, señalando con un guiño a cierto joven lacayo, que desde hacía pocos días se hallaba al servicio del conde y era de vanidoso natural, pronunció la sentencia: «¡Alaba al loco y le harás correr!»; y volviéndose hacia él le dijo: -Ciriaco, te toca a ti; dejámoste el campo libre para que puedas hablar con el amo. Además, eres joven y listo... nosotros los viejos no sabemos cómo se trata hoy a las seño122
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ras... Así es, que la presentación de esta señora te corresponde de jure. -Excelencia -dijo Ciriaco cuando estuvo ante el conde, inclinando el cuerpo de modo que parecía el primer cuarto de luna-, en la antesala espera una dama que dice es nuera de Vuestra Excelencia y quiere veros. -¿Qué dices? -gritó el conde dando un brinco en la silla. Generalmente ponía a los criados rostro feroz; pero en aquella ocasión estaba temible, mucho más porque llevaba la cabeza envuelta con vendas y sentía en las mejillas el dolor de las quemaduras. -La nuera de Vuestra Excelencia... El conde miraba al criado con expresión tan amenazadora, que éste sintióse invadido del frío de las tercianas; sin embargo, sostenido por la virtud del pan e inclinándose más aun, añadió Ciriaco: -Por más que no se me haya escapado que vuestra parentela, por cien motivos a cuál más plausible, no es del agrado de Vuestra Excelencia. -¿Tú has observado eso? -Eso y otras cosas, porque deseo que nada se me escape en los gestos de mi amo, para anticiparme a su voluntad. Sin embargo, me ha parecido una grosería y un desacato, en atención al respeto de la ilustre casa, de quien la dama afirma llevar el esclarecido nombre, despedirla sin anunciarla siquiera. Don Francisco esbozó la sonrisa despreciativa tan característica en él, al considerar que aquel ganapán, a fuerza de lisonjas quería insinuársele también en el corazón; y co123
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mo el lacayo hubiera terminado de hablar, mirándole de hito en hito le dijo: -¿Y qué motivo te ha hecho sospechar que mis parientes, y en modo especial doña Luisa, mi señora nuera, me sean molestos? Espías los movimientos de tus amos, y eso está muy mal. Interpretas al revés sus intenciones, y eso es peor aun. Vete a buscar a mi mayordomo, dile que te pague el salario de un año, y quítate mi librea... Esta noche no duermas en mi palacio. El criado se quedó como quien se refugia de la lluvia bajo un árbol y siente caerle sobre la cabeza una rama tronchada por el rayo; quiso postrarse, intentó con palabras y gestos pedir gracia, pero el conde, al ver la tardanza con que el criado obedecía sus órdenes, añadió con tono que no admitía réplica: -¡ Sal! -¡Ah, clarísima e ilustrísima doña Luisa!: decía el lacayo con ardientes palabras-. Ved, por haberos anunciado me toca a mí salir... ¡Dejo a vuestra consideración si la cosa es justa! Me encuentro despedido... no diré por culpa vuestra, ¡Dios me libre!, pero en suma, por serviros me ha ocurrido esta desgracia... Ved si podéis repararla. Me recomiendo a vos, casi es de conciencia... El alma del criado, mitad suplicando, mitad censurando, oprimida por la agonía del pan, se aferraba a doña Luisa (poco antes despreciada), como a su última áncora de esperanza. Luisa, a decir verdad, sintióse apesadumbrada por la dureza del caso y más por aquel mísero; vaciló entre seguir 124
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adelante o volver a casa, como quien ha comprendido bastante y aun demasiado; pero, sin embargo, prevaleció en su ánimo el peor consejo y entró. Los viejos servidores rodearon al desgraciado lacayo, y sutilmente, burlándose de su dolor, le curaban la herida con vitriolo. Luisa, con actitud ni humilde ni soberbia, acercóse adonde la esperaba el suegro en pie; y como para honrarle como padre, quiso arrodillarse a sus pies, él no lo permitió, sino que levantándola prontamente, le dijo con benigno acento: -No, hija mía, -no tengo las orejas en los pies. Esto no es censura, pero la criatura humana no debe postrarse sino a los pies de Dios. -Señor padre, puesto que con tanta benignidad me concedéis el derecho de llamaros por ese nombre, permitidme que ante todo os pida perdón por no haberme presentado nunca ante vos. Me habían asegurado que me echaríais de vuestra casa... Esta afrenta, como comprenderéis, no podía tolerarla una dama romana... -Ciertamente el haberos casado con mi hijo primogénito en el cual había yo puesto toda mi ternura y todo mi orgullo... sin siquiera solicitar mi consentimiento... sin pedirme la bendición paternal... ¿pero qué hablo de bendición y de consentimiento?... sin decirme tan sólo una palabra, parecióme tal olvido de toda dignidad, tal desprecio de todo respeto, que el corazón de un padre no podía por menos que gemir profundamente. Pero en cuanto a echaros de mi casa, perdonadme; mi nuera, como toda la que siente que es dama 125
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romana, debía saber que un caballero romano no puede nunca faltar a la cortesía debida a una mujer, aunque la vista de ésta le resulte poco agradable. Y como Luisa, comprendiendo la vil alusión a su humilde linaje estuviese para responder con viveza, el astuto viejo, que notó el rubor que empurpuró el rostro de su nuera, apresuróse a añadir dulcemente: -Tanto más cuanto que habiendo nacido vos de honrados padres y la fama pregona vuestra virtud, no hubiese yo encontrado motivo suficiente para oponerme a ese matrimonio. Ni hubiera sido obstáculo la modesta posición de vuestra familia, sea porque mi casa no necesita riquezas, sea porque la fortuna hace con ellas lo que el mar con el agua, que cubre y descubre sus playas sin cesar, y para mí ha sido siempre preferible virtud sin dinero que fortuna con soberbia, con maldad o con idiotez... -Don Francisco, duéleme que para defenderme tenga que acusar a otro, pero fuerza es que sepáis que Santiago, dominado por la pasión, me engañó diciéndome, bajo palabra de honrado caballero, que vos consentíais en nuestro enlace; sólo que por ciertas razones deseabais que nuestro matrimonio fuese secreto durante algún tiempo... -Y he aquí como -exclamó el conde dando una fuerte patada en el suelo -el desprecio del primer deber de todo caballero, que es la lealtad, tiene siempre funestas consecuencias. Vos únicamente fuisteis engañada, yo traicionado. Quizás podría acusaros de excesiva credulidad, tal vez pudiera llamar incautos a vuestros padres y a vos... pero, de todos modos, ¿qué culpa tendrían vuestros hijos? 126
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-Justamente por ellos, que también son sangre vuestra y deben continuar vuestra descendencia... -¿Cuántos tenéis? -Cuatro y lindísimos todos... ángeles de inocencia, y belleza- respondió vivamente Luisa, mientras en sus ojos brillaban dos gruesas lágrimas hijas del orgullo maternal. -¡Qué fecunda es la casta de las víboras! -pensó el conde; y añadió en voz alta, sonriendo-: ¡Dios os los conserve! -Padre mío, vuestras palabras me animan. Escuchadme, pues, porque he venido a hablaros de vuestros nietos. Tenéis delante una madre desolada, una verdadera madre dolorosa... De mí no hablo. No os fijéis en las pobres ropas que me cubren y que me hicieron sospechosa a vuestros lacayos hace poco... pero sabed que mis hijos, vuestros nietos, están medio desnudos y con frecuencia les falta el pan para acallar el hambre... Y las lágrimas de orgullo que acababa de derramar, convirtiéronse, en la pobre madre, en llanto deshecho y lleno de dolor. -¿Cómo es eso? No puedo negar que siempre me he mostrado con Santiago más tacaño que espléndido; pero esto ha sido por haberme enseñado la experiencia que sus costumbres son poco laudables y que sus vicios exceden a los bienes con que cuenta para alimentarlos. El tonel de las Danaides fue fábula, pero la prodigalidad de mi hijo es desenfreno. Siempre me repugnó hacerlo peor de lo que es. Hasta hoy me ha detenido mostrarme demasiado generoso con él una especie de remordimiento, y el temor de tener que rendirle cuentas a Dios en su día. Si nuestros ante127
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pasados no hubiesen fundado los fideicomisos y no estuviese yo dispuesto a imitarles en esta práctica loable, ¿sabéis, querida señora y respetable nuera mía, que me preocuparía la suerte de esos niños hijos vuestros y nietos míos? No obstante, paréceme que con dos mil ducados al año, se puede proveer a las necesidades y aun a las comodidades de vuestra familia. -Pero Santiago asegura que sólo le dais, y esto arrojándoselo como limosna, de vez en cuando algunos escudos, más como signo de ultraje que para aliviar su miseria... -¿Lo asegura él? ¿Y quizás lo jura bajo la misma palabra de caballero honrado con que os juró que yo sabía y consentía en vuestro casamiento? Yo no os juraré, porque me han enseñado que el hablar del cristiano ha de ser, sí, sí, no, no... Pero os podéis convencer hojeando los libros de casa (y tomó un libro de memorias, abriólo, se lo puso delante de los ojos señalándole algunas partidas que la nuera se guardó de leer). Ahí podéis ver si está o no pagada la asignación convenida. ¡ Puesto que ese desgraciado impone a su padre la humillación de tener que justificarse, hasta las piedras se levantarán para dar testimonio contra él! ¡Calumnia!... ¡ y siempre calumnia injustísima, y sin embargo, no es la más grave de las culpas que puede reprochar a Santiago mi corazón paternal! ¡ Pero mis dolores deben permanecer sepultados aquí dentro! ¡Ay de mí! ¡ Francisco Cenci, mísero padre e infeliz anciano!... ¡Ay de mí! Y se cubría el rostro con ambas manos.
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Luisa, ante el venerable semblante y el acento de un afán tan profundo, sintióse conmovida. El perverso, siempre con voz lastimera, proseguía diciendo: -¡Encontraré al menos un corazón en el cual desahogar la amargura de mi alma! -¡ Padre mío... señor conde... también soy yo madre y esposa del desventurado!... Desahogaos... -Lloraremos juntos secretamente... -¡Generosa mujer! ¡Mi buena hija! ¡No... no... la religión de la mujer consiste en estar apegada, como la carne al hueso, al hombre que elige por compañero de su vida, por lo cual deben ser prudentes mis palabras; quizás ya he dicho demasiado, y no quisiera que le amaseis menos!... ¡Oh, Santiago! ¡Cuántas noches de angustia procurarás a los últimos años de tu pobre padre! Ved, desconozco el rostro de mis nietos... Ese dulce orgullo de los viejos... ¡ Podríamos vivir todos bajo el mismo techo... unidos por la bendición de Dios! Este palacio es demasiado grande para mí; lo recorro solitario y sediento... yo, que podía ver mi semblante renovado en el semblante de mis nietos... yo, que debía fortalecerme con sus caricias... Entre nuestros corazones que anhelan aproximarse y nuestras personas surge una muralla de bronce... ¡ y tú, desgraciado Santiago, has sido el artífice! Luisa, viendo la fisonomía del viejo ponerse plomiza por el odio, temió haber agravado con exceso la suerte de su marido. Por lo que se contuvo cautamente, diciendo más tranquila:
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-¿Y tanto os ofenden, padre mío, las culpas de vuestro hijo, que la esperanza de un merecido perdón no germinará en vuestro corazón paternal? -Quiero que juzguéis vos. Os recordaré cosas que por ser generalmente conocidas me evitan renovar el acervo dolor. ¿Quién fue el que impulsó a Olimpia a escribir el repugnante memorial entregado al Papa, por el cual me arrancaron de los brazos aquella hija extraviada, con tanta severidad para mi corazón y daño para mi buen nombre?... Santiago. ¿Quién procuró que aquel libelo infamatorio llegase a manos de Su Santidad? Santiago. ¿Quién fue el que arrodillado a los pies del Pontífice le rogó con lágrimas y suspiros que me condenara a muerte? ¿Quién? ¿Acaso algún enemigo? ¿El heredero de alguien a quien yo hubiese matado? No, fue Santiago, el hombre qué me debe la vida... -¡Oh, padre mío! Vamos, calmaos, quizás os han dicho más y peor de lo que Santiago hiciese o dijese; vuestra gran experiencia conoce el mal proceder de los chismosos, que se ensañan en el caído añadiendo sin cesar leña al fuego, y aun cuando las faltas de vuestro hijo fuesen tan graves como decís, recordad que es vuestra sangre, que es vuestro hijo, recordad que Nuestro Señor Jesucristo perdonó a los que le habían crucificado, porque no sabían lo que se hacían. -Pero Santiago sabe demasiado bien lo que se hace. Cada día aumenta su impiedad; todos los momentos los aprovecha para quitarme la fama y el resto de vida que me queda... Con impaciente ferocidad mi hijo se maravilla de lo que tardo en morir, pues todo le inclina a desear mi muerte. Oíd, hija mía, y si la indignación rompe los diques y se desborda, 130
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perdonádmelo. Pero estos horrores os recomiendo que queden entre Dios, vos y yo; sobre todo que mis nietos los ignoren siempre para evitar el que un día aborrezcan a su padre. Hace unos días vino aquí a pervertirme a Beatriz y a Bernardino, haciéndoles creer pérfidamente que yo había sido el causante de la muerte de Virginio, como si el pobre niño, por desgracia suya y mía, no estuviese atacado de tisis, que es una enfermedad incurable. Pero no es esto sólo: en la iglesia de Santo Tomás, erigida por la piedad de nuestros abuelos y restaurada por mí, mientras se celebraban solemnes exequias por el alma de mi difunto hijo, convertía el féretro en cátedra de abominaciones, sin respeto a la santidad del lugar, a los sagrados altares, a los ritos de la religión y al Dios presente, y trataba con mis extraviados hijos y mi esposa... de mi muerte. ¿Os estremecéis, mi buena Luisa? Pues aun habéis de oír cosas más tremendas y que os harán estremecer todavía más. Cuando yo, ¡mísero padre!, me arrodillé para orar por la infeliz criatura muerta, prematuramente llamada a mejor vida, no sé qué nueva insania o inaudita rabia los impulsara, lo cierto es que me echaron encima el cadáver del niño... me pisotearon... hiriéronme... Mirad, hija mía, vedlo vos misma, llevo impresas en el rostro las huellas del sacrílego atentado. Se detuvo como abrumado por el atroz recuerdo, y luego, con plañidero acento, prosiguió: -De hoy en adelante, cuando me rodeen mis hijos, Santiago sobre todo, ¿sabéis lo que tendré que hacer? Tentarme para ver si llevo la cota de malla, registrarme para ver si he olvidado el puñal... Entre ellos y yo puse un perro fiel, que 131
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con su furor defendiese mi vida.... Sí, un perro, porque mi sangre me es manifiestamente hostil. ¡Habiendo perdido la confianza en los seres humanos, fuerza es que la busque en los animales! Pues bien, ese perro, fidelísimo a toda prueba, fue muerto por ellos, le atravesaron el corazón con una espada... ¡ atroz presagio de la suerte que destinan al padre! Hace ya tiempo que me invade un pensamiento que, nacido en mis dolorosos insomnios, ha llegado a enseñorearse de mí como una idea fija... y es, si debo permitir que consumen el parricidio o mejor debo cortar con mis propias manos esta mísera vida, evitando así la infamia y la pena del delito a ellos, y a mí el insoportable suplicio de vivir. ¡Ah, Señor, cuán dura, es la necesidad de que se pierda su alma o la mía! Diciendo esto, con la frente inclinada, miraba cierta carta recibida de España, en la cual le anunciaban la próxima muerte de Felipe II, a quien él admiraba sobremanera, y pensaba entretanto: «¡Dichoso el que antes de morir pudo estrangular a su hijo y fue bendecido por la Santa Madre Iglesia!» En aquel momento llamaron muy despacio a la puerta. El conde, levantando la cabeza, ordenó con voz firme: -¡Adelante! Apareció Marzio, el cual, después de alguna vacilación al ver allí a una mujer, anunció: -Señor, el tabelión... -Que espere; hazle pasar al gabinete verde donde podrá descansar con toda comodidad. -Excelencia, me ha instado a anunciarle, diciendo que asuntos urgentes reclaman su presencia en otra parte. 132
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-¡Vive Dios! ¿Quién se atreve a tener una voluntad diversa a la mía, y por añadidura en mi propia casa? Casi casi estoy tentado de hacerle como al conde Ugolino y echar la llave al Tíber. Anda, y no le permitas salir sin mi consentimiento. La rabia, a duras penas reprimida con que el conde profería estas palabras, hubiera hecho pensar a cualquiera que prestase un poco de atención, en la hipocresía desplegada hasta entonces en su conversación; pero Luisa tenía la mente en otra parte, y en aquel momento estaba con los ojos fijos en el suelo como persona abrumada, incapaz de formar un concepto o proferir una palabra. El conde la miró con recelo y luego continuó, ya calmado: -Pero no me separo de mi primer propósito, porque los hijos no han de soportar la iniquidad de sus padres. Esta ley, demasiado severa, fue mitigada por la doctrina de Cristo... y yo soy cristiano. Habéis llegado en el preciso momento en que iba a poner en obra esta fe mía.. He resuelto instituir herederos de mis bienes libres a vuestros hijos; respecto a los fideicomisos nada hay que temer, pues no pueden ser vendidos ni hipotecados, y fuera de las rentas del fideicomiso Santiago no puede malgastar nada y a su pesar tendrá que entregar en su día el capital intacto al mayorazgo. Os nombraré administradora de los bienes libres, y espero que, después de haber atendido decentemente a las necesidades de la familia, podréis hacer lo bastante para aumentar el patrimonio. Deseaba consultaros sobre el particular, pero no podía resolverme a enviar a buscaros, por temor a un desai133
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re. Ahora que habéis venido espontáneamente, confieso que Dios os ha inspirado. Hasta un ciego vería en esto el dedo de la Providencia. Aun cuando Luisa, como todas las madres, sintiera maravillosa complacencia por las inmejorables disposiciones del abuelo para con sus nietos, como mujer honrada no pudo por menos de exclamar: -¿Y la señora Beatriz y don Bernardino? -Beatriz tiene ya asegurada su dote, suficiente para cualquier gran señora. Bernardino se dedicará a la prelacía, y la casa Cenci posee muchos patronatos entre los mejores de Roma. -¿Y los demás hijos? ¿Qué hijos? -Don Cristóbal y don Félix... -¿Esas? ¡Oh, esos, a Dios gracias, ya no necesitan de nada! -respondió el conde entornando los ojos en los que brilló una luz siniestra. -Don Francisco, no me mueve la curiosidad, sino el deseo de no aparecer ante mi conciencia codiciosa del bien ajeno, y por eso insisto en saber qué habéis dispuesto respecto a mis señores cuñados... -Esos se han casado con damas riquísimas y tienen más de lo que necesitarían muchos caballeros. De esto, si os parece, hablaremos detenidamente en otra ocasión, doña Luisa. -Señor conde, antes de dejaros (y Luisa vaciló un momento, pero venció el amor maternal del orgullo femenil), quisiera explicaros la causa que me impulsó a venir... -Os escucho. 134
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-Si mis votos son oídos en el Cielo, viviréis más de cien años, y mis hijos, entretanto, faltos de todo... -¡Ah, qué mala memoria tengo! -empezó don Francisco, dándose una palmada en la frente y como si hablara consigo mismo-. ¡ Pobre mujer!, tiene razón... No puede contar con el bolsillo de su marido, puesto que lo vacía en casa de su manceba para otros hijos que ama mucho más que a los legítimos... -¡Cómo! ¡Cómo! -exclamó Luisa, asiendo por ambos brazos a su suegro-. Así, pues, don Francisco, ¿también lo sabéis vos? -Señora nuera -contestó el conde con severidad-, debéis saber que el corazón de un padre no es menos celoso de la fama de sus hijos que lo es el corazón de la esposa; pero en este naufragio de los sentimientos de Santiago, todos salimos perdiendo: vos, un esposo; yo, un hijo... Luisa exhaló un profundo suspiro. -Ahora oídme, doña Luisa. Os suministraré con mucho gusto el dinero necesario para las atenciones de vuestra familia, pero deseo que me prometáis guardar bajo juramento ciertas condiciones que quiero imponeros. No pretendo que prometáis a ojos cerrados; os diré cuáles son las condiciones y las causas que las dictan, y si os parece, como no dudo, que son discretas y tienden al bienestar de vuestros hijos, las juraréis con libertad de conciencia,. -Ya os escucho, don Francisco. -Vosotras, buenas mujeres, presas enteramente de un solo amor, pronto olvidáis la ira que os inflama contra el objeto de vuestras legítimas afecciones; sois velas que se 135
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hinchan al menor soplo de viento... ¡Oh! Sé muy bien qué poder tienen dos lagrimitas y un beso para calmar súbitamente las iras matrimoniales. Paréceme ver ya a Santiago absuelto y mil veces más amado por ti, amantísima esposa; entonces tú le confiarías el dinero y la manera como lo obtuviste de mí; y él ¡ bueno es el mozo! se apoderaría de ese dinero viendo yo con dolor que en lugar de servir para mantener a mis nietos, lo utilizaba en sus licenciosos vicios. Presiento, por otra parte, que aun en esto encontraría motivo para calumniarme; y no quisiera que un beneficio se convirtiese para mí en una nueva amargura. ¿No te parecen ya suficientes las que padezco? ¿Soy acaso indiscreto procurando no aumentarme el número? Deseo, pues, que por nada del mundo le digas que posees dinero, y mucho menos su procedencia. ¿Te parecen estas condiciones tales que no puedan ser aceptadas? -No por cierto; vos me aconsejáis por bien, y aun sin condiciones yo hubiera hecho lo que me habéis indicado. -Tanto mejor. Aquí está esta santa reliquia -y el conde así diciendo sacóse del seno una crucecita de oro y presentándola a la nuera, añadió-: Jura por esta cruz bendecida sobre el sepulcro de Nuestro Señor, por la salvación de tu alma, por la vida de tus hijos, que mantendrás tu promesa. -No hay necesidad de ritos tan solemnes -dijo Luisa sonriendo imperceptiblemente-; sí, lo juro... -Está bien; ahora toma lo que quieras -y esto diciendo abrió un escriño lleno de oro, y como la dama, avergonzada, retrocediese, insistió el conde. Toma lo que quieras, tómalo... es una tontería gastar esos cumplidos entre padre e hija. 136
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Vamos, lo haré yo... -y llenando un bolsillo se lo puso en la mano. La nuera, roja como una amapola, le daba las gracias con una afectuosísima inclinación de cabeza. -Pero antes de separarnos, mi querida nuera, óyeme otra palabra... porque comprenderás perfectamente que a pesar de las atroces injurias que Santiago me ha inferido... y de las que desgraciadamente me inferirá aun, no deja de ser sangre mía. No te canses de intentar todo medio para conducir a ese extraviado a mis brazos... cierra los ojos a su infidelidad... sufre los insultos... olvida que tiene otros hijos que no son tuyos, que mientras no provee a los legítimos de las cosas más necesarias, prodiga a sus hijos naturales... mejor dicho, adulterinos... dinero para que compren vestidos de brocado de plata y oro... Perdónalo, conviértelo, tráemelo, en fin; mis brazos siempre están abiertos para él... mi corazón dispuesto a olvidarlo todo en un sincero abrazo. Trabajando para devolverme un hijo, reconquistarás juntamente un padre para tus hijos y a tu esposo... ¡Oh! ¡Si esto sucediese antes de que mis ojos se cierren para siempre!... Realmente mi vida no ha sido más que un afán y ya está próximo a cesar... pero sucede muchas veces que los días tempestuosos se serenan al caer la tarde, y un rayo de sol, lánguido, pero bendito... tardío, pero deseado, viene a despedir con un adiós amistoso al que está para partir. -Don Francisco, me habéis llenado tanto de asombro, de ternura y de gratitud, que no puedo expresarlo con palabras. Valga en su defecto este beso que imprimo con ternura filial en vuestra mano. Y, aun cuando siento que no podré deso137
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bligarme jamás de tantos favores recibidos, tengo que pediros uno nuevo, y es que perdonéis a ese criado que habéis despedido por causa mía... -¡ Santa mujer! No yo, Luisa, sino tú misma repararás mí yerro, por mis que le haya despedido por la falta de respeto con que ha hablado de ti. Agitó la campanilla y apareció un lacayo. -¡Que venga Ciriaco! Llegó Ciriaco con la frente inclinada hasta el suelo. -Dale las gracias a doña Luisa de Cenci, mi ilustre nuera, que te permite quedarte en casa, olvidando tu grave falta. Enmiéndate y sé de aquí en adelante más respetuoso con tus superiores. -Mi buena ama y señora, -exclamó Ciriaco echándose de rodillas a sus pies, -Dios os lo pague por mí y por mi pobre familia, que sin vuestra caridad hubiera tenido que pedir limosna... quedarse sin pan. Luisa le sonrió. Don Francisco la acompañó hasta la puerta, aunque ella le suplicó que permaneciese sentado, y luego, volviendo atrás con ligero paso, puso una mano en el hombro de Ciriaco y mirándole de pies a cabeza con feroz expresión, le dijo así: -No sólo ahora te irás de casa, sino hasta de los mismos Estados pontificios... ¡ y en seguida! Si mañana estuvieses aun aquí, ya me cuidaré yo de tu viaje. Vete sin mirar hacia atrás; no tengo el poder de convertirte en estatua de sal, pero poseo el de convertirte en cadáver. Ponte un candado en la boca y el temor a mi venganza en el alma; si los pies te negasen su ayuda, ve de rodillas, a gatas. Tú, que has tenido 138
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la peligrosa curiosidad de examinar las costumbres de tu amo, habrás observado que cumple siempre lo que promete. Sal y recuerda que a Dios no se le observa, sino que se le adora, y el amo, para sus criados, es una especie de Dios. Estas amenazas pusieron tanto pavor en el corazón del doméstico, que salió de Roma sin despedirse siquiera de su familia.. Cada hoja que se movía parecíale un sicario enviado por el conde Cenci; y no se calmó su ánimo hasta que estuvo a muchas millas distante de Roma. * * * -A las órdenes de Vuestra Excelencia -dijo el notario con la servil familiaridad de los curiales, al entrar en el salón. El conde, con su aire altivo de patricio, le respondió: -Os he llamado para entregaros mi testamento ológrafo; extended el acta de recepción, en tanto que envío por testigos idóneos; bien hecho, y pronto. Vinieron los testigos, y se inclinaron; celebróse el acto, y los testigos se marcharon inclinándose de nuevo y sin proferir palabra: más que hombres parecían sombras. El notario, mientras recogía sus trebejos, se moría realmente por no poder dar rienda suelta a su locuacidad, vicio común a todos sus compañeros de protocolo. -¡ Por Baco! -exclamó al fin-. Sé que Vuestra Excelencia no gusta de observaciones, por lo cual me he apresurado a obedecerle sin replicar; pero, de todos modos, creo que Vuestra Excelencia no está todavía en edad para pensar en estas cosas, et voluntas hominis ambulatoria est usque ad mortem; 139
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así es que, tanto más se alcanza el objeto del testamento cuanto más se tarda en otorgarlo. A semejantes disposiciones les sucede lo que a los melones, que se pudren una vez cortados de la planta, si no se comen pronto. -¿El hombre es dueño del mañana? Los hombres, a mi edad, se parecen a los judíos en día de Pascua, con el báculo en la mano y las sandalias en los pies, dispuestos a partir. No hubiese gozado de paz hasta no ver asegurado el porvenir de mis hijos y mis nietos. El notario que tenía el hocico alargado como las zorras, le echó encima dos ojos relucientes que parecían taladrados con barrena; y apretando los labios, sonrió con una sonrisa de garduña, que quería decir: que con él aquellos artificios no valían un pepino, y que cuando al diablo del conde le cortaban el cordón umbilical, él caminaba ya solo sin necesidad de andaderas. -En cuanto a ese crepúsculo, Excelencia -observó el astuto notario-, no era preciso que se inquietara su corazón paternal; porque la ley, previsora, lo repara todo. ¿Sabe el señor conde cómo definimos nosotros, que lo entendemos, el testamento? Acto legítimo, por medio del cual el padre de familia deja desnudo a quien le place. El conde le lanzó una mirada cortante como el acero; pero el notario había cambiado de expresión; ahora parecía sencillo, como si estas observaciones las hubiese hecho por hombría de bien y no por malicia. Don Francisco no encontró mejor salida para imitarle; por lo que respondió con flema:
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-¡Hola!... ¿conque el acto que acabo de realizar resulta inútil? Perfectamente; pero utile per inutile non vitiatur, como creo que enseñáis vosotros los curiales; y además, aunque así fuese, me habría procurado a mí el placer de vuestra conversación y a vos el de ganaros algunos ducados. Y prodigando, como acostumbraba, sus mercedes, don Francisco quitóse prontamente de encima a aquel importuno escudriñador de sus cosas, el cual se marchó deslizándose como una serpiente y repitiendo con la mano llena de oro: -¡Demasiado generoso! ¡ Siempre magnífico! ¡Dios le mantenga lozano y verde! Al quedarse solo el conde rumiaba entre sí: -Ahora los Cenci no gozarán de mi herencia libre: los he desheredado a todos, en el caso de que alguno me sobreviva y esto ya procuraré yo que no ocurra. La causa del desheredamiento es la principal de las catorce indicadas por Justiniano. Mi voluntad será respetada. ¡ Por Jesucristo! ¡ Si mis nietos no se devorasen las manos de hambre resucitaría para destrozar a los jueces que sentenciasen a su favor!... Y después he instituido herederos a lugares píos, corporaciones religiosas y otras manos muertas. Pedía ladrillos y le llevaban arena. ¿Qué torre de Babel es ésta? Es preciso reformar la lengua. ¡Manos muertas! ¿Se vieron nunca jamás, manos más viva para tomar y más duras para retener? Queda el fideicomiso. ¡Tesoro inmenso! ¿Cómo hacer para desvincularlo y dispersarlo? Será preciso que me entienda con el cardenal Aldobrandini: éste tomaría hasta el infierno para aprovechar las cenizas. ¡Qué feroz avaricia! ¡Trama de sacerdote romano y urdimbre de negociante florentino! Estoy con141
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vencido de que ha intentado sacar sangre de las piedras del Coliseo. Pero para quitarlo a mis lobos hay que echarlo a las hienas... fieras contra fieras... ¡Dura necesidad! Pero sea... por ver desnudos a mis hijos venga aunque sea el demonio y cúbrase con mi capa. ¡Qué hermosa figura haría el diablo con mi capa escarlata, galoneada de oro! Nadie puede acusarme de no haberles dejado fortuna a mis hijos y mis nietos. Así como Timón dejaba a los atenienses las higueras de su huerto para que se ahorcasen cómodamente, yo lego a mis descendientes el Tíber para que se ahoguen en él5.
IX EL FESTÍN 5
Plutarco refiere de diverso modo el caso de Timón el Misántropo. «Un día, dice, Timón se presentó en la tribuna. El pueblo se puso a escuchar, y él habló así: «Atenienses, poseo un huerto en el que quiero construir una casa. En medio hay una magnífica higuera, donde algunos de mis conciudadanos tuvieron a bien ahorcarse; por lo que, no queriéndoos privar repentinamente de tal beneficio, lo advierto para que se dé prisa el que la necesite.» 142
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Don Francisco Cenci había preparado un suntuoso banquete, un verdadero festín regio. En una vastísima sala, cuyo techo estaba magníficamente pintado por los maestros de aquel tiempo, no del todo degenerado aun, se habían colocado las mesas. Alrededor de la sala corría una cornisa blanca y oro, sostenida a intervalos iguales por pilastras también blancas y con arabescos de oro. Los espacios de pilar a pilar estaban cubiertos de espejos de más de ocho brazas de alto, pero como este arte, que a la sazón florecía en Venecia, no sabía fabricarlos todavía de una sola pieza, formábanlos pedazos maravillosamente ajustados, y para disimular las junturas se habían pintado sobre ellas amorcillos y follajes, flores y frutas y pajarillos de varias regiones, a cuál más bello. Las ocho puertas estaban colgadas con cortinajes de brocado, con el fondo de raso blanco, las franjas de hojas de oro en relieve y en medio el escudo de los Cenci, plata y púrpura. Todo, en suma, aparecía magnífico: telas, espejos y pintados, sólo que las pinturas, de escuela boloñesa, se ostentaban recargadas, no pudiendo entonces brillar por su sencillez. *** Don Francisco con la cortesía propia de su noble estirpe y la gracia peculiar de su espíritu, fue recibiendo a los convidados. Había varios representantes de la casa Colonna, Santa Croce, Honofrio, príncipe de Oriolo, y don Pablo de quien hablamos al principio de esta historia; acudió monseñor el 143
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Tesorero, y poco después entraron los cardenales Sforza y Barberini, amigos y parientes de la casa Cenci, con algún otro que no menciona la historia; finalmente, obedeciendo las órdenes del conde, asistieron doña Lucrecia, Bemardino, y Beatriz. Esta última se vistió de negro. De no haberse puesto semejante vestido a modo de protesta contra la temible alegría del convite paterno, se hubiera sospechado que lo había hecho por femenil coquetería; tanto hacía resaltar la maravillosa blancura de su tez. Por todo adorno llevaba en sus blondos cabellos una rosa marchita, símbolo característico de su inminente destino. -Bien venidos, nobles parientes y amigos; bien venidos, eminentísimos cardenales, columnas de la Santa Madre Iglesia, y esplendor urbis et orbis. Si el Cielo me diese cien lenguas de bronce y cien pechos de hierro, como pedía Homero, no los creería suficientes para dar las gracias por el honor que vuestra presencia hace a mi familia. -Conde Cenci, vuestra ínclita casa se halla colocada tan alto, que no necesita de otros rayos para resplandecer brillantísima en este cielo romano- respondía, según la usanza del tiempo, pedantescamente, don Curcio Colonna. -Vos, con el tesoro de vuestra benevolencia, sois parcial en favor mío, mi respetabilísimo don Curcio; pero, de todas maneras, gracias por vuestro afecto. Yo, señores míos, habíame convertido casi en extranjero; temía que mi reaparición os causara espanto, como si volviera de la caverna,de Trofonio; pero, ¿qué queréis? Me rodeaba una inmensa tristeza... y yo, que sé cómo roe las entrañas, he guardado 144
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siempre y cuidadosamente dentro del pecho ese inicuo mal, por temor de que me ocurriese como a Pandora, cuando abrió incautamente la caja y derramó, sin querer, sobre el mundo, la familia infinita de los desastres. La tristeza es polvo sutil que se pega a todo y oprime angustiosamente cuerpo y alma. El melancólico, con mayor razón que el leproso, debe mantenerse fuera del tabernáculo de Israel y de los festines de los herederos de Anacreonte... Me refiero a vosotros, sacerdotes, a quienes me complace profesar veneración y respeto; en cuanto a vosotros, seglares, quizás hubiera procedido con menos ceremonias... Pero no he pensado que si había causa suficiente para retraerme, a Dios gracias no me faltaban árboles o ríos para ahorcarme y no debía, imprudente, interponerme entre vosotros y el sol para entenebreceros la vida. Mas no me he colgado de un árbol, porque bien mirada la cosa, la muerte es un mal cuarto de hora, y además, que de las cosas que no pueden hacerse más de una vez, he oído decir siempre que es bueno pensarlas dos. Pero tampoco quería contristaros con mi presencia. Ahora que un hilo de luz viene a iluminar oblicuamente las sombras de mi alma, aparto de mi cabeza esta ceniza, como también, por una vez, quizás la última, una rosa, y os la ofrezco. Cierto que en el invierno no abundan las rosas, ni las gentiles flores gustan de vivir entre la nieve; pero en esta alma Italia, y os lo prueba mi Beatriz, en toda estación florecen las rosas; y si no las hay en nuestro jardín vamos al inmediato y las cortamos o las deshojamos. Sí, deshojada forzosamente; pero, ¿qué ley condena al viejo porque antes de morir haya arrancado una rosa en recuerdo de la juventud extinguida y para 145
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fortalecer una vida que se le acaba? Tanto valdría que Su Santidad excomulgase a un moribundo porque envía su última mirada a la luz que huye... Y tú, Beatriz, ¿quieres decirme qué raro capricho ha sido el de ponerte en los cabellos una rosa marchita? ¿Temes, acaso, la comparación entre tus mejillas y las hojas de la rosa fresca? Cese tu temor, muchacha; tú puedes desafiar impunemente tales comparaciones, porque has nacido para vencerlas todas. La joven le lanzó una mirada a guisa de saeta, y él la recibió entornando los ojos y haciendo chispear sus pupilas. Don Onofre Santa Croce respondió: -Hemos venido, conde, como parientes y amigos, a participar de vuestro contento, y auguro bien de vuestras palabras, porque jamás os vi de tan alegre humor, ni con tanto propósito de emular al buen viejo de Deto. -Y he hecho mal en no procurarme antes este buen humor, príncipe; y lo que es peor, me he acordado demasiado tarde. La Parca, vosotros lo sabéis, o mejor dicho no lo sabéis, porque vosotros, eminentísimos señores cardenales, tenéis estas historias por herejías... Eminentísimos, respetad a los vencidos: los desterrados vuelven, y la fortuna no ha clavado aun el eje de su rueda. También Júpiter fue Dios y conoce el camino que lleva al paraíso. En el trono, y fuera, dioses y príncipes son cosa sagrada, y no es propio de dioses ni de príncipes enseñar el desprecio a la multitud. ¡Bastante lo hace ésta por sí misma! Además, no vale encolerizarse con el que cree mucho... hay que tomarla con el que cree poco... perseguir al que no cree nada... Tampoco llego a comprender cómo os habéis atado las manos reduciendo a 146
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tres las personas de que se compone vuestro Dios... y mío. Debíais haber instituido un premio para el más creyente, dándole un millón de años de indulgencias al que llegase a más. ¿Pero dónde me había quedado yo? ¡Ah, sí!... en la Parca. Pues bien, la Parca Dos hila días de lana negra, mezclados con unos pocos hilos de oro, y el talento humano estriba en separarlos. Lloremos en los tristes, gocemos en los alegres, pues de otro modo la vida sería un eterno oficio de difuntos. Omnia tempus habent, y si bien yo no admito, con el sapientísimo rey Salomón, que puede haber tiempo hasta de matar, me uno a su opinión cuando declara que todas las cosas son vanitas vanitatum, si exceptuamos, quizá, un vaso de agua pura para apagar la sed... A condición, sin embargo, de que no sea de la tofana, de la que falsifican en Perusa, o de aquella otra de la que sabía el secreto el sumo pontífice Alejandro VI, de santísima memoria. Monseñor Tesorero observó con malignidad: -Esa jovialidad vuestra, quizá excesiva... habitualmente suele manifestarse así en las personas que rara vez están alegres; tiene algo de febril, y me afirmo más en mi pensamiento al recordar que la muerte pasó por vuestra casa no hace mucho. -¡Ah, monseñor! ¿qué me recordáis? No podemos dejar caer ninguna memoria en el suelo, sin que un amigo importunamente piadoso la recoja y nos la devuelva diciendo: «Mirad, os ha caído del corazón un recuerdo; ponedlo en su sitio». Además, ¿le es lícito a nadie maravillarse de esto, y menos a monseñor, el cual, en las cosas divinas es la lumbrera que todos sabemos? En efecto, ¿No he imitado yo al rey 147
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David? Ya veis que tomo ejemplo de buena familia: como él, muerto mi hijo, he exclamado: «Ayuné y lloré mientras vivía, pensando: quizás no me lo quite el Señor; ahora que ha muerto, ¿para qué ayunar? ¿Acaso puedo deshacer lo hecho? Yo iré siempre hacia él, pero él no vendrá jamás hacia mí»6. Beatriz sintió un escalofrío doloroso ante semejante hipocresía. -Pero, veamos -exclamaron a coro todos los convidados-; sacadnos de esta ansiedad. Ardemos en deseos de saber, a ciencia cierta, la causa de vuestro júbilo. -Nobles amigos, si hubierais dicho: «Queremos que satisfagáis la curiosidad que nos devora», hubieseis hablado con más franqueza, con más sinceridad. De todos modos, os cansáis inútilmente, porque no quiero comunicar mi buena nueva a estómagos vacíos. No; Dios manda el rocío por la mañana y por la noche a los cálices de las flores dispuestas a recibirlo, y no a mediodía a las piedras calcinadas. Preparaos primero con los dones de Ceres y de Baco, como diría un poeta laureado, y después oiréis la esperada nueva, el Evangelio, secundum Comitem Franciscum Cincium. A la mesa, pues, nobles amigos, a la mesa. -Señora Lucrecia -susurró Beatriz al oído de su madrastra-, ¡ algún terrible infortunio se cierne sobre nuestra cabeza! Sus ojos no reflejaron jamás tanta perversidad como hoy. Ríe como la garduña cuando ha hincado sus dientes en la garganta del conejo para chuparle la sangre.
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Samuel, cap. XII, v. 23. 148
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-Dios nos asista. No sé de qué puede provenir, pero a mí también me tiemblan las piernas. -¿Quién os ha dicho, señora madre, que a mí me tiemblen las piernas? A mí no me tiemblan las piernas ni el alma. Se sentaron a la mesa. El conde, según la costumbre de aquel tiempo, ocupó la cabecera, teniendo a derecha e izquierda a los individuos de la familia. Los demás convidados se sentaron en los sitios que les designaba el mayordomo según la categoría de cada cual. Exquisitos y variados fueron los manjares, preparados bajo formas diferentes, de suerte que un plato tomaba la figura del Coliseo, otro el de una galera, aquí se veía un escollo de ternera combatido por olas de gelatina; una fortaleza de mazapán, que al ser abierta dejaba escapar pajarillos vivos que llenaban la sala de suaves trinos; un pastel enorme del cual salió el enano de la casa vestido de Papa, que dio gravemente a los comensales la bendición apostólica, y huyó. Finalmente, extrañas o impías alegorías, según le sugería al conde su carácter burlón y en las que no me extenderé demasiado terminando (para dar una muestra de la osadía del anfitrión) por decir que se atrevió a representar el símbolo de la Eucaristía, delante de los cardenales de la Iglesia, con una oca muy gorda, rodeada de pavipollos asados, de manera que figurase el místico Pelícano que se abre el pecho para alimentar a sus hijos con su propia sangre7. 7
El señor De Gené, tratando de los errores populares que corren acerca de los animales se lamenta, con razón, de que la Iglesia haya tomado por símbolo de tan gran misterio un error popular. Realmente el pelícano tiene delante del cuello 149
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Los vasos pasaban a la redonda llenos y veloces como lanzadera de tejedor. Escanciáronse en el banquete vinos de distintas clases, tanto nacionales como extranjeros: chipre, griego, y, sobre todo, jerez, alicante y otros vinos de España, porque nuestros antepasados, lucieran bien o mal, preferían los vinos españoles, madurados bajo un sol ardiente, a los franceses o renanos nacidos mejor de los suspiros que de las miradas del astro de la vida. Después (permitáseme emplear una frase clásica que, como siempre, da el verdadero concepto), después que hubieron saciado su inteligencia con manjares y bebidas, los convidados, aguijoneados por la curiosidad, exclamaron a una voz: -¿Os parece ya tiempo de hacer cesar nuestra ansiedad? Vamos, don Francisco, decidnos el motivo de vuestra alegría. -Ha llegado el momento -repuso el conde, y con grave acento y austeros modales prosiguió: Pero, mis nobles amigos, os suplico que respondáis primero a esta pregunta mía: si Dios, a quien he rogado todas las noches antes de extender mis miembros sobre las plumas y todas las mañanas, apenas abiertos los ojos a la luz; si Dios, repito, a quien rogaba ardiente y extensamente; por un voto que en la almohada dejaba y en la almohada encontraba; si Dios, vuelvo a repetir, que oía mi plegaria recomendada por el sacerdote en una bolsa en la que conserva los peces que captura; cuando cría se pone los hijuelos alrededor de esta bolsa, y de allí saca el alimento con el pico, que es de color rojo, y de aquí el error de que les da su propia sangre. 150
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mitad del sacrificio de la misa, por los cantos de las vírgenes sagradas y por las oraciones de sus siervos, después de haberme hecho perder la esperanza de que sería escuchado, de improviso, por un destello de su infinita misericordia, hubiese cumplido sobradamente mis deseos, decidme, ¿tendría yo razón para alegrarme? Ciertamente que sí, y por eso veis en mí a un hombre feliz. -¡Beatriz, hija mía, socórreme, tengo miedo! -Arreglaos como podáis -respondió la doncella a su madrastra-, porque yo no puedo... me rueda la cabeza, y me parece que todos los comensales nadan en sangre. -¡Oh, Dios mío, Dios mío! -añadió Lucrecia-. Siento frío en los huesos como si me fuera a invadir la fiebre terciana. -Imagino, nobles parientes y amigos -prosiguió el conde-, que todos sabéis, y si alguno lo ignora sépalo, que en la iglesia de Santo Tomás mandé construir siete sepulcros de riquísimo mármol y de preciada labor, y luego supliqué al Señor que antes de morirme concediese la gracia de enterrar allí a mis siete hijos; y finalmente hice voto de que quemaría palacio, iglesia, alhajas y objetos del culto a guisa de hoguera de júbilo. Si fuese Nerón hubiese jurado incendiar a Roma por segunda vez. Los convidados se miraron más atónitos que aterrados; y luego miraban al conde avergonzados por él de que se hubiese excedido en la bebida. Beatriz, abatida la cabeza sobre el hombro derecho, estaba pálida como la rosa marchita prendida en sus cabellos. El infernal conde gritaba con mayor aliento:
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-Uno ya está sepultado; otros dos, a Dios gracias, van a ser sepultados ahora; y otros dos están ya en mi poder, que es lo mismo que yacer en el sepulcro: se aproxima el fin. Dios, que me da señales tan manifiestas de su favor, querrá, antes que yo muera, dejarme ver cumplidos mis votos. -¡Vamos, conde, debisteis escoger para vuestras bromas asunto menos lúgubre! -Es una triste manera de hacer reír causando espanto. -¿Me río yo? Leed. Y sacando del pecho unas cartas las echó sobre la mesa. -Leedlas, examinadlas a vuestro sabor; enteraos de todo, para eso os las doy. Veréis cómo mis dos detestables hijos han muerto en Salamanca8. ¿Cómo han muerto? Es cosa que no me importa; lo que me importaba era que estuviesen 8
Cuenta la tradición que los hijos de Francisco Cenci, Cristóbal y Roque fallecieron en Salamanca; pero la tradición está equivocada. En Salamanca, donde estudiaban, vivieron casi en la miseria, pues el padre les privó de todo recurso. Los manuscritos que yo poseo dicen que Roque fue asesinado por un tal Norcino, que en otro lugar leo que se llamaba Orsino, y Cristóbal por un tal Pablo Corso. Es notable, y puede tenerse por cierta, la noticia que leemos en el Diario de la Archicofradía de San Juan Degollado de Roma (libro XVI carta 66): «Los señores Santiago y Bernardo dijeron que habiendo oído que en la querella o proceso de homicidio cometido en la persona del quondam Roque, su hermano, e imputado al llamado Emilio Bertolini, alias Charagone, le dan la paz, y consienten en la casación de esta querella... y dijeron hacerlo todo por amor de Dios, y quieren que dicha paz sea en todo y por todo del modo que la han dado a Pablo Bruno y Amilson. 152
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muertos, amortajados y encerrados dentro de dos cajas de roble que he mandado construir. Ahora pocos son los escudos que he de gastar en ellos, y ésos los gastaré con mucho gusto: dos cirios, dos misas... que si fueran carretadas de cal viva y sus almas quedasen abrasadas, haría echar sobre su fosa aunque fuesen dos mil. ¡Oh, Papa Clemente, que me condenaste a pasarles una pensión de cuatro mil escudos anuales!, ¿me obligarás a que se los pague todavía? Los gusanos no te echarán memoriales, no; en su día te devorarán a ti también. ¡Oh, piádoso Aldobrandini!, ¿te dejarás vencer del nepotismo hasta en favor de los gusanos? ¡Omnipotente Dios, recibe la expresión de mi profundo agradeciiniento: has alegrado mi alma, no según mis méritos, sino conforme a tu infinita misericordia! -¡Oh, señores! -exclamó el Tesorero trémulo de emoción-. No le hagáis caso; el vino le ha trastornado. La prueba manifiesta de que miente la tendréis vosotros hombres cristianos, en que Dios no podría aceptar semejantes muestras de gratitud contra naturaleza; y si lo fueran lo que sale de los labios de este insensato, Dios haría que el techo de esta sala se desplomase sobre nuestras cabezas. -No lo hace por amor al arte: -los frescos que adornan el techo se estropearían. Y además, porque estáis aquí vosotros, eminentísimos señores, que en cuestión de soportar cosas graves le dais quince y raya a Milon de Crotona. Sabed que Dios no tira siempre con buena puntería, y a veces, mandando rayos a tontas y a locas, mató al sacerdote que decía misa, dejando en salvo al ladrón que estaba robando. ¡Tesorero, tesorero, date por satisfecho de que Dios se fije 153
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tanto en mis palabras como en tus manos! ¡ Ratero de la Santa Madre Iglesia, a mí me salva el que sea sordo, y a ti el que sea ciego! Pero aun cuando me oyese, le tengo bien acostumbrado a oír cosas peores. Los convidados, mirando al conde, parecían experimentar los efectos de la vista de Medusa. El odioso huésped, complacido del terror que inspiraba, continuó con el rostro radiante: -A mí únicamente me importa que mis hijos hayan muerto. Tal vez os agradaría conocer de qué manera han encontrado la muerte. Favete aures. Félix, que era un joven muy religioso, estaba cierta tarde rezando el rosario con mucha devoción en el templo ante una imagen de la Virgen del Pilar, y la Mater misericordiae, para hacerle comprender que sus oraciones habían llegado hasta ella, le dejó caer sobre la cabeza la viga maestra de la capilla y le desnucó dulcemente. La misma noche, y lo que es más extraño, a la misma hora, según me escriben, Cristóbal pereció bajo el puñal de cierto marido celoso, que le mató a cambio de los ilícitos placeres que proporcionaba a su mujer. Por lo cual, considerando el día, la hora, y la manera de morir, declaró herético incurable e incurso en la excomunión mayor, al que de vosotros intentase negar temerariamente que esto haya ocurrido por expreso designio de la Providencia. Beatriz, como si toda el alma se le hubiese refugiado en los ojos, con las pupilas horriblemente dilatadas le miraba fijamente. Cenci, de vez en cuando, echaba una mirada oblicua hacia ella y estos rayos visuales se encontraban, chocaban y despedían chispas, como aceros enemigos entre 154
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ambos. Bernardino, aterrado, escondía la cara detrás de la espalda de doña Lucrecia, la cual, con las mejillas bañadas de lágrimas y los brazos abiertos, parecía la imagen de la Virgen de los Dolores. De los convidados, algunos tendían el puño cerrado sobre la mesa, con ceño amenazador; otros señalaban con dejo acusador al conde; quién se mostraba incrédulo; quién se tapaba los oídos; quién miraba temeroso al cielo, temiendo que cayese algún rayo sobre la casa. En suma, ni tantas ni tan variadas son las actitudes pintadas por Leonardo de Vinci, en su maravillosa composición de la Cena, cuando el Señor profetiza: Amen dico vobis, quia unus vestrum me traditurus est9 . Los primeros que se levantaron, fueron los cardenales y el tesorero, diciendo: 9
En el refectorio del convento de dominicos de Milán, escribe Eustaquio, estuvo la célebre Cena de Leonardo de Vinci, que es considerada como su obra maestra. Atacado y tomado el convento por sorpresa, la sala fue convertida en depósito de artillería, y el fresco sirvió de blanco a los soldados franceses, para ejercitarse en el tiro. Apuntaban principalmente a la cabeza de nuestro redentor. Lady Morgan desmiente este hecho, asegurando que había buscado en vano las huellas de semejante profanación; pero poco después afirma que entre las piernas del Salvador se había abierto una puertecilla, y ved aquí como explica el hecho. Era preciso llevar la comida por los claustros, de la cocina al refectorio, y en el camino los platos se enfriaban. Entonces los frailes decidieron abrir una puerta que ponía en comunicación el refectorio con la cocina, la cual estaba precisamente detrás del fresco pintado por Leonardo. De este modo la Cena de
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-¡Vámonos! ¡Vámonos! ¡ Salvémonos, porque la ira de Dios no puede tardar en caer en esta casa impía! Un murmullo inquieto -creciendo como el que anuncia la tempestad-, un estremecimiento mal reprimido recorrió la sala; después, de pronto estallaron gritos de oprobio y de reprensión, gemidos y sollozos; finalmente, poseídos todos de la misma indignación, lanzaban desde sus sitios maldiciones sobre el inicuo conde, como piedras sobre un sacrílego. -¡ Deteneos! -gritó Francisco Cenci con rostro espantosamente irónico-. ¿Qué hacéis? Aquí no hay escenario; aquí no hay espectadores; de modo que si queréis representar una tragedia, os fatigáis en vano. ¿Os está bien a vosotros, eminentísimos cardenales tener horror a la sangre? ¿Por qué, pues, os vestís de rojo? ¿Acaso no es para que no se distinga en vuestras púrpuras la mancha de sangre humana? Vamos, baratilleros que vendéis a Cristo como orvietano en la feria... ¡ Fariseos, si Cristo volviese al mundo le obligaríais a refugiarle en la Meca y hacerse turco! Y vos, príncipe Colonna, no os espantéis; os acónsejo que os calméis, porque he oído lo suficiente a la Roca Petrella, para conocer vuestros dichos y vuestras obras; y si no lo supieseis, os dirá que conozco lo bastante de nigromancia para hacer hablar ciertas sepulturas y ciertos muertos... Vos me entendéis, príncipe, y lo que me han dicho de vos, os lo repetiré al oído. Ahora os toca a vos, egregio amigo, monseñor tesorero; os advierto que no debéis olvidar jimás que yo soy hijo de mi padre, y que mi padre, que santa glona haya, fue Cristo fue estropeada para que no se enfriara la comida de los frailes. -Lady Morgan, En Italia, t. I 156
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tesorero, y en cuestión de cuentas me las tengo tiesas con el primer computador de la Cámara Apostólica. ¡Afortunado, vos, tesorero, si otras ocupaciones me tienen distraído... no importa cuáles! Afortunado vos por no sobrarme tiempo para conducir anuestro común amigo el cardenal Aldobrandini con el hilo de Ariadna por medio del laberinto del tesoro. Tesorero, recordad la comadreja de Esopo, que tiembla al tener que pasar por el agujero. Cubrid para otros la ciénaga con hierba engañadora, donde al poner el pie, los incautos desaparezcan suavemente... eclesiásticamente; yo soy la onda fragorosa y espumante: en vano se me oponen los escollos de la ribera; no tardo en arrastrar y ahogar lo que detiene mi paso. Respetad a vuestro señor; caed a mis pies y adoradme. Los convidados, con evidentes signos de disgusto, se encaminaban hacia la puerta para abandonar aquella casa maldita, pero el conde Cenci gritó de nuevo: -Nobles parientes y amigos; sin que yo es despida no podéis salir de mi casa. ¡Vamos! Honradme un momento más con vuestra compañía. Tomó una copa afacetada de tersísimo cristal, llena ya hasta el borde de vino de Chipre, la levantó a la altura de la viva luz de la antorcha, de manera que pareció de fuego, y habló de esta suerte: -¡Oh sangre de la vida, que nacida a los rayos del sol centelleas y formas burbujas a la luz de la llama, como centelleó mi alma... como se llenó de contento al saber la muerte de mis hijos!... ¡Oh, si fueses su sangre calentada al fuego de mi maldición y derramada en holocausto a la ven157
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ganza, te bebería devotamente como vino de Eucaristía, y acercándome a Satanás le diría: «Ángel del mal, sal del infierno, corre tras las almas de Félix y de Cristóbal, mis hijos, antes que lleguen a las puertas del paraíso y precipítalos en el eterno llanto, atorméntalos con las torturas más atroces, y si no pudieses encontrar bastantes, consúltame, pues confío en sugerirte nuevos martirios a los que no llega tu fantasía! ¡Oh, Satanás! ¡A tu salud me embriago en este mar de gozo! ¡En mi triunfo, triunfas!» Ahora, nobles amigos y parientes, no necesito ya de vuestra compañía. Si queréis marcharos, podéis hacerlo: sólo que no os daré ferreruelo ni palafrén10. -¡ Por los santos Apóstoles! ¡ Se ha vuelto loco! -Siempre lo he tenido por lo bastante perverso para hacer llorar a los ángeles. -Decid más bien que para hacerle rechinar los dientes al demonio. -De todas maneras, es una bestia feroz y hay que atarle. -¡ Sí, sí... atémosle! Francisco Cenci, terminado que hubo su diabólica invocación, habíase sentado cómodamente y con unas pinzas de plata se llevaba a la boca pedacitos de gragea, masticando con toda tranquilidad. Cuando algunos de los convidados, con gesto amenazador, trataron de acercarse, sin levantar siquiera la cabeza llamó: -¡ Olimpio! 10
Costumbre antigua de los anfitriones que, al terminar la fiesta o el festín, regalaban a los convidados vestidos y palafrenes, y aun a veces dinero, dejándoles en libertad de irse o de quedarse. 158
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A esta voz salió el sicario seguido de otros veinte compañeros de siniestra catadura, vestidos y armados como bravos, a quienes el conde había ocultado cerca del comedor. Los sicarios rodearon a los comensales amenazándoles con sus puñales y esperando la señal del fiero conde para herir. Cenci continuó unos instantes comiendo grageas y complaciéndose en ver el miedo que hacía palidecer todos aquellos rostros; después levantóse de la mesa y yendo a colocarse en medio de los convidados con paso lento, se puso a mirarlos guiñando los ojos malignamente. -Vosotros -dijo-, que sois personas instruidas, debéis recordar el festín dado por Domiciano a los senadores11. Pero 11
Domiciano invitó a una cena a los principales senadores y caballeros de Roma, y los recibió en una sala en que las paredes, el techo y el pavimento estaban revestidos de negro. En el comedor se elevaban columnas funerarias, llamadas cipos, en las que se habían grabado los nombres de los comensales; lámparas funerarias también iluminaban la estancia. El cruel juego no paró aquí. Los señores fueron separados de sus siervos, y en vez de éstos aparecieron jóvenes desnudos, ennegrecidos para semejar etíopes, y llevando cada cual en la diestra una espada desnuda, se colocaron, silenciosas y amenazadores en torno de los triclinios de los convidados. La comida se compuso de los platos que solían servirse en los banquetes fúnebres. Huelga decir si el miedo se apoderó de todos los comensales; y Domiciano, para aumentar el espanto, hablaba de personas asesinadas y de matanzas hechas para solaz del emperador. Terminada la cena, despidió a aquellos infelices, que estaban más muertos que vivos. -Dine Casio, en Cuvier, Historia de los emperadores romanos, libro XVII. Evidentemente este relato sugirió a Víctor Hugo la idea de la féretros de la Lucrecia Borgia. 159
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no tengáis miedo, os prometo no ordenar: ¡ fuera la fruta!12 ¡ Incautos! ¿No sabéis que si Cenci no es ya de hierro enrojecido como en su juventud, se mantiene, sin embargo, lo bastante candente para abrasar? El hombre se acerca más al hierro medio oxidado que al candente... Oíd, mi venganza se parece al pliego cerrado del rey, que contiene una sentencia de muerte, pero que no se sabe, hasta que se abre, dónde y cómo se ha de ejecutar. Dejadme, pues, en paz, y cuando hayáis traspuesto mis umbrales olvidadlo todo. Sea lo ocurrido como una pesadilla que molesta recordar. Reflexionad que la palabra tiene alas para volar, y que, semejante al cuervo del arca, no vuelve atrás sino que se entretiene fuera Picoteando los cadáveres, y suele hacer algo que no agrada. Por lo tanto, si tenéis el capricho de querer convertir vuestra garganta, en caña de flauta, hablad cuanto os plazca. Los comensales, con los ojos bajos, unos estupefactos de horror, otros con la rabia en el corazón y todos espantados, iban a retirarse, cuando Beatriz, sacudiendo la cabeza y, como de costumbre, echándose atrás las trenzas, les increpó diciendo: 12
Fuera la fruta, en tiempos pasados, significó orden de asesinato, a traición, y he aquí porqué Alberigo de los Manfredi, señor de Faenza, en sus últimos años, se hizo fraile. Fue hombre tan cruel y desapiadado, que habiéndose indispuesto con sus compañeros, pensó en deshacerse de ellos, para lo cual fingió que quería reconciliarse. Hecha la paz, les invitó aun banquete suntuosísimo, y al final ordenó que se llevasen la fruta, que era la señal dada a la gente que había de cometer el crimen. Los sicarios hicieron irrupción en el refectorio y
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-¡ Cobardes1 ¿Y vosotros sois de sangre latina? ¿Hijos de los antiguos romanos? Sí, como los gusanos son hijos del caballo muerto en el campo de batalla. ¡Os aterra un viejo! ¡Un puñado de sicarios os acobardan! Os vais... os vais dejando dos débiles mujeres y un pobre niño en sus manos... tres corazones que palpitan bajo las garras del buitre. ¿No lo habéis oído? El no lo oculta, nos hará morir y, sin embargo... Fijaos en mis palabras; si sois caballeros, adivinad lo que yo no puedo, lo que no debo decir, y comprended que no es la muerte el menor peligro que corro a su lado. De vosotros, sacerdotes, no hablo; pero vosotros, caballeros, cuando ceñisteis la espada, ¿no jurasteis defender a la viuda y a los huérfanos?... Nosotros somos peores que huérfanos... éstos no tienen padre, nosotros tenemos por padre a un verdugo... Acordaos de vuestras hijas, padres cristianos... y tened compasión de nosotros... sacadnos de aquí... Llevadnos a vuestra casa. -Hija mía, tu dolor me destroza el corazón... pero nada puedo hacer por ti... -dijo un convidado. Y otro: -Espera. La esperanza hará florecer aun para ti la rosa de la alegría... Un cardenal contestó: -Si oraciones y votos, querida hija, pueden salvarte, no cesaremos de recomendarte en nuestras oraciones. Y los otros, por turno, dijeron frases más o menos parecidas... frías y lúgubres, como aspersiones de agua bendita asesinaron traidoramente a todos los que previamente había designado Alberigo. 161
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echada sobre el féretro. Por fin se marcharon los convidados y sólo les parecía que respiraban libremente cuando estuvieron fuera del palacio. Alguno, de vez en cuando, se volvía mientras caminaba, con el aspecto del marinero, Que salido del mar, en la ribera. La cabeza vuelve al piélago y le mira. Pronto se vio despejada la sala, no quedando en ella sino don Francisco, Beatriz y Marzio, que, sin ser advertido, estaba junto a un aparador, haciendo como que recogía la vajilla de plata. -¿Has visto claro el fin? -preguntóle Francisco Cenci a su hija, con labios ardorosos-. ¿Has conocido ya de qué sirve la ayuda de Dios? ¿Crees que es mejor la ayuda de los hombres? No importa, no, que tú vendes los ojos a la justicia para que no se conmueva; déjaselos abiertos, haz que vea, no por eso se conmoverá. La fuerza es el derecho; el derecho y la fuerza nacieron gemelos en un parto y abrazados. Yo lo sé; lo he experimentado y cada día y siempre lo veo y lo siento: el derecho es la fuerza. Mira a todos lados, niña, y verás que ni en el cielo ni en la tierra te queda otro refugio que mi seno; recurre a él y encontrarás el asilo que Dios y los hombres te rehúsan. Juzga si te he de amar inmensamente... yo que odio todo lo existente en el cielo y en la tierra. Abandónate, pues, a mi protección; no encontrarás hombre que me iguale; he heredado los dones de todas las edades. La gallardía de la juventud no me ha abandonado aun; tengo la experiencia de la edad madura y la tenacidad de 162
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la vejez. Amame, pues, Beatriz; ¡ bella... y terrible niña... ámame! -¡ Padre! Si afirmara que os odio, no os diría la verdad; pero tampoco os temo; veo que el Señor ha creado en vos un azote como el hambre, la peste y la guerra, y ese azote lo ha descargado sobre mí. Inclino, sin murmurar, la cabeza a sus misteriosos decretos; así, pues, no confiando en ningún humano socorro, me acerco más a Dios y fío mi suerte a su misericordia. ¡ Padre, por caridad matadme! La desolada criatura se arrodilló delante del conde con los brazos abiertos, casi esperando el golpe. ¿Por qué Beatriz se puso en pie de repente y estrechó la cintura de su padre? ¿Por qué luego le puso ambas manos sobre la cabeza? ¿Por qué lanzó un grito de terror... ella que no era miedosa... un grito que resonó en todos los ámbitos del palacio? Marzio que permanecía inadvertido en la sala, al oír las palabras que revelaban ya abiertamente el infernal designio de Francisco Cenci, se había acercado cautelosamente con un pesado vaso de plata en la mano, y levantando el brazo con toda su fuerza, iba a deshacerle el cráneo... y lo hubiera hecho, porque el conde estaba arrobado contemplando a la hermosa doncella. Don Francisco, conmovido por el grito y la actitud de Beatriz, levantó involuntariamente los ojos al techo y le pareció ver, y lo vio ciertamente, pasar un rayo centelleante por encima de la cabeza... ¡Ah! ¿Quizás el rayo de Dios, tan tardío? Esta idea duró lo que un relámpago, pero comprendió una eternidad de tormento para aquel malvado... El fiero 163
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anciano no decayó por esto; y tranquilizado en breve, giró en torno suyo las turbias pupilas y vio a Marzio que, impasible, colocaba la vajilla en el aparador. -Marzio... ¿tú aquí? -¡ Excelencia! -¿Tú aquí? -A las órdenes de Vuestra Excelencia. -Vete. El criado inclinóse y al marcharse hizo a Beatriz una señal que quería significar: «¡Ah! ¿por qué lo habéis impedido?» Pero Beatriz, en la que persistía aquel arranque de cariño filial, oprimió con fuerza sobrehumana el brazo de don Francisco, como para llevarle consigo, y exclamó: -Venid, desgraciado viejo... No tenéis un momento que perder: la muerte os cubre con sus alas. Venid, el peso de vuestros crímenes os precipita en el infierno. ¡ Vestid el cilicio, anciano! Cubríos la cabeza con ceniza... Habéis pecado bastante. La penitencia es un ardiente bautismo; pero el fuego purifica más, y mejor que el agua. Si vuestra plegaria no consigue llegar al trono de Dios, uniré las mías, y juntas serán escuchadas. Si en algún modo la justicia quiere víctima expiatoria... aquí estoy yo, ofrezco voluntaria mi vida para rescatar vuestra alma; pero apresuraos, anciano... el borde de la fosa es resbaladizo ... Viejo, pensad que va en ello vuestra eterna salvación. Don Francisco la escuchaba sonriendo. Cuando hubo terminado, le respondió en tono burlón:
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-Está bien, mi amada Beatriz... tú sola puedes conducirme a los celestiales goces del paraíso... Iré a buscarte esta noche y rezaremos juntos... Beatriz dejó caer el brazo de su padre. Estas palabras, y los gestos infames con que las acompañó, tuvieron la maligna virtud de arrebatarle todo su gentil entusiasmo y precipitarla en la dura realidad de la vida. Así, pues, salió con el rostro lleno de tristeza gimiendo estas palabras: -¡ Perdido! ¡ Perdido! ¡Ay, perdido sin remedio! Don Francisco se escanciaba febrilmente otro vaso de vino que apuró de un sorbo13.
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Suum unicuique tribuire. Bastantes ideas de los discursos pronunciados en el presente capítulo por Fran cisco Cenci, han sido tomadas de La Beatrice Cenci de Shelley. A este escritor no se le conoce bien en Italia. Fue amigo de lord Byron, y pereció ahogado en el Tirreno yendo a Génova en un barco sin puente. Su cadáver fue quemado en la playa, en presencia de Byron. Yo le conocí; era delgado, pequeño, enfermizo, tuberculoso. Fue más metafísico que poeta, pero poeta inmenso. 165
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EL INCENDIO ¡Qué tremenda desgracia cayó sobre el pobre carpintero y su familia! El matrimonio y el niño dormían en la misma habitación, encima de la tienda. Dormían, pero una horrible pesadilla agitaba el sueño de la mujer, a quien le parecía que un monstruo, con los ojos llameantes, velludo el cuerpo y compuesto éste de anillos flexibles como los gusanos y con las alas obscuras a modo de murciélago, le ponía las patas delanteras en los costados y las posteriores en el cuello, tratando de estrangularla. Quería moverse la infeliz y no lo lograba; quería gritar y no lo conseguía. Por último se volvió, con supremo esfuerzo, sobre un lado. Sentía también tan pesados los ojos que no podía abrirlos; y, sin embargo, la facultad de ver no la había perdido, y ante los suyos brillaban dos ojos, dos globos de luz, ora violeta; ora azul como llama de espíritu de vino. Las arterias de las sienes lo martilleaban, como si las tuviese tirantes y un demonio se deleitase haciéndolas vibrar con pinzas enrojecidas. En la garganta notaba una aspereza como si hubiese tragado aristas de grano. Finalmente consiguió levantar los párpados y vio en el suelo una red de fuego que aparecía a través de las rendijas de los ladrillos, y la habitación llena de humo. Un insoportable calor encendía el aire. El piso poco a poco se iba desplomando, y por los agujeros que dejaban los ladrillos al caer salían lenguas de fuego las cuales estallaban en seguida en horrible incendio.
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-¡ Fuego! ¡ Fuego! -gritó Angelina volviendo en torno suyo la mirada llena de espanto, y se precipitó del lecho para recoger a su hijito, que dormía en la cuna. -¡ Fuego! -repitió aterrado el marido, y desnudo como estaba, corrió a la puerta de la estancia. Asomóse, pero el fuego inundaba la alcoba: toda la casa era presa de las llamas. Volvió sobre sus pasos, asió con un brazo a su esposa por la cintura, con el otro al hijo, y sin cuidarse de que el fuego le rodeaba, se precipita para ganar la escalera. Mas los peldaños están calcinados y las piedras ruedan estrepitosamente; el incendio, en la planta baja, se arremolina a manera de vorágine y silba como el huracán. Las ropas de la madre y el hijo se han encendido; pero ella, aunque despavorida, sólo piensa en apagar las del niño. Los cabellos de los desgraciados humean abrasados; en los pies, en los brazos y en la cara reciben dolorosas quemaduras. ¡Adelante! ¡Adelante! ¡Quizá puedan llegar a la puerta de la calle! Ya están cerca... unos pasos más y la tocan... ¡ ya la han tocado! Mas, ¡ oh dolor! no pueden abrirla. La sacuden, la golpean; en vano... ¡ la han asegurado por fuera! Rodeados de llamas, el desgraciado padre, jadeante de tal horrible manera que parece querer salírsele el corazón del pecho, toma de nuevo al hijo entre sus brazos... La mujer le deja hacer, porque está extenuada. Aullando, sin saber lo que se hace, da vueltas por el estrecho corredor... Después, sin reflexión, intenta subir de nuevo la escalera.
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La mujer le sigue tan de cerca, que donde el marido levanta el pie pone ella el suyo; el carpintero siente refrescado el ardor de sus espaldas por la respiración de su esposa... Y ella continúa apagando las chispas que caen sobre la ropa del niño, y otras veces sobre las del marido. Este entra en el piso... pero ya allí siente que empiezan a faltarle el aliento y el valor; la muerte relampaguea en sus ojos y se tambalea para caer; sin embargo, aun en aquel supremo momento, tiene ánimo para entregarle el niño a la madre. No puede proferir una palabra... sólo con la mirada larga como la de la lámpara antes de extinguirse, revela una pena que nunca el labio humano hubiera podido expresar; una desolación que si hubiese podido manifestarse, hubiera dicho así: «¡No te lo recomiendo, porque sé que no le puedes salvar!» Después, perdido el equilibrio, retrocedió cinco o seis pasos y chocó bruscamente con la pared, intentando derrumbarla a puñetazos. Al siguiente día se vieron negras las huellas de sangre de las manos y de los pies en la pared y en el piso. Lo mismo sucede con los apetitos físicos que con los morales: cuando la criatura se ve acosada por la necesidad, los más intensos devoran a los menos profundos; así la mujer no se ocupó del hombre que le fue tan querido, sino que con toda su alma estrechó contra su pecho el cuerpo del niño, abrió la ventana y se asomó. La gente reunida en la calle vio una figura semejante a una Euménide, que se destacaba en negro sobre un color de fuego, y todos tuvieron compasión y miedo. Lanzó un grito, uno solo, pero tan desgarradoramente
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agudo, tan desesperado y salvaje, que las entrañas de los espectadores se sintieron penetradas como por una espada. Hubieran querido ayudarla y consultaban a los más prácticos; pero los viejos, con su tremenda calma romana, fruncido el labio inferior, cruzados los brazos sobre el pecho, miraban el incendio asegurando que no se podía hacer nada, que el agua sería inútil y que era preciso ser un diablo para penetrar a través de aquellas llamas. -¿Sabéis qué debe hacerse? -añadían-; ver cómo se apaga el fuego por sí mismo y luego rezar por esas pobres almas que morirán sin recibir los sacramentos. Hora es ya de que se sepa que Luisa Cenci, impulsada por los celos y disfrazada de hombre había rondado muchas noches, y aquella una de ellas, la casa del carpintero para sorprender a su marido; pero hasta entonces, todo había sido inútil. Sin embargo, no se le ocurrió la más ligera duda de que la hubiesen engañado, sino que pensó que tal vez Santiago no visitaría de noche a su amante o que quizás se veían en otra parte para evitar las habladurías; en suma, ingenióse para atormentarse el corazón con mil errores, en vez de buscar consuelo por el recto camino de la verdad. ¡Condición tristísima de los hombres en general y de las mujeres en particular, de prestar fe y dar oídos al mal y conservar tenazmente las opiniones formadas, aun cuando sean ofensivas a la propia dignidad o perjudiciales a la propia persona! Acudió, pues, como los demás, atraída por los gritos y el resplandor del incendio, frente a la casa. El suceso la alegró, pensando en que todas las malas acciones se pagan tarde o 169
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temprano. Quedóse inmóvil contemplando el siniestro espectáculo, y si con el deseo no atizó aquellas llamas, tampoco, dicho sea en honor a la verdad, trató de extinguirlas. Antes que el incendio se manifestase en toda su indómita furia, algunas personas habían corrido en busca de cuerdas y de escaleras y volvían ya con una de éstas, encontrada en la próxima parroquia. La apoyaron en la pared, pero volvieron cabizbajos porque el torbellino de llamas que salía de arriba, y de abajo impedían realizar la empresa de salvamento. Pero cuando la madre, sacando el cuerpo fuera de la ventana, y mostrando el pequeñuelo, con los brazos extendidos, gritó: «¡ Salvad mi hijo!», ¡ oh! entonces una persona, una persona sola, sintió oprimírsele el corazón, y ésta fue Luisa Cenci. Calló en ella la mujer y habló la madre. De un salto se puso al pie de la escalera y exclamó en voz alta y vibrante: -Ea, la cosa ha de ser rápida y la empresa no es difícil. ¡ Romanos, el que de vosotros suba a salvarlos, se gana cien ducados de oro! Y como nadie se moviese, añadió -Cristianos, ánimo. Vamos, ¡ doscientos ducados al que los salve! Ni aun esta recompensa les animó; el temor del peligro ahogaba la codicia. Luisa se detuvo para pensar que sólo le quedaban cien ducados de que poder disponer, gastados los cuales nada tendría para el sustento de sus hijos y que quizás no podría obtener tan pronto otra remesa de su suegro. «No importa», pensó en seguida, y con voz más fuerte, como si quisiese recobrar el tiempo perdido, gritó con breve acento: 170
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-Trescientos ducados de oro al que los salve. Digo trescientos ducados de oro... ¡Trescientos ducados bastan para casar a dos hijas! ¡ Romanos!, ¿nadie se atreve? ¡ Paso, paso, y que Jesús me ayude! Y ligera como un pájaro subió por la escalera, cuyos montantes superiores, abrasados, humeaban. -¡Dádmelo! -gritó cuando hubo llegado al antepecho de la ventana. Y le respondieron: -Ahí va mi hijo. Se habían adivinado. Ambas eran madres y sabían que el supremo anhelo del corazón maternal es la salvación del hijo. Luisa descendió. un joven del pueblo, avergonzado al ver que nadie quería arriesgarse, se atrevió a subir hasta la mitad, recogió al niño y lo puso en salvo. Luisa volvió a subir cuando el fuego se manifestaba ya en los peldaños con sus llamitas semejantes a lenguas de víbora. Llegado que hubo frente a frente de la mujer que suponía le había robado el amor de su marido, extendió valerosamente los brazos a aquella que había, estrechado entre los suyos al padre de sus hijos, y la otra se arrojó en ellos con delirante afán. La madre de Cristo contempló desde lo alto del Cielo aquel abrazo, y le complació ser mujer. Realmente, ni ojos humanos ni celestiales habían visto desde siglos tal prodigio de caridad. Luisa asió con fuerza la cintura de su rival y empezó a bajar.
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Pronto, Luisa, que la escalera arde; pronto Luisa, que crepitan carbonizados los montantes y los travesaños. ¡Oh, Virgen Santa! ¿Por qué se detiene? Un segundo es funesto. Olvidada de sí misma, olvidada del peligro inminente, olvidada de todo, no pudo resistir al vehemente deseo que sentía de contemplar el rostro de su rival a la claridad del incendio y ver si la superaba en belleza. ¡Corazón de mujer! Aunque la esposa del carpintero apareciese horriblemente trastornada por el dolor y el espanto, chamuscados los cabellos y salpicada la piel de quemaduras, parecióle, como lo era en efecto, lindísima. -¡Qué hermosa es! -dijo, y vaciló sobre la escalera. Le faltaban tres travesaños para llegar al suelo cuando con horrible estruendo se hundió el piso; las llamas desaparecieron y globos de humo mezclados con miríadas de chispas envolvieron la casa y las dos mujeres. Un grito espantoso resonó hasta la otra orilla del Tíber: todos creían que las dos mujeres hablan sido víctimas del incendio. Este, muy en breve, como el orgullo un momento humillado, renació más temible que antes, y de entre las llamas vióse salir a Luisa, incólume, con la esposa del carpintero en brazos. Gritos de júbilo, aclamaciones frenéticas llegaron al cielo. -¿Quién es ese valiente joven? No lo sé. -¿Recordáis haberlo visto alguna vez? -Nunca. -No tiene pelo en la cara y nadie diría que fuera tan arrojado. 172
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-¡Viva el valiente! -¡Eso es sangre latina! Y el entusiasmo y los aplausos iban en aumento. El Señor tuvo misericordia de la mujer del carpintero, la cual, perdiendo el conocimiento, no pudo enterarse de la desgraciada suerte de su marido. Luisa, cada vez más fervorosa en su generosidad, como suele pasar a los buenos, no consintió en que la mujer salvada por ella fuese conducida al hospital, y recordando a cierta viuda vecina suya, que tenía dos habitaciones por alquilar, pensó instalarla allí, tanto más cuanto que habiéndose expuesto a desprenderse de sus trescientos ducados por aquella familia, bien podía gastarse ciento cincuenta en ella y aun le quedarían otros tantos para sus necesidades. Y para poner en práctica la determinación tomada, ordenó que colocasen a la carpintera sobre una sábana y que ésta fuese asida por los cuatro extremos y llevada por algunos hombres que se prestaron gustosos a hacerlo. Tomó luego al niño en brazos y suplicó que la sostuviesen también a ella pues se sentía desfallecer. Del grupo que la rodeaba salió un hombre fornido y apuesto, cubierta la cabeza de espesa cabellera y la cara de hirsuta barba, y vestido a la manera de los campesinos de los alrededores de Roma. -Tomad -dijo ofreciéndole el brazo, con voz más conmovida de lo que podía esperarse de su aspecto duro y huraño. Apoyaos bien, pues sería yo capaz de sostener la columna de Trajano. Si queréis, puedo llevar al niño al mismo tiempo.
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-Lo creo, Dios os lo pague, pero voy bien así. Ahora vosotros seguid despacito hasta la calle de San Lorenzo Panisperna, casa Cenci. -¡Casa Ceci! -exclamó el campesino retrocediendo. -¿De qué os maravilláis? ¿Acaso creéis tan ajena la caridad a nuestra casa que os causa estupor? ¿Qué os da derecho a pensar así, villano? Y como el campesino moviese la cabeza sin responder, doña Luisa, como herida en lo vivo, replicó: -Si queréis saber quién fue el que osó subir la escalera mientras los hombres permanecíais paralizados de miedo... sabed que fue una mujer, pues yo soy la esposa de Santiago Cenci, nuera de don Francisco. No quiero hacer un misterio del campesino. Ya habréis notado, queridos lectores, que no gusto de las maneras embrolladas de narrar; así, pues, continuando el procedimiento de ir por el camino llano, os diré en seguida que el campesino y los cuatro caritativos individuos que llevaban la sábana eran sus compañeros y cómplices en el horrible incendio. Y no creáis que les impulsaba a aquel acto ningún sentimiento de hipocresía o de astucia para despistar: habían cometido el delito con tantas precauciones, que era casi imposible de sospechar que el incendio había sido intencional; obraban, pues, sinceramente, estimulados por el heroico comportamiento de doña Luisa. La desconsolada viuda fue conducida con mucho cuidado a casa de doña Luisa Cenci, la cual la había precedido acompañada de Olimpio, y con la sagaz solicitud de que sólo las mujeres conocen el secreto, había ya hecho preparar la 174
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cama, cena, aceite, vendas y los remedios que en aquel tiempo se conocían y que entonces, como tal vez ahora también, se reputaban eficacísimos para las quemaduras. Además, había mandado en busca de un cirujano y de una nodriza. Esta última, por fortuna, fue encontrada en la calle y acudió en seguida. Oída la historia, y preguntada si se sentía capaz de amamantar al niño hasta que la madre estuviese en condiciones de hacerlo, la buena mujer respondió: «¡Cómo no!», y sin más invitación tomó la criaturita y retirándose a un rincón le dio el pecho. La madre deliró toda la noche, ora llorando quedo, ora gritando desesperadamente, según que a su agitada fantasía se presentaban imágenes lastimeras o terribles. Al ser de día no estaba mejor; pero al siguiente recobró sus facultades y buscó a su hijito. Le respondieron que dormía a su lado, y queriendo moverse en vano suplicó con voz quejumbrosa: -¡ Por el amor de la madre de Dios, no me engañéis! Se lo aseguraron con juramento, y prorrumpió en sollozos. Preguntó luego por su marido y le dijeron, con piadosa mentira, que estaba muy enfermo en el hospital, pero que los médicos no desesperaban de salvarlo. Luisa, que vestida de hombre la velaba de continuo, la hizo guardar silencio y permanecer tranquila, pues de su agitación no sacaría otra cosa que retardar su curación y el momento de abrazar a su hijo. Estas razones la convencieron. Luisa había puesto entrañable cariño en la desolada viuda, lo cual no debe parecer extraño; porque así como la
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ofensa sugiere razones para ofender, así el beneficio antiguo cambia los sentimientos y amamos a los demás, menos por el bien que nos hacen que por los cuidados que nos cuestan. Si esto nace de la constancia, o de la presunción o de otra buena o mala cualidad, no puedo afirmarlo, pues sé que es mucho más difícil de lo que parece ir al verdadero origen de nuestras acciones, porque el motivo no es solo casi nunca, sino complejo y tejido con hilos suministrados en parte por los ángeles y en parte por los demonios. Cuál fuese, pues, la proporción de estos hilos en el ánimo de doña Luisa, no es dado juzgarlo; complace creer que fuesen angélicos todos; a mí me cumple únicamente decir que amaba cordialmente a la viuda. Aunque la aguijonease fuertemente el deseo de conocer los particulares de las relaciones que ella suponía, mantenidas entre aquella mujer y su marido, este deseo era refrenado por muchas consideraciones. Y sobre todo, no le parecía honesto prevalerse del estado de la infeliz para arrancarle el secreto. Poco cristiano y reñido con la generosidad demostrada, hasta allí hubiera sido atribularla quizás con perjuicio para su curación y pretender hacerla hablar; y finalmente habiendo una duda, aun cuando debilísima, referente a la verdad de sus sospechas, quiso mejor vivir en aquella incertidumbre que no desesperarse en la odiada realidad. Pero no hay medida que tan pronto se colme como la de la impaciencia. Cierto día estaba sentada junto al lecho de la viuda. Angelina, que así paréceme haber dicho que se llamaba la viuda; contemplaba el rostro de Luisa, con la adoración de los devotos hacia las imágenes milagrosas y murmuraba 176
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para ella bendiciones y plegarias. Luisa a su vez la miró fijamente; vio que le volvían los floridos colores de la salud al rostro y las quemaduras no dejaban señal alguna: Angelina se tornaba más bella que nunca. El corazón palpitaba violentamente en el pecho a la celosa, y sonriendo amargamente le preguntó: -¿De verás soy yo vuestro único protector? -¿Y quién queréis que se tome interés por una pobre mujer como yo, sino vos porque sois muy caritativo? -¿Y si... y si la memoria no os fuese fiel en este momento? -¡Ah! Tenéis razón exclamó Angelina, poniéndose encarnada como por vergüenza de la falta cometida-. Señor, ¡ como sin quererlo, puede uno ser ingrato! -¿Así, pues... tienes otro protector? -Otro protector como vos decís, que nos ha hecho muchos beneficios... -¿Sí, eh? Y ¿cómo se llama? -¿El? Es el conde Cenci. -¿Cenci? ¿Has dicho Cenci? -gritó Luisa como si un áspid le hubiese mordido en el corazón y se calló. Pero la otra, con el deseo de enmendar su involuntaria falta, añadía apasionada: -Es un caballero como no he conocido otro, excepto vos, perfecto y amable. Por él pudimos reconstruir nuestra casa, arruinada primero por las aguas y el fuego; quiso que me comprase buena ropa... orgullo de una hora; y me riñó mucho por no haberle nombrado padrino de mi hijo.
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Luisa se mordía los labios hasta hacerse sangre y la interrumpió con áspera voz diciendo: -¡Basta! Y mientras para no descubrirse se alejaba rápidamente combatida por diversas pasiones, murmuraba: -¡Desvergonzada! Ni aun se cuida de ocultar su propia deshonra. ¡ Señor! ¿Pero de veras ordenas recoger la culebra que nos muerde en el pecho?
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XI DEL ASNO Y Verdiana había corrido veinte veces a la ventana, y otras tantas se puso a contar mentalmente les pasos que la casa parroquial distaba de Roma. Salió al prado; y como las piernas le temblaban se tendió y pegó la oreja en el suelo para oír cualquier rumor lejano que le anunciase la vuelta del cura. ¡Nada! Metióse en casa, cantó las letanías y el Stabat Mater; rezó diez veces el rosario, y acabó por impacientarse. -¡Oh, oh! -murmuraba-, jamás este santo varón ha tardado tanto como esta mañana... ¿pero qué digo esta mañana? Ya ha pasado la tarde, y la sopa se ha hecho un emplasto. No sé quién me impide comer sola, y si luego llega y no puede comer, peor para él. Pero quizás le haya entretenido alguna ocupación... o quizás alguna mala aventura le haya ocurrido a Marco (Marco era el asno en que cabalgaba el cura)... o quizás aun al pobre reverendo. ¡Ay de mí, infeliz! ¿qué estoy imaginando? ¿Pero por qué no podría ser esto? Si a Marco le puede ocurrir una desgracia no veo la razón para que no le pueda suceder al cura. ¡ Santísima Virgen! En punto a desgracias no hay diferencia entre el Marco y el cura, 179
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pues para todos, sean hombres o sean animales, siempre está aparejada como mesa de posada. Hablando así tomó sus agujas de las que pendía una media a medio hacer, y se puso a trabajar con mucha agilidad; pero quien la hubiese observado habría podido notar que en su mente se formaba un pensamiento doloroso, y que en sus ojos, poco a poco, iban creciendo dos lágrimas. Y las lágrimas y el pensamiento corrieron al mismo tiempo, por lo que echando a un lado agujas y media, exclamó: -¡ Si al pobre le ha ocurrido cualquier desgracia, no tendrá necesidad alguna de medias! ¿Y por qué no había de tener necesidad? ¿Es que acaso una desgracia hace inútiles las medias? Y extendió las manos, recogió las agujas y las clavó en la calceta. -Y además, muerto o vivo, las medias siempre serán útiles para alguien... Y mientras tanto colocaba en la faltriquera el ovillo de lana. -Servirán para algún pobre... o para mi... Digámoslo en honor de la verdad: Verdiana había pensado en sí después del cura y de su cabalgadura, después del prójimo, después de todos: su caridad se había extendido hasta donde podía extenderse y de la periferia volvía al centro. Por otra parte, debemos añadir al mismo amor a la imparcialidad que sus manos jamás se habían mostrado tan solícitas como al notar la probabilidad de que las medias sirviesen para ella.
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De improviso el aire del contorno resonó con los rebuznos de Marco. Verdiana corrió a la ventana, ya la otra parte del seto vio las queridas cabezas del cura y del jumento. No es que quiera poner a ambos en un mismo nivel... ¡Dios nos libre! pero en fin, si al cura no podían negársele grandes méritos, también el asno tenía los suyos; por añadidura, ni el cura ni Marco se habían bebido la luna. ¡Beberse la luna! Así por lo menos se creyó durante algún tiempo en casa del cura y fuera de ella; luego, por las persuasiones de éste, Verdiana empezó a concebir algunas dudas; pero en cuanto a Juanillo, estaba completamente seguro y lo hubiera jurado aun bajo la horca. Juanillo era un muchacho más pobre que Job, vestido con ropas cuya mitad era lodo, y la otra mitad remiendos de toda clase, color y medida sobrepuestos como tropel de indigentes que se levantan sobre la punta de los pies para alargar su escudilla en la puerta del convento donde el capuchino reparte la sopa. Juanillo era una de esas pobres criaturas que no han recibido de la madre Naturaleza más bendición que un puntapié. Cuando hacía algo, hacíalo al revés, si tomaba un cacharro, lo rompía; si corría para ayudar a alguien, o se daba una cabezada contra la pared, o contra la nariz del que quería servir; si le pedían agua traía fuego. El cura afirmaba con frecuencia que debía encontrarse en la torre de Babel sirviendo de albañil. No obstante esto, Juanillo Malasombra, que tal apodo le habían puesto, era de tan buena pasta, tan servicial y cariñoso, que siempre andaba por la casa parroquial, donde siempre pescaba algo.
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Bueno es que se sepa que fuera de la casa parroquial había un pozo, y junto a éste, un pilón donde abrevaban los animales y lavaban la ropa. Cierta noche, regresó Marco muy tarde a casa, porque el cura se lo prestó al médico, cuya yegua, aquel mismo día, se había quedado coja de la mano izquierda y era peligroso montar en ella por la exposición a romperse la Crisma. Y no sólo volvió Marco tarde a casa sino que volvió tristón. Trivia reía en el plenilunio sereno, como dice Dante, y reflejaba el redondo disco en la poca agua que quedaba en el fondo de la pila, como rica dama que se contempla, a falta de cosa mejor, en un espejillo de a cuatro cuartos. Juanillo condujo al asno a la pila, y fijándose vio allí dentro la luna. El asno, sediento, bebióse hasta la última gota de agua recogida en la pila, y la luna desapareció. Entonces Juanillo, lleno de asombro y de espanto, empezó a gritar que Marco se había bebido la luna. Tal era Juanillo. -¡Oh queridos! ¡ oh deseados! -clamaba la buena Verdiana, corriendo afanosa hacia el asno y el cura. Abrazó a Marco por el cuello ni más ni menos que con el afecto de Sancho Panza: besóle la mano al cura y le ayudó a apearse. Como entre la gente pobre el dolor de la pérdida se hace sentir más agudo que la esperanza de la ganancia, no podré pintar cuántas y cuáles fueran las lamentaciones de Verdiana, viendo el hábito talar desgarrado, y las demás prendas enseñando su mísera condición a través del siete de la sotana; mucho más, que por el semblante un tanto encapotado del cura, podía sacar la consecuencia de haber sido el viaje infructuoso.
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-Imagino -empezó Verdiana -que también por esta vez ha fallado la promesa del pedid y os será dado- y en tanto que le iba sacudiendo el polvo a la raída sotana, continuaba-: El santo Evangelio quería hablar de la gracia gratis data, pero no de los ducados contantes y sonantes. -Silencio, Verdiana; no murmures contra la Providencia, porque es pecado. Llamé y me abrieron; pedí y me dieron cien ducados... -¿Cien ducados? Entonces echemos las campanas a vuelo... El cura suspiró y se sentó a cenar; comió poco, bebió menos y respondió con monosílabos a las frecuentes preguntas de Verdiana, la cual, andándole alrededor, no cesaba de decirle: -¿Estáis acaso enojado, reverendo? ¿Os ha ocurrido algún contratiempo en el camino? ¿Habéis tenido miedo? ¡ Pero hablad, hombre de Dios! ¿Queréis que os haga un poco de agua de salvia con miel... o mejor un membrillo cocido en vino... o que os ponga pañitos de vinagre en las sienes? ¿Un sinapismo... un pediluvio... un baño de asiento... una lavativa?... -¡Uf! -sopló el cura y dijo después-: Hazte todo eso para ti, Verdiana, si tienes necesidad; estoy bien gracias a Dios, y he aquí los cien ducados... -¡Muy lindos, muy lindos! El que los tiene no hace mal en conservarlos bajo llave. -Basta, Verdiana; son cien ducados; pero no hay bastante, ni con mucho, para la casa parroquial, para lo que necesitamos y para la iglesia... 183
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-¡ Paciencia! Ante todo arreglaremos la iglesia, para las otras cosas el buen Jesús proveerá. -Proveerá, sí; pero considera, Verdiana mía, que si no cuidamos de la casa, el día menos pensado nos encontraremos nadando por los cuartos. -Mejor es que nademos nosotros aquí, que Cristo en la iglesia. -Sí, pero si el sacerdote se ahoga, el servicio divino queda interrumpido, con grandísimo daño de los feligreses. -In primis, no queda interrumpido por nada, ya que, y Dios os haga vivir mil años, muerto el Papa, otro al puesto, como dice el refrán; y después, que en casa llueve, pero no se nada ni se ahoga nadie que yo sepa... -Sí; pero el sabio Hipócrates, enseña: principiis obsta, sero medicina paratur... ¿y sabes lo que quiere decir esa sentencia, Verdiana? Quiere decir que, si no se acude a tiempo, el agujero se convierte en foso. Además, el ropaje abyecto, envilece a quien lo lleva. Por culpa del criado sucio, hasta el amo es despreciado. -Pero es mucho peor que aborrezcan al criado por la ingratitud que muestra para su amo; y luego, pensad un poco quién es el amo de que se trata. El cura, que parecía estar sobre la parrilla de San Lorenzo, suspirando, murmuraba para sí: -¿De dónde diantres ha sacado Verdiana tanto juicio? Y Verdiana proseguía: -Llamé lindos los ducados porque me gustaron de veras; pero no me parecen más hermosos que mi conciencia, ni que mi obligación, y muchísimo menos que mi Jesús, porque 184
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si temiese en lo más mínimo que os hubieran hecho prevaricar, ¿sabéis lo que haría? (Y Verdiana tomó dos puñados haciendo ademán de tirarlos por la ventana.) Pues dárselos a las gallinas como maíz... -¡ Verdiana! ¡ Verdiana! -gritó el cura empujándole hacia atrás-; ¿pero te has vuelto loca? Cuántas fueron las demás razones de Verdiana y cuán acerbamente hirieron al cura, no lo quiero decir; basta saber que el cura inclinó la cabeza y oró mentalmente para que, si podía hacerse, apartasen de sus labios aquel amargo cáliz, o sea a Verdiana; suspiró, se arrepintió diez veces repitiendo otras tantas el acto de contrición; pensó si debía devolver los ducados. Al mirarlos de improviso, le parecieron los treinta dineros de Judas; y espantado del fin de aquel traidor, miró estremecido la higuera del huerto de la casa parroquial y se acercó a la ventana; pero en el momento en que estaba para entregarse a su desesperación, un pensamiento relampagueó por su mente, y dio un salto como Arquímedes cuando halló el medio de conocer si en la corona de oro había mezcla de cobre. En su alegría, se hubiera dado un beso de haber podido tocarse las mejillas con los labios; y levantando la humillada cabeza, a modo de ciervo que tomando aliento continúa su carrera, dijo: -Oyeme, Verdiana: has hablado mucho y mal, Dios te perdone. ¿Y quién te ha enseñado a pensar tristemente del prójimo... de un cura... de mí?... ¿En todo el tiempo que vivimos juntos, has visto en mí al hombre que merezca tales recriminaciones y si no lo has visto, cómo repentinamente de vino me he convertido en vinagre? Escucha. De la tierra 185
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ha de salir la fosa. Juanillo y yo escogeremos todas las tejas sanas del techo de la casa y las acomodaremos al tejado de la iglesia; en la casa las pondremos nuevas; podremos contar seis camisas algo holgadas y cuando se necesiten para la iglesia se le añade tira bordada a cualquiera de ellas y servirá de alba; de la colcha haremos dos casullas, una amarilla y otra roja; las mandaremos teñir. Las lámparas y las vinajeras pueden servir para la iglesia y para casa; asimismo haré repintar, rascar, en fin, restaurar el crucifijo que tengo a la cabecera de la cama, y nos servirá para exponerlo en la iglesia los días festivos. El bueno del sacerdote había compuesto en su caletre el siguiente arreglo: «El pacto hecho me obliga a no gastar un solo escudo en la iglesia. ¡Maldito pacto! Pero si tomo las tejas de la casa parroquial, impido que el agua penetre en la iglesia y cumplo la promesa; verdad es que le pondré techo nuevo a la casa, sí; pero siempre podré sostener que para la iglesia no he destinado un cuarto.» Estas capciosas y sutiles transacciones, mediante las cuales las almas débiles a la par que honradas suelen capitular con la propia conciencia, chocaban contra el sentido común de Verdiana, la cual replicó: -¿Y a qué santo esa elección y ese transporte? Y a qué viene que Juanillo y vos vayáis por los tejados, a guisa de gatos enamorados? ¿Y a qué esa historia dé las camisas y las casullas? ¿Y por qué esa parcialidad de restaurar el crucifijo de casa dejando en la calle el de la iglesia? ¿Qué cábalas, qué embrollos, qué enredos y diablerías son ésos? No, señor; se ha de empezar por el principio... quiero decir, 186
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por la iglesia. Si nos sobra, bien; si no, tendremos paciencia. El cuervo que llevaba a San Jerónimo el pan tierno todos los días, vendrá también para vos. -Querida Verdiana, desde entonces acá, parece que los cuervos han olvidado el oficio de panaderos. -Y en cuanto al vestir, ¿no me habéis leído mil veces aquel pasaje del Evangelio que dice: «No andéis ansiosos de vuestro vestido, porque ved el lirio del campo: ni Salomón con toda su gloria ha podido vestirse como uno de ellos?» -Sí, Verdiana, sí, todo eso es verdad, se lee en el Evangelio; pero es necesario no tomarlo demasiado a la letra. Los lirios visten de un modo peculiar suyo. ¿Realmente, has visto jamás un lirio vestido con la sotana del sacerdote, ni al sacerdote vistiendo la túnica del lirio? -¡Misericordia, Domini! ¿ Pero sois vos el que habláis de esa manera? Paréceme que os habéis hecho luterano... -¡Verdiana1... -exclamó el cura empezando a impacientarse. -Es que el espíritu maligno a lo mejor se mete en los cuerpos de los hombres religiosos como si fuera de veraneo... pero.. -¿Qué vas a hacer, Verdiana? –preguntó el sacerdote viendo que el ama tomaba la pililla del agua bendita introduciendo el hisopo. -Vuestras palabras me huelen a herejía... Esa no es harina de vuestro costal. Dejadme hacer... sino es nada, una bendición nunca está de más; si hubiera algo, ya me entendéis, el diablo os saldría del cuerpo.
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-¡Verdiana, detente! -gritaba el cura inútilmente-. ¡Verdiana, no me hagas enfadar! La desapiadada sirvienta le roció de cabeza a pies con agua bendita. El cura sentíase más preocupado de lo que quería aparecer; pero en el fondo alegróse de encontrar un motivo para substraerse a la lógica persecución de Verdiana; por lo que, con voz grave, dijo: -Ea, dame una luz, que me voy a acostar. Y recogiendo el dinero con mal gesto, encaminóse a su dormitorio. Verdiana le siguió en silencio, pero no aplacada. El cura abrió el reclinatorio y echó los escudos dentro, y con un gesto digno de Agamenón cuando dijo a Egisto: «Vete, que el nuevo sol no te vea en Argos», murmuró: -¡Buenas noches! Verdiana comprendió perfectamente que aquellas palabras debían traducirse así: «¡Vete en seguida!» Retiróse, pues, pero ya en el umbral no pudo contener este desahogo: -Buenas noches, reverendo, buenas noches. Pero acordaos de que la harina del diablo se va toda en salvado, y cuidad que la moneda de Satanás no os eche a perder la de Dios..., porque, a la verdad, esos escudos que habéis traído a casa huelen a azufre a mil leguas de distancia. El cura le dio con las puertas en las narices; se desnudó con presteza, y tendiéndose sobre el lado derecho comenzó a pensar: -¡Quisiera saber quién se atrevería a señalarme con el dedo! No falto a la promesa hecha, porque en la iglesia no gasto ni un escudo de los Cenci; pero nadie puede impedirme que yo dé a la iglesia cuanto haya en casa. Quizás lo me188
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jor hubiera sido no meterme en este lío, y negarme rotundamente a recibir este dinero. Pero no... porque si no lo hubiera tomado no podría desguarnecer la casa para componer la iglesia. Cuando la sábana es corta, o los pies o la cabeza han de quedar al descubierto... ¡Así, pues, he hecho bien... perfectamente bien! Y satisfecho de sí mismo, volvióse sobre el costado izquierdo. ¡Cosa curiosa! Aquí encontraba una opinión diversa; una voz que parecía escondida en la almohada le reprendía en estos términos: «Enredador, embrollón, caviloso, engatusador, ¿quisieras servir mitad a Dios y mitad a Mammón? No, señor; todo a Dios o todo a Mammón; aquí no hay términos medios. ¿Son esos los ejemplos que te ofrece el profeta Eliseo y San Pedro? Tu suerte será la de Simón, el malo, que se remontó en los aires por virtud del demonio, y cayó al suelo por virtud de Dios, rompiéndose las dos piernas; o por lo menos la de Ghehazi, cuando quedó de pies a cabeza cubierto de lepra. ¡Hermosa figura si me presentase en el púlpito como maese Blas el molinero! ¿Y qué diría Verdiana? Las ofertas presentadas sin el corazón puro, son rechazadas por el Cielo... ahí está Caín... ¿Y tú recibiste el dinero con la condición expresa de no emplearlo en el servicio de Dios? ¿No es esto peor que la simonía? Quien no adora a Dios se hace servidor del demonio... Levántate, levántate, arrodíllate ante la cama de Verdiana y pídele perdón. Esa mujer posee caridad suficiente para dar y vender. Levántate, vuelve a Roma corriendo, aunque sea en camisa; devuélvele a Cenci sus ducados y dile: «Dejadme mi pobreza con mi inocencia, porque riqueza con pecado no es 189
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cosa que me regocije». ¡Uf! ¡qué calor! -exclamó luego en alta voz revolviéndose bruscamente, y poniéndose de nuevo sobre el costado derecho añadió-: Esta noche no voy a poder pegar los ojos. En esta parte le esperaba su buen Genio. -Consuélate -le murmuraba suavemente al oído-, porque la intención justifica la obra y en este mundo el que es sabio se gobierna según el viento y la corriente. Si Verdiana continúa fastidiándote, puedes citarle el ejemplo de los judíos, los cuales, antes de salir de Egipto, tomaron prestados de los egipcios los vasos de oro y plata, y probablemente los emplearon en la fabricación del arca. También le podrías citar el caso de los hijos de Job, que, para vengarse del rapto de que fue objeto su hermana, persuadieron a los Sitchem a que se cortasen... Pero no, semejantes ejemplos no son para contárselos a Verdiana. Hay otros más a propósito y más decentes. En suma, la intención justifica la obra, si no a los ojos de los hombres, si a los de Dios. Así, pues, has hecho bien, perfectamente bien y a quien no le guste, que se aguante. Y se durmió. Hacía ya buen rato que logró conciliar el sueño, cuando, de pronto, se despertó sobresaltado por un rumor insólito. Sentóse en la cama y le pareció oír ligeras pisadas en el pavimento. Creyó que fuese el gato de casa que buscaba alguna golosina y bajando un brazo tomó un zapato errado y con hebilla de plata, que estaba debajo de la cama, y lo lanzó hacia el sitio de donde le parecía provenir el rumor. El zapato dio de lleno en un armario, que sonó como un tambor, por190
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que estaba vacío. Verdiana se despertó y empezó a gritar desde su alcoba: -¡ Reverendo, reverendo! Triste dinero es ese que nos quita el sueño, y Dios le mande mal día y mal año. Cuando erais pobre descansabais hasta el día; ahora no dormís ni dejáis dormir. El cura se tapó la cabeza con la sábana para librarse de tamaña persecución. Por la mañana don Cirilo, al levantarse, miró primero al cielo y luego, de hurtadillas, a Verdiana: el cielo le prometía un buen día, y el ama uno malo. Se puso a rezar en voz baja las horas canónicas, y procuró por todos los medios posibles provocar una palabra amiga, pero fue en vano. En el almuerzo, para romper el hielo, empezó a preguntar con desembarazo el precio de esta cosa y de la otra, y después, valientemente, con un tacto que dejaría en mantillas al diplomático más listo, observó de improviso que para tantas compras ciento cincuenta ducados serían pocos. Verdiana, tocada hábilmente en el flaco de la ropa blanca, por la que toda mujer cuidadosa y aseada siente pasión, olvidando el origen de los ducados, empezó a echar cuentas con don Cirilo. El cura, aunque tenía alguna ilustración, no sabía una palabra de cuentas, por lo que la suma no le resultaba. Verdiana rectificaba y ajustaba, llevándose un dedo a la boca, por más que tampoco estuviese fuerte en aritmética. Entonces el párroco decidió tomar el dinero y separarlo en tantos montones cuantos eran los objetos que se habían de adquirir..
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Don Cirilo hubo de felicitarse por su oportuna estratagema, pues consiguió dulcificar el humor de Verdiana y distraerse él mismo: que la vista del dinero alegra al hombre. De esto da testimonio el mismo tostón14 de Clemente XII, que lleva la leyenda: videant pauperes et lententur15. Los pobres hubieranquerido introducir una variante en esa leyenda, acerca de la cual hasta hoy no se han entendido con los ricos y creo que aun tardarán un poco en entenderse. La variante consistía sencillamente en substituir videant por habeant, y es preciso confesar que, pese a la leyenda puesta por Su Santidad en sus monedas, no parece natural que los pobres, por la sola vista del dinero, experimenten mucha alegría. Y para poner en práctica su idea, el cura se encaminó a su cuarto seguido de Verdiana, la cual le iba diciendo: -Ya veréis cómo con vuestra cuenta, nos faltarán unos diez o veinte ducados. -Y yo sostengo que vendrán justos -y se encorvó para levantar la tapa del reclinatorio; pero de pronto se enderezó diciendo-: Verdiana, ¿qué diantres me decías anoche? ¡Que la harina del diablo se vuelve toda salvado! -Y lo decía porque de joven oí contar a un fraile predicador que el demonio hizo pacto con un campesino de comprarle el alma por mil escudos. Extendido el documento y pagado el dinero, el campesino fue a su casa con el saco; pero al siguiente día se lo encontraron muerto en la cama y el saco lleno de carbón. Así perdió el dinero y el alma. 14
Antigua moneda de los Estados pontificios, llamada también testón. (N. del T.) 15 Veánla los pobres y alégrense. 192
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-Ten la seguridad, Verdiana, que este dinero no me viene de manos del diablo, sino de un noble caballero romano; pero yo sé una historia de aparecidos sin intervención diabólica, y si gustas de oírla te la contaré. -¡Cabalitos! Para historias estamos ahora... Es ya cerca de mediodía y todavía no he puesto el puchero al fuego. -Falta aun una hora para mediodía, Verdiana, y la historia es breve; fíjate bien, la historia, no el cuento. -Bueno, pero acabad pronto. -Has de saber, pues -empezó don Cirilo-, que hubo un viejo tan avaro que cuando prestaba dinero al cincuenta por ciento creía regalarlo. Ahora bien, el tal sujeto, no queriendo, por avaricia, comprar un cofre de hierro, se procuró un ataúd, lo rodeó, como mejor supo, con aros de hierro y le puso una cerradura vieja; luego lo escondió debajo de su cama, y allí iba depositando su mal adquirido dinero. Aunque no temiese gran cosa por los ladrones, pues vigilaba con mucho cuidado la casa, sin embargo, para alejar toda sospecha, caso que llegasen a entrar en su domicilio, escribió sobre el ataúd: Hic est Christus Dominus meus16, como queriendo dar a entender que aquello era una reliquia, reforzando así lo débil de la cerradura con la reverencia de la religión. La Providencia, sin duda, para castigarle por su malicia, dióle un hijo tan disipador como él era avaro, y bebedor como una cuba, y jugador capaz de echar los dados sobre las brasas y sacarlos de ellas. Tenía, además, otros defectillos y tachas que, como tú comprenderás, Verdiana mía, se callan por honestatis causa. Huelga decir si el viejo tacaño quería entraña16
Aquí está Cristo, mi señor. 193
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blemente a su hijo y si éste correspondía con igual cariño a su padre. Cierto día, espiando el joven al viejo, vióle entrar en su cuarto y encerrarse dentro; y atisbando por el agujero de la cerradura, le vio abrir el ataúd y meter dentro una buena cantidad de dinero. El jugador sintió que le corrían sudores fríos y calientes al mismo tiempo por todo el cuerpo; y en cuanto el usurero salió de casa, el vicioso, con tenazas y clavos, forzó la cerradura, se llenó los bolsillos de escudos, hasta no dejar ninguno, y se alejó no sin antes escribir sobre el ataúd: Resurrexit, et non est hic17. Y así el malvado viejo aprendió a sus expensas lo que cuesta profanar los textos del santo Evangelio. -¡Y si parase ahí! -añadió la devota Verdiana-. Pero el pecado va más allá y poco se piensa... -Seguramente; y cuando nos demos cuenta será ya demasiado tarde... ¿De manera que tú crees que faltarán unos diez...? -Sí, diez o veinte... -Ahora lo veremos... Yo creo que llegarán... Y levantó la tapa... El dinero había desaparecido. Don Cirilo quedóse encorvado, con la tapa levantada y la cabeza vuelta hacia Verdiana; el ama cerró los ojos y levantó las manos al cielo; ambos parecían heridos de catalepsia. Así estuvieron buen rato sin decir palabra, y sin pestañear siquiera. Un gran combate se libró en el ánimo de don Cirilo mientras tenía inclinado el cuerpo. En aquel torbellino de pasiones, grande era el dolor por la suma perdida, pero inconmensurable el remordimiento por haberla aceptado con 17
Resucitó y ya no está aquí. 194
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condiciones seguramente no piadosas. Don Cirilo, enderezándose lentamente, pareció haber vivido diez años en un minuto; pero de su amargura nada dijo al ama. -Verdiana mía, has sido profetisa. -¡Oh triste de mí! ¡Ojalá no hubiese hablado!... -Y ahora, ¿qué es lo que vamos a hacer? -preguntó el cura dándose una palmada en la frente. -Resignarnos a la voluntad de Dios... -Mujer, has dicho una sabia palabra. Pero, y fíjate bien, Verdiana, aquí dentro no hay que ver al demonio. Estas huellas polvorientas en el suelo, la ventana que da al huerto forzada, y el rumor que me despertó anoche, aclaran perfectamente que cualquier ladronzuelo del contorno ha hecho esta mala jugada. Dios le perdone y pueda ese dinero darle más alegría que a mí. Pero ¡ oh! el afán de aquella pobre gente llegó a su colmo cuando al entrar en la cuadra no vieron a Marco en ella. ¡Qué sollozos resonaron en la casa parroquial, qué dolorosos ayes! Llamaban a Marco con los nombres más dulcísimos; a Marco invocaban, a Marco pedían al Cielo con ardientes plegarias y súplicas y por los campos inmediatos se oía resonar: ¡Marco!¡ Marco! Se unía al plañidero coro el bueno de Juanillo, que, intentando consolar aquel supremo dolor, se había puesto la cabezada del jumento y metía la cabeza en el pesebre, en el lugar que solía ponerse Marco, y decía: -No lloréis, don Cirilo; Verdiana, enjugad las lágrimas... yo haré las veces de Marco y os serviré como Marco. Reve-
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rendo, cuando queráis ir a Roma, ya os llevaré a cuestas tan bien como Marco. Una angustia sombría, como suele ocurrir, sucedió al clamoroso afán; ni los consuelos de Juanillo fueron eficaces para con el cura ni para con el ama. No se habló de comer; pero Verdiana no por eso dejó de servir la comida, y como el cura se sentase, por costumbre, de momento en momento volvía la cabeza para ocultar una lágrima que a su pesar le acudía a los ojos. Don Cirilo miraba fijamente el plato, pero no tocaba la comida; o si clavaba algún trozo con el tenedor, a punto de llevárselo a la boca, lo dejaba caer intacto, lanzando un gran suspiro. ¡Ah! ¡Es demasiado amargo tragar el pan mojado en lágrimas! Don Cirilo levantóse, salió y se sentó en un banco a la derecha de la huerta de la casa, y para hacer algo empezó a trazar líneas en el suelo con un palito. Veíase claramente que todos aquellos movimientos eran puramente maquinales y que su pensamiento galopaba a mil leguas de allí; pero sea que la pasión no tenga sitio particular, o que los miembros conserven espontáneo el impulso que en ellos imprime el afecto, lo cierto es que las manos del cura trazaban en la arena el perfil de Marco. Verdiana, desde el banco de la izquierda, miraba las gallinas... las miraba, pero, con las manos en los bolsillos, no oía la colectiva petición que exigía la distribución acostumbrada de maíz. Juanillo, sentado bajo el emparrado, se desahogaba con el pan, pegándole tales mordiscos, que hacían temer por el emparrado, caso de que no le saciase el pan. El pensamiento del sacerdote, después de haber viajado por diversas regiones, se detuvo finalmente en Job. Conside196
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ró ante todo que él no tenía mujer, y esto parecióle un primer argumento de consuelo; después pensó que no esperaba amigos, y conoció que si uno solo de aquellos de Job, el temanita o el suhita, le hubieran caído encima, hubiera bastado para echarlo de cabeza al pozo; y, finalmente, la conciencia, limpia ahora de pasiones, discurriendo libre, le declaraba que había pecado gravemente contra Dios, y que debía agradecerle de todo corazón si sólo le sujetaba a aquel ligero castigo; por lo que se levantó con semblante honradamente sereno, quedándole allá dentro una humillación, la cual, si quisiéramos descomponer en sus elementos, encontraríamos: que por una cuarta parte entraba el remordimiento de la mal aceptada moneda; por otra cuarta la vergüenza de unas palabras escandalosas pronunciadas delante de Verdiana, y por una buena mitad el dolor de la pérdida del pobre Marco. -Dios me lo ha dado -suspiró don Cirilo-, Dios me lo ha quitado, hágase la voluntad del Señor. Para el pecado cometido, el castigo es aun demasiado suave. Apenas el buen cura había terminado estas palabras, cuando como si la divina Justicia, satisfecha, quisiese abrirle de nuevo la fuente de las misericordias, oyóse resonar en torno, por valles y colinas, el rebuzno triunfal y glorioso, que parecía, ¡ oh celeste voluptuosidad!, y era efectivamente de Marco; y apenas tuvieron tiempo para decírselo, cuando Marco, coronada la cabeza con verde follaje saltaba el seto con su ímpetu habitual, y como una saeta volaba hacia su amo. ¿Y cómo coronado?, preguntará el lector, añadiendo: esas son extravagancias de novelista. Pues sí, señor, coronado; y el 197
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cómo, se sabrá después; entretanto, lector querido, conténtate con ver coronado a Marco; no digo de laurel, porque ya sabéis de éste, que ...rado se ne coglie Per coronare o Cesare o Poeta, Colpa, e vergogna delle umane voglie18. sino de variado follaje, de madroño y de encina sobre todo; y la encina también es una noble corona, tan noble como las de laurel, pues en la antigua Roma se destinaba al que en la batalla salvaba a un ciudadano románo, y la llamaban cívica. Don Cirilo libró a Marco de la albarda y las alforjas, sin fijarse si estas últimas estaban llenas o vacías. Juanillo lo abrazó y besó ante todo; después le pasó la almohaza, lo lavó y le limpió la cola de cardos. Verdiana le preparó un buen pienso de paja y alcacel, al mismo tiempo que volviendo la cabeza hacia el huerto vio una magnífica col rizada, tan oronda que parecía un senador. Vaciló el ama entre reservarla para la comida del cura o dársela a Marco, y por último venció su amor por éste. Era la vuelta del hijo pródigo, y la buena mujer mataba su ternera cebada. Aquel día, el asno pudo decir que celebraba su pascua. Y aunque asno, preciso es añadir que Marco, tuvo en aquella solemnidad los mismos honores que el Papa Bonifacio VIII en el banquete de su coronación; pues si a éste le sirvieron dos reyes, el de Hungría y el de Sicilia, con regio manto y 18
...raras veces se corta para coronar césares o poetas; culpa y vergüenza de la humana voluntad-. Petrarca, sonetos. 198
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corona en la cabeza, el párroco y Verdiana, sirvieron a Marco. Verdad es que don Cirilo no se puso la capa pluvial; pero en compensación Juanillo le sirvió de copero conduciéndole a la pila donde tiempo atrás se bebió la luna. Ahito, pero no cansado de comer, Marco sintió por fin la necesidad de reposar. No dijo buenas noches a nadie, pero lo dio a entender suficientemente tendiéndose sobre la paja, cerrando los ojos y bajando la cabeza. Al salir de la cuadra, don Cirilo recogió las alforjas, y, calmado ya, notó que pesaban mucho. Introdujo la mano y, ¡Cielo santo! ¿soñaba o estaba despierto? Le pareció tocar monedas... Vació las alforjas.. ¡ escudos... ducados!... ¡ pero muchos, muchísimos! Don Cirilo y Verdiana se sentaron en el prado; y reunido el dinero, parecióles que abultaba cuatro o cinco veces el primero, esto es, que habría cuatrocientos o quinientos ducados. Oro y plata en cantidad suficiente para hacer perder la cabeza a cualquiera. Por fin se decidieron a contar y se hallaron con cuatrocientos cincuenta ducados, poco más o menos. -Ahora creo que todo se encamina bien -dijo el cura. Pero Verdiana, levantando un dedo, respondió: -¿Es realmente nuestro este tesoro? Veamos, reverendo, veamos si Dios no nos lo ha mandado para probarnos. -Verdiana, ese ha sido mi primer pensamiento, pero después me he persuadido de que ese dinero ha de pertenecer al ladrón. No puede ser de la Vecindad, sino de alguno de los muchos bandidos que infestan los campos. Comprenderás que devolvérselo al ladrón sería pecado, y a los robados imposible. Yo propondría -y esto lo dijo 199
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vacilando-, que para nosotros gastásemos unos ciento cincuenta ducados y todo lo demás para la iglesia y los pobres; así haríamos restaurar los dos crucifijos, el de casa y el de la parroquia. La proposición debió agradar a Verdiana, pues añadió vivamente: -Y dejaremos la colcha en la cama y compraremos una casulla nueva, de rico damasco. -Y no transformaremos las camisas en albas. -Y las tejas de la casa se quedarán donde están y las de la iglesia en su tejado. -Justo; a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. -Pero ayer no hablabais así... -No pensemos más en ello, vamos. El Señor me ha perdonado ¿y tú quieres ser rencorosa? Verdiana, ¿serías menos misericordiosa que el Señor? -¡No lo quiera la Santísima Virgen! Vos tendréis dos sotanas nuevas: una de camelote para el verano, y otra de paño para él invierno; y también dos pares de pantalones, porque ayer parecióme ¡ ay! que los que lleváis están muy estropeados... -Y tú dos sayas, una de estambre y otra de lana. -¿Y cacharros? -¿Y ropa blanca? Los cacharros son de mucha necesidad, pues ahora os lo puedo decir sin afligiros: sabed que hace no sé ya cuánto tiempo que coméis siempre en el mismo plato. Cuando lo
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llevaba a la cocina, lo lavaba en seguida y lo ponía en la mesa de manera que no lo notaseis. -Y comprando toallas dejaremos en paz al gato. -¡Oh, Dios mío, qué pobres éramos! Jamás habíame hecho tanto cargo como ahora, que teniendo dinero para gastar veo las cosas que necesitamos. -Así es, el dinero es como el sol, descubre la miseria y la alegra. -Pero quizá hemos pensado demasiado en nosotros mismos. -Juanillo estrenará por primera vez en su vida un traje hecho todo de la misma pieza de tela. -Y Marco una cabezada nueva. -¡En efecto!... ¡ bendito animal es ese Marco!... y tú, Verdiana, cristiana bendita, porque ambos me dais ocasión para hacer una obra buena. Verónica, la pobre lavandera, ha tenido la desgracia de que se le muera su jumento, y está la infeliz que no sabe a qué santo encomendarse. No puede ir a Roma por las ropas, y sus hijos no ganan lo bastante con el carretón. Ea, dame veinte ducados, que yo iré sin pérdida de tiempo a consolar a la buena mujer y de paso me traeré a sus hijos y al perro para que guarden la casa esta noche. Comprenderás, Verdiana, que si el ladrón vino por el dinero que no le pertenecía, con mucha más razón querrá volver por el mío y por el suyo; y es prudente estar apercibidos para hacerle entender que estos vientos son perjudiciales para él. Y tal como lo pensó lo hizo el bueno de don Cirilo.
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No fueron inútiles estas precauciones, porque aquella noche el perro no cesó de ladrar, y en las siguientes no se oyó nada. Marco se hizo viejo y el cura y Verdiana, como es de suponer, no rejuvenecieron. Una noche el párroco, después de la cena, levantó la mano como tenía por costumbre cuando quería decir algo importante. Verdiana cruzó las manos sobre el regazo para escuchar con más recogimiento. Juanillo se quedó parado en medio del comedor con un plato que llevaba a la cocina, teniendo el cuerpo medio vuelto hacia la puerta, y mirando al cura, para no perder palabra. Don Cirilo empezó así: -Nuestros antiquísimos progenitores... -¿Cuántos años hace? -Más de mil, pero no me interrumpas, Juanillo... Enviaron a Grecia hombres sapientísimos para que estudiasen las leyes por que se regía, aquel pueblo, leyes que la fama ensalzaba como justas y religiosas, con la idea de aplicarlas en parte a este nuestro país... -¿Pero Grecia no es país de turcos? -Verdiana, no me interrumpas... En aquellos tiempos no se conocían aun los turcos... ¿No sabes que hablo de cuando Virginio mató a su hija honestatis causa? Así, pues, los griegos que facilitaron a nuestros antepasados noticias de sabias leyes, también nos dieron humanísimo ejemplo del modo de comportarse con los compañeros de nuestro Marco. Los atenienses, después de haber levantado un magnífico templo llamado Ecatompede, dedicado a Minerva, que era, como se podría decir, una santa de aquellos remotos tiempos... 202
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-¿Y qué han hecho ahora de esa pobre santa? -Juanillo, no me interrumpas... Los griegos dispensaron de todo trabajo a los asnos y mulos que habían envejecido acarreando materiales para aquella construcción, declarándolos dueños y señores de vagar y pacer por donde les viniese en ganas; y así se lee también en cierto libro impreso que uno de aquellos asnos vivió ochenta años19. -Casi tantos como vos... -¡Qué maldita costumbre! Pero, Verdiana, no... -Sería un milagro de santa Minerva. -¡ Pero, Juanillo, por Dios, no me interrumpáis! Minerva no podía hacer milagros... porque entonces hubiera sido, como si dijéramos, un diablo. -¿Cómo, un diablo? ¿No hay en Roma también una santa María de la Minerva? ¿Es posible que, según vos, fuese ahora una santa María del Diablo...? -¡ Pero Verdiana, por el amor de Dios, déjame hablar! Esas cosas secundarias te las explicaré después minuciosamente. -Si acabáis pronto... -Omnia tempus habent, querida mía; cada fruta tiene su estación. -Sí, pero tened presente que nosotros tenemos ya tantos años como el asno de Atenas... Don Cirilo, para librarse de aquella pesadez de las interrupciones, mal que se había hecho incurable en su casa, precipitó el discurso añadiendo:
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-Por cuyas consideraciones y ejemplos, propongo que se jubile a Marco, pasándole la manutención, como bueno y leal servidor, mientras a Dios le plazca tenerle entre nosotros. -Escuchadme, don Cirilo -replicó vivamente, el ama-. Yo no leo libros impresos como vos los leéis, pero razono a mi manera. Viejos somos nosotros también, aun cuando, gracias a Dios, no impedidos de miembro alguno o facultad del alma; pero cuando la Providencia nos mantiene así, es porque espera que nos ocupemos en algo. Tiempo para descansar lo tendremos de sobra cuando durmamos en el cementerio. Contra vuestra opinión, declaro que Marco, aunque sea viejo, puede hacer ciertas faenas compatibles con sus años; no debe acarrear ya más piedra ni ladrillos ni cal, ni llevar grano al molino ni cántaros de vino al mercado, y mucho menos al médico, que pesa más que todo eso junto; pero le sobrarán fuerzas para transportar hierba a Roma y volver con las cosillas que fuesen necesarias. Esto le conservará sano y a nosotros complacidos, porque viéndole engordar en la ociosidad, quién sabe si no se nos haría odioso como un sinvergüenza que roba el pan que se come. -Verdiana, eres la heredera directa de la sibila Cumana. Cómo fue que el asno volvió a casa y cómo aumentó el dinero, podrá saberlo con todos sus pormenores quien lea el capítulo siguiente.
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XII LA TRAICIÓN Era ya noche avanzada y don Francisco Cenci estaba encerrado en su estudio leyendo con mucha atención el libro de Aristóteles Sobre la naturaleza de los animales. De vez en cuando se detenía pensativo y anotaba con letra menudísima en las márgenes del libro las reflexiones que la lectura le sugería. Cuando más ensimismado se hallaba sonaron las dos de la madrugada; la campana hirió agudamente el aire como una pregunta soberbia. Pareció que interrogase: «¿Quién se atreve a velar a estas horas en que sólo reina la muerte?» -Velo yo -respondió don Francisco-. Los misterios de la Naturaleza se profundizan inútilmente. Da cuantas vueltas y revueltas quieras, que no encontrarás la puerta por donde has entrado. Yo creo que, quien inventó el modo de contar el tiempo que huye en horas, en minutos, y en segundos, fue uno de los peores enemigos que jamás haya tenido el mundo. Comprendo aun que el hombre viajando hacia Roma o Nápoles saque la cabeza por la ventanilla del carruaje para leer los postes que marcan las millas, el espacio recorrido durante el viaje; pero cuando la ciudad a que se acerca es 205
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Necrópolis, el cementerio, entonces vaya al infierno quien dice «estamos a punto de llegar, esta es la última milla.» Estas horas sonadas, cuando ya han pasado, repercuten como el rumor de un fragmento de vida, que se nos cae a pedazos que no podemos recuperar jamás. Quizá en la juventud, cuando en un oído resuenan los rumores alegres que se acercan a la locura y en el otro se perciben débiles sonidos, no se oyen estos últimos o llegan casi apagados. Pero después, cuando se cuentan mis años parece que las horas escapan más veloces, del mismo modo que los jinetes redoblan los latigazos cuando están cerca de la meta: Motus in fine velocior. Entonces, por lo tanto, es preciso esperar otra cosa; ¿pero cuál? Todo es contraste, confusión y desorden en este mundo; estamos en guerra con nosotros mismos. Yo, que desde mis primeros años he abrazado un partido en el cual me he afirmado con la reflexión y obstinado con las obras, yo también, cuando menos me lo espero, siento dentro de mi un espíritu que no concuerda conmigo, que siempre me contradice, y con lisonjas, perfidias o amenazas pretende arrastrarme hacia un lugar donde yo no quiero ir: si fuese un ojo, me lo sacaría; pero, ¿cómo poner las manos sobre este espíritu de rebeldía? Mas si no puedo estrangularlo me es dado, en cambio, vencerlo. ¡Oh, espíritu rebelde! ¿por qué te obstinas en querer detener el torrente con tus tenacillas de araña? Si eres un ángel, hazme caso, vuélvete por donde has venido, porque predicas en desierto; si eres demonio, vete y no me fastidies más; ya arreglaremos las cuentas. Beatriz pensaba aterrarme cuando me amenazó diciéndome que en los tiempos venideros dirían de mí : «En los días del profeta 206
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Natán los castigos de Dios eran tres, después se convirtieron en cuatro: hambre, peste, guerra y el conde Cenci», y ningún cortesano experimentó jamás tanto placer como yo al oír los sonidos de tu dulce lengua. Mis pósteros no sabrán siquiera que yo he vivido. Todo es viejo y carcomido, todo cae hecho pedazos. Nuestros terribles predecesores lo han devorado todo, hasta la facultad de infamarnos. ¡Oh Tiberio, oh Nerón, oh Domiciano, vosotros nos habéis arrebatado el derecho de podernos llamar malvados! Vosotros teníais la boca en el río de la lujuria y de la ferocidad, mientras nosotros tenemos que hacer grandes esfuerzos para apagar la sed. Sin embargo, yo me siento con ánimos para superaros a todos vosotros; y si la fortuna me hubiese dado un imperio o el solio pontificio, hubiera espigado en vuestro campo, ¡ oh emperadores augustísimos!, hasta el punto de no envidiar vuestra cosecha. El arte puede suplir y aun aventajar a la fuerza: hay diamantes, los cuales, aunque pequeños, aventajan en la limpidez de sus aguas a otras piedras mayores. ¡ Pecado, galopa, galopa; poco camino te queda que recorrer... condúceme velozmente al infierno! Un golpe precipitado en la puerta secreta interrumpió al viejo en sus malvadas reflexiones, y creyendo que fuese Marzio que venía por algún imprevisto acontecimiento se apresuró a abrir. Olimpio, anhelante, con la cabeza vendada y llena de sangre se precipitó en la estancia, volviendo la cabeza hacia atrás como quien teme ser seguido, y se dejó caer en una silla, enjugándose con el brazo el sudor de la frente. Don Francisco, aunque peritísimo en el arte de disimular, mal 207
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podía reprimir su sorpresa a la vista de aquel sujeto; pero, fingiendo lo mejor que pudo, empezó a interrogarle: -¿Qué diablos te obliga a venir de ese modo y a tales horas? ¡Estás herido! ¿Qué contratiempo has tenido? -¡Traición, don Francisco, traición!; pero juro a Dios y a los apóstoles Pedro y Pablo que antes de morir yo he de despedazar al traidor, aunque fuese mi padre. -¡Traición! ¿Cómo puede ser eso? ¡ Pero tienes la cabeza llena de sangre! -No os preocupéis; eso no es nada... un tiro de pistola,... la bala me ha rozado en la frente y nada más... -Bueno; así, pues, Olimpio, acomódate del modo que creas mejor y cuéntame detalladamente lo ocurrido. -Esta noche, como sabéis, tenía que cumplir el encargo de Su Excelencia el duque de Altemps, encargo que me aconsejaba una voz que sentía murmurar aquí dentro... y si no es por ese asno condenado, yo hubiera probado si atándome de pies y manos me volvía hombre de bien; pero en lo mejor de la cosa él cubo cayó al pozo. El asno está entre mí y el paraíso... -Olimpio, se te va la cabeza. ¡ Pobre hombre! deliras... -¡ Por Dios! No deliro, don Francisco, digo la verdad. Había cumplido vuestro encargo respecto al carpintero, pero con una adición con que no contábamos ni yo ni vos; fue el diablo en persona quien hizo que se quemara el desgraciado carpintero. -Cierto, fue el diablo quien puso una tranca atravesada por la parte de fuera.
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-Eso lo hice yo; pero os juro, a fuer de bandido honrado, que yo no quería otra cosa que impedirle que saliese de casa y despertara a todo el vecindario para que le ayudase a apagar el fuego; yo no creía que vuestros cohetes ardiesen tan terriblemente; ni podía suponer que el maestro perdiera la cabeza hasta el punto de correr por toda la casa incendiada antes que dirigirse a la ventana. En fin, yo no creía que la cosa pudiese tener tan graves consecuencias. Don Francisco, ¿os habéis enterado del acto de doña Luisa, vuestra señora nuera? ¡Oh! ¡Cuánta diferencia entre ella y nosotros! ¡Verdadera sangre latina!... -También conozco eso; es una valerosa mujer. ¿Valerosa he dicho? Sí; y no me vuelvo atrás. Cada criatura tiene su virtud, y si yo no fuese Francisco Cenci me gustaría ser Luisa Cenci; en mi familia las mujeres son superiores a los hombres. Si mis hijos se hubiesen parecido a Olimpia, a Beatriz o a Luisa; si este siglo asqueroso hubiese dado lugar a conquistar fama por medio del estudio, o de un rasgo de valor o de ingenio... quizás entonces... ¿quién sabe?... yo hubiera tomado nuevos derroteros; pero, en fin, no hablemos más de eso. -A mí me pareció que el corazón se me rompía; sentí una gran tristeza, lloré, lloré como un niño. Por primera vez pensé en mi madre cuando me escondía entre sus faldas, o recibía los golpes que mi padre destinaba para mí; pensé en la pobre Clelia, cuando me esperaba en la fuente; pensé en la posada del Zingarolo que tan fresco tiene el vino en los calurosos días de verano; en la cuerda de maese Alejandro, tan enamorada de mi cuello... y ninguno de estos queridos re209
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cuerdos me enterneció tanto como la famosa doña Luisa Cenci. Decidí mudar de vida; debía cortar por lo sano; pero luego pensé que no podía dejaros plantado y lo aplacé para más tarde. Había hecho tanto mal en el mundo que era preciso repararlo con una acción muy buena; pero el mal podía conmigo; el bien no. Pensé en adquirir los ciento cincuenta escudos del cura para hacer decir otras tantas misas por el alma del maestro y los demás a quienes he dado muerte, los cuales espero en Dios no estarán en peor lugar por causa mía que en el Purgatorio, y también para socorrer a la pobre viuda. Al quitárselos me parecía que no cometía ningún pecado, porque vos me habéis dicho que se los disteis por burla; y respecto a los otros que guardaba, sabido es que lo accesorio no tiene importancia ante lo principal. Al retirarme tropecé contra un armario; el cura se despertó, y tomándome por el gato me tiró un zapato que hizo tanto ruido como una bombarda, pero no me dio. Había yo observado que el digno sacerdote poseía un asno joven y robusto, y resolví tomárselo prestado para hacer con mayor comodidad el camino. Me encaminé a la cuadra, lo desamarré del pesebre, le puse la albarda, y él quieto; le llevé fuera, y tampoco hizo ningún movimiento sospechoso; pero cuando se dio cuenta de que quería montarlo, empezó a soltar coces capaces de destrozar una montaña de hierro. ¡Ah! ¿quieres guerra?, le dije. ¡ Pues guerra tendrás! Entonces a sus coces contesté con otras y a sus mordiscos con cada palo que le hacía arder el pelo; por fin agachó las orejas y pidió capitulación. Perdoné al vencido porque se dejó montar. De un brinco me planté sobre sus lomos y partimos 210
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juntos como buenos amigos y como si entre nosotros nada hubiera ocurrido. De la albarda pendían unas alforjas, y como me molestaban las monedas del cura y las mías, que sumaban unos trescientos ducados, las puse en ellas. Cuando comenzó a clarear me interné en los bosques, pues no quería entrar en Roma hasta que hubiese anochecido. Creí que ya podría fiarme entonces del borrico y lo dejé andar a su antojo, cuidándome muy poco de que se parase en algunos sitios para comer un bocado de hierba. Llegamos a un río bastante caudaloso, en el cual había una aceña. El burro se precipitó en el agua y yo encogí las piernas para no mojarme, cuando, de pronto, la tierra faltó, el asno desapareció bajo la corriente y yo me encontré metido en agua hasta la cintura. El inesperado suceso, el frío que se apoderó de mí y los mil pensamientos que cruzaban por mi mente, me impidieron tomar una resolución que me salvara del apuro. Sentíme de pronto la albarda bajo los pies y di un salto que me puso en la orilla opuesta. El tuno del burro, que se había dejado caer adrede, apenas se vio aligerado de mi peso volvió grupas y echó a correr como un corzo. ¡Oh, borrico asesino, borrico ladrón! Atravesé el río y corrí detrás de él, pero no me fue posible alcanzarle; parecía Bayardo que huyese ante Rinaldo saltaba matorrales, atravesaba arroyos, arrastraba piedras, salvaba troncos de árboles, metíase en la maleza, desgajaba ramas de árboles; en fin, hubiérase dicho que llevaba al diablo en el cuerpo. Cuando cerró la noche, creyendo que el asno habría vuelto a su cuadra, me dirigí a casa del cura, pero éste la hacía guardar por perros y aldeanos. ¿Y ahora?, me 211
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dije, en vez de ganar he perdido; no me queda ni un bayoco para acometer la empresa del duque. Por una parte me dominaba el pensamiento de que se trataba de una bicoca... ¡ el rapto de una doncella! ¡ Señor, tienen ellas tanto gusto en ser raptadas! Además, esas cosas suelen arreglarse, y como el duque parecía muy enamorado de ella, de seguro la habría tomado por esposa y la nueva duquesa me demostraría más adelante su agradecimiento. Pero, ¿cómo obrar sin dinero? No se me ocurría ningún partido para procurármelo. Hay quien se ha condenado por mujeres, quién por tierras o por baronías, quién por dinero: el destino de Olimpio era condenarse por un asno. El conde miraba fijamente a su interlocutor, creyendo que bromeaba; pero el bandido tenía un semblante tan compungido que alejaba toda sospecha de que no hablase en serio. -Y no habiendo más remedio -continuó Olimpio-, me presenté al duque para ponernos de acuerdo; yo habíame informado ya de las costumbres de la casa. Fuimos allá cuatro amigos más y yo. El duque esperaba en la calle con una carroza. Entré en el vestíbulo y dije al portero: «Compadre, hazme el favor de llamar a Crezia, y dile que baje, que Joaquín la espera para darle un recado de su madre... y toma esto para echar un trago.» El portero se fue apresuradamente y mis compañeros penetraron en el patio, ocultándose detrás de las columnas. La muchacha bajó las escaleras corriendo y cantando un aria, y nosotros, en menos que se dice ¡ Jesús!, nos apoderamos de ella y la metimos en la carroza del duque, que la recibió con los brazos abiertos. Los 212
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caballos arrancaron a escape, y nosotros escoltamos el carruaje, caminando muy despacio para no despertar sospechas; pero no encontramos alma viviente. «Esto va como una seda», me dijo en voz baja un compañero. A mí, práctico en tales negocios, me parecía que la cosa se presentaba demasiado bien para que acabara a medida de nuestros deseos, y no me equivocaba, porque al tiempo que desembocábamos por una calle, vi venir un compacto grupo de hombres. Los otros temblaron, pero yo no sentí miedo. «¡Da la vuelta, cochero!» grité, y esta vez corrí desesperadamente. ¡Maldición! Una nube de esbirros caía sobre nosotros por todas partes. «Señores, maese Alejandro ha tendido el lazo, y si no queréis morir ahorcados hay que romper las redes; ¡manos a las armas,!» Dicho y hecho. El mismo duque descendió de la carroza blandiendo bravamente la espada. No lo creía yo capaz de tanto. ¡Oh, fiaos de las mosquitas muertas! Pero los esbirros no esperaron a que nos acercáramos a ellos y empezaron a disparar los arcabuces contra nosotros. ¿Quién cayó y quién quedó en pie? Verdaderamente no lo sé, pues demasiado trabajo tenía yo con ponerme en salvo. La muchacha, que se había quitado la mordaza, pedía socorro como si hubiéramos querido matarla. Los esbirros gritaban: ¡ Rendíos! ¡ Rendíos!, y yo, en silencio, apoyado contra una pared, repartía sablazos que no daban lugar más que a un suspiro. Por fin me abrí paso y emprendí una veloz carrera que duró tanto como mis piernas me lo consintieron. Apenas si tocaba con los pies en el suelo, porque, como sabéis, quien corre, corre, pero quien huye, vuela; y, sin embargo, dos esbirros, que parecían sa213
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buesos, me iban pisando los talones. Su jadear me levantaba el pelo de la nuca y varias veces sentí en mi cuerpo las manos de los que me perseguían; pero yo no cedía y continuaba corriendo dando vueltas y revueltas. Empezaba ya a sentir que la respiración me faltaba, pero ellos también estaban cansados, y uno más que otro, porque no oía simultáneamente el ruido de sus pasos. Entonces me acordé de la historia de Horacio, el valeroso paladín, y pareciéndome además que yo cumplía mi deber, me detuve, y volviéndome de improviso disparé un pistoletazo contra el esbirro que tenía más cerca. El pobre dio tres o cuatro vueltas, como el perro que quiere morderse la cola, y cayó de bruces. El otro comprendió en seguida que yo también quería despedirme de él, y antes de marcharse me saludó con una onza de plomo, la cual, rozándome la cabeza, me tocó en la oreja izquierda. No por esto dejé de correr; después de un buen rato, me detuve inspeccionando el lugar en donde estaba y me encontré afortunadamente, en vuestra casa. Volver sobre mis pasos era perderme, tanto más, cuanto que hasta mis oídos llegaba el rumor del pueblo conmovido, del mismo modo que hacen las aguas del Tíber al pasar por el puente de Sant' Angelo. Decidí adoptar el partido que la fortuna me había puesto delante; trepé como pude por el muro del jardín y a tientas he venido hasta aquí por el camino que Marzio me enseñó. Ahora, don Francisco, escondedme hasta mañana, porque, con el auxilio de Dios, pronto pienso volver al monte. Cenci, que le había escuchado atentamente, le preguntó:
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¿Y estás verdaderamente seguro de que nadie te ha visto entrar aquí? Nadie. Pero vos comprenderéis que los esbirros deben seguir mi pista... Y además, aquí en Roma yo respiro un aire de horca que me ahoga... De veras que no las tengo todas conmigo. -¿Y me aseguras que nadie te ha conocido? -Nadie, nadie. ¿No veis que me he disfrazado de hidalgo? En efecto, Olimpio había cambiado de traje. -Está tranquilo; si las cosas han ocurrido tal como tú dices, nada te sucederá aquí. No obstante, es necesario obrar con diligencia, porque no quiero que te vean los criados; no me fío mucho de ellos; siempre están con el ojo avizor y las orejas tiesas; estamos rodeados de espías; aman al dueño, como el lobo al cordero, para devorar su carne. -¿Cómo? ¿ Ni siquiera de Marzio os fiáis? -Antes de romperse estaba entero, dice el adagio. No desconfío mucho de él, pero le he mandado a algunos encargos. Por lo tanto (ya ves que hago por ti lo que haría por mí), durante este tiempo estarás oculto en los subterráneos del palacio. -¡Cómo! ¿En los subterráneos? -Así llamo por capricho a las bodegas. Allí te encontrarás con una honrosa compañía, la de los toneles; te autorizo para que te acerques a ellos y bebas cuanto quieras, pero a condición de que cuando hayas bebido cierres la canilla. -Ya que no se puede tener otra cosa mejor, aceptó el alojamiento, por la compañía.
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-No estarás como un príncipe, pero tampoco como un bandido; encontrarás pala en abundancia; antes de una hora te llevaré comida, luz y una pomada que te aliviará del dolor que sientes en la herida. Que muera yo de mala muerte si después que te hayas puesto esa pomada preparada por mí, sientes nada. Consuélate, que no todas las empresas salen bien; no es con la fortuna, sino con la constancia como se consigue todo. Los romanos, después de la derrota de Cannes, vendieron el terreno ocupado en el campo de los cartagineses y acabaron por apoderarse de Cartago. Dame el brazo... Ten cuidado de no hacerte daño y vayamos despacio. Y a obscuras le condujo por infinitos corredores y pasadizos a los subterráneos del palacio. -Aquí no me encuentra ni el demonio. -En cuanto a eso, puedes estar tranquilo; nadie te encontrará. -Y además, nadie sabe que yo estoy aquí. -Ni nunca lo sabrán. -Me basta con que no lo sepa la justicia hasta pasado mañana; después no me importa nada. -Baja la cabeza y ten cuidado de no tropezar con el techo... Aquí... Por esta parte... Entra. -¡Entra! -repitió Olimpio deteniéndose mientras sentía que un aire fresco y húmedo le hería en el rostro. -¡ Sería curioso que tuvieses miedo! -dijo Francisco riendo fuertemente.
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-¿Miedo? De ningún modo, pero pienso que en los lugares cerrados siempre sabemos cuando entramos, pero nunca cuándo salimos. -¡Cómo! ¡Mañana por la noche! Tú lo has dicho. -¿Y si vos no venís por mí? -¿Y qué provecho sacaría yo de tu muerte? ¿Dónde encontraría otro Olimpio que me sirviese para todo como tú? -Pero, ¿y si no venís? -Entonces gritas. La bodega está cerca del camino y los que pasen te oirían. -¡Bonito negocio! De la bodega de Cenci sería trasladado a la casa cárcel de Savella. -Ten en cuenta que habiendo dado asilo a un patriarca como tú, yo tampoco escaparía de rositas. -Eso también es verdad; pero, en fin, de todos modos, dejadme la puerta abierta. Y entró; pero la puerta giró sobre sus goznes, cerrándose tras de Olimpio. -Don Francisco, ¿cómo es que la puerta se ha cerrado? -He sido yo, sin querer. -Traedme pronto luz, y abridme la puerta.. -Ahora voy por la llave y vuelvo en seguida. ¡Luz! ¡Oh! luz no te faltará si no miente aquello de: et lux perpetua luceat eis; -iba diciendo Cenci como si cantase un responso, mientras se alejaba apresuradamente. ¡ Parece mentira -decía al entrar en su habitación-, que esa gente alardee de lista! ¿Habrá zorro que se industrie más que ese bandido para huir de la trampa? Ahora espérame, Olimpio; puedes esperarme sentado, porque si al ángel no le vienen ganas de abrirte el 217
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día del juicio, lo que es yo no lo haré; tú imitarás en tu muerte al epicúreo romano Pompomo Atico, el elegante amigo de Cicerón. Diríase que la muerte por hambre tiene cierta voluptuosidad. Por eso los que se sienten aliviados con la dieta quieren continuar el ayuno hasta la muerte, no pareciéndoles bien volver atrás después de haber recorrido tanto camino fuera de este mundo. Si no me hubiera tomado tan de improviso, yo hubiese colocado a Olimpio en un sitio donde pudiera observar los efectos de esta muerte. ¡ Paciencia!... Será otra vez, si Dios me asiste. Ahora me echo en brazos de la suerte, porque, bien considerado, vale más una paja de fortuna que un pajar de juicio. En guerra, en amores y en negocios y hasta en el arte de gobernar domina la fortuna. Yo había urdido una trama con hilo de buen sentido, y la fortuna me lo rompe lo mismo que hacen los peces espadas con las redes; pero luego, por su propia mano, le pone en mi poder, como para reprocharme dulcemente el haber desconfiado de ella; debería de acordarme del hecho de Arona cuando el capitán Rense minó las murallas que, por virtud de la fortuna, fueron por los aires y después volvieron a colocarse sobre sus antiguos cimientos, como si nunca se hubiesen movido de allí. Sacrifiquemos, pues, un becerro a la Fortuna y una oveja a la Sabiduría. Adiós, Olimpio, buenas noches. Mi saludo no es ruidoso como el del esbirro de que me hablaste; es más plácido, pero más seguro. Duerme en paz, Olimpio; te deseo un sueño igual al de un hombre inocente, igual al mío. De los cuatro bandidos, compañeros de Olimpio, tres quedaron muertos sobre el campo: el cuarto, gravemente 218
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herido, falleció en el camino del hospital. El duque también recibió un balazo en el brazo derecho, pero no murió. Después de un largo proceso en el que confesó todos los pormenores del hecho, callando cuanto concernía al conde Cenci, el Papa quedóse dudando si lo condenaría a muerte o a galeras. Pero las poderosas recomendaciones que el duque tenía en la Corte, y sobre todo el dinero que espléndidamente repartió entre los familiares de palacio, indujeron al Pontífice a considerar la juventud del duque, su conducta hasta entonces intachable, la causa que lo impulsó a cometer el hecho, censurable, sí, pero no execrable y el no haberse consumado el delito; por todo lo cual le conmutó la pena. La conmutación, según vi en los Consejos de Próspero Farinaccio, que lo defendió, me sorprendió sobremanera. ¡ Fue enviado a Aviñón como gobernador pontificio! Como las cosas extrañas difícilmente llegan a ser creídas, siempre que no se manifiesten las causas que las hacen ordinarias y naturales, es preciso que las memorias de aquellos tiempos cuenten que el papa Clemente adoptó semejante partido impulsado por la avaricia que le dominaba, pues no asignó ningún sueldo al duque: es más, le puso tantos gravámenes, entre ellos el de sostener el cargo con la esplendidez propia de un noble romano, que esos gastos y el dinero derrochado para librarse de la condena resintieron tanto la fortuna de la nobilísima familia de Altemps, que jamás pudo levantarse.
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XIII MONSEÑOR GUIDO GUERRA Intensamente pálida, vestida de blanco y con una lámpara en la mano, Beatriz parece una vestal compañera de Eloísa, que por la noche, bajo las bóvedas del paracleto, va a llorar a su difunta amiga: pisa la tierra con apresurados y fugares pasos como los de la Felicidad en la morada de los siglos de Adán. Deposita la lámpara en el suelo, abre una puerta, mira atentamente a su alrededor y se aventura en el jardín. ¿Dónde va a semejante hora Beatriz Cenci, la animosa joven? ¿Quizás a ojear el libro del cielo, donde Dios ha escrito su gloria en caracteres de estrellas? El firmamento está cubierto de negras nubes y el viento murmura inquieto, azuzado por la tempestad que se aproxima. ¿Baja quizá para no perder ninguna de las tristes notas con que el ruiseñor llena el silencio de la noche? Pero los truenos que parecen desgarrar los ángulos del hemisferio espantan a todos los animales que se aprietan miedosamente unos contra otros en el fondo de las cavernas, o se refugian bajo la frondosidad de los árboles. ¿Acaso se ha apoderado 220
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de ella el deseo de oír el murmullo de las aguas, que por la noche parece un llanto misterioso por las miserias de los hombres, que únicamente son felices a esta hora porque están entregados al sueño, hermano de la muerte? Pero las aguas, azotadas por el viento, se encrespan como las víboras de la cabeza de Medusa. La sonrisa de la Primavera, que es el alma de las flores, fue a alegrar aquella parte del mundo, invitada por la juventud del alma. El Otoño, que entrega a los primeros hálitos fríos sus hojas secas y amarillentas, lo mismo que el viejo avaro, en su lecho de muerte, tardíamente liberal, reparte su fortuna a los parientes venidos al olor del sepulcro, fieras hambrientas que la devoran temblando. La joven, ¡ pobrecita!, busca un astro que la guíe por las tinieblas más densas de esta noche infernal. Va a buscar una flor caída desde los jardines celestes en el alma humana. Flor cuyo cáliz se seca con frecuencia antes de que sus hojas exhalen su dulce aroma; flores raídas con demasiada frecuencia por el gusano, y que apenas dejan caer sus hojas son arrastradas por el viento, mostrando en su corola una gota de rocío en este mundo, lágrima de amargura vertida por el desengaño. ¿Pero para qué ocultar más el motivo de su visita al jardín? La hija de Francisco Cenci va al encuentro de un amante. ¿Desde cuándo y cómo sentía ella el amor? ¿Cómo el amor pudo echar raíces en su alma desolada? Sobre una roca de granito, donde la gaviota se detiene alguna vez para descansar sus alas, alegre y gentil crece la tierna violeta al aire de la mañana. ¿Quién llevó allí aquel puñado de tierra fértil para 221
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nutrir a la púdica flor? La Providencia, que no crea un desierto sin fuente, unos Alpes sin flores, una desgracia sin consuelo. Y su amor era digno de ella. Monseñor Guido Guerra, según antiguos relatos de su tiempo, fue de ilustre prosapia, alto, bello y de gentil aspecto, y, como Beatriz, de rubia cabellera y de ojos azules. Las costumbres de entonces, no sabré decir si más libres o menos hipócritas que las nuestras, permitían a los prelados que fuesen duchos en las cosas de armas y de amores. Con mucha frecuencia los grandes dignatarios de la Iglesia se despojaban de los hábitos talares y escalaban las casas de sus amantes vestidos de capa y espada; no rehuían tampoco los duelos y daban y recibían buenas estocadas. Los Concilios no aprobaban esta conducta y la venían condenando desde hacía muchos años; pero la costumbre podía más que los Concilios. El coadjutor del arzobispo de París, que fue luego cardenal de Retz, disfrazado de caballero, fue a visitar a Ana de Austria, regente de Francia, y en pleno día apareció en la corte con la daga bajo el roquete, por cuyo motivo sé dio después a esta arma el nombre de breviario de monseñor el coadjutor. Pero Beatriz, purísima doncella, había rehuido siempre cualquier amor que no fuese digno, y sabemos a ciencia cierta, que si bien monseñor Guido Guerra usaba el hábito prelaticio, no estaba vinculado con la Iglesia por medio de votos y órdenes sagradas; así es, que, colgando la sotana, podía llevar una mujer a los altares y hacerla su esposa cuando mejor le pareciera. Poseía una fortuna no despreciable y era único hijo de viuda. Dotado de preclara inteligencia, era 222
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también muy diestro en toda clase de ejercicios, cultivador de buenas prácticas y tan afortunado que no había concebido nunca una empresa que no fuese coronada por el éxito. La fortuna parecía querer reunir en él todo el bien y todo el mal que por ella se puede hacer y que esparce ordinariamente sobre la cabeza de los hombres con infinitas y continuas alternativas. La señora Lucrecia Petroni, sabedora de este afecto, lo había favorecido por la gran compasión que le inspiraba la joven, a la cual deseaba salvar de las feroces y obscenas persecuciones de su padre y hacerla feliz. En los breves intervalos que los negocios alejaban a don Francisco de su casa o de Roma, Guido, advertido por fieles servidores, no tardaba en entrar en el palacio, consolando lo mejor que podía a la joven. Aunque hubiese jurado a Beatriz que sería su esposo, y gozando también del favor del Papa, del cual conocía la severidad y el deseo de que no abandonase el estado eclesiástico, en el que le había prometido grandes honores, se contenía cada vez más, buscando la manera de abrir su corazón al Papa sin enemistarse con él y de que éste le diese su aprobación. Pero los espías de don Francisco informaron a éste de los designios de monseñor Guerra, o quizás se los figuró él, y esto fue suficiente para que le advirtiera que no debía visitar más a su familia y que renunciara a todos sus propósitos respecto a Beatriz, si tenía apego a la vida. El nombre del conde Cenci disuadía a los más audaces de querer tenerlo por enemigo, porque quien lo era no estaba seguro ni aun en la cama; pero es de creer que monseñor Guido hubiera desafiado su cólera, si la honra de la mujer amada y el cariño que por ella sentía no le hubiesen inducido 223
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a evitar el escándalo; pero la veía muy de tarde en tarde y los amantes hubieron de recurrir a las cartas que, como dice Pope, Transportan un suspiro desde la India al Polo. A estos términos estaban reducidas las relaciones de los dos amantes cuando cierta noche monseñor Guerra paseaba, disfrazado, por debajo de los balcones del palacio de Cenci, con la cabeza levantada tratando de descubrir en la habitación de Beatriz una luz más deseada por él que el faro por el navegante en una noche de tempestad. Mientras se aproximaba al arco de Cenci, donde por medio de una escalinata se llega a la iglesia de Santo Tomás, sintió a su lado los pasos de un hombre que corría. Estuvo a punto de esconderse, pero deteniéndose asió por un brazo al hombre amenazándole. -¡ Silencio, por el amor de Dios! -le dijo el otro-. Tomad esta carta de doña Beatriz y dejadme escapar volando. Guido, a quien la pasión le había hecho incauto, miró a su alrededor para descubrir una luz a cuya claridad pudiese leer la carta. En el extremo de la escalinata, bajo el arco, vio una lámpara que ardía ante una imagen de la Virgen. Sin preocuparse de si alguien le veía, rompió la nema, y apenas reconoció la letra de la mujer amada, tan evidente era que había sido escrita con mano temblorosa. La carta era breve y le suplicaba, por el amor de Dios, que aquella misma noche fuese al jardín y la esperase en el bosquecillo de laureles. En ello le iba la vida a la joven. 224
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Guardóse Guido la carta, corrió a su casa, proveyóse de una espada y de una escala de seda, y cuando le pareció que era llegada la hora de la cita salió solo, acercóse a la tapia del jardín, trepó por ella, y esperó oculto en el lugar indicado. De vez en cuando monseñor aguzaba el oído, creyendo percibir algún rumor en el bosquecillo, daba algunos pasos hacia fuera, dirigía la vista en todas direcciones y no viendo a nadie se retiraba lanzando un suspiro. La hora indicada pasó. ¡Oh, Dios! ¿La desgracia de que le hablaban en la carta habría ocurrido ya inevitablemente? Sintió que el ánimo le faltaba y se apoyó vacilante en un árbol. Pero una voz le sacó de su abatimiento. -¡Guido! -¡Beatriz! La doncella, temblorosa, tomó la mano de su amante que temblaba también como la hoja del árbol en que se apoyaba. De pronto, Beatriz, como invadida de un miedo insuperable y olvidándose de su virginal recato, se abandonó delirante en los brazos de su amado, diciéndole: -¡Guido, amor mío, sálvame! Guido, llévame a donde tú quieras, pronto, sin perder un minuto... este terreno me quema los pies... el aire que respiro está envenenado... ¡Guido, vámonos! -¡Beatriz! -Ni una palabra; partamos, te lo ruego, antes que perdamos esta ocasión. Si no me quieres para esposa, mejor... me encerraré en un convento cualquiera... en aquel mismo de las Clarisas donde las puertas no vuelven a abrirse jamás para las que entran; pero sácame, te lo suplico, de este lugar maldito. 225
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-¡Oh, Dios! ¿Qué te pasa, querida mía? Tu cuerpo arde como si tuvieras fiebre. -Llevo la muerte aquí dentro. Sácame de esta desesperación, de la condenación eterna... ¿Qué tengo?... Imagínate delitos que harían palidecer al hombre más desalmado... delitos que harían erizar los cabellos a los parricidas... qué hacen estremecer hasta los huesos en las tumbas... que hacen entrechocar los dientes como cuando se padecen cuartanas y que petrifican las lágrimas... Imagínate los delitos más asombrosos que se cuentan de la familia de los Atradi, que hacían saltar al Eterno de su trono inmortal y extender la mano hacia el rayo; delitos ante los que el mismo demonio retrocedería, y aun así no podrías formarte idea de la infamia que se trama, que se piensa llevar a cabo en Roma, aquí, dentro del palacio Cenci... -Me llenas de horror... pero habla... dime... -¿Y podría yo decirlo y tú escucharlo? Si hablase, verías mi rubor a pesar de la obscuridad de la noche y moriría yo de vergüenza a tus pies. Te baste saber esto: que yo, virgen y noble doncella romana... yo, que no he pronunciado jamás una palabra reñida con el pudor, yo que no concibo pensamiento que no pueda ser confiado al Ángel Custodio... preferiría la vida infame de la cortesana a permanecer una hora más dentro de esta casa donde resuena la ira de Dios... Misterios de horror que no deben, que no pueden ser revelados por mí... -¿Pero dónde podrías venir conmigo así? ¿Cómo salir de este modo? Espera a mañana...
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-¡Mañana! ¡Ah, desgraciada de mí! quizá ahora es ya tarde. No te dejo... me aferro a ti como me aferraría a un hierro candente... Vamos... vamos, te sigo. -Sea, pues, como quieres; vámonos, y que Dios nos proteja. -¿Sin saludar al dueño de la casa? ¡Eso es una falta de cortesía! -dijo una voz burlona al mismo tiempo que se veía brillar una segur dirigida contra Guido. De haberle tocado el arma, habríale partido por la mitad, tal era la fuerza del golpe; pero descargó en el tronco del laurel en que se habían refugiado los dos amantes y lo partió como débil Junco. Cayó el árbol y en la caída hizo que se soltasen las manos de los jóvenes: Beatriz y Guido quedaron separados. ¡ Infausto auspicio de amor infortunado! Monseñor Guerra, hondamente conmovido, buscaba a tientas la mano que se había desprendido de la suya, cuando un horrible aullido hizo que se detuviera, e inmediatamente oyó la voz de un hombre que le decía: -¡Desdichado! ¡Huíd o sois muerto! Y añadió en seguida en voz alta: -¡Ah, traidor, no te escaparás!... ¡Toma, ahí va esa estocada! Por todo el jardín, mezclados con el fragor del viento, se oían gritos de rabia y terribles amenazas. La voz estridente del conde Cenci, como un pajarraco de mal agüero, no cesaba de chillar: -¡Carne!... ¡ carne!... ¡Descuartízalo como a un perro! Guido corría aturdido por el inesperado suceso; pero, de pronto, avergonzándose de haber dejado sola a Beatriz, ex227
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puesta a la cólera de su terrible padre, si bien no sabía cómo la podría auxiliar, volvió el rostro y echó mano a la espada; pero antes de que pudiera sacarla se le acercó el mismo hombre que antes y le dijo: -¿Qué hacéis? ¡ Por Dios, huid! -¿Y la joven? -Hay quien vela sobre ella. Ea, marchaos, porque no la podéis salvar y os perdéis inútilmente. Y le empujó contra la escala, a la que él mismo le ayudó a subir. Después tiró una estocada tan furiosa contra la tapia, que la hoja saltó rota; y para dar mayor verosimilitud a la cosa, empezó a dar gritos y a soltar juramentos capaces de hacer estremecer la bóveda celeste. Al cabo de un momento apareció renqueando don Francisco y preguntó: -¿Dónde está el muerto? ¡Luz, luz aquí, que yo pueda ver sus heridas; luz para que yo pueda arrancarle el corazón del pecho y arrojárselo al rostro! ¿Dónde está el muerto? -Ha, huido -respondió con acento apesadumbrado Marzio. -¡Cómo! ¿ha huido? ¡No es posible... debe estar aquí, destrozado! ¡Ha huido! ¡Ah, perro traidor! tú lo has dejado huir. ¿De quién se puede uno fiar? La mano derecha es el Judas de la izquierda... y de ti, Marzio, de ti hace mucho tiempo que tengo sospechas... Ten cuidado de que mis sospechas no se conviertan en puntas de hierro... Apenas el conde Cenci había dejado escapar estas palabras, se hizo cargo de su imprudencia y trató de reparar en
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seguida el mal efecto que habían podido causar en su criado, y añadió abemolando la voz: -Marzio, desde hace bastante tiempo noto que estás menos diligente en servirme; y aunque si no te tuviese a mi lado me parecería que me faltaba la mano derecha, prefiero perderte a soportar un criado poco atento y poco fiel. Palabra dicha y piedra lanzada no vuelven nunca atrás. Los arabescos sobre la hoja no hacen menos cortante el filo del puñal. Las palabras de Cenci habían penetrado en el corazón de Marzio como la piedra se sumerge en el agua; pero la superficie apenas turbada recobró su tranquilidad, y el criado respondió con voz que parecía un lamento: -Decid mejor, Excelencia, que ya os fastidio. Esta es la suerte reservada a los criados. No hay tinta que pueda escribir con caracteres durables en el corazón de los amos los largos y fieles servicios. Por una vez que la fortuna me hace traición, la ingratitud eterna... ¡ Paciencia! mañana me quitaré vuestra librea. Hay un proverbio que dice que en peletería no hay más que pieles de zorra. Los hombres presuntuosos confían demasiado en su ingenio, en su fortuna o en su fuerza; por lo cual, frecuentemente, y cuando menos lo esperan, se dejan engañar. César no desconfió de Bruto y fue muerto por éste. Enrique de Guisa creía que Enrique de Valois no se atrevería no ya a matarle sino ni a mirarle siquiera, y le mató. Cenci creyó haber engañado a Marzio, y Marzio, como veremos, le engañó a él. -Marzio, ¿qué valen las palabras pronunciadas en un arrebato de ira? No son más que viento que pasa. Te consi229
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dero el más leal de mis servidores, y ahora mismo te lo voy a demostrar. El conde, acompañado de los criados que llevaban antorchas de pez, andaba buscando a Beatriz y pronto la encontró, pues la impresión recibida habíala dejado como petrificada en su sitio. Apenas la vio, ardió en su padre el bestial furor y asiéndola fuertemente por un brazo y sacudiéndola con rabia, empezó a decirle con cruel sarcasmo: -¿Y eres tú la púdica para quien las palabras de amor y de voluptuosidad son incomprensibles, como voces de un idioma desconocido? ¿Tú la casta doncella que guarda el lirio que debe aumentar la gloria del paraíso? ¡Desvergonzada bribona! Recibes en secreto a tus amantes; provocas infames placeres, y, como no te buscan, los buscas tú a ellos. Dime, ¿quién es ése al que te abrazabas obscenamente? Beatriz le miraba sin responder. El viejo, frenético ante semejante calma, que era sencillamente inconsciencia, continuaba chillando: -¡Dímelo, si no quieres que te descuartice! Y como Beatriz persistiese en su silencio, el padre, loco de furor, le echó mano a los cabellos y empezó a arrancárselos mechón a mechón, al mismo tiempo que proseguía vomitando dicterios que jamás se dijeron a ninguna mujer por culpable que fuese. Pero todo en vano; la joven no chistaba, y el viejo infame comenzó a golpearla en el seno, en el rostro y en el cuello. ¡Oh, volvamos el rostro con lástima; porque, ¿quién, sin estremecerse, podría ver la delicada frente y las mejillas surcadas de profundos arañazos y los divinos ojos circundados de negras equimosis, y de la nariz 230
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magullada salir un hilo de sangre mezclada con lágrimas que se introducían en la boca? La derribó en el suelo, la arrastró por los cabellos y, a intervalos, reposaba de su infame labor para comenzar de nuevo... Y ella siempre callaba; sólo una vez salió de lo profundo de su pecho una palabra, y fue ésta: -Es fatal. -Idos todos de aquí –ordenó el conde a los criados-. Tú, Marzio, quédate. Oye, había pensado ponerla bajo tu custodia, en prueba de la fe que en ti tengo... pero será mejor que la guarde yo mismo, no sea que te fascine. Vete a mi despacho; en el cajón de la derecha de mi mesa encontrarás un manojo de llaves; tráemelas. Date prisa, ve... ¡ ya deberías estar de vuelta! Marzio, obligado a ser espectador del inicuo caso, fue y volvió como un relámpago con las llaves; levantó a la joven e interponiéndose entre ella y el padre, fingió empujarla delante de sí ásperamente en dirección al subterráneo. Había Marzio dejado algo atrás a Francisco Cenci, cuando un doloroso gemido llegó a sus oídos, seguido de estas palabras: -¡Morir así... sin pan y sin sacramentos! ¡Ah, conde traidor! Marzio comprendió que otro misterioso delito se encerraba en el subterráneo y volvió la cabeza al sitio de donde venía la voz; pero Francisco Cenci llegó jadeante en aquel momento y echóle al temido criado una mirada rebosante de bilis y sangre; efluvio de veneno igual al que escupe el sapo irritado. -¿Has oído un lamento? -preguntóle el conde. 231
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-¿Lamento? -Sí, como de alma en pena... -Me ha parecido... un suspiro del viento, que suele engolfarse en estos subterráneos. -No, no... son lamentos... porque aquí dentro tuvo prisionero mi abuelo a un enemigo suyo y le dejó morir de hambre. Desde entonces dícese que en el subterráneo se ven espectros y yo creo... -¡Dios me ayude! Por mi parte no entraría aquí dentro ni con el agnusdéi en el bolsillo. -Y harías muy bien. Abre aquella puerta... esa, la de la derecha... la tercera... esa. Marzio abrióla y el conde hizo entrar a Beatriz dándole un brutal empujón. -¡Anda, maldita, tú probarás a qué sabe el pan de la penitencia y el agua del dolor! Beatriz, impulsada por el empellón, cayó de bruces sobre el pavimento, y, como no pudo ayudarse oportunamente con los brazos, dio de boca contra una piedra saliente y se hizo una nueva herida en los labios. Vencida por el dolor, desmayóse. Cuando la desventurada recobró el conocimiento, levantóse del suelo y encontróse sola, en medio de las tinieblas. -¡ Fatal! ¡ Fatal! -se decía reclinando el cuerpo en la pared-. Dios me ha abandonado. Ningún mortal se atreve o puede ayudarme... ninguno. El destino se me echa encima como la cúpula de San Pedro. ¡Oh! Demasiado viento reunido para tronchar una débil caña, y puesto que son tuyos, ¡ oh, Señor! los furores de las tempestades, no me condena232
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rás porque he sucumbido a sus ímpetus... Guido... ¡ ay de mí!... también él ha muerto seguramente... Hablará ahora de mí con Virginio... y ambos me esperan... ¡Ay! Guido, no me culpes de tu muerte... ahora que puedo hablarte sin avergonzarme, yo te diré, te probaré, cuán inmenso era mi amor por ti. ¿Pero por qué, Dios te perdone, Guido, has querido unir tu destino al mío? ¿No te había dicho que mis días corrían como agua de desolación, la cual extiende y difunde la muerte por todo? ¿No te lo había dicho? ¿Puedes negarlo? ¡Oh! ¿por qué estoy viva? ¿Y no puedo morir? ¡Dicen que no debemos atentar contra nuestra vida! ¿No? El alma debe sentir, sufrir y no tener voluntad. Las generaciones humanas han de ser olas empujadas por la mano del destino, para cubrir y descubrir la orilla del mundo sin quererlo, sin saberlo siquiera. Y yo soportaría esa suerte, si no fuese germen de desgracia, nacido para vivir en medio de las lágrimas de los que me aman... Mis años se dilatan como las ramas del árbol maligno, que mata al desgraciado que se cobija a su sombra. Es acto caritativo arrancarme, árbol maldito, de esta tierra, extinguirme como antorcha encendida en el infierno, que se consume consumiendo... de la que cada chispa que se escapa provoca un incendio. ¿Pero y el alma? ¿Y qué? ¿querrá Dios tenerla a merced de su furor en esta vida y en la otra? Dios de misericordia para todos, ¿se obstinará en perseguirme tan sólo a mí, hasta la eternidad? Y aun cuando deba sufrir los tormentos de los condenados... ¿superarán acaso a lo que padezco en esta vida? En el infierno al menos no estaré envilecida... condenada, no haré condenar a otros. Señor, no te 233
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acuso. Pusiste sobre los hombros de tu hijo una cruz de madera, y bajo su peso cayó tres veces; sobre los míos la has puesto de plomo... no tengo fuerzas para llevarla y la tiro al suelo. Tome quien quiera esta alma desolada... el pacto de mi vida es demasiado duro, y lo rompo... Y así diciendo, un deseo inefable de destruir se fijó en su mente; decidida, con la muerte pintada en el rostro, el alma rebosando de fría desesperación, se dejó caer de lleno contra la pared y dio con la cabeza... ¡Ay! Vacila, abre los brazos y cae rígida al pie de la pared.
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XIV LA ASESINADA DE VITTANA Hubiera sido piadoso acoger aquella alma dolorida, la cual, después de su breve peregrinación de dieciséis años por la tierra, no encontraba más asilo que el de las sombras de la muerte. A Dios le plugo de otro modo. Su opulenta cabellera, amortiguando el golpe, impidió que fuese mortal. No podríamos decir cuánto tiempo permaneció en aquel doloroso estado. Cuando recobró el sentido se incorporó haciendo un gran esfuerzo y se sentó allí donde había caído, reclinándose contra la pared, inconsciente del lugar y de cómo había sido llevada allí. Con las manos se oprimía dulcemente la cabeza y la boca que le dolían mucho sin saber por qué. Oyó pronunciar su nombre; aguzó el oído ansiosa y el llamamiento se renovó. Entonces se acordó del relato de Virginio cuando le pareció al niño que le llamaba su madre; y la voz que oía en aquel momento participaba del acento fraternal y maternal. Pensó que por intercesión de ellos, la misericordia divina la había salvado de la eterna condenación, y consolada por esta idea, se puso en pie, animada, y batiendo palmas con inefable gozo, exclamó: 235
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-¡Gracias, madre mía; gracias, Virginio, amor mío; presentaos delante de mí... vamos!... ¡ que yo os vea!... Abridme los brazos... os estrecharé en eterno abrazo. ¿Por qué mi Guido no está con vosotros? ¡Qué joven ha muerto! Pero si está con vosotros, conmigo que soy su esposa, no sentirá haber muerto; y ahora podré besarle. ¿Verdad, madre? ¿Podré besarle delante de vosotros, puesto que es mi esposo? Pero la voz, aproximándose cada vez más, insistía: -Señora, Beatriz... valor... no perdáis el ánimo... Valor... doña Beatriz, soy yo... Marzio, que os llama. -Marzio... en aquel mundo de allá era un servidor que me quería bien... Él fue el que quiso aplastarle la cabeza al conde Cenci el día del convite... Era un delito... pero la compasión que yo le inspiraba le venció... Roguemos a Dios para que le perdone; que añada el pecado a mi cuenta y que me lo haga expiar en el purgatorio. -¡Oh, hija mía! Temo, sí, que Dios me castigue, pero es por no haberle quitado ya del mundo. -¿Y qué es de Marzio ahora? ¿Ha muerto también? La fatalidad que emanaba de mí, aun a él, le habrá contagiado. ¡Ha aprendido, infeliz, los efectos de mi jettatura! -Doña Beatriz, no desvariéis, por el amor de Dios; recobraos... acercaos... venid aquí... Oídme, el malvado viejo... el conde Cenci duerme en este momento... ¿queréis que no se despierte jamás? -¿Qué decís, Marzio? No he comprendido bien... tengo en la cabeza una niebla... -El que os engendró para atormentaros... el que se dice vuestro padre... el que viviendo os hace morir... ¿queréis que 236
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muera esta noche... dentro de cinco minutos? Su vida está en el filo de mi puñal. -¡No, no! -prorrumpió Beatriz recobrando súbitamente el pleno dominio de sus facultades-. Marzio... guardaos bien, por el amor de Dios... os odiaría... os acusaría... Que viva y se arrepienta... quizás se arrepienta un día. -¡Arrepentirse! ¿Se ha visto jamás que un lobo se confiese? Yo os lo digo: él vivirá y vos moriréis. -¡Qué importa! ¿Acaso no había yo intentado morir? ¡Cuán grande es el dolor de volver a vivir! Marzio, mi fiel amigo... no tengo ya alientos... quisiera descansar en la muerte. ¿Has oído contar de los antiguos que tenían junto a sí algún amigo o servidor cariñoso para cuando la necesidad les obligase a salir del mundo recibir una piadosa muerte de sus manos? Marzio, no te pido tanto... solamente tráeme algún jugo de cualquier hierba que tenga la virtud de cerrar mis ojos con una paz de la que no he gozado en vida. -No, por el ánima de Santa Ana Riparella; si yo puedo, viviréis. ¡Desgraciada joven, no os dejéis abatir por la desesperación! Pronto volveré con vos... ahora es preciso que vaya junto a vuestro horrible padre... Si despertase y nos sorprendiese, no habría ya salvación posible. Y se alejaba llorando, vencido al ver el mísero estado a que estaba reducida Beatriz. Absorto en tal pensamiento, iba ya a salir del subterráneo, cuando recordó los lamentos oídos en la noche anterior; desanduvo vivamente su camino, pero no oyó nada; entonces empezó a llamar suavemente a las puertas que se presentaban a su paso, y de pronto oyó
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que empezaban nuevamente los sollozos, más dolorosos que nunca. -¡Ay de mí! ¡me muero de hambre... me muero de sed! Esto no debía hacerse... ahorcado a su hora estaba bien; merecido lo tengo... pero confesado y comulgado, con el capuchino al lado... todo según las reglas. -¿Quién eres? ¡ Respóndeme pronto!... -Excelencia... ¡ oh!... ¿no sabéis quién soy yo? Abridme, por caridad, pues me vienen deseos de comerme las manos... -Responde brevemente, te digo, o me voy. -Soy un hombre que tiene cuenta corriente con la justicia; pero en realidad por bagatelas... por lo demás, honrado ladrón y fiel sobre todo: me llamo Olimpio. Aquí me ha encerrado el conde Cenci; creo que hace dos días, pero no puedo asegurarlo porque aquí no se ve la puesta ni la salida del sol... Prometió volver, pero le aguardo en vano. ¡Ah! ¡si eres cristiano, dame un poco de agua... por caridad!... -¡Horrible! ¡Hacer morir de hambre a un cristiano y sin sacramentos! ¡El alma de ese malvado es como el infierno, del que jamás se encuentra el fondo! Olimpio; ahora no puedo hacer nada por ti; ten paciencia, pronto volveré; no tengo la llave. -¿Y quién sois vos? -Marzio. -¿Has venido a gozarte en mi agonía? -Jamás he traicionado a nadie. Confía en mí. Hasta luego. -Puesto que entre nosotros no puede existir la traición, esperaré, sufriré en silencio: pero, Marzio, vuelve pronto, te 238
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lo suplico, si quieres encontrarme con vida... ¡Tengo hambre y frío!... ¡Me muero de sed! La sangre encendida por la ira, y su violento carácter, habíanle hinchado al conde Cenci la pierna lastimada, de tal modo, que no podía moverse de la cama. Había cerrado los ojos a un agitado sueño, y cuando despertó trató de levantarse, pero lo agudo del dolor se lo impidió. Rechinando los dientes de rabia murmuraba: -¡Y tendré que fiarme de ese traidor! Entonces llamó a Marzio, que acudió solícito y silencioso. -Marzio -le dijo-, para que veas que me fío de ti, toma la llave del calabozo de Beatriz y llévale pan y agua... -¿Nada más? -Nada, Marzio. Ponte al cuello una medalla bendita para ahuyentar los espíritus si se te apareciesen. Si alguna voz llega a tus oídos, no hagas caso, será alguna treta del demonio... Sobre todo evita ir por la mano izquierda del subterráneo, pues allí murió de hambre un enemigo de mi padre. -Excelencia, ¿por qué no vamos juntos? -¿No ves, ¡ vive Dios!, que no puedo moverme? -Si estuviese herida vuestra hija, ¿debo curarla? -No. ¿Pero crees que está herida? -Así me parece, y como su hermosura podría estropearse... .
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-No quiero, por ahora, que pierda su belleza: más tarde veremos. Ahí en el armario hay bálsamo y tierra sellada20; cúrala, si lo necesita. Marzio se apoderó diestramente de las otras llaves (pues la del calabozo de Beatriz la había substraído mientras el conde dormía), y volvió al subterráneo. -Doña Beatriz -dijo Marzio con amargura en cuanto entró-, ved los regalos que os manda vuestro padre. Y levantando la linterna contempló el angelical rostro lleno de sangre. Reprimió un rugido de rabia, y con la mayor dulzura que pudo añadió: -Venid, permitidme que os lave el rostro... ¿Os hago daño? -decía mientras le restañaba la sangre de las heridas que cubrió con tierra sellada, vendándolas luego-. ¡Dios mío!, ¿ves esta impiedad? Y si la ves, ¿cómo puedes consentirlo? Terminada la cura, Marzio continuó: -Ved, hija mía, los regalos que os envía el que llamáis vuestro padre: pan y agua. Mas yo, a pesar de su expresa 20
Cerca de la ciudad de Mirina, en la isla de Lennos, se halla la colina en la que imaginaban los antiguos que había caído Vulcano. La colina estaba dedicada a Neptuno, y en tiempos remotísimos se levantaba un templo consagrado a Filotetes. Cada año subía el sacerdote, hacía los sacrificios de rigor y recogía una cantidad de tierra amarilla, y le ponían el sello de Diana. Esta era la tierra lemnia o sellada, a la que se atribuía la virtud de curar las heridas, contener las hemorragias, servía de antídoto y de contraveneno, sanaba de las mordeduras de animales venenosos, etc. En nuestros tiempos se recoge también esa tierra, a la que se pone el sello del sultán de Turquía, pero se encuentra muy poca en la cristiandad. Galeno la menciona en el libro IX, hablando de los simples. 240
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prohibición, he añadido otros manjares, pero no puedo exhortaros a prolongar una vida que supera al más cruel de los suplicios. Y lo que me traspasa más el corazón, es que dentro de unos momentos no podré seros útil en nada... porque he resuelto -agregó con voz conmovida-, dejar hoy mismo esta casa. Beatriz inclinó la cabeza como persona agobiada que, si siente, no tiene ni fuerza para quejarse de los nuevos dolores que le infligen. -¡Guido muerto... y tú me abandonas! -¿Y quién os ha dicho que monseñor Guido haya muerto? -¿Vive acaso? -Vive, y sano y salvo. Beatriz reclinó la cabeza sobre el hombro de Marzio, y así estuvo un buen rato. -¡Guido vive y tú me abandonas! -repitió luego con infinita dulzura. -¡ Si sois vos quien lo queréis! Escuchad, os voy a decir una cosa que no confesaría a mi padre, si volviese del otro mundo. Entré en esta casa para cumplir un voto, ¿y sabéis cuál? El de matar al conde Cenci. Las continuas maldades de ese monstruo me han confirmado cada vez más en mi propósito: porque matándole, además de satisfacer mi venganza, parece que contraeré méritos a los ojos de Dios y de los hombres. Pero como en este caso os afligiría, no quiero cometerlo en presencia vuestra. ¡No puedo hacer más por vos!... No os fatiguéis hablando; nada podría hacerme desis-
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tir, ¡ nadie! Cumpliré mi promesa: quien a hierro mata a hierro muere: son palabras de Cristo. -¿Y en qué ha podido ofenderte el conde? Cuando entraste a su servicio, creí que eras completamente desconocido. -Yo le conocía a él. Si me hubiera ultrajado o herido, tal vez le habría perdonado, pues, aunque soy un gran pecador, tengo un corazón cristiano. Pero mató mi alma, me dejó sin vida, he muerto para todo, menos para una cosa, y esa ya la sabéis. Escuchadme y comprenderéis si tenía yo motivos para querer entrar al servicio de Francisco Cenci y realizar mi venganza. Mi confesión no os lo hará más inicuo, porque en él crimen más o menos no importa; pero detendrá en vuestros labios las imprecaciones contra su futuro matador. De letra sé poco; os lo contaré como me sale del corazón y podéis creerlo como si fuese el Evangelio. Nací en Tagliacozzo; mi padre murió siendo yo aun niño y me dejó predios y rebaños. Mi madre cayó enferma de manera que no pudo vigilar mi conducta. Crecí; pronto me reuní con malos compañeros y me envolví en toda suerte de perversidades como en un manto. Entre el dinero perdido al juego y las demasías de la usura, derroché mi reducida fortuna. Con el último vaso de vino bebido en mi casa, mis amigos bebieron el olvido hacia mí, desaparecieron con el humo de la última comida; pero al desaparecer ellos, aparecieron otras gentes, los acreedores que me despojaron de todo y me echaron de mi casa... ¡ despiadados! En pleno día tuve que cargarme en hombros a mi pobre madre para llevarla al hospital. Los chiquillos me escarnecían por las calles, alguno de ellos tiró 242
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piedras contra mí y mi pobre madre enferma. ¡ Inicua raza es la humana! La agonía no terminó aquí; antes de llegar al hospital me rodearon los esbirros, arrancaron a mi madre de mis brazos, la dejaron en medio de la calle y me condujeron a la cárcel. Los acreedores, no contentos con mis bienes, querían también beberse mi sangre... Oía un sofocado sollozo... y era mi madre que lloraba; volvíme para consolarla, pero no la pude ver porque mis ojos estaban llenos de lágrimas y de sangre... Intenté hablar... tampoco... Está bien. Marzio se detuvo un momento; luego enjugóse el sudor que le corría por la frente y prosiguió: -Escapéme de la cárcel; gané el bosque, y me vengué de todos. Al niño que apedreó a mi madre le estrellé el cráneo contra una piedra; bueno. Desde entonces señalé el calendario con la punta de mi puñal... cada día fue un arroyo de sangre; la sangre embriaga peor que el vino. Dios juzgará si yo había podido resistir al demonio que había tomado posesión de mi alma; no pretendo excusarme; si merezco piedad, que me perdone, si no, que me condene; pero de lo que he hecho y de lo que pienso hacer, no puedo arrepentirme... la cuenta que la venganza ha puesto en manos de la muerte, no está saldada aun; en mi rosario, falta un Padre nuestro... una cabeza de muerto... la de vuestro padre. En Nápoles soplaban malos vientos para mí; vine a los Estados de la Iglesia, y entré en la partida de Marcos Sciarra. »Lo que hice de bandido no es necesario que lo sepáis... ¡ ojalá no lo supiese la eterna Justicia! Un sábado, a la puesta del sol, sentado sobre un pedrusco en el lindero del bosque, tenía los codos apoyados en el arcabuz, el arcabuz 243
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atravesado sobre las piernas y el rostro entre las manos. Esperaba a los compañeros junto a la encina de la Roca Odorisi para hacer nuestra oración de la noche ante la imagen de la Virgen instalada en la encina, y para ponernos de acuerdo acerca de nuestros proyectos del siguiente día. El aire parecía salir de la boca de un horno; el sol, que se ponía, asemejaba un corazón ensangrentado dentro de un recipiente lleno de sangre; los largos cabellos me caían sobre la frente: y visto así, a través de los rayos rojos, parecían también llenos de sanare, como atacados de una enfermedad de que he oído hablar a un compañero mío que estuvo algún tiempo en Polonia21. Me los eché detrás de las orejas: en vano. Todas las cosas las veía rojas: el cielo, los campos, los animales, los troncos de los árboles eran cobrizos, y las hojas, brillantes de un verde esmeralda, tenían no obstante reflejos de sangre: ¡ tuve horror a mí mismo! ¿Sería una ictericia de sangre? ¿Tengo miedo -murmuré- quizás porque estoy solo? ¡Tuviese al menos la compañía de una humana criatura que disipase mis terrores! En aquel momento eché en torno mío una turbia mirada, y vi aparecerme delante un semblante angelical, doña Beatriz, propiamente una Virgen destacada del cuadro para alegrar la tierra... y después... oíd... y no os ofendáis... estaba un poco quemada del sol y era más robusta que vos, pero se os parecía maravillosamente. Llevaba un cántaro en la cabeza, e iba a llenarlo en el torrente próximo. Sin darme cuenta, a mis labios acudió el 21
Plica polónica, enfermedad del bulbo de los cabellos y del pelo, que al caer producen intenso dolor y dejan cubierto de sangre el cuero cabelludo 244
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salus infirmorum de la letanía. Aun cuando me vio vestido y armado como los bandoleros, no se alarmó ni dio señal de miedo; ¿y qué podía temer en realidad? Contra la rapacidad le defendía su pobreza, contra la violencia un corazón de Lucrecia y el agujón que sujetaba sus trenzas. Prosiguió, pues, adelantando, y cuando pasó por mi lado me dijo con voz de follaje nuevo agitado por el primer soplo de la primavera: «¡La santísima Virgen os consuele!» No levanté el rostro, no respondí, sólo volví los ojos y la seguí mientras pude distinguirla. Pensando entonces en el modo y en la hora en que me había aparecido, exclamé: «¡El Señor tiene compasión de mí» Pero después, leyendo la historia de los horrores cometidos en el cielo y en la tierra, que continuaban pareciéndome teñidos de sangre, añadí, riéndome de mi ingenuidad: «Vaya... Cristo tiene cosas más importantes que hacer que cuidarse de mí». Y de nuevo la misma voz como el arbusto puesto por la Providencia en la orilla, del torrente para salvar al que cae en sus aguas, llegó hasta mi corazón repitiendo: «¡La santísima Virgen os consuele!» Era la joven que, tomada el agua, volvía a casa por el mismo camino. Al día siguiente, por la tarde, volví a la Encina de la Virgen, y la joven pasó confortándome con su saludo; y al otro día y al otro después... ¿Qué os diré más? Sin comer, podía pasarme un día, pero sin verla no. Pasó un largo mes sin que la muchacha ni yo dejásemos de acudir a la Encina de la Virgen, lloviese o hiciese viento, y por todo aquel espacio de tiempo ella no me decía más que: «¡La santísima Virgen os consuele! » y yo a ella: «¡Dios os lo pague, Anita!». Se llamaba Anita Riparella, era del pueblo de Vittana, e hija de un pastor de la 245
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comarca. Una tarde, sin moverme de la piedra donde estaba sentado, con voz humilde, la llamé: «Anita, dejad el cántaro, si gustáis, y venid a sentaros a mi lado, si eso no os molesta». Dejó en seguida el cántaro, miróme fijamente en los ojos y con sus miradas condujo las mías a la imagen de la encina. Comprendí que con aquel mudo lenguaje quería decirme: «Me pongo bajo la protección de la Virgen». Entonces me levanté, la tomé de una mano y la llevé delante de la imagen, diciéndole: «¡Anita! ¿dónde vamos?» (Es verdad que caminarnos un buen trecho, sin saber a dónde salir.) «En casa de mi padre habita gente extraña; en los campos que fueron míos, siembran otros, y otros recogen. No poseo bienes que ofrecerte, y nada te ofrezco. Al contrario, y escúchame atentamente, porque no quiero engañarte, mi cabeza ha sido pregonada y puesta a precio; toda el agua que brota de la fuente no sería bastante para lavar mis manos... no me las mires, no verás nada en ellas; la sangre de que están manchadas sólo pueden verla mis ojos y los de Dios. Uniendo tu vida a la mía te esperan días de peligro, noches de terror, horas de sufrimiento y vida de vergüenza. A los hijos, si tuviésemos la desgracia de tenerlos, ¿sabes qué herencia podría dejarles? Una camisa ensangrentada; y a ti, ¿sabes qué viudedad? El nombre de «la mujer del ahorcado». Si escucho la voz de mí corazón, quisiera que me aceptases por marido; si a mi juicio, preferiría que me rechazases; pero no te suplico, ni te aconsejo; he echado los dados y acepto la suerte que me depare el Cielo. Ábreme, pues, francamente tu corazón, y no temas ofenderme... porque, por esta Santa Virgen que nos escucha, si deseas permanecer libre, te juro que de aquí 246
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en adelante no volverás a ver mi rostro». «Marzio -respondió resueltamente la joven-, os conozco a vos y conozco vuestros delitos; y suponía que lo habíais leído en mis ojos. Hace mucho tiempo lo había yo decidido: mejor dolor con Marzio que alegría con cualquier otro. ¿Qué me importa que hayan puesto talla a vuestra cabeza? Si la justicia os busca, nos esconderemos juntos; si nos encuentran, juntos nos defenderemos; si nos prenden, moriremos unidos. No es por esa justicia por la que se afana mi corazón; hay otra justicia que no tiene necesidad de buscar y no aparta jamás los ojos de los culpables. A esa Justicia quisiera que aplacaseis, Marzio; lo que no puede hacer todo el agua de un río, lo hace una lágrima tan sólo... la lágrima de la penitencia. Así hablaba Anita, sencilla muchacha cuya educación toda consistía en el amor puesto en la Madre de Dios. Sentí como si se me rompiese una mole de hierro en el pecho, y repuse conmovido: «Anita te prometo abandonar a mis compañeros a la primera ocasión favorable, pues si los dejase de repente sospecharían que les hacía traición, y esta sospecha, sería mi muerte; son muchos, y muy fuertes. Entretanto, juro abstenerme de todo acto criminal, y juro también hacerte mi esposa y amarte siempre». Y así diciendo, saquéme un anillo del dedo, un anillo que fue de mi madre; y acercándolo al rostro de la imagen para consagrarlo, se lo puse a ella añadiendo: «Te tomo por esposa mía». «No tengo anillo -dijo Anita-, pero córtame un bucle de cabellos, y consérvalo como promesa de unirme a ti en santo matrimonio». Saqué el cuchillo y ella inclinó la cabeza; corté, pero temblaba mi mano, y el rizo cayó al suelo, y el viento desparramó sus ca247
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bellos. ¡Mal presagio era aquel! Ella levantó la cabeza, y sonriendo dijo: «Corta otro... ¿qué importa? Si la suerte es buena, daré gracias a Dios, si adversa, no me quejaré: ¿no te he dicho que estoy dispuesta a todo?» »Pocos días después, mediante espías fidelísimos, llególe la noticia al señor Marcos de que el reino de Nápoles y de los Estados de la Iglesia, habían salido hombres de guerra, con el objeto de coparnos y prendernos irremisiblemente. El señor Marcos, a quien su mala suerte había llevado a ser capitán de bandoleros, pero que poseía grandemente las cualidades que distinguen a un hombre de guerra, me envió sin tardanza a los Abruzos, para vigilar a las tropas de Nápoles, con objeto de sorprenderlas en alguna emboscada. Me dio precisos detalles de los lugares y manera de conducirme; y la estrategia del capitán fue tan afortunada y todo salió de tal modo, que ni uno... ni uno solo de los esbirros quedó vivo para llevar a casa la noticia del desastre. Volví después de diez días de ausencia, y dejo a vuestra consideración con qué afán correría yo a la Encina de la Virgen. Al pie de la encina encontré a Anita... la encontré... pero asesinada... »Tenía los cabellos arrancados, estropeados los miembros y destrozada la ropa; en su rostro vi la huella de los pies que la habían pisoteado; una espada clavada en el pecho le salía por la espalda, y estaba la punta mis de cuatro dedos hundida en el suelo. »Compré paño color escarlata; mandé construir un ataúd de madera dorada; la puse dentro con mis manos, cubrí de flores los golpes y las heridas... ¡ qué hermosa era aun muer248
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ta!... y acompañado de mucha gente de la comarca, en medio de un llanto general, yo mismo quise enterrar al corazón mío. Al depositarla en la fosa me faltó la luz de los ojos, y caí encima de ella. Cuando volví en mí, encontréme sentado en el suelo; la fosa estaba llena, el sacerdote me aconsejaba, y algunas piadosas mujeres lloraban conmigo. Levantéme, y me retiré de allí sin proferir una palabra. »Buscando e investigando, supe que el conde Francisco Cenci hacía algunos días que habitaba en el castillo de Petrella, que entre nosotros se llama aun el castillo Robalda; las huellas de este hombre eran de sangre. La voz del corazón me dijo: «¡ ese es el asesino!» Me puse a hacer pesquisas más escrupulosas, y por un zagalillo supe que todas las tardes Anita iba a la Encina de la Virgen, y arrodillada se pasaba más de una hora ante la imagen. Cierta tarde el zagal vio pasar a un jinete, que por los vestidos y el porte parecióle un caballero. Este detuvo el caballo, y estuvo contemplando a la joven hasta que terminó su plegaria; entonces se le acercó y parecióle al zagal que se esforzaba por entablar conversación; pero ella había proseguido su camino después de saludarle. A la tarde siguiente, estando en el mismo sitio apacentando sus ovejas, el pastorcillo vio salir de los matorrales a dos individuos mal encarados que, sorprendiendo a la joven, le vendaron los ojos y le pusieron una mordaza y, a pesar de sus desesperados esfuerzos, la llevaron consigo. El zagal había callado por miedo y ahora hablaba por interés. Con la posible diligencia traté de tomar informes precisos acerca del porte y manera de aquellos miserables. Me puse en acecho vigilando el castillo. Por la noche, rondaba en 249
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torno de la casa como un lobo, de día me escondía en todos los breñales o en la copa de los árboles. El castillo estaba cerrado como casa de avaro. Pero un día abrióse y salió de ella un hombre que por el vestido reconocí por uno de los sicarios que el pastorcillo había visto. Caminaba con cautela, llevaba, según se suele decir, los ojos a la espalda; pero yo le caí encima a guisa de halcón, y antes que pudiese decir «¡ Jesús!» estaba en el suelo bajo mis rodillas y con el cuello bajo mis manos. «Te dejaré con vida, si me confiesas cómo matasteis a la joven de la Encina». Lívido por el miedo, me contó que el conde Cenci, su amo, al ver a la joven, encontróla hermosa y quiso poseerla, por lo cual les ordenó, a él y a otro criado, que la robaran y la condujesen al castillo, reputándola fácil conquista; pero viendo que la joven desdeñaba las lisonjas y despreciaba las amenazas, y pareciéndole al conde que hacía todavía demasiado honor a aquella villana, recurrió a la violencia, a la cual respondió valientemente la joven haciendo buen uso de sus manos. El conde la agarró por el cuello, y ambos rodaron por el suelo dándose mutuamente golpes y mordiscos. Al fin la joven, más fuerte y hábil, se levantó la primera, y dióle al conde un puntapié en el rostro, diciéndole: «Toma, viejo canalla; si hubiese tenido mi agujón, no quedarías para contarlo; pero mejor es para ti un puntapié; dentro de unos días, vendrá mi marido, y por la Virgen Santísima que no sosegaré hasta que no me regale tus orejas». Don Francisco se levantó a su vez sin decir una palabra, y antes de que la desgraciada hubiera podido evitarla, le asestó una terrible puñalada, que el arma le salió por la espalda, y rodó sin poder decir más que: «¡ Jesús, Ma250
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ría!» Un estertor y nada más. Después la pisoteó en venganza del espantoso puntapié, como se pisa la uva. Llegada la noche, nos ordenó que dejásemos el cadáver al pie de la Encina de la Virgen; y nosotros la llevamos porque el que come pan ajeno ha de obedecer. El conde iba detrás con la linterna, y cuando hubimos dejado el cadáver boca arriba, clavó la espada en la herida y la hundió con fuerza en el suelo. «Cuando venga tu marido, dijo luego, cuéntale también esto.» »Oyendo aquellas palabras, me dejé llevar del furor, enemigo siempre de los buenos propósitos, y dije al vasallo: «Ve, pues, y dile a tu amo que el marido de Anita Riparella ha vuelto y que esta noche lo visitará en su casa como es debido». Y no falté a la promesa, porque, ayudado por los más valientes de entre mis compañeros, asalté el castillo y lo incendié después de saquearlo. Quemé la madriguera, pero el zorro se había salvado. No contando el conde con fuerzas para resistir, escapó a toda prisa, con tanta, que al penetrar en su aposento, vi sobre la mesa una carta empezada. Si algún día fueseis al castillo podríais ver las señales de mi venganza escritas con fuego en sus murallas. ¿Qué me quedaba ya en el mundo ni qué me queda? Vengarme o morir. Por lo que, habiéndoselo contado todo discretamente al señor Marcos, éste me alabó mucho la decisión tomada, me exhortó a perseverar y se me ofreció como un hermano; después, a petición mía, pero muy contrariado, me dio licencia para separarme de su lado. Rapados los cabellos, rasurada la barba y mudado de indumentaria, entré en Roma jurando
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por el alma de la difunta dominar con prudencia cualquier movimiento de furor. »Mientras reflexionaba sobre la manera de entrar como criado en vuestra casa, la fortuna quiso favorecerme por medio de un extraño accidente. Yendo por la plaza de España, oí a mis espaldas un vocerío, un estrépito de gritos y carreras. Me volví, y vi una carroza cuyos caballos se habían desbocado. El cochero, lanzado del pescante, se había abierto la cabeza contra un guardacantón, y yacía exánime en medio de la calle. Unos corrían, otros se asomaban a las ventanas, a las puertas, sin pensar en prestar auxilio, ni siquiera intentarlo: estúpidos o desapiadados, querían ver únicamente cómo se destrozarían los caballos y los cristianos que iban dentro, y después combinar números para jugarlos a la lotería...22. ¡Humana raza! Echéme a la cabeza de un caballo, y aunqué me arrastró peligrosamente un buen trecho, conseguí détenerlo. Entonces asomó por la portezuela el rostro tranquilo y sereno de un noble caballero de edad madura, el cual, después de haber elogiado mucho mi valor, me rogó que me presentase aquel mismo día en el 22
El juego de la lotería fue en mal hora inventado, en aquel tiempo, por Cristóbal Taverna, con el nombre de juego del Otto. Por primera vez se menciona en el año 1448. Se concedían para premios siete bolsas o quizás ocho, llamadas de la suerte. En Génova se estableció en 1550, pero Clemente XI lo prohibió. Inocencio XIII aumentó el 20 por ciento para el ambo, y el 80 por ciento para la terna. En Francia este juego data de 1716, fue abolido en 1793, restablecido en 1797 y se suprimió por segunda vez en 1833. ¡En treinta y ocho años el gobierno ganó dos mil millones! 252
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palacio Cenci. Así, pues, yo, sin saberlo, había salvado la vida de mi cruel enemigo. No lo sentía, y hasta experimenté cierta complacencia, porque si hubiese muerto de otro modo que bajo mi puñal, me hubiera creído defraudado en mi venganza. »El conde me recibió con sus modales caballerescos, quiso enterarse de mi procedencia, y al saber que vagaba por las calles de Roma sin ocupación, me propuso que entrase a su servicio. Como era aquello lo que buscaba con tanto anhelo, ningún peregrino besó jamás tan devotamente la imagen de la Virgen de Loreto como yo pisé el umbral de este palacio con el firme propósito de rodear a Cenci de soledad y desolación. Desheredado de todo afecto, sobreviviente de sus hijos, a los que yo pensaba ir matando; huérfano de corazón como me había dejado a mí, cuando la vida se le convirtiese en un suplicio y la muerte fuese un consuelo para él; cuando sintiese espasmos de agonía; cuando su alma, agobiada, se hubiese acostumbrado a la desgracia, entonces le precipitaría en el ensangrentado sepulcro de familia. »Mostrándome activo en el cumplimiento de todas sus órdenes y proponiéndole continuamente proyectos monstruosos, me capté poco a poco su confianza, en cuanto puede ser confiado un hombre que recela siempre de todos y aun de sí mismo. Imaginaos, pues, cuál sería mi sorpresa al conocer que ningún placer mayor podía proporcionarle que el de matar a sus hijos. Su odio de padre desnaturalizado venció al mío, y aun cuando hubiese continuado guardándoos rencor por ser hijos de ese hombre, ¿cómo hubiera podido atormentaros más cruelmente que lo hace vuestro 253
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padre? A la ira sucedió una profunda pasión por todos, y en especial por vos, doña Beatriz... Por vos, pobre joven, he concebido una ternura... un cariño entrañable, pues me recordáis a mi buena Anita, que en paz descanse, y eso me hace derramar lágrimas. Y vencido por la pasión, Marzio hizo ademán de doblar la rodilla delante de Beatriz, pero ésta se lo impidió diciendo: -Marzio, levántate: el polvo no debe postrarse ante el polvo, y todos somos polvo. Y añadió con tanta dulzura, que Marzio no pudo ofenderse: -Te recomiendo que pienses las palabras que profieras. -Dulce criatura, ¿por qué me impedís que me postre ante vos? Las cosas sagradas se adoran de rodillas, y a vos os ha consagrado bastante el infortunio. Realmente ninguna criatura humana se asemejó más que vos a Nuestra Señora del Llanto. No lo dudéis, no; de mis labios no saldrá palabra que pueda ofender vuestros castísimos oídos... Querría decir que os hablaré como un padre habla a su hija, pero el ejemplo de Cenci me hace retirar la comparación. ¿Y por qué no he de amaros recordándome tanto a mi pobre difunta? Pero mi mujer murió y mi amor de amante fue sepultado con ella. El afecto que os profeso no es de enamorado, de padre o de hermano, y, sin embargo, participa de todos estos. Ya sé que amáis y sois amada por monseñor Guido Guerra, y tengo en alta consideración a ese hidalgo, por haber colocado su amor en tan digna doncella. Más de lo que pensáis ha favorecido Marzio vuestros legítimos amores. ¡ Incautos! ¡Cuántas veces, a no estar yo, os hubiera sorprendido el maligno 254
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viejo! Últimamente, por lo súbito del caso, si no pude prevenir a monseñor Guido, le insté a que huyese, pues no quería abandonaros, y le salvé la vida. Le hice conocer que se perdía y no podía socorreros, y le prometí también tener cuidado de vos; y cumpliría mi promesa si vos misma no me lo impidieseis; por eso he decidido abandonar esta casa. Entré para cumplir mi venganza, y ahora es fuerza que me vaya, si quiero llevarla a cabo. Por un lado no queréis que os libre de ese diabólico viejo; y como no es posible que renuncie a mi venganza, lo único que puedo hacer es no matar ante vuestros ojos. Por otra parte considero que ocurriendo en casa esta muerte podían sospechar de vosotros, inocentes; por lo cual es mejor que yo me ausente, pues quedándome no os favorezco y me perjudico. Doña Beatriz, ¿si yo os suplicara que conservaseis memoria de un hombre que no tuvo para vos otros sentimientos que los de benevolencia y afecto; si os rogase que no me odiaseis, os parecería quizás demasiado presuntuoso? -Recordaré que queréis matar a mi padre... Cuando estéis lejos pensaré que me podíais defender y me abandonasteis. ¡Dejad que viva el conde!... Sus años son muchos... no lo mandéis al Juicio de Dios; esperad que Él le llamé. -Vuestra voz es poderosa, pero no vence a la que ruge en mi pecho. ¡ Imposible! ¿Y no veis aquí expresamente el Juicio de Dios, pues mi propósito, satisfaciendo la venganza por la mujer que amé tanto, os beneficia a vos, desventurada doncella? -El dedo de Dios no escribe sus fallos con sangre, Marzio... 255
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-¿Cómo no? El ángel exterminador dejó en Egipto la sentencia de Dios impresa en las puertas con señales de sangre. Así al menos lo he oído predicar a los sacerdotes. Olvidáis, señora, que aquí en Roma Cristo tuvo por vicario a Sixto V; y el que hoy reina, Clemente VIII, no creo que tenga mejores entrañas que él. -No sé de sacerdotes; sé de Cristo, que reprueba la ley que pide diente por diente y ojo por ojo, y quiere que amemos a los que nos hacen mal. Marzio, dejad a Dios sus Juicios; lo de Dios es justicia, lo vuestro sería delito. -¿Pero cómo dejarle vivir? -exclamó Marzio golpeándose la frente, corno si recordase una cosa olvidada-. ¿No sabéis que respira exterminio? Ved; si yo me quedase aquí, un desgraciado tendría que morir de hambre. -¿Cómo de hambre? -¡Estúpido de mí! Hablando con vos olvidaría hasta el Paraíso... ¡ Pobre Olimpio!... Mientras yo me entretengo, tú cuentas los minutos con los espasmos de tus entrañas hambrientas. Y así hablando, tomó apresuradamente la linterna, el manojo de llaves, el cesto que había dejado en el suelo, y con rápido paso ancaminóse a la otra parte del subterráneo. Beatriz, arrastrando débilmente su cuerpo magullado; le siguió, deseosa de aclarar el misterio horrible que se vislumbraba en las palabras de Marzio.
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XV EL MEMORIAL Beatriz siguió a Marzio, el cual, llegado a la prisión de Olimpio, le llamó por su nombre; y como no obtuviera respuesta, gritó con ansiedad: -¡ Olimpio... Olimpio! Una voz débil respondió: Vete, maldito traidor... líbrame de tus tentaciones, me refugiaré, como pueda, en Dios, para morir en paz... Marzio abrió la puerta. A tal extremo de debilidad había llegado el bandido por la falta de alimento y la obscuridad, que la tenue luz de la linterna le hirió dolorosamente los ojos y le hizo tambalear. Marzio le sostuvo y le hizo beber algunos sorbos de un cordial que había llevado consigo. Después de algunos momentos, cuando hubo calmado su sed, sintió Olimpio la rabia del hambre, se lanzó sobre la cesta como una fiera, y difícilmente lo hubiera podido impedir Marzio, de no hallarse reducido el infeliz a la postración más absoluta. Marzio le indicó que si no era prudente moriría de
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un atracón después de haber escapado a la muerte por hambre. Beatriz, atónita, contemplaba al bandido, que ofrecía un horrible espectáculo con los cabellos enmarañados que le pendían de las sienes como sanguijuelas ahitas de sangre, con la tez que, de atezada, habíasele convertido en cenicienta, y con los labios negros, y los ojos verdosos y relucientes como el vidrio. Reanimado con un discreto refrigerio, Olimpio empezó a hablar con voz entrecortada por el hipo: -¡ Renegado! ¡ Perro traidor! ¡Marrano! ¿Conque querías matarme de hambre? Claro, los muertos no hablan, no pueden decir nada que pueda comprometernos... Pues te has llevado chasco, porque este difunto se quiere desahogar, viejo inicuo. Comprendo que quisieras hacerme enmudecer para siempre... he asesinado a cinco personas por encargo tuyo: a cuatro con el puñal, y al carpintero, que era el quinto, con el fuego. ¡ Pobre joven! murió achicharrado como una rata rociada con aguarrás. ¡Ah! Requiem aeternam dona ei, Domine. ¿Y su mujer Angelina? ¡Es un verdadero ángel de nombre y de hechos! Pues, ¿y doña Luisa? ¡ Amparadla, Virgen Santísima! Tanto como yo estoy profundamente encenagado en el crimen y el vicio, está ella por encima de la cumbre, de la virtud y del bien. En el incendio de la casa del carpintero, en el robo del cura, en el rapto de Lucrecia, sólo se ha de ver la mano de Cenci, pues todo lo que yo hice fue por orden suya... ¡Mano infame! ¡Oh, animales del monte, vosotros encontráis comida por todas partes, y en cambio, nosotros, cuántos crímenes tenemos que cometer por un 259
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pedazo de pan! La zorra había tendido su red al lobo para que se lo tragase la tierra... Ahora lo veo claro... traición de traición... doble jugada. ¡Muy bien! Herido, perseguido por los mastines de la justicia, me refugie aquí, y entonces el conde se dijo: «Éste hombre quiere esconderse; metámosle bajo tierra, pues mejor guardado no podría estar». ¡ Bravísimo! Y luego pensó: «A este hombre le persigue la justicia; si le pusieran en el tormento, podría perjudicarme con sus revelaciones; pero, una vez muerto, el potro no le hará hablar...» Marzio, dáme de beber. ¿Verdad que es un corazón agradecido el del conde? ¡Ah, don Francisco! si es esta la hospitalidad que reservas a tus amigos y servidores, ten por seguro que todos huirán de tu casa... Dame de beber... -Olimpio, no te fatigues, calla... Come poco y despacito; reposa; recobra las fuerzas, y dentro de algunas horas vendré a buscarte. -¡No, no! ¡No quiero quedarme encerrado ni un minuto más! Ahora tengo hambre y sed de aire; me parece que pesa sobre mi pecho la basílica de San Pedro. ¡ San Pedro! ¡He nombrado a San Pedro! Pues bien, ni aun de él me fío, porque siempre lleva las llaves en la mano y es también del oficio: las usa más para cerrar que para abrir. -Olimpio, sosiégate; ya ves que hasta ahora no te he engañado. -¿El minuto que pasa asegura acaso el minuto que viene? Antaño, entre doce apóstoles, apenas si se encontraba un Judas; hoy, de doce hombres, once son traidores y el duodécimo está carcomido. Si he de morir, déjame beber otro va-
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so de vino. A lo menos que muera como los héroes y los bandidos romanos: al aire libre. -¡ Imbécil! ¿Te parece que esta frente puede llevar el estigma de la traición? -dijo Marzio descubriéndose la cabeza-. He prometido salvarte, y te salvaré. ¿No ves que te tambaleas como un borracho, y que tus rodillas chocan? El vino se te ha subido a la cabeza. Si salieras ahora nos descubrirían y los dos estaríamos perdidos irremisiblemente. -¿Pero qué mujer es esa que está contigo? ¿No es su hija? ¿Cómo ha venido hasta aquí?-preguntó Olimpio, restregándose los ojos. -En efecto, es doña Beatriz, pero te aseguro que no viene a hacerte daño. -Puesto que no me queda otro remedio... me fiaré... ¡Qué palabra tan fea es ésta! Marzio, según he tenido ocasión de ver, entre caballeros y gente de la misma ralea se hace tanto caso de los juramentos como de oir llover; pero creo que entre nosotros se procede de muy distinta manera, porque entre tú y yo -tanto vales tú como yo, si no me engaño-, no hay diferencia, y somos villanos. Marzio, quisiera ligarte con la promesa de un premio; pero mi alma hace tiempo que está hipotecada al diablo, y para el cuerpo tendrías que disputárselo y pleitear contra maese Alejandro. Si tuvieses algún enemigo que padeciese anginas y quisieras que yo se las curase... Marzio se encogió de hombros como para significar que no necesitaba a nadie para cortar el cuello a un hombre. -Marzio os salvará -intervino Beatriz-, no lo dudéis. Y yo, en cambio, os pediré una cosa que podéis conceder fácil261
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mente y en la que todo el beneficio será para vos. Prometedme que cuando estéis fuera de todo peligro cambiaréis de vida. -¡Ah, señora! ¿Se puede cambiar de vida como de camisa? Yo sólo he aprendido a manejar el hierro, y el hierro se ha hecho para herir... -El hierro no se ha hecho para herir el corazón del prójimo y causarle la muerte, sino para cultivar la tierra, que es fuente de vida. Cambia tu puñal por la azada, y la misericordia de Dios se extenderá sobré ti. Beatriz daba estos consejos al bandido con voz suave, sin altivez ni petulancia, y con tanta dulzura; que Olimpio, el cual acostumbraba doblegarse a los buenos consejos tanto como los campanarios a la brisa de primavera, sintió algo raro en sus entrañas, un no sé qué tan extraordinario que no sabía si atribuirlo a las palabras de la doncella o al ayuno que había sufrido. Lo pensó un momento, y no consiguiendo desatar el nudo, parecióle mejor atenerse a lo más cierto y concluyó su meditación diciendo -¡ Será el ayuno! Volviendo al calabozo de Beatriz, le decía Marzio: -Vuestro padre es una mina de crímenes; cuanto más se ahonda más se hallan. Yo, que no soy asustadizo, cada vez que me asomo a ese pozo tenebroso me estremezco y aturdo. Vos, empero, no consentís en su muerte, y hacéis bien. Conservaos rosa blanca y pura, por más que, a mi parecer, si se tiñera de sangre condenada nada perdería en su aroma y belleza a los ojos de Dios y de los hombres. Permaneced
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pura; los días de vuestra esclavitud serán más breves de lo que os figuráis. -Dios desoiga el augurio, pues sé a qué precio recobraría mi libertad. Marzio, si me quisieras como dices, si mis angustias te hubieran conmovido, no persistirías en hacerme la mujer más desgraciada del mundo matando a mi padre... -Mejor diríais a vuestro verdugo. -Mi padre, puesto que a él soy deudora de la vida, y por él siento y respiro. -Os dio la vida para contaminaros primero y después quitárosla. -Aunque así sea... pero si él olvidó sus deberes de padre, ¿debo yo olvidar los míos de hija? -No, a cada cual lo suyo; a mi toca la venganza. Cesad, os repito, señora; os cansáis en vano. Más fácil os sería poner la mano en la cúspide de los obeliscos de Sixto fuera de Roma que hacerme variar de propósito. -De vos no soy dueña, pero de mí sí. -No os lo niego. -Andad pues, con cuidado, porque me propongo revelar al conde lo que pensáis hacer. -Hacedlo. No soy zorra a caza de gallinas: antes de echarme sobre él rugiré para que sepa que el león se acerca. -¿Pero y si él os mata a vos? -He oído referir que antiguamente, en los juicios de Dios, se ponía un solo féretro, que uno de los combatientes debía ocupar. Si la Providencia juzga de las humanas cosas, ¿os parece que soy yo el que debe ocuparlo? Pocas horas me restan de estar en vuestra casa. ¿No tenéis nada que man263
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darme, doña Beatriz? Poco valgo, tanto como una moneda de cobre, pero si se da de buen corazón a un pobre, se gana una de esas plegarias que allanan el camino del paraíso. -Y ten presente también que yo te lo obstruiré con todas mis fuerzas. -¿Vos? -La hormiga salvó a la paloma mordiendo el pie del arquero. Y ahora, que os he dicho todo esto, ¿no estás irritado conmigo, Marzio? -De ningún modo. ¿No os lo he dicho mucho antes? Cada criatura tiene que hilar el cáñamo que el destino le pone en las manos. ¿Quién sabe? Acaso si os hubiese encontrado diversa de lo que sois, os hubiera creído más inteligente y juiciosa, pero no os hubiese amado tanto. -Pues bien, Marzio, como último favor, te pido que me dejes la linterna durante algunas horas y me traigas lo necesario para escribir. No quiero omitir ningún medio de salvación, más por no tener que reprocharme negligencia alguna que por esperanzas en el resultado. Redactaré un memorial para Su Santidad suplicándole por las entrañas de Jesucristo que me socorra como hizo con Olimpia. Este me parece el mejor partido. La fuga con Guido, que imaginé exaltada por la pasión, la repruebo ahora; comprendo que produciría escándalo; el yerro sería mío, y el mundo, ignorando los móviles que a ello me impulsaba, confundirían mi decisión con los vulgares amores de desvergonzada joven que antepone el capricho a la razón. Además, por mi culpa sufriría Guido grandes sinsabores; a él le conviene tener al Papa en favor suyo, y es deber de una amante discreta respetar su volun264
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tad. Mi último camino de salvación estriba en que Guido se componga de modo que entregue el memorial prontamente al Pontífice y obtenga el resultado apetecido. Ve, pues; y para inducir a Guido a no perder tiempo, le confías lo que yo no podría decir ni aun a mi propia madre sin morir de vergüenza... ¡ Pero no, no, desgraciada de mí! No le digas nada, Marzio... prométeme que no le dirás nada. -Haré lo que me ordenéis, doña Beatriz. Escuchadme. Por mi no temo nada, porque estoy dispuesto a salir de esta casa dentro de algunas horas. Vuestro padre no es tan astuto que no pueda yo sobrepujarle. Sospecha de mí y sus sospechas se convierten en puntas de acero, él mismo me lo ha dicho. La confianza que me ha demostrado esta mañana es fingida para engañarme; pero no le temo. Vos, empero, que sois débil, estáis inerme y sois inofensiva, debéis temerlo; quiero, pues, haceros un regalo, que os sirva de algo en el último extremo. Tomad esta daga: eso vale tanto como nosotros queremos... -Gracias, cuando no me quede otro recurso, con esto la muerte será más segura... y menos dolorosa. -Ahora, voy a traeros con qué escribir; poneos en seguida a la obra. Yo simularé que limpio mis pistolas en el jardín; y si viera a don Francisco encaminarse al subterráneo para sorprenderos, fingiré que se me ha escapado el tiro y vos, advertida por la detonación, apagaréis la linterna y lo esconderéis todo antes de que llegue el conde. -Así lo haré. Adiós. Cuando Marzio volvió a la habitación del conde lo encontró todavía en la cama y, según daba a entender, presa de 265
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agudos dolores. A un lado y otro del lecho había dos frailes dominicos, de fisonomía poco angélica y nada seráfica, que parecían convencidos de no poseer gran aire de santidad, pues tenían los capillos tirados sobre los ojos. El conde ordenó a Marzio que dejase las llaves y se marchase, y tan pronto como el criado estuvo fuera del aposento dijo don Francisco, riendo, a los dominicos: -Reverendos padres, ¿os habéis fijado bien? Mañana saldrá para el castillo de Petrella; vuestras paternidades le esperarán en el lugar que crean más adecuado y le enviarán al infierno o al paraíso, pues eso es lo que menos me importa, con dos balas en el cuerpo. Advertid que cuatro no estarían de más. Después diréis dos misas en sufragio de su alma. Entretanto tomad el estipendio. Y les entregó un puñado de dinero. -Excelencia, dormid a pierna suelta, que os serviremos como merecéis -respondió uno de los frailes. -¡Almas elegidas! Tened cuidado de no padecer un error. Para evitarlo haré que vaya envuelto en una capa escarlata o que la lleve en el borrén de la silla. -¡Oh, no es necesario! Hace mucho tiempo que le conozco. -¿De veras? ¿Cómo? -Excelencia, os lo contaré en otra ocasión, pues mientras estoy en Roma me parece caminar entre brasas. ***
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-Marzio, acompaña a sus reverencias. Padres, me recomiendo a vuestras oraciones. -La paz sea con vos. -Amén. Marzio acompañó a los frailes cuyo extraño aspecto era capaz de hacer estremecer a Cristo en la cruz. Intentó mirarles el rostro, pero lo llevaban obstinadamente oculto con las capuchas. Mas, cuando estaban para salir, uno de ellos, volviéndose para saludar con el acostumbrado estribillo de «la paz sea con vos», dejó caer un largo puñal, que Marzio recogió vivamente y presentándolo al fraile con ademán humilde le dijo: -Reverendo padre, tomad el rosario que se os ha caído. -Hijo mío, el Señor no prohíbe que defendamos nuestras vidas contra las agresiones de los malvados: hasta los santos lo han hecho. -Cierto, porque para ser santo no es necesario recibir el martirio. Al contrario, padre, en lugar de escandalizarme, me habéis edificado de tal modo, que suplico devotamente a vuestra reverencia que me escuche la confesión de cierto pecado que me pesa en el alma. -¿En este sitio? ¿Ahora mismo? -¿No es bueno cualquier momento para salvar a un cristiano? ¿Acaso Jesús respondía a los que le rodeaban: ¿volved mañana? Padre, me dejáis desconsolado; veréis cómo es cosa de pocos momentos; entrad en esa habitación y todo irá como una seda.
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Y así diciendo le asió del brazo llevándoselo consigo. El fraile no opuso resistencia, y advirtiendo al compañero que le esperase, entró con Marzio en el piso bajo. -Grimo, te he reconocido, ¿sabes?... -dijo Marzio levantándole resueltamente la capucha. -Y yo a ti, Marzio... ¡Cómo te has envilecido! ¿Quién te hubiera creído capaz de rebajarte a ser lacayo? -¿Y tú fraile? ¿Qué negocios te traen por aquí? -Te lo diré: pero, ¿por qué sirves a Cenci? -Para matar al conde, asesino de Anita Riparella, la joven de Vittana. -Y yo para matar mañana a un tal Marzio, el cual creo que ha de ser algo pariente tuyo. -¿A mí? -¡Lo has adivinado! Pero siempre he dicho que tienes más pepitas que una sandía. -¿Y tú lo harías? -He recibido el precio; y tú sabes cuál es el deber de todo sicario honrado. -En ese caso encontrarás justo que yo te mate a ti primero. -De ningún modo; hay manera de arreglarlo todo. Fuimos antiguos compañeros en la partida del señor Marcos, donde brillaban siempre los ejemplos de virtud: los lobos no se muerden unos a otros. Algunas veces, por una palabra de más, a sangre caliente, o algún agujerillo que nos hagamos, peligra la amistad; pero detrás de los matorrales nunca. Esto, se hace por cuenta de los señores contra los señores, porque todos ellos son enemigos antiguos. Pero cuando se ha reci268
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bido el precio del homicidio, hay que cumplir el pacto; de otra manera, nuestro oficio, como tú comprenderás, quedaría sin crédito y sin parroquia. He dado mi palabra de esperar mañana en el camino del castillo de Petrella, a un hombre que llevará encima o sobre el caballo una capa escarlata, y matarle. Yo le espero y él no pasa; mi obligación queda cumplida y luego volveremos al bosque con la conciencia tranquila. ¿Te parece así? -¿Eh? No está mal. ¿Y quién es tu compañero? -Un hijo de Trufino el molinero. Mira cómo ha crecido; encontró a su novia con un jovencillo de Rieti, y los abrió a los dos en canal: una verdadera chiquillada. Hace como unos seis meses que ganó el monte y promete. Ahora déjame ir, y ojo al Cristo, pues el viejo es mastín de buena raza. -Nos ingeniaremos, fray Grimo; aunque no sea más que por el honor de la partida. Pero oye, se me ha ocurrido una idea; si tuviese necesidad de ti (pagando, por supuesto), y de ese muchacho que tanto promete, ¿dónde podré encontrarte? -En la posada de Acqua Ferrata, donde se toman las mulas para Río Frío. Encontrarás un muchacho sordomudo que nos sirve de mozo de cuadra. Si le dices con desembarazo y lo más bajo que puedas, en monte Bove esta desierto el camino, quizás suceda que te entienda y aun que te responda. En todo caso, él me diría lo que desees de mí. Y por ahora, ego te absolvo. Los antiguos compañeros se separaron más amigos que antes. Marzio volvió a la habitación del conde, el cual, después de haberle ordenado algunos pequeños servicios, que él 269
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cumplió con la solicitud acostumbrada, le dijo así, con suavidad: -Marzio, si yo odio, es porque los demás me odian; el soportar esta vida es dura cosa, pues, excepto tú, todos me la amargan y quieren chupar mi sangre. Yo estoy solo contra todos; pero, como Horacio, no tengo puente a mi espalda. Mis hijos, más que nadie, me aborrecen, impulsados por dos razones poderosas en los hombres: necesidad de venganza y codicia de fortuna. Una cosa me aflige: que las fuerzas decaen y los achaques empiezan. Y es inútil disimularlo; los años pesan mucho y yo no quisiera verme reducido al caso del león, que tuvo que sufrir las coces del asno. Es prudente salir del teatro antes de que apaguen las luces; he decidido, por lo tanto, retirarme al castillo de Patrella, un feudo que poseo en los confines del reino de Nápoles. ¿No conoces el camino? -Creo que sí. Pasa por Tívoli; y después, preguntando se va a Roma, como dice el proverbio. -Mañana, pues, montarás a caballo llevando mis órdenes para el mayordomo. Allí, como persona práctica y capaz, vigilarás las obras que he ordenado para hacer habitable el castillo. Harás poner nuevas cerraduras en las puertas, y, entretanto, ten arregladas algunas habitaciones y trata de hacer desaparecer las huellas del incendio. -¿Incendio decís? ¿Es que se quemó el castillo? Los bandidos, aprovechando un descuido, lo saquearon pegándole fuego después. En aquel entonces se refugiaba con frecuencia en los bosques circunvecinos el señor Sciarra, y por donde pasaba su partida no volvía a nacer la hierba... 270
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-Pero yo no he oído decir que el señor Sciarra incendiase ni saquease. -Tuve una cuestión con uno de sus hombres por una futesa que no merecía la pena. En cierta ocasión me encapriché de una cabrera, la cual, ¿lo creerías, Marzio? tuvo la osadía de amenazarme con la venganza de su marido. Como quiera que era devota de la Virgen de los Dolores, la dejé tal como su santa abogada, plantándole un puñal en el corazón. El marido, o amante, o lo que fuese, tomó la cosa en serio, y ayudado por sus compañeros se vengó quemándome el castillo. -¡Valiente tontería! ¡Al diablo el estúpido que no comprendía el honor que le hacía un conde contaminándose con su villana mujer! -Pero... es lo mismo. No lo quisieron comprender. Así, pues, dejemos a un lado esta fruslería. No será necesario que te lleves dinero; el administrador habrá cobrado ya los arrendamientos de las granjas... Mas para demostrarte mi afecto, llevarás esta capa que te regalo; te resguardará del relente que importa evitar... -Excelencia... ¿os parece bien que un pobre vasallo lleve un manto galoneado de oro? Y además creeré hacer la figura de un rey mago. -Quien da considera su largueza, no la humildad del que recibe; y además, los señores se hacen de esa pasta. ¿Qué crees tú que se necesita en estos tiempos de decadencia para hacer un conde de un campesino? Un manto escarlata y algunos millares de escudos. Los títulos se han convertido en indulgencia de los príncipes. Con la mescolanza de la gente 271
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de poco más o menos, echan a perder la verdadera y antigua nobleza; un día se darán cuenta y se arrepentirán. A mí me importa un comino. Entretanto, Marzio, toma la capa, y en cuanto al dinero, piensa que el conde Cenci posee tanto, que puede convertir quince mendigos en príncipes romanos; y recuerda aun que he jurado que mi hacienda no vaya a mis odiadísimos hijos, y la repartiré entre mis fieles servidores. Así, pues, esta noche, o mañana, ensillas el mejor caballo que haya en mis cuadras y te pones en camino; yo iré dentro de cuatro o cinco días. Ahora dame las llaves del subterráneo; cuidaré yo mismo de mi rebelde hija. Marzio se las dio sin vacilar, pero al entregárselas pensó: «¡Viejo malvado! ¡ no sabes que cuando tú vas yo estoy ya de vuelta!» Y esto lo decía porque, como hombre listo, no había perdido el tiempo, y con sus herramientas había arreglado otras llaves a las cerraduras de los calabozos. Despedido acto continuo, fingiendo prepararse para el viaje, se puso en acecho en la estancia del piso bajo donde daba el corredor que conducía al subterráneo. Tomó los arneses del caballo, examinó la brida, la cincha, la silla y las armas; y como éstas estuviesen oxidadas por el poco uso, se puso a limpiarlas con aceite y esmeril, sin perder de vista el corredor. Cenci, cuando creyó que era tiempo, persuadido de que sorprendería a Beatriz con algún escrito de su mano, o recibido de fuera, gracias al socorro de Marzio, cauteloso, deslizándose a guisa de gato, arrastrándose penosamente por la debilidad de su pierna, se ingeniaba en meterse inadvertido en la prisión de Beatriz. Marzio, con el rabo del ojo, le vio 272
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llegar a la fuente y disparó la pistola, la cual resonó con estruendo en aquellos lugares cerrados. El astuto conde comprendió la jugada con la rapidez del rayo; su corazón ardió de rabia, pero no mudó de color ni pestañeó siquiera. Beatriz quedaba advertida por esta señal, y la sorpresa se malograba. Se aproximó calmosamente a Marzio, y con hipócrita ingenuidad le dijo: -Ten cuidado otra vez, hijo mío: podrías estropearte la mano. -Ha sido pura casualidad: no me gustaría quedarme inútil para toda la vida. Pero permitidme que os manifieste mi contento viéndoos tan pronto curado de la pierna y fuera de la cama. -Esos buenos religiosos, que tú has visto, me han traído una reliquia capaz de obrar este y otros milagros; pero yo no he consentido que por mí molestasen a Dios en su eterno solio; me atengo modestamente al emplasto de malvas. No estoy tan bueno como te parece; la necesidad de respirar el aire puro, el intolerable fastidio de estar en la cama, me han inducido a llegar hasta aquí. Marzio, dame el brazo, para que pueda dar una vuelta al aire libre. Marzio le ofreció el brazo; al verles se hubiera dicho que eran modelo de amos y criados amantísimos. -¿Viven tus padres, Marzio? -Soy huérfano; seguramente me quedan parientes, pero hace tiempo que no sé nada de ellos. -¿Y quizás aquellos lugares conserven algún vestigio de antigua llama de amor? -¡ Llama! La tuve, pero la esparcí al viento. 273
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-¿De veras? ¡Ah! Cuéntame eso... -Es breve: un poderoso señor se enamoró de ella; ella fue lo bastante temeraria para rehusarle el honor que el señor quería hacerla; el señor la mató y pagó según lo merecido. -Motivo acaso para suspirar quince días. El tiempo cicatriza pronto esas heridas. -¡Oh, pronto! ¿y son heridas acaso? En algunas el puñal se rompe dentro, la carne crece por encima, pero la herida sangra siempre. -Marzio, la comedia de la vida no se compone de un solo acto. ¿Has visto guirnaldas de una sola flor? Está tranquilo; eres joven y robusto; otra vez, o dos, o diez, podrás tomar parte en alegres bailes con jóvenes seductoras junto a los fuegos de mayo. No pretendo que la vigilancia de los trabajos del castillo te ocupe tanto que no puedas dar una escapada a tu tierra, que, si mal no recuerdo, ha de ser Tagliacozzo, para que encuentres allí alguna sonrisa de vida que disipe toda nube de muerte. -Así lo haré, don Francisco, puesto que me dais licencia. Probaré, si puedo, sacar un clavo con otro. ¡Dios eterno! Mientras cambiaban semejantes cortesías, sus cuellos, como bajo un mismo yugo, estaban abrumados por el pensamiento del recíproco homicidio; y ésta es una ventaja de la cual los hombres pueden alabarse sobre los animales. El conde, tras breve paseo, volviéndose a quejar de la pierna enferma, mostró deseo de volver a la habitación, y Marzio le acompañó y le asistió con amorosa solicitud. 274
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Venida la noche, cuando a Marzio le pareció que todo dormía en el palacio, con veloz paso encaminóse al jardín, aseguró allí una escala a la tapia, después abrió con la llave falsa la puerta del subterráneo y libertó a Olimpio. Este, con el alimento y el reposo había recobrado las fuerzas, y con la fuerza el agudo deseo de venganza, por lo cual quiso ponerle fuego al palacio de Cenci antes de abandonarlo; y Marzio, a duras penas pudo disuadirlo diciéndole que se calmase por entonces, que él se contenía aunque devorado por el deseo de tomar venganza; que dentro de algunos días la tomarían del conde memorable y segura; y que era iniquidad perjudicar a tantos inocentes por la culpa de uno. Después se encaminó al calabozo de Beatriz; la animó para huir con él, pero la encontró firme en el propósito de soportar lo que la Providencia le tuviese reservado. Acotados los argumentos, Marzio tomó el memorial, la consoló como pudo, trató de alejarse, y volvió; sentía, al abandonarla, partírsele el corazón. Finalmente, tomó una mano de la joven que le exhortaba a desistir de todo designio de venganza contra su padre, la besó una y diez veces, y luego se alejó con paso inseguro exclamando: -¡ Fatal!¡ Fatal! Olimpio ganó la tapia con ayuda de la escala: Marzio salió del palacio montado en un caballo tordillo, llevando sobre la silla la capa roja galoneada de oro.
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XVI EL TÍBER Hacía muchos días que el hogar doméstico esperaba en vano a Santiago Cenci. Aunque Luisa se sintiese todavía con el alma encendida por la pasión, empezaba a ceder en ella el ímpetu de la ira, como cuando, cesado el viento, continúan las olas rompiéndose fragorosas en la playa, amenazadoras a la vista, pero sin peligro para los navegantes. La dignidad imperaba en el ser de la dama romana, pero, no obstante, esta pasión se adaptaba con pena a imponer silencio al inmenso afecto que profesaba al esposo. Las palabras pérfidamente generosas de Francisco Cenci, que la buena esposa aceptó como supremo esfuerzo y talento para llevarle al buen camino, regla de deber y como reproche; y luego que consideraba que habían sucedido una de estas dos cosas, graves ambas: o Santiago había borrado de su corazón el afecto por ella y por sus hijos, o le había sobrevenido alguna desgracia; y de las dos, la pobre mujer no podía decir qué espina fue más dolorosa. Y como uno y otro suceso no era fácil que ocurriesen juntos, las dos espinas la traspasaban lacerándola con la maligna virtud de la incertidumbre. 276
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Para distraer, como pudiese, su dolor, cuidaba extraordinariamente de sus hijos, no se movía de su lado, llevaba al pequeño continuamente en sus brazos y lo cubría con tal lluvia de besos, que el niño sé asustaba y lloraba; pero con frecuencia las caricias de los mayores, sus sonrisas, y hasta el llanto del pequeñuelo, la encontraban con el pensamiento en otra parte, y entonces, las más de las veces, el llanto le abrasaba las mejillas. Aun cuando persistía en creer a Angelina causa del mal que le hacía infeliz, con todo, prestando oídos a su generosa. naturaleza, no daba de mano a su caridad para con ella. Mientras se atribulaba así de pensamiento en pensamiento, cierta noche giraron sobre sus goznes las puertas de la casa, y compareció Santiago. No dijo una palabra, no saludó; se sentó al extremo de la mesa, enfrente de su mujer, y se cubrió el rostro con ambas manos. No le vemos ya escuálido y mal vestido: y sin embargo ¡ cuánto ha mudado desde entonces! Barba y cabellos desgreñados; lleno de lodo el cabello; las ropas mugrientas, los ojos inflamados y lívidos en torno. Luisa se sintió a la vez espantada y conmovida. Como nos suele acaecer de ordinano, que nuestra atención, apartándose de su dolor pleno, se fija en un detalle particular y se aflige por éste más que por el motivo general, así Luisa, contemplando las manos sucias y los puños manchados sintió henchírsele el corazón con un suspiro angustioso. Tomó, sin embargo, el pequeñín y se lo puso al pecho, con la misma intención que el mensajero, allí donde no llegan las palabras, muestra de lejos el ramo de olivo o flamea un lienzo blanco en señal de paz. Todo eso no logró llamar 277
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la atención de Santiago, el cual, creyéndose engañado, lloraba, sombríamente absorto, la esperanza, la felicidad y el amor perdidos. Levantándose de pronto, exclamó con voz ronca y mesándose los cabellos: -¿A qué he venido? De veras no lo sé. ¡ Si se pudiesen echar del corazón los afectos como el cargamento de una nave para escapar del naufragio!... Pero si no se puede hacer esto, está permitido desarraigar del pecho afectos y corazón. Todo puede callar en un momento, y calla. Hizo ademán de marcharse. Luisa, con voz ni acariciadora ni severa, dijo: -¿Se alejará el padre sin dar un beso a sus hijos? -¿Dónde están y quiénes son mis hijos? ¿Cuál de estas criaturas dará testimonio de que ha nacido de mí? ¡Todo se funda sobre la fe! ¡ vidrio fragilísimo! ¿Cómo fiarme ahora de la lengua de la mujer engañadora cuyas palabras son lazos tendidos para conducir al vituperio y a la muerte? Luisa no sabía qué pensar de aquel discurso y estaba como aturdida. Santiago sonrió amargamente y continuó: -Comprendo bien que un hombre como yo, incapaz de subvenir al sustento y a las necesidades de su familia, tallo inútil y roído por los insectos, que suda por todos sus poros la maldición de Dios, inútil, en suma, y funesto, debe inspirar desprecio. Y aun comprendo y lo toco, que el desprecio mate el amor y engendre el odio. Pero, ¿por qué disimular el hecho con la audacia? ¿Por qué convertir la propia culpa en piedra y lapidar al inocente? Bastaba, creo yo, haberme envilecido, cubrirme de vergüenza, sin impulsarme pérfida278
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mente contra un torbellino de crueles palabras, que me cegaban a modo de polvo, impidiéndome ver vuestra liviandad. -Santiago, ¿de quién hablas? -Tranquilizaos, no he venido para maldeciros, sino para haceros sabor que habéis podido llevar la desesperación a mi alma, pero no engañarme. Ahora, todas las palabras están de más... Ahora que se esparcen como humo de llama apagada, todo está dicho entre nosotros. Y de nuevo se encaminó hacia la puerta. -Santiago, deteneos; por vuestro honor de caballero, deteneos. Cuando las palabras, como la nube que contiene el rayo, llevan en su obscuridad la destrucción de la fama de una criatura de Dios, ¡ oh! entonces es necesario aclararlas. ¿Creéis que pueden ser un secreto cuando me hacéis comprender que afectan a mi honra? -Me parece que no sois vos la llamada a decir eso, porque mis palabras pueden ser un secreto para todos menos para vos. ¿Queréis el comentario de mi texto? Pues allá va. ¿De dónde os vienen esos objetos? ¿Quién provee a las necesidades y aun a las superfluidades de la casa? Yo dejé aquí la miseria y encuentro la abundancia; pero os dejé otra cosa también que busco en vano, y es mi honor. ¿No ha de llamar la atención la pobreza del padre y la largueza de los suyos? ¿Quién es el mayordomo que cuida de vuestra mesa? ¿Quién es el tesorero que os facilita el dinero? Desde luego no son servidores de vuestro marido. ¿Cómo se llama el que subviene a vuestras necesidades y a las de estas criaturas? ¿Dónde se esconde el galán que tiene de vos más cuidado 279
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que yo mismo? ¿Por qué, si es amigo de mi familia, esconde el rostro? -Santiago, por vuestro honor, pensad que ultrajáis a una madre delante de sus hijos. -¿Pero qué son esos hijos sino un testimonio que os inculpan peor que mis palabras? -Un pariente vuestro... y mío me socorre: no puedo deciros el nombre porque prometí callarme. Me siento capaz de ver primero muertos a mis hijos de hambre que saciados a costa de mi honra. Esas sospechas de envilecimiento no me tocan, y quiero que sepáis, Santiago, que soy tan pura como vuestra madre que está en el cielo. -¿Qué podíais alegar vos contra la fidelidad de vuestro esposo, fuera de la infame calumnia de una persona que oculta su nombre? Y, sin embargo, no disteis crédito ni a mis lágrimas ni a mis juramentos. ¿Cómo queréis, pues, que incline la frente a vuestra sencilla afirmación? También a mí me llegaron secretos avisos, pero no los escuché; me atengo, empero, a los hechos, que vos no negáis ni podéis negar. Ahora bien, no diré con qué justicia sino con qué lógica pretendéis que, mientras recusabais el juramento de vuestro marido y señor desmintiendo palabras calumniosas, debo yo creer el vuestro para justificar hechos confesados y evidentes. -Santiago, de cuanto os acusé tenía pruebas en la mano; pruebas cuya duda era imposible... Vuestras sospechas son infamias. -Está bien; no tengo ni alientos para discutir con vos.
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Después, sin amenazas, sino horriblemente tranquilo, se le acercó diciendo: -¿Podré saber, como in articulo mortis, si hay entre éstos algún hijo mío? -Santiago, sois muy cruel. Todos son hijos vuestros. -En efecto, eso se sobreentiende: pater est quem justae nuptia dernostrant; así al menos declara el derecho civil que fue fabricado aquí en Roma, y el pretor me condenaría a pasarles los alimentos. Soy padre, pero por presunción de derecho: soy padre, pero bueno para echado a las bestias. ¡Lástima grande que no estén ya en uso los espectáculos del anfiteatro Flavio! No importa, en todas partes hay cuerdas, pozos y ríos. Su voz se animó, y a la mortal palidez de sus mejillas sucedió un rojo febril. -¡ Podría vengarme! -prosiguió-. Pero, ¿cuándo la venganza tuvo la virtud de devolver la felicidad perdida? Mísero, podría devolver la miseria. ¡Esto es todo! Mi comida ha sido demasiado amarga en la vida para hacerme aborrecer el mojarla ahora con sangre. No... no... no quiero vengarme... me apartaré de vuestro camino como un tronco que impide el paso... y vos veréis a dónde el corazón os llama. No os ruego que os acordéis de mí, porque no me importa, y vos no lo haríais: ni tampoco os invito a que me odiéis, porque eso me importa todavía menos, y lo haríais de buen grado. Dolor de muerto dura hasta que se secan las lágrimas, y las lágrimas se secan pronto... y por los maridos rara vez se llora. Pero he amado a esas criaturas, las he creído parte de mí mismo, y tener que desprenderme de esta afección ahora, 281
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me pesa... os los recomiendo, doña Luisa; si no puedo considerarlos como hijos míos, acordaos de que son hijos vuestros. Cierto que en esta hora suprema, me hubiera servido de gran consuelo aproximar mis labios a una frente por la que circulase mi sangre. Mis lágrimas no serán ya vertidas por nadie: volverán atrás a llorarme en el corazón... amargas... graves... pero breves... Adiós; deseo que los años pasen para vos sin remordimientos y que un nuevo marido sea más digno de vuestra fidelidad... Luisa no se había atrevido a exacerbar la exaltación de Santiago con palabras de protesta o de defensa. Mas viendo que se le extinguía la voz y que sonaba a llanto, exclamó: -¡Oh, hijos míos! ¡Abrazadle... y hacedle sentir que es vuestro padre! Los niños, obedientes al llamamiento maternal, se movieron hacia él; y uno tirándole del ferreruelo trataba de conducirle hacia la madre, otro se abrazaba a las rodillas y el último se subió a una silla para poderle echar los brazos al cuello. Santiago, vuelto a la calma, se los separó diciendo: -¡ Volved al seno de vuestra madre, infelices! ¿No sabéis que los Cenci envenenan con el aliento? ¡Adiós... y adiós para siempre!... Y huyó. Se oyeron en la, escalera sus pasos precipitados. Luisa se lanzó al balcón y con voz lamentosa gritó: -¡ Santiago! ¡ Santiago! Y lo repitió muchas veces; pero Santiago huía impulsado por la feroz pasión que le dominaba. Entonces en la amante mujer el cariño venció al resentimiento, y echándose a la espalda una manteleta, salió de casa, siguiendo las huellas de 282
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su marido. Había cruzado diferentes calles, cuando, a causa del cansancio o por sentirse falta de aliento, se reclinó en el quicio de la puerta de un palacio. Mirando después atentamente, conoció que aquella era la mansión de monseñor Guido Guerra: levantó los ojos y vio luz en las ventanas. Sabiendo que éste era familiar de la casa Cenci y muy amigo de Santiago, parecióle que la Providencia la había conducido allí por la mano. Así, pues, cobró ánimo, y sin esperar que la anunciasen penetró en la estancia y encontró a monseñor en compañía de dos hombres, uno de los cuales le pareció recordar, pero sin tener presente de momento dónde le había visto. Vaciló un momento, pero después, impulsada par su angustia, exclamó: -¡Oh, monseñor! Vos que sois amigo de Santiago, mi marido... ¡ ay!... mandad gente que lo busque por toda Roma, pues ha salido de casa desesperado y creo... ¡Dios me asista!... que con siniestras intenciones. -¿Contra quién, doña, Luisa? -Contra sí mismo; y temo que no haya tomado hacia el Tíber. -¡Misericordia! Pronto, Marzio, vamos; vos con parte de mis criados por la izquierda, yo con el resto por la derecha del río. Olimpio, acompañad vos a doña Luisa. Omitido todo cumplido, Guido, Marzio, y los criados salieron precipitadamente en busca de Santiago. Doña Luisa caminando del brazo de Olimpio, le dijo: -Vuestro semblante no me es desconocido... pero, ¡ Santísima Virgen!, tengo la mente tan perturbada que no puedo
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hacer memoria... ¡Ah, sí!... ahora caigo... estabais en el incendio del carpintero de Ripetta. -¿Yo? -Sí. Erais de los que se afanaban en prestar ayuda. -No hice sino daño. Todo el mérito fue vuestro, ilustre dama... Vos sois una santa. Si mi pregunta no fuese indiscreta, ¿se podría saber por qué ibais vestida de hombre aquella noche? ¿Por qué os arriesgasteis a tan aventurada empresa? -Os lo diré mientras caminamos. La mujer que salvé me ha traspasado el corazón; ha cubierto de luto mi familia, no tan alegre y dichosa primero, pero tampoco tan desolada; pues donde reina el amor no se pierde jamás la esperanza. Lo que Dios ha prohibido al hombre que separe, su mano lo ha dividido para siempre; en suma, me ha arrebatado el amor de mi marido... y aquella noche rondaba por allí con la intención del lobo junto al redil... quería beber su sangre y me parecía que sólo eso apagaría mi rabia. Me impresionaron gritos desesperados... se asomó la mujer a la ventana con el niño y no vi ya a la odiosa rival, sino a la madre... pensé en mis hijos y me precipité para salvarla, como si Cristo me hablase dentro del corazón diciéndome: ¡ perdona! Olimpio, oyendo hablar a doña Luisa, ardía y se helaba. Registróse el alma con la mente para ver si cabía allí una esperanza de misericordia y parecióle que no. Entonces gimió de lo profundo del corazón; así vuelven a caer sobre el prisionero las cadenas con rumor desesperado después de supremos esfuerzos para romperlas. No obstante, como en 284
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contacto con la llama de la caridad no hay corazón, aun de sílice, que no se rescalde, Olimpio se sentía conmovido a pesar suyo. -Si yo -empezó a decir-, si yo pudiese esperar que la confesión me salvase, a nadie le confesaría mis pecados sino a vos, venerada señora, y entre Dios y yo no quisiera mejor mediadora que vos. Pero el libro de mi vida está tan lleno de delitos, que el Ángel Custodio no encontrará un blanco así de grande para escribir en él la palabra misericordia con la pluma más fina de sus alas. ¡ Paciencia! Y, sin embargo, me confesaré, porque si mi confesión no puede servirme a mi os servirá a vos, y por eso os la hago. ¿Sabéis quién incendió aquella casa? Yo... -¿Vos? -¿Sabéis quién llevó a vuestro noble marido la carta pérfidamente calumniosa que es la que segura mente le ha enfurecido? Yo. ¿Sabéis quién ha imaginado todo eso para que vos y vuestro marido os odiaseis? El conde Francisco Cenci. El se frotaba alegremente las manos y dijo: «Es más fácil que se vuelva a reunir una roca disgregada por el rayo, que mi nuera vuelva a querer a Santiago... He sembrado el odio y recogerán la desolación.» Doña Luisa se separó violentamente del brazo de Olimpio y corrió con tanta rapidez que hubiera dejado atrás a un ciervo. Llegada a casa, penetró en la estancia donde yacía aun enferma la pobre Angelina. y aproximándose al lecho, palpitante y afanosa, le dijo: -Mujer, por el amor de Dios, cuida de no mentir. ¿Conoces al conde Cenci? 285
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Angelina, asustada a su vista y no conociéndola por el cambio de traje, pues Luisa siempre la visitaba vestida de hombre, respondió: -¿Quién sois? ¿Qué queréis de mí? -Yo no respondo, pregunto -replicó imperiosamente doña Luisa-; dime si conoces al conde Cenci. -Pero vos... ¿seríais acaso la hermana de mi bienhechor? -¿Qué te importa eso? -exclamó doña Luisa, golpeando el suelo con el pie impaciente-; hombre, mujer, o demonio, no te ocupes de aquel a quien debes la vida. ¡ Responde... responde! -y seguía golpeando el pavimento. Angelina, como bajo la presión de un sueño atormentador, dijo: -Sí, le conozco... -Le conoces, ¿eh?... desgraciada, ¿y es este el hijo de vuestros amores? Y así diciendo asió por los cabellos al niño que, sintiéndose lastimado, se echó a llorar. -Dejadlo... ¿en qué puede haberos ofendido esta pobre criatura? Y como para protegerlo, quería lanzarse fuera de la cama. -Este es el hijo del pecado y tú lo has tenido con Cenci. -¿Con Cenci? Señora -prosiguió Angelina prorrumpiendo en llanto-, ¿es digno de una dama manchar así el honor de una pobre enferma? Conozco, sí, a un noble anciano que se llama don Francisco Cenci; él fue el que protegió a mi difunto marido, y éste me llevó cierto día a su casa, para darle las gracias; el conde quiso darme dinero, que 286
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yo acepté a disgusto, porque, a pesar de sus cabellos blancos y sus palabras bondadosas, había en sus ojos una expresión que daba miedo; no he vuelto a verle. -No te pregunto por él... sino por su hijo Santiago. -Me parece haber oído decir que don Francisco tenía hijos, pero no sé cómo se llaman, ni los he visto nunca -respondió con tan ingenua calma que la hubiese creído el mismo apóstol de la duda, santo Tomás. -¿No le has visto nunca? ¿Ignoras su nombre? Júralo por el nombre de Dios; júralo por tu alma y tu conciencia... júralo por este Jesús Redentor, que si cometieses perjurio desclavaría las manos de la cruz para maldecirte. Y descolgando un crucifijo de la cabecera del lecho, se lo puso ante sus ojos. Angelina lo tomó y lo besó devotamente, y volviéndose luego dijo con dulzura: -¿Sois madre, señora? -¿Si no fuese madre, me hubiese arrojado en medio de las llamas para salvarte a ti y a tu hijo? -¿Vos? ¿Y cómo os llamáis? -Doña Luisa. -¿Esposa...? -De Santiago Cenci. -¡Ah, señora!; aunque yo soy una pobre mujer ignorante, comprendo que una malvada lengua me ha calumniado. Ahora oídme. Santo es el nombre de Dios, santo es el del Redentor, cosas sagradas son el alma y la conciencia; pero no juraré por ellas.
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Y puesta la mano sobre el pecho del niño que dormía a su lado, prosiguió así: -¡ Si he dicho una palabra que no sea verdad, que cese de latir en este momento bajo mi mano el corazón del hijo de mis entrañas! -¡Te creo... oh... te creo! -exclamó Luisa fuera de sí; e inclinándose sobre Angelina, le tomó la cabeza con ambas manos, besándole la frente, los ojos, el seno, sin advertir que lastimaba a la enferma cuyas llagas aun no estaban del todo cerradas. Angelina, por instinto de amable virtud, refrenaba los lamentos de angustia que le arrancaban aquellas fogosas caricias. *** Aun del cerebro se conoce la carta topográfica. Gall y Spruzhein han trazado en ella las carreteras, los caminos vecinales, los de travesía y hasta los senderos, para que no se extravíen los que sientan deseos de recorrerlo a lo largo y a lo ancho. Venid aquí, lectores, examinad este cráneo señalado, echad una ojeada sobre el orden de la facultad afectiva, género primero; en la letra B encontraréis el amor a la vida, inmediatamente después de la letra A que distingue la avidez por la comida. Del examen se desprenden dos consecuencias, la primera de las cuales importa a mi narración, pero no a la segunda. La primera es que el hombre posee la facultad principal perfectamente semejante a la del buitre: devora para vivir; algunos han sostenido que vive para devorar, pero no 288
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es del todo cierto. La otra es que se necesita más valor para no comer que para morir, aunque con la abstención se haga mayor violencia, a la Naturaleza. Santiago hacía algunos días que no probaba alimento, y el instinto de la vida callaba de tal manera en él que se había apoderado de su ser un irresistible deseo de morir. Cuando se le ocurrió esto, jamás ojos de mujer miraron tan dulcemente como las cuencas de su calavera, ni labios del ranúnculo sonrieron tan voluptuosamente como su descarnado rostro. Aquellos en quienes persevera el instinto de la vida repudian acerbamente el hecho de aquellos que se dan muerte; en tanto que si éstos pudiesen continuar apasionándose por las cosas terrenas, sentirían inmensa piedad por los que viven. Desaparecido el apetito de las cosas, todo cuanto gusta a los que viven es repulsivo a los consagrados a la muerte; todos los motivos que los primeros encuentran para quedarse, los últimos los ven para irse: nada ha mudado en el orden de las funciones orgánicas; solamente la aguja de la brújula ha cambiado el polo, el sentimiento se afana por arrojar fuera de la existencia deseos y afectos como el que muda de casa envía sus muebles; y cuando el lecho está en nueva morada, y el reposo de largas tribulaciones en la fosa, vamos a la muerte con voluptuosa confortación. Santiago Cenci, calmado el primer ímpetu que le hizo abandonar a su familia, desesperado, empezó a andar con lentitud, porque había llegado al propósito de destruirse no ya arrebatadamente sino por reflexión intelectual, y casi sumando las razones para vivir o morir. Importa conocer có-
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mo Santiago llegó a la misma consecuencia por diverso camino que Beatriz. -Aun cuando -discurría entre sí- me haya hecho mil veces esta cuenta, ahora que se acerca el momento de saldarla, repasémosla para ver si sale bien. El hombre ha de considerarse de tres maneras: con respecto a su Creador, con respecto a su patria, y con respecto a su familia. Empiezo por ésta, y aquí la operación ha de hacerse así: por la familia propia y por la familia de los parientes. Para mí, la familia de los parientes se reduce a la paterna, porque en cuanto a la demás, ni yo me cuido de ellos ni ellos de mí. Es claro como el sol que mi padre me odia con todos los sentimientos de su alma y de su corazón: yo, necesariamente, he de dar un fruto que corresponda a la semilla. Si las cosas quedasen en este punto... ¡Oh! qué horrible dolor el de odiar al propio padre! Pero no se detienen aquí; él me persigue, me infama y me precipita en la desesperación de la miseria. Si mi alma se acostumbrase a esta carga, me ocurriría alguna vez que tendría que disputar a los perros las inmundicias que se arrojan a la calle, o morir de hambre bajo los pórticos de alguna iglesia. Si, por el contrario, el alma quisiera forzar el destino, me encuentro en mi camino la vida de mi padre, la pisoteo y paso: ¿qué me espera en semejante paso? Quizás el patíbulo, seguro el remordimiento y la condenación eterna. Luisa ha puesto mi nombre en la picota, y vivir y sufrirlo sería como prestar mi apellido a los hijos que no serían míos. ¡Buen oficio a fe mía! Los chiquillos me llenarían de improperios por las plazas y calles, los hombres volverían la cabeza como si se tratase de un miserable bandido. Podría vengarme, sí, le290
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vantar mi deshonra como un estandarte para que pudiesen verla aun los más distantes... Los tiempos no están para actos generosos ni para honestos estudios. La Inquisición aborrece a la gente que sabe; quiere gente que crea; ¡ ea!, consume un celemín de grano, devora un cuarto de buey; puebla el mundo con cuatro, cinco u ocho infelices; enciéndele velas a los santos, reza algunos rosarios y muere. Pero no... se te abre el camino para hacerte digno de fama.; ¿con qué? ¿Acaso con las armas? La sangre pide sangre; la maldición escribe y la venganza lee. ¿Con el estudio? ¡Oh! Ese es un camino en que la ignorancia conduce derechamente al error. Si te mantienes en la ignorancia, caminas en la obscuridad; si te ilustras, el alma te circunda con el cilicio de la duda. Y después, ¿qué dirá la posteridad de tu paso por la vida? Sólo le hablará de ti la lápida, hasta que los garfios la sostengan en la pared, o hasta que las pisadas la hayan borrado en el pavimento de la iglesia. ¿Y qué le importaría de ti a la posteridad? ¿Te importa a ti algo de algo de tus abuelos? No los conoces en estos tiempos que corren... pero puedes escoger entre la estupidez y la ferocidad. ¿Y si yo no quisiera ser estúpido ni feroz? ¿Si me desprendiese de esta vida que me atribula, me castigaría Dios? ¿Por qué? Me ha concedido, gracias le sean dadas por ello, un vaso rebosante de existencia; parte la he bebido y vierto la demás haciendo libación a los dioses. La víctima, cuanto más querida, tanto más apreciada es en lo alto; ¿y qué cosa más querida para nosotros que nosotros mismos? Y así fantaseando llegó a las orillas del Tíber.
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*** Santiago Cenci, con el cuerpo inclinado, fijando tenazmente sus ojos en el Tíber, vio, o parecióle que veía emerger de lo profundo una forma graciosa de mujer -náyade, ondina o ninfa de las aguas-, y mostrarse vaga, indeterminada, como nuestra imagen cuando se refleja en el agua tranquila, y aproximándose se hace gradualmente distinta. Llevaba esparcida sobre los hombros la cerúlea cabellera de la que destilaban gotas lucientes como brillo de piedra preciosa. Su rostro tenía el color de las perlas; de sus ojos, de un verde marino, se escapaban relámpagos que fascinaban a Cenci, el cual no podía resistir a las solicitaciones de la aparecida, sin experimentar una aguda y acre voluptuosidad, un suave espasmo. De los labios de coral, tan movibles como fijos eran sus ojos, salía un sonido que se difundía dulcemente en el agua como notas de armónium: sonido contra el cual Ulises no pudo defenderse de otro modo que tapándose los oídos con cera. -Bien venido -decía-, bien venido el amigo secreto de mi corazón; ven, yo soy fresca, y conservo el ardor de los miembros febriles; ven, te daré a beber el agua fría que no mana en las fuentes terrestres; el agua de Leteo, que hace olvidar. Si quieres dormir, te prepararé en este elemento mío un lecho de algas, tan muelle, que hace conciliar el sueño hasta a los que no conocen el reposo; aquí, te albergas en palacio de carbunclo incrustado de zafiros; bajo la bóveda de las aguas no hiere el aire glacial de los inviernos ni lo abruman los ardores de Sirio; vivimos deleitados tendiendo el 292
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oído al arcano murmullo que producen las cosas, las cuales se forman y se deshacen perpetuamente en las entrañas del mundo. Si te place ¡ oh, amado!, montaremos sobre la espalda de los delfines, iremos sobre la superficie del agua, o perseguiremos por los antros profundos a los peces que huyen, y a los que se defienden combatiendo con la espada o con la sierra. Te enseñará a recoger con la punta del pie las flores de la onda, y a palpitar con voluptuosidad con las aguas, cuando los rayos de la luna penetran en sus entrañas y las agitan con estremecimientos de fósforo. Yo me acerco a ti, acércate tú a mí. ¡Descortés! Mira, yo te tiendo los brazos, los hados me condenan a no rebasar los confines de las ondas; aquí te espero; aquí nos encontraremos; aquí te besaré. El predestinado siente entonces un escalofrío en los huesos; los pies se le vuelven plumas y plomo la cabeza; busca anhelante los labios de la ondina, tienta el aire, toca el agua, y la besa. La ondina en aquel momento levanta los brazos, lo envuelve en ellos y lo arrastra. Al siguiente día, en la orilla desierta, entre la cañada, sobre la arena, se encuentra un cadáver hinchado, llenos de arena los cabellos, los ojos y la boca; con la piel del color de las tierras marinas, con los ojos, aunque apagados, abiertos como si buscasen algo, y dijérase que había muerto de placer... Realmente lo ha matado el beso de la ondina. Pero Santiago Cenci, en el momento qué iba a dar el salto fatal, sintióse sujetado por dos robustas manos, y una voz conocida le gritó: -¡Desventurado!... ¿Qué vais a hacer?
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Santiago, atónito, levantó la cabeza y luego volvió a mirar el Tíber. Todos los cantos habían cesado, callaron las voces y desapareció el bello rostro de la ondina. Entonces su alma, impulsada hasta el extremo límite del infinito, volvió a la realidad de la vida, y vio y reconoció a su amigo Guido Guerra. -¡Oh, Guido! -¡Desgraciado! -prosiguió monseñor Guerra con acento de compasión y de reproche a la vez-; ¿y vuestros hijos? Santiago se encogió de hombros y no respondió. Dejóse llevar, sin fuerzas para oponerse, como hombre sin voluntad; pero en el momento de poner los pies en el umbral de su casa, volvióse hacia el prelado y le dijo: -Amigo, si creéis que voy a daros las gracias, os equivocáis. De no haberlo vos impedido, a estas horas habría leído ya el laus Deo de la vida, cerrado el libro y sabido el final, un final nada bueno, ¡ vive Dios!, pero que hubiera podido ser peor: por eso estaba contento. Aun a riesgo de pasar por ingrato, no os lo agradezco. El espectáculo que se ofreció a sus ojos al entrar en su habitación fue por demás extraño. «Temístocles -cuenta, Plutarco -viéndose perseguido por las atenienses, echóse en brazos de esperanzas dudosas y difíciles refugiándose en la corte de Admeto, rey de los molosos, el cual le detestaba por cierta soberbia repulsa de Temístocles cuando éste desempeñaba la suprema magistratura en Atenas. Pero Temístocles, temiendo más la nueva envidia de sus enemigos que la antigua iracundia del rey, determinó impetrar su auxilio y protección de un modo singular, y fue 294
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que tomando en brazos al más pequeño de los hijos de aquél, se prosternó suplicante ante el ara doméstica, súplica que se reputaba solemne entre los molosos y única que no podía rehusarse.» Así, un hombre de siniestro aspecto, fornido como el Hércules Farnesio, teniendo en brazos al más pequeño de los hijos de Santiago, lo presentaba a éste con ademán suplicante. Esta sublimidad de afecto era propia de doña Luisa, amante y madre; pero no es fácil imaginarse cómo pudo ocurrirle tal idea a Olimpio, naturaleza selvática y brutal. Se ha dado el caso de que la abeja deposite su miel en la boca de una fiera; pero es cosa tan extraordinaria, que Salomón hizo de ella argumento de enigma para con los filibusteros. La ocurrencia de Olimpio le favoreció, pues teniendo al niño como el sagrario del altar, pudo confesar plenamente a Santiago todas sus culpas, los delitos cometidos por orden del conde para destruir su paz doméstica. Entretanto, el pequeñuelo levantaba sus manitas de vez en cuando y reía gozosamente, de modo que Santiago no pudo indignarse contra Olimpio, el cual, aproximándose, le entregó el niño diciéndole: -Ahora, puesto que con el hijo os he traído la paz, en gracia a esta criatura que intercede por mí, os suplico, señor, que me perdonéis. Santiago, en vez de contestar, paseó una mirada sombría y recelosa en su derredor; pero doña Luisa, adivinando aquel mudo lenguaje, apartó a Olimpio, y poniéndose de rodillas delante de su marido le habló en estos términos: 295
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-Esposo y señor mío, hemos dudado uno y otro de nuestra fidelidad. Válgame por excusa el considerar que de la maligna lengua de la serpiente ni aun Eva pudo escaparse, y Eva, salida de las mismas manos del Creador, debía ser inmensamente más perfecta que nosotros. Habiendo conocido el malvado fin que perseguía, don Francisco Cenci, y considerando los no menos hipócritas y tristes medios puestos por él en obra, me creo relevada de todo juramento hecho, y os manifiesto que, movida por la desesperación, fui a ver a mi suegro, al que conté el estado de nuestra familia, y le supliqué que socorriese a mis pobres hijos, que, al fin y al cabo, llevaban en las venas su misma sangre. Sus palabras y acciones fueron de padre cariñoso, y yo, a quien la pasión me hacía crédula en demasía, creí una larga historia de vuestros amores y del dinero derrochado en vicios y negado a vuestros hijos. Dióme trescientos escudos, a condición, empero, de no decir de dónde me venían. De esta manera, con pérfido manejo, dábame a entender que estabais locamente perdido por adúlteros amores: y a vos hacía creer que yo, a cambio de mi deshonor, aseguraba el bienestar propio y el de mis hijos. Luisa había hablado hasta aquel momento con tal viveza y vehemencia, que Santiago no pudo interrumpirla; pero al fin lo hizo, diciéndole: -Esa postura es impropia de la mujer de Santiago Cenci. Si merece que su marido la levante, éste le dirá tan sólo: «Luisa, tu puesto está sobre el corazón de tu Santiago, que te ha amado y que te ama tanto...»
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Se abrazaron derramando lágrimas de ternura. Dejemos que corran dulces y copiosas; ¡ quién sabe si la fortuna les reservará el que no vuelvan a verterlas más que de placer! Los hijos, aunque todos eran muy pequeños, pues el mayor no contaba más de siete años, lloraban asimismo de alegría y se agrupaban solícitos en torno de sus padres. Monseñor Guerra y Marzio, aun cuando les apremiase la ejecución de cierto designio, no osaban turbar la santidad de los afectos domésticos. Olimpio, sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la pared, casi por sorpresa, se había apoderado del pequeñuelo, y subiéndolo encima de su cabeza, le hacía reír. Y en verdad que la criaturita era encantadora: asemejábase al niño Jesús, pintado por Albano, que duerme sobre una cruz. El hijo de Santiago Cenci tenía aún, desgraciadamente, otra semejanza con el Niño de Albano: la de que, apenas nacido, tendíale el Destino sobre una cruz dolorosísima, como sabrá el que quiera continuar la lectura de esta triste historia. El bandido, contemplando aquella frente purísima, pedía en vano a la memoria el recuerdo de los días en que, niño él también, quizá dejó en el alma de quien le miraba un afecto semejante. Cuando se lo quitaron para acostarlo, parecióle que se le escapaba de las manos la última tabla sobre la que había confiado salvarse del naufragio.
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XVII ROMA Santiago Cenci, que había sido convidado a comer por monseñor Guerra, la noche siguiente volvió muy tarde a su casa, y si a doña Luisa le había llenado de afán su excesiva tardanza, su regreso no la consoló, pues Santiago se mostró preocupado y triste, no quiso ver a sus hijos, se abstuvo hasta de besarlos, como acostumbraba; más aun, el llanto del pequeño le enojaba. Dormido le agitaban sus sueños angustiosos; y Luisa le oyó decir algunas veces: «¡Está muerto! ¡Está muerto!» De improviso despertó aterrado; volvió en torno los ojos extraviados, y viendo a su esposa junto a él, la abrazó estrechamente como poseído de interna pasión, exclamando no sin lágrimas: -¡Cuánto mejor hubiera sido que muriera! -¿Te arrepientes quizás de haber vuelto al seno de una familia que te adora? -respondióle afectuosísima su mujer. -No, Luisa, no; Dios me libre; y, sin embargo, hubiera sido mejor que muriese... tú lo verás. 299
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Luisa, como mujer discreta, callóse atribuyendo aquel peso angustioso a las pasadas conmociones, y confió en el tiempo, en sus cuidados y en las caricias de sus hijos para llevar la paz a aquel espíritu agitado. Aquella misma noche salieron de Roma Marzio y Olimpio bien provistos de monedas de oro. Cabalgaban en dos poderosos caballos; y aun cuando caminaban sin recelo de encontrar por el camino cosa que pudiese darles cuidado, iban, sin embargo, con las armas prontas a hacer fuego. Transcurridos algunos días, don Francisco, sintiéndose restablecido, dispuesto, y casi bueno de la pierna, cierta mañana, al romper el alba, despertó de repente a su familia, y mandó que bajasen tal como estuvieran vestidos. En el patio vio Beatriz caballos de silla, la carroza de viaje y hombres de escolta; señal evidente de un largo viaje. Dónde la conducía su padre y cuánto tiempo estaría fuera de Roma, fueron cosas qué se abstuvo de preguntar, tanto ella como los demás de la familia. Cenci lo había preparado todo con su acostumbrada reserva. No pareciéndole prudente aventurarse en los peligrosos caminos que de Roma llevan al castillo de Petrella con sólo los criados, había contratado a los guardas campestres para que, durante algunos días, vigilasen el camino. Otras veces, había recorrido las cincuenta y ocho millas que distaba el castillo de la ciudad en un solo día, pero entonces no había que pensar en ello, considerando por una parte la lentitud de la carroza, y por otra el mal estado de la carretera, los ardores del sol y el excesivo polvo. En algunos carros el conde había hecho cargar ropa blanca, plata, vituallas de to300
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do género, vinos exóticos, entre los cuales había una garrafa de Jerez que llevaba marcada la fecha de 1550, y la cual el conde había recomendado particularmente. Beatriz, antes de entrar en la carroza, dirigiéndose a su tirano le dijo: -Señor padre, he de hablaros... -Silencio; subid... Y Beatriz, volviendo hacia él sus manos suplicantes, insistió: -Señor padre... oídme por el amor de Dios... va en ello vuestra vida... Pero el conde, tomando aquella obstinación por esfuerzo para substraerse al aborrecido viaje, la echó de un empujón dentro del carruaje, cerró con llave la portezuela, y mandó que bajaran las cortinas. Dada la señal de la partida, don Francisco subió con los demás a caballo, y todos se pusieron en marcha sin pronunciar una palabra. Aquella comitiva, más que una caravana de viajeros, parecía el acompañamiento que sigue a un muerto ilustre. Salieron por la puerta de San Lorenzo, y caminando por la vía Tiburtina llegaron a Tívoli. Mis personajes, de Tívoli, siguiendo la vía Valeria, llegaron a Vivocaro, donde, a causa del gran calor y del mal camino, tuvieron que detenerse, con gran disgusto de Cenci que inútilmente trató de continuar adelante. Los caballos, jadeantes, no obedecían al látigo ni a la espuela. Al caer la tarde prosiguieron el camino, llegando a la hostería de la Ferrata donde era necesario dejar la carroza, y trepar por el monte con caballos y mulos. Apeóse Cenci, y llamando al 301
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posadero, le preguntó si del castillo habían enviado caballerías para recogerlo. -No he visto caballerías -respondió el posadero de mal talante. -¿Pero no estuvo aquí, de paso, un criado mío llamado Marzio? -No sé nada de eso; aquí no han venido ni marzos ni abriles. Don Fraseisco hacía esta pregunta con objeto de asegurarse de que Marzio había sido asesinado, y para alejar toda sospecha de complicidad en el homicidio; pero viendo que el posadero nada sabía parecióle bien fingir una gran cólera, y se deshizo en denuestos contra Marzio y la pereza de los criados en cumplir las órdenes de sus amos, mostrándose embarazado para procurarse bagajes; hasta que el posadero malicioso como todos los romañolos, le observó: -¿De qué sirve enojarse, excelencia? Y cuando hayáis blasfemado de todos los santos del paraíso, ¿aparecerán mulas y caballos? Si vosotros los señores nos quitáis el privilegio de la blasfemia, ¿qué es lo que vais a dejarnos a nosotros, pobres vasallos? No lo sé a fe de Dios. Vuestro criado quizás no los haya encontrado, puede haber caído enfermo en el castillo; acaso no creería que llegaríais tan pronto... hasta es posible que lo hayan asesinado los bandidos por el camino, ¿qué sé yo? ¡ se dan casos! Pero todo tiene remedio menos la muerte. Dejadme hacer a mí. Ya sabéis que hostelero viene de hospitalidad y si la fortuna no me hubiese mirado siempre con malos ojos, albergaría a la gente según recomiendan los apóstoles. 302
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-Yo creía -repuso el conde sonriendo- que hostelero derivaba de otra cosa. -¿De qué? -De hoste, que quiere decir enemigo en lengua latina; pero acaso esté equivocado. Ahora veamos qué es lo que me aconsejáis, posadero mío. -Mandaremos al bosque a ese muchacho que está ahí en busca de los carboneros. A esta hora los hornos de carbón deben estar concluidos; así es que los carboneros, un poco por consideración a mí, y otro poco por ganarse algunos escudos, no vacilarán en venir y transportar los efectos al castillo Ribalda. Será necesario que caminéis toda la noche, porque, poco más o menos, hay hasta allá sus treinta y cuatro millas mal contadas. -El camino es como el del paraíso, que debiera ser un poco más ancho para comodidad de nosotros, pobres pecadores. De todos modos, la luna sale tarde y nos alumbrará a la bajada y a la subida. -¿Por qué no esperáis a mañana? Aquí encontraríamos manera de que os acomodaseis todos... Acordaos de que no tenemos más que un cuello. -No, me interesa llegar pronto. -Y añadid que mañana, con tiempo, tendríais las cabalgaduras que necesita un caballero de vuestra calidad. -No, enviad por las mulas de los carboneros. El muchacho, moreno y enteco, y con ojos de halcón, estaba acostado sobre un haz de leña con tanto deleite como si fuesen mullidos colchones. Tenía tal expresión de idiotez, que poca confianza podía inspirar al que quisiera 303
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utilizar sus servicios. El conde, mirándole despreciativamente de reojo, le dijo: -¿No has oído? ¡Deberías estar ya a media legua de aquí! -No os molestéis con hablarle, excelencia, pues sería trabajo perdido. La pobre criatura no puede entenderos: es sordomudo de nacimiento, pero con cuatro señas salimos del paso. El conde, dudando si se burlaba de él, estaba para dejarle un triste recuerdo suyo al posadero que lo hubiera recordado toda su vida; pero éste empezó a hacer tales movimientos con las manos que pareció haber sido comprendido por el muchacho; sólo que éste demostraba alguna repugnancia en marchar. Entonces el posadero, a guisa de peroración, añadió a su discurso un buen tirón de las orejas y le levantó del montón de leña dándole al propio tiempo un tremendo puntapié, que lo mandó rodando hasta la puerta. Por todo esto el chiquillo pudo comprender que se trataba de un asunto urgente. Metidos los caballos en la cuadra, se descargaron los carros, haciendo fardos que se adaptasen para ser transportados a lomo. Las mujeres y Bernardino subieron a un aposento del primer piso y el conde los encerró guardándose la llave. El astuto viejo andaba espiando receloso por todos los rincones. El muchacho corrió un buen trecho por el sendero; después se detuvo y volviéndose hacia la hostería extendió el puño cerrado en señal de amenaza, con el gesto de un mono irritado; después dio un salto y corrió como una cabra por la
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falda del monte San Elías, que de la Ferrata conduce a Río Frío. La subida, incómoda primero, empezó a volverse áspera y por último casi inaccesible. El muchacho no había perdido un átomo de su agilidad, y saltando de roca en roca, parecía más bien volar que correr. Dejémosle ir, pues conoce el camino y de seguro no se extraviará. Allí donde el monte San Elías es más selvático, bajo seculares encinas que extienden sus potentes ramas sobre arbolillos de menor tamaño, arde un magnífico fuego. A semejantes alturas el aire pica durante las noches de septiembre, aun cuando en la llanura el calor sofoque; y después, los hombres que estaban en torno de la hoguera, habíanla encendido para verse y por tener compañía. En aquel momento parecía que el fastidio lloviese de la copa de los árboles sobre sus cabezas; pues uno de ellos silbaba tendido boca arriba con las dos manos debajo de la cabeza, el sombrero tirado sobre la cara y una pierna cabalgando sobre la otra; otro, envuelto en el capote, se volvía tan pronto a un lado como a otro, exhalando un suspiro alguna vez que otra; y con frecuencia, a coro se levantaba un bostezo general. -¿Acaso querrá Marzio convertirnos? -preguntó un bandido. -Yo no sé lo que Marzio piensa hacer -respondió otro-; pero creo que, según lo convenido, debemos permanecer aquí hasta mañana; después, por San Nicolás bendito, hay que desertar con armas y bagajes.
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-¡Mandarnos a estos montes el vino tasado! Mira, todas las botellas están muertas por el suelo. Y yo prefiero ver un esbirro que una botella vacía. -¡Y después quitarnos hasta los dados! -¡ Son crueldades que hacen recordar a Nerón! -Casi, casi, me dan tentaciones de rezar el rosario. ¿Qué dices tú, Horacio? -Que para pasar el rato sirve como cualquiera otra cosa. Pero no tenéis razón en quejaros, porque mañana termina nuestro compromiso; y si en este intervalo no ocurre nada de nuevo, me imagino que será éste el primer dinero ganado sin peligro y sin remordimientos. Horacio era un bandido de alta estatura, de grave semblante, y, aun cuando en el declinar de sus años, hermoso todavía. Su frente y su corazón llevaban impresas las huellas de todas las pasiones; ahora estaban extinguidas, pero las cenizas tibias aun daban testimonio evidente del incendio. La vaina duraba más que el acero. Horacio sobrevivía a sí mismo. Hasta aquel momento había permanecido recostado contra un tronco, con la barba apoyada en las rodillas sin proferir una palabra. Los bandidos le tenían en reputación de poeta, médico y legislador. Interrogado, respondía: solicitado, aconsejaba; invitado, sin hacerse mucho de rogar, cantaba canciones compuestas por él o contaba extrañas aventuras de remotos países; por lo demás, siempre taciturno, meditaba sobre incidentes de su vida, que verdaderamente habían sido muchos y variados. Espíritu fantástico, amante de lo maravilloso, lo cual, en vez de dejarse buscar por él, con mucha frecuencia le salía al encuentro. A vivir en 306
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otros tiempos, donde tres o cuatro homicidios no estropeaban la valía de un brazo o el valor del canto, hubiese adquirido fama en la corte de Provenza sobre cualquier trovador o noble dado a servir a las damas; ahora la miseria, que se le había enmohecido en las espaldas, la antigua costumbre de dirimir sus litigios con el cuchillo que llevaba al cinto y finalmente, el genio nativo, le habían conducido al monte. Tal era Horacio. -Pero, ¿y el aburrimiento, Horacio? ¿Es que tú no cuentas con el aburrimiento? -Cuento con él y mucho; pero es un cilicio que se ciñe al talle de todos; emperadores y papas lo llevan cosido entre la carne y la camisa... ¿y queréis vosotros quejaros por cinco o seis tristes noches? Hemos sido pagados con esplendidez, y lo que sufrimos es bien poca cosa. ¡ Si hubiera sido siempre así, no me habría visto a los veinte años con los cabellos blancos! -¿Cómo blancos? ¡ Pero si tienes la barba negra! -Sí... y los cabellos blancos. Horacio quitóse un gorro que le cubría la cabeza hasta las orejas y los bandidos supieron, por la primera vez, que su compañero no tenía un cabello que no pareciese una hebra de plata, mientras las cejas y la barba eran negrísimas. -A los veinte años se me pusieron así. -Domine in adiutorem meum -exclamó un viejo bandido-. ¿Acaso eres algo pariente del diablo? -Que yo sepa, no. -Aquí hay brujería -repusieron los demás un tanto asustados. 307
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-Con vuestro permiso, aquí nada tiene que ver el diablo; pero un águila parda, bastante. -¿Un águila? Y todos le rodearon. Horacio, con la cabeza descubierta, y complacido del terror de sus compañeros, que no cesaban de mirar maravillados, con admiración mezclada de recelo, aquellos cabellos blancos y aquella barba negra, empezó a decir: -Os lo contaré; a falta de vino, una historia os vendrá mejor que un trago de agua... ¿verdad? Mi padre, que fue leñador, murió como había vivido tan pobre como San Quintín, que tocaba a misa con dos tejas. Mi madre, después de su muerte, no tuvo un momento de reposo y ¡ pobre mujer! cayó enferma de palpitaciones. El cura, que era un hombre muy sabio, nos dijo que buscásemos cierta hierba llamada valeriana, la cual crece por aquellos montes, que exprimiésemos el jugo y se lo diésemos a beber, y esto le sentaría muy bien. Pero valeriana o no valeriana, cuando el cirio llega a la arandela es preciso que se extinga; y la vieja se extinguió requiescat in pace. Amen. Y los bandidos respondieron: -Requiescat in pace. -En el año del Señor... esperad que me acuerde... el año que el terremoto derribó el campanario de San Andrés... entonces tenía yo mis veinte años sobre poco más o menos, un viernes fuimos al bosque los tres hermanos para hacer leña y recoger un poco de valeriana. A los veinte años las cuestas no fatigan y tomamos en derechura a las quebraduras del monte Terninillo. Casi siempre hay nieve en su cima 308
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y en aquella soledad no se oían más que chillidos y el grito de las águilas, irritadas por falta de presa. Llegados a la cima, he aquí que se nos presenta delante una figura humana, inmóvil, como si estuviese esculpida en la roca. Creímos que era el diablo y nos persignamos, devotamente, según la regla; pero no se movió. Cándido, el mayor, que tenía en la cabeza más meollo que nosotros dos juntos, observó que habiendo resistido al signo de la santa cruz no podía ser el diablo; en efecto, no era el diablo, pero le faltaba poco. Solo en aquella cima, estaba examinando en el fondo de un precipicio cortado a pico sobre la montaña un nido de águilas. Nos aproximamos en silencio para que no le ocurriese una desgracia si se sobresaltaba al vernos; no nos advirtió. Le miré... ¡ qué malignos ojos, misericordia de Dios!... parecía pintado en presencia de la envidia, con el color verdinegro del odio. »-Están fuera de tiro -bisbisaba-; así nadie puede tocarlos y están tranquilos como pontífices; en breve... volverán los padres con comida y todos quedarán tan contentos. Los primeros que veo que puedan ser felices. »Entonces, volviéndose, nos descubrió: le saludamos y le preguntamos por qué se exponía al peligro de una caída mortal al menor vértigo. »-¿Para qué queréis saber mi secreto? -nos respondió turbado-. ¿Qué os importa lo mío ni a mí lo vuestro? Si sois bandidos os daré el dinero que llevo encima, y marchaos con mil demonios que os lleven. »Nosotros le advertimos que éramos leñadores y cazadores, y que no sufriría daño alguno sí se mostraba menos descortés. 309
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»-Está bien; no queréis adquirir como reyes, ganaréis como siervos; acercaos aquí... a mi lado... mirad allí... »-¿Dónde?... »-En dirección de mi dedo... en aquel fondo... ¿no veis un nido de águilas? »Circundado de niebla se distinguía un punto negruzco. »-Sí, lo vemos. »Y él, siempre con el dedo extendido, añadió: »-Al que de vosotros se sienta capaz de traerme los tres aguiluchos... »-¿Y cómo sabéis -interrumpíle- que son tres aguiluchos? »-Porque los veo distintamente con su plumón dorado. »Yo pensé: si no es el diablo, como ha dicho Cándido, por lo menos ha de ser primo suyo. Yo tenía entonces y tengo aun, gracias a Santa Lucía, una vista envidiable, pero no podía distinguir más que una masa pardusca tan grande como un puño. »-El que de vosotros me traiga los tres aguiluchos se ganará diez escudos de oro. »¡Diez escudos de oro! Habría para comprar un reino. Todos queríamos ir; para ponernos de acuerdo echamos suertes y me tocó a mí. Desanudamos las cuerdas que los cazadores de la montaña llevamos siempre atadas a nuestra cintura, y amarrándolas unas a otras nos pareció que resultaba una sola cuerda lo bastante larga para llegar al nido. Me deslizaron. Con la mano izquierda me asía a la cuerda, con la derecha esgrimía mi cuchillo afilado como una navaja de afeitar. Llego al nido, lo saqueo, y lo aseguro entre el brazo y el costado. Los aguiluchos gritan: me hago el sordo; los 310
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aguiluchos picotean, los dejo que picoteen, agito la cuerda, me izan y empiezo a subir como un cubo: todo va saliendo a pedir de boca. Llegado a dos tercios o poco más de mi ascensión, me hiere un rumor de aire agitado violentamente a manera de torbellino y me atruenan los oídos gritos desesperados. El día obscurece, al mismo tiempo me embisten dos picos, uno de los cuales me desgarra la piel del cráneo y el otro me arrebata el sombrero; porque las águilas eran dos, padre y madre de los aguiluchos que me llevaba. Ambas levantaron de nuevo el vuelo para repetir el ataque, cayendo a plomo sobre mi cabeza. Jamás había visto águilas tan decididas. ¡ San Huberto me ayude! Cuando las tuve cerca descargué golpes desesperados; alcancé a una en las espaldas y el cuello, pero no la herí bien; a la madre le corté un cuarto de ala, pero esto no significaba nada; se levantaban, se cernían, se dejaban caer, giraban, me herían en el pecho, en la espalda, en los costados, se lanzaban con las garras desplegadas para atacarme a los ojos, tanto, que ya me arrepentía de haber intentado la aventura; pero me defendía blandiendo mi cuchillo en forma de molinete rápido alrededor de mi cuerpo. Pensad si era o no un nuevo espectáculo el de un cristiano suspendido en el aire, girando como un huso sobre sí mismo, con el nido de aguiluchos al cuello, jugando el puñal contra las águilas, las cuales, con toda su malicia natural, se ingeniaban para desgarrarme y precipitarme en el abismo lleno de graznidos de las aves y de voces humanas mil veces repetidas por los ecos, de plumas arrancadas, de sangre hirviente y de furor. Al volver los ojos hacia arriba, encontréme con la faz del desconocido asomada al precipicio que reía 311
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enseñando los dientes a guisa de lobo que tiene hambre; se me ofuscó la vista y un sudor frío me corrió por las sienes... ¡Virgen Santísima! ¡Qué horror! ¡Al acometer a las águilas, por inadvertencia había tocado la cuerda, cortándola hasta casi la mitad, y era ya bastante delgada!... Parecióme que se me había aumentado la facultad de la visión, y así debió ser, pues veía ceder y deshacerse uno a uno los hilos de la cuerda, y los ojos acerados del desconocido segar con sus pupilas la parte que aun estaba sólida. En aquel momento sentí como un recio picotazo en la cabeza; me encogí todo lo que pude, cerré los ojos, y vi fuego; pero los abrí bien pronto, pues cuatro dolorosos arañazos en la frente me hicieron comprender que debía defenderme si no quería que las águilas me los arrancasen de sus cuevas como había yo hecho con sus aguiluchos. Mis hermanos, temiendo que me abandonase, no podían socorrerme sino con sus gritos de: «¡Ánimo!... ¡ ánimo!... ¡ no te asustes, Horacio!», e imprimían más fuertes sacudidas a la cuerda, que era más débil a cada momento... »Llegué a dos brazas del borde... una braza... Aterrado de un modo tremendo, me agarro a una piedra, echo el nido y me encaramo convulso... Hice bien, porque mis hermanos, apenas hube asomado la cabeza, soltaron la cuerda y huyeron despavoridos lanzando gritos como endemoniados. Sin embargo, como Dios quiso, púseme en salvo y me dejé caer extenuado sobre la nieve. El desconocido, con sus extraños ojos, semejantes al vidrio, me miraba atentamente y me examinaba la cabeza con curiosidad; arrancóme dos o tres cabellos y se los puso en la palma de la mano siempre pen312
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sativo; los miró luego al trasluz, los partió, y finalmente me dijo riendo: »-Has tenido miedo. »Mis hermanos, entretanto, recobrados de la primera impresión se acercaban levantando los ojos al cielo, y a duras penas se persuadieron de que yo era el mismo de antes. Mis cabellos, en un supremo momento de agonía, se habían vuelto blancos como la nieve. »El extranjero se esforzó por darnos a entender que la cosa había ocurrido de un modo natural, pero yo no comprendí entonces, y menos podría repetiros ahora sus argumentos. Mientras hablaba sacó de su bolsillo un cuchillito y cortó los cuellos de los aguiluchos. Las águilas heridas y casi desplumadas no osaban aproximarse a nosotros, pues éramos demasiados y habían olfateado la pólvora de nuestros arcabuces; pero de lejos lanzaban tales gritos de desolación, que partían el corazón. El desconocido, cuando hubo decapitado a los aguiluchos, nos dijo: »-Ahora bien, valientes; ¿queréis ganar el doble de lo que os he dado? Poned estos tres aguiluchos muertos en el nido en que estaban. No llevo aquí más dinero, pero venid al castillo Ribalda y el conde Cenci os cumplirá su palabra. »Pareciónos bastante por aquel día con lo hecho; y además, las águilas, aunque animales, bastante habían sufrido ya. Entonces el barón se alejó, silbando, a la otra parte del monte, sin saludarnos y sin esperar que nosotros lo hiciéramos. -¿Y todo eso qué significa? -exclamó un viejo bandido que parecía nacido en un mismo parto con el Caronte de la 313
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Capilla Sixtina-. ¿Cómo pruebas que todo aquello no ocurrió por obra del demonio? -¿Pero no oyes que el desconocido era el conde Francisco Cenci, señor de Ribalda? -¡Vaya una razón! ¿No podía el diablo tomar la figura del conde Cenci? Y dejando al barón a un lado: ¿no podían ser demonios las águilas y los aguiluchos? -¡Qué testarudo! Siempre he oído decir que el diablo es un gran señor; figúrate, pues, si se había de tomar tanto trabajo por un infeliz como yo. -¿Eh? Una alma pesa tanto como otra en la balanza del diablo. -Y doce hacen la docena. -¿Llevabas acaso alguna reliquia? -¡Qué preguntas! Naturalmente. Llevaba un breviario con la oración de San Brancazio contra las hechicerías; un cuernecillo de coral contra el mal de ojo; la medalla de San Tebaldo y un pedazo de lumen Christi en el bolsillo. -Eso no puede bastar; pero los que andan por el monte deben llevar siempre encima la medalla de San Venancio. Acordaos, muchachos; el maligno, ¿comprendes, Horacio?, el maligno se ingeniaba para hacerte morir sin sacramentos, y llevarte directamente al infierno; por esto, hijos míos, pues puedo ser padre vuestro, comprenderéis lo provechoso que sería para nosotros el estar siempre bien con nuestra Santa Madre Iglesia. Y puesto que poco antes he nombrado el rosario, ¿encontraríais mal que, para pasar el tiempo, rezáramos una parte? ¿Pero qué digo mal? ¿No sería siempre un salvoconducto para ultratumba? 314
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El viejo bandido sacó del bolsillo una imagen de la Virgen y la clavó con un puñal en el tronco de una encina. Puesto de rodillas, el viejo empezó a rezar el rosario con mucha devoción. Sus compañeros, movidos por su ejemplo, o por verdadera piedad, o por otras mil causas que sería prolijo investigar, puesto que son muchos los móviles que nos impulsan a obrar, doblaron las rodillas y respondían al viejo alternando padres nuestros y avemarías. Si el diablo hubiese pasado por allí, se hubiese dado a sí mismo. -Bueno, bueno... ya hay bastante, Guirigoro -dijo uno de los bandidos, levantándose; y mientras se limpiaba las rodillas, añadió-: Pero, ¿sabéis que vuestra duda acerca del diablo convertido en dos águilas, me parece, dicho sea sin ofensa, una estupidez? -¿Estúpido yo? ¿No sabéis, ignorantes, que veinte mil demonios pueden entrar en un ratoncillo y uno solo introducirse en toda una comunidad de frailes franciscanos? ¿No sabéis que para librarse del diablo no basta con sentarse en la pila de agua bendita, y tener un Cristo en la boca, pues él encuentra agujero por donde colarse, y ni a San Antonio le valió haberle asido las narices con las tenazas? -¿Con las tenazas? -¿Por la nariz? -Sí... -respondió el bandido-, las narices con las tenazas. -¡Oh! oigamos eso... -Pues allá va. Una vez, el diablo, para hacerle perder la paciencia a San Antonio, se transformó en escabel donde el santo solía sentarse. Llegó San Antonio a su celda, y en se315
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guida se puso a leer los libros sagrados; el diablo escapóse de debajo y el santo cayó con las piernas al aire. Otra vez se convirtió en lego y le pegó un golpe en las narices rompiéndole los anteojos; y después en perro, en gato y en mujer aun cuando muchos creen que el diablo no cambia de forma si toma la de mujer, pues las hay que se llaman diablesas, y así lo creo yo-. En suma, tanto como el maligno podía inventar, tanto ponía en práctica; pero el santo, siempre con calma ejemplar, le agarraba por una oreja y le reprendía: «¡Diablo, diablo! ¿Crees que has sido creado para molestar a un santo como yo? El mundo es grande y podemos estar anchos los dos sin perjudicarnos; vete, pues, a donde te parezca y no me fastidies.» Luego le hacía salir y le daba con la puerta en los hocicos. Un día que el santo varón estaba absorto en una detenida meditación sobre el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, echó el cerrojo a la puerta, y en el ojo de la cerradura puso un trozo de lumen Christi, creyendo que así le dejaría el diablo tranquilo, pero se llevó chasco. De pronto, oyó un ligero rumor y con el rabillo del ojo vio al enemigo común que asomaba el morro por un agujero que había practicado en la pared. El santo, haciéndose el desentendido, tomó disimuladamente las tenazas de la chimenea, y en menos que se dice amén se abalanzó al diablo y lo agarró por la nariz. Rugió el maligno, pero el santo se hizo el sordo; el diablo, para librarse de las tenazas, intentó mil transformaciones: convirtióse en un león tan grande como el monte Terninillo, y como esto no le diera resultado, trocóse en serpiente de una milla de larga; pero todo en vano, pues el santo no soltaba las tenazas y por úl316
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timo lo ahogó en una tinaja de aguardiente, lo mismo que yo vi hacer en la feria de Tagliacozzo a un fraile de vida ejemplar, el cual me dijo que antes de desvanecerse en el aguardiente bendito, había estado más de media hora ardiendo como hierro puesto al rojo blanco. -¡Cómo! ¿tú viste la serpiente que tenía una milla de larga? -El diablo había conservado la forma que adoptó definitivamente durante sus varias transformaciones: la de serpiente no fue la última. -¿En qué forma le viste entonces? -En la de topo de unos dos palmos, comprendida la cola. Una carcajada inmensa acogió estas palabras, pero no por eso se desconcertó el viejo, que se envolvió en su manta murmurando: -Sois unos herejes, y algún día sabréis lo que es ser bandido sin un poquito de religiosidad.
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