Raúl Zenén Martínez V.
Tiquitiqui Bipbip
Tiquitiqui Bipbip
Raúl Zenén Martínez V.
Tiquitiqui Bipbip Novela
Ningu...
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Raúl Zenén Martínez V.
Tiquitiqui Bipbip
Tiquitiqui Bipbip
Raúl Zenén Martínez V.
Tiquitiqui Bipbip Novela
Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede se reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el previo permiso escrito del autor.
2003, Raúl Zenén Martínez V.
Registro de Propiedad Intelectual Nº 133095. Primera edición virtual y en papel, Ediciones del Sur, Córdoba, República Argentina, junio de 2003. Impreso en Buenos Aires, junio de 2003. ISBN en trámite Distribución gratuita Visítenos y disfrute de más libros gratuitos en: http://www.edicionesdelsur.com
ÍNDICE
Capítulo I ................................................................... Capítulo II ................................................................. Capítulo III ................................................................ Capítulo IV ................................................................. Capítulo V .................................................................. Capítulo VI ................................................................. Capítulo VII ............................................................... Capítulo VIII ............................................................. Capítulo IX ................................................................ Capítulo X .................................................................. Capítulo XI ................................................................ Epílogo .......................................................................
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CAPÍTULO I
SE LLAMABA Bipbip y sus inconstantes pensamientos saltaban y se apagaban como chispas bajo la tapa metálica de su cabeza. De su cráneo de cacerola fluía la corriente de sus elucubraciones, si así podemos llamarlas, hasta su boca, hecha de un material más flexible, en una cháchara estridente, de un tono agudo como el piar de pájaro. —Amos, quiero bajar ya —insistió por milésima vez. El talón de Aquiles y la cualidad del pequeño robot era la curiosidad y se puede decir que ésta era un defecto y una cualidad a la vez porque la curiosidad era el elemento indispensable para desempeñar la función que había incorporado a su cerebro la avanzada tecnología de otra galaxia. Bipbip era un ovni explorador que viajaba dentro de una gran astronave —su nave madre—para servir a sus amos extragalácticos. Éstos no le estaban prestando atención en ese momento, y en cambio se mostraban absorbidos por el manejo de los instrumentos de observación de la nave. Estaban en órbita de un planeta que les ha-
bía sido encomendado. Era la vigésima vuelta ya que daban en torno a la Tierra. Los amos de Bipbip eran unos hombres de estatura gigantesca que tenían algo muy familiar para nosotros, algo muy conocido para cualquier ser humano. Sus efigies aparecían en las estampas de los misales, en las ilustraciones de las Sagradas Escrituras, en las imágenes de piedra o de yeso de los templos católicos. Eran inequívocamente santos. Sí, santos con una aureola sobre sus cabezas o al menos, era lo que parecían. —Quiero bajar ya —siguió insistiendo Bipbip. Esta vez, uno de los “Santos” se volvió. —Está bien —dijo suavemente. Extendió una mano que llevaba una sortija y un panel se descorrió frente a ellos. Al otro lado, se iluminaba un compartimiento estanco. Unos segundos después, Bipbip escapaba de la nave como un pajarillo de su jaula. El ovni pasó de la oscuridad del espacio a la penumbra de las primeras capas de la alta atmósfera, corrigiendo graciosamente su ángulo de entrada para aligerar la fricción con el aire cada más denso. De todas maneras, la navecilla se aislaba rodeándose de un campo de fuerza casi imperceptible. Ahora la atmósfera era azul y brillante. El día era hermoso en casi toda la extensión de la blanca cadena montañosa y en el estrecho valle que se extendía a su costado como una vereda entre la montaña y el mar. Bipbip sobrevoló sin interesarle las piedras nevadas y solitarias de la cordillera y siguió descendiendo hacia el valle. Allí sus sensores registraron la agradable tibieza de las capas inferiores de la atmósfera. Estaba ya a doscientos metros del suelo. la vegetación abundante de los campos cultivados y las arboledas era reflejada por sus pantallas visuales en bandas veloces de diferentes tonalida7
des de verde. Repentinamente, el paisaje se concretó. El ovni se había detenido. Estaba posado en el aire, como si hubiera algo ahí que pudiera sustentarlo. Acababa de sobrevolar a un hombre. Bipbip transmitió a los Santos. Siempre estaba transmitiendo, aun sin darse cuenta ya que ésa era su naturaleza. —Un rústico campesino, bip-bip. Ahora corre, seguramente asustado. —Síguelo, pero no te dejes ver nuevamente —respondieron los Santos. —¡Moleera! ¡Puf-puf! ¡Un “ornis”! Sin dejar de correr, el hombre le gritó a otro campesino que había salido a su encuentro, abriendo tamaños ojos. —¿Un qué? —¡Esa cuestión! ¡Un plato volador es que le dicen! El otro campesino empezó a correr a su lado. Era gordo. Le decían “Cinturita de Huevo”. No estaba asustado, sino curioso. Movía la cabeza para todos lados, girando el cuello grueso y corto, sin lograr ver el ovni. —Bip-bip, otro hombre. Y también un animal. Es un cerdo —dijo Bipbip traduciendo las simples mentes de los humanos. —Los tres corren juntos. Me adelanto. Ya no me ven. Se han detenido. —Desciende, ocúltate e investígalos —ordenaron los Santos desde la astronave. Bipbip dijo algo en su lengua, equivalente a “okey” y se zambulló en un matorral de zarzamora. Como era metálico no sintió los arañazos de la zarza. A muchos kilómetros de allí, en medio de la montaña, otro hombre había visto descender el ovni. El profesor Mate saltó como una rana. 8
—¡Un ovni! —croó apartando un ojo sanguinolento de la lente de su telescopio. Un ovni sería la súper arma, aquella que le procuraría más ganancias, reflexionó. Sus ojos rodaron en sus cuencas como cifras en la ventanilla de una caja registradora, ante este pensamiento. “Estaba descendiendo para posarse en el valle”, pensó entrecerrando los párpados violáceos y marchitos. “Puede estar allí por varias horas. Pues debo ir ahí”, se decidió. —Alisten al helicóptero —ladró ante un micrófono. El telescopio estaba dentro de una torre de piedra, en el centro de un castillo medieval, construido sobre una pequeña meseta, en medio de una interminable cadena de cordones montañosos, que se extendían hasta perderse de vista. Algunos individuos de rostro patibulario sacaron el helicóptero del “Profesor” a un patio empedrado del castillo.
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CAPÍTULO II
CHANCHO Panza no era un cerdo cualquiera. Suplía con ventaja a un perro, en el parecer de Truto. Los cerdos suelen ser más inteligentes que los perros. Todos aquellos que han tenido un cerdito regalón pueden dar fe de ello, es decir, casi nadie. Pero la cuestión es que el puerco se las amañó bastante bien para hallar las huellas del ovni. Chancho Panza movió rítmicamente la redondela al extremo de su trompa y gruñó con disgusto. El sabor metálico y eléctrico del rastro dejado por el ovni le hizo fruncir la nariz. —Busca, busca —lo incitó el primero de los huasos al que el otro llamaba Truto. —Cochi, cochi —el cerdo enterró la trompa en la tierra húmeda de entre las raíces de la zarzamora. El sol brilló sobre la pulimentada cúpula metálica del ovni que asomó lentamente la antena que la coronaba por entre las hojas verdes y los tallos rojos y espinosos. Luego aparecieron sus ojillos de cristal duros y redondos. Se diría que tenían una expresión asustada e interrogante. Bipbip estaba haciendo su debut en la Tierra.
—¡Chuata, el ovni! —exclamó el Truto estirando su flaco cogote. —¡Mira que es chiquitito! Chancho Panza olió a la navecilla espacial y decidió que no era comestible. Cintura de Huevo no decía nada. Tenía la boca abierta, como un hueco negro en la cara redonda y sin afeitar. Sin embargo estaba percibiendo algo. A pesar de ser el tonto de la aldea se había dado cuenta, antes de que Truto lo hiciera, de un factor nuevo e inesperado. —¿Habrá alguien adentro? —estaba diciendo Truto—. Diz que los marcianos son unos enanitos verdes. “Hasta los huasos saben eso”, reflexionó el cerdo. —¡No hay nadie adentro, Truto oh! —dijo Cintura—. Este es un bichito, vuela solo. No lleva a naiden. La voz de Cintura sonó, como siempre, muy fuerte e inarmónica, discordante con las otras voces, un poco salivosa en la garganta. El ovni no era más grande que un niño de siete años. Bipbip decidió que era hora de decir algo. Los Santos ya le habían elaborado un vocabulario básico en español y se lo habían transmitido en un mensaje radial condensado. Bipbip emitió algo parecido al silbido de un gorrión. —¡Buenos días por la mañana! Ésa era una expresión autóctona cuyo uso derribaría las barreras defensivas y captaría la confianza de los indígenas. —Un pequeño paso para un ovni, un gran paso para los extraterrestres. Se esperaba que dijera algo así, según sus sensores telepáticos. —Tomo posesión de este planeta en nombre de mis amos y creadores. 11
Hubo un espeso silencio mientras Bipbip y los campesinos se miraban fijamente. La expresión de Truto no era precisamente amistosa. —¡Chís! —estriduló—. Estás equivocado, disquito. No podís tomar posesión de estas tierras así no más. Para que sepas, éste es el fundo de Ño Rebenque. Truto miró de reojo a Cintura de Huevo en busca de su aprobación admirativa. Éste aplaudió en silencio. —Estamos buscando terrícolas justos y bondadosos —transmitieron los Santos a Bipbip, de manera que sólo éste los pudo oír—. Trata de averiguar cuáles son sus intenciones con respecto a ti —concluyeron. —¿Qué piensan hacer conmigo? —preguntó Bipbip. —Creo que lo mejor es encerrarlo en la bodega del fundo. De esa manera no podrá escapar, no lo dañaremos y daremos tiempo a que lleguen los técnicos de la NASA a estudiarlo —propuso Chancho Panza, pero sólo se escuchó “Hoink- hoink”, de manera que nadie le entendió y aun cuando hubiera podido hablar, nadie le habría hecho caso a un chancho. Un ruido trepidante había comenzado a crecer. Una nave aérea se acercaba haciendo vibrar el aire. El chakchak de las hélices de un helicóptero golpeando el aire llenó el cielo. Todos buscaron con la vista. Como siempre sucede, la aeronave apareció por donde menos esperaban. Comenzó a descender. Era evidente que se posaría junto a ellos. El “profesor” Mate los oteó desde el helicóptero. Era en verdad un científico, pero no sería jamás merecedor de un premio Nobel, ya que era un genio del mal. Sus bellaquerías le habían procurado los medios para montar una organización mercenaria. Su profesión era terrorismo y tráfico de armas. Éstas eran precisamente, las lacras que pretendía borrar de la faz de la Tierra la cultura 12
extraterrestre que estaba enviando, desde 1947, sus naves discoidales sobre la Tierra. Mate deseaba estudiar el pequeño platívolo explorador para aprender o descubrir los principios de la ciencia de los extraterrestres que le permitirían fabricar nuevas armas. Mate deseaba el ovni para vender sus secretos al mejor postor. El primer contacto entre un enviado de los Santos y un traficante de armas estaba a punto de producirse. El hombre que saltó del helicóptero, apenas éste apagó su motor y mientras las aspas del rotor aún giraban, parecía ser lo que en todas las mitologías se conoce por un duende. Una sonrisa torcida dejaba ver sus incisivos puntudos como los de un vampiro. Su cráneo pálido no tenía un solo cabello, pero ostentaba una gran cicatriz que parecía ser el producto de un machetazo recibido en un mal momento de su azarosa carrera. A pesar de parecer un duende, el hombre no llevaba un bonete verde y puntudo, sino que apenas cubría su cabeza un anticuado casco de aviador, de cuero, grandes anteojos sobre el casco y una larga bufanda arrollada al cuello. Estos detalles hacían resaltar su megalomanía, aunque su gusto era anticuado. Apenas el aviador posó los pies en tierra y sin borrar la sonrisa sarcástica de su rostro, se dirigió resueltamente hacia el ovni. Llevaba una gran red en las manos y de pronto dio un salto y la lanzó sobre el platívolo. Una fracción de segundo antes, éste había hecho un amago de escapar, como un pajarillo. Truto intuyó confusamente, que la navecilla pudo haberlo hecho fácilmente, pero una misteriosa orden venida desde su mismo interior, la detuvo. Truto y Cinturita de Huevo estaban paralizados, mirando sin entender lo que ocurría ante sus ojos, lo cual no se les podía reprochar ya que no es usual 13
que en una tranquila y aislada comunidad rural desciendan naves espaciales y tras ellas, cazadores de ovnis que desean capturarlas. Sin embargo, Chancho Panza no fue sorprendido. El puerco tomó rápidamente el control de la situación y dio a Mate tal correteada que éste a duras penas pudo abordar de nuevo su helicóptero y huir de ahí dejando abandonada su red sobre Bipbip. El primer contacto entre el enviado de los extraterrestres y la mafia que éstos deseaban combatir no se produjo después de todo, por culpa de un cerdo. La misión de Bipbip era la de introducirse en los cuarteles de la organización criminal y la única manera de lograrlo era que Bipbip se hiciera capturar por ellos. Desde ese momento, el disquito consideró con cierta frialdad al pobre Chancho Panza. Bipbip era un robot y además un platívolo. En la parte anterior de su cúpula tenía su pícara cara, que era donde se podía esperar que estuviera. Sus ojillos eran vivaces y nunca estaban fijos en un punto por más de algunos segundos, lo que sumado a sus constantes desplazamientos, lo asemejaba a un pajarillo. Su nariz era aguileña y equivalía al pico de un ave. Tenía una antena sobre su cráneo y su rostro se completaba con dos orejas parabólicas, muy funcionales. Truto no había conocido nunca nada parecido a Bipbip. Era imposible envolver a ese pequeño y chillón personaje en el ropaje de otro, de otro tiempo y lugar, que él recordara. Primero fue sólo una especie de cacerola viviente que lo siguió pertinazmente, a pesar de los esfuerzos que él hizo para deshacerse de ella, espantándola a manotazos, como si fuera un mosquito. Chancho Panza había pretendido ayudarlo corriendo y gruñendo histéricamente por su alrededor, mientras Bipbip lo contemplaba con 14
desprecio desde la altura. Era tan difícil ahuyentar o atrapar al ovni, como tomar una mariposa con las manos. A la postre, Truto terminó por aceptar la situación como se presentaba y acudiendo a toda su flema campesina, emprendió el regreso a su casa pretendiendo ignorar la presencia del platívolo que le siguió meciéndose suavemente en el aire.
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CAPÍTULO III
BIPBIP cambió la tranquila existencia del poblado de Tiquitiqui. Cuando pasó la natural conmoción que su presencia despertó en los sencillos aldeanos, el platívolo se encargó de renovarla con una conducta insólita que para él parecía ser muy natural. Para convocar a Bipbip, Truto sólo necesitaba pensar en él y el platívolo aparecía, sin que se supiera de dónde, merced a esa fantástica rapidez de los ovnis, después de ejecutar varios virajes imposibles y cambios de dirección en ángulo recto, sin disminuir su velocidad supersónica. —Cada vez que un avión rompe la barrera del sonido se produce un estruendo —le había dicho Truto, confundido. —Eso se debe a que la aeronave deja atrás su propio sonido y entonces la onda... —Ya sé, ya sé —dijo el huaso, sintiendo que le empezaba a doler la cabeza. —Pero a mí no me sucede —explicó Bipbip— porque tengo mi propio campo antigravitatorio que me aísla del
medio ambiente y por lo tanto, del aire que es el medio que transporta el sonido. Esto del campo antigravitatorio del ovni lo había observado Truto cuando Bipbip hacía subir y bajar en el aire a Chancho Panza, imitando un yo-yo. Así se deslizaba la vida, en el bucólico pueblecito rural, alterada por la intromisión de este extraño visitante espacial. Para matar el aburrimiento Bipbip había dado en dispararle a las gallinas con rayos láser proyectados por sus ojillos de duro cristal. Lo único malo era que ya todos se estaban aburriendo de comer cazuela de ave.
Se habían visto luces desde el pueblo, en las cercanas serranías de las Ánimas y los compadres, acompañados de Bipbip, habían llegado a investigar. —Seguro que son ovnis, que vienen a rescatar al disquito. El trío penetró en un bosquecillo de eucaliptos, que era el único accidente en los áridos cerros. Caminaron por entre los troncos delgados y verdosos, sobre la tierra blanquecina sembrada de capachitos y hojas lanceoladas, hasta alcanzar un claro. En medio del espacio abierto había una aeronave. —Lorea, ganchito —dijo Truto a Bipbip, el que se había elevado y zumbaba ingrávido, bajo las copas de los eucaliptos, “oliendo” los brotes nuevos— ésa debe ser tu nave “maire”. La nave tenía exteriormente la forma circular, característica de los ovnis y parecía abandonada. La especie de “metal plástico” del rostro de Bipbip, que tenía la elasticidad de la carne, se contrajo en una mueca. —Sólo se parece a mi nave madre, pero no es ella —sollozó. 17
—Entonces será una amiga —insistió Truto que no podía concebir que un ovni no conociera a otro ovni. El huaso caminó resueltamente hacia la nave. Bipbip zumbó tras él y Cintura los siguió balanceándose sin borrar de su rostro su permanente sonrisa. Bipbip deseaba enfrentar a los traficantes de la guerra. Ésa era su misión, pero debía dialogar y no combatir. Bipbip no estaba dotado para la guerra, pero en cambio, su cerebro electrónico, milagrosamente miniaturizado, estaba programado para dar todas las respuestas a los mafiosos y convencerlos de su error. Los Santos no ignoraban que los hombres raramente cambian su modo de pensar, si eso no favorece sus intereses, pero su civilización superaba por cientos de miles de años a la terrestre y tenían fe en la fuerza del bien. El interior de la nave se parecía sospechosamente al de un helicóptero de gran tamaño. Dos hombres ataviados con mallas negras que los hacían confundirse con la semioscuridad, se abalanzaron sobre el disquito. Los huasos sacaron sus puñales, pero las metralletas de los bandidos los pusieron a raya al tiempo que el ruido de rotores y la sensación de elevarse les indicó que estaban despegando. —Es inútil que se resistan. Son ustedes mis prisioneros —dijo la imagen del profesor Mate desde una pantalla—. Nos veremos en mi bunker, en el interior de la montaña.
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CAPÍTULO IV
MATE era, cronológicamente, el primer gángster de la cibernética. Ésta se define como la ciencia de los aparatos que funcionan automáticamente. Dentro de éstos, los computadores son la más perfecta expresión de la cibernética. Súper Ego era el computador del profesor. Al bautizarlo como el súper ego de Freud, Mate había querido expresar la excelencia y superioridad de la maravillosa máquina de su creación. Súper Ego no era un computador común y corriente. Era capaz de emitir ondas e inducir a las personas a seguir una conducta determinada, pero carecía de iniciativa propia. El libre albedrío es una característica del alma humana y Súper Ego sólo inducía a la gente a hacer lo que Mate le indicaba. Ese día, en su oculto emplazamiento en las mazmorras del castillo feudal de Mate en medio de la cordillera, Súper Ego recibió las instrucciones del profesor. —Les harás imaginarse que están en el infierno —dijo refiriéndose a los prisioneros.
Mate estaba sentado en un confortable sillón ante un fuego de troncos que ardía en una inmensa chimenea de piedra. Las cajas blindadas, rellenas de una maraña de circuitos, que eran las partes componentes de Súper Ego cubrían todo un costado del salón. —Los haremos descender por la chimenea central del volcán, donde tenemos emplazado y oculto el proyectil teledirigido —continuó diciendo Mate mientras las cintas grabadoras giraban velozmente en el interior de Súper Ego. —¿Recuerdas “El Infierno” del Dante? Súper Ego lo recordaba porque esa obra era información acumulada en su banco de memoria. —Pues bien, el interior de nuestro volcán apagado, con sus conformaciones de lava petrificada, sus estalactitas y estalagmitas, me hacen recordar las ilustraciones que hiciera Doré del Infierno del Dante —dijo Mate con pedantería. —Será un buen escenario para tu trabajito de hipnosis. —¡Oh, aquí llegan! —dijo al encenderse una luz intermitente en uno de los tableros de comando del que siempre se rodeaba. Presionó un botón en el brazo del sillón y éste se deslizó suave y velozmente sobre el piso pulimentado hasta quedar frente a la pantalla. Súper Ego comenzó su trabajo y emitió algunas ondas. Fuera de allí, lejos de los veintiocho grados de temperatura que requería Súper Ego para su buen funcionamiento, la aeronave con los prisioneros descendió en el aire helado de la cordillera, sobre la cumbre nevada del volcán. Sobre una meseta, a dos cuadras de distancia, se erguía el castillo de Mate. La aeronave se hundió con precisión dentro del cráter del volcán. La chimenea del volcán era como el pozo de una mina. Truto había conocido algo así cuando tra20
bajó en el mineral de Sewell.* Habían entrado en la noche y las paredes repetían el eco de los rotores. Arriba, se extinguía el débil resplandor de la abertura del cráter. De improviso, empezó a sentir una triste y siniestra certidumbre. Cinturita de Huevo rompió a llorar desconsoladamente y Truto le palmeó la espalda, comprensivo. —¿Por qué llora, compadre? —Porque me morí, compadrito, —Güeno, ¿y qué? —Es que es la primera vez que me pasa. ¡Y que hayamos sido condenados, compadre chítas que´! —Es que usted ha sido tan re’malo, pues compadrito. —Escoba, compadre. En ese momento descendían junto al morro del proyectil teledirigido que estaba oculto dentro del volcán y continuaron bajando por un rato junto a su enorme estructura que se perdía en las profundidades. —Lorée, compadre, esto debe ser del diablo. —Cierto, compadrito, me estoy empezando a poner nervioso. La aeronave se posó por fin en el piso de lava petrificada. El pozo o chimenea del volcán se ensanchaba en la profundidad de la montaña y se convertía en una inmensa gruta, en semipenumbra debido a la escasa luz que le alcanzaba a llegar desde lo alto del cráter. En edades pretéritas en aquella caverna había hervido la roca fundida. Los huasos descendieron de su moderna versión de la barca de Caronte y pisaron el paisaje infernal. Habían olvidado a Bipbip y empezaron a explorar el Hades, con muchas precauciones.
*Mina subterránea de cobre en la montaña de los Andes, Chile.
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CAPÍTULO V
—¿QUÉ harán tus amos para lograr la paz en la Tierra? —sonrió Mate. Los focos del laboratorio electrónico proyectaron reflejos multicolores sobre su frente perversa. —No lo sé. Sólo sé que yo soy el medio —respondió Bipbip. —¿Tú? Ja, ja. Pues tú ya has quedado fuera de combate. “Yo soy el medio”. Aquella idea no claramente formulada volvió a cruzar la mente de Gómez... y se esfumó. Los técnicos e ingenieros esbozaron una sonrisa en sus rostros amargos, ya sea porque les divertía el parloteo del engendro mecánico, ya sea porque no les gustaba lo que allí estaba pasando. No todos estaban allí enteramente a su gusto. Gómez era uno de estos últimos, no obstante la situación lo fascinaba. Era una extraña sensación la de estar allí hablando con una máquina y olvidarse de que era una máquina. Se sorprendió a sí mismo pensando que Bipbip era un animalito muy inteligente. Pero no era un animal, de ninguna manera. De haber sido
un ser orgánico, no lo catalogaría como un animal, tampoco como un hombre, pero sí como alguien más hábil que un hombre. Bueno, se suponía, continuó reflexionando Gómez, siempre se supuso que la primera vida extraterrestre que nos visitara sería extraña y distinta a todo lo conocido. ¿Era éste un ejemplar de vida extraterrestre? De acuerdo al equipo de Mate era sólo un robot. Gómez se resistía a creerlo. Las mejillas aparentemente metálicas de Bipbip, que a veces se arrugaban con una sonrisa o con un gesto, parecían indicar lo contrario. Ahora lo operarían o como el profesor Mate decía, lo desarmarían y estudiarían para ver cómo era, cómo funcionaba y lo duplicarían, si podían. El platívolo palpitante y vivo estaba allí sobre el banco de trabajo, dócil, entregado, esperando. ¿Por qué? ¿Por qué no se resistía? Gómez sabía que resistirse sería inútil para Bipbip, pero se preguntaba, ¿y su instinto de autoconservación? Claro, se respondía, Bipbip no tenía instinto, era un robot, debía recordarlo. Tampoco necesitaría anestesia cuando lo viviseccionaran. Varias veces se había formulado la misma pregunta estúpida: ¿Lo anestesiarían antes de abrirlo? Entonces tenía la visión anticipada de un interior lleno de alambres, circuitos, conexiones, válvulas, diodos, transistores y se tranquilizaba. Luego, volvía a pensar en Bipbip como en un ser vivo. Era un ciclo. Gómez se rebelaba contra la pasividad de esclavos de Bipbip y los otros dos prisioneros, que casualmente el cebo había recogido junto con el disquito. Los estúpidos campesinos recorrían ahora interminablemente, los túneles que había entre los laboratorios y la base de lanzamiento del proyectil teledirigido, en la entraña del volcán apagado, repitiendo su insensata historia del infierno. Creían haber muerto, haber sido condenados y 23
buscaban vanamente la manera de eludir su sentencia. Mate, ese grotesco enano de mala índole, los manejaba con su monstruo mecánico Súper Ego. Se decía que Mate tenía algún secreto y gran destino para Súper Ego, cuando lograra perfeccionarlo. Era fácil adivinar cuál sería ese destino, tratándose de un cerebro mecánico capaz de manejar voluntades. Por el momento, los secuaces de Mate se retorcían de risa con la comedia que los desdichados campesinos representaban sin saberlo. —Mire, compadre, los diablos cómo la gozan. —Cierto, compadre. Al parecer, veían a los hombres con cuernos y tridentes. A Gómez no le agradaba la bellaquería de Mate. Sabía que él no era mucho mejor que “el profesor”, pero él estaba allí por la fuerza de las circunstancias. Se lo repetía para convencerse a sí mismo. Aquel lugar era una maldita “Legión Extranjera”, un refugio para delincuentes, terroristas y científicos mercenarios. Se había discutido la cuestión de la misión que traería el pequeño platívolo. El consenso mayoritario había sido que el asunto no venía al caso. No importaba el destino que los extraterrestres habían dado a su emisario —¡la paz mundial!— sino la utilidad que se podía sacar de él, como nuevos conocimientos, una nueva ciencia. Todo ello significaba dinero. Fue entonces cuando Gómez concibió la primera sospecha, aunque no alcanzó entonces a formulársela como tal sospecha. No sabía entonces que las cosas se complicarían terriblemente, ni sospechaba de qué lado vendrían las complicaciones. Vio a través del grueso cristal de una mampara deambular a los dos huasos con los ojos perdidos en un mundo inexistente. Súper Ego les agarrotaba el cerebro aún. El profesor Mate sólo se ocupaba de Bipbip y parecía haber olvidado a los dos hombres. 24
CAPÍTULO VI
EL MUNDO que Mate quería conquistar era una esfera de oro. En el modelo de sistema solar que se mecía suavemente cerca del cielo raso, él sólo veía monedas. Redondas monedas. En cambio a Krug, el comandante de su guardia mercenaria, las esferas le sugerían mundos y no dinero. Pero en el imperio financiero de Mate no había cabida para las conquistas territoriales. A ochocientos metros de allí, pero siempre en el reino subterráneo de Mate, estaba el emplazamiento del proyectil teledirigido “Atila”. Los dos hombres habían recorrido pausadamente en un cochecito eléctrico, la distancia que mediaba entre el laboratorio y el emplazamiento del Atila, sin necesidad de abandonar la bien iluminada carretera que se extendía a través de las grutas subterráneas. —Nuestro trabajo es atizar los fuegos de la guerra, donde quiera que los haya —había dicho Mate. Contemplaron el cohete nuclear que se levantaba como una torre metálica, como una bala de acero gi-
gantesca, hacia la luz del sol que se asomaba al cráter del volcán. —¿Cuándo lo lanzaremos? —inquirió Krug con impertinencia. Mate lo miró con desprecio. “¿Lanzaremos nosotros?” estuvo a punto de espetarle, pero sólo dijo: —Luego, mañana tal vez. —Se dice que habrá guerra —Krug dejó flotar la interrogante. —Así es. —¿Lo dice Súper Ego? —En efecto. Había satisfacción en la respuesta de Mate. El lanzamiento del proyectil intercontinental, que reposaba allí, en el fondo de un desconocido volcán de los Andes chilenos, era la culminación de su carrera de traficante de armas. El blanco del proyectil nuclear sería San Francisco y provocaría la guerra. El cerebro electrónico Súper Ego lo había predicho. A Krug no le gustaba Súper Ego, ni la preeminencia que Mate le daba, pero en ese momento, estaba satisfecho con las noticias. Si la guerra significaba buenos negocios para Mate, para él significaba la realización de sus sueños de gloria. Sólo un individuo, de entre los que estaban al cabo de la situación, no estaba satisfecho. Éste era Bipbip. Bipbip no podía moverse. Estaba paralizado sobre la cubierta magnética de la mesa. Ahora, Gómez se disponía a abrir el casco de Bipbip con un láser. Tranquilamente, a sabiendas que los humanos no podrían interferirlo, ni comprenderlo, Bipbip transmitió un último mensaje, en su misteriosa lengua, a los Santos: “Los terrícolas abrirán mi cerebro y dañarán al hacerlo, sus delicados componentes. Será mi fin. Ya no me es posible cumplir la mi26
sión para la cual fui enviado a la Tierra. He fracasado y esto significa que el proyectil nuclear será lanzado sobre San Francisco. La consecuencia inevitable de este acto será la guerra total entre las potencias”. Bipbip agregó un último párrafo a su mensaje para enterar a sus amos de lo desesperada que era la situación: “Súper Ego, que es el cerebro electrónico que guiará el proyectil por control remoto, ha comenzado ya la cuenta regresiva para el despegue”. Bipbip miró desconsoladamente en rededor. Se ha discutido siempre si un robot puede sentir emociones. Esto es algo en lo que los hombres, no los robots, no han podido ponerse de acuerdo. Hay quienes afirman que las emociones son sólo el producto de reacciones químicas que ocurren en nuestro organismo. Hay también quienes dicen que el hombre mismo no es sino un robot orgánico, muy perfecto, que habría sido puesto en la Tierra, en edades pretéritas, por una misteriosa civilización extragaláctica. Si esto es así, Bipbip también podía sentir emociones, al igual que un hombre y sentirse acongojado en las circunstancias que estaba viviendo. Cuando miró en rededor, vio una muchedumbre de técnicos afanándose entre las mesas de trabajo, los relés de instrumentos y los terminales de Súper Ego, todo lo cual no lograba llenar el enorme pabellón brillantemente iluminado en el que estaban. Las altas paredes mostraban la superficie, de apariencia acuosa, de monitores de televisión. Todo este enorme complejo electrónico y de investigación estaba instalado dentro de la gruta natural que había bajo la montaña y que se extendía entre las mazmorras del castillo y el volcán. Era fundamentalmente el centro de lanzamiento del proyectil nuclear que tan importante papel jugaba en los planes de Mate. 27
Más allá del hormiguero de delantales blancos de los técnicos e ingenieros, estaban las grandes puertas de grueso cristal que comunicaban el laboratorio con el roquerío de caprichosas formas que llenaba los obscuros vericuetos y abismos del resto de la gruta. Era en verdad, un paisaje infernal y que llenaba el espíritu de tristes pensamientos el que se dominaba desde los ventanales y vitrinas del laboratorio. Truto y Cintura de Huevo, a quienes sus pasos habían llevado hasta las futuristas instalaciones, habían pegado sus rostros a la superficie enjoyada de reflejos de los cristales de apariencia lujosa, como tristes almas condenadas al fuego eterno que miraran un mundo mejor. —Lorée compadre, debe ser el Purgatorio. —¡Sí, mire quién está ahí! —¿Que no es el disquito? —Sí, debe ser muy importante allí. Mire todos los ángeles blancos que lo están rodeando —dijo Truto mirando con ojos bizcos a los ingenieros de albos delantales que rodeaban el banco de trabajo donde “operarían” a Bipbip. Los huasos se miraron significativamente e iniciaron un movimiento hacia la puerta. Ésta estaba custodiada por un guardia armado que les hizo seña de continuar su camino. —No hay caso compadre, hay un diablo vigilando. Un camino asfaltado, iluminado cada tantos metros por luminarias incandescentes, arrancaba del laboratorio y se perdía dentro de la caverna. La energía era algo que parecía no faltar allí. Ni la energía, ni los más modernos elementos para todo lo que fuera necesario, como el transporte por ejemplo. Truto y Cintura habían visto varias veces a los que ellos consideraban “diablos”, movilizarse raudamente en pequeños automóviles eléctricos por la carretera subterránea. Uno de estos vehículos estaba es28
tacionado a pocos pasos de ahí y sin más, los huasos decidieron abordarlo para continuar explorando. —Pueda ser que encontremos el camino al cielo, compadrito. Truto pisó el pedal y movió la palanca con un horrible ruido de cambios. —Afírmese compadre, que yo hei manejado antes el puro tractor del fundo de Rebenque, no más. Cosa de quinientos metros más allá, Gálvez uno de los encargados de la limpieza, observó el pequeño carro eléctrico deslizándose por la cinta asfaltada en dirección a la base del volcán. Las mantas tricolores de los dos hombres ondeaban en el aire desplazado por el vehículo. Se dirigían directamente al emplazamiento del cohete. —¡Vaya, de manera que los huasos también usan los autos! Gálvez pensó distraídamente que tal vez Mate habría empleado a los dos rústicos. Éstos más que prisioneros, habían sido un motivo de diversión para el personal de la base. En ese momento, Gálvez estaba ocupado apilando unas cajas de embalaje, de manera que olvidó rápidamente el incidente. La duda quedó sepultada en su subconsciente. Horas más tarde lo recordaría, se propinaría una fuerte palmada en la frente y pondría un sello en su boca.
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CAPÍTULO VII
Se diría que los acontecimientos se encaminaban a un cruce peligroso. El pensamiento de Gómez saltaba de un tema a otro mientras tomaba en sus manos la pistola láser con la que habían decidido abrir a Bipbip. Los demás se inclinaron expectantes. Mate supervisaba. ¿Como pretenderían los Santos que su infantil robot, casi un juguete, derrotara a la organización de Mate? Helo aquí, presto a ser rasgado por la filosa luz del láser,en el laboratorio bélico clandestino más importante de la Tierra y el mejor defendido porque nadie sospechaba de su existencia. “Oculto e insospechado” era un ritornelo que torturaba su subconsciente. Gómez alzó el láser y apuntó a dos centímetros de la piel metálica de Bipbip. ¿Cómo pensaron que lo lograría? ¿Metiéndose en la boca del lobo? Claro está que no se metían ellos, metían... Fue entonces cuando la sospecha de Gómez se concretó. Soltó la pistola láser, que al caer sobre el banco, se disparó. El rayo mortal, delgado y recto como un lápiz, rozó quemándo el delantal de Mate y perforó la pared opuesta. Gómez estaba gritando, pálido como un muerto.
—¡Es una bomba, el ovni es una bomba! ¿No se dan cuenta? Ante la concurrencia de ciertos fenómenos, la cuarta dimensión, el tiempo se hace más lenta. En términos reales es el mismo tiempo, pero la conciencia del hombre puede pasearse con mayor comodidad por su ámbito dilatado. Un hombre anticuado diría que “hay momentos en la vida en que el tiempo parece detenerse”. Es una definición menos rigurosa, pero nos sirve para precisar qué momentos son ésos. Son aquellos de tensión emocional extrema. Mate, a quien la sorpresa del descubrimiento de Gómez había paralizado dolorosamente, recuperó el uso de su músculo cardíaco, su respiración y parcialmente, el movimiento de sus piernas. Comenzó a moverse lenta y deliberadamente, como si caminara por el fondo de una piscina llena de agua, mientras su mente trabajaba febrilmente. Los hombres habían huido en todas direcciones. Hay una palabra: bomba, que la plaga del terrorismo ha hecho temible en todo el mundo. El jefe de los mercenarios se acercó agazapándose y haciendo amplios ademanes con los brazos. Mate reparó entonces en el rayo láser que continuaba perforando la pared opuesta. Con un movimiento que le pareció eterno, estiró su propia sarmentosa mano y apretó el botón de la pistola que la desconectaba, mientras contemplaba como hipnotizado, la voluta de humo que escapaba, graciosamente del lugar en que caía el rayo. Mientras ya había tomado una decisión, inspirado por la presencia de Krug. —No correré un riesgo innecesario —dijo mirando fríamente a sus hombres que un tanto avergonzados, regresaron lentamente y se reagruparon en torno a la mesa, donde el inmovilizado Bipbip hacía girar sus ojillos como perinolas. Era lo único que podía mover. 31
—No arriesgaré mi proyecto por este “artefacto” —resolvió Mate contemplando con desprecio a Bipbib—. Puede ser que Gómez tenga razón —favoreció al ingeniero con una mirada—. ¿Tenemos un experto en explosivos con nosotros? —Yo mismo lo soy —contestó Krug inflando el pecho y acto seguido, palideció. Había comprendido. —He decidido que el ovni sea desarmado, fuera de aquí —dijo Mate secamente. Extendió sobre la mesa un mapa topográfico que todos conocían. Su mirada saltó de un rostro a otro. —Lo llevaremos a F-22. Señaló un sector en el mapa. En ese lugar había una meseta pedregosa, habitada sólo por el viento. —Está a cuarenta kilómetros de aquí, lo suficientemente lejos —comentó mirando a Krug, que tragó saliva. Media hora después, Krug y dos voluntarios elegidos por éste, eran desembarcados en F-22. Krug profirió una maldición en alemán y escupió sobre el suelo de roca. Contempló, brazos en jarra, al helicóptero que levantaba el vuelo en medio de una leve nubecilla de nieve, que se desperdigó con el viento provocado por los rotores. Era verano y quedaba poca nieve en aquellos cerros. La aeronave volvería a recogerlos... si Bipbip no era una bomba, después de todo o si lo era y lograban desarmarlo. Maldijo una vez más a Mate y se concentró en su misión. Vigiló a los dos hombres que estaban inmovilizando a Bipbip atándolo a una roca con la forma natural de un monolito. —¡Un escaso contingente de dos hombres! —masculló. “Los que había podido conseguir sin provocar una rebelión en la tropa”, pensó. No le había sido fácil a Krug conseguir ese par de “voluntarios” para que le ayudaran a desarmar la posible bomba, es decir, a Bipbip. El rostro impasible de Kusada, un 32
japonés campeón de karate, no había expresado emoción alguna cuando los penetrantes y fríos ojos celestes de Krug lo habían mirado interrogantes. El prusiano se había aprovechado prestamente de la innata inexpresividad del oriental, que interpretó como asentimiento, según dijo, para enrolarlo antes de que el infeliz pudiera protestar. El otro era un nórdico de melena rubia, casi blanca, sobre una fea cabeza, al que Krug seleccionó sin molestarse en hacer la comedia del ofrecimiento voluntario. A éste lo necesitaba por sus conocimientos para abrir toda clase de cerraduras, adquiridos en una larga carrera criminal. El hombre había comenzado a sudar copiosamente, desde aquel momento y aún lo estaba haciendo. —Opino que debemos dispararle y “reventarlo”, desde alguna distancia —dijo el nórdico indicando con un movimiento de cabeza a Bipbip—. Luego, nos esconderemos. Cuando regrese el helicóptero nos creerán muertos y desintegrados. Entonces les quitaremos el heli —agregó torciendo la boca. —Si piensan que el ovni reventó, con todos nosotros, se abstendrán de descender. Sólo sobrevolarán el lugar —le rebatió Kusada, mirándolo sombríamente. —Tienes razón —gruñó el nórdico, agregando una maldición. —Uno de nosotros, con la ropa destrozada, puede hacer señales, aparentando estar herido. Es posible que bajen a rescatar al “sobreviviente”. Entonces nos apoderamos del heli y desaparecemos —propuso el oriental. Krug sacudió la cabeza, admirado de la estupidez de sus hombres. —¿No sería mejor, en ese caso, esconder el ovni y comunicar que hemos desarmado la bomba? —preguntó señalando el transmisor de radio que estaba en el suelo, junto a un lote de herramientas–. En ese caso, sí 33
vendrían —dijo fríamente—, ¡pero mis órdenes son desarmarlo! —gritó luego coléricamente. El oriental y el nórdico se miraron en silencio. Habían esperado una respuesta así. Conocían la formación disciplinaria que el teutón tenía, pero ellos eran mercenarios, no eran héroes y no querían serlo. Tácitamente se entendieron. El karateca se agazapó y lanzó los brazos hacia adelante, como dos espadas. Caminó felinamente en torno a Krug. A su vez el nórdico saltó hacia Bibip, blandiendo su puñal. Cortó con dos tajos precisos las ligaduras del ovni. —¡Vete, vete! —gritó. Sabía que el ovni le entendería. Había observado la conducta de Bipbip en las pruebas del laboratorio. —¿Grík? Bipbip se sacudió y miró interrogativamente al nórdico. —¡Vete, vete! —insistió este. Quería estar lejos, muy lejos de aquella “cosa” y eso era lo único que le importaba. Bipbip se despegó del suelo como si la ley de gravedad no tuviera importancia para él. Krug alzó instintivamente la cabeza y el karateca voló proyectando una pierna asesina hacia la cabeza del oficial. Pero Krug no era un simple “paquete”. Se lanzó de espaldas, eludiendo el golpe y echó mano a su revólver. El disparo dio de lleno en Kusada que cayó muerto con un boquete en el pecho. Como si recordara algo, Krug se volvió bruscamente hacia el nórdico sólo para recibir el puñal de éste que atravesó su cuello. Con una mueca de incredulidad retrocedió hacia el borde de la meseta. El nórdico se quedó mirándolo, como hipnotizado, aún en actitud de lanzar el puñal. Krug alzó el revólver y disparó dos veces. El rubio hizo una pirueta y cayó al suelo faltándole la parte supe34
rior del cráneo. Se agitó espasmódicamente, como no resignado a morir. Krug contempló con desprecio los dos cadáveres, olvidado al parecer del cuchillo que sobresalía perpendicularmente de su cuello. Caminó erráticamente hacia el barranco, mientras sus ojos se velaban. Saludó militarmente y cayó de cabeza al abismo. Bipbip se meció suavemente en el aire delgado de la cordillera. Miró tristemente hacia abajo y haciendo un giro, se lanzó velozmente hacia arriba, más y más alto, hasta que tuvo una visión del lomo curvo de la Tierra. Bipbip alcanzó las altas capas de la atmósfera, allí donde el aire enrarecido no permite otra forma de vida que aquella de las prácticamente invisibles bacterias y esporas. Pero Bipbip no lo necesitaba. Su antena captó la fina lluvia de señales que su nave madre estaba enviando permanentemente desde que él la abandonara. Si Mate lo hubiera podido ver en ese momento, seguramente se habría arrepentido de haberse deshecho de él. Bipbip se remontó aún más en el espacio y flotó durante un segundo en el ambiente ingrávido. Su nave se encontraba en el hemisferio Norte de la Tierra, muy lejos de allí, pero eso no le afectó. Imprimió a su cuerpo una velocidad que estaba un punto por debajo del límite que sus moléculas podían soportar. Ésa era una velocidad sólo inferior a la de la luz. Pronto estuvo a la vista de su nave madre.
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CAPÍTULO VIII
EL ATILA se alzaba hacia la redonda luminosidad de la boca del volcán, como un rascacielos de hierro. Estaba sentado en sus gigantescas aletas de cola, las que dejaban un espacio libre por donde respiraban las toberas de los retrocohetes, calentadas al rojo. Había comenzado la cuenta regresiva y el suelo de roca vibraba rítmicamente. De pronto, un hombre de blue jeans y casco blanco descendió por una escalerilla adosada al costado del proyectil. El hombre se marchó sin ver a los huasos que contemplaban la escena, ocultos tras una roca. Sin atreverse a volver la cara, para no hacer ruido, Truto vio alejarse la imagen desfigurada del hombre, reflejada en la superficie espejeante del casco del cohete. Truto y Cintura de Huevo habían llegado de regreso a la chimenea del volcán, luego de deambular infructuosamente por toda la caverna, imaginando siempre que buscaban alejarse del infierno y de las llamas que curiosamente, no habían visto hasta entonces. Ninguno de los mecánicos se había percatado de la llegada del silencioso auto eléctrico y los huasos habían tenido oportunidad de
ocultarse de las tantas rocas de gran tamaño que había junto a las paredes de la caverna. Desde su escondite contemplaron fascinados el espectáculo de los hombres que preparaban el despegue del proyectil. Era hora de almuerzo y luego de marcharse el hombre del casco blanco, no quedó nadie en los alrededores. Los huasos miraron reflexivamente la enorme estructura. —Yo los conozco, compadre —acotó Cintura—. Los he visto en las fotos de las revistas y en los noticiarios. Es un cuete a la Luna. Truto, que era más letrado, lo rebatió. —Hay algunos que no llegan tan lejos, los usan para poner satélites en órbita en torno de la Tierra. Cintura de Huevo se rascó la cabeza por debajo del sombrero, dando a entender a Truto, que bien lo conocía, que no había entendido nada. —La verdad es que, considerando que estamos en el Purgatorio —dijo solemnemente— este cuete debe ser para que los cristianos que se arrepienten de sus pecados se vayan al cielo. Truto se quedó con la boca abierta. A Cintura raramente se le iluminaba el magín, pero cuando lo hacía era, a su juicio, deslumbrante. —Cierto, compadre, como usted dice, para eso debe ser este cohete. —¿Y, compadrito? —¿Y qué? —dijo el Truto haciéndose el leso, mientras sopesaba los riesgos de la empresa. Para él, un cohete era un vehículo que llevaba astronautas o pequeños satélites. No había oído hablar de proyectiles teledirigidos o si había oído, no había entendido de que se trataba. Para él y para Cintura, un cohete era un cohete y les era imposible distinguir entre una nave espacial y un proyectil intercontinental. 37
—Vamos, compadre —dijo finalmente abandonando su escondite—. Pueda ser que ahora alcancemos el cielo. No sabía cuán cerca estaba de la verdad. El técnico había dejado abierta una puerta al cabo de la escalerilla, diez metros más arriba. Los huasos ascendieron lentamente. Truto fue el primero en asomar la cabeza por el borde inferior de la entrada. —Es una especie de cámara —informó. —No hay asientos —comentó Cintura entrando detrás de él. Los huasos miraron con ojos en los que se reflejaban el asombro y las luces parpadeantes de los tableros electrónicos. Las paredes metálicas de aquella especie de nicho estaban consteladas de botones multicolores, pero había uno, de color rojo, que llamaba la atención por su colocación y preeminencia. —¿Para qué servirá esta cuestión? —inquirió el Cintura presionando, inmisericorde, el botón con su dedo índice, gordo como un pulgar. De inmediato el cohete se estremeció y un bramido les llenó los oídos. Truto vio caer la escalera al suelo, como en cámara lenta, mientras el cohete se elevaba y luego, sólo vio la pintura gris de la puerta que se cerró de golpe, sellando el proyectil. El piso de la gruta vibró como sacudido por el trémolo progresivo de un terremoto. Mate, Gómez y los demás se miraron durante un segundo en el que el miedo ancestral a los movimientos telúricos nubló su razón. Mate fue el primero en reaccionar. Estaba pálido, como un muerto. —¡El proyectil! —barbotó—. ¡Han lanzado el proyectil! —gritó poniéndose rojo esta vez. 38
Toda la caverna se estremecía, pero Mate sabía bien que no era a causa de un terremoto. Había vivido meses y años esperando ese estremecimiento de la roca y ahora le robaban el proyectil y la emoción del momento tan esperado. La pesada lámpara de hierro, que colgaba de larguísimas cadenas, desde el alto techo envigado de la sala del castillo, osciló peligrosamente y cayó sobre la mesa cubierta de viandas suculentas. Mate gustaba de rodearse de un ambiente medieval que era una mezcla de lujo y brutalidad, de abundancia y primitivismo. Los faisanes y venados, traídos desde un criadero del sur de Chile por sus propios helicópteros, surtían la mesa del castillo, pero los hombres y aun las escasas mujeres que allí había, debían comerlos con las manos, ayudándose sólo con cuchillos de caza. Era costumbre lanzar, de vez en cuando, un hueso o un trozo de carne a uno de los numerosos perros que esperaban junto a la mesa, masticando ruidosamente sobre el empedrado de la sala. Las carnes se asaban en el mismo aposento, en una gran chimenea donde ardían gruesos troncos. En las paredes de piedra colgaban panoplias de armas y escudos. Todo ello formaba el marco apropiado a un señor feudal, que Mate necesitaba para satisfacer su megalomanía. Ahora el destino parecía dispuesto a menoscabar su orgullo, pero el científico no se daba por vencido fácilmente. Se deslizó como una araña por una bajada de emergencia hasta los subterráneos. Mate pasó corriendo junto a Súper Ego sin prestar atención a su voz metálica que estaba diciendo algo. Dejando atrás las puertas de gruesos cristales, abordó uno de los autos eléctricos y lo lanzó por la carretera subterránea, haciendo ulular el claxon en medio de la confusión reinante. 39
Cuando llegó a la base del volcán sólo le fue posible ver las llamas de los chorros de cola del Atila lamiendo la lava calcinada de la caverna. Un momento después, el cohete brotó del cráter esparciendo una marejada de ecos por los cordones montañosos. Su bruñida coraza relampagueó reflejando los rayos del sol y los dejó rápidamente atrás, perdiéndose en el espacio negro, más allá de la atmósfera.
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CAPÍTULO IX
CUANDO sucede algo fuera de lo previsto, las computadoras “enloquecen”, arrojan resultados absurdos e incluso, se espera de ellas que lancen chispas y columnas de humo. Es su manera de manifestar frustración. Nada de eso sucedió a Súper Ego. El robo del Atila había trastornado su programación, pero Súper Ego no enloqueció, ni fundió sus fusibles. Esto se debía a que estaba dotado para corregir sus cálculos y reprogramarse sobre la marcha, cuando el imprevisto se presentaba. Su módulo operador se deslizó silencioso por el piso pulimentado hacia una y otra de las masas cúbicas que reposaban, como fachadas de ocultos templos, bajo la montaña y que contenían en millones de circuitos, toda su sabiduría. —¡Ruta solar, ruta solar! —chilló Súper Ego. El Atila se dirigía directamente hacia el sol, aunque no llegaría a estrellarse nunca en él pues se quemaría antes como una pavesa. Esto no afectaría ya a Truto y Cintura que habrían muerto mucho antes por falta de oxígeno. A Súper Ego no le importaban los huasos. En verdad, ni siquiera sabía de su existencia. Ni siquiera sabía de su
propia existencia. Carecía de conciencia, era tan sólo una máquina sofisticada en alto grado, pero literalmente, le interesaba el Atila. Envió un apretado haz de ondas hertzianas hasta los confines de la atmósfera y el proyectil se enderezó, dejó de escapar de la atracción terrestre y comenzó a volar hacia el Norte, siguiendo una línea a lo largo de la costa occidental de Sudamérica. Pronto se hizo evidente, para Truto y Cintura, que viajaban con rumbo desconocido. El cohete no llegaba al Paraíso, como esperaban y tampoco parecía próximo a caer. Luego del miedo del momento del despegue, habían empezado a preguntarse adónde los conduciría aquello. Estaban respirando el aire que había quedado dentro del hermético recinto y una vez que éste se agotara, no podrían renovarlo. Parecía lo más probable que esto sucediera antes de llegar el cohete a su destino, pero esto Truto y Cintura no lo sabían. Había una gruesa mirilla de cristal en la cámara de acero en que viajaban con rumbo desconocido. Los huasos pegaron las caras contra la ventana y contemplaron el indescriptible paisaje estelar. A su altura de crucero era apreciable la curvatura de la Tierra y aquel conocido efecto, ya descrito por los astronautas americanos, de postre espumoso que le dan al globo terráqueo los crespos vellones de las masas nubosas sobre los mares azules. —¡Lorée compadre, la tupición de nubes. Parece un arreo de ovejunos, es qué! —Ése es el mundo, gancho. Es como el globo terráqueo que había en la escuela. —Cierto mire, allá abajo está Sudamérica. —Y ahí está Chile. —Lorée compadre, el huaso a caballo. —¿Dónde? 42
—Ahí, en Chile —¡Chís, se acabarán las pieiras pero los huasos “trutos” nunca! ¡Si aquí no estái ná viajando en el ramal a Las Cabras! —arguyó Cintura de Huevo, amostazado. El Atila se deslizaba silencioso, como un huso mortal y fue descrito por exaltados testigos de su curso, que alzaron casualmente la vista al cielo en la soledad de los campos, como el famoso “cigarro volador” de las historias de ovnis. Cuando sobrevolaba Centroamérica, fue avistado por una escuadrilla de Phantoms americanos, los que quedaron atrás como una visión fugaz e impotente. Mientras, en el centro espacial de Mate, bajo su castillo cordillerano, sus hombres se agrupaban frente a los monitores que reflejaban el curso del cohete en vuelo. La actividad en el centro subterráneo era febril. El robo del Atila sólo había precipitado los acontecimientos en varias horas, pues era nuevamente Súper Ego quien estaba fijando la trayectoria del proyectil. El hecho de que este último llevara dos polizones en su interior no hacía ninguna diferencia. Cuando el mortal percutor, en el hocico del cohete, chocara con la torre de un rascacielos en San Francisco, habría millones de muertos. El proyectil bordeaba ya el territorio de los Estados Unidos y el enteco cuerpo de Mate, a diez mil kilómetros de allí, temblaba de expectación mientras observaba en la pantalla la imagen transmitida por el Atila y retransmitida por un satélite pirata de comunicaciones, si así puede llamársele. Este satélite había sido disparado desde la India en 1975 y era utilizado activamente por la internacional de los traficantes para sus propios fines de comunicación y para espionaje.
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Había un par de detalles en lo que Mate veía que le molestaban, sin que supiera a ciencia cierta en qué consistían. Mate lucía, más que nunca, la imagen del científico loco. Se apoyó con fuerza contra una de las consolas consteladas de botones y luces parpadeantes de Súper Ego y rió silenciosa e histéricamente, mientras sus ojos tristes, de lobo hambriento, buscaban, sin darse cuenta él mismo de que lo hacían, el par de detalles que le angustiaban.
El módulo operador de Súper Ego se parecía físicamente a una lujosa y futurista máquina tragamonedas de Las Vegas, pero era más que eso. Barajó con la habilidad de un tahúr un haz de tarjetas perforadas y excretó su informe: —Un misil interceptor acaba de despegar del área de California. Mate respingó con violencia. —¡Ya sabía que algo...! —farfulló. Significaba que los Estados Unidos repelían el ataque. La cuestión era si sabían de dónde les venía el golpe. Era importante que supusieran que provenía de una potencia de Oriente. Mate había tenido la precaución de hacer pintar una estrella roja en el cono del proyectil. Los Phantoms ya debían haberla fotografiado. Las agencias internacionales de noticias informaban ya de un virtual estado de guerra. El teléfono rojo entre Washington y el Kremlin funcionaba en línea abierta. Mate se frotó maquiavélicamente las manos. La noticia del misil interceptor destinado a destruir en vuelo su propio proyectil no le inquietaba. Estaba preparado para eso. Ordenó innecesariamente a Súper Ego disponer la captura del misil. El Atila 44
disponía de un campo de fuerza magnética que anulaba los interceptores enemigos y los arrastraba en su trayectoria. De tal manera, los volvía contra sus propios dueños y mientras más proyectiles enviara el enemigo para destruir el suyo, mayor era la cantidad de explosivos que a la postre, caerían inevitablemente en el blanco. Súper Ego ya había dispuesto la maniobra de captura y ésta se efectuó ante la mirada satisfecha de Mate. Lo que interesaba ahora era la situación política. Ésta debía ser caótica, según sus presunciones. Súper Ego consultó a otro de sus terminales a una insinuación de Mate. Los hechos eran los siguientes: “Rusia negaba haber lanzado el proyectil y el gobierno de Pekín se había apresurado también a proclamar su inocencia. Debido a la gran distancia, más de diez mil kilómetros, que el Atila debía recorrer para llegar a San Francisco, había habido tiempo para que la noticia diera la vuelta al mundo antes de que el proyectil alcanzara su blanco. Desde el punto de vista americano, las protestas de inocencia de los comunistas podían ser un truco para evitar la represalia nuclear, pero no estaban seguros de que lo fuera. Las potencias vacilaban antes de desencadenar la guerra. El sistema de amortiguadores y contrapesos que tan paciente y laboriosamente habían construido las cancillerías desde el holocausto atómico de Hiroshima y Nagasaki, funcionaba como una máquina bien aceitada. Sin embargo, Mate sabía y contaba con ello, que toda esa imponente superestructura de la diplomacia podía desmoronarse como un dique roto. Bastaba para ello con que uno solo de sus puntos dejara de resistir. Ese punto era ahora la eventual destrucción de San Francisco y la mortandad de sus tres millones de habitantes. La conclusión a que llevaban los despachos de las agencias de no45
ticias era que había una impasse que se resolvería sólo cuando se definiera el éxito o el fracaso del ataque. Mate volvió repentinamente la mirada a los monitores, sin poder dar crédito a sus ojos. Había captado una segunda anomalía en la imagen que recibía del proyectil. La anterior había sido el fugaz chispazo sobre el globo terráqueo provocado por el despegue del misil defensivo americano y la cicatriz rojiza que marcaba su trayectoria. La otra anomalía la había captado subconscientemente y había quedado dando vueltas en su cabeza. Algo seguía a su proyectil. Algo que parecía estar y no estar allí, tan tenue era. Eran dos aureolas concéntricas, aunque si se fijaba la atención, se descubría que había más aureolas de diámetro superior a las primeras, pero más tenues que éstas. Pensó en un reflejo de la luz en las lentes de las cámaras del Atila, pero la imagen fue confirmada por los monitores que captaban la transmisión de las antenas americanas. —¿Qué diab...? —Me recuerdan a los “duendes” mencionados por los astronautas americanos y que a la postre, fueron reconocidos como ovnis —observó Gómez. Lejos de allí, pero más cerca del Atila, alguien más las había visto.
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CAPÍTULO X
JOSÉ Navas, el famoso periodista especializado en temas espaciales, alzó las cejas en un gesto característico y fumó reflexivamente su pipa. Había volado a Oakland, desde Los Ángeles, tan pronto se difundió la noticia de que un proyectil nuclear caería sobre San Francisco. Entre Navas y el fondo intensamente luminoso de la pantalla gigante de vídeo del Examiner, se recortaban las siluetas de los numerosos reporteros que habían podido llegar a tiempo hasta la periferia de lo que sería el tercer blanco atómico de la historia. Los esfuerzos de la defensa nacional para interceptar el Atila se habían convertido en una batalla contra el tiempo. Las ondas y las señales que se enviaban una y otra vez para liberar los misiles interceptores, eran infructuosas. Los cohetes hacían cortejo al Atila y habían aumentado en tres veces su poder destructor. “Había sido un duro paso el renunciar a enviar nuevos interceptores”, estaba comentando Navas ante el micrófono de su grabadora. “Un cohete nuclear enemigo debía ser interceptado. Ésa era la teoría, pero en este caso
era impracticable. Por lo demás, era ya demasiado tarde para cualquier cosa. Los proyectiles nucleares estaban ya a la vista de San Francisco”. Las cámaras de televisión de los helicópteros que sobrevolaban el Golden Gate transmitían la visión del puente atestado de vehículos y de una muchedumbre que huía abandonando sus coches. Había noticieros, conectados con todo el mundo transmitiendo el evento, con desprecio de sus propias vidas y de la tragedia ajena. —Algunos lo comentan, en su estilo descriptivo. Hablan siempre en sentido figurado. Dicen que: “Han transformado esto en un circo” —dijo una voz en el fondo de la bahía de San Francisco. La nave madre de los Santos estaba sumergida allí, oculta a los ojos de los hombres. A través de sus numerosas ventanillas rielaban los reflejos del agua. —Curioso mundo es éste. El segundo hombre que habló lo hizo en voz tan baja como el primero. Hablaban casi en susurros, pero eran sobre todo las suyas, voces tranquilas. Había cinco hombres sentados ante una mesa circular, todos vestidos con largas túnicas, se diría que de elegante corte. Las aureolas que habitualmente nacían de sus coronillas, como un halo de fuerza magnética surgido de sus mentes, se habían unido en una sola. Era fácil comprender, al verlos, que la mayor parte de sus discursos mentales los percibía telepáticamente todo el grupo. Las palabras parecían servirles solamente para dar énfasis a lo que decían. Las ondas telepáticas vibraron con una interferencia. Bipbip trinaba, acurrucado en un rincón. —Maestros, ¿los dejarán morir? —¿Qué importan dos hombres cuando está en juego la vida de millones? —dijo el pensamiento de todos ellos. 48
—Significa que mis amigos perecerán dentro de una prótesis del tiempo. —No debimos fabricar robots emocionales —pensaron ellos. —No han escuchado mi informe —chilló Bipbip—. Sacrificándolos no salvarán a la humanidad. La “humanidad” no existe. Sólo hay grupos de hombres, desunidos, cada uno con sus intereses distintos. Muchos padecen hambre y miseria, mientras otros dilapidan en armas y exploraciones de planetas muertos. Bipbip era un robot niño y como tal, su lógica era ingenua. Uno de los extraterrestres, que era específicamente su maestro, lo reprendió por su falta de caridad y egoísmo. Bipbip no hubiera vacilado en sacrificar a toda la población de San Francisco para salvar a Truto y Cintura. Los Santos gustaban de instruir a sus robots, no con el afán de perfeccionarlos, como lo hubieran hecho los humanos, sino por simpatía y cariño. Los robots eran para ellos como animalitos regalones. —Los hombres deben solucionar por sí mismos sus problemas. No debemos intervenir, salvo en casos que ponen en peligro la supervivencia de muchos. Bipbip hizo funcionar aceleradamente todas las ruedecillas y engranajes de su cerebro. —El profesor Mate quedará sin castigo, seguirá delinquiendo y en cambio, mis amigos morirán. No permitáis que el proyectil Atila estalle con ellos dentro. Las cinco caras de los extraterrestres se volvieron hacia el disquito. Lo miraron sorprendidos y con fijeza. Como quiera que Bipbip estaba conectado al circuito de percepción extrasensorial de los Santos, supo sin lugar a dudas, que éstos estaban considerando la posibilidad de desactivarlo o... 49
—Pero, ¿qué es una prótesis de tiempo? Mate se revolvió contra Súper Ego. Había caído en una especie de frenesí de irritación y secreto temor. La última hora la había consumido en una casi insufrible expectativa ante las pantallas de Súper Ego, que rebuscaba con dedos electrónicos en los recovecos de su memoria, algún antecedente de aquel peregrino concepto. Cuando capturó a Bipbip, Mate hizo que Súper Ego le sonsacara todo lo que el disquito había visto y aprendido en su convivencia con los Santos. Fue entonces que dieron con la mención del fenómeno que podía ser la explicación de las aureolas que seguían y rodeaban al Atila. Al cabo de una hora de angustiosa espera, mientras el Atila se acercaba ya a San Francisco, Súper Ego encontró la información que buscaba. “La prótesis del tiempo la estarían usando los Santos para lograr invisibilidad, aunque esto último sería sólo su consecuencia. Según los filósofos de la Nueva Era, la conciencia lo crea todo. Las notas musicales están todas allí, en la naturaleza, pero en el caos y el desorden. La sinfonía del tiempo la crea la conciencia, dentro de nuestras cabezas. ”La civilización de los Santos ha logrado un gran desarrollo de la conciencia y puede abrir pausas en el espaciotiempo, a voluntad”.
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CAPÍTULO XI
EL ESPACIO en torno al Atila era diferente, sin embargo ninguno de los miles de hombres que lo miraban con ojos calculadores y con lentes e instrumentos que profetizaban su temperatura y posición futuras, había podido detectar en él algo más que un halo luminiscente. En un momento dado, en forma repentina, el espacio había cambiado. El rostro de Truto lucía blanco y espectral, pegado a la ventanilla. —El cielo está raro, compadre. Se ve diferente. —Translación en el espacio-tiempo —rezaron los Santos. El espacio gritó de dolor cuando millones de iones lo clavaron como espinas. El Atila quedó rodeado por una corona de fuego. —Una especie de aurora boreal ha rodeado al proyectil —transmitió Navas. Por un fugaz segundo cruzó por su mente su propia imagen relatando el suceso, como si este fuese un partido de fútbol. “Esto es serio, muy serio”, se dijo. Enjugó unas gotas de transpiración que perlaban
su frente. “Así era, en los momentos álgidos, la capacidad de atención de un hombre era sobrepasada por los acontecimientos. Uno se escapaba de la insoportable tensión y se convertía un poco, en espectador de sí mismo”. —Proyección —dijeron los Santos. Curiosamente, su modo de expresarse era integral. Éste era la consecuencia de la facultad telepática que poseían. Al actuar en conjunto no jerarquizaban, como en una empresa humana que es una suma de individualidades, sino que se incorporaban a una personalidad única. Caía ya la noche. En el espacio apareció una figura gigantesca. Era difícil decir, en la engañosa perspectiva espacial, cuál era el tamaño del Santo en relación a la bahía y la ciudad que empezaban a crecer bajo el Atila.
¡TUMP! ¡BUMP! En algún lugar del mundo un insecto golpeó contra el vidrio de una ventana. A seis mil metros de altura sobre San Francisco, un pequeño platívolo volador golpeó con su cuerpo, tan porfiada e insensatamente como el insecto, contra el bruñido blindaje del proyectil intercontinental Atila. Los golpes resonaron dentro de la cámara del Atila en la que viajaban Truto y Cintura. —¿Quién es? —preguntó Cinturita. —Parece que están golpeando la puerta —explicó, dando a entender que alguien se estaba anunciando desde el exterior. —¿Habremos llegado ya al Cielo, compadre? Cintura abrió con imprudencia, la portezuela del proyectil y contrariamente a lo que debería haber sucedido en condiciones normales, el aire encerrado en la cámara no escapó hacia el semivacío de la alta atmósfera sino que permaneció encerrado, como si una invisible barrera lo estuviera reteniendo. El mundo alrededor del Atila no 52
era ya el conocido por Truto y Cintura. El cielo parecía arder en un infierno de llamas. Cintura sintió su cuerpo levemente oprimido contra el muro de energía que encerraba al Atila. Un hormigueo de electrones le cosquilleó en la panza. —Parece un colchón de agua compadre —dijo palpando la barrera. Su comparación era exacta. Truto recordó a los zancudos y otros insectos de patas largas y finas que se paran y caminan sobre el agua de los canales de regadío, sustentados por la fuerza de tensión de la superficie del líquido. Esa fuerza es la misma que evita que las gotas de agua se deshagan. Allí el tenue aire de la alta atmósfera parecía tener una fuerza de tensión que limitaba con la portezuela del Atila. —Parece que volvimos al infierno, compadrito —refiriéndose al aparente fuego que los rodeaba. Un conocido rostro aguileño apareció entre las llamas y se abalanzó en contra de ellos despidiendo lenguas de fuego. Era un disco dorado y rojizo en cuya espejeante superficie se reflejaban los rayos de luz de aquella especie de aurora boreal. Era lo que hacía parecer que arrojaba llamas. Bajo la nariz afilada se abrió una sonrisa roja. —¡Bipbip! —¡El disquito! —Deben atarse este lazo —dijo Bipbip deteniéndose en el aire y entregándoles una larga cuerda de un material similar al nilón—. He venido a sacarlos de aquí —precisó. Bipbip había logrado que los Santos le dieran la oportunidad de rescatar a sus Amigos, antes de que el Atila cayera sobre su blanco. Cintura obedeció prestamente las indicaciones de Bipbip, mientras lloraba a mares. Ya estaba viendo el infierno sobre él. Truto tampoco discu53
tió, confiaba en el pequeño ovni. Si alguien podía sacarlos de la situación en que estaban, ese era Bipbip. Entonces fue cuando vieron al hombre. Flotaba en el espacio, pero no era posible verlo entero. Era enorme, tanto como no creyó nunca Truto que pudiera existir un ser humano. Era como ver la estatua de la Libertad, multiplicado varias veces su tamaño, navegando en torno a la Tierra. Tenía sin embargo, algo conocido: una aureola de luz tras la noble cabeza. ¡Un santo! ¿Estaban por fin en el Cielo? Reparó en que las llamas que los rodeaban surgían de sus manos extendidas. Sin hacer caso de las emociones de los huasos, Bipbip ató la cuerda en torno de su propio cuerpo y se lanzó contra la cortina de llamas arrastrando a los hombres tras sí. El supuesto fuego era un velo de iones y lo atravesaron sin daños. Bipbip fue a pararse, como un loro amaestrado, en el hombro del gigantesco Santo. José Navas gritó, contra su costumbre, ante el micrófono. Ni siquiera la visión del Santo lo sorprendió tanto como lo que estaba viendo además. —En el cielo se ven tres objetos que se han desprendido del proyectil. Estos objetos no identificados se han unido al ovni que lo seguía y que varias veces, en forma inexplicable, rebotó contra él. En ese momento, la pantalla mostró un acercamiento de la imagen. Navas abrió los ojos desmesuradamente y casi se tragó la mejor pipa de su colección. Los objetos eran dos hombres que planeaban tomados de sendas cuerdas arrastradas por el ovni, que era el tercer objeto, pero lo más sorprendente, era que los aeronautas lucían las inconfundibles mantas de colores de los campesinos de Chile. Bipbip se había posado en el hombro del gigantesco Santo, arrastrando consigo a Truto y Cintura. Los huasos 54
hicieron desesperados esfuerzos por asirse de la blanca túnica del extraterrestre, cuyo grosor era proporcional a su tamaño. Con un estremecimiento, Truto notó que la tela se adelgazaba entre sus dedos hasta adquirir la flexibilidad necesaria para que él pudiera tomarse de ella. Como sucede a veces en los sueños, las circunstancias se acomodaban a sus necesidades. Renunciando a entender nada, se acomodó como pudo sobre la monstruosa masa y sosteniendo a Cintura, cuyo rostro rojizo bajo el cristal de la escafandra mostraba el hueco negro de su boca abierta, contempló los proyectiles, pintados de vivos colores, que descendían siseantes y mortales, del cielo intensamente azul sobre la ciudad erizada de rascacielos. Vio las manos del Santo, tan lejanas al extremo de sus brazos, que parecían no pertenecerle. De ellas continuaba fluyendo la corriente de energía que, como una corona de fuego, envolvía al Atila y los misiles que lo escoltaban. En medio de su terror, Truto notó que el anillo envolvente se había estrechado. El Atila continuaba cayendo sobre San Francisco. Las terrazas de los edificios ya eran visibles. Como si el Santo fuera una pantalla amplificadora, Truto pudo ver a través de su mente la muchedumbre arrodillada en las calles, coreando los salmos e himnos de Billy Grace y muchos otros, pudo escuchar la cháchara de los periodistas excitados, las profecías gritadas a viva voz en una esquina, por Artidamus un vidente flaco y barbado. Las voces se hacían más y más audibles, crecían como una marea y llegaban ya hasta el Atila, cuyo cono nuclear se inclinó más, como una aguja amenazante. El Atila empezó a cubrir los últimos mil metros y el anillo iónico se estrechó un poco más. Cintura volvió la cara, mientras Bipbip chillaba algo ininteligible. En el lapso de un segundo, Truto vio como los misiles interceptores, liberados misteriosamente de la fuerza que los apre55
saba, se abalanzaban sobre el Atila como una manada de tiburones. Entonces el anillo se cerró como un párpado circular y Truto se encontró mirando el vacío. El Atila y los misiles habían desaparecido. Tuvo la impresión de haber percibido un fugaz relámpago rojizo en un trozo de espacio que se escapaba, como una moneda que rueda. Lo cierto es que estaba mirando la bahía que subía hacia él. Estaba cayendo. Estaba atado aún a Cintura, que caía también. Vio, una vez más, la figura del Santo que se extinguía. Tras la coronilla de éste, en vez de la aureola, había un ovni gigantesco. Eso fue todo. Luego, sólo se preocupó de nadar y de que su compadre lo hiciera.
La aparición del santo fue muy discutida. Se polemizó sobre si había ocurrido o no y por supuesto, fue negada oficialmente. Sin embargo, varios millones de personas lo vieron. Contribuyó a alimentar la incredulidad oficial, la acusación que se hizo a Billy Grace, el famoso predicador. Se dijo que el departamento de efectos especiales de su Iglesia había proyectado una película con la imagen del santo contra una nube en el cielo de San Francisco. La imagen del santo fue vista de costa a costa a través de la televisión. De cualquier manera, era un hecho indiscutible que el proyectil nuclear había desaparecido del cielo. Artidamus, hechicero y charlatán según muchos, afirmó enfáticamente que no era la primera vez que esto ocurría: —En 1956 doscientos mil hombres y dos mil quinientos tanques y carros blindados rusos ocuparon Hungría y aplastaron la revolución. Hubo treinta mil muertos. Como represalia, un furioso general americano habría disparado personalmente un proyectil nuclear contra Moscú desde una base en Alemania Federal. Misteriosamente, el co56
hete nunca llegó a destino y se desvaneció en el aire antes de sobrevolar territorio soviético, evitándose así una tercera guerra mundial ”El 21 de octubre de 1962, un cohete nuclear cubano habría desaparecido sobre Florida. Aquel era el primer disparo de una guerra relámpago que no llegó a estallar. Aquella guerra habría devastado América, pero antes de que el cohete destruyera la base de Cabo Cañaveral, se desvaneció en el aire. Esto desalentó a los rusos que atribuyeron la desaparición del proyectil a un superior sistema defensivo de los americanos, que sus espías no habían podido sorprender. Los americanos detectaron el cohete antes de su desaparición y se sintieron justamente amenazados. El 22 de octubre, el presidente Kennedy denunció la existencia de bases de cohetes rusos en Cuba e impuso una cuarentena aeronaval para impedir el acceso de más armas a la isla. El 28 de octubre, Krushev ordenó el desmantelamiento de las bases de cohetes, terminando así el incidente. ”Había varios casos más. En todos ellos —decía Artidamus— había intervenido la mano salvadora de un ángel tutelar extraterrestre.
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EPÍLOGO
TRUTO detuvo el tractor y miró abajo, a los surcos iguales y monótonos y arriba, en el cielo, a un pájaro que navegaba libre, en las corrientes del viento. ¿Había estado muerto?, se preguntó. ¿Había bajado a los infiernos y luego subido al cielo, como el futre Dante Alighieri, como le dijeron cuando contó su historia? No estaba muy seguro, pero siempre había sido respetuoso de las cosas del Otro Mundo. “Por si las moscas” cuando le hablaban del asunto se limitaba a sonreír y encogerse de hombros. Cintura, en cambio, juraba que lo que pareció suceder, sucedió. Claro que el huaso ladino aprovechaba su nueva fama en Tiquitiqui. Ahora lo tomaban en cuenta y lo escuchaban. El sol estaba alto en el cielo y el calor arreciaba. Pronto sería hora de almorzar. Pensó en la Chofi, atareada con las ollas y los guisados. Cuando él y Cinturita de Huevo regresaron a Tiquitiqui, la Chofi había demostrado menos sorpresa de la esperada. Otras veces, él había desaparecido por más tiempo, tras haber naufragado en alguna descomunal parranda de varios días.
—¿Cuánto tiempo? —Tres días, tú sabís. ¡Sólo tres días habían estado ausentes, desde que abordaran imprudentemente el helicóptero de Mate en el bosque de eucaliptos! El único que los recibió con grandes muestras de júbilo —lluvia de papel picado y serpentinas lanzadas a su paso desde el techo del rancho, si hubiera podido desde luego, pero la intención vale— fue Chancho Panza. Estaba enterado de todo. “Ceachepé”, como gustaba llamarse a sí mismo, oía con mucha atención los noticiarios en la radio que la Chofi conectaba con la única intención de oír boleros y cha-cha-cháes. Luego de la desaparición del Atila, Truto y Cintura fueron rescatados de las aguas de la bahía de San Francisco. Posteriormente, fueron invitados a explicar su presencia en el proyectil Atila por un amable individuo aficionado al folklore que dijo ser de un “Departamento”. Truto y Cintura cantaron todo lo que este les solicitó, incluyendo la cueca a los lagos de Chile, sin faltar ninguno. Por otra parte, un destacamento de fuerzas de Alta Montaña tomó el castillo y la base de cohetes bajo el volcán. Allí se encontraron con que esta última había sido abandonada y desmantelada. Mate y sus hombres habían desaparecido sin dejar rastros. Los gobiernos dieron crédito, a regañadientes a la historia de la intervención extraterrestre, pero como quiera que ésta sirvió para aliviar la tensión internacional y evitar la guerra, fue aceptada por éstos. José Navas sonrió maquiavélicamente cuando comentó esta paradoja ante las cámaras de la televisión. —¿No sería —dijo— que los Santos sabían que sólo el testimonio de dos hombres sencillos, como los dos campesinos, evitaría la guerra? El mundo había agotado los 59
recursos de la diplomacia y no creía ya en sus propias mentiras. Necesitaba algo nuevo en que creer. —Esta vez fue necesario mostrarnos. Los gobiernos no creen oficialmente en nosotros, pero ahora se han visto forzados a aceptar nuestra existencia —comentaron los Santos en algún lugar en el espacio. Bipbip comprendió y trinó alegremente. La prensa mundial armó un gran revuelo en torno a los huasos: “Los huasos son jinetes cuya habilidad es tan grande como la de los cowboys”, se dijo. Hubo un momento de mágico entusiasmo en el que se afirmó con la mayor seriedad que ellos habían desviado el Atila hacia el mar, montados sobre él. Los ánimos decayeron cuando Henderson, el famoso comentarista, hizo notar que era imposible que una cosa así hubiera ocurrido en un artículo titulado “El escándalo del Atila”. Pronto, la atención pública se desvió a otros temas y así fue como Truto y Cintura, repentinamente olvidados de la Prensa, pudieron volver a sus tierras de Tiquitiqui. Pero el mundo había cambiado para Truto. Había visto la Tierra desde el espacio. Había visto seres de otro mundo de los que sólo había tenido antes, un conocimiento supersticioso. Había hablado y es más, había trabado amistad con un robot, como Bipbip, que parecía un ser vivo. Sentía que esas experiencias lo habían hecho distinto. Ahora era capaz de maravillarse. Ahora sabía que el mundo podía ser diferente a Tiquitiqui. Se hacía tarde. Era hora de almorzar y el calor arreciaba. Sacó el tractor de los surcos iguales y monótonos y partió rumbo al ranchito.
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