Styx Roger Magini
Traducido por Gastón Sironi Alción Editora, Córdoba, 2003 Título original:
Styx
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Styx Roger Magini
Traducido por Gastón Sironi Alción Editora, Córdoba, 2003 Título original:
Styx
Les Éditions de la Pleine Lune, 2000
La paginación se corresponde con la edición impresa. Se han eliminado las páginas en blanco
A Cassandre, que le sean ampliamente abiertas las puertas del verde paraíso de los amores infantiles.
¿Yo creía que no había más naufragios? André Malraux, Antimemorias.
Quienquiera que seas, a quienquiera te dirijas, armado, hacia nuestro río, dime qué te trae, y contesta de dónde eres, antes de avanzar. Ésta es la morada de las Sombras, del Sueño y de la Noche que adormece: me está prohibido hacer pasar a los vivos a la carena del Styx. Virgilio, La Eneida, Libro sexto.
Aparecían siempre por el horizonte y luego se desvanecían en las cavidades sombrías y lisas y silenciosas del río, anunciadores de los dramas que sucedían en profundidades que un observador, aun siendo visionario y parándose sólidamente sobre sus dos piernas en el extremo de un muelle o en el puente de un buque, no podía atisbar. Sin embargo otras veces el sol al ponerse los arrastraba en sus surcos encarnados, fatalidad ineluctable que los navegadores habían renunciado a comprender, y aun cuando en enero los vientos del norte rompían la cresta de las olas petrificadas a medias en su envoltura de hielo, la ilusión de sus alas se recordaba todavía en la memoria de los mortales. Vientres boca arriba, blancos o negros o azulados, furtivamente se deslizaban y desaparecían en un relámpago de agua y de luz, sus ojos diamantinos reflejando un sol que las tinieblas más oscuras no hubieran velado. Belugas, orcas, tiburones y cachalotes. Sólo el resto de naufragio conocía su melopea.
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Cuando la playa abrió a la aurora sus leprosarios de moluscos descamados y crustáceos desarticulados, Lambert se despertó. Se incorporó lentamente y sacudió su cabeza llena de arena. El día anterior se había acostado allí a unos pasos de las olas para esperar una tormenta que no había llegado, después se había quedado dormido, indiferente a los espectros acurrucados unos contra otros y luminosos de insolencia que le hacían siempre la misma pregunta: ¿Por qué razón has encallado en Sainte–Luce–sur–Mer? No sólo los ignoraba, sino que se había prohibido satisfacer la curiosidad de quienes mostraban deseos de saber más sobre él. Por así decirlo, había tocado fondo; después el hastío y el azar habían contribuido cada uno a su modo a su radicación definitiva en ese pueblo de la costa sur del Saint–Laurent, barrido por los vientos y las mareas y las nevadas calamitosas, atravesado por demenciales temperaturas invernales. Sainte–Luce tenía, como resumen para intentar olvidarlo sus fantasmas mandones, características que él había buscado en vano en otras partes: desolación y aislamiento reinaban allí nueve de cada doce meses y él aún hoy podía afirmar, sin que se le contradijera, que tal situación no había cambiado. En ese mes de enero en el que los vientos belicosos 13
lo llevaron a las puertas de Saint–Luce, creyó que nada comparable a lo que había vivido podría repetirse allí. Una prefiguración del infierno, con límites en el golfo de Tonkin. Las noches indochinas que aún explotaban en sus pesadillas, como manojos de granadas, no evocaban ninguna temporada paradisíaca. Sus cicatrices estaban recosidas con hilo negro y se llamaban Cao Bang y Long–Son, y si aún hoy tuviera que buscar alguna semejanza entre ese río sudario que arrastraba sus escorias de icebergs a la deriva y los fantasmas amputados o acribillados por la metralla que plagaban el delta del Song Koi, no haría ninguna distinción. El mismo gustillo del infierno lo hacía salivar. Cuando llegaba al crepúsculo a la playa de Sainte– Luce y la brisa espumaba la resaca agonizante a sus pies, el silencio daba vueltas en su cabeza y lo catapultaba a las puertas de esos caseríos perdidos al norte del paralelo diecisiete, sus botas martillaban la tierra seca y polvorienta delante de su casucha, en la que puñados de campesinos vestidos de negro esperaban firmemente, sin vacilar, la muerte que él iba a ofrecerles. Sus miradas no revelaban piedad ni rendición y con la misma rabia con que los pasaba por las armas, como lo había hecho antes con los cerdos grises y negros que andaban entre las casuchas, arrastraba a la más joven de las campesinas rebeldes a la intimidad de los árboles altos y la degradaba y la violaba y después de ese apurado festín de horror que la memoria retocaba para digerirlo mejor y olvidarlo, la bayoneta que hundía en su vagina destrozada borraba ese espejismo infernal del cual era imposible que no se acordara un día. Y con el mismo gesto 14
maquinal con el que le asestaba el golpe de gracia, se cerraba la bragueta y se iba a otra parte a engendrar sus devastaciones, sus gargantas cortadas con una música de gorgoteos y crepitaciones de techos de palma quemándose, y la brisa indolente ante los fétidos olores de lianas lo calmaba, como la satisfacción de la misión cumplida. Y así fue durante cuatro años, desde las mesetas altas hasta el lecho de los ríos, desde las hondonadas flanqueadas de cortinas de bambúes hasta las arroceras inundadas en las que se reflejaba la aparente placidez del cielo, desde los llanos hasta los deltas, desde las horas verdes de la selva hasta las mañanas claras infestadas de bichos y de sueños de muerte. A pesar de eso, nunca había accedido al verdadero infierno, jamás había amarrado la conciencia a sus pontones quejumbrosos. Todo quedaba aún por hacer y descubrir. Entonces, incluso imaginando lo peor, ningún golpe de suerte habría podido apartarlo de su determinación: él no era de esos viajeros ocasionales que, seducidos por los panoramas fabricados pieza por pieza por agencias turísticas tentaculares, descargan sus valijas durante una temporada reparadora, hacen tres paseítos y se vuelven como llegaron. Al instante supo que ahogaría allí su amargura, ésa había sido su conclusión frente a esa costa dentellada cuyo acceso impedían unos bloques de hielo en forma de paralelepípedos que obstruían el horizonte. Era posible también que no hubiera comprendido la significación de ese instante, pero después de casi treinta años transcurridos en Sainte–Luce, se daba cuenta de 15
que se había esforzado por sobrevivir allí a falta de vivir allí, en la tranquilidad mediocre de los condenados, de todos aquéllos que no esperan más nada de los hombres ni de la existencia. Lambert dio la espalda al río y enfiló hacia el pueblo. Sabía que incluso a esa hora matinal, al amparo de los postigos cerrados o las cortinas bajas o los huecos que calaban los vallados, lo espiaban pupilas dilatadas de curiosidad. Se aferraban a su silueta inclinada, y no se perdían uno solo de los granos de arena que sus pasos levantaban. Le bastaron diez minutos para llegar frente al umbral de la capitanía que había heredado de Flanagan. Empujó la puerta y entró, se sacudió los pies sobre el piso y fue a sentarse sobre las gradas de la escalera que subía al primer piso. Sus ojos dieron con el mapa del pueblo que Flanagan había hecho y clavado detrás de la puerta de entrada. Además de las habituales indicaciones topográficas, allí era posible descubrir, observando atentamente, unas cruces minúsculas trazadas a mano en tinta roja y, centrado bajo cada una, el apellido de las familias del pueblo, como signos de los que se hubiera querido desconfiar. Todo Sainte–Luce se revelaba así a la mirada, un universo que resumía perfectamente un orden inmutable que ni el tiempo ni los hombres habían perturbado. Campesinos y pescadores avaros, ratas de sacristía, pequeños propietarios y comerciantes mañosos, concejales incompetentes y corruptos —en resumen, gente brava lista para clavarte a la primera ocasión un cuchillo entre los omóplatos, 16
por el solo gusto de hacerlo—. El mapa del pueblo según Flanagan, fácil de reconocer, se extendía a cada lado de una sola línea cóncava que figuraba como la única calle bordeando la Ensenada de Coques y desembocando al oeste en la iglesia, cuya parroquia daba sobre el cementerio, que bajaba sobre el río y el muelle. En el extremo este, la calle se convertía en ruta nacional, rodeando un hotel en ruinas y más allá, la nada, o según las horas la luminosidad de la luz o el apagavelas de las tinieblas. A Flanagan le gustaba bosquejar un retrato de Sainte–Luce cuya originalidad fuera puesta en duda por aquéllos mismos que no hubieran dejado, desde la cuna hasta la tumba, de denunciar la visión simplista y aun nefasta —sobre todo a causa de los turistas que sacaban a flote las cajas registradoras durante los tres miserables meses del año en que la clemencia de la temperatura permitía los excesos de sopas de almejas y de omelettes de lengua de bacalao, especialidades de los bodegones y de los restaurantes dos tenedores más respetables de la Ensenada— que el irascible recolector de restos de naufragios repetía cuando alcanzaba su cuota de gin. Hasta donde recuerdo, contaba sonriendo, el pueblo no ha evolucionado desde hace generaciones: familias numerosas y pequeñas se han reproducido, perpetuado y quizá hasta asesinado entre ellas siempre ahí, en los límites de un marco sociotopográfico que se parece mucho al de ciertas tribus subdesarrolladas del planeta. En el punto más elevado de la costa que domina la Ensenada de Coques prosperan los ciudadanos más ricos del pueblo, que han depositado allí, como viejos 17
huevos agrietados, sus residencias en madera blanca con galerías y terrazas mirando al río; a sus pies vegeta, cuando no languidece en sus pocilgas, la casta plebeya que los primeros explotan. Al final de la calle, el cura regula, sacraliza y bendice una situación en la cual la fatalidad es extraña y la resignación una ley de la naturaleza. En lo alto, el bien; en lo bajo, el mal; y, omnipresente, la santa Iglesia regentea con beneficios este burdel de otra época. Apartado de esta siniestra trinidad el río, lo desconocido, lo Otro. Cuando Flanagan terminaba de pronunciar con voz pastosa las últimas palabras de su análisis, a nadie se le ocurría volver a llenar su vaso: el vacío se había creado ya a su alrededor y si no hubiera sido por sus certezas, habría llegado a creer que divagaba. Esa visión sin matices de Sainte–Luce y de sus habitantes le hacía pensar, agregaba para azuzar la erudición de sus oyentes, por ciertos aspectos, en la composición del universo según la mitología griega, de la cual era un ferviente aficionado y de la que se había apropiado inconscientemente, mezclando en una cosmogonía provinciana, querellas, rivalidades y mentalidad de aldea de la población, todas las clases confundidas, animando el mundo llamado superior, y como telón de fondo, un mundo inferior: el SaintLaurent y sus instintos inhumanos, versión moderna de los Infiernos y de sus pantanos. Tal era entonces la herencia de Flanagan que Lambert había aceptado, además de los mapas, una capitanía desafectada que no le interesaba a nadie, un título de recolector de restos de naufragios que ya no tenía validez, pero que por nada en el mundo hubiera accedido a 18
compartir. ¿Pero acaso había algo para compartir? Le habían enseñado a cortar, a fragmentar. Había sido el condenado de un campamento de tiendas camufladas que, en ciertos aspectos, presentaba trazos comunes con Sainte–Luce. Los campamentos ocultos asentados en los bordes de la selva tenían siempre una configuración idéntica. De un lado los oficiales superiores, del otro la tropa; aquí y allá agrupados entre las tiendas, el material pesado cubierto con ramas, las cajas de municiones, las reservas de combustible, los víveres, los vehículos, las armas. Y la cantina, el quirófano, la enfermería, el refugio del capellán y su banda, y luego la morgue y tal vez el prostíbulo. Matadero a babor, quilombo a estribor. Los helicópteros escoltaban la esperanza y evacuaban cajas torácicas aplastadas y otros muñecos mutilados. Ruido de rotores y de mosquitos, eco lejano o próximo de explosiones, la luna o el sol o la lluvia entre los árboles y la desesperación, la sombra de los rebeldes invisibles y del miedo. Cortar. Le habían enseñado cómo seccionar limpiamente la carne, separar los miembros de los cuerpos recalcitrantes, cortar las cabezas y las manos, las narices y las orejas. Cómo hacer un orificio en una pared abdominal haciendo brotar todo lo que allí palpita, en el tibio secreto de la sangre. Había descubierto el milagro de las granadas: constelación de estrellas mortíferas, agujeros negros. Pertenecía al Octavo Batallón de paracaidistas de choque, el 8º B.P.C. para los íntimos, que las misiones constantemente despedazaban, dividían, dejándolo tirado a los cuatro vientos, y que se reconstituía siempre 19
después de cada enfrentamiento. Al regreso de las operaciones, cuando medio embrutecido echaba una mirada a su alrededor, una muchedumbre de restos de naufragios se movía en la tranquilidad engañosa del crepúsculo o del alba muda. Los cigarrillos se consumían en la comisura de los labios temblorosos, se cruzaba los dedos. Cruz de brazos, cruz de hierro. Como en Sainte– Luce: cada uno para sí mismo y Dios para todos. Uno se ocupaba de su sombra y de su miseria, las acariciaba y las cuidaba para sobrevivir un minuto, una hora, un día más. Vivía en su trinchera como una rata y el Saint–Laurent no habría despertado en él las aguas del río Rojo si él no hubiera arrastrado su contingente de restos de naufragios y revelado su porción de infierno. Lambert se había propuesto reorganizar la capitanía y su hangar. Los había arreglado superficialmente, más por pasar el tiempo que para disfrutar un mínimo de confort. Pequeño mundo de sus penates: iluminada por un tragaluz, la planta baja estaba amueblada con una mesa de cocina, un escritorio con cuatro cajones en los cuales se enmohecían, plegadas o enrolladas, cartas topográficas, batimétricas y marítimas; en el primer piso, una habitación desde la cual se podía supervisar los movimientos de los barcos que surcaban el río y ver el flujo y el reflujo de las mareas y las auroras boreales. Una puerta arruinada debajo de la escalera se abría al hangar, donde estaban depositados los restos de naufragios recogidos en la playa. Hizo de ése su lugar predilecto, allí ocupaba la mayor parte de su tiempo, circulando entre un revoltijo 20
de objetos y harapos heteróclitos con olor a encierro que el río había arrojado desde hacía casi medio siglo. Paños desgarrados de trinquete, vela mayor y foque, pedazos de quilla, mandos, timones, mástiles de mesana, obenques, hélices de carguero, chalecos y salvavidas, faroles, bocinas para bruma, botellas, vajilla, uniformes. Toda la miseria de una humanidad vomitada por un río que no tema qué hacer de un pueblo de vivos o de muertos. Y de entre esas reliquias sobrevivientes de los abismos, Lambert había conservado, clasificado, inventariado y ordenado en estantes diarios de a bordo con tapas y páginas recortadas, apergaminadas, desteñidas, devastadas por invisibles organismos marinos. La pasión que sentía por esos diarios le hacía apreciar cada día más la necesidad de soledad que lo ligaba a Sainte–Luce, así como su insoportable condición. Habría sacrificado su vida por esos diarios de navegación: formaban parte de su carne y de su alma como las manos que los habían mantenido, atestiguaban últimos momentos que relataban hasta el minuto final, antes de que el antepenúltimo segundo doblara las campanas de los esperanzas insensatas e impusiera las premisas de la eternidad, y le recordaban aún y siempre ese 31 de enero de todos los lamentos en que, como las obras vivas destripadas de un barco al que se abate en carena, se había inmovilizado en Sainte–Luce. Y lo devoraban también a cada golpe de tormenta cuando los vientos cercenan los mástiles viejos de los navíos y los arrecifes embisten los cascos gimientes y los capitanes abdican y las tripulaciones sucumben y los faros se apagan. Y lo torturaban para que se oyera clamar en voz 21
alta: ¿Cuál es el naufragio absoluto? Finalmente, lo calmaban. Lambert estaba convencido de que sería siempre así: no los abandonaría nunca porque eran diarios únicos en el mundo y él acariciaba el deseo de restaurarlos a todos, de reunidos para hacer la inmensa antología de los diarios de a bordo que más tarde, mucho más tarde, cuando los hombres dieran algún crédito a los vestigios que los rodean, contribuiría a la edificación de una Historia general de los naufragios y sus restos que se prometía escribir. Pero él no figuraría en ella. Encogió las rodillas bajo el mentón y las desplegó en el mismo movimiento, estiró el cuello y miró a través de la ventana. Le pareció percibir unos susurros por encima de su cabeza. Coré se movía, mientras sobre este lado de la Tierra el sol incierto de las siete emprendía su enésima revolución.
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Coré no se levantaba jamás antes del mediodía. Era una costumbre que había adquirido un año antes, cuando llevada por el azar se detuvo en Sainte–Luce y llegó a la capitanía. Esa aparición sorprendió a Lambert, que inmediatamente le abrió la puerta, le ofreció albergue y comida y escuchó atento sus explicaciones. Pero ella no tenía que rendir cuentas a nadie y él se quedó callado, pues sabía por instinto detrás de qué corrían los que tocaban a su puerta, como él mismo había hecho en la época de Flanagan. Ella franqueó el umbral de la capitanía con la cabeza alta, fue a sentarse sobre las gradas de la escalera y le alcanzó un atado de cigarrillos. Me llamo Coré, resopló entre dos bocanadas, soy una montañesa1. Bienvenida a bordo, respondió él. Intercambio breve y original, se entendieron y el tiempo hizo el resto. Ella se instaló en su nueva vida como Lambert había recomenzado antes la suya, compartiendo todo y nada, las peores angustias, la soledad indivisible, la iniquidad y la estupidez universales que trituraban el destino de Sainte–Luce y el de ellos. Después, una mañana ella vació su bolso, sin avisar. “Montagnaise”, aborigen de la región canadiense de Labrador, que ocupa parte de la provincia de Terranova y del norte de la provincia de Québec (N. del T.). 1
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Abandoné la reserva de Betsiamites, comenzó apuntando su índice hacia la orilla norte del río, para escuchar mis propios pasos sobre la ruta del exilio. He sobrepasado el gran círculo que engloba todos los círculos pequeños de mi vida y de mi universo, porque los mayores ya no transmiten su sabiduría a los jóvenes, porque los niños son infelices y no tienen destino y porque nadie se ocupa de los viejos. He renunciado porque los cazadores ya no ofrecen las mejores presas de caribú a las viudas, los inválidos y los ancianos y porque el caribú escasea, la gente no se ayuda más, la comunidad está desunida y sólo reinan los malhechores, los ladrones y los asesinos. Y los blancos. Huí de la reserva porque vi al atajacaminos planear por encima de mí y anunciar lo inevitable, oí rugir al trueno, desgarrando el cielo, temblé delante de la araña que gobierna la Tierra y, desposeída de todo, he dejado todo pues todo me había ya abandonado y mi sombra misma ya no me habitaba. Sin embargo él no le preguntó nada. No hizo ningún comentario. He aquí el porqué, agregó ella. Nos hemos convertido en un pueblo de desechos. ¿Cuándo reencontraremos la luz que nos ha parido? No hay luz aquí, respondió él. No la hubo jamás. Nada más que restos de naufragios. Entonces ella sonrió encogiendo los hombros y se dirigió a la playa, y sus pies desnudos se hundieron en la arena como muchos otros antes y las olas borraron sus huellas como si ella no hubiera pasado por allí o no hubiera existido nunca. Blancos o montañeses, nadie escapa, pensó Lambert siguiéndola con la mirada, y hoy los habitantes de Sainte–Luce podían reconocerla de lejos 24
cuando andaba sobre la playa, arrastrando tras de sí una envergadura polleras y pañuelos negros que la borrasca arrancaba a su osamenta de buitre revoleteando a ras de la arena. Después de tres meses, resolvieron repartirse la búsqueda y la recolección de los restos de naufragios. Él seguiría rastrillando la playa que rodeaba el cementerio y bordeaba el muelle; ella lo ayudaría a pasar por el peine fino el vertedero de la playa de la Ensenada de Coques. Y así organizar su existencia, las cuatro estaciones que el río renovaba y a las que ellos se acomodaban: la eternidad es propia de los restos de naufragios. Coré adoraba los transatlánticos, los cruceros, palacios y casinos flotantes. Unos pocos remontaban o bajaban el río, y en el tráfico calmo no era raro que surgiera una imponente forma oblonga y resplandeciente perfilándose sobre el cielo azul; pero de restos de naufragios, nada. Lambert prefería los peces chicos, goletas, barcos y veleros, después, cuando llegó la moda de los innumerables paseos transatlánticos, las vueltas alrededor del mundo y las expediciones oceánicas conducidas por solitarios predadores patrocinados, ávidos de sensaciones, se había especializado. En el verano vigilaba, comandos de Québec, monocascos y multicascos timoneados por skippers2 fotogénicos que se habían jurado ganar con brío Saint–Malo. Sus velas se pavoneaban a lo largo de Punta del Padre, avanzando con impertinencia a través del hipogeo donde reposaba sobre sus 2
Capitanes de barco. En inglés en el original (N. del T.). 25
flancos destripados tapizados de musgo y algas el Empress of Ireland, reliquia abatida en los limbos almibarados del río salpicados de mariscos y de cangrejos azul–verdosos. Pero también estaban los ahogados, y por principio a Coré y Lambert les repugnaba tocarlos. Llamaban a la policía, que mandaba al legista, que apartaba los curiosos, esperando que el cura clausurara el baile. Cuando todo estaba constatado y consumido, cuando lo irreversible finalmente se había convertido ante los ojos de todos en una evidencia casi infantil y la mano del legista había corrido el cierre relámpago de la bolsa de hule que llevaría el cuerpo a la morgue, el círculo de los vivos se rompía, el cura esbozaba furtivamente dos o tres signos cabalísticos, como para notificar al infortunado difunto que de allí en adelante no sería más que un espectro anónimo en las páginas del gran libro de los desaparecidos. Pero si tenía que reconocerlos, Lambert no se negaba a mirar esos cuerpos a veces negruzcos, a veces azulados, con los rostros entumecidos, hinchados o devorados por los carnívoros marinos, lo trastornaban y lo atormentaban, y ciertas noches cuando se calmaban los vientos y se iban en retirada las centurias del río, atisbaba sus siluetas lívidas apretujándose a su alrededor en una zarabanda cuyos movimientos y acentos prefiguraban, pensaba él, el Apocalipsis. Irritado, turbado, excitado: nada podía contenerlo. A los desbordes de la guerra, él respondía con el embotamiento del cuerpo y del espíritu. Alcohol, drogas, pros26
titutas. Se decía de él que había sido un sargento mayor valeroso, responsable de una sección de siete hombres disciplinados y especializados —¿pero cómo se llama a aquéllos cuya especialidad es ir a romper jetas?—. Del corazón al vientre. Un fusil–ametralladora por todo coraje. El vacío en la cabeza. Salida al alba, marcha forzada por los bosques tupidos, el arma en la mano, chillidos de monos estallando de árbol en árbol, primeros rayos del sol o chaparrón tibio, joder al vietnamita a cualquier precio: su búsqueda del Grial; o la muerte, el descenso sorpresivo a una fosa erizada de bambúes afilados como puñales, o cubriendo un nudo de serpientes. O el proyectil, emisario celestial de un tirador solitario emboscado detrás de los yuyos altos, interrumpiendo su curso sibilante contra las nucas tensas o las frentes sudorosas. O las baterías invisibles bombardeando sus filas de sombras con cascos atravesando al descubierto las arroceras. Entonces el alcohol, para trascender ese teatro de lo horrible y poseer siquiera por un breve momento la felicidad ilusoria de la excursión exótica, de la caza de mariposas. Entonces la droga, para tener el valor de acometer el asalto con las alas en la espalda. Sobrepasarse, sobreexcitarse para una aventura que no le pertenecía, una jugada que lo excedía, que no era su propia defensa o la de los suyos, o de la condición humana. Nunca lo supo. Sargento mayor y orgulloso de serlo, héroe engañado. Pero para él había sido un honor cumplir siempre con éxito sus misiones, bajo cualquier circunstancia, esquivando al regreso los cráteres de obús vomitando su exceso de marionetas desmembradas, franqueando las trin27
cheras y su galería de monstruos desplomados, decapitados, eviscerados. Misión cumplida, decía con orgullo. ¿Pero era verdaderamente orgullo? A pesar de eso, todavía y siempre ese resabio de insatisfacción en la boca, ese infierno por descubrir. Lambert apartó sus pensamientos, se incorporó y subió la escalera de dos en dos. Coré dormía acuclillada, las rodillas replegadas sobre su vientre, el culo emergiendo de las sábanas que había rechazado con la luz de la mañana. Se estiró a su lado y miró el techo. Y encima esta noche, dijo ella con voz ronca. Él no respondió y bostezó. Dormía cuando ella se levantó y bajó a la planta baja, la claridad ya había abandonado sus cuartos a las sombras terrosas de un día frío y borrascoso.
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Recogió impermeable y capa, de un cajón del escritorio tomó un cabo negro y dejó la capitanía. Era de noche. Una lluvia odiosa azotó su rostro y cuando quiso ajustar el impermeable sobre su cabeza el viento se lo impidió, entonces tuvo que admitir que la violencia de las ráfagas no auguraba nada bueno. Aceleró el paso en dirección al muelle, con la cabeza descubierta, el cabo enrollado alrededor de sus caderas. El señor de las borrascas y las tormentas había desatado las aguas lisas del río y ocultado el cielo y las estrellas a los ojos de los navegantes. Lambert vio allí el signo de una tormenta manifiesta y cuando llegó al semáforo en ruinas que antiguamente indicaba la entrada de la Ensenada de Coques, en el extremo del muelle, estuvo seguro de que asistiría esa noche a un espectáculo que ya conocía de memoria y del cual, aunque estuviera hastiado de todo, no se privaría jamás. Desenrolló el cabo con el que rodeó el poste del semáforo y, poniéndose de espaldas a éste, unió las dos puntas para ceñir su cuerpo y las ató firmemente. Estibado como un cargamento se preparó a pasar la noche en esa posición, de cara al viento y a las olas que rompían contra el muelle con un bramido que sólo se calmaría con el pago del tributo debido al río. Como un odio o una pasión que no llegan nunca solos, algo grandioso se estaba preparando. Arremangó 29
su capa, miró su reloj y se dio cuenta de que habían pasado tres horas. Por más lejos que llevara su mirada, era incapaz de discernir o de imaginar una luz, incluso efímera, que viniera del faro de Punta del Padre al oeste, o de las casas de Sainte–Luce, al este. Se dijo que en tierra, los que aguardaban una calma se disponían a esperar la aurora al abrigo de la oscuridad lluviosa y ventosa en el calor suave de un hogar, mientras otros, sobre el río, ceñidos a su timón, afrontaban en la cresta de las olas o en sus depresiones vertiginosas las montañas de agua glacial y crujiente, y sin embargo todos, sin excepción, sentían en ese momento el angustioso deseo de vivir —o de morir—.
Aquí viene el río y toda su descendencia, recitó Lambert, y la evidencia se le impuso: era una de esas tormentas como las que probablemente hubo antaño en el mar Tirreno y que Eneas desafiaba, cuyo furor inagotable a través de los siglos y los mitos engendró en sus remolinos la búsqueda insensata del Pequod surcando las aguas bárbaras y alimentó los terrores invisibles de los harponeros y desató los aromas de vapor ofrecidos por las narices de Moby Dick y pobló las pesadillas de Ahab y derrotó las armadas de los balleneros y sus capitanes aferrados a sus timones, llevando sus sueños de cachalotes y de vana bravura. Y se preguntó también qué arquitecto, qué Imhotep de los fluidos levantaba murallas de olas para abatirlas contra las obras vivas de los navíos y pulverizar sus tripulaciones, y revivía con exaltación por haberlas leído y releído cien veces, las fatales convulsiones de una goleta bautizada Rond–d’Alembert estrellándose contra los arrecifes coralinos de 30
Sailaway Island, y en la noche placentaria desgarrada por la tormenta rugían también al unísono las voces de las almas despavoridas de La Méduse encallada sobre el banco de Arguin a lo largo de las costas africanas, y él creía también oír los gorgoteos de los ahogados del Empress of Ireland al recibir la extremaunción y ser sepultados por la eternidad en sus fuentes bautismales de acero y de olvido. Aquí viene..., resopló Lambert. Surgió al fin el deslumbramiento en medio de las tinieblas, entre la dilatación y la contracción de las aguas, forma viscosa que las olas hacían bambolear y que derivaba por el canal que conduce a la Ensenada de Coques, a merced de los borbotones de espuma y los silbidos del viento. Entonces Lambert se liberó de los cabos que lo mantenían atado al poste del semáforo, atravesó el muelle corriendo, impermeable en mano, olvidando la lluvia y el frío y la oscuridad que demoraba su avance, insensible a toda la angustia del mundo que lo oprimía como un náufrago se aferra a una boya. Y se hubiera dicho que a cada paso un relámpago rayaba la noche rebelde, que a cada impulso una ola lo sobrepasaba, que a cada esfuerzo él se derrumbaba. Saltó con los pies juntos sobre la playa y se hundió hasta los tobillos en la arena. Avanzó así, un pie delante del otro, buscando con los ojos el tafetán de las tinieblas que arrugaba el viento y que temblaba bajo los fogonazos de los relámpagos, y en todo ese estrépito de trueno rememoraba eso que siempre había pensado y creído: no existe el naufragio absoluto sin pasaje de un estado a otro, de eso que es a eso que será, de la vida a 31
la muerte, del recuerdo al olvido, pues todas las grandes obras son acuñadas en el molde de la muerte y las tormentas y los naufragios no son la excepción y aquéllos que allí son sacrificados regresan de lejos para no llegar a ninguna parte. Así lo había decidido el río y jamás una certeza eterna fue más implacable. La llovizna los acosaba, la niebla ahogaba las angustias. Estaban arrodillados detrás de troncos calcinados y escudriñaban el silencio de las orillas del río Negro. Fuga de las libélulas, huida de los minutos. Se habían incorporado silenciosos para avanzar en fila india, a lo largo de sus rodeos cenagosos, las armas automáticas en sus puños crispados. Chapoteo, succión de las botas en el fango. Después, tan repentino como una tormenta, un desencadenamiento de salvas y explosiones. Las mismas palabras para las mismas carnicerías, los mismos gestos desesperados para salvar el pellejo. Él los sermoneaba: Hay un tiempo para soñar y un tiempo para actuar. Agregaba también: Morir y por fin hacerse libres. Sólo tres cuerpos en la corriente de agua lo habían escuchado. Él arrancaba las matrículas militares de los cuellos abiertos y pegajosos y las metía en su bolsillo como piedras preciosas recogidas en el lecho de un río. Tres de siete hombres se pudrían en una mortaja de arena, los ojos abiertos. Se arrastraban, como serpientes cobardes en la selva, para escapar al cielo gris que los perseguía. Un cuarto hombre mecía su vientre descuartizado a dientes de serrucho por una ráfaga de fusil– ametralladora, las tripas chorreando en su casco. Me matas, me haces bien. No, no era Hiroshima. Él no 32
había olvidado, pero eso pasaba cerca de Son La, delante de los grandes fuegos artificiales y de la bendición del tío Ho y no era todavía el infierno. Llegando al medio de la Ensenada de Coques distinguió a Coré unos cuerpos adelante, la pollera mojada en la espuma, inclinada sobre un andrajo brilloso, una capa amarilla de marinero, desgarrada, maltrecha por las olas y el viento, y ante el ruido de su respiración entrecortada y muy cercana ella levantó la cabeza, lo reconoció y de común acuerdo, sin que una sola palabra fuera intercambiada tiraron hacia sí la ropa pesada por el agua y el náufrago que la ocupaba, y en los movimientos que hicieron se vaciaron las mangas llenas de agua, los brazos estaban inertes y helados, el rostro apagado, una pierna abría en la arena un surco que la resaca volvía a cerrar rápidamente, pero no giraron la otra pierna. Una sola confusión de carne viva debajo de la rodilla, de donde se escapaba una mezcla de espuma, arena y sangre. Arrastraron el cuerpo inanimado sobre la espalda a una prudente distancia del agua. Coré se sentó a su izquierda y Lambert se quedó acuclillado. Sacó de su capa un atado de cigarrillos, le ofreció uno a Coré, lo encendió con su mechero y enseguida tomó otro entre sus labios y lo encendió cubriendo la llama. Esperaron allí un momento, fumando, mudos. A pesar de los rugidos del viento y la resaca furiosa, escucharon el silencio que se insinuaba entre ellos y en ellos, tan liviano como un balanceo de colibrí en los tules de un sueño, y nadie 33
osó quebrarlo. Y sin embargo ese silencio era engañoso y alborotador y mientras las bocas desmesuradas de las olas rugían sus anatemas filisteos dirigidos a los mortales que los habían desafiado, Lambert pensó que ese desdichado marinero habría cambiado con gusto, si lo hubiera sabido, un océano entero por media hectárea de vieja tierra incultivada. Pero quién sabe qué es útil para su existencia y su destino ya que nada se comparte, todo no es más que uno e indivisible y tan inasible que no nos pertenecerá jamás. ¡Cuidado el vendaval, marinero! ¡Si no te irás al fondo!, gritaban las olas, pero era demasiado tarde. En vano el capitán: ¡Arríen el mástil de cofa!
¡Rápido! ¡Arríen, arríen! ¡Capear con la vela mayor!, pero era irremediablemente demasiado tarde. ¡Piedad! ¡Nos hundimos, nos hundimos! Y el espíritu de los aires: Capitán de la tripulación, has nacido para ser triturado y ahogado, tu destino es lamentable... Y así repitiendo en lo finito y lo infinito de sus reflexiones las voces furiosas que parecían surgir de la isla encantada de un mago y que hacían rodar y amplificaban las olas, Lambert se sintió impotente y se preguntó al fin qué pensamiento podría haber tenido, qué acto humano podría haber hecho que tuviera aún algún sentido. Pero ni un alma le sopló una respuesta, tal era su tragedia. Cuando hundieron las colillas en la playa esponjosa, Lambert se levantó y dijo: Hay que llevarlo a la capitanía. Levantó entonces la pierna ilesa con su mano izquierda y pasó la derecha bajo el muñón que seguía supurando y comenzaron a regresar lentamente a la capitanía con su carga de huesos y carnes despedazadas. Avanzaban, prudente procesión que las ráfagas de lluvia 34
y las salpicaduras de las olas hacían tambalear, Coré resoplando como una bestia de carga. Lambert sentía los tibios arroyitos de sangre y agua que se infiltraban entre sus dedos y recorrían el largo de su muñeca y pronto su mano estuvo bañada en sangre. Entonces, mientras se aproximaban adivinaron aquí y allá las escasas luces tamizadas de las casas de madera blanca que dominaban la Ensenada de Coques, los faroles de mano que el viento sacudía suspendidos en los pórticos de entrada, y abajo, mucho más abajo, agrupadas alrededor de la capitanía, las barracas con los faroles vacilantes y rojos de los pescadores. Pero ningún alma viviente. Llegaron rendidos. Coré primera, la espalda magullada, sus manos agarrando los hombros del marinero. Lambert cerró la puerta de una patada. Entraron en el hangar y dejaron al hombre en la tierra. Lambert vio un sol de noche y lo encendió, lo puso sobre un baúl oxidado. Coré dispuso boyas y salvavidas apilados unos sobre otros, improvisó una cama y tendió una manta. Allí encima instalaron al marinero aún inconsciente. Lambert fue a buscar un balde y lo deslizó debajo del muñón que colgaba fuera de la cama y que todavía goteaba, luego desabotonó la capa del náufrago y lo examinó un instante suspirando. La luz tranquila del sol de noche remarcaba sus rasgos. El hombre tenía el rostro de aquéllos que han enfrentado los cuarenta bramadores, arrugado por las salpicaduras de las olas, curtido por el sol allí donde la ruta de los alisios se hace lánguida y clemente, endurecido por un viaje demasiado 35
lento en la hoguera del archipiélago de las Azores; pero Lambert reconoció también el semblante severo de esos timoneles de trirremes infernales que no se resistían a poner grilletes o a arrojar al fondo de los abismos de Ausonie a los remeros encadenados y fue incapaz de expresar algunas palabras de compasión para este otro capitán Ahab encallado en su infortunio y su dolor, y fue a sentarse sobre el baúl, cerca del sol de noche. Cansado, encendió un segundo cigarrillo y pensó que era más fácil odiar al prójimo que amarlo. Hay que curarlo, dijo Coré. Lambert volvió junto al hombre, corrió un poco más las faldas de su capa y dejó al descubierto un equipo deportivo de algodón amarillo con una inscripción a la izquierda del pecho: Palino. Debajo, en letras itálicas, lo que pensó sería el nombre de la embarcación: Songe–de– Rio. El pecho del marinero se levantaba irregularmente y él apoyó la oreja sobre su corazón y lo escuchó latir. Es un skipper, soltó él, bien alto. Qué es eso, preguntó Coré. Un capitán, tal vez de un velero o de un multicasco. Hay que ayudarlo, dijo nuevamente Coré. Lambert meneó la cabeza y dijo que su misión no era socorrer a los nuevos predadores de los ríos y los océanos, los fanáticos de la circunnavegación. Aspirando su cigarrillo, justificó su decisión arguyendo que eso ya no era un hombre, que un marinero privado de una pierna no era más un marinero y que él, Lambert, no era más que un recolector de restos de naufragios, a ese título había hecho su trabajo, recolectar un resto de naufragio, 36
él no tenía el poder de resucitar los restos humanos ni de repararlos, pues era eso lo que le había enseñado Flanagan, y Flanagan le había repetido mil veces que los hombres también son restos de naufragios y este skipper no era la excepción. También le advirtió, si hubiera que socorrer a todos los chiflados de la tierra que escalan el Everest para salir en la tapa de los diarios, cuidar a los séquitos de motoesquiadores que surcan las inmensidades heladas de los reinos de Thule, sacar de apuros o aplacar la sed de los soldadotes que saquean las planicies arenosas del Sahara, esperando que rematen sus pretenciosos circuitos con un baño de champagne, ¿adonde iríamos a parar? No, dijo casi gritando, un resto de naufragio es un resto de naufragio, nadie lamenta la pérdida de los restos de naufragios. Coré callaba. Pensaba en los suyos, en la reserva silenciosa que había dejado, en los andrajos vacilantes que arrastraban su miseria detrás de sí. Volvía a ver los abetos cortados, las tierras que los animales de caza habían abandonado, la fuente que se había secado. Oía a los ancianos lamentarse, ¡Tshakapesh ya no está sobre la luna! ¡Tshakapesh ya no está sobre la luna!, gritaban alzando los brazos y los ojos al cielo, y lamentaban que el mundo hubiera cambiado, los hombres dormían de día y permanecían despiertos de noche, y ellos decían también meneando la cabeza que era necesario inventar nuevas historias para creer en el porvenir, y ella no sabía ya qué pensar pero recordaba lo que había dicho Tshakapesh: Vayan allí adonde van a estar de ahora en adelante. Y ella se había resignado. Él dejó el hangar. Afuera la tormenta no había amai37
nado. Se lanzó bajo la lluvia y se dirigió hacia el semáforo enfrente de las olas. Las ondas cubrían y abandonaban el muelle en un sincronismo perfecto, regulado por alguna deidad despiadada. Pronto perdió de vista las turbias luces de las casas, luego desaparecieron a su turno los faroles bamboleantes de los pescadores. Entonces se reencontró solo con sí mismo en las tinieblas sibilantes y nadie hubiera podido apartarlo de allí. Se ignoraba a los que se arrastraban penosamente entre las carpas, con el ánimo extraviado, manchados por el barro y la sangre. Transportaban al herido sobre una camilla de bambúes. El terreno irregular hacía rebotar sus tripas en el casco, una nube de insectos se arremolinaba en torno de la herida, atraída por el olor nauseabundo que exhalaba. El hombre hacía gestos de dolor, se retorcía, dolor atroz y sentimiento de vaciarse, de deshacerse en tiras finas y viscosas, de licuarse en la nada. Lo llevaban al quirófano y mientras el cirujano detrás de su mascarilla de gasa blanca trabajaba en un silencio de escalpelo y éter, fumaban, bebían y eructaban. Dormían con la boca abierta, indiferentes a las deflagraciones sofocadas de los cañonazos lejanos que doblaban los árboles y alzaban los párpados de los centinelas extenuados. A la mañana siguiente, habiendo sido relevado partía con licencia a Haiphong. Una semana para dividir, cortar, fragmentar y pulverizar el horror y la lasitud y la impotencia que acarreaba consigo como una segunda piel. Ocupaba una habitación en un inmueble lastimoso transformado en hotel, testigo 38
decrépito de la grandeza colonial francesa, y esperaba sin impaciencia a la falsa virgen tailandesa de servicio que tocaría a su puerta. Sus ojos recortados como almendras, su larga túnica de seda oscura que ella entreabría, esfinge con cabeza de muerto desplegando sus alas en el crepúsculo malva de Haiphong. Él recuperaba su instinto de cazador de mariposas. Eso era algunas semanas antes del cataclismo final, una versión edulcorada del verdadero infierno. Ella lo desvistió cortando su equipo con una tijera porque no podía levantarlo, luego le despegó los jirones de tela con mil precauciones, le secó con un paño cada miembro, fregando y limpiando cada parcela de su piel, y por cada gesto suave que hacía, le sorprendía dedicar tanta dulzura, su cuerpo era bello y vigoroso. Embebió el paño con whisky y lo friccionó suavemente, casi en cámara lenta, desinfectó su herida, vertió gota a gota un poco más de whisky sobre las carnes desgarradas y vendó el muñón con un paño de tela. La hemorragia no cedía, la tela enrojecía, la vida daba marcha atrás. El rostro del marinero recuperó algunos colores, su pulso se calmó, sus miembros se entibiaron, sus dedos se relajaron y bajo los párpados cerrados despertaron vibraciones imperceptibles venidas de zonas de su inconsciencia. Abrió los ojos y quiso hablar, pero ella posó delicadamente la mano sobre sus labios y le dijo que no se agitara. Todo va bien, todo va mejor, murmuró ella, y cubrió su cuerpo con una chalina de lana negra, levantó su cabeza, la colocó sobre sus rodillas en la quietud carnal de su pollera y le acarició la frente con 39
la yema de los dedos. Entonces le contó que había naufragado, que en Sainte–Luce el río no era más un río sino un vasto mar imprevisible y cruel, que él se había equivocado al confiar en su espejo quieto, en ese aspecto las enseñanzas de Flanagan eran claras, y para todos, navegantes, pescadores, paseantes, él había escrito cosas notables, por desgracia nadie las había leído, excepto Lambert y ella misma. Escucha bien, escúchame, decía, sos un navegante, pero ahora estás perdido, estás destruido, el río te ha llevado adonde nunca más serás llevado, entendé que ningún hombre es diferente ni está por encima de los otros, el río está siempre allí para recordárselo a quienes aparentan ignorarlo, todos estamos en lo mismo, fracasaremos, no triunfaremos jamás, y sin embargo en nuestro infortunio el río se hace garante de nuestro destino porque es más que un río, más que el padre de los ríos, es ése por quien comienza y concluye la idea misma de la vida y de la muerte y si en sus insondables remolinos nos permite imaginar la luz, nosotros no la veremos jamás. Y al murmurar esto, su voz sonaba sin reproches, como si se dirigiera a un niño. Y con el vaivén tranquilizador de sus caricias ella pronto sintió afluir el torrente de las fiebres de la angustia y del miedo, breves espasmos recorrieron los músculos del marinero, sus ojos se cerraron y se hundió nuevamente en la noche copiosa. Maternal, también lo acunó tiernamente. Con voz sombría y apasionada entonó una frasecita que se repetía a menudo en los escritos de Flanagan con respecto al río, y cuando Lambert volvió a la capitanía la oyó y entró en el hangar. Ella acariciaba la frente del marine40
ro, la cabeza apoyada sobre sus rodillas, conmovedora Pietá anacrónica de Sainte–Luce. Yo no soy ni el camino ni la verdad ni la vida, salmodiaba. Hay que dejarlo ahora, dijo Lambert. Habían subido a acostarse. Contra los postigos cerrados iban a morir los cánticos quejumbrosos del viento y el caótico crepitar de la lluvia. El río continuaba su gran obra contra la temeridad de los navegantes y ninguna frágil cáscara de madera o de acero se libraría de ella. Callados se quitaron sus ropas, mecánicamente. Al pie de la cama, el resplandor de una vela sobre sus cuerpos inmóviles. Coré cortó el silencio y dijo: Se va a morir. Morirá, replicó Lambert. Callaron por un momento. Él encendió un cigarrillo en la llama que iluminó su rostro, aspiró una pitada intensamente y fijó su mirada en el techo. Ella le tomó el cigarrillo y lo llevó a sus labios. No se puede desafiar impunemente los mares y los ríos y aquéllos que se deciden a hacerlo deben aceptar los riesgos, tal es la condición de todo éxito o de todo fracaso. Por cada vuelta al mundo que quieren hacer, los navegantes sueltan los lazos que los unen a la vida. Flanagan lo había visto claramente, al concluir que sólo la vanidad hacía mover del catre a estos zombis, y la satisfacción o el goce perverso de enfrentar los cabos de Hornos y de Buena Esperanza son muy insignificantes en relación al naufragio que les espera. Navegando con los ojos y el juicio cerrados, ellos son a la vez los verdugos y las víctimas de su destino y de su estupidez; su 41
muerte será dulce cuando la ola los lleve, sí, dulce será su muerte cuando rueden hacia el reino de las sombras y del sueño y el anfitrión tierno y terrible de esos lugares los acoja. Estás loco, dijo Coré. Soy un hombre, dijo Lambert. Mis debilidades y mis miedos son mi lucidez. Este marinero se va a morir. Vos lo rematas sin remordimiento. Hemos recogido a un skipper mutilado, medio muerto. Hago de él un resto de naufragio. ¿Se trata aún de un hombre? La muerte de un hombre no es escandalosa ni trágica, está en el orden de las cosas, cualquiera sea la forma. Desde los primeros vagidos a la vejez, su existencia no es más que una infinita sucesión de pruebas dolorosas. Traición, servidumbre, esclavitud, opresión, explotación. La muerte, comparada con esta vida de perros, es una porción de placer. ¿Quién se preocupa todavía por el hombre cuando hordas de lobos lo exterminan, ejércitos de banqueros y tecnócratas lo obligan a padecer hambre, la justicia lo degrada, el Estado lo ignora? ¿Quién cree todavía en él? En cada continente no hay sólo un hombre odiado, sino miles. No hay uno engañado, sino millones. Aceptemos sacrificarnos para cambiar la suerte de nuestros semejantes, sí, pero no para resucitarlos. Los hombres han tenido su tiempo, no son más que restos de naufragios, dijo Lambert en voz baja. El silencio se reiteró. Coré se apoyó sobre un codo y 42
luego se sentó en la cama. Esperó unos minutos, con las manos sobre las piernas. Miró ese cuerpo estirado que la luz blanca de la vela rozaba, las innumerables cicatrices resplandecientes, como lisos cráteres sobre la piel. Después se le puso encima, se instaló sobre sus muslos cuyos músculos se estremecieron y lo acarició con pequeños movimientos circulares y precisos. Escuchó su respiración que se aceleraba y se inclinó sobre él y sus senos lo rozaron y su propia respiración se hizo una con la de él. Él la tomó por las caderas y la clavó sobre su sexo erecto.
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La lluvia había parado. Aunque las ráfagas de viento eran esporádicas, no habían perdido nada de su fuerza y la temperatura no se había templado. Un día gris había comenzado y en el horizonte una barra de nubes se fundía con el oleaje color carbón. El río había arrojado algunos restos de la embarcación y sobre la playa salpicada de algas corrían unos cangrejos. Lambert recogió un aparejo de estay medio encallado, lo apoyó junto a un trozo de casco de fibra de vidrio azul. Ya había rastrillado la parte oeste de la Ensenada de Coques y esos dos vestigios del Songe–de–Rio atestiguaban la furia de la noche anterior. Luego se dirigió hacia el hotel en ruinas, en el extremo de la ensenada, desde donde salía un penacho de humo blanco. Cuando pasó delante de la galería sobreelevada del caserón, reconoció al pie de la escalera a los tres hombres sentados alrededor de un fuego, que tendían sus palmas por encima de las llamas para calentarse. Eran tan viejos como él porque habían envejecido juntos y desde que Flanagan ya no estaba allí, desaparecían y reaparecían a merced de las tormentas y de las calmas y las estaciones los llevaban siempre a su punto de partida, ese hotel en ruinas donde habían fijado domicilio y al que le habían desmantelado las paredes de madera para calentarse y a cada fuego que hacían o 45
revivían, eso que no era más que un decorado de tablones amenazaba desplomarse, se retorcía, se contraía y nada parecía tener que interrumpir ese ciclo que ellos observaban como si cada uno se nutriera de la lenta destrucción del hotel que en compensación los aseguraba con su presencia precaria y reconfortante, y estaban decididos a seguir así porque no podían dar marcha atrás y porque sólo las ruinas sobrevivían, como también ellos habían aprendido a sobrevivir, y a sus ojos el espectáculo del mundo era más encantador y doloroso que nunca y el mundo mismo se iba sin que ellos supieran adonde. Cuando Lambert se acercó, Alec, el más viejo de ellos, lo saludó, puso entre sus rodillas un recipiente de plástico, le quitó la tapa y se lo ofreció. Era un pequeño contenedor rectangular, seguramente hermético, como los que se encuentran en los barcos de pesca y en los que los marineros conservan a resguardo del agua sus alimentos o los objetos indispensables. Contenía unas galletas secas, dos hileras ya empezadas. Lambert preguntó de dónde provenía el recipiente y ellos respondieron que esa noche había habido un naufragio y que lo habían encontrado en la playa, frente al hotel. El hombre que tenía un gorro de lana cubriéndole la frente hasta las cejas, al que todos llamaban Scaph, agregó que las lanchas de la guardia costera buscaban un competidor de la regata Québec – Saint–Malo. Ya no debe quedar nada de él ni de su barquito, dijo Méga, el tercer hombre, debe estar escondido en la crujía del Empress. Estallaron de risa. 46
Miren, allá están, dijo Scaph señalando el río con un dedo. Dos guardacostas cruzaban a la altura de Sainte– Luce. Las dos lanchas navegaban a marcha lenta, paralelamente, a la misma velocidad, precedidas por una nube de aves marinas. No van a encontrar nada, dijo con certeza el viejo Alec. No encuentran nunca nada. Méga se levantó y abrió sus grandes brazos en cruz y declamó: Nosotros somos los ministros de la venganza del Río, asediamos, atormentamos, perseguimos a los navegantes culpables que perturban sus aguas apacibles y el orden del universo. Somos los guardianes benévolos e inflexibles de los santuarios del Reino subterráneo, castigamos las almas. Cerrá la boca, dijo Scaph. Todos estallaron de risa otra vez y Méga se serenó. Entonces Lambert les agradeció por las galletas y volvió sobre sus pasos en dirección a la capitanía. Cuando llegó, Coré estaba parada en el umbral, con un balde de plástico humeante en las manos. Estuve en el café. La tele dijo que naufragó sin emitir señal de socorro. La búsqueda comenzó, dijo ella, indicando hacia río adentro con el mentón. Los dos guardacostas regresaban lentamente hacia el muelle. Unas gaviotas revoloteaban sobre los mástiles y el viento amplificaba sus llantos siniestros. Lambert entró en la capitanía y metió la cabeza entre los hombros al franquear la puerta del hangar. Un olor a fermentación flotaba en la semioscuridad del lugar. El 47
marinero tenía los ojos abiertos. Lambert encendió el sol de noche y lo puso cerca del muñón, quitó la venda de tela ensangrentada y examinó la herida. Las carnes destrozadas se habían hinchado y unos coágulos de sangre se les adherían como hongos sobre el tronco cortado de un árbol muerto. El muñón exhalaba un tufo de carne en vías de putrefacción. Estoy arruinado, dijo el hombre. Lambert tomó un trozo de tela limpia, cubrió el muñón y volvió a poner el sol de noche sobre el baúl. Encendió un cigarrillo y lo deslizó entre los labios del skipper. Con una herida así, no hay nada que hacer. ¿Quién es usted? El recolector de restos de naufragios. Un marinero amputado ya no vale gran cosa. Sostenía el cigarrillo entre dos dedos temblorosos, sus ojos estaban inyectados de sangre y su rostro enrojecía. Lambert asintió con la cabeza y observó al hombre. Se dio cuenta de que la fiebre se había apoderado de su cuerpo y que no lo dejaría. Tomó la botella de whisky e introdujo el pico entre los labios del marinero levantándole la cabeza. El hombre bebió y tosió, bebió jadeando una vez más y volvió a toser cuando Lambert apoyó la botella. ¿Qué va a hacer conmigo? No sé. No quiero vivir con una pierna. No, seguro, lo vamos a ayudar, dijo Lambert retrocediendo hacia la puerta del hangar. No se vaya, suplicó el skipper. 48
Bien, suspiró Lambert. 1959, hospital militar de Bourges. Siempre mutilado, mortificado. Un paracaidista inválido e inmovilizado ya no es un paracaidista, aunque sea sargento mayor. Leía el France–Soir. Cuando alzaba la vista, los caracteres negros se desvanecían en la luz cruda por encima de su cabeza, el eco de un fuego artificial atravesaba débilmente las paredes de su habitación y los murmullos del pasillo lo sobresaltaban. Al pie de su cama serpenteaban unas trincheras en las que se amontonaban muertos y heridos. Por la ventana entreabierta percibía el manto verdoso de las pasturas para elefantes que cubrían las arroceras en barbecho. Cuando la enfermera arreglaba las flores en la jarra sobre la mesa de luz, él apartaba la vista. Ella le ofrecía un librito, La vía real, cuya tapa ostentaba un cráneo de gaur con una estrella de sangre entre los dos cuernos, y esa sangre manaba hacia la nada de las fosas nasales. Él lo hojeaba, unas frases por allí y otras por allá, dos personajes enigmáticos, un aventurero inquietante y un saqueador de bajorrelieves, la selva camboyana, los templos de Angkor, las tribus rebeldes. La verdadera muerte, decía Perken, es la decadencia. Cerraba el libro, lo apartaba para escapar de ese cráneo con la estrella roja y se mordía los labios. Pero detrás del enrejado de las líneas, sobre la pantalla amarillenta de las páginas, de Cao Bang a Long–Son surgía una sola línea de fuego, collar de ensordecedoras rosas incendiarias y explosiones de obús que engarzaban unos diamantistas vestidos de luto, bazuka al hombro, granada entre los dientes, fusil en mano. Y deslizándose bajo los 49
alambres de púa los Bo Dois sonrientes con sus largas cañas de bambú atiborradas de explosivos. Con el ruido de las persianas que una mano bajaba o levantaba le llegaba una vez más el crujido de los machetes cortando los yuyos altos y huyendo de las cuevas cavadas en las colinas, los clamores de los cañones de 105 mm lo enloquecían, pero su habitación de hospital no era un fortín a conquistar. Zozobraba, perforado por espinas de metal. Voluptuosidad y sufrimiento de la esfinge cabeza de muerte. Era el 7 de mayo de 1954, todavía era de día, su infierno se llamaba Dien Bien Phu y el camarada Giap le había reservado sus más bellos lamentos. Se instaló en el suelo, pegado al baúl, apoyó su atado de cigarrillos y su encendedor al alcance de la mano. Entonces le habló, como se hubiera hablado a sí mismo, le dijo que él, Lambert, ése era su nombre, no había hecho nunca en su vida más que un viaje y ese viaje lo había conducido a ese maldito pueblo de pescadores, Sainte–Luce, y desde hacía casi treinta años no había cambiado de sitio, sólo su imaginación viajaba. Había aprendido a atravesar todos los mares, todos los océanos del globo, inmóvil, sentado o parado en la punta del muelle, cerca del semáforo, con buenos o con malos vientos, y el horizonte que descubría cada día era la suma de los horizontes del mundo que no había visto jamás, pues todos los horizontes se parecen y se reúnen en una simple línea frontal, una barrera que escalaba sin esfuerzo y eso valía por todos los viajes en solitario y las regatas de vuelta al mundo. 50
Le dijo también que siempre se había preguntado qué era lo que hacía correr a las personas como él, que giraban en círculos y no veían más lejos que la proa de su galera. Los despreciaba, sí, por todas esas razones. Tal vez él no comprendiera lo que sentía, pero era necesario que se lo dijera. Si al menos ustedes navegaran en silencio, como para que se los olvide un poco, pero no, casi gritó Lambert, siempre tienen que volver sobre el tema, hacer que se hable de ustedes, como si el mar les perteneciera. Los viejos lobos de mar eran más discretos y no por un centavo, estaban por encima del mercado. Agregó que él, Palino, era tan responsable de ese circo como sus semejantes, pero que en justa compensación, la lógica ordenaba que él no regresara de su periplo, él debía ir hasta el fin, porque frecuentemente un skipper muerto es más valioso en la Bolsa de las sensaciones que un marinero vivo y la gente ama a los héroes y así sobrevivirá, y su recuerdo será arrojado como pastura para los futuros predadores que surcarán los mares y los ríos. Tal vez no comprendiera, una vez más, lo que él, Lambert, sentía, pero no tenía el derecho de desilusionarlo: trataría de ayudarlo a bajar el río, sin discusión ni ruido, suavemente, con humanidad e indulgencia, pues él siempre cumplía sus misiones, incluso si debía ejercerse violencia, y ese momento llegaría pronto, cuando la fuente que mana gota a gota de su muñón se hubiera secado y hubiera desaparecido en la tierra apisonada de su hangar, ya que ése es el sencillo destino de los restos de naufragios. El skipper, había perdido el conocimiento. Lambert apagó el sol de noche, tomó sus cigarrillos, se levantó y 51
salió. Flanagan habría dicho lo mismo que yo, pensó mientras se alejaba. Ebrio de oleaje y sin embargo, abierto al horizonte como una Vía real que al mirar detrás de la calma aparente de la selva dejara al descubierto sus osarios de pueblos muertos y de lianas, el río crecía y se hundía en un estrépito ensordecedor delante de Lambert, con la mente en otra parte. Lamentaba haberle hablado así al skipper. Si bien él no tenía nada que probar, se dijo, encogiéndose de hombros, que no era posible vivir en un sueño y que los actos de nuestra vida pasada y presente eran los testimonios indiscutibles de la condición del hombre. No importa qué se haga con la vida, la obsesión de la muerte estaba siempre presente, una evidencia que el skipper había ignorado: había llegado adonde todo terminaba, como en una pesadilla, sin posibilidad de dar marcha atrás. Y Lambert comprendió entonces el surco que lo separaba de ese hombre: al no esperar nada de la existencia, la acción y el sentimiento de participar de la vida que va haciéndose se le revelaron como una verdad absoluta, aun si su reclusión en ese pueblo insignificante de la costa sur del Saint–Laurent la invalidaba. Se le figuró claramente que el marinero era el juguete de su propia vida: el hombre vive en el absurdo frente a la inmensidad del cosmos y para evitar la duda y la inercia, su reflejo es huir, escalar montañas, atravesar los desiertos de hielo o de arena o dar la vuelta al mundo en catamarán.
Actuar en lugar de soñar. Esas cinco palabras habían surgido de su memoria sin que él pudiera vincularlas 52
a algún recuerdo, cercano o lejano, que los años hubieran sepultado para desenterrarlo en ese instante preciso. Entonces concluyó que el skipper vivía en un sueño. Estaba totalmente convencido de que la aventura no siempre había servido para alimentar los sueños de quienes se dejan tentar por ella, y aquél que se había entregado mucho antes que él a estas reflexiones, setenta y siete años antes, había afirmado que también era posible batirse por ideas pues tal era la aventura suprema, pero los tiempos y los hombres habían cambiado esa manera de ver las cosas. Y reflexionando así en la punta del muelle, detrás del cortinado de la lluvia que había vuelto a caer, Lambert adivinó los contornos de un transatlántico jadeante, cuyas dos chimeneas soltaban negros humores tumultuosos; entonces recordó una vez más y su mirada penetró más allá de las fronteras del cielo y del río y sobre la imagen que se agrandaba imperceptiblemente se superpuso, como un holograma, el espectro del Cambodge navegando hacia Singapur, abriéndose paso por entre un telón de perlas de agua en las humedades agobiantes de un atardecer de monzón, y sobre el puente superior distinguió dos siluetas que discutían apoyadas en el empalletado. Uno nunca hace nada de su vida, decía Perken.
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La tarde se terminaba. Poco antes del ocaso, cuando los primeros gemidos de la noche se confundían con los hervores de la espuma sobre la arena y las cosas se desvanecían en la oscuridad, Lambert volvió a atravesar la Ensenada de Coques en dirección del hotel en ruinas, desde donde una débil luz emitía unos destellos. Era difícil caminar sobre la arena llena de agua y las huellas de sus pies trazaban detrás una pista efímera que la arena tragaba enseguida. Una bruma venida de río adentro lo ocultaba y lo restituía a la playa como se entra y se sale sin interrumpir por entre los bastidores de un teatro y en ese ballet incesante él sentía la sensación nauseabunda de descomponerse, y luego de reconstituirse en otro cuerpo e insertarse en otra realidad, como si su apariencia fuera sólo transitoria y engañosa y su sombra lo hubiera liberado de la insoportable pesadez de la materia, pero pronto la noche recubrió todo y hasta el nombre de todo y su sombra fue atrapada por eso más oscuro que ella y de su imagen pronto no subsistió más que una imperceptible sensación térmica, ya que él había caminado forzando su marcha y cuando pasó delante del fogón se convenció de que sus reflexiones no tenían ningún sentido. Se detuvo antes de llegar al halo de luz. Los mismos hombres de la mañana tendiendo sus palmas sobre el 55
fuego, los mismos escalofríos agitando sus hombros. Luego otro hombre surgió desde atrás del círculo de espaldas encorvadas y manos ofrecidas a las llamas. Buenas noches jefe. Lambert lo reconoció por su voz y lo saludó: Buenas noches capitán. El hombre rodeó las sombras envueltas de humo, se acercó a él tanto que sus hombros se tocaron. Estiró el cuello y recitó: Songe–de–Rio, catamarán. Se hundió ayer por la noche frente a Punta del Padre. Skipper de nacionalidad italiana, un tal Palino. ¿Ha recuperado alguna cosa, Lambert? Un aparejo de estay, un pedazo de casco, ningún ser vivo, capitán. Mis hombres encontraron una parte de un miembro inferior derecho, seccionado bajo la rodilla. Sacó de su bolsillo un jirón de algodón amarillo desgarrado, salpicado de manchas de sangre que el agua había desteñido. Lambert examinó rápidamente la tela y sacudió la cabeza. Nada, nada más que unos restos. El oficial suspiró girando sobre sus talones. Avíseme cualquier cosa, dijo. Luego su silueta se sumergió en la noche, detrás del hotel. Scaph levantó con sus pies un cuadrado de chapa acanalada y lo acomodó equilibrándolo sobre las piedras que demarcaban el fogón. Alec rompió un paquete marrón y sacó uno tras otro tres muslos de pollo. Los extendió meticulosamente sobre la chapa. En contacto con la chapa un chirrido cortó el silencio de la noche y volaron unas 56
ramitas y un olor a carne quemada hizo palpitar sus fosas nasales. La guardia costera, dijo Méga, no ha encontrado nada. Tome jefe, mire, esto es para usted. Lambert se acuclilló cerca de él y esperó. El hombre abrió su mochila andrajosa y deslizó delante de él un objeto embalado en un papel aceitoso. Lambert lo desenvolvió y reconoció, apenas más grande que un cuaderno escolar, el libro de a bordo del Songe–de–Rio, cuyas letras impresas se desplegaban en el centro de la tapa. Mutis, boca cosida jefe, resopló Alec apoyando un índice sobre sus labios. Mutis, boca cosida, repitió Lambert. Después se apartó del halo de luz, se precipitó en la oscuridad, evitó la mole negra del hotel en ruinas y retomó la ruta nacional apurando el paso. Ella lo esperaba fumando delante de la puerta de la capitanía. Él se sentó juntando sus rodillas contra el mentón y hundió sus ojos en la noche. Todavía está lúcido, dijo Coré. Lambert seguía mirando la oscuridad y la punta de la Ensenada de Coques. Se podía percibir allá el ballet mudo de cinco haces de luz que avanzaban en línea rastrillando la playa. Los guardacostas siguen allá. Quizá le queda uno o dos días de vida, no pasará de eso. Lambert se levantó, entró a la capitanía y empujó la 57
puerta del hangar. Fue tanteando hacia el baúl, frotó su encendedor y cuando la llama del sol de noche se elevó, el rostro pálido y sudoroso del skipper surgió de las tinieblas como una piedra de luna. A pesar de la fiebre que lo consumía, el marinero respiraba tranquilamente, los brazos descansando a lo largo del cuerpo, bajo la capa de lana negra. Abrió los ojos con una lentitud desesperante y resopló: Es usted. Lambert se arrodilló cerca de él y levantó la capa. El muñón no sangraba más y un indefinido líquido purulento goteaba de la venda. Era tal la inflamación que ahora llegaba a la cadera y la gangrena que lo infectaba se propagaba sorda y tórrida por todo su cuerpo y lo acompañaría inexorablemente hacia la muerte. Desplegó la venda y la dejó caer en el balde, debajo del muñón, luego volvió a poner la capa y regresó a sentarse en el suelo, contra el baúl oxidado. Está sufriendo, no hable, dijo. Encontré el libro de a bordo del Songe–de–Rio, el agua borró todo. El skipper entornó los párpados. Las punzadas, que trepaban desde la punta de su pierna mutilada a la cadera, crispaban los músculos de su rostro. Sólo el sufrimiento me liga a la vida todavía. En adelante todo me lleva hacia la muerte. Tengo la impresión de descomponerme. Quizá la conciencia también se descomponga, mucho antes que el cuerpo, dijo Lambert. Usted detesta a las personas de mi especie. Usted no sabe nada de mí. Empecé a navegar a los diez años, mis padres vivían en un pueblo de pescadores, cerca de 58
Ravena, sobre el Adriático. Siempre me fascinó el mar. A los dieciséis años, construí un pequeño barco crucero con mis manos y seguí la costa hasta Calabria, atravesé el estrecho de Mesina y navegué sin escalas hasta Genova, adonde tiré el ancla. Luego de un día de descanso, volví a hacer el mismo trayecto, en sentido inverso. No fue una proeza, pero desde entonces nunca he dejado de navegar. Cómo explicar esa emoción. Es visceral. Estar en el mar, no es como estar sobre la tierra o en el aire. Está el barco, los movimientos que desplazan la línea del horizonte, el viento en la cara, el cielo. Me identifiqué muy temprano en esos lugares, mares, océanos, ríos. Esto a usted lo hace reír. Siempre tuve la suerte de navegar. Regresar adonde se ha soltado las amarras, al puerto de matrícula, es un placer incomparable, una emoción excesiva. Una aventura, sí, sin ninguna duda, pero yo no soy un engañamuerte. Ésta es la prueba. Una fuga en el sueño, dijo Lambert incorporándose. Se inclinó sobre el skipper, introdujo el pico de la botella de whisky entre sus labios. El marinero bebió largamente sin tomar respiro, luego Lambert encendió un cigarrillo. Hacer la vuelta al mundo, es genial. Siempre me voy a acordar de mi primera regata a vela alrededor del mundo, en solitario. El cruce del Océano índico. Uno no se bate contra el océano, sino contra el viento, las olas. Fue muy duro, lloré allí. Radio rota, riel de vela mayor dañado, tuve un miedo terrible. Pero fue fantástico. Hice escala en una bahía de Tasmania para tratar de hacer las reparaciones, durante dos días. El mar se había calmado, el viento había parado, miles de pájaros se 59
posaban sobre el agua cerca del catamarán, levantaban vuelo y volvían. Una poesía increíble, uno cree estar en otra parte, uno está en otra parte. Todo eso, son momentos de sueño y de exaltación. Pero tengo la costumbre de hacer mi trabajo seriamente. Soy un skipper profesional, también un aventurero de los mares, me encanta estar a la cabeza, adelantarme a los otros competidores. Mi felicidad, es estar allí adonde hace falta y cuando hace falta, preferentemente primero. Se debilitaba, quedaba sin aliento. Lambert lo detuvo con un gesto de la mano, se levantó y le vertió una vez más whisky entre los labios. Luego volvió a sentarse contra el baúl. Entonces le habló suavemente, le dijo que le creía, pero mientras más reflexionaba sobre sus palabras, más pensaba que él huía de la comunidad de los hombres, de sus responsabilidades. Estar a miles de millas de todo no lo hace a usted más fuerte ni más rico, no lo acerca a los otros. Se puede incluso comprender la perseverancia, la energía, la resistencia, pero volver siempre al punto de partida, dar vueltas en círculos, evitar el enfrentamiento, buscar la soledad... Hubiera querido que supiera que no ganaba libertad alguna navegando así, no, él corría detrás de ella. En este caso, prosiguió, nos parecemos un poco: yo también, hago correctamente mi laburo, tengo energía, resistencia de sobra, sin embargo no evito el enfrentamiento, no giro en círculos, persevero, pero en lo que nos alejamos uno del otro, es que usted da la impresión de querer escribir su biografía, sus proezas me fastidian, esa sensación de admirarse, de contemplarse en un 60
espejo, las regatas heroicas, todo ese quilombo, ¿no cree que los hombres tienen algo más que hacerse los... los héroes negativos? ¡Y encima, usted siempre quiere ser el primero! Yo siempre llego al último, cuando todo está terminado, cuando nada más palpita, cuando las carnes están frías y los cuerpos rígidos, cuando la conciencia está encallada para siempre en sus propias tinieblas. Lejos de experimentar felicidad alguna, no siento más que la despiadada angustia de la muerte. Sainte–Luce o el Océano Indico, es lo mismo, una soledad idéntica, un mismo renunciamiento pero no la misma finalidad. La libertad, repitió Lambert recalcando sus palabras, usted corre siempre detrás de ella. Sin gloria ni brillo. Usted es un poco el vacío de los puertos deportivos, el marinero de agua dulce que alardea en las terrazas de los cafés cuando cae la noche melancólica sobre los tres mástiles inmóviles, usted es el ocio de los que no esperan más nada de la aventura. Usted no acepta la idea del fracaso y su búsqueda de la libertad es una ilusión suprema. Entonces le preguntó qué significaba para él llegar, llegar al puerto de matrícula, pero el skipper no respondió. Bueno, dijo Lambert, bueno, entendámonos bien. Usted siempre quiere ser el primero. Eso significa ganar tiempo. No se termina primero si no se gana tiempo sobre los otros, sobre sí mismo. Llegar, decía Perken, es perder el tiempo. ¿Comprende? El skipper tenía dificultad para mantener los ojos abiertos. Lambert le dijo que los cerrara. Si la llama le hace mal, puedo apagarla, agregó casi afectuosamente, nunca se habla mejor que en la oscuridad, la oscuridad 61
está en el origen de todo. Perder el tiempo. Perken era también, a su manera, un navegante, un aventurero de los mares del Sur. Remontaba los ríos que no tenían nada de impasibles, guiado por una sola obsesión: luchar contra la muerte, última decadencia. Su catamarán era una vulgar carreta tirada por unos búfalos con cuernos relucientes como dos medialunas de marfil, su travesía no era un viaje de placer, la Vía real era su océano, la ruta que entonces vinculaba Angkor y los lagos en la cuenca del Menam; sus escollos y sus olas devastadoras, la mugre de insectos que atormentaban a hombres y bestias día y noche, la fiebre del bosque, los Mois rebeldes, los pueblos con paludismo, el cielo pálido de la noche de Asia, sofocante y amenazadora. Y su destino, las capitales polvorientas e infestadas de lianas y mosquitos sin nombre, las ciudades muertas de Camboya. ¿Y el Océano índico, suspiró, cuánto pesa el Océano índico cuando su misión es buscar un camarada desaparecido en un país hostil, cuando las acciones de un hombre están ligadas no a la hazaña, a la confirmación de los valores establecidos, sino a la certidumbre de que servirán para algo siempre que se tenga conciencia de su vanidad? Perken no ignoraba que no saldría vivo de su aventura, porque ésta resurgía una vez más, nuestra aventura, Palino, y si en la angustia de la muerte Perken encontraba la fuerza para batirse, sabiendo su fin ineluctable, no pensaba en ella para morir sino para existir. Esto es lo que significa perder el tiempo, skipper. Usted que siempre quiere ganar, conformarse con la idea que tiene de sí mismo, sin comprometer a nadie más que a usted mismo, esta vez no conocerá la paz ilu62
soria del vencedor. No hay héroe sin causa, le aseguró Lambert en voz baja, y su causa ni siquiera es tal. El marinero se había desvanecido. Lambert se levantó, tomó del bolsillo de su chaqueta el libro de a bordo del Songe–de–Rio y lo acomodó sobre una repisa. Luego apagó el sol de noche y entornó suavemente la puerta del hangar. La capitanía estaba silenciosa. Desde la ventana vio que ya no llovía. Unas borrascas constantes barrían el cielo negro, algunas estrellas centelleaban sobre la Ensenada de Coques y sobre el río relativamente calmo, la silueta gruesa de una barcaza cortaba la línea del horizonte.
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En primavera, cuando la temperatura era más suave y los rayos del sol se consagraban a los hexaedros resplandecientes y helados que obstruían la entrada de la Ensenada de Coques y toda esta cristalina mecánica aleatoria se balanceaba sobre la cresta de las olas antes de fundirse para siempre en las aguas del río, él los veía colarse hasta la playa, así como los habían divisado antes que él su padre y el padre de su padre, cascos reventados, mástiles quebrados, empalletados amputados, velas desgarradas, botes salvavidas deshabitados, carnes violáceas y vientres hinchados. Y sin apurarse, con la vista clavada en la playa los enumeraba, los recolectaba, pues ya no era tiempo de flaquear y el rumor de las olas agonizantes a sus pies le impedía renunciar y encontraba el coraje suficiente para perseverar, cumplir cuidadosamente con su trabajo, tal como antes que él su padre y el padre de su padre lo habían hecho y le habían enseñado, y él nunca había dudado de su misión porque por encima del cielo y en el cielo estaba el río y en el azul donde uno y otro se enfrentaban, el horizonte que separaba a uno del otro pertenecía a uno y al otro sin distinción y Flanagan no ignoraba que allí comenzaba y terminaba el Reino de las sombras como surgía y se borraba la idea misma que de aquél él se hacía. 65
Padre, padre, gritaba entonces en dirección al río indiferente que se removía en él, ¿a qué naufragio estoy destinado, por qué resto de naufragio tendré que abandonarte?
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Recorrió la playa de la Ensenada de Coques como lo hacía cada día, desde hacía casi treinta años, registrando aquí y allá con la mirada la arena y entre las algas rojas que la resaca había tejido en ramos rebuscados. Unos cangrejos se abrían camino entre las sombrillas de medusas muertas y unos restos de madera forrados de moho. Un día rosa y azul había comenzado y de nubes ninguna huella, de viento ningún indicio. A medio camino, se desvió a la derecha hacia la ruta que bordeaba la ensenada y subió los escalones que llevaban al paseo y se dirigió hacia una casa blanca. Caminando encendió un cigarrillo y aspiró la primera pitada profundamente, un poco con lasitud. Empujó la puerta de entrada que se cerró sola detrás de él y fue a sentarse cerca del ventanal que dominaba la playa y deslizó sus cigarrillos sobre la mesa sin hacer ruido. La vieja detrás del mostrador echó café en una taza y se lo llevó arrastrando los pies, acercó la silla frente a él, se instaló y lo miró. Sus pequeños ojos grises rodeados de arrugas, sus labios cerrados y finos como dos hojas de tabaco marrón cosidas una contra la otra, sus manos rojas deformadas sobre la mesa. Tomó su café y cuando terminó, ella entreabrió la boca, suspiró y dijo: Por lo que yo sé, han suspendido las búsquedas. Des67
pués de dos días, no más esperanzas, eh. Empujó la taza entre las manos rojas y le pidió otro café. Una vez más ella se levantó suspirando y retornó hacia el mostrador. Volvió a llenar la taza al ras y, al regresar, tomó al pasar un diario que puso cerca del cenicero, con la taza. Está escrito en el diario. Un valiente marinero, pero con algo así como una pierna menos, es mala señal. Lambert no abrió el diario. Meneó la cabeza y acercó la taza a sus labios y bebió de a sorbos. Apretó los cigarrillos en una mano e inclinó la cabeza hacia el mostrador. A la izquierda, un armario sin puerta con estantes, y allí bien ordenados artículos de pesca, tanza, anzuelos, carretes, moscas, productos de primera necesidad, paquetes de galletas, de cigarrillos, de tabaco de mascar, cola de carpintero, rollos de tela para hacer vendajes, tintura de yodo, aspirinas, escarbadientes. Se levantó, fue delante del armario, eligió unos rollos de tela para vendas, un pote de cola y un paquete de Player’s y los puso sobre el mostrador. Provisiones, dijo. Luego agregó: Dos frascos de alcohol de quemar. La vieja lo observó con sorpresa y arqueó sus cejas, revolvió bajo el mostrador y puso encima dos botellas de plástico llenas hasta los dos tercios de whisky de contrabando, una bolsa de papel que desarrugó y en cuyo fondo puso las provisiones. El invierno será duro, eh jefe. Asintió acomodando la bolsa bajo un brazo y tendiéndole un billete de cincuenta dólares. Oh, dijo la vieja. Le dio el vuelto que él hizo desaparecer en el bolsi68
llo de su chaqueta y salió sin apurarse, los ojos arrugados de la vieja en su espalda, penetrantes. Bajó los escalones para alcanzar la playa y tomó la dirección del hotel en ruinas. En el horizonte, la línea malva de la costa norte del río huyendo río arriba y río abajo. El cielo ahora más azul, el aire menos fresco, más viva la luz. Más que nunca ese silencio estridente en los vellones desgreñados de la espuma y esos chirridos de aves marinas y esos meandros oscurecidos de la conciencia de un hombre oyéndose implorar eso que no existe ni subsiste sino con la palabra: Denme suficiente crueldad y voluntad, tengo miedo de no poder continuar. Llegó una vez más a las inmediaciones del hotel y se convenció de que ésa sería la última. Un olor a ceniza fría lo guió hasta los tres hombres. Tendidos en torno al fogón apagado, magma de cuerpos envueltos en grandes mantos negros, apretados uno contra otro, dormían. Juntó unas ramas pequeñas en los alrededores y las apiló sobre la ceniza y con un papel de diario hizo unos bollos que repartió entre las ramas e hizo girar el engranaje de su encendedor. Las ramas crepitaron débilmente al principio, luego más fuertemente y las primeras llamas lamieron los palitos. Agregó unos listones de madera de la galería en ruinas y el fuego se impuso, unas ondas suaves invadieron la zona en un amontonamiento de humo blanco. Scaph se despertó primero, luego el viejo Alec, después Méga. Mi Dios, dijo este último, hola jefe, temprano esta mañana. Lambert removió el brasero con un palo y giró los listones de madera. Sus gestos disiparon 69
el humo al ras del suelo y los tres hombres tosieron al unísono. Qué es lo que pasa jefe, preguntó Alec. Un laburo difícil para ustedes, esta noche. Se consultaron con la mirada. Scaph arriesgó una pregunta: ¿Para hacer qué, jefe? Lambert explicó que tenía un paquete para despachar a la otra orilla, a la Punta de Betsiamites. Pesado y frágil, sólo un pequeño esfuerzo que hacer. Entre cuatro, precisó, sería más fácil llevarlo, desde la capitanía a la punta del muelle, adonde su bote estaría amarrado. Deberían estar allí justo a la medianoche y había que hacerlo rápido, el río estaba ancho y tenía que atracar en la punta al amanecer. Pescó en su saco un frasco de whisky que plantó delante de la mochila de Alec y éste no dijo nada, levantó el cuadrado de chapa acanalada y lo instaló sobre el fuego. De su mochila retiró una bolsita de plástico cuidadosamente plegada, la desplegó y con desgana tomó con la punta de los dedos unas lengüetas de panceta que extendió sobre la chapa. Habrá otro frasco después del laburo. Mutis, boca cosida, dijo Scaph enfundándose su gorra de lana hasta las cejas y sonriendo, con aire satisfecho. Lambert repitió: Mutis, boca cosida. El olor de la panceta que se doraba le dio asco. Encajó bien su bolsa bajo un brazo y regresó hacia la playa. Desde los tragaluces de los pescadores en las galerías de las casas blancas que dominaban la ensenada aplastada por la luz de la mañana, sintió que lo observaban y se apuró, pasan70
do por encima de ramilletes marchitos de medusas, evitando las columnas de algas de exhalaciones fétidas y yodadas, como si hubiera allí a su lado otra presencia que desconocía. Escuchaba las voces que su conciencia repetía y no lo aliviaban. Decían: Todavía es tiempo de renunciar. No tenía el valor para eso, debía perseverar y se acordaba del consejo que Flanagan le había dado para cuando uno se siente flaquear y la duda se instala: No comprometerse jamás, perseverar, mantener la cabeza fría, ejecutar y terminar el trabajo con cuidado y minuciosidad. Levantó los ojos al cielo y el azul lo encegueció. Cielo por encima de todo y en todas las cosas, sin posibilidad de liberación. Y bajo el cielo el río, y en el río el cielo, y por todas partes esta impotencia, esta incapacidad de librarse de ellos. Cuando llegó delante de la capitanía, dudó un instante y luego empujó la puerta. Apoyó su bolsa sobre el escritorio, entró al hangar, primero la cabeza en la penumbra, el olor a corrupción y descomposición. Observó al skipper. Expresión de un rostro devastado, sin afeitar, párpados cerrados sobre un mundo informe, aliento inaudible anunciador de un silencio más profundo que el letargo, cuerpo ofrecido a la rigidez. Se acercó al baúl oxidado, levantó la tapa y tomó el bote de dos plazas plegado sobre sí mismo como un ofidio en sus anillos. Debajo del bote inflable, encontró los dos remos y la bomba a pedal. Volvió a cerrar la tapa sin hacer ruido y dejó el hangar con sus cosas en los brazos. 71
De un cajón del escritorio escogió un cabo flexible con el que ató el bote, se lo echó sobre los hombros y salió. Avanzaba lentamente hacia la punta del muelle, su paquete negro a caballo sobre los hombros, los remos y la bomba en una mano. Las voces de su conciencia se habían callado. Él se decía que nada hubiera podido legitimar el fin de un hombre, excepto tal vez su existencia. En el silencio estrepitoso de la mañana, al pie del semáforo, se liberó del paquete y dejó caer al suelo los remos y la bomba. Desplegó el bote neumático desinflado en el suelo y conectó el caño flexible de la bomba a la válvula del bote, situada sobre la borda de popa. Con las rodillas flexionadas comenzó a bombear y su sombra envolvió el bote inerte y sus gestos perforaron la sombra de furtivos relámpagos de luz. Eran los mismos movimientos que Flanagan ejecutaba antiguamente y que éste había aprendido de su padre y del padre de su padre y como antes cuando su memoria intentaba penetrar las tinieblas, Lambert comprendió que una dinámica idéntica y eterna regulaba la frecuencia, la fuerza y el equilibrio de sus actos. Ya no se sintió solo y tuvo conciencia de que hacía algo más que inflar un bote neumático y repetir unos gestos insignificantes, le pareció realizar un ritual que excedía la simple ejecución de una tarea banal y participar de una empresa más vasta aun que lo sumergía, cuyo sentido y armonía se le escapaban y de la cual no imaginaba poder sustraerse. Así bombeó regularmente, escrupulosamente, y como un pulmón enorme que aspira sin espirar nunca, la embarcación tomó forma y el fondo y los flancos se 72
endurecieron. Cuando terminó, ató firmemente un extremo del cabo al semáforo y anudó el otro al aro fijo a la proa del bote. Lo arrastró sobre el borde del muelle, lo hizo bajar verticalmente por la popa hacia el río y al contacto con el agua el bote se puso en posición horizontal haciendo unos breves chapoteos. Lambert recuperó los dos remos y los arrojó al fondo del bote. Entonces se encontró solo sobre el muelle y regresando hacia la capitanía vio las cabañas de los pescadores aplastadas por el sol, y más alto las casas de madera blanca y en el cielo una bandada de gaviotas que daban vueltas sin sentido por encima de la Ensenada de Coques. De regreso en la capitanía, se sentó en su escritorio, desplegó una carta batimétrica y la examinó pensativamente. El silencio no lo sorprendió y supuso que Coré aún dormía. Un imperceptible olor a podredumbre flotaba en el aire, detrás de la puerta cerrada del hangar el skipper se apagaba. Enrolló la carta, la acomodó en un cajón y subió al primer piso. Hacía calor a pesar de las ventanas y los postigos medio abiertos. Coré había empujado las sábanas al pie de la cama. Se había puesto un camisón hecho con sábanas viejas color cera amarillenta y excepto su rostro y su cabello, las formas de su cuerpo se fundían con las olas arrugadas de las sábanas. Se desvistió, se tendió cerca de ella y suspiró. Se despertó al final de la tarde con el presentimiento de que de allí en adelante las horas estaban contadas. Echado, encendió un cigarrillo y miró el techo. Después de un momento se levantó, abrió del todo la ventana, 73
arrojó afuera la colilla de un tincazo y luego se vistió y fue a la planta baja. En el hangar, Coré arrodillada junto al skipper, limpiando su frente con una esponja. Había guardado su camisón y a la luz del sol de noche parecía una criatura medio humana y medio fantástica, nacida de las tinieblas. Lo escuchó aproximarse y le dijo en voz baja sin volverse: No le quedan más que algunas horas. Lambert apoyó una mano sobre su nuca y le pidió que se levantara. La condujo cerca del baúl y allí se sentaron los dos, con las piernas cruzadas. Le habló lentamente. Ella escuchaba sus palabras y a veces movía la cabeza. El skipper, decía él, va hacia la muerte. Debemos ayudarlo a culminar esta última travesía sin tropiezos, con mucha calma. Necesita ir hasta el final, con serenidad. Ignora lo que le espera, pero todavía siente la necesidad de controlarse, de no abandonarse. Démosle un poco más de vida, un poco de amor por una última vez. Con la muerte, es la única cosa que todavía nos hace vibrar. Había hablado sin convicción. Un flujo de imágenes le devolvió el cráneo de gaur con la estrella roja y las últimas horas de Perken, vencido sobre su estera, su angustia, y aunque no hubieran sido ni el deseo ni la gangrena los que habían llevado al aventurero hacia la pequeña prostituta laosiana, sino su propia muerte inminente, y aunque él hubiera sido consciente de que esa última satisfacción era irrisoria, sabiendo que nunca se posee sino lo que se ama, Lambert vio en Palino el reflejo impalpable de Perken y en la proposición que hacía a Coré el esbozo de una conmiseración que reprobaba, pero no tenía otra cosa para proponer que la ofren74
da de un cuerpo cuyas sensaciones serían extrañas para el skipper, y en medio del tumulto que zumbaba en su cabeza, escuchó a Perken, la voz ahogada de Perken que le respondía en eco: Lo esencial es no conocer a la pareja. Que sea simplemente: el otro sexo. Entonces Lambert se mordió los labios y su obsesión recayó sobre sí. Ella dijo sí. En la intensidad del silencio que siguió y que los muros del hangar repercutieron, él agregó: No es para divertirse. Ella acercó una escalerita y subió y sus manos desataron, suspendidos por sus arneses a una viga del techo, dos parapentes que habían rescatado detrás del cementerio. Eran unos paracaídas rectangulares, lustrosos como seda, hechos de paños de tela blanca cosidos entre sí y atados por sus extremos a un arnés. Desató los arneses y con una tijera cortó los paños a lo largo siguiendo las costuras. Enseguida, subida a la escalerita, ató los paños de tela a la viga maestra que estaba encima del skipper, y cayeron acampanándose en torno a su cuerpo como las umbelas de una flor gigantesca. Escuchó distraídamente a Lambert que se agitaba en la penumbra, acomodando en los estantes los objetos que colgaban. Tomó de una cesta una caja minúscula de lata llena de granos de adormidera, que vertió en un mortero y aplastó con el dorso de una cuchara. Sus gestos eran precisos y solemnes y se puso a cantar a media voz y su timbre era bello y severo y majestuoso como el de una reina de las sombras. 75
Lambert encendió otro sol de noche que afirmó a una viga y en su llama quemó unos palillos de incienso, que plantó un poco al azar en la tierra apisonada del hangar. Entonces, con el olor a putrefacción que flotaba se mezcló éste, penetrante, del jazmín, y entre las telas suspendidas se confundieron las humaredas blanquecinas del incienso y Coré dijo: Ya es de noche, hay que hacerlo rápido.
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En ese hangar silencioso, una confusión de telas huidizas y serpentinas de incienso rueda en la semioscuridad, la vida se termina o recomienza. Los rostros han dejado de ser humanos, los objetos ofrecen sus formas a la invasión de la noche, los recuerdos anuncian la muerte. Coré tomó una funda, la enrolló alrededor de una botella que acomodó bajo la cabeza del skipper con delicadeza. Introdujo entre los dientes del hombre el pico de la botella de whisky, en la que había mezclado los granos de adormidera pulverizados. Él bebió dolorosamente, el líquido se derramó en su cuello y tosió. Cuando ella levantó la capa de lana negra y la quitó, Lambert tomó en sus brazos el baúl y lo colocó detrás de la cabeza del skipper y se sentó allí y con un pañuelo embebido en whisky limpió su rostro, humectó sus labios. Después Coré dejó caer de un frasco esencia de vainilla en la palma de su mano y comenzó a untar el cuerpo del marinero, tiernamente, como se prodiga una larga ablución a quien se desea purificar, y el perfume fresco de la vainilla cortó los efluvios tempestuosos del jazmín. Sus dedos eran plumas y revoloteaban livianos evitando la pierna mutilada, y el skipper sentía una fiebre que irrumpía de pronto en él, ni sufrimiento ni placer sino ferocidad y exaltación, un arranque de vida sur77
gía y exudaba y retomaba posesión de todo su ser, y en su ánimo algo lo obligaba a consumir este efímero pabilo antes de que el infinito de las tinieblas lo atrapara. Él seguía secando con el pañuelo la frente del skipper. Contemplaba a Coré. Sus caricias rozaban al hombre y sobre su torso los labios despertaban espasmos que ya no controlaba y sus ojos se agrandaban y la vio o le pareció verla. Entonces en la noche sofocante, en los remolinos color marfil de las telas lascivas y los graffitis vaporosos del incienso, Coré se desnudó, su cuerpo húmedo iluminó el del skipper y como una esfinge cabeza de muerto, gimiendo, se tendió sobre él y Lambert cerró los ojos. Clara en él se hizo la noche, tan deslumbrante como el día. En medio de unas luciérnagas dando vueltas bajo sus párpados se le apareció Perséfone, terrible y tierna con los hombres y las almas perdidas, y entre los gemidos que rimaban el crescendo del placer y el apogeo del sufrimiento reconoció los ladridos de los perros en el entorpecimiento de la tarde indochina, el péndulo fúnebre de pesados avispones verdosos cortando el aire con sus aletas invisibles, el estrépito ensordecedor de los rotores y el staccato lúgubre de las armas automáticas, el ruido de las ramas secas que caen de los árboles altos, la luz polvorienta de la casucha adonde Perken poseía a su última mujer laosiana, sus bellos ojos de almendra negra, dos miradas que ya no se dejaban y no se veían y como sus movimientos y sus sombras invadían la casucha, empapada de abandono Coré se montó sobre el 78
skipper y se perdió en su calor febril y el eco de su respiración destrozó las sienes del marinero y lo lastimó el enloquecimiento de su cuerpo, que se alejaba irreversiblemente de él. Después Lambert volvió a percibir claramente la voz apagada de Perken antes de precipitarse en el abismo y esa voz decía: Si me acuerdo, es que voy a morir. Entonces observó los ojos del moribundo y allí vio desfilar las siluetas de numerosas mujeres que nunca amó en esta tierra y en estos mares, y sumergido en las ondulaciones de Coré el perfil de un inmenso catamarán a toda vela que se balanceaba sobre el oleaje, la aurora y sus tristezas de rosa inundando el Adriático, su primer velero cabeceando a lo largo de Ravena, y la memoria vacilante del marinero vomitaba como resaca unos gritos de placer y de sufrimiento que ya no lo desgarraban y que no oía, luego cuando la sombra de una gran ave marina cubrió su rostro y Lambert se puso tenso distinguiendo entre las pulsiones lejanas de los tam–tams el lamento fúnebre de los perros, cuando Perken zozobró sobre su estera y en el más allá definitivo, cuando Coré se desprendió del skipper y los límites del cielo y de las aguas se juntaron, cuando una ola muda y suave lo bañó y sentado a su trono el viejo y plácido Hades le sonrió, él no supo que estaba ya lejos e inaccesible. Entonces Lambert dejó de acariciar su frente y Coré cerró sus párpados. Se ha ido, dijo ella. Un resto de naufragio, dijo Lambert tomando un balde de agua y acercándose al cuerpo inerte. Toma. 79
Coré volvió a ponerse la camisa y tomó la esponja que él le tendía. Lavaron al skipper en silencio. Ella apretaba suavemente la esponja y el agua corría sobre las líneas y la superficie de su cuerpo y ningún centímetro de su anatomía fue olvidado. Cuando su mano limpiaba una parte, la de Lambert seguía su huella y la secaba con un paño blanco, y así continuaron sin hablarse, conforme a un orden ritual, luego perfumaron su cuerpo con la esencia de vainilla. A cuatro manos extendieron el líquido que impregnó las carnes y la semioscuridad del hangar y Coré recitó en un tono monótono la única frase que la había conmovido, Yo no soy ni el camino ni la verdad ni la vida, y no se calló hasta que Lambert deslizó entre los dientes del skipper una moneda de un dólar y amordazó su boca con una venda. Recubrieron al difunto con una sábana blanca, lo envolvieron cuidadosamente y Lambert enrolló en largos espirales la venda alrededor del cuerpo, para que la mortaja no se abriera. Cuando terminaron, se sentaron sobre el baúl oxidado y él encendió un cigarrillo que fumaron juntos, hombro a hombro. Se quedaron así inmóviles un largo rato, desamparados y liberados a la vez, como si hubieran capitulado frente a un enemigo invisible al término de un combate que no habían querido, cercados por un mundo poblado de olores y de resplandores extraños, y si no hubiera sido por la realidad del lugar, habrían pensado que contemplaban una verdad diferente de la que se les imponía. Y mientras el humo se elevaba en la calma absoluta del hangar, la vida recomenzaba, los recuerdos se desdibujaban, los objetos resistían a la dominación de 80
las tinieblas, los rostros volvían a ser humanos y tres golpes en la puerta de la capitanía abolieron el silencio de la noche.
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Lambert abrió la puerta y observó a los tres hombres frente a él, encorvados en sus grandes capas negras. Medianoche, jefe, dijo Alec. Los condujo al hangar, les señaló la forma blanca y luego les hizo señas para que se colocaran a cada lado de ella. La levantaron al mismo tiempo y Scaph remarcó: Un paquete pesado, jefe. Sombras dobladas bajo el peso del skipper que la noche tragaba. Erinias manejando su negocio de venganza y condenación en el nombre de la Noche, encorvados por el esfuerzo, hombros salientes como alas y cabelleras de serpientes refulgentes a la claridad de la luna. Y a su lado Lambert. Cuatro sombras avanzando hacia el semáforo en la punta del muelle, el skipper en sus brazos, luego Coré cerrando la marcha, mitad mujer mitad criatura marina en su túnica de pez blanco. Dejaron detrás los faroles de los pescadores y las galerías iluminadas de las casas blancas que se empequeñecían y ninguno reparó en el silencio que los acompañaba, cada uno escuchando su propio silencio. Entonces se alzó la voz de Méga: Lo hemos hostigado y atormentado, lo hemos condenado y castigado y él no ha sentido remordimiento. Que desaparezca en las entrañas del río aquél que no ha escuchado. Que recaigan sobre su cuerpo inútil y su alma impía los odios, los temores 83
y las angustias sin fin. Que se borren por la eternidad de las memorias su nombre, su nacimiento y su casta. Que expíe su vanidad aquél que se ha degradado sobre la tierra y los mares de este vasto quilombo al que se llama Universo y que ninguna liberación lo tranquilice, porque tal es el tributo debido al Reino subterráneo. Nosotros, ministros de... Cerra la jeta, dijo Alec y nadie se rió y Méga se calló. Llegados al pie del semáforo, depositaron la forma blanca y Lambert tiró del cabo y oyeron el chapoteo de las olas y el ruido sordo del bote contra el muelle. Coré tomó el cabo, lo mantuvo firmemente en sus manos y Lambert se dejó deslizar en la negrura y tambaleó un poco y luego se estabilizó. Vamos, dijo, es el momento. Las tres capas se inclinaron, levantaron al skipper y lo bajaron hacia Lambert, que hacía equilibrio parado en el bote. Éste lo tomó en sus brazos, se arrodilló y le apoyó la cabeza sobre la borda delantera. Los tres hombres retrocedieron y una voz dijo: Paquete entregado, jefe. Lambert sacó del bolsillo de su chaqueta el segundo frasco de whisky y lo lanzó hacia ellos y seis manos se tendieron en la negrura. Y Scaph: Gracias jefe. Mutis, boca cosida. Él tenía apuro por terminar. Fijó los remos al bote y desató el cabo que lo retenía. La bruma se está levantando, le dijo a Coré, no me esperes, la vuelta puede ser larga. Con un breve movimiento de remos se apartó del muelle y dirigió la embarcación hacia río adentro; a 84
medida que sus brazos se esforzaban y que los remos se sumergían en el agua negra, se alejaba de la Ensenada de Coques. La necesidad imperiosa de volverse lo dejó y pronto se apagó la brasa blanca de Coré inmóvil en la punta del muelle y la bruma borró las luces de SainteLuce. Entonces por última vez le habló al skipper y acompasado por el ruido regular de los remos golpeando las tinieblas, le aseguró que su misión se terminaba, que había seguido al pie de la letra los consejos de Flanagan y que su tarea no había sido fácil. Consideraba sin embargo que había hecho su trabajo con cuidado y minuciosidad, escrupulosamente, ya que después de todo un resto de naufragio seguía siendo siempre un resto de naufragio, de donde fuera que proviniera. Calló un instante para recobrar el aliento y remó más lentamente y le pareció que se aproximaba a su destino. En un desgarro de la bruma el halo de la luna balanceándose sobre la superficie del río. Girando su cabeza hacia el oeste, la señal muda del faro de Punta del Padre le confirmó la exactitud de su rumbo y de nuevo, sin aflojar hundió los remos y la canoa retomó tranquilamente su travesía y en voz baja Lambert explicó al skipper que el viaje que él hacía esa noche era excepcional, porque era inimaginable el reino de las Sombras y de la Noche, y cuando él, Palino, llegara a ese puerto de matrícula que no figuraba en ningún mapa, lo acogerían y se ocuparían de él, sería conducido al comedor de un gran navío encallado y el comandante le brindaría el honor de su mesa y los comensales darían a conocer su identidad. 85
Entre ellos, al nombre de Ahab él reconocería al capitán del Pequod y su pierna de barba de ballena, por sus lamentos a los condenados de La Méduse, por su sonrisa al intrépido timonel del Rond–d’Alembert y a sus lados Myrto la joven tarentina y la dulce Ofelia en sus largos velos y muchos otros más. El bote rompió al fin el círculo de luz. Lambert sacó los remos y en el ruido, los remolinos que hicieron cuando los tiró por encima de la borda, pensó en Perken, en Coré y en Flanagan, y volvió a ver los juncos fantasmales que remontaban el delta del Song Koi y sintió el perfume fétido de los laureles rosas de los jardines de Haiphong. Entonces abrió resueltamente la válvula de la borda trasera y oyó el silbido quejumbroso del aire que escapaba. Los flancos oscuros de caucho se desinflaron y se ablandaron rápidamente y el agua negra se coló en el bote inflable, encerrando al nauclero y su pasajero, y pronto los recubrió, fría y dulce, y cuando las estrellas retomaron posesión del río, Lambert supo que ese último viaje no había sido en vano.
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