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MICHEL FOUCAULT, VIGÉSIMO ANIVERSARIO DE SU MUERTE.
Entre la ética y la crisis Esther Díaz Una suerte de horror sa...
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MICHEL FOUCAULT, VIGÉSIMO ANIVERSARIO DE SU MUERTE.
Entre la ética y la crisis Esther Díaz Una suerte de horror sagrado nos dificulta el enfrentamiento con nosotros mismos. En una sociedad signada por diversión, consumo, impunidad y exclusión parecería que no hay espacio para reflexionar acerca de nuestro deseo y su confrontación racional con los poderes y las verdades vigentes, que son condición de posibilidad de la ética. Estas preocupaciones teóricas ocuparon las últimas investigaciones de Michel Foucault, para quien la ética es una relación consigo mismo y la política una relación con los demás. La excelencia y la carencia políticas dependen así de la solidez o la debilidad de los principios de regulación moral de los sujetos involucrados. Ahora bien, cabría preguntarse para qué teoría en tiempos aciagos. Se impone responder que en esos tiempos es cuando más urge preguntarnos quiénes somos, para poder dilucidar quiénes quisiéramos llegar a ser. Una vía de acceso es explorar lo privado en función de lo público. Pues si aprendemos a gobernarnos, sabremos interactuar armoniosamente con el otro. Foucault desarrolla esta problemática en El uso de los placeres, La inquietud de sí y Las confesiones de la carne (inédito). Donde analiza distintas tecnologías del yo utilizadas –para construirse como sujeto ético– por griegos clásicos tardíos, romanos imperiales y primeros cristianos. También ellos atravesaban crisis. La decadencia de los imperios, al reducir lo público, suele producir una torsión hacia lo privado. Desde ese lugar se plantea la posibilidad de hacer una obra de arte con la propia vida, ¿acaso no se hace arte con piedras? Ardua tarea sería lograrlo, porque no se trata de copiar modelos del pasado, ni de adherir acríticamente a normas establecidas, sino de crear valores. Al estilo de esos grupos que entrelazaban moral y belleza. El sentido último de una ética estética –como la elaborada por la filosofía de Foucault– es la aspiración de ser libres en una sociedad libre.
BASTA DE SEXO PARA QUE EL SEXO ADVENGA Esther Díaz Cuando Karl Marx se encontró con el problema de la miseria obrera no se plegó al
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discurso de su tiempo. Nada de escasez natural, ni de robo concertado, ni de análisis de la moneda como representación de la riqueza, que eran las líneas investigadas en aquel momento. Se dio cuenta que hambrear a los trabajadores no es la razón de ser del capitalismo; pero sí la consecuencia inevitable de su desarrollo. Comprendió que había que estudiar la producción del capital, más que sus resultados que, por otra parte, estaban a la vista. De manera similar, cuando Michel Foucault se enfrenta con la miseria sexual de nuestra cultura, no trata de explicarla negativamente por la represión. Los controladores del deseo buscan eficiencia en el sistema gubernamental y económico. Para ello necesitan seres domesticados y, en su afán de incorporar a los sujetos a la línea productiva, establecen parámetros sobre sus cuerpos y deseos produciendo, sin proponérselo, represión y más deseo. La represión del sexo suele ser una consecuencia, no un fin en sí mismo. El fiscalizador del deseo moderno busca una población previsible, para ello controla sus anhelos, genera represión como resultado imprevisto y, de manera inaudita, más deseo. Es decir, produce sexualidad. Pero actualmente asistimos a otra etapa en la constitución de nuestro deseo: el mandato de practicarlo contra viento y marea. En la posmodernidad se trata de estimular concientemente el deseo sexual. Pues el sexo es mercancía. Si se estimula el deseo, se enaltecen los beneficios del goce a toda costa, se estimulan los cuerpos esculpidos y se ordena el placer sin atenuantes. Se logran así adictos consumistas. Ingrediente indispensable que, aplicado acríticamente a las leyes del mercado, produce seres dependientes de una belleza y de un goce que no encontrarán –por artificial, por imposiblepero detrás del cual dejarán sus ganancias y sus frustraciones. Quienes ejercen poder intentan dirigir las conductas de los demás. Estos últimos, por su parte, pueden resistir. De este interjuego entre poder y resistencia surgen relaciones estratégicas. Una manera muy eficaz de ejercer poder es apuntar al deseo del otro. Reglamentar lo que los demás deben hacer con su cuerpo, con sus apetitos, con sus presuntos placeres. Esto se logra por medio de discursos, normas, planificaciones y prácticas que circulan capilarmente por la sociedad, atravesando ámbitos jurídicos, castrenses, escolares, familiares, religiosos, recreativos, mediáticos, morales, tecnocientíficos y gubernamentales. El objetivo suele ser obtener diversos resultados, tales como eficacia económica, obediencia laboral o sometimiento moral. Pero, una vez que se pone en marcha un dispositivo de poder se producen dos afluentes de efectos: los buscados y los no buscados. Se trata de una especie de astucia del dispositivo, de un plus. Cierto ejercicio de poder busca constituir sujetos dóciles, manejables, intercambiables y, llegado el caso, descartables. No obstante, al operar sobre el deseo, lo provocan y producen sexualidad. La sexualidad moderna sería impensable sin los discursos sobre ella. Aunque no necesariamente hablando explícitamente se genera sexualidad, sino también ocultando. En la época victoriana, por ejemplo, se creyó que las torneadas patas de los pianos de cola podían excitar a los caballeros y, en función de ello, se decidió colocarles “polleritas”, logrando, probablemente, lo contrario de lo que concientemente se perseguía. Nada más sugestivo que lo maliciosamente velado. Lo prohibido fascina. Lo ilusorio seduce. La sexualidad es del orden del misterio. El conjunto de los discursos, prohibiciones y prescripciones acerca del deseo lo incentivan. El deseo se estimula desde los entramados de poder. Y contribuye, a su vez, a consolidar la red de la que surge. El deseo no es poder, ni el poder es deseo. Pero ninguno de los dos existe sin el otro, más bien, interactúan. Es así como se formó la sexualidad. Se trata de un invento de la modernidad. En el tercer milenio, el imperativo de copular a cualquier costo está matando la sexualidad. Su agonía es producto del mandato
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brutal de gozar y gozar. Es obvio que desde que existen seres humanos existió genitalidad. Pero el concepto de sexualidad implica mucho más que diferencia genital. La sexualidad constituye un conjunto de prácticas, discursos, normas, reglas, sobreentendidos, miradas y actitudes del orden del deseo, relacionadas no sólo con lo genital, sino también con todos los orificios, las eminencias y las mucosas propias y ajenas. Las significaciones se hacen extensivas al cuerpo en general y también a animales y objetos. El imaginario de la sexualidad alcanza asimismo a ciertas músicas, figuras, olores, colores, ademanes, temperaturas, texturas y en nuestro tiempo - también medios masivos y digitales. En consecuencia, si la sexualidad se constituyó a partir de ciertos discursos y prácticas, la actual inflación de los mismos podría estar destruyéndola. La saturación de los signos eróticos fragmenta el imaginario de la sexualidad y, por lo tanto, altera sus prácticas. La realidad de los cuerpos se borra en beneficio de su representación: se multiplican las propagandas eróticas para vender cualquier tipo de producto, las privacidades se exponen públicamente, se propagan las exhibiciones provocativas sin posibilidad de consumación. Aunque paradójicamente, por cierta perversión social, se exige tener sexo a toda costa. Hay terapeutas que les dicen a sus pacientes que no es saludable no estar en pareja, como si conseguir pareja dependiera únicamente de la voluntad de las personas individuales, como si no hubiera infinitas circunstancias que inciden en los proyectos humanos, como si las parejas se consiguieran como un atado de cigarrillos en los quioscos. Y aunque así fuera, ¿quién garantiza un mínimo de satisfacción en el encuentro íntimo (en el supuesto caso que se produzca)?, ¿cuántas veces desnudarse ante otro es fuente de humillación o frustración, más que de gozo y delicia? Otra característica de nuestra época es la preferencia por la representación, más que por los cuerpos constantes y sonantes: fotos, videos, comunicaciones digitales en detrimento de presencias reales o comunicaciones directas. Sin embargo se exige (se desea) sexo que, casi por definición, requeriría contacto directo con el otro. Pero una generación mediatizada comienza a tomar distancia de la inmediatez de lo real. Se podría pensar entonces que la sexualidad, tal como la concibió la modernidad, ya no existe. Su aparente brillo es similar tal vez al de una estrella apagada. Ese parece ser nuestro desafío. Pues nos estamos dando cuenta de que la categoría de “sexo” o “sexualidad” ha sido gestada desde el poder. No porque fuera la finalidad de los poderosos acrecentar el deseo de los domesticados, sino porque incentivaron el deseo de los individuos “sin querer”. Los aparatos de poder económico-político necesitan manipular a los sujetos. Al hacerlo desde el deseo, los tornan rentables (se los inflama de compulsiones consumistas, por ejemplo). Pero también los tornan más deseantes. La intensidad del deseo sexual es directamente proporcional a la del control y la punición. Cuanto más se controla y prohíbe una práctica, más se la estimula. Por el contrario, cuanto más se incita a una práctica, más distancia suele ponerse de ella. Principalmente cuando los prometidos beneficios de alcanzar esa meta (en este caso, la “felicidad” a partir del sexo) no devuelven los placeres prometidos. El sexo al que se nos arroja desde el imaginario social -con su hiato irreparable entre lo que ofrece y lo que realmente da- suele tornarse fuente de insatisfacción. Asistimos al fin del lúgubre desierto de la sexualidad, al fin de la monarquía del sexo como exigencia social que, paradójicamente, nos puede enfrentar con salivas ácidas o axilas malolientes, con intimidades desagradables o actitudes ofensivas. Pero de eso no se habla. Es probable que haya llegado el momento de encontrar nuevas líneas de fuga para nuestro deseo, de buscar sexo sin codificaciones socioculturales, de relajarnos y
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enfrentarnos al deseo en estado puro, a un goce sin imposiciones ni mistificaciones. Se trataría entonces de no oír las voces que nos incitan a practicar compulsivamente el sexo, para que –en el silencio de nuestro deseo- pudiera tal vez surgir el placer verdadero, que puede o no incluir sexo. Y si lo incluye, éste no se nos imponga codificado, preestablecido, adocenado; sino más bien ignoto en sus impulsos, sus objetos, sus meandros, sus goces y sus penas. Se trataría de decirle “no” al sexo rey, para poder -quizás- ser reyes de nuestro sexo y nadar en una gran extensión de deseo en la que los elementos confluyan sin dejarse atrapar por imperativos preestablecidos. ¿Accederemos a las etéreas mariposas de un goce sin coerciones?
CIENCIA, VERDAD Y PODER Esther Diaz Si alguna vez la ciencia apareció como una búsqueda desinteresada de la verdad, el impresionante poder que hoy exhibe la tecnociencia permite cuestionar esa apariencia. Sin embargo, resulta sorprendente que esa innegable relación entre ciencia y poder aún no sea abiertamente admitida entre quienes se dedican a filosofar sobre estos temas. Y si a los miles de estudiantes que cada año ingresan al sistema científico se les vende una visión despolitizada del mismo, entonces estamos ante una gigantesca operación de encubrimiento. Esther Díaz enseña desde hace dos décadas Introducción al pensamiento científico en el Ciclo Básico de la UBA. Y en esta entrevista describe el descarnado ejercicio del poder que se ejerce en el mundo científico y académico. Entrevista realizada por Oscar Alberto Cuervo
Pregunta: Desde que comenzó el Ciclo Básico Común de la UBA usted dicta la materia “Introducción al pensamiento científico”, pero en la bibliografía de su programa incluye a autores como Heidegger, Foucault, Nietzsche, Kuhn, que no son habituales en una materia que es una especie de metodología de la ciencias.
Esther Díaz: Justamente. La epistemología es una disciplina relativamente nueva, de principios del siglo XX y, como suele pasar, los fundadores le dieron su impronta, que es lo que hoy llamamos neopositivismo o cientificismo. Desde dicha posición se considera que la única verdad legítima es la que provee la ciencia, y que este es el modelo excluyente de racionalidad. Los cientificistas han criticado a la filosofía tradicional, se han burlado de manera casi grosera de Heidegger, por ejemplo, por esa frase “como el ser que navega por la nada”, etc., etc. Pero ellos terminaron siendo más metafísicos que la metafísica que critican. Porque ¿qué hay más metafísico que una ciencia que se basa en supuestos matemáticos, expresables únicamente en un lenguaje formal y totalmente alejados de la experiencia cotidiana? Así que a mí me pareció que nosotros tenemos una responsabilidad frente a nuestros alumnos, porque estamos formando a futuros científicos y técnicos que es probable que en toda su carrera no vuelvan a tener una reflexión sobre la ciencia y precisamente por esa carencia se impregnarán de una mentalidad en la que la
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ciencia quede absolutamente incuestionada. Por eso tuve la necesidad de incluir en mi programa, además de los principios metodológicos que se ven en las otras cátedras, a algunos autores que presentan posturas alternativas a la cientificista.
De acuerdo con la descripción que usted hace, la epistemología sería en la actualidad la esclava de la ciencia, así como en la Edad Media se decía que la filosofía era esclava del la teología. Es una especie de “teología” de la ciencia.
Esther Díaz: Fue así sin lugar a dudas durante parte del siglo XX. Pero en la segunda mitad del siglo empezó a aparecer otra mirada. La sociedad empezó a tomar conciencia de las aplicaciones nefastas de la ciencia: después de Hiroshima, de Chernobyl, de los trastornos ecológicos cada vez más evidentes, ya no se puede ser positivista. Pensemos en el tema de la soja, del que se está hablando mucho ahora, cuando en Argentina el 90 % de los terrenos están siendo cultivados con soja. Se trata de soja transgénica, un producto que no sabemos con certeza qué efectos puede tener dentro de 10, 15 años. Es por la presión del mercado que no se puede esperar el tiempo que sería necesario para que esté probado. Es decir, que hablar hoy de ciencia sin vincularla con la tecnología, y con ese contexto económico que ejerce una presión tan decisiva, es hablar de una abstracción. Fíjese lo que pasó en Corea: hace poco se ha logrado clonar órganos humanos con fines terapéuticos. ¿Por qué en Corea, uno de los países más pobres del mundo? Porque Corea, como Argentina y la mayoría de los países marginales, no tienen leyes contra la manipulación genética, o tienen leyes muy laxas, o incluso tienen dirigentes fáciles de coimear. Se experimenta con esas personas y se logran conquistas tecno-científicas que luego van a ser aprovechadas no por los coreanos, sino por los ciudadanos del primer mundo. Lo más triste para nosotros es que uno de los dos investigadores que comandan ese proyecto es argentino, un egresado de la UBA, que reside en EE.UU. y es investigador de la Universidad de Michigan. Es decir, nosotros hemos financiado la formación de este señor para que ahora vaya a hacer sus investigaciones al servicio del primer mundo.
Un estudiante que se forma en la UBA ¿qué espacio tiene para reflexionar sobre esta cuestión que va a ser imperiosa en el momento en que se reciba? Se va a encontrar con las presiones del mercado, los intereses económicos...
Esther Díaz: Tiene poco o ningún espacio, si se le puede llamar espacio a los cuatro meses que nosotros tenemos para reflexionar sobre el tema... Después de esos cuatro meses es probable que se le haga un lavado de cerebro, por todos los profesores cientificistas que va a tener. Entonces, cuando se recibe, dice algo tan de sentido común, que la sociedad le va a dar la razón: “¿Y de qué voy a trabajar acá? ¿De profesor universitario, ganando $ 100 por mes? ¡Me voy a Michigan y donde me pagan 10.000 dólares!”. Por eso se hacen insostenibles las ideas que trasmite la epistemología cientificista: que las verdades de la ciencia son universales, que la investigación científica es neutral y que hay que apoyarla independientemente de lo que se investigue. Los que dicen esto están siendo funcionales al imperio. Cuando en Washington o en cualquier otro lugar donde se cocina la ciencia o la tecnología de punta se establecen los parámetros que rigen la investigación científica, tienen en cuenta sus propias urgencias y necesidades. ¿Quién se va a preocupar, desde Frankfurt, si en Santiago del Estero la gente se muere del mal de Chagas? Nadie. Entonces no hay tal verdad universal. Son parámetros totalmente perspectivistas, pero como son los que tienen el poder dicen que es universal.
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Estoy repitiendo lo que hace treinta años dijo Varsavsky sobre la necesidad de regionalizar la ciencia; y nosotros ahora ya tenemos la condición de posibilidad, que es el Mercosur, para construir una tecno-ciencia regional, sin perder de vista lo universal. Está el ejemplo del sida. ¿A quién le importó que se murieran los africanos de sida? A nadie, y hacía 30 años que se morían, pero los que manejan la ciencia a nivel “universal”, no se preocuparon, hasta que empezaron a morir los nenes de mamá en Manhattan. Estos ejemplos dejan muy claro el daño que puede llegar a hacer que el científico o el técnico esté convencido de que está trabajando con parámetros universales.
Esta visión crítica de la ciencia ¿estaba prevista en los objetivos iniciales del CBC?
Esther Díaz: No, el proyecto inicial por el cual se incluyó esta materia es justamente lo opuesto de lo que hicimos nosotros. Se trataba y se sigue tratando de formalizar la epistemología, porque una epistemología formalizada no jode a nadie, ya que se separa al conocimiento científico de todos los lazos que lo vinculan con el contexto social. UBA XXI, por ejemplo, que va a todo el país, porque se puede hacer a distancia, es totalmente neopositivista. Y cuando yo me vaya de la UBA todas las cátedras de Introducción al Pensamiento Científico -con la sola excepción de la de Mario Heler, que también tiene una posición crítica- van a quedar en manos de los cientificistas.
¿Usted ha sufrido presiones por presentar esta visión crítica de la ciencia?
Esther Díaz: Con el grupo de docentes con el que trabajo hemos soportado todo tipo de presiones. Cuando recién comenzábamos, Gregorio Klimovsky era decano de la facultad de Ciencias Exactas y, por ende, su voz tenía mucho peso sobre una estructura académica precaria como el CBC. Bien, Klimovsky me hizo llegar advertencias para que revisara mi programa, porque no se podía enseñar epistemología criticando a la ciencia. Yo defendí mi programa diciendo que damos todo lo que daría un neopositivista y además un plus. Y como existe libertad de cátedra en Argentina, nadie puede objetarme que yo incluya una visión alternativa de la epistemología. Con este discurso pude zafar los años que estuvo este señor como decano de Exactas. Unos años después, tuve que defender mi cátedra en un concurso y me tocó ¡¡¡otra vez!!! Klimovsky, ahora de jurado. Y este señor prefirió dejar un cargo desierto, alegando que la profesora Esther Díaz no estaba en condiciones ni intelectuales ni pedagógicas de estar al frente de una cátedra, a pesar de que hacía 10 años que yo estaba a cargo de la cátedra. Pero tuve la suerte de que cometieran un error increíble. Yo había presentado un proyecto de investigación con un colega. Ahora, miren lo que pasó: este colega con el que yo presento la investigación obtiene su cargo en el concurso. Pero en el fundamento para dejarme fuera del orden de méritos del concurso era que mi proyecto de investigación era confuso y sin un objetivo claro. Y al colega que hizo la misma investigación conmigo, presentada con las mismas palabras, le dieron el cargo porque ¡su investigación era “excelente y correspondía perfectamente a los objetivos de la materia”! Los jurados, Klimovsky, un sociólogo llamado Fishermann y una metodóloga que se llamaba Ruth Sautú, ni siquiera se tomaron el trabajo de leer los antecedentes, porque si los hubieran leído se tendrían que haber dado cuenta de que ambos proyectos eran uno y el mismo, y que nosotros así lo explicitábamos. Por supuesto yo impugné el concurso, pero pasé un año hasta con fantasías de suicidio, porque era mi muerte profesional, ese dictamen que me había dado una de las personas
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más prestigiosas de la Argentina. Yo iba al CBC y era como si entrara un leproso de la Edad Media, la gente me eludía, porque si Klimovsky había dicho eso de mí... “por algo será”, como solíamos decir los argentinos. Esto tuvo un final feliz para mí, porque el concurso fue anulado.
El final feliz es un acto fallido por parte de estos jurados, porque imaginemos que hubieran encontrado una manera más inteligente de dejarla afuera...
Esther Díaz: Cosas así hicieron en toda la Argentina. Dejaron afuera a la gente que pensaba diferente de ellos. A estos señores les pasó como a los militares: ya venían cebados de tanto imponer el poder sin una verdad que lo acompañe. Y como decía Foucault, no hay poder que no tenga relación con la verdad, así como no hay verdad que no tenga relación con el poder. Entonces, ellos creyeron que con el poder solo era suficiente, y cometieron esa desprolijidad que hizo que el Consejo Superior de la UBA, por primera vez desde el advenimiento de la democracia, declarara ese concurso disuelto y acusara al jurado de sospechoso de arbitrariedad contra mi persona. ¿Después de eso tuvo más problemas en la UBA?
Esther Díaz: La última estocada fuerte fue después de que se hicieron los nuevos concursos, a fines de 2003. Por supuesto, ya no pudieron poner a Klimovsky en el jurado, pero ponen a sus amigos, porque esa corriente epistemológica sigue siendo hegemónica. Pero a esta altura, mi curriculum es de tal volumen y mi capacidad para luchar es tan grande, que entonces no pudieron dejar me afuera. Pero le puedo asegurar que yo tuve que hacer un curriculum 4 veces más grande (hablando como un almacenero) que cualquiera de los otros que obtuvieron el cargo. Porque eran mis enemigos los que me evaluaban. Me dieron el cargo, pero no fue todavía tan fácil. Tan pronto como me lo dieron, once de los doce profesores que quedaron como titulares de IPC, por supuesto neopositivistas, presionaron para desmembrar al grupo de docentes a mi cargo, alegando que mi cátedra tenía demasiados docentes. Es verdad, somos la cátedra de IPC más grande... ¿por qué será? Porque hemos consolidado un grupo de investigación que nos dio un arraigo y nos hizo tomar conciencia de que ocupamos un lugar alternativo en la epistemología argentina. Una vez más, la posición de los profesores de mi cátedra fue tan firme que logramos evitar el desmembramiento.
Usted habló de la libertad de cátedra. Ahora, por todo lo que dijo, parece que fuera muy precaria; porque, en todo caso, usted como titular puede defender su visión crítica, pero esa libertad de cátedra no existe para los estudiantes que por azar van a caer en alguna de las once cátedras positivistas, o a lo mejor en las dos que tienen una visión distinta. Y la libertad de cátedra tampoco existe para los centenares de docentes auxiliares, que están al frente de las aulas todos los días.
Esther Díaz: Tal cual, porque si algún profesor de mi cátedra no se sintiera cómodo con la postura teórica que sostenemos, tendría para elegir once cátedras neopositivistas. En cambio, si profesores de esas cátedras quisieran pasarse a mi cátedra (cosa que ha pasado), no podrá, con la excusa de que esta cátedra es muy grande: “vos no podés
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seguir acumulando profesores”. Ellos no dicen la palabra que una puede leer tranquilamente, no dicen “no podés seguir acumulando poder”. Acumular profesores y acumular alumnos significa acumular poder. Para ellos, “poder” es una mala palabra, para mí no, porque yo lo considero como una instancia positiva, mientras no sea mero dominio.
Pero para ellos es una mala palabra decirlo, pero ejercerlo no... Esther Díaz: (risas) Eso está muy bueno...
Además, creo que cuanto más y peor se ejerce el poder es cuanto menos se lo nombra. Porque nombrarlo es desenmascararlo.
Esther Díaz: Tiene razón. De esto no se habla... Un epistemólogo anglosajón tan importante como Thomas Kuhn se atrevió a incluir en la epistemología el problema de la historia de la ciencia, y dijo que en las revoluciones científicas no se imponen las teorías verdaderas, sino las que tienen más fuerza. Al decirlo, produjo una conmoción en los años 60. Pero fíjese lo que le pasó: fue tan fuerte el rechazo que la comunidad epistemológica le demostró por permitirse hablar de la fuerza en epistemología, que él, que escribió ese libro maravilloso que es La estructura de las revoluciones científicas, después pasó el resto de su vida pidiendo perdón por haberlo escrito. No se bancó lo que se bancó Paul Feyerabend, otro epistemólogo con una posición mucho más crítica que la de Kuhn (pero menos original, porque Kuhn es el que tiró la bomba). Feyerabend se bancó hasta el final de su vida el ser segregado por su crítica a la epistemología tradicional, en función de construir una ciencia más humana, que tenga en cuenta que está hecha por humanos y va a ser aplicada sobre humanos, o sobre una naturaleza que influye sobre los humanos.
Ahora, parecería que este proceso va en dirección de endurecer esa hegemonía de la tecnociencia, parece muy lejos de abrirse hacia perspectivas alternativas. El poder tecnocientífico se está consolidando.
Esther Díaz: Sí, porque el poder del dinero es el de la eficacia. A raíz de investigaciones que nosotros estamos haciendo en UBACYT, descubro algo que para mí es novedoso: yo creía que las que más invertían en investigación en el país eran las empresas y no las universidades; pero no: son las universidades las que más invierten. Las empresas privadas invierten muy poco, invierten por ejemplo en ver qué gusto de hamburguesas pega más en el mercado argentino, investigaciones absolutamente al servicio del mercado, que no tienen nada que ver con las necesidades regionales. Y lamentablemente quienes administran el dinero para las investigaciones en las universidades nacionales se formaron en la creencia de que están haciendo una gran obra para la humanidad. Bueno, puede ser que a algunas humanidades lejos de nosotros se les esté haciendo bien, pero a nosotros... Por ahora, sólo nos queda resistir. Y en eso, deberíamos sentirnos como Sísifo, que fue condenado por los dioses a cargar una pesada piedra hasta la cumbre de una montaña. Pero cuando llegaba, la piedra caía nuevamente y cada día debía renovar su tarea. Sin embargo, imagino su sonrisa satisfecha. Es la que se dibuja en el rostro del que no se deja vencer ante la adversidad y se enfrenta al poder con la alegría de resistir con dignidad.
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LA CONSTRUCCIÓN DEL OBJETO DE ESTUDIO DE LA INVESTIGACIÓN Esther Díaz Todos los hombre, alguna vez en su vida, sueñan que se han acostado con su madre. Sófocles, Edipo Rey
Cuenta Homero en la Ilíada que durante unos juegos en los que se rendía honores a un compañero muerto en una batalla, hubo una disputa. La misma se produjo entre Menelao y Antíloco. Se trataba de una carrera de carros en la que Antíloco llegó primero. Pero cuando el juez iba a coronarlo como ganador, Menelao se quejó y dijo que se había cometido una irregularidad. Extrañamente, para la concepción actual de la verdad, aunque en la pista donde se realizó la competencia había un testigo designado allí por el jurado, no fue a ese testigo a quien se consultó para determinar la legalidad de la victoria. Se enfrentó, en cambio, a los dos litigantes para que establecieran si había habido, o no, juego sucio. Antíloco insistía en que no había cometido irregularidad y Menelao porfiaba que sí. Finalmente, Menelao lanzó un desafío y le dijo a su contrincante que pusiera la mano derecha sobre la cabeza de su caballo y jurara por Zeus que no había cometido falta alguna. En ese instante, Antíloco renunció a jurar reconociendo así que cometió irregularidad. La verdad, en este caso, surgió desde la prueba. Pues si Antíloco hubiera aceptado el desafío y hubiera jurado, se habría enfrentado al dios. El riesgo era grande, porque en una cultura mágico-religiosa, un dios habría sido el encargado de revelar la verdad quizás por medio de un rayo esclarecedor. La negativa ante el juramento fue la prueba de que se había cometido irregularidad y los jueces le dieron la victoria a Menelao. La prueba como método para alcanzar la verdad en uno de los procesos de investigación arcaicos de Occidente. Luego, con el transcurso del tiempo, se impondrá la indagación, en la que los testigos son tomados en cuenta y ya no se trata de jurar por los dioses, sino de apelar a varios recursos para aclarar los hechos. La indagación aparece recién en Grecia clásica y sigue conservando algunos elementos probatorios de la época arcaica. Unos siglos más tarde, en la modernidad tardía, los procesos de investigación, si bien reciclan la prueba y la indagación como formas de acceso a la verdad, incorporan también la noción de examen. El examen pasó a ser un método de búsqueda de la verdad casi hegemónico a partir del siglo XVIII y su influencia todavía perdura. De modo tal que se podría decir que los métodos actuales de investigación, se sostienen fundamentalmente sobre la indagación , el examen y la prueba.
1. Modos de acceso a la verdad Investigar es buscar, tanto en la vida cotidiana, como en los procesos de conocimiento. La búsqueda supone una verdad posible. La investigación, en última
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instancia, es una búsqueda de la verdad. No consideraré, en esta oportunidad, las diferentes maneras de entender qué es la verdad, según las diferentes culturas o épocas históricas. Partiré de una noción de verdad tan amplia como para que pueda aplicarse a cualquier concepción de la verdad. Algo es considerado verdadero cuando existe coincidencias entre lo que se dice y el estado de cosas al que esos dichos se refieren. Es obvio que las coincidencias pueden ser de tipo mítico, religioso, estético, científico o del saber común. Es decir, las coincidencias implican supuestos compartidos Y es obvio así mismo, que cada búsqueda tiene sus supuestos teóricos (científicos, religiosos, estéticos o del ámbito al que pertenece la búsqueda). Tiene asimismo sus técnicas y sus propios modos de resolución. Además toda búsqueda se basa en modelos, o en ciertas condiciones de existencia que la hacen posible. Analizo algunas prácticas sociales que han ido constituyendo la manera de hacer investigación en Occidente. De modo tal que se pueda reconocer cómo todavía subsisten en la investigación científica, en la mediática, en la de mercado o en cualquier otra forma de investigación, ciertas modos de buscar y aceptar la verdad. Lo curioso es que estas metodologías provienen del mito, la literatura, la religión, la justicia o las prácticas sociales en general, y no únicamente de pautas cognoscitivas académicas. Tomo preferentemente ejemplos de la verdad jurídica porque el derecho positivo, aunque ya no ejerce el poder hegemónico que ejerció en otras épocas, sigue –de algún modo- aportando paradigmas formales para los procesos de investigación. El relato de la Ilíada , con el que comienza esta reflexión , ofrece un ejemplo de la prueba como modo de acceso a la verdad. La prueba de que Antíloco mentía fue que no quiso jurar por Zeus, así como -en la actualidad- en una investigación sobre ciencias sociales, por ejemplo, la prueba de que en determinada zona carenciada existe un alto índice de mortalidad infantil puede realizarse mediante un relevamiento serio de datos y concluir que el porcentaje de ese tipo de mortalidad es superior incluso al estimado en la hipótesis de trabajo. Ahora nos remitimos a otro método para descubrir la verdad, pero ya no en la cultura arcaica –como la que cuenta Homero- sino en la cultura clásica. Se trata del desarrollo de una indagación, tal como la relata Sófocles en Edipo Rey y la interpreta Michel Foucault en La verdad y las formas jurídicas. Siempre la verdad está relacionada con el poder, pero no siempre esta realidad es aceptada por los investigadores o por quienes de una u otra manera tienen injerencias en los procesos de investigación. En el ejemplo de la prueba se ve que el temor al poder divino produce la revelación de la verdad. En el contexto en el que se dirimía el conflicto, jurar o no por los dioses era –mutatis mutandis- semejante a presentar o no una prueba empírica, en nuestra época. El procedimiento seguido para buscar la verdad en Edipo Rey se corresponde con la idea griega de “símbolo”. Símbolo quiere decir signo, señal, emblema; pero también quiere decir contraseña, encuentro, reunión, articulación. En el sentido de reencontrarse con los fragmentos de un todo disperso que al reunirse compone una unidad. Por ejemplo, un señor poderoso rompía un ánfora en dos o en varios trozos y le entregaba uno de los fragmentos a un aliado. Si en algún momento, el primero tenía que enviarle un mensaje al segundo, debía garantizar que ese mensaje era auténtico, que no se trataba de un fraude. Entonces el señor le entregaba uno de los fragmentos al emisario. Este, a su vez, se lo daba al destinatario, quien se aseguraba de la procedencia legítima del servidor por el simple trámite de hacer coincidir el fragmento entregado con el que él poseía. El descubrimiento de la verdad en el Edipo de Sófocles sigue el mecanismo del símbolo. Se trata de una búsqueda de mitades que se van acoplando hasta constituir un todo en el que surgirá la verdad y se revelará su relación con el poder. La tragedia comienza con una peste que asola la ciudad de Tebas. Su gobernante, Edipo, quiere
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encontrar soluciones para ese daño e inicia una investigación, cuyos supuestos, en principio, son mítico-religiosos (así como los supuestos de las investigaciones actuales son racionales). Manda entonces que se consulte al oráculo del dios Apolo. El dios envía una respuesta a la que le falta “una mitad”. Dice que la peste obedece a una maldición. Pero, la pregunta de Edipo es cuál es la causa de la maldición. La segunda mitad aparece cuando Creonte, el hermano de Yocasta, dice que la causa es un asesinato. Un nuevo juego de mitades comienza, porque se le pregunta a Apolo quien fue el asesinado. “Layo” contesta el oráculo, dejando al descubierto otra parte de la verdad. Pero falta saber quién lo mato, aunque el dios se niega a responder a esta segunda demanda. Y, como no se puede forzar la respuesta de la divinidad, Edipo decide apelar a otro recurso para encontrar la mitad faltante. En este caso “la mitad” correspondiente a Apolo, que es el dios de la luz, del sol, es Tiresias, el adivino ciego, el que se mueve entre tinieblas. Tiresias completa la mitad faltante respecto de lo que dijo Apolo y declara que el asesino fue Edipo. Por lo tanto ya en el comienzo mismo de la tragedia tenemos la verdad completa. Pero es una verdad emitida por los dioses a través de sus representantes. Esto no lo convence a Edipo quien, en el siglo V antes de Cristo, cuando se escribió el relato, ya no tiene la fe imperturbable en los dioses que se registraba en la época arcaica, cuando se relató la Ilíada, y se creía en los rayos vengativos de Zeus. En consecuencia, Edipo decide continuar su búsqueda a nivel empírico. Esto es, comienza a buscar testimonios, testigos. Surge así otro juego de mitades. Hasta ahora sólo se habían escuchado los oráculos divinos que siempre hablan del futuro (a la manera de la predicción en la ciencia moderna). Edipo le agrega la dimensión presente –quiere un testigo humano (no divino) y le agrega también la dimensión pasada –que alguien confirme lo que ocurrió en otros tiempos. Aquí aparece Yocasta para inaugurar un nuevo juego de mitades y, ante la duda de Edipo de haber sido él el asesino, lo tranquiliza diciéndole que la prueba de que él no es culpable, es que Layo fue muerto por tres hombres –no por uno- en una encrucijada de camino (conviene hacer notar que Yocasta aquí apela a una “prueba”). Edipo, en su interioridad, completa casi esta mitad faltante, pues piensa que él mató a un hombre en una encrucijada de camino. Pero hay un fragmento de verdad que nunca será revelado, porque en ningún momento queda determinado si fue Edipo solo o con dos personas más quien asesinó a Layo en una encrucijada de caminos. También ocurre así en la investigación científica actual, pues como dice Thomas Kuhn, en una teoría siempre persisten anomalías, elementos no aclarados, zonas obscuras. La angustia de Edipo ante la duda de ser el asesino de Layo se disipa cuando llega un esclavo de Corinto para anunciar la muerte de Polibio, el presunto padre de Edipo. La noticia parece cerrar otro juego de mitades, porque según el oráculo, Layo sería matado por su propio hijo. Pero, por una parte, Edipo no se creía hijo de Layo, por lo tanto, no fue él quien lo mató. Y, por otra parte, el vaticinio que pesaba sobre Edipo de matar a su propio padre, presuntamente tampoco se cumplió, pues el esclavo recién llegado da cuenta de la muerte natural del presunto padre de Edipo. Pero estas mitades aparentemente reencontradas van a ser refutadas -como se dice en epistemología moderna- por el testimonio falseador (refutador) del siervo de Corinto. Se abre un nuevo juego de fragmentos de verdades cuando el siervo extranjero le dice a Edipo que Polibio no era su padre. El testigo afirma que siendo Edipo muy pequeño él mismo lo recibió de manos de un esclavo de Layo, que residía en el Citerón, y se lo dio en adopción a Polibio, el rey de Corinto. Ante tamaña revelación, Edipo exige que se busque a ese esclavo nombrado por el testigo. Ese hombre aparece y completa la verdad enunciada por el pastor corintio. El esclavo de Citerón asume que le entregó al pastor de
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Corinto, el bebé de Layo para salvarlo de la muerte a la que su padre lo había condenado. Sólo faltaría otro elemento propio de la indagación: la reafirmación de lo hasta aquí investigado gracias a un nuevo testimonio. Yocasta debería reconocer que le había entregado el bebé al esclavo de Layo. Y si bien no lo hace con palabras, lo hace en los hechos, ya que ante la revelación de la verdad, se mata. El ciclo está cerrado por medio de un acoplamiento de verdades que se ajustan unas con otras. El símbolo se completó. El dios Apolo se reunió con su profeta, Tiresias. Uno es la luz, otro es la sombra, el vaticinio del primero y la videncia premonitoria del segundo señalan al asesino, es decir, a Edipo. La aseveración de la reina (lo mataron en una encrucijada de caminos) se acopló con el recuerdo de su hijo-esposo (yo maté a un hombre en una encrucijada). El testimonio del esclavo de Corinto se completó con el del esclavo de Citerón (el recién nacido entregado a Polibio era Edipo, hijo de Layo y Yocasta). Otro elemento de la indagación que sigue vigente en la investigación científica actual es el desplazamiento de la verdad o, dicho de otra manera, la circulación de los discursos considerados verdaderos. En la historia de Edipo, la verdad, en primer lugar no es de orden empírico, es una profecía de los dioses. Así como en la investigación científica se inventa una hipótesis, algo que todavía no es empírico, pero que pretende explicar un problema. En segunda instancia, la indagación se concentra en los reyes, pues en el intercambio de recuerdos entre Yocasta y Edipo se va revelando la posibilidad de saber quien asesinó a Layo. De manera semejante, en un proceso de investigación, los científicos (es decir los reyes metafóricos) acceden a cierto nivel de evidencia acerca de lo buscado. La comunidad científica se comienza a poner de acuerdo. Pero finalmente, hay que corroborar la hipótesis mediante contrastación empírica. Ahí están los esclavos de Corinto y de Citerón para dar cuenta que lo que habían pronosticado los dioses (la hipótesis) y lo que habían contrastado los reyes (metafóricamente la hipótesis es convertida en ley por la comunidad científica). Ahora solo falta la instancia de ciencia aplicada, la adecuación entre la hipótesis y un modelo posible de aplicación a la realidad. (en la metáfora, es la adecuación con el relato de los dos esclavos). Pero como la mayoría de las investigaciones, la indagación del rey es transferida a la realidad, es decir se convierten en tecnología. La tecnología (en tanto transformación de lo real) aquí surgiría desde el autoenceguecimiento de Edipo y el suicidio de Yocasta. La verdad se desplazó de los dioses a los reyes y de éstos a los esclavos. El resultado fue un cambio significativo a nivel de la realidad. La revelación de la verdad cambió las relaciones de poder. Edipo es echado por el pueblo, Yocasta desaparece y Creonte toma el poder. Algo similar ocurre con el proceso de la investigación científica. Las innovaciones, en primer lugar, son secretos científicos, luego se socializan por medio de publicaciones, eventos académicos y diversos medios de difusión y finalmente llegan a la sociedad. Las verdades científicas suelen atravesar los gabinetes especializados y circular –vulgarizadas y recicladas- por la sociedad. Edipo es el signo del exceso, exceso de injusticias (antes de nacer es considerado culpable), exceso de responsabilidad (huye del hogar que creía propio para escapar de un vaticinio nefasto), exceso de saber (sólo él supo vencer a la Esfinge que afligía a los tebanos), exceso de sexualidad (se acuesta con su madre, es padre de sus hermanos, cuñado de su tío y rival de su padre) y exceso de poder (quiere solucionar él solo el flagelo que azota a la ciudad, así como en otros tiempos él sólo había vencido a la Esfinge). Edipo que todo lo tenía, todo lo perdió. Pero el procedimiento utilizado por Sófocles para dilucidar la verdad –por medio de la indagación- estaba vigente en el imaginario social de la época en que se escribió esta historia. Se trata de un procedimiento nuevo, pero que conserva rastros de procedimientos anteriores, tales como la exclamación de Yocasta dando “pruebas” o la de Edipo “probándole” la legalidad de su poder a Creonte, su
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cuñado, puesto que solo él (Edipo) había sabido derrotar a la Esfinge que aterrorizaba a Tebas.
2. Época de examen Debieron transcurrir varios siglos para que la investigación agregara otra forma a los modos de buscar la verdad. Me refiero al examen, que recién fue hegemónico en Occidente a partir del siglo XVIII. En esa época, se comenzó a perfilar la necesidad de preparar individuos convenientemente domesticados para trabajar varias horas en tareas rutinarias y mecánicas, como correspondía a la revolución industrial que se avecindaba. Se aprovechó la proliferación de las prácticas de encierro humano para observar y poder dominar la conducta de los sujetos. Estas prácticas surgieron de las exigencias burguesas de orden, prolijidad y control. Había que inventar herramientas para reasegurar el control humano, Es así que se decidió que algunas personas eran “normales” en tanto y en cuanto cumplieran con las exigencias impuestas por el buen orden que debía imperar. Es decir, que trabajaran, fueran obedientes y cumplieran con las disposiciones económicas y morales establecidas dominando sus impulsos. Quienes así no lo hacían, eran castigados, excluidos o encerrados. La manera de determinar la normalidad fue el examen que chequeaba la conducta o la producción de las personas con aquellas conductas o producciones consideradas deseables. El examen entonces se incorporó a las investigaciones o búsquedas de la verdad e interactúa con la prueba y la indagación. Cualquier disciplina académica, mediática o de marketing apela a estos recursos. Se trata de prácticas idóneas y eficientes, pero no necesariamente inocentes. Porque desde Grecia clásica y desde la historia de Edipo se nos ha hecho creer que la verdad no tiene nada que ver con el poder. O, dicho de otra manera, que quien ejerce el poder no posee la verdad (como Edipo antes de darse cuenta) o que quien posee la verdad, no ejerce poder (como Edipo que por saber pierde el poder). Sin embargo, las relaciones institucionales no se manejan de esa manera. Edipo ejerció poder porque tenía una verdad (supo derrotar a la Esfinge). Y mientras ejerció el poder hizo valer sus verdades y no se preocupó por refutarlas. Yocasta le había dicho que él era parecido a Layo, él tenía la misma edad que el hijo que Layo se quitó de encima, no obstante, a pesar de ser tan inteligente, a Edipo en ningún momento se le ocurre que él podía ser el hijo de su esposa. Sabía manejar “su” verdad y su poder. Esta figura es paradigmática en Occidente y en la investigación científica. Porque se suele asegura que quienes poseen el poder no manejan verdades, que la verdad vence por sí misma y que está exenta de poder, esto es, que quienes poseen la verdad no ejercen el poder. Sin embargo, Quienes ejercen el poder –en cualquier nivel- lo hacen en nombre de ciertas verdades. Por otra parte, quienes pueden imponer alguna verdad es porque están apoyados en condición política. Pero como el poder tiene mala prensa, los modernos quisieron seguir manteniendo el simulacro de que la verdad no tiene nada que ver con el poder. En cambio, si se dimensiona el poder desde su potencia positiva y no negativamente, es decir como abuso de poder, como dominio, se puede aceptar que poder y verdad se relacionan entre ellos de una manera productiva. Se puede admitir que existen estrechas relaciones entre saber y poder, entre investigación científica e intereses creados, entre búsqueda de la verdad y búsqueda de poder. Pues el poder si no es dominio, autoritarismo o arbitrariedad, es positivo, es productor de deseo, de conocimiento. Es energía, potencia renovadora y vital. El poder, así entendido, es una relación de fuerzas entre seres libres.
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3. La construcción del objeto de estudio A partir de la historia de Edipo se ilumina otro aspecto de la investigación. Me refiero a la construcción del objeto de estudio, del objeto en el que se pretende hacer residir la verdad. El Edipo mítico, cuando aún no estaba escrito como obra literaria, representó una manera de explicar la realidad y un modelo de punición para ciertas transgresiones morales. El conflicto de Edipo entonces mostraba, por una parte, que existe la posibilidad de que una persona se enamore de sus progenitores (o de uno de ellos). La historia mítica cumplía entonces un papel desculpabilizador y punitivo a la vez. Desculpabilizaba al señalar que incluso un rey podía ser incestuoso. Pero alertaba punitivamente, porque mostraba las nefastas consecuencias que se desprenden de matar al padre y acostarse con su madre. Cuando la historia de Edipo es escrita por Sófocles, en la época clásica, aunque el personaje (esto es el objeto de estudio) parece el mismo del relato mítico, en realidad, cambió. Edipo en la obra literaria pasa a ser el paradigma de un poder sin saber y de un saber sin poder. Porque cuando aún tiene el poder, no sabe la causa de la peste y cuando se entera (sabe la verdad), pierde el poder. Desde el siglo V antes de Cristo hasta casi el siglo XX se quiso hacer creer que quienes ejercen el poder no tienen nada que ver con la verdad, y que quienes manejan verdades carecen de poder. Luego, en la modernidad tardía, con el advenimiento del psicoanálisis, Edipo, aunque aparentemente seguía siendo el mismo, se convirtió en otra cosa. Se convirtió en el hombre de deseo, se convirtió en un síntoma enfermizo, se convirtió en complejo. Este Edipo hegemonizó nuestra pulsión deseante y todo el deseo de una persona, para el psicoanálisis tradicional, está relacionado con la capacidad o incapacidad de resolver el conflicto sexual surgido de la cama matrimonial materna. Tiempo más tarde, en la mitad del siglo XX, para Gilles Deleuze, Edipo es una tecnología de poder de la sociedad consumista. Si la gente cree que todo su deseo depende de su conflicto edípico, el capitalismo tardío manipula mejor nuestro deseo para hacernos domesticables, “familieros” y consumistas. Ahora bien, cuando Foucault construye su propia interpretación de Edipo le da un sentido contrario al de Grecia clásica y concluye que a partir de Edipo, lejos de escindirse la verdad y el poder, se alían y conjugan. Finalmente, en ésta reflexión tomo el proceso de buscar la verdad seguido por Edipo y lo convierto en símbolo de los desplazamientos de la verdad y de la circulación de los discursos en su pasaje de las disciplinas científicas a la vida cotidiana. De modo tal, que sigue en pie la legítima aspiración de encontrar la verdad por medio de una investigación sólida. Pero sigue también en pie la pregunta que moviliza, consciente o inconscientemente, cualquier tipo de investigación. Esto es, la pregunta por el status de la verdad, por su condición eterna o histórica y por la posibilidad de encontrarla o construirla. La conclusión provisoria que se desprende de este trabajo entonces es que no hay un Edipo, ni dos , ni tres, sino tantos como los que puedan surgir de diferentes procesos de investigación. Porque el objeto de estudio de una investigación no se construye desde la nada, evidentemente, sino desde una base empírica real, desde los condicionamientos del poder, desde los supuestos teóricos, desde los objetivos propuestos y desde el imaginario social vigente. Occidente fue (y es) dominado por la gran farsa de que la verdad y el poder están escindidos entre sí. Es hora ya de terminar con esa farsa, pues detrás de todo conocimiento existen luchas de poder y, por su parte, el poder necesita verdades que lo sostengan. El poder político entonces no está ausente de la verdad, así como no existe
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fragmento de verdad que no esté sujeto a condición política. Edipo, aun con todos los cambios sufridos al ritmo de las distintas interpretaciones, sigue siendo –evidentemente- el hombre de la verdad y del poder, del exceso de verdad y del exceso de poder, y de la pérdida del poder que, en su caída, arrastró a la verdad.
ECONOMIA, PUNICION Y SUJETO ESTHER DIAZ
a)Las genealogías Foucault realizó una lectura sistemática de Nietzsche entre los años 1964 y 1968. La impronta nietzscheana se encuentra, fundamentalmente, en el segundo momento teórico de Foucault, cuando se ocupa de la problemática del poder. No obstante, los momentos foucaultianos que precedieron o prosiguieron a la tematización específica del poder -la arqueología y la ética- revisten también signos nietzscheanos. Foucault organiza sus investigaciones asumiendo la crítica de Nietzsche a la concepción tradicional de la historia; también tiene en cuenta esa crítica para disponer sus propios métodos de trabajo (genealógicos), y para elegir temas de reflexión (conocimiento, verdad, moral, poder, castigo, cuerpo). Foucault denomina "genealogía" a su analítica del poder (segundo momento teórico). El período que antece al estudio del poder es una genealogía de la verdad, en tanto se constituye como una búsqueda histórica a partir de positividades actuales, Foucault lo define "arqueología". Por último, el momento posterior al poder, esto es, la étapa ética, es clasificado por el mismo Foucault como "genealogía del hombre de deseo"[i], se trata de una búsqueda histórica a partir de la sexualidad moderna. Es importante destacar que en todas las indagaciones históricas de Foucault, como en las reflexiones de Nietzsche, los análisis diagraman campos de fuerzas estratégicos que interactúan produciendo efectos de verdad. Nietzsche, al impugnar el concepto tradicional de historia, invirtió la visión platónica del devenir humano. Su pensamiento, del que se destierra la reminiscencia, rechaza asimismo un origen fundante, que se revelaría al influjo de una mera reflexión especulativa sobre la verdad. No existen entonces estructuras subyacentes ni leyes transmundanas que encaucen una continuidad progresiva. Además, no se puede dar cuenta de la diferencia desde una supuesta identidad abarcadora. El conocimiento no es axiológicamente neutro, la verdad no es atemporal. Las proposiciones del saber, claras y distintas, surgen de relaciones de poder, oscuras e imprecisas. Nietzsche, en el prólogo de La Genealogía de la Moral, se pregunta quiénes somos los seres humanos, más adelante agrega que "somos los que conocemos" [ii]Pero la respuesta cabal habrá que buscarla desde la moral, mejor dicho, desde la genalogía de la moral. La moral -el "a priori" de Nietzsche [iii]- es el a priori del ser que conoce . He aquí una sorprendente y velada alusión kantiana matizada con ironia socrática: un a priori del
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sujeto de conocimiento, cuyo trascendental no es formal, sino histórico. Esta relación entre conocimiento y moral, entre verdad y ética, atraviesa también la obra de Foucault; quien al final de su etapa arqueológica, después de haber analizado las condiciones de posibilidad de los discursos considerados verdaderos, dice que dichos discursos, así como las objetividades con las que interactúan, encuentran su solidez en el entramado de los valores de una cultura antes que en un fundamento de tipo epistemológico. La solidez epistemológica incide en la construcción del conocimiento científico, y en su validación, pero no lo determina. En este temprano momento de su obra, Foucault concluye que habría que dirigir el curso de la investigación hacia la ética.[iv]. Foucault, a través de su obra, trata de buscar, en primer lugar, las reglas de formación históricas de aquellas proposiciones que se consideran (o que se han considerado) verdaderas, instaura así la más kantiana de sus preguntas: ¿cómo nos constituimos en sujetos de conocimiento?. Luego se enfrenta a los diagramas estratégicos con los que interactúan los discursos, aparece entonces el más nietzscheano de sus planteos: ¿cómo nos constituimos en sujetos de poder? Finalmente, asume la más filosófica de sus búsquedas, porque rastreando las relaciones éticas entre saber y libertad, se pregunta cómo hacer una obra de arte de la propia vida.
b) La subjetividad El alma, para Nietzsche, es una interiorización de todo aquello que, en el hombre, debería ser exteriorizado. "Todos los institintos que no se desahogan hacia afuera, se vuelven hacia adentro -esto es lo yo llamo una interiorización del hombre: únicamente con esto se desarrolla en él lo que más tarde se denomina 'el alma'".[v] He aquí la condición de posibilidad teórica de la concepción foucaultiana de subjetividad. Concepción a la que Deleuze denomina "el pliegue del pensamiento". Según Deleuze, para Foucault, el sujeto es un pliegue de la exterioridad. El pensamiento no encuentra en sí mismo nada con qué alimentarse; a no ser ese afuera del que procede y en el cual recide justamente lo impensado. El pensamiento, desarraigado de lo otro, no puede pensar nada. La moral, entonces, no surge desde una supuesta interiorioridad no contaminada con lo exterior. De este modo, el afuera, lo más lejano , es -paradójicamente- lo que conforma el adentro, lo más cercano. El pensamiento se afecta a sí mismo al descubrir el afuera como su propio impensado. Cuando lo lejano es lo más próximo, se constituye el espacio del adentro. Espacio que permanece presente en el afuera y que dibuja la línea del pliegue, interiorizándose. Pensar es plegar, es bosquejar en el adentro los rasgos del afuera; es ondular la superficie de la realidad; es plizar lo exterior en lo interior; es condensar el tiempo pasado y liberar el porvenir; es, además, establecer el presente.[vi] Cuando Nietzsche descorre el velo histórico del acaecer de la mala conciencia, considera que ésta no fue gradual ni voluntaria, sino que, más bien, surgió del desgarro, del salto, de la ruptura. Esta noción puede hacerse extensiva a cada una de las construcciones humanas. Se podría objetar que Nietzsche, el enemigo de los universales, generaliza. Sin embargo, no se trata de generalizar, sino de establecer la sospecha respecto de las "verdades" instituidas, y de someterlas a la prueba del comienzo" ¿Quién lo dijo?" El acontecimiento actual no es producto de un crecimiento orgánico en el interior del hombre, o de un progreso de la razón, o de una necesidad histórica. En el acaecer del acontecimiento hay disgregación, corte, azar, coacción. En algunos casos, hay cambios sin lucha ni resentimiento, sin dolor, incluso sin olvidos. En otros, se impone la violencia del fuerte, del fecundo en instinto, del poderoso. Tales avasallamientos posibilitaron el Estado,
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y no un inocente contrato en el que los hombres se hubieran puesto de acuerdo. Porque pensándolo bien, ¿en qué podrían acordar los hombres?, ¿en no agredirse, en respetarse, en considerarse? Los que saben mandar superan ampliamente estas debilidades. Son artistas involuntarios creando formas instintivas, concertando dominios sin culpa. Además, son demasiados convincentes como para ser odiados o , mejor aun, como para que el odio ni siquiera los salpique. Las relaciones que establecen estos hombres desatan fuerzas constitutivas de subjetividades, de valores. La crueldad de estas fuerzas es la crueldad del artista; una crueldad que es placer. El placer de dar forma, incluso de darse forma a sí mismo como a una materia dura y resistente. De esa violentación surge la voluntad, la crítica, la contradicción, el desprecio, y surge asimismo la posibilidad de la belleza, ya que ésta sólo puede surgir de la contradicción. Así se construyeron los valores. Hasta el placer del abnegado, según Nietzsche, reposa en la crueldad. Pues unicamente el placer del propio maltrato puede generar el valor del no-egoismo o, dicho de otra manera, el altruismo como valor positivo. Esta concepción nietzscheana reaparece en los dispositivos de Foucault; los cuales se diagraman según fuerzas que se imprimen a la materia. En la interacción de esas fuerzas activas y reactivas, se producen formaciones: locura, clínica, ciencias sociales, ilegalismos, sexualidad, ascesis. En Nietzsche, la deuda con los antepasados genera una mala conciencia que es capaz de convertir al presunto acreedor en dios. "¡ Tal vez está aquí incluso el origen de los dioses, es decir, un origen por temor!"[vii] La noción de mala conciencia ingresa así en el terreno de la moralización. La deuda con el antepasado genera culpa al haber procreado la idea del deber (lo que debo). Hay una inversión de nociones y una interiorización. En ese hueco nace la moral. En Foucault, la inversión del afuera constituye el adentro, el sujeto es un cuágulo del exterior. En la exterioridad, en las prácticas sociales, se conforman las objetividades. Ellas interactúan con dispositivos discursivos, con reglas de formación, con palabras. Palabras y cosas nos penetran , nos pliegan, nos subjetivan. Si en el afuera se crea la forma "loco", en el adentro, seré loco o sabré diferenciar por qué no lo soy. Si en la sociedad se instaura la vigilancia, me amoldaré a ella o la resistiré . Si el poder produce sexualidad, la gozaré o la padeceré. Pero no soy loco, ni libre, ni sexual desde un interior que precediera al afuera, sino desde el exterior que se pliega, constituyéndome. Me pliego a mi época y soy un pliegue de la misma, estoy sujetado, lo cual no necesariamente significa que estoy enajenado. El ser libre que soy me permite relacionarme con mi interior mientras me relaciono con el exterior. Existo desde la interiorización de las prácticas y los discursos de mi época pero interactuando con ellos desde una subjetividad que es obra y obrero al mismo tiempo. Soy un ser ético, es decir, puedo establecer relaciones conmigo mismo.
c)La relación con el afuera El análisis foucaultiano del ejercicio del poder permite pensar dicho ejercicio como un juego de fuerzas encontradas. Los campos de fuerzas establecen diagramas. En ellos, los modos económicos de producción interactúan con los sistemas punitivos. Las relaciones entre economía y coacciones suelen pensarse desde la polaridad "causa-efecto". En ese sentido, se considera, por ejemplo, que el modo de producción esclavista desencadenó la apropiación de las personas, que el feudalismo despótico estableció el sistema de castigo corporal , que el modo de producción mercantil instituyó los trabajos forzados, y que el modo de producción capitalista impuso el sistema disciplinario. Foucault acepta las relaciones entre modos de producción y sistemas punitivos. Pero niega que estos últimos sean simples efectos de los primeros. La reorganización del poder punitivo es condición previa a la puesta en funcionamiento de un nuevo modo de
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producción. El nuevo modo de producción instrumenta y refuerza, para su propio benefio, las prácticas correctivas que ya circulaban en la sociedad. Quienes se encuentran en las tramas más densas de la red del poder se proponen objetivos estratégicos. El dispositivo de poder comienza a operar y no siempre logra los objetivos propuestos. No obstante, si el dispositivo es productivo, persiste. Para persistir ha de ser fecundo en, por lo menos, dos sentidos diferentes: como beneficio económico y como movilizador de placer. En este último sentido, se dice que el poder produce sexualidad, o individualidad, o deseo, no sólo en la densidad de la red del poder, sino también en sus zonas más laxas. Es decir, no sólo para quienes se supone que "manejan" el poder, sino también para quienes se supone que lo "sufren". En esta concepción teórica, unos y otros circulan por el entramado del poder, aunque no todos lo hacen de la misma manera. Existe una especie de astucia del dispositivo de poder que engendra un plus respecto de las finalidades propuestas de manera consciente.El dispositivo es un proceso sin sujeto. Mejor dicho, se escapa de los sujetos, sus efectos se emancipan de las acciones racionales con respecto a fines. Aunque los sujetos, independientemente del lugar que ocupen en la sociedad, ayudan a mantener las estrategias. Un sacerdote puede creer auténticamente que está favoreciendo al adolescente cuando le dice que es pecado masturbarse. Una periodista de modas cree realmente que "la mujer moderna" debe usar un maquillaje distinto para cada momento del día. Ambos, sin saberlo, refuerzan el dispositivo de control, en un caso, y el de consumo, en otro. Se favorece, así, el desarrollo y el mantenimiento de las relaciones de fuerzas vigentes. La punición -moral, en el primer ejemplo ("si no acatas,pecarás"), estética, en el segundo ("si no acatas, no estarás a la moda")- precede a los modos económicos de aprovechamiento. Lo punitivo es prioritario en el orden "lógico" de instauración del dispositivo, aunque no siempre aparece así en su desarrollo temporal posterior. Producción económica y sistemas de castigo interactúan. En nuestro ejemplo simplificador, sería: el que obedece los mandatos morales ha de ser eficiente también en sus tareas económicas, la que obedece los consejos cosmetológicos seguramente consumirá más; pero son asimismo obedientes, en tanto eficiente (económicamente) o consumista. Una vez que el dispositivo está en marcha, sus componentes se realimentan y se reconstruyen. Foucault, en Vigilar y castigar, afirma que en el sistema capitalista, la apropiación política de los cuerpos es anterior a la utilización económica de los mismos. La constitución del cuerpo como fuerza de trabajo sólo es posible si ese cuerpo ya está atrapado en un sistema de sujeción, si está operando sobre él una verdad.
EFECTOS SOCIOCULTURALES DEL DESARROLLO TECNOCIENTÍFICO Esther Díaz ¿Te acordás hermana que desde muy lejos un olor a espanto nos enloqueció? Era de Hiroshima, donde tantas chicas
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Tenían quince años, como vos y yo. María Elena Walsh, El 45
El conocimiento no solamente es una construcción histórica, sino también uno de los principales factores productores de cambios sociales. Tomo como referente al conocimiento científico y lo confronto con acontecimientos sociales de los que ha surgido y con los que se vincula, modificándose mutuamente. Me detengo en tres momentos históricos: por una parte, los decenios iniciales del siglo XIX; por otra, la primera mitad del siglo XX; y por último, la segunda mitad de ese siglo. En cada uno de estos períodos se detectan diversas actitudes socioculturales ante el desarrollo tecnocientífico que producen distintos tipos de impactos sociales a los que denomino, respectivamente, impacto rechazante, atrayente e interactuante. Se impone aclarar que este recorte histórico es tan injusto como cualquier otro. Pero lo elijo como paradigma de diferentes reacciones sociales ante las aplicaciones de la investigación científica. Y aunque aquí me aboco específicamente a los períodos mencionados, no puedo dejar de recordar el impacto social negativo (o rechazante) ante los primeros adelantos de la ciencia, en los albores de la modernidad, así como la conversión de ese rechazo en fervor durante la Ilustración. Debo señalar asimismo que estas formas de incidencia de los progresos científicos sobre la vida social no se dan puras en la totalidad de la población, pero se pueden detectar algunas tendencias predominantes.
I. Impacto rechazante: Revolución industrial y romanticismo (principios del siglo XIX) El desarrollo de la tecnociencia moderna se relaciona históricamente con varios procesos socioeconómicos que fueron calificados como revolucionarios en el contexto de los dispositivos sociales. La Revolución científica (siglos XVI y XVII) es contemporánea de la Revolución mercantil. Hacia fines del siglo XVIII comienza la Revolución industrial. La eclosión espectacular de la industria, a comienzos del siglo siguiente, es tributaria de la maduración tecnocientífica moderna. Ahora bien, no deja de ser llamativo que en los albores del siglo XIX, época de éxitos tecno-cognoscitivos que repercuten positivamente (entre otras cosas) en lo económico, surja un movimiento contra-cultural que trasciende los conventículos intelectuales y se extiende a la sociedad. Una de sus banderas es la crítica a la racionalidad científica. Me refiero al romanticismo. Para tratar de comprender algunos tramos del entretejido histórico que vincula industrialismo y romanticismo apelo a la concepción platónica del amor y a su función creativa y social, cuando de verdadero amor se trata. En Platón, el Eros productivo es una tensión entre el deseo como carencia y la idea de amor absoluto. El amante aspira a la posesión total. Ahora bien, para atisbar ese absoluto hay que trascender el amor a una persona (o a varias) y buscar la idea de amor, es decir su concepto, su esencia. Pero una vez que se accede a la idea del amor surge el anhelo de fecundar, de reproducir, de trascender. Esto impulsa a la acción, a la construcción, a la puesta en obra. Un amor que se quedara en la mera contemplación sin acción creativa y comunitaria, sería un amor mutilado. En el Banquete de Platón, la póiesis, es decir, la capacidad de crear, es el pasaje del no ser al ser, y sólo el amor lo hace posible. Se trata del pasaje del amor-carencia al amor consumado en obras (póiesis). El punto de partida es la carencia. Luego, si hay verdadera búsqueda, los ojos del alma vislumbran la verdad y se produce el éxtasis.
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Finalmente, el amante – inflamado de amor a la verdad- regresa a la polis para transformar en obra su locura de amor. La obra artística, o conceptual, o política o técnico-artística (téjne) es aquella en la que el proceso erótico-poético alcanza su culminación. En ese proceso la téjne “saca a luz” las energías ocultas. Las realizaciones sociales derivan de ese pasaje del alma por la belleza, posibilitadas por el impulso erótico que permite que lo bello participe en el mundo gracias a su carácter productivo. En el Fedro de Platón, aparece otro aspecto de Eros con el que se intenta explicar la inspiración o el impulso hacia las obras bellas. Se trata de la manía o locura divina, en la que el sujeto se “entusiasma”. Es decir, es poseído por una divinidad y se conduce como un enajenado. Pues el amor es también locura. Pero una locura que es condición de posibilidad para el encuentro con la belleza. Esa enajenación es momentánea, es una vía, un impulso para poder ascender a la belleza, impregnarse de ella, y retornar a la ciudad preñado de futuras realizaciones concretas (discursos, obras, leyes, ciencia). Esa manía estimula también la paideia, esto es, el proceso educativo. Dicho con palabras actuales, estimula hacia la investigación y la posibilidad de transmutarla en obras socioculturales. El viaje platónico del alma por la belleza atravesó los textos escritos y pasó a formar parte del imaginario social occidental, aunque muy acotado; la belleza, hoy, se refugia sólo en el arte, pero con limitaciones. Pues su inclusión en el mercado ha convertido a la obra de arte en mercancía. En consecuencia, la valoración platónica se ha escindido irremisiblemente. Pero la ruptura se comienza a consumar dramáticamente a partir del romanticismo, que es una especie de malestar contra la modernidad, en plena modernidad. Se produce una escisión de Eros. Las dos etapas complementarias de un mismo proceso se convierten en polos opuestos: por un lado, la búsqueda del amor por el amor mismo (romanticismo) y, por otro, la industria como producción social surgida de una tecnociencia al servicio de la acumulación de capital. El romanticismo coincide, históricamente, con la consolidación de la civilización industrial burguesa. El exceso de sentimientos de los románticos se puede leer como una reacción ante la prepotencia de una racionalidad científica instrumental, economicista y ciega ante las injusticias sociales. La locura y la muerte - para los románticos- dejan de ser un medio y pasan a ser fin, objetivo, meta a ser alcanzada. En el ideal platónico, la manía y el anonadamiento constituían un camino de renuncia a sí mismo para acceder a una trascendencia que retornaba enriquecida a la comunidad. En cambio, para el romántico, el amor se ensimisma en la subjetividad. El amor aniquila al amante, lo trastorna, lo mata. Hay que morir de amor o matar por amor. En el romanticismo, la locura del amor deja de ser productiva para la comunidad. Se agota en el amante. Es tan fuerte el impulso de los primeros románticos hacia el amor puro e inalcanzable, que trasladan esa valoración del amor a la obra artística. El romanticismo tardío, también denominado segunda bohemia, levanta las banderas del “arte por el arte”. Es decir, el arte puro, libre de concesiones al público, de valores económicos, de trabajos por encargo. Un arte que se quiere fracasado socialmente. Tener éxito hace a un artista sospechoso de aburguesamiento. Parecería que la actitud romántica quisiera contrarrestar las utilitarias aspiraciones de la sociedad industrial. Pierre Bourdieu estudia la relaciones de fuerzas entre una economía cuyas metas sólo atienden a la eficacia, y la resistencia bohemia a ese tipo de economía. Esa resistencia romántica fue constituyendo una manera de sentir que, en cierto modo, se extiende hasta nuestros días. La construcción de los sentimientos occidentales realizada por los románticos fue reciclada por el romanticismo tardío (o segunda bohemia). Y se consolidó en las subjetividades en sentido inverso a la consolidación de una economía de mercado cada vez más agresiva y desangelada. Buordieu analiza estos aspectos socioculturales desde la literatura y el arte
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románticos relacionándolos con las prácticas sociales contemporáneas a esas manifestaciones artísticas. En Las reglas del arte afirma:
Algunos escritores, como Leconte de Lisle, llegan incluso a considerar el éxito inmediato como “una señal de inferioridad intelectual”. Y la mística tributaria de Cristo del “artista maldito” sacrificado en este mundo y consagrado en el más allá, no es sin duda más que la transfiguración en ideal, o en ideología profesional, de la contradicción específica del modo de producción que el artista puro pretende instaurar. Estamos en efecto en un mundo económico al revés: el artista sólo puede triunfar en el ámbito simbólico perdiendo en el ámbito económico (por lo menos a corto plazo), y al contrario (por lo menos a largo plazo).
Desde el punto de vista de la bohemia, el aumento del capital simbólico debe ser equivalente a la disminución del capital económico. La producción industrial pierde así todo vínculo con Eros y la belleza. Se degrada en obras sin ideales, en trabajo enajenado y en tecnología sin poesía. Se trata de una técnica arrancada del cosmos significativo comunitario. Una ciencia sin conciencia, una producción sin belleza, un proceso social sin amor. La téjne se divorcia del amor. Los conceptos modernos de deseo y de producción se han constituido desde la escisión. Por una parte, el amor se refugia en lo imposible y, por otra, la producción se entrega a la tecnocracia. Y si bien este desgarramiento se ha generado a partir de una innegable escisión al nivel de las prácticas, ha generado asimismo un ideario valorativo. Es el imaginario de una experiencia en la que la síntesis platónica de Eros y póiesis ha sido destruida y reorientada hacia dos territorios que se dan la espalda. Uno privado, el de Eros desgarrado, otro público, el de la producción mercantilista. Ésta ya no responde a un ideal cívico o ético social, sino simplemente a excelencias económicas orientadas según la fría racionalidad científico-técnica propia de la modernidad. Paradójicamente, el comienzo de la producción desapasionada es contemporáneo del amor pasión. En el Eros romántico no hay apertura a la trascendencia hacia otra persona, porque el deseo aspira más a la muerte y la locura que a la verdad, el bien o la belleza. Esta actitud puede captarse, por ejemplo, en los escritos de nuestro máximo romántico, Esteban Echeverría. En La cautiva la muerte parece darle a la protagonista una armonía estética superior a cualquiera que pudiera haber gozado en vida: Pero de ella aun hay vestigio. ¿No veis el raro prodigio? Sobre su cándida frente Aparece suavemente Un prestigio encantador. Su boca y tersa mejilla Rosada entre nieve brilla. Y revive en su semblante La frescura rozagante Que marchitara el dolor La muerte bella la quiso Y estampó en su rostro hermoso Aquel inefable hechizo, Inalterable reposo,
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Y sonrisa angelical, Que destellan las facciones De una virgen en su lecho; Cuando las tristes pasiones No han ajado de su pecho La pura flor virginal.
A veces, parecería que, en el romanticismo, lo más importante es el otro, ya que se enloquece o se muere por amor a otra persona. Y esto podría interpretarse como un modo de trascendencia. Pero lo que no se tiene en cuenta es que –en realidad – se enloquece o se muere por uno mismo. Lo que no se puede soportar es la herida narcisista. Ese dolor profundo, ese ataque al yo que significa la indiferencia, el desprecio, la pérdida o el abandono. En el romántico la energía erótica se introyecta en el sujeto amante, envenenándolo. Tánatos, como pulsión de muerte, aparece también en la hiperproducción capitalista. Así como la técnica genera más técnica, la producción engendra más producción. La superproducción es absorbida por energías destructivas, como la industria bélica o el consumo basado en la obsolescencia. En consecuencia, se puede afirmar que a partir del siglo XIX, la subjetividad y la producción se desarrollan en esferas independientes entre sí. Lo privado y lo público se separan de manera tajante. Pues la productividad que ya no se origina en Eros, ni se mediatiza a través de valores compartidos, se retrotrae sobre sí misma convirtiéndose en tecnología vendible. Y no se trata de que la productividad carezca totalmente de Eros, se trata de un Eros vacío de trascendencia, fijado al márketing, acartonado, estereotipado, mecánico. El Eros platónico pretende ser comunitariamente fértil; pues en un primer momento es del orden de la subjetividad, pero luego se mediatiza para trastocarse en emprendimiento objetivo, hace política, elabora arte, produce obras comunitarias. El amor romántico, en cambio, se ensimisma en las subjetividades y, con el paso del tiempo, se convierte en amor burgués, es decir, en matrimonio. Los románticos habían tomado distancia de la cultura científico-industrial a la que adherían los modernos en general. Y, para diferenciarse de ellos, rechazaban los beneficios económicos del arte y dignificaban los amores no correspondidos, imposibles o perdidos. Pero, como una burla del destino, el arte hoy se cotiza en millones de dólares, la familia burguesa hegemoniza el reaseguro afectivo confundiéndolo con las comodidades domésticas, y el ideal prioritario ya no es un amor esquivo que produce desgarros interiores, sino el acceso a una correcta aplicación de la racionalidad científica que podría abrir la puerta del tan deseado éxito económico.
II. Impacto atrayente: fortalecimiento tecnocientífico y modernismo (principios del siglo XX) Durante el siglo XIX, la ciencia físico-matemática coronada reina de las ciencias comienza a presentar anomalías inquietantes, pero fundamentalmente en su historia interna. Se registran, por ejemplo, problemas en las contrastaciones empíricas en física, química y otras disciplinas naturales como la biología o la astronomía. Sin embargo, a nivel social el impacto de la ciencia moderna con su impecable sistema de leyes universales y absolutas lucía triunfante y atrayente. Se podría decir que la fachada de una ciencia fundamentalmente exitosa y bienhechora de la humanidad continuó hasta la catástrofe de
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Hiroshima; si bien ya se habían registrados algunas desgracias menores en números de muertos pero igual de alarmante en sus consecuencias, como la desintegración de las manos y los ojos de obreras que manipulaban elementos radioactivos para pintar relojes “luminosos”, o los accidentes sufridos por científicos y técnicos que operaban ingenuamente con esos elementos. Considero que en la primera mitad del siglo XX se escuchó el canto de cisne de esa ciencia de leyes universales, deterministas y negadoras del inexorable e irreversible paso del tiempo. Desde la historia interna de la ciencia, algunos expertos comenzaron a cuestionar la compulsión moderna de explicar lo complejo por lo simple, lo múltiple por lo unitario, lo temporal por lo ahistórico. Desde su historia externa se seguía exaltando a esa ciencia que parecía la quintaesencia de la racionalidad (en una época en que ser racional significaba enunciar proposiciones que, por un lado, cumplieran con los principios de una lógica bivalente y, por otro, pudieran de ser corroboradas con la experiencia). Pero ya el huevo de la serpiente se estaba gestando. Hacia mediados del siglo pasado, la serpiente rompe el cascarón: las aplicaciones tecnológicas ya no pueden ocultar la faz que hasta entonces se mantenía en tinieblas, es decir, sus efectos destructivos. Incluso, la ciencia que se vanagloriaba de surgir desde la investigación básica en pos de la búsqueda de la verdad por la verdad misma, comienza a surgir desde la tecnología para buscar la eficacia por la eficacia misma. Dice el epistemólogo español Javier Echeverría:
Es sabido que la emergencia de los primeros ordenadores digitales electrónicos tuvo lugar en plena Segunda Guerra Mundial, y que el primer prototipo (el ENIAC) fue utilizado prioritariamente para el cálculo de trayectorias de proyectiles y para el proyecto Manhattan, que condujo a la fabricación de la bomba atómica. Una vez terminada la guerra, von Neumann presentó la Navy estadounidense, un macroproyecto de investigación en el que se proponía construir toda una serie de máquinas que podrían ser usadas en muy diversos campos de aplicación, científicos, militares y civiles.
II. 1 Ciencia y arte Galileo, en los comienzos de la modernidad, había exhumado una antigua creencia de los pitagóricos, que consideraban que la estructura de la realidad es matemática. También para Galileo el lenguaje de la naturaleza está escrito en caracteres matemáticos. He aquí el origen de la rigidez e idealidad de las leyes científicas. Una red estructural subyacente sostiene una realidad fenoménica que puede ser ilusoria. Las leyes, las relaciones invariables entre fenómenos, son más fiables que los fenómenos que ellas relacionan. Alfred Einstein, por ejemplo, dice que la percepción cotidiana de la irreversibilidad del tiempo es sólo una ilusión, porque si la ciencia formaliza matemáticamente el transcurrir del tiempo de manera reversible, el tiempo es reversible. Así como para pensar la relación entre ciencia y sociedad a principios del siglo decimonónico, hago referencia al romanticismo enfrentado a la eclosión industrial (cuya condición de posibilidad histórica es el desarrollo científico-tecnológico); para pensar esa misma relación histórica, en los comienzos del siglo XX, reflexiono sobre el paradigma científico-racionalista y lo confronto, en primer lugar, con el arte modernista y, en segundo lugar, con la moral moderna. Pues el arte y la ética se pliegan a los ideales de la racionalidad científica y se pretenden universales. La moral moderna, siguiendo las pautas impuestas por la ciencia, apuesta a leyes absolutas y a una entidad formal reguladora, el deber. El arte, por su lado, apuesta a un orden matemático y a una utopía movilizadora: el ideal de arte como forma de vida total (basta de arte “encerrado” en museos y galerías).
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Estas aspiraciones abarcativas van produciendo una pérdida de sentido respecto de la existencia cotidiana y de las experiencias concretas. La pérdida de sentido, según Theodor Adorno, fue una de las búsquedas del arte moderno, que habría tenido como ideal la “negación del sentido”. Se trata, en realidad, de una abstracción del sentido, de una sublimación de la cotidianidad. Pero aun en la radical subversión del sentido del arte modernista, la obra de arte es un potencial que amplía los límites del sujeto y, paradójicamente, también del sentido. Pues se descubre un sentido que trasciende la realidad vulgar. Porque la síntesis estética, al avanzar hasta el plano de las partículas de significado (en literatura, en plástica, en arquitectura, en música) ponen en libertad las energías encapsuladas en las construcciones aparentemente sólidas del sentido común. Esa aspiración de la racionalidad moderna alentó también en los trabajos de los pioneros de la ciencia y se hizo más y más fuerte, con el paso del tiempo. Las leyes de la naturaleza se enuncian formalmente y ese formalismo, ese vaciamiento de contenido, es computado más verdadero que los fenómenos de los que dichas leyes dan cuenta. La relación entre la abstracción científica y su impacto en el arte modernista es clara y directa. Los artistas aspiraban a la pureza de las formas estéticas. Consideraban que el arte se moviliza por una lógica interna que se debe reflejar en la obra. Esa lógica está inspirada en la racionalidad. Esto se constata, por ejemplo, en la arquitectura de la Bauhaus, fundada en 1919. Sus postulados se inferían de la geometría euclidiana. Esta ciencia formal, la geometría, es la que inspiró también al movimiento plástico-estético denominado De Stijl, cuyo manifiesto fundacional proclama que se debe buscar el equilibrio entre lo particular y lo universal haciendo que la obra (lo particular) se exprese a través de formas universales, como las figuras geométricas. El mismo espíritu moviliza a Eduard Le Corbusier (1887-1965), quien crea un estilo propio dentro de la arquitectura y el urbanismo modernos. Aspira a la distribución racional de los espacios, y a la armonía entre los interiores y el exterior de los edificios. Trata de manifestar la sensibilidad bajo los designios de una racionalidad acotada en sus características pero universal en su extensión. Es por ello que el arte moderno no sólo intenta ser racional en su historia interna, como la ciencia; también como la ciencia promueve una racionalidad instrumental en sus aplicaciones, ya que así como la tecnología o ciencia aplicada debe ser eficaz, los diseños modernos deben ser funcionales. Es decir, lo más eficaces posibles. El artista debe regir su creatividad por una sistematicidad matemática. Durante la modernidad, se produjo lo que Jean François Lyotard denomina “la retirada de lo real”. En la temprana modernidad, la representación era más importante que lo representado. Resulta obvio que ya la representación es un distanciamiento de lo real. Pero el arte moderno tardío (modernismo) abandona la representación y toma mayor distancia de lo intuitivo. De modo tal que la obra de arte, cuanto más se aleja “racionalmente” de la intuición de lo real, es considerada más sublime. El arte “sutiliza” lo real. La música representa los estados de animo, la plástica elabora conceptualmente al modelo real, la danza “geometriza” los movimientos, la literatura desarrolla grandes sentidos abarcadores, la arquitectura se pone al servicio de lo funcional. Incluso, un gran transgresor, como Salvador Dalí, trata de dejar en claro que lo suyo es racional. Sostiene que el surrealismo no considera los fenómenos en forma aislada o arbitraria, sino como conjunto coherente de relaciones sistemáticas y significativas. Piensa que contra la actitud pasiva, desinteresada y estética de los fenómenos irracionales, su obra organiza sistemáticamente el tratamiento de esos fenómenos, otorgándole un estatuto cognoscitivo. Otra característica de la ciencia moderna es su aspiración abarcativa. Unas pocas leyes, elegantes en su aparente sencillez formal, deben explicar todos los movimientos
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posibles. Algo similar ocurre con el arte, que se rige por paradigmas formalista. El dodecafonismo, en música, creado por Arnold Schönberg, y el Ulises, en literatura, escrito por James Joyce dan cuenta de la aspiración totalizante del modernismo. Schönberg busca un principio único en torno al cual se pueda organizar una música atonal, es decir, que evita la formación de escalas a partir de una nota fundamental. Abandona las escalas tradicionales compuestas por ocho sonidos e instrumenta la escala cromática compuesta por doce. En el caso del Ulises se utilizan alrededor de quinientas páginas para narrar un solo día en la vida del protagonista. Los grandes relatos, propios del modernismo, se condicen con una ciencia que pretende no dejar ni un solo fenómeno sin explicar.
II.2. La moral moderna La mecánica moderna de las trayectorias concebía fenómenos ideales: péndulos que no se detienen, inercia infinita, movimiento perenne, reversibilidad temporal. Se trata de fenómenos ideales que, obviamente, no existen en la naturaleza. La ciencia moderna le “saca el cuerpo” a la multiplicidad de lo real. Esta ciencia, tal como lo señala Martín Heidegger, se originó a espalda de los hechos: primero la ley, luego el experimento. Gracias a la legalidad, los hechos adquieren claridad. Las leyes se han elaborado a partir de la observación de la naturaleza. Pero al haberles dado la exactitud del cálculo se las constituye en una representación anticipadora que ha de ser “llenada” con la confrontación empírica. Desde la filosofía, Immanuel Kant le otorga el máximo estatus a esta concepción intentado apuntalarla con el rigor de su pensamiento. Por un lado, este filósofo marca la necesidad y la universalidad de las leyes naturales que dan cuenta de fenómenos particulares y contingentes. Y por otro, estipula que el tiempo no es una cosa en sí, sino una forma pura del entendimiento. Esta negación de la realidad temporal se condice con una ciencia que pretende que el tiempo (según las leyes establecidas por Newton) es reversible. A la visión moderna científico filosófica acerca de la naturaleza, le corresponde una concepción análoga en el terreno ético. Así como en la ciencia se trata de fundamentar racionalmente el conocimiento, en la ética se buscará fundamentar racionalmente la moral. En la Critica de la razón pura, Kant establece que el sujeto es una constitución apriorística (atemporal, formal y necesaria) en el que se dan las condiciones de posibilidad del conocimiento. De manera similar, en la Crítica de la razón práctica, estipula que si los principios éticos aspiran a tener necesidad y validez han de ser independientes de la experiencia, es decir, a priori. Los principios morales, en Kant, son estrictamente racionales, ya que su cumplimiento depende de la voluntad y ésta es una facultad de la razón. La determinación de la voluntad no se hace según la materia, sino según la forma (el deber), así como la determinación científica del mundo no se produce a partir de los fenómenos, sino según las relaciones invariantes entre ellos (las leyes). En ambos casos la consistencia se logra a partir de la posibilidad de formalizar universalmente. En el dominio de la naturaleza todo está condicionado según leyes causales. El dominio de la moral, en cambio, se rige por la libertad. Pero sus leyes también son universales. Así como en la naturaleza las leyes se cumplen con el acontecer de los fenómenos, en la moral, las leyes se cumplen cuando las conductas responden al deber. Esta visión científico-ética encuentra su correspondencia en el imaginario social de la modernidad dieciochesca y se extiende, no sin fracturas, hasta mediados del siglo XX.
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III. Impacto interactuante: eclosión digital y multiplicidad posmoderna (mediados del siglo XX hasta nuestros días) A partir de la Segunda Guerra Mundial se produce el agotamiento del proyecto moderno. El invento de las computadoras y su utilización para lograr precisiones en la fisión del átomo, en la decodificación del ADN, y en la informática, entre otras aplicaciones, sumados a la tecnología bélica atómica y biológica, y al agotamiento de las vanguardias artísticas provocan un desgarro en la modernidad. Es evidente que el acaecer de una nueva época obedece a otros dispositivos, además del científico. Pero es innegable que la inserción de los productos del conocimiento científico nunca fue tan invasiva socialmente como en los últimos años. Para referirme a la relación entre investigación científica e impacto social, desde mediados del siglo pasado hasta nuestros días, apelo a la biotecnología; pues su base teórica se sustenta en la ciencia “pura” y su aplicación tecnológica se extiende a la población en general. Hago referencia también a ciertas implicancias éticas de esta disciplina posmoderna. En este caso el impacto entre ciencia y sociedad es interactuante porque la tecnología ha invadido el mundo. Y este mundo que produce técnicas sofisticadas se mueve a su ritmo. Actualmente sería ingenuo mantener una posición romántica que rechazara absolutamente el quehacer científico. Pero sería ingenuo así mismo adherir sin crítica a este desarrollo desmesurado y no consensuado socialmente de la tecnociencia. Por otra parte, la saturación informática con su variedad interactiva se corresponde con la multiplicidad de códigos valorativos éticos, políticos y socioculturales en general. En El siglo de la biotecnología, dice Jeremy Rifkin:
La nueva ciencia genética despierta más cuestiones inquietantes que cualquier otra revolución técnica de la historia. Al reprogramar los códigos genéticos de la vida, ¿no nos arriesgamos a interrumpir fatalmente millones de años de desarrollo evolutivo? ¿Acabaremos por ser alienígenas en un mundo poblado de criaturas clonadas, quiméricas y transgénicas? La creación, la producción masiva y la liberación a gran escala en el medio ambiente de miles de formas de vida sometidas a la ingeniería genética, ¿no causarán un daño irreversible a la biosfera y convertirán la contaminación genética en una amenaza aún mayor para el planeta que las poluciones nucleares y petroquímicas? ¿cuáles son las consecuencias para la economía mundial y la sociedad de que el acerco genético mundial quede reducido a mera propiedad intelectual patentada, sujeta al control exclusivo de un puñado de multinacionales?
III. 1. El tercer milenio y las metamorfosis La primera gran metamorfosis, según Ovidio, fue la creación del universo. A partir de esa cambio originario, el poeta latino describe una lujuria de metamorfosis. Las personas se convierten en árboles, en ríos, en fuentes, en flores, en constelaciones o en seres superiores. Estos discursos han sido considerados fantasías literarias sin sustento real. Algo similar ocurrió con las narraciones de Kafka. La descripción de un mono
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convirtiéndose en hombre o un hombre en cucaracha parecía mera representación imaginaria. Alucinaciones de escritor. Sin embargo, la tecnociencia contemporánea posibilita que algunas de esas quimeras (y otras) se tornen reales. Las metamorfosis provenientes de la tecnociencia actual, sus beneficios, peligros e implicancias éticas fueron evocadas en los primeros gritos de alerta - al promediar el siglo XX- acerca de las posibles consecuencias nefastas de algunas aplicaciones biotecnológicas. Y efectivamente hacia el final del segundo milenio se comenzaron a constatar ciertas derivaciones médicas y agropecuarias no deseables surgidas de las tecnologías recientes. La biotecnología industrial tiene su origen en investigaciones académicas en microbiología. Pero en los últimos veinte años del segundo milenio, varios universitarios de elite se plegaron al mercado aportando los logros de la investigación básica al mundo instrumental de la economía. Se desató así el espectacular despliegue de la ingeniería genética que permite obtener cambios hereditarios en distintos tipos de organismos, mediante la inserción de un material foráneo al ADN de cualquier ser vivo. Estos cambios implican riesgos, como la resistencia de ciertos organismos a los antibióticos o la permanencia, por generaciones, de errores surgidos de manipulación genética y expandidos por el planeta. El descontrol de las recombinaciones genéticas motivó la creación de mecanismos de supervisión legal en el Primer Mundo desde la década de 1980. A partir de ello, algunas empresas avanzaron sobre países periféricos, como la Argentina. Por ejemplo, en Azul, Provincia de Buenos Aires, equipos de laboratorios extranjeros experimentaron una vacuna contra la rabia, sin autorización oficial y dejando dudas acerca de una hibridación con microbios naturales que pudiera acarrear consecuencias impredecibles. Ahora bien, en nuestro país, desde hace diez años, existen reglamentaciones estatales respecto, por ejemplo, de los cultivos transgénicos. Pero la normativa apunta al uso propuesto y desatiende el proceso mediante el cual el producto fue originado. Las manipulaciones genéticas y sus posibles consecuencias flotan en la incertidumbre. A la luz de estas realidades ya no se pueden dejar de considerar las problemáticas éticas relacionadas directamente con la aplicación tecnológica, como la ingesta de elementos biológicos humanos a través del consumo de productos transgénicos, la contaminación de alimentos con sustancias consideradas prohibidas por grupos religiosos o naturistas, o la perdida de límites entre lo público y lo privado. En las tecnologías recombinantes se llega al absurdo de la pérdida de autonomía sobre cultivos o cuerpos si han sido modificados genéticamente y patentados como productos biotecnológicos. Como corolario de este tipo de manipulaciones se puede citar la enfermedad de la vaca loca, es decir, un efecto negativo surgido de la transvaloración de los recursos naturales. ¿Los fines justifican los medios? La mítica afirmación de Maquiavelo acerca de que los objetivos valiosos deben perseguirse a cualquier precio suele ser condenada taxativamente cuando se trata de política. Pero es asumida sin ningún pudor en el terreno de la investigación. Se afirma que el único objetivo de la ciencia es la búsqueda de la verdad. De este modo, los gestores de la investigación, los integrantes de equipos de investigación y los mecenas científicos estarían exentos de responsabilidad moral respecto de los nuevos conocimientos. La ciencia básica es inocente, se dice, la tecnología puede ser culpable. La modernidad consolidó esta idea que le brinda un marco de neutralidad moral, en su etapa básica, al desarrollo de la ciencia en general y de la genética en particular. Y cuando esa etapa se supera y se convierte en técnica ya no hay lugar para las reflexiones éticas porque los productos científicos son utilizados por el mercado. Dicho de otra manera, ética y técnica se confunden para conformar lo que David Noble denomina “la religión de la tecnología”:
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En un milenio de creación, la religión de la tecnología se ha convertido en un hechizo común, no sólo de los diseñadores de tecnología, sea cual sea el coste humano y social, se ha convertido en una ortodoxia tácita, reforzada por un entusiasmo por la novedad inducido por el mercado y autorizado por el anhelo milenarista de un nuevo comienzo. Esta fe popular, subliminalmente consentida e intensificada por extremistas empresariales, gubernamentales y mediáticos, inspira una deferencia sobrecogedora hacia los tecnocientíficos y hacia sus promesas de liberación mientras desvían la atención de asuntos más urgentes. De este modo, se permite el desarrollo tecnológico sin restricciones, sin reflexión sobre los objetivos, sin valoración de los costes y de los beneficios sociales. Desde el interior de esta fe en la tecnología todas las críticas parecen irrelevantes e irreverentes.
Hoy es posible -y en algunos países es legal- extraer del cuerpo de un paciente una célula sana, transferir su núcleo a un óvulo (al que se le ha extraído el núcleo) y obtener un embrión. A los catorce días se aíslan células de esa réplica genética reconvirtiendo las células en sanguíneas, musculares o nerviosas, según las necesidades del progenitor del clon. Es decir, se cura una enfermedad mediante la introyección de un “hijo” absorbido por el mismo cuerpo que le dio vida. La ingeniería genética produce Cronos posmodernos que devoran a sus propios hijos. Aunque la conciencia de quienes autorizan este tipo de manipulaciones se desembaraza de culpas infanticidas al establecer que después de los catorce días de la formación del embrión, recién comienzan a aparecer los primeros esbozos del sistema nervioso, por lo tanto, no se está manipulando seres humanos, sino simulacros genéticos. Pero no pueden desembarazarse de haber mostrado la densa trama de poder e intereses económicos que sostiene la defensa apasionada de la clonación humana con fines terapéuticos. El primer ministro británico, en el año 2001, arengó a sus parlamentarios diciéndoles que si votaban en contra del proyecto de clonación humana, obligarían a los laboratorios a retirar sus millonarias inversiones del país para buscar mercados en lugares más tolerantes del planeta. Ante este hecho consumado, comienzan los debates éticos y sus previsibles conclusiones. Los defensores incondicionales del progreso científico dicen que nada debe detener el desarrollo de la ciencia. En cambio los grupos doctrinales antiabortistas proclaman que estas técnicas son abominables. Pero ni unos ni otros se detienen a reflexionar sobre las consecuencias éticas, naturales y sociales que trae aparejadas cada nueva técnica. Estas reflexiones deberían comenzar antes de las investigaciones básicas y no (como estamos haciendo ahora) frente a la consumación técnica. El vacío de significado surge, entre otras cosas, porque las ciencias naturales se desarrollan más rápidamente y con mucho más apoyo económico que las ciencias humanas y las políticas sociales. Además, las inversiones en investigación humanística son ínfimas comparadas con las inversiones en tecnología dura. Esto provoca grandes desajustes entre la sofisticación técnica, los valores, la legislación y las condiciones concretas de vida de la población en su conjunto. Existe indiferencia hacia las inquietudes éticas, económicas, psicológicas, espirituales, así como ante las injusticias sociales. Habría que debatir, consensuar y construir objetivos valiosos que surjan de intercambios comunitarios, sin apelar prioritariamente al éxito económico y la prolongación incondicionada de los ciclos vitales, sino considerando la calidad y el sentido de la vida. Hay objetivos del conocimiento científico que se construyen sin interacción con las múltiples realidades sociales, y técnicas que se orientan sin valores y esperanzas compartidas. Los
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fines que desatienden las necesidades básicas de la comunidad son vacíos y los medios que obedecen sólo a intereses económicos y sectoriales son ciegos.
EL AUTISMO Y LA FALSEDAD DEL NARCISO POSMODERNO Esther Díaz El oráculo había determinado que Narciso viviría muchos años únicamente si se abstenía de contemplarse a sí mismo. Pero como entonces no existían espejos se supuso que nada perturbaría su sereno envejecimiento. Sin embargo el muchacho no encontraba sosiego, pues su belleza provocaba amores turbulentos que él no retribuía de tan ocupado que estaba en preocuparse por sí mismo. Hasta que una de las ninfas rechazadas clamó venganza a los dioses y sus plegarias encontraron eco. Narciso fue atraído al centro de una laguna espejada, se inclinó fascinado ante el reflejo de su propia imagen y se precipitó en ella. El presagio se cumplió, por contemplarse murió. Barbies de carne y hueso, varones metrosexuales, púberes modelos top o adolescentes exhaustivamente producidos concretan en sí mismos los atributos del narcisismo posmoderno. Valoración del ego, culto de la belleza corporal, individualismo y autocomplacencia. Los jóvenes Narciso actuales pueden gozar sin presentir, aún, pero los sujetos del primer narcisismo globalizado, que surgieron durante los años setenta y ochenta, ya comprobaron el engaño. Ningún folleto de estética corporal les advirtió que, aunque la tecnología disimula o maquilla el paso del tiempo, de ninguna manera lo detiene. El Narciso setentista ha envejecido. Continúa no obstante examinando su reflejo, aunque ahora se preocupa por las arrugas, las canas, el sobrepeso y la muerte. No por ello se libera del hiper-individualismo del que surgió. Consulta obsesivamente las balanzas, consume hormonas, toma viagra, se inyecta botox y se tiñe el pelo. A ello hay que agregar que la sociedad tecnocientífica lo ayuda para que se siga atomizando. Morirá alejado de sus afectos, de sus objetos queridos y de los microbios, en una sala de terapia intensiva impersonal. La sociedad disciplinaria moderna descrita por Michel Foucault ha dejado lugar a la sociedad controladora posmoderna que, al multiplicar sus puntos de referencia, termina por difuminarlos construyendo sujetos replegados sobre sus propios fragmentos, aislados en la multitud. La torre panóptica única ya no alcanza. En nuestro tiempo un complejo entramado de supervisiones exteriores e interiores atraviesan una multiplicidad de individualidades monitoreadas por circuitos cerrados de televisión, bancos de datos, medidores de velocidad, tecnología biomédica, análisis de ADN, detectores de metales, luces que se encienden al paso del caminante, proliferación de alarmas y de armas. Ordalías de una sociedad que el único refugio que encuentra para su seguridad es la mano dura. El hombre moderno sabía que tener bienes hoy, no garantiza tenerlos mañana, por eso ahorraba y apostaba al deber. En cambio el posmoderno es inmediatista, pide
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créditos y reclama derechos. El narcisismo contemporáneo es hijo de una ciencia dilemática. Extiende los ciclos vitales y, como no sabe qué hacer con los viejos, multiplica los geriátricos. Reproduce mujeres que, a fuerza de portar los mismos rasgos quirúrgicos, semejan clones. Posibilita un erotismo virtual de gran intensidad marturbastoria placentera, pero solitaria. Produce autistas atados a pantallas y también falaces destellos de juventud. Es evidente que a gran escala eso ocurre en los países ricos, que no casualmente es de donde provienen los paradigmas cognoscitivos y sus productos convertidos en mercancía. La ciencia de mercado no solo nos vende su técnica (a veces obsoleta) sino también sus teorías. Varios científicos y epistemólogos autóctonos, a pesar de nuestra condición de país marginal, son funcionales a quienes nos dominan. Proclaman, entre otras “verdades” impuestas por el poder, la pretendida universalidad de la ciencia. Fortalecen así los intereses del imperio, ya que esa aparente universalidad está determinada por la perspectiva de los países líderes cuyas urgencias difieren trágicamente de las nuestras. Los valores éticos “atrasan” confrontados con el desarrollo de la tecnociencia. Esto genera tensión. Existe una puesta en cuestión de la ética tradicional, pero no se construyen normas de recambio. Se observa una tendencia a prescindir del cuerpo del otro, pero se sufre la ausencia de contacto. Se busca el éxito, hoy sinónimo de fama, pero abundan los famosos que se autodestruyen. La tensión entre ética y neoliberalismo económico, político y científico reclama una voluntad de cambio. Una escucha de la comunidad en su conjunto, un cuestionamiento de investigaciones orientadas fundamentalmente a tecnologías de consumo, en detrimento de necesidades regionales, dilemas morales y calidad de vida de los relegados de la globalización; esta figura histórica análoga a una obesa anémica. Mucho volumen, poca nutriente. En nuestro país existen chicas carenciadas cuya alimentación consiste en pan con chicharrones y mate dulce. La adolescente femenina es quien suele padecer esa gordura desnutrida. Disfruta del dulzor y del cebo, ya que no dispone de algo mejor. Pero cuando ve por televisión las esbeltas figuras de modelos inalcanzables, inclina la mirada hacia su cuerpo devaluado y, también ella, se sumerge en su propia imagen, no ya para morir bella y rápidamente como Narciso, sino para atestiguar con su contradictoria enfermedad el desgarrón entre la realidad cotidiana y la reproducción desaforada de ideales narcisistas tan inalcanzables para la mayoría de los sujetos, como rentables para las minorías privilegiadas.
ESPOSAS, CONCUBINAS Y PODER. EL CINE COMO REVELADOR DE DISPOSITIVOS SOCIALES Esther Díaz El que manda tiene que crear para el que acata todo lo que éste necesita para su conservación, en la medida en que aquél se halla condicionado por la existencia de éste. Friedrich Nietzsche, Fragmentos póstumos
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1. Marco teórico La posibilidad de que el cine “revele” algo de los dispositivos sociales es relativa a los resultados que se obtengan mediante la aplicación de algún método para el análisis cultural. En esta oportunidad apelaré a recursos hermenéuticos enfocados desde la perspectiva del poder en relación con el deseo. Pero es obvio que la hermenéutica, en tanto interpretación sistemática, puede ser utilizada desde múltiples puntos de vistas, posturas teóricas e, incluso, supuestos ideológicos. En tanto método, se podría decir que la hermenéutica es neutral. La utilización que se haga de ella la pondrá al servicio de diferentes intereses. El interés, aquí, es encontrar en una narración fílmica elementos relacionados con el poder y el deseo. Acontecimientos que irrumpen mucho más allá de una obra de ficción e inciden en la existencia misma. Aunque en la presente reflexión no teorizo sobre hermenéutica. Intento, en cambio, aplicarla para interpretar una obra de arte, una película. La hermenéutica puede operar como auxiliar en ciencias no sociales y como método principal en disciplinas sociales, humanísticas y artísticas. Se trata de un método de validación, es decir de una puesta a prueba para garantizar el conocimiento. En esta validación los enunciados hermenéuticos se correlacionan de manera lógica, aunque no formalizada. Son inferencias que le otorgan sentido a conceptos y/u observaciones que se exponen ante la comunidad para interactuar y ser aceptadas, criticadas, refutadas o reforzadas, según sea el caso. En consecuencia, la hermenéutica puede validar hipótesis, de modo semejante a la pretensión de ciertos métodos de las ciencias duras posmodernas, es decir en relación a su eficacia. La hermenéutica funciona también como método de innovación. Así se la utiliza en el presente análisis, donde se accede a una visión en perspectiva de cierta cultura –en una época determinada- con sus dispositivos de poder, saber y deseo. (Cabe aclarar que la presente exposición no cuenta con aparato crítico por ser un ejercicio de aplicación de la hermenéutica, no una exposición sobre ese método).
2. Poder y dominio La película china Esposas y concubinas, de Zhang Yinou, puede leerse como una representación estética de los minuciosos mecanismos del ejercicio del poder. Incluso de aquel poder que, a primera vista, parece omnímodo, pero que, en realidad, interactúa con otras fuerzas, dejando así al descubierto los dos polos de los vectores de poder. Una manera de “graficar” el poder es imaginarlo como una flecha con dos puntas, es decir, con una punta en cada uno de sus extremos. Pues quien ejerce poder quiere imponer su voluntad al otro (una de las puntas), pero el otro puede resistir (he aquí a la otra punta). Cuando el poder se ejerce de esta manera, hablamos de “relaciones de poder”. En cambio, cuando una de los polos está saturado, por exceso de poder o autoritarismo, hablamos de “relaciones de dominio”. Toda relación de dominio es una relación de poder, pero no toda relación de poder es una relación de dominio.
3. La revelación del poder a través del arte Una provincia china. Comienzos del siglo XX. Una joven de rara belleza llega, por un camino montañoso y solitario, a una casa imponente. Es una especie de mansión-fortaleza. En Occidente le diríamos ‘castillo’. La joven fue comprada para ser la cuarta esposa del amo de la fortaleza. Debió abandonar la universidad. Al morir su padre,
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la madrastra le dijo que ya no podía mantenerla. Le ofreció una disyuntiva: ser la esposa única de un pobre o ser una esposa más (en realidad una concubina) de un rico. Eligió lo segundo. El señor ni siquiera la eligió. Su hombre de confianza se la compró a la madrastra. Al ingresar a la casa del amo, las esposas-concubinas lo primero que pierden es su nombre propio. Desde el momento en que penetran al gineceo, se las reconoce por el número de llegada a la mansión: primera concubina, segunda, tercera, y así sucesivamente. La universitaria es la cuarta. Cuando haya más, seguirá la secuencia numérica. He aquí la primera pérdida de poder: estas mujeres son despojadas de su identidad. Curiosamente tampoco se pronuncia, en la película, el nombre propio del señor. Pero amo, en esa casa, hay uno solo, en cambio concubinas, varias. El señor, más que una persona es la representación del poder. Aunque también él –como veremos más adelante- está expuesto al poder de los demás. En cuanto a las mujeres, es importante que quede claro que ya no son dueñas de sus vidas. Por consiguiente tampoco son dueñas de sus nombres. El nombre propio nos identifica, nombrarlas significaría reafirmarlas como personas. Por el contrario, lo que se reafirma constantemente es su condición de concubinas (del latín concumbo: acostarse con alguien). Es decir, sometidas a la cama del dueño. Cada concubina tiene sus propias dependencias edilicias. Un especie de casita dentro de la casa grande. Departamentos internos independientes compartiendo un patio común y sin cocina. Una especie de panóptico. Además, cada una tiene su propia sirvienta, independientemente de las sirvientas generales de la mansión. Las construcciones arquitectónicas forman parte de los dispositivos de poder y dan cuenta de ellos. Cuando la cuarta concubina llega a la residencia es despreciada por una muchacha del servicio. El motivo es que esa joven es abusada por el señor (a quien no le alcanza con las esposas-concubinas, también somete sexualmente a algunas servidoras). La pequeña sirvienta, en su ingenuidad, había fantaseado que el señor se acostaba con ella porque la quería, y que ella accedería a ser concubina, pensaba que sería la cuarta, que ocuparía el lugar que ahora ocupa la ex-universitaria. (Ser concubina es humillante, pero ser sirvienta es infinitamente peor. Las concubinas no son meras campesinas. Sus familias son pobres pero “dignas”, con cierta cultura. No son nobles, pero tampoco enteramente plebeyas. En casa del señor se las viste lujosamente y son atendidas por la servidumbre. Las siervas, en cambio, son sólo eso, no tienen cultura ni modales, no merecen ocupar oficialmente la cama del señor). Las rivalidades que el amo siembra entre ellas no son aleatorias. Están al servicio del juego del poder. Las peleas divisorias internas engordan al poder hegemónico. La muchacha resentida es elegida como servidora personal de la flamante cuarta concubina. La primera concubina tiene aproximadamente la misma edad que el amo, es decir, es vieja. Nunca más el esposo se acostará en su cama. No obstante, la concubina jubilada comparte cada día la mesa familiar y circula libremente por la casa. Incluso, en ausencia del amo puede tomar alguna decisión, aunque únicamente en situaciones límites. De todos modos, es seguida de cerca (como todas) por el hombre de confianza del señor. La primera concubina tiene un hijo del amo, cuya edad es similar a la de la concubina más joven. La segunda concubina es de edad madura. No es mayor como la primera ni joven como las dos últimas. Pero es vigorosa y astuta. Compite con las jóvenes. Ha tenido la desdicha de darle descendencia femenina al señor. Esto la descoloca respecto del poder.
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Sin embargo, trata de salvar la deficiencia siendo muy sumisa con el hombre y dando arteras estocadas que suelen descolocar a las mujeres que aún están en carrera. La tercera concubina era la más apetecible hasta que llegó la ex-universitaria. Es joven, linda, alegre y canta como los ruiseñores. Había sido cantante lírica. Además, le dio al señor un hijo varón. Su orgullo era extremo, nunca pensó que el amo traería otra mujer y, cuando eso ocurre, estalla en celos e histeria. Justamente eso es lo que el poder necesita para reafirmarse: competencia entre las subordinadas. Mientras compitan y confabulen entre ellas, no lo harán contra él. El título original de la película es Linternas rojas. Nosotros diríamos “faroles rojos”, puesto que ese es el nombre que le damos a las típicas lámparas chinas. Las que le dan nombre al film son de aproximadamente un metro de diámetro por ochenta centímetros de alto. Se cuelgan de un trípode de la altura de un hombre. Cada atardecer, a una hora prefijada suena un gong. Entonces, cada concubina debe salir a la puerta de su casa interior acompañada por su sirvienta. Todas aguardan en actitud sumisa rodeando un patio central (centro del panóptico) donde se instala el hombre de confianza del señor portando un trípode en la mano izquierda y una lámpara roja en la derecha. La concubina jubilada también debe asistir a la ceremonia. Tiene que renovar y exponer, cada día, la humillación de no ser elegida. El portador de la lámpara se acerca a la casa de la mujer que el señor eligió para esa noche y coloca el trípode delante de su puerta. Cuelga el farol encendido para goce de la privilegiada de turno y escarnio de las demás. La sirvientita de la elegida, por más que odie a su señora, goza de la elección como si fuera propia, mira con altivez a las demás sirvientas. Mezquindad de los sometidos. Lamentablemente ser discriminado no garantiza lucidez. La concubina seleccionada arroja una mirada altanera a las demás concubinas, desde su precaria superioridad. Durante las siguientes veinticuatro horas gozará de ciertos beneficios otorgados por un poder limitado y transitorio, pero poder al fin. Ella decidirá qué se comerá en la casa durante su efímero reinado. Es el momento de ajustar cuentas y hacerle comer a las otras todo aquello que detestan. Los sirvientes obedecerán sus órdenes y esa noche, por supuesto, recibirá la visita del señor. Ser elegida significa acercarse a las densidades del ejercicio del poder. La relación sexual es lo de menos. El director de la película deja bien en claro que ahí lo importante es el dominio sobre las demás, tener que satisfacer el deseo del hombre es algo secundario. El deseo de ella no cuenta. Por otra parte, su placer es ejercer poder, no acostarse con un anciano desconocido. Evidentemente Pero todavía hay otra humillación que deberán sufrir las no elegidas. Todas escucharán cómo preparan a la mujer de esa noche para su cohabitación señorial. Una servidora de confianza del señor penetra en la casa de la elegida, la hace sentar y le coloca los pies sobre un almohadón. El señor considera que hay que estimularla sexualmente haciéndole masajes en los pies. La anciana masajea los pies de la elegida golpeteando con una especie de martillito con cascabeles. El sonido se escucha en toda la casa. Las envidiosas tienen que soportar el repiqueteo en los pies de la que mereció el honor. Las relegadas se envenenan escuchando y tramando estrategias para sacar de carrera a la elegida de hoy y poder ser ellas las de mañana. Inteligente manera, por parte del señor, de estimular los celos para ser servido con mayor sumisión.
4. La miseria de los sometidos Quienes ejercen el poder tratan de que los discriminados se pelen entre ellos. El prisionero nazi que obtenía alguna posibilidad de mando (kapó) solía ser más implacable,
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en los campos de concentración, que lo mismos carceleros de oficio. Como ejemplo, recordemos a los compañeros del soldado Carrasco, aniquilado por otros conscriptos (no solamente por oficiales), o las mujeres bíblicas esclavas que, por ciertas vueltas del destino, devienen maltratadoras de sus antiguas dueñas, o los obreros que promovidos a jefes humillan a los que ayer no más eran sus camaradas. Nietzsche dice, en La genealogía de la Moral, que los más sometidos suelen ser los más despiadados cuando la suerte les otorga poder (esto no significa ignorar la crueldad de los verdaderos opresores). Si alguien sufre opresiones y tiene, a su vez, a otros bajo su dominio, frecuentemente, será con esos infelices mucho más cruel que su amo con él. No es casual que en sistemas muy jerarquizados, como las fuerzas de seguridad, por ejemplo, al principiante se lo humille exhaustivamente. Es la mejor manera para que el día de mañana su indignación contenida arrase contra otros. En la obra aquí analizada esto queda claro en la actitud de la cuarta concubina que, por su condición de intelectual, parecería menos apta para la sumisión que el resto de las mujeres. Pero es tan apta como cualquiera para el odio, que deja caer sobre su pequeña sirvienta. Aunque ésta, obviamente, no se queda atrás. Su ama, desesperada porque a pesar de su juventud, cultura, belleza y poco tiempo de estadía en la casa, ve pasar muchas lunas sin que el farol rojo se cuelgue en su portal, intenta un artilugio para conquistar al señor. Dice estar embarazada. Ante esta noticia, el hombre la llena de mimos y noche a noche hace que ella sea la elegida. Pero la sirvientita humillada revela la falsedad de ese embarazo. Como contrapartida del feroz castigo al que comienza a ser sometida, por su falso embarazo, la delatada toma venganza revelando que su sirvienta, en la pobreza extrema de su cuartucho de personal doméstico, esconde viejas linternas rojas remendadas, a las que enciende cada noche fantaseando que ella es la elegida del señor. Ese acto requiere de un castigo mayor. Y como el señor no se encuentra en casa en esos momentos, la primera concubina debe actuar de juez. Pero es prioridad de la concubina delatora decidir cuál será el castigo. La cuarta concubina, a pesar de su actual desventaja, sigue siendo más importante que una sierva, quien deberá permanecer toda la noche de rodillas bajo una nevada atroz. Cuando el señor regresa, encuentra a la sirvienta moribunda. Inmediatamente ordena que la trasladen al hospital alegando que nadie debe decir que el amo maltrata a la gente de la casa. Es decir que ese señor aparentemente tan poderoso, depende también del “qué dirán”, se preocupa para que el equilibrio del poder no se altere con una posible rebelión. Pero la servidora muere, aunque el señor trata de que todos digan que se hizo lo posible por salvarla. La cuarta concubina, aislada de los favores del señor a raíz de su mentido embarazo, y acuciada por la culpa ante la muerte de su servidora. Pide vino de arroz y se emborracha. Una vez ebria, revela que la cantante lírica (la tercera concubina) tiene relaciones con el médico de la casa. Los hombres de confianza del señor llevan a la ex-cantante a un altillo rodeado de misterio en el que desaparecen para siempre las concubinas infieles. Regresemos a la cuarta concubina asolada por la culpa del asesinato. La tercera, la de la voz de alondra, murió porque ella la denunció. Su culpa la hace escuchar los trinos de la cantante en medio de la noche. La ex-universitaria desolada no solo por las dos muertes que carga sobre su conciencia, sino también porque la despojaron de todas sus pertenencias (hasta de una flauta que había sido de su padre), consciente -en su inconsciencia- de que ha perdido cualquier poder sobre el amo y sobre el resto del mundo, cae en el precipicio de la locura. Es interesante notar que quitarle las pertenencias a
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alguien, forma parte de la tarea de pérdida de la identidad. En estos momentos solo la madura segunda concubina recibe los favores señoriales. Pues la primera es vieja, la tercera desapareció por infiel y la cuarta, además de engañar con un falso embarazo, enloqueció. Es hora ya de renovar el stock.
5. Poder simbólico, condición de posibilidad del poder concreto La vieja servidora masajista golpetea los pies de quien desde esta noche será la quinta concubina: una púber bellísima de ojos achinados y rasgos occidentales. Mientras la loca deambula entre remendados faroles rojos fantaseando ser elegida. Aunque ya nunca lo será. Extrañamente, replica la conducta de su esclava muerta en la nieve. Enciende lámparas viejas y deshilachadas y se imagina que esta noche adquirirá nuevamente el poder. A esta altura de la narración cabe preguntarse por qué el señor conserva a las concubinas descartables. En este caso, la vieja y la loca (además de ocultar el cadáver de la cantante). La respuesta deberá buscarse –otra vez- por el lado del ejercicio del poder en relación con aquellos a los que se gobierna. Si el señor abandonara a su suerte a las mujeres con las que ya no cohabita, ninguna familia de la comunidad le vendería hijas para sus futuros placeres. El señor, al garantizar la “seguridad” de las mujeres que penetran en su casa garantiza también su propia provisión de mujeres y le demuestra al pueblo que es justo. Tanto lo es que obra prudentemente con la concubina que se acostó con el médico, haciéndola desaparecer con discreción, sin agravios para nadie. Le ahorra a su ex-familia el deshonor de recibir “de vuelta” a una deshonesta que, de todos modos, sería apedreada por la propia comunidad. De más está decir que al médico no le ocurrió nada, porque desde los valores machistas se impone que la culpa del adulterio es de la mujer. En un dispositivo de poder cada pieza es intercambiable. Por eso los protagonistas pierden sus nombres propios, como el enfermo en un hospital, como el preso en una cárcel, como el interno en cualquier encierro. Cada uno pasa a ser un simple número. Lo importante, en el ejercicio del poder no son las personas, sino las estrategias. Por eso en el clímax del relato que nos ocupa el amo no aparece. Él no necesita aparecer, lo que flota en el ambiente es su poder simbólico (como -en cualquier ámbito- la “persona importante” que apenas se deja ver, o el millonario que ostenta su riqueza pero no se muestra, o la superestrella que se oculta detrás de vidrios polarizados). También el señor de nuestra historia desaparece de la pantalla en los momentos más densos del relato, y desaparece para siempre en los tramos finales de la obra. Aun cuando su poder está omnipresente. No obstante, su presencia se impone desde la ausencia física, por ejemplo, en el musical martilleo infligido en las plantas de los pequeños pies de la quinta concubina. En los asombrados ojos de niña que no alcanzan para abarcar tanta belleza como la del palacio, tantas ropas hermosas, tantos muebles exóticos. De pronto la juvenil quinta concubina pregunta por esa mujer que ya no viste ropas orientales y da vueltas y vueltas con su antiguo traje de universitaria. “Es la cuarta concubina”, le dicen. No hay más preguntas. La jovencita no sabe, por supuesto, que ella es sumamente necesaria en aquel dispositivo de poder, como lo es el casamiento del cual hoy es protagonista. No es conveniente que la única concubina que se mantiene en competencia (la segunda) acumule poder. No es conveniente que falte una mujer joven para que irrite los celos de las demás (señoras y sirvientas). Independientemente del placer que su juventud le dará al señor. Sigue sonando el latiguillo de los masajes. Los ojos brillan. Las mejillas se enrojecen. Las bocas se abren como sedientas. El espacio se llena
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de un aliento contenido y expectante. La loca gira y gira encerrada para siempre. Perdió el poder, pero alucina sus señales. Cuando muere el día, poco a poco, se va encendiendo una hilera de linternas rojas. Poco a poco, lentamente, se va encendiendo el poder, se va encendiendo el deseo, se va encendiendo indeclinablemente la voluntad de vida.
LAS NUEVAS MODALIDADES DEL GOCE EL MEDIO ES EL DESEO Esther Díaz El pansexualismo es, actualmente, nuestro modo de ser en el mundo. He ahí imágenes carnosas, músicas sugerentes, afiches con intimidades gigantescas, líneas calientes, cibersexo, desnudos femeninos, metrosexuales masculinos, en fin, proliferación de referencias eróticas en casi todos lo ordenes sociales. Sin embargo, este innegable fenómeno obsceno no es un invento posmoderno. Su origen, fundamento y desarrollo comenzó en plena madurez de la modernidad. Nosotros, simplemente, asistimos a su consumación. Y como sabemos, lo que se consuma, se consume. En las postrimerías del siglo pasado, este exceso de sexualidad entretejido con la proliferación mediática y digital, la aparición del virus del sida y el desarrollo de la biotecnología comenzó a producir la desaparición del cuerpo en las relaciones deseantes. Pero elidir el cuerpo material no necesariamente significa “histeria” en sentido freudiano. Puede significar, más bien, la instauración de nuevas formas de realización del deseo que, como no podría ser de otra manera, traen aparejadas nuevas formas de satisfacción y, obviamente, también de frustración. Hoy, quien se excita y excita a través de los medios sin consumación carnal no necesariamente queda insatisfecho como el histérico decimonónico; porque siendo otras las formas de desear, otras serán también las formas de disfrutar. En el dispositivo moderno de sexualidad se codificó la pulsión deseante estimulando lo que aparentemente se quería reprimir. La prohibición de la masturbación multiplicó la práctica del autoerotismo, el encierro de las relaciones sexuales en los estrechos límites de la cama matrimonial estimuló la búsqueda de placeres ajenos a la modorra doméstica, los eufemismos respecto de lo sexual provocaron un aluvión de deseo. Es así que, en la madurez moderna, la pedagogía, el derecho penal, el orden militar, la medicina y el discurso religioso se lanzaron de una manera desorbitada a ocuparse de lo mismo que estaban controlando e instaurando: la sexualidad. Pero, en el tercer milenio, la satisfacción ya no responde obligatoriamente al presupuesto de la penetración, la eyaculación y el orgasmo pénico-vaginal. Nuevas prácticas sociales han creado nuevas representaciones del deseo. Por su parte, la masturbación, tan despreciada otrora, ha comenzado a mostrar sus virtudes en épocas de mediatización, biotecnología, informática y sida. La noción de histeria vigente en el imaginario social actual, si bien surge de la categoría freudiana de histeria, se independiza de las connotaciones técnicas de tal noción. La causa de la histeria, en Freud, es la huella psíquica de un trauma de contenido sexual. Esa huella ha sido provocada por alguna agresión exterior relacionada con
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acontecimientos de experiencias sexuales prematuras e insatisfactorias. La irrupción de la histeria freudiana se remonta casi invariablemente a un conflicto psíquico, a una representación perturbadora que pone en acción la defensa del yo. Para que se forme un síntoma histérico tiene que haber un esfuerzo por defenderse de una representación angustiosa. Se trata de reprimir una representación penosa recurrente. No obstante, la represión es una defensa inadecuada del yo, porque produce frustración y no logra superar el trauma vivido. Ante el fracaso de la represión se constituye lo que Freud denomina conversión, que consiste en la transformación de una carga de energía que pasa del estado psíquico (la representación penosa) al estado somático (el sufrimiento corporal). De este modo la representación inconciliable se torna inofensiva ya que la carga representativa se traslada de lo psíquico a lo corporal. El malestar persiste, pero ya no hegemoniza la mente, se comienza a sentir en el cuerpo. Ese sufrimiento somatizado tiene una potencia equivalente a la satisfacción de un orgasmo. No porque se goce, sino porque la carga de energía invertida en sufrir es similar a la requerida para obtener un orgasmo. Además, la parte del cuerpo en la que se efectuó la conversión (puede ser cualquier parte del cuerpo) toma el valor de un órgano sexual. La vida sexual del histérico es una paradoja sufriente. Se trata de un cuerpo profundamente erotizado coexistiendo con una zona genital anestesiada. La contradicción reside en que se produce una necesidad sexual excesiva y –al mismo tiempo- un rechazo de la sexualidad. Pero cuando las consideraciones sobre la histeria atravesaron los gabinetes científicos y comenzaron a circular por la sociedad fueron reducidas a fórmulas o clichés. De modo tal que la histeria pasó a ser liza y llanamente sinónimo de algunas manifestaciones casi mecánicas como gritar sin ton ni son o convulsionarse, o excitar y excitarse sexualmente rechazando la consumación. Otra pérdida de sentido sufrida por la noción de histeria en su traslado de los ámbitos científicos al imaginario social, es la idea de que quien “histeriquea” lo hace conscientemente. Es decir, pone su voluntad al servicio de seducir a alguien y luego lo descarta. Sin embargo, en la noción psicoanalítica, el histérico no construye esas conductas por designio de su libertad consciente, sino por medio de mecanismos psíquicos inconscientes que van más allá de su voluntad de elegir. El imaginario colectivo, al despojar a este tipo de neurosis de su condición de enfermedad, impregnó de culpa la conducta histérica, como si el neurótico fuera responsable de los síntomas de su enfermedad. Ahora bien, Freud no estudió la histeria descontextualizada. Esta neurosis, como todas las patologías por él estudiadas, se inscribe en un marco teórico referencial construido en parte por Freud y acorde con ciertos supuestos sociales que imperaban en su época. Es verdad que muchos de esos supuestos fueron deconstruidos por la teoría freudiana. Pero Freud no podía prescindir absolutamente de los supuestos epocales en los que persistía. Lo subyacente, en ese caso, parece ser que la satisfacción sexual “normal” debía provenir de la relación con un objeto de deseo (otro sujeto) heterosexual y consumarse de manera casi bíblica. En consecuencia, si la idea regulativa de una satisfacción sexual plena es el modelo planteado, se desprende casi necesariamente que quien no observa tal conducta y se excita con otra persona sin consumación tradicional, es un histérico. Pero considerando que el deseo no es algo invariable a través del tiempo, sino una construcción social, se puede concluir que si existen nuevas prácticas sociales, se producen nuevas formas de deseo; mejor dicho, nuevas formas de representaciones del deseo. La histeria decimonónica respondía a prácticas propias de la moral victoriana represora, pacata y multiplicadora de deseo a costa de coacciones. Respondía al modelo reinante en el orden burgués, según el cual los niños eran seres asexuados y, de no ser así,
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eran una especie de monstruos. Finalmente, respondía asimismo a la idea de que la única sexualidad “saludable” era entre adultos de distinto sexo y con consumación tradicional. Resulta obvio que el psicoanálisis sacudió ese modelo y promovió cambios. Pero también promovió nuevas codificaciones del deseo. Las prácticas eróticas modernas se sustentaban sobre el imaginario burgués que, a su vez, se había constituido sobre el modelo que milenariamente habían impuesto la ciencia médica antigua, primero, y la religión cristiana, después. Aunque no importa tanto, en este caso, lo que la gente realmente hacía, sino lo que se supone que debía hacer, primero en nombre de la moral y más tarde en nombre de la salud mental. Todavía se pueden encontrar psicólogos que consideran que la homosexualidad es una enfermedad o que las conductas sexuales que no responden al modelo hegemónico (aun cuando se realicen con acuerdo de participantes adultos y sin involucrar a nadie contra su voluntad) son perversas. Esto no le quita méritos al psicoanálisis en su tarea desmitificadora y efectiva acerca de la sexualidad humana. Pero tampoco lo pone a salvo de haber ejercido cierto poder domesticador sobre la pulsión deseante, en tanto el origen (y la posible resolución) de los conflictos sexuales son remitidos, en general, a la escena primaria. Para acercarse a la comprensión de las prácticas actuales se debe considerar asimismo la tecnociencia médica - que tradicionalmente estuvo en contra de la masturbación- y ahora no sólo la acepta sino que la promueve. La fecundación in vitro necesita masturbadores, a los que se estimula mediante videos, revistas porno y, en algunos casos, juguetes sexuales esparcidos por la aséptica sala de un centro de salud especializado en inseminación artificial. Otro tanto podría decirse de la “bendición” que la informática le otorga a la masturbación. Los millones de dólares que circulan detrás de la venta de pornografía por internet deben ser equivalentes a los millones de masturbadores que produce. El chateo también está atravesado por pulsiones autoeróticas. A esto se puede agregar otras prácticas contemporáneas como mantener “relaciones sexuales” con equipos de realidad virtual, o el intercambio obseno telefónico, o “hacer puerta” en las inmediaciones de las discotecas -donde todo el juego se reduce a mirar y seducir- o entrar y bailar solo delante de una espejo, o “transar”, es decir, abrazarse, besarse, excitarse y no consumar. Sin embargo, considero que esas prácticas no necesariamente producen insatisfacción histérica. Porque el imaginario social actual no exige, como el moderno, penetración real, eyaculación y orgasmos pénico-vaginales. Exige, más bien, abstenerse de tener relaciones o tenerlas con cuidadosas prevenciones que –sida mediante- nunca llegan a ser totalmente seguras. Tampoco se debería perder de vista que los jóvenes actuales han nacidos bajo el influjo de los medios masivos. En algunos casos han estado más horas frente a una pantalla portadora de imágenes de cuerpos perfectos ajenos a la familia, que frente a la materialidad de cuerpos maternos o paternos concretos que en otros tiempos provocaban –al menos teóricamente- atroces deseos incentuosos. Estos jóvenes han comenzado a desarrollar sus actividades sensomotoras tocando teclas de computadoras que le abrieron las puertas de mundos maravillosos ¿Por qué deberían querer una satisfacción más allá del medio mismo, si el en el medio ya hay encanto? El autoerotismo parece llamado a constituirse en la menos riesgosa de las satisfacciones sexuales. Con las nuevas tecnologías al servicio del deseo falta piel, olor y sabor (que no siempre son agradables a nivel de la realidad). Aunque se compensa con el desborde de la imaginación. Por teléfono, chat o mail, mi amante puede ser perfecto. La seducción, que es del orden de la ilusión, se despliega serena en el juego virtual alejada de los cuerpos. Si esto es así, la conducta de excitar sin consumar ya no puede ser considerada necesariamente histérica. En algunos casos ni siquiera se trata de patologías, sino de
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nuevas formas de deseo o de representación del deseo que han encontrado nuevas formas de satisfacción en el medio mismo. La insatisfacción de la histeria surgía de un modelo socialmente aceptado que era doblemente “perverso”, porque dirigía los flujos del deseo hacia una forma hegemónica de realizarlo y suponía una niñez asexuada. Pero en el imaginario actual, las cosas comienzan a ser diferentes y nos beneficiamos con una multiplicidad de modelos. Se goza con la pantalla erotizada del cine, la televisión, la computadora o los juegos electrónicos, con el teléfono, con los sonidos surgidos de un aparato de audio o con la comunicación digital con un ser desconocido, y llegado el caso, hasta se puede concertar un encuentro real. Por otra parte, se sabe que ya existen miles de personas que nacieron de la masturbación de innumerables donantes. Se sabe que existen seres vivos clonados. Seres que como Jesús han nacido exentos de cualquier actividad sexual. A ello hay que agregarle que nadie ignora el peligro del sida. En consecuencia, la nueva configuración de los mapas del amor está desarticulando la idea de que no consumar con un objeto concreto es siempre desoladora. Además, si el deseo no tiene objeto y lo que imaginamos que es nuestro objeto de deseo es en realidad una representación de algo inalcanzable, podría ser que la representación del deseo, actualmente, comience a ser el medio mismo. Cuando el pensador canadiense Marshall McLuhan anunciaba los tiempos de la globalización, decía “el medio es el mensaje”. Hoy que esos tiempos han llegado, el slogan sería el medio es el deseo. Y, por la atracción que el medio mismo ejerce, independientemente del contenido que transmita, el medio podría significar también una satisfacción momentánea ¿Éste será el destino de nuestro deseo?
ENTRE EL ORDEN Y EL CAOS Esther Díaz La ciencia tradicional no puede evitar experimentar una profunda atracción hacia el caos que combate y daría toda la unidad racional a la que aspira a cambio de un trocito de caos que pudiera explorar. Gilles Deleuze y Félix Guattari, ¿Qué es la filosofía ?
Exigimos orden aún a costa de contrariar las certezas empíricas. Anhelamos orden incluso rechazando las evidencias cotidianas: seres vivos deteriorándose, mares enfurecidos, astros expandiéndose, objetos degradándose. Se pretende incluso que “orden” es sinónimo de progreso y que la naturaleza se rige únicamente al ritmo pautado por las leyes del orden. No obstante, el concepto de orden suele darse por supuesto, como si no exigiera ser definido, conceptualizado, explicado. Cabría entonces preguntarse ¿qué es el orden? De antiguo el orden se concibió como contrapuesto al caos. Esto implica establecer que lo ordenado está sometido a reglas, medidas y razón. Parecería que el orden se produjera de manera necesaria, forzosa, irreversible, que la naturaleza lo reclamara. Se olvida, por cierto, que el orden es un reclamo teórico, humano, político y social, más que
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una realidad irrefutable en sí misma. El pensamiento filosófico occidental se preocupó por establecer que el caos -lo incontrolable, lo rebelde a las normas, lo opuesto a la ley- finalmente devino orden. Y si bien en el principio fue el caos, finalmente el universo se sometió a leyes racionales y se domesticó. La gran ventaja de forzar el inestable estado de las cosas y someterlo a supuestas regularidades inalterables es que la naturaleza se torne comprensible, mensurable, previsible. El orden, tal como se ha establecido desde los dispositivos cognoscitivos, confesionales y políticos es condición de inteligibilidad de lo existente, a condición de que se someta a normas. Es como si para cubrirnos del caos utilizáramos un paraguas, en cuyo interior dibujáramos un ordenado cielo estrellado gobernado por leyes previsibles. Esta primigenia noción acerca del mundo físico es una proyección del pensamiento que establece que una comunidad es justa únicamente si está sometida a leyes. La noción de orden cosmológico deriva de la idea de orden social. Los físicos y los teóricos de la ciencia que subscriben a la idea de una legalidad universal indiscutible olvidan, o ignoran, que la terminología utilizada para su comprensión de la naturaleza es de raigambre jurídica. Actualmente, la noción de ley es utilizada interdisciplinariamente. Pero su origen político-social es tan ignorado, en general, que se levantan voces escandalizadas contra los humanistas que osan utilizar términos de las ciencias duras para analizar fenómenos sociales. El presente libro, entre su rica variedad de matices, da cuenta de algunos representantes de esas posturas teóricas “a lo Sokal”. Posturas que no reparan, obviamente, en que la idea de orden está precedida por la de subordinación humana e implica jerarquía gubernamental. Es decir, no advierten que las ciencias naturales también “toman” conceptos básicos de otras ramas del conocimiento, en el caso que aquí nos ocupa, de las teorías humanistas y artísticas, tales como ley, regla, orden, racionalidad, elegancia (de las hipótesis) y así sucesivamente. Cuando se establecen compartimentos estancos entre diferentes formas de conocimiento, se elude el aspecto político que atraviesa a todas las ciencias, también a las exactas y naturales. Ni las ciencias formales están por encima de las personas concretas, de sus tabúes, ensoñaciones e imaginarios sociales (existen minuciosos estudios científico-históricos que dan cuenta de ello). Pues quienes detentan poder necesitan fortalecerlo imponiendo sistemas ordenados indiscutibles, absolutos, universales; y se benefician con teorías filosóficas o científicas que, frecuentemente sin proponérselo, fortalecen el imperio de un pensamiento único, que sirve de base para discriminar al diferente. Los servidores de los poderosos -si son teóricos- inventan conceptos para codificar el ejercicio del poder. He ahí el origen histórico de la noción de ‘ley’ y de ‘orden’. Lo ordenado se jerarquiza según cierto principio. Esta es la argamasa que el pensamiento antiguo elaboró para brindar tecnologías de poder a los dominadores. Este es el modelo que se extrapoló a la comprensión filosófico-científica de la naturaleza. En consecuencia, la concepción de la legalidad de la naturaleza se funda en el pretendido derecho de las minorías gobernantes para imponerse a las mayorías gobernadas. Una breve síntesis histórica que se remontara a las nociones originarias de caos y de orden nos enfrentaría a Anaximandro, quien concibe el devenir como un proceso ordenado que se sucede temporalmente y del que se puede dar cuenta en tanto es pensado racionalmente. Aquí está el orden. También nos pondría ante Leucipo y Demócrito (que llegan a nosotros a través de los magníficos versos latinos de Lucrecio) quienes, por el contrario, sostienen que el orden del cosmos se puede explicar por una conjunción de átomos surgida de una colisión aleatoria. Aquí está el caos.
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La postura de Anaximandro es una de las condiciones de posibilidad de teorías que sirven de sustento a los poderosos, ya sea porque dominan la sociedad, o la naturaleza, o ambas. Los atomistas, en cambio, no ofrecen sus fundamentos teóricos a los poderes hegemónicos y, si bien no niegan el orden, privilegian lo imprevisible y azaroso. No es casual que durante épocas de poderes unipersonales y absolutos, tras la desaparición de las antiguas democracias, el conocimiento oficial desconoció a los pensadores atomistas. Defender el poder de los individuos (átomos) y la potencialidad creadora o destructiva de las crisis (caos) no es funcional para las hegemonías científicas o políticas. Platón, que a pesar de vivir en democracia propone un gobierno de aristócratas, entiende el orden como una adecuación de la realidad sensible a las ideas inmutables. Establece, de este modo, una relación entre sensible-inteligible como subordinación de lo primero a lo segundo. Aquí la supremacía de un pensamiento único, verdadero y universal en detrimento de las precariedades del mundo sensible cobra una importancia históricamente persistente. Aristóteles, maestro de Alejandro Magno -impecable modelo de poder hegemónicoconsidera que la teoría de los cuatro elementos no es adecuada para explicar el orden del mundo (cuatro implica demasiados “principios”). Y, como tampoco se permite explicarlo por la incidencia de un devenir azaroso, postula la existencia de un intelecto superior. Único ser capaz de regir el universo armónico. Con este pensador se fortalece la justificación del orden sobre el caos, de la necesidad racional de lo universal sobre la libertad imprevisible de los particulares. Sin olvidar que en su sistema, el devenir se entiende como una sucesión coherente regida por una ley que fortalece la noción de causa. Noción que retomarán los cristianos para fundamentar el poder de una divinidad omnisciente y los científicos modernos para exaltar la excelencia de la ciencia físico-matemática. Durante el medioevo se sigue fortaleciendo la noción de orden como subordinación de lo inferior a lo superior. Aunque lo opuesto al orden no es ya el caos, sino el des-orden, producido por quienes no cumplen la norma universal, en lo social y en lo natural. Para el pensamiento medieval hasta una entidad aislada (rebelde) puede ser ordenada si se aviene a los designios del poder superior. Es evidente que la tendencia de proyectar lo social sobre lo natural sigue firme. Esta idea se retoma en la modernidad. En ella, el orden se concibe como relación entre realidades, pero no se abandona el supuesto de preeminencia de lo abstracto sobre lo concreto, de lo formal sobre lo interpretable, de la exactitud sobre lo indeterminado, de las leyes sobre los fenómenos, del orden sobre lo caos. En las postrimerías de la modernidad, es decir desde los últimos decenios decimonónicos, el orden tiende a entenderse como entropía negativa. En este punto se articula y expande la problemática tratada en el texto de Eduardo Alejandro Ibáñez, en el que se estimula una redefinición del papel de la epistemología. Esta disciplina moderna obediente a los mandatos de la tradición que, desde principios del siglo XX -en su versión neopositivista- se posiciona denominando ‘leyes científicas universales’ a lo que antaño se denominaba ‘idea’ o ‘divinidad’, y apela a lo formalizable, reversible y determinable de manera absoluta, en menosprecio de lo cualitativo, irreversible y determinable de manera acotada. Reflexiones como las desarrolladas en el ABC de la teoría del caos representan un aporte a la ampliación (o superación) de la epistemología tradicional. Enriquecen también la comprensión de teorías científicas de última generación, y aportan ideas para la humanización de las ciencias naturales, así como para la implementación de la interdisciplinariedad como alternativa cognoscitiva y práctica social liberadora.
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A través de sus páginas, el autor ilumina conceptos que parecían replegados al hermetismo de los gabinetes científicos estimulando un pensamiento de la diferencia. Se pliega a la posibilidad de repensar el orden. No para negarlo, ya que es indispensable para el desarrollo del conocimiento y de la vida misma, sino para visualizarlo interactuando con el azar que acecha en cualquier proceso cognoscitivo y vital. Tal circunstancia podría tornar improbable el anhelo de conocimientos universales. Aunque se impone aclarar que asumo esta interpretación y reconozco que no se pliega totalmente a la brindada por Ibáñez. Quien procura, más bien, instalarse en la búsqueda de mayores precisiones para posibilitar que la teoría del caos acceda a la legalidad científica por la segura puerta de la universalidad. Y, desde esa perspectiva, aspira a que el caos determinista amplíe sus predicciones proyectándose más allá de las acotadas posibilidades actuales. Sin embargo, la actitud que acompaña el despliegue del pensamiento del autor tiene la apertura suficiente como para servir de rampa de lanzamiento no solo a interpretaciones coincidentes con las suyas, sino también a otras que no concuerden. De hecho, explica con ecuanimidad y solvencia tanto las posiciones teóricas con las que simpatiza, como aquellas con las que es evidente que no comulga. Una interpretación posible es que quizás ha llegado el momento de desprenderse de pretensiones de orden absoluto, que en última instancia no deja de ser una especie de seguridad fingida. Tal vez sea hora ya de despenalizar al caos, en la medida en que las crisis suelen ser quienes posibilitan los cambios. Se trataría entonces de aceptar que la complejidad avanza sobre la simplicidad (sin perder de vista la diferencia entre caos y complejidad señalada en el texto). Y quedaría como tema a debatir si la simplicidad no es una utopía en pos de una abstracción ideal, que desestimaría -de algún modo- la multiplicidad concreta de lo real. Hoy sabemos que la ciencia, aunque benefactora, es también malhechora; que las teorías (de cualquier orden) triunfan en tanto se sostengan en basamentos de poder; y que las hegemonías nunca son inocentes. En consecuencia considero que antes que pretender encontrar leyes universales –por ejemplo, para el caos o para la flecha del tiemporesultaría más comprometido, tanto desde le punto de vista cognoscitivo como social, aceptar que la ciencia (o cualquier otra empresa humana) sólo capta aspectos, escorzos, retazos de realidad. La universalidad es solo una palabra o un sistema de signos. ¿Quién puede constatarla?, ¿quién puede demostrarla? Se podría contestar “la matemática”. Y se podría acordar. Pero no se debería omitir que la formalización es simplemente una perspectiva posible para estudiar o dimensionar porciones del universo, y de ninguna manera se obtiene de ella -o de ningún otro sistema de signos- el verdadero conocimiento de las cosas. La matemática, el lenguaje articulado en general y el conocimiento científico en particular emiten metáforas sobre la realidad. Metáforas a las que llamamos ‘conocimiento’ porque ya no recordamos la arbitraria operación creativa a la que se acudió para construirlas. Metáforas parciales, poéticas, “neutras”, formales, unas más logradas que otras y todas más, o menos, eficaces. Pues, ¿qué es el conocimiento sino un conjunto de metáforas útiles (y aceptadas comunitariamente) que expresamos respecto de las cosas? La aspiración a lo universal es un resabio teológico-metafísico capturado por la ciencia moderna. Utilizar esa aspiración como herramienta inmanente es funcional al saber. En cambio, tratar de imponerla como realidad trascendente puede llegar a ser funcional al poder. Por otra parte, los aspectos científicos mostrados con claridad y rigor en este libro ayudan a vapulear el prejuicio de que sólo es conocimiento serio el que se deja formalizar. No obstante, en el arduo trabajo de Ibáñez existen fértiles desarrollos matemáticos. Pero queda claro que no se piensa ya, como en la ciencia moderna, que las leyes de la
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naturaleza están escritas en ese lenguaje. Se sabe que el esfuerzo matemático habilita el ingreso, sin culpas, al universo reconocido por la comunidad científica. Considero que no se trata entonces de sofocar la aspiración a la formalización, sino de despojar dicha aspiración de la pretensión de verdad absoluta. Es digno de destacar que este libro se engalana con “la gentileza del teórico”, esto es, ser claro. En función de ello nadie mejor que su autor para explicar aquello que, con buen tino, ha titulado El ABC de la teoría del caos. Aunque en rigor de verdad es un “ABC” que se extiende más allá de las tres primeras letras del acerbo científico sobre el caos. Pues además de exponer con amenidad y soltura las posturas fundamentales de los pioneros de las disciplinas adscriptas al caos determinista en ciencias naturales, expone posturas críticas y se extiende también hacia otros campos de aplicación posible. No se amuralla en ninguna pretendida torre de marfil de las ciencias duras. Prueba de ello es el sustancioso aporte a la incipiente problemática teórica denominada “pedagogía del caos”. No solo por sus creativas referencias a esa problemática, sino también por su ilustración empírica a partir del análisis del Diseño Curricular Jurisdiccional vigente, en el momento de escribir el libro, en la Provincia de Santa Fe, de la República Argentina. Y como corolario ideal para este recorrido amable, Ibáñez nos regala, por una parte, un extenso y acertado glosario respecto del caos y, por otra, una amplia bibliografía de autores nacionales e internacionales relacionados con tales estudios. Finalmente, considero que el presente texto nos brinda una de las características más nobles del conocimiento científico: ser fecundo, pues a partir de su lectura, se aclaran los conceptos fundamentales de la leyes del caos, se comenta a defensores y detractores, se accede a aplicaciones interdisciplinarias y, sobre todo, se abre la posibilidad de seguir pensando, que es –sin lugar a dudas- un desafío seductor para todos aquellos que amamos las aventuras del pensamiento.
FOUCAULT Y EL PODER DE LA VERDAD Esther Díaz Pero las cosas no te llegan sino por mediación de tu mente. Ella deforma los objetos como un espejo cóncavo; y te faltan todos los medios para comprobar su exactitud. Gustave Flaubert, Las tentaciones de San Antonio
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1. La diferencia como lo impensado de la cultura Michel Foucault invirtió ciertos fragmentos del tapiz de la historia. Indagó a los diferentes respetando sus diferencias. Se ocupó específicamente de estudiar las exclusiones y los esfuerzos de los poderosos por domesticar a locos, pobres, desocupados, obreros, escolares, presos, homosexuales, enfermos, en fin, aquellos que alteran o pueden llegar a alterar el orden social. Analizó las prácticas utilizadas para sujetarlos a disciplinas que los conviertan en previsibles, dóciles y manipulables. Su analítica de lo político social representa una manera de hacer filosofía, sino inédita, al menos muy poco frecuente en la historia de esta disciplina. Pues la filosofía occidental surgió, creció, y (en buena medida) se mantiene, negando la diferencia. Mejor dicho, escamoteándola para establecer que lo diferente, en realidad, siempre resulta factible de ser subsumido en lo mismo. Parménides, uno de los primeros filósofos occidentales, considera que lo verdadero es lo idéntico a sí mismo, lo inmóvil y permanente, lo que no cambia nunca. Esa concepción acerca de un ser inmutable e invisible inaugura el análisis metafísico, cuyo cometido principal es enunciar construcciones lingüísticas y atribuirles propiedades eternas, en detrimento de los seres terrestres que son mera apariencia. Platón refuerza esa hipótesis al imaginar un Mundo de las Ideas donde residen los modelos originarios de todo los seres mundanos. Estos último son copias o simulacros, seres de segunda en relación al ser ideal y trascendente. La teoría occidental religiosa, filosófica y científica, ha entronizado estas doctrinas esencialistas en variadas disciplinas que, frecuentemente, lo único que comparten es el realismo de las ideas. Dios es real, lo es también el Ser, lo son las leyes científicas. Los humanos y los demás entes somos, en cambio, simple apariencia, jirones desgarrados del Ser. Fuego siempre cambiante que desde nuestra limitada y empírica condición humana tenemos la capacidad (según estas concepciones universalistas) de conocer lo ideal e infinito mediante algo que parece trascendernos: el pensamiento racional. La filosofía, en su versión metafísica, considera que lo verdadero habita más allá de lo fáctico y absorbe todas las diferencias; aunque paradójicamente esas formas reales pero ideales, adquieren distintos nombres y connotaciones según las diferentes épocas o según las distintas corrientes teóricas. Algunas de estas categorías trascendentales privilegiadas son el ‘Ser’, la ‘esencia’, lo ‘Uno’, el ‘Motor Inmóvil’, ‘Dios’, la ‘estructura’ y las ‘leyes científicas’. Si hacemos un paneo por la historia de la filosofía, comprobamos que pocos pensadores aceptaron la diferencia en si misma, sin intentar disolverla en un modelo único, similar a un lecho de Procusto del pensamiento. Sin embargo, Heráclito, los sofistas, los hedonistas, los cínicos, los primeros estoicos y algún otro pensador relegado al olvido teorizaron las diferencias sin someterlas a ninguna igualdad ficticia. En el siglo XIX Nietzsche, con una intensidad inusitada, aborda la crítica a los sustancialismos desenmascarando el engaño. En esa senda, aunque por distintos atajos, lo siguen pensadores como Martín Heidegger, Michel Foucault, Gilles Deleuze o Paul Feyerabend, entre otros, resistiéndose a conceder que lo múltiple se reduzca a lo uno, lo cambiante a lo inmóvil, lo diferente a lo mismo y lo complejo a lo simple. Resistiéndose a que la multiplicidad de lo real se explique mediante principios ideales y falazmente “igualadores”. Desactivado el poder omnímodo de la religión y desacreditada la vigencia de la filosofía, solo la ciencia se arroga hoy el derecho de conocer verdades “objetivas”. Esta falacia se alimenta en la robustez de las contrastaciones empíricas exitosas y en la
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posibilidad de simbolizar ciertas proposiciones científicas. No se tiene en cuenta, por un lado, que esas contrastaciones siempre son limitadas, ya que nunca se puede contrastar todos los casos a los que refiere la ley, tanto en disciplinas naturales como humanas. Por otro, no se tiene en cuenta que las formulaciones simbólicas, lógicas o matemáticas, son entidades vacías de contenido, que no remiten a la realidad empírica, ni parten de ella. Se trata de construcciones mentales que intentan subsumir las diferencias particulares e históricas en leyes universales y atemporales. Considerando esta característica del pensamiento único, dice Nietzsche:
Todo concepto [que se pretende universal] surge de afirmar como igual lo no igual. Porque, por cierto, no hay dos hojas iguales, el concepto de hoja se forma por renuncia deliberada de las diferencias individuales, por un olvido de los distintivo y despierta así la idea de que en la naturaleza, además de las hojas existiera la “Hoja” [ideal], algo así como una forma primordial según la cual todas las hojas hubieran sido urdidas, diseñadas, delineadas, coloreadas, curvadas, pintadas, pero por manos torpes, al punto de que no habría un ejemplar correcto y auténtico en cuanto fiel copia de la forma primitiva.
Lo universal es sólo una palabra, las leyes científicas son construcciones lingüísticas relacionadas con hechos que ofrecen algún tipo de “regularidad”. Cuando esos enunciados se confrontan con la realidad y se logran resultados favorables, se generaliza lo contingente (enunciados observacionales exitosos) elevándolo a rango universal y necesario (forzoso). Establecer que existen verdades absolutas y trascendentales es emitir discursos sin solidez ontológica. Las posturas teóricas absolutistas -en filosofía, religión, ciencia y política- están al servicio de los poderes dominantes, ocupándose de englobar las diferencias en juegos lingüísticos que enuncian entidades ideales. `Verdad inmutable’, ‘leyes generales’, ‘conocimiento objetivo’, ‘derechos universales’. Estas posturas teóricas son funcionales al imperio, pues ahí se determina qué es la verdad, desde la perspectiva de los países ricos, y se la declara absoluta. Resulta evidente que esa pretendida universalidad no engloba urgencias regionales ajenas, como las nuestras, por ejemplo. En cambio, quienes pretenden observar el envés del entramado sociocultural son rechazados por el orden dominante. Son los que se atreven a decir que el rey está desnudo. Advierten que no existe un sujeto independiente de la experiencia, sino sujetos históricos, situados, atados a circunstancias azarosas e imposibilitados de ser reducidos a un denominador común. Tampoco hay objetos encerrados en sí mismo que garanticen objetividad per se, sino substratos reales sobre los que se elaboran interpretaciones que, cuando obtienen consenso histórico-social, pasan a denominarse “conocimiento” (olvidándose que se trata de interpretaciones y metáforas desangeladas) y, si logran aceptación científica, adquieren categoría de “verdades objetivas”. Se libran guerras en nombre de entelequias de este tipo, se invaden países, valga por caso, en nombre de la democracia, a pesar de la obviedad de que la invasión misma vulnera la noción con la que pretenden disfrazarse los opresores.
2. El archivo audivisual
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Se impone aquí recordar la expresión nietzscheana que advierte que mientras sigamos creyendo en la gramática, seguiremos creyendo en Dios, un signo tan vacío de contenido para quien no tiene fe, como el término ‘democracia’ para los que sufren la opresión de sus falsos predicadores. Estas son algunas de las problemáticas factibles de abordarse desde las categorías trabajadas por Foucault, cuya obra puede organizarse en tres etapas: la arqueológica, la genealógica y la ética. Las dos primeras instauran métodos que, sostenidos en una hermenéutica no universalista, constituyen modos de acceso a las realidades. Foucault denomina visible y enunciable a los elementos que conforman el archivo audiovisual, que varía según las diferentes culturas. “Audiovisual” porque los substratos materiales sobre los que construimos nuestros discursos, sólo se nos hacen visibles a través de la luz que arroja lo que enunciamos acerca de ellos. Pero no cualquier enunciación, sino aquella que una época histórica considera sólida, consistente, verdadera. Para Foucault un enunciado no es equivalente a una proposición, aunque adquiere su forma. En este sentido, se considera “enunciado” a las aseveraciones que están garantizadas por las prácticas sociales encargadas de validar los conocimientos. Un enunciado se genera desde las esferas culturales o institucionales legitimantes que cambian según pasan los años. Mito, religión, filosofía y, actualmente, tecnociencia. Los enunciados, para este autor, aunque utilizan signos lingüísticos, se distinguen de las palabras, las frases o las proposiciones, porque comprenden en sí mismos, como derivados de ellos, las funciones de sujeto, de objeto y de concepto. Las formaciones discursivas son verdaderas prácticas y sus lenguajes contingentes promueven mutaciones. Existe interacción entre lo que se enuncia y lo que se ve. Existe también un proceso histórico que facilita diferentes modos de visibilidad y de enunciación según el devenir histórico. Analizar ese proceso es la tarea propia de la arqueología. Pues dado un tema a estudiar, pongamos por caso las ciencias sociales, la arqueología no privilegia la indagación sobre su cientificidad o sobre su lugar en los dominios de saber, se pregunta más bien por las condiciones históricas que las hicieron posibles. El hombre, por ejemplo, va a ser visto y enunciado de diferente manera según se refiera a él un monje medieval o un sociólogo contemporáneo. El primero “ve” una criatura de Dios que debe ser salvada, porque su institución (la Iglesia) lo ha “enunciado” en esos términos; el segundo “ve” un objeto de estudio, porque su institución (la ciencia social) así lo ha “enunciado”. El arqueólogo filosófico busca aquello que posibilitó que determinados objetos o sujetos se hayan constituido en lo que son, busca las prácticas que les otorgan significado, indaga la relación con otros objetos o sujetos, intenta develar cómo se yuxtaponen entre ellos en un espacio inmanente (no trascendente). Investiga la enorme masa invisible que sostiene al iceberg apenas perceptible. El análisis arqueológico hace surgir las condiciones de existencia de los sujetos, los conceptos, las técnicas, los valores y las cosas mismas.
3. Condición política de la verdad Hubo (y sigue habiendo) una voluntad generalizada de hacernos creer que la verdad no tiene nada que ver con el poder. O, dicho de otra manera, que quien ejerce el poder no posee la verdad o que quien posee la verdad, no ejerce poder, ya que la verdad –se supone- es un ámbito privativo de la ciencia. Sin embargo, mientras se ejerce el poder se trata de hacer valer las verdades propias y suelen rechazarse las ideas ajenas como falsas.
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El poder siempre se ejerce en nombre de ciertas verdades. Por otra parte, quienes consiguen imponer verdades están apoyados en algún tipo de poder. Pero como el poder tiene mala prensa, los modernos quisieron seguir manteniendo la antigua patraña de que la verdad no tiene nada que ver con el poder. No obstante, tal como lo señala Michel Foucault, existen estrechas relaciones, por ejemplo, entre investigación jurídica, metodología científica y formas cotidianas de buscar la verdad, es decir, entre dispositivos de poder y formas de acceso a la verdad. Pero el poder si no es dominio (uso de la fuerza, autoritarismo o arbitrariedad) es positivo, es productor de deseo, de conocimiento, de justicia. Es intensidad, potencia renovadora y vital. El poder, así entendido, configura una relación de fuerzas entre seres libres atravesados por enunciados que producen efectos de verdad. Pero conviene desconstruir o desmitificar el sentido tradicional de las verdades, analizando su nacimiento histórico y su vigencia o desactualización según se modifican los procesos. Sin desatender la lucha de poderes de las que brotaron y las estrategias desplegadas para su mantenimiento. Podríamos preguntarnos a qué obedece este empeño teórico en analizar el tema de la verdad. Una respuesta posible es que sin ella, en su carácter de acontecimiento histórico, corto es el vuelo de la justicia, nula la fuerza de la ciencia y estéril cualquier relación social.
GILLES DELEUZE: POSCAPITALISMO Y DESEO Esther Díaz Edipo es una idea del paranoico adulto, antes de ser un sentimiento infantil neurótico. Layo se “persigue” frente a su bebé. Teme ser desplazado por él. Se desprende entonces del niño, lo abandona. Luego, cuando las fantasías paternas se concretan, el culpable es el hijo. No se repara en que esas fantasías fueron generadas por la rivalidad del padre, primero, y por la complacencia posesiva de la madre, luego. Esta es una de las conclusiones a la que llegan Deleuze y Guattari a partir de sus reflexiones sobre el deseo y el capitalismo tardío. En la relación entre padres e hijos, parecería que la determinación del sentido de esa relación proviniera de los padres. Sin embargo, para el psicoanálisis, lo determinante es el hijo. Aunque esto lleva en sí la paradoja de que siempre se es hijo con respecto a un padre y a una madre; los cuales, si están enfermos, es de su propia infancia. Es decir, de su condición de hijos. El hijo quiere eliminar al padre y ocupar su puesto en la cama matrimonial. A partir de ese axioma inicial, el psicoanálisis ha quedado prisionero de un familiarismo impenitente, en la que el deseo se genera en una instancia parental denominada por Freud complejo de Edipo. Sería, entonces, el padre paranoico quien edipizaría al hijo proyectándole su culpabilidad y no (como pretende el psicoanálisis) el hijo neurótico quien desencadenaría los conflictos. Cuando el hijo llega al mundo, se encuentra con un campo social que define sus estados y sus deseos como sujeto. Ese campo está constituido, entre otras cosas, por las prácticas, lo discursos, la economía, en fin, por las formas de vida y las fantasías de los adultos. Además si esto es así, el padre mismo forma parte de una sociedad que lo condiciona. No habría, pues, como pretende el psicoanálisis, una primacía de las relaciones parentales en
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la conformación de los sujetos. Estas relaciones se inscriben en una sociedad que las determinan. Lo social incide sobre lo familiar y lo individual, y no a la inversa. Por el contrario, el psicoanálisis establece que el principio de la comunicación entre inconscientes se instituye en la primigenia relación con la figura materna y paterna, olvidando que esos padres, a su vez, surgieron de ciertas prácticas sociales desde las que se definen a sí mismos. En conclusión, para los autores de El Anti-Edipo, la familia nunca es determinante, sino determinada.
1. La producción social del deseo El deseo es entonces una producción social. La producción deseante se organiza mediante un juego de represiones y permisiones. Tal juego carga energía libidinal en la sociedad. La carga de deseo es “molar” en las grandes formaciones sociales y “molecular” en lo microfísico inconsciente. Lo molar es deseo consciente, representación de objetos de deseo, y se origina a partir de los flujos inconscientes del deseo o cuerpo sin órganos. El cuerpo sin órganos es el inconsciente en su plenitud, esto es, el inconsciente de los individuos, de las sociedades y de la historia. Se trata del deseo en estado puro, que aún no ha sido codificado, que carece de representación o de “objeto de deseo”. Es el límite de todo organismo; porque cuando ya se es organismo, la pulsión inconsciente está codificada, aunque el cuerpo sin órganos siga delimitando el plano de organización de los individuos. El cuerpo sin órganos no es erógeno, porque “erógeno” o “sexual” ya son codificaciones. Como antecedente conceptual el cuerpo sin órganos de Deleuze y Guattari tiene como antecedente histórico la voluntad de poder nietzscheana y –cambiando lo que hay que cambiar- la sustancia de Spinoza. El cuerpo sin órganos es un inconsciente no personalizado que palpita en cualquier forma viva. La matriz de toda carga de energía libidinal social es el delirio. Delirio, aquí, no se entiende como categoría psicológica individual, sino como categoría histórico social. El delirio se desplaza entre dos polos, uno tiende a homogeneizar el deseo de las grandes poblaciones desde los centros de poder y el otro trata de huir de esa masificación deseante codificada, siguiendo alguna posible línea de fuga del deseo (molecular). El delirio es el movimiento de los flujos del deseo. Puede ser paranoico , esquizofrénico o perverso . Pero tampoco estas categorías refieren a entidades psicológicas individuales, ni tienen connotación de “enfermedad” (por lo menos, no de enfermedad subjetiva), se trata de distintas modalidades del deseo que se manifiestan en lo social. Que el deseo es codificado por el poder, significa que quienes ejercen un poder buscan “interpretar” el deseo de aquellos sobre los que ejercen hegemonía. Es decir, darle una representación para que se haga consciente. De manera tal que al codificar el deseo se torne manejable. Se torne también previsible y “despotencido” para los cambios. Es de gran utilidad para quienes ejercen densamente poder, que las personas se apeguen a ciertas representaciones del deseo. Es en función de esas representaciones, que es efectivo el márketin. El deseo, en sí mismo, esto es sin representación, no tiene objeto, es ciego. Simplemente desea. “No sé lo que quiero, pero lo quiero ya”, dice un tema de Luca Prodan. Pero cuando el deseo es manipulado para ejercer dominio sobre las personas, se lo rotula, se etiqueta, se le pone nombre . Los sujetos, entonces, “saben lo que quieren”, aunque siguen sin saber que ese deseo les fue impuesto. Por ejemplo, en el capitalismo, se codifica el deseo como mercadería para ser consumida. De este modo, se aporta al
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sistema capitalista y se facilita la tarea de gobernar. Lo primero, porque se fortalece el dispositivo económico neoliberal, y lo segundo, porque se borran las diferencias, ya que se supone que son fuente de conflictos. Los romanos antiguos y los españoles de la primera modernidad conocieron las ventajas de anular las diferencias. Los primeros construyeron un imperio obligando a sus súbditos a que hablasen una sola lengua, el latín. Los segundos establecieron su poderío exigiendo que sus colonizados, no sólo hablaran una sola lengua, el castellano, sino también que profesaran una sola religión, la católica. La energía libidinal o deseante tiene entonces dos caras: una molar, macrofísica, totalizante, aglutinada según los intereses del poder hegemónico; la otra molecular, microfísica, singularizante, esparcida por los tortuosos vericuetos del cuerpo social. Las singularidades deseantes (por ejemplo, una persona) ni siquiera son individuos. Hay multiplicidad de ellas en cada individuo. Cada uno de nosotros concentra una multiplicidad de “modos de ser” en relación al deseo. Nos atrae el bello de una persona, el cuello de otra, las nalgas de un bebé, la morbosidad de un objeto, el olor dulce o rancio de una piel. Vamos constituyendo nuestro deseo con fragmentos de estímulos que orientamos hacia lo que creemos es el objeto de nuestro deseo. Dicho objeto no es sino la representación de algo que por sí mismo es irrepresentable. La energía libidinal se transmite, y recicla, a través de órganos acoplados a otros órganos que, para Deleuze, forman máquinas deseantes. El deseo circula constituyendo conexiones, pero también se producen cortes. Una boca hambrienta se acopla a un pezón dador de leche. Pero pasado cierto tiempo, se separan, se corta el flujo deseante. No existe una maquina “madre” y otra “hijo”, o existen únicamente como una multiplicidad de máquinas encajándose y desprendiéndose. La energía que moviliza las máquinas es del orden de las intensidades, es decir, la fuerza libidinal productiva. El corte de las intensidades deseantes es tan importante como el acople, de lo contrario, se molariza, se torna totalizante, se pega a una representación asfixiante, cuando no mortal. Si la boca hambrienta chupa y corta, produce una pulsión molecular. Pero si se quedara prendida al seno, se “fosilizaría” en su deseo. Tal es lo que ocurre en la película japonesa El imperio de los sentidos , de Nagisa Oshima, cuando la protagonista se queda “acoplada” a un pene sin vida. Lo que era deseo, devino locura. Tanto en el aspecto molar, como en el molecular, la intensidad es colectiva. El fantasma deseante es grupal. El niño no desea sino lo que otros desean. Un juguete abandonado se torna deseable en el preciso momento en que lo desea otro niño. A la vez, este segundo niño lo desea porque es de otro. El ejemplo, cambiando lo que hay que cambiar, se puede hacer extensivo a los adultos. Porque el objeto más deseado, es el que genera más deseo. El deseo puede plegarse a la gran masa social (molarizada) o encontrar una salida. Si lo logra, se torna micro, polivalente, múltiple (molecular). Inventa, crea, revoluciona, transgrede. Ahora bien, lo molar no se identifica con lo colectivo y lo molecular con lo individual. El microinconsciente (molecular) sólo conoce objetos parciales y flujos. Aunque puede haber realizaciones colectivas que no estén atrapadas por lo molar. Como los primeros recitales de rock de los hippies, las primeras rondas de las Madres de Plaza de Mayo en pleno Proceso Militar Argentino, las procesiones de antorchas de las adolescentes catamarqueñas en el caso María Soledad Morales. Esos acontecimientos constituyeron líneas de fuga. En ellos, el deseo encontró salidas no preestablecidas. Por el contrario, puede haber también acciones individuales que están molarizadas o que son reaccionarias . No toda codificación es cosificante. En la línea de fuga también se codifica, pero
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creativamente. Un artista haciendo una obra original puede codificarla, por ejemplo, como “escultura” o “pintura”, sin dejar por ello de producir intensidades deseantes liberadoras . Se pueden establecer relaciones sexuales de manera original, a pesar que el sexo es una codificación del deseo. Por otra parte, también se pueden practicar codificaciones preestablecidas que son productivas. Una persona que trabaja como voluntaria en un hospital, se “pliega” a un código hecho (“ser voluntario”) pero su actividad es expansiva del deseo (es decir, no coaccionante). Existen asimismo plusvalías de códigos, cuando una parte de una máquina captura para su propio código un fragmento del código de otra máquina. Es el caso de la planta que se vale de un insecto para fecundar. Su código “fecundar” captura el deseo del insecto, lo atrae simulando las características sexuales buscadas por él. Luego, el engañado retoma su vuelo sin advertir que se ha convertido en parte del aparato reproductor de la flor. En El Anti-Edipo, se denomina socius a la formación social en su conjunto. El socius es “cuerpo pleno” (o lleno). Desde este concepto, se piensa al ser humano más allá de su organismo biológico, porque sus órganos se conectan con la formación social. La sociedad, en cambio, es la codificación de los flujos del deseo. Las sociedades se distinguen unas de otras por los distintos códigos impuestos a su capacidad deseante. El flujo del deseo, en tanto pura intensidad libidinal productiva, es el límite del territorio del socius. Es como el océano que rodea una isla. La sociedad capitalista es la isla del deseo. Todo está codificado para ser consumido. Es como un enorme maquina de tritura, de devorar y asimilar deseo. Lograr escapar de la molarización del deseo es desterritorializarse. Abrir una línea de fuga. Zafar de las codificaciones . Ejercer lo inédito, liberar un deseo sin forma y sin función. La boca que habló por primera vez se desterritorializó respecto del territorio “comer”. Pero los sonidos articulados comenzaron a tomar forma de lenguaje y comenzaron a cumplir funciones. Es entonces cuando la boca hablante se reterritorializó. En el proceso de la lengua interviene así mismo la máquina abstracta. Es la que efectúa la conexión entre los contenidos semánticos y pragmáticos de una lengua y sus enunciados. Por ejemplo, en el pensamiento de Michel Foucault, se trata de las reglas de formación del discurso que interactúan con las prácticas sociales micropolíticamente.
2. El devenir de los cuerpos sociales Deleuze y Guattari establecen tres tipos de cuerpos sociales: cuerpo de la tierra, cuerpo despótico y cuerpo del capital-dinero. El cuerpo de la tierra es propio de las sociedades llamadas “primitivas”. En ellas, el deseo se masifica y se orienta el deseo a través de los tabúes. No existen leyes escritas, a no ser en el cuerpo de los condenados. Las marcas corporales les recuerdan una deuda “con la sociedad”. El cuerpo despótico es el que corresponde a las formas de gobierno totalitarias. Aquí la ley está escrita en papeles. La deuda se ha universalizado. Todos son “deudores” del poder. Cualquiera es culpable hasta que no demuestre lo contrario. Aunque para el acusado, que está atrapado en un despotismo, le resulta imposible demostrar su inocencia. El cuerpo del capital-dinero o capitalismo tardío corresponde a las sociedades actuales, en las cuales el deseo se privatiza. Se lo retira de lo social. Se lo retrotrae a la vida privada, al dormitorio paterno, a la cama de mamá y papá. Aparece la familia como el papel atrapamoscas de las intensidades deseantes.
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Pero el deseo es demasiado potente para mantenerlo encerrado en la pegajosa intimidad de un dormitorio. El deseo estalla, quiere escaparse por las grietas de los muros familiares, salir afuera, corretear, jugar, revolucionar, crear. Es para neutralizar esta potencia del deseo que se trata de encadenar a Edipo, invento del psicoanálisis; o al consumo, invento del capital. Tanto en el sistema primitivo (cuerpo de la tierra), como en el despótico (cuerpo totalitario), como en el capitalismo (cuerpo del capital-dinero) el deseo puede oscilar entre la paranoia y la esquizofrenia sociales. Además, cada tipo de sociedad produce tipos prioritarios de subjetividades “enfermas”. El cuerpo de la tierra genera perversos sociales, individuos que no cumplen el tabú. El cuerpo despótico produce psicosis paranoicas, tal como la del nazi que cree pertenecer a una raza superior. Finalmente, el cuerpo capitalista engendra perversos individuales, psicosis esquizofrénicas, padres despóticos, privación doméstica del deseo y neurosis edípicas. Esto último es el aporte que, sin querer, el psicoanálisis le hace al capitalismo. Pueden estar tranquilos quienes defienden un sistema de vida neoliberal en lo económico, mientras el discurso psicoanalítico circule en lo social. El capitalismo, como organización social de la producción deseante, se define, por una parte, por la destrucción de los códigos de grupos, propios de las sociedades pre-modernas (alianzas, tradiciones, creencias). Y, por otra, por la abstracción de la intensidad deseante. Todo deseo es subsumido bajo la categoría abstracta de la mercancía y el dinero. Nada más abstracto que el concepto de moneda. Tampoco nada más universal. El paso del trueque al dinero es el paso de lo empírico a la abstracción. También el consumo es una categoría abstracta. Pues la saturación de mercadería anula su diversidad, se convierte así en una forma pura, vacía de contenido. Hay que consumir, no importa dónde, no importa cómo, no importa qué. La mercadería es tan universal como el dinero mismo. Las actuales leyes de “protección al consumidor”, son el equivalente histórico de “los derechos del hombre y del ciudadano” de la Revolución Francesa, que por supuesto también son abstractos. El deseo se convierte en cantidades abstractas. El capitalismo, como Roma imperial, como España colonialista, impone un sólo código para gobernar. En el capitalismo tardío se trata del valor dinero, intercambiable, reversible, intemporal. Casi como las leyes de la ciencia moderna. Ciencia de la que el capitalismo tomo su racionalidad. Pero a pesar de estas capturas del deseo, siempre queda un plus , producido por los flujos que lograron no ser codificados por las estrategias capitalistas. Este plus de deseo irrumpe en los márgenes. Produce líneas de fuga. Sin embargo, también en esto casos la maquinaria molarizante se pone en marcha. Se “despotencia” un pensamiento revolucionario, cuando las imágenes de sus líderes son vendidas en las esquinas de París, cuando las obras de los artistas transgresores se instalan en los museos, cuando los dueños del dinero y la política deciden sobre la droga y las maneras de prostituirse. En todos los casos, el capital obtura las líneas de fuga. Las reterritorializa subsumiéndolas bajo su control.
3. La constitución del sujeto y el amor productivo Las máquinas molares son sociales, técnicas y orgánicas. Las moleculares, deseantes. El sujeto se constituye en las conexiones de lo molar y lo molecular. La libido es la energía de las máquinas deseantes. No hay sublimación, en sentido freudiano, hay producción. La intensidad deseante circula por todas partes. La sexualidad es una codificación social del deseo. El deseo no tiene sexo, no reconoce sexo. Es la sociedad
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quien obliga al deseo a ser sexuado. Los soldados nazis solían tener erecciones durante los discursos de Hitler. Las mujeres italianas le suplicaban a Mussolini que las embarazara. Esto muestra por un lado, lo errático del deseo y, por otro, su codificación en objetos determinados. En principio, el deseo no tiene por objeto a personas o cosas aunque, en la práctica, se acumula en un objeto o en un sujeto determinado. Se trata de zonas de “saturación del deseo”. Estas zonas están establecidas para el mejor control social. ¿Cómo podrían manejarnos si amáramos a un hombre, y de pronto a una mujer y , ocasionalmente, a un animal, y así sucesivamente? “Hay sólo dos sexos”, dice el discurso oficial en un intento de ponerle etiquetas identificatorias a una masa amorfa de intensidades a las que Marx denominó “sexo no humano”. Es decir, deseo decodificado que finalmente aflora en los sujetos. El deseo, en sí mismo, es nómade. Se alimenta con fragmentos libidinales, se potencia, se agiganta. Cuanto más inconsciente, más gigante. Pero la libido no pasa a la consciencia sino en relación con cuerpos o personas determinadas. Se trata de puntos de conexión. Son los puntos en los que (con los que) hacemos habitualmente el amor. Creemos que hacemos el amor con uno. Aunque , en realidad, hacemos el amor con muchos. Mejor dicho, normalmente hacemos el amor con una sola persona. Pero esa relación es posible por toda la potencia que se ha cargado a través de miradas, roces, pensamientos, lecturas, sueños, y la infinita variedad de estímulos, que recibe cualquier ser vivo. El sueño de la razón engendra monstruos. Hacemos el amor con las infinitas máquinas que potenciaron nuestro deseo provenientes de múltiples personas, animales y objetos. Maquina ojo-ojo, máquina gesto-mirada, máquina roce-escalofrío, máquina miembro-miembro, máquina labios-pelo, máquina mano-nalga, aunque normalmente, sólo lo concretamos con una persona por vez. (o para siempre). No obstante, con esa persona, también se establecen circulaciones y cortes. Hay algo estadístico en nuestros amores. Pero tanta estadística, casi siempre, se conecta con un solo partenaire. La pareja es el enanismo del deseo. No se trata –obviamente- de desechar el amor de pareja sino trascenderlo, de ir más allá de los tibios lazos del dormitorio familiar. El deseo así concebido no solo circula por la sociedad en plenitud, también es productivo y puede promover cambios positivos. La propuesta de Deleuze y Guattari apunta a intentar los cambios desde las instituciones, desde los grupos, desde las comunidades. Se trata de analizar y de cambiar continuamente de estrategias, de molecularizar. Porque quedarse con las mismas estrategias, con las mismas ideologías, con los mismos valores impuestos por los poderes (políticos, teóricos, religiosos, familiares, o los que fueren) es comenzar a domesticarse. Si bien en un punto hay que detenerse y codificar. Detenerse y recomenzar. Pues tampoco se trata de deambular constantemente por los márgenes. La descentralización absoluta es destructiva. El que hegemoniza la transgresión es tan totalitario como el que hegemoniza el discurso oficial. Pero tiene muchos menos beneficios. El capitalismo tardío ha sometido el deseo de las masas a una organización que está al servicio del consumo por el consumo mismo. En El Anti-Edipo se propone el esquizoanálisis como alternativa militante de resistencia. El esquizoanálisis debe buscar líneas de fuga o distanciamientos entre lo libidinal molecular y las máquinas sociales molares. Sacar el deseo de la vida privada y devolverle su status nómade, huérfano, impersonal, transexual. Este análisis aspira a invertir la fórmula freudiana y decir “Allí donde esta el yo, ha de devenir ello”.
LA POSÉTICA
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Esther Díaz
La ética moderna ha sido fagocitada por el marketing. Este cambio de dispositivo ético-social se está generando a partir de mitad del siglo XX. Denomino “posética” a esta nueva relación entre el hombre y los valores. Los elementos éticos formales siguen siendo los mismos. Se trata de los valores, de lo que está bien y lo que está mal. Sin embargo, hay un cambio fundamental. El mismo reside en el tipo de interrogantes que el sujeto se plantea respecto de su acción moral. La modernidad se preguntaba acerca de lo necesario (categórico). En cambio, la posmodernidad se pregunta acerca de lo conveniente (hipotético). En la modernidad había que preguntar “¿qué debo hacer?”. La respuesta es categórica: actuar según el deber . Lo instrumental debía someterse a lo categórico. Había que cumplir con el deber por el deber mismo, sin medir sus consecuencias En cambio, en la posmodernidad se pregunta acerca de lo instrumental: “¿qué me conviene hacer?” La respuesta es hipotética: actuar según lo que se desea obtener. Además, el deber le dejó paso al derecho. Cuando se tenían deberes, había que cumplirlos según valores consagrados por una racionalidad universal. Cuando se alegan derechos, el sujeto debe ser responsable del uso que haga de ellos.
1. LA ÉTICA TIENE BUENA PRENSA En Wall Street, luego del crash de los 80, se abrieron oficinas de ética para orientar la moral de los invasores. La “cultura del dinero” la ha dejado paso a la “ética de los negocios”. Los irresponsables que en el jolgorio Reagan se enriquecieron sin escrúpulos labraron su propia ruina y la de los demás. A partir de experiencias de ese tipo, cabe preguntarse, ¿no resultaría mucho más rentable manejarse éticamente? No se trataría por cierto de cumplir deberes, sino de asumir responsabilidades, de ser responsable en los negocios, en la familia, en la sociedad, en el planeta. La moral anterior (la moderna) olía a crueldad. Exigía que el deber se aplicara sin anestesia. Postulaba un imperativo moral categórico, necesario y universal. Además, no prometía goces. La ley valía por sí misma, no por sus consecuencias. Quien cumplía con el deber era digno de ser feliz. Pero ser moral no garantizaba la felicidad. La posmodernidad repudia la retórica del deber austero y se reconoce, paralelamente, defensora del derecho individual. Accedemos al imperio de la autonomía, tan proclama por cierto por los grandes discursos de la modernidad. Lipovestsky, en El crepúsculo del deber, su tercer libro sobre el individualismo y la sociedad posmoderna, celebra el advenimiento de esta ética posmoralista o del posdeber. El discurso de Lipovetsky, como si se mimetizara con la sociedad que estudia, es vivaz, ágil, y seductor. Es evidente la “voluntad de estilo” en este autor, pues la mimesis (tal como se lo define en el capítulo sobre estética de este mismo libro) en la posmodernidad se practica “sin anestesia”. Es decir, se copian los códigos vigentes, en tanto y en cuanto se consideren exitosos.
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Al analizar los cambios de hábitos de la moral, se descubre una reactivación en la ética contemporánea. Las morales hoy son polivalentes, multifacéticas, mudables, consensuales. Incrementa la legitimidad de los derechos individuales y, correlativamente, corroe el deber universal. Invaden, además, recintos nunca fatigados por la moral moderna, como las estrategias empresariales, el discurso científico, el respeto por los animales y la preservación de la naturaleza. Aún hay más. La moral tiene buena prensa, rating elevado y potencia vendedora. Los hospitales, si aspiran a ser líderes en su género organizan comités de ética. En algunos países ya son obligatorios. Las firmas comerciales adhieren a campañas de bien público o colocan la palabra “ética” en sus marcas, logo o emblema. Estos arrojan mejores diferendos económicos que las machaconas propagandas tradicionales. Los países centrales se autoalertan sobre la conveniencia de ayudar a los países pobres para que la miseria no se revierta sobre el primer mundo. Las campañas comunitarias también adquieren cadencias éticas. En nombre de la salud, se prohíbe fumar. En nombre de la defensa de la naturaleza, se expulsa a los “sin hogar” de los parques público. En nombre de los animales, se agrede a quienes visten ropas de piel o a los investigadores que experimentan con cobayos. En nombre del derecho del feto, se ponen bombas en clínicas que practican abortos. Por otra parte, en los grandes encuentros deportivos – sobre todo en los mundiales de fútbol -, los colores patrios, sobre los posmodernamente elaborados cuerpos de los competidores, despiertan sentimientos de valores compartidos. La eticidad se juega en la seducción del espectáculo. El bien y el mal se definen por penal. Cada vez se cree menos en utopías históricas. Y si bien las democracias se desestabilizan por las costumbres posmoralistas, de hecho, cada vez son menos cuestionadas en su fundamento último. El mundo tiende a la democracia. Los últimos bastiones de totalitarismo rumbean hacia los geriátricos de la historia. Y el neoliberalismo, el más joven de los totalitarismos (llamado eufemísticamente “globalización”), se expande alegremente por el mundo. Aumenta el prestigio del prestigio democrático y, al mismo tiempo, la información sobre corrupción política. Lipovetsky se ilusiona con esta nueva disposición ética, individualista e indolora, que abomina de los dogmatismos y posibilita la problematización. Cree que el individualismo no conduce tanto a la exacerbación de la superación del otro como a la elevación de la intolerancia frente a todas las formas de desprecio y de humillación social Pero cuando el discurso de Lipovetsky calla, surgen las preguntas. Podemos preguntarnos, por ejemplo acerca de nuestras actuales exigencias éticas. Demandamos equilibrio ecológico, transparencia comunicativa, responsabilidad política, éticas comunitarias y morales individuales. Estos requerimientos, ¿surgirán realmente de nuestra libre decisión o serán preceptos que nos imponen las actuales estrategias consumistas? Nuestras convicciones morales, ¿responden a una idea de justicia elaborada por cada uno de nosotros, o copian las consignas impuestas por el mercado? Dicho de otra manera, ¿nuestro reclamo de responsabilidad ética es una autoafirmación personal o será un mero producto del dispositivo de poder que hoy manda ser ético porque descubrió que ser ético resulta rentable?
2.FUKUYAMA O LA CELEBRACIÓN DEL NEOLIBERALISMO Estar vivo es tener deseos. El deseo es la red que sustenta las existencias
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individuales y colectivas. La orientación del deseo no es atemporal. Por el contrario, surge de las prácticas sociales de cada época. Hay tiempos de predominios guerreros, o políticos, o religiosos, o estéticos, o consumistas. Los sistemas de poder interactúan con el deseo. El capitalismo tardío es una máquina de devorar deseos. Los deseos, una vez digeridos, se tornan redituables, es decir, consumibles o asimilables a los dispositivos de poder. Se consumen mercancías, se asimilan ideas. Un pensamiento pude ser contestario, revolucionario, transgresor o simplemente ajeno al sistema; de todos modos, se lo recicla, fortaleciendo así el diagrama de poder. Una muestra de ello es la postura del profesor estadounidense Francis Fukuyama, quien resignifica ideas de Platón, Hegel, Nietzsche y otros pensadores de Occidente y las pone al servicio del neoliberalismo. Según Fukuyama, la satisfacción de las necesidades vitales y la sed de riquezas no serían, como creyó Marx, los principales impulsores del proceso histórico. Existe un motivo más poderoso aún que el económico: la búsqueda de reconocimiento. Este concepto, tomado del pensamiento hegeliano, representa, para Fukuyama, el verdadero motor de la historia. No se trata de un anhelo de cosas materiales, sino de un deseo de que el otro me valore según mi propia noción de dignidad. La necesidad de ser reconocido es tan fuerte, que se arriesgan más vidas por motivos ideales que por logros de beneficios económicos, dice Fukuyama. El autor estadounidense se “olvida”, por supuesto no ingenuamente, que quien hace valer (lo que él denomina) sus “ideales”, ejercen un poder que es la condición de posibilidad del asentamiento de sus propios intereses económicos. Es evidente que no se necesita arriesgar la vida por lo que ya se posee. Y el que ejerce el poder “simbólico” (en el sentido en que lo concibe Pierre Bourdieu) no tiene necesidad de arriesgar la vida también por beneficios económicos. Ellos vendrán por añadidura. Existen dos aspiraciones que marcan, para Fukuyama, el derrotero de la historia universal: la búsqueda de reconocimiento y el progreso científico-tecnológico. Ahora bien, si una sociedad ha posibilitado la expansión de ambas aspiraciones ha superado la historia, porque ya no tiene contradicciones profundas que resolver. He aquí lo que quiere decir “el fin de la historia”: no tener contradicciones profundas que resolver. Esto es lo que se ha logrado, según Fukuyama, gracias a la victoria globalizada del neoliberalismo económico-político. La noción de fin de la historia ha sido trabajada por Alejandro Kojève, quien interpretó el pensamiento hegeliano de manera altamente discutible. Fukuyama, reflexionando a partir de Kojève, asume que existen todavía conflictos. Pero las contradicciones que se registran en el mundo son meras “escaramuzas” que no afectan realmente al diagrama neoliberal global. Son contingentes. En cambio, el triunfo del neoliberalismo es necesario, se da de manera necesaria, forzosa. Por lo tanto, para Fukuyama, la historia ya está superada. Esto no quiere decir, obviamente, que no vayan a seguir ocurriendo sucesos, pero dentro de una carril ideológico que los orientará de la mejor manera posible. No obstante, una siniestra sombra parecería volar sobre la serena tumba de la historia. Fukuyama evoca al último hombre. El hombre pensado por Nietzsche. El hombre que ha devenido decadente a fuerza de comfort. El que ya no arriesga la vida, el que no busca reconocimiento, el que se adormece en la tibieza del bienestar. El capitalismo posindustrial, al abolir las contradicciones fundamentales, podría llegar a gestar un individualismo sin pasión ni ambición. Un último hombre. Por otra parte, tanta libertad y tanta igualdad podrían asimismo generar desconformes que quisieran entregarse otra vez a la guerra, que al decir de su no amado Marx, es la partera de la historia. Para conjurar esos peligros, Fukuyama convoca a Platón y a su paradigma de la ciudad perfecta. Esta se caracteriza por dar satisfacción a todas las partes del alma: la deseante, la racional y la irascible (la que posibilita la sana indignación). De modo similar a
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la ciudad ideal platónica, la democracia liberal satisfaría la totalidad del alma humana. No existe posibilidad, entonces, de que surjan descontentos que provoquen conflictos irresolubles ni “últimos hombres” que se tornen decadentes. Fukuyama considera que en la práctica social, por mediación del liberalismo, la humanidad ha llegado a la madurez (a lo que Kant había creído que se llegaba gracias a los principios de la Ilustración). Pero Fukuyama advierte que en el campo del pensamiento no se ha alcanzado una madurez semejante. En el artículo periodístico que lo hizo famoso, Fukuyama ya había abordado el mismo tema. Se lamentaba entonces de la falta de marco teórico para lo que él considera el amanecer de un período de paz a nivel planetario. La OTAN bombardeando Yugoslavia es una de la “escaramuzas fukuyamianas. Es sorprendente la pretensión de validar teóricamente un sistema eminentemente pragmático como el liberalismo actual. De todos modos la consigna está clara: hay que legitimar racionalmente al neoliberalismo en su alborada de dominio mundial. La consigna y las intenciones de Fukuyama son eminentemente modernas. Pero el pastiche conceptual que realiza entre los diversos pensadores a los que apela para construir su propio discurso es posmoderno. Y cuando uno hace obras con trozos de otros, puede caer víctima de su propio juego. Se podría invertir la fórmula de Fukuyama, utilizando también en este caso, una categoría hegeliana: la de que la filosofía no es futurología. La filosofía comienza a pensar los hechos cuando estos ya han acontecido, no antes. La filosofía, según Hegel, no reflexiona sobre lo que ocurrirá, sino sobre lo ya ocurrido. Por lo tanto, si el neoliberalismo hoy es tema de la filosofía, es porque está consumado. Y lo que se consuma, se consume, comienza a declinar. O no, pero no es desde la reflexión filosófico que lo podemos pronosticar (a mi entender, desde ninguna). Gris es toda teoría, verde, el verde árbol de la vida. El búho filosófico planea sobre los despojos de los acontecimientos. Dicho con palabras de Hegel: El ave de Minerva levanta vuelo al caer el día.
3. EL MERCADO, LA EMPRESA Y LA ÉTICA Las empresas económicas registran una fuerte demanda ética. La operatividad utilitarista de la moral nunca ha sido tan explícita como en las estrategias de comunicación de las instituciones económicas, a partir de 1990 en adelante. El objetivo deseado es beneficiar la imagen de la empresa para acrecentar las ganancias. Se intenta construir una imagen institucional, en la que el capital “simpatía” es tan importante como el capital “marca”. Las empresas se ven obligadas a definirse a sí mismas ofreciendo al público sus propios criterios de legitimidad. Ya no se trata de administrar únicamente productos: se cuida también la relación con el público, construyendo una imagen institucional idónea, ética, confiable y, de ser posible, filantrópica. Los expertos sostienen que a las compañías no les alcanza con ofrecer productos de calidad. Diferencian, además entre “filantropía” e “inversión social”. Parece que la segunda es más meritoria, porque la empresa económica no da una especie de “limosna”, sino se compromete activamente con emprendimientos sociales. La sociedad puede hacer más fácil o más difícil la apertura de un mercado. Para ser exitosa, además de ofrecer productos de calidad, una empresa también deber ser un buen vecino: la inversión social ayuda a mejorar el rendimiento de un negocio. El mandato es “la calidad total”; esta consigna alcanza incluso a lo moral. La corriente ética se infiltra en la empresa, cuya autoimposición es ser “comunicante”. La estrategia consiste en poner en escena (es decir, en pantalla) el sentido de
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responsabilidad social y moral de la empresa. El sistema económico clásico se centraba en el derecho natural a la propiedad y en el libre juego de los mercados. El sistema posmoderno no ofrece esas legitimaciones más o menos aceptadas. Ahora se trata de producir imagen y venderla tratando de que se difunda fundamentalmente a través de los medios masivos. La caída de las ideologías, la crisis de los valores y la irrupción generalizada de la corrupción han producido, como contrapartida, una demanda de eticidad de parte de la opinión pública. En respuesta, las instituciones organizan comités de ética, códigos de conducta, auditorias morales y mecenazgos. Pero no es la ética la que gobierna la comunicación en las empresas. Son ellas las que imponen una imagen ética y la administran hacia adentro y hacia fuera de la empresa. Hacia adentro, despotenciando un discurso que exigía el cumplimiento de deberes por parte del empleado. Ahora no se trata de cumplir deberes, por el contrario, se tiene derechos. Pero el que quiere disfrutar de sus derechos debe ser responsable. Se observa en el “modelo japonés”, por ejemplo, que en lugar de rígidos supervisores despiadados se organizan grupos de trabajadores que se comprometen a realizar determinada tarea y se los responsabiliza por ella. El sistema es tan exigente como el moderno, pero se lo maquilla de “derechos humanos”. Los trabajadores tienen “derecho” a organizar su tarea como lo deseen, dentro de ciertos límites, por supuesto. De ahí en más, son los responsables del éxito del trabajo y se atendrán a las consecuencias, si el resultado no responde a las expectativas. Por otra parte, se administra la imagen hacia fuera de la empresa, se trata de demostrar la probidad de la institución. Si hay un sabotaje, no se deslindan responsabilidades, se las asume. Si hay una campaña de desprestigio proveniente de los ecologistas o de otros misioneros sociales a la moda, se retira de la venta el producto cuestionado, o se cambian ostentosamente los elementos conflictivos (filtro de cigarrillos, analgésicos, leche en polvo o cualquier otro producto. También se negocia con consultoras de marketing, estadísticas y tendencias para que influyan en los medios de comunicación adversos a los proyectos de la empresa. Los dueños o directivos de estas consultoras de imagen o “medidoras de opinión”, se autotitulan “analistas políticos”. Y, en cierto modo, tienen razón, pues manejan estrategias para que sus clientes pueden ejercer mayor poder, es decir, tengan mayor margen de acción política. Los “analistas políticos” son una especie de meta-empresa respecto de la empresa económica y de los partidos políticos. En algunas instituciones, los comités de ética cumplen la misma función que el circuito cerrado de televisión por el que se puede ver la intervención quirúrgica de un ser querido. Sirven para la promoción de nuevos asociados. Así como sirve de propaganda para la empresa plegarse a una campaña de bien público: cuidado de parques y plazas, restauración de edificios, estímulo a deportistas, intelectuales y artistas, espectáculos para niños, en fin, “calidad ética total” para mostrar el rostro bonachón de una institución que (como empresa que es) lucra, pero que hace como que no lucra. Los yuppies de la década de 1980 hicieron más ruido al caer del que habían hecho con su promocionada ascensión. Los operadores económicos no quieren más fracasos provenientes de una descontrolada falta de escrúpulos. La historia bursátil de la época Reagan demostró que no conviene actuar totalmente al margen de la moral. Esto no significa desempolvar principio éticos indeclinables, sino suficientemente operativos como evitar las quiebras. Es así como entre los laberintos de oficinas financieras de Manhattan es posible encontrar consultores éticos para todos los gustos (como corresponde a la capital del consumo): protestantes, católicos, judíos y ateos alternan con chinos, árabes y japoneses. ¿Este rebrote ético está marcando, acaso, que la racionalidad científica y su autoproclamada neutralidad ética, aplicada también a las finanzas, ha dejado de operar?
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Al contrario, la efectividad cuyo modelo es la racionalidad científica se encuentra en el mismo núcleo del proyecto: avanzar, maximizar, progresar. Y si las circunstancias históricas establecen ahora que lo rentable es ser ético, la ética debe integrarse al proceso económico. La racionalidad científica (en tanto búsqueda de excelencia) opera también en el proceso de desarrollo económico-social. Esta racionalidad, si bien en teoría está al alcance de todos, en la práctica sólo puede ser accionada por algunos miembros de la comunidad, por supuesto, los que manejan mayores espacios de poder. Esto produce, por una parte, la globalización de un modelo económico hegemónico y, por otra, la intensificación de zonas de pobreza y marginalidad, como productos obvios de ese modelo. En cuanto a la exigencia ética, resulta fácil darse cuenta de que responde a un imperativo hipotético. La forma de este imperativo es “si hago tal cosa, entonces obtendré tal otra”. Traducido al tema aquí tratado sería “si soy ético, haré mejores negocios”, o “si actúo de manera responsable, a la larga, ganaré más”, o “si mostramos una imagen ética, tendremos más clientes”. Esto es justamente lo que Kant dice que no hay que hacer si uno quiere ser moral. Porque si uno quiere ser moral, hay que cumplir con el imperativo ético de manera categórica. Incondicionalmente. Es decir, se debe cumplir el deber por el deber mismo, y no por los posibles beneficios que traería aparejado su cumplimiento. El moderno deber kantiano no aceptaba ningún condicionamiento hipotético. Pero hoy ese deber declina, su lugar es ocupado por los derechos individuales y también por la responsabilidad que es inherente a ellos. En este marco, el pensamiento empresarial ha realizado una movida crucial. Ha puesto nuevamente en cuestión los conceptos fundamentales de la empresa taylorista vigentes a principio del siglo xx. El taylorismo fue un sistema de organización del trabajo en el que también se aplicaba el modelo progresista de la racionalidad científica. En este postaylorismo, la ética se convirtió en el parámetro constitutivo de los nuevos métodos de organización del trabajo, que se puede resumir en estos términos: si se acuerda una ética de la empresa y una responsabilidad del personal, se mejora la calidad de la producción y, por lo tanto, se gana más. Pero así como en el esquema taylorista no importaba el bienestar del obrero en sí mismo, sino en función de la producción, en este giro ético no importa lo ético en sí mismo, sino la posibilidad de éxito. Los anónimos accionistas les exigen a los investigadores y a los técnicos no sólo la previsible puesta al día de sus productos, sino también de su imagen social. Todos los signos que reflejen menosprecio por los hombres deben de ser combatidos; la falta de confianza, también. El dinamismo económico requiere una imagen de responsabilidad. Los nuevos dispositivos de la racionalidad empresarial se constituyen son sistemas de participación, programas de formación, incremento de las responsabilidades, actividades comunitarias y asunción de un destino colectivo (el de la empresa). La gestión participativa desde los obreros hasta el público, pasando por todos los estamentos personales de la empresa, busca la dinamización del conjunto, movilización individual y compromisos reales. La empresa se involucra en la vida privada de sus agentes y parte de esa vida privada se transfiere a la empresa. Todos los miembros de la empresa participan en la clarificación de los valores fundamentales. Antes la empresa prescribía disciplina, hoy, flexibiliza. Ordenar deberes mecánicamente se ha tornado obsoleto, la empresa de excelencia necesita el compromiso de todos sus colaboradores. En Estados Unidos, más de trescientos cincuenta mil millones de dólares eran administrados (a principio de la década de 1990) por instituciones financieras en función de criterios éticos. Pero independientemente de la mayor o menor productividad lograda, con esta irrupción de algo a lo que se le llama “ética de las empresas o del dinero” se
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puede ver ya los efectos en el personal. El 90 por ciento de las grandes firmas estadounidenses han establecido programas de antiestrés. La moral de la autonomía y la expansión contribuye a generar ansiedad, surmenage y depresión. Parecería que la autonomía individualista posmoderna se paga con desequilibrio emocional. La ética hoy ha pasado a ser un parámetro económico ineludible. Penetra también los laboratorios, gabinetes científicos, comités hospitalarios, consultoras de relaciones humanas y asesorías de imágenes para políticos. Esto puede leerse como la más reciente astucia de la razón científica. El sabio antiguo no podía prescindir de la ética, conocer implicaba al mismo tiempo elegir bien. Pero, en la modernidad, el conocimiento se divorció de la ética. El investigador moderno estaba exento de responsabilidad ética respecto de los conocimientos que transfería a la cultura. El científico posmoderno, en cambio, tiene que pensar nuevamente en convivir con la ética. Pero no se trata ya de la envejecida y gruñona moral kantiana del deber absoluto, sino de una ética divertida y seductora, una ética mediática. La ética de los derechos, de la responsabilidad y de los grandes éxitos económicos.
4. LA SOLIDARIDAD EN LA ERA INDIVIDUALISTA En nuestro tiempo están surgiendo movimientos solidarios de nuevo cuño: vecinos que se reúnen espontáneamente para tratar de solucionar problemas comunes, lugares de encuentros para el intercambio de servicios y el canje de objetos, movilizaciones exigiendo reparación de injusticias, empresas económicas comprometidas con alguna causa social, acciones comunitarias en defensa del derecho de las minorías, organismos no gubernamentales para la promoción de becas e investigaciones, centros de autoayuda y de gestión vecinal se suman al voluntariado y a los mecenazgos tradicionales. Analizo aquí algunas de las condiciones histórico-culturales que posibilitan estas nuevas formas de inserción social.
4.1 La ética del sentimiento y los medios masivos En el mundo contemporáneo el desencanto político cohabita con la reafirmación de las democracias; el culto del individualismo, con la participación social; el rechazo de los deberes altruistas, con nuevas formas de solidaridad. Termina una época de deberes absolutos y se inicia otra de sentimientos autogestionados. La moral de los deberes absolutos fue el paradigma de la modernidad. La autopromoción de los sentimientos es una característica de la época actual. El sujeto moderno trataba de cumplir normas impuestas desde las instituciones. Estas normas provenían fundamentalmente del Estado, la familia, la escuela, la iglesia y la justicia. Cumplir normas no garantizaba la felicidad, pero dejaba la estoica sensación del “deber cumplido”. La ética del sentimiento, por el contrario, no exige ni impone. Esta ética conmueve. Se moraliza desde la emoción. En esta nueva disposición ético-social los individuos se sienten cada vez menos propicios a cumplir deberes obligatorios, pero se sienten cada vez más interpelados por el dolor ajeno. La ética del sentimiento es el producto de una sociedad orientada por los medios masivos de comunicación. Ellos son quienes establecen las causas prioritarias, estimulan la generosidad y despiertan la sensibilidad del público. Frente a hechos altamente mediatizados la gente responde con actos solidarios. Atentados terroristas e inundaciones son casos testigos de esa actitud altruista; sin negar, por supuesto, que también existen movimientos de asistencia social voluntaria menos impactantes que la solidaridad inducida por los medios. Una solidaridad
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instantánea y eficaz. Los medios no solo estimulan la solidaridad, también informan acerca de ella y ofrecen técnicas para efectivizarla. Nos enteramos por los medios, por ejemplo, de que una mujer de 90 años salvó de la muerte a su joven empleada doméstica mediante un oportuno masaje en el pecho mientras le suministraba respiración boca a boca. Cuando se le preguntó a la anciana dónde había aprendido ese procedimiento de salvataje, dijo que lo había visto por televisión. Ahora bien, los medios no cumplen la misma función que cumplían las instancias tradicionales de la moral. No crean una conciencia regular de deberes interiorizados. Gestionan, más bien, la opinión pública produciendo efectos de solidaridad. Pero se trata de una solidaridad acotada a determinadas circunstancias, más que de proyectos altruistas de largo alcance. Antes se apelaba al deber, que es permanente; ahora se trata de conmover, que es el del orden de la espontaneidad. La emoción prevalece sobre la ley; el sentimiento, sobre la norma.; el corazón, sobre la razón. La ética del deber era rigurosa y severa, la del sentimiento es libre y flexible. Esta última apela a la responsabilidad y a la iniciativa de las personas; aquella, en cambio, apelaba a la obligación y a la obediencia a las leyes.
4.2. La donación de órganos Las nuevas formas de solidaridad apuntan al placer de encontrarse con el otro, al deseo de autoafirmación social, a la ocupación alegre y desinteresada del tiempo libre. El solidario se puede relacionar con otras personas de manera vital o mediática. Esta disposición alegra y dignifica al mismo tiempo. Existe, en cambio, cierto tipo de reclamo institucional filantrópico que no obtiene la respuesta esperada, se trata de la donación de órganos. Parecería que las campañas solicitando este tipo de donaciones no suscitan adhesiones tan fuertes como las catástrofes sociales o naturales. Quizás la causa habrá que buscarla en la sensación de carencia de participación vital implícita en una donación de órganos. Se trata de una solidaridad a posteriori de la muerte del donante, en la que este no disfruta (sino imaginariamente) de los efectos de su acción. El participante en acciones comunitarias relaciona el deseo de ayudar a sus semejantes con la búsqueda de sí mismo. Ese espíritu se capta en las prácticas vecinales de trueque, en las movilizaciones para el esclarecimiento de hechos delictivos, así como en las tareas hospitalarias o de salvataje realizadas por voluntarios. Quien participa en una acción altruista “siente” su compromiso efectivo con los demás. Parecería en cambio que quien dona sus órganos realiza un depósito cuyo reembolso moral no podrá disfrutar. A esto hay que agregarle nuestra innegable pertenencia a una cultura negadora de la muerte. La muerte es para nosotros aquello de lo que no se habla. Y si se la elude cuidadosamente en los discursos, resulta bastante coherente que también se la eluda en la consideración de los proyectos solidarios. Cooperar con el otro aquí y ahora, aliviar su dolor dentro de los límites de la propia vida, parece ser más seductor que donar órganos para un futuro y un ser inciertos. Esa posibilidad tal vez hubiera sido atractiva en la modernidad, en tanto esta apuntaba al futuro. Se tendía al sacrificio por un mañana mejor, aunque no ese mañana no fuera el nuestro. La ética del deber moderna apuntaba al porvenir. La ética del sentimiento posmoderna, por el contrario, apunta al presente, al disfrute puntual. La solidaridad posmoderna es búsqueda de convivencia y desarrollo personal. Se produce fundamentalmente por motivación sensitiva, más que racional. Desconfía de los imperativos absolutos y apuesta preferiblemente a la iniciativa personal. Por ejemplo, en la
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Argentina, entre varias formas de intercambio social, existe una asociación solidaria llamada “Amor y Respeto al Prójimo”. Se trata de una entidad que ayuda a familiares de víctimas de accidentes de tránsito. Sus fundadores comparten historias de vida comunes en las que coinciden la muerte, las lágrimas y los agotadores trámites judiciales. Estas personas canalizan su angustia colaborando, sin fines de lucro, con otras personas que sufren un dolor similar al suyo. Y es en la interacción real y efectiva, en una especie de autoasistencia mutua, que encuentran el sentido de su acción social. Se trata de una terapéutica identificadora. También el voluntario de hospital o el asistente en situaciones de catástrofe se identifican con los que sufren; no ya desde un dolor compartido, sino comprendido. Existen situaciones que nadie puede asumir por otro. En un sentido profundo siempre estamos solos cuando nos enfrentamos a situaciones límites. La parturienta mejor atendida no puede dejar de sufrir su dolor. Cada uno de nosotros debe soñar sus propias pesadillas. Ni el padre más cariñoso puede sufrir pesadillas en lugar de su hijo. Cuando nos enfrentamos con la muerte debemos atravesar ese umbral irremediablemente solos. Pero siempre existe la posibilidad de llegar a comprender el dolor ajeno y de que alguien comprenda el nuestro. La comprensión como apropiación existencial de la fragilidad humana es la condición de posibilidad del acto solidario.
4.3. El fin del Estado-providencia En épocas de Estados fuertes, como en general fueron los modernos, las instituciones rectoras de la sociedad imponían deberes y se tomaban obligaciones respecto de la población. Pero a partir de la crisis del Estado-providencia acaecida a partir de la década de 1980, lo estatal comienza a vaciarse de contenido moral y se desentiende, poco a poco, de la asistencia social. Este nuevo estado de cosas posibilita el accionar de iniciativas particulares surgidas de la sociedad civil. Desde la disolución de los grandes discursos ético-políticos, los valores morales solidarios de la población van ocupando, cada vez más, ese vacío gubernamental. El “achique” del Estado posibilita (y tal vez estimula) la participación social. Pero no se trata de una participación fría y distante, sino de una participación identificatoria y seductora. El Estado, en su retirada, ha dejado al descubierto amplios bolsones de necesidades sociales. El individualismo contemporáneo aísla a los seres y disuelve las redes tradicionales de solidaridad (estatales, religiosas, familiares); pero genera al mismo tiempo nuevas formas de interacción social. La preocupación altruista es precisamente una respuesta a esa necesidad de participación y de integración comunitaria. Además, el servicio voluntario permite mantenerse activo, sentirse útil y, en algunos casos, llenar vacíos angustiantes desarrollando formas de pertenencia. El incremento de las aspiraciones neoindividualistas no es la tumba del voluntariado, es su estímulo. Es a fuerza de constituirse como individualidad que se siente más fuertemente la necesidad de compartir. La afirmación del sí mismo toma forma ejemplar en los grupos de ayuda mutua. En ellos, los afectados por algún mal se convierten en voluntarios ayudándose mientras ayudan al otro. Los alcohólicos ayudan a otros alcohólicos; los ex-drogadictos, a quienes están tratando de dejar la adicción; los incapacitados se ayudan entre sí. La solidaridad contemporánea es una moral sin obligación ni sanción. En nuestro tiempo, el deseo de beneficencia no encuentra ya su fundamento en una ética del deber y la obligación. Se inscribe principalmente en un proceso de dignificación y respeto en el que los seres humanos disfrutamos la alegría de compartir, de colaborar, de pertenecer. Ante la creciente indiferencia de los Estados por las cuestiones sociales, por un lado, y ante la imposibilidad de salidas puramente individuales (aún en la era del individualismo),
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por otro, se impone una tercera posición: la actitud solidaria. El llamado “tercer sector” crece en nuestra sociedad contemporánea. Las organizaciones no gubernamentales de asistencia y ayuda comunitaria se expanden y traspasan fronteras nacionales. Los límites entre Estado, mercado y sociedad civil se flexibilizan y reacomodan. El sujeto actual, que descree de los imperativos externos, apuesta a los designios de su autodeterminación. Y es desde ella que encuentra el disfrute de los actos solidarios, del respeto por el otro y de la responsabilidad social. El Estado, en su retirada, ha dejado librados a su suerte a amplios sectores de la población. Una de las características de la economía de mercado es el aumento de la productividad y las innovaciones tecnológicas, pero su contracara es el aumento del desempleo y la exclusión social. Ante el estancamiento de medidas gubernamentales para asumir los múltiples problemas desatados por esta situación, existen grupos de personas cuya sensibilidad social las impele a movilizarse en ayuda de los demás. Esto, en última instancia, es también una manera de sentirse bien consigo mismo. Se trata de inventar estrategias de resistencia a la injusticia y de promoción de formas de respeto y asistencia mutua. Se trata de encontrar puntos de acuerdos mínimos en torno de los cuales se constituyan regiones de coincidencia entre lo público y lo privado para el cuidado del medio ambiente, la provisión de servicios sociales, la lucha contra la desigualdad y la defensa de los derechos. En definitiva, se trata de iniciar o proseguir un debate acerca de la cooperación social donde se pueda cumplir el rol - humanitario y estimulante - de ser nada más y nada menos que gente que trabaja con la gente haciendo de la cooperación social una realidad. Se trata, en última instancia, de una micropolítica puntual, acotada, humilde si se quiere, pero que florece por aquí o por allá entre las malezas salvajes de la indiferencia o del mero lucro comercial.
5. PEDAGOGÍA DEL CAOS Sólo el paso del tiempo decidirá si estamos transitando una nueva época histórica o si aún persistimos en la modernidad. Los medievales no eligieron ser medievales. Los teóricos posteriores a ellos son quienes les dieron esa ubicación histórico-cultural. Otro tanto pasará con nosotros ¿seremos posmodernos? En realidad, no es nuestra elección. No obstante, esta época histórica – de cualquier manera que se la denomine – tiene aristas positivas y también negativas, como cualquier época histórica. Pero lo que ya no podemos tener es la capacidad de “amar sin presentir”, como en plena modernidad. Es difícil apostar a un mañana mejor, aunque es angustiante no poder hacerlo. Uno de los grandes referentes de la posmodernidad es la expansión de los medios masivos de comunicación. Ellos están constituyendo sujetos sujetados a prácticas fragmentarias, movilizantes, divertidas y saturadoras a la vez. Además, están produciendo soledad, autismo de pantalla o autismo frente a la pantalla. Estas prácticas, interactuando con otros elementos determinantes de nuestro tiempo, agudizan el individualismo. El individualismo fue un invento moderno. El hiperindividualismo, posmoderno. En Manhantan, el 75 por ciento de los hogares son unipersonales; en París, el 50 por ciento. En la ciudad de Buenos Aires el 35 por ciento de las viviendas está habitado por personas solas. Somos células en una sociedad de masas. La globalización es celular. Pero la modernidad no sólo creo el individualismo, creo asimismo ideales muy fuertes, tan fuertes que actúan todavía. Sobretodo en ciertas instituciones, por ejemplo, la escuela. La escuela argentina se constituyó como tal en el siglo XIX, cuando la Argentina era un Estado, pero todavía no era una Nación. Se trató entonces de borrar las diferencias. La imposición del delantal blanco para todo escolar es un paradigma de este ideal de igualdad o unidad que, en realidad, aún no se poseía. Es decir que la escuela “atrasaba”,
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como es capaz de atrasar un reloj. Tenía fachada de nacionalidad, pero era una especie de compendio de diferentes etnias y naciones. Hoy sigue atrasando, pero en otro sentido. Existe una escuela moderna a la que asisten individuos posmodernos. Porque el niño que llega a la escuela ya fue culturalizado, entre las diversidad de nuevas prácticas sociales, por la pantalla; obviamente del televisor. Y, en algunos casos, por las pantallas: computadoras, electrodomésticos “inteligentes”, juegos electrónicos y circuitos cerrados, entre otras pantallas posibles. El choque entre valores muy disímiles, o la multifacética pluralidad de los mismos, suele crear sensación de incertidumbre, de inestabilidad. No obstante, como se vio en el capítulo “La posciencia” de este libro, no necesariamente el caos significa muerte. En muchos casos, del caos puede surgir el orden. Mejor dicho, un nuevo orden. El concepto de “estructuras disipativas” elaborado por Ilia Prigogine puede utilizarse para pensar la situación de caos que por momentos parece vivirse – o se vive realmente – en una escuela premoderna o moderna que atiende a niños y adolescentes posmodernos. En los procesos educativos se producen situaciones que, si bien son caóticas, contienen entre sus propios elementos las condiciones de posibilidad para un cambio positivo. Obviamente, que una propuesta de este tipo implica un cambio de perspectiva respecto de la manera tradicional de pensar la educación. Pero tal vez también en esto convendría escuchar a Prigogine. Quien asegura que si él intenta revertir los conceptos clásicos de la ciencia, no fue porque se lo haya propuesto a priori, sino porque estudiando el devenir de diferentes procesos, llegó a la conclusión que no siempre los procesos irreversibles conducen a un camino sin salida; que un proceso no se pueda revertir no necesariamente implica que se agota. Pueden surgir nuevas posibilidades. O, dicho de otra manera, nuevas oportunidades. En chino, el término que denota “crisis”, denota también “oportunidad”. En otras épocas se sostenía que la pedagogía debía conducir a la perfección del ser humano. En plena época tecnológica y digital, esos valores evidentemente están siendo descartados. Hoy el ideal del “hombre ilustrado” le está dejando su lugar al ideal de la capacidad de aprender. Antes el conocimiento se acumulaba, ahora se descarta. Mejor dicho, se aprenden cosas que en poco tiempo dejan de tener vigencia. Por ejemplo, los programas de computación que “envejecen” tan pronto como se los comienzan a manejar con cierta soltura. Se trata entonces de estar abiertos a nuevas capacidades e informaciones, más que a la adquisición definitiva de los conocimientos. El paradigma del mundo como un gran texto que debe ser leído de manera lineal, siguiendo una cadena de causas y efectos, se desvanece en favor de la realidad como un hipertexto con varias entradas. Actualmente, el mundo de los argumentos debe compartir espacios con las imágenes. La pantalla convive con el libro; la escritura con el mundo de las imágenes; y la concisa realidad cotidiana con la sugerente realidad virtual. Es verdad que la actual intoxicación de información trae aparejados varios inconvenientes, pero no deja de aportar sus ventajas. Es un inconveniente, por ejemplo, la “desaparición del tiempo”. La mayoría de los contemporáneos activos nos quejamos por la falta de tiempo. La simultaneidad informática y mediática nos obliga a reacciones instantáneas y nos aleja de la reflexión. Además, la desaparición de las distancias y el surgimiento de comunicaciones compulsivas nos incitan a integrarnos a diferentes redes informáticas (E-mail, Internet, fax, sumados a las comunicaciones ya tradicionales como el correo, el telégrafo y el teléfono). Las formas humanísticas de la meditación y la crítica han entrado en crisis. Pero la crisis no necesariamente desemboca en caminos sin salida. Nos estamos enfrentando con desafíos pedagógicos desconocidos hasta el presente. Indignarse por lo que una época histórica dejó detrás puede ser legítimo. Pero no ayuda a recuperar lo perdido, ni ayuda
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tampoco a interactuar con las nuevas formaciones culturales. La reflexión pedagógica no puede, o no debe, prescindir de las realidades actuales. Nuestro presente ha generado una episteme polifacética. Los territorios de cada disciplina de estudio ya no están determinados de manera férrea. Los márgenes epistemológicos de las distintas ciencias se flexibilizan y sus corpus se hacen más complejos. Por otra parte, en ética se asiste a una pluralidad de códigos. Cada vez se presta más atención al respeto por la diferencias y a la posibilidad de aceptar (al menos en teoría) las posturas ajenas por disímiles que sean de las propias. Las actuales prácticas sociales, científicas y morales le exigen a la pedagogía teorías acordes con la época que nos tocó vivir. La consideración del conocimiento y de las subjetividades como construcciones históricas no puede dejar de lado la incidencia del azar y de la libertad. Tampoco la posibilidad de las crisis o del caos. Hemos arribado al fin de las certidumbres. La naturaleza y el ser humano distan mucho de ser previsibles. Pero ello no impide estudiarlos ni conocerlos. Exige, más bien, tratar de comprenderlos no ya como objetos de estudio, sino como sujetos de diálogo. Estamos en el umbral de un nuevo capítulo de la historia de la pedagogía. Nuestro desafío, entonces, es pensar, discutir y construir esta disciplina científica en continuo proceso de cambio: una pedagogía de lo previsible, pero también del devenir - en última instancia - una pedagogía del presente que no reniega del pasado pero que apuesta al futuro.
LA POSMODERNIDAD Y EL DESARRAIGO DE EROS Esther Díaz
1. Amor productivo y amor desarraigado Platón toma mitos originarios de nuestra cultura y los reinterpreta. Los arranca de su condición de relatos y los mediatiza a través de las ideas. Instaura – así – un nuevo género literario, la filosofía. En su manera de hacer filosofía, Platón retoma dos grandes amores de juventud: la poesía y la política, y las despliega a través del concepto. Pues, ¿qué es la filosofía sino un juego conceptual entre poesía y política, entre metáfora y realidad, entre pensamiento y estrategias, en última instancia, entre saber y poder? El mito, sabido es, es una de las condiciones de posibilidad del logos. En Platón, el logos surge de las entrañas mismas del mito. Uno de sus mitos preferidos es justamente el de Eros que, tal como aparece en el Banquete , es hijo de Penía , la pobreza, y de Poros, el recurso. Y, desde esa aparente contradicción entre la carencia de objeto, por un lado, y la abundancia de astucias para seducir, por otro, se posibilita nada menos que la perpetuidad de la especie o la perpetuidad del espíritu transmutado en obras bellas. Solemos asimilar el amor con el deseo. Pues el amor siempre es del orden del deseo. Y el deseo, tal como lo describe Platón, es el anhelo por lo que no tengo, por lo que me falta. El deseo tiende al futuro. Aspira a lo inalcanzable: al objeto del deseo. A partir de
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este concepto griego, Jaques Lacan acuña la proposición “el deseo no tiene objeto”, cuyo sentido profundo es que el deseo nunca se clausura, a no ser con la muerte. Cuando estoy vivo, cuando soy capaz de sentir amor, aspiro a un objeto inalcanzable. Un objeto que parece satisfacerme, en un fugaz y entrañable instante, pero que huye nuevamente de mi posesión. Es a partir de esta idea que los griegos asimilaban el deseo con el Ave Fénix. Este ser alado devorado por el fuego, que renace una y otra vez desde sus propias cenizas. Otro referente del amor es la sexualidad. Pues se puede concebir el sexo sin amor, pero no el amor sin sexo. O, dicho de otra manera, sin sensualidad, sin seducción. Por supuesto que existen amores en los que la relación carnal no se consuma. Pero ese tipo de amor, por una parte, sublima la sexualidad (no es que no la sienta). Los encendidos cánticos del Cantar de los Cantares, de Santa Teresa de Jesús y de Fray Luis de León dan buena cuenta de ello. Y, por otra parte, es un amor mezquino. Porque elide la humillación del cuerpo. La desnudez suele ser el primer peldaño de la humillación. Los torturadores, en general, la primera agresión que le infringen a su víctima es desnudarla. Ahora bien, en el caso del amor que se consuma carnalmente, no se trata obviamente de ese tipo de humillación, sino de la humillación del despojo, de la entrega, del mostrarse sin mediaciones, sin la reconfortante seguridad que nos da estar vestidos. Es el “aquí estoy”, “esto soy yo ofreciéndome sin envolturas, sin resguardos, entregado”. Hasta Jesús, al introducirse en el cuerpo de sus fieles - por medio de la hostia - dice “este es mi cuerpo”. También Platón tiene en cuenta el cuerpo. En el Banquete se describe el camino ascendente de Eros dirigiéndose desde los cuerpos bellos a las almas bellas, desde las almas bellas a las bellas leyes, desde las leyes a las bellas ideas, para alcanzar, finalmente, la más bellas de todas las ideas, es decir la idea de Verdad. Se accede así a la contemplación de la belleza, es decir, a la teoría. Pues teorizar es ver, observar, contemplar. La teoría entonces como contemplación de la belleza, constituye una condición necesaria para el advenimiento de Eros. De modo tal que en Platón, ¿la culminación de Eros es la contemplación pasiva? Si se atiende únicamente la literalidad de los textos, parecería que la escala ascendente del amor culmina con la mera contemplación, que es – al mismo tiempo – posesión de la verdad. Pero una lectura más atenta nos alerta que no se trata de una pura contemplación pasiva, sino más bien de una aspiración que compromete activamente al amante. Pues ya en la primera etapa de la búsqueda amorosa, es decir, en el enamoramiento de un cuerpo, se debe tratar de engendrar en él bellos discursos. Sin embargo, como la belleza que reside en ese cuerpo es compartida por todos los cuerpos bellos, sería harto mezquino amar un solo cuerpo. Por eso deben amarse a todos los cuerpos bellos, hasta comprender que, en realidad, esos cuerpos albergan algo mucho más valioso, que su efímera belleza material. A partir de ese momento, los viajeros del amor buscan el alma y no se satisfacen con un alma, desean todas las almas. Aunque de pronto comprenden que existe algo más bello aún: las formas (ideas) bellas. Ellas son las que permiten que todo lo demás sea bello. Y cuando el amante se encuentra con ese mar de belleza, que es la verdad, recién entonces está en condiciones de engendrar muchos y bellos discursos. Discursos que surgirán de cuerpos bellos en tanto y en cuanto están in-formados (conformados) por almas bellas. Se accede así a la contemplación de la belleza, es decir, a la teoría; pero además de teoría (visión) hay también gestación, cópula, coito; tales son las metáforas platónicas. Se trata pues de una actitud productiva y no meramente contemplativa. La teoría, en definitiva, constituye una condición necesaria para el advenimiento de Eros, pero no suficiente. Se necesita también la acción. Platón presenta esa acción como fecundación, como movimiento que conduce a engendrar y a parir. Parir bellos discursos y
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pensamientos pero, asimismo, bellas normas y bellas leyes, bellos hijos, bellas ciudades, bellos saberes. El objeto de Eros no es, por tanto, la posesión de la belleza a través de la contemplación, sino la generación y el parto de la belleza. Si Platón hubiera considerado el tema de la ascensión amorosa únicamente en el Fedón, habría que concluir que la consumación de Eros es la contemplación. Pero la contemplación estática del alma aparece relativizada en el Fedro, mientras en el Banquete y en La República, la doctrina de un Eros contemplativamente estático coexiste con un Eros dinámico, engendrador, paridor y partero de bellos discursos, bellas leyes, bellas normas. Incluso, bellas ciudades. Porque una ciudad para ser bella debe ser justa y, si es justa, es buena. He aquí la culminación de la dialéctica platónica: belleza-justicia-bien. Este Eros dinámico no podría alcanzar su plenitud en la perfecta inmovilidad de la teoría pura. Se completa, en cambio, en el “no cesar de moverse” del alma platónica y en metáforas sexuales tales como: contacto, nupcias, coitos, concepción, dolores de parto, nacimiento. Existe una producción del alma fuera de sí misma. Hay alteridad. El sujeto que persigue a Eros se trasciende a sí mismo, engendrando y pariendo hijos del espíritu. Se trasciende en una póiesis (producción, poesía ). El objeto de Eros no es, por tanto, la posesión de la belleza a través de la contemplación sino de la generación y el nacimiento de la belleza. La pareja humana, en la dimensión del Eros platónico, no es ni siquiera un simulacro de Eros, es simplemente un escalón – el más bajo – en la gradación erótica que conduce a la verdad. Es un amor vuelto sobre sí mismo, ensimismado. En cambio, la verdadera producción amorosa, si bien comienza en el cuerpo, o se la comprende a través de metáforas sexuales, no se agota en el cuerpo ni en el sexo. Sin embargo, el cuerpo y el sexo, en algunos textos platónicos, tampoco son excluidos. Pero no son fines en sí mismos, como tampoco es un fin en sí mismo el amor a un solo cuerpo o a una sola alma. Cuerpos y almas individuales son pasos necesarios para la ascensión, la contemplación y luego, la producción.
2. Amor apolíneo y amor dionisíaco La productividad o póiesis, en Platón, proviene de haber accedido a la verdad y de retornarla a la polis hecha obra. El amor, tal como lo entiende Platón, no tiene nada que ver con dormitorios cerrados, fidelidades controladas o escenas primarias freudianas. No porque, como podría inferirse del Fedón, el amor sería “platónico” en el sentido vulgar del término, es decir, no consumado; sino porque el amor es mucho más que eso, o mejor dicho, es otra cosa. El Eros platónico es enorme, es social, es filosófico, es político, es artístico, es un motor anímico que se plasma en bellas obras urbanas. Deleuze toma este sentido del Eros platónico y lo reinterpreta concluyendo que el deseo y su objeto forman una unidad. Nada de carencias (que es el amor de la primera parte del discurso de Diotima); nada de huecos que no se llenan o de falos ausentes (como en Lacan); nada de impulsos reprimidos y sublimados (como en Freud). El amor, en tanto deseo, para Deleuze, no carece de nada, no carece de objeto. El deseo y su objeto forman una unidad. Desear es producir. Dice Deleuze que los revolucionarios, los artistas, los creadores saben que el deseo abraza la vida, con una potencia productiva de forma tan intensa, que casi no queda lugar para ninguna necesidad. Eros es mucho más que deseo, es productividad. Eros no se concibe sin póiesis. El alma, en tanto sujeto de erotismo, constituye un principio imperecedero, como la idea. Pero el alma, a diferencia de la idea, alcanza su principio eficiente a través del movimiento
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continuo. Es por ello que cuando perdemos creatividad, cuando perdemos capacidad de producir nuevas obras, el amor muere. Y esto también ocurre en esa miniatura de Eros que es la pareja humana. Michel Foucault traslada esta idea a los dispositivos de poder. Cuando se pierde movilidad y creatividad, cuando una especie de esclerosis impide la renovación de las estrategias, se deja de ejercer poder, es decir, se pierde. Por los mismos motivos, se pierde el amor. La pasividad es muerte. En cambio, el Eros productivo es poder. Las estrategias del amor y del poder requieren movimiento, interacción entre los cuerpo, las almas, las ideas, y las obras. Eros, en Platón, interactúa con Sofía, es amor y búsqueda de la sabiduría. Pero no sólo apolínea (ideal, racional), sino también dionisíaca (material, fecunda). Si imaginamos al Eros platónico como una moneda o una medalla, una de sus caras es apolínea y la otra, dionisíaca. En la faz apolínea, se iluminan los ojos del alma y se accede a la contemplación de la idea (tríada alma-luz-idea). Por otra parte, en la faz dionisíaca, no sólo se interactúa con almas y con ideas, también con cuerpos y con materialidades, engendrando obras y discursos bellos. Nietzsche, en El nacimiento de la tragedia, presenta lo apolíneo como saber mediatizado y lo dionisíaco, como conocimiento frontal. Apolo mediatiza a través de la representación, de la racionalización; es el “dios que hiere de lejos”. Por el contrario, Dionisos nos arroja contra la cruda realidad sin anestesia, sin mediación racional. Apolo, divinidad de las artes plásticas, representativas, armónicas, mesuradas. Dionisos, de la música, del desenfreno, del caos, del azar, del “impulso al orgasmo” que engendra un conocimiento cruel, terroríficamente directo. Mutatis mutandis, lo dionisíaco, para Nietzsche, y el conocimiento de la verdad, para Platón, aseguran perpetuidad. En Platón, el Eros productivo es una tensión entre deseo como carencia y la idea como absoluto a ser contemplado. Esa tensión impulsa a la acción. En el Banquete, la póiesis es el pasaje del no ser al ser El pasaje del amor-carencia al amor póiesis . La obra artística o técnica (téjne) es la obra en la que el proceso erótico-poético alcanza su culminación. Pues la téjne “saca a luz” la energía que está oculta en la naturaleza. Las obras, que se implantan en las ciudades, derivan de ese pasaje del alma por la belleza, posibilitada por el impulso erótico que permite que la belleza se instale en el mundo gracias a su carácter productivo. En el Fedro , aparece otro aspecto de Eros con el que se intenta explicar la inspiración o el impulso hacia las obras bellas. Se trata de la manía o locura divina, en la que el sujeto se “entusiasma”. Es decir, es poseído por una divinidad y se conduce como un enajenado. Pues Eros es también locura. Pero una locura que es condición de posibilidad para el encuentro con la belleza. Aunque esa enajenación es momentánea, es una vía, un impulso para poder ascender a la Belleza y retornar a la polis preñado de bellezas (discursos, obras, leyes, ciencia). Esa manía estimula el proceso educativo. En otros textos platónicos el buscador erótico de la verdad, al menos metafóricamente, debe morir para que su alma alcance la inmortalidad. De todos modos, locura y muerte connotan la condición de enajenación del enamorado. Se puede hablar entonces de una doble trascendencia de Eros. En primer término, la que conduce al alma “entusiasmada” hacia la Idea de Belleza, Y, en segundo término, la que re-conduce a ese alma, desde la Idea hacia la ciudad. La primera vía es contemplativa; la segunda, productiva. Se retorna a la inmanencia atravesado por la trascendencia.
3. Amor desarraigado
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El viaje platónico del alma por la Belleza se ha escindido irremisiblemente en la realidad histórica occidental contemporánea. Tal vez nunca existió, a no ser como idea regulativa para algunos espíritus escogido, o tal vez se la podría pensar (cambiando lo que hay que cambiar) como ideal platónico-cristiano en los siglos medios. Pero es indiscutible que en la modernidad se produce una escisión de ese ideal. El desgarramiento de Eros se consuma dramáticamente a partir del romanticismo, que es una especie de malestar contra la modernidad, en plena modernidad. El romanticismo coincide, históricamente, con la consolidación de la civilización industrial burguesa. Se produce una suerte de “sube y baja” cultural o de enfrentamiento de polos opuestos. Como si hubiera sido necesario tanto lirismo para contrarrestar tanto mercantilismo. La locura y la muerte, para los románticos, dejan de ser un medio y pasan a ser un fin. En el ideal platónico, la manía y el anonadamiento constituían un camino de renuncia al sí mismo para acceder a una trascendencia que retornaba enriquecida a la comunidad. En cambio, para el romántico, Eros se ensimisma en la subjetividad. El amor aniquila al amante, lo trastorna, lo mata. Hay que morir de amor o matar por amor; en ambos, hay locura de amor. Hay que manchar las blancas camelias con rojos vómitos de sangre, como la Margarita Goutier de Alejandro Dumas. Desde otro punto de vista, en el plano objetivo, en sentido hegeliano, de lo económico-social la producción (en sus distintas manifestaciones) pierde todo vínculo con Eros y Belleza, en la madurez de la modernidad. Se degrada en obras sin ideales, en trabajo enajenado y en tecnología sin poesía. Se trata de una técnica arrancada del cosmos significativo comunitario. Una ciencia sin conciencia, una producción sin belleza, un proceso social sin amor. El divorcio de episteme y téjne . Los conceptos modernos de deseo y de producción se han constituido desde la escisión. Por una parte, el amor se refugia en lo imposible y, por otra, la producción se orienta por la tecnocracia. Y si bien este desgarramiento se ha generado a partir de una innegable escisión empírica, ha generado asimismo un ideario regulativo de conductas y valores. Es el imaginario de una experiencia en la que la síntesis platónica de Eros y Póiesis ha sido destruida y reorientada hacia dos territorios que se dan la espalda. Uno privado, el de Eros desgarrado, otro público, el de la producción mercantilista. Ésta ya no responde a una ideal cívico o ético social, es decir objetivo en sentido hegeliano, sino simplemente a excelencias económicas orientadas según la fría racionalidad científico-técnica propia de la modernidad. Paradójicamente, el comienzo de la producción desapasionada es contemporánea del amor pasión. En el Eros romántico no hay apertura a la trascendencia porque el deseo no aspira a la Verdad, el Bien o la Belleza, sino a la Muerte o la Locura. A veces, parecería que, en el romanticismo, lo más importante es el otro, ya que se enloce o se muere por amor a otra persona. Y esto podría interpretarse como un modo de trascendencia. Pero si se adopta esa postura, lo que no se tiene en cuenta es que –en realidad – se enloquece o se muere por uno mismo. Lo que no se puede soportar es la herida narcisista. Ese dolor profundo, ese ataque al yo que significa la indiferencia, el desprecio o el abandono. En el romántico la energía erótica se vuelve sobre el sujeto, destruyéndolo. Hegel categorizó la figura histórica del romanticismo como “Alma bella”. Es el alma que sufre por la belleza pero se agota en el anhelo, ensimismándose en la subjetividad. Esta disposición de ánimo .ahora con palabras de Freud – se torna “tanática”. Tánatos, como pulsión de muerte, aparece también en la producción capitalista. Así como la técnica genera más técnica, la producción engendra más producción. La superproducción es absorbida por energías destructivas, tales como la industria bélica o el consumo basado en la obsolescencia. Por consiguiente, se puede afirmar que a partir del siglo XIX, la subjetividad y la producción se desarrollan en esferas independientes entre sí.
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O, dicho de otra manera, lo privado y lo público se separan de manera tajante. Pues la productividad que no se origina en Eros, ni se mediatiza a través de valores compartidos, se retrotrae sobre sí misma convirtiéndose en tecnología vendible. Y no se trata de que la productividad carezca totalmente de Eros, sino que se trata simplemente de un Eros vacío de contenido trascendente, fijado al marketing, acartonado, estereotipado, sin dejar por ello de ser gentil. Falsamente gentil. En la posmodernidad, un paradigma de la producción desgarrada del verdadero Eros lo proporciona la multinacional Mc Donald’s, con su búsqueda paranoica del “empleado de la semana”, con las sonrisas de plástico impresas en los rostros de su personal adolescente o con su obsesiva y machacona limpieza, como si pretendieran hacernos olvidar que, en realidad, trabajan con grasa, venden grasa y, por lo tanto, sus pequeños clientes comen grasa. Por otra parte, el desgarramiento posmoderno de Eros, también estereotipa sus figura en relación con la subjetividad romántica. Pues pierde el lirismo que, en última instancia impregnaba a la Locura y a la Muerte por amor. Eros, en la posmodernidad se ha convertido en pareja humana encerrada en su dualidad doméstica. Ha perdido el pasaje por una teoría que se comprometía con un proceso artístico-productivo, cuyos resultados eran necesariamente sociales, comunitarios, urbanos. El amor ha perdido trascendencia, se refugia en un dormitorio, en un living calefaccionado, en una visita dominguera y familiar. El amor platónico es gigantesco, la pareja, en cambio, es el enanismo del amor. El mito de Eros, convertido en reflexión filosófica por Platón, partía por supuesto de la relación entre dos seres humanos. Pero no se ensimismaba en esa figura, no aspiraba a la pareja como fin, sino como medio para el verdadero amor, que – sabido es – es el amor a la Verdad. El enamoramiento entre dos personas era simplemente una pista para levantar vuelo hacia otras instancias. Instancias no solamente promotoras de teorías, sino también de producción estética, de fertilidad social, de bellos discursos, de obras bellas El Eros platónico es comunitariamente fértil. Objetivamente fértil, en sentido hegeliano. En él, el amor, que en principio es del orden de la subjetividad, se mediatiza convirtiéndose en espíritu objetivo, es decir, en política, en arte, en producción socio-cultural. El amor así concebido se agiganta. En cambio, si se lo encierra en los estrechos límites de la pareja humana doméstica, se empequeñece. Desde esta visión abarcadora platónica, la pareja burguesa empequeñece a Eros. Se puede alegar que ya no se aspira a la pareja burguesa. No obstante, considero que ese tipo de relación amorosa (la pareja burguesa) se esconde o sigue vigente, aunque travestida detrás de nuevos término. Por ejemplo, el “ser pareja” o “ser compañeros” de la década de 1970; o el “ser novios (aunque se conviva)” de los ochenta; o el retorno al matrimonio tradicional con virginidad mutua incluida de los noventa, ampliamente promocionando desde los puritanos Estados Unidos. En este Eros desarraigado de la idea de Belleza se ha territorializado el deseo, se ha condensado en la subjetividad. Esa densidad acotada a un objeto inmanente fosiliza el deseo, le hace perder flexibilidad. Eros ensimismado termina agotado, no solo en el amor de pareja posesivo, también en cualquier otro tipo de adicción u obsesión, tal como el trabajo, la comida, la bebida o la droga. Eros necesita trascenderse; el deseo necesitas circular. En palabras de Deleuze, necesita encontrar líneas de fuga. Líneas de fuga para renovarse, para enriquecerse, para crear, para producir obras que vayan más allá de la subjetividad. Eros debe aspirar a la Belleza para retornar preñado de ideas a la ciudad. Ese es el momento en que, según Platón, se produce el milagro de los espíritus alados. Porque si nos amamos lo suficiente como para estar mucho tiempo juntos y aspiramos a la Verdad, entonces es probable que nos crecieran otra vez las alas del alma, y que pudiéramos volver a volar.
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LA POSMODERNIDAD Y LAS CIENCIAS Esther Díaz En la dorada Grecia del siglo V antes de Cristo se establecieron las bases de nuestra cultura. Desde entonces, se ha pretendido que el caos debe permanecer encerrado tras infranqueables barreras. En su lugar debe reinar el orden, es decir la razón, tal como esta ha sido concebida en nuestras sociedades. Y, aquello que no responde a sus parámetros está condenado al encierro y a copiar, indefinidamente, los gestos del orden racional. Si bien dicho orden surgió en Grecia antigua, se consolidó con la modernidad. Pero en el siglo XIX comenzaron a resquebrajarse alguno de los soportes del universo teórico moderno. Esto ocurrió, entre otras cosas, cuando Jean-Joseph Fourier enunció la ley de la conservación del calor (1811). Por primera vez, un proceso irreversible había logrado ser formulado de manera matemática. Hasta ese momento la materia se comprendía solamente como objeto de movimiento. No obstante, desde entonces, se comenzó a pensar también desde su transformación a través del calor. Las leyes deterministas de la dinámica de las trayectorias newtonianas predicen a partir de la masa y la velocidad de los cuerpos. Pero desde la enunciación del segundo principio de la termodinámica (entropía), se comienzan a tener en cuenta los fenómenos en su interacción con el medio. En un mundo idealizado una máquina transmite íntegramente el movimiento que recibe. No obstante, en el mundo real las cosas ocurren de otra manera. La dinámica de las trayectorias explicaba la propagación del calor como si fuera un movimiento mecánico, es decir, reversible. Por lo tanto, la cantidad de calor no variaría entre un “antes” y un “después”. Pero desde la cotidianidad (y ahora también desde la ciencia) se sabe que no es así. Hoy, se impone la flecha del tiempo. El primer principio de la termodinámica postula que la energía total del universo se mantiene constante, no se crea ni se destruye, se transforma. El segundo principio, en cambio, estipula que la energía - si bien se mantiene constante - está afectada de entropía. Esto es, tiende a la degradación, a la incomunicación, al desorden. La enunciación del principio de entropía conmocionó a una ciencia que tenía como uno de sus bastiones principales la capacidad de predecir de manera determinista. Pero a partir de la aceptación de la entropía se pueden deducir, al menos, dos desenlaces posibles: o desaparece toda la actividad del universo y éste asiste a su muerte térmica, o se produce una apertura histórica La mecánica de Newton pretendía describir la totalidad del mundo físico desde una perspectiva puramente racional. Actualmente se impone otro estilo. También desde las ciencias formales se producen fuertes cambios, por una parte, porque desde fines del siglo XIX comenzaron a arreciar las lógicas divergentes y, por otra, porque a partir del teorema de Gödel, se sabe que las matemáticas no constituyen sistemas completos en sí mismos. Hoy se rechaza que la única manera de explicar la realidad sea por medio de la lógica tradicional y la contrastación empírica. Asistimos, más bien, a una pluralidad de códigos científicos y epistemológicos. Por lo tanto, denomino “posciencia” a las prácticas y los discursos que ocupan el volumen social que durante la modernidad ocupó la ciencia. La física tradicional, que durante casi dos siglos fue sinónimo de “la ciencia”, trató de
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cerrar sistemas. Hoy se trata de abrir, más que de cerrar. Tanto a nivel micro como macroscópico, las ciencias de la naturaleza se van liberando de una concepción estrecha de la realidad que niega la multiplicidad en nombres de leyes universales inmutables. Se van liberando, así mismo, de una racionalidad cerrada (sujeta sólo a los principios lógicos y la confrontación empírica). Se propone, más bien, un diálogo con una naturaleza. Una naturaleza que no debería ser dominada desde una mirada pretendidamente objetiva, sino explotada en un mundo abierto al cual pertenecemos y en la construcción del cual participamos. Esta nueva actitud hacia los conocimiento sacralizados socialmente podría desarrollarse a partir de una desconfianza, a la manera de Nietzsche. Quien utiliza la razón y la ciencia para poner en duda la religión, la metafísica, el arte, la política y la moral, así como las relaciones de poder de las que surgen; para convertirlas en materia de discusión. Y discutir también la razón y la ciencia misma. El espíritu libre no es libre porque viva de acuerdo con el conocimiento científico, sino porque puede llegar a valerse de él contra cualquier esclavitud, aun la de la ciencia. Y no por criticar un conocimiento racional, como sin lugar a duda lo es la ciencia, se desemboca necesariamente en un irracionalismo. Pues así como se puede emplear la palabra “verdad” para criticar su utilización acrítica, se puede también criticar la razón, desde un discurso racional. De hecho, nada menos que Kant se atrevió a ello y marcó (lo que él consideró) los límites de la razón, sin caer por ello en irracionalismos. Cambiando lo que hay que cambiar, se trata ahora de criticar la razón, pero no ya para limitarla, como en el pensamiento kantiano, sino para ampliarla. Una razón ampliada es una razón histórica, abierta, múltiple, también universal, pero acotado a lo temporal y cultural. Quienes no quieren salirse del cómodo lugar de las categorías heredadas, denominan “relativismo” a esta postura teórica. Este término soporta una pesada carga peyorativa proveniente del imaginario racionalista tradicional. Es por ello que propongo tomar distancia de la dupla “absoluto-relativo” o “universalismo-relativismo” y pensar desde otro lugar, desde otra perspectiva. Es decir, desde categorías racionales pero situadas, históricas, encarnadas. La modernidad rechazaba las irregularidades. Las leyes inmutables y universales pretendían encerrar lo caótico dentro de los límites de una objetividad intemporal. En la posmodernidad, la ciencia acepta la instantaneidad, la diversificación y la inestabilidad propia de las partículas con trayectorias imprevisibles, la evolución biológica, la expansión del universo, el caos, las catástrofes, la entropía, las estructuras disipativas y los procesos sociales. Pero en esta irreversibilidad temporal y en esta multiplicidad de conductas no se niega, por cierto, la posibilidad de procesos reversibles y determinables, como los estudiados en ciencia moderna. Sin embargo, asistimos a la alegría sacrílega de no explicar más lo bajo por lo alto, lo cambiante, por lo inmóvil, lo fugaz por lo eterno. También en ciencia se acabaron las ideologías. Nos dimos cuenta que la producción científica no responde a verdades ahistóricas, sino a prácticas y discursos humanos, demasiado humanos. Actualmente, se pueden esperar nuevos órdenes surgidos del caos. Illya Prigogine llega a esta conclusión a partir de sus estudios sobre sistemas caóticos en los que la conducta imprevisible de un individuo puede imponer una reintegración de fuerzas. A estos sistemas los denomina estructuras disipativas. Si se dirige la atención al ámbito de la mecánica cuántica, se advierte que desde allí también se perturbaron los pilares de la ciencia determinista. Es decir que no se pueden predecir trayectorias en el universo de las partículas. Algo similar ocurre con el tiempo y la energía: implican complementariedad e irreversibilidad. Los elementos cuánticos sólo poseen propiedades en tanto y en cuanto son detectados empíricamente. La trayectoria de una partícula es indeclinablemente irreversible. No existe la posibilidad de predeterminar
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su retorno al estado inicial. Perplejidades semejante se registran asimismo en el campo de la biología, de la astrofísica y, obviamente, de las ciencias sociales. Hubo épocas en que si se marcaban diferencias y similitudes entre varias ciencias era con la intención reduccionista de pretender que todas las disciplinas con pretensión de cientificidad debían seguir el modelo de la físico-matemática. Sin embargo, la presente reflexión está alentada por otro anhelo. Más que pretender que todas las ciencias se rijan por el mismo patrón, se intenta plantear la posibilidad de una interacción entre saberes. Porque si bien es cierto que existen situaciones irreversibles que operan en la física, en la química, en la psicología y en muchas otras disciplinas científicas, también es cierto que existen perspectivas reales que permiten seguir siendo medidas con el rasero de la reversibilidad. En vez de desterrar el caos y la incertidumbre a un mundo que no es el nuestro, ¿por qué no atreverse a aceptar el desafío de lo imprevisible? No atreverse, por ejemplo, a aceptar que los habitantes del caos, de la libertad y del azar pueden interactuar con nosotros y ser objeto de estudios no deterministas. Esto debería estimular el desarrollo de las ciencias. Pues, de hecho, abriría nuevos horizontes para una multiplicidad de análisis; y permitiría asimismo comenzar a romper las barreras que -un poco obstinadamente- se han establecido entre las diferentes disciplinas científicas, posibilitando -así- un diálogo interdisciplinario y fecundo entre los miembros de la comunidad científica. De lo que se trataría, entonces, es de desbloquear los compartimentos estancos que separan a las distintas disciplinas científicas; de flexibilizar los límites entre las ciencias formales, las diferentes especializaciones naturales y entre éstas y las ciencias sociales; de aceptar que los desarrollos en cualquier disciplina pueden ser apropiados para comprender otros aspectos de la realidad sería una manera de comenzar a operar con una interdisciplinariedad muy requerida en el discurso, pero muy poco instrumentada en la práctica tecnocientífica. Tal vez se trataría de no abandonar, en ningún caso, el sano ejercicio de la sospecha. Sospechar es conjeturar que algo no es como aparece, o que esconde otros sentidos más allá de los que manifiesta. Sospechar es también considerar que lo que se esconde es de sentido contrario a lo que se muestra. Una de las sospechas fundamentales de Nietzsche se dirige al lenguaje. Sospecha que el lenguaje no dice exactamente lo que dice. O, dicho de otra manera, considera que el sentido manifiesto es un sentido menor que opera como máscara de una plétora de sentido posibles. Esta primera caracterización de la sospecha respecto del lenguaje se abre a otra sospecha, en este caso, respecto de los estados de cosas. Pues existen en el mundo muchas cosas que hablan y que, sin embargo, no son lenguaje; o que producen sentido de manera no verbal. Tales como el murmullo del agua para la pitonisa que lo interpreta, o la aparición de la cruz del sur para el marino momentáneamente desorientado o una columna de humo para el jinete perdido en la llanura. Las dos sospechas señaladas -la del lenguaje y la de otras cosas que hablan sin ser lenguaje- coinciden en la idea de que los signos no son seres simples y benévolos, sino complejos y encubridores de realidades muchas veces vergonzantes. Existe en el signo algo ambiguo y oculto que lo aleja de la posibilidad de ser un velo transparente detrás del cual aparecería un significado indudable y definitivo. Para Nietzsche el signo, al aparecer como enmascarante, adquiere una función nueva que lo aleja de la creencia tradicional de que a cada significante le correspondería un significado más o menos fijo. El signo pasa a ser entonces un juego de fuerzas reactivas. Fuerzas al servicio de la adaptación complaciente. Al contrario de las fuerzas activas que van hasta el final de su poder sin medir las consecuencias, sin calcular, sin especular. Estas fuerzas, que son evidentemente históricas, no obedecen a un destino, a una predeterminación, ni a un accionar
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trascendente, sino al azar de la lucha. Como en esa lucha están comprometidos los sujetos, la interpretación debe interpretarse a sí misma. Dicho de otra manera, la interpretación, por un lado, no tiene fin y, por otro lado, se instaura en un espacio abierto que incluye al propio intérprete. El acento cae entonces en el sujeto que emite el signo y también en el sujeto de la interpretación. El intérprete es el principio de la interpretación. Siempre se interpreta desde algún lugar. Y se interpretan signos que han sido emitidos también desde algún lugar. La muerte de la interpretación consistiría en creer que hay signos originarios, válidos por sí mismos, sin sujetos que los hayan inventados o sujetos que los relean desde múltiples perspectivas. Los sujetos obviamente son los que sostienen los signos y, por supuesto, la interpretación. Este último planteo nos conduce a las estrategias ocultas detrás de cada signo emitido. Porque detrás de cada signo existen relaciones de poder, muchas veces, oscuras relaciones de poder. En la medida en que cualquier significación está sujeta a condición política, no existe para Nietzsche un significado originario. Las significados siempre son impuestos de manera dominante. Las palabras están ahí para imponer, más que para indicar un significado. Y es analizando las relaciones de poder como se comienza a ver la imbricada comunidad de intereses que suelen sostener la aceptación social de los términos y –obviamente- de las verdades (incluso las científicas). Además, Nietzsche difundió una sospecha que, de alguna manera, abarca o completa a todas las sospechas anteriormente señaladas: la sospecha acerca de la verdad; de la verdad tal como nos la ha legado el pensamiento tradicional, que concibe lo verdadero como un universal abstracto. Esa verdad por ser concepto puro no estaría determinada por ninguna finitud material. Sin embargo, es siempre desde finitudes materiales que se enuncian (y por lo tanto se construyen) las verdades, o lo que una determinada época histórica considera verdadero. Detrás de cada verdad como imagen dogmática del pensamiento está lo oculto, está aquello de lo que hay que sospechar. Sospechar de la “bondad” de la verdad. Esto lleva a la necesidad de denunciar el autoritarismo de los discursos de quienes se declaran poseedores de alguna verdad (filosófica, científica, política, religiosa, moral o de cualquier otro orden). Ahora bien, aunque estas características de la sospecha surgen del discurso nietzscheano, es posible encontrar rasgos similares de incertidumbre en otros autores, disímiles entre sí y disímiles con relación a Nietzsche; pero que presentan cierta coincidencia en la actitud de desconfiar de las categorías vigentes en su época. Me refiero a Marx, Freud, Wittgenstein y Heidegger. Desde el nacimiento del más antiguo de estos autores (Marx) hasta la muerte del último de ellos (Heidegger) transcurrieron aproximadamente ciento cincuenta años. Todos estos pensadores han nacido en el siglo XIX, aunque algunos florecieron a comienzos del XX. Se trata de una época en que la fe en la racionalidad científica positivista parecía inexpugnable y sin embargo, cada uno a su manera, intentó ponerla a prueba, ampliarla o criticarla. Con excepción de Heidegger (respecto de Nietzsche) no se puede establecer una relación directa entre las obras de estos cinco pensadores. Marx nació antes que Nietzsche y, aunque durante un período de sus vidas fueron contemporáneos, no existe contacto teórico entre ellos. Wittgenstein nació el año en que Nietzsche enloqueció (1989); por lo tanto, fue contemporáneo de él, pero Wittgenstein se preocupó más por su propia creación que por comentar a otros autores. En el caso de Freud, si bien tenía lecturas nietzscheanas y fue sensible a las mismas, sus esfuerzos teóricos apuntan a lo científico, no a lo filosófico. A pesar de estas obvias aclaraciones, la actitud teórica de estos autores se toca en algunos puntos. Aquí me interesa destacar el aspecto de la sospecha. Porque todos ellos y cada uno a su manera han desarrollado sospechas que comparten características comunes.
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Hoy es común referirse a Nietzsche, Freud y Marx como “los maestros de la sospecha”. En la presente reflexión incluyo a Wittgenstein y a Heidegger entre estos maestros. Si consideráramos el desarrollo de cada una de las teorías de estos autores como trayectorias de cuerpos celestes, veríamos que, en determinado momento, todas coinciden en un punto, aunque luego se distancien irremisiblemente. Y ese punto de encuentro es justamente la actitud de desconfianza respecto de las categorías de análisis aceptadas en su tiempo. Marx sospechó del objeto de estudio de la disciplina denominada entonces “análisis de la riqueza”. La misma se ocupaba de estudiar la moneda, el capital y el valor, entre otros tópicos de origen económico. Marx señaló la naturaleza simbólica de esos elementos y su artificioso alejamiento de la realidad. La moneda, por ejemplo, se consideraba la representación de la riqueza. Esa representación, ese signo, es el que se debe atravesar para encontrar el verdadero móvil de la economía. Es así como Marx se encuentra con las relaciones materiales de producción, con el lenguaje como conciencia práctica y con la conciencia como producción social. Para Marx, la política debe explicarse partiendo de relaciones económicas concretas y de sus desarrollo históricos, no a la inversa. Porque al producir sus medios de vida, el hombre produce indirectamente sus propia vida material y produce, además, sus representaciones. Si se toman esas representaciones como signos, no es analizando sus pretendidos significados como se producirá una teoría modificadora de lo real, sino interpretándolas desde su materialidad, para poder luego actuar en consecuencia. Marx sospecha de las teorías que “descienden del cielo a la tierra”. Es decir, que pretenden explicar la realidad desde conceptos ideales. Marx sospecha de las fijaciones a los signos y a partir de la consideración de las relaciones materiales e históricas intenta “ascender de la tierra al cielo”, esto es, ir de lo real (tal como es) a lo conceptual (tal como debería ser lo real). También Freud se resistió a aceptar las representaciones vigentes en su tiempo. Al considerar las construcciones teóricas de Freud, se encuentran similitudes con el Nietzsche que se pregunta por el trasfondo de las verdades hegemónicas o con el Marx que duda de la pertinencia de analizar la moneda como símbolo de la riqueza. Freud, al igual que Marx y Nietzsche, no interpreta signos sino interpretaciones. Para Freud los síntomas son metáforas que hay que interpretar. El psicoanálisis pone al descubierto fantasmas que también son interpretaciones, en este caso del paciente. Interpretaciones cargadas de angustia. La muerte de la interpretación sería creer que existen significados definitivos susceptibles de ser develados de una vez y para siempre. En cierto modo, cada uno de estos autores realiza una especie de inversión copernicana. Freud, al analizar los sueños, retoma una problemática tan antigua como nuestra cultura. Pero la invierte. Artemidoro, en el siglo II de nuestra era, escribió una interpretación de los sueños. En ella se analizan, por ejemplo, los sueños sexuales interpretándolos en función de cualquier otro aspecto de la vida, menos el sexual. Esto será invertido por Freud, que en cualquier tipo de sueños podía llegar a encontrar connotaciones sexuales. Nietzsche invierte el platonismo. Marx, la dialéctica hegeliana. Wittgenstein, la concepción del atomismo lógico y Heidegger, la metafísica. No hay recetas, no hay significados definitivos, la interpretación no sabe de límites propios. Se establece la infinitud de la interpretación, solo detenida por límites externos (que pueden ser el cansancio, la prudencia o alguna otra consideración del intérprete) pero no agotada en sí misma. Consideraré ahora algunas desconfianzas teóricas de Wittgenstein y de Heidegger relacionándolas entre sí. Para ello me guiaré por la interpretación que Richard Rorty hace de estos dos filósofos. Según Rorty, Wingenstein y Heidegger atravesaron, respectivamente, una época en la que pretendieron asegurar la pureza de la filosofía
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dotándola de un objeto no empírico y otra época en la que, por el contrario, sus filosofías apuntaron a la praxis. En palabras de Rorty, sería una época de filosofía como “disciplina de sillón” y otra de filosofía “pragmática”. Pero tales períodos se dieron inversamente en la vida de estos dos filósofos. Porque mientras Wittgenstein se bajó de la rigidez teórica de su juventud para hacer interactuar los juegos del lenguaje con las formas de vida en su adultez; Heidegger se mostró sensible a los entes concretos, a los útiles y al mundo en su juventud, para ir encerrando el lenguaje en una especie de entelequia, en la segunda parte de su vida. Se podría decir que, muy a pesar de él mismo, el segundo Heidegger es metafísico. Así como, el primer Wittgenstein, muy a pesar de sus seguidores analíticos, también lo es. Al primer Wittgenstein se lo podría responsabilizar de imponer la idea de que el lenguaje existe como una estructura común, claramente definida, que los usuarios dominan y luego aplican a casos. Para el Wittgenstein de esa época los problemas filosóficos en realidad eran falsos problemas, ya que podían resolverse por el simple trámite de apelar a la estructura del lenguaje y demostrar que los problemas filosóficos se resuelven por el simple trámite de apelar a la estructura del lenguaje y demostrar que en realidad no existen. Paradójicamente el mismo Wittgenstein -pero en su segunda etapa- se libera de esa rigidez conceptual. Con Heidegger se da un proceso inverso. El joven Heidegger de El ser y el tiempo rechaza la filosofía como teoría abarcadora. Abomina de la actitud filosófica que se pretende exenta del tiempo y del azar y que aspira a ver el mundo desde una situación privilegiada como un todo limitado. No obstante, el segundo Heidegger recae en una idea muy parecida a la que criticó anteriormente, cuando asume su postura del pensar tras el final de la metafísica. Pensar que - curiosamente - desarrolla ciertas connotaciones metafísicas, tal como la de concebir a Occidente “como un único don del Ser, un único Ereignis, un cáliz con un asa denominada ‘Platón’ y la otra ‘Nietzsche’, completa y perfecta en sí misma y por ello, quizás, susceptible de dejarse a un lado”. Esa avidez de totalidad del Heidegger maduro no opera, por cierto, en sus obras de juventud; donde no hay una teoría explícita acerca de las cosas que no pueden expresarse. Es decir, que el joven Heidegger sospecha -y fuertemente- de los absolutos. Pues el Dasein es lingüístico y es social. Es fundamentalmente ser-en-el-mundo. No como si una cosa se hallara dentro de otra, sino como modo de ser. En estas consideraciones se ponen en tela de juicio al sujeto y al mundo en tanto esencias. Para Rorty, entonces, lo que el joven Heidegger piensa sobre la situación sociohistórica del Dasein se corresponde con lo que piensa el Wittgenstein final. Quien denosta la teoría pura y considera la filosofía como una forma de terapia, como una techné , y a las palabras, como herramientas. El Wittgenstein maduro sospecha de la teoría del mismo modo que el joven Heidegger había sospechado de la atemporalidad de los conceptos. En cambio, el último Heidegger inventa el “pensar” como sustituto de lo que llamó “metafísica”. En realidad, lo que hizo Heidegger es dejar de sospechar de las ideas abarcadoras; mientras Wittgenstein comenzaba a sospechar de lo que en su juventud había defendido de manera casi insolente. El segundo Heidegger intenta recuperar en el pensar el tipo de sublimidad que el primer Wittgenstein había encontrado en la lógica. Estos dos grandes filósofos fueron maestros de la sospecha, en el sentido aquí trabajado, pero a destiempo entre ellos. Los dos nacieron el mismo año (1889), Heidegger vivió veinticinco años más que Wittgenstein. Las órbitas siderales de sus posturas teóricas se cruzaron mutuamente hacía la mitad de la carrera profesional de cada uno, aunque avanzando en direcciones opuestas. Heidegger abandonaba el mundo fenomenológico, para ubicarse en el pensar abarcador. Wittgenstein, por su parte, se olvidaba de las proposiciones atómicas inalterables, para
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arrojarse en la creencia de que todos los intentos por expresar el carácter inefable de ciertos entes son, simplemente, la creación de un nuevo juego de lenguaje. A partir de estos esbozos de sospechas señalados en cada uno de los pensadores nombrados, consideraré su articulación con los nuevos paradigmas científico-epistemológicos. Cada uno de los autores aquí trabajados (y muchos otros que no cito en esta oportunidad) han contribuido a abrir nuevos campos de análisis. Marx, al sospechar de la moneda como representación de la riqueza posibilitó una nueva disciplina, la economía política. Nietzsche, sospechando de la verdad como abstracción universal, posibilitó los estudios estratégicos acerca de la verdad; las arqueologías y las genealogías que hoy abundan en los estudios sociales y humanísticos, abrevan en la concepción nietzscheana del poder. Freud, desde su sospecha acerca de los fenómenos conscientes, inventó el inconsciente; creando no sólo el psicoanálisis, sino también la posibilidad de los estudios psicológicos actuales, en los cuales, por aceptación, crítica o rechazo, el invento freudiano está presente. Wittgenstein con su sospecha acerca del lenguaje, primero, y acerca de su propia concepción del lenguaje, luego, contribuyó a producir por un lado el giro lingüístico y, por otro, el giro desde los significados puros a las situaciones concretas y vitales. Finalmente, Heidegger, al sospechar de la metafísica y abrirse al análisis fenomenológico-hermenéutico, incrementó la focalización espacio-temporal a partir de problemáticas concretas. Todos ellos –junto con los científicos que produjeron revoluciones teórico-técnicas durante aproximadamente los últimos cien años- despejaron nuevas sendas para la interpretación. Pero además de incidir en determinadas disciplinas, la actitud de sospecha acerca de los universales y de los métodos únicos, así como la remisión a las prácticas sociales concretas generaron una nueva disposición en la episteme social contemporánea. Disposición que caracterizaré esquemáticamente de la siguiente manera: incremento y profundización de la crítica a los racionalismos y neopositivismos que pretendieron reducir el método de las ciencias sociales a las naturales; desarrollo y diversificación de la hermenéutica en distintas disciplinas científicas; búsquedas de relaciones y conclusiones a partir del análisis de los discursos y de un nuevo diálogo con la naturaleza; estudio de estrategias y búsquedas de relaciones de poder como elementos indispensables para la explicación de la realidad como construcción histórica. Esta enumeración no pretende, de ningún modo, agotar las condiciones de posibilidad teóricas de las nuevas formas de análisis, con que las disciplinas científicas hoy se desenvuelven y enriquecen. Pretende más bien sugerir una actitud de apertura. Se trata de una apertura a la diversidad de métodos, a la interacción entra teoría y praxis y a la interdisciplina, no sólo entre las ciencias, sino entre éstas y el resto de los saberes.
La sexualidad y el poder Esther Díaz ¿Qué hizo Marx cuando, en su análisis del capital se encontró con el problema de la
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miseria obrera? No la atribuyó ni a la escasez natural, ni al robo concertado, que eran las explicaciones comunes en su época. Pensó, más bien, que matar de hambre a los trabajadores no es la razón de ser del capitalismo; pero sí la consecuencia inevitable de su desarrollo. Marx sustituyó la denuncia de robo por el análisis de la producción; apuntó a los procesos productivos de capital, más que a sus evidentes resultados. Algo similar cambiando lo que hay que cambiar - hace Michel Foucault cuando se encuentra con la pretendida represión de la sexualidad. No ignora la miseria sexual de nuestras sociedades; pero tampoco trata de explicarla negativamente por la represión. Considera, en cambio, que existen mecanismos de poder que al producir sexualidad, engendran sistemas represivos. Pero la represión no es una finalidad en sí misma, sino una consecuencia del ejercicio de poder sobre la conducta de los sujetos. El poder es una relación, una acción ejercida por unos sobre otros. Quienes ejercen poder intentan dirigir las conductas de los demás. Estos últimos, por su parte, pueden resistir. De este interjuego entre poder y resistencia surgen relaciones estratégicas. Una manera muy eficaz de ejercer poder es apuntar al deseo del otro. Reglamentar lo que el otro debe hacer con su cuerpo, con sus apetitos, con sus presuntos placeres. Esto se logra por medio de discursos, normas, planificaciones y prácticas que circulan capilarmente por la sociedad, atravesando ámbitos jurídicos, castrenses, escolares, familiares, religiosos, recreativos, morales, tecnocientíficos y gubernamentales. El objetivo no suele ser reprimir, sino obtener diversos resultados; por ejemplo, eficacia económica, obediencia laboral o sometimiento moral. Una vez que se pone en marcha un dispositivo de poder se producen dos corrientes de efectos: los buscados y los no buscados. Se trata de una especie de astucia del dispositivo, de un plus. Cierto ejercicio de poder busca constituir sujetos dóciles, manejables, intercambiables y, llegado el caso, descartables. No obstante, al operar sobre su deseo, lo provocan y producen sexualidad. La sexualidad sería impensable sin los discursos que se ocupan de ella. Consideremos algunos de esos discursos. Los catecismos y manuales de confesión católicos pre-conciliares solían ser más excitantes para los niños y adolescentes que un libro erótico. Pues - sin proponérselo - estimulaban el deseo y ampliaban el campo de la fantasía más allá de lo considerado “normal”, con indagaciones de este tipo: “¿Hizo cosas malas?, ¿con quién?, ¿con hombres, con mujeres, con animales?”. “¿Cometió pecados de la carne?, ¿de manera natural, o contra natura?”. En el caso que el confesante manifestara que fue víctima de un abuso sexual, se le preguntaba si gozó. Pues ello, obviamente, lo haría partícipe de la culpa. Pero al mismo tiempo el confesor le brindaba información sobre la posibilidad de gozar al ser víctima de un acoso. Si el penitente declaraba que consintió una relación pecaminosa, se solicitaban detalles: “¿Cómo se llevó a cabo?, ¿con la vista solamente, con las manos, con la boca, con penetración?”, “¿cuántas veces lo hizo?”, “¿se regodea con el recuerdo del hecho?”. Parecería, aproximadamente, una anticipación histórica de las hot lines: hablar de temas sexuales sin verse ni tocarse. Las historias bíblicas abundan en este tipo de incentivos. Se encuentran reyes, como Salomón, que en su senectud “es pervertido” por exóticas mujeres (tuvo alrededor de mil). Poderosos, como David, que viola y embaraza a una vecina casada, sacando del medio al marido por el simple trámite de mandarlo al frente en una batalla. También hay hijas, como las de Lot, que emborrachan a su padre para engendrar hijos con él. O mujeres estériles, como Sara, que introduce en el lecho de su esposo a una joven esclava para que le dé descendencia. Existen asimismo bellas prostitutas como María Magdalena, que, aun convertida, no olvida sus seductoras artes y perfuma con esencias los pies del Señor. Sin olvidar las poesías, como El cantar de los cantares, que será una metáfora del amor divino, pero es bastante explícito respecto del amor humano.
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Aunque no necesariamente hablando explícitamente se genera sexualidad, sino preferentemente ocultando. En la época victoriana, por ejemplo, se creyó que las torneadas patas de los pianos de cola podían excitar a los caballeros y, en función de ello, se decidió colocarles “polleritas”; logrando, probablemente, lo contrario de lo que concientemente se perseguía. Nada más sugestivo que lo maliciosamente velado. Lo prohibido fascina. Lo ilusorio seduce. La sexualidad es del orden del misterio. El conjunto de los discursos, prohibiciones y prescripciones acerca del deseo lo incentivan. El deseo se estimula desde los entramados de poder. Y contribuye, a su vez, a consolidar la red de la que surge. El deseo no es poder, ni el poder es deseo. Pero ninguno de los existe sin el otro, más bien, interactúan. Es así como se formó la sexualidad, históricamente. Se trata de un invento de la modernidad. Antes había carne, en el sentido cristiano de carne. Y antes aún, aphrodisia o problematización del uso de los placeres, tal como los entendían los paganos. Es obvio que desde que existen seres humanos existió genitalidad. Pero el concepto de sexualidad implica mucho más que diferencia genital. La sexualidad constituye un conjunto de prácticas, discursos, normas, reglas, sobreentendidos, miradas y actitudes del orden del deseo, relacionadas no sólo con lo genital, sino también con todos los orificios, las eminencias y las mucosas propias y ajenas. Las significaciones se hacen extensivas al cuerpo en general y también a animales y objetos. El imaginario de la sexualidad alcanza asimismo a ciertas músicas, figuras, olores, colores, ademanes, temperaturas, texturas y - en nuestro tiempo - también a los medios masivos y digitales. Ahora bien, si la sexualidad se constituyó a partir de ciertos discursos, la actual inflación de los mismos podría estar destruyéndola. La saturación de los signos eróticos fragmenta el imaginario de la sexualidad y, por lo tanto, altera sus prácticas. La realidad de los cuerpos se borra en beneficio de su representación: se multiplican las propagandas eróticas para vender cualquier tipo de producto, las privacidades se exponen públicamente, se propagan las exhibiciones provocativas sin posibilidad de consumación. Por otra parte, se prefieren las fotos, los videos y las redes informáticas en detrimento de las presencias reales o las comunicaciones directas. Una generación mediatizada comienza a tomar distancia de la inmediatez de lo real. Se podría pensar entonces que la sexualidad, tal como la concibió la modernidad, ya no existe. Su aparente brillo es similar tal vez al de una estrella apagada. Ahora bien, si la sexualidad realmente está muriendo, si los mismos discursos y signos que la gestaron la están destruyendo con su proliferación descontrolada; cabría preguntarse entonces cuál será - de ahora en más - el destino de nuestro deseo.
LAS AFINIDADES EPISTÉMICAS ELECTIVAS. POLÍTICA DE LA RESPONSABILIDAD DE ELEGIR Esther Díaz Instrumento de tu cuerpo es también tu pequeña razón, hermano mío, a la que llamas “espíritu”, un pequeño instrumento y un pequeño juguete es tu razón. Así habló Zaratustra
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Cuenta la tradición que un joven griego quería estudiar leyes con un sofista y no tenía dinero para pagarle. El sofista le propuso brindarle sus enseñanzas y que el joven le pagara cuando ganara su primer juicio. Cerraron el trato. El profesor cumplió. Pero pasaba el tiempo y su joven discípulo no conseguía ningún juicio. El maestro se cansó de esperar y un día le dijo a su desocupado ex alumno:
- Ahora, quieras o no, tendrás que pagarme, porque te mandé a juicio. Si gano, me pagarás porque nuestro trato establece que me pagarías cuando ganaras tu primer juicio. Y, en caso de que pierdas, me pagarás de todos modos, porque el juez te ordenará hacerlo.
Pero el joven había asimilado bien las enseñanzas del sofista y le contestó:
- Nuestro trato establece que te pagaría cuando ganara mi primer juicio; por lo tanto, si pierdo, no debo pagarte. Y si gano, el juez dictaminará que no te pague, de modo tal que no te pagaré en ninguno de los dos casos.
Nietzsche, a la manera de un sofista, suele plantearnos cuestiones dilemáticas. El dilema sobre el que hoy quisiera reflexionar es –en primer lugar- si se debe obedecer a Zaratustra cuando le impone a sus discípulos que lo abandonen, ya que obedecer es aceptar la orden de aquel de quien uno se debería independizar. Sabido es que la intención de Nietzsche apunta a liberarse de los conductores de rebaños. Por otra parte, la solución no sería tampoco cambiar de maestro, porque se caería en otra dependencia. En segundo lugar, confronto ese mismo mandato abandónico con otra afirmación del propio Zaratustra acerca de que desea compartir su camino con camaradas vivos, que piensen por sí mismos, que se animen a caminar sin pastor y los invita a ser sus compañeros de viaje. He aquí una consigna que parecería contradecir a la anterior (en la que les pedía a sus discípulos que se alejaran de él). En tercer lugar, reflexiono sobre pensadores que como Nietzsche, por un lado, y Wittgenstein, por otro, –cada uno con su particular estilo- se han ocupado fundamentalmente de la razón y de la ética, pero muchas veces, sin hablar de ellas. En este punto sostengo que los filósofos que apuestan al pensamiento negativo, utilizan el discurso racional para “bordear” su objeto de reflexión, en lugar de pretender captarlo en una totalidad ideal. Los filósofos trágicos sugieren más que afirman, señalan en lugar de explicar. Recorren los límites de la razón y de la ética analizando sus condiciones de existencia, sin pretender la aprehensión de esencias transmundanas.
1 LA CONSTRUCCIÓN DE LA MORAL En este punto, se impone una breve consideración respecto de la racionalidad del pensamiento nietzscheano. Pues la critica a la racionalidad científica o el señalamiento del origen histórico de dicha racionalidad, no significa que Nietzsche prescinda de la razón. Sería una contradicción en los términos pretender que puede existir
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un pensamiento filosófico irracional. La sutileza que se les escapó a quienes pretendieron que Nietzsche era irracionalista, es que este filósofo se vale del pensamiento racional para ejercer su desconfianza crítica acerca de las esencias inmutables. Apela a la razón e incluso a la ciencia para volverlas contra ellas mismas y para poner en duda la religión, la metafísica, la moral, la ideología y el arte. En un sentido similar, dice Paul Feyeraben que se puede emplear la palabra “verdad” cuando se está criticando su uso acrítico. Del mismo modo que se puede emplear el idioma alemán para explicarle a un público alemán las desventajas de la lengua alemana y las ventajas, por ejemplo, del latín. En la deconstrucción nietzscheana de los valores y del conocimiento, realizada en el escrito póstumo “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”, se dice que transcurrieron larguísimos períodos en los que el intelecto humano no existió y el cosmos no se inmutó por ello. Porque la única misión del intelecto es estar al servicio de la vida humana, aunque su dueño y productor –el hombre- lo toma de un modo tan patético y solemne como si las bisagras del mundo se articularan sobre su intelecto. La soberbia relacionada con el conocer y el valorar enceguece los sentidos humanos y hace creer que existe una relación necesaria entre la estructura del mundo y la capacidad humana de conocerlo. Según la filosofía tradicional, el hombre responde a un desinteresado impulso hacia la verdad. Sabido es que Nietzsche se burla de ese presunto impulso y dice que el individuo, en circunstancias normales, utiliza el intelecto para la simulación. Pero como por necesidad y aburrimiento desea vivir en sociedad, concerta una especie de tratado de paz que lo incluye en el rebaño social. El intelecto se pone así al servicio del espíritu de rebaño fijando aquello que todos deben aceptar como verdad. Se inventa de esta manera una designación regularmente válida y obligatoria para las cosas, y mediante la legislación humana del lenguaje se construyen las primeras leyes de la verdad. Quien no cumple con esas leyes sufre diferentes tipos de exclusión. Este es el comienzo histórico (es decir no trascendental, necesario, ni formal) de la verdad y, por consiguiente, del conocimiento y de la moral. A partir de ello, surgen algunas preguntas: ¿coinciden realmente las palabras con las cosas?, ¿es el lenguaje la expresión adecuada de todas las realidades? ¿Qué es la palabra? Nietzsche responde que la palabra es la copia en sonidos de una excitación nerviosa. Ahora bien, querer inferir de una excitación nerviosa una causa exterior a nosotros, es ya el resultado de una injustificada aplicación del principio de razón suficiente. Creemos saber algo sobre las cosas y solo emitimos metáforas sobre ellas. El lenguaje no se origina de un modo lógico y desinteresado. Todo el material con el que trabajan los investigadores, si bien no proviene del reino de lo utópico tampoco proviene de las cosas, ya que acerca de ellas sólo podemos enunciar metáforas. “Todo concepto surge del afirmar como igual lo no igual. Porque, por cierto, no hay dos hojas iguales, el concepto hoja se forma por renuncia deliberada de las diferencias individuales, por un olvido de lo distintivo y despierta así la idea de que en la naturaleza, además de hojas, existiera la ‘hoja’, algo así como una forma primordial, según la cual todas las hojas hubieran sido urdidas, diseñadas, delineadas, coloreadas, curvadas, pintadas, pero por manos torpes, al punto de que no habría un ejemplar correcto y auténtico en cuanto copia fiel de la forma primitiva”. Nietzsche dice que todos lo nombres del bien y del mal son símbolos que no declaran nada, que no significan ningún tipo de realidad que se corresponda con ellos de manera natural o necesaria. Los nombres del bien y del mal –sean emitidos por quien sea- son simplemente eso: nombres, sonidos, rasgos sobre una superficie, es decir signos. Sólo hacen señas y no sería atinado pretender concluir de ellos algún tipo de conocimiento. Esta es la sentencia de Nietzsche acerca del nacimiento del conocimiento científico y, por extensión, del nacimiento de la moral. Pues la ciencia occidental, desde sus orígenes
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históricos, ha estado preñada de valores morales. Y los valores, sabido es, son para Nietzsche construcciones sociales que se constituyen en tanto y en cuanto existan poderes que dan cuenta de ellos, que logran imponerlos y saben mantenerlos. Si bien es cierto que Nietzsche le dedica un libro al análisis de la constitución histórica de los valores morales, su reflexión sobre esa problemática no se agota en ese texto. Esa reflexión es una constante en su obra y resulta casi paradigmática en el escrito póstumo aquí comentado (“Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”). El filósofo declara con absoluta nitidez que el conocimiento es un invento. No solo lo declara, también lo aclara a través de un sintético e impecable desarrollo histórico-racional. El hombre fabrica proposiciones acerca de las cosas y luego, si tiene poder, las impone como verdaderas. La pretendida legalidad de la naturaleza surge de la manera similar que los sujetos tenemos de captar las cosas. La estrictez lógico-matemática y la inviolabilidad de las representaciones de tiempo y espacio sustentan un discurso que se pretende verdadero, el científico. Pero el conocimiento, para Nietzsche, es el cementerio de la intuición, la cosificación de los instintos. No obstante, la filosofía occidental ha estado tradicionalmente al servicio de la fundamentación pretendidamente universal no sólo de ese conocimiento, sino de leyes morales que, desde Grecia clásica, están al servicio de la negación de la vida, del cuerpo y del deseo, así como están al servicio de la instauración de determinados poderes o de su mantenimiento. Es a partir del resultado de la genealogía de los valores y del conocimiento, que Zaratustra incita a sus discípulos a que permanezcan fieles a la tierra y deshojen y destruyan su corona de maestro. Pero en ningún momento los incita a dejar de ser reafirmadores de la existencia, ni a dejar de transitar por caminos alejados de valores formales, de idealismos y de idealizaciones. Cabe preguntarse entonces a qué tipo de discípulos les pide que se alejen.
2. LO LITERAL Y LO SUGERIDO EN EL PENSAMIENTO DE LA NEGACIÓN Mi hipótesis es que Nietzsche les pide que se alejen a aquellos compañeros a los que los manjares dionisíacos les resultan demasiado pesados. Porque se trata de alimentos filosóficos cocinados con carne, con sangre, con olor a transpiración, con deseo y con otros ingredientes un tanto inconfesables. Existen espíritus sutiles que necesitan alimentarse preferiblemente con esencias puras, formas ideales y estructuras vacías de contenido. Otro menú posible, para los que aun habiendo frecuentado a Zaratustra prefieren amigos un poco más formales, sería la esperanza en un mundo mejor y la creencia en una razón universal que superaría todos los conflictos. Estos últimos manjares son desechados por Nietzsche que no sólo apela al lenguaje descriptivo y en primera persona, sino que es consciente también de su valor metafórico. El filósofo descree de la capacidad del lenguaje teórico tradicional para tratar de las cosas realmente importantes, se esfuerza por dibujar los límites de lo que considera que debe abrirse al pensar. Es una forma de actividad filosófica que remeda el fragmento de Heráclito que expresa: “El señor, cuyo oráculo está en Delfos, ni dice ni oculta, sino que indica”. Si la filosofía es –como considera Deleuze- invención de conceptos, filósofos del pensamiento negativo, trágico o tensional (es decir, no dialéctico) como Nietzsche y Wittgenstein, inventan descripciones y metáforas que insinúan el concepto sin caer en esencialismos. Porque la pasión por el concepto suele engendrar alucinaciones y percepciones irreales, al estilo de la ilusión de los trascendentales, de los universales, de lo eterno y de la discursividad como enunciadora de verdades intemporales y
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necesarias. Para Wittgenstein, por ejemplo, el conocimiento de las cosas que realmente importan en la vida no se adquiere por medio del discurso filosófico tradicional. Pero de alguna manera tendremos que llegar a ellas. Con la intención de resolver este desafío, Wittgenstein se autoimpone la tarea de marcar los límites del lenguaje y denunciar sus impropiedades, aunque la perplejidad con la que nos enfrenta el Tractatus es que el único lenguaje apropiado para referirse al mundo es el científico. Aunque paradójicamente ese lenguaje no puede decirnos absolutamente nada de lo que, para este pensador, es importante, tal como la ética, la estética y el sentido de la vida, es decir, lo inefable. Para salir del atolladero Wittgenstein fue coherente con su propia sentencia de “tirar la escalera” y luego de delimitar la isla del lenguaje lógico y científico (en el Tratactus), continuó con el desarrollo de su propio proyecto en las Investigaciones filosóficas . Intentó dejar al descubierto (“mostrar”) el océano de realidad infinita que se encuentra más allá de los estrechos límites de las proposiciones de la lógica y de la ciencia natural. Ese océano es lo realmente importante: los valores y el sentido de la vida. Wittgenstein comprendió que no se trataba de quedase en el análisis del lenguaje sin considerar las condiciones de existencia, sino de desglosar las relaciones en la interacción entre los juegos del lenguaje y las formas de vida. La postura wittgensteniana recuerda la expresión de Nietzsche acerca de que mientras sigamos creyendo en la gramática seguiremos creyendo en Dios, es decir, en lo intemporal, en lo universal, en los absolutos. Wittgenstein en su deambular por los márgenes de lo que quiere focalizar elige una manera sorprendentemente similar a la utilizada por Nietzsche para mostrar, sin conceptualizar de manera tradicional, aquello que realmente quiere pensar. Desde este punto de vista, El nacimiento de la tragedia representaría, en la obra de Nietzsche, un papel similar al que el Tractatus Logico-Philosophicus representa en la obra de Wittgenstein. En la introducción de El nacimiento de la tragedia, Nietzsche declara que la función de ese texto es dilucidar el problema de la ciencia. Dice que desde el inicio de esa obra él consiguió aprehender un problema nuevo, inédito hasta entonces. Se trata de la ciencia concebida como problemática, como discutible. Ahora bien, quien conoce el contenido de El nacimiento de la tragedia sabe que Nietzsche habla de sucesos circunstanciales y de acontecimientos fundamentales. Son circunstanciales, en esta obra, Wagner, Schopenhauer y la dudosa esperanza de resurrección del mito germánico. Incluso se podría decir que son circunstanciales (o instrumentales) los análisis sobre los griegos, sus dioses, su arte, sus poetas y sus filósofos. Pero el acontecimiento fundamental, aquel que le da su sentido fuerte al texto, es la reflexión sobre la vida, la muerte y la ciencia. La vida como fuente continua de producción de individuaciones, la muerte como reintegración unificadora y la ciencia lógico-racionalista (al contrario de una gaya ciencia) como negadora de los instintos. Lo fundamental explícito (en este libro) se concentra en la lucha de opuestos, en la guerra y seducción constante entre la existencia y la finitud. Sin embargo, Nietzsche dice que desde El nacimiento de la tragedia se puede acceder a una comprensión profunda de la problemática de la ciencia. Esto sorprende si se considera que ahí se reflexiona sobre la vida y la muerte a través de los mitos, el arte y la filosofía. La ciencia, en cambio, parece estar ausente. Pero en la misma introducción, Nietzsche deposita señales indicadoras del sentido de sus enigmáticas palabras, pues dice que “el problema de la ciencia no puede ser conocido en el terreno de la ciencia”. La interpretación que propongo es que la fuerza teórica de El nacimiento de la tragedia proviene de la delimitación que se establece entre el territorio del arte y el de la ciencia. Al delimitar el arte como último reducto en el que se puede refugiar Dioniso, se deja al descubierto los límites de la ciencia; porque allí donde termina el arte, comienza la ciencia. Las regiones dionisíacas lindan con las apolíneas y Nietzsche recorre esas
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fronteras reafirmándose en su propio nombre.
3. LA IMPORTANCIA DEL NOMBRE PROPIO La importancia del nombre propio reside, dentro de los límites del presente trabajo, en que ese nombre indica no sólo quién habla, sino también desde qué lugar lo hace. Lo contrario de hablar en nombre propio ha sido, al menos en filosofía, hablar desde Platón, o desde Aristóteles, desde Kant, desde Marx o incluso desde Nietzsche. La importancia del nombre propio, en cambio, es la aceptación de las perspectivas, y la no aceptación de identidades (o identificaciones) que presuntamente garantizarían alguna verdad inmutable. Es un lugar común decir que el pensamiento medieval era dogmático porque se plegaba a los criterios impuestos por la Autoridad. Esta podía ser la Iglesia católica o la doctrina aristotélica, o ambas. Sería interesante plantearse si el pensamiento moderno, aun con todo su bagaje crítico, no cayó también en un dogmatismo; no ya avalado en la fe sino en la razón o en la existencia necesaria de un orden racional universal. El pensamiento moderno, desde Galileo y Descartes, le otorgó un privilegio absoluto a ese orden y aspiró a una mathesis universal que abarcase todos los saberes. La regularidad de la naturaleza se pensaba desde fenómenos ideales: péndulos que nunca se detienen, planos inclinados infinitos o cuerpos que caen en el vacío. Es decir, acontecimientos que no existen en la naturaleza, pero curiosamente la ciencia moderna soñó que conocía lo real. En el siglo XVIII, Kant construyó una forma contundente para el edificio científico. El conocimiento representa los fenómenos y esa representación es válida en tanto se produce en los límites de la razón propia del sujeto trascendental. Este, sabido es, goza de todos los beneficios del a priori. Se trata de formas puras necesarias y universales que son la condición de posibilidad del conocimiento. Pero esa estructura trascendental es la condición formal de seres limitados ¿De qué modo accede este ser finito a un conocimiento universal como, por ejemplo, el de las leyes de la naturaleza? Accedería por medio de un lenguaje capaz de enunciar representaciones fidedignas de relaciones necesarias entre fenómenos. Se trata de los juicios sintéticos a priori. Mutatis mutandis algo similar ocurriría, en Kant, con la problemática ética. El imperativo categórico es tan contundente como una ley de la naturaleza, pero no siempre se cumple lo moralmente deseable porque el sujeto de la ética (al contrario de los objetos naturales) es un ser libre. Es un sujeto depositario de un mandato ético universal, pero que no siempre realiza lo moralmente correcto. Se trata, además, de un ser que puede conocer los fenómenos pero no las esencias. Esta figura filosófica creada por Kant y aceptada por Occidente durante la maduración moderna ha sido denominada por Michel Foucault “la duplicación empírico-trascendental” [16]
Los Brachettone porteños Esther Díaz Fue tan grande la orgía de los años noventa, que parece imposible salir de ella sin una resaca monumental como la que moviliza a los intolerantes que consideran que las
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manifestaciones creativas deben ser lecciones de moral. Me estoy refiriendo a quienes se escandalizan por las obras de León Ferrari, como si el arte tuviera la misión de ser edificante. Cabría preguntarse dónde estaban los que se indignan ante objetos artísticos cuando se cometían atropellos contra niños, mujeres y hombres, se incautaban propiedades, se robaban bebés, se violaba y se hacía desaparecer personas. Eso no parecía perturbar a varios representantes de los valores religiosos, en nombre de los que hoy rompen obras estéticas apelando a la moral. La creación artística es libertad, no vasallaje presuntamente ético. La historia abunda en situaciones como las aquí comentadas. Los frescos de la Capilla Sixtina horrorizaron a ciertos hombres de la Iglesia. Y un oscuro pintor, de quien sólo conocemos el sobrenombre que se supo ganar, Il Brachettone, se ocupó de poner enaguas a las vírgenes y calzoncillos a los santos de Miguel Angel. Hace unas décadas, en Francia, se abortó el estreno de Yo te saludo, María, de Jean Luc Godard. Tiempo después, en EE.UU., se hicieron manifestaciones contra el Museo Guggenheim, por una exhibición de fotos de Robert Mapplethorpe. Casi siempre el horror de los pacatos tiene que ver con representaciones sexuales, con simulaciones, con obras que no roban, ni matan, ni obligan a que se las contemple. Sin embargo, algo de morboso hay en estas personas soliviantadas por un poco de materia pintada o esculpida. Pues en lugar de ignorar lo que aparentemente no les gusta, se solazan contemplando preservativos con el nombre de un papa, o con la imagen del seno de una virgen succionado sensualmente. Se excitan mirando, después se quejan llorando. Algún goce perverso debe haber en estos fundamentalistas, para que desde las sugerentes obras de Ferrari, necesiten conjurar sus culpas acusando al artista. Quien pretende moralizar desde el arte confunde valores estéticos con objetivos éticos. Si un arte amordazado garantizara respeto por el otro, durante el medioevo, que se permitía -casi exclusivamente- exhibir arte religioso, no habría habido guerras, ni tortura, ¿de qué servía entonces que el arte no fuera “obseno”? En la España franquista era impensable una exposición como la instalada actualmente en Recoleta, ¿detuvo eso, acaso, las terribles violaciones a los derechos humanos? Una obra artística es la manifestación sensible de un pensamiento. Quien la ataca es intolerante con las ideas y discrimina al que piensa diferente. Los Brachettoe actuales, como los talibanes destruyendo esculturas milenarias, no manifiestan contra la mortandad infantil o de adolescentes por embarazos no deseados. Los cruzados posmodernos no comprenden que la creación artística es metáfora que no se pretende ejemplar, ni moralizante. He aquí el placer estético que da sentido a una vida que, sin la libertad del arte, se convertiría en una equivocación.
LOS DISCURSOS Y LOS MÉTODOS Métodos de innovación y métodos de validación Esther Díaz Resumen Se parte de la constitución del método científico como modo hegemónico de busca de la verdad a partir de la modernidad, sin desatender la aparición del método en los comienzos de nuestra cultura. Se establecen distinciones
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entre el uso y la reflexión sobre los métodos desde el punto de vista de los científicos, de los epistemólogos y de los metodólogos, prestando especial atención a dos disciplinas cuyos límites suelen desdibujarse: la epistemología y la metodología; considerando asimismo la paradoja de la no especialización metodológica, en general, en la formación de expertos en ciencias duras. Se relaciona la metodología con las prácticas sociales, la teoría y la ética. Finalmente se alude a la biotecnología, como una de las disciplinas más exitosas e inquietantes de los últimos tiempos y se concluye con una reflexión sobre la pretendida universalidad de la ciencia en detrimento de una regionalización de la actividad metodológica y tecnocientífica.
1. La voluntad de saber moderna como método Comenzar a confiar es dejar de filosofar, comenzar a aceptar códigos preestablecidos es detener la creatividad científica. La filosofía es un ejercicio sistemático de la sospecha y la ciencia un desafío a las verdades reveladas. Hubo épocas en que la filosofía y la ciencia debieron enfrentarse con dogmas religiosos. Tomás de Aquino, por ejemplo, estuvo a punto de ser excomulgado por exhumar la filosofía de Aristóteles. A Giordano Bruno adherir a la teoría copernicana le costó la vida, y Galileo fue humillado y censurado por avanzar sobre esa teoría. Ahora bien, ¿cómo es posible ser riguroso en estas disciplinas y, a la vez, abrir nuevos territorios de estudio sin correr el riesgo de ser expulsado de la comunidad científica? ¿Cómo se desarrolla la creatividad si la investigación está pautada tecnológicamente, el conocimiento dominado por tecnicismos, la libertad encorsetada por la tecnocracia y la gestión constreñida a parámetros preestablecidos? Por suerte, no hay recetas únicas pero existen recetarios posibles. Hay una batería metodológica que puede servir de rampa de lanzamiento para investigaciones futuras que no necesariamente deben atenerse a rígidos sistemas preconcebidos. Esos recetarios se nos ofrecen más bien como una caja de herramientas de la que podremos extraer aquellas que mejor se adecuen a nuestra búsqueda, o modificarlas, o crear otras. Incluso debe tenerse en cuenta que ese arsenal metodológico puede ser aceptado o criticado, pero no negado, fundamentalmente en la iniciación profesional. Por otra parte, sería necio negar la experiencia acumulada acerca de estos temas. Así como sería paralizante atenerse acrítica y únicamente a los métodos vigentes. En principio hay que manejarlos y – eventualmente – modificarlos, adecuarlos o crear nuevos. Sin descartar tampoco la posibilidad de utilizarlos tal como los hemos heredados en tanto posibiliten el encuentro de lo buscado. En cierto modo, este es el espíritu que alentaba a Descartes cuando escribió su Discurso del método en los inicios de la modernidad. Pues aunque el origen de los métodos de acceso a la verdad se abisma en los arcanos de la civilización, el método asociado indisolublemente con la verdad y condicionante de la práctica científica, es un invento moderno. La voluntad de saber que se despliega a partir del Renacimiento hasta nuestro tiempo es manifiestamente metodológica Sin embargo, Sócrates en siglo de oro griego objetivaba su propio método, la “mayéutica”. Durante el resto de la antigüedad y el medioevo también se utilizaron métodos, que no siempre (aunque sí mayoritariamente) trataban acerca de estériles disquisiciones lógicas. Incluso los primeros modernos (antes que Descartes o contemporáneamente con él) se refirieron al método como indispensable para el hallazgo de nuevos conocimientos. No obstante, el Discurso del método es paradigmático porque
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establece la hegemonía del método científico como medio privilegiado para acceder a la verdad desde un sujeto (en realidad, desde un yo). Ahí Descartes confiesa con cierta humildad que su método no es el único, ni el verdadero, ni el mejor. Simplemente es el que encontró y le resultó útil. Es por ello que lo pone a disposición del público, para el posible seguimiento de sus reglas. El autor estaba lejos de imaginar que llegaría una época en que la transgresión del método podría acarrear maltrato y persecución. Descartes, además, tiene la delicadeza de publicar ese texto en su lengua materna en lugar de hacerlo en latín que era la utilizada por los eruditos. A partir del método moderno, no es necesario ya pertenecer a ninguna cofradía (como las sociedades de secretos arcaicas y medievales), ni es obligatorio ser sabio éticamente (como en la antigüedad) para alcanzar la verdad. Se trata simplemente de colocar los códigos morales entre paréntesis y aplicarse puntillosamente al método para obtener conocimiento. La idea que regula este proceder está marcando una impronta que, con el correr del tiempo, se tornaría conflictiva: la falta de responsabilidad ética que se autoatribuyen los investigadores de ciencia básica y su incondicionales acólitos. El Discurso del método está subdivido en seis partes que no han sido subtituladas por el autor. Ensayar un pequeño título para cada una de ellas permite focalizar esquemáticamente algunas de las preocupaciones centrales del proyecto moderno que se perfila en estas páginas, y permite inferir al mismo tiempo algunas de sus consecuencias en las investigaciones actuales. La primera parte del Discurso podría llamarse “El fin de las certidumbres”. Se reflexiona sobre el escepticismo propio de quien cae en la cuenta de haber vivido en el engaño. El hombre no habita ya en un espacio inmóvil y central. Su mundo es dependiente. Es una partícula celeste girando por el inconmensurable universo. Descartes, en su reflexión inicial, amarga, masculla que si fue engañado sobre la más elemental de la creencias –saber dónde está parado- puede haber sido engañado en todo lo demás. Por lo tanto, no aceptará como verdadero, sino aquello que se le imponga al espíritu de manera tan clara y distinta que no deje lugar para las dudas. El fin de las certidumbres es el origen de la duda. Una duda que en este filósofo es metódica, universal e hiperbólica. Ella le permitirá superar la esterilidad de los métodos medievales, fundamentalmente silogísticos, que por apelar a verdades lógicas impedían cualquier posibilidad de conocimiento más allá del formal. En la segunda parte del Discurso del método, se desarrolla el método propiamente dicho. Se despliegan las instancias que lo conforman. Un título adecuado sería “Las reglas del método” y Descartes - extrañamente en un libro de filosofía - habla en primera persona y las presenta así:
Creí que en lugar del gran número de preceptos de que está compuesta la lógica, bastarían las cuatro reglas siguientes, con tal de que tomase la firme y constante resolución de no dejar de observarlas ni una sola vez. La primera de ellas consistía en no aceptar nunca como verdadero lo que con toda evidencia no reconociese como tal, vale decir, que evitaría cuidadosamente la precipitación y la prevención, no dando cabida en mis juicios sino a aquello que se presentase a mi espíritu en forma tan clara y distinta que no admitiese la más mínima duda. La segunda era dividir cada una de las dificultades que hallara en mi paso en tantas partes como fuere posible y requiriera su más fácil solución.
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La tercera, ordenar los conocimientos, empezando por los más sencillos y fáciles, para elevarme poco a poco y como por grados hasta los más complejos, estableciendo también cierto orden en los que naturalmente no lo tienen. Y la última, hacer siempre enumeraciones tan completas y revisiones tan generales, que se pueda tener la seguridad de no haber omitido nada.
Se las puede clasificar como regla de la evidencia, del análisis, del orden (o la síntesis ), y de la enumeración, respectivamente. Se trata de reaseguros en la dirección del espíritu hacia la búsqueda de la verdad. Son conceptos filosófico-científicos que aún hoy, después de casi cuatrocientos años, siguen operando, de una u otra forma, en los métodos de la ciencia. A la tercera parte del Discurso se la podría subtitular “La concepción de la neutralidad moral de la ciencia”. Porque si en la segunda parte Descartes inventa el núcleo del método, en ésta establece la prescindencia ética de la ciencia. Acá se produce una escisión (novedosa respecto de la tradición cognoscitiva anterior), se plantea que el investigador debe cumplir con la moral en tanto ciudadano, pero debe abstenerse de pruritos morales, en tanto buscador de conocimientos. Este punto aparece mucho más claro en las Meditaciones Metafísicas, en donde establece la diferencia entre ética y conocimiento. Ahí Descartes declara que para cumplir con la moral cotidiana atenderá los preceptos emanados de la religión, en cambio, en el proceso de investigación dejará esos preceptos de lado; pues considera que en esta segunda actividad no se trata de actuar, sino solamente de conocer. La cuarta parte del Discurso, en la que Descartes instaura a Dios como fundamento de todo el conocimiento verdadero, se puede denominar “Fundamento de la investigación científica”. Según el filósofo es evidente que nuestra idea de perfección no puede surgir de nosotros porque somos imperfectos. Por lo tanto, esa idea debe provenir de un ser perfecto (y si es perfecto tiene que existir, de lo contrarío le faltaría algo: la existencia, y no sería perfecto). Ahora bien, si no supiéramos que todo lo que existe en nosotros de verdadero se deriva de un ser perfecto, por claras y distintas que fueran nuestras ideas, no tendríamos ninguna razón que nos asegurase que esas ideas poseen la perfección de ser verdaderas. En consecuencia, poseemos esas ideas porque Dios existe y es el fundamento del conocimiento verdadero. En realidad se trata de un argumento circular: primero demuestra la existencia de Dios mediante un argumento que encuentra evidente; y luego sostiene que el conocimiento verdadero es evidente porque Dios lo sostiene. Esto huele a silogismo medieval, el mismo que el propio Descartes trataba de evitar; pero no solo deja subsistir la circularidad, sino que más adelante la justifica. Curiosamente, en nuestro tiempo nos encontramos todavía con argumentaciones de ese tipo; por ejemplo, cuando se afirma que la ciencia es conocimiento verdadero porque los procedimientos científicos demuestran que es verdadero. La quinta parte del Discurso del método se podría denominar “Necesidad de experimentación”. Aquí comienza a tomar forma conceptual una de las principales características de la ciencia moderna. Me refiero a la construcción del experimento, a la posibilidad de imaginar y enunciar estados posibles de cosas y luego confrontar esos enunciados con la experiencia. Para justificar este procedimiento Descartes acude a un razonamiento que sin tener validez lógica es sumamente eficaz para la construcción del conocimiento: la analogía. Además, en esta parte del Discurso hay una explicación de la diferencia entre una máquina que estableciera analogías “inteligentes” y la constitución de un ser humano, que bien podría aplicarse actualmente a la “analogía” entre la inteligencia
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artificial y el ser humano real. Finalmente, la sexta parte del Discurso del método podría aparecer bajo el rótulo “Conocer la naturaleza para dominarla”. Se trata de un proyecto explícito de la ciencia moderna. Cabe agregar que la tecnociencia posmoderna lo está llevando hasta sus últimas consecuencias. (En la última parte del presente artículo, se retoma el tema). En las palabras finales del libro sobre el método, Descartes parece responder a quienes marcan la circularidad de alguno de sus argumentos. Dice que a su entender, las razones se entrelazan de tal modo que, así como las últimas son demostradas por las primeras - que son sus causas - éstas lo son recíprocamente por las últimas -que son sus efectos. Agrega que no se debe suponer que comete la falta que los lógicos llaman círculo vicioso, pues, como la experiencia prueba la certeza de la mayoría de esos efectos, las causas de donde los deduce sirven más para explicarlos que para probarlos. Luego, como broche de oro de este libro amigable, nos regala un pequeño retrato emocional de sí mismo. Se muestra como hombre encarnado, sensible y deseoso de cierto tipo de reconocimiento por parte del lector. Muchos conceptos de este discurso siguen vigentes en la metodología actual, otros desaparecieron para siempre.
2. Una cuestión de límites La filosofía desde sus orígenes griegos reflexionó, entre otros conceptos, sobre el conocimiento, es decir, sobre la episteme, considerada conocimiento verdadero, en detrimento de la doxa o falso conocimiento. Pero la epistemología, como rama de la filosofía, recién cobra autonomía y se constituye como tal a comienzos del siglo XX con la creación del Círculo de Viena y su defensa del empirismo lógico como postura privilegiada para reflexionar sobre la ciencia. Este movimiento cultural impulsado por científicos y filósofos decretó que toda la filosofía que se había producido desde la antigüedad hasta sus contemporáneos consistía en un discurso sin sentido y carente de valor; por lo tanto quienes quisieran dedicarse con seriedad a la filosofía debían analizar el lenguaje de las teorías científicas, su formalización y su contrastación empírica. En definitiva, la filosofía según los positivistas lógicos y sus seguidores actuales - debe convertirse en lógica de ciencia. Tanto la epistemología, como la metodología surgen de la filosofía; aunque paradójicamente la epistemología que adhiere a la línea fundadora pronostica la muerte de la filosofía, mientras algunas metodologías ignoran (o escamotean) sus orígenes filosóficos. Cabe destacar que la difusión y aceptación de la metodología, en tanto disciplina autónoma, es más reciente aun que la epistemología, aunque su momento inaugural remite a las postrimerías decimonónicas; por lo tanto, antecedería mínimamente a la epistemología. Aunque en realidad aproximadamente para la misma época, tanto los europeos fundadores de la epistemología moderna, como algunos pensadores estadounidenses preocupados por la ciencia, reforzaron los estudios sobre la validez lógica de los métodos - tópico indiscutiblemente epistemológico – y también sobre la instrumentación de técnicas específicas para lograr productos cognoscitivos y tecnológicos confiables – tema eminentemente metodológico. Es decir que casi paralelamente a la epistemología se comienza a constituir otra disciplina que analiza los métodos no ya en tanto instancia de validación, sino de obtención de productos gnoseológicos y/o técnicos. En este punto, cabe preguntarse cuáles son las coincidencias y las diferencias entre “epistemología” y “metodología”. En realidad, las diferencias son múltiples, aunque también
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lo son las coincidencias. En última instancia no existe metodología sin supuestos epistemológicos ni epistemología sin sustento metodológico. Si se recorren textos o se escuchan disertaciones sobre el tema, se percibe que los límites entre ambas disciplinas son difusos. Es como si la epistemología y la metodología no terminaran de definirse por sí mismas. A ello hay que agregarle que comparten conceptos, aunque no siempre los mismos significantes remiten a los mismos sentidos. Sin embargo, estas disciplinas se refieren a la investigación científica, al rigor, a la precisión y –fundamentalmente- se refieren a los métodos. Pero una disciplina no se acredita como tal hasta que los discursos y las prácticas sociales no le otorgan validez. Y, a nivel de esas prácticas, la enseñanza y difusión de la epistemología moderna se adelantó académicamente a la metodología propiamente dicha. Se habla de “metodología propiamente dicha” cuando se hace referencia a las técnicas utilizadas en la puesta en marcha de un diagrama de investigación. Un proyecto de investigación es una especie de programa general de todas las instancias abarcada por esa investigación: académicas o empresariales, administrativas, financieras, teóricas, de transferencia, de recursos humanos y, entre otras, de construcción, desarrollo y evaluación del diseño experimental. Esta última instancia es el lugar de la metodología. Por medio de ella se determina el recorte de la realidad a estudiar, la transformación de los hechos de la naturaleza en datos, las técnicas cuantitativas y/o cualitativas, las matrices de datos, las unidades de análisis, las variables intervinientes, los criterios de evaluación, la recolección de datos y su posterior análisis. Los métodos, en este caso, son medios para obtener información, para establecer relaciones concretas entre la teoría y la práctica, para posibilitar la contrastación empírica de las hipótesis, para alcanzar objetivos pragmáticos tales como la apropiación humana de la energía de la naturaleza, la curación de enfermedades o la modificaciones de ciertas conductas sociales. Es decir, se trata de métodos gnoseológicos, pero también técnicos, instrumentales, pragmáticos. Pero no siempre los métodos son técnicos. Dicho de otra manera: no todos los métodos modifican la realidad empírica (natural o social), existen también métodos que funcionan como instancias de validación. La epistemología apela a estos métodos intentando legitimar los conocimientos adquiridos o producidos por los investigadores. Según la concepción heredada la función de la epistemología es normativa; el epistemológo sería una especie de “dador de normas gnoseológicas”. Las mismas se suponen que deberían ser observadas puntillosamente por los investigadores si pretenden arribar a resultados fértiles. Tanto el proceso de investigación, como los resultados son presentados a la comunidad científica para su puesta a prueba (validación o refutación). La modernidad fue machacona en la imposición de un método único para poder acceder a la verdad: el científico. Sin embargo, para desarrollar nuevos conocimientos y ejercitar la fecundidad científica, tanto los científicos, como los metodólogos y epistemólogos deberían renunciar al dogma casi religioso de la existencia de un método único en la ciencia (existen estudios que aseguran que en la práctica científica sólo los no creativos repiten un mismo método). Pero resulta que los defensores del método único, desde sus distintas perspectivas, declaran que “el” método es el elegido por su parcialidad teórica. Es evidente que el método depende del marco teórico desde el que construye el objeto de estudio y la manera de abordarlo. De modo tal, que para un empirista, “el método” será el inductivismo; para un racionalista, el hipotético-deductivo y para un racionalista crítico, el falsacionismo. Estos son los métodos de validación más influyentes en la reflexión epistemológica sobre las ciencias naturales, y como se ve, parangonando al Dios de los católicos, se trata de tres métodos distintos, pero un solo Método verdadero. Que el marco teórico determina al objeto y el método es algo que, a su
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manera, Kant estipulaba:
Cuando Galileo hizo rodar sobre el plano inclinado las bolas cuyo peso había señalado, o cuando Torricelli hizo que el aire soportara un peso que él sabía igual a una columna de agua que le era conocida, o cuando más tarde Stahl transformó metales en cales y éstas en metal, quitándole o volviéndole a poner algo, puede decirse que para los físicos apareció un nuevo día. Se comprendió que la razón sólo descubre lo que ella ha producido según sus propios planes; que debe marchar por delante con los principios de sus juicios determinados según leyes constantes, y obligar a la naturaleza a que responda a lo que le propone, en vez de ser esta última quien la dirija y maneje. La razón se presenta ante la naturaleza, por así decirlo, llevando en una mano sus principios [los de la razón] y en la otra, las experiencias que por esos principios ha establecido [comportándose] como un juez que obliga a los testigos a responder las preguntas que les dirige.
En ciencias sociales la interacción entre marco teórico y objeto parece más problemática. Para la corriente heredada - que no suele detenerse en consideraciones humanísticas - las disciplinas sociales deben regirse por el mismo método que las naturales y, en general, se considera que lo teórico no condiciona al objeto, ya que éste existiría per se. Esta posición suele ser catalogada como reduccionismo; el conductismo en general responde a ella. Para otras corrientes, el método se desprende de la teoría. Respecto de esta problemática, dice Feliz Schuster: “También debemos mencionar las diferentes teorías que, en las ciencias sociales, brindan variadas perspectivas de acceso a la realidad. Nos encontramos así, entre otros, con teóricos del intercambio, conductistas, posestructuralistas, críticos, neofuncionalistas, fenomenologistas, biosociólogos, etnometodologistas, pospositivistas, interaccionistas simbólicos, marxistas. La descripción de la realidad social por parte de las ciencias sociales debe a su vez extenderse ante el hecho de que el conocimiento de esa realidad procede no sólo de las ciencias sociales sino del pensamiento normativo y la producción cultural” . Si bien acuerdo con lo que el autor afirma respecto de las ciencias sociales, considero que la influencia del pensamiento normativo y de la producción cultural no es privativo de las ciencias sociales. Porque la normatividad y lo cultural afloran también en la formulación de las teorías y su posterior puesta en marcha en las demás ciencias. El matemático Emmanuel Lizcano ha realizado un estudio comparativo y minucioso de tres culturas diferentes entre sí: la china antigua, la griega clásica y la del alejandrismo tardío y demuestra cómo esta ciencia formal no está exenta de los prejuicios, tabúes y ensoñaciones que afectan a todos los mortales, incluso a los científicos, esto obviamente se refleja en sus productos cognoscitivos. Dice este matemático italiano: “A la postre, las matemáticas hunden sus raíces en los mismos magmas simbólicos en los que se alimentaban los mitos que aspiraban a reemplazar. Cada matemática echa sus raíces en los distintos imaginarios colectivos y se construye al hilo de los conflictos que se desatan entre los varios modos de representar/inventar esa ilusión que cada cultura denomina realidad. Las matemáticas también se construyen desde ese saber común que todos los moradores de una cultura compartimos y aun cuando –como entre nosotros- se constituye en un saber ejemplar, está imponiendo una concepción del mundo”. También en ciencias naturales se detectan los rastros del imaginario social, de la autoridad y del poder. En los albores del siglo XX, Lord Rayleigh, un científico que gozaba de reconocido prestigio, envió un paper a la Asociación Británica para su evaluación. Se
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trataba de un documento sobre varias paradojas de la electromecánica. Por inadvertencia, cuando se despacho el artículo su nombre fue omitido. El trabajo fue rechazado con el despectivo comentario de que el autor era “un hacedor de paradojas”. Poco tiempo después, el documento fue enviado nuevamente a la Asociación con el nombre del prestigioso científico, entonces el artículo no solo fue aceptado, sino que se le ofrecieron al Lord toda clase de excusas. Retomando ahora el tema de las ciencias sociales, se puede decir que a pesar de su historia, relativamente corta, da cuenta de una multiplicidad de métodos. Se trata de métodos de validación del conocimiento, es decir, de objetos de reflexión epistemológica que se ofrecen a la comunidad científica para que , eventualmente, puedan ser puestos a prueba. Pero ¿no son al mismo tiempo métodos de innovación?, y en este caso, ¿no pertenecen a la vez al discurso metodológico? Este tema también amerita una reflexión, porque en ciencias sociales, los métodos de innovación frecuentemente coinciden (o son los mismos que) los de validación. De todos modos, las ciencias naturales, e incluso las formales, tampoco están exentas de “contaminación”, cabría preguntarse, por ejemplo, si acaso el más riguroso y formal de los métodos de las ciencias duras no apela forzosamente a instancias hermenéutica tanto para validar como para avanzar en la investigación. Los problemas establecidos para cualquier tipo de investigación siempre presentan algo del orden del enigma. El investigador que construye un instrumento de medición, por ejemplo, no se satisface con la contemplación de una pantalla en la que aparecen meros números asignados a cada uno de los aspectos que pretende medir. Pues la medición no es, en general, un fin en sí misma; siempre se mide “para algo”. Es decir que a partir de esos datos precisos y puntuales, se debe establecer un análisis que decodifique en términos acordes con la hipótesis de trabajo y con el marco teórico en el que se realiza la medición. A punto tal que parangonando a Kant, se podría decir que teorías sin metodologías (en este caso, de medición) son vacías, y metodologías sin teorías son ciegas. La legitimación, tradicionalmente, apuntó a lo formal metodológico. “Validez” es un término lógico y epistemológico. En sentido lógico significa “correcto” y se aplica a los razonamientos que responden a leyes lógicas. En el segundo caso, es decir epistemológicamente, se refiere al hecho de que los enunciados de una teoría son aceptados como verdaderos o sólidos. Las posturas heredadas buscan la formalización de una teoría científica y aspiran a validarla en función de su pertinencia lógica y de la posibilidad de contrastación de sus enunciado observacionales. Las posiciones críticas, por el contrario, buscan la validez epistemológica en función de la solidez de las teorías. Tal solidez no surge necesariamente de la formalización y puesta a prueba, sino de la confrontación entre los objetivos propuestos y los logros alcanzados por la teoría analizada. Hay una tercera forma de validación: una teoría se acepta porque es eficaz tecnológicamente. Por último, conviene aclarar que utilizar el mismo término (método) para referirse a instancias diferentes del proceso cognoscitivo dificulta la diferenciación de roles. En un primer abordaje del tema - esquemáticamente - se puede sortear el problema diferenciando entre métodos para la obtención de nuevos conocimientos y métodos para validar dicha obtención. En el primer caso se trata de metodología, en el segundo de epistemología. Pero la problemática es mucho más compleja.
3. Científicos, epistemólogos y metodólogos La disquisición entre epistemólogos y metodólogos es una creación conceptual de
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la modernidad tardía. En el principio fue el método, sin más; y quienes se ocupaban de él eran lo filósofos o científicos. No debería olvidarse que la ciencia y la filosofía no consumaron su divorcio definitivo hasta comienzos de la modernidad, si bien hubo varios escarceos al respecto. A esa separación le siguieron otras, menciono aquí una tripartición relacionada con los sujetos y los métodos científicos:
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quienes usan el método (los científicos);
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quienes se preocupan por la estructura, el desarrollo, la construcción y validez del conocimiento y sus método (los epistemólogos);
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quienes brindan reglas y métodos de innovación científica (los metodólogos).
La epistemología de la concepción heredada busca validar las teorías científicas desde la lógica y la confrontación de los enunciados. Una teoría es considerada digna de pertenecer al corpus de la ciencia si sus proposiciones logran ser formalizadas y demuestran coherencia y consistencia lógica, así como correspondencia con la realidad empírica de la que pretende dar cuenta. La metodología, por el contrario, busca procedimientos adecuados para desarrollar el diseño experimental de la investigación, instrumenta técnicas indagatorias. Si bien desde un punto de vista los términos “método” y “técnica” son sinónimos, no siempre significan lo mismo. Método, literalmente, significa “camino para arribar a una meta, a un destino, a un logro”. Y técnica, no tan literalmente, significa “modificación de la realidad”, “saber hacer” y también “medio para obtener un fin”. En el caso de la investigación científica, esa meta se alcanza instrumentando ciertas instancia para obtener conocimiento. Esas instancias o técnicas son objeto de estudio de la metodología. Desde este punto de vista, se podría objetar entonces que la metodología no estaría relacionada con la filosofía en la medida en que esta última es esencialmente teoría, mientras que la metodología parecería ser eminentemente práctica (como sinónimo de praxis). La metodología se ocupa de la praxis brindándole herramientas al investigador. En función de ello, la metodología no parecería una disciplina filosófica, es decir, teórica. Pero lo es, porque esas herramientas son conceptuales. Se trata de reglas para la acción, para la búsqueda, para la obtención y evaluación de resultados. En función de ello, el metodólogo no necesariamente “mete las manos en la masa de la investigación”. Es obvio que debe hacerlo para su formación y perfeccionamiento profesional. Pero cuando es requerido en tanto metodólogo, se pretende que diseñe los medios experimentales adecuados a los fines propuestos en un proyecto o programa de investigación. La hipótesis de que la metodología mantiene pertenencia con la filosofía es defendible porque cualquier método, incluso el más “empírico”, se produce desde algún supuesto, desde una batería de conceptos o marco teórico y, a veces, desde teorías de alto nivel teórico. Por otra parte, el metodólogo no le brinda al investigador herramientas “puras” (reglas o procedimientos sin conceptos de apoyo). Se trata de instrumentos considerados aptos desde la visión epistemológica que ilumina la práctica. A su vez, el científico, instrumenta los métodos de acuerdo a sus propios supuestos teóricos. Se puede afirmar entonces que la metodología participa de la filosofía, surge de ella y se nutre en ella. Aunque la tecnificación y la tecnocracia producen metodólogos y textos de metodología en los que el entramado conceptual o ideológico sobre el que se instalan los métodos se elide. Un representante de esa metodología esencialmente técnica dice en el prólogo de su recetario:
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Existe [en metodología] el concienzudo análisis filosófico de los fundamentos de la investigación y [por otra parte] la elaboración, igualmente concienzuda, de complejos detalles de las técnicas. En el presente trabajo no se hará ningún intento de profundizar en los fundamentos o en los tecnicismos; más bien se intentará ofrecer al lector un enfoque analítico.
El supuesto no explícito en ese tipo de “enfoque analítico” es la automatización metodológica al servicio de la tecnocracia. Este tipo de metodología coexiste con otras arraigadas a la tradición y la formación filosóficas, en la que los métodos se entretejen con conceptualizaciones de alto nivel teórico. En última instancia, la metodología es a la filosofía, lo que la tecnología es a la ciencia. La metodología y la tecnología surgieron de la filosofía, en el primer caso, y la ciencia, en el segundo. Cuando las concepciones (filosóficas y/o científicas) permanecen tácitas, son supuestos; por el contrario, cuando se explicitan constituyen la base teórica propiamente dicha; sin dejar por ello de ser supuestos, pero expresados, argumentandos y conscientemente sostenidos. El epistemólogo de la línea fundadora debe restringirse al análisis de la historia interna de la ciencia. En contraposición a esa postura, considero que el epistemólogo no solo debe atender a la historia interna de la ciencia (o núcleo duro), sino también establecer relaciones, correspondencias y desencuentros con la historia de la cultura en general. Esto no lo asimila al sociólogo de la ciencia. Pues el sociólogo atiende fundamentalmente a la historia externa, y el epistemólogo acá propuesto interactúa con las dos historias analizando no sólo la estructura y el triunfo de las teorías consideradas fértiles, sino también su relación con los dispositivos de poder; no solo la solidez de las leyes, sino también su relación de fuerzas; no solo la historia oficial de la ciencia, sino también su - a veces inconfesable- entramado. Queda claro que la presente propuesta exige acudir a la interdisciplinariedad. Se podría objetar que no tiene sentido hacer más complejo el tema, cuando sería más fácil apelar a la navaja de Occam y separar el análisis del epistemólogo (núcleo duro), del análisis del sociólogo (aspecto blando). Pero si opto por lo complejo es porque considero que si bien todo recorte de la realidad es tan injusto como necesario (también el aquí realizado puesto que nadie puede abarcar el todo), esa injusticia se mitiga un tanto si se logra establecer alguna relación entre el “triunfo de la verdad” y el “látigo del poder”.
4. La metodología de la investigación desde lo “universal” a lo regional Desde mediados del siglo XIX, la ciencia físico-matemática coronada reina de las ciencias comienza a presentar anomalías inquietantes, pero fundamentalmente en su historia interna. Se registran, por ejemplo, problemas en las contrastaciones empíricas en física, química y otras disciplinas naturales. Sin embargo, a nivel social el impacto de la ciencia moderna con su sistema de leyes universales y absolutas lucía triunfante y convincente. Se podría decir que la fachada de una ciencia bienhechora continuó hasta la catástrofe atómica; si bien ya se habían registrados algunas desgracias menores en números de muertos pero igual de alarmante en sus consecuencias.
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En la primera mitad del siglo XX las leyes universales, deterministas y negadoras del inexorable e irreversible paso del tiempo comenzaron a resquebrajarse. Desde la filosofía y desde algunos ámbitos científicos, no faltó quien cuestionara la compulsión moderna de explicar lo complejo por lo simple, lo múltiple por lo unitario, lo temporal por lo ahistórico. Esas críticas a veces provenían de constataciones empíricas de físicos newtonianos que luego devinieron cuánticos. A pesar de ello, la opinión pública (alimentada por los directamente interesados) seguía exaltando a la ciencia como la quintaesencia de la racionalidad. Pero ya la ruptura se estaba gestando. Hacia mediados del siglo pasado, las aplicaciones tecnológicas no pudieron seguir ocultando varios de sus efectos destructivos. Además resultó inocultable que la ciencia - que se promueve como investigación básica interesada en la verdad por la verdad misma - en realidad se despliega en pos de tecnología rentable. Si se observa el accionar de las investigaciones, de las mediciones y de las metodologías implícitas en ellas, en los principales institutos especializados (académicos o empresariales), nos encontramos con superexpertos abocados a la minuciosa y reconcentrada recolección de datos, aplicación de métodos y fascinación por cada nuevo artefacto que le sigue agregando prótesis a nuestros cuerpos: micro y macro medidores, teléfonos, computadores, robots, respiradores que alargan agonías, supertelescopios, hipermicrocópios y toda una variada tecnología al servicio de la vida cotidiana, de la educación, de la salud, del control de la naturaleza y de los individuos, de la dirección de empresas, de la política y de la propia investigación científica. En los países periféricos, como esa tecnología sofisticada es imposible, y la no tan sofisticada llega sólo a un pequeño porcentaje de la población, compramos lo que podemos, fundamentalmente compramos ideología. La misma es transmitida mediante textos tradicionales, Internet e invitaciones a expertos extranjeros que nos ofrecen su cuidado e interesado discurso mientras saborean “la mejor carne del mundo” que, mediante la ingeniería genética, hace tiempo que se comenzó a desvirtuar. Pero el discurso logocéntrico no se desvirtúa. Se va generando así lo que dio en llamarse “universalidad” de la ciencia. El conocimiento científico, nos dicen, es universal. Y algunos de nuestros pauperizados científicos, epistemólogos y metodólogos insisten en ello. Sin reparar que quienes establecieron esa aparente universalidad producen investigación científica robusta y tecnología de punta fijando la “universalidad” desde sus propios intereses. Una universalidad perspectivista. Es evidente que nadie podría hoy hacer investigación sólida sin estar al tanto del desarrollo en los países centrales. Pero es lamentable que no se promueva (o no lo suficiente) la investigación de temas regionales acuciantes para solucionar problemas propios y acordes con nuestra depredada economía. Estos últimos párrafos parecen una mera disquisición conceptual sin anclaje directo con la especificidad de la metodología y la epistemología. Sin embargo, apuntan a intentar comprender si es lícito aplicar los métodos de investigación extraídos de manuales técnicos despojados de reflexión alguna, o si el más técnico –y aparentemente neutral- de los referentes metodológicos no está al servicio de fortalecer el sistema de globalización establecido, en contra de la posibilidad de áreas autónomas acordes con las necesidades de la región. Hay que reconocer que no toda la bibliografía y las prácticas metodológicas son meramente técnicas. Existen también metodólogos que piensan desde la historia y el puesto de nuestra realidad en el mundo. Cuando digo historia, pienso en prácticas concretas, en discursos con referentes reales, en subjetividades construidas a partir del conflicto. Se trata de un pensar desde lo que somos, y no de cierta supuesta conciencia a priori que bajara elegantemente al mundo fenoménico para regalarnos sus categorías aparentemente surgidas de una ecuánime razón universal.
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La ontología que propongo como condición de posibilidad de la instrumentación de los métodos de innovación encuentra su roca viva en los hechos espacio-temporales y en su interacción con lo humano en países, en instituciones y en grupos concretos. Aspiro a que esta ontología pueda contener métodos que no se propongan como construcciones meramente formales y objetivas (en el sentido de ahistóricas) sino como el producto de prácticas concretas e interese legítimos. Es verdad que desde nuestra actual indefensión de países al borde del colapso parecería que no podemos trastocar el estado de las cosas. Pero seguramente si no comenzamos a pensar, no cambiaremos nada. El desamparo ya no es exclusivo de los países periféricos, también en las principales centros del poder se desmoronan las seguridades. Se puede acusar, entre otras cosas, al terrorismo. Pero no se puede negar que los medios para la destrucción (promovidos por las empresas, el terrorismo o el Estado) los brinda la tecnociencia Y como la metodología aplicada al conocimiento finalmente concluye produciendo técnica y la técnica afecta o beneficia a la sociedad en su conjunto, enfocamos ahora nuestra atención sobre los más inquietantes desarrollos de una de las disciplinas arquetípicas de la posmodernidad, la ingeniería genética. Dice Jeremy Rifkin, que la nueva ciencia genética despierta más cuestiones apabullantes que cualquier otra revolución técnica de la historia. Al reprogramar los códigos genéticos de la vida nos arriesgamos a interrumpir fatalmente millones de años de desarrollo evolutivo. Y podemos acabar siendo alienígenas en un mundo poblado de criaturas clonadas, quiméricas y transgénicas. La creación, la producción masiva y la liberación a gran escala en el medio ambiente de miles de formas de vida sometidas a la ingeniería genética pueden llegar a causar un daño irreversible a la biosfera y a convertir la contaminación genética en una amenaza aún mayor para el planeta que las poluciones nucleares y petroquímicas. “¿Cuáles son – se pregunta el autor- las consecuencias para la economía mundial y la sociedad de que el acerbo genético mundial quede reducido a mera propiedad intelectual patentada, sujeta al control exclusivo de un puñado de multinacionales?”. A la luz de estas realidades ya no se puede dejar de considerar las problemáticas éticas relacionadas directamente con la tecnociencia, como la ingesta de productos transgénicos, la contaminación de alimentos o la perdida de límites entre lo público y lo privado. En las tecnologías recombinantes se llega al absurdo de la pérdida de autonomía sobre cultivos o cuerpos si se opera genéticamente sobre ellos y se los patenta. Dicho de otra manera, ética y técnica se confunden para conformar una especie de religión de la tecnología. Esta religión se ha convertido en un hechizo común. La ortodoxia tecnocientífica se refuerza en un entusiasmo por la novedad inducido por el mercado y autorizado por el anhelo de sofisticación. Esta fe popular, consentida e intensificada por extremistas empresariales, gubernamentales y mediáticos, inspira un respeto sobrecogedor hacia lo tecnocientífico y sus promesas de liberación mientras desvían la atención de asuntos más urgentes. De este modo, se permite el desarrollo tecnológico sin restricciones, sin reflexión sobre los objetivos, sin valoración de los costos y los beneficios sociales. Desde el interior de esta fe en la tecnología todas las críticas parecen irrelevantes e irreverentes y se cae en una especie de vacío de significado. El vacío de significado surge, entre otras cosas, porque las ciencias naturales se desarrollan más rápidamente y con mucho más apoyo económico que las ciencias humanas y las políticas sociales. Esto provoca grandes desajustes entre la sofisticación técnica, los valores, la legislación y las condiciones concretas de vida de la población en su conjunto. En estos últimos tramos de la reflexión me referí fundamentalmente a lo macro de las investigaciones. Retomo ahora el camino de lo micro, es decir de la metodología
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propiamente dicha en tanto determinante de métodos para obtener innovaciones. El derrotero de esta metodología y de los metodólogos es peculiar. En primer lugar, porque los científicos duros no se preocupan, en general, por reflexionar sobre sus métodos. Adhieren, con algunas excepciones, al hecho de que sus disciplinas vienen acompañadas por el método científico. El método para las ciencias duras suele considerarse como las cuerdas vocales para el cantor: hay que cuidarlas y desarrollarlas, pero provienen del cuerpo que las alberga. Prueba de ello es que, al menos en la mayoría de las Facultades de ciencias naturales y formales argentinas, no se dictan cursos obligatorios sobre metodología ni sobre epistemología. Paradójicamente quienes exigen cursos obligatorios de esas disciplinas suelen ser las instituciones que se ocupan de ciencias sociales, de humanidades y de disciplinas que aún son marginales respecto del poder epistémico, tales como la enfermería (o las demás disciplinas a las que el poder médico – no ingenuamente - denomina “paramédicas”), las ciencias de la educación, el trabajo social, la educación física o el turismo, por nombrar solo algunas. Pero no se trata sólo de varios planes académicos que no contemplan la metodología como parte de la formación científica, otro tanto ocurre con la bibliografía. Varios textos exclusivamente metodológicos versan sobre ciencias sociales. A tal punto que cuando alguien se interesa por objetivar el desarrollo de los métodos de innovación en sí mismos, aunque su preocupación provenga de las ciencias duras o de la técnica, debe apelar a disquisiciones metodológicas sobre ciencias sociales, si quiere un panorama medianamente claro de las reglas e instancias vigentes. Las demás ciencias fácticas parecen poseer los métodos por solo hecho de poseer el saber específico sobre sus disciplinas. Respecto de este fenómeno dice Tomas Kuhn:
Aunque muchos científicos hablan con facilidad y brillantez sobre ciertas hipótesis individuales que soportan alguna fracción concreta de investigaciones corrientes, son poco mejores que los legos en la materia para caracterizar las bases establecidas de su campo, sus problemas y métodos aceptados.
En definitiva, las bases problemáticas epistemológicas y los métodos de innovación no parecen preocupar a los científicos duros, aunque sí a los sociales no enrolados en las filas del reduccionismo, y obviamente, a ciertos epistemólogos y metodólogos. Otra peculiaridad del experto en metodología es que - al menos en nuestro país - debe formarse desde otras disciplinas, ya que no existe la metodología como carrera de grado. Existen únicamente algunas carreras de posgrados que forman metodólogos, cuyos profesores - en tanto metodólogos de excelencia - autogestionaron sus formación o se posgraduaron en otros países. En función de esta realidad, se podría decir que el método para el científico en general es un medio, en cambio para quien se forma como metodólogo es un fin (además, evidentemente, de un medio para sus propias investigaciones o para la enseñanza de los métodos). Se trataría de un fin en sentido hegeliano. Esto es, un fin en el que anida el impulso para un nuevo desarrollo, porque en última instancia, el metodólogo no solo aspira a que su base teórica sea sólida (aun la tendencia tecnicista o analítica pretenda no “enturbiar” sus reglas con teorías), sino también a que el investigador logre sus objetivos. El pragmatismo técnico de la metodología es contradictorio, pues se trata de una actividad instrumental pero depende (explícita o tácitamente) de una poderosa sustentación conceptual.
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Entiendo que la academia, que en estos momentos es quien mayoritariamente forma metodólogos, está preparando promotores para movilizar varios resortes sociales. La sociedad actualmente está regida por profesionales que surgieron de aulas universitarias, sin detrimento de que tan pronto como se forman, la mayoría de los profesionales se pliegan a la actividad privada nacional y multinacional. Son profesionales universitarios los que diseñan las estrategias económicas; los edificios en los que habitamos, trabajamos, o nos divertimos; los estándares de salud a los que aspiramos; la educación en sus definiciones estratégicas; las infraestructuras que sostiene el mundo del arte, del espectáculo, del deporte, de la diversión y la estructuras de esas actividades. Nuestra existencia se despliega en un mundo mayoritariamente tecnocientífico, de bases profesionales y de economía que, como casi todas de las actividades socioculturales actuales, ha surgido de los cánones de la racionalidad científica. Pero esa racionalidad ha demostrado que, al servicio del poder, cada vez excluye a más personas del goce de sus productos. La base de cualquiera de las actividades profesionales que movilizan la sociedad se constituye sobre la búsqueda de la excelencia. Esa búsqueda, cuando sigue parámetros metódicos y sistemáticos de ciertas características, es investigación científica. Considero que quienes proveen métodos para llevar adelante esas búsquedas no deberían atender únicamente la eficacia técnica, sino también la pertinencia ética; no solamente la probidad académica, sino también su articulación social; no exclusivamente los estándares metodológicos internacionales, sino también - y fundamentalmente - la integración regional.
LOS LENGUAJES DEL DESEO Esther Díaz
Una mujer incentiva sexualmente a su pareja mediante un método que termina por matarlo. Desesperada por lo ocurrido, le corta el pene y se lo introduce a sí misma en un vano intento por perpetuar el goce. Mientras el hombre estaba vivo, sus órganos y los de la mujer formaban una máquina de deseo. Pero cuando el desacople ya no es posible, porque lo que producía placer permanece “pegado” a la piel y ausente de otra subjetividad, acontece el horror. Esto ocurre en una de las últimas escenas de la película japonesa El imperio de los sentidos, de Nagisa Oshima. La protagonista no encuentra ya placer en la “posesión” de ese órgano perennemente alojado en el suyo. Camina a la deriva, se pierde a sí misma, pierde la razón. El deseo brutal, ese deseo en estado puro, porque se descodificó de lo aceptado socialmente, puede arrojarnos más allá de los límites de la razón. Pero también, en otras circunstancias, puede deslizarnos hacia líneas de fuga liberadoras. Consideraciones de este tipo hubieran sido impensables en épocas pre-freudianas. La teoría psicoanalítica conmocionó el imaginario colectivo social y sexual, además de incidir en las subjetividades. Freud elaboró conceptos que siguen conservando la frescura y el vigor del primer momento y otros que reclaman ser reconsiderados. Las problemáticas que llegan a la clínica actualmente van cambiando al ritmo de las nuevas tecnologías, de la reorganización del poder mundial, de los replanteos en las relaciones deseantes y de las
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nuevas conformaciones subjetivas; en consecuencia, las teorías que dan cuenta de nuestra inserción en el mundo reclaman ser repensadas a la luz de esos cambios. Sigmund Freud levantó las compuertas de los discursos científicos y humanísticos sobre el sexo e innovó radicalmente las concepciones acerca de la locura. No porque nunca se hubieran tratado estos temas antes que él, o incluso en su misma época, sino por la manera en que los trató. Y, aunque en este artículo no se tematiza específicamente la teoría freudiana, la presente reflexión se instaura teniendo esa teoría como telón de fondo. Freud, con los Tres ensayos para una teoría sexual, entroniza una cuña en la episteme de su época. Desarrolla hipótesis sobre el deseo que abren una multiplicidad de senderos para recorrer los tortuosos laberintos de la sexualidad. Es maestro de la teoría sexual moderna. Considero que a partir de él, por aceptación o rechazo, no se deja de ser su discípulo cuando se piensa la cuestión sexual. No obstante, cien años más tarde de su publicación genial, se impone preguntarse si el buen discípulo debe seguir acríticamente a su maestro o, por el contrario, diferenciarse en sus derroteros. Sin embargo, estas dos posibilidades no son contradictorias, sino complementarias. Se puede soltar la mano del maestro sin dejar por ello de compartir caminos. Se puede avanzar sin pastor pero es difícil hacerlo sin buena compañía. Con esta aclaración (que se imponía) retomamos las consideraciones sobre el deseo y su posibilidad de ser moldeado -o no- por el significante. El deseo, en sí mismo, es polimorfo y múltiple, nada tiene que ver con las codificaciones con que se lo suele encorsetar. El poder codifica al deseo tanto para tornar más fácilmente gobernables a los sujetos, como para volverlos dóciles a las leyes del mercado. Aunque eventualmente los sujetos encuentran líneas de fuga, por las que escapan de los territorios “normalizados” por los aparatos de poder-saber. El tema es cómo escapar a las sobrecodificaciones sin caer en la locura o en la exclusión social (o en ambas, ya que se implican mutuamente). Si se trata realmente de liberación, las pulsiones deseantes forman máquinas que actúan desde una especie de dispositivo formal, aunque tenga contenido. Es formal porque puede disparar la posibilidad de múltiples sentidos. En definitiva de diferentes disposiciones deseantes. La boca y el pezón -dicen Gilles Deleuze y Félix Guattari, en El Anti-Edipo- constituyen una máquina deseante que se acopla y se desacopla, que se prende y se desprende dando así lugar a un dispositivo de alimentación-placer. Hay disfrute porque existe la posibilidad de conectarse y desconectarse. Una boca y un pezón acoplados indefinidamente no permitirían alimento ni placer. La cosificación del deseo es también su extinción. Estos mismos autores, en Mil mesetas, agregan nuevas categorías para pensar el devenir deseante. Aquí interesa el concepto de “rizoma”, una palabra que, como todas las palabras, es una metáfora acerca de cierto aspecto de la realidad. Deleuze y Guattari la utilizan cómo tecnicismo que, para ser entendido requiere de cierta explicación previa. Hay teorías que intentan dar cuenta de la realidad como si ésta se sostuviera en una raíz pivotante. Su fundamento en un principio único y universal: el ser, o Dios, o la ciencia u otras ideas absolutas. Existen también teorías que semejan raíces dicotómicas. Sus bases de sustentación no son unívocas (como las pivotantes), sino duales: el ser y la apariencia, la sustancia y los accidentes, la esencia y la existencia. Pero no dejan de evocar universalidades y reduccionismos que simplifican una realidad compleja. Un tercer tipo de teoría recurre a la idea de rizoma para referirse a los flujos que circulan por lo que, un poco vagamente, llamamos “lo real”. El concepto de rizoma no aspira a ser un calco o un reflejo de la realidad, sino un mapa de la circulación de deseo que la posibilita. El ímpetu deseante deviene consciente filtrado por los códigos sociales que los poderes hegemónicos le imprimen al deseo. Si aceptamos acríticamente la norma que
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tales códigos imponen, nos convertimos en individuos predecibles y fácilmente gobernables. Las teorías acerca de la realidad que postulan principios únicos para sus desarrollos cognoscitivos se tornan -a veces sin proponérselo- funcionales a los sistemas coactivos. Esas teorías son semejantes a un árbol sostenido por una raíz pivotante. Tampoco mejoran mucho las cosas si en lugar de un fundamento se postulan dos, a la manera de las raíces dicotómicas. En contraposición con las teorías pivotantes y dicotómicas, una teoría rizomática señala que, además de no fundamentarse en nada, las aparentes unidades, más que dividirse, se diversifican, son múltiples. Las organizaciones subjetivas, sociales, vegetales y animales son complejas. Incluso las conformaciones minerales son plurales. Pero, de hecho, las raíces pivotantes y dicotómicas presentan estratos que permiten identificarlas como tales. Y, cuando funcionan como metáfora de lo existente, la pivotante actúa en el sujeto. Se supone que nos captamos a nosotros mismos como unidad “centrada”, y que también captamos esa entidad en cada uno de los demás sujetos. La dicotómica, en cambio, actúa en el objeto. Ahí el supuesto es que el sujeto conoce objetos que tienen realidad por sí mismos, independientemente de quien los percibe. Esta concepción simplista de la realidad ignora la constante interacción en la que subsistimos. En el pensamiento occidental, fundamentalmente a partir de los llamados “maestros de la sospecha” decimonónicos: Marx, Freud y Nietzsche, se cuestiona la unidad lineal del saber. Una teoría debería aspirar a dibujar mapas de lo que acontece, en lugar de especular con abstracciones. La reflexión debería descentralizarse y, como el mundo al que tematiza, expandirse, antes que reducirse a pensamiento puro negador del deseo. Debería “volverse rizoma” dirían los autores de El Anti-Edipo . El rizoma no es una raíz, sino un tallo subterráneo. Se extiende bajo la tierra adquiriendo formas imprevisibles, estalla sobre la superficie regalando una planta, y otra, y otra. Varios metros separan, a veces, un helecho de sus múltiples vecinos, pero todos están conectados por un mismo rizoma. Bajo la superficie, algunos forman bulbos o tubérculos. Emiten raíces penetrando la tierra o irradian tallos que se asoman a la superficie. Se proyecta hacia arriba y hacia abajo. Si es cortado en alguno de sus tramos, se lanza nuevamente a la aventura de crecer. Tiene formas diversas y se extiende en todos los sentidos posibles. El rizoma no esquiva el caos, sin dejar por ello de establecer aquí y allá distintos órdenes casi siempre imprevisibles, nunca reversibles. La botánica parece ser rizomorfa, o lo es cuando forma bulbos, tubérculos, tallos subterráneos con pluralidad de salidas y entradas. La zoología también forma rizomas: manadas de ovejas arremolinándose, pájaros migratorios desplazándose, ratas huyendo y atropellándose, roedores subterráneos construyendo madrigueras. También hay urbanismos rizomáticos como Ámsterdam, o Venecia, las favelas y las villas miserias. En el pensamiento antiguo, medieval y moderno prevaleció el pivote (principio único en filosofía, religión, política y/o ciencia). En las postrimerías de la modernidad, predominó la dicotomía (bifurcación, en el pensamiento maoísta o en análisis lingüísticos estructuralistas), ciertas corrientes actuales intentan el rizoma, donde la multiplicidad se concatena mediante eslabones biológicos, políticos, económicos, sexuales, urbanísticos, intelectuales, artísticos. Los eslabones deseantes ponen en juego regímenes de signos y estado de cosas. Las artes, las ciencias, las luchas sociales se actualizan microfísicamente. Para modificar algún aspecto de ellas, en sentido liberador, hay que operar desde lo micro, molecularizar desde formaciones espontáneas, no ideologizadas, es decir, no codificadas por los aparatos de poder. En un rizoma continuamente hay líneas de fuga. Glen Gould,
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interpretando a Bach, se desterritorializa de la partitura en cada nueva variante melódica de las Variaciones Goldberg. Sólo existe unidad cuando la multiplicidad es capturada por el poder del significante, o en un proceso de subjetivación, en el que la unidad se sobrecodifica. La unidad es una abstracción, una mera atribución verbal. Cuando se elide la multiplicidad, se molariza, se masifica el deseo negando las diferencias. Por el contrario cuando se logra molecularizar las pulsiones, se liberan partículas, intensidades, líneas de fuga. La ruptura del significante implica una des-codificación desterritorializante. Pero las reterritorializaciones acechan. Los microfascismos siempre están dispuestos a cristalizar un ordenamiento fácilmente gobernable. También los aparatos de poder hacen micropolítica, pero negativa, en la medida en que actúan sobre las materialidades para molarizarlas, para encerrarlas en una “normalidad” funcional a los poderes hegemónicos. De modo tal que se producen reterritorializaciones en lo familiar, en lo social, en lo cultural, en lo político y en lo natural: desde resurgimientos edípicos hasta prácticas sociales domesticadoras, pasando por solidificaciones naturales que detienen, por ejemplo, el curso de un río coaptando vegetales y animales que fluían libremente en las turbulencias de sus aguas. La multiplicidad es rechazada por la voluntad de unidad. La multiplicidad no tiene sujeto ni objeto, contiene determinaciones. No hay unidad que sirva de pivote en el objeto, o que devenga dos en el sujeto. Hay circulación de intensidades. El devenir material captura códigos. La orquídea, por ejemplo, adquiere forma de avispa hembra atrayendo a la avispa macho que, al posarse en su superficie se impregna de polen que esparcirá luego en otras orquídeas fecundándolas. Parecería que la flor imitó a la avispa. Pero, en realidad, le capturó su código aumentando su valencia: devino avispa. Entre el insecto y la planta circulan intensidades. No se produce imitación, sino surgimiento de series heterogéneas desde un rizoma común. La serie de las avispas y la serie de las orquídeas son multiplicidades diferentes interactuando. “No busques la raíz, sigue el canal”, dice una canción de Patti Smith. En el canal los flujos se movilizan, cambian, son rizoma. La raíz, por el contrario, está fija de una vez y para siempre. Kafka escribe, en su Diario, que las cosas que se le ocurren no se le presentan por su raíz, sino por un punto cualquiera situado hacia el medio; y nos incita a que tratemos de retener esa brizna de hierba que sólo empieza a crecer por la mitad del tallo. La máquina de guerra, que moviliza los flujos del deseo, es nómada. En cambio el aparato de Estado, que codifica los caudales deseantes, es sedentario. No obstante, algo de sedentario hay en la realidad, de lo contrario no podría ni ser pensada. Se trata de los estratos, de la “cubierta” de los acontecimientos, de los sujetos, de los libros. Esos estratos permiten la ilusión de la unidad desde la multiplicidad. Los segmentos, a su vez, son porciones de estratos. La estatua de mármol rodeada de plantas es un estrato del bosque. Ofrece una mano surgiendo de lo verde. Es decir, un segmento como entidad en sí mismo, un trozo sedentario que no está libre de tornarse nómada mediante el abrazo, por ejemplo, del rizoma de un helecho que lo cubriera y lo horadara. Podría formar una máquina, en la que la piedra interactuaría con la humedad y las nutrientes de la planta. Lo sedentario lograría así devenir nómada transformándose en máquina de guerra. Aquello que nos parece estático nos engaña por lo intangible de sus movimientos. Pero puede adquirir velocidad visible. El majestuoso glacial patagónico, inmóvil y unitario, puede quebrarse y arrojar sus trozos turquesa para explotar –magnífico- y sumergirse en las lechosas aguas del lago sin detener su incontenible pulsión de cambios. Un glacial en actividad es también un rizoma, ¿cómo entonces no habrían de serlo la circulación de los cuerpos, los cuerpos mismos, el intercambio entre ellos? Y los dispositivos políticos,
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religiosos, morales y científicos que se preocupan por colocar rótulos sobre nuestros anhelos, ¿no serán acaso vigilantes temerosos de las imprevisibles direcciones de un deseo no codificado? .
LOS LÍMITES DE LA CIENCIA Esther Díaz ¿Acaso no es el cientificismo un miedo al pesimismo y una escapatoria frente a él?, se pregunta Nietzsche, en El nacimiento de la tragedia. Se impone aclarar que “pesimismo”, en este contexto, no tiene connotaciones negativas ni peyorativas; ya que Nietzsche concibe un pesimismo de la fortaleza, una predilección intelectual por las cosas duras, horrendas o problemáticas de la existencia. Esa predilección surgiría de una salud desbordante, de una plenitud de vida que, según el filósofo, imperaba entre los griegos arcaicos, gracias a una energía dionisíaca que impulsó -entre otras cosas- el nacimiento de la tragedia . Por el contrario, los griegos posteriores, es decir los griegos clásicos, trocaron el pesimismo en jovialidad o serenidad (Heiterkeit). Esta jovialidad desencadenó la muerte de la tragedia, la desaparición de Dioniso por medio del socratismo de la moral, por medio de la dialéctica, por medio de la teoría. La jovialidad es la tonalidad que acompaña el declive de los instintos. Su disolución. Tal es la convicción nietzscheana.
1. LA VIDA, LA MUERTE Y LA CIENCIA La escritura de Nietzsche tiene la virtud –buscada por cierto- de crear perplejidad en el lector. Pero esa escritura, a su vez, es rica en claves que permiten otorgar sentido a los intrincados laberintos, a las múltiples contradicciones y a los acuciantes dilemas con los que enfrenta al lector . En esta oportunidad me referiré a la aparente contradicción que existe entre una afirmación que Nietzsche hace en las primeras páginas de El nacimiento de la tragedia y el contenido de la obra. La misma se editó por primera vez en 1871, y en su tercera edición (1886) el filósofo le agregó una introducción que tituló “Ensayo de autocrítica”. En esa introducción se dice que la tarea de El nacimiento de la tragedia es dilucidar el problema de la ciencia y que esta obra plantea un problema nuevo, inédito hasta entonces, el de la ciencia concebida como problemática, como discutible y –aunque aquí no se dice explícitamente- se podría agregar “como decadente”. Pues la ciencia decadente sería la contracara de la gaya ciencia, del saber dionisíaco, desprejuiciado, “desmoralizado”, libre. Esa contracara es la ciencia occidental, moderna y positivista, autoreconocida como universal y como depositaria exclusiva de la verdad. La ciencia moderna entonces sería decadente en tanto excluye las verdades que no se rigen por los estrictos parámetros lógico-racionales exigidos por la tradición ilustrada. La ciencia alegre, en cambio, sería afirmativa (esto es no decadente) porque en ella se reafirma la vida, se desecha la culpa y se promueve la libertad. Considero que el acontecimiento fundamental de El nacimiento de la tragedia es la reflexión sobre la vida y la muerte. La vida en tanto productora de individuaciones y la
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muerte como establecedora de unidad. El resto del contenido explícito del libro es circunstancial o, dicho de otra manera, está al servicio de la reflexión acerca del comienzo y del fin de los ciclos vitales. En este contexto son circunstanciales Wagner, Schopenhauer o el renacimiento del mito germánico; como también lo son los griegos, sus dioses, sus poetas y sus filósofos. Pero además de la vida y de la muerte existe en El nacimiento de la tragedia otro tema privilegiado del que casi no se habla, pero que se impone desde los límites marcados por el texto. Se trata de la ciencia. Pues la concentración de este texto, su densidad conceptual, proviene de la delimitación que se establece entre el territorio del arte y el de la ciencia. Mejor dicho, Nietzsche, al señalar que el arte es el último reducto de Dioniso está dejando al descubierto los límites de la ciencia; porque ella comienza allí donde termina el arte. Las regiones apolíneas lindan con las dionisíacas. Esta sería una explicación posible (una interpretación, por supuesto) de la afirmación nietzscheana acerca de El nacimiento de la tragedia como acceso a una comprensión profunda de la problemática de la ciencia, porque “el problema de la ciencia no puede ser conocido en el terreno de la ciencia”.
2. LAS CONDICIONES DE POSIBILIDAD HISTÓRICAS DE LA CIENCIA El método seguido por Nietzsche es retomado por Michel Foucault no solamente en su etapa genealógica (reconocidamente nietzscheana), sino también en sus obras arqueológicas. Hacer arqueología filosófica es –para Foucault- estudiar las condiciones de posibilidad históricas de algún acontecimiento desde “afuera” de ese acontecimiento. En el caso de la ciencia (o de algunas disciplinas científicas), se trataría de estudiar su historia externa para que se revele su historia interna, su estructura epistémica, su núcleo racionalizante. Los libros inscriptos en la etapa arqueológica de Foucault son Historia de la locura, El nacimiento de la clínica, Las palabras y las cosas y La arqueología del saber . Se suele considerar este período de la obra del filósofo francés como “pre-nietzscheano”. Foucault mismo ha dicho que su lectura sistemática de Nietzsche es posterior a los libros aquí citados. No obstante, considero que Nietzsche y su método estaban presentes ya en esta etapa temprana de la obra de Foucault, fundamentalmente en El nacimiento de la clínica y Las palabras y las cosas; donde se desarrolla, desde la investigación empírico-social y filosófica, la idea nietzscheana de genealogía; o, dicho con un término acuñado por Jacques Derrida, la idea de deconstrucción. Nietzsche tuvo la intuición profunda de la ciencia como acontecimiento surgido desde las relaciones de poder. Y tuvo la intuición de que los límites del arte están establecidos por la racionalidad, la formalización, la lógica que circunvalan los sentidos, el deseo, la materialidad propia del arte. La racionalidad científica sería el límite rocoso contra el que se estrellan las tumultosas olas del arte. Estos tumultos reafirman la vida, la ciencia moderna la disecan, es decir, la formalizan. Nietzsche vislumbró conceptualmente el origen, a veces inconfesable, de aquellos conocimientos que nuestra cultura considera serios, incontaminados, sólidos, esto es, científicos. Foucault, en cambio, partió de investigaciones empíricas y las reconvirtió en conceptos filosóficos. Nietzsche arrojó sus ideas como dardos danzarines, Foucault las desplegó a través de los archivos, los testimonios, los documentos, los monumentos. Es como si Nietzsche construyera los conceptos y Foucault los “demostrara” históricamente. Foucault produce ilustraciones de algunos conceptos nietzscheanos. Ilustra, por ejemplo, el
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surgimiento de las ciencias sociales a partir de prácticas que, en primera instancia, parecería que no tienen nada que ver con la ciencia, tales como el encierro, la vigilancia y el castigo. Al hablar de ellos, Foucault está mostrando los límites de las ciencias sociales, así como al hablar de los mitos griegos, Nietzsche muestra los límites de la racionalidad occidental en general. Los conceptos y los objetos científicos interactuan con los sujetos epocales. Pero como forman parte de un caleidoscopio histórico, en cualquier momento pueden variar. Esas variaciones son las que permiten que los conceptos, los objetos y los sujetos (éstos últimos, en tanto auto-representación histórica) puedan llegar a desaparecer, como desaparece en los límites del mar un rostro dibujado en la arena. [viii]
NIETZSCHE ENTRE LAS PALABRAS Y LAS COSAS Esther Díaz •
Ponencia leída en el panel “Nietzsche en Foucault”, en las Jornadas Internacionales Nietzsche 2004, organizadas por la Revista Instantes y Azares y la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, realizadas en la Ciudad de Buenos Aires, del 14 al 16 de octubre de 2004. Velázquez - Las Meninas
Una infanta con ligeros rasgos mogólicos. Blanca. Rubia. Una servidora hincada a sus pies, varios personajes secundarios, un perro en primer plano, un caballero entrando o saliendo por un haz de luz que brilla en el fondo del cuadro, a la derecha del espectador; mientras a la izquierda, hay un caballete que nos da la espalda. El caballete sostiene un cuadro del que solo vemos la parte de atrás. Simplemente un armazón desangelado. El cuadro se nos esconde, pero no quien lo pinta. El pintor se representó a sí mismo de pie junto a la pintura que está elaborando. Sostiene una paleta y un pincel, sus manos se aprestan a usarlos. La mayoría de los personajes del cuadro miran hacia delante, el pintor también. El objeto de esa atención se nos escapa a quienes miramos el cuadro, pues está enfrente de los personajes, fuera del cuadro, más allá de la representación. Al fondo del cuadro - en el centro - hay un rectángulo ricamente enmarcado. Es más pequeño que los demás cuadros que pueblan las paredes representadas en el cuadro que estamos observando. Este aparente cuadro se diferencia de los otros no solo por su tamaño, sino por su textura. La superficie luce bruñida. En realidad no se trata de un cuadro más. Se trata de un espejo que refleja el rostro de dos personas. Una mujer y un hombre, la reina y el rey. Pero la atención se concentra en el rey, que lo es por derecho propio. Ella sólo es reina por haberse casado con él. Velásquez honra al rey representándolo dentro de la representación; es decir, reduplicando la representación. Porque el cuadro que miramos es obviamente una representación, pero su personaje principal, el rey, no está “directamente” representado,
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como habría ocurrido en cualquier cuadro occidentales que precediera a este, “Las meninas”, realizado en los albores de la modernidad. Es como si la “verdad” del cuadro residiera en representar la representación. Y no solo representarla, sino también darle un lugar de privilegio, duplicándola. Cabría preguntarse por qué Velásquez, puesto que quería duplicar la representación del soberano, en lugar de representarlo en un espejo no lo hizo en un cuadro dentro del cuadro (al que actualmente llamamos “Las meninas”). Se me ocurren dos respuestas, entre tantas posibles. En primer lugar, la representación como pintura, como cuadro “de verdad” dentro del cuadro que miramos, habría dejado al rey sin presencia “viva” en la obra de arte. Un personaje pintado en un cuadro dentro de un cuadro real sería un elemento secundario, una especie de decoración dentro del cuadro propiamente dicho. Por el contrario, si la mayoría de los personajes miran al principal, que está fuera del cuadro pero también dentro (ya que un espejo lo refleja), el observado se impone con su no presencia. Está dejando sentir su presencia real, es como detener el tiempo y a la vez mostrarlo en u devenir. Ese cuadro muestra miradas que miran al rey aquí, ahora y constantemente. Miradas empíricas que, paradójicamente, son capaces de ver lo trascendente. Una especie de avant prèmiere de la postura kantiana que afirmará que el ser empírico y finito (que somos) participa de lo formal, universal y trascendental (que no somos) mediante la razón. Conflicto irresoluble -aunque Kant lo consideró resuelto- entre lo empírico y lo trascendental, entre la finitud y su pretendida capacidad de captar lo infinito, entre la subjetividad y su improbable disposición de acceder a lo universal. En segundo lugar, Velásquez encontró la manera de representar la trascendencia, el más allá del cuadro: el personaje real (en los dos sentidos de “real”: por pertenecer a la realeza y por no ser ficticio) está afuera del cuadro. Lo que trasciende es más importante aún que lo trascendido (que lo representado). Prueba de ello es que concentra la atención y el respeto de la mayoría de los sujetos pintados. Porque hay algo más importante incluso que la representación duplicada y eso, precisamente lo más importante, no está en el cuadro. Pero únicamente nosotros (los espectadores del cuadro) podemos conocer la importancia de lo trascendente gracias a la doble representación que se nos ofrece a la mirada. Lo trascendente en este cuadro es el rey, y la metáfora filosófica remite a que el lugar ocupado en el neo clasicismo por el rey, en la modernidad madura será ocupado por el hombre, en tanto objeto de estudio de la ciencia. Las ciencias sociales seguirán representándose a su objeto de estudio, por ejemplo, como el ser vivo que trabaja y habla; pero es justamente a partir de su posibilidad de hablar, de simbolizar, de crear, que tal vez la representación del hombre como objeto de estudio científico social, en cualquier momento, desaparezca en favor de lo impensado. En su etapa arqueológica Foucault se ilusiona con el psicoanálisis y cierta antropología no representativa mediante las que el hombre tal vez podría escapar a la representación y ser estudiado en su dispersión social, más que como coágulo existencial representable. Foucault, al iniciar su arqueología de las ciencias sociales analiza “Las meninas” como paradigma de la manera privilegiada de acceder a la verdad en la modernidad. Época que estableció que el único conocimiento verdadero era el científico, entronizando como modelo de lo científico a la físico-matemática. En ella, lo importante es la representación en los dos sentidos que señalan “Las meninas”, como representación de la realidad (lo que ocurría en el salón representado), y como duplicación de la representación (la representación del reflejo de lo real, en el espejo). En ciencia, esto se traduce así: el objeto de estudio Se representa (se recorta una porción del mundo a estudiar) y se enuncian fórmulas, modelos y axiomas (duplicación de la representación). La importancia de la primera representación –la denomino representación de “nivel
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uno”- reside en la convicción de que solo se puede conocer “representándose” los fenómenos y sus relaciones. La modernidad trata de conceptualizar a priori, antes que interactuar con objetos concretos. Esto hizo posible la Revolución copernicana. El conocimiento dejó de movilizarse por lo que muestran los fenómenos (en este caso, que el Sol se mueve), y produjo un giro de 180 grados. Se comenzó a construir una concepción de lo real consistente en imaginar que los fenómenos no son lo que parecen (“parece” que la Tierra está inmóvil y el Sol se desplaza). Para dar cuenta de este giro cuya repercusión va mucho más allá de lo meramente cognoscitivo, se enunciaron leyes universales que trascienden lo fenoménico y que son más importantes que los fenómenos mismos: aunque “parece” que la Tierra está inmóvil, hay que imaginarla móvil e imaginar que el Sol, que “parece” girar, está realmente inmóvil. Esta segunda representación, representación de nivel dos, se manifiesta en las leyes pretendidamente universales. Se establece así la duplicidad de la representación similar a la réplica del rey, en la pintura de Velásquez. Lo más importante del cuadro (el pequeño espejo que refleja al rey) apenas lo vislumbramos, en tanto su modelo está más allá del cuadro. Pero da señales de su existencia reflejándose en el fondo de la representación. Si se desglosa esta metáfora, resulta que, en la actividad científica, cuando se contrasta un enunciado observacional (nivel uno de representación) de manera positiva, ese acontecimiento (como el reflejo representado en el espejo) está indicando un más allá, una ley universal de la naturaleza necesaria, universal y verdadera (nivel dos de representación). Con este tipo de supuestos se fue construyendo el proyecto moderno. La filosofía kantiana da cuenta de la duplicación representativa; porque la imagen (el concepto, la representación) de los fenómenos remite a un contenido sensible. Pero sólo las formas puras del sujeto trascendental posibilitan esa representación. Y esto es así porque el sujeto trascendental - por ser a priori, es decir, universal, necesario e independiente de la experiencia - puede representarse la forma de la ley, que responde a esas mismas características: universalidad, forzocidad y ahistoricidad. Esta concepción teórica surgida a la luz de la incipiente y robusta ciencia moderna encuentra su representación estética en “Las meninas” y su conceptualización filosófica en Las palabras y las cosas, en Foucault; quien –a su vez- toma la idea del análisis que Nietzsche hace de la “Transfiguración” de Rafael, en El nacimiento de la tragedia.
1. El filtro de la representación Las palabras y las cosas es un libro crucial en la crítica a la representación efectuada por Foucault. Sin embargo, esta obra, a pesar de estar atravesada por lo nietzscheano, no suele ser identificada como tal. Por el contrario, en los textos foucaultianos de la etapa del poder nadie pondría en duda la presencia nietzscheana. No obstante, Nietzsche está presente en la primera etapa de Foucault. Ambos filósofos, desde sus primeras publicaciones y desde sus respectivos análisis de la representación, han puesto en cuestión la pertinencia de ese modo privilegiado de acceso a la verdad que la modernidad hegemonizó: la representación. A tal punto que normalmente, en una primera aproximación al objeto, no solemos considerar la representación como una mediación entre las cosas y las palabras, sino como algo del orden del conocimiento, de la verdad. El filtro por el que atraviesa el impulso nervioso, provocado por algo externo (las cosas) y relacionado con el significante (las palabras), pulveriza ese impulso hasta convertirlo en meros sonidos, que por tener sentido son metáforas, y que por un olvido de que lo son, terminamos creyendo que son la realidad. Creemos que las metáforas que decimos para referirnos a las cosas son del orden de la verdad. Denominamos conocimiento a este proceso. Creemos que conocemos porque somos capaces de repetir
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lo mismo que habíamos decidido que se vuelva a decir en circunstancias semejantes. Para desarrollar su libro sobre la inopinada relación entre las palabras y las cosas, o entre lo real y su representación, Foucault no solo abrevó, entre otros libros y autores, de El nacimiento de la tragedia, se empapó también con otros textos nietzscheanos, como “Sobre verdad y mentira en sentido extramoral”, del que extrae herramientas arqueológicas; y algo más. La arqueología de Foucault, siguiendo el camino previsto por Nietzsche en El nacimiento de la tragedia, pretende desmontar piedra a piedra, el dispositivo por medio del cual se forman objetos, conceptos, técnicas y valores, que surgieron de ciertas prácticas sociales y necesariamente se apoyan en algún fragmento de poder. La interacción entre prácticas y nuevos saberes produce nuevos sujetos. En este recoveco teórico de Foucault no podemos dejar de reconocer la genealogía nietzscheana que, al develar la constitución interesada de los valores morales, devela la constitución insospechada de cualquier discurso que se pretenda verdadero. En Las palabras y las cosas se analiza justamente las diferentes constituciones de nuevos objetos de conocimientos según el devenir de los diferentes períodos históricos. Se muestra asimismo las bisagras extremas que separan cada época. Entre el Renacimiento y la época neo clásica, se yergue Don Quijote; entre el clasicismo de los siglos XVII y XVIII, y comienzo del XIX se alza una figura duplicada: Justine y Juliette. Entre el loco de las representaciones, el caballero medieval anacrónico -Don Quijotey las locas por pasividad o actividad del deseo corporal, la objeto y la sujeto de deseo inventadas por Sade, se impone un orden regido por la episteme. Además, hay otro orden, el del poder, pero esa instancia no es tema de Las palabras y las cosas, sino de Vigilar y castigar ; aunque Foucault se había ocupado del poder en La historia de la locura y se ocupará más sistemáticamente en obras posteriores. Don Quijote es emblema de un mundo donde ya el lenguaje no se involucra con las cosas, donde se comienza a diferenciar entre las palabras y las cosas. Él que era producto del discurso escrito, muere cuando la representación (modo de conocer moderno) le gana a las semejanzas (modo de conocer medieval). Por su parte, Justine, producto de su época, va dejando de ser palabra para ser representación del deseo de los otros, y Juliette ya es temporalidad, sujeto deseante ella misma, no mero objeto del deseo de otro. Juliette es algo así como la consumación de la modernidad, es sujeto autónomo. Y ambas “representan” asimismo la duplicidad propia de las ciencias sociales, en las que el sujeto de estudio interactúa con el objeto a estudiar, desarticulando el supuesto positivista de que sujeto y objeto se relacionan “sin contaminarse”, “tomando distancia” y garantizando “objetividad” o, dicho de otra manera, que el objeto existe per se y el sujeto no tiene nada que ver con él y simplemente lo refleja como un espejo, cuando –en realidad- más que entre verdades objetivas inmóviles y perennes el conocimiento circula entre enfrentamientos, conflictos, violaciones a las cosas y juegos de palabras. Parecería entonces que el libro de Foucault habla del desorden, sin embargo, habla del orden, del elemento apolíneo y de los efectos de contrariarlos. Por su parte, Nietzsche, en El nacimiento de la tragedia , muestra que lo dionisiaco no puede expresarse plenamente, pero sí lo apolíneo que es utilizado para abordar lo que realmente le importa a la mayoría, que no siempre es lo relevante para Nietzsche. En Las palabras y las cosas, lo dionisiaco se mantiene en los bordes. Así como, en El nacimiento de la tragedia, el tema fundamental, la ciencia, es elidido y, no obstante -o precisamente por ello- es lo realmente importante de ese libro. Dice Nietzsche en sus primeras páginas que el contenido de la obra no está explícito. La primera edición fue en 1871, y en su tercera edición, 1886, el filósofo le agregó una introducción que tituló
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“Ensayo de autocrítica”. En esa introducción afirma que la tarea de El nacimiento de la tragedia es dilucidar el problema de la ciencia y que la obra plantea un problema nuevo, inédito hasta entonces, el de la ciencia concebida como problemática, como discutible, como posibilidad de saber dionisiaco, desprejuiciado, “desmoralizado”, libre, cuya contracara obvia es la apolínea ciencia occidental, moderna y positivista, auto proclamada universal y verdadera. Foucault hace una torsión hacia las consignas nietzscheanas y se plantea como verdadero horizonte de sentido, en su libro sobre las palabras y las cosas, el tema de la ciencia. Aunque en este caso, no se trata ya de ciencia gaya, sino de ciencia nova (para fin del siglo XVIII, comienzos del XIX). Se trata del saber que tiene por objeto de estudio al ser vivo que trabaja y habla. En definitiva, el libro comienza y termina recorriendo caminos nietzscheanos. Se trata de una arqueología genealógica que culmina con la idea de la muerte de Dios, que necesariamente lleva implícita en sí la muerte del hombre.
2. La representación de la representación En realidad, hemos hipostasiado el objeto de la metafísica. El verdadero metafísico, el que piensa la condición formal necesaria de la realidad, sabe que cuando se refiere a ella no está hablando de algo ideal desconectado de la realidad, sino precisamente del movimiento indispensable para que esa realidad funcione. En este sentido, Nietzsche hace una especie de metafísica estético-formal, al comienzo de El nacimiento de la tragedia, cuando alude a la “Transfiguración” de Rafael para ilustrar su concepción crítica de la duplicidad de la representación moderna. No porque Nietzsche considerara que ese juego de espejo metafórico no fuera propio del arte, sino porque juzgaba que ese juego no era el que asume la ciencia, aunque de hecho lo utiliza, sin embargo, únicamente “conocemos” a través de metáforas. El arte refleja su falta de voluntad de verdad de manera impecable. Y es remarcando la duplicidad del arte, lo nebuloso, lo ambiguo e incierto, que Nietzsche delata la sospechosa solemnidad de la ciencia que se pretende verdadera, objetiva, universal. O, dicho de otra manera, la ciencia también se maneja con metáforas, con representaciones, y con representaciones de representaciones creyéndoselas, mientras el arte en cambio las sabe juego. Rafael - La transfiguración
La deconstrucción de la “Transfiguración” de El nacimiento de la tragedia, no tiene las sutilezas literarias con las que Foucault adorna su propio análisis de un cuadro, en Las palabras y las cosas. Nietzsche define parcamente a Rafael como pintor ingenuo, entendiendo por ello aquel que se regodea en la apariencia, en la gozosa belleza de “lo que parece”, es decir, en la representación. Pero en este cuadro (como el Velásquez que analizará Foucault años más tarde) Nietzsche descubre la “apariencia de la apariencia” o doble representación; porque Jesús, cuyo cuerpo ocupa la parte superior del cuadro, se ha transmutado, sufrió una transición beatífica. Pero la tensión que se respira emana de la parte inferior del cuadro, donde, el verdadero milagro se organiza alrededor de un círculo, utilizando dos puntos de fuga diferentes, uno para cada escena (de las dos que nos ofrece el cuadro en el que la representación también se duplica). Las luces provenientes de diferentes fuentes –como ocurre en “Las meninas”- refuerza el carácter especular del conjunto en el que participan las rotundas figuras que, como en Velásquez, contemplan embelezadas al sujeto de la doble representación. En la “Transfiguración” quienes adoran son Pedro, Santiago y Juan;
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en “Las meninas” los servidores. Ambas pinturas irradian luz y transfiguran al personaje principal siguiendo una representación de segundo grado. La representación transporta teniendo como un manto de olvido sobre la cruda realidad. Eso es propio de Apolo, el dios que hiere de lejos. El que pone velos racionales entre las palabras y las cosas. No solo la critica a la representación y el método arqueológico tienden puentes entre Las palabras y las cosas y El nacimiento de la tragedia, además de otros textos nietzscheanos, todo el libro de Foucault está atravesado por lo que Nietzsche dijo de sí mismo atribuyéndolo a una especie de designio: tratar de ver qué ero eso de la verdad, trata de ver qué era eso de la moral, tratar de ver cómo se constituían las proposiciones científicas. Justamente, el fuerte entramado que se establece entre ambos libros se afirma en que en ambos se trata del saber apolíneo en detrimento del dionisiaco, tal como Occidente lo quiso a partir de Grecia clásica. Se tratan períodos distintos, El nacimiento de la tragedia nos remite a Grecia arcaica; Las palabras y las cosas, en cambio, a la modernidad, pero sus problemáticas y abordajes son similares. Sobre todo, cuando sus autores, contra su costumbre, se tornan abarcadores. En Las palabras y las cosas se les dice, a los que todavía se plantean preguntas sobre qué es el hombre en su esencia, que esas esencias, hace ya tanto tiempo denunciadas como simples palabras, no preocupan seriamente a nadie. A los esencialismos, neopositivismos y formalismos –hoy- simplemente podemos contestar con una risa filosófica. Una risa nietzscheana reflexiva y silenciosa, como la evocada por Foucault en las páginas finales de Las palabras y las cosas. Se trata del silencio del amo de Sileno, el que tal como lo describe Nietzsche al final de su libro trágico, es un silencio que aprehende el desencadenamiento global de todas las fuerzas simbólicas que vibran con la misma intensidad del ser que creó ese desencadenamiento. El ditirambo de Dioniso es comprendido únicamente por sus iguales. Por ello, el mundo artístico, en su extraña y seductora magia va rodando entre luchas terribles adormecido por lo apolíneo, se amodorra por siglos entre los pajares de los campanarios y renace triunfante en cada nuevo festejo de la metáfora, un festejo por que sí, vano si se quiere, pero que acepta el simulacro y desconfía de la frialdad del mero conocimiento, de la férrea geografía de los cementerios romanos, de la simplificación de lo múltiple, apostando más bien a los ardores de las equivocaciones, a lo sesgado de las perspectivas, a las ambigüedades de los lenguajes locos y a la brumosa luminosidad de las metáforas nunca del todo destejidas, nunca del todo comprendidas, ni esclarecidas. Esos simulacros que no terminan de perfilarse, o que se perfilan como lo no pensado, en pensamientos negativos, como los aquí tematizados, son el estímulo indispensable para no cerrar el análisis y continuar abiertos a la posibilidad de seguir recorriendo senderos para continuar reflexionando, cuestionando y pensando.
Nietzsche y la liberación del gran hastío ESTHER DÍAZ El eterno retorno será la liberación del gran hastío que produce el hombre. El hombre hastía por pequeño, por mezquino, por pusilánime. Nietzsche dice que ha visto desnudos al más grande y al más pequeño de los hombres y los ha encontrado semejantes. Se asemejan en lo humano. Pero lo humano -para Nietzsche- es justamente aquello que debe
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ser superado. La constatación de lo humano produce náuseas. Una de las principales secreciones humanas, la moralidad, huele a rancio. No obstante, el hombre se acostumbró a ella. En cierto modo lo protege. Al menos, no lo deja expuesto a las pulsiones. La normatividad ha formado una película sobre la piel humana. A veces molesta, produce escozor. Pero siempre sirve de filtro para impedir la liberación de los instintos, para sofocar las pasiones, para contener el deseo. Si se pudiera acabar con la moral, se acabaría -obviamente- con la trascendencia. No habría agregados metafísicos para condimentar o envenenar los hechos. Los hechos, simplemente, serían. Ni la religión, ni las pretendidas buenas costumbre, ni los falaces ideales le agregarían su plus a la realidad. Las acciones no serían castigadas ni premiadas. El sufrimiento y el placer, se agotarían en sí mismos. Nadie estaría orgulloso de sufrir suponiendo que con ello ganara el cielo, o el reconocimiento o una dudosa dignidad. Nadie estaría culposo de gozar creyendo que por ello merecería el infierno, o el desprecio o una vergonzante mezquindad. Si fuésemos capaces de aceptar los hechos en sí mismos, Dios y el ideal de humanidad caerían por su propio peso. El hombre es incapaz de vivir sin apoyarse en la pura nada de la trascendencia. Sólo un ser que supere al hombre aceptaría el despojo trascendental, que es, paradójicamente, el despojo de la nada. Nietzsche no aspira a un mundo sin valores. Al contrario, aspira a una comunidad hacedora de valores, pero consciente de ello. Propone no engañarse sobre las abstracciones, puesto que son simplemente humanas. Sueña con construir valores poetizando, pero sin enajenarse, obviamente, en la obra . Sin pretender que vale por sí misma. Se trata de trasmutar valores o de hacer valores según el sentido griego de poetizar. Poiesis (la acción de poetizar) significa fabricación, ejecución, edificación, dar a luz, engendrar, producir, obtener, celebrar. Se trataría de fabricar valores, de engendrarlos, de darlos a luz, de obtenerlos y celebrarlos. Valores comunitarios, alegres, mundanos. Esto es, no individuales, no adustos, no trasmundanos. Cuando esto ocurra, cuando el hombre haya sido superado, entonces y sólo entonces, con el surgimiento del superhombre, acaecerá el eterno retorno. El mismo sería una especie de mecanicismo poético que difiere del retorno griego, porque es diferente y porque remite a él difiriéndolo, dejándolo en otro plano o transmutándolo. Aunque en una primera instancia resulte paradójico, se trataría de volver al sentido de la existencia de los griegos, pero no al sentido de su concepción del eterno retorno.
1. El eterno retorno griego En la época mítica griega ya existían nociones del eterno retorno. Uno de los paradigmas en el imaginario de esa época (siglo XVIII hasta VII a.C) es el laberinto. El laberinto, en la medida en que no indica salidas, se presta a la reiteración de caminos, a la repetición, al retornar. El retorno temporal, entonces, podría plegarse al retorno espacial que está implícito en el laberinto. Esto podría ser así, se tiene en cuenta que las reflexiones griegas acerca del tiempo se asocian a la noción de espacio. Cuando Aristóteles plasma en forma filosófica la relación entre tiempo y espacio, dice que el tiempo es la medida del movimiento y que el movimiento es cambio en el espacio. Los palacios cretomicénicos semejan laberintos. Tanto la piedra de Fastós, como los relatos arcaicos remiten a laberintos. Cuando el mito se traslada a la escritura es porque ya comenzó a perder su fuerza originaria. Pero la escritura -por lo menos la del inicio del pensamiento racional- no parece inventar demasiado. Preferentemente, recrea mitos. Entonces, no sería osado pensar que existe alguna relación entre los laberintos y el eterno retorno. Dicho de otra manera, el eterno retorno sería con respecto al tiempo, lo que el laberinto es con respecto al espacio. San Agustín, cuyo testimonio sobre este tema es
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sumamente valioso, en tanto es uno de los últimos pensadores antiguos, dice que el tiempo lineal -tal como lo concibe el cristianismo- permite huir del laberinto circular de los engaños paganos. Hesíodo, que vive durante la transición del mito al logos, ofrece, en Los trabajos y los días, la primera versión literaria del eterno retorno. Cuatro son los períodos recorridos por la especie humana: la Edad de Oro, la Edad de Plata, la Edad de Bronce y la Edad de Hierro; después de la cual, se retornará a la Edad de Oro. Además, la narración de Hesíodo tiene una particularidad (que retomaré cuando interprete el eterno retorno en Nietzsche), se trata de un período que Hesíodo incluye entre la Edad de Bronce y la de Hierro, es la Edad de los Héroes. Parecería que Hesíodo (siglo VIII a.C.) no consideraba pertinente que los personajes homéricos, en tanto vivían guerreando, pertenecieran a una época todavía brillante, como la de Bronce. No obstante, tampoco consideraba justo, en tanto estaban nimbados de cierto tipo de sabiduría, degradarlos a una edad opaca , como la de Hierro. Entonces, construye una Edad ad hoc , la de los Héroes, los cuales no sólo sobresalían por su valentía y arrojo, sino también por sus cuerpos privilegiados y su extraordinaria fuerza. De este modo, la Edad de los Héroes representa una transición entre las arquetípicas edades brillantes y la decadencia de los pasajeros de la Edad de Hierro. Varias fueron (desde los pitagóricos hasta los estoicos) las corrientes de pensamiento que sostuvieron la teoría de un tiempo retornando. La Edad de Oro, como su nombre lo indica, es el mejor momento de la humanidad. En la tradición judeo-cristiana equivale al Paraíso Terrenal. Los alimentos eran dulcemente otorgados por la naturaleza. Los hombres no necesitaban trabajar. No había dolores, ni enfermedades, ni maldad. Los animales eran amigos de los hombres y también amigos entre sí. Mucho tiempo duró esa edad dorada. Pero, finalmente, comenzó a declinar. Cada nueva edad implicará una degradación en relación a la anterior. Hasta llegar a la actual Edad de Hierro. No puede haber nada peor que este estadio humano, plagado de trabajos humillantes, de guerras y de mezquindad. Transitamos pues el último ciclo, cuando éste termine, la especie humana accederá nuevamente a una época de bonanza. La teoría griega del retorno tiene similitud con teorías orientales sobre el tiempo cíclico, donde se afirma que la condición de posibilidad para pasar del orden actual a un nuevo orden es una conflagración universal. Aunque en algunas creencias, como la budista, la purificación se da por sucesivas transmigraciones. En el caso de las conflagraciones, el fuego devastador o un caos generalizado acabarán con el mundo actual y se producirá un nuevo orden ( en el campo de las ciencias contemporáneas, las estructuras disipativas de Prigogine también remiten a un proceso que, en teoría, es similar). En ciertas tradiciones, el caos no se produce por medio del fuego, sino del agua. Tal es el caso del Diluvio Universal en las Sagradas Escrituras. La concepción griega del tiempo cíclico se encuentra en franca correspondencia con su noción de la relación espacio-tiempo. Se encuentra asimismo en correspondencia con la exigencia de explicar las causas últimas a partir del ideal de perfección. No obstante, la solución resultó una paradoja. Si algo transcurre, cambia, y si cambia, no es perfecto. El movimiento niega la perfección y la perfección niega el movimiento. No obstante, si el movimiento es circular, es decir, si no comienza ni termina en ninguna parte, se acerca más a la perfección que si comenzara en un punto determinado y tendiera hacia una meta (como el movimiento rectilíneo). Ahora bien, si el tiempo se concibe de manera circular, necesariamente, llegará un momento en que los sucesos, cuya característica principal es transcurrir en el tiempo, se volverán a encontrar consigo mismos; esto implica eternidad. La noción filosófica griega de la circularidad responde al argumento de que sería absurdo pretender que hubiera un
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tiempo antes o después del tiempo. A partir de ello -y con más o con menos mediaciones, según las diferentes versiones griegas acerca de la eternidad- se arriba a la conclusión de que, finalmente, el tiempo “se encuentra consigo mismo”, es decir, retorna. Pero falta dilucidar aún si el retorno es idéntico o semejante. Esto es, si retorna lo mismo (las mismas personas, las mismas situaciones, la misma historia) o retorna algo similar (personas, situaciones e historias distintas pero similares). Todo parece indicar que los griegos postulaban el eterno retorno de la identidad, es decir de lo mismo. Sus ejemplos son claros: otra vez Sócrates caminará por el Ágora ateniense, otra vez Troya, otra vez Aquiles, otra vez tú, otra vez yo. Sin embargo, nada parece indicar que retorne el recuerdo. Aunque esto tiene una lógica implacable dentro de la teoría. Porque el recuerdo agregaría una novedad al retorno. En una situación determinada, acordarme de que la viví antes le sumaría una experiencia adicional. Por lo tanto, ya no sería exactamente lo mismo. Otro tanto ocurriría respecto del futuro. Si ya sé lo que pasó, no está pasando lo mismo. No existe, entonces confirmación mnemónica del eterno retorno. Infinitas veces yo escribí estas palabras, infinitas veces quien las lee las ha leído. Pero ni yo, ni quien ahora las lee lo recordamos. Además, la sucesión es una pobrísima manera de captar las cosas, propia por cierto de seres finitos. Veo una rosa, luego un puente, luego una montaña. Pero en la eternidad todo se da al mismo tiempo, como en el Aleph de Borges. La eternidad abarca todo. El pasado está en el presente, así como también el porvenir. Nada transcurre en este mundo, en el que todas las cosas persisten en la felicidad de su condición. Empédocles recordando sus vidas anteriores, se dice a sí mismo doncella, rama, ciervo y un pez surgiendo tembloroso de la espuma del mar.
2. El eterno retorno nietzscheano Nietzsche habla del eterno retorno por primera vez en La gaya ciencia. En el parágrafo 341 nos invita a imaginar que un demonio nos dice que tendremos que vivir esta vida innumerables veces más. No habría absolutamente nada nuevo. Cada dolor, cada alegría, cada pensamiento, cada suspiro se reproducirían exactamente en el mismo orden. Es decir que ni siquiera cabría la posibilidad de distintas combinaciones. Se trataría de lo mismo. Si la idea de ese retorno infinito arraigara en cada uno de nosotros, nos aniquilaría o nos transformaría. Porque la pregunta “¿Quieres que esto se repita innumerablemente?” pesaría en todos y cada uno de nuestros actos. Obviamente, necesitaríamos amar mucho la vida -y a nosotros mismos- para desear que todo se repita innumerables veces. En Así habló Zaratustra, Nietzsche se refiere al eterno retorno en diversos y breves capítulos de la tercera parte. Haré una síntesis de los mismos enunciando, en cada caso, el nombre del capítulo entre comillas. En “De la visión y del enigma”, Zaratustra se declara amigo de quienes aman los grandes viajes y no les gusta vivir lejos de los peligros. Zaratustra está viajando en barco y permanece tres días sumamente triste, sin hablar. Finalmente habla dirigiéndose a los buscadores, a los indagadores, a los intrépidos, a los ebrios de enigmas y de laberintos. Expresa su predilección por los que no quieren seguir a tientas un hilo (en clara alusión a Teseo), sino que prefieren adivinar. Para Nietzsche, Teseo representa a los cobardes que deducen siguiendo ciegamente el hilo de la razón. En cambio, los valientes se dejan seducir por el dulce sonido de las flautas (probable alusión a Ulises), rechazan lo razonable, prefieren adivinar, en última instancia, aceptan el azar. Zaratustra se ha visto a sí mismo avanzando hacia arriba, a pesar de que el espíritu de
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pesadez lo tiraba hacia abajo. El espíritu de pesadez es mitad enano y mitad topo, es paralítico y paralizante. Deja caer gotas de plomo en el oído y en el cerebro de Zaratustra. Pero como el hombre es el más valeroso de los animales, Zaratustra se enfrenta a aquel engendro. Le enrostra su incapacidad (la del espíritu de pesadez) para asimilar el pensamiento abismal de Zaratustra, es decir, el pensamiento del eterno retorno. Aquel ser, topo y enano al mismo tiempo, salta del hombro de Zaratustra. Este le muestra un portón. En ese portón convergen dos caminos que nadie recorrió hasta el final. El camino que va hacia atrás dura una eternidad, es el pasado. Pero el camino que va hacia adelante, que es el futuro, también dura una eternidad. El tiempo pasado es eterno, en tanto infinito. El tiempo por venir es asimismo infinito y por lo tanto, eterno. El portón es el instante. Ahora bien, si el pasado es infinito, el instante - el portón- está contenido en él. Si el futuro es infinito, el instante también está contenido en él. Si alguien recorriera alguno de los dos caminos, ¿se contradeciría eternamente? El enano discurre acerca de que toda verdad es curva y que el tiempo mismo es un círculo. Zaratustra se enoja y le reprocha que se tome todas las cosas a la ligera. Luego, sigue su consideración. Si el camino es eterno, todas las cosas que pueden correr ya lo tienen que haber recorrido. Para atrás y para adelante. Si todo existió, este portón también ha existido. Pero Zaratustra tiene miedo de sus propios pensamientos y del trasfondo que implican. De pronto, escucha el escalofriante aullido de un perro. El perro está cerca. Pero Zaratustra ya había oído aullar de esa manera a un perro. Cuando era niño, en su remota infancia. Y ahora, como entonces, siente lástima. De repente, todo desaparece. Zaratustra se encuentra solo entre peñascos salvajes. Ve un joven campesino que se retuerce de dolor en el suelo. Una serpiente se le había introducido en la garganta. Zaratustra tira de ella, pero no puede arrancarla. El horror del joven es un compendio de todos los horrores. Se desvanece. Zaratustra le grita que muerda, que descabece a la serpiente con sus dientes. Por fin el campesino muerde y escupe la cabeza de la serpiente lejos de sí. Este acto lo transfigura. Entonces ríe con una risa magnífica. Zaratustra anhela esa risa porque después de esta visión no puede soportar la presencia de la vida, aunque tampoco puede soportar la existencia de la muerte. En “Antes de la salida del sol”, Zaratustra dice que a los hombres que más odia es a los que andan sin ruido, a los medias tintas, a los dubitantes e indecisos como nubes pasajeras. Dice asimismo que más allá del bien y del mal (donde no existe la moral) sólo existen tribulaciones pasajeras. Porque las cosas están bautizadas en el manantial de la eternidad. Allí, el cielo Azar reina sobre todas las cosas libre de finalidad, pletórico de inocencia y de arrogancia. Porque la mayor pureza consiste en comprender que no existe ninguna telaraña eterna tejida por la araña razón, sino una pista de baile para los azares. Una mesa de dados para jugadores divinos, es decir, no humanos. En el capítulo “El convaleciente”, Nietzsche vuelve a referirse al eterno retorno (primero había pensado titular este capítulo “La evocación”). Zaratustra se llama a sí mismo abogado de la vida, del sufrimiento y del círculo. Cae en un letargo profundo y está siete días yaciendo. Había sufrido el mismo dolor que el campesino, no podía asimilar la serpiente de un retorno eterno . Pero puede finalmente escupir la cabeza de la serpiente. Cuando los animales que acompañan a Zaratustra ven su alegría se ponen a cantar un himno al eterno retorno (“Eternamente rueda la rueda del ser”). Zaratustra les dice que saben bien lo que tuvo que cumplirse en siete días (hace un símil con los siete días de la Creación bíblica). Pero no parece aprobar la actitud de los animales. Los llama repetidores, machacones, organilleros y crueles. Aunque el hombre es, realmente, el más cruel de los animales, pues inventó las corridas de toros, las
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tragedias, las crucifixiones y el infierno. Y la tristeza de Zaratustra provenía, justamente, de imaginar que el hombre, esa mezquindad, retornaría eternamente. A Zaratustra lo estrangulaba la serpiente del saber (referencia a la serpiente bíblica). Lo asfixiaba la posibilidad de un eterno retorno del hombre. Zaratustra canta para aliviarse de su náusea por el hombre y teme que sus animales conviertan rápidamente su canto en estribillo machacón. Efectivamente, los animales cantan y lo nombran maestro del eterno retorno. Se trata de un retorno de la identidad. Ante eso, Zaratustra cierra los ojos, no quiere ver, no quiere escuchar. Los animales se van. Hasta el águila (el orgullo) y la serpiente (la sabiduría) se alejan dulcemente. Sólo quedó el silencio. Nietzsche pensaba titular “Ariadna” al capítulo siguiente, finalmente lo denominó “Del gran anhelo”. Zaratustra le dice a su alma que le ha enseñado a decir “hoy” como se dice “alguna vez” y “en otro tiempo”, porque si el alma está grávida de felicidad, ¿no están juntos el futuro y el pasado? Se encuentran nuevamente alusiones al retorno en el capítulo llamado “Los siete sellos. (O: La canción 'si y amén')”. Zaratustra camina en la cima de una elevada cresta formada por el choque de dos mares: el pasado y el futuro. Está grávido de rayos y dice “¡Sí!” Desea la eternidad y el nupcial anillo del retorno. El, que con ninguna mujer quiso tener hijos, elige tener hijos con la eternidad. Porque la ama. “Yo te amo eternidad”. Pero lejos está Zaratustra de amar en ella a la identidad.
3. Nuestro eterno retorno “¡Interpretad la visión del solitario!” es el grito que Nietzsche emite desde el Zaratustra. Es difícil sustraerse a la seducción de esa invitación. Por otra parte, es difícil olvidar que acerca del superhombre, Zaratustra le habla a todos, acerca de la muerte de Dios, a algunos, y acerca del eterno retorno, sólo a sí mismo. ¿Quién es ese sí mismo?, ¿únicamente Zaratustra o cada uno de los “sí mismos” que escuchan su grito? Si Nietzsche sólo hubiera querido el pensamiento del eterno retorno para él mismo (para el sí mismo de Zaratustra) no lo hubiera publicado. Hubiera hecho silencio respecto de su pensamiento abismal. Pero no sólo habló, sino que nos anima a interpretarlo .”¡Interpretad la visión del solitario!”, dice luego de describir la visión del campesino y la serpiente. Es decir que Nietzsche, de alguna manera, nos legó el pensamiento que él consideraba como el más profundo. Nietzsche exhorta por medio de lo que se podría denominar un grito literario-filosófico. Y si bien un grito no es en esencia una descripción, sirve no obstante para describir la vida anímica. El grito es más primitivo que cualquier descripción, pero describe un estado de ánimo. En este caso, el de Nietzsche cuando quiere comunicar el eterno retorno. Posiblemente, también el estado en que se encontraba cuando lo concibió. Es cierto que Nietzsche no se quiere convertir en profesor de filosofía. Se niega a “explicar” el eterno retorno. En cambio, brinda pistas. Rechaza, con total lucidez, a los académicos que se autoentronizan como los amos de la verdad. Ellos explicarían “objetivamente” su pensamiento. Pero Nietzsche no quiere eso. No obstante, arroja su desafío. Habla enigmáticamente del eterno retorno y en esas mismas páginas se declara amante de los que “adivinan” y no de los que “siguen el hilo del logos”. Nietzsche considera que, cuando se produjo el ascenso de Apolo en detrimento de Dionisos, comenzó el reinado del hombre. Sócrates es la figura paradigmática del acaecer de la razón y de la represión de los instintos. Ahora bien, cuando se produzca nuevamente
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la confrontación cabal entre Apolo y Dionisos, entonces y sólo entonces, el hombre será superado ; esto es, se producirá el reinado del superhombre. El eterno retorno pues sería el retorno al sentido de Grecia arcaica. Sentido que comienza a desaparecer en Grecia clásica y que termina de morir con el triunfo del idealismo y la ciencia modernos. Volver a la época trágica de Grecia (la arcaica) significaría perderse nuevamente en el todo. En la multiplicidad no categorizada de ese momento de la historia en el que no existía la individuación. Es decir, en el momento en que no había individualismo, ni conocimiento como representación racional, ni una moral al servicio de la dominación. En el que la voluntad de poder no había sido reducida a voluntad de dominio. Pero en una cultura en la que no se utilizaran abstracciones para imprimirle al mundo un orden que no tiene, no sería necesario exaltar lo múltiple. Lo múltiple simplemente se daría. En este plano, la noción de “lo mismo”, para Nietzsche, es la instancia en que no existe diferencia, porque no existe identidad . Identidad como categoría impuesta desde el exterior para imprimir un orden que se pretende válido. La identidad como categoría formal universal ha servido a un dominio enmascarado de cientificidad. En cambio, si se diera una identidad comunitaria por la fuerza misma de los valores que construye y comparte una sociedad, el suelo estaría fértil para el superhombre. Ya que el superhombre no puede ser una individualidad, ni varias. El superhombre es comunidad, porque mientras exista individuación, seguirá habiendo hombres. Y, sabido es, la condición para que aparezca el superhombre es la muerte del hombre. El retorno, entonces, es un volver a perderse en la confusión creadora al modo en que la vivieron los griegos del período mítico. Morder la cabeza de la serpiente sería terminar con la hegemonía de la racionalidad científica - matriz del pensamiento político- que nos atosiga con sus “verdades”. Una forma de pensamiento que no puede dar cuenta de lo otro sino reduciéndolo a lo mismo. Lo mismo ahora en sentido negativo, porque es una mismidad que niega las multiplicidades propias de la realidad y las subsume bajo categorías abstractas como Dios, ser, esencia, idea absoluta o superación dialéctica. Una mismidad utilizada para domesticar, entre otras cosas, por medio de la culpa. Una de las armas más poderosas utilizadas en Occidente para dominar ha sido la culpa. “Si sos diferente, si no te advenís a lo norma, entonces, sos culpable”. Nuestra cultura ha logrado introducir la culpa en el corazón mismo del individuo. El eterno retorno nietzscheano no es entonces, como en la visión griega, el acaecer de una Edad de Oro en la que no existirá el dolor. En el retorno habrá dolor, pero no habrá penas, porque habrá olvido. El dolor, despojado de la idea de castigo y de recompensa, se agotará en sí mismo. El dolor es fácilmente olvidable sin todas los aditamentos que las prácticas sociales le fueron agregando. Sólo el olvido fortalece lo suficiente como para seguir reafirmando la vida, para seguir diciendo “sí”. “¿Esta es la vida?, bueno, ¡otra vez!” Nietzsche habría pensado el eterno retorno en dos planos. Un plano transmoral (o posmoral) y un plano ontológico. El primero meramente pensado y para ser pensado, incluso sentido. Así lo presenta en la formulación que le da en La gaya ciencia, “Imagina un demonio diciéndote que esta vida retornará eternamente” (parágrafo 341, antes citado). El segundo se manifiesta en muchas de las enunciaciones nietzscheanas del retorno (varias de ellas citadas en este artículo), en las cuales éste aparece como continente de un estado posible del mundo. En la enunciación transmoral Nietzsche parece intentar una desculpabilización de la existencia. Habría que vivir cada instante de manera tal que soportáramos vivirlo eternamente. Si imagináramos que cada acontecimiento se ha producido ya infinitas veces, y que infinitas veces más se va a producir, lo despojaríamos de todo sentido extra. Lo asumiríamos en sí mismo. Amaríamos los hechos, descartaríamos los aditamentos morales.
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Es muy probable que en un primer momento este fuera el sentido del pensamiento abismal de Nietzsche. Pero este pensamiento cobró estatus ontológico; es decir, acaecería realmente un eterno retorno, se actualizaría, se produciría a nivel de lo real. Nietzsche, que en tanto filólogo, conocía muy bien la idea griega del retorno , está influido obviamente por esa idea. Pero su retorno difiere radicalmente del griego. Además, Nietzsche que primero amó y luego detestó a Schopenhauer, difícilmente pensara en un retorno de la identidad, tal como lo había pensado Schopenhauer (expresado, fundamentalmente, en El mundo como voluntad y representación). Una multiplicación temporal de espejos repitiendo lo mismo eternamente. Para Schopenhauer la forma de aparición de la voluntad es sólo el presente. Ya que pasado y porvenir existen únicamente para el concepto y por el encadenamiento de la conciencia, sometida al principio de la razón. Nadie vivió en el pasado, nadie vivirá en el futuro. Sólo vivimos en el presente. El presente es lo que retorna, mejor dicho, lo que nunca deja de ser. El gato gris que vemos en el patio en este momento es el mismo que brincaba hace quinientos años. Esta afirmación puede parecer una locura. Pero para Schopenhauer más locura sería imaginar que fundamentalmente se trataría de otro gato. El retorno nietzscheano no sería entonces un retorno de lo idéntico, como en los griegos (que lo postulaban en relación con su concepción circular del tiempo). Ni de un presente perpetuo, como en Schopenhauer (que lo postula por una exigencia de su propio pensamiento). Es dable pensar que en algún momento, retornará un mundo sin individuaciones, un mundo sin moral. Será otra etapa del mundo. En realidad, sería un retorno creativo, un retorno de los simulacros, no de las copias. A partir de esto, no se puede dejar de notar que también Nietzsche, a pesar de él mismo, es moderno. El superhombre y el eterno retorno huelen a utopía, a esperanza en un mundo (en algún sentido) “mejor”. Sin embargo, el mismo Nietzsche alerta, por un lado, de que su retorno no es tan simple como lo creen los animales de Zaratustra y, por otro, que todo es interpretación. En la interpretación de Deleuze, por ejemplo, no se trataría de un retorno de lo mismo, sino de lo diferente. Sólo la afirmación retornará, es decir, la diferencia. Lo que retorna es la identidad del mundo con el caos. Para Deleuze la repetición, en el eterno retorno, es la fuerza propia de la diferencia, del devenir, de lo azaroso.
4. Grandes hombres y superhombre Es evidente que en el pensamiento nietzscheano los pasos que el hombre ha dado en la tierra y los pasos que fue siguiendo Nietzsche en su pensamiento y en la expresión del mismo conducen hacia una figura que se proyecta más allá del hombre, más allá incluso de Nietzsche-Zaratustra. El Zaratustra histórico (o Zoroastro) había reducido lo ontológico a lo ético. Mejor dicho, hizo surgir lo ontológico de lo ético. Para ese persa del siglo VII antes de Cristo, el principio originario de la realidad misma es la lucha entre el bien y el mal. A partir de ese principio surge el mundo, es decir, todas las cosas. Nietzsche, que se propone invertir la filosofía platónica, toma como personaje de su libro más representativo, justamente, a esa especie de Platón oriental que fue Zaratustra. Y lo invierte. El Zaratustra nietzscheano disuelve la ética en la ontología. Todo lo moral desaparece en los hechos mismos. El superhombre estará más allá del bien y del mal. El tiempo será una especie de presente eterno no por fatalismo orientalista, sino por decisión reafirmadora de los que saben decir sí. Algo se ha avanzado en el camino hacia la alegría de un mundo sin abstracciones
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idealizadoras. La muerte de Dios ya aconteció, es decir que ya está dada la condición de posibilidad para la muerte del hombre, después de la cual recién podrá darse el superhombre. De todos modos, hay transiciones, “figuras” preanunciadoras. Una de ellas es la de los hombres superiores. Etapa que se corresponde formalmente - y cambiando lo que haya que cambiar- con la Edad de los Héroes de Hesíodo. El hombre superior es más que el hombre, pero todavía es humano. El héroe de Hesíodo ya no se encuadraba en una Edad brillante como la de Oro, de Plata o de Bronce, sin embargo superaba ampliamente al hombre de la Edad de Hierro que lo seguiría en el devenir temporal. Cuando se produzca el superhombre, acaecerá el eterno retorno. Mejor dicho, uno no puede ser sin el otro, son simultáneos. Ese retorno es eterno porque es una instancia fuera del tiempo. Fuera del tiempo lineal del historicismo. Lo eterno nietzscheano no tiene que ver con una sucesión, sino con un reencuentro con el espíritu de Grecia arcaica, con lo dionisíaco. En esa Grecia se daba el fenómeno de lo trágico como naturaleza de la realidad. El arte griego arcaico expresa la condición trágica del mundo, el choque inevitable de antagonismos primordiales. La mirada de Nietzsche se dirige a aquella época que él considera dorada y que es destruida por la Grecia clásica; en la cual predomina Apolo. La realidad, antes de ser adulterada por el espíritu y las consecuentes prácticas de la filosofía racionalista, era aceptada con su propio peso. El peso de la tensión. Tensión entre Apolo y Dionisos, sin dialéctica, sin síntesis igualadoras. Síntesis que, por otra parte, no existen en la realidad, sino que son falsamente impuestas por el pensamiento abstracto, especulativo y dominante. La dialéctica que devora diferencias es la máxima invención del idealismo, de la degeneración de un pensamiento hipertrofiado, alejado del mundo. Zaratustra anuncia la muerte de Dios. Pero Dios, como el personaje de Gritos y susurros de Bergman, está muerto pero respira. Arrastramos aún la carga del idealismo.
5. El retorno de la alegría La edad trágica no será la misma que ya acaeció, ni una época dorada sin dolor. Habrá dolor, pero no sufrimiento idealista. Será una época en la que se podrá afrontar las más duras de las guerras, sin agregarle penas inventadas en nombre de la moral. No será un retorno a una satisfacción ramplona propia del último hombre. Este hombre que se adormece con el confort, que vive aletargado en la calidez de su hogar burgués. El eterno retorno exige placeres cósmicos. Ya los hombres superiores son desesperados, esto es, no tienen esperanza. Por lo menos, no la mezquina esperanza de conservar su pequeño bienestar. Sólo el mediocre puede estar conforme consigo mismo, con su empleo asegurado, con su Dios dominguero y la pegajosa tibieza de su cama matrimonial. Dice Bataille, en quien resuenan tonalidades nietzscheanas, que el placer del banquete y el placer de los sexos deberían ser considerados como experiencias simbólicas de que en lo caduco persiste lo permanente . Es decir, si somos capaces de considerar que todo es lo mismo , en el sentido de que ya fue y de que volverá a ser, todo tendrá omnipresencia. Estaremos ante el todo, sin trascendencias, sin pecado, sin vergüenzas. Por otra parte, si el tiempo existe, si no es una forma pura, como pretendió Kant, el más austero de los idealistas, entonces el tiempo no comienza ni acaba, es eterno. No como ser estable que no admite modificación, sino como eternidad presente, como posesión entera, simultánea y perfecta de una vida interminable. Llegar a esta intelección es morderle la cabeza a la serpiente del retorno. Cuando Zaratustra cree que se trata de un retorno de los mimo, en el sentido en que lo expresan sus animales, no lo puede soportar. Sufre y se desmaya de dolor como el campesino. Pero cuando le muerde la cabeza a la
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serpiente, es decir, cuando comprende que no es el hombre el que retorna, entonces escupe lejos la cabeza de la serpiente y ríe. Los animales y el espíritu de pesadez le cantan a un eterno retorno de lo mismo, Zaratustra-Nietzsche, en cambio, proclama un eterno retorno de la diferencia, de la multiplicidad, del azar, del simulacro. Plomo en el cerebro es pensar que esta vida volvería igual. No obstante, con fines liberadores conviene pensarlo. Pero igual en los hechos, no en el agregado idealista de la moral y la trascendencia. Vuelve el aullido del perro, pero ya no le temor a los fantasmas. No vuelven los pusilánimes, simplemente, porque no pueden resistir el eterno retorno. Los medias tintas, los temerosos, los asegurados, los previsores, los débiles de espíritu, esos desaparecen por su propia pequeñez. Vuelve el imperio del Azar, de la Inocencia y de la Arrogancia. Es decir, no hay leyes pretendidamente universales, ni morales ni científicas. No hay trascendencia, tampoco resentimiento. El superhombre es arrogante, tiene la seguridad que otorga medirse en las luchas sin lastres abstractos. Simplemente frente a frente. En el eterno retorno nietzscheano desapareció (no retorna) la araña de la razón. Azares divinos, pista de baile para los que no conocen a la rumiante vaca de la especulación. El superhombre tiene un solo estómago. Come y elimina. Vive y olvida. El hombre tiene siete, sigue rumiando sus mezquindades y la de los demás, las regurgita. Si Zaratustra es el abogado de la vida, del sufrimiento y del círculo, es porque está litigando contra la historia para que se reafirme la vida, se olvide la culpa y se retorne a lo trágico. Pero no sólo el hastío por el hombre estrangulaba a Zaratustra, también el saber estrangula. La serpiente bíblica entorpece la digestión. En el eterno retorno, no habrá un científico habitando en una choza a la sombra del templo del conocimiento. El cementerio de la intuición se vendrá abajo con la carcajada del superhombre que sabe que el conocimiento es metáfora. Se sabrá poeta de poesía caliente, no de una sabiduría fría como la piel de la serpiente. Si el alma está grávida de felicidad porque todo está a la vista, comprende que todo es igual, es decir, acontecimiento. Acontecimientos “buenos” y “malos”, son inventos humanos. El superhombre camina entre dos mares que se chocan: el futuro y el pasado. El es puro presente, no sabe decir “alguna vez” ni “en otro tiempo”, sólo sabe decir “ahora”. Retorno del instante, gravidez de rayos, decir “sí”. Nietzsche atenta contra dos milenios de contranaturaleza y de agravio a la reafirmación de la voluntad. El comienzo y el fin de su pensamiento es que todo lo pesado se torne liviano, todo cuerpo, bailarín, todo espíritu, pájaro. Las palabras preñadas, bamboleantes por la pesadez del pensamiento racional, abortarán su deforme criatura. Es innegable que el eterno retorno huele a utopía. Aunque cabría preguntarse si no será, acaso, un simulacro de utopía. Nietzsche nos desengañaría de las utopías por medio del trámite (nada sencillo) de mostrarnos cómo se arma un simulacro de utopía. Nietzsche descalificaría, de este modo, la pretensión de que la utopía (o los ideales) fuera algo en sí misma y operara realmente en la historia. Si esto es así, el recurso teórico de Nietzsche, en lo que respecta al eterno retorno, sería un “mostrar” en sentido wittgensteiniano: en lugar de argumentar en contra de la utopía, mostrar el absurdo de la misma o, dicho de otra manera, jugar con su simulacro. La liberación del gran hastío, entonces, no sería imaginar el eterno retorno como proceso a realizarse por sí mismo, sino como proceso creador surgido de quienes son capaces de inventar realmente nuevos dioses.
Pedagogía del caos
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Esther Díaz El primer principio de la termodinámica postula que la energía total del universo se mantiene constante, no se crea ni se destruye, se transforma. Pero el segundo principio estipula que si bien la energía se mantiene constante, está afectada de entropía. Es decir, tiende a la degradación, a la incomunicación, al desorden. La enunciación del principio de entropía conmocionó a una ciencia que tenía como uno de sus principales bastiones la capacidad de predecir de manera determinista. Y, tan pronto como se conoció la tendencia al caos, se pensó en la autoaniquilación del universo . No obstante, existen posturas científico-epistemológicas optimistas, porque el caos no implica necesariamente la destrucción definitiva del sistema afectado. Del caos puede también surgir el orden. Mejor dicho, un nuevo orden. Ilia Prigogine, Premio Nobel de Química 1977, considera que se pueden esperar nuevos equilibrios surgidos de situaciones críticas, caóticas o que tienden a la incomunicación. Prigogine llega a esta conclusión a partir de sus estudios sobre estructuras disipativas. Se trata de sistemas altamente desordenados en los cuales la conducta imprevisible de un elemento del conjunto puede conducir a una reestructuración armónica. Estos sistemas de reintegración de fuerzas han sido estudiados, entre otras disciplinas, en la física, la química, la informática, la biología y las ciencias sociales . Pensemos una situación de crisis como la que se vivía en la decadencia del Imperio Romano. En medio de terribles fluctuaciones sociales comenzó a cobrar volumen una de las tantas sectas orientales que circulaban por el Imperio. Entre las escuálidas ruinas de un mundo que se derrumbaba surgieron tímidos brotes de subjetividades renovadas. La secta cristiana, una más de las tantas que pululaban entonces, se propagó de manera subterránea. No obstante, para la caída del Imperio, los cristianos contaban con una organización que les permitió constituirse en una fuerza de magnitud insospechada. Lo que se inició como dispersión, logró imponerse a las inveteradas costumbres romanas. Estamos frente a un caso de legalidad surgida de células sociales aparentemente incomunicadas entre sí. Las estructuras disipativas abren una posibilidades de nuevas lecturas sobre la pedagogía. Pues, cambiando lo que hay que cambiar, también en los procesos educativos se producen situaciones que amenazan con ser caóticas. Pero que contienen entre sus propios elementos las condiciones de posibilidad para un cambio positivo. Ovbiamente, que una propuesta de este tipo implica un cambio de perspectiva respecto de la manera tradicional de pensar la educación. Pero tal vez también en esto convendría escuchar a Prigogine. Quien asegura que si revirtió los conceptos clásicos de la ciencia, no fue porque se lo haya propuesto a priori, sino porque estudiando el devenir de diferentes procesos, llegó a la conclusión que no siempre los procesos irreversibles conducen a un camino sin salida; que no se puedan revertir no necesariamente implica que se agoten. Pueden surgir nuevas posibilidades. O, dicho de otra manera, nuevas oportunidades. En otras épocas se sostenía que la pedagogía debía conducir a la perfección del ser humano. En plena época tecnológica y digital, esos valores evidentemente están siendo descartados. Hoy el ideal del “hombre ilustrado” le está dejando su lugar al ideal de la capacidad de aprender. Antes el conocimiento se acumulaba, ahora se descarta. Mejor dicho, se aprenden cosas que en poco tiempo dejan de tener vigencia. Por ejemplo, los programas de computación que “envejecen” tan pronto como se los comienzan a manejar
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con cierta soltura. Se trata entonces de estar abiertos a nuevas capacidades e informaciones, más que a la adquisición definitiva de los conocimientos. El paradigma del mundo como un gran texto que debe ser leído de manera lineal, siguiendo una cadena de causas y efectos, se desvanece en favor de la realidad como un hipertexto con varias entradas. Actualmente, el mundo de los argumentos debe compartir espacios con las imágenes. La pantalla convive con el libro; la escritura con el mundo de las imágenes; y la concisa realidad cotidiana con la sugerente realidad virtual. Es verdad que la actual intoxicación de información trae aparejados varios incovenientes, pero no deja de aportar sus ventajas. Es un inconveniente, por ejemplo, la “desaparición del tiempo”. La mayoría de los contemporáneos activos nos quejamos por la falta de tiempo. La simultaneidad informática y mediática nos obliga a reacciones instantáneas y nos aleja de la reflexión. Además, la desaparición de las distancias y el surgimiento de comunicaciones compulsivas nos incitan a integrarnos a diferentes redes informáticas (E-mail, Internet, fax, sumados a las comunicaciones ya tradicionales como el correo, el telégrafo y el teléfono). Las formas humanísticas de la meditación y la crítica han entrado en crisis. Pero la crisis no necesariamente desemboca en caminos sin salida. Nos estamos enfrentando con desafíos pedagógicos desconocidos hasta el presente. Indignarse por lo que una época histórica dejó detrás puede ser legítimo. Pero no ayuda a recuperar lo perdido, ni ayuda tampoco a interactuar con las nuevas formaciones culturales. La reflexión pedagógica no puede, o no debe, prescindir de las realidades actuales. Nuestro presente ha generado una episteme polifacética. Los territorios de cada disciplina de estudio ya no están determinados de manera férrea. Los márgenes epistemológicos de las distintas ciencias se flexibilizan y sus corpus se hacen más complejos. Por otra parte, en ética se asiste a una pluralidad de códigos. Cada vez se presta más atención al respeto por la diferencias y a la posibilidad de aceptar (al menos en teoría) las posturas ajenas por disímiles que sean a las propias. Las actuales prácticas sociales, científicas y morales le exigen a la pedagogía teorías acordes con la época que nos tocó vivir. La consideración del conocimiento y de las subjetividades como construcciones históricas no puede dejar de lado la incidencia del azar y de la libertad. Tampoco la posibilidad de las crisis o del caos. Hemos arribado al fin de las certidumbres. La naturaleza y el ser humano distan mucho de ser previsibles. Pero ello no impide estudiarlos ni conocerlos. Exige, más bien, tratar de comprenderlos no ya como objetos de estudio, sino como sujetos de diálogo. Estamos en el umbral de un nuevo capítulo de la historia de la pedagogía. Nuestro desafío, entonces, es pensar, discutir y construir esta disciplina científica en continuo proceso de cambio: una pedagogía de lo previsible, pero también del devenir - en última instancia - una pedagogía del presente que no reniega del pasado pero que apuesta al futuro.
Posmodernidad y vida cotidiana Esther Díaz Hipótesis a defender: Los sujetos nos vamos constituyendo a partir de las prácticas sociales de nuestro tiempo histórico y de los discursos que circulan dando cuenta de esas prácticas y coadyuvando a constituirlas. Nuestras prácticas – hoy – están dominadas por tecnologías sofisticadas y, en general, recientes. En cambio, nuestros discursos son
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herencias de prácticas ya perimidas o, al menos, cuestionadas. El choque entre las nuevas tecnologías y los léxicos heredados han producido una fragmentación en los procesos de constitución de los sujetos y, por lo tanto, de identificación de nosotros mismos. Somos sujetos fragmentados o multifrénicos, lo cual no necesariamente provoca una situación alarmante, ya que del caos – sabido es – puede surgir el orden o, mejor dicho, un nuevo orden. En la presente reflexión pretendo señalar algunas perspectivas de nuestra actual conformación como sujetos, es decir, señalar como nos autoidentificamos como sujetos a partir de nuestra vida cotidiana actual.
Desarrollo del tema: me referiré en primer término a los dos léxicos heredados y hoy fragmentados a los que apelamos para dar cuenta de nosotros mismos: el lenguaje del romanticismo, utilizado comúnmente para dar cuenta de nuestra emotividad; y el lenguaje del modernismo, al que apelamos para determinar nuestra condición de seres racionales. Ambos son productos de la modernidad. Pues el romanticismo es una contracultura moderna (crítica de la modernidad) de fuerte influencia cultural y cotidiana expandida a comienzos del siglo XIX y con ramificaciones hasta la actualidad; mientras que el modernismo responde a una corriente artístico-científica, es decir cultural, que se afianza en el paso del siglo XIX al XX y sigue marcando todavía su impronta en nuestra autoidentificación como seres organizados racionalmente. Y, en segundo término, me referiré a las principales tecnologías que le han dado su impronta específica a este siglo que declina. Entre estas tecnologías, se pueden diferenciar dos grupos fundamentales: las de bajo y las de alto nivel. Entre las primeras ubico el ferrocarril, el automóvil, los servicios postales públicos, el libro impreso a nivel masivo, la radiofonía, el cine y el teléfono. Y, entre las segundas, el transporte aéreo, la pantalla de TV y de video y la computadora y toda su ramificación digital.
Condiciones de posibilidad de lo posmoderno. Si se quiere pensar en esta nueva experiencia de la cotidianidad, cabe remitirse, por lo menos a los acontecimientos surgidos a partir de la Segunda Guerra Mundial. Momento histórico en el que los cambios avasallantes en las prácticas sociales y en la circulación de los discursos han alterado casi todas las maneras cotidianas de relacionarnos con los demás y con mundo. Por lo tanto, se ha alterado la manera de constituir nuestra propia identidad como personas. La identidad personal se conforma a partir de la confrontación entre los “modelos” que provee la realidad y nuestras propias valoraciones y conductas. La ciencia moderna ha pretendido que el mundo se compone a partir de entidades fijas y reconocibles. Otro tanto se supone que debe ocurrir con la constitución de las personas. Ahora bien, mientras para los modernos, en tanto racionalistas, los rasgos personales se manifiestan en el exterior de las personas, para el romanticismo (repito, una contracultura moderna) la “esencia” personal se refugia en un interior oculto a los ojos. “Los esencial es invisible a los ojos”, dice el Principito como respondiendo a un romanticismo del que ya no es contemporáneo. Un paradigma moderno de creencia en identidades que se exteriorizan y pueden ser mensurable son los estudios de Lombroso y su consumado modernismo inductivista de fin del siglo XIX. Y, en la contrapartida romántica podemos citar el Werther, de Goethe, muriendo de amor, o al Woyseck de Heinrich Heine que en el paroxismo del romanticismo (1832) exclama “Qué misterio es el alma humana, asomarse a ella produce vértigo”. Pero con anterioridad a estas contradicciones bipolares de la modernidad, existían modelos estables. Cuando los paradigmas identificatorias son fuertemente estables, parecerían que las identificaciones personales casi no presentan inconvenientes. Platón, por ejemplo, establece que cada individuo permanece en el rol que la sociedad ya tiene preestablecido para él; de modo tal que la clase de los carpinteros producirá carpinteros, la de los
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marinos, marinos, y así sucesivamente. No hay movilidades sociales, todo es más previsible y “ordenado”. Las identificaciones son unívocas y se evitan las indefiniciones, tan temidas por quienes aspiran a ejercer poderes hegemónicos (como sin lugar a dudas pretenden fundamentar las teorías políticas de tipo platónico, por un lado, y de cualquier poder totalizante, por otro). La ventaja de las identificaciones fijas se cifra en lo tranquilizante que resulta que cada quién se avenga a modelos estables. Lo terrible de ese tipo de identificaciones es lo inamovible de la identificación. Pero la época actual no peca de identificaciones inamovibles, sino más bien, de la modificación casi permanente de los posibles parámetros de identificación. El mundo y la relación entre los sujetos han sufrido cambios profundos en lapsos cada vez más breves. Esto puede verse en todo tipo de relaciones, tales como las familiares, laborales, educativas o de relaciones sociales en general. Y, aunque muchos son los motivos, haré hincapié específicamente en los cambios tecnológicos en tanto y en cuanto afectan de manera radical nuestras formas de ver el mundo y, por ende, de vernos a nosotros mismos. Y como no podemos referenciar ni a nosotros ni al mundo sino a través del lenguaje, destacaré asimismo algunos usos reciclados que hacemos de los lenguajes heredados (específicamente, el romántico y el modernista). Los cambios tecnológicos a lo largo del siglo han producido una alteración radical en nuestra forma de revelarnos a los demás y han cambiado la experiencia cotidiana de nosotros mismos. Considero que las verdades se construyen socialmente. En función de ello, las nociones de “verdadero” e incluso de “bueno” dependen de los dispositivos de poder que logran imponer socialmente sus propias creencias generando corrientes de opinión y –obviamente – de adhesión. Sin embargo, el cimbronazo social producido, entre otras cosas, por las nuevas tecnologías ha fragmentado o pulverizado los núcleos duros de ideas regulativas y rectoras de nuestras valores y conductas (caída de las ideologías). Según el filósofo austriaco Ludwig Wittgenstein, “ los límites de mi mundo son los límites de mi lenguaje”. Si esto es así, estamos asistiendo a una experiencia inédita: atravesamos por experiencias que todavía no podemos incluir realmente en “nuestro mundo” en tanto no dispones todavía de un léxico propio para referenciarlas. Por ejemplo, hasta hace dos o tres décadas ser “novio”, significaba estar relacionado sentimentalmente con otra persona hasta que llegara el momento crucial del matrimonio y la convivencia. Hoy, la gente convive con alguien a quien llama su “novio (a)”, o se le suele llamar con el mismo término a una relación virtual como la mantenida por teléfono, emisoras de radio, correo electrónico o chateo. El lenguaje de la subjetividad es tanto más importante, porque no solo sirve para comprendernos a nosotros mismos, sino que sirve así mismo como sustento simbólico de las relaciones humanas. Pero, como las nuevas tecnologías se desarrollan más rápidamente que los nuevos léxicos que den cuenta de nuestra peculiar relación con ellas, asistimos a una suerte de destiempo o desencuentro entre las nuevas formas de cotidianeidad surgidas de la eclosión de las tecnologías y el lenguaje desde el que comprendernos con respecto a ellas y a nuestras relaciones humanas. Durante buena parte del siglo XX la subjetividad se constituyo con los dos lenguajes que llamo “heredados”: el romántico para la emotividad, el moderno para la racionalidad. Desde el discurso racional, cada uno es responsable de sus propios actos. Esto conlleva la obligatoriedad de los deberes respecto de uno mismo y de los demás. Por otra parte, desde la emotividad, se constituyó una idea del amor por otro, en una relación de pareja, con la idea de una inmoralidad raigal para censurar a quien pretendiera estar vinculado a más de una persona sentimentalmente. Además, la modernidad, en cualquiera de sus dos versiones (romántica o modernista) ha invertido mucho, demasiado quizá, en la singularidad indeclinable de cada individuo. Y hemos terminado creyendo que esto es sustancial y universalmente así. No obstante, existen culturas en las que, de hecho, se dan otras formas de sensibilidad respecto de la persona y de las relaciones. Hasta la sensibilidad es una construcción social, no siempre coherente con las prácticas que la genera o, tal vez, complementaria de algunas de ellas. Respecto de esto, es digno
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destacarse que el romanticismo y su ensimismamiento en la interioridad es contemporáneo nada menos que de la gran expansión económico industrial de principios del siglo XIX. Aunque, como contrapartida, esa expansión responde al desarrollo de la ciencia moderna, cuyo gran sustento teórico proviene de la Ilustración que es totalmente racionalista y, por lo tanto, antirromántica.
Las nuevas formas de cotidianeidad. La diversidad social desatada por las tecnologías actuales ha permitido nuevas formas de relación y multiplicidad de prácticas sin puntos de valoraciones más o menos claros para adherir o rechazar, desde un punto de vista ético, las condiciones sociales vigentes. Parecería que estamos vertiendo vino nuevo en odres viejos. Solemos manejar distinto “libretos” según nos comuniquemos personalmente, o por fax, o por teléfono, o por correo electrónico o por chateo, o por videoconferencia, en fin, o con distinto rango de personas. Esto no es sustancialmente nuevo, es la intensidad de los cambios sucesivos de circunstancias – debido a la proliferación de las nuevas maneras de comunicarnos – lo que realmente es inédito. Es como si la “verdad” sobre nosotros mismos, fuera una construcción momentánea. Oscilamos entre la intensidad de los sentimientos (que proviene de nuestro heredado lenguaje romántico) a la concepción del sujeto como máquina racional (que responde a nuestro legado moderno). Se trata de poderosas formas lingüísticas a las que apelamos para defender nuestras propias posiciones (que obviamente también son inestables y cambiantes. Pero a raíz de las prácticas cada más disímiles propias del mundo que nos tocó vivir, hay una fuerza tendencia a la pulverización de las formas de relación tradicionales, así como una resistencia al cambio que pretende volver a ellas. Pero las nuevas tecnologías colonizan nuestra subjetividad y hacen que el léxico sobre nosotros mismos heredado, repito, del romanticismo y del modernismo, se torne obsoleto. Para evaluar someramente la magnitud del cambio cultural y por lo tanto cotidiano al que asistimos, podemos clasificar las tecnologías surgidas entre fines del siglo XIX y comienzo del XX, agregando luego las que surgieron (o se expandieron) hacia el fin del milenio. Denominaré a las primeras “Principales tecnologías de bajo nivel”, y a las segundas “Principales tecnologías de alto nivel”. Se pueden considerar de bajo nivel (a la vista del nivel que han alcanzado las que les siguieron) el ferrocarril, el automóvil, los servicios postales público, el libro impreso universalizado, la radiofonía, el cine y el teléfono. Y serían de alto nivel los transportes aéreos, la televisión y la informática. Consecuencias que se desprenden de las nuevas tecnologías: -
Multiplicidad espacial, temporal y relacional. Rescate de lo retro, pero con proyección a futuro. Se intensifica el pasado (foto, cine, video, grabadores, moda, almacenamiento de datos).
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Nos convertimos en terminales de computadores.
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Multiplicación y obsolescencia de las relaciones
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Cambia la noción de “niñez”, ya no se es más “un adulto en pequeño”, como en la modernidad, ni “alguien que debe madurar”, como a principio de siglo XX; sino un ser que descubre rápidamente la vulnerabilidad de los adultos y deambula por una multiplicidad de figuras identificatorias (personajes de TV, abuelos, lideres de la música popular, etc.,)
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Cuando más comprometemos el cuerpo, más lo elidimos: radio-oídos,
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TV-mirada, PC-manos, pero contactos virtuales, más que reales. -
El conocimiento, de valor de uso ha pasado ha valor de cambio
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Relaciones afectivas “de microondas”
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Solidaridad mediática, no ya regida por un imperativo categórico, sino emotiva.
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De “aldea global”, estamos pasando “células globales” (un televiso o una PC en cada habitación de la casa)
Un camino posible: ya que nos constituimos a partir de estas prácticas, plantearnos la posibilidad de hacer una obra de arte con nuestra propia vida. Pero sabiendo que la obra de arte, hoy, no necesariamente es un entidad dada de una vez y para siempre, sino varias multiplicidades ético-estéticas renovables, cambiable, perfectibles…efímeras.
Un tema para la investigación científica y social: el revés del tapiz de la locura Esther Díaz La historia abunda en enigmas. Ninguno de ellos ha inquietado tanto a los hombres (por lo menos a los hombres de la Ilustración) como aquellos que rompen continuidades. Un intento de salvar las diferencias ha sido instaurar teologías o sentidos ocultos que rescaten, para la intelección, un progreso interrumpido de la razón. Michel Foucault en lugar de perseguir sentidos ocultos, prefiere describir las condiciones que posibilitaron determinados acontecimientos históricos en sí mismos, sin inventarles continuidades que –en realidad- son más deseadas por los estudiosos, que impuestas por la realidad. Por ejemplo, la locura, que no siempre fue una enfermedad mental, no siempre fue objeto de encierro, no siempre se la entremezcló con la verdad y con la ética, como lo ha hecho la modernidad que, además, decidió encerrar a esas personas, que presentaban realmente desajustes de orden biológico y conductal. Pero que no constituyeron problema para otras épocas históricas. Sin embargo, fueron conflics para los modernos y lo siguen siendo para los posmodernos. En La historia de la locura en la época clásica, Foucault investiga la parte socialmente oculta de la locura. Es decir, no su protocolo médico, tal como se lo conoce desde el siglo XIX hasta la actualidad, sino las prácticas y los discursos que construyeron al enfermo mental como nueva figura histórica. En los primeros siglos de la modernidad, una caridad laicizada y la condenación de las “malas costumbres” de los que se habían caído del sistema burgués, fueron creando justificativos morales para encerrar a los descastados sociales, tales como pobres, locos, prostitutas, libertinos, malos hijos y, en general, diversos “infames”. Así se los denomina en los documentos de la época, en la que existían consideraciones sociales para sacar de circulación a estas personas que alteraban el orden de los modernos. La libre circulación de pobres o de locos se consideraba un atentado al equilibrio público. De modo que el
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encierro de los pobres primero, y de otros segregados, más tarde, cumplía las funciones sociales de reabsorber (o disimular) el desempleo y defender las “buenas costumbres” de lo que en poco tiempo más, sería la pacata sociedad victoriana. En esos primeros tiempos del mundo industrial y del ascenso del protestantismo al poder se percibe el trabajo (el hecho de trabajar) como un remedio infalible contra la miseria física y espiritual. El poder del trabajo vivido como panacea no provienen de su fuerza productiva, sino de una especie de “encantamiento moral”. El origen mítico de este sentimiento habría que buscarlo en la “caída” original cristiana. El trabajo-castigo tiene un valor de penitencia y redención. Pero la época neoclásica (que los franceses denominan “clásica”) exhuma otro valor bíblico del trabajo: el trabajo como maldición. No es por trabajar que el hombre recogerá frutos espirituales, sino por la bendición aleatoria de Dios. De todos modos hay que trabajar por imperativo moral. Aunque había que ser cuidadoso en las interpretaciones de los textos sagrados: un pobre que no quiere trabajar basándose en que las aves del cielo y los lirios del campo no tejen ni hilan y ni Salomón en la cúspide de su gloria estuvo vestido con tanta magnificencia, en realidad, está tentando a Dios. Es como si lo desafiara a hacer milagros, mientras para el poder moralizante el milagro es cotidiano ya que Dios, en su sabiduría infinita, les permite a las personas vivir de los frutos de su trabajo. El pecado de esa época era fundamentalmente la pereza. Así que fuere como fuere, los encerrados, debían trabajar. He ahí el momento en que comienza la discriminación dentro del encierro. Pues los pobres, los libertinos, los homosexuales y otros “miserables morales” podían trabajar. En cambio, aquellos a quienes hoy llamamos “locos” (en aquel momento, los “sin razón”) no lograban llevar a cabo ninguna tarea fructífera. Esto fue su condena y su aislamiento definitivo. Poco a poco se fueron despoblando los establecimientos de encierro y, finalmente, para comienzos del siglo XIX, solo los locos quedaron detrás de los húmedos muros de los hospicios. Con este nuevo dispositivo de fuerzas, se difumina la imagen de los pobres y demás excluidos sociales, quedando sólo el loco como objeto de encierro y de “medicalización”, más virtual que real en un principio. Hasta llegar a aletargarlos en la plenitud del siglo pasado, y comenzar a doparlos desde niños en los comienzos del tercer milenio. Con el confinamiento, la locura comienza a integrarse a la ciudad como problema. Hasta el Renacimiento el loco estaba un tanto más allá de la cotidianidad, se lo “dejaba hacer”. En el siglo XVII, al tenerlo encerrado junto a otros desarraigados, mostraron llevar una lacra mayor que los demás internos: no podían trabajar, no aceptaban el orden, no se plegaban, por lo tanto, a los valores éticos. El loco pasa así a ser la lámina en blanco de lo urbano. En él la vida se suspende en la más abyecta ociosidad. La locura pasa a ser la prisionera de la razón, de quienes se consideran dueños de la verdad, es decir, de los tecnocientíficos. La locura entonces pierde el aura dorada que supo tener en otras épocas y se convierte en carne para atrapar en chalecos de lona, hasta mediados del siglo pasado, y en chalecos químicos, en nuestra época. La locura hoy pertenece a las enfermedades vergonzantes, como la sífilis, como el sida, como la cirrosis, como el alcoholismo o la drogadicción en general. Haber moralizado a la locura, la convirtió en culpable. Uno se avergüenza al declarar públicamente que sufre una enfermedad cargada de connotaciones morales. Nadie quiere ser loco, nadie quiere confesar la locura de un ser querido, nadie sabe bien qué hacer con los locos. Excepto quienes manejan las leyes del mercado que saben que comenzar a medicar desde chiquitas a las personas es un buen negocio (para los laboratorios y sus acólitos) de por vida. Incluso cuando se sabe que eso, más que curar, idiotiza. Pero es más fácil idiotizar que tomarse el infinito trabajo de tratar de comprender, de escuchar, y de respetar. Máxime
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cuando la sociedad no da respuestas solidarias ante esta problemática y la mayoría, ¿a qué negarlo? preferiría que nos “saquemos a los locos de encima”. A partir de esto, se plantea un desafío a los profesionales de la salud, a los familiares de personas con disturbios mentales y a la sociedad en general. El tema de la locura es demasiado serio como para dejarlo únicamente en manos de los laboratorios multinacionales. Se trata de un problema comunitario y son las investigaciones académicas, los debates públicos y el compromiso de la población en general quienes deberíamos asumir con responsabilidad y entereza el abordaje de la integración social del enajenado, antes que abandonarlo al encierro indiscriminado, la medicalización salvaje y la exclusión social.