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Modernitas Estudios en Homenaje al Profesor Baudilio Barreiro Mallón
Manuel-Reyes García Hurtado (ed.)
A Coruña 2008 Universidade da Coruña Servizo de Publicacións
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Modernitas. Estudios en Homenaje al Profesor Baudilio Barreiro Mallón Manuel-Reyes García Hurtado (ed.) A Coruña, 2008 Universidade da Coruña, Servizo de Publicacións Homenaxes, nº 08 Nº de páxinas: 576 17 x 24 cm. Índice: páxinas 5-6 ISBN: 978-84-9749-299-7 Depósito legal: C 266 - 2008 Materia: 93: Ciencias históricas. 94: Historia da Idade Media e Moderna en xeral
Edición: Universidade da Coruña, Servizo de Publicacións http://www.udc.es/publicaciones © Os autores © Universidade da Coruña
Distribución: Galicia: CONSORCIO EDITORIAL GALEGO. Estrada da Estación 70-A, 36818, A Portela. Redondela (Pontevedra). Tel. 986 405 051. Fax: 986 404 935. Correo electrónico:
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Deseño da cuberta: Julia Núñez Calo Texto da cuberta: Manuel Reyes García Hurtado
Imprime:
Lugami Artes Gráficas Infesta, 96 15300 Betanzos (A Coruña)
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Baudilio Barreiro Mallón
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Índice MANUEL-REYES GARCÍA HURTADO
Imágenes de memoria ................................................................................................. 7 Baudilio Barreiro Mallón. Trayectoria académica ..................................................... 9 MANUEL RECUERO ASTRAY (Universidad de A Coruña)
Castillos y fortalezas del reino de Galicia: entre el Medievo y la Modernidad ...... 17 OFELIA REY CASTELAO (Universidad de Santiago de Compostela)
A vueltas con la difusión de impresos en la Edad Moderna .................................... 31 LAUREANO M. RUBIO PÉREZ (Universidad de León)
Jurisdicción y solar. Claves interpretativas, derechos y confrontaciones en los concejos de la montaña leonesa durante la Edad Moderna ........................... 53 RAFAEL BENÍTEZ SÁNCHEZ-BLANCO (Universidad de Valencia)
Entre el optimismo y la decepción: la evangelización de los moriscos de la diócesis de Orihuela ......................................................................................... 75 PABLO FERNÁNDEZ ALBALADEJO (Universidad Autónoma de Madrid)
Unión de almas, autonomía de cuerpos: Sobre los lenguajes de unión en la Monarquía Católica, 1590-1630 .................................................................... 111 ANTONIO EIRAS ROEL (Universidad de Santiago de Compostela)
Las cuentas dispersas de las Juntas del Reino. El servicio de la Escuadra ........... 121 PERE MOLAS RIBALTA (Universidad de Barcelona)
Juan Domingo de Haro y Guzmán, conde de Monterrey ...................................... 147 PEGERTO SAAVEDRA (Universidad de Santiago de Compostela)
Economías cistercienses del Antiguo Régimen: el Imperial Monasterio de Oseira .................................................................................................................. 161 JOSÉ MANUEL DE BERNARDO ARES (Universidad de Córdoba)
Aristocracia nobiliaria y burocracia ennoblecida. Desaparición o marginación del sistema polisinodial de la monarquía hispánica (1701-1709) .......................... 191 EMILIA SALVADOR ESTEBAN (Universidad de Valencia)
La Generalidad valenciana y sus rentas en un informe de 1716 ........................... 215
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CAMILO FERNÁNDEZ CORTIZO (Universidad de Santiago de Compostela)
Vejez, subsistencia y asistencia familiar en dos comarcas gallegas de montaña (Tierra de Montes y Tierra de Trives) a finales del Antiguo Régimen .................. 231 FLORENTINO LÓPEZ IGLESIAS (Universidad de Oviedo)
Paisaje con montañas en Yernes y Tameza ............................................................. 259 LEÓN CARLOS ÁLVAREZ SANTALÓ, ANTONIO GARCÍA-BAQUERO GONZÁLEZ (Universidad de Sevilla)
Los comerciantes de la Carrera de Indias en la Sevilla del siglo XVIII: el diseño notarial de sus fortunas y estatus ............................................................ 273 ROBERTO J. LÓPEZ (Universidad de Santiago de Compostela)
«España necesita reyes»: Fiestas y celebraciones en la proclamación real de Fernando VI ........................................................................................................ 309 JUAN E. GELABERT (Catedrático de Historia Moderna)
Caesaris Caesari et Dei Deo. La concesión del título de ciudad a Santander por Benedicto XIV (12 diciembre 1754) ................................................................ 329 ISIDRO DUBERT (Universidad de Santiago de Compostela)
El desembarco de los catalanes en Galicia y los remedios de los naturales a la crisis de sus pesquerías, 1757-1788 ................................................................. 351 TEÓFANES EGIDO (Universidad de Valladolid)
El secreto inquisitorial desvelado: Antídoto para solicitantes .............................. 369 MARÍA DE LOS ÁNGELES PÉREZ SAMPER (Universidad de Barcelona)
La sociedad urbana del siglo XVIII ante el reto del hambre ................................. 389 SIRO VILLAS TINOCO (Universidad de Málaga)
Ciencia, técnica y redes sociales en la España Ilustrada ........................................ 417 VICENTE J. SUÁREZ GRIMÓN (Universidad de Las Palmas de Gran Canaria)
La pérdida de la capitanía a guerra por los corregidores de Gran Canaria ........... 439 ALFREDO MARTÍN GARCÍA (Universidad de León)
El Tribunal Eclesiástico Castrense de Ferrol (1768-1833) .................................... 477 ENRIQUE MARTÍNEZ RUIZ (Universidad Complutense de Madrid)
El orden público en la dinámica absolutismo-liberalismo a finales del Antiguo Régimen .................................................................................................... 495 MANUEL-REYES GARCÍA HURTADO (Universidad de A Coruña)
Fuego amigo en la Guerra de la Independencia. El Memorial Militar y Patriótico del Ejército de la Izquierda (1810-1811) ........................................... 515
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Imágenes de memoria Manuel-Reyes García Hurtado
Conocí al profesor Baudilio Barreiro Mallón mucho antes de lo que imaginaba. Durante mis estudios en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Santiago de Compostela su nombre era citado en numerosas ocasiones en la bibliografía modernista, o se aludía a sus trabajos de manera oral por los profesores. Era para mí un nombre, alguien que hacía años había habitado las mismas aulas por las que entonces transitaba yo. Muchas veces quizá me crucé con él en sus frecuentes visitas a la biblioteca de la Facultad o a profesores del área de Historia Moderna. Pero hasta el verano de 1997 y el caluroso mes de julio seguía siendo para mí sólo una referencia bibliográfica. Aquel estío preparaba el que debía ser mi retorno a París para continuar mi tesis doctoral, y mientras llegaba el mes de mi partida trabajaba catalogando el fondo antiguo de la biblioteca de San Martín Pinario. Un día, como otro cualquiera, al terminar de desempolvar libros encuadernados en pergamino me encaminé a la cafetería ubicada frente a la Facultad. Una vez allí escuché una voz que me llamaba. Al volverme observé que se trataba de Ofelia Rey (sin duda alguna la persona más relevante en mi vida profesional), que me invitó a sentarme en su mesa. Estaba acompañada de un señor de gesto serio, que tras sus gafas escondía unos ojos cuya mirada denotaba esa capacidad que tienen algunas personas para escuchar y leer en la conducta y los gestos incluso aquello que no se verbaliza. Era Baudilio Barreiro. Me senté con ellos, hablamos no recuerdo de qué, pero sí que tengo muy fresco todavía que al salir de allí, mientras caminábamos en dirección a la Plaza de Cervantes, tratamos sobre la verdad, la necesidad de expresarla siempre, el daño que puede producir, etc. Mi ingenuidad, que no era fruto sólo de la juventud, me llevó a defender una postura diferente a la suya. Ahora ya no importa. Lo que sí que me ha demostrado la vida es que en aquello, como en la mayoría de las materias de las que hemos discutido, él tenía razón.
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En alguna que otra ocasión volvimos a coincidir. El final del verano se acercaba y mi regreso a Francia con él. Nada hacía presagiar el vuelco que iba a producirse en mi vida dos meses más tarde. La Universidad de A Coruña había convocado una plaza de profesor ayudante de Historia Moderna, a la que opté sin mucha ilusión (mi futuro no me lo planteaba ya en la Galicia a la que había llegado en 1989), pero, por azares del destino, la plaza finalmente recayó en mí, de modo que desde 1997 tuve la fortuna de compartir muchas horas con Baudilio. No me duelen prendas en reconocer que él me ha transmitido un legado muy importante. Aprendí de él la importancia de un buen clima en el Departamento y en la Facultad. A buscar puntos de unión y a construir. También me enseñó que la importancia que le concedemos a los problemas académicos, muchas veces, es casi inversamente proporcional a la calidad humana del que los sufre. Que la ambición y el orgullo no son el camino hacia nada, sino el trabajo, el estudio y el silencio. Que la universidad es una carrera de fondo. Que la historia no sólo se estudia, sino que hay que sentirla. Que un profesor no es un trabajador a tiempo completo, sino a tiempo total. Que el reconocimiento social no equivale a respeto científico. También supe, muy a mi pesar, que nunca llegaría a atesorar su saber ni su bonhomía. Desde 1997 a 2007 fuimos los integrantes del área de Historia Moderna de la Universidad de A Coruña. Es, sin la menor duda, la persona con la que más he hablado a lo largo de toda mi existencia y una de las que más me ha marcado. Esto es así tanto porque ambos compartimos la pasión por la palabra como porque durante esa década almorzamos juntos todas las semanas al menos dos días. Por nuestra mesa pasaron anécdotas, personas, situaciones, tristezas, esperanzas, discusiones, risas. Horas y horas de animada charla. Baudilio es una persona que no gusta de homenajes. No los necesita para alimentar ego alguno. Por eso, este libro, en que con todo el interés y dedicación de que soy capaz he trabajado para que el lector lo llegara a tener en sus manos, es el único testimonio de reconocimiento a su dedicación profesional que él ha admitido que se le tribute desde la universidad, y no porque él lo deseara, sino porque yo le rogué que lo aceptara. Es por tanto más un obsequio de él hacia mí que a la inversa. Todo lo que antecede es simplemente aquello de lo que pretendo dejar constancia pública, que no es más que mi expresión de gratitud y de cariño hacia una persona singular, buena, honesta y leal. Otras muchas cosas acaecidas entre 1997 y 2007, posiblemente las más importantes, no son para nadie más que para mi recuerdo. Quede pues prueba con las páginas que siguen de la sincera amistad a Baudilio de quienes han colaborado con sus investigaciones en este libro, así como de mi deuda con todos ellos por su amabilidad y con Baudilio por todo para siempre.
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Baudilio Barreiro Mallón. Trayectoria académica El final de una etapa académica no marca en este país, por ahora, el final de la actividad investigadora, sino un cambio hacia otro tiempo con menos compromisos docentes y con más libertad de acción, ventajas que sin duda aprovechará el profesor Barreiro Mallón para seguir cultivando su bien acreditado gusto por el trabajo. Por lo tanto, no invertiremos estas páginas en hacer el balance de una tarea cerrada1, sino de un período laboral dilatado, que seguirá creciendo, sin duda, en el contexto diferente de la jubilación. Para identificar a Baudilio Barreiro como historiador, lo primero que se puede decir de él es que, con sus características intelectuales, sólo podía haberse dedicado a la Historia Moderna. En efecto: nos hallamos ante un modernista en estado puro. Su acusado espíritu crítico hubiera sufrido la insatisfacción documental de períodos históricos anteriores y el período contemporáneo –en cuya enseñanza ocupó no poco tiempo– no habría dejado espacio a su creatividad, de modo que los siglos XVI, XVII y XVIII han sido y son su tiempo. Y Galicia ha sido y es su espacio, aunque su trayectoria académica se haya vinculada con otros territorios –Extremadura, Asturias–: al comienzo y al final, su tierra de origen ha puesto marco a su tarea docente e investigadora. La carrera académica de Baudilio Barreiro se inició en 1961 al licenciarse y graduarse en Arqueología Paleo-Cristiana en el Pontificio Istituto di Archeologia Christiana de Roma. Esta experiencia italiana le abrió las puertas a un mundo bien diferente del compostelano y a un tipo de investigación que le aportaría elementos de análisis y componentes formativos distintos de los recibidos hasta entonces, pero también el paso por un determinado tipo de praxis histórica aguzó su naturaleza indagatoria y le animó a dar un giro radical en su trayectoria, empezando desde cero la licenciatura de Filosofía y Letras, que finalizó en 1969 con premio extraordinario. Incorporado a la docencia universitaria desde ese mismo año como profesor ayudante de Historia Moderna, le correspondió vivir en la Universidad de Santiago un período de efervescencia y de cambio, pero sobre todo le cupo la oportunidad de trabajar con un catedrático joven y dinámi9
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co, don Antonio Eiras, que, en una Facultad de letras de una universidad pequeña y periférica, pretendía dar un rumbo nuevo a la investigación sobre el período moderno de Galicia a partir de la metodología de cuño francés. El profesor Eiras encontró en Baudilio Barreiro a un discípulo maduro, brillante y receptivo a las nuevas tendencias, y esa combinación fructificó en La jurisdicción del Xallas en el siglo XVIII. Población, sociedad y economía, tesis doctoral defendida en 1973 que a nuestro homenajeado le valió la máxima calificación y el premio extraordinario de doctorado, y a su director, primerizo en tales empeños, le permitió presentar uno de los primeros resultados tangibles de un esfuerzo de innovación que daba entrada a la historia rural de base comarcal en España. La sobriedad del título es menos un reflejo del significado profundo del giro historiográfico emprendido, que de la personalidad de Baudilio Barreiro –poco dado a florituras– y del austero rigor metodológico que esconde: es un título que no ocultaba nada a los lectores de esta obra –editada dos veces y dos veces agotada–, universitarios sobre todo, que se encontraron ante una investigación de historia total –los tres componentes enunciados más el cultural y el político– en un marco zonal definido y en un período perfectamente delimitado. Era una de las primeras tesis que en España seguía el modelo de la historiografía rural francesa de Pierre Goubert y de Emmanuel Le Roy Ladurie, integrando todos los aspectos fundamentales de la vida de los campesinos del Antiguo Régimen, desde la reproducción biológica –sobre la base de la reconstrucción de familias– hasta sus modos de pensar, pasando por la reproducción económica y social. En el plano estrictamente gallego, la tesis sobre Xallas, apuntalada sobre una enorme base documental y un riguroso ejercicio crítico y metodológico, desmantelaba tópicos arraigados en la historiografía erudita gallega2, una necesaria tarea de revisión que surgió de modo espontáneo y en la que participaron otros discípulos iniciales del profesor Eiras, como José Manuel Pérez García. En el plano más amplio del mundo universitario hispano de los setenta, la tesis sobre Xallas se correspondía con un proyecto colectivo en el que participaban los ya mencionados, pero también otros componentes nuevos del grupo, cuyo producto más acabado, de entre los objetivos de investigación que compartían, es sin duda la celebración en Santiago en 1973 de las I Jornadas de Metodología Histórica Aplicada. En ese congreso, que marcó un hito en la historiografía española del momento, Baudilio Barreiro formó parte de la organización y, en la sección de Historia Moderna, presentó varios trabajos sobre evolución demográfica y producción agraria, en línea con su tesis, pero también otro, ubicado en la sección dedicada a fuentes y métodos, sobre actitudes ante la muerte3 que en aquel año era pionero en España y que anunciaba otra de las líneas de su producción post-doctoral. Esta producción transcurriría en los años siguientes por esos dos caminos y por bifurcaciones o derivaciones de estos, como es lógico en la investigación histórica que se mueve por el encadenamiento de problemas y más en el caso que
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nos ocupa, el de un investigador profundamente inquisitivo, y continuó vinculada a las publicaciones y proyectos colectivos dirigidos por el profesor Eiras Roel, en especial las obras más significativas de la adscripción metodológica del grupo, Las Fuentes y los Métodos (1977) y La Historia social de Galicia en sus fuentes de protocolos (1981)4. La tarea docente, que en nuestro sistema universitario obliga a invertir un gran esfuerzo de lecturas y análisis en temas ajenos a nuestros intereses más inmediatos, permitió a Baudilio Barreiro acercarse a materias que le darían una amplia visión del acontecer histórico –lo que en su caso incluyó una larga experiencia en Historia de América– y al trato con las primeras promociones compostelanas de la nueva licenciatura de Geografía e Historia, implantada en 1973. Pero ese mismo sistema universitario sometía a sus componentes a un duro periplo de oposiciones, que el profesor Barreiro resolvió con un contundente y rápido éxito que le llevaría a Cáceres como agregado de cátedra en 1978 y, poco tiempo después, a Oviedo como catedrático (1979). En ambas universidades, con la lógica diferencia del tiempo que pudo invertir en una y en otra, prosiguió su trayectoria investigadora sin romper con las preocupaciones básicas que la regían, y que, por otra parte, cubrían vacíos historiográficos existentes allí donde se radicó, en especial en Asturias: series demográficas y diezmales5, con pinceladas de historia de la familia y de su vida material6, organización de las comunidades agrarias7, niveles de riqueza de los diferentes grupos sociales del mundo rural, aprovechamientos comunales8, actividades industriales y mercantiles9, etc. La producción propia puede verse en los diferentes artículos, comunicaciones y ponencias en congresos, capítulos de libros, etc., que jalonan el período ovetense de Baudilio Barreiro, muy en especial los densos fascículos de la Historia de Asturias dedicados a los comportamientos demográficos, los componentes sociales y las bases de la economía agrícola asturiana de los siglos XVI y XVII, que siguen siendo una referencia a pesar del tiempo transcurrido desde su publicación10. No hay duda de que la investigación realizada a título individual por el profesor Barreiro continuó marcada por esos temas, porque, más allá de las modas, constituyen la base del conocimiento de las sociedades rurales de las periferias, pero también se percibe el crecimiento constante de sus otros intereses: el ámbito de las mentalidades, los comportamientos religiosos, las actitudes ante la vida y la muerte11, la cultura popular y la cultura letrada –alfabetización, escolarización, presencia y consumo de libros12–, y el espacio creciente que le fue concediendo a la sociedad urbana13, a las cuestiones de política local14, a las migraciones y sus problemas –no en vano su investigación se desarrollaba en un territorio marcado por la emigración15– y a la sociología eclesiástica, ya fuera del clero secular, ya del regular, un ámbito de la investigación en el que los estudios de B. Barreiro se pueden considerar pioneros e innovadores16.
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La tarea universitaria de esos años, hasta su vuelta a Galicia en 1994, se completó con la coordinación y participación en proyectos de investigación sobre el mundo rural y urbano de los siglos modernos en el Noroeste peninsular17, con tareas de dirección de departamento y con la de tesis doctorales, estas últimas en línea con sus dos temas preferentes de estudio, la historia rural –las de Laureano Rubio sobre el territorio leonés de La Bañeza y de Mª A. Fernández Ochoa sobre el concejo asturiano de Valdés– y las mentalidades –en este caso, la tesis de Roberto López sobre muerte y religiosidad en la Asturias de la Edad Moderna–, y en otros ámbitos de indiscutible importancia, como las economías monásticas –es el caso de la tesis de Daniel Paz sobre el monasterio de Villanueva de Oscos– y la historia de la familia –tema desarrollado por Florentino López para los grupos familiares del Principado–18. Diversas circunstancias académicas concurrieron en que Baudilio Barreiro pudiera regresar a Galicia, pero, obviamente, la más importante fue la creación de la Facultad de Humanidades de la Universidad de A Coruña, ubicada en Ferrol, en cuyo seno se encargó de constituir el área de Historia Moderna. Esta vuelta a los orígenes, pero en una universidad diferente a la de comienzo, le ha permitido trabajar desde 1994 hasta ahora en aquellas cuestiones –en especial de historia rural19– y territorios a los que había dedicado sus primeras investigaciones20, mantener aquellas líneas que había iniciado con éxito en Oviedo –entre las que destacan las referidas a las comunidades campesinas21 y a la administración territorial22–, incidir en los ámbitos temáticos a los que se siente más apegado –de modo claro, la historia cultural23 y la historia y sociología eclesiásticas24–, seguir participando en proyectos colectivos25 –una dimensión en la que se encuentra cómodo, lo que no es fácil– y dirigiendo tesis doctorales26, y, sin decaer en su interés inagotable por el pasado, introducirse en otros campos que, como la historia de la ciudad de Ferrol en la época moderna –en el marco del sistema urbano gallego27– o la asistencia social en Galicia28, necesitaban un impulso. Sus textos más recientes lo han conducido, como no podía ser de otra manera, a las tareas de síntesis –una historia de Galicia en las épocas moderna y contemporánea– y a la historia narrativa –un libro sobre la sorprendente historia de un monje contrabandista–, señales inequívocas de que su autor pretende combinar en el futuro la divulgación y la investigación. En fin, ni hemos pretendido enumerar todas las piezas del currículo del profesor Barreiro Mallón, ni sería posible en un espacio necesariamente breve. Nos queda por señalar que no ha sido remiso en aceptar puestos de responsabilidad cuando ha sido preciso –director de departamento en la Facultades de Filosofía y Letras de Cáceres, de Geografía e Historia de Oviedo y de Humanidades en Ferrol y decano de la Facultad de este título de la Universidad de A Coruña–, que ha colaborado con entusiasmo en tareas colectivas relevantes para la investigación –participó en la directiva de la Asociación Española de Historia Moder-
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na en sus primeros tiempos, se incorporó desde el comienzo en el consejo científico de la revista Obradoiro de Historia Moderna– y que siempre, con su talante afable y su trato cercano, ha sabido crear una atmósfera agradable entre quienes hemos trabajado con él.
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Ni expondremos por extenso su currículo, sino sólo ejemplos significativos de este. Por ejemplo, los referentes al sistema foral en un artículo que anunciaba el contenido de la tesis: «La Pragmática de Perpetuación de Foros. Intento de interpretación», en Compostellanum, XVII, 1-4 (1972), pp. 73-117. «El sentido religioso del hombre ante la muerte en el Antiguo Régimen. Un estudio sobre archivos parroquiales y testamentos notariales», en Actas de las I Jornadas de Metodología Histórica Aplicada, Santiago de Compostela, 1975, vol. V, pp. 181-198. En el primero de los citados B. Barreiro publicó «La producción agrícola de Xallas a través de los arrendamientos diezmales. Intento de aproximación», pp. 65-82; «Interior y costa: dos muestras de una estructura demográfica antigua en la Galicia rural», pp. 165-190 y «Demografía y crisis agrarias en la Galicia del siglo XIX», pp. 215-242; y en La Historia social de Galicia «Los contratos de foro y arrendamiento en los siglos XVII y XVIII», pp. 275-291 y «Las clases urbanas de Santiago en el siglo XVIII: definición de un estilo de vida y de pensamiento», pp. 449-494. Este último artículo constituye un precursor estudio sobre la posesión de libros realizado sobre un muestreo sistemático en inventarios post-mortem. Del período extremeño, «Cáceres en el Antiguo Régimen: análisis demográfico-social», en Norba, 1 (1980), pp. 231-252, además de comunicaciones en diversos congresos. Ya en Oviedo: «La introducción de nuevos cultivos y la evolución de la ganadería en Asturias durante la Edad Moderna», en Congreso de Historia Rural, siglos XV al XIX, Madrid, 1984, pp. 287-318; «Producto agrario y evolución de la población en Asturias, siglos XVI al XIX», en Boletín del Real Instituto de Estudios Asturianos, 133 (1990), pp. 73-96; «El maíz en el sistema agrario de la España Moderna», en Actas del XVII Congreso Internacional de Ciencias Históricas, Madrid, 1992, vol. I, pp. 184-200, etc. «Familia y evolución demográfica en Asturias», en Obradoiro de Historia Moderna, 2 (1993), pp. 9-32; «Aspectos socio-económicos de Asturias en la Edad Moderna», en RAMALLO ASENSIO, G. (dir.), Arquitectura señorial en el norte de España, Oviedo, 1993, pp. 12-25. «Los señoríos asturianos en la Edad Moderna», en Congreso sobre el señorío, Madrid, 1986; «Concejos y señoríos asturianos en la Edad Moderna», en Historia de Asturias, Oviedo, 1990, pp. 537-557. Y también la desorganización: «La conflictividad social durante el reinado de Carlos IV», en MOLAS RIBALTA, P. (ed.), La España de Carlos IV, Madrid, 1991, pp. 75-91. «Masa arbórea y su producto en Asturias durante la Edad Moderna», en CABERO DIÉGUEZ, V. et al, El medio rural español. Cultura, paisaje y naturaleza, Salamanca, 1992, vol. I, pp. 241-252. «Agricultura e industria en Asturias en el siglo XVIII», en FERNÁNDEZ DE PINEDO, E. - HERNÁNDEZ MARCO, J. L. (coords.), La industrialización del Norte de España: estado de la cuestión, Barcelona, 1988, pp. 37-53; «El comercio asturiano con los puertos del Atlántico peninsular. El componente andaluz», en II Congreso de Historia de Andalucía, Córdoba, 1983, pp. 571-592; «Comercio y estructuras agrarias en la costa cantábrica», en Actas de la III Reunión Científica de la Asociación Española de Historia Moderna, Las Palmas, 1995, pp. 61-80. Se trata de los capítulos titulados «La demografía asturiana en los siglos XVI y XVII. Evolución y factores demográficos», «La economía asturiana en los siglos XVI y XVII. Las estructuras», «La economía asturiana en los siglos XVI y XVII. La coyuntura» y «La sociedad asturiana en los siglos XVI y XVII», en Historia de Asturias, Bilbao, 1984.
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«La nobleza asturiana ante la muerte y la vida», en EIRAS ROEL, A. (ed.), La documentación notarial y la historia, Santiago de Compostela, 1984, vol. II, pp. 27-60; «Muerte y religiosidad en las comunidades campesinas del Antiguo Régimen», en Homenaje a Carlos Cid, Oviedo, 1989, pp. 97-117; «Sínodos, pastorales y expedientes de órdenes: tres indicadores de la religiosidad en el Noroeste de la Península», en ÁLVAREZ SANTALÓ, L. C. et al (coords.), La religiosidad popular, Sevilla, 1989, vol. II, pp. 72-95; «Religiosidad y clero en Zamora durante la Edad Moderna», en Actas del I Congreso de Historia de Zamora, Zamora, 1990, vol. III, pp. 579-592. «Alfabetización y lectura en Asturias durante la Edad Moderna», en Espacio, Tiempo y Forma. Serie IV. Historia Moderna, 1 (1988), pp. 115-134; «Realidad y perspectivas de la historia de las mentalidades», en Chronica Nova, 18 (1990), pp. 51-76; «Ritmos y niveles de la alfabetización en la Asturias del Antiguo Régimen», en Homenaje a Antonio de Béthencourt Massieu, Las Palmas, 1995, vol. 1, pp. 163-188. En especial, su libro La Coruña 1752: según las respuestas generales del Catastro de Ensenada, Madrid, 1990, y el dirigido por él, El concejo de Avilés desde los inicios de la Edad Moderna hasta la Independencia de América, Avilés, 1992, y artículos como «La villa de Gijón en el siglo XVII», en Los orígenes de Gijón, Gijón, 1992 o «La burguesía asturiana en el siglo XVIII», en ENCISO RECIO, L. M. (coord.), La burguesía española en la Edad Moderna, Valladolid, 1996, vol. III, pp. 1267-1286. «Asturias y el voto en Cortes: revisión historiográfica y nuevas perspectivas», en Hispania, vol. 50, 176 (1990), pp. 1219-1236; «Estructura municipal de Asturias en el siglo XVIII», en Coloquio Internacional Carlos III y su Siglo. Actas, Madrid, 1990, vol. II, pp. 33-59. «Ritmos, causas y consecuencias de la emigración asturiana a América, 1700-1900», en Emigración española y portuguesa a América, Alicante, 1991, pp. 73-89; «Avilesinos en América», en El concejo de Avilés…, pp. 7-50; «Movimientos migratorios en Asturias y Cantabria, siglos XVI al XIX», en EIRAS ROEL, A. - REY CASTELAO, O. (eds.), Migraciones internas y médiumdistance en la Península Ibérica, Santiago de Compostela, 1995, pp. 73-124. «El clero de la diócesis de Santiago: estructura y comportamientos (siglos XVI-XIX)», en Compostellanum, 33 (1988), pp. 469-507; «El clero de la diócesis de Santiago a través de las visitas pastorales, visitas ad limina, registros de licencias ministeriales y concursos a curatos», en Compostellanum, vol. 35, 3-4 (julio-diciembre 1990), pp. 489-514; «El dominio de San Vicente en la Edad Moderna», en Semana de Historia del Monacato, Oviedo, 1982, pp. 491-529; «El clero regular mendicante en Galicia: evolución numérica, procedencia social y comportamientos de los franciscanos (ss. XVI al XIX)», en Archivo Ibero-Americano, 195-196 (1989), pp. 459-481; «La presencia de los bernardos en Asturias en la Edad Moderna», en Actas del Congreso Internacional sobre San Bernardo e o Cister en Galicia e Portugal, Ourense, 1992, vol. II, pp. 759-772; «El monacato femenino en la Edad Moderna. Demografía y estructura social», en Actas del I Congreso Internacional del Monacato Femenino en España, Portugal y América, 1492-1992, León, 1993, vol. II, pp. 57-75. Citamos sólo el más relevante, «Análisis comparativo de la evolución de la población y de la sociedad en áreas urbanas y rurales de Galicia y Asturias, siglos XVI-XIX», financiado por la Xunta de Galicia, de 1994 a 1998. LÓPEZ LÓPEZ, R. J., La sociedad asturiana durante el Antiguo Régimen. Mentalidad y cultura religiosa, 1987; RUBIO PÉREZ, L., Un modelo de sociedad en el antiguo Reino de León. La Bañeza y su tierra, 1989; PAZ GONZÁLEZ, D., El Monasterio de Villanueva de Oscos de la Reforma a la Exclaustración, 1990; FERNÁNDEZ OCHOA, Mª A., El Concejo de Valdés en la Edad Moderna, 1991; LÓPEZ IGLESIAS, F., El grupo familiar en la Asturias del Antiguo Régimen, 1993. Todas ellas han sido publicadas. No enumeramos las tesis de licenciatura por cuestiones de espacio. «La producción agraria gallega: estructura y crisis durante la segunda mitad del siglo XVI», en Historia y Humanismo. Estudios en honor del profesor Dr. D. Valentín Vázquez de Prada, Pamplona, 2000, vol. 2, pp. 1-19; «Del centeno y del mijo al maíz en el occidente gallego», en Universitas. Homenaje a Antonio Eiras Roel, Santiago de Compostela, 2002, vol. 1, pp. 213-234.
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Lo que incluye una vuelta al Xallas en su amplio artículo «Os tempos modernos: O concello de Santa Comba e a Xurisdicción de Xallas», en Historia de Santa Comba de Xallas, Santa Comba (A Coruña), 2004, pp. 381-425. «Los montes comunales y la coyuntura socio-económica en el Occidente de Asturias en los siglos XVI al XVIII», en Homenaje a Juan Uría Riu, Oviedo, 1997, pp. 415-457; «Montes comunales y vida campesina en las regiones cantábricas», en Studia Historica. Historia Moderna, 16 (1997), pp. 17-56. «La organización concejil y su funcionamiento en el Noroeste de la Península Ibérica», en El municipio en la España Moderna, Córdoba, 1996, pp. 75-91; «La Audiencia de Galicia en la época de Felipe II», en EIRAS ROEL, A. (coord.), El reino de Galicia en la monarquía de Felipe II, Santiago de Compostela, 1998, pp. 191-213; «A Coruña y su provincia al comienzo de los tiempos modernos», en EIRAS ROEL, A. (coord.), El reino de Galicia en la época del emperador Carlos V, Santiago de Compostela, 2000, pp. 365-385; «Los juicios de residencia y la conflictividad social», en Entre nós, Santiago de Compostela, 2001, pp. 379-411; «Control social y tensiones entre el pueblo y los poderes locales en la Galicia Moderna», en XII Xornadas de Historia de Galicia. Perspectivas plurais sobre a historia de Galicia, Ourense, 2003, pp. 87-108. De mayor amplitud territorial: «El problema de la Sucesión española», estudio preliminar a Actas de las Juntas del Reino de Galicia (A. EIRAS ROEL, dir.), vol. XV, Santiago de Compostela, 2005, pp. 63-94. «La lectura y sus problemas en el Norte de la Península: estado de la cuestión», en Bulletin Hispanique, vol. 99, 1 (1997), pp. 75-97; «Revisionismo metodológico y metodología aplicada en la historiografía de la cultura letrada española de las dos últimas décadas», en Balance de la Historiografía Modernista 1973-2001, Santiago de Compostela, 2003, pp. 335-367; «Ordenanzas y Constituciones: las Cofradías del Clero y su organización», en REY CASTELAO, O. (coord.), Cuatro textos. Cuatro contextos. Ensayos de Historia Cultural de Galicia, Santiago de Compostela, 2004, pp. 103-202; «La Universidad de Oviedo y sus hombres», en Historia de la Universidad de Oviedo, en prensa; «Los problemas de la transmisión cultural en las sociedades bilingües a partir del Concilio de Trento», en IX Reunión Científica de la Fundación Española de Historia Moderna, Málaga, 2006, en prensa. «El clero rural y la religiosidad popular en la Galicia de tiempos de Carlos V», en El reino de Galicia en la época del emperador Carlos V, Santiago de Compostela, 2000, pp. 823-846; «El clero secular gallego en tiempos del cardenal Rodrigo de Castro», en Xornada sobre o cardeal Rodrigo de Castro, Santiago de Compostela, 2001, pp. 97-114; «‘Catedrales de segundo orden’. Las Colegiatas de Galicia en la Edad Moderna», en Semata. Ciencias Sociais e Humanidades, 15 (2004), pp. 281-316; «Clero secular e estudiantes na diocese de Santiago durante o século XVIII», en Revista Galega do Ensino, 39 (mayo 2003), pp. 81-115; «Estudiantes y curas de la diócesis de Santiago durante el siglo XVIII», en Estudios en Homenaje al profesor Teófanes Egido, Valladolid, 2004, vol. 1, pp. 103-130; y los diversos capítulos correspondientes a la historia de las diócesis gallegas en Historia de las diócesis españolas, Madrid, 2002 y ss.; «Los problemas del clero vistos desde las Juntas del Reino de Galicia», en Obradoiro de Historia Moderna, 14 (2005), pp. 7-38; «El asociacionismo del clero. La cofradía de Todos los Santos de A Coruña», en Homenaje a Uxío Romero, en prensa. «De la cultura oral a la escrita. Libro, lectores y lectura en la Galicia del Antiguo Régimen», 1998-2001; «La cultura letrada en el Noroeste Peninsular en la Edad Moderna: de lo oral a lo escrito», 2001-2004; «Comunicación y difusión en la Galicia del Antiguo Régimen: cultura oral y cultura escrita en una sociedad bilingüe», 2005-2008. La de Alfredo MARTÍN GARCÍA, Población y sociedad del Ferrol y su Tierra en el Antiguo Régimen, Ferrol, 2001. En especial su libro, Las ciudades y villas costeras del Norte de Galicia en el contexto internacional del siglo XVI, publicado por la Universidad de A Coruña en 1999; y los artículos: «Organización administrativa de Ferrol y su comarca a fines del Antiguo Régimen», en Obradoiro de
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BAUDILIO BARREIRO MALLÓN. TRAYECTORIA ACADÉMICA
Historia Moderna, 5 (1996), pp. 69-94; «Las villas costeras de Cangas a Fisterra en los siglos XVI y XVII», en O Camiño Portugués, A Coruña, 1998, pp. 15-31; «Coruña y su provincia al comienzo de los tiempos modernos», en El reino de Galicia en la época del emperador Carlos V, Santiago de Compostela, 2000, pp. 365-385; «Los pueblos del Camino», en Actas del V Congreso Internacional de Estudios Jacobeos: Santiago de Compostela, ciudad y peregrinos, Santiago de Compostela, 2000, pp. 175-198. BARREIRO MALLÓN, B. - REY CASTELAO, O., Pobres, peregrinos y enfermos. La red asistencial gallega en el Antiguo Régimen, Vigo, 1998, y «Pobreza, enfermedad y asistencia en Santiago a fines del Antiguo Régimen», en Humanitas. Estudios en homenaxe ó Prof. Dr. Carlos Alonso del Real, Santiago de Compostela, 1996, pp. 559-612. De B. Barreiro en solitario, «Hospitais da cidade de Santiago», en O Hospital Real de Santiago de Compostela e a hospitalidade no Camiño de Peregrinación, Santiago de Compostela, 2004, pp. 87-105.
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Castillos y fortalezas del reino de Galicia: entre el Medievo y la Modernidad Manuel Recuero Astray Universidad de A Coruña
Son muchos los puntos de vista desde los que se puede plantear el estudio de los castillos medievales: desde los meros inventarios o repertorios hasta los trabajos pormenorizados sobre su función institucional, social o política a lo largo del tiempo, pasando por los dedicados a analizar algunos aspectos formales de naturaleza arqueológica o arquitectónica. En ningún caso se puede olvidar el aspecto militar que siempre tuvieron las fortalezas, e incluso se podrían añadir otros como el literario o el meramente turístico. Desde la perspectiva del objeto mismo de estudio, cabe simplemente acercarse a uno o varios castillos –como viene siendo costumbre de muchos eruditos1– o estudiar algunos de ellos durante un período determinado: los trabajos sobre castillos referentes a Galicia, sobre todo los más modernos, suelen referirse a la época bajomedieval2; lo cual está en buena medida justificado por las fuentes con que contamos y la temática predominante. En todo caso, resulta necesario resaltar que, como afirmaba Pardo de Guevara, «en la historiografía gallega, hay una pobreza casi generalizada de estudios monográficos sobre estas construcciones»3. Salvo algunas excepciones, como la de Lugo, que cuenta con la voluminosa obra de Vázquez Seijas4 sobre sus fortalezas, esa escasez sigue resultando indudable. Bien es verdad que la moderna investigación histórica sobre temas como patrimonio y poder durante la Edad Media gallega, no deja de aportar datos interesantes sobre el papel de los castillos, dentro de los señoríos laicos y eclesiásticos5. Gracias a este tipo de aportaciones podemos pensar en un conocimiento cada vez más amplio y preciso de un tema tan importante desde el punto de vista historiográfico. Por eso resulta
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necesario intentar superar la falta de un planteamiento serio al respecto, para poder enmarcar mejor esos conocimientos que vamos adquiriendo. No es necesario recordar que la época de los castillos es, por antonomasia, la Edad Media; pero sí es necesario advertir, en cambio, que tenemos que comenzar huyendo de tópicos y prejuicios negativos. No podemos plantearnos el estudio de los castillos medievales desde la perspectiva de otro tipo de construcciones más o menos similares, pero más recientes6. El problema quizá radique también en el contraste entre lo que nos queda y lo que ha desaparecido: como en tantos otros fenómenos históricos –sobre todo del mundo antiguo y medieval– el castillo es en buena medida un recuerdo. Medio centenar de fortalezas o torres, más o menos bien conservadas, nos dan una visión bastante parcial de su existencia. Muchas fortalezas fueron destruidas en su momento por la autoridad real, por las revueltas populares o por el simple paso del tiempo. Por eso creo positivo hacer algunas reflexiones acerca del castillo medieval, en general, y de su evolución histórica en Galicia, en particular. Los castillos a los que yo me quiero referir son edificaciones de arquitectura militar, comprendidas entre los siglos VIII y XVI. Es decir, recintos fortificados con una o más torres donde alojarse el alcaide y la tropa; estructura elemental a partir de la cual se desarrollan otros muchos componentes y elementos arquitectónicos: el patio de armas, los fosos, las barreras, la liza entre la barrera y el propio castillo, las puertas de ingreso y la torre del Homenaje; además, por supuesto, de elementos constructivos como matacanes o los cadalsos de madera, casi siempre perdidos. La primera función del castillo, como se puede comprobar al enumerar sus elementos esenciales, y la más antigua, es la función militar: «la finalidad militar es inherente a la naturaleza misma de un castillo, motivadora de todos los elementos que lo integran y a ella se supeditan todas las demás consideraciones. Esa finalidad militar justifica por sí misma su construcción, decide su emplazamiento sobre el terreno, incluso determina su plano, en función también, naturalmente, de las características topográficas del propio emplazamiento»7.
Es más, desde el punto de vista militar: «los mayores progresos en el arte de las fortificaciones –dice Contamine, el gran historiador de la guerra en la Edad Media– y las experiencias más innovadoras y más calculadas se llevaban a cabo en los castillos, es decir, en aquellas construcciones que, al margen de sus funciones meramente residenciales, tenían, de forma primordial, una significación militar»8.
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Por otra parte, esta función militar de los castillos es bastante compleja y diversa: va desde la simple vigilancia de los caminos9 hasta su incardinación en un sistema más o menos sofisticado, pasando por la atención permanente a las posibles tensiones fronterizas o la garantía de cierta seguridad y orden en el interior de un determinado territorio. A última hora, para la mentalidad caballeresco-militar de la Baja Edad Media, el castillo llegó a ser el símbolo de la protección al humilde. No cabe duda de que los castillos y fortalezas –sobre todo durante la Plena Edad Media– fueron algo más que unos recintos fortificados dedicados al acuartelamiento defensivo: «el castillo es además soporte y símbolo de autoridad, al tiempo que núcleo ordenador del espacio»10. Dicho de otra forma, con el paso del tiempo el castillo se convierte tanto en un elemento de poder público como en un centro de poder privado, dentro siempre de los caracteres esenciales del poder en la Edad Media; es decir: fuerza y costumbre. Es entre los siglos XI-XIII cuando, coincidiendo con el desarrollo de las relaciones feudo-señoriales y con la institucionalización jurídico-política de los reinos, los castillos alcanzan estas nuevas dimensiones funcionales: en este caso se trata de vigilar los alfoces adyacentes u obtener los derechos vinculados a ellos, privados o públicos (fonsado-castellaria). En definitiva, de asegurar los derechos vinculados al castillo por señorío. Las funciones que caracterizaron a los castillos, y que respondieron a necesidades muy claras y concretas a lo largo de su existencia, acaban por reforzar su perfil institucional. A los castillos dedica su Título XVIII la Segunda Partida de Alfonso X el Sabio: «Qual deue ser en guardar, e en bastecer, e en defender los castillos, e las fortalezas del rey, e del Reyno»11. No en vano, durante la segunda mitad del siglo XIII, el desarrollo institucional de las monarquías occidentales y la superación paulatina de algunas de las estructuras feudales, plantea muchas cuestiones relacionadas con el poder y la soberanía real; y, por supuesto, la construcción, posesión y utilización militar de los castillos es una de ellas. Según el texto citado los castillos pertenecen al rey por señorío, como muchos otros bienes, y al reino por derecho, puesto que proporcionan al rey «esforço e poder para guarda e amparamiento de sí mismo e de todos sus pueblos». Para cumplimiento de estas funciones, el rey puede encomendar su mantenimiento a otros, quienes lo obtienen por heredad o por simple tenencia. En ambos casos, insiste el texto legal: «deuen los tener labrados e bastecidos de omes e de armas e de todas las otras cosas que le fuessen menester»; además de respetar su carácter de bien «público» a la hora de plantearse su venta o transmisión a un tercero. A pesar de esto y de la preocupación de las Partidas por las formas de obtención de los castillos, la realidad es que estos viven casi siempre bastante al margen de la «legalidad», tanto porque son enajenados de la propiedad real como porque su construcción casi nunca pudo estar controlada por ella. Por fin, cuando llegan los siglos XIV y XV, el castillo además de fortaleza y centro señorial se convier-
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te en un verdadero palacio: «el señor no vive en la corte, sino en sus tierras, y en ellas, al erigir su residencia, levanta el símbolo por antonomasia de su autoridad e identidad, procurando dotarla de todas las comodidades de la época»12. Sin embargo, hasta llegar a desarrollar todos sus caracteres institucionales, las fortalezas medievales pasaron por distintas etapas constructivas. Según JeanPierre Poly y Éric Bournazel los arqueólogos tienden actualmente a distinguir tres fases en la edificación de la red de castillos, correspondiendo a cada fase un tipo de fortificación13. Durante la primera de esas fases, como un remedo de los recintos amurallados del Bajo Imperio, de los que precisamente Lugo es un buen ejemplo, lo que se desarrollaron en algunos países de Europa son recintos amurallados, a modo de refugios temporales, sobre antiguas oppida. La mayor parte de estos castillos –si se les puede llamar así– anteriores al siglo VIII estaban constituidos por amplias plataformas rocosas, fortalezas naturales organizadas sumariamente, a menudo sobre emplazamientos más antiguos, los oppida mencionados de los galos u otros pueblos germánicos; es posible que incluso sobre viejos castros. En realidad, este tipo de fortificaciones, allí donde se dieron, no contaban con guarnición permanente, y tan sólo servían de refugio temporal para grupos más o menos numerosos de personas. Entre los siglos IX y X y por distintas razones, como luego veremos, comienzan a aparecer construcciones más reducidas y también más acordes con nuestro concepto de fortaleza medieval: su capacidad defensiva está a menudo reforzada, mientras que el espacio protegido disminuye considerablemente. Se constituyeron reductos de defensa menos altaneros y, sobre todo, más diseminados: pequeñas motas o elevaciones señoriales o simplemente casas fortaleza de los nuevos señores feudales para su labor de defensa frente a peligros exteriores. Pero es, finalmente, a partir del año 1000 cuando se produce una multiplicación significativa de los castillos; sin que, en este caso, el desarrollo de los grandes castillos, así como la multiplicación de fortalezas de tamaño más reducido, tenga que estar necesariamente relacionado con la defensa frente al invasor. En este sentido, la Península Ibérica presenta en muchos de sus ámbitos caracteres peculiares por varias razones; entre ellas la presencia del castillo o fortaleza musulmana y las necesidades de la Reconquista cristiana. Al final, cumpliendo todas estas funciones, lo que encontramos aquí o allá, en los distintos ámbitos europeos, es una verdadera red de castillos y fortalezas, de diverso origen aunque de similar carácter y evolución. A partir de estas referencias «arqueológicas», es necesario advertir que los castillos, tal como los conocemos hoy, son edificaciones que han ido evolucionando a lo largo del tiempo y pocas veces, sólo en épocas muy tardías, responden a un plan preconcebido como obra arquitectónica; y aún en estos últimos casos, la mayor parte han sufrido muchas obras de ampliación o remodelación14.
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En este sentido la historia de cada castillo es bastante compleja y cada fortaleza tiene su historia, comenzando por algunas antiguas torres romanas que no fueron necesariamente abandonadas, sino reformadas y reutilizadas e incluso en algunos casos –como el de la famosa Torre de Londres– incorporadas a un conjunto más vasto y nuevo. Sin ser el mismo caso, la Historia Compostelana, fuente historiográfica muy importante, también para el tema que nos ocupa, a la que tendremos que acudir con frecuencia, se refiere en varias ocasiones al castillo de «Faro», la famosa Torre romana de Hércules, a la que denomina gran fortaleza y por la que el arzobispo Gelmírez tuvo que sostener varias disputas con la reina doña Urraca y con la familia Traba; aunque al final el prelado prefirió deshacerse de ella cambiándosela al rey Alfonso VII por la tierra de Tabeirós, ya que la Torre, aunque tenía dependencias, «estaba muy lejos del señorío de Santiago y casi nada de utilidad aportaba al propio compostelano, excepto el nombre, e incluso cada año gastaba mucho en mercenarios para custodiarla y vigilarla»15. Pero la mayor parte de las fortalezas medievales, sobre todo por lo que se refiere al momento de elegir emplazamiento y realizar las primeras obras de fortificación, tienen un origen incierto. En este proceso de desarrollo evolutivo pocas veces sabemos quién construyó un castillo determinado y no siempre quién ordenó construirlo: apenas tenemos noticia ni en la Península ni fuera de ella de ningún maestro de obra con anterioridad al siglo XIII. El maestro Garnier, que trabajó en la Francia de los capetos en tiempos de Felipe Augusto, intervino en las fortificaciones de Laon; otro llamado Gautier de Mullent en las de Compiègne, Guillermo de Famenville en Melun y Evreux, entre otros. A finales de aquel siglo, un saboyano llamado Jacobo trabajó en Gales para el rey Eduardo I16. En la Península Ibérica conocemos algunos maestros, que trabajaron incluso en Galicia, como Juan Canera que lo hizo en Castro Caldelas, o un tal Juan Cubas en Viana do Bolo. Según Contamine, la intervención de estos maestros de obra, que añadían a una experiencia práctica un indudable rigor intelectual, sirvió para que la arquitectura militar se desarrollara casi tanto como la religiosa desde finales del siglo XIII. Hasta el punto de que «los grandes castillos de la Baja Edad Media, incluidos los de Palestina, el Crack de los Caballeros entre ellos, pueden parangonarse sin ningún decoro a las catedrales»17. Sin embargo, como advierte el mismo autor, siempre existieron diferencias entre ambos tipos de construcciones: un castillo, a diferencia de lo que ocurría con las catedrales, se podía levantar con relativa rapidez: se trataba de una tecnología más rústica, los príncipes necesitaban sus fortalezas con urgencia y se empleaban grandes cantidades de dinero de una sola vez para construirlas. Eso no quiere decir que, a veces, la terminación de un castillo, sobre todo durante la Baja Edad Media cuando ya se ha convertido en un palacio, requiera también largos períodos de tiempo para rematarlos. En el ya citado castillo de
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Castro Caldelas una lápida en el postigo reza: «En el año de Nuestro Señor Jesucristo de mil cuatrocientos e sesenta se acabó esta obra, mandola facer don Pedro Osorio conde de Lemos e su mujer doña Beatriz hija del conde don Pedro el primero condestable de Castella virreis del rrey don Alfonso el que ganó Algeciras». En la Torre del Homenaje del castillo de Monterrey también tenemos algunos datos sobre sus constructores: «Nisi dominus edificavit domum in vanum laboraverunt qui aedificavit eam, esta torre mandaron hacer don Sancho de Ulloa y doña Teresa de Zúñiga conde y condesa de Monterrey, acabose año de 1482». No cabe duda de que, conforme avanzaba la Edad Media, los castillos dejaron de ser rústicas fortalezas para convertirse en construcciones cada vez más complejas: se difundieron ampliamente las galerías cubiertas en voladizo con aspilleras, los matacanes, los canalones, las almenas, las barbacanas y los puentes levadizos, pequeños detalles o grandes mejoras que facilitaban la defensa o mejoraban la habitabilidad de los recintos. El empleo cada vez más generalizado y sistemático de la piedra en detrimento de la madera, incluso en las regiones en que este último material seguía siendo el predominante en las construcciones ordinarias rurales y urbanas, puede considerarse como el punto evolutivo más importante desde mediados del siglo XII. Se multiplicaron las saeteras, se construyeron segundos recintos y se mejoraron y racionalizaron todos los elementos del castillo, incluidas las torres habitables. En Galicia incluso antes, resultando particularmente ilustrativa una vez más la narración de la Compostelana a este respecto. En el capítulo XXIII del libro II se cuenta: «por precepto del rey de España los campesinos desde Triacastela hasta el mar Océano acudían a edificar los muros del Castillo llamado del Oeste, los cuales construidos con pequeñas piedras y vigas interpuestas sin cantos de cal, continuamente amenazaban ruina (…) Por eso, el mencionado arzobispo (Gelmirez) y legado de la santa iglesia romana compadecido mucho, tras comunicar su decisión a Alfonso, Católico rey de España, y a su yerno el conde Raimundo, señor de toda Galicia, y también a los canónigos de Santiago y a los príncipes de Galicia, cerró el referido castillo con un muro muy sólido y lo fortificó con altas torres, según lo indica la obra hasta el día de hoy»18.
En realidad, estas torres del Oeste son un buen ejemplo de lo laborioso que resultaba la edificación de las fortificaciones de cierta entidad. Antes de Gelmírez, otros dos obispos de la iglesia de Santiago Cresconio y Diego Peláez habían levantado torres y muros; mientras los campesinos del entorno se dedicaban, en efecto, por lo menos dos veces al año y probablemente por mandato real a su restauración. Ya veremos el motivo por el que los prelados compostelanos se
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preocuparon tanto de las Torres del Oeste; lo que es indudable es que la construcción de un castillo, además de depender de unas necesidades muy concretas, responde a una iniciativa real o señorial; casi siempre, por lo menos en Galicia, más a la segunda que a la primera, a pesar de lo que diga la Compostelana. En algunos países europeos sí que los reyes y príncipes llevaron a cabo sistemáticas campañas de construcción, tal como hicieron Federico II en el reino de Sicilia y Felipe Augusto en todo su dominio real francés, o Eduardo I en el País de Gales y la Guyena. Pero, también tuvieron que oponerse a la construcción u obtención descontrolada de fortalezas, procediendo incluso a su destrucción: es el caso del rey Enrique II de Inglaterra que, tras la revuelta de 1173-1174, mandó arrasar diversos castillos baroniales, y en el reinado de Juan Sin Tierra se procedió en Inglaterra a la destrucción de una docena de castillos. Una vez más tenemos un ejemplo mucho más cercano e incluso anterior en el tiempo de esta tensión que provoca la construcción descontrolada de los castillos en la Compostelana. Cuando Gelmirez consiguió que la reina doña Urraca hiciera las paces con él y le dejara las manos libres para desarrollar su señorío en Galicia, cuenta la Historia que: «arrebató el reino de Galicia de la rabia de los señores rebeldes (...) también derribó completamente los castillos que eran inútiles para la iglesia de Santiago y perjudiciales para la reina. Pues Fernando, el hijo del cónsul Pedro, había construido en Tabeirón un castillo llamado Raneta, y como este Fernando se oponía a las cosas de la iglesia de Santiago, fue destruido el castillo por el arzobispo»19.
En realidad, pese a estas destrucciones más o menos programadas u otras más espontáneas, como será el caso de los irmandiños a finales de la Edad Media, las construcciones de castillos desde el siglo XII hasta bien entrado el siglo XV fueron siempre superiores a las destrucciones. Distinto es que su dominio estuviera más o menos controlado por los príncipes o permaneciera en posesión de determinados señores. Fuera del ámbito peninsular –sobre todo en el reino de Francia– el «reagrupamiento de las altas clases feudales provocó el aumento del número de castillos en manos de una misma persona o familia»20. En Galicia también los castillos acabaron cayendo bajo el dominio de determinadas familias o iglesias, planteando una problemática muy particular dentro del contexto europeo y peninsular. En realidad, cada región o ámbito presenta sus peculiaridades en cuanto al origen y evolución de sus castillos y fortalezas: las necesidades de defensa, el afianzamiento de determinados avances territoriales, las delimitaciones fronterizas o la proliferación de desórdenes y luchas internas, son algunos de los fac-
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tores que repercuten de forma particular, y en mayor o menor medida, en el desarrollo de las fortalezas de un ámbito concreto. Sin duda, el nombre de Castilla, por ejemplo, tiene mucho que ver con la proliferación de plazas fuertes en tierra de Reconquista. Por lo general, se puede decir que en el noroeste de la Península Ibérica y en especial en las tierras del Duero el lento avance repoblador, fruto de la Reconquista, y la consiguiente ocupación de tierras se vieron acompañados de la construcción de fortalezas que las protegieran. A veces incluso se establecía una cadena avanzada de fortificaciones que protegía los ámbitos pendientes de repoblar21. Galicia, sin ser por antonomasia el país de los castillos, sí que participa, con sus peculiaridades y limitaciones, en la retaguardia de la Reconquista, en el desarrollo de este tipo de fortificación medieval, como cualquier otro país de la Cristiandad. La misma invasión musulmana –durante las primeras décadas del siglo VIII– se quedó a medio camino entre el intento de ocupación y el deseo de incorporar un nuevo territorio a una realidad política superior –en este caso el Islam–, sin que llegara a consumarse ninguna de las dos22. Los árabes se interesaron poco por el territorio extremo de Galicia, donde procuraron asentar a los bereberes africanos, al igual que en el resto del noroeste peninsular; mientras ellos ponían sus esfuerzos en cruzar los Pirineos y continuar sus conquistas por el país de los francos23. La ocupación bereber no llegó a madurar, puesto que los africanos, antes de que mediara el mismo siglo de la Conquista, abandonaron la Península para retornar a África. Y así acabó la presencia musulmana en Galicia, fuera claro de la intervención esporádica y armada de los ejércitos islamitas en su territorio no mucho más allá del año mil. No hubo islamización en Galicia, salvo la posible influencia posterior de esta cultura a través de los elementos mozárabes, y por tanto tampoco hubo variación sustancial de sus caracteres esenciales a través de esta tercera invasión medieval. En este mismo sentido se puede decir que el noroeste peninsular nunca llegó a incorporarse al proyecto político musulmán para la Península Ibérica, ya fuese el Emirato independiente o el Califato. Desde finales del mismo siglo VIII o principios del IX, Galicia se incorporó en cambio con cierta facilidad a un proyecto político de menor envergadura, pero de mayor porvenir, a la monarquía asturiana24, después también leonesa y castellana; y a la que perteneció durante el resto de la Edad Media, salvo en momentos muy excepcionales de semi-autonomía o cuasi-independencia. En cualquier caso, y por el tema que a nosotros nos ocupa ahora, esta incorporación de Galicia a un núcleo de resistencia contra el Islam, sí que conllevó, desde muy pronto, un desarrollo de determinado tipo de fortificaciones; sin duda relacionadas con sus necesidades defensivas, pues fueron muchas las agresiones sufridas, realizadas por ejércitos musulmanes, entre los siglos IX y X.
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Un curioso relato de la Crónica de Alfonso III, aunque referido al reinado de Alfonso II, y más concretamente al trigésimo año de su reinado, que no supera mucho las primeras décadas del siglo IX, nos ofrece una de las primeras referencias historiográficas con que contamos sobre la existencia de fortificaciones o castillos en la Galicia cristiana y precisamente en territorio lucense. Se trata de la historia de Mahamud: «ciudadano de Mérida y muladí de cuna, que se rebeló contra el emir de Córdoba Abdelrramán, y dirigió muchos ataques contra él y puso en fuga a sus ejércitos. Cuando ya no pudo habitar en aquella tierra, se dirigió al rey Alfonso [II de Asturias], y el rey le acogió con honores. Y él estuvo habitando en Galicia durante siete años con todo su séquito, y allí, encumbrado por el fasto de su soberbia, conspiró vanamente en contra del rey y de la patria. Reunió sus camaradas, juntó una hueste, saqueó la tierra. Cuando el rey supo de tal hecho, reunió su ejército y corrió a Galicia. Una vez que el dicho Mahamud oyó de la llegada del rey, se refugió con sus camaradas en un castillo muy fuerte que se llama Santa Cristina»25.
Al parecer, estaba en las cercanías de Sarria (Lugo). Alfonso II tuvo que romper las defensas de esta fortaleza para acabar con Mahamud y expulsar a los sarracenos de su reino. La misma crónica, y ya referente al reinado de Ordoño I (850), nos habla de la fortificación de algunas ciudades –entre ellas Tuy–, a las que se «rodeó de muros y se les pusieron altas puertas»26, para protegerlas sin duda de las agresiones musulmanas. También tenemos noticia de la construcción de algunos castillos singulares y en lugares recónditos a través de testimonios documentales, como el de Aranga, no lejos de la puente Castellana y de las orillas del Mandeo, que el obispo Sisnando II a mediados del siglo X, durante los conflictivos años del reinado de Sancho el Craso, dejó fuera de la donación que hizo, junto a su hermano y a su cuñada, al monasterio de Sobrado, donde pensaba profesar para pasar los últimos años de su vida27. Es posible que, como opina Baliñas, la construcción de este tipo de fortalezas estuviese relacionada, en algunos casos, con la función condal que los reyes asturianos otorgaron a determinados magnates, «proto nobles gallegos», con importantes posesiones en algunos territorios y dedicados a tareas de repoblación u ordenación del territorio28. Tampoco dejarían de llevarse a cabo tareas de fortificación en Galicia frente a las agresiones islámicas, sobre todo durante la época de Almanzor. Aunque el alejamiento de la presencia musulmana hasta más allá del río Duero primero y del Tajo después, entre los siglos XI y XII, dejaron a Galicia en la retaguardia de los territorios cristianos.
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Más duraderos fueron los ataques marítimos de los normandos, ingleses o sarracenos, los invasores que asolaron las costas gallegas al igual que hicieron con las de otras muchas regiones europeas entre los siglos IX y XII. El Cronicón iriense cuenta que el obispo Sisnando tuvo que pedir ayuda al rey de León para fortificar Compostela ante el peligro normando29; peligro que sabemos también amenazaba, a mediados del siglo X, a los obispos residentes en San Martín de Mondoñedo, y que se hizo especialmente patente durante la gran expedición de daneses a Galicia del 968 que duró más de tres años30. Todavía a comienzos del siglo XI la ciudad de Tuy era arrasada por los normandos, sin que la conversión de estos últimos al cristianismo ni su relativa pacificación en sus estados escandinavos libraran a Galicia de sucesivas agresiones. La Historia Compostelana se refiere a Cresconio (1048-1066) que tuvo que luchar durante su mandato contra los normandos que invadían la tierra de Santiago, fortificar la ciudad con muros y torres, y atender a la defensa del castillo del Oeste, donde se dirigía precisamente poco antes de su muerte31. Estas agresiones marítimas a Galicia por parte de piratas mejor o peor identificados alcanzan hasta bien entrado el siglo XII, época en que los normandos realizan ya incluso servicios de mercadería para el arzobispo compostelano. Ya aludimos al hecho de la preocupación de Gelmírez y de sus antecesores en el episcopado compostelano por el buen estado y la conservación de las llamadas Torres del Oeste. También los castillos que poseyó la sede compostelana durante la segunda mitad del siglo XII, gracias entre otras a las donaciones de Fernando II (11571188), tienen mucho que ver con este afán de control sobre las costas atlánticas. El nacimiento del reino de Portugal, antes de que mediara el siglo XII, propició la reaparición de numerosos y frecuentes conflictos en los límites meridionales de Galicia, que en muchas ocasiones conllevaron agresiones e invasiones dirigidas por los nuevos monarcas lusitanos. Precisamente el primero de ellos, Alfonso Enríquez, tuvo en la frontera meridional de Galicia un objetivo habitual de sus apetencias expansivas o, simplemente, de sus ataques a los flancos más débiles de los dominios de su primo el rey de León, Alfonso VII (1126-1157). En 1137, por ejemplo, ni Fernando Pérez de Traba ni el conde Rodrigo Vélaz, tenente de Lemos y Sarria, pudieron expulsar al portugués del territorio de Limia que había invadido. Los acuerdos de Tuy de aquel mismo año frenaron esta ofensiva, que sin embargo volvió a reproducirse en los sucesivos; en los que el mismo monarca leonés u otros magnates de su corte, como Fernando Juanes, hubieron de emplearse a fondo para defender la frontera meridional de Galicia32. Aunque estos conflictos fronterizos eran de orden político y no socio-cultural, la barrera del Miño fue haciéndose cada vez más fuerte e infranqueable, sobre todo a partir del momento en que el rey Alfonso VII renunció a su política hegemónica y dividió sus propios reinos de Castilla y León entre sus dos herederos33. El castillo de Salvatierra de Miño, en la Tierra del Condado, es un buen
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ejemplo del tipo de fortaleza fronteriza, a caballo entre Galicia y Portugal, en torno a la cual se libraron muchas batallas, que Otero Pedrayo resumía de esta manera: «Salvatierra fue de los Sarmientos y jugó importante papel en las luchas nobiliarias de Pedro Madruga y en las guerras con Portugal»34. Al final de la Edad Media, como ya dijimos, fueron las llamadas casas nobiliarias, los elementos nucleares de la nueva sociedad de hidalgos que por entonces se instauró en Galicia, las que se apoderaron de la mayor parte de los castillos hasta entonces construidos; las funciones y mantenimiento de estas fortalezas quedaron inevitablemente supeditados a los intereses de esta clase social dominante. Cada casa nobiliaria, fuese grande o pequeña, acabó por identificarse con un lugar o con un castillo que le servía de centro político, desde donde se administraban los bienes señoriales, incluso a través de funcionarios propios, merinos y mayordomos. También se multiplicaron las casas solariegas, las mansiones de las grandes familias que ostentan títulos y blasones. Contra ese predominio de los señores de los castillos tuvieron lugar las rebeliones protagonizadas por el movimiento irmandiño durante el siglo XV, que conllevó la destrucción de muchas torres y fortalezas pertenecientes a los nobles: sólo entre 1466 y 1467, los rebeldes llegaron a arrasar más de 130. Durante ese tiempo, sin pretender cambiar los fundamentos del sistema imperante, los jefes de la revuelta intentaron hacer valer sus reivindicaciones frente a los abusos señoriales. Pero sus afanes, más o menos viables, se vieron pronto truncados por la contraofensiva nobiliaria. De hecho, la victoria final fue de los nobles, a quienes el rey Enrique IV otorgó los honores del triunfo con títulos y prebendas. Pero los tiempos de debilidad monárquica frente al poder nobiliario en la Corona de Castilla estaban a punto de llegar a su fin. A partir de 1474 la guerra de Sucesión y el triunfo final de los Reyes Católicos acabaron por imponer, también en Galicia, un nuevo orden político, en el que los viejos castillos medievales fueron perdiendo progresivamente importancia y funcionalidad.
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A. COMERMA Y BATALLA dedicó un estudio en 1903 a Los castillos feudales de Moeche, Narahio y Andrade, que publicó en Ferrol, Imprenta de El Correo Gallego; mientras que la marquesa de Ayerbe (Juana RUIZ DE ARANA Y SAAVEDRA), al año siguiente publicó en Madrid otro sobre el famoso castillo del Marqués de Mos en Sotomayor. Se trata sólo de dos ejemplos del tipo de estudio que dedicaban a las fortalezas nuestros mayores. MIRAMONTES CASTRO, Mª J., «Aproximación al estudio de las fortalezas bajomedievales en Galicia», en Castillos de España, 89 (1984); RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Á., Las fortalezas de la mitra compostelana y los «irmandiños»: pleito Tabera-Fonseca, La Coruña, Fundación Pedro Barrié de la Maza, 1984. PARDO DE GUEVARA Y VALDÉS, E., «Los castillos de Galicia: intento de una aproximación histórica a través de algunos de sus ejemplares más representativos», en Castillos de España, 92 (1987), pp. 17-24.
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MANUEL RECUERO ASTRAY
VÁZQUEZ SEIJAS, M., Las fortalezas de Lugo y su provincia. Notas arqueológicas, históricas y genealógicas, Lugo, 1955-1973, 6 vol. PORTELA SILVA, Mª J. - GARCÍA ORO, J., La Iglesia y la ciudad de Lugo en la Baja Edad Media, Santiago de Compostela, Instituto Padre Sarmiento de Estudios Gallegos, 1997; GONZÁLEZ VÁZQUEZ, M., El arzobispado de Santiago: una instancia de poder en la Edad Media (11501400), Sada (A Coruña), Ediciós do Castro, 1996. No son en este sentido compartibles las opiniones vertidas por J. A. RODRÍGUEZ-VILLASANTE PRIETO en uno de los pocos y mejores estudios sobre Historia y tipología arquitectónica de las defensas de Galicia. Funcionalidad, forma y ejecución del diseño clasicista (Sada, Ediciós do Castro, 1984). El estudio está dedicado a la modernidad y el autor, al referirse a los antecedentes históricos del «diseño clasicista», se refiere al medievo, que había quedado atrás, como época oscurantista y caracterizada por «su parquedad de medios, reflejado consecuentemente en el arte de la guerra». ÁLVAREZ PALENZUELA, V. A., «Carácter y funciones defensivas de las fortalezas leonesas (siglos IX-XIII)», en Castillos y fortalezas del Reino de León, Madrid, Hullera Vasco-Leonesa, 1989, p. 25. CONTAMINE, P., La guerra en la Edad Media, Barcelona, Labor, 1984, p. 135. Un ejemplo muy concreto lo tenemos en el castillo del Puente de San Payo, dedicado a cobrar portazgo, como nos cuenta la Historia Compostelana en el capítulo XXIV de su primer libro: «Cuando el mencionado cónsul (Raimundo de Borgoña) fue atacado en la ciudad de Zamora por la disentería y por unas dolorosas fiebres, le increpó el obispo con insistencia y le reprochó duramente el tributo de San Pelayo de Lodo que vulgarmente se llama «portazgo». Pues todo aquel que había pasado o pasaba por aquella parte derramaba abundantes lágrimas». AYALA MARTÍNEZ, C. de, «Los castillos leoneses, núcleos de jerarquización política y articulación señorial», en Castillos y fortalezas del Reino de León, p. 33. Ver Las Siete Partidas del sabio rey don Alonso el nono nueuamente glosadas por … Gregorio López del Consejo Real de Indias de su Majestad…, Impresso en Salamanca, por Andrea de Portonariis, 1555, I, pp. 54-64. CAUNEDO DEL POTRO, B., «Función palaciega de los castillos leoneses», en Castillos y fortalezas del Reino de León, p. 43. POLY, J.-P. - BOURNAZEL, É., El cambio feudal (siglos X al XII), Barcelona, Labor, 1983, p. 22. ÁLVAREZ PALENZUELA, art. cit. Historia Compostelana, introd., trad., notas e índices de E. FALQUE REY, Madrid, Akal, 1994, p. 463. CONTAMINE, op. cit., p. 140. Ibídem. Historia Compostelana, p. 343. Ídem, p. 352. CONTAMINE, op. cit., p. 136. Cfr. ÁLVAREZ PALENZUELA, art. cit., p. 26. Ver CHEJNE, A. G., Historia de la España musulmana, Madrid, Cátedra, 1987 (2ª ed.), pp. 18-20. CARBALLEIRA DEBASA, A., Galicia y los gallegos en las fuentes árabes medievales, Madrid, CSIC, 2007, pp. 112 y ss. La incorporación de Galicia a la monarquía asturiana se había consumado ya con toda seguridad durante el reinado de Alfonso II (791-842), con anterioridad a este reinado hubiera sido difícil, no tanto por una resistencia «nacionalista» gallega a una nueva ocupación, que resultaría anacrónica, como a la propia falta de definición política del reino astur. Ver RECUERO ASTRAY, M., Orígenes de la Reconquista en el Occidente Penínsular, A Coruña, Universidad de A Coruña, 1996, p. 61. Crónica de Alfonso III (versión ad Sebastianum), GIL FERNÁNDEZ, J. - MORALEJO, J. - RUIZ DE LA PEÑA, J. (eds.), Oviedo, Universidad de Oviedo, 1985, p. 22.
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Ídem, p. 218. LÓPEZ FERREIRO, A., Historia de la Santa A.M. Iglesia de Santiago de Compostela, Santiago de Compostela, Imp. y Enc. del Seminario Conciliar Central, 1899, II, p. 350. «Tal es el caso, por ejemplo, del famoso Odoario Castelle comes, es decir, conde de Castela de Ourense, la circunscripción altomedieval que cubría aproximadamente el espacio geográfico del actual Ribeiro de Avia, en el extremo noroeste de la actual provincia de Orense … Hay que tener en cuenta, además, que este y otros magnates, como el conde Gatón, Hermenegildo Gutiérrez o Alfonso Betote, eran los pilares del poder real en Galicia y ancestros de las grandes familias de la nobleza condal galaico-portuguesa». BALIÑAS PÉREZ, C., «La casa de Odoario: una familia nobiliar gallega en los siglos IX y X», en Medievo Hispano. Estudios in memoriam del profesor Derek W. Lomax, Sociedad Española de Estudios Medievales, 1995, p. 41. GARCÍA ÁLVAREZ, M.-R., El Cronicón iriense, Madrid, Maestre, 1963, p. 116. Ver DOZY, R. P. A., Los vikingos en España, Madrid, Polifemo, 1987, pp. 44-50. Ídem, pp. 67 y ss. Chronica Adefonsi Imperatoris, ed. y est. de L. SÁNCHEZ BELDA, Madrid, Escuela de Estudios Medievales, 1950, I, pp. 79-81. Ver RECUERO ASTRAY, M., Alfonso VII, Emperador. El Imperio Hispánico en el siglo XII, León, Centro de Estudios e Investigación San Isidoro - Caja de Ahorros y Monte de Piedad - Archivo Histórico Diocesano, 1979. OTERO PEDRAYO, R., Guía de Galicia, Vigo, Galaxia, 1965 (4ª ed.), p. 403.
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A vueltas con la difusión de impresos en la Edad Moderna Ofelia Rey Castelao Universidad de Santiago de Compostela
El peligro más serio de los que acechan a la investigación sobre la cultura escrita y, de modo más específico, sobre lo impreso no se oculta tras la maraña teórica que hoy en día anega este campo, sino detrás de la especialización de la investigación y por lo tanto del desconocimiento –creciente, por otra parte– de los contextos históricos en los que la difusión de los impresos se produce. Es este un problema arduo porque los precios bajos, la rapidez y la universalidad que la imprenta confirió a la producción escrita, no resolvieron que el número de individuos que supieran leer o que tuvieran acceso a lo escrito creciese a la misma velocidad, que la transmisión oral siguiera siendo mayoritaria y que permaneciera la circulación de manuscritos1. La producción de impresos, su difusión y su percepción tienen reglas metodológicas propias, pero teniendo en común que trabajan con objetos –los textos en forma de libros o folletos– se tiende a confundirlas. La historia de la cultura y del libro valoran aspectos distintos y trabajan con fuentes y métodos diferentes: 1) no valen los que ignoren que la medición de la difusión responde a fórmulas consolidadas en las que no cabe hilvanar indicios obtenidos de fuentes no homologables, discontinuas, poco representativas o sesgadas2; 2) los asentados sólo en la medición de las existencias de libros en las casas permiten ver si un texto estaba, si era frecuente, si resistía el paso del tiempo, pero la trayectoria de cada impreso era muy dispar y dependía en gran medida de su valor económico o de su fungibilidad; 3) los fundamentados en el número de ediciones y el tamaño de las tiradas permiten detectar la demanda, pero una obra puede superar la materialidad de su éxito en números, ya que si trasciende a otros géneros –de la prosa al teatro, por ejemplo– puede dar un salto cualitativo en la difusión: 31
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la popularidad de otros medios podía ampliar su impacto, aunque le diese una dimensión diferente –condensada, representada–. En fin, los historiadores nos ocupamos sobre todo de la producción material y del consumo y no podemos ir mucho más allá de la difusión del texto como objeto dentro del espectro teórico del número máximo de lectores posibles o de los destinatarios directos de los mensajes escritos, dentro del que se inscribe el único círculo más o menos mensurable, el de los poseedores de libros. Desde el punto de vista del método no es difícil saber dónde, cuándo o cómo se producían los impresos y quiénes y cuántos los tenían en sus casas, pero sí lo es saber cómo hacían el camino entre ambos puntos y más difícil, si no imposible, saber cómo los contenidos transmigraban del papel a la persona. Aun estudiando todo el proceso correctamente, los historiadores sólo constatan existencias: ediciones preparadas para su venta o dormidas en los talleres de impresores y en librerías, libros en las casas que pasaban de generación en generación, libros en las bibliotecas institucionales, etc. O sólo comprueban ausencias: colegios sin libros, por el peligro inherente a la lectura, lectores sin libros porque no tenían posibilidades o medios para comprarlos, consumidores indirectos –a través de la transmisión oral– porque eran analfabetos y no se les daba la oportunidad de dejar de serlo, impresos menores destruidos por el tiempo u olvidados en recuentos e inventarios, etc.3 Así que sólo con gran dificultad se puede cubrir el objetivo teórico fundamental del estudio de la difusión de los productos –y de las prácticas culturales–, esto es, su función catalizadora en el desarrollo sociocultural.
1. Los vericuetos de la difusión La difusión cultural obedece a unas cuantas reglas claras y estables4: la habilidad de todas las culturas para tomar elementos de otras; la necesidad de incorporarlos y adaptarlos, generando así nuevas ideas; y la posibilidad de intercambiar esas ideas creando un proceso en cadena que genera nuevos modelos o tradiciones. Pero la claridad y simplicidad de estas reglas se enturbia y complica al intentar detectar su funcionamiento porque responden a varios mecanismos de transmisión, el primero de los cuales es el de la vecindad o proximidad en sus diferentes escalas. En teoría, en ámbitos rurales la difusión avanza lentamente pero de modo continuado, de persona a persona, de aldea en aldea, en tanto que en la ciudad lo hace rápidamente y no por estricta vecindad. En este sentido, el caso español presenta datos que en apariencia son claros: la población urbana era minoritaria, de modo que aún en 1787 sólo el 26,2% de los 10,5 millones de habitantes recontados en el censo de ese año residía en núcleos de más de cinco mil habitantes. Esta cifra, sin embargo, distaba de ser homogénea: se superaba el 50% en Valencia, Andalucía o Murcia, pero no llegaban al 10% Galicia, País
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Vasco, Cantabria, León, Asturias, Navarra, Extremadura y Aragón. Según esto, habría dos velocidades distintas en la transmisión de información, pero las cosas no eran tan simples: los territorios menos urbanizados, los del Norte, no coincidían con los menos poblados, sino que cinco de las zonas menos urbanas daban cabida al 19,7% de la población (Galicia, Asturias, País Vasco, Navarra y Cantabria), predominando un hábitat disperso en un mundo lleno, con densidades de población que en algunas zonas superaban los cien habitantes por kilómetro cuadrado; ahí, la comunicación persona a persona podía ser efectiva y rápida. Por el contrario, la mayor parte de los territorios más urbanizados coinciden con un hábitat concentrado y con amplios vacíos intermedios y, por otra parte, el tamaño de los núcleos de esas zonas no desmentía el carácter agrícola y rural de muchos de ellos: de hecho, el tamaño no era un dato definitivo, sino las funciones y características de cada núcleo. El segundo mecanismo, el de la aceleración de las comunicaciones, es el diluyente fundamental de la vecindad, pero siendo cierto que en las sociedades más desarrolladas se efectúan contactos a distancias cada vez mayores gracias a las mejoras del transporte, en la Edad Moderna este factor no es apenas apreciable, salvo si se tiene en cuenta la comunicación por mar: la facilidad de transporte a precios más baratos que por tierra facilitaría la transmisión cultural a quienes vivieran en las provincias litorales, lo que afectaba, por ejemplo, a más de la mitad de los españoles del siglo XVIII. Pero para que esto funcionase, los centros productores de bienes culturales tendrían que estar también en la costa, algo que no sucedió mientras Madrid mantuvo su superioridad, menos por su producción que por su capacidad de distribución. Esto obliga a volver sobre el factor urbano como determinante: es preciso tener en cuenta las poblaciones flotantes que iban de ciudad en ciudad –militares, clérigos, nobles, profesores, artistas, etc.–, transmisores efectivos de información y de productos culturales, y las redes urbanas, en su densidad, caracteres, comunicación entre núcleos, y sobre todo la jerarquía entre estos, dada la importancia enorme de los núcleos puente o de los lugares redistribuidores, como sucede, por ejemplo, con las pequeñas villas del Norte, escalón esencial de la difusión entre las ciudades y el campo. La diversificación profesional es otro mecanismo básico de la difusión que explica sobre todo la que afecta a productos minoritarios: dado que muchas innovaciones e ideas importantes para la sociedad sólo tienen un interés directo para una minoría, la difusión es rápida entre los componentes de ésta y lenta o inexistente entre la mayoría. A esto responde el libro científico, cuyos efectos pueden afectar a una comunidad o a la sociedad globalmente, pero sólo interesa a los profesionales o a un sector curioso. En este sentido, es imprescindible tener en cuenta las características laborales de los territorios y núcleos a estudiar y sus cambios en el tiempo. De nuevo se cruza el factor urbano, no sólo porque
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la ciudad es el medio más diversificado, sino porque las ciudades cambian: ciudades «recreadas» como Granada, cuya reinvención se produce al amparo de la imprenta, o como Ferrol o Cartagena, productos de la Ilustración, e incluso ciudades tradicionales que cambian su orientación socio-económica (Sevilla/Cádiz, Medina-Valladolid/Madrid) o en las que se crea una universidad o una institución importante. El lector profesional es el más verosímil, el que lo era por oficio y beneficio, lo que no se contradice con que amplios sectores laborales, en especial el de los trabajadores manuales, apenas tuvieran libros, ya que su cultura era oral, como en general lo era la del proletariado urbano y la de los sectores modestos o pobres, entre los que, todo lo más, se difundían los textos «menores», esencia misma de la producción impresa y del consumo mayoritario. El mecanismo de la receptividad, fundamental en teoría, depende muchas veces de actitudes personales, pero también de que exige adaptar o preparar lo existente, modificar hábitos, prácticas o costumbres, incluso valores, aceptándose siempre mejor lo que conlleva un rápido éxito –económico, social, cultural–. Pero no se trata de un factor psicológico e intangible, sino que al hablar de objetos que tienen un coste, la receptividad está supeditada a la disponibilidad económica de los receptores posibles. Libros y folletos entraban en un mercado regido por unas reglas sociales y económicas objetivas e inflexibles, alterables, sin embargo, mediante los mecanismos que orientaban el gusto: dado que los productos tenían que medirse en términos de competencia y de gustos de los consumidores –subjetivos y flexibles o caprichosos–, muy variadas estrategias editoriales con sus códigos y formas, complementadas con la propaganda, actuaban sobre los destinatarios, modelando su receptividad. Y es preciso tener en cuenta el efecto de las barreras o fronteras culturales, formadas menos por obstáculos físicos que por elementos de choque cultural, religioso o lingüístico. En términos de transmisión de productos culturales, las fronteras con otros países eran de relevancia menor e incluso podían actuar como desfiladeros de lo nuevo o de lo prohibido: por ejemplo, la frontera entre Castilla y Portugal, siendo muy permeable, era poco útil porque en materia de producción impresa este era también un país dependiente y porque sus productos –tanto en las formas como en los contenidos– eran concomitantes con los españoles; la frontera con Francia, siendo más firme, dejaba colar todo lo prohibido. Todo indica que contra la receptividad actuaron de modo más persistente y eficaz –excluyendo, por obvio, el factor religioso– las barreras idiomáticas y los niveles diferenciados de la alfabetización o ambas cosas al mismo tiempo: por ejemplo, en los territorios con una lengua diferente del castellano y de constitución muy rural, los núcleos más alfabetizados eran los urbanos y en estos era donde el castellano dominaba –al menos entre los poderosos–, de modo que entre los distintos núcleos se extendían amplias zonas analfabetas y hablantes
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de idiomas distintos al castellano, persistiendo las ciudades y villas como verdaderos islotes idiomáticos. El analfabetismo impediría que la mayor parte de la población accediese por sí misma a la lectura, dato mal conocido porque para calcularlo se emplean fuentes no comparables en las que está sobre-representada la población masculina, urbana y rica5, y porque los cálculos se han centrado sólo en las ciudades, difuminando la desigualdad social interna y borrando o ignorando la desigualdad zonal, las diferencias campo/ciudad y el factor lingüístico. Y se ignora a los intermediarios entre lo oral y lo escrito y entre la cultura alta y la popular, existentes en el campo y en la ciudad y que se identifican con quienes tenían algún dominio de la escritura o la lectura y que mantenían con quienes carecían de esas destrezas una relación estrecha, orgánica y continua, lo que los convertía en transmisores orales de esquemas, conocimientos y contenidos de la cultura escrita. El problema, al final, remite al número de los lectores potenciales. Volviendo sobre la cuestión idiomática, es curioso que los historiadores del libro y de lo impreso subrayen siempre que la presencia del latín restringía la lectura a una minoría y que, al mismo tiempo, minusvaloren a los impresores incapaces de sostener la producción en latín; o que elogien la presencia de libros en lenguas extranjeras en las bibliotecas como signo de modernidad y no tengan en cuenta si quienes los tenían podían entenderlos, y que liquiden el estudio de las lenguas vernáculas como típicas de los subproductos de la imprenta. No sólo el latín o las lenguas extranjeras formaban barreras infranqueables para la inmensa mayoría de la población, sino que la masiva publicación en castellano marcaba diferencias claras entre quienes lo dominaban y quienes no, lo que afectaba incluso al mercado de los impresos menores: es decir, sin pensar mucho en esto, se tira por la borda la pluralidad lingüística6. Este olvido no sólo afecta a los productos tangibles de la imprenta, sino a su reutilización mediante la lectura en voz alta, que en teoría rompía la identificación entre alfabetización y acceso a la lectura: no sólo la lectura directa se veía dificultada, sino que la interpretación de lo que se oía variaba tanto como los oyentes/escuchantes7. En los niveles sociales inferiores, entre los castellano-hablantes de vocabulario limitado y fonética dura, el castellano de buena calidad debía de ser difícil de leer y de entender, y más en el mundo rural; en ámbitos no castellano-hablantes, la lectura estaba al margen del campesinado sin tierras y de la mayoría de las familias. Es importante subrayar que catalán, vasco, gallego, bable y todas las «hablas» distaban de ser minoritarias, pero el lector tenía que serlo del castellano y quien pudiera asistir a una lectura en voz alta oiría castellano: en las imprentas de Barcelona o de Valencia el catalán fue barrido por este, que sí era comprendido y leído por los sectores sociales altos y cultos –aquellos que compraban libros–, no en vano era la lengua del poder, del comercio y del prestigio cultural, además de ser útil para exportar productos impresos.
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Todos los factores, tomados en cuenta al unísono, remiten a enormes diferencias en el ritmo e intensidad de la difusión. En un extremo, los sitios de conocimiento, lugares densos de producción cultural material o inmaterial, y en el otro extremo, las periferias culturales, espacios que tenían serias dificultades para mantener un régimen de difusión sostenible. El estudio de los niveles que se escalonan entre un extremo y otro obliga a seguir contando lectores potenciales y reales, libros y bibliotecas, buscando experiencias directas de los lectores –relatos, autobiografías– e interpretando los textos en sus contextos y a seguir comparando. Para mostrar lo que pretendemos decir, emplearemos dos casos opuestos previamente ensayados8: por una parte, el libro de arquitectura y, por otra, los impresos dedicados a desastres naturales.
2. El caso del libro de arquitectura Los libros de arquitectura presentan un conjunto de características materiales que garantizan su visibilidad documental, ya que por su formato grande y su elevado precio rara vez pasaban desapercibidos a quienes elaboraban inventarios y catálogos. Son libros profesionales, por lo que ante todo, su difusión se producía dentro del círculo de quienes les daban un valor de uso, pero son también libros con imágenes cuya consulta y posesión producen placer, lo que ampliaba ese círculo; de hecho, sus contenidos iconográficos suelen arrinconar al texto, hasta el punto de llegar a ser irrelevante el idioma en que se expresaban, aunque por lo general estuviesen escritos en lenguas comunes. Su producción restringida a selectivos centros de impresión, obligaba a que este tipo de libros recorriese largas distancias, incrementando su precio, pero lo cierto es que si todo libro busca a sus posibles lectores, éste los encontraba con facilidad inusitada, sin otra limitación que el precio. Tomando como ejemplo a Galicia, en donde el factor de la distancia con respecto a los centros productores alcanzaba un grado extremo, apenas se encuentra este tipo de obras entre los propietarios privados, tanto porque no estaban al alcance de los compradores mayoritarios, como por su contenido profesional. Pero sí aparecen entre aquellos profesionales en los que eran esperables. Los historiadores del Arte se han sorprendido de que las bibliotecas de los arquitectos fuesen en general pobres –esperando encontrarlas llenas de joyas artísticas–, pero, al fin, eran en su mayoría gente de ingresos moderados, que no vivían siempre en el mismo lugar y que, además, podían recurrir a las bibliotecas institucionales o a las de sus comitentes. Los grandes nombres del barroco gallego apenas tenían una media de 75 libros –Juan Bautista Celma (inventario fechado en 1606), Juan Davila (1611), Simón Monasterio (1624) o Francisco Moure (1625)–, pero los que tenían revelan su contenido especializado y utilitario: grandes tratados artísticos de Vitrubio, Vignola, Palladio, Alberti o Serlio,
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abundantes libros de estampas y descripciones, y libros de aritmética, geometría, mecánica, etc., que resolvían cuestiones técnicas y que solían transmitirse de unos a otros a través de ventas o cesiones, en una circulación intra-profesional completada con los préstamos que les hacían promotores y clientes, en especial los eclesiásticos y las instituciones9. Naturalmente, había excepciones cuando se trataba de artistas de fama, sobre todo si habían viajado por otros países, dominaban otros idiomas y tenían recursos. Tal fue el caso de don Felipe de Castro, escultor y arquitecto de la corte de Carlos III, cuya excelente biblioteca, formada en sus viajes por Italia y durante su residencia en Madrid, fue heredada por la Universidad de Santiago y por la Academia de Bellas Artes de San Fernando10. Tras la muerte del artista en 1775, a Santiago llegaron de 1.150 a 1.200 volúmenes, correspondientes a 645 títulos de los que el 20,2% eran de artes e historia del Arte; 4,2% de libros de viajes, náutica y geografía, 2,9% de matemáticas, 2,5% de ciencias, 1,8% de descripciones de ceremonias y fiestas y 0,5% de arte militar; es decir, el libro profesional o relacionado con la actividad de Felipe de Castro sumaba más de un tercio del total, aunque todo lo demás tenía una utilidad: las matemáticas, dominadas por los textos de Euclides en ediciones del XVI y por la geometría (Alberto Durero, Ozanam) o las obras de novatores como Juan de Caramuel. El mismo sentido utilitario tienen las numerosas colecciones referidas a monedas y medallas: D. Sagredo, E. Flórez, A. Bordázar, V. de Campos, G. Rovillius, G. Simeoni, C. Landi, etc. Lo más vinculado con su dedicación como escultor, pintor y arquitecto se comprueba en las descripciones de fiestas y ceremonias de las grandes cortes europeas en torno a hechos de la monarquía, en las de ciudades y monumentos, de hallazgos arqueológicos como los de Roma y Herculano de mediados del XVIII, en las colecciones gráficas –los grabados de Leonardo da Vinci o de Alberto Durero–, pero sobre todo en los grandes tratados de arquitectura de Vitrubio, Vignola, Sebastián Serlio, León B. Alberti, al lado de obras de arquitectura militar (S. Morolois) y del agua, de iconología, de perspectiva y de todo tipo de artes menores, vidas de artistas (Vasari), lecciones magistrales de Academias como la Real de París o del Disegno de Florencia, diccionarios artísticos, etc. Predominaban los libros en lenguas modernas. La producción italiana de la segunda parte del quinientos tenía un indudable peso, en tanto que el XVII, el Barroco, le interesaba mucho menos; una parte importante se corresponde con el período de 1720 a 1760, esto es, con ediciones contemporáneas del artista, lo que revela que, junto con las obras de tema artístico del Renacimiento, se interesaba por la producción más actual. La preferencia por el libro italiano obedece al interés por las artes, aunque cuanto más recientes son las ediciones más relevante es la presencia de ediciones españolas, dominantes en sus compras más tardías; eran escasas las ediciones portuguesas, muchas las de los Países Bajos y muchas más francesas de la etapa de Luis XIV –un tercio– o bien de 1720 a 1770 –más de una quinta parte–11.
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Por lo dicho con respecto a los profesionales menos ricos y de los préstamos que les hacían sus comitentes, y con respecto a Felipe de Castro, que donó sus libros a instituciones, se comprende que encontremos libros de arquitectura con facilidad en las bibliotecas institucionales, que sí podían comprar libros caros y extranjeros, y que, además, eran clientes de los arquitectos y contratistas de maestros de obras, a quienes facilitaban la consulta de aquellos libros que necesitasen para su trabajo, cuando no se daba el caso de que los arquitectos o maestros fuesen miembros de esas instituciones o sus empleados fijos. Las bibliotecas institucionales eran una vía semipública de acceso a la lectura, que tenía su sede preferente en núcleos urbanos y semi-urbanos –universidades, colegios, cabildos, conventos–, pero que se ramificaba en el mundo rural –monasterios benedictinos y cistercienses, por ejemplo–. En esas instituciones se acumulaban con cierta facilidad los libros o colecciones que no estaban al alcance de los particulares y, en el tipo que nos ocupa, revelan que eran receptivas a las novedades. Obviamente, el libro de arquitectura es más frecuente e interesante en aquellas instituciones que hicieron inversiones constructivas importantes. Por eso mismo, la Universidad de Santiago, que no era comitente asidua, en 1722 sólo tenía 22 títulos de esta materia (1,2% del total) entre los que estaba la obra de Vitrubio; en 1794 tenía 24 y 50 en 1796, pero si se añaden los otros libros de artes pasó de 229 a 259 (2,2%), incorporados no a través de compras sino de la donación de don Felipe de Castro, de modo que la llegada de los libros de arquitectura no fue planeada. Parecido era el origen de los libros del Consulado de A Coruña, cuya biblioteca, fundada en 1806, fue dotada por el canónigo ilustrado don Pedro Antonio Sánchez de Vaamonde; en 1824 este fondo tenía 4.170 volúmenes de los que 50 (1,2%) eran de matemáticas, 56 (2,6%) de bellas artes y 109 de ciencias, artes y oficios (2,6%), de modo que la arquitectura no tenía apenas espacio. El ejemplo opuesto es el del monasterio de San Martín Pinario de Santiago, comitente rico y poderoso, que, además, tenía una gran biblioteca, con 14.398 volúmenes en 1800, más de la mitad de temas religiosos, claro12. Pero muchos pertenecían a grandes colecciones y obras enciclopédicas, esto es, se trataba en buena parte de un saber «compendiado» y en gran medida utilitario. Tenía esta biblioteca 74 volúmenes de artes (0,5%) y 1007 de ciencias (7%), en su mayoría del XVIII y procedentes de Francia en un tercio, un 14% de Italia y 28% de España. Los 1.007 de temas científicos –518 títulos– tienen una orientación clara, la utilidad, y entre estos destaca un 2% de títulos de arquitectura (1,1% de los volúmenes), 2,9% de ingeniería civil y militar (2,5% de los volúmenes) o un 18,5% de matemáticas (15,1%). Si descendemos a la calidad e interés, la producción más técnica o mecánica había llegado al monasterio en buena parte entre las adquisiciones hechas en función de los mandatos de renovación de la segunda mitad del XVIII, cuando se compraron abundantes diccionarios y enciclopedias de artes y ciencias, y las memorias de las academias, extranjeras o
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españolas, como por ejemplo de la Academia de Bellas Artes de San Fernando; el contrapeso de la divulgación lo dan las ediciones de matemáticas o la matemática aplicada a la arquitectura o la ingeniería. El monasterio contaba con un fondo constantemente renovado de artes militares, destacando los textos dedicados a fortificación, cuyo interés puede radicar en su relación con la arquitectura. Las bellas artes guardan una innegable inclinación en favor de ésta, lo que puede explicarse no sólo porque el monasterio vivía en un permanente estado de obras hasta conseguir su grandiosidad actual, sino porque entre sus monjes contó con maestros de obras muy destacados. No es extraño pues que tuviese las obras de Serlio (Venecia, 1540 y otras), Vitrubio (Estrasburgo, 1550) o Vignola (Roma, 1583 y otras muchas), o tratados más actualizados, como la Arquitectura moderna de Carlos A. Jombert (París, 1763). Pintura y escultura tenían un interés limitado, si bien el monasterio contaba con varios iconarios, tratados de emblemas y otros géneros complementarios, de entre lo cual destacan por méritos propios De urdibus, ascibus, castelis... de Alberto Durero, impreso en París en 1535, o, en otro extremo cronológico, la Historia del Arte de J. Winckelmann (1793). El problema de la difusión en el caso del libro de arquitectura puede resolverse en la medida en que es visible y detectable, pero, paradójicamente, no se le ha prestado gran atención porque se difundía en ámbitos restringidos y porque su contenido especializado exigiría el esfuerzo combinado de los historiadores del libro y de la arquitectura13. Por otra parte, esos contenidos se sitúan en la frontera de varias disciplinas, por su diversa identidad o por su falta de identidad, lo que tiene como efecto la dificultad de saber dónde se localiza en las grandes clasificaciones teóricas del saber del pasado y en qué espacio dentro de las clasificaciones de las bibliotecas. El libro de arquitectura no es un caso específico dentro del libro científico, ya que si este es un vehículo de la difusión de la investigación, a los arquitectos se los valora por sus obras y mucho menos por lo que pudieran escribir o publicar; por otra parte, los problemas técnicos, matemáticos y físicos de la construcción estaban casi todos resueltos desde la Antigüedad, de modo que los arquitectos de la Edad Moderna estaban más preocupados por las teorías estéticas, las proporciones o las relaciones entre la forma y la función en un edificio que por los cálculos, y por esto mismo es también un libro de Arte –como tal fue atendido por los historiadores del Arte– o de teoría artística. Pero la cuestión de la utilidad nos conduce a preguntar qué hacer con los libros de arquitectura militar y de fortificación, los de carpintería o de construcción de puentes, o con las publicaciones de fiestas y ceremonias con imágenes de arquitecturas efímeras. Estas últimas, por ejemplo, buscaban una utilidad política, pero los modelos que reproducían se seguían en la práctica, como el famoso impresito de fines del XVII que recogía las fiestas de la beatificación de Fernando III en Sevilla, cuyas imágenes se transformaron en realidades arqui-
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tectónicas en Santiago de Compostela; de hecho, este tipo de impresos era muy frecuente en las bibliotecas de los arquitectos, que utilizaban sus imágenes para inspirarse tanto para sus propias arquitecturas efímeras como para otras definitivas. Por lo mismo, cabe preguntar qué hacer con las biblias ilustradas desde que en 1540 el gran impresor francés Robert Estienne las decorase con arquitecturas ficticias, o con las obras de arte visionario, las construcciones imaginarias y los diseños y proyectos irrealizables, típicos de la segunda mitad del siglo XVIII, que no pretendían servir de modelos, ni llevarse a la práctica, sino ilustrar formas sociales utópicas. Ateniéndonos a su versión más canónica, el libro de arquitectura es un libro de producción muy localizada y transmisión y difusión dificultadas por el coste en origen, por su tamaño y peso, por su reducida clientela potencial y por las distancias entre el productor y el consumidor. Pero llegaba a su público y por eso fue uno de los primeros productos de la imprenta, publicado desde un comienzo en lenguas vulgares –Serlio en 1551 y Jacques Androuet du Cerceau en 1559 introducen como novedad el doble texto, en francés y latín– y sin imágenes, aunque, como señaló E. Eisenstein en su momento, en la arquitectura –como en la geometría o la geografía– las funciones de la imagen irán arrinconando a las palabras14: Hypnerotomachia poliphili (1499) atribuida a Francesco Colonna, trabajo combinado de autor, dibujante, grabador e impresor, estableció un modelo que se aplicó a la edición ilustrada de las obras de Vitrubio –desde 1511, en la edición preparada por Fra Giocondo en Venecia–; luego vendrán los primeros libros de Sebastián Serlio en 1551, el Vitrubio de Palladio y sus propios Cuatro Libros, etc. La imprenta dio la mejor baza a los clásicos, inicialmente, pero pronto permitió a los arquitectos publicar sus ideas originales y sus teorías: se le atribuye esta novedad a Juan Bautista Alberti y a Matthäus Roritzer en 1487-88, maestro de obras de la catedral de Ratisbona, arquitecto-ingeniero y nada menos que impresor… El éxito del grabado en madera en este género, por sus ventajas técnicas, hizo que su sustitución por el grabado en cobre fuese lenta, desde 1546, a pesar de que permitía hacer tiradas más amplias y reproducir los monumentos hasta detalles mínimos y de que confería a la imagen un componente informativo e instructivo y reforzaba su función estética. Pero lo cierto es que encarecía la producción de libros porque el grabado en cobre era obra de maestros que no trabajaban en los talleres de los impresores y que cobraban más. También el libro de arquitectura era caro por su tamaño: si el formato del libro suele adaptarse a los lectores a los que se dirige, en este caso tiende a ser grande porque en general es empleado por artistas y artesanos que necesitaban verlo desde cierta distancia; los formatos pequeños existían para otro tipo de lectores15, y en el siglo XVIII fueron los empleados para los libros de crítica –carentes de imágenes– dirigidos a gentes de letras.
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Dadas sus características técnicas, la producción del libro de arquitectura era muy específica. Durante el XVI, el dominio italiano –Milán, Venecia, Florencia– en muchos ámbitos afectaba también a este género. En Francia, los libros ilustrados se publicaban tanto en París como en provincias, pero desde la fundación de la Imprenta Real a fines de ese mismo siglo acabarán siendo casi un monopolio parisino y los libros ilustrados impresos aquí acabarán dominando Europa. La preponderancia francesa en el libro de arquitectura sufrió crisis (1690-1710, 1815-28) coincidiendo con crisis de comunicación y con crisis sociales, y vivió etapas positivas en el Renacimiento (1545-65) y la Ilustración (1755-75). Su punto álgido se produjo a mediados del XVIII –en paralelo con el apogeo del libro científico–, cuando se convirtió en un instrumento clave de la propaganda estética del arte oficial –el retorno a lo antiguo– y cuando la burguesía encontró placer y un rasgo de distinción en tener libros ilustrados y de gran formato. Pero también coincide con el uso sistemático de ilustraciones en las obras enciclopédicas, generando una competencia editorial que logró ofrecer imágenes cada vez más abundantes y mejores, en obras a precios cada vez más asequibles, mediante fórmulas como la venta por suscripción, que jugaban con la vanidad de sabios, señores, prelados y financieros, al hacer figurar sus nombres en las colecciones. Esto dio lugar a empresas como Recueil Elementaire d’Architecture (1757-1780) de Jean François de Neuforge en diez volúmenes, con nada menos que novecientas láminas. La gran época de esos tratados se inicia en Francia desde 1660, reflejando la profunda evolución de la arquitectura en esta época y el debate entre los partidarios del Barroco y los de la arquitectura parlante, que dio a los libros de arquitectura un carácter polémico, de ahí que proliferasen los de contenidos teóricos vinculados con la actualidad. El consiguiente desinterés por los libros teóricos de la Antigüedad –Vitrubio se publicó por última vez en Francia por Charles Perrault en 1673 y 1684– no alteró el interés que para los arquitectos del XVIII mantenían los monumentos antiguos, cuyas imágenes de planos, elevaciones o decoraciones se reproducían en obras de gran formato que captaron el gusto de los bibliófilos. La diferencia de usos e intereses entre los tratados teóricos y las recopilaciones de arquitectura se observa tanto en el contenido como en la forma: así se ve en Arquitectura francesa de Jacques François Blondel –conocida como Grand Blondel–, publicada en 1752-1756 en cuatro volúmenes in-folio, con casi quinientas planchas de planos, cortes y perfiles de iglesias, casas reales o palacios de París y castillos próximos, y en el Cours d’Architecture (1771-77), seis volúmenes en octavo conocidos como Petit Blondel y convertidos en el manual clave de los arquitectos y aprendices a fines del siglo XVIII. La prensa periódica, esencial para la producción científica, fue sólo embrionaria en arquitectura, desarrollándose plenamente en el siglo XIX16, en tanto que fue de singular importancia el desarrollo de los diccionarios especiali-
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zados. Y no debe olvidarse la que adquirieron los libros ilustrados de viajes, de moda desde 1770 a 1850, ya que en su mayoría prestaron gran atención a la arquitectura, hasta el punto de parecerse a historias del Arte. Eran también obras de gran formato a las que se daba una intensa publicidad mediante prospectos destinados a informar y a captar a una elite intelectual y financiera, un tipo de lector que, como los propios autores de estas obras, buscaba lo exótico o desconocido y la inquietante belleza de las ruinas, subrayados en las ilustraciones con trucos pictóricos y visuales. En el siglo XVIII la edición del libro de arquitectura no era monográfica, ya que los editores producían otros tipos de obras, pero se nota cierta especialización, obligada por necesidades económicas –y culturales, no en vano es un libro exigente–, y surgían nuevas formas empresariales como la publicación de colecciones de estampas, sin texto, por parte de mercaderes que las vendían sueltas o en recopilaciones; cuando a partir de 1789-95 algunos de esos mercaderes pasaron a ser libreros, optaron por especializarse en este tipo de impresos, y cuando más tarde dieron el salto a ser editores sólo lo fueron de obras de arte y de arquitectura. También las ediciones de libros de viajes requerían mucho dinero: el editor financiaba el viaje del autor, buscaba dibujantes, hacía la publicidad y lanzaba la suscripción, todo lo cual exigía especialización. En este contexto, el papel español fue en todo momento muy mediocre. En 1526 se publicó el primer tratado vitrubiano, el de Diego de Sagredo, pero no hubo una actividad importante: entre las primeras ediciones de obras científicas aparecidas de 1475 a 1600 sólo consta un 1,1% de obras de arquitectura e ingeniería (nueve casos), frente al 9,8% de matemáticas y el 2,9% de arte militar; hubo además dos traducciones de clásicos y ediciones de Vitrubio como la de Miguel de Urrea en 1582 en lengua vulgar. Dado que los arquitectos eran el 3,6% de los cultivadores de la ciencia, está claro que publicaban poco; seguían siendo escasísimos aún reuniéndolos, como hizo J. Mª López Piñero con los ingenieros-arquitectos y los artilleros en un grupo caracterizado por su saber práctico y por su extracción plebeya. En cualquier caso, el término arquitecto se había tomado de la tradición italiana para designar a los maestros de obras con cierta formación doctrinal científica y artística, al margen de la enseñanza; su atención se centraba en problemas de la construcción y de la elevación de aguas, de modo que eran los ingenieros quienes tenían mayor dedicación teórica17. Tras el vacío del siglo XVII, en el XVIII la Real Academia de Bellas Artes marcó una nueva línea, la del intervencionismo artístico desde el poder. Planteamientos teóricos, proyecciones utópicas, razonamientos filosóficos y deseo de utilidad social, son las notas de un siglo que dota al arte de una visión instrumental. Como en Francia, se inicia una cruzada contra el Barroco y a cambio se impulsa la imitación del arte greco-latino, coincidiendo sus primeros síntomas con la generación de los novatores (Caramuel). Pero esto no redundó en una
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mayor producción autóctona, sino que se acelera e intensifica la difusión de textos y teorías de la Ilustración europea, alcanzando el máximo en los años ochenta. En lo propio, en 1707 se inicia la publicación de la obra del excelente matemático Tomás Vicente Tosca, reeditada en 1727, 1757 y 1760; en 1794 se publica el volumen segundo solo y parte del quinto con el título de Tratado de arquitectura civil, montea y cantería. En 1761, José Castañeda publica su traducción del francés del Compendio de los Diez libros de Vitrubio elaborado por Perrault; en 1787, José Ortiz y Sanz, deán de Xátiva, académico de la Historia y de Bellas Artes, hizo lo mismo con la traducción directa desde el texto latino, y luego tradujo los dos principales libros de Palladio (1797), todo ello movido por el interés hacia la arquitectura clásica que se corresponde con el Neoclásico impuesto por los Borbones. Adquieren también gran importancia los «viajes anticuarios», como el de Ortiz y Sanz, quien en 1778 visitó Italia financiado por Carlos III para estudiar arquitectura romana y los códices vitrubianos, y visitar Pompeya y Herculano, o el de Antonio Ponz –y su continuador Isidoro Bosarte– quien prestó gran atención a los edificios en su Viaje de España (1772-92). Además, tuvieron gran relevancia las publicaciones periódicas como los Discursos mercuriales, que dan entrada a muchos artículos artísticos18. Con estas características editoriales, volvemos a la cuestión clave de la circulación y difusión de este tipo de libros. Si la producción era italiana en el XVI y francesa luego, España era en este campo un mercado dependiente, que importaba libros de arquitectura y los reexportaba a América; llegarían a las ferias de Medina y a Valladolid hasta el desorden y la crisis de aquellas en 1580, y a Sevilla, sede del comercio americano, y desde 1561 a Madrid, la capital, casi en exclusiva: los libreros madrileños vendían en la corte, pero eran sobre todo redistribuidores y a esta tarea se dedicaban también los de otras ciudades –Barcelona, Valencia, Granada, Salamanca…–. En las pequeñas urbes de provincias el libro de arquitectura llegaría mediante pedido expreso del cliente a través de mercaderes y transportistas, dado que no lo hallamos en las librerías de esos núcleos, pequeñas y poco especializadas, muy limitadas en su capacidad comercial y al margen de poder arriesgarse a comprar este tipo de libros. Pero estos llegaron a quienes los necesitaban o a quienes interesaban, estuvieran donde estuvieran.
3. La literatura de desastres La literatura de desastres reúne todas las características opuestas. Desde el punto de vista formal, puede considerarse entre los productos menores de la imprenta, aquellos que, precisamente, por carecer de valor económico y por su reducida entidad material, no aparecen en los inventarios de particulares, impresores, libreros o instituciones, aun siendo los de mayor difusión. Más que por
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faltarle valor económico, los impresos menores y los infra-productos de la imprenta no se registraban porque eran menos «visibles» que los libros y porque muchos estarían desencuadernados, incompletos o deteriorados, lo que permite deducir que serían los de lectura más asidua: es decir, los inventarios dejaban fuera aquello que más identificaba y agradaba al lector común, en muchos casos, textos poco creíbles, dramáticos, morbosos, ingenuos, exaltadores de factores positivos o suministradores de una información sesgada, entre los cuales estaban las relaciones de sucesos19. De este género, sólo pueden aventurarse cifras de producción: se calcula que hasta la primera mitad del siglo XVII se habrían publicado al menos 1,3 millones de ejemplares; los almanaques, calendarios, pronósticos, cartillas o mapas, cartas, bulas, sermones, edictos, estampas, cédulas, edictos, coplas, historias, es decir, los llamados «pliegos sueltos», llegarían a 1,5 millones en el siglo XVI y 2,5 en el XVII20. Incalculables eran unos y otros en el siglo XVIII. Aunque las cifras no pasan de la conjetura, es evidente que remiten a una clientela mucho más amplia que la del libro de arquitectura, pero la clientela de la literatura menor es todavía más difícil de captar, no sólo porque no se registra, sino porque al no tener una utilidad no se puede dibujar el círculo externo de quiénes serían sus destinatarios; ni siquiera hay una identificación social –su carácter popular se presupone– y sus contenidos se difundirían más allá del medio lector por la actuación de mediadores –el ciego recitador, por ejemplo–, alcanzando una expansión al margen de las posibilidades del libro profesional. Se supone que era un tipo de texto que encontraba a su público con facilidad, porque reflejaba situaciones sociales y hechos reales reconocibles en medios populares, pero no hay un gran fundamento para afirmarlo. Al menos, carecemos de datos por cuanto es un tipo de impresos que no localizamos físicamente: no se halla en las bibliotecas institucionales de modo significativo y cuando aparece o lo hace con carácter utilitario o por accidente; en las particulares, su constatación es casi imposible u ocupaba un reducido espacio, aunque otros géneros se leían como narraciones de ese tipo; y tampoco se refleja en los inventarios de librerías, no porque no estuviera, sino porque estaría en esos fajos de papeles en los que se ataban los ejemplares de la literatura de cordel. Más difícil aún es detectar la presencia de un rango temático como el de los desastres, que o bien es una variante de las relaciones de sucesos –cuando tiene formato de rogativa, sermón, narración o descripción–, pero que también puede considerarse como una variante menor de la literatura científica. En ambos casos está claro que nos hallamos ante un tipo de texto que se basa en el impacto de los sucesos singulares, no en la solidez del saber consolidado ni de «larga duración» que caracteriza al libro de arquitectura. El suceso toca a la sensibilidad –aunque puede hacerlo también a la inteligencia–: más que una simple categoría temporal o una unidad de percepción de la duración, deviene, mediante la
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inversión emotiva que el individuo introduce en ella como actor o testigo, en una entidad simbólica que representa a la vez una «localización del desorden» y aquello que no se comprende. Los sucesos marcan hitos en el tiempo y lugares de memoria, y en ese sentido contribuyen a construir la identidad colectiva: cada colectividad se fabrica de algún modo una memoria que la distingue y en esa función juegan un papel esencial los sucesos que la hacen cambiar21. Los historiadores suelen identificar esos hitos con los sucesos políticos porque miden su repercusión historiográfica y porque la observación y selección a la que proceden atiende poco a los juicios y valoraciones de los contemporáneos. Pero atendiendo a esa percepción coetánea, se detecta una clara prioridad hacia sucesos que no provocaron una modificación del curso de la historia, sino que entrañaron una perturbación lo bastante intensa como para que, en un momento dado, los cambios pareciesen profundos: un ataque pestífero que desorganizaba la vida de una ciudad empezando por el funcionamiento del poder, a la larga no marcaría la memoria de esa ciudad, pero sí producía una conmoción que los contemporáneos reflejaban inmediatamente. Lo mismo pasaba con sucesos que no tenían efecto sobre todo un conjunto social, sino sobre un grupo, pudiendo ser dramático para este e indiferente para el resto. Sin embargo, un suceso no necesitaba ser dramático para marcar una sociedad y un incidente pequeño o anodino podía adquirir dimensiones enormes y servir de catalizador de una colectividad. En síntesis, la mayor parte de los sucesos que se dicen traumáticos no tuvieron más que efectos temporales y no provocaron una ruptura, pero eran percibidos de otro modo por quienes los vivían. Para que luego un suceso se integrase en el proceso de construcción de una identidad, o deviniese revelador de una cultura o de sus transformaciones, harían falta muchos otros factores, pero momentáneamente el contexto le daba sentido, fuese cual fuese su naturaleza o su lógica interna: el núcleo que vivía un suceso se interesaba por el propio suceso, lo convertía en motivo de conversación, de análisis o de exageración, buscaba distinguirlo de los sucesos vividos por otras comunidades y magnificar sus consecuencias o la inteligencia de la reacción colectiva, y si se había salvado del suceso que había castigado a un núcleo vecino, se señalaban las mejores circunstancias o la protección especial de la divinidad, y en todo esto los próceres locales hallaban una oportunidad de destacar y de escribir al respecto. De ahí que los sucesos dejasen una abundante literatura para perpetuar su memoria o para utilizarla, aunque no se pueda hablar estrictamente de un género. Tomando como referencia la obra de Aguilar Piñal22, y por lo tanto, la producción española impresa del siglo XVIII, no hay duda de que los textos dedicados a desastres naturales son minoritarios, si exceptuamos lo referente a sequías. Centrándonos en los que hemos detectado, el 44,6% se refieren a epidemias, el 41% a terremotos, 8,3% a plagas –en su mayoría a plagas de langosta– y 6% a
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inundaciones y tormentas; esto deja fuera los textos referidos a cometas y eclipses, percibidos entonces del mismo modo. Desde luego, siendo su tema episódico y muy fungible, muchos textos no llegaron a imprimirse. Lo que sí llegó a las imprentas es una producción poco clasificable que va desde las ciencias a la poesía, y muy dispersa, ya que los relatos de desastres pueden aparecer en cualquier texto, incluso en los libros de viajes y en las crónicas, en especial en las de tipo local, en colecciones temáticas, en obras de erudición y, claro está, en la prensa periódica. Se trata ante todo de una producción provincial y local –en especial si eran textos de carácter religioso–, obra de pequeños impresores, de ahí que sus lugares de edición sean muy diversos, aunque dibujan un arco mediterráneo, que va de Barcelona y Tortosa a Cádiz/Sevilla, pasando por Valencia, Murcia, Málaga o Puerto de Santa María; en el interior, Zaragoza, Granada, Toledo o Valladolid. Sólo es madrileña la producción científica referida a desastres, aunque Valladolid, Granada o Sevilla publicaron algunos textos. Un grupo carece de referencias a los impresores o a los lugares y fechas de edición, pero no se puede hablar propiamente de ediciones clandestinas. Es un ejemplo claro de una producción local que no identifica a una actividad intelectual, sino aquello que fueron capaces de hacer los pequeños impresores y que interesaba a sus clientes, entendiendo por tales no tanto a los compradores de libros como a los patrocinadores de las ediciones –obispos, cabildos, universidades, organismos públicos, sociedades económicas, academias, órdenes religiosas, etc.–. Las imprentas locales se limitaban a producir folletos de escasa relevancia de contenidos –básicamente religiosos, por otra parte– y formalmente modestos, lo que encajaba con la literatura de desastres, toda ella impresa en castellano, en formatos pequeños y con pocas páginas: sólo el 7,1% tiene más de 100 páginas; 12,5% entre 45 y 100; 39,3% entre 10 y 45, y el resto menos de 10. Es un producto mucho más abundante en la segunda mitad del siglo XVIII que en la primera, no tanto porque no hubiera desastres, como porque no había tantas academias, sociedades económicas y prensa periódica que les prestaran atención. Ni tan buenas oportunidades para publicarlos: pliegos sueltos y literatura de cordel crecieron de modo excepcional en el setecientos, el número de impresores y libreros aumentó, sobre todo en Levante, Andalucía y Madrid, y se produjo un abaratamiento de la producción, y ciudades como Málaga, Córdoba y Sevilla se dedicaron con ahínco a los impresos menores. La proliferación de pronósticos y almanaques –odiados por los ilustrados por su apariencia científica– y de los relatos de sucesos se puede explicar en buena medida como un fenómeno de sustitución desde que en 1755 se prohibieron los romances de milagros o los relatos de ajusticiamientos, pero hubo hechos como el terremoto de Lisboa de 1755 que también contribuyeron a su expansión23.
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Los relatos de desastres aparecen bajo tres vertientes: la científica, la literaria y la religiosa24. Los autores son fáciles de identificar –a pesar de la frecuencia de textos anónimos–, pero son distintos en cada variante. Eran eclesiásticos, más regulares que seculares, los autores de rogativas, sermones, novenas, etc., lo que nada tiene de sorprendente. Los textos «científicos» fueron escritos por eruditos locales, que los redactaron espontáneamente o porque se les pidió que elaborasen informes: en su mayoría eran médicos –con frecuencia catedráticos de universidad–, pero aparecen también funcionarios, juristas, clérigos –varios de ellos eran académicos–, incluso algún comerciante25. Lo mismo sucede con los relatos. El componente de vanidad local explica tanto ese tipo de participación como la frecuencia de las polémicas entre «científicos», entre eclesiásticos, entre eruditos..., un elemento que no estaba ausente en el libro de arquitectura, porque siempre daba oportunidad de lucimiento. La variante científica buscaba prevenir, explicar o resolver un desastre. En este sentido, debe tenerse en cuenta que en la Europa del XVIII se produce el apogeo de la edición científica, dentro de límites muy estrechos y con un tope cronológico en los años ochenta, con una fuerte tendencia a la vulgarización y frecuentemente suplantada por la prensa periódica y por los fascículos. La proliferación de instituciones, academias y sociedades, tuvo, en el tema que nos ocupa, un protagonismo especial ya que actuaron como inductoras de escritos y de publicaciones. Tal fue el caso, por ejemplo, de las sociedades de Medicina como la de Sevilla. En el campo científico –y más en la medicina–, desde mediados de siglo se produce la definitiva incorporación a las nuevas corrientes y el paso al inductismo y el empirismo se detecta en la observación sistemática y en la búsqueda de explicaciones a todo tipo de fenómenos extraordinarios, lo que con frecuencia derivó en descripciones de hechos particulares. Los terremotos se convirtieron en un tema fundamental desde el de Lisboa de 1755, que dio lugar a numerosos escritos de autores menores que encontraron una ocasión de lucimiento y no pocos para la polémica. Las academias fueron el foro en el que se debatieron: el matemático y astrólogo de Guadalupe Gerónimo Audixe, miembro de la academia de Buenas Letras de Sevilla, escribió un «discurso meteorológico sobre el terremoto de 1755», objeto de una «censura» de otro académico, abogado y clérigo, Gregorio Bolaños. Doble naturaleza tenían los textos del doctor Antonio J. Barco y Gasca, catedrático de filosofía, vicario de Huelva, de esa misma academia, que redactó un sermón y una carta impresa en Discursos mercuriales (1756). Del mismo cariz polémico las cartas y contra-cartas cruzadas entre el contador real Miguel Ferrer, José Cevallos, Damián Espinosa de los Monteros, el médico José Aparicio Morata, etc. Los textos más serios salieron de la mano de Feijoo, que en 1756 escribió varios y del matemático Benito Bails, quien tradujo el Tratado de la conservación de la salud de los pueblos y consideraciones sobre los terremotos, de Antonio Ribeiro Sánchez, publicado en 1781 y reeditado en 1798 en Madrid. Si
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es bien sabido que el de Lisboa es el terremoto por antonomasia del XVIII, otros fueron también motivo de publicaciones, pero ni tantas ni tan controvertidas, y algunas acogidas en órganos de prensa como Variedades de Ciencias, Literatura y Artes (es el caso del artículo de Juan Blasco Negrillo, «Del temblor de tierra que se sintió en Madrid», 1803). Tampoco se reducían a la versión científica estos textos, sino que podían adquirir un tono político, como el del amenazador anónimo impreso en Madrid en 1762, Profecía política verificada en lo que está sucediendo a los portugueses por su afición a los ingleses hecha luego del terremoto... en el contexto de la guerra hispano-lusa26. Las inundaciones y tormentas fueron un tema recurrente. El Padre Feijoo había estudiado, a petición del cabildo catedralicio ovetense, las consecuencias de las sufridas en 1723 por Oviedo, lo que publicó en el Teatro Crítico, pero los estudios menudearon en el último tramo del setecientos, en especial entre los médicos de las ciudades con mayor riesgo y problemas, aunque no todos los textos se imprimieron27. El caso sevillano fue estudiado por Florencio Delgado Soto, médico y académico, quien escribió «de las enfermedades que pueden seguirse de resultas de la pasada inundación del Guadalquivir» y «reflexiones sobre las inundaciones del río en Sevilla, sus efectos y causas evitables…», publicadas en las Memorias de la Academia de la Real Sociedad de Medicina y Ciencias de Sevilla en 1785. Los problemas sanitarios de las inundaciones fueron objeto del discurso que el doctor Gregorio García Fernández leyó ante la Real Academia Matritense de Medicina, cuyo extracto se publicó en Memorial Literario en 1787. Las riadas de Tortosa de 1781 fueron descritas por Mariano García Zamora en un texto publicado en Barcelona en 1804, y las inundaciones sufridas por Valladolid en febrero de 1788 por desbordamiento del Esgueva se constituyeron en un verdadero debate entre el catedrático de medicina Félix López Martínez, en sus reflexiones sobre las enfermedades que pudieran originar, y Francisco Muñoz, en respuesta a las anteriores. La vertiente económica fue tocada en esos momentos de máximo por Raimundo Ibáñez, futuro marqués de Sargadelos, quien en 1788 publicó en el Memorial Literario su «discurso sobre la frecuencia de las inundaciones en España y necesidad de la repoblación de sus montes», un escrito interesado y circunstancial, en tanto que el jurisconsulto Rafael Floranes Encinas y Robles, señor de Tavaneros, escribió dos disertaciones, una «sobre los perjuicios que podría ocasionar a Valladolid el río Esgueva, después de la inundación del año 1788» y otra sobre la provocada por el Pisuerga en 1797. Las plagas de langosta fueron observadas por Ignacio Jordán de Asso, director del Jardín Botánico, en un discurso sobre cómo exterminarlas (1785) que se tradujo al alemán. Menos rigurosa es la Memoria sobre el problema de extinción de la langosta, escrita en 1786 por el clérigo Antonio Ginto, de la Sociedad Económica Matritense, autor también de un estudio de título similar sobre la extinción de la ociosidad… Aunque el texto más conocido es la Historia natural de la langosta en España, de Guillermo Bowles, publicada en francés en 1759 y traducida luego al castellano.
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La variante religiosa se contextualiza después de 1740, en la decadencia clara de la producción de hagiografía y de las relaciones de milagros, y del afianzamiento de los relatos de fiestas y celebraciones. Impresa para dejar constancia de su magnificencia y transmitirla a destinatarios directos o indirectos, es esta una producción circunstancial más importante por el efecto de su difusión y su carácter propagandístico que por su valor interno. La publicación de estas piezas era financiada normalmente por quien había organizado el acto: a veces eran particulares agradecidos, pero lo habitual es que fuesen grandes instituciones civiles y religiosas, que pretendían influir en un público que no había sido testigo presencial de las ceremonias, de modo que servía también para transmitir la riqueza del ceremonial y los modelos oratorios de moda. Este modelo tenía en Andalucía un singular desarrollo y en el resto del país alcanzó enormes magnitudes tipográficas, sin decaer en el XVIII. El relato de desastres tenía una función añadida, que era el efecto amenazador y el tremendista de lo inesperado y dramático, muy útil para incitar a los fieles a confesarse y prepararse ante la muerte súbita. Podemos distinguir tres modalidades. La primera es la que se anticipa al desastre pidiendo ayuda. Las novenas en honor a santos especializados en este tipo de situaciones no son raras y a veces se acompañan de sus biografías: es el caso de la «vida y milagros y novena» de San Cristóbal, como abogado contra las tormentas, escrita por el franciscano Fray Cristóbal Iglesia y Marín (Sevilla, 1724). Son abundantes los sermones de fiestas anuales de santos especialistas: san Gregorio Ostiense es objeto del texto, varias veces reeditado, de Mateo Guerrero Morcillo titulado Principios para aplacar la ira de Dios. Medios para solucionar … la extinción de las plagas de langosta (Granada, 1757), y del sermón de su fiesta anual «para defender la viña y frutos de la langosta, oruga, pulgón…» (Málaga, 1806). La Virgen es la más socorrida, en todo caso: en 1800, en Valencia se hace y publica una rogativa en su honor de Fray José Arnau (O.F.M.) para precaverse de la fiebre que asolaba Cádiz y Sevilla. A san Francisco encomendaba el capuchino Fray Alonso de Huecas una oración encomiástica «en la fatalidad de medrosos terremotos» (Madrid, 1757); sin embargo, en Cádiz fueron san José y la Virgen los que recibieron la encomendación de otro capuchino, Fray Antonio de Santiago, que solicitaba que ambos compartieran el patronato de la ciudad (Cádiz, 1757). También la Virgen fue la opción del Puerto de Santa María. Mientras que san Felipe Neri recibió el voto y fiesta anual establecidos en Sevilla a raíz del terremoto de 1755, uno de cuyos sermones fue obra del magistral Marcelo Doye y Velarte (Sevilla, 1756); si bien, san Emigdio le discutía esta función en la misma ciudad, en la que en 1756 se publica la Vida, martirio y milagros de este santo, del presbítero Francisco de San Cristóbal. Una segunda modalidad es la que lamenta el desastre y lo explica por causas sobrenaturales: el cabildo de Tortosa promovió la Exortación a los fieles… para aplacar la cólera divina en la tempestad y avenida inesperada del río Ebro, en
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octubre de 1787, escrita por Vicente Aparicio; y los «motivos por los cuales nos castiga Dios con la plaga de langosta y remedios que se han experimentado para extinguirlas», se analizan en un impreso sin fecha publicado en Zaragoza. La tercera es la que celebra la salvación cuando el desastre se resuelve mejor de lo previsto: el terremoto de 1755 permitió al excelente orador Francisco Bocanegra, obispo de Guadix, pronunciar un sermón gratulatorio (Granada, 1761) por haber salvado a la ciudad de Baza, y una oración en acción de gracias, escrita por el clérigo Francisco Gómez de la Torre, celebró que Murcia no hubiera sufrido una inundación en 1797; pero, obviamente, eran las epidemias las que daban más de sí, sobre todo cuando no llegaban a afectar a la ciudad oferente. Más raras y poco clasificables son la Traducción de la oración del ayuno de temblores de tierra que en idioma hebrayco compuso el señor Haham Malawi de Jacob…, impresa en teoría en Pisa en 1776 y que hoy se desconoce, o el Libro de conjuros contra tempestad de truenos, granizo, rayos y contra la langosta de Pedro Jiménez, publicado en Zaragoza en 1738. En lo que atañe a la variante literaria es de muy distinto pelaje. En el romancero popular, los temas referidos a la monarquía decaen por el auge de la prensa, y se produce una inversión temática en favor de los relatos de fenómenos naturales, cargados de dramatismo y exageración, considerándolos como un castigo divino y una conjura de elementos. Fray Ramón Valvidares, jerónimo, miembro de la Academia Literaria de Sevilla, fue autor de una «descripción poética de la temible inundación que molestó Sevilla en 26, 27 y 28 de XII de 1746» y de otra referida al terremoto de 1755, publicada en 1807. Otra inundación sevillana, la de fines de 1783 y principios de 1784, fue el tema de La riada, un texto extenso, que su autor, el dramaturgo Cándido María Trigueros, dedicó al conde de Floridablanca. El terremoto de 1755 fue objeto de unas endechas del religioso José J. Benegas y Luján sobre sus repercusiones en Herencia, «a impulsos del desengaño para el mayor escarmiento» (Madrid, 1755), y el clérigo Manuel Daniel Delgado escribió un romance o «zelosa expresión y exortación». Estos son sólo unos cuantos casos entre otros muchos.
Conclusión Libros de arquitectura y folletos sobre desastres parecen los polos opuestos de la producción impresa y remiten a problemas distintos en su difusión. Pero algunos elementos son comunes o tienen la apariencia de serlo y funcionan como animadores de la difusión, aunque de modo distinto: a) la vanidad social, que en el primer caso se corresponde con los compradores –es un libro que da prestigio por su precio y por su contenido– y en el segundo con los autores, los promotores y los editores; b) el empleo de las lenguas comunes –ninguno de los dos géneros emplea el latín como idioma fundamental–, pero en el primero es esencial la imagen, en tanto que para el segundo lo es la palabra, no porque aquella
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no fuese útil en la narración de un desastre, sino porque encarecía su producción; c) el lenguaje y los modos de expresión –carácter polémico, ínfulas de cientifismo– y algunos tipos de narración –por ejemplo, los relatos de fiestas y celebraciones–; d) la influencia de la distancia, que si en el libro de arquitectura se reflejaba en el aumento del precio, en la literatura de desastres lo hacía en la difícil difusión de productos de pequeños impresores sin apenas contacto con los circuitos comerciales, y en la separación psicológica entre la narración y el posible lector. Los elementos diferenciadores de ambos géneros son tan evidentes que apenas merecen más comentarios, pero eso no obsta para que esta vía que proponemos por medio del contraste pueda ensayarse en otros estudios sobre la difusión de productos culturales.
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Seguimos esta línea en el proyecto «Comunicación y difusión en la Galicia del Antiguo Régimen: cultura oral y cultura escrita en una sociedad bilingüe», MEC, HUM2005-01289/HIST. Prueba de lo cual fue el centenario del Quijote, ya que buscando ejemplares y rastros aparecieron por todas partes. Ver REY CASTELAO, O., «Lectores y libros en tiempos del Quijote», en Pedralbes, 25 (2005), pp. 103-132. BARREIRO MALLÓN, B., «Revisionismo metodológico y metodología aplicada en la historiografía de la cultura letrada española de las dos últimas décadas», en Balance de la historiografía modernista, 1973-2001, Santiago, 2003, pp. 335-367. Siguen teniendo validez las que propone HEINE-GELDERN, R., «Difusión cultural», en Enciclopedia de las Ciencias Sociales, Madrid, 1968, vol. III. SOUBEYROUX, J., «L’alphabétisation dans l’Espagne moderne: bilan et perspectives de recherche», en Lisants et lecteurs en Espagne, XVe-XIXe siècle, número monográfico de Bulletin Hispanique, 1998, pp. 231-254. Así lo advierte LOPEZ, F., «Las lenguas de España y la lengua española. De las primeras letras a la literatura», en El Mundo hispánico en el siglo de las luces, Madrid, 1996, p. 141. BARREIRO MALLÓN, B., «El problema de la transmisión cultural en las comunidades bilingües a partir del Concilio de Trento», ponencia presentada en la IX Reunión Científica de la Fundación Española de Historia Moderna, Málaga, 7-9 de junio de 2006 (en prensa). REY CASTELAO, O., «La difusión del libro de arquitectura en los siglos XVI-XIX», en I Xornadas do libro de Arquitectura: da idea ao lector, Universidad de A Coruña, 17-19 de noviembre de 2005; Ídem, «La percepción del desastre: libros, lectores y lecturas de un género», en Seminario Historia y Clima: Catastrofismo natural, reflexión intelectual y soluciones técnicas, siglos XV-XIX, Universidad de Alicante, 15-17 de mayo de 2006. FOLGAR DE LA CALLE, Mª C., «Un inventario de bienes de Fernando de Casas», en Cuadernos de Estudios Gallegos, 1982; FERNÁNDEZ GASALLA, L., «Las bibliotecas de los arquitectos gallegos en el siglo XVII: los ejemplos de Francisco Dantas y Diego de Romay», en Museo de Pontevedra, 1992, p. 328; TAÍN GUZMÁN, M., Comentarios a Excelencias, Antigüedad y nobleza de la Arquitectura, Santiago, 1993; GOY DIZ, A., «Aproximación a las bibliotecas de los artistas gallegos en la primera mitad del siglo XVII», en Minius, 1996, p. 157. BÉDAT, Cl., «La bibliothèque du sculpteur Felipe de Castro», en Mélanges de la Casa de Velázquez, T. V (1969), pp. 363 y ss.
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Estudiamos esta biblioteca en REY CASTELAO, O., «Las donaciones ilustradas a la Biblioteca de la Universidad de Santiago», en Entre Nos, Santiago, 2001, pp. 413-437. REY CASTELAO, O., Libros y lectura en Galicia, siglos XVI-XIX, Santiago, 2003, pp. 352 y ss.; REY CASTELAO, O. - SANZ GONZÁLEZ, M., «Monjes, frailes y libros: las bibliotecas de los regulares compostelanos a fines del Antiguo Régimen», en Obradoiro de Historia Moderna, 6 (1997), pp. 79-106. CARPO, M., La arquitectura en la era de la imprenta, Madrid, 2003, y LENIAUD, J.-M. - BOUVIER, B. (eds.), Le livre d’architecture, XVe-XXe siècle: édition, représentations et bibliothèques, Paris, 2002. Ver también JAMMES, B., «Le livre de science», en CHARTIER, R. - MARTIN, H.-J. (eds.), Histoire de l’édition française, Paris, 1989, vol. II, pp. 264-265. EISENSTEIN, E., La revolución de la imprenta en la Edad Moderna, Madrid, 1994, div. pp. La edición de Vitrubio realizada por Walter Riff en 1543 en cuarto pequeño se pensó para clérigos y sabios, acostumbrados a ese tipo de formatos, pero en 1548 hizo otra in folio para profesionales. LENIAUD, J.-M. - BOUVIER, B., Les périodiques d’architecture, XVIIIe-XXe siècle: recherche d’une méthode critique d’analyse, Paris, 2001. LÓPEZ PIÑERO, J. Mª, Ciencia y técnica en la sociedad española de los siglos XVI y XVII, Madrid, 1979. LAFUENTE, A. et al, «Literatura científica moderna», en AGUILAR PIÑAL, F., Historia literaria de España en el siglo XVIII, Madrid, 1996, p. 965; ÚBEDA DE LOS COBOS, A., «Literatura artística», en ídem, p. 1030; y FABRI, M., «Literatura de viajes», en ídem, p. 410. INFANTES, V., «Las ausencias en los inventarios de libros y de bibliotecas», en Les livres des espagnols…, p. 281. CÁTEDRA, P. M., Invención, difusión y recepción de la literatura popular impresa, siglo XVI, Mérida, 2002, div. pp. NORA, P., «L’événement monstre», en Communications, 18 (1972); DOLAN, Cl., «Identité, histoire et événement», en Evénement, identité et histoire, Québec, 1991, pp. 9 y ss. AGUILAR PIÑAL, F., Bibliografía de autores españoles del siglo XVIII, Madrid, 1981-2001. RODRÍGUEZ SÁNCHEZ DE LEÓN, A., «Literatura popular», en Historia literaria de España…, p. 327. En lo que se refiere a los desastres, empleamos como guía los trabajos de ALBEROLA ROMÁ, A., Catástrofe, economía y acción política en la Valencia del siglo XVIII, Valencia, 1999, sobre todo pp. 79-123; «La percepción de la catástrofe: sequía e inundaciones en tierras valencianas durante la primera mitad del siglo XVIII», en Revista de Historia Moderna, 15 (1996), pp. 257270; «Procesiones, rogativas, conjuros y exorcismos: el campo valenciano ante la plaga de langosta de 1756», en Revista de Historia Moderna, 21 (2003), pp. 383-410; «El terremoto de Lisboa en el contexto del catastrofismo natural en la España de la primera mitad del siglo XVIII», en Cuadernos Dieciochistas, 6 (2005), pp. 19-42. En total: nueve clérigos seculares, doce regulares; cuatro científicos y doce médicos; un funcionario, tres juristas, dos archiveros-bibliotecarios, un comerciante; en cinco casos ignoramos la dedicación. Ver TÉLLEZ ALARCIA, D., «Opinión pública y conflictos bélicos: la propaganda estatal durante la Guerra con Portugal de 1762», en CANTOS CASENAVE, M. (ed.), Redes y espacios de opinión pública. Actas de los XII Encuentros de la Ilustración al Romanticismo (1750-1850), Cádiz. 2006, pp. 267-280. Bonifacio Jiménez de Lorite, médico y miembro de la Real Academia de Medicina de Sevilla, no vio publicado su texto sobre las «causas físicas de las inundaciones de Sevilla. Perjuicios que causan a la salud pública y modo de remediarlas», escrito en 1778. En 1797, del médico Diego de Vera y Limón quedó inédito su estudio sobre «los perjuicios médicos que ocasionan las inundaciones del Guadalquivir», etc.
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El nivel alcanzado en la actualidad por la historiografía modernista española no sólo ha hecho posible el acercamiento a los diferentes campos temáticos o problemáticas históricas, sino también la ampliación del conocimiento sobre cuestiones que desde el propio soporte del marco estructural no sólo resultan harto complicadas, sino que exigen una valoración particular o local que entraría en la denominada micro-historia, parcela ésta que, a diferencia de lo que a veces se piensa, es fundamental para obtener esa visión global indispensable para comprender el proceso histórico. Aunque esta valoración global sobre cuestiones tan importantes como el régimen señorial ya ha sido tratada y valorada por la historiografía modernista1, dada la heterogeneidad territorial y la propia complejidad de una problemática política y social marcada por una fuerte impronta económica, aún existen en el panorama español bastantes lagunas e interrogantes que sólo podrán ser desvelados a partir de una muestra de estudios locales lo suficientemente amplia y representativa de esa gran heterogeneidad y diversidad territorial española, en modo alguno abarcada y representada desde la mera referencia político-administrativa de la Corona de Castilla o de la Corona de Aragón. Ni que decir tiene que, aun desde esos ámbitos territoriales más o menos acotados políticamente, el marco estructural en su conjunto, en mayor o menor medida desarrollado bajo un mismo sistema de producción, condicionó y a la vez fue condicionado por toda una serie de elementos o factores que de alguna forma explican la evolución de no pocos parámetros sociales y económi53
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cos y, sobre todo, de las actitudes y comportamientos humanos ante problemas puntuales o problemáticas similares. En este contexto parece claro, pues, que tanto las propias estructuras sociales y mentales, como el comportamiento de las sociedades campesinas tradicionales, se movieron bajo el estímulo de todo un cúmulo de elementos o factores diferenciales que se hacen tanto más complejos cuanto más nos acercamos a problemáticas que tienen mucho que ver con herencias inmateriales, formas culturales fuertemente arraigadas en la tradición hecha norma y, sobre todo, con un marco jurídico por el que las comunidades se arrogaron actuaciones y derechos sobre unos individuos que, insertos en la unidad familiar, eran muy poco al margen de una comunidad vecinal que les ampara y condiciona su libertad bajo estructuras comunitarias y formas de actuación colectiva2. La presencia ya en la Edad Media de elementos externos a las comunidades campesinas, que de alguna forma actuaban e intentaban imponer su propia legalidad jurídica, en modo alguno supuso en las tierras del norte y noroeste peninsular la desaparición de la comunidad concejil como ente jurídico y social, sino más bien un desigual fortalecimiento que se asentaba en torno al poder político concejil reconocido por los fueros y por el propio derecho consuetudinario, así como en el dominio del territorio asignado a cada comunidad y delimitado en torno al denominado como término. La progresiva implantación de los señoríos nobiliarios a partir del siglo XIV, que de alguna forma afectaba a los dominios regios y eclesiásticos, forjó en los territorios del Reino de León un mapa señorial que estuvo hasta el siglo XIX tutelado por media docena de nuevos y grandes linajes3. No obstante, este panorama señorial dominado por los grandes estados o dominios jurisdiccionales no sólo no impidió que buena parte de los Concejos Mayores de la montaña leonesa mantuvieran su condición de realengos, sino también que las viejas y nuevas unidades jurisdiccionales ahora enajenadas a favor de la nobleza hubieran de seguir reconociendo los derechos políticos de las comunidades concejiles, derechos que de alguna forma coartaban el poder jurisdiccional de los señores y las relaciones establecidas con los vasallos. Si hacemos un análisis comparativo territorial sobre el proceso histórico español desde la Edad Media hasta el siglo XIX, aun desde la impronta de un mismo sistema y estructuras políticas fijadas por el Estado Moderno, nos damos cuenta que la evolución de no pocas variables sociales, económicas e incluso culturales o mentales, estuvo condicionada, tanto en sus permanencias como en sus cambios o evolución, más por factores de orden interno que externo, factores que tienen mucho que ver con el marco estructural de partida, con el origen y configuración alto-medieval y con la mayor o menor capacidad de organización y de actuación colectiva de las comunidades campesinas y urbanas que permanecieron bajo una importante estabilidad hasta el siglo XIX en aras a un derecho consuetudinario difícilmente cuestionado y a una cultura social, inclui-
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dos los propios sentimientos, plenamente aceptada y asumida como un instrumento coercitivo más frente a lo forastero, al poderoso, o frente a cualquier ataque proveniente del exterior. No es casual que sean las comunidades campesinas de los antiguos territorios realengos de Behetría, del norte y noroeste peninsular, los que con su capacidad de respuesta y los propios instrumentos jurídicos pudieran frenar no pocos efectos negativos del régimen señorial o conservar el nivel de autonomía y de recursos comunales y colectivos que tienen aún en la actualidad, a diferencia de otros territorios situados más al sur y aun dentro de la misma Corona de Castilla. Posiblemente la problemática del poder en sus diferentes dimensiones, y en especial las relaciones sociales que se establecen a partir de la práctica de éste, sea una de las cuestiones más complejas de valorar y de analizar desde una visión generalizada y global, pues incluso desde un mismo marco teórico y una misma legalidad jurídica la plasmación práctica de un poder tan compartido y escasamente homogéneo va a estar fuertemente condicionada por múltiples factores que tienen mucho que ver, tanto con la capacidad y los medios del que lo detenta y aplica, como de los que lo reciben, y en el plano territorial y local de los señores jurisdiccionales y de los vasallos4. Aunque en teoría, con el desarrollo del Estado Moderno y con anterioridad en el caso de comunidades privilegiadas por los fueros otorgados por los reyes y señores, los hombres o vasallos son libres para moverse, para poseer o para actuar, en la práctica nuevos condicionantes de carácter cultural, social o económico, siguen funcionando a la hora de articular una sociedad jurídicamente ordenada por el estamento y de marcar las relaciones de sus individuos cada vez más agrupados por criterios de riqueza o de participación en los medios de producción. Dado que, como dijimos, el individuo se debe a la familia y al grupo en el que se desarrolla y ambos a la comunidad en la que habitan y desde la que se definen e identifican, no parece desacertado pensar que aun dentro de un mismo sistema o unidad territorial, algunas comunidades, tanto urbanas como rurales, estuvieron en mejores condiciones o más preparadas que otras, incluso cultural y mentalmente, para auto-controlar su evolución y su destino, así como para dar respuesta a las exigencias y demandas del propio sistema. En este orden, el conflicto social o la rebelión en sus diferentes formas y manifestaciones, especialmente el conflicto antiseñorial, es una de las cuestiones más complejas y escasamente conocidas, tanto por el silencio de las fuentes como por la necesidad de ir paso a paso mediante el conocimiento de casos puntuales desde los que configurar un todo y una visión global desde la que ser capaces de explicar las múltiples diferencias existentes en los comportamientos y resultados finales, incluso ante situaciones muy similares. El caso que nos ocupa es un claro exponente de lo anteriormente expuesto y de cómo en una sociedad litigante como la del Reino de León, sin duda la que más procesos judiciales colectivos plantea ante los altos tribunales de justicia durante la Edad Moderna, los concejos y las comunidades concejiles
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perfectamente organizadas jugaron un papel fundamental, como poder local que son, a la hora de valorar el desarrollo e incidencia del régimen señorial5. En este orden, la permanencia, desarrollo y consolidación del régimen señorial a lo largo de la Edad Moderna, e incluso más allá de las Cortes de Cádiz, y los sucesivos decretos y leyes abolicionistas (1811, 1823, 1837), si bien tienen en el marco territorial de los reinos cristianos alto-medievales, entre los que destaca el Reino de León, un mismo origen, desarrollo y justificación teórica en el seno del sistema feudal, en la práctica de su asentamiento y configuración a partir de la creación de los estados señoriales, tanto en la Alta como en la Baja Edad Media, introduce importantes elementos diferenciadores que, en connivencia con la hegemonía del realengo y desde el propio proceso repoblador ligado a la presión árabe, nos obligan a tener muy en cuenta estos antecedentes y el propio marco estructural a la hora de valorar el desarrollo e incidencia del régimen señorial y de los propios estados señoriales, especialmente en los creados mediante supuestas mercedes reales durante los siglos XIV y XV, en plena crisis y debilidad de la institución monárquica. Realengo, fueros, poder y organización concejil, proceso repoblador y mercedes otorgadas, tanto por los reyes de León como por los monarcas de la casa Trastámara, a favor de la nobleza nueva emergente6, son algunos de los elementos a tener presentes a la hora de estudiar la realidad de los señoríos leoneses y la incidencia real del régimen señorial, máxime si tenemos en cuenta que la mayor parte de los nuevos estados nobiliarios surgen en la Baja Edad Media sobre la enajenación del realengo, y en unos momentos y circunstancias en los que las nuevas comunidades vasalláticas y la tierra o término que ocupaban estaba ya repartida entre los habitantes vecinos (juniores ex hereditate), la iglesia, los monasterios o los propios concejos, y de la misma forma ordenado y autorregulado por la organización concejil. Cuando la mayor parte de los señores titulados acceden a sus estados, a través de la imposición por la fuerza o por las mercedes regias y por la vía jurisdiccional, lo hacen a sabiendas de la debilidad del sistema feudal, de la posición de las propias comunidades campesinas y de que el futuro y la supervivencia, a partir del poder jurisdiccional alcanzado, pasaba en los nuevos tiempos por el incremento de su participación en los excedentes agrarios a través de una mayor participación en el medio de producción tierra. En el contexto de crisis de los siglos XIV y XV los nuevos señores y títulos (conde de Luna, marqués de Astorga, conde de Benavente, etc.) no sólo pugnan por los vasallos y por las rentas agrarias, sino que obtienen a través de la enajenación de determinadas rentas reales, como las alcabalas y otros monopolios fiscales, el mejor seguro con el que suplir la dificultad de acceso al dominio de la tierra7. No obstante, desde la situación expuesta y sobre la base de un patrimonio rural bastante repartido y heredado vía familiar, la primera gran oportunidad que se le ofrece a los nuevos señores jurisdiccionales le viene dada por la crisis
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y la despoblación sufrida por aquellos territorios cerealeros del sur, sobre los que las adversas condiciones climatológicas y la propia presión señorial habían incidido de tal forma y con tal intensidad que los habitantes de más de un centenar de lugares, desde la libertad que tenían de movimiento, hubieron de abandonar quedando el termino despoblado a merced de los señores que pronto reclaman, ante la pasividad de la Corona, la titularidad y el dominio, para acto seguido aforarlo a las comunidades vecinas y conseguir con dicha escritura el título necesario que a la postre le iba a otorgar la titularidad o dominio directo para siempre. En este mismo orden las tierras del norte, dominadas por valles y por la media y alta montaña, no sólo no se despoblaron, sino que sus comunidades vecinales de aldea, mucho mejor organizadas en hermandades o concejos mayores, hubieron de sufrir y resistir el ataque que señores, como el Adelantado Mayor de Asturias, futuro conde de Luna, infringían a la única tierra factible de ocupar, al terrazgo comunal revalorizado por la mesta en torno a los puertos o pastizales y en su defecto al dominio solariego sobre el término que llevaban disfrutando durante siglos las comunidades de forma privativa y comunal en aras y razón de una supuesta cesión, junto al jurisdiccional, contemplada bajo fórmulas como la de desde la piedra del río, hasta la hoja del monte y desde la hoja del monte hasta la piedra del río 8. En este contexto el proceso de señorialización de los concejos de la Montaña Occidental leonesa, no sólo marca importantes diferencias con respecto a los territorios del sur y de otras zonas de la Corona de Castilla, sino que genera una dinámica en las relaciones de poder cuya intensidad y resultados va a depender de muchos factores y en especial de la mayor o menor capacidad coercitiva y de acción colectiva de cada unidad administrativa y territorial, representada tanto por los concejos mayores como por los menores que componen aquellos9. El Concejo Mayor de Omaña o el de Villamor de Riello, como el resto de concejos asturianos y leoneses, son fruto de la unión, bajo la cobertura política y jurídica del Reino de León, de un conjunto de comunidades de aldea o pequeños lugares en los que cada comunidad vecinal, agrupada y ordenada en torno a su propia organización concejil (concejo menor), tenía el dominio y la capacidad de autogestión de un territorio determinado o término y de los bienes y recursos incluidos en él, con plena capacidad jurídica emanada en la mayoría de los casos de los antiguos fueros otorgados por los reyes. La presencia de amplios espacios de aprovechamiento colectivo por parte de las diferentes comunidades, el compartir una misma justicia ordinaria y la necesidad de autodefensa mutua, incluso a la hora de pagar las cargas feudales al rey, forzaron a la unidad político-administrativa y a la unidad de acción en torno al denominado como concejo mayor y a sus órganos de gobierno10. Es durante el reinado de Enrique II de Trastámara (1369-1379) y de sus respectivos sucesores hasta llegar a Enrique IV (1454-1474) cuando una parte de los concejos mayores de la montaña leonesa fueron cedidos a los linajes de mayor influencia, quedando otros bajo el realengo
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y la jurisdicción vecinal11. Tres de estos concejos, entre otros, enajenados a favor de los señores, que posteriormente caen en manos del linaje de los Quiñones, adelantados mayores de Asturias, el de Laceana, el de Omaña y el de Villamor de Riello, van a desarrollar a partir del siglo XV todo un complejo marco de relaciones difíciles con el nuevo señor que de alguna forma son el reflejo de que, pese a la estabilidad del nuevo sistema, el poder señorial sometido a la soberanía del poder monárquico estuvo claramente marcado y condicionado también por el poder concejil.
1. Acoso y respuesta: Señores poderosos contra vasallos empobrecidos, pero bien organizados El espacio territorial identificado bajo la denominación de Omaña estaba ya dividido y organizado en la Edad Media a partir de cuatro unidades administrativas o concejos mayores: Omaña, La Lomba, Las Transversales y Villamor de Riello. Estos territorios realengos y señoriales en manos de algunos caballeros locales, como los Ares de Omaña12, quedan a partir del siglo XV bajo el poder del Merino Mayor de Asturias, Diego Fernández de Quiñones13, sin duda el gran favorecido, después del apoyo dispensado, por la subida de Enrique II al trono de Castilla. El memorial de agravios enviado por los concejos mayores de Omaña al rey Juan II en 1435 pone de manifiesto tanto el avasallamiento del conde de Luna, al pretender ir más allá del poder jurisdiccional e intentar conseguir el dominio territorial, como la defensa que los omañeses hacen de su fuero14. Aunque la ejecutoria es favorable a los concejos en lo que respecta a la defensa de su fuero, Diego Fernández de Quiñones definitivamente se convierte en señor jurisdiccional e inicia una larga fase de acoso tendente a afianzar su dominio territorial, bien por la vía del reconocimiento impuesto del solariego, bien por la ocupación de diferentes puertos de montaña arrendables a los ganados trashumantes. Pero ni esta sentencia, ni la sucesiva oposición de los concejos, parecen dar resultado a juzgar por la conflictividad reavivada en los inicios del siglo XVI y después de que Enrique IV le otorgase el título de conde de Luna en 1462. Si bien el reinado de los Reyes Católicos sirvió para reconducir la situación y frenar los desmanes de esta nobleza señorial y el acoso que los Quiñones imponían a concejos y monasterios, en cierto modo hubieron de transigir como lo demuestra el alto precio que la Corona hubo de pagar al conde de Luna por renunciar al título de Adelantado Mayor de Asturias. Pero, después de una fase de calma en la que estos señores ven reconocidas sus conquistas, privilegios y dominios jurisdiccionales, la muerte de la reina Isabel y el vacío de poder generado por las sucesivas regencias abren una nueva etapa en la que la nobleza señorial, y de forma especial el poderoso conde de Luna, vuelve a la carga exigiendo el reconocimiento del solariego y como tal reclamando de estos y de
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otros dominios y concejos, asentados en el Órbigo y en el sur provincial, el pago de una parte de la cosecha bajo la denominación del pan del cuarto o del quinto, desligando este impuesto de las otras prestaciones vasalláticas reconvertidas en pequeñas cantidades de maravedís15. Este viejo intento de que se le reconociese el dominio solariego y territorial a partir de aceptar los concejos el pago de la cuarta parte de la cosecha producida en las tierras labradías, que habían experimentado un fuerte crecimiento a finales del siglo XV, reabre de nuevo la conflictividad judicial en los concejos de Omaña, La Lomba y Las Transversales, mientras que el de Villamor de Riello y sus trece lugares o concejos menores siguen pagando el cuarto de la cosecha de centeno, tal como lo habían hecho desde mediados del siglo XV. En este orden de cosas, la llegada del Carlos V y el triunfo sobre los revolucionarios comuneros, gracias al apoyo de nobles como el conde de Luna, sin duda el gran protagonista del apoyo regio en León frente a la total vinculación comunera de la familia rival de los Guzmanes, fue vista por esta nobleza como un buen momento para consolidar su posición y reconducir su situación personal hacia las exigencias del nuevo sistema de producción. Hay que reconocer que en las dos décadas siguientes a la derrota comunera buena parte de estos señores jurisdiccionales fuerzan a los vasallos y a no pocos concejos a la firma de las escrituras forales, que a la postre les iban a servir para demostrar la titularidad del dominio, aunque no fuesen documentos mercantiles, ante los tribunales de justicia. La Corona por su parte, consciente del papel y la importancia de la capacidad productiva de los vasallos sobre los que debería recaer la fiscalidad estatal, se convierte en juez y parte interesada a la hora de fijar un nuevo contexto en el que la soberanía del poder real y sus tribunales de justicia estaban dispuestos a frenar el poder de una nobleza que cada vez más tendía a hacerse cortesana. Tanto la situación propiciada por el desarrollo de una fase demográfica y económica claramente expansiva, como las esperanzas que ofrecía la Corona y sus tribunales de justicia, parecen animar a estos concejos a defender por la vía pacífica y judicial sus derechos políticos y su territorio del acoso que el conde mantiene sobre ellos, en la creencia de que sus posibilidades de aguante social y económico tenían un límite. Pero, nada más lejos de la realidad ya que entre 1516 y 1557 tanto el concejo de Laciana como los de las tierras de Omaña pleitean de forma generalizada contra su señor jurisdiccional por la defensa de los puertos de montaña y contra el intento de imposición de nuevas cargas e impuestos de carácter feudal16. Por esas mismas fechas, en 1526, la Chancillería de Valladolid dicta sentencia en el pleito que años antes había planteado el concejo de Omaña contra Francisco Fernández de Quiñones, III conde de Luna. La correspondiente ejecutoria se pronuncia en una línea similar a la del resto de concejos litigantes contra el conde, reconociéndole el dominio o señorío jurisdic-
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cional y condenándole a respetar los derechos de los concejos y ajustarse a las cargas fiscales fijadas en el fuero de 138017. Todas estas sentencias, que de alguna forma frenaron la presión señorial, demuestran que las comunidades concejiles contaban con la suficiente fuerza de actuación colectiva y en modo alguno estaban dispuestas a perder el control concejil de sus recursos. El hecho de aceptar por una vez, tal como le ocurrió al concejo de Riello, el pago de una carga feudal como el foro del pan del cuarto suponía que el concejo reconocía tanto el derecho señorial, como el dominio territorial sobre el que se imponía. Por lo general y con las excepciones ya apuntadas, entre las cuales destaca por su dimensión el fuero malo del pan del cuarto del concejo de Villamor de Riello, ni el conde de Luna, ni el marqués de Astorga, ni otros titulares de señoríos jurisdiccionales leoneses, pudieron imponer el dominio solariego sobre el término de unas comunidades bien organizadas, solidarias y conscientes de que sólo desde el colectivismo vecinal y concejil podían hacer frente a los señores poderosos. Desde este convencimiento se entiende la resistencia antiseñorial y la capacidad de actuación, incluso en tiempos difíciles como los del siglo XVII, de estas pequeñas comunidades campesinas que incluso desde el endeudamiento colectivo censal, que a modo de herencia pasará de generación en generación, no dudaron en abrir y reabrir los pleitos cuando consideraban que las circunstancias les eran favorables. Si en la actualidad y después de no pocos procesos desamortizadores la mayor parte del territorio y de los recursos naturales permanece aún bajo el dominio pleno de los concejos y en régimen comunal, ello se debe al esfuerzo económico y a la lucha que durante siglos mantuvieron los miserables habitantes de estas tierras contra señores poderosos como el conde de Luna. 2. La lucha por la tierra y por la renta agraria. Las pervivencias feudales y el fuero malo del concejo de Villamor: claves, contradicciones y justificación Mientras que, como hemos visto, la mayor parte de los concejos de la montaña frenaban en la medida de sus posibilidades la presión señorial, tanto en la vertiente fiscal como en la territorial, aun a costa de largos pleitos y de un constante endeudamiento colectivo, uno de esos concejos mayores, que agrupaba a unos doscientos cincuenta vecinos o unidades familiares distribuidas en trece pequeñas comunidades de aldea18, sorprendentemente se vio sometido desde la Edad Media al pago del denominado como fuero malo o fuero del pan del cuarto19. Pero, el carácter pacífico de estas gentes de la montaña leonesa, apuntado por el artículo citado anteriormente, no es suficiente para explicar el porqué los vecinos de los concejos menores, que integran el concejo mayor de Villamor de Riello, aceptaron una imposición feudal, incluso más allá de la Edad Media, que venía a reconocer el dominio territorial de un señor que había llegado a estas tierras cuando la tierra estaba ya repartida y bajo el dominio pleno de los respec-
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tivos concejos y de los propios vecinos. Frente a la frontal oposición, como veremos, del resto de concejos mayores de la montaña leonesa, el concejo de Villamor no sólo parece aceptar dicha carga, sino que a lo largo de los siglos los pleitos mantenidos al respecto van más dirigidos a la forma de repartirla o cobrarla entre el conjunto de los vasallos y de las comunidades que a cuestionar la legitimidad de tal prestación feudal20. Mientras que la sentencia de la Chancillería de Valladolid de 5 de septiembre de 1526, como vimos, reconoció al conde de Luna la jurisdicción sobre los concejos de Omaña, La Lomba y Transversales, y le impidió el cobro del denominado fuero del pan del cuarto, obligándole a ceñirse a los diez maravedís y medio que debe pagar cada vecino al año, el concejo de Villamor acepta la imposición y la recaudación, no exenta de enfrentamientos entre los cobradores y los pagadores, incluidos los mismos lugares o concejos que forman el concejo mayor. Durante la primera mitad del siglo XVI el conflicto antiseñorial entre estos concejos mayores y el conde de Luna estuvo abierto ante el constante intento del conde de apropiarse, fracasado el intento del fuero, de una parte de los puertos de montaña21. En esta tesitura, por fin, el concejo de Villamor cuestiona y litiga contra el conde y en cierto modo se niega a seguir pagando la cuarta parte de la cosecha de centeno por excesivamente gravosa en uno de los momentos de mayor expansión roturadora, ligada al crecimiento demográfico y a la propia fase expansiva. Pero, tanto el pleito como el resultado de 1548 demuestran que, aunque no hubo perdedores, sí hubo un ganador, el conde de Luna, que afianzó más su derecho sobre el fuero en tanto que se le reconoció y sólo se modificó la forma de recaudarlo y con ella garantizar una cantidad que, alejada de los vaivenes coyunturales o cíclicos de la producción cerealera, se fijaba sobre la importante cabaña ganadera22. Pero, después de una larga fase de crecimiento agrícola gracias a la vía extensiva y ligada al proceso roturador, el estancamiento y la recesión si cabe se hacen más acuciantes en las economías de montaña, dado lo limitado del espacio agrícola y la mayor incidencia de los factores naturales. La recesión económica, el descenso demográfico, las crisis agrícolas recurrentes y el empobrecimiento de estas comunidades a finales del siglo XVI y, sobre todo, durante las primeras décadas del siglo XVII, parecen motivar el nuevo pleito que plantea el concejo al conde en un intento, más que de negar su derecho a tal prestación feudal, de acomodarlo a las nuevas circunstancias a fin de que, dado su carácter personal o feudal, no recaiga sólo en las explotaciones más acomodadas, sino sobre todos los vasallos, excluidos los hidalgos y los pobres. La escritura de nuevo convenio o concordia firmada en 1611, al igual que otras pactadas entre concejos y señores en los dominios del conde de Grajal, conde de Toreno, etc., no sólo refleja las dificultades de los nuevos tiempos, sino también el cambio de estrategia, forzado por las circunstancias, de estos señores en una clara búsqueda de fijar el importe del ingreso, independientemente de la coyuntura y de la población, así como garantizar la legitimidad de su percepción me-
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diante un convenio, pacto o aceptación de hecho, tanto de la carga foral como de la titularidad del bien sobre el que se carga, es decir, el dominio directo del término o territorio (señorío solariego y territorial)23. Pero, detrás de esta nueva concordia, que reducía la carga impositiva y la acomodaba a las dificultades de los tiempos, hay todo un conjunto de intereses que en el fondo frenaban la posibilidad de acción y de confrontación antiseñorial, máxime cuando a estas alturas el conde posee ya suficientes conciertos y reconocimientos de pago para que, como ocurrió en otros casos24, los tribunales de justicia fallasen a su favor ante un hipotético conflicto25. Con la nueva concordia se daba, pues, un nuevo, importante y definitivo paso para que los señores a costa de reducir los ingresos por esta vía, conscientes de su carácter feudal, arranquen de sus vasallos el reconocimiento y obligación que definitivamente les va a servir ante los tribunales, incluso en momentos posteriores en los que se produce la abolición del régimen señorial26. Con el reconocimiento de la nueva figura denominada como foro y censo enfitéutico se aceptaba el pleno sentido jurídico de una figura de arrendamiento perpetuo que llevaba implícito el dominio directo de un bien, de una tierra y en este caso de todo un espacio o término concejil. Como se demostró en los sucesivos litigios y en el siglo XIX, estos documentos sirvieron a los señores, a falta de títulos mercantiles, para asegurar que se les reconociese la propiedad privativa o dominio territorial y solariego una vez abolido el jurisdiccional. A diferencia de otros contratos forales, en los que junto a las partes contratantes se recoge e identifica el bien o la tierra aforada, en este caso no existe cosa gravada delimitada, pues los gravados son los vecinos a raíz del aprovechamiento o usufructo que llevan de su tierra privativa, perfectamente delimitada y asentada en un término o territorio a cuyo dominio directo se llama el señor en una clara contradicción desde la óptica del derecho privado. Esta situación es lo que explica que la carga de las cuatrocientas diez y seis fanegas de centeno se mantenga más allá de las reformas del siglo XIX y que la conflictividad antiseñorial desarrollada se dirigiese más a los aspectos formales que a cuestionar la legalidad de tal impuesto feudal. La dificultad de repartir el foro entre los trece lugares del concejo mayor, así como la desigualdad territorial y humana de estos, parecen estar detrás de la escasa unidad de acción, al contrario que otros concejos. En este contexto, será en 1817 cuando nuevamente se vuelven a poner de manifiesto las contradicciones en torno al foro o fuero malo del concejo de Villamor de Riello. Así, los vecinos del concejo no sólo no aprovechan los decretos abolicionistas de Cádiz para pleitear contra el conde y abolir el fuero, sino que inician un costoso pleito entre ellos para dilucidar la forma de pagarlo o distribuirlo y obligar a los vecinos forasteros de otros concejos que trabajan tierras dentro del término de este y que, pese a su negativa, deberían de pagar y participar en el reparto de dicho foro27. En la querella interpuesta por los procuradores del concejo contra los labradores propietarios forasteros sorprendentemente reconocen el dominio solariego y territorial del conde28, mientras que los
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imputados forasteros, después de presentar documentos relativos al fuero de Omaña y a los pleitos ganados en el siglo XVI al conde de Luna, defienden el carácter feudal, vasallático y personal de dicho foro y como tal, en función de la concordia de 1611, sólo ha de afectar a los vecinos del concejo de Villamor como vasallos jurisdiccionales del conde de Luna y habitantes del dominio señorial29. A pesar de que los implicados forasteros aportan documentación sobre anteriores sentencias, relacionadas incluso con los pleitos del conde con el concejo de Omaña al que pertenecen los demandados, la sentencia y posterior Carta Ejecutoria condenan «a los vecinos y forasteros que labran tierras propias y privativas dentro del término del concejo mayor de Villamor a pagar las porciones de grano correspondientes a las tierras que cultivan y cultivarán en lo sucesivo». Tanto la propia sentencia apelada por los perdedores, como la posición de los demandantes afectados, favorecen los intereses del conde en unos momentos en los que la nobleza veía peligrar sus ingresos al privarle el Estado de todos los ingresos procedentes de las rentas enajenadas y de las de carácter jurisdiccional. En efecto, la Real Carta Ejecutoria definitiva que cierra el conflicto expedida por la Chancillería el 4 de abril de 1826 a favor del concejo demandante, más que un triunfo de los intereses de los vecinos gravados, es un importante logro del perceptor del foro en tanto en cuanto, tal como se recoge en los autos de la Ejecutoria, los vecinos del concejo a través de sus procuradores o representantes no sólo reconocen que están «concertados, avenidos e igualados» con el contador mayor del conde de Luna «y en razón del fuero y tarnía de yugos ... en pagar a su señoría el conde de Luna en cada un año en carga y media de centeno por cada yugo», sino que van más allá al utilizar expresiones de «merced y gracia» a la hora de reconocer el favor que el conde les hizo en la concordia de 1611 al pasar la percepción de los yugos a los labradores30. Esta nueva situación, que sólo puede enmarcarse en momentos de debilidad de la comunidad vecinal, parece favorecer a los más acomodados, tanto por su mayor capacidad para incrementar el terrazgo labradío, como porque el reparto del canon va a afectar a más contribuyentes hasta esos momentos excluidos al carecer de yuntas y beneficiarse de los recursos comunales. Sin duda en esta concordia, entendida también como mal menor en los difíciles momentos del siglo XVII, está la clave para el desarrollo de los conflictos antiseñoriales futuros en torno a los fueros concejiles y para entender porqué los altos tribunales fallaron siempre a favor de los señores hasta el siglo XIX e incluso más allá de las leyes abolicionistas del régimen señorial. Claro está que en ese nuevo contexto y en pleno proceso desamortizador, que únicamente favorece a la burguesía urbana y oligarquías dominadoras de las nuevas instituciones liberales, los intereses de las comunidades campesinas y de los concejos podían ser, como veremos en algunos casos, diferentes y coincidentes con los de los señores, sobre todo ante la posibilidad de seguir usufructuando los espacios comunales tal como lo habían hecho desde tiempos inmemoriales31.
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Con esta situación parece claro que, a diferencia de otros concejos que se oponen a reconocer el solariego y jurisdiccional, el conde de Luna garantizaba de alguna forma un dominio del que no poseía título mercantil y que, como ya apuntamos, entraba de lleno en contradicción con la verdadera titularidad de la tierra afectada, aunque en modo alguno podía legitimarse a la luz de los decretos de 1821 y 183732. El foro del pan del cuarto gravaba a los vecinos como usufructuantes de los recursos de una tierra o territorio, pero no a las fincas privativas de ellos, de ahí la gran contradicción puesta de manifiesto con los registros de propiedad llevados a cabo a partir del siglo XIX en los que las tierras eran asignadas privativamente a los vecinos con el añadido: «están libres de cargas y gravámenes». Mientras que, como vamos conociendo, este tipo de fueros o censos enfitéuticos por lo general quedaron abolidos a partir de 1837, la excepción la pone el que había soportado el concejo de Villamor de Riello desde la Edad Media, aunque en estos momentos dicho gravamen no tiene semejanza con ninguna de las instituciones reguladas por el derecho privado33. La explicación a la permanencia de un gravamen de origen feudal más allá del siglo XIX sólo puede buscarse en la capacidad o poder de la casa de Luna o del duque de Uceda para actuar ante los tribunales y poder demostrar documentalmente que tal prestación entraba de lleno en la normativa marcada por el código civil vigente y que el dominio directo de todo el territorio del concejo le pertenecía desde la Edad Media en la misma forma y justificación que cualquier otro espacio o coto redondo o territorio solariego de los señoríos del sur peninsular. Una de las claves para entender esta situación hay que buscarla en la concordia de 1611 en la que el concejo, o mejor los grupos dirigentes poseedores de yuntas, permitieron no sólo una nueva distribución que afectaba a los vecinos en función del usufructo del conjunto de la tierra, sino que el antiguo fuero o censo de frutos se convirtiese en un reconocimiento foral enfitéutico por el cual los vasallos además de reconocer el dominio directo del señor sobre el término, la tierra y los recursos económicos, también se obligaban a pagar la correspondiente renta perpetuamente por el usufructo o dominio útil34. Esto, unido a la situación interna y desunión de unos concejos o comunidades afectadas, que en vez de hacer frente común desgastaban su fuerza en pleitos sobre la forma de repartir dicha carga, parece justificar la excepcionalidad de una situación en un contexto de finales del siglo XIX en el que la mayor parte de las grandes casas señoriales de las tierras del norte, asentadas en Madrid, habían optado por vender sus tierras, montes y cotos redondos. En efecto, en estos territorios del Reino de León, en los que la nobleza señorial mantuvo una participación minoritaria sobre la tierra, durante la segunda mitad del siglo XIX, y después de no pocos problemas con sus propios administradores, aquella se desprende de unas propiedades que en el caso de los espa-
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cios vírgenes o de aprovechamiento concejil o comunal son adquiridas por los concejos al acogerse éstos al derecho de retracto. Sin duda esto favoreció tanto la ampliación y conservación de los espacios concejiles y comunales, como la perpetuación de aprovechamientos colectivos y formas de actuación comunitaria sobre la base de la presencia de unos importantes recursos y medios comunales administrados conforme a las viejas normas y usos por la organización concejil. Esta misma organización concejil, que desaparece en la mayor parte del territorio nacional, sólo se mantiene y justifica en estos momentos y a lo largo de los tiempos contemporáneos por la conservación y dominio pleno de esos cuantiosos e importantes espacios, labradíos y vírgenes, de titularidad concejil y aprovechamiento comunal. Es más, todo parece indicar que la «revolución agrícola» de algunas de estas vegas leonesas llevada a cabo en el siglo XIX en el seno de estructuras agrarias tradicionales se hizo desde el soporte y apoyo controlado de la organización concejil y sobre la base tanto de la disposición de tierra factible de roturar, como del sostenimiento de la importante cabaña ganadera indispensable para aumentar la producción incluso por la vía intensiva. En este contexto la casa de Luna-Uceda, para evitar futuros problemas y al amparo de la legalidad vigente, decide vender en 1897 el reconocido dominio territorial sobre el concejo de Riello y con él el derecho a percibir en concepto de foro o censo enfitéutico las 416 fanegas de centeno cada año. El comprador, abogado de profesión, previa escritura pública de compraventa, abonó la cantidad de 58.535 pesetas, aunque existen fundadas sospechas de que la cantidad real abonada fue de 30.000 pesetas, en tanto en cuanto se trataba de impedir que los vecinos se llamaran al derecho de retracto35. Será en 1911 cuando el comprador, buen conocedor de la situación jurídica y legislativa y después de comprobar los problemas y contradicciones a la hora de rentabilizar la inversión, una vez que las tierras privativas se habían registrado como libres de cargas, inicie el proceso por el cual buscará por todos los medios el momento propicio para registrar el objeto de su compra, cosa que logra en 191436. Con estos antecedentes, durante la dictadura de Primo de Rivera se abrieron nuevas esperanzas de solución al conflicto a raíz del Decreto de redención de los foros. Pero, las discrepancias a la hora de valorar la cantidad a pagar para dicha redención en el marco de la nueva ley y las esperanzas de los pagadores de que llegasen tiempos más propicios, una vez que se vislumbraba la caída del régimen, frenaron cualquier solución37. Mientras tanto los pueblos siguieron pagando el fuero malo al no poder redimirse por falta de entendimiento o por la esperanza de una futura abolición sin coste alguno en base a que los concejos pensaban que el valor de los granos pagados superaba, con creces, el valor de lo pagado por el foro a finales del siglo XIX y no afectaba a los derechos de los supuestos propietarios. Con la llegada de la Segunda República y una vez que las nuevas leyes declaran abolidas todas las pensiones conocidas con los nombres de foros, subforos y
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censos, los vecinos del antiguo concejo mayor de Villamor de Riello, desde una posición, mentalidad y circunstancias muy diferentes a las de sus antepasados del siglo XVII, no comprendían ni su situación, ni la legitimidad del denominado fuero malo. En una carta remitida a las Cortes Constituyentes en 1931 y firmada por cada uno de los presidentes o alcaldes pedáneos de las juntas administrativas de los pueblos afectados y por el alcalde del republicano Ayuntamiento de Riello, no sólo hacen un repaso histórico de sus relaciones y sumisiones con el conde de Luna, su señor jurisdiccional por la vía de la imposición forzosa38, sino que: «suplican a la soberanía nacional, respetuosamente, se digne declarar abolidos todos estos gravámenes o pensiones que tengan un origen feudal, declarando que todos ellos lo tienen con presunción juris tantum, sin que contra la misma se admita otra prueba que la originaria de constitución del gravamen, con carácter de derecho real análogo al censo, y, de no ser así, sea admitida la redención por el precio fehaciente que conste en documento, y cuando esto no exista, se capitalice por una base de cuarenta por ciento. Vivan los señores Diputados muchos años. Riello, 24 de Octubre de 1931».
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Una puesta al día sobre la problemática del señorío y del régimen señorial, amén de los escasos estudios completos existentes sobre los señoríos de la Corona de Castilla, puede verse en SARASA SÁNCHEZ, E. - SERRANO MARTÍN, E. (eds.), Señorío y feudalismo en la Península Ibérica (ss. XII-XIX), Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1993, Tomo I. THOMPSON, E. P., Tradición, revuelta y conciencia de clase. Estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial, Barcelona, Crítica, 1979. A mediados del siglo XVIII este dominio jurisdiccional en cuanto a vasallos y extensión territorial estaba comandado por el marqués de Villafranca, por el marqués de Astorga, por el conde de Luna, por el duque de Arcos, por el conde de Miranda, etc., etc. A diferencia del reino castellano donde predominaban los dominios mononucleares, en los territorios leoneses priman las grandes unidades jurisdiccionales formadas por un importante número de núcleos o concejos autónomos y solamente unidos por compartir la misma justicia ordinaria. RUBIO PÉREZ, L. M., «Poder o poderes. Señoríos, concejos y relaciones de poder en el mundo rural durante la Edad Moderna», en ARANDA PÉREZ, F. J. (coord.), El mundo rural en la España Moderna, Cuenca, 2004, pp. 1129 y ss. Aunque la heterogeneidad territorial y social es una realidad clara y contundente en el caso español a lo largo de la Edad Moderna, dos son las posiciones que se desprenden del panorama historiográfico en lo que hace referencia al desarrollo del régimen señorial y de forma especial a su incidencia política y social. La que tiene como punto de partida la anulación de la comunidad campesina a partir de un proceso de ingerencia externa y oligarquización, que de alguna forma sigue el modelo urbano, y la de los que sostenemos que la fortaleza de la comunidad campesina y de sus organizaciones concejiles en los territorios del norte y noroeste peninsular no sólo permaneció inalterable más allá de la implantación del régimen señorial, sino que tuvo
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importantes manifestaciones y consecuencias perfectamente detectadas en el ámbito político y en el económico. Lejos de cualquier posición o defensa de un panorama idílico, pues la realidad de los hechos impide cuestionar cuáles fueron los grupos sociales favorecidos por el sistema dominante, la realidad social y la valoración seria de la información documental emanada de la propia sociedad campesina nos indican que ésta con grandes diferencias internas tuvo capacidad de respuesta; no fue una sociedad conformista y anulada, sino que a su manera y con los medios que dispuso, tal como se ve en la problemática que abordamos, hizo frente y consiguió, aun a costa del endeudamiento colectivo, del hambre, de la miseria y de las desigualdades o polarización social, mantener desde la acción colectiva el patrimonio político, cultural y económico que recibió de sus antepasados y que transmitió como legado a las generaciones futuras y presentes. Los concejos abiertos, las juntas vecinales que aún hoy gobiernan estos pueblos y el rico patrimonio comunal que conservan los pueblos del viejo Reino de León y del norte de las tierras del Reino de Castilla, son la mejor muestra de ello. La lucha que desde la Edad Media y hasta el siglo XX mantuvieron los concejos leoneses contra los señores jurisdiccionales por la vía judicial, incluso a sabiendas de sus pocas posibilidades de éxito, desde una acción solidaria, comunitaria y desde el endeudamiento colectivo ni fue casual, ni fue en vano, pues sabían perfectamente que de ella dependía tanto la mayor anulación de su poder concejil, como un futuro que a la postre, y pese a la polarización social, podía ser igual para los pobres y para los de cuantiosos posibles. MOXÓ, S. de, «De la nobleza vieja a la nueva. La transformación nobiliaria castellana en la baja edad media», en Cuadernos de Historia, 3 (1969). Como ya se ha demostrado, tanto para algunos señoríos castellanos como para los del Reino de León, durante la Edad Moderna la nobleza señorial, salvo casos puntuales, tuvo en estas rentas enajenadas el ingreso cuantitativamente más importante. El caso conocido del marqués de Astorga nos muestra que en los estados situados en Tierra de Campos (jurisdicción de Valderas), en la confluencia con la provincia de Valladolid, las rentas procedentes de los foros y arriendos con el 48,7% superaban ligeramente a las percibidas por derechos de alcabalas, 47%, lo que demuestra el peso del dominio sobre la tierra. Por el contrario, en los estados vinculados administrativamente a la jurisdicción de Astorga los ingresos procedentes de las alcabalas suponen cerca del 80% de los ingresos totales, de los que el valor de los foros apenas llega al 20%. Ver RUBIO PÉREZ, L. M., «El estado y marquesado de Astorga. Relaciones de poder, rentas y economía señorial, siglos XVII y XVIII», en Investigaciones Históricas, 22 (2002), pp. 83-116. Esta expresión que refleja el dominio señorial territorial tiene su origen en el concepto de propiedad romano y es equivalente a usque ad coelum usque ad inferos. Aunque una parte de los concejos mayores de la Montaña Leonesa se mantuvieron bajo la jurisdicción realenga y vecinal, los de la Montaña Occidental cayeron bajo la jurisdicción del poderoso conde de Luna a lo largo del siglo XV: los concejos mayores de Gordón, Luna de Abajo, Luna de Arriba, Laciana, Ribas del Sil de Arriba, Ribas del Sil de Abajo, Omaña, La Lomba, Villamor de Riello y Ordás. A estos se unen las importantes jurisdicciones de la ribera del Órbigo: Benavides, Llamas de la Ribera, Villanueva de Valdejamuz y Laguna de Negrillos en el Páramo. Una completa valoración sobre el marco administrativo y jurisdiccional puede verse en RUBIO PÉREZ, L. M., El sistema político concejil en la provincia de León, León, Universidad de León, 1993. PÉREZ ÁLVAREZ, Mª J., Omaña y sus concejos en el siglo XVIII, León, Universidad de León, 1998. El caso más significativo en la Montaña Occidental, por estar rodeado por los estados del conde de Luna, son los concejos de Babia de Yuso y Babia de Suso, así como otros muchos situados en la Montaña Oriental. La oposición vecinal y el importante papel económico que jugaron para la Corona fueron, entre otras, las razones por las que estos y otros concejos de la vertiente oriental, como el de Baldeón, no fueron enajenados a favor de nobleza.
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La propia documentación judicial manejada recoge documentos regios que ponen de manifiesto que el rey Alfonso XI dona los territorios de Omaña a su hijo bastardo y futuro rey Enrique II, una vez que en 1380 éste había otorgado a sus habitantes el Fuero de Omaña en el que se fijan y establecen las relaciones contractuales entre el rey y los vasallos, desde el reconocimiento de la libertad de éstos y del dominio territorial y administrativo de la organización concejil, a cambio de «que el concejo de los dichos lugares e vasallos de D. Enrique mi hijo siempre tuvieren de fuero e derecho de pagar a nos o al concejo de dicha tierra por nos diez marevedis y medio cada hombre de fuero de cada un año y no más por martiniegas, e por frutos e derechos». Archivo de la Real Chancillería de Valladolid (A.Ch.V.), ejecutoria 3843, leg. 2015, año 1819. Esta familia fue objeto de estudio por parte de ÁLVAREZ ÁLVAREZ, C., El Condado de Luna en la Baja Edad Media, León, 1982. Pedro I nombra a Suero Pérez de Quiñones como adelantado mayor de Asturias y León. Pese a ello aquel le traiciona y apoya a Enrique II quien, después de patrimonializar el cargo se lo otorga al hijo del anterior, Pedro Suárez de Quiñones, ostentándolo la familia Quiñones hasta 1402. Este año el cargo se divide en dos: el de merino mayor de Asturias de Oviedo y el del adelantamiento de León. Los Quiñones se quedan con el cargo de merino mayor de Asturias y lo utilizan para imponer sus dominios en las montañas occidentales leonesas, así como para cometer importantes atropellos que son denunciados reiteradamente ante el rey. Una vez que los Reyes Católicos consiguen dominar a la nobleza levantisca suprimen la mayor parte de los adelantamientos y recuperan el cargo de merino mayor de Asturias, previo pago a la Casa Quiñones en 1488 de cinco millones de maravedís. En esta línea suprimen todos los adelantamientos dejando solamente el de Castilla, luego dividido en dos, Burgos y Campos, y el de León. Pese a que el adelantamiento de León fue a parar como cargo honorífico al conde de Benavente, la reforma llevada a cabo por los RR.CC. en 1500 dota definitivamente a los tres adelantamientos de un alcalde mayor con amplios poderes sobre los territorios señoriales, como un alto tribunal de justicia al que llegan las apelaciones de los jueces ordinarios. Para un seguimiento puntual de la administración señorial y de los adelantamientos ver PÉREZ BUSTAMANTE, R., El gobierno y la administración territorial de Castilla, 1230-1474, Madrid, Universidad Autónoma, 1976; ARREGUI ZAMORANO, P., Monarquía y señoríos en la Castilla moderna. Los adelantamientos en Castilla, León y Campos (1474-1643), Valladolid, Consejería de Educación y Cultura, 2000. Entre otras quejas y acusaciones se apunta: «que les robara los privilegios que tenían e fueros de sus libertades ... se les hubieren de dar e tornarles los términos e pastos e montes e rios e propiedades y las rentas que son de dichos concejos ... e facia ir por fuerza a los vecinos e moradores de los dichos concejos a las dichas asonadas ... e les hacia ir por los inviernos a pasar a los puertos de la mar y traer los pescados y frutos a cuestas a donde el estaba en tierra de León ... que demandaba agora e decia que queria llevar de los vecinos e moradores de los dichos concejos y que les habian de pagar por sus heredades propias que a ellos pertenecían e que labraban el cuarto de cuanto pan labraban y cogian cada año». Memorial de Agravios, inserto en la Real Carta Ejecutoria librada a favor de los concejos. Archivo de Laciana. Citado por FLÓREZ DE QUIÑONES Y TOMÉ, V., Notas para el estudio de un foro leonés, León, Diputación de León, 1931, pp. 228-230. Aunque con diferencias incluso entre los concejos de una misma jurisdicción, el conde de Luna consigue que algunas de sus villas, y de forma especial los concejos que forman las jurisdicciones de las villas de Castrocalbón y de Villanueva de Jamuz, paguen durante la Edad Moderna un fuero o foro que, teniendo su origen en el censo de frutos, de alguna forma intentaba plasmar el dominio sobre cada término concejil, aunque en realidad la mayor parte de la tierra fuera privativa de los vecinos, de los concejos o de la Iglesia. Ver RUBIO PÉREZ, L. M., «Fueros concejiles y régimen señorial en el Reino de León. Instrumento foral, conflictos y proceso de territorialización de una renta feudal, siglos XV-XIX», en Chronica Nova, 31 (2005), pp. 427-470. En 1527 los procuradores del concejo de Laciana envían al rey un memorial de agravios contra el conde de Luna en el que se quejan de que le oprime con nuevos impuestos y con prestaciones
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personales; que atenta contra sus privilegios y sus instituciones de gobierno y le usurpa y arrienda los puertos de montaña. La sentencia de 1528 reconoce al conde el poder jurisdiccional, pero le obliga a respetar el dominio de los concejos y sus instituciones y fueros. Se iniciaba así un largo conflicto judicial y lucha por los puertos de montaña, reabierto nuevamente durante el reinado de Felipe II en pleno apogeo de la Mesta, que llegará al siglo XVIII y del que el conde va a verse beneficiado por las sentencias del siglo XVII en unos momentos de corrupción y debilidad del poder judicial. Ver PÉREZ ÁLVAREZ, Mª J., «Conflictividad social y lucha antiseñorial durante el reinado de Felipe II: el caso de los concejos mayores de la montaña nor-occidental leonesa», en MARTÍNEZ RUIZ, E. (dir.), Madrid, Felipe II y las ciudades de la monarquía, Madrid, Actas, 2000, T. II, pp. 487-497; ídem, «Los pleitos sostenidos por el concejo de Laciana contra el conde de Luna durante el reinado de Carlos I», en Estudios Humanísticos, 19 (1997). Aunque el conde de Luna consigue adueñarse de algunos puertos, incluso mediante pacto con los concejos, como el de Rioscuro que a cambio de las alcabalas le da como pago al conde uno de los puertos, los concejos de la montaña leonesa conservaron un importante dominio sobre unos espacios vitales para su desarrollo, pues de sus arriendos obtenían la mayor parte de los recursos necesarios para su funcionamiento. Archivo Concejil de Sosas. Ejecutoria del pleito entre Sosas y Villablino. «Debemos absolver y absolvemos al conde de Luna de la demanda contra él interpuesta por parte del concejo de Omaña sobre razón de señorío e jurisdicción de dicho concejo e dámosle por libre y quieto de ella ... e declaramos que el señorío e jurisdicción del dicho concejo de Omaña pertenece al dicho conde. Otro sí cuanto toca a los 116 maravedís de empréstito pedidos e demandados ... condenamos al dicho conde a que el día que fuere requerido por la carta ejecutoria de esta nuestra sentencia en los nueve dias primeros siguientes de y pague al dicho concejo de Omaña los 90.000 maravedís que les llevó injustamente. Otro sí que cuanto toca a los 24.200 maravedís de los yantares contenidos en el capítulo de la demanda ... mandamos que ni ahora ni de aquí adelante en ningun tiempo no les pida ni demande ni lleve por razón de los dichos yantares más de 1.200 maravedís cada año, ni el dicho concejo y vecinos sean obligados a dar al conde los 24.200 maravedís que por razón de los dichos yantares le pide. Otro sí en cuanto al otro capítulo de la demanda puesta por el concejo de los 10.000 maravedís que el conde le llevaba de pedidos e fueros y varas, mandamos que no le pida ni lleve más de 10,5 maravedís a cada vecino labrador del dicho concejo conforme al privilegio ... e adjudicamos al dicho concejo los tres puertos ... e por lo que respecta a los 4.500 maravedís que el conde les lleva de salario para su Alcalde Mayor que condenamos al conde a que ni ahora ni en adelante ni en ningún tiempo no pida ni demande». A.Ch.V., documento aportado por los pueblos del concejo de Omaña en el pleito que le enfrenta al concejo de Villamor de Riello por el pago del foro del pan del cuarto. Ejecutoria 3843, año 1819. El concejo mayor de Villamor de Riello estaba formado por los siguientes lugares: Villarino, Robledo, Arienza, Guisatecha, Riello, Ceide, Los Orreos, Bonella, La Urz, Lariego de Abajo, Lariego de Arriba, Curueña y Socil de Villamor. Cada uno de estos lugares, amén de los espacios o puertos de aprovechamiento mancomunado, posee su propio término y su plena capacidad de autogobierno a través del concejo y del propio gobierno concejil formado por los regidores y el procurador, elegidos cada año. La institución concejil de cada lugar o concejo menor es un ente jurídico con plena capacidad para legislar y ejecutar en función de su propio derecho consuetudinario u ordenamiento concejil. A su vez, el gobierno del concejo mayor, en el que se encuentran representados todos los lugares o concejos menores a través de la junta general del concejo a la que envían un representante, es gobernado por los procuradores mayores elegidos por la junta cada año. Esta carga feudal, transformada posteriormente en foro, recibe tanto el nombre de malo, por injusto, como el de fuero, por estar vinculado a los antiguos fueros repobladores medievales por los que los reyes cedían el dominio de un territorio a una comunidad o concejo para que lo poblasen y roturasen a cambio de hacerle partícipe de un porcentaje, el cuarto o quinto, de la
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cosecha producida por el terreno roturado. Se trata, pues, de un censo de frutos variable en su cuantía que se convierte en perpetuo o enfitéutico. El problema surge cuando los reyes ceden el señorío o la jurisdicción a la nobleza y ésta, además de intitularse señor jurisdiccional, pretende que se le reconozca el derecho a seguir percibiendo dicho censo de frutos como una muestra más de un dominio jurisdiccional desde el que reclamar el dominio territorial y solariego. Lo que en un principio parecía posible sobre la tierra virgen no privativa y de aprovechamiento concejil o comunal, se vuelve contradictorio toda vez que los señores pretenden que se le reconozca el dominio de un territorio que en parte habían cedido los antiguos dueños, es decir los reyes, a los pobladores y al concejo mediante el reparto en lotes o quiñones de plena titularidad privativa y con capacidad para transmitir la plena propiedad o dominio a sus herederos. La denominación de pan del cuarto hace referencia a la cuarta parte de la cosecha de cereal pagada cada año. Sin duda fue esta la causa de la mayor conflictividad antiseñorial durante la Baja Edad Media y en proporción durante la Edad Moderna, pues muchos concejos y comunidades, como veremos, se opusieron frontalmente. Aunque el control y la administración del terrazgo y la distribución social del cobro está en manos de cada concejo menor, el pago recae fundamentalmente sobre los vecinos que trabajan tanto la tierra suya privativa, como la repartida o comunal en el conjunto del concejo mayor. Como a partir del siglo XV era muy difícil el cobro directo, los señores imponen a los concejos que venían pagando el cuarto de la cosecha la sustitución de ésta por una renta anual fija mediante la suscripción de una escritura foral. Esto, que en un principio parecía favorecer a los vasallos, iba a ir en su contra, tanto porque la cantidad pactada se podía convertir en muy gravosa, como así ocurrió cuando descendiese el número de vecinos del concejo mayor, como porque los señores obtenían un reconocimiento foral que, a falta de otra escritura mercantil, les iba a otorgar la propiedad o dominio directo de un territorio repartido entre los pobladores y sus concejos. Con este reconocimiento se trasladaban las antiguas prestaciones personales feudales (yantar, martiniegas, etc.) del hombre a la tierra y como tal evolucionó como carga personal a pagar por los usufructuarios de un territorio. La contradicción estaba servida: los vecinos mediante diferentes formas o repartos tenían que pagar una renta por sus propias tierras, dado que se suponía que por encima y con anterioridad existía el dominio del señor. Una larga reflexión sobre esto y sobre la doctrina jurídica que lo contradice, aunque no acierta en la justificación directa de dicho foro, puede verse en FLÓREZ, op. cit. Sin que exista constancia escrita, todo parece indicar que ello se debe a que dicho concejo no pudo acogerse, al no estar incluido, al fuero de Omaña y los condes de Luna poseían, posiblemente falsificada, una escritura de la cesión jurisdiccional del rey en la que, junto al mero mixto imperio, jurisdicción civil y criminal, se incluían cláusulas relativas al teórico dominio territorial: desde la piedra del río, hasta la piedra del monte. Esto, unido a una mayor pobreza, puede explicar que desde el siglo XV sus vecinos, por el mero hecho del pago de la cuarta parte de la cosecha de centeno, implícitamente reconociesen tanto la obligación del pago como el dominio territorial del conde de Luna. El conflicto judicial y la lucha por los puertos pasa por diferentes fases a lo largo de la Edad Moderna, si bien es durante el siglo XVI cuando se hace más palpable en plena fase expansiva. Aunque los concejos, a juzgar por los resultados, resistieron bien, el conde logra el reconocimiento por la vía de ocupación, arriendo y hechos consumados, de diferentes puertos en la alta montaña que arrendados a los ganados mesteños pasaron a suponer una importante partida en el contexto de sus ingresos. Ver trabajos citados de PÉREZ ÁLVAREZ. En el seno de esa fase expansiva, no exenta a esas alturas de crisis coyunturales, el interés del conde parece estar centrado tanto en evitar el fraude que conllevaba el cobro directo proporcional, como en garantizar el cobro jurídica y socialmente. La sustitución del cuarto del pan por un nuevo impuesto denominado de yuntas o yuguerías suponía la liberación de los más pobres y una garantía de cobro e incluso de estabilidad al recaer directamente sobre las yuntas o medias yuntas de bueyes o vacas utilizadas en la labranza a razón de carga y media de centeno al año.
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Tanto la ejecutoria de dicho pleito como la concordia firmada parecen reconocer que «el conde es dueño del territorial y solariego del concejo de Villamor de Riello». En dicha concordia se fija la prestación como un fuero enfitéutico por el que los diferentes vasallos o vecinos del concejo se obligan a pagar para siempre la cantidad de 104 cargas de centeno cada año, independientemente del número de vecinos o de la situación económica. El reparto se haría sobre todos aquellos vasallos que trabajasen tierra o usufructuasen bienes comunales. En la Real Carta Ejecutoria se apunta que «el conde en virtud de privilegios y ejecutorias y como tal dueño territorial y solariego del concejo de Villamor y sus pueblos percibe carga y media de centeno por cada yugo de bueyes y vacas con que habían labrado las tierras y términos de dicho concejo sus vecinos y habitantes, pero los fraudes, las trampas, las dificultades de averiguar cada año los yugos con que cada vecino había labrado ... e con que los pueblos mismos quedaban gravados y perjudicados respecto de otros del mismo concejo dio justa ocasión a la solemne escritura del año 1611 ... en la que convinieron en pagar al conde cuatrocientas diez y seis fanegas de centeno cada año sin respeto como antes a yuntas, sino aun cuando no labrasen mas que con cuatro las referidas fanegas se le habían de satisfacer por entero ... sin contar que en igual caso deberían colacionarse todos los baldíos en virtud de que el señor lo mismo es de solar de unos que de otros». Texto incluido en la Carta Ejecutoria recogida por FLÓREZ, op. cit., p. 42. Nos referimos a las concordias pactadas por villas como Grajal y Escobar de Campos con su señor después de un pleito en el que más que cuestionar el fuero debido buscan reducir la carga impositiva ante «la esterilidad de los tiempos, lo incierto y costoso de los pleitos» y la despoblación. Ver RUBIO PÉREZ, L. M., «Querellas, pleitos y concordias. Poder concejil y conflicto antiseñorial en los estados del conde de Grajal durante la Edad Moderna», en Obradoiro de Historia Moderna, 14 (2005), pp. 225-269. A diferencia de lo que se ha pensado y pese a la situación económica por la que atravesaban las comunidades campesinas, los pleitos y conflictos judiciales antiseñoriales se mantuvieron e incluso se incrementaron en las tierras leonesas durante el siglo XVII, a pesar de la escasa garantía que ofrecían los tribunales de justicia y el poder de la nobleza señorial. Posiblemente, conforme vamos conociendo los fondos de la Chancillería de Valladolid, nos damos cuenta de que se pueden cuestionar algunos planteamientos que apuntan a una fuerte reducción de los conflictos ante la prepotencia de los poderosos señores o ante lo que erróneamente se llegó a denominar como «refeudalización», sin tener en cuenta la capacidad de respuesta de las comunidades ante el acoso señorial y los intentos de la nobleza de mantener, en plena crisis y con un importante nivel de endeudamiento por su vida cortesana, su capacidad recaudatoria. Parece claro que en el seno de los concejos leoneses los conflictos colectivos se abrían y cerraban independientemente de la situación de la judicatura, en función de la situación y de la capacidad de las comunidades concejiles para presionar al señor a fin de ajustar las cargas a la situación económica y demográfica de los tiempos que corrían, sabedores de que en modo alguno iban a tener éxito planteando el rechazo y la ilegalidad de la propia carga feudal. Una amplia exposición sobre la situación de los altos tribunales y de la justicia en la Corona de Castilla en los siglos XVI y XVII puede verse en KAGAN, R. L., Pleitos y pleiteantes en Castilla, 1500-1700, Valladolid, Consejería de Cultura y Turismo, 1991. Por la concordia de 1611 los vecinos de los lugares que forman el concejo mayor de Riello se obligan «con nuestras personas y bienes muebles y raíces, habidos y por haber y a los bienes propios y rentas de dicho concejo y veceras de ganados mayores y menores habidos y por haber, de que dicho concejo y vecinos de él pagaran a su señoria el conde de Luna y a sus sucesores las dichas ciento cuatro cargas de centeno en cada un año ... que así han de pagar el dicho concejo y vecinos de el conforme a la labranza de cada uno de los dichos lugares en la forma y manera siguiente: a los vecinos y concejo del lugar de los Orrios dos cargas de centeno, a los vecinos y concejo del lugar de Guisatecha, ocho cargas y media de centeno ... Y es condición que las mercedes que hoy gozan Rodrigo de Canseco, vecino de Guisatecha y Tomás Valcarcel, vecino
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de Riello, las han de mantener y cuidar como si estuviesen firmadas de su señoría y cobrar de ellos el dicho concejo lo que solian pagar y no mas». En la propia ejecutoria librada a favor del concejo de Villamor en 1819 el procurador afirma que el problema surge «porque muchas familias han pasado a casarse a los pueblos inmediatos y otros han venido y labran por si el terrazgo sobre el cual se impuso el canon o pensión por el que el conde ... se han resistido y se resisten injustamente a pagar lo que le corresponde según el terrazgo que labran y esto aumenta la presión sobre mis defendidos y los reduce a mayor miseria de aquella en la que ya se hallan constituidos generalmente por su escasa producción». A.Ch.V. Ejecutoria 3843, leg. 2015, año 1819. El problema surge porque ambas partes tienen una concepción diferente del foro y de su legalidad. Así, para los vecinos del concejo, por boca de sus procuradores y representante ante la Chancillería de Valladolid, después de reconocer que «el concejo se compone de ocho parroquias con sus pueblos y vecinos de corto vecindario, manifiestan que aunque se considera producción todo su terreno reducido a pan de centeno pagan anualmente todos sus moradores al duque de Frias y Uceda, conde de Luna cuatrocientas diez y seis fanegas de pan de centeno ... titulándose este foro o contribución pan del cuarto, que se debe repartir por yuntas según los terrazgos que cada uno de aquellos vecinos labran conforme a las concordias que sus antepasados han ejecutado con el duque y sus antepasados. De dichas concordias parece que el foro o canon que sus habitantes satisfacen al conde de Luna tiene su origen en la concesión que este hizo en lo antiguo del terrazgo que cultivaban aquellos y es propio y privativo hoy de los habitantes del prenotado concejo». Ídem. Vecinos de Salce y de Santibáñez de Arienza en el concejo mayor de Omaña exponen en el poder que dan a su procurador en la causa contra ellos seguida por el concejo de Villamor que «sus respectivos pueblos con sus terminos en propiedad siempre han estado, estan y deben estar separados de la jurisdicción de Villamor de Riello y no estan sujetos a pagar pagamento ni otra gabela de esta jurisdicción». Después de afirmar que nunca han estado sujetos al pago del foro de las 104 cargas de centeno reflexiona su procurador que «sobre dicho pagamento antiguamente los vecinos del citado Villamor, sin saber porqué título o causa ni motivo los antepasados de dicho conde exigían de la citada jurisdicción por el referido pagamento de cuatro manojos de pan uno de todos los labradores avecindados en aquella jurisdicción y viéndose estos vecinos sumamente oprimidos con estas y otras importantes imposiciones, que por los respectivos condes se la imponían a la fuerza, por todo lo cual se patentiza lo infundado de los demandantes». Ídem. La simple lectura de este reconocimiento por parte del concejo en 1826 es claramente explicativa del porqué este foro o renta de origen feudal se mantuvo hasta el siglo XX. Así, reconocen que el contador del conde de Luna llegó a un acuerdo con el concejo en 1611 «para que de aquí adelante le paguen en cada un año alzadamente y con ello sea visto cumplir y su señoría por si y los sucesores en su Casa se ha de contentar y contenta, remitiendo como su señoría ha de remitir y perdonar todos los fraudes y fechos y causados en la averiguación de dichos yugos hasta hoy dia de la fecha de esta escritura y esto por merced y gracia que su señoría les hace conformándose con su gran cristiandad y clemencia y para que el dicho concejo y vecinos de él se puedan aprovechar y aumentar labrando a su voluntad con todos los yugos que quisieren e por bien tuvieren, se declara que es el precio que se ha de pagar a su señoría el dicho conde de Luna ... desde principios de 1612 en adelante y para siempre jamás ciento cuatro cargas de centeno». A.Ch.V. Real Carta Ejecutoria, año 1626. El dicho de «más vale lo malo conocido que lo bueno por conocer», a juzgar por los casos que vamos conociendo y por la problemática desamortizadora del siglo XIX, pudo estar muy presente en no pocas actuaciones colectivas o concejiles de las comunidades rurales leonesas, llevadas a cabo en dicho siglo en relación al pretendido dominio solariego y territorial de algunos señores, toda vez que las comunidades concejiles, que usufructuaban muchos de los bienes apropiados por los señores, eran conscientes de los efectos negativos que podía acarrear una posible enajenación y posterior subasta a manos del Estado.
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Durante estas décadas del siglo XIX son frecuentes los pleitos entre los señores y los vasallos, e incluso con el propio Estado, por la reclamación de aquellos para que se les reconozca el solariego y territorial. Por lo general, cuando los señores logran situar en el espacio o término una tierra, bien delimitada como coto redondo, labradío, monte, etc., los tribunales le reconocen el dominio directo sin problema y con la simple declaración de los testigos. El problema surge cuando esas pretensiones se hacen, como en el caso que nos ocupa, sobre el término o territorio sobre el que se tiene la jurisdicción en tanto en cuanto buena parte de ese espacio, principalmente el labradío, es privativo de los vecinos y del concejo. Como se aprecia en algunos casos, las estrategias de los concejos en el siglo XIX ante el pretendido dominio solariego y territorial de los señores son diferentes, pues mientras unos se oponen frontalmente, otros declaran a su favor oponiéndose a las pretensiones de los fiscales del Estado. Esta posición parece lógica si tenemos en cuenta que vecinos y concejos en estos momentos prefieren que estos espacios vírgenes sigan bajo el dominio señorial, teniendo ellos el usufructo vía foral, a que pasen al Estado y vayan a parar a manos de la burguesía urbana. Al respecto ver RUBIO PÉREZ, L. M., «El dominio solariego y territorial en el marco de los señoríos nobiliarios leoneses. Rentas, derechos y conflicto judicial en los estados del conde de Miranda a finales del A. Régimen», en Estudios Humanísticos, 1 (2002), pp. 181-219. FLÓREZ, op. cit., p. 47, concluye: «es sólo una contribución, un pecho, un mal fuero que los vecinos del concejo de Riello pagaban antes a su señor el conde de Luna y que en pleno siglo XX se ven obligados a pagar a otro señor particular y que se llama foro, no porque a tal se parezca siquiera, sino por una corrupción del lenguaje: prestación feudal muy onerosa, o sea mal fuero, luego foro, pero siempre en el lenguaje popular la expresión clara y terminante que transciende al feudalismo: pan del cuarto que ha de pagarse en las paneras del conde». A pesar de que, como veremos, tanto los escritores de la época como los propios afectados por el foro sostienen desde el innegable origen feudal que está lleno de contradicciones al ser las tierras labradías privativas de los vecinos y no ajustarse a lo estipulado por cualquiera de las figuras vigentes de cesión de un dominio útil, los tribunales debieron de entender lo contrario, pues según los antecedentes sí existía la cosa gravada, todo el término o espacio independientemente de que una parte de él se hubiese repartido durante el proceso roturador entre los vecinos, de la misma forma que existía la persona que cedía el dominio útil conservando el directo, el conde; el acto de cesión y los receptores o foratarios, es decir, el conjunto de comunidades o concejos y vecinos que los integran y que forman la unidad jurisdiccional o administrativa denominada como concejo mayor de Riello. El foro o censo enfitéutico firmado por el concejo en escritura pública en 1611 encaja de lleno en la jurisprudencia marcada por el Tribunal Supremo en 1896: «en el caso de que la constitución de un censo no se verifique por escritura pública, como exige la ley ... es ineficaz y no produce efecto legal la prueba encaminada a demostrar por otros medios su existencia». El propio Código Civil establece que «es enfitéutico el censo cuando una persona cede a otra el dominio útil de una finca, reservándose el directo y el derecho a percibir el enfiteuta una pensión anual en reconocimiento de ese dominio». FLÓREZ, op. cit., p. 50. Tal inscripción se hizo en los siguientes términos: «foro o dominio directo sobre todo el territorio del antiguo concejo de Villamor de Riello que lo componen los siguientes pueblos ... con la obligación solidaria de pagar perpetuamente como canon o renta anual entre todos los nombrados pueblos cuatrocientas diez y seis fanegas de centeno ... para el día de San Miguel de Septiembre en las paneras que pone el dueño en Villamor de Riello, comprometiéndose en el repartimiento para la paga de las ciento cuatro cargas de centeno no sólo las heredades labrantías, sino todas las demás de montes, pastos y demás aprovechamientos, según su calidad y rendimiento. No consta gravamen alguno». Después de analizar la legitimidad de dicho registro de propiedad FLÓREZ, como jurista coetáneo, concluye (op. cit., p. 49): «y de las normas especiales contenidas en los artículos 39 y 40, es obvio manifestar que no observó ninguna, puesto que para inscribir los forales, repetimos el que nos ocupa no lo es, es necesario la presentación de
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los títulos en que consten las fincas gravadas, los nombres de los pagadores y la renta que satisfaga cada uno, describiéndose las fincas. Es decir, no constan las fincas gravadas, los nombres de los pagadores, ni la renta que satisface cada uno, ni se notificó la inscripción, esto por temor al retracto, a los pagadores. En su desconocimiento se olvidó de la ley de 19 de Junio de 1849 e hizo constar la pensión en fanegas, lo que también le estaba prohibido. En su desaprensión le hubiese sido más cómodo al registrador convertir en inmuebles a los vecinos y describirlos por los cuatro puntos cardinales y luego gravarlos con la pensión». Dicho decreto a la hora de fijar las bases por las que se valoraba el foro, es decir la cantidad a pagar para su redención en función del valor real del capital aforado en su origen, mirando el interés de los señores foreros, introdujo una valoración en la que se tenía en cuenta el tipo de interés y el precio de los cereales, por lo que los dueños del foro de Riello valoraban su redención en 136.817 pesetas, cifra muy superior a la cantidad pagada por ellos en 1897. En las dos últimas consideraciones apuntan: «creen los exponentes que con lo expuesto queda demostrada la enormidad jurídica y económica que significa la subsistencia de tal gravamen, que no encaja en ninguno de los tipos regulados por nuestro derecho privado y que en cambio es típicamente una contribución no prevista por ninguna Ley y que en los libros del Registro de la Propiedad de Murias de Paredes aparecen mencionados con el carácter de cosas los vecinos del antiguo Concejo de Villamor de Riello. Gravámenes de carácter [continúan exponiendo] tan típicamente feudal existen muchos en esta provincia de León. Toda la ribera del Orbigo, que antiguamente pertenecía al señorío de los condes de Luna, continúa aún pagando el PAN DE CUARTO, como en la Edad Media. Y sobre los ríos, sobre algunos montes públicos, sobre algunos puentes y sobre algunos lugares de mercado, subsisten gravámenes de este tipo, lo que hace que la solución de este problema revista un carácter de interés general.» Este documento se conservó en el archivo del Ayuntamiento de Riello. Fue recogido por FLÓREZ textualmente en su obra, ya citada, Notas para el estudio de un foro leonés, pp. 57-61.
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Entre el optimismo y la decepción: la evangelización de los moriscos de la diócesis de Orihuela Rafael Benítez Sánchez-Blanco Universidad de Valencia
La diócesis de Orihuela se crea en 1564, en el marco de la reestructuración de la geografía eclesiástica de España respaldada por Felipe II. Su separación de Cartagena y la adscripción de ésta a la provincia de la metrópoli toledana, ponía fin a un enfrentamiento de siglos y normalizaba las fronteras en el sur del Reino de Valencia1. Años después, en 1577, la separación de Segorbe de Albarracín, y su vinculación a la metrópoli valenciana, completaba la reforma y aproximaba las fronteras eclesiásticas a las políticas del Reino, aunque gran parte del norte pertenecía –y en cierta medida todavía hoy lo hace– a la diócesis de Tortosa y dependía de Tarragona2. En ambas ocasiones se utilizó como argumento la necesidad de atender mejor a la abundante población morisca de Orihuela o de Segorbe, dejada de la mano de sus pastores lejanos. Lo utilizaron los embajadores oriolanos ante Felipe II en 1563, al destacar que de los diez mil fuegos de los territorios valencianos de la diócesis de Cartagena, 3.760 eran de moriscos, más de la tercera parte. El año siguiente, al agradecer al Monarca su apoyo en la consecución del obispado, exponían entre otras razones las siguientes: «Siendo este districto y diócesi de Orihuela tan ageno de costumbres, leyes, fueros, habla y natión tan apartada de Castilla, es imposible ser bien regido ni governado por el obispo solo de Carthagena por muchas causas y razones, senyaladamente por la differencia que tengo dicha de la lengua, fueros, leyes y costumbres del Reyno de Castilla, ma-
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yormente haviendo en esta diócesi de Orihuela más de tres mil casas de moriscos que, al día de oy, son tan moros como los dexó Mahoma, y esto por el descuydo que an tenido los obispos de Carthagena, y por la muchedumbre de los feligreses que ay en el Reyno de Murcia y en esta Governación de Orihuela, que solo ella basta para ser un buen obispado, y también por las differencias y enemistades antiguas que la ciudad y Reyno de Murcia a tenido con esta Governación de Orihuela»3.
Felipe II se hizo eco de estos argumentos en su recomendación al papa Pio IV de la necesidad de crear la nueva diócesis, y en carta al embajador Vargas escribió: «por estas y otras causas que se me han repetido y señaladamente por lo que toca al servicio de Dios e instrucción de los moriscos de aquellas partes y también por parecerme que siendo un reino de diversas leyes y lenguas estaría mejor aquello, que cae en el districto de Valencia, debaxo de un prelado propio»4. Y, como a través de un juego de espejos, la bula fundacional nos devuelve las mismas razones, y entre ellas: «quorum plerique a christianis novis ex mauris ad fidem Catholicam conversis originem ducunt»5. Aunque, sin duda, las motivaciones de índole política –ajustar la geografía eclesiástica a las fronteras de las coronas castellana y aragonesa– pesaban más, el argumento de la evangelización de los moriscos era importante en un momento en que Felipe II estaba impulsando con decisión el proceso6. *
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Hay que reconocer que el primer obispo de Orihuela, Gregorio Gallo de Andrade, se tomó en serio el cuidado de su grey. Participó en las juntas de prelados que tuvieron lugar en Valencia desde 1565 a 1573; visitó los lugares de moriscos de su diócesis; celebró, en 1569, un sínodo diocesano en que, aunque muy por encima, se trató de la instrucción de los moriscos7. A través de la correspondencia de Felipe II podemos captar algunos rasgos de la visión que tenía sobre los moriscos de su diócesis. El 8 de febrero de 1568 el rey respondía a una carta del obispo de 20 de enero, que no conozco8. No obstante, la respuesta real permite reconstruir lo fundamental de su contenido. Por una parte, solicitaba el obispo que se aplicaran a sus moriscos las mismas gracias, tanto espirituales como temporales, que se concedieran a los del resto del Reino de Valencia. Pensaba, en especial, en la promulgación de edictos de gracia por la Inquisición, a pesar de que la diócesis de Orihuela continuaba, a efectos del Santo Oficio, dependiendo del tribunal de Murcia. No se había producido aquí la normalización de fronteras, a pesar de que temporalmente la Gobernación de Orihuela había pasado al distrito de Valencia9. Pero, al mismo tiempo, Gallo de Andrade
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consideraba que no debía aplicarse a los moriscos de su diócesis un tratamiento especial; hay que entender: que no debía usarse de tanta condescendencia ante su comportamiento como se planteaba hacer con los demás, ya que están «más instruydos y que tienen menos disculpa de ignorancia que los de las otras partes». Así pues, para el primer obispo de Orihuela, la situación en la nueva diócesis era mejor que en otras partes del Reino; aunque la respuesta real es un tanto críptica, parece poder deducirse de ella que el obispo consideraba que la observancia pública del cristianismo era mayor, y que esto era debido a una mejor cobertura parroquial10. Otro de los rasgos positivos que señalaba era lo relativo al «ábito y lengua de las moriscas», es decir, su disposición para adoptar la vestimenta propia de las cristianas viejas y el romance, valenciano o castellano. Por último, era esperanzador ver «quán bien se aplican los niños hasta edad de diez años, porque esperamos en Dios que con esto entrará en ellos más fácilmente la instrucción». En definitiva, la primera impresión del obispo Gallo no podía ser más favorable y esperanzada. Uno de los objetivos de la creación del obispado parecía estar en vías de alcanzarse. El prelado estaba, además, impaciente por completar la visita a su diócesis, para lo que pedía que se enviara un inquisidor de Murcia que le acompañase para la reconciliación de los moriscos. A finales de mayo de 1568, una vez superado el grave incidente de Vall de Uxó, en que los moriscos se enfrentaron con el obispo de Tortosa alegando que no eran cristianos por haber sido bautizados por la fuerza, la Corte retoma la campaña de reconciliación mediante el edicto de gracia y de instrucción en las diócesis de Tortosa y Segorbe, y la inicia en la de Orihuela, dejando para más tarde su realización en la archidiócesis de Valencia, a la espera de la llegada del nuevo arzobispo D. Juan de Ribera11. La Suprema ordena, en consecuencia, al tribunal de Murcia que uno de los inquisidores acompañe al obispo Gregorio Gallo en la visita12; fue designado el licenciado Oviedo. El domingo 11 de julio comenzó la campaña de reconciliación e instrucción por el Arrabal de Elche, que junto con los lugares de Aspe y Crevillente integraban el marquesado de Elche y eran considerados por el Obispo como la cabeza de todos los moriscos de la diócesis. Pertenecía el marquesado al duque de Maqueda, cuyo gobernador, el Dr. Heredia, colaboraba positivamente con la visita. El 3 de agosto, el obispo remitía sus impresiones al Inquisidor General Diego de Espinosa13. Aunque de forma matizada, predomina en ellas el optimismo. Si bien reconoce que falta un pleno reconocimiento de la culpa en las confesiones que hacen, ya que niegan, falsamente, haber hecho las ceremonias con intención de guardar el Islam, el obispo les disculpa y justifica. Muchos son tan «bestiales» que imitaban lo que veían hacer a sus padres, sin pensar que con ello podían salvarse o condenarse. Ignoran, incluso, el Corán. Llega a valorar positivamente estas confesiones ante el inquisidor, aunque fueran «diminutas», al compararlas
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con lo que era el comportamiento habitual ante los confesores, a los que negaban tener pecados. «En una cosa se muestra la maldad pasada destos y se cobra esperanza de que irá de veras, en que conocen y dicen que ahora an de decir al inquisidor al revés de lo que an dicho al confesor; que así como da pena el sacrilegio pasado, parece que da a entenderse mejor ánimo en lo presente y por venir».
Su opinión sobre lo que debe considerarse un alfaquí, y debía por ello ser duramente reprimido y excluido del edicto de gracia, se inscribe en la línea moderada, frente a la intransigencia inquisitorial. Únicamente quienes tienen por oficio enseñar el Islam y resolver dudas, y lo hacen fuera de la familia, o hubieran circuncidado a alguien deben ser tenidos por alfaquíes. Mientras que con quienes han dogmatizado «en solo lo doméstico me inclinaría más a la misericordia», defiende como forma de facilitar las confesiones y la reconciliación de muchos. El Islam que practicaban los moriscos de Elche se centraba en la oración o zalá, el ayuno del Ramadán y la matanza ritual de los animales que habían de consumir –degollar al alquibla–. Según el obispo, ni en el ritual funerario ni en los matrimonios «hay tantos abusos», aunque reconoce que se entierran en tierra virgen y que vienen a solicitar dispensas de grados prohibidos. Se declara reticente a otorgar estas licencias mientras no quede claro que aceptan ser fieles cristianos; emplea las dispensas como un estímulo para forzar las confesiones y la reconciliación, al parecer con éxito: «Se ha visto que las partes interesadas y los parientes cercanos confiesan de mejor gana con esta esperanza». Vuelve a insistir en que los niños hasta los diez años conocen la doctrina «como en Madrid se puede aprender», aunque también reconoce que los mayores la olvidan o se limitan a recitarla «como papagayos». Gregorio Gallo había acompañado al inquisidor Oviedo, predicado y anunciado el edicto de gracia. Y siguiendo sus consejos los moriscos acudían a confesarse, comenzando por las elites: «Si no hay engaño parece que me tienen amor y respeto», concluye. Su presencia animaba también la de los señores de moriscos, algo muy importante para el éxito de la campaña, ya que su oposición constituía un obstáculo grave. Recomienda que para estimular la buena disposición de los moriscos se les «alivie» de algunas de las imposiciones o azofras –prestaciones personales– a que estaban sometidos, «ya que el interés temporal es la mayor persuasión para esta miserable gente». Después del Arrabal de Elche pasaron a Crevillente y Aspe, donde permanecieron 50 días, confesando a más de 600 personas. El inquisidor se había tomado muy escrupulosamente el trabajo de confesar y reconciliar a los moriscos, en contraposición con la forma de actuar de algunos inquisidores de Valencia, como
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Juan de Rojas, que en Segorbe aceptaba que se limitaran a confesar que habían sido moros y hecho las ceremonias. La intención de Oviedo, además de cumplir los requisitos legales que exigía la reconciliación con la Iglesia, era poder fichar a los alfaquíes para más tarde actuar sobre ellos14. Se comportaba, por tanto, como cabía esperar de un inquisidor en pleno ejercicio del oficio: «Trata los negocios como buen inquisidor y con la blandura que en estos principios el negocio a menester», en opinión del prelado15. Más adelante, a mediados de noviembre, el obispo informaba a Espinosa que el licenciado Oviedo procedía «con mucho tiento». Para entonces la visita podía darse por concluida, a falta de «unos lugaricos cercanos a Orihuela, que se harán presto»16. El efecto de la campaña de reconciliación en el obispado de Orihuela parece, visto a través de las opiniones de su primer prelado, harto positivo. Un término destaca en ellas, y es el de «esperanza». Se cree que los moriscos están predispuestos a abandonar los restos de un Islam que se juzga, tal vez de forma intencionada, como empobrecido. Aunque el mantenimiento de la zalá, del ayuno de Ramadán, de las formas de matar los animales, de las sepulturas en tierra virgen... pueden muy bien indicar lo contrario, y las justificaciones del buen prelado de que no hacen las ceremonias islámicas porque quieran salvarse en su fe sino por imitación de lo que han visto realizar a sus padres, sean poco creíbles. Se acomoda mejor al sentimiento religioso de la época, y al comportamiento habitual de los moriscos, pensar que, ante el despliegue del poder cristiano, encabezado por el obispo, respaldado por los señores o sus delegados y puesto en práctica por un concienzudo inquisidor, no tuvieron más remedio que acogerse al edicto de gracia y dar muestras de querer ser cristianos. Tal vez esta presión del inquisidor Oviedo sea la causante de la decidida actitud de las comunidades moriscas en favor de lograr un acuerdo con el Santo Oficio. *
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En efecto, entre fin de 1568 y 1571, coincidiendo con los difíciles años de la Guerra de Granada, el Santo Oficio negocia un acuerdo que le permitiera salvar el escollo jurídico que la confiscación de los bienes de los moriscos condenados implicaba. En el caso de los sometidos a censo, porque los fueros reconocían el derecho de los señores a recuperar el dominio útil en caso de condena por herejía. Tratándose de bienes libres, porque un privilegio de Carlos V de 1534 permitía, bajo ciertas condiciones, que pasaran a los familiares. La negociación a dos bandas, por una con los señores respaldados por los estamentos valencianos y por otra con los síndicos de los moriscos, fue larga y compleja17. Finalmente el Santo Oficio optó por la oferta de los moriscos y firmó una concordia con ellos en 1571, por la cual, a cambio de una subvención anual de 2.500 libras, renunciaba a confiscar los bienes y a imponer multas superiores a las 10 libras.
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Uno de los asuntos que resultaron más conflictivos fue la demanda de las comunidades del obispado de Orihuela que, como hemos dicho, pertenecían al distrito inquisitorial de Murcia, de participar en el acuerdo y pasar a formar parte del de Valencia. Estaba presente ya en las primeras de sus peticiones a comienzos de 1569. «Los nuevos convertidos que están poblados dentro del Obispado y diócesi de Orihuela son deste Reyno de Valencia y an de contribuhir en todo lo que se ofreciere por los nuevos convertidos deste Reyno para subvensión de los gastos del Sancto Oficio de la Inquisición desta çiudad y Reyno de Valencia, del distrito de la cual en otro tiempo solían ser, suplican que [...] sean anexados en el districtu del Oficio de la Santa Inquisición [...] de Valencia, de manera que los inquisidores del dicho Sancto Oficio [...] de Valencia, y no otros, hayan de conocer y conozcan de oy más en su tiempo, caso y lugar de qualesquier crimenes, delictos y errores de los nuevos convertidos que están en la diócesi y Obispado de Orihuela»18.
Los inquisidores de Valencia apoyaron la solicitud, aunque inicialmente con prudencia: «Con lo que piden acerca de que se comprehenda en el asiento a los nuevos convertidos deste Reyno que son del districto de Murçia hazen gran fuerça para que se les conçeda. Aquí no se entiende que aya causas para que aquellos sean de peor condiçión que los deste districto»19. La Suprema no cedió a la petición, a pesar de la insistencia de los representantes moriscos y de la opinión favorable de los inquisidores valencianos, que explicaban a la Suprema: «Y en lo que aquí se dice de la Val de Elda ay más dificultad que en ningún capítulo destos y assí, para que V. S. I. lo entienda y lo pueda proveer, lo que pasa es que esta Val de Elda es del Obispado de Orihuela, estos son moriscos deste reyno y los que principalmente han tractado deste concierto. Han siempre pretendido gozar de la gracia que se haze a todo el Reyno y así se suplicó a V. S. que estos se pasasen al districtu de aquí, de Valencia, y aquí pagasen y gozasen de la gracia que al Reyno se concedía. V. S. no lo permitió y así escribió que no se podían sacar estos moriscos del districtu de Murcia».
El problema que planteaba la negativa a modificar la geografía inquisitorial era de índole económica, ya que en la oferta hecha por los moriscos se incluía la cuota que debían pagar los del obispado de Orihuela:
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«Los dos mil y quatrocientos ducados que dan al Sancto Oficio los han ofrecido siempre estos y los demás del Reyno. Si no consistiese V. S. que salgan de aquel distrito se tendrá que hacer el concierto con los de este distrito y llegara a 2.000 ducados. Por los de la Val de Elda se han de quitar unos 400 ducados».
Explicado esto, proponían una solución que evitara la ruptura de las complejas negociaciones: «Dado que son del Reyno es justo que gozen del asiento bien incorporándoles al distrito de Valencia, bien pagando a la Inquisición de Murcia los 400 ducados o la prorrata que les corresponda y gozando allí de la gracia»20.
Es lo que propuso, en agosto de 1570, el conde de Benavente, virrey de Valencia, que llevó buena parte de las negociaciones, a los representantes moriscos en las que debían ser las últimas y definitivas conversaciones. Intentó forzarles a aceptar el pago de la prorrata a la Inquisición de Murcia, pero tanto los de Orihuela como los del resto del Reino se cerraron en banda. No le quedó al virrey más remedio, para evitar la ruptura, que exceder las tajantes instrucciones que había recibido; tuvo que aceptar, por tanto, que «pues todos son de un reino, sean juzgados en la Inquisición de aquí», de Valencia21. La cantidad fijada para la subvención fue de 2.400 libras (48.000 sueldos). La aceptación final del acuerdo tardó en llegar, después de meses en que estuvo la negociación al borde de acabar en fracaso. La Suprema se mantuvo firme en su postura: si los de Orihuela querían entrar en la concordia podían hacerlo, pero permaneciendo bajo la jurisdicción del tribunal de Murcia y pagando cien libras (2.000 sueldos) más de lo acordado en agosto de 1570, por lo que la subvención ascendió, finalmente, a 2.500 libras22. A pesar de ello, las comunidades moriscas de Orihuela firmaron todas la Concordia, sin que ninguna se echara atrás. Si no habían conseguido su objetivo máximo, al menos querían salvaguardar sus bienes de una Inquisición que les tenía bien fichados después de la visita de 1568. *
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El obispo Gallo participó en las juntas que se celebraron en Valencia, presididas por el arzobispo Ribera, en 1573. En ellas la conclusión principal fue definir un nuevo modelo de actuación que se alejaba de la campaña extraordinaria de reconciliación e instrucción, como la que había tenido lugar en 1568, y abogaba por una acción parroquial constante sobre los moriscos. Para ello se hacía necesaria la revisión y reforma del mapa parroquial definido y, en buena parte,
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instaurado por los comisarios apostólicos Antonio Calcena y Antonio Ramírez de Haro en los años treinta. El arzobispo Ribera llevó a cabo la tarea y presentó un proyecto de reforma de la archidiócesis valenciana que tardará años en llevarse plenamente a la práctica, pero los otros prelados, los de Tortosa, Orihuela y Segorbe, ni siquiera elaboraron el proyecto. Por el momento, tampoco Felipe II les presionó para que lo hicieran. Sí que lo hizo bastantes años después, en 1587. Para entonces la diócesis oriolense estaba vacante tras la muerte de Tomás Dassio en 1585, y aunque había un nuevo obispo designado, Cristóbal Robuster Senmanat, no había tomado todavía posesión. Correspondió, en el ínterin, al cabildo participar en las juntas realizadas por iniciativa del rey y responder a sus demandas. Manifestaba un gran optimismo sobre la realidad parroquial de la diócesis: «En la edificación de los templos habrá poco que hazer, porque todos los lugares de moriscos deste obispado los tienen buenos, si no es Albatera, y ya D. Esteban de Almeyda, obispo de Cartagena, señaló de su renta bastante cantidad». El dinero estaba en manos del señor del lugar, por lo que el cabildo pide al rey que le ordene construirla con brevedad. Y si las iglesias parroquiales les parecían suficientes, lo mismo pensaban de la atención a la cura de almas: «También ay en todos los lugares de moriscos deste obispado clérigos suficientes y hábiles que sirven bien el oficio de curas». Tal vez el optimismo era una forma de evitar tenerse que comprometer a fondo en un momento de interinidad. No quería el cabildo implicarse en los planes reformistas del arzobispo Ribera, respaldados por Felipe II. Decía que para la creación de nuevas parroquias, y para aumentar la dotación a las cien libras de renta que se había fijado como mínimo, había que aguardar la llegada del nuevo obispo, al que se esperaba pronto23, «porque, como en los más y mejores lugares de los moriscos desta diócesis los señores temporales se llevan todos los diezmos, podrá el Obispo» tratar esto mejor que el cabildo24. Nada se hizo por el momento, pero la última frase del cabildo arrojaba algunas sombras sobre el luminoso panorama que había dibujado pocas líneas antes. Habrá que esperar al nuevo intento promovido por el rey Católico en 1595 para que se lleve a efecto la revisión del mapa parroquial en las zonas moriscas y se pongan al día las dotaciones. Corresponderá al episcopado de José Esteve. Fue, una vez más, el arzobispo Ribera quien apuntó lo que debía hacerse en el trascendental asunto de la reforma parroquial. Escribía a Felipe II el 14 de abril de 1595 diciendo que debía mandar a los obispos de Tortosa, Orihuela y Segorbe que aumentaran la dotación de las rectorías, asignando cien libras a cada una, y que crearan nuevas parroquias, dividiendo los anexos que distaban mucho de sus matrices, dado que no lo habían hecho todavía. Recordaba un acuerdo de una junta anterior recomendando que se enviase desde Valencia un comisario, informado de cómo se había efectuado el proceso en el arzobispado, para que aplicase los mismos principios en las demás diócesis del Reino. En su
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opinión el procedimiento más eficaz era elaborar primero el plan de reforma parroquial y luego pedir la confirmación de Roma25. El 27 de abril Felipe II daba el visto bueno a una consulta de la junta que estudiaba en Madrid el problema morisco para que: «se escriva a los dichos prelados [de Tortosa, Segorbe y Orihuela] que pongan en execución, dentro de dos meses, el acuerdo que se hizo cerca desto en el año de 1573, erigiendo y dotando las rectorías y dividiendo los annexos que estuvieren distantes, y que se cometa al licenciado Feliciano de Figueroa, que ha hecho la división del Arçobispado de Valencia».
Había, además, que pedir al «Patriarca [Ribera] imbie a V. Mag.d una copia de la resolución que se tomó el año de 1573 y un sumario de la forma que tuvo en las desmembraciones, erectiones y dotaciones de las rectorías, para que los otros prelados las hagan de la mesma manera»26. Pero hasta el 11 de noviembre no se dio curso a la orden solicitando a Ribera el envío del plan parroquial de 157327. Mientras tanto, el obispo José Esteve envió al rey un extenso memorial informando de la situación de los moriscos y proponiendo soluciones, todo ello cargado de erudición sacra28. Su visión del estado de la diócesis, que se recogerá en buena medida en la visita ad limina de 1601 de que hablaré más adelante, acentuaba los rasgos negativos29. La tierra era grande y los moriscos vivían en lugares muy poblados donde había pocos cristianos viejos (punto 29). Algunos no tenían iglesias, y las existentes habían sido mezquitas y debían derribarse para quitarles el recuerdo de «su secta» (pto. 17); no tenían curas «con habilidad y sufficiencia para el buen govierno y conversión desta gente» dado el bajo salario, de 50 libras, que recibían (pto. 29). Del comportamiento cristiano de los moriscos destacaba que eran pocos los que acudían a misa (pto. 36); no recibían las bendiciones nupciales (pto. 38) ni tampoco llamaban al cura ni se confesaban en el momento de la muerte (pto. 49). Aunque no precisa nada sobre los ritos funerarios practicados, parece que seguía habiendo cementerios moriscos (pto. 17). En definitiva, «solo se conoce en ellos una aversión a nuestra fee –a la que injurian y aborrecen, había dicho antes– y una obstinación y pertinacia en su secta», de la que tampoco sabían mucho, hasta el extremo de darse diferentes ceremonias y opiniones en diversas localidades (pto. 4). Lo que más destaca de este islamismo son aspectos exteriores, como el empleo de la lengua árabe, sobre todo por las mujeres (pto. 53) o de vestidos «a la morisca» que pasan de generación en generación (pto. 54). En cuanto a los carniceros reconoce que aunque «ya no matan claramente al ritto mahometano» todavía conservan resabios, como decir alguna oración en algarabía (pto. 55). Otros rasgos de religiosidad eran tener en sus casas «ciertos carácteres o pinturas … a la morisca» y
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libros en arábigo (pto. 38). Gran parte de la culpa de la situación era de los señores; por una parte impedían la acción de los alguaciles, encargados de poner unas multas fijadas en las ordenanzas, que por lo bajas tampoco desanimaban a los infractores; por otra, porque al cobrar los diezmos no dejaban rentas a disposición del clero para mejorar la atención eclesiástica. Proponía diversas soluciones tendentes a aumentar la presión sobre la minoría, y exigía una mayor implicación de la Monarquía y los señores. Pero opinaba que la instrucción debía hacerse con «suavidad y blandura», con implicación de los prelados, ocasión que aprovechaba para criticar a sus antecesores, incluido Gallo de Andrade, cuya tarea con los moriscos silenciaba (pto. 26). En conclusión, en este momento Esteve era pesimista: no confiaba, por la experiencia histórica en todo el Mediterráneo de la que había hecho una erudita exposición, en la conversión de los musulmanes, por lo que «después de haverles assignado un competente término para que aprendan la dottrina y dexen sus falsos rittos» estaba persuadido de que no quedaría más remedio que deportarles hacia el interior de España e, incluso, esclavizarles (pto. 59). El 20 de diciembre de 1595, en una reunión de la junta de instrucción de los moriscos se estudió, finalmente, el plan parroquial de Ribera, y cuatro días más tarde fue aprobado por el rey el acuerdo de «que se ordene a los obispos de Tortosa, Segorve y Orihuela que, en cumplimiento del decreto del año de 1573, hagan luego la erectión y dotación de las rectorías de sus diócesis por medio del licenciado Feliciano de Figueroa, Capiscol de Valencia, al qual nombró V. M.d para este ministerio en la consulta de 27 de abril»30. Sin embargo, no se comunicó al interesado el encargo hasta el 16 de febrero del año siguiente31: se le recordaba su participación en la reforma parrroquial del arzobispado de Valencia y se le comisionaba para que, siguiendo las mismas pautas, la llevara a cabo en las restantes diócesis. Aunque con alguna duda, el rey se inclinaba por seguir el procedimiento apuntado por Ribera y posponer el recurso a Roma hasta que el proyecto estuviera elaborado: «Y si será menester alguna commisión del Nuncio de Su S.d o otra lo avisaréis, aunque creo se podrá escusar pues solo havéis de formar el libro de las erectiones y dotaciones y antes de executarse le ha de confirmar la Sede Apostólica». Como veremos, la decisión de no solicitar el nombramiento de comisario apostólico para Figueroa provocó problemas y retrasos. Figueroa aceptó el encargo y solicitó del rey poderes para poder acceder a la información tanto de los diezmos y primicias, como de las tierras y rentas de las antiguas mezquitas, sobre cuya base debía establecerse la dotación de las cien libras anuales. Felipe II, el 6 de abril de 1596, le insta a que comience de inmediato y, aunque le deja libertad teórica para comenzar por donde le parezca mejor, fija un itinerario que será seguido por el comisario: comenzará por Orihuela, pasará luego a Tortosa y acabará en Segorbe, para hacerse allí cargo de otra
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comisión, la relativa a la nueva campaña de instrucción y reconciliación que se preparaba, y en la que el Monarca tenía una gran esperanza32. Varios aspectos conviene destacar de esta correspondencia entre Felipe II y el comisario. La preocupación lógica de éste por tener suficiente respaldo en su tarea, en especial en el acceso a la información. Propone, incluso, que se le otorgue, además de poderes para ver los libros, autorización para convocar testigos e interrogarles sobre el valor de los diezmos. Son prevenciones para facilitar la posterior aprobación pontificia y evitar las previsibles reclamaciones de los que se vieran afectados en sus rentas. En este punto, el rey le recuerda que no deben tocarse los diezmos en poder de los señores: «Estad advertido de no tratar de tercios diezmos seculares». Era una medida de prudencia que Ribera había adoptado en la archidiócesis, salvo en caso de extrema necesidad, pero que será imposible mantener en Orihuela, porque, como el cabildo había señalado, los señores llevaban la totalidad de los diezmos en los principales lugares de moriscos. En relación con el problema del reajuste de las rentas, el rey también se muestra diplomático ante la petición de Figueroa de que se presione a los obispos para que acepten su proyecto de reforma. Los de Segorbe y Tortosa ya han comunicado que aceptan el modelo de 1573, que hacía recaer sobre ellos la carga principal, de manera que no es prudente insistirles más: «Pues el obispo de Tortosa y el de Segorbe han offrescido con tanta voluntad que pasarán por el decreto del año 1573 en quanto a la erectión y dotación de las rectorías, hazer más diligencia con ellos sería darles ocasión de dudar en que están llanos, y por esso no se les escrive». Lo significativo de la frase es la ausencia de referencia al de Orihuela. Su postura no parecía tan clara. El 14 de marzo, el virrey de Valencia, marqués de Denia –y futuro duque de Lerma–, había escrito que el obispo de Orihuela, José Esteve, ponía excusas para no contribuir en la dotación de las parroquias. Alegaba que tenía pocas rentas y muchas cargas impuestas sobre ellas; a cambio, se ofrecía a buscar otros medios para lograr la dotación33. La junta rechazó su petición para evitar pudieran contagiarse los otros obispos, y recomendó que Figueroa comenzase de inmediato; únicamente, si sobre el terreno veía que el obispo tenía razón, debería consultar al rey. En definitiva, Felipe II contestó al virrey de Valencia: «Será bien que le desengañéis que no se le dará lugar que trate dello»34. Por eso, y volviendo a las instrucciones a Feliciano de Figueroa, añadía el Monarca: «Del de Orihuela se ha de esperar lo mismo». Otro aspecto tratado en las instrucciones era el de la reforma del mapa parroquial. Se daban órdenes a los prelados para que nombraran delegados que acompañaran a Figueroa a los pueblos moriscos «para determinar con vista de ojos los que convendrá dismenbrar de las Iglesias matrices e eregir en ellos parrochiales segund la distancia de los lugares y el número de los vezinos»35. «Con vista de ojos»; es decir, la reforma de Figueroa se va a realizar desde el terreno, pateando los lugares e investigando las rentas, lo que da mayor fiabili-
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dad a sus informaciones y a su trabajo. También llevaba encargo de comprobar el estado material de las iglesias y, en caso que fuera necesario, de dejar ordenada la reparación o construcción de una nueva, señalando los «sitios», la «traça» y los plazos para hacerlo. Es decir, debía dejar bien determinado cómo tenían que quedar las nuevas iglesias que considerase necesarias. En cuanto al coste, se le autorizaba para obligar a las comunidades moriscas a asumirlo: «No tiene duda que las aljamas están obligadas a edificar las iglesias y assí se les ha de mandar». Lo mismo afectaba a las casas de los curas. Por un testimonio de 1605, sabemos que Figueroa estaba en Orihuela el 25 de abril de 1596 y que, después de entrevistarse con el obispo Esteve, exigió del cabildo ver los libros de la colecta de los diezmos y de la forma del reparto. Pidió también que se nombrara a una persona para que le acompañara en su misión. Fue designado el vicario Juan Bautista Forner. Por las fechas de diversas actas notariales que se fueron firmando durante ésta, conocemos algunos hitos de su recorrido. El 30 de mayo examinó los libros del diezmo en la catedral de Orihuela. Se encontraba en la cercana población de La Granja el 8 de mayo; el 10 en Crevillente; dos días más tarde en el Arrabal de Elche, y otros dos después en Aspe. Por fin, en el último lugar visitado, Petrer, estaba el 18 de mayo36. Su actuación fue, por tanto, muy rápida. Analicemos en qué consistió el plan de Figueroa37, pero antes conviene esbozar la geografía morisca de Orihuela. *
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La nueva diócesis se configuró sobre los territorios de la antigua de Cartagena que pertenecían al Reino de Valencia. Estos coincidían con la demarcación de la Gobernación de Orihuela, una de las dos, de muy desigual tamaño, en que se dividía el Reino. Además, se incluían también las poblaciones de Ayora38, limítrofe con Almansa, y de Caudete, un enclave valenciano en Castilla, ambas habitadas por cristianos viejos y que no vamos a considerar aquí. La antigua gobernación de Orihuela, que cubría unos 2.785 Kms2 39, se extendía al sur de Jijona y hasta los confines con Castilla40, al pie de las montañas prebéticas de la zona de Alcoy. Podemos distinguir en ella cuatro comarcas naturales. En el interior, el valle medio del Vinalopó que, desde Elda y Petrer al norte hasta Aspe y Monforte al sur, separa las sierras prebéticas de las subbéticas, y siguiendo el curso del río es una vía de comunicación con la meseta. En la llanura litoral se suceden, de norte a sur, el Campo de Alicante, el de Elche y la Vega Baja del Segura dominada por la ciudad de Orihuela, capital de la gobernación y sede del obispado. Los sedimentos acumulados por los ríos Montnegre, Vinalopó y Segura han dado origen a las ricas huertas de Alicante, Elche y Orihuela. A lo largo de la costa arenosa se suceden albuferas, salinas y marjales. Sin embargo, a la hora de establecer demarcaciones históricas introduciré sobre
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este esquema pequeñas correcciones para tener en cuenta los marcos jurisdiccionales. Por ello, incluyo en el Campo de Alicante a Monforte del Cid, realengo perteneciente a la jurisdicción de Alicante y que, eclesiásticamente, era un anexo de Agost. Por su parte, Aspe41 pertenecía al marquesado de Elche, en el que se considera a efectos del estudio. Analicemos los datos de población disponibles para el periodo estudiado (véase para lo que sigue los datos resumidos en el cuadro I). Las fuentes utilizadas han sido el recuento de casas efectuado con ocasión del desarme de 1563 (se cita como Desarme)42; el censo de Jerónimo Muñoz43; las informaciones demográficas aportadas por Feliciano de Figueroa en su plan parroquial; las contenidas en la visita ad limina del obispo José Esteve en 160144; el censo utilizado en 1602 para el reparto del servicio morisco ofrecido a Felipe III45; el del marqués de Caracena de 160946; y la crónica de Gaspar Escolano47. El Campo de Alicante (553 Kms2) estaba habitado en exclusiva por cristianos viejos. La ciudad y su huerta (Muchamiel y San Juan con Benimagrell)48 tenían hacia finales de los años sesenta poco menos de 1.500 casas, y a principio del siglo XVII estaban cerca de las 2.000, de las cuales unas 1.200 correspondían a la ciudad, entre 400 y 500 a Muchamiel, y el resto a San Juan y Benimagrell. De las otras tres poblaciones –Busot49, Agost y Monforte– las dos primeras era pequeñas, en torno a 40 casas en el censo de Muñoz, y el doble hacia 1610; sólo la última superaba las 150 en Muñoz y alcanzaba las 230 a principios del s. XVII. Por el contrario, el marquesado de Elche (629 Kms2), constituido por Elche, Crevillente y Aspe, tenía una numerosa población morisca. De hecho, salvo la capital, el resto, incluyendo el importante Arrabal de Elche, estaba habitado casi en exclusiva por moriscos. Sólo en Aspe existía una minoría de cristianos viejos50. Eran poblaciones grandes. Elche, que rozaba las mil casas en el censo de Muñoz, alcanzaba las 1.350 en el de Caracena, unos cuarenta años más tarde; de ellas se atribuían a los moriscos del arrabal 274 en el primero y 400 en el segundo. Crevillente pasó, en semejante lapso de tiempo, de poco más de 200 a 400 casas. Y Aspe de unas 330 a cerca de 600, de las cuales en 1596 un 85% eran de moriscos51, según las informaciones de Feliciano de Figueroa, el único que las desglosa. Era entonces señor D. Bernardino de Cárdenas, III duque de Maqueda y II marqués de Elche, que fallecerá en 1601 como virrey de Sicilia, pasando el título a su hijo don Jorge. Esta distribución se acentúa en el valle medio del Vinalopó (641 Kms2) en el que había cuatro poblaciones importantes, mixtas en diverso grado, y una pequeña y marginal, Salinas, habitada por cristianos viejos52. De las primeras, Petrer era la más pequeña, poco menos de 100 casas en el censo de Muñoz; según Figueroa tenía 240 de moriscos y una presencia casi simbólica, 7 casas, de cris-
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tianos viejos. Censos de principios del s. XVII dan, sin embargo, cantidades menores, en torno a 20053. Le seguía en tamaño Monóvar, con 250 casas de moriscos y 30 de cristianos viejos, según Figueroa54. Elda y Novelda, aproximadamente iguales en tamaño, se situaban algo por encima, entre las 285 y las 265 respectivamente de Muñoz, y las 400 y 500 de Figueroa, que da un porcentaje de población morisca del 80% en ambos casos55. Un ámbito, pues de pleno dominio morisco asentado en poblaciones grandes. Y además sometido a señorío. En efecto, estas poblaciones del valle del Vinalopó habían pertenecido en la segunda mitad del siglo XV a dos familias: los Maza de Lizana, señores que eran de Novelda a mediados del siglo XV, completaron algo después su dominio adquiriendo Monóvar; por su parte, los Corella, condes de Cocentaina, eran señores de Aspe, Elda, Petrer y Salinas. Los primeros consiguieron mantener su señorío, aunque dividido entre dos ramas a partir de los años setenta del siglo XVI, como consecuencia de los complejos pleitos sucesorios que sucedieron a la muerte de D. Juan Maza de Lizana sin sucesión. Así, Monóvar pertenecía a Margarita de Portugal y Borja, esposa de Rodrigo Gómez de Silva, II duque de Pastrana, muerto el año 1596. Sobre Novelda la información es más confusa, debido también a los cambios de nombres de algunos de los titulares. Si en el momento de la reforma parroquial el señor era el marqués de Terranova, las informaciones de los años 1609 a 1614 dan por señores a D. Francisco Rocamora y doña Isabel Maza, que lo eran también de La Granja56. Entre ambos la poseyó D. Pedro Maza, según un documento de 160557. Por su parte los Corella vendieron sus señoríos de la zona: Aspe a los Cárdenas; Elda, Petrer y Salinas a los Coloma, a quienes Felipe II concedió el título de condes en 1577. De esta manera, en el momento en que Feliciano de Figueroa realiza la reforma parroquial, era el señor D. Antonio Coloma, II conde de Elda, que ocupó los cargos de virrey de Cerdeña, general de las galeras de Portugal en el momento de la expulsión de los moriscos, y luego de las de Sicilia. Por último, la Vega Baja del Segura, jurisdicción de la ciudad de Orihuela (962 Kms2). También aquí, como sucedía con Alicante o Elche, el peso de la ciudad era dominante: unas 1.700 casas según Muñoz; 3.000 según los cómputos eclesiásticos de final de siglo58; y algo más de 2.500 para Caracena y Escolano, cifra que, precisan estos últimos, incluye a Catral. De la capital hasta el mar se sucedían una serie de poblaciones habitadas por cristianos viejos, que hacia 1610 tenían el siguiente número de casas: Callosa de Segura, más de 500 casas; Catral era una aldea de Orihuela; Almoradí, en torno a 300; La Daya, 60; Guardamar y Rojales, 20059. Al norte de Orihuela se situaban los lugares de moriscos: Redován, cuyo carácter mixto únicamente señala Figueroa en su arreglo parroquial (34 moriscos y 32 cristianos viejos) y cuyas cifras bailan bastante de un censo a otro60; Cox podía tener entre 50 y 70 casas en los años sesenta y unos 170 a fines de siglo61. La Granja, pequeño lugar en los sesenta (Muñoz le atribuye sólo 16 casas), tenía 70 en 1596 en que lo visitó Feliciano de Figueroa, y alcanzaba las
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95 hacia 1610. Finalmente, Albatera era el más grande, aproximadamente del tamaño de Petrer, es decir unas 115 casas en los años sesenta, 240 en 1596 (de ellas 7 de cristianos viejos), 320 hacia 1610. En definitiva, una comarca en que los moriscos estaban en minoría, incluso sin contar con la ciudad de Orihuela, y donde estratégicamente habían sido alejados de la costa. Eran pequeños señoríos con jurisdicción alfonsina, bajo la jurisdicción plena de la ciudad de Orihuela62: Redován pertenecía a D. Juan Vich; Albatera a D. Ramón de Rocafull; Cox a D. Juan Ruiz; y La Granja a D. Juan de Rocamora. Resulta difícil saber cuál era, globalmente, el porcentaje de población morisca, y con ello poder valorar uno de los argumentos utilizados por los partidarios de la segregación. Se manejaron entonces algunas informaciones, muy incompletas la mayoría. Y las cifras de la única que cubre la totalidad de las poblaciones son generalmente muy elevadas en comparación con la serie establecida por los censos que manejamos, por lo que he preferido no utilizarlas63. En torno a la creación de la diócesis tenemos los datos del desarme de los moriscos publicados por Henri Lapeyre y el censo de Muñoz. El primero, que sólo incluye a la minoría, da una cifra de 1.526 casas en la gobernación, pero falta Petrer, que podría estimarse, según el dato de Muñoz, en algo menos de cien casas. El cómputo de este último da 6.126: en él faltan los datos de Catral, Callosa y Almoradí, y no resulta posible distinguir ambas comunidades ni en Aspe ni en Novelda. El de Feliciano de Figueroa es completo para las casas de moriscos, que suman 2.985. Según la visita ad limina de 1601, cuyas cifras parecen hinchadas, en especial en lo referido a las tres poblaciones mayores (Orihuela, Alicante y Elche), habría 11.160 casas, la cantidad más alta de todos los censos utilizados. Además, no permite tampoco separar moriscos y cristianos viejos en las poblaciones mixtas. El recuento para el servicio económico de 1602, sólo de moriscos, da 2.705. Los totales de Caracena y Escolano son 10.446 y 10.015 respectivamente, pero sus cifras tienden a ser bastante más elevadas que las de censos próximos, y no permiten tampoco el desglose. Estos son los datos. Intentemos una ponderación global. A fines del siglo XVI y principios del XVII los recuentos utilizables, y tal vez más fiables, dan entre 2.700 y 3.000 casas de moriscos, mientras que los que nos facilitan la población total la sitúan entre 10.000 y 11.200 aproximadamente. Es decir, entre un mínimo de un 24% y un máximo de un 30%, siendo esta última cantidad más posible por compensar la tendencia a hinchar las cifras que puede sospecharse en los censos que dan la población total, y la contraria que se detecta en el destinado al servicio económico de 1602. Más arriesgado resulta el cálculo en el momento de la creación de la diócesis. Completemos los datos del desarme asignando a Peter 100 casas, y los de Muñoz atribuyendo a Catral 100; a Callosa 300; y a Almoradí 150. El resultado de comparar las casas registradas con ocasión del desarme de 1563 y el total del censo de Muñoz nos da un 24%. Como se
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ve, la información demográfica manejada por los representantes de Orihuela en la Corte de Felipe II para presionar a favor de la segregación de Orihuela aparece como hinchada, comparada con estos datos, tanto en la cantidad de moriscos –aquellas 3.760 casas– como en el total de diez mil casas. No obstante estos cálculos, en los que tampoco se puede poner excesiva confianza, lo que sí queda claro es que en la Diócesis de Orihuela la población morisca constituía una minoría importante, entre una cuarta parte y un 30% del total. Población que se concentraba, además, en el triángulo delimitado por Orihuela, Elche y Petrer, en el que, sobrepasados los muros de las dos primeras localidades, los cristianos viejos estaban en franca minoría: en su interior no encontramos ninguna población exclusivamente habitada por cristianos viejos y los que lo hacían en lugares mixtos eran, según Figueroa, 328 casas frente a casi tres mil de moriscos. Ahora bien, la presencia de abundantes lugares mixtos, con un porcentaje significativo de cristianos viejos en bastantes de ellos, así como el peso demográfico de Orihuela y Elche, y a un nivel menor el de Callosa y Monforte, en los límites del área morisca, hacían que ésta no estuviera especialmente aislada y pudiera vigilarse desde los observatorios cristiano-viejos. *
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La reforma parroquial en la diócesis de Orihuela fue aparentemente sencilla. Facilitaba la tarea de reforma que la población viviera en lugares grandes, bastantes de ellos mixtos. Que diez de ellos –todos menos La Granja– tuvieran erigida una parroquial desde la conversión de los mudéjares, contaran con uno o varios presbíteros que atendían la cura de almas, y que todos menos Albatera, además de La Granja, tuvieran iglesia. Realmente existía una estructura eclesial permanente para el cuidado pastoral de los moriscos. El problema, que José Esteve expuso en su memorial a Felipe II en 1595, y recogió después en su visita ad limina de 1601, era que aunque había pastores estos eran mercenarios que cobraban muy poco, unas 50 libras, que completaban con las limosnas de las misas que el obispo les asignaba de las encargadas en la catedral y otras partes, para que no abandonaran. Estaban, además, a la merced de que el señor temporal les pusiera o depusiera. La raíz del problema era que en los lugares principales –Elda, Novelda, Petrer, Monóvar, Aspe y Crevillente– todos los diezmos y primicias los cobraba el señor a cambio de una pequeña cantidad, debido a viejos acuerdos establecidos con el obispo de Cartagena. La reforma de Figueroa da noticia de dos concordias del obispo y cabildo de Cartagena, una con D. Juan Ruiz de Corella, conde de Cocentaina, por la que se comprometía a mantener los presbíteros encargados de la cura de almas en Aspe, Elda y Petrer64; otra con D. Pedro Maza de Lizana relativa a Novelda y Monóvar65. El cronista Escolano nos explica el origen de la primera: Alfonso V el Magnánimo habría concedido, en 1449, al conde de Cocentaina los diezmos y primicias de Aspe, Elda, Petrer y
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Salinas por su apoyo en la conquista de Nápoles. Después, el papa Nicolás V aprobó la donación, condicionada a que construyese dos iglesias, se entiende una en Aspe y otra en Elda, y las dotase, y pagase 70 libras anuales al obispo y cabildo de Cartagena66. Sin embargo, primero los obispos de Cartagena y luego los de Orihuela mantuvieron un duro pleito (lis gravissima) ante la Rota Romana para recuperarlos, y cuando ya parecía ganado y se había dado orden de secuestro contra los bienes de los señores, intervino Felipe II y mandó al obispo de Orihuela suspender la causa67. No cabe duda de que los señores de la zona tenían peso en la Corte del Prudente. Ante esta situación, bastante mejor de la que encontrará en las diócesis de Tortosa y Segorbe68, Figueroa no tuvo muchas dificultades en lo que respecta a la geografía parroquial. Únicamente tuvo que desmembrar la parroquial de Cox convirtiendo a su anexo, La Granja, en nueva parroquia69. El resto del mapa permaneció invariado. Y salvo la creación de este nuevo curato, y la rotativa atención de los tres beneficiados de Santa Justa de Orihuela al oratorio de San Pablo, al que debían acudir los moriscos de las 40 casas de la ciudad, tampoco alteró el número de eclesiásticos que se ocupaban de los moriscos. Había, no obstante, que cambiar su estatus y poner al frente de cada parroquia «unus Rector sive Parochus perpetuus & proprius» que residiera junto a sus feligreses, en sustitución del presbítero mercenario. Y para cada lugar Figueroa repetía una amplia paráfrasis de la parábola del Buen Pastor (Jn. 10: 11-13) que justificaba el cambio70. Para su elección y nombramiento habría que aplicar la normativa tridentina, es decir, examinar a los candidatos y dar el cargo al más hábil71. Sólo en las localidades mayores, como eran Aspe, Novelda y Elda, donde con anterioridad se contaba con dos presbíteros, mantendrá Figueroa la presencia de un vicario junto al rector para ayudarle a impartir los sacramentos. En cuanto a la dotación material, en ninguna parroquia se podía dar por bueno lo existente, a pasar de las opiniones que hemos visto manifestar al Cabildo y a los prelados. Había diversos niveles: en Redován, Crevillente, Monóvar y Petrer solamente era necesario construir la casa del rector, cerca de la iglesia, y, en la última citada, una sacristía. Otras poblaciones tienen iglesia, pero por tratarse de antiguas mezquitas consagradas, y quedar demasiado evidente su antigua dedicación, se ordena que sean sustituidas por otras de nueva planta y se derruyan después las antiguas mezquitas72. Esto sucede en el Arrabal de Elche, Aspe, Novelda y Elda. Por último, en Albatera, Cox y La Granja hay que construir tanto la iglesia como la casa del cura. Mientras que en Cox se trata de una ampliación, en Albatera, a pesar de ser una parroquia antigua, ya el cabildo había recordado la necesidad de construir una iglesia. El gasto de las obras debía recaer sobre los ayuntamientos (conocidos como universidades en Valencia, o aljamas por tratarse de moriscos).
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Mayor problema suponía el incremento de la dotación de los curas hasta la cantidad de cien libras anuales, y la de los tres vicarios, así como la de la nueva parroquia de La Granja, dado que los señores de las localidades principales cobraban todos los diezmos y primicias, y que las rentas del obispo de Orihuela eran bastante bajas. Los «presbíteros mercenarios» que ejercían de curas tenían de congrua, según el informe de Figueroa, entre 27,5 libras el que menos (en Redován) y 112,27 el que atendía a las localidades de Cox y La Granja. La mayoría estaba entre las 45 y las 60 libras; cantidad que era superada por el de Albatera (88,83 libras) y los dos presbíteros de Elda, que se repartían 180. No la alcanzaba, en cambio, el encargado del Arrabal de Elche, con 31 libras (véanse los cuadros II a IV). Es decir, si bien se superaba con amplitud, en ocho de las diez parroquias existentes, las 30 libras que los comisarios apostólicos fijaron como congrua en los años treinta, se estaba en la mayoría lejos del nivel de las cien aprobado en 1573. Había pues que buscar dinero. Allí donde el obispo, el cabildo y otros eclesiásticos llevaban rentas decimales, fueron estos los principales obligados a contribuir para completar la antigua dotación, que provenía fundamentalmente de las primicias, o de pagos compensatorios por no abonarlas o hacerlo en cantidades mínimas. Ahora tendrá que echarse mano de la renta decimal para completar la congrua (cuadro II). Es lo que sucede en las localidades de la Vega Baja y en el Arrabal de Elche. Los porcentajes de la renta que aportan varían mucho de una parroquia a otra: así, mientras que en Albatera bastará con un 4,4% y en Cox con un 9,5%, en Redován tendrán que poner más de la mitad de lo que cobran, y esto después de que Figueroa lograra que la aljama, sua sponte, ofreciera 25 libras73. Un caso especial lo constituyó la dotación de la nueva parroquia de La Granja (cuadro III), donde la aportación principal provino del señor, D. Juan de Rocamora, a cambio del derecho de patronato y presentación; consistió en 51 libras –más de la mitad, por tanto– consignadas sobre los derechos señoriales y en especial sobre la renta de la almazara de la localidad, que se estimaba valía anualmente 90 libras74. El pequeño resto que faltaba se obligó a pagarlo a los beneficiados de las dos parroquias de Orihuela, exentos de residencia y que tenían importantes ingresos75. En el amplio y poblado territorio en que los señores cobraban todos los diezmos, a Feliciano de Figueroa (cuadro IV) no le quedó más recurso que fijarles mayores cuotas, salvo en Elda donde mantuvo la existente, con lo que su aportación total oscilaba entre cerca de un 5% (en Monóvar) y un 12,5% (en Crevillente). Junto con ellos también aportaron las aljamas (Crevillente, Aspe y Petrer), incluso en las localidades en que ya lo hacían. Pero hubo, además, que echar mano en Novelda, Monóvar y Petrer de las rentas de las antiguas mezquitas que estaban consignadas a las fábricas de las iglesias76, e incluso destinar a la nueva dotación la renta de un beneficio que el conde de Elda había creado. Hay que tener en cuenta que en Aspe, Novelda y Elda además del párroco debía dotarse
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renta para un vicario que le ayudara «qui ad administranda Sacramenta tantae plebis necessarius est»; variaba ésta entre las 40 y 50 que debían pagarle las aljamas en las dos primeras poblaciones, y las 75 provenientes del beneficio de Elda. Con esto, y los emolumentos del pie de altar en su caso, se daba por cubierta la dotación sin que aquí ni el obispo ni el cabildo hubieran tenido que aportar nada. *
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El primero de junio de 1596, Feliciano de Figueroa daba cuenta al rey de haber llevado a efecto la reforma parroquial en Orihuela, con la ayuda del canónigo Forner. Añadía una nueva noticia: la petición de D. Ramón de Rocafull, señor de Albatera, del derecho de presentación a cambio del pago de cien libras anuales. Figueroa informaba la petición favorablemente ya que por ser el lugar grande convenía que además del cura hubiera un vicario; con las 100 libras del señor y las 80 de las primicias podrían mantenerse ambos, y –aunque no lo dice– podría eximirse del pago al obispo y otros partícipes del diezmo. No será la única oferta en este sentido, como veremos. Además, Figueroa envíaba el libro que recogía lo hecho para que se remitiera al obispo Esteve y «ponga en él su decreto como lo hizo el Patriarca [Ribera] en el del Arçobispado, y que con esto se envíe a Su S.d para que le appruebe y confirme». El proceso será bastante más complicado que esto, pero de momento la Corte agradecía a Figueroa la brevedad con que había actuado, y al obispo el apoyo otorgado, al tiempo que le pedía la aprobación del proyecto para darle trámite hacia Roma. En relación a lo solicitado por Rocafull sobre el patronato de Albatera, se mostró partidaria de aceptar su oferta77. Cuatro meses más tarde Esteve enviaba a Felipe II su aceptación de la reforma parroquial, y a mediados de enero de 1597 la relación de los curas y vicarios elegidos; el rey le contestaba: «No pongo duda de que son las que más convienen y las apruebo»78. Pero no todo transcurría con tranquilidad. La presencia de Feliciano de Figueroa había alterado a los moriscos de Aspe, según informes llegados al Obispo y que él remitió a la Corte el 27 de mayo de 1596. Se reunían habitualmente «en casa de Juan Alfafar y Fajardo Mohazín, que son de los más ricos, y que uno destos y otro dixeron: tanto nos harán que nos hagan saltar». Como solía ser habitual en estos casos, estaban animados por diversas profecías de tipo milenarista: «Dizen que de sus passados saben que se han de perder, y que entienden que deve de ser este el tiempo en que ha de succeder». Los dos testigos denunciantes temen que vayan a sublevarse, ya que se cartean –los de Aspe y los de Crevillente– con Argel, y tienen rutas para subir a la sierra y de allí bajar a la marina a embarcarse. La Junta minimiza el temor y se limita a aconsejar que se avise al virrey, marqués de Denia, para que vigile discretamente el
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comportamiento de los moriscos. Felipe II parece más preocupado, y ordena que el virrey consulte con el obispo «para que con secreto y recato procure de saber lo que en aquello ay y con qué fundamento, y de la calidad del lugar, sierra y vezinos que ay, y si es cosa que pueda dar cuidado, encargándole que esté muy sobrel aviso para entender las pláticas que andan entre los moriscos de allí, y de todo el Reyno»79. Al parecer los de Crevillente cometieron, meses más tarde, un atentado sacrílego contra unas cruces, lo que provocó el consiguiente malestar del obispo y del rey, que remitió el asunto a los inquisidores. Para completar las tensiones generadas en el marquesado de Elche, los oficiales del duque de Maqueda ponían dificultades para pagar la dotación de los curas de las poblaciones del marquesado. Ante ello, y vista la oferta del duque de dotar cada rectoría con 100 ducados, o más, a cambio del patronato y derecho de presentación, Felipe II da el visto bueno a la petición; eso sí, después de solicitar las habituales y completas informaciones: «Me aviséis de cómo estaban antes estas rectorías y qué renta tenían y quién la pagaba y si conviene dar el patronazgo y presentación al Duque, y habiéndose de hacer, en qué forma respecto de quedar las rectorías collativas o con vicarios adnutum amovibles, y si es congrua dotación la de los cien ducados o cuánto más lo sería; y hasta no tener noticia mía no innovaréis nada en esto»80.
Las respuestas llegaron a mediados de diciembre y fueron favorables a la demanda del duque, cuya petición de presentación se aceptaba con la condición de que «los rectores los haya de aprovar el ordinario». A cambio el señor tendría que aumentar su aportación económica, y garantizarla sobre los diezmos; gracias a ello los rectores de Crevillente y del Arrabal de Elche podrían contar con un vicario que les ayudase, como ya tenía el de Aspe. Al tiempo, en el Arrabal, quedarían exentos de pagar el obispo, cabildo y demás eclesiásticos partícipes del diezmo. En definitiva, la dotación correría a cargo del marqués y de las aljamas (véase el cuadro V). La Corte aprobó la propuesta y se remitió la petición a Roma, sin que al parecer fuera aceptada81. Otras dificultades fueron surgiendo. Unas relativas a la dotación de los curas; así, el obispo denuncia que el conde de Elda no quería pagar el beneficio que se había asignado al vicario. Otras sobre las iglesias; a pesar de lo ordenado por Figueroa sobre la urgencia de mejorar los lugares de culto y la vivienda de los párrocos, se constata que: «en el lugar de Aspe, del duque de Maqueda, y en el lugar de La Granja no hay Iglesias y que la de Petrel, del conde de Elda, se cae y que en la de la villa de Elda no caben los feligreses, y que en los más de los lugares no tienen casas en que vivan los curas y vicarios»82.
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Malestar de los moriscos, lentitud en la reparación y construcción de iglesias, dificultades en algunas localidades para el cobro de las dotaciones y para encontrar buenos curas, e incluso replanteamiento de lo hecho al aceptarse peticiones de patronato señorial que modificaban las dotaciones aprobadas. A todo ello se sumó la negativa de Roma a dar por bueno el procedimiento propuesto por el arzobispo Ribera y seguido por Felipe II. En efecto, el breve para la dotación de las parroquias, fechado el 27 de febrero de 1597, planteaba problemas. En él, Clemente VIII se hacía eco de la petición de Felipe II y, teniendo presentes las cartas de Gregorio XIII de 16 de julio de 1576 y 30 de agosto de 1577, que confirmaban el plan de Ribera, encomendaba y mandaba que se elaborara un plan de reforma de las parroquias de moriscos y se remitiera a la Santa Sede para su estudio y aprobación83. La política de los hechos consumados tropezaba con la voluntad de Roma de reservarse un mayor poder en el proceso: no quería limitarse a confirmar las fundaciones y dotaciones hechas por los obispos, sino que comisionaba a estos para que elaboraran el proyecto84. La Corte española sorteó el obstáculo con el subterfugio de insertar el breve de Clemente VIII en el comienzo de los libros de las dotaciones para que pareciese que se habían elaborado en virtud del mandato papal, y no antes: «Sólo será menester que en la erectión y dotación que han hecho los obispos de Tortosa, Segorbe y Orihuela pongan por cabeça el breve y comisión de Su Santidad porque haciéndose en virtud della se facilita y assigura la confirmación de la Sede Apostólica, y remítenseos con esta los dos duplicados de las dichas erectiones y dotaciones que imbió el cabiscol Figueroa con fin de que se reformen como aquí se dice. Ordenaréis juntamente con el Patriarca, llamando al cabiscol Figueroa, como esto se haga, y por si fuese menester nueva voluntad o consentimiento de los prelados se les escrive que le den con las que yrán con ésta y también se escrive a Figueroa sobre lo mesmo»85.
Fue lo que hizo José Esteve, cuando, finalmente, el 15 de febrero de 1599, firmaba el plan de Figueroa para su remisión a Roma: reconocía que «superioribus diebus» el licenciado Figueroa y el vicario general de Orihuela, Juan Bautista Forner, habían informado de la dotación necesaria para las parroquias, y que a él le parecía tan inmejorable el proyecto que lo remitía para su confirmación86. Hubo, no obstante que esperar tres años más hasta que el 28 de mayo de 1602 Clemente VIII firmara el breve aprobando lo hecho seis años antes. A pesar de que todos reconocían la magnitud del problema de la evangelización de los moriscos, las soluciones tardaron en llegar... y más si contamos desde 1573. *
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Mientras tanto se había desarrollado una nueva campaña de instrucción y reconciliación de los moriscos, en la que Felipe II había puesto muchas esperanzas y que se llevó a cabo, finalmente, al comienzo del reinado de su hijo. Si creemos al obispo Esteve, dominado ahora por el optimismo, la campaña había sido todo un éxito: durante año y medio en cada lugar de moriscos, predicadores elegidos les habían instruido; el propio obispo les había predicado personalmente el cristianismo y les había demostrado «mahometicae sectae impuritatem, turpitudinem et falsitatem»; incluso les había inducido a abandonar sus vestimentas moriscas. De hecho, en marzo de 1600 todos los lugares de moriscos se comprometieron ante notario a «conformarse en todo y por todo con el honesto trage de vestir de los christianos viejos» en un plazo de seis meses, necesario para poder reformar los vestidos moriscos87. El resultado era que la mayoría conocía los rudimentos de la doctrina cristiana, sin los cuales no se les permitía contraer matrimonio; una gran parte se confiesa, acude a misa, frecuenta las iglesias, oye los sermones, redacta testamentos según el modo cristiano, deja limosnas para las almas del purgatorio y no manifiesta tanta animadversión al cristianismo. Además, se habían reconciliado con la Iglesia casi cien alfaquíes («machometicae perfidiae sectatores»). El trabajo, una vez concluido el plazo del edicto de gracia, continuaba gracias a los párrocos88. En una obra publicada en 1603 insistía, más ampliamente, sobre lo mismo, para concluir: «Ex qua predicatione fructus aliquis in Domino, licet non uberrimus, qualem voluissem, tamen multorum opinione maior, reportatus est»89. Sin embargo, en 1605 el nuevo obispo de Orihuela, el dominico Andrés Balaguer, responde a las preguntas de Felipe III sobre el resultado de la reforma parroquial y el estado de los moriscos con una carta desprovista del triunfalismo de José Esteve90. Las rectorías están dotadas y los párrocos cobran lo que les corresponde, aunque con ocasión de la sede vacante a la muerte de Esteve la Cámara Apostólica dejó de pagar a los rectores de Redován (32 libras), Cox (17,5) y Albatera (10 libras) la parte correspondiente al obispo. En cuanto al comportamiento de los moriscos, después de visitar sus lugares e informarse de los rectores, puede decir que si bien en los primeros años tras el último edicto de gracia se comportaron como cristianos por miedo al castigo, después volvieron a hacer públicamente sus ayunos y a celebrar sus fiestas. Ya el obispo Esteve, que había concedido a algunos licencia para comulgar, tuvo que quitársela a muchos de ellos, y a los pocos que la tienen, afirma Balaguer, «habré yo de hazer lo mesmo por el grande escrúpulo que tengo de que comulguen». Y da un ejemplo de Crevillente, donde uno que había estado en el colegio para niños moriscos de Valencia, y al que le habían quitado la licencia, «me pidió con mucha instançia que se la bolviese, arrodillándose a mis pies, fingiendo que llorava; y yo sabía que estava denunciado al Santo Officio por alfaquín, y en efecto le llevaron preso dentro pocos días a la Inquisición de Murçia». Hasta de aquellos que mayores muestras exteriores de cristianos dan se sospecha, con buena base, «que es todo fictión».
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El problema reside, según el obispo, en que únicamente con el temor puede forzárseles, no a que sean cristianos de corazón, «que esto sólo ha de venir de la mano de Dios», sino a que públicamente se comporten como tales y no como musulmanes. Las penas fijadas en las constituciones91 son demasiado leves para que las teman –hay que recordar que la concordia con la Inquisición impedía la confiscación y las multas inquisitoriales superiores a las diez libras– y además el trabajo de los alguaciles encargados de cobrarlas tropieza con la oposición de los señores y sus delegados. Los rectores y los alguaciles están acobardados y los moriscos les han perdido el respeto; sin la colaboración señorial poco se puede hacer, concluye Balaguer. *
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No cabe duda de que en la diócesis de Orihuela la atención pastoral a la minoría, mayoritaria en una buena parte de ella, era mejor que en muchas otras zonas del Reino: prácticamente todos los lugares tenían iglesia y cura, aunque no estuvieran bien pagados ni fueran los mejores posibles con anterioridad a la reforma de Feliciano de Figueroa. Y que desde la fundación de la diócesis en 1564 varios de sus prelados –Gallo de Andrade, Esteve y Balaguer– se interesaron personalmente por sus feligreses moriscos, que además fueron objeto de dos campañas de evangelización y reconciliación en un tercio de siglo. Cabe preguntarse si esto se manifestó en una mayor cristianización de la minoría. Resulta difícil, a cuatro siglos de distancia, bucear en las conciencias de la gente común, y más contando sólo con testimonios de las autoridades. El problema se complica en el caso de una minoría reprimida como eran los moriscos, que además tenían a su disposición el precepto de la taqiyya, o disimulación de sus creencias en caso de peligro. Sin embargo, la oscilación de los prelados entre el optimismo y el pesimismo, que no responde exclusivamente a razones personales o políticas sino que se basa en la constatación de actitudes exteriores, parece corresponder a la mayor adecuación del comportamiento de los moriscos a lo que las autoridades esperaban de ellos cuando la presión y el control aumentan, y a la inversa, relajación cuando disminuye. De aquí se derivan dos dramáticas conclusiones, desde el punto de vista de la jerarquía responsable de la evangelización. En primer lugar, la desconfianza final de los prelados sobre la eficacia de los medios propios. Ni la acción de unos párrocos mejor elegidos y pagados, ni las visitas pastorales del obispo, ni las campañas extraordinarias de evangelización parecen suficientes para romper la resistencia religiosa de los moriscos. Reconocido el fracaso, sólo cabe esperar la ayuda de Dios. Pero –segunda conclusión– la renuncia a asumir su responsabilidad les lleva a hacerla recaer sobre las autoridades civiles. Serían éstas, entre las que se incluyen los señores, las responsables de las oscilaciones entre represión y benevolencia, tan
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hábilmente aprovechadas por los moriscos, y con ello de que perviva el islamismo y no se comporten como cristianos. En su opinión, no era la Iglesia sino la Monarquía la principal culpable. Ahora bien, en su carta-informe de 1605, los comportamientos de los moriscos que el obispo Balaguer denuncia nos muestran una religiosidad islámica bastante empobrecida: «Con más publicidad y menos recato ayunan y hazen otras cosas de la observancia de su secta que antes». Al desarrollar esta idea sigue insistiendo en la guarda pública de sus fiestas: se observa fácilmente que lo hacen «porque o no trabajan tanto como en otros tiempos, por los ayunos, o se visten y se muestran regocijados por las Pasquas». Otras manifestaciones del islamismo de los que aparentemente están más cristianizados serían: «Crían a sus hijos con el mesmo descuydo y ignorancia, casan con christianos nuevos, visten y hablan y tratan en sus casas, y fuera dellas, como los otros». Con relación al vestido, Balaguer explica que han dejado de cumplir lo que prometieron de no vestir a la morisca, e «inventan cada día nuevos trajes, no del todo conformes a los antiguos, pero muy differentes del uso de los christianos viejos, particularmente de las mugeres, procurando en todo lo que pueden differenciarse en el modo de vestir de las christianas viejas»92. En definitiva, manifestaciones de tipo cultural, que según vemos estaban en vías de desaparecer. Si lo comparamos con las denuncias que se suceden desde antes de la constitución de la nueva diócesis, hay que reconocer que el tono y el contenido ha ido disminuyendo. De la afirmación, interesada, de los embajadores oriolanos ante Felipe II de que «son tan moros como los dexó Mahoma», hasta la matizada guarda de las fiestas y el mantenimiento, empobrecido, de características propias en la lengua y el vestido, que denuncia Balaguer, pasando por las ceremonias referidas en 1568 por el obispo Gallo, y el comportamiento que denuncia Esteve en su memorial a Felipe II, parece deducirse un cierto retroceso. En él influiría, sin duda, la persecución contra los alfaquíes que a lo largo del periodo se ha producido. En definitiva, y dado que sólo algunos «tienen alguna exterioridad de christianos», mientras que la mayoría ni siquiera realiza estas manifestaciones exteriores de cristianismo, el resultado parece ser un cierto abandono de la práctica religiosa. Balaguer realiza algo parecido a una encuesta de cumplimiento dominical: «En algunos lugares que ay seyscientos o sietecientos vezinos [sic] de confessión no la oýan sino dozientos y cinquenta hasta trezientos, algunas vezes más, pero muy de ordinario menos». Es decir, entre un 35 y un 50%. La valoración para un prelado tridentino tenía que ser negativa, aunque también puede verse el aspecto positivo de una parte de la población morisca que habitualmente acudía a misa los domingos. Pero lo que pasaba por las conciencias se nos escapa: «Lo interior ha de venir de la mano de Dios»93.
DESARME casas m. observ. Orihuela
MUÑOZ
PARROQUIAS
VISITA AD LIMINA SERVICIO
casas observ.
casas observ.
casas observ.
1.693 c.v.
3.000 c.v. entre ellas 40 m.
3.000
casas m.
CARACENA
ESCOLANO
casas observ.
casas observ.
2.520 con Catral, c.v.
2.550 con Catral, c.v.
n.e.
160
Callosa
n.e.
400
530 c.v.
550 c.v.
Almoradí
n.e.
300 más de
280 c.v.
300 c.v.
Catral
33 erróneamente m.
La Daya
40
43 m.
60 c.v.
130
8 c.v.
Rojales Redován
80
130 c.v.
Guardamar
200 con Rojales, c.v.
60 c.v. 200 con Rojales, c.v.
30 66 : 34 m. y 32 c.v.
70 m.
30
90 m.
30 m. 200 m.
Cox
69
53 m.
170 m.
150 m.
164
125 m.
La Granja
25
16 m.
70 m.
50 m.
57
95 m.
95 m.
Albatera
113
117 m.
240 : 233 m. y 7 c.v.
200 m.
222
320 m.
320 m.
Elche
249
974 : 700 c.v. y 274 m.
380 m. en el Arrabal
1.500 : 1.000 c.v.
390
y 500 m. en
1.350 : 950 c.v. con «lo
950 c.v. y m., más de
Lloch Nou» de
el Arrabal
Sta. Pola y 400 m.
Crevillente
208
215 m.
422 m.
400 m., más de
395
400 m.
400 m.
Aspe
192
332 m. y c.v.
456 : 386 m. y 70 c.v.
500 m., circa
345
570 m.
600 erróneamente c.v.
Alicante
1.471 c.v. con S. Juan,
2.000 circa
1.120 c.v.
1.200 no llega a
ENTRE EL OPTIMISMO Y LA DECEPCIÓN: LA EVANGELIZACIÓN DE LOS MORISCOS...
CUADRO I. DATOS DE POBLACIÓN DE LA GOBERNACIÓN DE ORIHUELA
Benimagrell y Muchamiel San Juan
150
230 c.v. con Benimagrell
80
Muchamiel
350
400 c.v.
no llegan a 500 c.v.
99
Benimagrell
50 con Benimagrell,
100
DESARME casas m. observ.
MUÑOZ casas observ. 39 c.v.
Busot Agost Monforte
70
86 c.v.
ESCOLANO casas observ. 80 c.v.
70 c.v. 230 c.v.
230 c.v.
166
Elda
231
70 erróneamente m.
500 : 400 m. y 100 c.v.
350 m.
368
560 m.
500 m. y c.v.
134 m.
280 : 250 m. y 30 c.v.
280 m.
250
450 m.
400 m. y c.v.
285 : 200 m. y 85 c.v.
400 : 320 m. y 80 c.v.
450 m.
295
700 m. con Petrer
700 m. y c.v. con Petrer
247 : 240 m. y 7 c.v.
200 m.
189
97 m. 24 c.v.
1.526
CARACENA casas observ.
50
Monóvar
Salinas
casas m.
180
265 m. y c.v.
n.e.
casas observ.
38 c.v. 233
Petrer
VISITA AD LIMINA SERVICIO
159 c.v.
Novelda
TOTAL
PARROQUIAS casas observ.
6.126
30 6.231
11.160
60 c.v. 2.705
10.446
30 c.v. 10.015
Nota: c.v. cristianos viejos; m. moriscos; n.e. se menciona el lugar sin especificar el número de casas.
RAFAEL BENÍTEZ SÁNCHEZ-BLANCO
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ENTRE EL OPTIMISMO Y LA DECEPCIÓN: LA EVANGELIZACIÓN DE LOS MORISCOS...
CUADRO II. REPARTO DE LA DOTACIÓN DE LAS PARROQUIAS (lugares donde hay una participación eclesiástica en los diezmos) REDOVÁN
Primicias Señor
Antigua Dotación 20,00
Nueva Dotación
2,50
Aljama
ALBATERA
Total 20,00
A.D. N.D. 77,83
ARRABAL DE ELCHE
T. 77,83
2,50 25,00
25,00
A.D.
N.D.
12,60 6,00
6,00
T. 12,6
18,45 17,55
36
Partícipes del diezmo Obispo
2,50
29,45
31,95
10,75
10,75
14,30
14,30
Cabildo
2,50
15,68
18,18
5,34
5,34
12,70
12,70
2,38
2,38
0,81
0,81
Universidad de Valencia
3,67
3,67
Fábrica Sta. María
1,83
1,83
Fábrica S. Salvador
5,20
5,20
Dos beneficiados
2,60
2,60
1,10
1,10
Sta. María Dos beneficiados S. Salvador Total
5,00
47,50
52,50
27,50
72,50
100
16,90
16,90
41,40
41,40
10,00
10,00
16,90
100,73
31,05 68,95
100
Censos y rentas de la fábrica de S. Juan del Arrabal de Elche TOTAL
83,83
Diezmo total
91,16
387,85
% aportación partícipes
57,59
4,36
Notas: La aportación del señor de Redován (D. Juan Vich) es antigua traditione. La del duque de Maqueda, señor de Elche, que cobra 1.500 libras del tercio diezmo, es en razón de las primicias, ya que sólo se paga una mínima cantidad en frutos. La misma causa se aplica a la aportación de la aljama del Arrabal de Elche; en el caso de Albatera es por enseñar la doctrina a los niños; y en Redován a un concierto firmado, sua sponte, con Figueroa. En el Arrabal de Elche se confía en completar la dotación con los emolumentos del pie de altar; las rentas y censos de la fábrica ascendían a 50 libras.
102
RAFAEL BENÍTEZ SÁNCHEZ-BLANCO
CUADRO III. REPARTO DE LA DOTACIÓN DE LAS PARROQUIAS (creación de la parroquia de La Granja)
COX
LA GRANJA
TOTAL CONJUNTO
SITUACIÓN INICIAL ANTIGUA DOTACIÓN Primicias
50
14,6
64,6
Obispo, Cabildo, Universidad de Valencia
21
26,67
47,67
TOTAL
71
41,27
112,27
Partícipes en el diezmo
SITUACIÓN TRAS LA DESMEMBRACIÓN NUEVA DOTACIÓN Partícipes en el diezmo Obispo
17,98
Cabildo
9,61
Universidad de Valencia
1,45
Total
29,04
Tres beneficiados Sta. Justa de Orihuela
5,51
Dos beneficiados Santiago de Orihuela
2,23
Total
7,74
Total partícipes en el diezmo (incluyendo antigua dotación)
50,04
Señor (D. Francisco de Rocamora y Maza)
51,00
TOTAL
100,04
Diezmo total
305,70
% aportación partícipes (sin contar a. d.)
34,40
100
9,50
Nota: La aportación en la antigua dotación de los partícipes en el diezmo se pagaba en especie y consistía en 3,5 cahices de trigo en Cox y 5,3 en La Granja. Parece que se trata de una ayuda graciosa al presbítero.
CREVILLENTE A. D. N. D. Señor
50
Aljama
T.
ASPE A. D. N. D.
NOVELDA
MONÓVAR
T.
A. D.
N. D.
T.
100
20
120
25
75
69
31
100
25
25
25
25
50
A. D.N. D. 60
20
ELDA T. 80
A. D. N. D. 100
PETRER T. 100
A. D.
N. D.
T.
35
25
60
15
25
40
15
15
65
115
20
20
Rentas antiguas mezquitas (fábrica)
20
20
40
140
20
20
40
100
Beneficio TOTAL
50
50
100
94
56
150
100
60
100
75
75
75
175
50
más emolumentos del pie de altar Diezmo total
80
80
600
1400
990,03
1644,06
1107
700
12,5
7,14
12,12
4,87
9,03
8,57
% aportación señor sobre diezmo
ENTRE EL OPTIMISMO Y LA DECEPCIÓN: LA EVANGELIZACIÓN DE LOS MORISCOS...
CUADRO IV. REPARTO DE LA DOTACIÓN DE LAS PARROQUIAS (lugares donde los señores llevan la totalidad de los diezmos)
Notas: La aportación de los señores es en razón del diezmo, que cobran en su totalidad. Tanto en Aspe como en Petrer la aportación que realizan las aljamas es debido a que no pagan primicias. En el caso de Crevillente la aljama se comprometió, sua sponte, con Feliciano de Figueroa a pagarlo. En Elda, el obispo Esteve ordenó además vender unas tierras, antiguos cementerios de los moriscos, y constituir un censo de 15 libras de renta anual, que se aplicaron al vicario (ACA, CA, leg. 865, exp. 127/49).
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RAFAEL BENÍTEZ SÁNCHEZ-BLANCO
CUADRO V. REPARTO DE LA DOTACIÓN DE LAS PARROQUIAS (propuesta de nueva dotación del marquesado de Elche)
Marqués de Elche Aljama TOTAL
CREVILLENTE
ASPE
ARRABAL DE ELCHE
120 50 170
120 50 170
130 36 166
Notas 1
2
3 4 5 6
7
8 9
10
11
El presente estudio se ha realizado con la ayuda del proyecto de investigación El Reino de Valencia en el marco de una Monarquía compuesta (HUM2005-05354) financiado con fondos FEDER. La creación de la diócesis de Orihuela ha recibido abundante atención por la historiografía. Un documentado trabajo clásico es el de RUFINO GEA, J., Páginas de la historia de Orihuela: El Pleito del Obispado 1383-1564, Orihuela, 1900 (hay edición facsímil: Librerías «París-Valencia», 1995); VIDAL TUR, Gonzalo (presbítero), Un obispado español: el de Orihuela-Alicante, Alicante, Gráficas Gutemberg, 1961 (2ª ed.); BAUTISTA VILAR, Juan, Orihuela, una ciudad valenciana en la España Moderna, Murcia, 1981. Sin embargo, la obra más completa y reciente es la de CARRASCO RODRÍGUEZ, Antonio, La ciudad de Orihuela y el pleito del obispado en la Edad Moderna, Tesis doctoral leída en la Universidad de Alicante en 2001 y publicada como recurso electrónico: Alicante, Fundación Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002. Una síntesis sobre estos cambios en MANSILLA, Demetrio, Panorama histórico-geográfico de la Iglesia española en los siglos XV y XVI, en GARCÍA-VILLOSLADA, Ricardo (Dir.), Historia de la Iglesia en España, vol. III-1.º La Iglesia en la España de los siglos XV y XVI, Madrid, BAC, 1980, pp. 3-23. CARRASCO RODRÍGUEZ, op. cit., pp. 87 y 219. Ídem, p. 89. Ídem, pp. 291 y 434. BENÍTEZ SÁNCHEZ-BLANCO, Rafael, Heroicas decisiones. La Monarquía Católica y los moriscos valencianos, Valencia, Institució Alfons el Margnànim, 2001. BAUTISTA VILAR, Juan, «Las ‘ordinaçiones’ del obispo Tomás Dasio, un intento de asimilación de los moriscos de la diócesis de Orihuela», en Los moriscos del Reino de Murcia y Obispado de Orihuela, Murcia, Real Academia Alfonso X el Sabio, 1992, pp. 97-138; en particular hace referencia al sínodo de Gallo de Andrade en la p. 108. También VIDAL TUR, op. cit., I, pp. 123-130. Archivo del Reino de Valencia (ARV), Real, 253, ff. 62-63. Sucedió entre agosto de 1506 y febrero de 1507, cuando Fernando el Católico quedó excluido del poder en Castilla; pero de forma inmediata volvió a su antigua demarcación y en ella fue confirmada en 1518. CONTRERAS, Jaime - DEDIEU, Jean-Pierre, «Estructuras geográficas del Santo Oficio en España», en PÉREZ VILLANUEVA, Joaquín - ESCANDELL, Bartolomé (dirs.), Historia de la Inquisición en España y América, Madrid, BAC, 1993, vol. II. Las estructuras del Santo Oficio, pp. 3-47, en especial 36 y 37. Le contesta Felipe II: «Está muy bien lo que apuntáys de la diferencia que ay de los moriscos de Orihuela a los otros desse Reyno en quanto a la pública observançia de nuestra religión, y lo de las rectorías, y que no dubdamos que en lo uno y lo otro vos avréys ayudado y encaminado lo que conviene». ARV, Real, 253, f. 62v. BENÍTEZ SÁNCHEZ-BLANCO, op. cit., pp. 218 y ss.
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29
30 31 32
33
34 35 36 37
105
Archivo Histórico Nacional (AHN), Inquisición, lib. 325, ff. 54v.-55. Ídem, lib. 911, f. 827. Oviedo a la Suprema, Novelda, 1 de noviembre 1568. AHN, Inquisición, lib. 911, f. 725. Ibídem, f. 827. Orihuela, 17 de noviembre 1568. Ibídem, f. 1115. Remito para el conjunto del proceso a los dos trabajos que he publicado sobre el tema: «Moriscos, señores e Inquisición. La lucha por los bienes confiscados y la Concordia de 1571», en Estudis, 24 (1998), pp. 79-108, y «Las duras negociaciones de la Concordia de 1571 entre los moriscos y la Inquisición», en Conflictos y represiones en el Antiguo Régimen, Valencia, Universidad de Valencia, 2000, pp. 113-155. Están refundidos en las páginas 221-264 del libro Heroicas decisiones. AHN, Inquisición, lib. 912, ff. 14-19, punto 17. Otro ejemplar en British Library (BL), Egerton, 1510, ff. 180-184. AHN, Inquisición, lib. 912, ff. 11-12: Los capítulos que paresçe se pueden conceder a los nuevos convertidos de moros naturales y vecinos de este Reyno de Valencia. Ídem, lib. 911, f. 1050. A principio de 1570. BL, Egerton, 1510, ff. 166-167; Benavente a Espinosa, Valencia, 27 de agosto 1570. AHN, Inquisición, lib. 325, f. 254. La Suprema a los inquisidores de Valencia, Madrid, 1 de febrero 1571. Cristóbal Robuster Senmanat, designado el 17 de agosto de 1587, fue consagrado obispo por Urbano VII el 25 de noviembre y no tomó posesión hasta el 26 de febrero de 1588. En 1592 abandonó la diócesis camino de Roma, donde ocupó diversos cargos; renunció al obispado en 1593. El cabildo de Orihuela a Felipe II, Orihuela, 31 de julio 1587; BL, Egerton, 1511, ff. 148-149. Ibídem, ff. 187-188. Junta de 19 de abril 1595; Biblioteca Nacional de España (BNE), Ms. 10388, ff. 95-96v. AHN, Consejos, lib. 2220, ff. 7-9. El original estaba en la colección de Manuel Danvila, que publicó un extracto en su obra La expulsión de los moriscos españoles. Conferencias pronunciadas en el Ateneo de Madrid, Madrid, Librería de Fernando Fé, 1889, p. 229. De esta obra he preparado una nueva edición en la Biblioteca de estudios moriscos, nº 3, Valencia, Universidades de Granada, Valencia y Zaragoza, 2007. Fue publicado in extenso por BORONAT Y BARRACHINA, Pascual, Los moriscos españoles y su expulsión, Valencia, 1901, T. I, pp. 638-656. Lo que contrastaba con lo manifestado por Esteve en la visita ad limina de 1594, donde afirmaba que todos los diez (sic) lugares de nuevos convertidos tienen su iglesia parroquial y un párroco que les enseña la fe y les administra los sacramentos, según lo cual poco quedaría por hacer. CÁRCEL ORTÍ, Mª Milagros, Relaciones sobre el estado de las diócesis valencianas, Valencia, Generalitat Valenciana, 1989, I, p. 325. BNE, Ms. 10388, ff. 124-127v. Felipe II a Feliciano de Figueroa; AHN, Consejos, lib. 2220, ff. 17v.-18. Contesta a una carta de Figueroa de 28 de febrero que no conozco, pero que puede reconstruirse a partir de la respuesta real. Ibídem, ff. 28v.-29v. «Representaba la tenuidad de la renta de su Iglesia» sobre la que estaban cargadas casi 3.815 libras, la mayor parte de «pensión ordinaria a diferentes personas» y algo más de 626 de subsidio y excusado. Argumentaba, además, que cuando su antecesor el obispo Gallo aceptó el acuerdo estaba bastante menos gravada. Junta de 22 de marzo; BNE, Ms. 10388, ff. 138-139v. Aceca, 20 de abril 1596; AHN, Consejos, lib. 2220, ff. 34v.-35. Las órdenes pertinentes a los obispos se remiten desde Aceca, el 6 de abril; ídem, ff. 30v.-31. Archivo de la Corona de Aragón (ACA), Consejo de Aragón (CA), leg. 865, exp. 127/50. Forma erectionis, dismembrationis & dotationis de centum libris monetæ Valentinæ Parochialium Ecclesiarum in Oppidis Maurorum nuper ad fidem Catholicam conversorum, Diœcesis Oriolensis,
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auctoritate ordinaria ad voluntatem, zelum & directionem Philippi II, Hispaniarum Regis Catholici facta elaborada por Feliciano de Figueroa. He utilizado la versión inserta en el breve confirmatorio de Clemente VIII (Roma, 28 de mayo de 1602), Bullarum, privilegiorum ac diplomatum Romanorum Pontificum amplissima colectio, (COQUELINES, Carolus, ed.), t. V, pars secunda, Roma, 1753, pp. 449-457. Reedición facsímil en Graz, Akademische Druck - U. Verlagsanstalt, 1965. Una traducción castellana del texto, conservada en el Archivo de la Catedral de Orihuela, ha sido publicada y estudiada por BAUTISTA VILAR, Juan, «La creación de las rectorías en los lugares de moriscos de la Diócesis de Orihuela por el obispo Josep Esteve, 1597», en Sharq al-Andalus, 14-15 (1997-1998), pp. 263-284. Había tratado el tema antes en su obra Orihuela, una ciudad valenciana…. Por su parte, MARTÍNEZ VALLS, Joaquín, «Los moriscos de la Diócesis de Orihuela a finales del siglo XVI y legislación particular sobre los mismos», en Anales de la Universidad de Alicante. Facultad de Derecho, 1 (1982), pp. 243-272, resumió el mismo documento. No es mi intención polemizar con ellos ni terciar en la polémica que ambos sostuvieron, sino insertar la reforma en un proceso más amplio. Aunque Juan Bautista Vilar y Antonio Carrasco afirman que en el momento de la separación formaba parte de la diócesis de Cartagena, como vicariato de Ayora, el valle de Cofrentes, no me parece que sea así. De hecho, en 1535 se daba como perteneciente a la archidiócesis valenciana la parroquia de moriscos de Jarafuel de la que se desmembraron entonces sus anexos (SANCHIS SIVERA, José, Nomenclator geográfico-estadístico de los pueblos de la diócesis de Valencia, Valencia, 1922, p. 260. Hay edición facsímil, Valencia, Librerias «París-Valencia», 1980). Parece, por tanto, que entre mediados del siglo XV en que se elabora el Fundamentum Ecclesiae Cartaginensis por Diego de Comontes, en que los citados autores se basan, y 1535 pasarían estas poblaciones a Valencia. Dado que fueron adquiridas por los Borja, cuyo poder e influencia no hay que destacar, habría que investigar en ese sentido. Calculados a partir de la extensión de los municipios que actualmente integran su territorio. Hay que tener en cuenta el intenso proceso de división municipal que se ha producido en los últimos tres siglos, acentuado en la zona durante los últimos decenios. A la que durante la Edad Moderna pertenecían Villena y Sax, que configuraban el límite noroeste de la gobernación. Que se extendía por los actuales términos de Aspe y el Hondón de las Nieves. Las cifras han sido tomadas de los cuadros de LAPEYRE, Henri, Géographie de l’Espagne morisque, Paris, S.E.V.P.E.N., 1959, pp. 33-47. Se basan en los tres libros del desarme conservados, y recientemente restaurados, en el Archivo del Reino de Valencia. Ya Manuel Danvila publicó una serie de cuadros estadísticos en su artículo «Desarme de los moriscos», en Boletín de la Real Academia de la Historia, X (1887), pp. 275-306. AHN, Nobleza Toledo, Osuna, 4207, nº 1. Dedicado al conde de Benavente, que fue virrey de Valencia entre 1567 y 1570, aunque Lapeyre lo fecha en 1572, hay que adelantarlo por lo menos al periodo en que desarrolló el ejercicio del cargo. Fue publicado por CHABÁS, Roque, «Descripción del Reino de Valencia, 1565 a 1572», en El Archivo, IV (Denia, 1890), pp. 373-388. CÁRCEL ORTÍ, Mª Milagros, Relaciones sobre el estado de las diócesis valencianas, Valencia, Generalitat Valenciana, 1989, I, pp. 326-344. ARV, Mestre Racional, caja 10.009. Fue publicado en apéndice por LAPEYRE, op. cit., pp. 217-227. Archivo General de Simancas, Estado, 213. Además de por Tomás Gonzalez en 1829, había sido publicado, mal fechado, por BORONAT, Pascual, Los moriscos españoles y su expulsión, Valencia, 1901, vol. II, pp. 428-433. Juan Reglá reprodujo la publicación de Boronat en su artículo «La expulsión de los moriscos y sus consecuencias. Contribución a su estudio», en Hispania, LI-LII (1953). Recogido en sus Estudios sobre los moriscos, Barcelona, Ariel, 1974 (3ª ed.), pp. 153-170. ESCOLANO, Gaspar, Decada primera de la Historia de la insigne y coronada ciudad y Reyno de Valencia por el licenciado Gaspar Escolano... primera parte... contiene esta decada curiosas generalidades de España y la Historia de Valencia hasta el rey don Pedro hijo del rey don
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Iayme el Conquistador..., En Valencia, por Pedro Patricio Mey..., a costa de la Diputacion, 1610, segunda parte, libros sexto a nono (Hay edición facsímil publicada por el Departamento de Historia Moderna, Universidad de Valencia, 1972). Además, a fines del siglo XVI, Pedro Franqueza constituyó un nuevo lugar (Villafranqueza) sobre dos heredades conocidas como Palamó y Orgegia; lo pobló con 29 casas de vecinos cristiano-viejos y consiguió la jurisdicción alfonsina primero, y plena después. Hoy es un barrio de Alicante. ALBEROLA ROMÁ, Armando, Jurisdicción y propiedad de la tierra en Alicante (siglos XVII y XVIII), Alicante, Universidad de Alicante, 1984, pp. 451 y ss. De la que dependía el lugar de Aguas (Aigües), en el límite noreste de la gobernación, cuya población no indican los censos que manejo. Y por supuesto en el Pueblo Nuevo de Santa Pola, ya que la presencia morisca junto a la costa se trataba de evitar. Únicamente el censo de Caracena indica que la población de Santa Pola se computa con la de Elche, pero es posible que también lo haga el de Muñoz. De las 456 casas, 386 eran de moriscos y 70 de cristianos viejos. En el extremo noroeste de la gobernación, lindante con Castilla, junto a la laguna que le da nombre. Según Muñoz tenía 24 casas; Caracena sube la cifra a 60, aunque Escolano, por las mismas fechas, sólo le da 30. Tropezamos, además, con el inconveniente de que tanto Caracena como Escolano la incluyen juntamente con Elda, muy próxima por otra parte. Atribuyen al conjunto de ambas 700 casas. Caracena da 450, y sólo de moriscos; Escolano, que indica el carácter mixto, 400. Para Elda, único que desglosa, Muñoz da un 70% de población morisca (200 moriscos y 85 cristianos viejos). Así, Caracena y Escolano. «Novelda es de Don Pedro Maça, solía pagar el marqués de Terranova y paga oy don Pedro Maça cien libras que aplicó don Feliciano de Figueroa». ACA, CA, leg. 865, exp. 127/49. El problema es que el marqués, D. Pedro Ladrón Vilanova Maza de Lizana, se nombraba también Pedro Maza, pero la cita anterior no deja duda de que son dos personas distintas, cuya relación desconozco. Entre las cuales habría 40 de moriscos en 1596 según Feliciano de Figueroa. Las diferencias entre Caracena y Escolano son mínimas; por desgracia Muñoz no indica las casas de Catral, Callosa ni Almoradí. Para La Daya da 33, y considera erróneamente que eran de moriscos; Guardamar tendría 130 y Rojales sólo 8. La única referencia cuantificada a Catral es la de la visita ad limina de 1601, que le atribuye 160 casas. Por ejemplo, Caracena le asigna 90 mientras que Escolano sólo 30. Aquí, también, difieren notablemente Caracena y Escolano: 125 y 200 respectivamente. Al respecto, véase BERNABÉ GIL, David, «Una coexistencia conflictiva: municipios realengos y señoríos de su contribución general en la Valencia foral», en Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, 12 (1993), pp. 11-77. Se trata de la aportada, en 1563, por Antonio de Tallena a las preguntas del comisario regio D. Francisco de Castilla. CARRASCO RODRÍGUEZ, op. cit., pp. 123-124. Realizada ante el notario de Valencia, Mateo Steve, el 30 de agosto 1494. COQUELINES, op. cit., pp. 453 y 455-456. Ante Juan Martínez, notario de Novelda, el 20 de julio 1498. Ídem, p. 454. ESCOLANO, Década..., libro VI, columna 72. Según el memorial de Esteve a Felipe II, pagaban 62 libras por Elda, Petrel y Salinas; otras tantas por Aspe; 55 por Novelda y Monóvar; y 179 cahíces de trigo por Crevillente. BORONAT, Moriscos, I, p. 645. CÁRCEL ORTÍ, Relaciones..., I, p. 347. La fecha de la carta real: 4 de marzo 1594. También en el memorial al rey, punto 30. Me he ocupado de ellas en: «Las parroquias de moriscos en los territorios valencianos de la diócesis de Tortosa», en Iglesia y sociedad en el Antiguo Régimen. Actas de la III Reunión Científica de la Asociación Española de Historia Moderna, Las Palmas, 1995, vol. I, pp. 111-
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127; y «Las parroquias de moriscos en la diócesis de Segorbe en tiempos del obispo Juan Bautista Pérez», en La Diócesis de Segorbe y sus gentes a lo largo de la Historia, Castellón, Academia de Historia Eclesiástica de Valencia, 2004, pp. 77-101. La razón alegada es que aunque la distancia no era larga (cosa de un Km.) y el camino llano, los días de lluvia resultaba imposible que un único cura pudiera atender a las dos poblaciones, decir misa y enseñar la doctrina. Y que había sido recogida en el decreto sobre la residencia (capítulo I de reforma de la sesión XXIII del Concilio de Trento; 15 de julio 1563). Se trató el asunto en los capítulos de reforma de diversas sesiones, en especial capítulo III de la sesión VII (3 de marzo 1547) y capítulo XVIII de la sesión XXIV (11 de noviembre 1563). Es decir, del principio al fin del Concilio. Se trata de una política que se aplica por todo el Reino; véase la explicación que, en el caso de Novelda, se da: «Illa vetus Ecclesia, quae fuerat olim Mesquita, diruatur, ita ut recordatio antiquae sectae de noviter conversis deleatur». O de forma más radical en Elda: «Mesquita vero, quae olim fuit Maurorum ... in quae vestigia multa in recordationem pravae sectae Mahumeticae a noviter conversis visuntur, diruatur». No conozco la cuantía de la parte del diezmo que cobraban los partícipes eclesiásticos en el Arrabal de Elche. El último dato en ACA, CA, leg. 865, exp. 127/50. Se trata de tres beneficiados de la parroquia de las Santas Justa y Rufina, con 900 libras de ingresos en conjunto, y dos de Santiago, con 400. La irregular situación de ambas parroquias oriolenses provocó la intervención municipal, tal y como se recoge en la visita ad limina de 1601. CÁRCEL ORTÍ, Relaciones…, I, pp. 346-347. En los dos primeros se incluye una claúsula indicando que cuando esté nombrado el rector se compelerá a los habitantes a que paguen primicias y, en tal caso, el señor quedará exento de todo pago y cesará la aplicación de la renta de las olim mezquitas a la congrua. Se discutió en la Junta para la instrucción de los moriscos el 3 de julio y fue aprobado por Felipe II el 18 de julio 1596 (BNE, Ms. 10388, f. 140). La carta real al comisario es de 12 de octubre (AHN, Consejos, lib. 2220, f. 41v.). Felipe II al obispo de Orihuela, Madrid, 22 de febrero 1597; AHN, Consejos, lib. 2220, f. 57r.-v. Junta de 1 de julio 1596; resolución real de 17. ZAYAS, Rodrigo de, Los moriscos y el racismo de estado. Creación, persecución y deportación (1499-1612), Córdoba, Almuzara, 2006, doc. 31, pp. 347-351. Felipe II al obispo de Orihuela, San Lorenzo, 22 de octubre 1597; AHN, Consejos, lib. 2220, ff. 76v.-77. Se pidió también la información a Figueroa (f. 77v.). ZAYAS, op. cit., doc. 32, pp. 359-360. Aunque según la transcripción de Zayas el marqués debería pagar 125 libras en Cocentaina, sigo lo que se indica en carta del príncipe Felipe al embajador en Roma: Madrid, 25 de febrero 1598; AHN, Consejos, lib. 2220, ff. 87v.-88. Por otra parte, se equivoca al suponer que la aljama de Cocentaina pagaba 50 libras, en lugar de las 25 a que se había comprometido. Nada debió de modificarse, ya que ni la aprobación por la Santa Sede ni un informe del obispo de 1605 se hacen eco de esta propuesta. Habían sido puestas de manifiesto por el obispo en marzo de 1598. Hay también una denuncia confusa sobre la dificultad de encontrar buenos curas que quieran aceptar puestos pagados por las aljamas, pero carezco de información para aclarar la cuestión. El 28 de junio de 1598 el príncipe Felipe ordena al obispo que, con respaldo del virrey, remedie la situación. AHN, Consejos, lib. 2220, ff. 90-92 y 95v.-96v. El texto está inserto en el breve de aprobación por Clemente VIII, fechado en Roma el 28 de mayo de 1602. COQUELINES, op. cit., pp. 424-425. «Committimus & mandamus [para que las parroquias y las dotaciones necesarias] designetis & particulariter specificetis», pero se reservaba la decisión final: «illasque designatas, ac
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specificatas, & in scriptis diligenter redactas, ad Nos & hanc Sanctam Appostolicam Sedem transmittatis, ut … spectare cognoverimus, statuere, decernere & et ordinare valeamus». Felipe II al marqués de Denia, virrey de Valencia, San Lorenzo, 26 de julio 1597; AHN, Consejos, lib. 2220, f. 64. Con la misma fecha y en las páginas siguientes, las anunciadas cartas. COQUELINES, op. cit., pp. 449-457. Así lo comunica el obispo Balaguer, sucesor de Esteve, a Felipe III; Orihuela, 14 de noviembre 1606; ACA, CA, leg. 699, exp. 24/18. Complemento a la visita ad limina de 1601. CÁRCEL ORTÍ, Relaciones…, I, p. 348. También informó a Felipe III, quien le agradeció lo hecho por carta de 24 de julio de 1601, respondiendo, bastante tarde, a cartas de 8 de marzo, 2 de abril y 15 de octubre de 1600; AHN, Consejos, lib. 2220, ff. 131v.-132. ESTEVE, José (Obispo de Orihuela), Iosephi Stephani, Valentini Episcopi Oriolani De bello sacro Religionis caussa suscepto ad libros Machabaeorum Commentarii ... tomus primus adiecta Disputatione De Vnica Religione: ad vetus dictum Salus populi suprema lex esto ..., Oriolae, in Palatio Episcopali ... per Didacum de la Torre, typographum, 1603, f. 360. La carta de Felipe III está fechada en Olmedo, el 10 de octubre (AHN, Consejos, lib. 2220, f. 180); la respuesta del obispo es de Caudete, 28 de octubre, y está en ACA, CA, leg. 865, exp. 127/48; además de un resumen de la misma (exp. 127/36) la acompañan diversos informes sobre la dotación, que ya hemos utilizado (exps. 127/49 y 50). En tiempo del obispo Dassio (1578-1585) se elaboraron unas «ordinaçiones» para regular el comportamiento religioso de los nuevos convertidos, que seguían muy fielmente las de Ramírez de Haro de principios de los años cuarenta, de las que eran, básicamente, una traducción al castellano. El articulado era el mismo tanto en el contenido como en el orden, salvo la supresión de un artículo que especificaba las fiestas de guardar, lo que obligó a desdoblar el anterior para mantener la numeración de los demás. Las diferencias que pueden encontrarse son de matiz; la más significativa es la supresión de la referencia a los vestidos y a la lengua. En 1541 se animaba a los moriscos y moriscas a que, poco a poco, abandonaran sus vestimentas propias y utilizaran las de tipo cristiano. Así mismo se les incitaba a que hablasen a sus hijos en «lengua valenciana». Cuarenta años más tarde, no pareció necesario o conveniente tocar ambas cuestiones, que desaparecen del texto. En definitiva, se eliminaron aspectos culturales no considerados estrictamente de índole religiosa, aunque muy vinculados a la misma. En cualquier caso se mantuvieron los importes de las multas, a pesar del proceso inflacionario. Ambas pueden verse en la obra colectiva CARDAILLAC, Louis (ed.), Les morisques et leur temps, Paris, C.N.R.S., 1983. Las de Ramírez de Haro en BENÍTEZ SÁNCHEZ-BLANCO, Rafael, «Un plan para la aculturación de los moriscos valencianos: ‘les ordinacions’ de Ramírez de Haro (1540)», pp. 125-157. Las de Dassio fueron publicadas por BAUTISTA VILAR, Juan, «Las ‘ordinaçiones’ del obispo Tomás Dassio, un intento de asimilación de los moriscos de la diócesis de Orihuela», pp. 385-410 (recogido, como se ha dicho, en Los moriscos del Reino de Murcia y Obispado de Orihuela...). Balaguer a Felipe III; Orihuela, 14 de noviembre 1606; ACA, CA, leg. 699, exp. 24/18. Ídem.
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Unión de almas, autonomía de cuerpos: Sobre los lenguajes de unión en la Monarquía Católica, 1590-1630 Pablo Fernández Albaladejo Universidad Autónoma de Madrid
Cuando en los últimos días de 1624 el conde-duque de Olivares aconsejaba al joven Felipe IV que considerase como «el negocio más importante de su Monarquía» el «hacerse rey de España», era consciente sin duda de la novedad y del ruido que su propuesta podía originar. Bien es verdad que los temores que pudiera albergar difícilmente se reconocerían en las críticas con las que doscientos cincuenta años después una militante historiografía nacionalista juzgaría su propuesta. No podía sospechar Olivares hasta qué punto esa reflexión estaba llamada a convertirse en el gran argumento para explicar los posteriores avatares de la historia de España, supuestamente dominada por una agónica tensión entre centralismo y autonomía. La propuesta de Olivares, sin saberlo, se había constituido en el origen del spanish problem. Ya en 1963, en la primera edición de The revolt of the Catalans, John Elliott llamó la atención sobre las incongruencias de esa lectura, fruto de un inamovible parti pris que no tenía mayores inconvenientes para pasar por encima de la propia evidencia textual, para no leer, simplemente, lo que los propios textos decían. Dicho en otros términos: las páginas del Gran Memorial representan en efecto una primera tentativa por convertir los reinos de España en una única comunidad política, si bien el diseño que allí se insinúa no se aviene tan fácilmente con las construcciones estatalizantes del siglo XIX. Antes que anticipar un orden nuevo, Olivares se sirvió de los lenguajes de unión disponibles, lenguajes que reflejando una cultura política de trazo tradicional difícilmente podían alumbrar un proyecto de poder centralizado. El favorito apuró al máximo las posibilidades que algunos de
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esos lenguajes le ofrecían, sin que la torsión aplicada llegara a hacer irreconocibles sus contenidos. Partiendo de este supuesto, mi propósito en este Homenaje no es otro que el de aportar algunas consideraciones sobre la singularidad de ese proyecto, atendiendo a una lectura contextual del propio texto e intentando individualizar los lenguajes de unión de los que eventualmente pudo servirse Olivares. *
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Contemplando las cosas con cierta perspectiva, hacerse rey de España no podía considerarse una propuesta del todo nueva. Como se sabe y cuenta el cronista Fernando del Pulgar, en 1479 se había tratado en el seno del Consejo de Castilla sobre la posibilidad de que Fernando de Aragón e Isabel de Castilla pudieran intitularse «Reyes de España», posibilidad que los consejeros no consideraron prudente, a pesar de que ambos monarcas «eran señores de la mayor parte de ella». En la recomendación de los consejeros, España se concebía como simple agregación de territorios, de tal manera que el llegar a ser reyes de esa totalidad resultaba poco menos que una cuestión de tiempo, de esperar a que más pronto o más tarde alguno de sus monarcas pudiera llegar a reunir todos «los trozos e pedazos de ella», tal y como advertía Antonio de Nebrija a la reina Isabel en la dedicatoria de su conocida Gramática. Olivares se hacía cargo de esa reflexión, aunque situaba las cosas en un plano diferente. Para él, hacerse rey de España implicaba una idea de unión, si bien de una unión algo distinta de lo que hasta ese momento habían venido siendo las uniones de reinos en la monarquía española. Era el problema que muy poco antes se había planteado –sin resolverse– en las islas. Al igual que Jacobo I en 1603, Felipe IV aspiraba a hacer de sus reinos un solo rebaño debajo de una ley, comulgando asimismo con el espíritu del speech pronunciado por el rey de Inglaterra, Escocia e Irlanda ante el Parlamento inglés en 1607: «make one body of both Kingdomes under mee your King». Pero era justamente ese make one body lo que llevaba la posibilidad de la unión a una situación límite, más allá de lo que tradicionalmente el propio concepto de unión parecía implicar. No se trataba ahora de cómo podía unirse un reino con otro, de acuerdo con las características de una unión principal o accesoria: se trataba de cómo transformar en una nueva realidad un conjunto de reinos que, bajo distintos acuerdos, venían disfrutando no obstante de una asentada unión entre ellos. Olivares, como hemos dicho, era consciente de esa novedad, pero era más consciente aún de la fidelidad previa que debía a la lógica de agregación que, sustentada sobre la cultura del ius commune europeo, informaba la concepción misma de la monarquía. Era este un condicionamiento que nunca podía perderse de vista. De ahí que, inmediatamente después de indicar al monarca cuál era el negocio más importante al que debía atender, Olivares hiciese notar que la re-
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ducción de los reinos de España «al estilo y las leyes de Castilla» debía de entenderse estrictamente circunscrita al ámbito de lo que eran cosas de gobierno. Y en tanto en cuanto la continuidad misma de algunas de esas cosas pudieran resultar «indecentes a la autoridad real» o, más aún, supusieran un obstáculo para la consecución del fin superior de la monarquía, es decir, para la «dilatación de la religión católica». Frente a la capacidad de intervención que se reconocía al monarca en el ámbito de las cuestiones de gobierno, de lo que era policía, las cosas de justicia aparecían como indisponibles a la sola acción del monarca. La dicotomía entre iurisdictio y gubernaculum que recorre la cultura jurídico-política del Antiguo Régimen, tan brillantemente argumentada en su momento por C. H. MacIlwain, se hacía así patente. En virtud de esa distinción crucial, reconocía Olivares, «los fueros y prerrogativas particulares que no tocan en el punto de justicia» podían modificarse. De hecho era algo que ya venían haciendo los propios naturales «en sus cortes», pero ese proceder era impensable en cuanto esos fueros y prerrogativas afectasen «un punto de justicia»: esta última, afirmaba Olivares, «en todas partes es una y se ha de guardar». La iurisdictio demostraba su condición de sostén material de los cuerpos territoriales de la monarquía, de unos territorios que, individualmente considerados, se concebían como un spatium armatum iurisdictionis. La presencia y aceptación tácita de este lenguaje jurídico ponía de manifiesto el alcance y las limitaciones con las que debía de contemplarse su propuesta de asimilación territorial a Castilla de los otros cuerpos políticos de la monarquía. En esa clave jurisdiccionalista, la autonomía de cada uno de esos cuerpos quedaba perfectamente establecida. El reconocimiento de esa autonomía no impedía a Olivares insistir en la oportunidad de su proyecto de unión, procediendo a exponer otras posibles vías que pudieran materializarlo. En este sentido, y con el mismo énfasis con el que se había aludido a la reducción de los reinos al estilo y leyes de Castilla, el texto del Gran Memorial advertía a su vez que «la cosa que más conviene ejecutar para la seguridad, establecimiento, perpetuidad y aumento de esta Monarquía», y aun «el medio solo de unirla», no era otro que el de «la mezcla» de sus vasallos. De hecho, esa mezcla constituía el segundo gran pilar del proyecto de Olivares que, por el momento, podía comenzar a concretarse a partir de una más equilibrada distribución de oficios y honores entre los naturales de los reinos. Algo que por otra parte el humanista Furió y Ceriol ya había planteado en su momento a Felipe II. La puesta en práctica de esta medida se ofrecía como un primer paso para instituir un vínculo de reciprocidad que el favorito estimaba fundamental, como un medio para acabar con la «desconfianza» que había venido presidiendo las relaciones entre los mismos reinos. Profundizando en esta línea, los textos redactados con motivo de la Unión de Armas subrayaban la importancia estratégica que podía llegar a alcanzar una correspondencia estable entre los reinos de la monarquía. En un documento de diciembre de 1625, recuperado por
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J. Elliott de la Bodleian Library, el conde-duque reiteraba la necesidad de que los reinos fuesen «cada uno para todos y todos para uno», señalando no obstante los límites que obligadamente enmarcaban esa correspondencia: reiterando lo dicho en el Gran Memorial, el proyecto de Unión de Armas debía entenderse asimismo «sin alteración de leyes y gobierno». Reconocida esa inalterabilidad, el texto insinuaba no obstante algunas líneas de actuación que hacían posible sortear ese obstáculo. Apoyándose en un principio pretendidamente universal, Olivares consideraba que previamente a la diversidad de naciones, costumbres, intereses y aun de religiones, ya existía y actuaba entre los humanos «el fin de la propia conservación», un impulso que era «natural y apetecido igualmente» entre ellos. Alimentadas por el derecho divino, el derecho natural y el de gentes, esas apetencias humanas se situaban por encima de cualquier consideración de orden político. Y era justamente la presencia de ese singular ámbito prepolítico lo que hacía posible el que unos reinos «distintos individualmente», es decir, distintos políticamente, pudieran sin embargo llegar a ser «unos en el amor, en la obediencia a su príncipe, en el celo de la religión» y, en última instancia, en la conservación misma «de todo el cuerpo de esta Monarquía y de la causa común de la Cristiandad». Marginando argumentos de tipo jurídico-político, Olivares intentaba exponer un planteamiento «que de suyo alentase los corazones y persuadiese de las conveniencias comunes». Tales debían ser las referencias de la Unión. En su acepción más profunda, la Unión de Armas se sostenía sobre una previa «correspondencia de los corazones», según se recogía en el propio texto oficial de la Unión. Pasando por encima de los cuerpos territoriales, la unión, mas que de las armas, resultaba serlo de las almas. La importancia estratégica que se concedía al vínculo afectivo representa la mayor novedad de la propuesta de Olivares. No puede decirse que se tratase de una presencia improvisada. Procedente de la cultura clásica y reelaborado luego por la patrística, la reivindicación de un ordo amoris se convertiría en el siglo XVI en argumento de combate de la cultura confesional católica frente al desafío maquiaveliano, caricaturizado sin más como una opción por el temor. La centralidad del amor devino bandera de un pensamiento que, del cardenal Pole a Bellarmino, Botero o Ribadeneyra, alimentaría una reactiva y renovada política cristiana. Acuñada en ese contexto, la noción de poder pastoral constituyó una de las piezas clave de esa nueva política. A partir de la comisión del «pasce oves meas» del evangelio de san Juan, el poder pastoral desplegaba una gramática amorosa ejemplificada en la atención individualizada que el pastor prestaba a cada una de sus ovejas (dispuesto a morir por ellas si fuera necesario). Para Ribadeneyra, en 1595, el nombre de pastor era el más apropiado para designar al príncipe justo, de igual forma que gobernar no era otra cosa que «apacentar», pascere, tal y como en 1612 proponía el agustino Juan Márquez en El retrato del
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Governador cristiano. Como tres años después reiteraba fray Juan de Santamaría en su Tratado de República y Policía Cristiana, rey no era tanto el que rige sino «el que rige como pastor». El monarca no era sino «un Padre público y común de la República» que, por encima de todo, debía de tratar a sus vasallos «con amor». Para Santamaría el gobierno pastoral llegaba a tener incluso una cierta proyección constitucional. Era prácticamente obligado –y políticamente correcto– que aquellos reyes que fuesen «señores de muchos Reynos y Provincias, tuvieren cerca de sí ministros y consejeros naturales de todas ellas». Como «natural ciudadano» que era de tantas comunidades políticas, el monarca, «de su voluntad», debía evitar hacerse «estrangero de ninguna». No cabía en este sentido mayor gloria a un monarca que «obligar a que todas las naciones le amen». La conexión entre amor e integración política se encuentra asimismo en otros planteamientos del momento, bien que el lenguaje que se utiliza no sea exactamente el mismo. Así sucede con el caso, poco conocido, del humanista y discípulo directo de Arias Montano, Pedro de Valencia. En su Tratado acerca de los moriscos de España, de 1606, Valencia desaconsejaba al monarca tanto la posibilidad de una expulsión cuanto, menos aún, la del exterminio de esa población. Después de todo, hacía notar Valencia, los moriscos eran también españoles, tan «españoles como los demás que habitan España». Sus antecesores habían ganado por las armas una tierra que, con toda razón, podían considerar como «propia suia». Había así una naturaleza previa que no podía dejar de considerarse. Sucedía al propio tiempo que, los moriscos, descendiendo de las «naciones» que anteriormente habían poseído España, se encontraban ahora «sin nombre ni privilegio de ciudadanos», de tal forma que «no se tienen por ciudadanos». Para Valencia, los moriscos se habían convertido en «una nación de siervos» dentro de los reinos de España, constituían una colectividad que obligada por esa misma exclusión mantenía un militante etnicismo identitario. Frente a las más rigurosas soluciones que se venían manejando, Valencia apostaba por jugar a fondo una estrategia de integración, refrendada en buena medida por lo que los Romanos («maestros y ejemplo de gobernar») habían practicado en su momento con la extensión del derecho de ciudadanía. Nada casualmente, Roma era también el ejemplo al que en ese año de 1606 había recurrido el doctor Bernardo Alderete. En su Origen y principio de la lengua castellana Alderete recordaba la forma en la que Roma, a partir de la extensión del derecho de ciudadanía, se había convertido en una efectiva patria communis, integrando jurídicamente la diversidad territorial de los habitantes del Imperio. Gracias a esa concesión, reiteraba Valencia, se pudo conseguir finalmente que «hiberos, españoles, tirrenos y sabinos» se llamasen romanos y esa era justamente la lección a aplicar. Se trataba de juntar a los moriscos «en un nuevo cuerpo de república y nombre de los habitadores de ella». La posibilidad de esa integración imponía no obstante atender a otras lecciones. Sobre el cemento cívico romano se sobreponían las más trascendentes enseñanzas cristianas, un Dictatum Christianum que, con su men-
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saje paulino de reunificación, Valencia había aprendido directamente de su maestro Arias Montano. El «amor» y la «cristiana caridad» resultaban imprescindibles para promover esa «unidad» y alcanzar la «concordia», para conseguir en definitiva que todos se sintiesen «atados con su gusto y voluntad» como único vínculo. Por su conexión con Montano, el lenguaje de Valencia se aproximaba más a las propuestas de reunificación cristiana surgidas después de la paz de Vervins, en las que –como es sabido– Jacobo I tuvo un destacado protagonismo. Trascendiendo la propia cuestión morisca, Valencia proyectaba esas recomendaciones con un carácter general, sugiriendo la conveniencia de «atar» con ese vínculo en cuestión «todos los vasallos que S. M. tiene, mayormente los de España». Se permitía incluso apuntar alguna que otra medida concreta que bien podía facilitar ese proceso, como sucedía con la eliminación de «rayas y puertos secos entre los dos Reynos de España», con la eliminación en definitiva de unas aduanas que sería mejor que «se borrasen del todo y se olvidasen», tal y como se había hecho entre los reinos de Castilla y León. Ese tipo de consideraciones estaban en línea con las que, muy poco antes, había manifestado un tacitista español de primera hora, como Baltasar Álamos de Barrientos. En sus escritos, Álamos había criticado la influencia nefasta que habían tenido los conflictos fronterizos en la historia inicial de esos dos reinos, motivados por unas barreras que posteriormente la decidida actuación de los monarcas había conseguido eliminar. En opinión de Álamos existía la posibilidad de «otra manera de Estado … para unir los reinos», una manera con la que finalmente podía alcanzarse la «unión» y la «concordia». En esa tarea el protagonismo del monarca era fundamental, pero su actuación debía de seguir unas determinadas pautas. La posibilidad de que «todo sea uno», de que se pudiera alumbrar «un reino de muchas provincias», exigía indefectiblemente la presencia de «un rey de todos y de todo», capaz de conseguir que «todos» sean «de Vuestra Majestad». Para conseguir este objetivo, el monarca, más allá de un dominio físico sobre los cuerpos, debía irradiar su propia majestad sobre «los ánimos», «poseer los ánimos y afición de todos». El monarca debía en definitiva reinar sobre los «corazones», las verdaderas «fortalezas» que defendían y mantenían los reinos. Fiel al tacitismo que le inspiraba, Álamos reivindicaba las enseñanzas de la prudencia romana como metodología con la que unificar los desunidos reinos de la monarquía española. Por lo demás, el protagonismo que se concedía a la acción del monarca era moneda común de la cultura política del momento, aunque el lenguaje y los medios que se apuntaban para llevar a cabo esa unión presentaban todavía más variantes. En sus Avisos para un privado escritos por Pedro de Herrera poco después de 1609, nos encontramos con la misma preocupación por conseguir la «unión de reinos», apuntándose también en este caso a las posibilidades que se abrían a través de la integración de los grupos dirigentes de cada uno de los territorios (esperando que en un plazo breve pudieran hallar-
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se «mezclados» los vasallos «de todas las Coronas»). Independientemente de ello, Herrera reconocía que para consolidar esa unión y conseguir una «proporcionada igualdad» entre los reinos debía de contemplarse la posibilidad de utilizar vínculos aún «más estrechos», vínculos cuyo objetivo final no podía ser otro que el de reducir los diversos estados del monarca «a un fuero y comunidad uniforme, que es la mayor fuerza que [se] puede dar a un Imperio». Retomando en cierto sentido el problema que se había planteado el Consejo de Castilla en 1479, Herrera sostenía que la incorporación de Portugal permitía considerar ahora a España como «unida en un señorío monárquico», situación que autorizaba a su titular a presentarse como «Rey de España y aun de las Españas, porque todas las posee». La sobredosis de legitimidad que le confería esa nueva condición permitía entonces al monarca que, prevalido de su superior «Derecho real» y representando «la parte mayor» de España, pudiera «reducir el particular derecho que pretende la parte menor», es decir, cabía modificar el derecho propio de un territorio. Herrera convertía la unión de reinos en una cuestión de «eminente necesidad» pero, doctrinalmente, la necessitas que se invocaba estaba lejos de la unanimidad en ese punto. Como en 1616 expondría el jurista aragonés Pedro Calixto Ramírez en su Analyticus Tractatus de Lege Regia, la intensidad del amor de los súbditos estaba estrechamente vinculada con el respeto del príncipe hacia las leyes del reino. A la institución regnícola del Justicia correspondía en concreto vigilar y regular ese flujo amoroso. En caso de extrema necesidad cabía introducir modificaciones en el ordenamiento, pero en todo caso las disposiciones que pudieran adoptarse debían ser tomadas por el cuerpo conjunto que constituían el rey y el reino. En Aragón el poder del monarca no podía concebirse fuera del poder del reino; como rezaban los textos, la jurisdicción se consideraba adherida al territorio, un espacio en el que comunidad y derecho propio se solapaban. En este mismo sentido, la monarquía se concebía como un agregado de territorios, de espacios con jurisdicción propia. De hecho Hispania estaba constituida por magnae regiones, esto es, por territorios que además de Aragón incluían a Castilla, Navarra, Valencia, Cataluña o Portugal. Con anterioridad, cada uno de esos territorios habían dispuesto además de monarca propio, lo que confería un cierto carácter contingente a la continuidad de la actual dinastía. La conclusión era evidente: los territorios conformaban la estructura profunda de la monarquía. Frente a la dinastía, los territorios representaban una realidad inconmovible. Y no era este un argumento que pudiera decirse exclusivo o singular de la Corona de Aragón: en su Monarquía de España concluida a comienzos del XVII, el toledano Salazar de Mendoza identificaba la historia de Castilla con la de una «República» nunca «sujeta a otro Reyno», habiendo practicado en su momento una «confederación» con los reyes de Asturias similar a la que hicieron «los cantones de Suizos» con el rey de Francia y otros potentados. No obstante esa unión, «Castilla quedó libre y con poder absoluto de República». La dinámica
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política del reino castellano ejemplificaba la misma lógica de agregación que presidía la historia de los reinos de la Corona de Aragón, y esa era en última instancia la clave de la propia Monarquía de España. Sin entrar en consideraciones sobre la autonomía de los cuerpos territoriales, el benedictino fray Juan de Salazar reivindicaba por último en 1619 la superioridad de principios que ofrecía la Política española frente a la que pudieran representar Maquiavelo, Bodin y demás «políticos». El fraile benedictino enfatizaba la consistencia de una monarquía que, a pesar de su extensión y dispersión, se mantenía fuertemente unida gracias a los vínculos generados por tres formas de unión: la que representaban los cuerpos –en este caso físicos– a través de los enlaces matrimoniales, la de las haciendas mediante el tráfico y comercio y, la más decisiva, la de los entendimientos a través de la fe y de la religión. En ello radicaba la fuerza de la monarquía española. La falta de indicaciones que encontramos en Salazar sobre el papel de los cuerpos iba de la mano con el énfasis que se hacía sobre esos otros vínculos alternativos de unión. Aunque el énfasis pudiera variar, cuerpos y almas constituían los dos polos sobre los que, obligadamente, debía de articularse cualquier posible discurso de unión. Después de todo –y como ya apuntara en su momento Bartolomé Clavero– cuerpos y almas constituían los auténticos sujetos de derecho de la cultura política hispana de la Edad Moderna. Por extraña y remota que nos pueda parecer era una composición que se consideraba tan viable como operativa. A la vuelta de su viaje a Viena en 1631, una figura tan característica como Juan de Palafox ofrecía un Diálogo político del Estado de Alemania y comparación de España con las demás naciones, una reflexión cuya principal conclusión proclamaba que la condición de España como «la más dichosa nación» resultaba del hecho de ser «una en la fe, en el rey y en la ley». Sentada esa premisa, Palafox procedía no obstante a preguntarse cómo podía conciliarse «esto de una ley» con el hecho de las diferentes leyes «con que se gobiernan las coronas de Castilla, Aragón y Portugal». Su respuesta mezclaba argumentos de naturalismo político con los de jerarquía de fines. Cada reino debía de mantener su ordenamiento, aquél en el que sus moradores «crecieron y nacieron». Era este un orden natural literalmente indisponible y «peligroso» de adentrarse en él. Sucedía simplemente que por encima de esta esfera fuertemente identitaria existía un orden de cosas que funcionaba «en lo universal», un orden constituido por la lealtad, obediencia y jurisdicción debajo de un rey. Con este reconocimiento podía darse por conseguida «la más principal parte de felicidad en lo político». El orden particular de un reino podía componerse así con el universal de la monarquía. Palafox y Olivares no hablaban después de todo un lenguaje tan distinto. Sus respectivas posiciones encerraban no obstante una curiosa paradoja: apuntando por elevación, el estadista Olivares minimizaba la entidad de los cuerpos para apostar por la superioridad de una unión de almas;
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contemplando las cosas desde lo alto, el eclesiástico Palafox defendía la indisponibilidad de los cuerpos para asegurar una sede, aunque fuese transitoria, a las almas.
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Las cuentas dispersas de las Juntas del Reino. El servicio de la Escuadra Antonio Eiras Roel Cronista General de Galicia Universidad de Santiago de Compostela
El llamado servicio de la Escuadra, concedido por el Reino en 1629 para la formación de la segunda escuadra de Galicia, es uno de los asuntos recurrentes que aparecen en la actuación del cuerpo colegiado de las ciudades gallegas a lo largo de siglo y medio, ya que empezó a gestarse a comienzos del reinado de Felipe IV y no acabó de resolverse definitivamente hasta el de Fernando VI. En su origen el servicio de los arbitrios de Galicia aparece directamente asociado a las enfáticamente denominadas Escuadras del Reino, aunque su desarrollo y vicisitudes posteriores desbordarán ampliamente el marco cronológico de éstas, por implicaciones de índole legal que hacen de él un tema de historia fiscal y cuantitativa, y que, por eso mismo, puede ser considerado con criterios diferentes o complementarios a los de la historia militar y política que se interesa en las escuadras en sí mismas1.
1. Las tres escuadras de Galicia y sus barcos La primera escuadra de Galicia –así llamada en la terminología de la época– fue la pagada con el servicio de cien mil ducados concedido por el Reino en 1621, a instancias de la Corona, a cambio de la recuperación del voto en Cortes. Según las condiciones del donativo de 1621, el Reino concedía los cien mil ducados ofrecidos por la recuperación del voto en Cortes con destino a la «fábrica, armazón y conservación» de seis bajeles que navegasen de ordinario por las costas del reino para limpiarlas de corsarios enemigos, salvo motivo extraordinario y temporal de salida «a ocasión del servicio de Su Majestad». Los cien mil 121
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ducados se repartirían a lo largo de cuatro años entre las siete provincias (AJRG I, 107-A, 7 agosto 1625). En las capitulaciones del donativo se estipulaba que todos los capitanes y oficiales de los bajeles serían naturales del reino de Galicia, del mismo modo que se había concedido a sus naturales en la formación de la reciente escuadra de Vizcaya (AJRG I, 142-A, 13 julio 1628)2. Esa primera escuadra se redujo a los cuatro navíos construídos en Ribadeo por su mismo almirante, el capitular coruñés Pardo Osorio, los cuales se hicieron a la mar en octubre de 1628 para acompañar a la Armada real en su viaje a Andalucía. Estaba formada por la nave almiranta «Nuestra Señora del Rosario», que no regresó de Andalucía; la capitana «Santiago», que sería destinada a servir en las expediciones a Flandes y en los combates del Mar del Norte; el galeón «San Antonio», que resultó inservible para la navegación y ya en el viaje inaugural quedó varado en el puerto de Muros; y el patache «Conde Santo», que tampoco resultó apto para la navegación de altura. El de más brillante hoja de servicios sería la capitana «Santiago», el único galeón español que en 1638 logró romper el cerco enemigo en el combate naval de Guetaria, y que sería hundido un año más tarde en el desastre naval de las Dunas, al mando del almirante gallego Francisco Feijóo, combatiendo en inferioridad numérica cañoneado por varios navíos holandeses3. La segunda escuadra fue la concedida por el Reino en 1629, en la Junta celebrada ese año bajo la presidencia del fiscal José González, venido expresamente de Madrid a este objeto, con la finalidad de obtener la colaboración de las provincias gallegas en los planes del Conde-Duque de Olivares de fortalecer la presencia española en el Mar del Norte y restablecer el contacto marítimo con los Países Bajos mediante flotas anuales formadas a partir de diversas aportaciones provinciales, principalmente de la fachada cantábrica y de Galicia; proyecto que lograría hacerse realidad a lo largo de la década de 1630 hasta el desastre final de 1639. Habría de ser la escuadra de ocho navíos «fábrica de España» construída entre 1635 y 1638 en los astilleros de Portugalete y de Pasajes, por encargo del asentista don Francisco de Quincoces, quien en 1629 era secretario de la Junta de Armadas, y que daría lugar al larguísimo pleito con sus herederos. De los efectivos de esa escuadra construída por Quincoces, los cuatro navíos de la fábrica de don Juan de Amasa serían capturados en Pasajes antes de entrar en servicio, en agosto de 1638, por la escuadra francesa al mando del arzobispo de Burdeos y Almirante de Francia. De los cuatro de Portugalete que entraron en servicio un año después, fábrica de Vicente Martolossi, dos fueron hundidos por el mismo arzobispo en el combate de Santoña en agosto de 1639. En dos repasos, el arzobispo de Burdeos acabó con seis de los ocho navíos del asiento costeado por el servicio del Reino de Galicia. Los otros dos galeones de Portugalete, la capitana «La Natividad» y la almiranta «La Encarnación», entregados en octubre de 1639, fueron inmediatamente destinados por el rey a Cádiz para reforzar la Armada del Mar Océano y su destino final sería la carrera de las Indias. El imperturbable secretario Quincoces realizó todavía un nuevo
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intento de reproducir el negocio para construir otros ocho galeones, prolongando seis años más el disfrute de los arbitrios (AJRG III, 53-D, Madrid 29-91638). Pero ante tantas decepciones las Juntas del Reino, con apoyo de las ciudades, lograron cortar la nueva pretensión de Quincoces –y de la Junta de Armadas seguramente– y poner fin a la experiencia de las escuadras de Galicia, suplicando al monarca «dar por resuelta la Escuadra y por libre al Reino de su asiento», por ser gravosa e inútil al reino, y que en su lugar se fortificasen los puertos clave para la defensa del país, «pues no se conoce puerto de este reino en el que la Escuadra haya entrado nunca» (AJRG III, 215-A, 29-1-1639). No por ello lograron poner fin a los llamados arbitrios de Galicia, que iban a seguir pagándose hasta 1751, cuando la escuadra llevaba más de un siglo en el fondo de los mares4. Entre una y otra escuadra propias del Reino existió una tercera escuadra formada por cuatro navíos arrendados a particulares, todos ellos extranjeros de países neutrales. Para suplir la previsible tardanza en la entrega por el secretario Quincoces de los galeones contratados para fabricar en los astilleros vascos, en 1634 el rey (entiéndase la Junta de Armadas) exigió a las ciudades gallegas la aportación inmediata de cuatro navíos armados, para pagar fundamentalmente con cargo a los arbitrios de Galicia y en parte con cargo a algunas consignaciones de la Hacienda real. De la documentación publicada se colige que el encargado de gestionar el arriendo de estos barcos que servirían a sueldo, aunque a nombre del Reino y con cargo a sus arbitrios, fue el propio secretario Francisco de Quincoces, mientras el encargado de abastecerlos y de pagar los fletes a sus capitanes y los salarios a sus tripulaciones fue su hermano Juan de Quincoces; todo ello por supuesto en calidad de comisionistas del Reino conforme al asiento firmado el 22 de julio de 16345. Con esta combinación tan bien urdida, cuyos pormenores más íntimos sólo ellos conocían bien, los hermanos Quincoces se aseguraban tanto el control de los arbitrios como el de los barcos, y lo que es todavía más importante, quedaba en sus manos toda la documentación contable referente a la fábrica, sustento y abastecimiento de las escuadras y a la paga de fletes y salarios a sus tripulaciones; lo que en caso de un futuro litigio los situaba en una clara posición de prevalencia, ya que sólo ellos iban a disponer de la totalidad de los datos contables. De hecho el famoso pleito de los Quincoces daría comienzo precisamente con un litigio por razón de los pagos a esta flota de navíos arrendados de particulares6.
2. Los arbitrios de la escuadra y su primer arranque En julio de 1629 el Reino pactó con el influyente consejero José González, brazo derecho de Olivares, la concesión al monarca del llamado servicio de la Escuadra, en ocasiones también llamado los arbitrios de Galicia, que se perci-
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birían sobre los géneros de la sal y el pescado salado más algunos otros productos gallegos de exportación, para construir y sostener una nueva escuadra de ocho galeones y un patache, mejorar las fortificaciones de Galicia, socorrer las urgencias del monarca en la guerra de Mantua y otras atenciones. Los capitulares de las Juntas dieron en llamarlo el «servicio de los 800.000 ducados», pues esa era la suma total que se preveía recaudar de los arbitrios a lo largo de un número indeterminado de años, veinte o más. Todas las prestaciones de ese complejo servicio habían de salir de los medios escriturados por el Reino de forma literalmente arbitrista. En efecto, la escritura del servicio se fundaba en unas previsiones algo optimistas del rendimiento anual de los arbitrios, que luego se irían viendo muy reducidas en la realidad; y era por otra parte imposible atender a todas esas finalidades de golpe7. Llama la atención la facilidad y rapidez con que los procuradores de las ciudades gallegas («el Reino») concedieron al monarca un servicio tan crecido, pues aquella Junta duró sólo doce días, plazo insólito por su brevedad para conseguir de las Juntas gallegas la simple renovación de un servicio, cuánto más un nuevo servicio de tanta envergadura y concebido para durar en principio al menos veinte años. La explicación de tanta largueza no se encuentra tanto en los beneficios que al país cabía esperar de la escuadra en orden a la protección de las costas como en las esperanzas que el fiscal José González hizo concebir a los capitulares de poder disponer de al menos una parte de la recaudación de los arbitrios para costear los salarios y gastos de las propias Juntas, o para el envío de capitulares a la corte so color de gestionar los asuntos pendientes del Reino, entre otras promesas relativas a varias demandas y reivindicaciones históricas que venían sosteniendo las élites de poder de las ciudades gallegas y que no es ahora el momento de examinar8. Al conceder los arbitrios de Galicia hasta la suma de los 800.000 ducados, la Junta de julio de 1629 intentó reservarse la facultad de disponer en favor del Reino las medidas de control sobre su cobranza y administración por las ciudades; pero esto nunca se le permitió, ya que era un servicio concedido al Monarca para finalidades precisas y como tal debía quedar bajo el control de la Hacienda real. La Corona dio largas al nutrido pliego de «condiciones» que acompañaban al servicio, la mayoría de las cuales atendían simplemente a complacer los intereses de la hidalguía regnícola y de los propios procuradores presentes, y que se parecían demasiado a los pliegos de condiciones de las escrituras de millones del reinado precedente, con las que Olivares y su equipo de gobierno estaban resueltos a acabar ya a la altura de 1629. Pero sobre todo trató de evitar que la recaudación y administración de unos ingresos tan considerables como los de los arbitrios y tan necesarios para la política naval del momento en relación con los Países Bajos quedasen en manos ajenas, nada expertas y poco solventes, como eran las de los procuradores de las ciudades9.
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La cédula real aceptando el servicio de la escuadra se firmó en enero de 1630, y a partir de esa formalidad pudo iniciarse la cobranza de los arbitrios por el equipo de fieles y corredores que dejó montado el contador Diego de Vera antes de su regreso a Valladolid o a la corte. Pero las Juntas del Reino nunca llegaron a disponer de la recaudación o de la administración de los arbitrios que habían concedido, y la cédula real que ordenaba su cobro ni siquiera les fue dada a conocer hasta 1633. La explicación más verosímil de esa demora nos parece la de que en un primer momento (de enero a octubre de 1630) los arbitrios de Galicia se pusieron bajo el control o superintendencia del gobernador para ser recibidos en depósito por la pagaduría de la gente de guerra de Galicia, con objeto de poder servirse de esos ingresos para otras urgencias del momento que estaban al cuidado del mismo capitán general, como eran por esos años la formación de las Armadas. La discontinuidad de las Juntas del Reino favorecía esa forma de intervención del poder real sobre los arbitrios, ya que las Juntas sólo estuvieron reunidas dos semanas en febrero de 1630, para tratar de la venta de oficios de regidores y de varas de alguaciles mayores; otra semana en mayo del mismo año para tratar de una nueva imposición sobre la sal; ningún día del año 1631 en el que no se celebró ninguna Junta; otra semana en febrero de 1632 con el simple objeto de designar procurador para la jura del príncipe Baltasar Carlos; tres semanas en agosto del mismo año 1632 para dar su conformidad a los nuevos servicios de millones aprobados por las Cortes y luego las Juntas estuvieron suspendidas hasta octubre de 163310. Lo que ocurre con los arbitrios de Galicia en esos primeros meses de 1630 queda muy oscuro en la documentación disponible. Hay que sobreentender que los arbitrios comenzaron a percibirse, al menos el referido a los dos reales por fanega de sal, que siendo el más lucrativo era también el único que no requería montar una nueva administración separada de la real. Del resto de la decena de arbitrios nada puede asegurarse, dentro de la oscuridad que rodea a esta primera fase de la puesta en marcha de la nueva tributación. A la opacidad del conjunto hay que sumar todavía la confusión, tal vez intencionada, generada por una provisión del Consejo de marzo de 1630, dirigida a los siete regidores procuradores del Reino, que en lugar de dar el tema de los arbitrios por cerrado lo reabría nuevamente, proponiendo substituir los arbitrios más incómodos de percibir por una nueva y mayor imposición sobre la sal. La propuesta no tuvo efecto, pero fue en todo caso una hábil maniobra de distracción para que las Juntas de 1630 se disolvieran sin entrar en el tema de fondo de la recaudación de los arbitrios, en espera de una resolución sobre las mercancías a gravar, o bien en espera de las cláusulas generales del asiento que gestionaban en Madrid los dos diputados del Reino comisionados para ese efecto11.
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3. La administración de los arbitrios por la Real Hacienda Embarcada en empresas de alto bordo que tenían las costas gallegas por base de operaciones, en octubre de 1630 la Hacienda real decidió poner los arbitrios de Galicia bajo su administración directa, en cuya situación permanecieron hasta diciembre de 1634, a pesar de algún intento realizado por las Juntas para obtener la administración. Cuando ya los arbitrios llevaban tres años bajo administración regia, en 1633 la Junta de Armadas decidió dar paso a la adquisición de los barcos e hizo reunir la Junta del Reino para urgir la composición de la escuadra, amenazando con penalizar al Reino con intereses de mora por no haber cumplido las condiciones del servicio; los procuradores alegaban carencia de medios para hacerlo, por haberse gastado y estarse gastando el dinero de los arbitrios en otras dedicaciones del real servicio que estaban bien a la vista, y esto exigía un replanteamiento de la situación12. La intervención regia de los arbitrios de Galicia debe ponerse en relación con las expediciones marítimas al Mar del Norte llevadas a cabo a partir de la primavera de 1631. El rendimiento del servicio en esos cuatro años, o su mayor parte, pudo haberse invertido en ayudar a pagar las correspondientes levas de soldados que se levantaban en Galicia y en las provincias del norte con destino al frente de los Países Bajos, o en armar y equipar las expediciones organizadas en la rada coruñesa con destino al puerto de Mardick, para abastecer en hombres y dinero el mencionado frente13. La prioridad de los arbitrios en el orden cronológico era la de adquirir «por compra o por fábrica» una escuadra de ocho bajeles, así como el sostenimiento de su marinería. Pero hasta 1633 no se llegaron a capitular las condiciones del asiento para la adquisición de una flota, ni siquiera sobre el papel, y no parece que esto sea atribuible solamente a la inercia, lentitud e inoperatividad de las Juntas. Es evidente que la Corona, o su órgano ejecutivo para la política naval, la Junta de Armadas, manejó los tiempos a su conveniencia en lo que toca a la formación de la escuadra. De 1630 a 1632, y aún más adelante, los arbitrios eran necesarios para equipar y abastecer las armadas disponibles para el Mar del Norte; pero en 1633 se hacía sentir la necesidad de nuevos barcos y esto imponía un giro en el empleo del dinero del servicio. Tras tres años enteros de indecisión o inactividad, urgidos ahora por la Corona (real cédula de 12 de febrero de 1633), los dos delegados del Reino en Madrid capitularon en la corte, en abril de 1633, el asiento con el monarca, en virtud del cual el Reino se obligaba a adquirir o fabricar con cargo a los arbitrios los ocho galeones y un patache, que debían estar disponibles un año más tarde14. Al hacerse cargo la Junta de 1633 de la responsabilidad de aportar los barcos, la vía primera y más fácil era comprarlos hechos de fábrica extranjera; para ello sólo faltaba el dinero líquido. De la compra se encargaron el almirante y el
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capitán general de la Escuadra, que conservaban sus nombramientos (y sueldos, cargados a los arbitrios) tal como los habían recibido para la primera escuadra, ya desvanecida. Pero esa operación se concebía como una compra a plazos, a pagar con lo que se fuese recaudando de los arbitrios, y ésta debió ser la razón por la que los proveedores (los hermanos Sinel) se desinteresaron del negocio. Ambos comisionados realizaron sus diligencias sin moverse de Madrid y Coruña respectivamente, y suponemos que Pardo Osorio las hizo a través del secretario Quincoces, individuo de la Junta de Armadas, íntimamente relacionado con los puertos vascos y con hombres de negocios establecidos en Madrid, como el propio Enrique Sinel, administrador de las salinas de Asturias y Galicia. Siendo así, Quincoces no podía tener gran interés en que el arreglo con los Sineles llegase a buen puerto, ya que su deseo era contratar personalmente la construcción de los navíos; como así acabaría ocurriendo una vez fracasado el intento de compra a través de aquéllos15. La Hacienda real llevó los arbitrios en administración hasta fines de diciembre de 1634. Antes de concluir ese año, y para que el Reino pudiera hacer frente a sus compromisos de aportar una nueva escuadra, por real cédula de 20 de diciembre de 1634 se mandó entregar los arbitrios al Reino. Pero esa entrega era sólo de entrada por salida, ya que previamente, por la escritura de convenio firmada el 22 de julio de 1634, el Reino había convenido entregar los arbitrios en arrendamiento a los hermanos Quincoces, por seis años a partir del 1 de enero de 1635. Pocos días después de la real cédula se firmaría el asiento con el secretario Quincoces para la construcción de la escuadra con cargo a los arbitrios de Galicia, lo que hace ver lo que de mera formalidad tenía realmente aquella entrega de los arbitrios al Reino16. Si se exceptúa el pago de los salarios de la Junta de 1629 y los de los dos diputados que fueron a la corte en 1633 a negociar el asiento de la escuadra, a las Juntas posteriores a 1630 no se les dio oportunidad de tocar un real del producto de los arbitrios durante los primeros años en que corrieron bajo administración regia. Ni siquiera lograron cobrar con cargo a ellos los salarios y gastos de las Juntas, como les había prometido el fiscal José González; en varias de ellas el tema ni se toca, y en 1633 los capitulares evidencian su desesperanza acudiendo al Consejo para que les autorice a cobrar sus salarios por repartimiento entre las provincias, como se había hecho en ocasiones anteriores y volvería a hacerse más tarde17. Pero a partir de la Junta de 1633, convocada de orden real para poner en marcha la compra o fábrica de los bajeles, era necesario abrir un portillo para que las Juntas pudieran llevar a cabo ese cometido ayudándose en sus gestiones con cargo a los arbitrios. En el año 1634, o a partir ya de octubre de 1633, se documentan algunos libramientos hechos por las Juntas, que al parecer fueron atendidos –no siempre– por la veeduría de los arbitrios. A ese año corresponde también la creación de la Diputación del Reino para la correspon-
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dencia de los negocios con Madrid durante los períodos de hueco entre juntas, a imitación de la existente en las Cortes, pagada naturalmente de los arbitrios. De esa serie de libranzas se evidencia que a partir de 1634 el Reino dispone al menos de una parte menor del dinero de los arbitrios y hace libranzas sobre los mismos con cierta liberalidad18. El fisco tenía que abrir un poco la mano, pero no demasiado para poder controlar tanto el despilfarro en el gasto, al que los señores capitulares solían mostrarse inclinados, como el fraude en la recaudación por parte de los «fieles» y administradores; a ese fin serían designados en el mismo año 1634 un letrado superintendente de los arbitrios y un contador y veedor regio venido expresamente de la corte con ese objeto. No obstante, parece que a partir de la celebrada el año 1634 las Juntas pudieron por algún tiempo realizar su sueño de cobrar los salarios y gastos de los procuradores con cargo a los arbitrios19. Por el portillo recién abierto las Juntas comenzaron a ver la luz y a considerar el empleo de los arbitrios como hacienda suya propia, pretendiendo enviar dos comisionados a la corte con cargo a la misma, y en la Junta de abril de 1634 algunos procuradores protagonizaron un tenso incidente con el gobernador marqués de Mancera, al reprocharle el empleo que se estaba haciendo del dinero de los arbitrios y pedir que se pusiesen bajo el control directo de la Junta. Se quejaban los regidores de que el dinero de los arbitrios se estuviese gastando en otros efectos del real servicio relacionados con las expediciones armadas de aquellos años con destino a los Países Bajos y en el pago de sus expertos militares o navales20. Entendemos que los oficiales de la escuadra siguieron al servicio del gobernador por todo el tiempo que duraron las expediciones armadas de aquellos años y que los dos capitulares comisionados no llegaron a ir a Madrid. Muy al contrario, de esas iniciativas de la Junta de abril de 1634 procedería la designación de un superintendente de los arbitrios y de un veedor de las recaudaciones para reforzar el control regio sobre el servicio y para salir al paso del deseo de autonomía que empezaban a mostrar los capitulares en la administración del mismo. A esta doble finalidad obedece el nombramiento del alcalde mayor don Antonio de Lezama como superintendente de los arbitrios de Galicia y la nueva comisión del escribano Diego de Vera, en ese mismo año 1634, para ejercer sus funciones de contador regio en las localidades de cobro, la villa de Pontevedra y también otras. Durante el tiempo que medió entre su nombramiento y el arriendo de los arbitrios a un asentista u hombre de negocios privado, queda claro que Lezama pasó a ser la única persona con autoridad para hacer libramientos con cargo a los arbitrios de Galicia21. En cuanto a Diego de Vera, hombre de confianza del fiscal González como es sabido, regresa a Galicia en 1634, próxima a finalizar la administración regia de los arbitrios, como veedor encargado de verificar su rendimiento y de poner los alcances líquidos a disposición del nuevo superintendente. Su función parece ser la de recuperar el dinero de los recaudadores directos,
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o de quien indebidamente retuviese o hubiese percibido dinero de los arbitrios, y ponerlo en manos del depositario de Betanzos, el capitán Miguel Ordóñez, para su control por el alcalde mayor Lezama, único autorizado a hacer los libramientos22. La Hacienda real llevó los arbitrios en administración cuatro años y tres meses, de octubre de 1630 a diciembre de 1634 (AJRG IV, 21-B, 8 enero 1641). Lo que produjeron los arbitrios en ese tiempo «no se sabe fijamente», según un informe tardío del siglo XVIII; y ello es en parte debido a la oscura gestión de los administradores locales, que obligó a enviar a Galicia al contador Diego de Vera cuando la etapa de la administración regia tocaba ya a su fin, con lo que los alcances y embargos efectuados por el veedor se ingresaron ya desde el año 1635 en adelante23. Del rendimiento de los arbitrios en esos cuatro años bajo administración regia tenemos sin embargo una idea aproximada por el producto de los años siguientes y por indicaciones posteriores del tiempo (1682) en que los contadores del Consejo de Hacienda hicieron el primer fenecimiento de cuentas. A tenor de esos testimonios puede aventurarse la cifra de unos 120.000 ducados de ingresos de los arbitrios en los cuatro años y pico en que el rey los tuvo por administración, de los cuales cerca de unos 40.000 ducados serían cargados a la cuenta del Reino como partidas supuestamente gastadas por éste24. Vale decir que, a efectos de las futuras cuentas de la Contaduría (en su primer fenecimiento del año 1682), en el debe de los años 1630 a 1634 el Reino aparecería obligado al cargo de unos 40.000 ducados, que suponían la tercera parte del ingreso de los arbitrios de esos años. Causa extrañeza que pudiera cargarse a las Juntas de semejante gasto, a tenor de la escasa capacidad de intervención sobre los arbitrios que en ese tiempo se les dió, como ya queda expuesto. El asunto permite ser clarificado con alguna aproximación con la ayuda de la documentación publicada de esos años, en la que se localizan dispersas varias libranzas con cargo a los arbitrios por la suma de unos 37.000 ducados, cifra no muy alejada de los 39.000 ducados de la relación del contador Delgado. La diferencia entre ambas cifras pudiera corresponder a los salarios y obvencionales que el veedor Vera cobró por su comisión del año 1635, que no se computan en nuestra reconstrucción por desconocidos, pero que según la costumbre de la época hubieron de salir de los mismos caudales que dicho veedor recuperó para el arca de los arbitrios de los años 1630 a 1634. Sin computar esa partida desconocida, todas las otras partidas citadas suman por defecto el cargo de 36.757 ducados, superior al rendimiento de un año del servicio de la Escuadra, que se cargaban al Reino por los gastos fijos de cuatro años en los que no había habido escuadra. Del cargo efectivo que así obtenemos, más de 6.000 ducados habrían transmigrado limpiamente al bolsillo del almirante de esa inexistente escuadra, quien había permanecido esos cuatro años en la corte al servicio de la Junta de Armadas; una cantidad semejante se había empleado en pagar dos o tres reuniones de Juntas,
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3.000 ducados en salarios del otro negociador del asiento de la escuadra y otros 20.000 ducados en salarios de cuatro años del personal de las Armadas que servía a las órdenes del capitán general, pero que no obstante se cargaban al Reino como mandos de su sedicente escuadra. De este modo la reconstrucción contable permite apreciar el equívoco del sistema, conforme al cual gran parte de los gastos que luego se cargarían al Reino por la Contaduría eran en realidad salarios de los agentes del rey sobre los que las Juntas carecían de toda capacidad de disposición. El Reino en definitiva aparecería como deudor por gastos ajenos a la finalidad de los arbitrios y a las propias Juntas25.
4. El arriendo de los arbitrios y su conexo: la fábrica de la escuadra El asiento concluído con la Junta de Armadas el 5 de abril de 1633 concedía al Reino un año de término para aprontar la escuadra. Cumplido el plazo sin ni siquiera haberse puesto en obra los navíos, a finales de 1634, cuando todavía se negociaba el asiento de la fábrica con Francisco de Quincoces, se ordenó al Reino que tomase a sueldo cuatro navíos armados de particulares para servir con ellos en el ínterin, a partir ya de la campaña de 1635. Fueron los cuatro navíos arrendados a particulares cuya desgraciada historia queda ya relatada. El Reino tenía ahora una escuadra a su cargo y eso requería poner fin a la administración regia de los arbitrios para transferir al propio Reino toda la responsabilidad tanto en la fábrica de la nueva escuadra que estaba a punto de contratar con Francisco de Quincoces (el asiento llegó a su término en enero de 1635) como en sostener operativa la flota de cuatro navíos de particulares26. Ese era el planteamiento desde el punto de vista formal y jurídico, aunque en el plano real las cosas se le dieron hechas al Reino a través de su negociador Pardo Osorio, agente doble al servicio de la Junta de Armadas. Desde el punto de vista de ésta, para garantizar la operatividad del sistema era conveniente que un asunto tan complejo como el aprovisionamiento de una flota, fuese pequeña o grande, estuviese en manos de un hombre de negocios profesional, y eso los mismos procuradores gallegos lo reconocían al firmar el asiento con Juan de Quincoces para el aprovisionamiento de la escuadra, primer paso antes de contratarla a particulares extranjeros; todo ello por mano de los Quincoces, únicos que contaban con la necesaria profesionalidad, relaciones y conocimiento en la materia. En contrapartida, el Reino les cedía por ese asiento el arrendamiento de los arbitrios por seis años (1635-1640) en precio de 38.200 ducados anuales27. En virtud del doble asiento firmado con los Quincoces en julio de 1634 todo el control sobre la gestión del dinero de los arbitrios, su cobranza y su empleo, iba a ir pasando progresivamente a manos de Juan de Quincoces, pero no de golpe. Es perceptible que en 1635 y buena parte del año 1636 permanece toda-
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vía, por inercia de la etapa anterior, una administración compleja y poco clara de los arbitrios que contribuía a añadir confusión sobre sus cuentas y a dificultar su clarificación futura, llegado el momento de su fenecimiento. Por este tiempo la acción del nuevo arrendatario se encuentra mediatizada de una parte por la superintendencia del alcalde mayor Lezama, que conserva la facultad de emitir libranzas sobre lo recaudado, y de otra por el depositario Miguel Ordóñez, que atiende, cumple y paga las libranzas ordenadas por el Reino. El nombramiento del capitán Ordóñez como depositario del Reino (enero de 1635) coincide con la entrada en vigor del arriendo de los arbitrios a Juan de Quincoces y puede verse como simple consecuencia de la real cédula de 20 de diciembre de 1634 que mandaba entregar los arbitrios al Reino. Su función parece ser la de mero intermediario contable entre el Reino y los dos hermanos Quincoces, como depositario temporal del dinero que uno de ellos (y el veedor Diego de Vera por algún tiempo) fuese entregando al Reino de los arbitrios, para ponerlo a disposición del otro con destino a pagar la fábrica de los navíos; aunque las libranzas del capitán Ordóñez, en cumplimiento de órdenes del Reino, no se limitaron sólo a esto28. La superintendencia de Lezama, que carecía de razón de ser en el nuevo régimen de arrendamiento de los arbitrios, desaparece ya a mediados de 1635; pero la presencia interpuesta de un depositario nombrado por el Reino duró todavía un año más. De esta situación confusa pudieron sacar partido por algún tiempo las Juntas que disponían de los arbitrios con una limitada discrecionalidad. Ese desarreglo debió corregirse desde mediados de 1636 en que la arquería y administración de los arbitrios se centran en manos de Juan de Garrástegui, factor o dependiente de Juan de Quincoces; con lo que se cierra el triángulo formado por la cobranza de los arbitrios, el abastecimiento de los navíos arrendados y la fábrica de la nueva escuadra propia del Reino, con sus tres lados personificados en los dos hermanos Quincoces y en su factor o agente Juan de Garrástegui29. Con la puesta de toda la administración de los arbitrios en manos de Juan de Garrástegui no desapareció el problema de fondo, que era la falta de cobertura de los arbitrios para atender a todas las obligaciones contraídas sobre ellos, por la contradicción existente entre la necesidad de sustentar una onerosa flota de navíos arrendados y la obligación de costear al mismo tiempo la costosa fábrica de navíos propios que habían sido ofrecidos al rey. A ello hay que añadir todavía otras obligaciones menores contraídas por el arrendatario de los arbitrios, en virtud de la letra del asiento firmado el 22 de julio de 1634, entre ellas el pago de los salarios y gastos de las propias Juntas cuantas veces el Reino se juntase para tratar cosas relativas a la escuadra. Desde que en 1641 el arriendo de los arbitrios pasa a manos del asentista y hombre de negocios Ventura Donís cesará esta práctica y los salarios y gastos de las Juntas serán repartidos entre las provincias, previa licencia del Consejo y autorización puntual del Real Acuerdo. Con-
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viene advertir que, además de otros problemas que no tardarían en presentarse en relación con el rendimiento efectivo de los arbitrios, el valor de los 38.200 ducados anuales del arriendo quedaba reducido en la práctica a unos 30.000, por el descuento reconocido a Juan de Quincoces de 8.818 ducados anuales en concepto de mermas y desperdicios de los bastimentos para la flota, que venía a ser –o así lo entendemos– una comisión encubierta al arrendatario por el mantenimiento de la flota de navíos arrendados de particulares30. Todas las libranzas anteriores eran en cierto modo interferencias extrañas al fin primero y principal de los arbitrios, que era costear la fábrica de los navíos conforme al asiento del 5 de abril de 1633 con la Corona y a los dos contratos firmados con Francisco de Quincoces en 30 de enero de 1635 y en 16 de enero de 1636. Al fallar los tratos para la compra de los navíos con los Sineles, se fue abriendo camino la idea de encargar su construcción al secretario de la Junta de Armadas, Francisco de Quincoces, hermano del asentista real para el aprovisionamiento de la Armada y arrendatario de los arbitrios de Galicia, Juan de Quincoces, quien se ofrecía a tomar a su cargo la fábrica de los navíos «en conformidad del asiento de don Martín de Arana», esto es, a razón de 30 ducados la tonelada de navío puesto a punto de navegar, con entrega para abril del siguiente año. El círculo del pleno control del servicio por los hermanos Quincoces quedaba cerrado con esta última operación31. Desde muy pronto pudo verse que aquel plazo no se cumpliría por varios motivos, el primero de ellos la dificultad del Reino para hacer efectivos a Francisco de Quincoces los primeros pagos de su asiento; cosa cantada de antemano por falta de cabida del rendimiento neto de los arbitrios, a la sazón controlados todavía por Lezama, y porque en su mayor parte estaban afectos al mantenimiento de la flota de navios arrendados32. El incumplimiento de las pagas y plazos permitió al secretario Quincoces revisar las condiciones de su asiento, llegando a un segundo contrato con el Reino en el que se elevaba el precio de la tonelada (aunque fuese por razones «técnicas») y se prolongaba el plazo de entrega final hasta mayo de 1637, además de introducir la lucrativa garantía del pago de intereses al ocho por ciento por las demoras en los libramientos al asentista. Otra novedad implícita en el nuevo convenio era el pago del premio de la plata por todo el valor de las toneladas, frente al de 1635 que respetaba las condiciones del asiento de don Martín de Arana (dos tercios en plata y un tercio en vellón). Con el premio de la plata y el recargo por la conducción del dinero a la villa de Bilbao, el precio de fábrica pasaba así de 30 a 40 ducados la tonelada. Siendo el origen de todo la falta de liquidez para el pago de la fábrica, del conjunto de acuerdos para el nuevo contrato formaba parte el pedir al Consejo autorización para repartir entre los vecinos una parte del valor de los barcos y el pedir al monarca la suspensión por cuatro años con destino a la fábrica de los 25.000 ducados anuales del servicio de la marinería. Por el fuerte ascendiente
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del secretario Quincoces en la Junta de Armadas y el interés común de ésta en las construcciones navales, se partía de la base de que ambas demandas serían atendidas, aunque no sin las contrapartidas de prolongar la duración del servicio y de acabar de perder indefinidamente el control de los arbitrios por parte del Reino33. El nuevo convenio de este «tercer asiento» con Quincoces no resolvió los problemas de liquidez, ya que la suma del «empréstido» más el repartimiento realizado en 1637 distaba mucho de cubrir el entero valor de la fábrica de los navíos y era preciso suplir con dinero de arbitrios. A esto había que añadir otras obligaciones fijas, como el pago de sus sueldos al almirante y al general de la Escuadra, y por algún tiempo al menos, también a los capitanes de la misma; el pago de salarios al superintendente encargado de supervisar la construcción de los navíos (en un primer momento el inevitable almirante Pardo Osorio, y luego el capitular don Juan de Yécora); el envío de algún diputado a la corte con cargo a los arbitrios; los salarios y gastos de las Juntas y otras partidas menores, como salarios de la Diputación del Reino, despacho de correos a la villa de Bilbao, mantenimiento del hospital de la Escuadra (o de la casa ruinosa a la que se daba ese enfático nombre) u otros posibles conceptos por los que la Junta hubo de expedir libranzas sobre los arbitrios durante esos años34. Urgidas a efectuar las pagas a su tiempo, desde 1637 al menos las Juntas comienzan a resentirse de la dificultad de conocer el estado de las cuentas y lo realmente librado para la fábrica de la escuadra. Ya en ese año la Junta mostraba desconfianza sobre las cantidades percibidas por el secretario Quincoces, las cuales pensaba –con exageración evidente– que excedían el importe de su asiento; aunque reconocía la dificultad de adquirir certeza en este punto por el error de partida de no haber nombrado un contador del Reino que tomase la razón de lo que se iba librando en los arbitrios, y ni siquiera un libro de caja llevado por el escribano de las Juntas para transcribir copia de las libranzas. El desbarajuste contable de las Juntas era debido a que los capitulares formaban sus cuentas sobre datos sueltos tomados de aquí y de allá, y no sobre documentos contables sino sobre meras menciones de acuerdos reflejadas en los libros de Actas. Así a mediados de 1637 daban por librados para la fábrica la suma de unos 75.000 ducados, de los que 60.000 pertenecerían a las cantidades libradas en el año 1635, o correspondientes a dicho año. Pero como el precio del arriendo era de 38.200 ducados anuales (y de ellos, por un ardid que ya ha sido explicado, el arrendatario admitía libranzas sobre 30.000 solamente), resultaría que Juan de Quincoces estaría asumiendo pagos en favor de su hermano por el doble del valor de su arriendo justamente; lo que resulta difícil de creer y delata el tufo verbalista o equívoco de algunas de las libranzas que decían hacer las Juntas, reflejadas en simples acuerdos de Actas. Llegados a ocasión de litigio, el caos contable del Reino no haría más que beneficiar a los asentistas, que como hom-
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bres de negocios sabían llevar sus cuentas; y en todos los fenecimientos de cuentas los contadores del Consejo de Hacienda se inclinarían siempre a dar la razón a los asentistas antes que a un Reino que, a falta de documentación contable y precisa, sólo podía aducir argumentos verbalistas difíciles de justificar35. Finalmente, a la desconfianza de las Juntas venía a sumarse la insatisfacción de los propios arrendatarios con el rendimiento de los arbitrios, que según afirmaban no les permitía cumplir con el elevado precio del arriendo de 38.200 ducados anuales por haber cambiado las circunstancias iniciales. El asiento de los arbitrios se convino por seis años, de 1635 a 1640, y ya en su primer año estalló la guerra con Francia, con su influencia negativa sobre el comercio náutico en general. El arriendo incluía, entre otros conceptos, el uno por ciento de todas las mercadurías que entrasen en el Reino más otro uno por ciento sobre los barcos del azúcar que venían del Brasil. Por esos mismos años se instalaron los holandeses en Pernambuco y los barcos del azúcar dejaron radicalmente de llegar a Galicia. Eran motivos que aducía Juan de Quincoces para reclamar una baja en el precio del arriendo. Poco antes de cesar en 1638, el gobernador marqués de Mancera reconoció que los arbitrios habían experimentado una baja importante en su recaudación, que a ojo de buen cubero se cifraba en una cuarta parte; pero el Reino nunca se dio por enterado de esa circunstancia y es difícil saber si esa baja les fue computada a los Quincoces en las futuras cuentas de los contadores de una y otra parte, o del Consejo de Hacienda36.
5. El fin del arriendo y los pródromos del litigio con los Quincoces El largo litigio con los hermanos Quincoces y sus herederos, que no finalizaría hasta la derogación definitiva del servicio por la real provisión de 31 de marzo de 1751, es materia que por su extensión debe quedar diferida para otro trabajo. En el presente se ha pretendido solamente explorar las raíces del conflicto, que nace de la imprevisión del contrato firmado con la Junta de Armadas por los comisionados del Reino en 5 de abril de 1633 y de la escasa concreción y realismo contable de los tres asientos firmados entre los capitulares del Reino y los hermanos Quincoces, de julio de 1634 a enero de 1636. El litigio se perfilaría inicialmente como un problema de desconfianza de las Juntas por el laberinto contable en que se veían sumidas y por la desinformación a que las tenían sometidas los asentistas, que primero se negaban a dar cuentas de los caudales que manejaban hasta que finalizase su asiento, y luego, una vez finalizado, argüirían que sólo la Contaduría era competente para exigírselas. Sin embargo para el Reino era de vital interés tener información sobre el rendimiento de los arbitrios y de las «consignaciones» cobradas por Juan de Quincoces en su nombre, ya que los saldos de su arriendo se solapaban con los libramientos para la fábrica. Por eso sostenía que el arrendatario debía rendir cuentas ante él o ante el
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capitán general de Galicia, pero siempre con conocimiento del Reino y de sus propios contadores. Para los asentistas y arrendatarios se trataba al contrario de ocultar en lo posible la información económica al Reino, reservándola para la Contaduría en Madrid, cuando ésta se la pidiese o en el momento que pudiera convenir a sus bien trazados cálculos, y desde esa posición de ventaja poder luego presentar las cuentas del modo más favorable a sus intereses ante un órgano provincial desinformado37. Los hermanos Quincoces nunca llegaron a rendir directamente al Reino cuentas de los respectivos asientos que con él habían concertado, a pesar del empeño que en ello puso algún gobernador de Galicia, interesado en hacer respetar su fuero de capitán general, por ser materia de la jurisdicción militar. Este sería el origen del largo litigio con los Quincoces y sus herederos, cuyo seguimiento y documentación no son ya de este lugar. Las cuentas de los hermanos Quincoces sólo serían presentadas por sus herederos ante la Contaduría en 1671, cuando convino a sus propios intereses, y el primer fenecimiento de las cuentas por los contadores reales no se hizo público hasta 1682, con un saldo muy negativo para el Reino por el juego de los intereses acumulados, lo que permitiría a los Quincoces recuperar el control de los arbitrios de Galicia hasta 1734 aunque fuese en forma de sociedad participada con la Real Hacienda38. Visto el proceso en su perspectiva histórica, la gran beneficiada del litigio de los Quincoces con el Reino de Galicia fue la Hacienda real. El fin del arriendo de los arbitrios de Galicia por Juan de Quincoces coincidió con los levantamientos de Cataluña y Portugal. La Corona echó mano entonces de los ingresos del servicio de Galicia para atender a sus necesidades militares. Podía hacerlo en virtud del «empréstido» de 1636 que la autorizaba a prorrogar los arbitrios hasta que la Corona se hubiese resarcido del cumplimiento de la totalidad del servicio39. A raíz del primer fenecimiento de cuentas, de las que resultaban acreedoras del Reino tanto la Real Hacienda como la Casa de Quincoces, el arriendo de los arbitrios de Galicia pasó a manos de ésta en precio de 36.000 ducados cada año, de los que la mitad quedaría a beneficio de la misma Casa hasta la extinción del referido crédito de cien cuentos con sus intereses. En 1691 los otros 18.000 ducados que correspondían a la Real Hacienda fueron consignados a los asentistas flamencos de la fábrica de jarcia y lona de Sada, situación que se mantuvo hasta la intervención regia sobre el patrimonio de la Casa en 170640.
Notas 1
Por la larga duración del contencioso, que duró más de un siglo, el servicio de los arbitrios de Galicia y sus derivaciones aparece muy diseminado en la amplísima documentación del cuerpo representativo de las ciudades gallegas. En el marco cronológico del presente trabajo se intenta sintetizar de forma concisa la información sobre el tema en su primera época, dispersa en varios
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volúmenes de las Actas de las Juntas del Reino de Galicia publicados bajo nuestra dirección (Santiago de Compostela, Xunta de Galicia, 1994-2005, 15 vol. publicados). La documentación empleada se cita con las correspondientes siglas dentro de su respectivo volumen (en adelante AJRG, I, II, III ..., etc., seguido de la sigla de referencia). Agradezco a mis competentes colaboradores, los historiadores Luz Rama y José Manuel Vázquez Lijó, su larga dedicación e indispensable contribución en la edición de esos quince volúmenes, a lo largo de los años 1994 a 2005. A propuesta del Reino en ternas, obtuvieron las plazas de general y almirante respectivamente los más influyentes en la Corte: don Andrés de Castro y Bovadilla, vástago de una rama segundona de la casa condal de Lemos, y el caballero don Juan Pardo Osorio, castellano del coruñés castillo de San Antón, y a la sazón su capitular en la Junta del Reino (AJRG I, 157-A, 12 diciembre 1628). Uno y otro seguirán desempeñando -y cobrando- sus nombramientos por todo el tiempo de duración de la segunda escuadra. Para la fábrica y guarnición de los seis bajeles convenidos se estimaba que alcanzarían 34.000 ducados (aunque sólo los cuatro construídos por Pardo Osorio en Ribadeo acabarían costando 36.800). El resto del dinero, o parte de él, fue empleado en las fortificaciones coruñesas ante la amenaza de un ataque inglés en 1626. Exceptuada la cantidad necesaria para pagar el asiento de los cuatro navíos que se construían en Ribadeo, el resto del dinero del donativo fue mandado poner a disposición del gobernador, a poder del pagador de la gente de guerra y bajo control del veedor real Diego del Portillo. Por otra cédula real de 1625 se mandó comprar hechos «donde se hallaren» los otros dos navíos que faltaban para completar la escuadra (AJRG I, 3-B, 4-B y 6-B, reales órdenes de julio, septiembre y noviembre de 1625). Pero las gestiones encomendadas al mismo almirante Pardo Osorio para comprar en Vizcaya los dos navíos que faltaban nunca dieron resultado positivo. Sobre otros asientos suscritos por el secretario Quincoces para construir navíos en los astilleros vascos y de las Cuatro Villas cántabras por encargo de la Junta de Armadas, detallada información en CISNEROS CUNCHILLOS, M., El astillero de Colindres. Arqueología y construcción naval, Santander, Universidad de Cantabria, 1997, pp. 70-80 principalmente. Como antiguo secretario de la Junta de Armadas, y luego asentista de la misma, Francisco Quincoces participó también en operaciones de abastecimiento de las armadas que salieron de Galicia en la década de 1630. En fecha 31 enero 1639 el secretario Quincoces firmó asiento por el que se comprometía a proporcionar 812.500 raciones de mar para las flotas de ese año. Tomamos este dato de SAAVEDRA VÁZQUEZ, Mª del C., Galicia en el camino de Flandes. Actividad militar, economía y sociedad en la España Noratlántica, 1556-1648, A Coruña, Ediciós do Castro, 1996, p. 183, nota 121. Sobre el asiento firmado por el Reino con los hermanos Quincoces el 22 de julio de 1634, vid. infra nota 27. El desconocimiento de las interioridades de las cuentas de la escuadra y del contrato de asistencia a la flotilla de navíos arrendados sería el motivo de enviar a Madrid en 1640 al contador Alonso Gómez de Villardefrancos (AJRG IV, 83-D, 26 septiembre 1640). Esa «escuadra» o flotilla duró cuatro años, de 1635 a 1638, y sus últimos restos desaparecieron en el desastre de 1639. En un primer momento estuvo formada por tres urcas arrendadas a particulares más un galeoncete propio del Reino, el «Santísimo Sacramento», hasta que éste se perdió en 1636, embarrancando en la costa de Francia al volver de Flandes (AJRG III, 75-A, 30 julio 1637). En la documentación de las Juntas del Reino de esos años se acreditan al servicio del Reino los siguientes navíos de particulares: la capitana el «León de Noruega», propiedad del hanseático Enrique Blix (o Vilex) de Lübeck; la urca el «Neptuno», propiedad de Roque Sero; el «Profeta Daniel», propiedad del belga o dunquerqués Nicolás Cordes; y el «San Juan Bautista», propiedad del inglés Juan Coque (o Cock) (AJRG III, 194-A, 29 noviembre 1638 a 200-A, 7 diciembre 1638). Aparece también una quinta urca, la «Catalina», propiedad del portugués Antonio Cabral, que participó en la expedición a Flandes de julio de 1635 y se perdió en la costa de Inglaterra ya en el viaje de regreso (AJRG II, 127-A, 19 junio 1635 y AJRG III, 54-D, 24
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octubre 1638). Las urcas arrendadas participaron por primera vez en la expedición a Flandes que partió de la rada coruñesa el 25 de julio de 1635, en la que recibieron su bautismo de la mar los ocho capitanes «entretenidos» de la escuadra de Galicia, entre ellos los dos capitulares de Santiago y Lugo en la Junta, don Jacinto de Ponte y Andrade y don Antonio de Castro y Tovar (AJRG II, 170-A, 27 julio 1635). Permanecieron a sueldo del Reino con cargo a los arbitrios desde el año 1635 hasta el 7 de julio de 1638, en que se incorporaron a la armada de don Juan de Hoces para la desesperada empresa de intentar el desbloqueo de Fuenterrabía frente a las fuerzas navales muy superiores del arzobispo de Burdeos. La capitana el «León de Noruega» y el «Neptuno» desaparecieron junto a otros once navíos españoles en el desastre naval de Guetaria, el 22 de agosto de 1638 (AJRG III, 53-D, Madrid 29 septiembre 1638); pero no así sus dueños, maestres o capitanes que en diciembre de ese mismo año se encuentran en Galicia reclamando lo que se les debía de los tres últimos años servidos con sus navíos (AJRG III, 200-A, 7 diciembre 1638). En cuanto a las urcas «San Juan Bautista» y «El Profeta Daniel» figuran todavía en la relación de barcos de la Gran Armada que en 1639 saldría para Flandes al mando de Oquendo, pero no en la de barcos supervivientes de la misma; de lo que se deduce que perecieron el 21 de octubre de 1639 en el desastre de las Dunas, al que sólo sobrevivió una de las cinco unidades de la nominalmente llamada Escuadra de Galicia. Tomamos este último dato de ALCALÁ-ZAMORA Y QUEIPO DE LLANO, J., España, Flandes y el Mar del Norte (1618-1639). La última ofensiva europea de los Austrias madrileños, Barcelona, Planeta, 1975, pp. 431 y 456. De esa cantidad 230.000 ducados serían para las urgencias inmediatas del rey, 40.000 para construir un fuerte en las islas de Baiona, y los primeros 30.000 para la compra de los barcos (más tarde se hablaría de construirlos); el resto para sostener los gastos del «marinaje» de las tripulaciones y pago de la oficialidad nombrada a propuesta del Reino, por veinte años, a razón de 25.000 ducados cada año. Salen de este modo por suma o adición los famosos 800.000 ducados previstos sobre el papel, a pagar en moneda de vellón (AJRG I, 163-A, 12 julio 1629). Para su percepción el Reino rechazó la fórmula del repartimiento entre los vecinos, «por su desigualdad y dificultad de la cobranza», y acordó que el servicio se percibiese a costa de ciertos gravámenes sobre las exportaciones y el consumo, nueve arbitrios en total (AJRG I, 160-A, 9 julio 1629). El acuerdo de concesión del servicio establecía además un orden de prioridades muy difícil de cumplir: del rendimiento de los arbitrios se habían de sacar primeramente los 30.000 ducados previstos para la compra de los barcos; a continuación los primeros 100.000 de los 230.000 ducados prometidos al rey; pero «en estando formada la Escuadra» se habían de preferir a todo los 25.000 ducados anuales destinados para el «marinaje» y pago de la oficialidad nombrada a propuesta del Reino; a continuación se atenderían el fuerte de Bayona y demás partidas internas; por último los restantes 130.000 ducados para el rey. El servicio pactado y escriturado incluía el gravamen de dos reales en cada fanega de sal que entrase y se consumiese en el reino, que sería el arbitrio de mayor rendimiento, y otros varios recargos sobre el pescado salado y demás mercancías de exportación por tierra o por los puertos gallegos (AJRG I, 163-A y 164-A, 12 y 14 julio 1629). Junta convocada de orden real por el gobernador marqués de Espinardo, en julio de 1629, obedeciendo a convocatoria del fiscal del Consejo José González y bajo presidencia del propio fiscal, para la concesión del llamado «servicio de los 800.000 ducados» para una nueva escuadra (AJRG, I, 158-A a 165-A, Actas de 8 a 19 de julio de 1629). En la sesión del 12 de julio la Junta tenía ya aprobada la concesión del servicio y redactado el extenso memorial de súplicas o «condiciones» para su otorgamiento, entre ellas la anulación de los apeos de tierras realizados por las justicias eclesiásticas y la renovación de los foros (AJRG, I, 163-A, 12 julio 1629). Hecho insólito y sin precedentes igualmente, es el propio fiscal o el Consejo quien designa al escribano de esta Junta, Diego de Vera, escribano de número y contador real en la ciudad de Valladolid (AJRG II, 1-B, 23 enero 1630). Entre las condiciones del servicio quedó sin precisar todo lo relativo a su administración y a las personas que se harían cargo de la recaudación y receptoría, lo que abriría la puerta a la inter-
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vención del fisco. Sólo en el punto cuarto, que trata del dinero para el pago de las tripulaciones, se hace mención de que «la paga» de los 25.000 ducados anuales del «marinaje», y todos los demás pagos necesarios, «ha de correr por mano del Reino y personas que para ello se disputaren»; pero significativamente esta cláusula no pasó a la real cédula de 23 de enero de 1630, que sí transcribe literalmente otras varias condiciones del mismo acuerdo, con lo que este punto careció de toda efectividad. La citada real cédula de aceptación del servicio sustituye la fórmula arriba recogida por esta otra, nada equivalente, «se obiesen de gastar con intervención del mi Consejo y vuestra». Sobre la concesión de los arbitrios y su pliego de condiciones, vid. AJRG I, 163-A y 165-A, 12 y 19 julio 1629. La cédula real de aceptación y confirmación del servicio va fechada en Madrid a 23 de enero de 1630, pero no se comunicó al Real Acuerdo y oidores de la Audiencia, por tanto tampoco a las ciudades gallegas, hasta el 8 de octubre de 1633, estando ya reunida la Junta del Reino convocada para tratar de la compra o «fábrica» de la escuadra. En esa real cédula nada se especificaba sobre el modo de cobranza y administración «del dicho donativo» de los arbitrios; sólo que, conforme a las condiciones señaladas por el Reino, a partir de esa cédula «ha de comenzar a correr y ejecutarse el dicho servicio» (AJRG II, 1-B, 23 enero 1630). La nueva provisión del Consejo proponía gravar más la sal y suprimir los otros arbitrios (AJRG II, 3-B, 20 marzo 1630). Todos los procuradores se mostraron conformes en quitar los arbitrios sobre los lienzos, vinos, pescados frescos, ganados y carnes, por la dificultad de su cobranza, y en general los de todos los géneros que salían por puertos secos, dejando sólo los de puertos mojados; pero no hubo la misma unanimidad en subir el precio de la sal, con lo que al final los nueve arbitrios se quedaban reducidos a tres, sin aumento de la sal, que era lo contrario de lo que la provisión buscaba. Los capitulares fueron todos de voto «que en cada hanega de sal se impongan dos reales para dicho servicio, y si fuere necesario la sardina y el azúcar se quedará en la forma que está impuesto, quitando los demás arbitrios», y nada más; la propuesta no tuvo efecto (AJRG II, 12-A y 15-A, mayo 1630). El único beneficio obtenido por la Junta de 1630 sobre los arbitrios fue autorizarla al envío a Madrid con cargo a los mismos del capitular de Lugo don Antonio de Castro y Tovar, con plazo de tres meses para negociar el asiento de la nueva escuadra (AJRG II, 8-A, 26 febrero 1630). Semanas después se extendería otro poder al almirante Pardo Osorio para el mismo objeto, se sobreentiende que también con cargo a los arbitrios (AJRG II, 8-C, 8 mayo 1630). Asimismo el acuerdo final de la Junta de 1630 al disolverse da a entender que, por primera vez y excepcionalmente, se esperaba cobrar los salarios y gastos de los capitulares y escribano de las Juntas de 1629 y de 1630 con cargo a lo recaudado o que se esperaba recaudar de los arbitrios, tal como les había prometido el fiscal José González (AJRG II, 14-A, 6 mayo 1630). La Junta de 1633 fue convocada por real cédula de febrero de ese año para tratar asuntos referentes a la escuadra, y con la finalidad de «ganar tiempo en la fábrica y composición de ella», pero no se reuniría hasta el 30 de septiembre (AJRG II, 5-B, 12 febrero 1633). En los meses intermedios se firmó el asiento con el Reino y se meditaba de dónde obtener el dinero para adquirir los nuevos barcos, toda vez que el de los arbitrios estaba siendo destinado a otras iniciativas. Disconforme de haber perdido los arbitrios, ya en 1632 la Junta había escrito al fiscal José González pidiendo la administración de los mismos, «para que esto se dé al Reino, porque lo demás es desaire» (AJRG II, 28-A, 7 agosto 1632). Después de firmado el asiento de 5 de abril de 1633, y al quedar encargado de la adquisición de los barcos, el Reino insistió vanamente en pedir la administración de los arbitrios, tal como decía haber reservado para sí en lo capitulado en la Junta de 1629, porque «al de presente se halla sin ella, y ni aún se sabe lo que ha procedido» (AJRG, II, 40-A, 4 octubre 1633; instrucciones a Pardo Osorio de pedir la administración, ídem, 6-D, 9 octubre 1633). La primera expedición fue la de Miguel Jacobsen en marzo de 1631 para transportar 1.300 soldados a Mardick; seguida en octubre de la del almirante Ribera que llevó a Mardick 4.000 soldados españoles y considerables sumas de dinero. Sobre las expediciones navales salidas de
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Galicia con destino a Flandes y aprestadas en la rada coruñesa en la década de 1630, vid. SAAVEDRA VÁZQUEZ, op. cit., pp. 157 y ss. Más noticias en ALCALÁ-ZAMORA, op. cit., pp. 328 y ss. Los dos comisionados, don Antonio de Castro Tovar y don Juan Pardo Osorio, habían sido enviados a la corte en febrero y mayo de 1630 respectivamente. Allí permanecieron, al menos Pardo Osorio, a disposición de la Junta de Armadas sin que conozcamos la inversión de su tiempo hasta abril de 1633. El asiento firmado por ambos el 5 de abril de 1633 no lo conocemos, pues no se transcribe in extenso entre la documentación de las Juntas, a pesar de que el contenido de sus 44 artículos fue minuciosamente discutido en las Juntas de octubre de ese año (AJRG, II, 36-A a 40-A, 1 a 4 octubre 1633). Su contenido se recoge sin embargo en documentación posterior. Por el art. 1º y principal el Reino se obligaba a fabricar a su costa ocho galeones y un patache, con un total de 3.420 toneladas, que servirían para limpiar las costas del Reino por tiempo de seis años (1635-1640). Al término de los seis años podría el Reino venderlos, con opción al rey si fuesen de provecho para la carrera de las Indias. Por el art. 2º el Reino se obligaba a dar al monarca en cada uno de los seis años 25.000 ducados de lo procedido de los arbitrios para el pago de la marinería y sustento de dicha escuadra. El art. 25 preveía que la pérdida de cualquiera de los navíos en acción de guerra («peleando») sería por cuenta de la Real Hacienda, y si fuese por temporal u otro accidente la pérdida se imputaría por mitad a la Real Hacienda y al Reino, prorrogándose en tal caso los arbitrios el tiempo necesario para suplirlo (AJRG III, 53-D y 54-D, 29 septiembre y 24 octubre 1638). Corriendo todavía los arbitrios bajo administración regia, la Junta fue autorizada o requerida a gestionar la adquisición de los navíos, ya que en octubre de 1633 otorga poderes separados a don Juan Pardo Osorio, regidor coruñés y «Almirante de la Escuadra», y a don Andrés de Castro y Bovadilla, «Capitán General de la Escuadra de Galicia», para hacer diligencias en puertos portugueses y vascos para su compra, «librando la paga en los arbitrios y obligando los dichos arbitrios caídos y que fueren cayendo, sin que en ningún caso ni en tiempo alguno se llegue a hacer repartimiento entre los naturales» (AJRG, II, 24-C y 26-C, 7 y 8 octubre 1633). La intervención de don Andrés de Castro se redujo a la compra del ya mencionado galeoncete «Santísimo Sacramento» en el puerto de Viana. Los tratos de Pardo Osorio con Enrique Sinel sobre la compra de los demás navíos duraron meses y en ellos anduvo metido desde el primer momento Francisco de Quincoces (AJRG II, 13-D, 23 julio 1634). Antes de concluir el año 1634 el Reino había desistido ya de llegar a un acuerdo con «los Sineles», y así, por consecuencia, «ha sido fuerza apelar para Francisco de Quincoces, que ofrece tomar por su cuenta la fábrica en conformidad del asiento de don Martín de Arana» (AJRG II, 14-D, 5 noviembre 1634). La cédula de 20 de diciembre de 1634, fruto de varias negociaciones anteriores, entregaba los arbitrios al Reino «para la fábrica y composición de la escuadra con que se obligó a servir por el asiento de 5 de abril de 1633»; pero sólo por pura formalidad, ya que al Reino no se le permitió la cobranza ni su arriendo directo, y sólo por el tiempo preciso «hasta que los hubiese de haber Juan de Quincoces conforme a su asiento» (AJRG II, 129-A y 217-A, 20 junio 1635 y 21 enero 1636). Por otra real cédula de la misma fecha dirigida al alcalde mayor Lezama se autorizaba a Pardo Osorio a percibir con cargo a los arbitrios su sueldo de almirante de los últimos cuatro años «sin embargo de que ha estado en esta Corte». Esta segunda cédula viene a ser un reconocimiento de que en todo ese tiempo Pardo Osorio permaneció en Madrid más como asesor de la Junta de Armadas que como agente del Reino que le pagaba su sueldo y estancia (AJRG, II, 7-B, 20 diciembre 1634). En 1631 no hubo Juntas o no interesó convocarlas. Las dos Juntas de febrero de 1632 y de julioagosto del mismo año se disuelven sin tomar ningún acuerdo sobre el pago de los salarios y gastos a los capitulares: se deja en silencio, en espera de lo que el Consejo decida sobre los arbitrios (AJRG II, 18-A y 32-A, 9 febrero y 26 agosto 1632). En 1633 continúa la misma situación anterior: la Junta se disuelve sin tomar ningún acuerdo sobre este tema (AJRG, II, 47A, 10 octubre 1633). Curándose en salud, los procuradores solicitan al Consejo que se paguen los salarios por repartimiento: envían a la corte al regidor de Lugo Gonzalo Sánchez de Boado
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con encargo de traer provisión del Consejo para repartir los salarios (AJRG, II, 41-A, 5 octubre 1633). A partir de la de 1633 se documenta el primer libramiento de las Juntas con cargo a los arbitrios: mil ducados a su comisionado en Madrid don Juan Pardo Osorio, y por a éste haberle parecido pocos, otros mil ducados más «porque es fuerza tenelle contento y satisfecho en algo» (AJRG, II, 45-A, 8 octubre 1633). En diciembre del siguiente año vendría de la Junta de Armadas la cédula real que reconocía al mismo Pardo Osorio el derecho a cobrar con cargo a los arbitrios su sueldo de almirante, además de los salarios por su estancia en la Corte, a la que se encargaría de dar cumplimiento el propio superintendente (AJRG II, 7-B, 20 diciembre 1634 y 118-A, 10 junio 1635). En abril se crea la Diputación del Reino, formada por los regidores procuradores de Coruña y Betanzos: se les asignan cien ducados anuales a cada uno y treinta al escribano «de lo procedido de los arbitrios y que procediere» (AJRG II, 72-A, 27 abril 1634). El gobernador no autorizó en cambio la pretensión de Ponte y Andrade de enviar dos diputados a Madrid (uno de ellos él mismo) a gestionar una revisión de las condiciones de la escuadra, con anticipo de seiscientos ducados a cada uno con cargo a los arbitrios (AJRG II, 73-A, 28 abril 1634). Libranza primera para el pago de los salarios y gastos de la Junta de 1634; se libran por este concepto 27.027 reales sobre el arquero de los arbitrios (AJRG II, 73-A, 28 abril 1634). Libranza segunda de 2.275 reales despachada en mayo por el mismo concepto. Los salarios acostumbrados de los procuradores de las Juntas eran de mil maravedís al día (dos ducados y dos tercios de otro) por el regidor, paje o criado y mula. Los salarios de los comisionados a Madrid eran por ese tiempo de cuatro ducados al día. El salario más común de un maestro artesano de la época era de un tercio de ducado y el de un oficial de un cuarto de ducado al día. Ambas libranzas se expiden sobre el capitán Miguel Ordóñez, en calidad de «arquero y fiel de los arbitrios de la ciudad de Betanzos» (AJRG II, 88-A, 10 mayo 1634). El regidor compostelano don Jacinto Ponte y Andrade y el coruñés Antonio de Castañeda y Peñamil informan al Gobernador de su decisión de enviar dos capitulares a la corte con cargo a los arbitrios, y por término de cuatro meses, dándolo como cosa hecha. Piden que se suspendan los salarios a los ministros (el general de la Escuadra, varios capitanes y el sargento mayor) que llevaban varios meses gozándolos sin existir los barcos, y en los que se estaban gastando «sin fruto alguno, más de cinco o seis mil ducados en cada un año». El gobernador les da a entender que están empleados a su servicio en la preparación de las Armadas que convienen al real servicio. Los regidores exigen «que se cometa al Reino el tomar la cuenta de los administradores de dichos arbitrios, para poder tener la noticia, que no tiene, de la cantidad que dellos ha procedido y ... averiguar los fraudes que en la dicha administración hubiere habido» (AJRG, II, 68-A y 72A, 25 y 27 abril 1634). El licenciado Antonio de Lezama, alcalde mayor de la Audiencia, fue nombrado superintendente de los arbitrios en 1634, en fecha que no podemos precisar. La real cédula de diciembre de ese año que autorizaba a Pardo Osorio a cobrar con cargo a los arbitrios su sueldo de almirante va dirigida al alcalde mayor Lezama como superintendente de los arbitrios y persona autorizada a librar el dinero (AJRG II, 7-B, 20 diciembre 1634). Pero Lezama era ya superintendente varios meses antes, como se ve por las gestiones que el Reino trataba de realizar en Madrid, a través del mismo Pardo Osorio, para que el superintendente de los arbitrios no pusiese dificultades al Reino y le librase lo necesario para la fábrica o compra de los bajeles y «salarios de diputados» (AJRG II, 12-D, 9 julio 1634). Seguía siéndolo en mayo de 1635, en que pone a disposición del Reino 8.000 ducados de arbitrios que había disponibles en la villa de Pontevedra para cumplir al secretario Quincoces las pagas de la fábrica de los navíos, «conforme al contrato que con él hizo el Reino» (AJRG II, 92-A, 16 mayo 1635). Dejó de serlo en junio o julio de ese mismo año, un año después de haberse firmado el arrendamiento de los arbitrios a Juan de Quincoces (22 de julio de 1634); en junio de 1635 se habla de la superintendencia de los arbitrios como cosa fenecida y se pide que Lezama «mande desembargar al Reino todo lo procedido de dichos arbitrios, para poder cumplir con el contrato hecho con Francisco de Quincoces» (AJRG II,
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129-A, 20 junio 1635). En 1636 el alcalde mayor Lezama hablaba de embargar al depositario de los arbitrios por 4.000 reales que pretendía corresponderle por haber desempeñado la superintendencia (AJRG II, 302-A, 7 julio 1636). En ese mismo año la Junta acabaría librándole sobre lo procedido de los arbitrios «los 4.000 reales de ayuda de costa que pretende por haber sido superintendente de dichos arbitrios» (AJRG II, 332-A, 4 agosto 1636). En 1634 Diego de Vera reaparece en Galicia con comisión de Su Majestad (casi siempre en la villa de Pontevedra). En julio de 1634 la Junta del Reino tenía noticia de su inmediato retorno en comisión a Galicia y encargaba a Pardo Osorio que hiciese lo posible por «recusar» su nombramiento (AJRG II, 12-D, 9 julio 1634). Consta que al menos entre enero y mayo de 1635 permaneció en la villa de Pontevedra tomando la cuenta a los fieles y corredores de los arbitrios (AJRG II, 15-D y 92-A, 4 enero y 16 mayo 1635). Vera desaparece de escena como veedor de los arbitrios a finales de ese mismo año, ya que en diciembre del mismo el capitán Miguel Ordóñez se estaba ocupando en «cobrar los alcances que el contador Diego de Vera había hecho a las personas que administraron los arbitrios deste Reino» (AJRG II, 180-A, 14 diciembre 1635). En enero del siguiente año aparece Francisco de Mena Valecillo, regidor de Pontevedra y administrador de los arbitrios en el distrito de esta villa, como encargado de proseguir la toma de cuentas que venía llevando el contador Diego de Vera y como depositario de los papeles de las diligencias llevadas a cabo por el contador (AJRG II, 199-A y 216-A, 4 y 20 enero 1636). En la documentación de los años 1635 y siguientes menudean las noticias sobre los morosos ejecutados por el veedor Diego de Vera, con confiscación de sus bienes en algún caso. Entre los ejecutados por el veedor Vera en razón de la administración de los arbitrios de su distrito figuran dos antiguos capitulares de las Juntas, don Antonio de Luna y Lobera, regidor de Betanzos, que resultó alcanzado en cuantía de unos diez mil reales, y don Francisco de Pazos Figueroa, regidor de Tuy, alcanzado en cuantía de unos treinta mil reales, más otros cinco mil de salarios a Diego de Vera. Tanto Luna como Pazos fueron encarcelados en el castillo de San Antón. El caso más lastimoso es el del regidor Francisco de Pazos, cuyos bienes fueron embargados, rematados en subasta y su viuda lastimosamente reducida a mendicidad (AJRG II, 282-A, 19 junio 1636 y AJRG IV, 62-A, 17 diciembre 1640). En una relación del contador de la razón Andrés Delgado, dada por los tiempos del primer fenecimiento de cuentas (circa 1682), o inmediatamente antes, se evalúa el rendimiento de los arbitrios de los cuatro años en 46.974.374 maravedís (125.265 ducados); esto es, a razón de unos 30.000 ducados anuales, cifra no muy discordante con las que los arbitrios alcanzaron en años posteriores. De ese total habría percibido el Reino según dicha relación un total de 14.666.359 maravedís (39.110 ducados). A efectos del fenecimiento de cuentas, esta cantidad se anotaba en el debe del Reino y la diferencia entre ambas cifras se anotaría en el debe de la Hacienda real. Hay que percatarse de que en la cuenta del contador de la razón se integran sin duda como ingresos de los años 1630 a 1634, aunque ingresadas más tarde, las partidas atrasadas que Diego de Vera recuperó de manos de morosos en su comisión de los años 1635 y 1636. Siendo así, de ellas deberían deducirse los salarios del veedor, que desconocemos. Andrés Delgado aparece por 1677-1679 como escribano real del Consejo y Contaduría Mayor de Hacienda, y luego como contador de la razón (AJRG IX, 11-B, 9 septiembre 1677 y AJRG X, 1-B, 15 julio 1678). Las partidas de gasto que hemos podido localizar dispersas en la documentación publicada de esos cuatro años totalizan la suma de 36.757 ducados. En ese total entra como partida más gruesa los más de 21.600 ducados que montaban los cuatro años de salarios al general, capitanes y sargento mayor de la todavía inexistente escuadra, a razón de 5.400 ducados al año (AJRG II, 156-A, 16 julio 1635); y entran también los 3.000 ducados del sueldo de almirante que Lezama pagó de una sola vez a Pardo Osorio en virtud de real orden de la Junta de Armadas (AJRG II, 7-B, 20 diciembre 1634 y 156-A, 16 julio 1635). Entran aparte los 2.000 ducados que la Junta libró a Pardo Osorio en 1633 en razón de salarios de su larga estancia en Madrid y para «tenelle contento» (AJRG, II, 45-A, 8 octubre 1633), más otros 4.000 reales atrasados que otra Junta le libró más tarde (AJRG II, 103-A, 28 mayo 1635), más otros 1.000 ducados que Lezama
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le libró por el mismo motivo (AJRG II, 118-A, 10 junio 1635). Deben entrar igualmente los 3.000 ducados que consta que el Reino libró de los arbitrios al capitular de Lugo don Antonio de Castro y Tovar por su larga estancia en la corte para negociar el asiento de base de la escuadra, firmado en Madrid el 5 de abril de 1633 (AJRG II, 15-D, 4 enero 1635). Entran también los 2.664 ducados satisfechos de los arbitrios por los salarios y gastos de la Junta de 1630, más al menos otros tantos de las Juntas de 1629 y 1630, que no se precisan, y que juntos todos ellos pasarían ampliamente de los 5.000 ducados (AJRG II, 73-A y 88-A, 28 abril y 10 mayo 1634). Como partidas menores entran asimismo los 230 ducados de gratificación a los miembros de la Diputación del año 1634, más los 4.000 reales de gratificación al alcalde mayor Lezama por el desempeño de su superintendencia (AJRG II, 118-A y 332-A, 10 junio y 4 agosto 1635). Finalmente, entran también los 200 ducados dados de gratificación a Diego de Vera por su asistencia a la Junta de 1629, pagaderos «de los primeros que salieren y procedieren del servicio de los arbitrios» (AJRG I, 159-A y 50-D, 8 y 19 julio 1629). El asiento entre el rey el Reino para adquirir «por compra o por fábrica» los navíos con cargo a los arbitrios se capituló en Madrid en 5 de abril de 1633, como queda dicho. Contemplaba la formación de una escuadra de ocho galeones y un patache, con un total de 3.420 toneladas, que habían de servir «para limpiar las costas del Reino y acudir a las demás cosas en que Su Majestad fuese servido de emplearlos». El dinero se tomaría en principio de «lo procedido y que fuese procediendo» de los arbitrios. El dinero en depósito debía ser entonces muy poco o nada, ya que entre los capítulos del asiento se preveía igualmente que el rey pudiera dar licencia para repartir entre los naturales «lo que fuere menester para la fábrica de los bajeles», como así acabaría haciéndose en 1636 (AJRG III, 1-B, 29 agosto 1636). Asiento otorgado por los procuradores de las siete ciudades gallegas con el secretario Francisco de Quincoces, en nombre y con poder de su hermano Juan de Quincoces, para el aprovisionamiento en víveres y gente de mar de los navíos de la escuadra que debía entregarle Enrique Sinel. Juan de Quincoces se comprometía a pagar los gastos del hospital de la Escuadra, los salarios y gastos de las Juntas y los de la Diputación del Reino que acababa de nombrarse en abril de 1634. Por el art. 11 de la misma escritura el Reino autorizaba al asentista a gozar el arrendamiento de los arbitrios en el precio convenido de 38.200 ducados anuales y a percibir además las «consignaciones» fijadas por el rey para ayuda del sustento de la escuadra. Por el art. 13 Juan de Quincoces se obligaba a pagar los gastos y salarios de los diputados todas las veces que el Reino se juntase para tratar de las cosas de la Escuadra. La duración del asiento sería por seis años, de enero de 1635 a diciembre de 1640. Al fallar los tratos con Enrique Sinel, este asiento, firmado en 22 de julio de 1634, por escritura pasada ante el escribano coruñés Domingo Fandiño, se aplicaría luego en su integridad al mantenimiento de la flota de cuatro navíos arrendados a particulares (AJRG V, 161-D, s.l., s.a. [año 1650]). Complemento del contrato anterior sería el poder otorgado por el Reino a Juan de Quincoces, «para que pueda cobrar las consignaciones que Su Majestad tiene mandado librar para el armamento, apresto, conservación y sustento de la Escuadra de galeones»; todo ello en conformidad con la escritura de asiento arriba citada (AJRG III, 7-A, 31 octubre 1636). En junio de 1635 la Junta se queja aún de que el alcalde mayor Lezama tiene decretos firmados para controlar toda la recaudación y pagos de los arbitrios, se supone que por orden de la Junta de Armadas o del fiscal José González. Lezama advierte al escribano de la Junta que el empleo del dinero de los arbitrios «había de correr por su persona, y no por la del Reino» (AJRG II, 118A, 10 junio 1635). Por este tiempo el capitán Miguel Ordóñez actúa ya en funciones de depositario del Reino. Los salarios y gastos de la Junta de 1634 se libraron sobre el capitán Ordóñez, todavía en su calidad de «arquero» de los arbitrios de la ciudad de Betanzos, nombrado por Diego de Vera (AJRG II, 73-A y 88-A, 28 abril y 10 mayo 1634). En mayo de 1635 el mismo capitán Ordóñez aparece como «depositario de los arbitrios nombrado por el Reino», en carta que escribe a éste desde Pontevedra adonde había sido llamado por Diego de Vera para rendir cuentas de su arquería de los arbitrios de Betanzos (AJRG II, 94-A, 19 mayo 1635). Fue nom-
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brado depositario del Reino, con salario de 2.500 reales al año, en poder que se le extendió por un año en enero de 1635. Deja de serlo en julio de 1636 en que se le revoca el poder como depositario dado un año antes, es llamado por la Junta a rendir cuentas de los dineros que entraron en su poder y se le exige la suma de 11.000 reales en que resultó alcanzado (AJRG II, 301-A, 6 julio 1636). En junio de 1636 aparece ya como administrador de los arbitrios Juan de Garrástegui, «en nombre de Juan de Quincoces y Francisco de Quincoces su hermano» (AJRG II, 301-A y 34-D, 6 julio y 21 junio 1636). En el tiempo de su depositaría, las Juntas despacharon libranzas sobre el capitán Miguel Ordóñez y contra los arbitrios por valor de más de 50.000 reales para pagos que nada tenían que ver con la fábrica de los navíos. Incluyen, entre otras, libranza de 4.000 reales a favor de Pardo Osorio como parte de los salarios de su estancia en Madrid (AJRG II, 103-A, 28 mayo 1635); libranza de 8.000 reales a favor de don Andrés de Castro, por cuatro meses del sueldo de general de la escuadra que se le debían del año 1634 (AJRG II, 161-A, 21 julio 1635); libranza de 982 ducados para el pago de seis meses de sueldo a los ocho caballeros «entretenidos» de la escuadra nombrados a propuesta del Reino (entre ellos los propios capitulares de Santiago y Lugo, don Jacinto de Ponte y Andrade y don Antonio de Castro y Tovar, que habían participado en la expedición a Flandes realizada en 1635), a razón de 25 escudos al mes cada uno (AJRG III, 217A, 21 enero 1636); libranza de 9.640 reales por cuatro meses de sueldo que se debían a los capitanes de la escuadra hasta fin del año 1634 (por esta regla los sueldos de los capitanes salían en 2.629 ducados al año, vid. AJRG II, 160-A, 20 julio 1635). Incluyen también libranza de 18.013 reales por salarios y gastos de la Junta de 1635 (AJRG II, 164-A, 24 julio 1635). Las libranzas de las dos Juntas reunidas en mayo y octubre de 1636, por importe de 17.252 reales y de 10.408 reales respectivamente, se despachan ya sobre Juan de Garrástegui (AJRG II, 333-A, 5 agosto 1636 y AJRG III, 35-A, 25 noviembre 1636). Al expirar el año 1635, y así anualmente de 1635 a 1638 al menos, la Junta expedía sobre el depositario de los arbitrios libranza de 8.818 ducados a favor de Juan de Quincoces por el concepto de «mermas, corrupciones y desperdicios» de los bastimentos de los cuatro navíos que navegaron en esos años (AJRG II, 217-A, 21 enero 1636; AJRG III, 54-D, 24 octubre 1638). De 1635 a 1639 los salarios y gastos de las Juntas se libraron igualmente sobre los arbitrios arrendados a Juan de Quincoces, a saber: libranza de 18.013 reales por los de la Junta de 1635 (AJRG II, 164-A, 24 julio 1635); libranza de 17.252 reales por los de la Junta de julio de 1636 (AJRG II, 333-A, 5 agosto 1636); libranza de 10.408 reales por los de la Junta de octubre de 1636 (AJRG III, 35-A, 25 noviembre 1636); libranza de 8.585 reales por los de la Junta de julio de 1637 (AJRG III, 115-A, 10 agosto 1637); libranza de 13.952 reales por los de la Junta de octubre de 1637 (AJRG III, 160-A, 18 diciembre 1637); libranza de 2.670 reales por los de la Junta de junio de 1638 (AJRG III, 189-A, 21 julio 1638); libranza de 6.284 reales por los de la Junta de diciembre de 1638 (AJRG III, 216-A, 31 enero 1639); libranza de 1.559 reales por los de la Junta de 1639 (AJRG III, 239-A, 1 abril 1639). Suman las libranzas por salarios y gastos de los cinco años 78.723 reales, equivalentes a unos 1.500 ducados al año. La libranza de 1635 se expide todavía sobre el capitán Miguel Ordóñez; las siguientes sobre Juan de Garrástegui. Antes de finalizar el arriendo de Juan de Quincoces, en 1640 comienzan ya las dificultades para el pago de este concepto: la Junta reunida en enero de 1640 pide al Real Acuerdo que dicte provisión para poder despachar libranza sobre el arrendatario por las dos terceras partes de los salarios de esta Junta, y el tercio restante a repartir entre las provincias (AJRG IV, 45-D, 23 febrero 1640). En 1640 se hace el prorrateo de los salarios y gastos de la Junta reunida en abril, para repartir en su totalidad entre las provincias (AJRG IV, 68-D, 12 mayo 1640). Una vez arrendados los arbitrios a los Donises, se establece la que será la práctica habitual, el repartimiento entre las provincias. En ese mismo año los capitulares de la Junta de 1641 otorgan poder al contador Alonso Gómez de Villardefrancos para gestionar en Madrid provisión del Consejo que autorice a repartir los salarios y gastos de las Juntas entre las siete ciudades y sus provincias (AJRG IV, 210-D, 2 julio 1641).
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En enero de 1635 se convino con Francisco de Quincoces el primer asiento para la construcción de la escuadra de ocho galeones y un patache, bajo las condiciones pactadas en 15 artículos. El art. 10 estipulaba que Quincoces daría los referidos navíos en abril de 1636, «o antes a su voluntad». El convenio negociado durante semanas con el secretario Quincoces fijaba el arqueo de 3.420 toneladas, a razón de 30 ducados la tonelada, pagados los dos tercios en plata y un tercio en vellón, que era el precio convenido en el asiento de don Martín de Arana (AJRG II, 14D, 5 noviembre 1634). El primer asiento para la fábrica de los galeones se firmó el 30 de enero de 1635 ante el escribano coruñés Francisco Pulleiro (AJRG VI, 90-D, 11 junio 1650). Amplio detalle del articulado del asiento en AJRG V, 161-D, s.l., s.a. (año 1650). El «asiento de don Martín de Arana» se refiere al de la construcción de la escuadra de las Cuatro Villas de la Costa de la Mar (Cantabria), firmado en agosto de 1632, que sirvió de modelo a los de Quincoces y a otros asientos realizados en aquellos años de euforia de construcciones navales. Poco antes, hacia 1630, don Martín de Arana, corregidor de las Cuatro Villas, había construído en el astillero de Colindres, por asiento para la Junta de Armadas, los cuatro galeones llamados «los Cuatro Evangelistas». CISNEROS CUNCHILLOS, op. cit., pp. 70-77. El intento de buscar dinero a censo de particulares con los arbitrios como finca para hacer frente a las pagas a Francisco de Quincoces (los 14.000 ducados del primer plazo vencidos a fines de marzo y los 20.000 ducados del segundo plazo que vencían a fines de mayo, y así sucesivamente varias pagas más) no produjo apenas ningún resultado, solamente 2.000 ducados prestados por un incauto de nombre Alonso Lema de Berdoias, padre del arcediano de Trastámara (AJRG II, 97-A, 22 mayo 1635; ídem, 324-A, 28 julio 1636). Y en cuanto al repartimiento que finalmente hubo que hacer entre los vecinos, sólo sería autorizado un año más tarde, y se reduciría a 18.000 ducados solamente al carecer del Breve pontificio para extenderlo al estado eclesiástico (AJRG III, 1-B, real cédula de 29 agosto 1636). Aprobación y firma del nuevo contrato con el secretario Quincoces, de 16 de enero de 1636, cuya escritura original queda en poder del escribano de la Junta, Antonio de Sea Mariño (AJRG II, 212-A, 16 enero 1636). Sin modificar el precio del asiento de don Martín de Arana, con el 24 por ciento del premio de la plata, más el 6 por ciento del costo de la conducción, los 30 ducados por tonelada pasaban a valer con los recargos 40 ducados por tonelada. De este modo las 3.420 toneladas pasaban de costar poco más de 100.000 ducados a costar algo más de 135.000 ducados, además de los intereses del ocho por ciento por la demora en el pago de los libramientos. El texto declara que el nuevo contrato se hace «respecto de que el Reino no se halla con la cantidad de dinero que tiene obligación de pagar por los contratos que hizo... en razón de la fábrica, sustento y conservación de la escuadra». Por ese mismo motivo, el Reino se comprometía a pedir al Consejo autorización para el repartimiento de 30.000 ducados en moneda de vellón «para en parte del pago de lo que hubiere de haber por la fábrica» (AJRG III, 1-B, 29 agosto 1636). La cesión por cuatro años de los 25.000 ducados del «marinaje» con destino a la fábrica sería concedida al Reino por real cédula de 14 de junio de 1636, pero «por vía de empréstido» y no de dádiva; es decir que esta cesión no saldría gratis al Reino, como más tarde se verá (AJRG II, 309-A, 13 julio 1636). En 1637 de orden real el gobernador reclamaba perentoriamente a la Junta 6.000 ducados para pagar a la gente de mar, responsabilizando de su pago al Reino y no al asentista de la escuadra. «El Reino es con quien Su Majestad contrató y el que goza los arbitrios y el que hizo asiento con Quincoces y el inmediatamente obligado a todos estos daños y satisfacción de ellos» (AJRG III, 11-D, 18 julio 1637). Otras libranzas de diverso tipo subsisten por todo el tiempo que Juan de Quincoces tuvo el arrendamiento de los arbitrios. En 1638 la Junta acuerda librar 2.869 reales sobre los arbitrios al licenciado Rodrigo Colmelo, capitular por Betanzos, como salario de 130 días que se ocupó de los negocios del Reino en Madrid (AJRG III, 191-A, 23 julio 1638). La gestión económica se complica todavía con las libranzas emitidas sobre el arrendatario para pagar, de orden de la Junta de Armadas, los fletes atrasados a los dueños de los navíos arrendados a particulares, que al menos formalmente pagaba el Reino, y que en 1638 ascendieron a
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111.079 reales, lo que supone la cuarta parte del valor del arriendo de los arbitrios de ese año (AJRG III, 200-A, 7 diciembre 1638). Sobre el estado ruinoso y tétrico del hospital de San Andrés, u hospital de la Escuadra, vid. inventario en AJRG III, 128-A, 4 noviembre 1637. En julio de 1637 la Junta dedica varios días a reunir y examinar diversa documentación referente a cantidades percibidas por los hermanos Quincoces por el asiento de los navíos, pertrechos y bastimentos (AJRG III, 79-A y ss., 1637). Relación de «lo que se pudo averiguar» de las cantidades libradas al secretario Quincoces hasta julio de 1637: de creer a esta relación, las cantidades percibidas por Quincoces con destino a la fábrica sumarían a esa fecha 816.492 reales, equivalentes a unos 75.000 ducados; más de la mitad del importe de la fábrica, cuando todavía ni un solo casco había sido botado al agua. De esa suma las cantidades libradas en el año 1635, o correspondientes a dicho año, hacían el total de 674.378 reales, equivalentes a más de 60.000 ducados supuestamente librados sobre los arbitrios que administraba ya Juan de Quincoces en el año 1635. Las cuentas parecen un tanto ilusorias, ya que están formadas a base de cargo sin data. Los capitulares encargados de rehacerlas reconocen el «enfado y trabajo» de su reconstrucción, por la falta de libro de razón «en que se armase cuenta y se fuesen anotando las partidas» (AJRG III, 106-A, 31 julio 1637). A raíz de esto se encargó llevar las cuentas al escribano de guerra Juan de Becerra Piñeiro (AJRG III, 111-A, 6 agosto 1637). Pero tampoco con esto se puso orden en las cuentas, ya que un año más tarde se mandaba al escribano de la Junta hacer un «libro blanco» para llevar la cuenta de la hacienda del Reino y la copia de las libranzas que se despacharen: hay que deducir de ello que hasta 1639 al menos las Juntas no conocían el estado real de sus cuentas, ni tampoco lo sabrían más tarde (AJRG III, 198-A, 4 diciembre 1638). De la imprecisión y escasa solvencia de las cifras que manejaban los capitulares vale como ejemplo el del procurador coruñés Antonio Guillamás, quien en 1638 afirmaba que de arbitrios y repartimiento llevaban recibidos los Quincoces «pasa de 150.000 ducados», y sólo un mes más tarde cifraba lo gastado en la escuadra en «más de 500.000 ducados», dos evidentes exageraciones (AJRG III, 201-A y 215-A, 10 diciembre 1638 y 29 enero 1639). En 1640, próximo a fenecer el arriendo de Juan de Quincoces, el Reino reconocía de hecho su desinformación al enviar a Madrid al contador Alonso Gómez de Villardefrancos con el objeto de documentarse y de averiguar ante quién y en qué términos se había hecho el arriendo de los arbitrios y el contrato de asistencia a la escuadra de navíos arrendados (AJRG IV, 83-D, 26 septiembre 1640). Dos años antes de concluir el asiento, el secretario Quincoces notificaba al Reino la intención de su hermano Juan de renunciar al arriendo, a su expiración en 1640, por haber tenido «más pérdida que beneficio con el asiento de los arbitrios». Pretendían una baja del actual arrendamiento «por haber cesado el comercio por las guerras de Francia y no haber venido azúcar del Brasil por haberse perdido aquel Estado». El asiento había sido concertado entre los Quincoces y la Junta del Reino; no obstante pretendían que el rey les había de hacer baja en el arrendamiento «como se ha hecho con todos los demás arrendadores de puertos secos, diezmos de la mar y almojarifazgos y todas demás rentas que consisten en el libre trato» (AJRG III, 54-D, Madrid 24 octubre 1638). Juan de Quincoces fundamentaba la baja por «no haberse cumplido lo que se capituló» (AJRG V, 12-D, 23 marzo 1642). En un memorial posterior del mismo arrendatario se añade que según las averiguaciones mandadas hacer por el gobernador marqués de Mancera «los arbitrios tuvieron de baja 21.441.234 maravedís [57.176 ducados] por no haberle cumplido ninguna de las condiciones con que se arrendaron, que se ha de bajar esta cantidad de todo lo que montó el arriendo». Real o supuesta, «la baja» parece estimativa o especulativa, y tal vez forzada, ya que supone justamente un 25 por ciento del valor convenido del arriendo (AJRG V, 161-D, s.l., s.a. [año 1650]). En el mismo mes de octubre de 1638, nada más enterarse de que el arriendo de los arbitrios no sería renovado, por primera vez la Junta pide al secretario Quincoces cuenta del dinero recibido para la fábrica de los galeones. El secretario responde que ajustará las cuentas una vez entregados los cuatro galeones que todavía siguen en fábrica (AJRG III, 55-D, Madrid 27 octubre 1638). En diciembre del mismo año, cuando faltaban todavía dos para finalizar el arriendo, los
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procuradores piden a Juan de Quincoces que rinda cuentas del dinero que tiene cobrado «de los arbitrios y consignaciones y gastado en el sustento de la Escuadra». Piden también fianzas para lo de adelante (AJRG III, 201-A, 10 diciembre 1638). El arrendatario responde «que no tiene obligación de dar cuentas hasta que se fenezcan los seis años de su asiento, y que él tiene dado las fianzas en el Tribunal de Cuentas, donde las ha de dar de todo fenecido dicho asiento» (AJRG III, 63-D, 27 enero 1639). Finalizados los seis años del asiento, Juan de Garrástegui, en nombre de Juan de Quincoces, comunica al Reino que su poderdante rendirá las cuentas de su asiento en Madrid, ante el Tribunal de Cuentas de la Contaduría, por «las pretensiones que dicho Juan de Quincoces tiene de que Su Majestad le haga baja en los arbitrios, por no haberse cumplido lo que se capituló, y otras causas que siempre tienen más pronta resolución en dicha villa de Madrid» (AJRG V, 12-D, 23 marzo 1642). A requerimiento de los procuradores del Reino, el gobernador marqués de Valparaíso reúne en julio de 1640 la Junta para examinar las cuentas de la escuadra y de los asientos hechos con los hermanos Quincoces (AJRG IV, 44-A a 53-A, julio 1640). Por su negativa a darlas ante el capitán general, Juan de Quincoces fue encerrado en el castillo de San Antón, donde permaneció nueve meses, de septiembre de 1640 a junio de 1641, hasta ser liberado por una real cédula expedida por la Junta de Armadas (AJRG III, 15-B, 13 junio 1641). Los herederos de Quincoces presentaron las cuentas ante la Contaduría en 5 de septiembre de 1671, doce años después del término a que estaban obligados por la escritura de concordia convenida entre el Reino y el secretario Quincoces el 6 de junio de 1659. El primer fenecimiento de las cuentas en la Contaduría se produjo el 27 de enero de 1682, resultando de alcance contra el Reino unos cien cuentos de maravedís (los mismos 260.000 ducados que reconocía al secretario Quincoces la concordia de 1659). No contento con este resultado, en 1693 el Reino dio poderes al regidor de Mondoñedo don Diego Teixeiro y Aguiar para oponerse a las cuentas de los Quincoces, con lo que el pleito iba a prolongarse por algunas décadas más (AJRG XI, 64-A, 27 marzo 1693). Por la escritura del «empréstido» de 30 de diciembre de 1636, firmada con poder del Reino por su agente Antonio de Gironda ante el escribano de Madrid Juan de Béjar, el monarca anticipaba en «empréstido» 80.000 ducados del servicio de «marinaje» bajo condición de que el Reino prolongaría la duración de los arbitrios el tiempo que fuese necesario para que la Corona se resarciese de esa cantidad (AJRG II, 309-A, 13 julio 1636). Por si esto fuese poco, el Reino renunciaba a «no pedir cosa ninguna de lo cobrado de los arbitrios en los cuatro años que anduvieron en administración por mi mandado» (AJRG IV, 21-B, 8 enero 1641). En 1641 los arbitrios fueron arrendados por el consejero José González al financiero portugués Ventura Donís por diez años y en precio de 32.000 ducados cada año. En virtud de la dilación de la presentación y fenecimiento de las cuentas de la escuadra, los Donises pudieron disfrutar del arriendo durante 36 años, de 1641 a 1676. Hasta 1668 el importe del arriendo estuvo destinado a beneficio de la junta de vestir la Real Casa. Por causa de infidelidad seguida en el Consejo de Órdenes, relacionada con el problema dinástico de aquellos años, en 1706 se confiscaron los bienes de la familia Quincoces y pasó a disfrutarlos la Real Hacienda. A consecuencia de la intervención regia de 1706, la administración de los arbitrios de Galicia pasó de manos de don Baltasar de Castro, representante legal de los Quincoces, a las de un interventor real, don Carlos de Alcedo, hasta la devolución de sus bienes a los Quincoces en 1723. Vid. informes del Administrador de la Casa en Galicia y del interventor Alcedo, a pedido del Secretario de Estado Grimaldo, ambos en 1707. A.H.N., Estado, leg. 318/1 y leg. 336. En 1734 por decreto del ministro Patiño el disfrute de los arbitrios y juros de Galicia les fue embargado de nuevo para costear el vestuario de los regimientos de milicias y las cargas comunes de utensilios y cuarteles. La incorporación a la Real Hacienda fue sancionada definitivamente por real decreto de 27 de junio de 1741.
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Juan Domingo de Haro y Guzmán, conde de Monterrey Pere Molas Ribalta Universidad de Barcelona
Juan Domingo de Haro y Guzmán (Madrid, 1640-1716) era hijo de don Luis Méndez de Haro, el personaje que se considera el valido de Felipe IV durante la segunda parte de su reinado. Juan Domingo ha pasado a los libros de Historia con el título de conde de Monterrey, que había obtenido por su matrimonio con la heredera del mismo. Así lo comentaba en 1659 el viajero francés François Bertaut en la narración de su viaje por España1. El estudio de la trayectoria política del conde de Monterrey nos permite profundizar en las formas de transmisión de títulos nobiliarios por vía femenina durante la Edad Moderna. También nos permite comprobar cómo los familiares del conde duque de Olivares y sus descendientes se mantuvieron cercanos a los círculos de poder mucho tiempo después de la caída de su poderoso pariente, hasta la Guerra de Sucesión, sesenta años más tarde. El estado señorial de Monterrey se había ido constituyendo a través de un proceso complejo a lo largo de la Baja Edad Media en el sur de Galicia. El linaje originario de los Biedma fue substituido mediante el correspondiente enlace matrimonial por los Estúñiga o Zúñiga en la gran crisis nobiliaria del siglo XIV. El título de conde de Monterrey fue concedido en el último tercio del siglo XV a Sancho Sánchez de Ulloa, casado con Teresa de Zúñiga. En el siglo XVI se produjo una nueva transmisión por vía femenina a favor de los Acebedo, que conservaron en segundo lugar el apellido Zúñiga2. El sexto conde de Monterrey, Manuel de Acebedo y Zúñiga, era cuñado del conde duque de Olivares y, a pesar de ciertas diferencias entre ellos, fue un activo colaborador suyo. Perteneció al Consejo de Estado, fue virrey de Nápoles
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(1631-1637) y culminó su carrera política como presidente del Consejo de Italia. Incluso se llegó a hablar de él como de un posible valido en lugar de don Luis de Haro después de la caída del conde duque. Murió en 16533. Su esposa, la hermana de Olivares, murió poco después de su marido. Tras la muerte de don Manuel, el condado de Monterrey pasó a la descendencia femenina de su hermano, el famoso don Baltasar de Zúñiga, el primer consejero de Felipe IV. En principio la heredera del título era la sobrina del conde, Isabel de Zúñiga, que había obtenido el título de marquesa de Tarazona (1632) y se había casado con el conde de Ayala, don Fernando de Fonseca y Toledo (Madrid, 1600-1676)4. Doña Isabel de Zúñiga había muerto antes que su tío y sólo había dejado descendencia femenina, su hija Inés Francisca de Zúñiga y Fonseca. Madre e hija habían recibido desde 1629 los frutos de la encomienda de Alange de la orden de Santiago, de la cual fue nombrado administrador en 1656 el propio conde de Ayala5. Inés Francisca era la nueva condesa de Monterrey con la cual se casó don Juan Domingo de Haro. Este recibió el hábito de la orden de Santiago en 1663 para poder hacerse cargo de la encomienda. Nuestro personaje había nacido en Madrid en 1640, cuando sus padres llevaban ya 14 años de matrimonio. El padre era don Luis Méndez de Haro, hijo del marqués del Carpio, y la madre era Catalina Fernández de Córdoba, natural de Lucena, hija del duque Enrique de Folch de Cardona y Aragón. Por esta razón nuestro biografiado aparece citado a veces como Juan Domingo Méndez de Haro y Aragón. Los marqueses del Carpio habían sido también parientes próximos y colaboradores del conde duque de Olivares. Parece que el valido Luis de Haro y su familia se presentaron como los herederos naturales del conde de Monterrey. Según Jerónimo de Barrionuevo en sus famosos Avisos, que cubren la última etapa del reinado de Felipe IV, la condesa había dejado a don Luis de Haro una cuantiosa herencia en monedas, que en parte eran fruto del virreinato napolitano de su marido6. El matrimonio de la heredera del condado con el hijo segundo del valido comenzó a concertarse en diciembre de 1654 y se celebró en 1657. Las capitulaciones matrimoniales se firmaron el 27 de diciembre de 1654. Según el diarista Jerónimo de Barrionuevo el novio tenía 20.000 ducados de renta propia y la futura de la encomienda de la orden de Santiago de su padre por dos vidas. Al suegro, el conde de Ayala, se le prometió el virreinato de Sicilia o bien la presidencia de algún consejo –se rumoreaba que el de Órdenes7–. El conde de Ayala fue virrey de Sicilia de 1660 a 1663 y se le nombró consejero de estado en 1666. Murió en 1676. El novio recibió numerosas mercedes del rey –20.000 ducados para la boda– y un espléndido regalo de don Juan José de Austria, amigo suyo, que se hallaba en Flandes como gobernador general.
JUAN DOMINGO DE HARO Y GUZMÁN, CONDE DE MONTERREY
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El matrimonio representaba para don Juan Domingo el dominio de los señoríos de los Zúñiga en Galicia, con las villas de Verín y Cambados, y la dignidad de Pertiguero mayor de la Tierra de Santiago. Por los Fonseca tendría los tradicionales señoríos de Coca y Alaejos en Castilla la Vieja y por los Ayala el valle de Orozco en Vizcaya y la villa de Llodio en Álava. También correspondía a los Fonseca el patronazgo del colegio mayor del Arzobispo en la universidad de Salamanca, así como de la universidad de Santiago de Compostela y del colegio de Fonseca en la misma. El conde de Monterrey disponía de una plaza de regidor perpetuo en cada una de las siete ciudades gallegas, con facultad de poder servirlas por teniente y de incorporarlas a su mayorazgo por merced de Felipe IV (1658). En 1660 fue designado procurador a las Cortes como regidor de la ciudad de Orense. Como indica María López Díaz, la nobleza cortesana de origen gallego había iniciado un desembarco en los regimientos urbanos precisamente con vistas a ser designados procuradores en Cortes8. La presencia del conde de Monterrey en las Cortes de Castilla no se limitó a este momento inicial de su vida política. En 1694 formaba parte de la Comisión de millones y presidió la Junta de Diputación de Cortes, en el crucial momento en que ambas instituciones se fusionaron en una sola, con funciones de diputación de los reinos9. En 1680 el conde de Monterrey había presentado a los reyes el homenaje de la ciudad de Santiago de Compostela. De esta forma hacía patente las funciones de patrono cortesano de las ciudades gallegas10. El enlace con la heredera de Monterrey significaba también para don Juan Domingo la entrada en las filas de la grandeza de España. La ceremonia de cubrirse como grande tuvo lugar el domingo de Carnaval de 1657 en el palacio del Buen Retiro. Para la ocasión, el nuevo conde de Monterrey estuvo acompañado por 16 grandes y «otros muchos señores». La concesión de esta dignidad al hijo segundo del valido causó cierto resquemor a su hermano mayor, don Gaspar de Haro (que le llevaba once años), y que tenía que esperar a la muerte de su padre para poder ostentar el título de marqués del Carpio con la grandeza correspondiente. Parece que para compensar a don Gaspar, que llevaba el título de marqués de Eliche, se le prometió la concesión de la grandeza a título personal11. Barrionuevo nos comenta referidos al «condesico» de Monterrey (tenía 17 años) diversos elementos del modelo cortesano español del Barroco. De una parte, la concesión de la dignidad de gentilhombre de la Cámara (1657), a la par que el conde de Niebla, primogénito del duque de Medinasidonia, o el levantamiento de una compañía de caballos para colaborar con el esfuerzo bélico. De otra, el comportamiento turbulento que le llevó a raptar a una comediante llamada la Gálvez, precisamente en competencia con el conde de Niebla, o a dar una cuchillada a un montero a quien acusaba de indisponerle con su padre. Aunque
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no llegó al extremo de su hermano mayor, que fue acusado de intentar volar el palacio del Buen Retiro por hostilidad con el duque de Medina de las Torres, otro hombre del círculo de Olivares, que también debía su fortuna al matrimonio con una heredera12. En 1659 el conde de Monterrey y su hermano mayor, el marqués de Eliche, participaron como nobles cortesanos en la recepción del embajador francés mariscal de Grammont, que preparaba la firma del tratado de paz. El mariscal agradeció a don Luis de Haro las atenciones recibidas de sus hijos. Según el mariscal eran, tanto Monterrey como Eliche, dos figuras poco agradables, que no tenían más talento ni mérito que ser hijos del favorito para ocupar un puesto destacado en la corte13. La muerte de don Luis de Haro en noviembre de 1661 debilitó la posición de sus hijos en la corte e hizo posible la prisión y luego el destierro de don Gaspar, por el estrambótico proyecto de volar el Buen Retiro. El conde de Monterrey siguió la carrera militar. En 1664 se le nombró capitán de caballería de las guardias viejas de Castilla, en 1666 era maestre de campo de infantería española y en 1667 se hallaba en Flandes, donde permaneció ocho años. En 1669 era capitán general de la caballería en aquel territorio. Desde este puesto asumió el de gobernador general de los Países Bajos españoles (1671), en substitución del condestable de Castilla, don Íñigo Fernández de Velasco, que volvió a España para formar parte de la Junta de gobierno de la monarquía. El mismo mecanismo de substitución se aplicó cuando Monterrey dejó el gobierno de los Países Bajos en 1675. Le sucedió como gobernador el capitán general de caballería, que era el duque de Villahermosa, Carlos de Gurrea y Aragón. Una de tantas sátiras cortesanas se refería a Monterrey llamándole «en Flandes un principiante, hijo del mago valido»14. Los comentarios sobre su nombramiento se centraban en su parentesco con el cardenal Pascual de Aragón, otro de los miembros de la Junta de gobierno; incluso se pensaba en que era la señal de un posible valimiento del cardenal. El emperador Leopoldo I hubiera querido que el cargo fuera concedido a un príncipe de la casa de Lorena, pero escribió a su embajador que si el gobernador tenía que ser español aceptaba que lo fuera Monterrey15. En 1671 Monterrey transformó la «casa de pajes» que había fundado en 1600 el archiduque Alberto para la educación de jóvenes nobles en una Academia militar. Esta institución se convirtió bajo el gobierno de sus sucesores en un importante centro de enseñanza de las matemáticas y de formación de ingenieros militares en Bruselas. En 1674 nuestro personaje creó el primer regimiento de dragones del ejército español, una unidad que llevaba en sus banderas las armas de los Haro y que más adelante recibió el nombre de Belgia16. El gobierno del conde de Monterrey correspondió a un momento de cambio en la relación de España con las Provincias Unidas de los Países Bajos. Ante la
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invasión del territorio de la República por los ejércitos de Luis XIV que seguían el Rhin en la llamada Guerra de Holanda (1672), Monterrey facilitó ayuda militar a los holandeses, lo que le valió de momento cierta reconvención desde Madrid. Monterrey actuaba de acuerdo en este punto con el embajador español en Holanda, don Manuel de Lira, gran admirador de la sociedad holandesa y de su éxito económico. Los dos consideraban que las dificultades a que se enfrentaba la República podrían facilitar la firma de un acuerdo favorable a España. En cambio, en el Consejo de Estado español el marqués de Castel Rodrigo y el condestable de Castilla, que habían sido gobernadores de los Países Bajos en los años sesenta, criticaron duramente la posición de Monterrey, el cual llegó a presentar la dimisión de su cargo. Pero parece que las reformas introducidas por el conde en el ejército fueron apreciadas por los holandeses y que el esfuerzo español ayudó a frenar la invasión de las Provincias Unidas por los franceses17. A pesar de las críticas recibidas, no tardó en firmarse una alianza de España y el emperador Leopoldo I con los holandeses contra el rey de Francia (1673). Monterrey fue nombrado plenipotenciario del rey de España en el Norte de Europa y participó junto con el príncipe Guillermo III de Orange, el nuevo estatúder de Holanda, en la sangrienta e indecisa batalla de Seneff contra los ejércitos franceses (1674); pero luego tuvo diferencias con el gobernante holandés y acabó siendo relevado de su cargo (febrero de 1675). El duque de Maura calificó su cese como un «relevo discreto», pero también consideraba que el conde había sido víctima de la torpeza ministerial española, que primero le había recriminado sus tratos con Orange y luego su supuesta falta de colaboración con el mismo príncipe. Monterrey regresó a España viajando a través de Francia, territorio enemigo, con un pasaporte especial concedido por el rey Luis XIV. Llegó a Barcelona donde fue recibido por la ciudad y por la Diputación del General el 3 de marzo de 1675 con el ceremonial establecido correspondiente a su dignidad de grande de España, aunque dadas las circunstancias el conde realizaba su viaje «a la ligera» para llegar con toda diligencia a la corte; en consecuencia el ceremonial de recepción de los grandes se simplificó, sobre todo en su ritmo temporal. El conde recibió la visita de los representantes del gobierno municipal en su residencia a las cuatro de la tarde y la devolvió a las seis; dado lo avanzado de la hora la visita al edificio municipal se realizó a la luz de las antorchas, pero no se omitió ninguna de las etapas ceremoniales18. A su regreso a la corte, Monterrey se sintió defraudado por su cese como gobernador y no se consideró suficientemente recompensado por los cargos que se le ofrecieron. Rehusó el título de general de la artillería de España19. En su ausencia se había reorganizado la casa real y el Consejo de Estado, una institución en la que tardó 18 años en poder ingresar. Su hermano el marqués del Carpio había marchado a Roma como embajador y Monterrey disponía en cierto modo de su clientela política. En la lucha entre el nuevo valido de la reina
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madre Mariana de Austria, Fernando de Valenzuela, y don Juan de Austria, el conde se inclinó decididamente por este último, que era amigo suyo desde la adolescencia. Él y el marqués de Talara fraguaron el intento de que Carlos II confiara el gobierno a su hermano de padre al llegar la mayoría de edad (noviembre de 1675). La tentativa fracasó por la acción de la reina gobernadora, Mariana de Austria, don Juan tuvo que volver a su virreinato de Aragón y Monterrey fue desterrado de la corte. Fue el primer destierro de su agitada vida cortesana20. Las sátiras se referían a él como «el mosquetero de Flandes» que «quiere su agravio vengar» y también le llamaban «el desterrado sin culpa»21. El conde de Monterrey fue uno de los aristócratas que firmaron el manifiesto contra Valenzuela (diciembre de 1676) y de los que se unieron a don Juan José de Austria en la población de Hita, ya cerca de Madrid, con un contingente armado (10 de enero de 1677). Tras el triunfo de don Juan, el conde fue nombrado virrey de Cataluña. Sin embargo no se apresuró a tomar posesión de su nuevo destino, sino que formó parte de la Casa Real durante el viaje que Carlos II y don Juan realizaron a Aragón para celebrar las Cortes de aquel reino. Sólo cuando el monarca volvió a Madrid, Monterrey prosiguió su viaje hasta Cataluña22. En realidad el privilegio de nombramiento había sido firmado por el rey en Zaragoza el 22 de mayo de 1677. Don Juan Domingo juró su cargo en la catedral de Barcelona el 28 de mayo de 1677 a las seis de la tarde. No realizó una entrada pública en la ciudad por tener que salir rápidamente a campaña. Por la misma razón delegó en el Batlle general del Principado, don Juan de Rocabertí, caballero de la orden de Alcántara, el control de las insaculaciones de candidaatos para cubrir las distintas plazas de la Generalidad23. En el Principado, Monterrey tuvo que enfrentarse a la etapa final de la guerra de Holanda, que había visto comenzar en Bruselas. Su acción como jefe militar al frente de un ejército de 12000 hombres contra los franceses no fue nada brillante. Se trasladó a Gerona y se enfrentó al duque de Noailles, gobernador del Rosellón, en la acción del barranco de Espolla, en el Alto Ampurdán (4 de julio); aunque los franceses se retiraban, Monterrey sufrió una «derrota sensible» por el número y calidad de las pérdidas24. En esta acción murieron el napolitano duque de Monteleón y el aragonés conde de Fuentes. A pesar de este fracaso, el virrey permaneció en campaña en las comarcas del norte de Cataluña. El 7 de agosto, por ejemplo, escribía a los diputados de la Generalidad desde la villa de Olot. Cuando volvió a Barcelona el 28 de octubre, los mismos diputados le felicitaron por el supuesto buen éxito de la campaña, en la cual habría conseguido expulsar a los enemigos del Principado. En la misma ceremonia le dieron el pésame por la muerte de su tío el cardenal Pascual de Aragón. Por su parte, la ciudad de Barcelona le hizo presente la carestía del trigo y los consejeros mantuvieron diversas entrevistas oficiales con el virrey a lo largo de los meses posteriores25.
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Al año siguiente (1678) Monterrey fracasó de nuevo lastimosamente en el intento de socorrer la villa de Puigcerdá, sitiada por los franceses. «Partió de Barcelona muy despacio» el 6 de mayo, después de haber obtenido del Consejo de Ciento el levantamiento de un tercio. El 8 de mayo escribía a los diputados que se ocupaba del socorro «con el desvelo que Vuestra Señoría puede considerar» y auguraba tener «muy buenos sucesos»26. Pero la realidad fue bien distinta. Don Juan Domingo llegó hasta Ribes de Fresser, al norte de Ripoll, pero no quiso exponer el ejército y regresó a Vic. El 27 de mayo estaba de vuelta en Barcelona. Puigcerdá capituló al día siguiente y la noticia llegaba el 1 de junio a la capital del Principado. El 11 de junio Monterrey recibió orden de volver «luego» a la corte con el eufemismo de que el rey necesitaba sus servicios en otro lugar. Tres días más tarde comunicaba su marcha a los diputados. Hasta la llegada del nuevo virrey, el duque de Bournonville, asumió el mando militar el general de caballería marqués de Leganés, un aristócrata cuya trayectoria se cruzó más de una vez con la de Monterrey27. Una narración posterior consideraba que Monterrey fue «removido del empleo por los clamores de los pueblos, malcontentos de su obrar» y que en consecuencia «tomó aversión a la nación» catalana28. Hoy en día, sin embargo, sus armas figuran en la decoración del patio del palacio de la capitanía general de Cataluña29. El fracaso en el virreinato de Cataluña le valió a Monterrey un nuevo alejamiento de la corte, a la que no pudo volver hasta la muerte de don Juan de Austria, acaecida en agosto de 1679. En los comienzos del gobierno del príncipe, el conde de Monterrey había sido nombrado presidente del Consejo de Flandes en lugar del príncipe de Astillano (castellanización del italiano Stigliano), que había sido partidario de Valenzuela y de la reina madre. El personaje depuesto –que era hijo del duque de Medina de las Torres– reclamó judicialmente contra su destitución, con el apoyo de doña Mariana de Austria. Esta hizo lo posible para que Monterrey no jurara el cargo de presidente. El nuevo primer ministro duque de Medinaceli, designado como tal en febrero de 1680, reunió una junta de consejeros y teólogos que falló a favor de Monterrey30. El conde se mantuvo en la presidencia del Consejo hasta la supresión de la institución, veintidós años más tarde en la etapa inicial de la Guerra de Sucesión de España. A pesar de esta iniciativa de Medinaceli, Monterrey se mantuvo en la oposición al nuevo primer ministro, sin que influyera en su actitud el parentesco que les unía a través de la casa de Cardona, con cuya heredera se había casado Medinaceli. El conde se quejaba de no haber obtenido todavía plaza en el Consejo de Estado a pesar de sus servicios políticos y militares. Aducía que era el único de los gobernadores de Flandes que no tenía tal dignidad y que en cambio se había concedido la entrada en el consejo en la promoción de 1680 a su sucesor en el gobierno de los Países Bajos, el duque de Villahermosa. Medinaceli consideraba a Monterrey el elemento más peligroso de los aristócratas disiden-
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tes con su gobierno y de nuevo le desterró de la corte. En enero de 1681 el presidente del Consejo de Castilla, el obispo de Ávila fray Juan de Asensio, le presentó la carta real de destierro. El documento estaba firmado por el Secretario del Despacho Universal Jerónimo de Eguía (1677-1682), al que Monterrey consideraba enemigo personal suyo. Se le daban al conde tres días de plazo para cumplir la orden de destierro. En consecuencia abandonó la corte y se retiró a sus posesiones de Salamanca. También fue desterrado de Madrid su amigo y aliado el duque de Veragua, que había sido capitán general de Galicia por nombramiento de don Juan José31. Dos observadores franceses nos han dejado sus impresiones sobre el conde de Monterrey al filo de 1680. El embajador marqués de Villars le atribuía talento y experiencia de gobierno y le consideraba persona agradable y de buenas maneras. Desde el punto de vista político le creía capaz de formar un partido en la corte y pensaba que un cambio de ministerio le permitiría entrar en el Consejo de Estado. La intrigante y novelesca Madame d’Aulnoy presentaba a Monterrey como «un real mozo», agradable, galante y generoso, tan ambicioso como su hermano el marqués del Carpio, pero más seductor en sus maneras y más hábil y moderado. En aquel momento el conde había cumplido los cuarenta años32. Durante el decenio de los ochenta del siglo XVII el conde de Monterrey permaneció alejado de las primeras filas del poder, controlado por el duque de Medinaceli primero y por el conde de Oropesa más tarde. Después de la caída de este último, el 13 de noviembre de 1691, se nombró a Monterrey presidente de una nueva institución, la Junta General de Comercio, formada por personajes procedentes de diversos consejos. La institución se reunía en la misma «posada» del conde. Este intervino personalmente en la protección a artesanos textiles que proponían el establecimiento de nuevas especialidades, singularmente a fabricantes de medias y tintoreros33. Don Juan Domingo aparece en primera línea de las luchas cortesanas en el período que siguió a la caída del poder del conde de Oropesa en 1691. En conversación con el embajador imperial conde de Lobkowitz aseguraba que en España no había justicia34. Era por entonces el primer gentilhombre de cámara, pero no fue incluido en la promoción de consejeros de estado que tuvo lugar este año. Lo consiguió por fin en 1693. Aquel mismo año fue uno de los aristócratas que debían formar la llamada «planta de los tenientes generales», junto con el condestable de Castilla, el almirante y el duque de Montalto. Monterrey debía encargarse de los reinos de la Corona de Aragón, pero renunció al cargo. Tampoco aceptó la presidencia del Consejo de Indias ni volver al gobierno de Flandes y se convirtió en la cabeza de la oposición al triunvirato formado por los tres aristócratas restantes. En 1693 se le concedió la encomienda mayor de Castilla de la orden de Santiago, que había quedado vacante por la muerte del duque de Pastrana y del Infantado. En aquel momento otra informante francesa, la mar-
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quesa de Guedannes, consideraba que Monterrey era partidario de la continuación de la guerra con Francia para reforzar su poder, mientras que Montalto era partidario de entablar negociaciones de paz. Destacaba dos elementos de la actuación política de Monterrey: su elocuencia en el Consejo de Estado («es buen discursero») y su alianza con el cardenal Portocarrero, arzobispo de Toledo, que también pertenecía al Consejo de Estado. También se decía que el príncipe Guillermo de Orange, ahora rey Guillermo III de Inglaterra, se oponía a que Monterrey fuera ministro, quizás por los antiguos agravios de los tiempos de la guerra de Holanda35. El conde de Monterrey fue uno de los cortesanos más activos en la lucha de facciones que mantuvieron los aristócratas en torno al problema de la sucesión de Carlos II. Dentro de la confusión de posiciones que caracterizó aquel momento histórico, Monterrey se mantuvo enfrentado a la reina Mariana de Neuburgo y a su partidario el almirante de Castilla, de quien era «enemigo capital». En marzo de 1698 cayó en desgracia de la reina por haber manifestado que se debía reformar el regimiento de la guardia. En una discusión que tuvo lugar en presencia del rey, la reina sufrió un colapso nervioso, que también afectó al monarca. Monterrey permaneció arrestado en su casa hasta el 24 de abril, por haber faltado al respeto a la reina y porque se negó a rectificar su opinión. Según los observadores «escapó no sin mucha fatiga de correr el riesgo» de su rival Montalto, que había sido desterrado de la corte. El caballero catalán Francisco de Castelleví afirmaba con posterioridad que Monterrey era a principios de 1698 «el único grande parcial a la Francia», pero que no manifestaba esta posición en público, sino que más bien afectaba indiferencia. En opinión de Castellví el «origen de su inclinación a la Francia» se encontraba en una ofensa que había recibido de un general alemán en tiempos de su gobierno en Flandes. Castellví trazó un retrato del conde de Monterrey al que presentaba como «hombre sagaz, de espera, astuto, simulado, altivo, de genio delicado, noticioso y de capacidad», un político con «arte», que aparecía como un partidario del príncipe electoral de Baviera, junto al conde de Oropesa, y que «nunca adhería al partido austríaco». Pero en realidad su principal aliado era el cardenal Portocarrero, al que apoyó contra la camarilla alemana de la reina. Los dos personajes consiguieron desterrar al confesor del rey, el padre Matilla, que fue substituido por el famoso fray Froilán Díaz36. El embajador imperial, conde Aloisius Tomás Harrach, también estaba enfrentado a la reina y prestaba oídos a un grupo de nobles del que formaban parte Monterrey, el marqués de Leganés y el conde de Benavente a los que consideraba partidarios de la causa del emperador. Monterrey tenía tan convencido al austriaco que este escribió al emperador que le propusiese para el futuro consejo de regencia, en caso de muerte del rey, en su condición de consejero de estado (abril de 1699), y recibió poderes del emperador en este sentido37. Más perspi-
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caz, la reina llamaba a este grupo «los franceses». Otros observadores consideraban que el conde y Portocarrero «se han unido y de algún modo son del partido de Francia», y creían que Monterrey era la cabeza del partido francés. El embajador francés Harcourt le visitó el mismo día que volvió a la corte. La historiografía posterior recogió el voto del conde de Monterrey emitido como consejero de estado (29 de enero de 1699), en el cual se oponía a la venida de tropas alemanas a España para fortalecer la opción austriaca y se mostraba partidario de ofrecer alguna satisfacción al rey de Francia, ya que cualquier enfrentamiento sería catastrófico38. Monterrey colaboró en el desplazamiento del almirante y de Oropesa como consecuencia del motín de subsistencias de mayo de 1699, el conocido Motín de los Gatos. Se dijo que había mantenido una larga entrevista con el embajador francés Harcourt en la Zarzuela, poco antes del motín. Se comentó que era amigo personal suyo el nuevo gobernador del Consejo de Castilla, frey Manuel Arias, cuyo nombramiento se atribuyó a esta amistad. Sin embargo Monterrey no pudo escapar del resentimiento de la reina; esta se propuso aprovechar la estancia de la corte en El Escorial para conseguir el destierro del conde: en efecto, Monterrey fue desterrado a 30 leguas de Madrid por desacato (23 noviembre 1699). La medida provocó las protestas del marqués de Leganés y «los demás de este partido», contra el exilio de un «ministro tan graduado y tan fiel». Los aliados de Monterrey aducían que el destierro del conde podría producir un tumulto popular y apelaron al cardenal Portocarrero para que capitaneara el grupo; incluso le propusieron que se trasladara al Escorial, donde se encontraba la corte, para interceder a favor de Monterrey. Pero el prelado no intervino y el monarca declaró que tenía sus justos motivos para el destierro. Tampoco consiguió nada una representación del gobernador del Consejo. Visto que las peticiones eran inútiles, el conde, que permanecía oculto en su residencia, se resignó a salir de Madrid el 29 de noviembre39. El destierro de Monterrey dejó sin presidente ni lugar de reunión la Junta de Comercio; los consejeros recibieron la orden de celebrar sus sesiones en una de las salas del Consejo de Castilla. Pero no se nombró nuevo presidente del organismo y más adelante Monterrey reasumió la presidencia, hasta que la Junta fue disuelta el 18 de abril de 170740. Meses después el embajador Harrach escribía al emperador Leopoldo en tono de queja que nadie hablaba de Monterrey, como si hubiera muerto, y el monarca austríaco contestó, muy de acuerdo con su visión del mundo, que era muy humano que la corte se hubiera olvidado del conde desterrado41. Antes de morir, Carlos II ordenó que le fuera levantado el destierro. Junto con Montalto y Oropesa, Monterrey permaneció fuera de Madrid hasta que se produjo la muerte de Carlos II (1 de noviembre de 1700) y esperó a cinco leguas de la corte a que se desarrollaran los acontecimientos, a que llegara la conformidad de Luis XIV al testamento y a que el nuevo gobierno le levantara el destierro.
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En teoría, Monterrey era uno de los grandes personajes de la nueva situación. Formó parte de la Junta que debía asesorar a la nueva reina, María Gabriela de Saboya, mientras Felipe V se encontraba en Italia (1702). Formaban parte de la Junta los presidentes de los consejos territoriales, entre ellos el de Flandes, que presidía Monterrey. Esta presidencia se vio afectada por la entrada de tropas francesas en los Países Bajos españoles. Las autoridades francesas mantuvieron al conde marginado de las negociaciones que mantenían con el marqués de Bedmar, general de las tropas españolas en Flandes. En 1702 el Consejo de Flandes fue suprimido «por dictamen de los franceses», pero a Monterrey se le mantuvo su puesto en el consejo de gabinete del monarca. El mariscal francés Tessé, en carta a su ministro Chamillart, decía que Monterrey «tiene más actividad en la imaginación» que otros grandes de España, pero que no entendía en los pormenores de la guerra, lo que bien puede ser un tópico42. Nuestro conde se retiró del consejo de gabinete a fines de 1705, junto con su antiguo enemigo Montalto, por discrepancia con los consejeros franceses de Felipe V. Durante la ocupación aliada de Madrid, en el verano de 1706, no siguió la retirada de la corte a Burgos, sino que se mantuvo en la ciudad y parece que solicitó un salvoconducto al general portugués, marqués de las Minas, para dirigirse a la población de Alcobendas. Esta actitud le valió un nuevo exilio cuando los borbónicos recuperaron la capital pocas semanas después43. Se le levantó el castigo, junto con otros aristócratas, con motivo del nacimiento del príncipe de Asturias, el futuro Luis I, al año siguiente. Pero su papel político había terminado. El nombre de Monterrey no figura ni siquiera en la extensa lista de grandes de España que escribieron a Luis XIV pidiendo ayuda militar a favor de Felipe V en el crítico verano de 1710. En aquel momento el conde acababa de sufrir la pérdida de su esposa. La condesa de Monterrey había muerto en mayo de 1710, después de 53 años de matrimonio que no habían dejado descendencia. Entonces el conde se ordenó sacerdote. En los años siguientes formó parte de la congregación de sacerdotes naturales de Madrid y participó también en el Oratorio de San Felipe Neri de la corte. Murió en 1716, a los 76 años y fue enterrado en la propia iglesia del Oratorio44. En 1744 su cadáver y el de su esposa fueron trasladados al convento de las agustinas de Salamanca, de las que eran patronos los condes de Monterrey. En el momento de la muerte del conde la heredera del título era su sobrina doña Catalina de Haro y Guzmán, nacida en 1672, marquesa del Carpio, como heredera de su hermano don Gaspar. La dama se hallaba en la corte austracista de Viena, mientras su marido, don Francisco Alvárez de Toledo, se había convertido en 1711 en el duque de Alba y se había mantenido fiel a Felipe V (aunque en 1706 su posición había estado más próxima a la de Monterrey y había sufrido también destierro). A través de esta relación familiar el palacio de Monterrey en Salamanca pasó a formar parte del patrimonio de la casa de Alba y en él se alojó el protegido de la duquesa, Diego Torres Villarroel, el
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catedrático de matemáticas de la universidad y prolífico escritor. Este singular personaje publicó unas Expresiones fúnebres con ocasión del traslado de los restos fúnebres de los condes de Monterrey a Salamanca en 1744, pero el título condal ya no figuraba entre los muchos de la duquesa en la dedicatoria de la Vida de Torres. *
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Este esbozo biográfico de la figura del conde de Monterrey permite algunas consideraciones. En el terreno de la Historia social de la nobleza nos presenta el juego de sucesiones por línea femenina, que no era la primera vez que se daba en la trayectoria del título, así como el fenómeno de la acumulación de títulos de asiento territorial diverso por parte de una nobleza absentista, cuyo centro era la corte. También asistimos al despliegue de la vida social de un aristócrata del Barroco, desde las turbulencias de la juventud hasta la ordenación sacerdotal de un viudo de sesenta años. En el orden político podemos ver el mantenimiento de los parientes del conde duque de Olivares en las primeras filas de la aristocracia cortesana por espacio de dos generaciones después de la caída del valido de Felipe IV. En otro sentido la carrera política del conde de Monterrey nos lleva por los distintos reinos y territorios que integraban la Monarquía, de Galicia a Cataluña pasando por Flandes, y nos introduce en el mundo de las luchas cortesanas por el control de la vida política. En estas luchas la oposición a los principales gobernantes llevaba al destierro, una situación en la que nuestro conde fue un verdadero profesional.
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GARCÍA MERCADAL, José, Viajes de extranjeros por España y Portugal, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1998, III, p. 374. «El conde de Monterrey se llama de este modo a causa de que se ha casado con una hija del conde de Monterrey». OLIVERA SERRANO, César, «Los señores y el estado de Monterrey (siglos XIII-XVI)», en Cuadernos de Historia de España, LXXX (2006), pp. 147-169. ELLIOTT, John, El Conde Duque de Olivares, Barcelona, Crítica, 1990, passim. ÁLVAREZ Y BAENA, José Antonio, Hijos de Madrid, ilustres en santidad, dignidades, armas, ciencias y artes. Diccionario histórico..., Madrid, 1789. Edición facsímil, Madrid, Editorial Átlas, 1973, II, p. 58. SALAZAR Y CASTRO, Luis de, Los Comendadores de la Orden de Santiago, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1949, II, pp. 720-721. «Esta gracia se hizo sin duda en consideración de la casa de Monterrey de cuya heredera estaba viudo». Avisos de Jerónimo de Barrionuevo, Edición de Antonio PAZ Y MELIÁ, Biblioteca de Autores Españoles, 220-221, Madrid, 1968, I, pp. 90-91. «La condesa de Monterrey murió y dejó un tesoro a don Luis de Haro». Ídem, pp. 101 y 106. «Es consuegro del valido y le darán cuanto quieran».
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Actas de las Juntas del Reino de Galicia, Santiago de Compostela, IX (2001), pp. 1134-1135. Glosario Histórico por Luz RAMA PATIÑO. Se le cita lógicamente desde la perspectiva gallega como don Juan Domingo de Zúñiga y Fonseca. CASTELLANO, Juan Luis, Las Cortes de Castilla y su Diputación (1621-1789), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1990, p. 111. GARCÍA MERCADAL, op. cit., IV, p. 223. Avisos de Jerónimo de Barrionuevo, II, p. 112. Ídem, pp. 106-107 (rapto de una comedianta), 112 (alista cien caballos), 153 (da una cuchillada a un montero del rey). GARCÍA MERCADAL, op. cit., III, pp. 372, 378 y 385. MAURA GAMAZO, Gabriel, Carlos II y su corte, Madrid, Librería de F. Beltrán, 1913, II, p. 506. Diario del conde de Potting, embajador del Sacro Imperio en Madrid (1664-1674), Edición y estudio de Miguel NIETO, Madrid, Escuela Diplomática, 1990, II, 132 n. y 147. GUZMÁN DÁVALOS, Jaime Miguel de (Marqués de la Mina), Máximas para la guerra, Estudio introductorio y edición crítica de Manuel-Reyes GARCÍA HURTADO, Madrid, Ministerio de Defensa, 2006, p. 234. «El nombre de dragón se conoció en 1674 en Flandes, mandando don Juan Domingo de Haro, conde de Monterrey ... se constituyó su primer jefe, por lo que puso en sus estandartes las armas de Haro». HERRERO SÁNCHEZ, Manuel, El acercamiento hispano-neerlandés (1648-1678), Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 2000, pp. 191-192. Manual de Novells Ardits (MNA) o Dietari del antic Consell barceloní, Volumen XIX, 16711691, Barcelona, Instituto Municipal de Historia, 1965, pp. 209-210. Dietaris de la Generalitat de Catalunya. Volum VIII. Anys 1674 a 1689, Barcelona, Generalitat de Catalunya, 2003, p. 43. MAURA, Carlos II y su corte, II, pp. 137, 182, 216 y 232; Ídem, Vida y reinado de Carlos II, Madrid, Aguilar, 1990, p. 163. MAURA, Vida y reinado…, pp. 163-165. MAURA, Carlos II y su corte, II, pp. 546-547. FABRO BREMUNDÁN, Francisco, Viage del Rey Nvestro Señor Don Carlos II al Reyno de Aragón. Francisco Fabro Bremundans. Sale nuevamente a la luz, reproducido en facsímil, por acuerdo del Club de Bibliófilos Aragoneses de la Tertulia Latassa del Ateneo de Zaragoza, Zaragoza, Club de Bibliófilos Aragoneses, 1985. Reproduce la edición de Madrid, en la imprenta de Bernardo de Villa-Diego, 1680. Dietaris de la Generalitat de Catalunya, VIII, p. 234. MNA, XIX, p. 341. MAURA, Carlos II y su corte, II, pp. 404-405. Dietaris, VIII, p. 219. MNA, XIX, p. 353. Dietaris, VIII, p. 315. FELIU DE LA PEÑA Y FARREL, Narciso, Anales de Cataluña, Barcelona, Joseph Llopis impresor, 1709. Edición fasímil, Barcelona, Base, 1999, III, pp. 374-378. MNA, XIX, pp. 371, 377 y 380. CASTELLVÍ, Francisco de, Narraciones históricas, Madrid, Fundación Francisco Elías de Tejada, 1997, I, p. 86; KAMEN, Henry, La España de Carlos II, Barcelona, Crítica, 1981, p. 560. Numerosas quejas de la actuación del conde de Monterrey en las consultas del Consejo de Aragón, en el Archivo de la Corona de Aragón. GALCERÁN, Margarita, «Un paseo arquitectónico por el palacio de Capitanía», en El palacio de Capitanía General de Barcelona, Barcelona, Inspección General del Ejército, 2006, p. 98. GARCÍA MERCADAL, op. cit., III, p. 229, según el relato de la condesa de Aulnoy. Ídem, p. 731. Ídem, pp. 681 y 698. KAMEN, op. cit., p. 125. ADALBERTO (Príncipe de Baviera) - MAURA GAMAZO, Gabriel, Documentos inéditos referentes a las postrimerías de la Casa de Austria en España, Madrid, Real Academia de la Historia Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2004, I, p. 263.
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GARCÍA MERCADAL, op. cit., IV, pp. 361-363, 366-367 y 380. CASTELLVÍ, op. cit., I, pp. 83-87 y 98. Según el embajador francés Harcourt, «vuelve a la corte, ventajoso al partido bávaro». ADALBERTO, Documentos inéditos…, II, pp. 983 y 1038. Recogido por CASTELLVÍ, op. cit., I, pp. 164-167 a partir de la obra del conde Francesco Maria Ottieri, publicada en Roma entre 1728 y 1736. También MAURA, op. cit., p. 549. ADALBERTO, Documentos inéditos…, II, pp. 1129-1131. Archivo General de Simancas, Consejo Supremo de Hacienda, Libro 243, fol. 337v. CASTELLVÍ, op. cit., II, p. 153. COXE, William, España bajo el reinado de la Casa de Borbón desde 1700, en que subió al trono Felipe V, hasta la muerte de Carlos III, acaecida en 1788 escrita en inglés por Guillermo Coxe y traducida al español con notas, observaciones y un apéndice, por Jacinto de Salas y Quiroga, Madrid, Estab. Tip. de D. F. de P. Mellado, 1846, I, p. 252. Cita de las memorias del mismo mariscal de Tessé. BACALLAR Y SANNA, Vicente de, Comentarios a la guerra de España e Historia de su rey Felipe V el Animoso, Edición y estudio preliminar de Carlos SECO SERRANO, Biblioteca de Autores Españoles nº 99, Madrid, Editorial Atlas, 1957, p. 141. La persecución de los desleales correspondió al gobernador del Consejo Francisco Ronquillo, que había formado parte de la Junta de Comercio bajo la presidencia de Monterrey en 1691 como corregidor de Madrid, y había vuelto al corregimiento como consecuencia del motín de 1699. En 1693 Monterrey y Ronquillo habían visitado el taller del fabricante de sedas García de Navas, privilegiado por la Junta. ÁLVAREZ Y BAENA, op. cit., III, pp. 284-286.
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Economías cistercienses del Antiguo Régimen: el Imperial Monasterio de Oseira* Pegerto Saavedra Universidad de Santiago de Compostela
1. Introducción En la Galicia del Antiguo Régimen el clero regular no era muy numeroso, pero sí contaba con «religiones» muy ricas. En efecto, uno de los rasgos de la «Iglesia gallega» de los siglos XVI-XVIII radica en su carácter básicamente secular, en lo que al reparto de efectivos toca; en el centro y sur de la corona de Castilla la situación cambiaba, y los regulares superaban con largueza a los seculares, debido a la fuerte implantación de los mendicantes. Así, en 1787, los miembros de las diversas comunidades de regulares masculinas y femeninas ascendían en toda España a 76.299 –51.740 hombres y 24.559 mujeres– y los del clero secular a 70.170; en Galicia, en cambio, los seculares sumaban 10.309 y los monjes, mendicantes y monjas sólo 3.018, esto es el 22,6 por cien del estamento eclesiástico. En el Reino gallego los mendicantes masculinos eran 1.531 –casi dos tercios de ellos franciscanos–, que representaban el 3,3 por cien del total español. Pero la situación cambia en lo referido a los benitos y bernardos, y en especial en el caso de los últimos: Galicia contaba en la fecha mencionada con 14 casas, en las que residían 801 profesos; aquellas suponían el 22,5 por cien de las comunidades cistercienses españolas y éstos el 31,8 por cien de los monjes. Por lo referido a los benitos los porcentajes, por el mismo orden, eran del 14,3 y del 24. La proporción de profesos es superior al de casas, lo que da idea del poder de las comunidades monásticas gallegas, pues sus efectivos demográficos solían estar en relación con el nivel de ingresos1. Los monasterios cistercienses conservan, hasta donde alcanzan mis conocimientos, los mejores archivos en lo que se refiere a la gestión patrimonial, bas161
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tante más ricos en información contable que los de cabildos y mitras, y también que los de las comunidades de benitos2. A pesar de esta venturosa circunstancia, los estudios sobre el Císter, y en general sobre las comunidades regulares, no son abundantes, aunque a veces se piense lo contrario. Hay algunas aportaciones valiosas, pero en general conocemos mejor el clero secular, gracias en buena medida a los trabajos sólidos y continuados del profesor Baudilio Barreiro3. En cierto modo, el desequilibrio de investigaciones en favor del clero secular está justificado porque su influencia –de todo tipo y no sólo cultural– sobre la población fue enorme, mientras los monasterios podían gozar de considerable poder, pero de limitada capacidad para condicionar los comportamientos del campesinado. En este trabajo me propongo ofrecer, de modo muy resumido, la trayectoria de los ingresos y gastos del monasterio de Oseira, el más rico del Císter junto con el de Sobrado, no sólo en Galicia sino probablemente en la corona de Castilla, con la excepción tal vez de Valparaíso. Las Definiciones de la Observancia publicadas en 1584, al estipular el «número de religiosos que cada casa ha de tener», asignan 54 a Valparaíso, medio centenar a Sobrado (con San Xusto de Toxosoutos) y a Oseira, que a la sazón tenía 24 en espera de que concluyesen las obras en curso. De las otras 39 comunidades, sólo cuatro (Huerta, Moreruela, Nogales y La Espina) podían llegar a 40-45. Durante el siglo XVII Oseira tuvo entre 50 y 70 monjes; a fines del XVIII superó los 90 sin llegar al centenar, y en vísperas de la exclaustración rondaba los 604. A partir de las investigaciones conocidas sobre la economía de Carracedo, La Espina o Villaverde de Sandoval puede afirmarse que los ingresos en especie y en numerario de Oseira eran superiores a los de cualquiera de ellos5. La comparación con otros monasterios gallegos permite comprobar que el cenobio ourensano y el de Sobrado sólo tenían por delante a San Martiño Pinario en lo referido a ingresos monetarios (y por tanto también en especie). Vid. cuadro 1, en página siguiente. Como puede apreciarse, Oseira y Sobrado aventajan a poderosas comunidades benitas como Celanova, Samos y San Paio de Santiago, y con más contundencia a las otras casas cistercienses. Claro que si la comparación se realiza con algunas instituciones del clero secular las cosas cambian: a fines de la década de 1780 el cabildo compostelano tenía unos ingresos brutos de 3.300.000 reales, el arzobispo de 2.000.000, mientras la mesa capitular mindoniense alcanzaba los 529.0006. Ha de repararse, así y todo, que en el caso de estas instituciones sus entradas en dinero equivalen prácticamente a sus ingresos globales, mientras que con las de Oseira y de otros monasterios no sucede lo mismo, pues al cobrar las rentas en especie, las cantidades que no se comercializan –alrededor de un tercio de los cereales y vino– no están computadas en los ingresos en dinero, producto de la venta de centeno y vino básicamente7.
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CUADRO 1. INGRESOS EN DINERO DE DIVERSOS MONASTERIOS EN LA DÉCADA DE 1780. MEDIA ANUAL EN REALES Benedictinos, 1781-85 San Martiño Pinario 406.013 Celanova 224.000 Samos 209.841 San Paio 177.947 Poio 117.874 Lourenzá 103.940 San Vicente Pino 87.935 Lérez 63.659
Cistercienses, 1779-87 Oseira 269.796 Sobrado 268.506 Montederramo 119.606 Monfero 93.850 San Clodio 91.665 Oia 77.091 Armenteira 59.698 Xunqueira 39.032 A Franqueira 15.068
Fuente: FERNÁNDEZ CORTIZO, «Los «Estados» cuatrienales...» y SAAVEDRA, P., Monasterios y pazos en la Galicia moderna (en prensa).
Y es que, por abundantes y detalladas que sean las fuentes contables que se han conservado de las comunidades cistercienses, apenas permiten conocer los ingresos globales de cada una de ellas, o al menos expresarlos en un indicador homogéneo. Cuando se realiza un análisis parcial a partir de la información referida a un priorato, a una panera o a una bodega monástica, los resultados pueden parecer claros y resolutivos, pero no hay que olvidar que las diversas unidades contables formaban parte de un «sistema orgánico», y sólo en este contexto resultan inteligibles, pues los monjes encargados de un priorato, de la panera o de la bodega no tomaban decisiones autónomas –referidas, por ejemplo, a consumo o venta–, sino que estaban obligados a conducirse de acuerdo con las necesidades globales de la comunidad8. La lógica de la contabilidad nacía del propósito de dar razón de la gestión de cada unidad administrativa, atendiendo en particular a los resultados finales, no siempre orientados a la «optimización» de los recursos en el sentido economicista y actual del término. No hay constancia de ninguna valoración patrimonial, y por tanto se ignoran los cambios que este factor pudo experimentar a lo largo del tiempo. Fuentes que en apariencia contabilizan los ingresos globales no siempre lo hacen en realidad; productos comprados (trigo, vino) se anotan como entradas por rentas; especies y dinero no pueden sumarse, porque éste procede en su mayor parte de la venta de aquéllas; no siempre resulta fácil diferenciar ingresos teóricos de los realmente cobrados –cuestión que nos llevaría lejos–9. A la vez, los ingresos en especie son tan heterogéneos que, aun disponiendo de una relación de todos, resulta difícil o imposible hallar un indicador homogéneo capaz de uniformarlos. Sin duda lo menos impreciso consistiría en valorar en dinero todos los ingresos en especie, con independencia de su naturaleza y destino final. Los monjes,
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sin embargo, jamás lo hicieron, al menos de modo sistemático. Las únicas anotaciones que he encontrado al respecto son algunas puntuales de encargos que la abadía de Sobrado realizaba a prioratos como las Cascas y San Martiño do Porto, cuyos libros a veces especificaban la equivalencia en dinero del pescado y otros «verbos» –capones, gallinas, marranas, frutas, etc.– enviados a la casa central10. Pero, aparte de ser indicaciones esporádicas, ignoramos si el precio asignado es el de mercado u otro de carácter «convencional», como el que regía para pagar prestaciones señoriales en especie, caso de tocinos, capones, anguilas o carretos, cuya tasa se mantiene año tras año. El mismo problema se ha planteado entre los historiadores italianos, bien que para ellos tiene una mayor trascendencia, pues las contabilidades doméstico-patrimoniales valoran a un «precio común» los ingresos consumidos. Después de varios debates, han llegado a la conclusión de que ese «prezzo commune» es convencional, no asimilable al de mercado, y por ello de escasa utilidad para evaluar las rentas globales de una institución11. Pero incluso en el caso de que fuese posible realizar estimaciones en numerario de todas las rentas de una institución o casa, con independencia de su naturaleza y destino final (consumo, venta, etc.), semejante procedimiento nos alejaría de la realidad y la lógica –económica y contable– de comunidades y familias para las que el dinero constituía un ingreso más, al lado de otros12. El hecho de que no valorasen en términos monetarios los productos consumidos o distribuidos en empleos varios y que no habían sido comprados es ya de entrada significativo, reflejo de una racionalidad que no se basa en el cálculo de la mera rentabilidad económica del patrimonio, sino que tiene en cuenta aspectos sociales y culturales relacionados con un «ethos» estamental que exige una «sustentación decente» y una liberalidad propia de señores. De la comunidad cisterciense de Oseira se conserva en la biblioteca del monasterio de Poio el llamado «Libro de estado», que abarca de 1610 a 1834 y da razón, en teoría, de todos los ingresos en especie –al menos de los principales– y en dinero, y de su destino. El recibo de cereales y vino refleja, sin duda, las entradas globales de la casa central y de sus quince prioratos y granjas; el de dinero da razón, con toda probabilidad, del «útil» o remanente que los priores enviaban a la abadía, una vez descontados los gastos personales y de gestión. La fuente no lo aclara, pero sabemos que en otros monasterios del Císter era así (en Sobrado y Monfero, por ejemplo). A este «Libro de estado» se añaden otras fuentes contables, como los libros de panera y bodega y los de diversos prioratos; de los últimos aquí haré poco uso13.
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2. Trayectoria de los ingresos en especie Como ocurre con el resto de comunidades monásticas, los ingresos de Oseira procedían básicamente de rentas forales, fijas en el caso del centeno, y también de carácter proporcional cuando se trata del vino. La comunidad ourensana era, entre las cistercienses, la que más diezmos cobraba: unos 66.200 reales en 1752, en 48 parroquias según el catastro de Ensenada, equivalentes quizá a una quinta parte de sus entradas en dinero14. En todo caso, a comienzos del XIX más del 85 por cien de las entradas totales de centeno eran rentas fijas, aunque la situación variaba de unas administraciones a otras; en los ingresos de trigo, mijo y maíz, las rentas proporcionales tenían un mayor peso, pero esos cereales representaban poco al lado del centeno. En consecuencia, la estabilidad caracteriza el volumen de ingresos cerealeros desde comienzos del XVII a la exclaustración. En efecto, a lo largo de más de dos siglos, las entradas de centeno, que en todo momento eran las más voluminosas, se modificaron poco: eran de 5.824,5 fanegas en los años cosecha 1617-1625, y de 7.020,4 –un 20 por cien más– en la década de 1780, cuando se alcanzan varios años de buenas cosechas. La composición de las entradas no registró transformaciones sustanciales, aunque sí significativas.
CUADRO 2. ESTRUCTURA DE LOS INGRESOS GLOBALES DE CEREALES DEL MONASTERIO DE OSEIRA. PROMEDIO DE FANEGAS ANUALES Y % Años cosecha 1617-19 1650-55 1662-73 1738-40 1791 1802 1828-31
Trigo 125 203 190 192,25 232,5 212
% 2,1 3,– 2,8 2,7 3,1 3,–
Centeno 5.768,25 6.409,5 6.491 6.594,25 6.836 6.430
% 94,2 94,1 94,4 92,5 90,8 90,2
Mijo/maíz 227,5 200 195 342,5 456,5 485
% 3,7 2,9 2,8 4,8 6,1 6,8
Total 6.120,75 6.812,5 6.876 7.129 7.525 7.127
Fuente: Biblioteca del monasterio de Poio, «Libro de estado» del monasterio de Oseira.
La estabilidad constituye la norma, tanto en lo que se refiere al volumen como a la composición de las entradas de cereales de la panera abacial y de la docena y medias de granjas y prioratos radicados en las comarcas centeneras y vitícolas del sur de Lugo y de la provincia de Ourense y en el norte de Portugal (Junias), con la salvedad del priorato pontevedrés de Marín. Los ingresos de trigo son muy escasos y proceden de prioratos y granjas de valles y bocarribeiras de Miño, Sil y afluentes. De hecho, el monasterio ha de comprar todos los años en torno a 250-300 fanegas de este cereal para hacer frente al consumo ordinario de la comunidad.
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La gran fase expansiva de los ingresos monásticos ha de situarse en el siglo XVI, y probablemente desde la incorporación de la comunidad a la reforma, en la década de 1540, por tanto de modo tardío15. En una valoración de las rentas de las diversas mayordomías, correspondiente a 1529, y efectuada para asignar una cuota al abad comendatario don Bernaldino de Miranda, los datos aportados suman 665 moyos de vino y 3.780,5 fanegas de cereales, amén de unos 200 carneros, 420 capones y gallinas y 160 puercos y porcallas16. Como algunas rentas proporcionales de centeno no se especifican podemos suponer que los ingresos de cereales ascendían entonces a unas 4.000 fanegas, que habían aumentado un 50 por cien hasta 1617-1637. En el caso del vino el incremento fue del 83 por cien. Lo que resulta más interesante es el mayor dinamismo de los ingresos de mijo y maíz –más bien de maíz– desde fines del XVII, frente a la acusada estabilidad de los de centeno. Esto deriva en parte de que las entradas de centeno procedían en un 85 por cien de rentas forales estipuladas en cantidades fijas, y los de los cereales de primavera tenían un mayor componente de diezmos y foros proporcionales: en 1738-40, por ejemplo, las cesiones forales ascendieron a 184,25 fanegas de promedio anual y los diezmos, cuartos y quintos, a 143,75; en 1807-11 las cantidades fueron, por el mismo orden, de 218 y 318,25 y en 1828-31 de 174,25 y 310,5, es decir, que desde mediados del XVIII a vísperas de la desamortización las rentas fijas descendieron un 5,4 por cien y los cuartos, quintos y diezmos aumentaron un 116 por cien17. La primera fase de la expansión de los cereales de primavera ha de situarse en la década de 1680, a raíz de la inicial difusión del maíz en algunos valles fluviales de Ourense. (Vid. cuadro 3). La estabilidad caracteriza la trayectoria de los ingresos de centeno desde comienzos del XVII a la desamortización. Sabemos que en la primera mitad del XVII el monasterio realizó algunas inversiones en adquirir rentas, por lo que el aumento de un 20-25 por cien que hasta 1750/59 registran las entradas ha de explicarse por el ligero incremento de las rentas forales y también de los diezmos. Pero, en cualquier caso, lo que mejor define la situación es la estabilidad o si se quiere la rigidez de unos ingresos que en un 85-90 por cien procedían de cesiones forales estipuladas en cantidades fijas. En el último cuatrienio (182831), por ejemplo, la renta foral ascendió a 5.588,5 fanegas por año, los diezmos y quintos y sextos a 780,25 y la primicia y ofrendas a 3018. Otro aspecto a tener en cuenta, sobre el que habrá que volver, es el referido al nivel de ingresos en vísperas de la desamortización, que no parece estar afectado por crisis alguna. El aumento del recibo de cereales de primavera –de maíz, por entendernos– no tuvo grandes repercusiones para la economía monástica, pues nunca representan más del 6,5 por cien de las entradas de la panera, pero sí merece atención como indicador de la renovación del sistema agrario de los valles vitícolas y
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CUADRO 3. EVOLUCIÓN DE LOS INGRESOS DE CENTENO, MIJO Y MAÍZ, EN PROMEDIO FANEGAS ANUALES DE 87,5 LITROS Años cosecha* 1617-19 1620-28 1629-37 1638-49 1650-58 1659-67 1668-79 1680-88 1689-97 1698-1709 1710-20 1721-29 1730-40 1741-49 1750-58 1759-70 1771-78 1779-90 1791-98 1799-1810 1811-18 1824-31
Centeno 5.768,25 5.958,75 6.161,– 6.378,25 6.402,– 6.338,– 6.729,5 6.609 6.610,25 6.702 6.508 6.694,75 6.555,75 7.032,25 7.126,5 6.651,75 6.636,– 7.020,5 6.890,25 6.684,25 6.477,5 7.256,75
Índice 100 103 107 111 111 110 117 115 115 116 113 116 114 122 124 115 115 122 119 116 112 126
Mijo y maíz 227,5 ** ** 210,5 192,– 220,5 148 217,25 285 297 294,75 321,5 334,5 355,– 337,5 347,75 304,– 403,5 409 448,4 425 545,75
Índice 100 ** ** 93 84 97 65 95 125 131 130 141 147 156 148 153 134 177 180 197 187 240
Fuente: Biblioteca del monasterio de Poio, «Libro de estado» del monasterio de Oseira. * Se trata de los tres o cuatro años anteriores a la presentación de los balances, el 15 de abril; desde mediados del XVIII el año inmediatamente anterior al resumen de las cuentas no suele incluirse en ellas; aun así he respetado la estructura del libro, porque no altera los resultados. Esto sucede en todos los cuadros. ** Sin datos fiables.
bocarribeiras. El grueso de los ingresos de mijo pertenecía al priorato de Marín, pero se trata en lo fundamental de rentas fijas, por lo que el ascenso de las cantidades cobradas ha de imputarse a los diezmos, cuartos y quintos de otros prioratos. En los valles vitícolas el maíz se expande en el último cuarto del XVII –en el trienio que finaliza en 1692 se referencia por primera vez a «mijo y maíz», antes sólo a mijo–, y en los de bocarribeira triunfa a raíz de las crisis de la década de 176019. Esto es lo que sucede en el priorato de Longos, cuyos datos correspondientes a diezmos figuran a continuación.
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CUADRO 4. COMPOSICIÓN DE LOS DIEZMOS DEL PRIORATO DE LONGOS, SUFRAGÁNEO DE OSEIRA. EN FANEGAS Y % Años 1730 39 1740-49 1750-59 1760-69 1770-79 1780-89 1790-99 1800-09 1810-19 1824-29 1830-34
Centeno 65,2 65,2 59,– 60 52,5 52,8 43,6 22,6 27,8 26,5 21,6
% 57,1 55,7 56,5 49,4 46,5 44,3 37,8 25,7 30,2 32,8 31,–
Trigo 0,25 0,30 0,70 –– –– –– –– –– –– –– ––
% 0,2 0,3 0,7 –– –– –– –– –– –– –– ––
Maíz 10,7 12,8 14,2 27,0 37,2 49,8 60,7 60,9 63,1 53,3 47,0
% 9,4 10,9 13,6 22,3 32,9 41,8 52,7 69,1 68,5 66,0 67,5
Mijo 38,1 38,75 30,5 34,4 23,3 16,5 10,9 04,6 01,2 01,– 01,–
% 33,3 33,1 29,2 38,3 20,6 13,9 9,5 5,2 1,3 1,2 1,4
Total 114,25 117,05 104,4 121,4 113 119,1 115,2 088,1 092,1 080,8 069,6
Fuente: Archivo Histórico Provincial de Ourense, libro 613 (antiguo) (No se incluye el diezmo de castañas, que hasta 1803 tiene cierta importancia).
Los datos son elocuentes: el maíz se difunde principalmente en la década de 1770, como respuesta a las graves crisis agrarias de años inmediatos. Va desplazando al mijo y en alguna medida al centeno y contribuye a paliar la caída de la producción que se registra a comienzos del XIX, menos grave de lo que puede deducirse de las cantidades totales recaudadas, afectadas en diversos años por la detracción del noveno (el 11,1 por cien del diezmo). Para la economía monástica, de todas formas, el descenso de los ingresos por diezmos no fue ruinoso, por cuanto se mantuvieron estables las rentas forales, mucho más importantes20. En las aldeas pertenecientes a prioratos situados en zonas vitícolas el maíz se expandió en la segunda mitad del XVII, pero su importancia se reforzó también a partir de la crisis de 1768 y años siguientes, y después como reacción frente a las dificultades puntuales de la economía vitícola. Con todo, el peso porcentual que dentro del volumen de las diversas cosechas tenía el maíz a fines del Antiguo Régimen era a menudo escaso, dado el predominio de un cuasi monocultivo vitícola. Así, en Santa Cruz do Arrabaldo, sobre el total de los diezmos de cereales el centeno representaba en la década de 1750 el 52,8, el trigo el 32,2 y el maíz el 15; en 1825-34, los porcentajes eran, por el mismo orden, del 26,3, 0,2 y 73,5. Mientras el trigo había casi desaparecido, y las cosechas de centeno se redujeron en un 30 por cien, las de maíz se multiplicaron por 7, lo que no impedía que la renta de centeno continuase en víspera de la desamortización siendo el ingreso cerealero más importante, ni que el vino siguiese dominando con contundencia el sistema agrario, pues en vísperas de la desamortización suponía el 89,1 por cien del volumen de la producción sometida a diezmo, y los cereales
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el 10,9 restante. Algo parecido puede predicarse de los prioratos sufragáneos de Sobrado, de Banga, Gomariz y Moldes21. Por lo mismo, el incremento, espectacular en ocasiones en términos porcentuales, de los ingresos de maíz, en concreto de diezmos y rentas proporcionales, tiene más importancia como indicador del esfuerzo de los campesinos por diversificar sus fuentes de ingresos que efectos reales en los ingresos globales de monasterios e incluso, en determinadas comarcas, en la composición global de la producción agraria, que continuó dominada por el vino.
3. Los ingresos vitícolas Al lado de los cereales –encabezados por el centeno–, el vino constituía el otro gran capítulo de los ingresos monásticos en especie. Cobrados directamente por alguna bodega abacial o más a menudo por los monjes que estaban al frente de prioratos y granjas de las cuencas del Miño y Sil, una parte importante de las rentas iba llegando a las casas centrales para consumo y venta. La información contable sobre prioratos y bodegas es copiosa, pero no siempre uniforme y su utilidad es desigual22. Sólo en el caso de Oseira existen datos sobre los ingresos globales de todas las administraciones desde comienzos del XVII a la exclaustración. Resumidos por períodos breves se exponen en el cuadro siguiente.
CUADRO 5. INGRESOS GLOBALES DE VINO DEL MONASTERIO DE OSEIRA. MEDIAS ANUALES EN MOYOS DE 146 LITROS Años cosecha 1617-28 1629-37 1638-49 1650-58 1659-67 1668-79 1680-88 1689-97 1698-1709 1710-20 1721-29 1730-40 1741-49 1750-58 1759-70
Moyos 1.069,75 1.370,20 1.326,75 1.378,10 1.518,50 1.609,40 1.322,90 1.414,75 1.516,20 1.531,50 1.555,80 1.421,60 1.700,75 1.764,60 1.844,00
Índice 100 128 124 129 142 150 124 132 142 143 145 133 159 165 172
Índice ingresos de centeno 100 104 108 108 107 114 112 112 113 110 113 111 119 121 113
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Años cosecha 1771-78 1779-90 1791-98 1799-1810 1811-18 1824-31
Moyos 1.898,75 2.020,30 1.826,00 1.663,75 1.229,75 c. 1.643,50
Índice 177 189 171 156 115 154
Índice ingresos de centeno 112 119 117 113 110 123
Fuente: Biblioteca del monasterio de Poio, «Libro de estado» del monasterio de Oseira.
Se trata de ingresos obtenidos en los prioratos y granjas que el monasterio tenía repartidas en los valles fluviales de Ourense y Sur de Lugo, aunque sólo de modo puntual consta en el libro de estado las entradas de cada administración. En la década de 1660 lo que aportaba cada una puede verse a continuación.
CUADRO 6. INGRESOS DE LOS PRIORATOS Y GRANJAS DE OSEIRA EN 1659-1664. MEDIAS ANUALES EN MOYOS Granja Sta. Cruz de Arrabaldo San Paio Prado Oleiros San Lourenzo Viso Barbantes Pastoriza Marín Parafita Santa Euxea Areas Total
Moyos 400,3 209,4 260,5 109,1 116,2 128,8 58,0 64,2 14,0 36,– 24,2 14,0 1.434,7
Fuente: vid. cuadro anterior.
La casa abacial, situada en tierras relativamente altas y productoras de centeno, no tenía rentas de vino, y el que ingresaba en la bodega procedía de las administraciones que figuran en el cuadro anterior. Por lo mismo, los ingresos globales son la suma de las entradas de esa docena de prioratos y granjas radicadas en su mayoría en las riberas del Miño y derivan en lo fundamental de foros
ECONOMÍAS CISTERCIENSES DEL ANTIGUO RÉGIMEN: EL IMPERIAL MONASTERIO
DE
OSEIRA
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proporcionales a la cosecha, diezmos y de rentas fijas, aunque esos porcentajes de cada partida rara vez se especifican en la fuente23. En 1738-40, por ejemplo, las rentas fijas representaban el 39 por cien de las entradas totales, y los diezmos, cuartos, quintos y sextos el 52 por cien; en 1807-18 los porcentajes fueron, por el mismo orden, del 51 y 48, y en 1824-31 del 44 y del 55, por la recuperación vigorosa de los diezmos en esa década. En cualquier caso, las rentas fijas ascendían a 614,5 moyos a mediados del XVIII, y a 701,75 –un 14 por cien más– en vísperas de la exclaustración, y aquí radica probablemente una parte de la explicación de la tendencia alcista de los índices desde comienzos del XVII a fines del XVIII, y el buen nivel que mantienen en los años inmediatos a la desamortización. Un dinamismo que sería necesario retrotraer a la primera mitad del XVI, pues cabe recordar que en 1529 los ingresos vitícolas ascendían a 665 moyos, y en 1617-28 habían aumentado un 83 por cien frente al 50 por cien del incremento de las entradas de cereales. Sin duda hubo también un aumento de la producción vitícola –y de las rentas proporcionales–, que culmina con las excelentes cosechas de la década de 1780, pero al respecto no está claro que la serie de Oseira pueda tomarse como indicador global de la trayectoria de la economía vitícola de Lugo y Ourense, pues los ingresos decimales de prioratos de Sobrado o San Clodio, sitos en el Ribeiro de Avia, descienden desde la primera mitad del XVIII. En el Ribeiro de Ourense y en el valle del Sil, en donde radicaban los dominios de Oseira, la producción aguantó mejor, e incluso se incrementó en algún caso en la fase final del Antiguo Régimen, lo que contribuye a explicar la tendencia de las cifras del cuadro. He de confesar, así y todo, a la vista de la trayectoria de los ingresos vitícolas de Oseira que tal vez deba matizar ideas expuestas hace algunos años sobre la caída de la producción de vino en los valles ourensanos y del sur de Lugo. No parece ser ni tan general ni tan acusada como entonces supuse24. Los ingresos globales de vino se caracterizan, pues, por un dinamismo mucho más acusado que los de centeno. Mientras los primeros se incrementaron un 75 por cien entre principios del XVII y fines del XVIII, los de cereal apenas lo hicieron en un 20 por cien. La mayor vinculación orgánica que existía entre rentas y producción y el aumento de las rentas fijas percibidas en vino dan razón de las diferentes trayectorias. Con todo, los ingresos de centeno fueron siempre mucho más voluminosos que los de vino: 5.175 hls frente a 1.560 en 1617-28; 6.235 frente a 2.576 en 1750-58, y 6.350 contra 2.400 en 1824-31. En todo caso, a las puertas de la exclaustración nada autoriza a hablar de crisis en lo referido a la cuantía y percepción de los principales capítulos de ingresos en especie del poderoso cenobio de Oseira. Las contabilidades de diversos prioratos reflejan una mayor o menor caída de la recaudación decimal de centeno, pero se mantienen las rentas forales, que forman el grueso de las entradas. La situación es más
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PEGERTO SAAVEDRA
variada si se atiende a los ingresos de vino, pues hay administraciones en las que las cosechas caen y otras en las que incluso ascienden en la etapa final del Antiguo Régimen25. Hay otra cuestión, que es la referida a la deuda, que a veces puede aparecer enmascarada en unas contabilidades que tenían un componente teórico mayor o menor. Debatir este problema ocuparía y exigiría demasiado espacio, según quedó advertido, pero a juzgar por los volúmenes de cereal y vino comercializados después del Trienio puede avanzarse que los impagos de rentas no eran escandalosos.
4. Empleo de los ingresos en especie No cabe duda de que un elevado porcentaje de los ingresos de monasterios, de la aristocracia y de los hidalgos, era formalmente vendido en las localidades de cobranza, en las paneras centrales o en mercados y ferias urbanas y rurales. Pueden, al respecto, establecerse distingos entre las diversas clases de cereales, entre prioratos y casas matrices, incluso entre éstas –de acuerdo con el volumen de ingresos y con su estructura administrativa–, o también entre pazos –en función de si están o no habitados por el mayorazgo y su familia–26. Sin embargo, cuando se analiza el destino del total de los ingresos de una institución o casa, los datos son concluyentes. Y así lo demuestran los datos del «imperial» monasterio de Oseira, cuyo «Libro de estado» resume, según quedó señalado, las entradas y salidas de cereales y de vino –y dinero– de la casa central y de sus prioratos y granjas en el curso de más de dos siglos. Las cifras básicas se exponen en el cuadro 7 de la página siguiente. De modo sucinto puede decirse que desde comienzos del XVII hasta la exclaustración la comunidad cisterciense gestionó de promedio casi 7.500 fanegas de diversos cereales cada año (unos 4.170 hls), 476 de ellas de trigo, 6.618 de centeno y 387 de mijo y maíz, esto es, el centeno representó el 88,5 por cien de los empleos totales, el trigo el 6,3 y los cereales de primavera el 5,2, una estructura del gasto que, lógicamente, concuerda con la composición de los ingresos (con la salvedad del trigo comprado, equivalente al 50 por cien de los empleos). Se advierte, asimismo, como las salidas con diferencia más voluminosas están representadas por las ventas: casi tres cuartas partes de los cereales tienen este destino, seguido a mucha distancia del llamado gasto ordinario, esto es, el consumo de la comunidad, «familia» (criados) y huéspedes, y luego del de las limosnas, cuyo papel parece limitado en el conjunto de la economía monástica: un 7 por cien del gasto, esto es 528 fanegas al año, frente a las 1.418 del consumo ordinario y a las 5.262 vendidas. Por fin, el capítulo de «otros» engloba los descuentos por mermas y perdones, el consumo de animales, siembras, algunos salarios y congruas y las fanegas destinadas al montepío desde la década de 1740, que en realidad deberían reputarse también como vendidas27.
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DE
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OSEIRA
CUADRO 7. A) DESTINO DE TODOS LOS CEREALES. x FANEGAS ANUALES Años Gasto cosecha ordinario 1617-22 2.024,25 1659-76 1.450,1 1677-1700 1.390,8 1701-26 1.441,3 1727-49 1.421,25 1750-74 1.522,4 1775-98 1.540,4 1799 1818 1.403,5 1824-31 1.213,25
%
Limosnas
29,7 20,– 18,9 19,4 18,4 20,1 19,6 18,7 16,7
814,– 714,5 587,5 619 530,75 463 411,75 355
%
Ventas
%
Otros
%
Total
11,2 9,7 7,9 8,– 7,– 5,9 5,5 4,9
4.610,5 4.678,1 4.956,95 5.136,5 5.260,5 5.306,75 5.612,5 5.422,1 5.561,25
67,5 64,5 67,5 69,2 68,1 70,1 71,5 72,4 76,3
188,85 310 287,25 262,5 422,25 208,25 233,85 255,65 152
2,8 4,3 3,9 3,5 5,5 2,8 3,– 3,4 2,1
6.823,6 7.257,2 7.149,5 7.427,8 7.723 7.568,15 7.849,75 7.493 7.281,5
B) DATOS GLOBALES DEL PERÍODO, POR CEREALES Cereal Trigo
Gasto ordinario 075.568,8
% 91,8
Centeno
159.927
14,–
Mijo/maíz
009.863,45
14,7
Total
245.356,25
19,–
x fgs/año
001.418,25
Limosnas %
91.362,0
8,–
91.362,0
7,1
00.528,1
Ventas
%
Otros
%
Total
005.783
07,–
00.950,9
1,2
00.82.299,7
847.838
74,0
45.768,25
4,–
1.144.895,5
056.749,1
84,7
00.364,1
0,6
00.66.976,65
910.370,1
70,3
47.083,25
3,6
005.262,25
00.272,15
1.294.171,6 00.07.480,75
Fuente: Biblioteca del monasterio de Poio, «Libro de estado» del monasterio de Oseira.
Otro aspecto a destacar es el mantenimiento a lo largo de dos siglos de los capítulos fundamentales de los diversos empleos, lo que se corresponde tanto con la estabilidad y rigidez de los ingresos como con la naturaleza de una economía señorial basada por completo en la percepción de foros y diezmos y con una lógica de funcionamiento que no se modifica en el curso de más de doscientos años. Lo más relevante en este punto es el ligero, pero significativo, incremento de las cantidades –y porcentajes– de cereal comercializado, a costa de la reducción del gasto ordinario y de limosnas, en parte por el descenso en el primer tercio del XIX del número de monjes y de criados, y también por el esfuerzo de la comunidad orientado a limitar los dispendios para disponer de más volúmenes que sacar al mercado, y así enfrentar las crecientes necesidades de numerario. En una economía en la que los ingresos estaban fijados de antemano, sin posibilidad de introducir grandes modificaciones a corto y medio plazo, la estrategia de los monjes, en momentos de dificultades, se orientaba a reasignar los gastos, minorando
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PEGERTO SAAVEDRA
en la medida de lo posible los capítulos referidos a salarios en especie y limosnas. El hecho es que entre 1775 y 1830 el monasterio vendía al año un promedio de mil fanegas más que en el siglo XVII y destinaba a limosnas 350 fanegas menos. Con todo, se trata de cambios que no alteran unos esquemas fundamentales, pues la comunidad no podía abandonar su lógica de elevado consumo, desarrollado en el contexto de una «economía moral», que justificaba su percepción, año tras año, y así varios siglos, de ingentes cantidades de rentas28. A la vez, los cereales tenían, en términos porcentuales, destinos diferentes, de acuerdo con su calidad y cantidades disponibles, como queda de manifiesto en el cuadro de la página siguiente. El trigo se empleaba, en su casi totalidad, en el consumo ordinario, algo explicable si se recuerda que la midad del que entraba en las paneras monásticas procedía de compras y de trueques. Con todo, parece significativo que en el primer tercio del XIX los monjes se tratasen de reforzar el capítulo de ventas, con resultados limitados, pero elocuentes en definitiva. Al revés, los cereales de primavera, conforme el maíz desplazó al mijo, se vendían masivamente, debido en parte a su escaso aprecio social como alimento en comparación no ya con el trigo, sino con el centeno. Este cereal, por su propia abundancia, es el que tenía destinos más diversificados, en cuanto alimento común de criados, operarios eventuales y animales; como producto que garantizaba las limosnas de la casa central y como principal recurso comercializado. En el caso de los tres cereales se advierte una tendencia al aumento de los porcentajes y cantidades que se venden, trayectoria más acusada en el maíz. Así, aunque el centeno proporcionó siempre, con largueza, los mayores volúmenes sacados al mercado –4.901 fanegas de promedio anual desde 1617 a 1831, frente a 328 de mijo y maíz y a 34,5 de trigo–, su dominio era más abrumador en la primera mitad del XVII que en vísperas de la exclaustración: en 1617-22 representaba el 96,2 por cien del conjunto de cereales comercializados, el mijo el 3,5; en 1824-31 los porcentajes eran, por el mismo orden, del 90,2 y del 929. En tiempos normales –carentes de agobios financieros–, no entraba en la lógica de la comunidad de Oseira vender centeno en el cenobio para obtener numerario, pues ese cometido estaba al cargo de las «granjas» y prioratos y de la propia bodega monástica30, quedando a la panera de la abadía la función de gran centro consumidor y redistribuidor. De modo que la llamada «oficina del horno», dirigida por un monje que controlaba la molienda y cocedura del cereal, absorbía del 65 al 80 por cien del centeno gastado anualmente. Las raciones que se entregaban a criados, huéspedes, trabajadores eventuales y a pobres del contorno o vagabundos no solían ser en grano, sino en pan cocido, lo que originaba un gran trasiego en torno al molino y al horno. En 1750, por ejemplo, era necesario dar pan a unos 92 monjes, a 44 criados y a una multitud de operarios ocasionales y a pobres.
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CUADRO 8. DESTINO DE LOS DIVERSOS CEREALES. ANUALES EN FANEGAS A) TRIGO Años Gasto cosecha ordinario 1617-22 387,– 1650-64 448,6 1677-1700 438 1701-26 471 1727-49 487 1750-74 488,5 1775-98 499,5 1799 1818 409,75 1824-31 287,5
%
Limosnas
%
Ventas
%
Otros
%
Total
96,3 91,– 91,5 92,9 92,6 95,2 93,4 87,7 83,8
–– –– –– –– –– –– –– –– ––
–– –– –– –– –– –– –– –– ––
15 43,1 35,75 33 27,4 18 29,75 53,25 45
3,7 8,7 7,5 6,5 5,2 3,5 5,6 11,4 13,1
00,1 01,5 04,75 03,25 11,6 06,75 05,5 04,– 10,5
–– 0,3 1,– 0,6 2,2 1,3 1,– 0,9 3,1
402,4 493,2 478,5 507,25 526 543,25 534,75 467 343
B) CENTENO Años Gasto cosecha ordinario 1617-22 1.574,75 1659-76 0.930,5 1677-1700 0.884,5 1701-26 0.909 1727-49 0.883,5 1750-74 0.981,5 1775-98 0.988,5 1799 1818 0.948,5 1828-31 0.877,25
% 25,4 14,2 13,3 13,7 12,8 14,6 14,3 14,4 13,7
Limosnas
%
Ventas
%
Otros
%
Total
12,4 10,8 8,9 9,– 7,9 6,7 6,3 5,6
4.435,5 4.510,– 4.741 4.866,5 4.943 5.009,25 5.245,5 4.988,75 5.019,25
71,6 68,7 71,6 73,5 72,1 74,5 75,7 75,7 78,5
188,75 308,5 282,5 259,25 409,75 200 227 238 141,25
3,– 4,7 4,3 3,9 6,– 3,– 3,3 3,6 2,2
6.199 6.563,5 6.622,5 6.622,25 6.855,25 6.721,5 6.924 6.586,75 6.392,75
%
Total
0,3 0,5 0,3 3,1 ––
222 196 249,5 298,3 341,75 333,4 391 439,25 545,75
814,5 714,5 587,5 619 530,75 463 411,75 355,–
C) MIJO Y MAÍZ Años Gasto cosecha ordinario 1617-22 62 1659-76 71 1677-1700 68,3 1701-26 61,3 1727-49 50,75 1750-74 52,4 1775-98 52,4 1799-1818 45,5 1824-31 48,5
%
Limosnas
%
Ventas
%
Otros
27,9 36,2 27,5 20,5 14,8 15,7 13,4 10,4 08,9
–– –– –– –– –– –– –– –– ––
–– –– –– –– –– –– –– –– ––
160 125 180,2 237 290,1 279,5 337,25 380,1 497
70,1 63,8 72,5 79,5 84,9 83,8 86,3 86,5 91,1
* * * * 0,90 1,50 1,35 13,65 0,25
Fuente: Biblioteca del monasterio de Poio, «Libro de estado» del monasterio de Oseira.
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PEGERTO SAAVEDRA
CUADRO 9. EMPLEO DEL CENTENO INGRESADO POR LA PANERA DE OSEIRA. MEDIAS ANUALES EN FANEGAS «Oficina del % horno» 1750-59 917,90 79,25
(Criados y criados de % huéspedes (471 40,7)
(380
1800-09
74,00
(329,5
29,9)
(318,75
Años
815,70
(Limosna
%) 32,9)
Otros gastos 240,1
%
Vendido
%
20,7
-
-
Gasto total 1.158,0
28,9)
244,7
22,2
041,10
03,7
1.101,5
1810-19
662,20
69,60
(309,5
32,5)
(195,5
20,5)
235,8
24,8
053,50
05,6
951,5
1824-34
615,25
65,80
(261,25
28,0)
(216,75
23,2)
178,9
19,1
140,25
15,-
934,4
Fuente: Archivo Histórico Provincial de Ourense, Clero, libros 620 y 621 (antiguos).
Durante el siglo XVIII la «oficina del horno» gestiona por lo regular en torno a 900 fanegas de centeno al año, destinadas en su mayor parte a criados de la casa y de los huéspedes, a limosnas y a los que acarrean cereal, vino, leña, teja y piedra. En el capítulo «otros gastos», ya en grano, entraba el alimento de las mulas –que a mediados del siglo XVIII consumían de promedio 180 fanegas al año y en 1824-34, 140–, algunos salarios y congruas –51 fanegas al año en 1750-59 y 21,5 en 1824-34–, la ceba de cerdos, la sementera de «ferraña» y cantidades ocasionales de limosna en grano. En sazones de escasez, las limosnas se alargaban hasta representar la parte sustancial del gasto: así entre abril de 1768 y abril de 1769, cuando se destinan al horno 1.095 fanegas (sobre 1.370,75 gastadas), de ellas 613 para repartir a pobres31; al año siguiente la limosna ascendió a 815 fanegas sobre un gasto total de 1.552,25 (1.297 de ellas en el horno); en los cuatro años que vinieron a continuación el gasto fue de 500, 460, 470 y 520. Sin embargo, a mediados de la década de 1790 había concluido la época de semejantes «dispendios» y sólo en años puntuales, debido a la gran penuria, alcanza el mencionado capítulo las 400 fanegas (446,75 de promedio en los años cosecha de 1801 a 1803, 396 en el de 1816), situándose habitualmente por debajo de las 300 e incluso 200 fanegas. Al tiempo se van incrementando las partidas destinadas a la venta, que a veces encubren atrasos percibidos en dinero. Ello significa que ante las urgentes necesidades de numerario y ante la diferencia de precios relativos entre el cereal y el vino –cada vez más favorable al cereal–, la comunidad optó por reasignar el destino de algunas cantidades de centeno, reduciendo los capítulos del gasto, pues dada la rigidez de sus ingresos no le quedaban otras opciones. De este modo se aminoran las cantidades absolutas y relativas a disposición del monje que gestionaba el horno y aumentaron las consignadas al mercado.
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El descenso afectó a la mayoría de los capítulos del gasto: criados de la casa y de huéspedes, asalariados eventuales, limosnas, salarios en especie, mulas. La comunidad sostenía unos 90 monjes en 1796-1801, 75 en 1824 y sólo 57 en vísperas de la exclaustración32; necesitaba por tanto menos mulas y también menos criados. Algunas remuneraciones en especie pasaron a dinero ya antes de 1800, y los que continuaron recibiendo la asignación de pan cocido bajaron de 32 en 1806 a 25 en 181133. Los que mantuvieron su empleo continuaron sin embargo recibiendo la misma cantidad de pan, e incluso lograron una mejora en la calidad. En efecto, en 1772 se comenzó a cernir por un cedazo de cerda «toda la harina de que se hacen las sembras y gallofas que se dan a los criados y peregrinos», y en 1812-14 «se arregló el plan de la panadería de este monasterio», estipulándose las libras de pan cocido que el padre hornero había de dar por cada fanega que entrase en la «oficina», y estipulándose (junio de 1814) «que el pan de los criados se diese en adelante como pan de centeno blanqueado, sin mezcla de ninguna otra harina extraña, y menos del salvado llamado moguelo del de maíz ni centeno. La harina para este grano, en el sentido dicho, ha de ser cernida por el cedazo fino, y no por el de cerda, como se hacía hasta aquí»34. De acuerdo con los parámetros conocidos hasta ahora, no estaba mal una asignación anual por criado de 10 fanegas de grano (además de algunas gallofas o panecillos por Pascua Florida), que daban en pan cocido 900-930 libras gallegas, esto es, 1,5 kilogramos por día35. Por la cantidad que percibían, por la regularidad –no afectada por los meses de soldadura– y también por la calidad del pan, los criados de Oseira eran, en su estado, verdaderos privilegiados, y el padre hornero tenía prohibido «mezclar maíz alguno con el pan de sembras ni el pan de centeno, y si la demasiada escasez de este grano obligase alguna vez a esta mezcla, nunca podrá hacerse sin expresa orden del prelado; y en este caso sólo podrá mezclarse al centeno la cuarta parte del maíz y dará entonces el padre hornero por cada fanega de esta mezcla cien libras de pan cocido»36. Toda una evidencia del mayor aprecio del centeno frente al maíz, por eso los criados de las instituciones y casas rentistas consumen el primero, mas apenas el segundo, lujo que no se podían permitir muchos campesinos37. Dentro de las formas de asistencia social de tipo tradicional, basadas en el reparto de limosnas a los pobres de variada condición que acudían a la portería, se registró a fines del XVIII una pequeña novedad, consistente en la dotación de una escuela de primeras letras, a cuyos niños se les daban unas 20 fanegas al año; la comunidad comenzó también la construcción de un «seminario» o internado para niños del contorno, que no llegó a funcionar. Las 20 fanegas suponen una cantidad pequeña, que representa alrededor del 5-6 por cien de la total asignada a limosnas, aunque para los políticos reformistas el cambio tenía gran relevancia. La escuela se creó siendo abad Fray Adriano de Huerta (1783-1787).
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PEGERTO SAAVEDRA
Hasta la Gaceta ponderó el hecho: «Los religiosos cistercienses del monasterio de Osera ... han dado prueba de su verdadera caridad, disponiendo que la limosna que antes se distribuía a los pobres que acudían a la portería, se aplique de un modo más útil, privando a los mendigos de este verdadero fomento de la holgazanería. A este fin han resuelto establecer con inmediación al monasterio una escuela caritativa en que continuamente se recojan, alimenten y vistan por la comunidad unos cuarenta niños pobres, enseñándoles por tiempo de tres años la doctrina cristiana, la lengua castellana, a leer y escribir, pero no la gramática ni otra facultad; de modo que con dicha enseñanza sean restituidos a sus padres a la edad de diez o doce años, que es la competente para que puedan aplicarse a la agricultura, o a las artes y oficios»38.
De hacer caso a la Gaceta, y no a los libros de contabilidad, las formas de distribución de limosnas en especie habrían cambiado radicalmente no sólo en Oseira, sino en otros cenobios cistercienses y benedictinos del Reino de Galicia que, a imitación de aquél, decidieran aplicar de modo útil a la enseñanza de niños pobres «limosnas que distribuidas en las porterías sólo servirían para mantener vagabundos que prefieren la vida libre y ociosa al trabajo y la aplicación». La realidad es que, según quedó indicado, los libros de panera y del horno registran desde 1791-92 un gasto anual que en la mayoría de los ejercicios es de 20 fanegas, mientras continúa el reparto habitual de cantidades muy superiores a los pobres del contorno, peregrinos y ostiatim39. La granería de Oseira con unas disponibilidades de centeno de unas 1.100 fanegas hasta comienzos del XIX, de las que habitualmente no se vendía ninguna, constituye un caso especial dentro de las comunidades cistercienses, y que pone de manifiesto la necesidad de contemplar las economías monásticas dentro de una lógica global, pues el funcionamiento de las administraciones periféricas y el de la casa central no son independientes: con un dilatado y disperso patrimonio, repartido entre 17 prioratos y granjas y la abadía, la comunidad de Oseira no necesitaba por lo general vender el centeno de la panera, tarea encomendada a los monjes granjeros. Por otro lado, los ingresos cobrados en la casa central eran más reducidos que en Sobrado o Montederramo y, por lo mismo, el consumo y las limosnas dejaban pocas sobras. Al igual que sucedía con el centeno, la mayor parte de los ingresos de vino se destinaron a la venta, realizada a menudo en las propias granjas.
ECONOMÍAS CISTERCIENSES DEL ANTIGUO RÉGIMEN: EL IMPERIAL MONASTERIO
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OSEIRA
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CUADRO 10. EMPLEO DE LOS INGRESOS EN VINO DEL MONASTERIO DE OSEIRA. MEDIA ANUAL EN MOYOS Años cosecha 1620-22 1659-76 1677-1700 1701-26 1727-49 1750-74 1775-98 1799-1818 1824-31
Salidas totales c. 769,75 1.515,75 1.385,75 1.594,25 1.549,75 1.821,25 1.917,50 1.487,75 1.722,75
Gasto ordinario c. 364,25 373,25 368,50 396,–0 392,75 399,–0 420,25 404,00 390,75
%
Ventas
%
Otros gastos
%
97,5 24,6 26,6 24,8 25,3 21,9 21,9 27,2 22,7
405,50 1.081,25 960,50 1.101,25 1.077,50 1.261,50 1.340,25 844,00 1.088,25
52,7 71,3 69,3 69,1 69,5 69,3 69,9 56,7 63,2
–– 61,25 56,75 97,–0 79,50 160,75 157,–0 239,75 243,75
4,1 4,1 6,1 5,1 8,8 8,2 16,1 14,1
Fuente: Biblioteca del monasterio de Poio, «Libro de estado» del monasterio de Oseira.
Salvo en los primeros años, la fuente no diferencia vino blanco y tinto, lo que probablemente refleja la progresiva homogeneización de calidades a costa de la degradación del blanco, según sabemos por otras informaciones referidas a precios y a trayectoria de la producción. En la década de 1620, en todo caso, las rentas y diezmos de blanco superaban a las de tinto, al representar un 53 por cien de las entradas totales40. El primero se destinaba con preferencia a la venta –753 moyos vendidos y 370,5 gastados en el trienio de abril de 1620 a 1623– y el segundo al consumo –464 y 722 moyos, por el mismo orden–. A mayor abundamiento, por los libros de cuentas de bodegas como las de San Clodio de Leiro o de Sobrado sabemos que los monjes y «familia» consumían, fundamentalmente, vino tinto, mientras el blanco se destinaba más bien a la venta. Las cantidades destinadas al consumo ordinario de la comunidad oscilaron poco, en valores absolutos, a lo largo del tiempo; el ligero incremento que notan hasta fines del XVIII tienen que ver con el aumento del número de monjes. Un gasto de unos 400 moyos al año de promedio significa 58.400 litros, esto es, 160 por día, en torno a 2 litros por religioso, cifra exagerada, pues habría que tener en cuenta a los visitantes, criados y a algunos operarios eventuales. El capítulo de otros gastos, cuya importancia se acrecienta en la etapa final del Antiguo Régimen, incluye las pérdidas, pensiones, salarios y congruas, perdones, mermas, gastos de cocina y en vinagre y «datas» por ajustes de medidas, un capítulo que anota desde mediados del XVIII y que desde 1771 a 1807 sirve para justificar entre el 3,5 y el 4,3 por cien del descargo total y en el último ejercicio el 3,8 por cien. Esto, junto con el incremento de las cantidades destinadas a congruas
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PEGERTO SAAVEDRA
y pensiones, a obras y a perdones, explican la evolución de los valores de ese epígrafe41. No aparece una sola referencia a la fábrica de aguardiente, lo que da cuenta de las pérdidas y «trasiegos». Consumo y venta tenían lugar en las granjas y en la bodega monástica, a donde llegaban las cantidades que las administraciones periféricas remitían. En los años 1659-64 en la bodega se vendían de promedio 458,5 moyos y se justifican en otros empleos –desde consumo ordinario a vinagre– 296, mientras en las granjas las cantidades, por el mismo orden, fueron de 431,5 y 119. Con el tiempo la comunidad tendió a descentralizar las ventas, pues desde 1775 a 1818 las cantidades destinadas a diversos empleos se distribuyen así entre bodega central y prioratos.
CUADRO 11. EMPLEO DEL VINO EN LA BODEGA CENTRAL Y PRIORATOS DE OSEIRA DE 1775 A 1818. MEDIA ANUAL EN MOYOS
Bodega Granjas Total
Salidas totales 406,5 1.365,5 1772,0
Consumo ordinario 281 132 413
Ventas 48,50 1.066,75 1.115,75
Otros empleos 077,0 117,5 194,5
Fuente: Biblioteca del monasterio de Poio, «Libro de estado» del monasterio de Oseira y R IONEGRO FARIÑA, La estructura económica del Císter orensano…, p. 308.
En la etapa final del Antiguo Régimen, para la que se conserva el libro de bodega de la casa central, en ésta se recibían de promedio alrededor de 400 moyos de vino, de los que se destinaban a consumo ordinario 280, en torno a 408,5 hls. o 112 litros por día; las ventas sólo representan el 12 por cien de las salidas totales; al revés, en las granjas la comercialización justifica el 78 por cien de las salidas, y el consumo ordinario sólo el 9,7 por cien, un desequilibrio que recuerda el registrado en los diversos empleos de los cereales entre panera y administraciones periféricas, pero que no era tan acusado en el XVII. Contamos con muchas contabilidades de prioratos y bodegas monásticas, pero no disponemos de ninguna otra que informe de los ingresos vitícolas globales de un monasterio como la que quedó expuesta referida a Oseira. De cualquier forma, los libros de las bodegas de San Clodio, Sobrado o Montederramo acreditan el proceso creciente de descentralización en la gestión de los ingresos a favor de las administraciones periféricas. En el caso de Sobrado esto se percibe con claridad, pues la bodega monástica tiende a renunciar a las ventas, y en consecuencia opta por recibir de prioratos y granjas poco más que las cantidades necesarias para el consumo de la familia monástica42.
ECONOMÍAS CISTERCIENSES DEL ANTIGUO RÉGIMEN: EL IMPERIAL MONASTERIO
DE
OSEIRA
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5. Ingresos y gastos en dinero No es preciso recordar que la casi totalidad de los ingresos en numerario proceden de la comercialización de cereales y vino realizada en las administraciones periféricas, pues en la casa central poco era lo que se vendía. Ahora bien, el dinero que los monjes destacados en prioratos y granjas envían a la abadía, y que se asienta en el libro de caja, parece ser el «útil» que han logrado reunir al final de cada ejercicio, una vez descontado el gasto ordinario y extraordinario de su persona y criados y el derivado de la propia gestión: alimentos, vestido, salarios, reparaciones en la vivienda, pleitos... Por lo mismo, y tal como quedó advertido, los ingresos en dinero no incluyen ni la parte de las rentas consumidas ni los gastos habidos en las diferentes unidades administrativas. En este caso reflejan fundamentalmente los resultados financieros de prioratos y granjas43. Las cantidades de cereales y vino comercializadas, los precios a que se venden y los gastos monetarios afrontados por los monjes granjeros determinan, por tanto, la trayectoria de los ingresos en dinero del monasterio, que se expone en el cuadro siguiente.
CUADRO 12. EVOLUCIÓN DE LOS INGRESOS Y GASTOS EN DINERO. MEDIA ANUAL EN REALES CORRIENTES Balance Abril Abril 1610-1619 1619-1629 1629-1641 1641-1650 1650-1659 1659-1671 1671-1680 1680-1689 1689-1698 1698-1710 1710-1717 1719-1730 1730-1741 1741-1750 1750-1759 1759-1771 1771-1779 1779-1791
Ingresos
Índice
086.052 111.830,75 105.175,5 102.867 129.494,5 143.205,25 183.089 097.237,5 145.859 144.033 154.971 142.471,5 163.000,5 168.765,5 211.179 261.215,5 236.924 276.789,5
41 53 50 49 61 68 87 46 69 68 73 67 77 80 100 124 112 131
Gastos totales 090.862 104.904 101.566 101.351,25 128.723,75 142.952,5 188.296 093.089 144.775 144.116,5 167.601,5 139.110 164.433,5 171.473,5 209.310 239.262,5 267.618 280.195,5
Índice
Obras
%
Pleitos
%
043 050 049 048 061 068 090 044 (46,2)* 069 (35,8)* 069 (43,4)* 080 066 (45,3)* 079 (54,2)* 082 (41,5)* 100 (34,8)* 114 (30,7)* 128 (30,5)* 134 (41,8)*
15.896 22.666,25 22.505 12.999 12.306,75 18.537,5 31.199 07.509,5 42.362,75 33.077 57.588,25 22.758,25 39.589,25 33.172,25 65.233,75 74.201,75 88.013,75 71.590
17,5 21,6 22,2 12,8 09,6 13,– 16,6 08,1 29,3 23,– 34,3 16,4 24,1 19,3 31,2 31,– 32,9 25,6
08.044,50 06.417,00 04.602,25 01.713,50 13.047,50 04.304,50 05.164,00 01.932,00 01.152,25 06.604,00 05.026,00 08.251,25 13.875,75 12.532,50 11.053,50 10.495,50 18.408,25 08.925,50
8,9 6,1 4,5 1,7 10,1 3,– 2,7 2,1 0,8 4,6 3,– 5,9 8,4 7,3 5,3 4,4 6,9 3,2
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PEGERTO SAAVEDRA
Balance Abril Abril 1791-1799 1799-1811 1811-1819 1828-1832
Ingresos
Índice
387.893,75 389.926,5 443.169,5 208.773,5
184 185 210 99
Gastos totales 390.050 397.571,5 446.823,25 223.758,25
Índice
Obras
%
Pleitos
186 (44,4)* 190 (44,4)* 213 (49,9)* 107 (38)*
89.327,75 65.745 52.170 16.266
22,9 16,5 11,7 07,3
11.841,00 20.454,50 13.035,00 08.733,00
% 3,– 5,1 2,9 3,9
* Porcentaje que supone el gasto ordinario sobre el gasto total. Fuente: Biblioteca del monasterio de Poio, «Libro de estado» del monasterio de Oseira.
Las cantidades de rentas comercializadas tendieron al alza, hasta fines del siglo XVIII: en 1775-98 el monasterio vendía de promedio mil fanegas más de centeno que cien años antes; en términos porcentuales el aumento fue del 21 por cien; en el caso del vino, si en 1659-76 comercializaba 1.081 moyos de media anual, en el último cuarto del siglo XVIII la cantidad ascendía a 1.340 moyos, un 24 por cien por encima. Por eso desde la primera mitad del siglo XVII hasta mediados del XVIII los ingresos monásticos en dinero ascienden notablemente, más que los precios del centeno y del vino.
CUADRO 13. EQUIVALENCIA EN FANEGAS DE CENTENO DE LOS INGRESOS MONETARIOS DE OSEIRA Años 1614-19 1620-50 1650-80 1680-98 1698-1717 1717-41 1741-71 1771-98 1798-1818 1824-1832
Fanegas 09.415 10.587,5 11.664 10.936,5 11.736,5 11.918 11.355,5 19.776,75 08.416 11.359,-
Índice 86 97 107 100 104 109 104 89 77 104
Fuente: Para los precios de los cereales se ha recurrido a los libros de cuentas de diversos monasterios y prioratos.
Los índices son simplemente indicativos de la capacidad teórica de compras de centeno de los ingresos en numerario, pero no miden su valor real adquisitivo, pues los gastos de la comunidad estaban originados ante todo por la compra de alimentos diferentes al pan, ropas, obras, salarios y pleitos. Sí puede advertirse en los dos últimos cuadros cómo el alza brutal de los precios desde comienzos
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de la década de 1790 no fue seguida con igual ritmo por los ingresos, sin duda porque algunos impagos y trastornos derivados de la coyuntura y de la Guerra de la Independencia impidieron al cenobio vender las mismas cantidades que en la década de 1780, o hacerlo a los precios más altos, y porque los crecientes gastos de los prioratos mermaron el «útil» que remitían al final de cada ejercicio al libro de caja. En la monografía de Isolina Rionegro pueden encontrarse algunos ejemplos de esta última circunstancia. Así, en el priorato de Longos, cuyas rentas consistían básicamente en centeno, los índices del gasto monetario comienzan a sobrepasar con claridad a los de los ingresos brutos a partir de 180509, y por comparación a 1775-79, en 1825-34 el primero estaba en 152 y el segundo en 65. Otro tanto sucede en el priorato de Coiras, en donde los gastos en diligencias judiciales, en obras y en algunos períodos en contribuciones reducen de forma considerable el «útil» que el monje granjero puede remitir al monasterio44. Por lo que conocemos de muchos otros prioratos sufragáneos de Monfero, Sobrado y Montederramo la situación parece general, lo que significa que en la etapa final del Antiguo Régimen no se produce tanto una caída de los ingresos brutos cuanto un incremento del gasto por causas varias, lo que reduce las disposiciones de liquidez, fundamentalmente a partir de la Guerra de la Independencia45. Aun así en el caso de Oseira no puede hablarse, ni mucho menos, de una «bancarrota»: desde la Guerra de la Independencia los monjes no viven con la holgura de antes, pero tampoco se hallan en situación dramática. Las semejanzas entre la trayectoria del gasto y del ingreso no precisa de extensos comentarios, por cuanto a largo plazo una y otra variable tenían que ajustarse. A corto plazo podía haber divergencias, ya que necesidades urgentes, como la realización de obras, obligaban en ocasiones al cenobio a acudir al arca de reserva o a censos. Pero esto no parece lo habitual, y más bien hay que hablar de una holgura financiera que se repite balance tras balance, salvo momentos puntuales en la fase final del Antiguo Régimen, y, aun entonces, el monasterio es dador de censos a otras comunidades de fuera de Galicia, que después de la primera exclaustración de 1808 –que no afectó al Reino gallego– padecieron una situación ruinosa, en la que les sorprendió la exclaustración. No resulta casual que Oseira acogiera en mayo de 1815 el Capítulo General de la Orden del Císter (después que en 1811 y 1812 tuviesen lugar en el priorato de Partovia y en la propia abadía de Oseira capítulos intermedios); a la sazón el monasterio de Palazuelos, como casi todos los de Castilla, estaba arruinado46. Algunos capítulos del gasto en numerario tenían una rigidez evidente, pues las compras de determinados alimentos –pescado, aceite, legumbres, especies...– y de vestidos, los pagos de viajes y las contribuciones a la congregación no podían evitarse año tras año. De hecho, lo habitual es que el gasto ordinario represente entre el 40 y el 50 por cien del total; cuando desciende de esa proporción es porque se incrementa notablemente el gasto en obras, fruto de amplias
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PEGERTO SAAVEDRA
disponibilidades de liquidez47. Sólo en vísperas de la exclaustración se altera la situación: el gasto ordinario cae al 38 por cien, en parte porque la comunidad pasó de 74 monjes en 1825 a 63-57 en 1828-32 (de 25 a 30 menos que en 178099) y a que las disponibilidades monetarias no permitían entonces grandes alardes constructivos. El gasto extraordinario era, en cambio, más irregular, y a veces imprevisto, como los costos de los pleitos. Éstos, con todo, no ocasionaron al monasterio grandes dispendios, lo que significa que la conflictividad en el ámbito del dominio no fue elevada, salvo la que pudo producirse en prioratos determinados. De hecho, varios pleitos engorrosos a los que desde la década de 1790 se enfrentó el monasterio estuvieron ocasionados por curas que demandaban mayor participación en el diezmo, como el de Marín, especialmente belicoso en este ámbito48. Dentro del gasto extraordinario las obras ocupan un lugar fundamental, aunque el porcentaje que representan oscila bastante a lo largo del tiempo: es bajo antes de 1689, salvo en 1619-41, y en general muy considerable en el curso del XVIII, sobre todo en su segunda mitad, y desde 1700 a 1779 representó cerca de un tercio de las salidas globales de numerario49. A lo largo del período que cubre el libro de estado, desde 1610 a 1832, las partidas atribuidas al gasto en obras ascendieron a 8.806.153 reales, el 20,6 por cien del gasto total (42.822.932 reales).
CUADRO 14. GASTO TOTAL Y GASTOS EN OBRAS DESDE 1610 A 1832. EN REALES Años Abril-Abril 1610-1638 1638-1680 1680-1717 1719-1759 1759-1799 1799-1832 TOTAL
Gasto total 2.656.865,8 5.804.590,4 5.069.071,6 7.042.043,3 11.494.845,8 10.755.514,8 42.822.931,7
En obras 0.532.075,20 0.815.998,75 1.248.890,20 1.616.994,60 3.168.233,50 1.423.960,80 8.806.153,00
% 20,– 14,1 24,6 23,0 27,6 13,2 20,6
Fuente: Biblioteca del monasterio de Poio, «Libro de estado» del monasterio de Oseira.
Si el cómputo se limita al período 1680-1799, el resultado a que se llega es que el gasto en obras representó el 25,6 por cien del total, y que ascendió a un promedio de 52.018 reales al año; traducida a salarios esa cantidad significaría aproximadamente unos 17.500-18.500 jornales anuales, que equivaldrían al empleo permanente de unas 95 personas. Al margen del valor relativo de estos cálculos, por las oscilaciones del salario en función del tiempo y de la categoría
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de los empleados, parece claro que gracias a la realización de obras mayores y menores el monasterio ejercía un notable impacto en el entorno a través de la contrata de mano de obra; impacto que se reforzaba mediante la contrata de arrieros y de criados, un colectivo sometido a una intensa rotación, según sabemos por el libro de salarios del monasterio de Montederramo. En la etapa final del Antiguo Régimen el monasterio se vio sometido a unas exigencias fiscales nuevas, que al mantenerse desde la caída de los precios –y de los ingresos nominales– desde 1817 tuvieron una incidencia notable en la economía de la comunidad, impidiéndole continuar con los gastos en obras, que sin duda serían precisos desde la exclaustración del Trienio. A los donativos ocasionales de fines del XVIII y primera década del XIX50 se sucedieron después obligaciones más regulares, que se resumen a continuación.
CUADRO 15. GASTOS EN CONCEPTO DE CONTRIBUCIÓN Cuatrienio IV/1807 a IV/1811 IV/1811 a IV/1815 IV/1815 a IV/1819 IV/1819 a IV/1824 IV/1824 a IV/1828 IV/1828 a IV/1832 TOTAL
Total reales 176.195,0 157.241,5 150.449,5 116.832,5 058.706,0 068.802,0 728.226,5
% sobre gasto total en dinero 12,9 8,5 8,7 18,8 5,4 8,9 9,9
Fuente: Biblioteca del monasterio de Poio, «Libro de estado» del monasterio de Oseira.
En términos absolutos las cantidades desembolsadas por contribución –en las que en ocasiones se incluye el real noveno– no son elevadas, pero al gravar unos ingresos en descenso desde 1817 la incidencia de las nuevas cargas no fue despreciable y constituye sin duda uno de los factores de la «crisis» de las economías de las instituciones eclesiásticas51. De este modo, antes de la creación de la Hacienda Liberal con las reformas de Mon-Santillán de la década de 1840, los rentistas habían comenzado a pagar al fisco real, pues la monarquía absolutista, para tratar de sobrevivir, tuvo que limitar ciertos privilegios de los estamentos del clero y la nobleza. Al margen de ello, queda claro que en vísperas de la exclaustración la situación de las economías monásticas era muy diferente en la Península: ruinosa en el centro y sur peninsular, más sólida en el noroeste, por la propia naturaleza de los ingresos, por la menor incidencia de los avatares políticos posteriores a 1808 y por la existencia de un cierto consenso social que limitó el alcance de la conflictividad. Cuando Ramón Otero Pedrayo introduce en Os
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camiños da vida a un fraile de Oseira al que la exclaustración sorprende cuando se disponía a iniciar tranquilamente la cobranza de las rentas del priorato de Santa Cruz do Arrabaldo no estaba forzando la realidad histórica.
Notas *
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Trabajo realizado en el marco del Proyecto de Investigación HUM2005-06645/HIST, financiado por la Dirección General de Investigación del Ministerio de Educación y Ciencia. En el caso de los monjes y mendicantes van incluidos profesos, novicios, legos y donados; en el de las monjas las profesas y novicias; y en el del clero secular los curas y tenientes, beneficiados, ordenados a título de patrimonio y de menores. Los datos proceden del censo de Floridablanca, impreso en 1789. Sobre la población eclesiástica vid. el trabajo clásico de RUIZ MARTÍN, F., «Demografía eclesiástica hasta el siglo XIX», en Diccionario de Historia eclesiástica de España, Madrid, 1972, vol. II; REY CASTELAO, O., «Edad Moderna: Iglesia y Religión», en Semata. Ciencias Sociais e Humanidades, 7-8 (1996) (monográfico dedicado a Las religiones en la Historia de Galicia, editado por V. M. GARCÍA Q UINTELA); de la misma autora, «Cistercienses y benedictinos en la Galicia moderna: evolución numérica y análisis social», en Congreso Internacional sobre San Bernardo e o Císter en Galicia e Portugal, Santiago de Compostela, 1992; y SAAVEDRA, P., «La iglesia gallega en el Antiguo Régimen», en Historia de Galicia, Faro de Vigo, 1991, vol. III. Las pérdidas azarosas y los avatares que atraviesan los fondos eclesiásticos desde la desamortización explican, en parte, la mayor o menor riqueza de los fondos conservados. Pero ésta nace también de las diversas formas de administración del patrimonio, y en concreto de la percepción directa de las rentas o del arriendo de su cobranza. Confío en que algún día se anime a reunirlos en un volumen para facilitar su consulta a los numerosos modernistas interesados en la temática; mientras tanto han de leerse en revistas y obras colectivas: «El clero de la diócesis de Santiago: estructura y comportamientos, siglos XVI-XIX», en Compostellanum, vol. XXXIII, 3-4 (1988); «El clero de la diócesis de Santiago a través de las visitas pastorales, visitas ad limina, registros de licencias ministeriales y concursos de curatos», en Compostellanum, vol. XXXV, 3-4 (1990); «Clero secular e estudiantes na diócese de Santiago durante o século XVIII», en Revista Galega do Ensino, 39 (2003); a estos y otros trabajos han de añadirse los capítulos incluidos en la reciente Historia de las diócesis españolas, en concreto en los volúmenes dedicados a las diócesis gallegas (tres volúmenes editados por la Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid, 2002). Sobre el clero regular cabe mencionar el trabajo pionero de VILLARES, R., «La economía del clero regular gallego ante la desamortización», en Cuadernos de Estudios Gallegos, XXXII (1981); la monografía de RIONEGRO FARIÑA, I., La estructura económica del Císter orensano en la fase final del Antiguo Régimen, Ourense, 1998; el artículo de SAAVEDRA, P., «Coyuntura agraria e ingresos señoriales en la Galicia interior y en las mariñas de Betanzos», en Obradoiro de Historia Moderna. Homenaje al prof. Antonio Eiras Roel en el XXV aniversario de la cátedra, Universidad de Santiago de Compostela, 1990; el libro de OTERO PIÑEIRO, G., Santa Clara de Pontevedra en la Edad Moderna: estructura económica del convento (1640-1834), Pontevedra, 2003; y las investigaciones inéditas de Mª C. ALVARIÑO ALEJANDRO (El dominio de Santa Clara antes de la desamortización, memoria de Licenciatura, Departamento de Historia Moderna, Universidad de Santiago, 1976) y C. BURGO LÓPEZ (Un dominio monástico femenino en la Edad Moderna. El monasterio de San Payo de Antealtares, Tesis Doctoral, Departamento de Historia Moderna, Universidad de Santiago, 1985). Y últimamente, sobre los benedictinos, FERNÁNDEZ CORTIZO, C., «Los «Estados» cuatrienales y la economía de los monasterios benedictinos gallegos en la época moderna», en LÓPEZ VÁZQUEZ, J. M. (coord.), Opus monasticorum: patrimonio, arte, historia y orden, Santiago de Compostela, 2005.
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Para 1584, MARTÍN, E., Los bernardos españoles (Historia de la Congregación de Castilla de la Orden del Císter), Palencia, 1953, p. 35. Los datos del XVII y XVIII proceden del «Libro de estado», que se citará posteriormente. Vid. HERVELLA VÁZQUEZ, J., «Estado espiritual y material del real monasterio de Santa María de Oseira», en Porta da Aira, 6 (1994-95). Cfr. SAAVEDRA, P., «La economía del monasterio de Carracedo, ca. 1700-1834», en Studia Historia, V (1987) (reproducido en Señoríos y comunidades campesinas. Aportaciones a la historia rural de la España Moderna, A Coruña, 2003); LÓPEZ GARCÍA, J. M., La transición del feudalismo al capitalismo en un señorío monástico castellano: el abadengo de la Santa Espina (11471835), Valladolid, 1990; SEBASTIÁN AMARILLA, J. A., Agricultura y rentas monásticas en tierras de León. Santa María de Sandoval (1167-1835), Universidad Complutense de Madrid, 1991. R EY C ASTELAO , O., «La renta del voto de Santiago y las instituciones jacobeas», en Compostellanum, XXX, 3-4 (1985), y «Estructura y evolución de una economía rentista del Antiguo Régimen: la mitra arzobispal de Santiago», en Compostellanum, XXXV, 3-4 (1990). Sobre el cabildo mindoniense, SAAVEDRA, P., Economía, política y sociedad en Galicia: la provincia de Mondoñedo, 1480-1830, Madrid, 1985, p. 673. Habría que introducir algunos matices, en el caso de los monasterios femeninos, pues podían tener en las dotes de las novicias una fuente importante de ingresos en numerario. Vid. BURGO LÓPEZ, C., «La importancia de los ingresos dotales en la economía monástica femenina durante la Edad Moderna», en Jubilatio: homenaje de la Facultad de Geografía e Historia a los profesores D. Manuel Lucas Álvarez y D. Ángel Rodríguez González, Universidad de Santiago de Compostela, 1987, vol. 1. Vid. las consideraciones que realiza F. LANDI en Il paradiso dei monaci. Accumulazione e dissoluzione dei patrimoni del clero regolare in età moderna, Roma, 1996, pp. 87 y ss. El carácter teórico de las contabilidades (que conceptúan como recibo o ingreso lo que cada mayordomo debía cobrar ese año) resulta patente, y la diferencia entre ingresos teóricos y reales sólo puede averiguarse en ocasiones estudiando la composición de las cantidades que componen el «alcance» o remanente teórico (puede tratarse de deudas o de cantidades almacenadas). El «Libro de estado» de Oseira permite resolver en parte la cuestión, y acredita que los ingresos teóricos se corresponden en general con los reales. Unas breves consideraciones sobre los «alcances» en RIONEGRO FARIÑA, I., «Contabilidad monástica: fuentes, problemas y método para su interpretación», en Homenaxe á profesora Lola L. Ferro: estudios de historia, arte e xeografía, Universidade de Vigo, 2005. Estas contabilidades, conservadas en el Archivo del Reino de Galicia, se analizan en detalle en SAAVEDRA, P., Monasterios y pazos en la Galicia moderna, en prensa. Cfr. LANDI, F., «Tecniche contabili e problemi di gestione dei grandi patrimoni del clero regolare ravennate nei secoli XVII e XVIII», en Quaderni storici, 39 (1971); y Il paradiso dei monaci…, pp. 166 y ss. Diferente es el caso de los precios fijados para devolver los granos anticipados por los propietarios a los «terragguieri», que utiliza O. Cancila para calcular el rendimiento anual en Hls/ha de algunos patrimonios eclesiásticos sicilianos a lo largo de la Edad Moderna. Vid. CANCILA, O., Impressa, redditi, mercato nella Sicilia moderna, Palermo, 1990 (2ª ed.), pp. 40 y ss. Situación distinta es la de aquellas instituciones o casas que arrendaban el cobro de la totalidad de sus rentas, pues parece claro que en este caso medían sus ingresos sólo en términos monetarios (cabildos y mitras de Galicia, nobleza titulada de Cataluña, etc.). Vid. los trabajos de REY CASTELAO citados en la nota 6. Para el período posterior a 1750 las fuentes contables de Oseira conservadas en el Archivo Histórico Provincial de Ourense, y referidas al patrimonio situado en esta provincia, han sido analizadas por RIONEGRO FARIÑA, La estructura económica del Císter orensano…. La autora no pudo, sin embargo, consultar el «Libro de estado», por desconocerse entonces su localización. Sobre la granja de Oleiros, situada al sur de Lugo, vid. EIRAS ROEL, A., «Las cuentas de la granja cisterciense de Oleiros: un intento de aproximación a la coyuntura agraria del Miño medio en el siglo XVIII», en Jubilatio: homenaje de la Facultad de Geografía e Historia…, vol. I.
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Hacia 1752 los ingresos monetarios de Oseira ascendían a unos 200.000 reales, pero, como quedó señalado, son fruto de la venta de una parte de los ingresos en especie –no de todos– y además excluyen gastos en dinero, de modo que no resulta correcto calcular el porcentaje que sobre ellos suponen los diezmos. El reparto del diezmo lo estudian REY CASTELAO, O., «El reparto social del diezmo en Galicia», en Obradoiro de Historia Moderna, 1 (1992), y FERNÁNDEZ GONZÁLEZ, A. I., A fiscalidade eclesiástica en Galicia: 1750-1850, Tesis doctoral inédita, Universidad de Santiago de Compostela, Departamento de Historia e Instituciones Económicas, 1995. El mismo autor se ocupa, en un elaborado trabajo, de analizar la composición de los ingresos del clero secular y regular en «A Igrexa como institución rendista ó longo do Antigo Réxime», en O feito diferencial galego. Historia, Santiago de Compostela, 1997, vol. I. La aciaga historia de la comunidad antes de la reforma y aun después (cuando la gobernó un «abad» que luego resultó que ni siquiera era monje), puede seguirse en PERALTA, Fray T. de, Fundación, antigüedad y progresos del imperial monasterio de Nuestra Señora de Osera, de la Orden del Císter, Madrid, 1677 (hay edición facsímil, de 1997, de la Xunta de Galicia, pero tiene partes casi ilegibles). La averiguación de 1529 ha sido publicada por GARCÍA ORO, J. - PORTELA SILVA, Mª J., «El patrimonio de Oseira en la primera mitad del siglo XVI», en Estudios Mindonienses, 14 (1998). El monasterio ingresaba también pequeñas cantidades en concepto de derechos de patronato y de primicias. La estabilidad de la renta foral ha quedado bien establecida en diversas investigaciones. Vid., en especial, PÉREZ GARCÍA, J. M., Un modelo de sociedad rural de Antiguo Régimen en la Galicia costera, Universidad de Santiago, 1979, p. 308; VILLARES, R., La propiedad de la tierra en Galicia, 1500-1936, Madrid, 1982, pp. 106 y ss., y «La economía del clero regular...». SAAVEDRA, P., «Sobre las transformaciones del sistema agrario de la Galicia del Antiguo Régimen», en Paysages et sociétés. Péninsule Ibérique, France, Régions Atlantiques. Mélanges Géographiques en l’honneur du Professeur Abel Bouhier, Université de Poitiers, 1990. En el priorato de Longos, en concreto, la renta sabida de centeno ascendía a 215 fanegas en 1725 y a 224 en 1750. La composición de las entradas en otros prioratos en RIONEGRO FARIÑA, La estructura económica del Císter orensano…, pp. 242 y ss. RIONEGRO FARIÑA, I., «El priorato de Santa Cruz do Arrabaldo de 1750 a 1835: estudio económico», en Minius, 1 (1992); SAAVEDRA, P., «La economía vitícola en la Galicia del Antiguo Régimen», en Agricultura y Sociedad, 62 (1992). Esa información la utilicé, en buena medida, en el trabajo que acabo de citar, «La economía vitícola...». Para 1750-1835 puede verse lo que cada granja envía a la bodega en RIONEGRO FARIÑA, La estructura económica del Císter orensano…, p. 307. En concreto en «La economía vitícola...», un trabajo en el que, por lo demás, interpreté de forma equivocada la serie de ingresos de la bodega de San Clodio; lo rectifico en Monasterios y pazos…. La trayectoria diversa de los diezmos de centeno y vino de varios prioratos de Oseira en RIONEGRO FARIÑA, La estructura económica del Císter orensano…, pp. 242 y ss. Vid., con carácter general, VILLARES, R., Foros, frades e fidalgos, Vigo, 1982. Pueden establecerse comparaciones con San Martiño Pinario a partir del trabajo de VILLARES, «La economía del clero regular…»; con otros monasterios benedictinos gallegos gracias a FERNÁNDEZ CORTIZO, «Los «Estados» cuatrienales…»; con la comunidad cisterciense de Villaverde de Sandoval en SEBASTIÁN AMARILLA, Agricultura y rentas monásticas…, vol. II, pp. 814 y ss. (sorprende, en todo caso, las escasísimas limosnas que daba este monasterio, que representaban, aproximadamente, el 5% de las cantidades no vendidas, cuando en Oseira el porcentaje era del 27). La misma situación puede advertirse en San Paio de Santiago (BURGO LÓPEZ, Un dominio monástico femenino…) y en Carracedo (SAAVEDRA, «La economía del monasterio…»). Una situación parecida se observa en San Martiño Pinario. VILLARES, «La economía del clero regular…».
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Dada la concentración de prioratos y granjas en zonas productoras de vino, la comercialización de este producto reportaba una parte sustancial de los ingresos en numerario del monasterio. El padre panero advierte en las cuentas rendidas en abril de 1769, bajo el epígrafe «orno»: «en esta oficina, por la infinita pobreza que concurrió a la portería y haberse alargado la limosna hasta que segaron, porque no se encontraba centeno, ocasionado de la fatalidad de el año, se gastaron mil y noventa y cinco fanegas en esta forma: con los criados del monasterio y los de los huéspedes se gastaron cuatrocientas fanegas; con los carretos de leña, etc., veinte y ocho; con las de pizarra, etc., veinte y seis fanegas; con las del vino veinte y ocho; y con la limosna ordinaria y extraordinaria que se dio en beneplácito de la comunidad por la estrechez en que se hallan los pobres labradores, se gastaron seiscientas y trece fanegas». Archivo Histórico Provincial de Ourense (A.H.P.Ou.), Clero, libro 620, abril de 1769 (ese año, el monasterio llegó a comprar 160 fanegas de centeno y cebada blanca). De acuerdo con los datos del «Libro de estado»; el «Libro del horno» justifica las cantidades de trigo asignadas a los religiosos a razón de 6,8 fanegas para cada uno, «según la tarifa» da unas cifras algo inferiores, quizá porque el «Libro de estado» computa a los monjes destacados en los prioratos y el del «horno» sólo a los que viven en la casa central. A.H.P.Ou., Monasterios, libro 621, años 1795 y ss. Así, en las cuentas rendidas en abril de 1792, el padre panero señala que hubo un gasto de 388 fanegas de centeno con los carreteros, hueveras y criados del monasterio, «a excepción de los de la sala, cillerería, horno y porterillo, que se les redujo el pan a dinero». A.H.P.Ou., Clero, libro 620, abril de 1792. El acuerdo continuaba: «La masa que se haga de ella ha de estar fermentada en el tono regular, y el pan perfectamente cocido, y depurado en un todo del agua. Y en atención a que por esta pequeña alteración en el plan adoptado para la oficina por el Consejo celebrado el ocho de Agosto de 1812 puede resultar menos percibo en sus intereses al P. Administrador, se le rebajan a ochenta y cuatro libras gallegas las 90 que daba por cada fanega de centeno». Al respecto, en 1812 se acordará que «por cada fanega de centeno dará [el padre hornero] noventa lbs. de pan cocido, en lugar de las 93 que antes de ahora se le pedían»; mientras el caso del trigo daría 62,5 libras gallegas por cada fanega y doce libras de «sembras» o pan vazo (antes 20). Uno y otro pan, así como las sembras, «vendrán siempre a la cillerecía /sic/ en donde se recibirá, no por numeración de panecillos, como se usaba hasta aquí, pues cada panecillo se reputaba de media libra aunque no la pesase, sino por peso de todo el pan junto, pesando separadamente el trigo del centeno». A.H.P.Ou., Clero, libro 234 («Plan 1º sobre la Panadería de este Monasterio» y «Plan 2º sobre dicha Panadería»). En 1814 se reducía un poco la cantidad de pan cocido, pero mejoraba la calidad, pues la asignación de grano continuaba igual. Vid. también RIONEGRO FARIÑA, La estructura económica del Císter orensano…, pp. 328 y ss. Un fraile tenía 6,8 fanegas de trigo al año, que al sacarse sólo la flor de la harina daban 62,5 libras o 0,67 kilos por día al año, pero con otros complementos que no tenían los criados. Vid. los valores medios que ofrece EIRAS ROEL, A., «La historia de la alimentación en la España moderna: resultados y problemas», en Obradoiro de Historia Moderna, 2 (1993), p. 57. Añadían las advertencias que «si alguna vez llegase a mezclarse con el centeno la mitad de maíz (nunca lo permita el P. Abad) dará entonces el padre panero ciento y diez libras por fanega, todo peso gallego». A.H.P.Ou., Clero, libro 234, «Plan 1º sobre la Panadería...». Habitualmente la panera de Oseira no ingresaba mijo o maíz en el XVIII, salvo que algún priorato remitiese cortas cantidades (en concreto de mijo, para las aves). Aun así el libro de la Oficina del Horno señalaba que algunos foros antiguos tenían la renta estipulada en mijo, porque «quando se hicieron dichos foros era común este grano, y lo más justo sería que los colonos lo siguieran pagando, comprándolo en las inmediaciones (pues lo hay en la parroquia de Espinoso, de Puente-Deva y otras)»; A.H.P.Ou., Clero, libro 234, «Advertencia 2ª sobre la cobranza de rentas». Del aprecio de los diversos cereales, según comarcas y épocas, me ocupo con detalle en Monasterios y pazos….
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PEGERTO SAAVEDRA
YÁÑEZ NEIRA, Fr. D., Continuación de la Historia de Fray Tomás de Peralta, Santiago de Compostela, 1997, p. 101. Cfr. GONZÁLEZ PÉREZ, C., «As escolas do mosteiro de Oseira», en Boletín Auriense, VIII (1978), pp. 189-213. No me detengo aquí en la cuestión de la fundación y funcionamiento de la escuela, asunto que tiene sin duda interés, pero que resulta irrelevante para la trayectoria de la economía monástica. Cuando la Gaceta pondera el supuesto cambio en los criterios de asignación de limosnas por parte de Oseira se refiere, probablemente, no sólo a las 20 fanegas asignadas a los niños de la escuela sino a las que consumiría el nonnato «seminario». Sobre los debates en torno a las formas de distribución de limosnas en la segunda mitad del XVIII, vid. BARREIRO MALLÓN, B. - REY CASTELAO, O., Pobres, peregrinos y enfermos. La real asistencia gallega en el Antiguo Régimen, Vigo, 1999, pp. 46 y ss. En concreto en los años cosecha 1620-25 entraron en las diferentes bodegas 3.425 moyos de blanco y 3.034; y en Santa Cruz do Arrabaldo en 1529 las rentas vitícolas se componían de 200 moyos de blanco y 95 de tinto. El predominio de la producción de vino blanco, destinado a la exportación, fue destacado por HUETZ DE LEMPS, A., «Apogeo y decadencia de un viñedo de calidad: el de Ribadavia», en Anuario de Historia Económica y Social, 1 (1968). Y también ocasionalmente pérdidas cuantiosas: así en el cuatrienio finalizado en abril de 1803 se dan por perdidos (estropeados) 447 moyos; y en el de 1811 142,5 «derrotados» (consumido por las tropas). En parte por eso cada vez recibe menos vino de los prioratos radicados en Ourense. Vid. SAAVEDRA, «La economía vitícola…», p. 134. Al faltar el libro de caja no estoy en condiciones de asegurar que los ingresos en numerario del «Libro de estado» son, fundamentalmente, el resultado de la suma del «útil» remitido por los diversos prioratos; así era al menos en Sobrado, Monfero, San Clodio, Montederramo. Esto tiene más importancia de la que parece, pues en el gasto no irá incluido el de las administraciones periféricas. RIONEGRO FARIÑA, La estructura económica del Císter orensano…, pp. 242-263. Vid. SAAVEDRA, P., «Coyuntura agraria e ingresos señoriales…», pp. 307-308. La situación general de las economías eclesiásticas en la etapa final del Antiguo Régimen la estudia REY CASTELAO, O., «La crisis de la economía de las instituciones eclesiásticas en Galicia», en SAAVEDRA, P. - VILLARES, R. (eds.), Señores y campesinos en la Península Ibérica, siglos XVIIIXX. I. «Os señores da terra», Barcelona, 1991. YÁÑEZ NEIRA, Continuación de la Historia…, pp. 114-115. Oseira no se diferencia, por tanto, del comportamiento de otras comunidades, como San Martiño Pinario (VILLARES, «La economía del clero regular…») o San Paio de Santiago (BURGO LÓPEZ, Un dominio monástico femenino…). YÁÑEZ NEIRA, Continuación de la Historia…, pp. 104 y ss. Tan apasionado o más de Oseira que Fray Tomás de Peralta, Fray Damián Yáñez Neira ofrece una visión casi apocalíptica de la situación del monasterio, acosado por todas partes, desde fines del XVIII. Los pleitos por diezmos fueron movidos en buena medida por curas, que aspiraban a una nueva redistribución que les beneficiase, pues ellos eran los que atendían las parroquias. Varios ejemplos en el A.H.P.Ou., Clero, libro 607 («libro de pleitos» del monasterio). Un resumen de las obras realizadas a lo largo de la Edad Moderna en YÁÑEZ NEIRA, Fr. D., Monasticón Cisterciense gallego, León, 2000, pp. 84 y ss., y YÁÑEZ NEIRA, Fr. D. - GONZÁLEZ GARCÍA, M. A., El monasterio de Oseira, Ourense, 1996. Durante el abaciato de Cipriano Falcón la comunidad entregó al gobierno 25 arrobas de plata valoradas en 187.134 reales, y 300.000 reales a mayores. En cambio el paso de los franceses por el cenobio en la primera mitad de 1809 no supuso grandes destrozos. YÁÑEZ NEIRA, Continuación de la Historia…, pp. 105 y ss. Vid. REY CASTELAO, «La crisis de la economía…», pp. 301-303.
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Aristocracia nobiliaria y burocracia ennoblecida. Desaparición o marginación del sistema polisinodial de la monarquía hispánica (1701-1709) José Manuel de Bernardo Ares Universidad de Córdoba
Introducción Con la entronización de los Borbones en España la organización política de la sociedad española experimentó un radical y profundo cambio, logrado en los primeros años del siglo XVIII con la supresión del poder jurídico-institucional de los Consejos o asambleas aristocráticas en el nivel central o supranacional y de autonomía o peculiaridad de los Reinos en el ámbito territorial; y la eliminación del poder sociológico de la alta nobleza en su condición tradicional de representantes legítimos de la comunidad política1. Esta profunda ruptura institucional y sociológica, que transformó la monarquía aristocrática de los Austrias en la monarquía meritocrática de los Borbones, se llevó a cabo en los primeros nueve años del siglo; concretamente entre comienzos de 1701, fecha de la llegada de Felipe V a España, y finales de 1709 –un tremendo annus horribilis para Francia en todos los terrenos–, en que se retiraron las tropas francesas de la península ibérica y Luis XIV abandonó, implacablemente presionado por los aliados, a su nieto Felipe V a su suerte y a sus propios recursos militares y económicos. Aunque el tema básico –la subordinación, reducción y supresión de los Consejos o asambleas aristocráticas y el correspondiente fin del poder intermediario de la nobleza hispana– afecta fundamentalmente a la monarquía católica de principios del siglo XVIII, no se podrían comprender primero y explicar después 191
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todas estas cuestiones si espacialmente no se tienen presentes los envolventes problemas del Atlántico, que relacionan inextricablemente a las metrópolis (España, Francia, Inglaterra y Holanda) con sus respectivas colonias (Nueva España, Nueva Francia, Nueva Inglaterra y demás colonias caribeñas)2. Este objetivo del fin del poder de intermediación de la alta nobleza hispana, así enmarcado cronológica y espacialmente, lo desarrollaré en tres grandes apartados consecutivos. En el primero –«Luis XIV, gendarme del Atlántico y rey de España»– se aludirá a la coyuntura internacional de la lucha por el imperio, en cuyo contexto tuvo lugar el advenimiento de los Borbones por el testamento de Carlos II y el desembarco de los franceses en la corte de Madrid por la imposición de Luis XIV. En el segundo apartado –«Despotismo versus pactismo»– se abordará la ruptura jurídico-institucional, pasando de un tradicional sistema dual (pactismo o austracismo) a un nuevo sistema unitario (despotismo o borbonismo). Esta honda transformación en la organización política de la sociedad española implicó la supresión del sistema polisinodial de los Austrias, sustituyéndolo por el sistema ministerial de los Borbones. Y, finalmente, en el tercer apartado –«Viejas y nuevas elites de poder»– se comentará la correspondiente y paralela ruptura sociológica, en virtud de la cual unas nuevas clases dirigentes desplazarán progresivamente a la alta nobleza en su ancestral función pública de intermediarios políticos entre el estado general de la sociedad y la cúspide del poder, el rey. Mientras éste ostentaba en plenitud la potestas soberana, aquéllos, los nobles, basándose e, incluso, utilizando generosamente su amplia proprietas territorial amparada jurídicamente por los mayorazgos, coparticipaban de aquel exclusivo poder soberano a través del auxilium y consilium3.
A. Luis XIV, «gendarme del Atlántico y rey de España» 1. Coyuntura internacional conflictiva: las guerras de sucesión a las coronas inglesa y española En aquel tiempo corto de nueve años (1701-1709) Luis XIV había logrado plenamente convertir a Francia en el indiscutible país hegemónico de las dos orillas del Atlántico al hacer realidad la «monarquía universal» con la unión de las Dos Coronas Borbónicas4. Pero este pequeño segmento cronológico hay que enmarcarlo en el tiempo medio o coyuntural de las dos guerras de sucesión, primero a la corona inglesa (1689-1697) y después a la corona española (17021713). En ambas guerras se intentó consolidar aquella preponderancia de Francia en el Atlántico y expandir un sistema de gobierno expeditivo y eficaz sin las trabas tradicionales de fuertes poderes intermedios, que, si fracasó en Inglaterra con el triunfo de Guillermo de Orange y la instauración de una monarquía parlamentaria, triunfaría en España con la llegada de Felipe V y la consiguiente trans-
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formación de una monarquía aristocrática en otra de carácter meritocrático, en la que el rey se convertía institucional y sociológicamente en el único hontanar de la autoritas y de la potestas. Como ya advirtió Jacob Burckhardt, «He –Luis XIV– engages in the enlargement of power and property if only for the sake of their preservation, but later as an admitted personal predilection. With fearsome power of all of France’s resources at his disposal, Louis of necessity reached the point of striving for a universal monarchy»5. Ambos períodos, el corto de los nueve años y el coyuntural de los veinticinco años, forman parte, a su vez, de un secular proceso de lucha por el imperio, primero entre la Casa de Francia y la Casa de Austria en sus dos ramas habsburguesas (Viena y Madrid); y después, a principios del XVIII, entre las Dos Coronas Borbónicas unidas de una parte y de otra las potencias marítimas de Inglaterra y Holanda, aliadas con Austria, Portugal y Saboya. En este secular proceso de auge y decadencia de los imperios, la aparición del problema sucesorio español con la muerte de Felipe IV en 1665 y su recrudecimiento a finales del XVII ante las expectativas de muerte de Carlos II sin hijos brindaron a los Estados contendientes un horizonte internacional de consolidación hegemónica por medio del desmembramiento de la monarquía hispánica, fraguado en reiterados tratados de reparto; y del aprovechamiento de su comercio hispanoamericano, cuyo monopolio legal había sido ya quebrantado por la extendida práctica de un comercio fraudulento6. Al final de este proceso secular, que coincidió con la guerra de sucesión a la corona española, Luis XIV en el cenit de su poder se convirtió en el «gendarme del Atlántico» y en el verdadero «rey de España» en aquellos nueve años, que van de 1701 a 1709. A partir de este último año las cosas no irían bien internacionalmente para Francia, de tal manera que fue el comienzo de su hundimiento hegemónico en Europa y de la pérdida de su imperio colonial. Pero, en cambio, gracias a esta coyuntura conflictiva, se consolidó en España la monarquía borbónica y se implantó manu militari una nueva organización política de la sociedad española. La guerra, que todo lo invadía, posibilitó –y esto hay que tenerlo muy en cuenta en todo el discurso subsiguiente– la profunda transformación institucional de Consejos por Secretarías de Estado y la no menos radical sustitución sociológica de la alta nobleza, protagonista política de un Estado plural, por los «nuevos hombres» al servicio del nuevo Estado unitario7.
2. El advenimiento jurídico-institucional de los Borbones por el testamento de Carlos II En este contexto internacional conflictivo y expectante se otorga el testamento de Carlos II a favor de Felipe, duque de Anjou, segundo hijo del Gran
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Delfín y nieto de Luis XIV, por inducción del cardenal Portocarrero y con el apoyo incondicional del duque de Medinasidonia, los marqueses de Villagarcía y Villena, el conde de San Esteban y el secretario del despacho universal Antonio de Ubilla y Medina8. Pero este advenimiento de los Borbones a la monarquía hispánica se hizo, según se dice expresamente en la cláusulas del testamento, para preservar la unidad territorial de todos los reinos de la monarquía, mantener el sistema polisinodial como forma de gobierno, no alterar la composición sociológica del poder en manos de la alta nobleza y respetar la pluralidad jurídica de los distintos reinos que articulaban territorialmente aquella monarquía compuesta9. En el mismo testamento y posterior codicilo se fija la composición de la Junta de Gobierno, igual a la establecida muchos años antes por Felipe IV en 1665 para la regencia durante la minoría de Carlos II y que se haría cargo del poder hasta que Felipe V llegase a Madrid el 18 de febrero de 1701. En la composición de esta Junta, presidida por la reina viuda Mariana de Neoburgo, estaban representadas las tradicionales instituciones del poder central: el cardenal arzobispo de Toledo, Luis Manuel Fernández de Portocarrero, presidente de facto de la Junta; el inquisidor general, Baltasar de Mendoza y Sandoval, obispo de Segovia; el presidente del Consejo de Castilla, Manuel Arias; el presidente del Consejo de Aragón, Fernando de Moncada, duque de Montalto; el presidente del Consejo de Italia, Federico de Toledo, marqués de Villafranca; el presidente del Consejo de Flandes, Juan Domingo de Haro y Guzmán, conde de Monterrey; el consejero de Estado, Rodrigo Manuel Manrique de Lara, conde de Aguilar y de Frigiliana; en representación de la nobleza, el grande de España, Mariano Casimiro Pimentel, conde de Benavente; y como secretario de la Junta, Antonio de Ubilla y Medina, secretario del despacho universal. Se trataba, por lo tanto, de perpetuar la estructura y dinámica políticas de la Casa de Austria, pero con un Rey Borbón al frente. Estos mismos hombres, con todas las instituciones que representaban detrás, serán los protagonistas de una ardua lucha política para aplicar en toda su integridad las cláusulas testamentarias y, sobre todo, para conservar los privilegios de su intermediación política, así como todo el entramado institucional de Consejos a nivel central y de Reinos a nivel territorial10. En esta misma línea de conservación de las estructuras políticas tradicionales se debe de encuadrar el reformismo portocarrerista de los tres primeros años (1701-1703). El cardenal Portocarrero, bien pertrechado teóricamente por el Teatro monárquico, escrito durante los últimos años del siglo XVII y publicado precisamente en 1700 por su sobrino Pedro Portocarrero y Guzmán, patriarca de las Indias, intentó poner en práctica un programa de reformas que resolvieran los graves problemas que aquejaban a la monarquía hispánica, pero sin modificar su estructura institucional. Éste y no otro sería el cometido esencial del primer rey borbón: poner en marcha las necesarias reformas políticas, económicas
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y sociales; pero no modificar las viejas estructuras institucionales de la monarquía de los Austrias. Con la caída del cardenal en 1703 aquel programa reformista desapareció para siempre, imponiéndose a partir de este momento el programa francés de transformación institucional y sociológica en el contexto, como antes se dijo, de una guerra de sucesión, en la que el Archiduque Carlos contaba entre la alta nobleza castellana con muchísimos adeptos11.
3. El desembarco político-sociológico de los franceses por imposición de Luis XIV Después de la aceptación del testamento de Carlos II por Luis XIV el primer golpe de timón hacia una nueva singladura política, totalmente contraria a lo previsto en el testamento y a las expectativas de la alta nobleza pro-borbónica, fue la promulgación de las cartas patentes de diciembre de 1700, confirmadas por el Parlamento de París el 1 de febrero de 1701, por las cuales el Cristianísimo mantenía los derechos de Felipe V a la corona francesa12. Y por si esto fuera poco, la corte de Madrid, a petición expresa de la de Versalles, exigió a la Junta de Gobierno y a todos los virreyes y gobernadores españoles que obedecieran las órdenes independientemente de que procedieran de Felipe V o de Luis XIV13. Las consecuencias internacionales y nacionales no se hicieron esperar. Para toda Europa aquellas cartas patentes y el sometimiento de las autoridades españolas a las órdenes directas de Versalles eran toda una provocación de guerra, por cuanto se asentaba en el mundo una auténtica monarquía universal con la posible unión de las Dos Coronas Borbónicas, incomparablemente mayor que la lograda por Carlos V en la primera mitad del siglo XVI. Y para la monarquía hispánica suponía la implantación de un canal político asimétrico, en el que el polo francés (Versalles) controlaría al español (Madrid). Esto mismo ya lo advirtió en el siglo XIX Ernest Moret cuando escribe que «De sorte que d’un trait de plume le chef de la maison de Bourbon se donnait la libre disposition des affaires, des ressources, des hommes d’Espagne, blessant ainsi à la fois le gouvernement, la noblesse, l’armée, la nation entiere»14. Y Ernest Lavisse reconoció hace tiempo que «il [Luis XIV] a établi une union intime avec l’Espagne. Il conseille le gouvernement espagnol et se réserve la décision en toutes matières»15. El desembarco francés, con Felipe V a la cabeza pero dirigido por los experimentados marqueses de Louville y Montviel a principios del año 1701, confirmaría desde un primer momento aquella nueva orientación política para España. El reforzamiento a toda costa del poder del nuevo rey tenía delante dos grandes obstáculos, cuales eran la nobleza española, orgullosa de sus privilegios políticos, ejercidos a través de los Consejos; y el particularismo jurídico e institucional de los Reinos16. No fue fácil superar estos obstáculos, pero la guerra europea de
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un lado y la desunión, por no decir animadversión, entre los grandes linajes españoles, posibilitaron que aquel novedoso programa francés de levantar un poder real fuerte se hiciese realidad, no obstante las luchas cruzadas entre austracistas (Almirante) y borbónicos de un lado (Portocarrero); entre franceses y pro-borbónicos de otro, sin olvidarse de la lucha fratricida entre los mismos franceses (la princesa de los Ursinos, camarera mayor de la reina, y Juan Orry contra el mismo Louville y el todopoderoso embajador de Francia, cardenal d’Estrées)17. Aquel advenimiento jurídico-institucional de los Borbones, establecido en el testamento de Carlos II, fue totalmente modificado por el desembarco sociológico y político de los franceses, que impidieron la aplicación del testamento en todas sus cláusulas; dificultaron desde un primer momento la normal acción política de la Junta de Gobierno durante aquellos pocos meses que Felipe V tardó en llegar a España; y neutralizaron la posible actividad pro-austracista de la reina viuda Mariana de Neoburgo, desplazándola inapelablemente a Toledo (el 4 de febrero de 1701 abandonaba la capital de España)18.
B. Despotismo (borbonismo) versus pactismo (austracismo) 1. El sistema polisinodial o el poder político compartido de los Consejos La monarquía católica de los Austrias se gobernaba a nivel central o supranacional a través del sistema polisinodial o conjunto de Consejos, todos ellos reales y supremos. Unos eran de carácter territorial (Consejos de Castilla, Aragón, Flandes, Italia e Indias) y otros de índole temática (Consejos de Estado, Guerra, Hacienda, Inquisición, Órdenes y Cruzada). Los Consejos de Estado y de Guerra eran los únicos que presidía el propio rey19. Los miembros de estos Consejos, y por supuesto el presidente o gobernador, pertenecían a la alta nobleza, formando de esta manera unas genuinas asambleas aristocráticas, a través de las cuales los consejeros prestaban al rey el consilium debido de conformidad con la teoría y práctica pactistas20. Nada se ordenaba ni mandaba por el rey si previamente los miembros de los respectivos Consejos no deliberaban sobre aquellas cuestiones de su incumbencia y presentaban como resultado de sus opiniones contrastadas la correspondiente «consulta» al rey para su ulterior y preceptiva aprobación21. La organización política de la monarquía de los Austrias se articulaba sobre dos pivotes esenciales: el del «rey» con sus Consejos y el del «reino» con sus peculiaridades jurídicas e institucionales (leyes, fueros y costumbres privativas)22. Para Ernest Moret, «si les Castilles, l’Andalousie et l’Estremadure étaient sous la dépendance immédiate du monarque, la Navarre, les provinces Basques, Murcie, Valence, l’Aragon et la Catalogne avaient au contraire conservé une
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indépendance relative». Y unas líneas más abajo continúa: «la forte organisation des municipalités, si puissantes encore en Espagne, servait ce fédéralisme provincial. Chaque ville était indépendante de la province, comme la province de l’État»23. Tanto a nivel central de los Consejos como a nivel territorial de los Reinos el protagonismo político de la nobleza era de primer orden. Aunque la soberanía o potestas suprema correspondía al rey, la proprietas o posesión de los medios de producción y el deber de consejo lo ostentaba la nobleza en virtud de aquel pacto en la gobernación de la sociedad. Por consiguiente, la naturaleza del poder del rey y la de la nobleza era distinta, pero complementaria24. De ahí que si se considera en conjunto a este poder dual, distinto y complementario de la monarquía de los Habsburgos, sus características fundamentales, siguiendo a Benjamín González Alonso, se podían reducir a tres. a) Se trataba de un poder político compartido entre el «rey» y el «reino», en cuyos niveles central y territorial respectivamente la nobleza representaba legítimamente a una gran parte de la comunidad política. b) La descentralización administrativa la imponían la lejanía y, sobre todo, las peculiaridades institucionales de cada reino. Incluso en los territorios de realengo de la Corona de Castilla, presididos por el corregidor (los missi regis) –no obstante las actuaciones más o menos expeditivas del Consejo de Castilla y de las Chancillerías y Audiencias–, la acción política de los regidores era totalmente determinante; y en los territorios de señorío el señor jurisdiccional –un noble– ejercía a través del concejo señorial un poder casi ilimitado. c) Y, finalmente, salvo contadas excepciones a lo largo del tiempo, como fueron las revueltas de 1640, se respetaba escrupulosamente la pluralidad jurídica y las costumbres peculiares de cada reino25. Es más, teóricamente, no se rendía el preceptivo pleito homenaje al nuevo rey, si previamente éste no juraba en Cortes acatar todas y cada una de las disposiciones normativas peculiares, que habían sido otorgadas por sus antecesores26.
2. Subordinación, reducción y supresión de Consejos Una de las tareas principales de aquel «desembarco francés» fue, según Alfred Baudrillart, lograr la subordinación primero de todos los Consejos a los dictámenes del Consejo de Gabinete o Despacho de Felipe V entre 1701 y 170627. Después, aprovechando la vinculación de muchos consejeros al Archiduque Carlos en 1706, reducir el número de sus componentes, agilizando de esta manera las largas deliberaciones28. Y, finalmente, suprimir algunos de ellos como el Consejo de Flandes en 1702 y el Consejo de Aragón en 170729. En efecto, para Saint-Simon la todopoderosa princesa de los Ursinos fue la verdadera responsable de la desconsideración y desuso primero y caída después de todos los Consejos; eran para ella un insuperable valladar político que obsta-
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culizaba su ilimitada influencia personal30. El propio Juan Orry, protegido por esta princesa y una especie de «primer ministro en la sombra» entre 1702 y 1704, no utilizó, según consta en la instrucción al embajador Gramont de 27 de abril de 1704, la forma ordinaria de gobierno, acudiendo, como era usual, a la consulta de los tribunales en las materias de su competencia; e, incluso, aconsejó la supresión de la autoridad de los Consejos. Para este influyente ministro francés todos los males de la monarquía de los Austrias había que achacarlos sin paliativo alguno a la obsoleta forma de gobierno del sistema polisinodial31. El mismo Morel-Fatio, en la introducción a las ya referidas instrucciones a Gramont, no duda en afirmar lo siguiente: «Quant aux Conseils, chers aux Espagnols de l’ancien régime, il serait malhabile de les attaquer de front; on devra les consulter, leur laisser une ombre d’autorité dans les questions de seconde ordre, parfois même s’en servir, s’appuyer sur eux, pour résister par exemple à certaines prétentions envahissantes de Saint-Siège»32. No todos los que se oponían al sistema polisinodial eran franceses. Según el duque de Gramont, en su Portrait fait en 1705 des principaux personnages de la cour d’Espagne, había tres únicos españoles (conde de Montellano, duque de Sessa y marqués de Villafranca) que estimaban también que los Consejos eran un insuperable obstáculo para el gobierno eficiente de la monarquía. Y, concretamente, refiriéndose a Villafranca escribe el embajador francés: «Personne ne désire plus ardemment que lui, ni avec plus de sagesse, que l’entier gouvernement de cette monarchie passe promptement des mains où il est en celles du Roi, et que rien ne se décide que par sa volonté absolue. C’est là le bons sens; tout le reste n’étant que plâtrage et ne conduisant qu’à perdition»33.
3. El sistema ministerial o el poder político unitario del Despacho y de las Secretarías de Estado Con la subordinación, reducción y supresión de los Consejos el viejo sistema polisinodial de gobierno de la monarquía hispánica había tocado definitivamente a su fin, a pesar de que el jesuita padre Juan Cabrera quisiera conciliar teóricamente el absolutismo militante de Felipe V con el orden feudo-corporativo de Castilla34. Sustituir esta compleja maquinaria gubernativa no fue nada fácil. Pero desde un primer momento de aquel «desembarco francés» todas las decisiones, al menos las más relevantes y, desde luego, todas las relacionadas con la guerra, se tomaron en el recién creado Consejo de Gabinete del Rey, conocido con el nombre de Despacho35. A esta última, suprema y unívoca capacidad decisoria del Despacho aludió también Saint-Simon en su Portrait au naturel de la cour d’Espagne comme elle est en 1701 et au commencement de 1702 al escribir: «il y en a un autre, appelé le despacho, où le roi dépèche les affaires, décide de tout et prend les résolutions qu’il lui plaît, sans que rien de tout ce qui s’y fait passe
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devant ou après par aucun autre conseil ou tribunal, ce qui sèvre le conseil d’État de tout ce que le roi veut»36. A lo largo de estos nueve años (1701-1709) la composición de este Despacho, que no sobrepasaba los seis miembros, varió según lo aconsejaban las circunstancias del momento y la conducta de los propios consejeros. Pero más que enumerar los distintos miembros de los sucesivos Despachos, interesa sobremanera hacer tres importantes constataciones. La primera y fundamental era que la elección de los miembros del Despacho dependía totalmente de Luis XIV. La segunda, muy relacionada con la anterior, consistía en que el embajador de Francia era el primer ministro de Felipe V en España, asistiendo a todos los despachos y condicionando todas las decisiones según las instrucciones directas de Versalles. Esto mismo es lo que puntualiza Alfred Baudrillart, comentando la perfecta comunión de intereses entre las Dos Coronas Borbónicas: «Le seul moyen d’obtenir cette parfaite conformité de vues et d’action [entre España y Francia] était que l’ambassadeur de France à Madrid remplît de fait les fonctions de premier ministre d’Espagne tout le temps que durerait la guerre»37. Y la tercera constatación se refiere a la trayectoria política de este Consejo del Rey, que atravesó por dos fases muy distintas: la primera, que va desde 1701 hasta 1704, se podría caracterizar de fase de ensayo y, sobre todo, de turbulencias, motivadas fundamentalmente por una impresionante lucha por el poder entre los propios franceses (la princesa de los Ursinos contra Louville y el cardenal d’Estrées); y la segunda fase abarca desde 1705 hasta 1709 y se caracteriza por un total y definitivo control del Despacho por parte de la princesa de los Ursinos y del embajador francés Amelot. A esta última fase corresponde la división de la secretaría universal, que hasta aquel año de 1705 había desempeñado Antonio de Ubilla y Medina38, en dos secretarías específicas según un real decreto de 11 de julio de 1705: la de guerra y hacienda, que regentaría José de Grimaldo; y una segunda secretaría a la que se le encomendaban todos los demás temas y que serían despachados por el marqués de Mejorada (Pedro Cayetano Fernández de Angulo)39. Con los Consejos tradicionales prácticamente marginados e, incluso, suprimidos algunos de ellos, el Despacho se convirtió en el verdadero centro de poder y en el hontanar, más o menos eficiente, de todas las decisiones. Según Catherine Desos el Despacho sería el «véritable Conseil d’En Haut du souverain, il va centraliser toutes les affaires de l’État, supplantant ainsi le traditionnel Conseil d’État dont le role est aussi amoindri»40. Pero no se ha de olvidar –y esto se puede deducir de lo que se lleva escrito– que el auténtico triángulo gubernativo de la monarquía hispánica en estos nueve años (1701-1709) estuvo formado por los tres vértices de Luis XIV, princesa de los Ursinos y los sucesivos embajadores franceses en Madrid (Harcourt, Marcin, los dos d’Estrées tío y sobrino, Gramont y Amelot). Naturalmente, Luis XIV, el vértice superior de este triángulo gubernativo, estuvo asesorado por madame de Maintenon y por los
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secretarios de Estado Chamillart (asuntos de guerra), Pontchartrain (asuntos marítimos y comerciales) y, sobre todo, Torcy (asuntos exteriores)41. A su vez los dos vértices inferiores del triángulo gubernativo, constituidos por la princesa de los Ursinos el uno y el embajador francés de turno el otro, estaban en estrecha y permanente relación con la Maintenon y Torcy respectivamente. El centro del triángulo lo ocupaban los reyes católicos, Felipe y María Luisa Gabriela, pero su «oficio de reyes» se reducía a representar y ejecutar las decisiones de aquel férreo y bien articulado triángulo decisorio. Nada, absolutamente nada, se decidió en este corto pero enjundioso período sin el consentimiento expreso de Luis XIV. Alfred Baudrillart da cuenta de ello al afirmar que «a partir de ce moment –1701– et jusqu’à la fin de 1709, Louis XIV allait être le vrai roi d’Espagne»; y añade más adelante: «Louis XIV ne s’était pas borné à diriger le roi et la régente d’Espagne; il avait pris une part active et directe à l’administration de leurs États»42. Con esta práctica gubernativa, al estilo francés y en el contexto de una guerra internacional, el sistema polisinodial fue sustituido por un sistema ministerial, de carácter unipersonal y, desde luego, mucho más eficiente en la toma de decisiones y en la aplicación de las resoluciones políticas. La naturaleza de este nuevo poder, que llega a España con la entronización de los Borbones, era bien distinto al descrito anteriormente para la monarquía de los Austrias43. Siguiendo los ya comentados planteamientos de Benjamín González Alonso, cabría decir ahora que las características de este nuevo poder público son también tres, pero completamente distintas a las anteriormente señaladas por el profesor salmantino. a) Ahora el poder soberano en la cúspide del Estado no está compartido jurídica ni sociológicamente por ninguna institución intermedia. b) La centralización administrativa iba a ser un proceso largo, que se extendería a lo largo del siglo XVIII, pero ahora, al principio, se dieron los primeros y decididos pasos en esa dirección. Y c) con los decretos de nueva planta de 1707 y siguientes la pluralidad institucional de los reinos quedaba suprimida, imponiéndose la uniformidad jurídica en todos los territorios de la monarquía hispánica según el modelo preferente de la Corona de Castilla44.
C. Viejas y nuevas elites de poder Se ha hablado de ruptura jurídico-institucional y ahora se abordará la ruptura sociológica, que tuvo lugar en aquellos primeros años del desembarco francés. La vieja clase política de la nobleza se irá sustituyendo poco a poco en las altas magistraturas del Estado, si no físicamente, sí como tal corporación nobiliaria, que colectivamente estuvo destinada a prestar al conjunto social desde la cúspide del poder el auxilium (servicio de armas) y el consilium (servicio político) requerido a este estamento privilegiado y minoritario45. Entre los objetivos de
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los nuevos dirigentes franceses figuraba, además de la subordinación, reducción y supresión de los Consejos, como ya hemos visto, el desmoche de la alta nobleza. Se tenía muy claro que la sustitución del sistema polisinodial implicaba no sólo un ataque frontal a las instituciones (Consejos y Reinos), sino que era imprescindible un desmantelamiento sociológico de los influyentes clanes nobiliarios46. La historiografía actual ha recuperado el esencial papel del individuo, de las familias, de las parentelas y clientelas para explicar adecuadamente la inextricable relación entre el «Estado» y la «Sociedad». No se puede entender la organización política de una sociedad, sin conocer tanto a los gobernantes como a los gobernados. De ahí que las biografías de los primeros tienen pleno sentido, en la medida en que el quién es quién (who is who) en la toma de decisiones se entronque en el contexto envolvente de los procesos económicos, sociales, culturales y políticos. Si es verdad que aquellas decisiones, tomadas al más alto nivel del Estado, influyen y orientan los procesos; éstos (la guerra de sucesión a la corona española en nuestro caso) condicionan y modifican aquellas decisiones políticas, militares, etc. en un sentido u otro47.
1. El gobierno por clientelas Hasta tal punto es importante tener en cuenta esta dimensión sociológica en el análisis de la organización política de la sociedad, que algunos historiadores no han dudado en calificar a los gobiernos, independientemente de que fueran colectivos (Consejos) o individuales (secretarías de Estado), de «gobiernos clientelares». Es decir, aparte de las imprescindibles consideraciones jurídicas e institucionales, es inexcusable desvelar la lucha por el poder entre familias y clanes con sus respectivas clientelas. Esta lucha por el poder entre gobernantes es parte esencialísima de toda organización política, sea ésta cual fuere y en todo tiempo y espacio48. En nuestro caso, a caballo entre los Habsburgos y Borbones, la familia, el clan y la clientela de los Portocarrero es un ejemplo bien ilustrativo. Es conocido el relevante papel jugado por el cardenal Portocarrero (Luis Manuel Fernández de Portocarrero, 1635-1709) en el advenimiento de los Borbones a finales del XVII y en los primeros gobiernos de Felipe V hasta su caída en 1704. Antes ya había sido dos veces embajador en Roma (la última desde abril de 1678 hasta el 20 de abril de 1679) y virrey interino de Sicilia desde junio de 1677 hasta el 20 de marzo de 1678, en cuyo tiempo concluye la revuelta de Mesina49; consejero de Estado desde el 20 de abril de 1677; y regente de la monarquía el 29 de octubre de 1700. Pero, este sobresaliente curriculum político individual se fraguó en el contexto familiar más amplio de la Casa de Palma, una familia de
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rancio abolengo nobiliario, que hunde sus raíces en los Bocanegra genoveses, a quienes se les dio, en pago a sus servicios al rey Alfonso XI de Castilla, el señorío de Palma del Río (Andalucía)50. A este mismo tronco familiar pertenecieron Melchor de Portocarrero y Laso de la Vega (1636-1705), conde de la Monclova, llamado muy elocuentemente «Brazo de Plata» por haber sido virrey en Méjico (1686-1688) y Perú (1688-1705)51; Pedro Portocarrero y Guzmán (1645-1708), patriarca de las Indias y autor del ya mencionado tratado político del Teatro monárquico; Luis Portocarrero, conde de Palma, que en 1697 alcanzó la categoría de «Grande» como cabeza nobiliaria de su linaje, y virrey de Cataluña entre 1701 y 170452. A esta poderosa familia, de la que sólo se indican aquéllos que ocuparon puestos claves en la alta administración de la monarquía hispánica, hay que añadirle una amplísima clientela, cuyas personalidades más señeras fueron Manuel Arias, gobernador del Consejo de Castilla; y el marqués de Leganés, capitán general de las costas y vicario general de Andalucía alta y baja, encargándose de las finanzas, de la justicia y de los cargos militares en esta provincia, a pesar de ser sospechoso de un austracismo militante53. Sin embargo, esta poderosa familia nada pudo contra la imposición de Luis XIV de un nuevo sistema de gobierno. Era precisamente este impresionante entramado familiar y clientelar de poder el que había que destruir. El propio cardenal se tuvo que retirar a su sede arzobispal de Toledo en 1704; el conde de Palma fue sustituido en el virreinato de Cataluña en aquel mismo año por Francisco Fernández de Velasco, hijo natural del condestable de Castilla; el conde de la Monclova, furibundamente denigrado, fue privado del suculento virreinato de Perú en 1705; y el patriarca de las Indias murió exiliado en Francia en 170854.
2. Los poderes palatino, político y burocrático A nivel central el exclusivo poder soberano del rey se levantaba, a su vez, sobre tres grandes poderes, constituidos por el poder político de los Consejos, el poder palatino de las dos Casas Reales y el poder burocrático de los secretarios de Estado y del Despacho Universal. Estos tres poderes se distinguen en su naturaleza jurídico-institucional, pero sus actividades se entremezclaban. En cualquier caso, en la corte de Madrid, entendida como hontanar exclusivo de aquel poder soberano, se concentraban las grandes familias nobiliarias para fortalecer a nivel supranacional de la monarquía hispánica su indiscutible poderío territorial, tanto de índole jurisdiccional como económico y social. No se ha de olvidar que la esencia teórica y práctica del pactismo estribaba en la complementariedad bipolar de la soberanía regia y de la propiedad nobiliaria55. Pues bien, los miembros de estos tres grandes poderes fueron examinados con lupa por todos los embajadores franceses en la corte madrileña. Leyendo
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detenidamente tanto los informes de estos embajadores a la secretaría de Estado de Francia como las instrucciones que de ella recibían se entresacan unas meticulosas semblanzas prosopográficas. Qué duda cabe que a la corte de Versalles le interesaban todas las cuestiones de la monarquía católica y muy especialmente las relacionadas con el comercio americano y las «naciones» francesas ubicadas en territorios hispánicos. Pero las personas de carne y hueso, con nombres y apellidos, que tomaban decisiones al más alto nivel del Estado, constituían un objetivo preferente de aquellos informes e instrucciones diplomáticas. Aunque nos remontemos a un período anterior al aquí examinado baste citar como ejemplo modélico «les deux mémoires données en Madrid le 1 novembre 1688 par M. Le Vasseur, secrétaire de Feuquières, à M. le comte de Rébenac sur l’état présent de la cour d’Espagne, des conseils, des grands et des maisons royales»56. De estos detallados perfiles sociológicos, pero ya centrándonos en nuestro período (informes e instrucciones de los embajadores Harcourt, Marcin, los Estrées, Gramont y Amelot), se pueden extraer cuatro recurrentes caracterizaciones del colectivo nobiliario español. En primer lugar eran extremadamente orgullosos y ambiciosos, como pusieron de relieve cuando los grandes rechazaron, casi por unanimidad, la propuesta de Luis XIV de homologarlos con los duques y pares de Francia. A través del duque de Arcos (Joaquín Ponce de León) mostraron su total disconformidad por entender que su rancio abolengo aristocrático estaba por encima de los duques y pares franceses57. En segundo lugar se les consideraba ineptos tanto para el servicio de las armas como para los altos cargos políticos. Rehuían, según estos informes, ponerse al frente de los ejércitos e, incluso, de ocuparse directamente de sus señoríos y haciendas. Venían a ser una especie de parásitos cortesanos con los que era muy difícil mover la maquinaria gubernativa de la monarquía hispánica. En tercer lugar la preocupación y ocupación casi exclusiva en sus asuntos particulares, poniendo las complejas instituciones de la monarquía a su servicio. Y en cuarto lugar la demoledora lucha por el poder entre las grandes familias nobles invalidaba cualquier punto de encuentro para lograr importantes objetivos58. Los embajadores y espías franceses, antes y después del advenimiento de la Casa de Francia a España, tenían órdenes expresas para, utilizando a fondo todas estas «graves debilidades» de la nobleza hispana, conseguir con las mayores facilidades posibles los objetivos políticos, comerciales e internacionales de Francia. Este desprecio diplomático se tradujo, con el tantas veces aludido desembarco francés en los primeros años del siglo XVIII, en una postergación progresiva de la alta nobleza española. Se la utilizaría personalmente pero no se contaría políticamente con ella.
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3. Composición de las Casas Reales, del Despacho y de las Juntas de Gobierno Para ilustrar el punto anterior de una manera concreta, con nombres y apellidos de los protagonistas, nos vamos a referir a continuación a la composición social de las casas reales (de Felipe V y María Luisa Gabriela de Saboya); a la del Consejo de Gabinete o Despacho, que acompañó a Felipe V en su viaje a Italia en 1702; y a la de la Junta de Gobierno o Regencia que quedó en Madrid durante este mismo año. Y compararemos la composición de estos dos gobiernos «borbónicos» en 1702 con la composición social de la Junta de Gobierno «austracista», instituida en el testamento de Carlos II a finales de 1700, para deducir fundadamente algunas conclusiones de sociología política59. El jefe de la casa del rey fue el marqués de Louville, cuya función política al lado de un rey inexperto de 17 años fue trascendental en los tres primeros años del reinado de Felipe V. Los otros tres cargos más importantes de la casa del rey se les encomendaron a tres próceres de la nobleza española, con una gran experiencia en altas magistraturas, pero sobre todo de probada vinculación con la Casa de Francia. El mayordomo mayor (grand maître) sería el marqués de Villafranca; el caballerizo mayor (grand écuyer) el duque de Medinasidonia; y el sumillers de corps (grand chambellan) el conde de Benavente. En la casa de la reina los dos primeros cargos estuvieron ocupados por el conde de San Esteban del Puerto (Francisco de Benavides Dávila) el de mayordomo mayor, y por el marqués de Castelrodrigo (Carlos Homodei, también marqués de Almonacid) el de caballerizo mayor. La princesa de los Ursinos, desde su oficio de camarera mayor de la reina, fue en la práctica, no ya la jefa de la casa de la reina, sino la «verdadera reina de España», de ahí gran parte de los problemas que la enfrentaron con Louville (vid. cuadro I en pág. 213)60. El Consejo de Gabinete o Despacho, que llevó consigo Felipe V en su viaje a Italia (el 8 de abril de 1702 se embarcó en Barcelona hacia Nápoles y el 21 de diciembre estaba de regreso en Barcelona), estuvo compuesto por Francisco de Benavides Dávila, IX conde de San Esteban del Puerto; Juan Claros Pérez de Guzmán el Bueno, XI duque de Medinasidonia; Fernando, conde Marcin, embajador de Francia en España; Juan Manuel Fernández de Acuña, Girón, Pacheco, Cabrera y Bobadilla, VIII duque de Escalona y también marqués de Villena, que era a la sazón virrey de Nápoles; y el secretario Antonio de Ubilla y Medina (vid. cuadro II en pág. 213)61. Para ocuparse de los asuntos de la monarquía en Madrid se hizo cargo del gobierno la reina María Luisa Gabriela en calidad de regente. Esta Regencia estuvo formada por el cardenal Portocarrero; Manuel Arias, gobernador del Consejo de Castilla; Fernando de Aragón, Moncada, Luna y Peralta, duque de Montalto, presidente del Consejo de Aragón; el marqués de Mancera, presiden-
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te del Consejo de Italia; el conde de Monterrey, presidente del Consejo de Flandes; el duque de Medinaceli, presidente del Consejo de Indias; el marqués de Villafranca, mayordomo mayor del rey; y Manuel de Vadillo y Velasco, secretario del Despacho en sustitución de Ubilla y Medina (vid. cuadro II)62. Si comparamos los cargos palatinos de las dos casas reales y la composición de estos dos gobiernos de 1702 con los miembros que integraban la Junta de Gobierno, establecida por el testamento y codicilo de Carlos II en octubre de 1700 y ya mencionados anteriormente, se pueden extraer varias y significativas conclusiones. a) Todos los miembros de esta Junta de Gobierno, salvo dos, continúan desempeñando en 1702 altas magistraturas, aunque algunos hayan cambiado de cargo. Las dos ausencias –el inquisidor Mendoza y el conde de Aguilar– se deben a sus declaradas vinculaciones con el austracismo militante. b) En todos los casos –Junta de Gobierno de 1700, casas reales y gobiernos de 1702– la mayoría de los ministros son consejeros de Estado, a cuyo supremo y real Consejo accedían después de una larga y meritoria carrera al servicio de la monarquía. c) Sin embargo –y esto es altamente significativo– los dos representantes del Consejo de Estado (conde de Aguilar) y de la grandeza (conde de Benavente) desaparecen como instituciones en los gobiernos de 1702; aunque personalmente al conde de Benavente se le nombra sumillers de corps del rey Felipe. Como ya hemos visto, en el programa político de los Borbones no cabían los Consejos en general y mucho menos el Consejo de Estado; y, desde luego, a la grandeza no se le reconocería como institución política llamada a desempeñar una función primordial en el gobierno de la monarquía. d) En los dos gobiernos de 1702, el que acompaña a Felipe a Italia y el que se queda en Madrid, se mezclan los poderes palatino, político y burocrático, anteriormente mencionados. Villafranca, mayordomo mayor del rey, forma parte del gobierno que queda en Madrid; y San Esteban (mayordomo mayor de la reina) y Medinasidonia (caballerizo mayor del rey) se desplazan con Felipe V a Italia. Y e) Las dos casas reales, a través de Louville y la princesa de los Ursinos, y los dos gobiernos de 1702, por medio del cardenal Portocarrero (el de Madrid) y del conde Marcin (el de Italia), estuvieron totalmente sometidos a la voluntad omnímoda de Luis XIV. Alfred Baudrillart escribe certeramente al respecto: «Louis XIV allait donc se trouver pendant près d’une année [1702] à la tête de deux gouvernements, sans compter le sien propre, celui de la Régente en Espagne et celui de Philippe V en Italie; tous deux devaient se montrer également soumis»63.
4. Irrupción sociológica de la meritocracia Resueltos los enfrentamientos entre los franceses del más inmediato entorno de Felipe V, que dificultaron gravemente la resolución de importantes problemas militares y hacendístico-financieros a lo largo de 170464, la princesa de los
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Ursinos, ya de regreso en España el 30 de enero de 1705, y el nuevo embajador Amelot, que llegaría el 19 de mayo de 1705, remodelaron a su gusto todo el equipo de gobierno de la monarquía en la segunda mitad de aquel año de 1705. Al frente del Consejo de Castilla pusieron a Francisco Ronquillo y Briceño, con la oposición frontal de la alta nobleza, que no podía tolerar que una alta magistratura del Estado fuera ocupada por un advenedizo, que, aunque conde de Gramedo, no tenía la prosapia de las viejas familias nobles65. En el Despacho conservaron al duque de Medinasidonia, al duque de Montellano, al marqués de Mancera y al conde de Aguilar y también de Frigiliana; pero sustituyeron al duque de Montalto por el VII duque de Veragua (Pedro Manuel Colón de Portugal y Sandoval) y al conde de Monterrey por Francisco Ronquillo. Siendo importantes estas dos últimas sustituciones entre los miembros del Despacho, lo realmente innovador fue el desdoblamiento oficial de una única secretaría universal en dos específicas, que estarían a cargo de José de Grimaldo (guerra y hacienda) y del marqués de Mejorada (todo lo demás)66. A Antonio de Ubilla y Medina, ya marqués de Rivas, hasta entonces el imprescindible secretario del Despacho, lo retiraron definitivamente de la política por intentar gobernar al modo tradicional con la ayuda de los Consejos67. Siendo ya decisivas estas modificaciones llevadas a cabo en el Consejo de Castilla y en el Despacho, los delicados y preocupantes acontecimientos de 1706 –el Archiduque, proclamado rey Carlos III, en Barcelona y Madrid; la conversión en austracistas de personas tan significativas como el cardenal Portocarrero, que recibió al Archiduque en Toledo; y las generalizadas conspiraciones contra Felipe V– reforzaron la acción expeditiva de la princesa de los Ursinos y del embajador Amelot, de tal manera que fueron ellos dos de consuno los que realmente gobernaron la monarquía hispánica bajo la férula directa de Luis XIV, prescindiendo sin tapujos de la colaboración de los vástagos más señeros de las grandes familias nobiliarias castellanas, acusadas con razón o sin ella de austracistas68. No se equivocaba Saint-Simon al escribir, con un gran conocimiento de causa y desde la excelente atalaya de Versalles, que «Amelot en était toujours, qui, à vrai dire, leur laissait la broutille ou les choses résolues, et faisait tout ou seul ou avec la princesse des Ursins»69. Con este nuevo programa político y con esta nueva composición social de los órganos de gobierno más importantes de la monarquía –Despacho y Consejo de Castilla–, la actividad de personas como Jean Orry, el Colbert español, sería de inapreciable valor70. En esta línea y con estas mismas características sociales de «hombre nuevo», por su excelente preparación técnica y desvinculación total con la alta nobleza, aparece entre otros Melchor Rafael de Macanaz (1670-1760), colaborador infatigable de Amelot y amigo de la princesa de los Ursinos y de Orry. En sus años de infancia y juventud Macanaz se dedicó al estudio de la Historia y del Derecho, de cuyos profundos conocimientos darían buena cuenta
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sus múltiples obras. Entre 1700 y 1710 acompañó a Felipe V en las campañas de Portugal (1704) y Cataluña (1706); asesoró a Amelot, a Ronquillo y a los generales duques de Berwick y D’Asfeld; e intervino de forma muy directa en la redacción de las Nuevas Plantas de los reinos de Aragón y de Valencia. Los años que van desde 1710 hasta 1715 son los de mayor trabajo, pero también los de la máxima celebridad. Durante este tiempo fue Intendente General de Aragón y Fiscal General de la Monarquía, desde cuyo puesto se enfrentó al tribunal de la Inquisición, que le acarrearía en el año de 1715 el exilio a Francia, de la que no regresaría hasta 174871.
Conclusión Una primera y evidente conclusión es la estrecha relación entre las cuestiones internacionales y los problemas nacionales. La Guerra de Sucesión a la Corona española (1702-1713), aparte de un hecho histórico trascendental para Europa y América, es un filtro historiográfico inexcusable para entender y explicar, no ya los temas claves del desmembramiento de la monarquía hispánica y de la pérdida en la práctica del monopolio comercial americano, sino también la conversión del Imperio hispánico de los Austrias en el Estado español de los Borbones. Esta profunda conversión, llevada a cabo por la nueva dinastía borbónica como si de una revolución por arriba se tratara, consistió fundamentalmente en transformar el sistema polisinodial de Consejos o asambleas aristocráticas y deliberativas, que los Austrias habían adoptado como gobierno de la monarquía hispánica, en un sistema ministerial de secretarías de Estado, ocupadas individualmente por expertos y no por nobles. Esta ruptura institucional implicó otra ruptura sociológica: la desaparición progresiva de la alta nobleza en su condición de estamento político privilegiado y exclusivo, que ostentaba hasta aquel momento la legítima obligación del auxilium y del consilium al poder soberano del rey. Estos cambios radicales a nivel central, fraguados en los primeros nueve años del XVIII, en los que el verdadero rey de la monarquía hispánica fue Luis XIV, arrastraron a nivel territorial otras modificaciones sustanciales, cuales fueron la desaparición del derecho público y de las instituciones propias de los reinos de Aragón y Valencia. En la práctica política la «España nacional» comenzó en estos nueve años (1701-1709) su larga singladura, que, remozada constitucionalmente en 1812, llegaría con breves inflexiones republicano-federalistas hasta la constitución de 1978.
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Notas * Este trabajo ha sido realizado en el contexto del Proyecto de Investigación HUM2007-65003C02-01/HIST (CO.MA.VE.: Las Cortes de Madrid y Versalles durante la Guerra de Sucesión a la Corona española), del Ministerio de Educación y Ciencia (MEC). Una primera versión de este trabajo fue presentada como ponencia en el 57ème Congrès de la CIHAE, 6-9 de septiembre de 2006, París. 1 «El concepto tradicional de monarquía, tal como lo había desarrollado la escolástica, llevaba implícita la idea de una cierta mezcla, por cuanto el dualismo monarca-comunidad se traducía para aquél, al ejercer el mando, en una serie de limitaciones provenientes de ésta». MURILLO FERROL, Francisco, Saavedra Fajardo y la política del Barroco, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1989, pp. 250-251. 2 MANCKE, Elizabeth - SHAMMAS, Carole (eds.), The creation of the British Atlantic World, Baltimore, Johns Hopkins University Press, 2005. La significación historiográfica de la historia atlántica en BAILYN, Bernard, Atlantic History: Concept and Contours, Cambridge (Mass.), Harvard University Press, 2005. Y la simbiosis política, económica y cultural entre las dos orillas del Atlántico en ELLIOTT, John H., Empires of Atlantic World. Britain and Spain in America, 1492-1830, New Haven - London, Yale University Press, 2006 (recientemente traducido, Imperios del Mundo Atlántico. España y Gran Bretaña en América, 1492-1830, Madrid, Taurus, 2006). 3 SÁNCHEZ GONZÁLEZ, Mª Dolores del Mar, El deber de consejo en el Estado Moderno. Las Juntas ‘ad hoc’ en España (1474-1665), Madrid, Ediciones Polifemo, 1993. 4 La «monarquía universal» era un viejo proyecto de Luis XIV, denunciado claramente por Lisola. HASQUIN, Hervé, Louis XIV face à l’Europe du Nord. L’absolutisme vaincu par les libertés, Bruxelles, Éditions Racine, 2005, pp. 128-130; BOSBACH, Franz, «The European Debate on Universal Monarchy», en ARMITAGE, David (ed.), Theories of Empire, 1450-1800, Aldershot, Ashgate/Variorum, 1998, pp. 81-98. 5 BURCKHARDT, Jacob, Judgments on History and Historians, Indianapolis, Liberty Fund, 1999, p. 210. 6 HUGON, Alain, «Les méthodes de lutte entre les maisons de Bourbon et de Habsbourg (15981700)», en BÉLY, Lucien (dir.), La présence des Bourbons en Europe, XVIe-XXIe siècle, Paris, Presses Universitaires de France, 2003, pp. 59-74; BERNARDO ARES, José Manuel de, «Tres años estelares de política colonial borbónica (1701-1703)», en Cuadernos de Historia de España, LXXX (2006), pp. 171-196. 7 ALBAREDA, Joaquim, Felipe V y el triunfo del absolutismo. Cataluña en un conflicto europeo (1700-1714), Barcelona, Generalitat de Catalunya, 2002; ídem, «Els fonaments de l’Austracisme als territoris de la Corona d’Aragó», en Actes del Congrés L’aposta catalana a la Guerra de Successió (1705-1707), 3-5 novembre 2005, Barcelona, Museu d’Història de Catalunya, 2007, pp. 125-136. 8 MAQUART, Marie-Françoise, «Le dernier testament de Charles II d’Espagne», en BÉLY, Lucien (dir.), La présence des Bourbons en Europe..., pp. 111-124; LEGRELLE, Arsène, L’acceptation du testament de Charles II par Louis XIV (extraido de la obra de M. A. LEGRELLE, «La diplomatie française et la succession d’Espagne», Gand, Imprimerie F. L. Dullé-Plus, 1892); MORET, Ernest, Quinze ans du règne de Louis XIV, Paris, Didier et Ce. Libraires-Éditeurs, 1859, I, pp. 25-26. 9 Se analizan las cláusulas del testamento no tenidas en cuenta por Luis XIV y el entorno francés de Felipe V en BERNARDO ARES, José Manuel de, «La España francesa y la Europa británica a comienzos del siglo XVIII. De la monarquía «paccionada» de los Austrias a la monarquía «nacional» de los Borbones», en BERNARDO ARES, José Manuel de - MUÑOZ MACHADO, Santiago (dirs.), El Estado-Nación en dos encrucijadas históricas, Madrid, Fundación Ricardo Delgado Vizcaíno y IUSTEL, 2006, pp. 153-186.
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Sobre las primeras medidas que Luis XIV ordenó tomar al embajador d’Harcourt en relación con la Junta de Gobierno para que no tuviese ninguna intervención salvo en meros temas de trámite, en A.M.A.E. (Archives du Ministère des Affaires Étrangères), C.P. (Correspondance Politique), E. (Espagne), T. (tome) 85, ff. 371r.-383r. Y acerca del inmediato apartamiento de la reina viuda Mariana de Neoburgo de todos los asuntos públicos, en ídem, T. 86, ff. 21r.-24r. Sobre el «reformismo constitucionalista» del cardenal Portocarrero contamos con la excelente tesis doctoral de PEÑA IZQUIERDO, Antonio Ramón, quien documenta e interpreta de forma magistral aquel «constitucionalismo» de la monarquía paccionada, La crisis sucesoria de la Monarquía Española. El cardenal Portocarrero y el primer gobierno de Felipe V (1698-1705), Universidad Autónoma de Barcelona, leída el 8 de noviembre de 2005, realizada bajo la dirección de Lluís ROURA AULINAS. PORTOCARRERO Y GUZMÁN, Pedro, Teatro monárquico de España, Madrid, BOE y Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 1998, pp. 131-377 (edición y estudio preliminar de Carmen SANZ AYÁN). Lettres patentes du Roy pour conserver au Roy d’Espagne le droit de succession à la Couronne de France (décembre 1701), A.M.A.E., C.P., E., T. 85, ff. 82r.-85r. «Se os previene –ordena Felipe V en diciembre de 1700– de la unión y estrecha correspondencia que deveis pasar con todos los ministros del Rey Cristianísimo, mi Señor y mi abuelo, repecto de haver de ser como son de oy en adelante tan unos y unidos los intereses de las dos coronas de España y Francia … os mando por esta obedezcais las ordenes que su Magestad Cristianísima os diere en mi nombre con la misma puntualidad y obediencia que si fueran expedidas por mi». A.M.A.E., C.P., E., T. 86, f. 467r.-v. y se repite en ff. 469r.-470r. MORET, op. cit., I, pp. 63-64. LAVISSE, Ernest, Louis XIV. Histoire d’un grand règne, Paris, Robert Laffont, 1989, II, p. 316. La nobleza en general y los grandes de España en particular se oponían en principio a todo reforzamiento del «espíritu monárquico». BAUDRILLART, Alfred, Philippe V et la Cour de France, Paris, Librairie de Firmin-Didot, 1890, I, p. 225. Sobre la significación política, internacional y sociológica del entorno francés de Felipe V se acaba de leer una excelente tesis doctoral, que aporta sobre este período crucial de Europa en general y de España en particular nuevos y fundamentales conocimientos históricos. DESOS, Catherine, L’entourage français de Philippe V d’Espagne (1700-1724). Étude d’une Société de Cour dans le premier quart du XVIIIe siècle, Universidad de Strasbourg II - Marc Bloch, leída el 23 de marzo de 2007, realizada bajo lo dirección de Dominique DINET. GARCÍA FERNÁNDEZ, África, Toledo entre Austrias y Borbones: Destierro de doña María Ana de Neoburgo, Toledo, Ayuntamiento, 1994. El verdadero soporte institucional y personal de esta nueva situación de la monarquía hispánica, gobernada desde Versalles, fue el secretario de Estado de Asuntos Exteriores Jean-Baptiste Colbert de Croissy (1665-1746), marqués de Torcy; lo que se comprueba leyendo sus memorias. TORCY, marqués de, Mémoires pour servir à l’histoire des négotiations depuis le traité de Ryswick jusqu’à la paix d’Utrecht, La Haya, 1756, 3 vol. Sobre los consejos en general, ver BARRIOS, Feliciano, Los Reales Consejos. El gobierno central de la Monarquía en los escritores sobre Madrid del siglo XVII, Madrid, 1988; BAUDRILLART, op. cit., I, pp. 63-67. BERNARDO ARES, José Manuel de, «The aristocratic assemblies under the Spanish Monarchy (1680-1700)», en Parliaments, States and Representation, 21 (2001), pp. 125-143. ESCUDERO, José Antonio, Administración y Estado en la España Moderna, Valladolid, Junta de Castilla y León, 2002, pp. 43-45. Al respecto es muy pertinente el capítulo X sobre la «Monarchie mixte ou la souveraineté partagée», aunque referido a la Francia de la segunda mitad del XVI y centrado en el papel político de los Estados Generales, de JOUANNA, Arlette, Le devoir de révolte. La noblesse française et la gestation de l’État moderne, 1559-1661, Paris, Fayard, 1989, pp. 281-312, sobre todo pp. 300-312 («États Généraux et Conseil»). José Antonio ESCUDERO en su «Estudio introductorio» a MARTÍNEZ MARINA, Francisco, Teoría de las Cortes, Oviedo, Junta General del Principado de Asturias, 2002, I, p. CXXVII.
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MORET, op. cit., II, p. 72. MARTÍNEZ MARINA se preguntaba: «¿La autoridad política estriba originalmente en pactos y condiciones?» Con una abrumadora cita de autoridades –entre ellas la de Bossuet– responde taxativamente que sí. Op. cit., III, pp. 277-282. La importancia de la potestas y de la proprietas, como dos condiciones sine qua non, en las organizaciones políticas la pone de manifiesto MARAVALL, José Antonio, Estado moderno y mentalidad social (siglos XV a XVII), Madrid, Alianza, 1986, I, pp. 346-347. Jean Bodin, el teórico del «absolutismo», afirma expresamente que el reforzado poder del rey no es posible sin contar con la propiedad y el consejo del reino. BERNARDO ARES, José Manuel de, «Les corps politiques dans la «Republique» de Jean Bodin», Jean Bodin. Actes du Colloque Interdisciplinaire d’Angers, 24 au 27 Mai 1984, Angers, Presses de l’Université d’Angers, 1985, I, pp. 31-41 (traducido en Revista de Estudios Políticos, 42 (1984), pp. 227-237). GONZÁLEZ ALONSO, Benjamín, «Reflexiones históricas sobre el Estado y la autonomía regional en España», en Sobre el Estado y la Administración de la Corona de Castilla en el Antiguo Régimen, Madrid, Siglo XXI, 1981, pp. 235-265. Sirva de ejemplo el Juramento y pleyto omenage que los reinos de Castilla y León por medio de sus capitulares y los prelados, grandes y títulos y otras personas hicieron el día 8 de mayo de 1701 ... al rey nuestro señor don Phelipe Quinto ..., que por orden de Su Majestad escribe don Antonio de Ubilla y Medina ... que ofrece, consagra y dedica a la Majestad Cristianísima de el señor rey Luis Dezimoquarto, Biblioteca Nacional de España, ER 1637, ff. 1-65. (Aprovecho para darle las gracias a Adolfo Hamer, que me facilitó generosamente una copia de este documento). BAUDRILLART, op. cit., I, pp. 279-280. GONZÁLEZ MEZQUITA, María Luz, «Fidelidad, honor y conspiración en la guerra de sucesión española», en BERNARDO ARES, José Manuel de (coord.), La Sucesión de la Monarquía Hispánica, 1665-1725. I: Lucha política en las Cortes y fragilidad económico-fiscal en los Reinos, Córdoba, Universidad de Córdoba - CajaSur, 2006, pp. 161-190; PÉREZ ESTÉVEZ, Rosa María, «Motín político en Granada durante la Guerra de Sucesión», en Actas del I Congreso de Historia de Andalucía. Andalucía Moderna (siglos XVI-XVII), diciembre de 1976, Córdoba, Monte de Piedad, 1978, II, pp. 151-157. Sobre el nuevo programa de gobierno en los Países Bajos, con la supresión del Consejo de Flandes, A.M.A.E., C.P., E., T. 102, ff. 58r.-74v.; RABASCO VALDÉS, José Manuel, El Real y Supremo Consejo de Flandes y Borgoña (1419-1702), Universidad de Granada (trabajo inédito); ARRIETA ALBERDI, Jon, El Consejo Supremo de la Corona de Aragón (1497-1707), Zaragoza, Institución «Fernando el Católico», 1994. BOISLISLE, A. de (ed.), Mémoires de Saint-Simon, Paris, Hachette, 1891, VIII, pp. 153-154. MOREL-FATIO, A. - LEONARDON, H. (eds.), Récueil des Instructions donnés aux ambassadeurs et ministres de France depuis les traités de Westphalie jusqu’à la révolution française. XII: Espagne. 2: 1701-1722, Paris, Félix Alcan, Éditeur, 1898, pp. 103-104; HANOTIN, Guillaume, Jean Orry, un homme des finances royales entre France et Espagne (1652-1705), Université de la Sorbonne (Paris IV), 2003, memoria de licenciatura realizada bajo la dirección de Lucien BÉLY (en prensa). MOREL-FATIO - LEONARDON, op. cit., pp. 90-91. A.M.A.E., C.P., E., T. 146, f. 235, apud BAUDRILLART, op. cit., I, pp. 687-688. La cita en esta última página. CABRERA, Padre Juan (S.J.), Crisis política determina el más florido imperio, y la mejor institución de príncipes, y ministros, Madrid, Eusebio Fernández de Huerta, 1719. Consultado en la Biblioteca de la Universidad de Barcelona, signatura 0700 XVIII-6050. ESCUDERO, Administración y Estado…, pp. 143-144. A.M.A.E., Mémoires et Documents, T. 92, ff. 4-13, apud BOISLISLE, op. cit., VIII, p. 537. BAUDRILLART, op. cit., I, p. 75.
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Para resolver los acuciantes problemas de la guerra se creó en la práctica, además de la secretaría universal de Ubilla, otra secretaría para los asuntos de guerra, que se le encomendó al marqués de Canales. CASTRO, Concepción de, A la sombra de Felipe V. José de Grimaldo, ministro responsable (17031726), Madrid, Marcial Pons Historia, 2004; ESCUDERO, José Antonio, Los Secretarios de Estado y del Despacho (1474-1724), Madrid, Instituto de Estudios Administrativos, 1976, I, pp. 295-298. DESOS, op. cit., I, p. 128. Sobre los dos primeros secretarios se han publicado dos excelentes biografías, que vinculan estrechamente al personaje central, con sus parentelas y clientelas, con los procesos militares y económicos respectivamente PENICAUT, Emmanuel, Faveur et pouvoir au tournant du Grand Siècle. Michel Chamillart, ministre et secrétaire d’Etat de la guerre de Louis XIV, Paris, École des Chartes, 2004; FROSTIN, Charles, Les Pontchartrain, ministres de Louis XIV. Alliances et réseau d’influence sous l’Ancien Régime, Rennes, Presses Univesitaires de Rennes, 2006. BAUDRILLART, op. cit., I, pp. 80 y 119. Una interpretación distinta a la aquí formulada en DUBET, Anne, «¿La importación de un modelo francés? Acerca de algunas reformas de la administración española a principios del siglo XVIII», en Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, 25 (2007), pp. 207-233. EIRAS ROEL, Antonio, «La instauración borbónica en el antiguo Reino de Galicia. ¿Modelo nacional castellano o particularismo abortado?», en BERNARDO ARES - MUÑOZ MACHADO, op. cit., pp. 29-73; CASTELLANO CASTELLANO, Juan Luis, «El gobierno en los primeros años del reinado de Felipe V. La influencia francesa», en PEREIRA IGLESIAS, José Luis (coord.), Felipe V de Borbón, 1701-1746. Actas del congreso de San Fernando (Cádiz), de 27 de noviembre a 1 de diciembre de 2000, Córdoba, Universidad de Córdoba - Ayuntamiento de San Fernando, 2002, pp. 129142; MOLAS RIBALTA, Pere, «El Estado de Felipe V», en ídem, pp. 195-208. ATIENZA HERNÁNDEZ, I., Aristocracia, poder y riqueza en la España Moderna. La Casa de Osuna. Siglos XV-XIX, Madrid, Siglo XXI, 1987; DOMÍNGUEZ ORTIZ, Antonio, «La nobleza como estamento y grupo social en el siglo XVII», en Nobleza y sociedad en la España Moderna, Madrid, Fundación Central Hispano y Ediciones Nobel, 1996, pp. 119-133; GARCÍA HERNÁN, David, La nobleza en la España Moderna, Madrid, Istmo, 1992. Mariana de Aguirre, «espía» al servicio de Francia, insta a Felipe V a que prescinda totalmente de la reina viuda, pero también de Oropesa, Baños, Aguilar y el Almirante, entre otros personajes señeros de la corte madrileña. A.M.A.E., C.P., E., T. 86, ff. 496r.-502v. GINGRAS, Yves, «Pour une biographie sociologique», en Revue d’histoire de l’Amérique Française, 54, 1 (2000), pp. 123-131; DELILLE, Gérard, Le maire et le prieur. Pouvoir central et pouvoir local en Méditerranée occidentale (XVe-XVIIIe siècle), Rome - Paris, École Française de Rome et Éditions d’EHESS, 2003. Sobre este bien documentado y mejor estructurado libro, ver los comentarios de NASSIET, Michel, «Parenté et pouvoir local en Méditerranée occidentale», en Annales. Histoire, Sciences Sociales, 61, 3 (2006), pp. 633-643; y de BERNARDO ARES, José Manuel de, «Recensión del libro de Gérard Delille, Le maire et le prieur…», en Hispania. Revista Española de Historia, LXVI/2, 220 (2005), pp. 734-739. Al peso político de las redes familiares y clientelares –clientelismo– alude autorizadamente JOUANNA, op. cit., pp. 65-90. Sobre la importancia de los clanes familiares y clientelares en las organizaciones políticas de Francia y España, ver DUBOST, Jean-François, «Absolutisme et centralisation en Languedoc au XVIIe siècle (1620-1690)», en Revue d’Histoire Moderne et Contemporaine, XXXVI (1990), pp. 369-397; y RINGROSE, David R., España, 1700-1900: el mito del fracaso, Madrid, Alianza, 1996, pp. 514-523, respectivamente. PEÑA IZQUIERDO, Antonio Ramón, «El virrey de Sicilia cardenal Portocarrero y la revuelta de Messina a través de la correspondencia con el plenipotenciario español en Venecia marqués de Villagarcía (1677-1678)», en Tiempos Modernos. Revista Electrónica de Historia Moderna, 4 (2001) http://www.tiemposmodernos.org/articulos/Numero4-2001-ISSN-1139-6237/ portocarrero.htm.
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ARISTOCRACIA NOBILIARIA Y BUROCRACIA ENNOBLECIDA...
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BERNARDO ARES, José Manuel de, «Las dos Españas de 1706 según las cartas reales de los reyes borbónicos», en ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO, Antonio - LEÓN SANZ, Virginia - GARCÍA GARCÍA, Bernardo J. (coords.), La pérdida de Europa. La Guerra de Sucesión por la Monarquía de España, Madrid, Fundación Carlos de Amberes, 2007, pp. 249-269. BOISLISLE, op. cit., 1905, T. XVIII, pp. 98-100. La cita en la p. 99. D UBET , Anne, «L’autorité royale et ses limites: les premiers projets de Jean Orry pour l’administration des finances espagnoles au début du XVIIIe siècle», en FOURNIER, Patrick LUIS, Jean-Philippe - MARTÍN, Luis P. et al, Institutions et représentations du politique. Espagne, France et Italie, XVIIe-XXe siècles, Clermont-Ferrand, Presses Universitaires Blaise-Pascal, 2006, pp. 81-96. MARTÍN GAITE, Carmen, Macanaz, otro paciente de la Inquisición, Madrid, Taurus, 1975. Eduardo LAMA ROMERO está preparando la edición crítica de Memorias para la Historia de España (17001707) de Melchor de Macanaz, que consta de seis volúmenes manuscritos conservados en la Biblioteca Real de Palacio (Madrid).
CUADRO 1
CASAS REALES CARGOS
FELIPE V
MARÍA LUISA
Mayordomo Mayor
Villafranca
San Esteban
Caballerizo Mayor
Medinasidonia
Castelrodrigo
Sumillers
Benavente
Ursinos (Camarera Mayor)
CUADRO 2
JUNTAS DE GOBIERNO
DESPACHO
Mª Ana de Neoburgo (1700)
Mª Luisa de Saboya (1702)
Felipe V (1702)
AGUILAR* (C. de Estado) ARIAS (C. de Castilla) BENAVENTE (grandeza) MENDOZA (Inquisidor) MONTERREY* (C. de Flandes) MONTALTO* (C. de Aragón) PORTOCARRERO* (Gobernador) UBILLA (secretario) VILLAFRANCA* (C. de Italia)
ARIAS (C. de Castilla) MANCERA* MEDINACELI (C. de Indias) MONTALTO* (C. de Aragón) MONTERREY* (C. de Flandes) PORTOCARRERO* (Gobernador) VADILLO (Secretario) VILLAFRANCA* (Mayordomo Mayor)
ESCALONA (Virrey de Nápoles) MARCIN (Embajador de Francia) MEDINASIDONIA (Caballerizo Mayor) SAN ESTEBAN* (Mayordomo Mayor) UBILLA (Secretario)
* Eran miembros del Consejo de Estado
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La Generalidad valenciana y sus rentas en un informe de 1716 Emilia Salvador Esteban Universidad de Valencia
No es fácil encontrar un informe, relativamente breve como el que vamos a comentar, sobre un tema de la magnitud del que en él se aborda y, al mismo tiempo, con tan gran riqueza de contenido. Tanto es así que, con su sola lectura, cualquiera puede adquirir una visión bastante certera de lo que fue la Generalidad valenciana e, incluso, conocer el estado de sus finanzas en varios de los años de su postrera andadura y aún después de su extinción. De sólo «6 fojas sin foliar» –como se indica textualmente en su cubierta–, consta en realidad de 11 páginas de tamaño folio (el informe concluye en el folio 6 recto, permaneciendo el 6 vuelto en blanco), escritas con buena caligrafía y amplios espacios, cuya temática desborda ampliamente el título que algún archivero o bibliotecario le asignó con posterioridad: Resumen de los ingresos de las Generalidades por derechos viejos y nuevos en los años desde 1706 a 17151. En efecto, además de sobre lo recaudado anualmente por derechos viejos y nuevos a lo largo de la citada década, este resumen nos ilustra sobre el origen de la Diputación del General o Generalidad y sus principales funciones, número y cometidos de los oficiales de mayor rango a su servicio, naturaleza de los derechos de que se nutría, montante global de los ingresos del quinquenio 1694-1698 y, para concluir, cantidad y tipo de gastos a los que debía responder anualmente. Tal variedad de temas en un espacio tan reducido requiere una notable concisión, apreciable en todas y cada una de las páginas de este resumen, y tan de agradecer en una época en la que muchos de los informes en ella redactados no se habían librado todavía de las exuberancias formales barrocas.
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1. Fecha, autoría y finalidad del informe En ningún momento del Resumen de los ingresos de las Generalidades... –ni siquiera al final, en donde se suele hacer constar– se proporciona la fecha tópica o crónica. Sin embargo, el hecho de que se refiera a una institución foral valenciana con sede en la capital del Reino, que reproduzca datos de libros de cuentas custodiados entonces en la vieja Casa de la Generalidad de dicha capital y que se haya conservado en el fondo histórico de la Biblioteca de la Universidad de Valencia, parece permitir afirmar que fue redactado en la ciudad del Turia. En lo que respecta a la fecha crónica, podría datarse en algún día del mes de noviembre de 1716 o, en cualquier caso, antes de concluir el mes de diciembre de dicho año, como se desprende de un breve, pero significativo, pasaje del informe: «las pençiones devengadas desde el mes de Marzo de 1698 asta fin de octubre de este de 1716»2. Aunque tampoco se explicita el nombre del autor, resulta evidente que se trataba de alguien que tenía acceso a la contabilidad de la suprimida Diputación del General y que disponía, además, de datos bastante fidedignos sobre los orígenes, funciones y personal de la mencionada institución. Por otra parte, dado que el resumen se limita a proporcionar información, sin atisbo alguno de justificación o de demanda, se puede deducir que no fue redactado motu proprio sino a instancia de parte. Pero ¿a quién podía interesar recabar información sobre la antigua Generalidad valenciana y, más en concreto, sobre la procedencia y el destino de sus rentas, así como sobre la situación económica por la que atravesaban sus derechos, todavía en vigor en 1716? Sólo teniendo en cuenta las profundas transformaciones experimentadas en el ámbito político-administrativo, con motivo de la abolición del régimen foral valenciano a raíz del Decreto de 29 de junio de 1707, cobra sentido el interés mostrado por el poder central para conocer con exactitud el estado de las finanzas de un organismo de gestión económica, como la Generalidad, afectado por dicho Decreto. Y ahí es, precisamente, en donde encaja nuestro informe. Porque una cosa era legislar y otra bien distinta trasladar al terreno fáctico lo legislado. Así, aunque el Decreto de 1707 contemplaba la extensión a territorio valenciano de la fiscalidad castellana (representada básicamente por las alcabalas), antes de que ello fuera factible se dio paso a una etapa transicional, en la que la Corona pretendió obtener –tanto por la vía de los restos de derechos de la época foral, como por la vía de la creación de imposiciones nuevas– recaudaciones equivalentes a las rentas provinciales castellanas. Además, la situación financiera de la Generalidad en el momento de su extinción y, años después, de sus rentas, aún en vigor, arrojaban un fuerte déficit. En efecto, las deudas se acumulaban desde hacía tiempo, debido fundamentalmente a las reiteradas emisiones de censales y a los atrasos en el pago de las pensiones o intereses por ellos devengados. Es
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cierto que, suprimidas también las Cortes valencianas (aunque de hecho ya habían dejado de reunirse desde 1645) en el Decreto de 1707, los derechos de generalidades no tenían que afrontar su primigenia función de proporcionar los servicios votados en aquellas magnas asambleas a favor de la Corona; pero también es verdad que no se había arbitrado ninguna solución de recambio para suplir otra de las funciones asignadas a las generalidades, como era la de sufragar parte de los gastos de la defensa del litoral valenciano. Todo ello impulsó a la Monarquía a mantener temporalmente aquellos derechos, viejos y nuevos, antes gestionados por la extinta Diputación del General. Pero ¿quién debía de ser el nuevo gestor? Tanto la administración de los tradicionales derechos de la Generalidad –aunque algo modificados–, como el saneamiento de su cuantiosa deuda, fueron encargados por la Corona, no sin ciertas vacilaciones iniciales, al superintendente –más tarde, intendente– general de rentas reales. Se daba así la paradoja de que los fondos de la antigua institución foral, surgida del pacto entre el rey y el Reino en Cortes y pronto consolidada como institución del Reino3, pasaban a ser gestionados por el máximo representante de la Real Hacienda en territorio valenciano. No es nuestra intención abordar los avatares de esa desvirtualización de la naturaleza de los derechos de la Generalidad, que, afortunadamente, se pueden seguir en un documentado artículo de Ricardo Franch Benavent4. En él, además de referirse a la negativa del estamento eclesiástico a continuar pagando unos derechos que ya no respondían al espíritu que había informado su creación (como se infiere del subtítulo del propio artículo), se estudian distintas medidas y, frecuentemente, contramedidas proyectadas o adoptadas para tratar de dar el finiquito a los derechos de generalidades. Entre ellas, el llamamiento a la generosidad de los acreedores para que condonasen parte de la deuda, o la posibilidad de rebajar el canon de las pensiones de los censales, incidían también negativamente en el clero valenciano, poseedor de una parte considerable de los títulos de deuda emitidos por la Generalidad a lo largo del tiempo. El deseo de resolver una cuestión tan compleja se tradujo en la celebración de numerosas juntas y en la redacción de memoriales e informes, que también se recogen en el citado artículo. Entonces, cabría preguntar el motivo de haber seleccionado precisamente el informe de 1716 entre la auténtica maraña de escritos existentes. La respuesta es sencilla. Lejos de proporcionar escuetamente el estado de los derechos de generalidades en el momento de su redacción, nuestro Resumen se remonta a los orígenes mismos de la Diputación del General, institución a la que trata de caracterizar en el transcurso de su existencia.
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2. Origen y funciones de la Generalidad Aunque la bibliografía se muestra acorde sobre la fecha de inicio de la Generalidad valenciana como institución permanente, manifiesta algunas discrepancias en lo que se refiere a sus precedentes. Así, por ejemplo, María Rosa Muñoz, autora del estudio general más reciente sobre los antecedentes y primeros pasos de la Diputación del General5, sitúa sus orígenes más remotos en la primera mitad del siglo XIV, cuando las Cortes de Valencia de 1329 y 1342 autorizaron la creación de impuestos para recaudar las cantidades ofrecidas al rey. Más adelante, las Cortes de Monzón de 1362, según la citada autora, «crean las generalidades –es decir, impuestos de amplitud general, por cuanto afectaban a los distintos estamentos sin distinción– y mantienen la autonomía de su gestión en manos de los diputados, elementos básicos de la institución que nos ocupa, lo que justifica que situemos su nacimiento en esa fecha»6. Por su parte, el informe que comentamos se muestra poco dubitativo al optar por otro año. Según expresa textualmente: «la Diputación ô Generalidad del Reyno de Valençia tomó principio en el año de 1376 en el qual para subvenir al S. Rey D. Pedro el Segundo en las Guerras que tenia, los tres Brazos, ô, Estamentos de dicho Reyno, Ecclesiastico, Militar, y Real, le hiçieron un donativo, ô, servisio, y para pagarle tomaron por arbitrio ordenar una Collecta, con nombre de Generalidad, y assi se introduxo el nombre de General, y para ella nombraron una persona á quien le dieron el nombre de Diputado, con poder amplissimo para dicha Collecta»7.
Pese a la diferencia cronológica, ambas opiniones –a las que se podrían agregar otras– coinciden en señalar la aparición de estos derechos generales8 y su gestión por la figura del diputado como punto de arranque del futuro organismo permanente. No en balde generalidades y diputados darán nombre a la institución que conocemos indistintamente como Generalidad, Diputación o Diputación del General. El salto cualitativo de comisión temporal (delegada de las Cortes para recaudar el servicio en ellas ofertado y cesar en sus funciones una vez alcanzado su objetivo) a institución permanente se produce a comienzos del siglo XV. Según el informe de 1716, «en las Cortes del año 1418, haviendo hecho los tres estamentos otro servisio al S. Rey D. Alfonso el tercero de 189 mil florines de oro, suplicaronle con diferentes Capitulos, que le propusieron, y aprobó S.M.: Que assi para el cumplimiento de dicho donativo, como los que ya se havian hecho, y los que se podrían ofrecer en adelante se erigiesse el Magistrado de la Diputaçion»9, es decir, la plantilla de oficiales que se debían suceder, sin interrupciones, al frente de la Diputación. Quedaba con ello asegurada su continui-
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dad –o la «normalización de su estabilidad», en palabras de María Rosa Muñoz10– y, como consecuencia de ello, su independencia funcional respecto a las Cortes. Convertida, pues, en institución permanente del Reino, a partir de las mencionadas Cortes celebradas por Alfonso el Magnánimo, permanecería así a lo largo de toda la época foral moderna. En lo que respecta a las funciones asumidas por la Diputación del General, son tres las que le atribuye nuestro informe. La primera –en cuanto que se sitúa en el origen mismo de la Generalidad valenciana– se refiere a la recaudación de los servicios ofertados a la Corona en sucesivas Legislaturas; lo que configura a la Diputación del General como un organismo de gestión económica11. En el informe de 1716 se reitera este cometido para las Cortes de 1376, 1384 y 140312, únicas mencionadas como precedente de las de 1418, de las que –como ya se ha indicado– arranca la existencia de la Generalidad como institución permanente. Es por ello por lo que, mientras a las comisiones delegadas por las tres primeras Cortes aludidas se les encomendaba la reunión de su respectivo servicio, a la surgida de las Cortes de 1418 se le encargó no sólo el acopio del donativo votado en dicha Legislatura, sino también de «los que se podrían ofrecer en adelante»13, procediendo, además, a fijar el cuerpo de oficiales encargados de semejante tarea. Al lado de esta primitiva y sustancial función, la Generalidad fue asumiendo otras. Ya en las mismas Cortes de 1418, según explicita nuestro informe, se encargó a los diputados la tarea de «haçer las representaçiones, y consultas à Su Magestad assi en lo conveniente à dicho Reyno como a la buena Administracion de las Generalidades»14. Esas consultas al monarca, en lo «conveniente al Reyno», avalan la asunción de cometidos políticos junto a los económicos. En este terreno, sin embargo, es mucho lo que resta por aclarar. Y, no sólo debido a la escasez de estudios sobre tema de tanta trascendencia, sino por el hecho de que la representación del Reino en los largos periodos entre Cortes fue disputada y reclamada tanto por las Juntas estamentales como por la Generalidad, hasta el momento mismo de la desaparición de ambas instituciones, a comienzos del siglo XVIII. La proliferación de litigios entre las Juntas de Estamentos y la Diputación por representar al Reino así lo atestiguan15. De esta pugna, fruto sin duda de la indefinición legal, se han hecho eco cronistas e historiadores, desde los tiempos coetáneos a la existencia misma de ambas instituciones. En este sentido, María Rosa Muñoz distingue dos corrientes historiográficas, encabezadas respectivamente por Gaspar Escolano y por Lorenzo Matheu16. La presidida por el cronista Escolano se muestra proclive a atribuir a la Generalidad valenciana «la conservación de los fueros, y defensa del Reyno»17; la dirigida por Lorenzo Matheu y Sanz representa la vertiente proestamentalista. Según este autor, «en Valencia los Oficios de Diputados se instituyeron para cobrar, y administrar los derechos del General, y jamàs se les ha concedido jurisdiccion, ò poder para otra cosa;
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con que no pueden tener representacion del reino para más»18, criterio que entra en colisión con lo expresado en nuestro informe. Aunque no es nuestra intención seguir la evolución de ambas corrientes19, en la actualidad la mayoría de los estudiosos del tema se decanta por atribuir a las Juntas estamentales la más genuina representación del Reino; pero también algunos de ellos reconocen que en casos concretos dicha representación fue asumida de forma conjunta por las Juntas de Estamentos y por la Generalidad20. No en vano, Diputación y Juntas estamentales se nutrían de la misma base social y, a pesar de sus frecuentes contenciosos, mantuvieron una estrecha colaboración entre sí. Dejando aparte su plena autoridad para organizar y administrar todo lo referente a los servicios acordados en Cortes y su participación en la defensa de los intereses del Reino –tarea esta última compartida, aunque desconozcamos en qué proporción, con las Juntas de Estamentos–, la Diputación valenciana también asumió –como indica el informe– otro cometido de notable importancia, teniendo en cuenta lo fundamental que resultaba para el Reino la defensa de su amplísimo litoral frente a las presiones exteriores, esporádicas en lo que a guerras marítimas convencionales se refiere, frecuentes respecto a ataques corsarios y piráticos. Fue en las Cortes de 1552, presididas por el príncipe Felipe (futuro Felipe II) en ausencia de su padre Carlos I, cuando la Diputación tomó a su cargo el «eztableçimiento, y manutençion de las tropas miliçianas que guardan las torres, y costa maritimas de este dicho Reyno»21. Además del pago a dichas tropas, de los fondos de la Generalidad saldrían los caudales necesarios para la realización de obras en los baluartes defensivos y para «artilleria, polvora, balas, y demas municiones, que se ofreçen, y deven amuniçionarse»22. A estas tres sucesivas funciones de recaudar servicios votados en Cortes, consultar al monarca sobre asuntos del Reino y hacer frente a los gastos de defensa costera, enumeradas en el citado informe, habría que añadir otras, como la de aportar los servicios extraordinarios ofrecidos al monarca fuera de Cortes o la de sufragar los gastos derivados de las embajadas guiadas a la Corte, tanto por las Juntas estamentales como por la propia Generalidad, o por ambas instituciones conjuntamente, silenciadas en nuestro informe.
3. Personal de la Diputación La enumeración de los principales cargos de la Generalidad valenciana, junto con la descripción de sus respectivos cometidos, se realiza en el informe a partir de lo acordado entre los Brazos y el monarca Alfonso el Magnánimo (III de Valencia, V de Aragón) en las Cortes de 1418, tan trascendentales para la institución que nos ocupa. Seis diputados, seis contadores, tres clavarios y tres administradores (aportados paritariamente por «los tres Brazos, ó, Estamentos de dicho Reyno, Ecclesiastico, Militar, y Real»), además de un síndico, un ase-
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sor consultor de los diputados, un secretario y dos subsíndicos, se mencionan sucesivamente. Al frente de todos ellos figuran los diputados, con facultad «privativa de inponer derechos en esta Ciudad, y Reyno, cargar censos sobre ellos, nombrar ofiçiales, y subalternos con sus salarios, celebrar dos juntas en cada semana», además de la ya aludida prerrogativa de «haçer las representaçiones, y consultas â Su Magestad assi en lo conveniente à dicho Reyno como a la buena Administración de las Generalidades»23. A los diputados concierne, pues, no sólo la suprema administración de los ingresos de la Diputación, sino la capacidad de arbitrar los procedimientos para su recaudación. Una recaudación que se logra de forma habitual a través de distintos derechos, pero también mediante otros recursos, como el de la imposición de tachas o repartos e, incluso, en caso de necesidad, emitiendo censales o préstamos hipotecarios, el pago de cuyas pensiones constituyó, y seguía constituyendo en vísperas de su extinción, una pesada carga para la Generalidad valenciana. Así lo demuestra la demora en la satisfacción de los intereses devengados y la acumulación indeseada de censales, ante la incapacidad de hacer frente a su amortización. Por otra parte, el poder de los diputados para nombrar personal subalterno y fijar su remuneración los confirma como el vértice de la pirámide de los altos cargos de la Generalidad; posición que se refuerza al reservárseles la posibilidad de entablar relaciones directas con la propia Corona. Tras los diputados, los seis contadores se configuran como los interventores de las cuentas administradas por aquéllos. Asumen, en consecuencia, una función inspectora, pero que va más allá de la simple detección de irregularidades o fraudes. Hasta tal punto es así, que los contadores pueden obligar a los diputados a reponer de su propio patrimonio el dinero que hubiesen escamoteado en el ejercicio de su cargo. A este respecto el informe no deja lugar a la duda, al asignar a los contadores la tarea de tomar «quentas de medio en medio año de lo administrado, y pagado por los Diputados, con facultad de aprobar las partidas que fueren justas, y reprovar las que no lo fueren, y de estas tenían la jurisdicçión de hacerlas pagar à los Diputados de sus propios»24. Mucho más concreta, la misión de los tres clavarios consiste básicamente en establecer la relación entre los fondos de la Generalidad –que manejan– y la Taula de canvis, especie de banco municipal de la capital del Reino. Tales fondos debían de ser ingresados en la Taula, a nombre de los tres clavarios, por el clavario del estamento real25. A continuación, figuran en el informe los tres administradores, «cuyo encargo era el declarar en primera instançia de palabra las questiones, y fraudes, que sobre los derechos de las Generalidades se ofreçiessen»26. En este sentido, la denominación de administradores no hace referencia a la administración pecuniaria, sino a la judicial, que ejercen verbalmente en primera instancia.
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El único síndico «tenia poder general de los Diputados, su obligacion assistir à las Juntas, proponer todo lo conveniente à la buena Administraçion quien llevava los recados, ò, embaxadas al Virrey, y otros encargos de menor conçequençia»27. Pese a lo enrevesado de la redacción, resulta evidente que el síndico asesoraba a los diputados en su tarea administrativa y actuaba de emisario y portavoz de los mismos en sus relaciones con otras instancias, empezando por el Virreinato. A continuación el informe de 1716 se refiere al «Assessor consultor de los Diputados, quien declarava todos los pleytos, que ante ellos pendian»28. Teniendo en cuenta que los diputados eran cargos esencialmente políticos, a los que no se exigía una previa formación en materia de derecho, necesitaban de un experto en cuestiones legales, para ayudarles a resolver con arreglo a derecho los pleitos que ante ellos se incoaban. Las atribuciones que el informe asigna al secretario no requieren aclaración ninguna, al definirlo como la persona «ante quien pasavan los acuerdos que haçian los Diputados, las escrituras de arrendamientos29, y otras, con todo lo dependiente a la Secretaria, y escrivania de la Diputaçion»30. Por último, los dos subsíndicos «haçian parte por las Generalidades en todos los pleytos que se seguian cuydavan de las deudas, y cada junta tenian obligaçion de llevar por escrito el estado de los pleytos, y deudas, con otras cosas de menor conçequençia»31. Sus cometidos, pues, parecen aproximarlos más a los administradores o al asesor que al síndico, del que deriva su nombre. Sea como fuere, lo cierto es que los distintos cargos citados en el informe asumían funciones administrativas y/o judiciales, como corresponde a un organismo de gestión económica, pero que, al mismo tiempo, poseía jurisdicción para resolver los pleitos que sobre materias de su estricta incumbencia se presentasen. La función política, que también ejercía la Generalidad valenciana, recaía exclusivamente en los diputados. Tras esta brevísima, pero reveladora, descripción de los más altos oficiales de la Diputación del General valenciana, el informe renuncia expresamente a entrar en otras consideraciones sobre su forma de elección, prerrogativas, preeminencias, facultades, jurisdicción..., establecidas en las distintas Cortes, con la disculpa de que «seria tratar de una materia muy larga y de que existe, además, un libro inpreso en idioma valençiano de foleo mayor que consta de 372 foxas su titulo Recopilaçion de los fueros, y actos de cortes de la Diputaçion conpuesto por Don Ramon Mora de Almenar Dotor en ambos derechos en donde se podrá ver»32. En estos términos se refería el informe a una fuente impresa de primer orden para el estudio de la Generalidad valenciana33.
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4. Derechos viejos y nuevos del General La extensión de estos derechos a la totalidad del Reino de Valencia, pero, fundamentalmente, a todo tipo de personas (en una sociedad de privilegiados y no privilegiados, en la que aquéllos disfrutaban de amplias exenciones fiscales, derechos de naturaleza universal, como éstos, constituían una auténtica excepción) es la que les valió la denominación de derechos del general o generalidades. Precisamente este carácter universal es subrayado por nuestro informe en los siguientes términos: «Los derechos que se exigen por las Generalidades con nombre de viejos, y nuevos, en que ningun genero de personas son exemptas si no es Su Santidad y Cardenales, los Ynquisidores, y las ropas que sirven de hornamentos para las Yglesias; Pues Sus Magestades y Primogenitos quisieron ser comprehendidos en ellos por repetidos actos de Cortes y en espeçial en las que se celebraron en los años de 1428, 1446 y 1510 y los eccleçiasticos son comprehendidos en virtud de Bulla Apostoçica [sic] de la Santidad de Adriano Sexto de 17 de Mayo de 1522»34.
Tres cuestiones distintas son tratadas sucesivamente en estas pocas líneas; en primer lugar, el carácter general de estos impuestos, no desmentido sino por las escasísimas exenciones, que se pormenorizan; en segundo término, el deseo de reyes y príncipes –explicitado en sucesivas Legislaturas– de satisfacer dichos derechos, y, por último –y en contraste con la actitud de la Corona–, las reticencias mostradas por los eclesiásticos para su pago, vencidas definitivamente con la aludida Bula de Adriano VI, en la que les obligaba a contribuir. La relación de derechos que enumera el informe refleja la situación de los mismos en vísperas de su extinción. Se trata, en consecuencia, de una foto fija, que renuncia a cualquier atisbo de proporcionar la trayectoria experimentada por dichos derechos a lo largo del tiempo. No obstante, la misma denominación de viejos y nuevos nos está revelando ya una evolución. Una evolución que responde a una práctica muy difundida en la época y que afecta también a otros organismos exactores. En efecto, la necesidad de aumentar las recaudaciones no solía verse acompañada por el incremento del canon de impuestos ya existentes, sino por la creación de gravámenes nuevos, a los que, en las Cortes en que se acordaban, se les solía asignar una duración temporal limitada, generalmente hasta la siguiente Legislatura. Es muy posible que esta sensación de precariedad de los derechos nuevos contribuyese a vencer o reducir la natural resistencia de los afectados, ante la vana sensación de que más pronto o más tarde serían eliminados, regresando a la situación precedente. Sin embargo, la experiencia demuestra que estas nuevas imposiciones acababan convirtiéndose en viejas, al
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ser prorrogadas Cortes tras Cortes, aunque conservasen la denominación –de todo punto improcedente al cabo de los años– de derechos nuevos, con la que habían surgido. Según el informe, «a los derechos viejos pertenezen General de la mercaderia y General del Corte»35. El primero grava «todas las mercaderias, y generos que salen de este Reyno, assi por tierra, como por mar, y … algunas que entran en el à 4, 6, 9 y 12 dineros por libra de moneda del prinçipal valor de la mercaderia, ò, generos que se sacan, segun, y como se contiene en la tarifa inpresa que va aparte»36. Se trata, en consecuencia, de un impuesto ad valorem, que afecta a todos los productos que salen del Reino y a una parte de los que entran. Su montante (4, 6, 9 o 12 dineros, según la naturaleza de lo gravado) equivale al 1,66%, 2,5%, 3,75% o 5% del valor estimado de la mercancía, teniendo en cuenta que 1 libra son 20 sueldos y 1 sueldo 12 dineros. Con esta complejidad contributiva no es de extrañar que las tarifas que recogían estas variables tuviesen una amplia difusión, y que más de una haya llegado a nuestros días. «El General del corte se cobra por las Generalidades de todas las ropas que se cortan y venden en esta Ciudad, y Reyno vareadas un sueldo por libra de moneda del prinçipal valor de ellas»37. Frente a la diversidad de porcentajes del derecho anterior, éste representa siempre el 5% del valor de las telas –independientemente de su naturaleza– que se cortan (de ahí su nombre de tall, en su versión valenciana) para vender en el Reino, con lo cual sus recaudadores no necesitaban estar en posesión de ningún listado de tarifas. «A los derechos nuevos pertenezen Real de la Sal, nieve, y naypes, y doble tarifa»38. La variada casuística del real de la sal es la responsable de que el informe de 1716 le dedique mayor espacio que al resto de las exacciones. «Por el derecho del Real de la Sal se cobran por las Generalidades 3 sueldos por cada casa poblada del Reyno, discontandose 25 por cada 100 por los pobres, y en esta Ciudad en lugar de dichos 3 sueldos por cada casa se cobran por dichas Generalidades 8 sueldos de cada cahiz de sal que entra, y se consume en esta Ciudad, y à mas se cobran 5 sueldos de cada cahiz de sal que sale del Reyno por tierra y diez sueldos por la que sale por mar, y de los ganados que entran à herbajar en el Reyno y buelben à salir de el se cobran 18 dineros por cada 100 cabezas, à mas se cobran 4 sueldos por cada 100 cabezas de ganado bestiar que tienen las Ciudades, Villas, y Lugares del Reyno en cada año. Y ultimamente deve pagar el Real Patrimonio à dichas Generalidades 500 libras en cada un año por la saca de la Sal de las salinas de la mata, y cabo de cerver»39.
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Las diferencias existentes entre los consumidores de la ciudad de Valencia y los del resto del Reino, entre la exportación por tierra y la exportación por mar, entre los ganados foráneos que estacionalmente pacen en territorio valenciano y los del propio Reino, además de esa cantidad anual que el Real Patrimonio se obliga a pagar a la Generalidad por la exportación de la sal procedente de las salinas de La Mata y de Cervera, son contempladas en esta descripción. «Por la nieve, y naypes, cobran las Generalidades diez reales de esta moneda por cada carga de nieve de la que se consume en esta Ciudad, y demas Poblaçiones del Reyno; y dos reales por cada baraja de naypes à que se deven vender, corriendo el coste, y fabrica de ellos de quenta de las Generalidades»40.
Así pues, mientras por el consumo de nieve la Diputación del General percibe una cantidad fija (10 reales por carga), por los naipes varía en función del coste de su fabricación, que debe ser restado del precio fijo de venta (2 reales) para obtener la cuantía del impuesto. Finalmente, «por la doble tarifa se cobra por las Generalidades el derecho al doble en algunas de las mercaderias que se sacan del Reyno, assi por mar, como por tierra (de las que tambien pagan a los derechos Viejos del General de la mercaderia) segun, y como es de ver por la tarifa inpresa ya citada»41.
El proceso acumulativo en la creación de impuestos, al que antes nos referíamos, resulta muy evidente en este caso. Efectivamente, en lugar de incrementar el canon del derecho del general de la mercadería, se crea esta nueva imposición, que afecta a alguno de los productos de exportación, ya gravados por aquél.
5. Ingresos y gastos en el tránsito del siglo XVII al XVIII No se ha abordado aún en conjunto la trayectoria experimentada por las rentas de la Diputación del General a lo largo de sus casi tres siglos de existencia como institución permanente. Disponemos, sin embargo, de estudios parciales –cuyo punto de partida antecede, incluso, a la institucionalización de la Diputación del General42– diseminados de forma irregular por los tiempos modernos43. Por su parte, el informe plasma los ingresos totales del quinquenio 1694-1698 y los anuales de la década 1706-1715. En lo que respecta a las recaudaciones del citado quinquenio, «que es en el que mas dieron de si estos derechos antes de las guerras»44, establece una diferenciación entre los derechos viejos (cuyos rendimientos en dicho periodo alcanzaron las 222.802 libras, 9 sueldos y 7 dineros, lo que arroja una media anual de 44.560 libras, 9 sueldos y 11 dineros) y los nuevos (valorados en 160.829 libras, 17 sueldos y 7 dineros, lo que equivale a 32.165
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libras, 19 sueldos y 6 dineros anuales). La suma de ambos supone unos ingresos medios anuales de 76.726 libras, 9 sueldos y 5 dineros45. En cuanto a lo ingresado por derechos viejos y nuevos en la década 1706-1715, el informe presenta el siguiente balance46: Años 1706 1707 1708 1709 1710 1711 1712 1713 1714 1715 TOTAL
Derechos Viejos 16.861 – 10 – 01 14.037 – 08 – 03 1.986 – 01 – 00 11.862 – 19 – 08 10.318 – 18 – 01 15.835 – 07 – 09 22.935 – 00 – 06 22.790 – 04 – 04 29.345 – 15 – 02 27.893 – 19 – 00 173.867 – 03 – 10
Derechos Nuevos 25.376 – 04 – 00 20.500 – 15 – 09 16.236 – 11 – 00 18.372 – 16 – 03 19.438 – 13 – 04 22.201 – 09 – 06 24.967 – 18 – 11 24.021 – 17 – 09 27.029 – 11 – 10 28.503 – 19 – 04 226.649 – 17 – 08
Total 42.237 – 14 – 01 34.538 – 04 – 00 18.222 – 12 – 00 30.235 – 15 – 11 29.757 – 11 – 05 38.036 – 17 – 03 47.902 – 19 – 05 46.812 – 02 – 01 56.375 – 07 – 00 56.397 – 18 – 04 400.517 – 01 – 06
Estas 400.517 libras, ingresadas por derechos viejos y nuevos a lo largo de la década, representan una media anual de casi 40.052 libras, que, comparadas a las 76.726 libras anuales del quinquenio antes aludido, suponen una reducción próxima al 48%47. Tal regresión porcentual es simultánea a un cambio en la composición del conjunto. Así, mientras en el quinquenio los ingresos por derechos viejos representan en torno al 58% frente a un casi 42% de los derechos nuevos, en la década se invierten las proporciones, superando el valor de los derechos nuevos (más del 56%) al de los viejos (algo superior al 43%). No es posible, sin embargo, establecer otras comparaciones entre los dos bloques cronológicos aludidos, ya que del primero (1694-1698) no se nos proporciona la misma información que del segundo (1706-1715). Por ejemplo, las fuertes oscilaciones que se perciben en las recaudaciones anuales a lo largo de la década (entre las 18.222 libras de 1708 y las casi 56.398 de 1715) se nos hurtan para el quinquenio. Tampoco el informe entra a valorar los gastos fijos y variables que recaen sobre las generalidades en el quinquenio, pero sí lo hace para la década. Dentro de los gastos fijos, los derechos viejos deben afrontar anualmente el pago de los salarios del personal a su servicio, estimados en 3.850 libras, 6 sueldos y 8 dineros y las pensiones de sus acreedores censalistas, establecidas en 25.012 libras, 8 sueldos y 5 dineros48; sobre los derechos nuevos recaen 967 libras, 3 sueldos y 4 dineros para personal, 4.774 libras, 6 sueldos y 9 dineros de pensiones de censos y 13.180 libras y 2 sueldos para salarios de los soldados de las torres y de la guarda de costa. El resto de los gastos (libros para la secretaría y para todos
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los puntos de recaudación –tablas o taulas– de los derechos de generalidades, obras en los inmuebles propiedad de aquéllas, reparaciones de las torres costeras, armamento para la defensa del litoral...), con notables variaciones de un año a otro, suponen una media anual de 1.733 libras y 6 dineros para la mencionada década49. Sumada esta media anual de gastos variables a los gastos fijos afrontados por los derechos viejos y nuevos, elevan las cargas anuales sobre las generalidades a 49.517 libras, 13 sueldos y 2 dineros50, cantidad con la que concluye el informe, que nos ha ocupado. Si recordamos que la media anual de ingresos en el mismo periodo apenas llegaba a las 40.052 libras, tendremos que concluir que con esta situación de déficit resultaba poco menos que imposible tratar de amortizar la deuda. En este aspecto, habrá que esperar, según Vicente Jiménez Chornet, a 1774 para liquidar el último censo registrado de 150 libras51; pero esta cronología escapa ya al informe. En cualquier caso, nuestro informe abarca un tiempo largo, que se inicia en 1376 y concluye en 1715. Ello significa que el hilo conductor del relato no es la Generalidad sino las generalidades, antes, durante y después de la existencia de la Diputación del General o Generalidad como institución permanente. Ahora bien, el hecho de que entre 1418 y 1707 fuese la Generalidad la que administró esos derechos es el responsable de que la parte más extensa y sustancial del informe se centre sobre esa institución.
Notas 1
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Biblioteca Histórica de la Universidad de Valencia (en adelante, BHUV), Manuscritos (Ms.) 803 (12). Este artículo se ha realizado dentro del Proyecto de Investigación El Reino de Valencia en el marco de una Monarquía compuesta (HUM 2005-05354). BHUV, Ms. 803 (12), f. 5v. Hasta tal punto fue así que se llegó a prohibir al monarca interferir en los asuntos de la Generalidad: «Diputats son verdaders conexedors de tots los negocis y plets de la generalitat, sens que sa Magestat si puga entrometre». Fori Regni Valentiae, for. 33, in extravag., cap. actes de Cort, f. 46. «El cambio de naturaleza de las rentas de la Generalitat valenciana tras la abolición de los fueros: la reacción del clero en defensa de su inmunidad y los conflictos provocados por la gestión de los intendentes», en Estudis, 31 (2005), pp. 269-297. MUÑOZ POMER, Mª Rosa, Orígenes de la Generalidad valenciana, Valencia, Conselleria de Cultura, Educació i Ciència, 1987. A pesar del tiempo transcurrido desde su publicación, no ha tenido continuadores que centrasen su atención en los tiempos modernos. La Tesis de Licenciatura inédita de CASTILLO DEL CARPIO, José María, La Diputación de la Generalidad en un periodo de crisis (1510-1527), defendida en Valencia en 1993 (un resumen de la misma en Estudis, 20 (1994), pp. 311-316, con el título «Una institución valenciana en el umbral de la modernidad: la Diputación del General durante el primer cuarto del siglo XVI»), todavía no ha cuajado en la esperada tesis doctoral. MUÑOZ POMER, op. cit., p. 130. BHUV, Ms. 803 (12), f. 1.
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La misma Muñoz Pomer, aunque adelanta en el tiempo la aparición de tales derechos, considera que serán las Cortes valencianas de la década de los años setenta del siglo XIV –entre las que se encuentran las de Monzón de 1375-1376, tomadas por el informe como punto de partida– las que «consagrarán, como fórmula de pago de la ayuda el «compartiment» y las generalidades». Op. cit., p. 131. BHUV, Ms. 803 (12), f. 1r.-v. MUÑOZ POMER, op. cit., p. 128. En esta faceta se centra el artículo de CAMARENA, José, «Función económica del ‘General del Regne de Valencia’ en el siglo XV», en Anuario de Historia del Derecho Español, XXV (1955), pp. 529-542. BHUV, Ms. 803 (12), f. 1. Ídem, f. 1v. Ibídem. Dos ejemplos concretos de esta rivalidad se pueden seguir en los trabajos de ROMEU ALFARO, Sylvia, «Notas sobre la Diputación valenciana y su extinción con Felipe V», en Actas del III Symposium de Historia de la Administración, Madrid, Instituto de Estudios Administrativos, 1974, pp. 547-583, y SALVADOR ESTEBAN, Emilia, «Un ejemplo de pluralismo institucional en la España moderna. Los Estamentos valencianos», en Homenaje a Antonio de Béthencourt Massieu, Las Palmas de Gran Canaria, Cabildo Insular de Gran Canaria, 1995, pp. 347-365. MUÑOZ POMER, op. cit., pp. 14-32. ESCOLANO, Gaspar, Decada primera de la Historia de la insigne y coronada ciudad y Reyno de Valencia por el licenciado Gaspar Escolano... primera parte... contiene esta decada curiosas generalidades de España y la Historia de Valencia hasta el rey don Pedro hijo del rey don Iayme el Conquistador..., En Valencia, por Pedro Patricio Mey..., a costa de la Diputacion, 1610, Libro IV, columna 857. Hay edición facsímil del Departamento de Historia Moderna de la Universidad de Valencia: Década primera de la Historia de Valencia, Valencia, 1972, II. MATHEU Y SANZ, Lorenzo, Tratado de la celebración de Cortes generales del reino de Valencia, Impresso en Madrid, por Iulian de Paredes, 1677, p. 118. A la de Escolano se adscribe José MARTÍNEZ ALOY, autor de la obra posiblemente más clásica sobre la Generalidad valenciana: La Diputación de la Generalidad del reino de Valencia, Valencia, 1930. Ver, entre otros, ROMEU ALFARO, art. cit.; SALVADOR ESTEBAN, art. cit.; GIMÉNEZ CHORNET, Vicente, «La representatividad política en la Valencia foral», en Estudis, 18 (1992), pp. 7-28; LORITE MARTÍNEZ, María Isabel, Las deliberaciones del estamento militar valenciano (1488-1510), Tesis de Licenciatura inédita, Universidad de Valencia, 1999; GUÍA MARÍN, Lluís J., «El Regne de València. Pràctica i estil parlamentaris (Ll. Mateu i Sanz. Tratado de la celebración de Cortes generales del reino de Valencia)», en Ius fugit, 10-11 (2001-2003), pp. 889-933; CARBONELL BOIRA, María José, «Juntas de Brazos y comisiones estamentales», en Ius fugit, 10-11 (20012003), pp. 1011-1022; VENTURA CERDÁ, Daniel, El Estamento Militar valenciano (1598-1609), Trabajo de investigación inédito, Universidad de Valencia, 2006. BHUV, Ms. 803 (12), f. 2v. Ídem, f. 4v. En las Cortes de 1552, a las que se refiere el informe, se dedica un extenso articulado (del capítulo XXXIIII al L, ambos inclusive) al tema de la defensa costera, bajo la rúbrica De la fortificacio, e guarda del present regne del procehit del nou imposit de la seda. Ver GARCÍA CÁRCEL, Ricardo, Cortes del reinado de Carlos I, Valencia, Universidad de Valencia, 1972, pp. 244-248. BHUV, Ms. 803 (12), f. 1v. Ibídem. «Tres clavarios uno de cada estamento à nombre de los quales entravan los caudales de las Generalidades en la tabla de esta Ciudad, y el del estamento real era el Pagador de ellos». BHUV, Ms. 803 (12), ff. 1v.-2.
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Ídem, f. 2. Ibídem. Ibídem. Al igual que otros organismos exactores, la Diputación del General podía proceder a la cobranza directa de los derechos que la nutrían, pero solía recurrir a arrendarlos al mejor postor. BHUV, Ms. 803 (12), f. 2. Ibídem. Ídem, f. 3. Nombre completo del autor: Guillem Ramón. Título exacto: Volum e recopilacio de tots los Furs y Actes de Cort que tracten dels negocis y affers respectants a la Casa de la Deputacio y Generalitat de la Ciutat y Regne de Valencia. Fue impreso en Valencia por Felip Mey en 1625. BHUV, Ms. 803 (12), f. 3. Ídem, f. 3v. Ibídem. Aunque se supone que la «tarifa inpresa» acompañaría al informe, no ha sido adjuntada a él en el registro de manuscritos, tantas veces citado. No obstante, son varias las relaciones de tarifas sobre el derecho del general de la mercadería conservadas, habida cuenta de que su posesión era imprescindible para los encargados de la recaudación de estos derechos en los distintos puestos o taulas habilitados al respecto. Ibídem. Ibídem. Ídem, ff. 3v.-4. Ídem, f. 4. Ibídem. MUÑOZ POMER proporciona la evolución del valor de las generalidades de 1404 a 1417. Op. cit., pp. 175 y ss. Mientras José María CASTILLO DEL CARPIO (op. cit.) estudia el periodo 1510-1527, comprobando el influjo negativo que el movimiento agermanado supuso para los ingresos de la Generalidad, Vicente GIMÉNEZ CHORNET aporta la cuantía de lo recaudado en tres años consecutivos (1701, 1702 y 1703), además de datos sueltos sobre los rendimientos de algunas de las generalidades con posterioridad a 1707 («La liquidació de la Generalitat en el segle XVIII», en Saitabi, XLIV (1994), pp. 103-109). También, y más extensamente, FRANCH BENAVENT (art. cit.) proporciona información sobre el valor de las generalidades en el Setecientos. BHUV, Ms. 803 (12), f. 4v. Ibídem. Las cantidades se expresan en libras, sueldos y dineros. Ídem, ff. 4v-5v. No es nuestra intención tratar de averiguar las principales causas que confluyeron para provocar semejante retroceso; pero algunas de las claves del mismo se pueden seguir en FRANCH BENAVENT, art. cit. La deuda por el impago de estas pensiones desde marzo de 1698 hasta octubre de 1716, es decir, durante 18 años y 8 meses, se elevaba a 465.891 libras, 13 sueldos y 5 dineros. BHUV, Ms. 803 (12), f. 5v. Ídem, ff. 5v.-6. Ídem, f. 6. GIMÉNEZ CHORNET, «La liquidació…», p. 109.
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Vejez, subsistencia y asistencia familiar en dos comarcas gallegas de montaña (Tierra de Montes y Tierra de Trives) a finales del Antiguo Régimen Camilo Fernández Cortizo Universidad de Santiago de Compostela
La historia de la vejez en la Galicia de la época moderna tiene una trayectoria historiográfica muy reciente y en sus comienzos subsidiaria de la demografía histórica, cuyos primeros estudios aparecen en la década de 1970; en algunos de ellos se analizaba por vez primera, a partir de los datos del Catastro de Ensenada (1752-1753), del censo de Aranda (1768) y del censo de Floridablanca (1787), la estructura por género, edad y estado de sus respectivas poblaciones comarcales y la evolución en la segunda mitad del XVIII de los diferentes grupos de edad, entre ellos también la de los mayores de 50 años1. Este interés por la «vejez», en estos primeros tiempos indirecto y meramente demográfico, avanzada la década de 1980 amplió sus perspectivas con la aparición de los primeros estudios de historia de la familia. El cambio de horizonte, ya más social, se acompañó de una ampliación de las fuentes documentales. No se abandonaron ciertamente las fuentes fiscales, como el Padrón Calle-Hita de 1708 y el Catastro de Ensenada, de los que ahora no interesaban solamente los datos demográficos, sino también los familiares con el objetivo de analizar las formas de organización familiar, pero además se incorporaron otras fuentes de reciente consulta, como los protocolos notariales y, en particular, las escrituras de dote, de testamentos, de mejoras, de donaciones intervivos, etc., en este caso para el análisis de las estrategias matrimoniales y de los sistemas de sucesión y herencia. En uno y otro caso, los estudios comarcales resaltaban el protagonismo familiar de la «población vieja»; los padres mantenían el control de la jefatura del grupo 231
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doméstico hasta su muerte, pero además, reconocida por el ordenamiento jurídico castellano, disfrutaban de una amplia libertad y capacidad de maniobra a la hora de elegir el momento, el mecanismo e incluso la cuantía, dentro del tope legal de la mejora de tercio y remanente de quinto, de los bienes legados, reforzando de esta forma un modelo cultural de fortaleza de la autoridad paterna. Estos estudios confirmaban también para la época moderna la importancia concedida por la población vieja en Galicia a la asistencia familiar, hasta el punto de condicionar de forma fundamental las estrategias familiares y los sistemas de herencia mediante la fórmula de la cohabitación «en casa y compañía», no exenta de conflictos y de desarreglos entre las partes. Consecuentemente, los procedimientos puestos en práctica para procurar y mantener «las atenciones y cuidados en la vejez y en las enfermedades» fueron objeto de una especial atención por parte de los historiadores modernistas gallegos, quienes, a la vista de la continuidad de la actividad laboral de los mayores de 60 años el mayor tiempo posible y de la ayuda doméstica y material prestada por los padres, tampoco secundan una visión manifiestamente «patológica» de la vejez.
1. La Tierra de Montes y la Tierra de Trives a mediados del siglo XVIII: población y medios de subsistencia La Tierra de Montes y la Tierra de Trives son dos comarcas gallegas de montaña. La primera de ellas, que en la época moderna formaba parte de la antigua provincia de Santiago y en la actualidad está integrada por los municipios de Forcarei, Cerdedo, en el noroeste de la actual provincia de Pontevedra, y por el de Beariz, en el nordeste de la de Ourense, se extiende por el sector meridional de la dorsal gallega, en la zona de transición hacia la Galicia interior; gran parte del territorio comarcal, en consecuencia, presenta una altitud media superior generalmente a los 400 m., progresivamente incrementada conforme se avanza hacia el este, hacia la dorsal gallega, a través de una sucesión de superficies aplanadas que llegan a elevarse por encima de los 900 m. Por su parte, la Tierra de Trives, en el interior de la antigua provincia de Ourense, se localiza en el sector de las sierras surorientales y, por lo tanto, en el dominio de las tierras más montañosas de Galicia, hasta el punto que más de los dos tercios de su territorio comarcal sobrepasa los 800 m. En uno y otro caso, esta relativamente elevada altitud media, superior en la comarca ourensana, pero también el relieve accidentado y compartimentado, las características climáticas, con rasgos de continentalidad en las tierras ourensanas entre 700 y 1.000 m. de altitud, y, finalmente, los suelos en general ácidos, poco profundos y evolucionados, condicionaban en el pasado, y todavía en la actualidad, el aprovechamiento agropecuario en una y otra comarca; la tierra de labor, en consecuencia, no alcanzaba a mediados del siglo XVIII la décima parte de sus respectivos territo-
VEJEZ, SUBSISTENCIA Y ASISTENCIA FAMILIAR EN DOS COMARCAS GALLEGAS DE MONTAÑA...
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rios comarcales, predominando el terreno inculto (montes, tapadas, dehesas de robles, sotos de castaños, etc.), con cuyos recursos se mantenía una importante cabaña ganadera. Los factores físicos (altitud, relieve, clima y suelos) limitaban de forma fundamental el sistema agrario tradicional y, por extensión, el poblamiento humano. Con todo, entre una y otra comarca son apreciables, a mediados del siglo XVIII, los contrastes agrícolas y demográficos; en el primer caso, la Tierra de Montes, hacia 1750, era ya un dominio de la agricultura del maíz y, por lo tanto, de una agricultura intensiva basada en este cereal, mientras que en la Tierra de Trives todavía persistía una agricultura extensiva con barbecho anual, basada en el centeno. Las dos comarcas ejemplifican, por otra parte, la diferente «suerte demográfica» que corrieron las zonas de montaña en la época moderna. En la comarca de transición, el inicio del crecimiento demográfico, como también la generalización del cultivo del maíz, aconteció a partir de 1670; las ventajas agrarias derivadas de su difusión impulsaron el crecimiento poblacional en la fase inmediatamente posterior que, con algunas interrupciones intermedias, se prolonga hasta la década de 1750; con posterioridad, el alza demográfica, del 43,2% entre 1708 y 1752, se aminora, de forma que entre 1787 y 1860 se reduce al 10,4%. En el interior montañoso ourensano, la Tierra de Trives, dominio del cultivo del centeno en régimen «de año y vez», presenta, en cambio, una atonía demográfica hasta el último tercio del siglo XVIII; a continuación, entre 1787 y 1860, su población se duplica, gracias en buena medida a las posibilidades derivadas de la introducción del cultivo de la patata. Con ritmos e intensidades de crecimiento muy dispares, la ocupación humana acusa necesariamente estos contrastes; la comarca interior ourensana presentaba, en consecuencia, unas modestas densidades demográficas, de 23,8 habs./km2 en 1787, incrementados a 30,1 habs./km2 en 1860; en cambio, en la Tierra de Montes sus respectivos promedios eran muy superiores, de 43,1 habs./km2 en la primera fecha y de 47,6 habs./km2 a mediados del XIX. Con todo, una y otra comarca compartían un rasgo común, el de la insuficiencia de la explotación campesina; de pequeño tamaño y excesivamente parcelada, la tierra de labor no producía, por consiguiente, los recursos de subsistencia familiares necesarios. En la Tierra de Montes, la superficie media por vecino apenas alcanzaba las 2,5 ha., de las cuales sólo 0,86 ha. eran de huerta y tierra labradía; en la Tierra de Trives, la extensión era superior, de 3,27 ha., de las cuales la tierra centenal, la mitad de la cual reposaba anualmente, alcanzaba 1,76 ha. La superficie restante era de prado y de inculto, permitiendo alimentar a una cabaña ganadera que se encuentra entre las más «copiosas» en términos absolutos de la Galicia de la época; en la comarca de transición, la media por explotación era de 24 reses, de las cuales 4 son de la especie vacuna, 18 de la ovino-caprina y 1 de la porcina; en la comarca interior ourensana, sus vecinos eran dueños de un mayor número de reses (27,4), distribuidas por especies de la forma siguiente: bueyes (1,5), vacas y crías (5), ganado ovino-caprino (18), cerdos y crías (2,7). En cambio, la
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proliferación de las actividades complementarias vuelve a marcar un nuevo contraste entre ambas zonas de montaña, ya que la Tierra de Montes, a mediados del siglo XVIII, presenta una elevada proporción de hombres mayores de 18 años que ejercen oficios secundarios (51,8%) y terciarios (11,6%); entre las mujeres mayores de edad, estos porcentajes caen al 6,1% y 3,5% respectivamente. Por el contrario, en la Tierra de Trives la tasa de complementariedad agrícola es muy débil; sólo un 3,5% de los hombres mayores de 18 años complementan el trabajo agrícola con una actividad del sector secundario y, a su vez, el 5,5% con una terciaria; entre las mujeres, al computarse el servicio doméstico, los efectivos del sector terciario (3,8%) sobrepasan a los del secundario (0,2%). En el primer caso, esta diversificación profesional va a favorecer una activa y creciente corriente migratoria de los naturales de la Tierra de Montes, predominando los desplazamientos estacionales realizados en su mayor parte por canteros y carpinteros que se dirigían preferentemente al reino de León y a las provincias interiores gallegas, pero también por segadores, que viajaban a Castilla y, finalmente, por cereros, cuyas ausencias se abreviaban en el tiempo y se acortaban en el espacio al no alejarse de territorio gallego. Por el contrario, en la comarca de montaña ourensana la emigración afectaba a efectivos menos numerosos y además estaba básicamente restringida al trabajo agrícola estacional en el reino de Castilla.
2. Envejecimiento y feminización de la población Galicia es un país de emigración y, en consecuencia, el desequilibro intersexual y el relativamente elevado celibato femenino definitivo, ciertamente con las consabidas disparidades comarcales, eran dos de sus peculiaridades demográficas.
TABLA 1. RELACIÓN DE MASCULINIDAD Y CELIBATO DEFINITIVO
T. de Montes Pontevedra T. de Trives Ourense Galicia
R.M. Total 1787 1860 91,1 76,8 85,8 76,6 96,3 85,3 95,9 90,2 91,7 83,1
R.M. 50 y + 1787 1860 77,8 69,5 75,2 73,2 94,9 88,5 91,9 98,6 84,8 82,4
Celibato masculino 1787 1860 6,9 17,1 5,6 12,3 14,3 16,2 8,6 11,4 8,8 12,7
Celibato femenino 1787 1860 14,8 27,8 13,5 28,3 16,7 24,1 12,7 19,8 13,9 24,8
Fuente: EIRAS ROEL, A., La población de Galicia, 1700-1860, A Coruña, 1996, Apéndices I y II.
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En la Galicia de finales del siglo XVIII, por cada 100 mujeres seguían residiendo en su territorio 92 hombres; casi cien años después, en 1860, la presencia de hombres se rebajaba ya a 83. Las provincias de emigración más intensa, como es el caso de la de Pontevedra por comparación a la de Ourense, acusaban una relación de masculinidad inferior, y esta disparidad se reiteraba también en el caso de las dos comarcas de montaña de una y otra provincia. En la Tierra de Montes, las relaciones de masculinidad de 1787 y 1860 confirman el agravamiento del desequilibrio intersexual y, por lo tanto, la creciente feminización de su población entre finales del siglo XVIII y mediados del XIX; este proceso tiene una particular repercusión en el tramo de 50 y más años, puesto que por cada 100 mujeres había 78 hombres en 1787 y ya sólo 69 en 1860. La incorporación de la población comarcal a la emigración americana explicaría este proceso de feminización poblacional, como también el fuerte incremento del celibato definitivo femenino que se eleva de 14,8% (1787) a 27,8% (1860). No obstante, también el celibato masculino acusó entre ambas fechas un importante ascenso, aunque el fenómeno tuvo un carácter generalizado a escala regional causado, según A. Eiras Roel, por «una importante restricción de la nupcialidad en la primera mitad del siglo XIX» y también a escala comarcal en las zonas «de más antigua y arraigada emigración tradicional de oficios artesanales», entre las cuales se encontraba precisamente la jurisdicción de Montes2. En la Tierra de Trives, las relaciones de masculinidad, tanto la global como la de la población mayor de 50 años, presentan valores superiores a los de la comarca pontevedresa; en la ourensana, afectada por una corriente migratoria de menor intensidad y de duración ante todo estacional, el desequilibrio intersexual es menos pronunciado, pero en cambio la soltería definitiva tanto masculina como femenina evoluciona también al alza entre 1787 y 1860; en la primera fecha, el porcentaje de hombres célibes parte ya de unos valores relativamente elevados (14,3%), superados ligeramente por el de las solteras (16,7%); el margen entre unos y otros, por lo tanto, es reducido, a diferencia de la comarca pontevedresa, donde era más pronunciado. Los condicionamientos del sistema agrícola y la forma de organización familiar tal vez sean los factores que expliquen esta relativamente elevada presencia de mujeres y también de hombres célibes en 1787, que seguirá incrementándose hasta 1860, aunque a un ritmo menos intenso que en la Tierra de Montes. Contemporáneamente, en 1787, la población gallega, todavía sin ser una población envejecida, presentaba ya signos de envejecimiento que, en todo caso, no parecen agravarse entre 1787 y 1860 por cuanto el grupo de edad de 50 y más años sufre un modesto retroceso en términos relativos.
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CAMILO FERNÁNDEZ CORTIZO
TABLA 2. ESTRUCTURA POR EDAD DE LA POBLACIÓN Distribución (%) Año Grupo edad 0-15 Tierra de Montes 328 Prov. Pontevedra 337 Tierra de Trives 374 Prov. Ourense 355 Galicia 351
1787 16-50 50 y + 511 161 487 176 462 164 498 147 488 161
Distribución (%)
0-15 285 305 315 315 315
1860 16-50 50 y + 550 165 524 171 536 149 547 138 536 149
Índice Edad media Envejecimiento Censal 1787 1860 1787 1860 0,49 0,49 0,44 0,41 0,46
0,57 0,56 0,47 0,44 0,47
28,6 28,5 28,1 27,3 27,9
30,6 29,7 30,2 28,2 28,6
Fuente: Ídem.
Las estructuras por edad en los ejemplos comarcales, provinciales y regional evidencian una correspondencia evolutiva absoluta entre 1787 y 1860. En todos los casos, el incremento porcentual del grupo de edad 15-50 años contrasta con la caída del tramo de edad 0-15 años y también con el modesto descenso de la población mayor de 50 años; no obstante, los índices de envejecimiento, como también la edad media censal, se elevan de forma más moderada en la provincia de Ourense que en la de Pontevedra, apuntando así signos de envejecimiento, que resultan, por lo tanto, de la «insuficiencia» del grupo de edad 0-15 años y no de la «abundancia» de los mayores de 50 años; con cierta posterioridad, según los datos censales de 1877, coincidiendo con el momento en que la emigración americana acelera el ritmo de salidas, son ya los efectivos de «mayores» los que se elevan, en la dirección de una población envejecida, hasta 196 en la Tierra de Montes y hasta 185 en la Tierra de Trives y, a su vez, los índices de envejecimiento respectivamente hasta 0,61 y 0,57. En todo caso, el proceso de envejecimiento afecta en mayor grado a la población femenina; las mujeres mayores de 50 años que en 1787 concentraban en Tierra de Montes el 9,1% de los efectivos totales, suponían ya en 1877 el 11,2%; en la Tierra de Trives el incremento es menos pronunciado, pero todavía positivo, ya que del 8,2% se eleva a 9,2% en 1877.
3. Los viejos «en casa y en familia» El modelo de autoridad paterna y la forma de organización familiar favorecían en la Tierra de Montes y en la Tierra de Trives la permanencia de los padres, salvo en caso de incapacidad física y mental, al frente de sus grupos domésticos, como también de un buen número, en particular en la comarca ourensana, de las madres viudas. Por tal razón, una relativamente elevada proporción de mujeres estaba al frente de sus hogares; en la Tierra de Montes suma-
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ban el 24,8% y en la Tierra de Trives el 25,2%. Por consiguiente, las jefaturas femeninas no eran una situación excepcional en la Galicia rural meridional a mediados del siglo XVIII.
TABLA 3. FRECUENCIA DE JEFES DE GRUPO DOMÉSTICO EN FUNCIÓN DEL GÉNERO Y DE LA EDAD
<30 30-39 40-49 50-59 60-69 70 y + Total Casos
1 6,5 19,8 23,9 22,8 17,4 9,7 100 587
Tierra de Montes 2 8,2 8,8 17,0 24,2 32,0 9,8 100 194
3 29,6 12,8 19,1 26,0 37,0 25,0 24,8 781
1 7,9 19,7 25,8 21,4 16,4 8,8 100,0 457,0
Tierra de Trives 2 3 5,8 20,0 10,4 15,1 23,4 23,4 29,9 31,9 22,7 31,8 7,8 23,1 100,0 25,2 154,0 611,0
1. Porcentaje sobre total jefes hombres. 2. Porcentaje sobre total jefas mujeres. 3. Porcentaje de jefas mujeres sobre total jefes. Fuentes: Tierra de Montes. Archivo Histórico Provincial de Pontevedra (AHPPo), Catastro de Ensenada, Libro Personal de Legos, cajas 582 (San Juan de Cerdedo), 608 (San Mamed de Millerada), 618 (San Bartolomé de Pereiras) y 625 (Santo Tomé de Quireza). Tierra de Trives. Archivo Histórico Provincial de Ourense (AHPOu), Catastro de Ensenada, Libro Personal de Legos, libros 1880 (San Pedro Fiz de Cadaliña), 1886 (San Martiño de Casteligos), 1899 (San Pedro de Chandreixa), 1909 (San Paio de Fitoiro), 1912 (Forcadas), 1915 (Sta. María de Parada Seca), 1917 (San Bartolomé de Parafita), 1922 (Sta. Cruz de Queixa), 1930 (Sta. María Magdalena de Requeixo), 2275 (lugar de Cernado), 2291 (San Antón de Paradela), 2297 (lugar de Placín), 2300 (lugar de Travazos), 2302 (Sta. María de Reigada), 2306 (lugar de Requeixo), 2310 (San Miguel de Vidueira), 2830 (Feligresía de San Breximo), 2852 (coto de Penapetada) y 2868 (Sta. María de Trives).
La mayor frecuencia de jefes varones se acumula, como era de esperar, en los grupos de edad 40-59 años, pero los mayores de 60 años, en particular los sexagenarios, reúnen todavía más de un cuarto de las jefaturas. Por su parte, las jefaturas femeninas presentan los porcentajes superiores en los tramos de 50-69 años, como consecuencia de la sobremortalidad masculina en estas edades y el consiguiente traspaso de la dirección del hogar a las esposas viudas. En conjunto, la presencia de mujeres al frente de hogares presenta un máximo secundario antes de los 30 años debido a la mayor frecuencia de la soltería femenina; en la comarca ourensana, debido al también elevado celibato masculino, el porcentaje de mujeres está, en cambio, por debajo del de hombres. La coincidencia de comportamiento entre una y otra comarca se restaura a partir de los 40-49 años, debido a que las menores posibilidades de contraer segundas nupcias y, en edades superiores, la sobremortalidad masculina favorece la jefatura de mujeres
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viudas; de hecho, todavía con 70 y más años las mujeres jefas de hogar superaban el 25% del total.
TABLA 4. ESTADO DE LOS JEFES DE GRUPO DOMÉSTICO EN FUNCIÓN DEL GÉNERO Y DE LA EDAD
<30 30-39 40-49 50-59 60-69 70 y + Total Casos
Tierra de Montes Tierra de Trives Hombres Mujeres Hombres Mujeres Soltero Casado Viudo Soltera Viuda Soltero Casado Viudo Soltera Viuda 1,5 3,3 0,0 2,0 0,0 3,3 2,6 0,0 1,5 0,0 1,4 13,3 0,1 1,2 1,0 2,6 11,9 0,2 1,1 1,5 0,4 16,9 0,6 1,7 2,6 0,7 17,8 0,8 2,6 3,3 0,9 13,4 2,8 2,2 3,8 0,2 12,6 3,3 1,5 6,1 1,0 8,1 4,0 1,9 6,0 0,3 7,7 4,3 1,0 4,7 0,0 3,8 3,5 0,9 1,5 0,0 2,9 3,6 0,0 2,0 5,2 58,9 11,0 9,9 15,0 7,0 55,6 12,1 7,7 17,5 41,0 460,0 86,0 77,0 117,0 43,0 340,0 74,0 47,0 107,0
Fuentes: Ídem.
Entre los jefes varones, los casados eran siempre los más numerosos hasta la edad de 70 años, en que los viudos los igualan o sobrepasan porcentualmente. Los solteros predominaban, aunque con modestos efectivos, hasta los 39 años; por su parte, los sexagenarios en muy pocas ocasiones estaban al frente de su grupo doméstico y en ningún caso cuando tenían edades superiores a los 70 años. Entre las mujeres, las solteras predominaban en proporción sobre las viudas hasta los 40 años; a partir de esta edad, debido a la sobremortalidad masculina y también a las menores expectativas de segundas nupcias, el porcentaje de viudas se iba afianzando hasta los 70 años; a estas edades, muy pocas solteras gobernaban ya sus propios hogares. En consecuencia, los grupos domésticos dirigidos por viudas superaban en ambas comarcas a los gobernados por célibes, en particular en Tierra de Trives, tal vez por las menores posibilidades del trabajo no agrícola femenino y por las restricciones comunitarias a la autonomía de las solteras. Finalmente, en comparación con los hogares de jefatura masculina eran proporcionalmente más numerosas las solteras y viudas jefas de hogar, aunque las diferencias se iban debilitando conforme se avanza desde el litoral hacia el interior; la causa presumiblemente está en la diferente naturaleza de las corrientes migratorias, como asimismo en los condicionamientos de una economía de montaña más comunitaria y menos diversificada laboralmente en la comarca ourensana.
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El género no sólo condiciona el acceso a la jefatura doméstica; también influye en el tamaño y en la estructura familiares. Independientemente de la edad, la dimensión media de los hogares regidos por hombres era siempre superior a la de los hogares de gobierno femenino; entre los primeros, el promedio en ambas comarcas era respectivamente de 4,6 y 5,1 componentes; entre los segundos, de 2,9 y 3,3 residentes. La mayor frecuencia de solteras viviendo en solitario, la falta de sus cónyuges en el caso de las viudas y también el menor número de hijos viviendo en sus hogares explican básicamente este recorte del tamaño de los grupos domésticos de dirección femenina.
TABLA 5. TAMAÑO DEL GRUPO DOMÉSTICO EN FUNCIÓN DEL GÉNERO Y DE LA EDAD DEL JEFE
<30 30-39 40-49 50-59 60-69 70 y + Media Casos
Tierra de Montes Hombres Mujeres 2,8 1,8 4,2 2,4 5,0 3,5 4,8 2,8 4,5 3,1 5,4 3,1 4,6 2,9 587 194
Tierra de Trives Hombres Mujeres 3,6 1,8 4,5 2,6 5,2 3,0 5,4 3,3 5,7 3,5 5,4 5,0 5,1 3,3 454 157
Fuentes: Ídem.
El tamaño medio de los hogares presenta en una y otra comarca una tendencia dispar; en la Tierra de Montes la progresión inicial se interrumpe cuando los jefes sobrepasan los 40-49 años, si bien la reducción del tamaño familiar en edades posteriores no es pronunciada e incluso son finalmente los hogares de los jefes de 70 y más años los que reúnen en promedio mayor número de residentes: 5,4 en el caso de los jefes varones y 3,1 en el caso de las mujeres. Por el contrario, en Tierra de Trives la progresión del tamaño familiar es lineal hasta el punto que entre los jefes varones el promedio más elevado se alcanza a la edad de 60-69 años y entre las mujeres a la edad de 70 y más años, debido a que con relativa frecuencia la madre viuda mantenía la jefatura del hogar tras el matrimonio en casa de un hijo o hija, situación ya menos habitual en la Tierra de Montes, donde en la mayoría de estos casos se cedía el gobierno doméstico al hijo casado o al yerno. La modesta reducción del tamaño en el tramo de edad 60-69 años, junto con la recuperación de la dimensión media en la fase final del ciclo familiar apunta,
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en primer lugar, a la frecuente y prolongada presencia en casa de hijos e hijas solteros hasta edades avanzadas de los padres y, en segundo lugar, a la relativa frecuencia de la cohabitación con un hijo o una hija casado y algunos nietos. Las ventajas de esta prolongada residencia en el hogar paterno eran apreciables; ampliaba y retrasaba en el tiempo el ciclo de la transmisión hereditaria, pero además permitía a los padres beneficiarse durante más tiempo de la cooperación laboral y de la asistencia filial. Este modelo de solidaridad o de compromiso generacional era favorecido, por una parte, por la edad tardía de matrimonio que entre los hombres de Tierra de Montes y de Tierra de Trives era respectivamente de 26,3 y 27,8 y entre las mujeres de 25,8 y 28,7 años y, por la otra, por el relativamente elevado celibato definitivo, en particular femenino. Pero además, este compromiso asumía con relativa frecuencia la cohabitación «en casa y compañía» de los padres casados o viudos y de uno o más hijos, que era garantizada y/o compensada mediante promesas de transferencia de determinados bienes a la muerte del otorgante o de los otorgantes, que eran protocolizadas en algunos casos en escrituras de dote coincidiendo con el momento del matrimonio de un hijo o una hija, pero sobre todo en escrituras de donación intervivos y de mejora y también de testamento, las cuales se aprovechaban por parte de los testadores para compensar al «hijo» o «hijos de bendición» con una manda postmortem en calidad de mejora, donación o legado. Se trataba mediante estas prácticas de eludir la soledad y, por consiguiente, de asegurar y premiar la asistencia al menos de un hijo y, en su defecto de un sobrino o un pariente, en los últimos años de vida. Y ciertamente eran pocos los mayores de 60 años que en la Tierra de Montes y en la Tierra de Trives vivían en solitario. En la comarca pontevedresa los jefes varones sexagenarios y solitarios tan sólo sumaban el 8,8% y los mayores de esta edad todavía eran menos (1,8%); en la Tierra de Trives la soledad a edades avanzadas era todavía menos habitual. En cambio, entre las mujeres era ya más frecuente; un cuarto al menos de las mujeres con 60-69 años vivía solitariamente en Tierra de Montes y, a su vez, un quinto de las que habían cumplido 70 años; en la comarca ourensana la solitud era ya menos frecuente entre las jefas sexagenarias e inexistente entre las mayores de 70 años. Pese a ello, con carácter general, puede afirmarse que la soledad era a mediados del siglo XVIII una situación que afectaba mayoritariamente a las mujeres y, en particular, a las solteras menores de 30 años, pero también en las comarcas occidentales secundariamente a las mayores de 60 años; en concreto, en la comarca litoral del Morrazo, el 30,1% de las mujeres de edades avanzadas viven sin compañía; en Tierra de Montes el 24,7%, y en Tierra de Trives tan sólo el 10,6%. El género y, en segundo término, la edad condiciona la soledad en la Galicia rural meridional; en particular, son las solteras mayores de 59 las que con mayor frecuencia pagan y sufren su independencia con su solitud, que unas pocas lo-
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TABLA 6. ESTRUCTURA DEL GRUPO DOMÉSTICO EN FUNCIÓN DEL GÉNERO Y DE LA EDAD DEL JEFE Tierra de Montes
Tierra de Trives
Hombres 30-39
Solitario
26,3
7,8
1,4
4,5
8,8
1,8
Sin estructura familiar Nuclear
5,3 52,6
1,7 68,1
0,7 72,9
1,5 73,1
2,0 57,8
Extenso
13,2
20,7
20,7
13,4
Múltiple
2,6
1,7
4,3
7,5
Total Casos
40-49 50-59
Hombres
<30
60-69
70+
<30
30-39
40-49
13,9
5,6
0,8
0
1,3
2,5
0 40,4
38,9 19,4
12,2 46,7
1,7 72,0
2,0 77,6
2,7 61,3
0 45
10,8
24,6
25,0
28,9
18,6
15,3
10,7
20
20,6
33,3
2,8
6,7
6,8
5,1
24,0
32,5
100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 38,0 116,0 140,0 134,0 102,0
57,0 36,0
30-39
40-49 50-59
Solitario
50,0
23,5
18,2
23,4
Sin estructura familiar Nuclear
31,3 18,8
5,9 64,7
6,1 63,6
4,3 61,7
70+
100,0 100,0 100,0 100,0
90,0
118,0
30-39
40-49
Mujeres <30
50-59 60-69
98,0
75,0
40,0
Mujeres 60-69
70+
<30
25,8
21,1
44,4
25,0
19,4
50-59 60-69 23,9
14,3
70+ 0,0
9,7 43,5
0,0 31,6
55,6 0,0
18,8 56,3
22,2 44,4
6,5 54,3
5,7 51,4
0,0 33,3
Extenso
0,0
5,9
3,0
8,5
4,8
42,1
0,0
0,0
11,1
6,5
14,3
33,3
Múltiple
0,0
0,0
9,1
2,1
16,1
5,3
0,0
0,0
2,8
8,7
14,3
33,3
Total Casos
100,0 100,0 100,0 16,0
17,0
33,0
100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 47,0
62,0
19,0
9,0
16,0
100,0 100,0 100,0 100,0 36,0
46,0
35,0
12,0
Fuentes: Ídem.
gran evitar residiendo con hermanos u otros parientes o, con menor frecuencia, con un hijo ilegítimo3. Por el contrario, entre las viudas la cohabitación con hijos era la norma, en particular en edades superiores a los 70 años, porque, entre 60-69 años, algunas pocas vivían solas. Entre los jefes varones, los pocos solteros de esta condición en Tierra de Montes vivían también en su mayoría de forma solitaria, no así en Tierra de Trives, donde cohabitaban con hermanos o hermanas también solteros. Por el contrario, los casados y los viudos en la primera comarca, entre los cuales se cuentan algunos solitarios con 70 y más años, vivían mayoritariamente con hijos o en compañía de parientes. Entre los primeros, en torno al 85% de los jefes casados de 60-69 años y cerca del 90% de los mayores de 69 años contaban con la compañía de un hijo o de un sobrino en su hogar; entre los jefes viudos, respectivamente el 87% y el 96%. En la comarca ourensana la totalidad de los jefes casados mayores de 60 años convivían con algún pariente; entre los viudos más del 95%. En una y otra localidad, en todo caso, la mayor parte gobernaban hogares nucleares, con mayor frecuencia los
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CAMILO FERNÁNDEZ CORTIZO
jefes de 60-69 años que los mayores de esta edad; en el primer caso sus valores rondan el 60%; en el segundo varían entre el 40-45%. Estos porcentajes son menores en el caso de los hogares femeninos; los nucleares dirigidos por mujeres de 60-69 años se aproximan al 50%, y los gobernados por las mayores de esta edad sólo al 33%. A pesar de esta superioridad numérica, en comparación con edades anteriores el número de hogares nucleares decae porcentualmente en estos grupos de edad, al igual que el de los grupos domésticos extensos, pero a diferencia de los múltiples que alcanzan precisamente las proporciones más elevadas. Aproximadamente el 10% de los jefes varones sexagenarios estaban al frente de grupos domésticos extensos en una y otra comarca; estos porcentajes sobrepasan el 20% cuando tenían los 69 años cumplidos. Los hogares múltiples en uno y otro grupo de edad duplicaban estos porcentajes, ya que entre los primeros el 20-24% de los hogares con jefes sexagenarios tenían esta estructura y entre los segundos ya un tercio. El comportamiento de los hogares femeninos es ya más irregular en la Tierra de Montes que en la comarca ourensana; con jefas de 60-69 años los agregados múltiples son muchos más numerosos (42,1%) que los extensos (4,8%); la situación se invierte entre jefas de mayor edad (16,1% y 5,3%). En la Tierra de Trives, en cambio, en cada respectivo grupo de edad los hogares, por una parte, extensos (14,3%) y, por la otra, múltiples (33,3%) coinciden ya en su frecuencia, si bien entre las mujeres mayores de 69 años los dos tercios son hogares complejos, mientras que entre las sexagenarias tan sólo el 28,6%. En la mayor parte de estos casos, tanto la extensión como la complejidad familiar resultaba de la cohabitación de los padres casados o uno de ellos viudo con una hija o un hijo casado en situación de dependencia y, por consiguiente, predominan los grupos domésticos de tipo descendente; con todo, los vástagos casados están en minoría frente a los solteros, que son los que en mayor número residen con sus padres mayores. Los hijos, en particular los solteros, constituían el grupo de residentes más numeroso en los hogares gobernados por los mayores; cuando los jefes varones tenían entre 60-69 años, sumaban en una y otra comarca el 51,5% y el 55,3% respectivamente; a edades mayores del jefe, las proporciones se reducían un poco, pero todavía eran del 46% y 48,4%. En los hogares de jefatura femenina, los valores porcentuales para la comarca pontevedresa y la ourensana y para uno y otro grupo de edad seguían siendo elevados, respectivamente del 51% y 54,8% (60-69 años) y del 47 y 48,4% (70 y más). Los hijos constituían, en definitiva, los efectivos humanos más numerosos de los hogares de jefes sexagenarios y de más edad que también en una elevada proporción estaban acompañados de sus cónyuges, posibilitando así la asistencia y cuidados mutuos.
VEJEZ, SUBSISTENCIA Y ASISTENCIA FAMILIAR EN DOS COMARCAS GALLEGAS DE MONTAÑA...
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TABLA 7. COMPOSICIÓN (%) DE LOS GRUPOS DOMÉSTICOS CON JEFES MAYORES DE 59 AÑOS
Jefe hogar Esposa jefe Hijos solteros Hijos casados Ascendentes Colaterales Descendentes Criados Total %
Tierra de Montes Hombres Mujeres 60-69 70 y + 60-69 70 y + 22,4 18,4 32,3 20,4 13,8 9,7 0,0 0,0 38,5 28,2 40,6 28,6 13,0 17,8 10,4 18,4 0,0 0,0 0,0 0,0 1,1 0,6 3,6 4,1 9,5 20,4 10,4 20,4 1,8 4,9 2,6 8,2 100,0 100,0 100,0 100,0
Tierra de Trives Hombres Mujeres 60-69 70 y + 60-69 70 y + 17,5 18,4 28,2 20,0 11,0 8,3 0,0 0,0 43,9 33,2 41,9 21,7 11,4 15,2 12,9 26,7 0,5 0,0 0,8 0,0 2,3 2,3 4,0 3,3 10,3 16,6 8,1 23,3 3,0 6,0 4,0 5,0 100,0 100,0 100,0 100,0
Fuentes: Ídem.
TABLA 8. FRECUENCIA DE ESPOSAS, HERMANOS Y CRIADOS EN LOS HOGARES DE JEFES «MAYORES»
Esposa Hermanos Criados
Tierra de Montes Hombres Mujeres 60-69 70 y + 60-69 70 y + 61,8 52,6 3,9 3,5 8,1 10,5 5,9 15,9 8,1 10,6
Tierra de Trives Hombres Mujeres 60-69 70 y + 60-69 70 y + 62,7 45,0 6,7 11,4 10,0 16,7 14,7 22,5 14,3 16,7
Fuentes: Ídem.
En la Tierra de Montes, del total de jefes varones de 60-69 años el 61,8% están casados y, a su vez, el 52,6% de los que tenían más de 70 años; en la comarca ourensana, los porcentajes son respectivamente del 62,7% y 45%. A falta de hijos, se recurría a sobrinos o a hermanos; con todo, la presencia de estos últimos en casa de los jefes sexagenarios y de más años era poco común, aunque un poco más frecuente en los hogares de gobierno femenino y, en particular, en los de jefas mayores de 69 años. En cambio, los criados, más numerosos que los anteriores parientes, son contratados más habitualmente en los hogares de dirección masculina, sobre todo en los de los jefes de mayor edad. En definitiva, los mayores de 59 años, tanto en Tierra de Montes como en Tierra de Trives, vivían en su mayor parte en compañía de hijos; su presencia era elevada, como también su número medio por hogar.
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TABLA 9. NÚMERO MEDIO DE HIJOS POR GRUPO DOMÉSTICO
Hijos stos <18 Hijos stos >18 Hijos solteros Hijos casados Hijos mayores Total Hijos
Tierra de Montes Hombres Mujeres 60-69 70 y + 60-69 70 y + 0,78 0,23 0,32 0,16 0,93 1,14 1,08 0,58 1,72 1,37 1,40 0,74 0,56 0,32 0,89 0,47 1,49 1,46 1,97 1,05 2,27 1,68 2,29 1,21
Tierra de Trives Hombres Mujeres 60-69 70 y + 60-69 70 y + 0,77 0,20 0,11 0,00 1,74 1,60 1,38 1,08 2,51 1,80 1,49 1,08 0,65 0,83 0,50 1,33 2,39 2,43 1,80 2,42 3,16 2,63 1,91 2,42
Fuentes: Ídem.
A mediados del siglo XVIII, en las dos comarcas gallegas, pero en particular en la ourensana, a edades todavía avanzadas de sus padres tanto la frecuencia de hijos como su promedio por hogar eran elevados4; en la Tierra de Montes el 80,4% de los jefes sexagenarios vivían con hijos, cuyo promedio sobrepasaba los dos; a edades más tardías la frecuencia de hijos era todavía más elevada (91,2%), aunque, en cambio, su media se reducía a 1,7 hijos; en Tierra de Trives, la presencia de hijos en uno y otro grupo de edad –93,3% y 92,5% respectivamente– y su número –3,16 y 2,63 hijos– se mantenía en niveles todavía más elevados. Las jefas mujeres no contaban tan habitualmente con hijos en su hogar, sobre todo en la Tierra de Montes, donde, al ser superior el porcentaje de las que vivían solas o en compañía de hermanos, lo era también la proporción de aquellos hogares sin presencia de hijos (37,1% y 26,3% respectivamente); con todo, los promedios seguían siendo apreciables: de 2,29 hijos en los grupos domésticos de jefas de 60-69 años y de 1,2 hijos en los de más edad. La comarca más interior, por su parte, presentaba una situación todavía más favorable; los promedios de hijos por hogar eran más elevados, en torno a 2 hijos, pero también la frecuencia de madres con hijos era superior, de modo que las mayores de 69 años contaban en su totalidad con la ayuda de al menos un hijo. En suma, la «compañía» de uno o varios hijos era fundamental para el posible bienestar de los padres en sus últimos años de vida. En su mayoría, los hijos que vivían en el hogar paterno eran solteros, pero tampoco era infrecuente la cohabitación con una hija o hijo casado. En la Tierra de Montes, el 22,5% de los jefes de 60-69 años y el 52,6% de los de 70 y más años contaban con la presencia de un hijo casado o de su yerno; en la Tierra de Trives estos porcentajes eran todavía superiores, elevándose al 30,7% y al 47,5%. Los hogares de dirección femenina presentaban ya frecuencias menores; en la primera comarca, el 14,5 y el 31,6% de las madres viudas estaban acompañadas por un hijo casado; en la
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segunda, el 20% y el 58,3%. Una nueva diferencia entre ambas comarca se concreta en la dispar elección del hijo casado en casa, que en la Tierra de Montes se decantaba por las hijas, a la inversa que en la Tierra de Trives, de marcada preferencia por los hijos casados; la preferencia femenina en la comarca pontevedresa puede estar justificada por la frecuente ausencia, al menos estacional, de los hombres, que aconsejaba la cohabitación antes con una hija que con una nuera venida de otra familia.
4. Los viejos «a una misma mesa y manteles y en buenas asistencias» De la cohabitación con uno o más hijos dependía en gran medida, tanto en Tierra de Montes como en Tierra de Trives, los cuidados y atenciones y, en definitiva, el bienestar de los mayores en la fase final de sus vidas; sin embargo, esta realidad no debe imponer una visión «patológica» de la vejez porque más allá de los 60 años los habitantes de una y otra comarca proseguían, ciertamente en la medida de sus fuerzas y de su capacidad física, con sus actividades anteriores5. A este respecto, una fuente fiscal como el Catastro de Ensenada, cuyas instrucciones de elaboración fijaban el periodo de actividad laboral entre los 18 y los 60 años, no deja por esta razón de censar a los mayores de esta edad cuando proseguían realizando tareas agrícolas o ejerciendo otros oficios. La casi totalidad de los jefes mayores de 59 años seguían dedicándose en Tierra de Montes, en la medida de sus fuerzas, a la actividad agrícola que incluso compaginaban con oficios secundarios (canteros, carpinteros, etc.) y terciarios (arrieros de vino, arrieros de carbón, etc.); así lo hacían el 38,2% de los jefes de 60-69 años y el 28,1% de más edad. Esta diversificación laboral era, asimismo, la norma de un importante número de miembros de sus respectivos hogares; en concreto, el 47,2% y el 54,5% de los dirigidos por jefes sexagenarios y de más edad obtenían ingresos no agrícolas; si se agregan los casos de jefes «labradores» con un oficio auxiliar, estas proporciones se elevan a 70,6% y 68,4% respectivamente. Entre las jefas mujeres la dedicación agrícola era la dominante; el 69,4% de las de 60-69 años y el 57,8% de las de más edad eran censadas precisamente como labradoras. Sólo en muy pocos casos ejercían oficios no agrícolas; trabajaban bien como taberneras y estanquilleras o merceras (3,2% de las jefas sexagenarias), bien como tejedoras (5,3% de las jefas con 70 años cumplidos). Sus hogares también participaban con relativa frecuencia, aunque menor que en el caso de los de gobierno masculino, de rentas salariales no agrícolas, de modo que el 41,9% de los grupos domésticos de jefas de 60-69 años incluían al menos un miembro con un oficio secundario o terciario; a edades más elevadas esta proporción se rebajaba al 36,8%. Por consiguiente, la doble imagen «profesional» que traslada el Catastro de Ensenada de la Tierra de Montes, a mediados del siglo XVIII, es, por una parte, la de la continuidad de la
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actividad laboral hasta edades avanzadas y, por la otra, la de una apreciable diversificación profesional entre la gente de edad. La situación en Tierra de Trives era ya muy diferente. La agricultura constituía la dedicación casi exclusiva, con excepción de los habituales oficios –zapateros, sastres, tejedores, costureras, etc.– existentes en todas las localidades para atender a las necesidades de la vida cotidiana. Por razón de esta exclusividad agrícola, el 78,8% de los jefes sexagenarios y el 72,5% de los de más edad eran censados como labradores, pero ninguno de ellos complementaba el trabajo de la tierra con un oficio auxiliar y además en muy pocos casos –6,5% y 5%– dirigían hogares con algún componente dedicado a un oficio secundario o terciario. A su vez, entre las mujeres, por razones de «discriminación censal», la casi totalidad eran censadas «sin profesión», pero además la dedicación no agrícola de algún componente de sus hogares era muy poco frecuente (2,9% y 8,3% respectivamente). Por lo tanto, en la comarca ourensana, a causa de esta dedicación casi exclusivamente agrícola, la subsistencia dependía de la agricultura y, en particular, de la ganadería; sus vecinos, como también los de la comarca pontevedresa, eran propietarios o poseedores de una relativamente elevada cantidad de cabezas de ganado, reuniendo precisamente los jefes de 70 y más años en sus cuadras un número superior al de las restantes explotaciones.
TABLA 10. EXPLOTACIÓN CAMPESINA Y GANADERA EN FUNCIÓN DEL GÉNERO Y EDAD DE LOS JEFES Tierra de Montes Hombres 1
2
3
Tierra de Trives Mujeres
4
1
2
3
Hombres 4
1
2
3
Mujeres 4
1
2
3
4
<30
13,8 3,20 1,15 3,08
12,9 1,60 0,46 1,60 14,3 4,75 2,57 4,25
30-39
18,2 3,61 1,60 4,22
6,50 0,75 0,27 2,38 17,8 4,95 2,32 4,63
40-49
25,5 4,84 1,91 4,86
21,2 3,29 1,01 3,75 26,8 7,00 2,83 5,59 10,0 2,17 1,64 3,83
50-59
29,3 4,92 1,91 4,88 18,20 2,69 0,64 2,69 36,9 9,13 4,09 6,00 20,9 3,75 2,35 3,19
60-69
28,3 5,62 1,85 4,28 23,90 3,97 1,40 3,43 34,8 7,64 3,70 5,18 19,0 4,18 1,66 3,18
3,8 0,20 0,56 1,60
70 y + 41,9 7,30 3,90 5,95 23,20 5,50 1,04 3,42 44,9 9,57 7,24 5,71 25,0 5,33 3,01 4,00 1. Media cabezas de ganado. 2. Media cabezas de ganado vacuno. 3. Explotación agrícola (ha.). 4. Tamaño hogar. Fuentes: AHPPo, Catastro de Ensenada, Libro Real de Legos, libros 248 (Santo Tomé de Quireza), 255 (San Mamed de Millerada) y 259 (San Bartolomé de Presqueiras); AHPOu, Catastro de Ensenada, Libro Real de Legos, libros 300 (San Pedro de Chandreixa), 305 (Santa María de Parada Seca), 309 (Santa María Magdalena de Requeijo), 459 (lugar de Cernedo), 705 (Coto de Penapetada) y 712 (Santa María de Trives).
Con las esperadas diferencias entre una y otra comarca, en el presente caso a favor de la ourensana, la superficie media de las explotaciones agrícolas y los promedios ganaderos se incrementan progresivamente hasta alcanzar un máxi-
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mo inicial en las explotaciones dirigidas por los jefes varones y mujeres de 5059 años; en los hogares de los jefes sexagenarios, tal vez por el abandono del hogar de hijos solteros y por la consiguiente percepción bien de su parte de herencia, bien de la dote, la tierra de cultivo y las reses ganaderas experimentan una modesta reducción en sus promedios, que de nuevo se recuperan en las explotaciones de jefes de 70 y más años, que son precisamente las más extensas en tierras y ricas en ganado. En consecuencia, la ratio superficie agraria y cabezas de ganado por persona alcanza también en los hogares de estos jefes y jefas sexagenarios y, en particular, en los de los de más edad sus parámetros más elevados. Por su parte, la relación entre personas «inactivas» (1-17 años y 60 y más años) y personas activas (18-59 años) se mantiene, sin grandes diferencias, básicamente estable en los hogares de jefes varones de 50-59 años (0,85 y 0,84 en una y otra comarca), de 60-69 años (0,89 y 0,82) y, finalmente, de 70 y más años (0,82 y 0,8), pero en cambio acusa ya apreciables disparidades en el caso de los hogares de gobierno femenino, ya que en Tierra de Montes en los grupos domésticos regidos por mujeres de 60 y más años la población inactiva superaba a la activa; este desajuste puede ser debido al recuento en el Catastro de Ensenada, en particular en los hogares de septuagenarias y octogenarias, como menores de 18 años de hijos de edad superior. Investidos de la autoridad familiar hasta su muerte, asimismo poseedores de las explotaciones en promedio de mayor superficie y de mayor número de cabezas de ganado, los «petrucios» disfrutaban finalmente de una amplia libertad, reconocida por el ordenamiento jurídico castellano, a la hora de establecer el momento de transmisión y de seleccionar el procedimiento e incluso la cuantía, dentro del tope legal de la mejora de tercio y remanente de quinto, de los bienes a transferir. Pero, en este marco legal, «la práctica consuetudinaria», tanto en la Tierra de Montes como en la Tierra de Trives, tomaba en consideración la necesidad de procurar los cuidados y atenciones de vejez y al mismo tiempo de garantizar y/o compensar la asistencia y/o cohabitación de hijos e hijas en el hogar paterno. A tal fin, los padres y, en mucha menor medida, tíos y hermanos podían optar, debido precisamente a la libertad legal de la que disfrutaban, por favorecer a estos «hijos de bendición» en la fase final de su existencia, bien mediante promesas de transferencia en vida de determinados bienes por vía de dote, con ocasión del matrimonio de un hijo, o más frecuentemente por vía de donación intervivos o de mejora, bien mediante cláusulas postmortem, como mejoras o mandas testamentarias. En la provincia de Pontevedra, las jurisdicciones litorales del Morrazo y del Salnés privilegiaban precisamente en el siglo XVIII este sistema de herencia «preferencial», como también en la provincia ourensana, las comarcas de Celanova, del Ribeiro, de Allariz, de Bande y de Caldelas6. Por su parte, la Tierra de Montes y la Tierra de Trives no eran tampoco una excepción, porque también entre sus habitantes el «compromiso asistencial» entre la generación vieja y la joven estaba ampliamente generalizado.
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TABLA 11. TESTAMENTOS (1749-1759). TESTADORES DE 60 Y MÁS AÑOS Tierra de Montes Testamentos sin herederos forzosos Testamentos sin mandas Testamentos con mandas Total Testamentos Testamentos con herederos forzosos Igualitario Heredero Único Manda. Un beneficiario Manda. Dos beneficiarios Manda. Tres beneficiarios Manda. Cuatro beneficiarios Total Testamentos
Tierra de Trives
14 4 18
77,8 22,2 100,0
8 7 15
53,3 46,7 100,0
11 2 24 5 5 1 48
22,9 4,2 50,0 10,4 10,4 2,1 100,0
4 2 37 7 2 0 52
7,7 3,8 71,2 13,5 3,8 0,0 100,0
Fuentes: AHPPo, Protocolos Notariales, libros 1.788, 1.789, 1.806, 1.812, 1.814, 1.815, 1.816, 1819 y 1820; AHPOu, Protocolos Notariales, libros 2.216, 2.217, 2.254, 2.255, 2.300, 2.406, 2.414 y 2.517.
En una y otra comarca, las últimas voluntades de los testadores con herederos forzosos incluían mayoritariamente mejoras o mandas a favor de uno o, poco frecuentemente, de más hijos; en la zona pontevedresa aparecían en el 72,9% de los testamentos, y en la ourensana en el 88,5%. Por consiguiente, los repartos igualitarios eran poco frecuentes, más en la Tierra de Montes (22,9%) que en la de Trives (7,7%); a la inversa, las mejoras testamentarias de tercio y remanente de quinto eran ya más numerosas en la segunda comarca (26,9%) que en la primera (0,2%). En suma, la manda testamentaria era la fórmula de transmisión más frecuentemente socorrida por los mayores de 59 años en sus testamentos. Sus beneficiarios, independientemente de que fueran «favorecidos» por testadores con o sin herederos forzosos, son, como era de esperar por razón de la elevada frecuencia de cohabitación de la prole con sus padres viejos, los hijos7; en Tierra de Montes concentraban el 83,2% de los beneficiarios, predominando las hijas (49,9%) sobre los hijos (33,3%), a la inversa que en la Tierra de Trives, donde son más numerosos los segundos (43,7%) que las primeras (34,4%). Por razón de estas disparidades locales, sobre el total de herederos, en el primer caso hijos e hijas «con mandas» suponían el 22,1% y el 35,8%, mientras que en la segunda comarca el 36,6% y el 24,7%. La coincidencia entre ambas localidades es ya absoluta en cuanto al estado de los hijos; las mandas testamentarias favorecían, ante todo, a solteros y solteras. A falta de hijos, la alternativa más socorrida por solteros o por matrimonios y viudos sin hijos era la compañía de un sobrino, con preferencia más marcada por los hombres (5,3% y 6,3% respectivamente en
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cada una de las comarcas) que por las mujeres (1,8% y 1,6%); menos frecuente era ya la manda a favor de un hermano o, todavía menos, a un vecino. Las mandas testamentarias, por otra parte, mayoritariamente están destinadas a beneficiarios que residen en casa de los testadores8; sólo en muy pocos casos se favorecía a hijos o sobrinos que no vivían en el mismo hogar, pero que lo hacían frecuentemente en la misma aldea. Los hijos «beneficiados» que viven en la casa paterna sumaban en una y otra comarca el 93,1% y el 90% respectivamente; las hijas, a su vez, el 87% y el 96,4%. Por su parte, sobrinos y sobrinas, nietos y nietas en todos los casos viven en el hogar de los testadores. Con relativa frecuencia, entre estos «favorecidos» se encontraban los propios cónyuges, pero la fórmula ya no era la manda testamentaria, sino la cláusula de «usufructo viudal» por vida, que trataba de reforzar la posición del cónyuge superviviente en el seno del hogar. En Tierra de Montes lo disponían el 40% de las esposas a favor de su marido y, a la inversa, también el 40% de los segundos a favor de la primera; en Tierra de Trives los porcentajes respectivos eran del 31,2% y del 29,4%. Los bienes usufructuados, con cierta frecuencia, incluían la totalidad de los bienes muebles y raíces; en caso contrario lo más habitual era la cesión vitalicia al cónyuge superviviente de la casa y de alguna heredad. La imagen que reflejan las escrituras de donación en Tierra de Montes y de donación y mejora en la Tierra de Trives, protocolizadas entre 1749 y 1759, no es muy diferente de la que nos acaban de ofrecer los testamentos. De nuevo, los hijos son los principales beneficiarios de una y otra fórmula de transferencia anticipada, sobre la cual en la mayor parte de los casos pesa la reserva de usufructo como «factor de seguridad»; en la comarca pontevedresa están afectadas por esta cláusula el 78,6% de las escrituras de donación; en la ourensana el 61,1% de las donaciones y la totalidad de las escrituras de mejora. Los hijos son preferidos a las hijas como destinatarios de las donaciones y, sobre todo, de las mejoras; la novedad con respecto a las mandas testamentarias resulta del predominio de los hijos casados sobre los solteros, que se amplía en el caso de las mejoras por causa de su pronunciada preferencia por los hijos y, en particular, por hijos casados «en casa». Por esta razón, de nuevo los mejorados y los beneficiarios de donaciones son en su casi totalidad hijos o sobrinos que estaban «en casa y compañía»9; en muy pocas ocasiones la donación y la mejora se justifica por la asistencia desde fuera del hogar. El compromiso «intergeneracional», no exento ciertamente de conflictos y de desajustes, de los cuales nos informan algunas escrituras de convenio, pero también de donación y de testamento, por resultar fallida e incluso conflictiva la cohabitación de padres e hijos, iba así de la mano de un sistema de herencia «preferencial», que favorecía a uno o, en algunas ocasiones, a más hijos con los que se residía «en mista compañía» y «a una misma mesa y manteles», y que, por lo tanto, se responsabilizaban en el futuro del «cultivo y granxeo» de las
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tierras y de la asistencia a los mayores en sus necesidades cotidianas y enfermedades10. Para asegurar precisamente estos cuidados y atenciones y/o para compensarlos y también garantizarlos en el futuro se donaba o mejoraba, como ya sabemos, a los «hijos de bendición» con toda una serie de bienes; la importancia de estos bienes sobre la masa total de la herencia es difícil de cuantificar11, con excepción de la mejora de tercio o de tercio y quinto, más difundida ciertamente en la zona de montaña ourensana que en la pontevedresa. En esta comarca sólo el 2,9% de los beneficiarios de una donación y el 8,8% de una mejora testamentaria recibían una parte tan importante de la herencia. Sin embargo, en la Tierra de Trives al 68,7% de los destinatarios de las escrituras de mejora se le aventajaba ya con el tercio y quinto, proporción que se reducía al 22,2% de los donatarios y, por fin, al 18,8% de los que recibían mandas testamentarias, sea en calidad de mejora, donación, etc. Por consiguiente, la «mejora fuerte», a diferencia de lo que era la norma en otras comarcas ourensanas (Celanova, Allariz, Bande) y del occidente pontevedrés (El Morrazo, El Salnés, Tierra de Montes), gozaba en la Tierra de Trives de una preferencia más marcada que, en combinación con la frecuencia con que en las mandas figuran los bienes raíces, parece abogar por un sistema de herencia más propenso a las desigualdades entre herederos12.
TABLA 12. BIENES INCLUIDOS EN ESCRITURAS DE DONACIÓN, DE MEJORA Y DE TESTAMENTO (1749-59)
Casa Bienes raíces Bienes muebles Ganado Añada Compras Tercio y quinto
Tierra de Montes Donación Testamento 63,0 68,8 74,5 56,4 25,8 49,7 17,2 42,3 11,5 37,1 31,5 14,3 2,9 8,8
Tierra de Trives Donación Mejora Testamento 11,2 21,9 39,0 31,3 62,5 33,4 12,5 28,2 3,1 4,8 33,4 7,9 22,2 68,7 18,8
Fuentes: Ídem Tabla 11.
En la Tierra de Montes, donde la mejora de tercio y quinto constituía la excepción, la casa y una o dos heredades, generalmente alguna de ellas contigua, eran los bienes más frecuentemente donados, junto con la parte de adquisiciones o de compras por razón de compañía familiar; las mandas testamentarias mantenían asimismo la primacía de la casa y de los bienes raíces, pero al tiempo contemplaban con mayor frecuencia la promesa de bienes muebles, de ganado y finalmente de la añada verde y seca. En Tierra de Trives el punto de contraste
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resulta de la relativamente elevada proporción de la fórmula del tercio y quinto de los bienes en las escrituras de mejora y ya más moderada en las de donación y en las mandas testamentarias; al margen de esta más marcada preferencia por la «mejora fuerte», en la comarca ourensana también los bienes raíces –una o dos pequeñas heredades– eran los más frecuentemente ofertados, no así la casa, y en las escrituras de donación, de nuevo, la parte de compras «en compañía». En resumen, la población mayor de 50 años, con un peso demográfico a finales del siglo XVIII del 16,4% y del 16,1% en la Tierra de Montes y en la Tierra de Trives, tenía un protagonismo decisivo en el ámbito doméstico y familiar. Los vecinos sexagenarios y de más edad estaban al frente de los hogares de mayor tamaño y complejidad; mantenían la jefatura hasta su muerte y, asimismo, eran propietarios de las explotaciones más ricas en tierras y en ganado. Ahora bien, la subsistencia en la fase final de sus vidas dependía en buena medida de la presencia de hijos en la casa paterna y ciertamente muy pocos residían solos, porque aproximadamente el 90% de los jefes sexagenarios y de más edad vivían en compañía de al menos un hijo, que frecuentemente prestaba la necesaria asistencia, cuidados y atenciones a sus padres en sus necesidades cotidianas y en sus enfermedades; como compensación por estos trabajos y desvelos y como garantía de continuidad de las prestaciones de vejez en el futuro se llegaba entre padres e hijos a un «compromiso intergeneracional», no exento ciertamente de conflictos y desarreglos, que, a cambio de la cohabitación «en casa y compañía» y de «buenas asistencias», aventajaba al hijo o a los hijos «de bendición» con diferentes bienes, entre los cuales la casa y alguna heredad eran los más frecuentemente donados. Sobre la base de este compromiso, la asistencia era asumida por los hijos, con la contrapartida de un sistema de herencia preferencial-asistencial que, a la hora de la muerte de los padres, dejaba a unos pocos en mejor situación que al resto de herederos, en particular en Tierra de Trives, donde la mejora de tercio y quinto estaba más difundida.
Notas 1
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La serie de estos estudios se inicia con las monografías comarcales de Barreiro Mallón, B., La jurisdicción de Xallas en el siglo XVIII: Población, sociedad y economía, Santiago de Compostela, 1977, pp. 140-141, y de Pérez García, J. M., Un modelo de sociedad rural de Antiguo Régimen en la Galicia costera: la Península del Salnés, Santiago de Compostela, 1979, pp. 69-73. Eiras Roel, A., La población de Galicia, 1700-1860, A Coruña, 1996, pp. 385-386. Véase Tabla 1 y Tabla 2 del Apéndice Estadístico. Véase Tabla 3 del Apéndice Estadístico. Ottaway, S. R., «Providing for the Elderly in Eigtheenth-Century England», en Continuity and Change, 3 (1998), pp. 392, 412, etc.; ídem, The Decline of Life. Old Age in Eighteenth-Century England, Cambridge, 2004, pp. 1 y 7-8; Thane, P., Old Age in English History. Past Experiences, Present Issues, Oxford-New York, 2000, pp. 90 y ss.
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CAMILO FERNÁNDEZ CORTIZO
A título comparativo, véanse Rodríguez Ferreiro, H., «Estructura y comportamiento de la familia rural gallega: los campesinos del Morrazo en el siglo XVIII», en Actas II Coloquio de Metodología Aplicada a la Historia. La Documentación Notarial y la Historia, Santiago de Compostela, 1981, T. I, pp. 446-452; Pérez García, J. M., «Crecimiento agrario y explotaciones campesinas en las Rías Bajas gallegas y en la Huerta de Valencia», en Saavedra Fernández, P. Villares Paz, R. (eds.), Señores y campesinos en la Península Ibérica, siglos XVIII-XIX, Barcelona, 1992, vol. 2, pp. 299-305; del mismo autor, «Siete generaciones de gallegos (1650-1850): las claves de la reproducción social y demográfica en las Rías Bajas (Samieira)», en Cuadernos Feijonianos de Historia Moderna, 2 (2002), pp. 47-56; Rodríguez Fernández, D., A Terra e as xentes. Nacer, vivir e morrer na comarca de Celanova ó longo da Idade Moderna, A Coruña, 1999, pp. 143-144; de la misma autora, «Estructuras familiares y estrategias hereditarias en una pequeña comunidad campesina de la Galicia interior. Celanova (siglo XVIII)», en Chacón, F. Ferrer i Alós, L. (eds.), Tierra, Casa y Trabajo, Murcia, 1997, pp. 283-286; Saavedra Fernández, P., «Casa y comunidad en la Galicia interior», en Bermejo Barrera, J. C. (coord.), Parentesco, Familia y Matrimonio en la Historia de Galicia, Santiago de Compostela, 1989, pp. 113-115. Véase Tabla 5 del Apéndice Estadístico. Ibídem. También era así en la Tierra de Santiago. Véase Dubert García, I., Historia de la familia en Galicia durante la época moderna, 1550-1830, Sada (A Coruña), 1992, pp. 431-432. Sobre la compañía familiar gallega, véase Fernández Cortizo, C., «Vivir y conservarse en mistidumbre: la Compañía familiar gallega», en Aranda Pérez, F. J. (coord.), El Mundo Rural en la España Moderna, Cuenca, 2004, pp. 199-217; Sobrado Correa, H., Las tierras de Lugo en la Edad Moderna. Economía campesina, familia y herencia, 1550-1860, A Coruña, 2001, pp. 114122. En la zona del Salnés las mejoras y donaciones favorecían al 12,4% de herederos y transferían el 21% de las tierras. Pérez García, «Crecimiento agrario...», p. 304. Véase Tabla 6 del Apéndice Estadístico.
253
VEJEZ, SUBSISTENCIA Y ASISTENCIA FAMILIAR EN DOS COMARCAS GALLEGAS DE MONTAÑA...
Apéndice estadístico TABLA 1. ESTRUCTURA DEL GRUPO DOMÉSTICO EN FUNCIÓN DEL GÉNERO, ESTADO Y EDAD DEL JEFE. TIERRA DE MONTES (1752) Soltero 60-69 Solitario (soltero)
Casado
70 y + 60-69
Soltera
75,0
60,0
Solitario (viudo) Con hermanos
Viudo
Viuda
70 y + 60-69 70 y + 60-69 70 y + 9,7
57,1
3,7
25,0
15,2 20,0
Con parientes
3,2
Matrimonio sin hijos
14,3
10,0
Matrimonio con hijos
60,3
43,3
Viudo con hijos
38,7
60-69 70 y +
4,3
6,7
25,9
Viuda con hijos Soltera con hijos
13,3
52,2
41,7
6,5
41,7
14,3
Extenso ascendente Padres viudos con hijo/hija casado
22,6
Extenso descendente
1,6
Extenso colateral
1,6
44,4
14,3
3,3 14,3
Otros colaterales
8,3
6,4
Múltiple ascendente Múltiple descendente
22,2
43,3
12,9
22,2
21,7
8,3
Hermanos casados Otros múltiples
6,5
Total
100
Casos
8
Fuentes: Ídem Tabla 3.
0
100
100
100
100
100
100
100
100
63
30
31
27
15
7
46
12
254
CAMILO FERNÁNDEZ CORTIZO
TABLA 2. ESTRUCTURA DEL GRUPO DOMÉSTICO EN FUNCIÓN DEL GÉNERO, ESTADO Y EDAD DEL JEFE. TIERRA DE TRIVES (1752-1753) Soltero 60-69
Casado
70 y + 60-69
Viudo
Soltera
70 y + 60-69 70 y + 60-69 70 y +
Solitario (soltero)
60-69 70 y +
66,7
Solitario (viudo) Con hermanos
Viuda
3,8
4,5
100
3,4 33,3
Con parientes Matrimonio sin hijos Matrimonio con hijos
76,6
50,0
Viudo con hijos
38,5
40,9
Viuda con hijos
62,1
33,3
Soltera con hijos Extenso ascendente
2,1
3,4
Padres viudos con hijo/hija casado
19,2
Extenso descendente
31,8
6,9
2,1
Extenso colateral
25,0
3,4 5,6
3,8
33,3
26,9
5,6
3,8
3,4
8,3
10,3
16,7
Otros colaterales Múltiple ascendente Múltiple descendente
17,0
Hermanos casados Otros múltiples Total
100
Casos
2
Fuentes: Ídem Tabla 3.
0
22,7
2,2
5,6
3,8
100
100
100
100
100
47
18
26
22
6
0
6,9
16,7
100
100
29
12
VEJEZ, SUBSISTENCIA Y ASISTENCIA FAMILIAR EN DOS COMARCAS GALLEGAS DE MONTAÑA...
255
TABLA 3. FRECUENCIA DE HIJOS POR HOGAR (%)
0 1 2-3 4-5 6y+ 0 1 2-3 4-5 6y+ 0 1 2-3 4-5 6y+
Tierra de Montes Tierra de Trives Hombres Mujeres Hombres Mujeres 60-69 70 y + 60-69 70 y + 60-69 70 y + 60-69 70 y + Hijos solteros 38,2 40,4 40,3 52,6 16,0 30,0 28,6 33,0 14,7 17,5 22,6 31,6 20,0 22,5 25,7 41,7 31,4 28,1 30,6 10,5 32,0 32,5 37,1 25,0 10,8 10,5 6,4 5,3 25,3 12,5 8,6 0,0 4,9 1,8 0,0 0,0 6,7 2,5 0,0 0,0 Hijos casados 72,5 47,4 85,5 68,4 69,3 52,5 80,0 41,7 1,0 8,8 14,5 15,8 1,3 12,5 0,0 0,0 25,5 43,9 0,0 15,8 26,7 35,0 20,0 58,3 1,0 0,0 0,0 0,0 2,7 0,0 0,0 0,0 0,0 0,0 0,0 0,0 0,0 0,0 0,0 0,0 Total Hijos 19,6 8,8 37,1 26,3 6,7 7,5 20,0 0,0 11,8 10,5 16,1 42,1 8,0 15,0 17,0 25,0 47,1 61,4 35,4 26,4 46,6 52,5 51,5 66,6 16,6 15,8 11,3 5,3 29,4 22,5 11,5 8,4 4,9 3,6 0,0 0,0 9,3 2,5 0,0 0,0
Fuentes: Ídem Tabla 3.
256
CAMILO FERNÁNDEZ CORTIZO
TABLA 4. ACTIVIDAD PROFESIONAL DE LOS JEFES DE GRUPO DOMÉSTICO MAYORES DE 59 AÑOS Profesiones Jefe hogar
Otros miembros hogar
Tierra de Montes Hombres
Tierra de Trives
Mujeres
Hombres
Mujeres
60-69 70 y + 60-69 70 y + 60-69 70 y + 60-69 70 y + Sin profesión
0,0
Sin profesión Secu
0,0
0,0
3,2
5,3
Sin profesión Terc
0,0
0,0
0,0
10,5
Sin profesión Secu
0,0
0,0
1,6
0,0
Sin profesión Secu Terc
0,0
0,0
1,6
0,0
Pobre
0,0
19,4
21,1
12,0
20,0
85,7
91,7
1,3
2,5
2,9
8,3
1,3
0,0
2,9
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
4,8
5,3
0,0
0,0
0,0
0,0
Labrador
29,4
31,6
27,4
31,6
74,7
70,0
8,6
0,0
Lab/secun
19,6
7,0
1,6
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
Lab/tercia
2,0
5,3
1,6
,00
0,0
0,0
0,0
0,0
Labrador
Secu
16,7
17,5
19,4
5,3
1,3
2,5
0,0
0,0
Labrador
Terc
2,9
7,0
1,6
10,5
1,3
0,0
0,0
0,0
Labrador
Secu Secu
4,9
12,3
8,1
5,3
0,0
0,0
0,0
0,0
Labrador
Terc
Terc
1,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
Labrador
Secu Secu Secu
2,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
Lab/secun
Secu
8,8
3,5
1,6
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
Lab/secun
Terc
0,0
5,3
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
Lab/tercia
Secu
1,0
0,0
3,2
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
Lab/tercia
Terc
0,0
1,8
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
Lab/secun
Secu Secu
3,9
1,8
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
Lab/tercia
Terc
Terc
1,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
Lab/secun
Secu Secu Secu
2,0
3,5
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
Lab/secun
Secu Secu Secu Secu
0,0
0,0
1,6
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
1,0
0,0
0,0
5,3
1,3
0,0
0,0
0,0
Secundario
1,0
1,8
3,2
0,0
5,3
5,0
0,0
0,0
Secundario
Terciario Secu
1,0
1,8
0,0
0,0
1,3
0,0
0,0
0,0
Secundario
Terc
1,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
Terciario
Secu
1,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
0,0
102
57
62
19
75
40
35
12
Total Casos Fuentes: Ídem Tabla 3.
VEJEZ, SUBSISTENCIA Y ASISTENCIA FAMILIAR EN DOS COMARCAS GALLEGAS DE MONTAÑA...
257
TABLA 5. BENEFICIARIOS DE LAS DONACIONES, MEJORAS Y MANDAS TESTAMENTARIAS (1749-1759) Tierra de Montes Tierra de Trives Donaciones Testamentos Donaciones Mejoras Testamentos Hijo soltero compañía 14,3 26,3 16,7 37,5 32,8 Hijo soltero asistencia 8,6 0,0 0,0 0,0 3,1 17,1 3,5 27,8 31,3 7,8 Hijo casado compañía Hijo casado asistencia 0,0 3,5 0,0 12,5 0,0 Yerno casado compañía 0,0 1,8 0,0 0,0 0,0 Yerno viudo compañía 0,0 0,0 5,6 0,0 1,6 11,4 33,3 11,1 0,0 21,9 Hija soltera compañía Hija soltera asistencia 2,9 0,0 0,0 0,0 3,1 Hija casada compañía 17,1 14,0 16,7 12,5 7,8 Hija casada asistencia 0,0 1,8 0,0 0,0 1,6 Nuera viuda compañía 0,0 0,0 0,0 0,0 1,6 Sobrino soltero compañía 5,7 3,5 0,0 6,3 4,7 Sobrino soltero asistencia 2,9 0,0 5,6 0,0 0,0 Sobrino casado compañía 0,0 1,8 0,0 0,0 1,6 Sobrina soltera compañía 8,6 0,0 0,0 0,0 1,6 Sobrina soltera asistencia 2,9 0,0 0,0 0,0 0,0 Sobrina casada compañía 0,0 1,8 5,6 0,0 0,0 Hermano soltero compañía 0,0 0,0 0,0 0,0 3,1 Hermana soltera compañía 2,9 0,0 0,0 0,0 0,0 Hermana casada asistencia 0,0 0,0 5,6 0,0 0,0 Nieto soltero compañía 2,9 5,3 0,0 0,0 3,1 Nieta soltera compañía 0,0 3,5 0,0 0,0 3,1 Vecino asistencia 0,0 0,0 5,6 0,0 1,6 Vecina asistencia 2,9 0,0 0,0 0,0 0,0 Total beneficiarios 35 57 18 16 64 Fuentes: Ídem Tabla 11.
258
CAMILO FERNÁNDEZ CORTIZO
TABLA 6. BIENES LEGADOS EN DONACIONES, MEJORAS Y MANDAS TESTAMENTARIAS (1749-1759) Tierra de Montes Tierra de Trives Donación Testamento Donación Mejora Testamento Casa 2,9 8,8 5,6 3,1 Casa y bienes raíces 20,0 7,0 14,1 Casa y bienes muebles 2,9 1,8 Casa y ganado 3,5 Casa y añada 1,8 Casa y compras en compañía 5,6 Casa, bienes raíces y muebles 3,1 Casa, bienes raíces y añada 1,8 Casa, bienes raíces y compras 14,3 1,8 Casa, ganado y añada 5,3 Casa, ganado y compras en compañía 5,7 Casa, bienes raíces y muebles, ganado 8,8 Casa, bienes raíces y muebles, añada 5,3 Casa, bienes muebles, ganado, añada 3,5 Casa, bienes muebles, ganado y dinero 5,7 Casa, bienes raíces, añada y compras 5,7 Casa, bienes raíces y muebles, ganado y compras 1,8 Casa, bienes raíces y muebles, ganado y añada 2,9 12,3 Casa, bienes raíces y muebles, añada y compras 5,3 1,6 Casa, bienes muebles, ganado, añada y compras 2,9 Bienes raíces 14,3 3,5 5,6 18,8 23,4 Bienes raíces y muebles 11,4 7,0 33,4 12,5 14,1 Bienes raíces y compras en compañía 1,8 Bienes raíces y muebles y ganado 3,1 Bienes raíces y muebles y compras 3,1 Bienes muebles 1,6 Bienes muebles, ganado y compras 1,8 Bienes muebles, ganado y añada 1,8 Bienes muebles, añada y compras 1,6 Ganado 3,5 Añada verde y seca 1,6 Compras en compañía 2,9 27,8 1,6 Dinero 3,5 Cuarta parte de mejora de tercio y quinto 7,0 Mitad de mejora de tercio y quinto 1,6 Mejora de tercio 5,7 1,6 Mejora de tercio y quinto 2,9 1,8 22,2 68,7 17,2 Total Casos 35 57 18 16 64 Fuentes: Ídem Tabla 11.
259
Paisaje con montañas en Yernes y Tameza Florentino López Iglesias Universidad de Oviedo
1. Pasaje a los archivos locales asturianos. El Catastro de Ensenada Al mundo que hemos perdido se han incorporado los archivos locales (municipales, parroquiales, familiares), que otrora consentían al investigador devenir en explorador. En el régimen y disciplina de los archivos centrales, y de los nuevos archivos centrales de otros nuevos centros, se añoran las gallinas so la ventana, el salir por el balcón cuando se olvidan de uno, el alcalde que baja del tractor, la amabilidad taína que conoció Colón en su primer viaje, la injusta tristeza y el corazón encogido de las rectorales o el sin fin de emociones machadianas cuando se advierte el sol de mediodía, tras los cristales. Y el olor de la tierra en los papeles. En Asturias al menos, por la acción del clima. Un clima físico o institucional que establece diferencias. Así, los papeles secos y recios del suroccidente asturiano, mohosos en el área central, los cuidados legajos de los grandes ayuntamientos centrales, los perdidos en los valles negros, un cierto esponjamiento en la marina azotada por los vientos del noroeste. Hasta en el papel sellado del documento mariposean las sensaciones azuzadas por las diferencias que impone la geografía. En Asturias los libros reales y personales del Catastro de Ensenada tuvieron un destino dispar. Los archivos municipales asturianos conservan poco más de 30 operaciones catastrales del total de 186 realizadas y otra media docena –cotos jurisdiccionales– está varada en archivos y fondos eclesiásticos. Si bien es una fracción reducida del total, su heterogeneidad y su distribución, que recoge villas, áreas costeras, de montaña, valles del interior, y que contempla el oriente, centro y occidente asturianos, permite otorgar a estos supervi259
260
FLORENTINO LÓPEZ IGLESIAS
vientes un carácter representativo. Cabe indicar que las operaciones se efectuaron a partir de los límites concejiles y no de los parroquiales, por lo que junto a los grandes catastros municipales como Oviedo, Avilés, Villaviciosa o Gijón, de varios miles de declaraciones cada uno, están concejos de cientos de declaraciones (Carreño, Proaza, Somiedo, Amieva, Taramundi, Abres, Allande, Cabranes…), y tras ellos un rosario de cotos jurisdiccionales de envergadura parroquial. Uno de aquellos supervivientes, en precario, corresponde al concejo de Yernes y Tameza, donde perdidos los libros de eclesiásticos disponemos del libro personal de legos completo y varios tomos del libro real1. Las líneas que suceden son resultado de un dictado magistral, «a este depósito temporal, que a ti confío, dale buen uso», que nos devuelve a estos –ya aquellos, antaño– archivos locales donde reina la «llaneza y lisura de aldea». Archivos de aldea, archivos del antiguo país, archivos de paisanos y señores. Loor. Y ahora, los apuntes del paisaje.
2. El país de Yernes y Tameza Yernes y Tameza es un muy pequeño concejo del centro de Asturias de 31,35 km2 de superficie cuyo nombre y extensión ya delata su ser, dos parroquias de montaña en el corazón de Asturias, que actúan a modo de pilar de la montaña central asturiana. En su relieve conviven los suelos silíceos, oscuros y de horizontes redondeados, con los afloramientos de calizas en diversas morfologías. En Yernes –yermo– y Tameza abundan las praderías, majadas y pastizales de altura en valles ciegos de naturaleza cárstica. La extensión del concejo en medida agraria tradicional, y conforme al uso citado en las Respuestas Generales, arroja una superficie de 25.268 días de bueyes de la ciudad de Oviedo (dd.bb.2). En 1752, las descripciones y clases de superficie de este concejo contenidas en las Respuestas Generales suman 9.516 dd.bb., lo que supone el 37,66% de su extensión real. Este cómputo abandona a un saltus ignoto e innominado las dos terceras partes del concejo. Las Respuestas contemplan 663 dd.bb. de superficie de cereal, 1.458 dd.bb. de prado y pascón3 –pasco, pascuum, pasto particular de corta a diente de ganado–, 34 dd.bb. de arbolado de particulares y 7.361 dd.bb. expresamente declarados como incultos o peñascosos. De aquí se infiere una superficie de particulares en torno al 8,5% de la superficie real, distante del 15% aplicable al conjunto de Asturias pero similar al que encontramos en otros catastros de montaña con amplias e indefinidas fronteras. De estos primeros datos ya se bosqueja, dada la exigüidad del terrazgo, un territorio orientado hacia la ganadería. A título de ejemplo, el vecino concejo de Grado invierte los valores citados al tener 19.665 dd.bb. de superficie de labor cerealística frente a 14.351 dd.bb. de prado y pascón, y una superficie de parti-
PAISAJE CON MONTAÑAS EN YERNES Y TAMEZA
261
culares del 26,09%. Y si reparamos en que el escudo del concejo son dos toros enfrentados ya adivinamos las coordenadas a precisar: economía ganadera, despoblado en roquedo, terrazgo reducido y una amplia frontera comunal4.
3. Un pequeño contingente demográfico La respuesta 21ª de las generales del Catastro de Ensenada fija en 122 el número de vecinos del concejo, incluidas 26 viudas, coincidente con el número de grupos domésticos relacionados en el libro personal de legos; y en 1759 el Recuento de la Única da la cifra de 139 vecinos. Este mismo Recuento fija en el 3% el número de vecinos pecheros, valor por debajo de la media regional (16,78%), ya de por sí reducida, e inferior a los valores de concejos vecinos como Grado (5,7%) o incluso Páramo de la Focella (7,25%), solar del privilegio de Bellido Aurioles que eximía del pecho. A falta del libro personal de eclesiásticos, la población seglar en 1752 era de 523 personas. En 1787, el Censo de Floridablanca arroja 512 personas, y proporciona una densidad demográfica de 16,51 habitantes por km2, distante de los 49,39 hab./km2 del vecino Grado, o de los 33,44 hab./km2 regionales. Con un porcentaje del 2,5% de familias polinucleares no ofrece dificultad el correlato entre vecindad y unidad doméstica; no obstante, el 15,8% de familias extensas (madres viudas o hermanas solteras en su mayor parte), y el 18,30% total de familias complejas (familias extensas más familias polinucleares) anuncia la proximidad de una Asturias occidental de grandes grupos domésticos y firmes patrones familiares. El 1,13% de las personas vivía en hogares unipersonales, y sólo un 14,36% vivía en hogares encabezados por mujeres cuando estos hogares de jefatura femenina componían el 21,31% de las familias5. La edad media de las jefaturas femeninas era de 46,28 años frente a los 41,43 años de las jefaturas masculinas. Por encima de los 50 años, los hogares encabezados por mujeres tenían una media de 2,60 personas frente a las 4,26 de los hogares encabezados por varones mayores de 50 años. Los criados componían el 6% de la población, a partes iguales tanto hombres como mujeres, y dos de cada tres domésticos tenían más de dieciocho años. En 1752 la relación de masculinidad que arroja el libro personal de legos es de 102,68, en cambio la relación de masculinidad de 1787 nos habla de un pequeño conjunto demográfico sometido a algunos desequilibrios y tensiones migratorias, así una relación de masculinidad de 84,17, frente a una media regional de 92,09, que en el tramo de edad de 16 a 39 años iguala los valores regionales, ya de por sí tensionados (87 en Yernes y Tameza, frente a 88,04 para Asturias), pero que en la cohorte de solteros se perfila con un 80,86 frente a los 92,83 regionales, o los 98,02 de Grado.
262
FLORENTINO LÓPEZ IGLESIAS
4. Economía doméstica: Tierra y ganado familiares Tierra y ganado familiares. El encabezamiento es una anomalía dado que en las zonas de montaña lo habitual es que alguien de la casa desempeñe algún oficio o actividad artesanal para completar la economía familiar. En Yernes y Tameza apenas un maestro de niños ausente, y en cuanto a los oficios, cuatro arrieros, dos tejedoras, un madreñero, un sastre, un escribano y un «miliziano que tamvien se ejerzita en la labranza»6. Se anotan dos tabernas y ocho molinos harineros y otros ocho molinos de mano. Ninguna semejanza con otros concejos de montaña, caracterizados por la alta penetración de actividades artesanales en las economías domésticas. Ejemplos de la orla montañosa asturiana. Arrieros eran el 16% de las jefaturas familiares de Somiedo y hasta el 65% en el coto de Leitariegos. En Amieva, arrieros o madreñeros estaban presentes en el 40% de las familias, y en Peñamellera hasta 24% en el caso de cesteros y retejadores. En Degaña, el 75% de las familias se ocupaba de la elaboración de cestas y escudillas. Y otro tanto, aunque en umbrales porcentuales del 15 al 20% de las familias, se reconoce en la Asturias agrícola del área central donde las altas densidades demográficas facilitan una especialización del trabajo. Por ello, tierra y ganado. En la relación de vecinos y las diferentes superficies de explotación relacionadas en las Respuestas Generales, obtenemos una media de 5,43 dd.bb. (0,68 hectáreas) de cereal por familia y de 11,95 dd.bb. (1,49 hectáreas) de prado y pascón por familia, si bien este último valor debiera revisarse a la baja ya que en las Verificaciones del libro real el total de superficie declarada de prado y pascón, y que se corresponde con las clases 3ª, 6ª, 8ª y 10ª, suma 1.172,82 dd.bb., lo que proporciona una media de 9,61 dd.bb. (1,20 hectáreas) por familia de prado y pascón. En todo caso, estos valores que invierten los generales de Asturias, de 7,47 dd.bb./familia de cereal, y de 5,02 dd.bb/familia de prado y pascón, o más particularmente los de Grado con 9,90 dd.bb./familia de superficie de cereal y 6,87 dd.bb./familia de prado y pascón, reflejan en Yernes y Tameza una orientación de las explotaciones familiares hacia la superficie de prado. Si seguimos los valores de la muestra del libro real, que sólo declara las superficies en propiedad plena o sometidas a canon foral7, la media de superficie de cereal resultante es de 4 dd.bb./familia y la de prado y pascón de 7,63 dd.bb./familia, valores afines con los citados en las Generales y las Verificaciones, pues la muestra del libro real no contempla las heredades que las familias llevan en arriendo. En paralelo, las Respuestas Generales proporcionan una media de cabezas de vacuno por familia de 8,68 (Grado 5,54 cabezas, Asturias 4,80 cabezas), y un porcentaje de bueyes dentro de la cabaña vacuna del 6,6% para un 9,55% de Grado o un 11,94% del conjunto de Asturias, indicativo de una menor necesidad de tareas de labranza y rotura de la tierra. Estos valores con-
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PAISAJE CON MONTAÑAS EN YERNES Y TAMEZA
cuerdan con los de la muestra del libro real pues la media por familia es de 9,15 cabezas de vacuno, donde en este caso sí se declaran las cabezas llevadas en régimen de aparcería. El desglose es 4,05 cabezas de vacuno en propiedad y 5,10 cabezas llevadas en aparcería.
TABLA 1. GANADO VACUNO EN CASA Ganado vacuno propio bueyes vacas terneros y novillos 0,23 1,63 2,19
Ganado vacuno recibido en aparcería bueyes vacas terneros y novillos 0,20 2,23 2,67
Fuente: Libro real de legos. Universo 79 familias.
La composición de la cabaña define un perfil propio de la montaña central asturiana donde la proporción entre la cabaña ovino-cabría tiende a equipararse con la vacuna. Si en el conjunto de Asturias tenemos una media de 220 cabezas de ovino-cabrío por cada 100 cabezas de vacuno, en Yernes y Tameza, la relación es de 154, en línea similar a concejos circunvecinos de montaña como Valdecarzana, Valdesantibáñez, Valdesampedro o Páramo de la Focella de la actual Teverga, con 107, 110, 133 y 104 respectivamente. Los valores de la cabaña equina enlazan con los que también encontramos en concejos próximos y vinculados a la arriería como Somiedo y Teverga.
TABLA 2. CABEZAS DE GANADO POR FAMILIA
Ovino Cabrío Equino Porcino Colmenas
Yernes y Tameza 11,23 2,15 1,01 2,13 0,63
Asturias 7,81 2,68 0,37 3,19 0,87
Fuente: Respuestas Generales
Las medias de las Respuestas Generales se ajustan a los valores que la muestra ofrece en el libro real de legos, así la media de cabezas de ovino por declaración del libro real es de 13,76 cabezas, de las que 4,18 corresponden a corderos; la media del ganado cabrío es de 3,15 cabezas por familia en el libro real, y de las que 1,03 cabezas corresponden a cabritos. En el caso del ganado caballar, la muestra ofrece una media de 1,16 cabezas por declaración de las que 0,05 co-
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FLORENTINO LÓPEZ IGLESIAS
rresponden a potrillos y potrillas, y 0,57 a potros y potras; respecto al ganado porcino los valores son de 2,19 cabezas por declaración de las que 0,72 cabezas corresponden a lechones, y en cuanto al apícola la media es de 0,51 colmenas por declaración. La presencia de ganado vacuno en la unidad doméstica está en estrecha dependencia con el número de miembros que componen la familia.
TABLA 3. DIMENSIÓN FAMILIAR, GANADO EN CASA Y SUPERFICIE DECLARADA Miembros de la familia Jefatura Masculina <3 3 4 5 6 >6 Jefatura Femenina
Media de cabezas de vacuno Total Recibidas en casa en aparcería 2,20 0,60 6,28 3,39 7,85 4,46 7,56 5,00 9,66 5,81 11,75 6,63 10,11 6,44 10,50 7,81 11,00 9,57 5,30
3,10 6,30 0,00
Media de cabezas de ovino y cabrío Total Recibidas en casa en aparcería 3,60 0,00 12,67 0,00 16,15 0,00 19,00 0,81 21,75 0,75 24,50 0,68 11,89 1,11 15,31 1,38 19,71 1,66 1,81
Superficie media declarada en dd.bb. Tierra de Prado y labor pascón 1,73 3,99 2,72 5,51 3,10 6,09 3,88 5,62 4,55 7,99 5,22 10,35 5,43 8,70 4,01 6,99 2,18 4,80
3,53
Fuente: Libro real de legos. Universo 79 familias.
El ajuste dimensional de la familia y la cabaña doméstica se obtiene modulando la presencia de ganado vacuno en aparcería y de terneros y novillos. En el caso de la cabaña ovino-cabría el ganado en aparcería tiene un carácter excéntrico y residual. A su vez, el ajuste entre la dimensión familiar y la superficie de tierra en propiedad no es intenso8, tanto por la rigidez de la propiedad como por la exigüidad de las superficies familiares, cuya reducida extensión puede ser asumible por la capacidad de trabajo de gran parte de las familias a lo largo de todo su ciclo vital, como por unas familias cuyo tamaño medio está en el umbral superior de los valores de la Asturias de familias nucleares, y por tanto mejor dotadas en su capacidad de trabajo, así 4,35 miembros por familia, que se eleva a 4,75 personas en el caso de las familias bajo jefatura masculina. Razones que pueden explicar el débil correlato entre tamaño familiar y tierra en propiedad.
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PAISAJE CON MONTAÑAS EN YERNES Y TAMEZA
TABLA 4. GANADO VACUNO EN CASA Y TIERRA EN PROPIEDAD DE LAS FAMILIAS CAMPESINAS Cabezas de ganado vacuno
Superficie en días de bueyes Cereal
Prado-pascón
Inculta
Pies de árboles
0a4 5a8 9 a 12 Más de 12
2,09 2,02 3,75 8,35
03,71 03,44 06,30 16,57
0,08 0,01 0,14 1,32
2,21 3,42 10,00 25,69
Jefatura familiar: edad media 47,54 41,62 40,65 41,85
Miembros de la familia 3,43 4,31 4,83 5,15
Fuente: ídem.
La penetración de la propiedad de eclesiásticos está a tono con el perfil ganadero. Seguimos la letra H de los Mapas Generales. Aquí, el esquilmo de los ganados de eclesiásticos era el 3,31% del total de los esquilmos, por encima de unos valores regionales situados en el 2,74%. En la letra D de los Mapas o producto de las tierras expresado en reales, el producto de eclesiásticos en Yernes era del 8,33% del total, cuando para el conjunto de Asturias era del 15,11%. La impronta pecuaria queda reflejada en el peso de los esquilmos de ganado (44.439 rs.) sobre el total del ramo real (86.701 rs.): 51,25%, cuando el valor regional es del 23,49%. Este elevado porcentaje de los esquilmos sobre el total del ramo real sólo es superado en las operaciones asturianas por los cotos de montaña de Leitariegos, y en los cotos, también de montaña, del concejo de Cangas, de Llende la Faya y Orlé.
5. Toponímicamente hablando, topográficamente existiendo El relieve y el saltus son la mitad del paisaje visto. El también visto y especialmente vivido es la otra mitad. Mitad natura, mitad cultura. Finis terrae. Reflexión. La toponimia menor recogida en el libro real de Yernes y Tameza es reconocible en su mayor parte, y en una fracción muy significativa son etimologías vivas. El libro real en su formulación más completa designa cada heredad de cada vecino y el lugar de su ubicación. Ejemplo relativo a una heredad: «la que se dize llanezes en el Cortinal de las Rozas», aunque más habitual es la fórmula de «otro llamado de Collada termino del mismo nombre». En estos casos de etimología viva, el propio topónimo nos remite de modo directo a su génesis; en los casos de etimologías muertas el topónimo está atravesado por la fantasía, la metáfora anónima o la entropía de la evolución fonética cuando el
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FLORENTINO LÓPEZ IGLESIAS
habla aún no había sido fijada por la escritura, de aquí que el topónimo sea un deficiente marcador de la evolución del paisaje agrario. A pesar de ello, la vitalidad de las etimologías vivas en la toponimia menor del Catastro distingue algunos trazos gruesos del antiguo paisaje agrario que revelan la red homogénea de usos del terrazgo en diferentes ámbitos agrarios así como aspectos de su ocupación9. De 334 topónimos menores catalogados en los libros reales10, casi la mitad (155 casos) corresponden a orotopónimos, litotopónimos, hidrotopónimos, zootopónimos salvajes y fitotopónimos silvícolas. En un concejo escasamente poblado, donde el 50% de la superficie está por encima de los 800 metros de altura y el otro 50% está entre los 400 y los 800 metros, el relieve define la toponimia. Grado, concejo frontero y circunvecino y a pie de esta torre cárstica, tiene el 50% de la superficie por debajo de los 400 metros. Obvio es, por tanto, que sobreabunden los orotopónimos propios de una topografía escarpada, casos de Peñamayor, Sobrepena, Penouca, Penaraiz, la Pica, Piquete, Piquera, Espolón, la Comba, Somidoiro, Socogolla, Cantona (canto, piedra, arista), Sierra, Detraslasierra, la Llomba, la Llombana, la Cuesta y el Costón, el Collado, Detraslacollada, Otero, o la Pandiella, como espacio llano entre montes. Planicies, caso de el Llano, Llaniello, Llaneces, Yanures, Tabladiello. Su complemento en los hidrotopónimos como Pielagos y Pullagos, alusivo a balsa o pozo de río, de la Fuente, Sobrelafonte, Fontan, Aguadefuente, Fuente de la plata, y los relativos a regueros y surcos: Regueral, Entrambosregueros, Entrambosriegos, Rioseco, Caneda (caño, canal), Sorribas, Ribadoyro, Ribada, Arrojo (arroxo, arroyo, arrugium). Su suplemento en litotopónimos como Llama, Llamiello, la Trieme (tremedal), la Llamuerga, Lodos, la Menudera, Cascayal como suelo pizarroso, la Pedregosa, los Pedrosos o Pedrouzos, o por el tipo de piedra, la Toba y el Espral (piedra usada para afilar, esprón, asper, áspera), y Terreyro o Terrero, como espacio desnudo de hierba, y próximo a expresiones alusivas a barrizales y de mala escorrentía, caso de Barredo. También al color de terreno: Pez (piceus), Parda, Roxada (ambivalencia con avenida de aguas, arrollada)11. Este saltus de piedra y roquedo se completa con zootopónimos12 y fitotopónimos silvícolas13 donde destacan algunos relativos a espacios bravos, a desbravar y desbravados, casos de El Bosque, Sotolón, Folgueras, de La Mata, Matadoria, del Matón, Espina, Artelín, Ortina u Ortuca, Raiz, Los Torales, Argumina, Sortigal (ortiga), y Fradero y Lleneyros como probables lugares de frada y leñeros. Se han reconocido 83 agrotopónimos y fitotopónimos de cultivos y espacios labrantíos, donde pastizales y espacios rotos están ampliamente representados. Aquí, la palabra tutelar de la toponimia asturiana, braña, con su étimo en veranea o pasto de verano, en nuestro caso figura la Braña llamada de la Cueva o también Pradera de la Cueva. Otros topónimos remiten a la ocupación del espacio mediante rozas y quemas de terreno, caso de la Bustiella14, Busllán, Rozón,
PAISAJE CON MONTAÑAS EN YERNES Y TAMEZA
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Las Rozas, Roza, o también a fórmulas extensivas con grandes descansos mediante cavadas, como El Cavadón, Paraja (terreno desbravado y preparado), Parajuas, Parajalbete, o espacios rapados y libres de vegetación, asi La Rapada, Rapandiella. En el ámbito del terrazgo, otros topónimos aluden a espacios amplios y de cultivos extensivos como Campa, Campos, Campanal, Pradano, denominados a veces de modo redundante, caso de lugar de Prado de Campos, o Prado grande que se dize Campos. Los étimos descriptivos de portillas, en un mundo espacialmente pautado para el desplazamiento y el encierro de los ganados, son habituales: el prado del Valladorio, el término de la Portiella, el Portiello, la Portellera, Solapuerta, la Corrada, el Corrado, o Porquería y Porqueza vinculados a cierros para cerdos. Término de Sobrelacerca, Trasmarca, o la Rayona, alusiva a los cercados que delimitaban según la época del año los espacios a los que accedía el ganado15. Al terrazgo remiten las Huertas, la Linar, Llineros, Linas, Payarona, el Pascón, Fabares, Pozofabares, Fabuín. Aunque hay un Eyro y un Hero, conforme al perfil ganadero del concejo, no encontramos denominaciones próximas a panizales, ordiales, centenales o arbeyales16. Finalmente, se detectan 15 odotopónimos relativos a espacios viarios17, 4 antrotopónimos18, ningún hagiotopónimo y 12 sociotopónimos vinculados a edificaciones y oficios campesinos19.
6. El terrazgo en abertal El libro real de legos ratifica la imagen proporcionada por las Respuestas Generales, el terrazgo se distribuye un tercio para cultivo cerealístico y dos tercios para prado y pascón, a su vez la distribución de la superficie declarada limita el alcance de las parcelas dedicadas a cultivos frutales, apenas un 0,37% de la muestra es declarada como de heredades de avellanos y castaños. Si consideramos las declaraciones de árboles interpolados entre las heredades, las medias por familia son de 4,98 avellanos, 2,78 castaños, 3,42 robles, 0,72 manzanos y 0,36 nogales, pero con una distribución muy desigual, ya que salvo en el caso de los avellanos presentes en el 26% de las familias, el resto del arbolado interpolado sólo está presente en torno al 10% de las familias (castaños 13%, robles 11%, manzanos 7%). Valores muy distantes de la Asturias agrícola donde la tasa de penetración del castaño interpolado se situaba por encima del 50% de las familias campesinas. Las referencias del libro real al carácter cerrado de algunas heredades se explicitan con la expresiones «cerrada sobre sí», «cerrado en redondo de palo y piedra», «cerrado sobre sí de paredón y várganos», linda con «cierro del prado», «seve de palos», otras veces se limita a indicar que linda con «muro», «pared», o «cierro» meramente. En ocasiones se hacen referencias a cierros colectivos
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FLORENTINO LÓPEZ IGLESIAS
tales como «linda a poniente pared de dicha mortera», «parez y sebe de dicha mortera». Las referencias a los comunes, son «pasto común», «pastos comunes», «monte común», «linda con roza», «rozo común», «rozo y monte común», «baldío de dicho lugar», «comunes del lugar», «sierra», «peña», «bravío común», «pasto común de dicha mortera», «servidumbre del lugar». El tamaño medio de las heredades presenta un comportamiento diferenciado ya que las parcelas de prado y pascón (1,13 dd.bb.) doblan el tamaño medio de las heredades destinadas a cereal (0,57 dd.bb.). Las piezas cercadas, minoritarias en el paisaje, prolongan algunos matices diferenciadores, mientras las superficies de cereal se ofrecen en campo abierto con apenas un 4% de las mismas cercadas, la superficie de prado y pascón, sin alcanzar niveles significativos que definan el paisaje, se declara cercada en casi un 12% de las parcelas, y se eleva hasta el 22,7% en el caso de la superficies incultas de particulares, explicable en su uso como cierro para el ganado y como una cierta forma de fijar el mantenimiento de la propiedad.
TABLA 5. CULTIVOS, SUPERFICIES Y LINDES
Clase y Cultivo
Distribución en porcentaje
1ª Avellanos
00,21%
0,68
0%
0%
100%
02,20%
0,63
8,82%
26,47%
70,58%
8,82%
12,56%
0,58
5,23%
10,47%
87,61%
2,31% 34,28%
2ª Cereal
20
4ª Cereal
Superfi- Heredacie des media en cerradas en dd.bb. sobre sí
linda con heredad heredad camino camino propia particular real servidero
33,33% 66,66% 50%
río
reguero
comunes y roquedo
0%
0%
33,33%
0%
8,82%
11,76%
0,47% 10,47%
21,90%
5ª Cereal
09,62%
0,50
3,22%
5,91%
82,79%
5,37% 24,19%
0% 12,90%
38,71%
7ª Cereal
08,45%
0,66
3,25%
5,69%
95,12%
1,62%
0%
8,94%
24,39%
Cereal
32,83%
0,57
4,34%
8,86%
86,61%
3,61% 26,76%
0,18% 10,85%
27,48%
3ª Prado
04,47%
1,27
8,82%
2,94%
79,41%
8,82% 47,05%
0% 11,76%
5,88%
6ª Prado
00,43%
1,41
33,33%
0%
100%
0% 66,66%
0%
0%
8ª Prado
17,78%
1,68
15,68%
2,94%
89,21%
16,66% 37,25%
3,92%
9,80%
8,82%
10ª Pascón
40,29%
0,98
11,05%
4,02%
84,17%
7,53% 24,37%
2,26%
5,77%
30,90%
9,31% 28,49%
Prado y pascón
62,97%
1,13
11,91%
3,72%
84,91%
9ª Castaños
00,16%
0,75
0%
0%
100%
Inculta
03,79%
1,67
22,72%
4,54%
Total21
100%
0,86
8,33%
6,27%
11,38%
0%
2,42%
6,89%
24,95%
100%
0%
0%
100%
72,72%
9,09% 40,90%
4,54%
4,54%
31,81%
85,50%
6,54% 28,02%
1,34%
8,77%
26,41%
0%
Fuente: ídem.
Así mismo, las clases de cultivo de menor utilidad en reales presentan una mayor proximidad a los espacios comunes y de roquedo, e inversamente su tendencia a espacios alejados limita su contacto con los caminos servideros, que
269
PAISAJE CON MONTAÑAS EN YERNES Y TAMEZA
presentan una preferencia por las heredades de cereal con mejores rendimientos. En todo caso no perdamos como referencia la débil entidad del terrazgo ni tampoco su disposición longitudinal a lo largo de los planos inclinados de escorrentía, que favorece la mixtura y contacto con espacios de comunes y bravos. En Yernes y Tameza, la reducida hoja cerealística, que en la Asturias agrícola corresponde a la ería o la sienra para la Asturias occidental, dividida en hazas y con derrotas y cierros estacionales, recibe de modo indistinto la denominación de ería, cortinal o, en la mayor parte de los casos, de mortera. Sin embargo, estos espacios labrantíos y centrales no responden a un uso exclusivamente cerealístico. Si tomamos las piezas labrantías declaradas por las familias de la muestra, el 30% de la superficie declarada como inclusa en cortinales, erías y morteras corresponde a superficies de prado de las clases 8ª (prado de secano de yerba de guadaña y pación de otoño), y pascón de la clase 10ª (prado de secano de dar sólo yerba). A su vez la superficie declarada de cereal corresponde a las clases 4ª (huertos de producción continua o rotación bianual de pan y maíz con habas), 5ª (rotación bianual de pan, y maíz con habas) y 7ª (rotación bianual de pan, y maíz con habas negras). En todo caso, esta distribución de los cultivos del espacio labrantío de uso colectivo es de las piezas así declaradas, pues del total de 320,03 dd.bb. de cereal de la muestra de 79 familias, 91,41 dd.bb. figuran vinculados a una cortina, mortera o ería, esto es, el 28,56%; por el contrario, únicamente el 6,30% del total de la superficie de prado y pascón se declara como vinculado a cortinas, morteras y erías.
TABLA 6. USO DEL SUELO EN CORTINALES, ERÍAS Y MORTERAS
Cortinal Mortera Ería Total22
Cereal 59% 75% 77% 70%
Prado 31% 25% 23% 30%
Fuente: ídem.
En las erías la superficie de prado supone el 23%, mientras en los cortinales es del 31%. De esta pequeña divergencia en el perfil del uso podría intuirse un perfil más topológico en la denominación de cortina como espacio del cultivo próximo a la vivienda y al pueblo, y de ería como espacio cerealístico por excelencia.
270
FLORENTINO LÓPEZ IGLESIAS
Si consideramos los lindes, las heredades designadas en cortinales tienen más lindes con heredades propias que las ubicadas en erías, así como una mayor proximidad a las áreas de roquedo y comunes, reservando a ería las mejores tierras conforme a la disposición habitual de los pueblos de la montaña asturiana que reserva para el cultivo los mejores suelos y para la vivienda espacios menos aptos.
TABLA 7. HEREDADES Y LINDES EN CORTINALES, ERÍAS Y MORTERAS
Clase y Cultivo
Distribución en porcentaje
Superfi- Heredacie des media en cerradas en dd.bb. sobre sí
Cortina
23,74%
0,88
Mortera
60,14%
Ería
16,12%
linda con heredad heredad camino camino propia particular real servidero
río
reguero
comunes y roquedo
2,85%
8,57%
0%
8,57%
22,85%
0,66
5,08%
0,72
0%
85,71% 14,28%
17,14%
0,84%
94,06%
18,64%
0%
11,01%
31,35%
0%
93,10%
10,34% 17,24%
0%
10,34%
17,24%
7,62%
Fuente: ídem.
En los lugares de Foxo, Socogolla y Llaniello, se utiliza indistintamente la denominación de cortinal, «hería» o mortera, en Arriondo, la Trieme, Fresno, Castañedo y la Menudera, se utiliza cortinal o ería, mientras en Llaneces, Villabre y Valle de Armada oscilan entre ería y mortera. En Lavra y la Llosa, utilizan exclusivamente la expresión cortinal, en la Llama, Galmanón, la Quintana, Salyes, Faltrón y Villaruiz la expresión utilizada es la de ería, mientras en el resto de los demás casos la fórmula empleada es ya exclusivamente la de mortera23.
Notas 1
2
Son los tomos que comprenden las declaraciones del folio 1 al 531, faltando las restantes hasta el folio 930. El índice del libro real relaciona 149 declaraciones de las que 29 son de forasteros, y de dicho índice se observa que los tomos perdidos corresponden a las declaraciones de forasteros y de jefes de familias cuyo nombres comienzan, entre otras, por las letras «m» e «y» afectando por ello a marías, manuelas e ysabeles. En todo caso disponemos de las declaraciones de 79 cabezas de familia (69 varones y 10 mujeres) para un total de 122 grupos domésticos registrados en el libro personal de legos (96 jefaturas masculinas y 26 femeninas). De los siete clérigos declarados en la Respuesta 38ª de las Generales, cinco figuran relacionados en el libro personal de legos en su condición de hermanos (cuatro casos) o hijos (un caso) del cabeza de familia. El día de bueyes de la ciudad de Oviedo es de 30 por 60 varas castellanas y fue la medida empleada en el catastro de Yernes y Tameza, al igual que en la mayor parte de los catastros del área central asturiana. Para un rápido cálculo mental, una hectárea tiene una equivalencia aproximada a ocho días de bueyes.
PAISAJE CON MONTAÑAS EN YERNES Y TAMEZA
3
4
5
6
7
8
9
10
11
12 13
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Doscientos cincuenta años después el terrazgo se limita a unas diez hectáreas dedicadas a patatas y forrajes. En la actualidad, la explotación de los pastos de Cuesta del Ganzo, Vegas Prietas, Ortocedo, Peñamayor, Monteoral y Las Tojacas, con una superficie total de 2.762 dd.bb., se subasta periódicamente mediante licitación municipal. Denota la volatilidad de estos hogares que de los cuatro hijos declarados como ausentes, tres pertenezcan a hogares encabezados por viudas. Considerando como patrón comparativo los tipos de oficios contemplados en la Letra G de los Mapas Generales, las dos tejedoras anotadas constituyen una proporción de 1,63 artesanos cada 100 familias, frente a la proporción de 5,39 en Grado, o de 10,57 para el conjunto de Asturias. La superficie foral es anecdótica, apenas el 0,44% de la superficie de la muestra y limitada a dos vecinos del lugar de Foxo, Diego Díaz con 7,25 dd.bb. sobre un total de 21,25 dd.bb. declarados, y Diego López con 1,37 dd.bb. sobre 25,22 dd.bb. declarados. El coeficiente de correlación entre cabezas de vacuno y miembros de la unidad familiar es de 0,495; entre terneros y novillos y miembros de la unidad familiar de 0,550; sin embargo, el coeficiente de correlación entre la superficie de prado y pascón y la dimensión familiar es de 0,191, mientras que entre el ganado vacuno y la superficie de prado y pascón es de 0,725. Antídoto desinhibidor en PORLAN, Alberto, Los nombres de Europa, Madrid, Alianza - Fundación Juanelo Turriano, 1999, pp. 23-30. Aproximaciones a la casuística toponímica del centro de Asturias: GARCÍA ARIAS, Xosé Lluis, Pueblos asturianos: El porqué de sus nombres, Gijón, Alborá Llibros, 2000 (2ª ed.); ídem, Propuestes etimolóxiques (1975-2000), Uviéu, Academia de la Llingua Asturiana, 2000; CONCEPCIÓN SUÁREZ, Julio, Toponimia lenense (Origen de algunos nombres en torno al Valle del Huerna), Oviedo, Real Instituto de Estudios Asturianos, 1992; ídem, Diccionario toponímico de la Montaña Asturiana (etimológico), Oviedo, KRK Ediciones, 2001; GONZÁLEZ Y FERNÁNDEZ-VALLÉS, José Manuel, Toponimia de una parroquia asturiana (Santa Eulalia de Valduno), Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1959; NEIRA MARTÍNEZ, Jesús, El Habla de Lena, Oviedo, Instituto de Estudios Asturianos, 1955. Ejemplos de los 64 topónimos de étimo sin atributo vivo: Alguera, Azamandi, Beigo, Bein, Bendies, Boguina (próximo a las oscuras buelgas, bolguinas y bolgachinas de otros concejos), Cadapera, Canadán, Castón, Comadal, Etygo, Faltrón, Farandera, Galvana, Galmanón, Ingulo, Laguiar, Llosmaín, Llancos, Loín, Lueyo, Musmurgas, Piedra del Moz, Rafranal, Rafaldo, Salyes, Tarano, Tergo, Todos, Toygo, Unjil, el Zire. Y siguen vallezuelos y hondonadas, Vegaredonda, Vegadonga, Vegalonga, Veiga, Valle, Vallín, Vallina, Oyín, Fondón, Fuejos, Foxo, Ojo, Foja, Fosa finalmente. A su vez quiebros y estrechamientos en Sorribafrecha, Gargantilla, Talla, Solatalla, Puerto, o lugares grandes y hundidos, u hoquedades como Alcuviella, Cueva, Cobaya, Cubiella, Cuvilla, Cubielles (su étimo en covacueva o cubus-cuba). Cuandia nueva y Cuenna nueva refieren espacios estrechos, y comparten étimo con las Conquiellas (de concham y conchulam a cuñas, cuiñas y coañas). Y cuetos (colina peñascosa) y cotos (terreno acotado), en Coto, Cueto del Ángel, Entrequetos, Cotosa, la Cotariella, Socotariello. Corujas, la Azorera o Zorera, Llovezno, el Carbayo del Lobo, o la Armada como lugar de caza. Carbaión, y Carbain, si bien a la par que carbayu o roble, existe un étimo próximo en la voz carba, como terreno común de monte bajo apto para pastizal (D.R.A.E.). Otros: Castañedo, Castañal, Cerezal, Pumariega, Endrigo, Fresno, Nisal, Abedul, Figueras, Nocedín, Pisquera, Salzes, Salguera (salicem, salgar, sauce), Teyera, Texera, Tejera (teyera, como topónimo, alude a hornos de teja o a una agrupación de tejos, entonces, propiamente texera). El libro real no registra fitotopónimos vinculados a acebos y hayedos, caso de los actualmente vigentes como Acibidiellu, Acibioleya, Acebones, Acebal, la Faya, salvo unos Jardín y Jarduca, castellanizados en su ortografía, y con origen en el diminutivo de sardón (acebo), sardín. URÍA RÍU, Juan, «La toponimia de busto en el N.O. peninsular», en Los vaqueiros de alzada y otros estudios. De caza y etnografía, Oviedo, Biblioteca Popular Asturiana, 1976.
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Murias, Sobremurias, Muros, Canto de Murias, nos remiten a paredes, cierros de piedra y muros derruidos, si bien por extensión también pueden ser alusivas a pedreros del entorno, y otro tanto sucede con Castro, Castrón, Castrillón, Castrillín, asociados a muretes y conjuntos de piedras pero también a pedreros. La toponimia menor describe también la morfología de las heredades: Pradón, Prado Redondo, el Pradón Nuevo, el Redondón, la Rondiella, la Rionda, la Arrionda, Arrondes, la Larga, Llargara, la Llonga, Llongares, la Estrecha, la Fondera, la Llana, Solallana, las Enanas, las Nanas, la Obscura, y las Retuertas como piezas enmarañadas. Como lugar de plantones tenemos Lantero y la Peviquera. Heredades llamadas de la Faza (haza), de la Faja (faja, franja), Baragana, las Baragañas (su étimo en la vara de los repartos), Vara, Varionda, a la par que vara de hierba (a este almiar, el topónimo Almer), que nos remiten a las piezas de una hoja de cultivo, u otras heredades llamadas de la Quinta, Quintana, Quintanas, o Soquintana, en referencia genérica a las explotaciones en redondo. Sobrelallosa, Llosa aluden a espacios cerrados (clausam). La topografía montuosa está atravesada por caminos difíciles (atención, que por mal camino no se llega a buen pueblo) donde surgen topónimos viarios como Cruces, Cruz, Cruzadas, lugar del Camín, Sobrelcamín, Caleya, Calleja, y la Carril. Posadorio, Soposadoiro, Posadiello, Posadiella, Aparada, que remiten a espacios para hacer un alto en el camino, o los alusivos a posiciones relativas (la Pasada) o compuestos con la voz cabo: Cabo la Puente, Dacaelcabo, así como los vados en Baurial o Baureal. Villaruiz, Garciapelay, sitio que se dice Diego arias, Huerta de Antón. Casos de Capilla, la Capiella, Traslaiglesia, la Cabana, la Cabanayedra, el Cabañón, de la Granja, Mazón, Pisón, el Molín Nuevo, el Calero, el Malato, los Pontones. Las clases 2ª, 4ª y 5ª contienen algunos pequeños huertos de producción continua, que las Verificaciones del Catastro evalúan en un total de 9,37 dd.bb. (1,96 dd.bb. de buena calidad, 6,83 dd.bb. de mediana calidad y 0,58 dd.bb. de ínfima calidad). Las clases 2ª, 4ª y 5ª corresponden en su mayor parte a la rotación bianual de escanda y maíz y habas y la clase 7ª a la rotación de escanda y habas negras. Las clases 3ª, 6ª y 8ª corresponden a hierba de corta de guadaña, de dos o una pación. La distribución de la muestra se corresponde en líneas generales con la distribución de los valores totales que revelan las Verificaciones: 1ª clase 9,08 dd.bb.; 2ª clase 46,52 dd.bb.; 3ª clase 83,33 dd.bb.; 4ª clase 258,31 dd.bb.; 5ª clase 227,41 dd.bb.; 6ª clase 22,16 dd.bb.; 7ª clase 167,29 dd.bb.; 8ª clase 269,25 dd.bb.; 9ª clase 20,33 dd.bb.; 10ª clase 798,08 dd.bb.; 11ª clase (manzanos) 1,25 dd.bb. y 12ª clase (robles) 19 dd.bb. Distribución a partir de 129,96 dd.bb. ubicados expresamente en una ería, cortinal o mortera, de ellos 91,41 de cereal y 38,55 de prado. Son: Aparada, Arguimina, Artelin, Barguero, Barredo, Bustiello, Canadan, Carbayo (morteras de arriba y abajo), Cascayal, Castillon, Castro (morteras de Arriba y Abajo, y morteras de Llano del Nocedo y del Llano de Pumar), Conquiellas, Corrada, Corrola, Cubiella, Cubieras, Cuesta, Eyro, de la Faza del Medio, las Formigosas, Fuente de la Plata, Hero, Indrigo, Ingulo, la Frecha, la Granja, la Nisal de Foxo, la Rionda, la Roza, las Quartas, las Quintanas, las Llamas, Llano, Llargara, los Muros, Valles, Mormirgal, la Muela, Parajuas, Pedellal, Pezo, de la Puente, Puerto, Reicucha, Río Seco, Roxada, Rozamayor, Salgueiro, Sobrepeña, Sotolon, Terreiro y Traslaiglesia.
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Los comerciantes de la Carrera de Indias en la Sevilla del siglo XVIII: el diseño notarial de sus fortunas y estatus León Carlos Álvarez Santaló Antonio García-Baquero González Universidad de Sevilla
Introducción La invitación para colaborar en el volumen homenaje con motivo de la jubilación del profesor Barreiro Mallón, notorio investigador y afectuoso amigo de tantos años, nos da ocasión de insistir en una línea de investigación en la que venimos trabajando desde hace ya más de veinte años con la finalidad de tratar de poner en pie el complejo andamiaje que los inventarios post mortem de la sociedad sevillana del siglo XVIII dan de sí. Hasta ahora, en publicaciones sucesivas, hemos ido dibujando radiografías socioeconómicas precisas sobre los comerciantes sevillanos en general, la nobleza titulada, el artesanado y el clero secular1. Nos ha parecido oportuno en la presente ocasión centrar nuestra atención en un segmento especialmente significativo de la sociedad sevillana de la época, los cargadores a Indias, que venía acaparando desde el siglo XVI el carácter paradigmático del poder socieconómico, tanto por el nivel aparente de sus fortunas como por su impacto en el imaginario social, en la construcción de un arquetipo representativo del fenómeno de ascenso de estatus que el descubrimiento de las Indias y sus repercusiones económicas fue modelando en la Sevilla del Antiguo Régimen. A estas alturas parece innecesario recordar que aunque de facto se trata de comerciantes resulta evidente que socialmente fueron mucho más que eso, hasta el punto de aproximarse tanto a la nobleza que en la práctica pudieron confun273
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dirse con ella por los esfuerzos que intencionadamente ellos mismos realizaron por conseguirlo y por las facilidades que la propia opinión social les prestó para ello. Ya un contemporáneo y fiel observador de los hechos, Tomás de Mercado, en el último tercio del siglo XVI comentaba a propósito de estos comerciantes sevillanos que «sus haciendas y caudales han crecido sin número. Hase ennoblecido y mejorado su estado, que hay muchos entre ellos personas de reputación y honra en el pueblo, de quienes con razón se hace y debe hacer gran cuenta», añadiendo que «los mercaderes con apetito de nobleza han trabajado de subir, estableciendo y fundando buenos mayorazgos»2. Abundando sobre este mismo particular, R. Pike se hace eco también del fenómeno al afirmar: «elegantes casas, tumbas espléndidas y una educación de calidad para sus hijos eran cosas que formaban parte del estilo de vida cultivado por los comerciantes sevillanos. Aunque este exhibicionismo exigía grandes cantidades de dinero los mercaderes sevillanos no parecían encontrar dificultades en mantenerse en un nivel que llegó a estar muy cercano del de la nobleza»3. El problema inicial que el análisis de tal grupo comporta es la maraña de construcciones tópicas, literarias e historiográficas, sobre lo que eran y representaban, identificando a estos comerciantes desde el siglo XVI hasta nuestros días como semidioses de los metales preciosos, emparentados directamente con la suerte y con el nivel más alto de la admiración y la solvencia económica urbanas y, en ese sentido, con la consistencia necesaria para convertirse en prototipos de ficción de frecuente y reiterada presencia en el teatro y la novelística de la época. A este respecto, por ejemplo, Diego de Agreda y Vargas en una de sus Novelas morales y ejemplares (Madrid, 1624), cuya acción transcurre en Sevilla, relata las aventuras amorosas de un «riquísimo mercader, llamado Juan de la Casa, cuyo hidalgo trato tenía robadas las voluntades de aquella ciudad, porque era hombre que … sabía con mucho gusto socorrer las más apretadas necesidades, y era asimismo tan cortés y puntual en su palabra que ella sola era de todos más estimada que la escritura de los más acreditados de su oficio»4. También Luis de Góngora en su comedia Las firmezas de Isabela, refiriéndose a uno de sus protagonistas, Galeazo, insiste en los caracteres de riqueza y dignidad de los mercaderes de la Carrera proclamando: «No pisó un tiempo las Gradas/ ni ahora pisa la Lonja/ mercader de más caudal/ ciudadano de más honra/ que Galeazo en Sevilla»5. De hecho, se puede decir que a finales del siglo XVI y en la primera mitad del XVII, de Cervantes a Lope de Vega, pasando por M. Alemán, V. Espinel, B. Mateo Velázquez, G. Céspedes y Meneses, A. Castillo Solórzano o Suárez de Figueroa, es difícil no encontrar esta tipología presente aunque, a veces, no necesariamente como modelo de prestigio social sino como caricatura del derroche de fortunas adquiridas al calor del comercio con Indias. En cualquier caso, lo que resulta de este tipo de extrapolaciones es la tendencia a resolver las características del sector en una individualización extremosa a la que se pretende responsabilizar de la naturaleza toda del conjunto. De este modo, utilizando personas reales
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como síntesis modélicas, se englobaba en ellos a todos los del mismo sector en un trabajo de sinécdoque que, si contiene la suficiente brillantez como para hacerlos atractivos, carece en cambio de la información precisa y rigurosa que las actas notariales dan de sí respecto a los mismos. El cronista Alonso de Morgado fue uno de los primeros en contribuir a este tipo de «construcciones» cuando, refiriéndose a uno de estos mercaderes, afirmaba que «pudo comprar tres buenas villas alrededor de Sevilla y casando una hija suya con un Señor de Título darle como dote doszientos y cuarenta mil ducados, quedándole, como dizen, el brazo sano para mayores importancias»6. Su modelo estaba calcado probablemente de la figura real de Juan Antonio Corzo Vicentelo, quien, efectivamente, había casado a su hija con el conde de Gelves y al que se le presumía un capital de 1.600.000 ducados7. Evidentemente el conjunto no respondía necesariamente a estas desaforadas y mitificadas individualidades, de lo que ya avisa la propia R. Pike advirtiendo que «un estudio de los testamentos e inventarios de propiedades que pertenecían a los mercaderes sevillanos sugiere que había muchos matices en sus riquezas y que solamente unos cuantos de ellos dejaron herencias que oscilaban entre los 200.000 y los 400.000 ducados … los comerciantes de menos categoría dejaban cantidades comprendidas entre los 20.000 y los 100.000 ducados»8. Efectivamente, en la misma dirección E. Lorenzo Sanz, aunque al referirse a los Jorge nos recuerda que en el momento de su quiebra su fortuna se calculó en 490.000 ducados, estima que los capitales de la mayoría de estos mercaderes debería situarse por debajo de los 20.000 ducados9. Visto lo visto, parece clara la importancia socioeconómica de estos comerciantes sevillanos de la Carrera pero también, al mismo tiempo, la niebla que los envuelve si hay que descender a los niveles documentados de sus fortunas, inversiones y modos de vida. Precisamente es lo que este trabajo pretende clarificar, si bien para un periodo muy alejado de los esplendores del siglo XVI, como el siglo XVIII, en el que, como es bien sabido, Sevilla había perdido la capitalidad de la Carrera y con ella, supuestamente, la mejor coyuntura de enriquecimiento de sus protagonistas. Decimos supuestamente porque, como a continuación se demostrará, los resultados minuciosos del análisis de sus fortunas inventariadas no desmiente, en modo alguno, los mimbres con los que entonces se construyó la opinión social y el paradigma a los que ya hemos aludido.
1. Caracterización general de la muestra La muestra objeto de nuestro estudio la integran un total de 63 inventarios post mortem correspondientes a otros tantos «cargadores» o comerciantes de la Carrera de Indias10. Esta cualificación está garantizada bien porque así se hace constar expresamente en el propio inventario o bien porque sus nombres aparecen en la reconstrucción de la matrícula de los «cargadores a Indias» sevillanos
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elaborada por A. Heredia Herrera para el periodo 1700-178411 o en la relación de los miembros fundadores del «Consulado Nuevo» (Marítimo y terrestre), creado en 178412. Evidentemente, el primer problema que se suscita es el del valor representativo de esta muestra. De entrada, si utilizamos como marco de referencia los 1.023 «cargadores» sevillanos que contabiliza A. Heredia, es evidente que nuestra muestra constituye una fracción mínima de ese total (exactamente, el 6,1%); pero, si la referencia fuese el total de comerciantes sevillanos del siglo XVIII cuyos inventarios post mortem controlamos, concretamente 289, el valor representativo de la muestra se situaría en el 21,8%, cifra mucho más satisfactoria; pero es más, si lo comparamos no con el total de los comerciantes que poseen inventarios sino con el grupo integrado por los comerciantes al por mayor, que suman un total de 160 (es decir, prescindiendo de los 129 que corresponden a los «comerciantes de tienda abierta o de reventa») y que, con toda obviedad, constituyen el segmento mercantil que con más propiedad puede identificarse con los comerciantes de la Carrera, el nivel de representatividad de nuevo vuelve a incrementarse hasta el 39,3%, valores que ya resultan eficazmente funcionales. Tal vez sea este el momento apropiado para introducir alguna matización respecto a las distintas denominaciones que acabamos de mencionar. En líneas generales, desde la institucionalización de la Carrera, el termino «cargador» se utilizaba para designar a todos aquellos que registraban y cargaban mercancías con destino a Indias, por más que, hasta casi finales del siglo XVII y al menos en la terminología oficial, la denominación más recurrente y que va a prevalecer es la de «mercader tratante en Indias», tal y como aparece en distintos documentos de la época y especialmente en la solicitud de 1543 para la creación del Consulado o Universidad de cargadores a Indias o en la real provisión de 1556 por la que se confirmaban sus Ordenanzas. Es más, el conocido tratadista de la Carrera J. Veitia Linaje comenta que «por lo antiguo se llamaban comúnmente mercaderes tratantes en la Carrera de Indias los que se empleaban en este exercicio, que después con más propiedad se llaman cargadores»13. Con todo, si nos atenemos a lo que se desprende de los distintos capítulos de las Ordenanzas del Consulado en los que encontramos referencia a la figura del «cargador» (capítulos 22, 27, 46, 54 y 55) observamos que dicho término se emplea siempre como sinónimo de persona que «registra y carga» en la Carrera, con independencia de que perteneciese o no al Consulado. De este modo, el término parece de mayor amplitud que el de «mercader tratante en Indias» que aparecería así como un fragmento de los cargadores pero, integrados en la matrícula del Consulado, constituyendo de hecho el grupo de los auténticos profesionales del comercio de la Carrera. Esta digamos «superioridad» sobre el simple cargador puede corroborarse por el hecho de que es a ellos a quienes las Ordenanzas consulares exigen que reúnan una serie de requisitos legales, tales como ser naturales de estos reinos; casado, viudo o mayor de 25 años; tener casa propia en Sevilla; no
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ejercer como criado o escribano ni tener tienda pública de oficios. En cualquier caso, en 1686 y en virtud de real cédula se produjo la fusión de la figura del «cargador» con la del «mercader tratante en Indias», matizándose que para «ser tenidos por cargadores» se requería tener consignadas a su nombre «en cinco años a esta parte … partidas de registro hasta en la cantidad de doscientos mil maravedís». A partir de entonces, el término «cargador» se equiparó, pues, oficialmente al de comerciante matriculado y el propio Consulado o «Universidad de mercaderes» cambió su denominación por la de «Universidad de cargadores a Indias»14. A su vez, conviene asimismo aclarar que, junto a los que a partir de ahora comienzan a llamarse «cargadores», existen otros individuos que en la documentación oficial se les denomina «cargadores-hacendados» y «hacendados-cargadores o cosecheros». En el primer caso se trata de comerciantes que poseían propiedades agrícolas cuyas producciones comercializaban y en el segundo de propietarios agrícolas que introducen en el mercado americano, gracias a un privilegio perfectamente tipificado en la Carrera, el denominado «tercio de frutos de la tierra», una parte de su producción agrícola. Por lo que respecta a las otras dos denominaciones utilizadas líneas más arriba, se suele entender como «comerciantes de tienda abierta o de reventa» tanto a quienes venden al menudeo las mercancías adquiridas a los comerciantes al por mayor como a los integrantes de los distintos gremios que ponen en el mercado sus propias producciones, de modo que la tienda constituye para ellos el núcleo básico y fundamental de su actividad mercantil; por su parte, el comerciantes al por mayor puede definirse como aquel que vende sus productos «en almacén o lonja cerrada, en forma de frangotes y lías, empacados y embarrilados, sin utilización del mostrador», insistiéndose, en algún otro momento, como nos aclara A. Heredia Herrera, que esta venta por mayor había de entenderse «por piezas con cabo y cola, es decir, enteras y no fraccionadas y que el peso había de establecerse por arrobas y las cuentas por gruesas»15. Volviendo ahora a nuestra muestra y a su significación parece innecesario repetir de nuevo la reflexión sobre el valor estadístico de las muestras inventariales y de los totales con los que se relacionan que ya publicamos en trabajos anteriores16. Lo que resulta pertinente en esta ocasión recordar es que el segmento sociológico que estos 63 inventarios iluminan no disponía, hasta el momento, por supuesto para Sevilla pero tampoco para la capital oficial de la Carrera en esta misma época, Cádiz, de un volumen de información tan clarificador como el que se desprende de esta muestra17. Es verdad que en un trabajo publicado en 1980 ofrecimos el análisis de 113 inventarios de comerciantes sevillanos correspondientes al periodo 1780-1834; pero, al respecto conviene advertir que en ellos se incluyeron todas las categorías del sector (es decir, minoristas, comerciantes sin otra cualificación, mercaderes y comerciantes al por mayor), quedando diluida, entonces, la caracterización de aquellos comerciantes a Indias que contenía la muestra18. De hecho, la única referencia explícita a la caracteri-
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zación del sector que nos ocupa está contenida en una síntesis sobre la Carrera de Indias publicada en 1992, pero en ella sólo se utilizan 14 de los 63 inventarios que comprende nuestra muestra actual19. Partiendo, pues, de esta situación y entrando directamente en la información cuantitativa que nos proporcionan nuestros 63 inventarios podemos comenzar a disecarla ordenadamente para concluir, con posterioridad, en los perfiles sociológicos que nos interesan. Precisamente a lo largo de la exposición de las cifras ellas mismas irán resaltando la funcionalidad de la muestra y su representatividad fundamentada sobre los volúmenes que los distintos parámetros manifiestan. El primer dato relevante a consignar es el correspondiente al capital activo que contienen: 97.019.038 reales de vellón. Para tener una idea de lo que significa este volumen de capital podría ser útil reseñar que el capital activo total controlado por los 545 inventarios correspondientes a comerciantes en general de que disponemos para el periodo 1700-1834 es de 334.311.810 reales de vellón; de esta última cifra, 289.005.200 pertenecen a los calificados como grandes comerciantes (265 inventarios) y 45.306.610 a pequeños comerciantes (280 inventarios). Por tanto, de estos primeros datos resulta que nuestra muestra equivale al 29% del total del capital comercial del periodo señalado y al 33,6% del correspondiente a los grandes comerciantes. Puede asimismo tener interés, en todo caso, comparar este volumen de capital controlado por nuestros 63 comerciantes de la Carrera de Indias con el perteneciente a otro segmento social de alta cualificación económica como el nobiliario; en tal caso obtenemos que 97 inventarios de nobles referidos al citado periodo de 1700 a 1834 (prácticamente un tercio más que el de nuestros comerciantes) acumulan un volumen de capital ligeramente inferior: 92.024.290 reales de vellón. A su vez, las cifras que acabamos de relacionar nos indican que el capital activo medio de estos 63 comerciantes de la Carrera es de 1.539.984 reales de vellón, y en esta dirección puede resultar también indicativo reseñar que para el conjunto del comercio, en el señalado periodo de 1700-1834, dicho capital es de 613.416 reales de vellón, para el grupo de los grandes comerciantes de 1.090.585 y para la nobleza de 948.704. Por consiguiente, todo ello significa que el capital activo medio de un comerciante de la Carrera supera al de los comerciantes en general en un 151%, al de los grandes comerciantes en un 41,2% y al de los nobles en un 62,3%. Retomando el capital activo global de estos 63 comerciantes de la Carrera, veamos seguidamente cómo se distribuyen en una escala convencional de menor a mayor volumen de capital que, sin duda, nos permitirá advertir los diferentes niveles de riqueza dentro del grupo que, con toda evidencia, resulta heterogéneo. Precisamente en la búsqueda de este objetivo nos ha parecido útil establecer una pirámide de siete escalones que parte de un mínimo entre cero y cien mil reales y alcanza un máximo de entre cuatro y ocho millones de reales:
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CUADRO 1 Niveles Capital 0-100.000 100-250.000 250-500.000 500-1.000.000 1-2.000.000 2-4.000.000 4-8.000.000
Nº Invent. 1 9 14 8 11 16 4 63
% sobre Total 1,59 14,28 22,22 12,70 17,46 25,40 6,35 100
Total Activos 26.975 1.689.906 4.845.930 5.790.655 15.483.954 44.476.394 24.705.224 97.019.038
% sobreTotal 0,03 1,74 5,00 5,97 15,96 45,84 25,46 100
En una primera aproximación a los resultados del cuadro adjunto constatamos la existencia de dos grupos muy equilibrados cuya línea divisoria se establece en el millón de reales; en efecto, 32 inventarios (50,8% del total) se sitúan por debajo de dicha cantidad y 31 (49,2%) por encima de la misma. Tal divisoria tiene sentido si recordamos que, como hemos señalado con anterioridad, en torno a esa cifra se movían tanto el capital medio del conjunto de los comerciantes al por mayor de la época como el de la nobleza. Sin embargo, ese equilibrio se rompe cuando hacemos intervenir el volumen de capital activo controlado por uno y otro grupo, ya que, frente al 12,7% del total que acumula el grupo inferior al millón, el superior acapara el 87,3% restante. Esta diferencia se podría matizar de forma aún más significativa si hacemos intervenir el capital medio de la totalidad de la muestra y que, como se recordará, se situaba en torno al millón y medio de reales (1.539.984 reales). En tal caso se obtiene que el 62% de los inventarios que están por debajo de dicha media (39 inventarios) posee el 21% del capital activo total, en tanto que el 38% restante que se sitúa por encima de la media (24 inventarios) dispone del 79% de dicho total. De este modo y a pesar de que se trata de un colectivo relativamente homogéneo, caracterizado por la solidez de sus fortunas, no deja de perfilarse una minoría destacada como, por otra parte, nos ha venido sucediendo en todos los análisis de los sectores sociales realizados hasta ahora sobre la muestra general de 1882 inventarios20. En cualquier caso, esta situación podrá corroborarse y perfilarse si descendemos a un estudio más pormenorizado de la composición estructural de estos capitales.
2. La estructura del capital activo Como resulta evidente, la primera aproximación debe hacerse atendiendo a la distribución del capital en bienes muebles e inmuebles. El resultado es que el 83% de todo el capital está constituido por bienes muebles (80.542.177 reales
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de vellón) y el 17% restante por bienes inmuebles (16.476.861 reales de vellón). El resultado no puede sorprendernos habida cuenta de las peculiaridades sociológicas del grupo y su escala de valores respecto a la funcionalidad del capital. Por otra parte, cuando analizamos la estructura del capital comercial sevillano en el tránsito del siglo XVIII al XIX ya tuvimos ocasión de comprobar una situación prácticamente idéntica: entonces los bienes muebles representaban el 78,9% y los inmuebles el 21,1% restante. Esta apreciación general podemos confirmarla en el cuadro siguiente en el que se recoge esta misma distribución del capital en cada uno de los subgrupos resultantes de la ordenación del capital total por niveles: CUADRO 2 Total Act. 26.975 1.689.906 4.845.930 5.790.655 15.483.954 44.476.394 24.705.224 97.019.038
T. B. Muebles 26.975 1.414.047 3.922.003 4.999.346 11.780.019 36.883.260 21.516.527 80.542.177
% Total 100 83,68 80,93 86,33 76,08 82,93 87,09 83,02
T. B. Inmuebles 0 275.859 923.927 791.309 3.703.935 7.593.134 3.188.697 16.476.861
% Total 0 16,32 19,07 13,67 23,92 17,07 12,91 16,98
Como queda claramente reflejado, los bienes muebles se sitúan por encima del 80% en todos los grupos salvo en dos casos, uno que coincide con el único inventario situado en el escalón inferior de nuestra pirámide y en el que constituyen la totalidad del capital y otro en el que alcanzan el 76%; a la inversa, los bienes inmuebles en todos los grupos en los que constan quedan por debajo del 20%, salvo en el último al que acabamos de referirnos en el que se eleva hasta el 24%. Una vez vista esta primera distribución del capital activo en sus dos grandes apartados, parece imprescindible proceder a un desglose pormenorizado de cada uno de ellos, comenzando por los bienes muebles, en los que hemos distinguido, de acuerdo con su funcionalidad previsible, un total de 22 partidas:
LOS COMERCIANTES DE LA CARRERA DE INDIAS EN LA SEVILLA DEL SIGLO XVIII...
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CUADRO 3 Conceptos Dinero efectivo Plata labrada Joyas Vales reales Acciones Deudas favor Muebles Menaje Carruajes Ropa familiar Ropa doméstica Despensa Obras arte Biblioteca Oratorio Producción agrícola Ganadería Aperos agrícolas Mercancías Letras Utillaje negocio Esclavos Total B. M.
Rs. Vellón 12.351.015 1.355.234 3.522.802 1.079.586 228.874 29.458.459 768.565 172.028 200.170 262.760 267.757 76.409 250.271 34.729 48.637 2.177.203 1.663.452 371.162 24.944.294 1.246.713 55.307 6.750 80.542.177
% sobre B. M. 15,33 1,7 4,37 1,34 0,28 36,6 0,95 0,21 0,24 0,32 0,33 0,09 0,31 0,04 0,06 2,7 2,06 0,46 31 1,54 0,07 0,00 100
% sobre Act. 12,73 1,4 3,63 1,11 0,24 30,36 0,79 0,18 0,21 0,27 0,28 0,08 0,26 0,04 0,05 2,24 1,71 0,38 25,71 1,29 0,06 0,00 83,02
Las cifras resultantes manifiestan, con absoluta claridad, que los capítulos realmente decisivos en esta organización del capital mueble son, por este orden: las deudas favorables (36,6%), las mercancías (31%) y el dinero en efectivo (15,3%), que representan en conjunto prácticamente el 83% del total; ese porcentaje podría aún elevarse razonablemente hasta el 87% si a las deudas favorables se le añaden las letras de cambio y los productos agrícolas a las mercancías. El protagonismo de estas partidas resulta absolutamente coherente con el tipo de actividad económica del grupo. En efecto y de entrada, no puede extrañarnos lo más mínimo que entre los bienes muebles de un comerciante de la Carrera ocupen un lugar de privilegio los géneros en existencia (mercancías de todo tipo y productos agrícolas, fácilmente asimilables por la cualidad de cosecheros de algunos de ellos) y los débitos a favor (deudas favorables y letras de cambio). Por lo que respecta al dinero en efectivo y su aparentemente desmesurada cuantía puede interpretarse en un doble sentido: por una parte parece evidente suponer que responde a la necesidad mercantil de un alto nivel de liquidez y en ese
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sentido podría considerarse como un instrumento más de la inversión comercial, incluido en su caso una más que probable práctica prestamista dada la ausencia de instituciones financieras en la Sevilla de la época; sin embargo, por otra, podría también sugerir un determinado modo de vida que respondería a los estímulos de un atesoramiento en metales preciosos y máxime cuando, con cierta frecuencia, los inventarios se refieren a bolsas de piel y cofres con monedas de oro y plata. En cuanto a las partidas que corresponden al hábitat y nivel de vida cotidiano (plata labrada y joyas, muebles y menaje, ropa familiar y de la casa, despensa, carruajes, obras de arte, biblioteca, oratorio y esclavos) y que representan el 8,62%, coinciden también con el nivel socioeconómico previsible del grupo de acuerdo con las fortunas consignadas; desde luego, las partidas de mayor calado corresponden a las joyas y la plata labrada que, entre ambas, suman el 6% y que bien podrían remitirnos de nuevo a la tendencia al atesoramiento antes aludida como una forma posible de inversión o bien a la puesta en valor de su carácter simbólico como la exhibición suntuaria de un estatus privilegiado. En esta primera aproximación a vista de pájaro, quedan aún por reseñar, de una parte, las partidas dedicadas a la ganadería y a los utillajes y, de otra, a los instrumentos de «inversión financiera» que representan los vales reales y las acciones. Por lo que se refiere a las primeras, que representan el 2,5% del total del capital mueble, el capítulo fundamental corresponde a la ganadería (él sólo representa el 2%), y revisado el detalle de los inventarios al respecto encontramos dos tipos de ganado de muy distinta funcionalidad: por una parte los tradicionales rebaños de ovejas, borregos y carneros, que podrían dar lugar a un comercio lanero, y por otra el ganado de labor y de carne, representado respectivamente por centenares de yuntas y múltiples puntas de ganado bovino integradas igualmente por centenares de reses. Las segundas, por su parte, constituyen el 1,5% con desproporción evidente en este caso a favor de la inversión en vales reales, que casi quintuplica a la de las acciones. Para concluir conviene asimismo reseñar que utilizando el total del capital activo, como referencia de la importancia proporcional de las partidas que acabamos de mencionar, no haremos sino confirmar absolutamente cuanto queda dicho: en efecto, el capítulo fundamental integrado por las deudas a favor, los géneros en existencia y dinero en efectivo suponen el 72,3% de dicho capital, en tanto que partidas tan razonablemente importantes para la vida cotidiana como las referidas a los contenidos de la vivienda, incluidas la plata labrada y las joyas, sólo representan el 7,2% y todo lo demás (ganadería, aperos, vales reales y acciones) apenas un 3,5%. Pasemos ahora al apartado de los bienes inmuebles, cuyo resumen aparece en el cuadro siguiente.
LOS COMERCIANTES DE LA CARRERA DE INDIAS EN LA SEVILLA DEL SIGLO XVIII...
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CUADRO 4 Conceptos Tierras Edificaciones rústicas Casas Inmuebles negocios Censos / Oficios Total B. I.
Reales Vellón 6.855.310 1.420.122 5.404.418 865.711 1.931.300 16.476.861
% sobre B. I. 41,61 8,62 32,8 5,25 11,72 100
% sobre Act. 7,07 1,46 5,57 0,89 1,99 16,98
Como muestran los datos, en este caso el capítulo sustantivo lo constituyen las tierras y sus correspondientes edificaciones rústicas cuyo valor equivale al 50,2% del total de los bienes inmuebles, seguido inmediatamente por las viviendas y los inmuebles urbanos de negocios (fundamentalmente almacenes) que conjuntamente significan el 38%, en tanto que los censos y oficios suman el 11,7% restante. El claro protagonismo de las tierras en este apartado nos está indicando que, con seguridad, una parte sustancial de estos comerciantes son al mismo tiempo hacendados, como ya lo sugería la presencia de productos agrícolas y de ganadería en el apartado de los bienes muebles; pese a todo conviene tener en cuenta al respecto que el significado de esta partida en el conjunto de su capital activo sólo supone el 8,5% del total, porcentaje prácticamente idéntico (8,4%) al que alcanzan conjuntamente los inmuebles urbanos (casas y locales de negocios) y los censos y oficios. Esta distribución del capital activo puede matizarse con alguna eficacia poniéndola en relación, en primer lugar, con la que obtuvimos en su momento para el conjunto del comercio sevillano y para el de los comerciantes al por mayor dentro de ese conjunto en el periodo 1780-1834. En cualquier caso, conviene señalar que para una correcta comparación ha sido necesario reagrupar algunas de las rúbricas que aparecen en el cuadro de los comerciantes de la Carrera de modo que puedan coincidir así con las que utilizamos en aquella ocasión21. Concretamente y en esta dirección, para los bienes muebles las 22 que aparecen en el cuadro nº 3 han quedado reducidas a ocho (dinero en efectivo; vales reales y acciones; plata labrada y joyas; muebles, menaje, carruajes y ropas; obras de arte, libros y oratorios; mercancías, productos agrícolas y ganadería; deudas a favor y letras; aperos agrícolas y utillaje del negocio) y las cinco de los bienes inmuebles a tres (tierras y edificaciones rústicas; casas y locales de negocios; censos y oficios). Realizada, pues, la correspondiente puesta en relación de los datos, y partiendo de la constatación de que los referidos a los comerciantes al por mayor y los del conjunto del comercio en general apenas si ofrecen diferencias significativas, los resultados que se obtienen son los que se reflejan en el cuadro siguiente.
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CUADRO 5 Conceptos
Bienes Muebles Dinero efectivo Vales+Acciones Plata+Joyas Mobiliario+Ropas Arte+Libros Mercancías Deudas a favor Aperos+Utillaje Totales Bienes Inmuebles Propiedades rústicas Inmuebles urbanos Censos+Oficios Totales
Comerciantes Carrera Siglo XVIII % sobre B. M 15,3 1,6 6,1 2,1 0,4 35,7 38,1 0,7 100
Conjunto comercio 1780-1834 % sobre B. M 24 18,6 3,3 2,6 0,2 13,5 37,3 0,5 100
Comerciantes al por mayor 1780-1834 % sobre B. M 25,4 21,6 3,6 1,9 0,2 11,7 35,2 0,4 100
% sobre B. I 50,2 38,1 11,7 100
% sobre B. I 29,5 63,2 7,3 100
% sobre B. I 35,9 54,9 9,2 100
Como puede comprobarse existen algunas diferencias llamativas y que afectan tanto a los bienes muebles como a los inmuebles, especialmente en aquellas partidas que hemos denominado privilegiadas en ambos casos. Efectivamente, para los bienes muebles, mientras que en los comerciantes de la Carrera las mercancías constituyen el 35,6% del total de los mismos, para el conjunto del comercio lo hacen solamente en un 13,5% y para los comerciantes al por mayor en un 11,7%; a su vez, el dinero que en los primeros representa el 15,3% en los otros dos grupos significa el 24 y el 25,4% respectivamente; asimismo y por lo que respecta a la inversión en vales reales y acciones vuelve a repetirse esta misma situación sólo que mucho más acentuada, ya que, si en los comerciantes de la Carrera tan sólo suponía un 1,6% en estos otros dos bloques se eleva hasta el 18,56% y 21,6%; finalmente, la rúbrica de las deudas favorables mantiene en los tres grupos un valor muy similar: 38,1%, 37,3% y 35,2%. El significado de estas diferencias parece indicar que en tanto que para los comerciantes de la Carrera las mercancías en existencia constituyen un capítulo fundamental de su inversión, en los otros dos grupos lo son en cambio el dinero en efectivo y los vales reales. Ello podría sugerir un espíritu comercial más arriesgado en los hombres de la Carrera y un mayor conservadurismo en el comercio en general y al por mayor. En efecto, la presencia de tanto dinero
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líquido en estos dos últimos grupos, en los que llega a alcanzar prácticamente una cuarta parte de sus bienes muebles, confirma la hipótesis de una práctica prestamista de cierta notoriedad que aprovecha el vacío en la ciudad de auténticas instituciones bancarias; por lo que respecta, a su vez, a la importante significación de los vales reales en estos mismos grupos insiste en el carácter conservador de sus poseedores, si bien conviene recordar que su aparición en el mercado se produce en unas fechas muy tardías del siglo XVIII, lo que en cierto sentido podría explicar su escasa presencia en los inventarios de los comerciantes de la Carrera22. Por lo que se refiere a los bienes inmuebles las diferencias se centran en el distinto peso que alcanzan las propiedades rústicas y las urbanas en cada caso: mientras que para los comerciantes de la Carrera las primeras suponen la parte sustancial de todos estos bienes (50%), para el comercio en general y para los mayoristas esta prioridad la constituyen los inmuebles urbanos (63,2% y 54,9% respectivamente). Ello parece apuntar, con cierta verosimilitud, a una mayor predilección por el negocio agrícola como complemento de su actividad mercantil entre los comerciantes de la Carrera (recordemos la presencia entre ellos de un buen número de hacendados-cosecheros) que, en cambio, en el resto del comercio se sustituye por el negocio inmobiliario. En todo caso, a la hora de valorar este distinto comportamiento, tampoco debe prescindirse de una cierta tendencia a los valores de representación y estatus social que lleva aparejada la posesión de la tierra, sobre todo cuando podemos constatar que las partidas de mayor valor en esta dirección se encuentran en los inventarios de niveles más altos de fortuna, como tendremos ocasión de comprobar más adelante. Un segundo nivel de matización para los resultados obtenidos en la distribución de los bienes muebles e inmuebles en nuestros comerciantes de la Carrera nos lo debe de proporcionar el análisis de este esquema de distribución atendiendo a los distintos niveles de capital que con anterioridad han sido diseñados. Con objeto de evitar una atomización excesiva (y en cuanto tal poco funcional) hemos agrupado los siete niveles en dos grandes bloques que entendemos como especialmente útiles: el de los inventarios que acumulan capitales por debajo del millón de reales de vellón y el de aquellos otros que oscilan entre el millón y los ocho millones. Los resultados son los que aparecen recogidos en el cuadro de la página siguiente. A la vista de esta cifras y por lo que se refiere a los bienes muebles lo primero que hay que destacar es la muy similar tendencia que en su distribución ambos bloques manifiestan con respecto a la del conjunto que estamos tratando; ello puede testarse con toda eficacia si atendemos a las partidas que hemos considerado de mayor relevancia, a saber, el dinero en efectivo, las mercancías en existencia y las deudas favorables, ya que el valor de las mismas se sitúa en los tres casos por encima del 80% del total de dichos bienes muebles (80,78% para el
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CUADRO 6
Conceptos Dinero efectivo Plata labrada Joyas Vales reales Acciones Deudas a favor Muebles Menaje Carruajes Ropa familiar Ropa doméstica Despensa Obras arte Biblioteca Oratorio Produc. Agrícola Ganadería Aperos agrícolas Mercancías Letras Utillaje negocio Esclavos Total B. M.
Tierras Edif. rústicas Casas Inmueb. negocios Censos / Oficios Total B. I.
0-1.000.000 Reales vellón % sobre T.B.M 1.661.644 16,03 244.427 2,36 836.011 8,07 147.698 1,42 74.250 0,72 3.478.464 33,57 343.712 3,32 29.516 0,29 13.175 0,13 95.946 0,93 64.844 0,62 5.248 0,05 55.280 0,53 13.078 0,13 2.137 0,02 93.379 0,9 18.372 0,18 24.328 0,23 3.138.047 30,28 21.165 1.650 10.362.371
0,2 0,02 100
Reales vellón
% sobre T.B.I 29,18 4,38 52,58 7,96 5,9 100
580.909 87.217 1.046.880 158.549 117.540 1.991.095
1-8.000.000 Reales vellón % sobre T.B.M 10.689.371 15,23 1.110.807 1,58 2.686.791 3,83 931.888 1,33 154.624 0,22 25.979.995 37,02 424.853 0,6 142.512 0,2 186.995 0,27 166.814 0,24 202.913 0,29 71.161 0,1 194.991 0,28 21.651 0,03 46.500 0,07 2.083.824 2,97 1.645.080 2,34 346.834 0,49 21.806.247 31,07 1.246.713 1,78 34.142 0,05 5.100 0,01 70.179.806 100
Total C.Carr. Reales vellón % sobre T.B.M 12.351.015 15,33 1.355.234 1,7 3.522.802 4,37 1.079.586 1,34 228.874 0,28 29.458.459 36,6 768.565 0,95 172.028 0,21 200.170 0,24 262.760 0,32 267.757 0,33 76.409 0,09 250.271 0,31 34.729 0,04 48.637 0,06 2.177.203 2,7 1.663.452 2,06 371.162 0,46 24.944.294 31 1.246.713 1,54 55.307 0,07 6.750 0 80.542.177 100
Reales vellón
Reales vellón
6.274.401 1.332.905 4.357.538 707.162 1.813.760 14.485.766
% sobre T.B.I 43,32 9,2 30,08 4,88 12,52 100
6.855.310 1.420.122 5.404.418 865.711 1.931.300 16.476.861
% sobre T.B.I 41,61 8,62 32,8 5,25 11,72 100
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grupo de activos inferiores al millón de reales; 88,2% para los que oscilan entre el millón y los ocho millones y 87,17% para la totalidad de los 63 comerciantes de la Carrera que integran nuestro estudio). En cualquier caso, y partiendo del protagonismo indiscutible de dichas partidas, se pueden apreciar algunas pequeñas oscilaciones en el valor porcentual de cada una de ellas con respecto al modelo del conjunto, pero que vienen obviamente provocadas por el peso preponderante que en dicho modelo tienen los inventarios de mayor nivel económico. Por lo que atañe a otras partidas de menor significación pero, en todo caso, interesantes para constatar los distintos «estilos» de vida, encontramos que existen ciertas diferencias perceptibles: así, en el ajuar doméstico (muebles, menaje, carruajes y ropas familiar y doméstica) los inventarios de menor nivel económico duplican con creces su valor porcentual tanto respecto a los de mayor nivel como a los del conjunto de la muestra (5,25% frente a 1,6% y 2,05%); por lo que se refiere a la plata labrada y las joyas sucede prácticamente otro tanto, ya que mientras que en los primeros estas partidas alcanzan el 10,4% del total de sus bienes muebles, en los otros dos grupos se sitúa en el 5,4% y en el 6% respectivamente. Estas diferencias parecen apuntar a un comportamiento sociológicamente esperable: a nivel menor de fortuna la «inversión» en ajuar doméstico y en metales preciosos tesaurizables o funcionales resulta superior. Pasando ahora al apartado de los bienes inmuebles sí encontramos diferencias de mayor significación. En efecto, atendiendo, en primer lugar, a las propiedades rústicas y urbanas, constatamos que en tanto que los inventarios de mayor nivel reproducen prácticamente el modelo general al dedicar a la propiedad rústica un 52,5% y a la urbana un 35%, los de menor nivel invierten esa proporcionalidad aplicando un 33,6% a la propiedad rústica y un 60,5% a la urbana; este comportamiento viene, pues, a corroborar lo que ya sugerimos líneas atrás sobre la tendencia a acumular propiedades agrícolas por parte de los comerciantes de mayor nivel de fortuna y, por el contrario, la de refugiarse en la renta inmobiliaria urbana por aquellos de inferior estatus económico. Por lo que se refiere, a su vez, a los censos-oficios, como era de esperar, el valor porcentual de su presencia tanto en el conjunto de los comerciantes de la Carrera como en el grupo de mayor nivel de capital duplica con cierta holgura al de menor nivel (11,7% y 12,5% frente a 5,9%). En cualquier caso, las tendencias que acabamos de constatar en el análisis precedente pueden ocultar peculiaridades específicas cuando descendemos al examen pormenorizado de cada uno de los grupos que con anterioridad se han establecido, en función de los niveles de activo y al diagrama resultante de la distribución de sus bienes muebles e inmuebles en las distintas partidas que los componen. Su detalle puntual puede comprobarse en el cuadro siguiente, del que nos atendremos únicamente a destacar los aspectos más llamativos de esos diagramas.
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CUADRO 7 Conceptos B. Muebles
0-100.000 100-250.000 250-500.000 500-1.000.000 1-2.000.000 2-4.000.000 4-8.000.000 % sobre
% sobre
% sobre
% sobre
% sobre
B. M.
B. M.
B. M.
B. M.
12,47
17,45
16,02
5,25
2,80
7,82
Dinero efectivo Plata labrada Joyas
27,24
% sobre
% sobre
B. M.
B. M.
B. M.
12,33
15,00
17,23
1,21
1,92
1,33
1,83
8,37
7,8
5,20
3,16
4,23
0,93
2,74
0,19
1,34
0,38
0,06
0,40
33,95
28,72
37,45
37,43
36,9
37,00
3,94
2,61
0,95
0,75
0,17
0,23
0,18
Vales reales
2,95
Acciones Deudas a favor Muebles
48,23
3,22
Menaje
5,77
0,71
Carruajes Ropa familiar
0,34
0,10 0,24
0,54
0,24
0,06 0,38
1,62 1,88
0,60
0,29
0,47
0,18
3,71
0,03
0,04
0,04
0,55
0,02
Obras arte
0,83
1,02
Biblioteca
2,52
Ropa doméstica
Oratorio Produc. agrícola
3,35
Ganadería
0,40
0,50
0,33
0,27
0,27
0,08
0,18
0,06
0,01
0,05
0,05
0,18
0,05
0,02
1,18
3,14
3,29
2,32
3,23
1,38
3,51
0,74
0,60
0,17
23,85
34,44
29,26
8,02
0,82
0,15
0,04
0,08
0,02
0,38
Aperos agrícolas
0,77
0,19 0,30
11,70
Despensa
0,80
0,43 0,21
0,07
1,72
Mercancías
26,00
34,38
28,44
Letras Utillaje negocio
0,93
Esclavos
B. Muebles
0,01
0,03
0,04
100
100
100
100
100
100
100
% sobre
% sobre
% sobre
% sobre
% sobre
% sobre
% sobre
B. I.
B. I.
B. I.
B. I.
B. I.
B. I.
Tierras
B. I.
25,10
52,83
2,98
50,89
51,35
15,39
Edif. rústicas
31,62
14,17
10,64
Casas
32,49
79,42
31,51
34,35
Inmueb. negocios
10,79
16,27
3,43
2,30
12,71
1,36
53,64
100
100
Censos / Oficios 100
35,58 11,59
1,33
100
100
100
18,26
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El primero de ellos, con toda evidencia, es el carácter absolutamente diferenciado que en el conjunto del cuadro manifiesta el esquema de la distribución de los bienes muebles en el nivel más bajo, es decir de cero a 100.000 reales de capital activo, nivel que como se recordará está representado por un solo inventario. En él, el conjunto de los bienes que integran el ajuar doméstico junto con las joyas alcanzan el 86,2% de todos esos bienes muebles, en tanto que en el resto de los niveles esas partidas en el mejor de los casos sólo representan el 14,3% y en el peor el 4,8%. A reseñar igualmente la ausencia absoluta en el mismo de las tres partidas que hemos considerado como protagonistas, a saber, dinero en efectivo, deudas a favor y mercancías en existencia. Por lo que se refiere al resto de los niveles su distribución se atiene sin sorpresas a lo ya comentado en el cuadro anterior, salvo pequeños matices que afectan normalmente a dos parámetros que suelen relacionarse de una forma inversamente proporcional: el dinero en efectivo de una parte y, de otra, o las mercancías o las deudas a favor. En efecto, en el nivel de 250 a 500.000 reales, el dinero en efectivo alcanza el máximo porcentaje de todos los niveles (17,45%) en tanto que, por el contrario, las deudas a favor representan el mínimo (28,7%); una proporción similar encontramos en el nivel inmediatamente superior en el que si el dinero en efectivo alcanza el 16% las mercancías sólo el 28,4%; y todavía esta tendencia sigue apareciendo no sólo en el siguiente nivel (12,3% para el dinero y 23,8% para las mercancías, mínimo absoluto del cuadro) sino incluso en el más alto de todos ellos (17,2% y 29,3% respectivamente). Respecto a los bienes inmuebles, constatada su inexistencia en el nivel inferior de capital, en el resto de los niveles, como ya venimos observando, sí se aprecian en su distribución diferencias significativas: la más llamativa, sin lugar a dudas, es el peso espectacular de los censos y oficios en el nivel de los capitales más alto en el que alcanzan el 54% de dichos bienes, en tanto para los otros niveles esa partida sólo representa en el mejor de los casos 11,6%; asimismo habría que destacar que ese máximo de los censos y oficios se corresponde en dicho grupo con la mínima representación de la propiedad rústica, tan sólo un 15,4%, lo que contradice la tendencia observada ya con anterioridad de que la mayor cantidad de inversión en este tipo de propiedad se producía en los inventarios con niveles más altos de capital activo, si bien tal anomalía aparece compensada, razonablemente, por el hecho de que es también en esos niveles en los que, con toda lógica, se producen las más frecuentes y mejores oportunidades para invertir en censos y la compra de oficios públicos. Por lo que se refiere a la proporcionalidad en los restantes niveles entre propiedades rústicas y urbanas se marca una clara tendencia a que la propiedad rústica supere a la urbana, salvo en el nivel de 500.000 a 1.000.000 de reales en el que dicha tendencia se quiebra absolutamente al alcanzar esta última el 96% de todos los bienes inmuebles. Finalmente, otra forma significativa de matización podría consistir en detectar la participación de cada uno de los grupos en las distintas partidas o rúbricas
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en que hemos distribuido tanto los bienes muebles como los inmuebles, tal y como aparece en el siguiente cuadro en el que se han realizado para simplificar aquellas agrupaciones de partidas que parecían más eficaces. CUADRO 8 Conceptos Bienes Muebles
0-100.000 100-250.000 250-500.000 500-1.000.000 1-2.000.000 2-4.000.000 4-8.000.000 % Total
Dinero efectivo Plata+Joyas
0,15
% Total
% Total
% Total
% Total
% Total
% Total
1,43
5,54
6,49
11,76
44,77
30,01
3,79
8,98
9,23
17,20
33,91
26,74
Vales+Acciones Deudas a favor
0,57
16,39
3,44
27,80
51,80
1,56
3,67
6,10
17,44
45,30
25,93
13,36
11,14
21,16
35,47
11,76
Ajuar doméstico
1,07
6,03
Bienes culturales
0,27
4,33
6,35
10,17
20,23
37,34
21,3
0,89
0,22
22,90
30,63
45,37
5,14
5,24
23,73
1,08
13,45
6,67
17,78
% Total
% Total
Ganadería Aperos agrícolas
6,55
Mercancías
1,53
Utillaje negocio Esclavos B. Inmuebles
% Total
% Total
23,46
60,10
9,89
11,72
51,31
25,05 6,40
4,66
50,67
31,11
44,44
% Total
% Total
% Total
Prop. rústicas
1,89
5,90
0,28
29,12
56,88
5,93
Prop. urbanas
1,90
5,24
12,08
20,64
44,39
15,75
5,54
0,54
5,35
88,56
Censos / Oficios
Comenzando por los bienes muebles, y como puede fácilmente comprobarse, la parte del león de casi todas las partidas se concentra fundamentalmente en los dos grupos de mayor nivel económico (de 2 a 4 y de 4 a 8 millones): concretamente en seis de ellas (dinero en efectivo, vales reales y acciones, deudas favorables, ganadería, aperos agrícolas y mercancías) acaparan entre ambos por encima del 70% del total de las mismas, con porcentajes que oscilan entre un mínimo del 70% y un máximo del 80%; en otras tres (plata y joyas, bienes culturales y utillaje del negocio) en torno al 60% y sólo en las dos restantes (ajuar doméstico y esclavos) se sitúan ligeramente por debajo del 50%. De hecho, es en el nivel de 2 a 4 millones donde se registran los mayores porcentajes de la práctica totalidad de las partidas (siempre por encima de un tercio de las mismas y en tres casos con más de la mitad), con las únicas excepciones de los vales reales y las acciones y de la ganadería que acumulan sus máximos en el nivel de 4 a 8 millones, nivel este último en el que, en cambio, conviene destacar la escasa significación que adquieren partidas como el ajuar doméstico y el utillaje propio del negocio así como la total ausencia de esclavos. Por lo que se refiere a
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los restantes niveles tal vez merezca la pena resaltar el protagonismo relativo que adquieren en ellos algunas partidas, como sucede con el utillaje propio del negocio en el nivel de 100 a 250.000 reales (23,7%); los esclavos en el nivel de 250 a 500.000 reales (17,8%) o esta última partida junto al ajuar doméstico, los bienes culturales, la ganadería y los aperos agrícolas en el nivel de 1 a 2 millones de reales (en todos los casos siempre por encima del 20%). En cuanto a los bienes inmuebles lo primero que salta a la vista, como era de esperar, es que el 88,5% de los censos y oficios lo acapara el nivel más alto; por lo que se refiere a las dos partidas restantes se vuelve a repetir el protagonismo al que hemos aludido líneas atrás del grupo de 2 a 4 millones de reales, señalando en todo caso que el grupo de 1 a 2 millones supera en la inversión en este tipo de propiedades al de mayor nivel de activo.
3. Los pasivos y la liquidez Una vez analizado el volumen y la distribución funcional de los capitales activos de estos comerciantes parece lógico hacer una referencia, por escueta que resulte, al problema de la liquidez de dichos capitales. Es decir, complementar cuanto ya sabemos sobre la funcionalidad del capital y la mentalidad transparentada en las distintas inversiones con el dato, en modo alguno accesorio tratándose de hombres de negocios, del éxito constatable de tales inversiones. Para ello o, lo que es lo mismo, para establecer la liquidez efectiva de estos capitales tendremos en cuenta, como hemos hecho en otras ocasiones, la diferencia entre los activos y su resultante final, una vez descontados los pasivos inventariados. Tales pasivos gastos se han subdividido en dos bloques diferentes en función de su propio significado socioeconómico: de una parte el que puede denominarse «pasivo primero o contable» compuesto por las deudas contraídas por el sujeto a lo largo de su trayectoria comercial y existentes en el momento de su muerte y por los censos y tributos que pesan sobre su patrimonio; ambas partidas representan una merma real en el activo inventariado; de otra, el que hemos llamado «pasivo segundo», integrado por todos los gastos que acompañaron a su muerte o que se produjeron con posterioridad, es decir en el tiempo transcurrido entre aquella y el momento de realización del inventario; nos referimos concretamente tanto a los gastos que ocasionó el óbito como a las mandas pías, legados testamentarios, etc. y que sin tener una incidencia real en el capital inventariado reducirán la fortuna transmitida. De este modo para responder a la pregunta de ¿cuánto capital existía?, el primer pasivo es condicionante; para la de ¿qué quedó después de la muerte?, es el segundo el que aporta la evaluación definitiva. Gracias a esta división de los pasivos estamos en condiciones de poder distinguir, a su vez, dos tipos diferentes de capitales líquidos: uno primero, que es el que realmente dejó el inventariado una vez saldadas las deudas
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contraídas y uno segundo o de partición, que es el que efectivamente se distribuyó entre los herederos después de deducidos los gastos contraídos con motivo de su muerte y los correspondientes a su voluntad testamentaria. El nivel de liquidez es bastante alto: supone un 86,5% de los activos, si nos atenemos a descontar exclusivamente el pasivo primero, de modo que los capitales líquidos «contables» de los 63 inventarios suman 83.950.488 reales de vellón frente a los 97.019.038 que alcanzan los activos controlados; caso de hacer intervenir el pasivo segundo, dicho nivel de liquidez baja ligeramente hasta situarse en el 84,3% (81.794.714 reales de vellón). Al respecto ya se puede afirmar la importancia decisiva en esta situación del peso del pasivo primero frente al segundo. En efecto, mientras que aquel se eleva hasta los 13.068.550 reales de vellón, este sólo lo hace a 2.149.774 reales, lo que pone de manifiesto una circunstancia perfectamente coherente con la actividad de los inventariados. Del mismo modo, y refiriéndonos exclusivamente al pasivo primero, convendría también señalar que las deudas en contra se erigen en él en la partida protagonista por excelencia, ya que suponen, con 12.746.264 reales de vellón, el 97,5% de todo ese pasivo. Dicha cantidad se encuentra repartida entre un total de 40 inventarios, 16 con activos por debajo del millón de reales y 24 con activos superiores a dicha cifra, sumando las deudas de los primeros 1.346.143 reales de vellón (10,6% del total) y las de los segundos 11.382.121 reales (89,4% del total). A su vez, tal vez podría resultar útil observar con algún pormenor en qué medida las deudas en contra más espectaculares inventariadas deterioran los activos a los que corresponden. Tomando en consideración deudas en torno al millón de reales se obtienen los siguientes datos: de los seis inventarios que las contienen, sus porcentajes respecto a sus activos correspondientes oscilan desde un 94,5% en el más grave de los casos hasta un 28% en el menos notorio, pasando por un 55%, un 42,5%, un 39,3% y un 34,2%. Como se advierte en estas situaciones más llamativas los capitales a los que afectan quedan gravemente comprometidos. La situación del alto nivel de liquidez a la que aludimos líneas atrás resulta estadísticamente bien fundada y resiste el examen particularizado en la práctica totalidad de los inventarios, hasta el punto de que tan sólo uno de los 63 (el correspondiente al inventario de Pedro de Olazábal, que aparece registrado como cargador en las matrículas de 1724, 1730 y 1744 y que fue realizado en 1755) arroja un saldo negativo; concretamente, frente a un activo de 392.879 reales de vellón, sus deudas suman 582.440 reales, lo que da como resultado un líquido defectivo por valor de 189.561 reales de vellón. No es esta la única atipicidad de la que debemos ocuparnos. Una segunda la constituye la ausencia de uno o de los dos pasivos en los distintos inventarios. Efectivamente, 9 de los 63 inventarios no hacen constar pasivo alguno; 23 sólo consignan el pasivo primero; 9 sóut:lo el pasivo segundo y, finalmente, 22 dan cuenta de ambos pasivos. Obviamente
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no podemos tener información cierta sobre la razón de tales ausencias; en el caso del pasivo primero resulta bastante probable que no existiera, ya que, de lo contrario, su ocultación afectaría gravemente al patrimonio heredado con las consecuencias previsibles en el ámbito de los herederos; caso distinto es el del pasivo segundo, al menos en lo que se refiere a los gastos ocasionados por el óbito que deberían figurar en todos los inventarios salvo que hayan sido sufragados de modo inmediato con el dinero existente en el domicilio familiar, circunstancia que habría evitado detraerlo del balance final del capital. En cualquier caso, esta notable «salubridad» financiera de los capitales que componen nuestra muestra parece que debe matizarse atendiendo a la agrupación en distintos niveles de capital activo que ya se ha establecido con anterioridad, por si ello diera de sí alguna precisión relevante al respecto. Los resultados quedan recogidos en el siguiente cuadro. CUADRO 9 Niveles Act.
Nº Invent. Total Activos Pasivo 1º
0-100.000
1
26.975
100-250.000
9
1.689.906
126.556
250-500.000
14
4.845.930
1.062.351
8
5.790.655
237.846
500-1.000.000
Líquido 1º % Liquidez Pasivo 2º
Líquido 2º % Liquidez
26.975
100,0
1.563.350
92,5
8.681
26.975
100,0
1.554.669
92,0
3.783.579
78,1
127.867
3.655.712
75,4
5.552.809
95,9
79.452
5.473.357
94,5
1-2.000.000
11
15.483.954
2.786.154 12.697.800
82,0
220.937 12.470.863
80,5
2-4.000.000
16
44.476.394
6.181.264 38.295.130
86,1
729.318 37.565.812
84,5
4
24.705.224
2.674.379 22.030.845
89,2
983.519 21.047.326
85,2
97.019.038 13.068.550 83.950.488
86,5
2.149.774 81.794.714
84,3
4-8.000.000 Totales
63
De entrada, como puede fácilmente apreciarse, con respecto a la liquidez media establecida en el 86,5%, y prescindiendo del primer grupo integrado por un sólo inventario, hay tres grupos que se sitúan claramente por encima de la misma (los activos comprendidos entre 100.000-250.000 reales, entre 500.0001.000.000 y entre 4.000.000-8.000.000), un cuarto que prácticamente la iguala (el correspondiente a los activos situados entre los 2.000.000 y 4.000.000) y otros dos que están claramente por debajo de ella (el grupo de 250.000-500.000 y el de 1.000.000-2.000.000). A la vista de los datos aquí reseñados no se aprecia con claridad ninguna tendencia significativa que establezca una regla o norma de cumplimiento general que relacione los niveles de activo con el grado o nivel de liquidez. En este sentido parecía lógico esperar que a los capitales más altos correspondiera un menor porcentaje de liquidez y a la inversa, en la medida en que la mayor capacidad de endeudamiento por una parte y, también, de gastos post mortem por otra debería estar relacionada con los niveles de activos.
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Efectivamente, un simple cálculo nos demuestra que los activos inferiores a un millón de reales sólo acumulan el 10,7% del total de las deudas y el 10% de los gastos post mortem, mientras que el 89,3% y el 90% restantes de dichas deudas y gastos corresponden a activos por encima del millón de reales. Sin embargo, y pese a ello, hay dos grupos que rompen esta posible norma: entre los capitales situados por encima del millón de reales el grupo de 4-8.000.000, con un grado de liquidez claramente superior a la media (89,2%), y entre los capitales inferiores al millón de reales el grupo entre 250-500.000, con el porcentaje de liquidez más bajo de la muestra (78,1%). Frente a estas «anomalías», el resto de los grupos sí responden a esa norma, como lo demuestra el hecho de que los porcentajes más altos de liquidez (95,9% y 92,5%) corresponden a activos por debajo del millón de reales.
4. Una mirada pormenorizada a los modos de vida y peculiaridades del negocio En la línea de sucesivas matizaciones de la aritmética básica en la que nos venimos moviendo, parece que puede resultar de especial interés introducirnos ahora en los contenidos ejemplificadores que nos proporcionan los inventarios sobre lo que existe detrás de las cifras de algunas de las rúbricas más representativas del hábitat cotidiano, los gustos y las peculiaridades del gasto social que comporta el modus vivendi del grupo. Con alguna evidencia las rúbricas elegidas serán preferentemente aquellas cuya cuantificación nos ha llamado la atención por su volumen desmesurado y también las que dejan transparentar con mayor claridad el carácter de los inventariados y de su diseño del negocio. Por tratarse de comerciantes de alto bordo y especializados en el tráfico de la Carrera de Indias, la ruta de los metales preciosos y de las piedras preciosas, no puede extrañar la presencia abrumadora en sus inventarios de joyas y plata labrada con las que, precisamente y por eso mismo, iniciaremos este recorrido. Como ya hemos comentado en alguna otra ocasión, la joya posee la peculiaridad de aglutinar respuestas al menos a tres estímulos: el de la posesión de riqueza, de arte y de objetos irrepetibles y exclusivos. La riqueza es testimonio de posición, de éxito y con ellos de poder; el arte poseído testimonia «clase» y gusto; el exclusivismo es afirmación de superioridad e individualización. Otra peculiaridad que tienen las joyas es que representan también la respuesta óptima a un estímulo básico: su fácil exhibición o, lo que es más cierto, la fácil exhibición de las tres características anteriores. La joya resulta así una magnífica maqueta de riqueza, preeminencia, gusto y exclusividad que se lleva puesta y a la que añade, llegado el caso, la posibilidad de convertirse en un elemento de liquidez económica por venta o pignoración. Por su parte, la plata labrada alude exclusivamente a los objetos funcionales que constituyen lo que hoy denomina-
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ríamos el servicio de mesa y sus complementos (cubertería, platos, vasos, jarras, bandejas, lavamanos, candelabros, etc.) y que prestan un doble servicio: el de su ya aludido uso para la mesa y también el de signo de estatus, aunque en este último caso no tanto frente al conjunto de la sociedad cuanto ante los propios iguales, huéspedes o comensales cotidianos. Habida cuenta de todas estas características, no es, pues, de extrañar, su presencia, valor y variedad en todos los inventarios. Por de pronto conviene precisar que de los 63 inventarios que integran nuestra muestra sólo tres no incluyen estas partidas. A su vez habrá también que reseñar que el valor total que alcanzan las mismas en los 60 inventarios que las poseen asciende a 4.878.036 reales de vellón (de ellos, 1.355.234 corresponden a plata labrada y 3.522.802 a joyas) que equivalen al 5,2% del total de los activos de dichos inventarios. Por otra parte, y puesto que ya hemos utilizado para otras matizaciones la división de la muestra en distintos grupos según sus niveles de activos, aplicando tal división a estas partidas obtenemos que, como era de esperar, el bloque de más de un millón de reales acumula el 78% del valor de toda la plata y las joyas consignadas. Como ejemplos ilustrativos de lo que contienen estas partidas, hemos seleccionado un total de cinco inventarios que nos han parecido suficientemente representativos de los distintos niveles y variedades de esta acumulación suntuaria. De entre ellos, el del total más alto en estas partidas corresponde a D. Juan Eusebio García Negrete, prior del Consulado en 1706 y cuyo inventario está fechado en 1716. Ambas partidas suman en él 764.400 reales de vellón, que equivalen al 26,1% del total de su capital activo (que ascendía a 2.927.937 reales de vellón) y de los que 710.980 corresponden a joyas y 53.420 a plata labrada. Respecto a las primeras llama poderosamente la atención una característica que resulta atípica en relación con los contenidos más frecuentes de esta rúbrica y que suelen ser la enumeración de piezas de orfebrería: nos referimos a la presencia abrumadora de perlas sueltas en «papeles» y bolsas (que a veces están guardados en gavetas de escritorios), hasta el punto de reunir un total de 559 perlas con un valor de tasación de 538.960 reales, es decir el 76% del total de las joyas. En este conjunto espectacular, en el que se explicita que las hay en forma de calabaza, almendra, redondas, largas, pinjantes, etc., destacan, a su vez, siete valoradas en 350.000 reales; y a todas ellas habría, además, que añadir los pendientes, collares y pulseras compuestos exclusivamente de perlas y de entre los que sobresalen unas pulseras «de nueve hilos cada una» y un collar con 42 perlas y una calabaza valoradas en 70.000 y 20.000 reales respectivamente. A su vez, el inventario consigna otras joyas de orfebrería (zarcillos, sortijas, corbatas, broches, pulseras, etc.) entre las que resaltan una «joya grande de oro, con 181 diamantes», valorada en 6.000 reales, unos zarcillos de oro con 28 diamantes y dos perlas que valen 8.000 reales, dos sortijas de oro y diamantes tasadas
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en 5.000 reales y dos tejos de oro en 19.200 reales. En cuanto a la plata labrada, que no aparece en este caso pormenorizada en piezas sino únicamente evaluada en marcos y onzas, se consigna dividida en plata blanca y plata dorada y se valoran, respectivamente, en 36.620 y 16.800 reales. Si utilizamos ahora otro ejemplo, el que nos proporciona D. José Felipe Maestre, fallecido en 1729 y cuyo inventario se realizó en 1733, constatamos que estas partidas se elevan a 414.125 reales de vellón (es decir, el 9,6% del total de su capital activo que sumaba 4.306.293 reales de vellón), de los que 261.281 corresponden a joyas y 152.844 a plata labrada. Con relación a las primeras, y a diferencia del anterior en el que, como hemos visto, las perlas constituían la parte del león de esta rúbrica, en éste encontramos una extraordinaria variedad de piezas con un muestrario muy amplio tanto de joyas relacionadas con la devoción religiosa como de las de ornato indumentario para uso masculino y femenino. Efectivamente, entre las primeras, muy abundantes por cierto, encontramos crucifijos y cruces de oro con perlas, esmeraldas, cristal, diamantes, coral y palo santo; rosarios de mano y de cuello, de oro y de plata con pedrerías (granates, perlas, diamantes y venturinas), algunos de ellos con reliquias embutidas; relicarios y vitrinas con imágenes de muy distintas advocaciones (desde San Francisco al Espíritu Santo, pasando por el Ecce Homo, San Antonio, Santa Rosa de Lima, San José, San Pedro de Alcántara, Santa Ana, la Concepción, Nª Sª de los Dolores, la Soledad y la virgen del Pilar), muchas de las cuales son de oro esmaltado o de plata sobredorada con perlas finas, nácar, venturina o piedras semipreciosas. Entre las segundas hallamos zarcillos y pendientes de oro con diamantes, esmeraldas, aguacates, rubíes, perlas, amatistas y esmaltes; alfileres de oro con diamantes y amatistas; lazos-corbata de oro con diamantes y esmaltes; broches de oro y diamantese:, entre los que resalta uno con un gato hecho de una perla y 35 diamantes; pulseras, cadenas y collares de oro y perlas; «escarbadientes» de oro con diamantes y rubíes, uno de ellos en forma de «pescadito»; cintillos de sombrero de oro con diamantes, granates y esmeraldas; «bejuquillos» de oro; sartas de botones y hebillas de oro con diamantes y esmaltes; espárragos de oro con perlas y diamantes; «mazetahoias» (recipiente de pie para poner flores en los altares) con zarcillos y varias «hoias» en forma de corazón, redondas o corbatitas; diversas cajas y cofrecitos de oro, plata y carey y un «azafate» (canastillo enrejado) de oro con filigranas. Atendiendo a sus valores de tasación, las piezas más importantes serían las siguientes: unas pulseras con 416 perlas valoradas en 90.000 reales de vellón; un conjunto de joyas compuesto por un aderezo de corbata con lazo y joyel, con sus zarcillos de tres cuerpos, dos broches para pulsera, seis cintillos de oro y diamantes y cuatro alfileres de oro con 893 diamantes apreciado todo ello en 47.010 reales; una cadena de oro filigrana, 7.605 reales; un collar con 57 perlas, cruz y broche de oro, 7.500; un azafate de oro filigrana, 6.660; un manojo de cadenas de oro de cordón, 5.600; dos pulseras de niña de perlas, 5.400; una «mazetahoia»
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de oro con sus zarcillos en forma de sirenita con 150 diamantes, 26 esmeraldas, 104 rubíes y algunas perlas, 4.275; dos «hoias», una en forma de corazón y otra redonda, de oro con diamantes y esmeraldas, 3.510 y 3.150 respectivamente; una sarta de botones de oro filigrana, 3.275; un par de zarcillos grandes de oro con tres colgantes y 192 diamantes, 3.195; un alfiler de oro, hechura de lazo, con 38 diamantes y una perla, 3.140 y un cintillo con siete diamantes y uno grande en el centro, 3.000 reales de vellón. Respecto a la plata labrada, este inventario tampoco ofrece demasiada información sobre piezas concretas; en el caso de una de las dos hijuelas en que se divide el inventario se limita a consignar que el adjudicatario eligió «diversas piezas» de entre las que integraban esta partida del patrimonio dejado por su padre, sin más pormenorización; en cuanto al segundo heredero se consigna que, en primer lugar, recibió «diferentes piezas de plata labrada y de filigrana» que eligió «de las que constan del inventario», en el que únicamente se recoge su peso pero no su valor y entre las que encontramos vajillas de platos y cubiertos, candelabros grandes y pequeños, jarras grandes y pequeñas, fuentes y palanganas, juegos de café y chocolate, lámparas de oratorio y algunos ornamentos de imágenes; en segundo lugar, otra partida integrada por «cofrecitos, bandejitas pequeñas, cocos engarzados, un bucarito y otras piececitas»; una tercera compuesta por «dos bufetes con sus pies y tornillos» y «una copa con su sarteneja, ocho aldabones y cuatro pies»; una cuarta, de plata dorada, con los utensilios propios de los oficios religiosos del oratorio: (cálices, platillos, vinajeras, patenas, jarros, salvillas, fuentes), un «taller» grande con todas sus piezas y «otras piececitas»; y finalmente, una quinta y última con más salvillas, jarros y vinajeras y un niño Jesús con su peana. Un tercer ejemplo sería el que corresponde a D. Domingo de Uriurtúa, muerto en 1780 y cuyo inventario se realizó en 1781. En él ambas partidas suman 192.912 reales de vellón que equivalen al 2,8% del total de su capital activo (6.781.063 reales de vellón) y de los que 114.560 reales corresponden a plata labrada y 78.352 a joyas. Comenzando por estas últimas, entre las que encontramos gargantillas, zarcillos, cintillos, broches, lazos, brazaletes, cadenas, pulseras y cruces, las piezas más valiosas serían, por orden: dos pulseras con 18 hilos de perlas tasadas en 18.750 reales; una gargantilla de diamantes sobre plata con lazo, 13.950 reales; un lazo grande de plata con diamantes, 11.850; unos zarcillos de tres pendientes de diamantes y plata con lazo, 5.550; un conjunto compuesto por gargantilla, zarcillo, dos anillos, dos broches y una aguja de oro para el pelo, 5.100; cuatro plumas y una mariposa de plata con diamantes, 3.600 y tres cadenas de oro de rositas, 2.565 reales. Por su parte, la plata labrada viene pormenorizada pieza por pieza, pero la valoración sólo se da para el conjunto de ella. Con todo, su catálogo resulta especialmente útil como representativo del contenido de esta rúbrica en las grandes fortunas y por ello lo incluimos a continuación: dos lámparas de araña, una grande y otra pequeña; doce cornucopias; un velón; dos candeleros; un juego de aseo completo que consta de dos cajas,
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dos bacías, dos jaboneras, un tarro y una palangana; vajilla de mesa con cinco docenas de cubiertos y 29 cuchillos, dos docenas de cucharillas de dulce, 40 platos de servilletas y ocho platones, tres docenas de tacillas, cuatro saleros, dos bandejitas, un taller para vinajeras, dos escupideras, una cafetera, una caja de tabaco, una taza con tapa, 18 macerinas, platito y vaso sobredorado, 4 fruteros también sobredorados, una bacía lavamanos, una palangana, seis salvillas (3 grandes y tres pequeñas), cinco fuentes labradas y dos azafates lisos; finalmente, como objetos de escritorio, dos tinteros, dos cajas para obleas, dos salvaderas y dos candeleros. Otro ejemplo en el que la plata labrada supera a las joyas es el que nos proporciona D. José Ventura Rubín de Celis fallecido en 1798 y cuyo inventario se realizó al año siguiente. En este caso, ambas partidas sumaron 110.841 reales de vellón equivalentes al 4,3% del activo inventariado (2.568.086), y de ellos 85.472 corresponden a la plata labrada y 25.369 a las joyas. Pese a su valor, tampoco en esta ocasión se especifica la plata labrada pieza por pieza, salvo 18 cubiertos que se tasan en 1.755 reales de vellón. En cuanto a las joyas las piezas más notables resultan ser: un juego con cruz, zarcillos y manecillas de diamantes y plata valorado en 6.000 reales; un espadín de oro en 4.575; tres cajas de oro en 3.993; un reloj de oro en 1.800 y un juego de hebillas de oro en 1.738 reales. Como último ejemplo tenemos el inventario de D. José Ulacia y Aguirre, cónsul del Consulado y Universidad de cargadores a Indias y miembro fundador del Consulado Nuevo de Sevilla. Dicho inventario se realizó en 1795 y en él se relacionan plata labrada por valor de 9.797 reales de vellón y joyas por 35.366, cantidades que suponen el 7,5% de su capital activo (598.526 reales de vellón). El interés de las joyas se centra en su colección de relojes, valorada en 11.840 reales de vellón y compuesta por siete de bolsillo y uno de salón. Por el interés que pueda tener respecto a la historia de esta máquina y su difusión en el siglo XVIII, ofrecemos su relación pormenorizada: «un reloj de péndola real, caja de caoba, ocho días de cuerda, segundos y minutos, su autor Ellicott» (1.000 reales); «reloj inglés con caja de oro, grabado de relieve sobrecaja verde, de repetición y despertador, montado en diamantes, rueda horizontal, de autor Ellicott, número 7.182» (6.000); «reloj de oro inglés, caja de relieve, con sobrecaja verde, montado en diamantes, número 1.909, su autor Robert Higgs» (1.000); «un reloj inglés de oro, caja lisa sobrecaja verde, su autor Edison Harpuood, sin número» (500); «reloj francés, de oro esmaltado, con sobrecaja verde, diamantes, número 1.677, de Caron» (1.300); «reloj inglés de plata, con sobrecaja de carey, número 2.507 y su autor R. Higgs» (540); «reloj de oro francés, guarnecido de jardones y esmaltado, número 8.351, su autor Dupont» (450); «un reloj de oro grabado, número 713, su autor Jodin» (450); «tres cadenas de marquesitas» (450)23. Junto a estas piezas, merece también la pena destacar: dos sortijas de brillantes, de dos y un anillo respectivamente, tasadas en 6.000 reales; cuatro
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cajas de oro, una de ellas con diamantes, valoradas en 5.218 reales y un espadín de oro liso con armas, 2.386 reales. Por lo que se refiere a la plata labrada se consignan: una escribanía (962 reales), unan bacía y jabonera (888), dos azafates (1.062), 18 cubiertos, 17 cuchillos y 32 cucharitas (3.325); ocho candeleros (360); dos escribanías (1.037); cinco bandejas (1.728) y otras piezas menores (dos mancerillas, un salero, unas angarillas y un cajoncito de tocador con varias alhajitas). Junto a la plata labrada y las joyas, otras partidas que llevan incluido un carácter de confirmación de la riqueza poseída y también de exhibición social son las correspondientes al mobiliario y menaje de las casas. Ambas partidas aparecen consignadas en la práctica totalidad de los inventarios (concretamente en 61 de los 63 que integran la muestra) y suman conjuntamente 940.593 reales de vellón que equivalen al 0,97% del total del capital activo inventariado. De dicha suma, 768.565 reales corresponden a muebles y 172.028 a menaje, si bien a este respecto conviene aclarar que hay numerosos inventarios en los que la parte correspondiente al menaje se relaciona dentro de la relativa al mobiliario. Asimismo conviene advertir que en el inventario del mobiliario se incluyen no solamente lo que hoy llamaríamos propiamente muebles, sino también la carpintería y cerrajería de la casa (puertas, ventanas, cancelas, celosías, etc.) así como cortinas, entelados de las paredes, alfombras, esteras, reposteros y velas para los patios. A semejanza de lo ya hecho con anterioridad, hemos elegido algunos ejemplos que resultarán especialmente útiles para ilustrar el nivel funcional y conceptual de estas partidas. Comenzaremos por el inventario correspondiente a D. Marcos Antonio de Andueza, socio principal de una compañía de comercio con sede en la calle Sierpes y sucursal en Cádiz, realizado en 1797 y que es el que registra el nivel más alto de toda la muestra en la valoración de estas partidas. Concretamente se consignan 71.376 reales de vellón, de los que 30.871 reales corresponden a muebles y 40.505 a menaje, si bien y con respecto a esta última cantidad debemos advertir que en ella se incluyen también bajo la rúbrica de «menaje y otros enseres de la casa y de los almacenes» piezas que realmente corresponderían a mobiliario básico de estos últimos (estanterías, tarimas, escritorios, etc.), mezcla esta que no resulta nada excepcional, como es bien sabido, en la confección de los inventarios. Del amplio listado de piezas que integran la partida de los muebles, fijaremos nuestra atención básicamente en aquellas que alcanzan una mayor valoración: así, por ejemplo, encontramos una cómoda con su «papelera» superpuesta, con cuatro cajones (dos grandes y dos chicos) y sus correspondientes cerraduras, aldabones y tiradores de plata que se tasa en 6.000 reales; igualmente un tocador con su mesa, gavetas y espejo, 3.000 reales; dos mesas de mármol con los pies tallados y dorados, 1.040 reales; 29 cornucopias con sus marcos tallados y dorados, con cordones de seda carmesí y aprestos para luces,
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4.750 reales; 48 taburetes de nogal, dorados y tallados, con asientos de rejilla, 1.440 reales, y otros 17 pequeños, igualmente dorados y con asiento de rejilla, 340; dos escritorios grandes, de tres cuerpos, con puertas de cristal y cajones, 1.800, y otros dos, pintados, 480; cuatro rinconeras para loza, 900; cuatro canapés de cuatro asientos, tallados y dorados, forrados de damasco carmesí, 1.560; 25 sillas altas «a la holandesa» y otras diez bajas, 425, y 12 sillas altas «sevillanas», 96; un catre de caobilla con respaldar y mosquitero, 300 reales. Junto a estos muebles tanto funcionales como ornamentales, como ya advertimos, aparecen también colgaduras, alfombras, arañas, esteras, espejos, cenefas, puertas, cancelas, etc. Al respecto cabría citar «una colgadura de damasco carmesí que cubre todas las paredes del estrado» y que se valora en 6.237 reales; seis espejos de distintos tamaños con marcos tallados y dorados, 2.115 reales; una alfombra para el estrado, 1.500, y ocho de paño de colores, 522; dos arañas grandes de ocho luces, 800; 50 puertas de cristales de dos hojas cada una, 4.280; dos cancelas con 50 cristales, 825; una vela para el patio con sus correderas y tirantes, 500 reales. Respecto al menaje, junto a los enseres típicos de la cocina y despensa, el apartado más importante lo constituyen cuatro tipos de vajillas y juegos de café que se especifican como de «loza de China», «loza de Valencia», «loza de pedernal» y peltre; en el primer caso se mencionan platos grandes, medianos, pequeños, redondos, cuadrilongos, entremeseros de entrada y para servilletas, con las soperas y fuentes correspondientes, hasta completar un total de 171 piezas valoradas en 3.282 reales; idéntica variedad en la loza de Valencia, integrada por 63 piezas y tasadas en 119 reales; por lo que se refiere a la loza de pedernal constituida por 146 piezas de variedades muy similares, se valora en 448 reales, mientras que la de peltre se tasa en 638 reales. Además de estas cuatro vajillas aparece la cristalería y otras piezas de vidrio con un valor de 617 reales. Como era de esperar, propietarios y fortunas tan notables no podían prescindir de una cierta acumulación domiciliar de obras de arte y libros, que coronaran su estatus económico con una brillante o al menos notable rama de laurel estético, sin que por ello tales conjuntos se redujeran exclusivamente a un parámetro tan elitista, despreciando los elementos de exhibicionismo plutocrático que, normalmente, los acompañan y condicionan e incluso el negocio que pueda representar un coleccionismo diletante. Nos ocuparemos precisamente ahora de tales bienes y, como en rúbricas anteriores, desmenuzaremos algunos ejemplos puntuales de tan excelentes usos de los patrimonios equivalentes, por cierto, a los que ya señalamos y recorrimos en sectores de importancia elitista equiparable como en el caso del alto clero24. Comenzaremos por la posesión de pinturas (cuadros, grabados, cobres y similares) y para ello utilizaremos, en primer lugar, a uno de nuestros mercaderes que, por cierto, ya utilizamos para otras rúbricas anteriores: García Negrete, inventariado en 1716. Sin contar el arte del Oratorio, que se valoró en 1.990
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reales de vellón, el inventariado en el resto de la casa se tasó en 23.466 reales de vellón, cantidad que resulta un aviso eficaz del atractivo y el consiguiente costo que la inversión, digamos artística, tuvo para estos comerciantes de la Carrera de Indias. Al pormenorizar, observamos que junto a pintores reconocidos del siglo anterior, maestros indiscutibles, también se coleccionan piezas italianas y flamencas tanto religiosas como de carácter laico (paisajes, naturalezas muertas, retratos historicistas, batallas y hasta mapas de cierta entidad junto a retratos grabados de personajes históricos). De los pintores importantes, reconocidos, se inventarían, en este ejemplo, dos lienzos de Murillo valorados en 2.100 reales de vellón, con sus marcos anchos dorados y cuyo contenido se describe como «hechuras de nuestro señor» y de los que se puntualiza que están empeñados por Ignacio de Alfaro; sus medidas, siempre en varas, como dos de ancho, escasas, y otras dos de alto, cumplidas. Un tercer Murillo, que se valora en 1.000 reales se describe como un retrato de D. Ambrosio Spínola25, con marco elaborado barroco («su moldura de juguetes y media caña negra»). El otro pintor conocido que aparece inventariado dos veces es Francisco Antolínez, citado sólo por su apellido, un eficaz y valorado pintor de la segunda mitad del s. XVII y del que, normalmente, no se especifican los contenidos de las pinturas pero sí su género; por él parece un evidente pintor de «países» y su valoración, de acuerdo con el inventario, oscila entre 30 y 100 reales cada cuadro, con sus molduras; en el inventario se refieren, concretamente, a cinco. El último pintor que se inventaría, expresamente, en este ejemplo, es Antonio Hidalgo26, del que se tasan «dos floreros de zerca» de vara y media escasa, a 60 reales cada uno. Otras características del arte contenido en este ejemplo es la abundancia de láminas de cobre flamencas; una de ellas, por cierto, se cita expresamente como «copia de Rubens» y su contenido se describe como «la Institución del Sacramento» que se valora en 200 reales de vellón. Estas láminas flamencas, de cobre, en su mayor parte enmarcadas con molduras de ébano (sic) son siempre muy caras; se anotan como «originales» y oscilan entre 300 y 1.000 reales cada pieza y hay que advertir que en este inventario se anotan, al menos, treinta. Hay también, como piezas caras, «catorce láminas de alabastro de un tercio de vara, con sus vidrios y molduras doradas» a 90 reales cada pieza; el resto es pintura devota e historicista (por ejemplo un retrato, anónimo, de Carlos II) que van rellenando los noventa apuntes del inventario para estas obras de arte. La pieza última reseñada, valiosa, es un biombo de dos varas y tercio de largo en el que va pintada «al estilo de China una batalla de navíos», que se valora en 600 reales de vellón, como se ve, un precio muy alto en relación con el valor de las pinturas de la época. El segundo ejemplo que utilizaremos, por lo que a colecciones de arte se refiere, corresponde a otro comerciante que ya tuvimos ocasión de reseñar en rúbricas anteriores, D. Felipe Maestre, de acuerdo con el inventario de 1733 que tuvimos ocasión de utilizar también, como modelo de patrimonio de plata labrada. Aquella abundancia de metal precioso se equipara ahora con una colección
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de obras de arte cuyo primer apunte es «una Nuestra Señora de la Concepción, con su peana dorada, de tres cuartas de alto de mano de Montañes», que el pintor Juan Francisco de Neira, tasador oficial del arte de este inventario, evalúa en 180 reales de vellón. Pero Felipe Maestre también tiene Murillos: «dos cuadros iguales de vara y cuarta de alto y tres cuartas de ancho de Bartholomé Murillo, el uno la huída a Exipto y el otro el nazimiento, ambos con molduras de juguetes doradas» y valorados en 1.500 reales los dos. En contra de lo que pudiera esperarse no son estos cuadros las piezas artísticas más valiosas de este inventario. Las superan, con holgura, los «catorce Países Flamencos con sus molduras de nogal», que se tasan en 1.400 reales de vellón; las «veinte láminas de cobre, inclusas en ellas cuatro, profanas, y las demás de la vida de Christo, con molduras de ébano», que se valoran a 130 reales cada una «una con otra» y tasadas todas ellas en 2.600 reales; del mismo tenor un cuadro flamenco de la Asunción (2,3 varas de alto y 2 de ancho) con molduras de juguetes doradas, «bien tratado», que se tasa en 1.200 reales; y, sobre todo, cinco cuadros flamencos «de la vida de Nuestra Señora», algo más que medianos (2,3 varas de ancho por 2 de alto), que se tasaron en 6.000 reales de vellón. El resto, con abundantes piezas de pintura devocional, en general de baja valoración (salvo dos cuadros grandes «con los misterios de la Virgen, con sus molduras de juguetes doradas», tasados en 750 reales) que alternan con algunos cuadros de retratos, paisajes y escudos de armas «de la casa» (curiosa puntualización del inventario aludiendo a un estatus social nobilizado del inventariado). La lista de arte concluye con dos biombos, «de dos hazes de varios lienzos, con dos varas cumplidas de alto y seis hojas», que se valoran, ambos, en 165 reales. El total valorado de este segmento del patrimonio artístico de Felipe Maestre, que corresponde a uno de sus dos hijos, asciende a 17.288 reales de vellón. Respecto a libros inventariados, utilizaremos, también, otros dos ejemplos, el inventario de D. José Ulacia y Aguirre, de 1795 y, de nuevo y como era de esperar, otra vez el de D. Felipe Maestre al que acabamos de referirnos, de 1733. Los libros de Ulacia, consignados en 173 títulos, se valoran en 4.872 reales de vellón; de hecho, los títulos aludidos dan de si 445 volúmenes, de los que 250 se anotan como «en pergamino». Como fácilmente puede comprenderse es imposible, en el espacio del que disponemos, reproducir el total detallado de la biblioteca, de modo que nos limitaremos a algunas puntualizaciones que creemos pueden resultar útiles. Comenzando por el valor consignado, detalle nada banal respecto al costo económico del patrimonio del sector, los títulos más caros resultan ser: los diecinueve tomos de un Año Cristiano, con sus Dominicas, tasados en 270 reales de vellón; otros diecinueve tomos de las Obras de Fray Luis de Granada, en 220 reales de vellón, y los trece tomos de la Historia Eclesiástica de Ducreux, en 225 reales de vellón. En un nivel de valoración similar encontramos, también, los quince tomos de las obras de Feijoo que valen, en este inventario, 180 reales, y una Biblia, en romance, en cinco tomos (aunque el
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inventario advierte que falta uno del Nuevo Testamento), en 400 reales. De los que se especifican como «en pergamino» hay una Historia de los Viajes, sin autor, en veinticinco tomos, que se valora en 375 reales, catorce tomos de las Obras de Torres, en 120, y diez tomos de la Geografía del Padre Murillo, en otros 120. Como referencia de otros «precios» consignados en el mismo inventario: seis tomos de Autos de Calderón, también en pergamino, se valoran en 45 reales; cuatro de la Historia del Comercio en Europa, sin autor, en 40, y nueve de Sor María de Ágreda, en 75; los cinco tomos del Viaje de Indias, de Ulloa, se tasan en 150 reales, y los cuatro, en folio, de la Historia General de las Indias, de Herrera, en 180; el Norte de la Contratación de las Indias, de Veitia Linaje, también en folio, 45 reales, y la Política Indiana, de Solórzano, 60 reales. En conjunto, los contenidos de los títulos que se inventarían no se apartan demasiado de lo ya conocido en este tipo de bibliotecas y de propietarios: un poco de historia y de geografía, con cierto interés en las de América y Europa, a veces en compendios o, también, historias específicas como, aquí, la de Méjico, de Solís (30 reales); su correspondiente muestra de Historia Sagrada (aquí, una «Monarquía hebrea con estampas» en 45 reales); abundantes muestras de literatura devota con hagiografías y liturgias variadas (aquí, San Vicente Ferrer, San Cayetano, San Francisco de Sales, los Ejercicios de San Ignacio, «el por qué de las ceremonias de la Iglesia», 12 reales, dos tomos de sermones de San Agustín, Santa Gertrudis, o las Epístolas de San Pablo); las imprescindibles gotas de interés económico (dos tomos de «Elementos del Comercio» en 14 reales, «El Comercio de Holanda», unas «Consideraciones sobre la Hacienda de España» y otras «Epístolas Económicas», junto a cuatro tomos de «Intereses de Francia», en 16 reales, o el «Comercio y Fábricas de Ulloa» y el «Proyecto Económico» de Ward, sin olvidarnos de dos tomos de un «Compendio General de las Contribuciones» a 8 reales. Por último, y como libros más o menos inesperados, cinco tomos de una «Ciencia de Cortes», en 100 reales, tres tomos de la «Historia Universal», de Bossuet, 12 reales, o los dos tomos de las «Aventuras de Telémaco» en 6 reales; un Quijote, 10 reales, una «Ciencia Cristiana» en cuatro tomos, 24 reales, o una mitología en dos tomos de «Teatro de los Dioses», a 12 reales; la «Vida del Sutil Scoto», 16 reales, y un sorprendente volumen de «Premios de la Academia Española» (sic), en 24 reales. Respecto a la «biblioteca» de Maestre, como ahora veremos, es algo peculiar por sus características. En primer lugar su tasación inventarial fue realizada por un experto notorio, «Jacobo De Herbe»27, un afamado librero sevillano del siglo XVIII, bien conocido y mejor relacionado con comerciantes de la Carrera de Indias y con el negocio de exportación de libros allí a través del puerto de Sevilla. El inventario, muy detallado, anota libros en latín, italiano y portugués, algunos de ellos tan sobradamente traducidos entonces al castellano que su presencia, en los idiomas originales, advierte de los conocimientos lingüísticos del propietario; tal es el caso de la «Guerra de los judíos», de Flavio Josefo. Los
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contenidos del inventario los constituyen doscientos títulos, con ochenta y ocho volúmenes que, en general, sugieren, en su propietario, un claro interés por la historia militar, los reyes españoles y héroes notorios del imaginario español tales como El Cid o Guzmán El Bueno, acompañados, también, por evidente familiaridad por la construcción de barcos, la navegación y la geografía. Una muestra interesante al respecto es que la última anotación del inventario se refiere al único ejemplar de verdadero valor económico con mucha diferencia: se cita como el «Atlas Mayor de Leblau, en folio grande, iluminado», en diez tomos de los que se advierte están «de abería» la parte de España y Francia y este último «consumido de la humedad, en cuia atención se apreciaron los ocho tomos, con los dos maltratados, en ochenta pesos que hazen, reales de vellón, un mil y doscientos». Teniendo en cuenta este valor, el número de volúmenes y el tamaño, creemos que debe tratarse del Átlas Mayor del holandés Johannes Blaeu, editado por primera vez en Londres en 1662. La importancia concedida al ejemplar inventariado y el detalle minucioso de su aprecio parecen sugerir, con alguna garantía, una obra excepcional como la citada de Blaeu, y en modo alguno un átlas más corriente, aparte del hecho de la fácil confusión en el nombre del autor de la ordenación de los caracteres. Volviendo al conjunto inventariado, nos encontramos de nuevo los clásicos ejemplares de devoción como las obras de la Madre Ágreda, en tres tomos, a 100 reales de vellón, o las de D. Juan de Palafox, en otros tres, a 50 reales; la lista seguiría por una «Crónica de los Capuchinos», a 60 reales, y abundantes vidas de monjas beatas que sugieren gustos devocionales de las mujeres de la familia. Con todo, y en honor de su dueño, hay que advertir que figuran también las obras de San Juan de la Cruz y aún «duplicadas», a 20 reales, y las de Teresa de Jesús, tanto en compendio como la Vida y las Moradas, en tres tomos, a 36 reales. El inevitable Flos Sanctorum, aquí es el de Ribadeneyra, en dos tomos, uno de los cuales se valora en 20 reales. En cualquier caso, los libros «religiosos» más importantes indician cierta solidez de criterio: encontramos, así, algunos clásicos como «El Año Virgíneo», en tres tomos, a 18 reales, el «Cristiano instruido y la Concordia», de Señeri, en seis tomos, a 36 reales, y la «Práctica del Amor de Dios» de San Francisco de Sales, a 8; del padre De la Puente están «las Meditaciones» y la «Guía espiritual y perfección cristiana», en cinco tomos, a 45 reales; los «exercicios» del Padre Rodríguez, en dos tomos, a 6 reales cada uno; también, un «Thesauro» de filosofía moral, a 6 reales, y unas «Consideraciones» del Padre Ulloa, a 12. Con todo, como ya advertimos, el mayor interés lector del propietario parece centrarse, con alguna evidencia, en la historia político militar. En esta dirección aparecen unos «Zésares» de Pedro Mexía, en folio, y que suponemos se trata de su Historia imperial y Cesárea, evaluada, aquí, en 24 reales; la acompañan una Historia de Guatemala en 15 y otra «del Gran Tamerlán de Persia» en 12; una Misión Historial de Marruecos, en 24 reales, y una Historia de la China, de Navarrete, en 20; desde luego, la Historia de Carlos V, de Sandoval, en dos tomos, en 66 reales, unas «Guerras
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Zibiles de Francia», de Catherino28, en 24 y, lo que resulta más sorprendente por la proximidad de la fecha del inventario a la época revolucionaria de Inglaterra, las «Guerras Civiles de Ynglaterra»29, en 6 reales, precio que, por cierto, no parece sugerir algo más importante que un breve epítome. Igualmente aparece también un clásico como «Monarquía Eclesiástica», de Pineda, y una sorprendente «Historia del Collegio de Bolonia», en 4 reales; dos Historias del Perú, una de Fernández y otra de Zárate, 30 reales ambas; las Guerras de Flandes de Estrada, en dos tomos a 45 reales, y el «De bello judaico», de Flavio Josefo a 6 reales; una Crónica de Madrid, de Funes, en dos tomos, y la «Toma o conquista de África», de Salazar, en 15 reales, autor del que se cita también un «Zerco de Oran y Guerras de Berbería», a 20 reales; acompañan, como ya advertimos una «Crónica del Zid» y otra del «Gran Capitan», a 12 reales cada una. Otra característica peculiar de este inventario es la anotación de varios manuscritos (se citan hasta dieciocho) de los que el mejor valorado de todos es una «Historia de los reies católicos por el Cura de los Palacios»30, en 40 reales; la acompañan un «Nobiliario del Conde D. Pedro»31, a 30, la «Crónica de Carlos V», de Mexía, en 24 reales, y unos anónimos «fragmentos historiales de Sevilla», en otros 24; junto a ellos unos «Blasones y escudos de armas de algunos linajes de España», en 24 reales, y un ecléctico «Varia lectión de diferentes Tratados manuscriptos», de Maldonado, en 20; una curiosa «Antiepitomología», de Espino, en 60 reales, y una, por el precio, muy breve «Batalla de Pavía y prisión del rey Francisco», en 6 reales. Maestre parece haber tenido veleidades poéticas o al menos evidentes aficiones literarias: las sugieren un tomo de «Comedias Portuguesas en prosa», a 6 reales; «varias poesías manuescriptas» de Salinas32 y las «Obras de Hernando de Herrera», a 12 y 6 reales respectivamente; más la afición reiterada a Sor Juana Inés de la Cruz, citada en una ocasión como la monja de México, de la que aparecen una vida y sus obras, a más de la poética completa de Quevedo, Musas y Parnaso, en dos tomos, así como el Orlando Furioso en italiano y varias poesías de Solís33 y Villamediana, a 5 y 6 reales respectivamente; también el «Arte de escrebir», de Ortiz, a 12, y las obras de Juan de Mena, a 6; sin más indicaciones aparecen «sonetos varios manuescriptos y Obras Poéticas», de Arteaga, junto a la Arcadia de Lope de Vega. Al comienzo de estas precisiones sobre los libros de Maestre, hablamos de sus aficiones marineras; no lo hemos olvidado: se inventarían, al respecto, el clásico indiscutible de la construcción naval española, el Castañeta, un tomo de matemáticas de Corachán, concretamente la «Arismética», y un pequeño «Vocabulario Marino». Girando la aguja hacia la existencia de clásicos latinos sólo nos aparece un Virgilio en romance y los Anales de Cornelio Tácito, en 6 y 5 reales respectivamente; de los «clásicos» españoles, a más del Quijote, ya citado, aparece una edición del Guzmán de Alfarache, «con estampas», en 15 reales, y la Historia de España del Padre Mariana, en dos tomos, a 36 reales, acompañada también de la de Garibai en cuatro tomos, a 100 reales. Como conclusión de este menudo florilegio de apun-
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tes sobre los libros de Maestre, tres ejemplares que se nos antojan levemente simbólicos del propietario, el patrimonio y el negocio: el De contrabando, de Salcedo34, en 12 reales; El Quilatador de Oro, de Serna35, en 4 reales; y una Guía de contadores36, anónima, en 2 reales. Junto a ellos, el volumen de poesías de Esquilache (no sabemos si como autor o como sujeto paciente de poesía satírica) no deja de resultar un guiño irónico. Este ha sido, a nuestro entender, el diagnóstico cuantitativo y cualitativo más preciso que era factible construir, en las circunstancias actuales de nuestra investigación notarial sobre los segmentos sociales más representativos de la Sevilla del siglo XVIII. Desde luego, se advertirán ausencias en la descripción pormenorizada de las distintas rúbricas del capital activo del sector ya que, como advertimos en su momento, hemos concedido preferencia a las que nos parecían de mayor interés para señalar con el dedo analítico perfiles de los modos de vida del grupo y su repercusión en una todavía lejana semisociología de su existencia, conductas y elementos capaces de conformar la percepción social de su estatus en el imaginario colectivo urbano. Esperamos que, con todo ello, la figura del comerciante sevillano de la Carrera de Indias haya abandonado, como miembro relevante de una Sevilla tardobarroca, la niebla sugestiva y también equívoca del rumor, la opinión sensacionalista y confusa de su época, y aún de la nuestra. Confiamos, con algún optimismo, que este trabajo haya resultado, al respecto, tan eficaz como deseábamos y tan clarificador como parecía necesario.
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Nos referimos concretamente a los siguientes trabajos: ÁLVAREZ SANTALÓ, L. C. - GARCÍA-BAQUERO GONZÁLEZ, A., «Funcionalidad del capital andaluz en vísperas de la primera industrialización», en Revista de Estudios Regionales, 5 (enero-junio 1980), pp. 101-133; «La nobleza titulada en Sevilla, 1700-1834», en Historia, Instituciones, Documentos, 7 (1981), pp. 135-177; «Una aproximación al estatus socioeconómico del artesanado sevillano de fines del Antiguo Régimen», en L’ouvrier, l’Espagne, la Bourgogne et la vie provinciale. Parcours d’un historien, Madrid, Casa de Velázquez, 1994, pp. 91-106; y «Riqueza y pobreza del clero secular en la Sevilla del Antiguo Régimen (1700-1834)», en Trocadero, 8-9 (1996-1997), pp. 11-46. MERCADO, T. de, Suma de tratos y contratos, Edición a cargo de Nicolás SÁNCHEZ ALBORNOZ, Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1977, vol. 1, p. 63. PIKE, R., Aristócratas y comerciantes, Barcelona, Ariel, 1978, pp. 117-118. Cfr. CAVILLAC, M., Pícaros y mercaderes en el Guzmán de Alfarache, Granada, Universidad de Granada, 1994, p. 195. Ídem, p. 196. MORGADO, A. de, Historia de Sevilla, Edición facsímil, Sevilla, 1981, p. 57. Para todo lo concerniente a este personaje, vid. VILA VILAR, E., «Los Corzos: un clan en la colonización de América. Apuntes para su historia», en Anuario de Estudios Americanos, XLII (1985), pp. 1-42; ídem, Los Corzo y los Mañara. Tipos y arquetipos del mercader con América, Sevilla, Escuela de Estudios Hispano-americanos, 1991. PIKE, op. cit., p. 118.
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LORENZO SANZ, E., Comercio de España con América en la época de Felipe II, Valladolid, Institución Cultural Simancas, 1980, T. I, pp. 126-134. Cfr. Archivo Histórico Provincial de Sevilla, Sec. Protocolos. La distribución de estos inventarios por escribanías y años es la siguiente: Escr. 1, años 1757, 1769, 1778 y 1781; Escr. 2, años 1763-64, 1779-82 y 1793-97; Escr. 5, año 1772; Escr. 6, años 1722 y 1757; Escr. 7, años 1723, 1764 y 1790; Escr. 8, años 1743 y 1783-5; Escr. 10, años 1780, 1786, 1796 y 1797; Escr. 11, años 1700 y 1764; Escr. 12, años 1712, 1781 y 1798; Escr. 14, años 1710, 1711, 1744, 1759, 1765, 1767, 1768 y 1778; Escr. 16, años 1711, 1716, 1718-19, 1793-94 y 1798; Escr. 17, año 1762; Escr. 18, años 1729, 1733, 1768, 1783, 1788, 1791(2) y 1792; Escr. 19, años 1704, 1725, 1750, 1751, 1755, 1758, 1763(3) y 1775; Escr. 21, años 1759 y 1799; Escr. 22, años 1730, 1785, 1790 y 1794; Escr. 23, años 1711 y 1764. HEREDIA HERRERA, A., Sevilla y los hombres del comercio (1700-1800), Sevilla, Editoriales Andaluzas Unidas, 1989, pp. 177-250. La relación en BERNAL, A. M. - GARCÍA-BAQUERO GONZÁLEZ, A., Tres siglos del comercio sevillano. Cuestiones y problemas, Sevilla, Cámara de Comercio, Industria y Navegación de Sevilla, 1976, pp. 238-246. VEITIA LINAJE, J. de, Norte de la Contratación de las Indias Occidentales, En Sevilla, por Iuan Francisco de Blas, 1672. Reedición facsímil de Madrid, Instituto de Estudios Fiscales, 1981, libro I, cap. XVIII, epígrafe 3. Para estas cuestiones, vid. HEREDIA HERRERA, op. cit., pp. 121-127; GARCÍA-BAQUERO GONZÁLEZ, A., Suma de la Contratación y Océano de negocios, Sevilla, Algaida, 1992, pp. 272-277. HEREDIA HERRERA, op. cit., p. 51. Vid. especialmente ÁLVAREZ SANTALÓ - GARCÍA-BAQUERO GONZÁLEZ, «Riqueza y pobreza del clero secular…», pp. 11-15. Concretamente, para Cádiz sólo disponemos de apenas una veintena de inventarios post mortem correspondientes a comerciantes de la Carrera. Vid. al respecto GARCIA-BAQUERO GONZÁLEZ, A., Cádiz y el Atlántico, 1717-1778, Cádiz, Diputación Provincial de Cádiz, 1986 (2ª ed.), vol. I, pp. 509-532. Cfr. ÁLVAREZ SANTALÓ, L. C. - GARCÍA-BAQUERO GONZÁLEZ, A., «Funcionalidad del capital andaluz…», en especial pp. 117-128. Vid. GARCÍA-BAQUERO GONZÁLEZ, La Carrera de Indias…, pp. 307-314. Vid. artículos citados en nota 1. Vid. ÁLVAREZ SANTALÓ - GARCÍA-BAQUERO GONZÁLEZ, «Funcionalidad del capital andaluz…», pp. 130-131. Para ser más concretos tan sólo disponemos de cuatro inventarios de comerciantes de la Carrera que los posean y sus fechas corresponden a los años 1783, 1793, 1795 y 1796. Para algunos de estos fabricantes de relojes, concretamente para J. Ellicott, P. A. Caron y R. Higgs, ver la reciente monografía de LANDES, D. S., Revolución en el tiempo, Barcelona, Crítica, 2007, pp. 161, 318-319 y 299. Vid. ÁLVAREZ SANTALÓ - GARCÍA-BAQUERO GONZÁLEZ, «Riqueza y pobreza del clero secular …», especialmente pp. 27-31. Efectivamente este cuadro está constatado en el libro de ANGULO ÍÑIGUEZ, D., Murillo. Su vida, su arte, su obra, Madrid, Espasa-Calpe, 1981, 3 vol., catálogo crítico en el volumen 2. El personaje retratado debió de ser con la mayor probabilidad el Cardenal Arzobispo de Sevilla D. Agustín Ambrosio Ignacio de Spínola y Guzmán que lo fue, desde 1669 a 1684. En noticia del profesor Angulo este cuadro estuvo en la colección marqués de Moscoso en Sevilla. En efecto, Antonio Hidalgo fue miembro de la Academia de Pintura Sevillana dirigida por Murillo y notorio especialista en la pintura de flores. En realidad se trata de Jacobo Dhervé. Sobre este librero vid. ÁLVAREZ SANTALÓ, L. C., «Las esquinas aritméticas de la propiedad del libro en la Sevilla ilustrada», en Bulletín Hispanique, T. 99 (1997), pp. 99-135.
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Con seguridad tiene que tratarse de la Historia de las Guerras Civiles de Francia de Enrico Caterino DÁVILA, editada en Madrid en 1651 y traducida al castellano por el Padre Basilio Varen. Ciertamente el conde toscano Maiolino BISACCIONI (1582-1663) publicó en Barcelona, en primera edición, en 1673, su obra Guerras civiles de Inglaterra, tragica muerte de su rey Carlos, traducida al castellano por D. Diego Felipe de Albornoz; debe tratarse de esta obra. En la Real Academia de la Historia se conserva, efectivamente, un manuscrito de esta Historia copiado a mano y en el que se anota que lo está del que tuvo el licenciado Rodrigo Caro Juez de la Santa Iglesia de Sevilla y su Arzobispado en el año 1630. Este manuscrito tiene al menos 518 hojas, no sabemos si el de Maestre estaba copiado del de Rodrigo Caro o de cualquier otro y cuál era su extensión. Hemos encontrado un Nobiliario del conde de Barcelos don Pedro hijo del Rey don Dionis de Portugal traduzido castigado y con nuevas ilustraciones de varias notas por Manuel de Faira i Sousa, publicado en Madrid en 1646, aunque abrigamos graves dudas de que se trate del libro inventariado. Suponemos que puede tratarse de un ejemplar del Dr. D. Juan de Salinas y Castro (1562-1643) en dos volúmenes. Debe tratarse de D. Antonio de Solís y Ribadeneyra. En 1692 Juan de Goyeneche publicó en Madrid Varias poesias sagradas y profanas que dexo escritas (aunque no juntas ni retocadas) Don Antonio de Solis y Ribadeneyra. Respecto a Villamediana es de suponer se trate del conde D. Juan de Tassis y Peralta (1580-1622). Sus obras aparecen publicadas en Zaragoza en 1629 por el licenciado Dionisio Hipólito de los Valles. Debe tratarse del Tratado jurídico político del contrabando de D. Pedro González de Salcedo. La primera edición es de Madrid en 1654, ciudad en la que en 1729 vio la luz la tercera edición. Efectivamente Juan Vázquez de Serna había publicado en Cádiz en 1620 su Libro intitulado Reduciones de oro y Señorage de plata con las reglas y tablas generales de lo uno y de lo otro. No es un folleto, tiene 285 hojas en cuarto. Es muy posible que se trate de la obra que Miguel Jerónimo de Santacruz había publicado en Sevilla en 1603: Libro de arithmética especulativa y practica, titulado el dorado contador. Contiene la fineza, y reglas de contar Oro, y Plata, y los Aneages [sic] de Flandes, por moderno, y compendioso estilo.
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«España necesita reyes»: Fiestas y celebraciones en la proclamación real de Fernando VI Roberto J. López Universidad de Santiago de Compostela
El 9 de julio de 1746 falleció Felipe V. La situación en la que quedaba la Monarquía hispana era compleja, tanto dentro como fuera de sus fronteras. Fernando VI, el nuevo monarca, debía hacer frente en el exterior a las guerras de Italia; en el interior debía amortiguar su condición de hijastro de Isabel de Farnesio y de haber sido cabeza del llamado «partido español», circunstancias que podían derivar en posibles tensiones y falta de apoyo en algunas instancias1. A pesar de este panorama, o tal vez a causa del mismo, el ascenso al trono del nuevo rey fue saludado con la esperanza de que su reinado fuese un período de mayor tranquilidad y asentamiento institucional y de recuperación del prestigio internacional. A este afán se dirigieron desde luego las iniciativas políticas de Ensenada y Carvajal, en apoyo de las cuales se utilizaron ciertos recursos simbólicos que sirvieron para legitimar y consolidar la monarquía fernandina2. Además de las normas protocolarias, de las ceremonias y de otros elementos rituales y simbólicos desarrollados en el entorno estrictamente cortesano, es necesario atender también a los que tuvieron como escenario las villas y ciudades ajenas al mundo de la corte, ajenas al menos de forma directa. En dichos elementos pueden encontrarse plasmadas algunas de las ideas básicas que acompañaron el inicio del reinado de Fernando VI, como así parece desprenderse de los textos compuestos y publicados fuera de Madrid con ocasión de su ascenso al trono. Es cierto que tanto estas obras como los actos y celebraciones que recogen fueron, en efecto, escritos y manifestaciones de propaganda política al servicio del poder regio, pero no por ello dejan de tener su relevancia como exponentes de un
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estado de opinión que aspiraba a ser general y con el que se ponía de manifiesto lo que se esperaba del nuevo rey y de su reinado. En las páginas que siguen se analizarán varios textos relativos a las proclamaciones regias de Fernando VI en algunas ciudades españolas de las Coronas de Castilla y Aragón y del Reino de Navarra. Concretamente nos detendremos en documentación y obras impresas concernientes a Lugo, Santiago de Compostela, Salamanca, Santander, Barbastro, Cervera, Pamplona y Tudela3. En su mayor parte, estas obras son relaciones de los actos de proclamación, con las excepciones de las relativas a Santander y a Cervera; en el primer caso el impreso recoge el contenido de un sermón pronunciado en la regia proclamación, y en el segundo se glosan los festejos organizados por su universidad, en particular una representación teatral. No se trata de estudiar los festejos de proclamación en toda su extensión, sino que tan sólo nos detendremos en aquellas manifestaciones literarias y de otro tipo que subrayaban el deseo de un reinado pacífico; o como dirá el padre Isla en su relación sobre los festejos pamploneses, la necesidad de reyes que gobiernen. A pesar de la diversidad de autores y ambientes en los que se redactaron estos escritos, de los diferentes tonos que adoptan, así como de los diferentes actos que recogen, todos ellos coinciden en los deseos de paz y prosperidad para el reino, referencias que en este caso no parece que deban entenderse tan sólo como un tópico de estos actos y su literatura, sino en el contexto político ciertamente difícil en el que se produjo la muerte de Felipe V y la sucesión de Fernando VI. Otro punto en el que suelen coincidir los relatos sobre las fiestas de proclamación del nuevo monarca es la necesidad de asegurar la sucesión al trono, cuestión desde luego no menor e importante para la estabilidad de la Monarquía, habida cuenta de que Fernando VI no tenía descendencia en el momento de ocupar el trono4. Por lo general el estilo de los textos suele ser un tanto altisonante y barroco y con un marcado afán laudatorio, tanto en sus referencias al poder monárquico como a otros poderes. Se apartan de estos perfiles genéricos la relación compuesta por el padre Isla sobre los festejos pamploneses, llena de ironía y de referencias jocosas, y la relación de las fiestas universitarias de Cervera, que recoge y glosa ampliamente los significados de las imágenes extraídas de la mitología grecorromana para expresar las virtudes de la dinastía borbónica y del nuevo monarca. Atendiendo a estas diferencias en los contenidos y en su expresión, dedicamos el primer apartado a las relaciones de proclamaciones reales más al uso, y los siguientes a los dos textos que presentan caracteres peculiares, el de los festejos de Cervera y el compuesto por el padre Isla sobre la proclamación en Pamplona.
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1. Las proclamaciones regias, un «cumplido obsequio» El común denominador de las relaciones es la insistencia general y tópica sobre la grandeza de la monarquía hispana y sobre las virtudes del nuevo monarca por el mero hecho de serlo. No obstante, se pueden encontrar en algunas de ellas ciertas apreciaciones y comentarios que apuntan hacia unas aspiraciones que podemos considerar como específicas de estos momentos. El tono, contenidos y finalidad de esas apreciaciones pueden ilustrarse con la expresión empleada en el relato de la proclamación lucense: la proclamación regia es un «cumplido obsequio» para un rey que deberá ser la «tranquilidad de su reino». Se trata de una intención general que se pone también de manifiesto, aunque con otras palabras, en buena parte de las proclamaciones regias que se celebraron en las ciudades de la monarquía. La demostración de adhesión al nuevo rey, el «cumplido obsequio» lucense, fue una de las preocupaciones lógicas en Cataluña, y así se lo hicieron saber a Ensenada las autoridades catalanas5; y si aquí las celebraciones fueron algo contenidas, lo que no impidió que se acuñase una moneda conmemorativa, en otras ciudades como Sevilla los festejos fueron muy vistosos, como así se dejó constancia no sólo en una relación impresa por la Real Fábrica de Tabacos sino también en la serie de ocho lienzos encargados a Domingo Martínez en la que se reproducen los carros triunfales que recorrieron la ciudad andaluza6. La ciudad de Lugo, citada anteriormente, organizó y celebró los festejos los días 8, 9 y 10 de octubre de 17467. Sobre ellos se publicó una breve relación en verso que ocupa seis páginas; predominan las declaraciones altisonantes sobre las glorias de la ciudad, de Galicia y de la monarquía entera, sobre la prestancia de los adornos de la urbe y de sus habitantes, y sobre la solemnidad, vistosidad y alegría desbordante de los protagonistas y espectadores8. De su contenido interesa destacar la justificación explícita de los actos, de los que se dice que fueron necesarios en sus asuntos y formas: «Pues era justo aplaudir, y darle cumplido obsequio a un Rey, por tantas razones, digno de que le rindan los afectos. Rey, que ha de ser, y ya es tranquilidad de su reyno, gozo a todos sus vasallos, de Potencias estrañas digno objeto».
Además de subrayar la tranquilidad que el nuevo monarca debía reportar al reino y de hacer hincapié también en su condición de defensor de la fe y de la Iglesia, se hace una referencia explícita a la cuestión sucesoria y a su importancia para la estabilidad política y social de la monarquía9:
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«A quien el Cielo prospere, y conserve largos tiempos, colmado de sucesiones, que son gloria, y descanso de su Reyno».
En Santiago la proclamación se celebró los días 27 y 28 de agosto, si bien los festejos se habían previsto para dos semanas antes10. Aquí como en las demás ciudades, se organizó una máscara que protagonizaron los gremios compostelanos, y con la que se trató de enfatizar el dominio de la monarquía. El desfile mostró una sucesión de alegorías con las que se representaron las cuatro partes conocidas del mundo, Europa, Asia, África y América, y en las que estaba presente la monarquía hispana; cerraba la cabalgata un carro triunfal donde estaba colocado un retrato del monarca al que acompañaba la música de la catedral compostelana y con la escolta de un piquete de treinta granaderos. Lamentablemente no contamos con documentación que informe con más pormenores de las imágenes y textos empleados en los festejos hechos en Santiago, más allá de lo que se acaba de indicar sobre la expresión del poder casi universal de Fernando VI. No sucede así en el caso de Salamanca. Aquí los escribanos y procuradores de número de la ciudad se encargaron de organizar parte de las celebraciones por la entronización de Fernando VI. De ellas quedó constancia en una publicación de carácter «joco-serio» como se la define en su presentación, lo que no impide que su estilo sea enfático y engolado, con abundancia de referencias eruditas de todo tipo, y frecuentes glosas y versos alusivos a los acontecimientos que narra, circunstancia que en ocasiones distrae del hilo argumental11. Como no podía ser de otro modo dadas las circunstancias, antes de adentrarse en la descripción de los festejos el autor dedica los primeros capítulos de la relación a explicar los pasos que los escribanos de número y procuradores salmantinos dieron para celebrar la proclamación del rey, ya que tuvieron que apelar al Consejo de Castilla para obtener finalmente el permiso para realizar los actos que deseaban12. La descripción que Ribera Vargas hace del carro triunfal y de las reacciones que provocó entre los espectadores constituye un ejemplo muy ilustrativo del tono y estilo de su relato. Las líneas que dedica al comentario del aspecto que presentaba el citado carro abundan en epítetos y comparaciones grandilocuentes, favorables tanto a la fábrica del artefacto como hacia lo que representaba, es decir, la monarquía13; el «carri-navío», como lo denomina el autor, provocó en suma gran admiración entre la concurrencia: «Ahun [sic] los que habían visto en otras fiestas reales otros carri-navíos se pasmaron de ver las singularidades del nuestro. Voz común fue, que el carro triumphal en forma de fragata de tan admirable artificio, era obra mui costosa, i de mucho ingenio»14.
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La vena jocosa aflora a renglón seguido de esta descripción al trazar un cuadro con algunas de las reacciones que provocó la visión del navío en algunos espectadores15. Además de exponer de manera muy particular y en ocasiones equívoca el asombro y admiración causados por la máquina, el autor se recrea en el relato de ciertas confusiones que desde luego no dejan bien parados a sus protagonistas, en particular al hidalgo «bobalán» que pensó ser mujeres dos críos caracterizados de sirena16. Estos comentarios constituyen una llamada de atención sobre un aspecto problemático de las ceremonias públicas como es el de los efectos y eficacia de los distintos medios empleados para la transmisión de los mensajes políticos, y en particular sobre esta vertiente irónica que puede servir para arropar críticas a determinados poderes y grupos sociales17. Con ser estos aspectos muy sugestivos, de este relato nos interesa especialmente la transcripción del contenido de las seis tarjetas que se colocaron en otros tantos lugares de la ciudad y que glosaban la figura del nuevo monarca. En dichas cartelas, los escribanos salmantinos alaban «al heroico, feliz árbitro supremo de la equidad, i justicia EL REI DON FERNANDO EL SEXTO»; «al invicto Marte Español con su acero, terror de enemigas huestes»; «al más firme, noble defensor excelso de la Católica Iglesia»; «al augusto ínclito Alexandro nuevo, claro esplendor de las armas»; «al más sabio Numa, de cuyo gobierno aciertos copian las leyes»; y por último, «al más fiel, zeloso Argos del respeto debido al Real Sacerdocio»18. La referencia a Numa en medio de otras de carácter decididamente militar, como son las dedicadas al dios Marte y a Alejandro Magno, marca un claro contrapunto; frente a la vorágine de la guerra, con sus acciones tumultuosas y a veces irreflexivas y siempre cruentas, se presenta el ideal del gobernante que busca la paz y una legislación justa que garantice el bienestar y el progreso de su pueblo19. Según el autor de la relación de los actos de proclamación celebrados en Tudela del 29 de noviembre al 2 de diciembre, todo en ellos destilaba lealtad y veneración monárquicas20. Esta adhesión al nuevo rey la manifestaron, a decir del relator, los vecinos de Tudela y de su merindad cuando se les dio a conocer la noticia del acontecimiento y de los fastos que se programaron: «Recibida la convocatoria (…) conmovidos los pueblos de alborozo, cada uno de sus habitantes, de ambos sexos (no impedidos de embarazo inevitable) se impuso la voluntaria ley de asistencia a la proclamación, y fiestas, creyendo, que su quebranto les constituía transgresores de la fidelidad, y del buen gusto»21. En fin, como se dice de uno de los arcos de triunfo levantados para la ocasión, «nada registraba la vista, que no fuese magnífico, perfecto, y admirable, siendo su grandeza índice demonstrativo del noble ánimo que le dedicaba y de la Soberanía del Monarca a quien se erigía»22. Al igual que en otras muchas ciudades de la monarquía, uno de los días desfiló un carro triunfal, si bien aquí, en Tudela, el nuevo monarca no se representó mediante un retrato sino con un figurante:
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«Ocupávale [el trono colocado en la popa del carro] un gallardo joven, que representaba al Rey nuestro Señor, con las insignias reales de el Cetro, que empuñaba, y del Manto Real, que se desprendía de sus hombros. Era la representación tan vivamente ejecutada por la magestad, y preciosidad del trage, y también por la agradable circunspección del semblante, que aun prevenida la imaginación con las luces del desengaño, no podía contener las acciones de respeto, y veneración, debidas a la misma Real Persona de nuestro Monarca»23.
Si todo este aparato no resulta ser más que una exaltación genérica de la monarquía y de su nuevo rey, la expresión más clara de los deseos y aspiraciones políticas de las autoridades navarras, al menos de las de Tudela y demás villas de su merindad, la encontramos en un breve comentario incluido en la reseña de las funciones religiosas de acción de gracias hechas el 2 de diciembre. El Te Deum y la misa celebrada en la colegiata de Santa María tenían como objeto «rendir gracias al Altísimo por el feliz logro de un Monarca, cuyas distinguidas Regias qualidades se consideran como otros tantos vaticinios de ver restaurado el siglo de Oro en su feliz Reynado»24. Es fácil suponer que con esa frase, la restauración del siglo de Oro, se quisiera dar a entender algo más que un avance genérico, y que estuviese por tanto en la línea de las aspiraciones mostradas en la documentación de otras ciudades, es decir, de la consolidación dinástica de la monarquía borbónica y de la necesidad de mejorar tanto la política interior como las relaciones exteriores. Los festejos de proclamación real celebrados en Barbastro quedaron recogidos en la relación compuesta por Juan Andreu, regidor perpetuo de la ciudad25. En esta crónica se sintetizan los preparativos del alzamiento de los pendones y los actos que se sucedieron en los cuatro días de fiestas: las mojigangas de los gremios, los fuegos artificiales, las comedias y la corrida de toros. El texto, sin caer en grandes excesos, presenta un tono solemne y algo ampuloso26. Como cabría esperar, se incluye una explícita referencia a la actitud y comportamiento del vecindario, referencia que tal vez deba interpretarse más como una manifestación de la propaganda monárquica que como un reflejo estricto de los hechos27. Y como es habitual en el género, el autor enfatiza lo vistoso de las funciones e insiste en el «amor, grandeza y lealtad con que esta ciudad de Barbastro ha executado tan justas, debidas demonstraciones, en obediencias y respetos a su rey y señor Don Fernando Sexto (que Dios guarde) para el mayor beneficio de la Cristiandad y mejor lustre de la Monarquía Española»28.
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Como se ha podido ver en los ejemplos que se acaban de señalar, por lo general los contenidos de las celebraciones y de los textos que a partir de ellas se imprimieron son coincidentes en la expresión de los deseos de paz, manifestación que suele aparecer revestida de una notable carga retórica con la que se pretende solemnizar la ocasión y remarcar el carácter casi sobrehumano de la institución monárquica. De modo especial se refuerza esta grandilocuencia en las piezas oratorias compuestas para la ocasión, como es el caso de los sermones. Una muestra del modo en que se concebían estos discursos la ofrece el que elaboró el magistral de la colegiata de Santander, y anteriormente catedrático de Filosofía de Oviedo, Juan Antonio de Jove. El sermón se divide en dos partes, una primera dedicada a exaltar la figura del nuevo monarca Fernando VI y la segunda a enlazar este elogio con el dedicado a los santos tutelares de la ciudad cántabra, Emeterio y Celedonio29. En el texto se encuentran los recursos habituales, como la interpretación de las Escrituras de manera tan libre y acomodaticia que permita presentar algunos de sus pasajes como profecías del hecho que se glosa, en este caso de la llegada al trono de Fernando VI30. El nuevo rey es presentado como compendio de las virtudes de los anteriores monarcas del mismo nombre y de modo especial se ensalza su prudencia y mansedumbre, todo ello sin que apenas haya tomado ninguna decisión: «Puso Dios a nuestro Católico Monarca (que Dios guarde) en el número sexto de los Fernandos. ¿Y por qué? Porque havía de ser en lo benigno, prudente, católico, amado y temido, un resumen de lo mejor de todas sus excelentes calidades, y un compendio de todas sus reales prendas»31.
Incluso se señala como indicio de su ascenso providencial al trono el hecho de hacerlo a la «edad perfecta» de los treinta y tres años32. Como no podía ser menos, en el sermón se abordan las dos cuestiones que parecen ser las centrales en los actos de proclamación del sucesor de Felipe V, su propia sucesión y el deseo de alcanzar la paz33. Al final del sermón, el magistral se dirige a los santos patronos Emeterio y Celedonio en petición de auxilio para lograr la «paz tan deseada en Europa», así como la «deseada sucesión» en el trono: «Y vosotros, amantísimos patronos, no ya sólo de Santander, sino de toda la Monarchía Española, ayudad y asistid así a nuestro católico dueño, para que viva, reyne, triunfe, domine, y mande. Decidle, en nombre de su mismo real ascendiente profeta [David], para alivio universal de los estados: Fiat pax in virtute tua et abundantia in turribus tuis, que por su poderosa virtud, virtuoso y gran poder, de el de sus aliados, y más de la más firme alianza, e invencible liga de vuestro soberano patrocinio, acabará de llegar aquella paz tan deseada en Europa, para descanso y tranquilidad de todos
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sus dominios: Fiat pax in virtute tua. Y para que así puedan volver a su acostumbrada abundancia, y propia fertilidad, sus castillos o Castillas: Et abundantia in turribus tuis. No os olvidéis, santos gloriosísimos, de nuestra reyna y señora Doña María Bárbara, ni permitáis quede yo desairado, en aquel último anuncio de mi fiel afecto y buen deseo. Oiga de vuestra benignidad amorosa, para consuelo suyo y de todos sus vasallos, en el mismo profético estilo, que como tan leales y santos españoles, prometéis alcanzarla de Dios la deseada sucesión de la Corona: De fructu ventris tui ponam super sedem tuam»34.
2. Los actos académicos de la Universidad de Cervera Interesante fue también la forma y el empeño con los que celebró la Universidad de Cervera la sucesión en el trono; un empeño que por lo demás y como se hace constar en la relación publicada poco después es fácilmente comprensible pues esta institución había sido fundada por Felipe V, lo que la convertía en algo así como una hermana del nuevo rey35. En esta relación se recogen las letras latinas y castellanas que la institución dedicó al monarca en un claro tono laudatorio y de anuncio de felicidades próximas; se incluye también un drama latino compuesto para la ocasión y que se encuentra, como se verá, en la línea del uso pedagógico que los jesuitas introdujeron y desarrollaron en sus colegios y misiones36. En este caso, la composición teatral estaba destinada a exaltar las glorias de Fernando VI y de paso a la propia universidad de Cervera37. El drama se debe a la pluma del jesuita Blas Larraz, lleva por título Astrea y lo protagonizan, además de ésta, otros cinco personajes mitológicos: Júpiter, Mercurio, Meguera, Héspero y Lysie38. Su argumento es sencillo. Héspero, con la ayuda de Lysie, suplica a Júpiter, por mediación de Mercurio, que libre a su reino de los males que le causa Meguera, petición que alcanza de modo que ésta es expulsada y Astrea derrama sus dones sobre el reino. Como se encarga de puntualizar el autor de la relación, se trata de una representación alegórica de los bienes que se esperan del nuevo reinado, de manera que los personajes mitológicos deben entenderse como personificaciones de los nuevos monarcas, del estado en el que se encuentra el reino y de lo que de ellos se espera39. El autor de la relación se detiene a explicar estos significados en la relación, al igual que se hizo al inicio de la representación para que los asistentes pudiesen comprender su contenido40. Los protagonistas del drama son Héspero y Lysie, que representan a Fernando VI y a Bárbara de Braganza, respectivamente. El primero es en la mitología griega el astro de la tarde que trae consigo el descanso de la noche; en algunas narraciones es considerado como el padre de las Hespérides,
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las Ninfas del Ocaso que habitan en el extremo más occidental de la tierra41. A finales del siglo XVI el dominico Annio de Viterbo redactó una historia mítica sobre los orígenes de la monarquía española, que se iniciaba con el reinado de Túbal, nieto de Noé; en la lista de los monarcas que le siguieron incluye el de Viterbo a Héspero, sucesor de Hércules y en honor al cual la península habría pasado a denominarse Hesperia. Esta invención alcanzó notable éxito en el siglo XVI y en parte del XVII, si bien a partir de este siglo comenzó a recibir notables críticas hasta dejarla abandonada42. En la obra que aquí se comenta se deja a un lado este segundo significado para insistir en el inicial, pues se identifica a Héspero con el «luciente planeta de quien tomó la España el nombre de Hesperia», y con él se simboliza al nuevo rey Fernando VI que «como astro de este cielo ha de prosperar con benignos influxos, e ilustrar con nuevos esplendores a toda la Monarchía»43. Lysie es la ninfa que representa al río Tajo, y con ella se «expresa a la Augustísima Reyna nuestra Señora, que en lo dorado de las arenas del Tajo, junto a las quales nació, tiene ciertos anuncios de traer como V. R. M. a la España un nuevo Siglo de Oro»44. Los males de la monarquía están representados por Meguera, una de las tres furias que atormentaban a los recluidos en el Tártaro45. Por el contrario, Astrea, diosa de la justicia, simboliza los bienes que se esperan de la entronización de Fernando VI46. Júpiter, como no podía ser de otro modo, es la representación de los «benignos ojos con que Dios ha de mirar a ambas Majestades y en su reynado a toda la Monarchía»; mientras que Mercurio, el mensajero intermediario entre Júpiter y la pareja formada por Héspero y Lysie, «da a entender que la religión de tan cathólicos reyes ha de llenar de prosperidades su imperio con la piedad y devoción hacia el Cielo, no menos que con el poder de las armas»47. En resumen, y volviendo al inicio, se trata de exponer que la monarquía estaba sumida en graves problemas, posiblemente en referencia a la situación internacional, a los que debía poner remedio el nuevo monarca con su buen hacer48.
3. El relato del padre Isla sobre los festejos de Pamplona En medio del paisaje literario precedente, dominado por una retórica barroca grandilocuente, destaca una relación, la escrita por el padre Isla sobre las celebraciones hechas en la ciudad de Pamplona y que dedica al virrey de Navarra, el conde de Maceda49. Fiel a su estilo, el padre Isla ofrece un relato de los fastos que se aleja de lo que era habitual en este género. El esquema general de la composición se acomoda al usado en relaciones similares; se abre con un elogio al Reino de Navarra, a sus instituciones y a las personas del virrey, de los miembros de la Diputación y otras autoridades civiles y eclesiásticas, para dar paso al relato propiamente dicho de los festejos, que en realidad se limita a los del primer día, 21 de agosto, pues dice que de los demás podría decirse lo mismo que
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de este. La particularidad de la obra del padre Isla está en el tono adoptado; es laudatorio y elogioso como cabe esperar de una obra de encargo, pero de un modo tal que en algunos casos no puede por menos que sospecharse una pretensión satírica50. El tono general del texto de Isla lo ilustran adecuadamente las páginas finales, abiertamente críticas sobre el contenido altisonante de las relaciones al uso, a las que califica de «perversas» y de fabricadas con «mal entendimiento»51. Por todo ello, no debe sorprender que la publicación fuese recibida con división de opiniones en Navarra, como señala el capellán real Leopoldo Jerónimo del Puig en su carta incluida en la segunda reimpresión del texto: «he oído decir, y no sin pesar mío, que hay en esa ciudad [Pamplona] alguna división entre los dictámenes; unos que haciendo justicia al mérito de esta ingeniosísima producción la alaban, y la aprecian hasta lo sumo; y otros que negándose a las luces de que debieran valerse, la deprimen hasta el más ínfimo desprecio, publicando, que es una sátyra mordaz, y una invectiva contra los Navarros»52.
El alboroto provocado por estos papeles, unido sin duda a las peculiaridades de los mismos, aumentó el interés por el texto e incitó a esa segunda reimpresión aumentada, que es la que aquí se cita, y en la que ya se hace constar la autoría del padre Isla, mientras que en la primera esta se conservó en el anonimato53. El relato es crítico e irónico, pero no por ello deja de insistir en las cuestiones que parecen centrar la preocupación general de los súbditos del nuevo monarca. El padre Isla se refiere a la cuestión sucesoria en varias ocasiones, de las que se pueden citar dos por el diferente modo de hacerlo. Una de ellas en un tono ciertamente desenfadado, pues se trata de una coplilla de las varias que el autor dice haber recogido de entre las que se cantaron por las calles de la ciudad en los días de celebraciones: «La Virgen del Camino dixo a San Fermín, si Dios quiere, la Reyna luego ha de parir. (…) Viva el Rey Don Fernando siglos de siglos, pero denos primero cien Fernandinos. (…) El Conde de Maceda dixo a su muger: no tengo de ser padre hasta serlo el Rey»54.
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La otra aparece en las páginas finales, en medio de la diatriba sobre los excesos laudatorios de las relaciones festivas a la que antes se hizo referencia; en ella menciona la cuestión sucesoria como una de las grandes aspiraciones y deseos del reino55. Pero es al final de la relación, en el último verso del soneto que compone para concluirla, donde resume en muy pocas palabras el estado general de la monarquía y sus necesidades: «hoy España, en dominios portentosa, / no necesita reynos, sino reyes»56. *
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En definitiva, del conjunto general de manifestaciones festivas y literarias que acogieron, difundieron y celebraron la noticia de un nuevo monarca, parece desprenderse la conclusión de que la opinión más extendida, o al menos la más visible en los medios de comunicación más o menos formales, era la favorable a un cambio en la orientación política exterior57. La frase del padre Isla es muy expresiva en tal sentido, y parece apuntar a lo sustancial, a la necesidad de un rey que por encima de todo gobernase y buscase la paz y dejase a un lado el esfuerzo por recuperar pasados dominios y que tantos trastornos había causado en los años inmediatamente anteriores y que el nuevo rey heredaba. Estas aspiraciones encontraron eco, o cuando menos fueron coincidentes con la política que al poco tiempo se comenzó a desarrollar. En los primeros meses del reinado no se produjeron variaciones sustanciales en la política general, pues Fernando VI mantuvo en sus puestos a Ensenada y al marqués de Villarias. Sin embargo, de manera progresiva se fueron introduciendo cambios importantes en el equipo de gobierno; el más relevante, la sustitución del marqués de Villarias por Carvajal, cuyos planteamientos y decisiones provocarán un cambio notable en la orientación de la política exterior hispana en los años centrales del siglo XVIII58. Además, y para evitar la posible interferencia de Isabel de Farnesio y del llamado «partido de los favoritos», el nuevo monarca la desterró a la Granja de San Ildefonso en julio de 174759.
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Se estudia el juego político de la corte fernandina en TÉLLEZ ALARCIA, D., «Las intrigas cortesanas durante el reinado de Fernando VI», en MARTÍNEZ FERNÁNDEZ, J. E. - ÁLVAREZ MÉNDEZ, N. (coords.), El mundo del Padre Isla, León, 2005, pp. 285-298. Según Gómez Urdáñez, el propósito del renovado interés de Ensenada y Carvajal por el protocolo cortesano y por la búsqueda de determinados documentos históricos tenía un significado político muy especial: «construir una Monarquía intemporal, tanto por la necesidad de legitimación y de cierre de heridas civiles, como por la conveniencia de proclamar la independencia española con respecto a la política francesa. Se iba a fabricar un rey español, una tarea a la que el padre Flórez contribuía buscando Fernandos históricos –otros escribieron sobre Zenones famosos como tributo a Ensenada– mientras el padre Sarmiento (1695-1771) desempolvaba
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antecedentes incluso más viejos, un tanto ridículos a decir verdad. «No estorba que se llame Fernando y no Salomón –decía el padre Sarmiento en una representación de 1747–, esa diferencia es puramente material y originada de las dos lenguas distintas (…) lo mismo significa el nombre Fernando que el nombre Salomón». El fraile aseguraba que (…) el 23 de septiembre, fecha de nacimiento del monarca, era la misma en la que había nacido el emperador Augusto «pacificador de todo el orbe», «otro Salomón entre los gentiles». «La circunstancia de haber nacido Augusto siendo cónsul Cicerón realza mucho el nacimiento», añadía el benedictino, uno de los más implicados en el proyecto españolizador de Carvajal, Ensenada y Rávago». GÓMEZ URDÁÑEZ, J. L., Fernando VI, Madrid, 2001, pp. 64-65. Las obras, que se citarán más adelante, fueron consultadas en el Fondo Histórico de la Biblioteca Xeral de la Universidad de Santiago de Compostela. El nuevo rey se había casado en 1728 con Bárbara de Braganza, hija de los reyes de Portugal Juan V y María Ana. Ambos murieron sin hijos, la reina el 27 de agosto de 1758 y el rey un año después, totalmente loco, el 10 de agosto de 1759. Sobre las nupcias reales véase PÉREZ CAMINERO, R., Bodas reales en Badajoz. «Bárbara de Braganza-Fernando de Borbón» Reyes de España 1746-1758/59, Mérida, 2004. Y sobre el último año de vida del monarca, MATEOS DORADO, D., «La actitud de Carlos III durante el año sin rey (1758-1759)», en Actas del Congreso Internacional sobre Carlos III y la Ilustración, Madrid, 1989, Tomo I, pp. 299-321; y GÓMEZ URDÁÑEZ, J. L. - TÉLLEZ ALARCIA, D., «1759. El «Año sin rey y con rey»: La naturaleza del poder al descubierto», en GARCÍA FERNÁNDEZ, E. (ed.), El poder en Europa y América: Mitos, tópicos y realidades, Bilbao, 2001, pp. 95-109. El marqués de Campofuerte le escribió a Ensenada desde Barcelona para comunicarle que tanto aquí como en los demás lugares del Principado «subsiste la mayor tranquilidad y desvanecido el erróneo concepto de aquellas vagas voces que fomentó la impresión del novelero vulgo (…) pero aseguro a V. E. puede estar sin el más leve recelo». Texto citado en GÓMEZ URDÁÑEZ, op. cit., p. 65. La relación de las celebraciones hispalenses lleva por título Nuevo mapa, descripción iconológica del mundo abreviado, real mascarada de simbólicos triunfos en festiva ostentacion del más plausible culto por medio de los cuatro elementos que ofreció la leal amante de los dependientes de las Reales Fábricas del Tabaco para celebrar la real jura, solemnizada por la Muy Noble y Muy Leal ciudad de Sevilla en la exaltación al Trono y Cetro de dos mundos de nuestro Católico Monarca el Sr. D. Fernando VI. Las pinturas de Domingo Martínez (1688-1749) se pueden ver en el Museo de Bellas Artes de Sevilla. Una síntesis documentada de los actos de proclamación de Fernando VI en Galicia se encontrará en BARRIOCANAL LÓPEZ, Y., «Cultura simbólica y artificio en las festivas demostraciones con que Galicia celebró la aclamación de Fernando VI», en Minius, IV (1995), pp. 131-140. Relación de las festivas demonstraciones con que la M. N. Antigua y L. Ciudad de Lugo, cabeza de Provincia, Voto en Cortes del Nobilísimo Reyno de Galicia, expresó sus júbilos en la aclamación plausible de nuestro Católico Monarcha, el Señor D. Fernando VI (que Dios guarde) desde el día ocho de octubre de este presente año de 1746, Imprenta de Buenaventura Aguayo, Santiago de Compostela, s.a., s.p. Sirvan de ejemplo los calificativos aplicados a la ciudad: «Belén bella», «lustrosa estancia», «hermoso recreo», «pénsil de flora», ciudad «de donde los Nobles / todo su origen tuvieron, / pues sólo de esta Ciudad / las Noblezas de España descendieron». Con respecto a los festejos de proclamación, el autor de los versos dice que fueron «unas fiestas, en que más que el primor lució el afecto» y que no fueron «ni aun la sombra» del amor del pueblo por el nuevo monarca. Con respecto a la Iglesia y la religión, del nuevo rey se dice que es «columna de nuestra Fe, / Custodia del Sacramento, / Basa firme de la Ley, / Defensor de la Iglesia a sangre y fuego». La comparación con la «custodia del Sacramento» está relacionada con el privilegio de la catedral de Lugo de mantenerlo expuesto y con la ofrenda que las siete provincias de Galicia entregaban anualmente al cabildo de la catedral lucense desde 1669. Sobre el particular véanse los trabajos
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de CABANA OUTEIRO, A., A Ofrenda do Reino de Galicia ó Santísimo Sacramento, Lugo, 2000; DELGADO GÓMEZ, J., «El singular privilegio de la exposición permanente en la catedral de Lugo», en Boletín de Estudios del Seminario Fontán-Sarmiento, 11 (1990), pp. 12-27; y el más reciente de GONZÁLEZ LOPO, D., «O culto eucarístico en Lugo e as doazóns reais», en O culto eucarístico en Lugo e as doazóns reais, seguido da reproducción facsimilar da Real Cédula de Fernando VI de 17 de decembro de 1754, (Lugo), 2007, s.p. Buena parte de la documentación municipal relativa a las exequias de Felipe V y a la proclamación de Fernando VI se publicó hace ya tiempo en Galicia Diplomática, Tomo II, n. 11 (16 septiembre 1883), pp. 83-84; n. 12 (23 septiembre 1883), pp. 91-93; n. 14 (7 octubre 1883), pp. 108-109; y n. 16 (24 octubre 1883), pp. 123-124. RIBERA VARGAS, B., Victoria por la lealtad, declarada en las fiestas, que a la exaltación de Nro. Monarca el Sr. D. Fernando el Sexto (que Dios prospere) dedicaron los Números de Escribanos, i Procuradores de la mui Noble, i Leal Ciudad de Salamanca, Imprenta de Eugenio García de Honorato, Salamanca, s.a. Ídem, pp. 1-28. El carro desfiló el día 30 de octubre. Tenía treinta cañones por banda, con balaustres y escotillas en los costados para acomodo de músicos y figurantes de marineros. En la proa «iba un león de pasta, i montada en él la fama en aire de una Dama bizarrísima, como quien quería significar, que sobre el símbolo de Hespaña sólo se podía dar asiento a quien publicase sus glorias. La popa tenía también su inflexión azia el casco, i sobre ella luzían dos cuerpos de architectura recta con tan bella simetría de cornisas, pilastras, i corredores, que si se hiciera este navío al mar se debería pagar dos veces el flete, una por el transporte, i otra por el gusto de mirar la popa (…) En ella se descubría gobernalle, timón, manubrio, i todo lo demás (…) En la duneta se puso un retrato de nuestro Monarca, vivo, centelleante, i tan propio, que la distancia de lo vivo a lo pintado, que hasta aquí se estimaba por irrefragable verdad, ya no se admite sin excepción. En la estancia inmediata se colocaron dos niños en trage de sirenas, que en todo el discurso del paseo, siempre que paró el carro, cantaban con mucha gracia un dúo, compuesto de letras amorosas, a las que servía de estribillo un minuete dulcísimo, i oportuno, i empezaba así: Este minuete / castellanitos, / portuguesitos / gustosos cantad, / aclamad, victoread, victoread. / Viva FERNANDO / viva MARIA / con alegría, / i felicidad. / Aclamad, etc. (…) En la espalda de la popa se veía un corredor voladizo de dos vueltas en círculo encontradas en subtil, i primorosa moldura, Encima dél se abrió un camarín variamente esmaltado, i pulcro, donde se dio solio a una admirable imagen de Santa Bárbara, que, aquel día ahun viéndose tan obsequiada de los Números, i de los Architectos, no quiso ejercitar su patrocinio contra tempestades, pues no se aplacó en toda la tarde la borrasca de aplausos, que en piélagos de alegría, levantó el concurso (…) Coronaba al nicho un escudo dorado, en que entre resplandores, i brillos se descubrían las armas de Castilla, i Portugal». Ídem, pp. 123-125. Ídem, p. 128; en cursiva en el original. El encargado de diseñar y construir el carro triunfal fue el escultor Alejandro Carnicero, un artista castellano de prestigio por entonces y autor de una abundante obra. Véanse LÓPEZ BORREGO, R. M., «Aportaciones a la vida y obra de Alejandro Carnicero, escultor del siglo XVIII», en Boletín del Seminario de Estudios de Arte y Arqueología, LXIII (1997), pp. 427-440; y RUPÉREZ ALMAJANO, M. N. - LÓPEZ BORREGO, R., «Manuel Álvarez y otros aprendices de Alejandro Carnicero en Salamanca», en ídem, pp. 441-445. El autor se adelanta a las posibles críticas que podría suscitar su relato: «bautícenlo después a su gusto los críticos, o con el nombre de descripción o con el de narración simple, o con el de despropósito; que como yo cuente la verdad, se me da un pito de malas lenguas». RIBERA VARGAS, op. cit., p. 133. «Esta tarde [del 30 de octubre] pues vi en primer lugar a muchos hombres cercenados, i a muchas mugeres diminutas. No hai que hacer alharacas. A ellos les faltaba lo sensible i a ellas lo locutivo. Estas se miraban absortas, i aquellos ecstáticos; pero así en las mexillas de las damas, como en los labios de los varones se registraban unas letrillas purpúreas, que manifestaban
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gozar sus almas muchas interiores delicias. Vi también en diversas ventanas al imán, sin el exercicio de atraer el hierro azia asi, i lo que es más, con clara repugnancia a practicarlo. Vi muchos vestidos de tisú, tapicería, i otras telas. Vi tres tercios de balcones en las casas nuevas, que me parecieron tres gradas llenas de ramilletes olorosos puestos a los pies de una Cruz el día tres de Mayo. Vi a varios doctores de esta Universidad en ademán de contemplativos. Vi al celebrado sacristán de la Orbada, que habiendo oído a su señor cura ser el juanete una de las partes, que componen el navío, andaba desesperado, porque no le podía encontrar en el nuestro. El le buscaba en los pies, i no le hallaba; él en la cara, i no forma de aparecerlle, i estubiera atónito a la hora desta con aquel cuidado, si no le hubiera hecho abrir las entendederas un picarón, que mirando al aturdido sacristán con ojos zaínos, le dixo: Para qué en eso te metes / si por permisión de Dios, / el juanete no ven los / entendimientos juanetes? Vi a muchas labradoras, que mirando a nuestro Monarca en la última estancia de la popa, juzgaron que no iba seguro en tanta altura, i empezaron a gritar amorosas: Ai Rei de mi alma! San Antonio te tenga. Vi (esto es lo mejor) vi a un mayorazgo bobalán, que enamorado de la hermosura, i acentos de los hembrimachillos, que iban vestidos de sirenas, indagó quienes eran sus madres, i habiendo encontrado la de uno de ellos, se le pidió para muger, señalándole una congrua honrada mientras no llegaba a la edad, que previene la Iglesia. La buena madre oyó el desatino, i agradeciéndole la merced, que se servía a hacerla, le dixo: Señor, ahunque sea mala crianza, debo advertir a Vm. que esta criatura es muchacho. Señora, respondió él, eso de sexos no es más que aprehensión; a mí lo que me suena me suena, i los matrimonios han de ser a gusto. No sé lo que hubo después, porque llamaban a mi vista otras cosas. Vi, por último, gente de toda clase (si hai clase de gente infinita) de todo porte, i de toda variedad, i lo mismo vieron los Números, que habiendo satisfecho las esperanzas del circo, discurrieron con su carri-navío, que coronaba toda aquella lucida tropa, por las calles más principales de Salamanca». Ídem, pp. 133-134. Algunos comentarios y ejemplos de escritos con vertiente crítica en LÓPEZ, R. J., «Ceremonia y poder en el Antiguo Régimen. Algunas reflexiones sobre fuentes y perspectivas de análisis», en GONZÁLEZ ENCISO, A. - USUNÁRIZ GARAYOA, J. (eds.), Imagen del rey, imagen de los reinos. Las ceremonias públicas en la España Moderna (1500-1814), Pamplona, 1999, pp. 28-32. RIBERA VARGAS, op. cit., pp. 140-142; en mayúsculas en el original. Según el ciclo mítico sobre el origen de Roma, Numa Pompilio fue el sucesor de Rómulo; a él se le atribuye la elaboración de las principales leyes romanas, los acuerdos de paz con las demás ciudades y el establecimiento y consolidación de diversos cultos religiosos, entre los que cabe destacar el del dios Jano. Según la leyenda, Numa solía retirarse a la soledad de los bosques para pensar y recibir consejo de la ninfa Egeria sobre la bondad de sus leyes. Como señala Martínez-Pinna, «frente al carácter guerrero de Rómulo, en ocasiones con un comportamiento tiránico y violento, Numa personifica la justicia y la piedad, el respeto hacia los dioses y los hombres». MARTÍNEZ-PINNA, J., Los orígenes de Roma, Madrid, 1999, p. 148. Véanse también, JUARISTI, J., El bosque originario, Madrid, 2000, pp. 89-90; POUCET, J., Les origines de Rome. Tradition et histoire, Bruxelles, 1985. Demonstración de la lealtad de la fidelissima ciudad de Tudela, en la proclamación, y levantamiento de pendones por la Magestad de el Rey Nuestro Señor D. Fernando II de Navarra, y VI de Castilla; y descripción de los regocijos públicos, con que se celebró este Acto en 29 y 30 de Noviembre, y en los días 1 y 2 de Diciembre de 1746, en Zaragoza, por Joseph Fort, año de 1747. «Lo mismo fue recibir este Augusto Magistrado la Real Orden de levantar Pendones por su benigno, y amado Rey Don FERNANDO VI de Castilla, y II de Navarra, que hallarse dispuestos los ánimos, no solamente a satisfacer con regulares prácticas la leyes de su obediencia, sino a darle el debido cumplimiento, con tan distinguidas señas de alborozo, que evidenciasen la singular complacencia, con que los Fieles pechos de estos Naturales admitían el suave dominio de su nuevo Rey, tanto más Soberano, quanto más Poderoso, a ejercer su jurisdicción en los corazones» (pp. 1-2). Ídem, p. 4.
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Ídem, p. 11. Ídem, p. 18. Ídem, p. 28. ANDREU Y FERRAZ, J., Demostraciones festivas, regocijos obedientes de la más fina lealtad, que ha demonstrado la ciudad de Barbastro, en la proclamación por su amado Rey y Señor Don Fernando Sexto, que se hizo en el día seis de noviembre de el año de 1746, Imprenta de Francisco Moreno, Zaragoza, s.a. El texto recoge no sólo los actos del levantamiento del pendón real del 6 de noviembre, sino también los festejos de los dos días siguientes. Así se describe el ánimo y disposición del gobierno municipal tras recibir la noticia de la sucesión en el trono de Fernando VI: «Apenas nuestro Amado Rey, y Señor se dignó participar a esta Antiquísima, Célebre, Noble, y Leal Ciudad de Barbastro su Exaltación al Trono, mandando, que en su nombre se levantase el Pendón Regio, y se hiciesse la Proclamación, con las ceremonias correspondientes al acto; quando llena de rendimiento, y alborozo, con el más puntual, debido obedecimiento, juntó a su Ayuntamiento, para su más conforme desempeño, desde luego, deseosa de poner en execución los soberanos preceptos, nombró por sus comissarios a sus dos capitulares, los señores Don Juan de Andreu y Ferraz, y Don Juan Vaselga, dándoles ampla [sic] facultad para la disposición, y prevención de las Reales Fiestas, que se miraban dignas a completar con el más justo, distinguido Acto, que la profusión Romana intentó en la Coronación de sus ilustres Reyes, y Emperadores. Y estos dos señores, esmerando la confianza de tanto lucimiento, echando al ayre las flámulas de el mayor portento, dispusieron el modo de la execución de todo, que la admiración de los concurrentes y naturales celebró las glorias de este maravilloso día». ANDREU Y FERRAZ, op. cit., pp. 3-4. «Mandose publicar vando, para que tres noches, al toque de las campanas, iluminassen las calles, y fue tan alegre, y puntual la obediencia de los vecinos, que si las voces de las campanas encendían los corazones para los afectos, la multitud de luces centelleaban ardores a conspirar mayores incendios en obsequios de el monarca, alentando los vivas, y aclamaciones que con universal júbilo repetían todos». Ídem, p. 7. Ídem, p. 16. JOVE Y MUÑIZ, J. A. de, Declamación evangélica, y proclamación sagrada, que en el día en que fue aclamado nuestro católico monarca el Señor Don Fernando VI, en la muy noble, y siempre leal villa de Santander, montaña de Castilla la Vieja, dixo el doctor Don…, Imprenta de Felipe Millán, Madrid, 1747. Ídem, pp. 1-23. Ídem, p. 25. El panegírico de sus virtudes ocupa varias páginas. Ídem, p. 26. Sobre la deseada descendencia regia, ídem, pp. 30-33. Ídem, pp. 45-46. Relación que hace el claustro de la Real y Pontificia Universidad de Cervera al Rey Nuestro Señor Don Fernando Sexto (Dios le guarde) de la festiva pompa, con que el día 4 de diciembre de 1746 aplaudió la exaltación al throno y proclamación de su C. R. Magestad, Imprenta de la Real y Pontificia Universidad, por Manuel Ibarra, Cervera, (1747). Sobre la universidad de Cervera véase LLAQUET DE ENTRAMBASAGUAS, J. L., La Facultad de Cánones de la Universidad de Cervera, Barcelona, 2001; PRATS, J., La Universitat de Cervera i el Reformisme Borbónic, Lérida, 1993; SOLSONA CLIMENT, F. - BOLEDA ISARRE, P., El Archivo de la Universidad de Cervera. El fondo bibliográfico greco-latino de la Universidad de Cervera, Cervera (Lérida), 1978. Y sobre los comportamientos políticos de los grupos sociales de la ciudad durante la Guerra de Sucesión y tras las reformas de los Decretos de Nueva Planta, TELLO, E., Visca el Rei i les calces d’estopa! Reialistes i botiflers a la Cervera set-centista, Barcelona, 1990. Los planteamientos pedagógicos de la Compañía en sus colegios quedaron plasmados en su ratio studiorum. Sobre el particular, DEMOUSTIER, A. - JULIA, D. (eds.), Ratio Studiorum. Plan raisonné et institution des études dans la Compagnie de Jesus, Paris, 1997; y LABRADOR, C. et
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al, La «Ratio Studiorum» de los jesuitas, Madrid, 1986. El uso de elementos artísticos para la difusión del ideario jesuítico también es conocido. Véase, por ejemplo, LEVY, E., Propaganda and the Jesuit Baroque, Berkeley-Los Ángeles-London, 2004. Por lo que respecta en particular a los estudios sobre el llamado teatro jesuítico así como la edición de textos, son relativamente abundantes sobre todo los concernientes a los siglos XVI y XVII. Véanse, entre otros, ALONSO ASENJO, J., La «Tragedia de San Hermenegildo» y otras obras del teatro español de Colegio, Sevilla-Valencia, 1995, 2 tomos; ARELLANO, I. (ed.), «San Francisco Javier, el Sol de Oriente»: Comedia jesuítica del P. Diego Calleja, Pamplona-Madrid-Frankfurt am Main, 2006; GONZÁLEZ GUTIÉRREZ, C., El teatro escolar de los jesuitas (1555-1640), Oviedo, 1997; ídem, El Códice de Villagarcía del P. Juan Bonifacio. Teatro clásico del siglo XVI, Madrid, 2001; GRIFFIN, N., Jesuit School Drama, London, 1976; MADROÑAL DURÁN, A. - RUBIO ÁRQUEZ, M. - VARELA VILLAFRANCA, D., «El Coloquio de las oposiciones, una pieza de teatro jesuítico de carácter cómico», en Criticón, 68 (1996), pp. 31-100; MENÉNDEZ PELÁEZ, J., Los jesuitas y el teatro en el Siglo de Oro, Oviedo, 1995; RELA, W., Teatro jesuítico en Brasil, Paraguay, Argentina: siglos XVI-XVIII, Montevideo, 1990; SAUNDERS, A., «Make the Pupil Do it Themselves: Emblemes, Plays and Public Performances in French Jesuit Colleges in the Seventeenth Century», en MANNING, J. VAN VAECK, M. (eds.), The Jesuit and the Emblem Tradition, Turhhout (Bélgica), 1999, pp. 187206. Conviene apuntar que en Cervera ya existía una cierta tradición teatral, por lo que la representación que aquí nos ocupa no fue un suceso excepcional. Una síntesis del estado general del teatro universitario y no universitario en Cervera y en el siglo XVIII en MIRÓ, R., Teatre medieval i moderne, Lleida, 1996, pp. 31-35. El padre Blas Larraz (1721-1796) fue catedrático de Filosofía y Retórica de la universidad de Cervera a mediados del siglo XVIII e intervino muy activamente en diversas celebraciones académicas y no académicas. Se puede encontrar alguna información en la breve síntesis de RUBIO Y BORRÁS, M., Historia de la Real y Pontificia Universidad de Cervera, Barcelona, 1916, vol. 2, pp. 277-278. Los datos bibliográficos completos de sus publicaciones en PALAU Y DULCET, A., Manual del librero hispanoamericano, Barcelona, 1954, vol. 7, pp. 390-391; y AGUILAR PIÑAL, F., Bibliografía de autores españoles del siglo XVIII, Madrid, 1989, Tomo V, pp. 61-63. A estos textos hay que añadir una crónica sobre la expulsión de los jesuitas que ha sido editada recientemente por BENÍTEZ I RIERA, J. M., El destierro de los jesuitas de la «Provincia de Aragón» bajo el reinado de Carlos III, Roma-Burgos, 2006. La obra se presenta como «un compendio de las felicidades, que debe prometerse la España baxo tan augusto y poderoso monarca, bien que embueltas en una continua alegoría, como es conforme al arte, y han practicado los más felices ingenios en este género de poesía». Relación que hace el claustro…, p. 75. Así, se lee: «por quanto no era fácil, que en un concurso compuesto por toda suerte de personas pudiesen todos penetrar las dichas alusiones, principalmente representándose en idioma no nativo y sin haver podido antes leer la poesía, se tuvo por conveniente añadir a la del drama una breve y honestamente jocosa representación en lengua española, que fuese como un dibuxo de lo que a la larga se significaba con él, como se executó. Y el gusto y aplauso con que fue recibida de el auditorio aprobó lo acertado de el pensamiento, lográndose así la mayor inteligencia de el poema latino, y por consiguiente el mayor gozo al ver las indubitables dichas, que de el reinado de los nuevos monarcas en él nos prometíamos». Ídem, p. 78. Sobre Héspero y las Hespérides véanse entre otras obras CONTI, N., Mitología, Murcia, 1988, pp. 520-522; GRIMAL, P., Diccionario de mitología griega y romana, Barcelona, 1982, pp. 264265; y HUMBERT, J., Mitología griega y romana, Barcelona, 1990, pp. 119-120. Sobre esta fabulación véase CARO BAROJA, J., Las falsificaciones de la historia (en relación con la de España), Barcelona, 1995, pp. 49-78. Más recientemente se ocupó de esta cuestión CABALLERO, J. A., «Annio de Viterbo y la historiografía española del XVI», en NIETO IBÁÑEZ, J. M. (ed.), Humanismo y tradición clásica en España y América, León, 2002, pp. 101-120; y «El
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Beroso de Annio de Viterbo y su presencia en las historias de España», en Beroso. Revista de investigación y reflexión histórica sobre la Antigüedad, 11-12 (2004), pp. 81-128. A comienzos del siglo XVII el padre Mariana se refirió a estas invenciones como «patrañas» y «fábulas de poetas más que verdaderas historias» (Historia general de España, Barcelona, Imprenta de Francisco Oliva, 1839, Tomo I, p. 2), y criticó a quienes ideaban «fundaciones de ciudades mal concertadas, progenies de reyes nunca oídas, nombres mal forjados, con otros monstruos sin número de este género, tomados de las consejas de las viejas o de las hablillas del vulgo» (ídem, p. 21). Refiriéndose expresamente a la obra de Annio de Viterbo, dice que «fue ocasión de hacer tropezar y errar a muchos: libro, digo, compuesto de fábulas y mentiras por aquel que quiso con divisa y marca agena, como el desconfiaba de su ingenio, dar autoridad a sus pensamientos (…) sin saber bastantemente disimular el engaño; pues ni habla seguidamente, ni están por tal manera trabadas y atadas las cosas unas con otras, las primeras con las de en medio y estas con las postreras, que no se eche de ver la huella de la invención y mentira, mayormente si de la luz de los antiguos escritores que nos ha quedado, pequeña, cierto y escasa, pero en fin alguna luz, nos queremos aprovechar. Así que lo que nació de la oficina y fragua del nuevo Beroso (…) es una mentira hermosa y aparente por su antigüedad (…) y como tal invención la desechamos». P. 21. Relación que hace el claustro…, pp. 75-76. Ibídem. Sobre cómo esta opinión tan favorable a Bárbara de Braganza se trocó en dura crítica véase EGIDO LÓPEZ, T., Opinión pública y oposición al poder en la España del siglo XVIII (17131759), Valladolid, 2002, pp. 231-239. HUMBERT, op. cit., pp. 34-35. En el drama, «significa alegóricamente los males y desgracias; por eso en un drama que figura el reinado de V. R. M. sólo hace ella el papel de burlada y desterrada lejos de nuestros reinos». Relación que hace el claustro…, p. 76. «Astrea, que a petición de Héspero y Lysie, así que ellos se coronan por reyes, es embiada de Júpiter para que habite en la España, figura que la exaltación de V. R. M. al throno nos trahe verdaderas las felicidades que de el celebrado siglo de oro fingieron los poetas». Relación que hace el claustro…, p. 77. Ídem, p. 76. En estas celebraciones dedicadas a la monarquía es habitual que los organizadores aprovechen la ocasión para hacerse notar; en este caso no hubo excepción, y se introducen referencias a Felipe V y a la fundación de la universidad de Cervera: «Y no pudiendo nuestra agradecida memoria entre alusiones de tanto gusto olvidar la de nuestro glorioso fundador, se hace mención de su real persona baxo el nombre de Apolo, fingiéndose haver este dios engendrado a Héspero en España, quando llegado acá con sus Musas dio a éstas nuevo Parnaso en las campaña de Elaphie, abriéndoles en vez de la celebrada fuente Aganipe otra más limpia y pura, a quien jamás llegaron a inficionar los venenos de la serpiente pitón. Con el nombre de Elaphie, tomado de el griego Elaphos, que es lo mismo que Ciervo, significamos a la ciudad de Cervera, y en la demás ficción bien se echa de ver significarse que el difunto monarca erigió aquí esta escuela de todas las Ciencias baxo la protección de aquella Fuente Sellada, la Inmaculada Virgen María en el glorioso misterio de su Concepción en gracia». Ídem, pp. 77-78. ISLA, J. F., Triunfo del amor, y de la lealtad, día grande de Navarra, en la festiva, pronta, gloriosa aclamación del Serenísimo Católico Rey Don Fernando II de Navarra y VI de Castilla, egecutada en la Real Imperial Corte de Pamplona, cabeza del Rey de Navarra, por la Ilustrísima Diputación, en el día 21 de agosto de 1746, Madrid, s.i., s.a. Sería muy extensa la relación de textos al respecto. Basten a modo de ejemplo los dos que siguen, en los que el autor hace referencia a los lujos en las vestimentas y al comportamiento de los naturales del valle del Roncal: «Era gusto ver a toda la ciudad puesta en bulliciosa conmoción, luego que se publicó el día señalado para la Real Aclamación. Pero sobre todo las calles hervían en sastres, tan azorados, o tan azogados, que sus agujas parecían de marear (…). En las botigas, y tiendas de Mercaderes andava la vara por alto, y por lo más alto; pues dispensadas en el Reyno de Navarra, únicamente para esta precisa función, las rigurosas prudentísimas Leyes,
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que prohíben el uso de oro, y plata en los vestidos; quando llega este lance se desquita bien la genial bizarría de la Nación, cuyo espíritu, inclinado en todo por natural propensión a lo más ostentoso, a lo más rico, sacrifica mil violencias en obsequio de la Ley y del bien común. Por eso quando aquella, y este lo permiten, bizarrea de represa, y no repara en gastar en un solo día tanto oro, y tanta plata como puede bostezar el cerro de Potosí en algunos años». Ídem, pp. 4344. Al ponderar el notable cambio de la ciudad y los vecinos al pasar de los lutos rigurosos por Felipe V a la alegría por el nuevo monarca, escribe: «Con efecto, los hombres más maduros amanecieron verdes, los pasados floridos, y hasta los de Valderoncal, que se hallaron por casualidad en esta Corte, tuvieron sus pujos de Petrimetres; pues huvo Roncalés, que se atrevió a echar medias de punto, y zapatos con hevillas; bien, que después en el Valle le hicieron abjurar de levi, obligándole a pedir perdón por el escándalo, y declarándose ante el fiel de Fechos, que no debía servir de exemplar, ni traherse a consequencia». Ídem, pp. 47-48. El fragmento es largo, pero suficientemente expresivo del tono y contenido de la relación y, en este caso, de la opinión de Isla sobre la mayor parte de las relaciones al uso, por lo que vale la pena reproducirlo: «qué podré yo decir (pobre de mí) de un rey, a quien en poco más de dos meses y medio de reynado le han encajado ya tantos dichos, y aun tantos dichazos en versos buenos y malos, que sólo por lo que ha tolerado a los poetas, aunque no hubiera ni diese en adelante más pruebas de su clemencia, tenía ya sobrados méritos para levantarse con el renombre de FERNANDO el Clementísimo, FERNANDO el Benignísimo, FERNANDO el Pacientísimo, FERNANDO el Jobísimo. Qué mal nos ha hecho un monarca, que todo es bondad, todo es amabilidad, todo es ternura, todo es compasión de su afligido pueblo, todo amor de sus amantísimos vasallos, que sólo respira alivios, alienta consuelos, exala clemencias, y sueña piedades, para que le paguemos estas buenas obras que nos hace con tantas perversas obras como se le han dedicado, en las quales (a reserva de unas pocas) en Dios y en mi conciencia se podía perdonar la voluntad, por no sufrir el mal entendimiento con que están fabricadas?» Ídem, pp. 64-65. Ídem, p. 69. En esta edición se incluye, además de esta carta, la contestación del padre Isla en las que se da cuenta de estas circunstancias. Sobre el revuelo causado por esta obra véanse los trabajos de GÓMEZ ÚRDAÑEZ, Fernando VI, pp. 65-66, y «El Padre Isla y la política del reinado de Fernando VI», en MARTÍNEZ FERNÁNDEZ - ÁLVAREZ MÉNDEZ, op. cit., pp. 169-170. En la advertencia que incluye el impresor al inicio, se puede leer: «El público ha hecho tanta justicia al mérito de este papel, que apenas se divulgó dos meses ha, así en esta Corte, como en muchas de las primeras Ciudades de España, quando se consumieron todos los ejemplares de la primera impresión. Esto sin embargo de los muchos que se repartieron gratis, de los quales algunos también tocaron ingratis. Los demás que se vendieron, se estamparon a excusas de la obediencia; es decir, sin noticia del Reyno, que encargó, y costeó la obra; porque ya se sabe que los Impresores quando se nos vienen a las manos estas cositas de gusto, siempre hacemos de las nuestras. Váyanse por otros muchos chascos que llevamos al cabo de la jornada (…) En la presente no ha sucedido así; porque hipan tanto por este papel de todas las Provincias, y aun rincones de España, donde ha llegado su noticia, que se asegura el despacho, aunque se impriman millares, como ahora se ha hecho». ISLA, Triunfo del amor…, s.p. Ídem, pp. 45-46. Dice el padre Isla que todo el esfuerzo por componer relaciones y versos, que el rey no había de oír ni leer, estaría mejor empleado en «recitados», rezos, «para que el Rey de los Reyes le asista, le ilumine, le proteja, le haga feliz, y consuele a estos sus Reynos con la sucesión, que tanto desean, y porque tanto suspiran todos sus fieles vasallos». Ídem, p. 65. Ídem, p. 66. La costumbre de concluir las relaciones con un soneto –«es (…) costumbre concluir (…) con una canción rumbosa, que se lleve los vigotes a toda admiración de mostacho, y pelo en barba», escribe en la página 64– es el motivo que dio pie a la diatriba de Isla. Al final, después de la serie de razones y argumentos que ya se han mencionado más arriba, el autor cede a la costumbre y compone un soneto que es una invocación al rey Fernando III el Santo, de ahí
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los juegos de palabras entre el nombre de éste y el del nuevo rey Fernando VI. El soneto completo es como sigue: «O [sic] tu Rey, de aquel nombre, cuyo agüero / de tres en tres anuncia al mundo espantos / si es que va por los treses el ser santos, / ya está en casa el SEGUNDO en Tercero. / Tú sacaste el adagio verdadero, / que a los tres la vencida va; otros tantos / FERNANDOS visten ya reales mantos; / bástete a ti la gloria de PRIMERO. / Tu piedad, tu valor querer heredarte, / y tu virtud fecunda prodigiosa / en nueve hijos, que al mundo dieron leyes. / El ser conquistador lo dexa a parte, / que hoy ESPAÑA, en dominios portentosa, / no necesita Reynos, sino REYES». Sobre las ceremonias públicas como medios de comunicación véanse las consideraciones hechas en LÓPEZ, R. J., «Faziendo saber de las cosas de Su Magestad el emperador e rey nuestro señor: Celebraciones y ceremonias políticas en Galicia en la primera mitad del siglo XVI», en EIRAS ROEL, A. (coord.), El Reino de Galicia en la época del Emperador Carlos V, Santiago de Compostela, 2000, pp. 765-770. Sobre Carvajal véanse DELGADO BARRADO, J. M., José de Carvajal y Lancáster. Testamento político o idea de un gobierno católico (1745), Córdoba, 1999; ídem, El proyecto político de Carvajal. Pensamiento y reforma en tiempos de Fernando VI, Madrid, 2001; GÓMEZ URDÁÑEZ, J. L., «Carvajal-Ensenada: un binomio político», en DELGADO BARRADO, J. M. - GÓMEZ URDÁÑEZ, J. L. (coords.), Ministros de Fernando VI, Córdoba, 2002, pp. 65-92; LAVANDEIRA HERMOSO, J. C., «La estancia de José de Carvajal en Alemania integrando la embajada del Conde de Montijo (1741-1743)», en DELGADO BARRADO - GÓMEZ URDÁÑEZ, op. cit., pp. 157-174; LÓPEZ-CORDÓN CORTEZO, Mª V., «Carvajal y la política exterior de la Monarquía española», en DELGADO BARRADO - GÓMEZ URDÁÑEZ, op. cit.; MOLINA CORTÓN, J., José de Carvajal. Un ministro para el reformismo borbónico, Cáceres, 1999; ídem, Reformismo y neutralidad. José de Carvajal y la diplomacia de la España preilustrada, Mérida, 2003. Sobre la reina véase PÉREZ SAMPER, Mª A., Isabel de Farnesio, Barcelona, 2003. Su formación e intereses culturales se estudian en LÓPEZ-VIDRIERO, Mª L., The Polished Cornerstone of the Temple: Queenly Libraries of the Enlightenment, London, 2005.
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Caesaris Caesari et Dei Deo. La concesión del título de ciudad a Santander por Benedicto XIV (12, diciembre, 1754) Juan E. Gelabert Catedrático de Historia Moderna
Acaba de ser publicado el volumen XX correspondiente a las Iglesias de Burgos, Osma-Soria y Santander de la Historia de las Diócesis Españolas que se acoge al sello de la Biblioteca de Autores Cristianos. La fecha de edición (2004) es oportunísima, dado que coincide con el 250 aniversario de la erección de la diócesis de Santander, que lo fue mediante bula (Romanus Pontifex) del Papa Benedicto XIV expedida en Roma el 12 de diciembre de 1754. Poco más de un mes después, el 21 de enero de 1755, se anotó en el libro de actas capitulares del ayuntamiento la recepción de la noticia, acordando de inmediato la corporación dirigirse a la Colegiata, para en ella, junto al cabildo eclesiástico, asistir al Te Deum con el que ambas corporaciones creían obligado agradecer al Todopoderoso la referida concesión papal. Luego, en los días próximos, habrían de tener lugar también «las honestas [y] festivas demostraciones que permita el tiempo», pues corría el mes de enero, no obstante lo cual las celebraciones debían ser en todo caso «proporcionadas a unos corazones reconocidos y obligados a tan soberano beneficio». El agradecimiento de la villa se extendía asimismo a la persona del confesor real, el jesuita Rávago; y, en fin, para que de todo ello quedase perpetua memoria, se colocaría por último una lápida, «de la materia más sólida», en el «paraje más público de estas casas consistoriales», que recordase la efeméride a las generaciones por venir1. La alegría de ambos cabildos, el secular y el eclesiástico, había explotado tras la lectura de una carta que el canónigo magistral de la Colegiata, don Juan Jové y Muñiz, remitiera desde Madrid el 13 de enero dando cuenta del asunto. 329
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La misiva aseguraba que el «papa por su bula y el rey por su decreto» habían convertido, el primero, a la Colegiata en Catedral y, el segundo, a la villa en ciudad. Parece ser que la bula había llegado a la Corte el 7 de enero, siendo dos días más tarde, el 9, cuando su majestad «decretó» que se condecorase «con el título de ciudad a la villa de Santander», temprana expresión de la real voluntad que, sin embargo, no se materializó en el correspondiente documento público hasta seis meses después, el 29 de junio de 17552. Las actas capitulares acusaron recibo de éste el 6 de septiembre. En la Corte, don Juan Jové pudo haber tenido ante sus ojos la bula papal cuando el 13 de enero transmitió a la corporación municipal de Santander las espléndidas noticias que arriba se han referido; pero es más dudoso que también hubiese visto el «decreto» de Fernando VI, razón por la cual incluyó en su carta un párrafo no poco revelador: podía tenerse por descontada la existencia de la bula papal, pero, en lo que se refería al real decreto, por el momento sólo se podía asegurar la voluntad de su majestad de «estar muy próximo a ello». Ya se ha visto que Fernando VI no tuvo prisa: en verdad no se puso «a ello» hasta el 29 de junio… Decía el decreto en cuestión que «siendo correspondiente y conforme a la práctica, que el lugar destinado para silla episcopal, se distinga con el título de ciudad», procedía su majestad desde luego a «condecorar con el título de ciudad a la villa de Santander». Eran ciertas, en verdad, tanto la mencionada correspondencia como la referida conformidad; sin embargo, y porque precisamente era así, ya Su Santidad se había encargado en la bula de 12 de diciembre de 1754 de que todo ello resultase «correspondiente y conforme a la práctica». De la concesión de tal honor no era, pues, deudora la ciudad de Santander hacia la majestad de Fernando VI, sino de la de Su Santidad el papa. Es notoriamente erróneo atribuir al rey Borbón la primacía, cuando no incluso la exclusividad, de la «condecoración» ciudadana recibida por la villa de Santander; ciertamente Fernando VI hizo ciudad a Santander, pero después de que ya lo hubiese hecho el papa Benedicto XIV, resultando aquél un gesto de más que dudoso valor, como desde luego los contemporáneos más perspicaces se encargaron entonces de señalar. Basta con leer la bula de 12 de diciembre para salir de dudas, elemental tarea que, sin embargo, no parece haber acometido el redactor del capítulo que se mencionó al inicio3, ni todos cuantos a lo largo de este pasado año 2005 se han lanzado a conmemorar la concesión real con imperdonable descuido de la previa papal. Es sintomático que ni siquiera en las páginas dedicadas a la erección de la diócesis de Santander de una reciente historia de la Iglesia en Cantabria se haga alusión a los párrafos de la bula mediante la cual Benedicto XIV confirió a la villa de Santander el honor Civitatis4. El olvido, el descuido o la ignorancia vienen de lejos. Nada se dice al respecto en un conocido artículo debido a Demetrio Mansilla5, ni en «Los orígenes de
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la Diócesis de Santander» del padre Francisco Lodos, interesado aquí ciertamente sólo en «los orígenes»6. Fue sin embargo este benemérito historiador jesuita quien más cerca estuvo de los documentos originales generados durante el negocio en cuestión, mientras que Mansilla lo hizo con los de la parte contraria, esto es, con los de la catedral de Burgos. El padre Lodos trabajó en Simancas y en Roma, y en ésta pudo examinar tanto los papeles del Archivo Secreto Vaticano como los de nuestra embajada ante la Santa Sede. No extrañará por ello que sea Lodos el único historiador que hasta la fecha haya proyectado alguna sombra de duda respecto a la exclusiva atribución real del honor Civitatis santanderino. En efecto, hace ahora cincuenta años que el padre Lodos dejó escrito que la dotación del título de ciudad a la villa de Santander constituía materia «de origen a un tiempo regio y pontificio»7. Lo hizo el padre Lodos habiendo leído y transcrito en nota a pie de página el pertinente párrafo de la bula Romanus Pontifex en que así se dota a Santander con tal título: «(…) locum Sancti Anderii, Civitatem Santanderiensem nuncupandam, dicta Apostolica auctoritate similiter perpetuo creamos eique Civitatis titulum et denominationem eadem Apostolica auctoritate concedimus et impartimur».
Pero como ya he señalado la imposibilidad de que Benedicto XIV y Fernando VI hubiesen firmado «a un tiempo» un mismo documento o documentos distintos, antes sabemos que de la firma de uno (la bula) a la de otro (el decreto) transcurrieron como unos seis meses, y que el papa lo hizo primero que el rey, cae de cajón que es al papa de Roma y no al rey de España a quien la ciudad de Santander debe estar agradecida por haberla elevado al honor Civitatis. La apreciación del padre Lodos respecto a la dotación simultánea tiene no obstante explicación. Delante de las tres líneas que arriba he transcrito hay otras no menos interesantes: «(…) Praedictum locum Sancti Anderii quod, sicut accepimus, hoc intermedio tempore, tum populi frequentia, tum commercii incremento, tum etiam ex aliis superventis qualitatibus magis conspicuum redditum est et dignum ut elevaretur, prout ex dicti Ferdinandi Regis benevolentia in Civitatem iam forsan elevatum fuit, et consequenter etiam dignum est ut Episcopali Cathedra per Nos ut infra decoretur (…)».
Alude en ellas el papa a una eventual (forsan) promoción real, según sus noticias ya efectuada por Fernando VI, promoción que, en todo caso, no podría obedecer a razones eclesiásticas sino civiles, como en efecto lo eran las alusiones al crecimiento demográfico (populi frequentia) de la villa de Santander, su
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actividad comercial (comercii incremento) y algunas otras más que para el caso podrían ser invocadas. Benedicto XIV, pues, se da por enterado de este acto del rey de España, respecto al cual sin embargo no puede ofrecer seguridad de que se haya producido, pero que en cualquier caso no le impide proceder de su mano a la dotación del honor Civitatis a la villa de Santander en virtud de sus propias e indisputadas prerrogativas. No habiéndose efectuado, que se sepa, promoción real con anterioridad al 12 de diciembre de 1754, es la papal la que cuenta, la que primero hizo ciudad a la villa, sin necesidad alguna, en fin, de esperar al real decreto de 29 de junio de 1755. En las líneas que siguen me propongo aclarar en lo posible el sinsentido de la exclusiva atribución real, error que nunca debiera haberse producido de mediar tarea tan sencilla como la simple lectura de la bula papal de 1754, lectura aderezada con una pizca de historia comparada, civil y eclesiástica, de la España y de la Europa en la que aquellos hechos tuvieron lugar. Cumple para ello en primer lugar hacer saber que este honor era conferido en España por reyes y papas a determinadas poblaciones (villas, por lo general) invocando razones que en todo caso diferían sustancialmente dependiendo de quién fuese el otorgante (el rey o el papa), como ya se ha visto. Así, los príncipes honraban con el título de ciudad a las villas que les hubiesen mostrado especial fidelidad o algún otro comportamiento digno de ser premiado. Baste un ejemplo: Felipe IV hizo ciudad a la villa de Fuenterrabía el 22 de septiembre de 1638 como recompensa por la valentía de sus habitantes, quienes durante sesenta y nueve días resistieron el asedio de las tropas de Luis XIII, batiéndose en el combate «como verdaderos españoles», según escribió el historiador más conocido del suceso, el obispo don Juan de Palafox y Mendoza8, el cual, por cierto, a punto estuvo de serlo de Burgos cuando precisamente se trataba de la desmembración de esta diócesis para constituir la de Santander. El que había sido virrey de Nueva España y obispo de La Puebla de los Ángeles no consintió sin embargo en ser promovido a una sede en trance de ser disminuida: «no se conformó, diciendo [que] qué le había hecho su futura esposa para consentir en la enaxenación de su dote antes de conocerla»9. Por consiguiente, y según lo dicho, hubiera sido perfectamente legítima y posible una promoción real de Santander al honor Civitatis por mano de Fernando VI invocando éste los argumentos que el papa incluyó en su bula: aumento de la población y del comercio, etc. Tal promoción, sin embargo, como ya sabemos, no se produjo con anterioridad al 12 de diciembre de 1754. La otra vía de acceso al honor Civitatis era la de matriz eclesiástica, y se alcanzaba en el momento en el que una determinada población era promovida al rango de sede episcopal. Hacia el siglo VI existen ya indicios de esta homologación entre civitas y cabeza de diócesis, título que el lugar no perdía ni siquiera en el caso de que el obispo decidiera mudar su residencia10. Todo el mundo en la
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época sabía que así era, y que la etiqueta de ciudad no se dispensaba, por tanto, de forma caprichosa, sino con toda la dosis de rigor que semejante honor requería. No parece sin embargo que hoy en día se tenga tal cuestión por algo tan obvio. Pero en 1538 el famoso Reportorio del jurista Hugo de Celso no dejaba lugar a dudas: «Propriamente es [ciudad] donde ay obispo o arçobispo»11. Siglos antes Bartolo da Sassoferrato (1313/4-1357), tal vez el canonista más influyente en la Europa de la Baja Edad Media, había escrito: «Civitas vero secundum usum nostrum appellatur illa que habet episcopum»; y Jacobo da Voragine (12301298) añadió por su parte: «Loquendo proprie, civitas non dicitur nisi que episcopali honore decoratur»12. A principios del XVII, en el conocido Tesoro de la lengua castellana o española (1611) de Sebastián de Covarrubias, se decía bajo la voz Valladolid: «En tiempos de atrás fue villa celebérrima, (…) agora es ciudad y tiene Iglesia Catredal»13. La ecuación funcionó, pues, durante las Edades Media y Moderna. Un siglo tras otro la Cristiandad relacionó la etiqueta y título de ciudad con el lugar donde tenía su asiento un obispo, o, en su defecto, y de modo secundario, como la localidad especialmente agraciada con tal honor por el príncipe. La impronta eclesiástica no desapareció ni siquiera con la Reforma, y tanto los diccionarios como los textos jurídicos siguieron repitiendo machaconamente la misma idea a lo largo y ancho de toda Europa entre el siglo VI y la Revolución Francesa: «City, [Cité F. of Civitas L.] a large Walled Town; but especially a Town corporate, having a Cathedral Church and a Bishop’s See»14; «Ce mot [cité] ne se dit proprement que des villes Episcopales. Il vient du Latin civitas»15; «Citie (ciuitas) commeth of the French (cité) and signifieth with vs, as it doth in other regions, such a towne corporate, as hath a Bishop and a cathedral church»16. Todavía a mediados del siglo XVIII, la muy impía y famosa Enciclopedia de Diderot y D’Alembert consignaba: «Dans la suite on n’appelle cité que les villes épiscopales»17. Es importante señalar además que de las dos vías de acceso al honor Civitatis, fue la eclesiástica la primera en ser recorrida, y que sólo más tarde, celosos los príncipes seculares de la dispensa de esta gracia por mano eclesiástica, decidieron también ellos ponerla en práctica. Se comprende, pues, que las poblaciones estimasen como mucho más valiosa la dotación de tal honor por parte del papa que por la del rey. Esteve Gilabert Bruniquer escribió al filo del 1600 una Relació sumaria de la antiga fundació y cristianisme de la ciutat de Barcelona en la que el fundamento de toda su gloria se hacía descansar sobre argumentos tales como el primer desembarco en ella de «San Jaume», con el que se habría dado inicio a la «christiandat d’Hespanya», o al hecho de que «molt abans de dit any onze de la mort de Jesuchrist, esta ciutat tenie bisbe»18. Esta última circunstancia –tener obispo– hacía palidecer cualquier otro de los muchos títulos de concesión real que a continuación se relacionaban («nobilísima», «mes antiga y mes notable de
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Cathalunya», «notabilem et insignem», «caput et columna totius Cathaloniae»…). De santos antes que de guerreros era de lo que las ciudades deseaban presumir para adornar sus orígenes: «Ninguna nobleza puede ilustrar más vna Ciudad, que tener tantos Ciudadanos domiciliados en la del Cielo»19. Por eso mismo se pudo decir de Madrid que, por más que en ella residiera la Corte, faltándole la catedral, «no se puede decir [que fuera] ciudad cumplida»20. Era, pues, habitual en tiempos pasados que los pueblos se afanaran por vincular sus orígenes con los primeros balbuceos de la fe cristiana, con mártires, obispos, recónditos cenobios, imaginados desembarcos del apóstol Santiago, etc. El deán Mazas dedicó al asunto un capítulo de sus Memorias que tituló precisamente «De la Cantabria cristiana y en qué obispado estuvo comprendida». En él da cuenta de las patrañas relativas a la venida de Santiago, que naturalmente combate, o a la no menos fantástica existencia de «sillas episcopales en varios pueblos de las Montañas» («Qué gloria para los montañeses, si esto fuera cierto», hubo de apostillar sin duda con pena)21. Por estas razones la emulación con Roma solía constituir tarea habitual de los plumíferos al servicio de las ciudades episcopales. De la ciudad de Santiago se dijo, por ejemplo, que también ella había sido fundada sobre siete colinas... Fernando de Herrera Vaca publicó en 1664 una panegyrica peroratio sobre Toledo en la que los tópicos al uso alcanzaron cotas difícilmente superables22; además de estar como Roma y Santiago ubicada sobre siete colinas, tantas otras excelencias la adornaban que, para concluir: «Roma Caput Orbis, Orbis Hispanica Caput Toletum». La «geografía sagrada» era utilizada, en efecto, incluso por las propias historiografías nacionales para configurar el territorio como un «espacio sagrado» en el que la planta eclesiástica, su antigüedad, etc., permitían establecer gradaciones entre unas regiones –diócesis– y otras y unos países y otros. Sucedió en España, pero también en Francia y en Inglaterra23. Mal favor han hecho, pues, a la ciudad de Santander quienes en el año 2005 se han empeñado en acomodarla en clase turista ignorantes de que desde el 12 de diciembre de 1754 tenía en su mano billete de business. En España, a lo largo de los siglos XVI, XVII y XVIII, la forma más habitual de acceder al honor de ciudad por vía eclesiástica se producía cuando, mediante la desmembración de parte del territorio de una vieja diócesis, se erigía otra nueva, y en ella, de forma simultánea, la correspondiente sede. Este fue el camino recorrido por la diócesis de Santander y por algunas otras más, tanto antes como después de ella. Así, la de Orihuela fue desmembrada de la de Cartagena en 1564, Teruel de Zaragoza en 1577, Solsona de Urgel en 1592 y Valladolid de Palencia en 1595. Tal vez el examen de estos episodios particulares ayude a entender el «caso» de Santander. La villa de Orihuela había sido hecha ciudad por el rey Alfonso V ya en 1437, en atención a sus servicios, a su «generosa entrega», etc.24; afirma el cro-
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nista Zurita que, mediante este gesto, el monarca «la deseaba sublimar en todo»25. Sea como fuere, la cancillería papal no renunció a poner de manifiesto y por escrito su prerrogativa, haciendo caso omiso del título real; para que su intención quedase bien clara la bula se refirió a Orihuela en 1564 no como civitas, sino como oppidum: «Erigimos e instituimos la población [oppidum] de Orihuela en ciudad [civitas], la iglesia de San Salvador en catedral, con obispo propio que gobierne dicha iglesia, que tenga dignidad episcopal, con sede episcopal, y con las preeminencias, honores, privilegios, favores y otras gracias que las otras catedrales del Reino de Valencia tienen y gozan por derecho por costumbre, y las puedan tener y gozar en el futuro, con mensas epicopal y capitular, sello y otras insignias catedralicias. Y a los habitantes de dicha ciudad de Orihuela y de su catedral los decoramos con el honor y el nombre de ciudadanos»26.
No era Solsona ciudad sino villa cuando en 1593 Felipe II obtuvo del papa Clemente VIII la constitución de la diócesis27. El ya citado Esteban de Corbera relata con estas palabras lo sucedido: «Quiso [Felipe II] ennobleçer la Iglesia, y Villa de Solsona, y a su petición les dio el Summo Pontífice Clemente Octauo título de Catedral, y de Ciudad. La escritura desta erección es la que sigue: Ad laudem, & gloriam Ominipotentis Dei Sanctorum Apostolorum Petri, & Pauli, & nostra auctoritate erigimus oppidum Celsonae Vrgelensis Diocesis in Civitatem, & illius Ecclesiam sub inuocatione Sanctae Mariae in Cathredalem (…)»28.
Fue al año siguiente cuando Felipe II la hizo ciudad. En fin, tampoco era ciudad Valladolid con anterioridad al 25 de septiembre de 1595: «Villa por villa, Valladolid en Castilla», rezaba el dicho. A lo sumo podía presumir de ser «noble villa», título concedido en 1422 por Juan II mediante disposición que desde entonces quedaría incluida en las sucesivas recopilaciones de las leyes del reino29. Los ejemplos que acaban de referirse servirían de pauta para lo que en 1754 hubiera de hacerse con Santander. Los casos de Orihuela y Valladolid salieron a relucir no en vano a la sazón como ejemplos a seguir, y una copia de la bula de erección de aquélla fue remitida por Alonso Muñiz, marqués del Campo de Villar, al cardenal Portocarrero para que la de Santander se redactase «en la misma conformidad»; el destinatario acusó recibo, asegurando al remitente que haría todo lo posible para que la futura bula se hiciese «en la misma conformidad que
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se practicó para la del obispado de Orihuela»30. Por su parte el padre Rávago invocó también el ejemplo de Teruel, junto con los de Orihuela y Valladolid, en punto a las compensaciones demandadas por Burgos31. El caso de Teruel no se distanciaba un ápice del de Orihuela: la villa había sido hecha ciudad por Pedro IV en 1347 en atención a su fidelidad durante pasados conflictos civiles; como Santander, a mayores, Teruel tuvo colegiata antes que catedral32. En fin, poco después de la erección de la sede vallisoletana se creía en la villa cantábrica que su propia causa podía ser perfectamente homologable con la de la ciudad meseteña: «pareziéndoles a los de Santander que podía ser lo mismo en su iglesia collexial, como si militaran las mismas causas y razones, por ángeles y ministros que nunca han faltado de aquellas partes en la Corte, hizieron ver a su magestad don Phelipe segundo la propuesta»33. En efecto, las colegiatas eran consideradas en el Antiguo Régimen «catedrales de segundo orden», y el tracto de una a otra se tenía entonces por fácil de salvar34. Así, pues, el párrafo con el que la bula papal (Pro excellenti, de 25 de septiembre de 1595) hacía ciudad a Valladolid consistía en algo tan breve, expresivo y preciso como lo que sigue: «Condecoramos al mismo pueblo [oppidum] de Valladolid con el nombre y honor de ciudad, a la iglesia colegiata con el de Catedral, a todo su territorio con el de diócesis, y a los vecinos y habitantes con el de ciudadanos»35. Al igual, por tanto, que Benedicto XIV en 1754 respecto a Santander, Clemente VIII se adelantó a Felipe II en la concesión del título de ciudad a Valladolid. Sorprendido, el Rey Prudente maniobró de inmediato para no quedar en ridículo ante sus paisanos. No se ha dejado engañar por este torpe proceder real el autor del volumen (el XIX de la misma Historia de las diócesis españolas) correspondiente a las Iglesias de Palencia, Valladolid y Segovia: «Aunque la misma bula de Clemente VIII otorgaba a Valladolid el título de ciudad –y de ciudadanos a sus moradores–, el 9 de enero de 1596 Felipe II reconoció esta distinción («antes que vengan los despachos de Roma») con la finalidad de apuntarse el tanto en su haber en lugar de ceder semejante distinción al Papa»36. La real maniobra quedó reflejada así: «Su majestad es servido y manda que luego se haga el título de ciudad de Valladolid. Y que porque no parezca que el hacerlo yo es dependiente de la erección de la catedral que se ha concedido en Roma, será bien que Vuestra Señoría ordene que el señor Juan Vázquez de Salazar le haga luego, porque se publique y haga lo que más convenga antes que vengan los despachos de Roma. Vuestra Señoría será servido se haga así. Guarde Dios a Vuestra Señoría muchos años. De casa, 6 de enero de 1596»37.
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Es seguro que Felipe II no podía ignorar lo que una bula de tal condición debía contener, entre otras cosas la elevación de la villa de Valladolid al honor de ciudad. El 11 de septiembre de 1595, hablando ante el papa, el cardenal Gesualdo, uno de los principales apoyos de la causa vallisoletana, había observado que «todas las calidades que se requieren en una ciudad [e] yglesia cathedral concurren abundantemente en la dicha villa e yglesia de Valladolid». También sabemos que algunos consejeros de Felipe II estaban no obstante persuadidos de que tal honor «tocaba» a su majestad; al respecto dijeron, en efecto, que: «En lo que dize de hazer ciudad a Valladolid (como es necesario para hazerle obispado), que no ay qué hablar ni tratar allí [en Roma] dello, porque esto es y toca a vuestra majestad y no allá»38. Es evidente, con todo, que quien así se expresó no tenía muy claros los particulares del tema. Para hacer cabeza de obispado a Valladolid no hacía falta hacer ciudad a la villa, sino justo al revés: haciendo a la villa cabeza de obispado, se le hacía ciudad. Baltasar Porreño, que fue obispo de Calahorra, Córdoba y Cuenca entre 1587 y 1600, amén de autor de unos Dichos y hechos del Señor Rey Don Felipe Segundo, hubo de sudar un tanto para tratar de cohonestar las dos concesiones del título a Valladolid (papal y real, por este orden), dar a cada cual (papa y rey) lo suyo, y no tergiversar la secuencia de actos y su significado. El resultado no fue precisamente elegante de redacción ni exacto en la sustancia: «A instancia del dicho Rey, erigió el Papa Clemente VIII en la Santa Iglesia Catedral y la Colegial de Valladolid, y nombró su Majestad por primer Obispo al Doctor don Bartolomé de la Plaza, que lo era de Tuy, y el siguiente año de mil quinientos noventa y seis hizo ciudad a la dicha villa a nueve días del mes de enero»39.
El mismo error comparece en dos ocasiones en las Memorias del canónigo Martínez Mazas a propósito de Santander cuando escribe: «En dicho año condecoró a la villa el señor don Fernando VI con el título y privilegio de Ciudad, para que fuese digno asiento de la cátedra episcopal»40. Es cierto que cuantos más «honores» acumulase un determinado núcleo de población mejor habilitado se encontraba para proporcionar asiento a una sede episcopal; es por esto por lo que tanto en Orihuela como en Teruel sus dotaciones civiles del título de ciudad fueron consideradas por los respectivos monarcas como dispositivos promocionales hacia el rango episcopal, por más que hubiera de pasar no menos de un siglo entre una cosa y otra41. Sea como fuere, y volviendo al caso de Valladolid, todo parece indicar que el autor de la frase arriba transcrita se quedó solo con su propuesta; los cardenales Gesualdo y Deza ya habían hecho saber al papa que: en «los años pasados, el serenísimo Phelipe, católico rey de las Españas, movido de su piadoso zelo,
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suplicó humildemente a Vuestra Santidad tubiesse por bien de eregir en ciudad la ynsigne villa de Valladolid»42. Había sido, pues, Felipe II quien «suplicó» al Papa que hiciese ciudad a su villa natal. Cuando la bula Pro Excellenti llegó a la Corte, Felipe II se cuidó de que fuera a él y no al papa a quien sus paisanos de Valladolid quedasen eternamente agradecidos por la concesión del honor Civitatis. Como en el caso de Santander, la engañifa funcionó desde entonces para casi todo el mundo, incluida la corporación municipal y las instituciones de toda suerte que en 1996 conmemoraron la dotación real del título de ciudad con imperdonable descuido de la previa, y más valiosa, dotación papal, en lo que constituye un precedente casi idéntico a lo ocurrido en Santander este pasado 2005. El título real de Valladolid luce fecha de 9 de enero; no hace Felipe II en él la más leve mención a lo sucedido el 25 de septiembre del año anterior. La concesión se justifica recurriendo a razones tan atemporales como de hecho lo son «los muchos, buenos y leales servicios que el concejo, Justicia, Regidores, cavalleros, escuderos, oficiales y hombres buenos de la muy noble Villa de Valladolid ha hecho a los señores Reyes nuestros progenitores y a mí, y a los que continuamente hace». Según esto, la concesión estaría, pues, tan justificada el 9 de enero de 1596 como idéntico día de 1586, 1576, 1566 o 1556… Tampoco es razón aducir precisamente ahora que «yo nací en ella» o «que es tan calificada por las muchas particularidades y cosas insignes que tiene», argumentos tan válidos ahora como diez, veinte o treinta años atrás. Yo no sé cuándo llegó a Valladolid la bula papal, pero apostaría que fue después del 14 de enero de 1596…, día en el que la corporación municipal procedió a abrir el «pliego de Su Magestad». Se ha escrito que Felipe II «retuvo el despacho [de la bula] para que el hacer ciudad a Valladolid no diera la sensación de haber sido concesión pontificia sino gracia y merced de Su Majestad». Semejante proceder ha querido ser cubierto de legalidad pretendiendo hacerlo pasar por caso de «retención de bulas»43. Me temo que no es así. La retención consistía en un mecanismo bien gubernativo bien contencioso habilitado, por lo general, para contradecir la provisión papal de beneficios menores44. Existen numerosos ejemplos de este uso –el más común, repito– en los expedientes impresos accesibles que contiene el Catálogo Colectivo del Patrimonio Bibliográfico Español. Un somero examen de la bibliografía pasada y presente sobre el tema no creo que autorice la inclusión del caso vallisoletano bajo tal supuesto. A fines del siglo XVIII, un regalista como José de Covarrubias, autor de unas Máximas sobre recursos de fuerza, concedía, en efecto, al soberano la facultad «para examinar si en las Bulas, que dimanan de la Santa Sede, se perjudica al Estado, o se establecen cosas contrarias a las disposiciones canónicas, y a la disciplina»45. Luego describía el carácter de las «providencias particulares, que pueden dimanar de la dilatada autoridad del Sacerdocio en perjuicio del imperio, y de la disciplina», invocando como principio general (ley XXXVII, tít. III, lib. I) para la entrada en acción del dispositivo
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de la retención la colisión entre «toda Bula, Breve, o Rescripto» papales y «todo lo que se oponga a las regalías, concordatos, costumbres, leyes, y derechos de la nación, o induzca en ella novedades perjudiciales, gravamen público o de tercero». La retención, en fin, se sustanciaba por el Consejo de Castilla en forma de súplica ante el papa para que tuviese a bien, en su caso, enmendar el eventual daño46. Nada de esto se compadece con lo actuado por el Rey Prudente, el cual simplemente quiso retrasar –más que retener– la bula papal mientras llegaba su propia cédula. Es obvio, finalmente, que Felipe II ni quería ni podía discutir el derecho papal a hacer ciudad a Valladolid cuando esta promoción dimanaba de la simultánea constitución de la sede episcopal por él mismo impetrada a Roma. Lo suyo no fue un caso de retención de bula, sino de puro y simplemente filibusterismo político. La bula de 12 de diciembre de 1754 que hizo ciudad a Santander, al tiempo que creaba la diócesis, no es desde luego un documento muy conocido, y por supuesto nada leído. Lo reprodujo don José del Río y Sanz en su colección de «Efemérides» titulada La provincia de Santander considerada bajo todos sus aspectos, en el tomo I, del año 1885, pp. 582-599. Don José transcribió el texto, con algún que otro error tipográfico, desde una copia fechada en Madrid el 7 de marzo de 1755. A mi entender no es casualidad que el documento, «perfectamente conservado», estuviese celosamente guardado ya entonces ¡en el archivo del Ayuntamiento! Por lo demás, se trata sin duda de un espécimen perseguido por los peores hados, pues ya en 1885 don José afirmaba que valía la pena su edición, tanto por tratarse de un texto «muy poco conocido» como por «haberse equivocado por algunos autores montañeses la fecha en que se extendió esta importante Bula». No cabe imaginar que el texto en cuestión difiera sustancialmente de lo visto para Solsona, Orihuela, Teruel o Valladolid47. La parte expositiva o narratio relata los previos intentos (de Felipe II a Carlos II) de erección de la diócesis santanderina desmembrándola de territorio burgalés, momentos a lo largo de los cuales la bula se refiere hasta en dos ocasiones al «locus Sancti Anderii», aclarando que éste, por entonces, «non erat civitas, sed simplex Villa exiguae populations» (cursivas mías). Sigue idéntica denominación («loci Sancti Anderii») en referencia al tiempo de Fernando VI; y no es sino en la parte dispositiva cuando a Santander se le añade, por vez primera, el título de civitas. El párrafo dice así: «(…) Illis que sit supressis, dismembratis, sejunctis et separatis, praedictum Locum Sanctii Anderi civitatem Santanderiensem nuncupandam dicta Apostolica auctoritate similiter perpetuo creamus, eique civitatis titulum et denominationem eadem Apostolica auctoritate concedimus, et impartimur».
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Luego, producida ya la conversión del locus o villa en civitas, simultánea con la de la Collegiata Ecclesia en Episcopalis Eccclesia, la bula se deleita en la reiteración de las nuevas denominaciones, entre las que no falta la alusión al Palacio Episcopal de la nueva civitas (civitate Santanderiensi Palatium) o a la ecuación Civitate et Diocesi. La misma gramática (de oppidum a civitas) se despliega en el documento de entronización del primer obispo de Santander, hasta entonces abad de la Colegiata: «Oppidum Sancti Anderii in provincia Castellae veteris situm, et nuper quoque eodem actu a Nobis in civitatem erectum»48. Benedicto XIV hizo, pues, ciudad a Santander con el mismo acto y en el mismo momento en el que fue creada la diócesis y erigida en catedral la vieja colegiata. Este era el procedimiento canónico, el que el mundo cristiano conocía de tiempo atrás, y que no había razón alguna para modificar en este caso. Varios siglos antes, el locus o villa Sancti Iacobi no devino civitatis Compostelle hasta que en 1095 albergó oficialmente la sede episcopal trasladada desde Iria Flavia49. Los procedimientos no cambiaron a lo largo de seiscientos años. Por consiguiente, no carece de sentido que el archivo municipal de Santander guardase copia de la bula, tal como certificó en 1885 don José del Río y Sanz. Esta era el primer y más valioso argumento de su ciudadanía, que para nada precisaba del real decreto del 29 de junio de 1755. No era necesario título real de ciudad allí donde primero se hubiese establecido una sede episcopal, lo cual no quiere decir que además pudiera haberlo; no le hizo ninguna falta a Santiago de Compostela, Sevilla, Barcelona, Lugo, Tarragona, Granada, Plasencia, etc., por la sencilla razón de que el establecimiento catedralicio surtía lo que hoy calificamos como «efectos civiles». Sólo al pontífice competía erigir sedes episcopales50 y, una vez éstas restauradas o nuevamente constituidas, comenzó a generalizarse allá por el siglo VI que los loci donde tomasen asiento los obispos fueran conocidos como civitates. Ya he dicho que también los príncipes podían honrar con tal título a las villas u otras poblaciones que así lo pidieran, lo pagaran o lo merecieran, pues de todo ello hubo. También se ha visto que la promoción real era tenida en algunos casos como eficaz catalizador para lograr la eclesiástica. Cabe concluir, pues, que Fernando VI pudo haber hecho ciudad a Santander si así se lo hubiera propuesto; nadie se lo podía impedir, siempre y cuando invocara razones propias de un honor Civitatis civil (valga la redundancia). Aunque lo cierto es que no lo hizo. Del tercero de los Borbones dejó don Marcelino Menéndez Pelayo una imagen francamente gris: «aquel buen rey, que, si no recibió de Dios grande entendimiento, tuvo, a lo menos, sanísimas intenciones e instinto de lo bueno y de lo recto, guía más segura e infalible que todos los tortuosos rodeos de la política de Maquiavelo»51. Pues bien: hay un párrafo en la bula Romanus Pontifex del cual
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tal vez pueda conjeturarse que Fernando VI albergó en algún momento la «sanísima intención» de hacer ciudad a Santander. No es otro que el párrafo invocado por el padre Lodos al comienzo de su artículo, y que yo aquí he incluido también. Entiendo por su tenor que Benedicto XIV no descartaba que antes del 12 de diciembre de 1754 Fernando VI hubiese hecho ya ciudad a Santander, invocando las causas que en la misma bula se relatan (populi fequentia, commercii incremento). Que se sepa, dicha promoción no existió. Sí existió, contrariamente, la petición formal al papa Benedicto XIV de que la bula en cuestión incluyera el pertinente honor Civitatis, tal como se hizo en el proceso de Valladolid. En carta de 13 de junio de 1754 envió el padre Gándara a Muñiz copia del «plano» presentado al cardenal pro-datario «para la formación de la bula de erección del obispado de Santander». El borrador de la bula contenía cinco epígrafes, de los cuales interesa ahora el segundo, el cual, entre otras cosas, dice ésta: «(…) se decorará la villa de Santander y sus vecinos con el título y honor de ciudad y ciudadanos; y se erigirá en catedral la mencionada colegial de Nuestra Señora de la Asunción, con todos los distintivos, preeminencias y preferencias mismas que gozan todas y cada una de las catedrales de España; estableciendo en ella la correspondiente silla episcopal para el obispo que por tiempo fuere, con los propios honores y prerrogativas que disfrutan los demás obispos de aquel Reino».
Así, pues, Benedicto XIV hizo lo que se le pidió. Pero cabe imaginar de tan ilustre canonista como don Marcelino dice que era52 que igualmente hubiera hecho lo que finalmente hizo –hacer ciudad a Santander– aunque no se le hubiera pedido: simplemente estaba obligado a ejercer su derecho, tal como sus predecesores habían hecho también (Orihuela, Teruel, Solsona), aunque ello significara duplicar el previo honor Civitatis de matriz real. Como Clemente VIII a Felipe II en 1595, Benedicto XIV pilló desprevenido a Fernando VI en 1754. El 19 de enero, desde Roma, Gándara remitía a Muñiz esta otra carta que transcribo en parte para comentar luego: «Tengo el honor de remitir a V. I. la bula original y dos trasuntos auténticos de la desmembración y erección del nuevo obispado de Santander (…). Como hoy se hace necesario decorar a la villa de Santander con el nombre de ciudad, derecho que es más propio del Rey que de su Beatitud, he precavido también esto, según observará V. I. en la misma bula. Y de consecuencia, si pareciere así a V. I., podría expedirse ese título honorífico con data anterior a la de la bula (…)».
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Si mi interpretación es correcta, el párrafo de la bula que tanto el padre Lodos como yo mismo hemos traído a colación fue redactado precisamente así a petición («he precavido») de los ministros de Fernando VI con el fin de que su majestad pudiese hacer ciudad a Santander antes del 12 de diciembre («hoc intermedio tempore») invocando las razones que ya se han dicho. No era «necesario» que lo hiciese, pero algunos precedentes así parecían aconsejarlo. Los documentos son tozudos en el sentido de que desde la Corte, desde Madrid, el curso de la negociación preveía no sólo que el Papa hiciese ciudad a Santander, sino que, «en conformidad» con los precedentes (Orihuela, etc.), Fernando VI lo habría de hacer también antes que el Pontífice. El punto 29 del Memorial remitido desde Madrid por Campo de Villar a Portocarrero el 16 de marzo de 1754, algo así como la «hoja de ruta» a seguir por nuestro embajador en Roma, decía textualmente: «La villa de Santander, donde se ha de establecer la Cathedral del obispado (decorándola con el título de ciudad, como ha acordado el rey), es muy antigua, y muy noble». El Memorial recogía asimismo otros muchos méritos, y auguraba a la población un prometedor futuro a medida que «el comercio marítimo vaya floreciendo, estendiéndose el vecindario y enriqueciéndose el pueblo cada día más», fraseología que recuerda la contenida en la bula papal (populi fequentia, commercii incremento) para argumentar la concesión real53. Este es el documento que Portocarrero debía dar a conocer al Papa «en el real nombre de Su Majestad Católica», y a fe que Su Santidad hizo lo que se le pidió. La concesión de honor Civitatis no era «un derecho (…) más propio del Rey que de su Beatitud», como decía Gándara, sino tan propio del uno como del otro, dependiendo de la circunstancia de su eventual ejercicio. En fin: como a mediados de enero de 1755 el papa ya había hecho ciudad a Santander, si lo que se quería era deshacer el entuerto causado por la remolona actitud de Fernando VI y sus ministros, sólo cabía que el documento real viniese fechado «con data anterior a la de la bula», triquiñuela no menos filibusteril que la empleada por Felipe II en 1595, aun cuando formase parte del bagaje procedimental de las cancillerías reales y pontificias. No se hizo así; por consiguiente, lo que desde el 12 de diciembre de 1754 contaba para que Santander pudiese llamarse ciudad era la bula papal. Y ésta, insisto, «valía más» que los documentos reales, razón por la cual Esteban de Corbera ni se acordó de mencionar la titulación real de Solsona, posterior a la bula de erección de la diócesis, ni Sebastián de Covarrubias parece haberse enterado de lo propio en el caso de Valladolid. Todavía veinte años después de la concesión real a Santander del título de ciudad, en Aguilar de la Frontera se insistía en dar con alguna pista que aclarara si la villa había sido o no en el pasado «silla episcopal»54. En Inglaterra, una ley de 1927 reconocía «by ancient prescriptive right» el derecho de las ciudades con sede catedralicia a ser denominadas cities, incluso en ausencia de papeles al respecto. La mera presen-
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cia de la cathedra episcopal servía para que así prescribiera el título de city en favor de la concreta población55. La bula de Benedicto XIV fue recibida en la Corte con satisfacción prácticamente absoluta. Fernando VI, al decir del marqués del Campo de Villar, quedó «muy satisfecho de la particular benignidad con que Su Santidad ha atendido los eficaces oficios que Vuestra Eminencia [Portocarrero] ha pasado, en su Real nombre, con Su Beatitud sobre este importante negocio». La correspondencia entre el marqués y el cardenal da cuenta a lo largo de todo el verano de 1754 de las dificultades que iban surgiendo en el camino, asuntos que a la altura del 14 de noviembre quedaban reducidos a «algunas expresiones más o menos de la bula que se procurarán vencer». No todo salió redondo, al ciento por ciento, aunque sí «lo más arreglado que se ha podido a la consulta de la Cámara y instrucción que para tal efecto me remitió Vuestra Señoría con carta del 9 de marzo último pasado» –escribía el cardenal al marqués desde Roma el 19 de diciembre de 1754. Nadie pudo reprochar a Portocarrero que el texto de la bula no fuese del real agrado. La tacha no estaba en Roma sino en Madrid. Por otra parte, existían razones materiales, más profanas, para preferir el título papal al real. Este, como el que Fernando VI despachó para Santander el 29 de junio de 1755, relacionaba al cabo: «honras, gracias, franquezas, libertades, exempciones, preheminencias, prerrogativas, immunidades, y todas las otras cosas que por razón de ser ciudad, debe haver, y gozar, y la deven ser guardadas, todo bien, y cumplidamente, sin faltarla cosa alguna». Pues bien: por magnífica que pueda antojarse tamaña retahíla de eventuales atribuciones, la única exención que Santander obtuvo el 29 de junio de 1755 fue la del pago de la media annata, el impuesto que gravaba la concesión de mercedes, oficios y gracias reales (como lo era dicho título de ciudad). Por lo demás, el tránsito de villa a ciudad en los reinos de Castilla (otra historia era, por ejemplo, la del reino de Navarra) carecía también de cualquier significación en el plano protocolario, o, como se decía en la época, de los «tratamientos y cortesías», territorio en el que puso orden Felipe II en 1586 restringiendo, por ejemplo, el uso del tratamiento de «señoría» a las ciudades que fuesen cabezas de reino (Murcia, Jaén, Sevilla…)56, restricción que su hijo enmendó poco más tarde (1611) permitiendo que también pudiesen ser llamadas así las de voto en Cortes, además de la villa de Madrid, por tenerlo también ésta57. Tal vez fue esta razón protocolaria la que indujo al ayuntamiento de Alcalá de Henares a comprar en 1687 por 5.000 ducados el título de ciudad «con las Preeminencias solas de Ciudad de voto en Cortes sin el voto», pirueta jurídico-administrativa que sólo se entiende precisamente desde la óptica de una pugna «preeminencial» entre el ayuntamiento y la universidad local58. Santander, pues, no adquirió ni una sola preeminencia adicional mediante la dotación real del título de ciudad; pero sí bastantes desde el punto de vista eco-
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nómico y administrativo, merced, paradójicamente de nuevo, a la erección de la sede episcopal por mano del papa Benedicto XIV. Lo explico. Es cosa archisabida que el escollo más serio para la constitución de nuevas diócesis mediante desmembración de sus respectivas matrices procedía, y no por capricho, de la resistencia ofrecida por éstas en punto al reparto de territorio, de rentas, de pensiones, de parroquias, etc.; era, en efecto, la previsible mengua de ingresos y otras entradas la razón que más solía preocupar a los obispos y cabildos víctimas de tales amputaciones. Era lógico que así fuera. Instituciones eclesiásticas, tribunales de justicia y cualesquiera otras corporaciones de las que atraían sobre sí rentas de la tierra, diezmos, tasas o lo que fuere constituían, por lo tanto, apoyaturas nada despreciables sobre las que fundamentar la estabilidad y el eventual progreso de las ciudades. El peso del sector terciario en las economías urbanas del Antiguo Régimen significaba parte esencial de su propia existencia, y la ganancia o pérdida del domicilio de una casa señorial, de un cabildo eclesiástico, de un tribunal de justicia, de un consulado u otra cualquier institución pública o privada del género se convertía en materia de honda preocupación para las autoridades civiles de la villa o ciudad interesada. Cuando durante los primeros años del XVII no pocas ciudades de Castilla (Burgos, Valladolid, Toledo…) comenzaron a sentir en carne propia los efectos de su declinar, más de una creyó, y no sin razón, que el asiento en ellas de ciertas instituciones acaso podría devolverles parte de la vitalidad perdida. La ciudad de Toledo, por boca, entre otros, de García de Herrera de Contreras, demandaba la instalación de una audiencia, convencida de que «los tribunales reales son causa de [la] población de las ciudades, [tanto] por la gente que va a pedir justicia como por la gente que lleva consigo»59. Debe saberse también que el traslado de la Corte de Madrid a Valladolid en 1601 obedeció, según la hipótesis más verosímil, a la decidida intención real de restaurar el maltrecho estado de esta porción de Castilla la Vieja, en el entendimiento de que la Corte podía constituir un elemento vivificador del territorio sobre el cual se hubiere de instalar60. Burgos y Medina del Campo, a la sazón no menos alicortadas que Valladolid, pidieron también su porción de pastel con sabor a sector terciario, esto es: si la Corte se iba de Madrid a Valladolid, no era menos razonable que la Chancillería de Valladolid se moviese asimismo de Valladolid a Medina del Campo o a Burgos…, traslado que en todo caso Burgos ansiaba muy por encima del de las ferias, desplazadas aquí desde Medina, al mismo tiempo que la Chancillería de Valladolid lo hacía también para ocupar el hueco dejado en Medina por la actividad ferial… La ciudad de Cuenca se erige también como paradigma de la sustancial importancia del sector terciario (y de lo eclesiástico en particular) en su calidad de osamenta capaz de sostener los núcleos urbanos aun en los momentos más difíciles61. En sus mejores días, a mediados del siglo XVI (en 1561, para ser más exactos), era Cuenca una ciudad dotada de un potente sector industrial –pañero– en el cual trabajaban el 58% de sus habitantes, mientras que otro 10% lo hacía
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en la agricultura. Luego vinieron las dificultades de los años finales del siglo XVI y los desastres del XVII; Cuenca perdió más de la mitad de su población, pasando de 14.644 hogares a 6.115, o, lo que es lo mismo, de unos 58.576 a otros 24.460 habitantes. Pues bien: en ese lapso de tiempo en el que la ciudad fue viendo morir poco a poco su actividad industrial, el sector cuyo peso relativo más aumentó en el conjunto de la población fue el relacionado con la iglesia, que pasó del 9% al 18,4%. En 1707, al cabo de un desastroso siglo XVII, 18 de cada 100 habitantes vivían de un modo u otro a la sombra de la clerecía, mientras que siglo y medio atrás lo hacían sólo 9. No es fácil reconocer hoy en Cuenca los vestigios de su brillante pasado industrial, como tampoco en Segovia; pero ahí están, en contrapunto, sus respectivas catedrales, sus monasterios, el recuerdo de un tribunal del Santo Oficio (en Cuenca) o el Alcázar (en Segovia), sede en algún momento de la Corte de los reyes de Castilla… La creación de la diócesis de Santander fue, por tanto, un factor de localización y redistribución de rentas que a no dudarlo deparó beneficios sustanciales tanto para el territorio «de peñas al mar» como para el núcleo de población desde el que a partir de entonces se organizó su colecta y derrama. Burgos fue la víctima de tal «deslocalización»; y fueron los asuntos relativos a las compensaciones que Burgos habría de recibir o la futura condición patrimonial de las abadías de Santillana y Covarrubias –todo ello, pues, tema económico– lo que en el verano de 1754 mantuvo ocupado en Roma a Portocarrero. La dotación de instituciones en los núcleos urbanos garantizaba su estabilidad a lo largo del tiempo. A escala de Europa se ha tratado de evaluar qué «factores» (una corte, una sede episcopal, un monasterio, una catedral, un aristócrata, un comerciante…) de los presentes en una ciudad contribuían a sostener mayores cuotas de población, con el resultado de que eran precisamente las sedes episcopales las que seguían inmediatamente a las cortes reales en tal ranking62. Pero ya mucho antes, desde Bodino a Cantillon, se admitía que «la Cour des rois ou grands seigneurs, ou marchands attirent le peuple et l’argent»63. La ciudad de Santander duplicó su población entre mediados y finales del siglo XVIII, proceso al que no fueron ajenas las sucesivas dotaciones de «factores» merced a los cuales dicha trayectoria se hizo posible64. Tras la sede episcopal vinieron el libre comercio (1765, 1778), el Consulado (1785), la cabeza de provincia marítima (1801), la de la Intendencia (1816), etc. El fenómeno urbano no es sólo una «anomalía de poblamiento» de matriz cuantitativa; lo es, y mucho más, a mi entender, por lo que tiene de diversificación en las tareas de sus habitantes. En Santander, el primer hito, aunque modesto, en este proceso, fue la constitución de la diócesis; y esto lo hizo el Papa por su bula, no el Rey por su decreto.
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BLASCO MARTÍNEZ, Rosa Mª (ed.), Los libros de acuerdos municipales de Santander, 1701-1765, Santander, Ayuntamiento de Santander, 2005, pp. 227-228. «He recibido la Bula […] que Vuestra Eminencia remite con carta de 19 de diciembre del año próximo pasado [1754]»; el marqués del Campo de Villar al cardenal Portocarrero (Buen Retiro, 7, enero, 1755). Archivo General del Ministerio de Asuntos Exteriores, Embajada de España cerca de la Santa Sede, leg. 204. CUESTA BEDOYA, Jesús, «Proceso de creación de una nueva diócesis», en Historia de las diócesis españolas. 20. Iglesias de Burgos, Osma-Soria y Santander, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2004, pp. 497-527. Ídem, «Creación de la diócesis de Santander», en MARURI VILLANUEVA, Ramón (ed.), La Iglesia en Cantabria, Santander, Obispado de Santander, 2000, pp. 159-177. MANSILLA REOYO, Demetrio, «El obispado de Santander. Trabajos y fuentes», en Hispania Sacra, IV (1951), pp. 81-130. Miscellanea Comillas, I (1941), pp. 395-439. LODOS, Francisco, «La creación del Obispado de Santander», en Altamira. Revista del Centro de Estudios Montañeses, 1, 2 y 3 (1955), pp. 109-242; en concreto, pp. 109-110. Sitio y socorro de Fuenterrabía, Echévarri (Vizcaya), Amigos del Libro Vasco, 1985, p. 13. Edición facsímil de la 4ª impresión, Madrid, 1793. Palafox tenía por costumbre referirse a sus diócesis (Puebla, El Burgo de Osma) como sus «esposas» o sus «Raqueles». Ver ARTEAGA Y FALGUERA, Cristina de la Cruz de, Una mitra sobre dos mundos. La del venerable don Juan de Palafox y Mendoza, obispo de Puebla de los Angeles y de Osma, Sevilla, Artes Gráficas Salesianas, 1985. Para otros ejemplos de constitución de ciudades (Vigevano, Fossano) por mano laica en Italia ver BERENGO, Marino, L’Europa delle città. Il volto della società urbana europea tra Medioevo ed età moderna, Torino, G. Einaudi, 1999, pp. 117-118. MANSILLA, «El obispado…», p. 100, nota 81. MICHAUD-QUANTIN, Pierre, Universitas. Expressions du mouvement communautaire dans le Moyen-Age latin, Paris, Librairie Philosophique J. Vrin, 1970, p. 112. Para una puesta al día de estas cuestiones, bien es cierto que sólo en Inglaterra, BECKETT, John V., City Status in the British Isles, 1830-2002, Aldershot, Ashgate, 2005, en general todo el cap. 1. Reportorio vniversal de todas las leyes destos Reynos de Castilla, abreuiadas y reduzidas en forma de reportorio decisiuo por Hugo de Celso, edición facsímil de la Medina del Campo (1553), estudio preliminar de Javier ALVARADO PLANAS, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000, f. 69 vº. CHITTOLINI, Giorgio, «‘Quasi-città’. Borghi e terre in area lombarda nel tardo medioevo», en Società e Storia, 47 (1990), pp. 3-26; ídem, «Il nome di ‘città’. La denominazione dei centri urbani d’oltralpe in alcune scritture italiane del primo Cinquecento», en KELLER, Hagen PARAVICINI, Werner - SCHIEDER, Wolfgang (eds.), Italia et Germania. Liber amicorum Arnold Esch, Tübingen, Niemeyer, 2001, pp. 489-501. Madrid, Turner, 1977, p. 991. BAILEY, Nathan, An Universal Etymological English Dictionary, London, Printed for E. Bell, 1721. Cito por la edición facsímil de Hildesheim - New York, Georg Olms Verlag, 1969, s. v. «City». FURETIÈRE, Antoine, Dictionnaire universel contenant generalement tous les mots françois tant vieux que modernes..., A La Haye et à Rotterdam, chez Arnout et Reinier Leers, 1690, s. v. «Cité». COWELL, John, The Interpreter, At Cambridge, Printed by Iohn Legate, anno 1607. Cito por la edición facsímil de Menston, The Scolar Press Limited, 1972, s. p., s. v. «Citie». Encyclopédie, ou dictionnaire des sciences, des arts et des metiers…, Paris, 1765, XVIII, p. 277.
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Cito por la edición de Barcelona, Estampa de Llogari Obradors y Pau Sulé, 1871, pp. 17-19. CORBERA, Estevan de, Cataluña Illvstrada. Contiene sv descripción en común, y particular con las Poblaciones, Dominios, y Successos, desde el principio del Mundo asta que por el valor de su Nobleça fue libre de la Oppresión Sarracena, En Napoles, por Antonino Gramiñani, 1678, p. 112. 20 XEREZ, Joan de - DEZA, Lope de, Razón de Corte, estudio preliminar de Antonio T. REGUERA RODRÍGUEZ, León, Universidad de León, 2001, p. 212. 21 MARTÍNEZ MAZAS, José, Memorias de la Iglesia y Obispado de Santander, estudio, transcripción y notas por Joaquín GONZÁLEZ ECHEGARAY, Torrelavega, Besaya, 2002, pp. 79-89. 22 Urbs et Roma hispanica, sive De praexcellentia et magnitudine Toletanae urbis, cum magnitudine et praexcellentia urbis Romanae conferenda, Toleti, Franciscus Caluo... excudebat ipsius imperialis ciuitatis mandato, 1664. 23 NICE, Jason A., «‘The Peculiar Place of God’: Early Modern Representations of England and France», en The English Historical Review, CXXI, 493 (2006), pp. 1002-1018. 24 MANSILLA REOYO, Demetrio, Geografía eclesiástica de España. Estudio histórico-geográfico de las diócesis, Roma, Iglesia Nacional Española, 1994, pp. 329-330. 25 ZURITA, Jerónimo, Anales de la Corona de Aragón, edición de Ángel CANELLAS LÓPEZ, Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 1976, lib. XV, cap. XXX. 26 CARRASCO RODRÍGUEZ, Antonio, La ciudad de Orihuela y el pleito del obispado en la Edad Moderna, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2002, pp. 434-441 (original latino y traducción castellana). Asimismo, ESTAL, Juan Manuel del, Orihuela de villa a ciudad. Compendio de una historia bicentenaria desde Alfonso X el Sabio de Castilla al Rey Magnánimo, Alfonso V de Aragón (1243/50-1437/38), Orihuela, Ayuntamiento de Orihuela, 1996, pp. 76-138. Estoy muy agradecido a Armando Alberola por haberme proporcionado noticia y fotocopia de esta obra. Añádase, en fin, VILAR, Juan B., «La iglesia de Orihuela-Alicante», que constituye el cap. IX del vol. 6 de la Historia de las diócesis españolas. Iglesias de Valencia, Segorbe-Castellón y OrihuelaAlicante, coord. por Vicente CÁRCEL ORTÍ, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2006. 27 MANSILLA, Geografía eclesiástica…, II, pp. 407-410. 28 Cataluña Illvstrada…, p. 124. También puede verse la entera bula de erección en La diócesis de Solsona, Barcelona, Tobella & Costa, Impresores, 1904, pp. 191-196. 29 Novísima Recopilación, ley I, tít. I, lib. V. 30 LODOS, «La creación…», pp. 159-160. Archivo General del Ministerio de Asuntos Exteriores, Embajada de España cerca de la Santa Sede, leg. 203 (Buen Retiro, 19, marzo, 1754). 31 Ídem, p. 173. La gestión de Rávago puede seguirse en ALCARAZ GÓMEZ, José F., Jesuitas y reformismo. El Padre Francisco de Rávago (1747-1755), Valencia, Facultad de Teología, 1995, pp. 263-277. 32 BURRIEL RODRIGO, Mariano, «La erección de la diócesis de Teruel», en Teruel, I (1949), pp. 75-90. 33 MANSILLA, «El obispado…», p. 84, nota 19. 34 BARREIRO MALLÓN, Baudilio - REY CASTELAO, Ofelia, «‘Catedrales de segundo orden’. Las colegiatas de Galicia en la Edad Moderna», en RÍOS RODRÍGUEZ, Mª Luz - SAAVEDRA VÁZQUEZ, Mª del Carmen (eds.), As institucions galegas na Historia, en Semata. Ciencias sociais e humanidades, vol. 15 (2004), pp. 281-315. 35 SANGRADOR VÍTORES, Matías, Historia de la muy noble y leal ciudad de Valladolid, desde su más remota antigüedad hasta la muerte de Fernando VII, Valladolid, Imprenta de D. M. Aparicio, 1854, p. 108. La versión original latina está en CASTRO ALONSO, Manuel de, Episcopologio vallisoletano, Valladolid, Tipografía Cuesta, 1904, pp. 188-199. Agradezco a Luis Ribot y a Teófanes Egido su gentileza al localizar estos viejos textos. 36 RESINES, L., «La Edad Moderna», en EGIDO, Teófanes (coord.), Historia de las diócesis españolas, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2004, vol. XIX, pp. 257-306, en concreto p. 260. 37 Valladolid, ciudad (1596), Valladolid, Universidad de Valladolid - Instituto de Historia Simancas, 1995, p. XIII. 19
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CABEZA RODRÍGUEZ, Antonio, «Política y administración eclesiástica en la creación de la ciudad de Valladolid», en Valladolid: historia de una ciudad, Valladolid, Ayuntamiento de Valladolid, 1999, vol. II, pp. 787-793. Cito por la edición de Paloma CUENCA, con estudio introductorio de Antonio ÁLVAREZ-OSSORIO ALVARIÑO, Madrid, Sociedad Estatal para la Conmemoración de los Centenarios de Felipe II y Carlos V, 2001, p. 52. MARTÍNEZ MAZAS, op. cit., p. 137; y antes (p. 105) ya había escrito: «En nuestros días no sólo la ennobleció don Fernando VI con el título y honor de ciudad para que fuese cabeza de obispado y asiento de su dignidad […]». BLASCO DE LANUZA, Vicencio, Historias eclesiásticas y seculares de Aragón, En Çaragoça, por Iuan de Lanaia y Quartanet ..., 1622; edición facsímil, con introducción de Guillermo REDONDO VEINTEMILLAS, Encarna JARQUE MARTÍNEZ y José Antonio SALAS AUSÉNS, Zaragoza, Cortes de Aragón, 1998, II, p. 286, donde se transcriben las palabras del documento de Pedro IV de 1347 para Teruel («nuntium seu legatum intendimus destinare, quod ipse ordinet in Ciuitate ipsa sedem et Ecclesiam Cathedralem, prouidendo inhibi de Episcopo»). CABEZA RODRÍGUEZ, art. cit., p. 792. La cursiva es mía. Valladolid, ciudad…, pp. XII-XIII. ROUCO VARELA, Antonio María, Estado e iglesia en la España del siglo XVI, Madrid, La Editorial Católica - Facultad de Teología San Dámaso, 2001, pp. 330 y ss. Máximas sobre recursos de fuerza y protección, con el método de introducirlos en los tribunales, Madrid, por D. Joachin Ibarra, 1785, pp. 164-171. Definitivo: BOUZADA GIL, Mª Teresa, La vía de fuerza. La práctica en la Real Audiencia del Reino de Galicia. Siglos XVII-XVIII, Santiago de Compostela, Xunta de Galicia, 2001, pp. 173-175. Sobre la tipología de estos documentos ver CÁRCEL ORTÍ, Mª Milagros, «Las bulas para la erección de la sede metropolitana de Valencia (1492)», en Anales Valentinos, 36 (1992), pp. 207-285. LODOS, «La creación…», pp. 240-241. LÓPEZ ALSINA, Fernando, La ciudad de Santiago de Compostela en la Alta Edad Media, Santiago de Compostela, Ayuntamiento, 1988, p. 277; LÓPEZ FERREIRO, Antonio, Fueros municipales de Santiago y de su tierra, Madrid, Castalia, 1975 (reimpr. de la ed. de 1895), p. 79. Exceptúo a los monarcas de Inglaterra, los cuales, desde el Acta de Supremacía, y en su condición de «cabezas» de la Iglesia de Inglaterra, también podían hacerlo. Historia de los heterodoxos españoles, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2000, vol. II, p. 366. «Doctísimo canonista». Ídem, II, p. 365. Archivo General del Ministerio de Asuntos Exteriores, Embajada de España cerca de la Santa Sede, leg. 317; Buen Retiro, 16, marzo, 1754. MUÑOZ Y ROMERO, Tomás, Diccionario bibliográfico-histórico de los antiguos reinos, provincias, ciudades, villas, iglesias y santuarios de España, Madrid, Imprenta y Estereotipia de M. Rivadeneyra, 1858, p. 3. BECKETT, op. cit., p. 12. Prematica en que se da la orden y forma que se ha de tener y guardar, en los tratamientos y cortesias de palabra y por escrito, y en traer coroneles, y ponellos en qualesquier partes y lugares, En Alcala, por Iuan Gracian Impressor de libros ..., vendese en casa de Blas de Robles, librero del Rey nuestro Señor, 1586. Real Academia de la Historia, 4/288 (7). Nueva Recopilación, ley XVI, tít. I, lib. IV. DELGADO CALVO, Francisco, Consecución del título de ciudad. Alcalá de Henares, 1687, Alcalá de Henares, Fundación Colegio del Rey, 1987. ARANDA PÉREZ, Francisco José, Jerónimo de Ceballos, un hombre grave para la república. Vida y obra de un hidalgo del saber en la España del Siglo de Oro, Córdoba, Universidad de Córdoba, 2001, p. 221.
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GELABERT, Juan E., «La restauración de la república», en FEROS CARRASCO, Antonio - GELABERT, Juan E. (dirs.), España en tiempos del Quijote, Madrid, Taurus, 2004, pp. 197-234. Para lo que sigue: REHER, David-Sven, Town and country in pre-industrial Spain. Cuenca, 15501870, Cambridge, University Press, 1990. RUSSELL, Josiah Cox, Medieval Regions and their Cities, Newton Abbot, David & Charles, 1972, pp. 34-38. DOCKÈS, Pierre, L’espace dans la pensée économique du XVIe au XVIIIe siècle, Paris, Flammarion, 1969, p. 93. FORTEA PÉREZ, José Ignacio, «Santander según las Respuestas Generales del Catastro de Ensenada», en Santander 1753 según las Respuestas Generales del Catastro de Ensenada, Madrid, Centro de Gestión Catastral y Cooperación Tributaria, 1991, p. 37.
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El desembarco de los catalanes en Galicia y los remedios de los naturales a la crisis de sus pesquerías, 1757-1788 Isidro Dubert* Universidad de Santiago de Compostela
El desembarco de los catalanes en Galicia se produjo en el marco de la crisis por la que atravesaban las pesquerías tradicionales en el curso del siglo XVIII. Su posterior instalación supuso la aplicación de técnicas de trabajo intensivo a la producción pesquera que generaron una oposición social de desigual intensidad y fuerza en los distintos puntos de la costa. En este trabajo pasaremos revista primero a las implicaciones derivadas de la introducción de nuevas artes de pesca a manos de los recién llegados. En un segundo momento analizaremos en detalle la respuesta y los remedios propuestos por las elites locales a la situación por la que atravesaba el sector, los cuales sólo en parte fueron un intento de hacer frente a los efectos de la competencia catalana.
1. Implicaciones socioproductivas de la llegada e instalación de los catalanes La llegada de los catalanes a las costas gallegas no fue un acontecimiento fortuito. Tres hechos nos ayudan a comprenderlo. Primero, el interés que ya desde finales de la Edad Media venían mostrando los mercaderes de la ciudad de Barcelona y sus factores por la sardina salada que salía de Galicia en dirección al Mediterráneo. Segundo, el incremento experimentado por la demanda de pescado en el Principado desde 1738, cuando, tras una escalada de enfrentamientos con Inglaterra, las autoridades españolas procedieron a suspender las importaciones de bacalao y arenque de aquel país. Tercero, la crisis en la que 351
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estaban inmersas las pesquerías gallegas desde finales del siglo XVII, acentuada desde 1737 en razón de los negativos efectos que sobre el desarrollo del sector pesquero ejercieron las continuas levas de marineros para la Real Armada1. En este contexto tuvo lugar el asentamiento catalán. Quienes llegaron a Galicia a partir de 1755 eran en su mayoría comerciantes, cuya estancia coincidía con la duración de la costera de sardina. La relación que establecían con su pesca se limitaba a la compra a los naturales de partidas saladas según el método gallego y a su posterior envío a Cataluña en barcos que previamente llegaban de allí cargados con productos agrícolas tales como vino y aguardientes. Pocos fueron los catalanes que por estas fechas se avecindaron en el reino, visto que en las comprobaciones de Catastro de 1761-1762 apenas si aparece más que un pequeño retén residiendo en nuestras villas litorales2. La cosa comenzó a cambiar al inicio de los años sesenta. Su actividad en esa época ha dejado los suficientes rastros documentales como para que Luis Alonso Álvarez haya podido reconstruir los ritmos de este peculiar movimiento migratorio3. Por él sabemos que se desarrolló en tres fases. La primera fue una oleada intensa y de corta duración estructurada entre 1760 y 1777, que contribuyó a la arribada de un 25% de los catalanes de los que hoy tenemos noticia. La segunda duró en cambio unos treinta años, de 1778 a 1808. En el curso de la misma se originó el desembarco de un 50% del contingente que nos ocupa, mientras que durante la tercera, de 1809 a 1825, se produjo la recepción del 25% restante. Tan interesante como esto, es la posibilidad de determinar a partir de las bases de datos publicadas por este autor sus principales áreas geográficas de asentamiento. Advertimos entonces que ocho de cada diez fomentadores llegados a Galicia entre 1760 y 1777 se instalaron en Ferrol, Pontedeume, Ares y Mugardos, manteniendo por el contrario una mínima presencia en la ría de Arousa, paradójicamente, una de las más importantes zonas de producción pesquera del país por esos años4 (Tabla 1, infra). Su entrada en escena se produjo pues en uno de los lugares menos indicados para atender a sus particulares intereses en materia de pesca, máxime si tenemos en cuenta que el 79% de los catalanes reconocía dedicarse a la salazón. El asentamiento en las villas marineras del norte de Galicia fue seguido de la inmediata creación de una red de contactos con paisanos suyos residentes en los puertos pesqueros de las Rías Baixas: Vilaxoán, Ribeira, Cambados… Al igual que de la puesta en pie de almacenes para guardar el pescado salado, muchos de los cuales pronto incorporarían lagares para salar sardina «a la catalana» que se compraba en fresco a los naturales. Se introdujeron también con relativa rapidez en el arriendo municipal de vinos y aguardientes, hasta desplazar del mismo a las tradicionales elites locales, en lo básico, hidalgos y gentes relacionadas con la administración local. Contribuían así a hacer más rentable su negocio, ya que la sardina salada remitida al Principado tenía ahora el suficiente valor añadido
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como para compensar el retorno de vinos y aguardientes de su tierra. Un juego comercial posible en gran medida gracias al empleo de nuevos métodos de salazón que les permitían ahorrar tiempo y costes5. Los productos traídos de Cataluña eran fiados a los pescadores de Pontedeume, Ares o Mugardos con la intención de comprometer las futuras cosechas de sardina. Para conseguirlas fue normal también que los fomentadores les concediesen préstamos de dinero o que estableciesen contratos notariales para tal fin con los maestros de traíña. Conforme a ellos, estos últimos se obligaban a entregarles la totalidad de las capturas realizadas en los tres o cuatro años siguientes y a adoptar nuevas artes de pesca como la xávega (una red de arrastre de unas 240 brazas de largo, con una boca de 40 de ancho y un saco de 16 en el fondo, manejada por unos 15 hombres). La obsesión por el acopio continuo de sardina en un mundo donde la apropiación de la pesca no era un fenómeno individual, téngase en cuenta que nos movemos en un área geográfica donde predominaba el cerco (una red barredera de entre 400 y 1000 brazas de largo y 10-20 de alto, manejada según el caso por entre 60 y 120 hombres), hizo que los catalanes pronto entrasen en conflicto con las elites locales que hasta ese instante habían controlado el negocio pesquero. Su intromisión en el mismo comprometía las posibilidades que éstas tenían de seguir disponiendo de la mitad de las cosechas de sardina y con ello las sustanciosas ganancias que les proporcionaba su posterior venta a los mercaderes asturianos y vizcaínos. El malestar que entre dichas elites causó la intrusión catalana vino a sumarse al generado por su pérdida de posiciones en el negocio de los arriendos municipales de vinos y aguardientes. En esta tesitura, la convivencia no iba a ser fácil, y no porque elites y catalanes compitiesen por un mismo mercado, visto que las unas negociaban con el norte peninsular y los otros con el levante español, sino más bien por las tensiones derivadas del control de la materia prima. El empleo de xávegas fue otro factor que, además de elevar la tensión social, contribuyó a enajenarles la voluntad de los matriculados. Su uso se producía en un ámbito costero donde el número de postas de pesca era muy limitado y disputado, incluso por los propios mareantes de la zona. En otras palabras, los empleados de los catalanes tenían que largar sus aparejos en lugares donde los naturales trabajaban con cercos. Esto puso en su contra a los maestros de traíña y, por ende, a la generalidad de los pescadores, quienes, espoleados por la hidalguía y el clero, se enfrentaron a los fomentadores acusándoles de robarles la sardina y de hacer caer su precio. Así se explica que en 1760 los vicarios del gremio del mar de A Coruña los denunciasen al Intendente de Marina por faenar con artes prohibidas en la bahía de la ciudad; que en 1763 los pescadores de Ares, Redes y Pontedeume, se opusiesen a la utilización de aparejos de arrastre en la ría de Xunqueiras; que en 1767 tres marineros de Ares y Pontedeume al frente de una muchedumbre de unas 200 personas causasen destrozos en las
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redes y lanchas de los catalanes y amenazasen de muerte a sus tripulaciones; o que en 1768 los armadores de cerco de A Coruña volviesen una vez más a la carga con viejos argumentos. Con todo, hubo puntos de la costa en donde estos enfrentamientos fueron más tempranos y violentos, caso de los «ruidos» y alteraciones que la aparición de las xávegas causaron en la villa de Corcubión en abril de 17586. El resultado de tanta presión se saldó con la aprobación en 1769 de la Ordenanza de Pesca para la provincia de la Coruña. En ella se procedía a regular con una calculada ambigüedad el uso de estas redes al objeto de que la marinería no anduviese en «quimeras con catalanes, o otros, y sólo si el que creyese que en la práctica se perjudica, los avisará al Ministro o Subdelegado para que tome providencia, pues si alguno renovare disturbios pasados será correspondientemente castigado»7. La única manera de evitar conflictos y sacar partido a la situación era procurar acomodarse al status quo existente, o lo que es igual, respetar la estructura de la explotación pesquera que había en la zona antes del desembarco catalán. Sólo de este modo conseguirían los fomentadores hacerse con el pescado que necesitaban y llevar a cabo sus negocios sin problemas. Pero una acomodación de esta naturaleza requería de un cierto tiempo, si bien, una vez lograda, permitía un acceso en exclusiva a la sardina. Esto era por ejemplo lo que había sucedido en la villa de Laxe. En una fecha tan tardía como 1774 sus matriculados seguían faenando con cerco, sin que esto les impidiese establecer todos los años un «contrato con los catalanes, regularmente después del mes de enero, que se reduce a que les han de vender los pescadores toda cuanta sardina cojan a cierto precio cada millar, adelantando los mercaderes alguna cantidad». En caso de no llegarse a esta situación idílica, como por ejemplo sucedía en la villa de Sada, las capturas eran vendidas «en fresco a los catalanes y a otros tratantes establecidos en las rías»8. Sin embargo, lo cierto es que esta acomodación fue cosa de unos pocos, por lo que con posterioridad a 1770 veremos a los catalanes buscando ámbitos costeros más propicios a sus intereses. Se hará evidente entonces la capacidad y rapidez de este peculiar flujo migratorio para reorientar su destino en apenas unos pocos años. Los integrantes de la oleada migratoria de 1778-1808 optaron por establecerse casi en exclusiva en determinadas comarcas de las Rías Baixas, como lo prueba que tres de cada cuatro lo hiciesen en la ría de Arousa y sólo uno de cada diez en la de Vigo. La vieja tendencia a dirigir sus pasos hacia las villas pesqueras de la costa norte perdía empuje ante estos nuevos lugares de asentamiento. Sin duda, en ello habría pesado, y mucho, la información que los factores que operaban en la zona desde finales de los años cincuenta habrían hecho llegar al Principado acerca de las inmensas posibilidades y los menores problemas que las gentes de Arousa planteaban a la salazón y exportación de la sardina.
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TABLA 1. ASENTAMIENTO DE LOS FOMENTADORES CATALANES EN LAS COSTAS DE GALICIA, 1760-1820 Rías y costa Cantábrica Ferrol Ares-Betanzos Coruña Costa da Morte Fisterra Cee-Corcubión Muros Arousa Pontevedra Vigo Total Número de casos
1760-77 77,4 4,0 1,6
1778-1808 5,5 1,4
1809-20 2,4 6,0
1,4 1,2
16,9
76,7
100,0 124,0
15,1 100,0 73,0
3,6 39,8 12,0 34,9 100,0 83,0
Fuente: elaboración propia a partir de los datos recogidos por ALONSO ÁLVAREZ, L., «Emigrantes catalanes en Galicia, 1760-1830», en PÉREZ PICAZO, Mª T. et al (eds.), Els Catalans a Espanya, 1760-1914, Barcelona, Universitat de Barcelona - Generalitat de Catalunya, 1996, pp. 102 y ss.m
Su desembarco se produjo en una franja de la costa donde el xeito era el arte pesquero predominante (una red de unas 150 brazas de largo por 10-20 de ancho, que era arrastrada flotando entre aguas desde una pequeña embarcación tripulada por 5 o 6 hombres). Teniendo en cuenta las fórmulas de apropiación social de la pesca vinculadas a la utilización de este aparejo, resulta que frente a lo acontecido en las áreas donde imperaba el cerco, los patrones de lancha, los matriculados con dorna y las elites de los gremios del mar, gozaban aquí de un mayor grado de iniciativa y autonomía personal a la hora de comercializar sus capturas. Su estrecha implicación en la exportación de sardina a Portugal es una buena muestra de ello9. Por otro lado, que estas formas de apropiación y comercialización fuesen diferentes a las imperantes en las rías del norte explica que en términos generales el empleo de la xávega no suscitase grandes oposiciones entre los naturales. Máxime cuando la actividad pesquera patrocinada por los catalanes no alteraba ni modificaba la estructura tradicional del comercio de pescado, puesto que sus mercados estaban situados en el Mediterráneo. Además, hacia 1770 su consabida implicación en los arrendamientos municipales de vinos y aguardientes les había permitido ya, junto a las compras de sardina primero y a su posterior pesca y salazón por ellos mismos después, completar la creación de su propia red comercial. Como en su día señaló Joam Carmona, no hubo aquí una lucha entre los distintos grupos de exportadores por el control de los mercados, dado que estos poco o nada tenían que ver entre sí. Por esta
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razón, no será fácil encontrar en esta parte de la costa gallega un bloque anticatalán tan homogéneo como el que sí había en su mitad septentrional, sea desde un punto de vista numérico o social10. Los principales focos de resistencia al uso de la xávega en las Rías Baixas se localizaron en las villas de Pontevedra, Cangas y Redondela. Es decir, en aquellos lugares donde la pesca se realizaba todavía con cercos, traíñas o sacadas altas y, por tanto, donde los intereses de las elites tradicionales en lo relativo a la extracción y comercialización de la sardina tenían bastante fuerza. Basta con pensar en la oposición que a esta red encabezó desde la citada villa de Pontevedra durante los años sesenta el Ministro Principal de la Provincia Marítima de Pontevedra, don Francisco Javier Sarmiento, hermano del ilustrado gallego Fray Martín Sarmiento. Él fue el responsable de prohibir en 1761 su empleo en la ría al catalán Francisco Carreras. También quien intervino en 1763 en la apertura del expediente sobre el tapiado con piedras de la posta de pesca de Area Longa por los matriculados de Redondela para impedir faenar en ella a las xávegas, o el instruido sobre el realizado en las playas de Samil y Con en 1765 por los mareantes de Cangas. En 1766 lo veremos ocuparse de las pesquisas realizadas por las autoridades de Marina en Bueu tras la quema de un almacén de pescado propiedad de un catalán, o de las efectuadas en Cangas en 1770 por la agresión de unos pescadores a un fomentador del Principado. En todas estas causas su proceder fue parcial, al situarse abiertamente del lado anticatalán movido por una mentalidad de corte tradicional. De ella es indicativo, por ejemplo, su participación como socio capitalista en la armazón de los cercos que funcionaron en la ría de Pontevedra en 1748-1749, o el destacado protagonismo que tuvo en la redacción de las Ordenanzas de Pesca de la Ría de Pontevedra de 1750, donde se regulaba con un cuidadoso detalle todo lo relativo a la pesca con este arte11. Más allá de las «alteraciones populares» y de las resistencias institucionales alentadas por hidalgos, curas e ilustrados, la xávega tuvo una relativa aceptación tanto entre algunos grupos locales involucrados en la exportación de la sardina a Portugal, como entre ciertos sectores de las elites de los gremios del mar que controlaban su pesca. En una fecha tan temprana como 1762, es posible encontrar a cuatro destacados miembros de la protoburguesía litoral viguesa como propietarios de una de estas redes. Al año siguiente veremos a Pedro Fandiño, Miguel de Lemos y a cuatro matriculados más del Morrazo, formalizando ante notario una escritura de compañía de pesca con don Juan de Lanzós, administrador de la Renta Provincial del Tabaco. Los dos primeros se comprometían a hacerse cargo del pago de un tercio del coste total de uno de estos aparejos, unos 3.200 reales, que irían a comprar al puerto de Barcelona por cuenta del mencionado don Juan. Para ello éste les adelantaría 4.000 reales con los que cubrir, además de los gastos del viaje, su estancia en el citado puerto hasta el correcto aprendizaje de su funcionamiento. En cuanto a la forma de amortiza-
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ción de la deuda, Pedro Fandiño y sus socios acordaban que el susodicho don Juan de Lanzós se quedaría con un 25% de las futuras capturas, mientras que el 75% restante se las repartirían entre ellos12. Aun así, es innegable que durante la década de 1760 la introducción de este arte generó conflictos y tensiones en la zona que ralentizarían su expansión en las Rías Baixas, al menos hasta 17721774, momento en que se produjo el cierre del mercado portugués a las exportaciones de sardina gallega. El origen de este cierre hay que situarlo en la política proteccionista que venía propiciando el Marqués de Pombal en materia de pesca. También, en la consiguiente preocupación del ministro Campomanes de que Portugal no se apropiase del valor añadido de la salazón llevada a cabo en aquel país con sardina gallega gracias a la baratura de su sal. En esta posición habrían pesado además las noticias que desde los inicios de 1770 llegaban a Madrid desde Galicia acerca de la marcha de muchos fomentadores catalanes a las localidades portuguesas de Aveiro, Vila do Conde o Montegordo. Todo ello, como resultado de la presión ejercida en su contra por las autoridades locales en años pasados y de las facilidades otorgadas para su instalación por el gobierno portugués13. Los gravámenes derivados de la subsiguiente guerra arancelaria entre ambos reinos, 125 reales por cada millar de sardina introducido en Portugal, tuvieron la virtud de poner en crisis la estructura comercial de exportación gallega, afectando a la base de los negocios de la protoburguesía litoral de las Rías Baixas en general, y de la de Arousa y Vigo en particular. De este modo se bloqueaba la modernización socioproductiva que se había comenzado a generar en la Galicia litoral con anterioridad a 1755, toda vez que se hacían evidentes las dificultades de los grupos sociales locales involucrados en el sector para buscar mercados alternativos para el pescado14. Una incapacidad explicable en cierta medida por los lastres estructurales que todavía en estas fechas pesaban sobre el desarrollo de la pesca. Este es el caso del estanco de la sal, la deficiente red de carreteras y viales terrestres, el predominio de una flota de bajura, la práctica inexistencia de una flota comercial que realizase la comercialización exterior del producto a gran escala, los excesivos gravámenes fiscales que pesaban sobre el mismo o la endeblez de unas redes de distribución y comercialización sostenidas a nivel local por regatonas y arrieros. De esta crisis los catalanes salieron reforzados, ya que los mercados del Levante donde ellos solían operar se situaban al margen de esta guerra arancelaria. Por lo tanto, fue a partir de 1774-1775 cuando comenzó a tener lugar la subordinación de las pesquerías gallegas a sus intereses. En paralelo, se hizo patente el manifiesto desinterés de la hidalguía de las rías por la financiación de fletes de carga y la supeditación de la actividad pesquera de muchos patrones gallegos a las necesidades de sardina de los salazoneros catalanes. Se entiende pues que tras 1775 acabasen siendo el grupo social dominante de la Galicia litoral, en
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plena coincidencia con el auge que por aquel entonces experimentaban las exportaciones de pescado salado a Cataluña. La contrapartida a todo esto fue que tuvieron que soportar las diatribas lanzadas en su contra por los ilustrados gallegos y los defensores del viejo status quo socioeconómico imperante en la zona. Unos y otros no dejaron de acusarlos de convertir a los marineros en jornaleros y de destruir la supuesta armonía y el paradisíaco igualitarismo social que desde «tiempo inmemorial» había reinado en el seno de las comunidades litorales. Sin embargo, estas acusaciones no pudieron impedir que a comienzos del siglo XIX los catalanes fuesen ya los auténticos dueños de la pesca, la salazón y la exportación de pescado15. No en vano ocho de cada diez factorías salazoneras que funcionaban en la Galicia costera estaban en sus manos, a la vez que nueve de cada diez integrantes de la tercera oleada migratoria, la de los llegados entre 1809 y 1820, reconocían abiertamente haber venido hasta aquí con la intención de entrar en el negocio de la sardina.
2. Los remedios de los naturales a la crisis de las pesquerías gallegas Mas allá del trasfondo sociopolítico que se esconde detrás de la reacción ilustrada contra la introducción de la xávega, las elites de reino estaban convencidas de que sólo había una manera de volver al esplendor que la pesca había conocido en tiempos de Felipe II. Todo pasaba por poner de manifiesto en distintos memoriales dirigidos a la Corte los males que aquejaban al sector, con la esperanza de que la administración borbónica arbitraría luego las medidas necesarias para eliminarlos. De ahí que en sus escritos señalasen como algunas de las principales taras que pesaban sobre el desarrollo pesquero de Galicia a la Matricula del Mar con sus inevitables levas, a los escasos privilegios y exenciones otorgadas a los mareantes y, desde comienzos de la década de 1770, a la presencia catalana16. En su opinión, la política de fomento de pesca que debía animar el Estado habría de contribuir a solucionar estos problemas, al desembolsar el dinero y los medios materiales necesarios para comprar barcos, reparar las infraestructuras de los puertos y armar nuevos cercos y sacadas. Sólo así volvería el sector a ser una de las principales fuentes de riqueza del reino, y por consiguiente, siempre según los presupuestos de nuestros ilustrados, sólo así se alcanzaría la felicidad y el progreso de los naturales sin que la vieja estructura social y los privilegios de las clases dominantes se viesen modificados17. El fomento de la pesca por las autoridades de Marina buscaba satisfacer un objetivo militar, convertirla en un vivero de marineros para la Real Armada, y otro económico, reducir la dependencia de las importaciones de bacalao. En este contexto, patrocinaron determinadas aventuras comerciales a título individual que pretendían un mejor y mayor aprovechamiento de las pesquerías gallegas. Este fue el caso por ejemplo de las ventajas otorgadas al proyecto presenta-
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do en 1768-1770 por Jerónimo Hijosa, un mercader castellano asentado en A Coruña. En su Pliego para establecer las pesquerías en Galicia, cuyas salazones sustituyeran al bacalao inglés (1768), proponía la promoción de la pesca industrial de especies como el abadejo, la merluza o el congrio, como una de las maneras de evitar la entrada de pescado de países como Holanda e Inglaterra, tradicionales enemigos de España18. Su propuesta fue aprobada en octubre de 1770. La administración le dio entonces todo tipo de facilidades para llevarla a cabo: sal a bajo precio, fiado por un año de las maderas de los reales almacenes de Ferrol para la construcción de barcos y galpones, exención del pago de las alcabalas y cientos en los puertos donde diese salida al pescado manufacturado, etc.19 Sólo el Intendente de Galicia le impuso una condición: no instalarse cerca ni faenar en las postas donde los naturales solían coger sardina. Se trataba de prevenir posibles altercados y enfrentamientos con los pescadores locales, a semejanza de los que ahora originaba la presencia de los catalanes. La escasa rentabilidad de la empresa y la manera de hacer uso de las ventajas otorgadas por la administración propició la acusación de los contemporáneos de que Hijosa utilizaba el patrocinio real para su lucro personal; sospechas y acusaciones que habrían de repetirse y probarse en futuras empresas pesqueras intentadas por este personaje20. En todo caso, la necesidad de seguir contando con dichas ventajas explica en octubre de 1775 su aparición al lado de José Cornide y Saavedra, regidor de la ciudad de Santiago, Antonio Sáñez Reguart, comisionado para asuntos pesqueros del Ministerio, y Manuel Ventura Figueroa, Gobernador del Consejo de Castilla, en la presentación de un memorial al rey pidiendo autorización para llevar a cabo la creación de un Montepío de Pesca para Galicia. Con este instrumento, decían, confiaban en remediar las urgencias de los matriculados que habían solicitado créditos a terceros para la compra de barcos, redes y aparejos, como también contribuir al fomento de las pesquerías gallegas, evitando de este modo la susodicha importación de bacalao inglés21. El permiso para el Montepío de Pesca llegó en noviembre de 1775. Por un lado, supuso la introducción de Hijosa en el lucrativo negocio de la sardina sin por ello tener que renunciar al del abadejo, y por otro, colmó la aspiración de fomento de la pesca tantas veces manifestada por las tradicionales elites del reino. Su creación fue la respuesta empresarial que dieron al predominio progresivo de los catalanes en el sector; una respuesta que, como es lógico, escondía en su seno el deseo de afirmar su preeminencia social y su poder político sobre la Galicia litoral. Que esta idea no va muy descaminada nos lo indica el hecho de que su capitalización tuviese lugar a través de la recepción de los expolios y vacantes de las tres diócesis costeras: Mondoñedo, Santiago y Tui. Asimismo, que entre los integrantes de su grupo directivo estuviese, aparte del mencionado Hijosa, José Cornide y Saavedra, el subcolector de expolios y vacantes del Arzobispado de Santiago y un juez asistente nombrado por la mitra compostelana.
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En otras palabras, un comerciante foráneo, un destacado representante de la hidalguía local y dos hombres vinculados a la Iglesia. También, que en su constitución se declarase libre la pesca «a todos los naturales que vivan en la costa y a los demás que quieran emplearse en esta ocupación…, con tal de que no pesquen con artes prohibidas, tales como el bou y la xávega»22. La misión de la institución era la concesión de créditos sin interés a los gremios del mar, cuya amortización se realizaría a cuatro años vista sobre un 5% de las ganancias que la pesca de sardina generase en cada campaña. Esta era una manera de poner coto a la supuesta costumbre que los patrones tenían de acudir a prestamistas para conseguir el dinero que les permitía armar barcos y comprar aparejos. Algo que a tenor de las respuestas al cuestionario de los 35 gremios que atendieron al llamado del Montepío, acontecía en realidad tan sólo en 5 de los 12 que contestaron a esta pregunta concreta. Con todo, se trataba de evitar que en el futuro se diesen situaciones como las vividas en los puertos de Cangas, O Grove y Viveiro, cuyos mareantes debían desembolsar por razón de intereses a particulares, respectivamente, un 19%, un 15% y un 8% del capital adeudado. Aunque a veces, como en Sanxenxo, lo habitual era «darles la sardina más barata en remuneración» de esos intereses. Frente a esto, los pescadores de Fisterra podían considerarse unos auténticos afortunados, ya que, de dar crédito a sus palabras, era el propio Subdelegado de Marina quien en caso de necesidad solía adelantarles el dinero sin exigirles nada a cambio23. Estos desembolsos son indisociables del paternalismo inherente a las actuaciones promovidas por las instituciones y de las relaciones sociales que los integrantes de los grupos dirigentes del Antiguo Régimen establecían con las clases subalternas24. Que el capital del Montepío y una parte de su grupo director estuviesen controlados por la Iglesia, explica que los créditos fuesen utilizados como una manera de reforzar su tutela y su poder sobre el común de los pescadores. Esto llevaba a presentárselos a sus receptores como uno más de los tradicionales desvelos del clero por sus ovejas, como una más de sus obligaciones de prestar oídos, atender y remediar las necesidades públicas. La presencia de hidalgos al frente del proyecto mostraba en cambio la responsabilidad que éstos asumían de estar a la cabeza de la sociedad velando por el bien común, aunque en no pocas ocasiones dicho bien común y sus particulares intereses se confundiesen hasta acabar siendo una misma cosa. La actuación combinada de la Iglesia y la hidalguía en el marco de una sociedad estamental se convertía así en una de las afirmaciones de su preeminencia y riqueza frente a los sectores más desposeídos de la sociedad de la Galicia litoral. Una actuación que, pese a todo, se producía casi siempre de una manera reglada, ordenada, respetuosa con las claves que regían en el funcionamiento de la estructura social gallega. Por eso todo se vehiculaba de arriba abajo, a través del contacto establecido con las elites de los respectivos gremios del mar, quienes por su parte harían llegar el sentir y la preocupación de
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los privilegiados hasta el más humilde de los pescadores. Este fue el camino seguido en la costa para reforzar la cohesión del viejo orden social frente a las fisuras que en el mismo habían comenzado a aparecer mediado el siglo XVIII, justo en los instantes previos a la llegada e instalación de los catalanes. El 4 de febrero de 1777 los responsables del Montepío abrían su primer y único libro de contabilidad, procediendo a anotar en él los 550.000 reales aportados por la mitra compostelana. El 8 de abril de ese mismo año registraban la entrada de 50.000 reales provenientes de la diócesis de Tui. Con esos 600.000 reales se constituía el cuerpo inicial del caudal del Montepío de Pesca. Los 400.000 que restaban hasta completar el millón con el que se había fundado la institución, se confiaba llegarían de la vacante que en su día habría de producirse en la sede de Mondoñedo25. Inicialmente, un tercio de los gremios del mar manifestaron su intención de tomar dinero a cuenta, mientras que los representantes de los demás afirmaban que no sabían si «sus compañeros querrán coger dinero del Montepío», o bien insistían en carecer del correspondiente permiso para poder hacerlo. Pocos fueron los que, como el gremio de Vigo, se negaron en redondo a aceptar los socorros ofrecidos y a reconocer con ello la tutela de la Iglesia y la hidalguía sobre sus actividades. Todo apunta a que en este sentido los matriculados vigueses preferían seguir disfrutando de la libertad que les otorgaba faenar para los fomentadores y los patrones gallegos con artes catalanas y redes de xeito26. A lo largo de 1777 fueron veintisiete gremios los que solicitaron distintas cantidades de dinero. Cuatro más lo hicieron entre 1778 y 1782. En el curso del quinquenio 1777-1782 el Montepío desembolsó un total de 501.700 reales, lo cual supuso gastar el 84% de los 600.000 depositados en él. Ahora bien, un 90% del capital fue despachado entre abril y octubre de 1777, un 5,6% en mayo de 1780, un 1,4% en julio de 1781 y un 4% en el primer cuatrimestre de 178227. Esta cadencia de gasto, y la ausencia de los 400.000 reales que debían salir de la diócesis de Mondoñedo, nos está indicando que las iniciativas del Montepío carecieron de continuidad en el tiempo, por lo que fueron incapaces de sentar las bases sobre las que debería de haber tenido lugar la esperada reactivación pesquera de la Galicia litoral. Quizás en parte esto tuviese que ver con que en 1777 ya se había consumado el control catalán sobre las pesquerías gallegas, tras haberse producido el definitivo derrumbe de la tradicional estructura pesquera local que comerciaba con Portugal. Sea como fuere, el hecho es indicativo de la incapacidad de las clases dirigentes de la época para evitar verse desplazadas de los enormes beneficios que ahora generaba el negocio de la pesca, e impedir el asentamiento en la costa de un colectivo cuya lógica productiva escapaba a su control. La cantidad media desembolsada por los responsables del Montepío entre abril de 1777 y abril de 1782 fue de 16.184 reales, oscilando entre los 4.400
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concedidos al pequeño puerto de Lira y los 60.000 al de Cangas. Un montante este último con el que los mareantes cangueses confiaban en liberarse del empeño de 86.000 reales que habían contraído después de haber establecido una compañía de pesca con don José Fernández Guerra, vecino de Marín. Éste, a tenor de la fuente, era el principal socio capitalista de las actividades del gremio, quien financiaba su equipamiento pesquero y los seguros marítimos a cambio de la percepción de una cantidad equivalente al 19% del valor total de las capturas realizadas28. Nada que ver esto con la situación vivida por los pescadores de Vigo por las mismas fechas. Aunque más interesante que estas disparidades locales, es el resultado de la distribución geográfica de los socorros entregados en los cinco años de funcionamiento de la institución.
TABLA 2. DISTRIBUCIÓN GEOGRÁFICA DE LOS CRÉDITOS TOMADOS POR LOS GREMIOS DEL MAR DEL MONTEPÍO DE PESCA, 1777-1782 Rías y costa Cantábrica Ferrol Ares-Betanzos Coruña Costa da Morte Fisterra Cee-Corcubión Muros Arousa Pontevedra Vigo Total
Gremios
%
2 1 4 1
6,4 3,2 12,9 3,2
1 21 1 31
Total Ayuda
%
Media Ayuda
28.000 28.000 53.600 16.000
5,6 5,6 10,6 3,2
14.000 28.000 13.250 16.000
3,2 67,8
4.400 312.300
0,9 62,2
4.400 14.871
3,2 100
60.000 501.700
12,0 100
60.000 16.184
Fuente: elaboración propia. A.H.C.S., Montepío de Pesca, I.G. 412.
Los datos presentados en la Tabla 2 ponen de relieve que el 62,2% de los desembolsos acabaron en manos de gremios del mar localizados en la ría de Arousa. En Cangas, un solo gremio consumiría el 12% de las ayudas, mientras que los de las poblaciones de la Costa da Morte recibieron un 10,6% de ellas. El resto de los dineros se repartió entre un número limitado de corporaciones gremiales de otros ámbitos pesqueros. En este sentido, destaca la práctica ausencia de peticiones procedentes de los puertos cantábricos. Una ausencia extraña si se tiene en cuenta que casi todos ellos habían respondido al cuestionario que, coincidiendo con los trabajos de fundación del Montepío, José Cornide y Saavedra les había enviado con la intención de averiguar sus necesidades29. Aunque sin
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duda lo más destacable en este caso es ese protagonismo de los gremios arousanos, ya que el dinero remitido a su ría parece que estuvo lejos de promover la recuperación de la pesca sobre la base de las artes tradicionales. Lo prueban dos hechos. Primero, que los responsables de dichos gremios advirtiesen en 1776 a los responsables del Montepío que los aparejos más utilizados en ella por los matriculados eran los xeitos y no los cercos o las sacadas altas. Y segundo, que en un informe que el Ministro de Marina de Pontevedra realizó en noviembre de 1777, sobre los efectos causados por las xávegas, advirtiese a sus superiores que los catalanes instalados en Arousa eran los auténticos beneficiarios de las ayudas concedidas por el Montepío30. A qué extrañarse, por esos años eran dueños de casi todas las fábricas de salazón que había en la ría31. Y, como es sabido, su correcto funcionamiento exigía de grandes cantidades de sardina, las cuales estaban siendo capturadas en estos precisos instantes por embarcaciones y aparejos de mareantes gallegos subvencionados por el Montepío. En suma, sus ayudas producían efectos totalmente contrarios a los que sus patrocinadores deseaban. La escasa capacidad del Montepío para animar el fomento de la pesca tradicional, su evidente fracaso a la hora de sentar las bases para una recuperación pesquera, su planteamiento como una obra caritativa que servía a los intereses de la Iglesia y la hidalguía y el regalismo oportunista implícito en las actuaciones de los ilustrados gallegos, suscitaron no pocas críticas entre el grueso de la Ilustración española. Sirvan de ejemplo las palabras que Jovellanos dejó escritas en su Diario al enterarse de la muerte del arzobispo de Santiago en octubre de 1795: «Lunes 28. Correo: muerte del Arzobispo de Santiago, fraile ignorante y brutal, digna criatura del confesor de Carlos IV, el P. Osma deja nueve millones y medio robados a las miserias públicas, y una Memoria que las aumenta y las agrava»32. De hecho, el nacimiento del Montepío en noviembre de 1775 había desatado francas resistencias en la Corte. Al visto bueno otorgado a su forma de financiación, a sus Ordenanzas y al libramiento de los fondos desde la Colectaduría General de Expolios por los responsables de la Real Hacienda y el gobernador del Consejo de Castilla, el ya citado don Manuel Ventura de Figueroa, se opuso el Despacho Universal de Marina. Desde el mismo, le fueron devueltas las susodichas Ordenanzas con un largo memorando donde se ponían de manifiesto las contradicciones que mantenían con la normativa de Marina y, muy en particular, con la Ordenanza de Matrículas de 1751, razón por la cual su aprobación real se demoró de forma indefinida33. Lejos de la Corte, en las costas de Galicia, también se registró una cierta oposición a su establecimiento. A finales de octubre de 1776 don Pedro Tournelle, vecino del puerto de Vigo, dueño de varias de las xávegas que se largaban en la ría, arrendatario de vinos y aguardientes de la parroquia de Lavadores y propietario de una fábrica de salazón, aparecía en un memorial remitido al Intendente
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de Galicia junto al fomentador catalán don José Caminada. Entre otras cosas, ponían en su conocimiento que desde la aprobación del Montepío se les había prohibido faenar con sus aparejos, incluso en las postas de pesca asignadas para ello un año antes. Al mismo tiempo, le recordaban que el nacimiento de esta institución se había realizado por la vía reservada de Hacienda, esto es, sin tener en cuenta los antecedentes obrados en Galicia en el tema de las xávegas por las autoridades de Marina. Pedían por tanto que se respetase lo acordado en su día respecto a la posibilidad de pescar con sus artes en las mencionadas postas. La respuesta del Intendente desestimaba sus demandas y ordenaba al Ministro de Marina de Pontevedra que «llevase a afecto lo determinado últimamente por Su Magestad según la Real Orden comunicada por la vía reservada de Hacienda para la prohibición de las xávegas y demás instrumentos perjudiciales de pesca»34. Una prohibición que, sin embargo, no se haría efectiva hasta el 14 de enero de 1777, fecha en la que el Consejo Supremo de Guerra la ratificaría. Se explica entonces la intensa actividad desplegada por el susodicho Ministro de Marina desde comienzos de abril de ese mismo año, al preocuparse personalmente de notificar a los responsables de todos los gremios del mar de las Rías Baixas la posibilidad de tomar dinero a cuenta del Montepío y de «reintegrarlos dentro del término de cuatro años sin premio ni rédito alguno»35. Con todo, esta institución fue incapaz de contribuir al desarrollo de la pesca en Galicia y su funcionamiento como respuesta empresarial a la crisis por la que atravesaba el sector tras la pérdida de los mercados portugueses fue un rotundo fracaso. Esto no impidió que algunos de sus patrocinadores continuasen luchando en la Corte por mantenerla viva, tal y como nos lo indican las presiones que en su entorno ejercieron algunos particulares a lo largo de 1787 y 178836. Éstas poco o nada tenían que ver ya con la peculiar idea de recuperación de las pesquerías propugnada por los ilustrados gallegos, puesto que detrás de ellas se encontraba Jerónimo Hijosa, empeñado desde comienzos de 1787 en obtener la aprobación real para su Empresa de Pesca de Galicia. Y qué mejor modo de lograrla, que ofrecer como base de su nuevo negocio los restos del Montepío37.
Notas *
1
Deseo manifestar mi agradecimiento a José Manuel Vázquez Lijó por su ayuda a la realización de este trabajo. De los posibles errores que haya en el mismo, como es lógico, yo soy el único responsable. Véase, respectivamente, FERREIRA PRIEGUE, E. Mª, Galicia en el comercio marítimo medieval, A Coruña, Fundación Pedro Barrié de la Maza, 1988, pp. 145 y ss.; LÓPEZ LINAJE, J., Pesquerías tradicionales y conflictos ecológicos, 1681-1794, Madrid, Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, 1991, pp. 18 y ss.; GARCÍA LOMBARDERO, X. - CARMONA, J., «Tradición e modernización nas pesquerías galegas. Artes de pesca e organización da producción (séculos XVIII-
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XIX)», en Actas do Coloquio «Santos Graça» de Etnografía Marítima, Póvoa de Varzim, Câmara Municipal, 1985, vol. 2, pp. 29 y ss.; ALONSO ÁLVAREZ, L., Industrialización y conflictos sociales en la Galicia del Antiguo Régimen, 1750-1830, Madrid, Akal, 1976, pp. 16 y ss.; VÁZQUEZ LIJÓ, J. M., La Matricula de Mar y sus repercusiones en la Galicia del siglo XVIII, Universidade de Santiago de Compostela, Tesis Doctoral inédita en Edición Electrónica, 2005, pp. 869 y ss. BRAVO CORES, D., «Los almacenes catalanes de salazón en Galicia. Características y procesos productivos», en Pedralbes. Revista d’Història Moderna, 11 (1991), pp. 165 y ss.; CARMONA, J., Población textil rural e actividades marítimo-pesqueiras na Galiza, 1750-1905, Tesis Doctoral inédita, Universidade de Santiago de Compostela, 1983, T. 1, pp. 389 y ss. ALONSO ÁLVAREZ, L., «Emigrantes catalanes en Galicia, 1760-1830», en PÉREZ PICAZO, Mª T. et al (eds.), Els Catalans a Espanya, 1760-1914, Barcelona, Universitat de Barcelona - Generalitat de Catalunya, 1996, pp. 97-107. Véase al respecto el cuadro de producción pesquera ofrecido en su día para Galicia por CORNIDE Y SAAVEDRA, J., Memoria de la pesca de la sardina, Madrid, J. Ibarra, impresor, 1774 (edición facsímil, Santiago de Compostela, Consello da Cultura Galega, 1997), p. 61. Sobre la actividad desplegada en estos primeros momentos en las villas costeras del norte de Galicia ver MEIJIDE PARDO, A., «La penetración económica catalana en el puerto gallego de Mugardos», en Pedralbes. Revista d’Història Moderna, 4 (1984), pp. 10 y ss.; ídem, «La economía marítima de Sada y Fontán en la época precapitalista: Los salazoneros catalanes», en Anuario Brigantino, 18 (1995), pp. 95 y ss.; ídem, «Aportación a la historia económica y social de Puentedeume en la primera mitad del siglo XIX», en Anuario Brigantino, 23 (2000), pp. 239 y ss. En cuanto a las formas de salar, su costo y aprovechamiento ver SÁNCHEZ CIDRÁS, A. et al, A industria da pesca salgada. Os portos de Bueu e Beluso, Vigo, Dirección Xeral de Formación Pesqueira e Investigación, 1998, pp. 23 y ss.; MARIÑO, M., A industria derivada da pesca no Concello do Porto do Son. As salgadeiras, 1774-1934, Noia, Toxosoutos, 1996, pp. 40 y ss. Respecto a estos enfrentamientos, respectivamente, ver LÓPEZ LINAJE, op. cit., 1991, pp. 39 y ss., y 271 y ss.; Museo de Pontevedra, Colección Sampedro (en adelante M.P., C.S.), caja 294, documento con fecha 17-9-1767; MEIJIDE PARDO, art. cit., 1984, p. 13; M.P., C.S., c. 84-1, doc. con fecha 20-5-1769, también docs. con fecha 29-8-1769 y 18-4-1758. En este último caso, ver también ALONSO ÁLVAREZ, L., «As revoltas preindustriais en Galicia: o ludismo», en Grial. Revista Galega de Cultura, 66 (1979), pp. 458 y ss. Ordenanza de Pesca para la provincia de la Coruña, En Santiago, en la Imprenta de Sebastian Montero y Frayz, impresor, 1769, disposición XXI. Archivo Histórico Catedralicio de Santiago (en adelante A.H.C.S.), Montepío de Pesca, I.G. 411, respuesta a la pregunta 19 de los responsables de los gremios del mar de Laxe y Sada. MEIJIDE, A., «Aspectos del comercio gallego de exportación a Portugal en el siglo XVIII», en Actas de las I Jornadas de Metodología Histórica Aplicada a las Ciencias Históricas. III. Historia Moderna, Santiago de Compostela, Universidad de Santiago de Compostela, 1975, pp. 818 y ss.; CARMONA, J., «Igualdade e desigualdade nas pesquerías galegas a mediados do século XVIII», en Grial. Revista Galega de Cultura, 102 (1989), pp. 220 y ss. Sobre todo ello SÁNCHEZ CIDRÁS, op. cit., 1998, pp. 26 y ss.; GARCÍA LOMBARDERO - CARMONA, op. cit., 1985, pp. 37 y ss.; MEIJIDE PARDO, op. cit., 1975, pp. 821 y ss.; CARMONA, op. cit., 1983, T. 1, pp. 390 y ss. Archivo Universitario de Santiago de Compostela, Interrogatorio del Catastro de Ensenada de la ciudad de Pontevedra, pp. 117, 164v. y 165; M.P., C.S., c. 294, doc. con fecha 7-5-1774. Para Vigo, CARMONA, op. cit., 1983, T. 1, p. 391; para el Morrazo, Archivo Histórico Provincial de Pontevedra, Protocolos Notariales, leg. 1331, fol. 163 y 164, citado por RODRÍGUEZ FERREIRO, H., A xurisdicción do Morrazo, séculos XVII e XVIII, Vigo, Diputación Provincial de Pontevedra, 2003, T. 1, p. 223, nota 874. M.P., C.S., c. 84-1, doc. con fecha 7-5-1774.
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ISIDRO DUBERT
M.P., C.S., c. 315, doc. con fecha 7-10-1773. También MEIJIDE PARDO, op. cit., 1975, pp. 821 y ss.; CARMONA, op. cit., 1985, T. 1, pp. 38 y ss. Sobre esto ver MEIJIDE PARDO, A., «Contribución de los catalanes al desarrollo de la industria pesquera de Vigo», en Anuario de Vigo, 1969, pp. 10 y ss.; ídem, Negociantes catalanes y sus fábricas de salazón en la Ría de Arousa, 1780-1830, A Coruña, 1973, pp. 6 y ss.; ídem, «Estirpes catalanas en A Coruña; J. V. Galcerán, hombre de negocios y político liberal, 1765-1837», en Pedralbes. Revista d’Història Moderna, 11 (1987), pp. 212 y ss.; ALONSO ÁLVAREZ, op. cit., 1977, pp. 27 y ss.; CARMONA, op. cit., 1983, T. 1, pp. 394 y ss.; SANTOS CASTROVIEJO, S., Historia da pesca e da salgazón nas Rías Baixas dende as Ordenanzas Xerais da Armada de 1748 ó desestanco do sal de 1870, Vigo, Unipro, 1990, pp. 94 y ss. Así por ejemplo lo hacían constar F. Somoza de Monsoriu en 1774. Ver M.P., C.S., c. 84-1, doc. con fecha 21-9-1774; CORNIDE Y SAAVEDRA, op. cit., pp. 41 y ss.; LABRADA, L., Descripción económica del Reino de Galicia, Madrid, 1804 (Vigo, Galaxia, 1971), p. 253. DOPICO, F., A Ilustración e a sociedade galega. A visión de Galicia dos economistas ilustrados, Vigo, Galaxia, 1978, pp. 15 y ss. Archivo Histórico Nacional, Sección Estado, leg. 3012. MEIJIDE PARDO, A., «Hombres de negocios en la Coruña dieciochesca: Jerónimo de Hijosa», en Revista del Instituto José Cornide de Estudios Coruñeses, 3 (1967), pp. 132 y ss. Noticias de las acusaciones en MEIJIDE PARDO, art. cit., 1967, pp. 138 y ss. Confirman estas sospechas los trabajos de L ÓPEZ L INAGE , J., «Sobre o fomento ilustrado das pesquerías septentrionais: o primeiro barco español de investigación pesqueira (1788)», estudio introductorio a la edición de la Instrucción sucinta provisional que deberán observar las embarcaciones destinadas al descubrimiento de nuevos comederos, placeres, o bancos de pesca de altura en los mares de los dominios del Rey, Santiago - Vigo, Consello da Cultura Galega, 2005, pp. 27 y ss.; MARTÍNEZ SHAW, C., «La Empresa de Pesca en Galicia, 1788-1789», en RODRÍGUEZ CANCHO, M. (coord.), Historia y perspectiva de investigación. Estudios en Memoria del profesor Ángel Rodríguez Sánchez, Badajoz, Editora Regional de Extremadura, 2002, pp. 182 y ss. MEIJIDE PARDO, art. cit., 1967, pp. 116 y ss.; M.P., C.S., c. 84-1, doc. con fecha 7-5-1774. Libro en el que se da noticia de las causas y origen del Montepío…, nombramiento de sus Directores, sus Juntas y Resoluciones, f. 5 v., y el libro correspondiente al Montepío para el fomento de la Pesca, f. 2, ambos en el A.H.C.S., Montepío de Pesca, I.G. 411. A.H.C.S., Montepío de Pesca, I.G. 411, preguntas 26 y 27 del cuestionario de Fisterra, fs. 25v28, Sanxenxo, fs. 30-31, O Grove, f. 32, Viveiro, fs. 33-35, Ribeira, fs. 42-45 y Caramiñal, fs. 46-49. THOMPSON, E. P., Tradición, revuelta y consciencia de clase. Estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial, Barcelona, Crítica, 1989 (3ª ed.), pp. 58 y ss. A.H.C.S., Montepío de Pesca, I.G. 412, fs. 2 y ss. Véase al respecto la serie de respuestas otorgadas a la pregunta número 4 de los cuestionarios conservados en el A.H.C.S., Montepío de Pesca, I.G. 411. A.H.C.S., Montepío de Pesca, I.G. 412, fs. 4 y ss. Una parte del dinero de ese empeño fue utilizada en su día para financiar el costo de los pleitos que el gremio del mar de la villa tuvo con los catalanes de la zona por el empleo de la xávega. En este sentido, los 60.000 reales tenían como objetivo ayudarles a liberarse de las servidumbres del mismo. A.H.C.S., Montepío de Pesca, I.G. 411, f. 30. También información sobre el caso en LÓPEZ LINAGE, op. cit., 2005, p. 25. Al respecto, y por ejemplo, los representantes del puerto de Viveiro habían manifestado que con 20.000 reales estarían en condiciones de poder «habilitar dos compañías (de pesca) eventuales». A.H.C.S., Montepío de Pesca, I.G. 411, f. 33r. La respuesta de los gremios de la ría de Arousa en A.H.C.S., Montepío de Pesca, I.G. 411. El informe del Ministro de Marina de Pontevedra en M.P., C.S., c. 309, doc. con fecha 25-11-1777, también citado en su día por SANTOS CASTROVIEJO, op. cit., 1990, p. 47.
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MEIJIDE PARDO, op. cit., 1973, pp. 7 y ss., y 35 y ss. JOVELLANOS, G. M. de, Diarios, Madrid, Alianza, 1967, p. 200. LÓPEZ LINAGE, op. cit., 2005, p. 24. M.P., C.S., c. 84-1, doc. con fecha 31-10-1776. M.P., C.S., c. 253, docs. con fecha 9-4-1777, 13-4-1777 y 26-4-1777. LÓPEZ LINAGE, op. cit., 2005, p. 24. MARTÍNEZ SHAW, op. cit., 2002, pp. 179 y ss.; MEIJIDE PARDO, art. cit., 1967, pp. 140 y ss.
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El secreto inquisitorial desvelado: Antídoto para solicitantes Teófanes Egido Universidad de Valladolid
En 1778, cuando ya no era lo que había sido pero con alardes todavía de rigor, la Inquisición incoaba un proceso más contra un libro sorprendente, de escaso volumen, que produjo una impresión pésima a los calificadores y que acabaría, después de su aventura inquisitorial ajetreada y prolongada durante unos quince años, en el Índice (mejor dicho en un edicto) de los prohibidos por el Santo Oficio. Era el librito titulado Antídoto para solicitantes, sin año, sin lugar y, por supuesto, sin licencias de impresión y sin nombre del autor. Proceso y libro son reveladores puesto que alumbran, además de los mecanismos en la persecución de los libros, sectores secretos del modo de proceder de la Inquisición en relación con un delito, el más discretamente procesado y castigado por afectar exclusivamente a los sacerdotes: el de la solicitación. Y ya de paso, en aquellas páginas no excesivas, se quebraba lo que el Tribunal de la Fe celaba con tanto misterio: el secreto de los procedimientos en las fases procesales que transcurrían a partir de la delación sigilosa, dentro de las cárceles (las secretas) y en las salas y audiencias inquisitoriales. Era este secreto tan sagrado, que la Inquisición, para defenderse contra su rotura, había convertido el desvelarlo en un delito delatable en el que incurría el reo cuando al salir de las cárceles penitenciado o absuelto osara decir lo que había pasado por allí dentro. El libro en cuestión, de forma sutil o clamorosa, revelaba todo lo que se quería que permaneciera oculto. El Antídoto para solicitantes, y es algo que nos extraña, ha sido ignorado (o desconocido, que no es lo mismo) por casi todos los historiadores consagrados de la Inquisición, de la censura, del clero y de tantos aspectos y comportamien-
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tos sexuales como se descubren en el delito de la solicitación1. Seguramente porque no es fácil dar con ejemplares del librito condenado. O porque las historias de la Inquisición han estado demasiado pendientes de los siglos anteriores, del XVI y el XVII, y llegaban exhaustas al siglo XVIII, de reactivación y de agostamiento a la vez del Santo Oficio. En este artículo reflexionaremos sobre el librito en cuestión, sobre su proceso y sobre sus contenidos.
1. Los solicitantes Dentro de la tipología delictiva inquisitorial, el de la solicitación ha sido uno de los delitos más estudiados. No siempre de los mejor estudiados. Mas, al margen de las inexactitudes que en torno a la doctrina y a la práctica del confesionario suelen aparecer entre algunos historiadores, es preciso decir que gracias a su esfuerzo, y a la investigación seria de otros, cada vez se conoce mejor la evolución de este capítulo que tiene ciertos aires de ocultismo2. Fue uno de los delitos que entraron tarde en el campo de la jurisdicción inquisitorial, y como en tantos otros territorios, también en éste se registró la confrontación del Tribunal de la Fe con la otra jurisdicción, la episcopal, que no acabaría de conformarse con esta sustracción. El hecho fue que en los momentos más brillantes en los años 1559 y 1561, los de las quemas de los «luteranos» (o lo que fueran, que no está claro) en Valladolid y en Sevilla, los de mayor autonomía del Santo Tribunal, el inquisidor Fernando de Valdés consiguió de los papas Paulo IV y Pío IV la transferencia de este poder episcopal en beneficio de la Inquisición. En el ocaso de la Inquisición, con sus estertores y todo, los reformadores ilustrados y preliberales, regalistas convencidos, veían en la Inquisición como una dependencia papal, peligrosa por tanto, y, consecuentes con el episcopalismo regalista, preferían reservar al poder episcopal esta jurisdicción. Y en este sentido exigían la reforma del Tribunal en crisis y a la potestad real, como solicitaba Juan Antonio Llorente, imponer a sus vasallos que las declaraciones de solicitantes se hiciesen «ante los obispos, como que son los primitivos y verdaderos prelados y pastores de sus ovejas diocesanas, y jueces de los delitos de sus clérigos, y no así los inquisidores apostólicos, que sólo fueron instruidos por los papas, con disminución de la jurisdicción episcopal, para dedicarse únicamente a la extirpación de las herejías»3. Una vez que la Inquisición se apropió del poder, era preciso justificarlo, al igual que había acontecido con otras áreas usurpadas, cuales la de la bigamia o la sodomía. Y no resultaba fácil la tarea de convertir el pecado, la debilidad, en delito, y éste en herejía. A alimentar esta voracidad ayudaron circunstancias muy favorables. Una de ellas, nada deleznable, fue el ambiente que a partir de
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Trento y con la contrarreforma se creó en torno a la confesión, al confesionario, a los confesores, con la valoración del sacramento negado por las reformas protestantes. Se decía ser tan sagrado el sacramento de la confesión (con la que se identificaba el de la penitencia), y tan indignos los comportamientos de los ministros solicitantes, que tal trasgresión moral forzosamente tenía que estar prevenida, acompañada, con el menosprecio de la fe. Y así la moral, el pecado, se convirtió en dogma, en herejía. Que por eso muchos de los solicitantes trataron en vano de defenderse, y de librarse de las garras de la Inquisición, aduciendo que cometieron el pecado por fragilidad, por debilidad, por lujuria o por lascivia, mas no por error doctrinal ni insinuando siquiera que la trasgresión no fuera pecado4. Dada esta mixtura dogmático-moral de la solicitación, la casuística se arrojó sobre una presa tan apetitosa para imaginar circunstancias, tiempos, lugares, ocasiones, palabras, gestos, relacionados con la confesión. Porque de relacionar el pecado directamente con la confesión en orden a la absolución, moralistas y pontífices pasaron a alargar los tiempos, ampliar los espacios, aumentar las sutilezas, de forma que no quedó resquicio libre del peligro de caer en el delito de la solicitación. Las referencias imprescindibles fueron las bulas pontificias de Gregorio XV, «Universi dominici gregis» (1622), y de Benedicto XIV, «Sacramentum Penitentiae» (1741), tan minuciosas en configurar el delito en sus posibilidades directas e indirectas5. Los edictos de fe, una vez que se venció la resistencia a hacer pública la obligación de delatar a los solicitantes y se superaron los miedos a escandalizar y a alejar del confesionario a los fieles sencillos, expresan algo de estas complejidades. Los primeros edictos de fe (siglo XVI) eran escuetos en el mandato; la conminación se hace más expresa, más casuística, en los que se publicaban en el siglo XVIII y que tenían que detallar todas las posibilidades de comisión del delito6. Más de una delación se corresponde, como aconteciera en las de judaizantes y luteranos, con las palabras del edicto, en su función de multiplicador de herejes por sus capacidades publicitarias. Lo anterior no quiere sino aludir brevemente a un delito cada vez mejor conocido en tantas de sus implicaciones, entre las cuales la principal era la que afectaba al delincuente, al solicitante, siempre sacerdote (usurpaciones del oficio de confesor las hubo pero iban por otros derroteros procesales) y exclusivamente sacerdote, lo cual ha supuesto un aliciente más para su estudio. Cuantitativamente, y a pesar de las dificultades que existen para fijar los números de sacerdotes solicitantes, puede deducirse, simplificando mucho, que el delito y los delincuentes aumentan a medida que se va avanzando en el tiempo y desde que la Inquisición fue el tribunal único para esta «herejía». En el incremento influye, no hay duda, el descenso o la ausencia de los delitos clási-
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cos del judaísmo, del islamismo, del luteranismo y afines, de alumbradismo, más relacionados con la heterodoxia que con la moral. Según Escamilla-Colin, que remite a datos de otros autores y que utiliza indagaciones propias también, lo indudable es el aumento progresivo y creciente de procesos de solicitación desde el siglo XVI hasta el XVIII7. A conclusiones parecidas, en la apreciación global, llegan los otros historiadores. Como las fuentes para estas mediciones no son uniformes, incluso algunas no distinguen entre delatados y juzgados, no es fácil llegar a conclusiones decisivas. Más claridad hay acerca de las cualidades de los solicitantes. Ya se sabe que, dadas las exigencias canónicas para ser ordenados, la percepción física de los sacerdotes era más favorable que la del resto de los hombres: no podían ser ordenados con ciertas taras incompatibles con la dignidad del ejercicio de su ministerio8. Las medias de las edades de los solicitantes andan por los 48 años según Alejandre y el resto de estudios locales de que se dispone (con excepciones por arriba y por abajo)9. También esto es explicable puesto que las licencias para confesar a mujeres requerían también ciertas condiciones de edad, de madurez. Aunque haya diferencias de valoraciones en matices, entre los solicitantes predominan los sacerdotes pertenecientes al clero regular. Sorprende la coincidencia de las mediciones de Lea, en los principios de la historiografía inquisitorial, con los resultados que proporcionan los últimos estudios sobre esta cuestión: los solicitantes delatados del clero secular rondarían por el 25% mientras los frailes coparían el 75% aproximadamente del total de los solicitantes10. Entre las órdenes religiosas, la más afectada fue la de los franciscanos, seguidos por carmelitas, dominicos, agustinos, mercedarios y mínimos. No quiere decirse que la solicitación fuese algo congénito en algunas familias religiosas más que en otras. Las diferencias se explican por la dedicación pastoral (los monjes no confesaban tanto como los frailes), por el estilo de vida de los conventos y, sobre todo y en primer lugar, por el número de frailes de las órdenes, y ya se sabe que la de los franciscanos fue siempre la más abundante, la más popular y la más cercana también. Y la que más confesaba. Si algo extraña, es que los jesuitas, también numerosos y confesores por antonomasia, fuesen delatados en menor medida: tampoco es ningún misterio, puesto que nos estamos fijando sobre todo en el siglo XVIII, en el que desde 1767 en España no hubo legalmente miembros de la Compañía de Jesús expulsa y extinta hasta 181511. Debía de ser, era, un arma arrojadiza de unos contra otros el recurso a la vergüenza de haber pasado por la Inquisición como solicitante (y de hecho, el haber sido inquisitoriado entraba entre los impedimentos para la limpieza de sangre)12. Estamos tratando de las cualidades, y quizá la más evidente es la calidad moral del solicitante, en cuya apreciación y en cuyos enjuiciamientos se producen igualmente coincidencias extrañas. La realidad es que estas coincidencias
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se registran cuando se trata de calificar al reo y de pintarle con los tonos más negros y denigrantes. Lo hacía Lea, con celo inusitado por la dignidad del sacramento de los católicos profanado descaradamente por estos delincuentes que no merecen ningún atisbo de piedad; que, en buena parte, ni son procesados dados los sistemas inquisitoriales; y que, en todo caso, cuando son condenados lo son a penitencias benignas, demasiado benignas si se comparan, dice, «con la severidad empleada con aquellos cuya culpa habría consistido en ponerse ropa interior limpia los sábados y abstenerse de comer cerdo»13. Lo hacen después los historiadores de la sexualidad, de la Inquisición, sobre todo cuando escriben desde posiciones feministas: les resulta intolerable el abuso sacrílego de la confesión para abusar, ellos, hombres, de las inocentes víctimas, siempre mujeres (no pesan nada los escasísimos casos de solicitados en los registros de la Inquisición). Escamilla-Colin agota los adjetivos contra los que llama «curas seductores», en realidad «curas lascivos», «confesores impúdicos», «seductores villanos», etc., etc., y, naturalmente, sintoniza con Lea al lamentar que se impusieran penas tan leves a delincuentes tan tremendos14. Lea hace tanto tiempo, Escamilla, Helena Sánchez más cerca de nuestros días, ven en las posiciones de Juan Antonio Llorente, cura a fin de cuentas, atisbos de un misógino abogado de solicitantes. Bien mirado, el contenido y la forma de Llorente al tratar de este delito, lo mismo en sus escritos de reforma que en la Historia crítica de la Inquisición, no permiten concluir abogacía de ninguna clase pero revelan que estaba bien informado: le molestaban las ligerezas de estos confesores solicitantes, indignos ciertamente, abusones de lo más sagrado, de las mujeres delatoras, pero, a su parecer, también más ingenuos quizá que malvados. Fueran como fueran aquellos delincuentes, las ideas y las palabras de Llorente tienen coincidencias con las usadas por el libro que nos ocupa y que él leyó, puesto que tuvo que actuar como especie de fiscal en la fase final del prolongado proceso contra el Antídoto.
2. El Antídoto para solicitantes Es el Antídoto para solicitantes un libro de 52 páginas, en octavo, es decir, impreso en tamaño muy manual, de bolsillo. Aparecía «a modo de mercurio», sin lugar, sin año de impresión, sin licencias ni tasas de ninguna clase. Y sin autor. Por el anonimato, sobre todo por las carencias anteriores, incurría ya en ciertos delitos condenados por la legislación civil, eclesiástica e inquisitorial. Estos ocultamientos intencionados e imprescindibles en una pieza de este jaez crean incertidumbres y oscuridades difíciles de despejar. Por lo que pasaba en la propia Inquisición en el curso del proceso, y por la dificultad hoy día de dar con él, hay que decir que se trata de un libro raro, es
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decir, del que han quedado escasos ejemplares. El que nosotros usamos es el que se conserva en la Biblioteca Universitaria de Santa Cruz de Valladolid, fondo antiguo15. Llegó a este Colegio Mayor por donación de algún particular, cuyo nombre no consta, en el año de 1782, y fue a parar al cajón de los libros prohibidos16. Librito problemático desde el principio al fin, la primera dificultad que regala es la del más que comprensible anonimato. No consta su autor, que conoce los mecanismos inquisitoriales muy bien y que, por lo mismo, no podía exponerse a las consecuencias de ser procesado. Sabido era que desde 1768 la legislación de Carlos III había modificado profundamente la anterior omnipotencia de la censura inquisitorial aunque sólo fuera por la cláusula que establecía la obligatoriedad de oír previamente al autor del libro en cuestión; no obstante, de sobra se sabía (suponiendo que este libro del que tratamos hubiera aparecido después de 1768), que la Inquisición no cumplía esta ley benigna y capaz ella sola de deshacer el sistema censorio del Tribunal de la Fe. Juan Antonio Llorente, en los últimos años del siglo, y en sus propuestas reformadoras, testificaba tal inobservancia, puesto que, «sin embargo de haber sido crecidísimo el número de libros prohibidos en el tiempo de mi secretaría, puedo asegurar con juramento no acordarme de un solo expediente en que haya sido citado el autor antes de la prohibición, no obstante que algunos viven en la corte misma de Madrid»17. Siempre nos resultó extraño, por no decir descabellado, que, en tiempos muy posteriores a los de la aparición y del proceso inquisitorial del libro, se haya identificado a su autor, nada más ni nada menos, con el padre Francisco Rávago, el flamante, jesuita y regalista a la vez, confesor real de Fernando VI, tan decisivo en la historia y en los avatares de la España en aquel reinado. Por más que he procurado informarme, no he logrado ni noticias ni, mucho menos, certezas acerca de los orígenes de esta atribución. Por el momento sólo puedo concluir que el que la inició fue el bibliógrafo jesuita padre Sommervogel, en su valiosa Bibliothèque de fines del siglo XIX. No se fundamenta esta autoría, incluso la referencia bibliográfica es confusa, ya que, al mismo tiempo que en la entrada asienta el lugar (Villagarcía de Campos), incluso la imprenta (la del Seminario, dice, con inexactitud) y el año (1760), no se recata en apuntar que el librito, que atribuye al padre Rávago, carece de los datos referidos al lugar y al año. Pues bien, esta noticia infundada se ha venido reiterando prácticamente y sin argumentos de ninguna clase hasta nuestros días18. Eso sí, quienes han estudiado a Rávago con detenimiento y más sólidas bases no hablan para nada de él como autor del Antídoto19. Y por sentido histórico, cualquiera que conozca las ideas, las posiciones y la sensibilidad política del padre Rávago, sabe muy bien la dificultad, por no decir la imposibilidad, de que el confesor real escribiese este panfleto. Salvo que aparezca documentación, con la que no se ha dado, que diga otra cosa.
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Es una lástima: la ignorancia de la autoría de estas páginas nos impide el conocimiento de otro de los críticos que la Inquisición tuvo en el siglo XVIII puesto que el libro supone, junto a otras cosas, una crítica acerada de los métodos inquisitoriales seguidos en las causas del delito más frecuente por entonces. Lo único que se puede deducir, además de por argumentos internos sobrados porque así lo especificaba uno de los calificadores del libro en su proceso inquisitorial, es que el autor del Antídoto para solicitantes está muy bien informado del secreto: «el autor parece que estaba bien instruido en todo», dice uno de los calificadores; «parece ser muy de dentro», sospecha el otro20. Y no se sabe más. Algo podría ayudar a satisfacer lo que no es mera curiosidad el conocimiento del año en que se imprimió, ya que el lugar, Villagarcía de Campos, tampoco está documentado21. Pero es que de la fecha de aparición tampoco tenemos noticias ciertas. Ya hemos visto cómo bibliógrafos posteriores datan este escrito lo mismo en 1760 que en 1780. Por supuesto, esta segunda datación es incorrecta puesto que dos años antes, en 1778, se había incoado ya el proceso inquisitorial. La de 1760 podría ser más certera, o menos errada. Nada hay seguro, no obstante. Porque los únicos criterios, los internos, tampoco en esto son demasiado explícitos. No sólo eso: la única referencia temporal que hay es la cita del breve (en 1622) de Gregorio XV en que se determinan tantas circunstancias concurrentes en la solicitación. Dada la más que constatada información del autor, era de esperar que adujese también el otro documento pontificio, el Sacramentum Penitentiae de Benedicto XIV en 1741. Con ello no queremos decir más que la impresión del escrito puede ser muy anterior a su enjuiciamiento inquisitorial (los caracteres de imprenta son del siglo XVIII, eso sí). Son, de todas formas, estas oscuridades muy propias de escritos que tenían que refugiarse en la clandestinidad. Y esta clandestinidad sería el criterio principal que conduciría a la prohibición del Antídoto por la Inquisición.
3. La Inquisición censurada y desvelada Hay que partir del presupuesto de que uno de los recursos más eficaces de la Inquisición para mantener su prestigio era el de alimentar los miedos a su poderío. Cuando tales miedos comenzaran a debilitarse puede decirse que también la Inquisición entraba en su ocaso, que caminaba renqueante hacia su muerte y abolición22. El Antídoto es uno de los testigos de este trance semifinal, tanto en la osadía de enfrentarse con el soporte fundamental de toda inquisición, el del sigilo, el del secreto, cuanto en las medicinas que maneja para que los potenciales solicitantes puedan eludir el verse atrapados en las redes tendidas por el delito de la solicitación.
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Finalidad: desengañar, preservar, prevenir Como antídoto eficaz, lo que pretende de forma consciente es medicinar a los sacerdotes para que no contraigan el mal de la solicitación, «delito que se repite demasiado». Su prevención debe basarse, ante todo, en la humildad, que conduce no al escándalo sino al temor de que lo mismo que pasó al otro sacerdote pueda acontecer al que se escandaliza de ello. Con estos avisos se abre el librito, puesto que, como hemos apuntado, el echar en cara la vergüenza de los solicitantes era un motivo para el orgullo colectivo y familiar de las órdenes religiosas presentándose las unas como más ejemplares que las otras. Con el mismo arbitrio se cierran estas páginas, que huelen a haber sido redactadas por algún miembro del clero regular: «Destiérrese de nuestras casas, y más de nuestros corazones, esta fatal soberbia, y vivamos humildes, que es el camino cierto para ser exaltados» (p. 52). Con estas premisas virtuosas, y, naturalmente, con la condena más clara de la solicitación, tan gravísima ofensa a Dios, el autor confiesa que en su tarea asistencial a posibles solicitantes no va a insistir en cuándo, cómo, en qué circunstancias se da pie para la delación: sobre eso hay demasiado escrito, para ello están tantos tratados del casuismo, que no suelen conocerse y sí quedarse en lo abstracto. El antídoto, en cambio, lo que quiere es que se supere, al menos, la frecuencia de la solicitación entre los confesores enseñándoles «la furiosa borrasca de males y afrentas a que se arrojan y que deben sufrir sin remedio alguno por toda su vida» (p. 2). Borrasca de que puede librarse el prudente confesor; de la que será difícil desembarazarse al imprudente y, además, presumido, en su carrera de ingenuidades. El Antídoto, repitámoslo, tiene muy en cuenta, y son como el armazón de su discurso, estas dos últimas realidades: la soberbia colectiva de las órdenes religiosas, que se cebaban en echar en cara las caídas de los frailes de las otras, rivales; y la ligereza de los confesores de mujeres, sobre todo de monjas, necesitados de más cuidados, de andar avisados, de prudencia, para que teniendo muy presente la dureza de la Inquisición, sus más sigilosos secretos en el proceso y la trascendencia social de las penas, sepan cómo prevenirse. Las mujeres, culpables también No ha gozado de buena prensa, al menos entre alguna historiadora ya citada, Juan Antonio Llorente, cuando en sus lúcidos análisis de los confesores solicitantes (que tanto le «horrorizaban»), y dadas las formas de proceder de la Inquisición, achacaba alguna responsabilidad a las mujeres. Ante ellas, dice el que fuera secretario del Santo Oficio, no bastan las cautelas, que tienen que aumentarse cuando las mujeres confesadas son «doncellas jóvenes de vida mística», en mayor medida aún si se trata de «monjas escrupulosas y simples». En su
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tiempo, los inquisidores tenían ya sus recelos ante delaciones de monjas, y él mismo afirma, sobre documentación que conocía bien, lo siguiente: «de cien confesores denunciados no llegan a diez los que resultan reos del crimen de verdadera solicitación; los noventa o más lo son únicamente de imprudencia y falta de precaución en el modo de hablar por no haber calculado lo que es una mujer joven, con cuánta facilidad se cree poseer atractivos, con cuánta ligereza se persuade haber herido el corazón del confesor, y con cuánta falta de reflexión lo dice así al otro confesor, que la niega su absolución si no delata luego al antecesor»23.
Llorente publicaba esto ya muy entrado el siglo XIX, cuando no había miedos a la Inquisición semimuerta (algunas de sus ideas las había sugerido, en privado, al Inquisidor General en Madrid a fines del XVIII). El Antídoto para solicitantes lo había divulgado en letra impresa mucho antes, con la Inquisición temible todavía. Y avisa que la ceguera del confesor es más densa cuando trata con mujeres «que llaman beatas o espirituales», con las que lo que comenzó en espíritu acaba en torpeza y en la herejía de los molinistas o alumbrados, delito que tiene otro tratamiento más severo aún. En cualquier caso, y partiendo de que el culpable es el confesor necio, descuidado, con confianzas amorosas con sus penitentes, como «mostrarles cariño, alabarlas, apretarles la mano o alguna otra seña de su afición, pues con cualquiera de estos descuidos cayó en el lazo», también responsabiliza a las penitentes, «porque las mujeres son vanas y presumidas para creer que todos las solicitan»; que le corresponden, o que le incitan: «con mil artificios diabólicos, le abrasan y le provocan más, y hacen del confesionario, como sitio secreto y reservado, teatro oportuno de conversaciones impuras; y porque allí no tienen la libertad que quisieran, se citan para otros sitios de la iglesia retirados y horas excusadas, o para las puertas y otros lugares más libres, de que vienen a resultar en el Santo Oficio causas gravísimas y obscenísimas por no haber resistido al principio a las cosas pequeñas».
Al acudir la mujer a otro confesor, éste la obliga a la delación al Santo Oficio. «Y con esta facilidad, y casi sin advertirlo, viene un confesor necio, pero confiado y presumido a caer en la Inquisición» (pp. 5-7). Porque de la Inquisición no se libran aunque se crean que valen las opiniones, la distinción de tiempos y lugares, la relación o no con la absolución, ya que la bula reguladora, la de Gregorio XV, no deja resquicios para la evasión ya que los inquisidores actúan siempre guiados por criterios probabilioristas.
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Las delaciones La delación de los solicitantes por la solicitada o solicitadas es de derecho natural y divino por lo pernicioso del delito al bien público, a la Iglesia, a las almas. Como hemos visto, hubo opiniones acerca de la jurisdicción, episcopal o inquisitorial, ante la que se había de delatar. En el siglo XVIII ya no cabían discusiones al respecto, pero no se habían apagado del todo las muy vivas que se venían manteniendo desde el siglo XVI acerca de la obligación de negar, o de aplazar, la absolución el otro confesor hasta que la penitente no hubiera hablado con el solicitante para corregirlo fraternalmente. Se ventilaba el otro secreto, más sagrado que el de la Inquisición, el del sigilo sacramental. Según Llorente, los jesuitas negaban absoluciones a solicitadas que no se comprometieran a la delación del solicitante24. En la realidad no se registraron tales unanimidades25, y, al margen de planteamientos de los moralistas, al Santo Tribunal llegaron delaciones de tesis en uno u otro sentido, incluida la de franciscanos descalzos convencidos de que no se podía absolver a la mujer que no corrigiese antes fraternalmente al solicitante, sin obligación de delatarlo a la Inquisición26. Los pasos del proceso se describen con todo detalle, siempre acentuando lo temeroso, y tenebroso, y a veces clamoroso, y deshonroso, de los diversos trances. Todo se inicia con la delación a un ministro de la Inquisición, ante el que tiene que firmar (si sabe hacerlo) la delatora y que se remite todo al tribunal de distrito27. Se manda a un comisario para, con un sacerdote como notario, examinar judicialmente a la mujer, tomar los datos del confesor (sin omitir la intencionada pregunta de si había dicho «que aquello no era pecado» y si había solicitado a otras mujeres para examinarlas de la misma forma). Si no hay otra delación, el tribunal archiva en secreto la denuncia, que solo tendrá efecto si sobreviniere una segunda. Sólo entonces puede pedir el fiscal prisión para el reo, a la espera de que lo confirme el Consejo de la Suprema (pp. 2-15). La cárcel terrible El librito, que tiene como objetivo asustar como el mejor antídoto, y, además y de paso, criticar métodos inquisitoriales, acentúa patéticamente los trances más dolorosos para el reo, y la prisión es uno de ellos: «Éste es el pasaje más tremendo que puede suceder a un confesor infeliz. Porque cuando más descuidado está, y acaso durmiendo, llegan y se apoderan de su casa los ministros del Santo Oficio, y le dicen ¡preso por la Inquisición! Y como si fuese un horrible trueno, cae sobre el pobre confesor, sobre toda su familia, parientes y criados un espanto fatal, y si en la familia hay hermanas, sobrinas o criadas, se excita un llanto sordo y temeroso que a veces las hace caer desmayadas» (pp. 15-16).
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La impresión producida en el lugar del reo (donde «todos lo saben con mucho secreto»), los caminos y mesones hasta la cárcel del tribunal de distrito son descritos también de forma maestra. Pero lo es sobre todo la cárcel, realidad que poco tiene que ver con justificaciones posteriores. Es temible, primero, por su duración y sus carencias: «y sin poder decir misa, no oírla, ni confesarse, ni comulgar, con solo el recurso a algunos buenos libros, porque de éstos le darán los que pidiere» (nótese este detalle nada despreciable de la facilidad para la lectura en las cárceles de la Inquisición). En segundo lugar, por la catarata de incertidumbres acerca del delito, de los acusadores, de la causa de la prisión, de «en qué vendrá a parar». La soledad total y absoluta, «sin tener a quién volver los ojos para el consejo y alivio», se acrecienta con la otra oscuridad, la que reinaba en las cárceles preventivas, es decir, «secretas», descritas por quien da la sensación de que conocía bien el aposentillo corto y oscuro: «No dándoseles a los reos luz alguna artificial, y teniendo muy poca de la natural las cárceles, se quedan a oscuras y en tristes tinieblas las diez, doce o diez y seis horas de las veinte y cuatro, según los tiempos. Y ésta es una de las más graves penas que allí padecen» (pp. 16-18). Audiencias, respuestas del reo que pueden ser más que comprometedoras y ponerle en cuestión de tormento (ya no se aplicaba a fines del XVIII), acusación fiscal y demás pasos hasta la sentencia definitiva y confirmación del Consejo de la Suprema, todo es una sucesión de escenas angustiantes que culminan con la publicación de la sentencia, fase final y clamorosa de todo el proceso. La escenografía de la sentencia Lógicamente, y como el resto de los condenados, los solicitantes tendrían que haber comparecido en auto de fe. Pero ha quedado claro que este delito y este proceso, por referirse a sacerdotes, por tocar el sacramento delicado de la confesión, y para no escandalizar a los fieles, tenían un tratamiento excepcional basado en la discreción. Ahora bien, esta discreción no evitaba la penitencia, el bochorno, la publicidad. El auto de fe en realidad era una especie de autillo, desarrollado todo él, no en plazas o en templos, sino en la sala del tribunal de distrito. Y con diferencias notables si la publicación se hace a puerta cerrada o a puerta abierta. La diferencia entre una y otra forma de publicación se cifra en el clamoreo y en la cantidad y calidad de espectadores. Si la publicación de la sentencia se hacía a «puerta abierta», había toque de campana (de la campana del tribunal) y podía entrar toda la gente que quisiere o que cupiere en la sala. Si era a «puerta cerrada», junto a los ministros del secreto, jueces y secretarios de la Inquisición, asistían, como convidados, doce, diez y ocho o veinticuatro o más (a tenor de la gravedad de la causa) confesores curas y frailes.
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La vergüenza y la deshonra del reo no debía de andar con muchos distingos entre una forma u otra de publicidad. El autor del Antídoto se recrea en la escenografía de esta pasión: «En presencia de estos, que están sentados, comparece el reo en traje penitente, desceñida la sotana o el hábito, con la cabeza descubierta, y, estando en pie, se le lee la sentencia sencillamente; pero si es causa grave, se hace un extracto de todos sus delitos y se lee juntamente con la sentencia y todas las penas. Paso éste muy triste y vergonzoso para el pobre confesor». No es menos vergonzoso el que el solicitante, si resulta sospechoso de herejía, tenga «que comparecer en la sala con sambenito, que a la verdad es una fatal afrenta ante tantas personas». Las penas corrientes son las de abjuración, privación de confesar a hombres y mujeres, sobre todo a mujeres, destierros temporales, reclusión en algún convento, ejercicios espirituales, último lugar en comunidad y privación de voz y voto. Las correspondientes a causas más graves añaden a las anteriores la vergüenza de leer en comunidad delitos y penas del huésped delincuente, que tiene que guardar ayunos, disciplinas públicas y otras propias de clero regular (pp. 24-28). Peligros de las espontáneas Por si hubiere dudas del carácter crítico de esta obrita, el tratamiento (casi más exacto sería decir la denuncia) que hace de las delaciones espontáneas de los propios solicitantes las despeja. Es como una diatriba que intenta disuadir del recurso a la confesión del delito propio del solicitante sin que hayan mediado las delaciones de las solicitadas. Está muy regulado también el modo de proceder en estos casos. El propósito del autor es poner en evidencia que el sigilo, el secreto, no se guardaba, la inutilidad, lo peligroso de las espontáneas, que se veían como un curarse en salud para evitar prisión, castigo y deshonra, pero que no los evitaba. Y todo ello porque, dice convencido, son excepcionales las espontáneas hechas de corazón, y frecuentes, por el contrario, las realizadas como recurso para librarse del proceso cuando el delincuente tiene noticia o sospecha de ser delatado. Como en este caso puede haber sido ya delatado, llega tarde, se acumulan las delaciones, y cae en las redes de la Inquisición, «puede dañarle su espontánea». En efecto, le es perjudicial porque cuando declaran las mujeres citadas (que a lo mejor no le habrían delatado), seguramente confesarán cosas que él calló o nombrarán mujeres que no citó. Y entonces ya ha caído, porque a los de su confesión se suman los nuevos delitos, hay probanza plena, y la espontánea no le vale sino para, si cayere después, ser acusado de relapso y recibir castigos mayores.
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Tampoco puede hacerse la ilusión el espontáneo de que todo va a quedar en el secreto: «No es así, dice el Antídoto, ni puede ser, porque el Santo Oficio no es tribunal interno como el de la confesión sacramental, que sólo se compone del juez y el reo sin que el juez necesite hacer más informaciones que las que el penitente reo le diere; el Santo Oficio es tribunal todo del fuero externo, en que intervienen muchos ministros, y no se procede en él verbalmente, sino que todo se escribe y se examina con la más exacta puntualidad».
Esto es requerido por las formalidades necesarias, que precisan de jueces, de secretarios, de notarios, de eclesiásticos, que tienen que buscar a las mujeres citadas para que declaren todo ante ellos, y siempre con notario, incluso (aunque con disimulo) cuando se trata de mujeres de distinción. O sea, viene a decir, que de secreto, nada (pp. 28-33). El secreto imposible y comisarios incapaces En un apartado relativamente amplio se trata de responder a posibles reparos suscitados por la actuación del Santo Oficio. Bien leído todo, a veces da la sensación de tratarse más de acusaciones veladas que de razones exculpatorias. Se explica con estas ambigüedades el régimen procesal de excepción; el hecho de que dos testigos «inhábiles de derecho como son las mujeres» basten para proceder a la prisión del solicitante; el secreto de los testigos; la dureza de las penas con la infamia de por vida. Y para amedrentar al posible solicitante retorna a la ilusión del secreto imposible, lo que le da pie para cebarse en los comisarios de la Inquisición como representantes de los dependientes del Santo Oficio, contra los que, como se quejarán más tarde los inquisidores, está lleno el escrito de dicterios. Lo de la imposibilidad de guardar el secreto por todos los que intervienen en el proceso es evidente a pesar del interés, de los juramentos, de las penas impuestas por la Inquisición para que no se quebrantase. Contra toda esta munición está la realidad: «Porque el Tribunal del Santo Oficio, como se ha dicho ya, es tribunal de fuero externo, como todos los demás en que precisamente intervienen muchas personas, muchos jueces, muchos secretarios, comisarios, testigos y procesos, y entre tantos ¿cómo es posible que se guarde un perfecto secreto?» (pp. 41-42).
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Todo está condicionado, en buena parte, por un fallo casi estructural: el de los comisarios, que venían a hacer de jueces instructores, piezas clave en las averiguaciones primeras y en la prisión de los reos. Con ellos sucede lo que con los ministros inferiores de todos los tribunales aquejados de malicia e impericia sin remedio. No parece que haya malicia en los comisarios del Santo Oficio por la sencilla razón de que no media el interés, pero están bien surtidos, en cambio, de ignorancia: «Suelen los comisarios dar mucho que padecer por ignorancia de su oficio y por no observar sus instrucciones». En la justificación ladina de por qué la Inquisición no puede remediar este mal, escogiendo comisarios capaces y peritos en el oficio, desliza otra de las críticas a la Inquisición y una de las explicaciones de la demanda de estos oficios económicamente onerosos, no remunerados en dinero, sí en prestigio y en honra y en esos poderes tan valorados en el Antiguo Régimen: «¿Y por qué el Santo Oficio no escoge comisarios capaces y bien instruidos en sus empleos? Respóndese que no los tiene tales porque no los escoge ni puede escogerlos. Porque los comisarios no perciben sueldo alguno ni el Santo Oficio tiene con qué premiarlos. Antes gastan mucho de lo suyo en las pruebas que deben hacer cuando se les diere el oficio y en los viajes y días que gastan en sus comisiones. Y de esto resulta que se ve precisado el Santo Oficio, no a escoger, porque no puede, sino a admitir a los que lo pretenden por honor suyo y de sus familias o por gozar el fuero del Santo Oficio para sus dependencias» (pp. 42-44).
El librito reserva un espacio considerable al análisis de las causas de la solicitación, que no son otras que la ociosidad de los frailes (el acento ha pasado ya a solo el clero regular), a las salidas excesivas, a la «mala crianza, libertad y desahogo de la juventud», fallos que van alimentando un delito que no es tanto de jóvenes cuanto de mayores. Y como conclusión, no calla el otro objetivo, el de la compasión por los reos, actitud, ésta de la compasión, excepcional del todo. No justifica la «extrema ceguedad de los que se atreven a profanar el confesionario, pero no por esto será razón contristar más al que está afligido, antes bien, debemos consolarle en su tribulación y ayudarle para que se aproveche de ella para su salvación» y a los demás para vivir más cautos y avisados.
4. El Antídoto condenado El libro cayó en la Inquisición, concretamente en el Tribunal de Corte, que inició un proceso que en octubre de 1778 andaba por la fase de las calificaciones
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y que se ha conservado muy incompleto. En realidad, incompleto se encontraba ya trece años después, cuando a principios del año 1791 el flamante secretario de la Inquisición, Juan Antonio Llorente, certificaba no haber encontrado todas las piezas que componían el expediente, aunque bastaban las que había recogido antes «por contemplar que existía todo lo necesario para calificar la obra y dar providencia de que se prohibiese o no» el Antídoto contra (sic) solicitantes (y es de notar que el secretario Llorente escriba el título de forma incorrecta)28. Quiere esto decir que el proceso del Antídoto, en trance de calificación en 1778, no aclara nada acerca de fechas de publicación del libro: ignoramos si en ese año llevaba circulando mucho o poco tiempo, si después de él siguió en libertad o fue recogido. Cuando se reanude el proceso, en octubre y noviembre de 1790, el Tribunal de Corte, convencido de que hay razones más que suficientes para prohibirlo, determina, no obstante, la suspensión del procedimiento, porque «se hallan muchísimos ejemplares en este Santo Oficio y no consta en este expediente por quién fueron recogidos ni en virtud de qué orden, y tal vez fue ya recogida toda la edición por alguna providencia del Tribunal de buen gobierno». Del Consejo de la Suprema llegan órdenes (enero de 1791) de que se investiguen «los antecedentes que dieron motivo al recogimiento de este papel», con el resultado fallido que hemos visto. Cuantos intervienen en esta fase final del proceso remiten a lo único que se conservaba desde su posible comienzo: a los juicios de los calificadores de 1778. Prescindiendo de las críticas de que eran objeto por parte de los ilustrados, los dos calificadores del Antídoto para solicitantes (ambos citan el título con más corrección que Llorente), fray Tomás Muñoz (que llegaría a provincial) y fray Manuel de San Vicente, son frailes (y de hecho uno de ellos se queja de que el libro objeto de censura dé la sensación de que todos los solicitantes pertenecen al clero regular). Coinciden en sus calificaciones: que en rigor no hay doctrina alguna digna de censura teológica, pero que debe prohibirse del todo y recogerse el escrito. Para lo último hay una base legal, citada por los calificadores: decretos conciliares de la Iglesia, leyes del reino, acogidos y aplicados por la Inquisición en un conjunto de reglas para la censura de los libros. La regla décima mandaba que se prohibiesen como sospechosos los libros impresos y divulgados clandestinamente, es decir, sin nombre de autor, de impresor, sin licencias, sin fecha y lugar de impresión29. Hay, además de la clandestinidad, otros motivos que desaconsejan su lectura y exigen la recogida del papel, no sólo inútil, también contraproducente, que incluso a veces parece animar a liberarse de la obligación de delatar y a huir de las autodelaciones espontáneas cuyos peligros destapa. Los calificadores descubren el sentido crítico, contra el Santo Oficio, que respira el libro, «una sátira contra el Santo Tribunal», contra los comisarios, si bien tienen que verse obliga-
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dos a admitir «que hay muchos poco instruidos y hábiles para la ejecución de la prisión de los reos». El peligro mayor del Antídoto, a pesar de todo, está en atentar contra «el secreto que es propio del Santo Tribunal», en desvelar los procedimientos del Santo Oficio precisamente en estas causas de solicitación desde la delación hasta la conclusión. Este secreto «no es necesario que lo voceen los ciegos por las calles, y sólo para esto podía servir este papelillo» que tacha de vulgar el calificador. Es esta violación del secreto lo más temible en un libro escrito por un autor anónimo tan bien informado, que ofrece una «puntual relación de cuanto pasa en el secreto del Santo Oficio cuando se entiende sobre las causas de esta naturaleza». Airear el secreto es dar armas a los enemigos, como sucede con la descripción tan espantosa que hace de las cárceles del Tribunal. Desnudar el misterio era como desarmar a la Inquisición y robarle la fortaleza del secreto. Por ello, «es más útil la ignorancia de aquella práctica del Santo Oficio para uno de los delitos más sacrílegos y torpes». Y esta práctica y esta conducta, «aunque justa, no parece conveniente que se haga patente a todos: bueno es esconder el sacramento del príncipe; basta que lo sepan aquellos a quienes pertenece o puede pertenecer, pero pasarlo a noticia del vulgo es dar margaritas a los puercos». El Consejo de Inquisición, apoyado en las calificaciones del Tribunal de Corte, prohibió este papel «por hallarse comprendido en la regla 10 del Expurgatorio y contener varias especies equivocadas y falsas, injuriosas a algunos ministros del Santo Oficio y ser su lectura perjudicial a muchas personas». La prohibición se fechaba en 14 de marzo de 1791, y el decreto ordenaba también que la determinación se tuviese presente para ser publicada en el primer edicto. No apareció, por tanto, el Antídoto en el último de los Índices de libros prohibidos de la Inquisición, el de 1790, y tuvo que esperar nada menos que dos años, hasta el edicto de 3 de febrero de 179330, para que se conociese la condena de este librito, más elocuente por lo que significa que por su éxito de lectores, a pesar de la publicidad que ya entonces suponía la prohibición inquisitorial.
Notas 1
Hay excepciones muy honrosas, como la de Á. de PRADO MOURA en sus estudios tan seriamente documentados. Cfr. Las hogueras de la intolerancia. La actividad represora del Tribunal Inquisitorial de Valladolid (1700-1834), Valladolid, Junta de Castilla y León, 1996, pp. 177196, y que apoya algunas de sus observaciones acerca del delito de solicitación en el Antídoto que conoce y ha manejado, y GALVÁN RODRÍGUEZ, E., El secreto en la Inquisición española. Nadie puede entrar en este secreto, pena de excomunión mayor, Las Palmas de Gran Canaria, Universidad, 2001, pp. 45 y 137, libro, éste, al que remitimos para hacerse mejor idea de tantas cosas como suponía el secreto inquisitorial.
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Con metodologías y criterios no siempre concordes, mas coincidentes en las conclusiones, los solicitantes han sido estudiados desde la antropología, desde los comportamientos sexuales, desde el feminismo con la mujer como víctima, de suerte que se dispone de monografías cuantiosas, al margen de que las historias de la Inquisición, las generales o locales y regionales, desde Llorente, Lea, hasta hoy mismo, tienen que dedicar algún capítulo a este aspecto. Entre las monografías: DUFOUR, G., El fuero de la conciencia o diálogo entre un confesor y un penitente a propósito del sexto Mandamiento, Alicante, Instituto de Cultura «Juan Gil-Albert», 1994; Ídem, Clero y sexto mandamiento. La confesión en la España del siglo XVIII, Valladolid, Ediciones Ámbito, 1996; SARRIÓN MORA, A., Sexualidad y confesión: la solicitación ante el Tribunal del Santo Oficio (siglos XVI-XIX), Madrid, Alianza Editorial, 1994; HALICZER, St., Sexualidad en el confesionario: un sacramento profanado, Madrid, Siglo XXI, 1998. Para el aspecto que más nos interesa ahora, el de revelación de todo el entramado procesal del Santo Oficio, el libro más indicado, y además serio, es el de ALEJANDRE, J. A., El veneno de Dios. La Inquisición de Sevilla ante el delito de solicitación en confesión, Madrid, Siglo XXI, 1994. Entre los numerosos artículos acerca del tema, algunos muy valiosos, lo son especialmente: SÁNCHEZ ORTEGA, M. H., «Un sondeo en la historia de la sexualidad sobre fuentes inquisitoriales», en PÉREZ VILLANUEVA, J. (dir.), La Inquisición española. Nueva visión. Nuevos horizontes, Madrid, Siglo XXI, 1980; GALVÁN RODRÍGUEZ, E., «La praxis inquisitorial contra confesores solicitantes (Tribunal de la Inquisición de Canarias, años 1601-1700)», en Revista de la Inquisición, 5 (1996), pp. 103-185; Ídem, «A propósito de tolerancia, razones y prejuicios en torno a los solicitantes», en Revista de Ciencias Jurídicas, 5 (2000), pp. 105-114. Por citar un ejemplo de tanto como se ha escrito acerca de este aspecto en la Inquisición de Indias, y por su carácter también procesal, cfr. GARCÍA-MOLINA RIQUELME, A. M., «Instrucciones para procesar a solicitantes en el tribunal de la Inquisición de México», en Revista de la Inquisición, 8 (1999), pp. 85-100. Las reformas exigidas han sido editadas críticamente y con buen estudio preliminar por Enrique de la Lama: LLORENTE, J. A., Discursos sobre el orden de procesar en los tribunales de Inquisición, Pamplona, Ediciones Eunate, 1995. El texto citado en pp. 213 y 241. Casos frecuentes de estos discursos exculpatorios se dieron en todos los tribunales. Para el de Sevilla, cfr. ALEJANDRE, op. cit., p. 187. Ofrece la traducción de ambas el estudio más completo que conocemos del proceso inquisitorial para la solicitación, ALEJANDRE, op. cit., pp. 233-243. Lo advirtió, naturalmente, Juan A. LLORENTE, quien facilita las dos versiones: Historia crítica de la Inquisición en España, Madrid, Ediciones Hiparión, 1980, III, pp. 25-26. ESCAMILLA-COLIN, M., Crimes et châtiments dans l’Espagne inquisitoriale. Essai de typologie delictive et punitive sous le dernier Habsbourg et le premier Bourbon, Paris, Berg-International, 1992, II, pp. 200-202. Moralistas y canonistas detallaban las taras físicas que constituían impedimentos para la ordenación sacerdotal. Algunas, al no ser dirimentes, podían dispensarse. Esto explicaría la existencia de excepciones frecuentes en las apariencias corporales de los confesores y que ESCAMILLACOLIN (op. cit., pp. 307-310) se ría de Llorente, que habla de las condiciones físicas positivas de los curas. ALEJANDRE, op. cit., pp. 48-52; PRADO MOURA, op. cit., pp. 194-196. LEA, H. C., Historia de la Inquisición española, trad. de Á. ALCALÁ y J. TOBÍO, Madrid, Fundación Universitaria Española, 1983, III, pp. 473-519; ESCAMILLA-COLIN, op. cit., pp. 202-206. Relaciones detalladas de estas diferencias clericales entre los solicitantes en ALEJANDRE, op. y loc. cit.; LEA, op. cit., III, p. 319. Coincidencia incluso con el modelo de la Inquisición de corte: BLÁZQUEZ MIGUEL, J., «Catálogo de procesos inquisitoriales del Tribunal de corte», en Revista de la Inquisición, 3 (1994), pp. 235-237; PRADO MOURA, op. cit., p. 196. Puede verse cómo los jesuitas echaban en cara a los carmelitas descalzos el célebre proceso de Logroño, de veinte años atrás, en EGIDO, T., «Oposición radical a Carlos III y expulsión de los jesuitas», en Boletín de la Real Academia de la Historia, 174 (1977), pp. 527-545.
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LEA, op. cit., p. 502. ESCAMILLA-COLIN, op. cit., pp. 191-199. J. A. ESCUDERO señala las cautelas que hay que tomar para no caer en maniqueísmos: Estudios sobre la Inquisición, Madrid, Marcial Pons, 2005, pp. 43-44. BHSC, Leg. 24-3 nº 1866. Dice en la cubierta (rústica): «Donado al Colegio Mayor de Santa Cruz año de 1782. Cajón de libros prohibidos». Todo es de la misma letra. En Discursos sobre el orden de procesar …, p. 216. SOMMERVOGEL, C., Bibliothèque de la Compagnie de Jésus, Bruxelles-Paris, O. Schepens-A. Picard, 1890-1900, VI, pp. 1496-1497. PALAU Y DULCET en su Manual del librero español repite estos datos, pero cambiando ya la fecha, 1780 para él. Es extraño que Rafael OLAECHEA, de los más documentados y mejores conocedores del siglo XVIII, de la historia de España y de la Iglesia de aquel tiempo, y del padre Rávago, haya reiterado lo mismo que Sommervogel (asignando la fecha de 1760) al referir la bibliografía del confesor real en su entrada: «Rávago, Francisco de», en Diccionario histórico de la Compañía de Jesús, biográfico-temático, Roma, Institutum historicum S.I., 2001, IV, pp. 3298-3299. Más nos extraña aún que el gran especialista en bibliografía dieciochesca, Francisco AGUILAR PIÑAL, recoja el dato de Palau simplemente sin mayores acotaciones críticas al citar, como único de los impresos de Rávago, éste del «Antídoto», en 1780, Villagarcía de Campos, Tipografía del Seminario: Bibliografía de autores españoles del siglo XVIII, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1993, VII, p. 48. Por ejemplo, J. MARTÍNEZ DE LA ESCALERA, tan exigente, que no incluye el Antídoto entre los escritos de Rávago: «Rávago y Noriega, F. de», en Diccionario de Historia Eclesiástica de España, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, 1973, III, pp. 2047-2048. Más significativo, por ser la monografía más exhaustiva y detallada, con capítulos dedicados a los confesores de monjas, a la Inquisición, ALCARAZ GÓMEZ, J. F., Jesuitas y reformismo. El Padre Francisco de Rávago (1747-1755), Valencia, Estudios Valentinos, 1995. Todo el expediente se encuentra en Archivo Histórico Nacional, Inquisición, leg. 4518, 14. Las apreciaciones trascritas (fs. 1r. y 3r.) pertenecen a los calificadores fray Tomás Muñoz, 10 de octubre de 1778, y a fray Manuel de San Clemente, cinco días más tarde. Ignoramos los motivos de esta atribución del escrito a los jesuitas y a su imprenta de Villagarcía, tan activa hasta la expulsión de la Compañía de los reinos de España (1767). Nada dicen de este producto quienes han estudiado la labor de la imprenta, por ejemplo PÉREZ PICÓN, C., Un colegio ejemplar de letras humanas en Villagarcía de Campos (1576-1767), Santander, Sal Terrae, 1983, pp. 98-127. Puede verse este proceso en «La abolición de las Inquisiciones», en BORROMEO, A. (coord.), L’Inquisizione. Atti del Simposio Internazionale, Città del Vaticano, 29-31 ottobre 1998, Cittá del Vaticano, Biblioteca Apostolica Vaticana, 2003, pp. 709-729. LLORENTE, Historia crítica …, pp. 22, 26, 30 y 33. Ídem, p. 23. PRADO MOURA prueba cuantitativamente que los delatores más numerosos fueron los dominicos, op. cit., pp. 173-179. Cfr. resúmenes de expedientes inquisitoriales en PAZ Y MELIÁ, A., Papeles de Inquisición. Catálogo y extractos, Madrid, Archivo Histórico Nacional, 1947 (2ª ed. por Ramón Paz), pp. 314 y 316. El autor conocía a la perfección las instrucciones minuciosas dadas por la Inquisición a los comisarios para estos casos de delación, a veces espontánea, de solicitación «ad turpia». Pueden verse tales instrucciones en JIMÉNEZ MONTESERÍN, M., Introducción a la Inquisición española. Documentos básicos para el estudio del Santo Oficio, Madrid, Editora Nacional, 1980, pp. 352-354.
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Inquisición de Corte, 22 de enero de 1791. Toda la documentación, la que se conserva, acerca del proceso se encuentra en Archivo Histórico Nacional, Inquisición, leg. 4518, 14. En JIMÉNEZ MONTESERÍN, op. cit., pp. 590-591. L. CARBONERO Y SOL dice haberse publicado la prohibición en edicto de 1 de febrero: Índice de los libros prohibidos por el Santo Oficio de la Inquisición española, desde su primer decreto hasta el último, que expidió en 29 de mayo de 1819 y por los obispos españoles desde esta fecha hasta fin de diciembre de 1872, Madrid, Imprenta de D. Antonio Pérez Dubrull, 1873, p. 75.
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La sociedad urbana del siglo XVIII ante el reto del hambre María de los Ángeles Pérez Samper Universidad de Barcelona
En el Antiguo Régimen, incluso en las épocas más prósperas, existían siempre bolsas de pobreza, prácticamente imposibles de erradicar, tanto por motivos de incapacidad técnica y económica, como por el injusto sistema de la distribución de la riqueza. Pero al problema permanente se unía una amenaza constante. Una mala cosecha, especialmente si se repetía, ocasionaba grandes problemas añadidos. Las crisis de subsistencias, más allá de la escasez y la carestía, podían llegar incluso a provocar hambre a una parte importante de la sociedad. Una gran cantidad de familias trabajadoras del setecientos, campesinas y menestrales, sometidas normalmente a un cierto grado de precariedad económica podían ser arrastradas con relativa facilidad al lindero entre supervivencia e indigencia. Y el lindero se traspasaba con la aparición de las crisis de subsistencias. Entonces toda la sociedad topaba con el hambre y con los hambrientos. Estas situaciones límite de emergencia normalmente hacían reaccionar a la sociedad y a las autoridades, en parte por solidaridad y compasión, en parte por temor a las posibles consecuencias de desestabilización social, pues era fácil que el problema degenerara en motines y desórdenes públicos, en ocasiones muy violentos, aunque la mayor parte de las veces resultaran ineficaces1. Como ejemplo de una crisis de hambre hemos elegido la gran crisis agraria de 1763-1764 en Cataluña, sobre la que existen interesantes testimonios. Por ejemplo, la «consueta de Riudellots de la Selva», escrita por el sacristán Joan Calderó2, o la parte correspondiente del Dietari de la fidelíssima vila de Puigcerdà3. Pero nuestro propósito no es estudiar la crisis agraria desde el punto de vista económico, sino desde el punto de vista social, prestando especial atención a sus consecuencias, el gran problema de hambre extrema que afectó a tan 389
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gran número de personas de diferentes lugares y la reacción social ante el problema, mediante la organización de distribución de alimentos, como respuesta de emergencia. Para analizar esta crisis nos basaremos fundamentalmente en tres documentos, dos de ellos ya conocidos y uno rigurosamente inédito, que proporciona interesante y detallada información sobre el tema alimenticio.
1. El hambre en el campo catalán La crisis de subsistencias comenzó como tantas otras. En medio de una época de expansión, un par de años no fueron buenos. Las cosechas habían sido menores de lo esperado y la situación se hizo más precaria de lo habitual. Todavía no había sucedido nada especialmente grave y las cosas podrían haberse solucionado con una buena cosecha o al menos una cosecha normal. Pero en 1763 se perdieron las cosechas por diferentes inclemencias del tiempo. Un testimonio de la época, del Mas Gelat de Santa Susanna, en la comarca del Maresme4, relataba el comienzo del desastre, dándole al fenómeno natural una interpretación providencialista, característica de la mentalidad popular, imbuida de una religiosidad simplista, basada en un Dios que premia y que castiga y que parecía tener una gran inclinación a la severidad: «Al primer de maig de 1763, Nostre Senyor fou servit de castigar-nos ab una pedregada que durà des de los tres quarts de dos fins a dos quarts de tres per la tarde, prenent des de la riera de Pineda per tota nostra parròquia fins a la Tordera, prenent part de Pallafols, en qual districta qui rebé més, qui menos, com acostuma fer-o la pedregada; ab tot, los que havían més rebut tenían alguna esperança de cullir un poch de vi perquè la pedra havia caygut ab aigua y sens vent que, encara que fos ab abundància, com no era forta no mal.logrà del tot lo rahim. Però, no contentant-se Déu de aqueix açot, repetí lo endemà a la mateixa hora, tambè per espay de tres quarts, que no dexà res de esperanças de vi ni en la parròquia, ni en Sant Pere, ni en los termes vehins de part de llevant y tremuntana, perquè per la part de ponent quedaren libres. Per la misericòrdia de Déu en est pla de Pineda quedà lo blat senser a diferència de moltíssims pobles que, per provar, si lo rebroll donaria algun profit, resolgueren de dallar-lo, com ho feren Fogàs, Reminyó, Hostalrich, Ayguaviva y alteres, lo que no.ls aprofità perquè si bé que s’i posà molt bon blat, però quan estigué a mitx gra s’i posa lo rovell, ab tanta de manera que no·s cullí res».
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Todos los cultivos habían quedado afectados en mayor o menor medida, comenzando por los más importantes y extendidos, el trigo y la vid, base de los dos alimentos esenciales en la época para todas las gentes y especialmente para las clases populares, el pan y el vino. Las gentes del campo trataron de salvar todo lo salvable, esmerándose en el trabajo. Pero a pesar de los esfuerzos de los campesinos, no se logró salvar la cosecha, ni el trigo ni la viña. Se perdieron productos básicos para la alimentación y, además, al malograrse éstos se impidió también la posibilidad de venderlos para poder comprar otros víveres asimismo necesarios. La mayoría de la gente, que vivía en tiempos normales justo en el límite de la subsistencia, quedó reducida a la miseria. «Per esta part de la Marina, com las vinyas quedaren tant maltractadas, alguns resolgueren estronxar a la soca las brocadas, y acertaren, perquè si bé no llevaren a penas rahims, però tornaren a brotar per la matexa brocada y féran bonas sermens per la podada vinent, a diferència de las altres vinyas que, com quedàs la brocada espatllada, tota se quedà ab cavalls y com fos malmesa quedà malament podada. Lo vi que se cullí fou tant poch que lo millor seller no passà de tres càrregas de vi y los qui acostumaven ajudar-se de dos o tres bótas de vi, per a comprar blat y pagar sos deutes per no tenir camps ni altres aversos, se veren ab grans treballs, de manera que se posaren a captar molts menestrals que antecedent ho passavent molt bé; a esta misèria los precisà no sols estas pedregadas, sinò també lo haver estat curtíssima las dos cullitas de vi dels dos anys antecedents, y haver-i hagut molta falta de grans, no sols en esta província y tot lo Regne de Espanya, sinó també en tota la Europa, a accepció de aquellas parts de Olanda y Inglaterra, de haont han abundat suficientment. Però, com tota la Montanya se provehia del mar, sempre han curtejat, de manera que ab diners no·s trobava pa ni grana».
Muchas gentes, campesinos y menestrales, antes bastante bien situados económica y socialmente, cayeron en un pozo sin fondo y tuvieron que pedir ayuda a sus familiares y vecinos y muchos incluso tuvieron que empezar a pedir limosna. Pero el problema era todavía más grave. No eran pocos los afectados, sino cuantiosos. No era una crisis local, sino general. Las cosechas se habían perdido o habían sido muy malas, por diferentes razones, en numerosos lugares. Escaseaban los productos alimenticios y ante la falta los precios subieron, originándose una gran carestía. Como la penuria era general, resultaba muy difícil, casi imposible, conseguir trigo de otros lugares de Cataluña o de España, ni siquiera de Europa, igualmente afectada salvo algunos países como Holanda e Inglate-
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rra. Cataluña, que era ordinariamente deficitaria en cereales, solía importar la mayor parte por vía marítima, la más ventajosa. Pero en 1763 tampoco se podía traer «el pan de la mar». Al final, la escasez era tan grande que ni con dinero se podía comprar grano. Ante la necesidad más absoluta los pueblos trataron de reaccionar a nivel local, organizando repartos de alimentos, sobre todo de pan, el alimento considerado entonces como más necesario y también el más fácil de distribuir. En Mataró comenzaron a repartir pan en el pueblo, un pan de tres reales por familia. Se formaron colas con horas y horas de antelación para asegurarse el pan y las colas se hicieron cada vez más largas. La tensión se desbordó en ocasiones y alguna persona murió arrollada por la masa que se amontonaba para tratar de conseguir pan: «En Mataró se donà la providència de distribuhir, a las sinch horas del matí, un pa de tres reals per cada família que no podia pastar y, com no bastàs la provisió per la multitut de gent que acudia, se anticipaven per no quedar sens pa, que a las deu horas de la nit ja se trobaven dos-centas personas en lo puesto per poder ser las primeras lo endemà; y era tanta la porfia de la multitut per no quedar sens pa, que moriren dos personas reventadas ab lo temps que durà esta providència».
Otros pueblos que se hallaban en mejor situación organizaron la distribución de raciones de «escudella», una especie de sopa o potaje. Por ejemplo, así lo hicieron en Malgrat, a cargo del párroco y algunos feligreses acomodados. La misma solución adoptaron otros pueblos, tanto para socorrer a sus propios vecinos pobres, como a los forasteros que acudían cada vez en mayor número: «Lo rector de Malgrat, per a subvenir los pobres de la parròquia, donà la providència perquè, entre ell y los més acomodats parroquians, fessen tots los dies escudella, que comensaren a 6 de febrer de 1764 fins a (...) ab gran consol no sols dels pobres de sa parròquia sinó també dels forasters. Y, a imitació de est poble, féu lo mateix Blanes, Canet y Arenys».
Los pueblos más perjudicados por el temporal de granizo, como Pineda, no pudieron mantener el sistema de reparto de alimentos más que unos cuantos días, pues la situación general era muy mala y, además de los muchos necesitados del pueblo, eran muchísimas las personas que se reunían de otros lugares. La miseria era general y la gente se lanzaba a los caminos tratando de remediar el hambre: «Pineda no pogué fer esta almoyna més que 20 dies, per haver estat la vila més apedregada de totas estas y ésser los número de pobres passats de 400 cada dia y ésser molt pochs los que fossen acomodats per a fer-la, y encara per alguns de los 20 dies se unían tres y quatre».
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2. Barcelona ante los hambrientos A medida que la situación empeoraba con el paso del tiempo, terminadas las pocas reservas existentes de víveres, la mayor parte de los pueblos se vieron incapaces de hacer frente a la situación y quedaron desbordados por el problema. Entonces la gran avalancha de gentes hambrientas, siguiendo el camino del campo a la ciudad habitual en casos semejantes, se dirigió hacia Barcelona. Acudían a la ciudad, donde tenían alguna esperanza de ser asistidos, pues eran mayores los recursos existentes. A principios de mayo de 1764 la situación adquirió enorme gravedad. Testimonios de la época hablan de los centenares de mendigos que recorrían la ciudad pidiendo limosna. Pero la situación en Barcelona tampoco era buena. La crisis agraria se había dejado sentir con toda su carga de consecuencias negativas y no era posible compensarla con el recurso habitual de las importaciones marítimas. El problema del abastecimiento de cereal había llegado hasta tal extremo de gravedad que la ciudad ejerció el viejo privilegio de vi vel gratia, interceptando el cargamento de un barco inglés en ruta hacia Italia. El marqués de la Mina, ante la creciente escasez y carestía, para tratar de poner remedio decidió otorgar el «libre panadeo», es decir, la libertad de hacer pan, suprimiendo la exclusiva de la panadería municipal, con la esperanza de que la liberalización del negocio atraería cereal a la ciudad. Sin embargo, la situación era tan grave que una gran parte de la sociedad barcelonesa consideraba que el abasto no podía dejarse simplemente al azar de las leyes del mercado, y los gremios se preocuparon de reunir provisiones de grano por cuenta propia y establecieron un pósito de reserva para aliviar a sus asociados de la exorbitante carestía y asegurarles el suministro del pan5. La enormidad del problema se nos revela en el gran número de pobres, más de ocho mil, que recibieron asistencia en Barcelona en aquellos críticos días de mayo de 1764, la gran mayoría mujeres y niños, siempre los más desvalidos: «Relació de lo assistiment, que se féu en la ciutat de Barcelona per alimentar los mols pobres, que cada dia entraban en dita ciutat, benint de diferentes ciutats, villas, y llochs del Principat, per a causa de la gran misèria, que se exprimentaba en totas parts per la ocasió de la gran escasès de tots grans, y en especial de blat, que en lo present any 1764, hi a agut en moltas parts, y fou en tant lo número dels pobres, que lo dia 13 de maig de dit any se encontraren ser en dita ciutat, quals acudiren a la sopa dels conbens, y en altres parts públicas, que arribaren a ser lo número següent: Homens 2.777, donas 3.084, criaturas 2.358, fan 8.212 pobres»6.
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Ante la gravedad del problema se produjo primero una reacción espontánea de compasión y de ayuda inmediata a los pobres hambrientos. La gente les daba pan, dinero o cualquier otra cosa. Simplemente cada uno daba lo que tenía, según su voluntad y posibilidades. La respuesta al problema fue generosa. Pero ante el gran número de gentes que solicitaban ayuda y pedían limosna los barceloneses pronto quedaron desbordados. Era evidente que había que hacer algo más, sobre todo algo más práctico, más útil y más racional: «Moguts los cors dels barcelonesos a compassió de bèurer tanta misèria entre los pobres forasters, y de la ciutat, que tot lo dia, y part del vespre rodaben los carrers de ella, suplicant ab gran aflicció caritats per alimentar los cossos, que tant decandits estaban per la falta de aliments: procuraren ab gran esmero socorre-los ab dinés, sent gran la quantitat, que se distribuia tots los dias entre ells; però vehent alguns compassius que lo alimentar-los ab aliments cuits seria de gran combeniència per la salut de ells, determinaren fer-los ollas de escudella, y carn».
Decidieron, pues, organizar ollas públicas.
3. Ayuda inmediata de emergencia Esta primera reacción espontánea fue después encauzada a través de los gremios y del comercio, siempre con la colaboración eclesiástica. La propia sociedad asumía la responsabilidad de dar sustento a las gentes hambrientas, manifestando de un lado su solidaridad y su religiosidad, y tratando, por otro lado, de mantener la estabilidad social. El documento explica con todo detalle en qué consistía exactamente la ayuda que se dio cada uno de los días del mes de mayo de ese año 1764, a cargo de quién estuvo la preparación de las ollas y dónde se distribuyó el alimento. «Dia 7. Est dia fou lo primer que la compassió dels de… se mogueren en dar escodella, y carn als pobres. Feren las ollas de escudella, y carn ab sas costas Anton Borràs, sa muller, y Joseph Bentura, rebenador, fent-las dintre la casa que habita dit Borràs en lo Born al costat de la guarda, y se repartí als pobres dins lo carreró detràs Capità? de guardia, que té la entrada per la Espartaria, y com los pobres abundaren en gran número, no abastà la referida escudella, y carn per poder socórrer a tots; per lo que compassibament Verònica Vilassau, tunyinera, repartí porció de bacallà remullat als pobres que no abian pogut lograr de olla,
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donant-los dos talls a cada un, a fi que no se’n anassen desconsulats. Dia 8. Est dia comensaren en fer ollas de escudella y carn diferents debots en la casa dita de G..ns, y se repartí tots los dias fins lo dia 20 de dit mes en lo pati del Palau, donant diàriament a las 12 oras sa porció de escudella, y carn cadascun pobre que a dit pati acudia; però com eren tants no podian acodir tots en dit pati, y per so se mogueren diferents debots en fer escodella de vianda en diferentes plassas, y carrers. Dia 9. Est dia se feren ollas de escudella, y carn en lo Vorn debant la vicaria de Santa Maria del Mar, y cuidaren de ditas ollas Taresa Anclusa, rebenadora, y Llucià Cortinas, musich de dita yglésia, se repartí en lo dit sementiri, o fossar de las mureras de la mateixa yglésia; distribuïn-la lo reverent doctor Salbador Ostench, prever y beneficiat de la mateixa yglésia. Se feren ollas de escudella, y carn en la plassa de las ollas tras Palàcio, cuidaren Pau Muntanya, sastre, y Francesch Martí, caldarer, junt ab altres beïnts, y se repartí als pobres en dita plassa. Se feren ollas en lo fossar debant lo portal majó de Santa Maria del Mar; cuidà de ditas ollas Ramon Agostí, rebenador, recollint caritats de diferents debots, y distribuïnt-las dit doctor Ostench, y altres en lo dit fossar, donant escudella, y carn, y pa. Se feren ollas de escudella y carn al Bornet, cuidà Francesch Biber, comerciant, en la Esplanada. Se feren ollas de escudella, y bacallà en la Pescateria, cuidaren Juan Selgado, Salbador Jordi, y altres companys distribuïnt-la en la Eucata. Se feren ollas al Vornet, cuidà dit Francesch Boter, comerciant, y altres, distribuïntla lo dit doctor Ostench, y altres en la Esplanada donant escudella, carn, y pa. Dia 12. Se feren ollas en lo Born debant la vicari de Santa Maria, cuidà Llucià Cortinas, y distribuïnt-las lo dit doctor Ostench, y altres en lo fossar de las Mureras donant també escudella, carn y pa. Dia 13. Se feren ollas en la Esparteria, cuidà Juame Vinyals, y Joseph Vilasau menor, esparter y demés de la Esparteria; donant escudella, y carn y pa, y se distribuhí en lo mateix carrer de la Esparteria. Dit dia. Se feren ollas en la plasa dels arrieros, cuidà Francesch Yglésias, y Morera, y se repartí en
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la mateixa plasa, donaren escudella y carn. Dit dia. Se feren ollas en lo fossar debant lo portal major de dita yglésia de Santa Maria, cuidà... Agostí, rebenador, y altres; la distribuhí el doctor Ostench, y altres, donat escudella, carn, pa, y vi. Dit dia. Se feren ollas tras Palàcio, cuidaren Juan ...cir, criat del excel×lentícim senyor marquès de la Mina, y Francesch Martí, caldarer, se repartí en dita plassa. Dia 14. Jaume Binyals, y sos companys tornaren a fer ollas en la Esparteria, y se repartiren en repartir a Esparteria a las 8 hores del matí escudella carn y pa. Dit dia. Tornà Francesch Bober, comerciant, y sos companys en fer ollas en lo Bornet, y se repartiren en la Eucata donant escudella, carn y pa. Dia 15. Se feren ollas en la plassa de las ollas tras Palàcio, cuidà Juan Coll, Francesch Martí, y altres, se repartí en dita plasa, donant escudella, carn, y pa».
Los días iban pasando y los pobres hambrientos eran muchos. Los recursos se agotaban. Con el fin de pedir la ayuda divina y también la humana se decidió organizar rogativas en la iglesia de Santa María del Mar, con el fin doble de rezar y de reunir dinero. La caridad cristiana funcionó. Las limosnas obtenidas permitieron la continuación de la ayuda durante varias jornadas más. «Lo dia 12, 13 y 14 del present mes de maig se feren rogatibas en la yglésia de Santa Maria del Mar, a expensas de un debot a fi de inplorar de la dibina clemència lo auxili en la nececitat en què se estaba, y en acció de gràcias; perquè lo dibino senyor mogués los ànimos en las caritats que tant en aument se exprimentaben; y concistian ditas funcions, comensant en las 10 en exposar lo Santíssim Sagrament, y immediatament se cantà solemne Ofici, cadant exposat lo Senyor fins a la 7 hores de la tarda, assistint a la vetlla des de la 12 a la 6 vuit capellans de dita yglésia, a la hora acostumada se cantaren solemnes completas, y lletenias, y seguidament se reserbà; y moguts a deboció alguns residents de la mateixa yglésia que foren lo doctor Salbador Ostench, doctor Rafel llinàs, doctor Pasqual Vilella, mossèn Pau Sibil, mossèn Juan Janer, y mossèn Pau Muntaner, preberes de dita yglésia per a recullir caritats a fi de poder socórrer ab aliments a las portas, y reculliren: Lo dia 12, 26 l. 15 s. 6 d.; lo dia 13, 20 l. 13 s. 1 d.; lo dia 14, 46 l. 13 s. 7 d.; que tot junt fa 94 l. 2 s. 2 d. Qual quantitat se entregà en mans de Ysidre Catela, valer, per lo expresat fi, y de dites dinés se feren 4 dias de ollas donant
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cada u de ells escudella, carn, y pa, y lo últim un de particular se donà vi: com se expressarà en las diadas. Dia 16. De las expressadas caritats se feren ollas en lo fossar major distribuïnt-las lo dit doctor Salbador Ostench, Ysidro Catelà, valer, y Grabiel Gibert, candaler de seu, y altres, cuydant dellas Ramon Agostí, rebenador, y Bernat ..., esmulador, del fossar. Dia 17. De las mateixas caritats se feren ollas en lo Born debant la Vicaria, distribuïnt-las en lo fossar de las Mureras los mateixos dalt expressats, cuidaren de coure-las Llucià Cortina y Taresa Anclusa. Dia 18. Se feren ollas en la Pescateria, cuidaren de las caritats, y de coure-las Juan Salgada, comerciant, y sos companys, y se destribuhí en la porta, donant escudella, bacallà, y pa. Dit dia. Se feren ollas en lo Vornet cuidant tanbé de las caritats Francesch Bober, comerciant, y sos companys distribuhintla lo doctor Salbador Ostench en la Esplanada, donant escudella, carn, y pa. Dit dia. Se feren ollas en la plassa de las ollas tras Palàcio, cuidant de las caritats, y de coure-las Francesch Martí, caldarer, y sos companys, distribuïnt-las en la mateixa plasa, y donant escudella, carn, y pa. Dia 19. De las caritats recullidas per los residents dalt expressats se feren ollas en la plassa de las ollas tras Palàcio, distribuhïnt-las dits doctor Salbador Ostench, Ysidro Catelà, valer, y Grabiel Gelabert, y Francesch Martí, caldarer, que cuidà de coure-las: se donà escudella, bacallà, y pa. Dia 20. De las expressadas caritats, se feren ollas en lo fossar major, o distribuïnt-las los mateixos expressats, donant escudella, carn, pa, y vi».
Como explica el documento se repartía comida a los pobres una vez al día, normalmente a las doce del mediodía. El contenido de las ollas era variado, las había de carne y las había de pescado. La base de la olla, aunque el documento no lo menciona, seguramente por su obviedad, serían verduras, legumbres y, acaso, arroz o fideos. Dominaba claramente la «escudella» con carne, que en el documento se cita 22 veces. En tres ocasiones se habla de «escudella» con bacalao. Un día, de manera excepcional, por haberse acabado la «escudella», se repartieron dos trozos de bacalao remojado a cada uno. Muchas veces (18) la «escudella» iba acompañada de pan y alguna vez (4) también se repartió vino. Repartos de pan se hacían también separadamente de las ollas.
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Los encargados de preparar y distribuir la ayuda alimenticia eran gentes también muy diversas. Había hombres y mujeres y se citan oficios y profesiones muy distintos, revendedores, vendedores de pesca salada, músicos, sacerdotes, sastres, caldereros, comerciantes, pescaderos, esparteros, criados, sederos, candeleros de sebo, afiladores, plateros. Los puntos de reparto fueron igualmente dispersos, en función de las personas encargadas de la preparación y distribución, pero también seguramente para evitar que la gente pobre se agolpara y acabaran por producir desórdenes o desgracias. Algunos gestos resultan interesantes. Por una parte, el espontáneo de la vendedora de pesca salada, que al ver que la olla se había acabado y muchas gentes se habían quedado sin nada que comer, en un arranque de compasión, decidió, sin casi pensarlo, darles unos trozos de lo que ella tenía, bacalao, y precisamente bacalao remojado, para que los hambrientos pudieran comerlo de inmediato. Por otro lado, se encuentra el gesto del platero, un acto ostentoso, típico de un hombre rico, que reparte en la puerta de su casa mil «quernas» –una pieza de pan–, todas en un solo día. Si grave era la situación de los pobres llegados de los pueblos, también era muy comprometida la supervivencia de los pobres de la ciudad, igualmente afectados por la escasez y la carestía. Las parroquias y conventos incrementaron las ayudas que habitualmente les prestaban. Muy revelador de la mentalidad de la época es también el reparto discreto que se hacía de alimentos a los pobres vergonzantes, con el fin de ahorrarles la humillación de tener que hacer cola públicamente para recibir ayuda. A los pobres vergonzantes la olla se les repartía en las parroquias, antes de hacer el reparto general, e incluso iban algunos benefactores de casa en casa, para darles la «escudella» o pan. «També a més de las 4 ollas expressadas, de las mateixas caritats se feren ollas distribuïnt-las als vergonyants de la parròquia, escudella, carn, y pa, y las distribuïa lo referit doctor Salbador Ostench, en la parròquia, antes de repartir lo que se donà de més pobres. També los demés particulars que feren ollas com se ha dit per las plassas, y carrers, feren ollas apar per los bergonyants de dita parròquia. Y separadament ditas ollas diferents particulars distribuïren quantitat de pa en sas casas, y entre altres Feliu Regàs, argenter, un dia dsitribuhí mil qüernas als pobres que anaren en sa casa en lo carrer d’en Palau, que hix a la Argenteria».
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4. La ayuda del Cabildo catedralicio En este proceso de asistencia a los hambrientos el paso siguiente que se dio fue la organización de la ayuda por parte de las autoridades, destinada a garantizar el control y evitar la posibilidad de un desbordamiento de la situación. En primer término hay que destacar el papel desempeñado por el clero, de siempre acostumbrado a ofrecer a la sociedad los necesarios servicios asistenciales. Incluso en los tiempos ordinarios eran muchas las instituciones y casas religiosas que hacían repartos de alimentos, por lo que conocían las necesidades y la manera de organizar la ayuda. Así era relativamente fácil cambiar la escala de actuación y pasar de una ayuda a grupos reducidos a una ayuda a grandes masas. Igualmente significativo es la interpretación de tipo religioso del problema y su encauzamiento por vías igualmente religiosas. Si era Dios el que enviaba semejante prueba o al menos la permitía, la primera medida era invocar la ayuda divina y enseguida se había empezado a organizar rogativas, combinando la oración con la limosna, pues aprovechaban la ocasión para solicitar ayuda económica que después se traduciría en ayuda alimenticia mediante la organización de las ollas públicas. Destaca la actuación del Cabildo, que contribuyó con repartos diarios de pan, que se hacían en varios conventos, el de los dominicos, el de los franciscanos y el de los capuchinos: «Lo Il·lustre Capítol de la present ciutat en bista dels mols pobres que acudiren en la expressada ciutat resolgué donar tres quarteras de blat en pans fets per aliment dels pobres, y per distribuir dita caritat, remetia cada dia una quartera ab pans al combent de Dominicos, altre en lo de Sant Francesch y altre en lo de Caputxins, comensant lo dia 10 o 11 ... fins lo dia 21 de dit mes, que se recolliren los pobres en quartels, des de dit dia la caritat tant las porcions en los paratges a hon eren recollits los pobres, y fins que se finí la remissió de ellas».
Otro interesante documento de aquellos días, conservado en la hoja de guarda de un manual de protocolos notariales, aunque de manera más general, confirma toda esta información y en algún pequeño detalle la completa, insistiendo en el gran número de pobres que iban llegando a la ciudad y en el gran esfuerzo que hizo la sociedad barcelonesa para proporcionarles ayuda: «A 8 de maig per falta de blat en la ciutat y Principat, y falta de abast en la fleca de la ciutat, y acudir molta gent del Principat a socòrrer se a esta ciutat, la pietat y charitat dels paysans ha donat una olla en lo Pati del Palau, y un tròs de pà á cada pobre, de manera que se han socorregut 1.300 pobres.
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A 9 de maig, lo illustre Capitol, ha determinat distribuhir entre los pobres y necessitats, tres quarteras de blat fet pà, en cada die mentres dure la necessitat, donant al Convent de Santa Catarina una quartera; al Convent de Sant Francesch, altre; y altre, al Convent de Caputxins, que se ha comensat a distribuhir dit die al pun de las dotze horas del mitg die, a la mateixa hora se distribueixen las ollas en lo Palau, altre en la Esplanada, y altre en la plassa de Santa Anna, donant a més de la olla un tros de pà. A 11 de dit se assegura que se han refugiat a esta ciutat per la falta de pà més de 5.000 personas. Y la charitat dels ciutadans se experimenta ser molt gran, y se diu que lo die 9 entre los tres Convents y lo Pati del Palau y el Born foren socorreguts 4.000 pobres, y se experimenta que cada dia ne entran de nous. Vuy dia 13 de maig se ha donat olla y pà en lo Palau, en lo Fossar de Santa María, en la Plassa de Santa Anna, en la Plassa dels Arrieros. A 20 de dits, se ha acabat de donar olla y pà als pobres en lo Palau y demés plassas de la ciutat, y lo dia 21 se ha donat olla y pà a mitg die als pobres forasters en la Marina, a las donas en los Quartels de Sant Agustí Vell, y a las gitanas davant lo Convent de Caputxinos y al pà y olla, y aculliment per a dormir, prevenintlos que no acapten per la ciutat»7.
5. La reacción oficial Después de la actuación de los agremiados y comerciantes y después de la acción de la Iglesia y viendo que la llegada de hambrientos a la ciudad lejos de disminuir aumentaba, hasta el punto de arribar en un solo día 300 pobres, entró en acción la autoridad política y militar. El Capitán General, entonces el autoritario y enérgico, pero eficaz, marqués de la Mina, reaccionó intensificando el control y recogiendo a los pobres, que antes deambulaban libremente por la ciudad, en unos lugares destinados al efecto, invocando argumentos compasivos sobre la necesidad de darles cobijo, pero apuntando a remediar males mayores, desde la perspectiva del Capitán General, como sería el desencadenamiento de desórdenes públicos: «Lo dia 14 de maig que fou lo últim dia de las rogatibas com ja queda referit que se feren en la parròquial yglésia de Santa Maria del Mar, lo excel·lentíssim senyor marquès de la Mina,
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habent experimentat, que en aquell temps en un dia entraren en la present ciutat de Barcelona passats de 300 pobres forasters que segons anaben benent notícias de que amenassaba la cullita se pudia témer en abant ser major; compassiu lo expressat excel·lentíssim marquès de la Mina de beurer que els pobres (encara que la caritat dels barcelonesos estaban ja moguts en alimentar-los) abian de estar a la inclemència dels temps dormint, y passant las nits per los carrers, y plassas, de lo que se podia tèmer un major mal»8.
Bajo la presidencia del Capitán General se reunió una junta, formada por una serie de autoridades, el Intendente, un magistrado de la Audiencia, un regidor del Ayuntamiento y otras personas representativas de la sociedad barcelonesa, nobles, eclesiásticos, comerciantes. De común acuerdo decidieron la reclusión de los pobres: «resolgué dit dia 11 ajuntar-se en son Palàcio per a tencar los més conbenients a fi de recollir los pobres; a las personas següents: «Lo Yl·lustre senyor Vicari General Don Joseph Nadal, lo Yl·lustre canonge Don Pau Putjaner, lo Vicari Perpètuo de Santa Maria del Mar, lo reverent rector del Pi lo Yl·lustre senyor Juan Felipe de Castanyos yntendente, lo senyor marquès de Esquilasso, Don Jacinto Tudó jutge de la reial Audiència, lo senyor comte de Creixell, Don Carlos Putjaner, doctor Bernardino Padellàs, regidor, y Don Bonabentura Milans. Y fonch resolt per dita junta que lo dia 21 se resolgueren los expressats pobres en quartels a saber en lo de senyor Agostí de la plassa de la Blancaria las donas, y criaturas, y en lo magatsem de mar los hòmens y minyons; los quals passaren per la major comoditat en lo Fuerte Pio. Y juntamen se resolgué en la dit junta anomenar per dipositari de las limosnes lo dit Vicari General Nadal, Vicari Perpètuo de Santa Maria del Mar, y lo senyor rector del Pi; essen per directors de dits quartels en de Sant Agostí del compte Creixell; en lo de las Gitanas Don Carlos Putjaner; y en lo del Fuerte Pio Don Bernardino Padellàs».
En la organización de los cuarteles resulta significativa la clasificación de los pobres, con separación de hombres y mujeres y apartamiento también de las gitanas. La división se aplicaba incluso a las familias, las mujeres y niñas por una parte y los hombres y niños por otra. Si los niños eran muy pequeños los dejaban con sus madres. La insistencia en el control era muy clara. Había que procurar por todos los medios que los pobres no se extendieran por la ciudad
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pidiendo limosna. Siguiendo las ideas dominantes en la época se trataba de recogerlos en lugares perfectamente controlados, donde a cambio de su sometimiento recibían el sustento diario. Por otra parte, a los que estaban en condiciones de trabajar se les empleaba en obras públicas. Al analizar el sistema de organización de los cuarteles destaca la utilización que se hace de la religión como factor de orden y de estabilidad. Una actitud típica ante la pobreza que venía de la Edad Media y que continuó funcionando en la Edad Moderna. El rico tiene obligación de ayudar al pobre, cuya existencia y derecho a pedir limosna en cierto modo se legitima precisamente para cumplir la misión de salvar al rico. A cambio el pobre debe ser un buen pobre, dócil y agradecido por la ayuda que recibe. Así cada uno, sea pobre, sea rico, ocupaba su lugar en el orden social establecido9. En el siglo XVIII los criterios de racionalización, la nueva actitud a favor del trabajo productivo y el afán de control llevaron a un progresivo cambio de actitud, en que el pobre perdió, en parte, su papel social y salvo en casos muy especiales, como podía ser precisamente éste de la crisis de subsistencias de 1764, se consideraba que muchos pobres lo eran por su culpa, de donde derivó el típico concepto de «vagos», que se les aplicaba en la España del setecientos. La «vagancia» era un delito que estaba penado. La conclusión era que los «vagos» debían ser castigados y debían redimirse por el trabajo útil y de ahí su reclusión en casas de trabajo o en otros tipos de fábricas, como los arsenales, o su destino a la construcción de obras públicas, como puertos, carreteras y, sobre todo, su reclutamiento para el ejército. De todos modos la sociedad siguió esperando de los pobres sumisión y agradecimiento. No había peor pobre que el pobre rebelde y revoltoso. De ahí que se utilizaran sistemas de encuadramiento y se siguiera instrumentalizando la religión como factor de orden.
6. El cuartel de San Agustín El documento de la Biblioteca de Palacio explica, también con detalle, la organización del cuartel de pobres de San Agustín, que era un cuartel de mujeres y niñas, también de niños si eran muy pequeños, para no separarlos de su madre: «Relació, modo polítich de gobern se etxecotà en lo quartel de Sant Agostí, quan se recolliren los pobres en ell, que fou lo dia 21 de maig de 1764 fins lo dia 26 juny del dit any, a fi que no faltàs lo necessari per lo corpural y lo espiritual». La autoridad principal del cuartel era un noble, el conde de Creixell, asistido por un eclesiástico, como tesorero de las limosnas, el vicario perpetuo de Santa María del Mar y los obreros de dicha parroquia. Todos ellos eran responsables de la buena marcha del cuartel en todos los aspectos materiales y espirituales:
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«Quedà principal director (com quedà més amunt referit) lo senyor compte de Creixell; perquè gobernàs lo que fos més conbenient a dit gobern. Tanbé fou dirigit per dipositari de las caritats lo senyor Vicari Perpètuo de Santa Maria del Mar ...qual moltas cosas, que contribuïren per la ...ció [ilegible] de las pobres las entregaben a ell, a fi que a ellas, y altres, que se arreplegaren dels parroquians de dita Yglésia se donàs la acistència de sagraments, y demés que fou per las pobres; y també que cuidàs en lo que pertanyia a lo Espiritual. Juntament també cadà a càrrech, y cuidadors los senyors obrers de la referida parroquial Yglésia de Santa Maria del Mar lo cuidar en tot lo que agué de menester tant per lo fer conpondre dit cortel com en los aliments, y demés que fou necessari per la acistència de los pobres».
Muy importante era la limpieza, primero una limpieza a fondo, blanqueando el edificio, para hacer habitable e higiénico el lugar, y después una limpieza cotidiana para mantenerlo en condiciones durante la estancia, relativamente larga, de un grupo grande de personas. Había que preocuparse además de dotar al cuartel de los utensilios más imprescindibles, como lámparas, cántaros para el agua, escobas, esteras para acostarse, estampas –debía tratarse de imágenes religiosas– y pequeños hornillos para quemar hierbas aromáticas, a fin de evitar los malos olores derivados de tan gran concentración de gentes menesterosas: «per los dits pobres lo mateix dia que comensaren a recollir dels pobres, donaren promp les prubidèncias en fer netejar totas las quadras del referit quartel, fent-las emblanquinar, y posar estampas, y llàntias per totas ellas, fer compondrer quantitat crescuda de cantis, repartir-los en tantas pobres; perquè sempre tinguessen aigua, per lo que tinguessen menester, y en fin probeïren tot lo que tingueren menester, y lo més necessari per la limpiesa del referit quartel, en tant que 3 o 4 begadas el dia feian escombrar, y regar totas las quadras, plegar totas las estoras, que tenian totas las pobres per jaurer, y casi tota la part del dia tant en las necessàrias, com en las referidas quadras, y escalas feian posar escalfetas ab foch fent cremar ginebrons, y erbas olorosas per a traurer lo fetor, que acostuma haber-i en los paratges, que abita molta gent congregada».
Cuestión esencial era asegurar los alimentos. El primer paso era conseguir limosnas para poder pagar las ollas. De ello se encargaron los obreros de Santa María del Mar, mediante una colecta en su parroquia:
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«En quant en lo aliment resolgueren los senyors obrers fer una capta per la parròquia, que foren Pau Anton Bartrant y Custó, apotecari, y Jaume Gilabert, candaler de seu, acompanyats al reverent Don Pau Espalter y Rosàs, doctor Rafel de Llinàs, Pau Sibil, doctor Joseph Espalter y Rosàs, doctor Salbador Ostench, preberes, y residents de dita parroquial yglésia, per a cuidar de tot lo que fos combenient per la acistència de los referits pobres, y juntament Ysidro Catelà, Niculau Sibilla Bales, Pau Respall, los gastos que se oferiren per ditas ollas de ...dos dias semmaners».
El siguiente paso era la compra de los víveres y la preparación de las ollas, tareas que corrieron a cargo de los diferentes barrios de la ciudad y de las que el documento especifica las personas que se ocuparon, pertenecientes a diversos oficios y actividades, como esparteros y comerciantes: «De estos dos dias, las ollas de un dia foren fetas quiscuna semmana en lo carrer de la Esparteria, cuidant Jaume Vinyals, y Joseph Vilasau menor, esparter, de comprar la probissió, fer-la courer, y després repartir-la junt ab altres per dits varris a los pobres de dit quartel; y los altres del altre dit també quiscuna semmana foren fetas tras Palàcio; cuisant Francesch Martí, candaler, y Juan Coll, espalter, y altres ...ants de las porbisions, y fer-las courer, y després repartir-las a las ditas pobres en lo quartel. En quant a las ollas, que corresponen en lo altre dia dels dits tres dalt referits se oferiren fer los dels barris del carrer de Vonaire, y de Caldés, cuidan Juan Salgado, comerciant, Salbador Jordi, comerciant, est recullia los diners, comprant la probissió, y fer-la courer en la bo...rech, y després junt ab alguns de dits varris per repartirla a las pobres en lo quartel».
La alimentación de las pobres del cuartel era bastante completa, muy similar a la que la gran mayoría de aquella gente estaría acostumbrada a tomar, pues la comida de las clases populares no era ni mucho más abundante ni mucho más variada. Es imposible poder comparar la calidad, tanto de los productos como de la elaboración. La distribución se hacía tres veces al día. Por la mañana, a las 7, se les daba medio pan a cada una, pero a las mujeres que amamantaban a un hijo o estaban embarazadas les daban un pan entero. Al mediodía se repartía la comida principal, consistente en pan y «olla». La ración de pan era de uno entero por persona. La olla era variada, con una base de verduras y legumbres –judías, habas tiernas– y un acompañamiento de carne o de pescado. Generalmente la olla era de carne, repartiéndose la escudilla de potaje y la ración correspondiente de carne, que sería carne de carnero, la más barata y habitual. Tam-
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bién se hacían ollas de pescado, probablemente los días de abstinencia, a base de bacalao. En ocasiones se hacían guisados especiales, por ejemplo carne con peras. La cena era a las seis y se daba un pan entero a cada una, y escudella de carne o bacalao. Las mujeres que criaban o estaban embarazadas recibían siempre doble ración de pan: «La regla que se obserbà en donar los aliments a las referidas pobres és com se segueix. A las 7 quiscun dia se donaba mitx pa a quiscuna, y a las donas que criaban, y a las prenyadas, un enter, al mitx dia se.l donaba a quiscuna un pa enter, y las que criaben, y prenyadas dos. També se donaba una casola de escudella, y porció de carn, variant altres dias bacallà, escudella de munjetas, fabas tendras, carn ab peras, y altres cosas. A las 6 de la tarda se.ls donaba un pa a quiscuna, y sempre de tot porció doble a las que criaben, y prenyadas, juntament escudella, y carn, o bacallà».
7. Ropa y vestidos A las pobres recogidas en el cuartel de San Agustín se les daba además de techo y alimentos otros utensilios y objetos de primera necesidad. A cada una de las mujeres que entraba en el cuartel, después de registrar su nombre, se le entregaban unas cuantas cosas, consideradas como necesarias para comer –una cazuela y una cuchara–, para arreglarse –un peine– y también para rezar –un rosario–: «Dit subjecte cuidaba de donar a quiscuna pobra, que entraba nou una casola, una cullera, una pinta, rosaris per son ús». Muy importantes fueron también las entregas de ropa que se hicieron tanto para las mujeres como para los niños. La miseria de aquellas gentes era tan grande que hubo que proveerles de todo. Las gentes entregaban dinero y también ropas. Los fabricantes de tejidos dieron muchas telas para confeccionar vestidos. La confección corrió a cargo en gran parte de mujeres voluntarias que ofrecieron su trabajo. Las mujeres pobres que sabían coser y ayudaron en la confección y el arreglo de las ropas fueron recompensadas por su trabajo con ración doble de alimentos, tanto de pan, como de potaje y carne. «Bigilant los que cuidaren de las pobras en mirar lo que faltaba per la decència de ellas, adbertint en moltas ser pochs los vestits que portaben, y encara escaixats y dolents, y lo que més admiraba era beurer en moltas donzellas que per tenir los bestits tant escaixats amostraben sas delicadas carns, lo que motibà al doctor Joseph Espalter y Rosàs, doctor Pau Espalter y Rosàs, doctor Pau Sibil y doctor Rafel de Llinàs,
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preberes, a posar-se ... los dias de concurs de gent a las portas de las quadras de dit quartel, suplicant caritats, y las personas, que mogudas de deboció y caritat assistiren al expressat quartel, y fou per poder donar principi a bestir-las ab lo import de ellas, quals excitats a beurer tanta misèria y pobresa donaben caritatibament quiscun lo que podia sa posibilitat y deboció, recolliren ab 13 dias de capte 61 l. 6 s. 9 d. de las quaritats, y dels demés diners que tenia Ysidre Catelà de la massa comuna, se procurà lo més prompte se pogué socórrer ab vestits a las que més necessitaben; no obstant que agué personas que oferiren portar algunas cosas de roba per a remediar en lo enterin a aquellas qual commobian a compasió. Tot lo referit fou ocasió de pensar fer una capta per las fàbricas de yndianas y altres parts, a fi de recullir caritatibament sacas y altra roba per lo fi de poder-las bestir a totas; conforme lo senyor Anton Bertrant y Custó, apotecari, y senyor Baume Gelabert, candaler de seu, los senyors obrers de Santa Maria del Mar, acompenyats dels reverents doctor Pau Espalter y Rosàs, doctor Joseph y Rosàs, de menut referits, junt ab la acistència del senyor Ysidro Catelà, y Niculau Sibilla, valers, anaren a totas las fàbricas referidas, demanant per lo expressat fi, las sacas que tinguessen deboció de donar, demostran-se totas ellas generosas en ditas caritats; conforme se aplegaren de totas ellas la quantitat de 50 sacas, y de diferent particulars 40 bombas de drap y 100 de la Yl.lustre ciutat de Barcelona. Altre dia tots los altres senyors y sacerdots dalt referits, acompanyats també del doctor Salbador Ostench, doctor Rafel de Llinàs, doctor Joseph Bilella, passaren per tots los vutiguers a captar tela y fil per colls y punys per camisas, conforme tanbé se experimentà la generositat de ells. Lo que se donà a quiscuna pobre és com segueix, a las donas se’l donà una camisa, fandilla, debantal y espardenyas. A las minyonas lo mateix. Als minyons una camisa, ermilla, calsas y espardenyas. A las criaturas de llet dos camisetas, un fasset y dos bolquers, que los vestits per 21 de éstos eran fetas a expensas de una debota. A las criaturas més abansadetas dos camisas, gipó, fandillas, debantal, mitjes, lligacamas, sibelletas y sabatas. Qui quedà de fer tots los dits vestits y camisas fou Ysidro Catelà, valer, probidenciant fer-los tallar en sa casa y des de
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allà repartir-los a diferents que.ls feren, uns de caritat, y altres setisfets de sos treballs. Las camisas don Rafel de Llinàs y doctor Ostench las anaben repartint en moltas casas de menestrals de la parròquia y conbents y casas de senyors per a que las cosissen, aplicanse totas las senyoras de las expresadas casas y conbents molt gustossas en treballar per las pobras, ...ex...myanse unas a fer-na 6 altres 12 altres 20 y altres més, y en fin quiscuna las que feia las treballaba ab molt gran gust. Adbertint que lo fil que se necessitaba per cusir-las las mateixas casas que feian las camisas lo pagaban. En lo quartel tanbé en un quarto moltas de las pobras que sabian cusir se aplicaren a cusir camisas, fandillas, calsas, y altre roba haber-ti allí un sastre satisfet de son treball y tellar la roba per totas de las quals se’ls donà la racció doble, tant de pa com de vianda y escudella».
8. La salud del cuerpo y la salud del alma Otro aspecto importante eran los cuidados médicos, pues muchas de aquellas gentes mal nutridas y hambrientas se hallaban débiles y enfermas y con la reunión de tantas era todavía más fácil el contagio de algunas enfermedades. El médico que atendía a las enfermas, además de recetarles medicinas, les prescribía una alimentación especial reconstituyente, a base de caldo y carne: «Tanbé los mateixos compte de Creixell, y Yl.lustre Obra probidenciaren posar al cap de una quadra la més gran dins de un quarto un subjecte anomenat Juan Casas, mariner, y sa muller, Antònia Casas, rebenadora, y també Carlos Gussar, pantiner, perquè tant de nit com de dia cuidassem de la quietut, de la netedat, com ja queda expressat més a menut de possar oli a les llàntias, y encendre-las per calor per las malaltas, y fer bullir erbas que disposà lo metje per tenir aigua de ellas prebingudas las malaltas, qual cuidaba de donar-la, y de donar las medicinas, a sas oras, tenint-las prebingudas en dit aposento, tenint allí sempre las més útils, com oli de ametllas dolsas, aixarops, y altres, y en fint vigilaben en tot lo necessari, que convindria en dit quartel. Tots los dias assistí lo metge, que fou lo doctor Anton Pla, y silurgià visitant a tants quants explicassen desganats, receptant-los las medicinas que conprenian combenients,
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segons sos mals, fent-los possar en un quarto que se tenia tancat per ynfermeria. Si lo metje comprenia que la malalta se trobaba mala, o ser cosa llarga ho insinuaba a ... Juan Casas, o sa muller, y cuidant estos de portar al Hospital General, però si la malaltia ...leba quedaban en dit quartel, y se’l donaba caldo, carn, y medicinas, y demés que ordenaba lo metje, tant la persona que estaba disponible per lo cuidado de la entrada de las pobras a lo quartel, com las que estaban dal al quidado de las de las quadradas, foren pagadas de sos tre... per lo senyor Ysidro Català Soler, dels demés rebuts del senyor vicari perpètuo, y aixís mateix foren pagats lo home y la dona que tenian llogats per courer la bianda de tots los dias, que foren Francisco Xànxes, ynbàlit, y sa muller Rosa Xanxes».
De acuerdo con las ideas de la época, era importante no estar desocupado y creían que las mujeres que no estaban enfermas debían ganarse algún dinero con su trabajo. Para ello se distribuyeron ocupaciones entre las pobres recogidas, como hilar cáñamo o lino: «Juntament probidenciaren los senyors obrers fer buscar materials, per a que totas las pobres que bulguessen treballar tinguessen feina, conforme se donà cànem, lli, y estopa per filara totas quantas ne bolguessen, donan-los filosa, fussos, aspis, y cartas per la filosa, pagant-las a totas son treball, quedant per ellas los dinés que gonyaban».
Naturalmente no podía faltar la asistencia espiritual con la organización de misas, comuniones, rosarios y hasta la administración del sacramento de la confirmación. A la sinceridad religiosa de algunas de las personas, tanto entre los organizadores como entre las mismas pobres acogidas, mucho más en momentos de tan gran apuro como eran aquellos, confiando en que Dios remediara tanta desgracia, se sumaba la utilización de la religión como referente de estabilidad, lo que resulta bien revelador de la mentalidad de la época y del uso que se hizo de todos los recursos disponibles para hacer frente a la situación con las mejores garantías de éxito. Se trataba de ayudar a los hambrientos, pero garantizando al máximo la tranquilidad y el orden social, para todo ello la ayuda divina también podía ser importante: «En quant a lo esperitual, probidencià lo senyor vicari perpètuo a fin de poder-se en ell dir Missa tots los dias de precepte, y ho participà lo doctor Pau Esparter y Rosàs, Pere que est quedàs de la etxecució, y disposició de modo que se abia de compondrer, conforme a luego ho etxecutà
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probidenciant fer portar una guarnició pintada feta a modo de altar ab un quadro de Santa Eulàlia (la qual prengueren per Patrona, adbocada en lo referit quartel) junt ab unas gradas, formant allí una messa ab tots los guarniments que se requereixen en un altar en lo qual se deu celebrar Missa. Tots los dias a la tarda, lo reverent doctor Joseph Co..., doctor Pera Cams, reverent Francisco Ynglesa, y reverent B... Viret, prebere, y residents de dita parroquial iglésia, dibidits en la quadras ensenyaren una hora entera la doctrina a totas las pobres. Lo reverent doctor Salbador Ostench, y reverent Pau Sibil y altres de la mateixa yglésia, tots los dias després de doctrina feian resar quiscun en sa quadra lo rosari a ditas pobras, dient ells los misteris. Tots los dias de precepta a las 7 oras lo doctor Salbador Ostench celebrà Missa en lo referit quartel, amb lo doctor Pau Esparter y Rosas, a las 8 a fi que ab las dos Missas poguessen totas las pobras oir-las, sense aber de surtir de quartel. Tanbé tots los dias de precepte de oir Missa, … de la doctrina y agué un sermonet, o plàtica de una ora predicant un dia lo reverent doctor Francesc Martí prevere y los demés dias lo reverent doctor Joseph ... prevere y veneficiat de Santa Maria del Mar».
9. Celebración de las fiestas La organización de actos religiosos se incrementó con motivo de fiestas importantes del calendario litúrgico, destacando entre ellas dos de los jueves más solemnes del año. Primero la fiesta de la Ascensión del Señor, preparada con confesiones y celebrada con una misa cantada y comuniones: «Fou resolt que lo dia de la Assenció per diada gran se donàs la sagrada comunió a las pobras que mogudas de debosió la volguessen rebre.y. Pere Sera, esparter, quedà encarregat, y probidencià en buscar cadiras, y bentallas fent conpondrer confessionaris en una cuadra retirada de dit quartel, ahont la vigília de la referida Assenció a la tarda assentaren confessionaris de la mateixa parròquia, foren los confessors lo senyor vicari perpètuo, lo
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doctor Diego Font, vicari de dita yglésia, lo doctor Francisco Torra, lo doctor Pera Cams, y lo doctor Joseph Carlas, residents de la referida yglésia, a los referits pobres, y lo endemà al matí tornaren asistir alguns per a confessar, y reconciliar als que bolguesen. Lo doctor Salbador Ostench a las 7 oras de dit dia digué Missa en dit quartel, donant en ella la sagrada comunió, y antas de donar-la, lo reverent Pau Sibil llegí ab molt afecte una meditació mol ... per a accitar a bius desitges de rebrer a Christo sacramentat, y luego se donà la sagrada comunió anant las pobras de dos en dos ab ciris encessos ab molta deboció, y luego de acabada de donar, dit reverent Pau Sibil llegí altre meditació, excitant ab ella a contemplar lo senyor ab tanta grandesa que se abia rebut y donant-li gràcias de tants grans benefissis. Luego de finida ... música ... cants ... la Missa, lo doctor Pau Espalter, prebere, digué altre Missa, donant tanbé la sagrada comunió a las que no abian estat a temps a la primera Missa. Antes y después de donada, lo reverent doctor Salbador Osterch llegí las meditacions expressadas a la altre Missa abian dit lo reverent Pau Sibil. Lo número de las pobras que combregaren dit dia foren 168, y antes de la segona Missa lo reverent doctor Joseph Jorba feu un sermó o plàtica molt alta per a conèixer lo senyor se anaba a rebrer, com excitatiu a bius desitg de rebre-lo. Los senyors que assistiren per dita funció, y per a portar la toballola a la sagrada comunió, tanbé que las pobras anassen de dos en dos, y a lo demés que fou conbenient, foren lo reverent doctor Joseph Espalter y Rosàs, Niculau, valer, Grabiel Gelabert, candeler de seu, Pau, esparter, y Joseph Tor, Francesch Martí, calderers».
Todavía mayores celebraciones religiosas se hicieron con motivo de la fiesta del Corpus Christi, que se celebraba siempre en Barcelona, como en el resto de España, de manera solemnísima. La vigilia confesiones preparatorias, por la mañana del día de Corpus gran misa cantada con sermón, imposición de escapulario, medallas y cruces. También hubo confirmación de varios niños y niñas en el palacio episcopal. Y no podía faltar la asistencia a la procesión de la parroquia de Santa María del Mar. La fiesta también tuvo una vertiente alimentaria, con doble ración de pan y aumento de la cantidad y calidad de la olla. Además, por la tarde, al volver de la procesión de Corpus, se les dio merienda:
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«També se resolgué que lo dia 20 de juny que era la vegília de Corpus se tornàs a donar la sagrada comunió a totas las pobras, lo dia antes a la tarda assistiren en dit quartel confessors de Santa Maria del Mar, que foren lo dit reverent vicari perpètuo, Narcís Puig, doctor Salbador Masmià, doctor y beneficiat, doctor Joseph Cambó, y doctor Diego Font; los quals confessaren las referidas pobras, com y també lo endemà al matí tornaren alguns dels mateixos per a reconciliar o confessar a las que tinguessen deboció. Lo reverent doctor Ostench digué Missa en dit quartel antes de las 6 oras, y donant la sagrada comunió a 20 pobres que no pugueren aguardar la altre Missa per respecte que creaben. A 7 hores lo vicari perpètuo digué altra Missa tocant en tot lo temps la música de Santa Maria del Mar, cantant los escolanets y altres músichs, antes de la sagrada comunió lo referit vicari perpètuo feu en lo mateix altar un sermó molt al cas, y molt ferborós, y conforme a la preparació que debian tenir las pobras per a rebrer la sagrada comunió, excitant-las ab las suas ferborosas y excitatibas paraulas a tenir bius desitgs de rebrer a Christo Sacrementat, seguidament donà la sagrada comunió a los pobres anant-i ab molta deboció y modestia, y mentres se donaba, lo doctor Joseph Carles anaba dient jaculatòrias molt explicatibas del senyor que se rebia, y a ratos paraba, tocant luego la música al flautas y cantant los escolanets cobles molt suaument, y després tornaba a dir altres jaculatòrias interpoladament fins a ser finida la comunió. Ymmediatament lo reverent doctor Pau Esparter y Rosàs digué altre Missa, tocant en tot lo temps la música, y cantant los escolanets en tot lo temps que duraren los goigs de Nostra Senyora de la Mercè, també donà la sagrada comunió a 40 pobras que no abian estat a temps a las altras, y juntament en tot lo temps que durà, lo vicari perpètuo anaba dient jaculatòrias, com ja més a menunt referidas. Després de acabada la Missa, lo doctor Joseph Carles, prebere, donà a toras las pobras a uns escapularis y altres vossas de relíquies, medallas y altres cosas de deboció; lo doctor Francisco Ynglesa tanbé distribuí entre elles creus fetas a forma de Sant Crist que las pobras tant súmament contentas sols de rebrer aquell pan de àngels sinó tanbé del regalo de estas coses de deboció, que no tenian boca per a declarar quan agraïdas estaben.
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Est dia a més de ser-i en lo altar Santa Eulàlia, si posà tanbé Nostre Senyora de la Mercè, essent compost lo altar ab molta yl·luminació y ermusura. Est dia se donà a las pobras la ració de pa de esmorsà duplicat, com y també lo menjà de las ollas anà més abundant, y guisat ab major esquisitat que los altres dias. Lo dia de Corpus a la 8 hores del matí lo doctor Ostench prebere acommenà totes les pobres que tenian criaturas per confirmar al Palacio del senyor Bisbe, qual las confirmà sent lo dit reverent doctor Ostench padrí de moltas. Lo diumenge de Corpus, que se acostuma a fer la professó de Santa Maria del mar se probidencià que totas las pobras que ab sas criaturas anasen a beurer dit professó, y per so se donà lo encàrrech a Joseph Pera Juan, fuster, y Pera Sera, esparter, quals feren compondrer a la plassa de las Ollas, tras Palàcio, vanchs per a seurer totas, ahont los referits las acompanyaren y tornaren després de finida a acompanyarlas en lo quartel; cuidant estos de captar per los barris de la esparteria, Vidriaria y tras Palàcio a fi de donar a ditas pobras vrenar, conforme donaren».
10. Dentro y fuera de los cuarteles El control no terminaba con recoger a los pobres en cuarteles, había que controlar también los cuarteles. Se llevaba un registro por escrito con los diferentes datos de las personas acogidas y se vigilaban las entradas y salidas del cuartel, que debían hacerse siempre con permiso: «Lo senyor compte de Creixell, y la Yl·lustre Obra probidenciaren posar baix el quartel un ..to abitant, nit i dia un subjecte anomenat Anton Obiols, qual cuidaba de escriurer la ...es, que entraban de nou escribint diada, y nom, cognom, y pàtria, si era dona gran ho xo... minyó, o minyona, y si era de llet, tanbé de las que surtian quiscun dia per no tornar, o retornar dins dos, o tres dias per motiu per anar a sas casas a mudar-se camisa, cuidant de enotar tots los dias relació de las que entraban y eixian, al senyor Capità General, y senyor Gobernador, tanbé cuidaba dit supjecte de donar permís a la pobres que bulian surtir per Barcelona ab intenció de tornar al mateix matí, o tarda a fi quiscuna de anar a beurer algun amich, o a son marit, o per altres mutius; que segons lo bon
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coneixement de dit supjecte li debia donar permís, donar-los una cèdula en birtú la sentinella las deixaba passar y ab la mateixa entrar, tornar-la al mateix subjecta. Si alguna minyona bulia surtir, a no ser que anàs ab sa mare, o parenta, o bé ab alguna dona de confianse de las mateixas pobras, que cuidàs de ella, no se li permetia el eixir».
La organización de los cuarteles no suprimió la continuación del reparto de alimentos, pues los pobres eran tantos que no todos estaban recluidos, especialmente los que iban llegando a la ciudad. Mucha importancia tenía el continuo reparto de pan, alimento por excelencia, que ofrecía las mayores facilidades de conservación y distribución. El pan era pagado en su mayor parte por los comerciantes de la ciudad, mientras que una parte menor era aportada por el Cabildo catedralicio. También se siguieron organizando ollas públicas. Algunas personas colaboraron con los barrios en los gastos de la elaboración de las ollas: «Lo pa sempre fou en expensas de los senyors del comers de esta ciutat, menos la quantitat, que correspon per una quartera de blat que diàriament embiaba lo Yl.lustre Capítol de esta ciutat, y féu tant lo dit Capítol com el comers subministrant, y repartint en totas ocasions per Agostí Vidal, adroguer, Juan Camps, adroguer, Juseph Torras, corredor de orella, y altres que foren dirigits per es encàrrech per los senyors del comers. En quant a las ollas a més de los que benian per part dels varris quant a ells tocava, sempre foren repertidors de escudella y bianda, lo reverent doctor Salbador Ostench, Grabiel Gelabert, candaler de seu, Jaume Binyals, Pera Sera, esparters, y Joseph Pera, Juan Fuster».
Y también se continuó asistiendo a los pobres vergonzantes a través de las parroquias: «A més de las ollas que se feren per las pobres del quartel, tots los dias se feren ollas de escudella, y carn en la Passioneria de Santa Maria del Mar, distribuïnt la quantitat de 300 reals al parroquian vergonyant, que estaben en gran necessitat, cuidant de ella Grabiel G..., candaler de seu, y fou pagat de ella per Ysidre Catelà, valer, del diner que tenia en dipòsit dels parroquians, y dels que rebia el vicari perpètuo de Santa Maria del Mar. Quins cuidaren de distribuir tots los dias fou lo reverent doctor Pau Vilella, y reverent Pau Muntaner, preberes, y residents de Santa Maria del Mar».
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11. El fin de la crisis A medida que la situación fue estabilizándose algunas mujeres deseaban volver a sus casas y a sus pueblos, de donde habían tenido que marchar obligadas por el hambre. Otra ayuda importante consistía en darles dinero para poder regresar a su casa a aquellas que quisieran hacerlo. Naturalmente se favorecía la decisión, pues era el modo de retornar progresivamente a la normalidad. Los gastos corrían a cargo de los comerciantes. A cada mujer que marchaba del cuartel se le entregaba media peseta por cada jornada de viaje hasta su lugar y tres panes para poder mantenerse durante el camino: «A quiscuna pobra quant bolia marxà per quiscun dia que abia de menester per tornar en sa casa se li donaba mitja passeta y tanbé 3 pans, los qui pagaben esta caritat eren los senyors del comers; qui cuidaba de donar-la era lo senyor Anton Obiols, qual quedaba de la entrada y eixida de las pobras, com atràs queda referit». Los más desafortunados no pudieron regresar nunca a su casa. Otra forma de asistencia eran las ayudas de entierro, especialmente de los niños que murieron durante su estancia en el cuartel, para los que se recogieron limosnas a fin de darles un entierro digno. El autor del relato encomendaba significativamente a estas criaturas, cuyas almas habían alcanzado la gloria celestial, rogar por los benefactores que les habían asistido en su necesidad y suplicar la misericordia divina para que volviera la fertilidad de los campos y abundancia para todos: «Per fer esta relació se fa manifestació que las caritats no sols se feren per los vius, si que tanbé per los morts, pues aben-se mort 18 criaturas en lo expressat quartel, no faltaren debots que donaren caritats per fer caixa a fi que no aguessen ditas criaturas de ser enterradas sols ab la sola roba que portaben, per so Pera Sera, esparter, en totas las ocasions que muria alguna criatura cuidaba de recullir caritats de aquellas personas que acudian al referit quartel, fen fer de ellas las expressadas caixas y enramada y tanbé se cuydaba per fer selebrar una Missa com se acostuma. Totas las referidas criaturas foren portadas a enterrar en la parroquial yglésia de Santa Maria del Mar, acompanyadas dels capellans de dita yglésia per amor de Déu, y sas ànimas pujaren en la glòria celestial a la presència de aquel debino Senyor ahon estan pregan per tots aquells que en est món de misèrias han donat la caritat enbers ellas y sos companys, no deixant tanbé de suplivcar que tingian ...bes nosaltres los ulls de misericòrdia, aixís ho abem experimentat, pues una esterilitat y misèria com la que abem besi... perillosa a passar a ser major per nostres mèrits la habem trasmudada per las ...
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de ells y pietat de aquell celestial Senyor a ferti[li]tat y abundància, la que nos la búllia sempre conserbar, per a passar esta mortal bida en gràcia y poder después gosar de las dibinas misericòrdias en la Eterna. Amén».
El documento del manual notarial confirmaba en su brevedad estas noticias sobre el recogimiento de los pobres y las colectas de limosnas con destino al sustento de los necesitados. Para el cuartel de San Agustín, sobre el que trata el documento de la Biblioteca de Palacio, precisaba el número de mujeres pobres acogidas, fijándolo en más de ochocientas. Añadía una interesante noticia sobre el empleo de muchos hombres en trabajos de obras públicas en Montjuic y en la construcción de carreteras, dándoles a cambio diariamente medio pan de munición, el pan que comían los soldados, y pagándoles un jornal de media peseta. También se mencionaba el reparto de ropa y la ayuda en dinero y pan para regresar a casa. Según este testimonio, el sistema de cuarteles de ayuda a los hambrientos duró casi dos meses, fijando su finalización en el 29 de junio, época del inicio de la nueva cosecha. Como final, subrayaba el contento y agradecimiento de los pobres que habían recibido ayuda: «Lo Capità General, Audiència, Capítol, Intendent, pàrrocos y alguns prelats y cavallers, han tingut grans juntas, y han determinat lo recullimient sobredit dels pobres, y altres pobres se han remès a las obras de Monjuhich y carretera, donantlos mitg pà de monició y mitja pesseta al die. Se han posat caixetas de charitat en totas las iglésias per los pobres forasters, y tothom se esmera a fer charitats. Ha durat lo dit reculliment fins a 29 de Juny, y tots los dies antecedents se han anat despedint segons las distàncias de sos llocs y estat de la cullita, y a tots se ha donat pà y diner per passar lo camí, y a tots, dos camisas, roba de vestir, així als grans com als xichs. Y en lo Quartel de Sant Agustí Vell, han arribat a passar de vuytcentas las donas y criaturas, y a tots se ha donat lo assistiment necessari, cuydantlos de estar nets, y també fentlos confessar y combregar en lo mateix Quartel, ensenant en los dias de festa la Doctrina Christiana, y fentlos plàticas espirituals y se han despedit tots molt contents y agrahits»10.
La experiencia había sido dura, primero naturalmente para los que habían sufrido el hambre y la miseria, pero también para el resto de la sociedad. Siendo difícil evitar la repetición de una nueva crisis de subsistencias, se buscaron medios al menos para paliar sus terribles consecuencias y tratar de frenar la amenaza de alteraciones sociales, que tanto temían los poderes públicos. La idea de
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crear un hospicio o casa de Caridad, que ya había sido apuntada por Narcís Feliu de la Penya muchos años atrás y después por la efímera Junta de Comercio Terrestre y Marítimo en 1735, volvió a replantearse bajo el impacto de lo sucedido en 1764. El Capitán General y el Ayuntamiento coincidieron en la necesidad de establecer un hospicio, igual que el que se había fundado en Madrid por aquellas mismas fechas11. Durante años las autoridades siguieron discutiendo el asunto. Pero no sería hasta que la crisis económica de fines de siglo volviera a presentar el problema de la pobreza en toda su gravedad cuando finalmente se constituyó la «Casa de Caridad», en cuya creación colaboraron los burgueses, comerciantes y menestrales, más acomodados, que gracias a esa colaboración obtuvieron la distinción de nobleza personal.
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En Barcelona se produjo en el siglo XVIII, en 1789, un motín, conocido significativamente con el nombre de los «Rebomboris del pa». Sobre el tema vid. MOREU REY, E., Revolució a Barcelona el 1789, Barcelona, 1967; CASTELLS, I., «Els rebomboris del pa de 1789 a Barcelona», en Recerques, Història, Economia, Cultura, 1 (1970), pp. 51-81. PUIGVERT, J. M. (ed.), Una parròquia catalana del segle XVIII a través de la seva consueta. Riudellots de la Selva, Barcelona, Fundació Vives i Casajuana, 1986. GALCERÁN, S. (ed.), Dietari de la fidelíssima vila de Puigcerdà, Puigcerdà, 1977. Arxiu Històric Fidel Fita d’Arenys de Mar, Llig. 248-20. Documento procedente del Mas Gelat de Santa Susanna (Maresme). Vid. SIMÓN TARRÉS, A., Pagesos, capellans i industrials de la Marina de la Selva, Barcelona, Curial, 1993, Apéndices, p. 285. PÉREZ SAMPER, Mª A., «El pan nuestro de cada día en la Barcelona moderna», en Pedralbes. Revista d’Història Moderna, 22 (2002), pp. 29-71. Vid. también CARRERA PUJAL, J., Historia política y económica de Cataluña (siglos XVI al XVIII), Barcelona, 1947, vol. III, p. 417. Biblioteca del Palacio Real (Madrid), Papeles de Francisco de Zamora, número 2469. El documento lleva el siguiente encabezamiento: «Si esta libreta se perdiera, como suele acontaser, suplico a quien me la allare, si me la quiere bolber, si noble persona eres, se que me la bolberás, si mi nombre saber quieres, más abajo lo allaràs, Lorenso tengo por nombre, para poderte serbir, y Amigó por sobrenombre, para con Christo morir». Archivo Histórico de Protocolos de Barcelona. Manual 18 de Juan Costa, año 1764, hoja de guarda. Vid. NOGUERA DE GUZMÁN, R., Los notarios de Barcelona en el siglo XVIII, Barcelona, Colegio Notarial de Barcelona, 1978, Apéndice, documento XVII, p. 180. Biblioteca del Palacio Real, Papeles de Francisco de Zamora, nº 2469. Un interesante estudio sobre el tema en la Edad Media es el de RIERA MELIS, A., «Pobreza y alimentación en el Mediterráneo Noroccidental en la Baja Edad Media», en La Mediterrània, àrea de convergència de sistemes alimentaris (segles V-XVIII), Palma de Mallorca, 1996, pp. 39-72. Archivo Histórico de Protocolos de Barcelona. Manual 18 de Juan Costa, año 1764, hoja de guarda. Vid. NOGUERA DE GUZMÁN, op. cit., Apéndice, documento XVII, p. 180. Sobre el tema de la pobreza en Madrid vid. SOUBEYROUX, J., «Pauperismo y relaciones sociales en el Madrid del siglo XVIII», en Estudios de historia social, 12-13 (enero junio 1980), pp. 7227, especialmente pp. 93-100.
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Ciencia, técnica y redes sociales en la España Ilustrada Siro Villas Tinoco Universidad de Málaga
Un reciente congreso celebrado en Córdoba1 de nuevo puso de manifiesto las diferencias metodológicas que aparecen entre el criterio institucionalista tradicional y las tendencias sociologistas que, con creciente intensidad aunque con diversa fortuna y aceptación, se vienen aplicando al estudio de los grupos humanos del pasado para determinar su conformación social y profundizar en el conocimiento de sus actividades políticas, económicas y culturales. También tuvo lugar una reconsideración (creemos que más desencantada que crítica) sobre la efectividad y operatividad que cabe esperar de los novedosos recursos informáticos, progresivamente más accesibles, amigables y eficientes, con los que contamos para procesar grandes volúmenes de información, sin olvidar que siguen siendo imperativos unos planteamientos teóricos de principio para definir la orientación, el propósito y las metas del estudio histórico, al mismo tiempo que ayudan a determinar los parámetros del algoritmo informático que nos permitirá obtener el mayor rendimiento posible en el tratamiento de los datos. Este texto forma parte de una línea de investigación que pretende conocer y reconstruir unos grupos de trabajo que el poder político, principalmente en el entorno militar, instituyó en orden a promover el avance de la ciencia y la técnica hispana. Para conseguir la meta final de esta modernización, durante el siglo ilustrado el gobierno quiso controlar el proyecto y puesta en actividad eficiente de los astilleros, maestranzas, fundiciones, siderurgias y fábricas, muy especialmente aquellas de interés estratégico, analizando minuciosamente los procesos de fabricación para contrastar los resultados. De forma análoga, el mecanismo se aplicó para valorar las ideas que los particulares sometían a diferentes insti417
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tuciones de gobierno en busca de una financiación estatal que conllevase la plasmación efectiva de los inventos y la promoción de sus autores. Aunque la biografía histórica se ha renovado sobre unas bases metodológicas modernizadas2 fundadas en la Antropología social y la Sociología que presentan una gran diversidad tipológica en función de los datos de base y del método utilizado para su obtención y verificación; y aun teniendo presente que la Historia de la Ciencia y de la Técnica obliga a integrar necesariamente los estudios de caso en el contexto social y cultural3, complementándolos con métodos prosopográficos4, todo lo cual supone una importante transformación del género y de su funcionalidad explicativa, pese a todo no es ésta la orientación que pretendemos dar a esta línea de investigación. Nuestro interés se orienta al conocimiento del entorno social de la innovación en la España Ilustrada, a partir del conocimiento integrado del entorno familiar, formativo y profesional de quienes ocupando diversos espacios profesionales, tuvieron a su cargo cometidos y funciones específicas que incidieron positivamente en el proceso innovador científico y técnico, conformando grupos profesionales dotados de una morfología y una operatividad que eran resultado de la confluencia de diversos elementos fundamentales como la dinámica impuesta por el poder político (el factor institucional coyuntural), la ascendencia y la formación de los individuos (los factores familiares y educativos), las circunstancias que permitieron o propiciaron su incorporación a los equipos (factores sociales y clientelares), la personalidad y las expectativas individuales (factor personal) y el triunfo o el fracaso (el factor profesional). Un conjunto de elementos que, en mayor o menor medida, les motivaban positiva o negativamente, incitándoles a proseguir u obligándoles a abandonar el grupo en el que se habían integrado. Nuestras hipótesis de trabajo se basan en muy diversos estudios y orientaciones metodológicas que sucintamente vamos a citar. En las Actas de los Congresos del Seminario de Historia de la Familia de la Universidad de Murcia5, han aparecido dos trabajos que, si bien tangencialmente, se refieren a la ciencia y la técnica y –en cierta medida– se orientan al planteamiento que nos anima. En primer término nos referimos al estudio de Elena Serrano6 sobre los caballerizos reales y en segundo lugar al de Rosa María Hervás7 referente a los marinos de guerra en el siglo XVIII. Por lo que hace al colectivo de los técnicos militares, son representativas las publicaciones de Horacio Capel, quien dedica un apartado a las dinastías de ingenieros8, maltratados por las ordenanzas en el aspecto matrimonial por una normativa aún más restrictiva que la vigente para el resto de los profesionales de las armas, hasta el punto de que la Iglesia hubo de intervenir al respecto9. Por lo que afecta a la etapa formativa de los futuros profesionales de la ciencia y la técnica, el paso por las Academias constituía un periodo crucial en el que
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se forjaban vínculos que, de alguna forma y en varios sentidos, creemos que estaban prefigurados al establecer dichos centros de estudio10, pues en la exposición de motivos que preceden a sus Ordenanzas (creación de un afán de servicio y una vinculación al cuerpo), intuimos la pretensión de configurar un grupo homogéneo de oficiales que tuviese como objetivo alcanzar una eficiencia profesional que les reportaría un status privilegiado dentro de la milicia. Un cuerpo de elite donde la inteligencia constituiría un valor nuevo que debería añadirse a los méritos estamentales tradicionales que, obviamente, continuarían gozando del máximo respeto11. La afirmación, generalizable a múltiples colectivos profesionales, según la cual la profesión crea vínculos con un fuerte poder de cohesión corporativa, aparece en los trabajos referidos tanto al mundo específico de los juristas12, cuanto al más genérico de los profesionales de la administración13, a las Armas y Servicios14 y a otras actividades humanas, abarcando desde los cargos concejiles que conforman los grupos de poder local hasta la diversidad tipológica de la burguesía de negocios15. Nosotros pretendemos reconstruir, hasta donde sea documentalmente factible, los «grupos de interés» que constituyeron los equipos de trabajo que hallamos al frente del sistema tecnocientífico ilustrado; un proceso complejo y dilatado en el tiempo que se iniciaría con la formación de los equipos, evidenciando los apoyos políticos y enlaces sociales; que profundizaría en el método seguido para la toma de decisiones, buscaría las razones de la desvinculación progresiva y posterior de los sujetos y concluiría con la desaparición de los grupos. Los estudios sobre redes sociales16 ya muestran las características específicas de unos sistemas de vinculación que tienen como base presupuestos teóricos típicos de los estudios sociológicos17 y que abarcan no sólo a los colectivos profesionales (aunque éstos constituyan mayoritariamente su base empírica por un mayor y más fácil acceso a la información), sino que involucran a más amplios grupos sociales en su lucha por el predominio social, es decir, los denominados grupos de «poder» y «de interés»18. En relación a la Edad Moderna creemos posible distinguir conceptualmente entre ambos, pues los primeros19 eran agrupaciones sociales dotadas de cierta capacidad de actuación –o de intermediación política–, que les venía conferida por su calidad estamental como elementos jurídicamente «privilegiados». La diferencia sustancial con las oligarquías concejiles (también «grupos de poder»), es que éstas últimas poseían cierta capacidad legislativa propia, aunque fuese como un poder delegado por «regalía» o delegación de la Corona20. Por su parte, la característica definitoria de los «grupos de interés»21 es el hecho de estar formados por individuos con afinidades de muy diverso tipo (especial, pero no exclusivamente, profesional u ocupacional), que constituían organizaciones estables con vínculos permanentes, demostrando poseer un alto grado de cohesión y cuyas actitudes trascienden al propio grupo, afectando de
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diversa forma a otros colectivos sociales. Aplicando a la Edad Moderna este concepto de grupo de interés (aunque sea con un criterio meramente instrumental, puesto que es un recurso analítico usado especialmente por sociólogos, politólogos y economistas22), la consecuencia social «necesaria» –que se deriva del contexto político y social determinante en la Época Moderna– sería su alejamiento legal del ejercicio del poder político por determinantes carencias limitativas de carácter jurídico23. Precisamente por la grave dificultad para participar decisivamente en la toma de decisiones políticas, los grupos de interés necesitaban encontrar vías convergentes para influir en quienes acaparaban el poder normativo, pero sus actuaciones no podrían ser ni muy directas ni demasiado evidentes. Su capacidad operativa devenía de su importante dotación material, pero el límite de su actuación venía determinado por su consideración juridicosocial de «no privilegiados» (plebeyos, «estado llano» o pueblo a secas). Ese grupo social, cuya existencia generalizada en Castilla durante la Edad Moderna ha sido cuestionado en alguna ocasión pese a la evidencia de su actividad, estaba constituido prioritariamente –aunque no en exclusiva– por la burguesía mercantil24. Y dado que las limitaciones legales les impedían alcanzar una cuota de poder efectivo, hubieron de buscar caminos para la ósmosis social, una vía que inicialmente fue la venalidad pero que con el paso del tiempo encontraron en la cultura, la ciencia y la técnica, unas rutas (alternativas o complementarias) para lograr sus aspiraciones. *
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Los gobernantes siempre han necesitado contar con unos equipos eficientes para trasladar al plano de la actividad cotidiana sus directrices y proyectos, lo que implica la existencia de un variado conjunto institucional genéricamente denominado burocracia. Este conjunto engloba diferentes niveles administrativos, cuyas normas de actuación y composición interna fueron renovados recurrentemente por «nuevas plantas» y por relevos personales (incluso generacionales), que muchas veces fueron propiciados por la desaparición física de los individuos y, con mayor frecuencia, motivados por tensiones políticas y por luchas clientelares. La burocracia y las personas que la servían ha sido el objeto de estudio de la nueva Historia de la Administración, que se ha sustanciado en varias líneas investigadoras que han concitado el interés de diversos grupos25. De ese ingente magma administrativo a nosotros nos interesarán directamente las instancias, los «cuadros» y las personas, que tuvieron a su cargo el despacho, análisis y tramitación de las cuestiones relativas a la ciencia y la técnica. Nuestra prospectiva archivística ha evidenciado la existencia de «equipos de trabajo» en diversos niveles de la política, la administración y la producción,
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con diferentes ámbitos y cometidos y que en su conjunto llevaron a debido término la actividad científica y técnica diseñada por los políticos del complejo y multiforme panorama gubernativo de la España del XVIII. Como una imagen simplemente analógica de lo que pudo constituir la realidad, estimamos que el conjunto de la actividad científica y técnica de la España Ilustrada se estructuraba en forma de red piramidal en cuyo vértice se encontraba la figura política más representativa de cada momento; y en los niveles inferiores –como en una cascada decreciente de rangos intermedios especializados en diferentes actividades– se situaban los individuos que tenían una determinada cuota de poder decisorio –siempre delegado y supeditado a la jerarquía inmediata superior– y cuyo cometido consistía en transformar las directrices generales en instrucciones operativas para ser ejecutadas por el sistema productivo. A grandes rasgos –y con subdivisiones y gradaciones internas que en cada caso o periodo habría que definir– hemos detectado la existencia de tres planos diferenciados, de los que tan sólo el intermedio sería el objeto de interés prioritario para nuestra investigación. En la cúspide del sistema se ubicaba el estrato máximo de la dirección política y aunque su configuración –personal o grupal– y su actividad resultaba determinante para el conjunto de la evolución científica y técnica, este nivel estrictamente político ya es conocido en sus líneas maestras, pues las figuras y equipos ministeriales que tuvieron a su cargo la acción gubernamental de la monarquía hispana del siglo XVIII ya han sido debidamente estudiados en relación con sus proyectos y realizaciones26. Nuestro objetivo primordial se centra en el escalafón intermedio, en las personas y grupos que actuaban como correas de transmisión entre el nivel político decisorio y la base productiva. Nos interesa mucho profundizar en la actividad de quienes en el plano administrativo recibían, seleccionaban y presentaban las propuestas a la consideración del poder político y que, a instancias de éste, las redirigían hacia las personas encargadas de su análisis y evaluación. También nos interesan especialmente quienes salieron hacia Europa en misiones de instrucción y espionaje, realizando viajes de miles de kilómetros en unas condiciones que nos asombran por la precariedad de los medios y los peligros arrostrados. Y aquellos que en cumplimiento de su empleo militar o de su actividad civil tomaron parte en pruebas, análisis, ensayos y expediciones. Porque este numeroso, variopinto y, en general, muy bien preparado conjunto de personas formaban un estrato técnico de probada cualificación, a cuyos componentes suponemos en diverso grado y medida vinculados política y clientelarmente con el nivel superior. En la base de la mencionada red piramidal se hallan los grupos inmediatamente implicados en la producción de variado signo, predominantemente bélica
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pero también de bienes y servicios de carácter estratégico y/o de interés para la política económica de los gobiernos, cuya tarea estribaba en trasladar e imponer al sistema productivo las directrices que recibían desde los niveles superiores27. En este plano básico28, difícil de seguir por la menor importancia política, social y profesional de los individuos que lo componían, se haría preciso localizar los cambios de destinos y la evolución, al alza29 o a la baja30, en la valoración de sus curricula, por si se producen casos, bastante factibles en nuestra opinión, de incardinación en el segundo nivel del esquema u otros, también evidentes, de descrédito profesional. Llegados a este punto, parece oportuno definir lo que entendemos por «grupo de trabajo», que no necesariamente debemos considerar que siempre y en todo momento se presentarían como equipos formalizados y regulados por una normativa específica que determinaba su funcionamiento interno. En el actual estadio de nuestros conocimientos, creemos que se trataba de unos colectivos con diferente entidad numérica, conformados por personas vinculadas entre sí por la realización de cometidos técnicos o científicos específicos y que se hallaban integrados en (o adscritos a) una determinada concepción política acerca del desarrollo tecnocientífico del país, sin perjuicio de que los grupos que realizaban las actividades más especializadas pertenecieran a un entorno profesional muy restringido, como podían ser la Marina, la Artillería, la Medicina o la Ciencia. Aun no podemos afirmar que los componentes tuviesen autoconciencia como grupos de interés o si, en un plano más reservado y personal, eran conscientes de que su acción se hallaba concatenada a la de otros actores de la red productiva; aunque sí asumimos que notaban que su actividad trascendía a su propio interés material y que su contribución suponía un avance sustantivo para el sector profesional en el cual se incardinaban. También tenemos muy claro que ellos tenían conciencia de pertenecer a una elite que trabajaba por la gloria de la Monarquía y sabían que su promoción personal estaba muy vinculada a los avances que con su trabajo proporcionaban al conjunto de los saberes técnicos. Y en un plano más cercano y administrativo estaban seguros de depender de la opinión que sobre sus capacidades y posibilidades futuras para prestar servicios profesionales tuvieran sus superiores, por lo que la jerarquía, el conocimiento y el servicio eran los polos sobre los que gravitaban tanto su horizonte profesional como su promoción personal. Pero el hecho de haber desarrollado esa conciencia de integración, grupal, social y política, no invalidaba el hecho de que todos ellos se movían y actuaban por intereses personales muy específicos entre los que el poder –una determinada cuota participativa de poder– ocupaba un lugar muy importante. Un caso bien estudiado al respecto es el de Casimiro Gómez Ortega31, que no constituía una excepción ni se encontraba aislado en la arena política32. Los múltiples estudios consultados, así como la documentación original ya
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acopiada, nos permiten reconstruir los currículos profesionales correspondientes a las personalidades esenciales de los tres niveles descritos33. Sobre la génesis, desarrollo y desaparición de estos equipos hemos desarrollado unas hipótesis de trabajo que sucintamente pasamos a exponer. Para formar un grupo de trabajo era imprescindible un impulso político inicial que viniese a modificar la estática tendencia inercial del sistema, pues la dinamización interna resultaba muy difícil (casi imposible) por diversas y poderosas razones, como el aislamiento de los individuos, su imposibilidad fáctica para combatir el inmovilismo del medio, la dificultad psicológica para compartir ideas en un ámbito muy competitivo (e incluso a veces casi paranoico), en el que la colaboración no era la norma habitual ni el punto de partida, sino un comportamiento posterior generalmente orientado o impuesto por la superioridad. Y si en un momento dado la confluencia de intereses profesionales llegaba a conformar un esbozo de grupo, su capacidad de intervención en el sistema general estaba supeditada a su reconocimiento –en un sentido o nivel administrativo–, por la autoridad política34. E incluso avanzando en el proceso, una vez que al científico o al técnico se le empezaba a conocer y a valorar socialmente, resultaba obligado que se le vinculase a algún «proyecto» (que necesariamente dependía de una fuente financiera de carácter oficial) para que el individuo admitido pueda desarrollar sus potencialidades intrínsecas35. La dirección interna era la clave para lograr que los equipos funcionasen con la máxima efectividad, aunque el concepto mismo de dirección no debe entenderse como una realidad institucionalizada (al menos en todos los casos), ni tampoco que fuese ejercida personal y directamente sobre todos y cada uno de los elementos que se integraban en el sistema. Aunque en la dinámica procedimental iba siendo cada vez más frecuente que al plantear una actividad que comprometiese la actuación de un grupo de personas –independientemente de que aquella tuviese lugar dentro o fuera del reino– se estableciese una fuerte jerarquización interna para determinar nítidamente la situación de dependencia orgánica entre los componentes que iban a trabajar conjuntamente36. Y no cabe duda de que para recibir el rango de director de grupo era preciso poseer un currículo considerado idóneo para desarrollar un cometido específico y para encargarle la responsabilidad de dirigir (e informar sobre) la actividad de todos los subordinados. Aunque en nuestra opinión el elemento determinante era la personalidad del individuo, el triunfo en un cometido difícil (como las «expediciones» para la formación especializada) conllevaba el reconocimiento tácito del liderazgo, es decir, una jerarquía naturalmente aceptada (independientemente de que estuviese oficial u oficiosamente respaldada) para dirigir las actividades de un conjunto de personas, ya reconocidas por su valía y administrativamente consolidadas
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con nombramientos que las significaban como pertenecientes al status directivo o consultivo de juntas que trataban sobre diferentes temas. La febril actividad de Agustín de Betancourt en las décadas a caballo entre los siglos XVIII y XIX y las relaciones que mantuvo con sus ex discípulos serían un buen ejemplo de lo que pretendemos poner de manifiesto37. Ostentar el liderazgo natural del grupo implica una alta cualificación profesional y un reconocimiento oficial, pero igualmente la existencia de una auctoritas personal, un carisma reconocido automáticamente por superiores e inferiores, así como una gran dosis de autoestima que a veces queda patente en la correspondencia. Esa autoridad perduraba en la mente de quienes pertenecían al equipo y de alguna forma se transmitía a los elementos que posteriormente se incorporaban al sistema. Prosiguiendo con nuestras hipótesis de trabajo, una vez conformados los equipos –y como ocurre en cualquier actividad en la que intervengan individuos dotados de libre albedrío y con características psicológicas diversas–, los grupos se ven sometidos a dos fuerzas contrapuestas de carácter interno. De una parte y debido a la propia dinámica del sistema, en el corto y medio plazo tienden a la estabilidad operativa, pero finalmente propenden a desintegrarse debido a las tensiones generadas por actuaciones personales basadas en unos intereses que a veces resultan contrapuestos. En el caso de las grandes figuras políticas, su auge y su decadencia se deberán a factores exógenos a nuestro tema, aunque afectarán al panorama científico y técnico por la inestabilidad que producen en el trabajo de los equipos debido a la aparición de unas facciones políticamente enfrentadas que pretendan –y opcionalmente consigan– imponer sus propias opciones clientelares. El análisis pormenorizado de tales relevos nos permite acceder al conocimiento de los mecanismos de adecuación y ósmosis política, aunque también –ocasionalmente– muestran casos en los que la sustitución se hace imposible por la valía personal, lo que permite que determinados mandos intermedios perdurasen en los puestos clave a pesar de la desaparición política o fáctica de sus valedores. En general, por lo que se refiere a los individuos ubicados en el nivel intermedio resulta imperativo analizar las variaciones que se producían en la trayectoria técnica y política de los mandos y de los componentes de los equipos. De una parte porque la renuencia a asumir las transformaciones tecnocientíficas podía (de hecho en ocasiones así ocurrió) desencadenar conflictos con jóvenes valores que, puestos al día –reciclados– en el transcurso de sus periplos europeos, propugnan novedosas teorías que no siempre eran aceptadas por unas mentes ya formadas y, sobre todo, muy conformes con un statu quo que les resulta satisfactorio y que consecuentemente se resistían a abandonar en pos de nuevos «arbitrismos» científicos38. Y también porque, en ese mismo contexto profesional, hay momentos en que la documentación refleja unas tensiones que debió solucionar la instancia suprema para mantener un equilibrio jerárquico y
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conseguir los objetivos marcados sin menoscabo del rango y el status de los niveles superiores39. Un tema en el que consideramos imprescindible profundizar es el paralelismo entre la evolución personal de estas figuras intermedias y la situación política del reino, porque tan difícil como llegar a ostentar una posición de privilegio científico y técnico era mantener el status, y ello implicaba la capacidad de efectuar análisis muy finos en los cambios que se iban produciendo en el panorama político de la Corte, especialmente en los momentos en que la ancestral lucha entre tradicionalistas y novatores (ahora ilustrados) se veía afectada por la irrupción de nuevos posicionamientos ideológicos (protoliberales, nacionalistas) que llegarán desde la Francia sacudida por la Revolución, hallando eco en una España que sufre la recesión económica, el desgobierno financiero y la pérdida de autoridad de equipos ministeriales faltos de una dirección política firme e indiscutida40. Evidentemente esta situación se manifiesta muy especialmente durante la última década del siglo, pero tanto la inestabilidad como el riesgo son dos elementos consustanciales al juego político, y las tensiones en los equipos gubernamentales no se limitaron a la referida coyuntura, como muestran las pugnas entre Ensenada y Carvajal, Aranda y Floridablanca o Godoy y los fernandinos, enfrentamientos que se transmitían al entorno técnico y científico por la ósmosis clientelar. Ciertamente que entre las causas que a largo plazo concluyeron en el fracaso de las iniciativas ilustradas es necesario tener presente la corriente soterrada de resistencia tradicionalista que pervivió incluso durante los momentos de mayor pujanza ilustrada, pero sin olvidar tampoco los elementos endógenos del sistema, como son los motivos individuales, celos y envidias profesionales, así como los planteamientos ideológicos, más o menos matizados por las circunstancias políticas de las coyunturas precitadas, pues todo ese complejo magma de intereses e ideologías41 constituía la base sustantiva sobre la que se alzaba el edificio de la ciencia y la técnica hispanas. En todo caso, el día a día de la evolución de los equipos nos permite acceder a su intrahistoria y sólo como ejemplos representativos, pero no únicos ni excluyentes, presentamos algunos casos que consideramos en diverso grado significativos y que corresponden a diferentes ocasiones puntuales para las que se adoptaron soluciones específicas. Las tensiones internas no podían faltar en el seno de los equipos, no sólo por las discrepancias técnicas y las ambiciones personales, sino porque no todos los individuos de un mismo equipo recibían un tratamiento similar en premio a sus esfuerzos, como manifiesta un memorial de Agustín Hurtado a Ricardo Wall en abril de 176142. Del expediente de Dámaso de Latre citado en el caso anterior ya hemos dado cuenta en un artículo43 y es cierto que no es posible comparar los cometidos desarrollados por uno y otro pues, durante la estancia en Londres, Latre tuvo una intervención muchísimo más destacada que su compañero y tam-
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bién más arriesgada debido a sus «desvaríos» como proyectista utópico. Pero también sabemos por un trabajo de Juan Helguera44 que los otros dos militares que salieron en comisión de servicio por la misma época, José Manes y Francisco Estachería, tampoco obtuvieron la gran recompensa merecida por sus fieles servicios, lo que bosqueja un panorama de discriminación que habría que profundizar. Tampoco faltaron problemas en un ámbito tan competitivo como la ingeniería, que propiciaba maledicencias y envidias intracorporativas que surgen cuando se deniega a unos lo que se concede a otros45, como evidencia la soterrada pugna que existía en Ferrol en torno al bote con el que el ingeniero Llovet llevaba a efecto sus recorridos por el interior del arsenal que, junto al del constructor Mateo Mullan, les fue retirado con motivo de unos recortes de gasto y reajuste de personal y que, pese al informe favorable de Jorge Juan, se le devolvió al ingeniero y no al constructor46. Los problemas interpersonales no sólo se producían en el estrato de los mandos intermedios como el citado, ni en el productivo, como en las discusiones económicas que se produjeron entre el broncista Solano y el Intendente de la fundición artillera de Sevilla47, porque igualmente en el entorno administrativo la idiosincrasia personal podía hacer irrespirable el medio laboral. Juan Bautista Virior, más conocido por su apellido ya españolizado de Virio (aunque también lo hemos visto escrito Wirio en una carta de su esposa), consiguió «pasear ... sus malos humores físicos y anímicos por media Europa», como indica su, hasta ahora, único biógrafo Pradells Nadal48. El documento que vamos a extractar está citado por Pradells, quien en su amplio artículo no lo desarrolla, quizá porque no aportaba nada al tema central de su estudio que está referido al pensamiento económico del personaje. Se trata de una carta que Bernabé Portillo enviaba a Juan José Peñuelas en la que describía el acoso al que Virio lo tenía sometido desde su puesto de la Dirección de Fomento49. La situación debía ser evidente y como los contactos del perjudicado eran lo suficientemente potentes (su jefe y amigo Peñuelas y el mismo Godoy50), prestamente fue transferido al Departamento de España dentro de la Secretaría de Estado y del Despacho de Hacienda51. No se trata de nuestra opinión personal, pues Pradells habla de su «carácter difícil y trato poco amable, sobre todo cuando se codeaba con personajes cuya categoría era inferior a la de Ministro plenipotenciario»52, carácter un tanto especial que Virio confirma en las apreciaciones que hace sobre su primera mujer, de la que se había divorciado en 179753, circunstancia también referida por el mismo investigador y que le dio pie a considerar como acertadas las críticas que recibía el susodicho. *
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Es evidente que esta propuesta precisa de una implementación informática que, a otros niveles y para otros cometidos, ya está operativa54. Pero no sólo los grandes equipos informáticos pueden ayudar al investigador, pues las nuevas tecnologías de la información prestan inestimables servicios55 –ya constatados en múltiples, diferentes y valiosos trabajos–, a condición de que el tratamiento computerizado se ponga al servicio de la teoría y de la metodología históricas y no ocurra lo contrario56. En el actual nivel de nuestros conocimientos no podemos afirmar taxativamente cuáles fueron los diversos caminos que necesariamente debieron recorrer los individuos hasta integrarse en los diversos equipos. No obstante, estamos probando programas de software libre57 que, a partir del tratamiento seriado de la información personal referida a múltiples técnicos, científicos y militares que tenemos recogida en una base de datos, relacione entre sí los diversos elementos que aparecen en las fichas que al efecto hemos diseñado. Lo que pretendemos es poner de manifiesto las coincidencias en espacios, tiempos y circunstancias, de las personas sobre las cuales hemos acopiado información bibliográfica o documental, pues la coincidencia en sus estudios, viajes de formación, presencia de pruebas técnicas y emisión de informes, al igual que las vinculaciones familiares y los nexos de procedencia, creemos firmemente que nos suministrarán las claves determinantes para reconstruir las redes clientelares. Hasta el presente hemos diseñado tres tipos específicos de fichas en función de los ejemplos más representativos que hemos podido definir en el transcurso de nuestras investigaciones. La primera la hemos denominado «Ficha de actuación», siendo las más específicas y numerosas pues recogen las actividades que, en gran número, aparecen en la documentación original y que informan sobre temas, casos, pruebas y circunstancias en las que los técnicos han intervenido, bien de forma personal o colegiada. El segundo modelo, la «Ficha de propuestas», recoge las iniciativas sometidas a la consideración y juicio de las distintas instituciones oficiales, en las que aparecen casos muy variopintos que oscilan desde las propuestas de publicación más serias y circunspectas hasta los «arbitrismos» técnicos y científicos más absurdos58. En el primer caso los informes más o menos favorables y circunstanciados suelen acompañar a la petición, mientras que en el segundo el comentario adjunto suele ser lo más representativo. La «Ficha curricular», la tercera y también la más completa de las diseñadas, recoge el devenir vital (total o parcial) de las personas. El programa ha de ser capaz de relacionarlas todas entre sí en función de los distintos parámetros y circunstancias que se le propongan.
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Ficha de actuación: Número: Archivo, Colección, Expediente, Legajo, folio. Fecha, Lugar. Intervinientes: filiación. Actividad profesional, categoría y empleo. Asunto. Resultados. Observaciones.
Ficha de propuesta: Número: Archivo, Colección, Expediente, Legajo, folio. Fecha, Lugar. Proponente: filiación. Actividad profesional, categoría y empleo. Propuesta: especificaciones y detalles. Resultados. Observaciones.
Ficha curricular: Número: Archivo, Colección, Expediente, Legajo, folio. Fecha, Lugar. Área familiar: Fecha y lugar de nacimiento y/o bautizo. Padres (y eventualmente padrinos). Hermanos. Familiares. Boda: fecha, cónyuge y sus familiares.
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Hijos: filiación, edad y profesiones. Observaciones específicas. Área de formación: Instituciones y cronología. Estudios. Calificaciones. Informes. Observaciones específicas. Área profesional: Instituciones y cronología. Cargos y/o empleos. Mandos. Actividades realizadas. Publicaciones (realizadas o propuestas). Observaciones específicas. Área relacional: Ámbito familiar. Etapa de formación. Etapa profesional. Observaciones específicas. Detalle cronológico del currículo conocido. Observaciones generales.
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tico de España), han conformado un cuerpo de publicaciones que justifican por sí mismas la importancia historiológica del tema y las novedosas directrices para su investigación. Sobre la actuación de Patiño, Campillo, Ensenada, Wall, Aranda, Floridablanca y Godoy –por citar sólo a quienes en diversos momentos y con diferentes alternativas alcanzaron un protagonismo más acusado en el panorama gubernamental–, podremos aportar precisiones que estén relacionadas con la promoción o ralentización de la actividad tecnocientífica, en función de la mayor o menor protección que prestaron a personas o equipos que fueron determinantes para la evolución de la ciencia y la técnica. En este plano o nivel inferior nuestro interés investigador se dirigirá únicamente a quienes ocupaban los puestos punteros, no tanto por su cometido personal, escasamente determinante en sí mismo, cuanto por su actitud innovadora (y de colaboración activa con los presupuestos ilustrados), que pudiera propiciar su posterior elevación a más altas instancias en el organigrama administrativo. Estas personas no solían ser objeto de informes individuales, aunque existen estadillos generales que nos permite ubicarlos en diversos puestos en distintas coyunturas. A.G.S., Secretaría de Marina, leg. 315. «D. Francisco Barranco a Ensenada. Remite relación de los Oficiales de Guerra, Ministerio y de todos los demás individuos de tropa y otras clases que sirvieron en la Escuadra de Galera». A.H.N., Estado, legajo 2927, caja 1, libro 2, expediente 281. Estas informaciones tienen un carácter aleatorio y se producían por muy diversos motivos. Ahora citamos el caso de un reconocimiento de débito a Juan Dowling, empresario a las órdenes del Estado en 1795, que nos retrotrae a sus actividades como informador técnico de la fábrica de Segovia en 1772. Como es lógico y natural, en el transcurso de una centuria y en el contexto militar de cientos de ingenieros en activo, los fallos personales por muy diversos motivos no podían faltar y de hecho no faltaron, como pone de manifiesto un legajo de Simancas en que hallamos diversos expedientes correspondientes a Van Daalen, José Bervegal (1732), Juan Gayangos Lascari (1733), Juan de Zahoras (éste rehabilitado en 1739), Juan de Subreville (1739) y el Ingeniero Medrano (1746). PUERTO SARMIENTO, F. J., Ciencia de Cámara. Casimiro Gómez Ortega (1741-1818), el científico cortesano, Madrid, C.S.I.C., 1992. GONZÁLEZ BUENO, A., «Reflexiones en torno a los viajes de A. J. Cabanilles…», p. 138: «y aunque ducho en intrigas políticas, y bien informado de los asuntos de la Corte, es aún neófito en la política de los cafés y las tertulias, donde C. Gómez Ortega sabe desenvolverse con habilidad pasmosa». Nivel A: Patiño, Ensenada, Aranda, Floridablanca, Godoy, y también Campillo, Gálvez, González de Castejón y Valdés. Nivel B: Verboon, Jorge Juan, Ulloa, Gazola, Gómez Ortega, Cabanilles, Malaspina, Betancourt, Lanz, pero también Mariani, Lemaur, Mazarredo, Tomás López, López de Peñalver. Nivel C: Capitanes Generales, Generales de Artillería e Intendentes, Directores de Astilleros y fábricas, jefes de función, proyectistas, inventores, sin olvidar cargos intermedios en la administración, como Latre, Virio y tantos otros, cuyo papel efectivo en el desarrollo de los esquemas científicotécnicos aun desconocemos en profundidad. Incluso en el caso más restringido de la ciencia teórica, la participación en las tertulias requería de la opción previa de ser recibido en alguna de ellas, pues tales reuniones constituían universos «cerrados» (o al menos enormemente restringidos) al ámbito próximo de alguna persona «de calidad», en alguna forma vinculada a un entorno político de una u otra tendencia. HERMOSILLA RODRÍGUEZ, F. - ALCINA QUESADA, E., «Corrección de obras y suplantación de autores a través de la comunicación científico-médica (Roche, Feijoó y la Regia Sociedad de Medicina de Sevilla)», en Actas del IX Congreso Nacional de Historia de la Medicina, Zaragoza, Ayuntamiento - Universidad, 1991, vol. 3, pp. 953-956. El caso de Jorge Juan es un paradigma de nuestra afirmación. Su vinculación con Patiño y Ensenada propiciaron la meteórica carrera de un hombre con inteligencia y capacidad organizativa
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superiores, que posiblemente hubiesen quedado ignotas en el servicio de la Marina de no mediar su participación –para la que fue elegido por el poder político– en la expedición destinada a medir el grado de meridiano en Perú. Y, posteriormente, de no haber existido el «Proyecto Ensenada» para la modernización de la Armada. No pretendemos negar la existencia de múltiples variables (algunas tan aleatorias como el factor suerte), sino establecer una jerarquía causal del desarrollo y explicación de los acontecimientos. Creemos que el factor desencadenante, y determinante en primera instancia, fue el político, representado por los proyectos de Patiño y Ensenada, incardinado en otro «proyecto político» de mayor enjundia denominado Centralismo borbónico, que a su vez participa de un concepto más general conocido por Despotismo Ilustrado. Entre las múltiples referencias posibles (en realidad servirían la gran mayoría de los trabajos referidos a las expediciones científicas), seleccionamos tres ejemplos que inciden en las diferencias existentes en los aspectos organizativos. FRÍAS NÚÑEZ, M., Tras Eldorado vegetal. José Celestino Mutis y la real expedición botánica del nuevo Reino de Granada (1738-1808), Sevilla, Diputación Provincial, 1994; GALERA GÓMEZ, A., «Antonio Pineda y el proyecto científico de la expedición Malaspina», en La ciencia española en ultramar, Aranjuez (Madrid), Ateneo de Madrid - Doce Calles, 1991, pp. 257-263; BERNABEU ALBERT, S., «‘Ya les vino el Plus Ultra’: las expediciones al Noroeste de América durante el reinado de Carlos III», en La ciencia española en ultramar, pp. 287-300. Cabe indicar que no siempre las instrucciones son tan detalladas y precisas, porque el costo, riesgo y prestigio de las expediciones marítimas eran muy superiores a las terrestres. Como también lo serían, mutatis mutandis, las actividades, los cometidos y la significación de Jorge Próspero Verboon, Jorge Juan, Antonio de Ulloa, Casimiro Gómez Ortega y Agustín de Betancourt. Pero no lo constituirían, al menos según el actual nivel de nuestros conocimientos, algunas otras personas de cierta significación como el conde Mariany o Juan López de Peñalver, pese a que su labor técnica mereciese un alto reconocimiento de las autoridades del momento, por su calidad y diversificación. En el caso de Betancourt queda patente desde muy temprano, de acuerdo con el programa que se autoimpone durante su estancia en París: «1º Atender a su propia formación científica. 2º Dirigir y orientar la preparación de los becarios que le van a ser asignados. 3º Diseñar, en unión de sus colaboradores, los planos de cuantas máquinas pudieran ser útiles y provechosas … De esta manera se constituyó en París un auténtico equipo hidráulico, llamado a actuar a las inmediatas órdenes de Agustín de Betancourt, a quien se asigna el papel de director con todas sus consecuencias». RUMEU DE ARMAS, A., Ciencia y tecnología en la España ilustrada. La Escuela de Caminos y Canales, Madrid, Turner, 1980, pp. 39-40. En referencia a un informe sobre Casimiro Gómez Ortega (sin fecha, pero coetáneo o posterior a 1787), un desconocido oficial de la Secretaría de Estado remitía a su superior una nota marginal que estaba en relación con los ditirámbicos adjetivos dedicados a Jorge Juan y Antonio de Ulloa en un informe de una muy alta y consolidada figura científica y que creemos representativa más allá de la evidente ironía: «Sin fecha. Ynforme de D. Casimiro Ortega sobre la Platina. Va por si V.E. quiere divertirse en leerla». Con motivo de la visita de Jorge Juan a Ferrol en 1751 se produjo una tensa situación al criticar éste (era su cometido) un Proyecto presentado y ya aprobado por la superioridad, del que era autor el Jefe de Escuadra D. Cosme Álvarez, un técnico de reconocida solvencia, pero ya un tanto anquilosado en sus ideas profesionales. A.G.S., Secretaría de Marina, leg. 319. Instrucciones impartidas a Jorge Juan antes de su visita y posterior correspondencia del mes de junio de 1751. La persecución contra los afrancesados fue objeto de estudio por el profesor Artola en un trabajo clásico, por lo que ahora nos limitamos a transcribir, sin comentarios, un texto representativo: «Señor … El discurso que D. Tomás González de Carvajal, Director de los Reales estudios de San Isidro ha pronunciado delante de S.M. ... está lleno de falsedades, de sofismas y paralogismos y enteramente opuesto a la verdad notoria y conocida ... y a la justicia que V.M. mandó ejecutar en varios de los individuos de estos mismos Reales Estudios ... // ... con la malicia más refinada
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para deslumbrar a V.M. y hacerle creer lo contrario ... de los quince individuos que componen los Reales estudios, cuatro de ellos han sido inicuos traidores, vendiendo a Dios y a V.M. ... otros han sido sentenciados ... y arrojados de esta Corte ... otro se halla aún en la cárcel ... dos se les han quitado las cátedras ... Y D. Tomás ... Director ... que se atrevió a presentarse ante V.M. y pronunciar el mencionado discurso ... que había empleado 26 años en servicio de V.M. y de su Augusto Padre ¿No es el mismo Carvajal, ex Ministro de Hacienda de las // Cortes Extraordinarias ... pronunciando un discurso republicano, democrático y abominable ... solicitó de las Cortes y Regencia permiso para establecer en los Reales Estudios una Cátedra de la Constitución ... otro discurso liberal jacobino a favor de su Santa Constitución ... la más herética y abominable felicitación por la abolición de la Inquisición. Elogia también el citado Carvajal a los catedráticos de los idiomas sabios en que se hallan escritos los sa // grados libros invocando para ellos el respetable nombre de Su Alteza real el Señor Infante Don Carlos, siendo así que el catedrático de griego D. José Acedo huyó con los franceses en 1813 y el de hebreo ... fue desterrado por infidencia en mes de diciembre último ... D. Tomás González no habrá tenido en su mente ni habrá hablado a V.M. las obras que yo compuse en defensa de nuestra Sagrada Fe católica y en la de los derechos de V.M., pues él fue quien me privó de enseñar en la cátedra de hebreo en el mes de enero pasado contra los decretos del Augusto Abuelo y Padre de V.M., y él era quien se propuso excluirme de estos Reales estudios ... cuyo acto injusto tuve el honor de representar a V.M. en carta confidencial ... Madrid y Reales Estudios de San Isidro, 31 de mayo de 1815». A.H.N., Estado, leg. 2927, caja 1, libro 2, exp. 283. «Censura contra profesores de la Escuela de San Isidro». En junio de 1794 el nombramiento para la Dirección General del Seminario de Nobles de Madrid motivó una correspondencia entre el obispo de Valencia, el cardenal Vicenti, el duque de la Alcudia y D. Eugenio Llaguno en relación con el proyectado nombramiento de D. Juan García Benito, canónigo doctoral de la Santa Iglesia de Palencia para el mencionado cargo por una conjunción de intereses que explicita la siguiente nota: «Después de haber hecho uso conveniente de las noticias que contiene la carta reservada que me envió Su Eminencia ayer, se la devuelvo dándole gracias y no hago lo mismo con la carta que me incluía recomendatorio por haber hecho de ella el uso que solicitaba el interesado. Deseo en todo igual franqueza y pido a Vuestra eminencia no dude de ser correspondido ... el Duque de la Alcudia». A.H.N., Estado, leg. 3182, caja 1, libro 3, exp. 115. «No teniendo yo la honra de poner en manos de Vuestra Excelencia el memorial adjunto ... humilde súplica que hago a V.E., haciendo presente que de cuatro compañeros que salimos juntos a igual comisión, el uno fue acomodado en la secretaría de Guerra y los otros dos han obtenido [de] la benignidad de Su Majestad sus grados de teniente coronel. Yo, en el cambio de manejos de este cuerpo, me vine con la pena de no haber visto el éxito de mi memorial, que a este fin presenté en tiempos del señor D. Sebastián de Eslava. Si para la vacante de D. Dámaso de Latre (que esté en Gloria) no hubiese proporción, espero merecer de la justificación de V.E. su protección para el logro de igual honor que mis compañeros para tener la satisfacción de que en el Cuerpo vean que todos hemos procurado // el cumplimiento de la obligación, que así lo espero de la honra personal que asiste a V.E. Espero repetidas órdenes del agrado de V.E. y que Nuestro Señor guarde su vida los años que puede y he menester. Albuquerque 26 de enero de 1761 ... Agustín de Hurtado». A.G.S., Secretaría de Guerra Moderna, leg. 766. VILLAS TINOCO, S., «Epígonos de Jorge Juan y Antonio de Ulloa: sobre el espionaje español en Europa», en EQUIPO INTERDISCIPLINAR «MÁLAGA MODERNA», Estudios de Historia Moderna. Homenaje a la Doctora María Isabel Pérez de Colosía Rodríguez, Málaga, Universidad de Málaga, 2006, pp. 703-737. HELGUERA QUIJADA, J., «Las misiones de espionaje industrial en la época del Marqués de la Ensenada y su contribución al conocimiento de las nuevas técnicas metalúrgicas y artilleras a mediados del siglo XVIII», en Estudios sobre Historia de la Ciencia y de la Técnica, Valladolid, Universidad, 1988, vol. II, pp. 671-698.
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A.G.S., Secretaría de Guerra Moderna, leg. 3776. «Carta de D. Carlos Desnaux. Con relación de varios investimentos y máquinas que ha inventado ... manifieste cosas que merecen la atención de un general tan experimentado como V.E. ... lo que haré cuando precedan ocasiones para el Real Servicio, a fin de probar que no soy tan ignorante como algunos lo dan a entender». El hecho de que los acontecimientos demostrasen que las críticas al ingeniero podían estar muy fundamentadas, no empece para que dejemos constancia de las tensiones que indudablemente esmaltaban las relaciones de los individuos que trabajaban en los equipos técnicos, sin que podamos apreciar por este sólo caso la incidencia que ellas podían tener en el desarrollo de los programas, aunque, obviamente, aquella estaría en razón directa de la jerarquía de quienes entrasen en colisión. A.G.S., Secretaría de Marina, leg. 331. Informe de Jorge Juan fechado en Ferrol a 24 de octubre de 1761 y respuesta de Madrid a Gebraut fechada el 22 de diciembre del mismo año. A.G.S., Secretaría de Guerra Moderna, leg. 706, atado 2. «Artillería 1727. Todo hecho sobre las fundiciones de Barcelona y Sevilla». Carta de D. Matías Solano fechada en Sevilla en 12 de febrero de 1727, respuesta del Pardo para que se le adelantase alguna cantidad y de Mariani, en Barcelona 5 de marzo de 1727. PRADELLS NADAL, J., «Juan Bautista Virio (1753-1837): experiencia europea y reformismo económico en la España Ilustrada», en Revista de Historia Moderna, 8-9 (1988-89), pp. 233-271. Este personaje también ha sido citado por Godoy, Díez Rodríguez y Molas Ribalta. Agradezco la referencia al Dr. Molas Ribalta, así como una serie complementaria de datos sobre el personaje hallados por él en el Archivo Histórico Nacional y en la colección de Manuscritos de la Biblioteca del Senado. A.H.N., Estado, leg. 3485. «Reservada. Carta de Bernabé Portillo a Juan José Peñuelas». «Mi venerado Señor y dueño. Por mano de mi antiguo amigo el Sr. Xara dirigí a V.M. el 3 de agosto la carta de que es copia la adjunta. Aunque contaba con los buenos sentimientos de V.m. no me atrevía a indicarle la extraña e inaudita disposición de Virio hacia mí, sin duda por la distinción que debí a Su Excelencia de director segundo y por la opinión que mi esmero y aplicación me han granjeado entre gentes de carácter ... He sufrido desde entonces lo que no es creíble. Este hombre es insociable e ignorante de las cosas de España y aun más de las de Indias, que ni ha visto ni entendido jamás y que según sus principios y ocupaciones de toda la vida es incapaz de comprender. Ejerce una verdadera tiranía sobre todos nosotros. Su altanería no admite consejo ni advertencia, habiendo tomado sus medidas para que nadie se atreva a hacérsela y ha concebido unos celos infernales de mí ... insultándome a cada paso porque se ha engreído más allá de toda ponderación». La carta es mucho más extensa, pero no hace al caso proseguir pues lo principal ya está expuesto, y aunque se trata tan sólo de una anécdota en las relaciones internas de la administración, nos sirve de ejemplo para mostrar cómo las tensiones en el seno de un equipo podían llegar a afectar negativamente al rendimiento del mismo. El proyecto de sustitución de la Junta General de Comercio y Moneda por una nueva institución a denominar «Secretaría de Estado de Agricultura, Industria y Comercio», complementada por un Consejo Supremo de igual nombre, era del mismo Bernabé Portillo que había conseguido hacerlo llegar a Godoy. MOLAS RIBALTA, P., «¿Un Ministerio de Economía en España en el siglo XVIII?», en Pensamiento y política económica en la Época Moderna, Madrid, Actas, 2000, pp. 131-132. Ibídem. Carta de Francisco Saavedra al Príncipe de la Paz fechada en Palacio a 10 de enero de 1798. PRADELLS NADAL, art. cit., p. 234. A.H.N., Estado, leg. 3485. Se trata de una carta procedente de la ex esposa de Virio en la que pide que se le «señalen alimentos» y que Peñuelas le transmite produciendo tal reacción en el interfecto que en su respuesta califica a su mujer arpía y le desea que los dineros pueda «gastarlos en paz, continuando en murmurar oraciones, gastar rosarios y reliquias o en maldecir». Carta de Virio a Peñuelas del 13 de marzo de 1798.
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DEDIEU, J.-P., «Un instrumento para la historia social: la base de datos Ozanam», en Cuadernos de Historia Moderna, 24 (2000), pp. 185-204. Se trata de una base de datos de acceso restringido a los miembros del grupo P.A.P.E. cuyas posibilidades ya han sido contrastadas con diversas publicaciones, entre las cuales cabe mencionar a CASTELLANO, J. L. (ed.), Sociedad, Administración y Poder… y ANDÚJAR CASTILLO, Consejo y Consejeros de Guerra... FERNÁNDEZ IZQUIERDO, F., «La Historia Moderna y Nuevas Tecnologías de la Información y las Comunicaciones», en Cuadernos de Historia Moderna, 24 (2000), pp. 207-238. MONTIEL TORRES, Mª F. - VILLAS TINOCO, S., «Propuesta para un modelo de análisis automatizado de redes sociales de interés en la Edad Moderna», en ARANDA PÉREZ, F. J. - SANZ CAMAÑES, P. FERNÁNDEZ IZQUIERDO, F. (coords.), La Historia en una nueva frontera, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha - Digibis, 2000, en CD-ROM. Bases de datos de carácter abierto, gratuito y público, similares a la Cumberland family tree que emplea uno de los equipos del Proyecto de Investigación «Cambio y continuidad. Las transformaciones sociales en las oligarquías municipales andaluzas (ss. XV-XVIII)». VILLAS TINOCO, S., «Utopía, arbitrismo científico-técnico y superchería en la España del siglo XVIII», en Homenaje a Antonio Domínguez Ortiz, Córdoba, Real Academia de Córdoba, 2004, pp. 377-402.
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La pérdida de la capitanía a guerra por los corregidores de Gran Canaria Vicente J. Suárez Grimón Universidad de Las Palmas de Gran Canaria
En terminología al uso, la pérdida en 1765 de la capitanía a guerra por los corregidores de Gran Canaria fue un daño colateral ocasionado por el antiguo y largo conflicto suscitado entre la Real Audiencia y los comandantes generales de Canarias sobre «jurisdicción y conocimiento en causas de abastos y extracción de granos» de unas islas a otras. Razones de espacio nos impiden abordar el problema de la extracción de granos en Canarias con la profundidad y extensión que el tema requiere, pero no por ello obviamos hacer una breve exposición del mismo desde sus orígenes allá por los años centrales del siglo XVII hasta el año 1765 cuando el enfrentamiento por el control de la extracción de granos entre la Audiencia y el comandante general Bernardi alcanzó su máximo nivel de tensión, cuya víctima principal sería el corregidor de la Santa y Ariza, situado en medio del conflicto y desconcertado por no saber qué órdenes cumplir, que fue despojado por el comandante general de la capitanía a guerra que disfrutaba en beneficio del coronel del regimiento de Las Palmas don Fernando del Castillo en calidad de gobernador de las Armas de la isla de Gran Canaria. Con de la Santa y Ariza, sus sucesores también se convirtieron en víctimas del conflicto toda vez que los intentos por recuperar la capitanía fueron inútiles, perdiendo los corregidores para siempre el gobierno y el conocimiento de las causas y negocios de los militares.
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1. La implantación de los corregidores y capitanes a guerra en Gran Canaria Es bien conocido que el modelo de organización municipal que se estableció en la isla de Gran Canaria al tiempo de la conquista (1483) era el existente en Castilla, cuya característica esencial fue la existencia de un único Ayuntamiento con sede en la ciudad de Las Palmas y con jurisdicción político-administrativa y hacendístico-fiscal sobre todo el territorio insular1. Igualmente lo es que la presidencia de este Cabildo-isla se encomendó, dada su condición de tierra de frontera, a un gobernador al que también se le daba el título de «superintendente capitán a guerra», quien, aunque nombraba en su lugar un teniente, conservará en su poder el conocimiento de las jurisdicciones ordinaria y militar hasta el año 1589. En este año se dividió el conocimiento de la de las Armas por el nombramiento que hizo Felipe II el 11 de enero de capitán general y presidente de la Audiencia en don Luis de la Cueva2, lo que supuso no sólo la sustitución del regente de la Audiencia y su conversión en simple oidor sino también la del gobernador por el corregidor, con lo que por primera vez, aunque no de forma definitiva, se usaba este nombre con más de un siglo de retraso con respecto a la Corona de Castilla para designar al máximo mandatario de la isla3. La presencia del corregidor es, por tanto, tardía y coincide con los primeros intentos de centralización y unificación del mando del Archipiélago por parte de Felipe II con el pretexto de alejar el peligro de los corsarios. El cambio político no fue bien recibido en las Islas Canarias y, en 1593, a instancias de los cabildos y por las propias acciones del capitán general, se vuelve al antiguo régimen político y militar que no sólo supone la supresión del cargo de capitán general y el nombramiento de un nuevo regente para presidir la Real Audiencia sino la conversión del corregidor en gobernador. Por promoción de don Luis de la Cueva el conocimiento de ambas jurisdicciones se vuelve «a proveer en un solo sujeto» y este régimen político y militar antiguo estará en vigor hasta el año 1625 en que se «volvió a dividir la Comandancia general dándosele el título de presidente de la Real Audiencia a el señor don Francisco de Andía Irrasabal», quien no dudó en informar a Felipe IV que «las islas necesitaban un capitán general que presidiera al mismo tiempo la Audiencia». En la primavera de 1629 llegó a la ciudad de Las Palmas el nuevo capitán general don Juan de Rivera Zambrana, a quien se despachó título interino el 15 de marzo, desplazando al regente de la Audiencia y, en consecuencia, en las denominadas islas de realengo se procedió a la sustitución con carácter definitivo de los gobernadores por corregidores. En realidad, no se trataba de un cambio institucional sino de denominación porque los unos, antes, y los otros, después, van a desempeñar las mismas funciones. La provisión del «corregimiento de la isla de (Gran) Canaria», dado que el último «título de gobernador» se había expedido el 16 de abril de 1626 en cabe-
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za del capitán don Gabriel Frías de Lara, no se produjo hasta el 10 de marzo de 1633 cuando, a propuesta de la Cámara, y teniendo en cuenta que «puéstose en ejecución (el cambio) desde el año de 629, se ha de proveer este oficio, que (hasta) ahora ha sido de gobernador, con nombre y título de corregidor, a diferencia del dicho gobernador y capitán general de todas las islas, como se hizo cuando se proveyó el de Tenerife y La Palma», se expidió título en cabeza del sargento mayor don Diego de Oviedo. El cambio no debió resultar fácil por el problema de las jurisdicciones, lo que explicaría la multa de 300 ducados impuesta al corregidor don Diego de Oviedo «cuando dije el poder que Su Majestad me había dado con el título de capitán a guerra»4. Tras la muerte de Oviedo, y aunque el cargo permaneció vacante unos meses, el corregimiento y capitanía a guerra finalmente se proveyó en don Diego Rodríguez después que la Cámara de Castilla informara al rey, el 26 de marzo de 1639, que, aunque en la isla de Gran Canaria hubiera Audiencia y Capitán General, «sin embargo, por los encuentros que la Iglesia y ellos tienen, conviene que el oficio se provea y que sea soldado porque pueda asistir en las ocasiones militares que se ofreciesen»5. Tanto estos primeros corregidores como los posteriores, con su título recibieron el de capitán a guerra al continuar la costumbre primitiva de hacer recaer en la misma persona el corregimiento y el gobierno y conocimiento de las causas de los militares. Y ello porque los canarios, a cambio del privilegio de la exención fiscal concedida al Archipiélago6, adquirieron el compromiso de defender y conservar su territorio en los dominios de Su Majestad. En cumplimiento de la parte que les obligaba el contrato o privilegio fijaron su residencia y asumieron su defensa tanto en materia de fortificaciones y artillería como de sostenimiento de tropas. En materia de fortificaciones y artillería se construyeron, sin ocasionar gasto alguno a la Real Hacienda, diferentes «fuerzas», y en lo referente a tropas se establecieron, desde el principio, algunas compañías de milicias que permanecieron bajo el mando de sus jefes «pero sin exercicio de las armas ni tirar zueldo alguno», y por eso, como señalaba el corregidor Ayerbe Aragón en 1770, «no les ha comprehendido la esempción del fuero, excepto los oficiales, que por una especie de distinzión del honor y lustre de sus casas los disputaron». A pesar de ser corto el número de los exceptuados, dadas las continuas controversias que se ofrecieron entre la jurisdicción real y militar, se convino para mejor gobierno de la república depositar ambas jurisdicciones en un mismo sujeto «por el medio de que, el que fuese correxidor, tubiese por conección el gobierno de las armas y conocimiento de las causas destos milicianos»7. El corregidor don José Eguiluz señalaba en 1782 que esta concesión del gobierno de las armas y conocimiento de las causas de los milicianos (de la capitanía a guerra) fue exclusiva del corregidor de Gran Canaria pues, «en todas las reales cédulas, se le nombraba con el dictado de nuestro governador de la isla de Canaria, que nunca tubo el de la de Tenerife8 y, por lo mismo, comandó siempre las armas hasta 1765»9. Sólo en circunstancias muy excepcionales los capitanes o
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comandantes generales nombraron delegados suyos para asumir el mando supremo militar en Gran Canaria, suspendiendo así temporalmente la autoridad de los corregidores capitanes a guerra10. Es lo que sucedió en 1743 cuando el comandante general don Andrés Bonito, ante la amenaza de la flota de guerra inglesa, nombra comandante de las armas de la isla de Gran Canaria al brigadier don José de Andonaegui, ingeniero militar encargado de su fortificación e inspector general de sus milicias, si bien durante su mandato y visita no realizó cambio alguno en la organización y estructura militar de la isla. Pero, incluso en esta ocasión, como señala el corregidor Ayerbe Aragón en 1768, se «conservó en el corregidor, que lo hera don Anselmo Quintín, la jurisdi(c)ción militar para todo lo contenciosso y sólo la dis(c)iplina de ella a dicho don Joseph Andonaegui»11. Y ambas jurisdicciones, la real ordinaria y la militar, permanecieron unidas en la figura del corregidor hasta el año 1765 cuando el comandante general don Domingo Bernardi, en el contexto del conflicto con la Audiencia sobre quién debía autorizar o denegar la extracción de frutos de unas islas a otras, despojó al corregidor don Nicolás de la Santa y Ariza de la capitanía a guerra y la transfiere con carácter perpetuo al coronel del regimiento de Las Palmas en calidad de gobernador de las Armas. No se trata de un nuevo cargo pues, desde el siglo XVII, los capitanes o comandantes generales procedieron a hacer nombramiento, con aprobación regia, de un sargento mayor, maestre de campo o coronel «para que gouierne las armas de la de Canaria en aucencias y enfermedades de los cappitanes a guerra de dicha Ysla»12, pese a que éstos no siempre aceptaron de buen grado la presencia de este jefe interino13. Pese a todo, a los corregidores de Gran Canaria se les continuó despachando el título de capitán a guerra, lo que causó bastante sorpresa a los sucesores de la Santa y Ariza, en particular a Ayerbe Aragón y a Montalvo, pues, aunque en teoría les correspondían las facultades propias del cargo, en la práctica se trataba de una materia que pasaría a depender enteramente del gobernador de las Armas. En su tiempo, y salvo los afectados o el tribunal de la Audiencia14, pocos fueron los que cuestionaron la medida. La excepción la constituye don Miguel Hermosilla, capitán de Infantería e ingeniero ordinario de los Reales Ejércitos, quien en 1779 censura la medida porque desvinculó al Cabildo, del que el corregidor era presidente, del gobierno castrense. En su Descripción topográfica, política y militar de la Isla de Gran Canaria, Hermosilla señala que «la Ciudad vive desentendida de lo militar, y apenas auxilian a quien consideran usurpador de sus glorias. Con ello aquel Senado, que tanto había procurado en otro tiempo la gloria de la república y conservación de los aprestos y efectos militares de sus fortalezas..., sin influencia en el mando militar, no ha pensado más que en lo político»15. En el interior de la isla, la medida, aunque suponía un triunfo de la centralización, no podía ser cuestionada porque una buena parte de la población
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–los que disfrutaron del fuero militar– pasaron de tener unos jueces foráneos a naturales de la isla como lo fueron los coroneles del regimiento principal de Las Palmas.
2. La extracción de granos como origen del problema La pérdida en 1765 de la capitanía a guerra por los corregidores de Gran Canaria tiene su origen en el problema de la extracción de granos de unas islas a otras16. Como señalara en 1773 el comandante Fernández Heredia, el problema no era nuevo pues, «ha más de un siglo» que se suscitó «una competencia de jurisdi(c)ción sobre este género de estracción que, después de dar mucho que (h)acer a la superioridad, se concluió a favor de esta comandancia en el año pasado de 1765»17. En Gran Canaria, la concesión de licencias para la extracción de granos y animales fuera de la isla fue una de las competencias ejercidas desde antiguo por su Cabildo18 en virtud del conocimiento que tenía por los reconocimientos y tazmías que anualmente realizaba de los frutos y ganados que se cogían y producían en ella. En los momentos de escasez evitaba la extracción cerrando los puertos y prohibiendo la saca para garantizar el abastecimiento de los vecinos. En el siglo XVII, fue la Audiencia quien primero trató de poner en cuestión esta facultad y, seguido el litigio por particular comisión del rey ante el licenciado don Juan Melgarejo, visitador regio, se declaró por auto de 19 de marzo de 1659 «tocar y pertenezer a la dicha Ciudad el dar las lizencias por hauer estado en esa posesión hasta de cinco años a esta parte, que por los autos pareze hauerla turbado la dicha Ciudad y no combiene a el bien público y buena administración de justicia las dé la dicha Real Audiencia por los motivos que siendo necesario representará a Su Magestad»19. Con posterioridad, fueron los capitanes generales los que embarazaron dichas licencias para sacar los frutos de la isla y, aunque el Cabildo pretendió la devolución de «su privilegio y posesión tan antiquísima», no sólo no lo consiguió sino que, además, dieron lugar «a muchos bajeles para sacar dichos frutos por los puertos de la Gaete y de Gáldar y Guía20, distante y trasmano de esta ciudad», ocasionando la destrucción de la isla «sacándole los frutos y encareciendo los pocos que dejan en la tierra», lo que no habría ocurrido si las licencias las diera el Cabildo porque «no las diera con larga mano, sí con grande tiento, pues se reconociera si (h)avía muchos o pocos frutos en la Ysla». Por todo ello, en cabildo de 19 de agosto de 1667, se acuerda suplicar a don Lorenzo Santos de San Pedro, capitán general de las Islas, mandase que el Cabildo «use de dar dichas lizencias de los mantenimientos y frutos de esta Ysla y por los puertos de Gáldar, Guía y la Gaete no lleguen varcos a cargar21, y que el dicho m(a)estre de campo don Thomás Fonte ni otras personas lo consientan, antes dejar usar libremente a esta Ciudad de su privilejio según que lo tiene de
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Su Magestad y de la dicha posesión»22. Santos de San Pedro acabó reconociendo el privilegio del Cabildo para conceder las licencias con aprobación de la Audiencia, disponiendo que los capitanes generales, en concreto el conde de Puerto Llano, no se entrometiesen «en el gobierno político y contencioso mientras no residiese en el cuerpo de la Audiencia, que mirase con perfecta igualdad ambas jurisdicciones, y que, ínterin no se declaraba la real intención sobre los comprehendidos en el fuero militar, no impidiese a la justicia ordinaria en el conocimiento de los milicianos»23. Desde entonces, cada cierre de los puertos y prohibición de la saca originaba un conflicto de competencias entre la Audiencia y los capitanes o comandantes generales, afincados en la isla de Tenerife desde mediados del siglo XVII, y en el que a los corregidores tocaba jugar el papel de víctimas propiciatorias. Durante el mandato del corregidor Ayala y Rojas (1696-1703), el capitán general don Agustín Robles le ordena que permita no sólo la extracción de granos para la isla de Tenerife que pretendían realizar algunos vecinos por los puertos de primera tierra, siendo así que el Cabildo, con el respaldo de la Audiencia, le suplicaba no permitiese «sacar nada» y que pidiese al capitán general suspenda la concesión de licencias24, sino también el trigo perteneciente a las tercias reales al negarse el capitán general a cumplir el asiento hecho con el rey de tomarlo el Cabildo al precio de la tasa cuando se necesitase, amenazando, en caso necesario, con pedir «el auxilio del capitán a guerra». Ante la difícil situación del corregidor Ayala y Rojas se elevó consulta a la Audiencia determinando, por auto de 9 de noviembre, que como por la Ciudad se habían hecho todas las diligencias y oficios de su obligación relativas a retener el trigo de las tercias y que el capitán general debía «desertar» pero no lo hizo, para evitar mayores turbaciones que las amenazas vertidas en la carta remitida al corregidor se acuerda que el Cabildo «se abstuuiese de impedir la uiolensia de sacar dicho trigo de Tersias, atendiendo a que con este pretexto no se sacase maior cantidad»25. En esta ocasión, la resistencia a las pretensiones del capitán general sobre la extracción de granos terminó sin mayores consecuencias para el corregidor26. Durante el mandato del corregidor José M. de Mesones (1704-1708) se suscita un nuevo enfrentamiento con el capitán general don Fernando Chacón al decretarse, con aprobación de la Audiencia, el cierre de los puertos a la saca de granos hacia Tenerife. El capitán general, de su propia autoridad, hizo publicar bando para que se abriesen los puertos y lo remitió a Gran Canaria al corregidor Mesones. Como éste no obedeció dicho bando, el mismo día que dejó la vara, su sucesor don Antonio Pinto, con orden de dicho capitán general, trató de ponerlo en prisión27, lo que no pudo ejecutarse por haberse refugiado en las casas de la Inquisición y posteriormente en la Iglesia Catedral28. Mesones, puesto «en libertad bajo pleito homenaje» otorgado el 28 de diciembre de 1709, pudo ser finalmente residenciado y, alzado dicho pleito homenaje el 24 de mayo de 1710, se
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embarcó para la Península sin que el enfrentamiento con el capitán general causara ningún quebranto para su empleo de corregidor y capitán a guerra. El secular enfrentamiento con los capitanes generales no parece tener tregua, como lo expresa en 1719 el regente Lucas Martínez de la Fuente cuando, al dar cuenta a don Luis de Miraval sobre el motín de Agüimes, señala que, «en todo lo demás, está quieta la isla, aunque con el dolor de la falta de granos», para lo que se dan las providencias posibles con deseo de que alcancen al remedio, añadiendo que en orden a las tomadas por el Cabildo de cerrar los puertos de la isla se ha ofrecido el embarazo de haber escrito a dicha Ciudad el gobernador y capitán general «con demasiada acrimonía para que no los continúen, que es el principio regular de las repetidas disenciones que suele hauer en este paíz»29. Si hasta mediados del siglo XVIII los corregidores pudieron salir airosos de los continuos conflictos en torno a la extracción de granos, la situación cambia de forma radical en la segunda mitad de la centuria pues no sólo van a perder la capitanía a guerra o la jurisdicción militar sino que, además, los comandantes generales hacen suya la concesión de las licencias de granos despojando de este privilegio al Cabildo. El episodio que anunciaba lo que iba a suceder se produce durante el «comando» del capitán general don Juan Urbina, concretamente a raíz de la real orden de 8 de agosto de 1756 por la que Fernando VI decretaba la libre extracción de granos, vinos y aguardientes por mar y tierra30. El Cabildo de Gran Canaria trató de reaccionar acordando el 16 de febrero de 1757 otorgar poderes a sus agentes en Madrid para que pidiesen al rey se dispensase a estos habitantes «de la saca de granos que se permite generalmente a todos los vasallos de la Real Corona»31. Estando prohibida la saca sin licencia, el capitán general Urbina dio órdenes a los comandantes de las Armas, sobre todo a los de Lanzarote y Fuerteventura, «que son los graneros y criaderos de ganados que Dios dispuso para el mantenimiento y socorro de las demás», para que no embarazasen la libre extracción para las demás, por cuyo motivo tuvo varios encuentros con la Real Audiencia por quitar a los barquillos en los que se hacían las extracciones las velas y timones para embarazarlas. Habiéndose dado cuenta al Consejo de Castilla, por real orden de 20 de septiembre de 1757 se mandó, además de pedir informe a la Audiencia, que, en el ínterin se tomaba resolución, no se innovase ni impidiese el libre uso y paso de carnes y comestibles de unas islas a otras sin necesitar de licencia para ello, «haciendo que la Ciudad de Canaria practicase lo mismo y le pasase a este fin la orden correspondiente»32. En un vano intento por conservar su privilegio, el Cabildo de Gran Canaria vuelve a otorgar el 17 de diciembre nuevos poderes a sus agentes en Madrid para que pidiesen al rey: «la confirmación de los reales privilegios y posesión en que había estado desde la conquista de dar las licencias de granos y demás comestibles cuando no hiciesen falta para el mantenimiento de sus habitantes y denegarlas cuando los
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necesitasen, todo con aprobación de la Audiencia, y cuya posesión se intenta quitarle en unos tiempos tan calamitosos como los presentes en los que la cosecha anterior ha sido corta y el Cabildo se vio precisado a tomar granos de las Tercias Reales al precio de la tasa, 18 reales la fanega de trigo, y cuyo coste se acrecentará con los acarretos según las cillas de donde los trajeren los cogedores»33.
La Audiencia, por su parte, aunque obedeció la citada real orden, determinó suspender su cumplimiento en tanto se instruía al Consejo era «impracticable su contenido en estas islas por sus circunstancias y situación». Con esta diligencia, Urbina se abstuvo de intervenir en este negocio y estuvo conforme que la extracción de víveres para su mesa en Tenerife fuese presenciada por el sobreguarda de la Audiencia para evitar el fraude34. En el contexto de la aplicación de la real orden de 20 de septiembre de 1757 se suscitó cierta controversia entre el corregidor don Juan Domingo de la Cavada, remiso a cumplir las órdenes del capitán general para facilitar la extracción, y el coronel de Milicias don Fernando del Castillo, gobernador de las Armas, por querer avocarse éste el conocimiento de las causas y negocios de la gente de guerra en la isla35. Remitido el negocio al Consejo de Guerra, el rey, a consulta de éste, expidió la real orden dirigida por don Sebastián de Eslava el 24 de enero de 1758 por la que se resolvió «declarar que pertenecía a los corregidores capitanes a guerra en esta Ysla el manejo de las armas y conocimiento de las caussas militares en primera ynstancia». Una vez más, y sería la última, el corregidor salió airoso de un conflicto en el que no siempre era fácil decidir qué órdenes había que cumplir. Por su parte, el Cabildo trató de reanudar en vano a fines de 1760 «el artículo y expediente que pende en el Supremo de Castilla, insistiendo en que la Real Piedad se digne confirmar los reales privilegios y posesión que esta Ciudad, desde la conquista de esta isla, se halla de dar las lizencias de granos y demás comestibles en las ocasiones que no hacen falta al preciso mantenimiento de estos (h)avitadores, y de negarlas en las que los necesitan, de cuya posesión violentamente se le ha despojado en tiempos tan calamitosos, como tiene ponderado esta Ciudad, hauiendo crecido en tanto aumento los perjuicios y daños que se (h)an seguido con el violento despojo, como lo informan los documentos que remiten»36.
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3. El conflicto de 1765 y la pérdida de la capitanía a guerra Superada la embestida del comandante Urbina, y sin que se produjeran mayores problemas durante el comando del mariscal de campo don Pedro Rodríguez (1761-1764) por la necesidad extrema de granos que padecían todas las islas y la preocupación de traerlos desde el exterior, la situación experimentó un cambio radical con el nuevo comandante, el también mariscal de campo don Domingo Bernardi (1764-1767), recibido en Santa Cruz por Rodríguez Moreno el 3 de julio de 1764. Definido por Viera y Clavijo como hombre «imperioso, pronto y tenaz en sus pensamientos», desde el comienzo de su mandato se hicieron visibles las malas maneras con la Audiencia pues, «ni aun se transfirió a Gran Canaria, con ser presidente de la Audiencia». Sus «vivas controversias» con dicho tribunal sobre el conocimiento de saca de abastos y comercio de frutos de unas islas a otras hicieron, en palabras de Viera, «tan memorable como ruidoso su gobierno»37. La Audiencia en ese momento estaba presidida por el regente don Gonzalo Muñoz Torres (1756-1767), teniendo como fiscal a don Julián de San Cristóbal (1756-1767), del que Viera dice era «un ministro sabio, elocuente, impetuoso, que, lleno de mérito y del celo más vivo por la dignidad del tribunal, respetaba al comandante general y no le temía»38. Al frente del corregimiento de Gran Canaria estaba don Nicolás de la Santa y Ariza39, natural de la isla de Tenerife y principal víctima del conflicto. En 1758, este militar formó parte de la terna confeccionada para sustituir a don Juan Domingo de la Cavada y Molledo juntamente con los letrados Martín Cala de Vargas y Pedro Padilla Jaca. Para el consejero y antiguo regente de la Audiencia de Canarias, Tomás Pinto, Nicolás de la Santa y Ariza, a la sazón Sargento Mayor de la Orotava, era el más idóneo para hacerse cargo del corregimiento porque «es sujeto de prudencia y que, como criado en aquel país, puede ser a propósito para este corregimiento, donde podrá ejercer la jurisdicción con libertad por estar en distinta que la de su naturaleza»40. Sin embargo, el nombramiento recayó en el noble canario Pedro Francisco de Aponte, conde del Palmar, que no formaba parte de la terna41, si bien no llegó a tomar posesión de la vara grancanaria porque falleció antes de su toma de posesión en abril de 1760, siendo Nicolás de la Santa y Ariza el finalmente designado por resolución de 15 de agosto de ese mismo año42, expidiéndose título en Aranjuez el 8 de octubre. No tomó posesión hasta el año siguiente de 1761 y, tras su cese en el corregimiento, permaneció en Gran Canaria desempeñando hasta su muerte, ocurrida el 24 de octubre de 1783, la castellanía en calidad de propietario del castillo de San Francisco o del Rey. En ambos empleos sirvió a Su Majestad, según señala el cronista Romero y Ceballos, con mucho honor, celo y justificación43. Junto a la puesta en práctica de las reformas administrativas de Carlos III en 1766 para la elección de diputados y personero en el Cabildo y pueblos de la isla44, el hecho más importante que se produjo durante su mandato fue la innovación que experimentaron sus
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competencias, la mayor desde la implantación definitiva del sistema de corregimientos en Canarias a principios de la década de 1630, fruto del conflicto suscitado en 1765 entre la Audiencia y el comandante general Bernardi en torno a la extracción de granos de unas islas a otras. Al ingreso de su «comando», don Domingo Bernardi conoció con «admiración y espanto» que «los magistrados políticos de la Ysla de la Gran Canaria» habían prohibido «indistintamente la saca de sus granos, carnes y demás comestibles para la otras Yslas conprovinciales», olvidando que «todas componen una sola provincia», que la libre circulación garantizaba no sólo su defensa frente a los enemigos sino el refresco de las embarcaciones que arribaban a Tenerife, que si Gran Canaria extrae de otras islas lo que quiere no era razonable negarles sus frutos «estando todas unidas en sociedad y paisanaje», que su labranza, caza y plantíos crecerían «si los labradores, criadores y hortelanos enjugaran con utilidad sus sudores», que la prohibición sólo sirve «al beneficio de los pocos ministros, capitulares y algunos otros que se mantienen de la Plaza y sirve de abrigo a los arbitrios, abusos y monipodios que cometen los oficiales encargados en las lizencias y reconocimientos», que en dicha isla «no hay calamidad actual» como lo declaran «quatro miserables que no tienen cosecha propia y penden de los ministros que protejen el partido de la prohivición», y que por real orden de 28 de septiembre de 1757 estaba prevenido no se impidiese el libre uso y paso de carnes, granos y demás comestibles de unas islas a otras sin necesitar para ello de licencias45. La Audiencia, que antes de la llegada de Bernardi había prohibido la extracción de granos de las islas de Lanzarote y Fuerteventura46, puso en su conocimiento que tanto antes como después de la orden de 1757 este tribunal concedía o negaba las licencias para las extracciones de dichas islas y confirmaba y aprobaba las que daba el Cabildo de Gran Canaria, fulminando autos a los contraventores y visitando con dicho fin por sus alabarderos los barcos que salían del puerto de la Luz y por su sobreguarda en los que llaman de primera tierra a los que salen de sus caletas. De igual modo, le notificó (16-09-1764) el exceso cometido por el coronel gobernador de las Armas de Lanzarote queriendo abrogarse el cuidado de la extracción de granos47. Bernardi no sólo no castiga el exceso cometido sino que comunica (28-101764) al gobernador del Consejo que la Audiencia había vuelto a las antiguas disputas en materia de extracción de granos. Al propio tiempo recrimina la actuación del tribunal y da órdenes ejecutivas y militares a los comandantes de las Armas y coroneles para que fomentasen las extracciones, remitiesen presos a los guardas de lo vedado que intentasen contenerlas y que, asimismo, embarazasen el registro y visita de los barcos por parte de los ministros de la Audiencia. Ante tales disposiciones, la Audiencia amenaza al gobernador de las Armas de Gran Canaria con 500 ducados de multa si impedía la visita de sus ministros
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a los barcos y con otros 50 a los patronos. Bernardi, avisado por el gobernador (11-01-1765), devuelve la amenaza dando orden al corregidor (12-02-1765) para que no impida tales visitas siempre y cuando no sean «para decomissar efectos algunos, extraherlos de los varcos donde se hallen, ni para processar ni castigar por ello a sus patronos ni cargadores»48. Mientras la Audiencia insistía ante el comandante general (26-02-1765) que no era a él a quien tocaba el cuidado y conocimiento de las extracciones sino a las justicias ordinarias y ayuntamientos con subordinación al tribunal de apelaciones, quien también tenía a su cargo la visita y registro de los barcos del tráfico, se recibe la real orden de 10 de enero de 1765 disponiendo no se innovase en lo mandado en la de 28 de septiembre de 1757 sobre el libre uso y paso de carnes, granos y demás comestibles de unas islas a otras hasta que por el Consejo se tomara resolución definitiva. Frente a dicha orden, la Audiencia se defiende diciendo a Bernardi (5-03-1765) que el tribunal dará satisfacción, como ocurrió con el comandante Urbina en 1757, y que, por una parte y otra, se debía esperar a la final determinación del expediente y que, en el ínterin, «quédense las cosas como estaban a la llegada de VE.» y en el tiempo de la comandancia de sus antecesores, incluso después de recibida la mencionada orden del Consejo de Castilla, «para restablecer deste modo la buena armonía, la quietud, paz y sosiego, que son dichas más apreciables que el manejo de los abastos de Yslas ni su govierno despótico»49. En esta pugna con el comandante general, la Audiencia se ve respaldada por el Cabildo pues ambos habían visto cómo Gran Canaria, y su capital Las Palmas, habían dejado de ser una isla y ciudad con abundancia de alimentos y precios moderados para convertirse en lugar con escasez y carestía debido a la extracción de comestibles que, al calor de la orden dada por el comandante, se hacía por los llamados puertos de primera tierra hacia Tenerife donde el consumo, tráfico y dinero eran mayores. A propuesta del síndico personero trató de frenarla y, en sendos cabildos celebrados los días 9 y 11 de marzo de 176550, acuerda dirigirse al comandante general para que mandase suspender las «disposiciones dadas por Su Excelencia al señor corregidor» permitiendo la libre extracción de todo género de mantenimientos por los puertos de primera tierra y así lograr la tranquilidad pública, que es a lo que «dirige sus intenciones y derechos este Cabildo»51. En su representación al comandante no sólo le expone «los graves inconvenientes que resultan y pueden resultar de la ino(b)servancia del orden de gobierno que se ha seguido hasta aquí en fuerza de reales resoluciones y ordenanzas con que se halla esta Ciudad, declarándose en ellas sea a quien toca dar las correspondientes licencias para cuanto se hubiere de extraer, con aprobación de la Real Audiencia, a quien puede recurrirse por vía de agravio cuando se faltara a la justa distributiva»52, sino que además espera fuese «bien admitida» o tenida en consideración para alivio de los naturales, «ínterin logra-
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mos el honor de ver a Vuestra Excelencia en esta isla para que, más cerciorada su superior comprensión del estado lamentable de ella, dirija sus justificadas disposiciones al mismo». Como ya se ha señalado, los deseos de verle en Gran Canaria se vieron frustrados. Según el propio Cabildo, a tal situación se había llegado como consecuencia de la alteración de tres métodos o prácticas comunes, a saber: 1. El equilibrio entre abastecimiento del mercado interno y la extracción de los granos sobrantes53. 2. A la ruptura de ese equilibrio también contribuyó la puesta en cuestión en este año de 1765 de otra vieja práctica común en la isla consistente en consultar al Cabildo si los granos de las Tercias Reales debían ser consumidos o no en la isla antes de solicitar o proceder a su extracción54. 3. La tercera y última costumbre que se vio alterada fue la de extraer los granos por el puerto principal de la Luz, con licencia y después de asegurar que los vecinos no padecieran necesidad. En su lugar, e impulsada por las órdenes del comandante general Bernardi tal como se ha señalado anteriormente, la extracción hacia Tenerife se estaba realizando a través de los puertos de primera tierra (Guía, Gáldar y Agaete), situados a bastante distancia de Las Palmas, y por los barquillos llamados de primera tierra, contribuyendo a dar una mayor dimensión al problema55. El Cabildo no duda en plantear al comandante general la total falta que se padecía de granos, carnes y demás géneros de comestibles causada por la extracción, de suerte que ni las casas principales de ministros y personas decentes hallan el correspondiente sustento para sus familias, siendo los únicos beneficiarios de este comercio libre por los puertos de la primera tierra los tres o cuatro regatones que, comprando a precios bajos los granos de los pobres vecinos, después los venden caros, sin permitir que esta utilidad la disfruten los labradores y hacendados, que son los que socorren la isla con su sobrante lo que los regatones defraudan. Todo ello con riesgo, como ya había sucedido en otras ocasiones, de alterar la tranquilidad en algunos de los pueblos donde están localizados dichos puertos pues sus vecinos, ante la necesidad, se apropian violentamente de lo que necesitan y se saca por los mismos puertos. Por tanto, su petición es bien concreta: que suspenda las órdenes dadas para la extracción de granos hacia Tenerife, ordenar la quema de los barcos de primera tierra y realizar la extracción por el puerto de la Luz y en la forma acostumbrada. Bernardi no sólo no atendió la petición sino que reitera al corregidor de la Santa y Ariza las órdenes dadas para que no se obstaculice la extracción. De la Santa y Ariza se ve envuelto en una situación comprometida en medio de aquella pelea, pues si como corregidor y juez ordinario estaba vinculado a la Audien-
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cia, como capitán a guerra y teniente coronel lo estaba al comandante general. Amparándose en la distancia y con el mar de por medio, el corregidor de la Santa y Ariza optó inicialmente por obedecer las órdenes de la Audiencia hasta acabar convirtiéndose en la víctima de esta competencia pues el comandante general logró «por ynformes voluntarios», según señaló el corregidor Ayerbe en 1769, que depusiese el empleo de capitán a guerra y gobierno de las armas de la isla «por renuncia que hizo para evadirse del estrecho en que le pusso una competencia entre dicho comandante y esta Audiencia, por no sauer quales órdenes hauía de cumplir de las contrarias que se le comunicauan por una y otra parte»56. En efecto, el conflicto que, como señalara Rumeu de Armas, mantuvo durante unos meses en situación de verdadera guerra civil57 a las más altas instituciones y autoridades del Archipiélago58, se saldó con la renuncia el 20 de marzo de 1765 de las competencias de capitán a guerra escudándose en su quebrantada salud y «delicada complexión», tal y como lo acreditaba la correspondiente certificación médica que envió al comandante. El 22 de marzo, a vuelta de correo, Bernardi, lamentando su estado y deseando «se restablezca enteramente», le ordena haga entrega al coronel don Fernando del Castillo, alférez mayor y regidor perpetuo del Cabildo, «el mando militar de esta isla con todas las órdenes que le ha dado a él consernientes y las relativas a el libre uso y paso de carnes y granos y demás comestibles que Su Magestad ha consedido en esta provincia»59. Como señalara en 1770 don Antonio Perdomo, abogado titular del Cabildo, «la unión de las dos jurisdicciones, establecida desde principios de la década de 1630, no se vio interrumpida, salvo alguna breve intermisión casual que se ha remediado en tiempo por S.M., de que se halla ejemplar inserto de la nueva colección de Ordenanzas Militares», hasta que lastimosamente de la Santa y Ariza pensó en renunciar el gobierno de las Armas, «no por yncompatibilidad sino por ympedirle su edad provecta y a(c)sidentes habituales la actividad que pedían los negocios de uno y otro empleo»60. La medida fue ejecutada de inmediato por el corregidor, lo que participa a la Audiencia para que conocieran su obediencia y le ordenasen cuanto fuese conveniente, y ello significó el encumbramiento del coronel Castillo al escalón más alto de la sociedad grancanaria, avalado, además, por un importante patrimonio personal incrementado a través de su matrimonio en 1732 con doña Luisa A. Amoreto, con cuyo matrimonio quedaron incorporados a la casa Castillo los cuantiosos mayorazgos de la casa de Amoreto61. La Audiencia, a la vista de esta situación, no suspende sus providencias ni abre las puertas de las islas al tráfico interior de la provincia como esperaba Bernardi. Al contrario, trata de embarazar sus providencias dictando órdenes en contrario mandando publicar el 28 de marzo un bando que, a petición del síndico de la isla, había elaborado el 16 de febrero el teniente de corregidor Miguel de la Torre para tratar de atajar los perjuicios que se estaban experimentando
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con la saca de granos y comestibles desde Gran Canaria para las demás islas, imponiendo diferentes penas para los que extraigan sin licencia62. A la prohibición siguieron las quejas de agravio, a las que se unieron los lamentos de las islas de Fuerteventura y Lanzarote sobre la voluntariedad con que la Audiencia prohibía, ampliaba o restringía las licencias para exportar sus granos, lo que dio motivo al comandante general para tomar la libertad de comercio bajo su protección63, publicando otro bando el 18 de abril en el que mandaba lo contrario a lo dispuesto por la Audiencia. En él se ordenaba el cumplimiento de las reales órdenes del Consejo de Castilla y su gobernador así como las providencias dadas «a mis gobernadores de las Armas de dicha Isla» en razón de «extraer libremente de ella sin lizencia de dicha Real Audiencia, ni del Ayuntamiento ni de otras justicias, granos, carnes, frutas y demás comestibles para todas las otras de mi comando», imponiendo también diferentes penas a los que no facilitasen su paso y comercio interior64. En él se prometía a quienes facilitasen la extracción «toda su prote(c)ción y amparo contra qualquiera violencia y procedimientos de dichas justicias, a cuio fin me serbiré de todos los esfuerzos de mis armas y autoridad», añadiendo que el coronel don Fernando del Castillo, gobernador de ellas en la isla, «a quien está cometido este negocio», y los coroneles don Cristóbal Benítez y don Antonio de la Rocha, en sus respectivos departamentos de Guía y Telde, harían informaciones sumarias contra los que apoyaran dicha prohibición y estanco de abastos, arrestando y remitiendo a Santa Cruz a los «cómplices», excepto los eclesiásticos65. El bando, del que se mandó ejemplar a la Audiencia para conocimiento del corregidor, alcalde mayor, regidores y personero de la isla, fue publicado con mucho aparato por los propios coroneles mediante pregonero en los sitios acostumbrados66. La Audiencia, conociendo su contenido (22-04-1765), se limitó a acordar expresar el deseo de que el rey y el Consejo determinasen cuanto antes lo conveniente para «cortar enteramente, y de una vez, tan perjudicialísimas controversias que excesivamente escandalizan a todos los naturales destas siete Yslas»67. Audiencia y comandante general acudieron al rey y su Consejo representando las razones por las que se impedía o favorecía la extracción. El Consejo, vistas las representaciones, lo dispuesto en las reales órdenes de 20 de septiembre de 1757 y 10 de enero de 1765 y lo expuesto por el fiscal, resolvió el 13 de agosto de 1765 que la Audiencia cumpliese lo dispuesto en dichas reales órdenes, mandase recoger los bandos publicados remitiéndolos al Consejo, pusiese la nota correspondiente en los Libros de Acuerdos donde se les hubiese dado asiento y, por último, que hiciese pública dicha providencia para su observancia, dando noticia de su cumplimiento. De lo acordado, y para conocimiento de la Audiencia y del comandante, se expidió real orden en Madrid el 19 de agosto de 176568. A esta victoria inicial del comandante general sobre la Audiencia, en la que también habría que situar la renuncia de la capitanía a guerra por el corregi-
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dor de la Santa y Ariza, le siguió otra no menos importante y que venía a corroborar o avalar todo lo que había sido su actuación en el conflicto. Y es que por el interés de la Real Hacienda se dio otra igual decisión por la vía reservada prohibiendo a la Audiencia mezclarse en el conocimiento de la extracción de granos según orden expedida en San Ildefonso el 31 de agosto de 1765 por la que Carlos III se dignó declarar «que el conocimiento de la saca de frutos y géneros de una isla para otra pertenese a V.E., como superintendente de la real hacienda, sin que deba ingerirse en él la Audiencia», añadiendo que, «por lo que mira a las cartas y bandos que se publicaron en desdoro de uno y otro tribunal, queda S.M. en tomar la prouidencia correspondiente»69. En cumplimiento de lo dispuesto en dichas reales órdenes, la Audiencia dispuso por auto de 26 de septiembre la expedición de provisiones a los corregidores y a los alcaldes mayores de las islas para que publicasen «ser libre y permitida la extracción de todo género de granos y víveres sin nezesitarse de licencia para ello»70. Por el momento, como expresara el comandante Fernández Heredia en 1773, estas órdenes vinieron a cortar «tan impertinentes disputas» y a mejorar el abasto de los pueblos, pero no cabe duda que con ellas también quedaba sancionado el centralismo en favor del comandante general y las pretensiones de los interesados en la extracción de granos hacia Tenerife, donde la fanega era de menor capacidad que en Gran Canaria. Para asegurar esta victoria, a instancia de don Fernando del Castillo, el comandante Bernardi solicitó y obtuvo la real orden expedida en Aranjuez el 19 de mayo de 1766 por la que de manera permanente se transfiere y perpetúa el gobierno de las Armas de la isla de Gran Canaria, en tiempo de paz, a los coroneles del regimiento de Las Palmas, que a partir de entonces pasan a ser verdaderos «gobernadores de las Armas»71. Contra esta orden, obtenida «sin audiencia ni citación del opuesto interesado y contra una posesión tan antigua», en palabras del corregidor Ayerbe Aragón72, reaccionó de la Santa y Ariza después de muerto don Domingo Bernardi73 y cuando ya estaba introducido el coronel don Fernando del Castillo «en el absoluto gobierno de las armas y conocimiento de las causas militares». Con el argumento de que dicha orden sólo hacía referencia a la disciplina o mando militar «sin mezcla de conocimiento en lo contencioso»74, de la Santa y Ariza planteó una competencia con el coronel porque se avocó dicho conocimiento sin otro motivo que la carta orden que por la vía reservada de guerra escribió don Juan Gregorio Muniaín al comandante Bernardi. Aunque según su sucesor Ayerbe y Aragón, la competencia no se planteó «conforme a los trámites que preuiene el derecho, resultando por esto la falta de la presisa ex(h)ivizión de copia autorisada de la real orden»75, después de «vestido el expediente» se remitió en 1767 al Consejo de Guerra para su determinación76, pero ésta no llegó a producirse.
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4. La frustrada pretensión del corregidor Ayerbe y Aragón por recuperar la capitanía a guerra Los corregidores que sucedieron a de la Santa y Ariza, al tiempo que le responsabilizan de la pérdida de la capitanía a guerra77, tratan de recuperar las facultades perdidas. Entre todos ellos, fue Ayerbe Aragón quien más se significó por devolver el corregimiento a la situación anterior a 1765. Estando sin resolver el recurso de competencia planteado por de la Santa y Ariza en el Consejo de Guerra, se produjo el nombramiento del nuevo corregidor y capitán a guerra de Gran Canaria en cabeza de don Francisco de Ayerbe, natural de la villa de Alquezar78 (Aragón), convertido así en el primer corregidor que debió afrontar la nueva situación creada tras la pérdida de la capitanía a guerra79. Fue el elegido80, bien a su pesar, pues su inclusión en la terna se había debido a una equivocación, ya que no deseaba embarcarse «por lo dilatado y costoso que le sería ir a servirle», como pondría de manifiesto en 176981. Pese a su disgusto, aceptó su destino en las Islas y se le expidió título de corregidor en San Ildefonso el Real el 20 de octubre de 176782 y también el de capitán a guerra el 3 de noviembre de 1767, no sólo en la misma conformidad que a sus antecesores sino también con las facultades «para el conosimiento de las caussas y negocios de la jente de guerra en esta isla que, de muchos años a esta parte y de tiempo ynmemorial, (h)a sido anexo al correximiento de ella», pagando por el último título en concepto de media anata 40 ducados. Estando aún en la Corte, tuvo noticia de que la competencia planteada por de la Santa y Ariza estaba pendiente de resolución83, sin embargo, como su real título de capitán a guerra fue posterior y despachado por don Juan Gregorio Muniaín, el mismo secretario del Despacho de Guerra que había quitado la capitanía a su antecesor, «omitió darle cursso creyendo, como era regular, tubiesse efecto dicho real título»84. No obstante, consultó la materia con los más acreditados abogados de la Corte, quienes dijeron «no hacía fuerza» lo expuesto por don Fernando del Castillo, «asegurándoseme el cúmplase del título de capitán a guerra como posteriormente despachado de orden de S.M. por el Real y Supremo Consejo de Guerra, con todas las formalidades que se requieren para radicar la jurisdi(c)ción militar declarada a fauor de estos correxidores de quantas controvercias se han ofresido y, últimamente, por el ex(c)elentísimo señor don Seuastián de Eslava, secretario que fue del despacho universal de la guerra»85. Ayerbe, confiado en este dictamen y en «los quarenta pesos que se me lleuaron por razón de la media annata», desistió de hacer cualquiera otra diligencia en su favor86, cerciorado como estaba de que «nunca se hauía podido despojar a los corregidores de este honor», ni siquiera cuando residió en la isla don José Andonaegui, «no sólo verdadero coronel de los Reales Exércitos en fuerza de los servicios en sus campañas sí también con el carácter de ynspector general de Milicias de estas Yslas», pues «sólo se mescló en lo respectivo a la disciplina militar sin yntervenir en lo contencioso»87.
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Por estas gestiones y por los problemas de transporte88, Ayerbe no tomó posesión del cargo hasta el 9 de junio de 1768. La dificultad del viaje y el hecho «de hauer encontrado un clima cuias constelaciones son muy contrarias a lo que estaua persuadido», no fueron los únicos y principales inconvenientes que él y su familia encontraron al llegar a Gran Canaria89. Cuando al llegar a la isla y tomar posesión de su empleo creía que, en conformidad del título real que le asignaba el gobierno de las Armas anexo al corregimiento de la isla, podía disfrutar los emolumentos que por la misma razón habían percibido sus antecesores, se encontró con «la novedad de hallarse despojado dicho correximiento de la citada regalía y exerciendo la capitanía a guerra el coronel de Milicias de esta Ysla don Fernando del Castillo» en virtud de la carta orden de 19 de marzo de 1766 dirigida por Muniaín al comandante general Bernardi90. Planteada la correspondiente competencia con el coronel Castillo, Ayerbe se encontró con que su paisano el comandante Fernández Heredia, amparándose en dicha real orden, le negó el pase «a mi título de capitán a guerra», pese a ser muy posterior a la citada orden, continuando dicho coronel en su ejercicio «con notorio despojo del corregimiento a que es anexo este gobierno de las Armas»91. Ayerbe, aun reconociendo el «poderoso motivo» que tuvo «para no hauerme hauilitado Ve. en el govierno de las Armas de esta ysla», lamenta el no haberlo sabido antes de venir a la isla para haber tomado las medidas correspondientes pues: «sin el uso del empleo de capitán a guerra por solo el de corregidor, no hubiera dejado la península de España y peregrinado con mi familia quinientas leguas, ynclussas las del mar, como que venía a contraer nuebos empeños92, pues, gossando los principales de estos naturales el fuero militar, sólo queda para los corregidores el conosimiento del gremio más soez, que, sobre por lo regular litigar por pobres, pudiera pagárseles por no oyrles ni que se pusieran delante, y aun esto, a la verdad, lo miro por de menos atendiendo a la poca autoridad de la perzona porque los unos miran a el corregidor como un qualquiera por no hauerlo menester para nada y, a exemplo de éstos, sucede lo mismo con la pleve, por manera que, siendo del real agrado, con la continuación de este sistema, siendo uno este corregimiento de los que la piedad de nuestros soveranos (h)a destinado para alivio de los caualleros de capa y espada que se dedican por esta parte a seruir a la corona, no habrá ninguno de esta classe que lo apetesca y será presisso conferirlo a los que se contenten con solo hacer visible su perzona por razón del empleo porque, con ochocientos ducados de dotación, sin otras adealas, no es posible mantener cassa en esta ysla a proporción de la decencia que corresponde, mayormente en la época presente
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que el valor de los alimentos compite con las plazas más caras de nuestra España, añadiéndose a esto lo de la primera atención en orden a la buena administración de justicia pues la separación de estos empleos ocacionan confución gastándose el tiempo en competencias»93.
Como se infiere de lo alegado por Ayerbe, la negativa al pase de su título de capitán a guerra puso de manifiesto que el corregidor de Gran Canaria no sólo había perdido el control de la disciplina militar, tal y como había sucedido en alguna ocasión en el pasado, sino también, y esto era lo más grave, el conocimiento de las «causas y negocios de la gente de guerra en la isla», anexo desde tiempo inmemorial al corregimiento. En opinión de Ayerbe, tal conocimiento no se contenía en la orden en la que el coronel Castillo fundaba su intención, «señida únicamente a los términos de encargarle el mando de los militares, sin ynclución del conosimiento de sus caussas civiles y criminales»94. Con la pérdida del conocimiento de dichas causas, la jurisdicción ordinaria experimentaba una importante merma y entraba en una dinámica de continuas competencias con el jefe o la jurisdicción militar95, con la consiguiente repercusión negativa en los ingresos o emolumentos del corregidor. Ayerbe trató de poner remedio a esta situación desde que comenzó a ejercer su empleo, y a ello dedicó todos sus esfuerzos. Para conseguir este objetivo, y en aras de mantener la «buena armonía» que debía reinar entre la jurisdicción ordinaria y la militar, rehuye la confrontación con el comandante Fernández Heredia y se acoge a su protección para que medie entre don Juan Gregorio Muniaín y el rey solicitándoles «se conserve en el corregimiento desta Ysla el honor que siempre (h)a merecido al soverano y que siertamente es nesessario para el servicio de ambas magestades», y, de no ser así, que se le exhonere del mismo destinándole a otro empleo «en donde logre más honor, autoridad y combeniencias que en éste»96. Al mismo tiempo, como resultara que la competencia planteada por el corregidor de la Santa y Ariza con el coronel Castillo no se hizo «conforme a los trámites que previene el derecho» por no haberse presentado una copia autorizada de la real orden en cuestión, Ayerbe se vio en la precisión de instar o esforzar en repetidas ocasiones en el Consejo de Guerra por la determinación de dicha competencia. Para ello, a principios de 1769, vuelve a enviar el expediente al Consejo y, aunque escribe a sus consejeros o vocales97, al fiscal Herrán98, al conde Aranda99, a su agente en la Corte100 y a distintas personalidades101 para que tratasen de agilizar su resolución, el tiempo transcurrió en su contra sin conseguirlo102. Ayerbe llegó a insinuar la existencia de un complot contra él pues, interrogándose sobre el silencio que guardaba su apoderado Barrena en la Corte sobre el asunto, dice no encontrar más motivo que «no llegan mis cartas a manos de vuestra merced», desistiendo, para salir de dudas, de enviar directa-
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mente las cartas y papeles pasando a hacerlo por persona interpuesta o amiga103, advirtiéndole no se extrañase de que usara este pretexto, «que va encaminado con fundamento, porque abunda de curiosos esta capital deceando sauer la correspondencia del corregidor para sus fines particulares, como lo verifica que, de tres repressentaciones que (h)e yntentado sobre el gobierno de las Armas, sólo (h)a llegado a poder del excelentísimo señor conde de Aranda una, que fue la última de siete de enero del corriente año»104. Estando pendiente de resolución la competencia en el Consejo de Guerra, la jurisdicción ordinaria recibe un nuevo revés con la extensión del fuero a los tambores de los regimientos de milicias canarias por decreto de 9 de septiembre de 1769. Ello supone una intensificación de los conflictos de competencias entre la jurisdicción ordinaria y militar105, con la consiguiente repercusión en las obvenciones del corregimiento al quedar reducido en el día únicamente a las causas de oficio y gente miserables que, «a los primeros passos, se hace presiso defenderlos por pobres»106. Pero, a su vez, la disminución de la jurisdicción ordinaria (civil o criminal) produce un incremento de los conflictos de competencias107 entre las dos instancias que la ejercen: el juzgado del corregidor, que prácticamente quedaría reducido a conocer de la «gente infeliz de la república»108, y el tribunal de la Audiencia, que, en la medida que también ve reducido su ámbito de competencias y sus derechos, trata de invadir la esfera de la primera instancia109. Ello significa que Ayerbe, desde su llegada a la isla, tuvo también de contrincante a la Audiencia, quien acabaría denunciándole ante el Consejo por llevar una conducta irregular110. Aunque el Consejo resolvió el 13 de octubre de 1769 que la Audiencia castigase dichos excesos, el corregidor consideró que el único culpable era la Audiencia por no respaldar sus actuaciones, sobre todo «en un país donde domina el espíritu de altivez y sovervia con que, siegos las más vezes, los atrevidos se presipitan a dessacatos con el juez»111. Un nuevo frente se añadía a su lucha por recuperar la capitanía a guerra y del que, como veremos más adelante, tampoco salió victorioso. Dado el lastimoso estado a que había llegado la justicia ordinaria con la pérdida de la capitanía a guerra, Ayerbe decide, en última instancia, tratar de resolver el problema acudiendo en persona al rey112, si bien la vía que acabó eligiendo fue la de la representación escrita113. En todas las que dirigió al rey el asunto esencial que se plantea es la decadencia de la real jurisdicción ordinaria en Gran Canaria y sus causas, tanto por lo que respecta al esplendor y autoridad con la que el rey quería que resplandeciera como en los emolumentos que solía rendir114. La razón de la decadencia de su esplendor no era otra que la extensión del fuero militar en las diversas clases de oficialidad de las Milicias canarias, sargentos, ayudantes, artilleros, conductores115 y los que llaman soldados de a caballo, cuyo número se había incrementado mucho en los últimos tiempos116 sin otra pretensión que «el efugio de estar exonerados y esemptos de la justicia
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ordinaria, cometiendo a sombra de privilegio toda clase de excesos»117. La de su autoridad era debida a que sólo conoce de causas de oficio, materia de gobierno y pleitos de pobres e infelices «que acostumbran, por primer paso, hacer informazión de tales y así se les declara», siendo así que los pocos procesos que se presentan de «utilidad y jugo» acuden al juzgado del alcalde mayor que, «como natural i criado en el país, y los vesinos y demás curiales se inclinan a llevarle los negocios, así por esto como por evitar siendo letrado el maior costo de asesorías»118. Y, por último, la decadencia de los emolumentos se debía a: a. El despojo «absoluto» de la capitanía a guerra que, como anexa al corregimiento, ejercieron sus antecesores hasta el inmediato don Nicolás de la Santa y Ariza, por cuya razón se le despachó real título el 3 de noviembre de 1767. b. Las cortas obvenciones que rinde el corregimiento «por ynclinarse las partes litigantes, como hijos de la tierra, por sus fines particulares, a el alcalde mayor letrado que tiene Vuestra Magestad destinado en esta Ysla con igual jurisdi(c)ción, yndependiente a la del corregidor, en lo contencioso»119. c. La desmembración hecha, «pocos años hace», de la Intendencia120 y rentas de la isla de Gran Canaria que, como anexas al corregimiento, promovía algunas utilidades agregadas las dotaciones de uno y otro empleo121. d. El cese de los derechos que solía percibir por licencias de tiendas y puestos públicos, así como de las que deben llevar y sacar los patrones de barcos del tráfico de unas islas a otras122. Con tales rebajas, el empleo había visto reducido sus emolumentos a «los derechos de juicios berbales, que son bien pocos, y, en los más, entra la precisión de condenarlos a costa de la infelicidad de los que los deuían desembolsar», haciendo insuficientes para la manutención de su persona, casa y familia la dotación de 800 ducados. Esta fue la razón, concluye Ayerbe, por la que «en lo primitivo» se permitió que en Gran Canaria estuviesen unidas la capitanía a guerra y el conocimiento de las causas de los militares en lo contencioso al corregimiento123. Pero ahora sucede que están separados y, dado que aún está pendiente la resolución de la competencia, no se podía poner remedio a los inconvenientes señalados sino con un incremento de la dotación o salario del corregimiento «hasta en la cantidad que sea del real veneplácito de Vuestra Magestad» o «hasta donde fuese su deseo»124. Dada la situación creada, la petición de Ayerbe al rey es clara y contundente: que se declare corresponder al corregidor el conocimiento de las causas de sus milicianos en primera instancia, fundando su pretensión en el título de capitán a guerra que se le concedió y que así convenía para «mantener el buen orden y tranquilidad de sus naturales y que no se prevalgan del fuero los delinquentes, como actualmente sucede, con desprecio de la jurisdi(c)ción ordinaria»125. Aun-
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que el fiscal del Consejo de Castilla respalda su petición126, el rey, considerando lo representado por el comandante Fernández Heredia el 8 de noviembre de 1770, resuelve el 13 de marzo de 1771 no considerar la solicitud del corregidor porque el «conocimiento, tanto en las causas civiles como en las criminales de los individuos de los cuerpos de esas milicias, está concedido y debe ejercerlo la jurisdicción militar»127. Con esta real orden queda sancionada definitivamente la pérdida de la capitanía a guerra por los corregidores de Gran Canaria y con ella frustrada la principal reivindicación de Ayerbe Aragón. Otro tanto ocurriría con la pretensión del incremento de su dotación o salario, planteándose en el contexto de su debate la supresión del corregimiento y su transformación en dos alcaldías mayores y una asesoría de guerra, con la singularidad de que dichos empleos se proveerían en naturales de las Islas. El 14 de septiembre de 1770 se expidió real orden128 pidiendo informe al Cabildo de Gran Canaria, con audiencia del síndico personero. Celebrados diferentes acuerdos, en algunos de ellos se insertaron los informes que dieron por escrito el síndico don José Hidalgo Cigala y el abogado titular del Cabildo don Antonio Perdomo, situados ambos «en diámetros opuestos en los pensamientos» por estar el primero a favor y el segundo en contra de las pretensiones del corregidor. El 18 de octubre de 1770 dio su informe el síndico y en él, tras enumerar los ramos que se desmembraron al corregidor y las circunstancias y medios en que juzgaba útil la reunión de las jurisdicciones –la real, política y militar– y los términos en que la graduaba perjudicial, dictaminó era más proporcionado que el gobierno de las Armas quedase en uno de los jefes milicianos de la isla129 y que era conveniente se informase «lo importante que sería unir, acabado el tiempo del expresado correxidor (Ayerbe), ese salario que tira con el de 200 pesos que lleba el alcalde mayor y criar otra alcaldía mayor, dotando igualmente a ambas con ese fondo y arbitrando otros para una asesoría de guerra», proponiendo que «la prouisión de esos empleos fuese en estos naturales». Este dictamen «por entonces fue bien recibido», pero después una parte de los concejales que lo aprobaron comenzaron a disentir «porque lo advirtieron errado o porque les preocupó la contemplación», acordándose en cabildo de 29 de octubre de 1770 que el licenciado don Antonio Perdomo diese su parecer130. Así lo hizo en cabildo de 8 de noviembre y, en él, además de considerar escasa131 y susceptible de aumento132 la dotación de los 800 ducados del corregimiento, señala que si no se verificaba la reunión de las dos jurisdicciones era preferible la extinción del empleo133, que cuando menos competencias ruidosas se dieron entre «jefes y magistrados» fue cuando ambas jurisdicciones estaban en un mismo sujeto134, que ninguna mejora se había notado en la disciplina militar con respecto al tiempo en que el rey proveía en una misma persona los empleos de
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corregidor y capitán a guerra135, que la extinción del corregimiento y erección de dos alcaldías mayores carecía de sentido porque con «quince alcaldes que hay en Canaria, su corregidor y alcalde mayor de letras, sobra justicia y falta gente en que ejecutarla», y, por último, que tampoco era necesaria la erección del empleo de auditor de guerra mediante la abolición del empleo de castellano del rey y aplicación de su renta136. El abogado Perdomo concluye que, si se juzgaba conveniente, el Cabildo podía acudir al príncipe sobre el dictamen del síndico personero, pero también debía hacerlo por sus procuradores de Corte para impedir, por medio de su contradicción, el efecto de sus proyectos e informar a favor del aumento del sueldo de los corregidores y reunión del gobierno de las Armas, arbitrando que dicho aumento se saque de los «arbitrios de las sisas o bien sobre los realengos y baldíos, o, cuando tenga efecto la abolición del empleo de castellano del rey, en aquel sueldo»137. Ante dos dictámenes opuestos, el Cabildo acabó acordando el 3 de diciembre de 1770 se hiciese el prevenido informe con arreglo a lo que «había expuesto el personero y ser suficiente la renta de los 800 ducados, sin necesitarse de aumento». Como en el seno del cuerpo municipal se suscitaran ciertas discrepancias por parte de los concejales partidarios del corregidor Ayerbe en torno a qué informe se debía enviar al rey, Hidalgo solicitó la intervención de la Audiencia para que, revocando los acuerdos perjudiciales138, mandase que el informe se hiciese «según lo acordado antecedentemente», con la precisa expresión de ser suficiente la renta de los 800 ducados que tira el corregidor. Como pedía el síndico, el tribunal acordó el 12 de abril de 1771 revocar los acuerdos de 21 de marzo y 6 de abril y que el Cabildo hiciese el informe según lo acordado en los acuerdos anteriores, «poniendo en él expresamente ser bastante los 800 ducados con que se halla dotada la plaza del corregidor de la isla»139. Con este informe, el rey y el Consejo no tuvieron problema para mantener el sueldo del corregidor en los 800 ducados de su antigua dotación y frustrar las esperanzas de Ayerbe y Aragón de ver mejorados sus emolumentos. De ello siguen quejándose los futuros corregidores como se deduce del informe que el fiscal Izuriaga remite al Consejo el 3 de enero de 1788 relativo a la dotación de corregimientos y alcaldías mayores de real nombramiento, en el que reconoce que las varas han bajado notablemente tanto por la «novedad del fuero militar» como por «la desmedida extención que se le ha dado a dicho fuero para comprehender en él a los vesinos de algunas facultades», sin que dichos jueces ni la Real Audiencia lo hayan podido remediar por muchos recursos que han hecho. Concluyendo que a las personas poderosas se las ha llevado el fuero y considera que aumentar los aranceles para compensar las pérdidas es impracticable «porque, siendo vesinos pobres y causas de oficio las que ban para los juezes reales, no pueden sufrir esta nueva carga y, aun quando se establesca, quedará muchas veses sin efecto por la pobreza y miseria de las partes litigantes»140.
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La pérdida definitiva de la capitanía a guerra y el rechazo al aumento de la dotación del corregimiento contribuyen a agravar el enfrentamiento del corregidor con la Audiencia. A mediados de 1771 se cierne sobre él la amenaza de la suspensión del oficio, con arresto domiciliario y embargo de bienes, pero la Audiencia, a quien el Consejo en 1769 mandó corregir sus excesos, no prosiguió la sustanciación de la causa y todo se redujo a afearle su conducta porque «está en la inteligencia de que le corresponden los dichos derechos como remuneratorios de sus diligencias y atrassos por rassón de los muchos empeños que ha contraído para pozesionarsse en su empleo y de los pocos emolumentos de su jusgado porque todos los vecinos de comveniencia gossan del fuero militar»141. La pretendida visita del corregidor a los pueblos de la isla mantuvo vivo el enfrentamiento al considerar la Audiencia que «los vecindarios estauan imposiuilitados para poder sufrir los gastos que ocasionaua»142. Aunque marchó a Telde, la Audiencia le conminó en varias ocasiones para que abandonara la jurisdicción143, privándole del ejercicio de la jurisdicción en dicha ciudad y multándole con 200 ducados. Amenazó con abandonar la isla144 pero, «atento a estar un poco sosegado este tribunal de apelaciones», renunció a hacerlo hasta ver lo que resolvía el rey, al que había acudido el 30 de noviembre de 1771 exponiendo el lastimoso estado de la jurisdicción ordinaria en Gran Canaria, señalando como único culpable a la Audiencia145 por dejar a los jueces ordinarios sin conocimiento de los autos y, lo que es peor, sin los derechos que por su trabajo deben percibir. Sin duda, es en la percepción de derechos donde radica el enfrentamiento entre Audiencia y corregidor pues, tal como señala éste, lo mismo que sucede con las apelaciones se produce en los juicios verbales, con lo que a los jueces ordinarios sólo les resta «executar las causas de oficio de jentes pobres y juicios verbales desta natularesa, que a la verdad es más conforme el que de un todo se privara por Vuestra Majestad esta plasa de correxidor y se acrecentara a el Real Herario los ochocientos ducados que por este empleo sufre, pues, para verse abatido por los que precisamente había de ser coaiubado, me parese más combeniente»146. Dado el estado calamitoso de la administración de justicia en la isla y las pocas fuerzas para contener semejantes delitos, Ayerbe pide al rey que, dados sus crecidos méritos y hallarse al final de su quinquenio, se le promueva en ascenso a otro corregimiento de España o bien se libren providencias para que cada tribunal use de las facultades y regalías que le han sido conferidas147. A principios de 1772, con la frase «digna de llorar con gotas de sangre es la actual constituzión del correximiento de la isla de la Gran Canaria» resume el estado de su corregimiento, concluyendo que no hay más salida que retirarse a la Corte o mendigar148 debido a lo elevado de los alquileres de las casas149 y de los precios de los víveres y ropas150, debiéndose en consecuencia dictar la providencia oportuna y rápida solución al agravio que se le ha hecho por los ministros de la Audiencia al proceder contra él sin expresa orden de S.M. A requerimiento del Consejo, la Audiencia informó que el culpable era el corre-
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gidor por su irregular e incorregible conducta: cobro de derechos indebidos, composiciones con los delincuentes y personas que propone como alcaldes, imposición de penas sin justificación, etc., existiendo un único punto de coincidencia: el relativo a la cortedad de los emolumentos del corregidor porque los «vecinos de conveniencia» gozan del fuero militar. Finalmente, en agosto de 1773, las diferencias entre la Audiencia y el corregidor fueron resueltas por el Consejo con el dictamen de que, estando próximo a fenecer su «trienio», se «retire immediatamente y que se pase a la Cámara el correspondiente oficio para que consulte S.M. otro que sirva el empleo»151. En su lugar, fue nombrado Ignacio J. Montalvo, quien, aunque lo intentó, tampoco vio satisfechas ninguna de las reivindicaciones de su antecesor en el cargo.
5. A modo de conclusión La pérdida de la capitanía a guerra por los corregidores de Gran Canaria decretada en 1765-66 y ratificada en 1770 vino a alterar el equilibrio existente hasta entonces entre la jurisdicción ordinaria y militar152, pero éste quedaría trastocado por completo con la reforma de las milicias llevada a cabo por Mazía Dávalos entre 1771-72 y la generalización del fuero militar tras la marcha de Ayerbe (1774) por real orden de 20 de mayo de 1775. Ello dio lugar a una intensificación de los conflictos de competencias entre ambas jurisdicciones porque no sólo variaron de jueces las causas de los oficiales sino también las de los soldados, no sometiéndose a la inspección del corregidor sino las que eran puramente civiles. Como diría el corregidor Montalvo, la isla «toma entonces un nuevo semblante. Las llaves de la ciudad pasan a manos de un coronel, natural de ella y hecho gobernador de las armas, al arbitrio de éste se abren y cierran los puertos, salen y entran de la cárcel los presos sin conocimiento de los jueces. El corregidor quedó como un mero espectador de los negocios más importantes a la policía y a la defensa de la isla». De nada sirvió que el corregidor Montalvo expusiera al rey en 1779 que la reforma de las Milicias canarias no pudo hacerse según el modelo de las de España por el estado de la población y los privilegios de los naturales de las Islas, pues la pobreza sola vino a ser el único título de descarte o refugio para el servicio153. En consecuencia, la jurisdicción ordinaria sólo actuaba sobre las gentes infelices y miserables por quedar el resto militar y libre por su fuero154. Con todo, esto no era lo peor pues no sólo tenían fuero los que estaban en el servicio de las armas155 sino los que por su edad o sus achaques ya se habían retirado o se retirarían156, según la innovación introducida por el comandante general marqués de Tabolosos. De aquí el que llegase a la misma conclusión de su inmediato antecesor en el cargo: su empleo y jurisdicción estaba de más en una isla en la que todo el poder se hallaba en las armas.
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Para una visión de conjunto sobre dicho modelo de organización municipal véase SUÁREZ GRIMÓN, V., «La administración local en Canarias entre el Antiguo y el nuevo Régimen: planteamiento metodológico», en Canarias hacia una nueva historia, Santa Cruz de Tenerife, 2005, pp. 13-36. Para el caso de Gran Canaria véase SUÁREZ GRIMÓN, V., El Cabildo de Gran Canaria: Política y gobierno municipal (1633-1833), Inédito. Debe señalarse que las actas del antiguo Cabildo no se conservan por haber desaparecido en el incendio de 1842. Como lugar de residencia de la Capitanía y centro defensivo de las Islas se señaló la ciudad de Las Palmas, en la isla de Gran Canaria. Véase ÁLAMO MARTELL, Mª. D., El capitán general de Canarias en el siglo XVIII, Las Palmas de Gran Canaria, Universidad de Las Palmas de Gran Canaria, 2000. RUMEU DE ARMAS, A., Canarias y el Atlántico. Piraterías y ataques navales, Santa Cruz de Tenerife, Viceconsejería de Cultura y Deportes, 1991 (2ª ed.), Tomo II (segunda parte), pp. 559-571. A.H.P.L.P. Protocolos notariales. Escribano Juan Báez Golfos, leg. 1.129, f. 182, año 1638. A.H.N., Consejos, leg. 13.600, s.f. BÉTHENCOURT MASSIEU, A. (ed.), Historia de Canarias, Las Palmas de Gran Canaria, Ediciones del Cabildo Insular de Gran Canaria, 1995, p. 145; SUÁREZ GRIMÓN, V., «Contribución al estudio de la historia de la fiscalidad en Canarias: exención y uso del papel sellado (1636-1826)», en Boletín Millares Carlo, 17 (1998), pp. 183-236. Representación del corregidor Ayerbe Aragón al rey en 4-08-1770. A.H.N., Consejos, leg. 5.408, exp. 21, ff. 1v.-2r., año 1770. Creemos que, tanto antes como después del establecimiento definitivo del sistema de corregimientos a principios de la década de 1630, los gobernadores de Tenerife sí asumieron la capitanía a guerra o, al menos, así se titulaban (corregidor y capitán a guerra de esta isla de Tenerife y La Palma). Véase FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, L., La formación de la oligarquía concejil en Tenerife (1497-1629), Tesis doctoral inédita, Universidad de La Laguna, junio de 2007. Archivo Marqués de Acialcázar (A.M.A.), leg. Corregidores, exp. sin n°. Representación en las competencias del corregidor de Gran Canaria con el comandante general sobre conocimiento en varios puntos de jurisdicción, año 1782. RUMEU DE ARMAS, op. cit., Tomo II (segunda parte), p. 760. A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. Carta de Ayerbe al comandante general en 1-08-1768. Así reza en la real cédula de nombramiento a favor de don Francisco de Matos, maestre de campo del Tercio de Canaria, el 28 de octubre de 1705 mandando al capitán general don Agustín de Robles «dé la orden que fuere necesaria para su cumplimiento sin permitir que se ponga embarasso alguno en que el dicho don Francisco de Matos gouierne las Armas de la dicha ysla de Canaria en todas las ocasiones en que los cappitanes a guerra estubieren ausentes y enfermos, según lo practicaron los dichos don Miguel de Angulo y don Alexandro Amoreto». A.M.A., libro titulado Colección de testimonios y copia de algunas reales cédulas que interesan a la historia de las islas. Uno de los que no lo aceptaron fue don Antonio Pinto Guisla, quien, a principios de 1710, promueve pleito a don Francisco de Matos, gobernador de las Armas de la isla y regidor perpetuo, sobre pretender «el que, en las ausençias y enfermedades de dicho señor cappitán a guerra, no rrecae en dicho señor otorgante (Francisco de Matos) toda la jurisdissión ordinaria militar que dicho señor tiene enteramente, y sobre querer mandarlo desde dichas ausencias como quien tiene quartada dicha jurisdissión». A.H.P.L.P. Protocolos notariales. Escribano Lucas Bethencourt Cabrera, leg. 1.478, f. 6v., año 1710. Ésta cuestionó la medida en lo referente al fuero militar, pero en ningún caso defendió la posición de los corregidores. Cfr. RUMEU DE ARMAS, op. cit., p. 761. Pese a lo manifestado por Hermosilla, el Cabildo aún continuó disfrutando de algunos privilegios relacionados con la milicia como fue el de proponer
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a los sujetos que habían de ocupar los cargos de oficiales de las compañías que integraban los tres regimientos subsistentes en Las Palmas, Telde y Guía, o el de nombrar castellanos de las tres fortalezas de su dotación. Sobre la liberación del mercado interior véase MACÍAS HERNÁNDEZ, A. M. - OJEDA CABRERA, M., Carlos III y la Ilustración. Legislación ilustrada y sociedad isleña, Santa Cruz de Tenerife, Fundación INSIDES - Caja Canarias, 1988, pp. XXVIII-XXXIII. A.H.N., Consejos, leg. 2.244, exp. 14, s.f., año 1773. Así se recogía en el Libro de Ordenanzas de la Isla, hechas en virtud de real provisión del Consejo de Castilla en Madrid el 22 de diciembre de 1529, y en el título de las cosas que no se pueden sacar fuera de esta isla: «Primeramente, que ninguna ni alguna persona sea osado de sacar fuera de esta Ysla ninguna cosa de mantenimientos que en ella se criaren, ni (h)obieren, ni estaren, anssí de pan como vino y carne y pescado y aceite y quesos y miel e sera y sebo y fruta seca o berde, e(x)cepto naranjas y limas y conserbas y confituras, so pena que la persona que los sacare sin licencia de la Ciudad (h)aya perdido lo que (h)ubiere sacado sin licencia o su valor». MORALES PADRÓN, F. (Transcripción y estudio), Ordenanzas del Concejo de Gran Canaria (1531), Sevilla, 1974. A.H.N., Consejos, leg. 2.244, exp. 14, año 1659. De la ejecución de estas licencias por los puertos del Norte de la isla se encargó al maestre de campo don Tomás Fonte del Hoyo. Se les denominó puertos de primera tierra por su cercanía a la isla de Tenerife. A.H.N., Consejos, leg. 2.244, exp. 14, año 1667. VIERA Y CLAVIJO, J., Noticias de la Historia General de las Islas Canarias, Santa Cruz de Tenerife, Goya, 1971, Tomo II, p. 258. A.H.N., Consejos, leg. 42.663, pieza 13, s.f., año 1702. El Cabildo acordó el 14 de noviembre dar providencia para que el embarque de las Tercias se hiciese por el puerto de la Caleta de la ciudad, a vista de los comisarios nombrados, y sin permitir se sacase más que lo autorizado. A.H.N., Consejos, leg. 42.663, pieza 13, f. 18r., año 1703. Incluso, a principios de 1704, visita Gran Canaria y, aunque por el personero se denuncia que con «abrigo y respecto del señor capitán general se pretendían extraer muchos granos y que, con efecto, con vos de ser de su señoría se estauan embarcando algunos», el Cabildo se limitó a despachar diputación para que le representase el contenido de dicha petición y que mandase cumplir todos los acuerdos hechos por el Cabildo sobre extracción de granos sin que por parte de la Ciudad se haya querido nunca obstaculizar el embarque de granos y comestibles para su casa. El capitán general consideró que lo relativo a la extracción era materia de su incumbencia y, por tanto, daba validez a los acuerdos, al tiempo que ordenaba al corregidor averiguase lo relativo a las «voces del pueblo» que habían motivado dicha petición. La prisión se decretó «por sindicazión del señor general destas islas, atribuiéndola o fundándola en que no permitía sacas de ella para la de Thenerife, oponiéndose lo que pretendía el señor general a sus propios mandatos anteriores y de la Real Audiencia». A.H.N., Consejos, leg. 42.618, f. 20, años 1709-1710. No tuvieron la misma suerte los alcaldes de Guía y Gáldar, que fueron puestos en prisión por el nuevo corregidor, «solamente porque procuraron impedir el arribo de un barco que se dirigía a puerto mandado cerrar». A.H.N., Consejos, leg. 322, exp. 10, s.f., año 1709. A.H.N., Consejos, leg. 305. Carta de 7-11-1719. Siempre que su precio no excediera en lo interior del Reino de 16 reales vellón y de 20 en los embarcaderos. Publicada en Las Palmas el 15 de febrero del año siguiente. A.H.P.L.P. Protocolos notariales. Escribano Pablo de la Cruz Machado, leg. 1.642, f. 107, año 1757. A.H.N., Consejos, leg. 2.244, exp. 14, f. 153r., año 1757.
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A.H.P.L.P. Protocolos notariales. Escribano Pablo de la Cruz Machado, leg. 1.642, f. 579, año 1757. A.H.N., Consejos, leg. 2.244, exp. 14, ff. 112r.-113r., año 1757. A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. Para ello, en cabildo de 11 de septiembre de 1760, se otorga poder al doctor don Domingo Leal del Castillo, secretario de la Nunciatura, y a don Antonio Peraza, agente de negocios en Madrid. A.H.P.L.P. Protocolos notariales. Escribano Pablo de la Cruz Machado, leg. 1.645, f. 222r., año 1760. Su antecesor Rodríguez Moreno tampoco lo hizo «por dispensa que obtuvo». VIERA Y CLAVIJO, op. cit., pp. 371 y 377. Como oidores figuraron Francisco Buitrago (1750), Miguel Barreda (1750-1769) y José García Cavero (1756-1766). Sobre los corregidores de Gran Canaria véase SUÁREZ GRIMÓN, V. J. - GIMÉNEZ LÓPEZ, E., «Corregimiento y corregidores en Gran Canaria en el siglo XVIII», en Vegueta. Anuario de la Facultad de Geografía e Historia, 3 (1997-1998), pp. 117-145. A.G.S., Secretaría de Gracia y Justicia, leg. 156. La Cámara propone sujetos para el corregimiento de la isla de Canaria, 11-11-1758. En su elección fue determinante el apoyo que su nombre encontró en el consejero Tomás Pinto porque, además de ser «de las familias de la primera nobleza de la isla de Tenerife, aunque pobre», por «su genio templado y prudente podrá evitar las competencias que un genio activo originaría entre las dos jurisdicciones de la Audiencia y Comandante General, que suelen ser frecuentes». A.G.S., Secretaría de Gracia y Justicia, leg. 156. Informe de don Tomás Pinto a la pretensión para el corregimiento de la isla de Canaria, 11-11-1758. A.G.S., Secretaría de Gracia y Justicia, lib. 1.571 y Gaceta de Madrid, 26-08-1760, p. 288. ROMERO Y CEBALLOS, I., Diario cronológico histórico de los sucesos elementales, políticos e históricos de esta isla de Gran Canaria (1780-1814), Transcripción y estudio preliminar de Vicente J. SUÁREZ GRIMÓN, Las Palmas de Gran Canaria, Ediciones del Cabildo de Gran Canaria, 2002, Tomos I y II. La pérdida de la capitanía a guerra no sólo influyó en la jurisdicción real ordinaria sino también en la actuación de los primeros diputados del común electos en el Cabildo de Gran Canaria en 1766, pues el escrito dirigido el 20 de noviembre del conde de Aranda solicitando el cierre de los puertos de primera tierra para evitar la extracción de granos hacia Tenerife sólo fue firmado por tres de los cuatro diputados electos, toda vez que don Pedro Westerling no firmó porque «es theniente coronel, dependiente de su gefe y, por tanto, se (h)a declarado en cauildo, en conferencias y en todas ocasiones, opuesto a este remedio porque sólo quien lo toca puede conoser la esclauitud con que se sirue en esta tierra». Téngase en cuenta que en este momento recaía en el comandante general la facultad de permitir la extracción. A.H.N., Consejos, leg. 2.238, exp. 17, s.f., año 1766. A.H.N., Consejos, leg. 2.244, exp. 14, s.f., año 1757. Bernardi argumentará que tal medida fue tomada para «sorprenderle en este gobierno», siendo así que se tomó en junio y él llegó a Santa Cruz el 3 de julio de 1764. Don Rodrigo Peraza había hecho un exhorto el 31 de julio al alcalde mayor de la isla para que recogiese el auto que había publicado el 27 de julio prohibiendo enteramente la extracción debido a la cortedad de la cosecha en dicha isla y en Fuerteventura. A.H.N., Consejos, leg. 2.244, exp. 14, ff. 13v.-14r., año 1765. Ídem, f. 48r. Éstos y otros no los presidió el corregidor sino el alcalde mayor de la Torre, quizás debido a las órdenes recibidas del comandante para que consintiese la extracción o porque, por tal motivo, estuviese recusado por los regidores. Tan sólo se ha localizado presidiendo un cabildo el 27 de agosto para otorgar poder a don Carlos Barta, agente de negocios en Madrid, para que pidiese se mandaran guardar al Cabildo los privilegios que goza y que se le han intentado perturbar y quitar su posesión.
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A.H.N., Consejos, leg. 2.238, exp. 17, s.f., año 1765. La representación se dice está hecha «por el amor al prójimo y a su patria». Ibídem. Era norma o costumbre habitual de la isla de Gran Canaria que en los años de escasez o necesidad se hiciese una puntual tazmía con el objeto de que, reservándose el preciso alimento de sus habitantes, sus dueños pudieran embarcar el sobrante según les conviniera y sin que por ello se les negara la licencia. Sin embargo, la cortedad de las cosechas habida desde fines de la década de 1750 no permitió hacer tal previsión o acopio de granos por sobrevenir calamidad sobre calamidad. Esto, unido, como señala el Cabildo, a «la libre salida de toda especie de frutos que ha habido y hay por los puertos de la primera tierra, cortando las debidas disposiciones de esta Ciudad, (a fin de evitar este perjudicial desorden), las de los señores comandantes generales que, por informes poco veraces, han dispensado las suyas creyéndolas justificadas», terminó por romper el tradicional equilibrio entre abastecimiento del mercado interno y la extracción de los granos sobrantes a favor de esta última en un periodo de máxima escasez y en una isla en la que, según señala el Cabildo, las tierras no sólo producían menos que antes sino que la población era mayor y podía suceder que no entrase socorro alguno de fuera. El Cabildo señala que en los años en que esto ha sucedido «ha sido a costa de quedar aniquilados enteramente los pocos sujetos que por razón de sus rentas pueden sufrir el aumento de costos, no pudiendo este Cabildo por su parte servir de alivio en estos casos a su país por lo escaso de sus propios, de lo que se sigue padecer el pobre alimentándose de yerbas y raíces perjudiciales a su salud, de lo que resultan epidemias que comprenden a toda clase de personas, como se ha experimentado, añadiéndose a esto el que como la necesidad carece de ley, amotinados los pueblos piden su sustento con desautoridad de la Justicia, voceando que viva el rey y muera el mal gobierno, atribuyendo a descuido y omisión de los superiores su infelicidad, sin poder usar de arbitrios para contenerlos por no exasperarlos más y que se precipiten a una total ruina cuando pausadamente les hace perecer la falta del alimento necesario». Ibídem. El comandante general había dado órdenes al corregidor para embarcar dichos granos hacia la isla de Tenerife sin notificarlo al Cabildo y sin contar con la certificación del acuerdo en el que se trataba si era precisa o no la preferencia de la isla para su compra. El Cabildo, lamentando no poder dar a Tenerife todo el grano que demanda por la escasez que se padece, se opone a tales órdenes por considerar que la ejecución de este método o práctica en otros años podía dar lugar a que en la isla se produjere falta de granos. No es fácil determinar si el problema radicaba en la extracción o en el hecho de que la misma escapase al control del Cabildo al no hacerse por el puerto principal de la Luz, o bien a que no se realizase por las balandras y barcos destinados al tráfico de dicho puerto que se hallaban parados por falta de carga ante la competencia que les hacían dichos «barquillos». Como señalara el propio Cabildo de Gran Canaria, la construcción de estos barcos de primera tierra se permitió «con la precisa cualidad de no usar timón ni vela, coartándolos de este modo para que no pudiesen alejarse de estas costas y sólo sirviesen de surtir a esta ciudad y demás lugares de pescado fresco, previéndose en aquel entonces los perjuicios que pudieran resultar de su tráfico de aquellos puertos (de primera tierra) a los de otras islas». Estos «barquillos», añade el Cabildo, eran conocidos en Gran Canaria con el nombre de «lima sorda» porque consumen al país y estaban causando un notable perjuicio no sólo a la isla sino también a la hacienda real «a causa del desprecio que merece su pequeñes para no advertir sus salidas del puerto de Santa Cruz, siéndoles muy fácil arrimarse a cualesquiera de aquellas embarcaciones surtas y trasbordarles cuanto puedan conducir». Esto se había comprobado en el propio puerto de la Luz, a donde por el mes de marzo de 1765 había llegado uno de ellos y desembarcó, a las ocho de la mañana y en la Caleta de la ciudad, una porción de tabaco, aprehendida por los guardas de esta renta «más por la casualidad de la hora que por su cuidado». Y, si esto era lo que ocurría en un puerto público donde no faltaban guardas y otras personas que podían verlo, qué no sucederá en los de la primera tierra, solitarios y sin ministros que puedan guardarlos, pues «aunque hay uno, vive tan distante de ellos que, cuando tiene la noticia de haber llegado barco, ya tienen asegurado el
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fraude los introductores». Sobre ello señala el Cabildo que, «bien lo vociferan los estanqueros de aquellos lugares de Guía, Gáldar y Agaete, quejándose del poco consumo que tienen sus administraciones después que llegaron las embarcaciones de la América, y con más exceso debe presumirse sucederá esto con géneros que correspondan a rentas generales». A.H.N., Consejos, leg. 2.238, exp. 17, s.f., año 1765. A.H.N., Consejos, leg. 2.242, exp. 4, s.f., año 1769 y leg. 2.238, exp. 17, f. 4r., año 1769. En abril de 1797, el fiscal de la Audiencia de Canarias Zuasnavar y Francia expresó la misma opinión al señalar que si la Audiencia mantenía su parecer frente a lo decretado por el comandante general «daba ocasión a una especie de guerra civil». A.H.N., Consejos, leg. 2.159, exp. 20, f. 8r., año 1797. RUMEU DE ARMAS, op. cit., p. 760. A.H.N., Consejos, leg. 2.444, exp. 14, pieza 5, f. 1r., año 1765. A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. Este ascenso tendrá su recompensa final con la concesión por Carlos III el 23 de septiembre de 1777 del título de Castilla de conde de la Vega Grande de Guadalupe, agregado en 1785 a los mayorazgos de la casa de Amoreto. Véase SUÁREZ GRIMÓN, V., La propiedad pública, vinculada y eclesiástica en Gran Canaria en la crisis del Antiguo Régimen, Las Palmas, Ediciones del Cabildo Insular de Gran Canaria, 1987, Tomo II. En él se penaba con 500 ducados y 8 años de presidio a los nobles y 200 azotes y 10 años del mismo presidio a los plebeyos que extraigan de dicha isla para las demás y con otras penas a los patrones de los barcos que intervengan en la extracción. Cuando se fue a desfijar a los nueve días prevenidos, no se encontró «a causa de haberse roto». VIERA Y CLAVIJO, op. cit., pp. 377-378. El cumplimiento de dicho auto se encargó al gobernador de las Armas de la isla. Estas penas eran de 1.000 ducados y 10 años de presidio a los nobles, 10 años de presidio y confiscación de todos sus bienes a los del estado llano y plebeyos y las mismas penas a los patronos y gente de los barcos de este tráfico. En los puertos y caletas de la isla apostarían dos o más soldados para garantizar la libre extracción y obstaculizar los registros de los ministros archeros, haciendo uso de la fuerza y arrestándoles si fuese necesario. En Las Palmas, por voz del pregonero Sebastián Gil, se publicó la tarde del 22 de abril de 1765, a son de tambor y 21 soldados con bayoneta calada, incluidos dos ayudantes, dos cabos y el tambor, en la Plaza de Santa Ana, en la esquina de la calle de los oficios públicos que llaman de la Herrería y en la calle mayor de Triana, frente al pilar, parajes acostumbrados, a cuyos actos concurrió «mucho número de jenttes», quedando fijado en uno de los pilares de las casas consistoriales por Juan de Zubiaga, escribano público. A.H.N., Consejos, leg. 2.244, exp. 14, s.f., año 1765. Ídem, f. 174r. El Consejo también dispuso se informase de la tasa de permisión que se estimase conveniente establecer, tomando como referencia los valores de los cuatro últimos quinquenios, con intervención del fiscal de la Audiencia y de un diputado de cada isla. Ídem, s.f. A.H.N., Consejos, leg. 2.244 y 2.159, exps. 14 y 20, f. 7r.-v., año 1765. VIERA Y CLAVIJO, op. cit., p. 378. La orden fue notificada por Squilache a la Audiencia y al comandante Bernardi para su cumplimiento. El bando del comandante fue retirado por don José A. Penichet, escribano de Cámara. El del alcalde mayor no se recogió por haberse roto en los nueve días que estuvo expuesto. En los libros del Acuerdo no se hizo anotación alguna sobre ellos porque, al no ser de autoría de la Audiencia, no se sentaron en ellos. A.H.N., Consejos, leg. 2.244, exp. 14, f. 214r.-v. RUMEU DE ARMAS, op. cit., Tomo II (segunda parte), p. 761. A.M.A., leg. Castillo 3, exp. 31. El 23 de marzo de 1767, a los pocos días de enfermar, murió en Santa Cruz a la edad de 54 años, siendo sepultado en el convento de San Francisco. VIERA Y CLAVIJO, op. cit., p. 379.
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A.M.A., leg. Castillo 3, exp. 31. Ídem. Carta de Ayerbe al comandante Fernández Heredia en 1-08-1768. Así lo manifiesta Ayerbe a don José Vázquez de Agüero, su agente en la Corte, en carta de 5-011769. A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. Ayerbe señala en 1770 que por su actitud se había perdido que «el que fuese corregidor tuviese por conección el gobierno de las Armas y conocimiento de las causas de estos milicianos», en tanto que Montalvo dirá en 1779 que, por una renuncia violenta, «se despojó él y sus sucesores de todo gobierno militar». Así lo reconoce el propio Ayerbe en carta dirigida a Fray Juan de Servera, obispo electo de la diócesis de Canaria, el 22 de agosto de 1769, dando sus parabienes por la elección «de un paisano tan ynmediato de mi patria, de que carece de seguro esta ysla, por ser mi cuna de la villa de Alquezar (1709), Diósecis de Huesca y partido de Barbastro, del Reyno de Aragón y ambos de una corona». Quizás fuese la única noticia agradable recibida en su estancia en la isla tal como lo recoge en su carta: «La noticia de hauerse conferido a Vuestra Señoría Ylustrísima este obispado me (h)a puesto en el justo alboroso y presisa satisfa(c)ción de hauer dado el rey un prelado tan digno y meritorio como la fama pública de Vuestra Señoría Ylustrísima. Y assí espero encontrar en su venigna propención todo el fauor y consuelo que necesito en un todo y, en particular, en el empleo que exerso de corregidor y capitán a guerra desta Ysla». A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. Carta de Ayerbe al obispo Servera el 22-08-1769. En 1765, por estar para cumplirse el «quinquenio» del corregidor de la Santa y Ariza, la Cámara formó terna para proveer el corregimiento grancanario. Sobre la confección de la terna y elección véase GIMÉNEZ LÓPEZ - SUÁREZ GRIMÓN, art. cit., pp. 132-133. La resolución real fue fechada el 5 de junio de 1767. A.G.S., Secretaría de Gracia y Justicia, lib. 1.573 y Gaceta de Madrid, 22 de septiembre de 1767, p. 306. A.G.S., Secretaría de Gracia y Justicia, leg. 160. La Cámara propone sujetos para el corregimiento de la villa de San Clemente, 19 de junio de 1769. Ayerbe dice que tal honor se le confirió el 16 de diciembre de 1767. También la tuvo del contenido de la real orden comunicada por Muniaín a Bernardi. A.M.A., leg. Castillo 3, exp. 31. Se refería a la resolución por la que el rey declaró, a consulta del Consejo de Guerra y a consecuencia de instancia entablada con igual motivo por don Juan Domingo de la Cavada, corregidor de la isla, «tocarle y pertenecerle dicho conosimiento (el de las causas y negocios de la gente de guerra) que se (h)auía abrogado el mismo coronel de Milicias». En virtud de dicha real declaración se quitó dicho conocimiento, «volviendo a abocárselo el correxidor, que continuó en el resto de su tiempo y lo propio el que le sucedió, que fue el referido don Nicolás de la Santa». A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. Carta de Ayerbe al comandante general en 1-081768. A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. Carta de Ayerbe al comandante general en 1-08-1768. En 1768 Ayerbe escribe al comandante Fernández Heredia que, «en este tiempo, se conservó en el corregidor, que lo hera don Anselmo Quintín, la jurisdi(c)ción militar para todo lo contenciosso y sólo la dis(c)iplina de ella a dicho señor don Joseph Andonaegui». A.M.A., legs. Corregidores exp. sin nº y Castillo 3, exp. 31. Cartas de Ayerbe Aragón en 1-08-1768 y 28-09-1768. Falta de carruaje hasta Cádiz y barco hasta las Islas. Las propias palabras de su mujer doña María Tomasa Rivera y Salazar son bastante expresivas al respecto cuando señala «ya, gracias a Dios, llegué a esta Ysla después de experimentar en mis largas caminatas considerables atrasos y contratiempos, y, cuando creía resarcirlos con la quietud de este corregimiento, encuentra no poco que ofrecer a Dios mi marido, viéndose enteramente desautorisado y sin el gobierno de las Armas, que es lo que, hasta aquí, le (h)a hecho apetecible». A.M.A., leg. Castillo 3, exp. 31. Carta a don Manuel Ventura Figueroa en 1-081768 para que medie ante el conde de Aranda o el ministro de la guerra para mejorar la situación de su marido.
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A.M.A., leg. Castillo 3, exp. 31. Ídem. 92 Debió empeñarse «demaciadamente, assí para satisfacer los costos de derecho de media anata como en las pressissas ynpenssas de su hauilitación, transporte y embarque». 93 A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. Carta de Ayerbe al comandante general en 1-08-1768. 94 Ídem. 95 Con tan sólo unos meses al frente del corregimiento, Ayerbe manifiesta al fiscal del Consejo de Guerra que, sin el conocimiento de las causas y negocios de la gente de guerra de la isla, «se hace muy difícil la recta administración de Justicia y el desempeño de la obligación en el empleo de corregidor a causa de las continuas competencias que se veía en la precisión de entablar con el jefe militar, coronel de Milicias en ellas, haún en assumptos cuyo conosimiento toca y pertenece privativamente a la jurisdicción real ordinaria, siguiéndose de aquí muchos desafueros con que procuran lastimarla los díscolos y atrevidos a sombra de tener un título de artillero, sargento o conductor sin exercicio ni salario alguno, siendo al mismo passo los tales sujetos una gente de poco o ningún lustre y circunstancias aplicados a varios oficios menestrales de la república». Y concluía que estas consideraciones fueron las que, sin duda, motivaron la antigua resolución de que estuviesen unidas en esta isla ambas jurisdicciones (la ordinaria y la militar). 96 Un empleo al que aspiró Ayerbe, una vez conocida la pérdida de la capitanía a guerra, fue el corregimiento de Tenerife-La Palma, vacante durante casi un año. Así lo encargó a don Francisco Barrena, su agente en la Corte, a quien escribe el 21 de agosto de 1769 para que desista del empeño por haberse proveído. A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. Carta de Ayerbe al comandante general en 1-08-1768. 97 Don Francisco de la Mata Linares, don Andrés de Maravel Vera y don Pedro León Escandón, a quienes pide que atiendan su instancia teniendo en cuenta, además de los argumentos de la Santa y Ariza, «la siniestra voluntaria inteligencia que tanto por el actual commandante general como por dicho coronel de milicias se (h)a dado a la real orden comunicada por medio del señor Muniaín, pues reduciéndose únicamente a concederle el mando militar, lo (h)a extendido a el conosimiento de todas las caussas de estos militares milicianos, fundamento legal que por sí sólo destruye el yntento contrario aun quando faltasen los sólidos motivos apuntados». A.M.A., leg. Castillo 3, exp. 31. 98 A don Francisco Gerónimo de Herrán escribió Ayerbe se sirviese «esforzar» dicha instancia atendiendo a la justicia que le asiste «y el hallarme privado de la percepción de los lexítimos derechos que me corresponden a concequencia de el mencionado real título muy posterior a la citada carta (orden)». 99 Aunque con anterioridad Ayerbe se había dirigido al presidente del Consejo de Castilla, el 7 de enero de 1769 le envió la representación y documentos justificativos sobre la competencia, siendo éste el único que le contestó el 20 de abril manifestándole haber pasado al Consejo los pliegos de dicha competencia sobre la que «se daría breve resolución». A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. 100 Antes de emprender viaje a las Islas, Ayerbe dejó encomendados sus negocios en la Corte a don Francisco Barrena, pero éste no le envió «la mínima noticia del estado de dicha competencia, sin duda por no hauer solicitado y exforsado el despacho». Ayerbe llega a afirmar que la falta de respuesta de su agente le hacía «recelar hauer yntervenido sorpresa de mis cartas, pues de modo alguno tengo motivo de dudar del fauor que me ofreció vuestra merced antes de mi partida», lo cual le había ocasionado bastantes perjuicios por el retraso en el despacho de los recursos que tenía pendientes en la Corte, sobre todo «la competencia que pende en el Supremo Consejo de Guerra acerca de la capitanía a guerra». Y ello a pesar de haber dirigido sus cartas «por mano del capellán de las religiosas de Pinto llamado don Pablo, que también hacía oficio de sacristán». Cabría preguntarse si la falta de respuesta de Barrena se debía a no verse recompensando por Ayerbe, tal y como éste mismo señala en su misiva, pues le dice «no extrañe vuestra merced el que no le (h)aya dirigido ajencias particulares desde aquí pues, los pleitos de que apelan las 91
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partes en la Audiencia, que son los que exseden de mill ducados, van a la de Sevilla, y los demás son por lo común reducidos a mucho papelaje y poco útil». Ayerbe también le recuerda que le encargó, con remisión del poder del interesado, la solicitud de una ración de la S.I.C. para don Pedro del Manzano, capellán real en ella, que ofreció hasta 800 pesos, de que su padre hizo vale a Ayerbe y tenía en su poder, y «tampoco (h)e sauido el rumbo que llevó aquel pliego, vien que ya se proveyeron las que estauan vacantes, con no poco desconsuelo del pretendiente por no saber si se dio o no algún passo por vuestra merced en este assumpto», añadiéndole tuviese en cuenta lo dicho «para no omitirlo en casso de ocurrir otra vacante». A.M.A., leg. Castillo 3, exp. 31. Carta de Ayerbe Aragón a Francisco Barrena en 28-09-1769. 101 Entre ellos don Manuel Ventura de Figueroa, a quien tanto Ayerbe (1-08-1768 para que mire la instancia remitida al presidente del Consejo y defienda su causa para defender «el honor de mi empleo y decoro de mi persona») como su mujer (1-08-1768 para que medie ante el conde de Aranda o ministro de la guerra para mejorar la situación de su marido) habían dirigido varias cartas desde su llegada a las Islas, por cuya razón en carta de 11 de octubre de 1769 le manifiesta «que me tiene con no poco cuidado la duda de si habrán llegado o no a manos de V.S.Y. varias cartas que yo y su paisana de V.S.Y. le hemos dirigido desde estas yslas desde nuestra llegada a ellas por el deceo que nos asiste de sauer de la salud de V.S.Y. y toda su cassa». Asimismo, le recuerda que le tiene suplicado se sirviese favorecerle «coadyuvando al restablecimiento de las facultades de mi empleo que padecen mucha decadencia, con expecialidad por el despojo de la capitanía a guerra que me tiene hecho este coronel de milicias hauiendo estado anexsa al corregimiento desde su creación». El portador de esta misiva fue don Dionisio O’daly, vecino de La Palma y «sujeto de notorias circunstancias … a quien devo muchas finessas», encargado también de tomar razón del estado del negocio visitando y hablando con Barrena, a quien encontraría «en la cobachuela del Consejo de Yndias, o allí dará razón de su possada o destino». Ídem. Cartas de 1-08-1768 y 11-10-1769. 102 Ayerbe señala que por la falta de resolución de la competencia por el Consejo de Guerra estaba «padeciendo un notable atrasso de emolumentos mediante a que con este desfalque se halla reducida la jurisdi(c)ción real ordinaria a conoser únicamente de las caussas de oficio y jente miserable por la multitud de militares milicianos que, exerciendo los más de ellos oficios mecánicos sin exercicio de las armas ni prest alguno se amparan del fuero militar, aunque sean negros, a título de artilleros, conductores y soldados de a cavallo, subssitando a cada passo competencias con que se le embarasa el tiempo y quedan ynpugnes las más vezes los reos». Ídem. Carta de Ayerbe a don Manuel Ventura de Figueroa en 11-10-1769. 103 Así lo dice a su apoderado Barrena el 21 de junio de 1769, comunicándole que el presente pliego lo enviaba con un amigo para que lo pusiese en sus manos «y que recoja la respuesta y que me la remita vajo de cubierta con el sobrescripto que diga: a don Augustín Sevallos, ynqquisidor del Santo Tribunal de estas Yslas, y, si acaso se descuida éste, execútelo vuestra merced en la misma conformidad». Ídem. Carta de Ayerbe a Barrena en 21-08-1769. 104 Ídem. 105 Ayerbe señala que se consume «lo más de el tiempo en controversias con dicho governador de las Armas por la multitud de sujetos que, sin sueldo ni exercicio, y muchos sin el competente título, se abroquelan con el fuero militar en graue daño de la caussa pública». Ídem. Carta de Ayerbe a don Manuel Ventura de Figueroa en 11-10-1769. 106 Ídem. Carta de Ayerbe Aragón al rey en 28-09-1769. 107 Sobre todo en el mandato de los corregidores Ayerbe, Montalvo, Cano y Eguiluz. 108 A.H.N., Consejos, leg. 2.242, exp. 4, s.f., año 1769. 109 Tal situación fue la que llevó a Ayerbe a pedir en reiteradas ocasiones el ser promovido a otro corregimiento de España o el retiro, máxime cuando el objetivo perseguido por la Audiencia era la supresión del corregimiento y la creación de otro alcalde mayor con aumento de sueldo. 110 Se le acusa de percibir derechos indebidos, fruto de los ajustes y convenios alcanzados con las partes o con las personas que proponía a la Audiencia para servir las varas de alcaldes en los
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pueblos de la isla con el argumento de que eran «adealas y regalías de su empleo», y de imponer y exigir penas pecuniarias sin la debida justificación. 111 Informe al rey y Consejo en 12-11-1769. A.H.N., Consejos, leg. 2.242, exp. 4, s.f., año 1769. 112 A principios de mayo de 1770 planteó al comandante Fernández Heredia que, para remedio de este asunto y otros de más entidad, «estoy resuelto yr a la corte ya que no alcanzan escriptos, que sólo para executarlo espero lizencia del rey y aprovación de vuestra excelencia». A.M.A., leg. Castillo 3, exp. 31. Carta de Ayerbe a Fernández Heredia en 9-05-1770. 113 La primera se envió en 1769, a los 16 meses de posesionarse en el empleo, por medio de don Manuel Roda y las siguientes en mayo, agosto y diciembre de 1770. 114 Desde fecha temprana, Ayerbe puso de manifiesto el «estado deplorable en que se halla este correximiento» así como la dificultad de subsistir en él de no lograrse alguna reforma «que sea capaz de autorissar y hacer reparable el empleo sin que se le prive tampoco de las lexítimas ob(v)enciones que le competen al que lo exerse». A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. 115 Ayerbe duda que los artilleros se ejerciten con el cañón u otras funciones «propias de su ministerio», y de los conductores cree que «no tienen ni conserban la yunta o yuntas de bueies que cada uno debe mantener para la exapta obseruancia de semejante exercicio». Y añade que tanto unos como otros lo «son de nombre y en los accidentes, pero no en la sustancia», siendo esto lo que acaba dando lugar a promover competencias, faltar al debido respeto de la justicia ordinaria y permanencia de este «género de gentes con sus depravadas costumbres». A.H.N., Consejos, leg. 5.408, exp. 21, ff. 1v.-3v., año 1770. 116 Ayerbe fija su número en más de 50 empleos, «indiferentemente entre toda casta de gentes, blancos y mulatos de conveniencia, y sin ellas, pues, se verifica que todos los que solicitan títulos de esta naturaleza los obtienen en (la) comandancia general, como lo acredita la experiencia de muchos que últimamente se han revestido de este privilegio, sin otro fin, idea ni interés, y menos ejercicio respectivo de sus plazas, que eximirse por tal medio de la jurisdicción real ordinaria, desacatándose a cada paso con la Justicia, promoviendo competencias con los militares, incluso cuando delinquen en sus oficios, tratos y negociaciones, de que buscan su vida y de que suelen quedar sin castigo por el largo recurso y dilatada decisión de las controversias que se subsistan». A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. Representación de 25-05-1770. 117 Ayerbe señala que cuando se forma proceso contra algún miliciano, sus excesos quedan impunes, pues, «me acredita la experiencia que, una vez formada aquí la competencia, logran los reos de esta clase su livertad y, lo peor de todo, correr sin freno en sus depravadas costumbres». A.H.N., Consejos, leg. 5.408, exp. 21, ff. 1v.-2r. y 3v., año 1770. 118 A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. Representación de 25-05-1770. 119 A.M.A., leg. Castillo 3, exp. 31. Carta de Ayerbe Aragón el 28-09-1769. En carta al conde de Aranda el 8 de julio de 1769, Ayerbe insiste en que los emolumentos, perdida la capitanía a guerra, son pocos o ningunos por llevárselos el teniente pues «no llegan a seis las execuciones que (h)e despachado en más de un año que me hallo aquí por ser natural dicho theniente de esta Ysla y yo forastero caresco de toda amistad y parentesco». Ídem. Pese a lo dicho por Ayerbe, los alcaldes mayores de la isla también resultaron perjudicados con la pérdida de la capitanía a guerra. Así se recoge en el informe remitido por la Audiencia al Consejo el 23 de diciembre de 1767 en relación con la petición para dotar la vara de alcalde mayor de Gran Canaria, en el que se señala que los emolumentos del poyo, según la relación que habían dado los tenientes que sirvieron la vara desde 1754 hasta 1764 en que entró a servir el empleo don Miguel de la Torre, salen a 500 pesos escudos por año, aunque en adelante pueden ser menores «por las muchas personas que gozan del fuero militar y porque desde el año antecedente se separó por real orden el Govierno de las Armas al corregimiento, a que siempre había estado anexo, de que se sigue faltar al alcalde mayor los derechos de las asesorías de aquel Juzgado que, teniéndolo el corregidor, era regular remitirle, lo que no hará el que tenga el Govierno de las Armas por la emulación con que aquí se miran entre sí los jueces de estos dos ramos». En la representación que el alcalde mayor Pedro Villaseca dirige a Campomanes el 9 de julio de 1771 exponiendo los in-
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convenientes que encontraba en el gobierno de la isla, en especial el originado por los milicianos, señala que tanto la isla como el empleo están en un estado deplorable pues éste sólo tiene una dotación de 2.000 reales anuales, razón por la que había tenido que mandar a su criado a España. El criado fue quien llevó la representación pues, por la falta de correo que sufren las Islas, no había conducto seguro para dirigir al rey u otro tribunal representación sobre queja o recurso contra «algún sujeto poderoso». A.H.N., Consejos, leg. 5.987, exp. 68, s.f., año 1767; y leg. 2.238, exp. 14, s.f., año 1771. 120 PERAZA DE AYALA, J., «La Intendencia en Canarias», en Obras de José Peraza de Ayala. Selección 1928-1986, Las Palmas de Gran Canaria, Consejería de la Presidencia, 1988, Tomo II, pp. 401-416. Creada en 1718, en 1720 fue asesinado el intendente Ceballos y por real despacho de 11 de julio de 1724 quedó suprimida. 121 Ayerbe señala que, como la Intendencia se ha puesto a cargo de los comandantes generales, se aumenta el «desfalque» apuntado, al paso que de día en día aumentan los gastos y costos, pues, aun muchos que no debía sufrir el corregidor, los estaba experimentando en la actualidad, tal como sucedía «de llevarles portes en la estafeta de diversos pliegos y carttas dirixidas meramente de oficio, tanto desde esta Corte como de otras partes de la península, que son mui frequentes y no de poco bolumen los más de ellos, con el motivo del conocimiento sobre Temporalidades de los regulares de la Compañía, correspondencia que exije este punto entre las Juntas municipales establecidas a este efecto, por cuia causa llega a ser de considerazión el desembolso para satisfacer los expresados portes». Con las temporalidades de los jesuitas había ocurrido que, a principios de 1770, habían llegado unos pliegos del rey sobre el establecimiento de distintas escuelas en el Colegio Imperial de Madrid que fue de los jesuitas y otros planes anteriores, «que han sido muchísimos sobre vienes de los dichos regulares», y don Fulgencio Arturo, empleado del correo de la isla, le había hecho exhibir el porte. Ayerbe, «al principio de este indevido desembolso», pasó recado con la remesa de algunos pliegos a don Fernando del Castillo, como presidente de la Junta que entendía de la expulsión de los jesuitas, para que se encargara de ellos pero «no los quiso admitir». Concluyendo Ayerbe con un lacónico «creen en España que el corregidor de Canaria está entendiendo como por allá en esta materia», y Fulgencio no los quiere entregar si no se exhiben 22 reales de plata. Por ello, señala Ayerbe, se ve en la necesidad de suplicar al rey tome resolución sobre este punto para evitar este nuevo gravamen del empleo. A.M.A., leg. Castillo 3, exp. 31. Carta de Ayerbe a Fernández Heredia en 9-05-1770. 122 En información realizada en 1789 a petición del personero Juan Reyes Cabrera se señala que, entre los derechos que pagaban los navíos, salvo los de América, al entrar en puerto figuraban los 66 reales que antes percibía el corregidor y ahora el gobernador de las Armas. A.H.N., Consejos, leg. 2.815, exp. 10, s.f. 123 A.M.A., leg. Corregimientos, exp. sin n°. Representación de 25-05-1770. 124 Además de por lo dicho, Ayerbe justificaba dicho aumento en: a. Tener a su cuidado lo perteneciente a economía, asistencia a los acuerdos del Cabildo y cumplimiento de las reales órdenes que de oficio se le dirigen por las Secretarías y Consejos. b. La «cortedad del poyo y no alcansar la doctación por la carestía de viveres y ropas, ni hauer para mi presisa manutención y de mi familia, cossa que se haría yncreíble a no tocarlo con la experiencia», a lo que se añadía el agravante de no haberse concedido, como se hizo con sus antecesores, los 200 ducados por ayuda de costa que se les daba en el momento de su ingreso. A.M.A., leg. Castillo 3, exp. 31. Cartas de Ayerbe en 28-09-1769 y 11-10-1769. 125 A.H.N., Consejos, leg. 5.231, exp. 7, s.f., año 1770. 126 En su dictamen de 3 de marzo de 1771 señala que el arrojo de los milicianos de la isla de Canaria exige la mayor atención y remedio previo a contenerlos, para lo cual se debía poner en conocimiento del rey a fin de que expida las providencias necesarias que atajen éste o iguales recursos y hagan respetable la real jurisdicción. 127 A.H.N., Consejos, leg. 5.408, exp. 22, f. 40r. 128 Quedó inserta en cabildo de 13 de octubre del mismo año.
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El abogado Antonio Perdomo dice del síndico Hidalgo que «se halla instruido a fondo en el manejo de la jurisdicción militar por las justas confianzas de aquel jefe a su literatura y conducta». A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. 130 A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. 131 Según la actual constitución del país, señalaba Perdomo, el sueldo de los 800 ducados era escaso para el sostenimiento de cualquier casa y persona con el más mínimo decoro y decencia debida al «empleo de corregidor-intendente, primero jefe de la provincia y cabeza del Ayuntamiento de esta isla, capital de las siete», hallándose despojado «de el gobierno de las Armas y de los demás ramos que abultaban el ingreso anual, sin ser de consideración lo que resta por razón de la real jurisdicción ordinaria por acudir las partes a el señor juez letrado pera evitar los costos de asesoría, considerando otros ahorros de este modo que únicamente se le podrán considerar a el señor corregidor mil ducados escasos con el poyo que se reduce a algunas firmas y juicios verbales por reportar la utilidad de lo contensioso cuasi en el todo los señores alcaldes mayores». Estima el abogado que el sueldo del corregidor debía graduarse en la misma cantidad que la asignada a la plaza de un ministro abogado (para su adelantamiento expondría el arbitrio conveniente sin gravar al público). 132 Perdomo considera que, por lo útil y necesario que siempre han sido los empleos de corregidores e intendentes a la Corona, más que pensar en su extinción se ha tratado de mantener su decoro aumentando el sueldo cuando no es suficiente según la constitución de los tiempos y con respecto a los continentes de cada país o provincia. 133 En caso de no tener efecto dicha reunión, señala Perdomo, «será menor inconveniente extinguir el empleo de corregidor que ver la persona de el que lo sirviere enteramente desautorizada y despojada de aquel esplendor que, en cierto modo, captaba el general respeto de estos naturales, con particular decoro de su cuerpo el Ayuntamiento», añadiendo que de suprimirse los corregidores y crearse nuevos alcaldes mayores, éstos «padecerá(n) casi igual fortuna no verificada la reunión del gobierno de Armas». 134 El abogado estima, respecto a los inconvenientes que pudieran o no hacer incompatibles estos empleos, que el síndico podía acreditar, por haber manejado la jurisdicción real ordinaria de la isla durante siete años en tiempos del corregidor don Juan de la Cavada y en el discurso «de treinta años de bufete en esta isla», que cuando menos competencias ruidosas se dieron entre «jefes y magistrados» fue cuando ambas jurisdicciones recaían en el mismo individuo. Igual testimonio podía dar por el conocimiento que tiene en el manejo de la jurisdicción militar y haber experimentado de cerca los desaires que han padecido los jueces ordinarios «de muchas personas de soez condición que, o por tener una yunta para ganar su vida en jornales de arada, toma un título de conductores y otros, conociendo su vida reprensible y genial descompostura, temiendo el castigo toman en la isla de Tenerife un título de artillero por doce o catorce reales de plata, y ¿éstos para qué?, ¿para ocupar su persona en el servicio del príncipe y manejo de la artillería en defensa de su patria? De ningún modo es éste el fin que sería plausible, es únicamente buscar el fuero para escudo de sus desafueros, es pretender el título para «abroquelarse» en sus insolencias y hablar con la mayor «havilantes» y desenfado a un señor juez ordinario en que reluce toda la real autoridad, y quedar impunes dándoles con el título en el rostro». Y, concluye, que muchos sacan sus títulos de artilleros en la secretaría general de guerra y le traen a la isla en su «faldriquera», manteniéndose semanas, meses y años sin pasarle por la Veeduría ni agregarse a la Compañía que corresponde, «viviendo con un silencio malicioso y únicamente esperando el golpe y coyuntura de su desaire o evadir el cuerpo a una cárcel u otra pena que sus operaciones les acredite». El abogado añade que puede nombrar muchos sujetos en quienes esto se verifica, incluso de alguno que se lo ha dicho y le ha enseñado el título, preguntándole si estaría seguro de la justicia ordinaria cuando se ha tratado de reformar algunos excesos perniciosos al público. 135 Frente al planteamiento del síndico de considerar «más proporcionado el gobierno de las Armas en uno de los jefes milicianos de esta isla», el abogado Perdomo no duda en preguntarse qué
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mejor práctica se ha conocido en la disciplina militar desde un año a esta parte en los militares isleños que en la persona particular en que Su Majestad se digne proveer los empleos de corregidor y capitán a guerra. Añadiendo que ningunas ventajas se deben confesar pues, «si a nuestras islas no llega el humo de la polvora ni el estrépito de las armas, la formación de los cuadros y líneas y el choque de los ejércitos si no es en los mercurios y gacetas, aquel sujeto habrá también vivido retirado del ruido del parche y del escándalo de la artillería, corriendo igual fortuna con nuestros naturales con que por este título no hay que privilegiar a los unos ni en que fundar la posposición del otro». Por esa razón, en los títulos de gobernadores de las Armas y capitanes a guerra se anotaba que en los casos de invasiones se proveerá el comando en sujeto experto, aunque sea de menor grado para la defensa y distribución de las órdenes concernientes a las expediciones que ocurran. 136 Perdomo señala que en Gran Canaria no se ha necesitado del auditor de guerra y duda qué plaza y qué multitud de tropa exige sus dictámenes cuando han sobrado los de los abogados de la isla, de lo que nadie puede dar mejor testimonio que el síndico. En el supuesto que existiera tal auditor, señala el abogado, «le recusarán a cada paso y ya volvemos a hallarnos en los términos de ser preciso echar mano de los abogados de la Isla, en cuyo caso vuelve a quedar el auditor con su sueldo «ad(h)onorem», trabajando otros letrados los asuntos que las partes no fiarán a los dictámenes de sólo aquel, sin podérseles ni debérseles estrechar a ello por ningún derecho». De aquí la defensa que hace de la permanencia del empleo de castellano del rey por servir de retiro a los naturales o no de la isla después de haber perdido su salud o algún miembro de su cuerpo en servicio del rey pese a su corto sueldo, señalando que, en caso de que se pensase su extinción, se adelantase el sueldo de los corregidores y se acrecentase cien pesos al del alcalde mayor que, «en esto, ni se gravaba al público ni sufría el real erario disminución, me persuado que sí y no considero sea ésta especie puro entusiasmo de mi pensamiento». 137 A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. Las referencias documentales recogidas con anterioridad sobre ambos informes proceden de la misma fuente documental. 138 Los adoptados el 21 de marzo y 6 de abril de 1771 en que se decidió que el informe fuera en el sentido propuesto por el abogado Perdomo. 139 A.M.A., leg. Corregidores, exp. sin n°. 140 A.H.N., Consejos, leg. 2.028, exp. 13, f. 56v., año 1788. 141 En este momento, el corregidor pretende lograr la protección del comandante Fernández Heredia esgrimiendo el respeto que se debe tener a los jueces, señalando que, «aunque Francisco Ayerbe no meresca alguno, como corregidor adornado por S.M. con este empleo me corresponde». Ídem, año 1771. 142 Ídem. Pese a todo, y esgrimiendo motivos de salud de su mujer a quien los médicos recomendaron saliese de la ciudad a tomar otros aires, Ayerbe partió para Telde el 15 de septiembre de 1771. Ya en Telde, la Audiencia dispuso abandonase el lugar, según el corregidor, «para dexar a el alcalde en ella, como obra suya, pues, puesto por ésta, extra de consulta, no teniendo en conciderazión tres sugetos que propuse, según lo dispuesto por Vuestra Majestad y vuestro Supremo Consejo según real expreciva, de que de los tres sugetos que por mi se presentaren se eligiese uno, lo que assí no se executó». Ídem, año 1771. 143 Se llegó a esgrimir falta de juez en la ciudad de Las Palmas, lo que negó Ayerbe señalando que donde sí hacía falta era en Telde «a causa de haverse puesto por esta Real Audiencia un jues fuera de consulta y facultades para ello y que está totalmente decrépito y, lo más, con crecido número de vezinos que, a la verdad, es más largo que la capital». Ayerbe consideró que lo que pretendía la Audiencia era liquidar el corregimiento pues, lejos de procurar que se haga justicia como corresponde y reine la «paz octaviana», trata de que no se ejecute «haciéndose enemigos declarados (como siempre lo han sido) de vastón, por cuio motibo solicitan se extinga el correximiento y se cree otro alcalde mayor con aumento de zueldo, cuio pensamiento se halla representado al Consejo hace poco tiempo». Ídem. 144 Sobre todo cuando trató de encontrar la protección del comandante general pero éste contestó (10-12-1771) que nada podía hacer en su favor, añadiendo en enero de 1772 «que, si llebando
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vuestra merced adelante su pensamiento de salir de esa isla, que me parece irregular no teniendo licencia, tubiere como caballero en qué servir a vuestra merced y a esas señorías, haré quanto esté de mi parte para dejarles con las satizfacciones que merecen y yo deceo». Ídem. 145 Tras exponer los encuentros tenidos con la Audiencia, señala que ésta sólo pretende que «aborrecido en un todo a vista de lo que me acontese me retire a España y pierda la carrera, o que abochornado de los lanses acaecidos me precipite a algún arresto (a lo que Dios no dé lugar) y pierda mi casa». Ídem. 146 Ayerbe señala, asimismo, que los 800 ducados no alcanzan a la manutención de su persona por no tener poyo y haberse desmembrado muchos ramos. Ídem. 147 Por su parte, él no tiene inconveniente en mantener con los ministros de la Audiencia la mejor armonía «dentro de los límites de lo justo y de lo que a cada uno respectivamente toca y pertenece». 148 Prefiere el retiro a mendigar para no tener que obrar en menosprecio del empleo. 149 Fue expulsado de su casa y alquiló otra por 70 pesos, es decir, 30 más que la anterior. 150 El trigo y el millo se vendían a 4 y 4’5 pesos la fanega por «la esterilidad de cosechas y muchedumbre de hentes de las islas de Fuerteventura y Lansarote, que han quedado despobladas, son innumerables los pobres que crusan las calles, que todo es un continuo lamento que aunque uno no quiera le parten el corazón y mueben, aunque no pueda, a dar limosna». A.H.N., Consejos, leg. 2.242, exp. 4, s.f. 151 Ídem. 152 Mientras una de las partes pretende entender de las causas en las que aparecen implicados los milicianos, la otra estima son materia privativa de su competencia. Dado el carácter de las milicias canarias, se trataba de una batalla que casi podríamos decir tenía perdida de antemano la jurisdicción ordinaria. Les gustase o no a los corregidores y a los alcaldes mayores, fuesen efectivas o no, cometiesen los excesos que fueren, lo cierto es que dichas milicias garantizaban la permanencia e integridad en los dominios de Su Majestad de un territorio fraccionado sin tirar sueldo ni manutención y, por consiguiente, sin gravar a la hacienda real. En la segunda mitad del siglo XVIII, la extensión del fuero y la jurisdicción militar caminan en dirección contraria a la jurisdicción ordinaria hasta alcanzar ésta, en palabras de Ayerbe Aragón, «un lastimoso estado». 153 Opinión ratificada en 1783 por el corregidor Eguiluz al señalar que, si «entra algún bracero infeliz, le suelen deshechar los ayudantes con pretexto de que no teniendo, como no tienen, uniforme alguno estas milicias, necesitan ropa decente, según su oficio, para presentarsse los últimos domingos de cada mes (y únicos de todo el año) a hacer en público el exercicio». A.H.N., Consejos, leg. 5.408, exp. 19, f. 27r.-v., año 1783. 154 La situación de la isla es calificada por Montalvo como de «colonia militar»: nobleza, estado medio y, aún, el más llano, todos gozan de fuero militar y civil. El labrador en los negocios de sus ejercicios, ventas de frutos, compras, pósitos, desmonte de terrenos, etc., no conoce otra jurisdicción que la militar; el comerciante, el artista no tienen otro juez que el que manda el cañón; y así todas las clases. 155 Montalvo hace el cálculo de que si el número de habitantes de la isla comprendidos entre 16 y 40 años de edad, la apropiada para el servicio, era de 7.992, y, si en los 992, se incluyen los eclesiásticos, insensatos y miserables, resultaría que de los 7.000 restantes quedaban aforados los 3.090 que integraban los tres regimientos, más 280 de las tres compañías (una fija de tropa veterana y dos de artilleros milicianos). Quedarían, por tanto, sin fuero unos 3.630 habitantes. 156 La conservación del fuero por los que habían servido era lo que, en opinión de Montalvo, acabaría de arruinar la jurisdicción real ordinaria ya que cada compañía descartaba cada 5 años 100 hombres, es decir, 1.000 del total de 10 compañías de cada uno de los tres regimientos de la isla, a los que se añaden 100 por cada una de las tres compañías sueltas, lo que daba un total de 3.300 hombres, resto que quedaba después de descontar los aforados que están en servicio, los eclesiásticos, etc. Si esto se repetía un quinquenio tras otro, concluye Montalvo, casi toda la isla quedaría fuera de la jurisdicción real ordinaria.
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El Tribunal Eclesiástico Castrense de Ferrol (1768-1833) Alfredo Martín García Universidad de León
1. Ferrol y la Armada La segunda mitad del siglo XVIII significó para la real villa de Ferrol su punto de partida como centro urbano de entidad y como principal arsenal-astillero de la Armada Real. El espectacular desarrollo demográfico y económico del puerto estuvo estrechamente ligado a la consecución de un nuevo status a nivel militar y administrativo; la localidad pasó a convertirse, a partir de la década de los cincuenta, en la capital de uno de los tres departamentos marítimos en los que había sido dividido el litoral peninsular. Esta nueva coyuntura, derivada del «redescubrimiento» estratégico del reino de Galicia por los Borbones1, tuvo, asimismo, otras consecuencias menos evidentes. Nuestro objetivo en este trabajo es adentrarnos en una de ellas: el nacimiento y consolidación en la nueva capital de departamento del Tribunal Eclesiástico Castrense. Tomando como punto de partida cronológico la creación en el reino de Galicia de una jurisdicción eclesiástica independiente de las autoridades diocesanas, en 1768, y como final la caída del Antiguo Régimen, analizaremos la actuación en materia judicial de los tenientes vicarios ferrolanos. En esta primera aproximación al tema, nos limitaremos a analizar los cambios producidos durante el período a nivel de competencias territoriales, la actividad del tribunal o la tipología de las causas vistas. Pero antes de comenzar con este estudio resulta necesario realizar algunas precisiones, tanto en lo referido al nacimiento de la jurisdicción eclesiástica castrense en la real villa de Ferrol, como en lo que atañe a las competencias en materia de justicia del Vicario General de los Ejércitos y sus subdelegados. 477
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2. El nacimiento de la jurisdicción eclesiástica castrense Resulta complicado establecer un momento concreto para el nacimiento de la asistencia religiosa a los ejércitos. Durante la Edad Media se tiene constancia de la participación en esta labor de obispos y sacerdotes de los territorios en donde se formaban las huestes o en donde éstas desarrollaban las campañas bélicas. Pero fue con la llegada de los ejércitos permanentes, ya en Época Moderna, cuando surgió la necesidad de la incorporación del sacerdote a la milicia ante la inevitable separación del militar de su diócesis ordinaria, debido a la intensa movilidad de su profesión. En el caso de los ejércitos de la monarquía católica, hay antecedentes al respecto desde los reinados del emperador Carlos2 y de Felipe II3, si bien los expertos fijan el verdadero nacimiento de la jurisdicción eclesiástica castrense el 26 de septiembre de 1644, fecha del breve «Cum sicut Majestatis tuae», concedido por Inocencio X al rey Felipe IV4. De todos modos, habrá que esperar al siglo XVIII para que se produzca una verdadera regulación de sus competencias, así como la configuración de una estructura plenamente independiente de las diócesis ordinarias. El primer paso en esta línea se dio en el reinado de Felipe V, el 4 de febrero de 1736, con el breve de Clemente XII «Quoniam in exercitus». En él se regulaba la existencia de una jurisdicción castrense exenta y permanente, tanto en tiempo de guerra como de paz. Todas las facultades y privilegios eran conferidas por el pontífice a un capellán mayor de los ejércitos que, con atribuciones muy similares a las de un obispo ordinario, poseía un amplio margen tanto gubernativo como judicial, con capacidad para subdelegar en otros clérigos. El segundo paso para la definitiva estructuración del ámbito competencial eclesiástico castrense se produjo en la década de los sesenta, de la mano de un nuevo breve pontificio, fechado en 1762, y de las reales ordenanzas del ejército de 17685, redactadas en el marco de la intensa labor llevada a cabo por la Corona durante el reinado de Carlos III. Las ordenanzas supusieron en la práctica la asimilación del personal religioso al ámbito militar así como una nítida delimitación de sus deberes y derechos en el mismo. Esa asimilación era, de todos modos, un tanto abstracta, pues aunque se identificaba a los clérigos con la oficialidad del ejército, carecían de un grado militar definido así como de unos ingresos semejantes a los de aquel grupo. El texto pontificio, por su parte, colocaba a la cabeza de este nuevo organigrama religioso al patriarca de las Indias con el título de «capellán mayor o vicario de los exércitos». A partir de ese momento, los siguientes breves no fueron más que meras prórrogas de las concesiones otorgadas en ese documento o aclaraciones relacionadas con los conflictos competenciales entre el clero castrense y el ordinario6. El origen en Galicia de una jurisdicción eclesiástica castrense fuera del control de las autoridades ordinarias tuvo lugar en 1768 y estuvo íntimamente liga-
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da al nacimiento y desarrollo de Ferrol como centro urbano y principal base naval de la Corona en el norte peninsular7. Cierto es que dicha jurisdicción existía ya en la ría ferrolana desde el 24 de octubre de 1736, pero hasta la década de los sesenta fueron los obispos de Mondoñedo los encargados de satisfacer las demandas espirituales de la población dependiente de la Secretaría de Marina y, también, de juzgar y castigar –si fuera preciso– sus desvíos morales. Por tanto, en julio de 1768 se produjo un salto cualitativo de gran importancia, al perder los titulares mindonienses esa prerrogativa e instaurarse en la capital departamental una autoridad eclesiástica enteramente al margen de aquella y que rendía cuentas exclusivamente ante el patriarca de las Indias. Esta decisión regia no fue bien acogida por los ordinarios ferrolanos. La principal razón de su malestar se hallaba en la disputa por el control sobre la numerosa población vinculada, directa o indirectamente, con la Armada Real. Los párrocos de San Julián de Ferrol, tras unos primeros momentos de resistencia, aceptaron la jurisdicción castrense sobre los militares y sus familias pero, en cuanto al personal civil contratado por la Secretaría de Marina, solamente consideraban súbditos de la nueva jurisdicción a los matriculados, nunca a los jornaleros y peones, aunque llevasen trabajando en las instalaciones militares muchos años. Ciertamente, esa apropiación de feligreses por parte de la subdelegación castrense era muy discutible, y se amparaba en la abstracción de algunos de los puntos de las bulas pontificias. Los conflictos por este motivo fueron constantes durante la segunda mitad del siglo XVIII y primeras décadas del XIX, no sólo en Ferrol sino en todo el reino de Galicia. Empero, no todo fueron disensiones entre las jurisdicciones eclesiásticas castrense y ordinaria. En el caso particular ferrolano, el obispo mindoniense, don Francisco Cuadrillero, buscó por todos los medios una solución definitiva a los conflictos jurisdiccionales y aunque no lo logró del todo, justo es reconocer que el auto de providencia firmado en julio de 1781 por su delegado y el teniente vicario castrense, contribuyó a atemperar los ánimos. Asimismo, en materia de competencias judiciales hubo más entendimiento que enfrentamiento, sobre todo en casos de cierta gravedad. Precisamente, el presente trabajo se fundamenta en el análisis de la actividad que en ese ámbito desarrolló el teniente vicario castrense ferrolano desde el nacimiento de la nueva jurisdicción hasta 1830.
3. El Tribunal del Vicariato General Castrense En el punto decimocuarto del breve de 1762, Clemente XIII concedía al vicario de los ejércitos facultad «para oír y terminar en justicia sumaria y simplemente y de plano, sin aparato, ni figura de juicio, atendida solo la verdad del hecho, todas las causas eclesiásticas, profanas, civiles, criminales y mixtas entre
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o contra las sobredichas o demás personas que se hallaren en los dichos exercitos, pertenecientes de qualquier modo al fuero eclesiástico, para proceder contra qualesquier inobedientes a censuras y penas eclesiásticas y agravarlas y reagravarlas repetidas veces e implorar el auxilio del brazo secular»8. En suma, el patriarca de las Indias y sus subdelegados tenían las mismas competencias judiciales sobre sus súbditos que los prelados ordinarios sobre los suyos. Éstas comprendían diferentes aspectos, tanto espirituales como temporales. Si el fin último de la Iglesia era encaminar los actos de los fieles hacia la consecución de la salvación, las cosas intrínsecamente espirituales habían de constituir el objeto especial de su acción y, en consecuencia, de los juicios eclesiásticos. Aún así, existían determinados hechos, temporales en sí mismos, que cuando estaban inseparablemente anexos al elemento espiritual, correspondían al conocimiento privativo de la Iglesia, bien porque fomentaban la vida sobrenatural –caso de los ritos, ceremonias, ayunos, fiestas...–, bien porque eran el efecto de cosas intrínsecamente espirituales –como los derechos de los cónyuges o la legitimidad del nacimiento lo son del sacramento del matrimonio– o bien porque se encaminaban a la consecución de un bien espiritual –por ejemplo, los beneficios eclesiásticos o el derecho de patronato en relación al culto y cura de almas–. Por último, existían una serie de asuntos llamados de foro mixto, es decir, en los que el elemento espiritual podía separarse del temporal objeto del litigio, donde la Iglesia y el poder civil eran igualmente competentes9. En todos estos ámbitos, al menos desde el punto de vista teórico, ejerció sus competencias el tribunal eclesiástico castrense. El juzgado del vicariato general estaba formado por el patriarca, el auditor general, el fiscal, un notario y un alguacil. El cargo de auditor, que era de nombramiento real, ejercía la jurisdicción y sustituía al vicario en caso de ausencia, vacante o enfermedad. Dado el amplísimo territorio en donde ejercía sus prerrogativas el patriarca de las Indias, éste se veía obligado a subdelegarlas en otros tribunales, al frente de los cuales se hallaban sus tenientes vicarios. Estos subdelegados castrenses conocían en primera instancia en todos los asuntos sometidos al vicario general. Por tal motivo, en cada una de aquellas subdelegaciones se nombraba asimismo el correspondiente fiscal, escribano y alguacil. De los fallos que dictaminasen, tanto el patriarca como sus subdelegados, había apelación ante el tribunal de la Rota de la nunciatura apostólica, con sede en Madrid10. Así sucedía desde que se instauró dicho tribunal por medio del breve de Clemente XIV «Administrandae justiciae», expedido el 26 de marzo de 1771 a instancias de Carlos III, y ejecutado por real decreto de 26 de octubre de 1773. A partir de aquel momento, el tribunal del auditor general del vicariato no tenía poder de apelación sino solamente de avocación –capacidad para atraer una causa que está tratando el tribunal del subdelegado– y exclusivamente en casos extraordinarios.
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Aquel sensible recorte competencial provocó no pocas resistencias por parte de la máxima autoridad eclesiástica castrense. De hecho, una década más tarde, el asunto no estaba ni mucho menos resuelto: por aquel entonces, el patriarca, don Antonino de Sentmanat, llevó adelante una ofensiva legal con el fin de recuperar aquella facultad para su tribunal central. Argumentaba el prelado que habiendo recibido su jurisdicción directamente de Roma y ejerciéndola en nombre del papa, ningún tribunal, no siendo el del romano pontífice, podía limitar sus facultades. Cuando su demanda fue, de nuevo, desestimada, buscó como alternativa la creación de un tribunal especial para las apelaciones castrenses, obteniendo una vez más una rotunda negativa por parte de la Corona. Carlos III, por real orden de 13 de octubre de 1787, dejaba definitivamente zanjado el tema, previniendo al patriarca de las Indias y a sus delegados que «cumplan los autos y providencias judiciales de la rota de la nunciatura y los obedezcan», y que «este tribunal, como colegiado único eclesiástico de apelaciones últimas en estos reynos y del efectivo real patronato y nombramiento, se conserve en el uso de todas las facultades y jurisdicción apostólica, que se logró obtener de la Santa Sede para todos los casos pertenecientes a la jurisdicción eclesiástica, sin excepción»11. En suma, las disposiciones reales entendían que los tenientes vicarios formaban, en sus respectivas regiones o departamentos, un solo tribunal con el vicario general castrense, por lo que el patriarca no podía reformar los autos, sentencias y decretos que dictasen sus subdelegados. Dado este carácter unitario del tribunal del vicariato, solamente el de la Rota, en la nunciatura apostólica, tenía potestad para tratar las apelaciones12.
4. Ámbito competencial y evolución cronológica de las causas vistas por el subdelegado ferrolano Hemos manejado un total de 212 causas juzgadas en el tribunal eclesiástico departamental entre 1768, año de su nacimiento, y 1833. A priori, debemos entender que los resultados ofrecidos no son fruto de una o varias catas, sino del vaciado sistemático de todos los pleitos referidos a ese período y existentes actualmente en el archivo de la parroquia castrense de San Francisco de Ferrol. Sin embargo, la cuestión no es tan sencilla, pues el terrible abandono que sufrió esta documentación hasta hace muy pocos años, nos induce a pensar que los registros bien pudieron sufrir pérdidas que somos incapaces de estimar, dada la inexistencia de ningún tipo de inventario o catálogo que nos informe de su exacta dimensión en el pasado13. Esta posible pérdida de información puede afectar a las conclusiones que arroje nuestro estudio evolutivo de las causas vistas en el tribunal, por lo que en ese análisis ha de imponerse la prudencia. Sin embargo, parece menos probable que tenga repercusiones de entidad en lo referido a su
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proyección territorial o a la tipología de las causas vistas, dado el apreciable volumen de información consultado. En Ferrol, el subdelegado castrense presidía desde 1768 un tribunal eclesiástico que actuaba, como ya señalamos, como prolongación del encabezado en la corte por el vicario general. El ámbito competencial de este juzgado fue variando a lo largo de los años. El primero de los tenientes vicarios departamentales, don José Mateo Moreno, figuraba en la documentación de la década de los setenta como «subdelegado apostólico de los Reales Exércitos de mar y tierra en este reino y principado de Asturias». En el decenio posterior, el marco jurisdiccional bajo el control del subdelegado ferrolano se redujo, desapareciendo sus competencias sobre tierras asturianas. Así, en 1781, don Carlos Sanz de Ibarrola, firmaba las sentencias como «teniente vicario general de los Reales Exercitos y Armada en el Reino de Galicia». Más tarde, durante el primer tercio del siglo XIX, con la entrada en crisis de la Armada, la influencia territorial del tribunal eclesiástico castrense de Ferrol sufrió un nuevo recorte, comprendiendo exclusivamente los obispados de Mondoñedo y Ourense y el territorio arzobispal de Santiago de Compostela14. Pese a estas variaciones, el tribunal del subdelegado castrense actuó, fundamentalmente, en dos ámbitos territoriales, que constituían los dos principales centros militares del reino de Galicia: por un lado, la plaza de Ferrol y su comarca y, por otro, el entorno de la ciudad de A Coruña. Así lo muestra con meridiana claridad el mapa elaborado a partir de todos los pleitos vaciados en el archivo parroquial castrense de Ferrol y confeccionado sobre la base de las actuales divisiones municipales15 (ver mapa). De esos 212 pleitos localizados, solamente dos corresponden a litigios situados fuera del reino de Galicia; en ambos casos, se trata de sucesos acontecidos en la villa asturiana de Gijón. Sin lugar a dudas, la rápida pérdida de competencias del subdelegado gallego en el vecino principado explica tan pobres resultados. El resto de los procesos juzgan delitos cometidos dentro de Galicia, con un notabilísimo predominio, como ya hemos señalado, de los entornos de las plazas de Ferrol y A Coruña. En la primera se encontraba el que era uno de los principales arsenales de la Corona española en sus vastos territorios y, con toda seguridad, el más importante de sus astilleros16. La segunda, por su parte, se encontraba también custodiada por una importante guarnición militar, debido a su doble condición de sede institucional y centro comercial del reino17. El protagonismo de estas dos plazas militares en los pleitos vistos por el tribunal eclesiástico castrense es indiscutible: ambos concentran nada menos que el 83% del total. De entre ambas destaca muy especialmente el caso ferrolano, que engloba el 47,2%, frente al 35,8% coruñés. La cercanía del tribunal y el predominante peso de los aforados castrenses en la capital de departamento explican esta preponderancia18. El resto de localidades del reino de Galicia quedan ya muy por detrás, con porcentajes muy modestos. De ese discreto panorama se
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MAPA. LOCALIZACIÓN DE LAS CAUSAS VISTAS EN EL TRIBUNAL ECLESIÁSTICO CASTRENSE DE FERROL (1768-1833)
salva, únicamente, la villa de Vigo, con un 6,2% de pleitos relacionados con su apreciable guarnición militar. En lo que atañe a la evolución cronológica de los pleitos (gráfico 1) debemos recalcar de nuevo la prudencia con la que es necesario tomar los resultados del vaciado, ante el ya reseñado preocupante estado de conservación, durante años, de la fuente objeto de nuestro análisis. Dicho esto y observando los datos agrupados por trienios, se aprecia un paulatino crecimiento de las causas vistas por los tenientes vicarios ferrolanos desde la fecha de constitución de su tribunal, en 1768, y hasta la década de los ochenta. Durante sus primeros años de desarrollo, el volumen de los pleitos juzgados por el subdelegado gallego fue bastante discreto: entre 1768 y 1773 se registraron solamente 5 procesos. Sin embargo, el fortalecimiento del nuevo tribunal y el paralelo incremento de contingentes militares en Galicia –sobre todo en los entornos de Ferrol y A Coruña– provocaron una notabilísima actividad a partir de entonces: en el sexenio 1774-1779 ascen-
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GRÁFICO 1. EVOLUCIÓN DE LAS CAUSAS VISTAS POR EL SUBDELEGADO FERROLANO (1768-1833)
dieron ya a 24 y en el siguiente (1780-1785) llegaron a 92. Ese último tramo temporal es, con diferencia, la etapa de mayor actividad del tribunal. En gran medida, esta circunstancia se debe a los efectos del año 1785, con mucho, el más productivo de todos, con 58 causas vistas. No es casual que esta etapa de desarrollo coincida, a grandes rasgos, con el proceso de crecimiento demográfico de la real villa de Ferrol, habida cuenta de la preponderancia de la capital de departamento en este tipo de pleitos19. A partir de la década de los noventa se produce un importante descenso en la actividad del tribunal que se acentúa más claramente a comienzos del siglo XIX. La pérdida de la escuadra y los catastróficos efectos de la Guerra de la Independencia provocaron una reducción drástica de los contingentes militares en Galicia, circunstancia que explica, por un lado, la caída de las demandas y, por otro, la pérdida de jurisdicción territorial por parte del subdelegado ferrolano. A pesar de observarse una ligera recuperación una vez finalizada la guerra contra los franceses, la actividad del tribunal ferrolano se moverá ya en unos niveles muy discretos, con años de absoluto parón, como sucedió entre 1821 y 1824, posiblemente debido a las peculiares circunstancias políticas del momento.
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5. Tipología de los procesos Otro aspecto a estudiar es el de la tipología de las causas vistas por el subdelegado castrense (gráfico 2). Se trata de una cuestión ciertamente compleja y, por ende, difícil de reducir al constreñido espacio de esta colaboración. Por tal razón nos limitaremos aquí a mostrar en cifras los distintos campos de actuación del tribunal, remitiéndonos a futuros trabajos en los que profundizaremos en el estudio de cada uno de ellos. Dentro del abanico competencial del vicario general y sus subdelegados, en el caso gallego eran aquellas cuestiones relacionadas, directa o indirectamente, con el sacramento del matrimonio las que jugaban un papel protagonista. Este predominio no resulta, ni mucho menos sorprendente, puesto que estos pleitos solían ser los más importantes entre los eclesiásticos, al constituir dicho sacramento la base de la vida cristiana y el entronque de la vida sobrenatural con la espiritual.
GRÁFICO 2. TIPOLOGÍA DE LAS CAUSAS VISTAS POR EL SUBDELEGADO FERROLANO (1768-1833)
Por otro lado, puede resultar sorprendente el hecho de que, a pesar de las reiteradas protestas del clero castrense ante los desvíos morales de sus súbditos, al menos en lo que atañe al Ferrol del Setecientos, la justicia eclesiástica no actuase en ningún caso de oficio, en especial en lo referido al escandaloso asunto de los amancebamientos20. Esta inactividad contrasta, ciertamente, con las propias impresiones del teniente vicario don José Mateo Moreno en 1776, en las que afirmaba escandalizado que en Ferrol «la doctrina del Evangelio se desprecia, el pudor christiano falta, el desenfreno de los hombres y mugeres es excesivo, el escándalo es ya una moda civil, y tan moda que la gala más estimada en las mugeres es la disolución»21.
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En su conjunto, las causas relacionadas con el sacramento del matrimonio suponían el 91% del total, habida cuenta de que tanto las demandas como los divorcios, del tipo que fueran estos –temporales o definitivos–, los matrimonios clandestinos o el abandono del hogar por parte de alguno de los cónyuges, podemos englobarlos dentro de ese mismo conjunto. Ahora bien, siguiendo una visión estrictamente canonista, todas ellas tendrían que dividirse en dos grupos. En efecto, según los criterios de Benedicto XIV, existían tres supuestos sobre los que los tribunales eclesiásticos podían ejercer su jurisdicción: los relativos al vínculo, los que discutían el valor de los esponsales o el derecho a obtener el divorcio y, como efectos meramente temporales, ciertos litigios a que el matrimonio solía dar lugar –las discusiones por dotes, donaciones entre esposos, sucesión hereditaria, etc.22–. Ese último supuesto no fue visto a lo largo de todo el período por parte del tribunal castrense gallego, seguramente por existir otros marcos judiciales más a propósito para dirimir esas cuestiones23. En cambio, sí que aparecen abundantes ejemplos de la acción del subdelegado ferrolano en los otros dos supuestos. Dentro de ellos incluimos las demandas matrimoniales, las causas más abundantes, con un 69% del total24. En ellas, la demandante –siempre se trataba de una mujer– acudía al subdelegado castrense acusando a un aforado de engaño por supuestas promesas de matrimonio que, unidas a la fragilidad humana, habían conducido a «trato ilícito» entre ambos. Por ese motivo, normalmente, a la acusación de incumplimiento de esa promesa solía unirse la de «desfloro» o «estupro»25. Además, en un número importante de casos, concretamente en 49, ese trato ilícito había conducido al nacimiento de una criatura. La gran mayoría de los pleitos vistos por el subdelegado ferrolano terminaban en matrimonio. En efecto, de los 119 en los que conocemos el final, en nada menos que 109 –es decir en el 91,6%– el proceso concluye de ese modo. Sobre la gran mayoría de ellos recae la sospecha de un proceso pactado por las partes con el fin de sortear las dificultades legales que pesaban sobre los aforados castrenses a la hora de contraer nupcias. La pista nos la ofrece un testigo de una demanda interpuesta en la real villa de Ferrol por María Montero contra el farolero de los arsenales Antonio Quijano. Según ese testimonio, el operario de la maestranza estaba deseoso de casarse con aquella mujer pero no había logrado el pertinente permiso paterno, por lo que la animó a que «hiciese contra él una petición para ponerlo preso y de echo pedir la licencia a su padre»26. En suma, Quijano, un trabajador de la maestranza, menor de los 25 años que exigía la ley para poder contraer nupcias sin el consentimiento paterno, utilizó este mecanismo para sortear la ingerencia de su progenitor27. Por tanto, debemos entender la demanda matrimonial en muchas ocasiones como una argucia legal para saltarse los impedimentos que bien por la edad, bien por el fuero o bien por ambas razones, imposibilitaban la boda. Este comportamiento aunque lo practicaron
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algunos integrantes de la maestranza, como acabamos de comprobar, fue desarrollado mayoritariamente por los soldados integrantes de las diferentes guarniciones gallegas y, en menor medida, por los matriculados. Ambos sectores suponen el 73,3% del total de demandados. Fue Felipe IV, por Real Ordenanza de 28 de junio de 1623, el que instauró la obligatoriedad de real licencia para el matrimonio de los jefes superiores y del consentimiento del general para el de capitanes, suboficiales y soldados. En el mismo sentido se expresaron las distintas disposiciones de los Borbones durante el siglo XVIII, caso de las Segundas Ordenanzas de Flandes de 18 de diciembre de 1701, las adiciones de 14 de junio de 1716 –en las que se especificaba la pérdida de empleo a los oficiales que se casaran sin real licencia– o las Ordenanzas de 1728, sin olvidarnos del draconiano Real Decreto de 19 de enero de 1742 en el que, en palabras de Zaydin, se pretendía condenar a los militares a un celibato perpetuo, separando del servicio a cualquier subalterno que solicitase licencia de matrimonio e incluso extendiendo esa providencia a los oficiales de mayor grado «que por sus circunstancias no pueden mantenerse con decencia»28. Las razones para la limitación de los matrimonios eran, por un lado, económicas y, por otro, de carácter moral y social. Con respecto a las primeras, la Corona pretendía frenar el gasto que generaba al Real Erario las pensiones para asistencia de las viudas y huérfanos de militares. En cuanto a los segundos, se intentaba evitar los matrimonios de los integrantes de los mandos e incluso de la soldadesca con mujeres de condición inferior o «mal opinadas», por la afrenta que esas uniones suponían para el linaje noble de los oficiales y también por los desórdenes morales que propiciaban en todos los escalafones y que iban en contra de las ideas de disciplina que se quería aplicar en el Ejército29. La dureza y reiteración de las disposiciones regias ponen en evidencia la impotencia de la Corona para controlar los matrimonios de los militares. Y es que frente a la ley vencía la picaresca, manifestada, por ejemplo, en la búsqueda del apoyo de personajes influyentes, la alianza con el propio clero o el contrato esponsalicio. Este último se convirtió, en verdad, en un instrumento muy útil, sobre todo para el oficial, puesto que para realizarlo no se requería ningún permiso y, una vez firmado, la mujer podía demandar su cumplimiento al juez eclesiástico. De esta manera, el militar no podía ser separado de su destino ya que, siguiendo al pie de la letra la normativa, no era él quien solicitaba la licencia sino el propio tribunal a la luz de una prueba tan concluyente. Es muy posible pues que en la mayoría de los 14 casos de pleitos en los que la demandante presenta un contrato u obligación estemos asistiendo a la puesta en práctica de esta argucia en el tribunal eclesiástico castrense gallego. Muy relacionado con esta maniobra estarían las demandas convenidas de esponsales en las que, a falta de contrato –posiblemente por incapacidad intelectual para tamaña sutileza
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legal–, se presentaba el careo como sustituto menos refinado pero igualmente eficaz: los 73 hallados en el caso ferrolano así lo corroboran. Los intentos por frenar estos casamientos continuaron durante la segunda mitad del siglo XVIII con resultados desalentadores para la Corona. El 28 de septiembre de 1774, el patriarca de las Indias recibió una Real Orden por la cual Carlos III había resuelto que todas las demandas matrimoniales contra los oficiales de sus tropas de tierra y mar las ventilase la justicia eclesiástica y, en caso de declararse por sentencia firme legítima la obligación, el oficial debía ser compelido a cumplirla, deponiéndosele para siempre de su empleo. Esta disposición real se complementó con otra firmada un año después, el 28 de noviembre de 1775, por la cual se ampliaba el ámbito de ejercicio de la justicia eclesiástica castrense a todos los individuos y dependientes del Ejército y la Armada. A aquellos suboficiales o soldados que, acusados de esa falta, fueran encontrados culpables se les obligaría a casarse, continuando en el ejercicio de sus obligaciones castrenses los que no tuvieran un tiempo determinado en el servicio de las armas y cumpliendo cuatro años más aquellos que sí lo tuvieren. Como quiera que estas medidas en poco afectaban a cabos y sargentos de las tropas de mar y tierra y los matrimonios con mujeres de baja reputación seguían estando a la orden del día, el 18 de marzo de 1777, la Corona dispuso que aquellos hallados culpables, además de casarse, fuesen condenados a servir durante ocho años como soldados de su propia compañía30. A todas estas medidas orientadas exclusivamente al ámbito militar, siguieron otras disposiciones generales posiblemente mucho más acertadas a efectos prácticos, aunque absolutamente anticanónicas. La pragmática de 23 de marzo de 1776 establecía la necesidad para celebrar contrato de esponsales de los menores de veinticinco años, fueran del origen social que fueran, la obtención del consentimiento paterno. En el caso de que los jóvenes efectuasen el matrimonio sin tal licencia, tanto ellos como sus descendientes quedaban inhábiles para la obtención de dote o legítima o para suceder como herederos forzosos en los bienes libres que pudieran corresponderles por herencia de sus padres y abuelos. En este mismo perjuicio, lógicamente, entraban los militares31. Sin embargo, el carácter anticanónico de esas medidas hizo que, de hecho, los tribunales eclesiásticos siguiesen admitiendo demandas de matrimonio con contrato de esponsales sin la autorización paterna, a pesar de las diferentes reales cédulas por las que la Corona intentó frenar esa insumisión. Muy por detrás de las demandas matrimoniales, con un 10,9%, se encuentran los divorcios. Su volumen mucho más discreto está estrechamente relacionado con su propia excepcionalidad. No debemos olvidar nunca la idea de que la Iglesia repugnaba el divorcio y sólo lo admitía como mal menor en casos extremadamente graves. Esa gravedad, además, tenía que ser manifiestamente notoria para los jueces ya que, en caso de la más mínima duda, el matrimonio cristia-
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no gozaba el favor de derecho, es decir, mantenía su validez. Por otro lado, el divorcio en la época no ha de entenderse en los mismos términos que hoy día, puesto que no capacitaba a las partes a casarse de nuevo32. Ahora bien, también es cierto que el discurso oficial sobre el matrimonio emanado de Trento hacía especial hincapié en su carácter contractual, por el cual el esposo ofrecía a su familia protección a cambio de su sumisa obediencia en todo lo que fuera racional y justo. Por lo tanto, si aquel convenio ante Dios se rompía de manera abrupta por alguna de las partes el tribunal eclesiástico debía actuar, procurando evitar, no obstante, una ruptura a través de su labor mediadora33. Las causas que justificaban la separación de los cónyuges eran varias y todas consideradas de suma gravedad. En primer lugar el adulterio, que daba derecho al cónyuge inocente a separarse a perpetuidad del culpable. En segundo la «fornicación espiritual», es decir, la caída del culpable en herejía o cisma. Y en tercero la vida criminal o ignominiosa de alguno de los integrantes del matrimonio. Por otro lado, también podían derivar en un divorcio temporal aquellas relaciones que pudiesen entrañar un grave peligro para el alma o el cuerpo de uno de los cónyuges y la sevicia o trato cruel, que aunque a veces no importaba un peligro acusado para la persona que lo padecía, hacía imposible la vida matrimonial por lo constante de las ofensas, atropellos o humillaciones que la acompañaban. A esta causa solían reducirse también el abandono del hogar, la vida crapulosa o liviana que determinaba el abandono de las atenciones domésticas y la malversación culpable del patrimonio conyugal34. En el caso gallego, como sucedía también para otros ámbitos territoriales ya estudiados35, eran mayoritarias las peticiones de divorcio relacionadas con los malos tratos, 13 de los 21 casos. De ellos, 12 correspondían a denuncias de mujeres ante la actitud marcadamente violenta de sus maridos, muchas veces relacionada con la importante incidencia del alcoholismo en los sectores más bajos del organigrama castrense. Tras las solicitudes de divorcio por malos tratos nos encontramos con aquellas basadas en la infidelidad de un miembro de la pareja. Son, en concreto, 4 casos, 2 en los que el acusado es un hombre y otros tantos una mujer. Las otras tres causas relacionadas con el sacramento del matrimonio juzgadas por el subdelegado gallego eran los denominados «impedimentos», los matrimonios clandestinos y los abandonos del hogar por parte de uno de los dos esposos. Se trata ya de casos con una incidencia menor. Los primeros eran los pleitos iniciados por una mujer para impedir el matrimonio de un aforado atendiendo a un supuesto compromiso previo con ella. Los matrimonios clandestinos los protagonizaban los cuadros medio-altos del organigrama castrense y estaban muy vinculados a las trabas legales en materia matrimonial impuestas por la Corona. Por último, las denuncias de abandono del hogar buscaban el
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regreso del hombre o la mujer al seno de la familia, terminando con una situación anómala desde el punto de vista moral. Fuera del marco de acción matrimonial, y representando un exiguo 8% del total de procesos vistos por el subdelegado departamental, se encuentran aquellos casos que hemos agrupado bajo el genérico epígrafe de «causas disciplinarias». Englobamos bajo el mismo las acciones legales cursadas por el tribunal eclesiástico gallego, bien de oficio o bien por demanda de un tercero, contra integrantes del clero castrense por acciones nada acordes con su condición sacerdotal –deudas, injurias, contrabando, trato carnal con mujeres, etc.–. Por último, el subdelegado ferrolano también penaba otro tipo de delitos que dañaban la integridad moral del aforado: las injurias o calumnias, casi siempre relacionadas con supuestos comportamientos sexuales ilícitos. A nivel general, son las mujeres las que llevan, de manera abrumadora, el peso de las demandas interpuestas ante el subdelegado ferrolano. El 85,4% de los 212 pleitos analizados fueron iniciados por una mujer, frente a un 11,3% en los que el demandante es un varón y un exiguo 3,3% en los que fue el propio teniente vicario el que actuó de oficio. Este absoluto dominio femenino está estrechamente relacionado con el papel de la mujer en las demandas matrimoniales y, en menor medida, en los divorcios. En la gran mayoría de las ocasiones se trata de integrantes de las clases populares –sobre todo, miembros del servicio doméstico– aunque también aparecen algunas demandantes relacionadas con sectores más selectos de la sociedad. Ese es el caso, por ejemplo, de doña Rosa Rivera, vecina de la villa de Vigo, que comenzaba en 1791 un largo litigio por promesas incumplidas de matrimonio contra el capitán del regimiento provincial de Santiago don Leandro Osorio y Quindós, conde de Quirós y señor de Oleiros, Trabanea y Reboleiros. En lo que atañe a los demandados es, lógicamente, el sexo masculino el gran dominador del panorama. Asimismo, los integrantes de las escalas bajas del Ejército y la Armada se erigen en los claros protagonistas, suponiendo el 57% del total (gráfico 3). A pesar de que hemos decidido agrupar a estos dos sectores en nuestro análisis, son los integrantes de los diferentes regimientos que formaban las guarniciones de las principales localidades gallegas del momento, los que contribuyen de manera decisiva a este predominio –los matriculados solamente suponen el 8% del total de este grupo–. Ese protagonismo de las escalas bajas del organigrama del Ejército y la Armada se acentúa más si cabe en el caso de las demandas matrimoniales, en donde alcanzan el 73,3% del total. Por el contrario, en los procesos de divorcio los militares son desplazados por los operarios de la maestranza ferrolana, razón que se debe, posiblemente, al mayor sedentarismo de este sector frente al militar. Finalmente, en los matrimonios clandestinos el papel hegemónico lo ostentan la oficialidad y suboficialidad, tanto del Ejército como de la Armada.
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GRÁFICO 3. PROCEDENCIA SOCIO-LABORAL DE LOS DEMANDADOS EN EL TRIBUNAL ECLESIÁSTICO CASTRENSE (1768-1833)
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Ver MARTÍN GARCÍA, A., «El impacto de la actividad portuaria en el mundo urbano de Galicia: A Coruña, Ferrol y Vigo en el siglo XVIII», en FORTEA PÉREZ, J. I. - GELABERT GONZÁLEZ, J. E. (eds.), La ciudad portuaria atlántica en la historia: siglos XVI-XIX, Santander, Autoridad Portuaria de Santander - Universidad de Cantabria, 2006, pp. 195-220. La Real Orden de 15 de noviembre de 1536 disponía que se incluyeran algunos sacerdotes en la plantilla de los tercios de infantería. Sin embargo, los clérigos no tenían atribuciones fijas, ni gozaban de privilegios especiales. CONTRERAS MAZARIO, J. M., La asistencia religiosa a los miembros de las fuerzas armadas en el ordenamiento jurídico español, Madrid, Universidad Complutense, 1988, vol. I, p. 567. FERNÁNDEZ DURO, C., Disquisiciones náuticas, Madrid, Instituto de Historia y Cultura Naval, 1996, vol. III, pp. 224-232. No vamos a acometer en estas páginas un análisis pormenorizado del origen de la jurisdicción eclesiástica castrense en los territorios de la monarquía hispánica ni de sus antecedentes pues de esta difícil cuestión ya se han ocupado otros autores con resultados concluyentes. A ellos nos remitimos. ZAYDIN Y LABRID, P., Colección de breves y rescriptos pontificios de la jurisdicción eclesiástica castrense de España, Madrid, Calpe, 1925; RUIZ-GARCÍA, F., «Los obispos de Cádiz y Mondoñedo en la jurisdicción castrense de la Armada», en Revista General de Marina, 174 (1968), pp. 406-435; ídem, «Jurisdicción eclesiástica castrense», en Revista General de Marina, 175 (1968), pp. 335-345; CONTRERAS MAZARIO, op. cit., pp. 567-616; FERNÁNDEZ MURIAS, J. A., «El cuerpo eclesiástico de la Armada: pasado, presente y futuro», en Revista General de Marina, 208 (1985), pp. 325-340; BENITO GARCÍA, M. A. de - LÓPEZ WEHRLI, S. A., «El cuerpo eclesiástico de la Armada: fondos documentales», en Iglesia y religiosidad en España. Historia y Archivos. Actas de las V Jornadas de Castilla-La Mancha sobre investigación en archivos, Guadalajara, Anabad Castilla-La Mancha, 2002, pp. 1265-1287. BOLAÑOS MEJÍA, M. C., «Las Ordenanzas de Carlos III de 1768: el derecho militar en una sociedad estamental», en ALVARADO PLANAS, J. - PÉREZ MARCOS, R. Mª. (coords.), Estudios sobre ejército, política y derecho en España (siglos XII-XX), Madrid, Polifemo, 1996, pp. 179-180. El breve tenía una vigencia de siete años, por lo que la corona se vio obligada a solicitar de Roma la prórroga de las atribuciones otorgadas al vicariato cada septenio. CONTRERAS MAZARIO, op. cit., pp. 581 y ss.
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MARTÍN GARCÍA, A., «La jurisdicción eclesiástica castrense en el Departamento de Ferrol», en Revista de Historia Naval, 70 (2000), pp. 47-60. Breve Cum in exercitibus, Copia y traducción, Madrid, 1762, pp. 7-8. ZAYDIN Y LABRID, op. cit., p. 184. BALDOVÍN RUIZ, E., «El fuero militar en las ordenanzas (segunda parte)», en Revista de Historia Militar, 77 (1994), pp. 78-79. Novísima recopilación de las leyes de España, Madrid, 1805, Tomo I, Libro II, p. 254. ZAYDIN Y LABRID, op. cit., pp. 357-358. La serie de pleitos del tribunal eclesiástico ferrolano se encontraban, hasta bien entrada la década de los noventa del pasado siglo, desordenada en unas cuantas estanterías del coro de la iglesia castrense de San Francisco. Este estado de abandono, que provocó el irreparable deterioro de algunos documentos, fue subsanado por la paciente y laboriosa labor de don Carlos Martínez Orero, hoy tristemente desaparecido. Quede aquí constancia de nuestro reconocimiento a su trabajo. Archivo Parroquial Castrense de San Francisco de Ferrol (A.P.C.), Pleitos castrenses, Carps. 1772-1779, 1780-1783, 1800-1878. A.P.C., Pleitos castrenses, Carps. 1772-1779, 1780-1783, 1785, 1790-1796, 1800-1878, 18041819, 1825, 1826, Sueltos. Ver MARTÍN GARCÍA, A., Demografía y comportamientos demográficos en la Galicia Moderna. La villa de Ferrol y su tierra, siglos XVI-XIX, León, Universidad de León, 2005. Sobre esa doble condición de la ciudad herculina durante la Edad Moderna ver BARREIRO MALLÓN, B., La Coruña 1752. Según las Respuestas Generales del Catastro de Ensenada, Madrid, Tabapress, 1990; ALONSO ÁLVAREZ, L., Comercio colonial y crisis del Antiguo Régimen en Galicia (1778-1818), Santiago de Compostela, Xunta de Galicia, 1986; SAAVEDRA VÁZQUEZ, Mª. C., Galicia en el camino de Flandes, A Coruña, Ediciós do Castro, 1996. No olvidemos que en 1797 algo más del 61% del vecindario ferrolano dependía directamente de los sueldos de la Armada. MARTÍN GARCÍA, A., Una sociedad en cambio. Ferrol a finales del Antiguo Régimen, Ferrol, Embora, 2003, p. 34. MARTÍN GARCÍA, Demografía y comportamientos demográficos…, p. 42. Sobre el delito de concubinato o amancebamiento ver LUGO, Y., «Abarragamientos dieciochescos (el concubinato en la Provincia de Caracas en el siglo XVIII)», en Tierra Firme. Revista de Historia y Ciencias Sociales, 62 (abril-junio 1998), pp. 227-238. A.H.N., Consejos. Cámara de Castilla, leg. 1215. ZAYDIN Y LABRID, op. cit., p. 253. Ver DUBERT, I., «La conflictividad familiar en el ámbito de los tribunales señoriales y reales de la Galicia del Antiguo Régimen (1600-1830)», en Obradoiro de Historia Moderna: Homenaje al profesor Antonio Eiras Roel en el XXV aniversario de su cátedra, 1 (1990), pp. 73-102. Las causas vinculadas al incumplimiento de las promesas matrimoniales eran también las más abundantes en el Tribunal Eclesiástico de Pamplona durante los siglos XVI y XVII. CAMPO GUINEA, M. J., Comportamientos matrimoniales en Navarra (siglos XVI-XVII), Pamplona, Gobierno de Navarra, 1998, p. 60. El término estupro resultaba en la época bastante más ambiguo que en la actualidad: durante los siglos XVI y XVII se empleaba en la práctica como un mero sinónimo de la violación. Sin embargo, durante el XVIII, los teóricos del derecho fueron perfilando de manera más nítida la diferencia entre ambas expresiones, definiendo el estupro como el acto carnal realizado con una doncella virgen, entrando incluso después en el distingo entre estupro violento –aquel en el que el hombre forzaba físicamente a la mujer– y el afable –aquel en el que la doncella consentía–. Todos los casos hallados en el tribunal del subdelegado castrense corresponden a esa segunda acepción. VILLALBA PÉREZ, E., La administración de la justicia penal en Castilla y en la corte a comienzos del siglo XVII, Madrid, Actas, 1993, p. 192; MANZANILLA CELIS, A. F., «De violencias
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y afabilidades (aspectos del estupro en la Provincia de Caracas en el siglo XVIII)», en Tierra Firme. Revista de Historia y Ciencias Sociales, 62 (abril-junio 1998), pp. 239-253. A.P.C., Pleitos castrenses, Carp. 1790-1796. Novísima recopilación…, Madrid, 1805, Tomo V, Libro X, Título II, Ley IX. Había excepciones: los oficiales agregados a los estados mayores de las plazas, los oficiales y soldados de los regimientos de inválidos, así como de las milicias provinciales y otros regimientos más estables que podrán desposarse simplemente con la licencia de sus jefes. ZAYDIN Y LABRID, op. cit., p. 193. BOLAÑOS MEJÍA, art. cit., p. 169. ZAYDIN Y LABRID, op. cit., p. 195. Novísima recopilación..., Tomo V, Libro X, Ley XI. LORENZO PINAR, F. J., «La mujer y el tribunal diocesano en Zamora durante el siglo XVI: divorcios y nulidades matrimoniales», en Studia Zamorensia, 3 (1996), pp. 77-88. En esa función mediadora también actuaron los tribunales civiles. ORTEGA LÓPEZ, M., «La práctica judicial en las causas matrimoniales de la sociedad española del siglo XVIII», en Espacio, Tiempo y Forma. Serie IV, 12 (1999), pp. 275-296. ZAYDIN Y LABRID, op. cit., pp. 273-275. Así acontecía también en la diócesis de Zamora durante el siglo XVI o en la de Pamplona para los siglos XVI y XVII. LORENZO PINAR, art. cit., p. 85; CAMPO GUINEA, op. cit., p. 137.
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El orden público en la dinámica absolutismo-liberalismo a finales del Antiguo Régimen Enrique Martínez Ruiz Universidad Complutense de Madrid
En varias ocasiones nos hemos referido a la «engañosa» imagen historiográfica que disfruta el siglo XVIII, en el sentido de constituir una época de progreso y armonía interna entre los reyes y los súbditos, aquellos amantísimos padres y estos respetuosos hijos. Visión válida sobre todo para los primeros Borbones y particularmente para el reinado de Carlos III. Una relación idílica que se interrumpe momentáneamente con los motines contra Esquilache y que se restablece seguidamente sin dificultad, como demostración tácita de que constituyeron «una anomalía» dentro de un contexto general de tendencia y clima muy diferente. Sin embargo, los estudios regionales realizados a partir de los años 1970 empezaron a mostrar sin paliativos el intenso clima de conflictividad que subyacía en la sociedad española de la Ilustración; estudios que venían a insistir en aspectos que ya conocíamos y que habían pasado casi desapercibidos y que abrieron líneas de investigación que se continuaron con posterioridad1 completando más las dimensiones de esta realidad, que el «marketing» de la Corona supo escamotear con eficacia para propiciar una imagen de estabilidad con la que proyectar su política en la metrópoli y sus colonias. Realidad que, por otra parte, no nos hubiera sorprendido si hubiéramos reparado en otra circunstancia llamativa que ha pasado desapercibida, bien por desconocimiento, bien porque lo que se sabía de ella no suscitaba mayor interés: el siglo XVIII es el periodo de la Historia de España en que se crea el mayor
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número de instituciones de seguridad, particularmente en la segunda mitad. En la geografía peninsular se ponen en pie cuerpos destinados a la conservación del orden público y la persecución de malhechores, cuerpos que en su mayoría van a gozar del fuero militar por su condición de tales2 y que dependen de las autoridades territoriales: de las castrenses para todo lo relativo a su organización y funcionamiento, pues se les aplican las Ordenanzas Generales del Ejército; y de las civiles para lo relacionado con la prestación del servicio3. Veamos las creaciones más significativas de esa dimensión de la actividad gubernamental en el siglo XVIII –se indican algunas fechas de creación–, con los elementos de cierta entidad que perviven del pasado: Cataluña: - Escuadras de fusileros, Mozos de Escuadra, Escuadras de Valls o del Batlle de Valls (1713?, 1719?). - Compañía Fija de Rosas (1767)4. - Rondas Volantes extraordinarias de Cataluña o Rondas Volantes del Pirrot (1779). - Compañía suelta y de Migueletes de Barcelona (1797). Valencia: - Compañía de Fusileros de Valencia5, reorganizados en 1774 (Miñones). Aragón: - Compañía Fija de Aragón (1765). - Compañía suelta de Fusileros de Aragón (1766). Galicia: - Caudillatos (1705, como milicia local), reformados en 1743: escuadras de 20 hombres, organizadas en un brazo mandado por un caudillo (nunca gozó del fuero militar). País Vasco: - Hermandades (sin fuero militar). - Migueletes. Castilla: - Compañía de Fusileros Guardabosques Reales (1761). - Compañía suelta de Castilla la Nueva (Sitios Reales, 1792)6. - Compañía suelta de Castilla la Vieja.
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- Compañías Fijas de Caballería de Castilla (1719, para reemplazar a unidades de Caballería de la Corte; tras sucesivas reformas, en 1766 forman el Regimiento de Caballería Ligera de Voluntarios de España). - Hermandades de Toledo, Ciudad Real y Talavera (sin fuero militar). Andalucía: - Perviven las Guardas de la Costa. Todas reorganizadas en 1762 en 10 compañías, que en 1780 se denominan Compañías de Infantería fija de la Costa de Granada: contra malhechores y ataques piráticos. - Compañías de Milicia Urbana. - Escopeteros Voluntarios de Andalucía (1776, dos compañías dependientes de las audiencias para reprimir vagabundos y delincuentes)7. - Compañía de Escopeteros de Getares (1710). A la vista de semejante despliegue territorial e institucional podemos hacer consideraciones de dos tipos diferentes: por un lado, relativas al dispositivo de seguridad en sí mismo; por otro, a las razones que lo motivaron. Por lo que se refiere al sistema de seguridad, hemos de tener en cuenta que el elemento referente más importante lo constituyen los Mozos de Escuadra8 –creados por una iniciativa de Pere Antón Veciana– y en no poca medida son una especie de modelo, pues no pocos de los cuerpos o unidades relacionados más arriba son creados a su imagen y semejanza, incluso por miembros de la misma familia Veciana. Son cuerpos que perseguían a cuantos alteraban el orden, ya fueran austracistas –partidarios del archiduque Carlos en la Guerra de Sucesión española y defensores de sus derechos después–, malhechores, contrabandistas, desertores, ladrones, bandoleros, etc. Su ubicación es preferentemente urbana, pues sus acuartelamientos están en los núcleos de población, aunque su acción se extiende al ámbito rural. Pero no se ha previsto ningún mando o institución que establezca y mantenga una coordinación entre los diversos componentes, que programe su labor disuasoria y represiva en un plan unificado y general. Lo cual es algo significativo y, en cierto modo, contradictorio con la tendencia general que se advierte en la administración española de la época, ya que la centralización es un objetivo permanentemente presente en la mente de los gobernantes, mientras que en el ramo de la seguridad y el orden público se genera un gran mosaico de cuerpos y unidades que no tienen conexiones ni una relación profesional entre sí que potencie sus recursos y sus actividades: estamos ante un ramo de la administración claramente descentralizado o, si lo pensamos de otro modo, dado que los superiores por parte militar suelen ser los capitanes generales y por parte civil las autoridades judiciales, la coordinación –si existía– sería muy lenta y poco eficaz.
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También hay que tener presente que la aparición de ciertos cuerpos se debe a cuestiones meramente circunstanciales, sin futuro ni significación, como se comprueba en el hecho de que la mayoría desapareciera en las primeras décadas del siglo XIX. Pero al margen de estas consideraciones, hay unos rasgos perceptibles en los cuerpos más importantes, duraderos y operativos que permiten considerar que se estaba perfilando el sistema de seguridad español imperante en el siglo XIX y la mayor parte del XX: tienen sus efectivos repartidos en pequeños puestos por la demarcación que tenía encomendada a su vigilancia y protección, lo que hacía que el territorio quedara dividido en una retícula controlada por destacamentos, cuyos componentes conocían perfectamente la zona y tenían entre la población una red de soplones que les advertían y avisaban. Además, el hecho de vivir en las poblaciones que les servían de base, les permitía conocer a sus habitantes humana y profesionalmente, pues sabían cual era su medio de vida y las profesiones a las que se dedicaban. Asimismo, se les concedió el disfrute del fuero castrense y tenían una doble dependencia de las autoridades militares y civiles. Este es el modelo que se instaura muy tempranamente, a comienzos del siglo XVIII, en Cataluña con los Mozos de Escuadra y en Valencia con unos migueletes o miñones –que eran unos soldados de tropa ligera para combatir a los malhechores y controlar a la población– establecidos por Felipe V y sirve de referencia para la creación de otros, como la Compañía de Fusileros Guardabosques Reales, por ejemplo9, en los que también se da la doble dependencia de las autoridades civiles y militares, su distribución en puestos o destacamentos de efectivos reducidos (de tres a cinco, por lo general) y el goce del fuero militar. En suma, son las mismas características de organización y actuación que encontraremos luego en la Guardia Civil, aunque este ya es un cuerpo «nacional», es decir, sus efectivos y puestos están repartidos por toda la geografía española, teniendo en cuenta la extensión provincial y la población. En cuanto al otro interrogante que nos hacíamos más atrás –las razones de semejante despliegue–, la conclusión parece obvia: se consideraba necesario. Ningún gobierno o Estado erige unas instituciones de cualquier naturaleza que sean si no las precisa. En consecuencia, debemos pensar que si el siglo XVIII está jalonado de creaciones de cuerpos de seguridad es porque respondían a una indudable necesidad y que en la sociedad española existía una conflictividad latente y manifiesta de gran intensidad. Si a esto le añadimos que desde fines del siglo XVII empieza a extenderse por los países europeos una retícula policial encaminada a controlar el territorio y la población10, veremos que la España Ilustrada no es una excepción y que en este orden de cosas podemos considerar que sigue la «tónica» general, si bien parece tal proliferación desmesurada o que tales creaciones no fueron disuasorias ni todo lo eficaces que se esperaba.
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Hay sobradas razones para pensar que muchas de las unidades antes aludidas no inspiraban mucha confianza en su actuación por desidia o ineficacia y que tales casos indujeron a cuestionarse la viabilidad de todo el sistema para decidir sobre su mantenimiento o reforma, como demuestra la elaboración de un minucioso informe a finales del siglo XVIII, en el que se pasa revista a una gran parte de los cuerpos y unidades de seguridad existentes, con valoraciones sobre los mismos11. Una medida que se estimaba necesaria por cuanto la situación no era muy buena12. Pues bien, al margen de cualquier otra consideración, todo el dispositivo que acabamos de ver naufraga en la Guerra de la Independencia, que como en tantas dimensiones de la vida española supuso una ruptura brusca de la «normalidad» y que fue muy laboriosamente recuperada después de concluido el conflicto, de forma que algunas de estas instituciones ya no volvieron a ser las mismas que antes de 1808 y otras desaparecieron sin más o languidecen hasta su disolución algunas décadas después. Tan precaria situación se complica con la aparición de un fenómeno que se repite cada vez que se inicia una posguerra en condiciones difíciles, como fueron las españolas en 1814, en que la población se encuentra con un país asolado y arruinado, con una guerra al otro lado del Atlántico, con las relaciones con las colonias alteradas e interrumpidas en gran medida y con las infraestructuras peninsulares destrozadas; por si fuera poco, en seis años se producen dos alteraciones del orden político con sus consecuentes e inevitables repercusiones socio-económicas: las Cortes reunidas en Cádiz van a instaurar el liberalismo en España, erradicando el absolutismo; sin embargo, en cuanto vuelve Fernando VII, en 1814, anula todo lo hecho por las Cortes liberales y restablece el Absolutismo tal y como imperaba antes de 1808. Bandazos violentos que repercuten no sólo en la superestructura política de la Monarquía, sino también en la vida diaria de las comunidades rurales13. Y una de las repercusiones en este ámbito nos interesa especialmente: el denominado bandolerismo de retorno, que como adelantábamos al principio de este párrafo aparece siempre que hay una posguerra difícil, no importa el país ni la época en que se desarrolle. Esa manifestación del bandolerismo se produce como consecuencia del desarraigo de parte de la población. Muchos hombres han estado durante la guerra viviendo a salto de mata, especialmente los que engrosaron las filas de las numerosas guerrillas que surcaron la geografía española luchando contra los franceses. Ese tipo de lucha y el desquiciamiento de la vida civil y de sus normas reguladoras produce en esos hombres la sensación de estar por encima de las reglas de la convivencia y del Derecho. Cuando regresan, la situación que encuentran en muchos casos es desoladora: desaparición de su familia o de parte de sus miembros, ruina de sus propiedades, inadaptación a la vida pacífica, falta de perspectivas laborales o de subsistencia, deseos de vivir sin trabas ni límites como cuando la guerra… Muchas razones… Suficientes cualquiera de ellas para
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impulsar a un hombre a continuar su vida agreste y montaraz al margen de cualquier norma civil, jurídica o moral. Esta inadaptación empieza a notarse antes, incluso, de que termine la guerra, y a medida que van quedando libres los territorios por la retirada de los franceses la paz empieza a verse perturbada por estos incontrolados, con el agravante de que ya no hay enemigos sobre los que descargar parte de sus agresiones, que ahora las sufren los pueblos y las gentes de manera única y con un ritmo creciente, llegando su actividad delictiva a preocupar a las más altas instancias políticas del país. Este bandolerismo de retorno y su perdurabilidad en los años siguientes va a ser una de las características de la vida española en los primeros lustros del siglo XIX y se va a convertir en un arma arrojadiza que liberales y absolutistas esgrimen. Las más favorables circunstancias nacionales para la libertad de expresión que imperan en la España del Trienio Liberal (1820-1823) nos ofrecen una serie de pormenores que durante el Sexenio Absolutista (1814-1820) permanecieron silenciadas en gran medida, y será la vida parlamentaria la que nos permita conocer muchos de los aspectos que en esta ocasión nos interesan, ratificándonos algunas argumentaciones –como veremos– en nuestra idea, expuesta inicialmente, de que la alta conflictividad social española del siglo XVIII fue hábilmente mitigada desde el poder. A la que podemos añadir el hecho de que los liberales del Trienio Liberal no distinguen entre el absolutismo del Antiguo Régimen y el del Sexenio Absolutista, considerando que uno y otro se continúan dada la identidad de las bases políticas y sociales en las que se apoyan. El orden público va a ser motivo de preocupación para los gobiernos de Fernando VII, ya sean absolutistas o liberales. En esta ocasión, no vamos a considerar los diversos instrumentos o recursos que se emplean para restablecerlo o conservarlo. Nos vamos a ocupar de los argumentos que se esgrimen para explicar la situación con la consiguiente descalificación de quienes han permitido o facilitado su deterioro. El punto en el que centraremos nuestro análisis va a ser el debate parlamentario que se produce a fines de julio de 1820, a raíz de una proposición de Martínez de la Rosa, diputado por Granada en las Cortes reunidas a poco de proclamarse el régimen liberal tras el triunfo del pronunciamiento de Riego en Cabezas de San Juan (Cádiz). El debate resulta muy aleccionador y su desarrollo va abriendo vertientes del problema que inicialmente eran poco previsibles, por su desconocimiento. Por tal razón, nosotros seguiremos el curso de la discusión parlamentaria, pues nos parece más ilustrativa de la gravedad con que se juzgaba la situación, en vez de fragmentarla para ir comentando los problemas que en ella van apareciendo. Además, para los diputados liberales del Trienio no hay solución de continuidad, prácticamente, entre el absolutismo ilustrado y el absolutismo de Fernando VII en el Sexenio, por lo que los veremos hacer referencias a uno y a otro sin mayores matices ni distinciones, en aras de la mayor contundencia en su argu-
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mentación y para mostrar la falsedad de las afirmaciones de sus enemigos, es decir, de los enemigos de la Constitución y del régimen que ella representaba. Tal realidad nos permite abordar el problema del orden público en una fecha tardía para nuestro Antiguo Régimen –pero aún vigente–14 ofreciendo otras perspectivas del enfoque de la realidad social española de la Ilustración en los coletazos de la Modernidad. La proposición aludida fue leída en la sesión del día 12 de ese mes de julio de 1820 y su tenor es el siguiente: «Siendo urgente poner en práctica todos los medios convenientes para reprimir y castigar el excesivo número de ladrones, ya en caminos, ya en poblado, y quitar así a los malévolos uno de los pretextos de que se valen para calumniar el régimen constitucional, pido que se señale día para abrir discusión sobre un punto tan importante, asistiendo a ella los Secretarios del Despacho que se estime conveniente, a fin de ver si está al alcance del Gobierno contener tamaño desorden, o si necesita para alguna medida la cooperación de las Cortes»15.
Por si hubiera alguna duda de la gravedad de la situación –el parlamentario pide la comparecencia del gobierno y que se valore su capacidad para resolver el problema, en el que deben implicarse las Cortes si fuera necesario–, Martínez de la Rosa argumenta su proposición sin paños calientes, pues dice: «Es de tal naturaleza este negocio que tiene en consternación a las provincias en general, y especialmente la que me ha honrado con elegirme16. Se trata de un mal que ataca lo más sagrado de la sociedad, como son la propiedad y la vida. Los enemigos del régimen constitucional se prevalen de este desorden para decir que el excesivo número de ladrones es el resultado de este sistema, porque no permite perseguirlos. Esta calumnia, suscitada por la malignidad y propagada por la ignorancia, puede perjudicar la Constitución»17.
Una intervención que nos deja abiertas bastantes dimensiones de la polémica parlamentaria subsiguiente: hay muchos ladrones, de cuya existencia los absolutistas culpan al régimen liberal por no tener o no crear los instrumentos necesarios para perseguirlos; argumentación juzgada por los liberales como tendenciosa y malintencionada, argumentación que la ignorancia puede difundir con los consiguientes perjuicios, siendo conveniente su neutralización. Dos días más tarde volvió a leerse la proposición del diputado granadino y en apoyo de que se abriera la discusión se manifestó otro parlamentario, el señor Calatrava, provocando la intervención del Secretario de la Guerra, el marqués de las Ama-
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rillas, para advertir que el gobierno tenía muy adelantados los trabajos «relativos a la medida que solicitaba el Sr. Martínez de la Rosa», quedando el debate aplazado hasta el momento que esos trabajos fueran presentados a la Cortes18, lo que sucedería el 30 de julio. En este día, otro parlamentario había hecho otra proposición redactada en unos términos tan rotundos como la de Martínez de la Rosa; en su lectura encontramos nuevos elementos de un panorama muy preocupante: «En atención a que la seguridad individual de los ciudadanos se halla atacada con mucha frecuencia por las hordas de ladrones y bandoleros que infestaban los caminos del Reino, y que su osadía ha llegado en muchas partes a imponer contribuciones a los dueños de los sembrados y casas de campo, o a incendiarlas en el caso de resistir éstos su pago; no siendo posible que las partidas del ejército nacional cubran todos los puntos, y debiendo los ayuntamientos y alcaldes constitucionales cuidar de la seguridad de las personas y bienes de los ciudadanos … que las Cortes determinen y fijen la responsabilidad de los alcaldes y ayuntamientos constitucionales por los robos que se cometan en el distrito de su respectiva jurisdicción»19.
La inmediata intervención de Martínez de la Rosa, nada más concluir el Secretario la lectura de la proposición que acabamos de transcribir, nos interesa especialmente por las cuestiones que toca. Empieza por manifestar que tiene claro que los enemigos de la Constitución exageran la inseguridad existente en los caminos y despoblados, de forma que: «parece … que jamás ha habido ladrones en España … ¿Tan pronto hemos olvidado este mal tan inveterado en nuestra Nación por culpa de sus malas instituciones? ¿Y no hemos visto partidas de facinerosos insultar por años enteros en el corazón mismo de Andalucía a un Gobierno que tenía en su mano el poder de las leyes, una inmensa fuerza armada, y esa misma arbitrariedad cuya eficacia tanto se pondera y cuya pérdida lamentan los malvados?».
Su argumentación quiere separar la Constitución del bandolerismo, cuya vinculación están difundiendo los absolutistas, que muestran el desorden imperante como una consecuencia del mal gobierno que posibilita el texto constitucional. El parlamentario andaluz se remonta a tiempos anteriores y se refiere al bandolerismo como una lacra nacional secular, cuyas causas analiza así:
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«No nos engañemos: las causas del excesivo número de ladrones, aun prescindiendo del trastorno de la revolución, son harto conocidas, demasiado lloradas de todo español: la pobreza, el poco estímulo para el trabajo, la mala división de la propiedad, las trabas que oprimían todas las profesiones, el bárbaro sistema fiscal, las rentas estancadas, la incomunicación entre las varias provincias y entre los pueblos más cercanos, la despoblación del Reino, el mal sistema de nuestros presidios, la inmoralidad pública que acarrea siempre un régimen arbitrario, ¿no son suficientes causas para explicar el origen de esa plaga tan antigua en nuestra Nación, y que debe causarnos al propio tiempo indignación y vergüenza? … Mas además de estas causas permanentes, la revolución y la guerra han agravado el mal, como ha sucedido siempre en todas las naciones: los trastornos políticos, la devastación de los ejércitos, la ruina de las propiedades, la necesidad de licenciar parte de la fuerza armada, y otras muchas causas que sería inútil referir, han dejado tras sí tan funesta calamidad; y sin ir a buscar ejemplos extraños y remotos, todo el mundo sabe al extremo que llegó este desorden después de la desastrosa guerra de sucesión»20.
Ambos párrafos son de enorme interés. En el primero encontramos una relación de factores que pueden «caracterizar» perfectamente al Antiguo Régimen, constituyen la «estructura» sobre la que se asienta el entramado socio-económico de la Monarquía y con ligeros matices puede ser aplicado a un dilatado espacio temporal, como el propio diputado señala. En cualquier caso, todos sus componentes están vigentes en el siglo XVIII y con esas bases podemos comprender que la conflictividad social fuera uno de los denominadores comunes a todo el siglo y se entiende que, en unos momentos en que una tendencia estatal dominante en Europa era la de hacerse con el control del territorio y de la población mediante una red policial, los Borbones españoles se esfuercen en crear el dispositivo adecuado para conseguir esos controles. En el segundo párrafo, Martínez de la Rosa se refiere a un fenómeno, al que ya hemos aludido –el bandolerismo de retorno– y que se repite siempre que se producen situaciones similares a las vividas por España en aquellos años: una guerra larga, demoledora, sangrienta y una posguerra difícil, que en el caso español se agrava porque las perspectivas de recuperación son a largo plazo, máxime cuando la sublevación de las colonias continentales americanas mantiene viva la realidad bélica –no importa que la lucha sea lejos y que la población no la sufra directamente: hay que enviar tropas allí y el reclutamiento sí le afecta en sus propias carnes–; además, esa sublevación ha desquiciado cauces habituales
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de la economía española21 y los responsables del gobierno metropolitano han de pensar en un severo reajuste, pues al perder el Imperio desaparecen las dimensiones económicas que funcionan sobre la existencia de las colonias, por lo que tienen que cifrar las posibilidades de futuro del país en sus propios recursos, lo que ensombrece durante años los horizontes económicos obstaculizando la recuperación de las destrucciones causadas por la guerra en la península entre 1808 y 1814. Una realidad nada prometedora que es campo abonado para que florezca este tipo de bandolerismo. En su afán por exculpar a la Constitución de las imputaciones que le hacen sobre el lamentable estado del orden público, Martínez de la Rosa alude en su larga intervención a otra vertiente de la sociedad española del siglo XVIII y a cómo se aborda a mediados del reinado más esplendoroso de nuestro Despotismo Ilustrado, el de Carlos III. Dice así: «¡Cuántas invectivas, cuántos dicterios y sarcasmos se vomitarían contra la pobre Constitución, si mandase en un artículo expreso que aun para la prisión de un vago se necesitase previamente una sumaria información de su mala vida, oyendo al síndico del pueblo! «Pues qué (dirían los enemigos del régimen actual), hasta prender a un vago, al ser más dañoso de la sociedad, al que se castigaba con las penas más duras en las repúblicas más libres, al que la misma constitución declara suspenso de los derechos de ciudadanos … aun para prender a un hombre tan despreciable, ¿se necesita sumaria información y tantos requisitos?» Se necesitan, es verdad: y así lo dispone terminantemente la ordenanza de vagos de 1775, y yo no he oído en toda mi vida tachar a la tal ordenanza de liberal»22.
La consideración en que se tiene a los vagos en los inicios del liberalismo no difiere gran cosa a la manera en que se consideraban en el Antiguo Régimen: una especie de parásitos que hay que erradicar. En el siglo XVIII, estos individuos encarnan una anomalía que contrastaba con el utilitarismo que se perseguía desde el poder, que buscaba hombres «útiles» y «beneméritos», cuyo trabajo redundara en beneficio del Estado, a cuya grandeza iban encaminadas todas las dimensiones económicas, sociales y políticas. En el siglo del Liberalismo, el vago desentonaba con el ciudadano probo y honrado y era una amenaza más o menos potencial, pues podía convertirse en un delincuente y formar parte «de un mal que ataca lo más sagrado de la sociedad, como son la propiedad y la vida»23: la propiedad privada y la seguridad personal son dos puntales del orden burgués, que se irán perfilando cada vez con mayor nitidez y desde el principio están presentes en el ordenamiento constitucional. Por eso, nuestro diputado exclama: «y llega a tal punto la injusticia de los malvados, que no parece sino
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que la Constitución ha de ser responsable de todos los desórdenes, de todas las calamidades causadas por el desconcierto y arbitrariedad de muchos siglos». Por último, Martínez de la Rosa introduce otro elemento en el debate igualmente importante y es el relativo a la mala actuación de los jueces, a los que culpa de haber contribuido a la expansión de los rumores que circulaban al socaire de la inestabilidad interna y de la inseguridad existente, ya que: «esta preocupación no se hubiera extendido tanto, si los jueces, en general, hubieran cuidado de desvanecerla, y de manifestar con hechos que es compatible la pronta administración de justicia con las leyes que aseguran nuestra libertad … la ignorancia o la malicia de muchos jueces ha contribuido a extender una calumnia que llegaría, si no se desmiente, a entibiar el amor de los pueblos a la Constitución»24.
La cuestión planteada no podía ser más preocupante, pues responsabilizaba a la judicatura de falta de colaboración con el nuevo régimen, por lo que le pregunta al gobierno si sería conveniente que se circulara a los jueces una instrucción «clara y terminante, que explique la conformidad de la Constitución con las antiguas leyes, y desvanezca todas las dudas, ya reales, ya afectadas». Además, Martínez de la Rosa es consciente de que, tal y como está el ordenamiento penal, la actuación de los jueces puede influir en el mantenimiento del clima de inseguridad, al actuar demasiado levemente en determinados casos: «Pero además de abreviar los trámites judiciales en una nueva ley sobre robos, ¿será conveniente determinar una pena fija a propósito para contenerlos? Bien sé que nuestras leyes señalan penas para ciertos robos calificados; pero también sé que en los hurtos simples la pena es arbitraria, que esta arbitrariedad se nota en las sentencias de los jueces y de los tribunales, y que quizá no sería inoportuno formar una ley que estableciese penas fijas y determinadas, con proporción a la especie y al grado del delito»25.
Poco después intervendría el Secretario del Despacho de la Gobernación de la Península, que empieza por referirse a cómo se atendía el mantenimiento del orden público en la situación anterior –correspondía a los capitanes y comandantes generales de las provincias–, sobra la que precisaba que «el Gobierno anterior estuvo dedicado por espacio de seis años a la persecución de ladrones, valiéndose de unos medios violentos, como eran las comisiones militares; y ¿qué consiguió? Menos que en el día». Esa conclusión podía hacerla porque, por los informes recibidos en su ministerio, sabía que en Valladolid, Murcia y las provincias vascas se había conseguido neutralizar la acción de los ladrones y bandidos. El diputado Calderón intervendría algo después y ampliaría el cuadro
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tranquilizador, pues dice que «en todos esos caminos de Castilla la Vieja se transita con seguridad, según me avisan algunos de los señores jefes políticos y otras personas imparciales y de discernimiento con quienes estoy en correspondencia. Lo mismo oigo decir a los Sres. Diputados de Cataluña y al de Mallorca que sucede en sus provincias» y concluye: «Lo que demuestra que los ladrones no están multiplicados en todos los puntos de la Península, que no hay motivo de tanta alarma». Sin embargo, el Ministro de la Gobernación va a poner sobre el tapete nuevos elementos que confluyen en la situación: los contrabandistas, los gitanos y los presidios. Respecto a los primeros, afirma que están sólo a un paso de los ladrones y que existirán mientras se mantengan las leyes de los aranceles «y que jamás las Cortes llegarán a destruir con remedios parciales, pues a manera de hidra se reproducirá sin cesar, dándole nuevo fomento las mismas providencias que se tomen para exterminarle». Y respecto a los gitanos explica: «En Andalucía y en la Mancha existe cierta clase de hombres envilecidos y conocidos con el nombre de gitanos o castellanos nuevos, casta de hombre que no tienen ocupación conocida ni domicilio fijo, y que al paso que vagan por las provincias, y roban, son encubridores de ladrones. Las dificultades que se encuentran para perseguir a esta clase de vagabundos son tales, que desde largo tiempo se ha tratado de extinguirlos sin poderlo conseguir»26.
Y en cuanto a los presidios, se refiere a ellos como «escuela en donde se perfeccionan los malvados, y muchos salen de ellos siendo, que no lo eran cuando entraron» y descubre una realidad social que constituye un problema añadido, ya que la coacción de los delincuentes amedrenta a los ciudadanos: «muchos de los presidiarios de África y de otras partes, o porque cumplieron su tiempo, o porque se escaparon, vuelven a sus casas, esparciendo el terror y abandonándose a toda especie de vicios, viniendo a parar por último resultado en bandidos más diestros, más crueles y más atrevidos que antes. Las justicias, los testigos y cuantos intervienen en sus causas, temerosos de su venganza, o los ocultan, o los protegen. La Diputación provincial de la Mancha habla de este punto muy circunstancialmente, proponiendo medidas que ya el Gobierno hubiera adoptado, si hubiera podido disponer de más fuerza militar: toda la que existe se halla ocupada».
Y en cuanto a la situación general del país, el ministro invoca una de las libertades que el nuevo régimen ofrece a los ciudadanos y que ha posibilitado la exageración del tema que nos ocupa, pues dice:
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«Si tuviéramos además una especie de cronología de los delitos, y una historia de los robos y asesinatos cometidos en España en otras épocas, se vería que la mayor parte de las provincias gozan de una tranquilidad que nunca han gozado, e incompatible, digámoslo así, con nuestra situación política y con los vaivenes y trastornos que ha sufrido la Nación desde el año de 1808 hasta el día. Hoy todo se publica: por medio de la libertad de imprenta circulan las noticias: todo se sabe … Si esto hubiera sucedido en el régimen anterior, si los delitos cometidos en las diferentes provincias se hubiesen publicado, se hubiesen reunido como en el día, o hubiese habido un centro común como las Cortes para poder denunciarlos, ¿qué diferencia no hubiera habido entre la suma de aquella época y la actual? Entonces nadie osaba hablar: los delitos se cometían, y se ocultaban o no circulaba la noticia de ellos: los mismos acaso que hoy los pregonan, los desmentían o los ocultaban entonces»27.
Por su parte, Calderón –al que hemos visto antes mostrarse tranquilizador– en la primera parte de su intervención es bastante más alarmista al proponer que el Congreso «investigue las causas morales que pueden influir en tan deplorable situación» y luego se explica: «Yo entiendo que las hay muy conocidas: tales son los malos jueces que por lo común hay en los partidos y el influjo de las clases poderosas que extravían la opinión para destruir el sistema constitucional; es verdad que contribuirán a lo mismo las penas injustas y bárbaras que llevan consigo el sello de la opresión y la pobreza; ésta se remedia procurando evitarla con buenas leyes que promuevan la actividad y proporcionen al ciudadano un regular sustento con mediano trabajo: ninguno se expone a la zozobra y funestas consecuencias que trae consigo la vida delincuente … las leyes penales en materias de contrabando deben derogarse prontamente … sustituyendo otras que no siendo incompatibles con la subsistencia del estanco del tabaco, mejore su administración y aumente la venta … Los jueces de partido, enemigos de la Constitución por principios y hábito, contribuyen no poco a hacer desgraciada la suerte de la Nación … hombres imbuidos de estas ideas y habituados prácticamente a ser los instrumentos del despotismo y la tiranía»28.
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Como vemos, en el debate se están planteando cuestiones tan complejas como capitales en los momentos en que se quiere implantar un nuevo régimen político y han de superarse reminiscencias, actitudes y creencias opuestas muy enconadas. Algunas están en la base del sistema y son todas aquellas que denuncian deficiencias económicas y lacras sociales –la intervención de Martínez de la Rosa cuando se refiere a las «causas permanentes» es bastante clara al respecto–; pero otras son no menos difíciles de erradicar, particularmente las que se refieren a los jueces –sobre todo a los de partido–, a los que consideran absolutistas confesos, obstaculizadores con sus decisiones de la normalización de la vida cotidiana, constituyendo un problema de difícil solución, en el sentido de que los mismos jueces que aplican la normativa absolutista, al proclamarse el nuevo orden constitucional, son los que tienen la responsabilidad de aplicar el nuevo ordenamiento, razón por la que es comprensible que no despertaran mucha confianza entre los diputados liberales, que también se muestran reticentes ante los reductos sociales del Antiguo Régimen –las «clases poderosas»–, ya que son quienes más van a perder con el cambio de régimen, toda vez que los privilegios estamentales desaparecerían. En el debate también cabe una dimensión de menor altura, con alusiones a casos concretos, y la relación de sucesos que expone el Secretario del Congreso, D. Marcial López, es muy gráfica: «Dos días hace que en la puerta de Alcalá un infeliz pasajero, requerido para presentar el pasaporte, con la una mano sacaba este documento, y con la otra señalaba a muy poca distancia, que casi podía verse materialmente, el lugar donde siete hombres armados lo habían despojado sin piedad ninguna. En el canal de Manzanares hemos tenido dos días hace una porción de malvados que han estado insultando a este pacífico vecindario. La diligencia de Valencia ha sido robada varias veces, y ha habido algún pueblo en donde se han introducido con la mayor desvergüenza, a vista de sus vecinos, partidas de gente armada. En el camino de Aranjuez, en ese camino público, se han encontrado atados multitud de infelices, después de haber sido presa de infames agresores. En la provincia de Aragón, sin que yo haga mérito de lo ocurrido no ha mucho en Almonacid y otros pueblos … y muy cerca de la capital, se ha despojado con inhumanidad a varias personas, y se ha dado fuego a una casa de postas … Lugar ha habido y de bastante vecindario, en el cual han sido sorprendidos ciudadanos pacíficos a la hora en que descansaban de sus penosas tareas, para ser arrojados a las llamas, sufriendo penosos tormentos hasta que han dado cuanto te-
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nían: pública es la inseguridad de los caminos, e invoco por testigos de esto mismo a muchos de los señores Diputados que han tenido que venir en convoy; y en fin, el desorden es tan público, que no puede ponerse en cuestión de modo alguno»29.
A mitad de camino entre el relato de casos particulares y los problemas de más altura que hemos visto tenemos la intervención del parlamentario Moreno Guerra, que al referirse a cuestiones ya plateadas nos ofrece un enfoque desde óptica diferente, por lo que merece la pena detenerse en ella: «Soy andaluz. En el tiempo de Carlos III, que fue uno de los reinados más poderosos, fuertes y sabios de España, hubo siempre en mi país ladrones que hoy, porque hubo cuadrillas conocidas, son de las que se puede hacer cargo a un Gobierno, pues los aventureros que salen a robar de un momento a otro, nadie puede responder … En tiempos de Carlos III había en Andalucía las cuadrillas de Francisco Esteban, Corrientes, el Rubio de Estepa, y otras mil, y principalmente la terrible y muy conocida de Bartolo Gutiérrez, que era de La Rambla, el cual robó al actual conde de Artois, que viajaba por allí con el título de duque de Chartres, cuando en 1780 vino de París a Gibraltar. Este robo empeñó el honor personal del Trono, que envió hasta 8.000 hombres contra aquellos ladrones, y a pesar de todo, Bartolo Gutiérrez se paseó por la Andalucía desde el año de 780 hasta 804, en que un guarda de La Rambla lo mató por casualidad en el cortijo del Hornillo. ¿Qué cuadrillas de ladrones hay ahora en Andalucía? Cuando en el año 814, en que se acabó el sistema constitucional y empezó el absoluto, salieron siete hombres con el nombre de los niños de Écija, el Gobierno envió siete regimientos sobre ellos, que estuvieron tres años persiguiéndoles, y viéndose burlados cara a cara todos los días, sólo por una casualidad fueron al cortijo del Toril, una legua de mi tierra, con mujeres, se emborracharon y los cogieron por chiripa … Por eso digo que la multitud de ladrones que ahora se nos dicen, existen en la cabeza de los enemigos del sistema constitucional … No tienen por donde atacarlo y lo hacen por este modo indirecto … Por eso creo que es necesario proceder con calma y buscar el origen de esas voces, porque o son falsas, o exageradas a lo menos. ¿Quién puede extrañar que haya ladrones en muchas de nuestras provincias? En un país sin propietarios y tan despoblado como es la
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España, dividido por montañas, que cada provincia forma, digámoslo así, un nuevo Estado; con tantos olivares, algunos de ellos de cuatro o cinco leguas de plantación ordenada, que es donde es más difícil perseguir al ladrón, porque en retirándose 20 varas por el orden en que están los olivos, ya nadie los puede coger; que los ladrones tienen un abrigo por el mismo contrabando, sobre todo si es de tabaco, que es el más interesante para el pueblo, y el de más fácil ejercicio, porque un contrabandista de efectos necesita más fondos, y para hacer el contrabando de tabaco bastan 1.000 rs., pues estando en Gibraltar a 100 rs. la arroba, con 800 rs. hay para dos quintales, y lo demás para mantenerse en el camino. Estos son los más perjudiciales, porque los que hacen el contrabando de ropas ya son una especie de comerciantes que tiene que perder; pero el contrabandista de tabaco, en sucediéndole alguna desgracia se hace ladrón, pues entra en una alquería o cortijo, o molino de aceite, con lo que alucina a las gentes del campo, y los tapan y ocultan, porque todo ladrón anda con el nombre de contrabandista»30.
Este parlamentario andaluz demuestra conocer bien la plaga del bandolerismo que azotó su tierra, en donde florecieron los cabecillas más famosos. Su enfoque nos interesa, sobre todo, por dos motivos: uno, sabe cuál es la diferencia entre un contrabandista de tabaco y otro de ropas y en su alocución evidencia que no se le oculta nada de sus entresijos, algo que por otra parte no puede sorprender, pues en el último tercio del siglo XVIII en Andalucía nadie ignoraba que la serranía de Ronda era la que proporcionaba las rutas y caminos apartados para los que transitaban con géneros ilícitos desde Gibraltar al interior. Otro, ve el Sexenio Absolutista (1814-1820) como una continuación del Antiguo Régimen y se refiere a unos bandoleros que son ejemplos precursores de lo que nosotros hemos denominado en alguna ocasión como «bandolerismo romántico», al que hemos caracterizado como la manifestación en este particular del individualismo del Romanticismo: actúa en partidas con un jefe indiscutido, que es el único de la partida al que se conoce por su nombre, tiene fama «nacional» y se vanagloria de tenerla, para que todo el mundo lo conozca y sepa quien es. Se singulariza por su osadía, por «signos externos» diferenciadores y únicos (el mejor caballo, las mejores armas, la mujer más hermosa…) y por ser el más valiente de la cuadrilla, que es justamente lo que le concede la jefatura física y moral sobre sus hombres: Diego Corrientes, los Siete Niños de Écija, el mismo Bartolo Gutiérrez están muy próximos a los máximos representantes de esta modalidad del bandolerismo, como son José María el Tempranillo, el Barquero de Cantillana, Jaime el Barbudo…
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Estos testimonios de los parlamentarios liberales de 1820 nos muestran –una vez más– que el gran despliegue de instituciones de seguridad realizado durante el siglo XVIII no fue capaz de neutralizar las manifestaciones delictivas, bastante abundantes y algunas de ellas muy «sonadas», que la Monarquía tuvo la «habilidad» de que no trascendieran logrando que la opinión pública no se viera particularmente impresionada por los hechos. También muestra el debate que, en la valoración y ponderación de la seguridad pública, se aplican los mismos parámetros tanto a la España de la Ilustración como a la España del Sexenio, lo que puede ser una demostración indirecta de que el cambio de Régimen no fue ni tan inmediato ni rápido como con frecuencia se ha dicho. La fecha de 1840 –antes aludida– puede ser una referencia a tener en cuenta con más atención que la prestada hasta ahora.
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El nivel de conflictividad existente quedó de manifiesto en MARTÍNEZ RUIZ, E. - ROMERO SAMPER, M., «Conflictos y conflictividad social en la España del siglo XVIII», en Coloquio Internacional Carlos III y su Siglo. Actas, Madrid, 1990, T. I, pp. 387-424. En esas páginas se puede comprobar la diversidad y «dispersión» de la conflictividad imperante, alcanzando unos niveles realmente sorprendentes por lo inesperado. Esta es una característica que no conviene olvidar, pues la condición militar de nuestros cuerpos de seguridad no es reciente, sino que la encontramos en sus mismos orígenes. Vid. MARTÍNEZ RUIZ, E., «Felipe V y la militarización del orden público en España», en PEREIRA IGLESIAS, J. L. (coord.), Felipe V de Borbón, 1701-1746, Córdoba, 2002, pp. 641-653; PALOP RAMOS, J. M., «La militarización del orden público a finales del reinado de Carlos III. La Instrucción de 1784», en Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, 22 (2004), pp. 453-486. Para el proceso de militarización vid. MARTÍNEZ RUIZ, E., «Relación e interdependencia entre Ejército y orden público (1700-1850)», en BALAGUER, E. - GIMÉNEZ, E. (eds.), Ejército, Ciencia y Sociedad en la España del Antiguo Régimen, Alicante, 1995, pp. 191-226. Para una visión general y sucinta del ramo, vid. MARTÍNEZ RUIZ, E., «El mantenimiento de la Seguridad Pública antes de la creación de la Guardia Civil», en I Seminario «Duque de Ahumada»: La Guardia Civil: pasado, presente y futuro, Madrid, 1990, pp. 25-36; y para el panorama institucional del orden público en el siglo XVIII, PAZZIS PI CORRALES, M. de, «Aproximación al marco institucional del orden y la seguridad pública», en MARTÍNEZ RUIZ, E. - PAZZIS PI CORRALES, M. de - TORREJÓN CHAVES, J. (coords.), Los ejércitos y las armadas de España y Suecia en una época de cambios (1750-1870), Puertollano, 2001, pp. 69-90. PAZZIS PI CORRALES, M. de, «Iniciativa privada, respaldo estatal y Ejército en la previsión y mantenimiento del orden público: La Compañía Fija de Rosas», en BALAGUER, E. - GIMÉNEZ, E. (eds.), op. cit., pp. 271-285. Esta es una de las que mejor vamos conociendo, gracias a las aportaciones de PALOP RAMOS, J. M., «Creación y establecimiento de la Compañía de Fusileros del Reino de Valencia», en Estudis, 24 (1998), pp. 339-354; «Militares y civiles ante el control del orden público: La Compañía Suelta de Fusileros del Reino de Valencia», en Estudis, 32 (2006), pp. 321-362. PAZZIS PI CORRALES, M. de, «El Estado contra el delito en Madrid y su entorno: la compañía suelta de Castilla la Nueva (1792)», en Revista de Historia Moderna. Anales de la Universidad de Alicante, 22 (2004), pp. 487-508.
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Vid. MARTÍNEZ RUIZ, E. - PAZZIS PI CORRALES, M. de, «Los Escopeteros Voluntarios de Andalucía: fuero militar y jurisdicción civil en conflicto», en Studia Histórica. Historia Moderna, 25 (2003), pp. 149-169. Sobre este cuerpo, vid. SALES, N. de, Historia dels Mossos d’Esquadra. La dinastia Veciana i la policia catalana en el segle XVIII, Barcelona, 1962, pp. 123-126; ídem, «Els Mossos d’Esquadra a l’Antic Regim (1721-1835)», en Els Mossos d’Esquadra, Barcelona, 1981, pp. 28-29; BARRUEL I LLOVERA, A., Els Mossos d’Esquadra: Aportació documental a la seva història (1741-1821), Valls, 1998 y Les esquadres de Catalunya a finals del segle XVIII: de la prosperitat a la decadencia, Valls, 1994. Esta Compañía es especialmente representativa de cuanto decimos. Desde hace años la profesora Pi Corrales y yo venimos trabajando sobre ella y actualmente tenemos en prensa una monografía sobre los guardabosques y su función en la seguridad de los Sitios Reales. Mientras sale, el lector puede aproximarse a ellos en relación a lo que aquí señalamos acudiendo a nuestros artículos conjuntos: «Los guardabosques reales y su entorno (1762-1784)», en Studia Histórica. Historia Moderna, VI (1988), pp. 579-587; «Creación y organización de la Compañía de Fusileros Guardabosques Reales», en Coloquio Internacional Carlos III y su Siglo. Actas, Madrid, 1990, T. II, pp. 61-74; «Los guardabosques reales: inicio de funcionamiento y dotación de equipo», en Espacio, Tiempo y Forma, Serie IV, vol. 7 (1994), pp. 447-466. Vid. FINAUT, C., «Les origines de l’appareil policier moderne en Europe de l’Ouest», en Déviance et Société, 4-1 (1980), pp. 19 y ss.; CURBET, J., «Los orígenes del aparato policial moderno en España», en Policía y Sociedad democrática, Madrid, 1983, pp. 48 y ss. Ese informe ha sido estudiado. Vid. MARTÍNEZ RUIZ, E. - PAZZIS PI CORRALES, M. de, «Milicia y Orden público: crisis en el sistema de seguridad español del siglo XVIII y el Expediente de Reforma», en Cuadernos de Historia Moderna, 29 (2004), pp. 7-44. Para la situación del orden público a fines del siglo XVIII vid. MARTÍNEZ RUIZ, E. - PAZZIS PI CORRALES, M. de, «El orden público en la España de fines del Antiguo Régimen», en Homenaje al Prof. Tomás Villarroya. Fundación Valenciana de Estudios Avanzados, Valencia, 2000, pp. 761-776. No aportaría nada a estas páginas detenernos en el análisis de tales acontecimientos. Las referencias bibliográficas sobre ellos serían inmensas, por lo que nos limitaremos a remitir al lector a los números extraordinarios de la Revista de Historia Militar, publicados desde 2005, que contienen las ponencias presentadas en otros tantos seminarios organizados con la colaboración de la Asociación para el Estudio de la Guerra de la Independencia (AEGI). En ellos hay una abundante y actualizada bibliografía. Una licencia que voy a permitirme apoyándome en la rotundidad del juicio de un maestro, que escribió: «Cae fuera de los límites que nos hemos trazado al escribir este libro el relato de las etapas dramáticas por las que atravesó España entre 1789 y 1840; y señalo esta última fecha porque sólo en ella puede darse por finalizado el Antiguo Régimen, a pesar de su multiforme supervivencia en muchos aspectos de la realidad española». DOMÍNGUEZ ORTIZ, A., Sociedad y Estado en el siglo XVIII español, Barcelona, 1976, p. 495. Nosotros vamos a movernos a 20 años del límite cronológico último fijado por él. DIARIO de las sesiones de Cortes, nº 8, sesión del día 12 de julio de 1820, p. 49. Una afirmación llamativa, por cuanto Granada no era de las tierras andaluzas más castigadas por el bandolerismo, ni mucho menos. DIARIO…, p. 49. Ídem, nº 10, sesión del día 14 de julio de 1820, p. 125. Ídem, nº 26, sesión del día 30 de julio de 1820, p. 322. Ídem, nº 26, p. 323. Vid. FONTANA, J., La quiebra de la Monarquía Absoluta, Barcelona, 1975. DIARIO..., nº 26, p. 324.
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El entrecomillado pertenece a una frase de Martínez de la Rosa, pronunciada en su intervención del día 12 de julio de 1820 (DIARIO…, nº 8, p. 49), en apoyo de su proposición. DIARIO…, nº 26, p. 325. Ibídem. No cabe más palmaria declaración en contra de todas las medidas de integración aplicadas por los Borbones del siglo XVIII: los gitanos resistieron. Vid. SÁNCHEZ ORTEGA, Mª H., Los gitanos españoles. El periodo borbónico, Madrid, 1977; GÓMEZ ALFARO, A., El expediente general de gitanos, Madrid, 1992; LEBLOND, B., Los gitanos de España: el precio y el valor de la «diferencia», Barcelona, 1987; MARTÍNEZ RUIZ, E., «Gobernantes, gitanos y legislación. Actitudes en el siglo XVIII ante un conflicto», en GARCÍA FERNÁNDEZ, E. (ed.), Exclusión, racismo y xenofobia en Europa y América, Bilbao, 2002. DIARIO…, nº 26, p. 327. Ídem, pp. 330-331. Ídem, p. 328. Ídem, p. 531.
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Fuego amigo en la Guerra de la Independencia. El Memorial Militar y Patriótico del Ejército de la Izquierda (1810-1811) Manuel-Reyes García Hurtado Universidad de A Coruña1
A modo de presentación La Guerra de la Independencia es un período clave en la historia de España, y puede que no tanto desde el punto de vista pura y estrictamente militar como en el social y político. Pensemos que a diferencia del resto de campañas napoleónicas, los años transcurren en la Península Ibérica sin combates decisivos ni que hayan alcanzado renombre a nivel europeo. Los mismos jefes de las tropas imperiales que habían subyugado a las potencias centroeuropeas en tierras de Fernando VII no van a poder incrementar sus hojas de servicio con actuaciones a la altura de lo que de ellos se esperaba. Ahora bien, tampoco hubiera sido posible. Por una paradoja de la historia, la corona peor pertrechada de la Europa del momento va a ser la primera que va a hacer frente en su propio suelo al «nuevo Atila», al general de los «vándalos», al invencible Napoleón, que estos y otros muchos epítetos se le dirigen al que marca la hora de Europa durante los primeros quince años del siglo XIX. Hay quien ha escrito que España cometió tantos errores, pero durante tanto tiempo, que gracias a ello logró la victoria final. Ironías aparte, los franceses van a tener que hacer frente en España a una nueva manera de hostilidad bélica. No pensemos que si España no ofrece hechos de armas donde un gran ejército busque la batalla decisiva es porque sus generales no lo pretendieran, sino porque se carecía de los recursos para ello. Afortunadamente.
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La guerra la ganan las armas a veces, pero ellas la pierden siempre. Tengamos en mente que el conflicto que se dirime en la Península es una guerra moderna, nueva, no tanto por las tácticas de combate y el armamento2, perfilados hacía décadas por Federico II de Prusia, poco después por los generales de la Revolución Francesa y llevados hasta su máxima perfección por el general corso, sino porque se trata de una guerra total3, sin cuartel4, donde la población civil la vive en primera persona y con toda su intensidad, ya sea abasteciendo los ejércitos de hombres, sufriendo las requisiciones para alimentar a los soldados en tránsito5 o viendo arrasadas sus propiedades como acto de castigo por colaborar con los «insurgentes», y donde el conjunto de la sociedad, sin distinción de sexos6, debe tomar partido activo7: «Pregúntese cada uno a sí mismo: ¿Qué has hecho para que los franceses te fusilen?»8 Y es que el lenguaje, los términos adquieren un valor central, y en sintonía con los mismos el papel de los medios de comunicación, diríamos hoy, de masas. A principios del XIX el único mecanismo que se tenía para conformar la opinión pública por escrito de manera constante, flexible y de fácil acceso para un amplio conjunto de la población era la prensa periódica. Había que adoctrinar a la naciente opinión pública, que al fin y a la postre pagaba con sus rentas y su sangre las guerras presentes. El propio Napoleón prestó siempre la mayor de las atenciones al papel de la información que debía verterse en los periódicos (él mismo los mandaba imprimir en campaña para sus tropas), no ya sólo franceses, sino de todos y cada uno de los rincones de Europa en que sus águilas se posaron. Su obsesión le lleva a restringir el número de periódicos en Francia hasta un número mínimo, y todos ellos ferreamente controlados y cuyas informaciones beben de manera directa de su órgano de propaganda, Le Moniteur Universel. Un estudio de las guerras del emperador siguiendo las páginas de este último periódico es un ejercicio muy didáctico del sabio y ágil empleo de la propaganda, un arma que va a ser inseparable para siempre de cualquier acción militar9. No creamos que Le Moniteur va a insertar en sus páginas gruesas falsedades, sino que lo usual será ocultar los fracasos o minimizarlos, mostrar siempre que lo que se persigue es la obtención de la paz, siendo la guerra el medio de lograrla, hacerse eco de las iniquidades y excesos cometidos por el enemigo, etc. Mantener la moral de las tropas, la intensidad del apoyo civil en la retaguardia, el «entusiasmo» (palabra casi mágica entre los españoles del período), la ilusión, y mucho más en los momentos en que se viven reveses, es el papel que se le otorga a la prensa. Y con este fin, los franceses no dudarán en ir haciéndose con los periódicos de las plazas españolas que van sometiendo, convirtiéndolos en instrumentos de información de sus ejércitos, publicándolos en francés y castellano, e incluso en catalán y esuskera10. En España el periodismo militar era algo desconocido11, lo que no equivale a que los militares no tuvieran una presencia activa en la prensa12. Precisamente
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en una guerra anterior con Francia, durante la Guerra contra la Convención, hemos señalado en otro lugar los orígenes de este género de periodismo13. Ahora bien, la expresión «periodismo militar» puede ser interpretada de muy diversas maneras. La primera de ellas sería la de las publicaciones llevadas a cabo por miembros del ejército y/o la armada. Un ejemplo de esto sería el Semanario Literario y Curioso de la Ciudad de Cartagena14. La segunda acepción nos llevaría a aquellas publicaciones que tienen como contenido primordial o único cuestiones de cariz militar, independientemente de la condición profesional de sus redactores. Pensamos, por ejemplo, en el Correo de Gerona. Evidentemente, queda una tercera posibilidad que surge de la combinación de las dos primeras: redactores militares y contenido castrense. Para hallar publicaciones de este tipo en España hay que aguardar a la Guerra de la Independencia, mientras que Francia cuenta con modelos al menos desde las guerras de la República. Llamamos la atención sobre el hecho de que en la larga nómina de publicaciones periódicas que ven la luz entre 1808 y 1814, muchas de ellas de una vida brevísima (por los avatares de la guerra o los problemas económicos), no todas las que llevan el término «militar» en su título entran en ninguna de las categorías enunciadas, ni tampoco lo son por el hecho de imprimirse en una imprenta militar15. Esto es así porque en unos años de guerra abierta es normal que todas las publicaciones contengan informaciones sobre lo que acontece en lo que era la materia central de la vida española, y que en la misma línea se adjetive como militar la publicación. Si realizamos un censo estricto de periódicos cuyos redactores sean militares (algunos retirados) y se ocupen de la guerra en exclusiva su número es bastante exiguo. De los 323 periódicos que se imprimen durante la Guerra16, en la España que no fue sometida o sólo lo estuvo de manera temporal (y donde la prensa de la capital juega un papel menor hasta que es definitivamente liberada del dominio galo en 1813), sólo podríamos mencionar, siendo restrictivos17, El Patriota (1809-1813, con largos períodos de silencio) de José Mor de Fuentes, el Diario Militar, o Proezas de Soldados Españoles (1812) de José Vargas Ponce, el Memorial Militar y Patriótico del Ejército de la Izquierda (1810-1811) y el Periodico Militar del Estado Mayor General (1812). Todos ellos merecen un estudio particular, y sólo el Memorial, que no atrajo en el pasado el interés de los grandes autores de catálogos de la prensa de 1808 a 181418, ya cuenta con acercamientos y análisis19. Uno de los primeros problemas que debe afrontar el investigador con las obras periódicas es localizar la colección completa, lo que se hace mucho más difícil, como es fácil de comprender, para una publicación generada durante la Guerra de la Independencia20, a lo que se añade que puede cambiar de nombre, como le sucedió al Memorial, que pasa a denominarse Memorial Militar y Patriotico del Quinto Exército en los números 65 a 6721. En próximos trabajos esperamos poder centrarnos en aquellas publicaciones que en las páginas siguientes no van a encontrar espacio.
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A priori, un periódico militar y en años de guerra debería hacernos pensar que tendrá un contenido más que previsible, un tono bastante convencional, que en sus diferentes números no vamos a encontrar más que relatos pormenorizados y exhaustivos de encuentros y escaramuzas, teñidos siempre por el suave velo de la parcialidad, arengas al servicio de la patria, y así página tras página. La lectura por tanto podría ser de interés para los historiadores de la guerra, pero para quienes nos acercamos a los militares en pos de su universo cultural, buscando conocer cómo piensan, cómo se perciben a sí mismos y a los civiles, su grado de autocrítica, en suma, el militar como hombre inmerso en una sociedad en ebullición, sería una pérdida de tiempo bucear en el Memorial. Pero nada más lejos de la realidad. Tras los sucesos del 2 de mayo de 1808, esa misma noche el mariscal Murat promulga desde su cuartel general en Madrid un decreto de todos conocido. El artículo VII del mismo decía como sigue: «Los autores de libelos impresos o manuscritos, que provoquen a la sedición, los que los distribuyeren o vendieren, se reputarán agentes de la Inglaterra, y como tales serán pasados por las armas»22. Nada nos extraña, pues ya hemos señalado el papel que concedía Napoleón a la prensa. E incluso en aquellos mismos momentos tenemos testimonios que evidencian los esfuerzos que habían hecho los franceses para controlar la Gazeta de Madrid, primero de manera sutil antes de la invasión y finalmente de modo directo tras la llegada de sus tropas a Madrid. Se ha hablado hasta la extenuación de la guerra de guerrillas23 y de su papel como gran artífice de la derrota de Napoleón en la Península24, asunto sobre el que volveremos más adelante, pero creemos que se ha pasado en silencio sobre una circunstancia igualmente novedosa y que no tiene precedentes en la historia de España. La caída del sistema de poder tras la salida de los Borbones trae como consecuencia la proliferación de unos nuevos órganos creados ex profeso para intentar ocupar el vacío de poder generado: las juntas. Pues bien, estos organismos gustarán y buscarán contar con un periódico a su disposición y servicio, financiado por ellas y en el que darán a conocer sus disposiciones. Dado que la Guerra de Independencia duró largos años, algunas de estas juntas tuvieron que abandonar su capital y deambular por localidades en las que estuviera garantizada su seguridad. ¿Cómo tener un periódico con una institución ambulante? Muy fácil, con el auxilio de una imprenta de campaña. Uno de los casos más singulares es el de la Junta de Cataluña que determinó que su periódico, Gaceta militar y política de Cataluña (1808-1814), se publicara siempre donde se hallaran aquella y el cuartel general, de modo que se imprimió en Tarragona, Vilafranca del Penadès, Martorell, Sant Feliu de Llobregat, de nuevo Tarragona, Vilanova i la Geltrú, monasterio de Montserrat, monasterio de Poblet, Manresa, otra vez Tarragona, Berga y, finalmente, Barcelona, lo cual fue posible porque siempre detrás de la Junta marchaba su preciada imprenta25, que era propiedad de Antonio Brusi26. Para impedir falsificaciones los ejemplares eran sellados o rubricados. Y parecida, pero más tranquila, fue la existencia de la Gace-
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ta de la Junta Superior de la Mancha, que también se imprimía donde la Junta que huía de los franceses se instalaba y podía hacerlo27. Ahora bien, esta prensa civil, oficialmente, debía ser supervisada por las autoridades militares a fin de que la información que se ofreciera no fuera utilizada por el enemigo en su beneficio28. Obviamente, este trámite no existe cuando es el ejército el que edita. Ejemplo de esto es el boletín que publicó en Lugo en 1811 el sexto cuerpo de ejército (Estado Mayor 6.º Exército, Resultado de las operaciones de este exército), en una imprenta de campaña que llevó hasta allí el cuartel general, y que subsistió el mismo tiempo que el cuartel general en la ciudad29. El suministrar las noticias los militares les otorgaba el control absoluto de los datos. El poder civil contaba por tanto con un mecanismo como la prensa que empleaba para sus fines exclusivos. Sin embargo, el ejército, los diferentes cuerpos de ejército, no disponía de forma alguna de dar a conocer sus ideas, sus planes, sus quejas, sus lamentos, sus críticas. Simple y llanamente se veían obligados a leer en la prensa «civil» lo que ésta pensaba de la evolución de la guerra, o lo que es lo mismo, debía leer críticas hirientes sobre su incapacidad, su ignorancia, su cobardía, su falta de ardor patrio, etc. El deseo de crear un periódico debió rondar la mente de muchos hombres de armas, pero el destino hizo que sólo uno se hallara en la posición adecuada (jefe de uno de los cuerpos de ejército), contara con la capacidad económica (no sabemos muy bien si lo financia directamente o distrae fondos destinados a otros fines), tuviera el ardiente deseo (su pasado político inmediato le impelía a hacerse oír) y atesorara una cultura y un amor a las letras como pocos otros militares contemporáneos30, si bien otros también usaron de este nuevo arma31. El 23 de enero de 1811 moría de manera repentina, sorpresiva (aunque su salud reclamaba atención desde días antes32), de un ataque de disnea, cuando se hallaba en el Cuartel General de Wellington en Cartaxo (Portugal), Pedro Caro y Sureda, más conocido como marqués de la Romana. Empezar por el final es lo más ilustrativo para acercarnos a una persona tan singular. Difícil será encontrar hoy día en Extremadura una calle, una glorieta, un parque, que tenga su nombre33, y hasta podemos encontrar artículos sobre la Guerra de Independencia en Extremadura donde su nombre no aparece ni una sola vez34, del mismo modo que el Memorial no se menciona en obras sobre el periodismo en Badajoz35. Y sin embargo, cuando muere son numerosas las oraciones fúnebres que se dan a la imprenta, y será idealizado, porque «aunque ha muerto vive siempre en nuestra memoria»36. Ahora bien, lo que sobre él se disertó en los púlpitos no va a ser sólo lo que ya imaginamos, sino que habrá lugar para la crítica, aunque acto seguido se la venza. Analicemos algunos de los textos que se imprimen tras su muerte y cómo nos presentan al marqués. Entre las oraciones fúnebres que se imprimen las hay, no podía ser de otro modo, desde las que son un cúmulo de lugares comunes, de encendidas palabras
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sobre la religiosidad y virtudes del marqués, que poco o nada informan sobre su vida y carácter, hasta las que nos presentan al hombre y, por tanto, su complejidad, nos dibujan su devenir vital y no ocultan las críticas y persecuciones que padeció en vida37. Hay que destacar que la mayoría se imprimen en su Palma natal y en Galicia38, frente al, de nuevo, silencio absoluto en Extremadura. Romana es presentado bajo la triple perspectiva de militar, sabio y ciudadano, o lo que es lo mismo, de su profesión, de su pasión y de su compromiso39. Sus hechos de armas destacados una y otra vez son la huida de Dinamarca con sus tropas (moderno Jenofonte40, Moisés que escapa del nuevo faraón –que intentó seducirle con honores y riquezas– y salva a sus hermanos) y su actuación en Galicia (donde se comporta como un Fabio, un Pelayo, un Washington). Una figura con la que se paraleliza su vida es la de Judas Macabeo, haciéndole objeto de tales elogios que a veces debe introducirse una nota aclaratoria por el autor41, comparando la situación de España con la del Israel bíblico. Judas y Romana mueren por no ceder ante Antioco y Napoleón respectivamente, ambos sacrílegos y precursores del Anticristo. Es el modelo que se propone a los jóvenes y a los oyentes y lectores. No deja de ser singular el silencio absoluto sobre su período en Extremadura. Aunque los que hablan y escriben son hombres de religión diseccionan pormenorizadamente los elementos de su táctica militar, caracterizada por la primacía de la defensa, la precaución42, la prudencia43, la paciencia, la espera, una guerra lenta, y destacan su inclinación a las marchas y contramarchas, al hostigamiento constante del enemigo, su interés por asfixiar sus líneas de aprovisionamiento (víveres, municiones e información), etc.44 Al no poder enumerar victorias se señalan como ejemplos de su talento los trabajos que de manera continua lleva a cabo para formar, instruir y abastecer su ejército. Como político se defiende su actuación en Asturias (interviene el 2 de mayo de 1809 en un conflicto surgido entre la Junta por un lado y la Audiencia y el Cabildo por el otro, a favor de los dos últimos), donde o fue un acierto su intervención o fue víctima del engaño45, pero nunca merecedor de las consecuencias que le acarreó lo sucedido allí, así como en la Junta Central (de nuevo es Moisés, que ahora se dirige al Faraón mostrándole los errores de su política). El marqués refleja el héroe que, como sucede con los profetas, no tuvo en vida el reconocimiento que merecía y debió hacer frente a envidias e intrigas desde que puso sus pies en España, sin apoyos, hasta hacer nacer en él la desesperanza, como escribirá Moore: «Encontré aquí ayer al marqués de la Romana con la mayor parte de sus tropas, que nadie puede describir con colores más negros que los suyos. Se queja tanto como nosotros de la indiferencia de los habitantes y del desengaño que le ha causado la falta de entusiasmo. Me dijo claramente que de haber sabido cómo estaban las cosas no hubiera aceptado el mando, ni hubiese vuelto a España»46.
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Y en cuanto a las críticas se explicitan, aunque debían ser de conocimiento general: «La calumnia, no obstante, le persiguió hasta los últimos instantes de su vida, pero él respondía a los libelos y a las imposturas con la serenidad de un verdadero filósofo»47. «¿Podremos decir ahora, sin ofender a su memoria, la Romana sucumbirá a las miras ambiciosas del tirano (como algún detractor tuvo aliento a escribir) y sólo regresará a España a impulsos de su mismo ejército? … aunque algunos indignos españoles, y acaso de tu mismo ejército, procuran infamarte para cubrir su negra apostasía, toda la nación te hace la justicia que mereces»48. «La envidia, la emulación, la intriga, todo se conjurará contra ti, y te hará guerra más cruel y sensible que los declarados enemigos»49. «¿Quién después de tales testimonios de acendrado patriotismo podría imaginar que la vil calumnia se atreviese a mancillar el honor del héroe? Sí, españoles, así se ha verificado con harto dolor de los buenos. Ha tenido contrarios que devorados de envidia tiraron a desconceptuarle, pero en vano. (…) El generoso caballo, que poco ha era el embeleso de los espectadores, hoy que yace muerto en el campo, es presa de los inmundos buitres»50.
E incluso se les concede a los ataques que padeció influencia en su repentina muerte: «Fatigado sin duda con tantos trabajos … y acaso inficionada su sangre con los dicterios de una vil, sangrienta y excomunal pluma (m), se encuentra enfermo en el Cuartel General de Cartaxo en el reino de Portugal, y desde luego conoce su muerte cercana»51. «Únicamente añado que en el Diario mercantil de Cádiz de 6 de febrero último [1811] hay una carta al redactor concebida en estos términos: ‘Con fecha de 24 del mes anterior me dice uno de los jefes que sirven en el Quinto Ejército: Mi estimado amigo, murió ayer nuestro marqués con general sentimiento. ¡Sí, amigo! Romana no existe ya, y aunque una fuerte pulmonía dicen le ha quitado la vida, puedo asegurar a V. que pocos momentos antes de su enfermedad él mismo me dijo en Cartaxo que el detractor D. Lorenzo Calvo le tenía acabado, etc.’»52.
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«Pasada la revista que solía a sus amadas tropas cierto día, cuando el gozo y contento que mostraban a su adorado jefe embelesaban, se le entrega un papel, y aunque al momento ninguno le percibe descontento, a muy poco le ataca de repente el fatal y mortífero accidente. (…) La ambición y la intriga cautelosa, la vanidad hinchada y orgullosa, el amor propio y el resentimiento, que ofusca el personal conocimiento, el execrable y pérfido egoísmo disfrazado tal vez de patriotismo, y el ansia de mandar tan lisonjera movieron de la Parca la tijera, y su cortante filo de vida tan preciosa cortó el hilo; y la pluma y papel asesinaron al que el acero y plomo respetaron»53.
Ciertamente, entre sus enemigos merece un lugar destacado Calvo de Rozas que, dentro de la Junta Central, representaba al sector más liberal54, y que le dedicará algún impreso que no dejará de tener cumplida respuesta desde el círculo más próximo al marqués, aunque ocultándose la verdadera autoría55. ¿Qué había escrito Calvo sobre Romana? Ni más ni menos que lo siguiente: «sepa en fin [la nación] que el decantado Romana, a quien se mira como un héroe, ha jurado al intruso rey, admitido de él la gran cruz de la Legión de Honor, y que vino a España porque le obligaron a ello sus soldados; sepa además que es un hombre distraído, sin opiniones fijas y sin aptitud para el mando»56.
No faltaron defensores de la conducta de Romana57, como el que responde casi ipso facto punto por punto a las acusaciones en un periódico gaditano, El Conciso. En esta publicación se lee que es un acto de ingratitud y traición aplicar a un héroe como el marqués los dicterios que le dirige Calvo, pues es el mayor de los enemigos de Napoleón, y a este se sirve cuando se denigra a aquel. ¿De dónde pues nacen las calumnias? De su mismo honesto proceder: «que nadie ignore que por motivos de envidia, venganza, malas inteligencias, chismes y preocupaciones tiene muchos enemigos aquel buen patricio»58.
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El general Gabriel de Mendizábal, el segundo de Romana, y el marqués de Coupigny formaban el núcleo central de su Estado Mayor. Tanto es así que, como veremos más tarde, Mendizábal va a ser el encargado de aplicar medidas políticas tomadas por el marqués de la Romana que tendrán graves consecuencias para la convivencia con las autoridades civiles en Extremadura. Más aún, incluso se ha escrito que el ideólogo no era Romana, sino Mendizábal59, pero sea como fuere sin la autoridad del primero nada de lo que aconteció hubiera tenido lugar. Ahora bien, esta última idea explicaría que sea Mendizábal y no Romana quien empuñe la pluma cuando por Extremadura comienza a correr hacia noviembre de 1810 un manuscrito que critica acerbamente la conducta del Ejército de la Izquierda. La primera noticia de una respuesta en defensa de las calificadas como calumnias al marqués la encontramos en un texto fechado en octubre de 1811, casi un año más tarde: «Hacia el mes de noviembre o diciembre de 1810 se dio luz a un escrito por uno de los diputados del Augusto Congreso lleno de las más fulminantes calumnias contra el esclarecido Capitán General marqués de la Romana y los jefes de su nunca bastante ponderado ejército. En breve saldrá la defensa, que por ciertos motivos se ha suspendido. Entre tanto es de observar que los enemigos lo insertaron en todos sus diarios manifestando tanto interés y satisfacción que no parecía sino que habían encontrado con el secreto de aniquilar aquel ejército, que tanto mal les había causado. … Puede ser que este fatal golpe haya precipitado en el sepulcro el alma grande de aquel célebre caudillo de nuestros patriotas, por quien tantas lágrimas vierte la amada patria. Pero aún causa más admiración que un papel tan infamatorio se hubiese leído delante del Augusto Congreso Nacional sin excitar la execración de los padres de la patria, cuya destrucción era el primer objeto de la obra»60.
Aunque Mendizábal acusa a un diputado de estar detrás del escrito, por las fechas no puede referirse sino a la representación del 17 de noviembre de 1810 que envió al diputado Riesco la Junta de Extremadura, que más adelante detallaremos. Dos años más tarde se imprime la defensa61, si bien consta que estaba redactada ya en diciembre de 1810. El retraso, igual que sucedió con algunas oraciones fúnebres del marqués de la Romana62 o con las mismas exequias63, es fácilmente explicable por la saturación de las prensas y los asuntos apremiantes del día a día. Pasado tanto tiempo este impreso sólo podía tener como finalidad restaurar el honor del propio Mendizábal y del difunto marqués de la Romana. El fiel colaborador del marqués señala que el manuscrito se hallaba firmado por el diputado José María Calatrava64, si bien cree que esto es falso y una difama-
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ción. ¿De qué se acusaba al Ejército de la Izquierda y sus jefes? Ni más ni menos que de ser «un verdadero azote para Extremadura», de haberse «mantenido a costa de la provincia … sin ninguna intervención del ministerio político», de tener por principio «que para que se defiendan los pueblos es menester reducirlos a la miseria», de ser tan temido como el ejército francés, de tratar a Badajoz «como pueblo de conquista» y de poner a la ciudad «un sitio muy estrecho» con sus exorbitantes exigencias económicas, de desconocer o despreciar «los límites que señalan las leyes a la autoridad militar» y se vertía sobre él la duda de si había el ejército reconocido la soberanía de las Cortes. Recordamos que todo esto se dice en una plaza española y dirigido a las tropas que estaban destinadas a su defensa, no al enemigo. Para Mendizábal es la expresión de una minoría de traidores, «de godoistas», y ni mucho menos revela el sentir de la población. Todas las afirmaciones son explicadas y contextualizadas en la defensa, pero lo que queda tras la lectura es el poso de que en Badajoz se vivió una tensión enorme en el seno del bando de quienes combatían contra Francia, y que ni la guerra pudo eliminar las diferencias, más bien al contrario, las acrecentó, pues el elemento militar, esto es indudable, va a actuar de manera autónoma, sin contar con la Junta y excediéndose en sus competencias, siempre bajo el paraguas de la excusa de la situación de guerra. Sin embargo, no es tan simple. La justificación es real, pero los móviles eran más profundos, de naturaleza ideológica. La profundidad de su sentimiento de que las juntas, incluida la Suprema Junta Central, debían estar supeditadas a los jefes militares llevará a Romana, por ejemplo, en Galicia a modificar un Real Decreto sobre el funcionamiento del tribunal extraordinario de seguridad pública, de modo que las penas de muerte y las detenciones de personas de las primeras clases del Estado no debían consultarse con aquella, sino con el capitán o comandante general del reino, al tiempo que se atribuye la potestad de nombrar los jueces comisarios de seguridad pública en los pueblos que estime conveniente65. Queda claro pues que el ejercicio del mando militar por parte del marqués durante la guerra llevó aparejados numerosos conflictos. Su vida es bien conocida, al menos en cuanto a los acontecimientos en que participó. Había nacido el 2 de octubre de 1761 en Palma de Mallorca en el seno de una ilustre familia66. Realizó estudios durante tres años en el Collège Royal de Lyon67, en Salamanca y en el Real Seminario de Nobles de Madrid. Fruto de su aplicación al estudio consigue destacar en los centros en los que se forma. El número de lenguas que dominaba (muchas tanto de manera oral como escrita) era amplísimo: latín, griego, hebreo, francés, italiano, portugués, inglés, árabe, alemán, catalán y euskera. A los 7 años de edad ya poseía conocimientos de música, geografía, dibujo, y estaba instruido en el latín y el francés. Mostraba un deseo innato de saber y una afición enorme a la lectura, empleando todo su tiempo en estas lides68. Determinado a seguir la carrera de las armas como su padre, éste le endurece para la profesión elegida: «frío, calor, hambre, sed, vigi-
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lias y baños en lo más fuerte del invierno»69. Desde 1778 ocupa una plaza de guardiamarina, ascendiendo hasta capitán de fragata. Integrado en la armada va a asistir a la conquista de Menorca (julio de 1781) y participa en expediciones a América, dando muestras de enorme valor en diversas ocasiones70. Realizó, con la aprobación de Carlos III, diversos viajes a Rusia, a París, al Palatinado, a Flandes, a los Países Bajos, a Suecia, a Prusia, a Dinamarca, a Alemania, a Italia, a Inglaterra, y todo esto durante cinco años71, en los cuales se proveyó de máquinas e instrumentos físicos y matemáticos, además de libros que van conformando su excelente biblioteca. Esta última es su gran creación y el objeto de sus atenciones: «Allí tenía la Romana sus honestas delicias; allí pasaba los días y las noches haciendo el voluntario sacrificio de sus talentos; allí en fin le veríais siempre rodeado de libros»72. En la Guerra contra la Convención se incorpora al ejército como coronel, avanzando en su carrera hasta el generalato. Con Carlos IV, fue capitán general de Cataluña y miembro del Consejo Supremo de Guerra. En abril de 1807 se le encarga la dirección de la división del Norte, destinada a colaborar con Napoleón en sus empresas de conquista. Tras los sucesos de mayo de 1808 determina repatriar desde Dinamarca sus hombres a España cuando recibe información de las juntas de Sevilla y Galicia de lo que acontecía en su patria el 7 de agosto, lo que consigue con el apoyo británico. Este hecho, su evasión, es, sin duda alguna, el que le dio mayor fama y el que está de manera indisolublemente unido a su nombre, entonces y hoy en día73. Para Francia es desde este instante, lo que le honra, un traidor74, y cargará siempre las tintas sobre él: «Los franceses le insultan con viles denuestos, imprimiendo en sus impostoras gacetas que es un general inepto y cobarde; otras veces aseguran que ha pasado el mar cargado de remordimientos, de tesoros y de ignominia»75. Ya en tierras españolas (llega a Coruña el 19 de octubre) se le encomienda el mando del Ejército de la Izquierda, en sustitución de Blake, tomando parte en el levantamiento de Galicia y en la retirada (desastrosa) de sir John Moore76. Se desplaza a continuación hasta Asturias, donde disolverá su Junta en mayo de 180977, según sus propias palabras porque: «se trataba como monarca, mandaba como déspota, quería ser obedecida como Bonaparte en los países que domina, y había llegado a desobedecer la misma voluntad expresa de nuestro rey el Señor D. Fernando VII»78. Su actuación va a conllevar que sea separado del mando (se disimula con su nombramiento como vocal de la Junta Suprema), hasta que con la Regencia retorna al mismo ejército, que ahora opera ya al sur del Tajo en Extremadura. ¿Por qué al héroe difunto no se le tributa reconocimiento en la tierra en la que pasó el último año de su vida defendiéndola? Ahora es cuando hay que volver atrás en el tiempo para hallar la explicación. La Romana es un noble y un militar, y en la misma línea un hombre profundamente absolutista. A su regreso de Dinamarca, de su gloriosa retirada79, se encuentra con una España que nada tiene que ver con la que él dejó. Él hubiera aceptado sin el menor atisbo de
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insubordinación tener que someter sus decisiones a la Secretaría de Guerra de la extinta corona, incluso obedecer y seguir las directrices de la misma en asuntos de índole estrictamente táctico, pero era absolutamente incapaz por formación, por ideología y por condición social de transigir con el poder civil en manos de las juntas, y como él otros muchos. Su relación con todas y cada una de las juntas que se tropezó en su decurso vital terminó siempre de manera desastrosa… para la junta. No es lugar aquí para entrar a discutir los innumerables problemas que se encerraban en esta peculiar forma de poder, las descoordinaciones entre unas y otras, los «provincialismos» y «federalismos» que llevan a preocuparse a cada una estrictamente de su defensa sin colaborar al esfuerzo común80, las negativas a fusionarse en una única institución, etc. Además, no podemos pasar por alto que otros jefes militares, no sólo la Romana, mantuvieron unas pésimas relaciones con las juntas durante la guerra81, y que a ellas responsabilizan de los escasos avances en la contienda82. En función de las fuentes que se empleen la guerra civiles-militares la inician unos u otros, pero lo que nadie niega es su existencia, la gravedad de la misma, el descrédito en que sumen al oponente, la imposibilidad de tregua ni de paz y el deseo de ambos contendientes de imponerse al adversario. Y todo esto, no lo olvidemos, en el marco de una guerra en la que España ha sido invadida y dirime un combate contra la maquinaria militar más perfecta hasta entonces conocida. No era el mejor momento para iniciar esta contienda interna, o quizá sí.
El Memorial Militar y Patriótico del Ejército de la Izquierda La vinculación de este periódico con el marqués de la Romana es tal que a los pocos días de fallecer su mentor el Memorial ofrece a sus lectores el último número. Esto todavía es más de destacar si consideramos que las ideas que encontramos en el mismo, los problemas a los que se da publicidad, siguen candentes, que los artículos en desarrollo no han finalizado, que las suscripciones están en vigor, en suma, que nada hacía presagiar su muerte. Fue un final abrupto, igual que el del marqués. Su vida abarca desde el 6 de abril de 1810 al 25 de enero de 1811, teniendo un total de 67 números en formato in-4º, que aparecen con un ritmo de dos semanales, de ocho páginas cada uno de ellos, excepto muy ocasionalmente cuando se incluya un suplemento. Por tanto duró apenas diez meses, un período breve que no desmerece de la media de tiempo que permanecieron otros periódicos durante estos años convulsos por la guerra, y que además en su caso tiene fácil explicación. Quienes se han ocupado en los últimos años del Memorial han pasado por alto cómo se gestó y quiénes fueron sus redactores. Estas noticias creemos que son fundamentales. La Romana encargó a principios de 1810 a Melchor de
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Andario y a Cristóbal de Beña y Velasco83 que realizaran el estudio del plan y los gastos que conllevaría una publicación periódica. El resultado se lo remiten el 15 de marzo, solicitando el grado de capitanes de milicias provinciales. Su presupuesto era el que exponemos a continuación.
Gastos 2 redactores con un sueldo de 900 reales/mes cada uno 1 escribiente Gratificación mensual de 200 reales para gastos de pluma, papel, etc. 105 periódicos al año, de un pliego cada uno, con una tirada de 400 ejemplares a razón de 220 reales cada periódico Total
Mensuales 1800 300 200
Anuales 21600 3600 2400
1925
23100
4225
50700
Ingresos 340 ejemplares de cada uno de los 105 periódicos vendidos a 1 real cada ejemplar84
Mensuales 2975
Anuales 35700
Fuente: GÓMEZ VILLAFRANCA, Extremadura en la Guerra de la Independencia…, p. 27685.
Está claro que el interés del marqués en el periódico no era comercial, pues incluso sobre el papel era una sangría su financiación, ya que cada mes tenía un déficit de 1250 reales, lo que al año suponían 15000 reales. Pero la finalidad que buscaba no era lucrativa, sino otra bien distinta. Vemos que las previsiones de edición eran de 400 ejemplares, pero que los ingresos se estimaban sobre una venta de 340, es decir, que 60 ejemplares no llegaban a venderse. Ignoramos las razones de ese cálculo, a no ser que se estimara distribuirlos de manera gratuita entre los jefes y generales. En cualquier caso, 400 ejemplares no es un número muy elevado, aunque quizá lo máximo que podía permitirse una pequeña imprenta de campaña, que estaba al servicio de toda la oficialidad para lo que precisaran86, y bastante era en unos tiempos en que ni la Imprenta Real podía dar curso a cuantas noticias de interés recibía87. Además, la lectura del Memorial la imaginamos no de carácter individual y en silencio, sino que sería objeto de comentarios, de préstamos, de tertulias, por los miembros de los estados mayores y el conjunto de la oficialidad. ¿Quiénes son los lectores del Memorial? Cualquiera podía acceder a su lectura, si bien la profusión de datos militares, la terminología, los debates sobre cuestiones internas del estamento castrense lo dirigían principal y casi exclusivamente a las tropas, y dentro de ellas, claro está, a su oficialidad. Lo cierto es que no eran escasos los posibles lectores, pues el número de jefes y oficiales superaba los 7000 a principios del XIX88. Un problema sui géneris de este tipo de periódicos dirigido a un universo de lecto-
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res tan especial (militares) y en un contexto singular (guerra) es que las suscripciones no podían tener una dirección fija y estable, como no lo era la vida y el domicilio de los soldados. Este es el motivo de que haya problemas en la recepción puntual del periódico por parte de algunos suscriptores, quienes debían notificar sus cambios de destino siempre que su unidad modificara su emplazamiento89. En cuanto a sus lugares de venta eran los mismos que los del Diario90. El propio periódico va a tener diversos lugares de impresión, lo que podría hacernos pensar que seguía la marcha del Ejército de la Izquierda, lo cual no es del todo exacto, o al menos no el motivo real de que hasta el número 35 su imprenta se ubique en Badajoz (imprenta de Juan Patrón), desde el número 36 en Olivenza (Imprenta Militar del Ejército de la Izquierda), desde el 37 al 64 en Campo Mayor91 (en la citada imprenta) y los números 65 a 67 en Badajoz nuevamente (en la Imprenta del Quinto Ejército). Es cierto que en estas plazas hay tropas del citado ejército (de hecho esas tres localidades junto con Ciudad Rodrigo y Alburquerque conformaban la extensa línea en que Romana distribuyó sus tropas), y que la imprenta iba tras sus pasos, pero esto no tendría sentido a no ser que el Estado Mayor hubiera sido obligado a abandonar Badajoz, y aun así, ¿dónde iba a estar más segura la redacción que en esta ciudad? ¿Por qué entonces la imprenta se mueve? Fue una decisión expresa de Romana, maquillada bajo la salida de Badajoz el 5 de agosto del cuartel general con destino a Olivenza92. Veamos qué le llevó a hacer cruzar la fontera a su periódico. 1810 es un año singular para todos aquellos que se dedicaban al mundo de la escritura, pues el 10 de noviembre se decreta la libertad de imprenta (de la que se excluían los escritos religiosos93). Ahora bien, en el mare mágnum que vivía España desde mayo de 1808, eso sólo significó sancionar legalmente lo que era una práctica extendida, pues proliferaban los periódicos de manera prodigiosa (un folleto llegará a tener por título en 1811 Diarrea de las Imprentas, como expresa denuncia de esta explosión), los panfletos, las hojas sueltas, y en ellos se daba cabida a las ideologías más extremas de ambos bandos (absolutistas y liberales), época de florecimiento que contrasta con el «apagón» que se produce de 1815 a 1820. Cuando Romana determina crear el Memorial y presenta su proyecto a la Junta de Extremadura esta acepta con la condición de que cuatro censores vigilen la publicación: José Duazo (vicario general del Ejército de la Izquierda), Joaquín de Osma (teniente coronel de artillería), José Martínez (coronel de artillería) y Manuel de la Rocha (prebendado de la iglesia catedral). Poco le preocupó al marqués esta premisa, pues él fue quien nombró a los censores, de modo que no iba a ser él quien se censurara a sí mismo. Mientras el Memorial versó sobre cuestiones militares nadie en Badajoz vio en él peligro alguno. Pero todo da un giro cuando en diversos números se presentan encarnizados ataques contra las juntas (en lo que no innovaba, pues sus ideas las podemos leer en otros textos94), su constitución, su incapacidad, su responsabilidad
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en las desgracias de España, etc. Esto hizo saltar todas las alarmas y la Junta de Extremadura pondrá el grito en el cielo. Era inaceptable esta conducta desde el «otro» poder. Sus quejas se elevan a las más altas instancias. Incluso se llega a decidir poner punto y final a la publicación. Pero nada de esto tendrá lugar. El marqués es mucho más inteligente y determina que el periódico se imprima fuera de la ciudad, mejor aún, fuera de España, al otro lado de la frontera, donde lamentablemente la Junta no tiene jurisdicción, y él tampoco… He aquí la explicación de la mutación de los lugares de impresión del Memorial, que nada tiene que ver con otras publicaciones que modifican su punto de impresión porque los franceses les estaban acosando. El Memorial desde sus primeras páginas es optimista sobre la marcha de los acontecimientos, ya no tanto por el estado presente de las tropas, como por el punto de partida de 1808 y el período de la privanza del «sultán» Godoy y sus «adoradores», sobre quienes carga las tintas una y otra vez, años y protagonistas que reciben calificativos de grueso calibre. Publicación militar, no puede ocultar su recelo ante quienes toman las armas pero no se encuadran en una organización de carácter propiamente castrense95. Así pues, las guerrillas (los «partidarios»), a quienes se reconoce su papel, también son contempladas como elementos que pueden ser útiles de manera puntual, pero poco más, a no ser como vía de ingreso en las tropas regulares: «Es verdad que no todos los que llevan armas son verdaderamente soldados, ni puede negarse que los que las toman acalorados sin conocer los principios del arte de la guerra y sin observar la más rigurosa disciplina parece que sólo pueden ser útiles momentáneamente»96.
Se es consciente de que en España se está librando una guerra de liberación en la que está en juego no sólo la esclavitud de los españoles, sino la del resto de Europa. El resultado de la batalla en la Península Ibérica marcará el destino del continente y de Inglaterra, una aliada singular que incluso entre los más ardientes patriotas podía suscitar algún recelo de carácter religioso, aspecto este digno de estudio97. Lo que acontece en la Península tiene ciertos paralelismos con lo que sucede, miles de kilómetros más al norte, en la Rusia invadida por Napoleón. Las coincidencias son enormes, especialmente en el tema que estamos tratando. Ambas coronas sufren la humillación de ver a los franceses tomar posesión de sus territorios, ninguna de las dos estaba en disposición de vencer a Napoleón por medios convencionales y en ambas jugará un papel crucial la propaganda y el empleo del periodismo militar. Diferencias entre Rusia y España serán el papel que los profesores universitarios (Andrei Kaisarov, Rambach) adoptan al ser los promotores de estas publicaciones que se imprimirán en el frente (la primera será Rossianin), la edición bilingüe (ruso y alemán), además de que la censura será siempre muy ferrea y cada vez más intensa, de modo que las discrepancias
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ideológicas dejan paso al fervor patriótico (guerra de liberación nacional), que comparten todas las tendencias. En la prensa rusa tuvieron amplio eco, de manera especial, las acciones que se libraban en España98. Es más, contamos, de manera contemporánea a la existencia del Memorial, con un excelente análisis sobre el sistema militar de Bonaparte que fue escrito por un oficial al servicio de Rusia99 que está destinado muy especialmente a los militares españoles y a quienes combaten junto a ellos en estas tierras del sur del continente: «Intrépidos españoles, valerosos ingleses, sólo para vosotros escribo. La Europa casi está toda de rodillas delante del ídolo. ¡Vosotros sois los únicos que lo despreciáis, que osáis oponeros a sus iniquidades!»100
Y el autor de la traducción al castellano de la obra es alguien vinculado con el Memorial, Francisco Javier Cabanes101, el único de los colaboradores del periódico que firma con su nombre. Pero no será el único integrante del equipo de redactores en tratar de dar a conocer el secreto de las victorias constantes de Bonaparte, pues lo mismo hará Beña. Este último tradujo del inglés en 1813 un título en cuyo prólogo se insta a los ingleses a conocer el sistema militar del enemigo para derrotarlo102. El Memorial es ante todo, repetimos, un órgano de propaganda al servicio del marqués103, máxime cuando ya se contaba desde junio de 1808 con un periódico en la ciudad de Badajoz (Diario de Badajoz), que podía hacer innecesaria o redundante la aparición de una nueva cabecera, si bien éste se hallaba al servicio de la Junta de Extremadura, es decir, no le era útil a él. En el Memorial se publican los documentos (informes, partes104) que le son dirigidos a él personalmente por los oficiales a su mando en los que se relata de manera pormenorizada el resultado de sus actos de combate, siendo comentados, así como las operaciones del Ejército de la Izquierda105, analizando y señalando, sin acritud, lo que se podía haber hecho para obtener un mejor resultado. Estos textos tienen como primera finalidad hacer público y conocido de manera común el valor de las tropas, de modo que se citan por sus nombres los personajes que se han distinguido en la acción de que se está tratando en cada caso, los rasgos de heroísmo, el arrojo, etc. Pero no se busca que el ruido de estas hazañas se apague con el paso del tiempo, sino que se pretende que estos relatos sirvan para componer la futura historia de la guerra, merced a estos testimonios de primera mano, que al ser impresos levantan una barrera frente al olvido. Con este objeto se invita a quien disponga de noticias sobre los ejércitos a que las comuniquen, según un esquema preestablecido: tropas que integran el ejército, nombres de sus generales y estados mayores, tropas enemigas, operaciones (fecha, lugar, evolución y resultado), territorios atravesados (montañas, ríos, especial referencia a cómo se han vadeado estos últimos), artillería, bajas (muertos, heridos, enfermos106 y desertores), alojamiento del ejército (acantonado, en una plaza, en un campa-
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mento, vivaqueando)107. Dado que se escribe en 1810 se persigue redactar la historia de las campañas de 1808 y 1809108. Por tanto, el material que llena sus páginas es documentación militar de primera mano, cartas109, artículos de otros periódicos (El Pensador, Gaceta de Lisboa) y una traducción que versa sobre la vida de José I110, quien por cierto se halla presente a lo largo de la publicación, pero en mucha menor medida que su hermano. La práctica totalidad de los jefes militares hubieran deseado contar con un medio de comunicación a su entero servicio en unos años, para ellos y a su juicio, tan crueles e ingratos. No será la menos importante de sus funciones la de justificar las actuaciones de su general en jefe, y así saldrá sin pudor alguno a defender a Romana cuando un anónimo le critique sus decisiones desde las páginas de un periódico gaditano, concretamente del liberal El Conciso: «La retirada de lord Wellington a las fuertes posiciones, en que actualmente espera al enemigo, se considera como una de las más sabias y prudentes que pueden hacerse. ¿Pero a qué ha ido la Romana a Lisboa? En auxilio del ejército inglés. ¿A socorrer a Lisboa? ¿A tomar posiciones o reforzar las de Wellington? ¿No habría sido mejor que hubiese ido por retaguardia? ¿No hubiera sido más conveniente que dividiendo su ejército de 10 o 12000 hombres en tres o cuatro cuerpos se hubiese puesto en la retaguardia de Massena para quitarle la correspondencia, cortar sus comunicaciones, impedir los refuerzos parciales, interceptar sus víveres y municiones, atraer su atención por la espalda y dividir sus fuerzas por atender a cuerpos sueltos, que le haría la guerra que más teme? ¿No conseguiría de este modo disminuir las fuerzas que pueden atacar a los ingleses, siéndoles así acaso más útil que reuniéndose con ellos? En una derrota de Massena, ¿no se conseguiría la total destrucción de las fuerzas enemigas si a su retaguardia se hallase 20000 hombres, inclusos otros cuerpos que ya están en ella? ¿No es bien sabido que el número no hace la fuerza, pero sí la disciplina y la táctica, y que en batalla formal es arriesgar demasiado aunque sea superior el número de los aliados? ...»111.
Dos semanas más tarde tendrá respuesta, no porque se discuta su actuación, lo que parece totalmente lícito y respetable, sino porque se percibe mordacidad. Ahora bien, lo cierto es que Romana acudió a Portugal por su propia iniciativa, sin que fuera solicitada su ayuda (lo que no equivale a que fuera innecesaria112), pero para los redactores (que podían carecer de este dato) esa no era la cuestión:
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«¿Por qué no ha de vivir Vm. en el concepto de que los conocimientos de este general son muy superiores a los de Vm.; y por tanto hallarse Vm. en la absoluta imposibilidad de enmendarle la plana? Nadie es más osado que el ignorante. (…) se echa de ver la voluntad de Vm. algo torcida hacia el marqués de la Romana; nacida puede ser de algún resentimiento de este general por motivos personales, o de algún allegado de Vm., tal vez alguna pretensión de ascenso malograda… ¿Quién sabe?»113
Otra finalidad del Memorial es la de instruir, la de formar a los militares españoles. La parcialidad y subjetividad de sus redactores no les impide ser conscientes de que las tropas hispanas padecen, frente a las francesas, gravísimas carencias en el plano teórico y práctico militar. Durante una guerra abierta no es fácil publicar manuales, al tiempo que estos son más farragosos de lectura y precisan de fuerza de voluntad para estudiarlos. Sin embargo, introducir conocimientos en un periódico, a modo de píldoras que se suministran de manera regular, hace más fácil su asimilación y aceptación por parte de los soldados. Así pues, en las páginas del Memorial, y a lo largo de toda su existencia, se irán publicando una larga serie de artículos que buscan educar en los últimos avances teóricos a sus lectores, venciendo la vieja inercia de que todo lo logra y suple la experiencia. Esta idea es terrible, pues en la guerra no hay una segunda oportunidad, y aprender sobre la marcha la profesión de soldado entraña un enorme riesgo para la permanencia de las instituciones del Estado, es una locura. La lección de arte militar por «fascículos» (que quedó incompleta pues se publicaron sólo 11 de los 15 capítulos, si bien es una sección presente en casi la mitad de los números) comienza por definir los conceptos que emplea (fuerza absoluta, líneas del centro de acción, ángulo de ataque, guerra, guerra ofensiva, guerra defensiva –la preferida en las actuales circunstancias, por lo que se ensalza114–, líneas de operación –convergentes, divergentes, y éstas últimas concéntricas o excéntricas, sencillas, dobles, interiores, exteriores, profundas–, topografía militar –general115 y particular–, posición militar, operar por cuerpos separados, operar por escalones, retirada –concéntrica, excéntrica, en masa, por escalones–, orden de batalla –paralelo, oblicuo–), para pasar acto seguido a exponer la teoría, que versa sobre la táctica general, dirección de la guerra, cómo hacer los reconocimientos de un territorio, sitios de plazas, las marchas, las retiradas, la batalla116, el papel de la infantería (de línea, ligera). El autor, que es oficial del Estado Mayor del Ejército de la Izquierda, Cabanes117, muy crítico con el estado de las tropas118, demuestra unos profundos conocimientos y el manejo de los tratadistas más insignes del XVIII. Los artículos son muy didácticos, muy claros, casi apuntes para ser estudiados, aderezados con ejemplos de la Guerra de la Independencia, tanto gloriosos y exitosos como fallidos y dignos de vitupe-
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rio. Pero no se queda sólo en esto, sino que también desde sus páginas se solicita activar una política de publicaciones de obras de arte militar: «sería muy conveniente, y aun me atrevo a decir preciso, que todas las prensas se empleasen inmediatamente en reimprimir las ordenanzas del ejército y maniobras de la infantería; que al mismo tiempo se comisionase sujeto capaz de traducir con acierto las de la caballería119; que lo mismo se hiciese con el reglamento de estados mayores, que se imprimiesen estas dos traducciones en el momento de hallarse concluidas; y que dando a todos los oficiales, igualmente que a los que en lo sucesivo ascendiesen a tales un ejemplar de cada obra, se vendiesen indistintamente a todas las demás clases del estado, por cuyo medio la instrucción militar se propagaría en el todo de la nación cuanto fuese posible, y se sabría algo por lo menos»120.
Negar la superioridad militar francesa sería una necedad. En consonancia con esto se impone desde el Memorial la doctrina de aprender las lecciones que los enemigos van enseñando día a día con sus victorias. Conocer sus secretos, imitar sus virtudes121, alabar sus logros, es el único modo de llegar a estar en disposición de ofrecer resistencia primero y capacidad de combate después a la altura de un enemigo que lleva dos décadas de permanente perfeccionamiento. La conclusión central de analizar los hechos de armas desde 1808 es que hay que poner punto final al «furor de dar batallas»122. Los ejércitos españoles han sido derrotados una y otra vez. ¿Por qué? Desde fuera de las tropas se habla de traición, de falta de valor, de ignorancia, de incapacidad, etc. Pero el Memorial lo atribuye principalmente a una concepción errada de cómo hacer la guerra, sin omitir responsabilizar de todas las derrotas al ejército: «Luego es preciso convenir en que nuestros desastres deben atribuirse únicamente a ignorancia de los jefes, al abandono de nuestra oficialidad por igual causa y a la indisciplina del soldado, efecto de su ninguna instrucción»123.
El propio marqués da testimonio de la manera en que considera que debe dirigirse la guerra en el discurso que pronunció ante sus hombres al despedirse de ellos para integrarse en la Junta Central, de modo que no hubo variación en su pensamiento con el paso del tiempo. Tenía las ideas muy claras: «¡Inmortales guerreros! No habéis dado ruidosas batallas, pero habéis aniquilado al más soberbio ejército del tirano, auxiliando al patriotismo nacional, sosteniendo la noble fermentación, fatigando las tropas enemigas, destruyéndolas en pequeños combates y reduciendo el terreno que pisaban, ha-
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béis cumplido las más altas obligaciones del soldado y las meditaciones que me han ocupado como general»124.
No hay complacencia alguna en las páginas del Memorial. La política del avestruz se halla ausente de todos sus números. Igual que la victoria se deberá al ejército, a día de hoy es él el responsable final del estado calamitoso de la guerra en España. Declarar los vicios de la institución no es una finalidad en sí misma, sino el medio para eliminarlos. No se puede plantear batalla a los franceses, pues esa es la guerra que ellos dominan, conocen y desean, pero desde 1808 se instaló en España la idea de que con un par de victorias decisivas todo acabaría. Y así fue, pero a la inversa, pues se lograron derrotas y la guerra perdura. Los culpables directos son los militares, pero los instigadores fueron la opinión pública y las presiones del gobierno. Ni tan siquiera la política de comunicación de este último fue la adecuada, pues se limitó a fomentar periódicos inútiles que presentaban una imagen irreal de la capacidad de defensa española, cuando lo óptimo hubiera sido tratar: «de ilustrarnos con la libertad de prensa y por medio de periódicos juiciosos, que al paso que hubiesen presentado la imposibilidad de ser conquistados, no hubiesen ocultado los muchos medios de vencer que tenía el enemigo y el único que nos quedaba, que era el evitar las acciones generales»125.
¿Qué síntomas presenta la enfermedad del ejército español? Nula experiencia en quienes lo dirigen, escasa instrucción en quienes lo integran, impericia para realizar maniobras126, artillería sin medios, caballería bisoña127, estados mayores constituidos de manera caprichosa y nepotista, ascensos concedidos de modo injusto128, a la par que sin medida, y finalmente poca subordinación, esta última resultado de la política de ascensos, pues difícilmente se grangea el respeto quien de todos es sabido que ha alcanzado su empleo por medios poco edificantes. Este punto de los grados y los ascensos es algo que debía irritar sobremanera a Romana, pues él jamás solicitó ninguno y no compartía la política de intrigas y presiones: «Lo que son honores, dignidades, etc., le toca al gobierno conferir a los que halle beneméritos, y a nosotros recibirlos con gratitud; pero ambicionarlos y solicitarlos me parece una gran locura»129. Quizá la única ocasión en que de manera obstinada demandó recompensas fue cuando a su regreso de Dinamarca las solicita para sus hombres, hasta llegar a emplear un tono rayano en la insubordinación airado por ver que oficiales que no habían visto ni siquiera al enemigo hubieran recibido de las juntas provinciales lo que a sus tropas se les denegaba130. Tal es la crudeza con la que se dibujan los males del ejército131 que en el número 8 se inserta una carta firmada por un oficial del Ejército de la Izquierda que firma con las siglas E.S.S., y fechada en Badajoz el 16 de abril, que se erige
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en portavoz de todos aquellos que se han visto zaheridos por las críticas de ignorancia de su profesión. Reconoce la veracidad de cuanto se ha escrito, pero exige que se señalen las causas, pues los militares españoles no son sino las víctimas de una desastrosa política, personalizada en Godoy y más ampliamente en el reinado de Carlos IV, donde han brillado por su ausencia las academias, donde el ejército ocupó un papel secundario, no trabajando durante la paz para preparar la guerra. Frente al erial de las décadas precedentes, denostando incluso los centros de formación militar del XVIII, el Memorial se hace amplio eco del establecimiento dirigido por el coronel Mariano Gil Bernabé en la Isla de León, cuyas excelencias canta y en el que se depositan enormes ilusiones132. El ejército se lamenta de la precariedad de los recursos económicos en el pasado (que el marqués sufrió de manera directa133) y que persisten en el presente, lo que ya no tiene disculpa: «No sé a fondo los auxilios que han recibido todos los ejércitos para hacer la guerra, pero en el de la Izquierda, del que tengo la honra de depender, hemos visto siempre con dolor y muchas veces con lágrimas al soldado expuesto muy a menudo a toda suerte de privaciones y desagrados, que la naturaleza presenta en sus extremos: sin uniforme, sin sombrero, sin capote, sin zapatos, sin dinero, sin lo necesario e indispensable para su módica subsistencia»134.
También las críticas que recibe la caballería del Ejército de la Izquierda135 provocan varios escritos de respuesta. El primero de ellos136 no niega lo manifestado, sino que solicita que exista concordia entre las armas y se le preste atención a la agraviada. Mucho más dura es la carta fechada en Badajoz el 12 de junio, firmada por Justo Patriota, que expresa el malestar entre los oficiales de caballería137, donde, como era la regla, se vuelve la vista atrás buscando responsables en los gobiernos precedentes para explicar el estado de cosas actual y se hace hincapié en que formar un soldado de caballería es algo que no se logra en un par de meses, confesando que la mayoría de estos soldados apenas dominan el animal que montan, «que le causa tanto miedo como la espada o lanza del enemigo»138. Otra carta, firmada por F.H., manifiesta que de nada sirve todo lo que se reseña en el Memorial si quienes ejercen el poder no toman medidas. Y por el momento, nada hace abrigar esperanzas de cambios: «siguen la desorganización y la ignorancia; siguen los estados mayores de los ejércitos y sus divisiones en donde se hallan empleados algunos que ni escribir saben, y otros cuyos talentos están reducidos a una gran actividad en buscar qué comer; sigue cada vez peor el sistema de Real Hacienda y provisiones; siguen atendidos los viciosos, maulas e ignorantes, al mismo tiempo que pereciendo entre las filas y ba-
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yonetas, como el último soldado, el oficial cuyas luces podían en otro destino ser muy útiles a la patria, y siguen apreciados en fin los prisioneros voluntarios, dispersos fugitivos y demás caterva de farsantes que habiendo recibido un ascenso en cada ejército no han servido jamás en alguno»139.
F.H. abre además otro debate, el de anular la antigüedad y la graduación y emplear a cada hombre en aquello para lo que demuestre capacidad. Otro oficial, A. de L., inquiere a los redactores en una carta sobre la problemática de los ascensos (el «barullo»140), el ansia que domina a los militares de pedirlos y a los gobernantes de concederlos141, lo que es una sangría para las arcas públicas y para la moral de las tropas. Los redactores del Memorial hacen un llamamiento público a los oficiales para que expresen por escrito su parecer y opiniones con relación a la solución del problema planteado. La primera carta la firma Patricio Franco142 el 15 de mayo desde Badajoz. A su juicio, la culpa de todo la tienen las autoridades civiles, que provocaron un «diluvio de grados»143 y ascensos, con motivaciones espúreas, como la de ganarse adeptos, y no por méritos o servicios prestados: «El excesivo conato que se advierte en el ejército de obtener ascenso, y por consiguiente la continua conversación de esta materia, nace de la facilidad de lograrlos. Esta facilidad procede de la abundancia que se ha prodigado desde los primeros días de la revolución; y esta prodigalidad, que aún subsiste, tuvo su origen del miedo natural y de la falta de ideas y de ilustración política de algunos individuos de las juntas de las provincias, y después por consecuencia de la Central»144.
Los oficiales son los primeros perjudicados por esta inflación de grados, pues la opinión pública es conocedora de esta avalancha y de que un determinado galón no significa lo mismo que antaño. Así pues, tanto suspirar por ascensos y su logro no ha tenido la consecuencia esperada de reconocimiento social, ni mucho menos. La solución no puede ser más que la drástica supresión de los grados y de sus divisas. Borrón y cuenta nueva. Sólo deben existir insignias (de plata y doradas) en función de los años de servicio, medallas como premio a acciones extraordinarias, que no impliquen ascenso, sino una pensión. Y todo el sistema debe depender de una junta de generales en cada arma encargados exclusivamente de los ascensos, con informes secretos. Al descrédito general de los grados se añade lo gravoso para las finanzas españolas, ya que al sinnúmero de agraciados con esta lluvia de promociones hay que pagarles145. Y quiera el destino que estos oficiales por azar no aspiren al mando, porque entonces el desastre es inevitable e imparable, ya que no tienen aptitudes para la dirección de las tropas. El tema es recurrente en el Memorial146 y no les duelen prendas el
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dar publicidad a medidas radicales: «Dense por nulos todos los grados concedidos desde que nuestro rey y señor don Fernando VII salió de España, esto es, desde 10 de abril de 1808, y el mal está cortado»147. Y con palabras gruesas atribuidas a un oficial de alta graduación se quiere poner punto y final a algo en lo que en el Memorial no hay voz discordante alguna, menos dignidades, honores y títulos y más valor desinteresado: «¡Español! ¿Qué prefieres? ¿Gozar un corto tiempo un título o una insignia que te confunde con miles de cabrones, alcahuetes y collones148, o asegurar inmortalmente el nombre de vencedor de Napoleón?»149 El modelo militar histórico que se postula es el de Fabio frente a Aníbal, o lo que es lo mismo, divisiones volantes, partidas de guerrilleros, marchas y contramarchas, sorpresas, emboscadas, una guerra de hostigamiento, acosar por infinidad de lugares impidiendo la concentración del enemigo en un punto. No es algo nuevo, es la «petite guerre»150, la guerrilla: «Partidas de guerrilla, divisiones volantes, posiciones bien tomadas, marchas repetidas, ataques falsos, sorpresas nocturnas, emboscadas bien dispuestas, retiradas prudentes, desconcertarán a nuestros enemigos, a quienes de nada pueden aprovechar sus grandes masas no encontrando ejércitos numerosos y en llanuras donde pueden ser batidos»151.
Esto debe ir acompañado del control de determinadas plazas fortificadas para impedir el avance del enemigo, que verá constantemente atacadas sus líneas de comunicación152 y de aprovisionamiento. Del mismo modo hay que tratar de minar la moral del enemigo incitando a integrantes del mismo a que deserten, lo que se cree fácil dado el combinado internacional que configuran las tropas francesas. Si se logran deserciones el efecto irá in crescendo, pues para evitar las mismas los oficiales enemigos se aplicarán con rigor a reprimirlas (manera indirecta de incentivarlas), se evitará el paso de los soldados galos por las poblaciones, lo cual hará más duro su servicio, aumentarán los sinsabores de su vida cotidiana, etc. Todo lo que se haga con esta mira será siempre poco, empleándose dinero y/o la palabra para atraerles. La victoria exige que la nación se haga «insensiblemente militar», que todo el mundo se ejercite en el empleo de las armas y que las tengan a mano, que los rudimentos militares sean de conocimiento común (se publicarán folletos con este objetivo153). Todos han de ser soldados, cada pueblo un cuartel de instrucción y los defensores de las plazas conscientes de que su obligación es enterrarse «en sus ruinas»154 antes que capitular155. Y el mando ha de ser único, bajo una sola mano, lo que no equivale a un solo hombre, pues se aboga por una junta integrada por un presidente, un secretario y diversos oficiales de cada arma, con «autoridad sin límites» en su esfera de actuación156.
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Escribir sobre lo militar en tiempos de guerra, hacer públicos documentos oficiales sobre acciones que están teniendo lugar en esos mismos instantes, que se están preparando (por ejemplo, la defensa de Ciudad Rodrigo157), dar a conocer al enemigo datos propios, podría ser contraproducente. Y esto es lo que conduce a que no siempre se actúe de una manera tan transparente, omitiendo nombres, firmas en documentos, ocultando informaciones que pongan en peligro la vida de civiles o les coloque en el disparadero de la venganza francesa158. Y junto a la discreción, quizá otra forma de propaganda más elaborada, el no ocultar las derrotas, pues la población podía tener noticia de las mismas por periódicos de las autoridades españolas del gobierno josefino o por civiles que hubieran sido testigos de las mismas. Así, cuando Astorga cae en manos de los franceses el Memorial no lo oculta: «La ciudad se rindió el 22 del pasado [mes de abril] por falta de víveres, pero después de haberla abandonado la guarnición. Damos esta noticia al público en cumplimiento de la oferta que se le ha hecho, aunque no la tenemos por oficios directos, si bien consta por relaciones fidedignas»159.
Aunque, claro está, se edulcora el suceso subrayando la obstinada defensa durante 30 días de una población llamada a caer en manos de Francia, pues su única fortificación consistía en una «cerca antiquísima», ante la que los sitiadores se han empleado como si se tratara de una plaza de primer nivel con toda su potencia de fuego160. Por si esto fuera poco el saldo de muertos y heridos de los vencedores excede con mucho al de los españoles. Esto último es una constante en todos los partes. Se venza o se fracase, se avance o se retroceda (la retirada es una manera de victoria para el Memorial, idea que comparten otros161), los enemigos siempre tienen más bajas. Igual que los hechos infaustos hallan eco en el Memorial, también se recogen las noticias de la prensa de la España josefina, en este caso para hacer una labor de contrapropaganda. Nada mejor que dejar explayarse al enemigo en sus insultos para poder acallarlos acto seguido: «Los prisioneros están contestes [sic] en que la Romana comete las más enormes crueldades en Badajoz para mantener su fatal influjo. Los habitantes de esta ciudad están descontentísimos, y muchas familias de ella han sido ya sacrificadas, por lo que los extremeños han dejado las armas, ofreciendo al general Regnier trabajar en la trinchera para el sitio de Badajoz»162.
En resumen, el marqués sólo por el terror consigue mantener su autoridad en la ciudad, y aun así las deserciones no cesan, pues su población prefiere el dominio de Francia, al que incluso colaboran en primera línea con trabajos tan peno-
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sos como abrir trincheras bajo el fuego de las murallas. Inhumano, Romana es también un ladrón, pues sus hombres recorren los pueblos de Extremadura requisando rebaños de merinas. Poco importa, o mejor dicho, todas estas palabras indican que la guerra marcha por buen camino para los «insurgentes»: «mientan más y más hablando de nosotros, que esta será la mejor señal de nuestros progresos»163. En numerosas ocasiones se muestra que las leyes de la guerra no son respetadas por Francia164, que viola de modo sistemático las capitulaciones, como en el caso de Astorga. Por tanto, España debe actuar del mismo modo. Tanto es así que acciones como el intento de asesinato de Junot por un húsar, que no aceptaba la rendición de Astorga, y que le confundió con uno de sus edecanes, tras lo que fue fusilado, se presentan como actos heroicos, como modelo de «las acciones grandes»165. El sistema de guerra que patrocina el Memorial es el que se practicó en Galicia, precisamente donde el marqués de la Romana se halló al frente del ejército y la presencia francesa fue la menos duradera de toda España166. Se propugna una actividad de desgaste («lima sorda»), de división, de agotamiento, de resistencia167, a cargo de partidas de patriotas, que deben ser apoyadas por el ejército regular. Las partidas conocen el territorio en el que operan a la perfección, actúan por sorpresa, desaparecen sin dejar rastro168. Dos ventajas sobre las tropas son que no suponen un dispendio para el erario público ni para los pueblos de los contornos y que sus integrantes son muy duchos en el manejo de las armas y están habituados a su empleo (cazadores). Se recomienda que no se reúnan todas las partidas en un cuerpo grande o formar un ejército con ellas, ni integrarlas en el ejército más próximo. De lo contrario, se las inutilizaría. Lo que sí es interesante es situar jóvenes oficiales al mando de las mismas para dirigir a los paisanos. Y para esto no hay sólo que ir contra los franceses, sino impedir su subsistencia sobre el terreno. La política económica de guerra adquiere una original expresión solicitando que todo objeto de valor en manos de la Iglesia o de particulares se oculte ipso facto. Más aún, mientras continúe la guerra, el comercio interior debería realizarse «con signos representativos que le fuesen inútiles o de ningún valor» a los franceses169. Se impone estrangular sus vías de financiación de la guerra, que no puede permitirse que sean precisamente españolas cuando la guerra se hace contra España. Ahora bien, en ningún momento se escribe que la guerra se vaya a ganar con una actitud defensiva, sino que simplemente es todo lo que España puede hacer en la época presente. Llegará el momento en que, como Austria, Prusia o Rusia, se enfrentará en campo abierto a Napoleón, pero ese día aún se ve lejano: «Estas acciones parciales en que regularmente quedamos vencedores son las que han de salvar a España. Los enemigos no valen individualmente la mitad que nosotros, que co-
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brando cada día mayores ánimos nos iremos amaestrando en el arte de la guerra, hasta que podamos presentarles batallas campales con la seguridad de desbaratarlos, por tener más valor que ellos y conocimientos iguales en la parte militar, cuando no sean mayores, que nos dará la experiencia»170.
La ideología que irradia de manera absoluta el periódico es la de un apasionado liberalismo171. La etapa anterior a la «feliz revolución» es un período oscuro, «en que hasta el dulce nombre de libertad era un crimen horrendo que se castigaba entre nosotros con cárceles, con destierros y aun con la misma muerte»172. Se era esclavo, y contra esto se alzaron «los amantes de los derechos del hombre», que son «inalienables»173, cuyos enemigos actuales son los franceses. Sin rodeos se define qué es libertad, los derechos de propiedad, de libertad de expresión, la necesidad de contar con una constitución y con un gobierno «elegido por nosotros mismos»174 y «constituido por nosotros mismos sobre las bases de la justicia y de la independencia»175, con «leyes sabias y establecidas sobre los derechos incontestables del hombre»176, que son fundamentales para la ilustración de los pueblos177, siendo el primero de ellos la igualdad, sin exenciones ni privilegios, excepto los nacidos del estudio o la virtud178, seguido de la libertad (de donde surge la libertad de expresión). Otro campo en que se muestra beligerante el Memorial es en la defensa de la libertad de imprenta (uno de los caballos de batalla de los liberales179), «necesaria para establecer la felicidad de un pueblo»180, en la que no se acepta la menor restricción (ni castigos como multas, prisión o destierro) ni intromisión del gobierno181, debiendo ser su ejercicio «absolutamente libre»182, calificando la legislación que la cercena de «trabas al entendimiento humano», «monumentos del abuso del poder», «esfuerzos del despotismo», «preceptos destructores», leyes injustas e inútiles183. Lo audaz de sus postulados explica que inserte un artículo publicado en Londres por José María Blanco White184 en el primer número del periódico El Español, del que era redactor, poniendo ante los ojos de la oficialidad española ideas sumamente avanzadas185, donde desde los Habsburgo hasta Carlos III salen malparados, además de los habituales Carlos IV, Godoy y Fernando VII, las juntas provinciales, que se han comportado como nuevos monarcas (guardias, tratamientos honoríficos, uniformes, soberbia, misterio de las deliberaciones, etc.), la Junta Central («monstruo tan infame como el modo en que fue concebido», «corporación infame y desatinada»186). Cuando el Memorial se acerca, sin saberlo, a su fin incluso se afirma la soberanía nacional (número 66), con la que el marqués, obvia decirlo, no podía comulgar, como se aprecia en su Representación de 1809.
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Romana y las juntas: una convivencia difícil Frente a las críticas a las juntas (provinciales o central), Memorial y marqués contraponen las disposiciones del Consejo de Regencia que se encaminan en la dirección adecuada para lograr la victoria, y la alegría por la convocatoria de diputados a cortes (de cuyo retraso se culpa a la Junta Central), donde las sesiones de elección se realizaron «a puerta abierta», lo que llenó «de gozo a los verdaderos españoles»187. Más aún, se espera que las Cortes se pronuncien «sobre el buen o mal uso que aquel cuerpo [Junta Central] hizo de los poderes que se le confiaron»188. Como el marqués formó parte de la Junta, su periódico deja bien claro que no todos sus miembros merecen reprobación. El Memorial tiene grandes esperanzas depositadas en las Cortes189, de las que para empezar solicita tanto un decreto de libertad de imprenta como que levante un ejército de 150000 hombres. El Memorial insertará una proclama del marqués a sus tropas fechada el 27 de octubre, con motivo de la apertura de las Cortes, en la que jura al nuevo gobierno, solicita lo mismo a sus hombres, y se compromete a derramar hasta la última gota de su sangre en la lucha por la victoria190. En Extremadura, como en el resto de España, el poder se articula cuando caen los Borbones mediante las juntas locales y provinciales, que asumen la soberanía. Al poco de iniciarse el levantamiento contra los franceses Badajoz va a ser protagonista de un hecho que el marqués no es posible que dejara de tener presente durante su permanencia en la región: la máxima autoridad militar, el capitán general conde Torre de Fresno (primo de Godoy), fue acusado de traidor y asesinado por el pueblo. Tras esto, el 30 de mayo de 1808 se creó la Junta de Badajoz, y a principios de junio la Junta Suprema de Extremadura. Los ánimos en 1810 estaban más sosegados y la vida de la Romana no va a correr peligro alguno, pero no podrá evitar el marqués ser víctima de un «consejo de guerra» sui géneris. A diferencia de otros compañeros de armas, que van a tener que rendir cuentas de sus actuaciones ante una corte marcial, el marqués tiene que arrostrar de manera encubierta, oficiosa, duras y agrias acusaciones sobre su conducta, tanto en vida como tras su prematura muerte. Los primeros que van a perseguirle de manera firme van a ser los miembros de la Junta de Extremadura. Los calificativos que su labor al mando de las tropas del Ejército de la Izquierda les merece alcanzan grados de una denigración que su honor, independientemente de su dedicación militar, debió soportar con dificultad y acrecentar en él sus ánimos encontrados y alimentar su animadversión hacia la Junta. ¿De qué se le acusa? Hay dos frentes abiertos a juicio de los que atacan el Memorial: - Las críticas a las juntas191 en el periódico, que la de Extremadura personaliza en ella misma, si bien jamás se la nombra y se trata de opiniones que podían aplicarse a cualquiera de ellas, por no decir a todas.
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- Las ideas revolucionarias (quieren decir liberales) que se vierten en sus páginas. La relación del marqués con las juntas que se encontró en su camino como jefe militar fue bastante negativa. Las de Galicia192 y Asturias guardaban amargos recuerdos de su estancia en aquellas tierras. Y en cuanto a su paso por la Central tampoco fue tranquilo, hasta el punto de que Jovellanos le achaca la revolución de enero de 1810 contra la misma en Sevilla193. Su comportamiento y su percepción del papel de las mismas no se modificó con el paso de los años, muy al contrario, se reafirmó y hasta dio curso libre a su expresión por escrito, ya fuera de manera personal o en su periódico, independientemente de que en un primer momento (pensamos en Badajoz) las relaciones fueran muy buenas, o al menos eso creyeran los integrantes de su Junta194. El número que marca el inicio del «expediente» es el 29 (13 de julio de 1810), donde se critican las juntas. Repetimos que no se habla de la extremeña explícitamente, pero ésta siente las palabras como un ataque directo. Lo cierto es que entre los jefes militares y los integrantes de la Junta no habían tardado en surgir discrepancias sobre sus respectivas competencias, el análisis de la situación, las medidas a tomar o los mecanismos para obtener recursos. Sin dilación la Junta pone en conocimiento del Consejo de Regencia el 11 de agosto el tema, al tiempo que envía a otras juntas (el 8 de agosto) ejemplares del periódico buscando cerrar filas frente al marqués. ¿Por qué busca el respaldo de otras juntas? Pues posiblemente porque recordó cómo actuó el marqués con la Junta de Asturias. Era un contrincante demasiado fuerte, y avezado en estas lides, como para enfrentarse a él a pecho descubierto. Hacer de sus problemas una cuestión de interés general, de afirmación de los poderes de las juntas ante los militares que no los respetaban y se excedían en sus competencias era la única manera de sobrevivir a la guerra contra la Romana una vez declarada y abierta. Ni que decir tiene que la Junta agraviada va a tener el respaldo de sus hermanas, y algunas hasta dejan constancia por escrito de su apoyo, como la de Murcia y la de Galicia. Los calificativos que les merece el Memorial son terribles: «libelo sedicioso», «veneno», «sedicioso papel», «contrarrevolución», etc. Y llegan a prohibir su circulación en sus áreas de gobierno, como hará la Junta de Galicia195. Ahora bien, todo este escándalo, si se escarba un poco se observa que no vino motivado por textos de los redactores del Memorial, pues los números que hicieron explotar el asunto fueron el 33, el 34 y el 35, es decir, los que incluían el artículo de Blanco White. Claro que publicarlo era una manera de hacerlo suyo y, mucho peor, de difundirlo. El Consejo de Regencia, las juntas de otras provincias…, ¿y el marqués? A él también se dirigió la Junta de Extremadura, al fin y al cabo el periódico lo imprimía el ejército, y debió quedar sorprendida por su actitud conciliadora, pues determinó que dejara de editarse, haciéndose con todos los ejemplares del número 36 que estaba en proceso de impresión. ¿Por qué actuó así? Puede que
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para ganar tiempo, pues acto seguido comunica a la Junta que el Memorial va a seguir publicándose, y como la Junta no estaba por la labor el periódico pasa a imprimirse en Olivenza, y después, por considerarlo un lugar más seguro, en Campo Mayor. La libertad de prensa tenía un firme aliado. Ha llegado el momento de explicar lo que a simple vista es bastante incomprensible. El marqués es un ferviente absolutista, no obstante lo cual en su periódico va a dar vía libre al pensamiento de personas que en otras circunstancias él mismo hubiera perseguido. No se puede extraer de ello que compartiera el pensamiento liberal, como mucho que permitía una cierta libertad de expresión, pero en lo que sí que concordaba es con el hecho de que cuanto de liberalismo hay en el Memorial es un ataque frontal a las juntas y su manera de entender y practicar el gobierno. Al fin y al cabo una cosa es aceptar el ejercicio del poder por un monarca, por déspota que sea, y otra bien distinta que unos hombres se arroguen la autoridad y la ejerzan de manera despótica. Esto último no lo admiten ni Romana ni los liberales. Este es el punto de unión, el punto en el que aplican la palanca uno y otros. Sus objetivos sin embargo eran bien diferentes. Su muerte en 1811 no permite saber qué papel hubiera jugado en los años sucesivos, pero cuesta imaginarlo exiliado durante el Sexenio Absolutista. Las ideas liberales no las inspira el marqués, sino que salen de la redacción del Memorial. Concretamente, de Cristóbal de Beña, de quien se ha escrito que era «de marcada tendencia socialista revolucionaria»196. Este personaje ya había tenido problemas, exactamente un año antes de que se pusiera en marcha el Memorial, cuando solicitó a la Junta de Córdoba permiso para publicar el Diario Patriótico. La respuesta de la Junta fue expeditiva pues manifestó que «la conducta y opiniones de este sujeto son sospechosas y exigen que se le separe y coloque donde pueda ser celado por el gobierno»197. Es decir, Beña tenía «antecedentes» cuando el marqués le encarga ponerse al frente del Memorial. Dicho de otro modo, la Romana sabía muy bien a quien le daba el timón de su periódico, por lo que hay que pensar en un plan de actuación trazado con antelación. Los problemas no pudieron sorprenderle. Claro está que desde el periódico sólo vemos una parte del conflicto. ¿Y si Romana no está atacando, sino defendiéndose? Lo cierto es que puede que se diera una combinación, como en su concepción de la guerra, de «ofensiva elástica». Por una extensa representación redactada por la Junta de Extremadura a sugerencia de Francisco María Riesco, uno de los representantes de Extremadura en las Cortes, que está fechada en Valencia de Alcántara (donde a la sazón se hallaba la Junta tras salir de Badajoz a instancias del marqués) el 17 de noviembre de 1810, tenemos conocimiento de un sinfín de desencuentros entre la máxima autoridad militar y la Junta. Como ya indicamos, sólo el principio de la relación, cuando el marqués llega a Badajoz, fue cordial, pues en breve se inicia la contienda. Las constantes, y reiteradas, presiones de la Junta para que Romana diera inicio a sus acciones militares debieron causarle no poco enojo:
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«como el marqués estaba ocioso, la Junta se vio obligada a insinuarle varias veces la precisión de que alejase al enemigo, al menos de los pueblos inmediatos, con objeto de facilitar el transporte de los granos que debían almacenarse en Badajoz. No lo creyó oportuno la Romana, pretextando que le faltaba la caballería … Los apuros iban en aumento, y el desbarajuste por la pasividad del marqués llegó hasta el extremo de que el día 9 de junio se aproximaron los franceses hasta las estacadas de la plaza, llevándose los ganados que pastaban en los cerros próximos. Sin embargo, lo más sensible, siéndolo esto mucho, era que nadie se contentaba con las raciones precisas; que los soldados enajenaban los zapatos y las camisas que recibían; que los caballos no se cuidaban y se vendían sus raciones, con otros fraudes»198. «Todos murmuran de sus retiradas, las llaman huídas, se quejan de que el ejército enemigo esté en la provincia saqueando los pueblos, siendo menor en número que el nuestro. Critican como malamente perdidas las acciones de Canta el Gallo y Fuente de Cantos, lo mismo dicen de otras, y añaden que no hay disciplina, que hay mucha ignorancia, y que no se piensa en otra cosa que en grados y sueldos, en raciones y gratificaciones; háblase de la multitud de asistentes empleados hasta en las mujeres que siguen al ejército, y acaba de decirse en un papel público de Cádiz que el Ejército de la Izquierda tiene fases como la luna, y flujo y reflujo como el mar océano. ¿Y qué atiende el marqués a estas voces? ¿Varía por ellas sus planes, sus órdenes y disposiciones? No por cierto: las desprecia, y obra según le parece, por mucho que hable y diga El Conciso, porque no debe gobernarse por lo que digan los que no entienden las cosas, ni pueden estar instruidos en los planes»199.
Peor aún, la Junta exigía ser informada de su conducta y conversaciones con los aliados. Ni que decir tiene que Romana ni se debió plantear la posibilidad de algo así: «El marqués de la Romana salió de Badajoz en agosto último, y nada dijo a la Junta de su salida, como sucedió cuando fue a Portugal a ver al general inglés Wellington, por más que ésta y aquélla fueron notorias en el pueblo, y no le ha merecido que le haya dado una sola noticia de las acciones de nuestro ejército, ni de su retirada enseguida a la de Fuente de Cantos, como ni de esta última marcha que ha hecho a Lisboa»200.
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Vemos, pues, que la relación entre la Junta y el marqués era pésima, y que las acusaciones que se le hacían eran de profundo calado, pues su capacidad y talento como jefe militar no le merecía a la Junta ninguna esperanza, sino todo lo contrario: se le achacan todos los males por no decir que se le trata como soberbio, incapaz y, abiertamente, como cobarde. Señalar a un responsable de cuanto estaba sucediendo no es fácil, pues tenemos dos versiones sobre los mismos hechos. Los historiadores que emplean la documentación de la Junta cargan las tintas sobre la Romana, como no podía ser de otra manera («su bien poco dichosa gestión militar en esta comarca; su gestión política, no menos desdichada»201), viendo en su crítica a esta institución una manera de justificar su fracaso como militar en Extremadura (aunque él ya había muerto, el 10 de marzo de 1811 Badajoz cae en manos de los franceses, y de los 22000 hombres que integraban su ejército 17500 fueron hechos prisioneros), es decir, la convierte en cabeza de turco con el auxilio del Memorial. Además, su pasado le hacía sospechoso y él no ocultaba su desafección por las juntas. Esto es incuestionable, y ni los panegiristas del marqués lo pueden ocultar, pues lo dejó por escrito. Conocemos el pensamiento político de la Romana de su propia mano merced a la Representación que dirige a la Junta Central y se imprime en 1809202, por cierto sin la licencia pertinente203. Cuanto contiene no es asumido sólo por él, sino también por otros jefes militares como Cuesta o Castaños, y del mismo modo rechazado por Jovellanos y el sector liberal. La idea central es que la soberanía reside no en el pueblo, que no la ha reclamado, sino en el monarca, que no ha dejado nunca de serlo, de modo que rechaza cualquier atisbo de representación democrática, así como el carácter soberano de las juntas204. La solución para él es fácil: ¿por qué no aplicar en la situación presente en la que el rey está incapacitado, al hallarse prisionero, la legislación y designar un regente? Confiesa que duda de la legitimidad y bondad del gobierno presente, lo cual no es óbice para que le obedezca de manera total, pues la coyuntura lo exige. La Regencia será finalmente creada, pero la oposición de Calvo de Rozas y de Jovellanos determinan la aceptación de todos los candidatos propuestos con la única excepción de Romana. Un nuevo revés político para el marqués, a quien se le confía el mando del Ejército de la Izquierda y sale con dirección a Extremadura. Al menos en este caso actuó con más sutileza que en el pasado pues, en vez de enviarle el ejército a la Junta, lo que hizo fue aconsejarla que abandonara Badajoz (junto al capitán general y a la Real Audiencia) por su propia seguridad, ya que la ciudad estaba amenazada de sitio, aunque ella lo percibió como su homónima asturiana205. De este modo, los miembros de la Junta inician un peregrinaje el 20 de septiembre206 bastante penoso, en el que ellos no pueden dejar de ver una artimaña de Romana, máxime cuando en los pueblos por los que pasan se les percibe como traidores, e incluso hay quien piensa que marchan prisioneros. Para la Junta todo el montaje de su salida de Badajoz buscaba sim-
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plemente por parte de la cúpula militar libertad para actuar sin cortapisas en la ciudad, imponiendo contribuciones desorbitadas y conduciéndose con sus habitantes en sus demandas de reclutas casi como si se tratase de una ciudad enemiga207. La primera parte de la afirmación no ofrece dudas, pero la segunda es, al menos en nuestra opinión, discutible. Su decantada pasividad (volverán a censurarle cuando tras la pérdida de Ciudad Rodrigo –10 de julio– continúe aparentemente inmóvil, siendo un suceso que activó la invasión francesa de Portugal), su escasa inclinación a buscar abiertamente al enemigo ya había tenido cumplida respuesta en el Memorial con la crítica al «furor de dar batallas», pero es que, además, el sistema del marqués estaba dando resultados: «Estas acciones, aunque de corto momento, debilitan al enemigo, y le tienen en continua alarma»208. Y los franceses reconocen en sus comunicaciones interceptadas el daño que se les está causando. En cuanto a las acusaciones de su papel en las derrotas de Canta el Gallo y Fuente de Cantos209, o la denuncia de que su marcha con dos divisiones a principios de octubre para ayudar a Wellington (que no se lo había pedido) y reforzar las líneas de Torres Vedras dejó desguarnecida a Extremadura, son todas ellas de difícil defensa. Aunque regresen las tropas tras su muerte, el avance francés combinado de Massena y Soult ya era imparable: toma de Olivenza el 22 de enero, capitulación de Badajoz el 10 de marzo210. El camino hacia Lisboa estaba expedito… a no ser por las líneas de Torres Vedras, claro211. Para los críticos y opositores, la constitución de las juntas en los inicios de la revolución no fue la más idonea, pues además de estar dirigidas en sus primeros momentos por los más exaltados, algunas de ellas no fueron elegidas legalmente. Pero lo peor estaba por llegar, ya que al acaparamiento de los puestos por la élite (gobernadores, generales, obispos) se sumó el secretismo del que se rodearon todas sus deliberaciones212. Esta dinámica continúa cuando se designan los vocales para la Junta Central, que a su vez reproduce la misma práctica, «celebrando sus sesiones con el mayor sigilo, y aislándose en un pueblo pequeño [Aranjuez], donde la opinión pública no pudiese tener la menor influencia en sus deliberaciones»213. Se cercenan todas las vías de acceso a cuanto se debate en las juntas: reuniones a puerta cerrada y decreto contra la libertad de prensa214. ¿Qué consecuencias produjo este singular modo de gobernar? Que el pueblo comenzará a sentir desafección por la causa de la libertad (se contempla como un asunto de quienes ejercen el poder) y empezará a pensar que tanta ocultación no podía deberse sino a intereses subrepticios y poco patrióticos. Lejos de ser útiles, las juntas, se han ocupado de asuntos para los que no estaban capacitadas, como el militar215, lo que explica que no se haya contado con un general con capacidad de mando. Y pueden dar gracias de que el tema no les haya estallado con un remedo del 18 de Brumario:
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«Es sin embargo un elogio no pequeño de la lealtad española que no hayamos tenido hasta hoy un general emprendedor y ambicioso que haya atacado al gobierno débil que teníamos, y que, sin embargo, era quien lo paralizaba todo»216.
No se podía exponer con más claridad. Puede verse en las anteriores palabras una diáfana afirmación de que los militares han sido pacientes «hasta hoy», pero que nada puede impedirles que asuman el control si los problemas subsisten217; es más, esta sería la única solución. Razón de más para que la Junta Central no deseara jamás nombrar un comandante en jefe de todas las tropas, por temor a que ella misma quedara supeditada al poder de ese general218. Desde el inicio de la guerra no ha habido comunicación, coordinación ni plan unificado en el bando español. La creación de las juntas se halla en el origen del pecado: «estaban compuestas por lo general de sujetos poco o nada instruidos en el arte militar, revistieron a sus generales de la plenitud de su poder en este ramo, dejándoles obrar como y cuando quisiesen, con tal que no se sujetasen al dictamen de otro general de distinta provincia, pues en esto les parecía que perdían su soberanía»219.
Y lo peor de todo es que con la Junta Central continúa la misma tónica. Incluso cuando los ejércitos han actuado en conjunto el resultado ha sido calamitoso. El ejemplo máximo es el desastre de Ocaña, del que la Junta Central es responsable, pues ella dictó y planeó las operaciones220. Y si las tropas carecen de caballos o de fusiles también se debe a la Junta, que debía haber enviado a África «no sujetos inútiles y sin concepto, sino personas inteligentes que supiesen negociarlos, aunque fuese en cambio de los presidios menores»221. Frente a la culpabilización de las juntas, se presenta la exoneración de cualquier yerro por parte de Romana. Así, los saqueos y robos de ganado efectuados por los franceses no se pueden imputar al marqués, pues ha hecho cuanto estaba en su mano para impedirlos: «El ganado que nos han llevado ha sido efecto del descuido, porque nuestro general en jefe había avisado tres días antes la operación que premeditaban los enemigos, dando también esta noticia a Olivenza y demás puntos de la línea, para que así los ganados de esta plaza como los de aquella estuviesen preparados para este caso»222. «Sabedor nuestro general del movimiento de los enemigos, y confirmado por cinco desertores que se nos pasaron el 20, que su objeto era hacia esta plaza para robar ganado, dio sus
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disposiciones para recibirlos y avisó a los ganaderos a fin de [que] no fuesen sorprendidos»223.
A la acusación de que los franceses campan a sus anchas por los pueblos ya había respondido el Memorial del marqués, aunque sus palabras no satisfarían en absoluto a la Junta: «Si en cada pueblo tuvieran cuidado los vecinos de instruirse en el manejo del fusil o escopeta, y como por diversión se hubiesen dedicado a tirar al blanco en los días de fiesta, es seguro que los enemigos no harían tantas correrías vergonzosas para nosotros, además de ser tan perjudiciales, como se ve»224.
El marqués hace lo que puede con los escasos medios de los que dispone. Todo será distinto cuando sus tropas reciban todo lo que se les niega: «¿Qué será cuando por las disposiciones del gobierno tenga [el Ejército de la Izquierda] una caballería superior a la del enemigo y cuando sus cuerpos de tropa estén completados con los mozos de que abundan los pueblos? … El Ejército de la Izquierda llevado al grado de esplendor y fuerza que le corresponde, y puede tener, debe, y podrá, salvar toda la nación»225.
Su preocupación por los pueblos extremeños es tal que pone en movimiento sus tropas y sale de Badajoz para impedir las misiones de adoctrinamiento que llevaban a cabo los funcionarios de José I226. Las derrotas que vienen padeciendo las tropas españolas deben recaer sobre la responsabilidad de los políticos227, pues unas veces han actuado a impulsos de la opinión del pueblo (la victoria de Bailén fue a la postre una dura losa, pues encendió demasiadas esperanzas), y otras simplemente por ansias de poder, todo ello muy peligroso pues carecen de capacidad para el mando militar, y a pesar de las representaciones que los oficiales del ejército les dirigieron una y otra vez para encauzar la deriva de la nave: «El gobierno, por otra parte, favorecía las ideas populares, quería que se cumpliesen los deseos del vulgo, y en lugar de sostenerlos retiraba y confundía a los generales que evitaban o perdían las batallas. Si algunos encontraron apoyo en la Junta Central, a pesar de sus desgracias, fue porque éstas provinieron de la ejecución de algunos proyectos formados en la misma Junta, ajenos de exactitud y posibilidad, y dignos partos de los que los concibieron. El gobierno, esperando que una batalla ganada al enemigo fuese capaz de conciliarle la benevolencia pública y de confirmarle más y más el
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poder absoluto, no dudaba en que se debían poner todos los medios para conseguirlo. La ambición de mandar y la escasez de conocimientos militares no le dejaban reparar en la ejecución, y los tristes resultados de este modo de pensar son harto palpables, por nuestra desgracia. (…) [Cualquiera diseñaba una batalla] Si era operación que lisonjease un partido se adoptaba, como este tuviese influjo; se facilitaban algunos medios y se buscaba un general desesperado que quisiera ponerse al frente de un disparate. Se comunicaban las órdenes, y al instante llovían representaciones al gobierno para evitar una desgracia. … [Tras el desastre] El gobierno echaba la culpa al general … [éste] acusaba a la oficialidad, y ésta al soldado, pues nadie quería tener la culpa»228.
El Memorial se había grangeado la animadversión, directamente por sus palabras e indirectamente por la actuación del marqués, de la Junta de Extremadura, de modo que se asiste al que debía ser su último acto: el cierre del periódico. De hecho desde el número 35 al 36 transcurre más de un mes en que los suscriptores no reciben el periódico. Todos debían saber que se estaba librando una dura batalla, pues la Junta había visto rebosado el vaso de su paciencia y quería cobrarse una víctima, y dado que el marqués era una pieza que se escapaba de sus posibilidades determina atacar por el flanco, por su órgano de propaganda. ¿Iba a permitirlo Romana? ¿Él que había acabado con la Junta de Asturias manu militari229 iba a transigir con que los civiles decretaran el fin de su publicación? Ni mucho menos. La respuesta va a ser contundente. La victoria se la atribuyen los redactores a su protector y se fundamenta en la libertad de prensa: «Del mismo modo que el acreditado Semanario Patriótico tuvo que ceder a la fuerza irresistible de un poder tiránico, que juzgó ver descubiertas sus tramas en los artículos que aquel apreciable periódico contenía230; así el Memorial Militar y Patriótico del Ejército de la Izquierda ha encontrado obstáculos para su continuación, porque el carácter de verdad y entereza que reinaba en él era incompatible con el egoísmo y la arbitrariedad. Una autoridad vacilante creyó ver retratada su conducta en las reflexiones insertas en los tres últimos números de este papel, y llamando falta de decoro a una libertad de imprenta bien entendida, y atribuyéndose a sí sola lo que se decía por todas las de su clase, decidió la supresión del periódico, cuyas expresiones la humillaban a su parecer.
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(…) escogiendo para destruir un periódico … el mismo momento en que el protector de este papel corría para defenderla de sus enemigos. … el héroe, bajo cuyos auspicios se publica el Memorial Militar y Patriótico, no quiso valerse de su autoridad superior, sino que se contentó con discutir y hacer presente lo que podía mandar y hacer ejecutar sin réplica. Ni esta moderación fue bastante para que se permitiese la continuación del periódico. Motivos frívolos, observaciones infundadas fueron el pago de tan generoso proceder, y lo único que pudo obtenerse fue que se continuara, no como antes, sino de un modo poco decoroso a los principios que había tenido. En vista pues de un procedimiento tan impropio y tan ajeno del sistema liberal y de independencia que debe reinar en España, el excelentísimo señor marqués de la Romana, no menos recomendable por sus virtudes civiles que por sus conocimientos militares, no queriendo privar a la nación de un periódico, digno en algún modo de su grandeza, determinó concluir la obra que había comenzado, extendiendo sobre él enteramente el brazo de su poder, para que pudiese continuar sin menoscabo de la verdad ni desdoro del patriotismo. Españoles: el Memorial Militar y Patriótico hubiera sido víctima de la preocupación y de la intriga sin el poderoso influjo de este benemérito ciudadano y general ilustrado. Celebremos, pues, la primera victoria de la libertad de la imprenta … [gracias] al hombre virtuoso [el marqués], que … hace valer su autoridad y su opinión para proscribir al mismo tiempo de entre nosotros el despotismo y la ignorancia»231.
Epílogo Una vez muerto Romana la historia (los historiadores) no le va a tratar con mayor generosidad que algunos de sus contemporáneos, aunque también aquí encontraremos división de opiniones, y aparecen desde los que no ven elemento alguno que alabar232 hasta llegar a su más encendido panegirista, el general José Gómez de Arteche233. El abanico es muy amplio. En el mundo castrense, sin embargo, se ha terminado imponiendo su reconocimiento, señalando sus luces y silenciando sus sombras. Incluso su manera de combatir a los franceses, evitando el enfrentamiento abierto y frontal, ha sido definida como «estrategia elástica
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y flexible», llegando a presentar a Wellington como uno de sus seguidores234. Ciertamente el año que estuvo al frente del Ejército de la Izquierda su estrategia fue fundamentalmente defensiva, pero también la del lord inglés, quien ni tan siquiera buscaba explotar la victoria cuando acontecía. También es verdad que al poco de su fallecimiento Badajoz cae en manos del enemigo, de modo que para sus detractores seguía perdiendo batallas después de muerto, ¿o acaso no se llamaba a su ejército «de la Romana»235? Pero, ¿y si el celo de los habitantes de la ciudad por Fernando VII no fuera el que se les atribuye, si en la ciudad los militares no hubieran encontrado toda la cooperación que pretendían236? No todos se alegraron, entre ellos figuras relevantes como el vicario general de Extremadura, cuando Badajoz fue liberada por los ingleses años más tarde, el 6 de abril de 1812237. Sobre esta fecha no se ha señalado nunca que tiene la curiosidad de ser la misma en la que el Memorial salió a la luz en 1810. ¿El marqués había vencido? Otra nota digna de mención es que todas las sedes del Memorial cayeron en manos francesas en 1811 en el siguiente orden: Olivenza, Badajoz y Campo Mayor238. Lo que deseamos subrayar con estas páginas es cómo el poder militar se enfrenta al civil, adquiere autonomía, la mayoría de edad ante la ausencia del padre (el rey) y descubre la enorme capacidad que tiene para actuar, decidir y modelar el futuro de España. En las páginas del Memorial, y en los escritos de oficiales que colaboraron en el mismo, encontramos abiertas defensas de un militarismo que no reconoce por encima de él autoridad alguna, a no ser las Cortes o la Regencia, y en ningún caso intromisiones en su papel: «Estableciendo por ahora, y hasta el final de nuestra lucha, la autoridad militar sobre todas las demás, a excepción de las Cortes y Regencia. Esta medida es un poco fuerte, pero es necesaria, y si tememos valernos de ella, se volverán quiméricos todos nuestros proyectos»239.
Estamos en unos años en que se llegará a clamar por la necesidad de un «dictador», un hombre que marque el rumbo en tiempos de zozobra, de duda y de paroxismo: «La dictadura salvó a Roma, hoy debe salvar a España»240. El Memorial vive en la primera etapa del periodismo que surge tras 1808 y que hasta 1811 podemos definir como de carácter patriótico, frente al más propiamente político que surge desde esta última fecha. Es fiel a los postulados ilustrados de instruir, y lo hace tanto en el campo de la ideología (artículos que aparecen bajo el título «Política» o «Variedades») como en el del arte militar (en este caso los textos siguen al encabezado «Didáctica»). En cualquiera de los casos se está educando a los soldados para la lucha, abriendo al ejército un nuevo mundo que le lleva a la modernidad y a adoptar un papel nuevo (y central) en la sociedad española.
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El marqués, no hay duda alguna, murió con la firme convicción de ser víctima de algo que se había denunciado en el Memorial: «El pueblo, como es natural, desea siempre vencer, y viendo que la opinión de las gentes ilustradas era dar batallas, que los papeles públicos pintaban lisonjera nuestra situación, y muy ventajosas nuestras fuerzas, culpaba de indolentes y cobardes a nuestros generales, si obraban con prudencia, o los trataban de traidores241, si las acciones no correspondían a sus deseos»242.
Los militares son los primeros en comprobar, y sufrir, que la opinión pública era mucho más difícil de contentar y satisfacer que los monarcas del Antiguo Régimen. Romana con la creación del Memorial da muestras de comprender, aunque no lo acepte ni pueda compartirlo, el peso de este nuevo protagonista de la Historia. Por esto, a su condición de general en jefe del Ejército de la Izquierda no duda en sumar la novedosa ocupación de «director» de su periódico. Hasta el fin de sus días mantiene ambas condiciones, fiel reflejo, luchas internas en el bando que combate a Napoleón aparte, de su profundo amor a las letras y de su decidida entrega a su profesión, elementos difícilmente disociables en su biografía.
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Trabajo financiado parcialmente con el Proyecto de Investigación «Comunicación y difusión en la Galicia del Antiguo Régimen: cultura oral y cultura escrita en una sociedad bilingüe» (HUM2005-1289) de la Secretaría General de Política Científica y Tecnológica, Ministerio de Educación y Ciencia. Plan Nacional de I+D. Como nota original se va a proponer reintroducir las picas, a la vista del poder de destrucción de espadas y bayonetas cuando las tropas se embisten, además de por su reducido coste. Memorial Militar y Patriótico del Ejército de la Izquierda (en adelante Memorial), 38 (24 de septiembre de 1810), pp. 329-332; Memorial, 39 (27 de septiembre de 1810), pp. 337-339; Memorial, 53 (15 de noviembre de 1810), pp. 454-455. Se ha sugerido el nombre del barón de Crossard como autor de esta propuesta, pues este militar había entregado a las autoridades españolas una sugerencia parecida. Ver CASSINELLO PÉREZ, Andrés (Teniente General), «El Memorial Militar y Patriótico del Ejército de la Izquierda», en Revista de Historia Militar, 86 (1999), p. 103. Era una idea que algunos compartían. Ver MARTÍNEZ RUIZ, Enrique, «Entre la utopía y la ilusión: propuestas de paisanos para acabar felizmente la Guerra», en II Seminario Internacional sobre la Guerra de la Independencia: Madrid, 24-26 de octubre de 1994, Madrid, Ministerio de Defensa, 1996, pp. 160-161. Además, el 1 de julio de 1809 se presentó a la Junta Central un proyecto para incluir lanceros entre las filas de la infantería. La victoria sólo la alcanzará Napoleón si logra «exterminarnos a todos». Memorial, 26 (3 de julio de 1810), p. 228. Todo vale. Se relata un ardid de los franceses según el cual envenenarían víveres que fueran a caer en manos del enemigo para que sucumbieran al consumirlos. Memorial, 43 (11 de octubre de 1810), pp. 374-375.
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Desde el Memorial se defiende eliminar esta práctica porque «extingue lenta e indirectamente la llama del patriotismo», «absorbe muchas horas y precisos momentos la atención de los generales, con grave detrimento de la parte militar», y porque «hace a nuestros ejércitos parecer en algo al de los tiranos devastadores que pretenden subyugarnos». Memorial, 45 (18 de octubre de 1810), p. 388. Se dan noticias de dos heroínas: Francisca de Paula de la Puerta y la «subtenienta» Catalina Martín, sobrina del comandante Ballesteros. Memorial, 32 (24 de julio de 1810), p. 283 y nota I. Francisca solicitó el 30 de junio de 1810 a la Junta de Extremadura una autorización para formar su propia partida, y Catalina, de resultas de su actuación en Valverde de Leganés el 18 de febrero de 1810, mereció el grado, honores y sueldo de alférez de caballería. Ver GÓMEZ VILLAFRANCA, Román (1864-1929), Extremadura en la Guerra de la Independencia Española. Memoria Histórica, Brenes, Muñoz Moya Editores Extremeños, 2004 (1908), p. 179. No se obtendrá avance alguno por más que se discuta en tertulias, se hagan acaloradas defensas de la patria, etc. Cada uno debe contribuir en la medida de sus posibilidades y capacidades: los que poseen riquezas con las mismas, los que tengan el vigor de la edad con su fortaleza. Todo el mundo puede jugar un papel: «Un pisaverde afeminado piensa hacer una guerra cruelísima a Napoleón cantando a la guitarra al lado de su querida una canción patriótica … ¿No le sentaría mejor a éste un fusil en vez de una guitarra, o, si acaso no podía sostenerle, no fuera mejor que aprendiese a tocar el pífano, cuyo agudo sonido enciende al soldado?» Memorial, 27 (6 de julio de 1810), p. 239. Los religiosos es importante que recen y prediquen el odio a Francia, «pero las obras valen cien veces más que las palabras». Memorial, 28 (10 de julio de 1810), p. 242. Memorial, 28 (10 de julio de 1810), p. 243. La cursiva es del texto. SOLANO RODRÍGUEZ, Remedios, «La Guerra de la Independencia española a través de Le Moniteur Universel (1808-1814)», en Melanges de la Casa de Velázquez, 31, 3 (1995), pp. 55-75. En la misma línea del empleo de la prensa como arma de guerra ver AYMES, Jean-René, «La propaganda francesa sobre la intervención en España en 1808», en Los franceses en Madrid. 1808, Número extraordinairo de Revista de Historia Militar (2004), pp. 197-234. AGUILAR OLIVENCIA, Mariano (Comandante de infantería), «Periodismo militar en la Guerra de la Independencia», en Revista de Historia Militar, 44 (1978), p. 105. Hay que esperar a que avanzado el siglo XIX aparezcan las primeras revistas militares, que adolecerán siempre de una escasa tirada y de una vida breve, aunque fueron numerosas. BUSQUETS, Julio, «Las publicaciones militares en España durante el siglo XIX», en Estudios de Información, 6 (1968), p. 52. GONZÁLEZ CRUZ, David, «El Ejército y los militares ante el «periodismo ilustrado» de la América Hispana», en Milicia y Sociedad Ilustrada en España y América (1750-1800), Madrid, Deimos, 2003, Tomo II, pp. 11-30, también se detalla la implicación militar en la creación de periódicos; GARCÍA HURTADO, Manuel-Reyes, «La participación de los militares españoles en la prensa del siglo XVIII», en Actas del Congreso Internacional «Francisco Mariano Nifo. El nacimiento de la prensa y de la crítica literaria en la España del siglo XVIII» (Alcañiz, 1-4 de diciembre de 2003). En prensa. Ver GARCÍA HURTADO, Manuel-Reyes, «Guerra y propaganda a finales del siglo XVIII. José Felipe de Olivé y el Correo de Gerona (1795)», en Manuscrits. Revista d’història moderna, 21 (2003), pp. 133-159. Ver GARCÍA HURTADO, Manuel-Reyes, «Un periódico para la Real Armada: el Semanario Literario y Curioso de la Ciudad de Cartagena (1786-1788)», en CANTOS CASENAVE, Marieta (ed.), Redes y espacios de opinión pública. De la Ilustración al Romanticismo. Cádiz, América y Europa ante la Modernidad. 1750-1850, Cádiz, Universidad de Cádiz, 2006, pp. 89-104. Numerosos periódicos se imprimen en imprentas del ejército. Ver, por ejemplo, GALLEGO BURÍN, Antonio (1895-1961), Granada en la Guerra de la Independencia. Los periódicos granadinos en la Guerra de la Independencia, estudio preliminar de Cristina VIÑES MILLET, Granada, Universidad, 1990, pp. 13, 16-17 y 21-28. Esta obra es una reproducción facsímil de la edición de Granada, Tip. de El Defensor, 1923 y Granada, 1918, respectivamente.
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TOBAJAS, Marcelino, El periodismo español (Notas para su historia), Madrid, Forja, 1984, p. 169. Algunos de los títulos que cita AGUILAR OLIVENCIA (art. cit.) no los consideramos militares, o no pueden ser catalogados como periódicos. Sólo fue citado de manera muy sucinta. Ver GÓMEZ IMAZ, Manuel (1844-1922), Los periódicos durante la Guerra de la Independencia (1808-1814), Madrid, Tipografía de la Revista de Archivos, Bibliotecas y Museos, 1910, p. 207. Memoria premiada en el concurso público de 1908 por la Biblioteca Nacional; ARCO Y MUÑOZ, Luis del, La prensa periódica en España durante la guerra de la Independencia (1808-1814). Apuntes bibliográficos por ..., Castellón, Tipografía de Joaquín Barberá, 1914, p. 73. Según sus palabras (p. 6) da a conocer cerca de doscientos periódicos no citados por Gómez Imaz, y no aspira sino a ser una especie de suplemento. No duda en mostrar los errores de Imaz, que se le había adelantado en el proyecto. Cuando tras el título hay un * es que no aparecía inicialmente en la monografía de Arco, y remite por esto a la obra de Imaz. CANALES GILI, Esteban, «Aproximación al ejército regular durante la guerra de la Independencia a través de un periódico militar: El Memorial militar y patriótico del Ejército de la Izquierda», en Profesor Nazario González. Una historia abierta, Barcelona, Universitat de Barcelona, 1998, pp. 264-274; CASSINELLO PÉREZ, «El Memorial Militar …», pp. 89-104. Este último autor se centra sólo en los aspectos militares del Memorial, y se percibe que no conoce el trabajo de Canales Gili ni es consciente del papel central del marqués de la Romana en el proyecto editorial. Hay que combinar los fondos de diversos centros para lograr completar la colección, y aun así quedan lagunas como los números 56, 57, 58 y 67: Madrid, Biblioteca Nacional, R-60043 (7) –Micro 4738– (número 38, 24 de septiembre de 1810), 5-3422 (números 1 a 54, e incompleto); Madrid, Instituto de Historia y Cultura Militar, Archivo General Militar, Colección Documental del Fraile, vol. 60 (281), faltan los números 2-4, 8-9, 12-15, 17-19, 21-26, 28-35, 38 y 42-60; Madrid, Hemeroteca Municipal, Microfilm F66/15(177), incompleto. Memorial Militar y Patriotico del Quinto Exército, Badajoz, En la Imprenta del Quinto Exército, 65-67 (18 de enero de 1811-25 de enero de 1811). Aunque el título cambia la numeración y la paginación es correlativa a la del periódico anterior. [Madrid, Instituto de Historia y Cultura Militar, Archivo General Militar, Colección Documental del Fraile, vol. 60 (282)] El cambio de los nombres de los ejércitos españoles vino determinado por una decisión del Consejo de Regencia el 16 de diciembre de 1810. Gazeta de Madrid, 44 (viernes 6 de mayo de 1808), p. 437. SÁNCHEZ DÍAZ, Ramón (Teniente Coronel), «Evolución y razones históricas de la guerrilla en España», en Revista de Historia Militar, 29 (1970), pp. 7-20; HORTA RODRÍGUEZ, Nicolás (Coronel), «La législation de la guérilla dans l’Espagne envahie (1808-1814)», en Revue Historique des Armées, 1986, 3, pp. 26-45. Extraído de la Revue internationale d’histoire militaire, 56 (1984). Sobre su imitación en otras zonas de Europa ver la p. 43; MARTÍNEZ RUIZ, Enrique, «La guerrilla y la Guerra de la Independencia», en Militaria. Revista de Cultura Militar, 7 (1995), pp. 69-81; RODRÍGUEZ GONZÁLEZ, Agustín Ramón, «Las guerrillas de la guerra de la Independencia: de partidas a divisiones, 1808-1814», en Militaria. Revista de Cultura Militar, 7 (1995), pp. 345-357; PASCUAL MARTÍNEZ, Pedro, «La guerrilla navarra en la guerra de la Independencia: apasionados debates en las Cortes de Cádiz para aprobar el reglamento de las partidas», en Aportes: Revista de historia contemporánea, año 13, 36 (1998), pp. 51-60; SCOTTI DOUGLAS, Vittorio, «Spagna 1808: la genesi della guerriglia moderna, I: Guerra irregolare, ‘petite guerre’, ‘guerrilla’», en Spagna contemporanea, 18 (2000), pp. 9-32; Ídem, «Spagna 1808: la genesi della guerriglia moderna, II: Fenomenologia della guerriglia spagnola e suoi riflessi internazionali», en Spagna contemporanea, 20 (2001), pp. 73-167; PASCUAL MARTÍNEZ, Pedro, «Las guerrillas en la Guerra de la Independencia, gobierno y parlamento regularon su actividad», en Cuadernos de investigación histórica, 18 (2001), pp. 135-148; MARTÍNEZ, Mateo, «Los
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guerrilleros y la Guerra de la Independencia. Conciencia nacional y voluntad de defensa», en GUTIÉRREZ ALONSO, Adriano (coord.), Lerma y el valle de Arlanza: historia, cultura y arte, Burgos, Diputación Provincial de Burgos, 2001, pp. 121-141; MOLINER PRADA, Antonio, La guerrilla en la Guerra de la Independencia, Madrid, Ministerio de Defensa, 2004, 325 p. Ver MARTÍNEZ RUIZ, Enrique, «España y la Guerra de la Independencia. Realidad y distorsión de un recuerdo», en Los Arapiles. Encuentro de Europa. Jornadas de Estudio, Salamanca, Diputación de Salamanca, 2002, p. 59 nota 16. «Llevada su imprenta de un lado para otro, por cerros y vericuetos como bagaje de ejército, tuvo que afrontar con éste las peripecias de la guerra, sortear toda clase de peligros y vencer grandes dificultades para cumplir su misión en semejantes condiciones. Allí donde las circunstancias lo permitían, al aire libre y en el campo mismo cuando no se podía echar mano de un villorrio o de un caserío donde guarecerse, a veces mientras se libraba una batalla, se montaban las cajas con gran rapidez, funcionaban las prensas y se estampaba precipitadamente un número de la Gaceta, que luego era repartido en todas direcciones y una mano atrevida se encargaba de introducir aun en las mismas poblaciones ocupadas por el enemigo». ARCO Y MUÑOZ, op. cit., pp. 46-47 nota (1). ELÍAS DE MOLINS, Antonio (1850-1909), «El periodismo en Cataluña. Años 1808 á 1814», en Cultura Española, IV (1908), pp. 1179-1182. ARCO Y MUÑOZ, op. cit., p. 43. ELÍAS DE MOLINS, art. cit., pp. 1183-1184 y notas 1 y 2. CARRÉ ALDAO, Eugenio (1859-1932), «El primer periódico de Lugo: 1811», en Boletín de la Real Academia Gallega, año I, 4 (20 de agosto de 1906), pp. 89-90. Catálogo de la Biblioteca del Excmo. Sr. D. Pedro Caro y Sureda, Marqués de la Romana... General en jefe... de las tropas españolas en Dinamarca el año... 1807, Madrid, Imp. Francisco Roig, 1865, 211 p. 26 cm.; PEDRAZ MARCOS, Azucena, «La Biblioteca del Marqués de la Romana», 28 (noviembre 1996), en Trienio. Ilustración y Liberalismo, pp. 5-13; GARCÍA CAMARERO, Ernesto, «La biblioteca matemática del marqués de La Romana», en GARCÍA HOURCADE, Juan Luis - MORENO YUSTE, Juan Manuel - RUIZ HERNÁNDEZ, Gloria (coords.), Estudios de historia de las técnicas, la arqueología industrial y las ciencias. VI Congreso de la Sociedad Española de Historia de las Ciencias y de las Técnicas, Valladolid, Consejería de Educación y Cultura, 1998, pp. 397-408; CODINA BONET, Ramón, «La biblioteca de Don Pedro Caro y Sureda», en Revista de Historia Naval, 67 (1999), pp. 111-114; LLANOS GÓMEZ, Rafael, «La sección de arte militar de la biblioteca del marqués de la Romana. Lecturas de un militar de su tiempo», en ARMILLAS VICENTE, José A. (ed.), Actas del IV Congreso de Historia Militar. Guerra y Milicia en la España del X Conde de Aranda, Zaragoza, Departamento de Cultura y Turismo, 2002, pp. 479-489. Se le atribuye Tratado de exercicio y maniobras de la infantería, Madrid, Imprenta Real, 1808 y Lisboa, 1810, 2 vol. in-4º (voces y láminas). En realidad el título exacto es Explicacion de las laminas relativas al Tratado de exercicio y maniobras de la Infantería, Madrid, en la Imprenta Real, 1808, 146 p., 68 láms. plegs. 19’5 cm. [Madrid, Biblioteca Nacional, 5/9689] y Explicacion de las laminas relativas al Tratado de exercicio y maniobras de la Infanteria, Lisboa, en la Imprenta Real, 1810, 34 p., XI lám. pleg. 15 cm. [Madrid, Biblioteca Nacional, R/60216 (2)] Sin embargo, su nombre no figura en parte alguna de estos impresos. Otro título del que se le hace autor es Avisos didáctico-militares dirigidos por D. C. S. A. y C. á los ilustres defensores de su nacion, Coruña, En la oficina del Exacto Correo, 1812, 69 p. 19 cm. Gómez de Arteche indica que es de Romana, aunque nada en lo obra lo señala, ni consta en ninguno de los catálogos bibliográficos consultados. Ahora bien, el marqués compartiría sin duda cuanto se decía en ella, por ejemplo (p. 4): «No dudo que estará lleno [este escrito] de imperfecciones, pero es constante que expresa muchas verdades; y me contentaría con estimular a que se imprimiesen algunas obras de este género, que corrigiesen y enmendasen sus defectos; y que siendo manuales proporcionasen una instrucción completa a los jefes y oficiales que dirigen los ejércitos. Más útiles serían a la patria semejantes producciones que otras muchas
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que han hecho sudar las prensas día y noche, y por demasiado inmaturas no han producido fruto alguno». [Madrid, Senado, Biblioteca, Caja 313 nº 1(8), ejemplar procedente de la Biblioteca de Gómez de Arteche]. Sí que es de su completa autoría la Representacion del Excmo. Señor Marques de la Romana á la Junta Central, Valencia, en la imprenta de D. Benito Monfort, 1809, 43 p. 14 cm. Texto firmado por el marqués de la Romana y fechado en Sevilla el 14 de octubre de 1809. [Madrid, Senado, Biblioteca, 42063 (3)] También redactó diversas proclamas. La Gazeta de Granada (1812) debió ser «órgano del general Ballesteros, pues la mayoría de las órdenes de este son reproducidas en él, y lo hace sospechar, más aún, el interés que demuestra en el ruidoso incidente producido por el nombramiento de Wellington para general en jefe del ejército español que provocó el relevo de Ballesteros, así como el que, una vez relevado este, cesa su publicación en el número 14 del viernes 6 de noviembre». GALLEGO BURÍN, op. cit., p. 12. Escribe Wellington a su hermano Wellesley, embajador de Inglaterra en España: «Hace algunos días que sufría de espamos al pecho y desde entonces se hallaba bastante mal». Cit. en MARTÍNEZ GUITIÁN, Luis, El Marqués de la Romana, Santander, Aldus, 1944, p. 151. Una excepción es la calle Marqués de la Romana en Guadalupe, donde se ubica el Parador Nacional de Turismo. AYALA VICENTE, Fernando, «La Guerra de la Independencia en Extremadura», en Militaria. Revista de Cultura Militar, 15 (2001), pp. 53-60. Ver GÓMEZ VILLAFRANCA, Román, Historia y Bibliografía de la prensa de Badajoz, Badajoz, Establecimiento Tipográfico La Económica, 1901, 200-[5] p. Hay una edición facsímil de Badajoz, Institución «Pedro de Valencia» de la Excma. Diputación Provincial, 1977. Hasta 1814 sólo señala Almacén Patriótico (1808), Diario de Badajoz (1808) y Gaceta de Extremadura (¿1811?). Esto se leía en la inscripción de una falsa fachada levantada en Noia (A Coruña) en 1812 con motivo de la proclamación de la Constitución. Cit. en LÓPEZ, Roberto J., «La propaganda bélica en Galicia a finales del Antiguo Régimen: de la Guerra de Sucesión a la Guerra de la Independencia», en GONZÁLEZ CRUZ, David (coord.), Propaganda y mentalidad bélica en España y América durante el siglo XVIII, Madrid, Ministerio de Defensa, 2007, p. 56. NEVES, José Acúrsio das (1766-1834), Elogio funebre do Marquez de la Romana, D. Pedro Caro de Sureda, recitado na assemblea ordinaria da Academia R. das Sciencias de Lisboa de 23 de fevereiro de 1811 por …, socio correspondente da mesma. Com a Traducção na Lingua Castelhana, feita por hum Hespanhol, e acompanhada de notas, que a offerece á sua immortal Nação, Lisboa, na Typografia da mesma Academia, 1811, 35 p. 20’5 cm. En una página en portugués y en la contigua en castellano. [Madrid, Biblioteca Nacional, U/10289]; ABAD, Mariano (O.P.), El español Judas Macabeo. Discurso fúnebre que en las solemnes exequias celebradas en sufragio y honrras del excelentisimo Señor Don Pedro Caro y Sureda, Marques de la Romana, Grande de España, Caballero Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden Española de Cárlos III., Capitan General de los Reales Exércitos, por la M. I. Villa de Novelda pronunció el dia 27 de mayo del año 1811. el M. R. P. L. Fr. ..., del Sagrado Orden de Predicadores, Maestro en Artes, Doctor en Sagrada Theología, Calificador del Santo Oficio, Exâminador Sinodal del Obispado de Albarracin, Theólogo Consultor de Cámara de su Ilustrísimo Señor Obispo, y actual Prior del Convento de nuestra Señora del Rosario de la Ciudad de Alicante, Alicante, en la Imprenta de la Viuda de España, 1811, 25 p. 21 cm. [Madrid, Biblioteca Nacional, R/61158]; PALACIO, José, Oracion fúnebre, que en las exéquias del Excmo. Señor D. Pedro Caro y Sureda, Grande de España, Caballero Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden de Cárlos III, Capitan General de los Reales Exércitos de S. M. C., y en Xefe del de la Izquierda, celebradas en la Iglesia del Convento de PP. Dominicos de Sta. Marta de Ortigueyra en el dia 23 de abril, pronunció el M. R. P. Fr. …, Catedratico de Cano en S. Pablo de Burgos, y actualmente Lector de Teología en dicho Convento de Ortigueyra, Santiago, en la Oficina de D. Manuel Antonio Rey, 1811, 34 p. 21 cm. [Santiago de Compostela, Librería Conventual de San Francisco, Bi-
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blioteca Provincial, F-38]; RULLÁN, Manuel (O.P.), Oracion funebre que en las solemnes exequias celebradas al Exmo. Señor Marques de la Romana a expensas de unos honrados Patriótas en la Iglesia de Santo Domingo de PP. Predicadores de esta Ciudad de Palma el dia 7 de Junio de este año 1811. dixo D. ... presbitero, Mallorca, En la Imprenta de Doña Marcelina Serrá impresora Real, 1811, 18 p. 20 cm. En las páginas 1 a 4 informa de la llegada del cadáver a Palma de Mallorca procedente de Lisboa (donde Wellington lo hizo embalsamar y fueron realizadas exequias en el real monasterio de Belem, siendo depositado el cadáver hasta su marcha en la biblioteca) el 31 de mayo y su desembarco el 3 de junio a las 6 de la tarde, su traslado a su casa hasta las 10 de la mañana del día 6 y de las ceremonias fúnebres con que se le honró en la iglesia de Santo Domingo. En 1837 el cadáver se trasladó a una capilla de la catedral. [Madrid, Biblioteca Nacional, R/60362(28), Microfilm 15614]; Elogio funebre del Excelentisimo Señor Don Pedro Caro y Sureda, Maza de Lizana, Cornel, Luna de Aragon, Fontes, Vevengut, Carrillo y Albornoz, Roca y Ruiz, Valero, Fortuñy, Togores, Ferrandell, y Andreu, &c. &c. Marqués de la Romana, Visconde de Benaeza, Baron y Señor de las Villas de Moxente, Novelda y Castillo de la Mola, Casa y Estados de Maza en el Reyno de Valencia, Señor de las Cavallerias de Lloró y San Juan de Sonorrosa en la Isla de Mallorca, Grande de España, Cavallero Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden Española de Carlos III., del Consejo de Estado de S. M., Vocal de la Suprema Junta de Gobierno del Reyno, Ingeniero general de los Exércitos, Plazas y Fronteras de S. M., Inspector general de Infantería, Caballería y Milicias en los Reynos de Castilla, Leon, Galicía y Asturias, Consejero nato en el Supremo de la Guerra, General en Gefe del exército de Operaciones de la izquierda, y Capitan General de los Reales Exércitos, &c. &c. fallecido en Cartiga, Reyno de Portugal el 23 de Enero de 1811. Salia á luz en Tarragona para la mayor gloria de las armas españolas, y se presenta al público, para lu [sic] ilustracion de la Isla de Mallorca, Palma, En la Imprenta de Melchor Guasp, 1811, 24 p. 20 cm. [Madrid, Biblioteca Nacional, R/60362(26), Microfilm 15614]; VILLAGELIU, Andrés (O.F.), Oracion fúnebre que en obsequio de el Exc.mo Señor Marques de la Romana, Capitan General de los Reales Exércitos, Caballero Gran Cruz de la Real y Distinguida Órden de Cárlos III., y Grande de España de primera clase: dió á luz el R. P. Fr. …, Predicador Mayor en el Convento de los RR.s PP.s Franciscanos de la Ciudad de Vigo, y Difinidor honorario de la misma Órden, Santiago, En la Imprenta de D. Juan Francisco Montero, 1812, 32 p. 20 cm. [Santiago de Compostela, Librería Conventual de San Francisco, Biblioteca Provincial, F-54]; SIDRO VILARROIG, Juan Facundo (O.S.A.), Elogio fvnebre del invícto General español Marqves de la Romana. Por el R. P. M. Fr. ..., Teólogo primario de la Vniversidad de Valencia, Examinador Sinodal del Arzobispado, Predicador titvlar de la M. I. Civdad, i tercera vez Provincial del Órden de S. Agvstin, Valencia, imprenta de Manvel Mvñoz i compañía, Plaza de S. Agvstin, 1816, 60 p. 20 cm. [Madrid, Senado, Biblioteca, 41950(8) y 25928(1)] Además de los ya citados en la nota precedente: VILLARES, Vicente, Monumento de gratitud que, en nombre del fidelísimo Reyno de Galicia, ofrece a la digna memoria del inmortal Marques de la Romana el Lic. D. ..., Abogado de los Reales Consejos, y del Ilustre Colegio de La Coruña, Coruña, Imprenta de Vila, 1811, 26 p. 21 cm. Se reimprimió en Mallorca, en la Oficina de Doña Marcelina Serrá, Impresora Real. [Santiago de Compostela, Librería Conventual de San Francisco, Biblioteca Provincial, IV-29(8), m-53] Para Villares, Romana es el genio tutelar de Galicia. Escribió catorce meses antes de su muerte: «Como español, estoy resuelto a morir mil veces en defensa de nuestra libertad … como general, me uniré al último soldado que tenga resolución para vengar la patria en el último período de su independencia. Y como representante de la nación me excusaré de ocupar este distinguido lugar si no se establece inmediatamente el legítimo gobierno». Representacion del Excmo. Señor Marques de la Romana…, p. 42. Ver NEVES, José Accursio das, Tres Peças Patrioticas. I. Proclamação aos habitantes da Peninsula Hespanhola. II. O Grande Gustavo. III. O Marquez de la Romana, ou a retirada dos dez mil Hespanhoes. Por …, Lisboa, na of. de Simão Thaddeo Ferreira, 1809, 41-[2] p. 19’5 cm. Entre
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las páginas 31-41 se trata del retorno de Dinamarca de Romana al frente de sus tropas. Cada parte tiene su propia portadilla. La retirada del marqués merece más elogios si cabe que la de Jenofonte, pues él se dirige a su patria no en busca del reposo, sino de la guerra por su libertad. «Protesto asimismo, católicos oyentes, que todas las pruebas de mi elogio, con las aplicaciones del sagrado texto, deben ser entendidas bajo los justos límites que en sermones fúnebres prescriben las sabias disposiciones eclesiásticas; obedeciendo en todo y venerando los superiores decretos apostólicos». ABAD, op. cit., p. 8. «Era la Romana tan mirado en sus empresas como asegurado en dar las batallas». SIDRO, op. cit., p. 49 nota I. «Salvó tantas veces a su ejército antes de dejarse dominar de la ambición y del amor ardiente de una gloria mal entendida. ¡Ah! ¡Y cuán funesta ha sido a toda la España la ambición insaciable de marchar a la batalla!». Elogio funebre del Excelentisimo Señor…, p. 15. Se destaca en su haber «el tomar las más enérgicas y sabias medidas para no sólo contener al enemigo, sino para burlarse de él, la política y arte militar de nunca presentar batalla campal, y destruir a los enemigos como si se diese favorable, el invento de un numeroso cuerpo de guerrillas». VILLAGELIU, op. cit., p. 11. «Este pasaje, que tanto dio que decir en todo el reino, y tantos émulos adquirió el marqués de la Romana, en nada debe minorar la justa opinión en que nosotros le tenemos. Si algunos españoles resentidos de las sabias disposiciones de la Junta que entonces mandaba el Principado tuvieron bastante industria para sorprender la buena fe del marqués de la Romana, vosotros sabéis muy bien que nadie está libre en este mundo de ser engañado. Sabían que su pasión dominante era el amor a la Patria y a la Iglesia, y le hacen creer que los sagrados derechos de estos dos estados se hallaban hollados por aquella Junta». PALACIO, op. cit., p. 21. Carta de Moore a lord Castlereagh fechada en Astorga el 31 de diciembre de 1809. Cit. en MARTÍNEZ GUITIÁN, op. cit., p. 122; MÖRNER, Magnus, El Marqués de la Romana y el Mariscal Bernardotte. La epopeya singular de la División del Norte en Dinamarca (1808), Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2004, p. 125 nota 195. NEVES, Elogio funebre do Marquez..., p. 29. VILLAGELIU, op. cit., pp. 14 y 18-19. PALACIO, op. cit., p. 18. VILLARES, op. cit., pp. 22 y 24. VILLAGELIU, op. cit., p. 29. La nota m señala al culpable: «(m) Calvo el ex-Central». VILLARES, op. cit., p. 23 nota (l). Diario mercantil de Cádiz, miércoles 6 de febrero de 1811, p. [1]. Y se lee a continuación (pp. [1]-[2]) en el Diario: «La unión debe ser el antemural de nuestra independencia, pero por desgracia hay entre nosotros sujetos cuya pluma con éxito más feliz que las armas y tramas de Napoleón nos haga conocer los incalculables males que nacen de la discordia. El marqués de la Romana que con rostro sereno superó cuantos reveses le sobrevinieron después de nuestra gloriosa revolución, no pudo resistir el mortal veneno de la calumnia: su alma grande era sensible y pundonorosa. Estas calidades, desconocidas a otros, le condujeron al sepulcro». ABAD, Mariano (O.P.), Elegia en la muerte del Exc.mo S.or Marqués de la Romana, Reimpresa en Cadiz, en la imprenta de Niel, hijo, calle del Baluarte, 1811, pp. 9-10 18’5 cm. El autor no figura en el impreso. [Madrid, Biblioteca Nacional, R/62070]. Los otros dos sectores serían el «más conservador» liderado por Floridablanca y el «más centrista» encabezado por Jovellanos. Romana no podía compartir con Calvo la atribución de «un carácter revolucionario a la insurrección popular y a su expresión política en las Juntas». MOLINER PRADA, Antonio, «Las Juntas como respuesta a la invasión francesa», en Respuestas ante una invasión, Número extraordinario de Revista de Historia Militar (2006), pp. 56-57. AMSÓ, J., Observaciones sobre el libelo publicado por Don Lorenzo Calvo de Rozas, con el título de Reglamento que la Suprema Junta Central dió a la Regencia, Cádiz, Imprenta Real, 1811, 8 p. 20 cm. [Madrid, Senado, Biblioteca, Caja 280 nº 1(12)]; Ídem, Defensa de la conduc-
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ta militar y politica del Exc.mo señor marques de la Romana, y respuesta al libelo publicado por Don Lorenzo Calvo de Rozas, Impreso en Cadiz en la Imprenta Real, y reimpreso en Valencia en la Imprenta de José Estévan, 1811, 8 p. 21 cm. El texto está fechado en Cádiz el 31 de diciembre de 1810. Amsó es anagrama de Joaquín de Osma (ver PALAU Y DULCET, Antonio, Manual del Librero Hispano-Americano, Barcelona, Librería Anticuaria de A. Palau, 1948 (2ª ed.), T. I, p. 325), de modo que uno de los cuatro censores del Memorial, el teniente coronel Osma, empuña la pluma para defender el honor de Romana. Osma es pues un hombre de confianza del marqués, a quien se mantendrá siempre fiel. En la Defensa descalifica a Calvo (p. 1) «demasiado conocido en la nación para que su opinión pueda perjudicar el concepto del marqués de la Romana»; achaca a algunos miembros de la Junta Central enemistad hacia Romana desde el mismo momento de su regreso de Dinamarca (p. 4), lo que explicaría que el parte que entregó de sus acciones a su regreso fuera condenado al olvido en vez de hacerse público; e irónicamente justifica la calificación de distraído que se dirigía a Romana (p. 5): «se decían tantas [necedades] en la corporación de que era individuo Calvo [Junta Central], que es muy presumible tuviese su imaginación en objetos que creería de más interés al Estado». [Barcelona, Universitat Pompeu Fabra, Biblioteca, (ResC) BCA IUHJVV] Años después, siendo ya general de artillería, publicará Journal sommaire des opérations de l’armée sous les ordres du marquis de La Romana, par un officier espagnol. Traduit sur le manuscrit original par M. de La Roquette (suivi de Lettres de Don Juan del Castillo y Carroz et de la Correspondance du contre-amiral anglais Keats), Paris, L.-G. Michaud, 1824. Esta obra versa sobre la retirada de Dinamarca e incluye notas biográficas del marqués. Se incluye en el vol. II de la Collection de mémoires relatifs aux révolutions d’Espagne, mis en ordre et publiés par M. Alphonse de Beauchamp. CALVO DE ROZAS, Lorenzo, Reglamento que dio al Consejo Interino de Regencia la Suprema Junta Central, motivos que ocasionaron su nombramiento y la abdicacion de la misma Junta, y proposicion hecha en el mes de setiembre [sic] de 1809 sobre la libertad de la imprenta. Por Don …, Cadiz, Imprenta Real, 1810, p. 8 20 cm. [Madrid, Biblioteca Nacional, 3/100005]. Lo cierto es que las diferencias que mantenían Calvo y Romana eran muy profundas, e incluso parece que el primero contó con apoyos de la Junta Central para darles expresión pública de manera impresa. Así, escribe el 27 de enero de 1810: «El voto del marqués de la Romana de 14 de octubre de 1809, que imprimió en Valencia y circuló en todo el reino, atacaba el honor de todos los individuos de la Junta Central. El mismo día en que se recibió este impreso en Sevilla, representé a S. M. pidiendo el permiso para imprimir la respuesta y hacer ver a la nación quién era el marqués de la Romana, y que en nada me comprehendían cuantas injurias decía en su papel. La Junta me autorizó para que impugnase el voto de Romana e imprimiese lo que tuviera por conveniente. Procediendo yo con circunspección, presenté a la Junta misma la impugnación que escribí en defensa de mi honor y derechos, y después de estarme concedida la facultad de imprimirla se me negó tan sólo porque no hacía la defensa de mis compañeros, no obstante que no contenía una sola proposición mi escrito que no estuviese documentada». Ídem, p. 8 nota 2. Sin embargo, había ideas que ambos compartían. Las siguientes palabras de Calvo, fechadas en Sevilla el 12 de septiembre de 1809, las hubiera firmado el propio Romana: «¡Cuán otra pudiera ser hoy nuestra situación militar si la libertad de escribir nos hubiese hecho conocer la opinión de los mismos ejércitos guardada en un tímido silencio sobre la inepcia y viciosa conducta de los jefes que los mandaban, y a quienes hubiéramos removido antes que los destruyeran!». Ídem, p. 17. PALAFOX Y MELCI, Luis (Marqués de Lazán, 1772-1843), Defensas de los Señores Marques de Lazan, Don Francisco Palafox, y Don E. C. D. G. y S. en favor del Marques de la Romana, sobre el papel presentado por don Lorenzo Calbo de Rozas, Palma de Mallorca, en la imprenta de Sebastian García y Vidal, 1811, 17 p. 20 cm. [Palma de Mallorca, Biblioteca Pública del Estado, J. Serra 24700(6)]. El Conciso, 5 (jueves 10 de enero de 1811), pp. 25-27. La cita en la p. 26.
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Así, podemos leer lo siguiente: «la tendencia absorbente de D. Gabriel de Mendizábal que, apoderado de la floja voluntad del General en Jefe, era, en lo político, verdadero árbitro y tenía como secuestrada la facultad resolutoria del marqués, en quien fácilmente imbuía sus propósitos y sus deseos». GÓMEZ VILLAFRANCA, Extremadura en la Guerra de la Independencia..., p. 199. MENDIZÁBAL, Gabriel de, Respuesta del Teniente General D. …, General en Gefe del 7.º Exército, á las preguntas que le hacen sobre la conducta militar del Brigadier D. José de Imaz Gobernador de la Plaza de Badajoz, s.l., En la Imprenta militar del 7.º Exercito, s.f., pp. 14-15 nota 2 18’5 cm. Texto fechado en pp. 1-2 y 14 en Potes, 22 de octubre de 1811. [Madrid, Senado, Biblioteca, Caja 315 nº 5(1); Madrid, Biblioteca Nacional, R-60036 (5), Microfilm 15044, copia manuscrita del folleto realizada por Vicente Barrantes]. MENDIZÁBAL, Gabriel de, Extremadura, y el 5.º Exército vindicados. Contra un anónimo que circuló en dicha Provincia por Noviembre de 810, y despues extendieron por toda España los enemigos, á quienes interesaba mucho, que aquel escandaloso escrito fuese creido. Por D. …, General en xefe del septimo Exército, é interino en aquel tiempo del citado Exército, y por nombramiento particular, Comandante General de Extremadura, s.l., s.i., (1812), 12 p. 20 cm. «Quartel general de Azpeytia 21 de Setiembre de 1812». Lugar y fecha tomados del verso de la portada. El texto está fechado en (p. 12) «Quartel General de Fuente-Cantos á 8 de Diciembre de 1810». [Madrid, Biblioteca Nacional, R/60036(6), Microfilm 15044]. La oración de Villageliu se imprime en 1812, a pesar de que desde mayo de 1811 se hallaba en manos del impresor coruñés Manuel María de Vila: «quien se hizo caja de imprimirla sin dilación … habiéndole pedido, de puro aburrido, el ejemplar manuscrito, se contentó con responder que se le había perdido». Finalmente ve la luz en Santiago. El impreso de Villares «no pudo publicarse antes por lo recargada de trabajo que se halla la imprenta» (p. 26 nota). Las que se iban a celebrar en agosto en Valencia no se pudieron llevar a cabo entonces por la invasión francesa. SIDRO, op. cit., p. 4 nota 2. José María Calatrava (1781-1847) combatió la ocupación francesa desde la Junta Suprema de Extremadura. Fue elegido diputado en 1810 y participó en las Cortes de Cádiz. El regreso de Fernando VII conllevó su encarcelamiento en Melilla (1814) hasta la llegada del Trienio Liberal. Entonces es nombrado Magistrado del Tribunal Supremo y, de 1822 a 1823, Ministro de Gracia y Justicia (redactó el código criminal, 1822). Tras el Trienio se exilia en Inglaterra, de donde regresa tras la muerte de Fernando VII, siendo designado Presidente del Consejo de Ministros (1836-1837). Ver D. Pedro Caro y Sureda ... Marques de la Romana ... a todos los Jueces, Justicias y habitantes de todos Estados, clases y condiciones de este fidelísimo Reyno de Galicia: Sabed, que la Junta Central Suprema Gubernativa del Reyno … para acabar con los indignos del nombre Español ... fiad la seguridad pública de Galicia á un Tribunal que debe proceder en sus funciones con sujecion al Real Decreto siguiente, s.l., s.i., s.f., arts. II, III, IV y V 30 cm. Real Decreto fechado en el Real Alcázar de Sevilla el 14 enero de 1809. Texto fechado «en el Quartel general de la Coruña á [en blanco]». [Madrid, Senado, Biblioteca, 42250(4)]. Romana intentó no desmerecer de su linaje: «Sé la cuota de interés con que debo contribuir al lustre de mi familia, y he procurado satisfacerla». Cit. en SIDRO, op. cit., p. 17. Allí viajó acompañado y al cuidado de una hermana de su padre. «Señores, este admirable joven, siempre avaro del tiempo, no era capaz de desperdiciar un momento: no salía al paseo, no asistía al baile, no se ocupaba en el juego, ni acudía siquiera a las concurrencias propias de los jóvenes militares». SIDRO, op. cit., p. 25. Ídem, p. 20. Durante el último asedio a Gibraltar se incendia el buque a su mando y no lo abandona hasta que la tripulación ha partido en las lanchas, debiendo lanzarse a nado; en el navío «San Isidoro» que realizaba el trayecto de Cádiz a Coruña una terrible borrasca destrozó los palos y el velamen, subiendo él mismo hasta el extremo de la gavia para alentar a los marineros a imitarle. Ídem, pp. 26-28.
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No redactó memoria alguna de su periplo europeo, pero dejó testimonio escrito del mismo por la correspondencia que mantuvo en esos años con personas de su entorno. SIDRO, op. cit., p. 35. «Sus literarias tareas confunden los días con las noches; ni es día de existencia para este astuto ocupador del tiempo, sino aquel en que vive sacando la médula de un buen libro». ABAD, El español Judas Macabeo…, p. 15. BOPPE, Paul-Louis-Hippolyte (Comandante, nació en 1850), Los españoles en el ejército napoleónico, Málaga, Algazara, 1995, 244 p. Traducción de Les Espagnols à la Grande-Armée. Le corps de la Romana, 1807-1808. Le régiment Joseph-Napoléon, 1809-1813, Paris, C. Terana, 1986, VII-257 p. Reproducción facsímil de la edición de 1899; FERNÁNDEZ GAYTÁN, José, «Con el Marqués de la Romana en Dinamarca. La división del Norte y la ayuda que la escuadra inglesa prestó a su evacuación (1807-1808)», en Revista General de Marina, 1961/1 (160), pp. 1-15. La prensa francesa no se hizo eco de la deserción de las tropas españolas en Dinamarca hasta un mes más tarde, y el que hasta unas semanas antes era calificado como un excelente aliado al mando de soldados modélicos pasa a ser despreciado: «La nación danesa ha experimentado indignación ante la traición de las tropas españolas que, bajo el mando del marqués de la Romaine [sic], han entregado la fortaleza de Nyborg a los ingleses y se han embarcado hacia Inglaterra». Journal de Paris, 4 de septiembre de 1808. Cit. en AYMES, art. cit., p. 207. Ver en páginas 206207 la imagen que se dio en la prensa francesa de las tropas de la Romana al servicio de Francia. Escribe Napoleón: «Por fin la España está conquistada, y los ingleses no tienen en ella más apoyo que el punto de Cádiz y algunos insurgentes que capitanea el traidor Romana». Cit. en Memorial, 11 (11 de mayo de 1810), p. 92. VILLARES, op. cit., p. 15. Sobre los avatares de Moore y su relación con Romana ver MARTÍNEZ GUITIÁN, op. cit., pp. 112 y ss. Se acusará a las tropas de Romana de haber prestado escasa colaboración a Moore. En marzo de 1810 se formó una nueva. Ver MOLINER PRADA, art. cit., p. 42. Representacion del Excmo. Señor Marques de la Romana…, pp. 38-39. El Memorial califica la retirada como «tal vez el movimiento más difícil de cuantos se practican en la guerra». Memorial, 26 (3 de julio de 1810), p. 225. Sin negar la veracidad de la afirmación, no podemos dejar de pensar al leerla que el autor tiene en mente la que protagonizó el marqués y aprovecha para ensalzarle. Los militares claman contra esto y señalan la solución: «Trasplantando las tropas de una provincia a otra, destruyendo de una vez la fatal tendencia que tenemos al federalismo, y no permitiendo por regla general que ningún soldado haga la guerra en el país a que pertenece». CABANES, Francisco Javier (1781-1834), Ensayo acerca del sistema militar de Bonaparte, escrito en francés por C.H.S. oficial de Estado Mayor moscovita, y traducido por Don ..., Real Isla de Leon (San Fernando), Por D. Miguel Segovia, 1811, [8]-53-[20] p. in-4º (21 cm.). Traduce a SALUZZO, C. H., Essai sur le système militaire de Bonaparte, suivi d’une courte notice sur la révolution française et le couronnement de S. M. corse, par C. H. S., Londres, impr. de R. Juigné, 1810, XV-151 p. in-8º. El autor lo señala el catálogo del British Museum. [Santiago, Biblioteca Xeral, RSE MISC-8/12; Madrid, Biblioteca Nacional, R-61123, R-61147; R-61154] La cita en «Observaciones del traductor», p. [8]. Ver MOLINER PRADA, art. cit., p. 53; MARTÍNEZ RUIZ, Enrique, «Las relaciones entre las nuevas instituciones políticas y las instancias militares en España (1808-1814)», en Respuestas ante una invasión, Número extraordinario de Revista de Historia Militar (2006), pp. 166-167; Ídem, La Guerra de la Independencia (1808-1814). Claves españolas en una crisis europea, Madrid, Sílex, 2007, p. 245. «Si Napoleón se hubiese visto contrariado por las intrigas de una junta, u obligado por un pueblo obcecado a proceder contra sus planes, ni hubiera ganado las batallas que tanta importancia le dieron, ni sus tropas hubieran jamás pasado a la otra parte del Rhin». CABANES, «Observaciones del traductor», en op. cit., p. [12].
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Beña era «un hombre culto [hablaba perfectamente inglés y francés], intelectualmente inquieto, sensible, apasionado, emprendedor y, políticamente liberal. Periodista [Memorial Literario, El Conciso, Correo político-económico de la Península e Islas adyacentes, Universal], poeta, militar y traductor, alternó estas facetas en el período comprendido entre 1805 y 1816.» Anglófilo, entabló amistad en Cádiz con el mariscal de campo escocés sir John Downie, fundador de la Legión Extremeña, de quien fue «secretario» y «brazo derecho». FREIRE LÓPEZ, Ana María, «Cristóbal de Beña, un madrileño rescatado», en Anales del Instituto de Estudios Madrileños, 27 (1989), pp. 569-604. Las citas en las pp. 572 y 581. Los artículos no suelen estar firmados, pero algunas expresiones delatan a su autor: «Es un axioma conocido y confesado aun por los mismos conquistadores que a una nación que no quiere ser esclava no hay fuerzas con que dominarla». Memorial, 4 (17 de abril de 1810), p. 34. «La nación ha manifestado que quiere ser libre, y este principio político no lo llega a sofocar ningún tirano». Memorial, 19 (8 de junio de 1810), pp. 162-163. Recuerdan los conocidos versos de Beña: «Y escrito está en los libros del Destino / que es libre la nación que quiere serlo». FREIRE, art. cit., p. 582. La suscripción por tres meses costaba 22 reales de vellón. Reproducido en RINCÓN JIMÉNEZ, Jesús, Periódicos y Periodistas Extremeños (De 1808 a 1814). Apuntes bibliográficos, Badajoz, Imprenta de Vicente Rodríguez, 1915, p. 67. Gómez Villafranca (op. cit., p. 275) sorprendentemente señala que este proyecto «sospechamos no pasó a realidad», aunque trata de él a lo largo de su libro. «Nota. Se suplica a todos los señores generales, jefes y oficiales de este ejército se sirvan valerse de la imprenta militar para la impresión de toda clase de estados, pasaportes, pases, recibos de raciones, y de cualesquiera otros papeles que necesiten». Memorial, 36 (13 de septiembre de 1810), p. 320. En 1810 se confiesa: «La falta absoluta de medios de la imprenta real no ha permitido publicar en gaceta extraordinaria los partes remitidos de oficio por el lord Wellington acerca de los sucesos de Portugal, tan gloriosos para el ejército anglo-portugués y su inmortal caudillo, como importantes para la causa de la libertad común de la península. Se están imprimiendo y se darán al público con la mayor brevedad posible». Cit. en CUENCA TORIBIO, José Manuel, «Fuentes periodísticas para el estudio de la Guerra de la Independencia», en Cuadernos de Historia Jerónimo Zurita, 25-26 (1972), p. 155. AGUILAR OLIVENCIA, art. cit., p. 104. «Nota. Se suplica a todos los señores suscriptores que no reciban los números con la puntualidad regular se sirvan avisar al redactor de este periódico, expresando al mismo tiempo su destino, lo que deberán verificar siempre que este varíe. Por lo que toca a los individuos del Ejército de la Izquierda basta que indiquen su cuerpo y división. Las cartas de aviso deben dirigirse francas de porte». Memorial, 38 (24 de septiembre de 1810), p. 336. Aunque el periódico dejara de ser publicado en Badajoz, las suscripciones se dirigían a la imprenta de Juan Patrón. Memorial, 51 (9 de noviembre de 1810), p. 444 nota. El único periódico del que se hace publicidad es de El Observador, publicado en Cádiz y pionero del periodismo político. Memorial, 31 (20 de julio de 1810), p. 272. La Romana es indiscutiblemente el padre del Memorial, pero su segundo, el general Mendizábal, también tiene parte activa en el mismo, como se percibe cuando es él quien ordena que se incluyan dos cartas en el periódico. Memorial, 52 (12 de noviembre de 1810), p. 452 nota I; Memorial, 53 (15 de noviembre de 1810), p. 457 (por error figura 447) nota I. Campo Mayor está a 10 kilómetros de la frontera, y se hallaba en el camino que los franceses deberían seguir si deseaban avanzar desde Badajoz por el Alentejo hacia Lisboa. Desde el levantamiento de 1808 a marzo de 1811 la plaza estuvo «casi constantemente ocupada por tropas españolas». COMMISSÃO DO CENTENÁRIO DA GUERRA PENINSULAR, O Cêrco de Campo Maior em 1811, Lisboa, Imprensa Nacional, 1911, p. 4. Memorial, 36 (13 de septiembre de 1810), p. 319.
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SÁNCHEZ ARANDA, José Javier, «La aprobación de la libertad de prensa en las Cortes de Cádiz y sus consecuencias», en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea. Homenaje a Federico Suárez Verdeguer, Madrid, Rialp, 1991, p. 445 nota 11. En el Memorial son casi inexistentes las alusiones a la religión, a no ser la utilización, muy rara, de la expresión «guerra santa», la crítica, escasa, al empleo sacrílego de los templos por los franceses o los adeptos a José I. El único texto que se podría citar es el escrito por el obispo de Caristo (Atanasio), fechado en Madrid el 3 de julio, donde muestra los motivos por los que no puede aceptar el nombramiento de obispo de Astorga. Memorial, 47 (25 de octubre de 1810), pp. 408-412; Memorial, 48 (29 de octubre de 1810), pp. 413-417. Sobre la religión en la prensa ver PEDRAZ MARCOS, Azucena, «La cuestión religiosa en los periódicos de la guerra de la Independencia», en GIL NOVALES, Alberto (ed.), Ciencia e Independencia política, Madrid, Ediciones del Orto, 1996, pp. 323-331. 94 «El no haber podido entonces reunir un centro común de autoridad, hizo que cada provincia tuviese un ejército con un general en jefe a su cabeza por reducido que fuese; en cuya formación, si en algunas provincias se atendió a la utilidad de la patria, empleando oficiales beneméritos, en otras se puso a prueba la paciencia de los buenos y antiguos oficiales, y sólo los que rodeaban las juntas o algunos paisanos de cuna o de favor han hecho unas fortunas tan rápidas y brillantes cual jamás obtendrán los que se han sacrificado y sacrifican en el ejército. Esta clase de hombres han relajado con su ignorancia la disciplina, han destruido el aprecio y representación de los premios militares, y no han tenido poca parte en las desgracias que hemos experimentado este invierno». Romana suscribiría completamente estas palabras. Plan de Alfonso María Jiménez, fechado en Sevilla el 9 de marzo de 1809. Cit. en MARTÍNEZ RUIZ, «Entre la utopía y la ilusión…», p. 158. 95 Sobre las relaciones ejército-guerrilla ver ARIAS GONZÁLEZ, Luis - LUIS MARTÍN, Francisco de, «Las tensiones de la guerrilla contra el ejército regular y la población en la Guerra de la Independencia Española: El caso de Justo Calera», en Studia historica. Historia contemporánea, VIII (1990), pp. 145-156; SÁNCHEZ, Jorge, «Ejército contra las guerrillas: la jefatura militar frente al fenómeno guerrillero durante la guerra de la independencia», en Revista de Historia Militar, 87 (1999), pp. 149-174; PARDO DE SANTAYANA Y GÓMEZ DE OLEA, José María (Teniente Coronel de artillería), «La relación del ejército con la guerrilla en la Guerra de la Independencia», en Respuestas ante una invasión, Número extraordinario de Revista de Historia Militar (2006), pp. 119-134. 96 Memorial, 1 (6 de abril de 1810), p. 2. «Cien soldados valen en el campo de batalla por 2000 paisanos llenos de entusiasmo, pues con buenos deseos no se vence al enemigo, si no hay fuerza y bien organizada». SIDRO VILLAROIG, Juan Facundo (Fray, O.S.A.), Reflexiones cristiano-politicas acerca de las nuevas Cortes, libertad de imprenta, eclesiasticos, militares, nobles, y Santa Inquisicion. Nueva impresion ilustrada y añadida, Valencia, por los yernos de José Estevan, 1814, p. 12 nota I. 97 «Por ahora debemos rendir un respetuoso homenaje a los principios de la tolerancia que reinan entre los sabios ingleses. … Confiemos, pues, que el gobierno inglés por un prudente plan de concesiones, graduales o sucesivas, volverá poco a poco, sin excitar disensiones turbulentas, hasta el río majestuoso de nuestra religión». Elogio funebre del Excelentisimo Señor…, p. 17. 98 VÁZQUEZ LIÑÁN, Miguel, «Rusia, 1812: Prensa y propaganda en la guerra contra Napoleón», en Revista Historia y Comunicación Social, 10 (2005), pp. 247-256. 99 CABANES, Ensayo acerca del sistema militar de Bonaparte…. 100 Ídem, p. 3. El traductor cree de justicia incluir en la nómina de resistentes también a los portugueses. 101 Ver sobre su biografía y escritos el magnífico trabajo de CANALES GILI, Esteban, «Militares y civiles en la conducción de la Guerra de la Independencia: La visión de Francisco Javier Cabanes», en ARMILLAS VICENTE, José Antonio (coord.), La Guerra de la Independencia. Estudios, Zaragoza, Institución «Fernando el Católico», 2001, vol. 2, pp. 955-988.
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Instrucción acerca de las obligaciones de la infantería ligera en campaña escrita en inglés de orden de S.A.R. el Duque de York por el General Jarry. Trasladada al español por Cristobal de Beña, Londres, En la imprenta de S. M’Dowall, 1813, XIII-168 p. [3] h. de lam. 18 cm. Presenta el retrato del brigadier Downie. Traduce a JARRY, Francis (1733-1807), Instruction concerning the duties of light infantry in the field, London, A. Dulau and co., 1803 (2ª ed.), VIII-XII-[13]219-[1] p. 14 cm. Jarry a su vez traduce un texto francés de 1801. 103 Su agenda se inserta en el periódico, ya se trate de actos de carácter civil y público (conmemoración del 2 de mayo) o de naturaleza militar y secreta (viajes a Portugal). Memorial, 9 (4 de mayo de 1810), p. 75. «Nuestro general en jefe tuvo antes de ayer una conferencia en Campo Mayor con el general Hill, que manda las tropas anglo-portuguesas del Alentejo. A nosotros no nos toca aventurar proposiciones sobre el objeto de esta entrevista, pero podemos asegurar que el señor Hill pasó aquella tarde a reconocer la posición de Alburquerque y que nuestro general se restituyó a esta plaza acompañado de algunos oficiales ingleses del Estado Mayor». Memorial, 13 (18 de mayo de 1810), p. 112. «Badajoz. Nuestro general en jefe ha salido de esta plaza el 26 del actual a las seis y media de la tarde con dirección a Campo Mayor. … aunque nosotros pudiéramos extender nuestra opinión acerca de esta salida, el temor de errar y el deseo de que los enemigos no se aprovechen de nuestras noticias, si acaso acertásemos, nos hacen proceder con esta reserva. Nos persuadimos sin embargo que le volveremos a ver en el término de 12 días». Memorial, 25 (29 de junio de 1810), p. 224. «El excelentísimo señor marqués de la Romana regresó antes de ayer tarde, y el pueblo con sus aclamaciones le manifestó la confianza que le infunde su presencia». Memorial, 29 (13 de julio de 1810), p. 256. 104 La estructura es casi siempre la misma. Se relata la acción, se enumeran los oficiales y soldados que se han distinguido en la misma y se solicita que se les tenga presente para un futuro premio. En ocasiones el oficial que firma el parte deja constancia de lo difícil que le ha sido contener a sus hombres y hacerles abandonar la persecución del enemigo sobre el que se estaban cebando o aguardar a su orden para iniciar el ataque. Esto se indica no como crítica, sino como elemento que evidencia la rabia, el ansia de combatir, de los soldados españoles. Que Romana suministra la documentación es evidente, puesto que incluso hay partes que recibe de manera oral y que se trasladan al Memorial. 105 Memorial, 36 (13 de septiembre de 1810), pp. 318-320; Memorial, 37 (20 de septiembre de 1810), pp. 324-328, derrota de Canta el Gallo, el 11 de agosto; Memorial, 39 (27 de septiembre de 1810), pp. 341-344; Memorial, 40 (1 de octubre de 1810), pp. 348-352, descalabro de Fuente de Cantos, el 15 de septiembre. 106 En el Memorial se propone que sean los pueblos los que se hagan cargo de su asistencia, «porque la continua e incierta movilidad de los ejércitos no permite formar grandes hospitales». Memorial, 19 (8 de junio de 1810), p. 165 nota I. 107 Memorial, 3 (13 de abril de 1810), pp. 26-27. 108 Se configura un esquema en 17 artículos o capítulos, siguiendo las acciones de cada uno de los cuerpos de ejército españoles. Memorial, 4 (17 de abril de 1810), p. 35. 109 Unas son enviadas por lectores y otras, presuntamente, capturadas al enemigo. Además de en el Memorial, los documentos incautados a los franceses se publicarán de manera independiente: El gran proyecto de Bonaparte para agregar la España a la Francia. Documentos interceptados por una de nuestras Partidas, presentados en el Quartel general del Excmo. Señor Marques de la Romana, y publicados en el periódico del exercito de la Izquierda, Valencia, en la imprenta de José Estévan, se hallará en la misma imprenta …, 1811, 22 p. 19 cm. [Palma de Mallorca, Biblioteca Pública del Estado, J. Serra 24700(1)] Los Archives Nationales de París custodian numerosa correspondencia privada que los franceses incautaron, y que aguarda ser estudiada. PÉREZ VILLANUEVA, Joaquín, «La guerra de Independencia. Batalla polémica. Las armas y las plumas», en Estudios de Historia Moderna y Contemporánea. Homenaje a Federico Suárez Verdeguer, Madrid, Rialp, 1991, pp. 369-370.
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«Hemos trasladado del célebre Plutarco de la revolución la vida de este hombre, a quien harán famoso la soberbia, la rapacidad y las intrigas de su hermano, adicionándola brevemente con los acaecimientos posteriores». Memorial, 40 (1 de octubre de 1810), pp. 345-347; Memorial, 41 (4 de octubre de 1810), pp. 353-360. La cita en la página 345 nota I. La obra de la que se ha extraído la biografía (citamos la edición que hemos empleado) es The revolutionary Plutarch: exhibiting the most distinguished characters, literary, military, and political, in the recent annals of the French Republic. The greater part from the original information of a gentleman resident at Paris. Fith Edition. In three volumes, London, Printed for John Murray, 1806, vol. II, pp. 178-189. Se atribuye a Stewarton o a Lewis Goldsmith (h. 1763-1846). Su traducción se había anunciado dos años antes: «Esta obra, escrita originalmente en inglés y cuya traducción va a publicarse muy en breve, contiene las vidas de los sujetos más conocidos, que habiendo tenido parte en la revolución francesa, son el día cómplices, favoritos o rivales de Napoleón». Semanario Patriótico, X (jueves 3 de noviembre de 1808), p. 170. Lo que se dio a la imprenta es una breve parte de la obra: El Plutarco de la Revolución Francesa. Obra traducida del ingles, Valencia, oficina del Diario, 1808, 4 h.-56 p. 14 cm. [Madrid, Biblioteca Nacional, R/60238]. 111 El Conciso, XXXV (domingo 28 de octubre de 1810), pp. 162-163. 112 Berthier escribe a Soult: «Su Majestad [Napoleón] se ha disgustado de que, tratándose de disposiciones tan importantes como las que tienden a la seguridad de su ejército de Portugal, hayáis dejado al general La Romana trasladarse al Tajo sin hacerlo perseguir de cerca». Cit. en MARTÍNEZ GUITIÁN, op. cit., p. 148. 113 Memorial, 52 (12 de noviembre de 1810), pp. 450-451. 114 «Mayor talento y mayor valor se necesitan para hacer la guerra defensiva que para la ofensiva, como también una paciencia inalterable y un valor que no desmaye». Memorial, 5 (20 de abril de 1810), p. 42. 115 Esta es la que habían llevado a cabo los franceses en España durante los años que precedieron a la invasión y en los primeros instantes de la misma: «Asimismo observaba que venían a visitarnos algunos viajeros franceses muy curiosos de nuestras cosas, unos como físicos economistas, y otros como amantes de las nobles artes; unos venían a medir grados del meridiano, y tal vez espiaban nuestras sierras y vericuetos; otros a explorar nuestras minas de metales; otros a estudiar la pastoría de nuestras merinas; otros la cría y las castas de nuestros caballos; y otros a recorrer nuestros establecimientos públicos, bibliotecas, museos, colecciones de nuestros pintores famosos, y restos de antigüedades romanas y arábigas, cuyas noticias, copias y apuntaciones recogían con tal afán que más parecía esta diligencia inventario que curiosidad. También observé que en los primeros días de la llegada de Murat en Madrid apuraron algunos de sus oficiales de guerra, y también de pluma, todos los diccionarios y gramáticas españolas y francesas de nuestras librerías. Compraban cartas geográficas y preguntaban por planes estadísticos, mayormente los jefes del estado mayor y de la hacienda. ¡Qué más amor ni más amistad se podía desear de nuestros vecinos que no querían dejar rincón de nuestra casa, ni mueble, que no visitasen con indecible gusto! Noté que preguntaban por estados de nuestras fábricas, o como ellos decían des tableaux des manufactures, hasta hombres que no tenían traza ni destino para instruirse en estos objetos». CAPMANY SURÍS Y DE MONTPALAU, Antonio de (1742-1813), Centinela contra Franceses. Por D. ... Dedícalo al Excmo. Señor D. Henrique Holland, Lord de la Gran Bretaña, Madrid, por Gomez Fuentenebro y Compañia, 1808, pp. 62-63. A esta rama del arte militar los franceses, a diferencia de los españoles, le habían concedido siempre la mayor de las importancias: «La Francia, no contenta con los mapas y planos que poseía de su territorio y de los en que hacía la guerra, tenía al lado de los generales muchos diestros dibujantes que continuamente estaban trabajando sobre el terreno, y no se daba un paso sin este requisito». Memorial, 18 (5 de junio de 1810), pp. 151-152 nota I. Se clama porque la indolencia se convierta en actividad: «En una guerra en la que los ejércitos han de recorrer toda la Península para arrojar de ella al enemigo, se podría al fin de la campaña formar un mapa exactísimo del reino o a lo menos corregir como conviene el de [Tomás] López, recogiendo el gobierno todos los
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planos que se hubiesen formado en los ejércitos, y encargando este punto con la mayor estrechez a todos los generales en jefe». Memorial, 20 (12 de junio de 1810), p. 170 nota I. 116 «Las victorias en todos tiempos se gradúan no por el número de muertos, sino por el terror que se infunde a los vivos». Memorial, 31 (20 de julio de 1810), p. 268. 117 CANALES, «Aproximación al ejército…», pp. 265 y 269-270. 118 «En nuestro ejército el soldado no se asea, no sabe sus deberes, no hace bien su servicio. El cabo no se hace obedecer, el sargento comete mil fraudes y cuida poco del soldado. La oficialidad no se hace respetar, tiene mucha flojedad en el servicio, no se aplica, no se interesa por la tropa, no tiene entusiasmo ni espíritu de cuerpo, no da el ejemplo que debe, y está animada de una ambición desmesurada y peligrosa». A continuación la emprende con los jefes, los generales y el gobierno. CABANES, «Observaciones del traductor», en op. cit., p. [4]. 119 Y así se hizo, pues las desgracias padecidas por la caballería desde el inicio de la guerra llevaron al comandante Ramonet a traducir al castellano la táctica de la caballería inglesa, que sería empleada de manera oficial por tres largas décadas: Primera parte de la Táctica de la Caballería Inglesa, traducida al castellano por el Mariscal de Campo de los Reales Egércitos, y Comandante General de la primera Division de Caballería del del [sic] Centro D. Santiago Whitingham y el Comandante de Esquadron del Regimiento I.º de Húsares de Extremadura D. Francisco Ramonet, Algeciras, Por Don Juan Bautista Contilló y Conti, s.f., 351 p. 18 cm. En las páginas 4-5 leemos: «El descrédito general en que la han puesto sus operaciones, sea efecto de causas propias o del mal uso que de ella se ha hecho, a veces con resultados muy contrarios a lo que promete su aventajada calidad sobre la del enemigo y otras de la Europa, inclina a sacar una de estas dos deducciones; o está montada de cobardes, o cimentada sobre un pie doctrinal que de nada sirve, o sobre ninguno.» Evidentemente, los autores ven la causa en la segunda de las indicadas. [Madrid, Senado, Biblioteca, 40732 (ejemplar dedicado por Whitingham a Joaquín Blake)]. 120 Memorial, 25 (29 de junio de 1810), p. 222. Cabanes escribirá poco después, en la misma línea, que la organización de los ejércitos se logrará, entre otras medidas, «fomentando el gobierno la instrucción militar por medio de periódicos, también militares, en todos los ejércitos». CABANES, «Observaciones del traductor», en op. cit., p. [9]. 121 «Debemos imitar a nuestros enemigos en lo que nos aventajen». CABANES, op. cit., p. 51. 122 «¿Cómo ha podido pensarse en dar tantas acciones generales que nos han sido tan funestas? Sepa pues la nación que la mayor parte no han debido darse, y que con acertados movimientos pudieron evitarse aquellas en que nos empeñó el enemigo; cuyos planes pudimos desbaratar con posiciones propias para disminuir la influencia de su organización y numerosa caballería». Memorial, 31 (20 de julio de 1810), p. 269. 123 Memorial, 2 (10 de abril de 1810), p. 12. 124 Cit. en MARTÍNEZ-VALVERDE, Carlos (Contralmirante), «Sobre la estrategia flexible y elástica de Wellington. Influencia en ella del Marqués de la Romana», en Militaria. Revista de Cultura Militar, 14 (2000), p. 180. 125 Memorial, 2 (10 de abril de 1810), p. 15. 126 Cuando los generales «han tenido que manejar una máquina algo más complicada los movimientos han sido tardísimos, vacilantes». Memorial, 17 (1 de junio de 1810), p. 138. 127 Así, «es preciso confesar que se queda aún atrás en la disciplina e instrucción, en los movimientos y maniobras». Ibídem. 128 Se llega a denunciar que se concedieron ascensos «con cualquier motivo de encuentro con enemigos, feliz o desgraciado, o sin verlos». Memorial, 52 (12 de noviembre de 1810), p. 451. 129 Carta de Romana a su tío Ventura Caro fechada el 26 de diciembre de 1801. Cit. en SIDRO, Elogio fvnebre…, p. 41. 130 «Yo no puedo –decía– ocultar a la Junta Suprema que un general, al que ella honra con su confianza y al que da la facultad y autoridad de mandar, disponer y castigar, debe poder recompensar los méritos de los que componen su ejército, o al menos que sus informes y recomenda-
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ciones sean favorablemente acogidos por Su Majestad». Cit. en MARTÍNEZ GUITIÁN, op. cit., pp. 106-109. La cita en la p. 108. No consiguió su objetivo. 131 Tengamos presente que si desde el seno del ejército la imagen que se tenía del mismo era bastante nefasta, es fácil comprender que desde fuera no se le viera con mejores ojos y, lo que era más grave para su prestigio, se fuera menos comprensivo a la hora de buscar responsables. 132 Memorial, 49 (2 de noviembre de 1810), pp. 421-427. Se dedican palabras injustas a quienes más hicieron por la instrucción de los militares en el XVIII: «Callen pues los Jorge Juan, los Lucuces, los O’Reillys, los Gazolas, los Ricardos, los Lacys y otros apocados militares, que para establecer unos colegillos o academias para sola una arma del ejército estuvieron años y más años, y al cabo los dejaron con mil lunares, y como suele decirse en mantillas». Ídem, p. 422. Diversos papeles llegaron al periódico sobre la academia de la Isla de León, publicando sólo el que citamos por ser el primero, aunque se indicaba que irían saliendo el resto por turno. Se promete que, con un método novedoso y económico, cada tres meses saldrán de este centro 50 alumnos capacitados para ser oficiales en cualquiera de las armas. La academia la había publicitado el propio Bernabé en la Gazeta de la Regencia de España e Indias, 67 (viernes 14 de septiembre de 1810), pp. 661-666. Sobre este centro ver ORTIZ DE ZÁRATE Y ORTIZ DE ZÁRATE, José Ramón (Teniente Coronel de artillería), «La Academia Militar de la Isla de León: Enseñanza y guerra». Conferencia impartida el 16 de febrero de 2007 en el Aula Magna de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Zaragoza, dentro del acto anual de entrega de premios y medallas de la Asociación Cultural «Los Sitios de Zaragoza». En http://www. asociacionlossitios.com/academiaisladeleon.htm. Un panorama global en BARRIOS GUTIÉRREZ, Juan (Coronel de artillería), «La enseñanza militar en la Guerra de la Independencia», en Temas de Historia Militar. Tomo I (Ponencias del 1er Congreso de Historia Militar, Zaragoza, 1982), Madrid, Servicio de Publicaciones del EME, 1983, pp. 443-476; Ídem, «La formación de oficiales durante la Guerra de la Independencia», en Ejército, 532 (mayo de 1984), pp. 105-112. 133 «Bien sabido es que al Wellington español, marqués de la Romana, que salvó la Galicia, hallándose aún libres las Andalucías y otras provincias, no le asistió el Gobierno sino con dos millones, habiendo consumido veinticuatro en mantener las tropas de su mando con bastante escasez». SIDRO, op. cit., pp. 13-14. 134 Memorial, 8 (1 de mayo de 1810), p. 64 nota I. Esto explica la alegría de los soldados cuando se hacen con algo de botín: «apenas ha habido uno que no se haya hecho con prendas de vestuario, alhajas ricas de plata o buen metálico sonante; de suerte que han quedado aficionados y con vivos deseos de haberse cuanto antes a las manos, hasta lanzar de nuestro suelo estos pérfidos enemigos». Memorial, 24 (26 de junio de 1810), p. 216. Cuando el marqués abandonó Dinamarca con sus hombres notificó que sus tropas carecían hasta de ollas de campaña en las que guisar. MORENO ALONSO, Manuel, Los españoles durante la ocupación napoleónica. La vida cotidiana en la vorágine, Málaga, Algazara, 1997, p. 185 nota 51. 135 La caballería «es preciso confesar que se queda aún atrás en la disciplina e instrucción, en los movimientos y maniobras, que es lo que verdaderamente constituye el alma de un ejército». Memorial, 17 (1 de junio de 1810), p. 138. 136 Memorial, 22 (19 de junio de 1810), pp. 191-192. 137 Memorial, 22 (19 de junio de 1810), p. 193; Memorial, 23 (22 de junio de 1810), pp. 199-201; Memorial, 24 (26 de junio de 1810), pp. 213-214. 138 Memorial, 24 (26 de junio de 1810), p. 213. 139 Memorial, 9 (4 de mayo de 1810), p. 70. 140 «Voz consagrada hoy en los ejércitos, por el incorruptible sentimiento interior de la justicia, para significar el desorden y confusión particularmente de los grados». Memorial, 16 (29 de mayo de 1810), pp. 132-133. 141 Memorial, 12 (15 de mayo de 1810), pp. 99-100. 142 Este seudónimo oculta también al autor de una poesía dedicada al marqués el día de San Fernando de 1810. Memorial, 17 (1 de junio de 1810), pp. 142-143.
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«Los grados eran, empero, causa de confusión y contrarios a la disciplina. La razón de su introducción y mantenimiento, pese a constituir un sistema perjudicial, se debía a motivos de índole económica. Concedidos como premio en campaña, implicaban recompensar los servicios sin gravar al tesoro público, como hubiera ocurrido de concederse ascensos». FUENTES CERVERA, Eduardo de (General), «La organización de nuestro ejército en la Guerra de la Independencia», en La Guerra de la Independencia Española y los Sitios de Zaragoza, Zaragoza, Universidad - Ayuntamiento de Zaragoza, 1958, p. 196. 144 Memorial, 16 (29 de mayo de 1810), p. 130. En otra carta posterior se explaya sobre su sistema de reforma, respondiendo a todas las objeciones que se le han planteado. Memorial, 21 (15 de junio de 1810), pp. 179-185. 145 «Excepto los generales en jefe y de división ninguno de los demás oficiales debería tener en esta guerra mayor sueldo que el de coronel, pero corriente y bien pagado». Memorial, 18 (5 de junio de 1810), p. 150. 146 Ver el dictamen del mariscal de campo Tomás Moreno, fiscal militar en el Supremo Consejo de la Guerra, presentado el 25 de septiembre. Se evalúan las consecuencias de revalidar o declarar nulos los empleos de jefes y oficiales concedidos de manera abusiva por las juntas. Memorial, 46 (22 de octubre de 1810), pp. 396-404. 147 Memorial, 46 (22 de octubre de 1810), p. 402. 148 «La sublimidad o la bajeza están siempre en la idea y nunca en las palabras; por eso no se pueden sustituir éstas a pretexto de indecentes, no siéndolo la idea». Memorial, 50 (5 de noviembre de 1810), p. 432 nota I. Cabrón: «Metafóricamente el que sabe el adulterio de su mujer y lo tolera o solicita. Esta palabra se tiene por muy injuriosa en España, y en otras naciones de la Europa, y es una de las de la ley». Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua ... Compuesto por la Real Academia Española. Tomo segundo. Que contiene la letra C., Madrid, Imprenta de Francisco del Hierro, 1729, p. 34. Alcahuete: «La persona que solicita, ajusta, abriga o fomenta comunicación ilícita para usos lascivos entre hombres y mujeres, o la permite en su casa». Diccionario de la lengua castellana, en que se explica el verdadero sentido de las voces, su naturaleza y calidad, con las phrases o modos de hablar, los proverbios o refranes, y otras cosas convenientes al uso de la lengua ... Compuesto por la Real Academia Española. Tomo primero. Que contiene las letras A.B., Madrid, Imprenta de Francisco del Hierro, 1726, p. 175. Collón: «Cobarde». Diccionario de la lengua castellana por la Real Academia Española. Octava edición, Madrid, Imprenta Nacional, 1837, p. 180. 149 Memorial, 50 (5 de noviembre de 1810), pp. 431-432. La postura favorable a la abolición de los grados que muestra el Memorial sería la que adoptaría las Cortes más tarde. CANALES, «Aproximación al ejército…», p. 267 nota 9. 150 ROURA I AULINAS, Lluís, «“Guerra pequeña” y formas de movilización armada en la Guerra de la Independencia: ¿Tradición o innovación?», en Trienio. Ilustración y Liberalismo, 36 (noviembre 2000), pp. 65-93. 151 Memorial, 4 (17 de abril de 1810), p. 31. Fabio aparece nuevamente en Memorial, 8 (1 de mayo de 1810), p. 67. 152 Escribe un oficial español al servicio de José I: «Estas cuadrillas de Empecinados o de demonios todo lo interceptan, de suerte que estamos en el limbo». Cit. en Memorial, 19 (8 de junio de 1810), p. 166. «Es imposible publicar las innumerables cartas interesantes que han caído en nuestras manos. Debía señalarse para su publicación exclusivamente un periódico». Suplemento al Memorial del 3 de agosto de 1810, p. 309. 153 Instrucción para el conocimiento y manejo de las armas. Escribíala en las presentes circunstancias un aficionado, comunicando lo que por experiencia y práctica tiene observado, en beneficio de la patria y de la juventud española, Valencia, Librerías París-Valencia, 1993 (reprod. de la ed. de Valencia, Imp. de Benito Monfort, 1809), 16 p.
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Memorial, 24 (26 de junio de 1810), p. 212. La entrega del castillo de Lérida es objeto de un duro «editorial». 155 Cuando se confirma la toma de Ciudad Rodrigo por los franceses se escribe: «correremos un velo hasta que el tiempo nos manifieste los efectos de la artillería enemiga, nuestros trabajos para repararlos, las salidas que ha hecho la guarnición y en qué se funda su gobernador para no haberla salvado, abandonando la plaza, caso de que por causas que ignoramos debiese entregarla». Memorial, 32 (24 de julio de 1810), p. 273 nota *. 156 Memorial, 25 (29 de junio de 1810), p. 221. El autor de la propuesta firma F.H. 157 Memorial, 10 (8 de mayo de 1810), pp. 84-86 y 88; Memorial, 13 (18 de mayo de 1810), pp. 111-112; Memorial, 14 (22 de mayo de 1810), p. 120; Memorial, 19 (8 de junio de 1810), pp. 167-168; Memorial, 20 (12 de junio de 1810), pp. 174-175; Memorial, 22 (19 de junio de 1810), p. 194; Memorial, 23 (22 de junio de 1810), pp. 201-202; Suplemento al número 23, p. 206; Memorial, 27 (6 de julio de 1810), p. 240; Suplemento al Memorial de 3 de agosto de 1810, p. 312. 158 Memorial, 9 (4 de mayo de 1810), p. 76. 159 Memorial, 11 (11 de mayo de 1810), p. 96. Y lo mismo se hace cuando se recibe la noticia, sin confirmación oficial todavía, de la caída de Ciudad Rodrigo. Memorial, 30 (17 de julio de 1810), p. 264. 160 Memorial, 15 (25 de mayo de 1810), p. 127. 161 Las retiradas «importan a veces más que una gran victoria». SIDRO, op. cit., p. 12. 162 Memorial, 17 (1 de junio de 1810), p. 140. Otro ejemplo en el discurso de Junot tras entrar en Astorga. Memorial, 18 (5 de junio de 1810), pp. 157-159. 163 Memorial, 17 (1 de junio de 1810), p. 142. 164 Hay quien ha realizado un juego original analizando lo acaecido en España entre 1808 y 1814 desde la óptica de la legislación sobre los crímenes de guerra (un concepto que surge tras la II Guerra Mundial). Ciertamente ambos bandos salen muy mal parados: incendios, saqueos, violaciones de acuerdos, trato dispensado a los prisioneros (los guerrilleros no tenían esta condición, sino que eran ahorcados por los franceses) y deportación, crueldad con la población civil. LARREA, Antonio, «El moderno concepto de crimen de guerra y la Guerra de la Independencia de España», en Cuadernos de Historia Jerónimo Zurita, 25-26 (1972), pp. 177-184. Uno de estos «crímenes» en MARTÍNEZ RUIZ, Julián, «La Guerra de la Independencia: asalto y destrucción de San Sebastián (1808-1813)», en Boletín de la Real Sociedad Bascongada de Amigos del País, Tomo 46, 1-2 (1990), pp. 175-196. 165 Memorial, 15 (25 de mayo de 1810), p. 128. 166 En junio de 1809 concluye el dominio francés y hay que esperar a septiembre de 1810 para que se atisbe el peligro de una nueva invasión. Ver FIGUEROA LALINDE, María Luz, La guerra de la independencia en Galicia, Vigo, Leo, 1993, pp. 52-53. 167 Memorial, 19 (8 de junio de 1810), p. 163. 168 Ni que decir tiene que se expresa el mayor de los desprecios por las cuadrillas que están más cerca del bandidaje que de la lucha por la libertad, integradas por desertores, contrabandistas y delincuentes. Memorial, 19 (8 de junio de 1810), p. 165. Sobre cómo la frontera que separaba la figura del guerrillero de la del bandolero se traspasaba fácilmente ver LÓPEZ-CORDÓN CORTEZO, María Victoria, «La metamorfosis del bandido: de delincuente a guerrillero», en Spagna contemporanea, 12 (1997), pp. 7-22. 169 Memorial, 19 (8 de junio de 1810), p. 162 nota I. 170 Memorial, 6 (24 de abril de 1810), p. 52. 171 Memorial, 39 (27 de septiembre de 1810), pp. 339-340. 172 Memorial, 5 (20 de abril de 1810), p. 37. La cursiva es del texto. 173 Memorial, 15 (25 de mayo de 1810), p. 125. 174 Memorial, 5 (20 de abril de 1810), p. 40. 175 Memorial, 15 (25 de mayo de 1810), p. 124.
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Memorial, 25 (29 de junio de 1810), p. 220. «El mayor o menor conocimiento de los derechos del hombre decide siempre la mayor o menor actividad de los esfuerzos que hace para volverse a poner en posesión de ellos, y el mayor o menor grado de ilustración determina constantemente las revoluciones de los pueblos». Memorial, 28 (10 de julio de 1810), p. 247. 178 Memorial, 48 (29 de octubre de 1810), pp. 418-420. 179 La importancia que le concedían a esta cuestión los liberales era tal que las Cortes se instalan el 24 de septiembre y el 27 ya se introdujo en las mismas este tema. 180 Memorial, 14 (22 de mayo de 1810), p. 115. 181 «El hablar del gobierno y censurar su conducta, lejos de conocer límites, debe mirarse como un servicio hecho a la patria». Memorial, 30 (17 de julio de 1810), p. 257. 182 Memorial, 54 (20 de noviembre de 1810), p. 467. 183 Memorial, 15 (25 de mayo de 1810), p. 122. 184 «Reflexiones generales sobre la Revolución Española». Memorial, 33 (27 de julio de 1810), pp. 286-292; Memorial, 34 (31 de julio de 1810), pp. 293-300; Memorial, 35 (3 de agosto de 1810), pp. 301-306. 185 «Dejad que todos piensen, todos hablen, todos escriban, y no empleéis otra fuerza que la del conocimiento». Memorial, 35 (3 de agosto de 1810), p. 306. White rechazaba de manera frontal a las juntas, y en este artículo expone sus críticas más duras. 186 Memorial, 34 (31 de julio de 1810), pp. 297 y 299. Se la culpa de la desgraciada retirada de sir John Moore, y de otras muchas cosas: «La tenaz resistencia a la propagación de las luces, el fomento del espionaje, la distribución arbitraria y secreta de los caudales que entraban en sus manos, la ninguna atención a aliviar al pueblo de parte de sus males antiguos, y sobre todo la resistencia a reunir una verdadera representación del reino en las cortes». Memorial, 35 (3 de agosto de 1810), p. 303. 187 Memorial, 32 (24 de julio de 1810), p. 284. 188 Memorial, 36 (13 de septiembre de 1810), p. 317. 189 «Las Cortes», Memorial, 44 (15 de octubre de 1810), pp. 377-383. 190 Memorial, 50 (5 de noviembre de 1810), pp. 433-436. El siguiente número del Memorial (51, 9 de noviembre de 1810, pp. 437-441) nos presenta al resto del ejército jurando el reconocimiento a las Cortes. 191 Las juntas recibieron críticas desde otros muchos frentes. Por ejemplo, los ingleses reclamarán un gobierno central y un mando único militar para todos los ejércitos españoles. YÉPEZ PIEDRA, Daniel, «La visión de las Juntas de la Guerra de la Independencia en las fuentes inglesas», en Hispania Nova: Revista de historia contemporánea, 4 (2004). Disponible en http://hispanianova. rediris.es/4/articulos/04_002.htm 192 Sólo tras la marcha del marqués a Astorga «resurgió de nuevo la Junta Superior del Reino de Galicia», pues durante su estancia en tierras del noroeste se hizo con el control político. MOLINER PRADA, art. cit., p. 51. 193 Ver Cartas de Jovellanos y Lord Vassall Holland sobre la Guerra de la Independencia (18081811), prólogo y notas de Julio SOMOZA, Madrid, Imp. de Hijos de Gómez Fuentenebro, 1911, vol. II, p. 486 Muros, 13 de junio de 1810. Jovellanos será uno de los más críticos en la Junta Central con Romana. 194 Se señala que fue recibido con alegría, ilusión y esperanza por la Junta de Extremadura. Ver GÓMEZ VILLAFRANCA, Extremadura en la Guerra de la Independencia..., pp. 163 y 171. 195 Ver GÓMEZ VILLAFRANCA, op. cit., pp. 189-190 nota 1; RINCÓN, op. cit., pp. 76-78. El escrito de la Junta de Galicia está firmado por el brigadier Juan Senén de Contreras, que había estado a las órdenes de la Romana, y del que sabemos que tenía una diferente concepción del papel de las partidas a la del marqués (solicitó castigar con severidad sus excesos sobre la población civil y veía en ellas un peligro para la disciplina de las tropas), y puede que algún asunto pendiente (como que le obligara a servir junto a Ballesteros y, lo que le era más insufrible, a sus órdenes), 177
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pues cuatro meses antes había sido relevado del mando en Extremadura y enviado a Galicia. GÓMEZ VILLAFRANCA, op. cit., pp. 182, 184 y 185. 196 GUERRA, Arcadio, Apuntes bibliográficos de la prensa periódica de la Baja Extremadura, Badajoz, s.i., 1974, Tomo I, p. 9. 197 Archivo Histórico Nacional, Estado, leg. 30-E, 73. Cit. en RINCÓN, op. cit., pp. 73-74. 198 RINCÓN, op. cit., pp. 94-96. 199 Ídem, pp. 111-112. 200 Ídem, p. 98 nota. Parece que con la muerte de Romana y la llegada de Castaños las cosas cambiaron mucho, pues este último incorporó la Junta a su cuartel general. Ídem, p. 86. 201 GÓMEZ VILLAFRANCA, Extremadura en la Guerra de la Independencia..., p. 191. 202 Representacion del Excmo. Señor Marques de la Romana á la Junta Central, Valencia, en la imprenta de D. Benito Monfort, 1809, 43 p. 14 cm. Se ha sugerido que fue el mismo Romana el que envió el manuscrito a Valencia, donde se hallaba al mando su hermano José, quien lo dio a la prensa. MARTÍNEZ GUITIÁN, op. cit., p. 139. No en vano, diversos impresos relacionados con Romana se publicarán en esta misma ciudad, además de la Representacion, como la Defensa redactada por Osma o El gran proyecto de Bonaparte. 203 Romana por «su humildad no quiso insistir en que se imprimiese una vez que se le había negado la licencia al efecto, aun cuando lo hemos visto impreso y firmado en su nombre. Sí, ni se le dio licencia para imprimirlo ni nuestro difunto marqués insistió en conseguirla». VILLAGELIU, op. cit., p. 26. 204 «Las juntas que erigió el pueblo en sus respectivas provincias no fue para que se hiciesen soberanas, sino para que los rigiesen en unas circunstancias en que las legítimas autoridades o estaban interceptadas o no eran de su confianza … Las juntas provinciales, cuya potestad se haya refundida en V. M., … no han podido recibir de la nación una soberanía que nunca reconoció sino en el Señor D. Fernando VII». CARO Y SUREDA, Representacion…, pp. 6-7. 205 Adopta el papel de víctima humillada por las tropas del marqués, pues es inaceptable «que los sables y el coraje militar se empleen en ultrajar a los que ni forman los planes, ni disponen las acciones, ni mandan las retiradas, ni tienen parte en las fugas». RINCÓN, op. cit., p. 101. Queremos subrayar que las acciones que se achacan al ejército de la Romana no son ninguna de ellas de gloria (avances, ataques, persecuciones, etc.), sino todo lo contrario. 206 Comunican a la Junta de Galicia la orden del marqués. Ver NÚÑEZ VALERA Y LENDOIRO, José Raimundo, «Guerra de la Independencia: Dos cartas patrióticas entre Extremadura y Galicia», en GONZÁLEZ RODRÍGUEZ, Alberto (ed.), Actas del XXVI Congreso de la Asociación Española de Cronistas Oficiales, Mérida, Editora Regional de Extremadura, 2001, pp. 62-63. 207 El marqués acusa en octubre a la Junta de haberle proporcionado la exigua cantidad de 568 hombres de los 6000 solicitados para su ejército. MOLINER PRADA, art. cit., p. 45. 208 Memorial, 39 (27 de septiembre de 1810), p. 344. 209 Sobre las campañas de julio a diciembre de 1810 ver mapa en CIENFUEGOS LINARES, Julio, El Segundo Sello. Relato de la Independencia en Extremadura, Badajoz, Fondo de Educación y Promoción de la Caja Rural de Extremadura, 1996, p. 369. 210 Información detallada en LAMARE, Jean-Baptiste-Hyppolyte, Relación de los sitios y defensas de Olivenza, de Badajoz y de Campo-Mayor en 1811 y 1812 por las tropas francesas del ejército del Mediodía en España por el Coronel L**** Traducido por E. Segura, Badajoz, Institución Cultural «Pedro de Valencia» de la Excelentísima Diputación Provincial, 1981, XXXVIII197-[2] p. 4 h. de lám. Reproducción facsímil de la 1ª ed. de Badajoz, Tip. y Enc. «La Alianza», 1934. En francés se había publicado en París, Anselin et Pochard, 1825. 211 ESDAILE, Charles J., «Capítulo 12. Torres Vedras: La defensa de Portugal, julio de 1810-marzo de 1811», en La Guerra de la Independencia. Una nueva historia, Trad. de Alberto CLAVERÍA, Barcelona, Crítica, 2004, pp. 359-388. 212 «Aislábanse por consecuencia en las salas de sus sesiones, se enajeron el pueblo y miraron como subversivas del orden las consecuencias del entusiasmo general y de que tanta utilidad pública pudieron y debieron haber sacado». Memorial, 29 (13 de julio de 1810), p. 252.
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Ídem, p. 254. «Todos estos males se hubieran remediado si las juntas provinciales y la Central hubiesen tenido sus sesiones a puerta abierta, si hubiesen permitido a los periodistas que las publicasen, y a todos que hablasen y escribiesen libremente, sin más restricción que la de no calumniar a ningún particular y la de respetar la religión y la honestidad». Ídem, p. 255. 215 En el caso de Extremadura: «La Junta Central, sin carácter y sin las virtudes que deben adornar al que manda, cometió la debilidad de premiar desordenadamente aquella derrota [Medellín], y para cumplimiento de nuestros males atrajo a la provincia de Extremadura el ejército inglés». Memorial, 31 (20 de julio de 1810), pp. 266-267. «En numerosas ocasiones los jefes del ejército se vieron obligados a emprender acciones de dudosa eficacia militar por la presión de las Juntas. Y cuando sobrevinieron las derrotas las críticas se dirigieron tanto hacia las autoridades civiles como hacia las militares». MOLINER PRADA, art. cit., p. 53. 216 Memorial, 30 (17 de julio de 1810), p. 259. 217 Se afirma que «el soldado español, individualmente, es sin igual, aunque reunido en ejército es malo, es decir, por falta de gobierno». Ídem, p. 260. El estado es crítico: «pueblos inquietos, generales indecisos, oficiales ignorantes, soldados cobardes, ricos que rehusan su hacienda y jóvenes que huyen del servicio». Ídem, p. 261. 218 MARTÍNEZ RUIZ, «Las relaciones entre las nuevas instituciones…», p. 167. 219 Memorial, 18 (5 de junio de 1810), pp. 152-153. 220 Memorial, 23 (22 de junio de 1810), pp. 196-197. 221 Ídem, p. 199. 222 Memorial, 20 (12 de junio de 1810), pp. 177-178. 223 Memorial, 23 (22 de junio de 1810), p. 203. 224 Memorial, 7 (27 de abril de 1810), p. 55. 225 Memorial, 22 (19 de junio de 1810), p. 191. 226 Memorial, 36 (13 de septiembre de 1810), p. 319. 227 «¿Serán sus generales los que el gobierno prefiera para sostener su soberano poder, o los que sepan mandar y salvar la patria?» Representacion del Excmo. Señor Marques de la Romana…, p. 35. 228 Memorial, 2 (10 de abril de 1810), pp. 14-15. 229 Reemplazó a los integrantes de la Junta de Asturias por otras nueve personas enviando al coronel O’Donnell con 50 granaderos a la sala de sesiones para expulsar a los diputados. Pese a lo cual, recordando aquel suceso, escribirá: «cuyos progresos [de la Junta] impedí con excesiva moderación». Representacion del Excmo. Señor Marques de la Romana…, p. 39. 230 Sobre este periódico ver MORENO ALONSO, op. cit., pp. 172-174. Sus críticas al duque del Infantado y su incapacidad militar les hizo temer a los redactores que éste «no tendría el menor escrúpulo en utilizar a un par de sus fornidos lacayos para darle a un pobre periodista una lección práctica de cómo había que respetar a los Grandes de España». Cit. en p. 173 nota 20; Ídem, «El «Semanario Patriótico» y los orígenes del liberalismo en España», en Anuario del Departamento de Historia, III (1991), pp. 167-182; LOPES LEITE, Renato, «Um jornal espanhol traduzido em Portugal durante as guerras napoleônicas: O «Semanário Patriótico» e a ilustração», en Revista de Ciências Humanas (Universidade Federal do Paraná, Brasil), 10 (2001), pp. 185-194; CLAPS ARENAS, María Eugenia, «José María Blanco White y la «cuestión americana»: el «Semanario Patriótico» (1809) y «El Español» (1810-1814)», en Estudios de historia moderna y contemporánea de México, 29 (2005), pp. 5-40. 231 «Advertencia», Memorial, 36 (13 de septiembre de 1810), pp. 313-314. 232 «El marqués de la Romana, decía Wellington, era una gran persona, de trato agradable, muy inteligente, muy buen conocedor de la literatura y de la historia de su país, pero ignorante absoluto de la ciencia militar. … Pero, qué general más desastroso». Lord STANHOPE, Notes of conversations with the Duke of Wellington, p. 23. Cit. en La Guerra de la Independencia en Badajoz: Fuentes francesas. Ia. Memorias, Selección, edición y traducción de Fernando VALDÉS 214
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FERNÁNDEZ, Badajoz, Diputación de Badajoz, 2003, p. 62 nota 38. Tampoco los españoles ocultan que tuvo «en su carrera bastantes errores militares y políticos». SERVICIO HISTÓRICO MILITAR, Diccionario Bibliográfico de la Guerra de la Independencia Española (1808-1814). Referencias y notas comentadas de obras impresas, documentos y manuscritos de autores nacionales y extranjeros, que tratan de asuntos militares, históricos, políticos, religiosos, económicos, etcétera, etc., relacionados con dicha Guerra y su Epoca, Madrid, Talleres del Servicio Geográfico del Ejército, 1952, vol. III, p. 131. 233 Los hijos de Romana cuando en 1837, al ser trasladado el cadáver de la iglesia de Santo Domingo a la catedral de Palma de Mallorca, hicieron abrir el féretro del marqués encontraron la placa de la Gran Cruz de Carlos III que guardaron en su poder, hasta que los nietos se la entregaron al general Gómez de Arteche. Ver MARTÍNEZ GUITIÁN, op. cit., pp. 153-154. Nada hemos dicho de su vida familiar y quizá unas breves notas sean necesarias. El marqués se casó el 14 de septiembre de 1801 en la iglesia de Santa Cruz de Palma con Dionisa Salas Boxadors. De este matrimonio nacieron dos hijos: Pedro (IV marqués de la Romana) y Margarita. 234 MARTÍNEZ-VALVERDE, art. cit., pp. 169-180. 235 La Guerra de la Independencia en Badajoz…, p. 129. 236 Mendizábal no duda en señalar el «poco interés del pueblo en defenderla a costa de sus vidas». MENDIZÁBAL, Respuesta del Teniente General D. …, p. 5. 237 Ver MÉNDEZ VENEGAS, Eladio, «Datos para un estudio de la Guerra de la Independencia en Badajoz», en Revista de Estudios Extremeños, vol. XXXIX, 1 (enero-abril 1983), pp. 169-172. 238 Campo Mayor capitula el 21 de marzo de 1811. VILLAR, Francisco de Paula da Silva (Mayor), O Sargento-mór Talaya, defensor da praça de Campo Maior em 1811, Lisboa, Tipografia da Cooperativa Militar, 1914, 24 p. il. 239 CABANES, «Observaciones del traductor», en op. cit., p. [10]. 240 CABANES, op. cit., p. 30. 241 Castaños, explicando la retirada que efectuó con su ejército de Tudela a Cuenca, escribe: «la voz traición ya no significaba lo que antes: traidor es un general que no ataca cuando se le antoja a un soldado cualquiera que está a 200 leguas del enemigo; traidor si retira el ejército que va a ser envuelto; traición se dice si alguna vez falta pan al soldado; traición si el enemigo ataca, porque se supone ha sido avisado por el general en jefe para entregarle el ejército, y traidores todos los jefes si se pierde una acción». Cit. en MORENO ALONSO, op. cit., p. 182. 242 Memorial, 2 (10 de abril de 1810), p. 13.