ENRIQUE PERDIGUERO JOSEP M.a COMELLES (eds.)
MEDICINA Y CULTURA Estudios entre la antropología y la medicina
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ENRIQUE PERDIGUERO JOSEP M.a COMELLES (eds.)
MEDICINA Y CULTURA Estudios entre la antropología y la medicina
Serie General Universitaria - 8
edicions bellaterra
A Lluis Mallart
Índice
A Luis Garcia Ballester, in memoriam
Notas sobre los autores, 9 Proemio, Oriol Romaní, 17 Introducción, Josep M. a Comelles y Enrique Perdiguero, 21 1. De qué hablamos cuando hablamos de factores culturales en salud. A modo de presentación, Tullio Seppilli, 33
cultura Libre
2. De qué hablamos cuando hablamos de factores culturales desde la demografía y epidemiología históricas, Elena Robles, Enrique Perdiguero y Josep Bernabeu, 45
Diseño de la cubierta: Joaquín Monclús © Enrique Perdiguero y Josep M." Comelles
3. De qué hablamos los pediatras cuando hablamos de factores culturales, Xavier Allué, 55
© Edicions Bellaterra 2000, s.l., 2000
Espronceda, 304 08027 Barcelona Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprograña y el tratamiento informático. y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos.
Impreso en España Printed in Spain ISBN,84-7290-152-1 Depósito Legal: B. 46.328-2000 Impreso por Bdim, s.c.c.l. - Barcelona
4. Cultura e Historia de la Enfermedad, Jan Arrizabalaga, 71 5. Los duelos de la migración: una aproximación psicopatológica y psicosocial, Joseba Atxotegui, 83 6. Cuidados profanos: una dimensión ambigua en la atención de la salud, Jesús Armando Haro Encinas, 101 7. Factores culturales: de las definiciones a los usos específicos, Eduardo L. Menénder, 163
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~Medicina
y cultura
8. «La culpa fue de Durkheim- o «el amor al chocolate es cultura». Para un debate sobre el papel de la antropología de la medicina, José M. Uribe Oyarbide, 189
Los autores
9. La maternidad como cultura. Algunas cuestiones sobre lactancia materna y cuidado infantil, Mari Luz Esteban, 207 lO. Factores socioculturales del dolor y el sufrimiento, Rosario Otegui Pascual, 227 11. Anatomía de una ilusión. El DSM-IV y la biologización de la cultura, Ángel Martine: Hemáez; 249 12. El afecto perdido, José Fernández-Rufete, 277 13. Tecnología, cultura y sociabilidad. Los límites culturales del hospital contemporáneo, Josep M. a Comelles, 305 14. Cuarenta años de antropología de la medicina en España (19602000), Enrique Perdiguero, Josep M. a Comelles y Antón Erkoreka, 353
JOSEBA ATXÓTEGUI, médico psiquiatra. Es profesor titular de la Universitat de Barcelona, presidente de la Sección Colegial de Psiquiatras del Colegio de Médicos de Barcelona y director del SAPPIR (Servicio de Atención Psicopatológica y Psica social a Inmigrantes y Refugiados) del Hospital de Sant Pere Claver de Barcelona. Obtuvo el premio «Solidaritat 1998» del Parlament de Catalunya por el trabajo efectuado en el SAPPIR. Director del curso de posgrado «Salud mental e intervenciones psicológicas con inmigrantes, refugiados y minorías» de la Universitat de Barcelona. XAVIER ALLUÉ, médico pediatra y doctor en Antropología, actualmente jefe del servicio de Pediatría del Hospital Universitario de Tarragana «Juan XXIII». Lleva más de 35 años dedicado a la asistencia sanitaria infantil. Graduado por la Universitat de Barcelona, realizó su especialización en Estados Unidos (University of Oklahoma) y Canadá (McGill University). Ha trabajado en el País Vasco (Hospital de Cruces de Bilbao) y en la islas Baleares (Ibiza). Es miembro fundador de las Sociedades de Cuidados Intensivos y Neumología Pediátricas. Es autor de numerosos trabajos científicos y comunicaciones a congresos, y traductor de varios libros médicos del inglés. Colabora habitualmente en los medios de comunicación en temas de divulgación sanitaria en programas de radio y ha publicado más de 700 artículos periodísticos. Su vinculación con las ciencias sociales data de varios años, consolidada hace un lustro con el máster en Antropologia de la Medicina de la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona de cuya facultad de Medicina es profesor asociado.
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JON ARRIZABALAGA, es investigador del CSIC en el Departamento de Historia de la Ciencia de la Institución «Mil" i Fontanals» del CSIC en Barcelona. Sus principales líneas de trabajo son la historia de la enfermedad y de la salud, la historia de la medicina europea bajomedieval y moderna, y la historia de las universi~ades,. ~emas sobre los que ha publicado extensamente a nivel internacional en los últimos años. Entre sus publicaciones más recientes se encuentran la monografía escri-
ta con John Henderson y Roger French, The Great Pox. The French Disease in Renaisssance Europe (New Haven-Londres, Yale Univ. Prcs, 1997); y la cocdición de volúmenes colectivos: con Luis García Ballester y Joan Veny, Jacme d'Agramont. Regiment de preservació de pestilencia (Lleida, /348). Estudis introductoris i Glossari (Barcelona, Enciclopedia Catalana, 1998); con Roger French, Andrew Cunningham y Luis García Ballester, Medicine from the Black Death to the French Disease (Aldershot, Ashgate, 1998); y con Ole P. Grell y Andrew Cunningham. Health Care and Poor Relief in Counter-Reformation Europe (Routledge, Londres-Nueva York, 1999).
Los autores
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gía de la Medicina es actualmente codirector del Máster en Antropología de la Medicina de la URV. Ha publicado varios libros y numerosos artículos y capítulos de libro La razón y la sinrazón. Asistencia psiquiátrica y desarrollo del Estado en la España contemporánea (Barcelona, PPU, 1988)';'etarlículo «The fear of (ones own) history». On the Relations between Medical Anthropology, Medicine and History, publicado en Dynamis en 1997; y los capítulos «From ethnography to clinical practice in the construction of the contemporary State», publicado en el volumen editado por C. J. Greenhouse Democracy and Ethnography. Constructing /dentities in Multicultural Liberal States (SUNY Press, Albany, 1998). MARILUZ ESTEBAN GALARZA, profesora de Antropología Social de la Universidad del País Vasco-Euskal Herriko Unibertsitatea. Anteriormente impartió docencia en la Universidad de León y Universidad Pública de Navarra. Licenciada en Medicina, trabajó como médica de planificación familiar en Basauri (Bizkaia). Su tesis doctoral y demás investigaciones se han centrado sobre todo en temas relacionados con
JOSEP BERNABEU MESTRE, profesor titular de Historia de la Ciencia en la Universidad de Alicante. Ha publicado numerosos trabajos de historia de la salud pública, como Historia de la Enfermería de salud pública en España (/860-/977), realizado en colaboración con Encarna Gascón y editado por la Universidad de Alicante en 1999. Su labor se ha centrado, fundamentalmente, en la epidemiología histórica, aportando al análisis de la población en el pasado herramientas provenientes de la historia de la medicina. Sobre este tema ha publicado numerosos trabajos entre los que se puede resaltar la monografía Enfermedad y población (Valencia, Seminari d'Estudis sobre la Ciencia, 1994) y el capítulo publicado con David Reher y Vicente Pérez Moreda «Childhood mortality patterns in Spain during the demographic transition», publicado en C. Corsinsi, P. P. Viazzo, eds., The Decline of Infant Mortality. The European Experience, /750-/990 (Martinus Nijhoff Publishers, La Haya, 1997). JOSEP M. COMELLES, profesor de Antropología Social en la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona. Psiquiatra, doctor en Antropología por l' École des Hautes Études en Sciences Sociales, y en Medicina y Cirugía por la Universitat de Barcelona. Especializado en Antropolo-
la salud y el género, salud reproductiva y sexual, cuerpo e imagen corporal. Entre sus publicaciones destacan: el monográfico La atención especifica a las mujeres. /5 años de centros de planificación familiar (Koadernoak-OP, 15. Bilbao, 1994). Y los artículos: «Relaciones entre feminismo y Sistema Médico-Científico», en T. Ortiz y G. Becerra, eds., Mujeres de ciencia. Mujer, feminismo y ciencias naturales, experimentales y tecnológicas (Granada, Universidad de Granada, 1996) y «Promoción social y exhibición del cuerpo», en T. del Valle, ed., Perspectivas feministas desde la antropología social (Ariel, Barcelona, 2000). JOSÉ FERNÁNDEZ RUFETE, licenciado en Sociología (especialidad Antropología) por la Universidad Complutense de Madrid y doctor en Antropología Social (Universitat Rovira i Virgili de Tarragona) con la tesis Sanar o Redimir. Procesos Asistenciales en VIH-SIDA en un Ámbito de Atención Hospitalario. En esta universidad también cursó el máster en Antropología de la Medicina. Actualmente es profesor titular de la licenciatura en Antropología Social y Cultural (Universidad Católica San Antonio de Murcia-UCAM) en la que imparte las asignaturas: Procesos Cognitivos y Representaciones Simbólicas y
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Antropología de la Salud y la Enfermedad. Actualmente es decano de la licenciatura en Antropología Social y Cultural (UCAM). JESÚS ARMANDO HARO, médico de familia con Maestría en Ciencias Sociales. Profesor investigador del Programa de Salud y Sociedad de El Colegio de Sonora, México desde 1990. Actualmente estudiante de doctorado en Ciencias Sociales y Salud en la Universitat de Barcelona y de Antropologia de la Medicina en la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona. En 1998 coordinó y editó con Benno de Keijzer el libro Participación comunitaria en salud: evaluación de experiencias y tareas para el futuro (Hermasilla, El Colegio de Sonora-Produssep-OPS) y también coordinó y editó, el sistema local de salud Guarijío-Makurawe. Un modelo para construir. Su aportación más reciente es la publicación de Para los rincones Antología de métodos cualita5tivos en la investigación social (Hermosillo, El Folegio de Sonora, 2000), que compiló y editó con Catalina Denman (Hermasi110, El Colegio de Sonora-CIAD). ÁNGEL MARTÍNEZ HERNÁEZ, doctor en Antropología Social y máster en Psiquiatría Social por la Universidad de Barcelona. Ha sido Visiting Scholar en la Universidad de California en Berkeley y profesor-investigador invitado en la Universidad Nacional Autónoma de México y en la Universidad de Perugia (Italia). Actualmente es profesor asociado en la Universitat Rovira i Virgili, en Tarragona, y en la Universitat de Barcelona. Entre sus publicaciones se cuentan los siguientes libros: Enfermedad, cultura y sociedad (Madrid, Eudema, 1993) junto can Josep Maria Comelles; Els métodes de l' etnologia de Franz Boas, Barcelona, Icaria, 1996 (editor, prologuista y traductor); Ensayos de Anropología cultural. Homenaje a Claudia Esteva Fabregat, Barcelona, Ariel, 1996 (ca-editor junto con Joan Prat); ¿ Has visto Cómo llora un cerezo? pasos hacia una antropología de la esquizofrenia (Publicacions de la Universitat de Barcelona, 1998) y What's Behind the Symptom? On Psychiatric Observation and Anthropological Understanding (Harwood Academic Press, Langhorne, 2000). EDUARDO L. MENÉNDEZ, antropólogo con maestría en Salud Pública. Doctor en Antropología, investigador en el CIESAS (México). Especializado en el campo de la Antropología Medica y en particular de-
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dicado a investigar el proceso de alcoholización desde el saber popular y el biomédico. Ha publicado numerosos artículos y libros entre los que sobresalen los libros: Cura y Control. La apropiación de lo social por la práctica psiquiátrica (Nueva Imagen, México, 1979); Poder, estratificación y salud. Análisis de las condiciones sociales y economicas de la enfermedad en Yucatán (México, 1981); YAntropología médica. Orientaciones, desigualdades y transacciones (México, 1990), ROSARIO OTEGUI PASCUAL, profesora de Antropología Social en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense de Madrid, donde está encargada de la asignatura Antropología de la Salud y la Enfermedad. Profesora invitada en el Centro Universitario de Salud Pública (Madrid) y en dicho Centro directora y coordinadora del Taller de Antropología Social. Ha sido docente, asimismo, en la Escuela Nacional de Sanidad. Áreas de interés investigador: las enfermedades crónicas, el complejo VIH-Sida en el colectivo de mujeres que trabajan en la prostitución callejera y la educación para la salud. Temas en los que ha publicado diversos artículos y libros, entre los que destacan el publicado en 1989 «El enfermo de artritis reumatoide ante las prácticas terapéuticas: una visión desde la Antropología Social», en Arxiu d'Etnografia deCatalunya, n." 7, y el aparecido en marzo de 1991, «Antropología social y educación para la salud: El uso del preservativo en la prostitución», publicado en el n." 942 de Jano, ENRIQUE PERDIGUERO GIL, profesor de Historia de la Ciencia en la Universidad Miguel Hernández de Alicante. Desde la realización de su tesina sobre rituales diagnóstico-terapéuticos en el sur de la provincia de Alicante y de su tesis doctoral sobre los tratados de medicina doméstica en la España ilustrada ha llevado a cabo trabajos de investigación histórico-médica fuertemente inspirados en la Antropología de la Medicina. Entre ellos se cuentan «Protomedicato y curanderismo», Dynamis (1996), y «Healing alternatives in Alicante, Spain, in the late nineteenth and late twentieth centuries», en M. Gijswijt-Hofstrat, H. Marland, H. de Waardt, eds., Illness and Healing Alternatives in Western Europe (Routledge, Londres, 1997). También ha publicado varios trabajos sobre popularización de la medicina e historia de la salud pública.
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Los autores
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ELENA ROBLES GONZÁLEZ, licenciada en Sociología por la Universidad Complutense de Madrid. Máster en Salud Pública por el Institut Valencia d'Estudis en Salut Pública. Actualmente desarrolla su labor como ayudante de Universidad de Historia de la Ciencia en el Departamento de Salud Pública de la Universitat d' Alacant. Su investigación se ha centrado en el estudio de la mortalidad infantil y la transición sanitaria, aspectos sobre los que ha publicado varios artículos y capítulos de libro, entre los que sobresalen: «La transición sanitaria en España 1900-1990», Revista Española de Salud Pública, 1996 (en colaboración con F. G. Benavides y J. Bernabeu), y «La transición sanitaria: una revisión conceptual», Boletín de la ADEH, 1996, también en colaboración con los mismos autores.
gia», En Atti della XLV Riunione della Societá Italiana per il progresso delle scienze (1954); «II contributo della antropologia culturale alla educazione sanitaria». L' Educazione sanitaria, 4 (3-4) ( 1959); «L' approccio antropologico-culturale nella individuazione della incidenza dei processi migratori sulla patologia mentale. Inmigrazione, lavoro e Pato logia Mentalc». Atti del Convegno lntemazionale di studio sulla... Milano, 51-54. (1963); «La medicina popolare in Italia: Avvio ad una nuova fase della ricerca e del dibattito», La Ricerca Folklorica, 8, pp. 3-7 (1983); «Antropologia medica: fondamenti per una strategia. AM», Rivista della Societá italiana di antropologia medica, 1-2, pp. 722 (1996), Y como compilador: Le Tradizioni Popolari in Italia. Medicine e Magie (Electa, Milán, 1989).
ORIOL ROMANf, es profesor de la Universitat Rovira i Virgili de TaITagona, doctor por la Universitat de Barcelona. Codirector del máster y del doctorado en Antropología de la Medicina de la Universitat Rovira i Virgili. Desde finales de los setenta su campo de investigación dominante son las drogodependencias y las conductas adictivas, así como las problemáticas asociadas a problemas juveniles y de marginación social. Tiene numerosas publicaciones en revistas españolas y extranjeras, y ha publicado monografías como A tumba abierta. Autobiografía de un grifota (Anagrama, Barcelona, 1983); Las drogas. Sueños y razones (Ariel, Barcelona, 1999); en colaboración con Jaume Funes, Dejar la heroína (Cruz Roja, Madrid, 1985), y con Josep M." Comelles Antropologia de la Salud y la Medicina (Asociación Canaria de Antropólogos-FAAEE, La Laguna, 1993).
JOSÉ M." URIBE OYARBIDE, doctor en Antropología Social y Profesor de Antropología Social de la Fac. CC. Humanas y Sociales de la Universidad Pública de Navarra. Premio extraordinario de doctorado en la UCM y primer premio Marqués de Lozoya del Ministerio de Educación y Cultura. Desde hace más de una década su investigación se centra en temas de antropología social y salud con especial énfasis en el impacto sociocultural de la gestión de políticas sanitarias. Entre su publicaciones destaca Educar y cuidar. El diálogo cultural en Atención Primaria (Ministerio de Cultura, 1996) y como aportación más reciente, resultado del VIII Congreso de Antropología, «Antropología Aplicada. Momentos para un debate recurrente», en C. Giménez, ed. Mas allá de la Academia. Aplicaciones, contribuciones prácticas e intervención social (Asociación Galega de Antropoloxía, Santiago de Compostela, 1999).
TULLIO SEPPILLI, es catedrático de Antropología Social en la Universitá degli Studi di Perugia, y director del1stituto di Etnologia e Antropologia Culturale de dicha universidad. Doctor en Antropología con formación en antropología biológica realizada entre el Brasil e Italia, es el fundador de la Antropología de la Medicina italiana con una trayectoria de casi cincuenta años de investigación. Discípulo de Bastide y Gurvitch, trabajó casi una década con Ernesto de Mattino, y ha sido uno de los fundadores del Centro Sperimentale di Educazione Sanitaria, así como el inductor en el mismo de la formación antropológica. Entre sus muchas publicaciones reseñamos las siguientes: «Contributo alla formulazione dei rapporti tra passi igienico-sanitaria ed etnolo-
Proemio
El libro que aquí empieza es una de las consecuencias concretas de un proyecto que cuajó hace ya unos años en nuestro Departament d' Antropología Social i Filosofía de la Universitat Rovira i Virgili, con la propuesta que nos hizo Josep M.' Comelles de organizar un máster de Antropología de la Medicina, que se inició en el bienio 1994-1996, con el diseño que del mismo hicimos ambos bajo la batuta magistral del profesor Lluis Mallart. Ya desde los comienzos del segundo bienio (1996-1998), y a partir de constatar las dificultades de saber realmente si, desde las distintas aportaciones disciplinarias que allí confluían, estabámos hablando de lo mismo, surgió la idea de realizar un seminario específico sobre la cuestión de "pero, ¿de qué diablos estamos hablando cuando hablamos de factores culturales en salud?»; ya que se nos planteaban problemas que no sólo exigían clarificar las elaboraciones teóricas de la antropología, la medicina, la enfermería, la sociología y el trabajo social, principalmente, sino también las implicaciones prácticas que para la intervención tenían los distintos discursos disciplinares y sus posibles articulaciones. Así que este tema fue escogido como último módulo, como cierre de este bienio; este libro refleja, en gran parte, las aportaciones allí realizadas. El resultado fue tan alentador que decidimos repetir la experiencia, pero no al final del siguiente bienio (1998-2000), sino al final del primer curso del mismo, lo que hicimos en junio de 1999 con el tema «Gramsci y la Antropología de la Medicina»; mientras que el seminario final del presente bienio (junio del 2000) versó en torno a «Antropología y Psiquiatría». Así pues, este libro es, a la vez, un testimonio de la utilidad y
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Medicina y cultura
consolidación de dicho proyecto, que, como toda novedad en medios institucionales, tuvo que superar no pocas reticencias. Reticencias que tenían que ver con la consideración de muchos de los temas que se encuentran en él como temas liminales dentro de la antropología; así como liminales parecían considerar los guardianes de las esencias
antropológicas las trayectorias académicas de algunos de los que practicábamos la antropología sin ningún respeto por las fronteras disciplinarias, utilizando materiales y perspectivas de la historia social, de la sociología, de la historia de la medicina, de la epidemiología, de la filosofía, etc. Lo que pone de manifiesto este libro es no sólo que, como dicen los compiladores en la Introducción, la interdisciplinariedad es un paso obligado hacia un nuevo paradigma de las ciencias sociales, sino que los temas y perspectivas aquí expuestos se adentran, a través del amplio campo de la salud y la enfermedad, en aspectos centrales de la vida social y de la cultura humanas, objeto de la Antropología. Estos aspectos, a pesar de su validez teórica general, no podían ser aprehendidos más que desde distintos contextos locales, si queríamos ser coherentes con una de las características generales del punto de vista antropológico. En relación con ello, una opción que marcó la organización de los dos primeros bienios del máster de Antropología de la Medicina de Tarragona fue la de darle un cierto énfasis, en el que, admitiendo que si bien la universalidad de algunas cuestiones es indiscutible, también es cierto que se plantean desde realidades, preocupaciones, lenguajes, etc., que forman parte de contextos socioculturales específicos. Reconociendo, pues, la riqueza de las aportaciones anglosajonas al tema, nos proponíamos destacar la especificidad de ciertos ámbitos en los que nos movíamos la mayoría de los que estábamos implicados en el máster de Antropología de la Medicina en aquellos momentos: marginales en relación con las instituciones académicas dominantes en el mundo; «sureños» respecto a las sociedades europeas y norteamericanas; y compartiendo un mar-
co cultural latino. Esto nos permitía, además, ofrecer un perfil claramente diferenciado del otro más ter de Antropología de la Medicina existente entonces en Europa, el de Brunel (Gran Bretaña). Así que esta obra es también un reflejo bastante significativo de la red de colegas de Antropología de la Medicina que, a través de los últimos veinte años, hemos ido conformando entre todos. Aunque al
Proemio
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ser un producto de un seminario concreto, está claro que no se trata de una representación exhaustiva, pues faltarían colegas franceses, otros
italianos y mexicanos, argentinos y algún otro del conjunto de España; además de las recientes (en la docencia, aunque no en las bibliografías utilizadas) incorporaciones de colegas británicos, norteamericanos y holandeses, una vez consideramos consolidada nuestra «alternativa la-
tina». De todos modos, en mi opinión, el conjunto de la red queda muy bien reflejado en la bibliografía que cierra el volumen. . Con estas breves indicaciones sobre el contexto histórico e ins-
titucional del que surge el presente libro estamos ya en condiciones de adentrarnos en él: háganlo con todo el sentido crítico del que sean capaces, no les pesará. ORIOL ROMANÍ
Mediona, febrero de 2000
Introducción Josep M." Comelles, Enrique Perdiguero
Llevar a cabo la publicación de un libro como este, que cruza las habitualmente poco permeables fronteras disciplinares, pasa evidentemente por muchas idas y venidas, por muchas descubiertas en territorios ajenos y por muchos años de fecundo intercambio interdisciplinar que han permitido que antropólogos, sociólogos, trabajadores sociales, médicos y enfermeras e historiadores de la medicina nos unamos para discutir y publicar nuestros trabajos sobre medicina y cultura. Los compiladores de este volumen, creemos firmemente que las demarcaciones disciplinares entre la medicina y la antropología social son todo menos evidentes, en la medida que algunas de las escuelas de la antropología -y no sólo las biológicas y las filosóficas-, el folclore o la etnografía fueron tiempo atrás parte de las ciencias médicas y han sido, y son durante el siglo xx, paradigmas subalternos en la medicina. Al mismo tiempo, durante el siglo que acaba de finalizar, los procesos de salud, enfermedad y atención han sido temas marginales o claramente subalternos en la antropología social y cultural profesional. Por lo tanto, estas realidades han llevado a frecuentes afirmaciones de que esto no es medicina, o esto no es antropología que aún resuenan en nuestros aún jóvenes oídos. Precisamente, la emergencia de la antropología de la medicina durante los años sesenta del siglo veinte, se produce de la mano de una generación entera de antropólogos, unos «puros», como Foster,
Rubel, Good, Mallart, Seppilli, Menéndez, Zempléni, Young, Zimmermann, Augé, Lock, Laplantine o Frankenberg entre otros, aunque no pocos de ellos procedan también de otras ciencias sociales o humanas; pero también de médicos que transitan de la medicina a la an-
.
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Introducción
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Medicina y cultura
tropología, como Fabrega, Kleinman, Hahn, Fassin, Benoist, Meyer, Littlewood, Murphy, Ellenberger o Kirkmayer, entre muchos otros. y ha sucedido lo mismo en nuestro país, donde autoras como Mariluz Esteban y en medidas distintas, los dos compiladores de este libro procedemos de la medicina, mientras que otros antropólogos de la medicina españoles, largamente representados en este volumen, provienen de la antropología social y cultural. Esta presencia, y esta convergencia de múltiples identidades profesionales en el desarrollo de la antropología de la medicina es inevitable. Algunos colegas norteamericanos sugieren que el futuro de este campo está en la doble formación, médica y antropológica, de enfermería y antropología (Hahn, 1995). No estamos seguros de ello, ni que necesariamente sea bueno. La problemática que desencadena la reflexión que condujo a la antropología de la medicina procedió de la necesidad de obtener respuestas sobre el significado de lo social y de lo cultural para responder a preguntas planteadas, en su mayoría, desde el sector de la salud, pero también de las preguntas que se hicieron científicos sociales «profanos» en medicina al respecto. Haciéndose estas preguntas hallamos también a literatos como Susan Sontag o Thomas Mann, o a filósofos como Gadamer. Los historiadores de la medicina que fueron constituyendo a lo largo del siglo xx la disciplina hasta constituir lo que hoy entendemos por Historia de la Medicina estaban, han estado y siguen estando en la raíz de esta perspectiva de convergencia, añadiendo además la perspectiva temporal. Baste nombrar a Henry Sigerist, Edwin Ackerknecht, George Rosen, Charles Rosenberg -entre otros-, o las propuestas de Luis García Ballester y José M. López Piñero en los primeros setenta en nuestro suelo para atestiguar este aserto. En los estudios actuales de antropología de la medicina las referencias cruzadas son comunes. Y no es casual que cuando Horacio Fabrega (1974) escribió su famoso alegato sobre la necesidad de recuperar para la medicina el discurso sobre lo social y lo cultural lo hiciese jugando, creemos que conscientemente, sobre su doble identidad de médico y de antropólogo. Lo que nos parece fundamental en este nuevo proceso de convergencia es un fenómeno que se está planteando como uno de los grandes desafíos del siglo XXI: destruir los límites corporativos y de conocimiento edificados en el siglo xx a partir de un desaforado proceso de especialización que si bien tenía un sentido obvio en las cien-
cias «duras» y en la tecnología, carecía de él en las ciencias sociales o humanas. No olvidemos que a Boas le situaron en el panteón de filósofos americanos, y que en Europa Julio Caro Baroja, Ernesto de
Martina, Braudel o Foucault son literalmente inclasificables. Tampoco hace ninguna falta. Esta destrucción de límites corporativos surge hoy como una consecuencia de la globalización, a partir de la cual, paradójicamente _y si se analiza en serio este concepto ya tópico-, se apunta la necesidad de conciliar lo general con lo local, debido a la Importancia crítica de esto último. Nunca el mundo había sido tan aldea global, pero a la vez nunca el mundo había estado compuesto de tantas aldeas. La globalización abre un campo en el que el individuo comparte identidades muy diversas y contradictorias, y comprenderlo.exIge comprender la articulación de lo local con lo general. Esta misma cuestión es la que se les planteó a los hipocráticos, hace vemucmco siglos, al tratar de entender el caso individual en su contexto, o hace cien años a la generación de Malinowski y de Boas, al plantearse la revisión técnica y metodológica de los estudios intensivos de casos y aplicarlo a las sociedades aborígenes. El desafío que se abre ante nosotros es inmenso. Por una parte, los científicos sociales abominamos cada vez más de unas fronteras artificiales entre la historia, la economía política, la ciencia política, la sociología, la antropología... y la medicina. Y desde el campo de la salud la enfermería, la salud pública, la promoción para la salud, diverso's profesionales y un creciente número de médicos de at~~ción primaria vuelven sus ojos a las ciencias sociales, co~o ya lo hicieron sus predecesores de otros siglos, instalados en paradIgmas en los que lo social y lo ambiental -en sentido lato-, eran la clave del entendimiento de la realidad y de su propia identidad. Esta nueva convergencia no significa convertir a todos los médicos o a todas las enfermeras y enfermeros, en antropólogos o antropólogas, o a todos los antropólogos de la medicina en médicos y enfermeras o enfermeros. No se trata de eso. Cada uno debe poder, SI así lo decide, definir su propia identidad. Los compiladores de este volumen nos identificamos como historiadores de la medicina y como antropólogos de la medicina. Ambos podemos adoptar una identidad médica a la que jamás hemos renunciado. Pero podemos trabajar como antropólogo el historiador, y como historiador el an-
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tropólogo. No es una anécdota casual ni el producto de la amistad o de una antigua colaboración. Es la consecuencia de una convicción
que nos lleva a tratar de reconstruir un diálogo que, inevitablemente: conducirá a renovar las relaciones entre antropologfa y medicina y a superar la pervivencia de viejas teorías decimonónicas, como el evolucionismo social o cultural positivista en la medicina, o la retórica
fenomenológica en antropología, e incorporar los nuevos paradigmas de la ciencia social. Pero también significa para la antropología superar las reticencias de los académicos hacia el trabajo aplicado e incorporar las dimensiones históricas de los problemas. Por otra parte, la antropología de la medicina ha sido un tremendo revulsivo en la antropología social y cultural de los últimos veinte años, tanto por su crecimiento exponencial, corno por la signi-
ficación teórica que ha tenido en la renovación de las polémicas entre cultura y naturaleza, cultura y biología y la importancia del cuerpo y de las emociones en la construcción de la cultura. Por lo tanto, la práctica de la antropología de la medicina, en la medida en que exige un diálogo permanente con el sector de la salud, obliga a ambas partes a un ejercicio autocrítico sobre sus respectivas identidades profesionales. Sin este ejercicio, no es posible ese juego de trasvases que es indispensable para alcanzar los objetivos marcados. Este libro se sitúa en esta perspectiva. Cuando algunos de nosotros nos comprometimos con un proyecto de desarrollo de la antropología de la medicina en este país, lo pensamos como un campo abierto, y proyectado sobre la sociedad, no encerrado exclusivamente en la academia y en sus rituales. Fruto de este proyecto, cuyos esbozos iniciales se remontan a casi veinte años ha sido el desarrollo de un proyecto de formación interdisciplinar en antropología de la medicina en el que participan antropólogos, sociólogos, historiadores, médicos, enfermeras y trabajadores sociales. En este marco se ubica la génesis de este proyecto. Surgió a partir de los trabajos que se presentaron a las jornadas que sirvieron de clausura, en junio de 1998, al JI máster de antropología de la medicina, organizado por la Universitat Rovira i Virgili. El tema que allí nos congregó fue «¿De qué hablamos cuando hablamos de factores culturales en salud y enfermedad?». Algunas ponencias de las allí presentadas, reelaboradas, y otras que se han ido añadiendo en el proceso de edición constituyen las páginas que el lector tiene entre las manos.
Introducción
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El debate sobre algo que puede parecer tan obvio -pero que en el transcurso del encuentro mostró toda su complejidad-, tuvo su origen en la preocupación de algunos de nosotros, que en nuestras investigaciones sobre epidemiología histórica advertíamos con preocu-
pación la utilización de la expresión factores culturales como un cajón de sastre con el que explicar aquello que no era comprensible con otras matrices explicativas más inmediatas y simplistas. La justificación más detallada de este interés se ha mantenido como primer capítulo de la primera parte de este libro. Con esta preocupación en mente propusimos a los compañeros del Departament d' Antropologia i Filosofía de la Universitat Rovira i Virgili de Tarragona organizar un taller o una mesa redonda para debatir este asunto. Con su habitual dinamismo esta propuesta fue rápidamente convertida en un par de jornadas frente al Mediterráneo en las que nos reunimos un grupo. de interesados con aportaciones internacionales.
Decidimos pedir a no antropólogos relacionados con la salud y la enfermedad (fundamentalmente médicos e historiadores de la medicina) que nos expusieran cómo consideraban en su propio trabajo asistencial, docente o investigador la cultura. Y que añtropólogos que habitualmente trabajan en el campo de la antropología de la medicina expusiesen su opinión sobre el particular, bien a través del desarrollo del amplio tema de las relaciones entre medicina y cultura, bien a través de un trabajo de investigación concreto. En las jornadas este esquema fue más o menos seguido. Pero los universitarios, seamos de
la disciplina que seamos, somos poco disciplinados y las versiones escritas de lo que se discutió en Tarragona son en muchos casos libé-
rrimas elaboraciones del material original. Este libro mantiene, no obstante, la estructura que lo originó. En nuestra opinión, porque muestra las enormes posibilidades, pero tam-
bién las enormes dificultades que siguen existiendo para el diálogo transdisciplinar. Tullio Seppilli en las páginas que sirven de presentación a este volumen muestra los desafíos del presente y las líneas de investigación de la antropología de la medicina, tanto desde el punto de vista antropológico, como desde el punto de vista sanitario. Es un panorama preocupante y apasionante a la vez, que creemos que muestran bien a las claras los capítulos que siguen. Además un libro de estas características viene a sumarse al mucho más saneado panorama
de publicaciones sobre antropología de la medicina en las lenguas del
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Estado español que gozamos en esta charnela entre siglos. Cuando en la década de los ochenta el antropólogo o el profesional de la salud interesado por estos temas buscaba material sobre antropología de la me~icina en España tenía como única posibilidad recurrir a la compi-
lación de Kenny y de Miguel (1980), al libro colectivo coordinado por Josep M." Comelles (1984), o informarse de visiones generales a través de la edición que un historiador de la medicina, Luis García
Ballester, hizo de la obra de E. H. Ackerknecht (1985). La situación comenzó a mejorar mediada la década a través de los trabajos que publicaba regularmente la revista lana -y que han sido recientemente compilados y reeditados en sendos números de Trabajo Social y Salud-' y de monográficos publicados por revistas como Arxiu d'Etnografia de Catalunya, Rolo Canelobre. Como atestigua la bibliografía que se publica al final de este libro, la situación no ha hecho sino mejorar desde entonces, y si bien el recurso a la literatura internacional sigue siendo indispensable y provechoso los lectores en lenguas latinas tienen ahora a sudisposición una literatura amplia, a la que este volumen pretende contribuir. Esta situación es especialmente bienvenida por parte de los que tenemos responsabilidades docentes de cualquier nivel en relación con la ciencias sociales y las ciencias de la salud, pues nos permite disponer de un material de lectura para los alumnos del que antes carecíamos. También con este objetivo en mente se publican los capítulos de este libro. Como hemos señalado, la estructura ha mantenido el esquema de medicina y cultura I cultura y medicina, es decir, hablar de lo mismo, pero desde los propios puntos de vista. Hubiera sido interesante enri-
quecer el libro con la transcripción de los debates que se mantuvieron en torno a las contribuciones que originaron los capítulos que siguen. Sin embargo, y a pesar de haberlo recogido, como ocurre casi siempre, pronto nos dimos cuenta de la dificultad de situar lo dicho en un determinado contexto en un texto inteligible para los lectores. Por ello decidimos mantener una estructura más formal de libro colectivo a pesar de que el resultado final es necesariamente desigual en cuanto a los objetivos, la extensión y la profundidad de las diversas contribuciones. Así pues, el libro se abre con unas atinadas reflexiones de Tu\lio Seppil1i, que sitúa el debate actual en el que se engasta la antro1.
Martínez Hernáez, Comelles, Miranda (1998) y Romaní, Miranda (1998).
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pología de la medicina, especialmente en los países del sur de Europa, con realidades bastante diferentes a las que vive la Medical Anthropology norteamericana. Las crisis en las que se debate la teoría y la praxis sanitaria, y la contribución que se puede realizar desde la antropología, tal y como son dibujadas por el antropólogo italiano son un magnífico pórtico para entender las contribuciones siguientes. Desde la medicina varios autores reflexionan sobre el papel de la cultura en su propia actividad. Como ya hemos señalado, se ha mantenido el breve capítulo que dio origen a este libro a partir de las explicaciones que se buscan para entender los diferentes ritmos que la transición sanitaria ha tenido en las diferentes regiones del globo. Los «factores culturales», tal y como aparecen en muchos estudios de población, suponen un primer punto de reflexión, en el que aparece uno de los puntos que van a ser recurrentes. La condición vicaria que
en algunas tradiciones académicas y profesionales se da a un tema tan central como la cultura, a la que sólo se recurre cuando la «corriente
principal» de conocimientos se muestra insuficiente, o cuando el nivel crítico de los propios estudiosos o profesionales permite el escape de los raíles prefijados por el compartimento estanco disciplinar. En el mismo sentido, preguntarse por la relevancia de los «factores culturales», pero en este caso en una práctica asistencial.determinada: la pediátrica, camina el capítulo de Xavier Allue, Interesado por esta problemática, hasta el punto de dedicar su tesis doctoral a esta materia, el autor analiza a través de tres ejemplos concretos cómo se ve la cultura desde la pediatría, incidiendo nuevamente en aspectos ya apuntados en el capítulo anterior. Desde la historia de la enfermedad, Jon Arrizabalga traza un conciso pero denso panorama del papel que desempeña la cultura en los estudios histórico-médicos. Evidentemente, desde esta área la tradición en la utilización de la cultura como clave explicativa es piedra angular, pues el papel de la historia en la constitución de las áreas de investigación que desde las ciencias sociales se han ocupado de la salud y de la enfermedad ha sido fundamental. Sin embargo, nuestra propia experiencia muestra que, a pesar de los estrechos lazos que nos unen, el día a día evita que conozcamos aquello que se produce
en otros campos y que resulta fundamental para nuestro propio entendimiento de lo que estamos haciendo. Por ello la visión que apor-
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ta este investigador del Consejo Superior de Investigaciones Científicas sitúa adecuadamente los muchos puntos de confluencia en los que nos podemos encontrar. Joseba Atxótegui desde su experiencia en el trato con inmigran-
tes nos presenta una visión de cómo Se plantea el papel de la cultura algr: 1 que diariamente tiene que afrontar el problema del choque intercullural. Escrita desde una visión psicopatológica y psicosocial, esta contribución muestra a la vez la centralidad de la cultura y la necesidad de explicitar más su papel ante determinadas problemáticas. Por último, en esta parte escrita desde los profesionales de la salud -aunque ciertamente todos muy familiarizados con las ciencias sociales-, Jesús Armando Haro, que reúne la condición de médico y antropólogo, presenta una extensa y muy útil revisión de la literatura que en los últimos años se ha preocupado de los cuidados profanos. Manejando con gran habilidad y conocimiento la literatura internacional sobre la materia se dibuja un rico panorama de este «ambiguo»
sector en el que realmente se negocia la mayor parte de la asistencia ante los problemas de salud de la población. La segunda parte del libro contiene las aportaciones de los antropólogos de la medicina. Las hemos ordenado en bloques: el primero corresponde a dos aportaciones que inciden directamente en el
debate expresado; el segundo, constituido por estudios de casos, ilustra la pertinencia de la discusión sobre los factores culturales a partir de evidencias empíricas, sean estas de campo, o a partir de análisis bibliográficos. El primer bloque lo abre Eduardo L. Menéndez, probablemente uno de los autores más influyentes, si no el que más, en la antropología de la medicina española. Efectúa una disección magistral del problema a partir de un análisis muy pertinente de los usos de los conceptos y las definiciones, y su manipulación, que compartimos sustancialmente. Aunque bastantes de los ejemplos que utiliza los contextualiza en América Latina, queremos resaltar que en Europa se podría describir algo parecido, con alguna diferencia. En Europa la ausencia o la marginalidad de ciencias sociales en la medicina hace que ésta lea los conceptos desde sus versiones norteamericanas. La aportación de José M. Uribe incide en parte en los temas abordados en el debate que originó este libro y que tienen que ver con el problema de la construcción de la identidad antropológica en un
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dominio en el que la hegemonía del modelo médico parece dejar poco resquicio. Implica el riesgo de disolver la antropología de la medicina como un paradigma médico una vez la medicina asuma dentro de su estrategia corporativa la sustitución del viejo evolucionismo deci-
monónico, por ejemplo, en manos de los conceptos de la Clinícally Applied Anthropology. Este riesgo, implícito también en el texto de Menéndez, ha sido objeto de discusión en múltiples ocasiones, y tiene que ver con la posición que la antropología de la medicina ha de ocupar en el seno de la antropología, y nos atrevemos a decir que también en el conjunto de una ciencia social en evidente reorganización interna e identitaria.
El siguiente bloque, que a su vez puede dividirse en dos apartados, engloba los estudios de casos. El primero de los apartados se ocupa de tres campos específicos de la problemática de la salud: la salud reproductiva, el problema del dolor y el sufrimiento, y el caso siempre algo específico de la psiquiatría. El segundo apartado está constituido por dos aproximaciones desde el hospital. Mari Luz Esteban analiza el ámbito de los discursos culturales sobre la maternidad y la infancia a partir del uso estratégico que de ellos hacen distintos discursos, en este caso fundamentalmente el discurso médico, el feminista y el de los estudios antropológicos de género.
Rosario Otegui aborda un viejo problema de la medicina, el dolor, sobre el cual la antropología ha desarrollado, en la última década, una sustancial reflexión, muy vinculada al debate sobre el cuerpo, la incorporación de las emociones y los modelos culturales de expresión de las mismas. El trabajo deriva de dos investigaciones de campo, una sobre la artritis reumatoide y la otra sobre el sida. Ángel Martínez aborda una discusión candente en el mundo psiquiátrico, asociada al papel hegemónico del DSM-IV en la organización de la práctica psiquiátrica. Probablemente, sea en la actualidad el ámbito de discusión más viva entre antropólogos y psiquiatras, y también uno de los que ha recibido más atención interdisciplinar en los últimos años: tanto como crítica a las concepciones neokaepelinianas que sustenta el DSM-IV, como por las concesiones que ha habido que plantear en este texto en el tratamiento de los síndromes delimitados culturalmente. Los dos últimos textos corresponden a dos trabajos de campo
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realizados en hospitales y que muestran cómo el espacio hospitalario,
pensado como un espacio de la medicina, engendra en su seno formas culturales en permanente transformación. José Fernández-Rufete nos muestra la aparición de una cultura corporativa en un servicio de medicina interna destinado a enfermos
de sida, a partir de un trabajo de campo clásico por parte de un antropólogo que se incorpora al servicio como tal. El énfasis en este caso se hace sobre la construcción de discursos profesionales en la interacción con los pacientes, y se analizan las contradicciones a que ello
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tre cultura y medicina. Es un intento más, muy mejorable, edificado sobre otros intentos anteriores, pero que muestra ya la variedad de la investigación que se ha venido realizando, especialmente en los últimos tres lustros. El resultado final de las páginas que siguen, en nuestra opinión, es una mezcla de esperanza y dificultad... Alacant-Creixell, febrero de 2000
conduce.
Josep M.' Comelles adopta una posición distinta. En su caso, la posición en el servicio que estudia es la de un paciente primero, y la de
Bibliografía
un acompañante después. Desde esta posición examina cómo en ser-
vicios tecnológicamente avanzados la fragilidad de los discursos corporativos que sostienen la práctica biomédica dan lugar a transacciones con discursos subalternos, como la magia o la religión. El conjunto de las aportaciones evidencia, creemos que suficientemente, la significación de la cultura .en el mundo sanitario y la necesidad de un amplio diálogo para encarrilar adecuadamente las posibilidades prácticas a que conduce. No en el sentido de ser únicamente la ocasión para deslegitimar la práctica de unos o de otros, sino con el convencimiento de que avanzar en la comprensión mutua
de las percepciones de unos y otros sobre los hechos culturales puede redundar en una mejora de la calidad asistencial, y en una más certera y profunda comprensión de los procesos de salud, enfermedad y atención. Hubiésemos podido concluir el libro con los casos aludidos, pero estimamos que en una obra de estas características, como ya su-
cediera en el mencionado Kenny y De Miguel (1980), vendría bien también una bibliografía sobre antropología de la medicina en España publicada durante los últimos cuarenta años. Por una parte, porque la detección de errores en aquella (Pujadas, Prat y Comelles, 1980), lo hacía necesario, y por otra parte porque, como veremos, el volumen de la misma ha crecido espectacularmente en veinte años. Esta bibliografía, como explicamos en su presentación, nace con vocación
de iniciar la tarea de recogida sistemática de este tipo de literatura y construir en los próximos años una base de datos sobre la materia que pueda ser de utilidad para todos los interesados en las relaciones en-
Ackerknecht, E. H. (1985), Medicina y Antropología Social, Akal, Madrid. Comelles, J. M.", comp. (1984), Antropofagia i Saíut, Fundació Caixa de Pensions, Barcelona. Fabrega, H. (1974), Disease and Social Behavior, MIT Press, Cambridge. Hahn, R. A. (1995), Sickness and Heaíing. An Anthropological perspectíve. Yale University Press, Cambridge. Kenny, M. y J. M. De Miguel, comps. (1980), La Antropología de la Medicina en España, Anagrama, Barcelona. Martínez Hernáez, A., J. M." Comelles y M. Miranda Aranda, comps. (1998), Antropologíade la Medicina. Una década de Jano (1985-1995) (1). Trabajo Social y Salud, 29, Asociación Española de Trabajo Social y Salud, Zaragoza. Pujadas, J. J., J. M.' Comelles y J. Prat Carós (1980), "Una hihliografía comentada sobre antropología médica», en M. Kenny y J. De Miguel, comps., La Antropología Médica en España, Anagrama, Barcelona,
pp. 323-353. Romaní, O. y M. Miranda, comps. (1998), «Antropología de la Medicina. Una década de Jano (1985-1995) (11»>, Trabajo Social y Salud, 31, Asociación Española de Trabajo Social y Salud, Zaragoza.
1. De qué hablamos cuando hablamos de factores culturales en salud. A modo de presentación"! Tullio Seppilli
Es un hecho reciente y suficientemente contrastado que en bastantes países la antropología de la medicina se va consolidando, bajo distintas denominaciones, como el campo de las disciplinas antropológicas con un más rápido desarrollo y más extensa utilización operativa. Esto es cierto para Estados Unidos, en donde este fenómeno se constató por primera vez, pero también se observa en los países industrializados, y en gran parte de América Latina. En la determinación de este dinamismo parecen haber intervenido, en gran medida, factores contextuales. El desarrollo de investigaciones sIstemáticas en antropología de la medicina ha estado vinculado -en Europa desde finales del siglo XIX-, a un contexto histórico en el que, pese a los grandes avances cognoscitivos y operativos de la biomedicina.i a su control legal progresivo de toda la actividad preventiva y terapéutica y a la fuerte tendencia a la expansión de la sanidad pública para una cobertura total de la población, persiste en amplios estratos sociales, sobre todo rurales, una evidente y no desdeñable distancia cultural y actitudinal respecto a los modelos que, paso a paso, va proponiendo la biomedicina. Esto supuso, para estos estratos sociales, una dificultad objetiva y subjetiva para buscar en ella la ayuda, para aceptar integralmente su lógica y reconocer su única y absoluta competencia con respecto a la * Traducción de Carmen Colesanto.Revisión de Josep M.' Comelles y Enrique Perdiguero. 1. Publicado en italiano como: «Presentazione», en D. Cozzi y D. Nigris, comps., Gesti di cura, Oriss-Colibri, I-XXIII (1996). 2. En el original medicina uJficiale. (N de la t.)
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totalidad de eventualidades del «estar mal». Esta dificultad va mucho más allá de los obstáculos objetivos derivados de una insuficiente extensión de los servicios sanitarios, de las dificultades de acceder a ellos, o del coste excesi vo de sus prestaciones. Se traduce en un recorrido paralelo o alternativo hacia «otras» respuestas preventivas y te-
rapéuticas -como las ofrecidas por los sanadores populares o por los ministros eclesiásticos-, juzgados por la cultura hegemónica como puras y simples prácticas supersticiosas carentes de eficacia. En situaciones de este tipo, caracterizadas por una gran diversidad en las concepciones relativas a las causas y a la naturaleza misma
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El conocimiento resultante no atañe únicamente a la diversidad cultural de los estratos populares del Occidente industrializado. Las investigaciones se han ampliado a otros contextos geográficos de la mano de la creciente globalización de los procesos y de los problemas. Se refleja en la planificación sanitaria -y no sólo a escala internacional en la cual se sitúan numerosas iniciativas de asistencia y de control-, produciendo, más específicamente, dos nuevos terrenos
de intervención: el de los programas de asistencia sanitaria en los países en vías de desarrollo (la llamada cooperación internacional), y el de la organización de una respuesta sanitaria adecuada en los países
del «estar mal», y por una más general y significativa heterogeneidad en los horizontes culturales de amplios estratos populares y del propio personal sanitario, se observa la imposibilidad de una articulación efectiva entre la oferta de los servicios sanitarios y las expectativas de los posibles usuarios. Por decirlo sintéticamente, las ofertas y las expectativas -la demanda-, no consiguen superponerse. Por esta razón, las investigaciones sobre la diversidad cultural de los estratos populares en sus confrontaciones con los problemas de salud dentro de su horizonte cognitivo aparecen a menudo, desde el punto de vista de la biomedicina, como fuentes de conocimientos necesarios para individualizar la naturaleza y la consistencia de los prejuicios que están en la base de las dificultades y de las resistencias po-
industrializados a la inmigración creciente de otros países, que conlleva la formación de extensas áreas multiétnicas y multiculturales con una población de usuarios heterogénea y caracterizada por la multiplicidad de modelos concernientes a la salud y a su defensa. Una situación de significativa disociación entre las orientaciones culturales de la biomedicina, y las de una parte sustantiva de la población fundamenta, desde hace tiempo, una demanda de investigación en antropología de la medicina, cuya finalidad es verificar e interpretar los procedimientos controlados de la intervención. Por esto mismo ha ido creciendo un corpus de conocimientos en antropología de la medicina dirigido a la programación y el control de la eficacia de la actividad sanitaria con el fin de enlazar culturalmente la
pulares en su relación con los servicios sanitarios y, por lo tanto, para
red de usuarios con las instituciones sanitarias. Esto se ha llevado a
proyectar y desplegar políticas de intervención dirigidas a una más incisiva y extensa expansión de los cánones y los esquemas de con-
cabo, por un lado, ajustando la cultura y la organización de los servicios a sus destinatarios; y, por otro lado, orientando la cultura y el comportamiento de la población en la dirección en la que el estado de la investigación parece poder garantizar una máxima probabilidad de salud (para entendernos, la educación sanitaria, o como hoy se prefiere llamar, la educación para la salud). Esta exigencia de un corpus de conocimientos en antropología de la medicina y su constante puesta al día y ampliación, no disminuye el valor de cuanto se ha realizado hasta ahora, no sólo a causa de la progresiva implicación de nuevos territorios, estratos sociales y grupos étnicos, sino también por la aparición de nuevos riesgos y problemas, y por el mismo desarrollo de la investigación y la práctica biomédicas. En suma, la estrategia subyacente en el uso de la investigación antropológica está destinada a sustentar científicamente la programa-
ducta elaborados por la ciencia médica. En resumen, una inserción
efectiva y orgánica de toda la población como usuaria de la medicina considerada legítima. Ya en la época positivista, y en fases sucesivas: la constitución de los nuevos escenarios político-sociales, el desarrollo creciente de la investigación biomédica y de la ciencia antropológica, han supuesto, un gran número de investigaciones sobre las representaciones y
las prácticas populares relativas a la salud y a su defensa, sobre las causas y las clasificaciones de la enfermedad, sobre los procedimientos diagnósticos y terapéuticos, sobre los distintos personajes que de modos y con razones diversas afrontan el «estar mal», las articulaciones y las correlaciones de los usuarios con éstos, con los médicos y con las estructuras hospitalarias.
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ción de las intervenciones sobre los problemas de la salud, a apoyar una conciencia científica de masa y una utilización lo más racional posible de los servicios y de los recursos que la biomedicina puede ofrecer a los usuarios. Puede producirse también algo más que un uso racional de cuanto ya existe: ya que la toma de conciencia de los factores de riesgo inscritos en las propias condiciones de vida y de trabajo, o el conocimiento de la falta de disponibilidad de las prestaciones y de los servicios que ofrece la biomedicina como esenciales para la defensa de la salud tiende inevitablemente a traducirse en impulsos reivindicativos «desde abajo» dirigidos a conseguir la objetiva reducción de los riesgos y la creación de las condiciones objetivas indispensables para la adopción de aquel tipo de comportamiento que las intervenciones de educación sanitaria proponen a la población. Pero al mismo tiempo, y a través de una estrategia que se da en el marco de la globalización de la hegemonía urbano-industrial occidental, se alienta una política de plena y exclusiva afirmación de los fundamentos, de las opciones históricas, de las contradicciones y de los compromisos con los poderes económicos y políticos, en que se ha venido expresando la biomedicina como institución en Occidente. Por otro lado, la mirada antropológica sobre la salud y la enfermedad ha de superar por sí misma su institucionalización inicial, fuertemente marcada por el evolucionismo positivista. En cierto sentido, la historia de la constitución de la antropología de la medicina como disciplina científica es la de su tendencia a liberarse de una visión estrechamente eurocéntrica y de una unívoca función de apoyo a una estrategia operativa cuyo objetivo era promover la pura y simple adhesión de la población a los cánones de la biomedicina y sus instituciones. De ahí el abandono de cualquier forma de diversidad cultural y conductual en la relación con tales cánones o instituciones. La diversidad era entendida sin matices como prejuicio, superstición, simple retraso con respecto a la biomedicina y en general a la cultura de clase, hegemónica en la Europa contemporánea. Esta profundización y revisión teórica basada en análisis empíricos cada vez más sofisticados, permite, entre otras cosas, dar cuenta del carácter no fragmentario ni arbitrario de las representaciones y prácticas relativas a la salud y a la enfermedad, sobre las que la antropología de la medicina había indagado desde sus inicios. Así ha aclarado, una y otra vez, los vínculos significativos, la coherencia y
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la compatibilidad de las mismas con las concepciones generales del mundo y de la vida que constituyen. A partir de estas cosmovisiones una población simboliza e interpreta la realidad, le da sentido y valor, y se coloca operativamente frente a ella, arraigándose a su vez profundamente en la institución y en las dinámicas del sistema social y, por lo tanto, en las condiciones objetivas de existencia de los hombres que la componen. De modo que cada operación dirigida a modificar en un determinado grupo social una creencia etiológica o un ritual terapéutico especial-por poner un ejemplo-, pone en cuestión correlaciones sociales, órdenes ideológicos y equilibrios subjetivos bastante más profundos y resistentes de lo que a menudo sospechan, todavía hoy, algunos organismos que plantean las ingenuas y frustradas campañas denominadas «de educación sanitaria». Pero quizá el salto de calidad más incisivo, aquello que ha afianzado y transformado radicalmente el conjunto de la antropología de la medicina, ampliando su densidad crítica, modificando sus relaciones con otros ámbitos de investigación y desplazando su significado operativo, ha sido la decidida ampliación de su campo de investigación. Esto ha ocurrido cuando ha ido más allá del estudio de la alteridad -en resumen, el estudio de la medicina folklórica europea o bien de los sistemas médicos no occidentales o «heterodoxos»-, y ha iniciado el abordaje, cada vez más frecuente, de la biomedicina misma, estudiada como uno más de los sistemas médicos que se han constitui! do en el mundo. Sistema, ciertamente diferente, por basarse en el . método científico (con todos los presupuestos y las implicaciones que esto comporta), pero al mismo tiempo, al igual que los otros sistemas, institución social y estructura de poder, y como los otros, en cada caso, aparato ideológico-cultural y organizativo históricamente determinado. El sistema de la biomedicina ha sido examinado, aunque quizá aún de forma insuficiente, en un gran número de contextos y de variantes sobre la base de una amplia diversidad de perspectivas y de directrices: las grandes opciones históricas de fondo en que se ubica, el carácter esencialmente biologicista de su paradigma, su fondo ideológico y sus valores implícitos, sus estrategias de formación y los mecanismos de promoción profesional, la articulación de los servicios sanitarios con la red de usuarios y las actitudes de los profesionales en su relación con los asistidos, la complejidad y la dinámica hetero-
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génea de la relación entre el médico y el paciente, las dimensiones rituales de los aparatos simbólicos que se manifiestan en el funciona-
medicina. Ahora, en cambio, se considera la biomedicina como cualquier otro sistema médico, se sitúa, en tanto que producto histórico,
miento aparentemente secular de las profesiones sanitarias, las instituciones hospitalarias como microsistemas sociales, sus estratificaciones jerárquicas internas y sus «normas», los flujos comunicativos que se estructuran, su carácter sustancialmente totalizador y su impacto en la condición existencial, sus vivencias subjetivas y el mismo
como objeto posible de la investigación antropológica. Se supera, pues, la aproximación acrítica y etnocéntrica que veía en la biomedicina el punto de llegada de una única y larga línea evolutiva, mientras que todos los demás sistemas médicos parecían estar detenidos en estadios previos. Así pues, se ha modificado radicalmente la perspectiva de conjunto de todos los sistemas médicos. Y también ha cambiado el modo de hacer la historia de la misma biomedicina. Es decir, ha variado, el sentido y la función operativa de la antropología de la medicina, ya que esta nueva perspectiva unitaria exige rediseñar profundamente las perspectivas de las investigaciones, la articulación de los intereses temáticos, los objetivos y las estrategias acerca del uso social de la investigación, los propios criterios de una comparación de las diferentes respuestas a la patología. Si quisiéramos resumir el sentido de este salto cualitativo, a costa de banalizarlo, podríamos decir que la antropología de la medicina deja de ser una recopilación de da-
curso clínico de los rehabilitados, las relaciones de la investigación y de la profesión sanitaria con la industria farmacéutica y con otros departamentos industriales, la influencia de la biomedicina como «sistema» en la sociedad, su imagen en los grandes medios y sus efectos
en la cultura de masas y sobre las costumbres. Paralelamente, se han hecho numerosas investigaciones sobre otra vertiente --en cierto sentido interna al sistema médico de los países desarrollados, o por eso, en gran medida coherente con el mismo-, la constituida por los colectivos de usuarios «modernos» que
viven en zonas urbanas. Así, se han explorado los modelos culturales relativos al propio cuerpo y a la salud/enfermedad y a su marco ideológico y de valores; el imaginario, las representaciones y los valores simbólicos y emocionales referentes a cada una de las enfermedades; su etiología y su curso; las vivencias subjetivas de la enfermedad iillness) como su componente esencial incluso desde el punto de vista clínico, a la par que los procesos biológicos que la constituyen en el organismo (disease), la modalidad temático-estructural del «hablar» (illness narratives), y las expectativas en las relaciones con el médico y los diferentes servicios sanitarios. En fin, las condiciones materiales y los factores socioculturales específicos que inciden sobre todos estos elementos y modelan el horizonte de la subjetividad individual y colectiva concerniente a la salud, la insidia que la amenaza,
los ámbitos de su defensa. No debe infravalorarse la conversión radical de los puntos de vista que ha comportado este decidido ensanchamiento del campo para el desarrollo de la antropología de la medicina. El antropólogo había observando las representaciones y «las otras» prácticas médicas partiendo del punto de vista de «su» propio sistema médico, asumiéndolo como el indiscutible modelo de referencia y teniendo todavía el reparo de la mirada objetiva de la investigación; afrontaba solamente la diversidad y su distancia de la bio-
tos sobre prejuicios «curiosos» obtenidos en poblaciones ajenas a la
sociedad civil -útil como fuente de información sobre las resistencias concretas que se oponían al desarrollo del saber médico-, y se convierte en el instrumento necesario para obtener datos con los cuales proponer respuestas eficaces a los problemas cotidianos, al servicio de su mismo contexto sociocultural. Aún más, supone incluso extender la perspectiva -con cierto carácter destructivo-, poniendo todo el edificio de la medicina occidental y su lógica institucional ante la mirada científica y crítica del observador externo. Este desarrollo de una perspectiva científico-crítica en las relaciones de la biomedicina se acompaña y se cruza con el emerger de elementos de crisis en su funcionamiento interno y en sus mismas relaciones con los usuarios.
Hacia mediados del siglo xx, en muchos países la biomedicina había alcanzado el punto álgido de su legitimación y de su expansión cultural. Para valorar la importancia del fenómeno hay que recordar que aún a finales del siglo XIX perduraban en Europa, además de los médicos, una multitud de terapeutas de variada matriz y una heterogénea red de usuarios: sanadores urbanos y rurales, parteras empíricas, sangradores y barberos dedicados a la pequeña cirugía, frailes dispensadores de elixires, religiosos empeñados en dar respuestas a los tras-
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tomos somáticos y psíquicos... y recordar también que este proceso de centralización y legitimación de toda la actividad preventivo-terapéutica bajo el único control de la medicina universitaria ha sido complejo, difícil, precursor de la resistencia, la conflictividad y las nuevas contradicciones, y se ha abierto camino hacia el prudente recurso de una articulada normativa jurídica represiva. En efecto, incluso las grandes conquistas cognoscitivas y opera-
tivas de la medicina contemporánea en la lucha contra las patologías infecciosas también han jugado su papel respecto a la crisis. Éstas han supuesto un cambio radical del peso de las diferentes enfermedades, con la casi total desaparición de algunas y el consecuente progresivo emerger de nuevas formas infecciosas y otras patologías, como, por ejemplo, las degenerativas, contra las que los modelos precedentes, victoriosos con el trabajo científico -basados en la individualización de un agente agresor y la consecuente puesta a punto de una respuesta farmacológica rápida y adecuada-, pierden gran parte de su valor. Se ha producido pues, una creciente desilusión de las expectativas de la opinión pública con respecto a la esperanza-certeza de desarrollo sin límites de la medicina fundada sobre aquellos modelos. Pero emergen también otros elementos de crisis en el desarrollo
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pleja concomitancia de factores objetivos y subjetivos, extensos procesos de burocratización que entorpecen el funcionamiento y la utilización de servicios. Estos procesos acentúan todavía más la despersonalización, anonimato y empobrecimiento emocional en las relaciones
directas entre médico y paciente, especialmente en las grandes estructuras hospitalarias. Como he apuntado, en todos los países occidentales, --e incluso en los centros urbanos más cosmopolitas-, se van asentando las formas más diversas. yen cierto sentido «nuevas», de las así llamadas medicinas alternativas. Se trata de formas de muy diverso origen
y de diferente grosor cultural: filones heterodoxos de la misma medicina occidental, como la homeopatía o la pranoterapia; survivals de viejas tradiciones herbolarias cultas o populares; producciones semiindustriales de instrumentos de «defensa mágica» comercializadas
a través de redes publicitarias y canales de distribución a domicilio; formas actualizadas de sanadores; técnicas de prevención o terapia -como el yoga, la acupuntura, la moxibustión o el shia-tzu- procedentes de las grandes culturas médicas del Extremo Oriente. Y también nuevas o renovadas organizaciones de tipo religioso, con evi-
rios. Su hiperespecialización sectorial yel sustancial abandono, después de la Segunda Guerra Mundial, de las tendencias de recuperación de una perspectiva holística que habían emergido tras las dos
dentes funciones de intensa, aunque limitada, resocialización y de fuerte reforzamiento psíquico. Este fenómeno es sostenido por el desarrollo de una constelación de valores -de signo no unívoco-, presentes de forma variada en todos los países occidentales: revalorización de la naturaleza y del ambiente, nostalgia «rural-folklórica», actitudes antiindustriales y actitudes de rechazo de algunas grandes
guerras en algunos países europeos y, en particular. en la medicina so-
alternativas que están en la raíz de la así llamada civilización occi-
viética de derivación pavloviana, de los cuales sólo las orientaciones psicosomáticas, parecen mantenerse en Occidente. Esta hiperespecialización, junto al progresivo recurso a procedimientos diagnósticos basados en exámenes de laboratorio o en el uso de la tecnología, introdu-
dental (la razón, la ciencia, la tecnología), con la consecuente valora-
interno del sistema médico occidental en sus relaciones con los usua-
cen en la relación clínica una fuerte «objetivación» o «reificación» del paciente, una atención sanitaria centrada en el proceso patológico más
que en el enfermo y en su subjetividad, una despersonalización y un empobrecimiento emocional de la correlación interna entre el médico y el paciente. Al mismo tiempo, en los países en los que la presión de grandes movimientos populares por el derecho a la salud había sido una tarea laboriosa de producción de estructuras de sanidad pública abiertas a todos los ciudadanos, tienden a verificarse, por una corn-
ción de prácticas-símbolo «invertidas» o provenientes de otra civili-
zación. Y en particular, modelos holísticos y empáticos de relaciones interpersonales, combinados con la hostilidad a toda terapia «no natural», «incisiva», «violenta». Pero es evidente. en relación con esta constelación de valores, que el desplazamiento de crecientes sectores de la población hacia el recurso paralelo o alternativo a las «nuevas» formas de «la otra» medicina, encuentra un fuerte estímulo en la intensa carga emocional y en la atención personalizada, que a diferen-
cia de la biomedicina, caracterizan las formas de relación con el paciente y con su contexto. Este fenómeno se está desarrollando en el mismo período en que
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la propia investigación biomédica está aclarando -a través de la llamada psiconeuroinmunologia-«, la función esencial del sistema nervioso central en el condicionamiento del sistema inmunitario y, en
general, de las defensas y del complejo equilibrio del organismo humano. En este contexto se está produciendo la revalorización de la importancia de los estados emotivos y de las vivencias psíquicas, producto de las relaciones interindividuales y de los estilos de vida como factores patógenos o, viceversa, como factores de defensa orgánica o de auténtica terapia. Una problemática que se dirige -como he indicado en otras ocasiones-, al núcleo de las modalidades del trabajo y de los mecanismos de eficacia de gran parte de las medicinas tradicionales y alternativas, en que la determinación ritual de intensos estados emotivos en las expectativas de curación y, en general, la pro-
funda implicación psíquica del paciente parecen desempeñar un papel esencial. Hoy parece importante llevar a cabo un cuidadoso proceso de revisión crítica de las prácticas efectuadas por estas medicinas. La atención en una perspectiva holística orientada al psiquismo y a la subjetividad psicocultural parece motivar una ulterior consideración, que se dirige inevitablemente hacia un cambio radical de toda la estrategia sanitaria. Es decir, frente al peso creciente de las patologías degenerativas y de largo curso, emerge netamente la oportunidad y la necesidad de ajustar la práctica de los servicios sanitarios a la cultura de la red de usuarios y confiar en aspectos relevantes de los estilos de vida y los numerosos comportamientos terapéuticos, y sobre todo preventivos, que lleva a cabo la población en forma de autogestión «participada».
Los problemas emergentes, las respuestas que respecto a estos se vislumbran, el mismo estado actual del saber científico, tienden hacia una apertura, hacia una profunda revisión teórico-práctica de
nuestra medicina en una dirección sistémica en la que se ha hecho un gran espacio a una integración orgánica de cuanto proviene de la in-
vestigación biológica, con las múltiples contribuciones provenientes de las disciplinas psicosociales. Pero esta profunda revisión de los mismos fundamentos -incluso biológicos-, de la cultura médica y de sus expresiones concretas y operativas no será ni fácil ni rápida,
De qué hablamos cuando hablamos de factores culturales en salud
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les del prestigio y de la carrera, en la organización de la práctica profesional, en el saber y en la lógica compleja sobre el que se rige hoy el sistema de la medicina como institución y se estructuran sus jerar-
quías y sus relaciones con la economía y el poder. No parece aventurado prever que en este complejo y dinámico marco cognoscitivo y operativo irá siempre configurándose claramente un insustituible rol de «conciencia crítica» por parte de la an-
tropología de la medicina. He indicado al principio que en muchos países la antropología de la medicina se va asentando como el sector de la disciplina antro-
pológica con mayor desarrollo y más extensa utilización operativa. Una utilización que va desde la simple puesta a punto de conocimientos funcionales para la conducción y el control de los proyectos específicos de la intervención sanitaria, hasta llegar, como he observado, a un posible rol de «conciencia crítica» en la transición hacia un nuevo orden teórico-práctico del conjunto de la biomedicina.
Para Italia o para España esto parece una verdad a medias. En el ámbito de los estudios antropológicos y entre los jóvenes aumenta el interés por las investigaciones de antropología de la medicina y por sus potenciales implicaciones operativas. A menudo y justamente al contrario, es la propia perspectiva de tales implicaciones la que motiva inicialmente la investigación y alimenta las demandas de su conexión con las instituciones implicadas en la formación de los sanitarios, en la gestión de los servicios de prevención o asistencia y en la
planificación de la sanidad pública. El proceso de institucionalización de la antropología de la medicina está bastante más retrasado en las estructuras universitarias, en particular en las Facultades de Medicina, y en los servicios sanitarios, aunque se advierte cierta apertura en sectores médicos tradicional-
mente interesadas en lo social (la salud pública, la psiquiatría, y la educación para la salud), o en lugares e instituciones en las que por cualquier motivo es factible desde hace un tiempo, un trabajo de colaboración. Mientras tanto, una creciente demanda de antropología de la medicina se está abriendo camino, incluso en nuestros países, en re-
porque choca inevitablemente con mecanismos de resistencia profun-
lación con las actividades de cooperación internacional y, sobre todo,
damente arraigados en los procesos y los programas de la formación
frente a la constitución en el propio estado de nuevas y evidentes si-
universitaria en ciencias de la salud, en los mecanismos promociona-
tuaciones de diversidad cultural, de variabilidad y heterogeneidad en
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Medicina y cultura
multiétnica. Una condición «excepcional» propone de nuevo la cues-
2. De qué hablamos cuando hablamos de factores culturales desde la demografía y la epidemiología históricas
tión del ajuste cultural de los servicios a su red de usuarios, que en realidad es, siempre más claramente, una cuestión de interés general, con-
Elena Robles, Enrique Perdiguero, Josep Bernabeu'
las demandas y las expectativas, que son el fruto de las crecientes migraciones desde las más variadas áreas del llamado «sur del mundo», con su correlato de progresiva formación en Europa de una sociedad
cerniente no sólo a una minoría, sino a la mayoría de los ciudadanos.
Es una prioridad en todo ello la formación orientada a la promoción de la investigación y al uso social de la antropología de la medicina. Es preciso aproximar la excelente tradición italiana (y española) de los estudios de medicina popular y folklore médico, y los de la antropología italiana aplicada a la educación sanitaria con las problemáticas, los posicionamientos metodológicos, las adquisiciones cogniti-
vas y la experiencia del trabajo que constituyen hoy el patrimonio internacional de la antropología de la medicina. Y establecer en torno a estas conexiones los nuevos marcos de investigación e intervención.
Los cambios en las tendencias de mortalidad y fecundidad en Europa occidental, cuya explicación intenta la teoría de la transición demográfica, han sido durante mucho tiempo el centro de atención de investigadores procedentes de distintos campos de las ciencias sociales (Arango, 1980; Chesnais, 1992; Kirk, 1996). La transición puede resumirse, brevemente, en el proceso de transformación del comportamiento de las poblaciones en el terreno de la fecundidad y la mortalidad. Supone el paso de poblaciones con tasas altas de fecundidad y mortalidad a poblaciones caracterizadas por tasas bajas. Este proceso aparece ligado, entre otros factores, al crecimiento económico contemporáneo
0,
lo que algunos autores de
un modo más amplio, denominan modernización (Castells, 1987; Carnero, 1990). El desarrollo de la teoría de la transición demográfica en materia de mortalidad se ha producido en las últimas décadas, cuando el estudio de su declive ha suscitado interés entre los investigadores procedentes de distintas disciplinas (McKeown, 1978; Schofield et al., 1991). Uno de los motivos de este interés puede ser, a nuestro juicio, los intentos de explicación que se vienen realizando de la relación entre el descenso de la mortalidad, la evolución de los patrones epidemiológicos y los procesos de modernización económica. Los cambios producidos en la estructura por edad y causa de muerte, por un lado, y la inclusión de los cambios en los patrones l. Grup Gadea d'Historia de la Ciencia, formado por historiadores de la ciencia de las universidades de Alicante y Miguel Hernández de Elche.
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de morbilidad, por otro, fueron el origen del concepto de transición epidemiológica (Omran, 1971). Respecto a los cambios en la estructura por edad, se considera que ha sido la reducción de la mortalidad infantil y juvenil la que más ha contribuido al descenso de la mortalidad y, consecuentemente, la que ha propiciado la espectacular mejora de la esperanza de vida. En cuanto a la estructura de la mortalidad , la transición epidemiológica señala el cambio en los patrones epidemiológicos, al ser las enfermedades infecciosas y transmisibles gradualmente desplazadas por las enfermedades no transmisibles, crónicas y degenerativas (Frenk et al., 199Ia). Tradicionalmente han existido dos teorías contrapuestas sobre las razones del descenso de la mortalidad; los partidarios del papel desarrollado por la salud pública (en sentido amplio) y los partidarios de la influencia de los recursos socioeconómicos, sobre todo alimentarios (Szreter, 1988; Prestan y Haines, 1991). Esta segunda línea argumental es la que desarrolló Thomas McKeown en los años setenta y generó (y aún genera) un gran debate entre los historiadores de la población (Livi-Bacci, 1987; Pérez Moreda, 1988; Guha, 1994; Szreter, 1994). Este autor parte de tres hipótesis que va refutando hasta llegar al argumento definitivo: en primer lugar, rechaza, que la acción médica justifique una reducción tan importante de la mortalidad, pues considera que fue ineficaz desde el' punto de vista terapéutico; en segundo lugar, descarta la hipótesis de la reducción en la exposición a factores de riesgo, pues las medidas de higiene y saneamiento no fueron eficaces hasta principios del siglo xx; y finalmente, otorga el papel decisivo a la capacidad de resistencia frente a la infección, a través de la mejora de la nutrición, lo que se conoce como hipótesis alimentaria
de McKeown (Bernabeu Mestre, 1991). En definitiva, las teorías clásicas del descenso de la mortalidad lo atribuyen a dos tipos de factores que se presentan como totalmente contrapuestos, las mejoras en salud pública o las mejoras en las condiciones de vida, más concretamente, en la nutrición. Últimamente se reconoce la necesidad de huir de explicaciones monocausa1es en
favor de otras multicausales (Vallin, 1988), y es en este contexto de la multiplicidad de factores que están detrás del descenso de la mortalidad donde se recurre a otro tipo de factores, entre ellos los factores culturales.
De qué hablamos cuando hablamos de factores culturales desde la...
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La consideración de las dimensiones sociales y culturales del descenso de la mortalidad y de las mejora. en salud están en el origen del concepto de transición sanitaria. Este concepto se planteó como una extensión del de transición epidemiológica: mientras que ésta se
limita a describir los cambios en los perfiles de mortalidad y morbilidad de las poblaciones, la transición sanitaria pretende explicar los cambios sociales, culturales y de comportamiento que han ocurrido paralelos a los cambios epidemiológicos y que la transición epidemiológica no recoge. En este sentido, el reconocimiento de que el buen estado de salud depende de los recursos, valores y comportamiento de los individuos, familias y comunidades es central para esta conceptualización y supone, además, su aportación más novedosa
(Caldwell et al., 1990; Caldwell, 1992; Frenk et al., 1991b; Robles et al., 1996). Una de las líneas de investigación en las que viene trabajando el Grup Gadea d'História de la Ciencia es precisamente el descenso de la mortalidad infantil y juvenil y, con especial interés, los factores explicativos del mismo. Ocurre que el inicio del descenso generalizado de la mortalidad infantil y juvenil, según hemos constatado, se sitúa en las dos décadas finales del siglo pasado. ¿Qué factores están detrás de este descenso? El abordaje de dichos factores pasa por distintos aspectos: desde el cambio en el perfil epidemiológico de las muertes infantiles hasta la institucionalización de los cuidados infantiles, pasando por las mejoras en las infraestructuras higiénico-sanitarias, las medidas de protección a la infancia, la divulgación científica y la educación de las madres, los factores culturales, etc. (Woods et al., 1988; 1989 YCorsini y Viazzo, 1993; 1997). Partiendo del concepto de transición sanitaria, hemos tratado de aproximarnos a lo que podría ser un marco conceptual (cuadro 1) que nos ayude a comprender mejor el complejo problema de los determinantes de la supervivencia infantil (Robles y Pozzi, 1997). Para ello centramos nuestra atención en tres factores de riesgo o elementos que generan problemas de salud infantil y que están relacionados: a) con el nacimiento del niño, b) con su alimentación y nutrición y e) con la atención al niño en los ámbitos familiar y comunitario. El primero de estos elementos tendría que ver con los tres momentos cruciales que tienen lugar en la vida de la madre para la supervivencia infantil -el embarazo, el parto y el puerperio-, así
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Medicina y cultura
como con ciertos determinantes intermedios que serían algunas características maternas, como la edad, el número de embarazos pre-
vios, el intervalo intergenésico, etc. El segundo elemento se refiere a las circunstancias que rodean a la alimentación que se proporciona al niño, lactancia materna, artificial, mercenaria, el momento del deste-
te, la alimentación mixta, etc. Por último, el tercer elemento se refiere a tres entornos en los que el niño se desenvuelve y que pueden ser
espacios de salud o de enfermedad: los hábitos higiénicos, la vivienda y la escuela. Todos estos elementos están constituidos por creencias, actitudes y comportamientos, y pueden conducir a un aumento o una disminución de la capacidad de resistencia frente a la infección y/o a un aumento o disminución de las posibilidades de contagio, circunstancias ambas que variarían las posibilidades de contraer una infección y, en última instancia, de morir. Estas creencias, actitudes y comportamientos se contextualizarían adecuadamente dentro de lo que se ha denominado el modelo de riesgo. Este modelo nos permite disponer de elementos conceptuales y metodológicos para profundizar en la investigación explicativa, a través de la elaboración de hipótesis causales que se encuentran tras muchos de los problemas de salud que han afectado a la población europea del pasado y que también afectan a la actual, especialmente las enfermedades crónicas de carácter degenerativo. La utilización de conceptos como «estructura de enfermar» y de sus componentes primarios -agentes etiológicos de diversa naturaleza, entre los que podríamos considerar agentes «culturales»- y «elementos de enfermar» (unidades individualizadas que representan el auténtico riesgo de enfermar, como la alimentación, las condiciones de trabajo y también todo el «ámbito de lo cultural») pueden ofrecer una interpretación más globalizadora e integral del proceso de enfermar (Bernabeu Mestre, 1994). En nuestras investigaciones nos hemos movido en un marco explicativo e interpretativo de este tipo. En él la estructura social, política y económica, o las mismas características culturales que definen a cada grupo humano, aparecen -muchas veces- como indicadores de elementos no cuantificables, en términos de causas no necesarias pero partícipes de la(s) red(es) causal(es), que determinan los episodios de enfermar. Más allá de una única exposición al riesgo de en-
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fermar, habría una sucesión de exposiciones a lo largo del tiempo que podría acabar constituyendo un complejo causal suficiente. Lo cultural quedaría, pues, aquí enmarcado dentro de un esquema generador de hipótesis explicativas que ya hemos aplicado a situaciones como la dentición o el asiento (Perdiguero, 1993; Perdiguero y Bernabeu, 1995; Bemabeu, 1995). Ahora bien, nosotros mismos no nos sentimos demasiado agusto, o lo suficientemente cómodos, con esta utilización de la cultura o los factores culturales como elementos explicativos. Por ejemplo, en ocasiones al hablar de factores de naturaleza cultural estamos haciendo referencia a la aplicación de todo un conjunto de costumbres relacionadas con la crianza y cuidado de los niños y de sus problemas de salud. Cuadro 1. Principales determinantes de la morbi-mortalídad infantil
1. Nacimientodel niño:
embarazo, parto y puerperio
I Morbi-mortalidad intrauterina. congénita y perinatal
-Malformaciones
congénitas -Inmadurez
3. Atención al niño
2. Alimentación y nutrición del niño
Lactancia -artificial
-mercenaria
en el ámbito familiar y comunitario
I
-casa
II
-escuela
I
-Destete -Alimentación mixta
Hábitos higiénicos individuales Y colectivos
-Hacínamíento
-Ausenciade infraestructuras higiénicas
¡-NUlridÓn insuficiente
en cantidad y/o calidad -Malnutrición
-Prematuridad
Disminuciónde la capacidad de resistencia frentea la infección
~INFECCI
I--i
NI- -Enfermedades transmitidas por
MUERTE I
Fuente: Robles y Pozzi (1997. p. 188).
Aumento.dela posibilidad J de contagtc
agua y alimentos: diarrea y enteritis -Enfennedadestransmitidas poraire: viruela,sarampión. tos ferina, bronquitis y pulmonía
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Medicina y cultura
Bibliografía Por tanto, si nuestra utilización de los factores culturales es ade-
cuada, la pregunta que cabría formularse es cómo se han modificado en el tiempo estos determinantes y qué variables han contribuido a su evolución, tarea ciertamente complicada cuando tratamos épocas históricas. Pensamos que los factores culturales han desempeñado un papel importante en todo este proceso del descenso de la mortalidad infantil. Pero ¿qué entendemos por factores culturales?, ¿a qué llamamos factores culturales? o, mejor aún, ¿de qué hablamos cuando hablamos de factores culturales?, ¿de todos estos elementos relacionados con la alimentación, atención y cuidado del niño?, ¿de las creencias y comportamientos de la madre respecto al cuidado de los hijos? Por ejemplo, ¿en qué sentido la práctica de la lactancia varía de unos grupos humanos a otros", ¿cómo hemos de considerar en este y en otros aspectos las variaciones «intraculturales»?... Yun largo etcétera de interrogantes para los que no hallamos una respuesta clara. Diversos autores han señalado que el recurso a la expresión factores culturales esconde, en cierta medida, nuestra incapacidad para explicar los fenómenos objeto de estudio (Kertzer, 1992): Demographers treat «culture» as a grab-bag of non demographic, non economic characteristics that influence behaviour, without themselves being susceptible of economic and demographic explanation. Whenever a traditional analysis of infant mortality is conducted where something «inexplicable» remains, as often occurs in the causal chain, a residual or «cultural» label is attached to it. Hcwever, most scholars mention breastfeeding and child care when they talk about culturally
dependentfactors (p. 1), afirmación que compartimos absolutamente y con la que quisiéramos finalizar esta pequeña aportación desde la demografía y epidemiología históricas, que tal y como se ha afirmado en la introducción a este libro provocó en cierto modo la elección del tema de la reunión de la que ha partido esta obra.
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3. De qué hablamos los pediatras cuando hablamos de factores culturales Xavier Allué
Esta aportación, originada en el simposio que cerró el 1I Máster de antropología de la medicina de la Universitat Rovira i Virgili, pretende asomarse a una porción de la realidad desde el punto de vista de los profesionales de la asistencia sanitaria, evaluada con tres ejemplos etnográficos de reciente estudio. La atención a la salud de los niños a lo largo de este siglo que se acaba ha tenido una considerable representación cultural. Al tratarse de un ámbito de la medicina en el que existe una muy notable participación de elementos sociales como son las familias en la atención al niño, el contexto cultural ha tenido un peso relativo muy superior al que pueda tener en la atención sanitaria en otras edades de la vida. En Europa surge como cuerpo de doctrina la puericultura que, sin ánimo de hacer juegos de palabras, I es la «cultura» para los niños y que resumió durante los primeros dos tercios del siglo los principios asistenciales infantiles. La puericultura que sirve inicialmente para que los propios médicos entiendan el cuidado del niño, rápidamente se introduce como un método de educación para la salud, no tanto de los propios pacientes, sino de sus madres, responsables naturales de la salud y los cuidados, y que los científicos, los médicos, los educadores e incluso los políticos entienden que están faltas de conocimientos modernos y cientfficos.' l. Puericultura tiene su origen en la raíz cultura como cultivo, como en agricultura, piscicultura o apicultura, utilitarista empleo de un término que sitúa a los niños, a los epueri», como un producto más. 2. Aunque a veces, y desde una perspectiva masculina (si no queremos decir machista), parece existir un interés mayor en que los conocimientos que se exigen o se ofrecen a las madres tienen más de modernos (por lo de moda) que de conceptos realmente contrastables o científicos, como ha comentado ampliamente De Miguel (1984).
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Medicina y cultura
De qué hablamos los pediatras cuando hablamos de factores culturales _ _~
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En realidad, la puericultura se establece como el método para introducir los elementos culturales de la biomedicina en la cultura popular de la crianza de los niños. Así, los métodos de lactancia, la higiene del recién nacido y en
ción a la pediatría asistencial no podía quedar soslayada. La observación del entorno viene obligada por un largo período ocupando cargos de gestión clínica en hospitales. A la fuerza, la responsabilidad de la
niño pequeño, la prevención de las enfermedades infecciosas trans-
eufemismo con que se conoce ahora a la gente que trabaja en un hospital, obliga a contemplar factores culturales del personal, individual y colectivamente, lo que es la cultura de empresa, o la cultura de los colectivos profesionales. Posiblemente, esto forme parte del «conocimiento local», porque, a muchos efectos, en el ámbito hospitalario de la segunda mitad del siglo xx puedo considerarme un «nativo». Sin embargo, no pretendo perder de vista la necesidad de establecer una cierta distancia epistemológica, soslayando la preocupación de Geertz (1983, p. 56), Y mantener el (o la) verstehen aunque permanezca einfehien. Al haber trabajado en varios países diferentes y, en España, en tres comunidades culturalmente bien diferenciadas como son Euskadi, las islas Baleares y Cataluña, también me ha obligado a mantener una sensibilidad hacia los diferenciales que son, naturalmente, factores culturales. Una referencia a esta experiencia que ha constituido mi tesis doctoral (Allué, 1997) se incluye también en este texto.
misibles, la atención y los cuidados del niño enfermo, la vigilaucia del crecimiento y del desarrollo, la atención a los disminuidos psi cofísicos y, también, la epidemiología y la demografía infantiles, conforman ese cuerpo de doctrina.
En el último tercio del siglo, un cambio de denominación ha incluido estas materias en Jo que se conoce primero como «Puericultura social» y posteriormente como «Pediatría social» (Bosch Marín,
1954; Toledo, 1982). La Asociación Española de Pediatría incluye una Sección de Pediatría Social de la que el autor es miembro desde 1972. Las reuniones anuales de la sección, generalmente coincidentes con las reuniones
nacionales y los congresos han recogido el pensar y la práctica asistencial de varios cientos de pediatras y puericultores en lo que respecta a factores sociales y culturales. A la vez, un grupo de publicaciones (García Caballero, 1995; De Paz, 1997, etc.) ha venido a configurar ese ámbito que es la Pediatría Social, que también merece capítulos concretos en los textos académicos de pediatría (Cruz, 1993; Behrman, 1996, etc.) y que se incluyen en la bibliografía. A la hora de hablar de factores culturales en la práctica pediátrica, sin embargo, se topa con algunas dificultades por las imprecisio-
asignación de recursos, especialmente los recursos humanos, que es el
Una encuesta
Material de estudío
nes que provocan diferentes nomenclaturas o conceptualizaciones. En
ello influyen sobre todo las propias culturas profesionales y académicas de los médicos. Los más tecnificados y alejados de las realidades sociales hacen caso omiso de los factores culturales en su práctica
A raíz del simposio «De qué hablamos cuando hablamos de factores culturales» se pasó un cuestionario simple a un grupo de pediatras en
asistencial, mientras que los médicos de asistencia primaria recono-
tas sobre si reconocían la influencia de factores culturales sobre la salud, la demanda asistencial, la configuración de cuadros clínicos y la terapéutica, así como si tenían en cuenta la diversidad cultural en sus
cen un mayor peso a los elementos que configuran la sociedad en su influencia sobre la salud y la enfermedad. Se me planteó entonces la cuestión de si ofrecer mi opinión, la de un pediatra matizado por mi aproximación a la antropología, o bien hacer una investigación, aunque fuese modesta, en el entorno próxi-
mo. Al fin y al cabo, hace ya tiempo que aprendí que los nuer están en la sala de espera y las islas Trobriand justo al final del pasillo. Con todo, mi opinión personal, después de 30 años de dedica-
ejercicio en el entorno de Tarragona. El cuestionario incluía pregun-
prácticas asistenciales.
El grupo de pediatras formaba parte del colectivo de profesionales de Pediatría Primaria de nuestra área sanitaria, con edades comprendidas entre los 33 y los 63 años, y con una distribución de género entre hombres y mujeres al 50 por 100. La encuesta se pasó en el curso de una reunión científica y los
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Medicina y cultura
cuestionarios se recogieron al final de la misma, de manera que los encuestados no tuvieron oportunidad de consultarse entre sí. En cambio, sí se recogieron impresiones y algunas precisiones después de que se hubiesen recogido los cuestionarios.
Resultados Con todo el sesgo que introduce plantear preguntas que se encabezan con un «¿Crees que hay factores ... etc.?», es fácil obtener una respuesta positiva mayoritaria. El respeto que, en general, despierta la palabra cultura entre las personas cultas, obliga al reconocimiento de su trascendencia. En este sentido, la pregunta no tenía más propósito que el introductorio y establecer un compromiso. Obviamente, una respuesta negativa haría innecesario proseguir con la encuesta. Factores culturales reconocidos • La higiene • La alimentación • La influencia de los medios de comunicación • La religión la ignorancia = falta de cultura ~ demanda injustificada
De qué hablamos los pediatras cuando hablamos de factores culturales
mentación, bien sea por exceso, como la obesidad, bien carenciales como el raquitismo, la malnutrición o la caries dental y, también, la anorexia en los niños pequeños. Todos estos factores se incluyen igualmente como resultantes de carencias culturales, dentro de un discurso que puede enunciarse como; los padres incultos tratan negligentemente a sus hijos y la consecuencia son problemas carenciales que, en cambio, no suceden entre poblaciones más «cultas». Cuadros clínicos adscritos a factores culturales • Trastornos de la alimentación: en esceso: obesidad en defecto: malnutrición, raquitismo, caries • Parasitosis • Enfermedad de transmisión sexual • Abuso de drogas • Trastornos del comportamiento ..' ¡y la tuberculosis!
: u un segundo término figuran las parasitosis, las enfermedades de transmisión sexual, el consumo de drogas y los trastornos del comportamiento. En cambio, llama la atención la inclusión de la tuberculosis como enfermedad o cuadro clínico «cultural», sin que a ellos se pudiese encontrar una explicación que no fuese la adscripción de esta patología infecciosa a poblaciones también poco «cultas» y descuidadas.
Los factores culturales más reconocidos fueron «la higiene» y «la alimentación», figurando en un plano secundario la influencia de
los medios de comunicación sobre la salud y sobre la imagen del propio cuerpo, y mucho más distante, la religión. En su influencia sobre la demanda asistencial el factor cultural más invocado fue «la ignorancia», corno representación de la «falta
de cultura» que hace a la gente llevar el niño al médico, a menudo sin que sea necesario.
Cuando se plantea indicar cuadros clínicos (se intentó evitar el término «enfermedad» en esta pregunta por el encorsetamiento que la
nomenclatura adjudica a cada diagnóstico) que se adscriben a factores culturales aparecen en lugar preeminente los trastornos de la ali-
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Factores culturales que condicionan la terapéutica • Eficacia de las vacunas • Confianzaen las medidasde rehabilitación • Confianza en los medicamentos • Automedicación • Tratamiento del dolor en las culturas orientales • Tabúes religiosos (musulmanes, Testigos de Jehová, etc.)
60 - - - - - - - - - - - - - - - - - -__ Medicina y cultura En relación con los factores culturales que puedan condicionar la terapéutica las respuestas son más polimorfas, aunque surgen varias referencias a cuestiones religiosas, por ejemplo, la pertenencia a sectas Como los Testigos de Jehová. Mientras que la experiencia en el tratamiento de minorías religiosas es escasa, los pediatras tienen presente que las peculiaridades de comportamiento originadas por creencias religiosas pueden condicionar la aplicación de la terapéutica. Preguntados sobre si se tiene en cuenta la diversidad cultural en la práctica asistencial, la respuesta es menos mayoritaria, probablemente por un defecto en el planteamiento de la cuestión, que no discrimina entre quienes, a fuer de buenos profesionales, tienen en cuenta todo y quienes, a fuer de liberales, no establecen diferencias entre sus pacientes. Así lo expresaron cuando se revisó la pregunta. Factores de importancia en la salud infantil 1.0 Factores sanitarios 2. o Factores medioambientales 3. Factores educacionales 4. 0 Factores culturales 5. 0 Factores económicos 0
Por último, cuando se pide que ordenen la importancia de diferentes factores sobre la salud infantil, los factores culturales aparecen los cuartos, por encima de los económicos y, en cambio, por debajo de los puramente sanitarios, los medioambientales o los educacionales.
Una visión desde el área de Urgencias Quizá lo expuesto hasta ahora es sólo lo que dicen los pediatras cuando hablan de factores culturales. Si cultura es el fruto de una historia, un lenguaje, unos conocimientos y unas experiencias comunes, una visión más próxima a las ciencias sociales podría permitir incluir como factores culturales del entorno de la salud y la atención sanita-
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ria infantil factores culturales históricos como son las costumbres, las tradiciones familiares, los condicionantes religiosos, etc. También forman parte de ellos la información y los conocimientos sanitarios del «acervo cultural», la autoatención, el uso de recursos «populares», las diferencias de género, y un amplio etcétera. El segundo ejemplo es mucho más formal, puesto que corresponde a una investigación que dio lugar a mi tesis doctoral. Cuando se ha valorado la frecuentación a los servicios de urgencias de una población (Allué, 1997) resulta que la población infantil acaba acudiendo al servicio de urgencias casi en su totalidad. Durante el primer año de vida Tonos los niños de la población van por lo menos una vez. Siendo la asistencia a urgencias una demanda espontánea, es decir, una decisión que toma la familia autónomamente en la inmensa mayoría de las situaciones, entendemos que esta demanda puede incluirse fácilmente dentro de una actividad de autoatención, de la misma manera que la población puede servirse de fármacos o remedios adquiridos espontáneamente y sin receta' en una farmacia. Puede argumentarse que no es exactamente lo mismo la autoatención que el autoservicio, pero que se trata de una actividad autónoma se confirma desde el campo de las autoridades sanitarias y los médicos, cuando en épocas de afluencia exagerada a los servicios de urgencias, como sucede en el curso de las epidemias de virasis invernales, se habla de «colapso» de los servicios de urgencias y se hacen llamamientos a la población desde las autoridades sanitarias pidiendo que se conduzca la demanda espontánea hacia otros centros asistenciales como los dispensarios de atención primaria. La «costumbre» de acudir a Urgencias para recibir atención por problemas que pueden requerir atención médica inmediata, pero no la requieren «urgente» según los criterios biomédicos, es ya un fenómeno de raíz cultural en las sociedades occidentales. Otro factor a considerar son las diferencias de género que no pueden pasar desapercibidas cuando a Urgencias acuden más niños (varones) que niñas (hembras) (Allué y Jariod, 1998), una vez se han descartado factores clínico-epidemiológicos, al agrupar las diferencias por diagnósticos de alta. Aunque es cierto que los varones son más propen3. Estos remedios se conocen ahora con las siglas inglesas OTe, «Over the counter», despachadas «por encima del mostrador», sin prescripción.
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sos a padecerprocesos traumáticos, caídas, fracturas o luxaciones, en la preadolescencia por su mayor actividad física, no parece claro por qué
La distribución a lo largo del día tiene unas variaciones evidentemente relacionables con los horarios de sueño y vigilia de la pobla-
las diferencias existen entre los menores de 1 año con procesos infec-
ción, pues en las horas nocturnas acuden menos pacientes. Sin embar-
ciosos respiratorios o más mayores con asma bronquial. Perfilar estas diferencias como factores culturales es una tarea
go, la inflexión que sufre la demanda a las horas de la comida y, en cambio, el pico que se corresponde con las 20 horas tienen una raíz cultural: a la hora del mediodía las madres, habituales acompañantes de los niños a Urgencias, tienen otras obligaciones y a la caída de la tarde, en muchas familias coincide con la llegada al hogar del padre, que, aparte de que intervenga o no en la decisión de buscar asistencia
que está aún por concluir, pero existen indicios suficientes como para
darle tal consideración.
Pirámide de edad de los niños atendidos en 1994
sanitaria, en general es quien dispone de medio de locomoción que
permite el traslado de los niños a Urgencias.
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Media de urgencias según los días de la semana, 1995
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Otros pueden ser factores culturales «urbanos», condicionantes
sociales de grupo o clase social, nivel económico y educacional o bien factores tempoalespaciales, geográficos, laborales, disponibilidad de transporte, etc., que hemos descrito para la demanda de Urgencias.
Urgencias según la hora del día, 1995 "oo,,.¡----------------,~,¡¡--------------= . ....--~,¡¡-------_jfl_:¡._--_=l. .IHi_=-
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La distribución de las urgencias según el día de la semana muestra una progresión hacia los días del fin de semana vinculada con bastante seguridad a la disponibilidad de otros recursos asistenciales, concretamente los de asistencia primaria que cierrana partir del viernes. Sin embargo el personal de los servicios de Urgencias se refiere a menudo a la influencia que tienen algunos acontecimientos que se producen en distintos momentos de la semana, como sucede con la
transmisión televisiva de encuentros de fútbol que tenía lugar los miércoles, antes de multiplicarse varios días a la semana. La distribución según los meses del año en una zona turística
con una considerable población flotante, que puede incluso duplicar la población estable, determina un incremento de la demanda los meses de vacaciones. Este factor demográfico es cultural en cuanto a que
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las vacaciones y el desplazamiento hacia zonas de playas son un fenómeno cultural moderno. Algunos autores no han dudado en calificar de mitos (Pérez-Soler, 1979) ciertas prácticas o conceptos del conocimiento popular en relación con la atención y la crianza de los niños, aunque se acepta que tales conocimientos adquieren su carácter mítico por su origen en prácticas y conocimientos de los médicos. aunque provenientes de
otras épocas, como también ha puntualizado Perdiguero (1992). El departamento de Sanidad catalán recoge un buen número de estos «mitos» y los recalifica de «conceptos equivocados» en sus «Consejos de Puericultura» (1982). Además hay que considerar los factores sociopolítico-sanitanos. El modelo de seguro médico: público, privado, etc., es determinante de diferencias que tienen una representación cultural. Las peculiaridades de los sistemas son condicionantes de actitudes y comportamientos en relación con la salud, la demanda asistencial o la utilización de los recursos que se convierten en patrones culturales para los colectivos que los utilizan. Aunque a menudo estos comportamientos no exceden la categoría de «costumbres» o «hábitos», su reiteración, transmisión de unos a otros y estereotipias hacen que los sanitarios, los médicos, hablen de sus pacientes tienen «cultura de privados», «cultura de mutuas», etc.
Otros factores culturales a tener en cuenta son los factores de la cultura de las profesiones sanitarias y la «cultura» de las instituciones sanitarias. Hasta los espacios tienen su impronta cultural: habitualmente las puertas de los servicios de Urgencias están en la parte de atrás de los edificios de los hospitales. Finalmente cabe añadir que en el ámbito de la asistencia pediátrica se producen fenómenos que hemos intentado describir en el ámbito concreto de la demanda de Urgencias y que, posiblemente, sean extensibles a otros.
Una mirada al otro lado del charco Los profesionales de la medicina nos hemos acostumbrado a realizar brillantes estudios de campo en la forma de estudios clínico-epide-
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miológicos y aún más brillantes estudios clínico-experimentales que aportan nuevos ladrillos al edificio del conocimiento. Los más modestos hablan de su granito de arena, mientras que los más prepotentes creen que su granito es, realmente, un bloque de granito inamovible en la construcción del saber. Sin embargo, unos y otros rara vez son capaces de elaborar doctrinas de componente esencialmente teórico. Se echa de menos, con la excepción de las referencias al mecanismo de las enfermedades de origen puramente biológico, como las que periódicamente aparecen en el New England Joumal of Medicine, aportaciones suficientemente explicativas que definan los «porqués».
El modelo biomédico continúa poniendo todo su énfasis en el conocimiento de las enfermedades y dedica espacios mínimos al conocimiento de los enfermos. Con ello, además, se obvia la posibilidad de entender que junto a los conceptos médicos y biológicos del mecanismo de una enfermedad y los efectos de la misma y de su tratamiento sobre el individuo enfermo porque parte del propio enfermo tenga una apreciación distinta de la médica. En la relación asistencial el esfuerzo explicativo se hace en los aspectos biológicos y rara vez en los aspectos de la relación del individuo con su padecimiento. En ocasiones, cuando el padecimiento, la enfermedad, tiene unas características o una incidencia que la hacen extensiva a grupos poblacionales más amplios, como sucede con padecimientos crónicos, se cede la tarea de explicar cómo afecta la enfermedad al individuo a los grupos de autoayuda, asociaciones de familiares de enfermos y demás. En cambio, y en general, con respecto a los problemas agudos que precisamente son los que con más frecuencia son motivo de consulta, los comunes y habituales, no queda lugar para establecer una conexión entre el conocimiento médico y el conocimiento popular. La relativa inmediatez de los problemas y la premura parece que liberan al profesional de muchas consideraciones que no sean la identificación de unos síntomas, la elaboración de un diagnóstico y la prescripción de un tratamiento, procediendo de una forma más o menos automatizada y sin tener en cuenta la variedad de los pacientes que acuden y, menos aún, de ocuparse de sus peculiaridades, notablemente las culturales. Únicamente cuando la diferencia cultural es muy evidente,
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somo sucede con los extranjeros o los inmigrantes se adquiere una
cierta conciencia de esas diferencias. Es en esta línea que los pediatras americanos han elaborado este concepto de la competencia cultural de los médicos. La creciente presencia de antropólogos y hasta sociólogos en las escuelas de medicina y los hospitales universitarios norteamericanos ha ido paralela a la concienciación de la progresión de la variedad étnica de la población de Estados Unidos. Más recientemente, la constatación de que las llamadas minorías representaban un problema asistencial por sus propias peculiaridades ha llevado a los médicos y, más concretamente, a los pediatras a considerar los factores culturales de esas minorías y su repercusión en la salud de esa población, sus enfermedades, y, la asignación y distribución de los recursos asistenciales. Sin embargo, y por ahora, factores culturales en Estados Unidos significan peculiaridades de las «otras» culturas (Kohlenberg et al., 1995; Pachter, 1996) y no necesariamente considerar que actitudes, experiencias, relatos y conceptualizaciones de la sociedad americana «anglo», caucásica o «wasp», por querer decir la sociedad mayoritaria, son, también, factores culturales que repercuten en la salud y en la enfermedad, y de una forma u otra, las condicionan. De todas maneras son encomiables los esfuerzos que las organizaciones médicas más oficiales como la AMA (American Medical Association) (Davis y Voegtle, 1994) o la AAP (American Academy of Pediatrics) (Back, 1999) están haciendo para mejorar la consideración de los factores culturales de las minorías en la salud y en la enfermedad incluyéndolos en los programas de formación. La AAP define la asistencia pediátrica culturalmente efectiva como «la asistencia dentro
del contexto de un conocimiento apropiado, comprensivo y que aprecie las diferencias culturales por parte del médico. Esta comprensión debe tener en cuenta las creencias, valores, actuaciones, costumbres y necesidades de cuidados de salud particulares de los diferentes grupos de población». Sin embargo, en mi opinión, la competencia cultural debe alcanzar a todos los profesionales y en todas las ocasiones. Aun entendiendo que todos nuestros pacientes pertenecen a un grupo cultural homogéneo no debemos olvidar que nuestras conceptualizaciones están mediatizadas por nuestros conocimientos y, sobre todo, por nuestras peculiaridades y modelos profesionales.
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Cuando los médicos se plantean consideraciones de diversidad cultural, como suele suceder ante emigrantes y extranjeros, adoptan actitudes de comprensión e intentan explicaciones algo más amplias. Cuando el enfenno marcha, son comunes los comentarios a las parti-
cularidades de su paso por el servicio asistencial. Un ejemplo curioso es cuando en un servicio de urgencias aparece un paciente pertene-
ciente a un grupo social especialmente privilegiado. El hijo de un matrimonio pudiente o, como se dice V1P, con una constelación de exigencias, preferencias, teléfonos móviles y llamadas de mediadores familiares y sociales, nos lleva a menudo a decir algo así como «es un
paciente de consulta privada». En el otro extremo puede estar la atención hospitalaria a un miembro de alguna minoría étnica, como en nuestro país resulta pa-
radigmática la etnia gitana, con una presencia multitudinaria de familiares y deudos, el habitual desprecio por normas y regulaciones y, en general, su notoriedad. Si los médicos y enfermeras son capaces de identificar estas diferencias culturales, deberían ser capaces de tener en cuenta muchas otras.
Una de notable importancia, y en la medida que la atención al adolescente se va incorporando a la pediatría (Allue, 1996), es la sensibilidad hacia las interpretaciones de la gente joven del significado de sus problemas de salud. La competencia cultural, tal y como yo la entiendo, es un poco más que una sensibilidad hacia las diferencias, hacia el otro. Esa sensibilidad es la que han tenido los médicos que nos han precedido en toda la historia de la medicina antes de que la masificación de la asistencia, la condición asalariada profesional y la tecnificación nos hayan alejado de nuestros pacientes. Recuperar esa sensibilidad es una nueva tarea. Ejercerla con suficiencia requiere un profundo estudio y revisión de las características culturales de nuestro entorno. Los médicos deben, pues incrementar sus capacidades de comunicación interpersonal y, de esta forma, fortalecer la relación médicopaciente y optimizar el estado de salud de los pacientes».' Con ello se presentan en el informe del comité específico profesional (Commit4.
Traducción del autor.
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tee on Pediatric Workforce) una serie de recomendaciones de formación para estudiantes de medicina, residentes y formación continua y para la elaboración de los respectivos programas de educación que incrementen la asistencia sanitaria culturalmente efectiva a la medida de las características culturales de la población o la comunidad en la que se vaya a prestar servicio.
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La competencia cultural se apunta, por ahora en Estados Unidos, como un requerimiento en la formación de los médicos en general y de los pediatras. La competencia cultural debe incluir no sólo la sensibilidad hacia los pacientes que pertenezcan a otras culturas de base étnica, sino también comprender que existe una distancia entre la cultura de los profesionales y la de la población a asistir que debe salvar el propio profesional adquiriendo hábitos y habilidades que le permitan considerar continuadamente las diferencias culturales en su práctica profesional.
Conclusiones En la asistencia pediátrica en Cataluña se reconocen factores culturales especialmente en el plano de la higiene de los niños y la alimentación, esta última tanto en su insuficiencia, dando lugar a malnutrición y síndromes carenciales corno el raquitismo y la caries, corno en su exceso, determinante de obesidad. Se identifica como factor cultural la ignorancia, como reflejo de la «falta de cultura», incultura. También se reconoce el peso cultural de las influencias religiosas especialmente en cuanto a que condicionan la aplicación de ciertos tratamientos, no aceptados por minorías religiosas. Espontáneamente no se consideran otros factores culturales como el recurso a remedios naturales, la automedicación, los condicionantes de clase social o nivel económico, los efectos temporal yespaciales o el modelo sanitario. Los factores culturales ocupan un distante cuarto lugar en importancia en la salud infantil por detrás de los factores sanitarios puros, los medioambientales o educacionales. La autoatención en el ámbito de la salud infantil, a la vista de la experiencia de los servicios de Urgencias incluye, también, la demanda espontánea. La cultura popular en los países occidentales y, en cualquier caso, en España entiende que llevar el niño al servicio de Urgencias es un recurso habitual, justificado y coherente. Las cifras de los últimos años muestran que la mitad de los niños acuden por lo menos en una ocasión al año al servicio de Urgencias. Los que acuden en más de una ocasión suelen ser los más pequeños.
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4. Cultura e historia de la enfermedad J on Arrizabalaga
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Introducción Indudablemente, la pregunta «De qué hablamos cuando hablamos de factores culturales en ... » que sirvió de título al simposio en el que originariamente se presentó este trabajo, no tiene en el ámbito de los estudios históricos sobre la enfermedad -y, a tenor de las intervenciones de los demás ponentes, parece que tampoco en otros camposuna respuesta sencilla y única: cuando se habla de «factores culturales» en la historia de la enfermedad puede hacerse referencia a muchas y muy diferentes cosas, en función de qué se entienda por enfermedad y de qué manera se efectúe el acercamiento al estudio de este fenómeno en el pasado. Tal como Charles Rosenberg (1992, p. XIII) destacó hace ahora una década, la «enfermedad» es siempre una «entidad esquiva», que constituye al mismo tiempo. «un acontecimiento biológico, un reper-
torio generador específico de constructos verbales que reflejan la historia intelectual e institucional de la medicina, una ocasión de legiti-
mar y la legitimación potencial del sistema público, un aspecto del rol social y de la identidad individual -intrapsíquica-, una sanción de valores culturales, y un elemento estructurador de las interacciones médico/paciente».
No estoy en condiciones de abordar aquí lo que cabe entender por «factores culturales» en cada una de las facetas conformadoras de
esta realidad «poliédrica», según calificación del propio Rosenberg. Algunas de ellas ya fueron contempladas por otros participantes en el citado simposio. Por otra parte, la intervención del Grup Gadea
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d'Historia de la Ciencia también me exime de considerar las implicaciones de esta cuestión en el ámbito disciplinario de la Epidemiología Histórica. Mi atención en esta ocasión se circunscribirá a lo que suele entenderse como «factores culturales» en aquellos acercamientos a la historia de la enfermedad comúnmente conocidos como «constructivistas» o «socioconstructivistas».' Pese a que comparto la incomodidad de Rosenberg (1992, p. XIV) por el uso de la expresión «construcción social de la enfermedad», por cuanto encierra de afirmación tautológica y de verdad de Perogrullo -al fin y al cabo, en las sociedades humanas todo lo que no es naturaleza es construcción cultural-, me ha parecido conveniente, a falta de una locución más afortunada, mantenerla por su expresividad y pese a ser consciente del fuerte rechazo que aún genera en no pocos profesionales de la historia de la medicina, por razones similares a las que justifican la conocida prevención de muchos médicos y científicos naturales hacia cualquier planteamiento cuestionador de la imagen ideal de la ciencia (racionalidad, progreso lineal e indefinido, búsqueda de la verdad, universalidad, altruismo, beneficencia, etc.) heredada del positivismo científico.
Biología y cultura en la reciente historiografía de las enfermedades humanas
La ciencia y la medicina occidentales modernas son un constructo humano. Por ello, sólo constituyen un sistema de pensamiento y reprel. Durante las últimas dos décadas, el constructivismo social ha acabado por impregnar en mayor o menor medida una gran parte de los estudios históricos sobre la enfermedad. Pueden verse como muestra: Figlio (1978), Mishner (1981), Wright y Treacher (1982), Latour (1984), Tumer (1987), Gilman (1988), Rosenberg (1988), Arrizaba1aga (1991), Vaughan (1991), Cunningham (1992), Lachmund y Stollberg (1992), Ranger y Slack (1992), y Rosenberg y Golden (1992), entre otros. Los estudios sobre el sida constituyen uno de los terrenos donde este tipo de acercamientos ha resultado más fecundo; véanse: Fee y Fax (1988), Crimp (1988), Gilman (1988); Nelkin, Willis y Parris (1991), y Fee y Fax (1992), entre otros. Finalmente, cabe también destacar la interesante discusión sobre el impacto del socioconstructivismo en el desarrollo de la sociología de la medicina, que la revista Sociology 01Health and lllness acogió en sus páginas a finales de los años ochenta (Bury, 1986; Nicolson y McLaughlin, 1987 y 1988).
Cultura e historia de la enfermedad
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sentación de la realidad, no la realidad en sí misma. Surgidas en Europa durante el siglo XIX, ambas promovieron una transformación profunda de los modos dominantes de representación de la naturaleza y sus fenómenos, que fue exportada con éxito al resto del mundo durante la expansión imperialista de las potencias occidentales. El marco de comprensión de la realidad impuesto por estas formas de ciencia y medicina ocupa una posición nuclear en el mundo contemporáneo. De ahí, el enorme poder conferido por ambas a los estados, corporaciones privadas o públicas y elites sociales que las poseen y/o regulan sus usos. La percepción de los logros científicos y médicos del último siglo ha conducido a muchos occidentales a asumir que sus representaciones de la enfermedad son las más «verdaderas» y genuinas; y que dichas representaciones constituyen la culminación de un proceso histórico de adquisición gradual y progresiva de conocimientos sobre ésta ycualquier otra realidad natural; -la tradicional imagen de la ciencia como asíntota de la realidad natural es bien expresiva a eSte respecto. Hasta bien entrada la década de 1920 esta idea resultó incontestable en la historiografía de la enfermedad, en virtud del papel «disciplinario» y, ante todo, legitimador de la nueva medicina científica, que la Historia de la Medicina había jugado desde que su cultivo comenzó a institucionalizarse en las facultades de medicina germánicas a finales del siglo XIX. El enorme impacto que tuvo la nueva medicina de laboratorio en la reconceptualización de las enfermedades había hecho que la historia de las enfermedades humanas se reconstruyera como un proceso de adquisición de saberes y técnicas conducente al presente de forma lineal, progresiva e inexorable. En los estudios historico-rnédicos de las últimas décadas del siglo XIX y primeras del XX, el laboratorio era presentado como el escenario donde, definitivamente, la medicina había logrado dotarse de un método, el recurso sistemático a la investigación experimental, fiable y rigurosa para objetivar la realidad de la salud y la enfermedad humanas; y la teoría bacteriológica, cuyo desarrollo en ese escenario a partir de la década de 1870 había permitido impulsar desde nuevas premisas las investigaciones médicas sobre las causas, prevención y tratamiento de las enfermedades infecciosas, era considerada como la clave para el logro de una «primera comprensión exitosa de la peste y otras enfermedades terribles, y que reemplazaba viejos, fracasados y equivocados intentos» de los médi-
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Cultura e historia de la enfermedad
cos de todos los tiempos por alcanzar este objetivo (Cunningham, 1991,p.58).
(en el caso de las afecciones infecciosas) de experimentar cambios de carácter evolutivo biológico ligados a la interacción huésped-parásito, sino también y sobre todo construcciones humanas producto de contextos socioculturales concretos y, como tales, sólo comprensibles desde las coordenadas específicas de los mismos. Esta perspectiva «constructivista», que subraya la naturaleza dual, biológica y cultural, de la enfermedad, abrió la puerta a un sinfín de encarnizadas discusiones en torno al papel que corresponde a cada término del binomio biología-cultura en la génesis y desarrollo de las enfermedades humanas en diferentes contextos sociales pasados o presentes, así como al carácter necesario o negociado de la relación entre ambos términos (Rosenberg, 1988, p. 12). Surgidos de diferentes disciplinas (sobre todo, la sociología médica, la antropología de la medicina, la historia social y los estudios sociales sobre la ciencia), todos los acercamientos «constructivistas» tienen en común su énfasis en la premisa de que la enfermedad es un fenómeno social y, por ello, sólo puede comprenderse plenamente en el seno del preciso contexto sociocultural donde se percibe como tal. Ahora bien, mientras que en los estudios procedentes de las tres primeras disciplinas, por lo general, se ha conferido un papel adicional más o menos importante a los procesos biológicos del cuerpo objetivables mediante el conocimiento biomédico y no se ha problematizado la existencia real de los mismos sociales (Lachmund y Stollberg, 1992, pp. 9-14), en los estudios sociales sobre la ciencia -y a partir de los años ochenta también.en algunas corrientes de la antropología de la medicina-, se viene negando el carácter neutral de los conocimientos médicos sobre los fenómenos biológicos, que pasan así a ser igualmente contemplados como construcciones sociales. Esta última posición se ha extremado entre quienes niegan la supuesta dualidad objeto vs. representación inherente al conocimiento científico y que de-
Conforme a esta «perspectiva bacteriológica», la historia de la medicina era «presentada como la historia de la lucha de la evidencia
yel sentido comú~ contra la teoría y laestupidez»; una contienda que finalmente se habla ganado merced al laboratorio. Para reafirmar sus posiciones, los historiadores «bacteriólogos» inventaron su propia ge-
nealogía reivindicando los nombres de Fracastoro, Leeuwenhoek, R:di, Spallanzani, Semmelweis y otros, como microbiólogos y bactenologos avant-Ia-Iettre; y se presentaban a sí mismos como los «sucesores de estos hombres clarividentes cuyo inevitable sino había sido el de no haber sido apreciados en su propio tiempo» (Cunningham, 1991, pp. 58-59). La medicina y la ciencias occidentales modernas reforzaron su condición de columnas vertebrales del nuevo orden mundial resultante de la segunda guerra mundial, pero la «edad de la inocencia» de una y otra se disipó para siempre tras esta contienda. Ambas dejaron de ser consideradas actividades libres de valores, neutrales, cuya evolución fuera independiente del contexto sociocultural donde tenía lugar su cultivo y sólo obedeciera a la lógica interna del conocimiento científico. Aunque el impacto de una nueva historia cultural (Kulturgeschíchte) y social había comenzado a dejarse sentir en la historiografía de la medicina ya en los años veinte (Winau, 1983, pp. 114116), fue a partir de la década de 1940 cuando se incrementó de forma significativa el número de historias de la enfermedad que en mayor o menor medida subrayaban la especificidad sociocultural inherente a las enfermedades humanas, a la par que disminuía de forma gradual el interés por las ya aludidas historias «bacteriológicas». Sin olvidar la aportación pionera en esta línea del padre de los Annales, Marc Bloch (1924), son bien ilustrativos de este cambio de rumbo en la historia de la enfermedad algunos de los trabajos que Henry Sigerist (1943) y sus discípulos George Rosen (1943,1958 y 1968), Oswei Temkin (1945) y Edwin Ackerknecht (1951, 1963 y 1971) publicaron a parnr de los años cuarenta.
Desde los años sesenta, cobró un peso creciente en los estudios histórico-médicos la idea de que los fenómenos etiquetados como enfermedades no son sólo realidades biológicas «ahistóricas», esencialmente continuas en el espacio y el tiempo o, a lo sumo, susceptibles
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nuestan como «ideología de la representación», argumentando que un
objeto del conocimiento científico -en nuestro caso, la enfermedadno puede ser considerado como una entidad real, objetiva y preexistente a su representación al estar, en realidad, constituido por ella.'
2. Para esta cuestión he seguido como principal fuente de información la revisión de los debates actuales en el seno de la sociología del conocimiento científico efectuada por Steve Woolgar (1988).
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Hasta la década de 1980, cobraron un peso creciente las interpretaciones «relativistas» que en mayor o menor medida (según la
corriente interpretativa, la naturaleza de la enfermedad estudiada y/o el contexto sociocultural de la misma) enfatizaban el peso de lo cultural en la conceptualización de la enfermedad. Se veían alentadas por una emergente contestación social y progresaban al abrigo del consenso político liberal-conservador que había caracterizado a los gobiernos del Occidente desarrollado, comenzando por Estados Unidos y Gran Bretaña, durante más de veinte años. Ahora bien, a comienzos de los años ochenta, este consenso se rompió de modo drástico can el ascenso al poder de una Nueva Derecha que alzó la bandera del neoliberalismo y que ha visto reforzada su hegemonía mundial con el Nuevo Orden Internacional surgido de la Caída del Muro de Berlín. En las nuevas circunstancias, asistimos a una sorda ofensiva frente a las interpretaciones «relativistas» acerca de las enfermedades humanas pasadas o presentes, y al reverdecimiento de las tesis deterministas en línea con los supuestos del neodarwinismo social y de la sociobiología, según las cuales las leyes de la biología se bastan por sí solas para explicar tanto las enfermedades como la propia naturaleza y organización social humanas (Lewontin, Rose y Kamin,1984, pp. 13-28). La nueva situación de los últimos lustros se refleja tanto en las líneas de investigación sobre las enfermedades humanas dominantes como en su apabullante eco mediático. En efecto, por una parte, se ha disparado en el ámbito de la política científica el apoyo a las opciones reduccionistas y tecnocráticas, a expensas de un discurso científico-socia cada vez más domesticado y sometido a la llamada doctrina del «pensamiento único» (Ramonet, 1995) o pura y simplemente evanescente. Por la otra, los resultados de estas investigaciones se difunden de forma acrítica en los medios de comunicación de masas, que con demasiada frecuencia nos martillean con descubrimientos pretendidamente definitivos acerca de las bases genéticas de realidades sociales tan dispares como la esquizofrenia, la homosexualidad, los comportamientos «antisociales» o la supuesta inferioridad intelectual de las minorías étnicas, o con promesas absolutamente desmesuradas sobre los beneficios que reportarán a la humanidad las investigaciones sobre el gen ama humano. Todo ello no hace sino refrendar el dominio asfixiante que el más radical reduccionismo bio-
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logicista ejerce en las investigaciones sobre la enfermedad, la salud, la conducta y la inteligencia humanas (Lewontin, 1993). A las puertas del siglo XXI, sólo un fenómeno planetario de las dimensiones y con las peculiaridades del sida parece haber logrado, siquiera en parte, poner coto a la pretensión actualmente dominante de explicar las enfermedades humanas presentes y pasadas en términos estrictamente biológicos. Es más, como ha señalado Rosenberg (1988, pp. 13-14), el sida ha contribuido a crear, más que cualquier otro acontecimiento específico, un nuevo consenso «postrelativista» en relación con las enfermedades, en el cual vuelve a haber espacio tanto para los factores biológicos como para los factores socioculturales, a la vez que se subrayan las complejas y «equívocas» relaciones existentes entre ambos grupos de factores.
A modo de conclusión: «factores culturales» en la historia de la enfermedad Volvamos, después de todo lo dicho, a la cuestión del principio: ¿qué entendemos por «factores culturales» en el ámbito de los estudios históricos sobre la enfermedad? Desde el ángulo «constructivista», podemos entender por «factores culturales» todos aquellos que no son estrictamente biológicos; -si consideramos lo biológico como no problemático, algo sobre lo cual ya hemos visto que no existe un absoluto consenso. Así pues, se trataría del conjunto de factores también llamados socioculturales o simplemente sociales, en el sentido más amplio de este calificativo. Quizás se entienda mejor a qué me refiero, si examinamos de forma sucinta el modo cómo se «descubre» una enfermedad 0, dicho de otra manera, su proceso de construcción social. Tanto si surge ex novo (<<enfermedad emergente»), corno si resulta de la reconceptualización de otra entidad previa, una enfermedad se construye socialmente a partir de las variadas percepciones y reacciones que un fenómeno o conjunto de fenómenos juzgados anómalos desde una determinada idea de salud, suscitan en uno o más grupos sociales en el marco de un contexto sociocultural específico. Se trata de un proceso determinado por distintos agentes sociales, así
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Medicina y cultura
como por los conflictos potenciales entre ellos, que puede y suele frecuentemente dilatarse en el tiempo y cuyo cierre, nunca totalmente definitivo, está sujeto a procesos de negociación social entre las partes. En este proceso, conviene distinguir una primera fase de cristalización
de la enfermedad como entidad específica, por la cual ésta cobra legitimidad intelectual y moral en nuestra cultura, de otra subsiguiente a ella, en la que la enfermedad se convierte por sí misma en un factor reestructurador de situaciones sociales, en un actor y mediador social (Rosenberg, 1992, p. XVIll). En la «construcción» de una enfermedad intervienen habitualmente agentes sociales de índole muy variada. Circunscribiéndonos al occidente europeo, se encuentran, en primer lugar, los prácticos pertenecientes a las diversas ocupaciones sanitarias, un colectivo he-
terogéneo en su composición e intereses, que a partir del siglo XIll experimentó una gradual estratificación social bajo la hegemonía del nuevo modelo médico surgido de las universidades. Si los médicos universitarios alcanzaron en las sociedades del antiguo régimen una
progresiva legitimación de sus saberes y prácticas por parte de las autoridades políticas, en las sociedades industriales del siglo XIX se convirtieron en «expertos» exclusivos e inapelables en materia de sa-
lud y enfermedad. Aun así, los prácticos carentes de formación universitaria y/o aquellos que aun poseyéndola cultivan sistemas alternativos a la medicina científica moderna continúan desempeñando en
la actualidad un papel frecuentemente relevante en la definición de la enfermedad y sus causas incluso en las sociedades desarrolladas; mucho más en las correspondientes a los países en vías de desarrollo. Además, habitualmente el proceso de construcción de la enfermedad es modulado en todo tipo de sociedades por la intervención de agentes sociales ajenos a las prácticas sanitarias, como los poderes políticos, sus instrumentos de coerción social y grupos de presión de diversa índole (económicos, mediáticos, científicos, religiosos y culturales, entre otros). Por último, aunque no por ello en menor medida, intervienen también en este proceso los propios individuos directamente afectados por la enfermedad, y sus allegados. Sobra insistir en la importancia del papel que pueden jugar en el desarrollo y resultados de este proceso, los conflictos surgidos tanto entre los distintos grupos de agentes sociales como en el seno de cada uno de ellos. No obstante, vale la pena subrayar que, como en todo proceso social, en
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éste confluyen y coluden no sólo argumentos derivados de la estricta racionalidad científica, sino también otros reflejo de los heterogéneos intereses, individuales o colectivos, propios de los distintos agentes sociales implicados, incluidos en un plano primerísimo los de los médicos y científicos.
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5. Los duelos de la migración: una aproximación psicopatológica y psicosocial Joseba Atxotegui
Introducción Considero que en el marco de unas jornadas como las que dieron origen a este libro, en las que se abordó la temática de la cultura en relación con la salud y la enfermedad, es imprescindible hacer referencia a los aspectos psicológicos y psicosociales que constituyen una parte fundamental tanto de la cultura como de la salud y la enfermedad. En este capítulo abordaremos lo psicológico y lo psicosocial desde un ángulo específico; el de la perspectiva de la migración y la interculturalidad, dos realidades cada vez más presentes en el mundo actual. Pocos cambios, de entre los muchos a los que debe adaptarse un ser humano a lo largo de su vida, son tan amplios y complejos como los que tienen lugar en la migración. Prácticamente todo lo que rodea a la persona que emigra cambia; desde aspectos tan básicos como la alimentación o las relaciones familiares y sociales, hasta el clima, la lengua, la cultura, el estatus... podemos decir que alrededor de la persona que emigra pocas cosas son ya como antes. El estudio y la investigación de tantos cambios. lógicamente requiere el concurso de numerosas disciplinas. Entre ellas se encuentran la psicología y la psiquiatría. Desde esta perspectiva considero que profundizar en la comprensión psicológica del hecho migratorio y de los aspectos psicopatológicos y psicosociales vinculados a él puede ayudar a introducir elementos de racionalidad en una temática que tiende a conducirse habitualmente ~tanto entre los inmigrantes como entre los autóctonos- por cauces excesivamente pasionales e
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irracionales que no contribuyen precisamente al buen entendimiento entre unos y otros.
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sona no sienta en ningún momento tensión, preocupación, tristeza, añoranza, pena ... vivencias que en cierta medida forman parte esen-
cial de la experiencia de la vida y de la adaptación al medio. Creo que esta idea está muy bien expresada en Pío Baroja, cuando en Las in-
Aspectos del duelo migratorio Como todo acontecimiento de la vida (lije event), la migración es una situación de cambio que no sólo da lugar a ganancias y beneficios, sino que también comporta toda una serie de tensiones y pérdidas a las que se denomina duelo. Se entiende por duelo el proceso de reorganización de la perso-
nalidad que tiene lugar cuando se pierde algo que es significativo para el sujcto. En el caso de la emigración tendría que ver con la reelaboración de los vínculos que la persona ha establecido con el país de origen (personas, cultura, paisajes ...). Vínculos que se han constituido durante las primeras etapas de la vida y que han desempeñado un papel muy importante en la estructuración de su personalidad. Al marchar, el emigrante tiene que mantener esos vínculos, por-
que a través de ellos se expresa su personalidad y su identidad como persona y, a la vez, para adaptarse al país de acogida, debe poner en marcha nuevos vinculas -por las nuevas relaciones que tiene que es-
tablecer en su nueva patria-, que en parte sustituirán a los que deja atrás (Grinberg, 1984). Sin embargo, el duelo -como proceso de reorganización de la personalidad tras una pérdida- es un proceso natural y frecuente en
la vida psíquica dé todo ser humano: todo cambio supone una parte de duelo, porque, aunque ganemos nuevas cosas, siempre dejamos atrás, también, algo con lo que nos hemos vinculado afectivamente y que forma ya parte de nuestra propia historia, de nosotros mismos. Por eso la elaboración del duelo constituye una parte esencial del contacto adaptativo y creativo con la realidad, que es la base del equilibrio psíquico de todo ser humano (Bowlby, 1985 y 1993). Hay que aceptar, pues, que en la vida existen duelos por las cosas que vamos dejando atrás y no tratar de eliminar a cualquier precio toda sombra de preocupación y de nostalgia quitando importancia a las pérdidas, negándolas o, incluso, como se hace desde cierta concepción de la medicina, dando rápidamente fármacos para que la per-
quietudes de Shanti Andía pone en boca de un marino, abierto al mundo incierto del océano, la reflexión de que «a veces me embarga una tristeza tan extraña que me parece que sería muy desgraciado si no la sintiera alguna vez». De todos modos, tampoco se ha de caer en el extremismo del denominado «calvinismo farmacológico» que denuncian Dolores Avia y Carmelo Vázquez (1998) y se debe facilitar el tratamiento psiquiátrico y psicológico en los casos en que haya un sufrimiento psíquico patológico. Decía que en la emigración hay un duelo por lo que el emigrante deja atrás. Pero, ya de entrada, podemos hacer constar que no todo lo que se deja atrás cuando alguien marcha a otro país es bueno. Los vínculos que el ser humano establece en su vida nunca son enteramente positivos, porque la familia y el ambiente nunca han proporcionado a cada ser humano todo lo que éste ha podido necesitar: hay defectos, problemas y limitaciones en las familias y en la sociedad, y también hay, muchas veces, desajustes en las necesidades de cada persona que tanto puede plantear demandas excesivas o imposibles de satisfacer como puede tener dificultades para tolerar las limitaciones del ambiente en el que ha vivido. La existencia de problemas y limitaciones en el país de origen, unida a la posibilidad de acceder a nuevas oportunidades da lugar a que la emigración suponga también la posibilidad de estructurar en el país de acogida una nueva vida y unas nuevas relaciones mejores. Mientras que, por un lado, hay sentimientos de pena y dolor por lo que de valioso se deja atrás -y tanto más cuanto la migración se halle más condicionada por aspectos externos a la persona-, por otro lado, al emigrar, el ser humano tiene también una sensación de fuerza, de verse capaz de abordar el control del propio destino. La sensación de ballarse poseído por el dios de la libertad. Así pues, en la emigración habría una parte de duelo, pero se hallaría enmarcada dentro de un proceso más general de cambio que incluye aspectos positivos, ya que la emigración también permite la posibilidad de acceder a nuevas oportunidades, sobre todo cuando las condiciones son favorables.
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En relación con la capacidad de tolerar este duelo por lo que se deja atrás en la emigración habría que señalar que el ser humano no está, ni mucho menos, incapacitado para ello (la capacidad de motilidad y de orientación nos lo facilitan). De suyo, la humanidad ha sido nómada durante la mayor parte de su historia y tan sólo desde el Neolítico se establece la tendencia a habitar permanentemente en el mismo territorio (y aún hoy perviven grupos nómadas como los gitanos, los tuaregs, etc ...). Hace, pues, relativamente poco tiempo que los humanos SOfiOS sedentarios. Y en esta etapa de sedentarismo han sido muy frecuentes los desplazamientos de poblaciones, exploraciones, etc. (se ha llegado a decir que la historia de la humanidad es la historia de las migraciones). Así pues, hay que suponer que estamos dotados para hacer frente a las vivencias de la migración, aunque desde luego no se trata de un proceso sencillo, dado que tenemos asimismo poderosas tendencias al arraigo. Como sostiene Enzensberger (1992), en el relato de Caín y Abel los textos bíblicos recogerían -entre otros aspectos- este conflicto entre la parte nómada y la parte sedentaria del ser humano, entre el Abel nómada y el Caín sedentario: de hecho, hoy en día el sedentarismo continúa siendo obligatorio: a pesar de que en la Declaración Universal de los Derechos Humanos está reconocido el derecho a cambiar de residencia, en la práctica el derecho no se ejerce. Está reconocido el derecho a salir de un país, pero no está reconocido el derecho a ser admitido en otro, competencia que se deja en manos de los estados. Decía que en la emigración había un duelo por lo que se dejaba atrás: los problemas psicológicos surgirían de las dificultades en la elaboración de ese duelo. Estas dificultades se acentúan cuando la migración se realiza en malas circunstancias: por problemas del ambiente (políticas de exclusión, explotación laboral, graves carencias sanitarias, de vivienda, etc.) o por problemas de la personalidad del individuo que emigra (Morrison, 1973). Habitualmente suelen presentarse cuadros de tipo psicosomático y ansioso-depresivo. Por otra parte, la experiencia en el Servicio de Atención Psicopatológica y Psicosocial a los Inmigrantes y Refugiados (SAPPIR) nos ha mostrado que a menor consistencia y elaboración del proyecto migratorio, más difícil será la elaboración del duelo. Un ejemplo de esta situación la tendríamos en el caso de los refugiados, personas que se ven obligadas a huir a otro país sin poseer un proyecto migra-
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torio. Su único proyecto es regresar cuanto antes a su país, del que
nunca desearon salir. De ahí que, como es sabido, la mayoría de los refugiados permanezca lo más cerca posible del país de origen, con la idea de regresar a él cuanto antes.
Los siete duelos de la migración Y.1a interculturalidad Considero que el conjunto de duelos de la migración se puede agrupar en siete aspectos o duelos específicos: 1) 2) 3) 4) 5) 6) 7)
el duelo por la familia y los amigos; el duelo por la lengua; el duelo por la cultura; el duelo por la tierra; el duelo por el estatus; el duelo por el contacto con el grupo étnico; el duelo por los riesgos físicos.
El duelo por la separación respecto de los familiares y amigos
Desde las ciencias de la salud mental se considera que el mundo afectivo de una persona se centra fundamentalmente en el ámbito de la familia y los amigos. Y es por ello que situaciones como la migración, en las que un ser humano se separa de los seres queridos, dan lugar a profundas repercusiones psicológicas. Pero estas repercusiones son complejas, porque ya he señalado que en algunos casos las relaciones con los familiares y amigos podrían haber sido problemáticas (yen todos los casos es seguro que han tenido uno u otro aspecto problemático), con lo cual el sujeto tiene, a través de la emigración, la oportunidad de estructurar unas nue-
vas relaciones más satisfactorias, con personas que puede elegir. Por otra parte, la emigración puede suponer también la posibilidad de reestructurar, a través de un período de separación o manteniendo más
distancia, algunas relaciones conflictivas con personas significativas que residen en el país de origen.
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A pesar de esas limitaciones en la calidad de las relaciones en el país de origen, no poder contar con el afecto y el apoyo de los seres queridos es siempre penoso, pero muy especialmente cuando el inmigrante atraviesa situaciones de necesidad o se encuentra enfermo, ya que en estos casos no cuenta con una red familiar y social de apoyo (a diferencia de los autóctonos), con todo lo que esta carencia conlleva de ansiedad, soledad y miedo al futuro. Otra situación que afecta profundamente a los inmigrantes es la separación de unos hijos pequeños que reclaman muchas veces dramáticamente su presencia (<<mamá me levanto cada mañana y veo que no estás ... estuve enfermo y no me cuidaste») o la distancia respecto a unos padres ancianos y enfermos. Ambas situaciones movilizan a nivel psicológico sentimientos de culpa muy difíciles de elaborar. Otra área importante del ámbito familiar hace referencia a la situación de los hijos de los inmigrantes. Y aquí, ya de entrada, nos encontramos con un primer problema de tipo terminológico. Existe mucha polémica acerca de si debe utilizarse, o no, el término «segunda generación». Mi opinión es que, a no ser que queramos caer en la hipocresía que supone el lenguaje políticamente correcto (que, por ejemplo, denomina a los pobres «personas económicamente poco eficientes»), realmente, los hijos de los inmigrantes existen como segunda generación cuando no se acepta la cultura de los inmigrantes como cultura que forma ya parte del país de acogida. En este sentido, el uso del lenguaje políticamente correcto puede servir de tapadera para ocultar (y no abordar) los problemas de discriminación que padecen estas personas, problemas que con este tipo de planteamientos nunca se resuelven y acaban por pasar de una a otra generación. A nivel psicológico uno de los problemas más graves que sufren los hijos de los inmigrantes es la ausencia del grupo familiar extenso (abuelos, primos...). Esta carencia disminuye la riqueza de sus relaciones familiares y las posibilidades de encontrar figuras de identificación que puedan actuar como modelos de desarrollo personal. De ahí la importancia de la reivindicación de la reagrupación familiar, uno de los derechos que más se han exigido desde los servicios de apoyo psicológico a los inmigrantes. Sin embargo, muchas veces la propia reagrupación familiar se halla imposibilitada por razones legales, pero aun en el caso de que pueda tener lugar, hemos de pensar que volver a unir a una familia separada es como volver a pegar los
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trozos de un jarrón que se ha roto: los sentimientos de abandono, la culpa, la regresión que efectúan los hijos, las frustraciones acumuladas, etc., requieren tiempo, paciencia, madurez para poder ser elaborados. Es por ello que con frecuencia este proceso requiere el apoyo de los servicios psicosociales. . La migración también puede afectar negativamente a los hijos de los inmigrantes de otro modo: con frecuencia hem?s podid~ ver que las familias emigrantes tienden a cerrarse dem~slado en SI mismas, generando problemas de excesiva dependencIa en~re sus miembros, de culpabilidad por los sentimientos de nutononua. etc. En SAPPIR vemos con frecuencia, por ejemplo, divorcios que se ponen en marcha por las tensiones que surgen de las dificultades de la convivencia en un contexto n.llevo Y muchas veces problemático.
Desde la perspectiva de la integración de los hijos de los inmigrantes se ha de señalar que los padres. son el principal modelo al que acuden a la hora de afrontar su propio duelo mtgratorro. El grado de elaboración del duelo migratorio que efectúen los padres, la actitud que tomen hacia el país de acogida es un punto de referencia básico para conformar las actitudes de los hijos. Si los padr~s muestran dificultades importantes en el contacto con el nuevo país (bien por problemas personales o porque se les excluye y margina) es más fácil que alguno de sus hijos mantengan esas actitudes. De todos modos, en este punto habría que tener en cuenta que existe una tendencia natural a la diferenciación de los roles entre los diferentes hermanos (para evitar de este modo el fracaso en la competición por los mismos roles). Así, si alguno de los hijos sigue el camino de los padres de rechazo a la integración, otro hijo podría seguir el camino opuesto -y también problemático- de caer en posturas de asimilació~ radical en la cultura del país de acogida, rechazando la cultura de ongen de los padres. .. Con frecuencia también hemos podido ver que los hijos de los inmigrantes tienden a abandonar precozmente los estudios para ponerse a trabajar. En esta decisión intervendrían varios factores: en pnmer lugar, la dificultad de elaborar el duelo por el fracaso escolar (es muy penoso estar permanentemente en inferioridad d.e condiciones respecto a otros compañeros); en segundo lugar, la actitud de los padres (en parte por razones culturales, pero sobre todo por la necesidad
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material de ingresos familiares); y en tercer lugar, porque estos adolescentes viven muy dolorosamente verse privados de los medios materiales (motos, ropa de marca...) y del dinero fácil que manejan -y exhiben- sus compañeros autóctonos. Todos estos aspectos ayudan a comprender por qué, tal como constatamos en nuestro servicio, los hijos de los inmigrantes tienen un mayor riesgo de padecer trastornos mentales que sus padres. Observamos que los adultos poseen un modelo de referencia psicocultural más estructurado a pesar del choque cultural que pueden vivir. Pero los hijos de los inmigrantes ya han nacido en el nuevo país y padecen la ausencia de puntos de referencia claros, más aún si en el país de acogida se sienten excluidos. Esta problemática se expresa con frecuencia a través de conductas psicopáticas en el caso de los chicos y de cuadros depresivos y somatizados en el caso de las chicas. En muchas ocasiones la situación de los hijos de los inmigrantes es especialmente penosa al acumularse problemas como los mencionados de las dificultades para la reagrupación familiar o la desestructuración familiar fruto de las tensiones a los que se hallan sometidos, el elevadísimo índice de fracaso escolar (más del 40 por 100 en Francia; aquí el porcentaje sin duda será aún mayor, pero aún no poseemos estudios), así como el que estos jóvenes vivan en ambientes de exclusión social. Todo ello conforma un panorama especialmente preocupante en relación con la inserción social de estos colectivos. Porque si estos nuevos ciudadanos no entran en el mercado laboral y en la dinántica social en igualdad de condiciones que los hijos de los
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El duelo por la lengua materna Desde el psicoanálisis se sostiene que la lengua, la cultura, la tierra, etc., aspectos a los que haré referencia en los siguientes apartados, se hallarían vinculados, representándolas, simbolizándolas, a las relaciones más íntimas que el niño establece con el grupo familiar, fundamentalrnente con las figuras de los padres: por esa se habla de la lengua materna, la cultura materna, la madre tierra, la patria, etc. La adquisición de una nueva lengua (o de más de una, como ocurre por ejemplo en el caso de los emigrantes a Cataluña, Quebec, el País Vasco, Bélgica, etc.) comporta un gran esfuerzo por parte del inmigrante, tanto más cuanto más radical sea el grado de exigencia de su conocimiento. Hasta tal punto esto es así que, especialmente en el caso de «la primera generación» de inmigrantes que realizan agota-
doras jornadas de trabajo y se hallan sumidos en graves problemas de acomodación en el nuevo país (incluso de supervivencia), las posibilidades de cumplir con dichos requisitos se hacen muy difíciles. Además, hay que tener en cuenta que no todas las personas poseen grandes habilidades lingüísticas. y aún podríamos añadir que la gramática y la ortografía siempre puntúan en el más bajo lugar en las simpatías de los alumnos. (García Márquez proponía recientemente, y sin éxito por desgracia, racionalizar algo más dichas normas.) Para los hijos de estos inmigrantes el manejo de la lengua, obviamente, mejora, pero se bailan en medio de fuertes tensiones lingüística: los adolescentes franceses de origen magrebí han llegado a
autóctonos, se estará estructurando una sociedad fraccionada, una so-
inventarse un nuevo lenguaje en respuesta a hallarse «entre dos fue-
ciedad que funciona «a dos velocidades». En relación con la exclusión de los hijos de los inmigrantes con-
gos», entre las presiones lingüísticas tanto de su propio medio cultural como del país receptor. En todos los casos es muy importante potenciar en la adquisición y uso de una nueva lengua los aspectos «lúdicos» del aprendizaje de algo nuevo, el «saborear» la belleza y originalidad de la nueva lengua. Ello supone plantear que la lengua es ante todo un vehículo
sidero que existe en nuestra sociedad una gran tendencia a la pasivi-
dad y al fatalismo cómodo a la hora de abordar este grave problema social. Es observable una fuerte tendencia a buscar excusas que justifican la inactividad, a pasarse la pelota entre las numerosas administraciones implicadas... y a poner muy pocos medios reales ... Pero las excusas no valen para nada ante la realidad social que, como toda realidad, es muy testaruda y considero que no tardará en pasar factura (con sus correspondientes intereses por el tiempo de demora).
de comunicación, un instrumento al servicio del intercambio de conocimientos, sentimientos, ideas, etc.; en definitiva, al servicio de la comunicación. Además, considero negativo hacer recaer sobre la lengua un excesivo «peso» simbólico de tipo identitario o funciones espúreas de
controlo de poder, funciones de arma arrojadiza, que no hacen sino
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restar a su aprendizaje los elementos más bellos y atractivos, limitando la motivación para el aprendizaje y para el uso social de la nueva lengua y dando lugar, de rebote, a la situación opuesta a la deseada:
o «heterodoxias» respecto del modelo ideal propuesto. Por otra parte, tampoco ha sido fácil para los especialistas ponerse de acuerdo sobre
que la lengua sea motivo de rechazo por motivos que no tienen que
dose fácilmente en el tópico: el andaluz ha de ser necesariamente chistoso, el ruso visionario y místico, etc.
ver con la lengua misma, sino que son de tipo político, social, etc. \1 abordar este tema habría que tener en cuenta asimismo la importancia de los factores sociales: obviamente, no es lo mismo referirnos, por ejemplo, a los emigrantes franceses, alemanes o japoneses, quienes, por su poder adquisitivo, tienen la capacidad de financiar es-
cuáles serían las características básicas propias de cada grupo, cayén-
En todo caso, esta personalidad ideal no sería «esencial», eterna, sino que habría surgido fundamentalmente en relación con las circunstancias históricas y socioeconómicas a las que ha estado sometido
des, que han de aceptar la enseñanza pública exclusiva en la lengua del país al que han emigrado y renunciar a recibir al menos una parte de la alfabetización en sus propias lenguas. Esto hace válido hoy día lo que hace ya siglos escribía Cervantes de que « tan sólo hay dos linajes: el de los que tienen y el de los que no tienen».
ese grupo humano, que condicionan el modelo de conducta a adoptar. Obviamente, en un nuevo contexto social ese modelo de personalidad ideal propuesto por la sociedad tendrá tendencia a cambiar. Dejando aparte que no siempre el modelo de personalidad propuesto en una determinada época de la historia de un país tiene por qué ser el más saludable y respetuoso para con los ciudadanos (es más, ese contexto social es muchas veces injusto para con muchos ciudadanos del país: mujeres, clases populares ... ).
El duelo por la cultura
Además, se tendría que tener en cuenta que muchas personas, por las características de su temperamento, no se sienten bien si-
cuelas privadas en sus lenguas. que a colectivos de otras nacionalida-
guiendo el modelo de conducta estándar propuesto por su cultura. Al marchar, el emigrante deja atrás toda una serie de concepciones y actitudes acerca del mundo y acerca de cómo una persona debe comportarse en él. En el nuevo país bastantes de esas concepciones y modos de actuar pueden ser diferentes. Entre los aspectos más importantes que cambian se halIan la alimentación, el vestido, el sentido del tiempo, etc. Así, para los chinos que poseen menús de centenares de platos nuestra alimentación pue-
de resultar monótona y poco imaginativa, y en relación con la indumentaria hemos asistido a la famosa polémica del velo (o son muy notorias las diferencias de gusto en los colores: una dominicana nos
decía que no había visto nada más triste que una zapatería española: todos los zapatos de colores oscuros), o hay diferencias en el sentido del tiempo (nuestra cultura tiene como eje la productividad, pero esto no es así, por ejemplo, para los africanos), etc. Como es sabido, en los planteamientos ya clásicos de A. Kardiner (1945), se sostenía que cada cultura propone un tipo de personalidad «ideal. o personalidad básica. Sin embargo, desde una perspecuva más actual habría que añadir que ninguna cultura es totalmente homogénea, y existen, como mínimo, una serie de subtipos, variantes
Es decir, no es conveniente «sacralizar» la cultura -aunque sí,
obviamente, valorarla y disfrutar de todo lo que aporta-o La cultura de cada grupo humano no debe ser entendida como un ente que está por encima de los derechos de los ciudadanos: es buena si va bien para la vida de las personas. Desde el punto de vista psicológico es también muy interesante el planteamiento de la antropóloga Ruth Benedict, quien en 1934, y basándose en la mitología griega y en Nietzsche, sostuvo que hay dos grandes tipos de culturas, las apolíneas y las dionisíacas, provenientes de las figuras de Apolo y Dionisos. Para Benedict, ambas estructuraciones de conductas y emociones dan lugar a dos maneras muy diferentes de entender la vida.· La visión apolínea del mundo se basa en el logro del equilibrio, el orden, la estabilidad (psicológicamente podríamos hablar de un funcionamiento de tipo obsesivo); mientras que la visión dionisíaca del mundo se basa en la búsqueda yen el logro de la excitación, el exceso, la pasión... (con un funcionamiento psicológico de tipo maníaca). Desde un punto de vista psicológico este planteamiento es muy sugerente, porque estas dos maneras de entender la vida se corres-
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ponden con dos grandes estrategias psicológicas muy básicas en el tratamiento de la ansiedad y la depresión: la estrategia apolínea, de tipo obsesivo, se basa en el orden y el control de todo aquello que puede ser amenazador, y la estrategia dionisíaca, de tipo maníaco, se basa en la búsqueda de la excitación y en la negación de la existencia de las dificultades y los problemas.
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Las fantasías sobre la tierra también son intensas entre los autóctonos, en relación con los temores de que la emigración suponga que su país sea «invadido» por otros seres humanos. Cuando este
el Mundo», entre estas dos estructuraciones psicológicas de la personalidad, es difícil: para los apolíneos los dionisíacos son bárbaros, primitivos, incivilizados... y para los dionisíacos, los apolíneos son timoratos, cobardes, tediosos... Estas diferencias dificultan los proce-
sentimiento se radicaliza, por ejemplo, etologizando la defensa de la tierra, se entra en una dinámica de irracionalidad que nos acerca más a los estudios sobre las estrategias animales de demarcación y defensa de su territorio que a la propia psicología o la sociología (por lo que dejaría este apartado en manos de otros especialistas, ¿zoólogos quizás? ..). Otro peligro vinculado al anterior es la sacralización de la tierra con todo lo que comporta de cerrazón y negativa al diálogo. No siem-
sos de integración.
pre somos capaces de relativizar, ni menos aún de tomarnos con hu-
Lamentablemente, estos problemas en la comunicación entre ambas concepciones son manipulados a menudo y utilizados con fines espurios en los conflictos interculturales. Como es obvio, en la migración es fácil que surjan y se enconen estos conflictos.
mor estas cosas. En este sentido, habría que celebrar la ironía con la que explicaba una judía polaca que tras la segunda guerra mundial se encontrara con que su casa, que hasta la guerra se hallaba en territo-
Obviamente, la comunicación entre estas dos formas de «Ser en
rio polaco, ahora perteneciera a Rusia, ¡Es estupendo que mi casa esté
ahora en Rusia. Estaba más que harta de aquellos horrorosos inviernos polacos!
La pérdida de los paisajes, la tierra Tal como ha señalado el psicoanálisis, la tierra representa simbólicamente a los padres, a los antepasados. Los inmigrantes, apegados afectivamente a la tierra en la que han crecido, viven intensamente los cambios de paisaje, temperatura, humedad, luminosidad, colores, pluviosidad, olores, etc. Y esta carga emotiva vinculada a la tierra comporta que no sea infrecuente encontramos con sobrevaloraciones e «idealizaciones- acerca de ella. Contrariamente a lo que se piensa desde el sentido común, desde la psicología se considera que el mecanismo de la idealización se halla ligado a sentimientos de ambivalencia, de amor-odio (en el caso que tratamos hacia la propia madre tierra). Cuando exageramos mucho el valor de algo es porque no podemos tolerarlo tal como es, por eso lo alteramos, lo maquillamos con la exageración para que responda a nuestros gustos o necesidades. Y ya hemos comentado que no siempre la madre tierra (que simboliza la familia, la sociedad...) ha sido tan «buena madre». Como contrapunto a esa idealización sería bueno recordar aquel cibaldone de Giacomo Leopardi que nos recuerda que la naturaleza más que una amorosa madre es en realidad una madrastra, indiferente a nuestra suerte.
Por otra parte, en bastantes de las migraciones se superpone, a
un cambio de país, el cambio de un medio rural a un medio urbano, siendo este aspecto también muy relevante. De suyo es bien notorio que, aun proviniendo de países diferentes, la gente de las ciudades se parezca tanto o más entre sí que a los campesinos de su propio país.
Clásicamente se ha sostenido que la migración del campo al campo es la menos problemática a nivel psicológico. En España los trabajos de Tizón y colaboradores (1993) confirman estos datos.
La pérdida de estatus social La migración siempre comporta un proyecto de mejora y progreso: social, personal, o ambas cosas a la vez. Sin embargo, la mayoría de los inmigrantes retroceden a nivel de estatus social con respecto a su sociedad de origen. Contrariamente a lo que en general se cree, muchos de los inmigrantes procedentes del denominado tercer mundo poseen estudios y son personas con un buen estatus en su país (más de un 40 por 100 de los pacientes atendidos en el SAPPIR poseen estudios de grado medio o universitario). Un compañero que trabaja en
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un centro de atención a inmigrantes en Roma nos contaba la anécdota
de que preguntó una vez a un africano cuando había sido la última vez que había visto un león. El hombre le miró sorprendido y le contestó que el primer león que había visto en su vida lo había visto visitando el zúa de Roma. Es decir, tenemos tendencia a una visión exotizante y
prejuciada del mundo de los inmigrantes, prejuicios que sirven como coartada social a la explotación del que es considerado inferior. Desde la perspectiva psicológica, uno de los aspectos que más dificulta la integración y la superación de las dificultades de la migración es la existencia de excesivas expectativas económicas, profe-
sionales, etc., aunque se ha de señalar que el tener objetivos y proyectos que ilusionen al individuo es muy importante a la hora de darle fuerza para luchar y tolerar las dificultades. Sin embargo, muchas veces, por desgracia, ni siquiera las expectativas más naturales y realistas pueden lograrse con la legislación actual sobre migración. Recuerdo el caso de un joven del norte de Marruecos al que visité en nuestro servicio de atención psicológica a inmigrantes y refugiados (SAPPIR) de Barcelona. Había emigrado hacía varios años con la idea de trabajar y estudiar ingeniería, pero su trabajo en un bar, en pésimas condiciones laborales, se lo impedía. Acudió a visitarse afectado por un trastorno de tipo psicosomático: intensas erupciones en el
tórax que le sobrevenían en momentos de fuerte tensión en el trabajo. En el tratamiento pudo verbalizar y elaborar la angustia y la depresión que le producía el fracaso de su proyecto migratorio y la necesidad de reformularlo, tras cinco años que sentía como perdidos. Pudimos analizar asimismo algunas características personales que influían en la exacerbación de su sintomatología, aunque, obviamente, tam-
bién quedó claro que una parte importante de su problema era de tipo social y político. Las condiciones sociales en las que viven gran parte de los inmigrantes extracomunitarios son tan precarias (trabas legales, penu-
rias económicas y sociales, discriminaciones, etc.) que dan lugar a que con frecuencia fracase el proyecto migratorio siendo este el principal motivo de demanda de ayuda psicológica. Una expresión de estas dificultades de integración ~y es grave que casi lo veamos como lo más normal del mundo-, es que resulta excepcional que estos inmigrantes logren alcanzar puestos de cierto relieve en la sociedad de acogida.
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La pérdida del contacto con el grupo étnico (macional») de origen
La identidad étnica no es sino un aspecto más del complejo conjunto de elementos que conforman la identidad humana, aspectos entre los que se incluirían: la identidad de género (se es hombre o mujer), la identidad generacional (hay un proverbio árabe que dice que nos parecemos más a la gente de nuestra generación que a nuestros propios
padres), la identidad religiosa (que históricamente ha sido la más relevante), la identidad familiar, la identidad profesional, la identidad de clase social, etc. Uno de estos aspectos de la identidad es de tipo étnico: tiene que ver con la conciencia de un «nosotros» ante un «ellos», relacionado con el sentimiento de pertenencia a un grupo humano que posee unas características comunes de cultura, historia, lengua, etc. Este tipo de
identidad se estructurarfa según el ·modelo del idealismo alemán (Herder, Fichte, etc.). Sin embargo, también habría otro modo de entender la pertenencia a una nación y se basaría en la concepción de la nación entendida como la pertenencia a un grupo humano que independientemente de sus orígenes estructura un proyecto comúnde f~ turo, proyecto que le sirve de factor de cohesión. Este tipo de identidad se constituiría según el concepto de ciudadanía de la Ilustración y de la Revolución francesa. En los tiempos actuales asistimos a un incremento permanente e
incesante de la valoración de esta identidad de tipo étnico o nacional, hasta el punto de que se han oscurecido las otras identidades: la identidad vinculada a la pertenencia o de vinculación a una clase social, la identidad vinculada a la adscripción a una ideología... Desde un punto de vista psicológico, el nacionalismo fundamentalista seria -en la versión fuerte del término- la sobrevaloración radical de la identidad étnica sobre las otras identidades, la «inflamación» de algo que tiene un aspecto natural y positivo como es la valoración de lo propio y de la diversidad cultural humana (a esta sobrevaloración de lo étnico es a lo que Savater llama «etnomanía»). Por otra parte, estas
identidades ni siquiera a nivel territorial tienen por qué ser excluyentes: alguien puede sentirse «legítimamente» iríentificado, a la vez, con su ciudad, su región, su país, su área geográfica (mediterránea, europea...), sin tener que elegir « a vida o muerte» el quedarse, necesariamente, con una sola de ellas para toda la vida. Además, hoy sa-
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bemos que la identidad es ante todo una construcción, un proceso, no algo dado, inamovible y estático. Tal como hemos señalado antes, obviamente estos planteamientos fundamentalistas chocan fuertemente con los procesos migratorios, tanto si el fundamentalismo es planteado por los autóctonos (lo que conducirá al rechazo
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en el otro extremo, a la pura asimilación
de los inmigrantes), como si es planteado desde los propios inmigrantes (que por mantener la pureza de su cultura, por ejemplo, a nivel religioso, rechazarán el contacto del mestizaje y la integración). Sin embargo, no es fácil delimitar cuáles son las características constitutivas de la identidad étnica. Pondré dos ejemplos que ilustran esta dificultad: Hitler tuvo que colocar una estrella amarilla para poder diferenciar a los judíos del resto de los ciudadanos, ya que si uo lo hacía no había manera de distinguirlos (cuando según su propia teoría eran claramente diferentes). O en la Suráfrica del apartheid se tuvo que establecer una categoría especial para clasificar a los japoneses residentes en el país, a los que interesaba diferenciar de los no blancos y, al no encontrar ninguna denominación concordante con el modelo de discriminación dominante, se les otorgó el título de «blancos honorarios».
Así pues, no está claro aún qué entendemos por identidad étnica desde un punto de vista psicológico, psicosocial, ni social. No está claro qué son como «focas firmes» y qué son como frágiles «formas dibujadas en la arena» en esos planteamientos sobre la identidad étnica. Autores como E. Gellner (1998), Delanoi (1993), Kymlicka (1995) etc., han desarrollado interesantes planteamientos y teorías sobre esta temática. Sin embargo, parece claro hoy en día que ningún grupo humano es, ni mucho menos, homogéneo, «puro» culturaJmen-
te; aparte de que se halla constituido no por una masa informe de individuos que funcionan como «un sólo hombre», con un único" esque-
ma programado de funcionamiento, sino que los grupos humanos, en una sociedad democrática (ideal) se hallarían constituidos por un conjunto, uno a uno, de ciudadanos libres dotados de unos derechos y deberes. Nada estaría por encima de estos derechos de los ciudadanos. Ninguna idea o proyecto podría anteponerse a estos derechos de los ciudadanos: los fundamentalismos, los totalitarismos anteponen determinadas ideas «superiores», «esenciales», a la opinión y los derechos de los ciudadanos a vivir según sus propios designios.
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La pérdida de la seguridadfisica. La existencia de graves riesgos
fisicos Como todos sabemos, los inmigrantes extracomunitarios que están llegando en los últimos años a nuestro país se ven con frecuencia expuestos a numerosos riesgos tanto para su salud como para su integridad física. Y ambas son necesidades básicas para todos los seres humanos. Los riesgos para la salud o para la integridad física no tan sólo comportan enfermedades o lesiones, sino también la puesta en marcha de procesos de duelo por todo aquello que se ha perdido. Cuando la vivienda no dispone de las condiciones higiénicas adecuadas (o no hay siquiera vivienda), cuando se pasa frío, o cuando la alimentación es insuficiente o inadecuada, etc., todo ello puede dar lugar a enfermedades (sobre todo de tipo respiratorio, digestivo y
dermatológico). A esto se ha de añadir el alto índice de accidentes laborales y enfermedades ligadas a las situaciones de irregularidad legal y explota. ción en la que trabajan muchos inmigrantes, o los graves riesgos físicos que sufren en el trayecto migratorio: las famosas pateras, o los viajes escondidos en los bajos de camiones, en las bodegas de los barcos, etc., con grave peligro para su vida. Se calcula que tan sólo en el año 1999 han muerto por esta causa más personas de las que murieron en la guerra de Kosovo. Asimismo, los inmigrantes, con frecuencia son víctimas de violencia en los países de acogida (en nuestro servicio es frecuente atender a mujeres víctimas de abusos sexuales o agresiones físicas favorecidas por las condiciones de hacinamiento y marginalidad en la que viven). Hemos llegado a ver casos de personas que viniendo de zonas del mundo en plena guerra no habían sido víctimas de violencia y que, sin embargo, lo han sido aquí en la «tranquila» Europa (no tan tranquila en ciertos barrios). Aún habría que añadir a lo anterior el riesgo de ser víctimas de la violencia de tipo racista (o como mínimo de actitudes despectivas o discriminatorias), así como ser víctimas de las arbitrariedades de ciertos policías o de las actitudes xenófobas de determinados funcionarios de la administración (no todos, por supuesto, ni mucho menos). Es por todo este conjunto de dificultades y riesgos que tienden a emigrar personas fuertes y capaces. Pensemos en la fortaleza física y
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psicológica que se requiere para resistir en esas condiciones etc.). Por eso, contrariamente a lo que sostiene la propaganda racista, los que emigran no son precisamente seres «inferiores» a nosotros», sino personas bien dotadas a nivel de capacidad de lucha y autonomía. En este capítulo hemos visto que a través del concepto de duelo migratorio es posible establecer, desde la perspectiva psicológica y psicosocial, una interrelación sumamente fructífera entre los aspectos médicos y los aspectos culturales que se ponen en juego en la complejas realidades de la migración y la interculturalidad.
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6, Cuidados profanos: una dimensión ambigua en la atención de la salud Jesús Armando Haro Encinas
Introducción Aunque la atención no profesional de la salud ---que aquí llamaremos cuidado lego o cuidados profanos- ha resultado ser en todo tiempo
una dimensión estructural en todas las sociedades, bien podemos afirmar que ha sido un campo generalmente excluido o negado por los sistemas convencionales de salud, que mantienen actitudes ambiguas de subestimación, descalificación, exclusión o incluso de condena para todas aquellas iniciativas que emprenden la atención de la salud fuera del ámbito de la prescripción médica. En el mejor de los casos, un reconocimiento instrumental con el fin de subsumir el saber y quehacer profanos a la directriz médica profesional. Como revisaremos en este capítulo, las situaciones en las que individuos o colectivos deciden no seguir al pie de la letra el proverbial «consulte a su médico» abarcan una amplia gama de actividades que no siempre parecen estar directamente relacionadas con la salud: comienzan con el cuidado de nosotros mismos, que conllevan las rutinas y hábitos cotidianos, los ritmos de trabajo y reposo, las relaciones sociales que cultivamos y otras conductas protectoras de la salud, la prevención y también el auto tratamiento en caso de enfermedades. Comprenden la activación de redes familiares y sociales y, en ciertos casos, la de grupos organizados que a partir de la autogestión construyen sus propios dispositivos de atención sanitaria y de protección social independientemente de los sectores médicos profesionales. El propósito de este ensayo estriba en repasar algunos elementos centrales que intervienen en la definición y estudio de este confu-
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so ámbito que conforma el cuidado lego de la salud, proponiendo el uso de conceptos pertinentes y señalando ciertas dificultades metodológicas para afrontar esta «dimensión negada» o «posibilidad confiscada» que representan los cuidados profanos. Sin lugar a dudas, constituyen un núcleo esencial para cualquier sistema de salud y su
nición del modelo de atención a la salud que actualmente se plantea tanto en estas sociedades como a nivel intcrnacio-ial.
pertinencia en un momento como el actual cobra particular significa-
Definiciones sobre los saberes y las prácticas: autocuidado, autoatención y autoayuda
do, pues, como veremos, tanto individuos como colectivos tienden hoya desmitificar el poder médico ejerciendo su derecho a decidir y definir a su manera ya no solamente opciones terapéuticas. sino incluso el significado mismo del estar sano o enfermo y hasta el de seguir vivo. Esto ocurre en un momento en que los avances de la tecnología médica han logrado como nunca prolongar la vida y mejorar relativamente su calidad, y el tema de la salud se ha vuelto cada vez más un discurso altamente técnico. Pero simultáneamente se ha politizado: en sociedades «desarrolladas» de modelo social, como las europeas, es un tema de constante debate la responsabilidad del Estado en la salud de individuos y colectivos; en sociedades «subdesarrolladas», como las latinoamericanas, se discute lo mismo acaloradamente, pero en un contexto diferente que de igual manera incide en la tensión entre derechos y deberes de estados y ciudadanos, que tiende a modificar los términos en los que se cifra el contrato social de la salud. Partiendo de una revisión de la literatura y de la investigación, este trabajo pretende ofrecer un panorama sobre el tema de los cuidados profanos a partir de las nociones de autoatención, autocuidado y autoayuda, que para nosotros resumen las expresiones de este ámbito. También repasaremos la evolución en el enfoque de esta problemática por parte de científicos médicos y sociales, y discutiremos, aportes y cuestiones relacionadas para apuntalar la pertinencia que tiene el cuidado lego de la salud en las sociedades occidentales actuales. Considerando que la falta de precisión conceptual con respecto al tema es uno de los elementos que impiden una apreciación cabal de los fenómenos que concurren en un campo tan complejo, el primer apartado aborda el tema de las definiciones. El seguudo ofrece un excurso histórico sobre las relaciones del cuidado lego de la salud con el profesional, mientras que el tercero revisa algunos aportes de investigación. Finalmente, en el cuarto y último apartado se discuten ciertas perspectivas que los cuidados profanos tienen para la redefi-
Al iniciar este apartado debemos advertir que la atención a la salud conlleva no solamente prácticas terapéuticas, sino también elementos culturales de referencia, procesos de información-y toma de de-
cisiones, de diagnóstico y pronóstico, actividades de rehabilitación, de prevención y promoción de la salud, que se ofrecen tanto a nivel personal, como es el caso de las tareas más elementales de cuidado, soporte, protección y acompañamiento, pero asimismo en un ni vel social-comunitario, como corresponde a la intervención en políticas
de salud y actividades de saneamiento. Esto implica que el ámbito de atención a la salud, a pesar de su aparente especificidad, difícilmente puede llegar a constituir un ejercicio monopolista, en vista de la multitud de niveles y facetas en los que se concreta este complejo proceso que podemos definir como el hacerse cargo de cualquiera de los elementos antes señalados, directamente implicados en la salud y en la enfermedad. Hay que considerar que si definimos el ámbito del cuidado lego de la salud (health lay carel como todas aquellas actividades relacionadas con lo sanitario que existen al margen de la medicina profesional, nos estamos situando ante un amplio abanico de actividades que se despliega en forma concéntrica en un continumm que va desde las opciones de autocuidado más elementales hasta el concurso de diversas iniciativas asistenciales que no son oficiales en tanto no proceden
del Estado ni tampoco son otorgadas por profesionales.' Inicia, como
1. Para los propósitos de este ensayo es pertinente aclarar que el concepto de cuidado lego como opuesto a la atención médica profesional resulta problemático en tanto el concepto mismo de lo profesional está cargado de indefinición y ambigüedad. La sociología de las profesiones ha propuesto diversos criterios que van desde la posesión de un cuerpo especializado de conocimientos abstractos o «esotéricos» (en tanto escapan del dominio popular), aplicados, que sería una definición mínima, hasta definiciones más amplias que incluyen una vocación altruista, ocupación a tiempo corn-
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podemos suponer, con los hábitos más personales e íntimos que cons-
tituyen parte del cuidado de nosotros mismos: por ejemplo, ducharse, lavarse los dientes o ponerse un preservativo o diafragma; la gimnasia y otras formas de actividad física, la prevención de accidentes y contagios, los hábitos higiénicos y la nutrición. También la automedicación de fármacos de patente y de «remedios» tradicionales o alternativos, sean conocidos por anteriores prescripciones o recomen-
dados por familiares y otros significantes de las redes sociales. Por el lado de la familia, algunos autores sostienen que actividades sustanciales - 3 cargo casi exclusivo de las mujeres-, como el cuidado de
los hijos, el aseo doméstico, la selección y preparación de alimentos, entre otras tareas, constituyen el sustento mismo de la salud. En el caso de enfermedades, pero igualmente de otros malestares y causas de aflicción o sufrimiento, numerosas investigaciones han demostra-
do que la familia cumple funciones cuidadoras no menos importantes que los sistemas convencionales y que en ocasiones son las únicas que intervienen, obteniendo muy frecuentemente sus recursos y saberes del acervo popular. Asimismo, el cuidado lego abarca una amplia gama de organismos sociales que ofrecen diversas opciones de asis-
pleto. presencia de asociaciones del gremio. elaboración de códigos éticos, autonomía, compromiso, identificación con colegas, mantenimiento de estándares, control del mercado de servicios, reconocimiento por el Estado y acceso a posiciones de poder, prestigio y privilegio para los profesionales (Rodríguez y Guillén, 1992). En el caso de la atención a la salud la línea problemática estriba en considerar como cuidado lego todo aquel ejercicio que no provenga de la medicina hegemónica o biomedicina, debido a que es la forma mas institucionalizada de atención a la salud en las sociedades modernas y que cuenta con el respaldo del Estado y de la comunidad científica. Con relación a este trabajo, que pretende situarse en una perspectiva acorde con la antropológica, la definición mínima del concepto de profesión nos permitirá dejar fuera del ámbito del cuidado lego el ejercitado por los practicantes de las diversas medicinas alternativas, quienes ciertamente pueden ser considerados también profesionales -en este caso alternativos-o aun cuando no hayan recibido certificación universitaria, pero que cuentan con el reconocimiento comunitario de su rol de terapeutas. Sin embargo, se conserva el término de «atención médica profesional» por n~ ~ncontrar mejor modo de referirse a las prácticas biomédicas, en tanto permite renunrse a ~n uso conceptual c?lo~uialmente aceptado -aunque etnocéntrico- y que es el refendo a las practicas ejercidas por los profesionales médicos y de la salud adscrit~s a la medicina que poseen ~eTtificación universitaria. La atención médica que aq~1 I~a~amos profesl.onal ha Sido denominada también «alopática», biomédica», «cle~tlflca»o, «convencional». «cosmopolita», «formal», «hegemónica», emodema», «occidental», «oficial», «ortodoxa}, e incluso -de forma paradójica- «tradicional» en Estados Unidos, términos todos ellos imprecisos.
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tencia generadas para responder a necesidades no cubiertas por los sistemas de seguridad social ni por la beneficencia pública o el mercado, tanto en las versiones profesionales hegemónicas como en las versiones alternativas.
Como podemos apreciar en la figura 1, el modelo que proponemos para representar el sistema de la atención a la salud en las sociedades modernas distingue cuatro formas básicas para atender necesi-
dades sanitarias, que pueden ser de índole física, social o psíquica, de acuerdo con la conocida definición de salud de la Organización Mundial de la Salud como un estado de bienestar que involucra estas tres áreas. Conviene advertir que en este modelo, elaborado a partir de las fuentes en que se obtienen los recursos, se ilustra el solapamiento y la complementación de los sistemas médicos y asistenciales; también permite apreciar los diferentes ámbitos implicados y las eventuales relaciones que se presentan en este complejo sistema de opciones de atención que concursan en la actualidad. Los cuidados profanos estarían otorgados tanto en la forma de autocuidado/autoatención como en la forma de auto ayuda, que aquí distinguimos con fines analíticos, mientras que los cuidados profesionales serían los prestados en la forma de Atención Médica Profesional y en lo que aquí llamamos atención alternativa. Debido a la extrema complejidad que asume la atención a la salud en las sociedades contemporáneas no constituyen modelos de atención mutuamente excluyentes, sino que admiten formas híbridas o iritermedias.
Como pone de manifiesto la figura, el concepto de autocuidado/autoatención que interesa aquí definir resulta central para el fun-
cionamiento de todas las formas de atención a la salud, en tanto que requieren de la colaboración y confianza de los usuarios para mantener la eficacia práctica y simbólica que implica todo proceso de curación. Todos los sistemas asistenciales y terapéuticos necesitan del
concurso de las habilidades del autocuidado/autoatención, pero éste puede no requerir de ninguno. Representa la forma de atención a la salud que es estructural en todas las sociedades y que puede coexistir o no con otras opciones de atención (Menéndez, 1984a). Considerar que el autocuidado y la autoatención ocupan un lugar central en el sistema de atención a la salud es reconocer que cualquiera de los modelos aquí presentados necesita del individuo y del grupo doméstico para poder funcionar, no solamente porque es en este ámbito donde se
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generan las decisiones pertinentes sobre el resto de opciones asistenciales a seguir, sino porque en éste se concretan las prácticas de salud, vengan estas prescritas por las diversas formas que asume la Atención Médica Profesional, las de atención alternativas o las que aquí llamamos de autoayuda.
Figura 1. El sistema de atención a la salud en las sociedades actuales
personal doméstico-familiar redes informales
formas privadas tradicionales importadas New Age religiosas
paramédicos boticarios promotores
fonnas individuales públicas
Atención Alternativa
Autocuidado Autoatención
Atención Médica ProCesional
formas rituales
privadas modelns mixtos beneficencia organismos internacionales
fonnas comunitarias medios fuentes impresas sitios Web
redes formales grupos de autoayuda organismos no gubernamentales movimientos sociales
grupos de apoyo participación comunitaria voluntariado
Fuente: Elaboración propia
Estas formas de atención aquí presentadas no se encuentran sin embargo, en libre competencia, pues una de ellas, la que aquí llamamos atención médica profesional o Medicina a secas históricamente ha tendido a subordinar al re~to mediante la desle~itimiza ción de las prácticas ajenas, motivo por el cual que ha sido conceptualizada por Eduardo L. Menéndez como tributaria del «modelo médico hegemónico».' Se basa en la atención que brindan los pro-
2. El modelo médico. hegemónico es un concepto propuesto por Eduardo L. Menéndez, que hace referencia al sistema asistencial organizado por la medicina profesional
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fesionales de la salud reconocidos por la comunidad científica y por el Estado, que han recibido formación en universidades y otras instituciones académicas que cuentan con sanción oficial. En el orbe occidental esto se encuentra principalmente referido a un paradigma hegemónico que es el de la biomedicina, si bien con ciertas excepcienes.' La Atención Médica Profesional constituye el núcleo de los sistemas convencionales de salud. Contiene formas individuales que ofrecen servicios personales y formas comunitarias en el formato de servicios de sanidad o de salud pública. Expresan el campo de trabajo al que pueden acceder los diferentes profesionales que conforman el personal de salud que ha sido preparado bajo el paradigma de la biomedicina, que es el de un saber que se decanta tanto de los saberes populares como de los diversos paradigmas religiosos y alternativos.' Incluye el ámbito de la seguridad social, muy variable con
o biornedicina y que incluye los submodelos de la práctica privada (individual o corporativa) y de la práctica pública. Como caracterfstícas estructurales destaca el énfasis en la eficacia pragmática, el biologicismo y asocialidad del modelo, su concepción evolucionista-positivista, el individualismo, la universalidad, ahistoncidad y reduccionismo. la falta estructural de prevención, la mercantilización y la descalificación del paciente como portador de saberes equivocados y una relación asimétrica médicopaciente, entre otras. Menéndez propone que además del modelo médico hegemónico existen otros dos modelos concurrentes: el modelo alternativo subordinado y el modelo de autoatencióa (Menéndez, 1984 y 1990a). Valga decir que la noción de modelo, que aqui compartimos, consiste en un instrumento teórico-conceptual aproximativo a una realidad empírica que es mucho más rica y compleja que lo que intenta representar. 3. Como las referidas al estatuto de la homeopatía y la terapia neural en Alemania o de la osteopatfa en Estados Unidos, donde además recientemente se documenta cierto reconocimiento para' ótras prácticas alternativas que son renumeradas a través de sistemas de seguridad privados. Sin embargo, al menos en las sociedades occidentales (léase de tradición judeocristiana, más que geográficamente) la biomedicina continúa siendo el modelo dominante, como es de sobra conocido. 4. Para Arthur Kleinman (1995) lo que resulta específico de la biomedicina es el énfasis que pone en el paradigma científico (positivista) como método unitario de conocimiento de pretensiones universales y ortodoxas, intolerante con otros saberes de carácter holtstico, vitalistas, plurales o dialécticos. Este paradigma parte de una concepción materialista-física de la realidad en la cual lo psicológico y lo social son epifenómenos que cubren la «verdadera» realidad. Se centra además en una oposición dual de carácter ontológico (normal/patológico, mente/cuerpo, masculino/femenino, fuerza/debilidad, ciencias «durass/eblandas»), que se traduce en una visión.unicausal y reduccionista de la pato génesis de los fenómenos sanitarios. Nosotros añadiremos una (falsa) neutralidad ética/ideológica, el rechazo del papel epistemológico de la subjetividad y las emociones, también una mirada que tiende a atomizar, homogenei-
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respecto a su cobertura y prestaciones según su implementación en los diferentes países; el de la salud pública y asistencia social regenteado por los estados; el campo de la medicina privada, en sus versiones de práctica individual y corporativa; también otras formas de atención mixtas, resultantes de la concertación de servicios privados que son pagados con fondos públicos. Comprende distintas formas de beneficencia: privadas. civiles y religiosas, que otorgan varios servicios, desde atención médica hasta campañas de prevención o erradicación de enfermedades; ciertos organismos internacionales con servicios personales o comunitarios organizados por profesionales médicos (Cruz Roja, Médicos sin Fronteras, Médicos del Mundo, etc.). Interesa señalar que en su definición intervienen no solamente las prácticas realizadas por los profesionales médicos, sino también las ejercidas por el personal paramédico y de apoyo administrativo.' Denota cubrir un campo de acciones que si bien son sanitarias no son necesariamente médicas, como la dotación de medicamentos, la asis.. teucia nutricional y las actividades de enfermería o de otros profesionales paramédicos, que en ocasiones se ejercen al margen de la supervisión médica, en contubernio con las redes sociales informales. f> La atención médica profesional comprende otras formas híbridas que se relacionan con lo que aquí consideramos autocuidado y autoatención, tal como sucede COn los recursos que brindan a través de los medios de comunicación, diversas fuentes impresas (manua-
zar ~ los individ~os y a ~preciar la enfermedad de una forma ontológica y descontextualizada; es decir, que tiende a ignorar del legado hipocrático: no existen enfermedades, sino enfermos. 5. Los llamados «paramédicos» incluyen formalmente enfermeras auxiliares farmacéuticos, téc.?ic?s de 1.aboratorio, nutricionistas, psicólogos, trabaj'adores sociales, p:?motores y t~CDl~~S diversos en tareas diagnósticas, terapéuticas y de rehabilitacien. La.denominación de ~aramédic~s expresa para nosotros tanto la labor de apoyo que realizan frente a las acciones médicas como su dependencia subordinada -no sin fricciones y resistencias- en la jerarquía organizada. Desde el lado administrativo los p~rfiles inc!uyen a estadísticos, archivistas, personal de oficina, de cocina y mantenimiento, choferes y otros que generalmente se encuentran subordinados a otro sector i~v.olucrado que incluye a los directivos, administradores y políticos que ocupan posicrones supenores en la jerarquía desplazando a los médicos. 6. Hay que señalar que -al menos en el mundo latino-, los llamados «paramédiCOs})- suelen realizar labores de diagnóstico, cuidado y prescripción terapéutica al margen de la mirada médica profesional. El prototipo de estos casos es el boticario o ~annacéutico cuyas actividades no suelen ser consideradas dentro de los mecanismos formales de atención a la salud, pero que también realizan otros profesionales de la
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les, recetarios, enciclopedias) y los sitios web que han proliferado en Internet. Otras formas intermedias de lo que aquí consideramos autoayuda estaríau representadas por los grupos de apoyo para pacientes y otras experiencias de participación comunitaria que funcionan por iniciativa de profesionales. La exclusión, deslegitimización o subordinación de las muy variadas formas de atención que asume el cuidado lego de la salud o el ejercido por las medicinas aquí llamadas alternativas, más que ser sistemáticas aluden a una relación ciertamente ambigua que la medicina mantiene con la gama de saberes y prácticas no convencionales que conforman paralelamente el marco asistencial en las sociedades actuales. La ambigüedad respecto de las otras formas de atención opera de manera selectiva y oportunista, pues mientras que la autoatención y la autoayuda son de modo intermitente reconocidas y en ocasiones incluso convocadas como formas complementarias de la atención médica profesional, comúnmente no suelen ser consideradas por los profesionales de la salud como decisivas en la resolución de los problemas sanitarios. Más bien sirven para culpabilizar a los usuarios de los servicios de no adherirse estrictamente a las prescripciones e introducir factores disruptores en el curso terapéutico. En el caso de las medicinas llamadas «alternativas» (también conocidas como «paralelas», «médecines doucess o las «otras medicinas») se expresa con frecuencia su deslegitimación y en algunos contextos incluso su prohibición y persecución bajo la denuncia de charlatanería. Aquí confluyen formas de muy variada factura histórica y filiación cultural, desde las «primitivas» y «tradicionales» indígenas, que incluyen diversas formas especializadas (como «adivinadores», «chamanes», «curanderos», «comadronas», «hueseros», «sobadores», «yerbcros»), hasta diferentes corrientes terapéuticas ancestrales (como la medicina china, la islámica, la ayurvédica y la tibetana, que para algunos autores constituyen el auténtico campo de las medicinas tradicionales al poseer una tradición escrita y provenir por tanto de «sociedades con historia»), y otras mucho más moder-
salud no médicos fuera de sus horarios y ámbitos laborales. Según nuestras propias observaciones la aplicación informal de estos conocimientos se registra de forma mas evidente en los medios rural y suburbano entre sectores subalternos del tercer mundo.
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nas, que incluyen por citar algunas: la aromoterapia, la homeopatía, la iridología, la kiniesología, el naturismo, la osteopatía, la quiropraxia, la sofrología, la reflexología, la terapia neural y muchas mas tendencias y corrientes médicas alternativas denominadas de la «nueva era» (Eisenberg el al., 1993).7 Según Eduardo L. Menéndez, estas medícinas pueden ser conceptualizadas como pertenecientes a un «modelo alternativo subordinado»." Aunque son tendencias muy variadas, comparten entre sí el hecho de ser consideradas «alternativas» respecto al modelo hegemónico, y son ejercidas casi exclusivamente a nivel privado por individuos o corporativos especializados, teniendo influencia en ciertas formas de atención a la salud basadas en la autoayuda y en el núcleo del autocuidado y la autoatención, ya que eventualmente éstas incorporan elementos de las formas alternativas. De la misma forma, las prácticas alternativas comparten un estatuto profesional ambiguo, pues en el interior de estas corrientes terapéuticas coexisten diversas formas de adscripción y trayectorias de formación que cuentan con el reconocimiento comunitario-social del carácter especializado de sus prácticas y, en ocasiones, del respaldo de un cuerpo colegíado de colegas o en algunos países del mismo Estado; sin embargo, en todo caso no se trata sino de un reconocimiento subordinado al de la medicina hegemónica, aunque no es extraño encontrar que practicantes de ésta, a nivel privado. incorporen nociones y estrategias del bagaje alternativo de forma complementaria, tal como
7. A pesar de su variedad algunos autores distinguen ciertas características de las prácticas alterna.tivas qu~ quizá serí~ ~busivo intentar generalizar. Incluyen su adscr~pclOn a paradigmas ma~ bien holfsticos, fundamentados en una noción de equilibno; un enfoque particularizado sobre el paciente con énfasis en la eficacia simbólica y no solamente pragmática; el carácter no necesariamente mercantil en su práctica, puesto que suelen aceptar pagos en especie diferidos; también su relación con las cosmologías locales: de matriz más sociocultural que pretendidamente científica y con formas tele.ológlCaS de explicación de la enfermedad más que las propiamente causales. También comparten un carácter mitificador, autoritario y paternalista que supuestamente estarta menos presente en la práctica biomédica al menos como tendencia actual (Kleinman, 1995). 8. Las características del modelo alternativo subordinado para Menéndez son una concepción globalizadora de la enfermedad, tendencia pragmática, ahistorícidad asimetría médico-paciente, subordinación del consumidor, legitimación comunal racionalidad técnica y simbólica, y tendencias a la exclusión o recientemente a la mercantilización (Menéndez, 1984a).
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sucede con la «medicina holística», Algunas excepciones al ejercicio privado de las formas alternativas se encuentran en la práctica ritual de terapéuticas de sanación, por ejemplo, las llamadas carismáticas, espiritualistas y de otros cultos, que representan formas intermedias entre el modelo de atención ofertado por profesionales alternativos y el modelo de autoayuda, compuesto por redes sociales formales de carácter no profesional. 9 Como puede verse en la tabla 1, sin ánimo de ser exhaustiva, el complejo ámbito que constituye el cuidado lego ha sido referido directa o indirectamente mediante numerosas denominaciones, según los diversos autores que se han ocupado del tema. Más que la ausencia de un consenso teórico, la variedad conceptual con que se ha estudiado quizá refleja la variedad de aspectos que los cuidados profanos asumen según el contexto donde se verifican, con límites que tienden a ser algo difusos. Esto se traduce en que se encuentran referencias al cuidado lego de la salud con muy variada terminología, en el que se incluyen significados de acuerdo a la filiación cultural de estas prácticas (<<populares», «folks», «tradicionales», «rituales»), como a los recursos que en ellas concurren (<<sistema lego», «apoyo social», «cuidados informales», «automedicación», «autoayuda», «prácticas endógenas»), también en cuanto a los procesos implicados que conlleva la búsqueda de atención «<procesos asistenciales», «sistemas de referencia», «modelos episódicos»), Por este motivo, los términos en los que se encuentran referencias a este profuso ámbito no pueden ser considerados ciertamente sinónimos, pero sí conceptos aproximativos, en tanto que todos aluden al campo de los cuidados que no son otorgados por profesionales sanitarios, tanto los procedentes de la medicina como de las formas alternativas.
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9. Ciertamente las prácticas rituales plantean problemas para una clasificación sólida por su carácter más confesional que laico-civil. En este caso, el carácter profesional de algunas de estas prácticas no se encuentra presente, en tanto que en algunas no existe un rol de terapeuta identificado y es la misma situación la que posibilita la sanación, la cual puede estar mediatizada por personas o lugares que devienen en canales de manifestación de la divinidad, como sucede con el caso de los santuarios y la curación por «canalización» de energías a través de los médium.
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Tabla l. Diferentes términos referidos al cuidado lego de la salud
Apoyosocial (Social support) Autoayuda (Self-help) Autocuidado (Sel/-care) Automedicación (Self-medication)
Ayuda mutua (Mutual Aid) Cuidado informal (Informal care) Cultura popular de salud
(Popular health culture) Estrategias endógenas de atención a la salud Etnomedicina Folklore médico Medicina doméstica Medicina popular ritual Medicina popular Modelo médico basado en la autoatención Procesos asistenciales Procesos en búsqueda de salud (Health seeking process) Sector popular Sistema lego de atención (Health care lay system) Sistema lego de referencia (Lay referral system) Sistema popular
Cob, 1976 Katz y Bender, 1976 Dean, 1989 Weil, 1965 Kropotkin, 1902 Haugh,1990
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ción de la atención, que sería el ámbito natural de referencia de todo proceso asistencial; mientras que autoayuda (self-help), sería un se-
gundo nivel que rebasaría al ámbito doméstico para extenderse a las variadas redes sociales, desde la familia extensa y los grupos de amigos y vecinos hasta otras iniciativas mucho más organizadas. Sin embargo, el término de autoayuda es igualmente empleado comúnmente en la literatura de forma diferenciada para referirse a iniciati vas organizadas, que, aunque también operan entre iguales o
Chrisman, .1979 Kleinman, 1980
similares en condiciones de reciprocidad y mutualidad, como sucede con los llamados grupos de ayuda mutua, representan instancias distintas a las informales, no solamente porque pueden considerarse «una trasposición de la tradicional ayuda doméstico-familiar» (Canals, 1996), sino porque se encuentran institucionalizadas en un nivel formal prestando generalmente sus servicios fuera del ámbito doméstico y de los círculos de sociabilidad primaria. Constituyen formas de atención que son diferentes de las redes familiares y sociales informales, por lo que aquí consideramos que debe distinguirse este ámbito de los conceptos de autocuidado y autoatención. El término de autoayuda, pues, nos servirá para diferenciar esta dimensión del cuidado
Hatch y Kickbusch, 1983
das para la atención de problemas sanitarios y que son genuinamente
Polgar, 1962 Gonzá1ez, 1998 Ackerknecht, J 985 Pitré, 1886 Murphy, 1991 de Martino, 1961 Black, 1883 Menéndez, 1984 Cornelles et als, 1982
lego que es la referida a iniciativas que están expresamente organizaautogestionarias en tanto que ofrecen opciones de atención que com-
Freidson, 1970 De Roux, 199J
Fuente: Elaboración propia; véanse las referencias en la bibliografía.
En mi opinión, los términos de autocuidado, autoatención y autoayuda pueden ayudarnos a construir los conceptos necesarios para cubrir el espectro en que se brindan los cuidados profanos de la salud. Evidentemente, la sinonimia y la polisemia de los términos de atención, asistencia, ayuda, cuidado, protección y apoyo permanecen
en la literatura sobre el tema, aunque existen propuestas de adscribir algunos de éstos a usos precisos. Así pues, según la mayoría de autores, debe distinguirse autocuidado de autoayuda, siendo esta última para algunos una variante de la primera (Dean, 1989); para otros, el concepto de autoatención incluiría a ambos (Menéndez, 1993). Por autocuidado (self-care) se entendería un primer nivel real de defini-
plementan y compiten, pero que, sobre todo, tienden a cuestionar la oferta de la atención médica profesional. lO En cuanto al concepto de autocuidado, bien pudiera considerarse casi un sinónimo del término de autoatención, ya que ambos
expresan prácticas endógenas de salud que son ejercidas de manera informal generalmente en el mismo domicilio; sin embargo, la existencia de estos dos términos bien puede servirnos para diferenciar el
10. El término de autogestión, como su nombre indica, tiene connotaciones de referencia interna al origen del grupo que se propone ejercer una experiencia de autoayuda. Implica un nivel que sobrepasa el concepto de ayuda en sus aspectos fácticos e ideológicos, apunta hacia las prácticas constitutivas necesarias para la organización interna de las experiencias de autoayuda, como también a las acciones necesarias para obtener reconocimiento externo de su existencia y en suma en el intento de control de las condiciones que generan el estado de salud. Un ejemplo de práctica de autogestión lo encontramos en las iniciativas de financiación de las empresas de ayuda y también en sus empeños como grupos de presión ante el sector político o la opinión pública.
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ámbito difuso en que se concretan estas prácticas, que incluyen acciones centradas tanto en el individuo como en el grupo doméstico, pero que no son aisladas ni autónomas puesto que están inscritas en un marco sociocultural. De esta forma, resulta conveniente utilizar el término de autocuidado para denotar las prácticas centradas en aspectos preventivos o de promoción de la salud, que son generalmente cotidianos, y que suelen estar centradas en los individuos o el grupo doméstico; mientras que lo que consideramos casi su sinónimo, la autoatención de la salud, parece ser un término más propio para referirse a las prácticas relativas a los episodios de enfermedad o cualquier tipo de sufrimiento, que tienden a activar respuestas colectivas y, por lo tanto, servirá para ubicar las relaciones en que se inscriban estas prácticas, que abarcan tanto el propio grupo doméstico como las redes sociales. Ciertos autores hablan de redes sociales (también apoyo o soporte sociales denominan sus aspectos funcionales) para referirse a instancias de la familia extensa, nexos de amistad y compadrazgo, compañeros de trabajo o estudio, grupos vecinales o de paisanos y otras formas comunitarias que brindan asistencia en caso de enfermedad o de cualquier causa de aflicción y que aquí proponemos incluir dentro del modelo de autoatención cuando no están expresamente organizadas para tal función y su activación se produce ocasionalmente, de modo característicamente espontáneo y anécdotico. Estas redes informales que se encuentran presentes en toda situación social son equivalentes de las definiciones que en psicología social han sido elaboradas para las grupos primarios o microgrupos: suelen ser más naturales que provocadas, su vínculo es primordialmente afectivo, su contacto directo, de acceso más bien cerrado y de organización informal (Munné, 1995). No necesariamente constituyen grupos explícitos, pues el concepto de red social personal que se desarrolla a partir de las relaciones que establece un individuo incluye relaciones diádicas y de agrupaciones efímeras que también proporcionan consejos y recursos; es el caso típico de las relaciones que se entablan en los comercios, los bares y las peluquerías, cuyo rol ha sido destacado como cuidadores informales en la resolución de problemas emocionales y reducción del estrés, denominándoles redes naturales de ayuda (Kelly, 1966). Para Gottlieb (1983), lo que diferencia a las redes sociales de los sistemas profesionales estriba en cinco aspectos funda-
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mentales: su acceso suele ser no condicionado, ofrecen sus servicios en congruencia Con las normas de la cultura local, tienen sus raíces en relaciones igualitarias sin fecha de caducidad, variabilidad y flexibidad en la entrega de servicios y libertad e independencia de los costes económicos y psicológicos. El término de redes sociales ha sido utilizado igualmente para referirse a instancias formales e institucionalizadas de corte civil y autogestionario que estarían identificadas como grupos secundarios o macrogrupos, de vínculo utilitario, contacto indirecto, acceso teóricamente mas abierto y organización formal. Dado que no se presentan estructuralmente en todos los contextos ni constituyen el núcleo de la atención en salud, estas redes formales representan un formato diferente del modelo de autocuidado/autoatención, por lo que preferimos adscribirlas al modelo de autoayuda, aunque comparten algunas características con las redes informales, como son el carácter recíproco y no lucrativo de sus prácticas y el constituir -generalmente- iniciativas netamente locales, que pueden ser dirigidas a colectivos particulares o asumir un enfoque comunitario. Lo que las diferencia de otras iniciativas asistenciales médicas, gubernamentales o de beneficencia religiosa y privada es su perfil, motivado por ideales de mutua solidaridad, no oficial ni dirigido por profesionales sanitarios u otras instituciones exógenas al grupo promotor de la experiencia. Este carácter puede llegar a ser identitario de acuerdo al contexto donde se presentan, como ocurre con las prácticas y saberes de la medicina popular. Mientras que las redes informales integran el concepto de autoatención que definimos como estructural en toda sociedad, las iniciativas formales que denominamos de autoayuda (y que suelen ser referidas usualmente como de participación social en el ámbito de la salud) son generadas característicamente para responder a necesidades no cubiertas por los sistemas profesionales u oficiales de salud y asistencia social. Aunque en ocasiones puedan replicar la oferta de ciertos servicios, como sucede, por ejemplo, con colectivos de mujeres o clínicas comunitarias autogestionarias, la forma en que son ofertados suele diferenciarse de los servicios disponibles a nivel oficial o privado por su carácter antiautoritario y porque cumplen otras funciones de carácter personal y comunitario, como la necesidad de afiliación y de alcanzar experiencias de autoeficacia y aprendizaje so-
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cial. A diferencia de las iniciativas gubernamentales y privadas (incluidos los dispositivos de beneficencia), no animan sus actividades desde intereses ajenos a los de los destinatarios. como serían el lucro, la legitimación política o simbólica del sistema social o su control y manipulación. Hay que señalar, sin embargo, que la distinción entre experiencias ciudadanas y gubernamentales o privadas puede resultar en la actualidad bastante problemática, en vista de la gran cantidad de iniciativas mixtas y formas híbridas de organización que coexisten en las sociedades contemporáneas. Algunos ejemplos serían organismos no gubernamentales que combinan personal voluntario y no profesional con profesionales a tiempo parcial o completo, también experien-
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cado del de los profesionales de la salud o de los políticos. Debido, por una parte, a la medicalización patente en varias de éstas y por la otra, por su instrumentación de parte del poder económico-político, que muestra una tendencia sistemática a desactivar, afiliar e incluso mercantilizar estas iniciativas, corrompiéndolas o desvirtúandolas.
En buena medida esto se posibilita debido a la dependencia financiera de la mayoría de las propuestas para con los presupuestos gubernamentales o de fundaciones privadas, lo cual menna su autonomía.
cias de participación comunitaria en salud que son animadas desde
Más importante todavía, por la misma dificultad de mantener iniciativas de autogestión a largo plazo debido al desgaste derivado de su carácter de voluntariado, con dificultades financieras, escasa experiencia administrativa, problemas de la dinámica grupal e incluso de
ámbitos médicos profesionales y después adquieren autonomía y di-
corrupción interna de intereses, además de otros factores que son en-
námicas propias.
dógenos, aunque sin duda relacionados con la competencia desigual que enfrentan como opciones subordinadas al poder hegemónico de la medicina y del Estado (Haro y Keijzer, 1998). El cuidado lego de la salud si bien es tributario de la cultura popular, anteponiéndose a la noción de cultura hegemónica, no implica que sus únicas influencias provengan del campo de la medicina tradicional o popular, sino que incorpora también saberes y métodos de la medicina profesional a través del contacto que tiene la población con
De esta manera, la red social de autoayuda constituye un dispositivo potencial que actúa de forma generalmente paralela, raramente coordinada con las acciones sanitarias gubernamentales. Comprende instancias tan diversas como Alcohólicos Anónimos y otros grupos de ayuda mutua que han proliferado en las últimas décadas casi para cualquier enfermedad, organismos no gubernamentales que tienen acciones en el campo de la salud, colectivos de mujeres, grupos ecologistas, organizaciones gays y lesbianas, uniones de consumidores, cooperativas, proyectos universitarios, comunidades terapeúti-
cas no psiquiátricas y muchas otras asociaciones del voluntariado, todas ellas de carácter eminentemente civil y preferentemente no profesional en sus aspectos de atención a la salud, si bien pueden incluir membresías o asesorías de profesionales sanitarios. También
caben aquí las experiencias de autogestióu que adoptan la forma de movimientos .sociales e inciden en la reformulación de las políticas sanitarias. Hay que considerar que en el interior de estas iniciativas con-
fluyen una multitud de intereses, desde aquellas propuestas de autoayuda que nacen como respuesta complementaria para la atención de enfermos crónicos y que no cuestionan el orden médico ni político, hasta aquellas que se plantean la activación de la autogestión desde una perspectiva crítica y contestataria, resistente a la totalidad del sistema social o a algunos de sus componentes estructurales e ideológicos. Sin embargo, no siempre constituyen un mundo aparte, demar-
el personal sanitario. Cada vez es más importante, por cierto, el influjo que los medios de comunicación -tanto desde fuentes oficiales como privadas y comerciales-, ejercen en las conductas relaciona-
das con la salud: la prevención, el consumo, la opinión médica, la alimentación y muchos otros temas vinculados íntimamente con la cultura popular de salud, un concepto ciertamente muy dinámico y sintético, que tiende así mismo a incorporar elementos procedentes de las medicinas alternativas y que frecuentemente se encuentra preñado de nociones religiosas, en sincretismo con las biomédicas. De
acuerdo con Seppilli (1983), la «medicina popular» que constituye el núcleo del autocuidado/autoatención, al menos en las sociedades mediterráneas y latinoamericanas, es un sedimento de formas culturales conductuales y organizativas para la defensa de la salud. Para Menéndez, representa una apropiación sintética de saberes de diferente origen y extracción, que reformula sus prácticas de atención a la enfermedad a través de relaciones directas e indirectas establecidas con la práctica médica (Menéndez, 1984a).
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Estas estrategias pueden considerarse «endógenas» por ser for-
mas de respuesta que los conjuntos sociales generan y desarrollan a partir de su propio caudal de representaciones, conocimientos y prácticas, considerados como recursos propios para el cuidado de la salud, situados al margen de los sistemas especializados. Por lo tanto, constituyen un capital social y cultural que funciona como un dispositivo de protección social, pues tienen como soporte un sistema relacional
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vertir, no obstante, que preferir el término de asistencia al de atención implica referirse coloquialmente a dimensiones no estrictamente sanitarias en un sentido biologicista, aunque sí relacionadas
con la salud, como serían la dotación de alimentos y enseres domésticos, ayudas económicas, apoyo psicológico, suministro de albergue y de vestido y otras muchas prestaciones del amplio repertorio de servicios que se brindan en el epígrafe de lo SOCIal. En todo
de sostén recíproco que a su vez se apoya en una síntesis de saberes que
caso, configura un campo más amplio que el término de atención,
es nutrida en forma característica de manera ecléctica y plural (González, 1998). Este sistema de sostén puede cumplir funciones de referencia para las prácticas domésticas de cuidar y curar, otorgar elementos de diagnóstico o adivinación, ofrecer criterios terapéuticos y de pronóstico, e incluso pautas de reintegración como corresponde al ejercicio de rituales populares de sanación (de Martino, 1961; Pedersen, 1988). Por lo tanto, hay que considerar que el cuidado lego no constituye una categoría de funciones y actividades fijas, sino que está mediatizado por una cultura popular de carácter eminentemente pragmático, que se adecua a cada episodio y que incluye los recursos pertinentes y accesibles para la satisfacción de ciertas necesidades que no son cubiertas por los ámbitos profesionales de la salud, tanto los referidos a la medicina hegemónica como a las formas alternativas. De hecho,
que permanece como sinónimo, ya que la salud es un ámbito de lí-
todo proceso asistencial constituye un itinerario particular que se construye en torno a los recursos intelectuales, sociales, instituciona-
les y culturales de los micro grupos. Así pues, resulta de utilidad en la revisión de estos itinerarios terapéuticos distinguir entre los procesos asistenciales individuales y domésticos, las redes sociales vinculadas
y, finalmente, los dispositivos institucionales, donde quedarían ubicados los servicios de la medicina profesionalizada y las medicinas alternativas. A diferencia de la medicina que limita su visión a los procesos de atención en caso de enfermedad, el concepto de asistencia permitiría ampliar el campo de consideración desde las ciencias sociales, al incluir toda causa de aflicción o sufrimiento social y no solamente la enfermedad orgánica (Comelles, 1997)." Hay que ad11. Comelles señala la conveniencia de distinguir entre procesos, complejos y dispositivos asistenciales. Los primeros serían los pasos equivalentes a la carrera del enfermo mientras que los segundos corresponderían al « .. . conjunto en que operan representaciones sociales y culturales, transacciones entre grupos, procesos de mediación social o intelectual, prácticas que traducen la influencia sobre los grupos de instancias
mites difusos. En conclusión, podemos resumir este apartado de las definiciones diciendo que el cuidado lego son todas aquellas actividades sanitarias y asistenciales que no son efectuadas por profesional~s de ~a salud y por lo tanto, que se diferencían tanto de la atención medica profesional como de las formas alternativas. Comprende un nivel de autocuidado, referido al individuo y a sus prácticas domésticas cotidianas de promoción de la salud, para diferenciarlo de la autoatención, que implica las conductas activadas en caso de ruptura del bienestar; aunque ocurren típicamente a nivel doméstico están SIempre
mediadas por el influjo sociocultural y activan generalmente el concurso de diversas redes sociales informales, ya que la dinámica de lo doméstico especialmente en lo relativo a la salud no es precisamente un coto cerrado. Autoayuda sería otro ámbito de definición diferenciado de las redes sociales difusas para referirse a iniciativas civiles organizadas en las que rige un carácter autogestionario, instituciona-
lizado al margen de los organismos médicos profesionales y gubernamentales. Más que proponer un esquema de definiciones exclusivas y discretas aquí se alude a conceptos flexibles que admiten formas híbridas o intermedias para intentar conciliar los usos mas frecuentes
documentados en la literatura sobre el tema, pero también para expresar la forma en que estas prácticas se encuentran imbri.cadas e in-
terrelacionadas dentro del complejo asistencial de las sociedades actuales.
macrosociales, y la forma en que los actores sociales inco:ro.ran las ~xperie.nci~s s~b- jetivas»; los dispositivos asistenciales, como su nombre indica, senan las msutucíones correspondientes, médicas o no (Comelles, 1997, p. 34).
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Antecedentes: cuidado lego y profesión médica, contubernios y desavenencias Considerando que los procesos de autoatención y autoayuda que componen el cuidado lego anteceden y acompañan paralelamente al fenómeno de institucionalización y profesionalización de la medicina, hay que preguntarse cuándo y por qué se produce la exclusión y descalificación de los saberes y prácticas populares en materia sanitaria, como también de las diferentes formas de atención que hoy consideramos alternativas; sin embargo, si partimos de que la autoatención a la salud es un hecho estructural y universal, más bien habría que invertir la pregunta para inquirir cuándo y por qué se forjan dispositivos institucionales para la atención sanitaria; por qué han tendido a medicalizarse no sin resistencias, mediante una lucha continua con otras visiones. Si este proceso ha sido producto únicamente de la racionalización o la secularización características del mundo moderno o si obedece a otros factores históricos concomitantes a la profesionalización de la medicina. Analizar este proceso desde la óptica de su hegemonización puede llevarnos a explicar por qué las prácticas de autoatención y autoayuda constituyen hoy por hoy una dimensión ambigua para la práctica médica. Quizá debamos comenzar diciendo que los procesos y complejos asistenciales conjugan no solamente elementos técnicos, sino además culturales y morales, que definen las formas que adoptan las prácticas de atención. Implican todo un universo de derechos y obligaciones sociales que se desprenden del hecho de prestar ayuda a quien la necesite para poder a la vez ser objeto de auxilio en casos pertinentes en un marco de reciprocidad, en el que se fundamenta la idea misma de vivir en sociedad. De hecho, la solidaridad puede considerarse un imperativo de la supervivencia de la especie humana a partir de que la reciprocidad es un correlato universal de la misma interacción social (Gouldner, 1979). Sin embargo, en el caso de la atención a la salud encontramos que se ha configurado históricamente como una forma asimétrica de prestación de servicios, a partir del hecho básico de que el conocimiento engendra poder y que la dominación es otra constante que se registra universalmente como producto de la misma interacción social. En el ámbito de la salud esto es particularmente evidente debido
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a que el sufrimiento por enfermedad implica generalmente una angustia vital ante un desenlace que suele ser desconocido, d~ lo q~e se deriva un uso del conocimiento médico que va mucho mas alla del restablecimiento en caso de enfermedad para incidir en el control de la población y la legitimación del poder económico y p~lítico: La asociación de roles terapéuticos con formas de dominación política bien pudiera tener su origen en la aparición de la fig~ra del chamán en las sociedades ancestrales, debido a que su relación prIvIlegIada con el mundo sobrenatural inaugura un campo de diferenciación dentro de los colectivos humanos, sujeto de posiciones de poder y de la captación de excedentes económicos. Emerge con este rol un carácter estroctural de toda sociedad que consiste en asignar el papel de especialista en terapéutica a ciertos individuos que actúan como m~dlado res entre lo desconocido que causa la enfermedad y los propios enfermos, aliviando la ansiedad de los individuos y los colectivos frente a lo ignoto. En todo caso, la salud de la población guarda una estrecha relación con la evolución de la civilización Y el Estado, ya que desde tiempos inmemoriales una de las funciones primordiales del poder político ha sido precisamente la organización de la atencióna la salud, hecho que se registra en sociedades antiguas como la egipcia, la hindú y la china dentro de un modelo jerárquico destinado a proteger el bienestar de las elites gobernantes (Porter, 1999). En ese momento ni el papel del terapeuta se diferenciaba del sacerdote, ni la ~eligión estaba siempre separada del poder político. Medicina, religión ygobierno se encuentran amalgamadas de diversos modos, SIO excluir la fusión de prácticas terapéuticas individuales con normas de salud colectiva, corno sucedía en los tiempos bíblicos con respecto a las nociones de pureza y contagio. No puede hablarse tampoco de,un desarrollo lineal en el proceso de secularización y diferenciación del rol del médico, pues, mientras que en la antigua civilización griega y en el Imperio romano la medicina era laica y de carácter natur~hsta de acuerdo con los criterios hipocráticos, en otros contextos tema un carácter netamente religioso, aunque incorporaba elementos empíricos, como sucedía en sociedades tan distantes en la geografía y en la historia como el Imperio maya, el inca o el azteca e incluso en Occidente, donde se produjeron retrocesos históricos hacia concepciones de la enfermedad y la terapéutica basadas fundamentalmente en un en-
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foque sobrenatural, tal como sucedía en la Edad Media. A pesar de que la práctica terapéutica en todo el período clásico era individual, no hay que soslayar el hecho de que varias ciudades de la Antigüedad ofrecían servicios públicos de sanidad: dotación de agua potable, baños públicos, drenaje y disposición de desechos, como se registra especialmente en el Imperio romano desde antes de nuestra era, donde también se establecieron las primeras enfermerías y hospitales militares.
Debido a la influencia religiosa del cristianismo primitivo el modelo de atención que se configuró en la Antigüedad tardía, hasta épocas relativamente muy recientes, no conllevaba incipientemente intenciones curativas, sino solamente paliativas, puesto que en este
paradigma religioso la enfermedad surge como consecuencia del pecado o la transgresión de normas o acaso como un designio di vino
destinado a probar la fe (Gracia, 1980; Prat, 1984). A diferencia de la medicina técnica griega, el cristianismo primitivo enfatizó la curación como acto de caridad, la creencia en el milagro, el culto a los santos, las apariciones, los talismanes y el apego a las reliquias. Mientras que en la poli s griega emergió un razonamiento naturalista que permitió la aparición de la figura del médico público en las ciudades, a veces incluso de forma gratuita, en el Occidente cristiano asistimos en cambio a la institucionalización de los santuarios y a una difícil relación del poder religioso con el saber médico que habría de continuar hasta tiempos recientes (Bartoli, 1985; Comelles, 1993). De esta forma, en Oriente el primer hospital cristiano del que se tiene noticia fue fundado en el siglo IV de nuestra era por el obispo Basilio de Nicea, para atender a los numerosos emigrantes y peregrinos que no tenían quien pudiera hacerse cargo de ellos en caso de en-
fermedad. Juliano el Apóstata y luego Justiniano, en el siglo VI, imprimieron un sesgo fundamental a la figura del hospital al politizar la atención a la salud como un elemento de legitimidad y de control. Sus edictos convirtieron los hospitales en recursos al amparo del Estado recuperando su control de manos de la Iglesia y poniéndolos al servicio de la legitimidad política, constituyéndose no solamente en sistemas de protección a los pobres, sino igualmente de seguridad social, al mitigar las causas de rebelión. En Occidente, la red asistencial hospitalaria no lograría consolidarse sino en la Edad Media. En todo
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caso, hay que señalar que los hospitales de la época estaban orientados especialmente a socorrer a los pobres y cuidar a los enfermos sin demasiadas pretensiones terapéuticas, pues la resolución se dejaba a los designios divinos, de ahí su imbricación con otras funciones distintas de la curación, como las de los hospicios y las casas de pobres, destinadas a proteger a los demás del peligro que entrañaban los moribundos, los huérfanos y los miserables (Foucault, 1978; Comelles, 1993). Para Robert Castel (1997), este proceso de politización de la atención no puede entenderse sin relacionarlo con los cambios sufri-
dos en la sociedad feudal del Occidente cristiano medieval hasta antes del primer milenio, cuando por efectos de la pérdida del vasallaje y de las guerras desaparecieron los «mecanismos de SOCIabIlIdad pnmaria» como efecto de la desafiliación de grandes masas de la población de la tutela de los señoríos feudales. En este contexto de migraciones y resurgimiento de núcleos urbanos surgió la nece~idad de instrumentar «regulaciones de sociabilidad secundana» que Implicaban prácticas especializadas de asistencia a los necesitados, como asilos, orfelinatos y hospitales, ya que la atención a los poderosos por parte de los médicos no necesitaba de estos dispositivos pues se realizaba en sus mismos domicilios. Por decirlo de forma esquemática, la gestión asistencial pública se construye en la medida en que en la sociedad feudal surge un proceso de desinstitucionalización de relaciones seculares y un retorno a la hegemonía de prácticas de autocuidado y autoayuda, haciendo proclive su desestabilización por las numerosas rebeliones populares que comienzan entonces a generalizarse bajo la influencia del crecimiento demográfico y la consiguiente miseria.
La enseñanza médica en el Occidente Latino comenzó en la Alta Edad Media y se generalizó en Europa con el desarrollo urbano y la creación de las universidades, sin olvidar el papel desempeñado por la cultura islámica en el resguardo del antiguo saber médico mediterráneo, gracias a las traducciones árabes (Sendrail, 1980). Paralela: mente, desde el siglo XIII la gestión de la asistencia a los pobres dejó de ser monopolio de la Iglesia para ser organizada por los poderes locales de las ciudades, que organizaron la caridad con la colaboración de todas las instancias que compartían la responsabilidad del «buen gobierno». El azote de la peste negra en el XIV activó a su vez el des-
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pliegue de recursos asistenciales, aunque muy limitados para contener el avance de la epidemia, que logró diezmar a la tercera parte de la población europea. En todo caso, significó la desconversión decisiva de la sociedad feudal y la emergencia de un nuevo tipo de administración 'política. Vaticinó un papel creciente para la intervención del Estado en materia de sanidad pública con la prescripción de las cuarentenas y otras medidas sanitarias implementadas especialmente en las ciudades. siendo las italianas las pioneras en establecer lazaretos y otras medidas, cordones sanitarios, licencias de tránsito y comercio, y formas de notificación de la morbilidad y mortalidad. . El fisco y las hambrunas a mediados del siglo XVI produjeron Importantes transformaciones en los dispositivos asistenciales, por la brusca movilidad de grandes masas de la población sin trabajo y la voluntad política de prohibirla, condicionando la asistencia médica y SOCIal a los pobres de las localidades y preconizando el trabajo obligatono, tal como sucedió en Inglaterra con la aparición de la primera Poor Law en 1601, cuyo ejemplo fue adoptado en otras ciudades europeas (de Swaan, 1988; Castel, 1997). ,. A partir del siglo XVII el tema de la salud entró en la agenda política para formar parte del contrato social, constituyendo uno de los derechos adicionados al concepto de ciudadanía elaborado en el marco de las revoluciones francesa y americana (Rosen, 1974). Nociones Como la salud nacional y su relación con los intereses mercantiles y prodUCtIVOS se formularon en este período, a la par que comenzaban a desarrollarse métodos de cuantificación de la población y de sus condiciones de vida (<<matemáticas sociales», tablas de mortalidad). Según Bittner (1968), en este período de dilatados cambios el vacío dejado por la religión es sustituido por la jurisprudencia, que no pudo sostener sus pretensiones de verdad debido al derrumbe de regímenes políticos fundados en la omnipotencia de la autoridad. El ascenso de la nuev~ clase dominante, burguesa y liberal, requirió de otro tipo de cntenos para mantener el orden social y fueron encontrados en el campo científico de la medicina. La medicina mostró interés por divulgar sus saberes y desde el si~lo X;! se registra la aparición en Europa de manuales de divulgaCIOn médica en lenguas vernáculas. Incluían consejos médicos para la autoatención al modo de las recetas culinarias y asumían que las poblaciones ejercían varias prácticas con respecto a su salud y que no
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tendrían que ir necesariamente a los profesionales. No estaban planteados para aculturar sino para incorporar prácticas, lo cual no dejaba de ser una ambivalencia. La medicina se interesó asimismo por la erradicación de los saberes populares aunque durante varios siglos nutrió sus vademécums de remedios tradicionales. Paralelamente, se inició una tradición que ha sido continuada hasta nuestros días: la elaboración de «topografías» o «monografías» que al modo de los estudios de comunidad antropológicos evidenciaban la influencia del entorno ambiental y social en el pronóstico de las enfermedades (Perdiguero, 1991; Martínez y Comelles, 1994). 'Desde el siglo XVIII, en el contexto de la secularización y el desarrollo de la teoría política ilustrada, muchos filósofos y pensadores científicos atacaron lo que consideraban supersticiones del vulgo. muchas de ellas de carácter religioso, que entraban en contradicción con la medicina institucionalizada. El desarrollo del folklore médico como disciplina que recogía errores y súpercherías a la vez que clasificaba creencias, hechizos. encantos y charlatanerías. contó con la ayuda de la naciente etnografía en los rótulos de «Creencias y costumbres» o «Magia y religión». Lo doméstico fue considerado por la medicina como una supervivencia de un pasado que era preciso abolir, un identificador arqueológico frente al cual el saber médico construía sus límites, alejándose cada vez más de la mezcla de naturalismo con supersticiones que constituía el núcleo de la medicina popular y adentrándose en la búsqueda de etiologías específicas reducidas a causas únicas de enfermedad. Con respecto al cuidado lego se pueden establecer dos etapas. En la primera, no se cuestionaron e incluso se incorporaron saberes . populares a la medicina y a la farmacia, en un proceso no lineal ni exento de contradicciones y de indecisiones, en el que un remedio podía pasar de pronto a ser considerado un medicamento. Fue un momento en que el modelo profesional aún no sería capaz de resolver técnicamente los problemas de salud de una población escasamente secularizada. En la segunda etapa, los saberes populares fueron designados ya como no saberes y pasaban a ser categorizados como supersticiones que amenazaban tanto a la naciente hegemonía de la medicina como a la Iglesia (Schmitt, 1988; Comelles, 1996). Según Michel Foucault (1974), con el capitalismo no se pasó de una medicina colectiva a una medicina privada; todo 10 contrario, en
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este período el capitalismo socializó un primer objeto que fue el cuerpo, en función de la fuerza productiva del mundo laboral. Según este autor, las intervenciones médicas logran dejar una impronta en el devenir humano al abandonar el carácter eminentemente individualista de la práctica médica anterior y adquirir dimensiones sociales." Esto sucede fundamentalmente con el desarrollo de intervenciones en la vida pública bajo el amparo y la directriz de profesionales médicos, quienes a partir de entonces adquieren el perfil de jueces para incidir en áreas que antes estaban fuera de la competencia médica, como la sexualidad, la puericultura, los delitos punibles, la normalidad mental, la aptitud laboral, la higiene personal e incluso el urbanismo. La hegemonía médica se produjo en un momento en que se vivían agudamente los efectos de las crisis urbana y social derivadas del industrialismo, con sus consecuencias adversas: hacinamiento en
las sucias ciudades, numerosas revueltas populares y aparición de epidemias de tifo y cólera en varios países, especialmente en Europa. Así, el desarrollo de propuestas como la «policía médica» surgió en el siglo XVIII en Alemania, y en el siguiente siglo la «medicina urbana» en Francia, la «medicina social» en Inglaterra y la «salud pública» en Estados Unidos (Rosen, 1985). Su objetivo era la inspección de las condiciones sanitarias, la aplicación de medidas de higiene pública y la educación de las masas para la regulación de su conducta. Aunque estas propuestas aparecieron en contextos políticos y culturales muy distintos compartían los intereses eugenésicos de lograr una población saludable como patrimonio de la nación, ejes que son propuestos tanto desde ideologías liberales como marxistas. La aparición de regímenes de seguridad social en sustitución de las sociedades mutualistas en Europa y América constituye un hecho fundamental en la consolidación de la profesión médica y en el papel del Estado como garante de la salud de la población (si bien en Estados Unidos este papel aparece asociado a la presencia de sistemas de seguros médicos privados y a la enorme influencia de la American
12. Michel Foucault señala cuatro grandes procesos a través de los cuales la práctica médica deviene «social»: 1) aparición de la autoridad médica, con poder de decisión en materia social y política; 2) apertura de un campo de intervención distinto de la curación de enfermedades: la sanidad; 3) desarrollo del dispositivo hospitalario como aparato de medicalización colectiva; y 4) introducción de mecanismos de administración y control médicos (Foucault, 1974).
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Medical Association, opuesta a la instauración de un sistema nacional de salud). El proceso se inició cuando Bismarck, en 1883, sentó el precedente de la seguridad social en Alemania, mientras que la revolución bolchevique de 1917 y el ascenso del nacionalsocialismo en la década de 1930 serían los acicates para la expansión y consolidación de los regímenes nacionales de la seguridad social a mediados del siglo xx." Si bien la amenaza del conflicto de clases no explica la generalización de la seguridad social en contextos distintos de industrialización y cultura política, en todo caso, denota la necesidad de la creación del Estado del bienestar que contribuiría notablemente a redefinir el significado político de la ciudadanía y de lo que constituye el contrato social de la salud (Porter, 1999). Entre 1880 y 1920 se produjo en Estados Unidos la implantación de un modelo médico con el fin de excluir otros saberes distintos del saber alópata, único garante de cientificidad para la estandarización del modelo de atención y para la formación universitaria de los profesionales. Aunque este proceso culminaría posteriormente en la mayoría de países de Europa y América Latina a lo largo del siglo XX, en ninguna parte como en Estados Unidos tendría la profesión médica un poder de tal magnitud, ejerciendo el monopolio casi absoluto de la práctica legal, controlando la automedicación y prohibiendo la venta de la mayoría de fármacos sin receta médica, con la aprobación en 1906 de la Food and Pure Drugs Act. La consolidación definitiva vendría después del informe Flexner en 1910, a partir del cual la medicina basada en la semiología y la clínica se orientó hacia una ciencia experimental centrada cada vez más en el laboratorio y los medios técnicos de diagnóstico (Starr, 1982). La «era microbiana» que surgió con el descubrimiento en cadena de agentes infecciosos específicos consolidó el modelo en la década de 1930 con la síntesis de antibióticos, de tal modo que el medicamento adquirió el protagonismo de la terapéutica médica desplazando al re13. Resulta pertinente señalar que los diferentes regímenes de seguridad social existentes en Europa y en el continente americano contemplan de forma muy diversa seguros sobre incapacidad laboral, jubilación, asistencia médica y desempleo, además de subsidios familiares y otras prestaciones. La heterogeneidad de formas adoptadas, algunas de ellas universales y otras condicionadas, voluntarias y obligatorias, ha llevado a algunos autores a distinguir versiones liberales, estatistas-corporativistas y reformadas que ha asumido el Estado del bienestar en las democracias occidentales
(Porter,1999).
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medio casero. En todo este tiempo se asistió a un doble proceso: el de la hegemonización de la medicina profesional y el de la descalificación de todos los demás saberes médicos, considerados como supercherías y charlatanerías." La hegemonía de la medicina, conocida también como «medicalización», se pondría de manifiesto en la progresiva intervención de los profesionales médicos en varias áreas de la vida social que anteriormente no estaban categorizadas como patológicas ni eran objeto de intervención. La influencia de la medicina rebasó el ámbito de los hospitales, creó los centros de atención primaria y se impuso después en el ámbito doméstico, en los puestos de trabajo, en el deporte y en la escuela, en el ejército. Se erigió progresivamente en el único juez autorizado para determinar la salud o la normalidad, el derecho a la vida o a la muerte, la capacidad funcional de los individuos. La larga trayectoria del proceso de hegemonización de la medicina se ha explicado a partir de la defensa de los intereses, inicialmente de carácter gremial y profesional por parte de los médicos y, posteriormente, de la industria farmaceutica y médico-sanitaria. Aunque en el presente siglo se testimonia una relativa pérdida del poder del sector médico en manos de sus administradores, según ciertos auto-
res, como Eliot Freidson (1978) o Talcott Parsons (1984), la medicina extendería su dominio de acuerdo con las dinámicas propias de la necesaria autonomía y profesíonalización de los médicos, como un desenlace propio del proceso de diferenciación característico de las sociedades modernas. Para otros, como Iván I1lich (1981), formaría parte de un proceso más amplio de burocratización de la sociedad, acorde con la industrialización y la necesidad del sistema social de crear ciudadanos dependientes, progresivamente expropiados de su autonomía en varias áreas de la vida. En cambio, en opinión de Foucault (1974), la medicalización expresaría profundos cambios sociales tendentes al control de la disidencia y a la creación de técnicas disciplinarias y de vigilancia sobre el cuerpo y la mente, dentro de un amplio proceso de racionalización y ejercicio del poder que no sería exclusivamente vertical y jerárquico sino, que impregnaría todo el 14. Es interesante denotar que para Isabelte Stengers (1999) la demarcación de la figura del charlatán resulta central en la aparición de la medicina como profesión y precede Con varios siglos de antelación a su conformación como ciencia racional y moderna.
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entramado social, de acuerdo con lo que denomina la «rnicroffsica del poden> (Foucault, 1976). Otros autores de inspiración marxista, como Waitzkin (1983) y Navarro (1998) entre otros, niegan que la medicalización sea producto de un ejercicio exclusivo del poder corporativo y proponen que este dominio estaría al servicio de los intereses económicos y políticos del sistema capitalista en su conjunto, en un marco coercitivo en el que la medicina constituye un «aparato ideológico» y no solamente técnico, al servicio de las clases dominantes. Para Abram de Swaan (1988), la profesión médica debe su posición actual a la lucha que sostuvo para establecerse y a tres procesos relacionados entre sí: la transformación de los hospitales de albergues a instituciones destinadas a la terapéutica y a la formación del gremio, la creación de servicios de sanidad pública y la aparición de un gran mercado para los servicios médicos con el surtimiento de los regímenes de la seguridad social, la asistencia social y los seguros médicos privados. Evidentemente, aunque todos estos factores están presentes en la explicación del proceso de hegemonía médica, no hay que olvidar el papel que desempeñado por la eficacia técnica y simbólica del modelo. Una eficacia que busca soluciones rápidas, potenciadas por el uso de avanzadas tecnologías, la utilización de estrategias publicitarias masivas y el respaldo del poder político; que tiende a callar las voces disidentes y a ocultar las consecuencias iatrogénicas que genera su práctica. Respecto a las prácticas autogestionarias que constituyen la noción de autoayuda en salud, es posible quizá ubicar la emergencia de formas solidarias de ayuda mutua entre individuos y colectivos sociales desde tiempos ancestrales, ante la imposibilidad de las familias de hacer frente a todas las necesidades en tiempos de epidemias, guerras y hambrunas (Kropotkin, 1902). Si bien la Iglesia y el Estado elaboraron diferentes propuestas, las diversas iniciativas de autoayuda han sobrevivido de manera permanente o intermitente frente a los dispositivos oficiales de asistencia, que no han tenido una cobertura universal ni exhaustiva de las necesidades colectivas, ni siquiera en coyunturas específicas. A este respecto, se documentan numerosas iniciativas de autogestión ya desde la Edad Media, antecedentes de los sistemas modernos de seguridad y asistencia social: las guildas gremiales, las sociedades mutualistas, los sindicatos, las Sociedades de Amigos, las cooperativas de consumo y otras instituciones exclu-
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sivas y de alcance limitado a nivel territorial y de acceso a servicios,
que recaudaban fondos de ahorro para el pago de servicios médicos profesionales en caso de enfermedades graves, y que tuvieron que afrontar las migraciones industriales y el incremento progresivo de
los costos de la atención médica. Sin embargo, en las etapas modernas se registra un resurgimiento de prácticas autogestionarias de autoayuda, aunque no siempre di-
rigidas exclusivamente a la atención de la salud, sino también a otras necesidades de asistencia social no satisfechas por el Estado o la beneficencia y que suelen ser contestatarias del orden político o profesional. Recogiendo propuestas del anarquismo, el socialismo utópico, el marxismo, el populismo ruso, el cooperativismo, el mutualismo, el participacionismo socialdemócrata y el consejismo, entraron en conflicto tanto en los países capitalistas como en los socialistas con el orden estatal, en plena expansión del seguro médico público y bajo el imperativo de la productividad, erradicando toda posibilidad de autonomía y burocratizando los dispositivos asistenciales para mejor control de la población (Menéndez, 1984b). No fue hasta la década de 1920 cuando se hizo patente el interés académico en los «pequeños grupos», subrayando la importancia de la organización informal en el medio laboral y en las comunidades urbanas y rurales cuyas necesidades sociales y sanitarias no eran resueltas por los sistemas convencionales, como, por ejemplo, el alcoholismo y la fundación de Alcohólicos Anónimos en 1935. A mediados de siglo se documenta un interés gubernamental y privado por los mecanismos de autoayuda y participación social, patente inicialmente en algunos programas sani-
tarios y de desarrollo patrocinados por fundaciones, programas universitarios y organismos internacionales, como la «Ayuda para el Desarrollo» y los «Cuerpos de Paz» norteaméricanos. A partir de 1978, en el contexto de la Conferencia Internacional de Atención Primaria a la Salud organizada por la Organización Mundial de la Salud y UNICEF, la intervención de la sociedad se ha considerado decisiva en la implementación de la estrategia de atención primaria y posteriormente, en la constitución de los «sistemas locales de salud», con-
virtiéndose en un imperativo de los programas de reforma del sector sanitario a nivel internacional e iniciándose la discusión en torno a la
necesidad de reconocer e incorporar los contenidos de la medicina tradicional y popular.
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Aunque la reciprocidad implica ayuda mutua cuando opera entre iguales o equivalentes, como sucede en las sociedades primitivas, no debe soslayarse la existencia de mecanismos de reciprocidad verticales y asimétricos que implican la dominación y explotación de los subordinados. Tal como sucede con las prácticas cristianas de la caridad y la beneficencia, antecesoras del filantropismo y de las fundaciones modernas. Es precisamente en las sociedades estratificadas, donde la autogestión en salud emergería conscientemente, tanto como una forma de respuesta colectiva a las necesidades no satisfechas de atención a la salud, como también de resistencia al poder mediante el desarrollo de la autonomía. En el caso de sectores subalternos urbanos y rurales, sobre todo indígenas, la autoayuda asumiría además funciones de cohesión e identidad grupal al relacionarse con las respectivas formas de vida. Aunque estas experiencias han fracasado permanentemente en el proceso de búsqueda de autonomía con respecto al poder sistémico, puede decirse que su importancia radica en que deben ser observadas no tanto como resultados sino como procesos de los que pueden extraerse importantes lecciones. De hecho, han fundamentado la existencia de los actuales grupos de autoayuda, organismos no gubernamentales y otras muchas iniciativas autogestionarias en el campo de la salud. Los argumentos para sostener que los destinatarios de los servicios deben involucrarse en los programas de salud son varios y resul-
ta valioso revisarlos a la luz de las analogías con el tema del cuidado lego y sus actuales perspectivas. En los programas oficiales nacionales e internacionales de los años ochenta puede leerse que los niveles de salud de la población tienden a incrementarse al otorgar a los colectivos autonomía, educación y recursos. Asimismo, se insiste en que con la participación se desarrolla la autosuficiencia de la comunidad, que ayuda a identificar de forma más precisa las necesidades y prioridades de atención, que abarata los costos de los servicios, facilita e incrementa la cobertura y utilización, a la vez que estimula otras iniciativas de desarrollo; compromete a los participantes, favorece la integración del conocimiento y la experiencia autóctonos, fomenta el entendimiento mutuo de la comunidad con el personal de salud y a la vez la libera de la dependencia de los profesionales. Finalmente, se menciona que la participación tiene un valor intrínseco para la inte-
gración social de las mismas comunidades (Martin, 1983).
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En un sentido inverso, también se han señalado las limitaciones y los riesgos potenciales de la participación comunitaria en el ámbito de la salud: el relevo de la responsabilidad gubernamental, la amenaza a las autoridades políticas, el fomento de apoyo a las elites locales y la desilusión de los miembros de la comunidad cuando se presenta el fracaso. Por otra parte, la participación comunitaria ha sido utilizada de varias formas: como vehículo para la introducción de los valo-
res de la sociedad de consumo, un eufemismo para obtener trabajo gratis de las comunidades, como mecanismo de control y captación de líderes afines a las instituciones gubernamentales o privadas y como la forma de legitimar atención médica de baja calidad en nombre de la propuesta de atención primaria. La propuesta de habilitar,
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lacia experiencias grupales y educativas, siendo el prototípico Aleorólicos Anónimos. Sin embargo, 10 anterior no sucede en ausencia de conflictos. derivados del cuestionamiento que individuos y colectivos suelen formular al volverse actores críticos, de tal forma que se pasa de un carácter complementario a otro cada vez mas antagónico de la atención profesional, en la medida en que las formas de participación rebasan el estrecho ámbito de 10 estrictamente médico. Desde otra rivera, los conceptos de autocuidado, autoatención y autoayuda han sido adoptados por diversos movimientos autogestionarios de muy variada raigambre, desarrollando muy diversas versiones frente a la práctica médica profesional, desde su satanización Y negación de vínculos hasta diferentes formas de complementariedad Yuso mutuo.
promover o fortalecer los recursos para la autoatención en sociedades
estratificadas muy desiguales puede hacer muy poco por la salud y por mejorar la distribución de sus fuentes en una sociedad, y constituye una política funcional acorde con los intereses del Estado neoliberal, que subvierte desde su origen el problema de que los riesgos de salud se determinan desde las condiciones de vida (Ugalde, 1985). Hay que señalar que, pese al interés discursivo, manifiesto en los programas de salud tanto en los países desarrollados como en los subdesarrollados, la participación comunitaria en salud no ha trascendido significativamente a la realidad cotidiana, documentándose solamente algunas experiencias aisladas. A la par, permanecen diversas inter-
pretaciones sobre el concepto de participación social o comunitaria, expresando versiones tan dispares como el derecho a la información, el uso adecuado de servicios y, más inusualmente, la participación en la toma de decisiones, como son el diseño o la evaluación de estos programas (Haro y Kjiezer, 1998). Tanto el desarrollo de experiencias referido, como el estudio acumulativo de los procesos y las representaciones asistenciales llevados a cabo desde las ciencias sociales, han tenido como resultado que las nociones de autocuidado/autoatención y autoayuda en salud hayan sido aceptadas, al menos discursivamente, tanto entre quienes son los encargados de hacer las políticas de salud y que invocan ahora invariablemente diversos mecanismos de autogestión o de «participación» en planes y programas, como entre los mismos profesiona-
les de la salud, quienes se ven obligados a incorporar alguna de estas variantes en los casos de «pacientes problema» que son canalizados
Autoatención y autoayuda: ¿complementarios o antagonistas de la medicina profesional? No obstante su importancia, las prácticas de autoatención de la salud constituyen una dimensión del ámbito sanitario que, a pesar de ser el único nivel de atención del que puede afirmarse que es universal puesto que acompaña siempre cualquier proceso, han sido relati vamente poco estudiadas y siguen siendo subestimadas por los sistemas convencionales de salud, debido a que ha constituido un campo considerado marginal dejado al estudio de folkloristas y etnógrafos. Un abogado (Black, 1883) y un médico (Pitré, 1886) fueron los pioneros de su recopilación y estudio a finales del siglo XIX bajo un esquema de interpretación evolucionista que presentaba estas prácticas como formas marginales de supervivencia de la cultura popular. Aunque destacaron su incidencia y carácter sincrético, no denotaron
su prevalencia como opciones de atención a la salud más allá de una contribución al folklore médico, de escasa relevancia terapéutica o sociopolítica. El estudio de las prácticas llamadas «etnomédicas» por parte de antropólogos como J. G. Bourke, W. H. Rivers, F. E. Clements, E. Ackerknecht, E. E. Evans-Pitchard y R. Redfield inauguró un nueva ámbito que sería conocido posteriormente como antropología de la medicina, dedicado inicialmente a enfatizar el carácter institucional
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social de la medicina «aborigen» en la reproducción sociocultural y
política de los colectivos tribales. Las prácticas populares o domésticas son vistas por esta disciplina de forma generalmente amalgamada con las labores del curandero especialista, al ser todas ellas consideradas versiones análogas de medicina mágica o no científica, aun cuando se distingan componentes empíricos. De esta forma, la medicina popular o doméstica que constituye el sustrato de los cuidados profanos es vista de manera equi valente a la medicina del chamán o curandero, en tanto que ambas son consideradas supervivencias o formas primitivas respecto a la «verdadera» medicina, encarnada en la
atención médica profesional. Igualmente, opera una reducción del marco de observación de la disciplina a los factores culturales e ideológicos de estas prácticas, en detrimento del relieve de su eficacia terapéutica y trascendencia epidemiológica, así como de su articulación con la oferta de la medicina profesional (Menéndez, 199üb). No es sino hasta décadas muy recientes cuando la medicina comienza a ser cuestionada en el interior de la antropología y la sociología médicas como una práctica etnocéntrica, poniendo en tela de juicio la objetividad del saber profesional y destacando la complejidad que asumen las formas de atención a la salud en las sociedades modernas, en las que se incluyen las diversas variantes que asumen la autoatención y la autoayuda como también las diferentes prácticas alternativas. Las prácticas de autoatención constituyen, pues, un ámbito que progresivamente ha sido destacado por la producción socioantropológica aplicada al campo sanitario y ante el cual la profesión y el saber médicos manifiestan hasta hoy un interés ambiguo. Si bien casi todos los clínicos suelen reconocer la importancia del autocuidado y la autoatención en las recomendaciones terapéuticas, suele ser de forma instrumental, en el mejor de los casos orientada por el «sentido común» del clínico; como coadyuvante del tratamiento médico, pero consideradas intrascendentes cuando no nocivas si las medidas provienen de las filas del conocimiento popular-tradicional o de cualquiera de los métodos alternativos. Desde la medicina el reconocimiento de este campo es generalmente reducido a su posible relación negativa con la llamada «adherencia» o «cumplimiento terapéutico» o a una eventual y selectiva reconstrucción del curso seguido después de diferentes indicaciones terapéuticas menos convencionales, corno las interconsultas al psicólogo, las terapias ocupacionales, el psico-
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análisis, las terapias de grupo y otras formas de atención diversas (Lerner, 1997). Como hemos insistido, la autoatención/autocuidado de la salud alude a la dimensión personal o doméstica donde se ejercen los cuidados más elementales para la promoción de la salud y para la prevención de las enfermedades, y que constituye el núcleo de cualquier sistema. Según algunas investigaciones. más de tres cuartas partes de los síntomas percibidos son resueltos en el propio domicilio (Zola, 1966); en todo caso, el autocuidado y la autoatención constituyen instancias irreductibles que están presentes no solamente en cualquier proceso asistencial, sino en la vida cotidiana a nivel doméstico/familiar, como señalan numerosas investigaciones. destacando el papel protagonista que tienen las mujeres en unas funciones que comúnmente suelen ser soslayadas." Según Graham (1984), existen al menos cinco actividades básicas de cuidado endógeno de la salud realizadas por las familias en el ámbito doméstico y que se refieren a tareas generalmente llevadas a cabo por las mujeres: 1) crear y mantener las condiciones de vida favorables a la salud. Incluye todas las actividades domésticas de limpieza, calidez, seguridad y nutrición alimenticia; 2) asistir y cuidar durante las enfermedades; 3) educar para la salud (sea o no intencional); 4) servir de mediador con los profesionales de la salud y 5) afrontar las demandas urgentes. El papel de la familia como productora de salud, pero también de enfermedad, ha sido puesto de relieve por diversos autores que han analizado, por un lado, las relaciones entre la estructura, las funciones y la dinámica de las familias y, por el otro, las condiciones de salud de sus miembros, destacando el papel de mediación entre las macropolíticas y la vida cotidiana." En todo caso, hay que considerar que es en el nivel do-
IS. La bibliografía sobre el tema de la mujer como cuidadora indiscutible de la salud doméstica abarca una considerable producción desde diversos campos y perspectivas de las ciencias sociales. Algunos estudios sobre el tema son: J. Finch (1989), que analiza el caso del Reino Unido; M. Solsona (1996) lo hace para España, mientras que M. E. Módena (1990) y R. M. Osario (1995) exp~en estudios realizados en México. Un estudio global es el de H. Pizurki, A. Mejía, I. Butter y L. Ewart (1988). 16. Para una revisión sobre las relaciones entre familia- y salud, véanse Campbell (1986); Pranks, Campbell y Shields (1992); Denman y otros (1993) y Schmit (1978). Menéndez (1992) analiza criticamente la consideración del ámbito doméstico/familiar como unidad de descripción y análisis, de explicación y de acción dentro del proceso de salud/enfennedad/atención.
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encial del Estado. En el primer caso, hay que señalar los aportes de
méstico O familiar donde se constituyen o vinculan las distintas redes sociales para la atención de la salud. Sobre las redes informales y formales que ofrecen apoyo social se ha evidenciado en la literatura sociomédica el impacto que tiene la vida social en la salud, pues la experiencia de enfermar ocurre siempre en un contexto social que le da sentido y, en buena medida, deter-
le la dimensión de la autoatención, documentando la prevalencia y eficacia de los cuidados no profesionales, así como testimoniando el carácter sincrético de las prácticas populares de salud. Asimismo, merece destacarse que la mayoría de las investigaciones realizadas
mina su pronóstico. Desde las investigaciones pioneras de Durkheim sobre el suicidio, en 1897, diversos estudios realizados en las últimas
ponen de manifiesto que la autoatención representa una opción bastante significativa tanto en el medio rural como urbano, como se
décadas señalan que la capacidad de establecer vínculos y relaciones
nuestra en la tabla 2.
nvestigaciones realizadas que versan sobre la existencia estructural
sociales es decisiva para la salud, que a mayor capital social se supo-
ne que tienden a ser mejores debido a los recursos cognoscitivos y de apoyo psíquico que movilizan, pero igualmente por un mayor acceso y diversidad de servicios (Antonovsky, 1979; Gracia, 1997). McKinlay (1980), por ejemplo, ha descrito la trayectoria del síntoma a la curación y la activación de la red social. Sus miembros acompañan, dan consejos, socializan información y experiencias personales, ofrecen apoyo emocional e instrumental, suministran contactos e individualizan estrategias para combatir los síntomas (Cob, 1976). De hecho, para Suchman (1965), las redes sociales tienen un gran potencial pre-
dictivo del resultado de salud. En América Latina los trabajos pioneros de Osear Lewis y, mucho después, de Larissa Lomintz (1975), han mostrado que entre los marginados urbanos la ayuda recíproca no constituye una excepción en caso de enfermedad, sino un recurso cotidiano de supervivencia. Numerosas investigaciones, incluidos los
Tabla 2. Resultados de algunos estudios realizados sobre autoatención Número Autor
Año
1979 1982 Levin e ldler 1983 Ministerio de Salud 1984 Logan 1988 Módena 1990 Osorío 1995 Laurell el als. 1997 1998 Haro el als. Haro el als. 1998
Lugar
Rodríguez el al.
Morelos, México
Young y Young
México rural
de casos
% auroatendido
3128 332
37 69-85 60-90
32000
3 t (familias)
USA Perú Cd. Juárez, México Veracruz, México
50-89 100
86 (niños)
340 30 58
25 (medicamentos)
50 (niños)
Cd. México Cd. México Guarijíos, México Guarijíos, México
59 (menores 5 años) 55 (partos)
países latinoamericanos, nos informan de que estas estrategias se han incrementado durante los años de recesión económica ante la pérdida
Fuente: Elaboración propia; véanse las referencias en la bibliografía.
del poder adquisitivo, el encarecimiento de insumos y otros factores De la segunda actitud crítica de la medicina respecto al cuidado
que testimonian el retroceso sanitario entre sectores pauperizados (González de la Rocha, 1986; Millán, 1994).
lego merece destacarse que su competencia ha sido quizá menos
Desde la práctica médica suelen presentarse tres actitudes diferentes con respecto al ámbito del cuidado lego: 1) en primer término, quienes suponen que es irrelevante para la salud puesto que según esta visión no sería frecuente el uso de medidas «folklóricass previas o coadyuvantes, o que en todo caso serían inocuas; 2) una segunda posición que considera que constituye una fuente de problemas porque retrasa la atención profesional y ocasiona efectos nocivos por un mal diagnóstico o una posología incorrecta, y 3) pensar que es sólo
,puesta en tela de juicio que la misma medicina profesional, debido a los numerosos efectos iatrogénicos que conlleva, y, especialmente, porque la resolución de trastornos leves a nivel doméstico lejos de generar problemas es una importante fuente de descarga de tareas, para las que la medicina no tendría capacidad de satisfacer si consideramos la demanda de atención que merecerían todos los síntomas que experimenta una población. La intención intervencionista de la medicina hegemónica, frente a posturas más conservadoras de permitir la
un recurso a instrumentar parajustificar la contracción del papel asis-
autolimitación de ciertos procesos morbosos, resulta cuestionada con
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Medicina y cultura
frecuencia debido a los efectos secundarios y iatrogénicos de los medicamentos sintéticos y de diversos procedimientos diagnósticos y terapéuticos. Sin embargo, hay que subrayar el hecho de que la actual profesión médica está configurada de forma muy heterogénea, de acuerdo con la división en especialidades, algunas de las cuales son mas «intervencionistas» y tecnológicamente complejas, mientras que a otras no les queda más remedio que «acompañar» procesos ofre-
ciendo paliativos y rehabilitadores parciales. De la tercera actitud puede decirse que, corno han enfatizado las ciencias sociales, la atención a la salud tiene una dimensión de tras-
cendencia no solamente epidemiológica, sino también cultural y política, motivo por el cual el recurso a la autoatención y la autoayuda representa en sí mismo un eje difícil de articulación, puesto que su
misma existencia cuestiona la pertinencia del Estado del bienestar, corno demuestra el hecho de que los mecanismos participativos y los procedimientos de autoayuda tiendan a ser sistemáticamente afiliados por los sistemas convencionales de salud, o por otros aparatos técnicos-ideológicos, y que la problemática sanitaria esté presente en la actualidad en la agenda política de cualquier sociedad. El cuidado de la salud, lejos de ser un asunto meramente técnico, se encuentra car-
gado de contenidos políticos, ideológicos y simbólicos. La historia de estos «descubrimientos» conforma la trayectoria de los aportes reali-
zados al terna por parte principalmente de la antropologia y la sociología médicas, encargadas de la tarea de estudiar las dimensiones desestimadas del cuidado lego por parte de las ciencias médicas. La forma en que las diferentes formas de atención a la salud se complementan y solapan en episodios concretos de enfermedad ha sido destacada en la literatura corno la «carrera o trayectoria del enfermo» (Sickness career).17 Es un concepto análogo a la historia natural de la enfermedad epidemiológica, pero a diferencia de ésta, incorpora el proceso de atención tomándolo social y cultural al hacerlo operar tanto dentro de los límites de la enfermedad (disease) corno del padecimiento (illnesssy. distinción que constituye un aporte rele17. La «carrera del enfermo» se encuentra referida en la literatura como «carrera moral» (moral career, Goffman, 1951), conducta en pos de la salud (help seeking behaviour, Chrisman, 1979), «proceso del padecimiento» (sickness process, Mechanic, 1962), «proceso asistencial» (Comelles et al., 1982) o «itinerario terapeútico (iüneruire terapeútique, Igun, 1979).
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ante de la antropología para el estudio sociocultural de la epidemioogía y de los procesos a.sistenciales. 18 La percepción de signos y sínamas es precisamente la primera etapa de un itinerario que deternina cursos de acción en base a las propias experiencias previas o a as sociales y que se construye socioculturalmente; por lo tanto, reiresenta una «carrera moral», según Goffman (1951), en tanto que 'edefine sus relaciones y modifica su identidad. Se compone de un tinerario de secuencias de atención en las que son tomadas varias de.isícnes relacionadas con el carácter contextual en el que ocurre un episodio de enfermedad: la gravedad percibida, el costo de la búsqueda de atención, la evaluación de diversas alternativas y otros as-
pectos implicados. Dean (1996) ha señalado la necesidad de analizar los procesos de autoatención de acuerdo con los diversos factores que
se incluyen en esta toma de decisiones, entre ellos: el estrato social, la fase del ciclo de vida, los roles sexuales, el nivel educativo y otros más, pues según diversos estudios se ha demostrado que no existen pautas generales, sino episodios particulares, evidenciando una serie
de etapas o pasos que suelen escapar a la mirada clínica porque son ocultados por los pacientes o subestimados por los profesionales, quienes no los consideran relevantes corno datos clínicos o epidemiológicos, a pesar de que la complejidad que asumen en la práctica los procesos asistenciales concretos ha sido referida en estudios etnográficos de casos (Young, 1980). Un ejemplo de la complejidad que asumen los itinerarios terapéuticos lo encontrarnos en un estudio realizado por nosotros en la región Guarijío de Sonora, en el noroeste de México. En respuesta a la pregunta «¿Que hicieron la última vez que enfermó el niño?», formu18. La distinción entre padecimiento y enfermedad atañe a la experiencia «subjetiva» (Eisenberg, 1977) o «intersubjetiva» (Fábrega, 1978) de un trastorno de salud y a su reconocimiento «objetivo» por parte de la ciencia médica. Es análoga a la forma en que un síntoma deviene en un signo para el clínico. Para Young (1982) hay que distinguir además una dimensión para trastornos menos precisos, que corres~ondería a la definición de malestares o causas de aflicción menos consensuadas (sícknessí, que aludiría al proceso mediante el cual una determinada «patolog.ía» se ~ue~v~ socialmente aceptada, « ... por el cual a conductas preocupantes y a signos bIOI~glC.o~' particularmente aquellos originados por enfermedad (~is~ase), se les da un slgmf~ cado reconocido socialmente. Es un proceso para socializar enfermedad y padecimiento». Para Twaddle (1981), síckness es el resultado de ser definido por otr~s como «no saludable» y resulta de la propia incapacidad para enfrentarse a las obliIIciones sociales.
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lada en entrevistas realizadas a familias en las que había menores de 5 años, se obtuvo que en la mitad de los casos (15) se empleó una segunda opción de atención y en un 7,5 por lOO hasta una tercera estrategia. Como primera opción, las medidas caseras fueron utilizadas en el 43 por lOO de los 30 casos, poniendo de manifiesto que la autoatención fue la pauta más constante como primera alternativa, mientras que la consulta al médico como primera opción correspondió a la tercera parte de los casos. Sin embargo, la eficacia terapéutica no fue la regla en todos estos: pues del total de estrategias seguídas (considerando el total de las tres opciones) el 35 por lOO correspondió a consultas médicas, seguidas de las medidas caseras con un 33 por lOO, la atención mediante otras opciones (consulta a auxiliares de enfermería y maestros locales) comprendió un 16 por 100, seguidas de curandero y familiar (6 por lOO cada una del total de opciones) y un 4 por lOO de casos en los que no se realizó ninguna estrategia de atención." Véase tabla 3. Tabla 3. Estrategias de atención a la salud en el último episodio de enfermedad de menores de 5 años. Región Guarijío de Sonora, 1995 n=
Estrategias utilizadas Medidas caseras Médico Otras opciones
Curandero Familiar
Nada Totales
30
opción 2
opción 3
Totales
2
1 1
16
6 4 2
O
1
1
3 3
33 35 16 6 6
2
O
30
15
O 4
2 49
100
opción 1
13 10 3 1 1
1
17 8
%
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La importancia de estos aportes de las ciencias sociales al análisis del ámbito sanitario reside en que conslatan la necesidad de incorporar al análisis clínico y epidemiológico las representaciones culturales de la enfermedad, sus dimensiones subjetivas y emocionales, su articulación con el sistema de prácticas sociales y de discursos en el contexto histórico y político-económico. Considerando que todos los conjuntos sociales elaboran representaciones culturales como los modelos explicativos populares (Kleinman,1980); las redes semánticas de enfermedad (Good y Del Vecchio, 1980) y abordan procesos de decisión respecto a cualquier forma de sufrimiento humano y no solamente de las enfermedades médicas, algunos autores desde la antropología de la medicina europea han propuesto el uso del concepto del mal frente al cual las sociedades elaboran sus propios dispositivos asistenciales (Augé y Herzlich, 1984). La complejidad en la articulación de prácticas y saberes distintos, como los populares, médicos, políticos y religiosos ha sido puesta de relieve por Ernesto de Martina (1961), relacionando sus aspectos microsociales y macrosociales. Constituyen los antecedentes de ciertas corrientes contemporáneas que estudian los sistemas médicos de prácticas y las representaciones que concurren en el ámbito sanitario, como la antropología médica crítica y la antropología clínica aplicada, aunque esta última permanece al margen de las dimensiones histórica y económico-política de la salud/enfermedad iluminadas por este autor. Otra aportación relevante que interesa destacar para el tema que nos ocupa incluye el concepto de «eficacia simbólica», elaborado por Lévi-Strauss (1958), en tanto ofrece una importante veta de estudio para la explicación no solamente de la persistencia de las prácticas populares y de las redes de ayuda, sino de la eficacia misma de las
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Fuente: Elaboración propia en base a Haro, Lara, Palacios, Salazar y Salido (1998)
19. En las 69 familias incluidas en nuestro estudio se encontraron 30 con menores de 5 años. La estrategia para averiguar la trayectoria seguida en el último episodio de enfermedad consistió en formular una pregunta referida al menor de los niños, «¿De qué enfermó su niño la última vezl» En respuesta a esta última se obtuvo que 11 habían enfermado de gripe, 5 de diarrea, 2 de fiebre, 2 de caída de'mollera, 1 de llagas y 9 de síntomas menores diversos. Si consideramos del total de estrategias seguidas a
las medidas caseras, la medicación por auxiliares y maestros, la consulta a familiares y los casos en que no se hizo nada obtenemos un 59 por 100 de autoatención. Las razones específicas para orientar la decisión a tomar fueron referidas a una gran variedad de circunstancias, como el estado del clima, la disponibilidad de dinero o los medios de transporte, la presencia de expertos en la región, la experiencia de la familia en el tratamiento de los síntomas presentados e incluso el abasto de medicamentos y remedios dentro de la comunidad. En todo caso, los resultados muestran la multiplicidad de estrategias involucradas en una región rural indígena mexicana que cuenta con recursos médicos profesionales periódicos y la presencia permanente de 25 especialistas de la medicina tradicional distribuidos entre parteras, hueseras, sobadores y curanderos (Haro, Lara, Palacios, Salazar y Salido, 1998).
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prácticas médicas profesionales que también operarían al amparo de la «magia científica». La eficacia simbólica, que Lévi-Strauss destacó como mecanismo de explicación en la curación chamánica y psicoanalítica, alude a los efectos que tiene la sugestión del propio acto terapéutico y la función placebo que juegan las profecías que se cumplen a sí mismas, inaugurando un fértil programa de investigacíón en contra del determinismo biológico y del positivismo dualista que divide cuerpo y mente, cuestionado actualmente por los aportes de la psicoinmunoneurología. En el caso de las prácticas autogestionarias
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miológica clásica por medio de encuestas, debido a la variabilidad y complejidad de las prácticas de atención a la salud insertas en la cotidianidad. Por este motivo, los métodos cualitativos, como la observación participante y las entrevistas y el análisis estructural y de redes, constituyen elementos fundamentales para reconstruir el entramado de prácticas y representaciones que constituyen el cuidado lego de la salud, ámbito no necesariamente complementario o antagónico de la atención médica profesional, aunque siempre presente y problemático, como revisaremos en el último apartado de este trabajo.
aludiría a las funciones que la eliminación de la ansiedad mantiene
para el proceso terapéutico, restando el monopolio curativo a la práctica médica. Sin embargo, en la medida en que este proceso de catexis y transferencia se encuentra simbólicamente depositado sobre
todo en la autoridad médica, señala a su vez los límites de las experiencias de autoatención y auto ayuda, denotando una necesaria dependencia exógena para ciertos procesos respecto de la figura del médico, incluso de tecnología sofisticada o del pago de honorarios y desembolsos elevados, lo que nos indica que el asunto de la curación es complejo y ajeno a esquemas únicos que puedan explicar todos los casos (Gadamer, 1993). La eficacia simbólica expresa que el cuidado de la salud genera poder sobre los profanos, que es utilizado tanto por la profesión médica como por la clase política que se legitima a través de la otorgación de los servicios. En todo caso, hay que señalar que el ámbito de los cuidados profanos plantea dificultades para la indagación porque conforma un ámbito dinámico y poroso. Su particular factura histórica y cultural denota la naturaleza contextual de las formas que asume, su carácter
constante y a veces inadvertido. La forma en que cuidamos de nuestra salud incluye un abanico de acciones y omisiones de naturaleza dinámica y sujeta tanto a decisiones coyunturales como a habitus de clase y patrones culturales, lo cual le otorga un carácter complejo, que requiere particularizar y contextualizar en cada caso, sea éste individual o colectivo. Si la atención a la salud es algo cotidiano, debe estudiarse con instrumentos que registren la cotidianidad. La paradoja estriba en que el proceso se inicia fuera del sistema de atención convencional y que, en buena medida, se resuelve fuera del mismo, por lo que suele ser solamente accesible desde la investigación etnográfica. Ha sido difícilmente observable desde la indagación epide-
Perspectivas: El saber profano en la modernidad tardía Siguiendo el panorama previamente revisado, puede decirse que, pese a la hostilidad de la medicina, algunas prácticas que constituyen el ámbito del cuidado lego han sido relativamente toleradas y en ciertos países incluso fomentadas. Es lo que ha sucedido en ciertos contextos con diversas prácticas de autoatención, como la automedica-
ción de la mayoría de medicinas de patente, cuya venta en muchos países no está del todo controlada; el comercio de la herbolaria, que se ha liberalizado en otros donde estaba sancionado; la difusión de los textos de autoayuda y el uso de varias instrumentos diagnósticos y terapéuticos que se aplican en el ámbito doméstico. A la par, se aprecia la tendencia a la expansión de las medicinas alternativas, hechos que parecen testimoniar una pérdida para el ejercicio rnonopolfstico de la práctica biomédica. En otro nivel, ciertos movimientos autogestionarios y numerosos grupos de autoayuda y del voluntariado que inciden en la atención a la salud, no solamente se han multiplicado y han incrementado su influencia de forma considerable, sino que han conseguido el reconocimiento del Estado y los medios de comunicación, y algunos de ellos apoyos logísticos y económicos por parte de programas gubernamentales y fundaciones filantrópicas. Simultáneamente, diversas iniciativas de participación son invocadas una y otra vez en los planes de desarrollo del sector sanitario para integrar programas de los servicios profesionales. El cuidado lego parece devenir en ámbito de autonomización y reapropiación de dominios que han sido previamente
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confiscados o expropiados por los profesionales de la salud en materia de saberes y potestades, fenómeno que se observa en otros ámbitos de la administración pública, anticipando modelos que tienen como sello una mayor participación de la población a varios niveles. Es decir, en la época actual somos testigos de la politización del ámbito de la salud mucho más allá del campo de las prestaciones médicas y sociales de los ciudadanos o de los derechos del rol del enfermo. ¿Significa esto el fin de la hegemonía médica o la apertura de un proceso de apoderamiento de individuos y colectivos con respecto al control de ámbitos decisivos de la vida política y social? A pesar de que muchos puedan contestar afirmativamente a esta pregunta, en nuestro caso nos inclinamos por una interpretación me-
nos optimista que apuesta por un cambio en las formas de hegemonía, marcadas en el caso de las sociedades actuales por una redefinición del contrato social de la salud acorde con las necesidades de contracción de las prestaciones concedidas por el Estado y una mayor expansión del mercado, con formas de influencia y dominación que no pasan ya necesariamente por el tamiz de los profesionales médicos, sino que están siendo incorporadas en un paradigma único que enfoca la salud y la enfermedad como hechos fundamentalmente individuales, despojados de su perspectiva histórica, sociocultural y política. Sin embargo, no es un proceso que se produzca sin resistencias ni
contradicciones en vista de la cantidad y calidad de los factores comprometidos. Podemos decir que no todos estos factores estan marcados por el mismo cariz. En primer término, porque obviamente ciertas modali-
dades de la autoatención y del autocuidado son consustanciales a la vivencia cotidiana y solamente se echan a faltar en casos de incapacidad parcial o total, en cuyo caso hay que poner en marcha dispositivos de asistencia particulares. Es el caso específico no solamente de sectores inválidos por enfermedades primordialmente físicas o mentales, sino también del ciclo natural de la vida en las etapas de la infancia y frecuentemente de la vejez. Si bien en épocas anteriores la familia extensa y las amas de casa desempeñaban estos cuidados, con el apoyo eventual de redes comunitarias, en la actualidad con la incorporación de las mujeres al mundo del trabajo y la tendencia a la merma de las redes informales se tiende a que estos factores incidan en una mayor dificultad para estas tareas, siendo su ejecución objeto
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de conflicto en el interior de los grupos domésticos y tema de disputa y reclamo frente al Estado del bienestar. Así pues, los cambios en la estructura y las funciones de las familias, o la crisis del vecindario, que alude a la disminución en la intensidad de las relaciones comunitarias, inciden indudablemente en el tema de estos cuidados. Las respuestas a esta situación consisten tanto en fa activación de las funcio-
nes cuidadoras en el interior del núcleo doméstico por parte de otros actores diferentes a la tradicional ama de casa (varones, menores y otros), como en la contratación renumerada de auxiliares domésticos
y el recurso a centros especializados, residencias de la tercera edad, guarderías y casas de salud (DoÍnínguez-Alcón, 1998). Algunas prácticas, como la automedicación y el consumo sanitario, no sólo se relacionan con la dificultad de acceso a los médicos profesionales, sino que son fomentadas por la dinámica propia de la industria sanitaria, ante la insuficiencia del Estado y la profesión médica para cubrir el espectro de necesidades de una población que ha sido intensamente medicalizada a través de los medios de comunicación. Parte importante de este proceso deriva de los avatares de la vida moderna con su ideología de alivio y gratificación inmediatas, con la anomia y alienación que se desprenden de la pérdida de sentido y del desenraizamiento de las culturas de origen y que se manifiesta en altos índices de consumo de psicofármacos y también en muchos otros aspectos, como el alcoholismo, el abuso de drogas y la violencia.
En cuanto al continuo resurgimiento de experiencias de autoayuda habría que señalar que hay aspectos que tienen explicación desde los propios actores involucrados como promotores y usuarios de este formato, pero asimismo desde la lógica de los sistemas políticos, en la medida en que particularmente desde la década de 1980 se documenta un empeño, aunque muy frecuentemente sólo discur-
sivo, en el fomento de estas experiencias. Desde el punto de vista de las propias experiencias su auge tiene vertientes que expresan la insuficiencia de la oferta sanitaria convencional y otros aspectos críticos que cuestionan el paradigma biomédico y el sistema económicopolítico en que se sustenta la atención médica profesional. Pero también existen otras vertientes propias de estas experiencias que no
guardan relación con la oferta médica profesional, como veremos mas adelante.
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La insuficiencia de la oferta se manifiesta en algunos contextos por la saturación de los servicios públicos de atención, con el consi-
guiente diferimiento y dificultad en la satisfacción de necesidades. En otros, por una subutilización debida a la desconfianza en la cali-
dad de los mismos, que son utilizados de forma parcial o selectiva para la dotación específica de medicamentos, la realización de análisis paraclínicos o la extensión de certificados de variado tipo. Lo
mismo sucede con respecto a su acceso, dado que la cobertura dista mucho de ser universal incluso en aquellos países que tienen un mo-
delo de Estado social (el caso de los inmigrantes ilegales, de la población desempleada que nunca ha trabajado y de otros individuos y colectivos que no tienen sino acceso potencial a los sistemas de se-
guridad y asistencia social ilustra esta realidad, incluso en los países europeos). La medicina privada aunque ha incrementado su oferta a partir del desarrollo de regímenes de seguro privado, dista de ser accesible para un sector considerable de la población, ya sea porque no existe la solvencia suficiente para el pago directo de los servicios privados o porque estos seguros tienen coberturas limitadas para la satisfacción del cúmulo de necesidades de atención. Aunque las circunstancias varían considerablemente en los diferentes países, estos
factores están presentes en la explicación del mantenimiento y relativo auge de los cuidados profanos, y, obviamente, también de la medicina privada. La insuficiencia de la oferta sanitaria se manifiesta no solamente en la forma en que están organizados los servicios, sino en el re-
duccionismo del paradigma biomédico de atenerse a los aspectos biológicos de la salud/enfermedad, relegando como intrascendentes los aspectos psicológicos y sociales. Así pues, las formas de atención contenidas en el modelo de autoayuda se pueden interpretar como respuestas a necesidades psicosociales que han sido menospreciadas en la atención médica profesional, como efecto de la tecnificación, el antihumanismo y la burocratización, especialmente debido a que la figura del médico de familia ha sido reducida en los sistemas convencionales actuales al papel de un burócrata con escaso tiempo y pocas posibilidades de incidencia en las causas estructurales que subyacen en la mayoría de las necesidades de atención. Deriva igualmente del descontento y la alienación que subyacen al personal de los sistemas de salud en la medida en que su rol ha adquirido la función de
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dispensadores de medicamentos al servicio de la industria farmacéutica o de gestores laborales cuya principal tarea es justificar la ausencia de los usuarios de sus puestos de trabajo (Southon y Braithwhite, 1998). Por el lado de la vertiente crítica, la insatisfacción de la población con una medicina que tiende a resolver más o menos eficazmen-
te los problemas agudos, pero que dista mucho de resolver los problemas crónicos de salud, explica tanto el auge de las medicinas alternativas como la emergencia de propuestas de autoayuda que intentan paliar los efectos que las enfermedades crónicas tienen en la vida de los individuos y sus familias. Lo evidencia también el aumento de las denuncias de iatrogenia y mala práctica, que tienden a incrementar los costes de atención, no solamente por la obligada práctica de una medicina defensiva que se escuda en protocolos y en un mayor uso de tecnología diagnóstica y terapéutica, sino también por los costos legales. La advertencia de los efectos secundarios de la tecnología sofisticada y de los problemas de adicción y dependencia están presentes en un sector creciente de la población, que tiende a desmitificar no solamente a la medicina, sino a la misma ciencia como garan-
te del progreso y el bienestar. Que reclama una reapropiación con respecto a las facultades que han sido progresivamente confiscadas tanto por el poder político como por la profesión médica. Así pues, es posible testimoniar una veta antiautoritaria y antiburocrática que se expresa en la emergencia de numerosas formas de autoayuda y en movimientos sociales de tipo sanitario, político y ecologista. Un ejemplo patente lo encontramos en el ámbito sanitario frente a las áreas de la reproducción, las enfermedes crónicas y la discapacidad (Witltams y Calnan, 1996). En otras áreas críticas como el sida, la drogadicción, la homosexualidad, las enfermedades mentales, la lucha contra el estigma, se ha convertido en una demanda que sobrepasa el ámbito exclusivo de la medicina para extenderse a otros ámbitos sucedáneos de una sociedad relativamente medicalizada. Hay que señalar, sin embargo, que las formas de autoayuda no representan necesariamente en todos los casos alternativas de sustitu-
ción o crítica de la oferta profesional, sino un complemento necesario que cubre necesidades psicosociales que ya no son amparadas por la familia ni por las redes sociales informales que originalmente daban sentido al concepto de comunidad. En este sentido, es posible imagi-
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nar las experiencias de autoayuda como espacios que intentan reconstruir la sociabilidad desde ámbitos que han sido despojados o colonizados por los diferentes procesos que conlleva la modernidad. También en el caso de algunas de estas experiencias, como, por ejem-
plo, los grupos de ayuda mutua para enfermedades crónicas, ofrecen elementos que no pueden ser satisfechos por otros medios, en tanto atañen a compartir experiencias de afrontamiento que son únicas para
quienes las padecen, proveer modelos de rol no estigmatizados, ser de utilidad para otros, otorgar empatía y apoyo emocional, elevar la autoestima, la autoconfianza, el autocontrol y ofrecer metas comúnes, como sucede cuando estas experiencias se convierten en grupos de presión o movimientos sociales (Gracia, 1997). Con esto queremos enfatizar la génesis y las dinámicas propias que muchas de estas iniciativas poseen al margen de la eficiencia o empatía de la atención médica profesional. Desde la perspectiva de los sistemas gubernamentales e internacionales del sector sanitario, el fomento de los cuidados profanos tiende a tener cada vez más reconocimiento debido a la constatación de que las condiciones de salud de la población se encuentran en un estado crítico. Aunque el perfil epidemiológico varía considerablemente entre países desarrollados y subdesarrollados, las evidencias sugieren que en su interior las desigualdades sociosanitarias tienden a incrementarse en vez de disminuir. A la disminución potencial de
las principales causas de morbilidad y mortalidad ha seguido la reaparición de numerosas patologías que parecían superadas, como la tuberculosis; también el incremento de las adicciones, la patología mental y la derivada de causas violentas. Si bien no es este el lugar para hacer una evaluación internacional de las condiciones sanitarias, podemos advertir que, a pesar de los extraordinarios avances tecno-
lógicos en materia de atención médica obtenidos en las últimas décadas, aún prevalecen numerosos problemas de salud, documentándose no solamente un incremento de los residuos del modelo de desarrollo, sino un retroceso en las condiciones sanitarias de grandes grupos de la población mundial, con la aparición de nuevas entidades epidémicas (Arnetz, 1996). Así lo testimonia el fracaso de los programas de lucha contra el hambre y el abandono de la meta de salud para todos en el año 2000, que se registra con el empeoramiento de los principales indicadores de salud sobre todo en los países subdesarrollados.
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En todo caso, la necesidad de implementar reformas sanitarias, si bien puede tener ópticas y lecturas distintas según los contextos donde se plantea, es un elemento común que expresa la crisis del modelo médico, motivada por el atraso sanitario, las demandas de la población y especialmente por el incremento de los costos de atención. Hecho que ha llevado a muchos estados a replantearse el enfoque curativo y de compensación que ha privado dentro del modelo, para proponer un enfoque basado en aspectos preventivos y de promoción de la salud desde una óptica de costo-beneficio, en la que están incluidos na solamente los aspectos económicos sino igualmente los sociopolíticos. Por todo esto, no es extraño encontrar en los nuevos
planes de gobierno programas de mejora y reforma del sector de la salud que dependen del establecimiento de un nuevo modelo de atención capaz de responder a los retos crecientes de la salud pública (Herrera, 1998). Esto, necesariamente atañe a modificar la estructura y en suma a reorientar la forma general en que trabajan los servicios mé-
dicos y sociales, asumiéndose por parte de los sectores gubernamentales la necesidad de aprovechar e instrumentar los conocimientos populares y las redes de autoayuda en coordinación con la medicina profesional. La propuesta no está exenta de restricciones, en vista de la ame" naza que la autonomía popular representa para los profesionales médicos y para el sistema político. Sin embargo, si consideramos que el ámbito de la salud ha devenido un tema primordial de la oferta política encontramos que los problemas de costo y eficacia son obviamente más prioritarios que los intereses de un gremio profesional, de tal
modo que en los países europeos se encuentran ahora referencias a la participación social en salud como aspectos centrales en la reforma del modelo de atención. En otros contextos marcados por la crisis económica, política y social, como los latinoamericanos, las propuestas de involucrar a la población en formas participativas tiende a desaparecer para poner mayor énfasis en los programas verticales de antaño (Menéndez, 1993). De cualquier manera, a nivel internacional, desde los usuarios se manifiesta una tendencia progresiva a asumir
los asuntos de la salud como derecho social, lo cual se expresa en la mayor presión de los ciudadanos para participar en las decisiones relativas a la salud, anteriormente exclusivas de la profesión médica. Para algunos autores, esto constituye la noción de Empowerment tan
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en boga en las sociedades actuales, con la paradoja de que su puesta en práctica supone versiones muy distintas en los contextos donde se plantea, pues resulta implementada desde arriba en un momento en que los costos de la atención estan sobrepasando los límites presupuestarios (Anderson, 1996). A pesar de que la medicina actual acusa una tendencia de sobreespecialización que se traduce en una mayor fragmentación del conocimiento médico y una mayor biologización de la disciplina (tangible en el auge de la biología molecular, la medicina genética, las nuevas tecnologías reproductivas, la reducción a explicaciones bioquímicas en psiquiatría y muchas otras áreas de investigación y desarrollo de tecnología), tal parece que estos avances anuncian una mayor polarización entre sectores pudientes y marginados tanto de estos desarrollos como de otros ámbitos del bienestar social. La nueva salud pública que se perfila para el tercer milenio parece tener que ver no tanto con un acceso masivo de la población a las nuevas tecnologías como a una reformulación de su paradigma enfatizando no los aspectos biológicos, sino los conductuales, con el objetivo de reducir los costos de atención. Paradójicamente lo que pretende ser un punto de vista más social y menos biologicista no ofrece sino individualizar la responsabilidad a través de la noción de los estilos de vida." En el plano de las políticas internacionales de salud así lo muestra el énfasis en reformas que evidencian la crisis no solamente del modelo médico sino del Estado del bieneastar, con el cambio de propuestas comprensivas a enfoques selectivos. De esta forma se ha pasado del 2~. E.stilo de vida es un concepto construido con aportes de las ciencias sociales (los «tIpOS Ideales» de Weber, el ethos de la antropología culturalista) que intenta destacar la forma en que la cultura se expresa en los quehaceres de los individuos mostrando q?: las conductas ~elaci~nadas c~n la salud son el resultado de una compieja interaccion de aspectos b.lOgráfI~os, SOCiales y culturales. En epidemiología y salud pública el con~e?to de esttl~ de Vida es generalmente reducido al de conducta de riesgo para culpabilizar al «paciente» como responsable de prácticas erradas. En este mismo tenor, las prácti~a.s de aut~cu~d~do i~cluidas en los «estilos de vida» sirven como pretexto a la medicina para individualizar los casos y erradicar toda dimensión histórica social, cultural y política, dotándoles de una dimensión que deriva más de un sentido moral que d~ ~no técnico. (Johansson, UlJabeth, Soljo y Svardsuss, 1995). Las pautas de a?toatenclOn son consideradas de forma negativa, por suponer que los individuos Son mcapaces de autorrecetarse eorrectamente medidas preventivas o terapéuticas; de esta fO?TIa, los «estilos de vida» sirven como marcas con que la medicina etiqueta a sus (:clIentes)) para hac.e~l~s sentir culpables de conductas negativas para la salud, sin considerar que la adquisición de hábitos tiene una exacta génesis biográfica y social.
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énfasis en la atención primaria a la salud y los sistemas locales de salud (SILOS), que tuvieron su mayor auge en la decada de 1980, a un nuevo enfoque basado en la promocion de la salud, la reactivación de la autoayuda y la creación de ambientes saludables. No hay que soslayar el hecho de que la crítica constante a la medicina y la invocación de las competencias de cuidado lego tienden también a ser funcionales para el Estado, como sucede con las políticas de contracción del Estado del bienestar que han caracterizado al fin de la guerra fría. En esta tónica, los argumentos individualistas de la «nueva derecha» amenazan los logros sustanciales que en materia de servicios y prestaciones se han conseguido en ciertos países. Al margen de estos argumentos, algunos autores hablan de los procesos de desmedicalización que se aprecian en las sociedades actuales, donde individuos y colectivos se mostrarían cada vez más escépticos hacia la medicina moderna y sus desarrollos tecnológicos (Williams y Calnan,1996). Según teóricos sociales como Giddens (1991) y Beck (1986 ), las sociedades contemporáneas se caracterizan por una actitud crítica que ha institucionalizado el principio de la duda radical. La «modernidad tardía» o «sociedad del riesgo» de la actualidad estaria signada por un mayor grado de reflexión y de cálculo del riesgo, donde los individuos se convierten en consumidores exigentes que evalúan racionalmente y eligen las opciones que mejor les convienen dentro de un mercado médico y social que deviene progresivamente más plural, favoreciendo el abandono del rol pasivo del paciente, sometido al paternalismo y a la autoridad de la profesión médica. La vida en este contexto adquiere el cariz de una empresa y los medios para restablecer o fortalecer la salud en una decisión personal garantizada por los derechos del consumidor que privan en la sociedad de mercado y que tienden a articularse como un poder alterno. Según Giddens, la experiencia contemporánea se encuentra mediatizada por el influjo de los medios de comunicación, lo cual juega un papel ambiguo tanto mitificador como desmitificador en relación con la medicina moderna, llegando su papel a suponer el atisbo de una «protoprofesionalizacióu» del sector lego. Sin embargo, existen estudios que, aunque muestran esta tendencia, enfatizan que el rol pasivo del paciente se encuentra muy lejos de convertirse en el de un consumidor crítico, toda vez que los datos empíricos demuestran la complejidad de la relación entre médicos y usuarios (Lupton, 1997).
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Al respecto, los efectos del poder simbólico del rol del profesional aparecen ciertamente como un límite importante a los pronósticos de una eventual desprofesionalización del ámbito, como también de la posibilidad de un proceso de desmedicalización en una sociedad que es paradójicamente cada vez menos reflexiva de la génesis de los fenómenos sanitarios y más propensa a seguir los dictados de los medios publicitarios. Desde esta perspectiva, el consumo aparece como una actividad mucho más mecánica e imitativa de modelos centrados en la mercantilización de la salud, que tiende a aparecer como un bien de consumo más.
Pero individuos y colectividades al asumir actividades de los cuidados profanos tienden a tornarse críticos. El poder médico no puede invocar impunemente el recurso de la infabilidad o del crípticisma técnico que el lego ahora comienza a conocer y a veces a dominar, quizás, debido a la labor de los mismos medios de comunicación o gracias a Internet; en todo caso, frente a una población que cada vez ostenta mayor nivel educativo y posee mayores recursos debido a la socialización de experiencias personales y colectivas. Lo cierto es que los nuevos movimientos sociales en el campo de la salud parecen combinar bastante bien un pragmatismo ecléctico y la solidaridad como elementos de síntesis en los cuales hay un reconocimiento del papel potencial que desempeñan tanto las redes sociales como los servicios profesionales de salud, como sucede ahora en el caso del sida y las numerosas organizaciones civiles de prevención y atención a portadores sintomáticos.
Una parte de este proceso es debido al papel de las ciencias sociales aplicadas al campo sanitario, dando a conocer la visión de los destinatarios protagonistas del cuidado médico y las políticas sociales. La etnografía clínica, tanto de la atención hospitalaria como de la relación médico/paciente, ha enfatizado la deshumanización y las consecuencias del etiquetamiento con que las «instituciones totales»
médicas abordan el cuidado de los cuerpos y las mentes de forma fragmentada, sometiendo al estudio antropológico las prácticas y miradas médicas. Otros estudios han mostrado la subjetividad que adquiere el discurso y la práctica de la medicina aun en situaciones en las que se utiliza tecnología avanzada y se esgrime un discurso supuestamente objetivo y científico. Los «pacientes», por otra parte, cada vez más devienen en consumidores articulados, de tal modo que
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ciertos autores hablan ya de un destino desprofesionalizado del ámbito sanitario, a la vez que testimonian o predicen su proletarización. La puesta en evidencia de la extensa variabilidad histórica y cultural de los procesos diagnósticos Y asistenciales constatan también que I,as categorías «etic» de la medicina pueden ser tratadas como ca~egonas «emic» de una tribu profesionalizada que se ha erigido en Juez del bienestar social.
Es evidente que, como los teóricos pos modernos señalan, la época actual está marcada por la heterodoxia Yel pluralismo, la polisemia y la relativización de todo discurso, que comenzaría ser consciente de su autorreferencial idad, Sin embargo, esta mirada obvia que en el contexto actual de la globalización económica toda práctica tiende a ser incorporada al mercado con fines utilitarios, distintos, y a veces antagónicos del interés colectivo, un ámbito virtual que como la «opinión pública» nació paralelamente a la hegemonización de la medicina. La medicina continúa siendo una empresa que además de ser técnica y económica es simultáneamente política y moral, que más allá de sus connotaciones burocráticas es una de las instituciones
primordiales para la manipulación de la realidad social por parte del sistema en su conjunto (Kleinman, 1995). Por eso, frente a la autoatención y la participación social en la salud tendrá siempre una actitud reticente, en la medida en que los consumidores y usuarios de los servicios representan una amenaza para los monopolios y los gobiernos cuando devienen informados y organizados, pues favorecen relaciones de solidaridad y procesos de democratización social en contra de la privatización e individualización de los problemas humanos. El cuidado lego constituye, pues, una dimensión estructuralmente ambigua para el sistema actual, pero también paradójica para las iniciativas autogestionarias, porque representa un arma de doble filo que puede ser invocada para legitimar recortes presupuestarios y servir como vehículo para la contracción del Estado del bienestar, aunque esto a su vez revierta en una mayor organización y autonomía de la
población. Finalmente, habría que señalar que la dimensión de la salud no es estrictamente una dimensión más de la vida individual o social,
sino que constituye la dimensión vital por excelencia, el modo de ir por la vida que sintetiza en su resultado -el estar sano o ~nferrno el resto entero de dimensiones que sustentan el campo eXIstencIal y
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social. Lo ambiental y lo sociocultural, que definen sus condicionantes y significados; lo económico y político, que otorgan los recursos en que se expresa; lo biológico y lo psíquico, que constituyen su sustrato genético y existencial. Denota ontoJógicamente el ámbito interactivo e interdependiente que constituye el patrimonio humano. Hasr. ahora la ilusión de los sistemas políticos y los ámbitos profesionales que se ocupan convencionalmente de la salud ha sido el asumir y popularizar la idea de que el campo sanitario es un sector delimitado cuyas soluciones pueden ser ofertadas al margen del concurso de los saberes del ámbito lego. Esta pretensión utópica viene sesgada desde la Ilustración y su deseo de dominio de la naturaleza por la razón, por el positivismo que pretende analizar los fenómenos naturales y humanos de forma atomizada y que en el caso del paradigma biomédico, que aún domina el pensamiento político y profesional asistencial, se traduce no solamente en la búsqueda de cadenas de explicación unicausal, sino en una falsa concepción de los seres humanos corno máquinas homogéneas, descontextualizadas de su entorno y manipulables con fines instrumentales. En lo que a los cuidados profanos se refiere, lo anterior indica su dimensión siempre presente e irreductible a los márgenes tanto científicos corno políticos. Constituyen un substrato ignorado, pero es determinante y a la vez determinado por las condiciones en que se define el modo de ir por la vida de sujetos y colectivos sociales. Testimonian que la hegemonía de la medicina se ejerce con resistencias y contradicciones, de lo que resulta que los pacientes son en realidad sujetos activos, pero que no siempre conocen la naturaleza de sus decisiones ni tampoco disciernen críticamente entre sus propias necesidades y las impuestas por los sistemas dominantes en sus cuerpos y en sus mentes. De ahí la naturaleza contradictoria que los cuidados profanos ofrecen tanto para sí mismos como para los sistemas convencionales de atención a la salud. Y es que, cama alguien dijo una vez, cada vez es más evidente que la salud es algo muy importante corno para dejarlo en manos de los médicos.
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7. Factores culturales. De las definiciones a los usos específicos Eduardo L. Menéndez
Los análisis del papel que desempeñan los factores culturales deberían partir de lo obvio, es decir, de su definición, dado que el significado de los mismos se da generalmente por sobrentendido, pese a la notable diversidad de definiciones que caracteriza a este concepto. Pero si bien las definiciones constituirían un punto de partida, no resolverían el problema del significado de este concepto, ya que las definiciones suelen expresar el deber ser de las categorías y no el uso real, incluso en los que consideran a los conceptos como instrumentos provisionales y/o coyunturales. El significado de éste y, posiblemente, de cualquier concepto, deberíamos buscarlo en la descripción, análisis, interpretación y/o intervención de procesos específicos, donde también encontraríamos los factores culturales realmente utilizados y no sólo enunciados. En consecuencia, si bien es importante obtener/producir definiciones, más decisivo es analizar el uso de los factores culturales respecto de problemas específicos, y no sólo para observar las similitudes, diferencias o discrepancias existentes entre las definiciones y los usos, sino porque partimos del supuesto metodológico de que en los usos observamos la orientación real dada a las categorías. En mi opinión, la especificidad de los procesos y problemas redefinen el tipo de factor cultural y el tipo de articulación utilizados, de tal manera que un mismo factor cultural no tendría necesariamente la misma significación cuando es aplicado a procesos de salud/enfermedad/atención que cuando es aplicado a procesos religiosos. Más aún, mucbos malos entendidos y, sobre todo, sesgos antropológicos proceden de esta falta de diferenciación.
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Medicina y cultura
Factores culturales. De las definiciones a los usos específicos
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Prácticas y conceptos
contrarse en todo tipo de saberes, y llegan a considerar toda medicina
Un antropólogo latinoamericano (Rivas, 1973) señaló, hace ya
como etnomedicina, pero la investigación y la reflexión se centran casi exclusivamente sobre los campos señalados, excluyendo sobre
tiempo, que hay factores culturales que parecen ser más culturales que otros, por 10 cual enumeraré algunas situaciones con el fin de observar las implicaciones de tal afirmación. Estas situaciones las ejemplificaré con los materiales que mejor conozco, que son los que
se producen en América Latina respecto del proceso de salud/enfer~edadJatención, lo cual no supone reducir a esta región mis conclusienes. En América Latina la descripción y análisis de los factores culturales respecto del proceso de salud/enfermedad/atención realizados por antropólogos se refieren, en la mayoría de los países, casi exclusivamente a los denominados «síndromes culturalmente delimitados»
(SCD), ya que contamos Con muy escasa producción antropológica referida a las enfermedades de nosología biomédica. Si bien existen algunos trabajos, la mayoría de nuestra producción no atañe a enfermedades crónicas degenerativas, ni a padecimientos infecciosos contagiosos ni a las «violencias». Algunos autores reconocen explícita-
mente que los factores culturales operan en todo tipo de enfermedad, pero reducen sus investigaciones y/o reflexiones a las enfermedades «tradicionales» (SCD). Algo similar ocurre respecto de los saberes sobre el proceso de salud/enfermedad/atención, ya que la mayoría de la producción se centra en el saber de los conjuntos sociales y de los curadores reconocidos como «tradicionales», y se excluye a los curadores biomédicos, en menor medida a los curadores pertenecientes las «medicinas alternativas», así como a un sector de los curadores populares.' Más
aún, los estudios sobre el saber de la población respecto del proceso salud/enfermedad/atención se centran en los grupos indígenas y en determinados sectores rurales, siendo comparativamente escasos los
trabajos sobre las poblaciones urbanas y en particular sobre determinados estratos y grupos sociales. Al igual que en el caso anterior, algunos antropólogos señalan que los factores culturales pueden en-
1, ,Hay.una larga serie de curadores populares, en particular urbanos, que no suelen ser incluidos, pese a que algunos de ellos, como los merolicos, tienen una gran demanda en países Como México.
todo el campo biomédico. Para ser más específicos, en América Latina la herbolaria o las «lirnpiass suelen ser descritas en tanto procesos culturales, pero no el uso de antibióticos o las ceremonias quirúrgicas. La antropología parece reconocer 10cultural más en unos factores y procesos que en otros, y así mientras que lo religioso o 10 mágico aparecen aceptados unánimemente como fenómenos culturales, no
pasa 10 mismo con una parte de los factores referidos a los campos educativo, jurídico o de la salud. Esto se correlaciona con una evidencia, que en el caso de la producción antropológica no se reduce a los últimos años, sino que, por el contrario, ha sido la línea dominante desde los años veinte, y es la no inclusión o secundarización de los factores de tipo político, y/o sobre todo de tipo económico, cuando se describen e interpretan procesos y factores culturales referidos al proceso salud/enfermedad/atención. Este uso puede hallarse reforzado por la no inclusión de la dimensión económico-política en la etnografía y/o en el análisis. Se opera como si los procesos económicos y de poder no estuvieran cargados de cultura o de simbolismos; como si constituyeran fenómenos radicalmente diferentes. Más aún, cuando se incluye el poder, suele referirse a determinadas problemáticas como la relación curador/paciente o el «saber local» sobre el proceso salud/en-
fermedad/atención, reduciendo el nivel de análisis a 10 microsociológico y excluyendo o haciendo sólo referencias al nivel macrosocia1. Por supuesto que podríamos encontrar sesgos equivalentes en los tra-
bajos que colocan el eje en 10 económico-político, pero han sido escasos y generalmente secundarios en la producción antropológica sobre el proceso salud/enfermedad/atención en América Latina. ¿Qué definición implícita hay de factor cultural referido al proceso salud/enfermedad/atención, si tales factores son usados realmente sólo para determinados procesos, sujetos y problemas; si se excluye su papel respecto de determinados procesos? ¿Será acaso que a nivel genérico reconocemos lo cultural en todo proceso salud/enfermedad/atención, pero que en los trabajos específicos los reconocemos de modo casi excluyente en determinados padecimientos, actores y problemas? Si esto es así, no cabe duda de que la mayoría de la producción latinoamericana reduce el uso de los factores culturales a
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los grupos amerindios y al campesinado, así como a las enfermedades y curadores tradicionales, excluyendo no sólo las enfermedades de las cuales mueren realmente la mayoría de los grupos señalados, sino la mayoría de los grupos sociales. Así, pues, propongo que la definición de lo que es factor cultural referido al proceso salud/enfermedad/atención, deberíamos encontrarla en lo que se produce en la etnografía, en los análisis, en las aplicaciones e incluso en las reflexiones de los que exclusivamente reflexionan, y no sólo en las definiciones explícitas de lo que es factor cultural. Pero además, y este es uno de los problemas a resolver, debe encontrarse una explicación a por qué la mayoría de la
producción antropológica regional reconoce/desconoce lo cultural sólo en determinados espacios sociales. De acuerdo con esta argumentación, no sólo la investigación an-
tropológica desarrollada en América Latina no suele incluir los factores culturales que subyacen en el saber biomédico y en las enfermedades sobre las cuales trabaja, sino que los historiadores que estudian la biomedicina del siglo xx en América Latina casi no aluden a los factores culturales, sino que centran sus intereses en lo científico, en lo institucional, en lo profesional, en lo social e incluso en lo económico-político, pero se reduce o directamente no existe un enfoque de lo cultural, que podemos encontrar al menos en parte de los trabajos referidos al siglo XIX. Una característica de nuestra producción antropológica, que si bien ha disminuido no sólo persiste, sino que sigue dominando en la actualidad, es la que da una escasa significación tanto a lo patológico como a la eficacia terapéutica en la descripción y análisis etnográfico en general, y en las tendencias que más utilizan los factores culturales; más aún, podemos observar que cuanto más peso se da a los factores culturales, menos información tenemos sobre estos aspectos. En la actualidad siguen describiéndose síndromes culturalmente delimitados, «mal de ojo», «susto» o «empacho», sin dar datos, no ya en términos de tasas de mortalidad, sino en términos del número de casos de mortalidad o de enfermos, así como de toda otra serie de rasgos significativos en términos de epidemiología sociocultural (Menéndez, 1990a). Estos trabajos pueden llegar a describir una amplia variedad de rituales terapéuticos sin dar información sobre la eficacia o no eficacia de estos rituales, es decir, sobre si dichos rituales generan o no generan disminución, alivio o eliminación del daño. Para mu-
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chos antropólogos, nuestra disciplina no tiene por qué dar cuenta de la eficacia terapéutica, considerando explícitamente o no, que sólo la biomedicina debe analizar su eficacia. Nos encontramos incluso con la paradoja de que gran parte de la eficacia simbólica de estas terapéuticas es atribuida por los antropólogos a factores culturales, pero sin tener demasiada información de cómo influye en los hechos esa eficacia cultural. Más allá de que el antropólogo utilice aproximaciones teóricotécnicas que le posibiliten analizar la eficacia terapéutica, la autoexclusión evidencia justamente que el peso de su aproximación recae en las representaciones y en el funcionamiento cultural. Si un ritual eS eficaz o no es eficaz sería secundario; lo central sería -en el mejor de los casos-e-, observar el papel que el ritual cumple en el funcionamiento cultural del grupo analizado. Más aún, los rituales son descritos y analizados en gran medida sólo en función de ese objetivo; si bien esta aproximación se ha ido modificando, sigue dominando la percepción antropológica latinoamericana sobre el proceso salud/enfermedad/atención. Sin entrar a analizar por qué el antropólogo no suele producir y/o no manejar datos sobre la patología de los padecimientos que estudia, o se detiene en el umbral de la eficacia terapéutica, lo que me interesa recordar es que autores como Caudill (1953), De Martina (1975) o Polgar (1962) venían planteando desde la década de 1950 la necesidad de incluir este tipo de información, y que incluso un antropólogo como Victor Turner señalaba en los años sesenta: No se ha reconocido suficientemente la estrecha relación de las creencias sobre brujería con las altas tasas de enfermedad y mortalidad que afligen a la mayor parte de las sociedades tribales. La enfermedad, como la lluvia, presenta con frecuencia distribuciones fuertemente localizadas. Los análisis sobre brujería deberían incluir en el futuro estadísticas locales de muertes y enfermedades, ya que es muy probable que el carácter repentino e impredecible de las afecciones graves explique en parte el carácter azarosamente maligno e inmotivado atribui-
do a muchos tipos de brujería (1980. pp. 125-26). La creencia y la práctica de la brujería no sólo es producto de las tensiones y conflictos de un grupo, de su relación con la envidia, la escasez, etc., también puede expresar la impotencia de un grupo ame-
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nazado por la muerte y la enfermedad, y que carece de recursos para afrontarlas eficazmente. Pero entre nosotros, la mayoría de autores que trabajan la brujería no producen información sobre cuántas personas mueren de brujería, sobre cuáles son los mecanismos a través de los cuales la brujería evidencia su eficacia, o sobre la relación entre el nivel de vida y la incidencia de la brujería. El mismo Turner, al igual que numerosos antropólogos, reconoce no sólo la significación e importancia de los rituales curativos como expresiones privilegiadas de la totalidad cultural de un grupo, sino el peligro de que el antropólogo reduzca su investigación a la «belleza» de la integración cultural, de los rituales simbólicos en si: No obstante, y a pesar de todo esto. la situación de la salud pública de los ndembu, como la de la mayor parte de los africanos, es muy insatisfactoria [...] El hecho de que un rico y elaborado sistema de creencias y prácticas rituales proporcione un conjunto de explicaciones para la enfermedad y la muerte dando a la gente un falso sentido de confianza de que dispone de medios suficientes para hacer frente a la enfermedad, en modo alguno contribuye a la elevación del nivel de salud ni al aumento de la esperanza de vida. Sólo una mejor higiene, una dieta mejor y más equilibrada, una mayor difusión de la medicina preventiva y la extensión de las posibilidades de hospitalización puede destruir a ese «archivillano» que es la enfermedad y liberar a Áfricade su
viejo dominio (1980, pp. 397-398). Si el antropólogo permanece en la «belleza» integradora de los rituales de «curación», aun a pesar de reconocer que la mayoría de las muertes y de las consecuencias de las enfermedades predominantes son evitables; si los factores culturales que describe e interpreta son los que dan cuenta de ciertos aspectos del ritual y no de otros aspectos culturales, como la tasa de mortalidad, ¿cuál es la definición de factor cultural aplicada al proceso de salud/enfermedad/atención que está manejando este antropólogo? O con otras palabras, ¿cuáles son los verdaderos objetivos de su investigación y, en consecuencia, el tipo de factores culturales que «produce» en su investigación? Una tasa de mortalidad es la expresión estadística de un proceso demográfico, social y cultural denominado «mortalidad», que, sin embargo, suele ser excluido por los que estudian antropológicamente la muerte como fenómeno cultural; en sus traba-
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jos los rituales sobre la muerte aparecen reconocidos como culturales, mientras que las tasas de mortalidad aparecen generalmente negadas. Lo que debe entenderse es que la tasa no es sólo una manera de describir estadísticamente el fenómeno, sino que expresa fenómenos de muerte que implican potencialmente la construcción de procesos culturales. Desde una perspectiva epidemiológica, pero también desde una perspectiva sociocultural, no tienen la misma relación con la muerte y la mortalidad, un grupo que presenta una tasa de mortalidad infantil de 150 niños por 1.000 niños nacidos vivos, que otro grupo que presenta una tasa de 7 niños menores de un año muertos por 1.000 nacidos vivos registrados. Como tampoco tienen la misma relación un grupo en el que la mortalidad por homicidio es de 70 por 100.000 habitantes que otro en el que sólo es de 3 por 100.000. En dichos grupos no sólo la tasa eS diferencial, sino que la significación cultural dada a la muerte adquirirá características diferenciales que se expresan en la construcción de representaciones y prácticas colectivas para explicar y convivir con la muerte. Aunque es obvio, debemos recordar que la «muerte del angelito» que daba lugar en América Latina a toda una serie de rituales de «alegrías mortuorias» (El Guindi, 1986), desapareció o se redujo, en gran medida debido a la reducción de las tasas de mortalidad infantil. Es difícil mantener el significado sociocultural de los velatorios de angelitos, cuando ya no hayo son muy escasos los «angelitos» muertos, y por eso la mayoría de los grupos que todavía lo practican se caracterizan por ser los que presentan altas tasas de
mortalidad infantil. Una variante de 10 señalado la tenemos en el reiterado hecho de que la antropología que investiga el alcoholismo, el empacho o la diabetes, una vez que halla la «explicación» dada a cada una de estas entidades nosológicas por el sujeto/grupo que estudia, suele permanecer en esa explicación como expresión de un determinado universo cultural, sin pasar a otras instancias explicativas y/o aplicadas. Y esto no sería incorrecto, pero entonces tendríamos que explicitar qué estamos buscando cuando hacemos este tipo de descripciones del proceso de salud/enfermedad/atención, así como cuando excluimos o incluimos determinados factores. Describir y analizar un sistema de prácticas y representaciones de procesos salud/enfermedad/atención, para acceder a interpretaciones según las cuales dicho sistema no es
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eficaz para solucionar el problema puntual, sino que su «eficacia»
opera a nivel de la organización social general, o expresa pautas culturales de relacionarse con el proceso específico más allá de su solución puntual, constituye un objetivo legítimo, pero lo que no termino de entender es por qué la búsqueda de dicho objetivo implica la exclusión de los datos de mortalidad o morbilidad o las descripciones de la eficacia o ineficacia de las terapéuticas. Una de las posibles explicaciones a esta actitud etnográfica reside en que responde a objetivos, conscientes o no, que tratan de dar relevancia a la integración, identidad y pertenencia de un grupo incluso a través del proceso salud/enfermedad/atención, aunque para ello necesite negar la mortalidad ~aunque no la muerte- como parte de la cultura. Desde finales de los años treinta, y en particular desde la publicación del trabajo de Bunzell (\ 940) sobre el papel del alcohol en dos sociedades mayas de los «altos» de Chiapas y de Guatemala, la antropología desarrolló una concepción coherente que culmina en el texto de Mac Andrew y Edgerton (\ 969), quienes produjeron un trabajo decisivo sobre el alcoholismo, elaborando un modelo teórico alternativo,? a las diferentes propuestas biomédicas. Este texto explica el problema del alcoholismo, pero sin,establecer vías de «solución. y las que sugieren son de un nivel de complejidad tal que limitan su aplicación. Sin embargo, su interpretación del problema constituye un notorio avance respecto de las explicaciones biomédicas hegemónicas. El eje del trabajo está centrado en el sistema de interpretaciones y prácticas culturales producidos por cada grupo respecto de los usos del alcohol, incluido el alcoholismo. Como sabemos, este notable trabajo es una de las principales expresiones de lo que se iba a denominar «constructivismo», y desde nuestra perspectiva este texto es uno de los que mejor fundamenta teóricamente el papel de los factores culturales respecto de un proceso de salud/enfermedad/atención
2. Gran parte de los hallazgos que se atribuyen básicamente a Geertz, y dentro de la antropología de la medicina a los que impulsaron la concepción de los «modelos explicativos», estaba siendo desarrollada durante las décadas de 1950 y 1960 por antropólogos pertenecientes a diferentes tendencias. Por otra parte constituían una continuidad de los desarrollos generados entre los veinte y los cuarenta por las tendencias orientadas por Sapir, Benedict, Redfield, Klukhohn o Hallowell. Lo curioso es que lu propuesta de los «modelos explicativos» apareciera como una novedad cuando cru una de las tendencias hegemónicas de la antropología cultural norteamericana.
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específico, pero reduciendo la interpretación al funcionamiento cumplido por el uso y consumo de alcohol, y no dando cuenta de las consecuencias, incluida la relación directa e indirecta con la mortalidad. De lo analizado hasta ahora, surge un determinado enfoque de lo cultural en el estudio antropológico del proceso salud/enfennedad/atención, que se centra en ciertos procesos, actores y saberes, y excluye a otros, por lo que la recuperación teórico-metodológica de lo cultural implicaría no sólo reflexionar sobre estos usos limitativos, sino tratar de profundizarlos a través de la aplicación de estos factores a procesos, actores y saberes hasta ahora excluidos. Un segundo aspecto a revisar --correlativo del anterior-, se refiere al tipo de construcción de lo cultural que utilizamos en nuestros trabajos. Dado el peso inconsciente de determinadas construcciones de lo cultural que se reproducen a través de nuestros propios trabajos, considero que la definición y uso de los factores/procesos culturales en investigación y en investigación/acción deben construirse a partir de la especificidad de los problemas y no desde la generalidad de lo «cultural». Es decir, que lo cultural debe surgir de los procesos puntuales que nos interesa comprender y que pueden referir al cáncer, sida, alcoholismo o susto, o a la muerte y la mortalidad o respecto de las acciones terapéuticas de un chamán o de un especialista que opera en el tercer nivel de atención biomédica. Esto, por supuesto, no niega la posibilidad de partirlllegar a definiciones generales de «10» cultural, lo que proponemos es construirla a partir de las particularidades que investigamos con el Ji!! de que las definiciones expresen las problemáticas en sus diferentes aspectos y espacios y no sólo los aspectos y espacios a través de los cuales la antropología construyó su idea de lo cultural, ocultando/negando la especificidad no sólo de otros problemas y de otros espacios, sino también de los actores sociales. Considero que en antropología la noción de lo cultural se construye a partir de determinadas especificidades más que de otras; en particular se construyó a partir del mundo mágico y religioso, y esta especificidad sobredeterminó su uso y aplicación a otros espacios de la vida colectiva. Para clarificar mi propuesta vaya poner un ejemplo que sólo pretende ejemplificar: como sabemos, una parte de las representaciones y prácticas mágicas y religiosas atañe a determinados aspectos de los padecimientos, lo cual favoreció inicialmente el interés de la antropología por un tipo de enfermedad y un tipo de sanador
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donde los aspectos mágicos y religiosos eran los realmente observados, dejando de lado otros tipos de padecimientos y de sanadores
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otro tipo de problemas. Desde esta perspectiva lo que realmente interesaba al antropólogo era la problemática de determinados aspectos mágico/religiosos, que en parte se expresaba a través de padecimientos y de terapéuticas, pero no lo que éstos implicaban en sí. Por lo cual, a partir de estos objetivos y experiencias, la antropología construyó una articulación cul-
ción que las otras dimensiones en la constitución de la subjetividad de los colectivos sociales. Más aún, para un sector de antropólogos, en determinados grupos dominaria una articulación sujeto/cultura en términos de identidad, que prácticamente niega la calidad de sujeto a los miembros de dichos grupos, o mejor dicho producen una interpretación de que, por lo menos en algunas sociedades, existe una relación de casi total identidad entre sujeto y cultura (Leenhardt, 1947). Pero ¿es así? O esta es una concepción que los antropólogos uti-
tura/padecimiento-sanador que refirió a determinados procesos, espacios y actores sociales que pasaron a ser considerados los sujetos
lizamos, sin preocuparnos demasiado por la existencia de otras interpretaciones no sólo diferentes, sino directamente antagónicas. Pienso
del trabajo antropológico. En consecuencia, no fue una definición de lo cultural constituida a través de la gama total de dimensiones significativas de una sociedad la que dio lugar a la constitución del concepto de factores culturales, fue el interés sobre determinados aspectos de lo cultural el que instituyó la conceptualización hegemónica sobre los factores culturales, y fue ésta la que inicialmente circunscribió el estudio antropológico del proceso de salud/enfermedad/atención. Por lo tanto, el ámbito de lo cultural respecto de este proceso debe ser encontrado en la producción etnográfica de nuestra disciplina, incluyendo las reflexiones epistemológicas sólo como una proDentro de esta aproximación al uso de lo cultural por los antropólogos hay un tercer problema a plantear que es importante no sólo porque atañe a perspectivas muy arraigadas en el trabajo antropoló-
que a través de toda una serie de propuestas desarrolladas en las últimas décadas existe una concepción de la subjetividad según la cual los sujetos actuales -y tal vez los no actuales- se caracterizarían por vivir el mundo como una representación no sólo no profunda, sino cambiante, provisional, intercambiable; los cambios tecnológicos, ocupacionales, ideológicos, y sociales contribuirían a configurar un sujeto que no integra profundamente las normas y valores culturales como parte de su subjetividad, pues ello sería negativo para su funcionamiento social y psicológico como sujeto (Menéndez, 1998b). Esta propuesta cuestiona gran parte de la mirada antropológica; pero más allá de que esta interpretación sea correcta o no, o que sólo aluda a determinados grupos y no a otros, el problema que planteo es si el antropólogo maneja explícitamente alguna «idea», interpretación o teoría sobre la relación sujeto/cultura, dado que será ésta, explicitada
gico, sino porque casi no se analiza entre nosotros, formando parte
o no, la que le permita extraer determinadas conclusiones o inferen-
del conjunto de presupuestos obvios de la teoría antropológica. Me refiero a la relación sujeto/cultura que utilizamos en nuestras investigaciones. Tengo la impresión de que la mayoría de nosotros, y no sólo los que Se dedican a estudiar la etnicidad o la identidad, asumi-
cias sobre la significación de lo cultural, en nuestro caso, referido al proceso de salud/enfermedad/atención. De lo desarrollado hasta ahora surgen algunas propuestas que
donde dichas características eran menos ostensibles o representaban
ducción más.
mos implícitamente que todo sujeto se caracteriza por internalizar profundamente la cultura a la que pertenece a través del proceso de
sintetizo así: a) Para observar qué entiende cada uno de nosotros por factor
socialización o, como se decía antes, de endoculturación. El sujeto se constituye en gran medida a través de su cultura, y lo cultural for-
cultural debemos partir de las definiciones y de la enumeración de los factores y procesos culturales, pero, sobre todo, de los usos de lo cultural a través de las investigaciones, aplicaciones y/o reflexiones. En
maría parte de la estructura profunda e inconsciente de su subjetivi-
este uso, y especialmente en el uso etnográfico, observaremos las
dad. Por eso serían tan importantes los factores culturales, pues su «dureza» radica en ser parte de la subjetividad de los sujetos y/o grupos Con los cuales trabajamos; lo cultural tendría mayor significa-
condiciones que cada uno imprime realmente a lo cultural. b) Lo cultural debe ser analizado a través del campo especifico al cual se aplica. Esto no quiere decir que no consideremos lo cultu-
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ral como generalidad, sino que su definición debe operar a partir de la especificidad debido a que en antropología la supuesta generalidad de lo cultural no es tal, ya que tal «generalidad» se ha constituido a través de determinados campos y no de otros, orientando la búsqueda de lo cultural sólo hacia determinados procesos. e) Por otra parte, si bien es posible que el significado de los diferentes factores culturales estén articulados a nivel de cada sociedad, no es lo mismo que un antropólogo piense la muerte en términos básicamente religiosos a que la piense en términos del proceso de salud/enfermedad/atención al desarrollar su investigación sobre un grupo específico. d) En el uso de lo cultural referido a problemas/procesos específicos podemos observar no sólo el uso real de lo cultural, sino las exclusioneslinclusiones que implica. Así a nivel declarativo puede proponerse que toda medicina -incluida la biomedicina-, es una etnomedicina, pero el análisis de la investigación indica que la biomedicina no es casi estudiada por la antropología latinoamericana, y cuando es descrita y analizada los factores culturales no son los más decisivos. . e) Lo cultural suele Ser pensado como dimensión profunda, como la más difícilmente modificable incluso a nivel de la subjetividad de los actores, al ser considerado como parte constitutiva de la subjetividad, pero generalmente sin fundamentar dicha afirmación.
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sivamente al orden simbólico y a la diferencia. Estas y otras propuestas constituyen hoy parte de la antropología de la medicina y del reconocimiento dado a la presencia de factores culturales en el proceso de salud/enfermedad/atención, ya que aparecen como inherentes al mismo en cualquier tipo de sociedad. Esta propuesta pareció adquirir un estatus diferencial y novedoso durante los setenta, al sostener algunas tendencias que toda medicina -aun la más científica- constituye una etnomedicina; pero resulta que esta afirmación representaba a nivel teórico general lo que el historicismo alemán y, a nivel antropológico, las escuelas morfo y cicloculturalistas, venían proponiendo desde finales del siglo XIX, así como eran las propuestas que en forma más acotada había desarrollado la antropología cultural norteamericana desde los treinta a través de autores como Benedict, Opler o Ackercknecht. No olvidemos que para un autor como Spengler, que forma parte de la tendencia cicloculturalista y que es uno de los principales referentes de Benedict, toda ciencia, incluida la ciencia médica, era lo que actualmente se denomina etnociencia.' Con esto queremos subrayar que esta propuesta no sólo no es reciente y no sólo es parte del pensamiento antropológico. sino que remite a escuelas específicas. Actualmente asumimos que los factores culturales están presentes no sólo en las representaciones y prácticas de los colectivos sociales respecto del proceso de salud/enfermedad/atención, sino que están presentes en las formas de diagnóstico y tratamiento de los curadores, incluidos los biomédicos, y que una de las tareas de la denominada antropología clínica no sólo es reconocer esto, sino contribuir
Factores culturales, ¿para qué? Actualmente, la casi totalidad de las tendencias en antropología de la medicina aceptan con bastante coincidencia que los conjuntos sociales
no sólo producen técnicas para diagnosticar e intervenir terapéuticamente sobre los padecimientos a través de instituciones y sanadores especializados, sino que todo grupo y microgrupo produce necesariamente interpretaciones y prácticas para relacionarse con los padecimientos y con los sanadores producidos en su propia sociedad. Esto es aceptado por todas las escuelas, aunque unas articulen estas interpretaciones con condiciones económico-políticas y la inclusión de procesos de estratificación social, y otras la remitan exclu-
a la descodificación de los factores culturales que operan en la relación médico/paciente. Pero esto ya lo proponía -entre otrosFrantz Fanon en la década de 1950 al describir la manera en que eran tratados por la biomedicina los pacientes argelinos tanto en Francia como en Argelia; Fanon (1962 y 1968), mucho antes que los antropó-
3. Por supuesto que Spengler no utiliza este concepto, sino términos equivalentes. Por otra parte, no olvidemos que Spengler iba a influir notablemente en los investigadores alemanes del campo de las ciencias «duras» y en especial en los físicos, así como a los profesionales alemanes en el campo de la aplicación técnica especialmente en los ingenieros. Una parte sustantiva de estos asumirá en la practica, sobre todo bajo el periodo nacionalsocialista, que toda ciencia es una ciencia nacional, es decir, una etnociencia (Forman, 1984; Herf, 1984).
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lagos adscritos a las corrientes interpretativistas, señalaba que el diagnóstico producido por la biomedicina francesa respecto de los pacientes argelinos no podía realmente diagnosticar determinados síndromes presentados por estos. Ante los argelinos, la biomedicina francesa hablaba frecuentemente de simulación del paciente, sin poder dar cuenta de un síndrome caracterizado por la difusividad, generalidad o la falta de localización del padecimiento. Según Fanon, sólo la inclusión del padicimiento en la totalidad cultural, en aquella época de dependencia colonial, podía dar cuenta realmente de la elaboración de un diagnostico diferencial y adecuado a los síntomas presentados por el paciente argelino. A partir de los cincuenta una serie de antropólogos y sociólogos dieron cuenta de la expresión del dolor, de cuadros psiquiátricos, de padecimientos psicosomáticos diferenciales según la pertenencia a grupos étnicos, a estratos sociales, a grupos religiosos, etc. En este período se acuñó el concepto patrones culturales de ingesta alcohólica, que fue aplicado por un corto lapso en encuestas epidemiológicas realizadas en América Latina y que expresa el reconocimiento de la importancia de los factores culturales en la distribución diferencial de los consumos de alcohol y/o padecimientos. Entre los treinta a los cincuenta una parte de la antropología se dedicó a detectar «barreras culturales» en los colectivos sociales, entre otros objetivos, respecto
ción de determinados tratamientos, en el mantenimiento de problemas de desnutrición o de situaciones de violencia doméstica, y otra muy distinta que a partir de estas verificaciones el sector salud intervenga a través de los factores culturales para modificar la situación considerada negativa. No existen demasiadas dudas respecto de la presencia de factores culturales en el manejo de los conjuntos sociales de por lo menos determinados padecimientos; el problema emerge al observar la escasa presencia del manejo de los factores cultura-
de la expansión de la biomedicina, que con otras denominaciones ha
que trataremos de enumerar las que consideramos más significativas:
perdurado hasta la actualidad referida, por ejemplo, a la planificación familiar o el sida. Al enumerar estas características, quiero subrayar dos hechos; en primer lugar, la antigüedad del reconocimiento del papel de los factores culturales incluso en el nivel clínico y, en segundo lugar, la amplitud de procesos de salud/enfermedad/atención en los cuales se reconoce la presencia de lo cultural. Pero estas dos aserciones condu-
a) El AMS considera, en la práctica, secundarios los factores culturales. Puede llegar a reconocer su importancia, pero los conside-
cen a un tercer aspecto que considero decisivo. Si este reconocimien-
to no sólo es antiguo, sino que abarca tal diversidad de campos ¿por qué es tan escaso el uso de los factores culturales por la biomedicina, el aparato médico sanitario (AMS), e incluso las organizaciones no gubernamentales (ONG) que trabajan sobre el proceso salud/enfermedad/atención? Una cosa es describir y demostrar que los factores culturales intervienen, por ejemplo, en la relación curador/paciente, en la selec-
les en términos de intervenciones por las instituciones biomédicas
que trabajan con los padecimientos.' En América Latina estamos ante un hecho interesante, ya que tanto las antropologías nacionales como la antropología norteamericana han producido una notable masa de trabajo sobre procesos de salud/enfermedad/atención que sin embargo ha sido poco utilizada por los AMS. Pero ¿por qué ocurre esto?, y por qué ocurre, si en períodos anteriores desde finales de los cuarenta hasta principios de los sesenta, los AMS de varios países latinoamericanos contrataron antropólogos norteamericanos como Adams, Foster o Sirnmons para realizar
investigaciones antropológicas sobre diferentes procesos de salud/enfermedad/atención' y si-como ya he señalado-, se integraron conceptos y «variables» culturales a la investigación epidemiológica. Las respuestas a este interrogante son muy diferentes, de modo
ra secundarios respecto a la aplicación de técnicas biomédicas. Una
variante es considerar de escasa eficacia el trabajo directo con factores culturales." 4. Recordemos que este momento corresponde al período en que la antropología. y en especial la antropología francesa, estaba elaborando el concepto de situación colonial (Balandier 1954-1955 y 1971). 5. La contratación de estos investigadores se hizo para describir y analizar problemas en poblaciones indígenas o en grupos de transición rural/urbano, es decir donde se «suponía» la presencia de factores culturales. 6. En América Latina el ejemplo más paradigmático lo tenemos en la aplicación de los programas de planificación familiar que, recordemos. desde sus inicios en los cincuenta y a través del trabajo de investigadores como Stycos, subrayaron la importancia de trabajar con factores sociales y culturales para hacer disminuir el número de hijos por familia. Este programa que de forma directa o indirecta es llevado a cabo en gran medida por los antropólogos de la medicina de los países latinoamericanos, real-
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b) El AMS no utiliza los factores culturales porque, aun reconociendo su importancia, no sabría cómo utilizarlos respecto del proceso de salud/enfermedad/atención; entre otras razones porque la mayoría de los profesionales y técnicos que lo integran carecen de formación profesional para ello. e) El AMS no utiliza los factores culturales porque su uso supondría la modificación de estructuras culturales de alto nivel de complejidad, que por diversas razones le es difícil cambiar o modificar. Es más fácil y eficaz modificar la situación en términos técnicos biomédicos. á) El AMS no utiliza los factores culturales, pese a reconocer su importancia, porque la aplicación de técnicas antropológicas O de otro tipo sólo tendrían efectos a largo plazo, no aseguran la erradicación del problema o incluso pueden suponer la convalidación de la situación. e) El AMS no utiliza los factores culturales porque la experien-
cia histórica ha demostrado que los colectivos sociales modifican sus comportamientos en la vida cotidiana, de tal modo que colectivos sociales que previamente no utilizaban o incluso se oponían a determi-
nadas concepciones biomédicas, con el tiempo las aceptaron y las convirtieron en parte de sus saberes culturales. Es en el propio proceso que se generan modificaciones culturales. /) El AMS no utiliza los factores culturales o los utiliza selectivamente en función de las características y funciones que cumple la biomedicina. Más aún, la identidad de la biomedicina se construyó en gran medida a partir de la oposición ciencia/cultura (Menéndez, 1990b; Menéndez y Di Pardo, 1996)
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La reorientación técnica en el uso de los factores culturales Además de estos puntos podríamos enumerar otros procesos que limitan, o impiden directamente, la utilización de los factores culturales. Voy a hacer referencia solamente a uno, dada su relevancia teórica y práctica y porque condensa varias de las posibilidades enumeradas. Me refiero a un proceso que ha sido reiteradamente señalado no sólo
por los antropólogos, sino por los sociólogos, los psicoterapeutas y por un sector de la biomedicina. Todas estas disciplinas han constatado el proceso de exclusión de la palabra del paciente en la relación terapéutica; han evidenciado que la biomedicina se ha convertido en una disciplina/profesión centrada en el signo que excluye cada vez más al síntoma, etc ... Esto ha conducido a proponer la necesidad de la recuperación de la entrevista clínica, de ampliar la relación terapéutica, de crear espacios a través de los cuales el enfermo y no la enfermedad se exprese, etc. Los antropólogos, sobre todo en los últimos años, han señalado que la posibilidad que el paciente narre su padecimiento permite no sólo la emergencia de procesos psicológicos, sino su articulación con procesos culturales expresados a través del padecimiento, y que utilizados por el equipo de salud pueden dar lugar a una mayor eficacia terapéutica.
Todo esto puede ser correcto y no lo vamos a analizar. Lo que observamos en México, y en general en América Latina, es un pro-
ceso que excluye cada vez más la palabra del paciente y ello sobre todo por factores de carácter institucional y financiero. El tiempo real de consulta de un médico generala familiar trabajando en atención primaria en el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS)' se ha reducido a una media de seis minutos. De los escasos datos que tengo respecto del caso español, y que no sé si son correctos, se deduce que el tiempo medio de una consulta es de nueve minutos; más
mente no toma en cuenta para su aplicación los factores culturales, y radica su inter-
vención en factores técnicos, sociales e institucionales. Esto resulta aún más interesante, dado el número de investigaciones sobre salud reproductiva desarrollado en los últimos diez años, la cual ha influido muy poco en las políticas reales de salud reproductiva. La aplicación vertical y sostenida de estos programas ha conducido no sólo a reducir la tasa de natalidad, sino al desarrollo creciente de la esterilización femenina que culturalmente son sin embargo negadas. Un proceso similar, aunque de menor expansión, puede observarse en algunos contextos con respecto a la esterilización masculina.
aún, algunos de los principales teóricos españoles de la entrevista en atención primaria, y que en gran medida siguen a Balint, han fundamentado que en nueve minutos el paciente puede expresar su propia palabra. En consecuencia, ¿de qué nos sirve la investigación antropológica y no antropológica que demuestra que a través de la palabra 7.
EIIMSS mexicano es la más importante institución de la seguridad social de América Latina. Actualmente, da cobertura a más del 50 por 100 de la población mexicana.
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subjetiva/cultural del paciente podemos acceder a un tipo de trabajo médico que posibilita una terapéutica más adecuada y eficaz respecto de las características culturales del paciente, si el desarrollo institucional conduce cada vez más a reducir los tiempos de la relación curador/paciente? El desarrollo de esta estrategia supondría la necesidad de adiestrar a los médicos para que escuchen no sólo médicamente, sino psicológica y culturalmente al paciente, para que posibiliten la expresión de su palabra, para que puedan descodificarla y favorecer la aplicación de acciones terapéuticas, como proponen antropólogos adscritos a tendencias interpretativistas (Good y Del Vecchio Good, 198 l). Además, y según antropólogos de otras tendencias, esta reorientación debería implicar también educar a los pacientes para escuchar la palabra de los médicos, para aprender a descodificarla e incluso para cuestionarla como propone Taussig." Pero en América Latina no se da este proceso en la formación de profesionales y mucho menos en el caso de la educación para la salud a los pacientes, sino todo lo contrario, ya que observamos una creciente biomedicalización y tecnificación de la formación médica centrada en la detección y análisis del signo y en una cada vez mayor exclusión del síntoma. Mientras que en la década de 1970 se desarrollaron en los países de la región numerosas experiencias de formación médica con el fin de modificar la tendencia dominante con la inclusión de aspectos sociales, psicosociales y psicológicos en parte referidos a la relación con el paciente y/o la comunidad, el proceso se invirtió a partir de mediados de los ochenta para, durante los noventa, circunscribir cada vez más la formación profesional a aspectos biomédicos de tipo técnico. En el caso de México las principales experiencias que incluyeron aspectos sociales, es decir, el Plan A 36 de la Universidad Autónoma de México y el programa de la Universidad Autónoma Metropolitana-Xochimilco, fueron eliminadas o reestructuradas en sus contenidos y dinámicas. Por supuesto que esta tendencia no niega la validez de seguir proponiendo la necesidad de recuperación de la palabra del paciente
8. En varios aspectos la propuesta de Taussig (1980) es muy similar a la propuesta del «hombre del grabador» publicada en la revista Temps Modernes y que causó notorio impacto dentro de las profesiones psicoterapéuticas durante los años setenta.
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en la entrevista terapéutica, ni tampoco niega la importancia potencial de la misma. Pero lo que me interesa subrayar aquí es lo planteado a lo largo de este trabajo: si el significado de lo cultural debe observarse en los procesos específicos -en nuestro caso a través del proceso de salud/enfermedad/atención-, y en los usos de lo cultural. Lo que prevalece en la situación actual es la negación de lo cultural por parte de la biomedicina, más allá de que la reflexión teórica proponga reiteradamente su recuperación. En la actualidad, la tendencia real de los servicios de salud es limitar la palabra subjetiva/cultural del paciente, y la de las escuelas de medicina a imponer una formación casi exclusivamente biologicista de los profesionales de la atención de la enfermedad. Pero esta «actualidad» no constituye a un hecho coyuntural, y esto es lo preocupante, sino que remite a un proceso histórico que evidencia el constante y sostenido proceso de exclusión de la palabra del paciente, proceso en el cual se potencian factores y actores de muy diferente tipo. Personalmente, trabajo en investigación y en asesoría de proyectos de investigación, y desde esa experiencia observo reiteradamente la presencia y significación de lo cultural en unos casos con carácter decisivo, y en otros con carácter secundario o directamente irrelevante. Pero una cosa es la investigación y otra la aplicación, la intervención e incluso la investigación/acción. Sin atreverme a generalizar, mi experiencia profesional me indica que al menos una parte de quienes trabajan en el campo de la aplicación tienden a excluir los factores culturales, o intentan trabajar con ellos pero con el tiempo su uso queda relegado a un papel secundario. Pero la exclusión o secundarización de los factores culturales no debe reducirse a la biomedicina ni a los aparatos médico-sanitarios. Varios grupos e incluso instituciones, sobre todo pienso en determinadas üNG, que en los inicios de su trabajo partieron de la crítica a concepciones y prácticas biomédicas y que basándose en algunos de los aspectos previamente enumerados en este trabajo, establecieron la necesidad de tomar en cuenta los factores culturales para intervenir sobre muy diferentes aspectos del proceso de salud/enfermedad/atención, trabajan actualmente con estrategias y técnicas de tipo social, psicológico y biomédico y no con técnicas culturales. Más aún, en algunos casos lo cultural fue transformado en un instrumento técnico, perdiendo su significado. Así puede observarse sobre todo en el pro-
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ceso de formación y trabajo de los promotores sanitarios, en que en función de las estrategias de atención primaria se suele desarrollar una yuxtaposición de prácticas tradicionales y técnicas biomédicas donde estas últimas tienden a desplazar a las primeras o al menos a sintetizarse con ellas. Pero este proceso se da generalmente impulsado por profesionales cuyo conocimiento de la cultura e incluso de la lengua de los grupos con los que trabajan es reducida, de tal manera que los factores culturales pueden ser muy ponderados en el discurso, pero poco articulados y/o utilizados en la práctica, dadas las carencias de los supervisores/organizadores de los trabajos de acción o de investigación/acción. Más aún, invocando el punto de vis-
ta del actor, suelen dejar lo cultural exclusivamente en manos de los promotores, no incluyendo, por ejemplo, los procesos de hegemonización que su mera presencia implica en las relaciones investigador/promotor. Al parecer, el trabajo aplicado tiende a reducir el peso de los factores culturales y a privilegiar el uso de otras dimensiones más instrumentales. Tempranamente Taussig (1980), Y más tarde Baer (1990 Y 1993) Y Singer (1990), cuestionaron a los autores que trabajan dentro de la denominada clinically applied anthropology por desarrollar un enfoque cada vez más psicologista y biomedicalizado, que se centra en lo institucional y en el nivel micro social, y que reduce el proceso de salud/enfermedad/atención a esos ámbitos. En mi opinión, estos cuestionamientos, más allá del énfasis ideológico, deben ser asumidos más que para criticar a la clinically applied anthropology, para tratar de observar por qué se desarrollan tales orientaciones. Me parece que las polémicas, como la sostenida por Gaines (1991) YSinger (1990), ocultan ideológicamente el núcleo de esta cuestión, que va mucho más allá de los enfrentamientos y las diferencias entre estas dos tendencias. Una parte sustantiva de los trabajos que desarrollan una actividad aplicada, incluso a nivel clínico, tienden no sólo a no incluir en
su investigación los factores económico-políticos como señala la clinically applied anthropology, sino que reducen el peso de determinados factores culturales, y tienden a utilizar mucho más los factores microsociales y psicológicos e incluso biomédicos. Mi lectura de estas investigaciones, y, sobre todo, la observación de las prácticas y de la trayectoria de algunos trabajos de investigación/acción, me lle-
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va a proponer provisionalmente que la intervención terapéutica -in-
cluida la prevención- suele colocar el eje de la acción en instrumentos, procesos y actividades manejables, eficaces o al menos de acción rápida, y comprensibles en términos de relación y eficacia para los sujetos y colectivos con los que se trabaja. Y esto tiende a la exclusión o subordinación de lo sociocultural y/o de lo económicopolítico. Subrayo que esto no lo planteo críticamente sino descriptivamente.
Parto del supuesto que el paciente, aun a nivel de su pertenencia étnica, necesita entrar en relación con procesos, instrumentos, relaciones que él reconozca y que, en consecuencia, al menos parcial-
mente debieran incluirse factores y procesos que recuperen su pertenencia cultural/personal. Pero cuándo hablamos de posibilitar la palabra del paciente en atención primaria, dado que favorece potencialmente la elaboración diagnóstica, la selección del tratamiento y/o la colaboración terapéutica, debemos también asumir que el paciente, por diversas razones, no quiera hablar mncho sobre todo respecto a determinados aspectos que no sólo pueden explicarse por la asimetría de la relación curador/paciente, sino por la existencia de otros tipos de asimetrías, lo cual implica la necesidad de disponer de tecnologías que posibiliten la producción de la palabra o de otras formas de expresión. Pero más allá de la existencia de diferentes situaciones que pueden operar negativa o positivamente, si realmente queremos que el sujeto exprese a través de su padecer/punto de vista (illness) su problemática, ello supone reconocer la necesidad de disponer de un intervalo de tiempo que no siempre guarda relación no sólo con las disposiciones institucionales o con las urgencias personales, familiares
y grupales. Dar la palabra al sujeto en términos de su padecimiento supone una determinada dimensión del tiempo, que en la medida que se incluyen factores culturales hacen más complejo el manejo de dicha temporalidad. Además, y es lo que ahora me interesa precisar, cuando la clinically applied anthropology propone favorecer la palabra del paciente para descodificarla e intervenir más adecuadamente, esa recuperación
de la palabra ¿coloca realmente el énfasis en lo cultural/personal o el eje está colocado más en lo afecti vo/experiencial/personal que incluye algunos elementos culturales, pero cuya relevancia no radica en lo cultural? Mi interpretación de los trabajos de los autores que estudian
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Medicina y cultura
el relevo de los pacientes, es que lo cultural e incluso lo microcultural, no es lo nuclear de este enfoque, lo central es lo psicológico/afectivo, a lo más lo psico/experiencial/cultural. Reitero que esto no lo señalo críticamente, sino analíticamente.
Congruentemente con lo que estoy señalando, considero que si un antropólogo ti otro profesional tuviera que enumerar las técnicas culturales que utiliza para realizar intervenciones, es posible que su
número sea reducido o que diga cosas como «impulsar el trabajo de los curadores tradicionales» o de la herbolaria o la recuperación de técnicas tradicionales de relajación, o desde otra dimensión, aplicar
instrumentos de descodificación del lenguaje en la relación curador/paciente. Sin embargo, si nos piden que enumeremos técnicas sociales o psicosociales, rápidamente podemos hacer referencias a
grupos de apoyo mutuo, redes sociales, grupos de autoayuda, grupos focales, coping, etc. Por supuesto que si nos piden que enumeremos técnicas psicológicas este número se incrementaría notoriamente.
A partir de nuestros trabajos sobre alcoholismo hemos analizado el desarrollo de conceptos como concienciación, participación so-
cial o estilo de vida, especialmente a través de su uso biomédico. Y asi por ejemplo observamos que el concepto estilo de vida, que cuando fue creado por las ciencias sociales incluía el protagonismo de los factores culturales, al ser aplicado por la biomedicina pierde la significación de dichos factores para quedar reducido a una técnica biomédica desculturalizada (Menéndez, 1998a). Posiblemente desde Durkheim, por no empezar con los filósofos estoicos, la soledad aparece considerada como una situación relacio-
nada con determinadas características sociales, algunas de las cuales presentan rasgos patológicos, pero la investigación epidemiológica actual que usa la variable «soledad» tiende a considerar este fenómeno como una característica del sujeto y de su grupo. Considera la soledad como aislamiento y/o como pérdida de relaciones, lo cual es correcto, ya que en muchas sociedades actuales, por ejemplo, la entrada en la ancianidad puede suponer la entrada en un período de perdidas sociales, afectivas, sexuales, económicas y también culturales básicas
para el sujeto. Pero la manera predominante de analizar esta situación de soledad se centra en el sujeto y su grupo en términos sociales y psicológicos, sin describir ni analizar la soledad como producto de la
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estructura cultural y social de una determinada sociedad (Akerlind y Homquist, 1992). Las ciencias sociales -y la antropología en particular-, han utilizado progresivamente el concepto de «experiencia» de enferme-
dad, pero la manera de utilizarla sobre todo por la clinically applied anthropology tiende a colocar el peso en el sujeto de la experiencia alienado de la experiencia social y cultural colectiva de la cual es parte dicho sujeto. Por otra parte, siempre me ha llamado la atención que varios de los autores latinoamericanos que utilizan el concepto de experiencia respecto del proceso de salud/enfermedad/atención, algunos de los cuales proceden de una formación marxista, utilizan este concepto, sin trabajar, por ejemplo, con las propuestas de autores como E. P. Thompson (1979 y 1981), para quien dicho concepto es clave para recuperar el uso del concepto de clase social. Según Thompson, para que la clase social no sea una categoría exclusivamente· abstracta, una suerte de entelequia suprahistórica, debe incluir la experiencia de clase de los miembros de esas clases, tratando de articular la experiencia subjetiva y/o microgrupal con los procesos que operan a nivel macrosocial y que en el caso de Thompson son macroculturales. Así pues, los conceptos y las técnicas, aun los desarrollados a partir del reconocimiento de la importancia de los factores culturales, tienden a reducir la significación de estos factores e incluso a eliminarlos en las actividades de intervención sobre procesos de salud/enfermedad/atención, y no sólo a nivel de las instituciones biomédicas, sino también de las ONO críticas de la biomedicina. Reitero que esta propuesta surge en parte de la revisión de trabajos publicados para América Latina, donde se observa una discontinua recuperación de la importancia de los factores culturales respecto del proceso de salud/enfermedad/atención. Sin embargo, el mayor peso de mi propuesta se refiere a la observación de un relativamente largo período -en algunos casos unos quince años-, de
trabajos de investigación/acción que, partiendo del reconocimiento de la prioridad y significación de los factores culturales en unos casos, o de los factores económico-políticos en otros, tras un tiempo de trabajaren intervención va reduciéndose el peso de uno u otro de es-
tos factores, y van pasando a primer plano la importancia de la aplicación de técnicas sociológicas y en mayor medida psicosociales, psi-
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cológicas y biomédicas. Considero que este proceso, que no es inevitable pero que se reitera, no puede ser analizado maniquea ni ideológicamente, sino tratar de hallar explicaciones al mismo observando en particular sus consecuencias, máxime cuando una parte significativa de esta reorientación se genera a partir de las demandas de la propia población. Toda una serie de procesos intervienen en la selección de factores y técnicas no culturales para el análisis y/o intervención de problemas de salud/enfennedad/atención donde supuestamente lo cultural tendría un peso específico; dichos procesos van desde la orientación implícita en muchos proyectos, el tiempo dentro del cual se esperan resultados eficaces, la existencia o no de capacidades técnicas y profesionales en la gestión de estos factores, etc., hasta otros referidos a la hegemonía del modelo biomédico, pasando por las propias limitaciones del trabajo antropológico. Pero si bien podemos encontrar una notable variedad de procesos que permiten explicar la significación y orientación dada a los factores culturales, sólo el análisis de la producción etnográfica puede dar cuenta de las razones del uso y desuso de los factores culturales en los procesos de saludlenfennedadlatención.
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Introducción En el encuentro que dio lugar a este libro y cuyo objeto era debatir qué aporta la antropología de la medicina a los procesos que giran en torno a la gestión de la salud/enfermedad, propuse como tarea prioritaria entre los investigadores interesados en el tema la necesidad de sistematizar los marcos de identificación, definición y discusión desde los que se construyen los interrogantes o problemas en la práctica y el discurso cultural sobre la medicina. En mi opinión, la labor no es de mera acumulación/descarte de conocimiento sino de dialogar y marcar la pertinencia de ciertos puntos de partida que justifiquen la razón de apelar a procesos culturales para ampliar la comprensión de fenómenos y/o procesos sociales. Quiero, por tanto, adelantar los cuatro focos de discusión que en los párrafos que siguen, y estimo que en una reunión sobre antropología de la medicina, debieran ser objeto de diálogo e intercambio mutuo en el quehacer que nos vincula y reúne:
1. Este artículo toma como base la ponencia preparada para el simposio final del Il Máster de Antropología de la Medicina de la Universitat Revira i Virgili celebrado en Tarragona los días 11 y 12 de junio de 1998. Además, y en cierta fonna interpretando la encomienda asumida, intenta, con el riesgo que ello implica, insistir en la pertinencia de avanzar en la clarificación de explicitar modelos de cultura que estamos utilizando cuando decimos estar abordando las dimensiones culturales de diferentes procesos sociales. Quiero reiterar la felicitación a los organizadores del máster por los días que alli pasamos teniendo ocasión de poder encontrar un espacio para el diálogo, con flexibilidad y rigor.
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La necesidad de explicitar que, como antropólogos/as, entendemos que observamos la cultura cuando desempeña desde lo cultural un fenómeno y/o proceso social La conveniencia de «buscar y utilizar» conceptos téoricos que, como herramientas, nos ayuden a comprender aquello que convertimas en campo de estudio. La pertinencia de que lo estudiado complemente otros enfoques de estudio, y que nuestra investigación arroje alguna propuesta que al menos permita un ángulo más de evaluación de lo observado La relevancia de la antropología social para sumarse a otras disciplinas y argumentar líneas de profundización en el respeto y la participación de las diferentes posiciones y opciones en los grupos sociales en que trabajamos.
La necesidad de explicitar un marco operativo de cultura Intentar responder a la articulación de la cultura en la dinámica social puede conllevar como extremos a dos respuestas nada satisfactorias como las que encabezan este artículo. La primera,' más allá de si lo que se quiere indicar es que Durkheim nos ha transmitido un visión organicista de la vida social o, paradójicamante y enfrentada, una visión casi mística y circular de explicación cultural basada en la consciencia colectiva, nos llevaría a entresacar de entre las múltiples definiciones existentes de cultura una por la que decantarnos que, acabada en sí misma, separase con nitidez lo definido de lo que se define y esa «cata teórica» de realidad de otras realidades no culturales. La segunda,' hace novedoso lo obvio e incluso, si se me permi2. Tergiversando la intención y momento donde se inscribe esta afirmación mencionada en el simposio, estimo que sintetiza de forma certera y gráfica la tendencia de muchos antropólogos y antropólogas cuando se pone en cuestión el sentido de su trabajo. 3. Este titular de prensa pertenece a un artículo donde se alcanza la «gran aportación científica» de que el consumo de chocolate no está condicionado fisiológicamente. Todo un entramado histórico y sociocultural se había oscurecido tras un supuesto comportamiento de adicción en las mujeres ligado a la menstruación. Un estudio comparativo entre Estados Unidos y España revela que no hay ningún factor genético ligado al
«La culpa fue de Durkheim- ...
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te apurar la expresión, plantea serias dudas sobre el camino que está tomando la investigación en torno a la medicina al proponer como elementos de interés y reflexión científica comportamientos y prácticas que con un enfoque investigador más consciente y atento a las vías de constitución de prácticas sociales y menos distorsionado por la búsqueda de la «bala dorada» fisiológica podría evitarnos rodeos teóricos y metodológicos superfluos para llegar a conclusiones que resultaban ya plausibles en primer término. En todo caso, parece que en las ciencias sociales tenemos una especial necesidad o deseo, siguiendo a la otra mitad diltheyniana de la ciencia, de poder definir y separar conceptos, fórmulas y principios teóricos que quizá más que ayudar en la comprensión de los fenómenos culturales nos abriguen de posibles críticas de aquellas con las que, por otra parte, cada vez nos relacionamos más y en las que detectamos la puesta a prueba de cientificidad a nuestras afirmaciones. Esperemos que no nos pase, como dice L. White Beck (cit. en Luque, 1985), como al vecino de los Jones, que queriendo imitar su casa, a pesar de lo incómoda que resultaba para sus necesidades, la terminó cuando los Jones habían rernodelado la suya; representando los Jones las ciencias de la naturaleza y siendo el vecino envidioso las ciencias sociales. El propio enunciado que enmarcó y provocó estas líneas ~¿de qué hablamos cuando hablamos de factores culturalcs'l-> reproduce en cierta medida esa necesidad de equiparación con los Jones que a veces esconde más que afirma. De hecho, los Jones en muchas ocasiones utilizan, cierto es que adaptándolos y casi siempre por tanto traicionándolos, conceptos, parámetros y métodos del mundo del pensamiento (Fleck, 1986) del vecino, del «nuestro". No es que pretenda eludír la necesidad de ir avanzando en una clarificación de a qué nos referimos cuando hablamos de procesos culturales, o de la visión desde la cultura de los discursos y las prácticas sociales, sino que entiendo que la idea de factor, tomada así del mundo dellabosexo que explique su consumo, sino que su fluctuación, frecuencia y distribución se debe a procesos de aprendizaje. Sin acabar de eliminar los estereotipos reduccionistas la profesora Debra Zellner, psicóloga en la Shippersburg University (Pennsylvania), afirma con rotundidad, y cierta renovación del poder de autoría de la ciencia: «Tiene que haber algo más que la necesidad fisiológica, y probablemente es el factor cultural. Nos hemos enseñado a nosotras mismas esta adicción», El País, 28 de enero de 1999.
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ratorio científico -también por cierto como factor acabado y al parecer aislado de influencias sociales de una épica entre artesana y esencialista basada en la inspiración y la dedicación al trabajo que culmina en el descubrimiento del genio->, mundo por otra parte que ya no parece coincidir con la actual ciencia básica," nos remite a la diferenciación en variables independientes de paquetes o sistemas de discursos y de prácticas no separables salvo heurísticamente. Dicho en otras palabras, al igual que ya hemos constatado en la tradición antropológíca la vacuidad reflexiva de intentar alcanzar la definición de cultura, porque todas o ninguna valen una vez puestas en moción, pero ninguna tiene sentido si no es entendiendo que la cultura funciona como modelo o rejilla que filtra lo que reconocemos como realidad y lo que en ella provocamos, hemos optado por la formula ritual que Kaplan y Manners (1979) pueden representar. Esto es, entender que la cultura es una clase de fenómenos conceptualizados por los antropólogos para afrontar problemas que están tratando de resolver. De igual forma, la cuestión no es qué son los factores culturales ni cuáles sean, sino desde qué modelos explícitos o implícitos otorgamos lugar, preeminencia, a prácticas culturales y a discursos de esas prácticas a la hora de entender las diferentes acciones y representaciones de los individuos y los grupos. De estos modelos culturales siempre debemos de tener en cuenta al menos dos planos de análisis: a) Todo modelo cultural, del investigador y del no investigador, responde a, o es afectado por, procesos hegemónicos de constitución de saberes. La legitimidad de esos saberes, la ciencia entre otros posibles, en un momento u otro, en un lugar u otro deriva del poder de quien los detenta y no de su nivel de verdad o falsedad, elemento en que cuando se traduce en grados de objetividad esconde una construcción del objeto de interés o digno de mención que no es otra Cosa que la manifestación directa de un interés entre otros posibles, pero no el único interés ni la única manifestación existente.
4. Sob~e la estandarización ~ estereotipación sobre concepciones de la ciencia y la tecnología baste como referencia breve pero obligada, además de accesible S. Woolgar (1991). '
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«La culpa fue de Durkbeims ...
b) Todo modelo cultural depende de procesos histórico-sociales
variables espacial y temporalmente. (Los modelos no son cerrados, sino que se permeabilizan por fases de hegemonía diferencial, y a su vez varían de lugar a lugar con adaptaciones, variaciones e incluso efectos no previstos.) De acuerdo con M. Freilich (1989), habría que hablar más que de qué es la cultura, del impacto y las consecuencias que entraña optar por el enfoque cultural, que relevancia tiene esa cultura en la comprensión de lo no entendible. Relevancia en dos planos: para el mundo de los saberes, especialmente impactante en el mundo científico, y para el entorno social en que se despliega y del que es parte y en buena medida soporta y/o construye. Tomando un modelo con el que Freilich intenta responder a esta cuestión podríamos hablar de difeentes posiciones (véase el cuadro 1) para contemplar la cultura que meden y de hecho conviven en nuestro marco social de investigación .ntropológica,
Cuadro 1. Posiciones del trabajo sobre la cultura según la relevancia social y científica
IDI IDI Relevanciasocial
~
Relevancia científica
e»
(-) 11
D
¡l-Cultura monástica
ID (+) = Relevante
3-Culturainvolucrada
I
2-Culturalingüística
4-Cultura divulgada
(-) =No relevante
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1) Una cultura monásticu que trabaja desde preguntas netamente académicas y vinculada con el propio crecimiento interior, digámoslo así, del conocimiento y sin una especial preocupación por el contraste y/o la respuesta a las demandas del entorno extraacadémico. 2) Una cultura involucradu con la realidad social donde se enmarca, entendiendo que las preguutas que se formula han de tener como guía la búsqueda de respuestas a fenómenos de la realidad social desde una preocupación por hacer que racionalidad, cultura y pertinencia social no estén reñidas.
3) Una culturu como juego lingüístico, donde las conexiones, préstamos y modificaciones mutuas entre los diferentes teóricos y sus conceptualizaciones intentan ahondar en la reconstrucción de la his-
toria genética de la disciplina. 4) Una cultura como divertimento divulgativo? que pretende, de forma discontinua y con diferentes acentuaciones, sensibilizar y/o responder a ciertas inquietudes sociales sobre aspectos puntuales despreocupándose de la coherencia y el rigor científico de las afirmaciones vertidas.
Más allá de la exhaustividad o no que implique esta tipología y de la posibilidad de apelar a otras cartografías del territorio de la producción antropológica, lo que sí parece es que ante las inquietudes bastante comprensibles que puedan estar tras la pregunta de frontispicio que antes comentábamos, éste puede ser un primer camino de
indagación y respuesta. Mientras que la necesidad de clarificación viene de la duda de si estamos ubicados en iguales campos cuando realizamos nuestras contribuciones científicas o si, por el contrario,
estamos poniendo en relación campos -y, por 10 tanto, preguntas y respuestas-, que responden a diferentes contextos de formulación. No huelga afirmar que si se exigiera la ubicación, la segunda posición señalada, al menos Como horizonte, sería la que marcaría.
En esta línea, las dudas que el Grup Gadea nos plantea en su 5.
M. Freilich literalmente habla de simpa/he/k bleeding. Aun a pesar de la dificul-
t~d de traducción al castellano, entiendo que hace referencia a todo el complejo aba-
ruco de supuestas respuestas pseudocientfficas para calmar la ansiedad de ciertos formadon::sde opinión pública y/o lideres políticos. En igual sentido se puede mencionar a los divulgadores antropológicos a los que «ningún secreto de las diferentes manifestaciones culturales se les resiste», encontrándose ahí investigadores no exclusivamente de algunas corrientes teóricas sino más bien teniendo representación todas ellas.
«La culpa fue de Durkheim» ..
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contribución e incluso otras que sugirieron en el propio diálogo en-
tiendo que pueden empezar a responderse según esta línea, o dicho de manera quizá demasiado taxativa, si alguien tuvo la culpa no fue Durkheim sino Tylor, y no porque uno u otro aporte una mejor o peor definición de cultura, sino porque en el segundo se haya ya el modelo de que subyace en el acercamiento a los procesos culturales: la dicotomía foco pasivo/foco creativo que en tantas ocasiones se ha se-
ñalado en las revisiones de este autor. Sin embargo, la reiterada crítica a la ambigüedad tyloriana no está cerrada ni solucionada. Al tratar de responder a la diferencia animalidad/humanidad y al intentar dar cabida a la diversidad cultural entre diferentes manifestaciones de la humanidad, Tylor introduce el estudio de la cultura en el mundo de la relevancia científica y, por lo tanto, en el mundo de la lucha por el uso del poder de la ciencia. Aunque ciertas consecuencias de dicho uso y dicho poder en lo relativo al ámbito cultural es bien conocido y manifiesto (verbigracia la generación y legitimación de la desigualdad desde planteamientos científicamente respaldados) no es menos importante la lucha por la imposición de la definición del lugar de los complejos culturales en el conjunto de las relaciones económicas, sociales y políticas." Si responder a la dialéctica animalidad/humanidad y a sus corolarios resulta mucho más relevante que su propia enunciación en la antropología social en general, lo es más en la antropología de la medicina, donde las características biológicas y las culturales se suelen presentar, de forma palmaria, como categorías encontradas por una línea divisoria entre lo aprendido y lo innato que se quiere perfilar con exactitud en busca de un orden, siempre favorable a lo alterable desde la causalidad mecánica, que legitime y refuerce una trayectoria social construida sobre los axiomas del cálculo físico-químico y de la proyección cuantitativa (tanto para la apropiación de la naturaleza como para la apropiación de la naturaleza social por medio de la gestión instrumental).' 6. Valga como manifiesto ejemplo el aparentemente aséptico discurso filosófico, político y sociológico sobre la noción de la construcción de identidad para topamos, no con ciertas trivializaciones sobre las ideas de Tylor, sino con sus dudas sobre la conveniencia, aunque imposibilidad material, de fragmentar la complejidad cultural en aras a una simplificación de su complejidad. 7. Esta tendencia es casi un elemento recurrente en todas los diseños programáticos de la gestión de los procesos salud/enfermedad/atención más allá de que hablemos de la teoría humoral, el higienismo del XIX o la salud para todos en el año 2000.
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Así, intentaré una primera propuesta de respuesta a la coda final que el Grup Gadea nos reproducía, suscribía y trasladaba: Cuando se efectúa un análisis clásico de la mortalidad infantil, donde hay algo inexplicable, como suele suceder en la cadena explicativa, se lo asocia a una etiqueta residual o cultural. Sin embargo muchos académicos, mencionan la lactancia materna y el cuidado infantil cuando hablan de factores culturalmente dependientes (Kertzer, 1992).
afirmación que compartimos absolutamente." Pues bien, el asunto no resulta paradójico si cambiamos la óptica de enfoque. La aparente paradoja podría empezar a solventarse si lo inexplicable o residual, esa cultura como cemento de lo no comprendido, se remite al foco pasivo tyloriano de lo cultural y si, en cambio, el consenso de mirar al cuidado de los niños o la lactancia materna con obvios elementos de variación cultural lo engarzamos con el foco creativo de Tylor. Si lo hacemos, estamos realmente afrontando el doble nivel de variante biológica y de caracterización humana que divide a los seres humanos del resto de seres vivos.
La conveniencia de consensuar conceptos para el diálogo Un segunda opción tendente a la clarificación podría encontrarse siguiendo a Wolf (1987)' Y su distinción entre cultura de realidad y cultura de valor o como él mismo recuerda apelando a la distinción de Lowie entre la dimensión práctica y la racionalización. En otras
8. Extracto tomado del documento de trabajo «De qué hablamos cuando hablamos d~ f~cto~es cultur~!es ~esde la demografía y epidemiologías históricas», Grup Gadea d. História de l,aCiencia, Tarragona, 11-12 de junio 1998, p. 4 Yque aparece reproduc~do en el capítulo correspondiente de este libro. Destacar, una vez mas, la contribución sugerente aguda y certera de las aportaciones que otras disciplinas están volcando ~n. la ~~tropología social de lo cual un ejemplo notorio y dinamizador fue la parncrpacrón de este grupo de trabajo. 9. E. Wo~f articula e~tas aportaciones en relación con algo que, aunque aquí no se trate, tendna gran pertrnencia: Wolf pone en cuestión el modelo de integración cultural de !os grupo~ com? algo autónomo yeso mismo podríamos discutir con relación a I~s prestamos, ~lltr~clOnes y co?~xiones de cierta tendencia, o más que cierta, alianzista entre las ciencias y las políticas de gestión social.
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palabras, lo inexplicable tiene que ver con lo práctico y el modelo legitimado socialmente de crianza con la racionalización posfacto. Wolf nos aporta, en mi consideración, incluso otra dimensión que 'ihonda en la imposibilidad de definición estática y/o acabada al inroducir los procesos de construcción, desconstrucción y reconstruc.ión cultural que en toda sociedad se producen de forma inevitable ya .ea por influencias externas y/o internas. En definitiva, los modelos :ulturales posibles, sean los citados ejemplarmente en Freilich u itros, debieran de cruzarse con los elementos de ideología en prolucción; esto es, racionalizaciones de la existencia práctica de la vida :otidiana. No es mi intención eludir el compromiso asumido de plantear lesde qué modelo o mejor enfoque considero que ha de orientar la mtropología su acercamiemto al mundo de la medicina. O quizá con nas propiedad, al mundo que desde los resortes de inscripción (Laour y Woolgar, 1995)'0 instituidos por la medicina ésta trata de consruir como mundo propio, cuando es un constructo de características :ruzadas de muy diferentes dimensiones sociales, históricas políticas I económicas. Afirmar, dando un paso más en el intento de respuesa y retomando las palabras de García Canclini (1989)," la defensa de In modelo crítico a la conexión «hojaldrada» entre niveles que c1ási.arnente se ha tendido a mantener para sustituirlo por uno horizontal, m el que más metafórica que físicamente, la medicina, la antropolo~ía y la historia se articulen eliminando las viejas dicotomías ya sólo rlanteadas metodológicamente como polos de continuums; en el que 'ocos activos y pasivos o culturas de valor y de realidad actúen como .ales, esto es, como instrumentos, como tipos ideales weberianos, no corno realidades.
10. Latour y Woolgar hablan de inscríption devíce casi como las marcas rituales que el grupo, en este caso un grupo de científicos, infringe sobre la realidad que es.udia a través de estadísticas, gráficos, conceptos y principios teóricos y que van construyendo un corpus científico que se confunde con la realidad percibida desde otros ángulos. 11. Aunque él se tope con la dialéctica modernidad/posmodernidad en el mundo del arte, su reto de conciliar la creación autónoma de un determinado grupo cultural con la industrialización y transnacionalización de los mercados simbólicos, puede valer perfectamente para la dinámica que sufren los procesos de salud/enfermedad/atención.
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La pertinencia de complementar otros enfoques teóricos Así pues, al responder, y en cierta forma reformulando la pregunta inicial, el qué deberá ir seguido de un cómo y un para qué con una cierta coherencia interna. En caso contrario caeríamos en ,una descontextualización de lo que entendamos y destaquemos por cultura que haría ininteligible su inevitable aplicación, 12 entendiendo por tal no el debate un tanto espurio sobre la antropología aplicada como subcampo de la antropología social con identidad propia, sino la inevitabilidad de los usos y las implicaciones del conocimiento científico. Por cultura habrá que referirse a estrategias culturales que son guías de la acción social otorgando sentido a nuestro comportamiento al conectarse con ideas y representaciones que definen y destacan lo que existe para nosotros. Estos procesos o estrategias como veíamos son prácticas y discursos sobre esas prácticas. Sin entrar en una reconstrucción de los diferentes núcleos referenciales que la práctica médica en Occidente ha desarrollado, así como los discursos que la sustentaban y las modificaciones que de la retroalimentación prácticas/discursos ha producido sobre otras dimensiones de la vida social, me voy a ceñir en lo que, en mi opinión, es ahora mismo un sistema de categorías emergentes que no sólo afectan al campo de los procesos de salud/enfermedad/atención, sino que se están convirtiendo en paradigma de la gestión social y, lo que parece más delicado, de definición de posibilidades de andadura de cualquier opción vivida en sociedad. En nuestra contemporaneidad, esa práctica y sus discursos se nuclean sobre el concepto de ciuda12. Este debate tuvo su punto álgido en los años setenta y primeros ochenta con la nueva antropología aplicada representada por autores como R. Bastide (1972), G. Foster (I 974) y J. P. Spradley y D. W. McCurdy (1980) entre ellos plantearan incluso posiciones antitéticas al respecto. En todo caso, más que el valor o potencialidad de esa búsqueda de identidad subdisciplinar, el uso del conocimiento antropológico ha sido un tema esquivo que ha dado pie a un «juego terminológico- para abordarlo que viene desde los clásicos de la disciplina. Por citar algunos ejemplos, se podrían mencionar sucesivas designaciones: desde oscuros artículos de B. Malinowski, M. Herskovits o R. B. Radcliffe-Brown de finales de los veinte y principios de los treinta, siendo este último quién sorprendentemente acuña por primera vez la expresión applied anthropology, a usos de la antropología (Goldschmidt, 1979), antropología pragmática (Freilich, 1989), antropología implicada en la realidad (Kortak, 1982), antropología comprometida (San Roman, 1993).
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danía" a tenor tanto de los procesos histórico-sociales que hemos ido acumulando y expandiendo a otros contextos como de los propios préstamos de un saber hegemónico que racionaliza y nos define desde la sociedad postindustrial en la que estamos: discutibles y discutidos otros elementos de identificación (etnia, religión. clase social o género) esta categoría jurídica permite abarcar sin obstáculos una gestión globalizadora, al menos en sentido de repercusión mutua de acciones a nivel geopolítico universal. En este marco la cultura se traduce en toma de decisiones que idealmente debieran de permitir conocer el contexto de opciones y generar variantes ad-hoc que no estuvieran prefiguradas pero que resuelven contingencias de la vida cotidiana y/o modificaciones de la nisma. En otras palabras, la acción socialmente posible o la definición del mundo -y lo que cabe en ese mundo- pasa por la representación diversa y variada de la condición de ciudadano." y es que la ciudadanía se está convirtiendo en un estatus más excluyente que integrador, haciendo que la opción radique en ser plenamente ciudadano o no serlo." En el ámbito de los procesos de salud/enfermedad/atención esa estrategia cultural supeditada al ciudadano tiene manifestaciones específicas que se engarzan con otros ámbitos de la vida social. P'odemos hablar de una ciudadanía sanitaria" que es básicamente médico-céntrica en tanto que un saber, el científico, ha im13. En esta acepción el lugar de residencia no es definitivo, es el acceso a ciertos derechos básicos en la vida social occidental (educación, vivienda, trabajo y voto). Sobre las vías de acceso o perdida de tal condición, así como el proceso de construcción del concepto de ciudadanía, véase Álvarez-Uria y Varela (1989). Una mirada concisa, ajustada y breve nos coloca ante la concreción de toda un serie de reflexiones epistemológicas derivadas de la práctica social que recupera un mundo de excelencia siguiendo la distinción humanista o romántica de la cultura que tan sólo enmascataba situaciones de desigualdad por la pertenencia o no al grupo de elegidos, pertenencia no casual sino basada en el ejercicio y mantenimiento del poder (Ariño, 1997). 14. Una buena guía de la recuperación del término puede encontrarse en la ciudad, no ya tanto por una supuesta diferencia ocupacional o de complejidad entre urbano y rural, sino por entender que el modelo de conmutación frente al de normalización es el nuevo paradigma de socialización hace de lo citadino el modelo coherente al modelo dominante de relaciones sociales desde parámetros económicos de utilización y maximización (Guillaume, 1993). 15. Véase Darhendorf, 1987. 16. Esta nueva ciudadanía sanitaria resuelve una ambigüedad que deriva de las políticas del Estado de bienestar: el enfermo era un sujeto político que rompía la reciprocidad con los demás sujetos políticos por el cese en el cumplimiento de obligacio-
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puesto una definición de salud que actúa de filtro y garante del derecho a la toma de decisiones por el individuo o los grupos. Esas estrategias culturales se dan en un contexto marcado por un desplazamiento protagonista de, en palabras de Fleck, un «estilo de pensamiento» 17 como es el del mundo de la medicina científica actual. A través de un serie de categorías y herramientas construidas en la ciencia médica se intenta un homogeneización científico-administrativa que reconceptualiza los roles de los actores -tanto «sanos» como «enfennos»-, así como las categorías de referencia de lo que resultan ser opciones y posibilidades de la vida cotidiana. De forma clara la medicina redefine la idea de salud y enfermedad -lo que supone cada una de ellas-, y fija pautas, procedimientos e itinerarios entendidos como adecuados y deseables. Si más allá de su contenido este podría ser -por seguir con el grado de operatividad que nos aportan ciertas herramientas de la teoría antropológica-, el marco racionalizador o cultura de valores, la cultura de realidad" pasa por la aparición de la salud como un capital social que trasciende y en tal sentido intenta desvalorizar diferencias de otro orden: diferencias étnicas, lingüísticas, religiosas. económicas y políticas. La salud como valor trata de reconducir la heterogeneidad real, de la realidad sentida, a una homogeneidad teórica a través no sólo del discurso de los derechos del ciudadano, sino, y como mayor novedad, por medio del discurso de los deberes (Petersen y Lupton, 1996). Incluso se traslada la obsolescencia de diferencias cardinales en la orientación de la acción como puedan ser las variables tiempo y espacio. La salud como preocupación ha de ser de los presentes pero pensando en las futuras generaciones, y los marcos de actuación y Des. Ahora se le empieza a responsabilizar de su salud, cura y cuidado que debe afrontar a través del cambio de hábitos que generen salud, ya no tanto para sí como para la colectividad (Duran, 1988). 17. Según L. Fleck, el estilo de pensamiento establece las condiciones previas a cualquier cognición y determina qué se puede considerar como una pregunta razonable y una respuesta verdadera o falsa. Además marca el contexto y pone los límites de cualquer juicio sobre la realidad objetiva. Sin entrar en mas detalles, hay que señalar que el mismo L. Fleck distingue entre el colectivo de pensamiento y la comunidad de pensamiento, siendo los segundos aquellos que son conscientes del estilo y pueden generar modificaciones en él. 18. Esa la paradoja del desmantelamiento de lo que se ha llamado el welfare state en el que al individuo se le plantean valores como guía de acción sin ninguna posibilidad de poder alcanzarlos (San Román, 1993).
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protocolo adecuados se establecen, con pequeñas diferencias, de forma transcultural y transespacial. Quizá la resultante mas impactante sea la introducción de una expresión, presentada como objetivo, que redefine el horizonte de la practica médica. Me refiero a la expresión «calidad de vida»." La expresión que surge como un compendio de variables contrastadas PS1cofisiológicamente por la ley de grandes números de las estadísticas sanitarias presenta ante el ciudadano un conjunto de ítems y/o prácticas que se muestran no como elementos de mejora actualizados en la salud percibida de los usuarios, o incluso en la reducción de daños percibidos por los mismos, sino como un horizonte de riesgos que se deducen de la no cumplimentación de pautas médicamente definidas: ciertos parámetros se extrapolan, se comparan con la clínica y se plantea su modificación haciendo abstracción de sus dependencias o interacciones con otras dimensiones sociales. Más allá de la duda razonable sobre el carácter potencial de los beneficios que se deriven de la práctica que se propone, esta variante de los objetivos médicos genera un deslizamiento hacia prácticas y discursos de mayor calado e impacto (estigma social, multa, prisión, baja laboral o rechazo de servicios médicos). La adjetivación sobre la vida implica un canon, un parámetro de ubicación en una escala jerarquizante que va de más calidad, si se me permite la expresión, a menos calidad. El cnteno de ubicación de ciertas prácticas tendrán como método de evaluación el saber científico de la medicina anulando otros parámetros. A su vez, la forma de vivir se reduce a las variables de su medición, con lo cual la constatación de modelos vitales personales y/o colectivos, de ser fruto de prácticas pasadas y a su vez base de futuras producciones quedan en suspenso ante su evaluación. La evaluación implica el análisis individualizado en un marco estadísticamente legitimado que hace de la vida, como modelo, la prosecución o, si se quiere, el consumo de indicaciones, modelos y conductas diseñadas y definidas desde el mundo médico, no desde el grupo inmediato de referencia 19. Expresiones como «calidad de vida», «estilos de vida».' «~ábitos saludabl~s» o «conductas nocivas» han sido construidas desde la jerga samtana de la prevención y la educación recortando del conjunto de actividades de los ciudadanos tan sólo los elementos reÍevantes en la práctica clínica (ciertas prácticas vin.culadas ~ ~Iementos patológicamente definidos), y desde ahí y su evaluación e~ negativo o pOSlt1~O se presentan como ejes sobre los que reordenar el resto de prácticas sean o no clínicamente relevantes.
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y/o pertenencia del sujeto. En el mismo movimiento la capacidad manipuladora del individuo en su interacción con el grupo, al menos teóricamente, queda anulada debiendo tomar los parámetros de la ciencia médica como elemento de variación o mantenimiento de ideas y prácticas.
La relevancia del carácter construido de los modelos científicos (médicos y antropológicos) Ahondar en este nivel de conexión entre práctica cotidiana e ideología en producción, acercarse a esta opción de articulación entre lo
ideal y lo material, más allá de su interés interpretativo, permite una «aplicación» que no se limita a la constatación de una moda o un he-
cho aislado en el uso y efectos del saber científico. La mirada sobre la práctica médica nos permite profundizar en una tendencia más gene-
ral: la que está perfilando el lugar del conocimiento científico en nuestro modelo social postindustrial, que en este caso se manifiesta de forma vicaria en la llamada «sociedad del riesgo». El proceso general detectable es la voluntad de afianzar el ahistoricismo en la dinámica social. En el ámbito sanitario la separación
del individuo como receptor y protagonista en un discurso de salud/enfermedad/atención marcado por la cumplimentación vigilada y socialmente relevante de prácticas determinadas, da entrada a la legitimidad social para privatizar el comportamiento vaciándolo de sus
condicionantes histórico-sociales. Lo colectivo parece desaparecer al referir la vida y su calidad a decisiones individualizadas cuyo origen y guía debe radicar en el mundo del pensamiento de la ciencia y no en el mundo del contraste y la reconstrucción constante de la interacción social. El corolario más inmediato de la cumplimentación adecuada e inadecuada de las pautas, por lo tanto, del mayor o menor ajuste al modelo de ciudadano sanitariamente definido es la posibilidad o riesgo de exclusión social:" la negación de la ciudadanía de pleno dere-
20. La exclusión social remite a un no acceso; está marcada por una relativa irreversibilidad y por una cierta incapacidad de las personas afectadas para salir de una situación por sus propios medios.
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cho. Es la desafiliación social, en palabras de Castel (1997), lo que puede introducir este modelo de práctica médica sancionando diferencias metrópoli/periferia o intrasocietales que hacen de las prácticas elementos culturales en su sentido ideologizado. Volviendo al espíritu de la pregunta que sirve de hilo conductor a estas líneas, cuando hablamos de cultura en antropología de la medicina estamos hablando de las diferentes opciones que pueden tomar esa práctica y ese discurso médico. La negación de inevitabilidad del proceso que se ha indicado puede equilibrarse proponiendo, si se intenta, una reconstrucción del espacio sociosanitario público, que no se ha podido desagregar en factores estancos, pero se ha intentado ocultar haciendo pasar un modelo de articulación como el único modelo de conexión posible, precisamente el biomédico. Así pues, si bajo el paraguas de la complejidad científica y social se ha llamado la atención sobre el carácter holístico, éste ha partido del ser en el mundo y lo que se ha potenciado es nuestra reducción a los aspectos biológicos que permiten desde ese momento la superación del nivel identitario (Illich, 1996) para directamente pasar al organismo. Esa espectralidad que primero aplicamos desde Occidente a identidades no conocidas, ahora, y desde las instituciones que regulan la vida publica, se traslada también a nosotros. Si se quiere a la «vieja relación»
«saber/poden> del Foucault del Nacimiento de la clínica (1980) hay que contestar, también desde una misma posibilidad discursiva con la tríada saber/poder/resistencia de la Historia de la sexualidad (1977). Esto es, recuperar no la globalización organicista, sino la complejidad social para releer nuestra existencia individual y colectiva como una variedad de ego-polis, y ya no bio-polis; como la primacía de la persona individual y colectiva frente al espécimen o la población de organismos.
Que la antropología de la medicina siga siendo el «Londres de la disciplina» (Good, 1994) o no, es quizá menos importante que constatar que en la medicina nos encontramos con uno de los nódulos de
una trama de institucionalización de la vida en sociedad que, por una parte, marca tendencias y, por otra parte, hace más obvias las líneas de fractura de un discurso sobre la práctica que pretendiendo ser omnímodo recoge en su propia riqueza polisémica (biopsicosocial) una complejidad y unas posibilidades no eliminables. Quiero, concluir estas líneas, pues hablar de término sería poco
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menos que un contrasentido, reiterando la importancia e implicacio-
Illich, 1. (1996), «Patogénesis, Inmunidad y Calidad de vida», Archipiélago,
nes de la necesidad de la atención sobre los marcos teóricos con los
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9. La maternidad como cultura. Algunas cuestiones sobre lactancia materna y cuidado infantil! Mari Luz Esteban
Introducción La antropología se ha ocupado desde siempre de aspectos diversos de la salud y la enfermedad en todo tipo de sociedades. Pero la medicina occídental no ha sído considerada un objeto de estudio más hasta las últimas décadas. Esto se ha debido al etnocentrismo de la disciplina y al lugar que la ciencia y la medicina «científica» ocupan dentro de los engranajes de la cultura occidental, como sistemas de representaciones y prácticas y de conformación de un determinado orden social. Otro aspecto que ha sido analizado desde una perspectiva etnocéntrica y sesgada ha sido el de la maternidad, en su doble dimensión biológica y social. Sin embargo, tanto el ámbito médicocientífico como la maternidad son campos prívílegíados para comprobar la articulación entre cultura e ideología, y entre distintos factores de desigualdad. Los ámbitos médíco y psícológico tienen un protagonismo fundamental, tanto en la generación de los discursos hegemónicos como en la proyección de una idea naturalizada e intocable de maternídad que no permite evidenciar, ni siquiera dentro de las ciencias sociales, los diferentes factores socioculturales y experiencias en torno al cuidado de las criaturas. En este capítulo se hace un análisís crítico de la ideología occidental hegemónica en relación con la maternidad, argumentando que se inscribe en un determinado sistema de género y foro 1. Este capítulo es una versión ampliada de dos anteriores: véase Esteban (1999a y 1999b).
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rna parte de las reacciones actuales contra los avances de las mujeres.
En la primera parte se dará una visión general de las fases de revitalización de esta ideología en los dos últimos siglos, de su articulación con la evolución del pensamiento y de la sociedad occidental, y de sus características, para posteriormente analizar dos temas que adquieren especial relevancia en la época actual: la importancia dada al cuidado materno de las criaturas y la promoción de la lactancia materna.
Feminismo, sistema de género y reacción contra las mujeres Dentro del pensamiento feminista y de la antropología feminista, existen diferentes corrientes y formas de explicar las desigualdades de género. Parto de la idea de que las sociedades se estructuran como sistemas de género, que deben ser analizados como sistemas de poder y estructuras complejas, en las que distintas subestructuras materiales y simbólicas y espacios sociales están interrelacionadas de forma dinámica (Connell, 1987; Saltzman, 1992). Ámbitos fundamentales dentro de los sistemas de género, como comprobaremos también en el tema de la maternidad, son la estructuración de las diferencias de poder, la división del trabajo productivo y reproductivo y la configuración de las emociones: Hablar de sistemas de género implica dejar de hablar de «mujeres» y
de «hombres» como colectivos reificados a cada uno de los cuales se atribuye características y cualidades específicas, para hablar de contextos históricos y sociales concretos en los que estos sistemas surgen, se reproducen y cambian. Ahora bien, si la construcción social del sexo (el género) se muestra como un aspecto ineludible en el análisis de la construcción de las desigualdades, el género no agota la explicación de dicha construcción y desde la antropología feminista se insiste en la necesidad de tener en cuenta otras variables, como son las de clase social, procedencia étnica, edad, nacionalidad y opción sexual en la producción de relaciones jerárquicas entre las personas. Lo mismo sucederá en el caso inverso, ninguna de estas estructuras sociales de desigualdad explicarán en sí mismas divisiones y jerarquizaciones sociales si no se tiene en cuenta el papel que el género juega como principio estructurador social (Diez y Esteban, 1999, p. 8).
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Desde que aparece el feminismo en el siglo XIX, se han producido reacciones sociales ante los cambios provocados por las mujeres.' Los protagonistas, contenidos, argumentos y proyecciones son diferentes, dependiendo de los contextos sociohistóricos, pero se dan una serie de constantes que aparecerán también en el tema de este artículo, la maternidad. Las reacciones surgen cuando las mujeres pretenden ocupar espacios o desempeñar funciones correspondientes anteriormente a los
hombres. El objetivo es mantener un determinado orden social (donde el género, la clase y la etnia/raza aparecen articulados), para lo cual es fundamental el control del papel de las mujeres. Es decir, son ejercicios de poder. Los protagonistas pueden ser hombres, mujeres o grupos mixtos, expertos o ciudadanos. Desde el feminismo se han estudiado más las surgidas dentro de ámbitos masculinizados y menos las que provienen de mujeres. Sin embargo, como veremos en el tema de la promoción de la lactancia materna, el análisis de las posiciones no favorables de las mujeres ante los avances del feminismo permiten abordar y debatir temas a veces ni siquiera identificados como problemas por la teoría y práctica feministas, con lo cual el proceso se enriquece (Esteban, 1999b). Las distintas disciplinas científicas son un instrumento muy importante para deslegitimar ciertos cambios en la vida de las mujeres. En el caso de la maternidad, la medicina (más en concreto, la pediatría) y la psicología tienen un papel muy importante y creciente, a pesar de que se hayan «democratizado» sus formas de intervención so-
cial y sanitaria. Los distintos protagonistas no siempre son conscientes de las consecuencias últimas de su forma de pensar o actuar, sino que se ins-
criben en una ideología social general. En el caso de la maternidad, muchos de los argumentos y prácticas se basan en una defensa etnocentrista y universalizadora de los derechos y del bienestar de las criaturas, que deja al margen e incluso oculta las condiciones de vida concretas y diferentes de las mujeres y los grupos domésticos en los Uno de los análisismás generales de la reacción contra el feminismo, centrado en la sociedad estadounidense actual, es el de Susan Faludi (1993).
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que crecen las criaturas. Plantean además objetivos que entran en contradicción directa con la defensa de una mayor capacidad de decisión y libertad para las mujeres, y en concreto las madres, que, por lo general, son las principales responsables de su cuidado.
Evolución y características de la ideología de la maternidad Existen distintos libros y artículos que analizan la ideología occidental de la maternidad, poniendo de manifiesto la importancia de las diferencias históricas, culturales, étnicas y/o de clase, que han servido de base para este artículo (Badinter, 1984; Moreno y Soto 1993; Glenn, Chang y Forcey 1994; Díez, 1995; Scheper-Hughes, 1997; Hays, 1998). Desde finales del siglo XIX se pueden distinguir tres períodos en que esa ideología toma especial fuerza: el primero, a finales del siglo XIX; el segundo, en el período de entreguerras; y el tercero, en la época actual. En los tres se da una continuidad en las ideas sobre los roles de hombres y mujeres, la familia, y la diferenciación de los ámbitos público y privado. En el siglo XIX, con el predominio del evolucionismo como teoría biológica y social, asistimos a una proliferación de discursos acerca de la subordinación de las mujeres y su papel como reproductoras, las relaciones entre los sexos, la familia, el matrimonio y la sexualidad, que constituyeron un medio fundamental de control y poder, vinculados a la industrialización, la concentración urbana, las preocupaciones raciales y los intereses en torno a la eugenesia y la reproducción de la población. Estas ideologías familiares y domésticas vuelven a tomar fuerza en el período comprendido entre las dos guerras mundiales, cuando se presiona a las mujeres para dejar el mercado de trabajo y se reestructuran las relaciones heterosexuales, reafirmándose la dependencia sexual, emocional y económica de las mujeres (Maquieira, 1997). Factores diversos, como, por ejemplo, caos social en Europa debido a las guerras mundiales, y la ausencia de los hombres de muchos hogares, facilitaron la preocupación por la infancia y el que ésta se haya convertido en un bien social muy importante (Moreno y Soto 1993.
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Pues bien, en estos últimos años, y relacionado con diferentes factores (descenso de la natalidad y envejecimiento de la población en los países del Norte, implantación y éxito social del feminismo, cambios en la economía y la política a nivel mundial que han producido nuevas formas de materialización de las desigualdades sociales...), se está produciendo un relanzamiento de estas ideologías, que abarcan diferentes niveles, pero con la constante de la hipervalora. ción de las criaturas y del papel de las mujeres.' En cuanto a la evolución de las ideas más directamente relacionadas con el cuidado de la infancia, Amparo Moreno y Pilar Soto (1993) señalan que muchas de los planteamientos actuales tienen su origen en el siglo XVIII, cuando se empieza a teorizar sobre la importancia de los padres/madres respecto a los hijos/as. En el siglo XIX, se subraya la imporIancia de la figura materna, sobre la que se deposita toda la responsabilidad del futuro bienestar físico y mental de su hijo. Finalmente, en el siglo xx se da un paso más, culpabilizando a las madres del no cumplimiento de su papel, al tiempo que la psicología (y yo añadiría, la pediatría) comienza a tener un papel fundamental, generándose diferentes teorías para subrayar la necesidad de la relación madre/hijo-a y las consecuencias de la privación maternal, entre las que destaca la teoría del apego de John Bowlby de mediados de siglo,' que, aunque ha sido revisada, sigue teniendo influencia. Centrándonos ahora en las características principales de esta ideología, destacaría en primer lugar que se trata de una ideología de género, puesto que conceptualiza de una manera desigual y jerarquizada las funciones y los espacios de los hombres y las mujeres. Un elemento importante es la contradicción implícita entre los cuidados teóricos necesitados por las criaturas (sobre todo las más pequeñas),
3.
La «Ley para promover la conciliación de la vida familiar y laboral de las perso-
nas trabajadoras» que quiere sacar el Partido Popular estaría en la misma línea (véase el Anteproyecto de los ministerios de Trabajo y Asuntos Sociales, Justicia y Administraciones Públicas). Desde esta ley se pretenden regular cuestiones relativas a la maternidad y a la atención de enfermedades crónicas e incapacitantes. Además, los cambios que se han experimentado en los últimos años en la sanidad pública, tiempos más cortos de hospitalización para operaciones, etc., al margen de que puedan pretender racionalizar la atención y el gasto público, se enmarcan también en planteamientos similares. 4. Hay diferentes traducciones al castellano del trabajo de Bowlby. Véase, por ejem-
plo, Bowlby (1989).
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donde el requisito es la dedicación exclusiva directa o indirecta por parte de las madres, y la incorporación de éstas al ámbito laboral y público. Sharon Hays (1998) lo define como un modelo "de maternidad intensiva», que provoca en muchas mujeres una sensación de in-
compatibilidad entre ambos ámbitos, incluso paradójicamente más en aquellas que tienen una experiencia positiva de sus empleos o funciones sociales, porque suele coincidir que son ellas, por estatus y nivel de vida, las que más se acercan en sus ideas a los discursos hegemónicos. Es además una ideología totalmente culpabilizadora, puesto que negativiza la actitud de aquellas que hacen y/o sienten las cosas de otra manera, de las malas madres, de las desnaturalizadas, generando además dobles discursos, privados y públicos. Desde esta filosofía, y aunque se incluya a los padres, se defiende un modelo totalmente en contradicción con la filosofía feminista del reparto de todo el trabajo, el productivo y el reproductivo, y con la equiparación social real de mujeres y hombres. Pero es también una ideología cultural, étnica y de clase, que se genera dentro de un contexto social determinado, la clase media blanca occidental, y que se impone al resto del mundo como modelo universal, legitimando un determinado sistema de estratificación social. Esto no quiere decir que las experiencias de las madres sean universales, ni siquiera dentro de la misma sociedad. Centrar los análisis en grupos concretos, marginales o no, y en áreas geográficas diversas, nos permite acceder a experiencias que pueden ser totalmente diferentes, y que sirven para poner en cuestión las teorías hegemónicas
occidentales. En este sentido, Evelyn Nakano Oleen (1994, p. 7) señala que en Estados Unidos, las jerarquías de clase y raza dan lugar a similitudes y diferencias entre las madres blancas de clase media y las madres trabajadoras de grupos marcados étnicamente. Por su parte, Patricia Hill Collins (1994), a partir de su trabajo con mujeres afroamericanas, critica el hecho de que se haya generalizado a partir de un determinado sector social, provocando que se den por asumidas
cuestiones totalmente problemáticas y peligrosas: primero, la idea de que todas las madres y criaturas disfrutan de un adecuado nivel de vida para satisfacer sus necesidades; segundo, que las madres pueden percibirse como personas autónomas, y no como en muchos casos ocu-
rre como miembros de comunidades con problemas importantes para sobrevivir.
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Uno de los análisis culturales de la maternidad más importantes es el de Nancy Scheper-Hughes, publicado en castellano con el título de La muerte sin llanto. Violencia y vida cotidiana en Brasil, y llevado a cabo en una zona muy pobre del norte del Brasil (1997). Las mujeres del Alto do Cruzeiro viven en unas condiciones de vida extremas, en un contexto donde se da un modelo de procreación con unos
índices de natalidad y de mortalidad infantil altísimos. Esta autora aborda, entre otros, el tema de las relaciones afectivas que se establecen entre madres e hijos de distintas edades donde, por ejemplo, no se encuentran duelos por la muerte de criaturas menores de un año, muy
habituales en nuestro entorno (influidos también por la construcción y la importancia de esa experiencia desde las teorías psicológicas). La ausencia de duelos la relaciona con las condiciones económicas de aquella zona, con cómo se elabora el proceso de humanización/personificación de las criaturas (diferente y más largo en el tiempo en comparación con el que se hace en nuestra cultura), y con las prácti-
cas de las madres que optan por sacar adelante a los hijos que tienen más posibilidades de sobrevivir en aquel medio. Las experiencias de estas mujeres le sirven de base a esta autora para hacer una crítica fe-
roz al etnocentrismo y clasisrno de las teorías psicológicas al uso, centradas además muchas veces exclusivamente en el análisis de las mujeres, y en concreto de las madres. Por el trabajo riguroso e innovador que nos ofrece, es una etnografía que permite comprobar de qué forma se construyen culturalmente dentro de contextos sociales e históricos determinados las prácticas cotidianas de la gente, sus emociones y valores. Algo que muchas veces es difícil incluso para los propios antropólogos que, por su posición social y laboral general, y por tratarse de un tema como la maternidad que está tan esencializado y naturalizado, forman parte también en muchos aspectos de la ideología dominante. Algunas autoras, como las mismas Oleen (1994) y ScheperHughes (1997), llevan sus críticas a todo tipo de teorías, poniendo también en cuestión parte del trabajo feminista sobre la maternidad y las relaciones madre/hijo-a, por su énfasis en la universalización y la aplicación etnocéntrica de ciertos principios médicos y psicológicos.
En esta línea, en una publicación anterior (1996) he defendido que muchos de los discursos feministas, sobre todo los centrados en la reproducción y la salud, aunque ponen mucho énfasis en la dimensión
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social de la desigualdad de las mujeres y su diversidad, comparten con el estamento médico y científico algunos principios biologicistas y esencialistas sobre el ser mujer,' que no les permiten romper totalmente el universalismo y etnocentrismo de sus teorías, además de impedirles entender debidamente la experiencia de ciertos colectivos de mujeres. Ya en nuestro entorno, hay algunos trabajos, como el de Carmen Díez (1999), centrados en la diversidad de experiencias e incluso en los conflictos que aparecen en la vida de las mujeres para compaginar la esfera pública y privada en su vida cotidiana. Díez lleva a cabo su estudio en dos zonas diferentes de Euskal Herria, la comarca de Donostialdea (Gipuzkoa) y la de la Ribera de Navarra, defendiendo la necesidad de una «visión compleja de la maternidad que obliga a alejarse de visiones que la reifican y naturalizan», subrayando que si bien la maternidad sigue siendo una metáfora organizadora en nues-
tra sociedad, las respuestas de las mujeres son diversas, como se muestra en los grupos e individualidades estudiados, y que las distin-
tas vivencias, desde diferentes situaciones observadas (mujeres que optan por la no-maternidad, mujeres que no descartan la maternidad
en un futuro, mujeres que asumieron hace tiempo la maternidad, y mujeres que están viviendo su primera experiencia como madres), te-
niendo en cuenta variables de edad, situación económica y contexto etnográfico, presentan visiones y momentos diferentes de la maternidad y, en conjunto, permiten obtener una idea más real de lo que la maternidad representa, que la que ofrecen las ideologías dominantes
(Diez, 1999). Otra cuestión que apunta es que, aunque en el imaginario femenino la idealización de la maternidad sigue teniendo un espacio muy importante, en la actualidad las mujeres miden las consecuencias que la maternidad va a tener en sus vidas.
5. Para un análisis de la comparación entre discursos médico-científicos y feministas acerca de la salud y el cuerpo de las mujeres, véase Esteban (1996).
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La importancia dada al cuidado materno y al bienestar de las criaturas En este apartado voy a analizar el énfasis dado en nuestra sociedad a la importancia del cuidado materno y a la búsqueda del bienestar para las criaturas, en relación con dos cuestiones concretas: el debate en torno a la escolarización temprana y el rechazo a las guarderías. En Euskal Herria, a pesar de no ser obligatorio, la mayoría absoluta de los niños son escolarizados a los dos años, existiendo para ello suficiente oferta privada y pública, y no variando esto en función de la situación laboral de la madre. Es más, existe un cierto convencimiento social general de que la escolarización temprana es un logro tanto para las madres como para las mismas criaturas. Creo además, que esta es la tendencia en el resto del Estado Español. Sin embargo, en los últimos tiempos se está extendiendo una cierta preocupación (más entre enseñantes que entre padres/madres y habría que analizar bien por qué) acerca de la institucionalización de los más pequeños, la forma en que se da la integración en la escuela y los posibles problemas psicoafectivos que pudieran surgir a la larga en el desarrollo de las criaturas, por la supuesta separación traumática respecto a los padres. Por otra parte, últimamente la prensa se ha hecho eco de la noticia de que en Norteamérica existe un movimiento de padres y madres a los que la escuela no les parece una buena alternativa, y también en Barcelona existe un colectivo de estas características. De todas formas, esta preocupación se da de manera simultánea a una petición cada vez más creciente, por lo menos dentro de distintos colectivos sociales y sindicales de izquierda, de la escolarización desde los Oaños, aunque no sabría decir hasta qué punto esto es algo sentido mayoritariamente incluso dentro de dichos colectivos. Ya hace unos años, la Comisión de Educación de la Asamblea de Mujeres de Bi~kaia llevó a cabo una campaña cuyo objetivo era la escolarización desde los primeros meses, que quedó incluida dentro de una más general sobre los cuidados domésticos por parte de las mujeres a las personas que no pueden valerse por sí mismas, cuya consigna fue «No al servicio familiar obligatorio. Insumisión». La reivindicación de la escolarización temprana despertó entonces posturas encontradas . incluso entre quienes la defendían. Algunas proclamaban la necesi-
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dad de educación infantil desde el principio; otras se quedaban solamente con la idea de que la escolarización contribuye a solucionar el problema de la dedicación gratuita de las mujeres a los demás, además de socializar a las criaturas en una determinada línea. En todo caso, aquella discusión sigue vigente e incluso creo que las diferentes posturas están todavía sin construirse. En relación directa con lo anterior, algo que me resulta curio-
so es el rechazo de las guarderías, también llamadas escuelas infantiles, porque tiene una implantación social amplísima en gente de todas las clases sociales (aunque se da más en clases medias). Las guarderías han dejado en la práctica de estar de moda, por lo menos para las criaturas menores de 1 año, también entre las feministas. Digo en la práctica porque en algunos discursos se siguen incluyendo como algo necesario para garantizar la emancipación de las mujeres. Para guiarnos por un dato numérico, en un pueblo como Basauri (Bizkaia), con cerca de 50.000 habitantes, sólo existen 9 plazas para menores de 9 meses, al margen de que algunos padres puedan estar utilizando recursos de localidades vecinas. Es verdad que hay lugares donde no existen bastantes plazas para las demandas existentes, pero, en general, la gente con empleo elige otras opciones para el cuidado de sus hijos. Las guarderías, no sólo no están de moda, sino que además hay una cierta ofensiva contra ellas, con planteamientos diferentes: desde que las criaturas están mal atendidas, que defiende más la gente mayor, hasta que los bebés de guarderías se enferman más, idea totalmente extendida entre los pediatras, por ejemplo. La verdad es que no tengo datos contrastados sobre la incidencia de las enfermedades en niños que vayan o no a guarderías. Como creo que no los tienen la mayoría de la gente que las ataca, ni siquiera desde la sanidad. Una colega me habló de un artículo en el que la única conclusión al respecto era una tasa ligeramente mayor de otitis en criaturas
de guarderías. Pero llama la atención que nadie hable nunca de ningún elemento positivo: no sólo de la cuestión económica (sea privada o pública, siempre es más barata que una empleada de hogar bien pagada), sino nada en relación con las criaturas, más en un modelo de procreación como el actual, de pocos hijos o incluso hijos únicos. Por ejemplo, las trabajadoras de guarderías, por formación y expenencia, suelen tener criterios más acertados y contrastados para la
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introducción de ciertos hábitos en la infancia que la mayoría de los padres/madres. Poco paulatinamente y sin que se hable mucho de ello, se ha ido implantando una opinión doble respecto al cuidado de la infancia: 1) que quien mejor puede cuidar a un bebé es su madre, o en su defecto un familiar cercano, padre, abuela, hermana, o una empleada de hogar; y 2) que el entorno mejor y más seguro para las criaturas es la casa, cuando en general las guarderías están mucho mejor acondicionadas y con menos peligros, sobre todo cuando los niños comienzan a mover-
se. Esto se adorna con ideas no demostradas acerca de lo negativo de introducir a las criaturas en rutinas y disciplinas horarias desde pequeñitas, que no están en absoluto demostradas. Es más, la ausencia de límites y el exceso de negociación y complacencia que caracteriza en gran parte la educación infantil actual va a provocar que produzcamos personas inseguras y con bajísima tolerancia a la frustración. La discusión en torno al cuidado e institucionalización de los niños puede ser muy amplia y compleja, y los argumentos muy variados. Es verdad que algunas reflexiones y preocupaciones acerca de, por ejemplo, los derechos de los niños son necesarias. Aunque muchas veces se critican y se intentan combatir desde Occidente fenómenos como el trabajo infantil en distintos países del tercer mundo, favorecidos por el sistema económico y político global que se impulsa desde la propia sociedad occidental. No está comprobado que los niños de otras culturas y otras épocas históricas tengan más problemas psicológicos que los nuestros, y en esto pueden ser muy apartadores los estudios antropológicos. Sería necesario que, por ejemplo, analizáramos en profundidad los distintos modos de socialización de las criaturas, donde muchas veces las personas responsables no son las madres o las mujeres. o no exclusivamente." El problema principal que tenemos es que la maternidad es un tema tabú, intocable, en nuestra cultura, incluso dentro de la propia antropología. La relación madre/hijo-a se ha definido como la relación afectiva por excelencia, la principal, al margen de que sea así o no en las experiencias concretas, y ocultándose totalmente el contexto en el que esto surge y las consecuencias del mismo. 6. En el libro de Hays se puede encontrar una selección de obras que tratan sobre experiencias y realidades de otras culturas (1998, pp. 45-46).
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La promoción de la lactancia materna Un segundo aspecto a analizar es la promoción de la lactancia materna. En primer lugar, hay que decir que la mayoría absoluta de las mujeres dan de mamar a sus hijos, si no hay problema físico para ello, aunque no está claro cuánto tiempo. De todas formas, según algunos datos, esta costumbre está bajando en las madres de edades más jóvenes y mayores.' Los protagonistas principales de esta campaña son organizaciones internacionales como la Organización Mundial de la Salud (OMS), los pediatras y algunos colectivos de mujeres. En la Comunidad Autónoma Vasca, por ejemplo, Osakidetza (Servicio Vasco de Salud) ha puesto en marcha recientemente un programa de educación dirigido a mujeres embarazadas. La justificación de esta promoción es la salud de las criaturas, puesto que se piensa que es mejor tanto inmunológicamente como para su desarrollo psicoafectivo. Además, se añade que es más placentero para los niños, más barato y que garantiza mejor la alimentación (dirigido esto sobre todo a los países del Sur). Pero, entre otras cosas, no queda claro cuánto tiempo habría que dar de mamar: un mes, tres, un año... Parece que cuanto más tiempo mejor, pero no está en absoluto delimitado. Algunos estudios hechos en ciudades del tercer mundo han puesto de manifiesto, por ejemplo, que la supervivencia y buena salud de los recién nacidos y los bebés no depende de que sean amamantados o no, sino del nivel de vida de sus padres (agua corriente, adecuada atención médica, sanitarización de las calles y casas, buena infraestructura de las viviendas, y un buen nivel de formación de las madres) (Maher, 1995). Un aspecto cuestionado también es el tiempo durante el cual supuestamente los anticuerpos protegen a las criaturas frente a infecciones intestinales. Parece que no es mejor, sino peor, un período de lactancia superior a seis meses. Además, se ha comprobado que en lugares donde los hombres disponen de todos 7. Esta es por 10 menos la conclusión aparecida en el Informe 3-Las mujeres en la Comunidad Autonóma de Euskadi publicado por Emakunde (1992, p. 99). En el mismo se dan datos del período 1986-1990, pertenecientes a la Comunidad Autónoma Vasca. En los mismos se comprueba que las mujeres que empiezan a dar de mamar pasan de ser el 73 por 100 en 1986 a ser el 68 por 100 en 1990, siendo mayor el descenso en los últimos dos años.
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los ingresos y hay una desigualdad en el reparto incluso de la comida, las razones para que las mujeres prefieran utilizar leche de bote tienen que ver con que así disponen de dinero líquido y además pueden repartir los gastos. Se benefician más de los ingresos familiares si no amamantan, puesto que físicamente no gastan tanta energía y su cuer-
po descansa más (ibidem). Pero, en general, existe un gran desfase entre la convicción so-
cial sobre el beneficio de la lactancia materna y los resultados científicos. Las investigaciones que se hacen están excesivamente enfocadas a su defensa, además de estar muy sesgadas, puesto que no diversifican bien todas las situaciones posibles, no tienen en cuenta los contextos sociales y culturales, ni las opiniones, experiencias y estrategias diferentes de las madres y grupos domésticos. Se suele partir de la consideración de relaciones individualizadas entre madres e hijos, donde el fin principal es siempre el «bienestar>, de las criaturas, un bienestar definido desde el ámbito médico y psicológico. De todas formas, el tratamiento social de la lactancia materna presenta contradicciones, aunque se piense que es algo natural, y su práctica suele quedar recluida en el ámbito doméstico: en Estados Unidos, por ejemplo, se levantó hace poco tiempo en uno de sus estados la prohibición para amamantar en público. No tener en cuenta los factores locales y socioculturales que están alrededor de muchos aspectos de la salud es un problema generalizado dentro del ámbito sanitario a nivel mundial, y fuente de reflexión continua dentro de la antropología aplicada. Constituye, como ya sabemos, uno de los obstáculos más importantes para la puesta en marcha de los programas de intervención o de educación para la salud, más allá de que los mismos objetivos de dichos programas sean revisables o no. Una de las pocas publicaciones que aborda el tema de la lactancia desde un punto de vista cultural es el editado por Vanessa Maher y titulado The Anthropology of Breast-feeding, donde aparecen informaciones sobre trabajos empíricos llevados a cabo en distintos países (\ 995). Sin negar que la lactancia materna pueda tener elementos positivos para las criaturas y las madres en contextos diversos, y que pueda ser necesario hacer educación para la salud en torno a la misma en lugares y momentos concretos, quiero llamar la atención sobre algunas cuestiones de gran importancia que suelen quedar ocultas en el
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discurso que se hace sobre este tema. Por una parte, subrayar algo dicho anteriormente: que en estas campañas en defensa de la lactancia materna no suelen aparecer prácticamente nunca las experiencias
ti
opiniones diversas de las madres (y/o otras personas de alrededor), que pueden ser positivas (unión afectiva, placer físico ...) y/o negativas, omplicaciones, dolor, sujeción horaria, dependencia...), además de que se incluyen en procesos que deben ser analizados desde una perspectiva dinámica. Los únicos protagonistas son los expertos
(más en concreto, los pediatras), que quedan revestidos de todo el poder, y en segundo lugar, las mujeres que tienen una postura militante a favor. No se cita en ningún momento que dar de mamar es un derecho, no una obligación para las mujeres, de manera similar a otros aspectos del cuerpo y la salud (el aborto, por ejemplo), y que exige un esfuerzo y un gasto de energía para las que lo practican. Para algunas, dar o no de mamar o interrumpir la lactancia en un momento deter-
minado puede ser un ejercicio de autodeterminación, además de que no querer dar de mamar puede ser también un síntoma de resistencia
a la intromisión de la medicina en la vida cotidiana. Por otra parte, no se dice nunca que el no dar pecho puede favorecer la participación del padre en el cuidado de la criatura. Para algunas mujeres dar el pecho puede ser también un acto de solidaridad: en salas de maternidad de países no occidentales no es demasiado infrecuente que las muje-
res puérperas que están en mejores condiciones físicas se ofrezcan para amamantar temporalmente a los bebés de las que están más agotadas, costumbre que sorprendería mucho en nuestro entorno. Como re-
sultaría raro en la actualidad algo no tan lejano en el tiempo, como es la práctica de las nodrizas y toda la organización social alrededor de las mismas, tanto en niños de clases altas como de bajas. La lactancia materna es, al margen de una práctica ligada a la alimentación infantil, un ámbito de socialización fundamental para mujeres y niños, de aprendizaje de una determinada gestión de las emociones, de una concreta división del trabajo, un campo desde donde se estructuran los diversos espacios y relaciones entre diferentes grupos (adultos/niños, hombres/mujeres, médicos-pediatras/clientesmujeres). De la misma manera que otros aspectos de la experiencia, como la sexualidad o el trabajo, donde sí se ha dado la reflexión, la lactancia materna, tal y como se configura en nuestra sociedad, tiene
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unas consecuencias determinadas para las mujeres. Dar de mamar
está estrechamente unido a la demostración de afecto y ternura por parte de las madres, y dentro de nuestro sistema de parentesco y de género, la expresión de las emociones está más ligada a las mujeres
que a los hombres. Es precisamente la dimensión emocional lo que se destaca cuando se piensa en la lactancia, ocultando el trabajo de reproducción que supone. En las tareas que realizan los hombres, ocurre justo al revés: se sobredimensiona el trabajo en sí, ocultando la parte emocional. H
Otra cuestión que está detrás de la promoción de la lactancia materna es el protagonismo que quieren tener y están teniendo los pediatras en la regulación de la vida de las criaturas y sus madres/padres. El cómo se trata actualmente la lactancia no es más que un ejemplo de cómo se está proyectando la reacción médica y social general frente al avance del feminismo, los cambios en la vida de las mujeres y los logros en cuanto a una mayor autonomía. Como en otros temas, habría que garantizar que se difunda suficiente información, clara, contrastada y no sesgada, sobre todos los aspectos de la misma, y después que las mujeres decidan. Pero no serán libres para decidir mientras esté sobre sus cabezas la espada de la culpa. De todas formas, casi todos los aspectos comentados forman parte de fenómenos complejos, que no admiten explicaciones simplistas. Tendríamos, por ejemplo, que explicar el hecho de que feministas occidentales trabajen activamente a favor de la lactancia materna (lo cual lleva a algunas a ser bastante fundamentalistas con sus propias congéneres). Algunas mujeres que mantienen esta postura lo hacen desde planteamientos naturistas, incluyendo su reflexión en una filosofía general y alternativa al sistema sanitario hegemónico. No voy a negar que algunos de sus argumentos pueden resultar totalmente oportunos, pero creo que es preciso también explicitar que las
medicinas no alopáticas, aunque sean subalternas o partan de modelos de representación diferentes, suelen caracterizarse por los mismos esquemas androcéntricos con respecto a las mujeres que el resto.
Hay otras razones en las posturas de muchas mujeres que defienden a ultranza la lactancia materna. Algo importante es que existen 8. Para profundizar en este aspecto de la configuración de las emociones y su relación con la di visión del trabajo, véase Comas (1993).
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distintos modos de entender los avances de las mujeres. como existen
que nada en sectores de clase media (enseñanza, administración),
distintos feminismos. Pero en estas tomas de posiciones se dejan entrever también contradicciones, disonancias y miedos que las mujeres tenemos con respecto a nuestra vida íntima y pública, individual y social, en momentos de cambios favorables para nosotras, pero también de incertidumbres sobre el futuro. Desajustes entre los discursos feministas y las prácticas concretas, entre las tareas que «queremos hacer» y las que llevamos a la práctica. La maternidad se ha planteado algu-
cuando ambos miembros de la pareja tienen una posición laboral similar y una ideología de género progresista.' Además, muchos hombres llevan a cabo hoy funciones respecto a sus hijos que no eran comunes unos años atrás. Pero, por el momento al menos, no es algo generalizado ni mucho menos, y no supone ni cambios significativos
nas veces como «un terreno propio», una esfera de poder para las mu-
en el reparto del trabajo reproductivo ni en las representaciones sobre la maternidad. En todo caso, los hombres parecen estar más dispuestos a asumir los aspectos positivos y gratificantes de los cuidados do-
jeres (idea que no comparto, pero que tiene cierta difusión). Es posible
mésticos (como es el caso de ciertas tareas en relación con los niños)
que, entre otras cosas, algunas mujeres no quieran «abandonar» estos
que el total de las funciones.
espacios sin asegurarse de qué reciben a cambio. Es posible, incluso, y por qué no vamos a hablar de ello, que en esta sociedad las mujeres tengamos posibilidades de evitar (aunque sea temporalmente) aspectos negativos de la vida, como los que comportan muchos empleos (o el simple hecho de tener un horario y unas responsabilidades públicas), con las que no cuentan los hombres. De la misma manera que muchos hombres pueden dejar de cuidar a sus personas más allegadas sin que nadie se lo eche en cara, evitando la parte negativa del cuidado (que a veces es mayor que la positiva). Algunas mujeres con empleo viven la baja maternal como unas vacaciones, pero no todas tienen esta experiencia. Más bien creo que es una época que se suele/puede caracterizar por sentimientos y sen-
saciones bastante contradictorios, independientemente de que se desee ellla hijo/a: felicidad y abatimiento, ternura y miedo, plenitud e impotencia, extrañeza y cercanía frente a la criatura, armonía y desajustes en la pareja o el entorno afectivo... son sentimientos habituales que las mujeres expresan en esta fase, por lo menos en la intimidad, porque hablar mal en público resulta duro y se hacen dobles discursos. Conozco pocas mujeres en mi medio que después de estar unas cuantas semanas dedicándose plenamente a la crianza, no hayan buscado formas de evadirse, aunque sea por períodos cortos de tiempo, lo cual es un síntoma de salud mental. Pero es un esfuerzo físico y psicológico intenso que te distrae de otras preocupaciones, de otras crisis, de otros conflictos, privados y públicos, que te centra mucho en algo que además te puede gratificar mucho. En algunos entornos van apareciendo hombres que se responsabilizan de sus criaturas en todos los aspectos. Aunque esto se da más
Además, en relación a esto, otra observación necesaria es que
desde el feminismo muchos temas se han hecho propios de las mujeres, como son los relativos a la procreación, defendiendo la idea de que ciertas decisiones deben ser exclusivas de las mujeres. En mi opinión, esto se puede defender en una sociedad desigual, pero a medida que las distintas sociedades vayan asumiendo en la práctica la equiparación de hombres y mujeres, tendremos que plantearnos cuándo ciertas cuestiones son de las mujeres, de los individuos, y cuándo de la colectividad. O mejor aún, tendremos que encontrar el equilibrio entre decisiones individuales y colectivas, algo que está además en el centro de todos los ámbitos de la sanidad y la salud. En esta misma línea, Evelyne Sullerot (1991)10 analiza las consecuencias de las conquistas de las mujeres en los derechos del padre sobre el hijo. Para Sullerot, esto ha provocado el mantenimiento del segmento madre/hijo, mientras que el del padrelhijo es mucho más frágil, como se ve, por ejemplo, en los casos de divorcio.
A modo de conclusión La ideología de la maternidad hegemónica en Occidente es una ideología cultural y de género. Desde la misma se naturaliza la participa-
9. Díez (1999) apunta diferentes estudios que corroboran esta afirmación: CIS (1990); Xunta de Galicia (1991); Instituto de la Mujer (1992); Emakunde (1992). 10. Citado en Díez (1999).
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ción de las mujeres en la reproducción social, y se va directamente en contra de la reivindicación por parte de amplios colectivos de mujeres de la necesidad del reparto del trabajo productivo y reproductivo, que es una condición fundamental para la igualdad. Es decir, la maternidad es un ámbito donde la articulación entre diferencias de poder (por ejemplo, entre expertos y madres), división del trabajo y configuración de las emociones (10 reproductivo diferenciado del trabajo y vinculado a las emociones, que se asocian a las mujeres) adquiere toda su importancia. Es una ideología que pone a las criaturas por delante de las madres, generando un discurso sobre el bienestar y el cuidado infantil coherente con un sistema sociopolítico y sanitario que genera desigualdad social y genérica. En este sentido hay que entender tanto la importancia dada a la relación madre/hijo-a y al entorno doméstico como el ideal para los bebés, como las campañas de promoción de la lactancia materna. Pero, además, es una ideología étnica y de clase, que legitima un determinado orden social, definiendo y proyectando un modelo universal de socialización de las criaturas a partir de un sector de la sociedad, las mujeres occidentales, blancas y de clase media. Por último, la maternidad es uno de los ámbitos de la salud y de la experiencia general donde los factores sociales y culturales son más invisibles, tanto para la población general, como para los sanitarios y científicos sociales. En este sentido, el estudio de las representaciones, valores y vivencias concretas de mujeres y hombres, de las contradicciones entre discursos y prácticas, entre el nivel ideal y el real de la experiencia, de la variabilidad entre diferentes colectivos sociales y culturales, es fundamental para ampliar el análisis y poner de manifiesto los entresijos y consecuencias de dicha ideología, así como para ir contribuyendo a que la maternidad sea considerada dentro de la antropología y las ciencias sociales un ámbito de estudio y reflexión similar a otros.
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¿Cómo se refieren las palabras a las sensaciones? - En eso no parece haber problema alguno; ¿pues no hablamos cotidianamente de sensa-
ciones y las nombramos? Pero, ¿cómo se establece la conexión del nombre con lo nombrado? La pregunta es la misma que esta: ¿cómo aprende un hombre el significado de los nombres de las sensaciones? Por ejemplo, de la palabra «dolor». Aquí hay una posibilidad: las palabras se conectan con la expresión primitiva, natural, de la sensación y se ponen en su lugar. Un niño se ha lastimado y grita; luego los adultos le hablan y le enseñan exclamaciones y más tarde oraciones. Ellos le
enseñan al niño una nueva conducta de dolor (Wittgenstein, 1988,
p.2l9).
La persona que sufre: la construcción sociocultural del dolor ¿Qué es el dolor? ¿Cómo podemos definirlo? Preguntas aparentemente sencillas que remiten a la necesidad de elaborar un objeto de análisis, que a priori no debería presentar dificultades excesivas, ya que todos como sujetos humanos tenemos o hemos tenido en el transcurrir de nuestra existencia la experiencia de enfrentarnos a una situación o
relación que hemos inscrito en el orden de 10doloroso. No deberíamos olvidar que la incapacidad congénita de sentir dolor es una patología médicamente definida que enfrenta al individuo que la padece con una gran multiplicidad de peligros --quemaduras, roturas de huesos, etc...-r-, que muestran lo vulnerable de nuestra existencia sin las señales del dolor. Asimismo, algunas enfermedades somáticas, c1ínica-
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mente reconocidas, se caracterizan, como uno de sus síntomas, por la
rente, de una mera respuesta neurofisiológica a un estímulo que se in-
pérdida progresiva de sensibilidad ante el placer, pero también ante el dolor; este es el caso, por ejemplo, de la lepra o la esclerosis múltiple. Por lo tanto, el dolor constituye uno de los elementos que conforman nuestra identidad como sujetos humanos y toda sociedad articula sistemas de cognición, comprensión y acción ante este fenómeno. Imprescindible para la existencia humana, el dolor requiere y demanda unas coordenadas culturales que lo doten de sentido y permitan su reu-
tuye como amenazante, sí es que queremos, de verdad, captar las complejas interrelaciones entre lo biológico, lo psicológico, lo social y lo cultural que pone en marcha el enfrentamiento con una experiencia de padecimiento. El dolor, resignificado como sufrimiento, puede ser considerado un operador simbólico de primera magnitud para investigar las formas sociohistóricas y culturales de plasmación de relaciones sociales más amplias. Más adelante se dará cuenta, en este sen-
bicación en un sistema de explicación que oriente el tramiento.
tido, de cómo una determinada cultura, la occidental, a través de una
Si tuviéramos que ir describiendo algunas experiencias del dolor -las nuestras, las vividas- veríamos que la inscripción del pa-, decimiento en nuestra cotidianidad pasa indefectiblemente por la definición de situaciones que poco o nada tienen que ver entre sí. La vivencia de un agudo dolor de muelas, el dolor por la ausencia de la persona amada, la pérdida irremediable de un amigo, o la convivencia continuada con una molestia en la espalda, podrían ser botones de muestra. Si todas ellas son definidas como situaciones dolorosas, aunque aparentemente poco tengan que ver entre sí, es porque alguien, un sujeto social, las conceptualiza, percibe, siente, en defini-
especialización académico-técnica, la biomedicina, intenta objetivar y
tiva vive, como experiencias de sufrimiento. Propongo que las resituemos a través de su conexión con unidades de significación más
amplias que la expresada por el concepto dolor. Unidades de significación que como las de sufrimiento y/o padecimiento necesitan, para su comprensión y análisis, de su remisión a la construcción individual y/o sociosomática de los sentimientos, de las percepciones; ya que no adquieren su pleno sentido más que en su incardinación a una experiencia individual que se desarrolla en un proceso de constitución,
históricamente determinado y contextualmente edificado, de relaciones sociales que proporcionan a las personas que sufren el marco cognitivo, explicativo y operacional para encarnar,' afrontar y solucio-
nar los problemas derivados del padecimiento. Por lo tanto, el dolor debe ser estudiado como algo más, y dife1. El concepto de encarnación ha sido desarrollado por F. García Selgas (1994) en un intento de problematizar la dicotomización impuesta por la ideología occidental entre cuerpo y espíritu/mente y su supuesta autonomía. En el artículo citado el autor reflexiona sobre la complejidad que conlleva el concepto de «embodiment» y su traducción al castellano. Dicho concepto ampliamente utilizado por las ciencias sociales anglosajonas analiza la esterilidad y falsedad de concebir una supuesta autonomía de
resolver los problemas del padecimiento en términos de su separación del sujeto que lo padece. Y lo hace apelando a un marco explicativo fisiobiológico (individual), al que dota de criterios de universalidad, que hace, por tanto, incomprensibles las llamadas a la necesidad de entender que el sufrimiento, como operador simbólico, adquiere su sentido a través del análisis de la construcción sociohistórica en la que se desarrolla. Sin olvidar que en dicha construcción se ponen de manifiesto las formas sociales de dominación, que influyen tanto en las percepciones diferenciales del dolor como en la generación de causalidades, y por supuesto en la utilización diferencial de terapéuticas específicas y tratamientos. Pero veamos algunas de las definiciones que se dan sobre el dolor: Diccionario de la Real Academia de la Lengua: Sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior. 2. Sentimiento, pena y congoja que se padece en el ánimo. Diccionario de María Moliner: Sensación que causa padecimiento en alguna parte del cuerpo. Asociación Internacional para el Estudio del Dolor: Pain: Una sensación desagradable y una experiencia emocional en respuesta a un daño real o potencial, o descrito en estos términos. Leriche (1949): el dolor físico no es un mero hecho de influjo nervioso que corre de determinada manera por un nervio. Es el resultado del conflicto de un excitante y el individuo entero.
10biológico como estrato independiente sobre el que se edifica lo psicológico y lo sociocultural sin trabajar en el estudio, mucho más fértil y complejo, de las incorporaciones e interrelaciones que en la constitución del cuerpo produce el contexto sociohistórico. Para el caso de la masculinidad, veése Otegui (1999).
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Sensación, padecimiento, sentimiento, conflicto, es decir, el
dolor no tiene entidad ontológica más que en la medida es que es percibido y comprendido por el sujeto que 10padece. Así, el dolor no existe sino es a través de la persona que sufre. Y, tal y como he señalado, la persona se constituye en su propia psico-biologicidad en un contexto relacional de formas y relaciones sociales. Ello es lo que precisamente permite explicar por qué determinados grupos sociales -étnicos, de clase, género, religiosos-, establecen estrategias diferenciales que imponen percepciones distintas sobre qué experiencias internas o externas deben ser consideradas como fuentes de padecimiento y dolor. Se trata de señalar que la relatividad de las percepciones no es un problema que se pueda estudiar apelando a diferencias individuales, sino que adquiere su sentido en una explicación que remite a las propias formas sociales de diferenciación y a su construcción en contextos históricos específicos. En su acertado libro Danielle Breton (1997) se refiere a la manera en que las distintas religiones «del libro» abordan el sentido del sufrimiento y dotan a sus fieles de formas de percepciones diferenciales. Así, se refiere a las diferencias entre el dolor percibido por el judaísmo, encarnado en la figura de Job del Antiguo Testamento, el cristianismo con la figura de Cristo en la Cruz, el protestantismo, el islam y las concepciones hinduistas y budistas. Señalando que estas constituciones del sufrimiento implican a su vez las formas sociales de la percepción, pero además la construcción de sistemas médicos diferenciales que instituyen terapéuticas acordes con las formas del sentido moral-religioso que las sustenta.' Pero si, como he señalado, la conformación de diferentes formas de sentido del dolor y el sufrimiento se instauran como ideologías de los grupos sociales, formas de representación social, que están estre-
2. Es sumamente llamativo que en el texto que nos ocupa Le Breton, ejemplifique la influencia de los preceptos religioso-morales en los procesos terapéuticos señalando que los médicos protestantes recetan un 23 por 100 más de analgésicos que sus colegas católicos, ante procesos dolorosos de los pacientes. Es evidente la correlación de esta diferencia en las tasas de utilización de analgésicos con la percepción de la inutilidad del sufrimiento del protestantismo frente a la representación del catolicismo del sufrimiento y el dolor como redención. Así pues, queda de manifiesto que la profesionalizaci6n académica y técnica que produce la biomedicina no consigue desterrar -¿afortunadamente?- de los médicos prácticos las prenociones de carácter cultural (en este caso religioso) que son inherentes a cualquier sujeto social.
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chamente vinculadas con la historicidad de la constitución de las relaciones sociales y que en dicha constitución juegan un papel de primer orden los procesos de hegemonización de los saberes y las prácticas; no es de extrañar que, como ha señalado la antropóloga india Veena Das (1995), en esta producción de sentido y significación podamos rastrear los instrumentos políticos que utiliza el poder para reproducir unas determinadas relaciones de dominación. La conceptualización de la categoría de resistencia y aguante ante la adversidad, y el dolor como valor positivo y su correlación con una determinada socialización por géneros en nuestra sociedad, apelaría a este tipo de utilización. Por un lado, los procesos de socialización de los varones implican su necesaria absorción de unas categorías ligadas a la fuerza, entendida como la capacidad de aguantar y no manifestar los sentimientos de dolor ante una agresión externa o interna. Los juegos violentos y la necesaria acomodación de los niños a los golpes sin quejarse tendrían como objetivo la modelación de unas ideologías que, después de valorar la fuerza y la resistencia, atribuyen a uno de los géneros su exclusividad. Adjetivos como nenaza, quejica, llorica, por poner algunos ejemplos, reafirman tal ideología, a la que se dota de un contenido biológico y naturalizado para su explicación: los «hombres por naturaleza son más fuertes». Los procesos de normalización de la masculinidad pasan por la aceptación y adecuación a esta premisa. En consecuencia, las formas de socialización en la violencia y la resistencia no harían nada más que reforzar aquello que se ha instaurado como premisa previa; derivada, supuestamente de la propia biología y, por 10 tanto, aparentemente incuestionable, toda vez que la ideología moderna occidental ha establecido la ruptura entre 10biológico como inmanente frente a lo cultural como relativo. La complejidad es creciente si atendemos a las diferencias por clase social, pues en la conformación de ideologías vemos que la sensibilidad como elemento de distanciamiento de lo natural se instituye en el vector de distinción de las clases dominantes. La atribución de mayor capacidad de aguante, fuerza y fortaleza, de las clases subalternas o de los grupos étnicos periféricos, en la medida en que se considera que tienen una mayor cercanía de lo natural y lo no mediado por la cultura, constituye un elemento de diferenciación y un recurso en los procesos de socialización que es ampliamente interiorizado por los grupos subalternos, que de esta manera reproducen sin «violencia»
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unas relaciones de dominación específicas. a través de la inscripción
en el cuerpo de marcas que permiten la adscripción a una clase. En la base de muchos discursos de corte racista, xenófobo y clasista nos encontramos que la justificación de las relaciones de do-
minación, precisamente, se atribuye a las diferencias existentes en la capacidad para el aguante de condiciones de sufrimiento ligadas a condiciones de vida desfavorables (de extrema pobreza, por ejemplo) e incluso en la base de los discursos racistas más rancios encontramos
una justificación de la desigualdad en las llamadas a la insensibilidad para el dolor de determinados colectivos. Así se refiere a ello, en el caso de los negros J. L.Peset citando un texto del siglo XIX: Pero un negro condenado a muerte, a ser colgado, incluso a ser quemado, raramente muestra miedo o aprensión de cualquier tipo. Su imperfecta inervación, su lento cerebro y su bajo grado de sensibilidad, le
hacen incapaz de anticipar ese terrible sufrimiento físico tal como el elaborado y exquisitamente organizado caucásico sufre en esas mismas
circunstancias (1983,p. 13). Evidentemente, un discurso de este tipo tendría escasa justifica-
ción en nuestros días, pero por una transposición que abandona la diferenciación en términos de naturaleza hacia los de estilo de vída podemos rastrear que la ideología racista, xenófoba y clasista se sigue manteniendo en la apelación a una supuesta incapacidad de los grupos subalternos para apreciar, con sensibilidad, su existencia en modos de vida más «refinados». La idea de que, en el fondo, estos grupos viven en unas condiciones de desprotección porque son consustanciales a su manera de ver el mundo y porque no saben vivir de otra forma, ser-
viría de pantalla para no adoptar medidas sociopolíticas que permitieran modificar las formas de reproducción social, estructuralmente determinadas, que implican la desigualdad en el acceso a determinados bienes y recursos. Así pues, frente a planteamientos que sostienen la inmanencia de los conceptos, en este caso los de fortaleza, fuerza y aguante ante el dolor y su universalidad, se plantea la necesidad de estudiarlos con relación a su contextualización, y por lo tanto, a su resignificación semántica como elementos ideológicos de unas específicas relaciones sociales, en este caso de dominación.
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Los grupos sociales yel padecimiento. Las distribuciones sociales del dolor Se ha señalado, hasta el momento, que no deberíamos pensar y analizar el problema del dolor si no lo hacemos en su incardinación en la persona que lo padece y hemos explicado que es en su biologicidad un constructo dependiente de las relaciones sociales que le dan su significación y sentido al elaborar las formas culturales de la percepción. Las construcciones sociales del padecimiento es el problema que hasta ahora se ha estudiado. Se tratará a continuación de señalar que además de a las construcciones sociales del padecer, los factores socioculturales del dolor apelan a las formas de la distribución diferencial (objetiva y técnicamente medible) de causalidades que subrayan que los problemas desencadenantes de situaciones dolorosas se relacionan específicamente con las formas sociales de re-
producción de los grupos. Llamar la atención sobre la importancia del reparto diferencial del sufrimiento significa reconocer que colectivos específicos, en correlación con el lugar que ocupan en procesos estructurales y macrosociales, están expuestos de manera sig- . nificativamente desigualitaria a procesos de morbi-rnortalidad y, por lo tanto, sujetos, en mayor o menor medida, a su enfrentamiento con
hechos de sufrimiento. En definitiva, supone subrayar la importancia de imbricar, en una situación de predeterminación de las formas sociales del padecimiento, éstas con las bases ideológicas que le sirven de sustento y que conforman lo que, hasta el momento se ha denominado, las construcciones sociales del dolor. Algunos estudios de la epidemiología y la salud pública (como especializaciones de la medicina occidental) han mostrado que las tasas de morbi-mortalidad de distintos grupos están influidas por factores que no pueden ser remitidos a una explicación en términos de
comportamientos psicosomáticos individuales o colectivos. Datos como la existencia de una esperanza de vida, en torno a los 40 años
para los habitantes del barrio del Bronx en Nueva York; la misma que la de la mayoría de los ciudadanos de numerosos países africanos; o la de los pobladores de zonas del norte de Rusia en la actualidad -39 años para los varones y 42 para las mujeres-, no puede ser explicada sin un análisis de las condiciones económico-políticas a las que se ven enfrentados las personas que pertenecen a esos colectivos y/o
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países. Significa, por lo tanto, que en el estudio de las causalidades de
rirán en los próximos años; produciendo una de las mayores catástro-
unas determinadas tasas de esperanza de vida se introduzcan variables sociohistóricas y económicas que, no de manera accesoria, son las que realmente dan cuenta de los procesos que con respecto a la
fes demográficas de la historia de África y unas formas de sufrimiento para los africanos sólo comparables con los procesos de padecimiento que para los habitantes de este continente supusieron las políticas esclavistas de las metrópolis colonialistas. Con los datos anteriores se pretende reforzar la perspectiva, hasta ahora desarrollada, de la necesidad de interrelacionar y tratar las representaciones sociales del dolor, como constructos socioculturales, en su articulación con las formas sociales del sufrimiento sobre las que, en definitiva, se asientan. En este sentido, la fuerza y/o capacidad de aguante atribuido a los grupos subalternos en el proceso de constitución de ideologías diferenciales de clase social, al que antes me he referido, adquiere su plena significación y explicación al acompañarse del análisis del lugar que estos grupos ocupan en una relaciones de producción específicas -en este caso las que se desarrollan en el capitalismo-, como fuerza de trabajo, fundamentalmente manual, y por lo tanto, con un desgaste corporal diferente con respecto a otros grupos sociales. Así pues, se propone que, al señalar la importancia de los factores socioculturales en la explicación de los fenómenos de sufrimiento, tengamos en cuenta que nos estamos enfrentando a la necesidad de problematizar y complejizar lo que los datos epidemiológicos pre-
mortalidad se están produciendo. Asimismo, en los resultados que nos ofrecen otros estudios epidemiológicos se puede apreciar la estrecha conexión que se da entre
la incidencia y prevalencia de determinados procesos mórbidos y la pertenencia a colectivos específicos. Es bien conocida la existencia de enfermedades laborales y los sindicatos han intentado, en muchas ocasiones infructuosamente, que sea reconocida la relación entre el
proceso del enfermar y el desempeño de la actividad laboral. Pero, además, las formas contractuales en las que se desarrolla el trabajo inciden de manera muy significativa en las tasas de morbilidad asociadas al mismo. Por poner un ejemplo, los procesos de precarización y temporalidad que se están imponiendo en los contratos del sector de la construcción en nuestro país están influyendo de manera muy significativa en el altísimo incremento de las tasas de siniestralidad; y sería un error que para la explicación de ese incremento el problema se remitiera, exclusivamente, al tema de la seguridad de la «obra», o al descuido en los comportamientos individuales de los trabajadores. Elementos ambos que, desde mi punto de vista, constituyen variables dependientes de la variable estructural e independiente que supone la constitución de una nuevas formas de contratación derivadas de los
procesos de reproducción del último capitalismo. La importancia que para el análisis epidemiológico tiene la introducción de variables socioculturales se pone de manifiesto, asimismo, en uno de los mayores problemas de morbi-mortalidad con los que se enfrenta la humanidad de cara al siglo XXI: el sida. Las diferencias con las que se enfrentan a esta enfermedad los distintos países y colecti vos ha sido tan numerosamente subrayada que casi ni
merece la pena referirse a ello. A modo de ejemplo, se puede señalar que el costo del tratamiento con fármacos antirretrovirales que retrasan la aparición de los síntomas de la enfermedad en los contagiados es de 12.000 dolares al año. Y que el coste, que está convirtiendo al sida en una enfermedad crónica para algunos colectivos de los países occidentales, deja en la más absoluta desprotección a los 21 millones de contagiados africanos -El País: 19. 5 de enero, 1999-, que mo-
sentan, en ocasiones, de manera simple. Teniendo en cuenta, por otra
parte, que en esta complejización debemos incluir las formas en las que la realidad responde a unas determinadas preguntas. Es decir, empecemos por evaluar, y si es necesario cuestionar, los instrumentos de medición epidemiológica. Algo que de manera espléndida ha realizado Menéndez (1990, pp. 25-51) al desarrollar un concepto de tanta riqueza explicativa y potencial heurístico como el de epidemiologta sintética o sociocultural. Concepto, a través del cual, este autor propone que se incorporen para la evaluación de los problemas de salud y enfermedad de los grupos y colectivos sociales las definiciones que de los mismos hacen: a) la biomedicina, b) los médicos prácticos, e) la población y d) los sanadores no hegemónicos. Epidemiología que de llevarse a cabo incorporaría de manera decidida las construcciones y las for-
mas sociales del padecimiento a través de la redefinición de las problemáticas a estudiar -como Menéndez apunta, para cuándo una
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epidemiología de la tortura, de la contaminación, o de la violencia estructural al estilo de la realizada por Scheper-Hugues (1997) para Brasil-. Redefinición complejizada que va a permitir, precisamente, insertar los procesos del sufrimiento y la enfermedad en su correlación e intersección con las relaciones sociohistóricas, de corte macroestructural, más amplias. Proyecto teórico que debe consolidar una perspectiva contextual y holística para la explicación de los microprocesos en los que se inscriben los padecimientos cotidianos de los sujetos sociales. Y todo ello, con el objetivo de llevar a cabo una prevención que, atendiendo a la imbricación de los padecimientas en las causas estructurales que los producen, coayude a la ejecución de políticas sociosanitarias, tanto preventivas como educativas, micro y macro que permitan cambios en los sistemas de relaciones sociales y se adecuen de manera más precisa a las necesidades vividas, padecidas y sentidas por los colectivos sociales. Epidemiología con sentido de reforma social que la acerca, de manera significativa, a los planteamientos, en su momento reformistas, del higienismo médico, actualmente devaluado por la constitución de un saber especializado y hegemónico que se construye en torno al proceso del nombrar el mal y el sufrimiento por parte del modelo biomédico. Por su parte, la expresión «estilo de vida», al que antes hacía referencia, es el que utilizado de forma comprensiva -tal y como asimismo propone Menéndez (1998)-, permite unificar el nivel ideológico (de representación social) con el de las formas diferenciales del sufrimiento. Dando cuenta de la estrecha interdependencia entre las formas (objetivas) del padecimiento y la elaboración y construcción de estrategias discursivas, cognitivas y de acción que, enmascarando en muchas ocasiones la desigualdad, permiten una determinada reproducción social. Pero al mismo tiempo, el análisis de los diferentes «estilos de vida» de los grupos sociales, en su interconexión dialéctica con formas y estructuras macrosociales, permitirá el estudio de las diferentes tácticas y estrategias de «resistencia» que históricamente han desarrollado los grupos subalternos en su enfrentamiento con el sufrimiento. Utilizando como material, para la acción terapéutica y para la construcción del sentido del mal, aquellos elementos de la cultura propia que en distintos episodios de su historia les han permitido la
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supervivencia.' Así, los factores socioculturales del dolor también nos hablan de la necesidad de evaluar todos aquellos elementos que desde las distintas instancias de los grupos sociales se desarrollan para conceptualizar el padecimiento y establecer fórmulas coherentes y comprensivas de acción que permitan su reubicación en un universo controlable. Al desarrollar esta estrategia teórica no podemos dejar de lado el análisis de la contribución que el discurso profesional de la biomedicina, y de otros saberes sociales, realiza, en su proceso de hegemonización; negando, ocultando y subordinando la importancia que otras «culturas y prácticas médicas y populares», muy destacadamente los cada vez más bien investigados procesos de autoatención y automedicación -para España Comelles (1985, 1987 y 1993) Y para México Menéndez (1992) entre otros- tienen para la resolución de los problemas derivados del sufrimiento. Es lo que, de otra manera, Kleinman (1997) al definir el sufrimiento como social, denomina «el discurso profesional que organiza las formas de sufrimiento como categorías burocráticas y objetos de intervención técnica, como sería la conversión profesional de la experiencia de la enfermedad en pato fisiología, o la reelaboración de la pobreza por medio de regulaciones socioasistenciales, convirtiendola en formas ilegítimas e ilegales de experiencia de bienestar».
La biomedicina y el dolor. ¿Una construcción sociocultural del sufrimiento? La historia de las ideas no es necesariamente congruente con la historia de las ciencias. Pero como los científicos desarrollan su vida de hombres en un medio ambiente y en un entorno no exclusivamente científicos, la historia de las ciencias no puede dejar de lado la historia
de las ideas (Canguilhem, 1971, p. 23).
3. Análisis que de forma pionera realizó De Martino (1959), influido por Gramsci, y que en la actualidad continúan antropólogos de la medicina como Sepilli, Bartoli en Perugia (Italia) o E. Menéndez en México y en colaboración con Josep M." Comelles (Tarragona) jóvenes antropólogas/os mexicanos como R. M. Osario, P. Hersch o L. González.
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Al subrayar la necesidad de abordar las formas de desarrollo de las diferentes disciplinas científicas -entre las que se encuentra la medicina, y por supuesto la antropología social- en su relación con
la emergencia de unas categorías que en primera instancia dicotomi-
procesos históricos específicos no se hace más que recordar la im-
jeto de análisis, estudio, escudriñamiento, parcelación, por excelen-
portancia de la contextualización sociohistórica en la constitución de los objetos científicos, así como en las formas de investigarlos. Si nos detenemos con más detalle y atención en el de la medicina es porque, en la mayoría de las ocasiones, nuestra experiencia del dolor pasa indefectiblemente por las definiciones que del mismo hacen aquellos
cia de la ciencia médica. Y ello asentado en una consideración mecanicista de lo orgánico. Desde esta percepción se visualiza a la persona en su biologicidad como compuesta de distintos órganos que en su suma acaban recomponiendo al organismo completo. Implícita en esta concepción parcelada entre lo psíquico y lo orgánico, y esto a su vez como suma de partes, se encuentra la importancia atribuida a los procesos de objetivación -en un locus determinado- de los problemas del mal y el sufrimiento.' Las personas y sus padecimientos interesan más como formas en las que se inscriben los signos-síntomas de la enfermedad que como sujetos sociales del sufrimiento. Son a la manera de los mapas para los geógrafos los instrumentos privilegiados en los que se incardinan los procesos mórbidos y patológicos. Y el profesional compe-
que se han conformado como los especialistas por antonomasia en su
definición; es decir, los profesionales médico-sanitarios, sobre todo los más especializados -no hay que olvidar que dentro de los profesionales médicos existen notables diferencias y tradiciones-, y los saberes que constituyen la base de su actual profesionalización: los disCursos de la biomedicina. El objetivo será, pues, reflexionar, aunque sea brevemente, sobre sus concepciones hegemónicas del dolor y el cuerpo para inten-
zan y autonomizan el cuerpo y la mente. Emergencia que tiene como propósito la independización del cuerpo que se construye como el ob-
tar mostrar que son precisamente estas concepciones las que ~aun
tente tiene como misión el rastreo y objetivación de unos procesos
habiendo producido unos avances espectaculares en muchos aspectos que afectan a las tasas de morbi-mortalidad de la población- se encuentran en la raíz de la incapacidad de la biomedicina para considerar la importancia tanto de las construcciones culturales del padecimiento, como de las formas sociales del sufrimiento. Lo que a
que ya no dependen de las formas socio subjetivas en las que los indi-
su vez explicaría las diversas resistencias que se producen por parte de algunos sectores sanitarios para tomar en consideración, seriamente, los factores socioculturales -con la complejidad que se
viene apuntando- para la explicación y reformulación de los problemas que atañen a los procesos de salud y enfermedad de los grupos sociales. Numerosos estudios" muestran que en las concepciones esenciales del discurso biomédico, ligadas al desarrollo de otros discursos científico-políticos, se produce una primera división que da sentido a 4. Desde I.os trabajos de Foucault (1966) a los Herzlich y Pierret (1984), pasando por los ya.cltados del historiador de la medicina y la ciencia G. Canguilhem, una inte~es.ante literatura correla~ion~ los presupuestos de las investigaciones y las prácticas medicas con las formas históricas de desarrollo social, utilizando una estrategia de análisis histórico magníficamente desarrollada por G. Bachelard (1948). Sin que ello presuponga la ad~pción de propuestas «postmodernas», desde mi punto de vista, falsamente «progresistas».
viduos sienten su mal. Al construir un objeto que se articula en torno
a la visualización del padecimiento de forma ahistórica y psicosomática la biomedicina abandona las explicaciones en términos de causalidades y construcciones socioculturales. Este proyecto teórico que se hegemoniza frente a otras corrientes de la medicina occidental (las salubristas, higienistas, preventivistas) contribuye a enmascarar y oscurecer el carácter social del padecimiento generando una terapéutica psicosomática, de corte individual, que desbarata la posibilidad de organizar una terapéutica social que supondría. no tanto un mayor coste económico, cuanto una
puesta en cuestión de unas determinadas relaciones sociales de reproducción. Como dato interesante hay que señalar que el 70 por 100 del presupuesto de investigación biomédica se dedica al estudio de pro5. Como Hahn y Kleinman (1983) en su ya clásico estudio, la biomedicina como etnomedicina de las sociedades occidentales se caracteriza por construir un objeto de análisis: la psicofisiologfa humana y más concretamente la patofisiologfa. Por desarrollar una división de saberes: las especialidades médicas. Y por desarrollar una prácticas profesionales que se justifican por la eficacia curativa de los tratamientos médicos.
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cesas mórbidos que afectan, principalmente, al 30 por lOO de la población mundial (según datos aparecidos en el diario El País referentes a un estudio realizado por la Organización Mundial de la Salud). Al constatar que uno de los elementos del proceso de hegemonización de la biomedicina se articula en torno a su eficacia físico-terapéutica para resolver los problemas derivados del padecimiento, no es de extrañar que la lógica en la que inscribe la atención sea precisamente la práctica curativa asistencial. La preferencia por el curar, frente al cuidar que caracterizaba a la medicina alopática hasta el primer tercio de este siglo, o el prevenir y educar que supuestamente caracterizaría a la medicina a partir de los años setenta ha sido detalladamente estudiada por C. Herzlich y J. Pierret entre otros (\991) Esta elección por la curación está directamente vinculada con el desarrollo de la teoría microbiana y sus primeros y espectaculares resultados terapéuticos en el tratamiento de algunas enfermedades infecciosas. Aunque como acertadamente describe Canguilhem (1971, pp. 17-18): Podría afirmarse que la teoría microbiana de las enfermedades contagiosas debió por cierto una parte no desdeñable de su éxito a lo que en ella hay de representación ontol6gica del mal. Al microbio, incluso si es necesaria la compleja mediación del microscopio, los colorantes y los cultivos, se lo puede ver; en cambio, sería imposible ver un miasma o una influencia. Ver un ser significa ya prever un acto. Nadie negará el carácter optimista de las teorías de la infección en cuanto a su prolongación terapéutica (la cursiva es mía).
Una parte fundamental de su éxito se debió a su capacidad para ver el mal, objetivarlo en el microbio y, por lo tanto, actuar parceladamente contra él. Dejando en segundo plano la constitución de una causalidad derivada de las formas sociales del padecer y oscureciendo el discurso de las personas en las que el mal se encarna. El acto médico del diagnóstico cada vez más se convirtió en un rastreo de signos-síntomas en un organismo despersonalizado por parte de un profesional que, asimismo, se percibe como deshistorizado. Y ello a pesar de las llamadas que determinadas corrientes de la historia de la medicina hacen para intentar contextualizar y resituar el desarrollo de los conocimientos médicos.
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Ahora bien, esta predilección por el curar de forma individual, aunque objetivada, y ahistórica es una de las mayores contradicciones con las que se enfrenta la biomedicina en su resolución de las formas sociales del sufrimiento. Siendo uno de los elementos de mayor y más profundo desencuentro entre la percepción de las personas sobre su padecimiento (illness) y sus dolores y la de los médicos sobre la enfermedad (disease), proceso mórbido sin sujeto y el dolor como signo sin pertenencia que hay que ubicar en ese proceso. El sufrimiento en cuanto padecimiento sociosubjetivo deja de ser convincente e importante al convertirse en el dolor. El dolor sin sujeto social se constituye en una construcción sociocultural de la biomedicina, pues como muy gráficamente describe Leriche (citado por Canguilhem, 1971, pp. 68-69 ): para los médicos que viven en contacto con los enfermos el dolor no es más que un síntoma contingente, enervante, ruidoso, difícil a menudo de suprimir, pero que habitualmente no tiene gran valor, ni para el diagnóstico ni para el pronóstico. El número de enfermedades que descubre es mínimo, y a menudo cuando las acompaña no sirve más que para equivocarnos.
Para los sujetos que sufren, en una gran mayoría de los padecimientos psicosornáticos, el dolor es la enfermedad. En ocasiones, es el único elemento que permite designar el mal, al constituirse en la sensación que reifica hace visible y articula la experiencia del sufrimiento. Hace consciente al sujeto de la existencia de su cuerpo, convirtiéndose por un proceso de resignificación metonímica en la privilegiada fórmula de apreciación de la patología medicamente construida y nombrada. Por el contrario, para la biomedicina, el dolor es el signo-síntoma (equívoco, molesto, no fiable, como señala más arriba Leriche) de un problema, que hay que reubicar en un cuerpo o en una parte del mismo; para ser medido, nombrado, enumerado -de ahí las escalas que se construyen para articular en el discurso controlable de los números algo tan difuso como las sensaciones; la escala visual analógica (EVA), la escala numérica que miden la intensidad del dolor o el cuestionario MacGill que mide la cualidad y la intensidady una vez explicado en referencia al problema que lo produce proceder a su tratamiento si es posible, y sobre todo atender a la elimina-
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ción del mismo por la atención y resolución de la causalidad, desig-
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nada en términos psicosomáticos, que lo provoca.
El dolor crónico y los «dolores» del parto: la resignificación del dolor
Al convertirlo en signo-síntoma objetivable, o que debe ser objetivado, la biomedicina ontologiza el dolor. Le concede la categoría de lo existente, sin necesidad de referirse a la forma en la que el padecimiento se encarna en el sujeto social que lo padece o a las formas sociales en las que se producen los procesos de sufrimiento. El dolor pertenece a la patología (y a veces ni eso, pues confunde), pero nunca a la mujer, el hombre, el anciano, la niña, sin los que no habría malestar. En consonancia con esta ontologización, la terapéutica y la
Se apuntaba que la orientación hegemónica de la biomedicina es la de la resolución, en términos de curación con la aplicación de una terapéutica, de una determinada patología. Por ello, el enfrentamiento con la existencia de enfermedades crónicas (cada vez más abundantes en el mundo occidental) es uno de los retos de más difícil solución con el que se enfrentan los médicos prácticos. Es decir, aquellos profesionales de la salud y la enfermedad que día a día y en
atención se orientan hacia la recomendación de tratamientos univer-
sus consultas, bien sean especializadas o de atención primaria. con-
salizantes (analgésicos, para todos) que no toman en consideración las construcciones socioculturales del dolor y sus diferencias. Se descartan desde esta perpectiva otras formas de tratamiento que implican
viven con el dolor crónico encarnado en sujetos concretos, sus pacientes, que sufren enfermedades, para las que la medicina no tiene solución, y que acuden con una demanda de resolución del sufri-
la reconducción de la sensación dolorosa hacia un universo de cons-
miento que sienten.
trucción de sentido, relacional y social, y que sin duda en determinadas ocasiones tienen una eficacia terapéutica mucho mayor que la del
En un estudio que realizamos, a petición del Servicio de Reumatología del Hospital Ramón y Cajal (Devillard, Otegui y García, 1991), trabajamos con un grupo de enfermos de artritis reumatoide --enfermedad crónica altamente invalidante y dolorosa- para intentar comprender y analizar los procesos socioculturales por medio de los cuales las personas que padecían la enfermedad construían y encarnaban el mal. Abordando no sólo la forma en la que describen y perciben los dolores derivados de la deficiencia músculo-esquelética, sino además los contextos sociales que el propio desarrollo de la enfermedad impone en su demanda de medidas terapéuticas. Una de las conclusiones más interesantes del estudio, en referencia con el tema que nos ocupa, fue las diferencias que encontramos en las peticiones que realizaban a los médicos y otros sanado-
medicamento.
Se ha demostrado, por ejemplo, el papel benefactor que desempeñan, en la percepción y asimilación del dolor por parte del sujeto que lo padece los grupos de autoapoyo (significativamente en enfermedades crónicas dolorosas), que con experiencias similares reubican y resignifican las experiencias dolorosas al compartir experien-
cias similares. a la importancia que tiene una explicación clara y sencilla por parte del profesional sanitario sobre las sensaciones que se van a sentir y su porqué para afrontar los procesos dolorosos de los postoperatorios. a la cada vez mayor conexión que se está estableciendo entre las formas de afrontar la enfermedad (con optimismo, esperanza, etc.) y el sistema inmunológico. Ejemplos que, en definitiva, nos señalan la eficacia terapéutica del establecimiento de relaciones de intersubjetividad, comunicación, y expresividad para resignificar aquello que solamente puede ser entendido como contextual y relacionalmente construido. El dolor, pues, debe reconvertirse en el sufrimiento (socio subjetivo) si de verdad queremos atender a su eficaz tratamiento y cuidado.
res en relación con los tratamientos paliativos del dolor. Diferencias
que no estaban directamente relacionadas con el grado de afectación de los pacientes, ya que todas las personas que constituyeron nuestra muestra, y según indicaciones de los reumatólogos, estaban en un mismo nivel de afectación de la deficiencia músculo-esquelética. Diferencias que, en consecuencia, debimos correlacionar con variables socioculturales para su explicación. Así, por ejemplo, observamos que la mayor demanda de tratamientos farmacológicos de choque, independientemente de sus posibles efectos secundarios ne-
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gativos, se daba entre aquellas personas que debían atender demandas sociolaborales inmediatas: amas de casa con hijos pequeños en las que la aparición del dolor -fuera el de la crisis aguda o el cotidiano~ ponía en una situación de emergencia no sólo a su cuerpo, sino, sobre todo, al.habitual desarrollo de las relaciones domésticas. Por el contrario, en los casos en los que por la edad del paciente o por la situación sociolaboral se podía rearticular un proceso de autoatención (con masajes, vendas, etc.) para resistir el sufrimiento cotidiano, el tratamiento farmacológico agresivo (con corticoides) se reservaba para los momentos dolorosos de las crisis agudas de la artritis. La utilización diferencial de tratamientos se correlacionaba, de manera muy directa también, con las formas de reconstruir la identidad por parte de las personas afectadas, interactuando con la idea de proceso que lleva aparejada una enfermedad que es progresiva. La resignificación que se hace del concepto' de persona, desde la experiencia de convivencia con la artritis -estar lúcido en algunos casos, valerse, moverse-e- orientaba de manera muy significativa la demanda de tratamientos. De tal forma que en muchas ocasiones se prefería la convivencia con el dolor, ya ubicado en una construcción de sentido ---que se articulaba de manera prioritaria por el diagnóstico y pronóstico médico- a la utilización de tratamientos, como, por ejemplo, los quirúrgicos, que aún resolviendo el problema del dolor en una articulación afectada imponía un nivel de inmovilización que estaba en contradicción con la construcción de esa nueva identidad personal." El otro ejemplo etnográfico que nos servirá de breve reflexión sobre el dolor es el de las vivencias del parto. La experiencia de traer un nuevo ser al mundo constituye en todas las sociedades y culturas, de las que no está excluida la nuestra, uno de los momentos más simbolizados, ritualizados y semantizados. No es casualidad que el eminente antropólogo Lévi-Strauss (1958) le dedicara uno de los más bellos estudios sobre la eficacia simbólica de determinados rituales mágico-terapéuticos. En este trabajo el autor nos describe y analiza las prácticas terapéuticas que utiliza el chamán de los indios cuna de 6. Para un mayor detalle sobre las representaciones de los enfermos de artritis reumatoide y las terapéuticas, véase Otegui (1989).
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Panamá ante los partos difíciles; prácticas articuladas alrededor del recitado del chamán que a través de la palabra, y en referencia a las creencias de los cuna, ubica, guía y reconstruye el sentido de las sensaciones que la parturienta está experimentando y que al referirse a un mundo de representaciones culturalmente reconocibles por la mujer la ayudan a ordenar y controlar las formas de su sufrimiento. Sufrimiento, el del parto difícil, que al dotarse de sentido proporciona a la mujer la capacidad de organizar y visualizar los procesos por los que su cuerpo está pasando. El recitado mítico, por lo tanto, constituye un elemento terapéutico de primer orden al organizar la experiencia corporal en un constructo cultural conocido y manejable. En nuestro país, las formas del parto pasan de manera hegemónica por el entramado operacional de la biomedicina, entramado que incluye el humillante rasurado del pubis, ninguna posibilidad de elección de la postura de parto y la imposición de la mesa de parto más cómoda para el ginecólogo y más inoperante para el esfuerzo que debe hacer la mujer, una elevadísima tasa de cesáreas en la sanidad privada (23 por lOO según un reciente estudio para el País Vasco) que no se justifica más que en razón de criterios económicos, y en cada vez más ocasiones monitorización que impide la rnovilidad, por poner algunos ejemplos, de prácticas contrarias a las propias recomendaciones de la OMS. Operaciones, todas ellas, que apuntan hacia la alienación del cuerpo de la mujer, objeto de intervención médica que, al construir el proceso del parir de manera organicista, sin tomar en cuenta, la mayoría de las veces, las formas en que las mujeres están abordando este proceso biológico tan fuertemente culturizado, refuerzan las representaciones sociales del «parirás con dolor» del mandato bíblico; mandato al que sólo se contrapone el método universalizante de la anestesia epiduraJ. El tratamiento farmacológico de los «dolores» del parto no hace más que reafirmar la inevitabilidad de los mismos; al naturalizarlos, oscurece y oculta su carácter de sufrimiento culturalmente constituido y organizado. La mujer y sus sensaciones ya no son más sujetos sociales con posibilidad de control de su experiencia de parto. Semantizada como un cuerpo sobre el que se interviene, se la priva de la posibilidad de vivir y de pensar en un parto sin dolor, concebido como una experiencia de subjetividad de unas sensaciones culturalmente corporeizadas.
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A pesar de ello encontramos, en ocasiones," a profesionales que desde la práctica clínica de la medicina alopática, y sin renunciar a la utilización de ingenios técnico-profesionales cuando el embarazo y el parto lo demandan, utilizan otras técnicas y/o métodos que lejos de objetivar el cuerpo de las parturientas -anestesias epidurales, moni-
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lor -aparentes excepciones que acaban siendo muchas-o Trabajo en grupo en el que se plasman las formas socioculturales aprendidas so-
Relato que se complementa, en el hospital y la sala de partos, con la guía y orientación del médico-sanitario que, a la manera del chamán cuna, pero con la base del conocimieuto médico-científico, ha restituido a la mujer su capacidad de poder conocer y, por lo tanto, comprender y dominar, en un mundo de significados compartidos, sus formas subjetivas de respuesta ante la experiencia del parto. Resituación de las sensaciones percibidas que, sin desvalorizar el papel y el protagonismo de la mujer al dar a luz, traslada el problema del dolor a la acepción que en sentido figurado tiene la palabra pains -trabajos en inglés-. Es decir, el parto es trabajo y esfuerzo, pero no tiene por qué ser dolor. Técnicas que, finalmente, nos remiten a la importancia que adquiere la construcción de formas de intersubjetividad y negociación entre los prácticos clínicos y los sujetos objeto de sus intervenciones. Sirvan estos ejemplos etnográficos de las diversidades de los sufrimientos para mostrar que cuando hablamos de los factores culturales del dolor nos referimos a las formas histórico-sociales en las que los padecimientos, desigualmente repartidos, se encarnan en una subjetividad que los dota de sentido y que, tal y como Wittgenstein señalaba. se expresa, se enseña y se articula en «palabras y oraciones»; es
bre el momento que se avecina.
decir, en las construcciones socioculturales de las sensaciones.
torizaciones, cesáreas sin necesidad, ecografías continuas que hacen
que se pierdan las técnicas médicas del palpar- restituyen a la mujer en su subjetividad. Técnica como la del grupo de discusión de futuras parturientas que, hablando en profundidad de sus saberes y representaciones culturales del parto, verbalizan, sacan a la luz y expresan sus miedos y angustias. Reflexionan sobre todo aquello que han oído en cada uno de sus detalles, sobre los procesos de descontrol y dolor, pero también sobre aquellas situaciones conocidas, y en momentos tan cercanos al parto, casi olvidadas de experiencias cercanas (de una abuela que casi se le cae el niño al suelo al no percatarse de que estaba pariendo, o de una amiga que tuvo un parto estupendo), en las que se refieren formas de parto sin sufrimiento, Con esfuerzo pero sin do-
Práctica que se completa con la resignificación que proporciona el médico y/o el personal sanitario, que desde sus conocimientos médico-profesionales va acabando, uno a uno, con los misterios y los mitos construidos en tomo al proceso de traer un nuevo ser al mundo. Resemantizacián del proceso que permite construirlo en unas nuevas coordenadas en las que el dolor, culturalmente relativizado en el su-
Bibliografía
frimiento, ya no es un elemento inherente y consustancial al parto. Discurso profesional que al dar una clara y detallada explicación de lo que puede o va a pasar -tomando como base los discursos del grupo de parturientas en sus especificidades-, proporciona a las mujeres los elementos de conocimiento suficientes para poder controlar y
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colocar las sensaciones que van a experimentar.
7. Sirvan estas líneas de pequeño homenaje al doctor Hemandez, recientemente fallecido, que como algunos otros profesionales médicos y sobre todo Como muchas ~atr~nas nos han ayudado a muchas mujeres con sus prácticas profesionales, no medlcahza.ntes, a romper ~a maldició~ del «parirás con dolor». Debiendo señalar que desgracladam~nte este tipo de prácticas más o menos alternativas sólo SOn asequibles para un reducido grupo de mujeres que tienen medios económicos suficientes.
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Una característica evidente, casi podríamos decir incontrovertible, de la psiquiatría contemporánea es su tendencia a la biologización y a la tecnificación, y al abandono del interés por el papel de los factores culturales y sociales en la enfermedad psíquica. Con el desarrollo de la biología molecular y de técnicas como la tomografía axial computerizada (TACl, la resonancia magnética nuclear (RMN) o la más reciente tomografía por emisión de positrones tPositron Emission Tomography o PET) se han abierto nuevas posibilidades para el conocimiento de los procesos biológicos de los trastornos mentales. A ello se ha sumado el auge de la psicofarmacología (antidepresivos, neurolépticos, ansiolíticos, litio, etc.) y de la terapia electro-convulsiva (TEC), así como el desarrollo de hipótesis sobre la causación neuroquímica, hormonal, genética e incluso vírica de los diferentes trastornos mentales. Como un resultado esperado de este proceso de biologización, las tendencias psicológicas y psicosociales que basaban su práctica en la escucha atenta del relato del paciente, la empatía o el análisis de la estructura familiar han quedado relegadas a un segundo plano (Jackson, 1992). Hoy en día los trastornos mentales ya no son percibidos, al menos mayoritariamente, como enfermedades peculiares cuyos síntomas responden a mecanismos culturales, psicológicos y/o biográficos. Por el contrario, ahora los trastornos mentales son aprehendidos bajo la analogía de las enfermedades físicas y sus síntomas son entendidos como señales de una disfunción biológica subyacente. Por esta razón resulta relevante discutir el papel de los factores culturales en la psiquiatría contemporánea.
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En principio, asumir la analogía de las enfermedades físicas ha creado un mayor acercamiento de la psiquiatría al modelo de la medicina occidental, también llamada biomedicina, medicina alopática, cosmopolita, científica o, de forma menos etnocéntrica, «etnornedicina orientada fisiológicamente» (Hahn y Kleinman, 1983). Es lo que algunos autores han definido como «el retorno de la psiquiatría a sus raíces médicas» (Robins y Helzer, 1986). Un reencuentro con los «orígenes» que toma como referentes históricos más significativos los trabajos clínicos y taxonómicos de Emil Kraepelin realizados entre 1885 y J 926. I Sin embargo, este acercamiento no ha sido un proceso indiscutible, sino que ha venido marcado por algunas incertidumbres. y es que surgen algunos problemas a la hora de situar la psiquiatría en el marco de la biomedicina: a) La dificultad en establecer los procesos fisiopatológicos específicos que producen la mayoría de los trastornos mentales. b) Los obstáculos a una intervención directa y precisa sobre las vías etiopatogénicas.
e) La debilidad de los criterios diagnósticos y las taxonomías existentes. d) El especial enlace que se produce en los trastornos mentales entre el órgano alterado (el cerebro) y la conciencia del paciente; un lugar en el que realidad biográfica (relato del paciente) y dominio biológico (al-
teraciones neuroquímicas) parecen encontrarse.
El propósito de este texto es reflexionar sobre una de estas problemáticas, concretamente sobre la debilidad de los criterios vigentes hoy en día para el diagnóstico de los trastornos mentales. La tesis que aquí se defiende es que una de las insuficiencias descriptivas más flagrantes de las últimas nosologías psiquiátricas es precisamente el tratamiento de los factores psicosociales y culturales como fenómenos biológicos. Pero veámoslo con mayor atención y profundidad.
l. En otro lu~ar hemos analizado más extensamente la relación de los planteamientos de Kraepehn con las fórmulas clasificatorias contemporáneas. Véase Martínez Hernáez (1999).
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El neokraepelinisrno y sus taxonomías La orientación biomédica en psiquiatría, también conocida como neokraepelinismo, ha sido definida como una tendencia caracterizada por el énfasis en la clasificación, la descripción precisa de los cuadros clínicos, la oposición a la perspectiva psicoanalítica, el interés por la investigación clínica y epidemiológica, y el reduccionismo biológico o psicobiológico de los procesos mentales (Guimon, Mezzich y Berrios, 1987, p. 5). Las taxonomías emblemáticas de este paradigma son el Diagnostical and Suuistical Manual of Mental Disorders versión número III o OSM-Ill, el OSM-IIIR y el más actual OSM-IY. Los tres manuales guardan entre sí una relación de continuidad y también de 2 continuismo, pues salvo una tímida introducción en el OSM-IV de la dimensión cultural de los trastornos mentales, cualquier lector puede percibir por sí mismo que se trata de tres manuales prácticamente idénticos. El primero de ellos, el OSM-III, es un manual diagnóstico coordinado por Spitzer y publicado originalmente en 1980. Anteriormente se habían editado otras taxonomías de orientación similar, como los Feighner Criteria o los Research Diagnostic Criteria (ROC). Sin embargo, ninguno de estos criterios tuvo un impacto tan importante en la psiquiatría contemporánea como el OSM-III. Una buena prueba de ello es que, si bien originalmente se redactó para su uso exclusivo en el contexto norteamericano, ha sido posteriormente publicado en veinte lenguas diferentes y en numerosos países, e incluso ha superado a las ediciones de la Clasificación Internacional de Enfermedades (ClE) de la OMS. Por ejemplo, la última versión de la ClE (ClE-10) ha incorporado gran cantidad de criterios semánticos y nosológicos del OSM-III(R) reflejando, así, el alcance de la hegemonía de la psiquiatría norteamericana en el panorama mundial (OMS 1992; Pichot, 1990). El OSM-III se elabora en un contexto de biomedicalización de la práctica psiquiátrica que forzará la demanda de una clasificación diferente a los planteamientos más psicosociales y psicoanalíticos de
2. Aquí no vamos a analizar las taxonomías de la Organización Mundial de la Salud. No obstante, gran parte de lo comentado es también pertinente para ellas.
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sus antecesores: el DSM-P y el DSM-I1.' En este escenario se plantea la elaboración del DSM-I11 a partir de una serie de objetivos como la creación de una clasificación útil para tomar decisiones y pautar tratamientos, que incluya categorías diagnósticas fiables, que sea el fruto del diálogo entre las diferentes orientaciones de importancia en aquel momento (incluidas teóricamente las psicosociales y el psicoanálisis), que sea compatible con los criterios diagnósticos de la CIE de la OMS y que permita eliminar las nosologías que hayan perdido su vigencia como el concepto de neurosis (Spitzer, 1983, pp. 2-3). Objetivos que han suscitado no pocas discusiones e interrogantes. Uno de los principios más criticados del DSM-I11ha sido el proyecto de elaborar una clasificación integradora de las diversas tendencias teóricas. Estas críticas se articulan en torno a dos cuestiones interdependientes. En primer lugar, se ha tratado de poner en evidencia la clara hegemonía en los comités de asesoramiento de los defensores de la orientación biomédica y neokraepeliniana. Debido a esta circunstancia, y aunque es cierto que en el proceso de elaboración intervinieron profesionales de diferentes tendencias teóricas, el DSM-I11 se convierte en el reflejo de la supremacía de una tendencia teórica sobre otras, y no en el resultado de un proceso neutral e integrador. Como ha indicado Michels: 3. El DSM-I, preparado por George Raines, era un clasificación basada en el sistema taxonómico de la «Administración de Veteranos» que había ideado Menninger y que trataba de desarrollar una alternativa a la versión sexta de la Clasificación Internacional de Enfermedades. En él se observa el uso frecuente de conceptos tales como «reacción», «reacción psiconeuróticax y «reacción esquizofrénica». que ponen de manifiesto la influencia de las teoría meyerianas sobre la etiología de los trastornos mentales. Por otro lado, es también patente la influencia de las escuelas psicoanalíticas en la utilización de la noción de mecanismos de defensa para la explicación de las neurosis y los trastornos de la personalidad. El DSM-I es decididamente un manual diagnóstico de orientación psicodinémica (Grob, 1991a y 1991b; Spitzer, 1983). 4. El DSM-Il, publicado en la década de 1960 (la comisión de estudio se inició en 1965), no difiere excesivamente de su antecesor. Se elabora, al igual que el DSM-l, bajo el auspicio de la Asociación Americana de Psiquiatría y trata de adaptar la ClE vigente en aquel momento (CIE-8) al contexto norteamericano. Quizá lo más relevante de este manual es el abandono del concepto de reacción, la posibilidad de elaborar un diagnóstico múltiple -alcoholismo en un caso de depresión por ejemploy la utilización de términos diagnósticos amplios sin una estructuración teórica definida. Aunque el DSM-II es menos explícito con respecto a su orientación teórica. algunos autores lo definen como una continuación del DSM-I (Robins y Helzer, 1986; Spitzer, 1983).
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El comité de asesoramiento que forjó el DSM-IIl no fue representativo de los intereses. los valores y la diversidad teórica de la profesión. Más bien estuvo compuesto por una, y sólo por una, «escuela invisible» de
la psiquiatría americana(1984, p. 549). La «escuela invisible» a la que se refiere Michels es la orientación neokraepeliniana que se había desarrollado desde la década de 1960 en torno al Departamento de psiquiatría de la Universidad de Washington (Robins y Helzer, 1986, pp. 410-411). Su hegemonía en la preparación del DSM-III ha sido destacada también por AlIan Young. En principio, el proceso de elaboración de la nosografía norteamen. cana es definido como abierto y plural por parte de sus principales creadores; sin embargo, Young piensa que: Es difícil de creer que tantos especialistas representando sendos puntos de vista se pusieran de acuerdo para reemplazar un lenguaje psiquiátrico establecido por otro nuevo [... ) el espíritu pluralista fue, sin excepción,limitado a algunos aspectos de contenido [... ] Por otro lad~, l~ estructura del DSM-IIl fue el producto de un círculo de especialistas relativamente pequeño conocido entre ellos mismos y entre sus críticos como los neokraepelinianos (Young, 1991, p. 176).
Young parece tener razón en este punto. El DSM-I1I es una clasificación cuya estructura recuerda las taxonomías que desarrolló Kraepelin entre 1885 y 1926. Además, la desaparición del concepto de neurosis y la limitación del valor heurístico del concepto de PSICOsis son ejemplos de cómo a nivel de la estructur~ del DSM-III ~e trata de establecer una clasificación que no permita excesivos flirteos con las teorías psicoanalíticas. De poco servirá que en la dimensión de las categorías diagnósticas se permita la introducción puntual de términos más cercanos a la orientación psicodinámica, porque, mientras la estructura sea de tendencia neokraepeliniana, la lógica del DSM -III impedirá cualquier formulación teórica contradictoria con el modelo general. . . En segundo lugar, la crítica ha ido dirigida al procedimIento de selección de las categorías diagnósticas que debían entenderse como «válidas» y «fiables». En epidemiología, la validez de una categoría es su capacidad de adecuación a la realidad; es decir, su potencialidad para definir aquello que tiene que definir. Por otro lado, la fiabilidad se
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entiende como la concordancia de los dictámenes de diferentes pro-
fesionales sobre una serie de casos. En otras palabras, la medida en que pueden diferenciarse unos casos de otros, unas especies de otras. Más exactamente, y como se define en los manuales epidemiológicos: ... validez (validity) es el grado en el que los resultados de una medición corresponden con el verdadero estado de los fenómenos que se están midiendo. Otra palabra para validez es exactitud (accuracy).
y por otro lado: Fiabilidad (reliability) es el grado en el cual las mediciones repetidas de un fenómeno relativamente estable caen cerca unas de otras. Reproductibiíidad (reproducibility) y precisión (precision) son otraspalabras
para esta propiedad (Fletcher, Fletcher y Wagner, 1989, pp. 22 Y23, respectivamente; lacursiva es de los autores).
Debido a las dificultades para establecer la validez de las categorías y criterios diagnósticos en psiquiatría, los ensayos del DSM-I1I se llevaron a cabo tomando Como base primordial el criterio de fiabilidad diagnóstica. Así, en una etapa previa a la redacción definitiva se evaluó la fiabilidad del diagnóstico a partir de parejas de clínicos que emitían juicios sobre varios cientos de pacientes (Spitzer, 1983, p. 5). La fiabilidad mostró ser más alta en el DSM-I1I que en clasificaciones anteriores como el DSM-Il. Pero la fiabilidad ofrece sólo un índice de concordancia entre juicios diagnósticos, no una medida de validez. De esta manera, y aunque la validez requiere siempre de una cierta fiabilidad, las categorías defendidas por la mayoría emergieron como las categorías más fiables. Además, como han subrayado Faust y Míner en una interesante crítica al DSM-Ill, No existe ninguna base empírica que permita afirmar que un sistema acordado por la mayoría tiene mayor validez científica que otro. Oe hecho, muchos de los grandes descubrimientos científicos fueron recha-
zados inicialmentepor la mayoría (1986, p. 963). En última instancia, lo único que demuestra la fiabilidad es que el grupo de profesionales que han de emitir juicios clínicos es lo sufi-
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cientemente homogéneo como para estar de acuerdo en ciertas presunciones. En este contexto, las categorías y criterios diagnósticos
que son defendidos por la mayoría se convierten en las nosologías más fiables y, no menos importante, el problema de la validez, de si las representaciones que se utilizan corresponden verdaderamente a los fenómenos que tratan de denotar, continúa permaneciendo como una incógnita. En definitiva, tanto la hegemonía de la tendencia neokraepeliniana, como la demostración de su superioridad a partir del artefacto de la fiabilidad de las categorías, hacen del DSM-I1I un claro ejemplo de cómo pueden combinarse declaraciones de intenciones integradoras con propósitos claramente partidistas. No obstante, esta nosología norteamericana se presenta como marcadamente ateórica y descriptiva. Al margen de los casos en que se conoce una etiología determinada, como en los trastornos mentales orgánicos, el DSM-III y sus continuadores no tratan en apariencia de introducir hipótesis causales ni de tratamiento, sino que se limitan a presentar el conjunto de síntomas y características que aparecen asociados a cada trastorno. Como indica Spitzer en la introducción del DSM-I1I: Como el DSM-III es en general ateórico con respecto a la etiología, intenta describir de forma comprensible las manifestaciones de los trastornos mentales y sólo en contadas ocasiones intenta mostrar cómo se producen estas alteraciones [... ]. A esta aproximación se la puede denominar descriptiva en la medida en que las definiciones de los trastornos generalmente consisten en descripciones de su sintomatología
clínica (Spitzer, 1983, p. 10). En la versión revisada del DSM-IlI (el DSM-IlIR) se reitera el carácter ateórico y descriptivo de la taxonomía (Spitzer y Williams, 1990, p. xxm). Incluso en el DSM-IV, y a pesar de su tono menos positivista, se percibe ya desde las primeras líneas un talante claramente empiricista (APA 1995, p. XIX). En el DSM-lll, la condición de manual ateórico es justificada por la dificultad de integrar las diferentes tendencias teóricas cuando se parte de hipótesis etiológicas específicas. El ejemplo de la fobia se utiliza como paradigma de la posible discordancia. Unos, los de tendencia psicodinámica, piensan que los trastornos fóbicos suponen un desplazamiento de la angustia resultante del fracaso de las operacio-
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nes defensivas. Otros, los conductistas, entienden los síntomas fóbicos en términos de «aprendizaje de respuestas de evitación a la ansiedad condicionada». Finalmente, los que defienden una hipótesis orgánica asocian los trastornos fóbicos a disfunciones de los sistemas biológicos básicos (Spitzer, 1983, pp. 9-10). En este panorama de hipótesis y coberturas teóricas diversas, la razón aparente del DSM-I1I es la de ofrecer la posibilidad de un diagnóstico basado en las manifestaciones clínicas, pero asumible por las diferentes tendencias a pesar de la variedad de explicaciones sobre los procesos que producen esta sintomatología. La racionalidad que estructura a los nuevos DSM se descubre, pues,como fundamentalmente clasificatoria. Se trata de definir las manifestaciones de la forma más precisa posible para evitar un grado elevado de inferencia. Y estas manifestaciones pueden ser «signos y síntomas conductuales fácilmente identificables», como «la alteración del estado de ánimo», «la desorientación» o «la agitación psicomotriz». De hecho, los diferentes signos y síntomas son clasificados según presuntas familiaridades que componen trece agrupaciones fundamentales: síntomas de la actividad, síntomas de ansiedad, de conducta, de cognición/memoria/atención, de alteración de la conducta alimentaria, de la energía, de la forma y cantidad del pensamiento/lenguaje, del estado de ánimo/alteración de la afectividad, de la alteración perceptiva -incluyendo las alucinaciones-, signos y síntomas físicos; síntomas de la alteración del sueño y, finalmente, síntomas del contenido del pensamiento -incluyendo las ideas delirantes (APA, 1990, pp. 254-255). Esta clasificación de especies sintomáticas se entrecruza con la taxonomía de tipos diagnósticos y de subtipos, componiendo finalmente un mapa completo del universo psicopatológico. Se supone que existen diferentes síndromes o conjuntos de signos y síntomas que aparecen unidos de forma recurrente a pesar de las variaciones individuales posibles. En esta compleja descripción de los cuadros clínicos se priman los factores que corresponden a las dimensiones biológicas, aunque retóricamente se entiendan también como relevantes las dimensiones psicológicas y conductuales. Sin embargo, los factores sociales quedan excluidos como criterios que puedan determinar el valor de anormalidad que presenta un determinado trastorno:
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En el DSM-lII cada uno de los trastornos mentales es conceptualizado como un síndrome o un patrón psicológico o conductual clínicamente significativo. que aparece en un individuo y que se encuentra asociado de forma típica con un síntoma perturbador (distress) o deterioro, en una o más áreas principales de funcionamiento (incapacidad). Además hay que inferir que se trata de una disfunción biológica, psicológica o conductual, y que esta alteración no sólo está referida a la relación entre el individuo y la sociedad. (Cuando la alteración se limita a un conflicto entre el individuo y la sociedad, podemos hablar de desviación social, que puede ser un término más o menos recomendable, pero que
no implica un trastorno mental.) (Spitzer, 1983, p. 8). En el DSM-IIIR y el DSM-1V también se hace explícita la misma consideración con respecto a los factores sociales: Ni el comportamiento desviado por ejemplo, político, religioso o sexual) ni los conflictos entre el individuo y la sociedad son trastornos mentales, a no ser que la desviación o el conflicto sean síntomas de una
disfunción (APA, 1995, p. XXI). Un corte limpio parece separar lo social de lo psicológico y de lo biológico. Los criterios sociales no se identifican como principios a partir de los cuales puedan diseccionarse los fenómenos psicopatológicos. De esta manera se redunda en la apariencia ateórica de estas taxonomías, así como en su objetividad y neutralidad científicas. La nueva psiquiatría se muestra impermeable a los juicios morales y a los valores culturales. No obstante, el carácter aséptico e individualizador de las manifestaciones de los trastornos mentales muestra en la práctica discrepancias a la hora de aislar lo conductualmente patológico de lo socialmente normativo, el trasfondo psicológico y biológico de los síntomas del universo cultural en el que son elaborados, el quehacer meramente clínico de los sesgos inducidos por la moral del profesional, el carácter «objetivo» de las clasificaciones de la puesta en práctica de una especie de «sentido común» corporativo. Quizá el ejemplo más representativo de estas discrepancias sea el llamado «trastorno antisocial de la personalidad» (APA, 1983, 1990 y 1995; Widiger y Corbitt, 1995, p. 103). En el DSM-I1IR se estipula para su diagnóstico la existencia de una conducta irresponsable y antisocial desde la edad de los quince años. Aquí antisocial alude a
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conductas y actitudes del tipo «incapacidad para mantener una con-
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llos para planificar y actuaciones impulsivas», «ausencia de interés
Una concepción errónea muy frecuente es pensar que la clasificación de los trastornos mentales clasifica a las personas; lo que realmente hace es clasificar los trastornos de las personas que los padecen. Por esta razón, el texto del DSM-IV (al igual que el texto del DSM-I1I-R) evita el uso de expresiones como «un esquizofrénico» o «un alcohólico» y emplea las frases «un individuo con esquizofrenia» o «un indivi-
por la verdad», «despreocupación por la seguridad propia o la de los
duo con dependenciadel alcohol» (APA, 1995,p. XXI).
ducta laboral consistente», «fracaso en adaptarse a las normas socia-
les con respecto a la conducta legal», «irritable y agresivo tal como se pone de manifiesto por luchas o ataques físicos repetidos», «fracasos
repetidos en el cumplimiento de las obligaciones económicas», «fa-
demás», «cuando actúa COmo padre o como cuidador carece de capacidad para actuar de manera responsable», «no ha mantenido una relación totalmente monogámica durante más de un año» y «ausencia
de remordimientos» (APA, 1990, pp. 184-186). Sorprendentemente, sólo hacen falta cuatro de estos diez criterios para' diagnosticar un trastorno antisocial de la personalidad. En el DSM-IV se han suprimido dos íterns (actitud parental irresponsable y no mantener una relación monogámica durante más de un año). Asimismo se ha reducido el número de criterios de cuatro a tres para realizar un diagnóstico. Con todo, estos cambios no suponen un correctivo al tono moralizante del DSM-I1I, pues los ítems suprimidos reaparecen en el texto de discusión que acompaña a los criterios diagnósticos para este trastorno. Lo que llama la atención en este tipo de nosologías es esta extraña forma de diseccionar el trastorno mental de su marco social cuando las conductas y actitudes que se constituyen en la práctica como criterios diagnósticos son claramente factores psicosociales e incluso principios morales. El trastorno antisocial de la personalidad es un claro ejemplo de esta contradicción entre una asocialidad teórica y una imposibilidad práctica de ceñirse a este modelo. La inspiración biomédica del DSM-I1I(R) y el DSM-IV queda patente, asimismo. en otra puntualización no menos importante: la definición de «trastorno mental». En los diversos manuales de esta saga se advierte que el concepto de «trastorno mental» no implica límites precisos, sino que adquiere un carácter ambiguo junto a otras nociones como las de «salud mental y física» o «trastorno físico»
(APA, 1990, p.
XXII;
1995, p. xxr). Se hace también énfasis en que
una clasificación de trastornos como la que se presenta no trata de ca-
talogar a los individuos particulares; una cosa son las enfermedades y otra muy distinta los individuos que las padecen:
Con este principio se trata de quebrar una asunción tradicional que marginaba a la psiquiatría por el lado de su objeto de conocimiento; a saber: la idea de que si gran parte de las enfermedades físicas responden a un padecer o a un tener: «1 padece una enfermedad cardiovascular», los trastornos mentales aparecen principalmente asociados no al tener sino al ser: «J es un esquizofrénico». Al romper los nuevos DSM con este presupuesto, se hace posible un acercamiento ontológico y epistemológico entre las enfermedades físicas y los trastornos mentales y, como contrapartida, la marginación del modelo psicoanalítico en beneficio del biomédico. Y es que para una psiquiatría científica, esta asociación entre ser y patología, entre biografía y trastorno mental es inexacta, por no decir errada. Al situar la enfermedad fuera del espacio del ser, los nuevos DSM ponen en juego varios presupuestos que, aunque fuertemente interrelacionados, pueden desgranarse a efectos analíticos. En una primera instancia, esta aseveración permite no generar una mayor es-
tigmatización de los individuos que sufren un trastorno mental; un tipo de fenómeno también presente en gran parte de las enfermedades físicas que suponen una cronificación: «un diabético», «un hiperten-
so», etc. No obstante, en un segundo avance, esta forma de entender los fenómenos patológicos permite a la psiquiatría adelantarse a cualquier intento de marginalización con respecto al modelo biomédico, ya que el tener parece más pertinente al dominio del cuerpo (soma) que al de la mente (psique). En ello hay una necesidad de diferenciar la enfermedad del enfermo para justificar el carácter «científico» del conocimiento psiquiátrico. Sin embargo, esta afirmación crea algunas dificultades, pues, como ha señalado Fabrega, Si bien en medicina general cualquier aproximación a la enfermedad supone un comentario acerca del cuerpo físico e indirectamente acer-
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ca del sujeto enfermo, la aproximación a la enfermedad en psiquiatría implica un comentario directo sobre el sujeto y del sujeto enfermo
(1990, p. 167; la cursiva es del autor). Porque, ¿qué formará parte del ser y qué del padecer? Si tomamos como referencia algunos síntomas que son utilizados como criterios diagnósticos en los nuevos DSM, podemos observar cómo la propia definición sintomatológica introduce una importante dosis de ambigüedad: «conducta antisocial», «conducta de evitación», «afectividad aplanada», «sentimientos de desesperanza», «irritabilidad», «ira», «agresividad», «notables cambios de humor», «conducta desorganizada», «distraibilidad», «conducta suicida» o «miedo a las situaciones sociales», entre otros. Incluso en categorías que responden a trastornos de supuesta etiología orgánica, como en la esquizofrenia, también resulta muy problemático diferenciar entre aquello que puede responder a una anormalidad neuroquímica u orgánico-cerebral como las alucinaciones, la fuga de ideas o la pérdida de la capacidad asociativa, y aquello que pertenece a la idiosincrasia del individuo en cuestión. ¿Dónde situar, por ejemplo, síntomas como el aplanamiento afectivo o el aislamiento social? ¿Cuál será el criterio exacto para diferenciar aquella entidad ajena que invade y altera el equilibrio orgánico y aquella otra que pertenece a la conciencia? Otra de las características de las taxonomías neokraepelinianas es su ambigüedad con respecto a si las diferentes categorías diagnósticas responden a enfermedades discretas. En la introducción de todos estos manuales se informa que las categorías no deben entenderse como entidades separadas. Contrariamente se dice; En el DSM-IV no se asume que cada categoría de trastorno mental sea una entidad separada, con límites que la diferencian de otros trastornos
mentales o no mentales (APA, 1995, p. xxu). Con ello se quiere dejar de lado la vieja polémica sobre si los diferentes trastornos responden a diferencias simplemente cuantitativas o a marcadas discrepancias cualitativas. De esta manera los nuevos DSM parecen mantener un carácter neutral, pues ni afirman ni niegan que existan familiaridades o parentescos entre las diferentes especies psicopatológicas. No obstante, la afirmación no evita que los diferen-
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tes trastornos sean construidos, finalmente, como entidades discretas. El ejercicio de diagnosticar implica siempre una delimitación del cuadro clínico. Además, la escuela neokraepeliniana ha defendido siempre las orientaciones prodiagnóstico frente a los planteamientos antidiagnóstico más propios de los modelos psicosociales. No es, pues, extraño que la analogía del trastorno mental como entidad discreta se desprenda de su propia estructura interna, porque si la coherencia del manual es fundamentalmente clasificatoria, lo lógico es que las diferentes categorías psiquiátricas aparezcan como unidades más o menos delimitadas. Pero los nuevos DSM van más allá de este simple ánimo clasificador, porque 10 cierto es que se presentan como un árbol de especies que no sólo dificulta la inferencia de conexiones dentro del marco de sus principales tipos o ramificaciones (trastornos de ansiedad, esquizofrenia y otros trastornos psicóticos, trastornos de la personalidad, etc.), sino que contradice la teoría, más propia de los modelos psicodinámicos, de que la enfermedad mental pueda articularse en una continuidad. Aquí no hay conceptos como el de «reacción» de Meyer presente en el DSM-I que permitan una relación de familiaridad entre los diferentes procesos patológicos. Es más, la propia necesidad de distinguir los diferentes trastornos con rasgos claros, observables y precisos refuerza la apariencia de cada especie como una entidad discreta y similar a cualquier patología física. Si por ejemplo analizamos la categoría «trastorno delirante», observamos que uno de los criterios fundamentales para su diagnostico es que «nunca se ha cumplido el Criterio A para la esquizofrenia» (APA, 1995, p. 308). En el caso del «trastorno depresivo mayor», uno de los tres requisitos necesarios para su diagnóstico es también que «nunca se ha producido un episodio maníaco, un episodio mixto o un episodio hipomaníaco» (1995, p. 352). Una idea similar articula los criterios de la mayoría de los trastornos, que necesitan para su correcto reconocimiento de un diagnóstico diferencial, de un contraste entre especies. En otras palabras, en los nuevos DSM se muestra como prioritario definir los límites entre los diferentes trastornos, pero no tanto sus familiaridades. Por otro lado, y como resultado de este procedimiento de disección en trastornos discretos, se ofrece la eventualidad de distinguir en un mismo paciente un variado repertorio de alteraciones (cornorbilidad). La razón es que tanto el DSM-I1I(R) como el DSM-lV introdu-
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ce un sistema multiaxial en el que el clínico puede ordenar Jos diferentes tipos de información. En el DSM-IV, el primer eje va destinado a los llamados «trastornos clínicos y otros problemas que pueden ser objeto de atención clínica», el segundo está reservado a los «trastornos de la personalidad y al retraso mental», el tercero a las «enfermedades médicas», el cuarto a los «problemas psicosociales y ambientales» y, finalmente, el quinto a la «evaluación de la actividad global». Uno de los ejemplos que introducen Jos autores es el siguiente: Eje 1: Trastorno depresivo mayor, episodio único, grave, sin síntomas psicóticos. Abuso de alcohol. Eje II: Trastorno de la personalidad por dependencia.
Eje III: Ningunos Eje IV: Amenaza de pérdida de empleo.
Eje V: EEAG ~ 35 (actual) (APA 1995, p. 35). A pesar de que existen cinco ejes, es importante anotar que los tres primeros son los que se contemplan en los informes clínicos usuales; mientras que los dos últimos cobran un carácter anecdótico, puesto que la mayoría de las veces sólo son utilizados en investigaciones específicas. Curiosamente, estos dos ejes no incluyen una información exclusivamente cualitativa, sino también cuantitativa. Por ejemplo, el resultado del eje V se consigue con la utilización de una escala (EEAG) que consiste, paradójicamente, en un continuum numerado del O al lOO en el que el clínico establece un juicio sobre la actividad psicosocial, social y laboral del paciente (APA, 1995, p. 34). Afortunadamente, la cuantificación no afecta en el DSM-IV al eje IV. Vale la pena anotar, sin embargo, que en el DSM-IIIR este eje sí que estaba sujeto a una cuantificación. Una muy.particular, por cierto, ya que en una escala para medir factores estresantes de tipo psicosocial que oscilaba entre el 1 y el 6, una «ruptura afectiva con la pareja» tenía un valor de 2, una «separación conyugal» de 3 y un «divorcio» de 4 (APA, 1990). Con ello se revestía una información, en la que además el juicio del paciente no era tenido en cuenta, con una apariencia de objetividad pretendidamente inequívoca. Adicionalmente, y por lo que respecta principalmente a los tres
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primeros ejes, las diferentes enfermedades aparecen claramente delimitadas y sin anotaciones sobre sus posibles relaciones. Incluso el propio individuo en el que cobra realidad toda esta nómina de categorías, enfermedades y circunstancias aparece prácticamente anulado como referente, pues los diferentes trastornos se articulan a partir de una lógica propia que no necesita de su materialización en una biografía. Y es que el énfasis recae aquí sobre las enfermedades y no sobre los enfermos. De esta manera, la idea de que un individuo «padece un trastorno» más que «es un trastornado» se ve reforzada; pues en la catalogación de la variedad de alteraciones que habitan el cuerpo del paciente (<<depresión mayor», «abuso de alcohol», «trastorno de la personalidad por dependencia»), se reafirma el modelo del «padecer» y se diluye la vinculación de la enfermedad con el «ser» del afligido. Al hacer eso el enfermo se convierte en un espacio mudo en donde simplemente coinciden diferentes especies patológicas. De poco servirá que en el DSM-IV se haya incluido un apéndice que incluye un guía para la formulación cultural y un glosario de síndromes dependientes de la cultura o que aparentemente se destaque la importancia de los factores culturales y sociales en la etiología, curso y pronóstico de los trastornos mentales.' La voz del paciente, sus juicios y sus afirmaciones no tienen cabida en el sistema multiaxial del neokraepelinismo. La cuestión de si el DSM-III y sus continuadores ofrecen verdadera importancia a las variables psicológicas y sociales ha sido un tema de gran polémica. Para sus defensores, que representan la orientación neokraepeliniana y biomédica, las nuevas clasificaciones constituyen uno de los avances más importantes en la moderna psiquiatría. Se argumenta que su inesperado éxito es una de las pruebas de su utili-
5. Una discusión interesante sobre el lugar de la cultura en las nosologías psiquiátricas puede encontrarse en Mezzich, Fabrega y Kleinman (1992) y en Fabrega (1992). Estos textos reflejan las críticas y comentarios que algunos expertos realizaron al comité de elaboración del OS M-IV en un congreso realizado en Pittsburg en 1991. Gracias a este tipo de aportaciones, así como a los consultores en temas transculturales del oSM-IV, el comité de elaboración introdujo mejoras relativas a la valoración de las relaciones entre la cultura y los trastornos mentales. Sin embargo, estas mejoras han sido finalmente demasiado tímidas, pues el nSM-IV trata de conjugar un enfoque naturalista, que es claramente hegemónico y que ya articulaba el oSM-llIR, con una orientación culturalista que es evidentemente subalterna. El resultado final es el tratamiento de los factores culturales y sociales como variables biomédicas.
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dad. También se matiza que en ningún momento se trata de eliminar la posibilidad de una aproximación psicológica y psicosocial a los trastornos mentales. De hecho, normalmente definen la orientación de los DSM como biopsicosocial y apoyan tal aseveración mostrando su carácter «ateórico. y las posibilidades de introducir los diferentes tipos de datos a partir de sus diferentes estructuras multiaxiales. Los DSM son exhibidos como un ejemplo de posible colaboración entre las diferentes posturas teóricas, como simples muestrarios de especies que permiten dotar de nombres a los fenómenos psicopatológicos. Con todo, esta imagen aséptica ha sido objeto de polémica por parte de diferentes sectores de la psiquiatría que no se ven reflejados en este tipo de nosologías, y que perciben en su aplicación los peligros de una práctica biornedicalizada, estática, descriptiva, falsamente objetiva y reduccionista (Faust y Miner, 1987, p. 962; Michels, 1984, p. 348; Pascalis el al., 1988, p. 359). El problema es que, a pesar de que los nuevos DSM se definen como nosologías integradoras, si se observan detenidamente sus di versas (pero prácticamente clónicas) estructuras multiaxiales se puede apreciar que se presentan dos ejes para el diagnóstico de los trastornos mentales y un tercero para las enfermedades físicas. En ellos no parece existir un espacio para lo psíquico, ya sea entendido a partir de un modelo de mecanismos de defensa, de conflictos intrapsíquicos o de tipo existencialista. Curiosamente, esta forma de cerrar el dominio de lo psíquico no se produce por la falta de uu eje como el segundo, especialmente indicado para los trastornos de la personalidad, sino por la lógica restrictiva y puramente diagnóstica que introducen estos manuales. Una situación similar se desprende de los dos últimos ejes (el IV y V) que ofrecen una información supuestamente psicosocial, pero como su cumplimiento no es indispensable para elaborar un diagnóstico, lo cierto es que prácticamente pasan desapercibidos. Además, la forma en que se estructura la información sobre los problemas psicosociales y ambientales es inapropiada para una contextualización sociocultural del caso, pues se está aplicando un modelo biomédico a unos datos de tipo sociocultural que aparecen en la realidad complejamente articulados. Un peligro sobre el que ya advirtió Scotch en un artículo programático de la antropología médica:
Ciertamente, la investigación médica que ha tratado variables socioculturales no ha sido especialmente sofisticada. Los médicos tienden a usar tales variables de una forma asistemática (1963, p. 31).
En el caso de los nuevos DSM se puede hablar, quizá, de una mayor sofisticación -que es en el fondo una pseudosofisticación técnica y a menudo cuantitativa-, pero en absoluto de un tratamiento adecuado de las variables socioculturales. De hecho, el modelo de entendimiento de los fenómenos fisiopatológicos es trasladado de forma sistemática al dominio de los fenómenos sociales y comportamentales, de tal manera que una condición culturalmente relativa, como «amenaza de pérdida de empleo», acaba reificándose en términos no muy diferentes a la evidencia de «trastorno depresivo mayor» o «cirrosis hepática». En el fondo estas taxonomías muestran un tipo de óptica claramente biomédica. Y ello a pesar de que inicialmente el lector pueda advertir una ligera discrepancia terminológica. La disparidad consiste en que, si bien la perspectiva biomédica suele presentarse como una aproximación reductiva en la que lo social puede resumirse en lo psicológico y esta última instancia en un orden biológico, los nuevos DSM se presentan explícitamente como modelos biopsicosociales en donde, aparentemente, se busca una integración de variables explicativas de diferentes dimensiones de realidad. Sin embargo, si se profundiza en la estructura de estos manuales, y en la forma en que son utilizados por sus usuarios, el modelo muestra no una paridad de dimensiones de realidad, sino más bien una subordinación que va al hilo del orden que se establece en el propio término biopsicosocial." Con ello, los DSM muestran su naturaleza reactiva contra las teorías psicológicas y psiquiátricas que situaban el origen de los procesos psicopatológicos en espacios no biológicos. Una reacción que se ha llevado a cabo con especial virulencia en Estados Unidos (debido probablemente al importante impacto que allí tuvieron después de la 2.' GM las teorías psicosociales y psicodinámicas), pero que rápida-
6. El término biopsicosocial condensa, de hecho, una jerarquía profesional en la que el psiquiatra asume el contenido principal (biológico), el psicólogo el secundario (psicológico) y el trabajador social el terciario (social). En esta jerarquía se establecen caminos posibles hacia abajo (biopsicosocial), pero no hacia arriba (sociopsicobiológico).
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mente se ha infiltrado como modelo hegemónico en la profesión psiquiátrica mundial. Una internacionalización que para sus propios defensores es: ... no sólo el resultado del imperialismo psiquiátrico, sino de la correspondencia entre las categorías y los fenómenos del mundo real. Unos fenómenos que tienen su paralelismo en las enfermedades físicas (Ro-
bins y Helzer, 1986, p. 410). . Interesante identificación entre categorías y fenómenos que permue presentar las nosologías psiquiátricas como entidades neutrales y, por lo tanto, no dependientes de un contexto histórico-cultural. Correspondencia entre las palabras y las cosas que desvela una orientación positivista de los fenómenos psicopatológicos.
La copia de los hechos El neokraepelinismo, como la biomedicina en general, guarda una estrecha relación Con la tradición filosófico-empirista del lenguaje. Autores tan diversos como Laín Entralgo (1961), Givner (1962) o Good (1977 Y 1994) han tratado de poner en evidencia que la teoría de Locke sobre el entendimiento humano y sus procesos constitutivos fue desarrollada a partir de las investigaciones médicas de su amigo Sydenham, fundamentalmente en lo que respecta a los conceptos de designación y clasificación." A pesar de que tendríamos que matizar que Locke es más un racional-empirista que un crudo empirista, lo cierto es que la vinculación que establecen estos autores entre empirismo y medicina occidental es claramente acertada. En el discurso médico que se ha desarrollado desde Sydenham, designar y clasificar han constituido dos actividades necesarias para el desarrollo del conocimiento. Pero no de un conocimiento especulativo o de un saber que tome conciencia de la distancia que separa a las palabras de las cosas, sino de un cono7". El propio Locke hace una referencia de honor a su amigo Sydenham en su «The Epistle to the Reader» que abre An Essay Concemíng Human Understandíng, Véase Locke (1975, pp. 9-10).
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cimiento que anuda la denotación y lo denotado bajo una relación isomórfica, De esta manera se ha eliminado toda distinción entre categorías biomédicas (ideacionales) y procesos patológicos (reales). Una categoría diagnóstica no es percibida como una construcción social más o menos arbitraria, que se caracteriza por su inscripción en un contexto cultural e histórico determinado, que es el resultado de formas históricas de tratamiento. Desde la psiquiatría biomédica, las categorías son entendidas como unidades reales y universalmente válidas. Ellas son la simple consecuencia de la evolución del conocimiento médico, de las investigaciones experimentales y del análisis epidemiológico. En otras palabras, de esa lógica interna que en su adecuación al mundo real permite dejar a un lado las categorías erróneas y resaltar las verdaderas (Robins y Helzer, 1986). Sin duda, una de las características que revela la circunscripción de los últimos DSM a este ideario de conocimiento es la ya citada autodefinición de taxonomías ateóricas y puramente descriptivas. Con ello se muestra la asunción epistemológica de entender el proceso de conocimiento en una determinada dirección: la que se dirige desde los hechos hacia la teoría y no la orientación que, inversamente, descubre los hechos a partir de una hipótesis teórica. Como los DSM se muestran como una simple presentación de trastornos, síndromes, síntomas y manifestaciones, el camino hacia la teoría emerge como una tarea inacabada que habrá de completar cada clínico de acuerdo con su bagaje teórico. Ahora bien, ¿es posible elaborar una descripción nosológica sin un tipo de teoría? Y ¿no será esta autodefinición ateórica un indicador de una teoría subyacente? Faust y Miner, en un artículo ya citado sobre las conexiones entre el empirismo y el DSM-III, han tratado de mostrar la imposibilidad de una aproximación ateórica como la que se propugna en esta nosografía: Nosotros pensamos que la apariencia de objetividad de los DSM-III es una ilusión. Es posible que en ellos la teoría y la inferencia hayan sido reducidas, pero en absoluto eliminadas. De hecho, estos textos están repletos de presupuestos y asunciones teóricas (1986, p. 963).
Desde este punto de vista, el DSM-III se manifiesta como una clasificación no exenta de presupuestos teóricos. Es más, es precisa-
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mente la negación de la teoría el elemento que permite situar este ma-
nual en el terreno del ideario empirista. Y es que para estos autores la restricción que se trata de imponer en el DSM-I1I a la inferencia y al desarrollo teórico es, en definitiva, la aplicación del principio baconiano de que la naturaleza se revela a sí misma mediante hechos y fenómenos objetivos y directamente observables. De hecho, la descripción precisa cumple el papel de reflejar con una serie de categorías un orden de realidad que se descubre más que se construye y que emerge en calidad de irrefutable. Un objetivo que según Faust y Miner es inalcanzable, no sólo para la psiquiatría, sino también para cualquier disciplina científica. En una línea similar, Fabrega (1987) ha ubicado el DSM-I1I en el marco de una epistemología naturalista de las enfermedades mentales erigida sobre el modelo de la botánica. Sin embargo, y según este autor, una taxonomía botánica difiere ontológicamente de una clasificación de trastornos psiquiátricos, pues mientras en la primera pueden establecerse correspondencias más ajustadas entre un objeto
y una categoría, en la segunda el asunto es mucho más complejo. La razón es que las manifestaciones de los trastornos mentales son, fun-
damentalmente, realidades conductuales que adoptan un mayor grado de abstracción (1987, p. 384). Un ejemplo que utiliza para clarificar esta distinción es el fenómeno de la comorbilidad; esto es, y como ya hemos indicado anteriormente, la existencia de diferentes criterios diagnósticos en un mismo caso y la dificultad de discernir qué pertenece a qué: ¿a qué pertenecerá la conducta agresi va del paciente, a un trastorno esquizofrénico, a un trastorno de la personalidad, a un trastorno por uso de sustancias?
Tanto en la apreciación de Faust y Miner como en la de Fabrega, se observa que el planteamiento que subyace en ese listado de síntomas, cursos, evoluciones y diagnósticos que componen los nuevos DSM no es un estado ateórico, intacto y posible, sino su circunscripción a una teoría empirista del lenguaje, a una doctrina que establece una identificación isornórfica entre las categorías y los fenómenos a designar. Diagnosticar se convierte, en las taxonomías neokraepelinianas, en el simple ejercicio de otorgar los nombres ya preestablecidos de las cosas. Con esta maniobra se trata de reducir la inferencia teórica de una manera muy similar a como la orientación positivista tradicional trataba de circunscribir su alcance teórico a «la copia de
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los hechos» (Habermas 1989, p. 93). Y es que las categorías emergen como representaciones que se adaptan a una realidad psicopatológica de la misma forma que el positivismo clásico entendía que el pensamiento podía adaptarse a los hechos. En este contexto, los DSM no se presentan como taxonomías ateóricas, sino que aquí la teoría, y de nuevo como en las escuelas positivistas, es limitada a la necesidad de justificar la autoeliminación de una reflexión sobre la relación entre sujeto y objeto de conocimiento, entre representaciones y hechos (o representaciones), entre categorías diagnósticas y manifestaciones psicopatológicas. El sesgo empirista no tendría tanta trascendencia si lo que estuviera en juego fuera clasificar especies arbóreas, fósiles o incluso enfermedades de la piel. Sin embargo, en el caso que nos ocupa el asunto es todavía más complejo, puesto que, como nos señala Fabrega, los trastornos mentales son generalmente realidades abstractas: no sólo involucran hechos, sino también, y fundamentalmente, comportamientos, experiencias, emociones y expresiones. En el desarrollo de su práctica clínica, el psiquiatra se encuentra con manifestaciones que más que signos físicos son quejas, comportamientos y expresiones de malestar. Dicho de otra manera, son reali-
dades lingüísticas y culturales expresadas por los pacientes y no tanto fenómenos físico-naturales que pueden ser observados por el profesional. El abultamiento del abdomen no dice nada por sí mismo; en cambio, «me duele el corazón» o «me siento decaído» son expresiones que nos remiten a un emisor, a un contexto y a un código de
significados. Sin embargo, los DSM resuelven rápida y superficialmente esta clara distancia reificando las expresiones de malestar, reconvirtiéndolas en realidades objetivas como un eccema o un abultamiento del abdomen. Tomemos algunos ejemplos ilustrativos. Un individuo presenta una esquizofrenia si, en su «fase activa» (durante un mes como mínimo), presenta dos síntomas como «ideas delirantes» y «lenguaje desorganizado» que se acompañan de una disfunción
social y laboral (APA, 1995, p. 285). Otro padece un «trastorno distímico» si, al menos durante dos años, manifiesta ánimo deprimido y al menos dos síntomas entre seis posibles, como «sentimientos de de-
sesperanza» y «baja autoestirna» (1995, p. 349). Un tercero sufre de «abuso de sustancias psicoactivas» si, por ejemplo, hace un «uso recurrente de la sustancia en situaciones en que éste es físicamente
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arriesgado (por ejemplo, «conducir estando intoxicado») durante un
hechos. sino representaciones de otras representaciones. Sin embar-
mes como mínimo. Un cuarto padece un «trastorno paranoide de la personalidad» si presenta cuatro manifestaciones entre siete, como:
go, en el manual no se insiste suficientemente en la necesidad de entender estos criterios como realidades culturales que dependen de un contexto nativo. Más bien, los criterios aparecen como una especie de hechos o significantes naturales que no están sujetos a una variabilidad cultural. «Alucinaciones auditivas», «sospecbas de ser explotado», «sentimientos de desesperanza» o «baja autoestima» se manejan como fenómenos factuales más que como resultados ineludibles de una interpretación y contextualización cultural. Las categorías y criterios aparecen, así, reificados y reconvertidos en. hechos positivos, naturales y directamente reconocibles. Pero, como es obvio, el peso de algunos interrogantes se hace evidente. Porque, ¿qué es sentimientos de desesperanza y desde el punto de vista de quién?, ¿sobre qué criterios determinar la baja autoestima?, ¿por qué entender la baja autoestima como una manifestación patológica", ¿cuál es la «base suficiente» para sentirse cuerdamente explotado? Por no entrar ya en preguntas como: ¿es verdad o es falso que el vecino saca la basura sólo para molestar al paciente? Al margen de la necesidad de diferenciar entre la verdad y la mentira, una tarea no sólo propia del clínico, sino de cualquier investigador de los comportamientos humanos, lo que resulta evidente es que estas preguntas sólo pueden responderse de acuerdo con un análisis del contexto social y cultural en donde los sentimientos de desesperanza, la baja autoestima o el sentirse explotado pueden adquirir un sentido. Evidentemente, la distancia que separa a las categorías (ideales) de los fenómenos (reales) no es una cuestión que se circunscriba a la psiquiatría, sino que es una condición de toda forma de conocimiento. No obstante, en la psiquiatría el tema se complica aún más que en otras disciplinas biomédicas que pueden limitar su metodología a la observación de procesos fisiopatológicos. La razón es que los criterios sintomatológicos que utiliza una nosología como el DSM-III(R) o el DSM-IV no responden, generalmente, a una realidad muda y asemiótica que pueda descubrir el clínico con su observación, sino al dominio de la experiencia del paciente y de sus expresiones. Los DSM muestran aquí la contradicción de proceder a una reificación de las expresiones del enfermo como si fueran hechos positivos y aislados. Pero un eccema o la representación radiográfica de un proceso neo-
1) «sospecha, sin base suficiente, que los demás se van a aprovechar de ellos, les van a hacer daño o les van a engañan>; 2) «preocupación por dudas no justificadas acerca de la lealtad o la fidelidad de los amigos y socios»; 3) «en las observaciones o los hechos más inocentes vislumbra significados ocultos que son degradantes o amenazadores (por ejemplo, el sujeto sospecha que el vecino saca la basura temprano sólo para molestarle)»; 4) «alberga rencores durante mucho tiempo, por ejemplo, no olvida los insultos, injurias o desprecios» (APA, 1995, p. 654). Llama la atención, no sólo la fragilidad de los criterios, sino la manera en que éstos se utilizan. Por un lado. es evidente que «albergar rencores», «no olvidar los insultos» o «sospechar que alguien se aprovecha de él» no son fenómenos directamente observables, sino que requieren de una fina interpretación, e incluso de una contrastación entre diferentes interpretaciones: la del supuesto afligido por un «trastorno paranoide de la personalidad» y la de su cónyuge, parientes y amigos. No obstante, el listado de criterios diagnósticos ofrece una imagen de las diferentes manifestaciones como elementos estables que, a la hora de elaborar un diagnóstico, pueden ser desgajados de su contexto histórico-cultural. Cierto es que en el DSM-IV se hace un énfasis especial y hasta el momento inédito en el análisis del contexto social y cultural del afectado (1995, p. 633). Ahora bien, difícilmente se puede llevar a cabo una contextualización cultural en toda su extensión cuando se parte de criterios diagnósticos en donde los diferentes atributos sociales y psica sociales han sido previamente biomedicalizados. De hecho, los factores psicosociales y socioculturales son convertidos en este manual en criterios diagnósticos y utilizados como realidades físicas que responden a un orden de realidad universal y reconocible. El clínico debe, entre todos ellos, hallar aquellos criterios pertinentes para descubrir una especie psicopatológica similar a las enfermedades de etiología física conocida. También debe proceder a valorar las manifestaciones y su duración temporal en términos de una agrupación lógica que le revele un diagnóstico. Ahora bien, y este es el problema, las agrupaciones que nos presentan los nuevos DSM no son representaciones que tratan de dar cuenta de
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plásico poco tienen que ver con la baja autoestima. El diagnóstico de esta última no puede llevarse a cabo sin entender que el objeto de conocimiento es un emisor humano, cuya conducta se inscribe en un contexto de significados y experiencias. De otra manera se corre el riesgo de encerrar el sentido de las expresiones de los afectados en los moldes de una especie de sentido común profesional o, si se prefiere, de una fiabilidad diagnóstica que no permita dar cuenta de una evidente variabilidad cultural. Con ello no queremos afirmar que la fiabilidad de unos criterios diagnósticos no sea importante y necesaria para la constitución de una clasificación válida, ni que sea imposible una cierta validación de las categorías diagnósticas. Más bien, el problema es que la validez de una categoría en psiquiatría necesita, tanto de una interpretación del contexto en donde los síntomas adquieren su sentido, como de una autorreflexión sobre el carácter auxiliar de las propias categorías. Como indica acertadamente Kleinman: La validación de las categorías diagnósticas no supone simplemente la verificación de los conceptos usados para explicar las observaciones. También supone la verificación del significado de las observaciones en un sistema social dado (un pueblo, una clínica urbana, un laboratorio de investigación). Esto es, la observación es inseparable de la interpretación. Las categorías diagnósticas no son cosas, [...] Las categorías son el resultado de desarrollos históricos, influencias culturales y negociaciones políticas. Las categorfas diagnósticas no son una excep-
ción (Kleinman, 1988, p. 12). Ciertamente, en los nuevos DSM se hace alusión a que la interpretación de los síntomas y de los trastornos mentales no es una tarea propia de la clasificación, sino del clínico que, de acuerdo con su diferente bagaje teórico y práctico, deberá llevar a cabo con posterioridad al diagnóstico. No obstante, si algo parece cierto es que la interpretación de los contenidos que relata el paciente queda limitada a la propia estructura descriptiva de unos criterios diagnósticos ya dados. De esta manera se dificulta una comprensión (Verstehen) y una interpretación (Auslegung) de las expresiones del paciente, que habrán sido ya reconstruidas en un formato de manifestaciones biológicas. Y todo en beneficio de unas categorías diagnósticas que, en última instancia, flotan a la deriva, pues son ajenas a un conocimiento de las bases etiológicas.
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En definitiva, el problema más crucial de las taxonomías neokraepelinianas es la forma de cerrar la interpretación de los fenómenos psicopatológicos y sus factores psicosociales asociados con una estructura descriptiva que se erige sobre el modelo de las representaciones como copia de los hechos. Claro está que con este ejercicio positivista se suprimen algunas incomodidades. En el dominio de la práctica, por ejemplo, la idea de isomorfismo entre categorías y hechos elimina el riesgo de la paralización: no olvidemos que la psiquiatría es también una técnica que requiere una capacidad de respuesta más o menos rápida. En el lado de la teoría, sin embargo, lo que se consigue es de otro orden: la supresión de una autorreflexión y una autocrítica sobre las propias categorías diagnósticas. Un peligro que ya señaló Breuer en Estudios sobre la histeria. Allí, y tras establecer su argumentación teórica sobre la histeria, Breuer avisaba al lector sobre la distancia que seguramente separarían las representaciones «auxiliares» que él y Freud acababan de componer y la realidad casi inalcanzable. Es más, culminaba Breuer, de ellas sólo podemos decir aquello «que de la tragedia dijo Teseo en Sueño de una noche de verano (de Shakespeare): "Aun lo mejor en este género no son más que sombras".» (Breuer y Freud, 1985, p. 260).
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12. El afecto perdido José Fernández-Rufete
A Higinio Marín
Condicionantes teóricos y acción clínica El análisis de los espacios clínicos desde la antropología ha puesto en evidencia un síndrome contradictorio de duda e interrogación respecto a los modelos médicos imperantes y su asociación con la cosificación de la realidad de los procesos de enfermedad/atención. Localizar una serie de ejes descriptivos en los mecanismos institucionales
y clí-
nicos implica asumir la existencia de una serie de determinantes culturales y sociales que hacen visibles las diferencias, las desigualdades y los procesos transaccionales que definen el campo de la medicina y a su acción clínica. Pretendo iniciar mi reflexión en torno a dos conceptos que con-
sidero fundamentales en este contexto y que pueden ayudar a desvelar, desde un primer momento, la lógica del orden de interacción en el campo de la medicina y, concretamente, en el espacio clínico: me refiero a los conceptos de estrategia e interés. Ambos conceptos operan implícitamente en aquellos núcleos fundamentales que, desde mi punto de vista, reorganizan y determinan constantemente cualquier principio relacionado con el orden y la interacción en el espacio clínico. El concepto de estrategia alude a los ejes de acción que no responden a un cálculo de objetivos predeterminado, sino que se orientan a partir de regularidades y configuraciones coherentes socialmente inteligibles para los agentes sociales. El concepto de interés, responde a dos objetivos, que recoge Wacquant:
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Medicina y cultura
En primer lugar, trata de romper con la visión ingenua de la acción social que se aferra a la frontera artificial que hay entre acción instrumental y acción expresiva o normativa, y que impide de esta manera el poder reconocer las diversas formas de ventajas no materiales que guían a los agentes que parecen desinteresados. Yen segundo lugar, sugiere la idea de que la gente es arrancada de un estado de indiferencia por los estímulos enviados por algunos campos. Yeso porque cada campo llena la botella vacía con un vino diferente. La gente no está preocupada por determinados resultados futuros implícitos en estarlo de posibilidad en el presente, a no seren la medida en que el hahitus la
predisponga a percibirlos y perseguirlos (1994, p, 31). Este concepto no sólo se opone al de desinterés, sino al de indiferencia. Ser indiferente quiere decir no estar motivado yeso es precisamente lo que no caracteriza cualquiera de los aspectos relacionados con el eje salud/enfermedad. «La indiferencia es un estado axiológico de no preferencia y es un estado de conocimiento en el cual somos incapaces de notar cualquier diferencia entre los envites propuestos en el juego» (Bourdieu y Wacquant, 1994, p. 93). Tener interés es reconocer, en el campo de la medicina, que aquello que puede pasar tiene sentido y que es importante porque así ha sido incorporado (y si es importante la salud lo es igualmente la enfermedad). Lejos de ser una invariante histórica, el interés es una arbitrariedad histórica, la construcción de un espacio ideológico relacionado con la enfermedad y los estados de salud, que no puede ser conocida si no es a través de un análisis histórico. Este interés específico que define el campo de la medicina se diferencia según la posición que se ocupe en dicho campo, según la trayectoria que define a cada uno de los agentes sociales implicados en el campo, así como del capital' de que dispongan. En relación con este último aspecto, el conocimiento médico en el contexto científico de la medicina representa una forma de expresión del capital simbólico que es reconocido legítimamente por el Estado' al otorgar unos l. Un capital es ~odo aquello que resulta eficiente en un campo determinado, como un arma que permite al que la posee ejercer un poder y una influencia. Por este motivo~ y como ha puesto de reli~v~ Bourdieu (1991a) en un trabajo de carácter empírico, e~ Igualmente tmportante definir qué es un campo como determinar las especies de capital que en él actúan y cuáles son, en definitiva, sus efectos. 2. Lo que en términos weberianos representa la «violencia legítima del Estado».
El afecto perdido
279
títulos que así lo atestiguan. Un fenómeno importante en la normalización del conocimiento y del saber médico .fue, como ha señalado Foucault (1990, pp. 120 Yss.), conceder a la universidad y a la propia corporación médica las decisiones sobre la formación médica y la concesión de títulos mediatizados por el Estado. Este conocimiento médico se expresa en actividades tanto teóricas como técnicas, pero fundamentalmente, y como vaya poner de manifiesto a lo largo de este capítulo, es en su relación con la medicina aplicada y particularmente hospitalaria donde los agentes sociales tienen acceso al saber médico a partir de unas condiciones específicas. Como ha resaltado Menéndez (1981), este aspecto supone una relación de subordinación, una relación asimétrica, que sólo puede explicarse en función de las diferencias en la estructura de capital entre los médicos (articuladores y ejecutores del saber) y los conjuntos sociales. Como ha puesto de manifiesto Jesús Ibáñez, el discurso científico (expresión del saber médico en nuestro caso) «es sistémico y operatorio, puede crecer continuamente en su dimensión propia dirigiendo una masa creciente de fenómenos, en un proceso al parecer indefinido, lo que ha permitido acariciar la ilusión de haber recuperado, a un nivel superior y además dinámico, la unidad primitiva de magia y mito» (Ibáñez, 1986, p. 24).' Plantear mi discurso desde esta perspectiva va a permitir poner de manifiesto: a) La forma en que se utiliza ese conocimiento (saber) científico y de
qué modo se establecen y delimitan los espacios dominados por este saber científico. b) Cómo se lleva a cabo el proceso de formación de sus objetos (en este caso respecto al complejo VIH-SIDA) y la construcción de un marco conceptual alrededor de ellos.
La utilización del conocimiento científico en el contexto de la medicina va a depender, en primer lugar, del grado o importancia que adquieran los procesos de codificación, que en el campo de la 3. Las rupturas epistemológicas, esto es, las conquistas frente al saber espontáneo, así como las reducciones aparentes del área de no saber que oculta este saber, han producido el tipo de saber que solemos llamar científico.
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medicina aparecen vinculados a la normalización de las prácticas y
la disciplina en torno al eje salud/enfermedad. El código es un mecanismo que introduce uniformidad en la respuesta de los agentes sociales sobre determinados aspectos (fórmulas universales o no). No pocos autores han puesto el acento en la importancia de este concepto, pero muchos de ellos lo han hecho con un carácter indiferenciado, esto es. sin tener en cuenta la importancia sistemática de los
procedimientos prácticos que se esconden tras la construcción de un espacio normalizado (y normalizador) y codificado como es el de la medicina.
En este contexto, la codificación será abordada como una operación de mantenimiento del orden simbólico que tiende a una homogeneización en el campo de la medicina (como en otros muchos campos). Por una parte, orienta toda su capacidad para terminar con las imprecisiones y las ambigüedades al establecer los espacios conceptuales y de significado en torno al eje salud/enfermedad. Por otra parte, implica libertad para crear conceptos y objetivar realidades limitando todos aquellos aspectos indefinidos que no tengan cabida en este proceso de creación, de objetivación. En última instancia, la codificación es la manifestación de un consenso controlado sobre el sentido que se otorga al eje salud/enfermedad. De esta forma, conceptos tales como biológico, natural, empírico, racional, científico, objetivo o verdadero, sustentan todo un edificio ideológico y limitativa que confiere a la medicina y a la práctica médica un estatuto ontológico que le permite reservarse el monopolio de un tipo particular de violencia simbólica legítima. Las experiencias pasadas se introducen en las propias normas de la institución de manera que actúan como guía de las expectativas presentes y de futuro. El grado de codificación de las expectativas por parte de las instituciones determinará el control que ejercen sobre la incertidumbre, con el efecto añadido de que el comportamiento tiende a acomodarse a la matriz institucional. La objetivación asociada a la codificación plantea la posibilidad de un control lógico en cuanto a la coherencia de esos conceptos definidos en relación con el eje salud/enfermedad. «Objetivar es hacer visible lo público, conocido por todos, publicado en los términos en que cada campo dispone, empleando para ello todo su capital», ha planteado Bourdieu (1991 b). Ello va a permitir hablar del sentido ob-
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jetivado de la institución médica y de las relaciones que en ella se producen. Relaciones, por otra parte, «corporeizadas» en actos suce-
sivos de transmisión de mensajes (cargados de conceptos codificados y objetivados), en una relación de comunicación «médica» que implica una definición social (que será más explícita y codificada cuanto más institucionalizada esté esta relación): de cualquier aspecto relacionado con el eje salud/enfermedad, del código en el que debe ser transmitido, y de aquellos que tienen el derecho de transmitirlo. Es decir, una relación de comunicación que esconde tras de sí una oposición entre el saber y su opuesto (no saber). Como ha puesto de manifiesto Menéndez. La situación de paciente es potencial para todos los estratos de la sociedad y la misma se construye subordinadamente a partir del reconocimiento de una relación estructurada en torno a saber/no saber, de una
relación en la cual el que «sabe» utiliza un lenguaje subordinante, ya que pretende ser científico, verificado, universal (1984, p. 8).
En relación con ese lenguaje de subordinación del que habla Menéndez, es importante significar la existencia, en el campo de la
medicina (como en otros muchos campos), de un habitus lingüístico, que, por una parte, es un sistema de disposiciones socialmente cons-
tituidas e implica una propensión a «hablar» de la salud y la enfermedad de una cierta manera, a formular ciertas cuestiones que en otro
contexto no serían válidas y también una competencia legítima para hablar de todo aquello que en el citado campo se produce. Esta competencia pertenece a todos los conjuntos sociales, pero será la estructura de capitales en el interior del campo la que determine los grados de legitimación.' Toda mi experiencia etnográfica en el espacio clínico no ha hecho sino recordarme esta especie de hegemonía lingüística propia de la medicina en la que la asimetría se hace patente al mismo tiempo que legitima esa estructura social hegemónica que constituye y determina el campo de la medicina. Esa competencia se define como una aptitud lingüística para engendrar una infinidad de discursos y de conceptos sobre la salud y la enfermedad, sobre la vida
4. Para ver la relación existente entre habitus lingüístico y estructura de capitales. véase Bourdieu (l991b).
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y la muerte, sobre lo normal y lo patológico y como la capacidad social de utilizar adecuadamente esta competencia en cualquier situación registrada en aquel campo. El carácter oficial y legítimo de los sucesos lingüísticos del campo de la medicina niega a los agentes sociales que no poseen el capital adecuado y que, por lo tanto, ocupan una posición desigual (inferior) dentro de ese campo, la capacidad de hablar con «autoridad», y esto es lo que hace al campo más dominado por los dominadores, o sea, los detentadores de la competencia lingüística legítima (en definitiva, los médicos). En este sentido, la competencia lingüística en el campo de la medicina no debe ser considerada como una simple capacidad técnica, sino como una capacidad estatutaria. Con ello quiero referirme al hecho de que no todas las formulaciones lingüísticas son igualmente aceptables y que no todos los interlocutores son iguales. Todo intercambio lingüístico implica un acto de poder, más aún en la medida en que implica agentes que ocupan posiciones desiguales o asimétricas en la distribución del capital pertinente.' Esta particular visión del lenguaje y de los intercambios lingüísticos es importante por el hecho de que puede permitirme comprobar como ambos se integran en el orden interaccional. La eficacia del lenguaje médico no reside en el discurso mismo, sino que esta eficacia resulta del poder delegado por la institución. La legitimación institucional (y, por lo tanto, estatal) de las estructuras objetivas que operan en el campo de la medicina se corresponde con una legitimidad de las palabras y de las personas que las pronuncian y sólo funciona en la medida en que los que la padecen, esto es, los conjuntos sociales, reconocen a los que las ejercen. Para dar cuenta de esta acción a distancia intentaré reconstruir el espacio social en el cual son engendradas y ejercidas las disposiciones y las creencias que hacen posible, en el campo de la medicina, la eficacia «mágica» del lenguaje, de las prácticas y, por lo tanto, de las representaciones: el hospital (institución médica por excelencia). Por otra parte, el espacio hospitalario es, además y como inten-
5. Sobre todo si tenemos en cuenta que es la posición que se ocupa sincrónicamente y diacrónicamente en la estructura del campo de la medicina, aquello que se expresa a través del habitus lingüístico.
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taré poner de manifiesto, un lugar para las luchas simbólicas' por el poder de producir e imponer una visión y un orden respecto de estos objetos y de sus circunstancias sociales. La legitimación de este orden y de esta visión no es producto de una acción deliberada de im-, posición simbólica; los agentes aplican a las estructuras objetivas del campo de la medicina estructuras de percepción y apreciación que son fruto de esas mismas estructuras codificadas y adquiridas mediante un período de aprendizaje, objetivadas y formalizadas, y por ello en la mayoría de las ocasiones las perciben como evidentes. En la lucha simbólica por la producción del monopolio de la nominación legítima (poner nombres y asegurar la constancia de las prácticas y representaciones), en el campo de la medicina respecto al eje salud/enfermedad, los agentes sociales empeñan el capital simbólico que adquirieron en luchas anteriores y que aparece garantizado oficialmente. Los títulos que reconocen a la medicina, como ya he señalado, son en sí mismos verdaderos títulos de propiedad simbólica que otorgan el derecho a ciertas ventajas de reconocimiento y a ciertas formas específicas de nominación. La clasificación objetiva, y la jerarquía de los distintos valores acordados a los individuos y a los grupos implica que los poseedores de un fuerte capital simbólico estén en condiciones de imponer la escala de valor más favorable a sus productos. La verdad, en el campo de la medicina, aparece circunscrita a luchas entre los agentes que están desigualmente equipados para alcanzar una visión global, autoverificante, respecto al propio campo y a los objetos en él incluidos. Estas luchas simbólicas pueden adoptar dos formas diferentes: -Desde una dimensión objetiva, se estructuran en torno a una serie de acciones a partir de representaciones estructuradas para dar una respuesta social a la enfermedad y que se presentan como el único instrumento valido (legítimo) para hacer valer esa realidad. -Desde una dimensión subjetiva, permiten introducir cambios en determinadas categorías de percepción en el eje salud/enfermedad, 6. Como ha puesto de manifiesto Pierre Bourdieu (1988), en la lucha simbólica por la producción del sentido común, o más precisamente por la nominación legítima, los agentes empeñan su capital simbólico (capital cultural + capital económico) que adquirieron en luchas anteriores y que puede ser jurídicamente garantizado. El capital simbólico puede ser oficialmente garantizado e instituido jurídicamente mediante el efecto de la nominación oficial (acto por el cual se otorga a un agente o grupo de agentes una calificación legalmente reconocida y que se expresa como una de las manifestaciones más típicas del monopolio del Estado).
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así como en las principales estructuras evaluativas o cognitivas: categorías de percepción y sistemas de clasificación que establecen principios de división legítimos.
Acción clínica y modelo de asistencia en los Servicios de Medicina Interna. El caso del complejo VIH-SIDA Los actos de objetivación a los que me he referido son sólo un elemento más de los procesos que se esconden tras los objetivos asistenciales del hospital. Para entender el carácter específico del proceso asistencial del complejo VlH-SIDA en el contexto de los equipos de los Servicios de Medicina Interna (SMI) habrá que remitirse al análisis de los principales elementos que caracterizan y perfilan el modelo de asistencia global de los equipos de dichos servicios. Este modelo se puede caracterizar a partir de una serie de condiciones que, en mi opinión, determinan la práctica y que me permiten hablar de éste como: estructurado en torno a la clasificación, estructurado en torno al saber y estructurado en torno a las relaciones de poder (poder simbólico).
Estructurado en torno a la clasificación
Para situar el origen de la clasificación en el contexto del Servicio de Medicina Interna (SMI) habrá que centrar la atención fundamentalmente en los mecanismos institucionales que en el campo más amplio de la medicina producen esquemas de clasificación ajustados a las estructuras objetivas que determinan ese campo: los principios de división formulados en el contexto de la clasificación elevan la objetividad del discurso y de la práctica científica (y su capacidad de movilización) a un grado de legitimación cuasiuniversal. Este universalismo, en un sentido estricto, hace referencia al canon relacionado con la afirmación de que si algo es verdad, sea cual sea su fuente, debe ser sometida a criterios impersonales preestablecidos." El universalismo 7. Para una visión más concreta del universalismo científico y sus respectivos abordajes teóricos se hallará en Merton (1980), Bourdieu (1991 b) o Foucault (1990).
El afecto perdido
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halla un contexto adicional en la necesidad de que la práctica médica permanezca abierta al talento y la justificación a este hecho la otorga el objetivo institucional en sí mismo. Ello provoca unos efectos que se graban sobre el/los individuo/s clasificado/s, sobre su experiencia vital, de forma que éste queda definiti vamente consagrado a los límites de la institución. La clasificación «notifica» al individuo lo que él es y lo que él tiene que ser en adelante. La clasificación significa a alguien su identidad. En la línea de lo expuesto por Taussig (1995), la epistemología que se esconde (y que se produce y reproduce) tras los principios de clasificación de los profesionales en los contextos clínicos termina reforzando la comprensión (impuesta) del paciente sobre el funcionamiento de su cuerpo y de su nueva circunstancia (papel de enfermo). Este autor lo expresa de la siguiente manera: Se produce en el paciente frecuentemente una alienación de los sentidos, pasándoselos al profesional, quien se ha convertido en el guardián
yen el banquero de su mente (y se su cuerpo) (Taussig, 1995, p. 116). El funcionamiento de esta maquinaria de clasificar permite poner de manifiesto las categorías de entendimiento profesional (que ocultan estos principios de clasificación médicos). De ahí que la clasificación clínica no sea únicamente un proceso de elaboración de tipologías a partir de signos orientados a ser comprendidos o descifrados, esto es, síntomas; es también un conglomerado de signos distintivos destinados a ser valorados y apreciados así como signos de autoridad destinados a ser creídos y obedecidos. La disposición práctica de un equipo de infectocontagiosos (IFCT) en un SMI oculta esta forma de acontecer. El encuentro con el paciente constituye el primer momento de este proceso, ya que los criterios de clasificación, desde este punto de vista, se establecen a partir de una lógica de evaluación médica basada en un material altamente significativo: toda sintomatología presente en el individuo y todos aquellos datos previos que pueden dar un cierto sentido a la enfermedad. Los síntomas así interpretados, y desde un punto de vista objetivo, son legibles y medibles; en otros casos no son directamente observables y, por lo tanto, dependen de la visión formada de las fun-
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ciones corporales para percibir aquellos signos que de ordinario no podrían ser descubiertos. En el caso del complejo VIH-SIDA se produce esta doble versión en la «lectura» de los síntomas." La cotidianidad de la práctica del equipo de IFCT en un SMI es un referente idóneo para ilustrar estas consideraciones. Desde este planteamiento vaya distinguir cuatro criterios de clasificación: a) clasificación diagnóstica; b) clasificación clínica; c) clasificación basada en el estado funcional; d) clasificación ideológica.
en la zona del pene y los testículos, así como en otras partes no visibies del cuerpo. Al ser el pulmón una de las zonas más frecuentemente afectadas por el VIH-SIDA, el siguiente paso consiste en auscultar
a) Clasificación diagnóstica
tados previamente (existencia de diarreas persistentes, vómitos, fie-
El proceso casi rutinario de asistencia a los pacientes de VIH-SIDA recién ingresados se define formalmente por su papel clasificador. Tras el ingreso de un nuevo paciente en el servicio del cual se tiene constancia de su afectación por el VIH-SIDA, y en la mayor parte de los casos procedente del servicio de urgencias del propio hospital, el procedimiento clínico aconseja un primer contacto donde se produce una yuxtaposición entre informacián (la que proporciona significativamente la sintomatología del paciente) y conocimiento (todo aquello registrado previamente por el profesional y que entra a formar parte de su visión clínica del caso presente). En tal caso, el protocolo de actividades implica un acto ritualizado donde los médicos del equipo se presentan y distribuyen estratégicamente alrededor de la cama.
al sujeto metódicamente, para ver si detectan signos neumónicos, ya que la presencia en estos pacientes de neumonía por Pneumocystis CQrinii (PCP) es muy generalizada. El procedimiento suele acabar con
un examen para identificar la presencia de posibles disfunciones visuales o de coordinación de los sentidos. Estos materiales, junto con el conjunto de datos básicos solicibres o síntomas de cansancio anormales), constituyen los principales criterios de diagnóstico durante el primer encuentro con el paciente ingresado. Luego vendrá toda una recopilación de diversas pruebas y analíticas que contribuyen de forma definitiva a construir un diagnóstico compatible con los propósitos científico-médicos y los objetivos que dibuja la función del equipo. El diagnóstico, de esta manera, se transforma en el acto denominativo por excelencia que acompaña al proceso de clasificación en el ámbito de la medicina y en concreto en el SMI. Constituye un mecanismo que traduce los signos corporales en signos conceptuales y discursivos encerrándolos en la lógica de la ciencia médica. b) Clasificación clínica
Es en este momento cuando comienza la «lectura» de los síntomas: en
el caso concreto de los pacientes hospitalizados por VIH-SIDA y a grandes rasgos, se inicia normalmente un reconocimiento en la zona
cervical y axilar para detectar la presencia de linfadenopatía o ganglios en estas zonas. El siguiente paso es la observación de la cavidad oral (lengua, cielo de la boca, etc.) para detectar presencia de candidiasis oral o cándidas localizadas. El proceso continúa con la constatación de la existencia o no de dermatitis seborreica en la zona de las mejillas, los pliegues nasolabiales, cejas y pestañas. Otro paso es detectar la presencia de lesiones cutáneas infecciosas fundamentalmente 8. La diferencia entre signo y síntoma en el contexto clínico radica en la objetividad del primero y en la subjetividad manifiesta del segundo. La práctica médica en el ámbito de asistencia hospitalaria tiende a negar el valor en sí mismo del síntoma en el momento de afirmar o negar la existencia objetiva de la enfermedad. La percepción del paciente suele verse ensombrecida por los instrumentos y materiales de decisión clínica.
En aquellos ingresos en que la infección aún no ha sido detectada, pero se puede prever a través de la sintomatología presente se articulan unos criterios para confirmarla que se establecen formalmente para personas mayores de 12 años a partir de las pruebas de detección del virus. El método o test ELISA' es la prueba de detección más ge-
9. Estos tests detectan la presencia en el suero examinado de anticuerpos específicos que el cuerpo humano produce cuando su sistema de defensa inmunológico humoral entra en contacto con una sustancia orgánica extraña, particularmente un agente bacteriano o viral. Los anticuerpos son los correspondientes bioquímicos de los antígenos vitales, es decir, una especie de estructura en negativo de las proteínas que constituyen la cubierta y la cápsula interna del virus. El test ELISA (Enzyme - Linked Inmuno - Sorbent Assay) consiste en mostrar a través de una reacción coloreada la presencia de moléculas que se ligan de manera específica a las proteínas purificadas del HIV. El Westem-Blot es el test de confirmación más frecuentemente utilizado y su objetivo es la identificación de anticuerpos anti-VIH.
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neralizada, estableciéndose el criterio de infección cuando esta resulta positiva en dos o más ocasiones. Se recomienda además una prueba suplementaria (normalmente el Western-Blot) para la confirmación de la infección. Una vez confirmada la infección mediante este procedimiento, el proceso de clasificación adquiere mayor complejidad al introducirse una serie de elementos de decisión clínica basados en la evolución de la infección y la enfermedad por VIH-SIDA. Es así como el conocimiento práctico del complejo VIH-SIDA organiza una serie de esquemas clasificadores bajo el rótulo de la ciencia natural que acaban incorporándose (y objetivándose) a un contexto formalmente codificado en el que se inscribe toda aplicación clínica en relación con la enfermedad. Un hecho biológico, el nivel de CD4 tan utilizado en los contextos de decisión clínica, se convierte en un hecho científico perdiendo todos sus referentes y circunstancias sociológicas e históricas (incorporadas a los individuos) y se agrega al gran cuerpo de conocimiento científico que opera en el SMI y en otros contextos clínicos. Esta actividad clasificadora en cuanto al complejo VIH-SIDA podría aplicarse a todo el espacio asistencial del centro reproduciéndose en cualquiera de sus segmentos. Y si, como ya he planteado, el diagnóstico formaliza los criterios de clasificación y su manejo clínico los refuerza, el contenido de los mismos se ve abocado inmediatamente hacia los protocolos de asistencia, constituyendo verdaderos esquemas motores y automatismos tecnológicos que encierran en una única perspectiva las formas de abordar y pensar la enfermedad. Los protocolos poseen la capacidad de imponer significaciones de antemano y hacerlo además en términos de legitimidad ocultando las relaciones de fuerza que se esconden tras de sí. Pero también cumplen una función de ordenamiento que ha señalado Uribe (1996, pp. 227-228): La apelación a la capacidad diagnosticadora de identificación se utiliza para confeccionar diagnósticos de seguimiento e imponer tratamientos también de seguimiento, por medio de la sujeción a un esquema ordenado y lógicamente guiado por criterios científicos. El protocolo, como fase intermedia de ordenación de alteraciones producidas por la enferm~dad, ~e aplica para emplazar ésta en una etapa del proceso y desde ahí plaruficar una modalidad de tratamiento.
Pero, en definitiva. autorizar las clasificaciones basadas en estos procedimientos implica establecer reglas para operar respecto al complejo VIH-SIDA, científica e institucionalmente aceptadas, que contribuyen no tanto a una imposición absoluta de la regla, cuanto a imponer un reconocimiento inconsciente de esas reglas e inculcar, a través de la relación con los pacientes, un nexo con la institución médica. Esta forma de clasificación implica lo que podríamos denominar un efecto de teoría, es decir, una delimitación de la realidad clínica que se ejerce por profesionales con el poder de imponer un principio de visión o división y producir y reforzar determinadas parcelas del conocimiento científico e ignorar otras. Cuanto mayor sea el grado en que las propiedades de clasificación oculten las propiedades de los agentes que las producen mayor será la potencia movilizadora de esas clasificaciones.
c) Clasificación basada en el estado funcional La aparición de síntomas y su constatación clínica implican un cambio de estatus en el organismo, una variación en la «regularidad» somática que suele asociarse con los estados funcionales en el individuo. Desde esta perspectiva, los criterios relacionados con el estado funcional de los individuos afectados por el complejo VIH-SIDA introducen otro tipo de clasificación que como tipología limitativa determina los procesos no sólo clínicos, sino también sociales a los que éste se ve abocado. d) Clasificación ideológica
El contexto asistencial del SMI ofrece además la lectura de otros criterios de clasificación que no pueden ser obviados. Sin su concurso se estaría abocado a deformar la realidad clínica encerrándola en una especie de determinismo exclusivamente biologicista que oculta otros factores igualmente importantes. Uno de los criterios básicos de esta afirmación es aquel que pone en relación las formas particulares de clasificación social (es decir, aquellas características sociales y estructuras determinadas y determinantes que condicionan y definen a los agentes sociales en relación
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con contextos ideológico-sociales más amplios) con la clasificación propiamente médica. De la homología que puede extraerse entre estas dos dimensiones se deduce que las clasificaciones médicas tienen una verdad objetiva muy disimulada; aquellos atributos y hexis corporales casi imperceptibles, pero socialmente fundados de la persona (aspecto físico, estilos de vida, actitudes, formas de hablar, trayectoria pasada, etc.), constituyen criterios del acto propiamente médico de evaluación. Desde este punto de vista, una de las verdades parciales del contexto clínico consiste en reafirmar la creencia en la autonomía del juicio médico. Más allá de esta variable se esconde un reforzamiento de la maquina de clasificar como engranaje ideológico que disimula a los agentes la correspondencia entre clasificaciones médicas y clasificaciones sociales y les permite cumplir con su trabajo en términos de reconocimiento. Por ello se hace preciso comprender cómo se pueden cumplir las funciones sociales de clasificación sin que parezca que los agentes de la institución hagan más que servir a los fines establecidos de la propia institución y de su disciplina. Gracias a los mecanismos colectivos de consagración institucional (que comienzan primariamente en las facultades de medicina y que atraviesan por distintos procesos rituales -MIR o residencias en hospitales), parece que la clasificación médica no tenga otra base que la institución. Pero esto no es así y buen ejemplo de ello son las correspondencias más frecuentes empleadas por los profesionales de los equipos de IFCT entre los criterios de clasificación operativos en el contexto clínico para definir las vías de contagio del complejo VIH-SIDA y las estructuras de percepción y apreciación más amplias (y socialmente circunscritas) que actúan como principios de clasificación a partir de los ejes espistemológicos de los que surgen las premisas básicas de la sociedad. Estas vías de contagio así como los síntomas y signos asociados al complejo VIH-SIDA poseen una «cualidad» social al tiempo que física y biológica. Durante mis estancias en distintos SMls pude detectar una doble tipología que me sirvió para relacionar los principios de clasificación médica en base a las distintas vías de transmisión del VIH-SIDA con otros principios de clasificación social en base a estas mismas vías, a partir de los conceptos y definiciones usados por estos profesionales.
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CORRESPONDENCIA ENTRE CRITERIOS DE CLASIFICACIÓN MÉDICOS Y SOCIALES
Algunos criterios de clasificación Principios de clasificación médica basados en vías de transmisión del
Principios de clasificación social basados en vías de transmisión del
VIH-SIDA
VIH-SIDA (criterios dominantes) Correspondencias
Contagio por práctica homosexual Contagio vía transmisión sanguínea (consumo de drogas vía intravenosa) Contagio heterosexual Contagio vía transmisión sanguínea (hemofilia y transfusiones)
Anormalidad, perversión, desviación, prácticas no naturales Desorientación social, pérdida de identidad, desviación, criterios relacionados con la criminalidad Promiscuidad, irresponsabilidad, victimismo Victimismo e inocencia
De una forma u otra y como ha puesto de manifiesto Michael Taussig (1996, p. 116), «la práctica médica es una manera singularmente importante de mantener la negación en cuanto a la facticidad social de los hechos. Las cosas, por ende, toman vida propia, separadas del nexo social que las originó y quedan encerradas en su propia autoconstrucción». Este filtrado tecnológico de lo social, que suele permanecer oculto tras una realidad construida por expertos y practicado como si nada ocurriese, está operando y articulando, como Vemos, formas de definir las relaciones entre los profesionales y los pacientes.
Estructurado en torno al saber El saber es una de las manifestaciones que definen el modelo de asistencia y la actividad del SMI y se manifiesta en el contexto interaccional en tomo al complejo VIH-SIDA. A través de este saber los profesionales se enfrentan cotidianamente a la tarea de estructurar
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una explicación ordenada de las distintas patologías a partir de una disposición desordenada de los hechos que las originan. La relación entre el saber (profesionales) y el no saber (pacientes hospitalizados) en un contexto clínico se articula de forma gradual desde el ingreso hasta el alta médica o el fallecimiento. Durante este proceso de formalización, o estructuración de una versión ordenada y razonada de sus observaciones clínicas existe un objetivo último: que las alternativas posibles al diagnóstico establecido sean nulas. Los dispositivos y ejes de interpretación médica (10 aprehendido) se constituyen basados en una gran diversidad de interpretaciones alternativas. La práctica clínica real, al menos en apariencia, consiste en confrontar estas interpretaciones e imponer un marco adecuado para comprender coherentemente la enfermedad, sus causas y los remedios adecuados a la misma. En este contexto, los criterios de validez dependen de una relación formal de los fenómenos patológicos observados con los sistemas teóricos previos. De esta forma, la interpretación de los fenómenos ha de mantener un cierto grado de conexión con un conjunto de categorías y conceptos dados de antemano. En esta adecuación se articula el saber como principio de validación y legitimación de la práctica clínica en el campo de la medicina y en el contexto concreto del SMI. Lo que aquí me interesa poner de manifiesto no es sólo la aplicación de ese saber al contexto práctico del SMI, sino también el análisis de sus condiciones de existencia, de sus «leyes» de funcionamiento y de su capacidad de transformación de la realidad clínica. En definitiva, se trata, en términos foucaultianos, restituir en el interior de una formación social el proceso de constitución del saber, entendido como «el espacio de las cosas a conocer, la suma de los conocimientos efectivos, los instrumentos materiales y teóricos que lo perpetúan» (Foucaull, 1990, p. 27). Todas las técnicas y los procedimientos puestos en práctica en el ámbito del SMI en torno al complejo VIH-SIDA derivan de una serie de patrones estrictamente médicos. Esto convierte al médico en «dueño de la enfermedad» pero al mismo tiempo en «productor» de la misma. Los privilegios del conocimiento/saber médico pueden ser aprehendidos en el contexto donde, en nuestro caso, se produce la esencia misma de la aplicación del conocimiento. Todo ello sin olvidar, como ha señalado Menéndez, que
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la práctica médica sintetiza elementos del saber médico científico y del saber de los conjuntos sociales; los sobredetermina a partir de una práctica profesional reconocida básicamente como científica, y los escinde al fundar la explicación teórica en la dimensión biológica (1984, p.85).
Las actividades rutinarias de los profesionales médicos en el SMI y la forma en que dan lugar a argumentos lógicos (entendidos como parte de esquemas interpretativos de carácter científico) son microprocesos estructurados en torno a un saber. Recurro de nuevo a la interpretación que del saber hace Michel Foucaull a partir de su arqueología'" para reintegrar el discurso posteriormente al ámbito del complejo VIH-SIDA. Para este autor: A este conjunto de elementos formados de manera regular por una práctica discursiva y que son indispensables a la constitución de una ciencia, aunque no estén necesariamente destinados a darle lugar, se le puede llamar saber. Un saber es aquello de lo que se puede hablar en una práctica discursiva que así se encuentra especificada: el dominio constituido por los diferentes objetos que adquirirán o no un estatuto científico (el saber de la psiquiatría, en el siglo XIX, no es la suma de aquello que se ha creído verdadero; es el conjunto de las conductas. de las singularidades, de las desviaciones de que se puede hablar en el discurso psiquiátrico); un saber es también el espacio en que el sujeto puede tornar posición para hablar de los objetos de que trata en su discurso (en este sentido, el saber de la medicina clínica es el conjunto de las funciones de mirada, de interrogación, de desciframiento, de registro, de decisión, que puede ejercer el sujeto del discurso médico); un saber es también el campo de coordinación y de subordinación de los enunciados en que los conceptos aparecen, se definen, se aplican y se transforman (a este nivel, el saber de la historia natural, en el siglo XVIII, no es la suma de lo que ha sido dicho, sino el conjunto de los modos y de los emplazamientos según los que se puede integrar a lo ya dicho todo un enunciado nuevo); en fin, un saber se define por posíbi-
10. Para Foucault, la arqueología se dirige a un tipo particular de discurso para establecer por comparación sus límites cronológicos, pero también. y en nuestro caso es fundamental, para describir, a la vez que ellos y en correlación con ellos, un campo institucional. un conjunto de acontecimientos, de prácticas, de decisiones políticas, un encadenamiento de procesos económicos en los que figuran oscilaciones demográficas, técnicas de asistencia, etc.
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lidades de utilización y de apropiación ofrecidas por el discurso (Foucault, 1988, pp. 306-307).
Si hacemos hincapié en los discursos que parten de la institución hospitalaria, donde la expresión nace (y se hace) de una autoridad cuyos límites son coincidentes con aquellos que establece la propia institución, se puede afirmar que las características de los discursos pronunciados en estas instituciones proceden de la posición que ocupan en un campo de competencia (de la medicina) los depositarios de la autoridad delegada por esa institución (los profesionales médicos). Esta especie de juego de palabras no hace sino reafirmar que las características estilísticas del lenguaje médico en lo que se refiere a la rutinización, la estereotipación o la neutralización obedecen a ciertas leyes de construcción que sólo tienen sentido en una situación legítima (la clínica) y pronunciadas por una persona legitimada (el médico). Aspecto que pone en estrecha relación las propiedades del discurso, las propiedades de quien lo pronuncia y las propiedades de la institución que autoriza a pronunciarlo.
En el caso de los discursos en torno al complejo VIH-SIDA es preciso que el ritual clínico!' integre una fuente de datos potencialmente fructífera y con un efecto lo más inmediato posible (hablar íntegramente del SIDA) sobre los individuos a los que va dirigido, pero además ha de mostrar un poder que encuentra su origen en las condiciones institucionales de su producción.
Por otra parte, el ritual clínico ha de instituirse por medio de portavoces autorizados cuya palabra concentre, según Bourdieu (1988), todo el capital simbólico otorgado por el grupo que le ha dado ese mandato y de cuyo poder está investido. Con respecto a las propiedades de la institución, hay que señalar que ésta tiende a naturalizar las oposiciones (saber/no saber, profesional/profano, médico/paciente) al consagrar o legitimar un límite que es arbitrario. Tanto los discursos legitimados por la institución, como toda la disposición simbólica que los acompaña (incluso desde un plano material: presencia de batas blancas, «ingenios técnicos» 11. Por ritual clínico pretendo expresar aquellas prescripciones que rigen de manera sistemática la forma de la manifestación pública de autoridad en el contexto clínico; por ejemplo, las visitas en equipo o la expresión de un diagnóstico al paciente o a la familia de un paciente ingresado.
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-fonendoscopio-, y otros símbolos visibles y no visibles), transforman a la persona que hace uso de ellos (el médico en su práctica cotidiana), al transformar la representación que los demás se hacen de ella y también, y esto tal vez sea lo más significativo, los comportamientos que se adoptan respecto a ella. Pero, de la misma manera, se produce una «metamorfosis» en la propia autorrepresentación de la persona y los comportamientos que se cree obligada a adoptar para ajustarse a esta representación. Como ha puesto de manifiesto Pierre Bourdieu, los discursos no son únicamente (o lo son sólo excepcionalmente) signos destinados a ser comprendidos, descifrados; son también signos de riqueza destinados a ser valorados, apreciados, y signos de autoridad destinados a ser creídos y obedecidos (Bourdieu, 1984). La posición y la capacidad de los agentes para pronunciar discursos en un campo determinado depende en gran medida (si no en toda) de que sean socialmente aceptables." Lo que hace posible la aceptabilidad y la credibilidad de los discursos médicos con relación al VIH-SIDA, en un ámbito como el SMI, es su base científica y el hecho de ubicarse en una institución que así lo garantiza. En este sentido, las condiciones de recepción de los discursos dependen de las condiciones de producción de éstos (aquí es donde mejor saben lo que pasa con esto del maldito SIDA); porque, retomando la perspectiva de Bourdieu, debe quedar bien sentado que toda palabra se produce para y por el mercado al que debe su existencia y sus propiedades más específicas (Bourdieu, 1984). De ahí que sea fundamental poner el acento en la relación existente entre el contexto en el que se pronuncia el discurso (clínico) y el capital simbólico (formas que poseen las diferentes especies de capital cuando son percibidas y reconocidas como legítimas) de los agentes que lo pronuncian. Porque reducir un acto médico en un contexto clínico a una relación estrictamente profesional de comunicación re-
presentaría ocultar ciertos elementos fundamentales que se esconden tras ese acto de comunicación. La transmisión del mensaje en serne-
12. Tal vez fuese interesante, llegados a este punto integrarun concepto de Foucault que puede despejar determinadas dudas. Me refiero al umbral. de epistemologjzaci~,n. Se dirá que un discurso franquea este umbral cuando «en el Juego de ~na form~clon discursiva, un conjunto de enunciados se recorta, pretende hacer valer (incluso sm lograrlo) unas normas de verificación y de coherencia y ejerce, con respecto al saber, una función dominante (de modelo, de crítica o de verificación)».
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jante contexto ya implica en sí misma e impone una definición de la realidad clínica (la autoridad manifiesta del médico en el SMI es incuestionable y el paciente la acepta porque la comparte: «Él es el que sabe lo que tiene que hacer: él es el médico»), El médico encuentra en las particularidades del espacio en el que ejerce su práctica las condiciones materiales y simbólicas que le permiten mantener la distancia con los pacientes y su posición en torno al saber. Entre todas las técnicas de distanciamiento de que la institución médica dota a los profesionales el lenguaje técnico (al encerrar en las palabras toda una cosmología de conceptos y significados) es una de las más eficaces. Este lenguaje está «preñado» de institución y de ciencia y la mayor parte de sus efectos están asociados a los efectos «cuasimágicos» de ésta: no es posible distanciar el lenguaje técnico de la autoridad médica en la que se manifiesta porque perdería todo su valor y reconocimiento." El médico no ha podido (ni ha querido) separar el uso médico de una lengua médica. Toda la lógica de la institución médica fundada en el ejercicio clínico y que garantiza la «verdad» y el saber del médico se expresa en una ideología del desconocimiento y falta de autoridad de los pacientes. Desde este punto de vista, los fracasos de la comunicación médica implican una mala recepción de los mensajes y dispositivos (fundamentalmente terapéuticos) por parte los pacientes (materialización de una relación saber/no saber). De esta forma, la necesidad de comprensión por parte del médico (necesidad que en muchos casos garantiza su éxito) y la necesidad de comprender por parte del paciente pueden reforzarse mutuamente al estar fundadas y legitimadas por la propia institución. Todos los condicionamientos de las estructuras objetivas de la institución médica y todas las condiciones sociales de la relación de comunicación médico/paciente hacen que este último esté objetivamente destinado a entrar en el juego de la comunicación ficticia, debiendo aceptar una visión del mundo clínico que le condena a una relación de subordinación.
13. La falta de adecuación institucional de determinados discursos alternativos (medicinas alternativas) derivan en una práctica que, lejos del reconocimiento y la legitimidad, actúa en unos «márgenes terapéuticos» no reconocidos y no sancionados. Es, por decirlo de alguna manera, como «predicar en el desierto».
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No podemos, desde luego, explicar únicamente en base a los intereses del cuerpo médico, las prácticas o las ideologías cuya posibilidad y probabilidad están objetivamente inscritas en la estructura de la relación de comunicación médica y en las condiciones sociales e institucionales de su ejercicio, puesto que se correría el riesgo de olvidar que el sistema médico debe obtener, para realizar su función social de «reparación», prevención o educación, el reconocimiento de la legitimidad de su acción. El médico, además, debe estar dotado por la institución de los atributos simbólicos vinculados a su cargo (poder, capacidad de resolución, etc.). Y si la institución introduce y permite este tipo de estrategias es porque la acción médica debe proporcionar siempre, aparte de un contenido, la afirmación del valor de ese contenido.
Estructurado en torno a las relaciones de poder Una vez analizados los criterios de clasificación y la importancia del saber en el contexto asistencial del SMI vaya detenerme en las estructuras de poder y autoridad médica tal y como se activan dentro del servicio. Las relaciones de poder aparecen frecuentemente ocultadas bajo la articulación técnica y teórica de la propia práctica médica. Esto es especialmente visible en el SMI, donde los equipos actúan como operadores técnicos con una función eminentemente curativa y estructurada en un espacio ideológico de reconocimiento. Como ya se ha planteado, el peso de los diferentes agentes en el campo de la medicina depende del volumen de capital simbólico de que disponen en ese campo, que está ligado al reconocimiento institucional que obtienen estos agentes en el contexto donde ejercitan su trabajo. El acto de institución que supone el ejercicio de la práctica médica es inseparable de la existencia de una institución que establezca las condiciones y mecanismos prácticos de ese ejercicio. Por lo tanto, uno de los principios fundamentales que definen la práctica en el SMI, es el hecho de que los profesionales médicos y, por extensión, los equipos que allí operan están habilitados por la institución para ello. La delegación institucional implica actuar en nombre del gru-
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po (hablar en nombre de la medicina) en las condiciones sociales que la medicina establece. Cuando un profesional médico del SMI adopta una actitud práctica frente a un paciente o el equipo opera un diagnóstico de tuberculosis asociado al VIH-SIDA, por ejemplo, no lo hacen a título personal, sino en nombre de la autoridad delegada por la institución, en nombre del grupo y, por supuesto, de la medicina.
Además, los atributos de carácter simbólico que acompañan la práctica son una manifestación pública de su autoridad: la bata blanca, el fonendoscopio en el cuello, la linterna en el bolsillo, muestran -más allá de su sentido material- una competencia legítima que dota de una autoridad y de un estatuto socialmente reconocido y relacionado con la capacidad técnica de los profesionales. Cada uno de estos atributos constituye una pieza más del engranaje teatral que define la ceremonia institucional de la práctica cotidiana en el SML 14 Pero si algo caracteriza realmente la autoridad de los profesionales médicos (además de ejecutarse como un dispositivo del saber), es el poder de la palabra médica. Para Bourdieu (1970), el poder de las palabras es el poder delegado del portavoz y su manera de hablar es un testimonio de la garantía de delegación de que el portavoz está investido; es más, «en todos los discursos de institución, es decir, de la palabra oficial de un portavoz autorizado que se expresa en situación solemne con una autoridad cuyos límites coinciden con los de delegación de la institución, hay siempre una retórica característica». Cuando el médico, a pie de cama, explica al paciente ingresado cuál es su situación, las características de la patología o cualquier otro acontecimiento relacionado con lo que allí se está produciendo, hace uso de la palabra médica, que además es precisamente la que el paciente quiere oír y no otra. En un primer momento, el acto en sí mismo hace innecesaria cualquier traducción del encuentro. El médico moviliza toda su capacidad de encerrar mediante el lenguaje médico una situación que, por sus características, en ese contexto no podría ser de otra manera. Las condiciones sociales en que se produce el cara a cara entre
14. La relación entre teatralidad y ceremonia institucional puede verse en E. Goffman, 1991, pp. 100 Y ss.
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el profesional y paciente en el SMl exigen una reproducción ordenada y ritualizada de los mecanismos técnicos e ideológicos que caracterizan ese encuentro. Y si esto es así, es sobre todo porque, como ha señalado Eduardo Menéndez (1994), el conocimiento teórico que se articula en la relación médico/paciente, independientemente de su grado de complejidad, ha de estructurarse en torno a un espacio ideológico y social común de reconocimiento. La ordenación oficial de los ritos de la institución médica constituye el elemento más visible del sistema de condiciones que producen la disposición al reconocimiento de la autoridad. Todo el ritual institucional que se lleva a cabo en el SMI, desde el momento en que se activan las prácticas asistenciales y el encuentro prolongado entre profesionales y pacientes, basa su eficacia en el conjunto de relaciones sociales constitutivas del propio ritual que se hacen posibles y socialmente eficientes en las representaciones y creencias que implica.
El ritual de las visitas médicas en el SMI se estructura en torno a una situación recurrente. La entrada al completo del equipo en las habitaciones y su disposición en torno al paciente dota al encuentro de un carácter solemne y establece unas condiciones clínicas que representan una carga excesiva sobre el paciente. Pero este simbolismo ritual del encuentro médico/paciente no actúa por sí mismo, sino que
representa aquello que el paciente espera de esa situación porque reconoce en esa experiencia la autoridad legitimada. Y esta afirmación encuentra su base en el concepto durkheimiano del conformismo lógico (Durkheim, 1982), según el cual la orquestación de las categorías que definen el campode la medicina estaría ajustada a las divisiones de un orden establecido (y, por tanto, a los intereses de ese campo). Tales categorías, interiorizadas por los agentes, y estructuradas en torno al habitus de que disponen, se imponen con la apariencia de verdad objetiva. Eduardo Menéndez lo plantea de la siguiente manera: La participación y la delegación suponen un espacio ideológico común, en el cual los conjuntos sociales reconocen los mecanismos básicos que provocan la enfermedad y la curación; poseen esquemáticamente ciertos principios teóricos y técnicos, sintetizados ideológicamente, y es dentro de este espacio que pueden operar los curadores profesionales. Una de
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las tareas básicas de éstos y de la sociedad dominante es construir este espacio de reconocimiento y eficacia (1984. p. 116).
Bibliografía
La autoridad médica se establece siempre con la colaboración de aquellos a quienes se impone, mediante la asistencia de mecanismos sociales capaces de producir esta complicidad. Los conjuntos sociales no sólo comparten una interpretación ideológico-teórica de lo que es la enfermedad, sino también de los mecanismos institucionales y profesionales estructurados para hacerle frente. La estancia en el SMI implica un «ponerse en manos de», un «dejarse llevar» que está implícito en todo acto ritual de poder. La asignación de uno O varios pacientes a cada miembro del equipo, como lógica de organización práctica, distribuye la autoridad y canaliza las posiciones y las disposiciones tanto de los profesionales como de los pacientes ingresados en el SMI. El carácter simbólico de esta autoridad y de este poder se funda en dos condiciones. En primer lugar, debe estar estructurado sobre la posesión de un capital simbólico. El poder de imponer a otros una visión determinada depende de la autoridad social adquirida en «luchas» anteriores, pero también de la capacidad de delegación otorgada por la institución. El capital simbólico es un crédito, es el poder impartido a aquellos que obtuvieron suficiente reconocimiento (proceso que se inicia en las facultades de Medicina y que continúa con eJ ritual del MIR), para estar en condiciones de imponer un reconocimiento (que el título de Medicina avala); este poder no puede obtenerse sino al término de un largo proceso de institucionalización. En segundo lugar, la eficacia simbólica depende del grado en el que la visión propuesta se base en una realidad científica. El poder simbólico es un poder de hacer cosas con palabras. Sólo si son «verdaderas científicamente», esto es, adecuadas a la realidad objetiva que define la ciencia médica y circunscrita a un contexto de aplicación clínica, podrán imponerse como tales. El médico, por lo tanto, se erige en la imagen corporeizada del grupo, de la medicina como institución, existe solamente a través de la delegación que le fue otorgada y que es compartida y asumida por los conjuntos sociales.
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13. Tecnología, cultura y sociabilidad. Los límites culturales del hospital contemporáneo! Josep M.' Comelles
Orfeo A principios del verano de 1991, mi esposa, mis hijos y yo sufrimos un gravísimo accidente en un lugar de La Alcarria. La autocaravana en la que viajábamos empezó a arder. A los niños no les sucedió nada. Mi esposa sufrió gravísimas quemaduras de las que pudo curar tras un larguísimo período de tratamiento y rehabilitación. Ingresamos el mismo día en áreas distintas del mismo servicio de quemados: ella en la unidad de cuidados intensivos (VCI), yo en la sala general. Nos separaban apenas cincuenta metros. Permaneció seis semanas en coma farmacológico, dos o tres mas en la delgada línea roja que separa la vida de la muerte, cinco meses en la VCI, medio año más en un servicio de rehabilitación, y durante dos años visitó a diario el gimnasio de rehabilitación. Hoy mantiene una vida extremadamente activa como
1. Este articulo forma parte de una investigación en curso sobre las relaciones entre práctica médica, autoatención, atención institucionalizada y religión. El trabajo de campo se efectuó entre julio de 1991 y febrero de 1992 en el servicio de quemados de un hospital de Madrid. El resto de las acotaciones proceden de observaciones puntuales en perfodos no superiores a dos semanas como acompañante realizadas entre 1993 y 1998 en un servicio de quemados de Barcelona y durante dos meses en un servicio de plástica en un hospital en Galveston (Texas, Estados Unidos). Una primera versión de este texto se publicó en un libro colectivo fruto de un coloquio organizado por Josep Lluís Barona (Comelles, 1995). Esta versión plantea muchos cambios en la estructura del texto y en los contenidos etnográficos, aquí muy ampliados. La vertiente académica de la investigación ha recibido financiación mediante un contrato con la DIGYCIT dentro de un proyecto de uso de técnicas etnográficas para la evaluación de servicios asistenciales. Mi agradecimiento a todos cuantos hicieron posible que pudiésemos contarlo.
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profesora de instituto y como conferenciante. Su experiencia dio lugar a un texto autobiográfico, una de las más brillantes aportaciones a la densa de etnografía los servicios hospitalarios desde la perspectiva del paciente." Mis heridas fueron más localizadas y exigieron apenas un par de semanas de internamiento hospitalario, y un mes de curas tópicas fuera del hospital. En la sala del hospital, mientras mataba la ansiedad como podía, traté de escribir un diario. Desde el accidente tenía una necesidad compulsiva de comprender qué nos había sucedido. Mientras me llevaban a él y sentía la sed tremenda del quemado mi cerebro procesaba datos a toda velocidad para tratar de explicarme a mí mismo cómo se había incendiado el vehículo. En el hospital, a una cincuentena de metros de mi esposa, se construyó por parte de mis familiares y mis amigos una cortina de silencio. «Aquí no es médico es sólo un paciente», dijeron a los médicos. La información sobre mi esposa fue filtrada cuidadosamente. No se dejó nada al azar. Nada de visitas a mi esposa, poca información. Los dos primeros días, embotado por los tranquilizantes y vendado, no supe muy bien qué sucedía. Una vez recobrada cierta serenidad pedí una pluma estilográfica -siempre he odiado los bolígrafos-, y papel. Debía escribir en una confusa operación en la que mi condición de antropólogo y la de psiquiatra se disputaban la construcción de mi identidad en la anomia del internamiento hospitalario. No podía aceptar la posición pasiva del paciente, ni era aún demasiado consciente de la gravedad de la situación de mi esposa, a pesar de los alarmantes indicios. En el diario emergía una confusa mezcolanza de observaciones de campo, de comentarios clínicos y de emociones personales. Era como si en la confusión mis distintas identidades pugnasen entre ellas para llenar la incertidumbre. Mi mirada sobre la institución no me permitía tomar distancia, y pese a mi curiosidad habitual jamás llegué a situarme como un observador sistemático y consciente. De esos escritos resultó un diario personal que operó como lenitivo.
2.
La importancia de la aportación de Allué (1996) es precisamente su capacidad de
distancia al reconstruir los procesos interactivos de la sala. En su caso, el largo tiempo de estancia se reveló como un instrumento fundamental para la reconstrucción minuciosa de los procesos. Existen algunas interesantes investigaciones etnográficas en
salas de hospital en Europa: véanse, por ejemplo, Fernández-Rufete (1997), Loux (1983), Pouchelle (1995) Van Dongen (1994 y 1997).
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Contra los iniciales pronósticos agoreros de los cirujanos plásticos, a los quince días se planteó mi alta. Había ido adivinando la verdad a medida que el tiempo pasaba, y esa toma de consciencia es la que la había, creo, motivado, puesto que he visto después muchos pacientes quedarse semanas en la sala con la mitad de lesiones con las que salí del hospital. Para el alta me valió mi condición de médico, Había entrado en el hospital con lo puesto. Todas nuestras pertenencias ardieron. Le pedí a mi madre una fotocopia de mi carnet de identidad que ella tenía por azar y una cartera. No podía salir del hospital indocumentado, sin identidad. Había perdido seis kilos y estaba muy débil y me fui sin haber visto a mi esposa. No podía. No sabía entonces que tardaría tres interminables semanas en verla. Volví a casa a recoger mis cosas. Desde la ventana del tren desfiló ante mí el hospital. Me estremecí, pensé en lo peor. Ya sabía qué sucedía, pero antes de volver había de poner orden en mi vida y en la de mis hijos. Dejé el frente doméstico resuelto y tomé de nuevo el tren de Madrid. Al llegar, mi cuñado me esperaba en el andén. Volvía a casa. Su cara era mustia. Permanecí sólo en el Madrid desierto y silencioso de agosto. No tuve el valor de ir a verla. Fuera del hospital, mientras mis lesiones iban cerrándose lentamente la náusea me devoraba pese a las benzodiacepinas. Tras el primer fin de semana, mis amigos organizaron un puente aéreo para no dejarme solo. La estación de Chamartín se convirtió en el lugar de los relevos durante más de dos meses. Los días transcurrían morosamente y las noticias eran siempre muy malas. Pensé primero que mi diario me serviría para vencer la soledad y la náusea. Vana ilusión. El pacto de silencio hospitalario sólo se rompía durante breves minutos, a la una de la tarde. La información era mínima y siempre la misma. Las otras veintitrés horas y cincuenta minutos eran una tortura permanente. Mis amigos organizaron en tomo a mí una estrategia militar: poco café, benzodiacepinas, prohibido el alcohol. Mi papel de médico y de paciente se desvaneció rápidamente, y a la arrogancia del primero le sustituyó la sensación incoercible de impotencia, de horror ante mi inútil presencia, ante mi debilidad y mi incapacidad de reaccionar. Soñé en dormir dos meses, elaboré planes y proyectos enloquecidos. Diseñé varios protocolos funerarios en las noches interminables, pero me negué a aceptar que ella podía morir. La consigna alrededor mío era no dejar lugar a la esperanza para que el golpe fuese menor. La mía ir hasta el final sin perderla. En los
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peores momentos era el único que creía en tal posibilidad. Viví miserablemente, débil, frágil, atenazado por mi egoísmo, y por los restos de arrogancia que aún me quedaban. Me hice traer un ordenador y cada día me sentaba ante él a escribir. Pero no podía escribir. Lo conectaba y miraba el primer párrafo de lo escrito. Nada. No pensé en relatar entonces ni en reconstruir ese proceso. Adopté el papel del profano indefenso que trata de sobrevivir ante la experiencia de la muerte social de un ser amado, y se deja llevar, sin atreverme a bajar a los infiernos. A mediados de agosto de 1991, el personal de enfermería insistía para que entrase en la UCI a ver a mi esposa. Resistí porque no podía verla morir, quería recordarla viva y no envuelta en un sucio sudario hecho de vendajes. Las voces fueron más insistentes. Algunos signos parecían algo más positivos. La semana del puente de la Virgen de Agosto, cuando Madrid es una ciudad fantasma desertada por sus habitantes, los rumores de su supervivencia eran más fuertes. Arropado por mis bienamados Mariona y Helios entré, por fin en la unidad de cuidados intensivos (UCI). Oyó mi voz y lloró. La UCI se convirtió en mi casa. Creo que jamás fui un buen acompañante, incapaz de asumir plenamente ese papel, dominado entonces por mi identidad médica y mi obsesión terapéutica. Me debatí constantemente entre el papel de marido, el de amigo, el de psiquiatra y el de médico, obsesionado por la necesidad de ser útil tras tantas semanas de sentirme un cero a la izquierda. No comprendí que mi idea de la utilidad no era la misma que la suya. Fracasé como acompañante, como padre, como marido y como terapeuta. No fui capaz de resolver las contradicciones a las que me conducían mis múltiples identidades. Quise gobernar férreamente un caso que parecía el caso de mi vida, sin ver que no era la mía sino la suya la que estaba en juego. No advertí que mi fracaso era la consecuencia de no reconocer, o no ver, cegado por el drama, que ella había adquirido una fuerte consciencia de su autonomía, una fuerte capacidad de controlar ella misma el proceso. Yo quería ser Orfeo volviendo a las tinieblas a salvar a Eurídice. Necesité dos años para volver sobre el tema. Marta terminaba el segundo borrador de su libro, pero no sabía cómo rellenar el espacio de su coma farmacológico, que era necesario para la lógica narrativa de su texto. Correspondía al único período que ella no había podido
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observar directamente. Me propuso que actuase como informante, pero me advirtió que no quería un texto «de antropólogo», sólo un relato escrito. Utilizó parte de lo que le pasé, porque comprendió en seguida que mi visión estaba muy sesgada por mis identidades profesionales y por mis angustias en ese período. Decidió que esa parte del relato debía ir en una tipografía distinta, una parte como un resumen de su historial clínico, la otra como un relato neutro en tercera persona, que terminaba con una evocación del mito de Orfeo (Allué, 1996, pp. 21-24). El escrito me permitió, sin embargo, empezar a comprender lo que no había querido comprender, y al mismo tiempo ir descubriendo un sentido distinto, una utilidad distinta a mi propia experiencia. Por una parte, podía funcionar como una forma de autoanálisis, por la otra, posibilitaba abordar un mundo no muy estudiado por la antropología y esclarecer algunos aspectos contradictorios de la práctica médica hospitalaria. El texto inicial, un año más tarde se convirtió en un texto destinado a un coloquio interdisciplinar y cuya intención era señalar algunos de los elementos contradictorios del funcionamiento hospitalario que tanto me había afectado (Comelles, 1995). El problema era qué tono darle, para no convertirlo en un escrito autobiográfico. Hacerlo me parecía impúdico en la medida en que podía aparecer como una suerte de concurrencia entre marido y esposa en pos de unos acontecimientos que habíamos visto desde dos lados distintos de la barrera, pero en los cuales mis sufrimientos eran infantiles comparados con los suyos. Necesitaba, sin embargo, comprender y explicar. El relato de Marta Allué apunta directamente a las conciencias y emerge directamente del sufrimiento ffsice y del dolor.' En mi caso opté por construir el relato a partir de la ambigüedad de mi posición, puesto que esa ambigüedad, como tantas veces a lo largo de mi vida profesional, ha sido determinante. Se trataba de reconstruir el horror, ex post/acto. a partir de una narrativa en la que la situación descrita por el observador incluye la narración del actor como si se tratase de un informante más. Puesto que debía presen-
3. Véase sobre todo un reciente artículo al respecto sobre el significado del dolor, extremadamente crítico hacia la actitud que la antropología ha adoptado al respecto (AlIué. 1999).
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tarIo como ponencia en un coloquio tenía interés en comprobar si podía transmitir el horror que había vivido, sin que el auditorio 10 percibiese como una vivencia personal. Había de conciliar una narrativa que expresase el sufrimiento y que, a la vez, fuese aceptable académicamente. De otra manera no hubiese sido capaz de contarlo sin desmoronarme, La experiencia fue más dura de lo que me temía. No quería que los oyentes -que no conocían o conocían vagamente mi caso-, pudiesen pensar que estaban asistiendo a una suerte de strip-tease. El relato no podía ser una etnografía interpretativa desde el punto de vista del actor y autor, sino una etnografía enraizada en las metodologías constructivistas en las que me muevo habitualmente. El acompañante -yo en este caso-, debía convertirse en el texto en el antropólogo que observa el drama y es capaz de reconstruirlo distanciándose del mismo. La noche antes, en una habitación inmensa de un viejo hotel tras una soirée deliciosa en Valencia. retomé el texto que debía leer al día siguiente. Horrorizado, supe que no podría controlar mis emociones al revivir el drama. Pensaba que no era posible quedarme en el plano frío de académico y que era necesario para explicar la vida que la etnografía, dicha o leída, permitiese al auditorio vivir y sentir el drama que le transmitía. Siempre he pensado que la magia de la etnografía está en ello. Para ello comprendí que no era fundamental una etnografía detallista y minuciosa, sino que era indispensable alcanzar un grado de estilización en el relato que permitiese al oyente o al lector compartir los sentimientos y la desesperación de los actores, y al mismo tiempo comprender que el contexto era clave para entender el modo en que el hospital y sus actores gestionaban e incorporaban el drama, cómo se defendían de él. Creo que fui capaz de controlar al día siguiente mis emociones. Mientras narraba la historia en un silencio abrumador, tuve el sentimiento contradictorio que o yo era un actor razonablemente convincente _y con el punto de histrionismo y cinismo que todo actor tiene-, o el relato tenía en sí mismo la capacidad de hacer vivir a los oyentes la brutalidad dramática de la situación que quería transmitirles. Mi objetivo no era una catarsis personal, que ya había sido realizada en el momento de la escritura, sino trata de evidenciar las contradicciones de la biomedicina y de la práctica hospitalaria con el objeto de llamar a las consciencias sobre la necesidad de su transformación. Cinco años después es posible reconstruir mi itinerario personal, elirni-
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nar las parcelas más academicistas del texto anterior, y dejar, como se decía antaño, a la benevolencia del lector, el relato etnográfico que allí se inició.
El infierno «Lasciate ogni speranza, voi qui entrate» Dante, Divina comedia
Hace veinte años, un quemado en más de un SO por lOO de su piel moría casi siempre. Hoy «salen adelante», pacientes con quemaduras profundas en más de un 80 por 100 de su cuerpo.' Asegurar su supervivencia es un problema clínico complejo que sólo puede llevarse a cabo en servicios especializados. Su desarrollo desde los años sesenta -Vietnam tuvo no poco que ver con ello- ha posibilitado un avance espectacular en el tratamiento y las esperanzas de recuperación de estos pacientes. En España hay una decena de servicios de quemados como secciones de los servicios de cirugía plástica reparadora en los hospitales públicos universitarios de nivel HI.' En ellos se desarrolla investigación multidisciplinar avanzada, se experimentan terapéuticas y se sostiene docencia para cirujanos plásticos, intensivistas y personal de enfermería. Constan idealmente de una unidad de cuidados intensivos (VCI), de una sala de hospitalización y de quirófanos. Suele tratarse de servicios «cerrados», a los que se accede mediante una esclusa en la que hay que vestirse con ropa estéril, aunque algunas secciones puedan tener una permeabilidad mayor.' En el servicio en donde se efectuaron la mayor parte de las ob4. Las expresiones tomadas de los actores sociales o de los informantes aparecen en el texto entre comillas. 5. Corresponde un servicio por Comunidad Autónoma, aunque los dos de Madrid atienden a ambas Castillas, a la Comunidad de Madrid y a parte de Extremadura. La incidencia de quemados no justifica un mayor número de estos hospitales, o una mayor dispersión. 6. El riesgo a la infección se invoca como la razón principal para establecer las restricciones de acceso. La evidencia objetiva es que la contaminación de los enfermos cuando se produce no procede de agentes exteriores sino de la propia flora hospitala-
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servaciones, la unidad de quemados ocupa una planta en forma de T asimétrica. El ala principal queda dividida por una puerta en dos partes: una unidad de cuidados intensivos para grandes quemados «dentro», y una sala general «fuera». La primera ocupaba el 40 por 100 del espacio y constaba de una docena de boxes de mamposteria, un despacho de enfermería, una sala destinada a los médicos y una gran sala de curas equipada can un tanque de Hoffmann para los baños. La sala general tenía unas doce habitaciones de dos o tres camas y acogía las lesiones menores o a los enfermos «que habían salido». En ella había otra sala de curas con tanque de Hoffmann,? despachos y dependencias. En un ala perpendicular al pasillo principal y al que se accedía desde fuera, se situaba el área quirúrgica." Así descrito, un servicio de quemados es una versión quintaesenciada de un hospital completo: VCl, salas generales, quirófanos, consultas externas y una constelación de profesionales: cirujanos plásticos, intensivistas, rehabili tadores, enfermeras, fisioterapeutas, terapeutas ocupacionales, ortopédicos, auxiliares, epidemiólogos y microbiólogos, ocasionalmente un psiquiatra y un cura. La similitud con el gran hospital es mayor si añadimos la naturaleza multidisciplínar de los tratamientos y los cuidados y la complejidad de su organi-
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no ha cambiado mucho aun con el desembarco masivo de tecnología punta." En lo esencial, consta de una limpieza quirúrgica de las heridas, curas regulares y autoinjertos. A su ingreso se baña al enfermo, se evalúa su estado y según el grado de profundidad y extensión de las quemaduras se le intuba, se le seda con opiáceos, se le somete a respiración asistida y Se le monitoriza. Se desbridan posteriormente las zonas quemadas para eliminar el tejido necrosado y se planifican los autoinjertos con los que se van a cubrir las zonas desbridadas en las que se considera que la piel no va a crecer por sí sola. 10 Se protocolizan además curas tópicas y medicaciones por vía general cotidianas, y grandes curas generales cada dos o tres días con independencia de las intervenciones quirúrgicas. La carrera de un quemado puede incluir una decena de intervenciones quirúrgicas con anestesia general a lo largo de un tratamiento que va a durar un mínimo de dos o tres meses, pero que puede prolongarse años." El problema fundamental del tratamiento es evitar las infecciones procedentes del medio y las complicaciones somáticas: el daño respiratorio producido por humos, o las complicaciones renales derivadas de los metabolitos de la piel quemada y de la nefrotoxicidad de los antibióticos antiestafilocócicos y antifúngicos, para poner al en-
zación.
La estructura del tratamiento del gran y del pequeño quemado
ria o de quirófano, entre ellos el estafilococo meticilin resistente (MRS) o «marsa» en el lenguaje coloquial. Sin embargo, la comparación de distintos servicios muestra modelos muy distintos de «criterios de cierre del servicio», desde el puramente carcelario, como en el servicio de Quemados de Barcelona, hasta cerramientos más penetrables, Como el del servicio de Madrid a que se hace referencia en este texto. La int.eracc~ón entre pacientes, acompañantes y sanitarios es más rica en Madrid por la e~lstenCla de una estructura arquitectónica que obliga a compartir espacios. En cambIO, en Barcelona el acompañante permanece siempre «fuera del servicio» y no comparte espacios con los pacientes y con los sanitarios. 7. El tanque de Hoffmann en una bañera de acero inoxidable en forma de paralelepípedo con una camilla e1evable mediante una grúa hidráulica. Su uso es irregular en los servicios de quemados. Sobre las curas en el Hoffman, váse sobre todo la narración de Allué (1994, pp. 56-63) que 10 califica de ataúd de acero. 8. Esta disposición aprovechaba la arquitectura previa de un hospital de traumatología construido a finales de los sesenta. Otros servicios de quemados tienen estructuras distintas. Por ejemplo uno de ellos es un departamento cerrado completamente rodeado de un pasillo de circulación, y dividido en dos mitades: grandes quemados, con estructura de unidad de cuidados intensivos, y otra mitad destinada a las quemaduras leves.
9. Me refiero a los criterios básicos, los cambios, en cambio, son espectaculares y muy rápidos en los materiales utilizados, en las estrategias y protocolos de tratamiento, en el uso de nuevas tecnologías. El tratamiento de las quemaduras. y especialmente el recubrimiento de las zonas quemadas ya escindidas quirúrgicamente ha implicado el desarrollo de técnicas avanzadas en el desarrollo de materiales para cubrir la piel alternativos a los autoinjertos. Así se popularizan actualmente pieles artificiales derivadas de la industria biotecnológica (de nombre comercial Integra), que está implicando profunda alteración de los ritmos de curación. En cualquier caso la revista Bums puede dar una idea amplia de las líneas fundamentales de la investigación en este campo. No hay un criterio general rígido de tratamiento y depende mucho de la cultura corporativa de cada servicio para que se utilicen unos u otros recursos. Por ejemplo, algunos servicios envían a los quemados graves a las unidades de cuidados intensivos generales hasta que la estabilización de sus constantes les permite trasladarlos a las UCI internas. 10. Con los nuevos apósitos, la planificación varía al disponerse de un «injerto externo», y no depender de la piel disponible del propio enfermo. En las experiencias que aquí se narranel proceso se basaba exclusivamente en autoinjertos, puesto que los nuevos apósitos no estuvieron disponibles en Estados Unidos hasta 1997 y en España a finales del 1998. 11. Contando las operaciones relacionadas con las secuelas un gran quemado puede entrar de veinte a veinticinco veces en el quirófano durante los diez años siguientes a las quemaduras.
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fermo en condiciones de poder generar nueva piel." Algunas de las heridas curan solas, lavándolas, cambiando los apósitos, y evitando las complicaciones; otras no cicatrizan o lo hacen tan lentamente que para acelerar el proceso, prevenir infecciones o evitar cicatrices con secuelas funcionales y estéticas. Las intervenciones quirúrgicas programadas pretenden cubrir el máximo posible de zonas quemadas mediante autoinjertos del propio paciente," según la disponibilidad de piel del propio enfermo, puesto que, hasta la fecha, no ha sido posible producir piel artificial. '4 El tratamiento, en suma, tiene que ver con la capacidad de autorregeneración y cicatrización de las zonas menos quemadas y con las zonas disponibles." El tratamiento médico mantiene vivo al paciente hasta que cicatrice: «Lo que cura al quemado es el tiempo, nada más que el tiempo», sentenciaba un plástico, un axioma que no ha cambiado.
Vivir muerto Al ingreso de un muy gran quemado, los cirujanos plásticos se enfrentan a un dilema. Tendido el paciente sobre la camilla de urgencias 12. La piel representa un 15-20 por 100 del peso del cuerpo y una superficie de algo menos de 1,5 m" en un adulto. En un gran quemado las infecciones son esencialmente por flora oportunista hospitalaria: estafilococos meticilín resistentes, candida albicans, pseudomona aeruginosa y tantos otros. Esto va a plantear problemas técnicos por las resistencias de la flora hospitalaria a los antibióticos convencionales y la necesidad de proceder ~ c?nstan~es hemocultivos y a programar pautas politerapéuticas con antibiótlcos'y qUlmlOt~rapla. ~l problema es que las principales vías de infección proceden de las vtas, de las intubaciones y de las contaminaciones de materiales de Cura. 13. El autoinjerto es ~na capa de piel que se extrae con un dennotomo y que se aplica sobre la zona desbridada bien como injerto completo, bien como injerto mallado para poderlo ex.tender en grandes superficies. La función del autoinjerto sería no tanto la d~ convertirse en la nueva piel, como la de actuar como punto de anclaje, o como «catalizador, del proceso de granulación. El problema es que el autoinjerto puede no prender, unas veces porque se infecta, otras porque el estado general del paciente es muy malo. 14, ~a habido una larga experimentación al respecto y se ha utilizado piel de cadáve~, pieles de donantes, cultivos de piel animal, sin resultados prácticos. Actualmente existe un sucedáneo de piel, producido a partir de la investigación biotecnológica Integra, que ha resuelto parte de los problemas. ' .l~. Recuér~ese que el trabajo quirúrgico inicial es retirar toda la piel quemada. El lDJ:rto se aplica so~re zonas desbridadas y limpiadas quirúrgicamente: «mi cuerpo parecia el de un conejo desollado- decía una paciente.
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saben que la curación va a ser larga, que sus recursos son poderosos, también conocen su límites mediante sus estadísticas de supervivencia, pero ignoran si el enfermo al que evalúan «va a salirse o no» aunque manejen indicadores basados en el cálculo de probabilidades. La extensión y la profundidad de las lesiones, la edad, el sexo, el estado físico, o la constitución dan una idea del futuro que les espera, pero la «resistencia del enfermo» se sabrá al final del proceso, nunca al principio." Decidir si se le deja morir o se intenta que viva se basa en la experiencia del clínico, en sus creencias, en consideraciones sociales, «porque es joven y tiene dos hijos pequeños», en la presión de su red social. Frente al exitus súbito, o a la agonía morosa, horrible e irreversible del canceroso terminal que domina la imaginería de la muerte en nuestras sociedades (Allué, 1988), médicos y enfermeras en quemados saben que su decisión abre un interrogante que tardará meses o años en cerrarse durante los cuales habrán de compartir una larga «carrera moral». 17 Saben que hay una posibilidad, salvo cuando no hay zonas dadoras o gravísimas complicaciones somáticas, respiratorias o renales." La existencia de esa posibilidad, por muy remota que sea y que no puede producirse, por ejemplo, ante el paciente oncológico terminal, va a constituir un rasgo de primer orden en la configuración de la cultura corporativa." Esta posibilidad, y sus resultados 16. Hasta la cicatrización total de las lesiones siempre hay la posibilidad de una complicación somática que de al traste con el proceso. En uno de los pacientes que pudimos seguir, cuando ya el proceso estaba prácticamente terminado, un accidente de quirófano estuvo a punto de acabar con él. 17. Tomo aquí la noción de carrera moral o itinerario terapéutico. Para una visión completa del proceso es indispensable Allué (1996), Es una autoetnografía densa de los servicios de quemados y de la gestión de las secuelas. 18.', No toda la piel dadora es de igual calidad. La buena está en los muslos, la espalda, el vientre y el pubis. Es mejor la de hombre (más recia), que la de mujer (más fina). En la evaluación inicial los plásticos tocan y pellizcan la piel siempre. La relación entre el plástico y sus pacientes se expresa en un juego constante de tocar la piel y pellizcarla para evaluar su estado. Con esta relación física se construye la experiencia clínica: «la piel estabilizada es la que puede pellizcarse», dicen, pero también forma parte de los juegos interactivos entre los plásticos y sus pacientes. Sin embargo hay fuertes elementos de reificación del cuerpo: mira que te parece esa oreja puede decirse en voz alta frente al paciente consciente. O «esa nariz quedará muy mal». No es tan frecuente oír «su nariz puede que no quede muy bien», por poner un ejemplo. 19. La tendencia «intervencionista» la he podido observar o intuir en otros servicios, aunque algunos informantes afirman que en ocasiones «se tira la toalla». En un ámbito productor de muchos recursos terapéuticos en constante experimentación, la tentación de probar es ineludible, más aún cuando se sabe que esa remota posibilidad existe en realidad, y se cumple. El caso de Marta Allué, excepcional en muchos sen-
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terapéuticos globales, justifican estos servicios y sus protocolos terapéuticos. La cultura profesional médica ante cualquier pronóstico incierto se expresa siempre mediante un pronóstico «muy o extremadamente crítico», que en la jerga profesional significa que la posibilidad de «salirse» es casi nula. Esta posición, aparentemente contradictoria, implica admitir como posible el encarnizamiento terapéutico sin aceptar la opinión de un paciente que a menudo ingresa consciente," pero no siempre llevarlo a sus últimas consecuencias: «No marearle
mucho pues lo más probable es que muera». La analgesia se asegura con un coma farmacológico inducido por opiáceos y psicotropos, más adelante por una traqueostomía. Aunque este protocolo se pone en pie para asegurar la supervivencia, significa la abolición de la condición social del paciente. El protocolo terapéutico «muere socialmente» al paciente, y le convierte en un vivo muerto, irreconocible desde las ventanas del box desde el que su red social podrá verlo dos veces al día." En Quemados -como en otros ámbitos de la atención intensiva-, el enfermo deja de ser un sujeto social. No es sólo la reificación del paciente ante la mirada médica, una actitud técnica, sino que en esta arena el paciente se sitúa en condiciones de no-ser al margen de su voluntad y de su capacidad de decisión, impedido de interacción con el medio, puesto que sus respuestas son los parámetros biológicos obtenidos a través de su monitorización y de los protocolos de analíticas o microbiológicos. Esta actitud terapéutica y diagnóstica se racionaliza diciendo: «Es mejor que no se entere de lo que pasa, se hace para su bien». Pero esa posición aparentemente compasiva cae por su propio peso cuando se observa el en que como se regatea la analgesia en el conjunto de las intervenciones que seguirán al tratamiento.> tidos, representó un cambio en los protocolos fisioterapéuticos y de prevención de secuelas funcionales en el servicio en que fue atendida. 20. Sobre esta cuestión, véase AUué (1996). El paciente quemado, incluso en muy alto
grado no necesariamente pierde el conocimiento. Si lasquemaduras son profundas se destruyen los terminales nerviosos periféricos y no necesariamente hay un shock doloroso. 21. En el servicio donde se efectuaron las observaciones, los teléfonos de comunicación con el paciente no funcionaban, pero tampoco servían de nada si el paciente no estaba consciente. Si además tenía la cánula de traqueostomía no fenestrada, tampoco podía hablar. Sobre la comunicación ver Allué (1996). 22. Véase Allué sobre la gestión médica del sufrimiento físico y sus continuidades estructurales con las técnicas de tortura (1996).
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Nos hallamos más allá de lo que representaba la reificación del cuerpo en la exploración clínica clásica. En ésta, el clínico exploraba un cuerpo con el que dialogaba, a menudo en su propio entorno social. La exploración se constituía en sí misma en una forma de lenguaje interactivo no verbal entre el médico, el paciente, y la red social que estaba expectante alrededor. En lo que tratamos de describir esta condición de lenguaje interactivo está también abolida, puesto que ni siquiera se explora el cuerpo sino a través de los monitores que informan, por escrito o en pantalla sobre qué está sucediendo. El enfermo no es un ser vivo, es su representación en los monitores.P El paciente, sólo en la UCI, casi no es humano. «Eulalia es una cosa», decía alguien. Eulalia en la VeI, como Vicente «son tubos». , Un «tubo» es un paciente intubado que «espera que le lleven al Corte Inglés», el quirófano," «un día de estos». «¿Quién es este?», pregunta el acompañanate que llega a la UCI a la enfermera. «Ese tubo, uy, está muerto», contesta la enfermera, «lo mantenemos aquí con los tu-
bos hasta que se lo lleven para trasplantarle». El muerto vivo entre los vivos muertos con los que comparte el ritmo monótono de la concertina. Es indiferente que pueda salvarse puesto que únicamente se gestiona lo que queda de su biología, pero no se quiere asumir su travail de deuil. Morir al enfermo es, aparentemente, un procedimiento exculpatorio frente a los límites del propio saber, un modo de salvar la cara si pintan bastos o de recoger las medallas si el enfermo se salva, la práctica de una forma de indiferencia afectiva indispensable para soportar un trabajo sometido a la contemplación cotidiana del horror y del sufrimiento, un modo de evitar o de renunciar a la función de soporte social y de sociabilidad que estuvo en los orígenes del hospital. Pero el horror no puede ser eludido, y la jerarquización del servi-
23. En cambio, en la consulta externa el cirujano plástico no pierde ocasión de tocar y pellizcar la piel para apreciar subjetivamente su calidad. A su vez los quemados adquieren una vez curados un saber sobre su piel y sus cicatrices que les hace desnudarse unos frente a otros para comparar sus cicatrices y para compartir criterios que pueden implicar también pellizcos de la piel o palpar. En la relación con el plástico esos rituales de interacción son constantes. 24. La idea del «Corte Ingléss viene de los injertos mallados. Para cubrir grandes extensiones no es necesario aplicar piel completa, sino una malla extensible de piel obtenida mediante un dermotomo. Esto permite multiplicar por tres o por cuatro la superficie cubierta. Los injertos mallados se reconocen en la piel curada posterior porque adopta el aspecto de una malla de gasa amplia.
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cio dosifica su gestión. Los plásticos pasan visita, «dan la vuelta al ruedo» prontito, y si conviene vuelven de vez en cuando; los intensivistas se encierran en la sala en donde discuten las cifras procedentes del laboratorio y de la monitorización. Las enfermeras y las auxiliares entran y salen para cambiar goteros o tomar muestras. Cuantos más «tubos», la situación global del servicio empeora, el absentismo
aumenta, la irritabilidad se hace más patente. Para aguantar se construyen prácticas artificiales de sociabilidad ritual: celebraciones y jolgorios, pero también se buscan complicidades. Se le cuenta al acompañante que no entra «que debería entrar>' porque, aunque el paciente esté en coma farmacológico, existe un ámbito de interacción entre ellas y él. Meter «dentro» sustrae al enfermo de su red social y le encierra en un espacio de secreto que lleva al límite la idea de la institución total, en la que ni siquiera los procesos vitales más elementales son controlados por el internado. La idea de la muerte social, presente en las instituciones totales, alcanza aquí su mayor grado de perfección. «Dentro» se pretende eliminar toda subjetividad, puesto que las decisiones clínicas se basan en la evaluación continua de una serie de parámetros biológicos objetivos que limitan el papel de la intuición clínica. La interacción que se establecía entre paciente, red social y profesionales en torno a la experiencia de la enfermedad se desvanece y la discusión y la negociación sobre la continuidad del tratamiento excluye a los legos y al enfermo considerados incapaces de decidir por sí mismos. Los mensajes informativos se convierten en unidireccionales, de «dentro afuera», son sintéticos, «está mal, está mejor, tiene una sepsis, tiene una insuficiencia respiratoria», y no comunican los ava-
tares ni las decisiones que se toman constantemente y que se reflejan en el grosor espectacular de los historiales. «Dentro» no hay lugar para el soporte afectivo que garantizaba al médico clásico su clientela y su prestigio, puesto que el paciente está socialmente muerto. Con ello la práctica hospitalaria trata de eliminar lo social y lo cultural del cuerpo del enfermo, y relegarlo simbólicamente «fuera'> del hospital. Vana ilusión, lo sumerge y oculta en la consciencia de los profesionales, y lo desplaza al dintel de la VCI, a los pasillos, al hueco de la escalera, a la sala de espera, a la galería con vitrinas donde los acompañantes intuye en que bajo los vendajes, una manta plateada, varios focos de infrarrojos, y unos cuantos osciloscopios hay un ser querido.
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Morir socialmente al paciente es una estrategia terapéutica que topa con el hecho que el enfermo, «vivo simbólicamente muerto», conserva cierta capacidad de percepción y de interpretación onírica del medio," y de interacción no verbal que plantea interrogantes acerca de su sociabilidad no tanto a los médicos como a la enfermería que ha de compartir más horas con él y ha de hacer un esfuerzo para comprender sus demandas. 26 Sienten que responde a los estímulos, que puede abrir los ojos en el ensueño farmacológico y a partir de ahí se construye un discurso sobre la comunicación, más próximo al esoterismo y, por lo tanto, más incorporado por la enfermera como ciudadana que como enfermera. Además, aunque al vivo muerto no se le atribuya capacidad de actuar socialmente, su red social toma su re-
presentacián."
Vivir en el infierno En los hospitales españoles, fruto de un patrón cultural muy arraigado sobre la responsabilidad de los grupos domésticos en la gestión
25. Una de las partes más sobrecogedoras del relato de AUué (1996) es aquella en donde reconstruye el período durante el cual estuvo en coma farmacológico. La autora 10 hace mediante una serie de relatos oníricos que recordaba de ese período. Otros grandes quemados cuentan experiencias similares. 26. Aunque los médicos nunca entran en esta cuestión, el personal de enfermería. con un contacto mucho más frecuente con el paciente intubado es mucho más sensible a la condición de ser vivo del paciente. Hay que tener en cuenta que el coma se mantiene con opiáceos sintéticos y está sometido a picos de máximo sopor y valles por la cinética de los fármacos. Más aún, el onirismo que generan los opiáceos contribuyen a esas ondulaciones entre el sueño profundo y los ensueños en semi vigilia, y cierto nivel de percepción de las manipulaciones que se hacen sobre el cuerpo. En el relato de Allué (1996) hay una interpretación a posteriori de ciertos episodios oníricos asociados a las curas o los baños que pudo reconstruir cuando ya consciente vivió la horrenda experiencia de las curas en el tanque de Hoffmann. 27. Las diferencias entre España y Estados Unidos son muy marcadas: la existencia del requisito del consentimiento informado del enfermo, exige que se defina que el enfermo pueda designar un representante que pueda tomar decisiones en su nombre en determinadas circunstancias. En España esto no está del todo regulado. pero opera entonces lo que podríamos llamar el derecho consuetudinario de la opinión de la red social: por ejemplo, la Ley de transplantes española no exige el consentimiento formal de las familias del dador, pero la costumbre es solicitarla. Aquí sucede lo mismo.
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del complejo salud/enfermedad/atención," la familia próxima se arroga conscientemente el papel de representación del vivo muerto." Ante esta situación «estar>' con el enfermo puede implicar permanecer físicamente horas en el pasillo, «fuera», con independencia de la reglamentación y de los horarios, y el desarrollo de un espacio de transacciones. No existe en nuestro ámbito un marco jurídico formal bien arraigado que regule los derechos del paciente individual y de su representación legal como sucede en Estados Unidos, sino usos y costumbres que remiten a la responsabilidad colectiva ante la enfermedad y,JO por tanto, a un orden de representación no necesariamente individual sino colectivo, basado en las normas consuetudinarias con que se rige la gestión social de la enfermedad. En el universo anglosajón del consentimiento informado, el paciente delega por escrito sus derechos en la justicia, en nuestro medio, su colectividad es su representación. El vivo muerto está «dentro», pero vive y tiene su voz «fuera». La presencial] del enfermo en el cuerpo de sus deudos es fundamental para entender la contradicción entre un modelo hospitalario pensado para ser autónomo e independiente de lo social y lo cultural, y una realidad consuetudinaria, popular. De ahí que el personal se halle constantemente confrontado entre su identidad y su formación profesionales, y su identidad y su incorporación de experiencias en tanto que ciudadano de gestión doméstica de la enfermedad, entre su identidad profesional y su identidad cultural. Final28. Véase a este respecto el excelente libro de Comas. Roca, Farreras y Bodoque (1990) sobre asistencia en el ámbito doméstico. Sobre el proceso de salud/enfermedad/atención, véase Menéndez (1996), y su capítulo en este libro. 29. En la cultura jurídica anglosajona, este papel de representación social está regulado por escrito en protocolos que los pacientes deben firmar para atribuira los acompañantes poderes de decisión en ciertas situaciones. No es así en España. 30. También se observa el descargar en el hospital las responsabilidades sobre la atención a ancianos enfermos, pero esto no obvia el hecho mayoritario de la presencia social ante el internamiento hospitalario. En el hospital de Galveston, Texas, esta presencia era muy visible en el caso de determinados grupos religiosos, como los cuáqueros. 31. El uso de la palabra presencia, tiene que ver con la noción utilizada por De Martina (1983). La utilizo porque aquí es importante el estar físicamente próximo al enfenno, aunque el acceso al mismo no sea posible. La idea de proximidad física se interpretacomo una posibilidad superior de comunicación con él y adquiere un enorme valor de representación. Es frecuente la pregunta: «Quién ha venido». En recientes observaciones de campo, la generalización de los teléfonos móviles en el medio hospitalario introducen matizaciones en esta presencia: hay una enorme proliferación de los mismos en las salas de espera.
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mente, el modelo norteamericano, al delegar en la justicia la representación, permite al profesional disponer de un orden negociado dentro de la normativa legal, pero en España debe negociar la elaboración constante de nuevas formas de ajuste, dado que la norma que se genera es el producto de una dialéctica inmediata, constante, y que no puede generar ninguna forma de jurisprudencia más que la propia experiencia. La formación sanitaria no se plantea resol ver esta contradicción entre lo racional y lo emocional, puesto que considera lo emocional puramente irracional, arcaico o fruto de la ignorancia y la superstición, de ahí que las decisiones racionalmente orientadas se justifiquen siempre para asegurar su supremacía sobre los sentimientos. Si el modelo médico no ha resuelto este problema incorporándolo, trata de hacerlo a partir de prácticas formales y discursos expertos basados en los fundamentos teóricos de la biomedicina, amparándose en el valor que ha adquirido en los saberes populares. En primer lugar, el cierre de los servicios" bajo la coartada de la infección, pero, sobre todo, para engendrar un espacio protegido en el que tomar decisiones sin verse influido por los sentimientos, para limitar al máximo la información. y recibir menos presiones, ya que son también una forma de expresar el poder. Significa que los médicos pueden entrar sin cubrir sus zapatos o fumando un cigarrillo en el pasillo de la UCI, o circular sin guantes de goma tras haberse lavado al salir del quirófano;" o racionalizando la falta de comunicación con los familiares con la coartada de que «lo mejor es que sepa usted poco, cuanto menos mejor». Junto al cierre están el reglamento y las normativas que tratan de justificar la segregación de los espacios y la ocultación de los actos médicos. Juegan el papel de estrategias destinadas a tratar de gestionar las relaciones entre el personal y la «presencia» del enfermo representada por la red social de éste. Representan un aprendizaje de la indiferencia afectiva, la creación de distancias jerárquicas, el uso de 32. Bastantes plásticos se han rebelado contra el cierre de los servicios porque la evidencia disponible no muestra mejores resultados en servicios abiertos que en cerrados. Su impotencia ante la modificación de dicho estado de cosas pasa por afirmar que el propio personal se opone a la aperturapara evitar tener que lidiar más intensamente con la red social de los pacientes. 33. Ante la falta de personal, el acompañante acaba entrando cada día en la IjCl para dar la comida al paciente discapacitado.
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distintivos o la creación de espacios reservados. Todo ello basado en una racionalizacióu que parte de la bondad intrínseca y no discutible de las decisiones que se tornan." Al negar la posibilidad de comprender la influencia de lo social y lo cultural en el proceso asistencial hospitalario, el modelo médico muestra su cara más negativa: al carecer de recursos técnicos para resolver esta problemática comunicativa y de soporte, las puertas del conflicto, de las irregularidades y de las transacciones quedan abiertas." Pero, en lugar de comprender y aprender, el personal responde con varias formas de actuación, a cual peor: acusando a los legos de ignorantes, zafios, o diciendo que «no tienen cultura»," aplicando criterios puramente policíacos y con ello alentando el conflicto, o aceptando «hacer la vista gorda», con el objeto de crear un espacio discrecional de transacciones que obviamente resulta siempre injusto: es lo que se conoce en la jerga sanitaria como el «recomendado». Pero también utilizando instrumentos de amenaza y coerción ante la creación de la imagen del buen y del mal enfermo, es decir, del que calla y acepta lo que le echeu y la del que pregunta qué y por qué le hacen lo que le hacen." Pero los muertos sociales siguen siendo sociables -«a veces, en semi vigilia nos mira como interrogándonos. Le decimos cosas y a Veces quiere contestarnoss.L, y los problemas que generan dan lugar a respuestas contradictorias. Las enfermeras y las auxiliares insinúan
34. De nuevo el crecimiento de procesos por malpráctica en Norteamérica ha acabado en buena parte con ello. 35. El caso más ejemplar que pude observar es el de una adolescente gitana que estaba ingresada «fuera». La familia extensa estaba con ella, pero el reglamento sólo permitía dos horas cada día de visitas. Durante los intervalos la chica gritaba y gritaba. Tuvo que ser una enferma quien convenció al personal de que era más sensato dejar a la madre con ella que los demás pacientes no pudiesen dormir por el griterío. 36. Con 10 cual se da la fascinante paradoja que una conducta cuya lógica cultural es en buena medida compartida por el propio personal que en circunstancias similares actúa del mismo modo. 37. Como ha demostrado Allué (1996, pp. 64 ss.) hay formas sutiles de tortura que pueden ser aplicadas en los servicios. Es la verbalización de estas conductas la que provoca la reacciones más violentas del personal sanitario ante las evaluaciones etnográficas de su tarea. Suelen hablar entonces de la mala fe del paciente. o en los casos más flagrantes de aquello que siempre hay una oveja negra. No comprenden jamás que se trata de una violencia estructural derivada del propio modelo de práctica y de sus retóricas legitimadoras. Un buen ejemplo de ello está también en el relato de Loux (1983).
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a los familiares que vayan «dentro a darles ánimos y ganas de vivir», que rompan las barreras del espacio, del secreto, para ayudarles «a salirse», frente a la actitud médica que propugua que «lo mejor para ellos es que estén dormidos y que les despierten cuanto más tarde mejor». Las enfermeras intuyen el valor terapéutico de la sociabilidad, o al menos lo racioualizan porque saben que las familias les quitan trabajo dando la comida a los enfermos o haciéndoles compañía, y llaman menos. Es la fragilidad teórica de los parches lo que conduce a que las defensas profesionales se tambaleen, unas veces, a largo plazo en forma de burnout syndrom, pero más frecuentemente en forma de prácticas transaccionales que buscan la complicidad de la red social del paciente para gestiouar determinados aspectos de la asistencia. Para el persoual de enfermería, construida su ideología profesional en torno al cuidado y, por lo tanto, en la experiencia compartida, el horror no puede ser combatido con recursos tan eficaces como los de los médicos, por eso ellas a veces sollozan, los enfermeros masculinos se apuntan a la condición de «mini-médicos» expertos en curas para evadirse, o algunos se decantan por la violencia, la tortura o el sadismo para no aceptar su fragilidad, su debilidad, su ignorancia y su impotencia. Los médicos están mejor situados para defeuderse del horror porque la retórica sobre la que se asienta su práctica tiene una mayor solidez epistemológica al haber reuunciado al cuidado y al soporte a cambio de especializarse eu el diagnóstico y la terapéutica. Su posición en el organigrama les permite huir y ocultarse sin que se note, o cumplir a mediodía con la información formalizada. Pero el mundo les asedia, se saben criticados y se colocan eu posiciones defensivas. Si la indiferencia afectiva puede comprenderse como estrategia de distanciamiento profesional, es difícilmeute explicable racionalmente en una sociedad en la que la atención al enfermo implica todavía el contacto continuado con el mismo, la presencia permaneute junto a él y en la que los legos no aceptan que la única respuesta de la cultura institucional y profesional sea ampararse en el reglamento, ocultarse físicamente y no responder a los interrogautes que se ciernen sobre el paciente y su red social. La actitud de los médicos es tratar al principio, sin demasiada sutileza, que los familiares del enfermo compartau su indifereucia
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afectiva, que «acepten fríamente la realidad», que «vayan haciéndose a la idea de no verlo o verla más», y que se limiten a esperar sin hacer
nada un desenlace fatídico, pero sin garantizarlo. «La he visto hoy cuando he llegado, es horrible, no tiene piel, tiene unas cicatrices es-
pantosas y está muy mal, se morirá, se morirá casi seguro», dice la médica muy nerviosa al acompañante que la acosa, se distancia, habla sin mirar a la cara, se escapa. Casi seguro, casi. El casi alienta una
brizna de esperanza, gana tiempo al tiempo, abrevia la espera. Los mecanismos de defensa profesionales son frágiles, operan más o menos bien en escenarios hospitalarios con elevada rotación de enfermos, cuya presencia en los servicios suele rondar entre pocos días y dos o tres semanas. En quemados hablamos de meses, de un año, de
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la presencia social del enfermo acepte que puede curar, para no tener que asegurar su soporte, y distraer así su tiempo de su hipotética tarea curadora (Comelles, 1996 y 1998). Esta situación representa que la idea común sobre el poder médico, la impotencia del paciente o la desesperación dé la red social, den lugar a una situación más compleja en la que el poder y la desesperación del paciente se reflejen en su representación externa y, en nuestro caso, su elaboración onírica que la
impotencia y la desesperación de los profesionales emerjan ante los límites de su capacidad terapéutica y pronóstica, y que el poder y la impotencia de la red social surjan viendo cerrarse las posibilidades de colaborar en un proceso en el que se les niega un lugar.
esperas eternas, morosas, de avances mínimos, de nuevas esperas, de incidentes, de crisis que se repiten. Cómo ser paciente cuando se espera. Cómo ser paciente cuando todos, médicos, pacientes, acom-
La incertidumbre
pañantes han de ser pacientes. La incapacidad de la cultura corporativa para resolver estas contradicciones nace de su fundamentalismo. Es la consecuencia de las
El período crítico no tiene límites precisos. «Si pasan de los cuarenta días suelen salirse», decía una enfermera a unos familiares. Si pasan
posiciones teóricas con que se construye el discurso médico y cómo
los días y el enfermo no muere, las esperanzas no se desvanecen del
éste la estructura, de su falta de autocrítica y de la ausencia de instrumentos analíticos que permitan afrontar los problemas y las contradicciones perceptibles en su seno. La cultura corporativa de los servicios no puede proponer alternativas distintas que no la contemplen como al servicio de los intereses de los profesionales. No pueden aceptar esa cultura como una realidad compleja en la que la presencia social del paciente forme parte de la misma. Estas estrategias de dis-
todo. Pero el curso es incierto «sigue muy mal, está muy mal», pero no se sabe qué le hace «resistir». «Si tienen ganas de vivir, algo dentro de ellos les hace vivir», dicen las enfermeras. «No aviso en las agonías, para qué, una vez se ha muerto ya avisarnos para que vengan
tanciamiento suelen relacionarse con la construcción del carisma médico a partir de la utilización de recursos asociados a la sacralización
los familiares», decía una médica. Gabriel acabó muriendo solo una madrugada. Llamaron más tarde. Nada puede estorbar la lógica institucional, aunque Gabriel esté consciente y sepa que va a morir y contemple su pierna amputada quince días antes en una operación rutinaria. «Muchos meses más tarde, cuando ella había salido del estado
de su figura con el objeto de asegurar su poder. Estoy en parte de acuerdo con ello. La unidad de quemados revela a la vez la debilidad intrínseca de la posición del médico y del profesional derivada de la imposibilidad de garantizar los resultados terapéuticos qne propone. Habiendo estudiado la retórica médica en el XIX, se observa que el médico sabe que no sabe mucho, y que, como mucho, puede pronosticar con ciertas posibilidades de éxito: no pretende curar, pero sabe
crítico sonó el teléfono en mi casa. Debían ser la ocho de la mañana.
que debe sostener el cuerpo social, la «presencia social» del enfermo.
rirá. Los demás administran tiempos y esperas como pueden. Los plásticos por el ritmo de las operaciones, el «levantamiento de los injertos» y los baños. En los intervalos esperan, impotentes, que los
En el hospital, el médico pretende curar -no sabe si lo conseguirá, tal como explicaré-, pero tanto él como la enfermería pretende que
Al descolgarlo, una voz neutra me dijo: "no cuelgue le llaman del hospital". Me puse a temblar, me ahogaba, creo que estuve al borde del desvanecimiento. La náusea reaparecía. Después una voz me dijo
que se había retrasado una exploración y que no hacía falta que madrugase para llegar pronto al hospital.» El vivo muerto administra sus días sin saber si resucitará o mo-
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intensivistas resuelvan los problemas del enfermo, que el cuerpo resista, que los injertos prendan, que pase el tiempo. Si las intervenciones se demoran porque el enfermo no podría aguantar la cirugía o los baños, a la angustia de los familiares. «Cada mañana, cuando me levantaba, me decía a mí mismo, un día más y no la operan, y así durante semanas», respondían: «No tiene piel y tiene una sepsis, nada podemos hacer». Tener paciencia, ser paciente.
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tando de decirle al familiar que no se haga ilusiones en base a una larga experiencia en la enfermedad, o identificándose con los pacientes de su misma edad y de su mismo sexo, «cuando llegué de vacaciones, no me atreví a preguntar en el box por Eulalia. Cuando me fui a finales de julio no pensé volverla a ver. Entré y al pasar delante de la doce miré de reojo. Y estaba allí, no podía creerlo», o con argumentos que evidencian los límites de la coraza profesional, «quieren traer a este
Esperar que algo suceda es también una forma de evitar preguntas cuya respuesta se ignora, en un contexto de presión social, tras
servicio a los niños quemados --entonces atendidos en el hospital infantil-, no creo que pueda resistirlo. Puedo trabajar con adultos,
tropezar durante semanas con las mismas caras que construyen sus
pero con niños ... me dan mucha pena, estaría pensando que son mis hijos»,
esperanzas y gestionan la espera interpretando signos o prácticas mágicas. «Cuarenta días, la cuarentena». La interpretación de signos banales, la del santoral, la conversión en indicio de cualquier parámetro técnico. «Como no podía soportar la situación me limitaba a ir a me-
diodía y administrar la espera en casa. Era insoportable. El viaje cada día al hospital era una experiencia horrenda. El metro parecía no llegar nunca. Los pasillos se me hacían interminables y en el ascensor tenía una taquicardia. Las noticias de la una eran sin esperanzas, la hi-
potermia la acercaba a los 32 grados centígrados, se moría, se moría. Por la tarde el teléfono no podía sonar. Me habían dicho que llamaban a posteriori. Al final mis amigos llamaban por mí para preguntar por la fiebre. Si había bajado era como si se hubiese curado. Pero al día siguiente volvía la nausea.»
La actividad interpretativa aumenta porque las respuestas verbales son siempre terribles. Los acompañantes se acostumbran a interrogar los mínimos indicios o los que suponen son los indicios que
han ido incorporando a partir de reunir pequeños datos o de recabarlos de los otros acompañantes. La estrategia es penetrar las barreras del secreto de una información celosamente guardada y poco comunicada. Sin embargo, la larga duración del proceso permite que los actores sociales en el servicio adquieran un conocimiento denso de dónde están y de sus claves. «Noté al llegar al servicio que Eulalia estaba de nuevo muy mal: las enfermeras no decían buenos días sonriendo. Miraban al suelo, se escabullían o hacían ver que no me veían.» Ante la sensación de fracaso que supone el empeoramiento el perso-
nal elabora otras estrategias, que oscilan entre la brutalidad verbal, «este va a morirse, hoy le han metido en el quirófano y han hecho una chapuza, para qué, total, va a morirse igual», las lágrimas furtivas tra-
La incertidumbre en cualquier sociedad da lugar a respuestas culturales que la llenan de significado. También en la nuestra (Good, Good, Schafer y Lind, 1990). El hospital revela en estas circunstancias su naturaleza de espacio de sociabilidad inmerso en un contexto cultural específico, en el que la ampliación del secreto de la práctica medica incrementa la incertidumbre, la ansiedad y la desesperación para situar allego en una dependencia ciega del curador, pero imposibilita a éste una buena gestión del proceso cuando ese proceso no sigue las pautas a partir de las cuales se gestó el modelo. No olvidemos que el modelo tiene su origen en las enfermedades infecto-contagiosas agudas y en su curso, o en el tratamiento de crisis agudas, pero no en la gestión de procesos de largo curso." En tanto el poder curador se manifiesta con cierta rapidez a partir de un protocolo terapéutico incisivo, el efecto resultante es el deseado: pongamos, por ejemplo, el tratamiento quirúrgico de la apendicitis aguda, o el de una meningitis meningocócica sin complicaciones sobreañadidas en el medio hospitalario. En el servicio de quemados esa respuesta no es incisiva, el cur-
so se prolonga, aumenta la incertidumbre y no hay respuestas. La confianza ciega en los profesionales y su práctica se erosiona lenta e irremediablemente, aumentan las críticas, el tiempo relativiza la prác-
tica y revela sus límites y sus contradicciones, y desvela la sensibilidad y las emociones de los profesionales ante enfermos que son una
38. Como el lenguaje médico utiliza frecuentemente metáforas militares, diría que el modelo se construyó en términos de blitzkrieg, pero se adapta muy mal a la guerra de contrainsurgencia o al modelo de ocupación colonial.
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página en blanco en la que se escribe una historia imprevisible, más allá de su carácter de desafío profesional. El tiempo pone límites a los secretos. Los legos van apropiándose, en su relación con los profesionales, de saberes técnicos que incor-
poran a sus saberes y concepciones sobre la enfermedad. Aprenden a descodificar e interpretar los mensajes médicos, a valorar los indicios clínicos, a interpretar los silencios, a desacralizar los carismas, a COm-
prender a veces a los profesionales. Éstos, en cambio, se hallan atrapados en la imposibilidad o en la incapacidad de compartir, puesto que en ello han fundado su práctica y su carisma. Siguen pensando que revelar su secreto implicaría la pérdida de su credibilidad, de la confianza ciega en su omnipotencia, que creen fundamental para desarrollar sin trabas su tarea. No compartiendo su propia subjetividad, sublimándola a través de la profesionalidad, de la confianza infinita en la ciencia, el médico hospitalario piensa que no va a tener que confesar su debilidad, sus ignorancias. No comprende que eso le encierra en la soledad, en la
búsqueda de respuestas científicas que también tienen sus límites. Ante su impotencia frente a un curso errático e imprevisible, se escudan en
el escepticismo, acusan a los demás de su frialdad afectiva, «hemos visto tantos maridos (tantas esposas) que les han abandonado tras el alta; los niños huyen de sus padres quemados porque les dan miedo», o pronostican siempre las peores secuelas para que el balance final no sea tan decepcionante. Pero su ambivalencia se manifiesta cuando preguntan una y otra vez al paciente «que se ha salido, sí ha valido la pena» tanto esfuerzo. Y he aquí la respuesta: Debo decir que sí, que fue bueno intentarlo. El resultado actual lo demuestra. Hago una vida casi normal, puedo controlar los dolores y escondo mi estigma bajo la piel. Pero no quisiera que mi esfuerzo, mi éxito, sirviera para otros, porque muy pocos podrán vivirlo como yo. Tuve la suerte de poder hacerlo. Las circunstancias personales, sanitarias, sociales, genéticas, económicas, educacionales, intelectuales que me rodearon contribuyeron en diferentes grados haciendo posible mi recuperación. Pero no todo el mundo podrá gozar de tal combinación de ventajas circunstanciales y, por ello, quisiera asegurar que no vale la pena. Toda esta historia ha sido tan absolutamente espantosa que no puedo aconsejar a nadie que trate de repetir mi hazaña. Jugué, sin quererlo, a un solo número entre un millón, y gané. Me tocó vivir, pero a
qué precio (Allué, 1994, mimeografiado).
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La respuesta, bien como un texto, o bien como una exposición en un ámbito académico o hospitalario, no opera como el espejo sobre el cual se puede construir la autocrítica. «Usted, tiene problemas psicopatológicos», o «para esto estoy trabajando cuarenta horas a la semana como un desgraciado» le espeta el intensivista que escucha en la sala a la autora. Pero al terminar otros médicos vienen a decirle, en privado, que están de acuerdo. «Que tienes tú contra los médicos, si tú eres médico», me dicen. Nada, nunca he renunciado a mi identidad ni a mi formación. Pero ante la ambivalencia se escudan en la confianza en un saber que también tiene sus límites. ¿Pretenden ver
ratificado su trabajo, o se interrogan sobre su sentido? La muerte social del paciente impide que éste decida por sí mismo acerca del sufrimiento y legitima un modelo de práctica intervencionista que le reduce a la condición de instrumento de la ciencia, que mediante la donación definitiva o provisional de su cuerpo contribuye a que otros puedan sobrevivir, a despejar algunos de los misterios del cuerpo humano. Las enfermeras intuyen en valor terapéutico de la sociabilidad y construyen su cultura profesional, los médicos lo niegan, porque aceptarlo significa poner en cuestión el edificio entero de su saber, pero, sobre todo, y esto es lo peor para ellos, de sus señas de identidad profesionales.
Resistir lmpidiendo que el paciente y su «presencia social» ejerzan la responsabilidad sobre su cuerpo, «los médicos pueden hacer milagros», y los demás limitarse a no contradecir ese priucipio que preside la teología y la práctica del milagro, y que pretende que la fe se base en aceptar la impotencia humana. Vana ilusión: Mi límite, horas después del accidente, fue la existencia vegetativa. Si se me iba a mantener con vida para una existencia sin consciencia del ser, prefería morir. Si se iba a prolongar la torturapara «no ser» nunca más, deseaba morir por mí y por los demás. Pero si iba a volver al mundo consciente, quería ser yo quien decidiera si con las secuelas que me quedaran merecía o no la pena seguir viviendo. La frontera la situé en-
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tre el ser y el no ser. Y cuando comprobé que podía seguir viviendo -aunque existiendo gracias a los que me mantuvieroncon vida- decidí seguir. Desconocía 10 que iba a acontecer en el futuro, pero opté por averiguarlo reservándome el derecho a decidir, como fuera, si merecía o no la pena vivir así (Allué, 1994, p. 228).
El tratamiento del quemado implica limpiar e injertar «hasta que el propio enfermo sea capaz de regenerar su piel», dar tiempo a que el «propio paciente fabrique su propia piel». «Tu obligación es ahora comer, comer y comer, porque necesitas fabricar piel», le decía el
plástico a Eulalia." Como utilizaban su espalda como fuente de nueva piel, entre «retoma y retoma» habían de pasar tres semanas duran-
te las cuales había que cebarla para que fabricase más piel. Las intervenciones técnicas no Son directamente curadoras, sino destinadas a
poner en condiciones al enfermo para que éste pueda curar. Esta claro que los médicos considerarán esto un matiz filosófico, ya que para ellos la curación deriva de su intervención. Es cierto que sin médicos
no se curan los grandes quemados, pero eso no evita que el valor que dan a la curación es el de una metáfora que les sitúa en la cima del proceso. El problema es que la lentitud de la respuesta del cuerpo es tan lenta que han de llenar de significado los intervalos entre operación y operación, entre baño y baño, presentados y percibidos como «el tratamiento de las quemaduras» aun cuando su fin sea esperar la cicatrización de las lesiones. En estos intervalos emergen los límites
de su tarea: «Hemos injertado y hay que esperar a que prendan los injertos, que el paciente responda». Si el enfermo está muy mal, «no
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en «espera» y utilizan la «resistencia» del enfermo «hasta hoy» como un factor alentador. Estos mensajes monótonos rigurosamente con-
trolados y expuestos en un pasillo en las puertas de la DCI, tras semanas de mensajes decepcionantes, muestra sus limitaciones. Aun
con la frialdad se acaba notando en la conversación con el médico de cuidados intensivos o en la charla con la enfermera un fondo de comprensión, cariño y complicidad afectiva. Como el médico clásico, el que trabaja en cuidados intensivos conoce sus límites técnicos y sabe, puesto que lo vive, que es la resistencia del enfermo y no tanto los prodigios de su técnica la que decide entre la vida o la muerte. Por eso cuando el enfermo «se sale» y los plásticos se apropian de nuevo de él, les excluyen de la continuidad del tratamiento, y les prohíben que entren en la sala de hospitalización, sigue existiendo una corriente de comunicación afectiva, de buen recuerdo entre pacientes, familiares y médicos, como si, en silencio se hubiese construido una solidaridad común basada en la espera, la angustia y las decepciones cotidianas, tal como sucedía con el viejo buen doctor. Yeso no se olvida. Por eso pacientes y familiares, cuando hablan de los de «intensivos», suelen afirmar cariñosamente «me lo» o «me la salvaron»,
aunque sepan que no es toda la verdad. Explicar la impotencia en los intervalos exige algo que racionalice el proceso, explique su morosidad y disimule que la curación no es el fruto exclusivo de su acción. La «resistencia» del paciente la construye él, día a día, hora a hora, no muriendo y «aguantando», las
prenderán sus injertos», o su piel será «muy atrófica» para garantizar
infecciones, los problemas somáticos o el encarnizamiento terapéutico y sus efectos secundarios. La «resistencia» se constata y trata de
el éxito de las retomas. El lenguaje no establece los límites de la técnica, sino los del enfermo. Descarga la responsabilidad del fracaso
explicarse al familiar a partir de un confuso discurso que relaciona lo genético, lo constitucional y lo psicofisiológico, que justifique que un
sobre éste, «no soportaría la operación», que una vez más hay que
enfermo «se deje caer» y «se quede», y que otro «tenga ganas de vivir y se salga». ¿Cómo puede un vivo muerto «dejarse caer» o «tener ganas de vivir?»
posponer, para expresar el temor que el paciente «se les quede en el quirófano», y lanza la pelota al terreno del intensivista aunque el fracaso repercuta en las estadísticas de su servicio.
Así pues, el discurso médico se limita a describir qué ha sucedido, sin cambiar el pronóstico, o dando uno de hoya mañana: insisten
En este concepto emergen las contradicciones de la lógica institucional a la que hemos visto queriendo abolir lo social y lo cultural. En la explicación se proyectan los valores del personal, de los propios médicos, sin que puedan sustentar sus razonamientos sobre ningún, o casi ningún, rasgo de evidencia clínica más que en la even-
3? La c~mida del servicio de quemados de Barceloriá es una comida «reforzada» e hiperproteica, mucho más copiosa que la de cualquier otro servicio hospitalario.
tual intuición. La medida de la resistencia la dan los indicadores y la respuesta al tratamiento, pero la diversidad de los enfermos indu-
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Medicina y cultura
ce a pensar en algo que está en el interior del vivo muerto y con el que eventualmente puede establecerse una suerte de comuniCación, o que permite al vivo muerto comunicarse con el mundo. De nuevo emerge un discurso de resonancias esotéricas sobre las influencias. Ante la carencia de elementos científicos que permitan justificar tales aserciones, el discurso se construye sobre la base de una combinación extraña de elementos que proceden del positivismo científico, del magnetismo animal, con rasgos cuyos remotos orígenes se situarían en las religiones orientales tamizadas por el cine galáctico de Hollywood. Que la fuerza te acompañe. Describiendo la «resistencia» en estos términos y situándola en la capacidad de lucha del vivo muerto y en las ínfluencias mágicas que los presentes puedan transmitirle, la biomedicina, imperceptiblemente construye una coartada sobre los límites de su conocimiento y de sus prácticas. Si el paciente no resiste y fallece «no respondió al tratamiento», pero si lo hizo y «se salió», la técnica o el protocolo terapéutico «nos van muy bien, nos ha dado muy buenos resultados en este enfermo». Percibir al cuerpo soberano, al que se ha muerto socialmente, como el agente fundamental de su curación, mediada por una serie de influencias externas, entre ellas toda la parafernalia terapéutica de la biomedicina, no deja de revestir la apariencia del pensamiento y de la práctica mágicas. Más aún si le añadimos la fuerte ritualizacion del proceso, y la condición de trip onírico asociado al como, farmacológico y a esa excursión en los límites entre la vida y la muerte a que se somete al paciente. Es posible que este proceso pueda pasar desapercibido en una UCI general, puesto que en ella la estancia se acorta, pero, en cambio, en quemados el viaje onírico es un viaje lento, moroso, lleno de sufrimiento. Nada está decidido, y nadie puede adivinar el final. Resiste el enfermo, pero también debe resistir el plástico, el internista, las enfermeras, las auxiliares, los familiares y los amigos. Por las características del proceso, una larga e incierta carrera, el conjunto de los actores sociales, sin percibirlo, están intercambiando constantemente sus papeles, porque la crisis emocional a la que se ven sometidos desafía los instrumentos convencionales, racionales, que la pueden canalizar en la vida normal. Finalmente, la noción de resistencia, conduce a que toda la red profesional y social del paciente queda atrapada en la necesidad de participar como un solo bloque en lo que representa in-
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fluir y alentar la resistencia del paciente. Pero, ¿cómo mediar en este proceso?
Tecnología y magia Cómo mediar, cómo influir en el cuerpo, incidir en la fuerza interna del paciente para que soporte el horrendo sufrimiento que se le inflige cada día. La terapéutica, los antibióticos, la f1uidoterapia, la alimentación parenteral alimentan su cuerpo, pero la noción de resistencia remite al alma, y en el modelo biomédico el alma no existe, aunque baberla hayla. De ahí que pueda compartirse en el seno de este colectivo, la idea religiosa del milagro como mediación de un santo, o la ídea esotérica de la irradiación de las mentes de los que están cerca y que serían susceptibles de transmitir mágicamente la fuerza que el vivo muerto necesita para «resistir»." La segregación, entre el «dentro» y el «fuera», adquiere la condición de límite simbólico y la ubicación del paciente en un espacio límite. La interpretación del proceso no va a hacerse, pues, en términos exclusivamente biomédicos, sino construyendo en ese espacio de interacción formas culturales específicas que permitan la realización de la comunicación invisible entre el que ha ido al otro lado y los que están aquí. Este espacio de sociabilidad, punto de engarce entre saberes y práctica médicas y saberes y prácticas populares, era el pasillo de quirófanos en el cual unas decenas de personas confluían diariamente a la espera del final de las intervenciones quirúrgicas, a la espera de las noticias de la una, o mientras las auxiliares hacían las habitaciones, o los enfermos sus necesidades. En este espacio coíncidían gentes de origen muy diverso, porque que la epidemiología de las quemaduras es errática," que comparten sus experiencias largo tiempo. Aunque el 40. No me propongo en absoluto desarrollar las claves culturales de estas observaciones. Resulta evidente la presencia de este tipo de discurso en la literaturaesotérica ampliamente expuesta. En los medios de comunicación social y en el cine están también las raíces del espiritismo, pero no se olvide que representan una respuesta con elementos positivistas y científicos que se articula, como veremos más adelante, con el recurso a la religiosidad de siempre. 41. Los dos mayores grupos son varones accidentados en el medio laboral, o amas de casa en el entorno doméstico. En menor medida accidentes de tráfico u otras causas.
334 ------------------~__ Medicina y cultura reglamento limita estrictamente esa presencia; los visitantes invaden el pasillo de quirófanos o «se cuelan» en la sala de hospitalización aprovechando el movimiento de la mañana en los servicios hospitalanos. Aunque «fuera» el personal no se cansa de repetir, hasta la saciedad, «váyase a casa, usted aquí no tiene nada que hacer», se insiste, también hasta la saciedad, en «no quiero irme, debo quedarme con él, no puedo irme a mi casa, mi lugar está aquí». Si la presión es muy fuerte, confluyen en el bar, pero vuelven más tarde a asegurar su presencia en los bancos del vestíbulo. Presencia física, pero, sobre todo, social. Al hospital van pacientes de muy lejosv y en los casos muy críticos los familiares quieren mantener su presencia cerca de ellos «por si pasa algo». No es posible convencerlos de otra cosa, puesto que han sido socializados para estar y compartir con sus parientes la experiencia de la enfermedad, y no pueden, sin culpabilizarse transgredir ese principio. La proximidad física se justifica no sólo como deber moral, sino como «presencia» con efectos lenitivos sobre la moral del vivo muerto. Esta presencia representa la continuidad en el hospital tecnológico de la movilización doméstica en la enfermedad y la agonía, pero el diseñador del hospital y el organizador de su cultura no han previsto un espacio para ellos, porque en las sociedades individualistas de raíz luterana esa presencia no funciona igualY Con una mayoría de enfermos de clase baja y con pocos recursos económicos, por las características de los grupos de riesgo, y muchos de ellos residentes habituales a cientos de kilómetros del hospital, asegurar y mantener esa presencia se convierte en llna odisea, más aún en quemados. ¿Dónde ir? Cómo vivir y resistir una espera sin límites que puede dur~r meses lejos de casa, sin cobijo;" Burlaban la vigiIancia y dormían en las butacas de los pasillos, y se las arreglaban para estar cerca y desafiar con su presencia su impotencia, su desgra-
42. En 1991 este servicio en Madrid atendía ambas Castillas, Extremadura e incluso eRf~rmos de Cantabria o Asturias, puesto que actuaba además como hospital de referencia. 43. En e~ hospital de Gal~e~ton, una z.o~a con una gran minoría spanish, podían observarse dlfeTen~las en el regtmen de VISitas. El hospital era muy permeable al intruso, pero nunca VI las acumulaciones de visitas de nuestros hospitales. 44. Los conserjes echa~an a la gente de las escaleras por la noche. Algunos alquilaban ~na ca":laen los barnos populares de los alrededores, donde este tipo de alquiler era bl:nvemdo pw:a redondear los mgresos mensuales. El circuito de estas camas se conecta en los pasillos.
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cia, su rabia, su dolor. Caras silenciosas, inmóviles, acurrucados en los rincones. «Esa es la madre de Andrés», «esa la novia de Ernesto», se dice en voz baja. Atilano, Gabriel o Eulalia «están muy mal», son los desconocidos que resisten un día y otro, entrevistos en el pasillo con vidrieras que circunda la VCI y que para los familiares de los que ya «se están saliendo» evocan el tiempo en que Ernesto o Andrés fueron Eulalia o Gabriel. Si alguien muere, como Gabriel, bajan a velar el cadáver. Si se salen lo dicen en voz baja, casi con vergüenza, sabiendo que hay otros que acaban de ingresar. No hacen falta apellidos ni señas, casi nunca se verá más tarde a quién estuvo dentro. Su esposa ya ha salido, ha sufrido tanto, pero «Miguel aún está dentro. Pero va mejor. Qué mérito el de su esposa, aquí decían que nadie entendía cómo había sobrevivido, Hemos rezado mucho por ella». No se conocen otros nombres que los de pila, o el número del box. «La del doce, el del dos». La suma de experiencias anónimas va acumulándose. Los veteranos se acercan a los «nuevos» que miran cabizbajos al suelo y sienten envidia de los que salen con una sonrisa. Pero unos y otras buscan la ocasión para saludarles y rompen la intimidad y la privacidad para darles conversación y ánimos: «Usted debe ser el marido de Eurfdice, ya sé como está su señora, aquí las malas noticias las sabemos en seguida. Sé que está muy mal, pero tenga fe, resista». Y a continuación narran su propia historia para hacer ver que hay quien se sale," o cuentan la de Eugenio que estuvo hace dos años, o de Atilano casi como mitos que «se salieron». «No pierda la fe, resista». Historias morales que tienen como objeto rellenar los espacios de incertidumbre, hacer ver que existen luces al final del túnel, más allá de las afirmaciones frías de los médicos, más allá de la ausencia de pronóstico, que se convierten en lecciones de una conducta que algún día podría servir para que unos ti otros hagan lo mismo con los que ingresarán una semana más tarde en estado crítico. Historias de mitos, pero también pequeñas historias personales, la pequeña y pobre odisea del de «fuera», para que el novicio o la novicia sepa qué debe hacer, cómo debe resistir, qué ha hecho para aguantar los días y las noches de frustración ante la impotencia absoluta de la espera. 45.
La narración como elemento de apoyo está presente como género literario. En Simbad el Marino, el célebre ciclo de las Las mil y una noches, Simbad utiliza la narración de sus desgracias para aconsejar a su interlocutor y favorecer su fe. El relato de la Pasión juega con ese mismo elemento.
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En la desesperación la náusea llega, invade el cuerpo y se convierte en una coraza que impide pensar racionalmente. A veces conduce al nihilismo. «No quise verla así, quería recordarla viva. Todos me decían que moría, pero me negué siempre a aceptarlo. Lo peor era mi
sensación de impotencia, todo lo que sabía era inútil, sólo pude emplearlo en mí mismo. Debo resistir para ser útil después. No supe entonces lo inútil que iba a ser después». Los instrumentos del raciona-
lismo fracasan, y se llega a pensar, no sin envidia, en el consuelo que los algunos tienen en la religión. En la medida en que la resistencia del vivo muerto se representa por los profesionales y por los !ego s con una imagen de lucha consciente contra la muerte que permite a quien espera vivir en la es-
peranza, la presencia social del enfermo no puede ser únicamente una presencia simbólica, puesto que la situación de crisis genera lazos imperceptibles de comunicación entre todos los actores sociales presentes y la necesidad de formar parte del proceso terapéutico. La presencia no es suficiente sin la acción. Hacerlo implica un discurso
acerca del paciente que oculta el trabajo que el acompañante hace esencialmente para él. Representa un escenario en que la red social del paciente debe adquirir la conciencia de que hace algo por su familiar, sin aceptar que lo hace por él. Las campanas suenan por ti. «No sé si es usted creyente, yo paso el día rezando y pidiendo por mi marido. Es lo único que puedo hacer por él. Confío mucho en santa Gema Galgani, aquí en el Achúcarro mucha gente es devota de ella y ha obrado prodigios. Ha intercedido por muchos enfermos», dice la esposa de Vicente. «Soy agnóstico, un viejo racionalista agnóstico, pero muchas noches recé, y recé, los familiares de otros enfermos
me daban estampas, y las guardaba aliado de mi cama»." La creencia en el milagro, en la mediación divina emerge en el contexto de la mediación humana, no como un accidente derivado de la superstición o de la ignorancia, sino como un instrumento que adquiere nue-
vo sentido en un contexto en que los límites de lo humano o de lo natural parecen evidenciarse y en el que el médico, para huir de la presión de los familiares, puede correr huyendo por un pasillo mien-
46. Gema Galgani es una religiosa italiana de principios de siglo xx fallecida tras una «larga y penosa enfermedad» y beatificada después, por Su capacidad de intercesión milagrosa.
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tras grita: «Se morirá, se morirá, tiene unas cicatrices espantosas.
Sólo queda rezar y esperar un milagro». ¿Por qué un milagro en el templo de la razón? La palabra no surge en quemados de tanto en tanto. Está siempre presente. Irá punteando el conjunto del proceso, irá interviniendo para hacer explícita aquella oportunidad que todo quemado tiene al entrar en el servicio, pero que formalmente no se invoca. «Lasciate ogni speranza voi qui entrate». Pero el milagro está ahí y no sólo es verbalizado por los médicos, está en los pasillos, está en las salas. La cura del gran quemado es un milagro que desafía los límites de la ciencia. Los actores sociales, tanto los profesionales como los que no lo son, piensan o intuyen que pueden colaborar en el participar, mediar. El cuerpo social se funde con el cuerpo individual. «No sabemos muy bien por qué se ha salido. Todo estaba en su contra. Ni nos atrevíamos a según que cosas porque jamás pensamos que resistiría. A veces, sucede. simplemente sucede»,
dice el jefe de servicio. «Soy agnóstico y apóstata, pero ante la desesperación no sé cuantas veces perdí perdón y traté de rezar oraciones medio olvidadas de mi infancia. Coleccioné estampas e hice promesas. No podía no intentarlo, no podía hacer otra cosa ni por el paciente ni por mí.» La espera y la incertidumbre sin respuestas durante tanto tiempo, la sensación de no poder hacer nada no deja otra salida que una búsqueda desesperada de recursos a los que agarrarse para tener la sensación de participar en el proceso y limitar los estra-
gos de la náusea. En la medida en que la secularización de la sociedad y la hegemonía del modelo médico han destruido la eficacia simbólica del discurso religioso, en la situación de crisis del servicio de quemados se reconstruye, pero no ya en la ortodoxia, sino articulado con otros recursos, tanto en la creencia mágica en la tecnología,
como en las creencias religiosas, o en las esotéricas producto de la modernidad. Remiten a la confianza a veces ciega en las nuevas tecnologías -que a veces lindan en la ciencia-ficción-, como al escenario de las promesas a la Virgen o a los santos, o al magnetismo y a las influencias de las radiaciones electromagnéticas del cerebro, la telepatía y la telequinesia. «Mire yo entro cada día y cuando toco la cama de mi marido muy fuerte muy fuerte, sé que así le transmito toda mi energía. Cuando estoy aquí hago lo mismo y sé que él la recibe y que eso le ayuda», me cuenta la esposa de Juan en el pasillo de quirófanos cuando le digo que no puedo entrar a ver a mi esposa por-
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que, si muere, quiero recordarla viva. La esposa de Juan es devota de
santa Gema Galgani y me ha dado sus estampas, reza cada día, es creyente y sostiene una práctica religiosa regular, pero sin darse cuenta ha incorporado a su práctica religiosa, basada en la mediación, el viejo recurso de la imposición taumatúrgica de las manos, que ha reinterpretado en términos telepáticos y energéticos. Reza en la capilla del hospital, lejos de su marido, pero necesita el contacto físico para decirle al vivo muerto: resisto para que resistas, mi resistencia, mis ganas de vivir, son las ganas de que vivas y la metáfora
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gico, a causa de las limitaciones que impiden cumplir los propósitos para los que fue diseñado. Lo que como observador podía desconstruir me mostraba que los límites entre el pensamiento mágico y el religioso no se situaban entre el «dentro» y el «fuera», puesto que los propios profesionales los habían incorporado a su manera en su propia práctica, en sus criterios de gestión, en la demanda de auxilio, en la movilización para el fin. También ellos, tras la coraza del conocimiento técnico, lo canalizaban y lo retroalimentaban. ¿Cómo si no podía el profesional per-
que emplea es una metáfora biológica que revela en el hospital sofisticado los extraños compromisos entre la medicina, la religión y el pensamiento mágico. Esa energía se transmite telepática o físicamente -por ello es necesaria la presencia-, tocando al enfermo o su cama, introduciendo objetos en la habitación, en ocasiones violando el reglamento interno. «Como soy racionalista y tengo formación médica preferí el recurso clásico a la religión, la oración y la promesa, no podía hacerme a la idea de esa parafernalia de influencias telepáticas, supongo que soy demasiado radicalmente positivista y demasiado escéptico; en cambio, no entendí nunca por qué recuperaba el viejo discurso religioso de mi niñez. Quizás, porque en algún momento de mi vida creí en él y me resultaba, en la desesperación, más aceptable que la parapsicología.s Un observador ingenuo podría pensar que las prácticas mágicas y rituales que se ponen en práctica en el hospital son la consecuencia de los límites entre el conocimiento y la ignorancia, adaptaciones se-
manecer años y años en esos servicios viendo el horror, cuando la
cundarias en los instersticios del hospital. En la primera versión de
enfermeras son creyentes, y creen en ellos, porque no son plenamen-
este texto, caí en ese error. Me di cuenta más tarde que lejos de ser un denotador del «dentro» y del «fuera», la religión y la magia no eran un accidente, o el producto de mentes supersticiosas o ignorantes, sino que eran el producto de una dialéctica entre los saberes científicos y los saberes populares, entre la cultura corporativa de los profesionales y la presencia social de los enfermos. La magia y la religión se situaban, pues, como elementos fundamentales para estructurar la cultura del hospital como una cultura que es el producto de la interacción entre el personal, los enfermos y los acompañantes, entre la cultura hegemónica y las culturas subalternas. Cultura que se construye en torno a la incorporación de la experiencia, que se manifiesta en la oralidad, y que no ha podido ser excluida del hospital tecnoló-
te capaces de explicar razonablemente los factores diferenciales de la
mayor parte de residentes huían de ellos tras la estancia reglamentaria para encauzar su carrera arreglando tetas y narices en el sector pri-
vado? ¿Por qué permanecían allí sino por la confianza subjetiva en su misión? Por qué reconocían e invocaban el milagro del que ellos podían presentarse como mediadores.
Ambos son copartícipes del proceso, porque el proceso implica la emergencia de una lógica compartida. En la medida en que las prácticas mágicas y rituales tienen un papel relevante en el proceso de soportar la espera su efecto se traduce en una mejora de las relaciones de sociabilidad entre el «dentro» y el «fuera». Por esto des-
de dentro se invoca al milagro y con él la incitación al desarrollo de prácticas que lo sustenten. Pero no quiero decir que la invocación al milagro sea una estrategia consciente de los profesionales, es el producto de la condición externa de los profesionales que emerge en la situación de crisis. Se invoca el milagro porque muchos médicos y
«resistencia» de los enfermos. Pero creyentes o no creyentes, cuando una vez «salido» el enfermo grave racionalicen su terapéutica, no
son capaces de responder con seguridad qué ha sido lo que le ha hecho vivir. En los anales de los servicios de quemados se cuentan siempre aquellos casos de resonancias míticas que «se salieron». Ca-
sos singulares de los que nada cabía esperar. Casos que adoptan en un contexto cultural como el que describimos la misma función estructural de que resucitaron, o se curaron de enfermedades mortales
en los relatos de milagros, narrativas destinadas a establecer simbólicamente la existencia de esperanza en un ámbito en que racionalmente la esperanza no puede invocarse.
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Religión y magia adquieren en estas circunstancias un papel harto significativo en la lógica institucional. De hecho, se incorporan como prácticas subalternas del conjunto de las actuaciones terapéuticas y de cuidado, estructuran un espacio de sociabilidad y convierten al acompañante en actor del proceso terapéutico. Y es por eso que los profesionales, cuando la situación les lleva más allá de su condición y emerge su dimensión humana, también proponen o recurren a la metáfora mágica o religiosa, o la piensan, aunque no
la expresen. También ellos reivindican, en un espacio pensado para impedir la sociabilidad, el derecho inalienable a la sociabilidad, a participar como actores en el proceso terapéutico. «Como sabían que era médico, aunque siempre me hubiesen negado la condición, aquella noche me pidieron que les echase una mano con Ángela, la costurera de Vallecas, la hija de un ingresado que no quería salir del servicio. Aquel día me sentí particularmente útil. Conseguí que la chica vol viese a su casa: le conté mi historia, le conté las historias que me habían contado. Yo no tenía que pintárselo tan negro como los médicos me lo habían pintado siempre a mí, y se lo habían pintado a ella. Hablamos un par de horas. Se fue a casa después, sin el sentimiento de culpa que la animaba al principio y que le impedía irse dejando al padre solo en la UC!. Me sentí, por fin, útil.» El recurso a la magia y a la religión tiene unos límites evidentes a medida que el acompañante incrementa su conocimiento sobre el
proceso y asume que los esfuerzos de los médicos son nulos si el enfermo no resiste." Este punto pone de manifiesto el fracaso del modelo institucional y la necesidad de hallar una explicación a lo que aconteció. El acompañante, además de rezar o transmitir energías, empieza a percibir al médico como alguien que no es capaz de darle
respuestas porque no las tiene y que como el médico de cabecera de otros tiempos, sólo puede en el mejor de los casos, sólo puede adelantar pronósticos. Entonces pide a los médicos que hagan lo que sus colegas del XIX a la cabecera del enfermo; es decir, contribuir a bien 47. De nuevo la posición de Allué (1996), tomando conciencia del papel del propio enfermo en la toma de decisiones, resulta fundamental. El quemado, en un determinado punto del proceso percibe y aprehende la realidad de su propia responsabilidad en la esfera biológica y en la esfera personal y, sobre todo en el largo, proceso de rehabilitación.
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morir o a compartir la agonía o a compartir la espera, y no tiene más
que respuestas parciales. Al haber abandonado los médicos su papel de soporte social, pero no haber resuelto los interrogantes en relación con la incertidumbre, la elaboración de saberes populares para llenar ese espacio no se hace a través del discurso médico, como en el modelo clásico, sino de componendas coyunturales, sincretismos entre la magia, la religión o la ciencia, o historias legendarias de pacientes que prueban que existe una posibilidad, que hay futuro. Por eso, en el umbral, el personal acaba exigiendo del familiar que entre «debes entrar, debes entrar, se está despertando y ahora te necesita». Necesita el impulso final para resistir, necesita transmitir al muerto social el estimulo de la sociedad, una razón para renacer, para acabar con la odisea a cualquier precio. Alguien decía, con la extraña lucidez de la desesperación durante la espera, que «lamentable es que cuando nosotros, los de "fuera" cantaremos el alirón porque se sale, va a empezar su drama».
Salir De vez en cuando un gran quemado muy crítico «se sale». Esto no significa que salga de «dentro», puede permanecer allí meses, incluso morir. «Salirse» significa que el paciente cruza un umbral simbólico a partirdel cual su supervivencia «parece» asegurada. El que «se sale ha resistido, ha salido adelante». Es el fruto de cambios en los indicadores clínicos, en la mejoría de los parámetros biológicos, de la intuición, de la experiencia, de la subjetividad. Significa que el vivo muerto resucita o renace, puede volver a la vida social, aunque no esté todavía curado. «Sentía envidia cuando alguien se salía y me preguntaba cuándo me tocaría a mí. Era por mí que sonaban las campanas, no por ella, ¿podré perdonármelo alguna vez?» Quién lo hace, en un contexto en que los límites entre la muerte y la vida no han estado claros, adquiere un valor carismático, puesto que con él el servicio en pleno ha hecho un envite que le acaba vinculando a su devenir. Más allá de sus estadísticas globales de supervivencia, la singularidad de estos casos excepcionales se inscribe en los
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anales de la cultura institucional, se convierte en un punto de referencia, que acredita su eficacia, cimenta su prestigio y se presenta en los congresos. Pero para el tránsito hacia salirse no hay explicaciones. Acontece. «A mediados de mes se moría. Tenía una infección incon-
trolada. No le bañaban desde hacía quince días, las enfermeras me decían que olía. El viernes era el puente de La Paloma y ya sabe lo que son los puentes en los hospitales, se van de permiso y hala ... Las enfermeras me decían que cuantos más sedantes daban, más bajaba la temperatura. Le bañaron el domingo pensando que si no lo hacían moriría, pero que no podía podía esperar más. Se la jugaron. La hipotermia posterior fue tremenda, me hablaron de 29 grados y de un pulso de 250. El lunes la temperatura había subido un poco. Le quitaron los sedantes y parecía que la temperatura subía. Aquella semana era la Romería de ... Sus amigos habían ido allí. Luisa llevaba el candelabro de la virgen y se colgó una medalla de la virgen en el pecho. Anduvo con ella toda la noche. Me trajeron la medalla el jueves a Madrid, y se la di a las enfermeras para que la pusiesen en la habitación. El jueves la volvieron a bañar. Una enfermera me dijo que le había ido de primera. El viernes la temperatura se estaba normalizando y las enfermeras insistían en que estaba mejor, estaba mejor, se despertaba. Los médicos hablaban en otro tono. El sábado fuimos a verla. Al entrar y verme se echó a llorar. Nos conoció. El domingo, por primera vez, las enfermeras comentaban entre ellas se sale, se sale. Salió." Nadie pregunta por qué uno «se sale». Como las respuestas no son nada claras más vale no mirar atrás. Aquí casi nadie mira atrás. La estadística hospitalaria no explica el porqué, lo diluye en el conjunto de los enfermos del servicio, y lo reduce a correlaciones estadísticas sobre variables biológicas o sociológicas. «Simplemente, no quiso morir. No era su destino, no era su hora». Se habla de nuevo de
la genética, de la constitución, de las ganas de vivir, de la resistencia, pero terminado el período de incertidumbre, se reconstruye la seguridad en la práctica y «salirse» se va percibiendo menos como el fruto
del enfermo y más como el del dispositivo técnico desplegado. No se habla de esperar ni de milagros, se habla de tener paciencia, de ser un buen enfermo, de obedecer las órdenes del médico. La red social, recuperado el protagonismo por el paciente, va abandonando su vigilia. El relato sobre de la medalla de la virgen sólo se cuenta a los más íntimo: «estas historias no sabes cómo explicarlas, porque hay
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quien te mira por encima del hombro, i milagros en el siglo xx! piensas que más de uno va a reirse a tus espaldas». Entre legos, cuando se felicita al familiar por su alegría se invoca al «destino» o que «la naturaleza es insondable», o «que no ha llegado su hora». Unos respon-
den «que estas cosas me ponen los pelos de punta», y algunos confiesan que la historia es «preciosa». Los pacientes prefieren no hablar de ello. No forma parte de ellos, sino del trabajo de otros. «Salirse» es un límite simbólico que cierra un período de tránsito entre la vida y la muerte, pero que tiene distintas lecturas para los actores sociales. Para los intensivistas y las enfermeras de la UCI significa el éxito de su tarea, para los familiares más íntimos el fin de su etapa de incertidumbre y angustia, su reingreso al mundo del cuidado y el apoyo hospitalario convencionales, la posibilidad de ayudar físicamente al enfermo; para los menos íntimos la sensación que todo ha acabado bien y que la desmovilización puede irse produciendo. Para el plástico, que recupera el pleno control sobre un enfermo hasta entonces compartido con el internista, aparentemente nada cambia. Para él, salirse es que haya terminado su tarea y haya cicatrizado la última úlcera, entonces «ya no eres un quemado, a partir de ahora eres un en-
fermo de plástica». Para el enfermo inicialmente no significa nada, Me fueron despertando. Volví al mundo contra todo pronóstico. Otra paradoja, porque no me sorprendió estar viva [... ] No notaba gran cosa. Vivía suspendida entre la relidad y otras realidades interiores que me atormentaban cuando nadie estaba conmigo y conseguía pensar (Allué, 1994, p. 17).
No sabe aún que entra en una nueva etapa de su vida de la que no podrá escapar. El Nuevo Testamento cuenta la resurrección de Lázaro, pero no nos dice qué fue de él. El gran quemado tampoco sabe al renacer lo que le espera porque nadie va a contárselo. Los plásticos han perdido la pista de sus viejos pacientes y han cumplido con su parte del trabajo. Ahora el enfermo lo comparten con los rehabilitadores, los ortopédicos y los terapeutas ocupacionales. Los familiares tampoco lo saben. El club de los muy grandes quemados es un club selecto de revenants que no se conocen entre sí y cuyas historias posteriores, en tantas arenas sociales y con tantas secuelas distintas, representan singularidades que difícilmente se pueden
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compartir. El gran quemado que «se sale» es un caso singular. El fuego es caprichoso. Las secuelas irán manifestándose progresivamente, a veces meses y años después de que le hayan «salido». Su rehabilitación puede durar años. De por vida habrá de rehabilitar alguna parte de su cuerpo. Sus secuelas estéticas se transforman y relativizan con el tiempo, pero las secuelas funcionales y las discapacidades significan aprender a comer, a andar, a vestirse, a maquillarse. Adquirir una nueva identidad. Son espacios permanentes de incertidumbre para los que no va a poder contar con experiencias previas. Para el servicio hospitalario el que «se sale» es un triunfo en su
lista de éxitos, lo que justifica la bondad de las opciones terapéuticas y de la estructura jerárquica, presenta sus diapositivas en los congresos, hace de él unos cuantos artículos que permitirán, quizá, nuevos éxitos. La vida posterior del paciente ya no es asunto suyo. Durante unos años Ernesto, Pedro o Eurídice serán hitos en la historia del servicio hasta que sus nombres se olviden y sean sustituidos por Isabel, Pedrito o José Luis. Después serán un historial clínico en un almacén donde esperarán su destrucción o a los historiadores de la medicina. A los cinco años, esos artículos ya no salen en los listados del Medline, ya son la prehistoria científica del tratamiento. El paciente, «que ya no es un quemado», inicia un largo itinerario por los servicios de
rehabilitación, de cirugía reconstructiva, en donde pierde su singularidad. En ellos son «un codo», «unos tendones», una contractura más.
Aprovecharán, por curiosidad profesional, para explorar el cuerpo entero, tocar y pellizcar como siempre la piel y evaluar qué han hecho sus predecesores y si conviene, criticarlo. La historia de la virgen también se olvida, es una anécdota privada que no interesa a la religión. En el servicio de quemados, como los psiquiatras actúan como los cirujanos o internistas," el capellán recorre las salas vestido con bata y se arroga el papel de psiquiatra
48. Como demuestra Ziegler (1999), el testimonio médico formal aparece como un elemento sistemático en muchos procesos de canonización en la Baja Edad Media en el s~r de Europa. La diferencia entre la posición actual de los médicos en la Congreg~clón para la causa ~e los Santos, es que éstos operan sobre expedientes jurídicos, mientras que en la Baja Edad Media son convocados como testimonios de autoridad. Mi posición en relación al significado del milagro en la biomedicina está desarrollada en Comelles (1993 y 1996).
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aprovechando su formación como psicoterapeuta. A la Iglesia no le interesan estos milagros. Los ve con las mismas reticencias que las curaciones que se producen en torno a las apariciones. y no se plantea
ni remotamente la cuestión en el seno de un hospital de nivel III. Además, hoy interesan los milagros de los que están pendientes de beatificación. Las vírgenes no necesitan más legitimación, ni los santos. Discutir sobre ello significaría reabrir la vieja polémica entre la ciencia y la religión. En la actualidad, el Vaticano acredita los milagros a partir de dictámenes médicos elaborados a posteriori y en 'relación con las causas de beatificación, tan frecuentes y rápidas en los últimos años. Los milagros de las vírgenes y de los santos tenían sentido en el siglo IV. Hoy las vírgenes ya no hacen milagros, los hacen los hombres y las mujeres a los que se quiere beatificar o santificar en torno al nuevo significado que la práctica de la Iglesia está dando a esta palabra para defenderse de la generosidad con que beatificó en sus orígenes (Woodward, 1991). El compromiso entre la religión y la medicina pasa también por aceptar el discurso científico, asumir el racionalismo como una estrategia que permite gestionar parte del dispositivo educativo o sanitario sin entrar en conflicto con la medicina.
A cambio, la Iglesia no cuestiona el poder curador de los médicos porque en su estrategia ya no cuenta más que marginalmente con ello como instrumento de la fe. El milagro teológico queda reducido a aquello que la medicina está dispuesta a aceptar que no está en condiciones de explicar. También la religión ha hecho suyo el modelo médico, el capellán no participa en las prácticas rituales y mágicas a las que hemos hecho referencia. Pero si los compromisos entre medicina, magia y religión pueden comprenderse en términos de su papel orgánico respectivo en la socie-
dad actual, adquieren todo su valor en el hospital jerarquizado. En él el uso social de la creencia en el milagro permite exculpar no sólo los límites de la ciencia sin cuestionar su validez global, también desresponsabilizar a los profesionales y a la institución, pero también a la red social del paciente al permitirle un juego simbólico de soporte y contribución a la terapéutica, ocultando que ese juego simbólico y ritual opera sobre todo sobre él mismo. Para la religión esta zona de nadie pone de manifiesto su todavía fuerte penetración en la configuración de los saberes populares y representa un espacio de renovación de la fe, marginal hoy, pero no desdeñable en un mundo que se seculariza.
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La medicalización no ha supuesto la desacralización de los hospitales, sino una reorganización en las relaciones de hegemonía y subalternidad entre la medicina y la religión. La práctica hospitalaria altamente tecnificada que hemos descrito lo pone de manifiesto. El cambio reside en la condición subalterna del discurso religioso, en su acantonamiento en forma de adaptaciones secundarias en áreas mar-
ginales de la institución, y en su papel, todavía fundamental, en la gestión de la sociabilidad. La esperanza en el milagro está presente, pero relegada a la esfera de lo íntimo, o un papel coyuntural de lenitivo en situaciones de crisis para las que la atención institucional no ha previsto nada, ya que ha reducido al enfermo a enfermedad, en donde la cultura y la sociedad están subordinadas a la biología. Fuera del hospital, aun sumergida en un mundo medicalizado, la enfermedad (biológica) se inscribe (también) en una experiencia social y cultural, en una dialéctica entre el paciente y su red social. La responsabilidad terapéutica y la atención involucran a la red del paciente y a los profesionales y especialistas. En el modelo clásico de medicina, el soporte social tenía un significado reconocido por la propia medicina, que pretendía que los profanos incorporasen lentamente la ciencia en su saber sobre la enfermedad. Pero en ese modelo, la medicina se situaba aliado de la religión, como un complemento necesario y por eso ofrecía un soporte de los hombres hacia los hombres inmediato y perceptible, frente al misterio de la respuesta de Dios. En el modelo hospitalario, en la medida en que ese soporte no existe, la red social del paciente y los propios sanitarios, para soportar la crisis personal y colectiva que en parte deriva de su falta de significado en el proceso terapéutico, utilizan la religión y la magia como instrumentos para vencer la incertidumbre, y recurren al milagro para expresar lo que no pueden explicar racionalmente, pero también para reclamar el valor de su posición como mediadores entre el enfermo que no puede pedir por él, y Dios. Creer y esperar el milagro es funcional, puesto que permite la ficción de mediar ante la incertidumbre, la falta de respuestas, la ignorancia y la propia ansiedad. Y al mismo tiempo, cuando el personal sanitario invoca el milagro. un recurso no previsto en su arsenal terapéutico, revela su con-
dición humana, partícipe de los valores y las creencias de una sociedad y de una cultura a la que, cama ciudadano, pertenece, pero que en su identidad profesional trata de negar.
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Los límites de la práctica mágica y su vinculación al que está «fuera» o al personal sanitario, se ponen de manifiesto, cuando el que está «dentro», el paciente que «se sale» no quiere aceptar esa hipótesis. No ha recurrido a la práctica mágica, puesto que no forma parte de las expectativas que contempla desde su campo de visión." El paciente sabe muy pronto que no hay tal milagro, aunque sueñe algún día como era. Sabe que en Lourdes hay muletas, pero no prótesis. Sabe que sus secuelas estéticas y funcionales van a formar parte de una nueva identidad. Ha muerto, ha vuelto, pero no es el mismo, su cuerpo y su identidad van a ser otros, irreversiblemente distintos. so Por eso puede también comprenderse que tanto mi informante agnóstico y racionalista, como aquel que ha rezado por sus parientes ofrezcan una vela, hagan el camino de los romeros, o se aferren al sinpecado para cumplir la promesa que han hecho por sus parientes o sus amigos. Las campanas tocan por ellos, no por el paciente, ahora quizás, discapacitado de por vida. Por eso puede comprenderse que el paciente se plantee, en la medida que asume su nueva identidad, distintos escenarios que oscilan entre la depresión y el suicidio, el lamento por su desgracia, la afirmación «ahora a mí que me mantengan», o lanzarse a una lucha y compromiso personal que supone reconstruir completamente su vida y asumir su nueva identidad como una forma distinta de ciudadanía, ni mejor ni peor, diferente Y
49. Véase a este respecto el fino análisis interaccionista que efectua Allué (1996) de las relaciones y de las estrategias que el propio paciente desarrolla para negociar su estancia. En este caso el proceso de gestión aparece presidido por la aplicación de una cierta fría racionalidad. 50. En un estudio sobre escolióticos juveniles, París (1984) relató magistralmente el reconocimiento de las secuelas tras un tratamiento quirúrgico. El discurso sobre la curación no había supuesto ninguna alerta sobre las secuelas físicas del proceso. Véanse también los testimonios recogidos por Colom (1995) sobre parapléjicos. 51. Un buen ejemplo de esta actitud vindicativa es el testimonio de Hockenberry (1995), un periodista parapléjico y muy provocador que narra los desafíos que plantea a los «normales». Esta es también la posición de Marta Allué cuando etiqueta a los normales, no de normales, sino de «temporalmente válidos».
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Eurídice No creo en los milagros, pero haberlos haylos. Concluyo el ejemplo etnográfico cuando Eurídice recobra su «presencia», y afirma, en el servicio de quemados, su condición de ser social, su libertad. En su itinc- rio posterior es su propia narrativa etnográfica la que nos describe los hechos, puesto que el dolor y el sufrimiento físico no pueden ser compartidos y quizá no tenemos derecho a hacerlo (Allué, 1999). Entre el sufrimiento moral y el sufrimiento físico, el personal y los acompañantes siempre llevan la mejor parte. Debe ser ella, deben ser los torturados quienes hablen del dolor y del sufrimiento. Por esto no hay conclusión en mi relato, puesto que el debate no ha hecho más que empezar. 52 He tratado de construir una etnografía para narrar una tranche de vie de un par de meses en la vida de un observador que transitó en un servicio hospitalario del papel de enfermo accidental al de esposo y testigo de muchos dramas, que además era psiquiatra y al que sólo la distancia que procura el tiempo le permite asumir finalmente su papel de antropólogo. Un ejemplo etnográfico particular, singular, difícilmente generalizable, como todos los ejemplos etnográficos en un servicio pequeño de un hospital inmenso. No he pretendido ser objetivo en el sentido naturalista o positivista del término. Lo que observé, lo que viví, quizá sea percibido como la venganza de un desagradecido o el arreglo de cuen tas de un traidor a su profesión; quizá sea leído y permita revivir escenas simi-
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desagradecidos», No me siento traidor a nada y menos a mi condición
de médico que jamás he abandonado plenamente. Pero en este tema mi posición ha sido extremadamente ambigua, puesto que, aunque al final haya emergido mi identidad antropológica, mi práctica no fue tanto la de acompañante como la del médico orgulloso incapaz de comprender por qué vive con la consciencia subjetiva e inmarcesible de su misión en el mundo. En la primera versión de este texto me ob-
sesionó la necesidad de la distancia, de la objetividad, del academicismo, que implicaba ocultar mi autoría de los hechos (y mis fechorías), en la segunda ya no. Ahora creo que puedo comprender por qué Orfeo miró a Eurídice y por qué ésta se convirtió en estatua de sal. La Eurídice que fue a buscar y que murió ante su mirada era la que Orfeo deseaba ver. Pero otra Eurídice que el mito no cuenta salió con Orfeo de los infiernos, y es ella quien nos muestra la historia desde su mirada. Ella ha sido siempre la verdadera protagonista del mito, no él. Se que Eurídice vive, sé que ha vencido al infierno, y que ambos pueden vivir juntos tras el infierno, cuando Orfeo al fin, pudo comprender la grandeza de la nueva identidad de Eurídice y asumió que su fracaso era la garantía de su porvenir y el modo de cumplir el deseo irrefrenable que le llevó a volver al infierno por ella. Lo importante del mito, y de esta historia, no son sus protagonistas, sino el modo en que los hombres y las mujeres construimos nuestros propios infiernos y nos resistimos a salir de ellos. Roxane: «Ces pleurs ... c'était vous?», Cyrano: «le sang était le sien». Edmond Rostand 1912, Cyrano, acte V
lares y situaciones similares en otro servicio pequeño de otro hospital inmenso en cualquier parte del mundo. Ambas percepciones significarán que han movido las consciencias de sus lectores en un sentido
u otro. Si lo he conseguido habré logrado mi objetivo. El relato etnográfico no puede pretender ser la representación objetiva de la realidad: es el lector quien legitimará su veracidad si encaja con sus propias percepciones, con sus propias emociones o con sus intuiciones.
El relato busca que la veracidad venga de la identificación: «esto también lo viví yo, tal como lo describe cuando cuidé a mi madre, o a mi padre, o a mi amigo». O cuando desde la otra perspectiva alguien espeta: «y para eso nos pagan el sueldo que ganamos, para generar 52. Véase a este respecto Allué (I999), Yel debate incipiente en el volumen monográfico de Anthropologie et Sociétés en el que está incorporado.
Bibliografía Allué, M. (1988), «¿Cómo desearía morir, súbita o paulatinamente?», Juno,
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14. Cuarenta años de antropología de la medicina en España (1960-2000) Enrique Perdiguero, Josep M.' Comelles y Antón Erkoreka
En 1980 se publicó bajo la dirección de Michael Kenny y Jesús M. de Miguel el libro colectivo La antropología medica en España.' Se proponía presentar en nuestro país el punto de vista de la antropología social y cultural sobre los fenómenos culturales y sociales relacionados con la salud y la enfermedad. Este era entonces un campo novedoso que venía desarrollándose básicamente en Estados Unidos y Canadá desde pocas décadas atrás, pero no representado en la naciente antropología española, y poco significativo entre las demás antropologías europeas. Este modo de estudiar el continuum salud enfermedad enlazaba, desde luego, a pesar de las mutaciones de concepto y método, con una larga tradición subalterna de estudios sobre medici-
na popular -o folkmedicina-, desarrollados básicamente por médicos. El mencionado volumen recuperaba explícitamente esta última tradición en «Una bibliografía comentada sobre Antropología médica» debida a J. J. Pujadas, Josep M. Comelles y Joan Prat,' cuyas notas introductorias resultan aún hoy de interesante lectura y en parte aplicables a problemas que seguimos afrontando al plantearnos su reedición. Aquella bibliografía contenía evidentes deficiencias y errores de concepción, ya reconocidos en el momento de confeccionarla
por los propios autores. Además, se desarrolló en un contexto en el que el tratamiento de la documentación no se beneficiaba aún de los 1. Kenny, M. y J., M. de Miguel, eds. (1980), La antropología médica en España, Barcelona, Anagrama. 2. Pujadas, J. J., J. M." Comelles, y J. Prat (1980), «Una bibliografía sobre antropología médica», en M. Kenny y J. M. de Miguel, eds. (1980), La antropologfa médica en España, Barcelona, Anagrama. pp. 323-353.
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avances de la informática. Sin embargo, ha constituido durante los úl-
timos cuatro lustros un punto de partida obligado para quienes nos hemos acercado al campo de la antropología de la medicina. En ella, y así se reconocía en sus primeras páginas, sobresalía por el volumen
y la importancia de su contribución la obra de Antonio Castillo de Lucas, el folklorista médico de mayor producción en España. Veinte años después, con ocasión del XIII Congreso Nacional de la Sociedad de Médicos Escritores y Artistas los organizadores, Joaquín Fernández García y Antonio Castillo Ojugas, nos encargaron su actualización, para incluirla en un volumen homenaje a Antonio Castillo de Lucas.' Por el alejamiento de loan Josep Pujadas y de loan Prat de la antropología de la medicina se organizó un nuevo equipo representativo de algunos de los colectivos que en España han tenido una significación en su desarrollo reciente. Evidentemente, no están todos los que son, puesto que por razones de operatividad se estimó que un grupo reducido sería más adecuado para el primer intento.' Cualquier proyecto bibliográfico ha de asumir que su conclusión ha de ser el inicio más que el final del propio proyecto. Y así ocurre también con esta bibliografía sobre antropología de la medicina en el Estado español. Nuestro propósito inicial iba dirigido a realizar una revisión y puesta al día de la bibliografía y su ampliación hasta la actualidad. Vimos muy pronto que ese proyecto era inviable, no tanto porque no pudiesen corregirse ahora los mayores errores de entonces, como porque la evolución de la antropología de la medicina y de la historia de la medicina en los últimos veinte años exigía un replanteamiento a fondo del tratamiento de la información
3. Fernández García, J. y A. Castillo Ojugas, eds., La medicina popular Española. Trabajos dedicados al Dr. D. Antonio Castillo de Lucas en el centenario de su nacimiento, Oviedo, XIII Congreso Nacional de la Asociación Española de Médicos Escritores, 1998. Los compiladores incorporaron varias semblanzas y notas biográficas sobre este folklorista médico y prepararon una bibliografía de su obra con 1.029 referencias (pp. 33-110). Por la extensión y exhaustividad de esta recopilación nos ha parecido ocioso volver a incluirla en el presente trabajo recopilatorio. 4. Una primera versión apareció publicada en Comelles, J. M., A. Erkoreka y E. Perdiguero, «Aproximación a una bibliografía de antropología de la medicina sobre el estado Español», en J. Femández García y A. Castillo Ojugas, eds., La. Medicina Po-
pular Española. Trabajos dedicados al Dr. D. Antonio Castillo de Lucas en el centenario de su nacimiento, Oviedo, XIII Congreso Nacioal de la Asociación Española de Médicos Escritores, 1998, pp. 205-270.
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y de los criterios de selección que habían presidido el trabajo de loan Josep Pujadas, loan Prat y Josep M. Cornelles a finales de los setenta. Entonces la idea giraba en torno a conceptos como medicina popular, medicina tradicional, folclore médico, supersticiones vulgares, entre otros, que no habían sido sometidos a una revisión crítica ni a una discusión sobre el problema de su demarcación con las no-
ciones de híomedicina o medicina científica. Por ello el núcleo central de en aquella bibliografía eran las distintas facetas del folclore médico, mientras que la antropología de la medicina ocupaba un espacio modesto, que mostraba lo incipiente de su institucionalización en nuestro país. Trabajos posteriores de los autores de esta recopilación, así como de otros colegas antropólogos, historiadores y sociólogos han puesto de manifiesto la existencia para el período que abarca aquella bibliografía de un amplio universo documental de enorme interés etnográfico del que el ejemplo probablemente más conocido, pero ni mucho menos el único, sea el género de las topografías médicas,' que fueron sólo parcialmente incluidas en aquella revisión. Por tanto, revisar la bibliografía anterior a 1980 obligaba a un trabajo crítico y de establecimiento de líneas de demarcación que resultaba imposible de acometer con criterios sólidos. Por lo tanto, una primera decisión fue incorporar de aquella bibliografía solo lo más significativo de lo publicado con posterioridad a 1960, que puede resultar más homogéneo con el material publicado en los últimos veinte años. Este es, desde luego, un criterio harto discutible por los anacronismos que puede introducir. Pero si este libro pretende dar una visión del estado de las preguntas y de la investigación en antropología de la medicina en el estado Español al finalizar el siglo xx las referencias que siguen pueden resultar -así lo esperamos-, un buen punto de partida. Eso sí, la labor realizada para la bibliografía publicada en el libro editado por Kenny y De Miguel puede servir como núcleo para un trabajo de revisión de las fuentes anteriores a 1980, que requieren una investigación de más amplios vuelos e imprescindible en un futuro próximo.
Véase, por ejemplo, el trabajo de L. Prats, La Catalunya rancia. Les condicions de vida material de les classes populars a la Catalunya de la Restauració segons les topografies mediques, Altafulla, Barcelona, 1996.
5.
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La decisión que tomamos fue, pues, restringir la tarea centrán-
donos en la búsqueda de lo publicado a partir de 1980. Partimos de considerar el libro de Kenny y De Miguel, junto a los tres volúmenes de las Primeres Jornades d'Antropologia de la Medicina que tuvieron lugar en Tarragona en diciembre de 1982, como puntos de partida, para el Estado español, de una antropología de la medicina profesionalizada y articulada con la antropología social y cultural. Nos aprestamos, pues, a recoger lo que se ha difundido a partir de entonces. Por esta razón, la que se presenta aquí es el inicio de la bibliografía que habría que hacer, un punto de partida para poner en pie una estructura de seguimiento que permita la actualización de una base de datos en el campos de la antropología de la medicina. Las dificultades y limitaciones de nuestra tarea las explicitamos a continuación.
Los criterios temporales los hemos fijado entre 1960, como fecha inicial,' y los últimos días de 1999, último período del que nos ha sido posible recoger información.' Como ámbito geográfico nos hemos centrado en trabajos acerca de las diferentes nacionalidades del Estado españolo trabajos de carácter general aparecidos en publicaciones editadas en nuestro suelo. Hemos excluido la numerosa obra
publicada en nuestro país y por autores del país sobre otras regiones del mundo. Por esta razón no están representadas ni las obras de africanistas ni las de americanistas. Sin embargo. estos trabajos, en la medida en que están realizados por antropólogos profesionales se han incorporado a la bibliografía general que sobre antropología social y cultural en España ha publicado Joan Prat y un equipo de colaboradores en la Universitat Rovira y Virgili. 6. La fecha es algo arbitaria, pero cualquier decisión de este tipo siempre lo es. 1960 es una fecha redonda que coincide aproximadamente con las primeras grandes revisiones norteamericanas sobre antropología de la medicina y, además, durante la década de 1960 suelen datarse los orígenes de la antropología profesional moderna en España a partir de le-experiencia de la Escuela de Estudios Antropológicos de Madrid, J. Prat, Antropología y etnología, Editorial Complutense, Madrid, 1992. 7. Si bien la tarea más sistemática se realizó hasta finales de 1997, y desde entonces se ha recogido la información que nos ha ido llegando a partir de informates que tuvieron acceso a la primera versión publicada en mayo de 1998 y distribuida entre los integrantes de una Red Temática de Antropología de la Medicina constituida en Pamplona un año más tarde. Hemos utilizando también las referencias halladas en otros repertorios como el coordinado por J. Prat, Investigadores e investigados: Literatura antropológica en España desde 1954 (Arxiu d'Etnografia de Catalunya, 1999).
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Hechas estas salvedades, el principal problema ha sido la complejidad de la definición temática --ya se apuntaba así en la bibliografía de 1980-, y sobre ella volveremos inmediatamente. Para la recogida de las referencias que constituyen la presente bibliografía hemos recurrido, fundamentalmente, a lo que nos era más conocido por nuestra propia actividad profesional, centrada, totalmente o en parte, en la antropología de la medicina, pero desde
puntos de vista diversos. Por una parte, dada la posición de los autores entre la historia de la medicina y la antropología de la medicina y entre las facultades de letras y de medicina, esto ha tenido la ventaja de, al menos parcialmente. poner en comunicación tradiciones que a
menudo no se conocen suficientemente. Pero, por otra parte, la huella de nuestros propios intereses es más obvia de lo que hubiésemos querido. Así, la proyección de esta bibliografía, concebida como un punto de partida, desborda los límites clásicos de la «medicina popular» y se adentra en la investigación sociosanitaria prácticada por las generaciones más recientes de antropólogos médicos. Por esta razón,
los dos núcleos que constituyen la espina dorsal de esta bibliografía son la producción de la antropología de la médicina profesionalizada en los últimos años -de la que los profesionales sanitarios han podido seguir la evolución a través de la década 1985-1995 en la revista Jano-, así como la tarea que en este campo se ha desarrollado en los departamentos de Historia de la Medicina del País Valenciano' y del País Vasco. Conviene destacar que si bien en la bibliografía de 1980 el núcleo se refería a un campo sin límites precisos, el folclore médico, la actual aproximación parte más bien de un delimitador disciplinar y profesional, alrededor del cual se intenta vertebrar la producción, marcando también unas líneas de fuerza y unas problemáticas dominantes, que si bien no eliminan del todo los problemas de definición permiten fijar un punto de inicio diferente al de dos décadas atrás. 8. No obstante, y debido a que han sido boletines de circulación interna, no incluimos en esta aproximación bibliográfica los numerosos trabajos y reseñas que se han publicado en los nueve números del Boletín del Seminario de Antropología Sociomédica fruto de la labor del «Seminario de Medicina y Ciencias Sociales» formado en el seno del Departamento de Historia de la Ciencia y Documentación de la Universidad de Valencia. Sí se recogen los trabajos publicados en la ya revista Medicina y Ciencias Sociales, continuación del citado Boletín.
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A partir de ese núcleo inicial, hemos efectuado una consulta sistemática de las bases de datos del Consejo Superior de Investigaciones Científicas y de bases de datos internacionales como MEDLINE, FRANCIS, Anthropological Index o Sociological Abstracts." En cambio, somos conscientes de que sólo hemos tenido un acceso muy
parcial a una fuente que, dada la naturaleza de los temas que pretendemos recoger, es de primera importancia: las publicaciones locales. Como ya sucediera en la bibliografía de 1980, el rastreo de las mismas ha sido enormemente dificultoso debido a los problemas de distribución y comercialización que suelen tener en nuestro país este tipo de publicaciones. En muchos casos el conocimiento de unas obras y el desconocimiento de otras tiene mucho de azar a menos que los propios autores sean conscientes de la existencia de proyectos como este y remitan o comuniquen a los mismos las publicaciones con el fin de ser recogidas. Aunque el acceso a una parte de las mismas -los libros- es posible a través de los registros del ISBN, se topa entonces con la dificultad -cuando no es posible consultar directamente la obra- de la ambigüedad de algunos de los descriptores que utiliza esta agencia nacional. Obras de antropología e historia aparecen mezcladas con literatura de consumo sobre esoterismo y ciencias ocultas, por ejemplo. Al revisar las referencias nos hemos encontrado con la dificultad de saber qué se ocultaba tras algunos títulos. Las publicaciones periódicas locales representan una tarea todavía más ardua. Por ello reiteramos aquí la vocación de punto de partida de esta bibliografía, de modo que en una siguiente fase podamos, con la colaboración de todos, completar el rastreo de numerosas revistas y monografías publicadas por entidades locales para incluir
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asos obras generales con contenidos significativos de medicina pa-
ular" o de folclore médico, no están -ni mucho menos- todos las ue debieran estar. En algunos (o muchos casos), por las dificultades eseñadas de localización. En otros ----dos centenares de referenciaso hemos podido aclarar suficientemente los datos mínimos necesaios para su localización y utilización para los que consulten esta bi.liograffa, y hemos optado por no incluirlas. En lo que se refiere a las esis de licenciatura y de doctorado, no las hemos incluido si no teríamos constancia de su publicación, al menos en forma de resumen
microficha. Pero las dificultades mayores vienen de la difícil definición del .ampo de estudio que pretende abarcar esta bibliografía: la antropoogía de la medicina. Aunque la labor de los profesionales de esta esrecialidad y los tradicionales estudios de folkmedicina forman, ob.iamente, el núcleo de las referencias aquí recogidas y el terreno nenos pantanoso, sólo representan, aproximadamente, unos dos ter:ios del total de referencias. El otro tercio es muy problemático, pueso que en él aparecen campos de interés para todos los que realizamos estudies relacionados con la antropología de la medicina y cuya in:lusión/exclusión en esta bibliografía es, como mínimo, discutible. =ualquier lector atento encontrará aquí referenciados trabajos histó-icos, etnográficos generales, sobre religiosidad popular, relacionalos con la automedicación, la alimentación, los ritos funerarios, la secualidad, el cuerpo o la etnobotánica, por citar algunos ejemplos evidentes, cuya inclusión aquí puede ser puesta en duda con arguI
nentos de peso, pero cuya exclusión es, como mínimo, problemática.
po se pueden ir sentando las bases para recopilar los documentos primarios y establecer en alguna de las universidades que nos acogen un fondo documental que resulte útil para los que quieran acercarse a
Igualmente, y también con sólidas razones a favor, se pueden echar en falta numerosas referencias sobre estos mismos temas u otros corno la reflexión desde la antropología filosófica sobre la enfermedad, Todo ello es discutible y no está resuelto, ni es fácil hacerlo. Nos preocupa menos la ausencia en esta bibliografía de trabajos que están
esta materia.
recogidos en otros repertorios. Así ocurre con lo que se refiere a his-
referencias que son pertinentes para nuestro empeño. Al mismo tiem-
Por lo tanto, aunque opinamos que son pertinentes gran parte de las referencias que siguen a continuación, y ello incluye en algunos 9. Es necesario completar la consulta de otras bases de datos como Excertpta Médica, PASCAL, la Internacional Bibliography of Social Sciences y otras, pero excepto referencias muy aisladas es poco probable que encontremos trabajos en estas bases de datos a los que no hayamos llegado por otros métodos.
10. Así, por ejemplo, no ha sido posible un vaciado de los contenidos de algunas obras generales como las de Barandiarén o Caro Baraja. En estos autores a menudo hay obra dispersa que hace referencia a estas temáticas que no hemos incluido por falta de tiempo material para realizar un repaso mínimamente detenido de sus trabajos. En el caso de Barandiarán se ha optado por hacer referencia a su obra completa, aunque la mayoría de ella es anterior a 1980.
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Medicina y cultura
toria de la medicina, mnchos de cuyos trabajos son de interés para la antropología de la medicina, pues esta área muy bien cubierta por la muy útil bibliografía sobre historia de la ciencia y de la técnica en España que se publica en el segundo fascículo anual de Asclepio gracias a la labor de los miembros del Instituto de Historia de la Ciencia y Documentación «José María López Piñero» de Valencia." Hoy día cuenta además con una versión electrónica en pruebas a partir de la
página web de esta institución. Algo similar ocurre con la literatura más propiamente antropológica que fue recogida en el volumen 4-5 del Arxiu d'Etnografia de Catalunya (1985-1986) con el título «Trenta anys de literatura antropológica sobre Espanya» coordinada por loan Prat, y que ha sido puesta al día en los últimos meses, gracias a la labor de coordinación del mismo autor, a la que ya nos hemos refe-
Cuarenta años de antropología de la medicina en España
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institucionalización de este campo desde hace más de diez años. La producción española en antropología de la medicina camina hacia su plena normalización y homologación a los estándares internacionales. Esperamos que con el futuro desarrollo de esta aproximación bibliográfica sobre la misma, destinada a servir de herramienta inicial a todos los interesados en la materia, se pueda contribuir en lo sucesivo a un mayor y más fructífero intercambio de puntos de vista entre todos los que trabajamos en este ámbito.
Bibliografía
rido. Otras áreas de estudio, sin embargo, quedan en esos márgenes
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siempre imperfectos y quizá no deseables de la delimitación discipli-
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nar, pero que angustian cuando se acomete una tarea de recopilación
bibliográfica. La condición de primera aproximación de esta bibliografía nos obliga a pedir excusas por la ausencia de índices de materias, onomástico y geográfico. Hacerlus implicaba pasar de un estadio de recopilación a otro, que no hemos podido acometer todavía, en que se hace necesaria la aplicación de distintos criterios de clasificación y valoración, y la fundamental sobre descriptores y terminología. Todo ello requiere, obviamente, una infraestructura de la que por el momento carecemos. Algo similar ha sucedido con el estilo formal de las referencias: hemos sido eclécticos por la imposibilidad de disponer de una plena unificación de las referencias. De aquí en adelante deberemos elaborar de modo más riguroso los criterios a aplicar en el futuro. Todas esas consideraciones pueden dar lugar a una visión un poco escéptica de lo que sigue a continuación. Sin embargo, pensamos que puede resultar de gran utilidad. La producción recogida, sin pretensiones de exhaustividad, sobrepasa las mil trescientas referencias. Es una producción científica que nos ha sorprendido por su volumen pese a que hemos estado comprometidos firmemente con la
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11.
No obstante, hemos mantenido algunos trabajos histórico-médicos en esta reco-
pilación por su carácter especialmente clarificador de las relaciones entre antropología de la medicina e historia de la medicina.
varra, 22, pp. 307-319. _ (1992-1993), «Algunos procedimientos tradicionales de la veterinaria po-
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