LOS MONSTRUOS DEL MAR
Alfred E. Van Vogt
Título original: Monsters Traducción: Gerardo Ochoa © 1965 by Alfred Elton V...
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LOS MONSTRUOS DEL MAR
Alfred E. Van Vogt
Título original: Monsters Traducción: Gerardo Ochoa © 1965 by Alfred Elton Van Vogt © Editorial Sirio Riobamba 178 Buenos Aires Edición digital: Umbriel R5 11/02
ÍNDICE introducción El monstruo del mar (The Sea Thing © 1940) El autómata (Automation © 1950) Proceso (Process © 1950) La aldea encantada (Enchanted Village © 1950)
INTRODUCCIÓN De ascendencia holandesa, Alfred Elton Van Vogt (1912) nació en el Canadá. Se crió en las praderas de Saskatchawara; desde niño tuvo la extraña certidumbre de ser una persona común, rodeada de personas comunes, lejos de toda posible grandeza. A los doce años inició su carrera literaria con la publicación de un cuento autobiográfico al cual siguieron otros análogos o de carácter sentimental. Siempre lo atrajo la science-fiction, pero sus primeros ensayos en este género datan de 1939. Uno de sus temas preferidos es el de un hombre que no sabe quién es y que va en busca de sí mismo sin lograr del todo su intento. Lo mecánico le interesa menos que lo mental. Su obra se inspira en las matemáticas, en la semántica, la cibernética y la hipnosis. Lo heterogéneo de estas fuentes ha hecho que los puristas de la science-fiction lo acusen de heterodoxia. Van Vogt ha escrito que basta liberarse de falsos preconceptos para lograr metas más altas. Ha publicado un libro sobre la eficacia terapéutica de la hipnosis. Mencionaremos sus relatos Slan (1946), The Book of Ptah (El libro de Ptah) (1948), epopeya de un orbe imaginario, The World of A (El mundo de A) (1948), basado en la semántica general. En colaboración con Edna May Hull, su mujer, escribió Out of the Unknown (Desde lo desconocido) (1948). Jorge Luis Borges (De Introducción a la literatura norteamericana)
EL MONSTRUO DEL MAR El monstruo surgió del agua y permaneció unos instantes balanceando sus piernas humanas, como si estuviese intoxicado. Todo lo veía de manera confusa; su cerebro estaba oscurecido por una niebla, y luchó para acomodarse a su cuerpo humano y a la fría y húmeda arena que crujía bajo sus pies. Detrás suyo, las olas susurraban contra la playa iluminada por la Luna. Y al frente... Sintió una cruel incertidumbre al contemplar al mundo en sombras que se extendía ante él; una reluctancia, una gran melancolía al tener que abandonar el borde del agua. Una inquietud medrosa que le recorría los nervios acuáticos de su cuerpo humano, como si comprendiese que su mortal y necesario propósito no le dejaba otra alternativa que seguir adelante. Su cerebro acuático no se sentía tocado por el temor, y sin embargo... El extraño ser se estremeció cuando escuchó la sonora risotada de un hombre, quebrando la quietud de la noche. El sonido pareció arrastrarse por el cálido viento, extrañamente distorsionado por la distancia..., una risa sin cuerpo que recorrió la isla desde el otro extremo a través de la penumbra nocturna. Una risa arrogante, desdeñosa, que puso un grueso nudo en la garganta del monstruo. Una mueca helada y cruel contorsionó las líneas del rostro humano del monstruo hasta que por un breve y terrible momento fue la cara de un tiburón-tigre la que expresó la odiosa mueca, una cabeza cruel y feroz que apenas tenía forma humana. Los acerados dientes chocaron con un sonido metálico como los de un tiburón cuando los hinca en su presa. Con una aspiración violenta, aquel raro ser llenó de aire su boca humana y luego la garganta. El aire le pareció súbitamente seco, desagradable y muy cálido después de aquel instante de reversión a su estado normal de tiburón, una ardiente y áspera sensación que le produjo un ataque de tos que amenazó con asfixiarle. Se llevó ambas manos humanas a la garganta, y durante un terrible momento luchó por aclarar la bruma de su cerebro.
Colérico contra aquel cuerpo humano que se veía obligado a llevar, sintió un escalofrío de ira a lo largo de sus acuáticos nervios. "Odiaba" su nueva forma..., aquel amasijo de piernas y brazos, aquella pequeña construcción globular que era la cabeza, con el cuello de serpiente, como atornillado a una masa casi sólida dé huesos y carne. No sólo aquel cuerpo de nada le servía en el agua, sino que parecía inútil para cualquier otro propósito. Esta idea se desvaneció cuando con todos los músculos en tensión, miró hacia el otro extremo de la isla. A lo lejos, las tinieblas se apelotonaban fantásticamente en medio de otras sombras más oscuras: ¡árboles! Había grupos sombríos en lontananza, pero resultaba muy difícil acertar si eran árboles o colinas..., ¡o edificios! Una era, inconfundiblemente, una casa. Una luz anarajanda surgía de una abertura situada en su parte inferior. Mientras el monstruo la estaba contemplando, una sombra cruzó por la luz. ¡La sombra de un ser humano! Aquellos hombres blancos formaban un grupo difícil, muy distinto de los naturales de la isla, de color moreno, que poblaban también las demás islas del archipiélago. Todavía no amanecía, pero ya estaban despiertos, disponiendo la labor del naciente día. El monstruo escupió con ferocidad y odio, cuando la idea de tales labores se filtró como un hierro fundido en su cerebro. Sus labios humanos se entreabrieron en una perversa mueca de furia incontrolable contra los seres humanos que se atrevían a pescar y matar tiburones. Que se cuidasen de la tierra, a la que pertenecían. El mar —aquel vasto y bravío mar— no era para los de su raza; y de todas las cosas del mar, los tiburones eran los seres sagrados intocables. Lo demás no importaba, pero ellos no "debían" ser pescados sistemáticamente. ¡La defensa propia era la primera ley de la Naturaleza! Con un gruñido de inmenso furor, el monstruo comenzó a alejarse de la playa gris con la venida del alba, encaminándose tierra adentro, hacia donde resplandecía la luz amarillenta, que poco a poco comenzaba a fundirse con el lívido fulgor del amanecer. La Luna, resplandeciente y majestuosa iba cabalgando sobre las aguas en dirección a Occidente, cuando Corliss sacó su macizo, casi cuadrado cuerpo, del agua, donde había estado bañándose, y emprendió el camino del embarcadero hacia el barracón de la cocina. El individuo que iba delante de él, Progue, el holandés, cruzó el umbral de la choza y su corpachón casi privó el paso de la anaranjada luz procedente del interior. Corliss oyó el profundo vozarrón que brotó de la garganta de Progue: —¿Todavía no está listo el desayuno? ¡Has vuelto a dormirte, maldito gandul! Corliss juró para sí. En cierto modo, le gustaba el tremendo holandés, pero el hombre podía resultar fastidioso por culpa de su levantisco temperamento. —¡Cállate, Progue! —le gritó el jefe. —Cuando tengo hambre, Corliss —contestó el holandés, volviéndose hacia el umbral— , tengo hambre; y tengo que maldecir el alma de este granuja por tenerme esperando. Yo... Calló y Corliss vio cómo su cabeza se ladeaba. Las pupilas del individuo destellaron con una chispa amarillenta, al mirar la pálida bola de la Luna. Cuando volvió a hablar, su voz tenía un tono extraño, como de apremio. —Corliss, estamos todos aquí, los dieciséis, ¿verdad? Quiero decir, en esta parte de la isla. —Al menos, hace un instante —replicó el jefe, pensativamente—. Vi a todo el grupo saliendo del barracón para lavarse. ¿Por qué? —Observa la Luna —dijo Progue por toda respuesta—. Tal vez volverá a hacerlo. El enorme cuerpo del holandés se puso tan rígido con la fijeza de su mirada que Corliss se tragó su pregunta. Siguió la mirada del otro. Los segundos fueron transcurriendo y una rara sensación de irrealidad se apoderó de Corliss. La isla, en las inmediaciones, era una masa oscura, excepto en el lugar donde el resplandor de la Luna trazaba un sendero pálido sobre la silenciosa Tierra.
Más allá de la isla, podía divisar las negras aguas de la albufera, el océano aún más oscuro y la forma como los blancos y misteriosos rayos de la Luna trazaban un camino de luz muy remoto en la inmensidad del agua. Era una increíble visión en aquella noche bajo el firmamento azulíneo del hemisferio Sur. El "lap, lap" del agua contra la arena de la playa; el débil y distante rugido de las rompientes, cuando las olas desperdiciaban su inútil fuerza contra la línea rocosa que formaba un círculo que protegía la isla. Las rompientes, visibles en la oscuridad, eran como una hilera de vidrios rotos, esparcidos en gran profusión, que saltaban y se hundían, se quebraban y se unían, gritaban y ululaban en su eterna y amarga batalla del mar contra la tierra. Y por encima de todo se hallaba suspendido el cielo nocturno; mientras la Luna, brillante, blanca, como de satén, se hundía lentamente por detrás del océano, hacia Occidente. Con un poderoso esfuerzo de su voluntad, Corliss prestó atención al susurro apenas audible de Progue, el holandés: —Hubiese jurado..., sí, hubiese jurado que he visto un hombre silueteado contra la Luna! Corliss despreció el hechizo de aquella madrugada. —¡Estás loco! —se burló—. Un hombre aquí, en los islotes más solitarios del rincón más aislado del Pacífico. ¡Empiezas a delirar! —Quizá —concedió Progue—. Sí, de acuerdo con tus palabras, debo parecer un loco. Dio media vuelta a regañadientes, y Corliss le siguió en dirección al desayuno. El extraño monstruo aflojó su marcha instintivamente, cuando el resplandor anaranjado que salía por el umbral de la puerta le iluminó los pies. Hasta sus oídos humanos llegaban los rumores de una conversación en la que intervenían varios hombres. Como fondo, habían otros ruidos y el inconfundible olor de unos desconocidos alimentos. El monstruo vaciló una fracción de segundo y después avanzó hasta el cono de luz. Con todos sus músculos en tensión, traspuso el umbral y contempló con sus ojos de pez la escena que tenía delante. Dieciséis hombres estaban sentados a una amplia mesa, en tanto su apetito era servido por un decimoséptimo individuo. Fue el servidor, la horrible caricatura de un hombre con un grasiento delantal blanco, quien antes divisó al individuo que se hallaba en el umbral. —¡Cáscaras! —exclamó—. ¡Un tipo desconocido a estas horas! ¿De dónde diablo vienes? Dieciséis cabezas se levantaron al unísono. Y treinta y dos ojos, fríos y duros por la sorpresa y la especulación, miraron fijamente al monstruo. Ante aquel escrutinio, sintiose alarmado, con la intuición de que aquellos hombres iban a resultar más difíciles de lo que había previsto. El momento se fue eternizando, y el monstruo tuvo de repente la impresión de que, no unos cuantos, sino millones de ojos estaban fijos en él, un millón de ojos escrutadores, suspicaces, que se movían borrosamente, con una mirada dura, ardiente. El monstruo trató de ahuyentar aquella impresión; y fue entonces cuando de las entrañas de su ser humano surgió su primera y perturbadora reacción a la pregunta del cocinero. Y mientras la trastornadora idea se agitaba a las puertas de su cerebro, otro individuo repitió la pregunta: —¿De dónde vienes? ¡Venir! ¿De dónde? La respuesta abrió como un surco en el cerebro del monstruo. ¡Del mar, naturalmente! ¿De dónde, si no? En muchas millas a la redonda no había más que mar, y las olas que se elevaban y descendían con su ritmo incesante, relucientes como
gemas en la eternidad de los soleados días, turgentes y grises por la noche. El amoroso mar que susurraba, se retorcía y hablaba de cosas indescriptibles. —¿Y bien? —inquirió Progue, antes de que Corliss pudiera hablar—. ¿No tienes lengua? ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? —Yo... —tartamudeó el extraño ser—, yo... Sentía cierto desmayo a lo largo de sus nervios de pez. De pronto le pareció increíble que no hubiese preparado de antemano una explicación. ¿De dónde podía venir, que satisficiese la curiosidad de aquellos hombres tan duros? —Yo... —repitió. Frenéticamente, su memoria buscó en su cerebro recuerdos de lo que sabía de los hombres. Y vio una barca zozobrando. Añadió, con más seguridad en la voz—: Mi... mi bote... volcó. Yo iba remando y... —¡Un bote! —le cortó Progue. A Corliss la pareció que la inteligencia del holandés acababa de ser cruelmente ultrajada ante tal explicación, a juzgar por su tono de voz—. ¡Maldito embustero! ¡Un bote de remos a mil millas del puerto más cercano! ¿Qué intentas? ¿Qué buscas aquí? ¿Qué ocultas? ¿Piensas poder engañarnos? —¡Basta ya, Progue! —le atajó Corliss. ¿No comprendes lo que le ha pasado a este sujeto? Se levantó de la silla en que había instalado la maciza mole de su cuerpo y rodeó la mesa. Cogió una toalla de una especie de alacena y se la entregó al monstruo en forma humana. —Toma forastero, sécate el cuerpo con esto —luego se volvió hacia los demás—. ¿No veis que acaba de pasar por un infierno? Seguro que ha estado nadando por esas aguas infestadas de tiburones. De repente, ha llegado a la isla. Este tipo debe estar casi loco. Tiene el cerebro ligeramente trastornado y ha perdido la memoria. Amnesia lo llaman. Toma, forastero, aquí tienes algo que ponerte. Corliss le arrojó unos pantalones viejos y una camisa gris que cogió de un estante y contempló al recién llegado mientras se vestía. —¡Vaya —observó uno de los reunidos—, se está poniendo los pantalones del revés! —¿Lo veis? —agregó Corliss, mientras el monstruo corregía su equivocación—. No tiene memoria de nada. Ni siquiera recuerda cómo debe vestirse. Al menos, nos entiende. Bien, forastero, siéntate aquí y llena tu panza. Después, verás cómo te sientes mucho mejor. El único sitio vacante se hallaba delante de Progue; el monstruo se hundió en la silla, vacilando, y cogió el plato colmado de comida que el cocinero le puso delante, usando el tenedor y el cuchillo como vio hacer a los otros. —¡No me gusta el aspecto de ese tipo! —rezongó Progue—. ¡Estos ojos! Tal vez no tenga ahora más inteligencia que un bebé, pero seguro que algo hizo y le arrojaron del barco por la borda. ¡Sí, estos ojos me dan escalofríos! —¡Cállate! —rugió Corliss, furioso—. ¡Ninguno de nosotros puede blasonar de tener buena apariencia, por lo cual debemos hallarnos aún agradecidos! —Bah... —musitó Progue. A continuación pronunció algunas frases inconexas—. Si yo fuese el jefe..., creedme, este equipo... Un maldito crimen... Cuando yo no me fío de un individuo... Probablemente, este sujeto iba en un buque..., en un barco pirata... y sus compañeros le echaron por la borda... —¡Imposible! —le interrumpió Corliss—. Ningún barco pirata se aventuraría por esas aguas. Ni habrá ningún buque hasta que llegue el nuestro dentro de cinco meses. La explicación de este tipo, aunque a medias, resulta clara. Iba en un bote, y sabéis todos tan bien como yo que hay varias islas al sur, con pequeñas comunidades de nativos y algunos blancos. Puede ser uno de éstos. —Ya... —se burló Progue, su bovino rostro encendido por una llamarada de ira. Corliss reconoció la obstinación que a veces tornaba intratable al holandés—. Bien, pues este fulano no me gusta. No me gusta, ¿lo oyes?
El monstruo levantó la mirada, con un vago aunque ardiente furor pulsando en su extraño cerebro. En la hostilidad de aquel hombre adivinaba un peligro para sus propósitos, una mente suspicaz, que inquiría cada una de sus acciones. La garganta del extraño ser pareció quedar obstruida por un nudo de cólera. —¡Sí! —contestó con su voz humana—. ¡Lo he oído! De un solo movimiento estuvo de pie. Y con más rapidez aún, extendió ambos brazos a través de la mesa y asió al holandés por la camisa, que pareció flotar bajo su enorme cuello... ¡y la retorció! El holandés rugió de rabia cuando aquella fuerza de acero le arrojó al suelo, chocando contra la mesa y yendo a parar más allá del umbral. Media docena de platos cayeron al suelo de cemento, pero como estaban hechos de una loza durísima no se rompieron. —Tal vez padezca de amnesia —comente una voz—, pero ahora comprendo que haya podido estar nadando varías millas. En medio de un mortal silencio, el monstruo se sentó y siguió comiendo. Su cerebro se veía agitado por el deseo asesino de saltar sobre el caído y desmenuzarle con sus humanas manos, pero gracias a un terrible esfuerzo logró controlar aquel salvaje impulso. Ahora sabía que acababa de causarles buena impresión a aquellos hombres. El silencio para Corliss era una cosa que pesaba, como una losa. La luz anaranjada que surgía de las lámparas suspendidas del techo ponía sombras extrañas en los rostros reunidos en torno a la mesa. Confusamente, observó que la claridad del amanecer se filtraba por la ventana situada a su izquierda, formando como un cono de luz en el suelo. Del exterior llegó el susurrante rumor de Progue cuando se despojó de su desgarrada camisa. Era un ruido iracundo, mezclado con una sensación de violencia, rabia y humillación. Y, sin embargo, Corliss sabía que el holandés era un hombre imprevisible. Podía ocurrir cualquier cosa. Corliss sostuvo la respiración cuando la contraída cara del holandés asomó por la puerta. Después, Progue entró de nuevo en la estancia, con su enorme corpachón estremecido de rabia. —Progue, no intentes nada si quieres que sigamos siendo amigos —le ordenó Corliss con su más tajante tono de voz. El holandés le obsequió con una terrible mirada, sombrío el rostro. —No intentaré nada. Ya me gané mi merecido. Pero siguen sin gustarme sus ojos. Nada más. Dio la vuelta a la mesa, y era raro, pensó Corliss, pero a pesar de la facilidad con que el forastero le había derribado, el holandés seguía teniendo la estimación y el respeto de los demás. Seguro que Progue no sentía ningún temor, ya que era obvio que era ésta una sensación desconocida para él. Volvió a sentarse y comenzó a devorar su desayuno silenciosamente. Corliss hizo coro al audible suspiro de los demás..., tan audible como un silbido. Había tenido la visión del barracón destrozado y reducido a ruinas. Uno de los hombres, el regordete francés Perratin, dijo apresuradamente, y su prisa sugirió que estaba ansioso de despejar la tensión: —Jefe, creo que dos de nosotros deberíamos ir a ver si ha vuelto a reaparecer aquel monstruo que divisamos ayer. Estoy absolutamente seguro y le bon Dieu es mi testigo, de que le acerté entre los ojos. —¡Un monstruo! —exclamó un individuo alto y delgado, al otro extremo de la mesa—. ¿De qué se trata? —¡Fue avistado desde el bote número dos! —le explicó Corliss sucintamente—. Perratin me contó algo anoche, pero yo estaba casi adormilado. Dijo algo respecto a un enorme pez con unas aletas como las del pez-diablo.
—Sacre du nom! —gritó Perratin—. El pez-diablo, es un niño de teta inofensivo comparado con ese monstruo. Era de un color gris azulado, muy difícil de distinguir en el agua, y poseía una descomunal cabeza y una cola muy larga y tremenda... —calló de pronto—. ¿Qué te pasa, Brains? A juzgar por tu expresión, creo que ya has visto antes algo semejante. —Visto, no, pero sí he oído hablar de esta clase de peces —replicó el inglés, lentamente. Había algo tan raro en su tono que Corliss le miró agudamente. Sentía un gran respeto por Brains Stapley. Se susurraba que tenía un título universitario; claro que su pasado era un misterio, pero esto no era extraño. Todos los reunidos en la cocina tenían un misterio en su pasado. —Tal vez no te des cuenta, Perratin —continuó el inglés—, pero lo que has descrito es la forma natural del mítico tiburón-dios. No creí que existiese en la realidad... —¡Por amor de Dios! —intervino uno—. ¿Es que tenemos que escuchar la sarta de supersticiones de estas islas? Continúa, Perratin. El francés contempló al delgado Stapley con el mismo respeto que todos sentían por el inglés, pero éste estaba callado, perdido ya en sus pensamientos. —Fue Dentón quien lo vio primero. Cuéntaselo, Dentón. El aludido era un hombre bajito con unos ojos biliosos y voz quebrada. Habló con su estilo cortante. —Como ha dicho Perratin, Corliss, estábamos sentados en el bote, con el enorme pedazo de carne como cebo bailando sobre el agua. Ayer llevábamos la carne negra, y ya sabes cómo actúan los tiburones con esta clase de cebo. Bien, así fue. Subieron todos como locos a la superficie, atraídos por el olor de la carne, pero asustados por su color oscuro. Eran unos quince, y de repente divisé el destello en el agua... y entonces surgió el monstruo. "No estaba solo. Con él iban un enjambre de peces-martillo, los más grandes y feroces tiburones de todos cuantos infestan estos mares. Pero aquéllos eran más grande que ninguno, con unas cabezas inacabables, y cuerpos de torpedo. Bien, matamos un par... Ya lo has visto. Y mientras tanto, el monstruo de las descomunales aletas nadaba en el centro del grupo, como si fuese el rey. "Esto no es sorprendente. Ya hemos visto otras veces cómo los peces espada se mezclan con los tiburones de distintas especies, como si supieran que son parientes; aunque, pensándolo bien, jamás he visto a un pez diablo con tiburones, a pesar de que son de la misma familia. "Lo cierto es que aquél era tan grande como la vida. Se paró, contempló el cebo, como diciendo: ¿De qué estáis asustados, muchachos?, y lo embistió. Entonces, todo el grupo se abalanzó sobre la carne, devorándola como demonios..., que era lo que habíamos estado esperando. Corliss observó que el forastero estaba mirando a Dentón con una fijeza rayana en fascinación. Durante una fracción de segundo, comprendió la repugnancia que Progue sentía hacía aquel nuevo individuo. —Dentón quiere decir —comentó, procurando apartar de sí aquel sentimiento— que una ) vez el tiburón se decide a atacar, pierde todo su miedo, por muchos que sean los tiburones que mueran. En realidad, nuestra industria, traficamos con sus durísimos pellejos, se basa en este hecho. El forastero le miró dándole a entender que lo sabía. —Bien, esto es lo que sucedió —prosiguió Dentón—. Tan pronto como el agua empezó a agitarse con sus movimientos, comenzamos a atraparlos con... —Entonces me di cuenta —le interrumpió Perratin, ávidamente— de que el enorme monstruo se había apartado a un lado y nos estaba contemplando... Bueno, al menos esto me pareció. Seguro, estaba aparte, mirándonos con sus ojos fríos, duros y sosegados, y vigilaba todas nuestras maniobras. Entonces, le clavé el arpón entre los
ojos. Saltó como un mulo cuando le pica una abeja y se hundió en las profundidades, y ahora debe estar flotando por la superficie; por eso repito que un par de nosotros debemos ir a recogerle. —Hum... —Corliss frunció el ceño, contrayendo su curtida faz—. No podemos desprendernos más que de un solo hombre. Bien, Perratin, tendrías que ir tú en el bote pequeño. El forastero sentía latirle una vena en la frente, con indecible ferocidad, mientras contemplaba a Perratin. Aquél era el hombre que había disparado el instrumento que le golpeó la cabeza con tanta potencia. Sintió un profundo escalofrío en sus nervios al pensar en aquel momento. Se sintió tentado a saltar sobre el individuo, y sólo gracias a un poderoso esfuerzo físico consiguió calmarse. —Me gustaría ayudarte, compañero —dijo en cambio, procurando parecer amigable—. Así me ganaré mi desayuno. Puedo prestar mi ayuda en cualquier tarea física. —Gracias —correspondiole Corliss, esperando que Progue se avergonzara de sus sospechas relativas al forastero, después de un ofrecimiento hecho con tan buena voluntad—. Y, a propósito, como ignoramos tu nombre y tú tampoco lo recuerdas, al parecer, te llamaremos Jones. Bien, en marcha. ¡Nos espera una dura jornada! Mientras el monstruo seguía a los hombres al exterior, bañado ya por los tintes del amanecer, iba pensando malignamente: "Será más fácil de lo que había esperado". Se estremeció ante la pronta realización de sus siniestros propósitos. Sus músculos de acero vibraron ante la idea de lo que iba a ocurrirle a aquel hombrecillo cuando los dos se encontrasen solos dentro del bote. Temblando de satisfacción, con la pasión colérica que estremecía su sangre, siguió a los demás por la esponjosa hierba, a través de una hondonada, hacia el lugar donde un saliente del terreno parecía unirse a las aguas grises de la albufera. Allí había un edificio achaparrado que al final se disolvía en una estructura de madera con una plataforma que llegaba hasta el borde del agua. Del edificio surgía un olor nauseabundo. A la primera vaharada de aquel increíble y afrentoso hedor, el monstruo se paró en seco. ¡Tiburones muertos! El olor de los peces en descomposición. El monstruo reanudó la marcha, sombríamente. Su cerebro se hallaba agitado por un torbellino de ideas lacerantes, y a medida que el hedor fue más fuerte, sus pensamientos se tornaban más salvajes, más violentos. Contemplaba las espaldas de sus compañeros con centelleantes pupilas, luchando contra el poderoso impulso de saltar sobre el más próximo y hundir sus afilados dientes en aquella suave nuca, y acto seguido matar a otro con su aplastante fuerza, desgarrándole las entrañas antes de que los demás comprendiesen lo sucedido. Y cuando se diesen cuenta... los labios del monstruo se entreabrieron en una silenciosa mueca de odio inhumano. Durante un instante, casi sucumbió al furor de su afán de muerte; todos sus nervios le palpitaron con horrible fascinación ante la idea de aplastar a los que le precedían, arrancando la vida de sus débiles cuerpos. Pero el recuerdo frenó aquel impulso. Se acordó de que también su cuerpo era ahora humano y, por lo tanto, débil. Un ataque contra todos aquellos hombres duros y animosos sería un verdadero suicidio. Sobresaltado, el monstruo observó que Perratin se ponía a su lado. —Tú y yo iremos por aquí, Jones —le espetó el francés—. Me gusta este nombre de Jones. Lo tapa todo... como Perratin. Bien, tú y yo cogeremos aquel bote. Por supuesto, tendremos que remar duramente. Nos dirigiremos directamente al Oeste. Es la mejor manera de salir de la albufera. En algunos sectores de ésta hay rocas que afloran casi a la superficie; tendremos que rodear la costa a fin de esquivarlas y después saldremos por una grieta de las rompientes que rodean la isla. Es gracioso, ¿verdad? ¡Una grieta en las rompientes! ¿Lo entiendes, Jones?
"¡Gracioso —pensó el monstruo—, gracioso..." ¿Qué era gracioso y por qué? No sabía si tenía que contestar algo a lo que, claramente, era una pregunta. Se puso en tensión ante la idea de que si no contestaba, el francés podía entrar en sospechas..., precisamente ahora que iba a meterse en una trampa. Lentamente, el forastero se fue tranquilizando al ver que el hombrecillo colocaba los remos dentro del bote y gritaba: —¡Vamos, salta a bordo! Ya en el agua, todavía reinaba la oscuridad, pero las olas empezaban a adquirir un hermoso tono azulado, a medida que el alba se arrastraba hacia la tierra, procedente del sol naciente. Por Oriente, el horizonte fue abrillantándose cada vez más hasta que toda la Tierra quedó inundada de un mágico resplandor. Bruscamente, el primer rayo del sol chispeó en el agua. —¿Qué te parece si empuñas un rato los remos? —le propuso Perratin al monstruo—; ¡Dos horas dejan agotado a un tipo como yo! Cuando cambiaron de puesto, el monstruo pensó con intensa pasión: "¡Ahora!" Pero no lo hizo. Se hallaban demasiado cerca de la isla. Esta se alzaba a sus espaldas, yaciendo en su lecho de agua, resplandeciente como una esmeralda en un engarce de platino, con el sol directamente detrás. Todo el océano era un vasto, reluciente y maravilloso espectáculo, dominado por la bola de fuego que trazaba su sempiterno círculo sobre el horizonte. —Mon Dieu! —exclamó Perratin—. Esto está lleno de tiburones! He visto más de dos docenas en los dos últimos minutos. Los hombres tendrán que volver a salir hoy de pesca. Jugueteó con el rifle que empuñaba en la mano. —Quizá deberíamos atrapar unos cuantos y halarlos. Tengo mucha cuerda. Cuando el monstruo divisó el arma en manos del francés sintió como una puñalada en sus entrañas. La alarma recorrió sus tensos nervios. Aquel rifle representaba una gran diferencia. Una maldita diferencia. El monstruo sintió una oleada de furor contra sí mismo por haber aceptado los remos, dejando en libertad las manos del francés. Ahora, el rifle disminuía en gran manera la posibilidad de que su poseedor fuese una fácil presa. El sol llevaba ya varias horas brillando en el cielo, y la isla era un puntito en aquella inmensidad de agua. —Tiene que estar por aquí —observó Perratin—. Abre bien los ojos, Jones. Suponiendo que estos malditos tiburones no lo hayan terminado de devorar. ¡Eh, que harás zozobrar el bote! Su voz, estridente por la inquietud, parecía venir de muy lejos. Y también su cuerpo estaba a gran distancia, aislado al otro extremo de la embarcación. Y sin embargo, el monstruo podía verlo con suma claridad. El enjuto rostro del francés, sus mejillas extraordinariamente pálidas bajo la atezada frente, abierto y alerta los ojos. Los brazos y las manos flojos, aunque aún sosteniendo el rifle. —¿Qué demonios tratas de hacer? Este lugar está plagado de tiburones. Sacre du nom!, di algo y deja de mirarme con esos repelentes ojos... Dejó caer el rifle y se asió a la borda. Con un alarido de rabia, el monstruo se precipitó contra el desdichado francés y con un rápido movimiento de sus músculos le arrojó al agua. Hubo un revuelo, una agitación, y unos largos cuerpos grises como cigarros corrieron como flechas hacia su víctima. La sangre tino las azules aguas y el monstruo empuñó los remos. Todos sus nervios temblaban de excitación, con una sensación de satisfacción en su cerebro. Claro que ahora tenía que meditar una explicación. Fríamente, reflexionando sin
cesar, fue remando hacia la isla que se hallaba tumbada al calor y al centelleante brillo del matutino sol. ¡Había vuelto a la isla demasiado pronto! El sol colgaba en medio del cielo sobre la silenciosa tierra. El cocinero se hallaba atareado en su barracón, pero no hacía ruido. Las barcazas de los otros no estaban a la vista, seguramente más allá del horizonte marino que parecía temblar contra el fondo del cielo. La espera le resultó penosa. Los segundos y los minutos de la eternidad de la tarde fueron transcurriendo con mortal lentitud. El monstruo recorrió la playa, tenso todo su cuerpo; se tumbó inquieto sobre la lujuriante hierba, a la sombra de unas palmeras, y a cada segundo de cada hora su mente estuvo trastornada por una serie de caóticos pensamiento, y por una incesante reiteración mental de la explicación que había preparado. Una vez oyó el ruido de platos en la cocina. El corazón le latió con más fuerza, y su primer anhelo fue correr a aniquilarlo. Pero la malicia detuvo aquel impulso. Tal vez fuese preferible ir a verle, en cambio, y contarle la historia para ver qué efecto le hacía..., pero por fin descartó este plan por su inutilidad. Al final regresaron los hombres arrastrando a los tiburones que habían pescado. El monstruo los contempló con sus ojos implacables y resplandecientes, torturado su cuerpo por el afán de abalanzarse sobre la barcaza más próxima y apalear a aquellos hombres hasta matarlos. En aquel momento, Corliss saltó de la barca y el monstruo exclamó con voz ahogada una serie de frases entrecortadas. —¡Os atacó! —rugió Corliss, incrédulamente—. ¿El monstruo alado atacó el bote y mató a Perratin? Corliss apenas se dio cuenta de los demás que venían corriendo desde los botes, vomitando preguntas. El sol, ya bajo por Occidente, parecía lanzar sus últimos rayos al interior de sus duras pupilas, y el monstruo continuó mirándole, parpadeando, de pie sobre el suelo de tablas del embarcadero. Instintivamente, separó las piernas como si se dispusiera a repeler una agresión. Corliss estaba mirando fijamente el afilado y oscuro semblante del forastero con malévolos ojos, y una profunda arruga en sus mejillas, y un extraño escalofrío recorrió el espinazo del monstruo hasta alojarse como una espada de hielo en su cerebro. "No, no era la muerte", pensó Corliss. Ya la había visto antes, una muerte horrible y sabía muchas cosas que les había ocurrido a otros hombres que fueron amigos suyos. Y siempre había presentido que algún día las leyes del azar dictarían una penosa conclusión a su propia existencia. Más de una vez había experimentado aquella sensación, pareciéndole que el día estaba ya cercano. No, no era la muerte, era la impresión de irrealidad, de incredulidad, de enfermiza sospecha contra Jones, aquel Jones que ahora parecía estrujarle el cerebro con su sola presencia. Su voz, cuando consiguió recobrar el uso de la palabra, le sonó dura y quebrada a la vez en sus propios odios. —¿Por qué no disparó Perratin contra el tiburón? Con un par de balas... —¡Disparó! —gritó apresuradamente el monstruo, tratando de ajustar su mente a aquel nuevo ángulo del asunto. No había vuelto a pensar en el rifle ahora, pero si Corliss quería que el francés hubiese disparado por su parte no había ningún inconveniente. Añadió rápidamente—: Pero no pudimos hacer nada. El monstruo embistió, con tanta furia la embarcación que Perratin cayó al agua. Intenté cogerle, pero llegué demasiado tarde. El pez se llevó a Perratin al fondo, y yo me eché a temblar pensando que el monstruo volvería a embestir el bote, por lo que cogí los remos y vine lo más de prisa que pude a la isla. El cocinero podrá probar que llegué a mediodía.
Progue, que estaba situado más allá de Corliss, lanzó una despreciativa carcajada, que pareció rasgar el aire de la tarde. —De todas las mentiras que he oído en mi vida, ésta es la peor urdida de todas. Mira, Corliss, en todo esto hay algo muy raro. La primera vez que aparece por aquí un desconocido, se produce un asesinato. ¡Sí, he dicho un asesinato! —rugió el holandés. Corliss le contempló un instante, y por unos momentos su expresión fue la misma que la de su amigo: dura, calculadora, suspicaz. Y entonces... Corliss comprendió la ridiculez que se escondía tras las palabras de Progue, que por un momento estuvieron a punto de convencerle. ¡Asesinato! ¡Vaya, altamente ridículo! —Progue —gruñó—, tienes que aprender a dominar tu lengua. Esto es completamente absurdo. El monstruo miró al holandés con el cuerpo tenso. De extraña manera, su única emoción era la conciencia egoísta del control de la situación; la sensación fue tan poderosa que ni siquiera pudo experimentar cólera alguna. —No quiero pelearme con ninguno de vosotros, y comprendo que parezca casi inverosímil lo ocurrido —dijo, en cambio—, pero recordad que ambos íbamos tras lo que el mismo pobre Perratin describió como un nuevo y peligroso tipo de tiburón. ¿Por qué querría yo asesinar a un perfecto desconocido? Yo... No terminó la frase, ya que Progue acababa de volverle la espalda para ir a examinar el bote de Perratin. Se hallaba amarrado al extremo del embarcadero, y Progue se detuvo enfrente, limitándose a mirarlo. De pronto saltó a bordo y el monstruo contuvo el aliento cuando el holandés desapareció de su vista. —Está bien, Progue —estaba diciendo Corliss—. Creo que acusas con demasiado facilidad. ¿Qué motivos puede tener un...? El monstruo no siguió escuchando. Su cerebro era un agitado remolino de entrecruzadas ideas, más aún cuando vio de nuevo a Progue. El holandés se había enderezado y en sus manos sostenía el reluciente rifle de Perratin. Pero del mismo había extraído algo que brillaba en su mano. —¿Cuántas balas disparó Perratin? —preguntó con suavidad. Un extraño horror pareció atravesar la mente del monstruo, porque acababa de captar la dureza de la expresión en la muscular cara del holandés. ¡Una trampa! ¿Pero qué... cómo? —Pues... dos... o tres —tartamudeó—; mediante un gran esfuerzo, se serenó—. ¡Dos, sí, dos! Entonces, el tiburón con las grandes aletas chocó con el bote y Perratin soltó el rifle y... Calló. Calló porque Progue estaba sonriendo, con mueca sardónica y triunfal en su semblante, en su odioso semblante. Su voz pareció líquida, profunda, casi acariciadora. —¿Entonces, cómo no ha sido disparada ni una sola bala del cargador de este rifle automático? Explica esto, querido y desconocido Jones —su voz estalló como una carga explosiva—: ¡Maldito asesino! Fue extraño la manera cómo el reconfortante mundo de la isla pareció de repente desvanecerse en la lejanía. Para Corliss el efecto resultó altamente curioso, casi frío y malévolo, como si el grupo de pescadores estuviera de pie, no en medio de una isla del Pacífico, sino sobre una plataforma de madera, sin protección, en medio del vasto océano. La enloquecedora sensación se veía reforzada por la forma cómo el alargado y bajo barracón surgía de la verde seguridad de la isla. Sólo las estremecedoras sombras de las oscuras aguas continuaban a cada lado y en su cerebro comenzó a latir el ritmo incesante, monótono, del agua golpeando suavemente las pilastras de madera que sustentaban la plataforma.
Tenía sentido lo que Progue acababa de decir. El corpachón del holandés se erguía ante él, y en el rostro del mismo flotaba la sonrisa felina de la certidumbre, dura y enconada. Por un momento, con los ojos de la mente, Corliss captó el horror que representaba el rechoncho francés, Perratin, siendo arrastrado a dentelladas por un monstruo marino hasta las profundidades del Pacífico. Pero lo demás no tenía sentido. —¡Estás loco, Progue! ¿Por qué, en nombre de todos los ignorados dioses de este océano, tenía que matar Jones al francés? ¿Ni a otro cualquiera, si a eso vamos? La caótica mente del monstruo se asió velozmente al amparo ofrecido por estas palabras. —¡Un cargador! —exclamó, estupefacto—. No sé qué es eso. La bovina faz del holandés se inclinó hacia adelante hasta estar sólo a un palmo de distancia de la sorprendida cara del monstruo. —¡Ya! —gruñó—. Esto es exactamente lo que te traiciona: no conoces los rifles automáticos. Bien, en su interior hay un cargador, un cargador de balas..., veinticinco tiene éste, y ninguna ha sido disparada. La fuerza de la trampa en la que él mismo se había metido pareció cerrarse con mandíbulas de acero en el cerebro del monstruo. Pero ahora que conocía el peligro, de su mente desaparecieron la incertidumbre y la confusión. Continuó anidando en él la precaución, y una feroz cólera contra sí mismo por su torpeza. —No sé cómo ocurrió, pero disparó —balbuceó—. Dos veces, y si nadie puede saber cómo es posible, yo nada tengo que ver con ello. Repito: ¿qué motivo puedo tener para querer matar a nadie? Yo... —Creo que puedo dar una explicación —el alto y delgado Brains Stapley forzó su avance por entre el corro de pescadores que asistían a la escena en ominoso silencio—. Supongamos que Perratin disparó dos veces..., con las dos últimas balas que le quedaban en el otro cargador. Pero cuando insertó éste, ya era tarde, Jones debió estar tan excitado que ni siquiera reparó en las maniobras del francés. —¡Jones no es un tipo que se excite por nada! —refunfuñó Progue, aunque en su voz había la aceptación de aquella nueva idea. —Pero hay algo más que no está suficientemente aclarado —continuó Stapley con tono duro—. Considerando que un tiburón puede recorrer unas setenta millas por hora, no es posible que hallasen a ese monstruo en el mismo lugar que ayer. Dicho de otro modo, Jones miente cuando afirma que vio al tiburón, a menos... Vaciló y fue Corliss quien le apremió: —¿A menos qué? Brains dudó y al final exclamó, de mala gana: —Vuelvo a referirme a mi idea: el tiburón-dios. Antes de que nadie pudiese interrumpirle, siguió hablando con frenesí: —No me digáis que es inverosímil. Lo sé. Pero todos nosotros llevamos ya varios años en el Sur y hemos visto cosas inexplicables. Nuestros cerebros se han negado a aceptar las cosas más imprevistas en este período de tiempo. Sé que según la ciencia, yo no soy más que un ignorante supersticioso, pero he llegado a un punto en que dudo ya de este veredicto. Creo que en realidad estoy estupefacto ante este misterio. Veo cosas, intuyo cosas, sé cosas que no tienen ningún significado para el espíritu occidental. "Durante muchos años he vivido en sitios aislados, escuchando el murmullo de la marea contra un centenar de remotas playas. He visto la luna del Sur, y me he sentido saturado con una sensación de eternidad en este mundo de agua; la increíble eternidad del Pacífico. "Los hombres blancos hemos llegado aquí como de costumbre, con nuestros buques movidos a motor, y hemos edificado ciudades al borde del agua. ¡Ciudades irreales! Ciudades que siguieron el paso del tiempo en donde el tiempo no transcurre, y ya sabéis
que las ciudades no sobreviven mucho en este lugar. Algún día no habrá ni un solo blanco en este extremo del mundo; no habrá más que las islas y los naturales de las islas... y las cosas del mar. "Y a esto quería referirme: yo he estado sentado entre los nativos junto a sus hogueras y he escuchado viejas historias sobre los tiburones-dioses, y de qué modo se transforman cuando salen del mar. Sí, todo concuerda. Te aseguro, Corliss, que este monstruo es el mismo que describió el infeliz Perratin. Al principio, me sorprendió que pudiese existir un tiburón como el descrito, pero cuanto más pienso en ello, más alarmado y convencido me siento. "¡Porque lo cierto es que un tiburón-dios, puede adoptar la forma humana! ¿Y existe otra explicación para un hombre que ha llegado a esta isla, que se halla a más de mil millas del puerto más cercano? Jones es... —¡El maldito supersticioso ya vuelve a estar en danza! —ante el asombro de Corliss fue Progue quien interrumpió el monólogo del inglés con mordiente sarcasmo—. Brains, será mejor que te hagas examinar la cabeza. Siguen sin gustarme los ojos de este individuo, no me gustan en absoluto, como no me gusta nada de él, pero si un día llego a tragarme un cuento tan grande como el tuyo... —¡Callaos ambos! —gritó en aquel momento el pequeño Dentón. Corliss vio que aquél se hallaba junto al edificio, donde la isla podía dividirse casi en su totalidad—. Si venís donde yo estoy, veréis lo que yo veo; se aproxima una canoa con un nativo; se halla ya dentro de las rompientes, y viene a nuestro encuentro. Esta es la prueba de que Jones pudo llegar en un bote. El nativo era un joven de espléndido porte, musculado y de piel muy atezada. Cuando avanzó hacia el grupo, después de dejar debidamente amarrada su canoa a una roca de la playa, iba sonriendo con la natural cordialidad de los naturales de las islas hacia el hombre blanco. Corliss le devolvió la sonrisa, pero cuando habló fue para dirigirse a Progue y al forastero. —Dentón tiene razón... y también Jones; y créeme, forastero, lamento mucho todo el alboroto que estamos haciendo en torno a tu persona. El monstruo recibió la disculpa con un simple asentimiento. Pero ni su cuerpo ni su mente estaban tranquilos. Contemplaba al nativo con los músculos en tensión consciente de una frialdad interior al recordar que los naturales de las islas poseían una especie de sexto sentido. Casi enfermo por la ansiedad, estaba a punto de alejarse, cuando el recién llegado se detuvo delante de Corliss. Escondido en parte por el corro de hombres, procedió a atarse el lazo del zapato para disimular su presencia. Oyó como Corliss preguntaba en uno de los dialectos de las islas: —¿Qué te trae de bueno por aquí, amigo? —Se aproxima una tormenta —contestó el nativo con su melódica voz—, y yo estaba en medio del mar. La tormenta se acerca de la dirección de mi isla, por tanto me he visto obligado a buscar refugio donde he podido. Y he venido... Su voz enmudeció de extraña manera, y Corliss observó que el nativo estaba contemplando intensamente a Jones, con los ojos desorbitados. —Vaya, ¿le conoces? El monstruo se puso en pie, como un tigre en acecho; indudablemente, había una extremada ferocidad en la helada mirada con la que intentó traspasar los ojos del nativo. El increíble odio de aquella mirada cruzó de un salto el abismo entre el isleño y el monstruo. El primero abrió la boca, quiso hablar, se humedeció los resecos labios y después, dando media vuelta, echó a corre alocadamente hacia su bote. —¿Qué diablos...? —exclamó Corliss, estupefacto—. ¡Eh, vuelve aquí! El nativo ni aun volvió la cabeza. A toda velocidad llegó a la canoa, y de un solo movimiento la echó al agua y saltó a bordo. En medio de la penumbra del crepúsculo
empezó a remar furiosamente, sin hacer caso del peligro que suponían los bajíos y las rocas que afloraban a la superficie del agua en aquel lugar de la albufera. —Progue, llévate el resto de los hombres al almacén! —gritó Corliss. Luego levantó aún más la voz—. ¡Eh, loco! ¡No puedes hacerte a la mar con esta tempestad! ¡Nosotros te protegeremos! El nativo debió oírle, pero en medio de la luz crepuscular resultó imposible adivinar si había vuelto o no la cabeza. Corliss se volvió hacia el monstruo, su expresión dura y suspicaz. —Esto está claro. Este joven te ha reconocido. Lo cual significa que procedes de una de estas islas. Y te teme, te teme tanto que ha preferido afrontar la tempestad, pensando que podía caer en tus manos. Progue tenía razón. Eres un malvado. Bien, voy a hacerte una advertencia: nosotros formamos el equipo más duro de todos cuantos puedas haber visto en tu vida. No volverás a quedarte solo con uno de nosotros, aunque debo admitir que todavía no creo que matases a Perratin. Es una cosa que no tendría sentido. Pero tan pronto como haya cesado la tormenta, te acompañaremos a las islas hasta descubrir quién eres. Se alejó bruscamente. Pero el monstruo apenas se dio cuenta de su marcha. Estaba reflexionando a toda velocidad. "El hombre de las islas volverá obligado por la tormenta. Recordará lo que dijo Corliss de protegerle y también recordará que los hombres blancos son fuertes. En su terror, me denunciará. ¡Sólo puedo hacer una cosa!" El monstruo se dirigió velozmente a un lugar donde una cascada de agua saltaba a la albufera. Era casi de noche, por lo que sus movimientos apenas eran visibles. La albufera era allí bastante profunda, ya que el terreno se hundía verticalmente desde la playa. El monstruo estaba tan absorto en el tiburón que estaba dando vueltas en el agua caliente de la cascada, que no oyó los pasos de Corliss, amortiguados por el ruido del agua. De repente, dando un respingo, el monstruo giró sobre sí mismo. Corliss se hallaba a muy poca distancia, contemplando muy interesado las negras aguas. Corliss no podía explicarse el impulso que le había obligado a seguir al monstruo. Parcialmente se hallaba interesado en el nativo, pero de pronto captó el movimiento del tiburón en el agua, cerca de donde se hallaba Jones, y en la extraña manera como éste se inclinaba hacia el repelente animal. Un escalofrío de horror recorrió todo su cuerpo cuando, a la luz de los últimos destellos del día, vio desvanecerse la ahuesada forma del tiburón entre las sombras de la albufera. Bruscamente, levantó la vista hasta el monstruo, consciente de un peligro mortal. El monstruo permaneció inmóvil un instante, devolviéndole la mirada. Se hallaban solos, al borde del agua, y el hombre-tiburón sintió la tirantez de sus músculos, fríamente decidido a arrastrar a su enemigo al agua. Estaba ya medio agachado, dispuesto a saltar como un muelle elástico, cuando percibió el destello de algo que refulgía en la mano de su contrincante, y su arrollador deseo se evaporó como la niebla bajo los rayos del sol ante aquel instrumento de muerte. —¡Seguro que era un tiburón —exclamó Corliss, aún incrédulo—, y he visto cómo le hablabas! ¡O yo estoy loco...! —¡Claro que estás loco! —vociferó el monstruo—. ¡Era un tiburón y he conseguido ahuyentarlo! Si mañana por la mañana ha pasado la tormenta, quiero bañarme aquí y no deseo tener tiburones a mi alrededor. ¡Quítate estas ideas tontas de la cabeza! Yo... Fue interrumpido por un estridente alarido, pidiendo auxilio, que estremeció la oscuridad como el chillido de la maldad agitando la tierra. Era un grito de agonía. Procedía de la albufera, donde el nativo era una débil silueta recortada contra el agua negra y el cielo brumoso y sin luna. Fue un grito que heló la sangre en las venas de Corliss.
Las densas tinieblas de la tormenta se aplastaron contra Corliss como un sudario, pesadas y cálidas, opresivas. A muy poca distancia se hallaba Jones, un hombre alto y musculoso, de ojos muy duros e inhumanos, que centelleaban vagamente en la penumbra del anochecer. La sensación de que aquel desconocido iba a atacarle fue tan fuerte que Corliss asió la pistola con toda su energía y por un momento sólo se atrevió a lanzar una ojeada al sudoeste, donde el nativo era un manchón en medio del agua. Instintivamente, se apartó del borde del agua y del forastero... y volvió a contemplar el mar de ébano. El nativo estaba luchando contra algo que le atacaba desde el agua, golpeándolo con un remo, arriba y abajo, una vez otra más, intentando inútilmente apartarlo de la canoa. Tres veces tuvo que asirse a la borda, tratando de enderezar la frágil embarcación seriamente comprometida en su equilibrio. Apresuradamente, Corliss centró su mirada en el monstruo, amenazándole con la pistola. —¡En marcha... delante de mí! —levantó la voz para que pudieran oírle los demás—. ¡De prisa, Progue! ¡Prepara la lancha y pon el motor en marcha! ¡Tenemos que salvar al isleño! ¡Vosotros dos, venid aquí! Los dos que se acercaron eran Dentón y un tal Tareyton, un marinero de nariz roma y cerebro obtuso. —¡Llevaos a este sujeto al almacén —les ordenó Corliss—, y tenedle bien vigilado hasta que yo vuelva! ¡Dentón, coge mi pistola! Le arrojó el arma al inglés, y lo último que oyó, mientras corría a reunirse con Progue, fue la voz de Dentón. —¡Vamos, muévete, amigo! Cuando Corliss saltó a bordo, el motor de la lancha ronroneaba ya y, bajo la experta guía del holandés, inmediatamente se alejó del embarcadero. Jadeando, Corliss se acomodó al lado de Progue, que estaba al timón. El holandés se volvió hacia él, sin el menor rastro de humorismo en su semblante. —Somos unos estúpidos al arriesgarnos por entre estos bajíos en la oscuridad. —¡Tenemos que salvar al isleño del monstruo que le está atacando! —le gritó Corliss por encima del ruido del motor y el bramido del vendaval—. Tenemos que descubrir por qué está tan condenadamente asustado de Jones. Seguro, Progue, esto es sumamente importante si queremos seguir con vida. Todavía no era exactamente de noche. El rayo de luz del faro de la motora abrió un blanco surco en las negras aguas. Corliss miraba atentamente al frente, en tanto la lancha empezaba a abrirse paso lentamente por entre las rocas y escollos que sembraban el fondo poco profundo de aquella parte de la albufera, donde ya estaba demasiado oscuro para poder divisar al nativo a simple vista; demasiado oscuro debido a las amenazadoras nubes negras que se acumulaban rápidamente en el horizonte, ensombreciendo el firmamento nocturno. Bruscamente, un balanceo. La lancha resbaló y Corliss se vio levantado de su asiento. Frenéticamente buscó un asidero, cogió un brazo de la rueda del timón y consiguió sostenerse. La lancha continuó unos segundos balanceándose peligrosamente con el motor rugiendo a toda velocidad y luego prosiguió su marcha. —¡Hemos chocado contra una roca! —murmuró Corliss. Esperaba la inundación que les sumiría en el fondo de la albufera. La voz de Progue llegó a sus oídos, profunda, intrigada, alarmada. —No ha sido una roca. Llevamos más de un minuto fuera de los escollos. Estamos en aguas profundas. Por un instante pensé que se trataba de la canoa del isleño, pero es imposible porque la hubiésemos avistado antes con el faro. Corliss se serenó... y volvió a sentirse lanzado hacia la borda con gran violencia. Se asió frenéticamente, buscando soporte alguno y entonces, borrosamente, vio que la lancha estaba equilibrada en un ángulo inverosímil. Lanzando un grito, cambio de postura
a fin de arrojar su peso al otro lado de la embarcación. Solo, no habría podido conseguir nada. Le agradeció a Dios la intuición que le hizo escoger aquel equipo de hombres duros y bien entrenados como pescadores de tiburones, hombres que, como él mismo, se habían ya enfrentado con mil peligros mortales en todas las formas y no necesitaban ningún jefe que les dijese qué tenían que hacer en una emergencia. Como un solo hombre, todos unieron sus pesos para mantener el equilibrio de la lancha. De nuevo la débil embarcación se enderezó y continuó su carrera. —¡Más despacio! —ordenó entonces Corliss—. Y gira el faro hacia el agua. Tenemos que ver dónde estamos. Alguien maniobró el faro, y el rayo de luz atravesó las aguas de la albufera. Por un momento, centelleó y se reflejó de tan brillante manera que Corliss quedó deslumbrado. Y entonces... Entonces, Corliss se echó para atrás. Jamás, ni aún viviendo muchos años, podrá Corliss olvidar el terror escalofriante de aquellas formas de pesadilla que giraban, se retorcían y se agitaban violentamente bajo el nocturno resplandor. A la luz del faro, el agua parecía estar rebosante de tiburones. Unos cuerpos macizos, alargados, en forma de torpedo, con aletas triangulares. Centenares de monstruos marinos. "¡Miles!" Su vista captó parte del mutilado cuerpo del isleño. Corliss sintió cómo la lancha resbalaba como si tuviera vida propia cuando tropezó contra un gigante marino. Vio cómo el poderoso holandés giraba el timón rápidamente, en tanto la embarcación parecía zozobrar para volver a enderezarse en el instante siguiente. —¡Atrás! —ordenó Corliss desaforadamente—. ¡Atrás!, o moriremos todos! ¡Hacia la playa! ¡Hay que llevar la lancha a la arena! ¡Están intentando volcarla...! El agua parecía estar hirviendo; el motor rugía bajo el poder de su combustible; la embarcación se estremecía como un ser vivo, temblando de vigor y excitación, y en lo alto, el cúmulo de nubes lo contemplaba todo malignamente desde el cielo. La primera ráfaga del viento, como un golpe de émbolo, los roció a todos, al tiempo que intentaban llevar la lancha a la arena. —¡De prisa, de prisa! —les animaba Corliss—. ¡Amarrad la lancha y corred todos hacia el almacén! ¡Hemos dejados solos a Dentón y Tareyton con el diablo en persona! ¡Y no tienen ninguna probabilidad de salvarse porque ignoran con lo que se enfrentan! Una sólida cortina de lluvia le azotó la cara, y estuvo a punto de enviarle al suelo antes de poder volverse de espaldas. La lluvia y el viento le golpearon a latigazos, lo mismo que a los demás, que echaron a correr, formando una fila de hombres que trataban desesperadamente de ponerse a salvo de la furiosa tormenta. El furor del vendaval llegó a oídos del monstruo, que estaba sentado con los músculos tirantes y los nervios tensos en el almacén. Para sus encolerizados sentidos, atentos sólo a la huida, aquel mundo de chozas de madera era un lugar irreal, fantástico. Unas sombras amarillas se filtraban por las junturas de las paredes cada vez que un relámpago cruzaba el firmamento, oscureciendo casi la sombría luminosidad procedente de las lámparas que colgaban del techo. Entonces llegó la lluvia, un alborotador estruendo que amenazó con hundir la techumbre. Pero ésta, al menos, estaba sólidamente asegurada y ni siquiera tenía goteras. El cerebro del monstruo, atento sólo a sus pensamientos, los olvidó un instante para acordarse de los hombres que se hallaban fuera, en plena tempestad. Sí, ahora debían estar regresando al barracón si habían escapado a la amenaza de los tiburones. No esperaba que hubiesen perecido todos bajo el ataque de aquellos monstruos. También apartó de sí este pensamiento y una vez más todo el poder de su anormal cerebro se concentró en los dos hombres que se hallaban entre él y la salvación, dos hombres que tenían que morir antes de dos minutos, si quería huir antes de la llegada de Corliss y los demás.
¡Dos minutos! El monstruo volvió su helada mirada a sus dos guardianes, calculando por centésima vez en menos de media hora la situación en que se hallaba. El llamado Dentón estaba sentado al borde de una especie de camastro. Bajo, de recia complexión, extraordinariamente nervioso, retorciendo el cuerpo, jugueteaba sin cesar con la pistola que sostenía en la mano con suma energía. Captó la calculadora mirada del monstruo y se envaró; las palabras que surgieron de entre sus labios sólo sirvieron para confirmarle al monstruo la opinión que ya se había formado sobre las tremendas cualidades del inglés. —¡Sí! —rezongó Dentón—. Hay una mirada en tus ojos que indica que esperas una oportunidad. ¡Bien, no la tendrás! Llevo más de veinte años por estos mares y cree que sé manejar a los tipos duros como tú cuando se presentan. No tiene que decirme nadie la fuerza que posees, que eres capaz de destrozarme incluso; ya vi cómo te abalanzaste sobre Pregue esta mañana y sé de lo que eres capaz, pero recuerda que este juguetito de acero te puede convertir en una víctima de mi buena puntería. Blandió el revólver con infinita confianza. "Si cambio a mi verdadera forma —pensó el monstruo—, podré matarle a pesar de la pistola, pero ya no podré volver a transformarme nunca más en hombre, ni podré escurrirme fuera de esta cabaña. ¡Entonces estaría completamente atrapado!" Se dio cuenta de que el americano estaba hablando. —Lo que ha dicho Dentón yo lo certifico y lo aumento en mi caso. No hay nada que yo no haya realizado en mis buenos tiempos, ni puedo apartar de mi cerebro el recuerdo del pobre Perratin, que era un buen chico, sí, señor, y no me gusta la manera cómo murió. Sí, creo que me gustaría que intentases algo, para que Dentón y yo pudiéramos ver qué efecto hace el plomo en tu cerebro. Mira, Dentón —sé convirtió hacia el inglés, chispeantes las pupilas, dilatada la chata nariz—, ¿por qué no hacemos blanco en él, y luego le contamos a Corliss que intentaba escapar? —No... —Dentón meneó la cabeza negativamente—. Corliss no tardará en llegar con los otros. Además, no me gusta asesinar a nadie. —¡Bah! —gruñó el otro con ferocidad—. ¡No es un asesinato matar a un asesino! El monstruo contemplaba con inquietud a Dentón. Era éste quien empuñaba el revólver, lo cual era lo único que importaba. —Vosotros sois unos tontos y unos cobardes —dijo, con un poderoso esfuerzo para aparentar calma—. Aquí estamos en una isla. No hay manera de que ninguno de nosotros pueda salir de ella. Si yo salgo de esta cabaña, quedaré completamente expuesto a la tormenta, pasaré una noche de pesadilla y por la mañana me encontraréis de todas maneras. ¿Qué pensáis hacer, vigilarme toda la noche sin dormir? —¡Diantre! —exclamó Tareyton—. No es mala idea. Echémosle fuera, atranquemos la puerta por dentro y así podremos dormir. El cerebro del monstruo saltó ante la nueva esperanza, para volver a hundirse en las tinieblas del desengaño al escuchar la respuesta de Dentón. —No, no le gastaría esta jugarreta ni a un perro rabioso. Pero lo que ha dicho me ha dado una idea —su voz adquirió un tono burlón—. Tareyton, enséñale al caballerete qué vamos a hacer con él. Coge la cuerda que está colgada de este gancho detrás tuyo y átale fuertemente. Yo, mientras tanto, le vigilaré con atención durante toda la operación con la pistola, a fin de que no se le ocurra ninguna idea tonta. ¿Lo haces tú o lo hago yo? —Sería un imbécil —carraspeó el monstruo— si atacase a Tareyton, para que tú hundieses una bala en mi espalda... "El americano bloqueará la pistola por un instante —pensó el monstruo en cambio—. Y aunque no sea así, no importa. Estará a mi lado, cualquiera de los dos estará a mi lado, y esto es lo único que necesito. No tienen ni la más remota idea de mi tremenda fuerza y..." "¡Ahora!"
Con ligereza felina, saltó sobre Tareyton. Tuvo una fugaz visión de unos ojos borrosos, una boca que se abría para gritar, pero al momento lo arrojó al suelo y embistió directamente a Dentón. El alarido del inglés, agudo, penetrante, se mezcló con el grito desmayado, más profundo de Tareyton, en un doble chillido de agonía, cuando juntos chocaron en el suelo, rodaron en un confuso montón, que fue a golpear contra la pared. El monstruo saltó por encima de ambos. Hubiera querido desmenuzarlos con sus uñas, pero no tenía tiempo ni siquiera para ver si estaban muertos. Los dos minutos de gracia habían transcurridos ya. ¡Era demasiado tarde para todo lo que no fuese una rápida fuga! Abrió la puerta y tropezó con inusitada fuerza contra Corliss. Trastabilló hacia atrás, perdió el equilibrio, y en aquel medroso instante divisó al poderoso Progue detrás del jefe. Y otros hombres avanzaban también hacia el barracón. Aquel momento padeció una eternidad en aquella noche de fragorosa tormenta. La luz amarillenta del interior del barracón, formaba extrañas sombras en los semblantes de los sobresaltados hombres que estaban agazapados contra las pavorosas ráfagas de la tempestad; un relámpago les mostró el afilado y felino rostro del monstruo, cuando luchaba por incorporarse. La sorpresa fue igual, pero infinitamente más intensa para Corliss. Los músculos del monstruo fueron los primeros en recobrarse. Golpeó a Corliss con un puñetazo cargado de odio, que envió al otro de espaldas contra Progue..., y acto seguido saltó hacia la noche, la furia del viento y el horrísono temporal. Atacó la majestad de la tormenta con la cabeza inclinada, tenso el cuerpo contra la feroz presión de los elementos, y entonces, por precaución, dándose cuenta de que con su lento avance presentaba un formidable blanco para sus enemigos, echó a correr hacia el lugar donde las aguas relucían siniestramente a la incesante luz de los relámpagos, desafiando al huracán que se abatía sobre la isla. Mientras corría se fue despojando de todas sus prendas —camisa, pantalones, zapatos, calcetines—, y los hombres a la puerta del barracón pudieron contemplar durante unos instantes el espectáculo de aquel alto y reluciente cuerpo desnudo, que corría hacia el agua. Le vieron una vez más, como una forma inconquistable, posado sobre el borde de una roca del mar Estigio. Y entonces desapareció, como un destello blanco hundiéndose en las negras aguas de la albufera. Corliss logró recobrar el uso de la palabra. —¡Lo tenemos atrapado! —rugió por encima del clamor del temporal—. ¡Ese monstruo está en un sitio del que no podrá escapar! Antes de continuar, se vio barrido al interior del barracón, por sus compañeros que deseaban guarecerse de la inclemencia del tiempo. La puerta se cerró y Progue preguntó: —¿Qué diablos quieres decir con que lo tenemos atrapado? ¡Ese maldito loco se ha suicidado! ¡Me apuesto lo que quieras a que no podrá salvarse! Corliss se tranquilizó, pero cuando miró a Progue las palabras se atropellaron en su garganta. —¡Tengo la prueba! Brains tenía razón. Ese maldito monstruo es un tiburón-dios en forma de hombre... ¡Y te aseguro que lo atraparemos si nos apresuramos! Su voz adoptó la cualidad de una máquina. —¿No lo veis? No hay ninguna salida al mar por el sitio donde ha saltado, excepto a través del canal que utilizamos para nuestras barcas. En un punto dado, el canal abraza la plaza, y allí es donde tenemos que impedir que llegue a la seguridad del mar abierto. ¡Brains! —Sí, jefe —el alto, delgado e intelectual inglés se adelantó briosamente. —Llévate a media docena de hombres, coge un paquete de cartuchos de dinamita del depósito de municiones, y un faro, y sitúate en la costa junto al canal. Arroja la dinamita a intervalos en el agua. No hay ningún pez ni cosa viviente que pueda resistir la expansión
de la onda sonora procedente de una explosión sub-marina. Sondea el agua con el faro. Allí, es muy estrecho. ¡No puedes ni debes perderle! ¡De prisa! Cuando los hombres se hubieron marchado, habló Progue: —Olvidas una cosa, jefe. Hay una salida al mar en el sitio por donde ese monstruo se ha arrojado al agua. Recuerda aquella especie de gollete entre las dos rocas. Un tiburón puede deslizarse por allí. Corliss meneó la cabeza. —No lo he olvidado, y estás en lo cierto... al parecer. Un tiburón puede salir por allí. Pero este monstruo en su forma natural posee unas aletas descomunales. Y son demasiado grandes y recias para que puedan pasar por aquella estrecha abertura. Se le romperían en mil pedazos. ¿No me entiendes todavía? Ese monstruo tiene que conservar su forma humana si quiere pasar por esa grieta al mar abierto; y en su forma humana tiene que ser terriblemente vulnerable, o no se habría mostrado tan precavido con nosotros. Si... Una amortiguada explosión rasgó la tormenta. En el semblante de Corliss se dibujó una lenta y maliciosa sonrisa de satisfacción. —La primera explosión. Esto significa que el maldito animal ha intentado pasar por el canal. Bien, ahora ya lo sabemos. Lo tenemos acorralado. O se arriesga a nadar con su forma humana, o lo mataremos mañana por la mañana, sea cual fuese su forma. Y ahora, rápido, que todo el mundo coja linternas y rifles, y andando a la playa. ¡No debe volver a tierra! El mar estaba fuertemente agitado, las olas eran muy altas, y la noche demasiado oscura. Una sensación de inminente desastres recorrió los nervios acuáticos del monstruo mientras luchaba por mantener su cuerpo humano en un lugar donde su cabeza pudiera respirar. Forcejeaba con inhumana fuerza, pero el mar estaba embravecido, y gemía, ululaba y gritaba. El agua formaba como una muralla de tinieblas a cada lado, salvo en un punto. Y aquel punto se hallaba al frente, donde el agua se tornaba blanca. Incluso en la oscuridad era visible el blanco furor de las rompientes. En aquel espumeante mar la muerte sólo mostraba una cinta negra..., el único camino a la salvación, el vasto océano; una estrecha franja de tinieblas, donde el agua era profunda e increíblemente rápida. Y a través del canal agitado por la tormenta, un tiburón estaba escurriéndose hacia el océano, mostrándole el camino. El monstruo forcejeó para mantenerse erguido en el agua, chapoteando furiosamente con sus piernas humanas, braceando en el furioso mar, y aguzando su vista hasta el límite, luchando para percibir el débil centelleo de la oscura y triangular aleta del tiburón piloto a través del estrecho canal. Ahora el tiburón se movía frenéticamente, luchando con la furia del agua que se vertía incansablemente por la estrecha abertura hacia la salvación. La aleta se desvaneció, para volver a ser visible de nuevo, recortada contra las olas blancas y grises. Pero aquella aleta, aquel signo de seguridad, no tardó en desvanecerse como una borrosa mancha en el océano. El monstruo vaciló. Ahora era su tumo, pero no estaba aún plenamente dispuesto a arrostrar la furia de los desencadenados elementos, desafiando los peligros del canal con su forma humana. Rugió de rabia, con un grito inhumano, estridente, espeluznante, de inigualable odio, y volvió hacia la playa, impulsado por una salvaje desesperación, deseando abrirse paso por entre el cordón de hombres, despreciando el peligro que representaban. Pero volvió a gruñir y escupió su ferocidad cuando divisó la línea de relucientes linternas que punteaban la costa. Cada una arrojaba un cono de luz, aun en medio de la tormenta, hacia el mar, y cada luz estaba sostenida por un hombre que se movía incesantemente, llevando un rifle en la otra mano.
Tenía aquel camino bloqueado. El monstruo lo comprendió en el mismo instante en que se le ocurrió la loca idea de precipitarse a la costa. Comprendió la trampa que le tendían. Aquel pequeño sector de la albufera estaba completamente bloqueado como si la Naturaleza hubiese esperado millones de años para este momento, para atrapar al monstruo de las profundidades. Una vez más, el monstruo volvió sus fríos ojos hacia la mortal salida. Los acerados dientes se apretaron en terrible desafío, comprimió los labios en una sola línea..., y volvió a arrojarse al brioso furor de las aguas. Sintió una sensación de increíble velocidad; instintivamente, giró la cabeza, procurando recordar el camino seguido por el otro tiburón. El agua penetró en su boca humana, escupió, tosió, gruñó y entonces tuvo una breve visión de su horroroso destino: un muro rocoso se alzaba al frente, de varias yardas de altitud, negro, pavoroso, implacable. Frenéticamente, se echó a un lado con sus doloridos brazos, agitándose alocadamente. Pero ningún músculo podía resistir los embates del mar. Un destello de su destino, un gruñido de estupefacción, increíblemente feroz, y una puñalada lacerante cuando su humana cabeza chocó contra la dura roca, músculos desgarrados, carne destrozada..., un cuerpo torturado en medio del alborotado mar. El tiburón-piloto que olió la carne humana, regresó dando vueltas. Al cabo de un momento, otros doce le seguían ávidamente. La tormenta continuó durante toda la noche. El grupo de pescadores estaba entumecido, helado, agotado. Cuando Corliss dirigió la primera barca hacia las tranquilas aguas de la albufera, al estrecho embudo de la muerte, tenía el semblante desencajado por la fatiga de la larga vigilia, pero firme por la determinación. —Si el monstruo lo logró, jamás lo sabremos. Pero procuraremos enterarnos. Existe una corriente subterránea en el sitio donde el canal forma el recodo, que sólo un poderoso pez puede afrontar. Sólo esto pudo impedir morir aplastado. —¡Eh! —gritó Dentón, alarmado, blanco el rostro por el dolor sufrido—. No os acerquéis tanto a este lugar. Tareyton y yo ya hemos tenido bastante por un solo día. Era mediodía cuando Corliss se convenció que no quedaba ningún monstruo con vida en la albufera. Cuando se dirigieron a tierra, agotados, pero aliviados, el sol del Sur ponía en la isla reflejos esmeraldas que brillaban y resplandecían en el vasto zafiro del océano.
EL AUTÓMATA El autómata humano se agitó con dificultad en su diminuto y casi invisible avión. Aguzó la vista, escudriñando el cielo que se extendía ante él. De la inmensidad azul surgieron dos llamaradas. E instantáneamente, el avión entró en barrena como alcanzado por un doble golpe. Al principio fue cayendo lentamente, luego con más rapidez, hacia las líneas enemigas. Cuando se acercó a la Tierra, entró en acción un mecanismo de resistencia. La velocidad de caída se hizo menor. El autómata tuvo tiempo de divisar las ruinas de una vasta ciudad. El aparato fue a caer calladamente en el refugio del destruido sótano de lo que fue un edificio. Transcurrió un instante hasta que comenzó a silbar la radio. Unas voces extrañas para él estaban sosteniendo una conversación. —¡Bill! —exclamó la primera. —¡Dispara! —¿Lo hemos capturado?
—No lo creo. Al menos, no de modo definitivo. Creo que se hallaba bajo control parcial, aunque es difícil asegurarlo, por causa del aparato de seguridad que poseen. Supongo que mi huésped estará por aquí cerca, con el motor estropeado. —Sí, seguramente está cercado. —Bien, ya conoces el procedimiento a seguir cuando uno de ellos queda dentro de nuestras líneas. Hay que emplear la sicología. Llamaré al Buitre. —No me cargues a mí ese trabajo. Yo estoy harto de salir a estas líneas. ¡Dáselo a ellos! —De acuerdo. Avísame la llegada. —Humm... está ahí abajo. ¿Crees que deberíamos ir a cogerle? —No. Los autómatas que envían hasta aquí son, precisamente los más inteligentes. Esto significa que no podríamos capturarle. Sería lo bastante rápido como par usar cualquier arma, y tendríamos que matarlo. ¿Y quién puede querer matar a estos pobres y atormentados esclavos...? ¿Has captado su imagen? —Sí, estaba escuchando con una expresión muy concentrada en el semblante. Un tipo bien parecido... Es gracioso y terrible pensar cómo empezó todo esto. —Sí. ¿Cuál será el número de ese tipo? Hubo una pausa. El autómata se agitó con inquietud. ¿Su número? El noventa y dos, naturalmente. ¿Cuál si no? La voz volvió a dejarse oír. —Ese pobre chico, no recuerda posiblemente que antes tenía un nombre. La otra voz contestó: —¿Quién habría creído cuando fabricaron al primer duplicado humano, que hoy, sólo cincuenta años más tarde, estaríamos luchando por defender nuestras vidas contra personas exactamente iguales a nosotros, si exceptuamos que son eunucos por naturaleza? El autómata prestaba una vaga atención al diálogo de los dos invisibles interlocutores. De vez en cuando asentía, cuando sus observaciones le recordaban algo que había casi olvidado. Los duplicados humanos recibieron al principio, el nombre de robots. Pero éstos, resentidos por tal denominación, la cambiaron por la de Tobor, o sea, robot al revés. Los Tobors habían demostrado ser grandes científicos, y en los primeros tiempos nadie advirtió la rapidez con qué se posesionaban de todos los cargos científicos en todos los lugares de la Tierra. Tampoco se observó inmediatamente que los Tobors estaban llevando a cabo, en secreto, una campaña de duplicación a una tremenda velocidad. El gran golpe para la masa humana tuvo lugar cuando los gobiernos secretamente conducidos por los Tobors en todos los continentes, dictaron leyes simultáneamente declarando que, a partir de aquel momento, la duplicación sería la única forma de procreación permitida. El sexo se prohibió con una penalidad de multa para la primera trasgresión, la cárcel para las siguientes, para los recalcitrantes, en fin, los Tobors inventaron un proceso que convertía a los delincuentes en autómatas. Una organización de policía especial —que venía ya de antes— se dedicó a administrar la nueva Ley. Los oficiales Tobors entraron inmediatamente en acción, y cada día se registraban disturbios callejeros. Ninguno de ambos bandos pensó en llegar a una fórmula de compromiso, por lo que al cabo de dos semanas había estallado la guerra. —Supongo que ya ha escuchado bastante —finalizó Bill—. Bien, vámonos. Se oyó una leve carcajada y luego todo quedó en silencio. El autómata aguardaba, trastornado. Por su mente pasaban vagos recuerdos de un pasado en el que no existió la guerra, y en algún lugar, veía la imagen de una joven y de otro mundo. Aquellas imágenes irreales se desvanecieron. Y de nuevo no quedó más que aquel extraño avión, que casi se ajustaba metálicamente a su cuerpo. Tenía la necesidad de continuar, de tomar vistas aéreas... ¡Tenía que volver a elevarse!
Sintió el impulso del avión como respuesta a su pensamiento, pero no se produjo ningún movimiento. Durante varios segundos, el autómata permaneció en estado letárgico, y luego volvió a formular la orden de vuelo. Una vez más el aparato se estremeció con esfuerzo, pero no se produjo el despegue. —Algo debe haber caído sobre el aparato —pensó el autómata lentamente—, y lo mantiene preso. Tengo que salir y quitar lo que sea... Lucho por liberarse del metal que le aprisionaba. El sudor resbalaba por sus mejillas, pero al fin logró llegar al exterior, con polvo hasta los tobillos. Como le habían enseñado en caso de tales circunstancias, comprobó su equipo: las armas, las herramientas, la mascarilla antigás... Se tendió cuan largo era en el suelo cuando la enorme y oscura nave pasó por el cielo, en vuelo rasante, para aterrizar a varios centenares de metros. Desde su posición supina, el autómata vigilaba, pero no observó la menor señal de movimiento. Extrañado, el autómata se puso en pie. Recordó que uno de los dos invisibles interlocutores había dicho que iba a llamar al Buitre. Estaba claro que le reservaba una estratagema con su fingida marcha. En el caso de la nave se destacaba claramente un nombre: Buitre 121. Su aparición parecía sugerir la inminencia de un ataque. Su boca fuerte y decidida se tensó. Pronto aprenderían que no era bueno combatir contra un esclavo de los Tobors. Lucharía por los Tobors, moriría por ellos... La joven observaba en tensión mientras el piloto hacía descender el avión ultraveloz hasta las ruinas de la ciudad donde se hallaba el Buitre. La enorme nave era inconfundible. Se elevaba sobre los restos de un muro. Era un inmenso bulto negro contra la uniformidad gris de los cascotes... Hubo un choque y luego, la joven saltó del aparato, asiendo su bolsa. Su tobillo derecho se torció cruelmente dos veces, mientras corría sobre el desnivelado suelo. Sin aliento, ascendió por la estrecha escalerilla. Se abrió una puerta de acero. Una vez en el interior, la joven miró a su espalda. Se cerraron las puertas, comprendió que se hallaba a salvo. Se detuvo en seco, mientras sus ojos se acostumbraban a la penumbra de aquella estancia de metal. Al cabo de un momento divisó un grupo de hombres. Uno de ellos, un individuo bajito con gafas y de rostro afilado, se adelantó. Cogió la bolsa de la joven con una mano, y con la otra la asió de la mano, estrechándosela calurosamente. —Buena chica... señorita Harding, ha sido usted muy puntual. Estoy seguro de que ninguna nave espía de los robots ha podido identificarla durante el medio minuto que ha durado su vuelo, perdóneme —sonrió, disculpándose—. No debía llamarles robots, ¿verdad? Han invertido el nombre. Ahora es Tobor. Lo cual significa un mayor ritmo y, sicológicamente, más satisfacciones para ellos. Bien, ahora ya se ha serenado. A propósito, soy el doctor Claremeyer. —Doctor —preguntó Juanita Harding—, ¿está seguro de que es el? —No cabe duda, se trata de su prometido, John Gregson, un químico extraordinario. Un individuo más joven le interrumpió. Avanzó y cogió la bolsa que sostenía el doctor Claremeyer. —La patrulla captó la imagen por el nuevo proceso, que nosotros sintonizamos con las placas comunicadas. La imagen fue retransmitida al cuartel general y después a nosotros. Hizo una pausa, sonriendo con cierto encanto. —Me llamo Madden. Este de la cara alargada y fosca es Phillips. Ese otro tipo de pelo alborotado, que se pasea como un elefante, es Rice, nuestro veterano. Y ya conoce al doctor Claremeyer. —Tenemos un trabajo de mil diablos, señorita —le masculló Rice con voz gruñona—, y disculpe la expresión.
La señorita Harding se quitó el gorro con una mano nerviosa. Las sombras se retiraron de su cara a sus ojos, pero insinuó una sonrisa en sus labios. —Señor Rice, he vivido con un hombre cuyo apodo era "Ciclón" Harding. Para él, nuestro lenguaje corriente es un enemigo al que ataca con todas las armas de que dispone. ¿Contesta esto a sus disculpas? El hombrón sonrió. —Usted gana. Pero vayamos al grano. Madden, usted que posee un cerebro que piensa en palabras, cuéntele a la señorita la situación. —De acuerdo —el joven se dispuso a hablar, pero antes esbozó una sonrisa—. Tuvimos la suerte de estar en vuelo bastante cerca cuando nos avisaron que un autómata había caído con vida. Tan pronto como llegó la identificación, le pedimos al cuartel general del ejército que dispusiera un círculo defensivo con todos los aviones disponibles. Casi desguarnecieron todas las líneas para ayudarnos. Hizo una pausa y frunció el ceño. —Tenía que hacerse con todo cuidado, para evitar que los Tobors tuviesen la menor idea de lo que nos proponíamos. Su prometido no puede despegar, creo que no cabe duda. Y no puede ser rescatado, a menos que los Tobors acudan y nos cojan momentáneamente por sorpresa. Nuestro problema consiste ahora en capturarle vivo. —Y esto, como es natural —continuó Claremeyer, encogiéndose de hombros—, puede ser fácil o difícil. Por desgracia, hay que actuar con rapidez. Los Tobors no tardarán en advertir esta concentración de fuerzas, después examinarán sus archivos, analizarán al menos una parte de la situación y actuarán en consecuencia. Uno de los aspectos más tristes es que en el pasado hemos sufrido un buen porcentaje de fracasos. Claro, debe usted comprender que nuestra táctica es casi enteramente sicológica, basada en impulsos fundamentalmente humanos. Con gran paciencia, expuso el método. —¡Noventa y dos! ¡Sorn te habla! La voz sonó insistente, fría, en la radio que el autómata llevaba en la muñeca. El autómata se estremeció sobre el suelo de cemento del refugio. —¿Sí, Amo? Aparentemente, el contacto era lo único que deseaban, ya que el otro contestó: —¡Vive todavía! La voz sonó muy apagada esta vez, como si el humanoide se dirigiese a otro ser. —Normalmente no me habría molestado —repuso otra voz con cierta vacilación—, pero éste es el que destruyó su expediente. Y ahora un Buitre intenta salvarle. —Siempre lo hacen. —Lo sé, lo sé —el segundo interlocutor parecía impaciente, como si supiese que podía obrar sin reflexión—. Sin embargo, creo que ya le hemos concedido mucho tiempo, más de lo normal. Y se da el hecho de que esta nave está en contacto con el cuartel general mediante una serie de mensajes cifrados. Además, hace poco se ha presentado una mujer. —Casi siempre emplean mujeres en sus operaciones de rescate —la voz del otro Tobor contenía una nota de desdén, pero sus palabras venían a refutar la argumentación de su oyente. Esta vez reinaron varios segundos de silencio. Por fin, el que parecía más vacilante volvió a hablar. —En mi departamento he tenido conciencia de que en nuestras operaciones de hace dos años capturamos a un químico humano que, según se puso de manifiesto, había descubierto un proceso para sexualizar a los Tobors. El disgusto emotivo era demasiado para él, y a pesar de la sinceridad de sus siguientes palabras, le tembló la voz.
—Por desgracia, lo supimos demasiado tarde como para poder identificar al individuo. Aparentemente, lo habían ya hecho pasar por una entrevista rutinaria, y privado de la mente. Recuperó el control de sí mismo y continuó con sarcasmo: —Como es lógico, pudo tratarse de una historia de pura propaganda, destinada a inquietarnos. Y sin embargo, nuestra Inteligencia informó, entonces, que una atmósfera de depresión y malestar habíase apoderado del cuartel general de los humanos. Por lo visto, atacamos una ciudad, capturamos a ese tipo, destruimos su laboratorio y quemamos sus papeles. Su tono implicaba un encogimiento de hombros. —Fue uno de tantos centenares de ataques, imposible de identificar. Los prisioneros capturados en tales ataques no se diferencian de los obtenidos por otros sistemas. Silencio una vez más. Después: —¿Debo ordenar que lo maten? —¿Sabes si lleva armas? Una pausa. —¿Tienes una detonadora lanzallamas, noventa y dos? —preguntó la voz. El autómata humano, que había escuchado la conversación con ojos ausentes, el cerebro absorto, se puso en tensión al oír aquella pregunta a través de la radio de su muñeca. —Tengo armas manuales —contestó monótonamente. Una vez más, su interrogador se apartó del micrófono. -¿Y bien...? —La acción directa es muy peligrosa —opinó el segundo Tobor—. Ya sabes que se resisten al suicidio. A veces, esta idea les saca de su estado de automatismo. La voluntad de vivir es demasiado fuerte. —Entonces volvemos a estar como al principio. —No. Dile específicamente que se defienda de la muerte. Es algo diferente. Es una apelación a su lealtad, a su odio adoctrinado hacia nuestros enemigos, los humanos, y a su patriotismo por la causa Tobor. Tendido entre los cascotes, el autómata asintió cuando la firme voz del Amo le dictó sus instrucciones. Naturalmente, hasta la muerte... sí. Por la radio, Sorn no pareció muy satisfecho. —Creo que tendremos que forzar las cosas. Habrá que concentrar nuestros proyectos en la zona y averiguar lo qué sucede. —En el pasado siempre han aceptado estas instrucciones. —Sólo hasta cierto punto. Creo que deberíamos comprobar sus reacciones. Opino que este hombre soportó demasiado durante su cautiverio y ahora se ejercen fuertes presiones sobre él. —Los seres humanos son muy pérfidos —afirmó el otro. Algunos sólo ansían volver a su hogar. Este parece ser un poderoso motivo. Su objeción había sido retórica. Tras un momento de silencio, levantó la vista y añadió con decisión: —¡Está bien, atacaremos! Una hora después del anochecer, un centenar de proyectores estaban iluminados en cada bando. La noche brillaban con sus resplandores. —¡Caramba! —exclamó, Rice, al entrar en la nave. Su rostro cuadrado estaba rojo por el esfuerzo. Cuando la puerta se cerró a sus espaldas, jadeó—. Señorita Harding, su prometido es un hombre peligroso. Se siente muy feliz y necesita propaganda. La joven palideció. Había contemplado el intento de Rice de colocar la pantalla en posición desde la gran ventana enrejada del observatorio. —¡Tal vez debiera salir ahora! —propuso ella. —¡Y matarse! —el doctor Claremeyer avanzó, parpadeando tras sus gafas—. No se engañe por mis palabras, señorita Harding. Sé que parece increíble que el hombre a
quien ama haya cambiado tanto, hasta el extremo de matarla si la viese..., pero tiene que aceptar la realidad. El hecho de que los Tobors hayan decidido combatir por él aún empeora las cosas. —¡Los muy brutos! —se quejó ella, sollozando—. ¿Y qué van a hacer ahora? —Más propaganda. —¿Cree que los oirá por encima del clamor de los proyectores? —la joven estaba asombrada. —Sabe de qué se trata —afirmó el doctor Claremeyer—. La pauta ya ha quedado establecida. Incluso una sola palabra le recordará todo el proceso. Unos momentos más tarde, la muchacha escuchaba, mientras los altavoces radiaban su mensaje: —...Eres un ser humano. Nosotros también somos seres humanos. Fuiste capturado por los robots. Y nosotros queremos rescatarte de entre sus manos. Los robots se hacen llamar Tobors porque suena mejor, pero son robots. No son seres humanos, y tú sí lo eres. Nosotros somos seres humanos y queremos rescatarte. Haz lo que te pidamos. No hagas nada de lo que te digan ellos. Queremos tu bienestar y tu salvación. Nosotros queremos salvarte, sí... La nave se movió con brusquedad. Un momento después, llegó el comandante del Buitre. —Tengo que dar la orden de despegue. Volveremos al amanecer. Los Tobors deben estar perdiendo equipo a gran velocidad. Para ellos es!a lucha por la posesión de una cabeza de puente, pero también resulta un objetivo demasiado importante para nosotros. Debió pensar que la joven acogería mal la orden de retirada, y entonces le explicó en voz más baja: —Debemos emplear todas las precauciones posibles para preservar la vida de un esclavo. Ha sido entrenado precisamente para eso. Además, hemos instalado la pantalla y la imagen se verá una y otra vez. Asimismo —añadió, antes que la joven pudiese refutarle—, nos han dado permiso para entrar en contacto directo con él. —¿Y esto qué significa? —Que emplearemos una señal débil que no servirá más que a unos centenares de metros. De esta forma, los Tobors no podrán sintonizar lo que nosotros digamos. Nuestra esperanza reside en que haya sido lo suficientemente estimulado para revelarnos su fórmula secreta. Juanita Harding permaneció sentada largo rato, con el ceño fruncido. —No estoy segura —fue su típico comentario femenino al final— de aprobar lo de las imágenes por la pantalla. —Tenemos que atacar los impulsos básicos del ser humano —observó juiciosamente el comandante. Y se marchó con celeridad. John Gregson, que había sido un autómata, se dio cuenta de que estaba asido a una pantalla muy brillante. Al tomar conciencia de sus actos, fue demorando su frenético intento de asir las engañadoras formas que le habían hecho salir del refugio. Retrocedió. A su alrededor todo eran tinieblas. Cuando volvió a retroceder, tropezó con una traviesa retorcida. Estuvo a punto de caer, pero logró impedirlo cogiéndose al metal, chamuscado y carcomido. Crujió bajo su peso y en las manos se le quedaron varios diminutos fragmentos de metal. Se retiró afanosamente a la oscuridad para aprovechar mejor el reflejo luminoso. Por primera vez advirtió que estaba en una ciudad destruida. "¿Cómo he llegado aquí? —pensó—. ¿Qué me ha ocurrido?" Una voz que surgió por la radio de su muñeca le hizo dar un respingo.
—¡Sorn! —tronó la voz con insistencia. Aquel tono helado inmovilizó a John Gregson. En su cerebro, muy hondo, una campanita pareció tañer su primer aviso. Estaba a punto de contestar, cuando se dio cuenta de que la voz no se había dirigido a él. —¿Sí? —la respuesta resultó muy clara, aunque pareció venir desde una larga distancia. —¿Dónde estás ahora? —He aterrizado a medio kilómetro de la pantalla —replicó Sorn—. Me he equivocado, ya que quería acercarme más. Por desgracia, al aterrizar se torcieron las direcciones. No puedo ver nada. —La pantalla que emplean para las imágenes todavía funciona. Veo su reflejo en la radio de Noventa y dos. Seguramente constituye un brillante punto de referencia. Debe de hallarse en un hoyo, o detrás de un montón de ruinas. Yo estoy rodeado por la más intensa oscuridad. Contacta con Noventa y dos... La primera referencia a su número le sobresaltó con una serie de asociaciones. La segunda trajo a su mente un flujo de odiosos recuerdos, que atarearon a Gregson. En un calidoscopio de imágenes, comprendió su situación y trató de recordar la secuencia de sucesos que le habían hecho recobrar el dominio de sí mismo. Alguien había estado llamándole con insistencia... no por su número..., sino por su nombre. Y le habían repetido constantemente una pregunta..., algo respecto a una fórmula para... ¿para qué? No podía recordarlo. Algo respecto a... a... ¡Y de pronto, lo recordó! Agazapado en la oscuridad, cerró los ojos en una extraña reacción física. —Yo se la di. Les dije la fórmula. Pero..., ¿quiénes eran ellos? Sólo podía haber sido a algún miembro de la tripulación del Buitre, se dijo, estremeciéndose. Los Tobors no conocían su nombre. Para ellos sólo era... Noventa y dos. Aquel recuerdo le hizo recuperar el control sobresaltándose. Lo hizo a tiempo de poder oír la voz de su radio, que decía: —Está bien, lo he captado. Estaré allí dentro de diez minutos. El Tobor que habló desde el distante Centro de Control sonó impersonal. —Esto es por cuenta tuya, Sorn. Pareces sentir una obsesión por este caso. —Le están radiando con una onda local —contestó Sorn, sordamente—, una onda tan directa, tan cercana que no podemos oír nada de lo que dicen. Y la respuesta de Noventa y dos, cuando por fin la ha dado, se vio interferida, por lo que tampoco hemos podido escucharla, pero se trataba de una fórmula. Confío en la posibilidad de que no sea capaz de dársela por entero. Puesto que todavía se halla junto a la pantalla, no ha sido rescatado, y lo mataré dentro de unos cuantos minutos... Hubo un chasquido y la voz enmudeció. Gregson estaba de pie en la oscuridad que rodeaba la pantalla, y se estremeció al reflexionar sobre su situación. ¿Dónde estaba el Buitre? El firmamento aparecía muy oscuro, negro por completo, aunque se divisaba una ligera luminosidad hacia el Este, preludiando el nacimiento del nuevo día. El sonido de los proyectores había enmudecido, no siendo ya una amenaza. La gran batalla nocturna había terminado. La batalla de los individuos estaba a punto de comenzar. Gregson se retiró más hacia la oscuridad, y buscó en su cuerpo las armas. No tenía ninguna. "¡Esto es ridículo. Yo tenía una detonadora lanzallamas y...!", pensó. Calló. Y una vez más, desesperado, buscó sus armas. Nada. Supuso que en su apresuramiento por llegar a la pantalla, las habría perdido. Estaba todavía indeciso cuando oyó un movimiento en medio de la noche. El Buitre 121 aterrizó suavemente en las tinieblas del falso amanecer. Juanita Harding se había despojado de su vestido, y llevaba ahora una túnica. No vaciló cuando Rice la llamó. El hombre le sonrió, tranquilizándola.
—Me llevaré un cilindro de la fórmula, por si acaso ese joven no se inspira con rapidez. La joven le sonrió en respuesta. El doctor Claremeyer fue hasta la puerta con ellos. Estrechó la mano de Juanita Harding con un fuerte apretón. —Recuerde que esto es la guerra! —le advirtió. —Lo sé. Y en el amor y la guerra, todo está permitido, ¿verdad? —Usted lo ha dicho. Un momento después se hallaban en las tinieblas de la noche. Gregson estaba retrocediendo, sintiéndose mucho más aliviado. Sería difícil que alguien le localizara en aquel amontonamiento de vigas de cemento, mármol y metal. A cada instante, sin embargo, el horizonte se agrisaba más. De pronto, divisó la nave en las sombrías ruinas de su derecha. Su forma era inconfundible. ¡El Buitre! Gregson corrió hacia la nave por entre las ruinas de lo que antes había sido una calle empedrada. Jadeando con alivio, vio que la escalerilla estaba bajada. Mientras ascendía por la misma, dos hombres le cubrieron con sus armas. Bruscamente, uno de ellos gritó: —¡Es Gregson! Las armas volvieron a sus fundas de cuero. Unas manos se asieron ávidamente a las del joven, y hubo muchos saludos y apretones. Varios ojos escudriñaron su rostro, buscando señales de cordura. Las encontraron y todos los semblantes se iluminaron de placer. Un millar de palabras surgieron al alba. —Captamos la fórmula. —Estupendo..., maravilloso. —El genio fabricó algunas hormonas de gas en el laboratorio de la nave. ¿Cuánto tarda en hacer efecto? Gregson adivinó que el "genio" era el individuo alto y sombrío que le habían presentado como Phillips. —Sólo unos segundos —respondió—. Al fin y al cabo, se respira, yendo directamente a la sangre. Es un gas muy poderoso. —Tuvimos la idea de emplearlo para intensificar tus reacciones —le explicó Madden—. Rice tomó un poco... —calló, y luego añadió—. Pero espera un instante. Rice y la señorita Harding están... —volvió a enmudecer. Fue un hombre bajito, el doctor Claremeyer, quien completó la idea de Madden. —Gregson, divisamos a un tipo por nuestras pantallas infrarrojas. Estaba muy lejos para ser identificado, por lo que dimos por sentado que eras tú. Entonces, Rice y la señorita Harding salieron y... El comandante le atajó perentoriamente. —¡Rápido! ¡Salgamos de aquí! ¡Puede ser una trampa! Gregson apenas lo oyó. Estaba ya corriendo hacia la escalerilla. —¡Sorn —la voz en la radio de muñeca sonó impaciente—. ¿Qué te ha pasado, Sorn? En la penumbra junto a la pantalla, los hombres y la joven escucharon las palabras del Tobor en la radio de Gregson. Desde aquel ventajoso lugar, vieron cómo Sorn contemplaba las imágenes de la pantalla. —Sorn, tu último informe fue que estabas muy cerca del sitio donde estaba escondido Noventa y dos... Rice colocó una mano sobre la radio de Gregson para apagar su sonido y susurró: —Fue entonces cuando se lo hicimos respirar. Chico fue una magnífica idea traer un cilindro de tu gas, Gregson. Le disparé una dosis a unos veinte metros de distancia, y no supo de qué se trataba. —Sorn..., sé que estás vivo. Te oigo murmurar en voz baja. —En el futuro, deberemos tener cuidado con las dosis —observó Rice—, Prácticamente, está listo par captar todas las imágenes. Puedes verlo por ti mismo. La guerra entre los humanos y los Tobors ha concluido.
Gregson contempló silenciosamente cómo el antiguo cabecilla Tobor se acercaba afanosamente hacia la pantalla. Una docena de jovencitas estaba desfilando junto a una piscina. Una tras otra, se zambullían en el agua. Podía verse entonces un par de piernas largas y musculosas, el destello de una espalda atezada, y después todas volvían a salir del agua. Esto lo repetían una y otra vez. Lo malo era que cada vez que Sorn intentaba asir las imágenes, su sombra se proyectaba sobre la pantalla, oscureciéndola. Frustrado, iba hacia otra imagen, para que ocurriese sólo lo mismo. —Sorn, contéstame! Esta vez el Tobor se detuvo. Y la respuesta que dio hizo estremecer los cimientos del cuartel general de los robots, y su efecto llegó a todos los ejércitos de robots del mundo. Gregson apretó su brazo apreciativamente en torno a la cintura de Juanita Harding, que todavía vestía la túnica con la que le había atraído hacia la salvación, mientras escuchaban las fatídicas y salvadoras palabras: —Las mujeres —proclamó Sorn— son maravillosas!
PROCESO El bosque respiraba y vivía a la luz brillante del sol lejano. La nave había descendido atravesando las nieblas tenues de la alta atmósfera, pero el bosque, a pesar de que era sistemáticamente hostil a todas las cosas extrañas, no se mostró alarmado en seguida. En decenas de miles de kilómetros cuadrados, las raíces del bosque se entrelazaban bajo la superficie del suelo, y las innumerables copas de los árboles se balanceaban descuidadamente movidas por las brisas ociosas. Y más allá, sobre las lomas y las montañas, y a lo largo de una costa marina casi interminable, se extendían otros bosques también poderosos. El bosque protegía el suelo contra una amenaza apenas comprensible desde tiempos inmemoriales. Empezaba a recordar ahora, lentamente, qué amenaza era esa; naves que descendían del cielo. No recordaba cómo se había defendido en el pasado, pero sí que había sido necesario defenderse. Mientras el bosque advertía cada vez más claramente la presencia de la nave en el cielo gris rojizo, las hojas susurraron un relato intemporal de batallas libradas y ganadas. Los pensamientos descendieron lentamente por los canales sensorios, y las ramas tiesas de millares de árboles temblaron casi imperceptiblemente. El temblor creció y afectó a todos los árboles, y en el bosque nacieron gradualmente un sonido y una tensión. Al principio fueron muy leves, como una brisa que estremece las hierbas verdes de un prado, pero pronto invadieron todo el bosque, y el bosque mismo esperó, vibrando, hostil, la llegada de esa cosa celeste. No esperó mucho tiempo. La nave dejó su trayectoria y descendió. Ahora que estaba cerca del suelo parecía más veloz, y de mayor tamaño. Planeó, amenazante, sobre el bosque y descendió aún más sin prestar atención a las copas de los árboles. Inflamó tallos, quebró ramas, y barrió árboles enteros como si fuesen criaturas insignificantes sin peso y sin vigor. La nave se abrió paso por el bosque, que gruñó y aulló. Al fin se posó, hundiéndose pesadamente en el suelo, tres kilómetros más allá del sitio donde había tocado el primer árbol. Detrás, las filas de árboles rotos gemían y palpitaban a la luz del sol. Un camino de destrucción largo y recto. El bosque recordó de pronto que esto era exactamente lo que había ocurrido en el pasado.
Se amputó ante todo las partes dolorosas. Retiró la savia, y la vibración cesó en las áreas afectadas. Más tarde enviaría nuevos brotes para reemplazar lo que había sido destruido, pero antes tenía que aceptar esa muerte parcial. Conoció el miedo. Era un miedo teñido de cólera. Sintió el peso de la nave sobre unos troncos aplastados, en una parte de él mismo que aún no estaba muerta. Sintió la frialdad y la dureza de las paredes de acero, y su miedo y su cólera aumentaron. Un susurro de pensamiento se le propagó como un latido por los canales sensorios. Espera, decía el pensamiento, hay recuerdos en mí. Recuerdos de hace mucho tiempo y de otras naves. Los recuerdos no eran claros. Tenso, pero inseguro, el bosque se dispuso a lanzar su primer ataque. Comenzó a crecer alrededor del navío. Había conocido el poder del crecimiento mucho tiempo atrás. En una época no había sido tan extenso como ahora. Y entonces, un día, descubrió que se acercaba a otro bosque. Las dos masas de árboles jóvenes, los dos colosos de entrelazadas raíces se acercaron uno a otro prudentemente, lentamente, asombrados de que una forma de vida similar hubiese podido existir todo este tiempo. Se acercaron, se tocaron, y lucharon. Durante esa lucha prolongada, casi todas las partes centrales del bosque dejaron de crecer. En los árboles no aparecieron ramas nuevas. Las hojas tuvieron que endurecerse para cumplir sus funciones durante períodos más largos. Las raíces se desarrollaron lentamente. Toda la fuerza disponible del bosque se concentre) en los medios de defensa y de ataque. Muros de árboles se levantaron en una noche. Raíces enormes abrieron túneles subterráneos, kilométricos, atravesando rocas y metales, edificando una barrera de madera viva para detener la invasión. En la superficie, los troncos formando empalizadas de un kilómetro de largo. Al fin la gran batalla se detuvo y los dos bosques aceptaron los obstáculos levantados por el enemigo. Más tarde el bosque detuvo a un nuevo atacante que se acercó desde otra dirección. Estos límites fueron pronto para el bosque una demarcación tan natural como el océano que se extendía al sur o las nieves eternas de las montañas. Como en esas batallas, el bosque concentró todas sus fuerzas contra el navío invasor. Unos árboles crecieron varios metros en pocos minutos. Unas plantas trepadoras escalaron esos árboles y subieron al navío. Este torrente vegetal corrió sobre el casco y se anudó a los árboles del lado opuesto. Las raíces de estos árboles se hundieron más profundamente en el suelo y se clavaron en unos estratos rocosos más resistentes que ninguna nave. Los troncos fueron más voluminosos y las lianas se transformaron en cables enormes. Cuando cayó la noche, la nave estaba sepultada bajo miles de toneladas de madera, completamente oculta por el follaje. Poco después de las primeras sombras de la noche, unas raíces diminutas empezaron a tantear bajo la nave. Eran infinitamente pequeñas, tan pequeñas que en esta fase inicial tenían un diámetro apenas superior a unas pocas docenas de átomos, tan pequeñas que el metal aparentemente sólido era para ellas casi un vacío. Las raíces penetraron sin esfuerzo en el acero templado. En este momento, casi como si hubiese estado esperándolo, la nave respondió. El metal se calentó hasta ponerse al rojo vivo. No era necesario más. Las raíces diminutas se retorcieron y murieron. Las más grandes ardieron lentamente. Al nivel del suelo unas llamas salieron de la nave por un centenar de orificios. El fuego alcanzó primero a las lianas, luego a los árboles. No era ésta sin embargo la explosión de un fuego incontrolable, ni una furiosa conflagración que saltase de árbol en árbol con furia incontenible. El bosque había aprendido hacía mucho tiempo a dominar los incendios provocados por los relámpagos o por la combustión espontánea. Cuanto más verde fuese
el árbol, más lo embebía la savia, y más pronto se debilita el fuego. El bosque no recordó en seguida haber enfrentado nunca un fuego capaz de devorar una hilera de árboles que rezumaban un líquido viscoso por todas las grietas de la corteza. Este fuego podía hacerlo. No se parecía a los otros. No se alimentaba de la madera, sino de su propia energía. Esta comprobación devolvió al fin la memoria al bosque: el recuerdo vivo e inconfundible de lo que había hecho hacía mucho tiempo para librarse a sí mismo, y librar a este planeta, de una nave semejante. Se retiró primeramente de las cercanías del navío, abandonando la masa de madera y hojas con que había querido aprisionarlo. A medida que la preciosa savia se reincorporaba a los árboles que formarían una segunda línea de defensa, las llamas se hicieron más brillantes, iluminando la escena con un resplandor feérico. Esto ocurrió poco antes que el bosque comprendiera que las lenguas de fuego no salían ya de la nave, y que la incandescencia y el humo provenían de una madera que ardía normalmente. Esto también, recordó, había ocurrido antes. Frenéticamente, aunque con repugnancia, recurrió al único método —se daba cuenta ahora— que podía librarla del intruso. Frenéticamente porque comprendía que el fuego de la nave era capaz de destruir bosques enteros. Con repugnancia porque este método de defensa significaba sufrir quemaduras a causa de una energía apenas menos violenta. Decenas de millares de raíces se hundieron en suelos y formaciones rocosas que el bosque había evitado cuidadosamente desde la llegada de la última nave. No había tiempo que perder, pero el proceso en sí mismo era lento. Raíces minúsculas, estremeciéndose con anticipado desagrado, en remotos y escondidos yacimientos, y mediante un complejo proceso de osmosis, retiraron granos de metal puro del mineral impuro original. Los granos eran tan pequeños como las raíces que habían atravesado poco antes las paredes del acero del navío, suficientemente pequeños para que la savia los llevase en suspensión por laberintos de raíces mayores. Pronto miles y luego millones de granos se movieron por los canales. Y aunque cada uno de estos granos era en sí mismo imperceptible, el suelo donde fueron depositados comenzó a brillar a la luz del incendio moribundo. En el momento en que el sol asomaba en el horizonte, un círculo plateado de trescientos metros de diámetro rodeaba la nave. La nave reaccionó cerca del mediodía. Abrió una docena de escotillas, y unos objetos salieron flotando. Se posaron en el suelo y comenzaron a aspirar este polvo blanquecino con unas mangueras. Trabajaban continuamente y con muchas precauciones, pero una hora antes de la caída del día habían recogido más de doce toneladas de uranio 235. Al llegar la noche, todas las cosas de dos patas desaparecieron en el interior de la nave. Las escotillas se cerraron. La larga nave de forma de torpedo se elevó ligeramente y subió a los cielos más altos donde aún brillaba el sol. El bosque advirtió la nueva situación cuando las raíces que se habían hundido profundamente bajo la nave informaron que la presión había disminuido. Algunas horas después el bosque decidió que el enemigo ya no estaba en el planeta. Pasaron varias horas más antes que entendiera que era necesario retirar el uranio de la zona, pues las radiaciones se extendían demasiado. El accidente que ocurrió entonces tuvo un motivo muy simple. El bosque había sacado la sustancia radiactiva de las rocas. Para librarse de ella bastaba depositarla en los lechos rocosos más próximos, principalmente los que absorbían la radiactividad. Para el bosque la situación era obvia. La explosión ocurrió una hora después. Era algo que excedía la capacidad de comprensión del bosque. No vio ni oyó la colosal silueta de la muerte. Lo que experimentó fue bastante. Un huracán arrasó varios
kilómetros cuadrados de árboles. La ola de.calor y radiación engendro fuegos que ardieron durante horas. El miedo se borró poco a poco, cuando el bosque recordó que esto también había ocurrido antes. Mucho más clara que el recuerdo fue la visión de una posibilidad. Poco después del alba, al día siguiente, lanzó su ataque. La víctima fue el bosque que lo había invadido originalmente, según sus propios y defectuosos recuerdos. A lo largo de todo el frente que separaba a los dos colosos, se desencadenaron unas pequeñas explosiones atómicas. La irresistible energía derribó la barrera apretada de árboles que era la defensa exterior del otro bosque. El enemigo, reaccionando normalmente, recurrió a sus reservas de savia. Cuando estaba dedicado a la tarea de erigir una nueva muralla, las explosiones comenzaron otra vez, y destruyeron la reserva. El bosque adversario estaba perdido realmente, pues no entendía qué pasaba. El bosque atacante envió un ejército de raíces a la tierra de nadie donde se habían sucedido las explosiones. Cada vez que encontraba alguna resistencia provocaba una explosión atómica. Poco después del mediodía un estallido titánico destruyó los sensibles árboles centrales del adversario y la lucha terminó. El bosque tardó meses en tomar posesión del territorio enemigo, arrancando raíces moribundas, derribando árboles indefensos. Cuando completó esta tarea, se volvió furiosamente contra el bosque del otro extremo y descargó sobre él una lluvia de fuego. El adversario respondió con las mismas armas. Explosiones atómicas. Los conocimientos del bosque atacante habían pasado al otro a través de la barrera de raíces entrelazadas. Los dos monstruos casi se destruyeron mutuamente, transformándose en mutilados, y tuvieron que poner en marcha el doloroso proceso de un nuevo crecimiento. Pasó el tiempo y los recuerdos se debilitaron. Esto no tenía mucha importancia. Las naves llegaban ahora unas tras otra. Aunque el bosque hubiese recordado, no habría atacado a las naves con explosiones atómicas. El único medio para alejar esas naves era rodearlas con una fina capa de polvo radiactivo. Las naves recogían el material y se retiraban rápidamente. La victoria era siempre fácil.
LA ALDEA ENCANTADA «Exploradores de una nueva frontera». Así los habían calificado antes de que saliesen hacia Marte. Durante un rato, después que la nave se estrelló en un desierto marciano, matando a todos los que estaban a bordo excepto —y milagrosamente— a Bill Jenner, éste escupió aquellas palabras de vez en cuando, en el constante viento cargado de arena. Se despreciaba a sí mismo por el orgullo que había experimentado cuando las oyó por primera vez. Su furor se fue desvaneciendo con cada milla que caminaba, y su negra pena por sus amigos se convirtió en un dolor gris. Lentamente se dio cuenta que había cometido un error de cálculo. Había subestimado la velocidad a la cual la nave-cohete estuvo viajando. Calculó que tendría que caminar unas trescientas millas para alcanzar el bajío de la Mar Polar que él y los otros habían contemplado mientras planeaban desde el espacio exterior. En realidad, la nave debió proyectarse a una distancia inmensamente mayor antes de abatirse violentamente, sin control.
Los días se extendían tras de él, aparentemente innumerables como la extraña, roja y ardiente arena que le socarraba a través de sus harapientas ropas. Aquel enorme espantajo humano seguía moviéndose por la interminable y árida inmensidad desértica. Para cuando llegó a la montaña, sus provisiones hacía ya tiempo que estaban agotadas. De sus cuatro bolsas de agua, solamente le quedaba una; y se hallaba tan próxima a las últimas gotas que meramente podía humedecer sus labios agrietados y su lengua hinchada cuando su sed se convertía en insoportable. Jenner ascendió bastante alto antes de darse cuenta de que no era simplemente otra duna lo que obstaculizaba su camino. Se detuvo, y al mirar hacia arriba a la montaña que descollaba encima suyo, se encogió un, poco como ante un peligro o una dificultad insuperable. Por unos instantes, sintió la carencia de esperanza de aquella loca carrera que estaba haciendo rumbo a ningún sitio... pero alcanzó la cumbre. Vio que abajo se hallaba una hondonada rodeada por colinas tan altas o más aún que aquella en que se encontraba. Anidando en el valle que formaban, había una aldea. Podía ver los árboles, y el suelo de mármol de un patio. Una línea de edificios se apiñaba en torno a lo que parecía ser una plazoleta central. Eran construcciones en su mayor parte de una sola planta, pero había cuatro torres que relucían a la luz del sol con lustre de mármol. Tenuemente llegó al oído de Jenner un débil sonido, agudo y silbante. Se elevó, fue decreciendo y se diluyó completamente, para de nuevo dejarse oír clara y desagradablemente. Y aun mientras Jenner corría hacia allá, el ruido arañaba en sus oídos, pavoroso y sobrenatural. Continuó deslizándose por la roca lisa, y se magulló al caer. Rodó la mitad del descenso hasta el valle. Los edificios seguían siendo nuevos y relucientes, aun cuando vistos de cerca. Sus paredes destellaban con reflejos. A cada lado había vegetación — arbustos de un rojo verdoso— y árboles de un verde amarillento cargados de frutos purpúreos y rojos. En voraz impulso, Jenner se dirigió hacia el árbol frutal más próximo. De cerca, el árbol parecía seco y quebradizo. Sin embargo, el gran fruto rojo que arrancó de la rama más baja, era rollizo y jugoso. Al llevárselo a la boca, recordó lo que le advirtieron durante su período de entrenamiento. No debía probar nada en Marte mientras tanto no hubiese sido examinado químicamente. Pero aquella era una advertencia sin sentido para un hombre cuyo único equipo químico estaba en su propio cuerpo. No obstante, la posibilidad de un peligro le hizo cauteloso. Dio el primer bocado con mucho cuidado. Resultaba amargo en su lengua y lo escupió apresuradamente. Algo del jugo que quedaba en su boca le quemó en las encías. Sintió la quemazón y se bamboleó a efectos de la náusea. Sus músculos empezaron a estremecerse, y se tendió en el mármol para evitarse la caída. Después de lo que le parecieron horas a Jenner, el horrible temblor desapareció finalmente de su cuerpo, y pudo ver de nuevo. Miró hacia arriba con desprecio y aversión al árbol. Por fin el dolor se disipó y lentamente fue tranquilizándose. Una blanda brisa hacía susurrar las hojas secas. Los árboles contiguos reproducían aquel suave clamor, y descubrió que el viento aquí en el valle era sólo un murmullo por contraste con lo que había sido en el llano desierto al otro lado de la montaña. Ahora no se oía ningún otro ruido. Jenner recordó repentinamente el agudo y cambiante silbido que había escuchado. Yacía muy quieto, escuchando intensamente, pero sólo alentaba el susurro de las hojas. La ruidosa estridencia había cesado. Se preguntó si fue una alarma, una sirena para avisar a los aldeanos de su presencia.
Ansiosamente logró ponerse en pie hurgando en busca de su pistola. Una sensación de desastre le repercutió por todas sus fibras. Ya no la tenía. Su mente era como un hueco en blanco, hasta que vagamente recordó que hacía ya más de una semana que por vez primera había notado a faltar su arma. Miró en torno con inquietud, pero no había el menor indicio de seres vivientes. Se rehizo, animándose. No podía irse, ya que no había ningún otro sitio donde ir. Si fuera necesario, lucharía a muerte para permanecer en la aldea. Cuidadosamente, Jenner tomó un sorbo de su bolsa de agua, mojándose los agrietados labios y la hinchada lengua. Luego volvió a enroscar el tapón y partió, por entre una doble hilera de árboles, hacia el edificio más cercano. Describió un amplio círculo para observarlo desde varios puntos dominantes. A un lado una arcada ancha y baja daba acceso a! interior. A! fondo podía percibir oscuramente el pulido fulgor de un suelo de mármol. Jenner exploró los edificios desde el exterior, siempre manteniendo una respetable distancia entre él y cualquiera de los accesos. No vio signo alguno de vida animal. Liego hasta el lado más apartado de la plataforma de mármol en la cual la aldea estaba asentada, y regresó decidido. Era ya hora de explorar los interiores. Eligió uno de los edificios de cuatro torreones. Al llegar a unos cuatro metros de distancia, vio que tendría que indinarse mucho para poder entrar. Momentáneamente, lo que implicaba aquello le detuvo. Aquellos alojamientos habían sido construidos para una vida que debía ser muy distinta a la de los seres humanos. Prosiguió de nuevo hacia adelante, se encorvó, y entró con renuencia, cada músculo en tensión. Se encontró en una estancia sin mobiliario. Sin embargo, había varias cercas de mármol, bajas, proyectándose desde una de las paredes de mármol. Formaban lo que tenía aspecto de un grupo de cuatro amplias y bajas casillas de establo. Cada casilla tenía un canal abierto, entallado en el suelo. La segunda cámara contenía cuatro pianos inclinados de mármol, cada uno de los cuales se estrechaba hacia arriba en vértice. En conjunto había cuatro salas en la planta baja. Desde una de ellas, una rampa circular ascendía, aparentemente, a una sala de torreón. Jenner no investigó lo que había arriba. Su primer temor de que pudiera hallar una forma de vida alienígena iba cediendo a la convicción letal de que no la había. Y esto significaba carencia total de alimento y de posibilidades de obtenerlo. Con frenética precipitación, se apresuró de edificio en edificio, escrutando las habitaciones silenciosas, parándose de vez en cuando para gritar roncamente. Finalmente, ya no le quedó duda. Estaba solo en una aldea desierta de un planeta sin vida, sin alimento, sin agua —excepto por el lastimoso resto en su bolsa— y sin esperanza. Se hallaba en la cuarta y mas pequeña sala de uno de los edificios con torreones cuando se dio cuenta de que había llegado al final de su búsqueda. La salita tenía un solo «establo» sobresaliendo de una pared. Fatigado, Jenner se tendió en su interior. Debió quedarse dormido instantáneamente. Cuando despertó, fue percibiendo dos cosas, una inmediatamente después de la otra. La primera percepción ocurrió antes de que abriese los ojos... El ruido silbante había regresado, agudo y estridente; ondulaba al linde de lo que el oído podía tolerar. La otra era que una fina atomización de líquido estaba siéndole proyectada desde el techo. Tenía un olor, de! cual el Técnico Jenner aspiró una sola vaharada. Rápidamente salió gateando de la sala, tosiendo, con lágrimas en los ojos, el rostro ardiendo ya por efecto de la reacción química. Sacó su pañuelo y apresuradamente se frotó las partes expuestas de su cuerpo y rostro.
Llegó al exterior y allí se detuvo, esforzándose en comprender lo que había sucedido. La aldea aparecía inalterada. Las hojas tremolaban en la suave brisa. El sol se hallaba suspendido en un pico montañoso. Jenner adivinó por su posición que nuevamente se había presentado la mañana de otro día más, y que había dormido por lo menos unas doce horas. La resplandeciente luz blanca bañaba el valle. Medio ocultos por árboles y vegetación, los edificios destellaban y rielaban. Parecía hallarse en el oasis de un vasto desierto. Era en efecto un oasis, reflexionó Jenner sombríamente, pero no para un ser humano. Para él, con sus frutas venenosas, era más bien un espejismo atormentador. Regresó al interior del edificio y cautelosamente asomó la cabeza al interior del cuarto donde había dormido. La aspersión del gas había parado, no flotaba ni un atisbo del olor, y el aire era fresco y limpio. Se ladeó en el umbral, medio inclinado para hacer una comprobación. Tenía en su mente la imagen de un marciano inerte, perezosamente tendido en el «establo» mientras un producto químico revitalizante rociaba desde el techo su cuerpo. El hecho de que aquel reactivo era mortífero para los seres humanos ponía énfasis sencillamente en cuan ajena al hombre era la vida que alentaba en Marte. Pero parecía bastante evidente el motivo del gas. Aquellos seres estaban acostumbrados a tomar una ducha matinal. Dentro del «cuarto de baño», Jenner introdujo primeramente los pies en el compartimento. Cuando sus caderas estuvieron a nivel de la entrada al compartimento, el compacto techo pulverizó un chorro de gas amarillento directamente sobre sus piernas. Apresuradamente, Jenner arrastró las piernas fuera del compartimento. El gas cesó de brotar tan súbitamente como había surgido. Lo intentó nuevamente para asegurarse de que era un proceso automático. Se abrió el chorro y volvió a cerrarse. Los labios de Jenner, tumefactos por la sed, se separaron a efectos de la excitación. Pensó: «Si puede funcionar un proceso automático, cabe la posibilidad de que haya otros». Resollando pesadamente, corrió hacia el cuarto más exterior. Cuidadosamente, adelantó las piernas dentro de uno de los compartimentos. Apenas entraron sus caderas cuando un, líquido espeso y humeante, semejando pasta de cereales cocidos, rellenó la entalladura junto a la pared. Contempló fijamente aquella pasta de aspecto grasoso con horrorizada fascinación ¿alimento? ¿bebida? Recordó la fruta venenosa sintiendo repulsión, pero se obligó a inclinarse y colocar su dedo en la substancia caliente y húmeda. Lo llevó chorreante, a su boca. Era algo insípido y pulposo, como fibra de madera hervida. Se deslizaba viscósamente dentro de su garganta. Sus ojos empezaron a licuarse, y sus labios se sumieron convulsivamente. Se dio cuenta que iba a ponerse enfermo, y corrió hacia la puerta exterior. Cuando finalmente llegó fuera, sentíase renqueante, indiferente. En aquel deprimido estado mental, fue progresivamente percibiendo de nuevo el agudo estridor. Se sintió atónito ante el hecho de que pudiera haber ignorado su chirrido aunque fuera por pocos minutos. Bruscamente miró en derredor, intentando determinar su origen, pero no parecía tener ninguno. Cada vez que se aproximaba a un punto donde aparentaba ser más ruidoso, entonces se atenuaba, o se escurría, quizás hacia el otro lado más lejano de la aldea. Intentó imaginarse lo que una cultura alienígena podía pretender con un ruido que hacía añicos la mente, aunque, era lógico deducir, que para ellos no tenía que ser necesariamente desagradable.
Se detuvo y chasqueó los dedos cuando una noción disparatada y no obstante plausible entró en su mente. ¿Y si aquello era música? Jugueteó con la idea, intentando visualizar la aldea como pudo haber sido tiempo atrás. Allí, una raza amante de la música había ido posiblemente a sus tareas diarias con el acompañamiento de lo que para ellos eran acordes de preciosas melodías. El odioso chiflido continuaba incesante, en menguantes y crecientes. Jenner intentó colocar edificios entre él y el estruendo. Buscó refugio en varias salas, con la esperanza de que por lo menos una de ellas fuera insonorizada. Ninguna lo estaba. El silbo le seguía allá donde fuera. Emprendió la retirada hacia el desierto, y tuvo que ascender casi toda una ladera antes de que el ruido fuera lo suficientemente bajo para no molestarle. Por último, sin aliento casi pero inconmensurablemente aliviado, se desplomó en la arena, y pensó exhausto: «¿Y ahora, qué?» El escenario que se extendía ante él contenía a la vez cualidades de paraíso y de averno. Todo le era ahora demasiado familiar —las arenas rojas, las dunas pedregosas, la pequeña aldea—, prometiendo tanto y concediendo tan poco. Jenner miró hacia abajo, hacia aquel panorama, con ojos febriles, y se pasó la abrasada lengua por los agrietados y resecos labios. Sabía que era hombre muerto a menos que pudiera alterar las máquinas automáticas elaboradoras de alimento que debían estar ocultas en alguna parte, en las paredes y bajo los suelos de los edificios. En días remotos, un remanente de la civilización marciana había sobrevivido allí, en aquella aldea. Los habitantes se habían extinguido pero la aldea siguió viviendo, manteniéndose ella misma limpia de arena, idónea para proveer de refugio a cualquier marciano. Pero no había marcianos. Había únicamente un Bill Jenner, piloto de la primera navecohete que jamás se posó en Marte. Tenía que lograr que la aldea proporcionase alimento y bebida que pudiese ingerir. Sin herramientas, salvo sus manos; con escasos conocimientos de química, debía forzar a las máquinas a mudar sus costumbres. Tenso, sopesó su bolsa de agua, al alzarla. Tomó otro sorbo y pugnó en la misma lucha inflexible para vencer el impulso de engullir hasta la última gota. Y, cuando hubo ganado la batalla una vez más, se levantó iniciando el descenso de la ladera. Podía durar, calculó, no más allá de tres días. En este tiempo debía domar la aldea. Estaba ya entre los árboles cuando le llamó súbitamente la atención un hecho: la «música» había cesado. Era un gran alivio. Se inclinó sobre un pequeño arbusto, asiéndolo con firmeza, y lo arrancó, sin gran dificultad. Había una laja prendida en el tallo. Jenner la miró fijamente, notando con sorpresa que se había equivocado al creer que el tallo salió a ¡a superficie a través de un agujero en el mármol. Estaba simplemente adherido a la superficie. Luego notó algo más; el arbusto no tenía raíces. Casi instintivamente, Jenner miró hacia abajo al sitio del cual había arrancado la laja de mármol. Allí había arena. Dejó caer el arbusto, y arrodillándose hundió los dedos en la arena. Arena suelta se escurrió por entre ellos. Penetró más hondo, empleando toda su fuerza para embutir su brazo y mano hacia abajo; arena, nada más que arena. Se incorporó, y frenéticamente arrancó otro arbusto. También cedió con facilidad, trayendo consigo una laja de mármol. No tenía raíces y donde estuvo, ahora había arena. Con una especie de insensata incredulidad, Jenner se abalanzó hacia un árbol frutal, y lo sacudió. Hubo una resistencia momentánea, y luego e! mármol sobre el cual se erguía, se resquebrajó elevándose lentamente en el aire. El árbol se desplomó con un crujido reiterado al quebrarse sus secas ramas desmenuzándose en numerosos pedazos. Debajo, donde había estado, estaba la arena.
Arena por todas partes. Una ciudad construida en la arena. Marte, planeta de arena. Esto no era por completo verdad, naturalmente. Había sido observada vegetación de temporada cerca de ¡os casquetes polares. Toda ella, salvo la más resistente, moría con la llegada del verano. Se había proyectado que la nave-cohete se posase cerca de uno de aquellos mares hueros, sin mareas. Al estrellarse, perdidos los mandos, la nave había destrozado algo más que a sí misma. Había arruinado las oportunidades de vida del único superviviente del viaje. Jenner emergió lentamente de su ofuscamiento. Tuvo entonces una idea. Recogió uno de los arbustos que ya había arrancado, aseguró los pies contra el mármol al que estaba adherido y estiró, con tiento al principio, luego con creciente fuerza. Quedó finalmente suelto, pero no cabía duda de que los dos formaban parte de un. todo. El arbusto brotaba del mármol. ¿Mármol? Jenner se arrodilló junto a uno de los hoyos de los cuales había arrancado una laja, inclinándose sobre una sección contigua. Ere. enteramente porosa, roca calcárea, casi seguro, pero no era verdadero mármol en absoluto. Al alargar la mano hacia la sección, intentando romper un pedazo, cambió de color. Atónito, Jenner retrocedió. En torno a la brecha, la piedra se iba tornando de un brillante amarillo-anaranjado. La examinó con incertidumbre y luego tentativamente, la tocó. Fue como si hubiese hundido los dedos en ácido cauterizante. Sintió un agudo dolor, mordiente y quemante. Con un jadeo, Jenner dio un tirón como si tuviese que despegar su mano. La continuidad de la angustia le hizo sentirse a punto de desfallecer. Osciló gimiente, apretándose los chamuscados miembros contra su cuerpo. Cuando la agonía finalmente desapareció, y pudo mirar la lesión, vio que la piel se había pelado y que se formaban ya rojas ampollas. Ceñudo, Jenner dirigió la vista hacia la rotura en la piedra. Los bordes permanecían con su brillo amarillento-anaranjado. La aldea estaba alerta, preparada para defenderse de ulteriores ataques. Súbitamente fatigado se arrastró hasta la sombra de un árbol. Solamente podía deducirse una conclusión de lo que había ocurrido, y casi desafiaba al sentido común. La aldea solitaria estaba viva. Mientras permanecía tendido, Jenner trataba de imaginar una gran masa de substancia viviente creciendo dentro de la estructura de los edificios, ajustándose ella misma a la conveniencia de otra forma de vida, aceptando el papel de sirvienta en la más amplia extensión del término. Si servía a una raza ¿por qué no a otra? Si podía adaptarse a marcianos, ¿por qué no a seres humanos? Se presentarían dificultades, naturalmente. Calculó con lasitud que los elementos esenciales no estarían disponibles. Fl oxígeno para el agua podía sacarse del aire... miles de combinaciones podían ser hachas de la arena... aunque supondría la muerte si fracasaba en hallar la solución, se quedó dormido apenas empezó a meditar en cuáles podían ser ¡as soluciones. Cuando se despertó, era de noche. Jenner se puso en pie pesadamente. Notaba una rémora, un retardamiento en sus músculos, y se alarmó. Humedeció su boca con la bolsa de agua, y tambaleándose fue hacia la entrada del edificio más próximo. Excepto por el restriegue de sus zapatos en el «mármol», el silencio era intenso. Se detuvo de pronto, escuchó, y miró en torno. El viento había cesado. No podía ver las montañas que festoneaban el valle, pero los edificios eran todavía oscuramente visibles, negras sombras en un mundo tenebroso. Por vez primera, le pareció que a pesar de su nueva esperanza quizá sería mejor que se muriese. Aunque sobreviviera ¿qué porvenir se le ofrecía? Más que sobradamente
bien recordaba lo arduo que había resultado suscitar interés en el viaje, y recolectar la copiosa cantidad de dinero que era precisa. Recordaba los colosales problemas que hubo de solventar para construir la nave, y algunos de los hombres que los habían solventado estaban enterrados en alguna parte del desierto marciano. Podrían transcurrir veinte años antes que otra nave de Tierra intentase alcanzar el único otro planeta en el sistema solar que había mostrado indicios de ser idóneo para sustentar vida. Durante aquellos incontables días y noches, aquellos años, estaría aquí a solas. Esta era la máxima esperanza que podía albergar, si sobrevivía. Mientras se dirigía por uno de los planos inclinados que en sesgo remataban en una especie de litera, Jenner consideró otro problema: ¿Cómo se conseguía hacer saber a una aldea viviente que debía alterar sus procedimientos? De un modo u otro, ya tenía que haber captado que tenía un nuevo inquilino. ¿Cómo podía él hacerla comprender que necesitaba alimentos en una combinación química distinta de la que sirvió en el pasado? ¿Que. le agradaba la música pero en un sistema de escala distinto? ¿Y que podía tomar una ducha cada mañana, pero de agua, no de gas venenoso? Dormitó a intervalos, como un hombre que está enfermo más que soñoliento. Por dos veces, se despertó, encendidos los labios, ardientes los ojos, su cuerpo bañado en transpiración. Varias veces se sobresaltó pasando al estado consciente por el sonido de su propia voz, ronca, gritándole colérica y temerosa a la noche. Adivinó, entonces, que estaba muñéndose. Consumió las largas horas de oscuridad agitándose, volviéndose, retorciéndose, ofuscado por ojeadas de calor. Al llegar la luz de la mañana, quedó vagamente sorprendido al darse cuenta de que todavía estaba con vida. Inquieto, descendió de la litera bajando hacia la puerta. Soplaba un frío viento penetrante, pero le sentaba bien a su ardiente cara. Se preguntó si habrían suficientes «pneumococcus» en su sangre para que pudiera pillar una pulmonía. En pocos instantes estaba temblando. Retrocedió al interior de ¡a casa, y por primera vez se dio cuenta de que pese a! umbral sin puerta, el viento no entraba en absoluto dentro del edificio. Los cuartos eren fríos, pero sin la menor corriente de aire. Esto puso en marcha una asociación de ideas: ¿De dónde había surgido aquel terrible calor corporal? Ascendió vacilante hacia la litera empotrada en sesgo donde había pasado la noche. En unos segundos estaba achicharrándose en una temperatura próxima de los cuarenta grados. Saltó fuera de aquel hueco, estremecido ante su propia estupidez. Calculó que había sudado por lo menos dos litros de humedad echándola fuera de su reseco cuerpo en aquel horno que semejaba una cama. Aquella aldea no era para seres humanos. Aquí, hasta los lechos eran calentados para seres que necesitaban, temperaturas mucho más elevadas que las confortables calefacciones para hombres. Jenner se pasó la mayor parte del día a la sombra de un gran árbol. Sentíase exhausto, y solamente en ocasiones recordaba siquiera que tenía un problema. Cuando el silbido arrancó, le molestó al principio, pero estaba demasiado cansado para alejarse del estridor. Había largos intervalos en que apenas lo oía de tan embotados que estaban sus sentidos. Avanzada la tarde, recordó los arbustos y el árbol que había arrancado el día anterior, y se preguntó que habría pasado con ellos. Se mojó la hinchada lengua con las últimas gotas de agua de su bolsa, se puso en pie lánguidamente y fue a buscar los restos resecos.
No había. Ni siquiera pudo hallar los hoyos de donde arrancó las lajas con sus vegetaciones. La aldea viviente había absorbido los tejidos muertos dentro de sí misma, y restaurado las brechas en su «cuerpo». Esto galvanizó a Jenner. Empezó de nuevo a pensar... acerca de mutaciones, reajustes genéticos, formas de vida adaptándose a nuevos medio ambientes. Hubo conferencias sobre estos temas antes de que la nave dejase Tierra, más bien charlas en controversia destinadas a familiarizar a los exploradores con los problemas que los hombres podían afrontar en un planeta alienígeno. El principio fundamental era muy sencillo: adaptarse o morir. La aldea tenía que adaptarse a él. Dudaba que pudiese dañarla gravemente, pero lo intentaría. Su propia necesidad de supervivencia debía ser planteada sobre una base así de áspera y hostil. Frenéticamente, Jenner comenzó a rebuscarse los bolsillos. Antes de abandonar la nave, se había cargado con piezas sueltas de equipo de poco volumen. Una navaja de bolsillo, un vaso de metal plegable, un circuito impreso de radio, una menuda súperbatería que podía recargarse haciendo girar el rodete anexo, y para la cual había traído entre otras cosas, un poderoso encendedor eléctrico. Jenner enchufó el encendedor a la batería, y deliberadamente arañó con el extremo al rojo vivo a lo largo de la superficie del «mármol». La reacción fue rauda. La substancia se convirtió esta vez en colérica púrpura. Cuando una sección entera del suelo cambió de color, Jenner se dirigió hacia el más próximo canal de «establo», entrando lo suficiente para activarlo. Hubo una demora perceptible. Cuando el alimento fluyó finalmente en la gamella, resultaba evidente que la aldea viviente había comprendido la razón por la cual él había hecho lo que hizo. El alimento tenía un color pálido, cremoso, cuando antes había sido de un gris lóbrego, fangoso. Jenner colocó el dedo en aquello, pero lo retiro con un grito, y se frotó la yema. Continuaba aguijoneando, pero sólo por unos momentos. La cuestión vital era: ¿le había sido ofrecida deliberadamente comida que podía dañarle, o estaba ella tratando de apaciguarle sin saber qué era lo que podía comer? Decidió darle otra oportunidad y entró en el pesebre contiguo. La sustancia arenosa que esta vez manó era más amarilla. No quemaba su dedo, pero al probar la materia, la escupió. Tenía la sensación de que le habían ofrecido una sopa hecha de una mixtura grasienta de arcilla y gasolina. Estaba ahora sediento con una ansiedad agudizada por el desagradable sabor en su boca. Desesperadamente se abalanzó al exterior y desgarró, abriéndola del todo, la bolsa de agua, buscando la humedad interna. En su vehemente chapuceo, derramó unas pocas gotas preciosas en el suelo del patio. Se tumbó boca abajo, lamiéndolas. Medio minuto después, seguía lamiente, y seguía habiendo agua. El hecho penetró súbitamente. Se incorporó, contemplando pasmado las gotitas de agua que chispeaban en la piedra lisa. Mientras estaba contemplando aquello, otra gota se exprimió de la superficie aparentemente sólida, y centelleó a la luz del sol declinante. Se inclinó y con la punta de la lengua esponjó cada gota visible. Durante un largo tiempo, yació con su boca apretada contra el mármol, chupando los minúsculos corpúsculos de agua que la aldea le donaba. El resplandeciente blancor del sol desapareció tras una colina. Cayó la noche como la bajada de un telón negro. El aire se volvió frío, luego helado. Se estremeció al penetrar el viento por entre sus andrajos. Pero lo que finalmente le detuvo en sus succiones fue el colapso de la superficie de la cual había estado bebiendo. Jenner se puso en pie sorprendido, y en la oscuridad tanteó torpemente la superficie rocosa. Se había literalmente desmenuzado. Evidentemente la sustancia había estrujado
toda su agua asequible y se desintegró en el proceso. Jenner calculó que habría bebido en conjunto el equivalente a una veinteava parte de litro. Era una demostración convincente de la buena voluntad de la aldea en agradarle, satisfacerle, pero había otra implicación, menos satisfactoria. Si la aldea tenía que destruir una parte de sí misma cada vez que le diera un trago, entonces indudablemente el suministro no era ilimitado. Jenner se apresuró hacia el interior del edificio más cercano, trepó hasta una litera, y saltó fuera de nuevo apresuradamente al foguearle el intenso calor. Esperó, para darle a la Inteligencia una oportunidad de darse cuenta que necesitaba un cambio, y volvió a tenderse una vez más. El calor era tan intenso como siempre. Renunció porque estaba demasiado agotado para persistir, y demasiado soñoliento para pensar en un método que pudiera hacer saber a la aldea que necesitaba una temperatura distinta en su dormitorio. Durmió en el suelo con la incómoda convicción de qué no podría sustentarle por largo tiempo. Despertó muchas veces durante la noche, y pensó: «No hay bastante agua. No importa el que ella se esfuerce al máximo...», luego volvía a dormirse, sólo para despertar una vez más, tenso y desdichado. No obstante, la mañana le encontró activo y decidido; y toda su acerada determinación le había regresado, aquella voluntad de hierro que le había permitido recorrer por lo menos unas quinientas millas a través de un desierto desconocido. Se dirigió hacia el pesebre más próximo. Esta vez, después que lo hubo activado, pasó más de un minuto en la espera; y entonces, aproximadamente un dedal de agua formó una mancha de humedad en el fondo del canal. Jenner lamió hasta secarla, y luego aguardó esperanzado a por más. Cuando no vino ninguna, reflexionó sombríamente que en algún sitio de la aldea, un grupo entero de células se habían desmoronado liberando su agua para él. Allí mismo decidió que ya dependía del ser humano, que podía desplazarse, hallar una nueva fuente de agua para la aldea, que no podía moverse. En el intervalo, naturalmente, la aldea tendría que mantenerle vivo hasta que hubiese investigado las posibilidades. Esto implicaba, por encima de todo, que debía disponer de algún alimento para sustentarle mientras exploraba. Comenzó por registrar sus bolsillos. Hacia el término de sus provisiones, había transportado fragmentos y pedazos envueltos en pequeños retazos de ropa. Pizcas desmenuzadas en sus bolsillos. Y se había rebuscado con frecuencia durante aquellos largos días en el desierto. Ahora rasgando las costuras, descubrió menudas partículas de carne y pan, migajas de grasa y otras sustancias imposibles de identificar. Cuidadosamente, se inclinó sobre el pesebre adjunto y colocó las raspaduras en la gamella o comedero. La aldea no estaría capacitada sino para ofrecerle más que un razonable facsímil. Si el derramamiento de unas pocas gotas de agua en el patio pudo hacerle sabedora de su necesidad de agua, entonces un ofrecimiento similar podría darle a ella la clave que necesitaba con respecto a la naturaleza química del alimento que podía comer. Jenner aguardó, y luego entró en el segundo pesebre y lo activó. Casi la mitad de un litro de sustancia cremosa, espesa, se escurrió hacia el fondo del canal. Lo exiguo de la cantidad parecía denotar que tal vez contuviese agua. La probó. Tenía un fuerte sabor mohoso, y un olor a rancio. Era casi tan seca como una harina, pero su estómago no la rechazó. Jenner comió lentamente, plenamente consciente de que en momentos así la aldea le tenía a su merced. Nunca podría estar seguro de que uno de los ingredientes del alimento no, fuera un veneno de acción lenta. Cuando hubo terminado su comida, se dirigió a otro pesebre en otro edificio. Se negó a comer el alimento que surgió, activó otro pesebre recibiendo unas gotas de agua.
Había entrado a propósito en uno de los edificios con torreones. Ahora, inició el ascenso por la rampa que conducía al piso superior. Se detuvo sólo brevemente en el cuarto al que llegó, ya que como ya había descubierto parecían ser alcobas adicionales. La familiar litera empotrada estaba allí en un grupo de tres. Lo que le interesaba era que la rampa circular continuaba en espiral hacia arriba. Primero dando acceso a otro cuarto más pequeño que parecía no tener ninguna razón particular de ser. Luego, seguía ascendiendo a la cúspide de la torre, a unos veinticinco metros del suelo. Lo bastante alto para que él pudiese ver más allá de la cresta de todas las colinas circundantes. Ya había pensado en aquel mirador, pero estuvo demasiado débil para emprender aquel ascenso antes. Ahora, miró hacia todos los horizontes. Casi inmediatamente, la esperanza que le había impulsado a subir, le abandonó. La panorámica era desmedidamente desolada. Hasta donde podía ver todo era una extensión árida, y cada horizonte se ocultaba en una bruma de arena arremolinada por el viento. Jenner oteaba con una sensación de desesperanza. Si en alguna parte, por ahí, había un mar marciano, se hallaba lejos de su alcance. Bruscamente, crispó las manos encolerizado contra su destino, que ahora parecía inevitable. Poniéndose en lo peor, había esperado hallarse en una región montañosa. Mares y montañas eran por lo general las dos principales fuentes de agua. Debería haber recordado, lógicamente, que había muy pocas montañas en Marte. Habría sido una descabellada coincidencia que fuera a parar verdaderamente a una cordillera montañosa. Se esfumó su furia, porque carecía de la fuerza necesaria para prolongar cualquier emoción. Torpemente fue descendiendo por la rampa. Su vago proyecto de ayudar a, la aldea había acabado así de rápido y definitivo. Los días fueron sucediéndose, aunque no tenía idea de cuántos eran. Cada vez que iba a comer, el agua que le era suministrada era cada vez más reducida. Jenner se repetía incesantemente que cada comida iba a ser su última. Era insensato que esperase que la aldea iba a destruirse a sí misma cuando ya el destino de su visitante ya era seguro ahora. Lo peor era que se hizo progresivamente claro que el alimento no era idóneo para él. Había inducido a erróneas conclusiones a la aldea al darle muestras rancias, quizás hasta corrompidas, y prolongando la agonía para él mismo. A veces después que había comido, Jenner se sentía mareado durante horas. Con demasiada frecuencia, su cabeza le dolía, y su cuerpo se estremecía a ramalazos de fiebre. La aldea estaba haciendo lo que podía. El resto dependía de él, y no podía siquiera adaptarse a una aproximación de los alimentos Tierra. Durante dos días estuvo demasiado enfermo para arrastrarse hasta uno de los comedores. Hora tras hora, yació en el suelo. Algún instante durante la segunda noche, el sufrimiento de su cuerpo fue tan terrible que finalmente tomó una decisión. «Si puedo llegar a una litera», se dijo a sí mismo, «el calor tan sólo me matará; y al absorber mi cuerpo, la aldea podrá recuperar parte de su agua perdida.» Consumió por lo menos una hora en reptar laboriosamente, rampa arriba, hasta la litera más cercana, y cuando finalmente lo logró, quedó tendido como alguien ya muerto. Su último pensamiento en semivela fue: «Estimados compañeros, ya vengo». La alucinación fue tan completa que, momentáneamente, le pareció haber regresado a la cabina de mandos de la nave-cohete, y tener en torno a él a sus antiguos compañeros. Con un suspiro de alivio, Jenner sumiose en un sueño sin imágenes. Despertó al son de un violín. Era una música dulzona, melancólica que hablaba del esplendor y decadencia de una raza largo tiempo ya extinguida.
Jenner escuchó por unos instantes y luego con repentina excitación comprendió la verdad. Era un sustituto del silbido agudo. ¡La aldea había adaptado su música a él! Otro fenómeno sensorio le inundó. La litera resultaba confortablemente tibia, en absoluto calurosa. Tuvo una sensación de maravilloso bienestar físico. Anhelosamente gateó rampa abajo hasta el pesebre más próximo. Al arrastrarse hacia adelante, con su nariz muy cerca del suelo, el canal se llenó con una mixtura humeante. El olor era tan sabroso y agradable que hundió el rostro dentro, y fue sorbiendo vorazmente. Tenía el sabor de una sopa espesa, carnosa, y era caliente y confortante para sus labios y boca. Cuando la hubo comido toda, por primera vez ya no necesitó beber agua. «¡He ganado!» pensó Jenner. «La aldea ha encontrado el miedo!» Después de un rato, recordó algo, y se arrastró hacia el cuarto de baño. Cautelosamente, acechando el techo, se deslizó piernas primero en el compartimento de ducha. El rocío amarillento cayó, frío y delicioso. Con éxtasis, Jenner meneó su rabo de casi un metro y alzó su largo hocico para dejar que los chorritos de líquido limpiasen las impurezas de alimento que se agarraban a sus afilados dientes. Luego anadeó, hacia el exterior para calentarse al sol, y escuchar la música eterna. FIN